Tentando Al Demonio (Herederos Del Diablo 2) - Hilda Rojas Correa
Tentando Al Demonio (Herederos Del Diablo 2) - Hilda Rojas Correa
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Epílogo
Agradecimientos
«La mejor venganza es no ser como tu enemigo»
Marco Aurelio
Capítulo I
Thomas Croft se encontraba solo en la biblioteca de Somerton Court. Era de noche y estaba
cansado, lo demostraba su postura sobre el sillón orejero; los seis pies de alto de su recia
humanidad estaban desparramados sobre el mueble. Abstraído, contemplaba el líquido ámbar de
su copa, balanceándolo con pereza a la luz dorada de las velas que iluminaban parte de la
estancia.
A esas alturas de la celebración, no le importaba si el contenido del vaso era whisky, ron o
coñac. No obstante, tampoco tenía ganas o estómago para averiguarlo, solo le gustaba tener las
manos ocupadas, hacer algo, aunque fuera banal.
Parpadeó, los destellos del cristal los veía emborronados, como si alguien hubiera pasado los
dedos por los haces de luz, y no era por estar ebrio; su resistencia —o sabiduría etílica— era
encomiable. No, su visión era la defectuosa. Era una sensación bastante incómoda. Las gafas que
usaba desde los veinte años solo le permitían ver un poco mejor, pero no mejoraban del todo su
padecimiento. Esos cristales montados en un armazón dorado, le conferían un aspecto serio o,
incluso, anodino, el cual daba una concepción errónea de su forma de ser.
Asunto que Thomas prefería que fuera así, hasta que él decidía mostrarse tal como era, o no.
Rio para sus adentros, le encantaba ser un lobo con piel de oveja, tal como su padre, Michael
Martin, el duque de Hastings. No compartían la misma sangre, sin embargo, ese hombre sí se
merecía el honor de ser llamado con ese apelativo, en vez de quien lo engendró: Alexander Croft,
conde de Swindon, el cual fue cualquier cosa, menos una buena persona.
De todas formas, él se sentía agradecido de no heredar el mismo nombre y rostro que su
progenitor. Thomas era una versión masculina de su madre, y solo por eso, ya se sentía
bendecido. El estigma que había dejado Alexander Croft no fue evidente en el aspecto físico,
pero sí dejó huellas en los corazones de él y su hermano, Alec.
Había cosas que él jamás repetiría del antiguo conde; no fornicaba como si el mundo se fuera
a acabar, no apostaba más de lo prudente, no golpeaba a mujeres y niños, no robaba y se había
asegurado de no convertirse en un alcohólico.
Sonrió. Sí, en ese momento estaba un poco ebrio. Aun así, esa situación no se repetía más que
un par de veces al año, y procuraba estar consciente de sus actos, sin sus sentidos embotados.
Thomas podía estar doce horas bebiendo sin emborracharse, siempre y cuando no cometiera el
error de vaciar su copa en un minuto, por lo que un simple trago podía durarle hasta una hora en
sus manos.
No le gustaba perder la voluntad y el alcohol solía arrebatarla con facilidad.
A sus oídos llegaba el sonido amortiguado de una fiesta que llegaba a su fin. La mitad de los
invitados ya se había retirado a descansar en la posada del pueblo, otros, con más suerte, estaban
alojando ahí mismo, en Somerton Court, el hogar de su primo Frank, marqués de Somerton,
quien ya debería estar disfrutando de su luna de miel, al igual que su otro primo, Ernest, el
hermano de Frank.
Fue una maldita boda doble.
De todos los escenarios imaginables, ese nunca se cruzó por su cabeza. Ya todos habían
asumido que Frank jamás se casaría, y que Ernest, tarde o temprano, sería quien daría los
herederos del marquesado de Somerton.
Pero la vida, a veces, daba sorpresas, y muy gratas.
Frank y Ernest eran sus compañeros, sus primos y más que eso, sus mejores amigos. Thomas
se sentía feliz por ellos, quienes habían encontrado el amor, estaban formando sus familias. Se
veían tan ridículamente enamorados y completos con sus esposas, que llegaba a dar envidia.
De pronto, Thomas se sintió inquieto. Desechó esa absurda sensación.
―Sabía que aquí estarías, hijo. ―La cálida voz de Michael, su padre, le ayudó a eludir ese
sentimiento―. Supongo que estás decidiendo si vas a dormir en la biblioteca, o no ―comentó, al
tiempo que se sentaba en el sillón que estaba al frente del de su hijo―. Sé que no hay
habitaciones disponibles aquí y en la posada. ―Rio―. Nosotros alcanzamos apenas. Estamos
apretados en dos habitaciones; a Margaret le tocó compartir la cama con Laura y Charity. Esas
dos no dejarán dormir a tu madre con su incesante cacareo. Alec, Lawrence y Gabriel están en
otra. No soporté sus ronquidos. Esos tres son demasiado para mí.
―Yo diría que no puedes dormir sin mamá al lado tuyo, pero te concedo lo de los ronquidos.
Mis queridos hermanos son verdaderas locomotoras de vapor ―convino―. Por mi parte, puedo
dormir hasta en el suelo si me da la gana ―agregó Thomas, despreocupado―. Aunque hoy
prefiero el diván, me colgarán las piernas, pero da igual ―agregó, apuntando el mullido mueble.
―En ese caso, le diré al ama de llaves que nos traiga mantas y almohadas. Reclamo para mí
este sillón.
Ambos rieron del mismo modo, y se prolongó un breve silencio. Michael, un tanto ansioso, se
acomodó las gafas ―padecía de miopía― y suspiró. Era tarde, pero tenía que salir de dudas:
―¿Qué tan terrible están las cosas en la fábrica?
―Sabía que en algún momento me lo preguntarías.
―La carta de John me dejó preocupado.
―No era para menos, él tenía motivos contundentes, por eso tardé en llegar. Revisamos los
balances de tres años para cotejar. La producción de Shaw y compañía ha ido bajando desde hace
un año, y ya lleva cuatro meses en números negativos ―respondió sin vacilar.
Su trabajo era ese, asesorar e invertir en diversas áreas de producción. No era un aristócrata
que solo centraba su fortuna en tierras y agricultura.
Esa visionaria forma de administrar el condado la había aprendido de Michael, cuando
Thomas, a temprana edad, era el nuevo, arruinado y endeudado conde de Swindon.
―Maldición ―masculló Michael―. ¿Cuál es tu opinión?
―Puede que se trate de una mala gestión. ―Thomas se enderezó, y se inclinó hacia su
padre―. Pero me parece todo tan extraño. Bernie Shaw siempre fue confiable y estable en su
labor.
―Sí, intachable. Tengo que hacerle una visita pronto y ver ese asunto. A mí también me
parece rara la situación. ―Michael se metió las manos en los bolsillos y comenzó a cavilar―.
Tal vez si acomodo mi agenda… John me va a matar… Por Zeus, tengo tanto trabajo ―masculló
y se pellizcó el puente de la nariz―. El ducado ha sido más duro de lo que imaginé… Mi papá lo
hacía ver tan fácil.
―El abuelo Albert tenía esa capacidad… Lo extraño mucho ―reconoció Thomas. A pesar de
que habían pasado seis meses, todavía se sentía demasiado reciente su pérdida.
―Yo también, hijo. ―Michael sonrió con una nota de melancolía, todavía sentía ajeno el
título de duque de Hastings.
Se cernió un silencio colmado de recuerdos.
―Yo iré ―decidió Thomas.
―¿Estás seguro, hijo? Lancaster está bastante lejos.
―Claro que estoy seguro, yo no tengo un escaño en el Parlamento con el cual lidiar. Mis
asuntos están en orden y Alec puede atenderlos en caso de que sea necesario. No tengo
inconveniente en dedicarles tiempo a tus inversiones. El cincuenta por ciento de esa fábrica es
tuyo, y siempre ha sido una fuente constante de ganancias. No tiene gracia que se vaya a la
quiebra sin saber más allá del informe contable. ¿No te ha escrito Bernie?
―Sí. Me había comentado que la situación de la fábrica era complicada pero pasajera. Me
prometió que lo resolvería.
―Tal parece que no está logrando levantar cabeza. ―Sonrió, pero había un tinte de malicia
en sus labios―. Haré una visita sorpresa. Redactemos un documento en el cual me nombras
como tu representante legal, y con eso me presentaré ante Bernie. Partiré pasado mañana, no
debemos perder tiempo en este asunto.
―Muy bien. ―Michael se levantó y se estiró de un modo muy poco aristocrático―. Gracias,
hijo.
―Nada de «gracias, hijo». Preocúpate mejor de no trabajar en exceso, porque quiero que
vivas muchos años ―desestimó con un tono severo―. Laurie puede y debe relevarte en algunas
tareas del ducado, es hora de que se ponga a trabajar en serio, es tu heredero.
―Dios, ¿tan viejo estoy? Mi hijo ya me está amonestando.
Thomas puso sus ojos en blanco.
―No estás viejo, papá. Solo estoy puntualizando que Lawrence es capaz de tomarse las cosas
en serio y ser un casanova al mismo tiempo. Él es de todo, menos estúpido. Has sido un poco
indulgente con él. ―Michael iba a abrir la boca para replicar, pero Thomas alzó su dedo índice
para terminar su argumento―. Sé que no es a propósito y has trabajado mucho. Tienes que
compartir tu carga con quien será el siguiente duque.
Michael se quedó mirando a su hijo y se dio cuenta de que tenía razón. Thomas siempre había
sido muy maduro, pese a que se empeñaba en mostrarse como un tipo despreocupado.
Le desordenó los ondulados cabellos castaños a Thomas, y luego le palmeó la mejilla que ya
estaba áspera por la incipiente barba y sus anchas patillas.
―Estoy muy orgulloso de ti, ¿lo sabías?
Thomas solo sonrió. Lo sabía.
Él también estaba orgulloso de su padre.
*****
―¿Qué sucedió? ―interpeló Bernie, haciendo un rápido barrido visual cuando llegó a la
inmensa sala de turbinas, lugar donde se situaban dos gigantescas ruedas de agua de diez pies de
ancho y treinta y seis de alto, las cuales ya tenían diez años. Una recibía el nombre de Atlas y la
otra, Prometeo.
―¡Por acá, señora! ¡Con Prometeo! ―indicó Aidan MacGregor, el jefe de mecánicos, quien
estaba al fondo del lugar.
Bernie se dirigió a grandes zancadas, temerosa de lo que se iba a encontrar. Los pulmones de
la fábrica era un lugar peligroso. Cada rueda estaba protegida por barandas de seguridad y una
escalera para poder llegar hasta lo alto de ellas.
Al llegar, se encontró al enorme, pelirrojo y fornido MacGregor con el ceño fruncido,
rodeado de los demás maquinistas, observando una cantidad indeterminada de gruesas cuerdas
que atascaron los engranajes de Prometeo. Todos se tocaron la visera de sus sombreros de paño,
a modo de rápido saludo ante la presencia de Bernie.
―¿Ya cerraron la compuerta de agua? ―consultó Bernie.
―Sí, señora ―respondió MacGregor―. Es mi culpa, mi inspección en la mañana no fue
exhaustiva.
―Tal vez alguien entró después de tu primera inspección ―especuló Bernie―. Eres muy
cuidadoso, por eso eres el jefe.
―Dejé cerrado con llave, señora. Estoy seguro de ello.
Bernie tomó una ligera inspiración para seguir encontrando respuestas, mas la voz de Thomas
intervino a sus espaldas:
―Es muy fácil abrir una puerta cuando se quiere ―afirmó mientras avanzaba hacia ellos con
las manos en los bolsillos―. Yo podría hacerlo en tres minutos.
Bernie puso los ojos en blanco, y se reprendió al instante por ese gesto. Su difunta madre
estaría dándole un buen sermón por hacerlo. MacGregor lo miró ceñudo.
―¿Y este quién es, señora? ―preguntó Aidan en un susurro mal disimulado, sin dejar de
mirar al intruso.
―Thomas Croft, representante legal de lord Hastings, a su servicio ―respondió el recién
llegado―. Y usted es el señor…
Aidan lo miró de arriba abajo como si fuera un insecto. No contestó y lo ignoró. Volvió su
atención hacia la señora Shaw, a quien su expresión delataba su mal humor.
―¿Cuánto tiempo vamos a tener la fábrica detenida, Aidan? ―preguntó Bernie.
El jefe de mecánicos se quedó pensativo, tendrían que cortar las gruesas cuerdas y verificar si
no había más en el agua. Podrían ser unas…
―Tiene un personal muy maleducado, señorita Shaw ―insistió Thomas.
Bernie inspiró hondo, necesitaba conservar la calma.
Dio media vuelta.
Thomas se había quitado la chaqueta y arremangado su camisa, al parecer, listo y dispuesto
para poner manos a la obra. Era tan alto como Aidan, pero su cuerpo era mucho más estilizado.
Por un breve momento, Bernie centró su atención en sus antebrazos. Masculinos, cubiertos de un
fino y oscuro vello. Las venas que surcaban la piel, que no llegaba a ser del todo clara, se
marcaban como si fueran a estallar.
Volvió al momento, Aidan no era maleducado, solo estaba midiendo al forastero.
―Señor Croft, usted ha sido el de malos modales al intervenir sin siquiera saludar a mis
empleados ―replicó Bernie.
―Touchée, señorita Shaw ―replicó Thomas con un retintín de burla.
―Llámela «señora Shaw», señor Croft ―indicó Aidan, severo―. Le decimos señorita Shaw
a la hermana de la señora, su secretaria y mano derecha. Mi nombre es Aidan MacGregor, y soy
el jefe de mecánicos. Estos son Wilson, Morris, Waters y Olsen ―presentó a los miembros de su
equipo principal de maquinistas.
―Oh, entiendo. Gracias por la aclaración. Señores, buenos días y disculpen mi intromisión
―saludó dando una leve venia―. Supuse que las presentaciones no eran necesarias, puesto que
la señora Shaw me ha pedido ayuda.
Bernie se llevó el dedo índice a los labios, exigiendo sin palabras, que Thomas cerrara la
boca.
Thomas le dio una sonrisa radiante. Así que la bribona les ocultaba a sus trabajadores la
precaria situación económica.
―Por favor, caballeros, continúen. Si necesitan un par de manos adicionales, estoy para lo
que necesiten ―ofreció Thomas.
Bernie le dio una sonrisa tirante al representante de lord Hastings, y dio media vuelta para
escuchar la respuesta de MacGregor.
―Bien. ¿Cuánto tiempo, Aidan? ―insistió Bernie.
―Creo que por hoy hay que finalizar las faenas, señora. No sabemos si se dañó la estructura
de Prometeo.
Bernie suspiró, era la respuesta que temía.
―Bien, cuento con ustedes, informen a la señorita Shaw de sus avances. ―Los maquinistas
asintieron. Bernie dirigió su atención a Thomas―. Señor Croft, lo invito a dar un paseo.
―Como usted diga, señora… Señores, éxito en la jornada.
Los maquinistas se tomaron la visera en respuesta.
Thomas siguió a Bernie, que caminaba a paso veloz con las manos empuñadas. Salieron de la
sala de turbinas y entraron al primer piso de la fábrica, que estaba en silencio sepulcral y en el
aire se podían ver las motas de algodón que flotaban ingrávidas en el aire. El ambiente estaba
caluroso y húmedo. Lo típico en la manufactura de algodón, dado que esas eran las condiciones
ideales para la producción de hilos y tela. Las máquinas cortadoras y cardadoras parecían estar
en impecables condiciones, y Thomas notó el detalle de que había iluminación a gas. Eso quería
decir que la fábrica funcionaba las veinticuatro horas del día.
De inmediato los recibió Harris, el capataz, quien estaba a cargo del área donde se limpiaba el
algodón de las impurezas y se cardaba. Todos los trabajadores; hombres, mujeres y adolescentes
estaban reunidos a una distancia prudente, pendientes de todo.
Se hicieron las respectivas presentaciones de rigor y cortesía, y Bernie procedió a explicar la
situación.
―… Y por eso, la jornada de trabajo de hoy ha concluido.
―¿Y el turno de noche, señora? ―interpeló Harris, confirmando las suposiciones de Thomas.
―No habrá, dígale a la gente que haga correr la voz. Mañana, esperemos, será una jornada
normal.
Una persona tosió, el sonido fue seco y gutural. Bernie miró hacia atrás y su expresión de
preocupación pasó a la seriedad. Enfiló sus pasos hacia la persona que interrumpió la
conversación. Era un hombre adulto de unos veinticinco años, llevaba más de una década
trabajando en la fábrica.
―¿Hace cuánto que estás tosiendo, Robert? ―interpeló Bernie.
El hombre bajó la vista.
―U-una semana, señora ―respondió, como si fuera un niño mortificado.
―¿Sabes lo que eso significa?
Robert asintió quedo.
―Es tu deber ir con el doc. Así como puede ser la tos de algodón, también puede ser
tuberculosis, y que vengas a trabajar en esas condiciones y sin un diagnóstico es una
irresponsabilidad, tanto para tu familia como para tus compañeros.
―Sí, señora. Iré después del almuerzo ―prometió, mirando de soslayo a Harris.
A Bernie no le gustó ese gesto.
―Bien, que no se vuelva a repetir ―zanjó. Bernie miró al resto de la gente y sentenció en
voz alta y clara―: En Shaw y compañía no queremos que ustedes mueran aquí. Por algo
intentamos darles las mejores condiciones posibles de trabajo y salud. Todos saben que esas
garantías no existen en las otras fábricas, pero, por lo mismo, ustedes también deben cuidarse. Es
un hecho que no se puede trabajar aquí durante demasiados años, porque su vida será muy corta.
Todos asintieron en silencio.
Bernie volvió hacia Harris.
―Si notas que alguien está tosiendo, debes enviarlo a la enfermería, el doc no está solo para
los casos de emergencia ―amonestó en voz baja―. Una semana es inexcusable, Harris. Sé que
llevas poco tiempo aquí, pero debes asumir que en esta empresa no se explota a la gente. No se
insulta y no se golpea a nadie. Ni siquiera por una falta grave.
Thomas alzó las cejas. ¿Qué clase de lugar era ese? La administradora se preocupa de la salud
de sus trabajadores… ¡Y los conoce por su nombre!
―Sí, señora ―respondió Harris―. Pero usted debe entender que hay algunos que son
perezosos y…
―¿Perezosos? ―espetó―. Si tu concepto de pereza es que alguien se tome un breve
descanso para ir al baño, silbe una melodía, o cometa una torpeza, entonces nos estamos
entendiendo mal. Estas personas trabajan diez horas al día. Tú debes vigilar que no haya
accidentes y que el trabajo se lleve a cabo apropiadamente, y si no es así, mi oficina está abierta.
Intentamos no ser como los americanos o las demás fábricas que esclavizan a quienes llevan
adelante la faena. Debe haber respeto por ambas partes, no miedo ni coacción. Tu trabajo es ser
mis ojos, ¿está claro?
Harris asintió.
Bernie sacó su reloj de bolsillo, eran las once de la mañana. Dirigió su atención a sus
empleados.
―Mientras tanto, y antes de que vayan al comedor, dejen todo limpio. Puede ser que
Magnolia ya esté casi lista con el almuerzo ―ordenó, acto seguido, miró al capataz―. Harris,
ponla al tanto de lo sucedido.
―Como ordene, señora.
Una situación similar se vivió en la segunda planta, donde se hilaba el algodón. Con la
salvedad de que el capataz ya era un veterano y sabía cómo debían llevarse las cosas.
En la tercera planta, donde se tejía el algodón, no fue necesario dar mayores explicaciones.
Ahí estaban los trabajadores más antiguos.
Thomas no intervino, salvo para la cortesía. Prefirió observar, eso se le daba muy bien y su
buen juicio rara vez erraba.
Ahora el problema era que él no sabía cómo juzgar a la señora Shaw.
¿Una tirana?
¿Una mujer excéntrica?
¿Un alma caritativa?
¿Demasiado inocente?
¿Demasiado ambiciosa?
¿Demente?
¿Quién era y qué pretendía?
―¿Tiene hambre? Yo estoy famélica ―preguntó Bernie, lacónica, mientras salían de la
fábrica y se internaban a otro edificio contiguo, separado del otro por unas cuantas yardas.
Era la entrada trasera del comedor de la fábrica, el cual comenzaba a llenarse poco a poco de
trabajadores y el barullo de sus conversaciones. Al sentir el sabroso aroma de un estofado, a
Thomas se le abrió el apetito.
En la gran cocina del comedor se encontraba Magnolia, la cocinera en jefe, y diez ayudantes,
quienes estaban ultimando los detalles de un anticipado almuerzo.
Bernie se acercó a ella junto con Thomas.
Volvieron las presentaciones.
―Si no te importa, Magnolia, me llevaré tres porciones en vez de dos ―anunció Bernie,
tomando una bandeja, pan y tres cuencos con estofado de carne.
Aunque para Thomas, la apariencia de la comida, era más parecido a estofado de verduras
con sabor a carne que otra cosa.
―No se preocupe, señora Shaw ―respondió la cocinera con una afable sonrisa―. Espero
que el señor Croft lo disfrute.
―Espero que el paladar del señor Croft no sea demasiado refinado ―replicó Bernie con una
sonrisa maliciosa, al tiempo que cubría los cuencos con un paño blanco de algodón―. Y si no le
gusta, se lo puede llevar de sombrero.
A Thomas no le cupo duda de que ella era capaz de hacerlo.
―Sígame, señor.
Y así, volvieron al edificio de administración. Ahí estaba Georgie en su escritorio, ocupada
con algunos documentos. Al verlos, se levantó y entró a la oficina de Bernie.
Con presteza, despejó el escritorio de su hermana, colocó un mantel blanco, cubiertos,
servilletas, unas copas y vino. Bernie distribuyó los cuencos y dividió el pan en tres.
Le dejó el trozo más pequeño a Thomas.
Tomaron asiento en silencio y Bernie dio una honda inspiración.
―Oremos ―sentenció. Cerró sus ojos, bajó la cabeza y extendió sus manos, Georgie se la
tomó y también adoptó la postura de Bernie. Thomas, por inercia, les tomó las manos a las dos
hermanas, mas no cerró sus ojos.
Observó a Bernie.
―Señor Todopoderoso, bendice estos alimentos que vamos a consumir y que nutran nuestro
cuerpo, así como tú nutres nuestro espíritu ―comenzó a orar Bernie, solemne―. Espero que esta
vez Magnolia haya echado sal en vez de azúcar.
Thomas miró su cuenco y luego a Bernie, que continuaba orando, impertérrita:
―Bendice a todos los trabajadores de esta empresa, e ilumina las manos de MacGregor y de
los demás para reparar a Prometeo. Interviene en el corazón de Harris para que no sea un idiota,
o lo despediré.
Thomas miró al cielo, era una bendición demasiado larga. Acto seguido, miró a Bernie y
luego a Georgie, estaban muy concentradas.
―Bendice a mis hermanas; Georgie, Henry, Alex y Jackie ―continuó Bernie―. Que sigan
siendo señoritas maravillosas, protégelas de futuros pretendientes pendencieros.
¿Cuántas hermanas eran? ¿Cuatro? Y la señora Shaw, cinco.
¡Cinco mujeres! Vaya la suerte del difunto señor Shaw. Al parecer, tenía una gran frustración
por tener solo hijas, dado que todas tenían nombres masculinos.
―Bendice a lord Hastings y toda su familia ―continuó―. Y bendice al señor Croft con
paciencia y sabiduría. Amén.
―Amén ―susurró Georgie.
―Amén ―secundó Thomas a destiempo. «Gracias a Dios ya terminó. Si hubiera sido
hombre, y vicario para más inri, daría los sermones más largos de la historia», pensó Thomas con
acritud. Sin embargo, agradeció que ella lo incluyera en sus oraciones.
Las hermanas Shaw comenzaron a comer. Thomas miró su cuenco con cierto recelo, esperaba
que tuviera, al menos, buena sazón…
O iría él mismo a rectificar el sabor de ese estofado.
Dios sabía que era capaz de hacer eso.
Se armó de valor y probó la comida.
Parpadeó. Estaba bueno. Muy bueno, a decir verdad, incluso si era más verduras que carne.
Comió otro bocado y lo disfrutó.
Las hermanas Shaw no pudieron reprimir risitas infantiles.
Thomas las miró, serio. Tenía la gran sospecha de que él era el blanco de sus burlas.
Bernie y Georgie empezaron a carcajearse sin reparo.
Thomas, con parsimonia, bebió un sorbo de vino y se limpió la boca con la servilleta,
intentando ignorar a las mujeres.
Y así pasaron los sesenta segundos más largos de la vida de Thomas.
―Lo siento, señor Croft… ―Risas de Bernie―… Es que su cara fue memorable… ―Risas
más sonoras de Bernie.
―No le veo la gracia, gracias a sus oraciones pensé que comer esto sería un martirio
―replicó molesto.
―No se enoje por reírnos a costa suya, señor Croft ―intervino Georgie, con un incipiente
dolor en el vientre por las risas―. Magnolia es una magnífica cocinera, hace maravillas con el
bajo presupuesto que podemos darle. Pero sí es cierto que una vez confundió el azúcar con la sal.
―¡Y fue terrible! Pobre Magnolia ―añadió Bernie, más calmada―. Al menos pudo
arreglarlo.
―Es más fácil arreglar un plato de comida que la situación financiera de esta empresa
―señaló Thomas, lanzando sus dardos venenosos.
A veces, no había que postergar la venganza.
Del rostro de Bernie se esfumó todo relajo.
Se aclaró la garganta, incómoda, y bebió un sorbo de vino.
Thomas se sintió como un imbécil.
A veces, la venganza tenía un daño colateral imprevisto.
―Sé que no entiende lo que estamos haciendo aquí ―repuso Bernie. Miró a Thomas a los
ojos con interés―. ¿Ha trabajado alguna vez en una fábrica?
―No, pero sí en el campo ―respondió con sinceridad.
Para restaurar la fortuna de su título, Thomas debió trabajar y no solo a nivel de
administración. Sus tierras estaban tan empobrecidas, que pasó veranos enteros cosechando lo
que su propio padre sembraba. Porque algo tenía que aprender desde el comienzo; Michael
Martin no le iba a facilitar las cosas dándole dinero para reparar el daño del antiguo conde de
Swindon, pero sí le apoyó con trabajo. Poco a poco, empezaron a atraer arrendatarios. Año a año,
las ganancias aumentaban.
―Entonces sabe lo que es trabajar duro… Mi padre me enseñó todo. Durante mi niñez trabajé
en todos los puestos que hay en esta fábrica. He visto gente morir lentamente, otros en accidentes
terribles… yo misma perdí un dedo. ―Alzó su mano izquierda, el dedo meñique estaba a la
mitad―. Pero ¿sabe qué es lo peor de todo? Ver cómo una persona gana una miseria por estar
doce horas haciendo rico a otro, a costa de su integridad física. Yo no quiero cargar con eso, si
fuera por mí, mis empleados trabajarían ocho horas. ―Bernie no se había dado cuenta de que
empezaba a hablar con vehemencia. Georgie tosió con discreción para llamar la atención de su
hermana. Bernie hizo una breve pausa y bebió vino. Thomas la miraba, mas ella no percibía
censura por su exabrupto―. Pero si lo hago, ofendería demasiado a los dueños de las otras
fábricas. De hecho, ya están escandalizados porque la jornada laboral es de diez horas por el
doble de salario, les doy un buen almuerzo y tengo una escuela a la que asisten los niños que
trabajan para nosotros.
―Eso me llamó la atención. No había niños.
―Para trabajar aquí, deben ser mayores de diez años y asistir a la escuela los lunes, miércoles
y viernes. Tienen una jornada laboral de ocho horas los martes, jueves y sábados. Y si tienen
malas calificaciones, tampoco pueden hacer su turno. ―Esbozó una sonrisa triste―.
Honestamente, odio que un niño trabaje, mas no puedo hacer nada para paliar su pobreza.
―Y cuando su padre estaba al mando, ¿administraba la empresa igual que usted? ―interrogó
Thomas. No le importaba que la comida se estuviera enfriando. Todavía intentaba comprender a
esa mujer.
Bernie rio sin ganas.
―Mi padre no fue un hombre perfecto, tampoco un idealista. Supongo que no quiso cambiar
las cosas porque funcionaban y ganaba mucho dinero. Lo suficiente para poder casar bien a sus
cinco hijas.
―Entiendo.
El almuerzo continuó. Thomas analizaba lo que la señora Shaw había revelado. Ella no se
avergonzaba ni intentaba ocultar nada. En su recorrido por la fábrica no vio rostros deprimidos,
famélicos, enfermizos ni cansados, sino todo lo contrario. También se percibía en el lugar un
hondo respeto por las hermanas Shaw.
Las ideas que Bernie llevaba a la práctica eran inéditas, muchos podrían calificarlas de
revolucionarias. ¿Acaso ella simpatizaba con aquel grupo radical que, dos años atrás, escribió la
Carta del Pueblo? Ahora eran una asociación formal, a pesar de que sus líderes habían sido
encarcelados. Sin embargo, los ideales de ese movimiento solo consideraban a los hombres;
sufragio para todos los varones mayores de edad, voto secreto y otras cuestiones que les
permitiera a los menos favorecidos poder llegar al Parlamento y, de este modo, generar leyes en
beneficio de la clase trabajadora.
Formar una fuerza política.
Bernie Shaw ponía en práctica mejoras para los obreros sin que hubiera leyes que la obligaran
a hacerlo.
―Señora Shaw, ¿usted conoce a los cartistas? ―preguntó, acabando con el silencioso
almuerzo.
―Simpatizo con sus ideales, tal como puede apreciar. Pero, obviamente, no cumplo con el
requisito primordial para pertenecer a la asociación. Ni siquiera se me considera como apoyo
moral.
―¿Es porque no es hombre? ―preguntó, solo para corroborar y hacer que ella hablara más.
Cuando Bernie Shaw se entusiasmaba, revelaba más de lo prudente.
―Soy, ¿cómo dijeron? ―Fingió hacer memoria, porque jamás había olvidado haberse
sentido tan agredida por ser mujer―. Ah, sí. Una solterona que juega a las muñecas en la fábrica
de papi. Solterona, se los concedo, pero que cuestionaran mi gestión y mis capacidades, eso sí
fue un insulto inaceptable. Aceptan a las mujeres como oradoras, pero siempre menosprecian sus
capacidades de ir más allá.
―Asumo entonces, que desde hace un año empezó con sus inusuales medidas laborales.
―No, señor Croft, en eso se equivoca. Durante tres años he llevado a cabo este proyecto, y si
esos mentecatos cartistas me hubieran aceptado, estaríamos demostrando al Parlamento que
deben conectarse con el pueblo para hacer mejores leyes, que es posible hacer cambios radicales
sin dañar la política o la economía. Lo que demuestro con esta empresa, es que un hecho vale
más que un millón de firmas, las cuales fueron rechazadas sin misericordia por los diputados en
la Cámara de los Comunes ―declaró con desdén―. Con las mejoras de salario, educación y
horas de trabajo, he reducido la cantidad de accidentes por fatiga. Los trabajadores enferman
menos, porque los voy rotando en sus faenas. No se ausentan al trabajo sin justificación ni llegan
tarde. Es más, ni siquiera tengo ese horrendo sistema de multas a los obreros por sus faltas,
porque no es necesario aplicarlas. Sí, sigue habiendo pobreza, pero no tan profunda, hay más
dignidad.
―Es muy loable su ideal, señora Shaw ―convino Thomas―. Pero ¿dijo tres años? ¿Ha
estado trabajando con ese improbable sistema durante tres años? ―interpeló con creciente
estupefacción.
―Y ustedes no se dieron cuenta ―agregó con suficiencia―. Mi «improbable sistema» ha
funcionado a la perfección… Hasta ahora.
―Entonces, ¿por qué este año las cosas cambiaron tanto?
―Porque, desde hace un año, alguien quiere verme en la ruina. Dañan las máquinas o la
materia prima, paralizando las faenas. Incluso, hace cuatro meses hubo un incendio, que, gracias
a Dios, solo fue en la planta baja porque el edificio es a prueba de fuego. Sin embargo, la
producción se detuvo por semanas. Ese fue el peor golpe de todos.
A Thomas solo una palabra se le cruzó por la cabeza.
Sabotaje.
Capítulo III
―¿Y tiene alguna sospecha de quién puede estar saboteando su gestión? ―interrogó Thomas,
serio.
Bernie no pudo ocultar la sorpresa en su rostro. No porque Thomas mencionara la palabra
«sabotaje», sino porque él no la estaba responsabilizando a ella, a su trabajo, a la empresa o a su
género. Derechamente, estaba culpando a un ente externo.
Se aclaró la garganta para recomponerse un poco de la impresión.
―La lógica me dice que puede ser la competencia. Sin embargo, cada uno de los ataques que
hemos sufrido no tiene firma, advertencia o mensaje, aparte del mismo acto, que señale a un
perpetrador.
―¿Esta fábrica tiene algo en especial que los demás quieran? ―prosiguió Thomas con su
interrogatorio. Era imperativo contar con todos los antecedentes.
Bernie se quedó pensativa por unos segundos.
―En realidad, no. Como todas las demás fábricas de este país, tenemos una alta demanda a la
cual responder. La mitad de la tela de algodón producida en el mundo, proviene de Lancashire.
La competencia está en quién produce más, y en esta ciudad estamos dentro del promedio.
―¿Nada?, ¿está segura? ¿No hay ningún contrato por el cual haya tenido que competir?
―Bueno, gracias a lord Hastings, somos proveedores de muchos atelieres de Bond Street. No
obstante, eso no nos hace particularmente especiales ―desestimó Bernie.
Thomas bebió un poco de vino y se dio cuenta de que su cuenco ya estaba vacío, al igual que
el de las hermanas Shaw. La última vez que comió un almuerzo tan frugal, fue cuando tenía siete
años y, al igual que en esa ocasión, todavía sentía hambre.
El hambre le hacía recordar el abandono de su progenitor.
Se deshizo de esa sensación. Odiaba cuando él volvía a su memoria. Era mejor usar su
cerebro en hallar respuestas.
―¿A quién beneficia si Shaw y compañía se va a la quiebra?
―A cualquiera que desee comprarla y que tenga el capital necesario. También podría
beneficiar a las demás fábricas para expandirse. Incluso he llegado a sospechar de mi tío
Sheldon. ―Y al terminar de hacer esa declaración, Bernie y Georgie arrugaron sus narices.
No era tan querido el tío Sheldon.
―Según tengo entendido, él es quien posee una cuarta parte de esta empresa ―añadió
Thomas.
―El otro cuarto pertenecía a mi padre y nosotras lo hemos heredado. Lord Hastings posee la
mitad restante ―confirmó Bernie.
―¿Y su tío no ha intervenido en su inusual administración?
―Él está más preocupado de recibir su parte de las ganancias a tiempo. La vida en Londres es
costosa ―explicó Bernie.
―Y cree que un representante de lord Hastings es quien dirige la empresa ―añadió
Georgie―. No nos creyó cuando le informamos que él había apoyado el nombramiento de
Bernie.
―Decididamente su tío no las conoce ―acertó a decir Thomas. Si su juicio no fallaba,
Sheldon Shaw era el típico sujeto que solo invierte y se limita a preocuparse de recibir el dinero
de las ganancias, sin involucrarse más allá―. ¿Y él no se ha quejado por sus pérdidas?
―Me he asegurado de que él no se entere. Recibe su parte íntegra ―afirmó Bernie con un
tono que denotaba soberbia.
A Thomas no le gustó aquella respuesta.
―¿A costa de quién? ¿De lord Hastings? ―interpeló con acidez.
―No, señor Croft ―negó Bernie, entrelazando sus dedos. Thomas no pudo evitar mirar el
muñón de su dedo amputado. Sin embargo, también notó que los otros dedos también tenían
unas profundas cicatrices. Pudo haber sido peor. ¿Cuándo habría sucedido aquel accidente?
Imaginó el sufrimiento de Bernie. La miró a los ojos, ella sabía que él se había distraído―.
Supongo que lo ha notado, pero yo no estoy en edad para casarme, por lo tanto, ya no necesito
una dote para aportar a un matrimonio que jamás sucederá. ―Se encogió de hombros, indolente.
No obstante, Thomas pudo ver más allá de ese gesto, había amargura―. Y como necesitaba
asegurar mi vejez, hace unos años invertí el dinero que mi padre tenía destinado para ese fin.
Ahora está dando buenos dividendos en la Sheffield and Selby Railway.
Thomas vio el brillo del orgullo en la expresión de Bernie.
Y, sin más, la conversación murió. Thomas estaba impresionado respecto a la visión e
inteligencia de Bernie Shaw. No era una mujer que depositaba su confianza en un solo lugar. Sin
embargo, de inmediato pensó en por qué ella, siendo una joven tan sorprendente, seguía soltera.
Es más, ella se consideraba solterona. Thomas comenzó a sacar cuentas, Georgie parecía tener
poco más de veinte años, Bernie era mayor por dos… No era posible que tuviera veintidós o
veintitrés… Debían ser más… Tal vez tenían una fuente de juventud eterna porque, al parecer,
ambas mujeres tenían más edad de la que representaban.
Aun así, ¿tanto significaba la empresa para Bernie Shaw, que no aspiraba a nada más?
Thomas estaba seguro, si ella se lo proponía, podría tener al hombre que quisiera, incluso si no
era de su misma clase social. En mujeres como ella, ese aspecto era irrelevante.
Es más, no le cabía duda de que esa mujer era capaz de alcanzar cualquier meta que se fijara.
Y si sus problemas económicos hubieran sido a causa de un par de incidentes, las pérdidas solo
se habrían atribuido a una simple mala racha. Ella bien podría ponerse de pie sola.
Nadie habría sospechado de la existencia de ese revés económico, y él no estaría visitándola
para determinar las pérdidas.
Pero para él, estaba claro de que había la real intención de hundir la fábrica y, para su
desdicha, solo podía llegar a la pobre conclusión de que estaban en un callejón sin salida, y que
Bernie Shaw tenía esa misma certeza.
―¿Cada cuánto tiempo suceden los ataques? ―Volvió a insistir Thomas, no se resignaba.
―En nuestras anotaciones no hemos descubierto algún patrón fijo. En apariencia es aleatorio
en cuanto a momento y lugar.
―¿No ha considerado contratar a hombres para hacer guardia?
―Vaya que sí lo he considerado, pero mi presupuesto, como ya sabe, es un poco más que
ajustado. Hay nocheros que hacen sus rondas, y en el día está el portero que solo controla el
acceso, mas ellos no dan abasto.
―Entiendo. ―Thomas guardó silencio. Había que tomar varias decisiones y no tenía tiempo
que perder―. Me temo, señora Shaw que tendré que informar de esto a lord Hastings. Todo
―subrayó―. Debe aceptar que, si bien usted es una persona más que capacitada para dirigir esta
empresa, los problemas que enfrenta en la actualidad son más grandes que todos sus esfuerzos, y
mientras no descubra quién está detrás de esto, deberá empezar a hacerse la idea de despedirse de
sus ideales y de la fábrica ―decretó sin asomar ninguna emoción, mas en el fondo, sentía respeto
y preocupación por la mujer que tenía al frente.
Jamás se atrevería a sentir lástima por ella.
Bernie asintió con una leve inclinación de cabeza, mas no había expresión alguna en su
rostro. Sin embargo, en su fuero interno, estaba desolada. Todo lo que dijo Croft era la más pura
verdad. Y ya no sabía qué más hacer.
No quería rendirse, familias completas dependían del trabajo de la fábrica. Era un proyecto
que estaba rindiendo frutos, no solo económicos, sino sociales.
Había dedicado toda su vida adulta a planear ese sistema de trabajo. Y los últimos tres años
para concretarlo. Ella se lo debía a tantos trabajadores, quienes, con el pasar de los años,
murieron o quedaron mutilados por esa fábrica que los reemplazó como si fueran menos que
nada.
Ella tenía ropa, techo, comida y educación a costa de ellos.
No era justo.
―En mis años de trabajo, jamás me encontré con una situación tan singular como esta. Y no
me refiero al sabotaje en sí ―agregó Thomas―. Esto no tiene precedentes.
―Me temo que usted no podrá cumplir su promesa, señor Croft. ―Bernie esbozó una triste y
resignada sonrisa. La visita del representante de lord Hastings fue como un balde de agua fría,
colmada de dura realidad. Debía admitir que estaba pecando de orgullo y terquedad―. No lo
culpo y créame que no hay rencor en mi corazón, pero dígale a lord Hastings que me dé un poco
de tiempo para darle un digno final a esto. Le doy mi palabra que, si la situación empeora, él no
se verá perjudicado.
―Haré lo posible, señora. Abogaré por usted ―aseguró Thomas, cortés. Bernie asintió con
una sincera expresión de gratitud―. Pero se equivoca en algo, cuando empeño mi palabra, no me
retracto. No sé si podré cumplir mi promesa a cabalidad, pero, mientras esperamos la respuesta
de lord Hastings, me quedaré aquí y haré todo lo que esté al alcance de mi mano para ayudarle.
Bernie se levantó de su asiento, seria, determinada y le ofreció su mano a Thomas. Él
respondió del mismo modo, ella lo estaba viendo como un igual. Por algún extraño motivo que él
no se atrevía a analizar, ser aceptado le hizo sentir algo parecido al orgullo.
―Señor Croft, no sé cómo me va a ayudar, pero, sin duda, voy a aceptar su ofrecimiento
―declaró Bernie, dándole un firme apretón a Thomas.
―De momento solo se me ocurren disparates, pero ¿quién sabe? Si tenemos suerte,
tendremos algún resultado ―respondió esbozando una sonrisa ladina―. Dígale la verdad a su
gente, diga que está en quiebra. ―Bernie intentó soltar la mano de Thomas, mas él no lo
permitió.
―¿Ha perdido el juicio, señor Croft? ―interpeló ella, incrédula.
―Hágale creer a quien quiere hundirla que ha triunfado y aparecerá ―garantizó Thomas y
liberó a su prisionera.
Bernie miró su mano, todavía sentía el rastro de calor hormigueándole la piel. Alzó la vista, el
señor Croft estaba sonriendo, como si se estuviera divirtiendo, pero no a costa de ella. A ese
hombre le gustaban los desafíos, los disfrutaba.
«Es una locura, pero tiene todo el sentido del mundo», admitió Bernie a regañadientes, «y él
lo sabe, maldito sea».
Dirigió su atención hacia Georgie, quien observaba el intercambio con estupefacción.
―Georgie querida, ve al comedor y avisa al personal que mañana a las ocho habrá una
reunión importante, y todos deben asistir ―ordenó.
―¿Estás segura, Bernie? ―interrogó casi sin reconocer a su hermana, pocas veces tomaba
una decisión sin meditar.
―Completamente. ―Se encogió de hombros―. Después de todo, ya no tenemos nada que
perder.
Georgie asintió, retiró los cuencos de la mesa y se los llevó para cumplir con la misión
encomendada.
Bernie y Thomas se quedaron de pie, mirándose, sabiendo que tenían un desafío por delante y
que debían trabajar juntos. No había otra alternativa.
En un mundo gobernado por los hombres, una mujer tenía pocas ―más bien nulas―
oportunidades de abrirse paso, y debía reconocer que era más fácil si contaba con el apoyo de, al
menos, uno de ellos. Para Bernie, depender de un hombre era una ridiculez, pero tenía más que
claro que no debía anteponer su orgullo femenino e independiente, por sobre las necesidades del
resto.
A esas alturas no sabía si haber sido criada casi como un hombre había sido beneficioso o no.
―Bien, ha sido un sorpresivo placer conocerla, señora Shaw ―admitió Thomas, al tiempo
que alcanzaba su chaqueta que había dejado colgada en el respaldo de la silla y se la puso, lo
mismo hizo con su sombrero. Finalmente, tomó su maletín―. Nos vemos mañana.
―Hasta mañana, señor Croft. ―De súbito, una duda la asaltó―. ¿Dónde se está alojando?
―En la posada La Rosa Roja ―respondió Thomas.
Era una de las mejores de Lancaster ―y también la más costosa―. Si la visita del señor Croft
hubiera sido rutinaria, habría sido una estadía corta y a ella no le habría importado demasiado.
Sin embargo, la situación era más compleja y era muy probable que el presupuesto que él tenía
disponible fuera limitado, por mucho que fuera empleado de lord Hastings. Lo mínimo que podía
hacer ella, era ofrecerle un lugar donde hospedarse.
―Lo acompañaré en mi cabriolé para ir a recoger sus pertenencias, se hospedará en mi casa
―decretó―. No puedo permitir que se gaste el dinero que no tiene por estarme ayudando.
Thomas abrió la boca para negarse, pero la cerró y se mordió la lengua. En realidad, la señora
Shaw tenía parte de razón, él había ido con un presupuesto acotado. No obstante, todo se podía
resolver con un pagaré firmado por el conde de Swindon.
Pero la curiosidad por conocer a la señora Shaw en otro ámbito fue espoleada con ese
ofrecimiento-mandato.
Y también estaba el asunto de que no le había revelado que él era un par del reino. No solía
hacerlo cuando estaba por negocios, el título siempre era un impedimento para medir el carácter
de las personas. No se mostraban tal cual eran y actuaban condescendientes e incapaces de decir
no o de llevarle la contraria o, por otra parte, pensaban que él era un inútil mentecato al que
podrían estafar como si fuera un idiota.
En fin, ya llegaría el momento apropiado para comentarle ese pequeño detalle a la señora
Shaw.
Ella lo iba a matar. Sí, señor.
―¿Está segura, señora Shaw? De verdad no me gustaría ser una molestia o el causante de
habladurías ―replicó, sintiendo que debía darle la oportunidad para que ella se arrepintiera de su
propuesta.
―La casa es grande y nuestra reputación es intachable. Prácticamente yo he terminado de
criar a mis hermanas. Nadie mirará con malos ojos nuestra hospitalidad ―zanjó Bernie, sin dar
derecho a negativas.
―En ese caso, acepto su ofrecimiento, señora Shaw.
―Le avisaré a Georgie y partiremos a la posada.
*****
Cerca de la hora del té, Thomas estaba descendiendo del cabriolé de Bernie, quedando ante
las puertas de White Cottage, la propiedad de las hermanas Shaw. Una encantadora casa de dos
pisos, ubicada en el campo a las afueras de Lancaster, y que ostentaba una pulcra y simétrica
arquitectura del siglo anterior; muros de ladrillos pintados de blanco y cubiertos de enredaderas,
cuidados y verdes jardines, una chimenea en cada extremo de la propiedad y, a juzgar por la
distribución de las ventanas de la planta superior, debía haber cinco o seis habitaciones. En
definitiva, era un hogar hecho para una familia numerosa.
―Apretados, pero llegamos ―señaló Bernie, orgullosa.
Habían viajado los tres en un cabriolé hecho para dos, pero Thomas no podía quejarse, las
hermanas Shaw no ocupaban mucho espacio. Y la señora era una conductora más que confiable,
el imponente caballo gris sabía a quién obedecer. A decir verdad, nunca se había subido a un
carruaje comandado por una mujer, y se sintió extraño. Él siempre había llevado las riendas, pero
no lo tentó la idea de quitárselas a su anfitriona.
―Bienvenido a White Cottage, señor Croft ―añadió Bernie, al tiempo que la puerta se abría
y una mujer alta, morena y delgada aparecía ante ellos.
―Buenas tardes, Estelita ―saludó Georgie con una excelente pronunciación española―. Es
nuestra ama de casa, viene de Madrid, estuvo casada con un veterano de las guerras
napoleónicas, que fue nuestro cocinero ―resumió a Thomas―. Hasta que el pobre falleció hace
un par de años, todas apreciábamos a Gilbert. De terca no habla inglés, pero no se fíe, ella
entiende todo.
―Le hablamos en español ―agregó Bernie y miró al ama de llaves al tiempo que entraba al
vestíbulo―. Traemos un invitado, Estelita. Te presento al señor Thomas Croft ―dijo Bernie con
fluidez, a Thomas le produjo una inexplicable sensación escucharla hablar ese idioma. El timbre
de su voz le otorgaba un cariz exótico a su apariencia.
El ama de llaves saludó con una breve y respetuosa reverencia.
―¿Se va a quedar para siempre? ―preguntó Estelita en un acelerado susurro, mientras
recibía los abrigos y sombreros de todos―. Es muy guapo el caballero. Ya quisiera tener treinta
años menos.
―¡Si te escuchara Gilbert! ―amonestó Bernie con una sonrisa taimada.
―Él diría que solo quiere verme feliz ―replicó Estelita, despreocupada.
―Eres una sinvergüenza ―apostilló Georgie.
El español era un idioma muy diferente al francés ―el cual todo caballero conocía―, y
Thomas no entendía nada del intercambio entre las mujeres, pero tenía la sensación de que
estaban hablando de él, y no tenía relación con su inesperada visita.
―Prepara la habitación de invitados. Es posible que el señor Croft se quede una o dos
semanas. Su equipaje está en el cabriolé, dile a Chester que se ocupe de ello, por favor, Estelita
―ordenó Bernie, volviendo al inglés para no incomodar a Thomas.
―Como ordene, señora ―respondió Estelita, esbozando una pícara sonrisa dirigida al
invitado. Colgó las prendas en una percha y se retiró a sus quehaceres.
De pronto, un sonido grave y rápido le hizo dar un respingo a Thomas, y dirigió su atención a
la escalera, donde tres jovencitas bajaban corriendo como si estuvieran compitiendo para
averiguar quién era más rápida. Sin embargo, las tres frenaron de golpe al verlo y suavizaron sus
ademanes.
Todas eran muy, muy parecidas entre sí, solo algunos rasgos las distinguían entre una y otra;
altura, madurez, el tono castaño de los ojos. Era sorprendente.
―Un día se van a quebrar una pierna ―advirtió Bernie, negando con la cabeza. Las
jovencitas se habían formado ante Thomas y dieron una femenina reverencia.
A él le pareció escalofriante el cambio en ellas. Debía andar con cuidado.
―Señor Croft, le presento a Henrietta, aunque todas la llamamos Henry ―dijo Bernie,
señalando a la que parecía ser la mayor de las tres hermanas menores. Luego dirigió su atención
a la siguiente y señaló―: Ella es Alexandra…
―Pero le llaman Alex ―terció Thomas.
―Nuestro padre no era muy original ―intervino Georgie.
―Y nuestra benjamina, Jaqueline ―continuó Bernie.
―Jackie ―apostilló Georgie.
―Un placer conocerlas, señoritas. ―Thomas se inclinó levemente―. La señora Shaw ha
tenido la amabilidad de ofrecerme hospedaje en vuestra casa. Espero no molestarlas.
Las tres jóvenes respondieron con una nueva reverencia.
―Supongo que su nombre es Georgette ―señaló Thomas y Georgie asintió, acto seguido,
miró a Bernie y dijo con un tono un poco más grave―: Y usted es Bernadette…
―Exactamente ―respondió Bernie en voz baja. Tenía tan arraigado su diminutivo, que le era
perturbador escuchar su propio nombre y más aún en una voz masculina como la del señor Croft,
suave y profunda. Se aclaró la garganta―. Mi padre nos amaba, pero no es un secreto en esta
familia que a él le habría gustado engendrar un varón. Se tuvo que conformar con llamarnos
como si lo fuéramos.
―En mi opinión todas tienen nombres muy bonitos, y sus diminutivos se prestan para
confusiones ―declaró, enfatizando una mirada acusadora a Bernie.
―Pamplinas ―desestimó la aludida.
―Pero tengo una duda respecto a ustedes, y espero que no las ofenda ―dijo Thomas,
desviando un poco la conversación―. Me intrigan sus edades, todas parecen haberse quedado de
veinte años… menos usted, señorita Jackie, se nota que todavía no llega a esa edad.
Un coro de risas femeninas colmó la estancia.
―Todas tenemos menos de treinta ―apostilló Bernie―. Y eso es todo lo que diremos al
respecto. ―Miró a sus hermanas con cierta malicia―. El señor Croft viene de Londres, apuesto
que tiene muchas historias que contar de la capital.
«Ay, no».
Thomas elevó una plegaria para sus adentros.
Bendito sea entre todas las mujeres.
Capítulo IV
*****
A la mañana siguiente, Thomas bajó la escalera. Desde esa ubicación podía oír el bullicio
matutino de las hermanas Shaw, quienes ya desayunaban en el comedor. Al parecer, todas
iniciaban su día muy temprano.
Avanzó hacia la estancia, pero detuvo sus pasos al escuchar su nombre.
―¿No sería maravilloso si te haces amiga del señor Croft, Bernie? ―dijo una voz. Thomas
no podía reconocerlas, todas tenían casi el mismo timbre y entonación. Quizás solo podía
distinguir a la señora Shaw―. Si tenemos suerte, él podría brindarnos algún contacto en Londres
para poder presentarnos en los círculos aristocráticos. Se nota que es un buen señor, muy
respetuoso y simpático.
―No le pediré tal cosa ―zanjó Bernie―. Aunque se convierta en el mejor amigo del mundo,
no le pediría eso. ¿Qué tiene de malo Lancaster? También hay buenas familias, y si ponen de su
parte, podremos lograr que algunas de ustedes encuentren un buen hombre y puedan casarse.
―Mamá siempre decía que el mejor lugar para encontrar marido era Londres ―señaló otra.
―Y por eso nos educó como a ella ―apostilló otra―, para tener mejores oportunidades de
ascender y tener seguridad.
―No le sirvió de mucho, al final bajó de posición al casarse con nuestro padre ―replicó
Bernie―. La hija de un vizconde unida a un plebeyo con mucho dinero.
―Pero fue feliz ―reprochó, al parecer, la voz de Georgie.
―No lo niego, pero… hay que ser realistas ―insistió Bernie―. Saben que no podemos
aspirar a enlaces que están más allá de nuestras posibilidades. Eso nunca lo entendió nuestro
padre.
Se hizo un silencio incómodo.
―¿Lo dices por lord Daventry, Bernie? ―preguntó una voz que no había participado antes en
la conversación.
Otro silencio incómodo.
Thomas frunció el cejo. Le sonaba ese nombre de alguna parte, pero no podía recordarlo en
ese momento.
―Él no tiene nada que ver con esto. ¿No creen que ya deben dejar ese tema atrás? Les
recuerdo que ya han pasado seis años.
―Pero te ibas a casar con él ―terció otra voz―. Te comprometiste.
«¡Comprometida!». Thomas alzó sus cejas y abrió su boca. Sabía que una mujer como ella no
podía haber estado soltera, sin siquiera un pretendiente.
―Y no me casé, Alex ―zanjó Bernie, firme pero serena. No obstante, a Thomas esa
tranquilidad no lo engañaba―. ¿Tengo que repetir por qué se rompió nuestro compromiso?
―No.
―Muy bien. ―Bernie lanzó un suspiro largo y sentido―. No importa lo que nuestros padres
hubieran querido para nosotras. No tiene nada de malo si alguna de ustedes se casa con alguien
que es de clase igual o inferior. Si ese hombre es bueno, educado, trabajador, ambicioso y, lo
más importante, si las ama, tengan por seguro que lograrán un buen matrimonio… Y si todo eso
falla, yo siempre estaré aquí.
Silencio.
―Bernie, algún día tú también te casarás ―aseguró Georgie.
―No, eso ya no pasó, querida. Y está bien, todas las familias tienen una solterona. Pero no
crean que eso me amarga, tengo dos manos y, aunque solo una de ellas tiene sus cinco dedos
buenos, puedo hacer lo que me proponga ―sentenció con humor, intentando cambiar el
apesadumbrado ambiente.
Momento que eligió Thomas para retroceder unos cuantos pasos y alejarse de la estancia. Se
aclaró la garganta y comenzó a avanzar a paso vivo hacia el comedor.
―Disculpen la tardanza ―saludó, apresurado―. Buenos días, señoritas… ―Miró a
Bernie―. Señora.
―Buenos días, señor Croft ―saludaron todas, como si fuera un improvisado coro.
Thomas se sentó en un lugar reservado para él, al lado de su anfitriona.
―¿Durmió bien? ―preguntó Bernie, como si la conversación pasada no hubiera ocurrido
nunca. En cambio, en el resto de sus hermanas, todavía quedaba cierta desazón en sus
expresiones.
―Como un bebé… Por eso he tardado en bajar a desayunar, me quedé dormido. Estaba tan
cómodo que no podía despertar.
―Me alegra… ¿té, café? ―ofreció Bernie.
―Café, por favor.
―Otro más que le gusta ese horrible brebaje ―intervino Jackie, irreverente―. ¿Cómo les
puede gustar esa cosa?
―Es un gusto adquirido, señorita Jacqueline ―respondió Thomas―. Aunque me gusta
suavizarlo un poco con… ―Tomó un lechero y añadió un chorrito―. No se le puede llamar café
con leche, pero para mí es suficiente.
―¿Ves? Es lo que solía decir padre ―terció Bernie―. Soy la única que toma café en esta
casa ―comentó a Thomas, quien bebía un sorbo para probar.
―Un hombre debe aprender a tomar un buen café ―argumentó Thomas, al tiempo que
alcanzaba una de las tostadas y la embadurnaba en mantequilla―. En Oxford solía ir al Queen’s
Lane Coffee House, un lugar donde van muchos estudiantes. Todos la llaman la «universidad de
un penique» ―afirmó y dio una mordida a su tostada.
―¿Y por qué la llaman así, señor Croft? ―preguntó Henry. Ella era la más callada, pero
Thomas pudo reconocer que ella hizo la pregunta acerca de ese tal lord Daventry.
Thomas bebió más café y respondió con un leve tono de diversión.
―Porque un hombre puede adquirir conocimientos más útiles en una noche en la cafetería,
que dedicándose a sus libros durante todo un mes.
―Es tan injusto ser mujer ―rezongó Alex―. A mí me encantaría estudiar en una
universidad.
―Todas las mujeres de mi familia dicen lo mismo ―señaló Thomas―. Laura, mi hermana,
dijo una vez que tendría que viajar a Norteamérica para estudiar. Hace unos años se abrió la
academia Bradford y, creo, que es la única que otorga títulos a las mujeres. Mi padre le
respondió que, de la única forma que la dejaría viajar sola para estudiar, sería estando casada.
―Pamplinas, una mujer se puede cuidar sola ―intervino Jacqueline con rebeldía.
―No lo dudo, pero sí debe reconocer que una mujer sola, en un país extraño, corre más
peligro que estando cerca de su familia.
―El riesgo es el mismo para hombres y mujeres ―rebatió Alex.
―Lamentablemente, señorita Alex, así no son las cosas. Un hombre tiene el privilegio de ir
tranquilo por la noche sin que nadie le haga nada, una mujer no. A un hombre que va solo no lo
abordan en la calle para decirle obscenidades, a una mujer sí. A un hombre no lo culpan de
provocar sin importar cómo vista, a una mujer sí... Y no voy a seguir hablando de nuestras
diferencias, porque algunas cosas son tan crudas y crueles que las escandalizaría, y no deseo
arruinar su desayuno.
Se cernió un silencio expectante. Era la primera vez que escuchaban a un hombre siendo
tan… tan… extraño. No estaba dando su opinión, solo establecía hechos. No decía no, porque se
le antojaba decirlo, o porque pretendía verlas como seres inferiores.
―Sin embargo ―añadió Bernie, y todas alzaron la mirada―, no nos pueden tener encerradas
y protegidas, algunas no toleramos que nos corten las alas y nos encierren en una jaula de oro.
Creo que ningún ser humano puede soportar ese tipo de vida.
―Evidentemente. Es difícil encontrar el equilibrio ―convino Thomas.
―Pero, sin duda, si los hombres dejaran de sentirse tan superiores a nosotras, las cosas
mejorarían ―argumentó Georgie.
―Va a pasar un largo tiempo antes de que eso cambie, señorita Georgie. Por mi parte, mis
padres me educaron para ser una buena persona y es lo que intento ser todos los días…
―declaró―. Pero por supuesto, siempre hay alguien que colma mi cuota de bondad diaria
―remató, guasón.
Bernie terminó de tomar su café y consultó su reloj. Estaban justos de tiempo. Miró a
Georgie, quien asintió y se dispensó para retirarse de la mesa. Thomas no necesitó mayor señal.
Con poca delicadeza se comió en dos mordidas lo que quedaba de su tostada, se atoró, se
golpeó el pecho y bebió todo el café de un solo trago. Risitas femeninas llenaron la estancia.
―No me puedo ir sin probar esto. ―Tomó un panecillo y se lo comió en dos mordidas.
Tragó con dificultad y se levantó de la mesa―. Gracias por el desayuno, estuvo delicioso.
Bernie también se levantó y agradeció. Georgie recibía de manos de Estelita los abrigos,
sombreros y guantes. Se despidieron con ligereza y salieron de la casa. Chester estaba cuidando
el cabriolé, a la espera de su señora.
Los tres se acomodaron en el coche, Bernie al medio, Georgie y Thomas a cada lado. Bernie
movió las riendas y emprendieron rumbo a la fábrica.
Eran las seis y cuarto y ya estaba amaneciendo. Durante la noche el cielo se había despejado,
la oscuridad comenzaba a palidecer y quedaban pocas estrellas en el firmamento que titilaban
con luz débil.
El aire frío coloreaba las mejillas y narices de los tres, quienes viajaban en silencio, el cual
solo era interrumpido por breves saludos matutinos de vecinos del sector.
La fábrica quedaba a un poco más de dos millas, lo que suponía que caminando tomaba una
hora a paso vivo. Por eso Bernie prefería ir en cabriolé para llegar en la mitad del tiempo, incluso
podría llegar más rápido si hacía que los caballos galoparan, pero prefería la prudencia.
―¿Todos los días parten tan temprano, o es solo para mortificarme? ―preguntó Thomas con
el vaho saliéndole por su boca.
―Fue solo para mortificarlo ―señaló Bernie.
―Es mentira, señor Croft ―intervino Georgie.
―Oh, señora Shaw. Por un momento pensé que ya le simpatizaba ―ironizó.
―Me simpatiza, señor Croft… ―replicó seria, miró a Georgie de soslayo, reprendiéndola―.
Y como puede apreciar, tiene a mis hermanas comiendo de la palma de su mano.
―Debo admitir que son especiales. Incluso usted.
―Y por eso mismo no quiero que nadie se encariñe, o ellas lo encerrarán en su habitación
cuando tenga que partir. No querrá ser víctima de secuestro.
―Prometo escribirles ―dijo Thomas―. Todas las semanas. No sé si se ha dado cuenta, pero
el nuevo sistema de correo es una maravilla y mucho más barato.
―No prometa algo que no pueda cumplir ―insistió Bernie.
―Esta es la segunda vez que me lo dice.
―Usted está en el proceso de cumplir su primera promesa, y tiene toda mi gratitud. Pero, aun
así, no siga empeñando su palabra. Independiente del resultado que obtengamos con la fábrica,
prefiero que su paso por White Cottage sea recordado con cariño y no con decepción.
―Entiendo… ―Thomas sí que lo entendía. La señora Shaw no confiaba en nadie. ¡Lógico!
Si le hicieron pedazos una de las promesas más importantes que le hace un hombre a una mujer.
Thomas había estado todo el trayecto tratando de recordar a lord Daventry, y cuando vio
bosta de caballo a un lado del camino, de súbito, el sujeto en cuestión apareció en su memoria.
Hijo del vizconde Banbury, su título de cortesía era barón, acaudalado, casado con la hija del
conde de Aldcliffe. Thomas solía coincidir con ellos en algunos bailes, pero no iba más allá de
las cortesías. Había algo en él que le producía repulsión.
En ese momento, aparte de repulsión, sentía una inusitada violencia. Tenía el presentimiento
de que no solo fue un compromiso de conveniencia, había sentimientos de por medio, al menos
por parte de la señora Shaw. ¿Qué tan profundos fueron? ¿Lo quiso? ¿Fue el amor de su vida?
¿Por eso no se casaba?
¿Por qué demonios le interesaba? ¡Por Zeus!
―No obstante, debo insistir en que usted no me conoce ―añadió Thomas, decidiendo en ese
instante que iba a cumplirle a esa mujer cada promesa que le hiciera. Solo para probarle que no
todos los hombres eran unos imbéciles.
―Y, ciertamente, usted tampoco me conoce.
―Bueno, supongo que tenemos unos diez días para hacerlo y le demostraré que, cuando doy
mi palabra, la cumplo ―sentenció Thomas.
No dijeron nada más.
Llegaron a la fábrica cuando faltaban quince minutos para las siete. En Shaw y compañía las
labores comenzaban a las siete de la mañana y terminaban a las cinco de la tarde. El turno de
noche era a la inversa. Diez horas de trabajo, a diferencia de las doce a dieciséis que tenían las
otras fábricas.
Apenas Bernie, Georgie y Thomas pusieron un pie en el suelo, llegó MacGregor saludando a
todos con su habitual saludo, tomando la visera de su sombrero con su expresión seria y
respetuosa.
―Buenos días, Aidan ―saludó Bernie―. Dime que tenemos buenas noticias.
La sonrisa del jefe de mecánicos fue suficiente respuesta.
Thomas sintió alivio, mas no le pasó desapercibido un profundo suspiro emitido a su lado
derecho. Era Georgie.
Esperó unos segundos y miró de refilón. La joven contemplaba embelesada al fuerte e
imponente MacGregor.
Thomas hizo una mueca socarrona y fugaz. Así que el corazón de la señorita Shaw estaba
cautivo por el comprometido jefe de mecánicos. ¿Estaría la señora Shaw al tanto de la situación
sentimental de su hermana?
―Atlas y Prometeo están completamente funcionales, señora. Gracias a Dios no hubo daño
estructural ―respondió MacGregor, ajeno al escrutinio de Thomas y Georgie.
―Fabuloso, ¡buen trabajo! ―celebró Bernie―. Después de la reunión, comenzaremos otra
vez con la producción.
―Esperemos que no vuelvan a haber más incidentes. Con los muchachos nos organizaremos
para establecer turnos de vigilancia.
―Excelente iniciativa, Aidan. ¿Eso no aumentará su carga de trabajo?
―Para nada, señora. Lo tomaremos como revisiones preventivas.
―Muy bien. Gracias por todo el esfuerzo que están realizando.
―Es un placer, señora… ―Miró a Thomas y luego a Georgie―. Voy a hacer la última
inspección a las máquinas para que estén a punto. Que tengan buenos días.
Aidan dio media vuelta y se alejó. Bernie, Thomas y Georgie se dirigieron a la
administración.
Una vez que entraron, Georgie reavivó los rescoldos de la estufa para calentar la oficina y el
agua para el té. Bernie, por su parte, se internó en su despacho. Thomas la siguió y cerró la
puerta tras de sí.
―¿Sabe cómo se los va a decir? ―preguntó él en voz baja, al tiempo que se sentaba frente a
ella.
―Tengo una hora para encontrar las palabras.
―¿Puedo sugerirle un par de cosas? No es la primera vez que veo ese tipo de discursos;
algunos terminan bien, otros con consecuencias que solo aceleran lo inevitable. Todo está en
elegir las palabras y el orden en que sean dichas.
―¿Usted se dedica a ayudar a empresas? ¿O se aprovecha de ellas cuando están a punto de
quebrar? ―interpeló, directa.
―Depende de la situación ―respondió, lacónico―. Uno debe saber elegir qué batallas
luchar. Y muchos podrían decirle, que soy un hombre desalmado y cruel, sin embargo, el tiempo
me da la razón.
―¿Quiere decir que no se equivoca?
―Si no me equivocara, no sería humano. Pero aprendo de mis malas decisiones y errores.
―Al menos esta vez ha visto que esta batalla se puede luchar.
―Creo que su ideal vale la pena. Estoy apostando a ello, no a la fábrica.
Bernie alzó sus cejas. Ese hombre tenía la facilidad de sorprenderla con solo abrir su boca. No
sabía si odiarlo o admirarlo.
―¿No considera arriesgado lo que está haciendo? ―interpeló con incredulidad.
―Sí, pero muchas veces, aunque se pierda, vale la pena correr el riesgo.
Se observaron por largos segundos. Bernie ya había mirado varias veces los ojos de Thomas,
que siempre eran escudados por sus gafas, pero no reparó en su color hasta ese momento.
Castaños, muy claros, como los de ella. Cálidos.
Ella siempre lamentó no tener los ojos azules como su madre, era la cualidad que le hacía
resaltar del resto de las mujeres. Bernie y sus hermanas eran su vivo retrato, mas no heredaron el
color de sus ojos.
Bernie, en especial, sentía que su apariencia no tenía nada destacable. Sus rasgos eran
comunes, algo fácil de olvidar. Si no fuera por el dinero de su padre, Daventry nunca se habría
fijado en ella.
Rompió el contacto visual.
No debieron nombrar al barón en el desayuno.
Costó tanto olvidar. Pocas veces él volvía a su memoria y ese no era un buen momento.
―Dígame, ¿qué me iba a sugerir? ―preguntó para enterrar sus recuerdos y centrarse en lo
que de verdad importaba.
―Oh, sí… Claro.
Bernie le prestó atención e hizo preguntas a Thomas. También tomó notas.
Thomas, en aquellos silencios en que ella hablaba o escribía, no podía dejar de mirarla. Sobre
todo, sus manos, y no porque él tuviera una morbosa fijación en comparar su asimetría. La
señora Shaw no ocultaba sus defectos, su mano izquierda estaba siempre sobre la mesa
mostrando sus cicatrices, y notó que cuando ella usaba guantes, no ocultaba el meñique faltante.
Cualquiera otra lo disimularía dejando la prenda normal, en cambio ella, la ajustaba.
Esa actitud era para alejar a las personas superficiales, a las que les repulsa la imperfección,
las cicatrices o los defectos.
Se preguntó si la señora Shaw siempre había sido así, desafiante, o en algún momento hizo
todo lo posible para obedecer a la vanidad y aparentar perfección.
Tal vez alguna vez fue así, pero, obviamente, ya no. Había una estúpida creencia popular, la
cual dictaba que, si una mujer era bella, indicaba que era más saludable y fértil que las demás.
Pues él no creía en eso, había visto mujeres que no eran tan hermosas y tenían salud de hierro
y llegaban a tener veinte hijos… Y esposos fieles.
Toda una proeza. Y echaba por tierra aquella estupidez.
Por enésima vez, Thomas se preguntó ¿por qué ella todavía no estaba casada? ¿Cómo era
posible que no hubiera otro después de Daventry?
Bernie Shaw era extraordinaria.
Capítulo V
Bernie estaba sobre una de las mesas del comedor, mirando a todos sus trabajadores en una
improvisada tarima. Thomas y Georgie estaban abajo, delante de ella, escoltándola.
Los rostros expectantes de los trabajadores estaban fijos en su dirección. El ambiente estaba
tenso, la mayoría intuía lo que se avecinaba. No era un secreto los constantes y sospechosos
contratiempos que vivía la fábrica en el último tiempo.
Las piernas de Bernie temblaban. En su fuero interno recordaba las acertadas
recomendaciones de Thomas de cómo dar las noticias, mas aquello no era la causa de los nervios
por enfrentarse a sus trabajadores. En realidad, sentía una profunda vergüenza por aceptar la
inminente derrota.
Tomó una honda bocanada de aire y comenzó:
―Buenos días a todos. Gracias por asistir. ―El silencio era denso, salvo por una o dos
personas que tosieron y que resonó en la gran estancia―. Creo que la mayoría ya sospecha el
motivo de esta reunión. Los más antiguos me conocen desde niña y saben que no soy dada al
drama, pero la actual situación lo amerita.
»Muchos habrán notado que hemos estado sufriendo una seguidilla de «percances», los
cuales, a estas alturas, podemos calificar de intencionales. ―Varios asintieron sin palabras―.
Bien, quien sea que esté detrás de esto, ha logrado su objetivo. ―Barrió el lugar con la mirada
para infundirse el valor de admitir por fin―: Estamos en crisis.
»He intentado, por todos los medios posibles, no traspasar a sus sueldos las pérdidas que han
ocasionado estos ataques. No obstante, la situación económica se ha vuelto insostenible…
―Bernie no pudo continuar por largos segundos. Necesitaba calmar sus emociones y sus ganas
de llorar. Inspiró hondo varias veces y se aclaró la garganta para proseguir―. A Shaw y
compañía le queda poco tiempo. No es mi deseo despedir gente, recortar sueldos, quitarles
beneficios o aumentar las horas de trabajo para salvar la empresa.
»Sin embargo, les prometo que intentaré hacer lo que esté a mi alcance para subsanar las
pérdidas. Pero debo anunciar que, si sufrimos un ataque más, tendré que cerrar o vender la
fábrica… Yo… ―Tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta, mas le fue imposible. Su
respiración se dificultó al sentir el dolor en su pecho por el esfuerzo de contener su llanto.
Thomas se sentía impotente. En su interior se desataba una brega entre sus ganas de
consolarla, o dejarla sola enfrentando a sus empleados. La señora Shaw era orgullosa, pero
estaba en su momento más vulnerable. No obstante, él se puso en el lugar de ella, e imaginó estar
en la misma situación. A él no le gustaría que dejaran en evidencia su debilidad, por mucho que
necesitase recibir consuelo.
―Yo… lo siento mucho… De verdad, lo siento ―finalizó Bernie, sin poder decir una
palabra más.
Silencio…
Thomas jamás había sido testigo de tan inusual reacción por parte de los trabajadores. Ante
semejante noticia, por lo general, comenzaban a bombardear con preguntas acerca del futuro, o
lanzaban recriminaciones llenas de ira. Incluso, una vez casi ajusticiaron al dueño de la empresa.
No obstante, en esa silente atmósfera, había una suerte de resignación. A excepción de un sujeto
que salió del comedor a hurtadillas.
¿Acaso no era ese el capataz?... ¿Cuál era su apellido?...
¿Harrod? ¿Harriott? ¿Harrill?
Eso, Harris.
A Thomas le pareció que el sujeto era una especie de rata abandonando el barco. Era una
actitud muy sospechosa y no quiso perder esa oportunidad de encontrar información o pistas. Le
susurró a Georgie que saldría por unos momentos y, acto seguido, se dio a la persecución. Bernie
no lo notó, su atención estaba en la mano de Aidan MacGregor que se alzaba, pidiendo la
palabra. Ella asintió con un leve gesto.
―Señora Shaw, quiero decir que, al menos yo, la seguiré hasta el final ―aseguró el jefe de
mecánicos―. Cada uno de nosotros sabemos que no encontraremos mejor lugar que este para
trabajar. ―Varias voces aprobaron las palabras de él―. Sé que no es su intención, pero creo que,
si todos hacemos un esfuerzo en aumentar la producción o aceptar una pequeña rebaja en
nuestros salarios, será un aporte para ayudar a salvar la empresa. Usted y la señorita Shaw se han
esforzado por darnos un trabajo digno durante estos años. No podemos permitir que las derroten
para convertir este lugar en lo que era antes.
Los murmullos se elevaron con más entusiasmo apoyando la propuesta de MacGregor.
Después de todo, aun con una rebaja de salario, seguían ganando más que en las demás fábricas
de algodón.
Poco a poco, las voces se fueron elevando en apoyo a las hermanas Shaw. El escenario menos
probable que había pronosticado Thomas, se había dado. Bernie los miraba a todos con profundo
estupor, y ya no pudo contener más la emoción. Entre dignas lágrimas que surcaban sus mejillas,
agradeció el espontáneo gesto de sus trabajadores.
Entretanto, Thomas siguió al hombre que había salido de la reunión y, ubicándose detrás de
cualquier objeto que pudiera brindarle escondite, se mantuvo a una distancia prudente, sin
perderlo de vista.
La persecución se sostuvo por dos tensos minutos que a Thomas le parecieron eternos.
Harris caminaba apresurado, como si supiera que estaba haciendo algo malo. Sus largas
zancadas comenzaron a convertirse en una carrera hasta llegar a las…
―Letrinas ―masculló Thomas, molesto―. Mierda…
Sí, literalmente.
Thomas dio media vuelta, y resopló de pura frustración. Comenzó a volver sobre sus pasos,
se metió las manos en los bolsillos y se desquitó con una piedra, pateándola. Tenía la esperanza
de tener resultados inmediatos después del discurso de Bernie. Había olvidado que, en el mundo
real, aquello tardaba un poco más.
Sin embargo, si todo salía como esperaba, más temprano que tarde, llegaría a oídos de todos
en Lancaster el rumor de la presencia del representante del duque de Hastings, y la inminente
quiebra de Shaw y compañía. Thomas estaba seguro de que pronto alguien vendría y le haría una
oferta a él y, en última instancia, a la señora Shaw.
Y ese alguien sería el saboteador.
Quería terminar con aquello que amenazaba la tranquila existencia de las hermanas Shaw.
Quitarle a la señora Shaw ese inmenso peso que llevaba sobre sus hombros.
Volvió a entrar al comedor y la atmósfera reinante era muy diferente a la de hacía apenas
unos minutos. Miró hacia donde estaba la señora Shaw. Ella lloraba…
Pero en sus labios había una hermosa sonrisa llena de gratitud.
¿Quién lo diría? Todo parecía indicar que sucedió lo improbable. Thomas se sintió contento
por ella. Había una oportunidad, una luz de esperanza.
Se acercó a la señora Shaw y le ofreció su pañuelo. Ella lo miró desde lo alto y se agachó para
quedar a casi la misma altura.
Lo que vino después, Thomas nunca lo imaginó.
Bernie tomó, no solo el pañuelo, sino también la mano.
―Gracias, señor Croft ―dijo Bernie apretándole la mano.
―Solo es un pañuelo.
―Oh, no… ―Rio y negó con la cabeza―. Bueno, también por el pañuelo. Gracias por ser
tan insufrible y ayudarme.
Thomas sonrió, cubrió la mano de Bernie que todavía sostenía la suya.
―Fue un placer… Su ideal vale la pena, y la lealtad de estas personas son la prueba de ello.
―Tiene razón.
―Siempre la tengo ―replicó, ufano.
―Engreído. No se emocione tanto, señor Croft, tenemos mucho trabajo por hacer.
―No hay duda de ello.
Thomas soltó la mano de la señora Shaw, ella secó sus lágrimas con el pañuelo que despedía
el suave y masculino aroma de su dueño. Su rostro era un desastre, lloroso y congestionado y, sin
embargo, a él nunca le pareció haber visto a una mujer tan bonita, como lo era ella en ese
momento.
Y es que la belleza de Bernie no estribaba en lo físico, sino en la fuerza que ella tenía en su
espíritu.
Thomas hizo una promesa ―una más a su lista―, una que ella nunca permitiría si se
enteraba. Iba a dar con el que fuera que estuviera detrás del sabotaje, y lo haría pagar por intentar
quebrantar el espíritu de Bernadette Shaw.
Venganza.
Y cuando esa palabra se instalaba en la mente y el corazón de Thomas, él le hacía honor al
sobrenombre que eligió siendo un niño, cuando ya no soportó más los insultos, humillaciones y
castigos que recibían él y su primo Frank por parte de sus compañeros en Eton, quienes los
calificaban como «Herederos del Diablo», debido a los pecados de sus progenitores que
mancharon la vida de sus familias.
Thomas era «Alastor».
El demonio severo, el gran ejecutor del monarca infernal. El encargado de vengar las reyertas
familiares.
A Thomas le pareció un alias apropiado, porque él era el que ejecutaba las sentencias de
Frank, más conocido como «Amudiel», sobre quienes debían recibir un castigo ejemplar por
meterse con ellos o sus familiares y amigos.
Con el paso del tiempo, nadie se atrevió a seguir importunándolos, salvo contadas
excepciones. Sin embargo, la fama y el sobrenombre permanecieron, incluso hasta la adultez.
Si alguien le jugaba sucio, él no iba a estar dispuesto a ofrecer la otra mejilla. Tarde o
temprano se hacía justicia, y él estaba encantado de inclinar la balanza hacia su lado.
Ojo por ojo… y, a veces, un poco más.
*****
―Señor MacGregor ―llamó Georgie, intentando alcanzar al jefe de mecánicos que ya iba
camino a sus labores, y parecía no escucharla―. ¡Señor MacGregor!
Georgie apuró sus pasos hasta alcanzarlo.
―¡Señor MacGregor! ―Al ver que él hacía caso omiso, se tomó la libertad de tocarle el
hombro para llamar su atención.
Aidan dio un respingo, al tiempo que se volvía hacia ella. Al ver que era la señorita Shaw, se
quitó el sombrero con respetuosa premura.
―Señorita Shaw ―saludó, sintiendo extrañeza.
―Lo estaba llamando, señor MacGregor.
―Oh, disculpe, señorita… ―vaciló por un instante―. No la escuché.
Georgie frunció el ceño, lo estaba llamando a gritos, ¡por todos los cielos! Aidan se apresuró
a aclarar:
―De verdad. ―Se apuntó los oídos―. Estoy casi sordo.
Georgie entreabrió su boca, era la primera vez que lo notaba. Aunque, si lo pensaba mejor, los
trabajadores que más tiempo llevaban padecían de sordera, a causa del fuerte ruido de las
máquinas.
Eso explicaba algunas situaciones en las que ella pensó que él la ignoraba.
―Discúlpeme, la verdad no lo noté ―admitió ella, al tiempo que sentía sus mejillas
enrojecer.
―No se preocupe. ―Aidan se apuntó los labios y Georgie notó que él le miraba la boca―.
Puedo leerlos.
―Lo tendré en cuenta, señor MacGregor.
―¿Para qué me llamaba, señorita Shaw? ―quiso saber Aidan con curiosidad.
―Oh, sí… En nombre de mi hermana y mío, quería darle las gracias por su intervención.
―No fue nada. Es lo que de verdad sentimos la mayoría de nosotros. Desde que ustedes están
al mando, la vida de todos mejoró. Creo que es lo mínimo que podemos hacer, de lo contrario,
nos veremos obligados a buscar trabajo en otro lugar, y sabemos que jamás será como esta
fábrica.
―De todas formas, al decir lo que piensa, impulsó a los demás a seguirlo.
―Es posible. ―Se encogió de hombros―. Pero ese no era mi objetivo, solo deseaba ayudar
y darles mi apoyo.
―Y lo hizo, estamos muy agradecidas.
Ambos se quedaron en un incómodo silencio, sin saber qué decir. Georgie sonrió nerviosa.
―Es mejor que me vaya… Que tenga un buen día, señor MacGregor.
―Usted también, señorita Shaw.
Georgie dio media vuelta sintiendo que su cara no podía estar más roja. Si no tenía una buena
excusa para entablar una conversación con el señor MacGregor, le era imposible encontrar más
palabras que le ayudaran a conducir el tema hacia el terreno personal.
Quería conocerlo, le atraía mucho. A diferencia de Bernie, ella no se resignaba a quedarse
soltera. Sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, y temía no formar nunca una familia.
En su interior pugnaban en una encarnizada batalla lo que le habían enseñado, lo que sus
padres aspiraban para ella y lo que su corazón sentía.
Si se fijaba en alguien que era inferior a ella, ¿tendrían algún futuro? ¿Sería feliz, o se
arrepentiría?
Georgie suspiró, estaba insegura y confundida. Solo sabía que cuando miraba a Aidan
MacGregor, sentía que él era el hombre más honorable, respetuoso y educado de todos los que
trabajaban en la fábrica. Era estudioso, en la hora de almuerzo siempre lo veía leyendo libros.
Era guapo y varonil. Y pese a sus ropas humildes y las condiciones de su trabajo ―que no se
destacaban por ser limpias―, procuraba siempre mantenerse presentable.
No sabía si era demasiado atrevido hacerle notar lo mucho que le gustaba… o esperar a que
él…
―Eso jamás va a pasar, Georgette ―se reprendió.
A veces, solo deseaba haber nacido sabiendo a qué lugar pertenecía.
Y es que ese era el principal problema de las hermanas Shaw, se las consideraba en función
de lo que poseían; para los pobres ellas eran ricas, y para los ricos ellas eran pobres. Estaban en
el medio y, por mucho que Bernie intentara convencerlas de lo contrario, ellas eran demasiado
para personas como Aidan MacGregor, o arribistas sin clase para sujetos como Daventry. Y para
sus pares… solo eran vistas como una inversión para fusionar empresas, aportar capital o salir de
un apuro económico…
¿Tanto costaba que las vieran solo como personas?
Parecía que eso no era posible.
Aidan observó a la señorita Shaw alejarse.
Su voz era apenas un murmullo, pero todavía podía recordar cómo era el sonido de su dulce
timbre. Lo único que podía agradecerle a su sordera, era poder mirar sin culpa los labios rosados
de la señorita Shaw.
Se conformaba con eso, ni siquiera hacía el intento por llamar su atención.
Ella estaba fuera de su alcance.
*****
Peter Banks, más conocido en la fábrica como «el doc», se dirigía al edificio de
administración de Shaw y compañía. Ya había pasado los cincuenta años y muchas personas
pensaban que él era el dueño de la fábrica por sus idas y venidas al lugar.
Asunto que a él le causaba mucha gracia. Lo suyo era la medicina.
Golpeó y entró, mas no había nadie en la recepción, eso solo significaba que las hermanas
Shaw estaban juntas en la oficina contigua.
Y con ellas también debía estar el foráneo, el representante del duque.
Anunció su visita tocando la puerta y, sin esperar respuesta, se internó en la estancia. Bernie y
Georgie levantaron la vista y le sonrieron. Siempre lo hacían, Peter era muy querido por ellas.
Había llegado hacía ocho años a Lancaster y, desde entonces, fue el médico de cabecera, tanto de
los Shaw como de la fábrica.
―¡Buenos días, doc! ―exclamaron las dos al mismo tiempo.
―Buenos días, Bernie, Georgie ―respondió afable, mas su ceño se arrugó―. Estoy muy
molesto con ustedes. Soy el último en enterarme de todo ―las reprendió con un tono paternal.
―Oh, lo siento, doc ―repuso Bernie, poniéndose en pie―. Han sido dos días muy intensos y
atareados. ―Miró de soslayo a Thomas, quien le daba la espalda a Peter―. Le presento al señor
Croft, representante de lord Hastings. Señor Croft, este es nuestro buen amigo Peter Banks, el
médico de la fábrica. Vive cerca, del otro lado del canal. Le llamamos doc de cariño.
Thomas se levantó y se giró para saludar al visitante.
Se le deformó la cara. El galeno le alzaba una ceja acusadora.
―Buenos días, señor Banks ―dijo Thomas, sabiendo que su pequeño secreto estaba con los
días contados. En su fuero interno, resopló. Adiós a ser tratado por ser él y no en función de su
título.
―Señor Croft, es un placer verlo de nuevo ―respondió Peter con un leve retintín guasón en
su tono de voz―. Inglaterra es un país realmente pequeño.
―¿De nuevo? ―interpeló Bernie, suspicaz.
Peter sonrió, a juzgar por la cara que puso el señor Croft, y del modo en que Bernie los
presentó, concluyó que ellas no sabían que estaban tratando con el conde de Swindon.
―En realidad, conozco al señor Croft desde que él era un niño. La última vez que lo vi era un
jovencito. En ese entonces, me fui de Richmond, pero él y su familia son inolvidables
―respondió con ligereza. Bernie y Georgie sonrieron por la grata sorpresa―. ¿Cómo están sus
padres y hermanos, señor?
―Todos muy bien. Es muy amable en preguntar.
―Me alegro. ―Inclinó su cabeza―. No recordaba que usted usaba gafas, ¿padece de miopía,
como su padre?
―No. ―Se subió las gafas―. Es diferente, la forma de las córneas es irregular, eso ocasiona
que no vea con toda claridad los objetos que están de lejos y las luces, emborronadas. Estas son
gafas experimentales.
―Oh, ya veo. Qué interesante. Si tiene tiempo pase a mi casa para ponernos al día ―invitó,
afable. Sin embargo, Thomas sintió que era una obligación ir y después contarles a las hermanas
Shaw que no era un empleado del duque, sino su hijo adoptivo, y que también tenía un título de
conde con toda la pirotecnia que implicaba―. Siempre es bueno tener noticias de antiguas
amistades y también sobre esas gafas. ―Peter dirigió su atención hacia Bernie y Georgie―. En
cuanto a ustedes, señoritas, ¿cuándo me iban a informar lo de la fábrica?
―No queríamos preocuparte, doc ―respondió Bernie―. El señor Croft ha venido a
ayudarnos para salir de este problema. De hecho, en eso estamos, creando un plan económico
para recuperar el equilibrio financiero de la empresa.
―Me parece estupendo. Por mi parte pueden contar conmigo. Todas las atenciones médicas
de tus trabajadores serán sin costo para la empresa, mientras se recuperan.
―Oh, doc, no puedo aceptarlo. Ya te pagamos la mitad por ello.
―No hay que exagerar, niña. Esta fábrica es la que menos accidentes tiene ―señaló,
despreocupado―. Por cierto, ayer fue Robert Atkins a mi consulta. Ya no puede seguir
trabajando aquí por mucho tiempo, tiene esa tos.
El rostro de Bernie se llenó de pesar.
―Va a tener que dejar de trabajar aquí, si pretende vivir unos años más ―zanjó Peter firme,
mas luego suspiró. Bernie se involucraba mucho con las personas de la fábrica, pero alguien
debía ponerle límites. Ella era capaz de buscarle otro trabajo o de darle una pensión, pero, en ese
momento, era algo inviable.
―¿Conoce a alguien que esté necesitando un trabajador?
Y ahí estaba ella, haciendo más de lo que debía.
―Con todo respeto, señora Shaw ―intervino Thomas―. Cada persona comprende los
riesgos de trabajar aquí, no es un secreto que las condiciones laborales de las fábricas de algodón
no son buenas para la salud.
―Pero es que podemos hacer más por aquellos que su salud ha sido dañada por trabajar aquí
―rebatió Bernie, convencida.
―Usted ya hace suficiente. No puede hacer nada más ―replicó Thomas.
―¿Ves que no soy el único que piensa igual, Bernie? No puedes cuidar de todos ―reiteró
Peter―. La otra vez tuviste esa idea de que usaran un pañuelo para que se taparan la boca y la
nariz, y no funcionó. ¿Te recuerdo por qué?
―No ―replicó sucinta.
―Lo haré de todas formas ―repuso, severo―. Si bien no está comprobado, el principio de
tener una barrera para respirar fue una gran iniciativa, pero a los trabajadores les molestaba y
esgrimieron todo tipo de excusas para evitar su uso y, al final, el pañuelo terminaba en el cuello.
Y como a ti no te gusta la idea de obligarlos o amenazarlos con multas que mermaran su salario,
tu iniciativa fue un rotundo fracaso, debido a la poca voluntad de parte de ellos. Debes aceptar
que no tienes injerencia con las decisiones que toman, en la situación económica que atraviesan o
en el lugar que les tocó nacer. No eres una mártir.
Durante cinco segundos nadie dijo nada. Solo el suspiro derrotado de Bernie terminó con ese
silencio.
―Está bien. Hablaré con Robert y que él decida ―resolvió a regañadientes.
―Eso espero. ―Peter miró a las hermanas Shaw con cariño―. Bien, eso es todo.
Manténganme al tanto, no quiero ser otra vez el último en enterarme. Nos veremos el domingo
en la iglesia ―finalizó Peter. Le ofreció la mano a Thomas y él respondió de inmediato,
estrechándola―. Ha sido un placer volver a verlo, señor Croft.
―Para mí también, señor Banks… ―Thomas vaciló por un segundo, pero era mejor no
dilatar lo inevitable―. Necesito su ayuda. ¿Me puede indicar dónde está la oficina postal?
―Voy de camino a una, está cerca. Si quiere, puedo llevar la carta por usted ―propuso con
amabilidad.
―Mejor lo acompaño, así aprovecho de estirar las piernas.
―Perfecto.
Peter se despidió de las hermanas y salió junto con Thomas de la oficina, dejando a Bernie y a
Georgie mirándose y sintiendo una extraña sensación.
Capítulo VI
―Todavía sigue con esa costumbre suya, milord. ¿Cuál es el problema con su título?
―interpeló Peter, en cuanto sus pasos dejaron los límites de la fábrica.
―El título siempre es un incordio para conocer a las personas ―respondió Thomas con
indolencia en su tono de voz, fingiendo que no se sentía culpable―. En cuanto se enteran de que
soy un conde, comienzan con su maldito trato condescendiente.
―Ese vocabulario, milord, más respeto con sus mayores ―amonestó Peter, con un tono que
iba entre la ironía y la seriedad.
―Lo siento… es que me enerva cuando eso pasa.
«No quiero que ella cambie, quiero saber más», pensó y, de inmediato, Thomas se sorprendió
por aquel exabrupto mental. «¡¿Pero por qué demonios pienso eso?!», se reprendió, mortificado.
―¿Le sucede algo, milord? De pronto pareciera que se acaba de enterar de una tragedia
―interrogó Peter, intentando contener una sonrisa.
―Nada. ―Ajustó sus gafas, subiéndolas un poco más sobre su nariz―. Como le decía, me
enerva cuando la actitud de los demás se vuelve cínica y complaciente, es ridículo.
―No puede hacer mucho para cambiar el pensamiento general de que un título les confiere
un poder casi sagrado.
―¡Es una tontería! Por eso mismo no me gusta vanagloriarme de mi título fuera de la
aristocracia.
―No sea iluso, usted tiene un título y una fama. ―Inclinó su cabeza, haciendo un gesto
inquisitivo―. ¿Alastor es su apodo, o me equivoco?
Thomas torció una sonrisa.
―Mi fama solo son exageraciones ―desestimó, haciendo un gesto con su mano, como si
estuviera espantando un insecto.
―Claro, exageraciones. ―Peter alzó sus cejas, incrédulo―. ¿Cuál fue el último titular del
periódico que leí?... Ah sí, «Lord Swindon, ¿el rey Midas o el demonio de los negocios?».
¿Quién diría que ese niño travieso que conocí hace tantos años, iba a tener una de las fortunas
más grandes de Inglaterra?
―Insisto, la gente exagera demasiado. ―Thomas odiaba ostentar lo que poseía. No sentía
apego por el dinero en sí, solo le gustaba el trabajo que tenía. Punto.
Peter rio flojo. Lord Swindon era todo un personaje, uno muy diferente a su progenitor.
―Milord, con todo respeto, no siga engañando a las hermanas Shaw.
―No es engaño, solo omito información. No llegué usando un nombre falso, por Zeus.
―No lo merecen ―reiteró con seriedad―. Sobre todo, Bernie. Ella odia dos cosas en la
vida, la mentira y que la mentira provenga de un aristócrata. Si usted continúa, va a perder el
respeto de ella. Bernie es de ese tipo de personas que cuando entrega, lo da todo. La empresa y
su familia son un fiel reflejo de ello.
―Mire, no sé si ella me respeta… Creo que solo me ve como su tabla de salvación… No me
desagrada ser eso, en todo caso. Su ideal es digno de preservar.
―Dígale la verdad ―insistió Peter―. Le aseguro que Bernie no cambiará su trato hacia
usted. Ella aprendió hace mucho que los aristócratas no tienen nada de especial.
―¿Aprendió eso gracias a Daventry? ―terció Thomas. Se notaba que el señor Banks era
muy querido por las hermanas Shaw, y llevaba lo suficiente en Lancaster como para saber.
Peter le dedicó una mirada suspicaz.
―¿Qué sabe de eso? ¿Bernie le contó?
―Las paredes tienen oídos ―bromeó Thomas, pero la expresión severa de Peter le hizo
admitir―: Oh, está bien, lo escuché por accidente esta mañana.
―¿Qué fue lo que escuchó en específico? ―interpeló el galeno, entrecerrando sus ojos.
―Que estuvo comprometida y al final no se casó. No dijeron los motivos ―resumió lo que
escuchó. Dudó un segundo antes de preguntar―: ¿Por qué el compromiso se rompió? Por lo que
pude deducir, ella sentía afecto hacia Daventry.
―Bernard concertó el matrimonio con el padre de Daventry, el vizconde Banbury. En ese
momento fue un acuerdo ventajoso para ambas partes; Shaw aportaría una dote muy cuantiosa y
Banbury estatus para los Shaw. Bernie y Daventry estaban enamorados desde que eran unos
jovencitos ―respondió Peter. Thomas alzó las cejas, interesado―. Iba a ser un matrimonio por
amor y por conveniencia. Algo muy poco usual.
―Por no decir casi imposible, es muy extraño que ambas condiciones se den en un enlace de
esas características.
―Y finalmente, la conveniencia fue más fuerte. Unos meses antes del enlace, Banbury vio
que era mejor que su hijo se casara con la hija del conde de Aldcliffe, la cual tenía como dote
unas vastas tierras colindantes a las del vizcondado y veinticinco mil libras. ―Peter negó con la
cabeza, el recuerdo no era agradable―. Daventry ni siquiera luchó por honrar su compromiso
con Bernie. Fue ahí cuando ella se dio cuenta de que él no la amaba, como ella a él ―relató,
evidenciando en su voz la poca simpatía que sentía hacia el antiguo amor de Bernie.
―¿Cuántos años tenía la señora Shaw? ―indagó, curioso.
Y para sacar cuentas.
―Veinte. Fue devastador para ella… Yo jamás había presenciado eso que los poetas llaman
«morir de amor». Y tal vez eso habría pasado si Bernard no hubiese muerto un año después, y
Bernie debió hacerse cargo de todo. En cierto modo, la fábrica, los negocios y sus hermanas, la
obligaron a vivir. Pero ya nunca más fue la misma.
Siguieron avanzando. Thomas se quedó absorto en sus pensamientos, imaginando a Bernie
con Daventry. Un escalofrío le recorrió el espinazo. A ese sujeto no se le podía llamar hombre,
con razón siempre sintió esa repulsión cuando ambos estaban en la misma estancia. Miró a Peter,
quien saludaba con un gesto a un par de personas del otro lado de la calle.
―¿Por qué me lo cuenta? ―preguntó Thomas―. ¿No se enojará la señora Shaw si se entera
que usted está ventilando su historia con un desconocido?
―Usted preguntó, milord. En cualquier caso, todo el mundo aquí conoce la historia, no es un
secreto, pero mi versión es la más fidedigna que podrá escuchar, porque yo estuve ahí. Las
historias siempre cambian dependiendo de quién las emite. Es el motivo principal por el cual
Bernie odia las mentiras. Y hoy la vi confiando en usted, ¿sabe lo difícil que es eso para ella?
―interpeló, pero solo era retórica―. Y esto ya no es un consejo, es una exigencia. Dígale la
verdad, no permita que Bernie se entere de su pequeño secreto por medio de terceros.
A Thomas no le gustaba mucho la idea. Quería conocerla un poco más sin que su título
interfiriera.
―¿Quién más le va a decir la verdad aparte de usted? ―cuestionó.
―Banbury ―respondió, lacónico―. Ha vivido siempre aquí y no es un viejo decrépito. El
vizconde tiene una memoria privilegiada cuando se trata de títulos y posibles contactos, incluso
podría recitarte todo el libro de nobleza de Debrett’s si quisiera. Y, a estas alturas del día, ya
debe ser de dominio público la presencia del misterioso representante de lord Hastings en
Lancaster. Al viejo no le costará sumar dos más dos, el rumor vendrá de vuelta y golpeará la
puerta de la oficina de Bernie el día lunes por la mañana… ¿Lo de enviar una carta era cierto o
era una excusa? ―preguntó, cambiando de tema.
―Era cierto.
―Ah, qué bien, porque ahí está la oficina postal. ―Apuntó hacia un concurrido local―. Lo
dejo, milord. La invitación a tomar el té aún está en pie. Que tenga buen día. ―Hizo una leve
inclinación de respeto.
―Gracias por su ayuda y su información, que tenga buen día también ―respondió Thomas y
se despidió del mismo modo.
El señor Banks siguió con su camino y Thomas estudió la oficina postal. Iba a tardar un buen
rato.
Suspiró y cruzó la calle.
Debía admitir que el señor Banks tenía razón. Sin embargo, Thomas se sentía contrariado. Ni
él mismo comprendía por qué estaba tan empeñado en querer ahondar más en la persona de
Bernie Shaw, sin decir que era conde.
Su táctica de solo dar su nombre la usaba cuando trataba con mandos medios o investigaba
una empresa, y no era necesario involucrarse a un nivel más personal.
Pero ahora…
―¡Soy un idiota! ―masculló―. Tendré que decírselo hoy.
En ese momento, Thomas cayó en cuenta de que se había involucrado a un nivel que iba más
allá de lo profesional.
*****
―Tengo pensado que, si el tiempo lo permite, mañana podríamos dar un paseo por el campo
después del servicio religioso. Hace mucho que no lo hacemos ―anunció Bernie cuando ya
terminaban de cenar. Miró a Thomas―. Por supuesto, usted también está invitado, a menos que
tenga que cumplir con algún compromiso previo.
Thomas no era un asiduo visitante de la iglesia, pero la idea de pasear al aire libre lo animó.
Luego pensó en que debía decirle la verdad a la señora Shaw, y se desanimó. El tener que ir a
la iglesia implicaba que iba a ser presentado ante todo el mundo. Y si tenía muy mala suerte,
Banbury estaría en ese lugar.
No tenía opción.
Las hermanas de Bernie de inmediato comenzaron a hacer planes de los bocadillos que
llevarían, a qué lugar irían y rogando a que el tiempo fuera bueno. El ambiente se cargó de una
bulliciosa algarabía.
―¿Se siente bien, señor Croft? ―preguntó Bernie, discreta. Desde que él volvió de la oficina
postal, se le veía serio y callado.
No lo conocía mucho, pero sí podía decir que ese cambio era extraño en él, que siempre
hablaba y estaba de buen humor.
―Sí, señora Shaw. Estoy bien.
―¿Tiene planes para mañana?
―No. ―Compuso una sonrisa―. Será un gran placer acompañarlas.
―¿Sabe jugar whist? Podríamos llevar un juego de cartas.
―Sé jugar, pero no soy bueno ―respondió―. Prefiero el Vingt-Un.
Tan solo la mención del whist le hacía sentir como un niño débil, indefenso, inútil.
Thomas lo recordaba bien. Durante muchos años, a donde fueran él y su familia, causaban
revuelo. Sobre todo, en Richmond, lugar en el cual su padre, Michael, visitaba la tumba de su
primera esposa, con la cual concibió a su primogénito, Lawrence.
La gente de Richmond nunca olvidaba la historia en la que Alexander Croft, el antiguo conde
de Swindon, en un inútil y estúpido intento por recuperar el dinero perdido esa noche, apostó a
su esposa e hijos en una mano de whist frente a Michael Martin, el jugador que no conocía la
derrota en los juegos de azar, y esa noche ya le había quitado todo.
Michael, aun sin conocerlos, había decidido participar de esa apuesta solo para protegerlos. Si
no lo hacía él, Swindon iba a apostarlos de todas formas con otro sujeto, que no dudaría en
cobrar su premio en toda la extensión de la palabra.
El día que Michael llegó a sus vidas, el progenitor de Thomas los había abandonado desde
hacía meses. Casi no tenían comida ni sustento. Michael se transformó en su protector y, con el
tiempo, en el esposo y padre que nunca fue Alexander.
Nadie imaginó que meses después de la apuesta, Alexander recuperaría su fortuna y
reclamaría a su esposa e hijos de vuelta.
Fue un tremendo escándalo. Muchos criticaban a Margaret, la madre de Thomas y Alec, por
haber rechazado volver con su esposo legal y quedarse como amante de Michael, conocido
libertino, apostador y protagonista de numerosos escándalos. Ella había elegido el amor.
Swindon no se rindió y entabló un litigio civil en Londres en contra de Michael.
Había personas que valían más muertas que vivas, y Alexander Croft era un claro ejemplo de
ello. El mismo día que empezó el juicio para recuperar a Margaret y sus hijos, murió a manos de
su concuñado, lord Somerton, por haberle robado una cuantiosa suma de dinero y la oportunidad
de escapar del país.
Así fue cómo Alexander había recuperado mágicamente su fortuna.
Para Thomas y su hermano, Alec, no era agradable ser hijos de Alexander Croft. No bastaba
con que fuera alcohólico, arribista, mujeriego, estafador, ladrón y ludópata. También los
golpeaba cuando estaba de mal humor.
Y nunca se sabía cuándo iba a estar así. Su ira podía ser gatillada por una mala noche de
apuestas, por una amante caprichosa, por un licor de mala calidad o porque no había en la mesa
su comida favorita.
Lo único que podía reconocerle Thomas a Alexander, era que controlaba sus accesos de ira,
una o dos bofetadas bien dadas, en vez de palizas. Eso era difícil de tolerar para Margaret y sus
hijos, pero no imposible. Lo que les costaba llevar era el comportamiento errático del conde de
Swindon. Había veces que podía ser amable con todos, incluso cariñoso. En otras ocasiones era
frío y distante.
No saber cómo actuar frente a él era angustiante para Margaret, pero aún peor, para Thomas y
Alec. Solo eran niños.
Thomas tenía siete años cuando Alexander murió. Nunca olvidaría el día en que se enteró del
hecho. Se sintió extraño, dolido, no lloraba por la pérdida en sí, sino porque dentro de su
inocencia, pensó que algún día su padre iba a cambiar.
Al año siguiente, entró a Eton.
La mitad de ese año fue un infierno.
―Sal de donde estés, maldito ―ordenaba la voz maliciosa de un niño mayor. Thomas estaba
debajo de la cama. Solo podía ver cuatro pares de zapatos paseándose por el dormitorio.
Aguantó la respiración, si lo descubrían le darían una paliza, Frank ya estaba en la enfermería,
lo habían atrapado primero―. ¡Compórtate como hombre y no como la escoria ladrona que fue
tu padre! ¿O tal vez te gusta ser más como tu madre, lady furcia?
―Todas las mujeres de la familia de Swindon son furcias ―apostilló otra voz más aguda.
―Me pregunto cuánto cobrará la madre de Swindon ―continuó el mayor.
―Dos chelines y estoy siendo generoso.
Risotadas crueles.
Thomas empuñó las manos, los nudillos se volvieron blancos de ira contenida. Sintió que lo
halaban de los tobillos, sacándolo de su escondite.
―¡Te tengo!
Thomas odiaba su nombre, su apellido, su título. Odiaba a su padre, la reputación que les
endilgó a su vida y su familia, haciéndole arrastrar sus pecados por donde fuera que estuviera.
Tal vez, Thomas todavía odiaba todo lo relacionado con Alexander Croft. Pero nada podía
hacer, salvo demostrar que era mil veces superior al hombre que lo engendró.
―De verdad, no hay problema alguno si no es su deseo acompañarnos ―añadió Bernie al ver
el semblante serio de Thomas.
―No… ―Hizo una larga pausa, no soportaba más la presión―. Disculpe, estoy distraído…
Necesito hablar en privado con usted. Es muy importante.
―¿Ahora?
―Sí, ahora.
―Señor Croft ―intervino Alex―, Georgie va a tocar el piano, ¿podría ser nuestra pareja de
baile? Pocas veces tenemos varones en casa. Jackie necesita practicar y por lo general Henry
hace ese papel, pero la consecuencia de aquello, es que ella ahora casi no baila en las fiestas
porque tiende a imponerse con su pareja.
―No es mi problema, son ellos los que no saben guiar a una señorita ―replicó Henry,
desdeñosa―. No saben qué hacer cuando una dama conoce mejor que ellos su rol en la danza.
―Será un placer, señoritas ―aceptó Thomas, más por cortesía que por tener ganas en ese
momento. No se sentía tranquilo. Las hermanas Shaw eran muy amables e inocentes y él se
sentía como un ser desalmado que se aprovechaba de ellas.
―El señor Croft y yo tenemos que conversar un par de temas en privado ―replicó Bernie, y
luego dirigió su atención a Thomas―. Sígame, por favor. Después podrá ser el esclavo…
perdón, la pareja de baile de mis hermanas.
―También tienes que bailar, Bernie ―intervino Georgie―. Ya nunca lo haces, salvo para
enseñar.
―No necesito practicar nada ―apostilló Bernie―. Y tú tampoco bailas.
―Yo toco el piano ―repuso, indolente.
―Como sea, preparen el salón. Volveremos enseguida ―ordenó Bernie, zanjando el asunto.
Thomas siguió a Bernie, quien tomaba un chal en el vestíbulo y enfilaba sus pasos hacia la
salida de White Cottage en el proceso.
Afuera los recibió el aire frío de la noche clara y estrellada, la luna menguante apenas daba
una pálida luz. En lontananza se oía el sonido de grillos y el ulular de un búho. Poco a poco,
ambos se acostumbraron a la penumbra.
―Las chicas son curiosas ―explicó Bernie mientras se alejaban de la casa―. Las conozco, y
hubieran mandado a Estelita a fisgonear.
―Entiendo. ―Hasta en eso se sintió culpable. Él mismo entraba en la categoría de fisgón,
por lo de esa mañana.
―Bien, señor Croft, ¿qué es tan importante como para necesitar hablar en privado?, ¿hay
algo que quiera decirme sobre el plan de rescate?
―No, nada de eso. ―Se acomodó las gafas y se desordenó el cabello―. Tengo que
confesarle que no he sido del todo honesto con usted.
Bernie frunció el ceño y su silencio instó a Thomas a que continuara.
―Verá… no solo soy el representante legal de lord Hastings, también soy su hijo adoptivo.
Me ha criado desde los siete años. ―Bernie no reaccionó―… De mi progenitor heredé su título,
y soy conocido como el conde de Swindon.
―¿Conde?... ¿De Swindon? ―inquirió Bernie, frunciendo aún más el ceño, al punto de
formarse una línea vertical entre las cejas. Retrocedió un par de pasos en completo silencio y sin
dejar de mirarlo―. ¿Está bromeando?
Thomas se tensó, las piernas le temblaron y comenzó a sudar frío.
―No, señora… Perdóneme por haber omitido esa información ―replicó, el rostro de Bernie
era impasible pero serio―. No lo hice de mala fe, yo…
―¿El doc lo convenció de hacerlo? ―terció antes de que él siguiera explicando.
―Él solo trataba de protegerlas ―defendió―. Las estima mucho y me insistió en que era lo
mejor que ustedes supieran la verdad de mi parte… Verdad que pretendía contarle cuando fuera
necesario ―se apresuró a aclarar.
―Vaya… Aun así, tardó menos de lo que esperé. ―Su expresión se relajó―. Gracias por
decirme la verdad. Sin embargo, ya sabía quién es usted.
―¿C-cómo? ―interpeló, desconcertado. ¿Por qué ella siempre lograba que él balbuceara?
―¿Acaso no es consciente de su fama, milord?
―¿C-cuál fama?
―Su nombre siempre sale en los periódicos en la sección que me interesa; la financiera… Al
principio, pensé que solo se trataba de una coincidencia de nombres, pero en el transcurso del día
de hoy, usted mismo confirmó mis sospechas.
La tranquilidad de la señora Shaw tenía perplejo a Thomas, no sabía qué hacer.
―¿No está enojada conmigo?
Bernie rio.
―¿Cómo voy a estar enojada? Tengo al mismo rey Midas ayudándome a salir del lío en el
que estoy metida, en vez de Alastor, el que no tiene piedad en descuartizar y vender por partes
una empresa.
Thomas estaba atónito, agradeció estar en penumbras para que ella no notara del todo su cara
de estúpido. Debió suponer que la señora Shaw era una persona instruida e informada, y que no
vivía en una cueva alejada del mundo.
En su defensa, Thomas ―el muy ingenuo― asumió que su fama solo se limitaba a Londres.
―En el estricto rigor, le mentí. Pensé que se molestaría por no usar mi título desde un
principio.
―No, lord Swindon… Es más, agradezco que no haya caído en esa odiosa costumbre que
tienen sus pares, de colocar su rango sobre la mesa para imponer su voluntad. Usted llegó como
lo que es, un hombre de negocios que solo vino a hacer su trabajo. ―Ladeó la cabeza a la vez
que entrecerraba los ojos y esbozaba una sonrisa―. Me recuerda mucho a lord Hastings; aunque
sea su hijo adoptivo, ustedes se parecen mucho en el carácter.
―Nos dicen eso a menudo ―reconoció Thomas, sintiendo gran orgullo. A su juicio, no podía
recibir mejor cumplido que ese, admiraba mucho al hombre que lo crio como si lo hubiera
engendrado―. No suelo usar el título cuando trabajo, me permite…
―Medir a las personas ―intervino―. Yo haría lo mismo que usted. De hecho, lo hago
usando mi diminutivo. Quien no conoce a Bernie Shaw, piensa que es un hombre gordo, calvo y
de mal humor.
Thomas rio al recordar el día anterior, cayendo en la misma trampa.
―Sí, reconozco que a mí me impresionó… Mi padre no mencionó ese pequeño detalle
―admitió más relajado.
―A lord Hastings lo conozco desde que empezó a hacer tratos con mi padre. Él debe estar tan
acostumbrado a mí, que no vio el motivo por el cual advertirle.
―Será una anécdota digna de recordar, no lo dude. Mi padre reirá mucho cuando lea la carta.
―Su cara fue un poema. ―Bernie rio―. Si hubiera tenido un espejo, se habría abofeteado
para espabilar.
―En fin, ya todo está aclarado, creo que será lo más conveniente que yo vuelva a la posada.
No soy un pobre empleado que no puede costear su hospedaje. No debo seguir abusando de su
generosidad.
―Ya es muy tarde. No dejaré que se vaya esta noche. Además, mis hermanas ya están
entusiasmadas por bailar. Es verdad que no hay muchas oportunidades de hacerlo, por lo que
esperan con ansias el primer sábado de septiembre, ese día se hace una fiesta para despedir el
verano antes de que el tiempo empeore.
―Interesante… Bien, entonces me quedo, me puedo jactar de ser un bailarín digno.
―Si logra que Henry no lo guíe, será mi héroe.
―Un héroe. Si logro tal hazaña, entonces usted me concederá un baile.
―Ya veremos, lord Swindon. ―Bernie sonrió, mas Thomas sintió triste ese gesto.
―¿Sus hermanas no se molestarán?, por lo que he ocultado.
―¿Ellas? Ya verá que cuando les revele su pequeño secreto en unos minutos más, no querrán
que se vaya de White Cottage hasta que se marche a Londres. Le advierto que corre peligro de
que lo conviertan en su mascota. Creo que todas están medio enamoradas de usted. Eso sí, le
advierto que tenga precaución con que ellas no malinterpreten sus atenciones.
―Pierda cuidado, en ese terreno soy un experto. Además, estoy seguro que, al menos, dos
hermanas Shaw no están bajo mi hechizo.
―¿Dos?
―Usted y la señorita Georgie. ―Bernie alzó sus cejas con genuina sorpresa―. Creo que el
corazón de su hermana tiene dueño, pero no le diré quién es, porque es una mera conjetura. Solo
tiene que observarla.
―Sin duda que lo haré… Bien, ¿eso es todo?
―Todo, señora ―aseguró, sintiendo un gran alivio, la mentira se estaba volviendo una carga
pesada. La señora Shaw le simpatizaba mucho. Le ofreció el brazo para volver a la casa. Bernie
lo miró con un gesto que decía «¿Y a usted qué le pasa?»―. Un caballero siempre es un
caballero ―explicó.
Bernie negó con su cabeza y aceptó.
Lord Swindon era un hombre muy particular, y le agradaba mucho.
Capítulo VII
Para Bernie, ir a la iglesia era más una actividad social que un acto de fe. Todos los domingos
iba con sus hermanas, conversaban con el vicario y los miembros de la congregación y, además,
se enteraban del acontecer de esa zona de Lancaster.
Sin embargo, Bernie se mantenía a una distancia prudente, hablaba lo justo y necesario.
Lamentablemente, ese domingo iba a tener un rol protagónico. Lo supo en cuanto entró a la
iglesia del brazo de Thomas, quien en un principio decidió no asistir, pero al enterarse de que los
otros dueños de las fábricas asistían al servicio, insistió en acompañarlas con el pretexto de
conocer la competencia.
Todas las miradas se posaron en ella y luego en Thomas.
Más de alguno alzó las cejas con sorpresa.
«Al menos no me miran con lástima», pensó Bernie, rememorando el día en que volvió a
pisar una iglesia y se convirtió en el centro de atracción. Sucedió un año después del
rompimiento con Daventry; el día en que se celebró el servicio fúnebre de su padre.
Y, al igual que ese día, también estaba lord Banbury en primera fila, observándola insondable.
Quizás el vizconde era el único hombre de la tierra que era capaz de hacerle sentir que era una
persona sin sentimientos, sin valor y sustituible. Cada domingo tenía que lidiar con esa intensa
sensación que no menguaba con el paso de los años. Era como una herida que no cicatrizaba y
que se abría todas las semanas.
Tal vez se sentía así porque quien dio por terminado el compromiso fue el vizconde. Daventry
nunca dio la cara. La última vez que Bernie vio a su prometido, jamás imaginó lo que se
avecinaba; entre besos y abrazos robados, él le declaraba lo mucho que la amaba, y con ilusión
planificaban su vida en común y soñaban con tener muchos hijos.
Y después, él ya no estaba, y a ella solo le quedó esa sensación de un inmenso vacío en el
mismo núcleo de su pecho, perdida, sin saber qué hacer con su vida.
Su relación jamás tuvo un punto final, una explicación, una despedida.
De pronto, se elevó el sonido de los murmullos hasta el cielo abovedado de la iglesia San
Juan Evangelista, distrayendo a Bernie de su efímera, pero profunda congoja. Las hermanas
Shaw tomaron su lugar, justo en el medio de la columna de asientos del lado derecho de la gran
estancia.
El señor Denson, el vicario, les dio la bienvenida y comenzó con el servicio ante la atenta
mirada de la comunidad, sobre todo de la femenina. No había panorama más atractivo que ir a la
iglesia para admirar a un hombre al servicio de Dios y que fuera apuesto. Thomas estaba
sorprendido de que las hermanas Shaw fueran inmunes a los encantos del vicario, que lo miraban
como si fuera parte del mobiliario.
Excepto una.
«Interesante», se dijo Thomas en su fuero interno.
―… Confesemos nuestros pecados a Dios omnipotente, implorando su perdón por medio de
Jesucristo, nuestro Señor. ―Thomas escuchaba el servicio como si fuera un eco lejano.
Observaba discreto a todos los asistentes, incluyendo a la señora Shaw, quien se veía
concentrada, mas a él no le pasó desapercibido el leve cambio en la expresión de ella en cuanto
entró a la iglesia.
Dedujo que algo la había perturbado, mas no pudo adivinar qué.
No alcanzaron a pasar más de cinco minutos, y Thomas se inclinó un poco hacia Bernie y le
susurró:
―Señora Shaw, ¿me podría indicar quiénes son los dueños de las otras fábricas?
Bernie tragó saliva. La cercanía de lord Swindon la había pillado desprevenida. De súbito, fue
consciente del sutil aroma que el conde desprendía, le hacía evocar la fragancia del petricor con
una nota fresca y cítrica.
Una olvidada sensación de frío y calor subió por sus piernas, instalándose en su vientre.
―Segunda fila a la izquierda, el señor Cooper, dueño de la White Cross ―respondió Bernie
en el mismo tono de secretismo, intentando ignorar el seductor aroma de Swindon.
Thomas miró, subrepticio, hacia donde ella señalaba.
―¿El pelirrojo? ―interpeló, acercándose un poco más a Bernie. Apenas podía escuchar su
voz en medio del sermón, sin embargo, el aroma de ella llegó alto y claro a sus fosas nasales, y
llenó sus pulmones; era agua de rosas. Se preguntó por qué una fragancia tan común olía tan bien
en ella, ahora le parecía única.
A decir verdad, Bernie Shaw era única.
―No. Disculpe por no ser tan específica. Es el hombre gordo. El pelirrojo es su cuñado
―aclaró―… Dos filas delante de nosotros, el hombre canoso es Christopher Bath, dueño de
Bath Cottage y la fábrica del mismo nombre.
―Pareciera que se va a morir en cualquier momento.
―Desde que lo conozco que tiene ese aspecto, no se deje engañar.
―Permítame aclararle que, desde que la conozco, mi instinto de preservación se ha
agudizado, ni siquiera el aspecto enfermizo del señor Bath me engañará.
Bernie no pudo evitar esbozar una sonrisa.
―Bien. Detrás de nosotros, cuatro filas más atrás, va a ver a un señor rubio y alto, más alto
que usted… ―Thomas hizo el ademán de girar su cabeza. Bernie lo tomó del brazo con su mano
izquierda. Él lo supo, su agarre era menos fuerte, sintió la falta del dedo meñique. Ella no había
sido consciente de ello. Bernie no tocaba a nadie, sabía que, en las personas ajenas a su familia,
su mano mutilada era tabú. Aunque estuviera enguantada, su defecto era insoslayable y
repugnante para el resto―. ¡No, milord!, más rato podrá verlo… Es imposible no verlo ―acotó
y, en ese instante, se dio cuenta de que él miraba cómo ella lo tomaba―. Dios bendito, lo siento.
Bernie, mortificada, intentó romper el contacto, mas Thomas posó su mano sobre la de ella,
negando con la cabeza.
―Tranquila, no pasa nada. No le temo a las cicatrices. A diferencia del común de las
personas, yo las respeto. Mientras más profundas son, las encuentro más sagradas. ―Soltó la
mano de Bernie, dejando una leve caricia. Se aclaró la garganta antes de añadir―: Entonces, el
hombre alto de atrás, ¿quién es?
―Fitzpatrick Jones, dueño de la fábrica Ridge Lane ―respondió Bernie por inercia,
intentando recobrar la compostura.
―Bien, Cooper, Bath, Jones… Tengo entendido que son seis las fábricas que están al borde
del canal, contando Shaw y compañía.
―La otra es la fábrica Green, que es la que está más alejada de nosotros. El dueño no ha
venido desde hace un par de semanas, sufrió una apoplejía.
―Lo que podría descartarlo del sabotaje, al menos como autor intelectual del último ataque.
¿Y está aquí el sospechoso final?
―Sí, primera fila, lord Banbury ―respondió Bernie con voz átona―. Es dueño de la única
fábrica que produce seda, Moon Mill.
«El vizconde miserable y arribista», pensó Thomas, y entendió el motivo del leve cambio en
el semblante de la señora Shaw. Imaginó lo difícil que debió ser para ella olvidar, si veía cada
domingo al viejo que truncó su compromiso.
―¿Es ese viejo que intenta disimular su calvicie con ese peluquín espeluznante? ―interpeló
Thomas sin ocultar su desdén―. Parece que se ha puesto un gato muerto en la cabeza.
Bernie dio una sonora y poco femenina carcajada en medio del solemne servicio religioso. El
vicario la miró alzando una ceja inquisitiva, mas no la reprendió en público. Era la primera vez
que la oía reír desde su llegada a Lancaster, tres años atrás, por lo que estaba perdonada.
El señor Denson tosió breve, y continuó sin más. Bernie apretó los labios y bajó la vista. Su
rostro estaba encendido.
Sus hermanas la miraron como si a ella le hubiera salido otra cabeza, al igual que el resto de
la congregación que, de a poco, volvía su atención al vicario.
―Usted es mala influencia, milord ―amonestó Bernie al cabo de un rato, sin levantar la
vista.
―Bienaventurados los que ríen ―replicó Thomas.
―Así no dicen las escrituras ―terció ella, alzando la vista de súbito. Su nariz quedó a tan
solo una pulgada de la de él.
―Lo sé, pero lo mío suena mucho mejor ―respondió sonriendo de medio lado, y sin la
intención de moverse.
―No sé cómo la iglesia no se ha derrumbado con su presencia.
―Dios nos ama a todos, incluso a las personas desobedientes y malvadas como yo.
―Es un blasfemo ―reprendió, intentando con todas sus fuerzas sonar firme y convencerse de
que él no la estaba afectando.
―Por algo dicen que soy un demonio. Y esa información no sale en la sección financiera del
periódico ―afirmó guiñándole un ojo.
Bernie entreabrió su boca sintiéndose escandalizada y, a la vez, encantada con ese
intercambio verbal. Ella debía reconocer que el conde tenía razón, era un demonio. Uno que
logró dejarla al borde del flirteo. Solo era cuestión de dar el paso y caer en el juego.
―… Gloria sea al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. ―Escucharon decir al vicario. Ambos
se levantaron.
Thomas esbozaba una pequeña sonrisa que sabía a triunfo.
El servicio prosiguió con normalidad. Thomas centró su atención en el vizconde, quien, tal
como lo había descrito el señor Banks, estaba viejo, pero no decrépito. Desde su posición pudo
distinguir sus rasgos poco a poco. Lord Banbury era orondo, su rostro estaba surcado de arrugas,
y le hizo pensar a Thomas que el aspecto de su piel era parecido a un queso pálido y derretido.
Tenía nariz aguileña, cabello blanco ―lo del peluquín-gato muerto solo fue una tonta
exageración para hacer reír a la señora Shaw―, ojos azules. Una voz fuerte y profunda que
sobresalía por sobre las demás sin esfuerzo alguno.
Debió ser un hombre apuesto en sus años de juventud, pero había envejecido de la peor
manera. No obstante, lo que no menguaba con los años era esa aura dominante que podía
doblegar a cualquiera.
―Ahora, oraremos por lord Banbury y lord Daventry ―intervino el vicario con tono
solemne―, para que encuentren consuelo en Nuestro Señor, por el sensible fallecimiento de su
nuera y esposa, lady Daventry…
Thomas escuchó un leve jadeo de Bernie. Fingió que no lo notó.
Por alguna razón que no quiso analizar en ese momento, a Thomas le molestó mucho el
nuevo estado civil de Daventry, pero lo que le molestó mucho más, fue imaginar a la señora
Shaw recibiendo al barón en su vida una vez más, con los brazos abiertos, como si nada hubiera
pasado.
Sentía una inexplicable e irracional sensación de rabia y pesar. Thomas no concebía la idea de
ver a la señora Shaw despojada de su orgullo, solo por volver a los brazos del amor de su vida, el
mismo que la abandonó sin siquiera oponerse a la voluntad de Banbury. Daventry era un ser
pusilánime, no merecía el honor de tener una segunda oportunidad con Bernie.
A Thomas le producía una profunda desazón la posibilidad de que esa increíble mujer que
admiraba tanto, lo decepcionara.
*****
―Señor Denson ―llamó Bernie al vicario, quien estaba despidiéndose de unos feligreses en
las afueras de la iglesia.
―Señora Shaw, buenos días ―saludó el señor Denson con una sonrisa. Las noticias volaban
y, si no se equivocaba, el hombre que la acompañaba del brazo era el famoso señor Croft, el
representante del duque de Hastings.
―Buenos días ―Bernie devolvió el saludo, al tiempo que se separaba del conde para hacer
las respectivas formalidades―. Señor Denson, le presento al señor Thomas Croft, conde de
Swindon, hijo adoptivo y representante legal de lord Hastings en nuestra fábrica.
El vicario abrió la boca y, raudo, recuperó la compostura. No sabía que el señor Croft era
conde.
―Lord Swindon, es un placer conocerlo ―dijo el señor Denson, dando una sobria
inclinación―. Gracias por haber asistido al servicio de hoy.
―Soy un hombre de fe, no me lo podía perder ―mintió Thomas con un tono santurrón que
convenció al inocente vicario, mas no a Bernie, quien le apretó el brazo por su descaro―.
¡Aaay!... ¿Hay siempre tanta gente escuchando sus sermones? Fue muy motivador.
―Tengo la fortuna de contar con muchos feligreses ―respondió, satisfecho de su trabajo,
ignorante de su arrastre entre las mujeres de la congregación―. Intento que vivan la fe como yo,
con alegría.
―Siempre es bueno ver a un hombre de Dios tan dedicado. ―Suspiró profundo―. Es
inspirador.
―Muchas gracias, milord. ―Miró a Bernie―. Señora Shaw, estoy preocupado por usted y
sus hermanas. Quisiera saber si son ciertos los rumores sobre la fábrica.
―¿Los rumores de quiebra? ―interpeló Bernie directa, siguiendo el plan de Swindon. El
vicario asintió en silencio―. En efecto. De hecho, ese es el motivo de la presencia de lord
Swindon, estamos intentando hacer un esfuerzo final antes de dar por terminada esta etapa
―explicó firme y estoica.
―Entiendo. Es una verdadera lástima.
―No se puede hacer nada cuando no depende de la gestión o de la producción, sino de
terceros ―sentenció―. Usted mejor que nadie sabe lo que hemos atravesado el último año.
―Estoy seguro de que al resto no le estaba gustando lo que usted demostraba con su
proyecto. Espero que nuestro señor ilumine sus corazones.
«O el demonio», pensó Bernie, mirando de soslayo a Thomas.
―Dios lo oiga ―repuso ella, en cambio.
―Pasando a otro tema… ―El vicario se aclaró la garganta―. Quisiera hacerles una visita
durante la semana. Necesito su permiso para hablar con la señorita Henrietta.
―Por supuesto, ¿pasa algo importante?
―Es sobre la escuela dominical.
―Oh, entiendo. ¿Le parece bien el jueves, a la hora del té? ―propuso Bernie.
―Es perfecto ―respondió el vicario, dando una amable sonrisa.
―Lo estaremos esperando entonces ―finalizó Bernie―. Muchas gracias por su tiempo,
señor Denson.
―Siempre es un placer, señora Shaw… Lord Swindon, un gusto haberlo conocido.
―El gusto ha sido todo mío.
El vicario se alejó hacia otro grupo de personas que requerían de su presencia.
Thomas esbozó una sonrisa, le simpatizaba el vicario. El señor Denson no era un adulador
profesional, y prefirió preocuparse de lo más importante, y eso era la situación de la fábrica.
―Si mi intuición masculina no me falla, hay otra de sus hermanas que no está «medio
enamorada» de mí ―sentenció Thomas.
Bernie frunció el ceño.
―¿Cómo dice?
―No me diga que no se ha dado cuenta.
El rostro perplejo de Bernie fue suficiente respuesta.
―Entiendo que su atención esté distraída con los asuntos financieros. No puede estar en
todos lados ―justificó, sincero―. La señorita Henry y el vicario ―reveló haciendo un gesto
guasón con sus cejas―. Creo que el hombre la quiere cortejar y ella quiere que la corteje, pero
ninguno hace nada.
La boca de Bernie describió una auténtica «O» y, acto seguido, miró a Henry, que estaba
junto a sus hermanas y el señor Peter Banks en un grupo aparte. Justo en ese momento, su
hermana le dedicaba una mirada furtiva pero significativa al vicario.
¿¡Qué más iba a pasar!? ¿Qué Alex y Jackie ya tuvieran pretendientes y ella ni enterada?
¿Por qué lord Swindon podía ver ese tipo de situaciones y ella no? ¡Por todos los cielos, ella
era la que vivía con sus hermanas, no él!
Se sintió como una mala hermana, por no preocuparse lo suficiente.
―Señora Shaw ―llamó Thomas en un susurro, ella alzó la mirada vidriosa hacia él―. No se
mortifique… es normal que eso pase, ellas no le van a contar todo. Tal vez no quieren
preocuparla más de lo que ya está ―estimó Thomas, comprensivo, intentando consolar a Bernie,
cuyo rostro había cambiado de la sorpresa a un pesar sombrío.
La señora Shaw intentaba ser madre, padre, hermana y cabeza de la familia. Demasiado peso
sobre los hombros de una sola persona.
A Thomas, en cierto modo, le recordó a su propia madre. Él era apenas un niño, y aun dentro
de su inocencia e inmadurez, podía percibir lo difícil que era para ella lidiar con todo el peso de
salir adelante y sin afectar a sus hijos, aparentando que todo estaba bien. Pero, al fin y al cabo, no
existe fortaleza inexpugnable y, tarde o temprano, se llega a un punto en que todas las defensas
colapsan y se desmoronan.
Bernie Shaw parecía estar en esa encrucijada.
―No me había dado cuenta ―admitió.
―Usted es un ser humano, señora Shaw, no es perfecta… No podemos controlarlo todo,
aunque queramos ―enfatizó, y esbozó una sonrisa―. No se desanime, hoy es un buen día y
tiene todo lo que queda de la jornada para compartir con sus hermanas.
―Tiene razón. Muchas gracias, lord Swindon.
―Me sentiré satisfecho si hoy lo pasa bien. ¿Vamos? ―Le ofreció el brazo en un gesto lleno
de garbo.
Bernie aceptó y lo tomó firme.
―Vamos, milord.
*****
Thomas tarareaba una melodía para sí mismo a la sombra de un roble. Con los ojos cerrados y
las manos en la nuca, estaba recostado sobre la manta que habían llevado para el paseo por el
vasto campo cubierto de brezos.
Una brisa fresca le llenaba los pulmones y, a lo lejos, podía escuchar el agua de una acequia
que provenía de un estanque cercano. También podía percibir las voces de las hermanas Shaw
―incluida Bernie―, cómo reían y jugaban al escondite. Parecían niñas pequeñas.
Sí, necesitaban una tarde sin preocupaciones. Siempre era bueno algo de distracción. La vida
no podía ser siempre trabajo.
De pronto, sintió que alguien se acercaba. Abrió los ojos y era Bernie, sus mejillas estaban
coloradas, el cabello despeinado, y su respiración agitada era adornada por una gran sonrisa.
Se veía adorable. Thomas supo en ese instante que esa imagen se volvería un recuerdo
imborrable. Bernadette Shaw se quedaría en su memoria para siempre, eterna e inmortal.
―Supongo que no va a quedarse todo el día ahí echado como un gato, milord ―espetó,
burlona, poniendo sus manos en las caderas.
―Supone mal, me quedaré aquí. Sus hermanas anoche me dejaron exhausto, sobre todo la
señorita Henry, creo que le gusta más desafiar a su pareja que disfrutar del momento. Ni siquiera
en Londres suelo bailar con señoritas tan difíciles, y eso es mucho decir… ―La miró
acusador―. Solo faltó usted.
Bernie se sentó al lado de él, abrazó sus rodillas y apoyó el mentón en ellas.
―Estaba cansada ―justificó, pero Thomas no le creyó.
―El sábado tendrá que saldar su deuda conmigo, se lo exijo. ―Por un instante, se imaginó
bailando un vals con ella, femenina, delicada, flotando entre sus brazos. ¿Qué tan indómita era la
señora Shaw? ¿Acaso no quiso bailar con él para no revelar algún punto débil ante ese tipo de
cercanía? Desechó esas dudas, se incorporó y casi quedaron hombro con hombro―. Esta
propiedad es fabulosa ―elogió él, cambiando de tema. Imaginarla enfundada en seda causó
estragos en su cuerpo. Una respuesta animal que no contempló, dadas las circunstancias.
―Sí, pero como puede apreciar, no la cultivamos. Es un lugar para vivir en paz. Mi padre
estableció en su testamento dividir el terreno en cinco partes iguales para nosotras.
―¿Y White Cottage?
―Está a mi nombre, por ser la mayor.
―Es decir que la propiedad pasará a ser de su esposo cuando se case, ¿no es un poco injusto
para las demás? ―preguntó con evidentes segundas intenciones. Necesitaba saber qué había en
la mente y el corazón de Bernadette Shaw.
Bernie esbozó una sonrisa. Algo le decía que Thomas sabía más de lo que aparentaba, y no
dudó que aquello fue una cortesía del afable pero entrometido señor Banks. En todo caso, su
malograda historia de amor había sido la comidilla de Lancaster, lord Swindon se iba a enterar
tarde o temprano.
―El matrimonio es algo que jamás sucederá en mi vida. ―Lo miró de reojo, suspicaz―.
Apuesto que el doc ya le contó todo.
―Una historia siempre tiene más de una versión, señora Shaw. Me intriga la suya.
―No me sorprende… Pero prefiero que se quede con la versión oficial del señor Banks. No
difiere mucho de la mía. ―Dio un largo suspiro―. Mi padre cambió su testamento cuando mi
compromiso con Daventry se rompió. A juicio de él, de todas sus hijas, yo ya había perdido mi
oportunidad de casarme. No lo culpo por haber pensado así, era realista. Usted es un hombre
adulto, y sabe que una mujer que estuvo comprometida durante casi un año, no puede estar del
todo inmaculada.
―¡Pamplinas! ―objetó sin dilación.
―No sé cómo será en Londres, pero aquí no importa quién, cómo y cuándo, la mujer siempre
es la más perjudicada cuando un compromiso se rompe.
―Considero que muchas de esas afirmaciones son una verdadera ridiculez ―replicó,
vehemente.
―Es más fácil decirlo que aceptarlo, milord, no sea iluso. Lamentablemente, mi reputación
está, aunque no lo quiera, mancillada. Y, en una ciudad como Lancaster, no hay dónde ocultarse.
Si me permite ser franca, a ningún hombre respetable le agradaría que su futura esposa tenga un
poco más de la experiencia deseada, sea cierto o no. Siempre querrá ser el primero, y no va a
correr el riesgo de ser el hazmerreír de Lancaster, casándose con una mujer que estuvo
comprometida, y darse cuenta de que la virtud de ella ya fue arrebatada.
―Sobre esa lógica, ¿no cree que su antiguo prometido vuelva a recuperar lo suyo? Ahora que
es viudo, nada le impide intentarlo de nuevo con usted, sin la conveniencia de por medio
―interpeló para saciar su curiosidad y saber qué sentía la señora Shaw al respecto. La duda le
estaba molestando más de lo que quería reconocer.
Sentía que la respuesta de ella era importante, así sabría cuánto de amor propio le quedaba a
Bernadette Shaw. No deseaba descubrir que la fortaleza, orgullo y carácter de ella solo era una
fachada.
Bernie no respondió. Debía admitir que la noticia la había sorprendido, mas se alegró de que
ningún otro sentimiento amoroso aflorara. Saber que Daventry era libre, no representaba
esperanza, ilusión o felicidad. El único sentimiento que persistía era el de decirle a la cara que
era un cobarde. Quizás eso sí daría por terminado el asunto.
Debía admitir que, en ese instante de su vida, la única persona que le despertaba algún
sentimiento era el hombre que estaba sentado al lado de ella. Se dio cuenta de que su corazón y
su cuerpo no estaban entumecidos, ella todavía era capaz de vivir.
De sentir.
Inspiró hondo para calmar ese palpitar de su pecho, y se quedó ensimismada mirando el
horizonte.
―Daventry me perdió el día en que el compromiso se rompió ―repuso Bernie al cabo de un
largo silencio―. Hasta ese momento, nunca imaginé que siempre estuve en el último lugar de su
vida. Lo fue hace seis años y lo será ahora. Ya no soy la misma jovencita de aquel entonces, y yo
me prometí que jamás volvería a ser una opción descartable. ―Rio flojo―. Si llega a ocurrir el
milagro de tener una segunda oportunidad; yo deberé ser la prioridad del hombre que quiera unir
su vida a la mía, me tendrá que amar con la misma fuerza con la que yo lo amaré a él, y nunca
más aceptaré que la conveniencia esté de por medio. Por eso he determinado que mi parte de la
herencia y todo lo que poseo, no será aporte al matrimonio. Antes de casarme pasará a repartirse
entre mis hermanas que estén solteras. Y si ya están casadas, lo invertiré en un fideicomiso,
cuyas rentas serán para todas por igual.
―Sin dote, sin dinero… del todo inconveniente para un hombre que necesite algo más que el
amor de una esposa ―ironizó Thomas―. Su plan no tiene fallos.
―Yo soy la que importa. Mis sentimientos, mi mente, mi alma y mi cuerpo son suficiente
aporte a un matrimonio. No mis bienes terrenales. Solo un idiota aceptaría eso.
«Quizás soy un idiota. Viniendo de ella, lo aceptaría».
Las voces de Alex y Jackie hicieron que ese pensamiento se difuminara de la mente de
Thomas tan rápido como llegó.
―¡No sean aburridos! ¡Vamos a lanzar piedras al estanque! ―ordenó Jackie.
―Mi marca son veinte rebotes ―se vanaglorió Thomas, levantándose, y extendió su mano
hacia la señora Shaw―. ¿Juega?
Bernie le dio una sonrisa ladina y estrechó la mano de Thomas.
―Por qué no, puede que hoy tenga suerte.
Ella tenía una marca de treinta.
Capítulo VIII
Al final del sexto día desde su llegada a Lancaster, Thomas arrastraba los pies por la escalera
directo a su habitación. El pobre conde estaba extenuado. Desde el alba hasta el atardecer,
durante tres jornadas, estuvo recorriendo las fábricas que se ubicaban a las orillas del canal,
haciendo un estudio de la infraestructura, las personas que trabajaban ahí y la seguridad, antes de
echar a andar su plan.
Ya tenía un par de espías en cada fábrica, todos muy bien pagados para que le dieran
cualquier tipo de información.
Sí, habían sido días muy productivos. Pero algo le molestaba de toda la situación; nadie de la
competencia había hecho el menor intento de contactarse con él. Sentía que el tiempo se le
escurría como agua entre los dedos y nada estaba funcionando como debía.
O quizás estaba ansioso.
Por otro lado, las hermanas Shaw estaban reunidas en el salón. Después de la cena, siempre
pasaban un rato juntas para conversar, distraerse y relajarse antes de dar por terminada la
jornada. En los rostros de todas se dibujaba una cansada pero satisfecha sonrisa e, ignorantes de
la creciente frustración de Thomas, todavía tenían energía a esas alturas de la noche. Cada una
estaba ocupada en una labor; Jackie, Alex y Henry cosían distintas partes de un vestido de fiesta,
Georgie tejía un delicado volante y Bernie dibujaba un nuevo diseño.
Esa era su verdadera pasión, le encantaba crear vestidos. Las hermanas Shaw siempre lucían a
la moda, porque Bernie se encargaba de diseñarlos y hacer los patrones, y las demás, cosían.
Material no les faltaba, la fábrica las proveía de algodón, y la seda la compraban en Manchester.
Nunca harían tratos con Banbury para obtenerla a menor precio.
Todas estaban en silencio, mas Georgie se sentía inquieta. En el aire se percibía una leve
tensión, debido a ese tema del que nadie se atrevió a tocar desde el domingo anterior, para no
arruinar el ambiente distendido que les proporcionaba lord Swindon.
―Bernie… ―llamó Georgie, suave. Las demás prestaron atención, mas no alzaron la vista.
―Dime, querida ―respondió, sin dejar de dibujar trazos en su bosquejo.
―¿Cómo te sientes?
―Un poco cansada, pero fue un día de trabajo espléndido. Espero que lord Swindon tenga
resultados pronto. Se está esforzando al máximo ―respondió evasiva, a ver si su hermana
entendía la indirecta.
―Bernie, me refería a lo de Daventry.
No, Georgie no quería entender la indirecta.
Bernie dejó de dibujar y miró a su hermana, quien estaba preocupada, al igual que las demás
que dejaron sus labores y las observaban. Dio un suspiro y claudicó, si pretendía después
conversar con Henry y Georgie acerca de lo que sentían, ella debía abrirse primero.
Daventry tenía que dejar de ser un tema vetado. Para Bernie, el darse cuenta de que en verdad
ya no lo amaba, le hizo descubrir el motivo por el cual ella vivió con ese agudo dolor durante
tanto tiempo. Haber hablado con lord Swindon también le había traído claridad y tranquilidad.
Qué cosa tan curiosa era haber podido abrir parte de su corazón a un completo desconocido. Fue
liberador.
Aunque debía admitir que, en el fondo, el conde ya no podía catalogarse como un
desconocido. Era un hombre muy tolerante, liberal, sencillo, divertido y responsable. Ella se
sentía muy a gusto y cómoda con él. No había necesidad de ocultar lo que pensaba, porque tenía
la certeza de que él no la juzgaba ni la subestimaba.
No la oprimía, la dejaba ser.
―Ya no lo amo ―declaró, y sintió en su alma que era así.
―¿Y si él regresa a Lancaster? ¿Y si quiere volver contigo? ―interpeló Henry, muy seria.
―A decir verdad, pienso que no va a tener el descaro de pedirme semejante barbaridad. El
cuerpo de lady Daventry todavía debe estar medio tibio, sería una monstruosa falta de decoro y
de respeto a la memoria de su difunta esposa.
―¿Y si te lo pide con fervor? ¿Y si se arrastra a tus pies? ―insistió Alex.
―Le diré que no. Punto.
―¿Y si dice que te ama, que desobedecerá a lord Banbury? ―intervino Jackie.
Bernie estaba cansada de tantas conjeturas y sabía que la respuesta era una sola:
―¡No lo amo! ¡Basta!... ―zanjó, elevando el tono de voz―. Niñas, entiendan. Les juro por
todo lo sagrado del mundo, que mi corazón ya no alberga ni una gota de amor por Daventry. No
sé en qué momento dejé de hacerlo, pero me di cuenta de que en verdad ya no siento nada, nada
por él. ―Dos lágrimas cayeron directo a su regazo―. Sé que es difícil de creer, porque fue, en
algún momento, el amor de mi vida y deposité todo mi futuro en él. Mas ya no lo es, lo que sentí
está muerto y enterrado. No sé si podré a amar a otro hombre, no sé si alguien me amará de
verdad… Lo único que sé es que nunca, nunca más Daventry me volverá a hacer daño, porque
no entrará a mi vida otra vez.
―Oh, Bernie ―susurró Georgie, con sus ojos anegados en lágrimas. Dejó de lado su labor y
abrazó a su hermana, porque le creía―. Te quiero mucho, sé que Dios te enviará alguien que de
verdad aprecie la gran mujer que eres.
―Georgie… ―Bernie no pudo decir más, de pronto se vio rodeada de los abrazos de Henry,
Alex y Jackie, quienes lloraron conmovidas.
Bernie jamás había hablado tanto sobre el asunto. Siempre lo eludía dando frases cortantes, y
sus hermanas se quedaban con la sensación de que Bernie jamás saldría de ese rincón oscuro en
el que se refugiaba para lamer sus heridas.
―Te quiero, hermana ―dijo Henry.
―Yo también te quiero, Bernie ―terciaron Alex y Jackie al mismo tiempo.
Las cinco hermanas se quedaron largo rato abrazadas y llorando, intentando asimilar esa
sensación agridulce que colmaba sus corazones. El amor era un sentimiento poderoso, que podía
elevar a una persona hasta al cielo, o hundirla hasta el infierno.
Bernie había tardado demasiado tiempo en salir de su infierno personal, pero lo había logrado
y eso le dio esperanza a las demás. Nadie moría de amor, ni siquiera de uno tan significativo.
Cuando todas se calmaron y secaron sus lágrimas entre sí, se cernió en la estancia un
inusitado silencio que, de súbito, fue interrumpido por un sonido grave, gutural y profundo.
Un ronquido.
Todas se miraron con los ojos desorbitados y abrieron la boca.
Otro ron-ron-ronquidoooooooooo.
No aguantaron demasiado tiempo y estallaron en carcajadas, lord Swindon era demasiado
ruidoso.
―¡Pobre de la que se case con él! ―exclamó Jackie entre carcajadas ―. Solo una sorda lo
podría tolerar.
No pudieron parar de reír, la situación era muy divertida.
―Debe estar muy cansado ―supuso Bernie con indulgencia, tras un largo rato, en el que
intentaron recuperar la compostura varias veces―. Mi habitación es la que está frente a la de él y
no había escuchado semejante ruido.
―Bernie, tú tienes el sueño muy profundo ―apostilló Alex―. Yo duermo del otro lado y sus
ronquidos siempre me despiertan.
―Es verdad ―intervino Jackie―. La primera noche pensé que eran fantasmas.
―Te juro que la pared de mi habitación vibra ―comentó Henry―. El conde ronca como si
fuera una bestia enferma.
Bernie entrecerró sus ojos, incrédula ante esos hechos que comentaban sus hermanas.
―No creo que sea para tanto ―desestimó.
Thomas volvió a dar un ronquido.
―Es cierto, Bernie ―apostilló Georgie.
―Están exagerando…
―Noooooo ―negaron todas al mismo tiempo, y volvieron a reír.
―Si lord Swindon se entera que solo tú toleras sus ronquidos, empezará a hacerte la corte,
hermana ―pronosticó Jackie, guasona.
Bernie solo puso los ojos en blanco. Se lo podía permitir.
―Me temo que ha sido suficiente por hoy ―concluyó.
―No conciliaremos el sueño si él no deja de roncar ―gimoteó Georgie.
Bernie resopló. Miró a las demás que tenían una expresión mortificada.
―¿Es en serio? ―Las demás asintieron con la cabeza―. Está bien, vayan a la cama y yo
intentaré despertarlo un momento. ―Las caras de sus hermanas se iluminaron, Bernie alzó su
dedo índice y advirtió―: No prometo nada.
Todas dieron un suspiro de alivio y fueron raudas a prepararse para dormir. Bernie se quedó
sola en la estancia.
De súbito, sintió el peso del día en los hombros. Se masajeó la nuca y se recostó sobre el
respaldo de la poltrona. Los ronquidos de Swindon se escuchaban lejanos.
Se preguntó si estaría volviéndose sorda.
―Señora ―llamó Estelita, que entraba en la estancia portando una palmatoria―. Me voy a
dormir, ¿desea algo más?
―Que el día tenga unas diez horas más ―respondió Bernie en español, provocando la
sonrisa enternecida de su leal ama de llaves.
―Justamente, eso no se lo puedo dar. ―Se internó en la estancia y se sentó en el sofá que
estaba al lado de Bernie. La miró con aire de secretismo―. ¿Se ha fijado en cómo la mira lord
Swindon? ―interpeló risueña.
Bernie frunció el ceño. Estelita estaba con ánimos casamenteros, era probable que estuvo
escuchando la conversación con sus hermanas.
―Supongo que me mira con los ojos que tiene, Estelita, ¿de qué otra forma va a ser?
―respondió, fingiendo que no entendía hacia dónde se dirigía la conversación.
―Aaaaaaaah… «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», señora. Y como la diabla que
soy, le juro por esta. ―Empuñó la mano y se besó el pulgar―. Que usted será condesa.
―Estelita ―llamó Bernie con tono de advertencia―. No digas sandeces.
―No son sandeces, mi niña. Ese hombre la va a querer bien, es un inglés de los buenos,
como mi Gilbert. Acuérdese de mí cuando vaya camino al altar… Va a decir: «Estelita tenía
razón».
―No. ―Bernie sonrió con desazón―. Gilbert era un hombre único y tuviste la suerte de
contar con su amor. Pero seamos realistas, ningún hombre decente me va a aceptar, y tú sabes
bien por qué.
―El conde no es mojigato ―insistió Estelita―. Sé que la acepta tal como usted es. Y
siempre llega el momento en que el corazón de un hombre se pone a prueba, cuando les
mostramos nuestros secretos más oscuros y nuestras aflicciones más profundas. Y si él se queda
ahí, al lado suyo, es porque es el correcto y ya no se va a marchar.
Bernie le tomó la mano a Estelita. Ah, esa mujer era una romántica empedernida.
―Los hombres… No, mejor dicho, toda la sociedad mide a los hombres y a las mujeres de
manera diferente. A ellos no se les exige castidad, se les perdona e incluso se alaba por su
experiencia. En cambio, yo sería tratada como una casquivana que no pudo mantener sus
piernas cerradas, aunque fuera un acto de amor ―replicó, severa consigo misma―. Lord
Swindon es un hombre de mundo; atractivo, astuto, seductor e inteligente como el mismo diablo,
pero dudo que sea diferente a los demás, debe tener límites su liberalidad. Y reconozco que no
quiero que él deje de respetarme.
―Le gusta de verdad, señora. Lo quiere ―afirmó Estelita con una sonrisa agridulce.
Bernie, como única respuesta, dio un suspiro largo y pesado, y negó con su cabeza, pero
Estelita no le creyó, la conocía desde pequeña y pocas cosas le podía ocultar. Su niña tenía más
miedo del que quería reconocer y sentía más que respeto por el conde, pero jamás lo iba a
confesar.
La afable mujer le dio unas palmaditas en la mano, le deseó unas buenas noches y se marchó
a descansar.
En la soledad de la estancia, solo se escuchaba el tictac del reloj y los ronquidos de Swindon.
Bernie miró hacia el cielo raso y admitió en un susurro:
―Lo vamos a extrañar mucho cuando se marche, lord Swindon… ¿Qué haré? ―Suspiró
profundo, intentando deshacerse del fugaz y doloroso sentimiento de pérdida que se instaló en
sus entrañas. Se levantó de su asiento, decidida―. Discúlpeme por interrumpir su descanso, mis
hermanas quieren conciliar el sueño.
Tomó una palmatoria y apagó todas las velas de la estancia. Tenía una misión que cumplir.
*****
―Lord Swindon… ―Thomas escuchó a lo lejos, era la voz de Bernie, pero no la encontraba
por ninguna parte―. Despierte, milord.
Thomas sentía los miembros cansados, no era capaz de abrir los ojos. Percibía la oscuridad.
Dentro de su inconsciencia, sabía que todavía no amanecía.
―Dame cinco minutos más, lindura. Sé buena ―balbuceó dormido. Se dio vuelta y se
acurrucó.
Bernie estaba del otro lado de la puerta y no escuchó ninguna respuesta a su llamado, pero los
ronquidos cesaron. Satisfecha, dio media vuelta y abrió la puerta de su habitación para descansar.
El sonido gutural de Thomas volvió en todo su estruendoso esplendor.
Bernie resopló.
Volvió a la puerta de la habitación de lord Swindon y golpeó. No hubo respuesta, salvo unos
ronquidos más fuertes, como si el mundo se fuera a acabar.
―Lo hago por mis hermanas ―se convenció―. Será breve.
Bernie llenó sus pulmones de aire, tomó el pomo de la puerta y lo giró. Al entrar, le dio la
bienvenida el rugido nocturno de Thomas, su enorme figura era cubierta por las frazadas. La
habitación estaba impregnada de la fragancia de él y estaba caldeada.
Nerviosa y avergonzada, se acercó a la cama, dejó la palmatoria sobre la mesa de noche y el
rostro de lord Swindon se iluminó, lucía sereno, hermoso… y ruidoso.
Sin embargo, tenía algo de angelical su rostro al descansar.
―Lord Swindon ―susurró Bernie―. Despierte, por favor.
Nada lo perturbaba.
Bernie tragó saliva.
―Thomas, despierta ―llamó con voz más autoritaria y firme.
El conde frunció el ceño, abrió los ojos con pereza y le regaló una sonrisa bobalicona.
―Eres una mujer insufrible, Bernadette Shaw ―sentenció. Bernie alzó sus cejas―. Y yo soy
un idiota… Dame cinco minutos más, lindura, y te daré todo lo que quieras.
Thomas cerró sus ojos y se giró llevándose todas las frazadas con él.
Bernie jadeó, se tapó la boca y se quedó paralizada al ver la ancha espalda desnuda de lord
Swindon, que se estrechaba hasta llegar al trasero lozano y respingón, y que continuaba,
exhibiendo gran parte de la pierna musculosa y bien formada.
¿Lo peor? No podía dejar de mirarlo. Era fascinante.
El tiempo se sintió eterno esperando a que él despertara, no obstante, nada de eso sucedió.
Sigilosa, sin respirar y con el corazón aporreándole el pecho, tomó la palmatoria y retrocedió sin
darle la espalda a Thomas, quien dormía profundamente y ya no roncaba.
A tientas, buscó el pomo de la puerta a sus espaldas, abrió la puerta, salió.
Y respiró.
No sabía qué la tenía más desconcertada, que fuera llamada «lindura» o ver el trasero de lord
Swindon. Se quedó un rato apoyada en la pared para sosegarse.
Esa imagen jamás la olvidaría, era como ver una estatua griega de carne y hueso.
Bernie esbozó una sonrisa cínica. En ese momento fue consciente de que Daventry se había
llevado su virtud, y ella ni siquiera lo había visto desnudo. Ni la primera vez, ni las que le
siguieron.
―Hasta en eso fue un imbécil ―murmuró―. Ahora el trasero de lord Swindon será más
memorable que el amor de Daventry.
*****
Como todas las mañanas, Thomas llegó atrasado al desayuno, había tenido sueños extraños y
eróticos en los que solo recordaba la presencia de la señora Shaw.
Al entrar en la estancia, vio a las hermanas que conversaban animadas.
―Buenos días señoritas, señora Shaw ―saludó de buen humor, tomando su lugar al lado de
Bernie.
―Buenos días, lord Swindon ―respondieron todas a coro.
―¿Descansó, milord? ―preguntó Bernie mientras servía una taza de café para Thomas.
―Como un bebé ―respondió, y notó que ella estaba sonrojada. Recibió la taza de café―.
Gracias… ¿Se siente bien, señora Shaw? ―preguntó y, sin pensar, se tomó la libertad de tocarle
la frente para comprobar su temperatura.
―Estoy bien ―respondió y su cara se encendió más―. Debe ser el café... Le recuerdo que
hoy es la visita del vicario, por lo que necesitamos que se desocupe de sus investigaciones antes
de las cuatro ―desvió el tema y miró de soslayo a Henry.
Thomas también hizo lo mismo, y notó que la señorita Henry se sonrojaba, ajena al escrutinio
de su hermana mayor y del conde.
―Su mano, milord ―susurró Bernie, y Thomas la retiró con brusquedad.
―Disculpe, señora ―balbuceó.
Thomas seguía teniendo una sensación extraña.
―Hoy iremos a la fábrica solo usted y yo ―anunció Bernie―. Georgie tiene tareas
pendientes aquí.
―Muy bien. ―Thomas se quedó mirándola por unos segundos―. Anoche soñé con usted.
Bernie se atoró y escupió el café.
―¡Por Zeus! Levante los brazos, lindura, así pasará más rápido. ―Thomas le ofreció una de
las servilletas mientras Bernie tosía. Se levantó y con cierta torpeza intentó darle palmaditas en la
espalda.
Las hermanas observaban con las cejas alzadas el espectáculo. Era hilarante, pero no se
atrevían a emitir el menor sonido.
El acceso de tos comenzó a disminuir, Bernie bajó los brazos y se limpió la boca.
―Suficiente, milord. ―Tos, palmaditas―. Su… ―Tos―… ficiente.
―¿Está bien, señora Shaw? ―preguntó Thomas, preocupado.
―Si me vuelve a decir lindura, lo abofetearé.
―Usted es insufrible, señora Shaw. ―Thomas calló por unos segundos, sentía que eso ya lo
había vivido. Sabía lo que tenía que decir, y si no lo hacía, tenía la certeza de que se perdería de
algo importante―… Y yo soy un idiota ―susurró aturdido―. Discúlpeme… No quise
ofenderla, suelo decirles «lindura» a las mujeres que son cercanas a mí. Supongo que fue solo un
reflejo ―explicó.
―No… Discúlpeme a mí… yo… estoy… Con permiso. ―Bernie se levantó de la mesa,
apresurada, y salió a tomar aire fresco.
Thomas vaciló por unos segundos, se levantó de la mesa mascullando una palabra malsonante
y la siguió.
Al salir de White Cottage, vio que ella se había detenido en el jardín, a tan solo unas yardas
de la verja. Le daba la espalda, estaba con las manos en las caderas y cabizbaja, el sol de la
mañana la bañaba con su luz dorada. Era la imagen de una persona que estaba al borde del
colapso.
Se acercó sigiloso, temiendo que ella fuera a escapar como si fuera una gata asustada.
―Señora Shaw ―llamó Thomas con cautela―. ¿Está bien? ¿Puedo hacer algo por usted?
―Necesito que se vaya de mi casa ―respondió, firme, sin querer dar la vuelta y mirarlo.
Thomas sintió que le daban un puñetazo en el vientre, una súbita desazón lo invadió, como si
estuvieran pisoteando su corazón.
―Como ordene, señora. ―El primer impulso de Thomas fue dar media vuelta, hacer su
maleta y marcharse a una posada. Sin embargo, su cuerpo no obedecía, estaba plantado.
Necesitaba respuestas―. Pero primero, quisiera saber si hice algo que la ofendió.
―No me ha ofendido en lo absoluto. Solo… se ha vuelto necesario que se marche.
―¿Pasó algo? ¿Alguna de sus hermanas siente algo por mí? Le aseguro que no he hecho nada
para animar a nadie.
―Con solo el hecho de respirar usted es peligroso, milord… Pero no ha sucedido eso.
―¿Entonces?... La verdad es que no entiendo.
―Desde hace una semana que usted está en esta casa y ha sido como un huracán. Su
presencia nos ha afectado a todas y nos hemos encariñado mucho, más de lo apropiado… y usted
se va a ir pronto. ¿Ha recibido respuesta de lord Hastings?
Thomas también sentía lo mismo. Las hermanas Shaw, que eran tan distintas y parecidas
entre sí, se habían ganado un sentimiento fraternal en su corazón. Tanto así, que había olvidado
que su estadía era temporal y que esperaba una carta de su padre.
No obstante, lo que sentía por Bernadette Shaw era muy diferente. Era algo que creció sin
darse cuenta y, de pronto, se cernía gigante sobre él, a punto de cambiarle la existencia… Que
ella lo expulsara de la casa, fue doloroso.
―No he recibido ninguna respuesta… y es extraño. Pero yo le prometí…
―Su promesa está condicionada por la decisión de su padre y no lo obligaré a cumplirla
―intervino, sabiendo la honorable réplica del conde―. Ha hecho mucho más de lo que dicta el
deber.
Thomas estuvo a punto de insistir en que, si se marchaba, él escribiría todas las semanas. Sin
embargo, se dio cuenta de que aquello no era contacto suficiente para él y, por lo que Bernie
daba a entender, para ellas tampoco.
¿Pero todas se sentirían igual que él? ¿Destrozado? Lo dudaba. Esa petición tan radical tenía
un motivo poderoso, y si no era por las señoritas, entonces…
―Señora, ¿el corazón de quién intenta proteger? ¿El suyo?
―No ―respondió lacónica.
―Dé la vuelta y dígamelo a los ojos ―desafió Thomas, autoritario. Si iba a marcharse, que
fuera con la seguridad de que Bernie solo quería evitar la aflicción de la distancia por ese
creciente cariño que sentían las hermanas Shaw hacia él. Incluida ella misma. No por algo más
absoluto y profundo como el amor.
Bernie entornó los ojos, ¿por qué él, simplemente, no se iba? Verlo esa mañana, tan familiar,
tan parte de su vida, preocupado por ella, la aterró.
Y la verdad cayó sobre ella, implacable, ineludible… Ah, su Estelita tenía razón y a la vez se
equivocaba. Ella, Bernadette Shaw, estaba enamorada de Thomas Croft, y se conocía lo
suficiente para saber hasta dónde podían llegar sus afectos. Sentía que la historia se repetía, ¿por
qué siempre tenía que perder? No sabía qué era peor, que traicionaran sus sentimientos, o que no
fueran correspondidos.
Porque de eso estaba segura, lord Swindon no sentía nada por ella, salvo amabilidad,
compromiso; quizás un afecto cordial de amistad.
Si él se quedaba, ella iba a estar perdida, porque ese sentimiento solo iba a aumentar. Todavía
estaba a tiempo de encerrarlo en un lugar seguro de su corazón.
No podía mirarlo a los ojos, él se daría cuenta.
Necesitaba alejarlo.
Pero él era tan obstinado, no se iba a ir sin respuestas razonables.
Tenía que tomar medidas extremas.
Sí, mejor iba a dar lo que le exigía el conde, y mucho, mucho más. Así él se marcharía
corriendo. A ninguna persona sensata que se precie de tal le agrada cargar con sentimientos que
no puede corresponder.
Lo enfrentó resuelta, decidida.
―Está bien, le mentí. El corazón que quiero proteger es el mío, porque es lo único que tengo
para ofrecer… Pero dudo que alguien lo quiera, si no va acompañado de una virtud inmaculada.
No soy una mujer pura, milord, incluso albergué una vida en mi vientre durante dos meses
―declaró con dureza, limpiando con brusquedad esas belicosas lágrimas que caían de sus ojos
sin su permiso―. Ni siquiera puedo aspirar a que me corresponda. Si se queda, se llevará todo
mi amor, y yo ya no tendré más remedio que vivir y ser feliz a través de mis hermanas. Sé que
ellas tendrán mejor suerte que yo… Patético, ¿no? Quizás estoy destinada a ser la tía solterona
que adorará a sus sobrinos. Creo que no será tan malo, después de todo.
»Váyase, lord Swindon. Concédame, al menos, conservar parte de mi dignidad. Olvide esta
conversación, vuelva a Londres y dígale a su padre que resolveré la situación de la empresa… Y
no escriba, por favor, deme la oportunidad de olvidar este sentimiento y recordarlo a usted con
cariño… Al fin y al cabo, esto sirvió para saber que soy capaz de querer otra vez. Y no me
arrepiento, aunque haya sido en vano. ―Inspiró hondo, ya lo había dicho todo.
El rostro de Thomas era de absoluta estupefacción e incredulidad. Bernie había cumplido su
objetivo y, sin embargo, se sentía tan desolada por tener la dicha de amar otra vez.
El único aliciente que tenía, era que ese amor no se iba a convertir en amargura, al fin y al
cabo, el conde no le había hecho daño. Necesitaba estar sola, irse lejos y llorar hasta el
cansancio.
Era la despedida.
―Dígales a mis hermanas que me fui al trabajo caminando… No le creerán, pero no harán
preguntas. Chester lo llevará a la estación de trenes. Adiós y gracias, Thomas Croft, fue un
inmenso placer conocerlo.
Bernie fue capaz de darle una sonrisa trémula, triste y resignada. Le dio la espalda y enfiló
sus pasos hacia el camino que la llevaba a la ciudad.
Y eso le destrozó el corazón a Thomas.
Capítulo IX
Bernie caminaba a paso vivo, secándose las lágrimas, tarea inútil pues no podía dejar de
llorar. Su dolor era diferente a la primera vez que se le rompió el corazón. En ese momento, su
consuelo era que todavía podía ver su futuro y no se sentía vacía. Sabía que cuando volviera a
levantarse de esa caída, podría llevar las riendas de su vida.
Sin embargo, le dolía saber que nadie la viera, a ella, a Bernadette. Tenía inteligencia, conocía
su lugar en el mundo, podía dirigir una empresa y una familia.
Pese a ello, era invisible e imperfecta.
Y tan condenadamente ambiciosa. Quería más, quería realizarlo todo, vivirlo todo y sabía que
podía hacerlo sola. Pero, al final del día, debía reconocer que deseaba tener a alguien a su lado.
Ansiaba un compañero, un amigo, un amante, un cómplice. Alguien que la apoyara, que la
cuestionara, que la desafiara…
Que la amara.
Quizás, cuando se recuperara y volviera a reunir los trozos de su corazón…
―¡Señora Shaw! ―Escuchó a sus espaldas. Bernie apresuró más sus pasos, sin mirar atrás.
―¡Váyase, lord Swindon! ―respondió―. Tan obstinado… aristócrata tenía que ser
―masculló.
―¡No me iré hasta que me escuche, maldita sea!
―Y grosero…
―¡Bernadette!
No tuvo oportunidad de replicar. Thomas la había tomado del brazo firme pero gentil,
conminándola a detenerse y a encararlo. Estaba serio, con el pecho agitado por alcanzarla. Bernie
jamás lo había visto con esa expresión tan feroz, pero no le atemorizaba.
―Me iré de su casa, señora… ―anunció con un tono severo y autoritario.
―Entonces, ¿qué espera? ¡Váyase! ―interrumpió, rebelde.
―Déjeme terminar, por Zeus ―reprochó Thomas―. Me iré, pero no para proteger su
corazón, sino para conservar el decoro ante sus hermanas. No soy un santo.
Y sin más, él la besó.
No fue delicado, aplastó sus labios sobre los de ella y la atrajo hacia él con fuerza. Bernie
abrió sus ojos, sorprendida. Eso no lo esperaba ni en un millón de años.
No obstante, tampoco iba a desperdiciar ese beso. Se dio cuenta de que no había olvidado
cómo se hacía, pero Swindon era diferente.
Cerró sus ojos y respondió con ardor. Se ancló al cuello de Thomas y acarició la boca de él
con sus labios.
Thomas gimió ante esa rendición y fue como desatar algo que no sabía que contenía en su
interior. No le importaba el pasado de ella y que no fuera lo que todo el mundo esperaba de una
mujer.
Porque Bernadette Shaw era extraordinaria.
Y así le gustaba, así la adoraba. Lo tenía absolutamente cautivado esa mujer que era una
perfecta combinación de juventud, inocencia, fuerza y experiencia. Ella era el huracán, no él.
La besó sin guardarse nada. En el centro de su pecho emergió el atávico instinto de querer
marcarla, reclamarla, poseerla. Quería que sus besos, sus labios, que toda ella fuera para él y
cuidarla, protegerla, honrarla. Jamás había sido tentado de esa manera, ni había sentido
semejante explosión de sentimientos.
Bernie nunca fue besada de esa forma. Swindon era pasión, devoción y posesión. Le exigía
dar y recibir, espoleaba esa parte de ella que siempre estuvo oprimida. Atrevida, abrió su boca y
dejó que la lengua de Thomas acariciara la suya, y él lo hizo a consciencia; paciente, seductor y
perverso. Con estudiado control la inducía a besar como él, impúdico y ardiente.
Sus alientos se fundieron, sus lenguas se enredaron en encarnizada batalla y sus respiraciones
se agitaron al compás de sus corazones que latían salvajes.
Fue casi como hacer el amor y Bernie supo que, si llegaba a vivir esa experiencia con
Thomas, sería mil veces superior a las pocas veces que lo hizo.
Pero debía ir con calma. De momento, ¡cómo estaba disfrutando ese beso! Estaba segura de
estar dando un espectáculo y no le importaba en lo más mínimo.
Ese demonio le hacía perder la cabeza.
Thomas, poco a poco, comenzó a bajar la intensidad del beso, suavizándolo con infinita
ternura. Le costaba hacerse la idea de terminar, le estaba tomando toda su fuerza de voluntad.
Sin embargo, la razón y el decoro primaron.
Al terminar, ambos dieron un largo y profundo suspiro y sonrieron, sintiendo una insólita
mezcla de alegría y pudor. Thomas tomó las manos de Bernie, las cuales besó con delicadeza y
las dejó descansando sobre su pecho, para que sintiera el acelerado latir de su corazón.
―Perdóneme, mi señora, no suelo ser así ―se disculpó, sincero, apoyando su frente sobre la
de ella―. Usted tiene la capacidad de dejarme al borde de la desesperación.
―Lo sabe disimular muy bien, no pude percibir ningún indicio. ―Suspiró, feliz―. ¿Qué haré
con usted?
―Primero, permítame cortejarla como se debe. Hice todo mal, debí preguntarle eso primero y
después besarla, pero usted es tan obstinada, y también sabe disimular muy bien, hasta ahora.
―Resopló, estaba enredándolo todo―. En fin, ¿puedo cortejarla? Aunque mis acciones digan lo
contrario, mis intenciones son honorables, usted es una señora soltera y la he comprometido. Si
su padre viviera, ya estaría con una escopeta conminándome a casarme en el acto.
―Es muy posible que él hubiera hecho eso ―replicó Bernie―. Acepto, milord. Tiene mi
permiso para que me corteje. Aunque viniendo de usted, no creo que será un cortejo
convencional.
Thomas sonrió y le dio un beso breve y casto en los labios.
―Nada convencional y será muy, muy corto. Pronto se convertirá en mi prometida y cuando
ya no podamos vivir separados... ―Alzó sus cejas, guasón―. Será inevitable que se convierta en
lady Swindon. Bien, ahora que es oficial, le escribiré a mi padre y le diré que me quedaré aquí en
Lancaster indefinidamente. Con el tiempo iré atendiendo mis asuntos, me lo puedo permitir,
usted está primero.
―¿Lord Hastings no se opondrá? ―preguntó Bernie, presa de una súbita fragilidad―. Me
conoce, pero una cosa es ser socios y otra es que…
―La primera esposa de mi padre fue ayudante de un sastre ―respondió, queriendo darle
seguridad―. Mi madre, su segunda esposa, la ganó en una apuesta y vivieron como amantes
durante meses… Ya le contaré esa historia, es muy enrevesada. Créame cuando le digo que él es
quien menos la juzgará.
Bernie estaba boquiabierta.
―Bien, la segunda cuestión ―continuó Thomas―. Como ya le dije, me voy a ir de su casa.
Pero quiero estar cerca suyo, ¿no sabe si hay alguna propiedad que esté a la venta o en alquiler?
―Creo que el vicario podrá responder esa pregunta, él siempre sabe todo.
―Bien, conversaré con él durante su visita de esta tarde… ¡Por Zeus!, me lo imagino y ya la
extraño, mi señora… A sus hermanas también.
―No se mortifique, yo también lo extrañaré. Además, ya que se quedará en la ciudad, nos
veremos seguido.
―Todos los días. Lo prometo, lindura.
Bernie sonrió y asintió con su cabeza. Thomas la volvió a besar.
―¿Ya no me va a abofetear si la llamo «lindura»? ―preguntó, divertido. Bernie rio.
―No, ya no, milord.
―Bien, porque desde hace unos días me muerdo la lengua por llamarla así y en el desayuno
se me escapó sin pensar. Debo admitir que le mentí sobre ese sobrenombre cariñoso, no me dio
mucha alternativa en ese momento.
―¿Solo yo soy «lindura»? ―indagó, risueña. Era una caricia a su amor propio.
―Solo usted y nada más que usted.
―Ya que estamos diciendo nuestras verdades, debo confesarle que anoche no soñó conmigo.
En realidad, estuve en su habitación intentando que dejara de roncar por un rato. Mis hermanas
no lo extrañarán en ese sentido. ―Un súbito carmesí invadió su rostro al recordar el trasero de
Thomas, sin embargo, se guardó ese detalle. Quizás algún día se lo revelaría.
―Lo siento, es un mal de la familia. Mis hermanos son terribles, pero yo soy el peor… Una
última cosa ―anunció esperando que ella no reaccionara mal―. Sobre lo que dijo hace un
momento…
El rostro de Bernie se demudó. Hasta ese momento no había dimensionado las consecuencias
de su confesión, salvo alejar a Thomas de su vida y ahora…
―No tema, querida, por favor ―Thomas se apresuró a aclarar―. No soy un hipócrita, no me
rijo por la doble moral de mi clase, apenas me puedo comportar como caballero, e insisto en que
no soy un santo ni puedo exigir lo mismo en los demás. Nada de lo que dijo me hace admirarla o
respetarla menos, sino al contrario. Usted es una mujer con sangre en las venas, amó con todo su
ser… y si ese bebé hubiera nacido, sé que usted habría luchado con más ahínco para salir
adelante. Y nada de lo que siento ahora, habría cambiado.
»La persona que es ahora, lo es a causa de su pasado, de lo que ha vivido y de cómo ha sabido
ponerse de pie. Me he enamorado de la mujer que está aquí, frente a mí, con sus luces y sombras,
con su fuerza y sus fragilidades… y deseo seguir conociéndola, ser parte de su vida. Quiera o no,
usted me ha confiado sus secretos y yo los guardaré, porque ahora son míos. Usted tiene mi
corazón y yo el suyo. ¿Es un trato justo?
―Más que justo. Ahora quiero exigir algo de su parte.
―Soy todo suyo ―afirmó sin atisbo de duda.
Bernie lo besó. Era maravilloso, se sentía tan natural, bueno, correcto… sin culpa.
―No se distraiga ―amonestó Thomas, y le guiñó un ojo―. Sus condiciones, querida.
―Tiene razón. Bien, solo soy formal con las personas ajenas a mi círculo íntimo, quiero
llamarlo como se me plazca.
―Mientras no sea Tommy o imbécil.
Bernie rio a carcajadas.
―Thomas me gusta más… Quizás, de vez en cuando, Tom… o Swindon a secas… Tal vez se
me escapará un «demonio».
―Trato hecho, lindura. Me encanta negociar contigo ―dijo, dejando la formalidad de lado―.
¿Alguna otra exigencia?
―Solo cumple tus promesas.
Aquello fue como una fina aguja que atravesó el corazón de Thomas, no por sentirse
ofendido, sino por todo lo que Bernie sufrió.
―Mi palabra vale más que toda mi fortuna, mi señora, y te lo demostraré todos los días. ―Le
ofreció el brazo―. ¿Volvemos?
Bernie aceptó susurrando un «sí, milord», se aferró a él y comenzaron a caminar. Miró hacia
White Cottage, y notó que no se habían alejado demasiado. Sus hermanas y Estelita estaban
observando desde la entrada de la casa.
Bernie había perdido la cuenta de cuántas veces se había sonrojado esa mañana. Thomas solo
lucía una sonrisa triunfal y satisfecha, se inclinó hacia ella y susurró, divertido:
―Creo que no será necesario dar tantas explicaciones a tus hermanas, mi adorada Bernadette.
―Dios bendito, ¿y si nos vieron? ―se preguntó, mortificada.
―Bueno, así sabrán cómo se da y se recibe un buen beso ―respondió, indolente.
―Eres un desvergonzado.
―Me han dicho cosas peores. Pero debo recordarte que también participaste con actitud y
vigor, y fue memorable. El mejor beso que me han dado en mi vida… hasta el momento.
Dos minutos después, también fue memorable el recibimiento. Bernie se vio envuelta en un
gran abrazo lleno de dicha y lágrimas de felicidad.
Thomas se mantuvo al margen para que las hermanas Shaw llenaran de cariño a Bernie,
porque ellas también habían sufrido junto con ella en silencio y deseaban verla feliz. Sin
embargo, no tardaron en darle a él muestras de respetuoso afecto. Todas deslizaron amenazas
veladas si osaba hacer sufrir a su hermana mayor, y a él no le costó relacionarlas con
mutilaciones a ciertas partes sensibles de su anatomía masculina.
Por supuesto que no la iba a hacer sufrir. Era un hombre de palabra y estaba loco por
Bernadette.
En ese momento, Thomas se hizo una promesa ―otra más a su larga lista―, aunque le
costara toda la vida, haría feliz a esa mujer… y a sus hermanas.
*****
Douglas Denson tomó una honda inspiración, asió la aldaba de la puerta de White Cottage y
llamó. No era la primera vez que visitaba a las hermanas Shaw, pero, en esa oportunidad, su
objetivo era más importante que el asunto de la escuela dominical que debía tratar con la señorita
Henrietta.
Sin embargo, ella no se lo facilitaba, era tan reservada y siempre estaba rodeada de sus
hermanas, que costaba entablar una simple conversación y, como consecuencia de ello, era casi
imposible hablar de sus sentimientos y la esperanza que él albergaba.
El ama de llaves lo recibió con su afable sonrisa de siempre y comenzó con el ritual social;
saludó respetuosa en español ―el vicario asumía que eran buenas palabras, guiado solo por el
tono que ella empleaba, porque no entendía nada―, le pidió su abrigo y su sombrero, y lo guio al
salón de estar, lugar donde las hermanas Shaw y lord Swindon lo esperaban.
Todos se levantaron al ser anunciado el vicario por el ama de llaves; las hermanas hicieron
una impecable reverencia y el conde, una regia inclinación.
A diferencia de visitas anteriores, el vicario percibió en el ambiente una inusitada
efervescencia y la insoslayable influencia de lord Swindon, quien estaba rodeado por las
hermanas como si fuera el jeque de un harem.
Douglas elevó una secreta plegaria al cielo para que el conde no fuera competencia, o estaría
perdido.
―Buenas tardes, señoritas, señora Shaw, su señoría ―saludó el vicario, agravando el tono de
su voz. Se aclaró la garganta, eso no iba a resultar.
―Buenas tardes, señor Denson ―respondieron todos como un coro bien afinado.
La visita se desarrolló con relativa normalidad; bebieron té, comieron pastitas, conversaron
del tiempo y de la fiesta del fin del verano que se iba a llevar a cabo en dos días más en
Springfield Hall.
―¿Va a asistir, señor Denson? ―preguntó Thomas, interviniendo en la conversación con
naturalidad. Al vicario le dio la impresión de que el conde había convivido con las hermanas
Shaw durante toda su vida.
―Por supuesto, es la última reunión social antes de que los lores y los terratenientes vuelvan
a Londres por la temporada parlamentaria. Después, son pocos los bailes que se realizan en la
ciudad. ¿Cuánto tiempo se va a quedar en Lancaster, milord?
―Indefinido ―respondió, lacónico.
El vicario no pudo ocultar su sorpresa. Sus ojos azules se abrieron desmesuradamente.
―Eeeeh… Tengo entendido que se hospeda aquí. Si me permite el atrevimiento, no se verá
con buenos ojos que permanezca demasiado tiempo con las señoritas Shaw. ―Miró a las
aludidas, quienes alzaron sus cejas, sorprendidas―. Sé que la reputación de ustedes es intachable
y jamás pensaría mal de su comportamiento ―se apresuró a aclarar. Sus manos comenzaron a
sudar, sentía que estaba cavando su propia tumba―, pero nunca faltan los comentarios
malintencionados que se traducen en rumores dañinos.
―En eso estamos de acuerdo, señor Denson. Sobre todo, ahora que estoy cortejando a la
señora Shaw. Es mi deber impedir que la reputación de las señoritas se vea menoscabada por mi
presencia ―convino Thomas, dando una fugaz mirada a Bernie, quien esbozaba una sonrisa―.
Esta misma tarde he trasladado mis pertenencias a la posada La Rosa Roja.
―Ah… Espléndido ―balbuceó el vicario, sintiendo una mezcla de alivio y estupor―. Es una
gran noticia que una señora tan digna como usted, señora Shaw, haya encontrado genuino afecto
en tan distinguido caballero.
―Los caminos de Dios son misteriosos, señor Denson. Ninguno de los dos imaginó que nos
uniríamos de esta forma ―respondió Bernie.
Thomas le tomó la mano y se la besó. El señor Denson estaba sorprendido con la
transformación de la señora Shaw, era otra persona y se sentía feliz por ella. Antes de conocerla,
ya le habían hablado de su penosa historia de amor, mas él nunca abordó el tema con ella. Los
rumores que entraban en la vicaría, morían en la vicaría.
Douglas Denson no ventilaba habladurías ni creía en ellas hasta tener pruebas.
―La señora Shaw me ha comentado ―agregó Thomas― que usted me puede ayudar a
buscar una propiedad que esté a la venta o en arriendo, para poder establecerme en Lancaster.
Ojalá cerca de White Cottage.
El vicario conocía varias propiedades que podían ser del interés de lord Swindon, sin
embargo, había una que cumplía con todas las exigencias del conde.
El problema era el propietario.
Aunque quizás, con los nuevos acontecimientos, eso ya no era relevante.
―Sé que lord Banbury, desde hace tiempo, está vendiendo Everly Hall. Es una propiedad que
colinda con White Cottage ―respondió, escrutando a Bernie, mas ella estaba impasible ante esa
información―. Tengo entendido que le ha costado venderla porque el precio que pide es muy
elevado.
―Todo hombre tiene su precio, si es justo, lo pagaré ―respondió Thomas, indolente―. Iré
mañana a averiguar.
―Si gusta, puedo enviar una nota a lord Banbury anunciando su visita, y me ofrezco para
acompañarlo ―propuso el vicario, asumiendo que la señora Shaw no hizo las presentaciones por
obvios motivos―. Es complicado llegar a su casa.
―Fabuloso, durante el día de mañana me puede encontrar en la fábrica Shaw, estaré
disponible cuando todo esté arreglado.
―Será un placer acompañarlo.
Se hizo un súbito silencio. Douglas se aclaró la garganta, se secó las palmas de las manos y se
entregó a los designios de Dios.
―Bien, señora Shaw, el motivo principal de mi visita es por la escuela dominical de la
vicaría. La señorita Richardson… perdón, ahora es la señora Lowell, me anunció que se irá de
Lancaster con su esposo, y que ya no podrá impartir clases. ―Miró a Henry de reojo, ella lo
estudiaba con interés, tal como todos―. Es por eso que pensé en la señorita Henrietta; he
observado que tiene facilidad para tratar con los niños y sé que su intelecto es sobresaliente…
Entonces, quisiera saber si había alguna posibilidad en que le diera permiso… y si ella quiere,
claro está, para que imparta lecciones en la escuela. El plan de estudios es básico, leer, escribir,
aritmética y, por supuesto, la palabra del Señor. También la puedo apoyar en las clases cuando
sean demasiados niños.
Henry parpadeó, sorprendida. Nunca pensó que el vicario reparara en su existencia y, además,
la considerara para ese puesto. Mas no quiso ilusionarse, tal vez Bernie no autorizaría que ella
trabajara gratis, porque eso significaba dar lecciones en la vicaría, era voluntario.
Bernie bebió un poco de té. Si no fuera porque Thomas le había comentado que el vicario y
su hermana se atraían ―ambos sin saberlo―, ella habría dudado en dar su permiso. Sin
embargo, conocía a su hermana. Henry era muy reservada y no hablaba mucho de sus
sentimientos, y eso dificultaba sus posibilidades de encontrar el amor.
Al menos el vicario había encontrado una excusa plausible y honorable para acercarse a su
hermana.
―Henry, si deseas intentarlo, yo no me opondré ―resolvió.
Henry miró a su hermana, como si no la reconociera.
―¿Es-estás segura? ―preguntó, pensando que había sido su imaginación.
―Por supuesto, Henry. Es tu decisión.
―En ese caso, sí. Quisiera intentarlo.
Douglas sonrió. Habría saltado de emoción si hubiera podido. En cambio, dijo:
―Muchas, muchas gracias, señorita Shaw. Si gusta, puede empezar el próximo domingo. El
que viene está muy encima, y tengo que ponerla al día, junto con la señora Lowell, de quiénes
son los niños que asisten y qué contenidos están estudiando ―especificó casi sin respirar.
―Gracias a usted, señor Denson, por la oportunidad ―respondió Henry también sonriendo.
En ese instante, el ama de llaves entró en la estancia. Bernie notó que ella estaba con «esa
sonrisa», la cual mostraba cuando veía un hombre guapo. Su Estelita era incorregible.
―Señora Shaw, el señor Aidan MacGregor busca a lord Swindon. Viene acompañado de un
caballero desconocido.
Bernie miró a Thomas, extrañada. Él se encogió de hombros, solo había entendido los
nombres que el ama de llaves mencionó.
―Que pase de inmediato, por favor, Estelita ―respondió Bernie con creciente curiosidad.
Thomas hizo una nota mental de que debía aprender español. Le pediría a su Bernie que le
diera clases particulares. Lo imaginaba y se le formaba una sonrisa bobalicona.
―Sí, señora.
En menos de un minuto, Aidan estaba en la estancia. El jefe de mecánicos se quitó la gorra y
saludó cortés. A Thomas no le pasó desapercibida la breve mirada que le dio a Georgie.
«Interesante… habrá que observar».
―Buenas tardes, señor MacGregor ―saludó Thomas, levantándose y ofreciéndole la mano al
jefe de mecánicos, quien, sorprendido por el gesto, respondió vacilante. Se alejaron un poco de
los demás y el conde preguntó en tono discreto―: ¿Alguna novedad?
―De lo que me encargó, nada. Es otro asunto por el que vine; un señor lo estaba buscando en
la fábrica, milord. Dice que es su hermano. ―Se acercó un poco más a Thomas y comentó en
voz baja―: Aunque debo decir que no se parece a usted. Me he tomado la libertad de
acompañarlo hasta aquí para que no «se perdiera». Está esperando en el vestíbulo.
―Entiendo, gracias por tomar precauciones. ―Pero Thomas intuía de quién se trataba y
entendió el recelo de MacGregor―. Es muy amable, señor MacGregor. ¿Qué nombre le dio mi
hermano?
―Lawrence Martin, marqués de Bolton.
―Sí, es mi hermano. ―Aidan alzó sus cejas. Thomas rio―. No tiene apariencia de marqués,
no nos parecemos, ni compartimos el apellido o la sangre, pero me cortaría un brazo por él.
―Espero que su hermano no se moleste conmigo por desconfiar de él.
―Y si se molesta, pues tendrá que darse el trabajo de cambiar de humor ―respondió,
despreocupado―. Usted tiene cerebro y no le tiembla la mano a la hora de cuestionar.
―Voy a ir a buscarlo ―ofreció Aidan.
―Muchas gracias, es muy amable. ―Thomas dirigió su atención a Bernie, quien lo miraba
interrogante desde su asiento.
―¿Pasa algo?
―Tenemos visita, querida.
―¿Visita?
―¡Thomas! ¡Al fin te encuentro, bribón! ―exclamó una voz grave y jovial. Un hombre
pelirrojo y pecoso, de la misma altura y complexión de Thomas, entró en la estancia.
―¡Laurie! ―Thomas, con una gran sonrisa, recibió al marqués, le dio un abrazo y fuertes
palmadas en la espalda. El conde estaba contento, su hermano había llegado en un momento en
que necesitaba a alguien de su familia. Tras separarse, preguntó―: ¿Qué haces en Lancaster?
―Papá decidió de un día para otro que iba a tomar vacaciones. Me dejó a cargo de todos los
asuntos del ducado y se fue de viaje con mamá… ¡A Francia! ¡¿Lo puedes creer?!
Thomas no quiso reírse de su hermano, jamás imaginó que su padre se tomaría tan en serio su
recomendación de darle responsabilidades a Laurie y descansar.
Frunció el ceño, se acomodó las gafas y fingió desconcierto.
―No, no lo puedo creer. Quién sabe qué mosca le picó.
Capítulo X
*****
Lawrence bebió el último trago de whisky de su copa y la dejó sobre la mesa del comedor
privado de La Rosa Roja. Thomas lo observaba con interés.
―Vaya, a juzgar por tu carta, sabía que era serio el asunto, pero no a ese extremo ―sentenció
Lawrence, después de escuchar con atención todo lo sucedido desde la llegada de Thomas a
Lancaster.
―¿Vas a tomar alguna decisión en nombre de papá?
―Me dejó a cargo, ¿no? ―Resopló―. No tengo mucha experiencia en los negocios que
tiene, solo estoy familiarizado con lo relacionado directamente con el ducado. ―Se reclinó en la
silla―. Si esta fuera una empresa con la que no estuvieras involucrado de un modo personal,
¿qué recomendarías?
―Vender mi parte antes de perder más dinero ―respondió―. Después de todo, solo han sido
ganancias los últimos años.
―Hasta ahora ―puntualizó Lawrence.
―Hasta ahora ―convino.
―¿Cuánto crees que tardarán en ofrecerme dinero por la mitad de Shaw y compañía?
―Supongo que pronto. Toda la competencia debe estar al tanto de mi presencia, mas nadie ha
hecho un acercamiento.
Lawrence se enderezó. Parsimonioso, tomó la botella de whisky.
―Si dispersamos el rumor de que el duque quiere vender, se animarán más rápido ―propuso
mientras servía las copas―. Y vaya qué coincidencia, ha llegado a la ciudad su heredero
aparente y el que tiene el poder en su ausencia… ¡Salud!
Entrechocaron sus copas, ambos bebieron un trago y celebraron la calidad del destilado.
―El sábado será el momento perfecto ―comentó Thomas―, es la fiesta de despedida del
verano. Todo Lancaster estará ahí.
―No hay lugar más perfecto que una fiesta ―coincidió frotándose las palmas de las
manos―. No pude llegar en mejor momento.
―Y ya que estamos hablando de ello, ¿venderás?
―Ahora que te vas a casar con la señora Shaw, has complicado mi decisión. Es familia, no
podemos abandonarla a su suerte. Descubriremos quién está detrás del sabotaje. Solo espero que
en el intertanto no den un golpe del cual no podamos recuperarnos.
―El señor MacGregor y algunos trabajadores de confianza están con los ojos bien abiertos
ante cualquier movimiento sospechoso. También tengo espías en las otras fábricas, pero no han
encontrado nada sustancial.
―Hay que darles tiempo a que hagan su próxima jugada.
Thomas gruñó, sentía que el tiempo apremiaba. Quería empezar a vivir el resto de sus días
con Bernie lo más pronto posible, pero con tranquilidad.
―Sí, tienes razón ―admitió―. Además, todavía no puedo calcular las repercusiones que
desencadenará mi futuro enlace con Bernie.
―Puede que, ahora que hay un hombre cuidando sus intereses, lo piensen dos veces antes de
meterse con ella.
―Es estúpido, ella se las podía arreglar muy bien sola ―masculló Thomas.
―Claro, eso no lo dudo. Pero ya sabes cómo son las cosas; en general, los hombres piensan
que las mujeres solo sirven para procrear. No saben qué hacer cuando ellas los igualan o superan
en capacidades, se vuelven unos energúmenos.
―En realidad son bien delicados cuando les tocan la hombría, y no me refiero a la que
guardan en los pantalones.
Lawrence rio. No importaba lo serio que fuera el momento, Thomas siempre tenía que lanzar
un comentario gracioso.
―Creo que esto se trata de algo más que «celos profesionales» ―se aventuró a pronosticar el
marqués, e hizo una mueca.
―Ya lo averiguaremos…
*****
―Así que usted es el famoso conde de Swindon o, mejor dicho, Alastor. ―Fue el insólito
saludo de lord Banbury―. Buenos días, lord Bolton, señor Denson.
Thomas, Lawrence y el vicario lo estaban esperando en su despacho de Moon House. Todos
se levantaron ante la llegada del viejo vizconde que se ayudaba de un bastón para caminar.
―Buenos días, lord Banbury ―replicó Thomas con una leve inclinación, que el vizconde
apenas respondió―. Gracias por recibirnos.
―Me intrigó la escueta nota del señor Denson anunciando su visita, si no fuera porque son
caballeros, no los habría recibido a esta hora de la mañana. ―Le alzó una ceja al aludido, quien
entrecerraba sus ojos, cuestionando el criterio del vizconde; las diez de la mañana no era una
hora inapropiada para una visita de negocios. Banbury bufó y centró su atención en Lawrence―.
Mis condolencias por su abuelo, Bolton. A Hastings lo conocí cuando ocupaba mi escaño en el
Parlamento, pero la gota que tengo en la pierna se volvió un incordio, nunca congeniamos en
nuestros ideales, aun así, lo respetaba. Una lástima que su escandaloso padre sea el nuevo duque.
«Vaya viejo impertinente, es cierto que no se le escapa nada», pensó Thomas. Miró de
soslayo a su hermano, quien se veía impasible, pero sabía que se estaba mordiendo la lengua.
―La última vez que mi padre estuvo envuelto en un escándalo fue hace veinte años, milord
―soltó Lawrence―, y dos personas resultaron muertas. Aunque, en realidad, no eran personas,
sino escorias con título.
«Bueno, no se la mordió por tanto rato». Thomas resopló para sus adentros.
―Por eso mismo ese escándalo se recuerda hasta el día de hoy ―replicó el vizconde con
suficiencia.
―Sí, yo también lo recuerdo, una de las escorias con título era mi progenitor ―intervino
Thomas―. No fue agradable ser apostado junto con mi hermano y mi madre en una mano de
whist como si fuera ganado. De lo que se enteró la sociedad no es ni la cuarta parte de lo que
sucedió, por lo tanto, le exijo un poco más de respeto hacia mi familia. Pero nuestra visita no es
para hablar sobre el pasado.
―Lógicamente ese no es su motivo para estar aquí. Eso lo tengo claro. ―Banbury se sentó
con dificultad en el sillón que presidía un inmenso escritorio de roble, los demás también
tomaron asiento frente al vizconde―. Si es por Shaw y compañía, la respuesta es no, ni en mil
años me acercaré a esa mujercita altanera y resentida.
Thomas, Lawrence y el vicario alzaron sus cejas.
―No sé a lo que se refiere ―replicó Thomas, sintiendo unas ganas de estampar su puño en la
cara del viejo.
―¿No han venido a intentar venderme la parte del duque?
―No ―respondieron Thomas y Lawrence al mismo tiempo.
―¿Ah, no? Asumí que abandonaban el barco, todos saben que esa fábrica está en la quiebra.
Esa niñita debió quedarse en casa bordando y delegarle el trabajo de un hombre a un
representante del duque. A su tío no, ese es un inepto sin cerebro. La única cosa inteligente que
hizo en su vida fue invertir en la fábrica de Bernard.
―La señora Shaw estaba haciendo un trabajo impecable hasta hace un año ―aseveró
Thomas, con un tono gélido―. A lo largo de los meses pasados, su gestión ha sido saboteada por
sospechosos accidentes. El último fueron cuerdas que llegaron por arte de magia a las ruedas de
agua y detuvieron la producción durante un día completo. Yo estuve ahí. Me sorprende que no
sepa, da la impresión que usted siempre está al tanto de todo.
―Esa niña no me interesa. Pero de una cosa estoy seguro, sus problemas son el castigo de
Dios por no ejercer el rol para el que fue creada. ―El vicario abrió la boca, indignado. Cómo
podía hablar con tanta ligereza sobre los designios y castigos del Todopoderoso. Iba a protestar,
pero Bolton se aclaró la garganta. Denson lo miró, subrepticio, y notó que el marqués le hacía un
discreto gesto para que no interviniera―. Que su compromiso con mi hijo se haya roto, no le
impedía buscar otro enlace, a pesar de su reputación. Ella debería estar casada, a cargo de una
casa e hijos y atendiendo un esposo, no a la cabeza de una empresa, haciendo trabajo de
hombres, es antinatural. Es bien sabido que las mujeres tienen un cerebro más pequeño y su
razonamiento es inferior. No está capacitada para llevar las riendas de una fábrica.
―Creo que esto es suficiente. No seguiré perdiendo mi tiempo. ―Thomas se levantó, quería
restregarle en la cara que ella ya no estaba sola, pero se contuvo, no le daría en el gusto al
viejo… de momento―. Había venido con la intención de comprar Everly Hall, incluso pasando
por alto el pasado y el exorbitante precio que pide, pero viendo su despreciable actitud me hace
retractarme. Ni en mil años me acercaré a usted. Que tenga buen día.
Thomas abrió la puerta, Lawrence y el vicario secundaron al conde y salieron en silencio,
cuál de los tres con más ganas de golpear al vizconde. Que fuera viejo no le daba derecho de ser
mezquino y misógino.
―Veo que le gusta esa mujercita ―apostilló el viejo Banbury, esbozando una sonrisa
taimada―. No sé qué diantres tiene que vuelve locos a los hombres. Agradezco a Dios que me
haya iluminado, y me di cuenta a tiempo de que no era apropiada ni conveniente para mi hijo. No
la hubiera soportado como nuera, inmiscuyéndose en los negocios de la familia como si tuviera
el derecho, hubiera sido nefasto tenerla aquí.
―Usted lo ha dicho, gracias a Dios, porque ahora ella será la condesa de Swindon ―replicó
Thomas―. E, irónicamente, Bernadette es más hombre que usted y su hijo juntos. En el futuro,
tenga cuidado con esa lengua venenosa cuando se refiera a ella en mi presencia, porque pronto su
rango y riqueza será superior al suyo. La próxima vez que ose insultarla, olvidaré que usted está
viejo y que tiene un legado que dejarle a su hijo. Nadie vende una propiedad a un valor excesivo,
a no ser que tenga apuros económicos o sea un codicioso miserable… No me tiente a conseguir
lo primero. Dios sabe que soy capaz de hacerlo.
Lord Banbury no alcanzó a replicar, un portazo hizo que la estancia retumbara. Vaya mocoso
impertinente y altanero.
Esa niña y él eran tal para cual.
Los tres hombres salieron de Moon House dando largas zancadas. Thomas estaba furioso;
Lawrence, pasmado, no había vivido tal descortesía desde que era un niño; Douglas estaba
mortificado y sorprendido.
―Le ruego que me disculpe, lord Swindon ―se apresuró a decir el vicario, avergonzado por
la actitud del vizconde―. La verdad, sé que lord Banbury es un hombre difícil, pero no pensé
que llegaría a ese extremo… ―Un mozo de cuadra le ofreció las riendas de su caballo―.
Gracias, muchacho.
―No es su culpa, Denson ―replicó Thomas, quien también recibía las riendas de Titán.
Esculcó sus bolsillos y le dio un penique al mozo de cuadras como agradecimiento, dudaba que
el viejo pagara bien.
Lawrence ya montaba su caballo. No tardaron mucho más y los tres se pusieron en marcha
con un trote leve.
―Al menos sé que el viejo está casi descartado de ser el que está detrás del sabotaje ―añadió
Thomas, después de asegurarse de que estaban lo bastante lejos de Moon House.
―¿Por qué lo dices? ―preguntó Lawrence.
―No está interesado en la empresa. Menosprecia a Bernie al punto de no querer vincularse
con ella en nada.
―A lo mejor los sabotajes solo son para hacer daño y destruirla ―sugirió Lawrence.
―Banbury ni siquiera gastaría un chelín en semejante plan, porque para él, Bernie vale
menos que eso. Pero si yo fuera el viejo, y quisiera hacer daño, compraría la parte de nuestro
padre solo para tener el placer de expulsar a Bernie de la fábrica. Ella tiene un porcentaje
mínimo, no tendría derecho a réplica. Destruir solo da una satisfacción pasajera y eso no me
dejaría contento. La humillación pública y total del enemigo es lo que perdura.
―Sí, y de eso sabes mucho ―replicó Bolton, mordaz.
Thomas no respondió, solo esbozó una sonrisa que al vicario le pareció siniestra. Sin
embargo, esa sonrisa se borró tan rápido que el buen hombre pensó que fue su imaginación.
―Denson, ¿qué otra propiedad hay disponible? ―interrogó Thomas, cambiando de tema.
―Hay una casa que está en alquiler, Pebble House. Se ubica a media milla al este de White
Cottage, pero es mucho más modesta que Everly Hall.
―No me importa si es modesta, mientras se pueda vivir en ella y esté cerca de Bernie, será
perfecta ―repuso Thomas.
―Podemos ir a visitar al propietario, el señor Winter. Vive en la ciudad ―propuso el vicario,
sintiéndose culpable por el mal rato. Debía enmendarlo.
―Entonces aprovechemos el viaje. Quiero dejar zanjado ese asunto lo más pronto posible.
―Le puedo garantizar que será una visita mucho, mucho más agradable.
Capítulo XI
Bernie leía una y otra vez la nota escrita por Thomas, que acompañaba un fastuoso arreglo de
rosas blancas y cuatro más sencillos para sus hermanas. Estaba disfrutando de ese cortejo,
coquetear con un caballero que no hallaba la hora de ser su esposo. Una sonrisa bobalicona se le
dibujaba en el rostro.
Se sentía rejuvenecida, con más energía, con ganas de vivir, vivir de verdad, porque antes
solo estaba resignada a que los años vinieran sobre ella y ver su vida pasar. Trabajar, cuidar a sus
hermanas, mantener el legado de su padre, y cuando se quedara sola, esperar a dormirse una
noche y no despertar jamás.
Se secó una lágrima que, intempestiva, cayó. Era una sensación contradictoria, se sentía
dichosa y, a la vez, triste porque estuvo tanto tiempo con la convicción de que nunca volvería a
tener la alegría de vivir otra vez el amor.
Le entristecía su antigua vida. Tantos cotilleos, comentarios bienintencionados y otros con
malicia velada, los que decían que ella no podía ―ni merecía― volver a tener una nueva
oportunidad, y que llegaron al punto de arraigar esa idea en su mente y corazón.
Sonrió, basta de lamentaciones. Debía prepararse para ir a la fiesta de despedida del verano en
Springfield Hall. Se avecinaba el otoño más hermoso y auspicioso de su vida… Hasta el
momento.
Porque con Thomas, siempre podía ser más.
*****
A las ocho y media en punto, Thomas tomó la aldaba de la puerta de White Cottage. Estaba
nervioso pero exultante. Era la primera vez que cortejaba a una señorita en público, y quería que
todo el mundo viera lo orgulloso que estaba de tener a una maravillosa mujer a su lado.
―Toca la maldita puerta, Swindon ―rezongó Lawrence.
―Ese vocabulario, milord ―amonestó el vicario.
―Lo siento, señor Denson ―replicó el marqués, y lo miró con genuino interés―. ¿Los
vicarios trabajan las veinticuatro horas? ¿No se relajan?
―Nos relajamos, milord. Y así como el Señor es omnipresente, nosotros debemos hacer lo
mejor posible la mayor parte del tiempo, sobre todo, con las imprecaciones.
―No me diga que nunca se le ha escapado una palabrota. No me lo imagino diciendo
«recórcholis» si se martilla un dedo.
―Hay excepciones ―convino Denson.
―¿Qué hacemos esperando? ―intervino Aidan, quien, a pesar de no haber escuchado casi
nada, no entendía por qué el conde no llamaba a la maldita puerta.
Thomas puso los ojos en blanco y golpeó.
No pasaron ni dos segundos y Estelita abrió la puerta con una gran sonrisa burlona.
―Los caballeros son muy guapos, pero muy ruidosos ―espetó con sus manos en las caderas.
―Buenas noches, Estelita ―saludó Thomas con una pésima dicción española, arrancándole
una inapropiada carcajada al ama de llaves―. Gracias por llamar «guapos»… Y no diré nada
más porque Bernie me enseñó solo algunas frases y palabras.
Estelita le alzó las cejas, desafiante. Ya quería ver qué más aprendía el caballero,
independiente de su horrible acento. Sin duda, era el hombre ideal para su niña, si siempre estaba
dispuesto a aprender. No como el odioso Daventry, que siempre reclamaba porque ella no quería
hablar inglés.
―Buenas noches, milord ―respondió ella―. Las señoritas están esperando, anunciaré su
llegada.
Thomas y los demás, conocedores del protocolo, se quedaron a la espera en el pequeño
vestíbulo de White Cottage, que se hizo aún más pequeño, dado que ellos eran más altos y
corpulentos que el promedio.
Una rareza que coincidieran cuatro en el mismo lugar.
Un minuto después, la irreverente ama de llaves se aclaró la garganta antes de anunciar,
solemne:
―Las señoritas los esperan en el salón.
Thomas, Lawrence, Douglas y Aidan entraron en la estancia en ese orden y, en el acto, a
todos se les dibujaron sonrisas de satisfacción al ver a las hermanas Shaw, ataviadas con gracia y
elegancia para la fiesta. Se veían preciosas. Se quitaron sus sombreros casi al mismo tiempo.
Estelita casi tuvo que quitárselos de las manos, dado que ellos no atinaron a entregarlos cuando
ella los pidió.
―Buenas noches, señoritas ―saludaron los cuatro hombres al unísono.
―Buenas noches ―respondieron todas a coro.
Se cernió un extraño silencio, que pronto se llenó de risas. La situación rayaba lo ridículo.
Thomas se acercó a Bernie. La había visitado el día anterior, para informarle que había
cerrado el trato de alquiler de Pebble House y, sin embargo, le parecía que había transcurrido una
eternidad. La tomó de las manos y se las besó.
Se veía más que hermosa en ese vestido de seda roja, que resaltaba todo lo que ocultaba en
sus habituales colores oscuros. El arco sensual de su hombro, el generoso nacimiento de sus
pechos y la estrechez de su cintura, la cual parecía no estar oprimida en exceso con el corsé; la
sinuosa curva de su cadera era natural.
A Thomas le hirvió la sangre.
No obstante, a Bernie tampoco le fue indiferente la apariencia de Thomas, enfundado en un
impecable traje negro y camisa blanca. La primera palabra que se le vino a la cabeza cuando lo
vio fue «tentación». ¿Cómo esperaba Thomas que fuera inmune a su encanto, si él era el pecado
hecho persona? La tela se ajustaba al cuerpo como una segunda piel, realzando toda su virilidad
y vigor.
―La palabra lindura te queda pequeña hoy, mi preciosa Bernie ―alabó Thomas.
―Y tú no has escatimado en esfuerzos para lucir más que apropiado ―replicó, flirteando con
descaro. Se lo podía permitir.
Pero no debía ser maleducada, dirigió su atención al resto de los caballeros y señores. Estaba
sorprendida por la presencia del vicario y de Aidan, puesto que asumió que Thomas iría solo con
Lawrence.
―Buenas noches, gracias por venir a buscarnos, son muy amables.
―Consideré que debían hacer una entrada espectacular ―explicó Thomas―. Llevo poco
tiempo en Lancaster, pero puedo decir con toda propiedad, que el señor Denson y el señor
MacGregor son más que confiables para escoltar a las señoritas esta noche, por eso les he
solicitado que vinieran con nosotros. Y mi hermano está más que encantado de acompañar a las
señoritas más jóvenes. Suele ser la mejor carabina del mundo, es cosa de que le preguntes a mis
hermanas o a mis primas.
El aludido esbozó una sonrisa diabólica. Thomas no estaba lanzando un farol, Lawrence era
terrible espantando granujas y libertinos. Su misión esa noche era cuidar a Alex y a Jackie,
quienes por ser las más jóvenes no podían asistir a ningún baile, pero ese era especial, más
orientado a un ámbito familiar. Las muchachas no sabían si poner mala cara o no, ante la idea de
tener un guardián.
―Gracias por acceder a la petición de lord Swindon ―declaró Georgie, mirando directo a
Aidan. No estaba segura de cómo él había conseguido una ropa tan elegante, pero sin duda se
veía muy atractivo y varonil, con sus cabellos peinados hacia atrás y su prolijo afeitado. Por lo
general, siempre lucía una barba pelirroja a medio crecer y le hacía ver más «salvaje»―. Todos
se ven muy apuestos esta noche ―elogió, pero sus palabras iban dirigidas al jefe de mecánicos,
quien se azoró.
Henry no dijo nada, solo miraba con discreción al vicario, quien, pese a vestir tal como
dictaba su cargo; en riguroso negro y collar blanco, lucía magnífico. Su ropa habitual siempre era
sencilla, al punto de que el contraste de los ojos azules y cabello negro pasaba desapercibido. El
cambio en su apariencia era impresionante. Ella solo se limitó a suspirar.
―Oh, antes de partir, quiero darte esto ―anunció Thomas. Sacó del bolsillo interno de su
levita una caja cuadrada de terciopelo azul y se la entregó a Bernie―. Ábrela, querida, creo que
combinará a la perfección con tu atuendo.
Bernie obedeció y, al abrirla, jadeó.
Se trataba de un brazalete de plata que tenía labrado un intrincado y detallado follaje y flores
diminutas, que enredaban un rubí ovalado en el centro. Bernie lo acarició reverente.
―Es precioso ―susurró―. Muchas gracias, cariño.
―Permíteme ponértela ―solicitó Swindon. Bernie asintió y él procedió―. Es la primera vez
que me llamas «cariño» ―señaló en voz baja, para mantener esa conversación en secreto.
―No me había dado cuenta ―respondió, ruborizada.
―Yo me doy cuenta de todo… bueno, casi todo ―acotó, guasón, y finalizó con su labor―.
Ya está, combina con tu vestido. Debo advertirte que estás tentando al demonio con ese color.
―Le alzó las cejas, serio, era una sensual advertencia.
Bernie solo sonrió con suficiencia.
―Me lo puedo permitir.
La ventaja de enamorarse de una señorita con experiencia, era que podía elevar el tono de sus
insinuaciones sin recibir una bofetada por atrevido y, en vez de ello, escuchar una respuesta igual
de sugerente y que le hiciera volar la imaginación.
Bendita sea la mutua seducción.
Ah, no hallaba la hora de casarse con ella. Thomas ya estaba pensando en saltarse todas las
formalidades familiares y después celebrar. Era mejor pedir perdón que permiso.
―Bien, los carruajes nos esperan ―anunció Thomas, ofreciéndole el brazo a Bernie.
―¿Iremos en parejas o separados? ―preguntó ella, fingiendo inocencia.
Thomas sonrió, ladino.
―En parejas, naturalmente… Hemos dispuesto de dos carruajes. Nosotros iremos con el
señor MacGregor y la señorita Georgie. Los demás irán en el otro que es más grande.
―Perfecto.
Habiendo dicho esto, todos se pusieron en marcha hacia Springfield Hall, lugar donde se
celebraría la tradicional fiesta, organizada por el señor Springfield, uno de los terratenientes más
prominentes de Lancaster y miembro de la Cámara de los Comunes.
Todos podían asistir a la fiesta, pero se debía cumplir solo con un requisito, vestir acorde a la
ocasión. Por lo tanto, solo quien podía costear un traje de fiesta, tenía la oportunidad de
divertirse en la despedida del verano.
En el carruaje donde iban Bernie, Thomas, Georgie y Aidan, solo se escuchaba el sonido de
los cascos. El interior era muy cómodo y elegante y se encontraba iluminado por la luz de una
lámpara de aceite. Sin embargo, el ambiente estaba plagado de nervios y tensión. Por una parte,
Thomas y Bernie solo deseaban estar a solas y, por otra, Georgie y Aidan no sabían de qué
hablar.
Thomas le dio un leve apretón a la mano de Bernie, y con un gesto señaló a la silente pareja.
Había que iniciar la charla, y él tenía una duda enorme que resolver.
―Señor MacGregor… ¿lo puedo llamar Aidan? ―preguntó el conde.
Georgie notó que Aidan miraba hacia la ventanilla, pensó que, de seguro, él no había podido
escuchar las palabras de lord Swindon. Le dio un leve apretón al brazo de él para llamar su
atención, y con tan solo un gesto le señaló al conde.
―Perdón, no lo escuché, milord. ―Señaló sus oídos―. Soy casi sordo, pero puedo leer los
labios. Siempre y cuando no mire hacia otro lado.
Bernie conocía la situación de Aidan, mas siempre lo olvidaba por la costumbre, era un acto
reflejo hablarle de frente. Se reprendió por no poner al tanto a Thomas.
―Oh, disculpe mi torpeza ―respondió, tomando nota mental de aquello.
―Usted no lo sabía. ―Aidan se encogió de hombros, resignado.
―Es muy amable. Le preguntaba si lo puedo llamar por su nombre de pila.
―Por supuesto, milord. No tengo inconveniente ―respondió el jefe de mecánicos.
―Gracias… Verá, usted me intriga. Se nota que es más de lo que aparenta ―sentenció
Thomas, mirándolo fijo.
―¿En serio? ―replicó, con una expresión de sorpresa.
―Usted tiene educación de caballero ―afirmó, aunque el tono era como una divertida
acusación.
Georgie y Bernie alzaron sus cejas, asombradas por tal aseveración. Observaron a Aidan, que
esbozaba una sonrisa taimada.
―Es algo que no se olvida, es parte de lo que soy ―respondió Aidan, natural, pero
poniéndose a la altura del conde.
Las hermanas miraron a Thomas.
―Supongo que su origen no es un secreto ―prosiguió el conde, ufano de no haberse
equivocado con su conjetura.
Las miradas femeninas volvieron a Aidan.
―A ciertas personas en Manchester les encantaría que yo no existiera, pero no pueden hacer
nada más al respecto; el asesinato es ilegal y, a fin de cuentas, yo ya no estorbo… Soy el hijo
ilegítimo del difunto duque de Longsight y la hija de un terrateniente. No alcanzaron a casarse a
tiempo, mi madre falleció dándome a luz a los siete meses de gestación ―relató, resignado,
como si hablara de un tema tan trivial como el clima―. Sin embargo, a diferencia de lo que se
acostumbra en la aristocracia, él fue un padre amoroso, preocupado y me dio todo lo que pudo.
Incluso logré estar un año en la universidad. Falleció cuando cumplí dieciocho, y no había
dejado descendencia legítima. El nuevo duque, su codicioso primo, usó su influencia para
impugnar el testamento de mi padre y quedé sin un penique. ―Rio flojo―. Ningún abogado en
Manchester quiso tomar mi caso para reclamar mis derechos sobre unas tierras que me heredó.
Tampoco podía solventar una investigación.
»Con mis exiguos ahorros llegué aquí hace siete años. Siempre pienso que tuve suerte ese día,
el señor Shaw consideró que podía aprender rápido y me dio el trabajo de aprendiz de
maquinista.
―No lo sabía ―susurró Bernie, consternada. Se sentía culpable por no preocuparse por la
vida personal de uno de los trabajadores más leales que tenía.
Georgie, por su parte, estaba impactada, y en su mente comenzaban a encajar algunas piezas
que no calzaban respecto a la inusual personalidad de Aidan.
―No tenía por qué saberlo, señora. No es un secreto, pero mi pasado no es un tema que me
guste divulgarlo porque sí. A la gente no le gustan los bastardos educados, piensan que uno se
siente superior. Prefiero evitar problemas.
―Por eso siempre lo veo solo, leyendo en la hora del almuerzo ―terció Georgie.
―¿En serio? ―preguntó Bernie, mirando con cierta sorpresa a su hermana.
Aidan dirigió su atención hacia Georgie. No alcanzó a leerle los labios a la joven, quien
estaba ruborizada.
―Siempre tiene un libro diferente. Los títulos son muy interesantes, señor MacGregor
―agregó la joven, aparentando más seguridad de la que sentía en realidad.
―El haber tenido vida de aristócrata deja costumbres que no se desarraigan con facilidad,
señorita Shaw ―respondió Aidan, retomando el hilo de la conversación―. El señor Denson
siempre me presta libros de su colección personal.
―Conozco a Longsight. Es un imbécil pomposo, como la mayoría de los duques ―intervino
Thomas―. Si le parece, Aidan, conversaremos el lunes sobre su herencia y me dará todos los
antecedentes. Mis familiares, por parte materna, están relacionados con las leyes; August, el
esposo de mi tía Minerva, es abogado; algunos de mis primos también son abogados y ejercen en
distintos ámbitos; Frank, es el marqués de Somerton, quien además es magistrado y fue juez en
Bow Street, Justin es fiscal de Old Bailey y Horatio es inspector de Scotland Yard. Estoy seguro
de que estarán más que encantados de ayudarle. No será fácil, pero podemos hacer el intento de
recuperar lo que le pertenece por derecho.
―Muchas gracias por el ofrecimiento, milord ―dijo Aidan. Se aclaró la garganta, sentía
vergüenza―. Pero no tengo cómo pagar los honorarios.
―¿Quién habló de honorarios? ―replicó Thomas―. Tómelo como una retribución a la
lealtad que le ha brindado a la familia Shaw, que pronto será la mía. Siempre he pensado que
todo lo que se hace en esta vida se devuelve de un modo u otro. Dios me puso en su camino, y yo
puedo reconocer a las personas valiosas.
»¿Quién sabe? Si tenemos suerte, en unos meses dejaré a Bernie sin jefe de mecánicos,
porque se tendrá que dedicar a sus tierras.
―Si llega a suceder eso, yo estaré feliz de perderlo ―terció Bernie, emocionada y orgullosa
de Thomas, quien no dudó en ofrecer su ayuda a Aidan.
«Yo no quiero perderlo», pensó Georgie, con una súbita urgencia. Se reprochó por no haberle
dado ninguna señal a Aidan y averiguar si le correspondía. Si lo hacía ahora, él creería que era
por interés. ¡Qué incordio! ¡No sabía qué hacer!
Por su parte, Aidan se tomó el asunto con cautela. No quería ilusionarse con recuperar lo que
su padre le legó, pero, de todos modos, sintió esperanza de poder ofrecer un futuro mejor. Quizás
cuando fuera todo más tangible, podría atreverse a declararse a la señorita Georgie.
―Bueno, y si tenemos muy mala suerte, Aidan ―añadió Thomas―, de todos modos, dejaré
a Bernie sin jefe de mecánicos. La verdad es que necesito a alguien instruido y de confianza,
como usted, para atender mis asuntos en Lancaster.
―Mientras deje a un nuevo jefe entrenado, yo no me opondré ―replicó Bernie, sabiendo
que, si Aidan trabajaba con Thomas, sus ingresos aumentarían mucho más.
Independiente del resultado del litigio por sus tierras, Aidan tenía un gran porvenir. Eso le
daba esperanza a Bernie, porque ya había descubierto de quién estaba enamorada Georgie. La
estuvo observando desde hacía algunos días y ya tenía sus sospechas. Ahora lo confirmaba. La
duda que tenía era si el señor MacGregor correspondía a los sentimientos de su hermana. Si el
resultado era favorable, se pondría muy feliz por Georgie.
Aidan esbozó una sonrisa. Su suerte cambiaba. Su padre le decía que siempre tendría
recompensa si actuaba de acuerdo a la rectitud, honor y lealtad.
El ofrecimiento de lord Swindon no era por caridad, él lo veía como alguien capaz y, a juzgar
por sus acciones, era un hombre que no toleraba las injusticias.
―Muchas gracias, milord, señora Shaw.
Parte de su cautela se disipó. Miró a la señorita Georgie, quien le sonreía, se veía contenta y
preciosa. Decidió que se iba a declarar apenas tuviera la oportunidad.
Bendijo la insistencia de Swindon y Bolton en que los acompañara a la fiesta. Bendijo su
nostalgia por conservar sus ropas elegantes y no empeñarlas todas. Bendijo la perspicacia del
conde, de otra forma, él no se habría animado a relatar su historia.
Ahora sí tenía algo más que ofrecer, aparte de su corazón.
Solo esperaba tener suerte.
*****
Springfield Hall estaba abarrotada de gente. Bernie asistía todos los años para acompañar a
sus hermanas, y siempre se mantenía en el grupo de las madres, carabinas y solteronas.
Todos se dieron cuenta de que ese año sería diferente, cuando entró radiante del brazo del
conde de Swindon y, detrás de ella sus hermanas, que iban acompañadas por apuestos varones,
entre ellos, un marqués.
Ya había rumores de que se había visto al conde ir y venir a todas partes con la señora Shaw,
como el representante legal de lord Hastings. Pero esa sonrisa, esa actitud en Bernadette Shaw y
el conde, indicaban que esa relación estaba yendo más allá de los negocios.
Pronto la gente comenzó a murmurar sobre cuánto le duraría esa sonrisa a la señora Shaw.
Todo el mundo en ese lugar conocía la historia sobre el malogrado compromiso anterior y
siempre se especuló cuáles fueron las causas del rompimiento.
Lord Banbury nunca se animó a aclarar nada. La vida amorosa de Bernie siempre fueron
suposiciones de acuerdo a lo que se veía. Cuando Daventry se casó dos meses después de haber
roto el compromiso, las versiones del motivo se multiplicaron y se dividieron.
Independiente del partido que se tomaba, el veredicto era uno solo: Bernadette Shaw se
quedaría solterona.
―Esta noche seremos la comidilla ―advirtió Thomas, sin rastro de preocupación, mientras
se adentraban en los salones de Springfield Hall―. La cara del señor Springfield fue un poema.
―Lo sé ―replicó Bernie, riendo―. Pobre hombre, hasta balbuceó, no sabía si llamarme
señora o señorita.
―La respuesta es fácil: señora. El trato va en función de las responsabilidades, no en un
estado civil. Eres una mujer que tiene doscientos trabajadores a su cargo, por eso no eres una
señorita ―pontificó, y leyó un tríptico que le entregaron al ingresar a la fiesta―. Bien, según el
programa, habrá tres valses. Entonces eso significa que bailaré contigo tres veces. Me los aparto
desde ya, son míos.
―Por más que me seduzca tu proposición, solo serán dos. Lo que yo haga repercutirá en mis
hermanas.
―A veces olvido el decoro. Siempre digo: si el escándalo no es de proporciones bíblicas,
entonces no vale la pena. Quiero que le quede muy claro a todo Lancaster que te estoy haciendo
la corte. Y que pronto tendrán que llamarte lady Swindon.
―Eso quedará claro con dos bailes, cariño ―apostilló, coqueta. A Thomas le encantaba que
ella se mostrara así con él.
―Oh, por favor. Las reputaciones de tus hermanas no peligran; Georgie y Henry ya van
derecho al altar, solo es cuestión de tiempo. Y supongo que no te opondrás, en el futuro, a que
Alex y Jackie tengan sus temporadas en Londres, como debe ser para mis queridas cuñadas.
Bailar tres veces contigo, solo será una anécdota sabrosa para la gente de esta ciudad.
―Oh, muy bien, que sean tres. Y para que se cumpla tu premisa de que un escándalo sea con
todas las de la ley, te propongo que tengamos una breve cita secreta en el jardín. Necesito estar a
solas contigo.
―Ah, eres maquiavélica y me encanta negociar contigo. Esta será una noche que no
olvidaremos jamás.
Capítulo XII
Las hermanas de Bernie y sus acompañantes pronto se dispersaron en Springfield Hall para
conversar donde fuera requerida su presencia. Todos querían saber si era verdad que el conde de
Swindon estaba cortejando a la señora Shaw, dado que siempre se les veía juntos. Georgie,
Henry, Alex y Jackie estaban más que felices de confirmar tan gratificante información, y acotar
que las campanas de boda se escucharían más temprano que tarde.
Bernie y Thomas notaron que, a medida que avanzaba la velada, los demás les dedicaban
miradas furtivas. Pero a ellos no les importaba, sabían que eso iba a pasar. Eran el cotilleo más
fresco de Lancaster, pero por motivos más alegres que los que vivió Bernie en el pasado.
―Señora Shaw ―llamó la señora Springfield, la anfitriona de la fiesta―. Al fin la encuentro,
las señoras solicitan su presencia. ―Le dedicó una mirada y una sonrisa a Thomas―. Milord,
usted no la deja ni a sol ni a sombra.
―Ese es mi concepto de cortejo. Acaparar toda la atención de la señora Shaw para que pronto
se convierta en mi prometida. ―Sonrió con un leve toque siniestro―. Me parece que ya está
terminando el cotillón, el próximo baile es el mío. Las señoras tendrán que esperar ―anunció,
llevándose la mano al pecho, fingiendo afectación.
―En cuanto termine, iré con usted, señora ―mintió Bernie, tomando el brazo que le ofrecía
Thomas.
―La esperaremos ―respondió la señora Springfield, pero en su tono había una velada orden.
Thomas y Bernie se alejaron rumbo a la pista de baile.
―Esas señoras cotorras cotillas ya deben saberlo todo ―sentenció Thomas.
―Quieren detalles, siempre intentan sonsacar información reveladora.
―Te habrían presionado hasta hacerte admitir que ya te he besado. ¡Qué escándalo!
―satirizó, guasón.
―Hubiera tenido que describirlo todo, ¡qué terrible! ―secundó Bernie, en el mismo tono que
Thomas.
Siguieron avanzando a través del salón. No necesitaban pedir permiso y disculparse para
pasar por entre la multitud, todos les permitían transitar con libertad.
―Esto es como el Mar Rojo humano, me siento como Moisés ―bromeó Thomas―. Pronto
tendré que escribir mis diez mandamientos.
―Qué blasfemo, no se te ocurra decir esto en frente del señor Denson ―replicó Bernie,
riendo por aquella ingeniosa analogía.
―Oh, ¿y perderme la diversión? ―interpeló. Bernie intentó poner un gesto serio―. Seré un
santo frente a nuestro querido vicario. Mejor sigamos dándoles de qué hablar a la gente, querida.
Así no necesitarán detalles de tu parte.
Tomaron lugar junto a otras parejas, entre ellas estaban Georgie y Aidan, y Henry
acompañada por Douglas. Alex y Jackie estaban con sus caras largas al lado de Laurie, quien
tenía los brazos cruzados, esbozando una sonrisa de suficiencia.
Eran demasiado jóvenes para el cadencioso vals, prohibido por el marqués de Bolton.
La música comenzó, Swindon tomó las manos de Bernie y depositó un beso en cada uno de
sus nudillos, poniendo especial cariño y devoción en la falange mutilada de su mano izquierda.
Solemne, Thomas deslizó su mano derecha en la piel desnuda de la espalda de Bernie, quien
sintió el calor propagarse en todo su cuerpo, y la atrajo hacia él un poco más cerca de lo
apropiado.
Bernie dejó su mano izquierda sobre el hombro de Thomas y sus manos libres se unieron.
Y bailaron. El mundo comenzó a girar más rápido y solo ellos existían.
Ambos sonreían y se miraban a los ojos. Pronto Bernie se dio cuenta de que Thomas no se
vanagloriaba en vano, sí era un bailarín consumado. La sostenía seguro y natural, su ritmo era
impecable y ella solo debía dejarse llevar por él.
Bernie sentía la proximidad, y el calor entre ellos se percibía hasta en el aire, al igual que el
aroma masculino y sutil que él desprendía y que penetraba hasta llegar a sus pulmones. En cada
giro, su corazón se aceleraba y deseaba acercarse más y más.
Ya no era una jovencita inocente, estaba muy consciente de que, aquello que sentía cada vez
que estaba cerca de Thomas, era deseo. El toque de la enorme mano en su espalda la quemaba, y
le hacía anhelar que esa primigenia sensación le recorriera todo su cuerpo.
Una brizna de arrepentimiento se cernió sobre ella, le hubiera encantado vivir su despertar
sensual junto a Thomas en vez de Daventry, mas nada podía hacer, salvo disfrutar al máximo lo
que ya tenía.
Y lo que tenía era maravilloso, intenso y especial.
―¿Puedo ser sincero contigo? ―preguntó Thomas, de súbito.
Bernie tragó saliva, la mirada de él se había tornado oscura e insondable.
―Dime, cariño.
―El rojo es mi color favorito y tu aroma a rosas me hace imaginar una infinidad de cosas que
prefiero no describir... Estoy a punto de secuestrar al vicario Denson junto con un par de testigos
y casarme contigo. No sabes lo difícil que es fingir que soy civilizado en este momento.
―Lo disimulas muy bien, Swindon ―replicó con voz trémula. Él era mucho más valiente en
decir lo que sentía. No se iba por las ramas, ni tampoco lo suavizaba inventando insulsas
metáforas poéticas.
La mano de él bajó por su espalda hasta llegar casi al final. Y se detuvo en esa voluptuosa
curva que era la frontera del decoro. Bernie no pudo evitar un jadeo y se aferró más fuerte al
hombro de Thomas.
―Debo confesarte que eres la primera mujer que me ha llevado a este límite. Me haces
olvidar las normas, las tradiciones y las convenciones. No me importa nada más que entregarme
a ti y pasar el resto de mi vida a tu lado ―admitió. Sabía que debía esperar, que no podía tener
todo de inmediato, mas lo que sentía iba más allá de lo que alguna vez vislumbró―. ¿Qué me
has hecho, mujer? Hasta hace unas semanas la idea del matrimonio me provocaba miedo, y
contigo, simplemente no lo siento.
―Oh, Thomas… ―murmuró Bernie. Jamás había escuchado a un hombre reconocer que
tenía miedo a algo. Swindon no era consciente de lo vulnerable que él era en ese momento.
Y ahí estaba esa sensación para ella, que su amor crecía más por él. Ninguno de los dos había
dicho las palabras, pero estaban ahí, flotando entre ellos, esperando a que llegara el momento
preciso. Porque Bernie tenía esa certeza, ese momento era inexorable.
―Lo que quiero decir ―continuó Thomas―, es que, independiente de lo que yo quiera, te
esperaré todo el tiempo que necesites. No quiero que te sientas presionada por mí y mis ansias…
Y si mis atenciones te agobian, por favor, házmelo saber, no te guardes nada. No es que sea un
animal que no se pueda contener, pero contigo y solo contigo, pierdo la cabeza.
Si hubiera podido, Bernie lo hubiera besado en ese mismo momento. Su mano solo se limitó a
abandonar el hombro de él, para acariciar la masculina mejilla con ternura.
―Ya sabía que contigo nada iba a ser convencional. Lo tuyo es un compromiso disfrazado de
cortejo ―acusó Bernie, coqueta.
―Ya te dije que iba a ser corto.
―Ni tres días duró ―lo amonestó, fingiendo seriedad.
―Hagámoslo oficial entonces. Sé mi prometida.
Bernie debía admitir que se sentía igual que él, ansiosa de que comenzaran pronto a vivir
juntos. Pero sus motivos tenían un matiz diferente a los de él, ella tenía sus reparos a un
compromiso demasiado largo. El absurdo temor de que él podía cambiar de opinión, mermaba su
seguridad. Su lado racional le decía que no debía albergar ese miedo, que Thomas era diferente,
mas su lado débil le susurraba, insidioso, todo lo contrario.
En ese instante, Bernie se dio cuenta de que Daventry la había dañado a un nivel mucho más
profundo de lo que imaginó. Al punto de sentirse insegura sobre los sentimientos de Thomas,
pese a que él estaba ahí, con su corazón expuesto ante ella.
«¡Basta, Bernadette! No permitas que el miedo dicte tus decisiones», decretó, determinada.
«Haz lo que desees y cómo lo desees, sin importar nada».
Inspiró hondo, siguió acariciando la mejilla de Thomas, él era real y esperaba una respuesta.
―Ya soy tu prometida. Secuestra al señor Denson y seré tu esposa.
Thomas sonrió, radiante.
―Hablaremos con él mañana, y después del servicio dominical, afinaremos detalles. Creo
que el haber vivido contigo una semana, aceleró el proceso de lo que se experimenta en dos
meses de cortejo tradicional.
―Tiene sentido tu razonamiento. No es lo mismo afianzar el romance en visitas breves y
vigiladas, que estar todo el día juntos trabajando, disfrutando, compartiendo, discutiendo, riendo,
compitiendo… roncando. ―Lo miró, arqueando una ceja acusadora.
Thomas rio a carcajadas, ella nunca se lo iba a perdonar.
―Mea culpa ―convino―. Ahora entiendo por qué papá se enamoró tan rápido de mamá.
Qué gracioso, la historia se repite en cierto modo… ―Sus palabras murieron de pronto, el gesto
de Thomas se tornó serio―. Te amo, Bernadette Shaw. Aunque el resto del mundo no entienda
lo rápido y profundo de mis sentimientos, yo te amo con todo mi corazón.
El sonido de la música cesó. Dejaron de bailar. Hubo un breve silencio general.
―Yo también te amo, Thomas Croft. Con todo mi corazón ―replicó alto y claro.
Todo el mundo la escuchó, y una indeterminada cantidad de pares de cejas se alzaron con
sorpresa.
A ninguno de los dos les importó.
Thomas le tomó ambas manos y se las besó con devoción.
Se escucharon algunos suspiros femeninos, de seguro eran las hermanas de Bernie.
―¿Nos vamos, querida? ―propuso, ofreciendo su brazo.
―Vamos, milord.
Abandonaron la pista de baile y salieron a pasear al jardín.
*****
Georgie observó cómo su hermana mayor se alejaba con lord Swindon. Se sentía tan contenta
por ella, al fin la vida la recompensaba con una inesperada nueva oportunidad de ser feliz.
A su lado estaba Aidan, quien no dejaba de contemplar a Georgie, la cual era ajena a su
escrutinio. Le ofreció su brazo para abandonar la pista, y ella aceptó con una tímida sonrisa. Se
dirigieron a la mesa de los refrescos.
Al poco andar, Georgie llamó la atención de Aidan con un apretoncito en el brazo, gesto que
ya estaba siendo parte de su forma de comunicarse. Él se detuvo y miró con atención sus labios.
―¿No cree que ellos hacen una linda pareja, señor MacGregor? ―interpeló Georgie―.
Bernie y lord Swindon ―especificó.
―Yo la definiría como singular. El día que se conocieron, creí que en cualquier momento se
iban a sacar los ojos.
Georgie rio.
―Sí, también eso. Siempre tienen intercambios divertidos y son muy competitivos
―coincidió―. Hubiera visto cuando apostaron quién lograba más rebotes lanzando piedras en el
estanque. El ganador conduciría el cabriolé, fue hilarante.
―¿Y quién ganó?
―¿Quién cree?
Ambos sonrieron con complicidad, conocían la respuesta. Bernie.
―Hay algo que me intriga ―agregó Georgie―. Ha bailado de maravilla el vals. Me
preguntaba cómo lo hace si no puede escuchar la música.
Aidan esbozó una sonrisa, le gustaba intrigar a la señorita Georgie. Cuando empezó a trabajar
en la fábrica, lo primero que debió aprender fue a leer los labios, puesto que el ruido siempre
superaba a las voces.
Después, a consecuencia de ello, fue perdiendo la audición paulatinamente. Se dio cuenta de
la gravedad, cuando un día cualquiera, fue a una taberna y un busca pleito le increpó por «creerse
superior» al no prestarle atención.
―La ventaja de haber sido el hijo de un duque es haber asistido a muchos bailes, me sé de
memoria cada una de las piezas del programa de esta noche y logré percibir la música cuando
estábamos cerca de la orquesta ―explicó, natural.
―Por eso nos situamos al lado de los músicos.
―Solo eso me bastó para seguir el compás.
―Entiendo… Ha logrado adaptarse muy bien a la situación ―elogió Georgie. Al fin tenían
una oportunidad de conversar. De momento, ya lo admiraba mucho más que antes.
―No hay alternativa.
Se prolongó un largo silencio y reanudaron la marcha hacia los refrescos.
De pronto, Georgie escuchó que Aidan tomaba una honda bocanada de aire. Fue consciente
de cómo el pecho se ensanchaba.
―Señorita Georgie… ―llamó, vacilante. Ella lo miró―. ¿Sería demasiado el atrevimiento si
me concede otro baile?
Ella entreabrió su boca y se transformó de inmediato en un gesto colmado de emoción. Aidan
supo la respuesta antes de leerla en los rosados labios de Georgie.
―Será un gran placer, señor MacGregor. Tengo libre el último vals ―aceptó, feliz de haber
reservado el baile por si se daba el prodigio.
―Un vals será perfecto.
―Más que perfecto.
No hubo más palabras, ambos quedaron mirándose a los ojos por un segundo, que les pareció
una eternidad.
―Señor…
―Señorita…
―Usted primero ―dijeron al unísono y rieron.
―Las señoritas primero ―invitó Aidan. Georgie asintió con la cabeza y dijo:
―Usted y yo nos conocemos desde hace varios años.
―Desde que se convirtió en la mano derecha de la señora.
―En ese caso, usted es la mano izquierda de mi hermana ―acertó a decir Georgie.
Aidan reflexionó aquello por un instante y le dio la razón a Georgie con un gesto afirmativo.
―Podríamos decir que somos iguales ―añadió la joven―. Me preguntaba si… si puedo
llamarlo por su nombre de pila ―solicitó con el rostro encendido, mas pronto rectificó―:
Cuando no estemos en el ámbito laboral.
Aidan alzó sus cejas… La señorita Shaw… No, Georgie… Ella… Dios santo… Estaba
teniendo demasiada suerte.
―Puede llamarme por mi nombre ―aceptó Aidan, tropezándose con sus palabras―. No hay
problema.
―¿¡En serio!? ―replicó ella, casi sin poder creer lo que escuchaba―. Por supuesto, usted
también me puede llamar por mi nombre.
Volvieron a quedarse en silencio.
―Aidan…
―Georgie…
Aidan también estaba sonrojado. La instó a hablar primero.
―Cuénteme sobre el libro que estuvo leyendo esta semana.
Él sonrió. Aparte del vicario, no podía hablar con nadie sobre lo que leía.
―Es uno de mis favoritos, El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, ¿lo conoce?
―No, pero algo me dice que no tiene nada que ver con princesas o damiselas en apuros.
―Decididamente, no.
―Mejor aún, ¿de qué se trata?
*****
Bernie y Thomas caminaban lento en el jardín iluminado por antorchas. Iban muy juntos,
tomados del brazo y disfrutando del aire fresco. Todos los invitados que también estaban en ese
lugar, se mostraban pendientes de ellos y de cada movimiento que hacían.
Su cita secreta no estaba resultando de acuerdo a sus expectativas. La realidad era más
complicada.
―¿Esta propiedad tiene invernadero? ―preguntó Thomas en un susurro―. En las casas de
campo es un clásico para citas secretas.
―En esa dirección vamos ―respondió Bernie―. Caminamos en círculo para aburrir a los
fisgones y cotillas.
―¿Por qué siempre tengo la sensación de que vas un paso delante de mí?
―Pamplinas. Yo conozco este lugar y tú no, eso es todo ―desestimó―. Y nuestra intención
es la misma. En este momento esa es mi única ventaja.
Thomas logró ver en la penumbra cómo se dibujaba una sonrisa pérfida en su Bernie. Ah, la
adoraba.
―Ahora, a la derecha ―ordenó Bernie, y se lo llevó a un rincón oscuro. Thomas no pudo
evitar dar una risita nerviosa.
―¡Chis! ―acalló, severa. Se separó de su brazo y lo tomó de la mano.
En medio de la oscuridad de un estrecho pasadizo, solo se escuchaba el frufrú de la seda del
vestido. Thomas estaba fascinado siguiendo a Bernie y su aroma a rosas. Se suponía que él debía
seducirla, no al revés.
Sin embargo, no le molestaba ceder el control… por el momento.
Bernie se detuvo frente a una pared fría de cristal. El inmenso invernadero de Springfield Hall
era maravilloso, el orgullo de sus dueños. Ella no solo había asistido a las fiestas de despedida
del verano. Cuando era la prometida de Daventry, solían invitarla a tomar el té, tertulias, jugar
cartas y pasear en el invernadero, solo para admirar las exóticas plantas y flores que se cultivaban
en ese lugar.
Thomas escuchó un clic y un débil chirrido.
―Es la puerta de acceso del jardinero ―señaló Bernie―. No se permite la entrada, a menos
que la señora Springfield lo autorice.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó, intrigado.
―Ser la prometida de un barón abría todas las puertas ―explicó, críptica.
―Ah, entiendo ―replicó, sintiendo una punzada de celos. Pero estos no eran impelidos por
una primitiva reacción por proteger lo que le pertenecía. Sino por todo lo contrario. Thomas
odiaba la idea de que Daventry no fuera capaz de atesorar a la maravillosa mujer que era su
prometida.
Odió con todas sus fuerzas al hombre que había dañado a Bernie.
Sus sentimientos eran irracionales, en esa época no sabía siquiera de su existencia. Y si todo
hubiera seguido su curso natural, quién sabe qué hubiera ocurrido.
Thomas gruñó, se estaba liando por ridículas elucubraciones.
Bernie tiró de su mano y se adentraron en el invernadero, cuya temperatura era levemente
superior a la que reinaba en el exterior.
El invernadero era una inmensa estructura de hierro y cristal. No estaba del todo oscuro, un
remanente de la luz de las antorchas del jardín llegaba a ellos. Había olor a tierra húmeda, la cual
se mezclaba con la fragancia de las flores.
Bernie se internó hasta el centro del invernadero, ahí había una maravillosa estatua de mármol
que personificaba una mujer desnuda sosteniendo una red de pesca.
―¿No hay diván? ¿Ningún mueble para recostarse? ―increpó Thomas, irónico―. Me siento
estafado.
Bernie rio.
―Por algo usas gafas, cariño ―replicó Bernie tomándolo de los hombros, guiándolo con
suavidad a que retrocediera.
―Está frío ―se quejó al sentir una superficie dura en la corva de sus piernas.
―Siéntate. Es solo una banca de mármol ―especificó y Thomas obedeció―. Es del mismo
color que el suelo, se mimetiza, por eso no lo viste.
―Ven aquí. ―Thomas tiró de la mano de Bernie y la instó a que se sentara en su regazo.
Todo fue rápido y casi al mismo tiempo. Se besaron como si hubieran estado hambrientos. Se
devoraron con pasión, sus lenguas se enzarzaron en una lúbrica lucha por imponerse y hacerse
del control.
Y Thomas, pese a estar en una posición más restringida, tenía todo el control.
Ella se aferraba al cuello de Thomas, que era una fuerte columna de músculos, huesos y piel;
al tiempo que él la sostenía de la cintura con su mano bien abierta, abarcando hasta sus costillas,
jugando con la curva inferior de su seno. Mientras que los dedos de su otra mano se enterraban
en su muslo sobre la seda del vestido y las enaguas.
Bernie era prisionera de Thomas. Los besos de él comenzaron a descender por el cuello, hasta
llegar al nacimiento de sus pechos. Se quedó entre ellos y aspiró profundo el aroma a rosas.
―Me vuelve loco ―murmuró antes de lamer.
Sentir esa lengua húmeda y caliente entre sus pechos fue algo que la catapultó a un estado de
delirio. Desinhibida, Bernie jadeó y se arqueó, como si fuera un tributo pagano ante su demonio
particular.
Thomas no necesitó más invitación. Su mano abandonó el muslo con una larga y lánguida
caricia, recorriendo, ascendente, todo su cuerpo hasta llegar a esa frontera que demarcaba el
vestido, que había sido hecho para provocarlo y que mostraba toda esa piel de alabastro, que
rogaba para que él la corrompiera.
Introdujo un dedo entre sus pechos, lo deslizó y tiró del borde del vestido junto con el corsé.
No hubo resistencia, acunó el turgente seno en su mano.
Y, codicioso, lamió.
Bernie gimió y acarició los cabellos de él. Debajo de ella, podía sentir el rígido y abultado
promontorio en el cual estaba confinado el miembro de Thomas. De hecho, le sorprendió
sentirlo, tenso, pugnando por salir, presionando contra ella.
Thomas chupó su pezón con gentileza y jugó con él, castigándolo, sensual, con la punta de su
pecaminosa lengua. Esas caricias lascivas repercutían en todo el cuerpo de Bernie en olas y olas
de calor. Ella sentía que todo su centro se derretía.
Su prometido le hacía sentir única, como si fuera un exquisito y exótico manjar, reservado
solo para un amante famélico.
El tenue pero inconfundible aroma del deseo femenino llegó a Thomas y, al mismo tiempo,
Bernie se retorció bajo sus caricias y lo estimuló al punto de hacer que él se olvidara del mundo.
Solo deseaba entrar en ella sin más dilación.
Sería tan fácil y placentero. La montaría sobre él y que Bernie lo dejara sin una gota, no sin
antes hacerla gritar de deleite.
Un ruido.
A lo lejos, la puerta del invernadero se abría.
Bernie y Thomas se quedaron quietos.
Voces masculinas.
Se levantaron al mismo tiempo y huyeron, escondiéndose, agachados, entre el espeso follaje
de las plantas. El corazón les latía desbocado, debatiéndose entre la excitación o la posibilidad de
verse descubiertos.
―No sé si sea una buena idea continuar con esto ―señaló una de las voces masculinas. A
Bernie le pareció familiar el tono, pero no estaba segura desde esa distancia―. El hijo del duque
dijo que tenía la intención de vender su parte, pero solo por un buen precio.
―Podríamos persuadirlo ―replicó el otro. Su voz no era tan grave, pero corriente. Ni Bernie
ni Thomas pudieron reconocerlo.
―¿Cómo? ¿Ofreciendo más dinero? ―interpeló, desdeñoso―. Te recuerdo que este plan se
originó para hacernos de esa empresa por un cuarto de su valor. De otra forma no puedo invertir.
―Tenemos que insistir…
―No, ya me dijiste que nuestro hombre ya no puede moverse con libertad dentro de la
fábrica ―rechazó―. Los trabajadores están como frente unido. No sé cómo pueden ser tan leales
a esa mujer.
―Ella les da lo que quieren. Serían idiotas si dejan que les maten la gallina de los huevos de
oro. Sé que estamos cerca, si damos un golpe más, será el tiro de gracia.
―No lo sé. Además, está Swindon como su perro guardián. Si antes era complicado, ahora
que ella tiene al rey Midas a sus pies, será peor. ¡Se van a casar, por todos los cielos! ¿Acaso no
viste el espectáculo en el salón de baile?
―Podría ser un montaje. Swindon ni siquiera lleva diez días en Lancaster ―justificó el
hombre.
―No conozco a Swindon más allá de su fama, pero sí a Bernie Shaw, y puedo asegurarte que
ella es capaz de muchas cosas, menos prestarse para una farsa. No sé cómo, pero tiene al conde
comiendo de la palma de su mano. Podríamos reducir a cenizas la fábrica, y al otro día él la
volvería a construirla cinco veces más grande si quisiera.
Silencio.
―Estamos tan cerca…
―No vale la pena. Dile a tu jefe que, por mi parte, estoy fuera.
―¿Es su última palabra? Después no se queje.
―Estoy fuera.
Se escuchó un resoplido como última respuesta y, a la postre, el sonido de pasos alejándose.
Todo quedó en silencio. Bernie y Thomas soltaron el aire de sus pulmones. Para su desgracia,
aquello los delató.
―¡¿Quién está ahí?! ―interpeló el hombre.
Bernie jadeó, era la voz del señor Springfield. Thomas le tapó la boca, también lo había
reconocido.
―Muéstrese ―exigió Springfield.
Thomas miró a Bernie, susurró muy, muy bajo a su oído:
―Quédate aquí, que no te vea. Es una orden. ―Acunó su seno, que todavía estaba al aire.
Bernie no necesitó que Thomas insistiera, apresurada, comenzó a adecentar su ropa.
El conde se levantó y fue al encuentro de Springfield. Salió de entre el follaje como si se
tratara de una criatura diabólica, con movimientos seguros, felinos y parsimoniosos.
―Más le vale que me diga todo lo que sabe, o tendrá que explicar a su esposa e invitados por
qué su cara le quedó desfigurada.
Capítulo XIII
―L-lord Swindon ―balbuceó el señor Springfield. De todas las personas que podían estar
ahí, justamente era el conde. No podía tener peor suerte―. ¿Q-qué hace aquí?
―Curiosamente, no está en posición de hacer preguntas ―replicó Swindon, con un tono de
voz grave, disfrazado de suave pero glacial amabilidad―. He escuchado su interesante
conversación… Toda.
Springfield tragó saliva. Su respiración se volvió superficial, y un sudor frío le recorrió la
espina dorsal al tener, casi sobre él, al imponente conde. Le horrorizó la idea de comprobar que
era real la fama que Swindon ostentaba en Londres. Se decía que había construido su fortuna por
medio de información privilegiada, la cual llegaba a él con una facilidad pasmosa, y mucho antes
que los demás. Era como si tuviera un pacto con el diablo.
Swindon estaba en Lancaster por Shaw y compañía. Ahora sabía que él y su contacto estaban
detrás de la bancarrota de esa empresa.
No podía ser casualidad, ese pacto debía ser real, no había otra explicación. ¿Qué era lo
siguiente que podía pasarle? Que Alastor hiciera gala de su otra fama, aún más oscura, y se
vengara de él, dejándolo en la quiebra más absoluta. Sus finanzas no estaban del todo holgadas,
por ello estuvo más que interesado en la idea de comprar parte de una empresa, con toda la
infraestructura, por una fracción de su valor, y entrar en el rentable negocio local de la
manufactura de telas.
Estaban entre varias empresas para poner en marcha el plan, y optaron por la más débil y fácil
de derribar: Shaw y compañía. Su rentabilidad estaba en un precario equilibrio, debido a los
beneficios que se les daba a los trabajadores. Cualquier «accidente» o «percance» contribuiría a
la debacle, la cual sería ineludible con el paso de los meses.
―No es lo que usted cree ―replicó Springfield, y la voz le flaqueó.
―¿En serio? ―Thomas frunció el ceño y avanzó un paso, amenazante. Springfield retrocedió
y perdió el balance de su cuerpo, las rodillas le flaqueaban―. No me gusta que me tomen por
idiota. Le sugiero que no insulte mi inteligencia.
―De verdad… Le-le juro que es una equivocación ―insistió entre resuellos. La cabeza le
daba vueltas, las sienes le latían.
Thomas podía distinguir en la penumbra la cara de terror del señor Springfield. Se dio cuenta
de que, en ese momento, no obtendría la información que tanto ansiaba. A juzgar por el estado
del hombre, podría desmayarse en cualquier momento. Eso sucedía con aquellos que no podían
manejar cierto tipo de presión. No era la primera vez que era testigo de aquello, en Eton muchos
colapsaban de esa manera cuando él los perseguía, implacable.
El conde avanzó otro paso y Springfield no pudo retroceder, las piernas ya no acataban la
simple orden de moverse y huir.
―Creo que desistiré de desfigurarle la cara… por el momento ―determinó Thomas. Con
suma delicadeza, le tomó las solapas de la levita a Springfield y las alisó, arrancándole un jadeo
agudo al aterido hombre―. Me siento generoso el día de hoy. Como veo que necesita tiempo
para tranquilizar sus delicados nervios, le voy a dar hasta el lunes para que medite las
consecuencias de no colaborar. Lo esperaré en Pebble House a la hora del té ―invitó, aunque el
tono era de orden―. Si no llega, entonces me veré en la penosa obligación de acabar con su
fortuna… Oh, no se asuste, no será de inmediato, pero sí inexorable. Creo que a su esposa no le
gustará perder su preciado invernadero. ―Dio una risita floja y burlona, le palmeó la mejilla con
suavidad―. Seguiré disfrutando de su fiesta, si me disculpa… ―Miró en dirección donde estaba
Bernie y, acto seguido, extendió su mano―. Querida, vamos, creo que ya viene el siguiente vals.
Me parece que algunos invitados del señor Springfield todavía no creen que pronto serás lady
Swindon. Tendré que bailar toda la noche contigo para que se convenzan.
Bernie parpadeó, estaba atónita con la situación vivida. Thomas se había transformado frente
a sus ojos. No era el amable, seductor y divertido hombre con el cual estaba comprometida. Era
un ser frío, manipulador, cruel y calculador, y sabía, sin duda alguna, que él era capaz de cumplir
con sus amenazas. Si ella hubiera estado en la posición de Springfield también estaría
aterrorizada. Por fortuna, era una espectadora que contaba con el privilegio de tener al demonio
de su lado. Y debía admitir que ese lado de Thomas, poderoso e implacable, la encendió.
Se levantó y se acercó a Swindon, tomándolo de la mano. El conde le besó los nudillos y, acto
seguido, él le dedicó una mirada de advertencia a Springfield.
―¿Qué puedo hacer? Usted tenía razón, mi prometida me tiene comiendo de la palma de su
mano, y créame que soy capaz de hacer lo indecible por ella. Que tenga buenas noches, señor.
Bernie y Thomas pasaron por el lado de Springfield y se dirigieron a la puerta principal.
A sus espaldas se escuchó un golpe seco. Dieron media vuelta y vieron que Springfield se
había desmayado.
―Busquemos al doc ―murmuró Bernie.
*****
―El señor Denson nos comunicó que usted será la nueva maestra de la escuela dominical
―comentó la señora Springfield, intentando sonsacar más información a las hermanas Shaw.
Escuchó que esa noche ellas estaban más que dispuestas a compartir detalles. Toda una rareza.
―Es correcto ―respondió Henry sin emoción, como si estuviera apostando mil libras
jugando Vingt-Un. La idea de trabajar junto al señor Denson le emocionaba, pero frente a las
personas que no le simpatizaban, su expresión no decía nada.
―¿Y qué opina su hermana, la señora Shaw? ―continuó la señora Springfield.
―Mi hermana siempre apoya mis decisiones ―respondió Henry. Miró de soslayo al vicario,
quien, si no estaba a su lado, se aseguraba de que ella estuviera acompañada por sus hermanas―.
Y si el señor Denson confía en mis capacidades de enseñanza, entonces no hay nada más que
agregar. Los niños se me dan bien.
La señora Springfield dudaba de esta última afirmación.
―Es cierto ―intervino el vicario, intentando defender a Henry―. Por eso mismo la elegí
como maestra, siempre está rodeada por niños de todas las edades y se nota que ellos le tienen
mucho afecto. Estoy seguro de que la señorita Henrietta no tendrá problemas en adaptarse.
―Si usted lo dice ―repuso la señora Springfield, incrédula―. Escuché que lord Swindon va
a hacer una gran fiesta de compromiso.
Henry se mantuvo impasible y respondió:
―Debió escuchar mal, mi hermana y mi futuro cuñado no han hecho ese tipo de planes aún.
―No me diga.
―Aunque creo que muy pocas personas de Lancaster serán invitadas, la familia de lord
Swindon es muy, muy numerosa.
Un súbito cese en la música dio paso a un multitudinario murmullo, que inundó el salón a
espaldas de la impertinente señora Springfield. Douglas y Henry alzaron sus cejas al notar que
las miradas se centraban en ellos.
No, más bien en la anfitriona.
―¡Martha! ―llamó una mujer, la señora Shore, una amiga cercana de la señora Springfield,
la cual se abría paso entre los sorprendidos invitados―. ¡Martha querida! ¡Encontraron al señor
Springfield desmayado en el invernadero! ¡El señor Banks, bendito sea, lo está atendiendo!
La aludida jadeó al tiempo que se llevaba las manos a la boca y, rauda, fue al encuentro de su
amiga para dirigirse al lugar señalado.
―Dios bendito ―murmuró Henry―. Espero que el señor Springfield esté bien.
Douglas no pudo evitar pensar que, en los últimos días, Dios estaba obrando con inusitada
velocidad en dar señales a todos. Esta vez fue el turno de la desagradable señora Springfield.
Aunque esperaba también que no fuera algo grave. Los desmayos en los hombres rara vez eran
por falta de aire.
―Sí, Dios quiera que solo sea un susto. El Señor a veces nos envía mensajes que no debemos
desoír.
Henry entendió de inmediato lo que el vicario quería decir. Ella también pensaba que el
desmayo del señor Springfield era un mensaje de Dios directo a la cotilla de su esposa, para que
se preocupara de lo verdaderamente importante.
El ambiente quedó colmado de incómoda tensión.
―Creo que la fiesta llegó a su fin ―pronosticó Douglas―. Una lástima.
El vicario ya se sentía más relajado y seguro al lado de Henry. En el trayecto en carruaje, el
ambiente se distendió gracias a la amena conversación y bromas del marqués de Bolton, y él
pudo también mostrarse en un ámbito diferente al clerical. Era un hombre, después de todo. Le
gustaba divertirse, sin caer en los excesos, y muchos de sus pares lo consideraban demasiado
liberal. Lo que no entendían era que él vivía a Dios de otra forma, y cuestionaba algunos
aspectos religiosos que quizás eran válidos hacía cientos y miles de años atrás, pero que no eran
aplicables en la actualidad.
Algunas veces, los más conservadores le llamaron hereje. Gracias a Dios, contaba con el
apoyo de otros miembros del clero que pensaban igual que él.
―Sí, también digo lo mismo ―replicó Henry, dando un suspiro―. Esta fiesta la espero todo
el año ―admitió.
―Pensé que no le gustaban las fiestas.
―¿Por qué lo dice?
―Porque la he visto asistir, pero no baila mucho, y cuando lo hace parece no disfrutarlo.
―Ah… ―Henry arrugó la nariz en un gesto que denotaba cierta molestia, y que Douglas
conocía bien―. No todos son buenos compañeros de baile para mí ―confesó.
―No recuerdo que me haya pisado ―bromeó Douglas, arrancándole una tímida sonrisa a
Henry, quien ya no estaba tan nerviosa y tensa por estar al lado del vicario.
El Señor Denson era diferente a la imagen que ella tenía de él, y su admiración había
aumentado en los últimos días. Sentía que podía ser más honesta y ella misma con él. La mala
experiencia de Bernie en el pasado le había enseñado a no intentar ser perfecta por alcanzar un
ideal, o por adaptarse a alguien, de lo contrario, daría una imagen errónea e insostenible de su
forma de ser.
―Usted sabe a lo que me refiero ―repuso Henry, sin perder su sonrisa.
―Que tiende a guiar a su pareja, sí, me di cuenta de ello. Debo reconocer que usted es un
desafío, pero uno divertido de realizar. Si hubiéramos bailado otra vez, quizás habría podido
seguir su ímpetu de mejor manera.
―¿Hubiera bailado otra vez conmigo? ―interrogó, sorprendida―. Supongo que usted sabe
qué significa eso.
Douglas se aclaró la garganta. Al parecer se había relajado demasiado y hablaba más de la
cuenta. No deseaba ahuyentar a la señorita Shaw, ni incomodarla con sus atenciones. Deseaba ir
poco a poco, que se acostumbrara a él, a su cercanía, que lo conociera más allá.
Sentía que su plan estaba cayendo por un barranco. Tenía veintisiete años y tan poca
experiencia con el sexo opuesto. Bueno, a decir verdad, con el sexo opuesto decente y decoroso.
Antes de ser parte del clero, su vida no había sido del todo santa; un rebelde y vividor que
deshonró a su padre. Alcanzó a enmendar su camino cuando se dio cuenta de que estaba
perdiendo a su familia y se estaba quedando solo.
―Sé lo que significa, señorita Shaw. No soy ignorante en las cuestiones sociales y los
mensajes implícitos que hay en ciertos actos… Soy un hombre de Dios, y no me gusta ni se me
permite mentir o engañar ―respondió críptico―. Y, sin duda, habría bailado dos veces con
usted.
El rostro de Henry se encendió. El mensaje del vicario no podía ser más claro. Las
intenciones de él eran serias, el asunto era que ella no sabía bien cómo alentarlas sin parecer
desesperada, y debía pensar rápido. ¡Qué contrariedad!
Se aclaró la garganta.
―Entonces, inténtelo cuando se dé en otra oportunidad.
Douglas sonrió e hizo una leve inclinación de cabeza. Sin embargo, le temblaban las piernas
de puro alivio. La señorita Henrietta pudo haberlo mandado al infierno.
―¿Qué ha sucedido? ―intervino Lawrence, apareciendo a espaldas de la pareja. Henry y
Douglas dieron un respingo y, al dar media vuelta, constataron que el marqués no se había
separado de Alex y Jackie―. Estaba en medio de un animado y divertido triple gallop[1] con mis
estimadas florecillas y la música, de pronto, cesó.
―El señor Springfield se ha desmayado en el invernadero ―informó el vicario.
―¿En el invernadero? ―interpeló Lawrence―. No sé cómo serán las cosas aquí, pero
encontrar a alguien en el invernadero es bastante sospechoso. Espero, por el bien de la señora
Springfield, que su esposo se haya desmayado solo y no acompañado.
―Milord… Las señoritas ―insinuó el vicario con cierto tinte de reproche.
―Señor Denson, no hay que dejar en ignorancia a las señoritas. Así podrán defenderse de
invitaciones disfrazadas de inocencia para admirar los jardines. ―Alternó su mirada entre Alex y
a Jackie―. Ya saben, queridas florecillas, si un caballero las invita a tomar aire fresco o a pasear,
asegúrense con anterioridad de dónde está el invernadero o la biblioteca. Así podrán actuar
cuando noten que su acompañante desvía su camino bajo algún pretexto barato. ¿Entendido?
―Sí, milord ―respondieron Alex y Jackie a coro.
―Muy bien, así me gusta.
Una breve pausa se prolongó en el grupo. El ambiente seguía cargado de incertidumbre.
Muchos de los invitados ya estaban empezando a abandonar Springfield Hall.
―¿Dónde está Georgie? ―preguntó Alex.
―La vi con el señor MacGregor bebiendo limonada ―comentó Henry.
―¿Y Bernie? ―añadió Jackie.
Silencio. Todos miraron a su alrededor con discreción.
―Ah. Ahí vienen Swindon y la señora Shaw, junto con la señorita Georgie y el señor
MacGregor ―señaló Lawrence. Sin embargo, no le pasó desapercibida la expresión de Thomas.
Había que conocerlo muy bien para detectarla. Algo importante había sucedido.
Cuando los aludidos llegaron, Lawrence no quiso preguntar. Sabía que no era el momento ni
el lugar, pero no tenía dudas de que su hermano estaba, de algún modo, involucrado con el fin de
la celebración.
Y también su futura cuñada.
―La fiesta terminó ―decretó Thomas con voz átona.
Nadie estaba feliz por aquello.
*****
Thomas, Lawrence, Douglas y Aidan bebieron un trago de whisky al mismo tiempo. Estaban
todos sentados alrededor de una mesita de centro. MacGregor había tomado una ubicación
estratégica para poder leer los labios de todos. En el silencio de la noche, era cuando mejor podía
percibir los sonidos ahogados de las voces. El reloj marcaba la una de la madrugada sobre la
chimenea de la sala de estar de Pebble House, la cual ya estaba funcionando gracias al eficiente
propietario que la tuvo a punto en tan solo un día.
El conde le pidió al vicario y al jefe de mecánicos, que lo acompañaran después de dejar a
Bernie y sus hermanas en la seguridad de White Cottage. Era necesario ponerlos al día, dado que
estaban más que involucrados con la familia Shaw, pese a que no fuera oficial.
Swindon bebió otro trago y anunció:
―Springfield estaba detrás de los sabotajes junto con un socio, pero gracias a mi compromiso
con Bernie, decidió dar un paso al costado.
―¿¡Qué!? ―replicaron los tres hombres al unísono.
―¿Cómo te enteraste? ―interrogó Lawrence.
Thomas dudó por un segundo en dar la versión real, pero qué más daba, se iba a casar. Y
confiaba en ellos.
―Estaba con Bernie en el invernadero y escuchamos una conversación que sostenía él con un
sujeto, a quien no pudimos reconocer. Este era el mensajero del socio de Springfield, al cual se
refería como «su jefe».
Nadie hizo ningún comentario respecto al motivo por el cual la pareja estaba en el
invernadero. Era obvio… Y tampoco era el punto. Thomas agregó:
―El plan era provocar la quiebra de Shaw y compañía para comprarla a un cuarto de su
valor.
―Al final no se trataba de la competencia ―sentenció Lawrence.
―Era sacar a uno y entrar en su lugar ―añadió Aidan―. ¡Qué bajo!
―El problema surgió cuando el mensajero se marchó ―prosiguió Thomas―. Springfield
descubrió que no estaba solo en el invernadero.
―Ay, no ―intervino Lawrence―. No me digas que lo encaraste y no quiso hablar.
Thomas asintió con la cabeza.
―Para mi desgracia, Springfield pertenece a esa clase de hombres que son capaces de hacer
cosas inmorales y sin ética, pero a la hora de enfrentar las consecuencias, no tienen el temple,
son pusilánimes.
―Y se desmayó ―terció Douglas.
―Bueno, según el señor Banks, fue un poco más grave; el corazón ―especificó Thomas.
―No quiero saber qué le dijiste para provocarle un ataque ―apostilló Lawrence.
―No quise presionarlo demasiado, ya estaba resollando cuando empecé a hablar ―detalló,
indolente―. Fui amable y le di la oportunidad de meditar y colaborar. Solo le advertí que se
quedaría sin invernadero si no lo hacía.
No fue necesario que Thomas fuera más explícito, todos sabían que eso significaba dejar a
una persona sin un penique en el bolsillo. Lawrence arrastró las manos sobre su rostro. Thomas
era incorregible, ¿acaso su hermano no se daba cuenta de lo aterrador que era, cuando se ponía
en actitud «te voy a arruinar tanto que hasta tus antepasados e hijos no nacidos quedarán
pobres»?
―¿Ahora qué haremos? ―preguntó Aidan.
―Habrá que esperar a que se recupere el señor Springfield para que dé el nombre de su socio
―supuso Douglas―. Lo visitaré todos los días para estar al tanto de su estado… o por si siente
la necesidad de confesar ―propuso.
A nadie le pasó desapercibido el leve tono mordaz del vicario. Tan santurrón no era.
―Será de mucha ayuda, gracias, Denson. No obstante, odio la palabra esperar ―respondió
Thomas y miró a su hermano―. Bolton, necesito que vuelvas a Londres, urgente, y pongas a
Alec al tanto e investigue los negocios de una persona en particular. Me encantaría ir con Bernie
y presentarla a la familia personalmente, pero no me agrada la idea de dejar a la señorita Georgie
a cargo de todo en un momento tan delicado, aunque sé que ella puede hacerlo sola y que Aidan
está más que calificado para apoyarla.
»Es por ello que le escribiré una carta con instrucciones específicas, sé que Alec no me
fallará. También sería bueno que informes a todos de mis próximas nupcias.
―Eso ni siquiera deberías pedirlo. A todo esto, le escribí a papá informándole tu situación.
―Dio una risita burlona―. Supongo que él ya debió haber llegado a París a la propiedad que
posee el conde de Wexford en esa ciudad.
―Perfecto, también le llevarás una carta a Horatio, a ver si él puede encontrar otro tipo de
información por medio de Scotland Yard.
»Si el desconocido era un mensajero, puede significar que su jefe no vive en Lancaster, pero
sí conoce de cerca el rubro local. De momento, solo puedo pensar en una persona que calza con
ese perfil; el poco querido tío Sheldon Shaw. ―Desvió su atención a Aidan―. No bajen la
guardia, también descubrimos que hay un cómplice dentro de la fábrica, el cual informa y
sospecho, además, quien llevaba a cabo los sabotajes, ya sea como autor intelectual o haciendo el
trabajo sucio. Ahora que Springfield está fuera del negocio, puede que este sujeto desaparezca o
cometa un error que lo delate.
―Delo por hecho, milord ―aseguró Aidan, comprometido con la causa.
―Solo llámeme Swindon, usted no es un par del reino solo por la mala suerte. ―Denson y
Lawrence se sorprendieron con aquella información, mas sus expresiones eran inescrutables―.
No he olvidado lo que le prometí, le escribiremos a mi tío August, es uno de los mejores
litigantes civiles en Londres. Lo mismo va para usted, Denson, nada de exageradas
formalidades… Bien, mañana pondré al tanto a Bernie respecto a este tema, es todo lo que
podemos hacer.
―Bueno, no todo. ―Lawrence esbozó una sonrisa maliciosa―. He decidido venderte a ti la
parte de papá…
Thomas sonrió, arrogante, siguiendo el hilo del plan de su hermano.
―Oooooh, y si le aporto más capital y nos casamos pronto…
―Más poder tendrá ella ―agregó Lawrence―, porque la señora Shaw deberá seguir al
mando de la fábrica. Es primordial dar ese mensaje.
―Ni que pudiera persuadirla de lo contrario… Pero comprendo a dónde quieres llegar. Si
todo el mundo ve a lady Swindon al mando de Shaw y compañía, le dificultará los planes al
socio de Springfield, de encontrar a otro incauto que quiera hacer quebrar a una empresa rentable
pero frágil. Eres un genio manipulador, Laurie.
El vicario alzó su mano, pidiendo la palabra. Thomas le dio su venia.
―Después del servicio religioso de mañana, pueden ir a retirar su licencia común. Puedo dar
fe de que usted ya es un feligrés de la iglesia, por lo que no tendrá que ir a Londres por un mero
trámite que solo les restará tiempo.
El conde hizo una leve inclinación con su cabeza, en un gesto de gratitud.
Nunca antes había tenido tanto sentido su pensamiento de que un hombre debía estar bien con
Dios y con el diablo.
Capítulo XIV
*****
―¡Adiós, lord Bolton! ¡Vuelva pronto! ―se despedían las hermanas Shaw con una punzada
de melancolía en sus corazones. Algo tenían los hombres de esa familia que lograban robarse el
cariño de las personas con tan solo respirar.
Alex y Jackie eran las más afectadas, ellas habían pasado más tiempo con el divertido y
encantador marqués, quien siempre se comportó como todo un pícaro caballero, pero que las
respetó y cuidó como un inesperado hermano mayor.
―¡Lo haré, florecillas! ―Lawrence les hizo un último gesto antes de cerrar la puerta del
carruaje. El látigo restalló en el aire y el coche comenzó con su traqueteante andar.
Todas dieron un suspiro hondo. Esperaban volver a verlo pronto y también conocer al resto
de la familia.
Antes del servicio religioso, Bernie y Thomas habían acordado que, cuando este finalizara, él
iría a dejar a Lawrence a la estación de trenes, y ella se quedaría en las afueras de la iglesia junto
a sus hermanas. Debían esperar a que el vicario terminara todo su ritual social antes de obtener la
licencia común que él les había ofrecido.
Sin embargo, ninguna de las hermanas Shaw quiso separarse de Bernie para conversar con el
resto de los feligreses, como era su costumbre. Si bien Daventry y Banbury se marcharon en
cuanto el servicio finalizó, no faltaría quien quisiera obtener de primera mano algún comentario
de Bernie respecto a la sorpresiva, mas no inesperada, reaparición de su antiguo amor.
Al ver ese escudo humano femenino, el único que se atrevió a penetrar en él fue el señor Peter
Banks, quien se acercó a las hermanas con su sonrisa afable.
―Buenos días, señoritas ―saludó, tomando el ala de su sombrero―. Hoy las veo
particularmente… «aglutinadas».
Georgie, Henry, Alex y Jackie le dedicaron una elocuente mirada al doctor. Bernie solo
intentaba no reír, le parecía jocosa la situación.
―Por favor, no creerán que vengo a cotillear ―espetó el señor Banks, ofendido―. Me
sorprende viniendo de ustedes, ya saben lo que pienso de ese cretino.
Todos sabían a qué cretino se refería. Daventry.
―Su comportamiento no ha sido del todo discreto, doc ―acusó Bernie, alzando una ceja―.
O me negará que le contó a lord Swindon todo sobre «ese asunto».
―Le relaté los hechos tal como sucedieron. No son un secreto de estado… y él preguntó
primero ―se defendió―. De todas formas, fue por una buena causa, el «señor Croft»
―subrayó― debía contarte quién era él en realidad. Lord Swindon es un buen hombre, y no
quería que te llevaras una mala impresión de él o lo juzgaras con dureza, por el error estúpido
que estaba cometiendo. ―Hizo una pausa y le regaló una media sonrisa pícara―. Y veo que
todo tuvo consecuencias inimaginables. Ayer pudimos conversar muy poco antes de lo ocurrido
con el señor Springfield, pero las noticias vuelan rápido en esta ciudad… ¿Es cierto que te has
comprometido con el conde?
Bernie asintió con una radiante sonrisa.
―Nos casaremos muy pronto… y es por amor, usted ya sabe que soy un partido
inconveniente ―respondió, dichosa. Acto seguido, añadió en voz baja―: Es más, la boda se
llevará a cabo dentro de diez días.
Doc hizo la cuenta con los dedos. Sería el trece de septiembre. El hombre alzó tanto las cejas,
que su frente se llenó de surcos.
―Supongo que estoy invitado a la boda ―replicó en el mismo tono―. Me sentiré muy
ofendido si no lo hacen.
―Iba a esperar a que Swindon estuviera presente, pero… ―Inspiró hondo, muy
emocionada―. Quería pedirle que usted me entregara en el altar.
Pocas cosas conmovían al viejo doctor, quien nunca tuvo hijos ni se casó. Solo amó una vez.
Lo vivió de la mejor manera que pudo, en secreto, disfrazado de amistad. Cuando su amor
falleció, Peter no soportó vivir en la ciudad que estaba llena de furtivos recuerdos de «él».
Lancaster, desde ese entonces, se convirtió en su hogar y las hermanas Shaw en su improvisada
familia.
No le avergonzó sacar su pañuelo y secar unas súbitas lágrimas que empañaban y enrojecían
sus cansados ojos azules.
Ninguna de las hermanas fue indemne a la reacción del señor Banks, y también debieron
recurrir a sus pañuelos. Las emociones estaban a flor de piel, no había manera de no ser
alcanzadas por la dicha.
―Será todo un honor, Bernie ―respondió Peter, emocionado.
―Oh, doc… ―Bernie abrazó a ese hombre que siempre la cuidó. Incluso guardando el
secreto de su embarazo y posterior aborto―. No podía ser de otra manera.
Cuando ella se dio cuenta de su estado, solo confió en el señor Banks y Estelita, quienes
nunca la juzgaron, ni le reprocharon su comportamiento. No obstante, ya era tarde para Bernie.
Daventry ya estaba casado.
Cuando el señor Banks hacía sus visitas profesionales, solo se dedicaba a escucharla, pero
había días en que ella no quería hablar, y él intentaba distraerla contándole anécdotas del pasado.
Las favoritas de Peter eran sobre una familia de dudosa reputación, pero de inmenso corazón,
cuyos hijos eran unos diablillos que no perdonaban ni una afrenta a su honor, todos liderados por
el diablillo mayor.
Quién diría que volvería a ver a ese diablillo hecho un hombre, y que, sin importar la
complicada situación de la fábrica, le devolvería esa jovial y despreocupada sonrisa de felicidad
a Bernie, la cual también se reflejaba en sus hermanas.
―Bueno, bueno, suficientes emociones por un día ―concluyó el señor Banks, separándose
de Bernie―. Ya lograron que este viejo llorara.
―Son lágrimas buenas ―apostilló Bernie, secando las propias. Tras unos segundos de
silencio, se atrevió a preguntar, casual―: ¿Cómo se encuentra la salud del señor Springfield?
―Todavía está vivo, de lo contrario me lo habrían notificado. Sin embargo, su estado es de
cuidado. Pasaré a Springfield Hall en cuanto termine un par de asuntos pendientes.
―Espero que mejore pronto.
―Fue una suerte que ustedes pasaran cerca del invernadero en el momento de su desmayo.
De lo contrario, habría muerto ―comentó el doctor.
Thomas y Bernie habían hecho una actuación muy convincente acerca de las circunstancias
en que se encontraban al momento del suceso, y el doctor, por muchos años que tuviera, creyó en
la historia sin cuestionar.
―Sí, toda una suerte ―convino Bernie con sentimientos que se contradecían; culpable y, a la
vez, inocente de la suerte de Springfield.
Además, otra vez le estaba mintiendo al señor Banks, pero en esa oportunidad no era por
orgullo. Bernie sentía en sus entrañas que todo estaba lejos de mejorar y no deseaba involucrarlo.
Se convenció de que lo hacía por el bien de su querido amigo.
La conversación se trasladó a las demás hermanas. Comentaron con mucho entusiasmo acerca
de Henry y su nuevo trabajo como profesora en la escuela dominical, también sobre la visita del
desenfadado marqués de Bolton y, por último, del increíble pasado de Aidan MacGregor.
Los minutos pasaron volando y el señor Banks debió despedirse apresurado. Se le hacía tarde
para visitar a uno de sus pacientes.
Y Thomas aún no aparecía.
El frontis de la iglesia ya estaba desierto, incluso el señor Denson les había anunciado que
estaría esperándolos en la oficina de la vicaría.
Bernie miraba hacia la calle, se sentía inquieta. La estación de trenes estaba cerca, Thomas ya
debería estar de regreso.
―Buenos días, señoritas ―saludó una voz masculina a sus espaldas.
Todas dieron media vuelta, extrañadas, no reconocieron la voz.
Daventry. Estaba solo.
Ninguna respondió el saludo a ese hombre que los años le favorecieron en atractivo físico; era
el estereotipo ideal del caballero inglés; alto, proporcionado, guapo y de facciones varoniles,
rubio y de ojos azules. Su voz, a diferencia del pasado, tenía un cariz más autoritario y firme.
Daventry sonrió, incómodo.
―Bien, creo que no soy bienvenido.
―No ―respondió Jackie.
―Increíble ―bufó Henry―. Qué pedazo de cretino.
―¿Perdón? ―increpó Daventry, severo.
―Que nos parece increíble la desfachatez con la que se presenta, milord ―intervino Georgie,
cáustica y despectiva.
―Y a mí me parece que ustedes están fuera de lugar. Solo estoy saludando a unas viejas
amigas.
―¿Fuera de lugar? ¿Viejas amigas? ―increpó Alex, poniendo sus manos en jarras―. Parece
que lord Daventry es idiota o tiene talento para la comedia.
―¿Usted no va a decir nada, señorita Shaw? ―espetó Daventry mirando a Bernie―. Debería
controlar la lengua de sus hermanas.
Por muy extraño que pareciera, Bernie ya no tenía ganas de gritarle cobarde a Daventry. Ni
siquiera deseaba hablar con él, era un desconocido.
Nadie, no era nadie.
Eso le hizo sonreír a Bernie, estaba feliz de constatar en carne propia que Daventry no existía,
aunque estuviera frente a ella.
No obstante, el barón interpretó ese gesto como una triunfal bienvenida.
―Niñas ―exhortó Bernie con maternal dulzura―. Cuiden sus modales, por favor.
Georgie, Henry, Alex y Jackie miraron a su hermana mayor como si hubiera perdido la
cabeza, mas Bernie, toda tranquilidad, agregó:
―Aunque les agradezco que me defiendan diciéndoles unas cuantas verdades al caballero
―ironizó, solemne y comedida, mirando a sus hermanas―, es preferible que demos media
vuelta y finjamos que no hemos escuchado nada. ―Miró a Daventry―. Caballero, no quiero que
en el futuro me dirija la palabra. Imagine, tal como lo ha hecho hasta ahora, que no existo.
Dio media vuelta y sus hermanas la secundaron. Avanzaron un par de pasos para refugiarse
en la oficina del vicario, mas la voz de Daventry detuvo sus pasos cuando dijo:
―Sé que estás dolida conmigo… Pero puedo explicar…
―¿Alguien escuchó algo? ―interpeló Bernie.
―Noooooo ―contestaron sus hermanas, riéndose burlonas.
Y siguieron avanzando.
Daventry, furioso por aquella humillación, avanzó a grandes zancadas hasta interponerse en el
camino de las hermanas Shaw.
―Tengo que hablar contigo ―insistió―. En privado.
―No le he dado permiso para tratarme de un modo tan familiar ―replicó Bernie―. ¿Qué se
ha creído?
―Bernie, sé que cometí un error.
―El error lo está cometiendo ahora, caballero ―espetó Bernie, negándose a llamarlo por su
nombre o su título, hacerlo sería caer en su juego―. Le pido, encarecidamente, que nos deje en
paz.
―No me iré hasta que me escuches.
Bernie desvió la mirada y sonrió.
Daventry también sonrió. Ah, esa era la sonrisa de su Bernie.
―Mi prometida ha sido muy clara, Daventry ―intervino Thomas a espaldas del barón. Sí,
necesitaba marcar territorio, no pudo contenerse―. Déjela en paz o me veré obligado a romper
mis nudillos en su cara.
Bernie notó que Swindon siempre ofrecía palizas, pero no las concretaba. Sintió curiosidad de
saber si en realidad su futuro esposo había dado alguna en su vida.
―Lord Swindon ―llamaron a coro las hermanas Shaw, como si todas estuvieran medio
enamoradas de él. Él dio una sonrisa de suficiencia.
―Al fin llegas, cariño ―saludó Bernie, ignorando a Daventry―. Por un momento pensé que
estabas construyendo la locomotora que llevaría a Bolton a Londres ―satirizó, flirteando con
descaro.
―Disculpen el retraso, hubo un problema con el equipaje de Lawrence ―respondió,
siguiendo el juego.
A decir verdad, Daventry se veía bastante ridículo entre Swindon y las Shaw, siendo ignorado
deliberadamente. Para el conde, aquello era casi tan satisfactorio como romper sus nudillos en la
nariz del barón.
―El señor Denson nos está esperando ―señaló Bernie.
―Entonces no sigamos siendo maleducados con él ―propuso Thomas. Esquivó a Daventry,
le ofreció el brazo a Bernie, al tiempo que las demás daban un exagerado suspiro embelesado.
Bernie se aferró al brazo de Thomas y emprendieron rumbo a la oficina del señor Denson.
Daventry se quedó de pie, sin atreverse a dar media vuelta. Apretó los puños hasta que
temblaron, y la mandíbula le crujió de pura rabia y frustración. El aire salía caliente de sus fosas
nasales, que se dilataban con cada respiración.
No era posible.
Todos esos años estuvo al tanto del estado civil de Bernie por medio de cartas con sus
conocidos en la ciudad. Sabía que todavía tenía una oportunidad, él era libre. Estuvo esperando
ocho largos meses hasta que su esposa exhaló su último aliento, la tuberculosis se la llevó lento
pero inevitable. Daventry nunca la amó, pero sí le fue fiel. Al menos con su cuerpo, nunca la
traicionó; mas en su mente, solo pensó en Bernie cada día de los últimos seis años.
Creyó que su padre le mintió cuando le dijo que no se ilusionara con ella, que estaba
comprometida; y prefirió creer en los rumores que escuchó desde que llegó a Lancaster, el día
anterior.
La mitad de ellos aseguraba que esa relación con Swindon debía ser una farsa. Ningún
caballero se compromete de la nada, a menos que se sienta en la obligación de hacerlo. Y todos
especulaban que, como la señora Shaw ya no tenía ninguna virtud que proteger, el conde podía
tomar lo que quisiera de ella, sin la necesidad de casarse. La gente decía que quizás se iba a
repetir la misma historia; el conde iba a aparentar una relación respetable para divertirse y usarla
sin culpa, y luego marcharse para casarse con alguien de su clase.
Sin embargo, la otra mitad de los rumores indicaban que nunca habían visto una pareja más
enamorada que ellos, que fue casi a primera vista.
¡Eso no existía!
Era absurdo que fuera un matrimonio por amor.
Sí, era absurdo, ridículo e imposible. Ella todavía estaba enamorada de él, lo notó en sus ojos.
Lo de ellos fue único, verdadero y especial… Solo que su padre fue más fuerte e impuso su
voluntad. Lo amenazó con quitarle su asignación, vender todo lo que pudiera con el fin de
heredarle solo el título con las pequeñas y pobres tierras asociadas a él. Obedeció porque sabía
que el vizconde era capaz de eso y mucho más… mucho, mucho más.
Necesitaba hablar con Bernie, pero debía hacerlo a solas, era imperativo.
O jamás podría recuperarla.
Capítulo XV
Después de comprar su licencia común con Denson y acordar la fecha de la boda, Thomas y
las hermanas Shaw decidieron pasar el resto del día en Pebble House, para que todas conocieran
el hogar de Swindon. Si bien era una casa vecina, ellas no estaban familiarizadas con la
propiedad, pues los inquilinos cambiaban con regularidad y no alcanzaban a entablar alguna
relación.
La casa era perfecta para una pareja de recién casados, e incluso había espacio para uno o dos
hijos. Más pequeña que White Cottage, pero no menos agradable y acogedora. Sus estancias,
repartidas en dos plantas, eran grandes y con una decoración sobria y de buen gusto. Contaba con
un pequeño jardín bien cuidado y todas las comodidades elementales para vivir tranquilo.
A Bernie le pareció hermosa, se imaginaba viviendo en ese lugar, y un sentimiento agridulce
la embargó. Cada vez era más real el hecho de que se iba a casar y que las cosas cambiarían
inevitablemente. Ella iba a ser la primera en abandonar White Cottage, sus hermanas, por más
que la amaran y dependieran de ella, también iban a extender sus alas. Y cuando Bernie puso el
tema sobre la mesa, sobre dónde iba a vivir, sus hermanas insistieron en que debía tener, al
menos, una temporada de vida de casada en la privacidad que le brindaba Pebble House.
Georgie le había asegurado que podría hacerse cargo de White Cottage y que, de todas
maneras, solo vivían a media milla de distancia, tampoco era que se cambiaría de país.
Sin embargo, Bernie tenía la esperanza de que Georgie y Henry se casarían en el mediano
plazo, y cuando eso sucediera, Alex y Jackie tendrían que vivir con ella hasta que también se
casaran en unos años más. Si es que eso sucedía, ya no daba nada por sentado.
Todo estaba marchando según lo acordado, solo faltaba una parte del plan que Bernie había
elaborado, el cual era más bien una prueba para la persona que quisiera casarse con ella, el que le
contó a Thomas siete días atrás. Se iba a despojar de todo su dinero y sus bienes para repartirlo
entre sus hermanas.
Desde entonces no había vuelto a plantear el tema al conde.
Ella estaba decidida, no se iba a retractar.
―Thomas, ¿podemos conversar en privado? ―solicitó Bernie después del recorrido por la
casa, y ya estaban prestos para pasar la tarde en el salón.
―Por supuesto. Vamos al jardín ―propuso Thomas, ofreciéndole el brazo a su prometida.
Miró a sus futuras cuñadas y advirtió―: No las quiero ver cerca de la ventana ni de la puerta.
Georgie, Henry, Alex y Jackie hicieron un exagerado puchero.
―Señorita Georgie ―añadió Thomas―, mientras estamos afuera con Bernie, ¿podría pedirle
de mi parte a la señora Dood que sirva unos refrigerios para almorzar?
―Siempre y cuando deje la formalidad con nosotras ―replicó Georgie―. Después de todo,
seremos familia en pocos días.
―Así será, entonces, Georgie… Me pueden llamar como lo deseen, menos Tommy o imbécil
―aceptó Thomas. Les guiñó el ojo a las hermanas Shaw y ellas le regalaron sus risitas
femeninas―. Es en serio que no las quiero ver en la ventana o en la puerta.
Las risitas se esfumaron.
―Son tal para cual ―apostilló Alex, fastidiada.
―¿Ahora vienes a darte cuenta? ―intervino Jackie―. Yo lo supe cuando desayunamos la
primera vez. A los dos les gusta ese horrible brebaje amargo.
―Yo lo noté en la misa de la semana pasada ―apostilló Henry con indolencia, mirándose las
uñas.
―Yo pensé que solo mirabas al señor Denson ―intervino Georgie, impasible, logrando que
su hermana menor alzara las cejas y que su cara enrojeciera en un segundo―. Y no lo niegues.
―Pues… Pues, cuando bailaste anoche con el señor MacGregor, no se quitaban los ojos de
encima ―acusó Henry, vengativa.
El rostro de Georgie también se encendió con furor.
―¡Y qué, se veía guapo! ―exclamó Georgie, admitiendo su atracción hacia el jefe de
mecánicos.
―El vicario y Henry se van a casaaaaaar ―canturreó Alex.
―Georgie y Aidan tendrán pequeños pelirrojos ―añadió en el mismo tono Jackie.
―Se van a sacar los ojos ―le susurró Thomas a Bernie, mientras las menores lanzaban pullas
y bromas a las mayores―. Me encantaría quedarme aquí hasta que empiecen a gritar más fuerte
sobre los señores que las cortejan y la futura progenie, pero bueno, si trato de poner orden quizás
qué barbaridad me responderán. A ti te respetan más que a mí.
Bernie dio un resoplido.
―Niñas ―intervino Bernadette, firme. Sus hermanas no le hicieron caso―. ¡Basta! ¡O nos
vamos a casa! ―Eso sí resultó, el silencio fue inmediato―. Da igual quién se fija en quién.
―Miró a Georgie―. Si Aidan te corteja, y le correspondes, tienes mi permiso. ―Acto seguido,
sus ojos fueron hacia Henry―. Lo mismo va para ti y el vicario. ―Alex y Jackie fueron las
siguientes, ambas fruncieron el cejo, extrañadas―. Ni en sus sueños, son demasiado jóvenes aún.
―Oh, creo que mi horda de pretendientes estará muy decepcionada cuando les diga que no
podrán cortejarme ―satirizó Alex.
―Puedo esperar. ―Jackie se encogió de hombros, indolente―. Los hombres son un
problema del que no me quiero hacer cargo ahora.
―Bien. No quiero escuchar ni una discusión, broma o provocación ―sentenció Bernie y tiró
del brazo de Swindon―. Vamos.
―Sí, señora ―acató Thomas, guasón.
Ambos salieron al jardín. El aire del campo era mucho más frío y fresco que en la ciudad, y la
piel de Bernie acusó el cambio de temperatura en el acto. Siseó de frío y se frotó los brazos.
―Permíteme. ―Thomas, sin perder un segundo, se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los
hombros. Impidió que Bernie protestara dándole un breve beso en los labios―. Lady Swindon
no debe pasar frío ―sentenció.
Qué extraño ser llamada así. Sonrió, sí, podría acostumbrarse.
―Eres un hombre muy atento. Gracias ―dijo Bernie, asimilando el maravilloso calor de la
prenda y aspirando el varonil aroma de Thomas en ella, era adictivo.
―¿Qué necesitas hablar conmigo en privado? ―preguntó el conde con un tono relajado en su
voz.
―Respecto a lo que pretendo hacer con mis bienes antes de casarnos.
―Oh, eso. ¿Pasa algo malo?
Bernie se sintió nerviosa. ¿Y si él pensaba que su plan no iba en serio, sino que fue solo para
presentar una fachada de mujer fuerte? ¿Se molestaría? Era muy posible que no, pero debía
informarle. Se aclaró la garganta.
―En los próximos días, voy a legalizar la entrega de todos mis bienes a mis hermanas.
Incluyendo mi parte de la fábrica.
Thomas, serio, la miró y respondió:
―Ya me lo habías dicho la semana pasada, ¿quieres hablar de ello?
―Sí… Eeeeh… ―vaciló―. Lo que dije, lo voy a cumplir. Sé que cuando te lo comenté era
muy fácil decirlo, pues yo no albergaba ninguna ilusión de que me fuera a casar algún día… Y
yo te consideraba en ese momento, aunque no lo creas, un amigo.
―Creo que te he dicho antes que soy un idiota ―repuso Thomas. Bernie frunció el ceño,
desconcertada―. Esa vez dijiste que solo un idiota aceptaría tus condiciones. ―Se apuntó el
pecho con el pulgar―. Yo soy ese idiota. Jamás dudé en que cumplirías tu plan. Haz lo que
tengas que hacer. Si quieres seguir viviendo en White Cottage con tus hermanas, lo haremos sin
importar a nombre de quién esté. Si deseas que tu vida de casada sea en Pebble House, ya es
tuya. Si quieres que compremos una casa en un árbol, solo pídelo… No me importa, dónde estés
tú, ese será mi hogar…
Bernie sonrió, estaba tan aliviada y tan feliz de poder conversar con Thomas de temas serios
sin que ello significara un drama. Se dio cuenta de que él siempre la había escuchado, cada
palabra que salió de sus labios. Ella ni siquiera recordaba haber dicho eso de que «solo un idiota
aceptaría sus condiciones», ella fue consciente de sus palabras recién en el momento que su
prometido las parafraseó.
―Entonces mi hogar será Pebble House ―determinó Bernie―. Mis hermanas no podrán
dormir si vivimos con ellas en White Cottage.
―Y no solo por mis ronquidos ―apostilló, divertido, esbozando una sonrisa que a Bernie le
pareció seductora, y él la atrapó entre sus brazos―. Puede ser que los dos juntos… no seamos
del todo silenciosos.
Bernie recordó su encendido interludio pasional de la noche anterior. Fue su turno para
ruborizarse. A Thomas le encantó esa cuota de candor por parte de ella.
Eso indicaba tantas cosas y tantas posibilidades por explorar. Si bien sabía que su prometida
ya tenía cierta experiencia, sus reacciones inocentes, llenas de sensual sorpresa y avidez, le
señalaban que el único amante que tuvo no fue de los mejores.
La primera vez entre ellos debía ser extraordinaria. Se esmeraría en iniciarla de verdad en el
voluptuoso camino hacia el placer.
―Oh, Thomas, eres un sinvergüenza ―reprendió, pudorosa.
―Contigo siempre seré un sinvergüenza, un libertino, un vicioso sediento de ti ―replicó sin
ápice de recato, y alzó la barbilla de su prometida con sutileza―. Y una cosa debes aprender,
lindura. No importa nada de lo que te hayan dicho acerca de lo que ocurre en la alcoba de los
amantes, lo único que cuenta es que, mientras haya amor, respeto y placer, siempre será bueno.
Y, en nuestro caso, estoy seguro de que será maravilloso.
―¿Cómo lo sabes? Yo… es que yo… ―titubeó.
Independiente de lo que hubiera hecho en el pasado, Bernie no consideraba que fuera
experimentada o una eminencia sobre el tema.
Thomas no dejó que Bernie continuara, le besó la punta de la nariz, fue sutil, delicado y
tierno.
―Porque cuando no piensas y te dejas llevar, te conviertes en puro fuego. Y el fuego de una
mujer es algo que no se debe apagar nunca, al contrario, se debe alimentar. Y yo quiero
alimentarte siempre.
Bernie había olvidado respirar. Thomas hablaba con tanta naturalidad que, en cierto modo, la
libraba de sentir culpa. Su mente ya comenzaba a evocarle sensuales imágenes entre ellos dos;
Thomas recorriendo su cuerpo con sus enormes manos, besándola con pasión, provocándola a
sentir algo poderoso y que no sabía qué era.
Tragó saliva.
―Y otra cosa ten en mente, Bernadette Shaw ―añadió Thomas―. No debes callar, siempre
tendrás el poder de decidir. No importa cuánto te desee, jamás te forzaré a hacer algo que no
quieres.
―Oh, Thomas. ―Bernie se acurrucó en el pecho de Swindon y se quedó largo rato ahí,
escuchando los latidos del hombre que amaba. Quería permanecer en ese lugar para siempre―.
Te amo.
―Y yo a ti, preciosa Bernadette. Te amo con todo mi corazón.
El silencio posterior llenó de conjeturas a Thomas, quien no sabía cómo plantearlas. Lo único
que deseaba era darle seguridad a Bernie, en los temas de alcoba nadie nacía sabiendo. Solo que
a los hombres les daban la ventaja ―y el poder― de aprenderlos antes de conocer a la mujer que
amarían toda la vida. En cambio, a las mujeres las dejaban en la ignorancia, en la inseguridad,
señalando cualquier atisbo de deseo en pecado. Les prohibían vivir y sentir.
A muchos hombres les convenía que fuera así, disfrazando de respeto la intimidad conyugal,
relegando la función de la esposa solo para procrear; y luego, cuando dicha tarea estaba hecha, se
dedicaban a dar rienda suelta a la lujuria en brazos de una amante. Él no concebía esa idea, le
asqueaba tan solo pensar en la humillación que debe sentir una persona, al ser encasillada a
cumplir un rol de objeto decorativo y reproductor de un matrimonio.
Era un convencido de que su esposa y su amante debían ser la misma mujer. Y su corazón
había elegido a Bernadette. Quería dejar en claro aquello.
El silencio de Bernie lo estaba matando. Quería saber tanto y a la vez no. Sin embargo, la
base de su relación era la honestidad.
―¿Él te forzó? ―se atrevió a preguntar Thomas al fin.
―No ―respondió Bernie―. Solo insistió mucho.
«Malnacido egoísta», masculló Thomas en su fuero interno. Intentó controlar la creciente ira
que nacía en su pecho, que lo instigaba a ir a buscarlo y castrarlo.
Inspiró y espiró varias veces, volviendo a un estado mental más pacífico.
―Cariño, eso es forzar. Te presionó hasta que te rendiste, estabas cansada de dar negativas y
de soportar sus reproches ―conjeturó―. Después de todo, se iban a casar. ¿Esa fue la excusa
que usó?
Bernadette afirmó con un leve gesto de cabeza… Así fue, ella quería esperar, pero él no, «la
amaba tanto que dolía».
―No me importa si nos casamos en diez días. Yo te esperaré ―prometió, sincero―. Sé que
suena cínico de mi parte después de nuestra cita secreta, y espero que no te hayas sentido
presionada.
―Eso nunca, Thomas ―intervino Bernie alzando su mirada―. Te juro que lo desee tanto
como tú.
Thomás sonrió, fue un alivio.
―De todas formas, esperaré hasta que seas mi esposa. Lo que sí haré, será ir despertándote de
a poco. ―Bernie frunció el ceño―. Debes descubrir cosas por ti misma.
―¿Podrías no ser tan críptico? ―interpeló. Odiaba cuando las personas intentaban hablar
sobre temas sexuales en código.
―Bien. Tienes razón, debo ser directo… Podemos jugar, así como anoche… y tú también
puedes jugar del mismo modo, contigo misma cuando estés sola en tu habitación.
―¿Cómo es eso de jugar conmigo misma? ―preguntó con mucho interés.
―Explorar tu cuerpo con esas bellas manos que tienes y descubrir dónde sientes más deseo y
placer. Para facilitar tu tarea, seré más preciso: debes concentrar tus esfuerzos entre tus piernas.
La boca de Bernie describió una adorable «O».
―¿Eso no es pecado? ―cuestionó, azorada―. Una vez escuché que hacer algo así dejaba
ciegos a los hombres.
―Yo no estoy ciego.
―Y tus gafas, ¿qué son? ―insistió, incrédula.
―Veo mal sin gafas, pero eso es así desde que era un niño. Así que es una gran mentira
cualquier estupidez que te hayan dicho sobre darse placer a sí mismo. En todo caso, si fuera
cierto, tres cuartas partes de la población masculina sería ciega o lunática. Por más que la gente
lo niegue, es algo que todos hacen.
―Te lo concedo ―accedió. Tenía lógica.
―¿Puedo hacerte una pregunta íntima?
Bernie solo asintió con la cabeza.
―Tu primer amante, ¿te hizo sentir algo? ¿Placer?
―Dolor ―murmuró Bernie de inmediato, y tragó saliva―. Después no tanto… como todo
era tan rápido.
―¿Rápido? ―terció Thomas―. ¿A qué te refieres con rápido?
―Fue… eeeeeeeh… bueno, él… ―Bernie se debatía en cómo podía describirlo―. No sé si
lo que hacía era normal o no.
―Déjame facilitarte las cosas. ¿Estaba mucho tiempo o poco tiempo moviéndose dentro de
ti?
―Eran movimientos rápidos y ya estaba… todo terminaba… Era a escondidas, en los paseos
en carruaje.
―Oh, por Zeus. ―«¡Qué pedazo de cretino!», pensó Thomas y suspiró―. Bueno, debes
saber que no soy así de rápido. Me tomaré mi tiempo para que tú también sientas placer. De eso
se trata, las mujeres pueden sentirlo al igual que los hombres.
Bernie no se atrevió a preguntarle cómo lo sabía. Se dio cuenta de que sentía celos de esas
mujeres que le enseñaron a él. Era absurdo, sí, pero el sentimiento ya estaba.
―Bernie, pronto estaremos casados y sabes, desde ya, que todo lo podemos conversar.
―Miró de soslayo hacia Pebble House, ahí estaban esas pequeñas diablillas espiando tras la
cortina―. Y ahora juguemos antes de almorzar.
Y Thomas, como el demonio impúdico que era, devoró los labios de Bernie, con la única
intención de enseñarle, una vez más, a esas muchachitas curiosas, cómo se tenía que dar un buen
beso.
*****
*****
Robert Atkins recobró el conocimiento. Parpadeó y los ojos le ardieron. No supo cuánto
tiempo le tomó acostumbrarse a la luz brillante que se colaba por la ventana. Lo único que sabía
era que el día estaba bien avanzado, aunque no sabía a ciencia cierta si todavía era martes.
Una vez que la luz dejó de molestarle, pudo reconocer el lugar donde estaba. Era la consulta
del doc. Sentía un sabor amargo en la boca. Inspiró hondo, mas un agudo dolor le recorrió todo
el cuerpo.
―Tranquilo, con calma.
Robert escuchó una voz lejana. Pertenecía a un hombre, sin embargo, la pudo reconocer. Miró
hacia su derecha, el doctor estaba de pie, al lado de la cama.
―Te repondrás en unos cuantos meses, si es que tus heridas no se infectan ―añadió.
Robert hizo un esfuerzo por aguzar el oído para escuchar las palabras del galeno. Aparte de
todos sus males, también estaba perdiendo el sentido de la audición. Por ese mismo motivo,
mientras se estaba dando a la fuga, juzgó mal el sonido del carruaje, y no logró calcular bien la
distancia, por lo que acabó siendo impactado cuando estaba a punto de escapar indemne.
El hombre hizo el intento de moverse, el dolor volvió a azotar cada parte de su cuerpo. Su
garganta apenas pudo emitir un débil gemido.
―No te muevas. Bebe un poco de agua. ―El doctor le inclinó la cabeza para que bebiera un
sorbo, el cual no fue suficiente para calmar la sed―. Despacio… eso… nadie te apura… Tienes
una fractura expuesta en tus dos piernas, y tuviste la suerte de que las costillas no perforaran tus
pulmones al quebrarse ―informó, al tiempo que Robert vaciaba el contenido del vaso.
Robert se resignó a que no podía escapar, estaba seguro de lo que vendría a continuación. ¿Se
arrepentía? Sí. Pero necesitaba el dinero.
―¿Te sientes en condiciones de hablar? ―inquirió el doctor en tono monocorde, volviendo a
recostar la cabeza de Robert sobre la almohada.
El hombre tragó saliva. Asintió haciendo un leve movimiento de cabeza.
―Suerte, Robert, la vas a necesitar. Esta vez sí que te costará caro. ―El señor Banks le
palmeó el hombro con suavidad y se retiró de la estancia.
Robert miró el cielo raso. No quería ver ni hablar con nadie. Entornó sus ojos. ¡¿Cuándo iba a
dejar de sentir dolor?! Una comezón se apoderó de su garganta, intentó reprimir el impulso de
toser. Pero fue inútil.
El dolor en sus costillas y abdomen fue inenarrable, pero no podía parar de toser. Sollozó.
Incluso llorar era un tormento.
―De verdad espero que el dinero que recibiste haya valido la pena ―sentenció la voz alta y
severa de la señora Shaw.
Robert abrió los ojos. No se dio cuenta de que ella había entrado en la habitación, debió
haberlo hecho con sigilo. La señora Shaw estaba al lado de su cama, acompañada por su hermana
y lord Swindon. Todos lo escrutaban, serios.
―Lamentablemente… lo valió, señora ―admitió en voz baja, incluso elevar su tono era un
suplicio ―. Usted sabe que mis días en la fábrica estaban contados, y debo mantener a mi
familia. El precio de mi lealtad me permitió poder arrendar un terreno que mi esposa e hijos
están cultivando.
―¿Quién fue? ―preguntó la señora Shaw.
―Paul Burton.
Bernie entrecerró sus ojos ante esa respuesta, ese nombre le era muy familiar. Georgie le
susurró al oído. La atención de la señora Shaw volvió a Robert.
―Entonces fue Paul Burton. ¿Estamos hablando de la mano derecha de Adolph Green? ¿El
dueño de la fábrica Green? ―continuó Bernie con el interrogatorio.
―Supongo que es la misma persona. Mi mundo siempre ha sido la fábrica ―replicó
Robert―. No sabía de la existencia de Burton hasta el día en que lo conocí cuando me abordó al
salir de mi turno.
―¿Te eligió al azar? ¿No sabes si tuvo un motivo especial?
―No tengo idea, señora. Solo me propuso una oferta que no pude rechazar… ¡No, Dios!
¡Aaaaaah!
Robert comenzó a toser otra vez. Bernie, Georgie y Thomas retrocedieron un paso hacia atrás,
todos al mismo tiempo, para no ser alcanzados por la saliva que expulsaba el hombre. Era una
escena lamentable y grotesca de presenciar.
Tras un par de minutos en los que parecía que Robert era incapaz de hablar, Bernie decidió
que no iba a alargar más la espera.
―Te advierto que no me iré hasta obtener todas las respuestas, Robert. Continuemos.
¿Cuánto tiempo llevas bajo las órdenes de Burton?
―Nueve meses, señora ―respondió con voz rasposa.
Bernie miró de reojo a Georgie, quien fruncía el cejo, confirmando que compartía las mismas
dudas. Los números no cuadraban, los sabotajes empezaron un año atrás.
―¿No fuiste tú el que hizo los primeros ataques?
Robert negó con la cabeza y contestó:
―Me contrataron cuando empezaron a reforzar la seguridad en la fábrica… Me dijo que él y
su socio necesitaban a alguien que no levantara sospechas y que pudiera entrar y salir con
facilidad.
―¿Cuándo te encargaron este último trabajo?
―Ayer.
Bernie miró a Thomas, él hizo una mueca en respuesta negativa, acto seguido, consultó sin
palabras a su hermana, el mismo gesto se repitió.
Era todo. No había más preguntas por el momento.
―Bien… Robert, debo advertirte que yo tomaré acciones legales ―anunció Bernie,
implacable. Robert abrió los ojos, el peso de sus acciones se le vino encima.
―¡No! ¡Por favor, señora! ―rogó alzando la voz, pero luego se arrepintió al sentir el dolor en
sus costillas.
―No voy a protegerte, Robert ―rechazó Bernie, determinada―. Mi bondad tiene límites.
Tal vez si colaboras con el magistrado puedas negociar una condena menor… No soy
responsable de tus actos, y menos aún de aquellos que han perjudicado no solo a la empresa, sino
al resto de los que trabajan en ella. Si tengo que elegir a quién proteger, voy a tomar la misma
decisión egoísta que tú; a los míos, mi futuro y mi legado.
Y sin más, dio media vuelta y abandonó la estancia, seguida por Georgie y Thomas.
Afuera los esperaba el señor Banks, quien estaba sentado en el sofá de su sala de espera.
Bernie resopló y se masajeó la frente, no se sentía bien. El día había sido demasiado largo, ni
siquiera pudo probar bocado durante la tensa espera. Ocho horas había durado el estado de
letargo de Robert, debido al láudano que le administró el doctor para poder curar sus heridas y
reacomodar los huesos, sin tener que escuchar alaridos de dolor.
―Necesito pensar ―dijo Bernie y se sentó al lado del galeno, quien le tomó una mano con
cariño paternal.
El doctor no había podido evitar la curiosidad y escuchó el interrogatorio a través de la
puerta. Estaba orgulloso de Bernie, era una mujer en todo el sentido de la palabra.
Y no necesitaba estar casada para demostrarlo. Al ver cómo interactuaba con su prometido,
podía inferir que él también la entendía y apreciaba.
―¿Obtuviste respuestas? ―preguntó el señor Banks, sabiendo de antemano lo que diría
Bernie.
―Sí… demasiadas. No sé por dónde empezar ―admitió, cansada.
―Bernie ―intervino Georgie, agachándose frente a su hermana y le tomó su mano libre―.
No puedes hacerlo sola, me tienes a mí, a Thomas… al doc. Incluso puedes contar con el señor
MacGregor y el señor Denson. Solo delega y concéntrate en lo que debes hacer tú y solo tú.
―Confía en la gente que te quiere ―añadió Thomas, posando su mano en el hombro de su
prometida.
―Necesito proteger a Robert ―sentenció Bernie. El señor Banks, Thomas y Georgie alzaron
sus cejas al mismo tiempo―. No en el sentido que imaginan. Cuando termine el turno en la
fábrica, el rumor se va a desperdigar por todo Lancaster.
―Entiendo ―intervino Thomas―. Si llega a oídos de Burton que su cómplice fue capturado,
puede tomar medidas drásticas y desesperadas para ocultar su participación.
―Lo otro que puede hacer Burton es escapar ―añadió Georgie.
―Siento que el tiempo se me agota ―agregó Bernie―. Y también está el asunto de la
administración que no podemos descuidar… Pero lo primero es interrogar a Burton. No sé dónde
vive. ¿Usted sabe, doc?
―No. Si ha necesitado un doctor en su vida, no he sido yo ―respondió el galeno.
―Denson debe saber dónde vive ―terció Thomas.
―Entonces ahí es nuestro primer destino ―decidió Bernie.
―Yo vigilaré a Robert. No irá a ningún lado, pero si alguien viene a buscarlo, diré que su
familia se lo llevó ―propuso el señor Banks.
―Bien, pero no se arriesgue más de la cuenta, doc ―accedió Bernie.
―Soy demasiado viejo para hacer algo estúpido ―replicó.
―Yo iré a la fábrica a recuperar la documentación que no alcanzó a perderse ―se ofreció
Georgie―, me llevaré toda la administración a casa. El señor MacGregor me puede ayudar.
―Le voy a aumentar el sueldo a ese hombre ―dijo Bernie, más en serio que en broma―.
Hazlo, que él te acompañe, ¿puedes conducir el cabriolé?
―Sí ―respondió sin atisbo de duda.
Bernie miró a Thomas.
―Tú y yo iremos donde el vicario, y si Dios nos acompaña, después iremos a la casa de
Burton a obtener respuestas. Tenemos una leve ventaja que no podemos perder.
―Como ordene, mi señora… ―afirmó Thomas―. Pero antes, pasemos a comer algo rápido,
no quiero que te desmayes o, peor aún, que te duela la cabeza. Te garantizo que los emparedados
de La Rosa Roja son tan buenos y contundentes como la comida de Magnolia. Solo será pedir y
comer mientras caminamos hacia la casa de Denson.
Bernie estuvo a punto de rechazar ese desvío.
Su estómago rugió. Thomas la miró ceñudo.
―No hay pero que valga, lindura. Vamos.
Capítulo XVII
Paul Burton tamborileaba los dedos sobre su escritorio, su taza de té se había enfriado. Estaba
seguro, algo había salido mal. Atkins siempre le dejaba un mensaje en su casa cuando terminaba
un trabajo. Sin embargo, al llegar esa tarde, nada había ocurrido.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento. Sus dedos dejaron de moverse,
solo podía ser su ama de llaves.
―Pase ―autorizó, sintiendo una súbita oleada de incertidumbre
La mujer de avanzada edad entró al despacho con una lentitud exasperante.
―Señor Burton, el vicario solicita una entrevista con usted.
Paul no pudo evitar soltar una exhalación. Había contenido la respiración todo ese rato.
―Que pase, por favor, señora Stevenson.
―Como ordene, señor. ―La mujer miró subrepticiamente la taza que había servido una hora
atrás, todavía estaba llena―. ¿Retiro su té?
―Si fuera tan amable.
Después de eternos segundos, la mujer llevó a cabo su cometido y dejó a Burton a solas,
quien se enderezó en su asiento y esperó al vicario.
La puerta se abrió y entró el afable hombre de Dios. Burton no sabía qué pensar sobre
Denson; si era demasiado ingenuo para no notar su popularidad entre las mujeres de la
congregación o, por otra parte, si era de esos lobos con piel de oveja, que depredaba ocultándose
en su investidura sagrada.
―Buenas tardes, señor Burton ―saludó el vicario.
―Buenas tardes, señor Denson ―respondió levantándose y ofreciendo su mano, la cual fue
estrechada firme―. Tome asiento, por favor.
―Gracias.
―¿A qué le debo el honor de su visita?
―Es algo breve. He venido a darle un mensaje de parte del señor Atkins.
Burton parpadeó, estaba perturbado.
―¿At-Atkins? ¿Qué Atkins?
―¿No lo conoce? ―preguntó el vicario, frunciendo el ceño, extrañado.
―No, jamás lo he visto ―se apresuró a negar.
―Bueno, solo estoy cumpliendo con mi labor. El señor Robert Atkins está muy malherido, y
me pidió de favor decirle que lo descubrieron... ¿A qué se referirá con eso? ―Fue la interrogante
que formuló más a sí mismo que al propio Burton.
―No tengo la más mínima idea.
―Oh, es una lástima. Tenía curiosidad por saber de qué se trataba. Fue un mensaje muy
críptico. ―Sonrió, inocente―. Bien, eso es todo. Supongo que el señor Atkins estaba
desvariando… ―Se levantó de su asiento―. El láudano, ya sabe, hace que la gente hable
sinsentidos balbuceantes. Yo no podía dejar mi misión inconclusa, jamás hay que desestimar la
palabra de un hombre moribundo, aunque esté un poquito drogado.
―Por supuesto. ―Burton imitó al vicario, rodeó su escritorio y le palmeó la espalda―.
Lamento que ese hombre le haya hecho perder el tiempo.
―No se preocupe, es deber de todos ayudar al prójimo ―replicó, al tiempo que era
conducido a la salida.
Burton abrió la puerta, y grande fue su sorpresa al encontrarse frente a frente con lord
Swindon, quien lo miraba severo.
Swindon avanzó un paso y Burton retrocedió. Denson se hizo a un lado y le permitió la
entrada a Bernie, que venía oculta tras su prometido. A la postre, ella se adelantó, siendo
flanqueada por Thomas y Douglas.
―Oh, olvidé mencionar que lord Swindon y la señora Shaw lo esperaban en el vestíbulo
―acotó el vicario con falsa inocencia.
―Creo que las cortesías no vienen al caso, señor Denson ―resolvió Bernie, acto seguido
miró a Burton, acusadora. La voz de él era la del sujeto que no pudo identificar en el
invernadero―. Ni tampoco las negativas.
―¿Q-qué significa esto? ―interpeló Burton, retrocediendo, sin darles la espalda.
―En serio, no se tome la molestia de negar nada, o me pondré de muy mal humor ―advirtió
Bernie, gélida, serena.
Thomas tomó del hombro a Burton y, esbozando una sonrisa sádica, lo «invitó» a sentarse en
la silla donde antes estuvo Denson.
Bernie rodeó el escritorio y se sentó en el asiento que presidía la estancia. Con parsimonia se
quitó los guantes, los dejó sobre la mesa y entrelazó sus dedos. Estudió a Paul por largos
segundos. El hombre estaba muy nervioso, ya se podía vislumbrar una capa de sudor sobre su
frente. Sin embargo, era joven, y si lo presionaban no le iba a dar un ataque al corazón.
―Señor Burton, sé que usted se reunió con el señor Springfield en el invernadero, durante la
fiesta del sábado pasado. Me he enterado en detalle del plan que urdieron para quebrar la
empresa que dirijo, con el objetivo de comprarla a un precio ínfimo. ―Bernie lo miraba a los
ojos, Burton tomó aire para responder, mas ella alzó su dedo y lo hizo callar―. Necesito saber
solo una cosa; quién es su jefe.
―Yo no sé de lo que me habla.
Bernie puso los ojos en blanco.
―No me diga que es tan pusilánime como Springfield. El pobre sujeto no pudo responder
ninguna pregunta, le dio un ataque al corazón con tan solo una conversación con mi prometido.
Deje de representar el papel de inocente, negar hasta la muerte no es lo más conveniente… Como
ya le dijo Springfield en el invernadero, tengo al rey Midas de mi lado, pero también tengo a
Alastor. Y así… ―Bernie se inclinó levemente hacia adelante y le chasqueó los dedos―. Lo
puede hundir. Conteste, ¿quién es su jefe? ¿El señor Green está detrás de este complot?
Silencio.
―¿Tendría que ir donde el señor Green a preguntarle? Tiene apoplejía, pero creo que puede
hablar… ¿cierto?
Silencio. Bernie se quedó mirándolo por largo rato, al cabo, suspiró y se levantó apoyando
sus manos en el escritorio.
―Verá, señor Burton, creo que no está viendo su situación con perspectiva. Me daré el
trabajo de guiarlo; aquí usted va a perder, de la manera que sea. No hay una salida fácil.
»Si no habla, tengo varios testigos que declararán en su contra ante el magistrado. Además de
ello, será despedido de su puesto en Green Cottage, suponiendo que el señor Green no es su
cómplice. ¿No ha pensado en su familia? En este momento, la está arruinando tanto social como
económicamente. ¿Su esposa está al tanto de sus sucios planes? Su codicia está poniendo en
peligro el futuro de sus hijas. Créame, el ostracismo no es un buen lugar para una señorita
casadera.
»Si habla, haremos esto como personas civilizadas. Por supuesto que habrá juicio por
conspiración, provocar incendios, dañar propiedad privada, fraude, etcétera, etcétera, etcétera…
Pero tendrá la atenuante de que está colaborando y quizás solo vaya a la cárcel haciendo trabajos
forzados por una breve temporada, en vez de ir deportado a una colonia. ―Bernie se levantó,
rodeó el escritorio hasta situarse frente a Paul Burton. Se inclinó y quedó a un palmo de distancia
de su rostro―. Dígame, ¿vale la pena arriesgarse tanto? Si me permite el atrevimiento, debió
haberle hecho caso a Springfield y no seguir con sus sabotajes. No está ni cerca de dejarme en la
bancarrota, ¿sabe por qué? Lord Swindon ha comprado la parte de lord Hastings, ha invertido
más capital para revertir los daños que han ocasionado… Sí, él me ama tanto que es capaz de
levantar Shaw y compañía, cinco o diez veces si es necesario.
Paul la miró con los ojos desorbitados. Tras largos segundos, su postura tensa se derrumbó y
claudicó.
―Si hablo, prométame que no va ir con el magistrado.
―No está en posición de negociar, pero lo pensaré…
Un par de golpes en la puerta interrumpieron la conversación y, acto seguido, apareció la
señora Burton.
―Señor Burton, la modista dijo… ―Las palabras murieron en la mujer al ver a su esposo
escoltado por el vicario, el conde y la señora Shaw. Todos la miraban de vuelta―. ¿Qué está
pasando?
Bernie sonrió y se irguió.
―Señora Burton, ¿desea unirse a nuestra conversación? Es sobre algunos negocios, estoy
intentando convencer a su esposo de invertir ―informó, casual y con simpatía.
La señora Burton no era tonta, se hacía la distraída y la que no entendía nada, pero intuía que
algún día algo iba a suceder, y que estaba relacionado con el comportamiento extraño de su
esposo. Esbozó una trémula sonrisa.
―No soy una mujer versada en negocios como usted, señora Shaw ―respondió, humilde. Le
dedicó una significativa mirada a su esposo―, pero el señor Burton sabrá elegir lo más
conveniente. Disculpen mi intromisión, que tengan buenas tardes ―se despidió con un femenino
gesto y cerró la puerta.
La sonrisa amable de Bernie fue reemplazada por un gesto severo y volvió hacia su objetivo.
―Entonces, ¿ha decidido colaborar?
Burton asintió.
―Debo señalarle que no se le ocurra hacer algo estúpido como mentir. Cuando compruebe
sus dichos, consideraré su propuesta.
―Es-está… está bien ―balbuceó en un susurro. Se aclaró la garganta―. Le contaré.
―Rápido, no tengo todo el día.
―Mi jefe, en realidad no es mi jefe, es mi socio ―respondió―. Hace poco más de un año
viajé a Londres a un funeral. En ese lugar coincidí con Sheldon Shaw.
Denson y Swindon se miraron de soslayo. Bernie se mostró impertérrita.
―Continúe, Burton.
―Conversamos, me comentó que sus ganancias ya no eran suficientes, yo le hablé de su
controvertido sistema para manejar su empresa. Creí que la conversación iba a morir ahí, como
cualquier otra. Tiempo después vino a Lancaster a proponerme su plan, necesitaba dos socios
más porque no podía invertir tanto.
―Y usted aceptó.
―Así es, no quería trabajar toda la vida para Green. No obstante, quebrar su empresa no fue
tan fácil como pretendimos en un principio.
―Si vio que Springfield se retiró de su conspiración, ¿por qué insistió en sabotear?
―Siempre hay sujetos como Springfield a la espera, más aún si, a fin de cuentas, nuestro plan
resultaba. Sin embargo, usted tiene demasiada suerte y es… persistente.
―Lo tomaré como un cumplido ―replicó, ufana. Tomó los guantes que había dejado sobre la
mesa y se los colocó, señal inequívoca de que la entrevista había finalizado―. Estaremos en
contacto, lo estaré vigilando. Así como usted compró a uno de mis trabajadores, lord Swindon
hizo lo propio con diez de los suyos. No haga algo de lo cual se pueda arrepentir.
―P-por supuesto. Estoy consciente de mi situación ―respondió a punto de colapsar, sentía
que la boca se le llenaba de saliva.
―Muy bien. Que tenga buenas tardes. ―Bernie esbozó una sonrisa maliciosa, dio media
vuelta y enfiló sus pasos hacia la puerta, la abrió y salió. La secundó el vicario, el conde se
rezagó por breves segundos, en los que aprovechó de darle unas suaves palmadas en la mejilla a
Burton como velada advertencia.
―¿Qué puedo decir? Ella me tiene comiendo de la palma de su mano, ¿no cree que es
excitante ver a una mujer con poder?... Hágale caso a mi prometida, su vida será mejor si lo hace.
Y el demonio enamorado también salió.
En la estancia reinó el silencio.
Burton se levantó de la silla, impelido por una violenta necesidad. Corrió hacia la ventana, la
abrió y expulsó todo lo que su estómago contenía.
*****
Después de haber ido a buscar a Titán a la fábrica, Bernie y Thomas acompañaron al vicario
hasta su casa. La noche amenazaba con precipitarse, el sol moría y les daba la bienvenida a las
primeras estrellas del firmamento.
―Muchas gracias por su ayuda, señor Denson ―dijo Bernie cuando llegaron a la casa del
vicario―. Me siento un poco culpable por haberlo hecho mentir.
―No se preocupe, señora Shaw ―desestimó el señor Denson―. Aunque mi misión sea guiar
a las almas, no puedo ser inflexible respecto a cómo quebrantamos los mandamientos. Sé que
Dios entenderá que nuestro fin era superior en muchos aspectos. Su empresa no debe morir, es la
única que brinda dignidad.
―Usted es un vicario muy poco ortodoxo ―señaló Thomas, guasón.
―Me lo dicen a menudo ―replicó, lacónico.
El caballo resopló y sus cascos resonaron en medio de la quietud. El vicario rio, el animal
necesitaba correr, pero dudaba que su amo fuera a darle en el gusto.
―Tranquilo, Titán… estás intratable hoy. Si sigues así, te devolveré al posadero ―amenazó
Thomas, luego hizo una leve inclinación con su cabeza hacia el vicario―. Tiene toda mi
gratitud, Denson.
―Ha sido un placer, Swindon… Señora Shaw, ¿podría decirle a la señorita Henrietta que
mañana iré a visitarla a la hora del té? Necesito ultimar los detalles de la escuela dominical.
―Por supuesto. ―Bernie sonrió―. El domingo llegó muy entusiasmada después de haber
conversado con la señora Lowell y presentada a los niños.
―Sí, la señorita Henrietta tiene un encanto especial con los niños ―elogió sin darse cuenta
de que su sonrisa era la de un hombre enamorado.
―Bien, lo veremos mañana entonces, señor Denson.
―Hasta mañana, señora Shaw, Swindon.
El vicario entró a su casa y Titán relinchó. Bernie y Thomas suspiraron, más por cansancio
que por ese amor que se profesaban en cada mirada.
―Te llevaré a casa ―sentenció Thomas, al tiempo que montaba a Titán. Cuando estuvo
acomodado, le ofreció la mano a Bernie―. Pon tu pie en mi bota e impúlsate para sentarte entre
mis piernas.
Bernie, con toda la agilidad que le permitió su vestido, obedeció. No pasaron demasiados
segundos cuando ya estaba sentada de lado, abrazada a la cintura de Thomas, quien inició la
marcha con un movimiento de riendas.
Al poco andar, salieron de la zona urbana de Lancaster hacia el este, cruzaron el puente Moor
Lane y continuaron por el camino del mismo nombre. Iban en silencio, compartiendo el calor y
el rítmico vaivén del caballo. El tiempo se redujo a un suspiro, y ya estaban llegando a White
Cottage.
―Estuviste formidable, Bernadette ―elogió Thomas, y le dio un beso en la coronilla a su
prometida―. No es fácil hacer lo que hiciste el día de hoy.
―¿Qué cosa? ¿Amenazar a dos hombres con hacerles sufrir las penas del infierno?
―Exactamente, máxime si en realidad no pretendes hacerlo.
―¿Cómo lo sabes? ―interpeló alzando la mirada.
―Porque te conozco. Eres demasiado buena. En cierto modo, Atkins y Burton no te
interesan, ya están pagando por sus crímenes. Los dos están quebrados, uno de sus piernas y
costillas y el otro de sus ahorros. A ti lo que te preocupan son sus familias que no son culpables
de nada.
―¿Cómo sabes lo de Burton?
―Sobre la mesa estaba abierto su libro de cuentas. Es un hombre muy ordenado, anota todo.
Le queda poco dinero.
―La verdad es que no lo noté.
―Recuerda que uso gafas, pero no soy ciego.
Bernie rio. Se acurrucó en el pecho de Thomas e inhaló su aroma, todavía había un remanente
de su fragancia, pero también olía a piel y sudor.
―¿Qué haré con mi tío? ―preguntó Bernie. No quería pensar, pero sabía que no había
tiempo.
―Déjamelo a mí. Mañana partiré a Londres a verlo.
Bernie se enderezó y lo miró para comprobar que Thomas hablaba en serio.
―¿Qué pretendes hacer?
―Pretendo hacerle una oferta que no podrá rechazar ―respondió, indolente.
―Mi tío resultó ser más ambicioso de lo que esperaba. De verdad quisiera ir contigo, solo
para ver su cara cuando le hagas tu «oferta». ―Suspiró―. Pero no quiero dejar a Georgie sola
resolviendo el desastre de la administración, las demás pueden ayudar, pero hay tanto que hacer
y enseñarles y…
―Tranquila, lindura… tranquila. Ya has hecho suficiente por un día. Deja que me haga cargo
esta vez. Además, tengo que aprovechar el viaje para buscar mis pertenencias, ver a mis
hermanos y organizar mis negocios. Estaré de vuelta el sábado en la tarde.
―Serán cuatro días ―rezongó―. No quiero que vayas, pero sé que tienes que hacerlo.
―Sí, tengo que darle su merecido al tío Sheldon en nombre de mi prometida y mis cuñadas.
Solo quiero que estés tranquila. ―Tomó las riendas con una sola mano y abrazó a Bernie con la
otra, tan fuerte como pudo―. Te amo.
―Yo también. ―Lo besó con ternura, pudo sentir cómo la incipiente barba le rasguñaba la
piel―. Te extrañaré tanto.
―Tal vez yo te extrañaré más… Pero debemos terminar con esto cuanto antes. Creo que no
podré cumplir del todo con la primera promesa que te hice.
―¿Qué parte no podrás cumplir? ―preguntó, extrañada por tal aseveración. Thomas la
estaba cumpliendo a cabalidad.
―Dije que no te dejaría sola hasta que todo estuviera resuelto. Bueno, creo que sí te dejaré
sola, pero solo unos días. Después estaré a tu lado toda la vida.
―Oh, cariño. Eres tan…
―¿Cursi? ―terció―. Debo admitir que contigo he desarrollado esa faceta que desconocía.
Por favor, no le digas a nadie, tengo una reputación demoniaca que mantener.
Bernie rio. Thomas siempre lograba arrancarle carcajadas con sus ocurrencias.
―Te prometo que nadie lo sabrá. Aunque yo no lo llamaría cursi, sino romántico.
Thomas se quedó pensativo por unos segundos.
―Está bien, te lo concedo, digamos que soy romántico. ―Suspiró―. Pero no soy un santo.
¿Sería demasiado atrevimiento pasar de largo e ir a Pebble House? Quiero disfrutar un rato más a
solas contigo. Es imposible con tus hermanas revoloteando como pequeñas hadas alrededor tuyo.
―¿Y qué es lo que pretendes hacer en ese rato? ―preguntó, directa.
―Jugar.
―¿A las cartas? ―interrogó con un tono irónico, al tiempo que ahogaba una risita.
―Quiero probar los alcances de mis técnicas de prestidigitación ―respondió, siguiendo el
juego, ladino―. ¿Te gustaría descubrir de qué soy capaz?
―Es interesante tu oferta ―replicó, como si lo estuviera evaluando, pese a que ya tenía una
respuesta en la punta de su lengua.
Le gustaba esa parte lúdica y atrevida de él. Era una ironía, en el pasado las propuestas de esa
índole le agobiaban y le hacían cuestionar los alcances morales de su papel de prometida y
mujer. Sin embargo, con Thomas no lo sentía como una presión a consumar su unión, sino a
descubrir de lo que era capaz de experimentar con su cuerpo. Su prometido la seducía y la
envolvía con sus ingeniosas y sugerentes artimañas. La impulsaba a tomar la decisión sin temor a
recibir algún reproche, porque sabía que, si se negaba, él no se enojaría ni tampoco se haría la
víctima.
Con él era libre, no existía la culpa, el temor, la presión.
Thomas le había prometido que la esperaría hasta su noche de bodas. Y sabía que iba a
cumplir.
No tenía nada de malo jugar.
Tomó la mano de él, que estaba afianzada en su cintura, y la guio a su seno. Thomas lo apretó
con gentileza, al tiempo que siseaba de pura anticipación.
―Tomaré eso como un sí. Aférrate a mí.
Muy a su pesar, se deshizo del contacto, tomó las riendas con ambas manos y le dio la orden a
Titán para que se desfogara galopando hasta Pebble House.
Capítulo XVIII
Thomas y Bernie entraron a Pebble House con premura. A ninguno de los dos les importó la
mirada furtiva e inquisitiva por parte de la señora Dood, el ama de llaves, quien, al recibirlos, no
pudo evitar alzar las cejas por la inesperada visita de la futura condesa, que no iba precisamente a
cenar. Su amo solo tomó un candelabro y se llevó a su prometida quién sabe a dónde.
Aunque no había que ser un genio para adivinarlo.
Al trasponer el umbral de la puerta de la habitación de Thomas, Bernie se vio inmersa en un
mundo de sensaciones. Estaba nerviosa, ansiosa, excitada. Sin embargo, también se sentía
inexperta, incluso virginal y temerosa.
Era la contrariedad hecha mujer. No entendía por qué era tan osada en algunas situaciones y,
en otras, un manojo de inquietudes.
Thomas, sin soltarle la mano, se internó en la cálida estancia. Dejó el candelabro en la mesa
de noche, al lado de la inmensa cama que parecía ser perfecta para los nuevos amantes. En el
ambiente se percibía el aroma del limón y cera de abeja, y se escuchaba el crepitar del pequeño
fuego del hogar.
―Bernie… ¿estás bien? ―preguntó Thomas, acunando el rostro de ella entre sus manos.
Estaba preocupado, la expresión de su prometida había cambiado.
―S-sí ―respondió, vacilante―. Solo estoy muy nerviosa… me abruma lo que siento.
―Sabes que puedes decir que no.
―Es más fácil seguir el impulso sin pensar… ―admitió cerrando sus ojos, molesta consigo
misma y sus vacilaciones.
―Y ahora estás pensando. ¿Quieres volver a White Cottage? ―ofreció sin reproche en su
voz―. Tal vez fui demasiado avasallador.
―No, no quiero irme… solo es que… me siento dividida ―explicó, abriendo sus ojos―. Sé
qué es lo que haremos, pero…
―No sabes a ciencia cierta qué sentirás ―intuyó Thomas.
Bernie asintió.
―Yo tampoco sé muy bien si lograré mi objetivo. Pero pondré todo mi empeño en hacerte
disfrutar. ―Ladeó levemente su cabeza, interesado―. ¿Puedo hacerte una pregunta íntima?
―Por supuesto.
―¿Intentaste hacer lo que te sugerí?
―Sí.
Thomas esbozó una sonrisa. Esa era su Bernie, no todas las mujeres se atrevían a cruzar esa
línea. Ella era valiente, curiosa y llena de fuego. Debía hacerle notar lo maravillosa que era. Le
tomó las manos y se las besó.
―Eres magnífica. Cuéntame, ¿lograste sentir algo?
Bernie se aclaró la garganta.
―Sí ―susurró.
―¿Y fue bueno? ¿Te gustó?
―Fue… fue placentero pero fugaz. De todas formas, me gustó. Es… es adictiva la sensación.
―Cuando empiezas a descubrir, ya no puedes parar, pero no significa que sea malo.
Enséñame cómo lo hiciste, quiero mirar y aprender de ti ―pidió con amabilidad, mas en su tono
había una insoslayable sensualidad.
Bernie sintió que la cara se le calentó en medio segundo.
―No sé si podré sabiendo que me miras… me da vergüenza.
―Oh, querida. ―Thomas la besó con suma ternura en los labios―. Lo que me mostrarás no
tiene nada de vergonzoso, será maravilloso y muy, muy erótico y excitante para mí. Ven
conmigo. No pienses, solo siente… Bésame.
Bernie entornó sus ojos y fue a su encuentro.
Sus bocas se unieron, se besaron a placer. Fue voraz, húmedo, lascivo. Se alimentaban de la
lengua del otro, degustándose, llenando el silencio con el sonido de sus labios separándose y
volviendo a colisionar al compás de sus respiraciones, que comenzaban a ser superficiales.
Sin dejar de besarla, Thomas atrajo a Bernie hacia él y no quedó ningún espacio entre ellos.
Sus cuerpos se alineaban a través de la ropa y, aun así, podían sentir sus formas y la urgencia por
eliminar esa barrera que los separaba.
Bernie comenzó a notar ese frenético palpitar entre sus piernas, que cada vez era más familiar
cuando pensaba en Thomas y evocaba su olor, su cuerpo, sus besos y caricias. Se arqueó en
busca de esa lúbrica fricción, y las manos de Thomas descendieron por su espalda hasta llegar a
su trasero, el cual apretó y amasó con gentileza, empujándola hacia él para que sintiera su tensa
erección y encontrara alivio en el contacto.
Bernie jadeó. Era justo lo que necesitaba, pero quería más. Imitó a Thomas en sus atrevidas
atenciones y sus manos se anclaron en ese trasero que era puro músculo. La sensación de tener
las manos llenas era mejor de lo que había imaginado.
El roce se intensificó, esa presión se volvió más deliciosa, más urgente y carnal.
Pero insuficiente.
Bernie gimió frustrada, y Thomas lanzó una risita grave y perversa.
―Muéstrame, enséñame ―animó―. Y yo te daré algo que no imaginas que se puede
hacer… Déjame quitarte solo el vestido ―pidió, su voz había bajado un par de tonos. Bernie le
dio la espalda para que él desabotonara la recatada prenda―. Cuando nos casemos, lo que menos
usarás será ropa.
En pocos segundos, el vestido marrón era una gran montaña de algodón. Bernie llevaba
medias, enaguas, pololos[2], una camisola y el bendito corsé que ensalzaba las curvas y los senos.
―Tantas, tantas capas ―bromeó Thomas, quien todavía estaba a espaldas de Bernie. Por
encima de la camisola, acunó con ambas manos los turgentes pechos y jugueteó con los pezones,
acariciándolos con sus pulgares. Bernie echó la cabeza para atrás, apoyándose en el pecho de
Thomas, y él besó su cuello―. Pero debo admitir que tienen su encanto.
Al cabo de unos segundos, Thomas abandonó los senos de Bernie, desplazando sus manos
por encima del corsé, hasta anclarse en sus caderas. Frotó su erección contra el trasero de Bernie,
a quien cada sensación, cada estímulo, le hacía olvidarse de todo; de sus temores, inseguridades
y pudor. Solo deseaba sentir, descubrir si aquello que probó con sus dedos y manos podía ser
más poderoso.
―Muéstrame ―conminó Thomas, susurrándole al oído, al tiempo que sus manos recogían
las enaguas, buscando el lazo que ataba los pololos. Cuando lo halló, solo le bastó dar un tirón y
la prenda cayó. No soportó la tentación. Con su mano derecha cubrió el monte de Venus y un
poco más. Sintió los rizos húmedos y el centro caliente. Apretó, sutil, arrancándole un jadeo a su
prometida―. Estás lista, qué delicia sentirte así. Muéstrame.
―Lo haré.
Bernie se subió a la cama dejando atrás sus inhibiciones. Gateó sobre el colchón hasta llegar
al medio, se acostó de espaldas al tiempo que subía sus enaguas y camisola hasta la cintura. Solo
le faltaba abrir las piernas y exponer su feminidad.
Thomas la contemplaba embobado, su prometida se veía sensual y etérea a la luz dorada de
las velas. Sin dejar de admirarla, se deshizo del abrigo, el chaleco y desabotonó su pantalón para
aliviar la presión en su rígido y anhelante miembro, el cual empuñó y estimuló, arrancándose un
siseo. Jamás se había sentido tan excitado en su vida, solo ese breve contacto casi lo catapultó al
éxtasis.
Pero tenía una misión que cumplir, y no claudicaría hasta que Bernie alcanzara el placer.
―No sabes lo hermosa que estás en este momento, Bernadette. Quiero verte, enséñame a
tocarte.
Bernie cerró sus ojos y abrió sus piernas con candor, sus manos se fueron directo a su centro
para comprobar si estaba tan lista como Thomas afirmaba. El suave contacto de sus dedos le hizo
tensar sus muslos y su sexo, se acarició a sí misma, esparciendo su néctar por doquier, buscando
ese punto sensible que a veces era esquivo, pero que ahora era evidente.
Al principio, sus caricias fueron suaves y tímidas. Bernie jadeaba con cada toque correcto,
probaba distintos grados de presión y ángulo. Se sentía lasciva, adoraba ser capaz de sentir.
―Intenta entrar en ti misma y mueve tus caderas para incrementar tu placer, búscalo
―sugirió Thomas, tragando saliva, mirando fijo, conteniéndose de ir y tomarla.
Bernie se dejó llevar, tanteó hasta hallar aquel lugar, y poco a poco, hundió su dedo medio.
Su propia invasión se sentía extraña y, sin embargo, decadente y placentera. Todo estaba más
mojado y caliente, sentía su interior inflamado que clamaba por ser llenado. Por puro instinto,
enterró sus talones en el colchón y alzó sus caderas, comenzando a moverse con más brío.
Bernie gemía más alto, más desesperada. No tardó en usar su otra mano para frotar aquella
perla rosada y sensible, al tiempo que su dedo era apresado en su interior.
Era glorioso y animal. Ella estaba a punto de alcanzar esa maravillosa sensación, pero esta
vez la advertía más fuerte. Lo sentía venir, pero le faltaba algo… más grande.
―Thomas ―murmuró―. Ven… ayúdame ―rogó, sin saber en realidad cómo él podía
llevarla al culmen de aquella lujuriosa exploración.
Él, con más experiencia y temple, podía intuir lo que ella ansiaba. Fue al encuentro de esa
mujer que lo tenía al borde de la locura, y el voluptuoso aroma femenino le dio la bienvenida. Se
arrodilló entre las piernas de Bernie, quien dejó de tocarse, quedando a la expectativa, sin
imaginar qué haría él, pero con la plena confianza de que mantendría su palabra.
Y él, sin dudar, la devoró.
Bernie dio un gritito de sorpresa y miró. Solo veía la desordenada y oscura cabellera de
Thomas entre sus piernas. Jamás olvidaría esa imagen. Era como ver una bestia salvaje
alimentándose de ella, propinándole oleadas de deleite. Se sentía desbordada, con ganas de
terminar con ese candente tormento.
Echó la cabeza hacia atrás, su cuerpo se movía en un ancestral y primitivo vaivén. Estaba tan
cerca, tan cerca de alcanzar esa cúspide. Abrió más sus piernas, esa lengua ardiente era el mismo
cielo, el infierno. Todo a la vez.
Y, de pronto, se sintió colmada en su interior. Miró otra vez; Thomas había hecho lo mismo
que ella. No era uno, sino dos dedos que apenas movía, al tiempo que castigaba su feminidad con
su lengua y labios.
Era tan delicioso. Bernie se halló presa del deseo, sus acometidas se volvieron más vigorosas,
tensando su interior, apresando los dedos de Thomas. Un escalofrío la recorrió. Apretó más
fuerte… y fue la chispa de ignición.
Violento, poderoso, bestial.
Bernie, solaz, jadeaba, gemía, sollozaba, todo al mismo tiempo.
Ella no podía parar, el placer primigenio era superior a la razón. Y Thomas no la dejaba, no la
soltaba, como si fuera su presa y no tuviera suficiente de ella.
Todo era deleite, calor, gozo.
Su vida se redujo a unos cuantos segundos de dorada fruición.
Y todo, por fin, acabó.
Llena de una desconocida paz, Bernie se relajó. Sus piernas y brazos quedaron sin vida. Una
sonrisa pletórica de satisfacción surcó su rostro. Conforme pasaron los segundos, su respiración
comenzó a ser más profunda y regular.
Thomas, feliz y conforme, se irguió y sacó un pañuelo de su bolsillo, limpió su boca, sus
manos y, delicado, se ocupó de Bernie, quien estaba desmadejada, con una expresión de plenitud
que le hizo sentirse orgulloso de ella y, por qué no, de él mismo.
Se acostó al lado de su hermosa prometida y la abrazó, instándola a que descansara sobre su
pecho. Ella se acurrucó en él, posando su mano sobre su corazón.
―¿Estás bien? ―preguntó Thomas al cabo de unos minutos. Quería escuchar, de labios de
ella, lo que sentía.
―Maravillosamente ―respondió, adormilada y sonriente.
―Y con la práctica solo va a mejorar, ya verás ―aseguró, convencido.
Bernie alzó un poco la cabeza y lo miró, interesada.
―¿Puede mejorar? ¿Cómo es eso posible?
―Mientras más te conozcas a ti misma, será mejor. Los hombres tenemos la leve ventaja de
que, sea como sea, sentimos placer. Mientras que, para muchas mujeres, el éxtasis es como
buscar el Santo Grial.
―Pareces saber mucho.
―Más que práctica, es estar atento a las conversaciones de las mujeres cuando piensan que
nadie las escucha ―aclaró, sincero―. Pero debo admitir que, sin tu guía, no habría podido
ayudarte. Tu cuerpo habla de tantas formas que solo debía hallar el camino correcto. Digamos
que tuve mucha suerte.
Thomas besó la frente de Bernie.
―Sin duda lo hallaste… Thomas… ¿Y tú? No has disfrutado nada.
―¿Nada? Por Zeus, no sabes cómo disfruté mirándote… y después, simplemente deliciosa.
―Swindon, sabes a lo que me refiero.
―Lo sé, no te preocupes. Desde el primer beso que nos dimos, estoy habituado a quedar
«tenso».
―¿No te duele?
Thomas lo pensó por un instante.
―Hay ocasiones en que todo vuelve a la normalidad, y en otras, es imperativo desahogarse.
―Entiendo. ¿No me mostrarás?
―De verdad me encantaría, pero tengo mi orgullo; si lo hago ahora en frente tuyo, será
demasiado rápido y decepcionante para el respetable público.
―Oh, Thomas… Eres un bribón.
Bernie tenía mucha curiosidad, pero aceptó la respuesta de Thomas. Dentro de su tono
bromista había una verdad subyacente; era un amante que disfrutaba dando y recibiendo, y eso la
animaba y le daba esperanza de que su intimidad iba a ser, tal como su prometido anticipó,
maravillosa.
Esa expectativa y ansia nunca la sintió respecto a Daventry. Ella asumió que así eran las
relaciones sexuales ―rápidas y sin mayores sensaciones―, y no había discusión en ello. En ese
entonces, siempre se preguntó por qué algunas mujeres perdían el juicio respecto a tales
actividades, si eran de lo más incómodas y dolorosas.
Ahora lo entendía, todo dependía de la clase de amante. Los había mediocres y sobresalientes.
Thomas entraba en la segunda categoría.
Sin querer, Bernie bostezó largo y exhausto, al tiempo que cubría su boca con su mano.
Estaba relajada, cómoda, satisfecha, sin embargo…
―Tengo mucho sueño. Y no quiero marcharme.
―Pues no lo hagas ―replicó Thomas.
―No puedo. ―Hizo un puchero―. Tengo que volver.
―Lo sé, pero no perdía nada con intentarlo. En pocos días, dormiremos juntos todas las
noches… y desnudos ―agregó, pícaro.
―Eres un sinvergüenza incorregible.
―Y por eso me amas.
Bernie sonrió.
―Sí, por eso te amo.
*****
―Ha llegado lord Swindon, señora ―anunció Estelita esa mañana de día miércoles en el
comedor familiar. En sus labios se dibujaba una pícara sonrisa. No pasaron demasiados segundos
y ya se asomaba Thomas detrás del ama de llaves. También había una sonrisa ladina dibujada en
los labios de él.
―Estelita no deja de llamar guapo a mí ―acusó con su horrible español―. Decir a ella que
yo estar… Mmmm, ¿cómo es la palabra?
―¡Comprometido! ―respondieron a coro las hermanas Shaw, riendo de buena gana. Thomas
se estaba esforzando mucho por aprender español.
―¡Eso! ―Les guiñó el ojo―. Buenos días, futuras cuñadas y futura esposa ―saludó con
alegría.
―Buenos días, Thomas ―respondieron.
Thomas se acercó a su prometida y le besó la frente, acto seguido tomó su lugar en la mesa, al
lado de Bernie.
Sí, Thomas, a pesar de vivir ―más bien, pernoctar― en Pebble House, seguía desayunando
con las Shaw. Odiaba comer solo, provenía de una familia numerosa, era impensable no tener
compañía en la mesa.
―¿Café, cariño? ―ofreció Bernie.
―Sí, por favor… ¿Cómo dormiste? ¿Descansaste? ―preguntó con suma curiosidad.
Bernie terminaba de servir el café. Le agregó el chorrito de leche y respondió, impasible:
―Como un bebé. ―Le entregó la taza a Thomas―. ¿Pudiste hacer algo con tu problema de
tensión? Me pareció que era duro de resolver.
―Por supuesto, lo hice con mis propias manos y el resultado, tal como anticipé, fue
decepcionante. Cuando nos casemos creo que me podrás ayudar en ello. ―Y dicho esto, bebió
un sorbo de café.
Bernie se aclaró la garganta, un leve rubor se instaló en sus mejillas. El tiro le salió por la
culata, pretendía incomodar a su prometido y terminó siendo al revés.
―Qué bien, cariño. ―Compuso una sonrisa amable para sus hermanas―. Recuerden que a la
tarde vendrá el señor Denson ―continuó.
―¡Uuuuuuuuuuh! ―exclamaron agudo Alex y Jackie, guasonas.
Henry no respondió. El silencio era la mejor arma en contra de sus inmaduras hermanas.
―Ya quiero ver el día en que alguien llegue a sus vidas, ahí yo me burlaré ―terció Georgie.
Alex se encogió de hombros, indolente. Jackie se miró las uñas. No servía lanzarle pullas a
Georgie, ya no se avergonzaba por admitir su atracción hacia el jefe de mecánicos.
Bernie puso sus ojos en blanco por la actitud infantil de las menores. Por lo menos, aquel
intercambio no se había transformado en una pelea sin sentido.
―He enviado de vuelta a Titán a la posada mientras estoy fuera ―comentó Thomas,
cambiando de tema, al tiempo que embadurnaba una tostada con mantequilla―. Un carruaje
vendrá en su lugar para llevarme a la estación de trenes.
En el ambiente se sintió el cambio. En los rostros de todas las hermanas Shaw se manifestó el
pesar. Incluso un poco de miedo.
Thomas, ante el súbito silencio, alzo su mirada y miró a las hermanas. Se le partió el alma al
ver sus expresiones de congoja.
―Volveré el sábado, no pongan esas caritas ―prometió―. Saben que tengo una misión
importante que cumplir.
―Por favor, dale un buen puñetazo al tío Sheldon ―pidió Jackie―. Que le sangre mucho la
nariz. Dos ríos. Así. ―Señaló con dos dedos desde sus fosas nasales, pasando por los labios,
mentón y cuello.
―Y pellízcale las mejillas. Odiaba que hiciera eso cuando nos saludaba ―añadió Henry.
―¿Y no quieren que traiga su cabeza en una bandeja de plata? ―terció Thomas―. Les
recuerdo que el asesinato es ilegal.
―Podrías esconder su cadáver en el Támesis ―propuso Alex―. Le atas piedras al cuerpo
para que se hunda.
Bernie miró a su hermana con los ojos muy abiertos. Desconocía por completo esa siniestra
faceta criminal.
―No me mires así, Bernie, por favor. Es una broma ―se defendió Alex―. Aunque me
gustaba la idea de que Thomas trajera la cabeza de tío Sheldon en una bandeja de plata.
―Yo solo espero que pida perdón de rodillas ―agregó Georgie―. Y llorando.
―Thomas sabrá qué hacer ―zanjó Bernie, mirando a su prometido―. Dentro de un marco
legal.
―Miren, en vez de convertirme en un criminal, les ofrezco a cada una de ustedes un regalo.
Pídanme lo que quieran y yo se los traigo de Londres.
El comedor se llenó de solicitudes femeninas de perfumes, lazos, encajes, cajas musicales,
sombreros, pañuelos, guantes, magazines de moda, libros, partituras y un inacabable etcétera,
etcétera, etcétera, etcétera.
Y etcétera.
Thomas tuvo que pedir papel, tinta y pluma para anotar todo, porque de seguro lo iba a
olvidar. Era una lista interminable, sin embargo, tenía una gran sonrisa en los labios.
―¿Tú no vas a querer nada de Londres, lindura? ―preguntó Thomas, al notar que Bernie no
había hecho ningún encargo.
―Solo que vuelvas ―respondió, sintiendo un súbito nudo en su garganta.
Thomas, consciente de la vulnerabilidad que evidenciaba la petición de su prometida, le tomó
la mano y se la besó sin dejar de mirarla a los ojos.
―Te prometo que volveré. Nada me lo impedirá.
Bernie asintió, creía en las palabras de Thomas. Lo iba a extrañar tanto. Ni siquiera era viable
pedirle que escribiera, él iba a estar de vuelta antes de que llegara la primera carta, era un
absurdo. Solo le quedaba resignarse y tener paciencia.
En ese instante, Estelita entró en la estancia, ya no sonreía como minutos atrás.
―Ha llegado el carruaje de lord Swindon ―anunció, seria, con los ojos enrojecidos.
También le afectaba la partida del conde.
―Oh, Estelita ―dijo Bernie en un tono de lamento. Se levantó y abrazó a su ama de
llaves―. Swindon volverá ―aseguró, ya sin temor. Él volvería, punto.
―Oh, este bribón se ha robado el corazón de todas ―admitió el ama de llaves, secando sus
lágrimas con el dorso de su mano.
Thomas, conmovido y divertido por aquella muestra de cariño, se levantó de su silla y fue
hasta el ama de llaves y le plantó un beso en la mejilla.
―Yo volver… promesa ―dijo, y alzó su mano como si estuviera prestando juramento en un
juicio.
―Más le vale volver, milord. O lo iré a buscar de una oreja. ―amenazó, ruborizada con ese
beso.
Thomas sonrió. ¡Por Zeus!, las iba a extrañar a todas.
―¿Me quieren acompañar a la estación de trenes? ―propuso para aprovechar todo el tiempo
que le fuera posible.
No fue necesario insistir, en menos de cinco minutos todas estaban en el carruaje, listas y
dispuestas, no para decir «adiós», sino «hasta pronto».
*****
Y Thomas se fue.
Bernie se quedó con una sensación de vacío, mientras contemplaba cómo se alejaba el tren,
dejando una estela de humo.
Sin embargo, sabía que, durante el transcurso del día, esa aciaga sensación iba a menguar.
Sí, sin duda.
Se tocó los labios, él la había besado, volvió a prometer por enésima vez que volvería.
«Mi vida y mi corazón están aquí, contigo».
La estación se vaciaba poco a poco, pero ella todavía no podía mover los pies.
Necesitaba moverse.
Tenía que moverse.
Secó sus lágrimas. Inspiró hondo y, junto a sus hermanas, decidió volver a White Cottage. Le
dio la espalda al tren que cada vez se hacía más pequeño en la lejanía.
Además, tenía tanto por hacer; reorganizar la administración, recuperar información, contratar
personal para reacondicionar su oficina, confeccionar su vestido de novia, organizar el almuerzo
nupcial, hacer y enviar las invitaciones a su boda, enviar sus pertenencias a Pebble House,
terminar sus trámites legales respecto a sus bienes.
Sí, esos cuatro días pasarían volando… y en una semana más se iba a casar.
Pero ya extrañaba a su demonio, a su ángel, a su amigo, a su compañero… a su amante.
Cuatro días...
Capítulo XIX
Aidan MacGregor.
Georgie guardó la carta en su bolsito tras leerla por décima vez, su corazón se aceleraba de
pura felicidad. Desde el día anterior deseaba darle una respuesta a Aidan, mas todos los eventos
ocurridos se lo impidieron. Después de dejar a Swindon en la estación de trenes, se separó de sus
hermanas con la excusa de buscar un par de libros que dejó olvidados en su escritorio, y partió a
la fábrica.
Y ahí estaba ella, intentando calmar sus nervios frente al comedor, esperando a que los
trabajadores salieran a almorzar. Estaba tan ansiosa, sentía el cuerpo tenso, y cada vez que
pensaba en la carta, el vientre se le apretaba.
De pronto, lo vio caminando hacia el comedor con un libro en la mano. Aidan era
inconfundible, siempre lo fue desde que lo conoció. No transcurrieron demasiados segundos
hasta que él reparó en ella, y le dedicó una sonrisa tímida.
Los latidos de Georgie aumentaron a niveles alarmantes. Aún más cuando Aidan ya estaba
frente a ella.
―Buen día, señorita Shaw ―saludó.
―Buen día, señor MacGregor ―respondió, envarada―. Necesito conversar con usted en la
oficina respecto a unos papeles que quedaron pendientes ―mintió. Aidan lo sabía, el día anterior
se llevaron todo cuanto pudieron rescatar, solo dejaron lo inservible.
―Por supuesto ―accedió él, reprimiendo el impulso de ofrecerles su brazo en frente de los
trabajadores. No quería exponer a Georgie a las habladurías.
―Sígame, por favor.
Caminaron uno al lado del otro. Georgie iba apresurada hacia la oficina y Aidan le seguía el
paso. Estaba nervioso, sabía que iba a recibir una respuesta.
Georgie sacó las llaves de la oficina de su bolsito, las manos le temblaban. Le costó atinarle al
ojo de la cerradura. Jamás abrir la puerta le había parecido una tarea tan titánica.
Entró e invitó a Aidan.
Cerró la puerta tras de sí. La oficina estaba con las contraventanas cerradas, sin embargo, se
colaban algunos haces de luz que llenaba la habitación de claroscuros. Aidan parpadeó para
acostumbrarse, el súbito cambio de luz lo dejó a ciegas.
―Aidan ―llamó Georgie, nerviosa, no quería perder tiempo ni el valor―. He leído su carta.
Hubo un momento de silencio.
El jefe de mecánicos se aclaró la garganta.
―Georgie, estoy encandilado, apenas puedo ver sus labios. No he escuchado lo que me dijo
―explicó, todavía no podía distinguir con precisión.
Aidan sintió las manos de Georgie sobre su pecho. Luego un toque suave, fugaz e inocente
sobre sus labios.
No necesitó más. Aidan abrazó a Georgie y aspiró el aroma que ella desprendía de su cuello.
Se quedó largo rato con los ojos cerrados, sintiendo el calor compartido. Jamás se había sentido
tan feliz y aliviado al mismo tiempo.
―Aidan ―llamó Georgie. Él notó en su hombro que ella habló. Se separó y abrió los ojos, ya
podía ver mejor y distinguir la preciosa boca de la mujer que amaba.
―Ya puedo verla bien… Asumo que su beso es un sí a mi carta.
―Es un sí, siento lo mismo por usted. Desde hace tiempo ―admitió, todavía temblorosa.
―¿Me ama?
―¿Cómo no amarlo? Siempre supe que usted era más de lo que aparentaba, y no me refiero a
su origen. Su lealtad, su inteligencia… La vida no ha sido fácil para usted desde que su padre
murió y, aun así, no ha perdido el orgullo ni la dignidad. Mientras más lo conozco, más lo
admiro y más profundo se arraiga este sentimiento en mi corazón.
―Oh, Georgie. Soy tan feliz.
Enmarcó entre sus manos el rostro de ella, quien cerró sus ojos para recibir el tan ansiado
beso.
Y superó sus expectativas.
Dulce, tierno y, sin embargo, firme y decidido. Incluso besando, Aidan era un caballero. Ella
respondió al ritmo que él imponía, y sintió una inusitada urgencia que iba más allá de su
comprensión. De súbito, Georgie se vio exigiéndole más a ese beso, no podía detenerse. Se
aferró a la cintura de Aidan como si fuera su ancla y fue peor, sentir su calor fue casi su
perdición.
Aidan se detuvo de a poco, antes de perder la cordura. Georgie era tan inocente y no sabía lo
que le pedía con ese beso lleno de candorosa pasión. Lo finalizó depositando uno suave en la
frente de su amada.
―Vamos a hacer las cosas bien ―sentenció Aidan mirándola a los ojos―. Esta noche iré a
pedir su mano a la señora Shaw.
―Ya tiene su bendición.
―De todas formas, lo haré. Usted merece que haga todo bien. Solo le pido algo de tiempo,
me gustaría comprometerme con usted cuando deje de trabajar en la fábrica, no quiero que
hablen mal de usted ni de mí. Mientras tanto, la cortejaré.
―Está bien. ―Contra todos sus deseos, Georgie se separó. Ya no podía seguir distrayendo a
Aidan, él debía comer y continuar con su trabajo―. Lo esperaré esta noche, vaya a la hora de la
cena.
―Ahí estaré.
*****
La noche ya se había derramado en el cielo de Londres, y una tenue neblina se hacía notar en
las luminarias a gas. Thomas suspiró, estaba cansado pero agradecido de llevar un equipaje
ligero. Se quedó plantado frente a la puerta de la residencia del ducado de Hastings, Rock Hall,
ubicada en el barrio de Trafalgar Square, lugar al que toda la familia se había trasladado cuando
el abuelo Albert enfermó.
La familia de Thomas era muy unida. Él, siendo un adulto independiente, prefería vivir con
sus padres y hermanos. En el fondo, era un hombre que respetaba ―y temía― a la libertad que
otorgaba una residencia de soltero.
Siempre tuvo la sensación de que, si no controlaba todos los aspectos de su vida, quizás se
descarrilaría como el conde que lo antecedió. Ese miedo lo compartía con su primo Frank, cuyo
progenitor asesinó al padre de Thomas.
¿El motivo? Dinero.
Alexander Swindon era hábil en los negocios, vicioso de los placeres de la carne y malo en
los juegos de azar. Así como ganaba, despilfarraba.
Thomas ni siquiera quería imaginar qué habría sucedido si Michael Martin no hubiera
aceptado y ganado esa apuesta.
Desde ese día su vida cambió. Cuando tuvo que abandonar la protección familiar para entrar a
Eton, se dio cuenta de que el mundo era mucho más cruel de lo que pensaba, y todo se trató de
controlar, medir, manipular, calcular, espiar, infiltrar y conspirar con el fin de vengar cada
insulto y humillación por parte de sus pares. En aquel lugar no solo aprendió a nivel académico,
también aprendió sobre la naturaleza humana.
Y hasta el día de hoy, aplicaba lo aprendido.
Quizás por eso amaba tanto a Bernie, era una mujer a la que él no deseaba ni se atrevía a
controlar, porque si lo hacía, la perdería en todos los sentidos imaginables. Y así tal como era
ella, la adoraba.
Y, por Zeus, él prefería parecer un verdadero pelele frente al resto de la sociedad, si con ello
se quedaba con Bernie.
Quizás le convenía que los demás lo vieran así.
Al fin se decidió por tocar la aldaba de la puerta e inspiró hondo. Iba a dar la cara a una parte
de su familia.
La luz proveniente del vestíbulo le dio de lleno en los ojos y una silueta alta y delgada lo
recibió.
No era el mayordomo.
Tampoco era el segundo mayordomo, sino que se trataba de John Fields, el secretario de su
padre. Llevaba veinte años al servicio.
―¿John?, ¿qué haces abriendo la puerta?
―Creo que «buenas noches» es una forma más apropiada de saludar, milord ―replicó el
secretario.
―Muy gracioso… Buenas noches, John.
―Bienvenido, milord. ―Y dichas estas palabras, lo dejó entrar.
―Ahora puedes responder por qué estás atendiendo la puerta y no el mayordomo ―interpeló
Thomas, al tiempo que entraba al vestíbulo.
―Catarro, uno de los fuertes. La mitad del servicio está en cama y preferimos aislarlos para
no contagiar al resto ―explicó al tiempo que recibía el maletín, el sombrero y el abrigo de
Thomas―. Mientras todos se recuperan, mi querida esposa vino a apoyar al servicio como ama
de llaves. Ahora está ocupada de la cena, y como buen esposo me ofrecí para ayudarla.
―¿Y tus hijos, ya entraron al internado?
A John se le dibujó una orgullosa sonrisa, tenía cuatro hijos con Elizabeth, su amada señora
Fields, y el ducado les pagaba los estudios en un excelente internado, a cambio de buenas notas.
Un trato justo.
―Desde principios de mes. Los muchachos no hallaban la hora de volver a clases, por eso
mismo Elizabeth pudo hacerse cargo de todo este problema sanitario.
―La señora Fields es parte importante de esta familia ―convino Thomas con cariño―. Ama
de llaves honoraria… y a propósito de reemplazos, ¿Lawrence no te ha pedido ayuda con los
asuntos del ducado?
―Como lord Hastings está de vacaciones, yo también lo estoy. Sin embargo, me ofrecí a
apoyarlo, pero lord Bolton dijo que él es capaz de hacer el trabajo solo y que yo me limitara a
disfrutar de mis días libres.
―Ya veremos cuánto tiempo puede hacerlo solo. Pasaré directo al comedor, estoy famélico
―anunció, al tiempo que enfilaba sus pasos hacia dicho lugar.
―Le diré a Elizabeth que ponga un puesto más.
―Gracias, John.
―Por cierto, felicitaciones por sus futuras nupcias. Bernie Shaw es una mujer como pocas.
Los pasos de Thomas se detuvieron y dio media vuelta. John esbozaba una sonrisa maliciosa.
―¿Por qué tú y mi padre nunca mencionaron ese detalle? ―increpó.
John se metió las manos en los bolsillos y meditó su respuesta por unos segundos.
―Cuando hablamos de ella frente a los demás, procuramos no revelar su género. Las
personas tienden a prejuzgar con facilidad.
―Pero yo no soy como los demás. No sabes la cara de estúpido que puse al darme cuenta de
que era una mujer.
―Cada uno pone la cara que puede, milord.
―Ja. Ja. Ja. Tú no sabes cuándo callar, ¿cierto? Tienes un exceso de confianza.
―Precisamente por eso llevo más de veinte años al servicio de lord Hastings.
―Mi padre es un santo ―masculló.
―Yo diría que es todo lo contrario.
Thomas se dirigió al comedor, dejando atrás la risa de John. El aroma de la sopa de pollo y
verduras era tentador y su estómago rugió. Al llegar, se encontró con sus hermanos; Lawrence,
Alec, Laura y Charity, quienes estaban empezando a cenar y no repararon en su presencia. Solo
faltaban tres integrantes de la familia, sus padres y su hermano Gabriel, quien estaba cursando su
último año en Eton.
El conde sonrió, inspiró hondo y exclamó:
―¡Ha llegado la alegría de este hogar!
Lawrence, Alec, Laura y Charity alzaron la mirada llena de sorpresa.
―¡Thomas! ―exclamaron todos al mismo tiempo.
Laura y Charity se levantaron y fueron a abrazarlo como si hubieran pasado años. Adoraban a
su hermano mayor y habían sentido su falta.
―Mis hermanitas hermosas, las extrañé mucho…
―Mentiroso ―rebatió Laura, una hermosa dama de veintiún años, quien iba ya próxima a
cumplir su cuarta temporada sin proposiciones de ningún tipo. Tal vez sus gafas y su eterna
expresión de hastío frente a las conversaciones banales, espantaban hasta al caballero más
desesperado. Era una mujer que lo quería todo, no solo formar una familia, sino encontrar su
lugar en el mundo―. Lawrence nos contó que no has tenido tiempo ni corazón para extrañarnos
―reprendió con cariño. Su hermano era otro, se le notaba una inmensa felicidad en su expresión.
―¿Has venido solo? ―preguntó Charity, de catorce años, quien se educaba en casa y
aprendía distintos oficios en la academia para mujeres, la cual pertenecía a un proyecto social
familiar. De hecho, todas las mujeres vinculadas a esas familias debían aprender uno―. ¡Qué
decepción! Quería conocer a las florecillas.
―¿Florecillas? ―preguntó Thomas, al tiempo que arqueaba una ceja.
―Así les dice Lawrence a las hermanas Shaw, incluyendo a tu Bernie ―terció Alec, que se
acercaba a saludar―. ¡Felicidades, demonio bribón! ―Lo abrazó sin importarle que estuvieran
sus hermanas en medio y entre ambos las apretaron, arrancándoles jocosos y femeninos chillidos.
Alec también se dedicaba a los negocios, pero se especializaba en rastrear flujos de dinero,
tarea ardua, difícil y minuciosa, por lo que muchas veces tenía que tratar con los bajos fondos
londinenses. Proveía de información a Thomas y a quien quisiera contratarlo. A sus veintiocho
años y, al igual que sus hermanos y primos, también era conocido por su alias demoniaco:
«Badariel», uno de los innumerables ángeles caídos, desterrados por el Todopoderoso. Fue uno
de los grandes príncipes, hermosos, temibles, maravillosos, honorables, el encargado del tercer
cielo.
Sí, a los Herederos del Diablo les gustaban los nombres rimbombantes.
―¡Fe-li-ci-da-des!... ¡Tho-mas! ―exclamaron sus hermanas con voces estranguladas al sentir
que sus hermanos volvían a apretujarlas.
Thomas y Alec las soltaron entre risas. Lawrence, quien los observaba con una expresión
guasona, solo esperaba su turno para saludar a su hermano con unas breves palmadas en la
espalda, el cual llegó segundos después. No había tenido tiempo para extrañarlo, le había
encargado demasiadas misiones.
―¡Lord Swindon! ―intervino el «ama de llaves honoraria»―. Déjeme felicitarlo.
―¡Señora Fields! ―exclamó Thomas, y fue al encuentro de la afable mujer. Le dio un
abrazo fuerte.
―Usted no le pierde pisada a su padre, milord ―sentenció la mujer al separarse de su amo―.
Todavía recuerdo cómo él se enamoró de su madre, solo bastaron un par de semanas viviendo
juntos y ya nada los pudo separar.
―¡Por todos los demonios! ―terció Alec, como si hubiera sido consciente de algo
horroroso―. Recién ahora entiendo qué eran esos ruidos… ¡No eran de fantasmas!
Qué terrible era para un hijo darse cuenta de que sus padres no fueron del todo discretos en
los albores de su romance.
Thomas y Lawrence rieron. Ellos sí se habían dado cuenta de ello hacía muchos, muchos años
atrás, en diferentes circunstancias que no cabía mencionar.
―¿De qué estás hablando, Alec? ―interrogó Laura.
―Un recuerdo enterrado que hubiera preferido no descubrir. Mejor ni preguntes ―respondió,
haciendo muecas de melindroso horror.
―Señor Alec, no sea exagerado ―amonestó con cariño la señora Fields―. Agradezca que
sus padres todavía se aman como el primer día.
―Eso lo agradezco, pero prefería vivir en la ignorancia.
Laura y Charity lo miraron, intrigadas, pero ya sabían que él no diría nada más.
*****
Después de la cena, vino el postre. Thomas detalló a sus hermanos todos los pormenores
acaecidos en Lancaster desde su partida. En aquella familia no existían los temas de hombres y
menos, los de adultos ―guardando las proporciones―. Charity había llegado a esa edad en que
daba su opinión, aunque no se la pidieran. La atípica familia del ducado de Hastings siempre fue
criticada por su liberal forma de educar a sus hijos. Sin embargo, la sociedad los aceptaba a
regañadientes y se conformaban con que no se les podía pedir más, si siempre tuvieron una
descarada inclinación hacia el escándalo.
―Y por eso he vuelto ―finalizó Thomas―. A diferencia de Bernie, no confío en Burton.
Debía llegar más rápido que una carta o un mensajero. Quiero terminar con ese asunto de una
vez por todas.
―Me hubiera gustado ver a la florecilla Bernie interrogando ―comentó Lawrence―. ¿Daba
miedo o no?
―Lo hizo tan bien, que en ese momento creí que sí iba a tomar acciones legales y arrasar sin
importar nada. Pero después me di cuenta de que su corazón es demasiado tierno.
―¿Y respetaste su decisión? ―intervino Alec, incrédulo.
―Pues, ella manda, es su empresa ―respondió―. A decir verdad, no tengo alternativa, solo
proteger sus intereses sin pasarla a llevar.
―Sí que te pegó fuerte el amor. ―Alec fingió un escalofrío, Laura y Charity lo amonestaron
con la mirada y sendos manotones―. ¡Auch! ¡Salvajes!
―¿Averiguaste algo en estos días? ―prosiguió Thomas, felicitando en su fuero interno a sus
hermanas. Ya quería ver a su hermano cuando el amor lo atrapara.
―No mucho en realidad ―respondió Alec―, han pasado pocos días desde que Lawrence me
pidió rastrearlo, solo sé que tiene deudas impagas con la mitad de los sastres de Londres. Según
ellos, el señor Shaw no estuvo conforme con su trabajo y se rehusó a pagar por algo que no llenó
sus expectativas... De todas formas, creo que a Shaw no va a bastar con solo amenazarlo.
―También creo lo mismo… Por ello debo prevenir que le envíen información a toda costa.
―Iré a buscar a Horatio ahora mismo ―propuso Lawrence―. Supongo que, como inspector
de Scotland Yard, podrá mover algunos hilos y dejar algunos hombres para vigilar. Él me dijo
que iba a averiguar si Shaw tiene asuntos pendientes con la ley. También le encargué lo mismo a
Justin para que estuviera pendiente en la fiscalía de Old Bailey.
―Hazlo, todavía es temprano ―aceptó Thomas.
―Si me disculpan. Nos vemos más rato. ―Lawrence se levantó de su silla, se despidió con
un gesto y salió de la estancia.
Thomas se quedó pensativo por unos instantes, analizando todos los antecedentes entregados.
Esbozó una sonrisa.
―Creo que me podré deshacer de él, pero necesito que Horatio y Justin me confirmen un par
de sospechas ―sentenció.
―Que una persona esté endeudada con la mitad de los sastres de Londres solo indica una
cosa ―intervino Laura. Sus hermanos la miraron atentos―. Es simple, quiere aparentar más de
lo que tiene en realidad. Es probable que este hombre viva más allá de sus posibilidades. Esa
táctica de negarse a pagar porque no fue un trabajo satisfactorio es típico de quienes buscan ropa
elegante y gratis… Puede ser que ese tipo de incidentes se repitan en tiendas de vino y
restaurantes. ¿Dónde vive?
―En Mayfair ―respondió Thomas―. Un barrio elegante, sin duda.
―Tal parece que ese tío Sheldon es solo un pobre diablo codicioso que le gusta holgazanear,
y como no le pudo exprimir más dinero a su sobrina, buscó a un par de imbéciles para que
hicieran el trabajo sucio ―intervino Charity con desdén, y se comió un bocado de pastel. Sus
hermanos la miraron alzando sus cejas―. Está delicioso… Francamente, Thomas, creo que
exageras al creer que Burton… así se llama, ¿cierto? ―Su hermano asintió―. Ajá, que Burton le
avise que los descubrieron. No creo que sea tan mentecato para arriesgarse a que Bernie lo meta
a la cárcel. Relájate, ya verás que todo saldrá bien. Haz lo que mejor sabes hacer.
―¿Y se puede saber qué es? ―interpeló, sintiendo una mezcla de estupefacción y orgullo por
su hermana menor. Ahora que lo pensaba, Jackie y ella tenían casi la misma edad, se llevarían de
maravillas. Sus temporadas iban a ser tortuosas, ya lo veía venir.
―Comprarle su parte. El resto puede caer por su propio peso.
Capítulo XX
―Estelita, ¿ya tenemos todo lo necesario para el almuerzo nupcial? ―preguntó Bernie sin
levantar la vista del libro de cuentas que estaba rellenando. White Cottage tenía un pequeño
despacho, no obstante, ella estaba trabajando en la mesa del comedor junto con Georgie,
recuperando la información de la administración, al tiempo que hacían su trabajo habitual.
―Sí, señora. Ya está todo almacenado.
―Fabuloso. ¿Chester ya preparó el cabriolé?
―Por eso mismo estoy acá, la está esperando.
―Muy bien. ―Alzó la mirada y le sonrió a su fiel ama de llaves―. Gracias por todo, hemos
tenido mucho trabajo, y si no fuera por ti, estaría histérica.
―Es un placer, señora. ―Le sonrió de vuelta y parpadeó rápido para disipar sus lágrimas. La
mujer estaba muy orgullosa de Bernie, ver a su niña tan vivaz la emocionaba, era como un
capullo que tardó demasiado tiempo en florecer―. Bien, cualquier cosa que necesiten estaré en
su alcoba guardando su ropa en los baúles.
―Excelente, gracias.
El ama de llaves salió de la estancia, al tiempo que Henry entraba acelerada.
―Bernie, vi que Chester está afuera, ¿vas a la ciudad?
―Sí, voy con el abogado a terminar el traspaso de White Cottage, las acciones de la fábrica y
del ferrocarril. Después tengo que pasar a la vicaría a dejar una copia de las escrituras de la
propiedad para que queden en el registro.
―¿Te quedará algo de tiempo para pasar a la mercería? Nos estamos quedando sin hilo.
―Sí, creo que alcanzaré a ir. ¿No necesitan nada más?
―No. ―Sin embargo, Henry vaciló por un segundo, para luego decir apresurada―: Dale mis
saludos al señor Denson.
Y Henry se esfumó con el rostro arrebolado.
―En tu nombre ―replicó Bernie al aire―. Tan tímida, no sé cuál de esos dos es peor
―masculló, pensando que Denson y Henry tardarían miles de años en concretar algo. Miró a
Georgie, quien seguía concentrada en lo suyo―. ¿Quieres que le dé algún mensaje a Aidan?
Georgie alzó la mirada y le sonrió, tímida.
―No, ya sabes que mañana vendrá a visitarme. Después del trabajo estará aquí.
Bernie asintió. La noche anterior, el jefe de mecánicos se apareció de punta en blanco con un
ramo de flores, con la evidente intención de pedir permiso para cortejar a Georgie.
Nunca había visto a Aidan tan nervioso y a su hermana tan emocionada. Bernie le dio su
permiso con una sola condición; que entrenara a un nuevo jefe de mecánicos. Al regreso de
Thomas, las cosas iban a cambiar, dado que ya tenía asegurado un puesto de trabajo más acorde
con sus conocimientos y mejor remunerado.
Los días de Aidan MacGregor en Shaw y compañía estaban contados, y Bernie jamás
imaginó que estaría feliz de ello.
―Bien, creo que estaré de vuelta al mediodía ―anunció como siempre lo hacía, indicando su
itinerario y hora de regreso aproximada.
―Que te vaya bien y cuídate mucho ―replicó Georgie.
―Gracias… Adiós.
Bernie salió de casa y, tal como había informado Estelita, Chester ya estaba esperándola con
riendas en mano. En cuestión de minutos, ya iba rumbo a la ciudad, instando al caballo a ir a un
galope un poco más rápido de lo habitual. El cielo estaba nublado, un verdadero palio de nubes
grises se cernía sobre Lancaster. Si la suerte estaba de su lado, podría llevar a cabo sus asuntos
sin mojarse tanto. No obstante, estaba tranquila, su agenda estaba llena, tenía demasiadas cosas
que hacer, mas en ese hecho subyacía toda una ironía; no se sentía agobiada, sino al contrario,
estaba exultante, llena de vitalidad.
Y, si bien extrañaba horrores a Thomas, no había melancolía ni dolor, lo único que sentía era
esa ansiedad de tenerlo de vuelta, y eso que solo había pasado un día desde su partida. Pero cada
hora que pasaba, mas la acercaba al anhelado sábado.
De pronto, redujo la velocidad, su mente comenzó a reflexionar sobre los cambios radicales
de su vida, los cuales tenían un solo culpable, Thomas. Bernie se cuestionó por qué tenía que
llegar él para darse cuenta de tantas cosas. ¿Era necesario que un hombre le hiciera ver todo lo
que había crecido, lo valiosa que era? ¿O la influencia de él iba más allá de su género? Si
Thomas habría sido una mujer, ¿el resultado hubiera sido el mismo?
La respuesta a la última pregunta llegó de inmediato; definitivamente se habrían convertido
en amigas, y ella habría apreciado la experiencia de una igual, la consideraría un modelo a
seguir.
Eso también respondía la pregunta anterior; sí, la influencia de Thomas trascendía su género.
Como hombre o como mujer, la habría afectado.
Y eso la llevaba a la siguiente respuesta; no, no era necesario que un hombre le abriera los
ojos, sino una persona igual a ella o superior; porque sí, Thomas era superior en muchos
aspectos, pero él tenía la suficiente humildad de ponerse al servicio de ella, no de resaltar su falta
de experiencia o de señalar sus defectos. La dejaba tomar sus decisiones, solo intervenía cuando
ella lo requería. Pocas veces actuaba sin consultar, a menos que fuera imperativo.
En consecuencia, la primera pregunta fue respondida; sí, él tenía que llegar en ese momento
de su vida, en esa encrucijada, y darle esa luz que necesitaba para vislumbrar qué rumbo tomar.
De otro modo, quizás ya estaría vendiendo la fábrica, pensando hacia dónde dirigir su vida para
seguir velando por sus hermanas.
Sin la presencia gravitante de Thomas, incluso las vidas amorosas de Georgie y Henry
habrían sido afectadas.
―Buenos días, señorita Shaw.
Ella parpadeó, estaba tan ensimismada en el camino, que ya estaba en el centro de la ciudad.
La voz provenía de su lado derecho.
Daventry.
Él iba a caballo. Bernie maldijo lo pequeña que parecía ser Lancaster y esa calle en particular.
No podía maniobrar con libertad.
Lo ignoró. Movió las riendas y avivó el galope de su animal.
Daventry espoleó su montura, lo suficiente para adelantarla e interponerse en su camino,
obligándola a detenerse.
Bernie lo fulminó con la mirada.
―Caballero, le pido con mucho respeto que me deje continuar con mi camino ―solicitó con
un tono glacial y demandante.
―No me iré hasta que me escuches. Tengo que decirte… explicarte tantas cosas.
―No deseo escuchar nada. Su momento pasó hace seis años, cuando debió ser un hombre y
enfrentarme. Ya no me interesan sus motivos, usted pertenece al pasado.
―Mi padre me obligó, se dio cuenta de que eras un peligro. Eres demasiado inteligente,
según él ―insistió en dar sus explicaciones, sin importar que Bernie se estuviera tapando los
oídos. Eso solo lo animó a alzar más la voz―. Si no cedía, me iba a quitar todo apoyo
económico, no me iba a legar más que las tierras del vizcondado que ya no producen nada.
¿Cómo pretendías que te mantuviera así? ¿Qué clase de vida te iba a dar siendo pobre?
Ella, de todas formas, pudo escuchar. Las explicaciones, por extraño que pareciese, no
hubieran servido de aliciente para la antigua Bernie, y a la actual no le interesaban. En todo caso,
¿cuál era el punto de Daventry para retomar esa relación? No tenía sentido, el viejo seguía
odiándola. Cumpliría su amenaza de todas formas, lo iba a dejar sin un chelín.
Ah, sí, pero en ese momento la situación ya no era la misma que en el pasado; ella tenía
posesiones y dinero para aportar a un matrimonio con un esposo inconveniente. Ya no serían tan
pobres, ¿cierto?
Imbécil. Cobarde. Poco hombre.
―Salga de mi camino ―exigió Bernie, al tiempo que se destapaba los oídos―. Ahora.
―No, hasta que me respondas.
―¿Pretende que le dé una respuesta a semejante explicación? La única que se me ocurre solo
contiene juramentos propios de un marinero.
―No me iré. Sé que Swindon se ha ido…
―¿Usted cree que no me puedo defender sin un hombre a mi lado? Créame que está muy
equivocado. ―Tomó el látigo al que nunca recurría para fustigar al caballo, pero que sabía usar a
la perfección como arma, Chester le enseñó. Se bajó del carruaje y fue consciente de que muchos
transeúntes se detenían a observar el espectáculo.
―Sé que puedes defenderte, y estoy seguro de que los rumores son ciertos ―aseveró mordaz,
mirándola desde lo alto de su montura. Bernie no evadía el contacto.
―No me interesan los rumores.
―Él se fue, te ha dejado… Sé que no volverá, que todo fue un montaje orquestado para
aparentar que tus problemas económicos terminaron ―acusó altivo.
―Le aconsejo que no preste oídos a las invenciones de la gente ociosa, caballero
―advirtió―. Le exijo que deje de importunarme. Váyase. ―Movió el brazo y la muñeca con
maestría, y el adoquín de la calle restalló a las patas del caballo de Daventry, el cual piafó
inquieto.
―Sé que todavía me amas, con el tiempo sabrás perdonarme.
Bernie rio con poca delicadeza, sus carcajadas eran burlonas. Fue un momento muy
incómodo para Daventry, y todo un espectáculo para los curiosos. Ella no podía parar de reír.
Tras un agónico minuto ―para él, mas no para ella―, Bernie logró recomponerse. Su vientre
le dolía de tanto reír y corría el riesgo de hacerse pis. Se secó una lagrimilla del esfuerzo por
controlar sus carcajadas.
Dio un suspiro de alivio y sonrió.
―Alex tenía razón, sí que tiene talento para la comedia, caballero. No seguiré perdiendo el
tiempo. ―Enrolló el látigo y dio media vuelta, presta a subir al cabriolé.
―Bernie, lo nuestro fue especial. Yo fui el primero…
Los pasos de Bernie se detuvieron. El maldito estaba osando ventilar sus secretos en público.
¡En una calle del centro de la ciudad! Se volvió hacia Daventry, si el cretino quería guerra…
Pues que se preparara.
―Sí, fue especial en su momento y sí, usted fue el primero ―reconoció con indolencia en su
tono de voz―. Pero eso no significa que sea el mejor. Swindon lo supera con creces. ―Soltó su
látigo, con un movimiento ligero y eficiente logró que el extremo fuera directo al cuarto trasero
del caballo de Daventry, el cual se encabritó―. Él es un experto en todo lo que hace. To-do. Y si
él no vuelve, cosa que dudo, pues me dejará un recuerdo mucho más placentero al que podré
recurrir todas las noches hasta que me muera. No como el suyo, al que solo puedo calificar como
menos que paupérrimo… Adiós, caballero. ―El látigo volvió a restallar, Daventry por poco cae
de su montura, la que emprendió una vertiginosa carrera sin control calle abajo.
Bernie miró a su alrededor. Los transeúntes la miraban boquiabiertos y con las cejas alzadas,
estaban siendo testigos del encuentro más esperado de los últimos días.
Bernie los ignoró. Sin importar cuál fuera la verdad, ellos siempre tendrían una versión
retorcida de los hechos. Alzó su mentón, volvió a enrollar su látigo y se dispuso a retomar su
camino, con la certeza de que pronto su reputación sería la de una mujer insaciable.
A Swindon le iba a divertir mucho enterarse de aquello.
Esbozó una sonrisa maliciosa, movió las riendas y se dirigió a la oficina de su abogado.
*****
La hora del té era el momento de relajarse para Sheldon. Disfrutaba en particular del Earl
Grey que compraba en Jacksons. Desde la ventana de su despacho, que daba directo a Berkeley
Square, podía observar a los distinguidos transeúntes de ese emblemático barrio. Suspiró
satisfecho consigo mismo. En la última carta que le llegó por parte de Paul Burton, fechada el 28
de agosto, le informaba que la caída de Bernie Shaw era inminente. El representante de lord
Hastings fue a visitar la fábrica y, al día siguiente, ella había reunido a sus trabajadores para
revelar que la empresa estaba en crisis. Tomando en cuenta la terquedad de su sobrina, eso
significaba que estaba a tan solo un paso de rendirse.
Si todo salía bien, en un plazo de un año estaría gozando de los jugosos dividendos que le
reportaría una inversión mayor. El dinero que le enviaba su sobrina lo estaba guardando para
comprar su parte. Eso no lo iba a tocar.
Pero sus ahorros, cada día se hacían más exiguos, y no podía aparentar ser menos que sus
amistades. Solo tenía que aguantar un poco más y hacer los recortes necesarios.
De pronto, su mayordomo anunció su presencia antes de entrar en la estancia.
―Señor, un caballero desea una entrevista con usted ―informó el hombre al que le
adeudaban tres meses de sueldo. No estaba contento, por ello le ponía unas gotitas de purgante al
delicioso té que su patrón consumía con aire de desidia―. Viene acompañado de otro señor.
Aquí está su tarjeta.
Sheldon observó el papel de excelente calidad que contenía tan solo dos líneas de texto en
negro:
Conde de Swindon.
Trafalgar Square.
Alzó sus cejas con sorpresa, pocas veces lo había visitado un par del reino. Le era familiar el
título, mas no podía recordar en dónde lo había escuchado antes.
Daba lo mismo, no todos los días se tenía la suerte de codearse con la aristocracia. Por lo
general, lo aceptaban en algunas de sus reuniones, pero siempre lo miraban con desdén.
Tenía mucha curiosidad, la cual fue saciada segundos después, cuando un hombre alto y con
gafas se apersonó portando un maletín, acompañado con otro que era de mayor edad y bien
parecido.
Quién sabe qué hacía para mantenerse en tan buena forma.
―Lord Swindon, un placer conocerlo ―saludó Sheldon, dedicándole una reverencia al
hombre mayor, el cual alzó una ceja y no pudo contener una sonrisa incómoda.
―Me temo que está saludando a la persona equivocada ―corrigió el hombre―. Permítame
presentarme, soy August Montgomery, abogado de lord Swindon, aquí presente.
―Mis… mis disculpas ―Sheldon balbuceó nervioso e hizo una nueva reverencia a lord
Swindon, quien lo miraba serio, casi como si no quisiera respirar el mismo aire que él.
―Disculpas aceptadas, señor Shaw.
―Por favor, tomen asiento ―invitó―. ¿Desean acompañarme con el té?… ¿O tal vez
prefieren algo más fuerte?
―Nada. Gracias ―rechazó Swindon, mientras tomaba asiento en la silla que estaba frente al
escritorio de Sheldon.
―Así está bien, muchas gracias, señor Shaw ―repuso August, situándose a la derecha del
conde.
―Está bien ―aceptó inquieto, mirando de reojo a Swindon. Prefirió dedicarle su atención al
señor Montgomery―. ¿A qué debo el honor de esta visita?
―Verá, lord Swindon acaba de comprar tres cuartas partes de Shaw y compañía, pero no está
contento con ello.
―He venido a hacer una oferta que no podrá rechazar ―zanjó Swindon.
Sheldon frunció el ceño, ¿cómo era posible que Burton no se hubiera enterado? Quizás la
operación se hizo con mucha discreción, asunto bastante probable. Con un nuevo dueño, la
empresa ya no era fácil de dilapidar.
¡Maldición, se había confiado demasiado! Su sobrina dio una larga batalla y quizás la visita
del representante de lord Hastings fue el inesperado tiro de gracia. Todo su plan ejecutado
durante un año se había desbaratado en diez días.
¿¡Qué hacer!?
―¿Cuánto ofrece? ―interpeló Sheldon, sin pensar, la desesperación habló por él.
―El valor de la empresa, hasta el año pasado, fue de trece mil libras al año ―intervino
August―. Sin embargo, debido a problemas económicos severos, este año ese valor cayó a un
cuarto de esa cifra.
Sheldon hizo los cálculos mentales, el valor se había desplomado, su parte era una cifra
miserable. No obstante, con parte de sus ahorros y lo que recibiría, podría invertir en otra
empresa.
Una lástima por Burton y Springfield. Negocios son negocios.
―Ofrezco seiscientas libras ―sentenció Swindon―. Y estoy siendo generoso.
Sheldon frunció el ceño. Eran trescientas libras menos de lo que esperaba.
―Novecientas ―pidió.
―El regateo es de sumo mal gusto. No estoy comprando ropa usada en Whitechapel
―apostilló el conde, altanero―. Seiscientas.
―Sin mi parte no tiene el control total de la empresa ―justificó Sheldon en una velada
advertencia.
―Puedo vivir con ello. ―Swindon se levantó y Montgomery lo secundó―. No espere a tener
ganancias durante los próximos cinco años, que es lo que me tomará volver a normalizar las
finanzas ―replicó Swindon con indolencia―. Buenas tardes.
El conde y el abogado se dirigieron a la salida. Sheldon estaba atónito.
¡Cinco años sin recibir un penique! Sus ahorros no iban a durar tanto. Un año a lo sumo, ¡de
qué iba a vivir!
―¡Está bien! ―exclamó.
Los pasos de lord Swindon se detuvieron. El demonio Alastor esbozó una sonrisa malévola en
su fuero interno.
―Seiscientas ―insistió sin dar la vuelta.
―En efectivo ―añadió Sheldon.
―Montgomery ―ordenó el conde. Le entregó el maletín que portaba al abogado―.
Finiquitemos este asunto.
―Iré a buscar mis documentos ―anunció Sheldon con voz jadeante. El corazón le comenzó a
latir frenético. Era mejor que nada, ya se las ingeniaría.
―Rápido ―exigió Swindon.
Sheldon abandonó la estancia con presteza. August miró a Thomas de reojo y le alzó una
ceja.
―Es impresionante verte siendo un desalmado, casi me convenciste, muchacho ―elogió en
voz baja, al tiempo que volvían a sus asientos―. Nada mal, nada mal.
―Imagine cuando Frank y yo nos juntamos ―replicó.
―Debe ser todo un espectáculo.
―De eso no hay duda, tío.
Al cabo de cinco minutos, Sheldon Shaw volvió al despacho. Los documentos importantes los
tenía en su habitación en una caja fuerte.
―Aquí está la documentación ―anunció. Sus ojos se quedaron clavados en los fajos de
billetes que estaban en pilas uniformes sobre la mesa.
―Puede contar si lo desea.
―No, ¿cómo se le ocurre? Confío plenamente en su honor, milord.
―Mientras tanto, revisaremos los documentos para firmar el contrato y terminar con este
asunto.
Veinte minutos después, los papeles estaban firmados por ambas partes y lacrados con el sello
del conde. Solo en ese momento, Swindon era el poseedor de tres cuartas partes de Shaw y
compañía, pues el resto pertenecía a las hermanas Shaw, pero eso Sheldon no lo sabía. Esa era la
trampa.
Un arribista mezquino y codicioso jamás cuestiona a una persona de rango superior. Thomas
pudo haberle dicho que era el consorte de la reina Victoria, y Sheldon habría creído solo por
complacer.
Pero Thomas no era un mentiroso… bueno, tal vez un poco.
―Ha sido un placer hacer negocios con usted ―sentenció Sheldon, a modo de despedida. El
conde y el abogado ya tenían todo en orden y a resguardo.
―Sin duda ―respondió Swindon, y sonrió amable―. Mi futura esposa estará feliz, mi regalo
de bodas será esta empresa.
Sheldon devolvió una sonrisa incómoda por el repentino cambio de humor del conde.
―Felicitaciones por sus próximas nupcias.
―Haría todo por mi prometida. Incluso emparentarme políticamente con sujetos como usted.
―¿C-c-cómo? ―balbuceó Sheldon.
―Ni sueñe con que algún día lo llamaré «tío Shelly».
―N-n-no entiendo…
Thomas puso sus ojos en blanco.
―Me casaré la próxima semana con su sobrina, Bernadette… ¿La conoce? La mujer que ha
tratado de arruinar para llevar a cabo un artero plan de negocios y que, aun así, le ha enviado
religiosamente sus ganancias a costa de las propias.
Sheldon estaba desconcertado, miraba a Thomas como si fuera el mismo diablo.
―¡Me ha estafado! ―logró exclamar, sintiendo que la rabia comenzaba a corroerle el juicio.
―No lo llamaría estafa. Solo dije una pequeña mentira, ahora poseo tres cuartas partes de la
empresa, no su totalidad. La otra parte pertenece a mi prometida y mis cuñadas. Tampoco tardaré
cinco años, sino unos cuantos meses. Y créame, he sido generoso al pagarle seiscientas libras,
debí ofrecer una paliza por traicionar a su sangre.
Sheldon abrió la boca para responder, mas no alcanzó a salir palabra alguna. De súbito, el
mayordomo irrumpió con expresión de pánico.
―Lo buscan, señor… ¡Scotland Yard!
La boca de Sheldon no pudo cerrarse, sus ojos se abrieron desorbitados cuando un hombre
pelirrojo se presentó acompañado de oficiales de policía.
«Justo a tiempo, Horatio», pensó Thomas.
―Gracias, buen hombre, por anunciarnos ―se apresuró a decir―. Señor Sheldon Shaw, soy
Horatio Montgomery, inspector de Scotland Yard, tengo una orden de arresto por deudas
impagas, emitida por el juez Astley ―comunicó, alzando el documento que acreditaba sus
dichos. Desvió la mirada al dinero que estaba sobre la mesa―. Oh, ya veo que tiene para pagar.
Sheldon, desesperado, tomó los fajos de billetes e intentó darse a la fuga corriendo como un
cerdo de festival.
Su carrera duró cinco segundos, cuatro oficiales lo inmovilizaron a porrazos, haciéndolo caer
al suelo y, a la postre, esposándolo.
―Tomen ese dinero para entregarlo a la fiscalía ―ordenó Horatio.
―¡No pueden hacer esto! ―bramó Sheldon, intentando zafarse sin éxito de las esposas. La
nariz le sangraba, dos ríos corrían atravesando sus labios.
«Tal como quiso Jackie. Y es probable que lloriquee camino a la prisión, tal como quiso
Georgie», pensó Thomas.
―Sí podemos ―contradijo Horatio, serio e implacable―, debe pagar a sus acreedores
incluyendo los intereses. Si tiene suerte, solo va a estar una breve temporada en la cárcel de
deudores.
Thomas se acercó a Sheldon, quien todavía forcejeaba y farfullaba. Lo miró con desprecio y
advirtió a su oído:
―No quiero que se contacte con Bernadette o con sus hermanas o sufrirá las consecuencias.
Hoy lo he arruinado, pero podrá sobrevivir si maneja bien lo que vaya a quedar de sus ahorros.
Calculo que serán suficientes hasta el día de su muerte, si decide ser austero. No sea estúpido,
aléjese de nuestras vidas y no perderá la suya. ―Y, tal como se lo pidió Henry, le pellizcó la
mejilla como si fuera un niño.
Sheldon dejó de moverse, el color de su rostro lo abandonó.
―Llévenselo ―ordenó Horatio, severo. Miró a Thomas, esbozó una sonrisa y dijo―: Me
debes una, me hiciste trabajar como esclavo, demonio. Justin dijo que solo se conforma con que
hagas una gran fiesta durante la temporada, cuando tu esposa se tenga que presentar ante la reina.
―Dile que lo dé por hecho…
―No lo dudé ni por un segundo ―respondió, y dirigió su atención a August―. Nos vemos a
la hora de la cena, papá. ―Hizo un gesto y los dejó a solas.
Thomas y August dieron un gran resoplido al mismo tiempo y sonrieron. Abandonaron la
casa de Sheldon conformes con la misión cumplida. Todos ganaron, a excepción del codicioso
tío Shelly. El mayordomo se despidió de ellos con una gran sonrisa.
El señor Shaw debió contar el dinero, si lo hubiera hecho, habría notado que faltaba lo que le
adeudaba a su mayordomo y al resto de la servidumbre.
La venganza era dulce.
Capítulo XXI
―Vaya ―susurró Bernie, y tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta. Esa inesperada
carta la había emocionado mucho.
Era aceptada, al menos, explícitamente por su futura cuñada.
Aquello era muy alentador, uno de sus temores era no ser bien recibida por la familia de
Thomas. No podía solo confiarse por la despreocupada reacción de lord Bolton, quien era un
adorable bribón.
―¿Qué dice? ―preguntó Georgie―. ¿Pasa algo malo?
Bernie negó con su cabeza y sonrió. Procedió a leer la carta de Laura en voz alta y, a medida
que avanzaba, sus hermanas comentaban, reían o proferían un enternecido «aaaaaaaah».
―Lady Laura ha sido muy amable en enviarme esta carta ―señaló Bernie al finalizar.
―A juzgar por la fecha, debió escribirla al día siguiente de la llegada de lord Bolton a
Londres ―conjeturó Henry.
―Tal parece que todos en esa familia son muy diferentes al resto de la aristocracia, ¿no crees,
Bernie? ―intervino Georgie.
―Sí. Creo que se debe a cómo se formó esa familia. Solo conozco su historia a grandes
rasgos que Thomas… ―Y, en ese momento, las piezas se unieron en su cabeza―. Oh, ¿cómo no
me di cuenta?
―¿De qué? ―interrogó Jackie.
―El doc los conocía de antes.
―Eso lo sabemos ―acotó Alex―. No es ninguna novedad.
―No es eso, a lo que me refiero es que… ―Bernie vaciló unos instantes. Era difícil
deshacerse de las sensaciones que evocaba al recordar aquellos días en que se sentía menos que
nada―. ¿Recuerdan las visitas que me hacía el doc hace unos años? ―Sus hermanas asintieron
con la cabeza al mismo tiempo. No era necesario que ella fuera más precisa―. Él siempre me
hablaba de una familia de aristócratas, marqueses, que pasaban el verano en Richmond. Cada vez
que llegaban, el lugar se revolucionaba, todo lo que hacían era una fuente inagotable de cotilleos.
»Hace unos veinte años, la marquesa había sido condesa y fue apostada junto con sus dos
hijos por su esposo en un juego de whist. El que ganó la apuesta fue el marqués, quien, en ese
entonces, era viudo y tenía un hijo pelirrojo. Cuando él viajó a buscar a la condesa para
informarle la situación, terminó enamorándose de ella, y ella de él, y no les quedó más
alternativa que vivir en pecado.
―Nooooo… ―respondieron las hermanas Shaw al unísono.
―Qué terrible ser tratada peor que una vaca ―comentó Georgie.
―El conde los apostó porque su esposa e hijos eran de «su propiedad»… Al igual que una
vaca ―satirizó Bernie, conviniendo con Georgie―. El hombre tenía una fama horrorosa, hacía
fiestas pecaminosas en el verano, mientras dejaba a su esposa en Londres. Tenía amantes, las
llenaba de lujos, despilfarraba dinero y también era un ludópata.
―Un amor de persona ―ironizó Alex.
―Y después, cuando el conde recuperó por arte de magia todo el dinero que perdió en sus
apuestas, exigió que le devolvieran a la esposa y demandó al marqués ―prosiguió Bernie―. Y
que lo compensara por diez mil libras.
―¿Y quién ganó el juicio? ―preguntó Jackie.
―No lo ganó nadie. El conde fue asesinado justo el día que comenzó el litigio.
―¡Noooooooo! ―exclamaron de asombro.
―Lo asesinó su concuñado…
―¡Uuuuuuuuuh!
―Meses después, la condesa se casó con el marqués. Ni siquiera esperaron el periodo de luto
―añadió Bernie.
―Por un sujeto así no espero ni medio segundo ―intervino Alex.
―¿Y qué tiene que ver eso con la familia de Thomas? ―cuestionó Henry, mas, al terminar de
formular la pregunta, ella entendió―. Nooooo, ¿uno de los niños apostados es lord Swindon?
Bernie asintió y agregó:
―El niño pelirrojo debe ser Lawrence. Thomas me había comentado que la historia de sus
padres había sido enrevesada, que su madre había sido apostada y que su padre fue el que ganó…
¿Cuántas mujeres aristócratas pasan por una situación similar? No creo que sea coincidencia.
―No debió ser fácil la vida de ellos ―intervino Georgie―. El ostracismo es el precio del
escándalo.
―No conozco mucho a lord Hastings ―acotó Bernie―, pero puedo deducir que, el
ostracismo y la mala fama, nunca le importaron. Creo que fue valiente, lo hizo todo por amor.
―Sin duda eso los hace ser muy especiales ―sentenció Alex―. Los años debieron haber
cerrado muchas bocas. Siempre dicen que las relaciones inmorales están destinadas al fracaso.
―Ya vemos que, en este mundo, nada es blanco y negro ―replicó Bernie―. ¿Hasta dónde
tiene que llegar la lealtad de una esposa que tiene un mal marido? ¿Tiene que aguantar todas esas
humillaciones?
―No ―respondieron todas las hermanas al mismo tiempo.
―Algún día ustedes se van a casar… y desde ahora les digo, no aguanten ni un solo insulto,
ni un solo golpe, porque se casarán por amor, y el amor, aunque las sagradas escrituras digan lo
contrario, no lo soporta todo. Si algo sale mal, tengan por seguro que podrán volver conmigo,
pues solo el Todopoderoso es el que tiene derecho a juzgar. Tenemos la fortuna de contar con
una posición privilegiada, en el sentido de que no están solas y siempre tendrán mi apoyo.
Las hermanas sonrieron sintiendo una inmensa certeza; no importaba si Bernie se convertía
en una mujer casada y formaba su propia familia, ella era la misma de siempre, solo más feliz y
plena, y nada en su esencia iba a cambiar.
*****
El día sábado al fin había llegado. Bernie apenas pudo lograr un sueño ligero y, con cada
mínimo sonido nocturno, despertaba. Estaba ansiosa y preocupada.
Durante todos esos días se mantuvo activa hasta la extenuación, y no se permitió ni un minuto
para detenerse a pensar en Thomas, porque sí lo hacía, comenzaba a extrañarlo, a añorar su
presencia, su aroma, sus besos y sus caricias. Quería enterrar, en lo más profundo de su corazón,
ese miedo irracional a la inconveniente distancia; a no saber si su prometido estaba bien o no, si
tuvo problemas al intentar poner un punto final a los sabotajes por parte del tío Sheldon… Si
podría volver.
En una pequeña y oscura parte de su mente, se albergaba el espectro del abandono, el cual
ella intentaba acallar poniendo al corazón y la fe por delante. Si algo hubiera salido mal, Thomas
se lo habría hecho saber cómo fuera.
Thomas volvería.
Pero ese día sábado no iba a ser la excepción. Se mantendría ocupada. En cuatro días se
casaba. Era la prueba de su vestido.
*****
Georgie, Henry, Alex y Jackie no pudieron contener las lágrimas. El vestido, aun sin
terminar, era majestuoso, casi una fantasía.
Una verdadera obra de arte
En medio del salón de estar, Bernie estaba ataviada en un vaporoso vestido de mangas largas
de un suave color rosa anaranjado. La parte superior era de encaje blanco sobre seda y dejaba los
hombros al descubierto. El faldón se componía de capas y capas de fino chifón.
―Es tal como lo imaginé ―aseveró Bernie con voz trémula, al mirarse al espejo―. Están
haciendo un trabajo magnífico, queridas.
―Jamás había visto un vestido así. Podrías imponer modas si vivieras en Londres
―sentenció Georgie.
Bernie se sonrojó. Cuando era niña y les hacía vestidos a sus muñecas, pensaba en que algún
día podría ser una modista de renombre. Pero todos esos sueños solo los pudo realizar en el
ámbito familiar, diseñando y haciendo patrones para los vestidos de sus hermanas y ella misma.
―Eso no sucederá. La fábrica es primero ―rechazó Bernie al instante.
―No ―objetó Georgie―. Ahora puedes realizar tu sueño. Puedes hacer lo que quieras.
Estoy segura de que Thomas siempre te apoyará.
―Pero la fábrica es mi vida ―insistió Bernie.
―No, nunca fue tu vida ―intervino Henry―. Fue la carga que papá puso sobre tus hombros,
lo que te dio un motivo para salir adelante, era lo que tenías que hacer. Pero ahora, tienes la
posibilidad de hacer lo que verdaderamente deseas.
―Además ―agregó Alex―, no creo que a Thomas le vaya a molestar que su esposa diseñe
su propia ropa o que haga dinero con su trabajo, si eso la hace feliz. Ha quedado demostrado, de
muchas formas, que él es distinto.
―Sí, Thomas no es un papanatas que cree que las mujeres somos inferiores ―terció Jackie.
Bernie tenía que admitir que sus hermanas tenían razón, pero sentía cierta renuencia a
ilusionarse. Se volvió a mirar al espejo.
―Eso lo veremos con el tiempo. ―Sonrió y suspiró―. Por lo pronto, creo que este vestido es
precisamente el lujo que me quería dar para el día de mi boda. El blanco está de moda, pero eso
no me interesa.
―Solo falta algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul y seis peniques de la suerte en el
zapato ―enumeró Jackie, aludiendo la tradicional rima inglesa.
―El collar de perlas de mamá será algo viejo ―dijo Bernie, ilusionada―, mis zapatos serán
nuevos. Algo prestado…
―Mis zarcillos de perla serán lo prestado ―ofreció Georgie.
―El ramo tendrá azahares y acianos azules ―prosiguió Bernie―. Los seis peniques ya los
tengo.
―Ahora solo falta el novio ―sentenció Alex―. Más le vale llegar, o iré a buscarlo yo misma
a Londres y lo traeré arrastrando del cabello.
Las hermanas prorrumpieron en carcajadas. No dudaban que Alex era capaz de eso y mucho
más.
*****
A las seis de la tarde, Bernie ya no aguantó más. Se puso un chal y salió al jardín a esperar.
Durante todo el día, cualquier sonido de cascos de caballo o similares llamaron su atención, y su
corazón se aceleraba. Sin embargo, ese sonido nunca se detenía frente a White Cottage o, a
veces, solo se trataba de su imaginación.
¿Por qué Thomas tardaba tanto?
El sol ya estaba descendiendo y teñía las nubes de un intenso naranja que era devorado por el
sombrío púrpura.
Poco a poco las mejillas de Bernie se enfriaron y la oscuridad comenzó a someter a la luz. El
brillo de algunas estrellas logró traspasar los jirones de nubes que surcaban lentos en el cielo. En
la casa, las velas ya iluminaban las estancias y el resplandor dorado se colaba al jardín por las
ventanas.
Bernie suspiró, su ánimo comenzó a decaer. No sabía cuánto rato había pasado, pero ya le
dolían los pies entumecidos.
Había que aceptarlo, tal vez Thomas no iba a llegar ese día.
―Dios, protégelo, que no le haya pasado nada ―rezó Bernie, mirando al cielo.
Resignada, dio media vuelta y avanzó hasta la entrada a su casa.
No alcanzó a tocar el pomo de la puerta y lo escuchó.
¿O lo imaginó?
Se quedó quieta con la mano suspendida sobre el pomo, aguzando el oído.
Cascos de caballo… No, varios caballos.
Era un carruaje.
Bernie volvió sobre sus pasos. A grandes zancadas atravesó el jardín, traspasó la puerta de la
verja y salió al camino.
A lo lejos, pudo divisar la silueta un carruaje, que ya traía sus lámparas encendidas. También
lo acompañaba otro caballo y su jinete.
―Titán ―murmuró Bernie al reconocer al corcel. Eso solo quería decir que el jinete era―:
Thomas… ¡¡Thomas!!
Levantó sus faldas y sus piernas se movieron antes que su cerebro diera la orden. Corrió con
el corazón desbocado y con lágrimas ardientes que pugnaban por derramarse. Corrió desesperada
y feliz. Thomas volvía, ya estaba aquí… Para siempre.
Había cumplido su palabra.
El chal se transformó en un estorbo y ella lo dejó caer.
El jinete, al oír la voz de Bernie y divisar su silueta, azuzó a su caballo y fue a su encuentro.
Segundos después, ya se estaba apeando y corriendo hacia su amada.
―¡Bernie! ―llamó Thomas a tan solo unas yardas.
―¡Thomas! ―respondió.
Ese abrazo. Dios bendito ese abrazo. Tan vehemente, tan lleno de emoción. Un verdadero
choque de almas que se fundieron en un solo ser. Tantos anhelos, tanta añoranza para los dos.
Thomas se separó brevemente, solo para tomar el rostro de su prometida entre sus manos y
besarla, como si se le fuera la vida en ello, como si fuera el primero, como si fuera el último.
Bernie se aferró al cuello de Thomas y se entregó por completo, recibiéndolo, saboreándolo,
dejándose amar en profundidad.
―Ejem… ―Escuchó Bernie una velada amonestación masculina. Vaya con el cochero
melindroso.
No le importó.
―Ejem… ejem ―insistió.
A Thomas aquello le causó gracia. Sonrió sobre los labios de Bernie y se separó de ella.
―Te extrañé, lindura mía.
―Y yo más…
―¡Ejem! ―Esa tosecita odiosa se repitió. Bernie miró al cochero con la intención de decirle
que se metiera en sus propios asuntos.
Sin embargo, sus palabras murieron en el acto, al ver que cinco personas de distintas edades
los miraban desde la ventanilla del coche.
Uno de ellos era…
―¡Lord Bolton! ―exclamó Bernie, contenta.
―¡Florecilla! ―respondió―. Tenía que volver y, por supuesto, arrastrar al resto de mis
hermanos para ver al demonio caer.
Bernie alzó las cejas y se sonrojó. ¡Eran los hermanos de Thomas! ¡No faltaba ni uno! Pudo
intuir quién era cada uno, a juzgar por el orden en que los enumeró lady Laura en su carta; el más
joven de los varones debía ser lord Gabriel, por descarte el otro debía ser el señor Alec, la menor
de las mujeres era lady Charity y la mayor lady Laura. Hizo un gesto con su mano para
saludarlos a todos, y los demás devolvieron el ademán con sonrisas guasonas.
―Sean todos muy bienvenidos. ―Se volvió a Thomas―. Bienvenido a casa, cariño.
Thomas le besó la frente, la abrazó y dio un profundo suspiro.
―Ya estoy en casa.
―No es por arruinar el emotivo reencuentro ―intervino Alec―, pero estoy famélico, y ese
hombre… ―Apuntó a Thomas―. No permitió que nos detuviéramos a cenar en la posada.
―Habla por ti, siempre tienes hambre, Alec ―rebatió Charity.
―Yo también tengo hambre ―terció Gabriel con un tono casi lastimero.
―¿Podrían mostrar algo de educación? No sé por qué papá pagó su estancia en Eton si
salieron tan… ―regañó Laura y, acto seguido, compuso una sonrisa hacia Bernie―. Disculpe a
mis hermanos, señora Shaw, son unos animales.
Bernie desestimó sus disculpas con un gesto.
―No se preocupe, lady Laura. Donde comen cinco, comen once. Será un enorme placer si
nos acompañan.
Capítulo XXII
Las hermanas Shaw estaban distrayéndose después de un largo y agotador día de trabajo. En
el salón de estar, cada una se divertía a su manera; Henry leía, Georgie tocaba el piano, Alex y
Jackie jugaban Vingt-Un.
―¡Llegó la alegría de este hogar! ―exclamó la voz de Thomas.
Las hermanas alzaron al mismo tiempo sus cabezas, y sonrieron contentas al confirmar que se
trataba del conde. También estuvieron expectantes durante el día, ansiando la llegada de su
futuro cuñado.
―¡Thomas! ―exclamaron al unísono y, abandonando sus actividades, fueron a abrazar a ese
bribón que se llevó un trozo del corazón de cada una.
De pronto, Thomas se vio rodeado de cuatro señoritas rebosantes de algarabía, las cuales
pronto serían sus cuñadas. Aunque el afecto que él sentía hacia ellas era mucho más fraterno que
el lazo político.
―¿Por qué llegas tan tarde? ―amonestó Georgie con cariño.
―Oh, bueno… Aquí está el motivo.
Las hermanas Shaw quedaron boquiabiertas al ver que hacían acto de presencia dos señoritas
―muy lindas y elegantes― y tres caballeros ―muy guapos, y uno ya conocido―, que
acompañaban a Bernie y cargaban cajas de diversos tamaños.
―Necesitaba a mi séquito para poder traer sus encargos ―bromeó Thomas.
Las hermanas Shaw se alienaron, apresuradas, tal como la primera vez que conocieron a
Thomas, e hicieron una respetuosa reverencia.
―Primero, las presentaciones ―repuso Thomas―. Esta preciosa dama es mi hermana, lady
Laura Martin y esta indomable señorita es la benjamina de mi familia, lady Charity Martin.
Las aludidas se acercaron hacia las hermanas, al tiempo que Estelita ya estaba recibiendo las
cajas de todos para que pudieran saludarse como correspondía.
―Bienvenidas, lady Laura y lady Charity ―saludaron todas a coro.
Charity y Laura sonrieron y respondieron el saludo y, acto seguido, Charity declaró:
―Estoy muy contenta de estar acá, tengo la seguridad de que seremos muy buenas amigas…
y, por favor, solo basta con mi nombre. El título es para las presentaciones, no para la familia.
―Lo mismo por mi parte, el trato formal está de más ―intervino Laura―. Es un inmenso
placer conocer a las florecillas de Bolton.
Las hermanas rieron por el cariñoso sobrenombre que les puso el pícaro marqués.
―Ahora, de estos tres caballeros, ya conocen a Lawrence ―prosiguió Thomas―. Este señor
que se parece a mí, pero menos guapo, es el señor Alec Croft y este joven es lord Gabriel Martin.
―Bienvenidos ―volvieron a saludar a coro con una reverencia.
―¿No les dije que eran adorables? ―terció Lawrence―. Les sale natural hablar a una sola
voz.
―Es un placer conocerlas ―dijo Alec―. Y no le crean al conde, yo soy más guapo y joven.
―Les guiñó el ojo y todas rieron.
―Yo todavía estoy impactado con la noticia ―terció Gabriel, relajado―, me enteré ayer,
cuando me sacaron de Eton por un asunto familiar. Y vaya qué asunto. Es un gusto conocerlas
―aseguró y dio una leve reverencia.
―Bien, familia ―repuso Thomas, situándose detrás de las hermanas Shaw―. Les presento a
las señoritas Georgette, Henrietta, Alexandra y Jacqueline, hermanas de mi prometida… Ven,
lindura. ―Estiró su mano, invitando a Bernie para que la tomara y se uniera a la presentación
formal―. La señora Bernadette Shaw.
―Ahora sí. Es un inmenso placer conocerlos a todos. Es la mejor sorpresa que pudieron
habernos dado ―aseveró Bernie muy emocionada.
―Teníamos muchas ganas de conocerlos ―agregó Georgie―. Es una lástima que no estén
presentes lord y lady Hastings.
―El correo en Francia no es tan eficiente como el inglés. Es probable que cuando ellos se
enteren, Bernie y Thomas ya estarán esperando su primer retoño ―replicó Lawrence.
―Se los compensaré ―apostilló Thomas―. Como a toda la familia.
―Tendrás que hacer la fiesta más grande de la temporada ―señaló Laura―. Cuando lady
Swindon se presente ante la reina.
―¿Iremos a Londres? ―preguntó Jackie, emocionada.
―A mí me gustaría ir ―apostilló Alex.
―Me encantaría ir al Museo Británico ―comentó Henry con ilusión.
―Dios bendito, ¡la reina! ―exclamó Georgie.
―¿Temporada? ―balbuceó Bernie―. ¿Presentación?
―No solo las debutantes se presentan ante la reina ―repuso Charity―. Las esposas de los
aristócratas que no se presentaron en su debut social, también deben hacerlo.
―¿Debo hacerlo? ―interrogó Bernie.
―Así es. No te preocupes, no es nada del otro mundo ―desestimó Laura―. Tendrás el
apoyo de todas las damas de la familia, que estarán presentes en Londres por la temporada
parlamentaria.
Bernie parpadeó, no había dimensionado los alcances de ser la esposa de un aristócrata. La
temporada siempre fue algo ajeno a su mundo, incluso cuando ya sabía que irían a Londres para
presentar a Alex y Jackie cuando llegara el momento.
¡Qué divertido! Ni siquiera se había detenido a pensar si Thomas ejercía su rol como
parlamentario.
―Thomas ―llamó Alec con un tono de reproche―. ¿Qué tanto sabe Bernie sobre nuestra
familia y amistades?
―Que son numerosos ―replicó Thomas―. He estado ocupado en tantos asuntos, que no he
tocado ese tema... ¡Por favor! No me miren con esas caras.
―Vamos a tener que ponerlas al día ―sentenció Gabriel―. Bendita sea Bernie por el
milagro. Creo que ha sido la única persona que ha puesto fuera de sí a Alastor.
―Créeme que él ha hecho lo mismo conmigo ―respondió Bernie―. Tendremos varios días
para que nos cuenten todo lo que mi adorado prometido ha olvidado mencionarme.
―¿No estás enojada con este animal? ―interpeló Lawrence.
―Debo admitir que tampoco he tenido cabeza para preguntarle mucho acerca de su vida en
Londres.
―Tal para cual, sin duda ―masculló Alec.
Sin embargo, todos lo escucharon y rieron. Sí, eran tal para cual.
Bernie, más repuesta de la impresión que le provocó su eventual presentación real, dirigió su
atención a Laura y le sonrió.
―Milady…
―Ah, ah ―interrumpió y levantó su dedo―. Nada de títulos ni formalidades.
―Laura… ―rectificó―. Gracias por la carta que me envió. Fue un maravilloso detalle de su
parte.
―¿Le enviaste una carta? ―interpeló Thomas―. ¿Cuándo?
―Cuando Laurie nos contó todo, demonio desconsiderado ―contestó Laura―. Tenía que
poner en sobre aviso a tu prometida de tus costumbres nocturnas ―respondió con indiferencia.
―Y del magnífico hombre que me estoy llevando ―agregó Bernie para defender a su
prometido. Los hermanos de Swindon no estaban teniendo compasión con él.
El sonido de una campanilla interrumpió la conversación. Todos se voltearon a mirar al ama
de llaves, quien, con una orgullosa sonrisa, anunció:
―La cena está servida.
¡En perfecto inglés!
Las hermanas Shaw quedaron boquiabiertas.
¡¿Qué más iba a pasar esa noche?!
―¡Estelita! ―exclamó Bernie―. Prometiste que nunca hablarías inglés frente a un hombre.
Alec, Lawrence, Laura, Gabriel y Charity alzaron sus cejas, ¿eso era español? Vaya talento de
la señora Shaw.
―Lord Swindon ha vuelto, y me prometí que, si lo hacía, hablaría en su idioma solo en su
presencia ―sentenció.
―Gracias, Estelita ―respondió Thomas, conmovido, y sus hermanos lo miraron como si le
hubiera salido otra cabeza―. Me siento muy honrado, pero no crea que dejaré de aprender, pese
a mi terrible acento ―advirtió.
Gabriel pensó que, definitivamente, a su hermano le faltaba mucho para igualar el acento de
su prometida. Sin embargo, no dejaba de sorprenderlo. Thomas era una caja de sorpresas.
―Si usted hace el intento, no veo por qué no hacerlo yo. Las señoritas hablan español para
hacerme sentir en casa, pero ellas, desde hace años, son mi casa ―declaró, y esbozó una tímida
sonrisa―. Por favor, pasen al comedor, la cena se enfriará ―invitó.
*****
La cena fue un maravilloso caos, que se prolongó hasta altas horas de la noche. Thomas relató
en detalle lo ocurrido con el «tío Shelly», para satisfacción de todas las hermanas Shaw.
Swindon no había traído la cabeza en una bandeja de plata, pero Bernie, Georgie, Henry, Alex y
Jackie sintieron que se hizo justicia al saber que sangró y lloró y sufrió y se desesperó y quedó
arruinado.
Después, la conversación se trasladó al ámbito familiar. La historia que Bernie había oído
por parte del señor Banks fue corroborada por los hermanos de Thomas. ¿Lo mejor? Obtuvieron
detalles que engrandecieron mucho más la historia, y se enteraron de lo que pasó después. El
surgimiento de los Herederos del Diablo y el proyecto educacional de mujeres que promovían las
damas de la familia, en el cual todos participaban; ya fuera con donaciones, administrando,
dirigiendo, impartiendo clases o participando en ellas para aprender un oficio. Nunca más una
mujer de la familia se quedaría indefensa ante la adversidad ―en el hipotético y poco probable
caso de que se quedaran solas―.
La amena conversación tuvo que llegar a su fin, debido a que Henry iba a hacer su primera
clase al día siguiente. No obstante, los integrantes de ambas familias sintieron una fraterna
conexión, una complicidad que solo se logra cuando hay entendimiento en las ideas afines y
respeto ante las diferencias.
Bernie pensaba que los padres de Thomas habían hecho un magnífico trabajo, formando a
hombres y mujeres que, desde su posición privilegiada, tenían una noción más real de la vida que
había más allá de los confines de los barrios elegantes de Londres.
Ella, en cambio, vivió y fue educada de una forma un poco más tradicional. Pese a que
siempre agradeció que su padre le enseñara el negocio ―porque no le quedó más alternativa―,
ella siempre pensó que no era justo que no fueran involucradas sus hermanas. Para Bernie,
trabajar como si fuera un hombre, fue como un despertar cuando vio el mundo con sus propios
ojos, y por ello tomó consciencia de todo cuanto la rodeaba. Por eso luchaba tanto por mantener
la fábrica, era lo único que podía hacer desde su posición, para ayudar tanto a su familia como a
los más desposeídos de ese sistema nefasto de hacer dinero.
Como era tan tarde, las hermanas de Bernie propusieron que las hermanas de Thomas se
quedaran en White Cottage, para que se integraran a los preparativos de la boda. Laura y Charity
aceptaron encantadas. Mientras tanto, los varones se fueron a pasar la noche en casa de Thomas.
Cuando Bernie se acostó, lo hizo con una sonrisa en los labios, jamás se había sentido tan
feliz, tan amada, tan llena de esperanza.
Sin miedo.
Cada vez faltaba menos. Thomas había vuelto, desde ese momento, las horas correrían
veloces como el vuelo de un pájaro.
Los cambios bruscos de la vida, no eran todos malos.
Cuando Thomas se acostó, tuvo la innegable certeza de que, a partir de ese momento,
empezaba a vivir el resto de sus días. Quizás cada uno de los aprendizajes y experiencias
adquiridas a lo largo de su vida convergían en ese punto, y le daba sentido a eso que siempre
decía su padre: «Todo hombre tiene un propósito y todos los caminos llevan a él. La única forma
de saber que lo has alcanzado es cuando el corazón descansa».
Su corazón descansaba cuando estaba con Bernie. Conocer a una mujer como ella, rompía
todas las creencias acerca de lo que un hombre debía hacer, sentir y esperar de una esposa.
Se suponía que debía amar. Sin embargo, amaba tanto que no se había dado cuenta de que no
tenía medida, era infinito. Por ella era capaz de hacer cualquier cosa. La admiraba, pero no de ese
modo superficial en el cual un hombre se fija solo en la belleza, sino su fuerza, su entereza, esa
particular forma de ser. Bernie era una mujer peligrosa para el ego de un hombre, mas no para él,
porque la veía más allá del rol que se suponía que debía cumplir en la sociedad. Ante ella,
domaba su orgullo masculino, y la respetaba como persona, pues la consideraba tan capaz e
inteligente como él.
Se suponía que él era el que debía brindar seguridad, sustento, ser un pilar y el cobijo. Sin
embargo, sentía que ella era la que le daba eso y más, mucho más. Tenía la certeza de que, si un
día él llegaba a faltar, Bernie no quedaría desvalida ni se derrumbaría nada de lo que
construyeran juntos.
Se suponía que una mujer debía ser femenina, sensible, frágil, talentosa y maternal. Sin
embargo, Bernie era todo eso y más, infinitamente más. Le faltaban palabras para describirla. Le
faltaría vida para descubrirla.
Todos los inextricables senderos de la vida lo habían conducido a ella. Sus vidas se cruzaron
en el momento justo. Ni antes ni después.
Estaba ansioso por vivir lo que les quedaba por delante.
*****
Todo Lancaster sabía cuándo iba a haber una boda, principalmente por las amonestaciones
que se publicaban en las semanas previas al enlace. Sin embargo, pese a que nadie sabía a ciencia
cierta cuándo se casaría Bernie Shaw, para la mitad de la población era vox populi que la boda
pronto se llevaría a cabo.
Para la otra mitad ―la que pensaba que era todo un montaje― era «ver para creer».
Y, para sorpresa de todos, ese «ver» llegó más temprano que tarde.
El primer indicio fueron los arreglos florales que empezaron a llegar a la iglesia. Luego, la
llegada de los asistentes, que fue diversa y jovial. Minutos después, el novio estaba esperando en
la puerta de la iglesia la llegada de su novia.
Para esas alturas, ya se había congregado mucha gente que deseaba ser testigo de la prematura
e intempestiva boda del año. Dado que no hubo amonestaciones públicas, lo obvio era deducir
que el enlace se llevaría a cabo gracias a una licencia común. Ese era un detalle sabroso, que
daba pie a muchas conjeturas que explicaban el motivo por el cual los novios no deseaban
esperar.
Thomas estaba nervioso, moviéndose inquieto con las manos en los bolsillos, esperando a
Bernie a la salida de la iglesia. A su lado se encontraban sus hermanos y Aidan, quien tenía el
honor de ser el padrino.
―Por favor, asegúrate de que Bernie lance el ramo solo a las mujeres ―bromeó Alec―.
Mírate, confirmas la maldición.
―Cuando te toque enamorarte de verdad, no lo considerarás una maldición ―respondió
Thomas―. ¿Qué hora es?
Gabriel, Alec, Lawrence y Aidan sacaron sus relojes al mismo tiempo.
Tomas escuchó cuatro voces a destiempo que decían: «Las once. Faltan tres para las once.
Las once cinco. Las once dos»
―No sé a quién creerle ―rezongó Thomas.
―Swindon ―llamó Aidan con un tono serio―. Al otro lado de la calle, delante de usted.
Thomas miró hacia donde Aidan le señalaba.
Daventry.
El barón tenía los ojos clavados en él, serio y desafiante. Swindon le sostuvo la mirada.
Bernie le había relatado el intercambio que tuvieron durante su ausencia, y ganas no le faltaron
de ir a golpearlo por acosar a su prometida.
No obstante, Bernie le había dado un buen escarmiento y, para más inri, en público. Con eso
Swindon se había contentado. Pero tal parecía que Daventry no entendía.
―¿Qué pretende ese idiota? ―masculló Thomas―. ¿Quiere que lo mate?
―Le recomiendo que no haga nada ―respondió Aidan―. A menos que su provocación sea
flagrante.
―Ahí viene Bernie ―intervino Lawrence. Thomas hizo el ademán de girarse para divisar a
su prometida―. ¡No la mires, demonio, es mala suerte!
Thomas dio un respingo y su atención volvió a Daventry, quien seguía con la vista clavada en
él.
Swindon esbozó una artera sonrisa de suficiencia.
¡Que se fuera al infierno ese cobarde y que mirara cómo se casaba con una mujer
espectacular!
El crispado estado de ánimo de Thomas volvió a cambiar, cuando Alec le dio unas palmaditas
en la espalda y bromeó:
―Prepárate, Alastor, tu hora ha llegado.
―Y no sabes lo feliz que eso me hace ―admitió sin culpa.
―En lo personal, prefiero estar a diez yardas del altar ―terció Lawrence.
―MacGregor fue un hombre muy valiente al haber aceptado ser tu padrino ―opinó Gabriel,
quien también era renuente a plantearse siquiera estar cerca de los sagrados grilletes.
―El padrino también se quiere casar ―terció Aidan―. No intenten huir demasiado tiempo.
Es inútil.
―Es cierto ―convino Thomas―. Entremos, debo tomar mi lugar.
Bernie divisó a Thomas, que ya entraba a la iglesia. Al poco rato salió Charity, que oficiaría
de «niña» de las flores por ser la menor, acompañada por Estelita, elegida como dama de honor.
Al ver aquella situación, la sonrisa de Bernie se ensanchó. De hecho, desde que despertó esa
mañana, esa curva que dibujaban sus labios era inamovible, al igual que sus nervios. Deseaba
que todo saliera bien y casarse, al fin, con el amor de su vida.
Cuando la calesa se detuvo frente a la iglesia, el señor Banks se apeó y ayudó a bajar a
Bernie. Toda la gente comenzó a murmurar, el vestido era algo nunca antes visto, era como ver
una princesa de algún lugar y tiempo lejano. La novia no daba la impresión de ser una joven
tímida que iba a ser lanzada a los leones, sino todo lo contrario, era una especie de fuerza de la
naturaleza, la cual domaba los elementos solo con un ademán.
Una verdadera reina entre los plebeyos.
Y se iba a casar con un conde, ni más, ni menos.
Una situación casi imposible, las clases no se mezclaban, y mucho menos por amor.
Sin embargo, estaban siendo testigos de que, muy raras veces, los milagros sí existían.
La última vez que estuvo a punto de suceder algo similar, no terminó nada bien y,
curiosamente, los dos protagonistas estaban respirando casi el mismo aire.
Todo el mundo estaba pendiente. El antiguo amor de Bernadette Shaw observaba, firme y
tenso como una estatua, todo cuanto sucedía, y a nadie le pasó desapercibido el intercambio
cuando ambos cruzaron sus miradas; él, tragando saliva y aclarando la garganta, intentando
acallar su evidente dolor; ella, dándole la espalda a su pasado, avanzando segura hacia un futuro
prometedor.
El punto final que Daventry jamás imaginó. En sus esperanzas y fantasías, no contó con el
gravitante factor Swindon.
Avanzó un paso entre la multitud. Todos lo miraron con morbosa avidez.
Dio otro paso, la dama de honor daba los últimos toques al vestido y al velo que cubría el
rostro de la novia.
―¡Ni siquiera lo intentes! ―ordenó el vizconde Banbury―. Al menos respeta a mi nieto
―exigió.
Daventry se dio la vuelta y se encontró con su padre, quien llevaba de la mano a Leonard, su
hijo, el fruto de ese frío y conveniente matrimonio concertado.
El pequeño lo miraba interrogante y desconcertado. Desde que llegaron a ese lugar, su padre
actuaba raro, como si se hubiera olvidado de él.
Daventry dio una última mirada hacia la iglesia, Bernie ya estaba lista para entrar del brazo
del señor Banks.
Inspiró hondo, dio media vuelta y corrió hacia la entrada.
―¡No lo hagas, Bernie! ―exclamó―. ¡No te cases!
Un jadeo general se escuchó, luego, el silencio.
Bernie dio media vuelta y lo miró con los ojos desorbitados. Resistió el impulso de quitarse el
velo para que ese cretino viera su ira.
―¡Vete! ―exigió―. ¡No vas a arruinar mi boda!
―Swindon no es un santo. ¡No te merece! ―declaró Daventry a viva voz.
―¿Acaso tú me mereces? ¡Cobarde! ¡Fuera de mi vida!
―Swindon ha hecho su fortuna aplastando a muchos… Ha pasado por el lecho de todas las
viudas de Londres… Su padre fue el peor libertino de todos. Lo tiene en la sangre, no es decente,
su familia solo es aceptada porque se han metido a la fuerza en la buena sociedad. ¡No puedes
casarte con él! ―reveló, usando su última carta, vomitar todos los argumentos que no había
podido esgrimir antes.
―¿Ah, no? Pues mira cómo lo hago. Con mayor motivo me casaré. ―Se alzó el faldón y
subió los escalones de la iglesia.
Daventry debía quitarse la venda, ya no quedaba nada de la muchachita ingenua que conoció;
ella sabía lo que se decía del origen de la fortuna de Swindon en la prensa y, les gustara o no,
esas prácticas eran parte del negocio; el conocimiento sexual de su futuro esposo no era por arte
de magia, sino por la experiencia; y le importaba bien poco la decencia de la familia del conde,
porque toda la buena sociedad estaba conformada por una montaña de hipócritas.
―¡Bernie, no! ―imploró Daventry.
Ella lo ignoró. Al llegar a la puerta, se encontró con Thomas. El rostro de su prometido no
reflejaba ninguna expresión.
Swindon pasó de largo, al tiempo que se quitaba los guantes blancos y los guardaba en un
bolsillo. Avanzó hacia donde estaba Daventry y, sin mediar ninguna palabra, le propinó un
puñetazo en el vientre; rápido, duro, certero, lleno de furia. El agudo dolor hizo que el barón
perdiera el aire de sus pulmones, se encorvó sin posibilidad de responder, porque ni medio
segundo después, Swindon impactó sus nudillos directo en el mentón con un golpe ascendente,
que lo dejó como un bulto en el suelo.
Thomas se agachó y lo tomó del cabello. La boca de Daventry sangraba, le faltaba un diente y
le había quebrado otro.
―Te lo advertí, maldito ―masculló―. Deja en paz a mi prometida.
―No la mereces ―insistió con voz estrangulada.
―No ―convino―. Pero cada día de mi vida lucharé por merecerla. ―Lo soltó brusco,
dejando que la misma inercia hiciera su trabajo y azotara la frente en el duro adoquín. Aquello
fue el golpe definitivo que dejó fuera de combate a su rival.
Thomas se levantó, altivo, y miró a Banbury.
―Lléveselo o no respondo.
El vizconde, con solo un ademán, les ordenó a sus lacayos que lo escoltaban, que se llevaran
lo que quedaba de su hijo. Insondable, le dedicó una última y breve mirada a Bernie, quien, ajena
a ese gesto, tenía los ojos fijos en el hombre que ahora solo le inspiraba lástima.
―Perdón ―susurró la voz de Thomas a su lado. Bernie no había notado que él estaba ahí―.
No suelo ser así.
Bernie miró a su prometido, hermoso, serio, enojado y arrepentido. Ni siquiera se había
despeinado, jamás había visto una pelea tan instantánea. Daventry no tuvo tiempo siquiera para
respirar.
―Lo sé, se lo advertiste ―replicó―. Fue demasiado lejos.
―¿Nos casamos? ―propuso Thomas, sintiendo un inusitado miedo. Los hechos que enumeró
el barón los exageró, pero debía admitir que no dejaban de tener una base de verdad―. ¿O
quieres pensarlo mejor? Daventry no mentía. Lo que dijo sobre mí es cierto.
Bernie acarició el rostro de Thomas, tan fuerte, tan vulnerable. Sus ojos reflejaban tanto
temor.
―Daventry no ha dicho ninguna novedad. Eres un hombre y has tenido más libertades. No
eres un santo, Thomas, y siempre lo he sabido. Sé que eres un verdadero demonio. Nos
aceptamos tal como somos, tú y yo no somos perfectos… Por favor, no perdamos más tiempo, sé
mi esposo de una buena vez.
Thomas asintió y el alma le volvió al cuerpo.
―Sí, señora. La espero en el altar. ―Dio media vuelta, todos los invitados estaban en la
puerta, a la espera―. ¿Qué hacen ahí? ¡Entren! ¡Tenemos que celebrar una boda!
Espontáneos vítores se elevaron por parte de la multitud. A los curiosos les gustaban tanto los
finales felices, como el drama de los perdedores. La boda del año también era el escándalo del
año. Serían semanas de incesante cotilleo.
Bernie inspiró hondo, y dirigió su atención hacia la entrada de la iglesia.
―Ahora sí, señor Banks. ―Miró al doctor y le besó la mejilla―. Gracias por no soltarme,
hubiera arruinado mi ramo y mi atuendo golpeando a Daventry.
―Tienes a un hombre que siempre defenderá tu honor… y tu estilo, querida Bernie. No estás
sola, niña, ya no.
―Ya no.
Capítulo XXIII
Bernie traspasó el umbral de la entrada de la iglesia, y avanzó del brazo del señor Banks,
guiada por el sendero de pétalos de rosas blancas que dejó Charity.
Sonrió al ver a Thomas, tan apuesto con su levita y pantalón azul, que contrastaba con el
chaleco y pañuelo blanco. Un diminuto ramo de azahares y acianos azules decoraban su solapa.
Recordó la anécdota que le narró Alec, en la cual Thomas, desesperado por deshacerse del ramo
de novia que le habían endilgado, lo deshizo y se prendió las flores en cuanto ojal encontró de su
ropa.
El limonero Swindon lo llamaron ese día.
¿Quién diría que, semanas después, ese mismo limonero desesperado estaría casándose?
Estaba loco, loco por ella y ella loca por él.
Como si hubiera sido un mal sueño, lo ocurrido minutos atrás se desvanecía de su memoria y
su corazón. El último pensamiento que Bernie le dedicó a Daventry, fue el deseo de que él
pudiera superar su dolor, así como ella lo hizo.
Se podía amar otra vez. Nadie moría de amor, y Daventry no la amaba, tal vez estaba
obsesionado con un recuerdo, un fantasma. Amaba a la muchacha que dejó atrás, y de ella ya no
quedaba nada.
Cuando Bernie llegó al altar, miró a Estelita, a quien le sonrió y susurró:
―Tenías razón. ―Y le guiñó un ojo.
El ama de llaves se secó una lágrima y rio. Su niña había recordado las palabras que ella
lanzó para animarla a que viera que el conde la quería ―aunque los dos no tuvieran idea de lo
que sentían―.
Thomas entendió esas palabras y, pícaro, le alzó una ceja al ama de llaves. Recibió a su
amada de parte del señor Banks y, tras alzarle el velo, la ceremonia comenzó.
El vicario se esmeró como nunca y, si bien había una manera establecida de llevar a cabo una
boda, intentó hacer la ceremonia lo más solemne posible sin llegar a ser tedioso. Era un momento
esperado por los novios, debía ser una celebración del amor. Por eso mismo, estuvo encantado de
hacer una leve modificación al ritual, cuando Thomas se lo pidió. Por todos era sabido que el
anillo de matrimonio solo lo llevaba la esposa, pero en la familia del novio existía la extraña
tradición de que el esposo también recibiría una alianza, en símbolo de amor e igualdad.
―Con este anillo te desposo, con mi cuerpo yo te adoro, y todos mis bienes mundanos yo te
los doy. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén ―recitó Swindon con
profunda emoción, al tiempo que deslizaba el anillo en el dedo de su amada, el cual era muy
sencillo, y que sus pares podían catalogar como «de clase baja», por no alardear su posición con
una gran piedra preciosa o un diseño más fastuoso.
Thomas sabía que Bernie era una mujer inquieta y trabajadora, llevar una alianza enorme y
ostentosa solo la incomodaría. Por ese motivo mandó a hacer algo práctico pero significativo; el
anillo tenía pequeñas piedras preciosas incrustadas a ras de la banda de oro, las cuales eran
topacio, esmeralda, amatista, malaquita y ópalo.
Era una joya acróstica, Bernie no pudo contener un jadeo ante el mensaje de la inicial de cada
piedra, era una frase en español: «Te amo».
―Yo también te amo ―murmuró Bernie, respondiendo al mensaje de la alianza.
Thomas quería darle un anillo nuevo a Bernie, y no el que perteneció al condado de Swindon
para las consortes. Para Thomas, esa joya simbolizaba una era negra que no debía quedar en el
olvido, sino que debía ser tomada como una lección para no reincidir en errores y
comportamientos deplorables. Él no quería que Bernie la usara, sino que se quedara en su joyero,
que solo fuera una advertencia, un llamado a estar alerta.
Acto seguido, Bernie recibió la alianza de parte del vicario y fue su turno de recitar las
mismas palabras de Thomas, al tiempo que la deslizaba en el dedo anular masculino. También
era de un diseño sobrio; un anillo de oro en cuya parte central, se formaba un óvalo que tenía
labrado un hermoso monograma con las letras B y T. Bernie acarició las letras, era hermoso. Ella
solo supo sobre el intercambio de anillos matrimoniales el día anterior, cuando Thomas le
comentó que deseaba seguir con la costumbre familiar.
―Para pensarte cada vez que lo vea o lo sienta ―declaró Thomas.
El vicario prosiguió con la ceremonia, Bernie y Thomas solo se miraban, apenas prestaban
atención a las oraciones y a lo que ocurría a su alrededor. Ambos estaban grabando a fuego en su
memoria lo que estaban sintiendo, viendo y pensando.
Thomas, por más que contemplaba a Bernie, no podía dejar de pensar en lo increíble del
cambio en su vida. Esa mujer tan fuerte, tan valiente y decidida, era la única que podía ser su
compañera. Ella jamás iba a depender de él en ese sentido enfermo de perder la voluntad y dejar
de ser ella misma, porque ya había caído, se había levantado, y había aprendido que el amor era
más que depositar la vida en otra persona.
Y él había aprendido tanto esas semanas, sobre todo de sí mismo, de su naturaleza al verse
influenciado por el amor… el verdadero amor. Porque conocía la atracción física, el deseo, la
pasión. Bernie hizo que viera todo con otros ojos, incluso a las mujeres de su propia familia. Fue
como quitarse una venda y apreciar realmente lo que ellas hacían, decían y sentían. Y, pese a que
nunca compartió aquel prejuicio de que las mujeres eran seres irracionales llevados solo por los
sentimientos, tampoco hizo nada para rebatirlo, sabiendo que eran mucho más complejas y
aquello no les restaba valor, las engrandecía. Ya no sería así, cada vez que alguien dijera algo
estúpido sobre una mujer, alzaría la voz.
Sin duda, muchos de sus amigos y conocidos iban a pensar que él había perdido el juicio.
Thomas estaba seguro de que era todo lo contrario.
Suspiró.
Bernie, ajena a los pensamientos de Thomas, solo se convencía de que no era un sueño ese
momento. Que ese hombre que estaba frente a ella le estaba ofreciendo su corazón y su vida, sin
dudar, sin medida, sin condiciones, sin límites. Él la veía como ella deseaba ser vista; como una
mujer que valía, y darse cuenta de que Thomas la apreciaba sin prejuicios, la instó a confiar de
nuevo, a amar de nuevo. Él le demostró que no era una locura pensar que su valor no estribaba
en lo que poseía o carecía ―ya fuera dinero, belleza, posición o virtud―, sino en lo que había
dentro de ella, su mente, su alma, su corazón, en lo que era capaz de entregar. Lo amaba, y
amaba todo aquello que lo convertía en él y solo él; bondad, honor, justicia y lealtad, pero
también era humano y tenía su cuota de arrogancia, malicia y rebeldía.
Tal vez por eso siempre pensó que nunca iba a poder amar de nuevo, porque hombres como
Thomas eran pocos, y que coincidieran en ese punto de sus vidas, era una bendición.
Decían que era un demonio. Sí, lo era.
Pero ella conocía al ángel que había dentro de él.
Y los amaba a los dos, la luz y la sombra.
―Aquellos a quienes Dios ha unido, que nadie los separe. ―De súbito, la voz del señor
Denson los sacó a ambos de sus cavilaciones.
Miraron al vicario, quien intentaba no sonreír, sabía que los novios estaban en cualquier parte,
menos ahí, frente a él en la iglesia.
―Visto que Thomas y Bernadette han dado su mutuo consentimiento en el matrimonio
sagrado; han sido testigos de lo mismo ante Dios y esta compañía y, al mismo tiempo, han dado
y prometido sus tributos el uno al otro; han declarado lo mismo al dar y recibir un anillo, uniendo
las manos. Declaro que son marido y mujer. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo. Amén.
―¿Ya? ¿Estamos casados? ―preguntó Thomas al vicario.
―Sí, pe…
Thomas no lo escuchó, solo se limitó a enmarcar el rostro de su esposa y la besó,
sorprendiéndola. No obstante, aquello a Bernie no le impidió colgarse del cuello de su esposo y
responder a ese beso que era de todo, menos tímido.
El señor Denson se aclaró la garganta, risitas por parte de los invitados se sumaron al
momento. Los nuevos esposos no se dieron por aludidos, hasta que consideraron que era mejor
detenerse por un mínimo de decencia.
―La ceremonia no ha terminado ―se apresuró a decir el señor Denson―. Falta que firmen el
registro junto con los testigos y serán libres de partir… o de besar… o lo que sea.
El trámite fue rápido. Cinco minutos después, Thomas, orgulloso e inmensamente feliz, salía
de la iglesia junto a su esposa, Bernadette Croft, condesa de Swindon.
*****
Ni bien empezó el almuerzo nupcial en White Cottage, Bernie descubrió cómo era Thomas en
una fiesta familiar. Ya sabía que era un hombre divertido y con un gran sentido del humor, sin
embargo, lo que le sorprendió fue que también era «el alma de la fiesta». Contaba chistes, reía a
carcajadas, bromeaba y disfrutaba recibir de vuelta las réplicas de sus hermanos, y no solo de
ellos, sino de cualquiera que tuviera el suficiente valor para contestar sus pullas.
Cuando organizaban los detalles de la celebración, Bernie no había considerado un grupo de
músicos, pero Laura y Charity insistieron en que debían contratar al menos un trío de cuerdas,
porque a Thomas le gustaba bailar, sobre todo las piezas más animadas.
Y, en el momento en que él oyó que los músicos afinaban para dar inicio al pequeño baile, no
dudó en tomar a su esposa de la mano e ir al salón principal para bailar el primer vals.
Pronto, el almuerzo se transformó en una animada fiesta, algo poco común, puesto que
siempre se trataba de una celebración sobria. Ningún invitado se quedó sin bailar ni le
importaron las normas sociales; nadie se fijó en cuántas veces bailó Aidan con Georgie, o que el
señor Banks no tuviera ritmo, o que las menores tuvieran una improvisada clase con Alec y
Lawrence, o que Gabriel no evitara hacer bromas a sus hermanas bailando con ambas al mismo
tiempo, ni tampoco repararon en la complicidad del señor Denson con Henry, quienes ya estaban
en confianza después de la primera copa de champaña.
―No hubo mucho tiempo el domingo para conversar, señorita Henrietta ―dijo Douglas,
llevando del brazo a Henry, al tiempo que se internaban en el comedor por unos refrigerios.
Estaba vacío, perfecto para preguntar―: ¿Se sintió cómoda durante su clase?
―Al principio estaba muy nerviosa, pero los niños se portaron muy bien en general
―respondió, escueta.
―¿En general? ¿Pasó algo malo? ―interpeló, preocupado.
―No, solo son niños y son inquietos ―repuso con un tono ambiguo. Denson le ofreció
limonada, ella aceptó y bebió un sorbo. Al ver que él estaba atento y sereno, prosiguió―: Hay
algunos que se concentran más que otros y a mí no me gusta castigarlos. Tengo que buscar una
forma de que presten atención sin recurrir al miedo.
―Recuerdo que a mí tampoco me gustaban los castigos ―rememoró Douglas, relajado. Ya
intuía el motivo que la inquietaba―, no tenía muy buena memoria con las tablas de multiplicar y
siempre fallaba en los exámenes orales.
―¿Y qué pasaba cuando fallaba?
―Tenía que extender la mano y me daban un golpe con una regla.
Henry arrugó la nariz. A ella nunca la castigaron de ese modo, siempre fue tranquila en las
clases que le hacía su madre o la institutriz. Se imaginó a un pequeño señor Denson con escozor
en la palma de su mano y sintió pena por él.
―¿Dolía mucho? ―preguntó.
Douglas se dio cuenta de que nunca le habían hecho esa interrogante. Se quedó pensativo,
recordando, para luego admitir:
―Debo reconocer que no mucho. Mi padre era el vicario y era quien nos educaba a mí y a
mis hermanos. Nosotros no éramos precisamente unos angelitos, pero él era un hombre que tenía
un gran dominio sobre sí mismo. Era solo un toque con la regla que dejaba en la palma un ardor
pasajero. Tampoco fue un hombre que nos corrigiera con brutalidad. Tenía mucha paciencia,
pero siete muchachos sí que daban trabajo a un hombre viudo.
―Entiendo. No debió ser fácil para él ―reflexionó. Si fue difícil para Bernie terminar de
educar a las menores, debió ser peor para el padre del vicario―. ¿Y al final aprendió a
multiplicar?
―Debo reconocer que la tabla del ocho es la que todavía me cuesta. Así que, por favor, ni me
la pregunte, las matemáticas no son lo mío ―respondió con guasa.
―Por eso es vicario.
Denson esbozó una sonrisa, sin embargo, su semblante se ensombreció.
―Fue una manera de expiar mis faltas. No siempre fui un buen hijo ―confesó a medias,
había cierto pesar en su tono―. Pero con el tiempo me di cuenta de que en verdad disfruto este
oficio y sé que es mi camino. En algún momento le contaré, hoy es día de celebración.
―Tiene razón ―convino y, a la vez, sintiendo una profunda curiosidad, agregó―: Pero no
crea que lo olvidaré.
―Sé que no lo hará. ―Inspiró hondo, Douglas sentía que debía aprovechar ese instante en
que estaban casi a solas, si no quizás cuándo iba a volver a tener otra oportunidad―. Señorita
Henrietta, ¿puedo hacerle una pregunta muy personal?
Ella alzó sus cejas y, nerviosa, solo asintió.
―¿Tiene algún pretendiente?
Henry negó con su cabeza, sus mejillas comenzaron a sonrojarse y bajó la mirada, como si
aquello pudiera ocultar su involuntaria reacción.
―¿Y su corazón tiene dueño? ―continuó Douglas con su interrogatorio.
Ella vaciló por un momento. Alzó su rostro arrebolado, lo miró y asintió. Denson tragó saliva.
―¿Está aquí, en White Cottage?
Henry solo movió su cabeza… Era un sí. El corazón de Douglas se descontroló, le latía
desenfrenado.
―¿Está en el salón?
Henry negó y, harta de su propia timidez y mutismo, agregó:
―Está frente a mí.
Denson sonrió, pletórico de felicidad. Dios bendito, bendito sea. No sabía hasta ese momento
cuánto necesitaba esa confirmación.
―Mire qué coincidencia… la dueña de mi corazón también está frente a mí.
Henry suspiró y sonrió, qué terrible eso de tener el alma en vilo. No estaba hecha para la
incertidumbre, y agradecía que el señor Denson se atreviera a poner el tema sobre la mesa,
porque ella no sabía cómo abordar una conversación de ese tenor.
―¿Y qué vamos a hacer? ―preguntó, más relajada y feliz.
―Pretendo cortejarla, por supuesto… Si usted acepta.
―¡Claro que acepto! ―exclamó, emocionada―. Acepto, señor Denson ―repuso más
comedida.
Douglas, también emocionado, le tomó las manos y se las besó. Estaba feliz, él había
encontrado su camino en la vida, pero cuando sus ojos se posaron en la señorita Henrietta, se dio
cuenta de que no quería recorrerlo solo.
―Si gusta me puede llamar por mi nombre. ¿Quiere bailar conmigo la siguiente pieza?
―preguntó.
―Será la tercera, señor Douglas ―precisó y, aceptando la propuesta del vicario, añadió―: Y
a nadie le va a importar.
Denson le ofreció el brazo a Henry y, sonrientes, se dirigieron al salón. No alcanzaron a dar
un paso cuando Alex casi chocó contra ellos.
―Bernie ya se va. Esta lista para lanzar el ramo ―informó, ansiosa.
―Oh, ¿tan pronto? ―interpeló Henry, sintiendo emociones contradictorias. Bernie se iba, ya
era un hecho que no volvería a White Cottage. No obstante, se sentía feliz por su hermana
mayor.
Todas las hermanas Shaw se sentían igual.
―Oh, Henry. Tendremos que acostumbrarnos. Pero conociendo a esos dos, pasarán más
tiempo aquí que en Pebble House ―consoló Alex, a quien su juventud quizás le hiciera ver las
cosas de un modo más ligero.
Henry sonrió, su hermana tenía razón.
―Imagine si atrapa el ramo, señorita Henry ―intervino Douglas, esbozando una sonrisa que
tenía un tinte pícaro.
A Alex no le pasó desapercibida esa súbita familiaridad. Ese par ya había avanzado un paso
más. ¡Al fin!
―¡Vamos! ―apremió Alex, para no alargar más lo inevitable.
Todos fueron al salón, ahí estaba Bernie esperando a que las últimas solteras se unieran al
grupo para lanzar el ramo. Todos los solteros estaban a una distancia prudente y segura; unos
para no intervenir en el rito, otros por el más puro temor.
Bernie miró hacia atrás para calcular qué tan fuerte debía lanzar el ramo. Una vez decidido su
objetivo, se dio la vuelta y contó:
―A la una… a las dos… a las…
Y lo lanzó sin llegar a tres.
El ramo describió un amplio arco que se elevó por la estancia y que sobrepasó al grupo de las
solteras.
―Ay, no. Viene hacia acá ―susurró Alec, mirando la horrorosa trayectoria que iba directo
hacia ellos.
―¡Retirada! ―exclamó Gabriel.
―¡A un lado! ―ordenó Lawrence.
Los hermanos de Thomas, sin dejar de mirar el fatídico proyectil floral, dieron un largo paso
al costado. Solo dos hombres no se movieron y alzaron el brazo para alcanzarlo, pero solo uno
logró atraparlo, pues era un poco más alto.
Aidan.
Todos los invitados estallaron en carcajadas, incluso las damas. Aidan se encogió de
hombros, se abrió paso entre los invitados, y le regaló el ramo a Georgie.
El galante y decidido gesto fue vitoreado por todos. No había duda, ellos serían los siguientes.
Bernie chasqueó la lengua, quería que alguno de sus cuñados fuera el que cayera en las redes
del sagrado vínculo. Aidan y Denson ya estaban destinados, con o sin ramo.
―Dos veces no iba a suceder, lindura ―le susurró Thomas al oído―. Eso sí, admiro tu
inocente maldad… Algún día caerán, ya verás.
―¿Y nos burlaremos de ellos?
―Dalo por hecho. ―La miró, todavía no podía creer lo hermosa que se veía con ese vestido.
Tantas, tantas capas―. ¿Nos vamos a nuestra celebración particular?
―Sí, ya es hora.
Como Bernie y Thomas tenían demasiado trabajo pendiente en sus respectivas ocupaciones,
decidieron posponer su luna de miel para cuando iniciara la temporada en Londres, por lo que
solo pasarían una semana en la privacidad de Pebble House. La fábrica no paraba, ni los
negocios de Thomas, los cuales había descuidado por casi un mes.
Aquello no les quitaba el sueño, iban a estar juntos como marido y mujer, y eso era lo
importante.
Comenzaron las despedidas, las bromas, los buenos deseos, las lágrimas, los abrazos.
Adiós White Cottage.
Titán los esperaba, engalanado para la ocasión. Nada de carruajes, su destino estaba a solo
media milla. Thomas montó el caballo y dispusieron de una banqueta para que Bernie no tuviera
problemas para subir junto a su esposo, quien le ofreció el pie y le extendió la mano para que ella
la tomara y se impulsara hasta sentarse en un solo movimiento. Habiendo quedado cómoda, se
aferró a la estrecha cintura masculina.
Thomas movió las riendas y el caballo comenzó a trotar suave, dejando atrás las despedidas
de sus seres queridos.
Bernie suspiró; la razón le decía que iba a estar cerca de sus hermanas, pero su corazón estaba
melancólico, ya nada sería igual, aunque su responsabilidad no terminaba con ellas solo por estar
casada, eso iba a suceder cuando todas tuvieran sus vidas resueltas. Ese era el precio que tenía
que pagar, mas su propia felicidad lo valía y más.
Sí, tenía que ser un poco egoísta. Y nadie se lo reprochaba.
Se deshizo de aquel sentimiento. Escuchó los latidos en el pecho de Thomas. La tarde estaba
en su plenitud, pero el cielo se encapotó en el transcurso del día y hacía frío. No obstante, ella
estaba cubierta con una capa a juego con su vestido y compartía el calor que su esposo le
transmitía.
Alzó la mirada, Thomas sonreía. Jamás olvidaría la expresión de él, tan satisfecha y feliz,
como si se sintiera el rey del mundo.
―¿En qué piensas, cariño? ―preguntó Bernie con curiosidad.
―En lo mucho que te amo, en lo feliz que me haces… y en todas esas capas que tendré que
sacar.
Bernie rio.
―Creo que te sorprenderás, diseñé este vestido para que no fueran demasiadas capas para tu
ansiedad. Se ve más vaporoso de lo que es en realidad.
―Tengo la mejor esposa del mundo. Afírmate fuerte, lady Swindon, Titán va a galopar.
Capítulo XXIV
*****
Las horas pasaron, no lo notaron hasta que el sol se ocultó. La habitación estaba caldeada e
iluminada por el fuego que avivaron poco después de su primer encuentro. Bernie sonrió,
aprendió más de sí misma y de su cuerpo en ese corto lapso, que durante toda una vida.
Comprendió el motivo por el cual a la mayoría de las mujeres les ocultaban el poder que en ellas
residía, a los hombres se les podía subyugar con tan solo dejarlos entrar.
Pero también era un arma de doble filo, ellas eran las que concebían. Al paso que iba,
quedaría embarazada en el corto plazo.
En el caso de que fuera fértil.
Cuando concibió el vástago de Daventry y lo perdió al poco tiempo, Estelita y el doc le
aseguraron que esas situaciones eran normales al principio del embarazo y que no debía
preocuparse. En ese momento de su vida, ella lo vio más como una demostración de piedad de
Dios. Bernie no sabía qué hacer con un bebé sin un padre, iba a ser un golpe para toda su familia.
Siendo honesta consigo misma, no lo hubiera soportado, ni siquiera era un consuelo tener un hijo
de Daventry, lo amaba y lo odiaba.
«Todo pasa por algo, mi niña», fueron las palabras de Estelita en ese entonces. Siempre tenía
la razón.
Sin embargo, necesitaba espantar sus temores. Su relación con Thomas había sido tan rápida
y avasalladora que ni siquiera se detuvo a pensar en ello. Se acurrucó en el pecho de Thomas,
quien le acariciaba el brazo con pereza.
―Thomas ―llamó―. ¿Qué pasa si yo no puedo tener hijos? ―preguntó sin darle más
vueltas.
Las caricias de su esposo se detuvieron por largos segundos, suspiró y volvió a deslizar los
dedos sobre su piel.
―¿Por qué lo preguntas? ―Sin embargo, al terminar de formular la interrogante, comprendió
al recordar esa tremenda perorata que le propinó Bernie cuando lo expulsó de White Cottage y le
confesó que estuvo embarazada―. Oh, por eso…
―¿Qué sucederá si no te doy un heredero? ―insistió Bernie.
Thomas se quedó pensativo unos segundos, haciéndose la idea. Extraño.
―Puede que eso me entristezca ―admitió―, pero si he de ser sincero, jamás me imaginé
casado o teniendo hijos, por lo que no me he ilusionado con ello.
―¿A pesar de tener un título? ¿Nunca te presionaron por casarte?
―No, ni a mí ni a Alec.
―¿Por qué?
―Porque fuimos educados para no depender de un título o de unas cuantas tierras, sino por
nuestros propios méritos y trabajo. ―Rio flojo―. Para mí, trascender tiene relación con la
influencia que ejerzo en los que amo, no con mi legado en sí. De hecho, la riqueza del título es
mínima. Lo que poseo es solo mío, por lo que, si no llego a tener hijos, el título lo tendrá Alec y
el resto lo heredarás tú; y de no estar tú, la mitad se distribuirá entre mis hermanos y mis
cuñadas, y el resto irá a formar parte de las arcas de la fundación familiar. Ya lo he dispuesto.
―Le besó la frente―. Mi amor no está supeditado a tu fertilidad, te amo a ti, no a los hijos que
aún no existen. Procuraremos ser felices con lo que tengamos.
―Yo ya soy feliz contigo ―declaró, mas tuvo que reconocer―: La verdad es que a mí sí me
gustaría tener hijos, pero… si no se puede.
―Los hijos no solo se conciben, querida. Yo soy un ejemplo de ello, mi padre no me
engendró, pero se cortaría un brazo por mí y yo siempre he sentido un amor profundo y
admiración hacia él. Estamos recién empezando, tenemos mucho tiempo por delante, eres una
mujer joven todavía. ¿Cuántos años tienes, lady Swindon?, ¿más de veinte?, ¿menos de treinta?
―bromeó. Ya había calculado y confirmado la edad de Bernie, en octubre cumpliría veintiséis,
pero le gustaba provocarla.
―Tal cual, milord ―respondió con el alma mucho más ligera. Vaya locura ese matrimonio,
solo pensaron en estar unidos sin perder un minuto.
Aunque, si lo pensaba mejor, con Daventry ni siquiera había tocado el tema, solo asumieron
que ella iba a tener muchos hijos cuando se casaran.
Había cosas que nunca se pensaban, ya fuera con un compromiso largo o uno corto.
El estómago de Bernie rugió.
―¿Mi condesa tiene hambre? ―interrogó Thomas―. Yo pensaba que estaba satisfecha.
―Esta hambre no se puede saciar con lo que hemos hecho toda la tarde ―replicó.
―Iré a buscar algo a la cocina ―propuso Thomas―. Espérame.
Se levantó y se vistió, Bernie no alcanzó a refutar ante ese arranque de entusiasmo. Si él
quería atenderla, ella no se negaría. Thomas tomó un candelabro, encendió las velas y fue hacia
la cocina.
Bernie también se levantó, se vistió con un salto de cama de seda y encaje. Se acercó a la
ventana que comenzaba a salpicarse de gotas de lluvia. Se quedó ensimismada, se sentía
tranquila, en paz. Pese a que su vida estaba llena de responsabilidades, por primera vez, desde
hacía muchos años, sentía que ya no cargaba con un peso insoportable.
Quizás era el hecho de tener más certezas que incertidumbres. Amaba y era amada, el
bienestar de sus hermanas y el propio estaba a buen recaudo, la empresa podría seguir
funcionando sin amenazas, quizás podría hacer mejoras.
No supo cuánto tiempo pasó, lo que sí supo fue cuando Thomas entró en la habitación
portando una gran bandeja, la cual dejó sobre la cama.
Bernie se acercó, había té, pan, queso, vino y sopa de pollo y verduras, ¿recién hecha?
―¿Sabes cocinar? ―preguntó incrédula, al tiempo que se sentaba en la cama frente a
Thomas―. Huele de maravilla.
―Mi padre dice que todo hombre, sea duque o no, debe saber cocinar, aunque sea una simple
sopa. Nunca se sabe… Aunque debo reconocer que pedí a la cocinera que me dejara todo picado
y guardado para tardar menos.
»Cuando estudiaba en la universidad, Frank y yo solíamos cocinar, nuestros padres nos daban
el dinero justo, creo que había cierto temor a que nosotros cayéramos en los mismos excesos que
nuestros progenitores. Teníamos que apreciar lo que costaba vivir en paz y sin mayores
carencias.
―Veo que funcionó. ―Probó la sopa―. Y también veo que todo lo que haces es delicioso.
―Por supuesto. ―Thomas sonrió con suficiencia―. ¿Cuántas veces lo has comprobado hoy?
―Oh, bribón, te encanta que te diga lo magnífico que eres. Cuatro maravillosas veces. Pensé
que solo estabas alardeando cuando decías que íbamos a probar varias formas.
―La emoción de haber esperado tanto ―se justificó―. Pero debo reconocer que ya ha sido
suficiente por hoy. Soy un humano después de todo.
―Y yo también, ya me duele todo el cuerpo.
―A veces el dolor no es malo. ―Alzó las cejas, socarrón―. Quizás mañana probemos más
formas, cuando se trata de intimidad, el repertorio es inacabable.
Y así Bernie lo comprobó durante toda esa exquisita semana.
Capítulo XXV
Después de su idílica ―y activa― semana de luna de miel, Bernie volvió al mundo real,
donde su rutina no se vio afectada en demasía. Por norma general, cuando una mujer se casaba,
dejaba su trabajo para dedicarse al esposo, la casa y los hijos. Sin embargo, mientras no llegaran
estos últimos, Bernie prefirió seguir al mando de la fábrica para volver a levantarla, y que el ama
de llaves se ocupara de Pebble House. Thomas era un hombre independiente y no necesitaba que
«lo cuidaran», solo que lo amaran con el alma.
Quizás, en el futuro, si ella concebía ―o si se decidía a hacer realidad su sueño de diseñar
ropa―, se vería en la necesidad de contratar a un gerente, puesto que, en el mediano y largo
plazo, todas sus hermanas se iban a casar y ella deseaba dedicarse a sus hijos para amarlos,
criarlos y educarlos junto con Thomas. No le agradaba esa costumbre de la aristocracia de
delegar a un extraño la tarea fundamental de formar a una persona.
Mientras tanto, y tras un año de sabotajes, podía encauzar sus esfuerzos en producir y
engrandecer la fábrica sin la presión de conservar el equilibrio económico.
Todos quienes estuvieron involucrados en hundir a Shaw y compañía estaban pagando sus
pecados, gracias a las consecuencias de sus propios actos ―unos lo llamarían justicia divina,
otros, demoniaca―; Springfield seguía delicado de salud, al punto de hacer su testamento, al
igual que Robert, quien estaba en el campo, sin poder caminar y su enfermedad pulmonar
avanzaba sin piedad. Burton estaba en serios aprietos económicos y familiares, debido a que los
ahorros destinados para las dotes de sus hijas habían «desaparecido misteriosamente». El «tío
Shelly» tenía tantas deudas que no pudo saldarlas con el dinero que había ganado por la venta de
su parte de la fábrica, por lo que su temporada en la cárcel de deudores de Fleet iba a ser muy
larga. Eso fue lo que le contó Alec en su última carta.
Era muy poco probable que a alguien se le ocurriera la maravillosa idea de importunar el buen
funcionamiento de Shaw y compañía.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, Bernie se levantaba muy temprano junto a Thomas.
Ambos iban montados en Titán ―Bernie adoraba ir cobijada en el calor de su esposo― hasta
llegar a White Cottage para desayunar en familia. Después ella partía en el cabriolé junto a
Georgie hacia la fábrica, como siempre lo había hecho. La oficina de administración ya estaba
restaurada y operativa.
Thomas las acompañaba, más por el fundado temor a que Daventry las acosara, que por una
mera cortesía. Los rumores eran diversos y cambiaban todos los días; unos decían que el barón ni
siquiera salía de su habitación; una versión indicaba que se le veía todas las mañanas mirando la
fachada de la fábrica; otros señalaban que iba a buscar una esposa para que su hijo pudiera tener
una figura materna. Ningún rumor tranquilizaba a Swindon, pese a que ni siquiera Daventry se
aparecía en la iglesia.
Quizás, con el tiempo, su paranoia desaparecería.
Luego de dejarlas sanas y salvas, el conde se encontraba con Aidan ―a quien, por su labor, le
había proporcionado un caballo y lo necesario para mantener en condiciones al animal―, y
ambos volvían a Pebble House, lugar donde trabajaban en los negocios de Swindon. MacGregor
resultó ser un hombre muy inteligente, eficiente y proactivo, y no le costó demasiado tiempo
sumergirse en la dinámica del trabajo. Eran un buen equipo.
A las cinco de la tarde terminaban su jornada laboral, iban a buscar a Bernie y a Georgie para
escoltarlas hasta White Cottage, lugar donde compartían con las demás hermanas Shaw. A veces
se les unía el señor Denson, quien ya estaba cortejando formalmente a Henry, y todos estaban
seguros de que era cuestión de tiempo para que ellos se comprometieran.
Quienes ya estaban comprometidos, eran Aidan y Georgie, e iban a esperar un año para
contraer nupcias. Ambos deseaban ahorrar dinero para comprar una propiedad. MacGregor
todavía no se ilusionaba con recuperar su legado, pese al pronóstico auspicioso de August
Montgomery, quien estaba recopilando la información necesaria para entablar una demanda.
Thomas tenía pensado no llegar a esos extremos, estaba seguro de que se podía resolver el
asunto «entre caballeros».
*****
―Bernie, acá llegó un nuevo presupuesto para la ventilación ―anunció Georgie, al tiempo
que entraba en la oficina.
―Estupendo ―respondió con un tono que denotaba su anticipación, y recibió el documento
que su hermana le ofrecía. Le dio un breve vistazo y su sonrisa se ensanchó―. El valor no ha
cambiado mucho desde el año pasado. Hasta el momento, con ellos vamos a hacer negocios.
Debemos esperar los presupuestos de los otros dos candidatos que hemos contactado y
tomaremos nuestra decisión final.
―Deberían llegar sus propuestas esta semana ―repuso Georgie.
―Ojalá lleguen a tiempo, no quiero retrasar más las mejoras.
Dos golpes en la puerta de acceso anunciaban una visita. Georgie dejó a su hermana para
atender.
Bernie hizo un gesto relajado, dando su venia. Se reclinó en su silla, satisfecha. Al fin iba a
poner en marcha un sistema de ventilación para la fábrica y reducir los daños a la salud que
provocaban las pelusas de algodón, que flotaban suspendidas en el aire. No había podido invertir
en ello debido a los sabotajes.
Era toda una ironía, Robert Atkins, al ser parte de aquella conspiración, lo único que logró fue
empeorar más su salud al estar expuesto al algodón. Quizás el daño no habría sido tan grave si
Bernie hubiera podido instalar los ventiladores un año atrás.
La puerta de la oficina de Bernie se abrió con cierta brusquedad. Georgie estaba seria.
―Bernie, te buscan dos agentes de la policía local.
―¿Cómo? ―interpeló, enderezándose―. Diles que pasen, pero quiero que te quedes aquí.
Segundos después, se presentaban dos oficiales con aspecto severo frente al escritorio de
Bernie. Georgie se situó al lado de su hermana.
―Buenos días, señores ―saludó Bernie―. Tomen asiento, por favor.
―Estamos bien así, milady. Gracias ―dijo uno de ellos, el que parecía tener mayor rango.
Bernie asintió conforme, no les iba a insistir.
―Como gusten, ¿cuál es el motivo de su visita?
―Soy el inspector Russell y este es mi compañero, el sargento Hollington. Tenemos una
orden de arresto en su contra, emitida por el Ministerio del Interior.
Georgie jadeó. Bernie frunció el ceño.
―¿Cuáles son los cargos? ―interpeló Bernie con suma tranquilidad.
―Se le acusa de sedición y de participar en reuniones clandestinas de los cartistas, financiar y
ocultar a un líder prófugo, el señor John Harris ―enumeró el inspector Russell.
Bernie, impertérrita, extendió su mano.
―Si fuera tan amable, ¿me puede mostrar la orden de arresto? ―pidió, en aparente calma,
mas en su interior estaba hecha una furia. Ella simpatizaba con el movimiento cartista, pero
jamás se le fue permitido ser parte activa. Con suerte, a las mujeres se les otorgaba
participaciones insignificantes. Se les infravaloraba por su supuesta condición de ser
emocionales y no racionales.
―Por supuesto. ―El inspector Russell entregó el documento.
Bernie lo examinó a consciencia junto con Georgie. En apariencia, el documento era
auténtico. Tragó saliva. Necesitaba pensar, actuar con cautela.
Le devolvió la orden al inspector.
―¿Dónde pretenden llevarme?
―En primer lugar, al castillo de Lancaster, a la espera de la audiencia con el magistrado
―informó el hombre.
El castillo no era un destino agradable, desde hacía siglos era usado como la cárcel de la
ciudad.
―Bien, en vista de este repentino y sorpresivo suceso, quisiera escribirle una nota a mi
esposo para informarle sobre la situación. Debe haber una horrenda confusión, al único señor
Harris que conozco es Paul Harris, uno de mis capataces, y está muy lejos de ser un simpatizante
de los cartistas, yo diría que es todo lo contrario.
―Eso lo tendrá que declarar ante el magistrado.
―¿Puedo escribirle una nota a mi esposo? ―insistió Bernie.
―Por supuesto.
―Muy amable.
Bernie procedió a escribir la nota, intentando dar todos los antecedentes a Thomas para que
pudiera interceder por ella de algún modo. Todos esos cargos no eran más que pamplinas. Ni
siquiera era miembro oficial de la asociación cartista.
Corría el riesgo de que la enviaran a una colonia por solo simpatizar con una idea. Era
absurdo. Necesitaba saber qué pruebas tenían en su contra.
Una vez que finalizó, le entregó la nota a Georgie.
―Irás más rápido a Pebble House si tomas solo el caballo. Informa a Swindon sobre esto.
Mientras tanto, acompañaré a los señores. ―Se levantó y se puso su capa, guantes y sombrero.
Los policías la esposaron. Georgie tembló, inspiró hondo, no debía perder la serenidad. No
deseaba marcharse y dejar a Bernie sola, pero si no lo hacía, podía desperdiciar un tiempo
precioso.
―Ve, Georgie ―ordenó Bernie con firmeza―. Estaré bien.
Georgie asintió y salió de la oficina corriendo en dirección al establo.
A medida que avanzaban hacia la salida de la fábrica, numerosos pares de ojos eran testigos
del arresto. Muchos trabajadores empezaron a unirse tras Bernie y los policías, y comenzaron a
increparlos y alzar las voces en protesta.
Bernie cerró los ojos, agradecía el gesto de parte de sus trabajadores, pero aquello solo
empeoraba la situación. Fue casi un alivio cuando divisó un carruaje rústico y de color negro, el
cual estaba a la espera.
Los policías la ayudaron a subir y la dejaron sola en el coche sin ventanillas.
Bernie dio un respingo al sentir el remezón del carruaje cuando empezó a balancearse. Llenó
sus pulmones con aire y exhaló largo.
Debía mantener el control.
*****
Apenas tomó rumbo a la ciudad, Thomas soltó levemente las riendas de Titán para que su
galope fuera al máximo. Se sentía inquieto y preocupado, sabía que las inclinaciones políticas de
su esposa podrían traer malos entendidos, pero desde el primer día que la conoció, decidió
ignorarlos y descartarlos como si no existieran. El gobierno era muy eficiente en sofocar con la
policía cada intento de revuelta, cada mitin, cada panfleto, cada orador. Bernie no hacía nada de
eso, solo actuaba de forma pacífica, en las sombras, no era ilegal tener buenas condiciones
salariales y de trabajo.
Nada tenía sentido.
El viento frío le golpeaba en la cara. Su mente trabajaba febril. Si la orden venía desde el
Ministerio del Interior, significaba que llevaban meses investigándola. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué
pruebas tenían?
Al entrar en la ciudad, Thomas se vio obligado a reducir la velocidad y templar su angustia,
debido a los numerosos carruajes y transeúntes que circulaban a esas horas.
El castillo de Lancaster se ubicaba al noroeste del centro de la ciudad, por lo que debía
atravesarla casi en diagonal. Si sus cálculos eran correctos, desde que Georgie entró agitada a su
despacho con sus cabellos hechos un desastre y los ojos enrojecidos, hasta divisar la fachada del
antiquísimo castillo, habían transcurrido unos veinte minutos; su cuñada había tardado quince
minutos en llegar. Eso quería decir que Bernie llevaba más de media hora arrestada.
Instantes después, ya estaba apeándose de Titán y entregaba las riendas a un muchacho que se
ocupaba de ello. Le dio un par de monedas y procedió a solicitar audiencia con el alcaide,
haciendo acopio de toda la pompa que le otorgaba su título.
No pasaron más de diez minutos y Thomas ya estaba frente a James Watts, el alcaide del
castillo de Lancaster, un hombre que podría ser su padre, a juzgar por su cabello entrecano y su
abultado vientre.
―¿A qué le debo el honor de su presencia, milord? ―preguntó el alcaide, luego de las
presentaciones de rigor.
―Mi esposa ha sido arrestada y la han traído a este lugar, a la espera de la audiencia con el
magistrado ―informó Thomas―. Me escribió una nota antes de partir con el inspector Russell y
el sargento Hollington de la policía local.
Thomas le entregó la nota escrita por Bernie al señor Watts, el cual la leyó detenidamente. A
medida que avanzaba en su lectura, el alcaide frunció el ceño.
―¿Cuándo sucedió esto? ―preguntó, intrigado, mientras le devolvía la nota a Thomas.
―Hace poco menos de una hora.
El señor Watts apretó los labios y, tras un par de segundos de vacilación, repuso:
―Su esposa no está aquí. Conozco a todos los integrantes de la policía local y puedo
asegurarle que no hay nadie en el cuerpo que respondan a esos nombres.
Toda la sangre abandonó el rostro de Thomas. Sentía que el alma se la sacaban a jirones del
cuerpo. Un escalofrío le recorrió los miembros y el corazón se le aceleró, al punto de sentir los
latidos reverberando en todo su pecho.
―Es posible que todavía no le hayan notificado ―insistió Thomas, aferrado con dientes y
uñas a la esperanza, para no caer en el pánico. ¿Dónde estaba su esposa?
¿¡Dónde!?
―Si tuviera a una condesa acusada de sedición en el castillo, créame que sería el primero en
enterarme. Lady Swindon no está aquí ―aseveró el alcaide. Guardó silencio por un instante,
necesitaba medir el tono de las palabras que iba a pronunciar―: Cualquier procedimiento de esa
naturaleza me es informado con anterioridad, sobre todo si se trata de una persona con el rango
de su esposa. Me temo que debe considerar que estamos frente a un caso mucho más serio y
elaborado. ¿Su esposa tiene alguna clase de enemigo? ¿O usted?
―Por mi parte no ―respondió Thomas, mas al instante tuvo que rectificar―. Creo que no.
―De súbito, solo un nombre se le vino a la mente en ese momento.
En todo el mundo, solo había una persona que lo consideraba el ser despreciable que le había
quitado la oportunidad de reconquistar el amor perdido.
Daventry.
Thomas se levantó. Se sentía dividido, sabía hacia dónde tenía que ir, pero necesitaba un plan
alternativo en el caso de estar equivocado. Iba un paso atrás, debía recobrar la ventaja.
―Muchas gracias por su colaboración ―dijo Thomas―. Pero me temo que voy a necesitar
toda la ayuda posible de su parte. Es probable que mi esposa haya sido secuestrada.
―¿Tiene idea de…? ―El alcaide no alcanzó a terminar de formular la pregunta. «El
triángulo amoroso de Swindon», así llamaban al chisme que tenía como protagonistas a los
condes y a lord Daventry―. Oh, ya veo.
―Necesito que se comunique con el jefe del cuerpo de policía local y vayan a todas las
salidas de Lancaster, incluyendo la estación de tren, y pregunten si vieron pasar un carruaje en el
que vayan dos policías o que parezca sospechoso. No ha pasado tanto tiempo, podré alcanzarlos
si sé hacia dónde se dirigen, ofrezca una recompensa de cien libras si alguien da alguna
información que resulte útil. Mientras tanto, iré con la única persona que gana algo con esto.
―Delo por hecho, iré personalmente a solicitar la orden.
―Muchas gracias, señor Watts. ―Le extendió la mano y el alcaide respondió al gesto, firme
y decidido.
―Es un placer, milord. Lo acompañaré hasta la salida, iré de inmediato con el jefe de la
policía. Cualquier novedad la haré llegar a Pebble House.
Thomas agradeció el compromiso del alcaide y se retiró junto con él, separando sus caminos a
la salida del castillo. Al rato, el mismo muchacho que se llevó a Titán, se lo devolvía.
Cuando Thomas recibió las riendas, vio que un par de jinetes se aproximaban. Eran Denson y
MacGregor.
Thomas montó su caballo y fue a su encuentro. Al cabo de unos minutos, informó todo lo
sucedido. Las expresiones de ambos hombres eran una mezcla de profunda preocupación y
temor.
―¿Qué necesita que hagamos? ―preguntó Denson, con la urgente necesidad de sentirse útil.
Se imaginaba estar en el lugar de Swindon y el sentimiento era atroz.
Thomas se quedó pensativo por unos instantes, luego decidió.
―Aidan me acompañará a Moon House ―señaló, mirando a su secretario, para que leyera
sus labios, acto seguido su atención fue al vicario―. Denson, necesito que vaya a White Cottage
y les informe a mis cuñadas la situación, no quiero que estén solas pasando por esto. Después
quiero que vayan a Pebble House. Si se trata de un secuestro, es probable que alguien envíe una
nota de rescate durante el día. Cualquier cosa se las haré saber.
―Bien. ¡Que Dios los acompañe y bendiga! ―exclamó Denson a modo de despedida, y se
alejó tan rápido como pudo para ir a White Cottage.
Solo bastó una mirada entre el conde y su secretario, y emprendieron rumbo a Moon House.
Thomas rogaba al cielo encontrar alguna respuesta en ese lugar, o moriría de la angustia.
*****
Bernie comenzó a inquietarse cuando se dio cuenta de que el carruaje nunca se detenía. Había
transcurrido el tiempo suficiente para llegar al castillo de Lancaster.
De pronto, la velocidad del carruaje aumentó. Por el sonido de los cascos y las ruedas, pudo
deducir que habían salido de la zona urbana y estaban Dios sabe dónde.
Sintió la boca reseca, se lamió los labios.
Una ola de frío y calor recorrió cada pulgada de su cuerpo, y comenzó a temblar. Eso no iba
nada bien. Esos sujetos no eran policías.
Por mero impulso, Bernie intentó quitarse las esposas. Eran dos aros de hierro unidos por una
cadena corta que se ceñían a sus muñecas y, aunque le quedaban un poco sueltas, no era fácil
librarse de ellas.
Ahogó un grito de dolor y probó hasta el límite de lo tolerable.
―Maldita sea ―masculló resollando y tragó saliva, nerviosa.
Se sobó las muñecas, solo podría sacarse una de las esposas si se desencajaba el hueso del
dedo pulgar.
Resopló.
Buscó alguna rendija, cualquier fisura que le proporcionara un haz de luz que fuera suficiente
para poder mirar hacia el exterior.
―Ahí…
Un agujero pequeño, en la parte superior de la ventanilla.
Con cuidado, Bernie se levantó intentando mantener el equilibrio. Al tratar de mirar, un hilo
de aire frío se sintió como un cuchillo sobre su ojo, le hizo apartar la vista y parpadear.
Se restregó para quitarse esa sensación gélida que dejó su ojo adolorido. Volvió a intentarlo,
entrecerrando sus párpados.
Solo podía ver el verdor que se extendía sobre los campos al costado del camino. Sin
embargo, pudo divisar una casita en lontananza.
―¿Dónde la he visto antes? ―murmuró para sí misma. Siguió mirando con la esperanza de
obtener más información.
Todo el paisaje le era vagamente familiar.
Jadeó.
Ya sabía qué lugar era.
Se encontraba en un camino poco transitado que separaba las tierras de lord Banbury y las de
Christopher Bath, las cuales ya habían dejado atrás desde hacía un par de millas. De hecho,
estaban a punto de salir de Lancaster.
«¿A dónde me llevan?», pensó. «Han dado un tremendo rodeo para salir de la ciudad».
Se sentó e inspiró hondo. Si intentaba arrojarse del carruaje en las condiciones que se
encontraba, podría morir y quedar muy malherida, y en esa zona nadie la podría ver en días. Eso,
en el mejor de los casos.
Lo primero que debía hacer era liberarse.
Inspiró hondo, era diestra. Entonces sacrificaría su mano izquierda. Las esposas podrían
servirle de arma en un caso extremo.
No debía perder el control.
Pero tenía miedo, mucho miedo.
Pensó en sus hermanas y en Thomas. Los ojos se le anegaron en lágrimas en medio de la
desesperación. No se podía imaginar a dónde iba, no sabía qué le iban a hacer. No quería que le
pusieran un dedo encima, que mancillaran su cuerpo. ¡No, Dios!, ¡no! Prefería morir en vez de
soportar tan horroroso vejamen.
Sí, era mejor morir tratando de escapar que en manos de esos infelices.
De pronto, el carruaje se detuvo. Los latidos del corazón de Bernie se dispararon. Solo podía
percibir el murmullo de voces masculinas, pero eran ininteligibles.
Tras unos agonizantes minutos, la puerta se abrió de súbito y Bernie no pudo evitar dar un
gritito de espanto. Un hombre la miró, esbozó una sonrisa satisfecha y cerró.
Sintió el sonido de cadenas sobre las puertas. Estaban impidiendo cualquier intento de escape.
El carruaje volvió a moverse.
Bernie estaba petrificada.
Era él.
Capítulo XXVI
*****
―Banbury, cerdo infeliz ―masculló Bernie―. Tienes que ser inteligente. Una estupidez te
puede costar caro.
El carruaje iba a gran velocidad. Ella se volvió a levantar para espiar por el pequeño agujero.
Ya no había nada familiar en el paisaje. Habían salido de Lancaster.
―Si me quisiera muerta, lo habría hecho en cuanto confirmó que era yo. Me quiere viva…
De momento. No me puedo fiar de ese viejo retorcido. ¿Cuánto rato llevo en este carruaje? ―se
preguntó, era difícil calcular, había perdido la noción del tiempo―. Tu reloj, mujer.
Intentó sacar su reloj del bolsillo de su vestido, se contorsionó como pudo hasta que logró
alcanzarlo. Un bache en el camino le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo. Adolorida, volvió
a sentarse, pero había triunfado, tenía el reloj en la mano. Faltaba poco para las dos de la tarde.
Hizo memoria, la última vez que vio la hora fue al mediodía, poco después llegaron a
arrestarla.
―Todo indica que no se detendrán hasta llegar a destino o se vean en la obligación de
cambiar los caballos. Tendré que intentar quitarme estas esposas. ―Inspiró hondo―. Dios mío,
dame valor y fuerza…
Apretó los dientes y se preparó para el dolor.
*****
―¡Por todos los santos! ―exclamó Daventry con una carta que le temblaba en sus manos.
―¿Qué encontraste? ―interrogó Thomas
―No va a Sheffield, va a Manchester… O sea, primero va a reunirse con un tal señor Price en
Manchester y luego con el señor Mason en Sheffield ―afirmó, nervioso, y le ofreció la carta a
Thomas. Era extensa.
Thomas la recibió y comenzó a leerla. Su rostro se llenó de ira a medida que avanzaba en la
lectura. Estaba horrorizado.
―Hijo de puta, lo voy a matar ―susurró Thomas, al tiempo que arrugaba la carta entre sus
manos, conteniendo el primitivo impulso de hacerla pedazos―. ¿Hay más cartas de ese
remitente?
―Una más del señor Price y otra de la persona que lo va a recibir en Sheffield. Por eso mi
padre dijo que iba a esa ciudad, queda cerca de Manchester.
―Así tiene tiempo de hacer su «trámite» en Manchester y luego va a Sheffield para tener su
coartada… ¿No les pareció extraño que él no viajara en tren? Manchester está a poco más de una
hora, incluyendo el cambio de tren en Preston ―cuestionó Thomas, dirigiendo su atención hacia
Daventry y el mayordomo, quien permanecía atento a cada pregunta de los caballeros.
―El amo viaja pocas veces al año, y si lo hace, es en carruaje, jamás le han gustado los
trenes, los detesta ―informó el mayordomo―. Asegura que las altas velocidades dañan el
cerebro.
―Le convenía llevarse a lady Swindon por un medio de transporte más lento pero privado
―acotó Daventry―. Quizás ha dado un gran rodeo evitando las salidas principales para no ser
visto. Lleva dos horas y media de ventaja y podría tomarle otras dos o tres llegar a Manchester.
―No me interesa si lleva ventaja o no ―desestimó Thomas y apuntó a Daventry―. Tú me
acompañarás y tendrás que hacer tu parte.
*****
Lord Banbury se situó delante de la puerta del carruaje y esperó a que sus secuaces la
abrieran. El viaje había sido largo, pero valió la pena. No le convenía matar a esa mujer, el
esposo de ella era capaz de mover cada piedra hasta encontrar el cuerpo, y siempre estaba
rondando el factor de la casualidad. Además, consideraba que la muerte era un regalo
misericordioso. Sin embargo, si lograba su objetivo, tardarían en encontrarla ―si es que lo
hacían―, y cada minuto de su existencia sería un tormento para ella. Y si su hijo sobrevivía a la
paliza que le daría Swindon, podría convencerlo de casarse con una dama solterona que tenía una
gran dote. Después de todo, ya tenía casi asegurada su descendencia, y si bien Leonard era sano
y fuerte, nunca estaba de más tener un heredero de repuesto.
Ya no confiaba en su hijo, un pelele sin carácter, pero sí en su nieto. Y su linaje no podía
perecer a causa de un capricho. Porque eso era esa mujer, un capricho de Daventry, uno que ya
era demasiado peligroso.
Cuando la puerta se abrió, se encontró con el rostro descompuesto de la condesa, que se
cubría los ojos a causa de la repentina luz. Banbury se regocijó de verla doblegada y sumida en
el terror. Parecía un animalito acorralado.
―No importa todo lo que grites. Nadie te creerá ―advirtió el viejo. Bernie no contestó, solo
intentaba poder acostumbrarse a la luz y estudiar su entorno con claridad.
Banbury sonrió.
―¿Lord Banbury? ―Una voz masculina llamó a espaldas del vizconde. El viejo dio media
vuelta y asintió―. Bienvenido, milord. Lo estábamos esperando.
Bernie divisó a un hombre delgado de mediana edad, cabello rubio rizado y bigote. A sus
espaldas, se erigía un enorme edificio de estilo georgiano que asemejaba a la arquitectura
grecorromana, una mole de ladrillo, simétrica y proporcionada.
―Usted debe ser el señor Price. Gracias por recibirnos ―respondió el vizconde.
―¿Es ella? ―preguntó Price en voz baja, mirando de reojo a Bernie―. ¿Por qué está
esposada? ―cuestionó con un leve tono de censura.
―Ha empeorado los últimos días. Se ha vuelto muy agresiva ―respondió, y dio un suspiro
lleno de lamento―. Es una pena, pobre muchacha.
―Entiendo, lo lamento mucho, milord ―convino. Cuatro hombres uniformados se unieron
como comitiva―. Por favor, señores, escolten a la señorita.
Bernie tragó saliva. La mano le dolía horrores, se había dislocado el pulgar por quitarse las
esposas y, si bien se pudo liberar, estaba en inferioridad numérica y física. Solo tenía una
oportunidad.
No esperó a que fueran por ella. Con una agilidad espoleada por el más puro instinto de
preservación, alzó sus faldas, saltó del carruaje y se echó a correr por su vida.
―¡Atrápenla! ―ordenó Banbury a sus hombres. Sin embargo, los empleados del señor Price
ya llevaban la delantera.
―Estamos habituados a ello ―señaló el hombre, mientras contemplaba la frenética carrera,
impasible―. Siempre intentan escapar. Instituciones como la nuestra nunca tienen buena
reputación, sin embargo, aquí en Manchester estamos intentando hacer las cosas de otra forma.
No se preocupe por ella, mis hombres sabrán qué hacer.
Y sí, lo sabían.
Más rápidos, más fuertes, sin tacones y sin vestido. Bernie no tuvo oportunidad. Luchó con
todas sus fuerzas cuando la atraparon, se retorcía, daba manotones y lanzaba patadas. Los
hombres intentaban sostenerla y, en el proceso, pasaron a llevar su mano lesionada, lo que le
arrancó un alarido que distrajo a uno de ellos y soltó su agarre. Situación que aprovechó Bernie
para golpearlo con la esposa que usó como una especie de manopla. Mas fue inútil, lo único que
logró fue que él mascullara y la sujetara con más fuerza.
―Tranquila, señorita ―decía uno de los hombres con tono paternal―. No se preocupe, estará
bien.
―Con calma, nadie le hará daño ―señaló otro, rezumando amabilidad, sin importar el golpe
recibido―. Le quitaremos esas esposas.
―Hay un bonito jardín ―intervino otro―. Si se porta bien, podrá estar todas las mañanas en
él.
Aquella extraña reacción por parte de sus captores desconcertó a Bernie. Es más, la
apresaban, pero no intentaban tocar otra parte de su cuerpo que no fueran sus brazos, piernas o
cintura.
Dejó de forcejear.
―¿D-d-dónde estoy? ―preguntó.
―En el asilo de lunáticos ―respondió uno con calma―. No se preocupe, suena peor de lo
que es.
Bernie cerró los ojos. ¡Maldición! ¡De eso se trataba!
Tenía que ser astuta, no podía desesperarse. Con el espectáculo que había montado, ya había
dado muestras de locura, cualquier mujer que llevara la contraria era catalogada de loca. Justo lo
que quería el viejo infeliz, quizás con qué argumento logró ingresarla. Lo único que podía
conjeturar era que no estaba en Lancaster.
―¿En qué ciudad estoy? ―continuó con su interrogatorio.
―Manchester, señorita.
―Necesito ayuda, me he dislocado el pulgar ―aseveró con su mejor tono de mujer sumisa y
buena.
―La atenderán, no se preocupe.
Entretanto, Banbury observaba complacido el espectáculo.
―Por favor, continuemos en mi oficina ―invitó el señor Price.
―Por supuesto.
Ingresaron al edificio. A mano derecha del vestíbulo, se encontraba la oficina. El señor Price
instó al vizconde a tomar asiento.
―Muy bien, según su carta, me comentaba que su sobrina ha perdido por completo el juicio.
―Exactamente, sus delirios se han agravado. No basta con imaginar que posee una empresa y
está al mando de ella. Ahora cree que se ha casado con el conde de Swindon. Me ha robado un
anillo y dice que es de su matrimonio. La verdad es que estoy cansado, no sé qué hacer con ella.
Desde que fallecieron sus hermanas y sus padres, que Dios tenga en su santa gloria, perdió todo
el sentido de la realidad. Una verdadera tragedia.
―Entiendo. No se preocupe, lord Banbury. Como le explicaba en mis cartas, los asilos de
lunáticos tienen muy mala reputación, sobre todo las instituciones privadas. No obstante, hemos
tenido grandes avances utilizando tratamientos más amables, misericordiosos e ilustrados. Hace
unos setenta años, nuestros fideicomisarios aprobaron una resolución que reza «ni azotes, ni
palizas». No debemos emplear ninguna coacción dolosa en absoluto, no más de lo necesario para
evitar que nuestros pacientes se lastimen o a los demás.
Lord Banbury asintió. «En efecto, más amables», ironizó para sus adentros. Por todos era
sabido que las instituciones mentales eran golpizas y confinamiento. Bernadette Croft iba a
sufrir, y no solo por los castigos físicos; iba a estar en un lugar donde nadie iba a creer ninguna
palabra de su boca, y su inteligencia se vería reducida a delirios de una desquiciada. Eso sería un
buen castigo para esa veleidosa y egocéntrica mujercita.
―Agradezco que hayan admitido a mi sobrina.
―Siempre hay espacio, aunque debo señalar que ahora tenemos más pacientes de los que
podemos atender. La mayoría de ellos comparten las camas.
―No hay problema con ello. No puedo tenerla en casa.
―Muy bien. Entonces firmemos los papeles y todo quedará listo. ―El señor Price ofreció un
contrato que el vizconde leyó y firmó―. Bien, esta es su copia, ahora firme esta que quedará
aquí para el registro. ―El vizconde repitió el proceso. Todo estaba en orden.
En ese instante, golpearon la puerta. Price dio su autorización y su secretaria entró.
―Señor Price, la jefa de enfermería me pidió su confirmación respecto a la paciente que va a
ingresar.
―Acabamos de firmar los papeles. Que proceda, por favor.
―Muy bien.
La secretaria se marchó. Banbury dobló su copia en el bolsillo interno de su abrigo y le dio
unas palmaditas.
―Bien, muchas gracias por toda su amabilidad ―zanjó el vizconde. Se levantó de su asiento
con dificultad, estaba cansado, pero debía llegar a Sheffield para continuar con su coartada.
―Ha sido un placer.
El vizconde abandonó la oficina. El señor Price se quedó a solas.
Segundos después, se escuchó el vozarrón del vizconde dando un alarido. Luego lanzando
insultos propios de un barriobajero y dando inútiles órdenes que reverberaban en el techo
abovedado, provocando un siniestro y atormentado eco.
Se sumaron las voces masculinas de los empleados del asilo. Se notaba que el viejo vizconde
estaba resistiéndose. Todo se transformó en una inquietante cacofonía. Al cabo de unos instantes,
los desgarrados gritos se hicieron más y más lejanos, y luego, el ominoso silencio.
Lo típico.
El señor Price soltó el aire de sus pulmones, que estuviera acostumbrado, no significaba que
el espectáculo fuera menos perturbador.
Ni bien comenzó a relajarse, y la puerta de su oficina se abrió de súbito, lo que le hizo dar un
respingo. Tenía los nervios de punta, jamás le había tocado presenciar una situación tan
enrevesada y compleja.
Lord Swindon entró en la oficina junto con lord Daventry.
―Muchas gracias por su inestimable colaboración ―dijo Thomas, al tiempo que él y
Daventry tomaban asiento frente a Price.
―Ha sido un placer, lord Swindon. No obstante, reitero mis disculpas, no sabe cuánto
lamento lo sucedido.
―No se preocupe, Price. Lord Banbury, dentro de toda su locura, es un hombre muy
convincente e inteligente ―respondió Thomas, fingiendo consternación.
―De no ser por ustedes que llegaron antes, habríamos cometido una terrible equivocación.
Tan solo imaginarlo me produce escalofríos. ―Price dirigió su atención a Daventry y le brindó
una sonrisa amable―. No se preocupe, milord, su padre estará en buenas manos.
―Lo sé, he constatado que el trato es mejor de lo esperado ―respondió el barón y, a la
postre, suspiró―. Pero a estas alturas de su vida, dudo que vaya a mejorar.
―Haremos todo lo que esté a nuestro alcance, para que su estancia sea lo más cómoda lo
posible.
―Se lo agradezco de corazón. Por favor, necesito que me vaya informando de su estado
―solicitó Daventry―. Pronto vendré con mis abogados para que nos dé su informe y así
regularizar la administración de los bienes de mi padre. Ya hemos comprobado que no está
capacitado para seguir al mando del vizcondado.
―Por supuesto, milord. Cuando guste, será bienvenido ―confirmó Price. Se levantó de su
silla y dijo―: Ahora, si me disculpan, iré a buscar a lady Swindon. Está en la enfermería.
―Iré con usted ―anunció Thomas―. He estado con el alma en un hilo por todo lo sucedido,
no quiero aplazar más mi encuentro con ella.
―Claro, por aquí, milord.
Ambos hombres salieron de la oficina, dejando a Daventry a solas.
El barón se cubrió la cara con ambas manos, ahogó un grito y lloró. Había traicionado a su
sangre, deliberadamente. Pero las radicales e inhumanas acciones de su padre no le dejaron más
alternativa. Lo conocía, no se iba a detener en su objetivo por fallar una vez.
Quizás sí estaba un poco loco.
Daventry se sentía como la peor persona del mundo, el hijo más ingrato y desnaturalizado. Un
cobarde, débil. Pero en el fondo, sentía alivio. Un profundo alivio.
Era libre. Ya nadie le iba a ordenar cómo vivir su vida. Y, aunque no sabía muy bien qué
haría con tanta libertad, estaba determinado a alcanzar dos cosas; formar a su hijo como un buen
hombre, y redimir sus errores y pecados.
Su primer objetivo ya estaba en marcha; todo su amor, todos sus esfuerzos, se centrarían en
Leonard, su hijo iba a ser mejor y más feliz que él. Se iba a asegurar de ello.
El segundo, la redención, perdonarse a sí mismo, eso le iba a tomar más tiempo. Pero ya
había empezado; haber ayudado a Swindon a rescatar a Bernie, resarciría parte del daño que
ocasionó su cobardía.
Aquellas decisiones le hacían sentir menos culpable de la traición a su padre.
Y quizás, algún día, sería capaz de olvidar ese amor que permaneció tantos años en su
corazón. Tal como lo hizo Bernie… Si ella pudo, él también.
*****
Ya era de noche en la sala de estar de Pebble House. Las hermanas de Bernie y Estelita
oraban en voz baja, tomadas de la mano. El ambiente se percibía denso, agobiante.
Georgie y Henry contenían a Alex y Jackie, quienes se abrazaban al ama de llaves y, al
mismo tiempo, las mayores recibían sostén por parte de esos hombres que no las dejaban ni a sol
ni a sombra.
A la luz de las velas, Denson les leía pasajes de la Biblia para reforzar la fe y darles consuelo,
y solo soltaba la mano de Henry para cambiar la página del sagrado libro. Entretanto, Aidan
tampoco se separaba de Georgie, ella se apoyaba en su hombro y él encerraba sus manos entre
las suyas.
Cerca de ellos estaba el señor Banks, tomando una reconfortante taza de té, era la sexta y ya
pensaba que sus propiedades no eran del todo reales; no se iba a sentir en paz hasta ver a Berni
sana y salva. Durante la tarde recibió un mensaje de Georgie, y se apresuró a acompañar a las
hermanas Shaw, tanto para brindar su apoyo como amigo y médico.
La última noticia que tenían, era que lord Banbury pretendía llevar a Bernie a un asilo de
lunáticos. Esa información la obtuvo Aidan cuando volvió a Moon House, y se enteró de que
Swindon había ido a la estación de trenes rumbo a Manchester junto con lord Daventry. El
mayordomo de la casa del vizconde le dio todos los pormenores del descubrimiento logrado,
gracias a la correspondencia que el viejo había mantenido con el señor Price, director del asilo.
Con esa información, MacGregor no podía hacer nada más, salvo dar aviso a la policía local e
ir a Pebble House para informar y acompañar a su prometida y sus futuras cuñadas.
Y esperar.
De pronto, Denson alzó la cabeza y dejó la lectura de lado. Las demás dejaron de orar. El
vicario se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana.
―¡Bendito sea Dios! ―exclamó―. Han llegado sanos y salvos.
Todos se levantaron y también miraron por la ventana. Ahí estaban Thomas y Bernie
montando a Titán, tal como siempre.
La aflicción abandonó el corazón de todos, las hermanas Shaw y Estelita lloraban de emoción
y salieron al encuentro de Bernie, quien ya se apeaba del caballo con la ayuda de su esposo. Tras
ellas iban Denson y Aidan sonriendo, satisfechos y contentos.
―¡Bernie! ¡Bernie! ―exclamaron todas hasta que, por fin, la abrazaron fuerte. Bernie lucía
cansada y tenía su mano izquierda vendada. No obstante, la felicidad era lo que prevalecía en su
expresión.
―¡Niñas! ¡Estelita querida! ―exclamó, besando y abrazando a sus hermanas y al ama de
llaves. De sus ojos brotaban lágrimas de emoción―. Estoy bien.
Entretanto, Thomas se apeaba del caballo, Aidan, Denson y el señor Banks le dieron la
bienvenida.
―¿Todo bien, Swindon? ―preguntó Aidan, críptico.
Thomas asintió.
―¿Qué le sucedió a Bernie en la mano? ―interrogó el señor Banks.
―Se dislocó el pulgar, pero en el asilo la asistieron. De todas formas, me gustaría que usted
también la examine.
―Dalo por hecho, muchacho.
―¿Y Banbury? ―añadió Denson.
―Daventry está haciéndose cargo de todo ―respondió Thomas.
Bernie escuchó aquel intercambio y no pudo evitar recordar al barón, quien solo le pidió
perdón por todo lo sucedido, prometiéndoles no importunarlos más con su presencia. Ella sabía
que esa promesa no era falsa. En su corazón supo que él le decía adiós no solo a ella, sino
también a los recuerdos, a lo vivido y al amor que alguna vez sintió. Daventry les deseó a
Thomas y a Bernie una vida próspera y feliz a modo de despedida, antes de partir por su cuenta a
Lancaster.
Los condes sabían que sus caminos se seguirían cruzando con los del barón; vivían en la
misma ciudad, frecuentaban la misma gente, incluso en Londres podían coincidir. No obstante,
ya estaban en paz. No había deudas pendientes.
―Vamos adentro y les contaremos el resto ―invitó Thomas.
*****
*****
―¡Su señoría, Bernadette Croft, lady Swindon! ¡Presentada por su suegra, su excelencia, lady
Hastings! ―voceó lord Chamberlain.
Un asombrado jadeo se escuchó cuando ambas mujeres se internaron con elegancia en el
salón del palacio de St. James, caminaban casi como si estuvieran deslizándose sobre el brillante
piso. El vestido de Bernie era el mismo con el que se casó, pero con algunas modificaciones; era
manga corta, llevaba una larga cola de dos yardas y en su cabeza ostentaba una diadema, que
sujetaba tres enormes plumas, las cuales eran un accesorio obligatorio para la ocasión. Todos los
presentes se preguntaban quién había hecho ese bellísimo vestido que opacaba a todas las demás.
Lady Swindon hizo su reverencia ante la corte; su rodilla casi tocaba el suelo y se inclinó.
Tantas semanas de ensayo para ese momento. Bernie pensó que sus cuñadas tenían razón, no era
la gran cosa, pero sí fueron los segundos más incómodos de su vida.
La joven reina Victoria extendió su mano, y Bernie la besó fugaz. Se levantó y retrocedió sin
darle la espalda a la monarca.
Y eso fue todo.
Una vez fuera del salón, Bernie dio un largo suspiro.
―Ha sido espléndido, querida ―elogió Margaret, lady Hastings, la madre de Thomas―.
¿Vio la cara de la reina cuando contempló su vestido?
―No, su excelencia ―respondió, siguiendo con la formalidad y manteniendo las normas de
etiqueta, mientras estuvieran rodeadas de los demás aristócratas. En general, ambas mujeres se
trataban con cariño y familiaridad―. Estaba demasiado preocupada en hacer la reverencia sin
pensar que estaba aplastando a mi bebé.
Sí, Estelita volvía a tener razón.
―Oh, querida, ninguna reverencia, por muy baja que sea, amenazará a mi futuro nieto o
nieta. Su madre es fuerte ―replicó orgullosa.
Fue toda una sorpresa para Bernie constatar que, a los pocos meses de estar casada, su
periodo cesó. No le dijo nada a Thomas hasta que transcurrieron tres meses, ella tenía miedo de
perder a su bebé y de ilusionar a su esposo, aunque él ya sospechaba debido a las náuseas
matutinas.
No obstante, cuando ella le confirmó a Thomas que estaba encinta, él estalló de felicidad,
apenas había podido contenerse todo ese tiempo de incertidumbre. Lo gritó a los cuatro vientos e
hizo una fiesta familiar en Pebble House.
Lady Swindon ya estaba en el cuarto mes, y sentía con toda certeza que ese hijo ya estaba
arraigado en sus entrañas, fuerte y vigoroso.
Bernie volvió al momento, se acarició el vientre y sonrió, la duquesa era toda dulzura. En
octubre, ella recibió la primera carta por parte de Margaret y Michael desde Francia, en la cual le
daban la bienvenida a la familia y amonestaban a Thomas por ser tan ansioso, pero lo
perdonaban porque era feliz. Cuando lady Hastings volvió a Inglaterra con su esposo para
Navidad, fueron directo a Lancaster para conocer a la mujer que había atrapado sin misericordia
a su hijo mayor. Y, desde aquel día, la duquesa no la había dejado ni un instante; los visitaba
junto con el duque cada dos o tres semanas. En ese momento, Bernie y Thomas se hospedaban
en la residencia ducal, Rock Hall, mientras remodelaban Croft House, la casa que poseía el
conde en Londres y que no había sido habitada desde que el progenitor de Thomas murió.
―La reina alzó las cejas, yo diría que con cierta envidia ―repuso Margaret―. Le apuesto
cien libras a que mandará a averiguar quién ha hecho su vestido.
―No insista en hacer apuestas fuertes, su excelencia, me va a dejar en la bancarrota
―bromeó Bernie. Las libras eran en realidad chelines.
―Siempre lo hago cuando sé que voy a ganar, eso lo aprendí de mi esposo. ―Le guiñó un
ojo―. Bien, ahora esperemos a Minerva y lady Somerton.
―Ojalá que pueda hacer su reverencia sin problemas, ella está un poco más avanzada que yo
―solidarizó Bernie. Su nueva prima, Diana, era la esposa de Frank, y su vientre ya estaba muy
abultado para los cinco meses de gestación que tenía.
Thomas bromeaba con que iban a ser quintillizos.
Los marqueses de Somerton llevaban algunas semanas en Londres, solo para que Diana se
presentara ante la reina y celebrar, ―con siete meses de retraso―, la boda de Thomas. Ambas
mujeres, desde que se conocieron, congeniaron de inmediato y se prepararon juntas para ese
momento.
―¡Al fin! Había olvidado lo caluroso que era ahí adentro ―irrumpió Minerva, la hermana de
Margaret y madre de lord Somerton. Pudo presentar a su nuera solo porque había sido la
marquesa anterior y era la esposa de un prominente abogado. A su lado estaba Diana, lady
Somerton, dándose aire con un abanico.
―¿Todo bien? ―preguntó Bernie, tomando de la mano a Diana, quien dejó de abanicarse y
sonrió.
―Hacer una reverencia en estado de buena esperanza es más fácil que recordar los nombres
de mis gallinas. Pero este bebé no halló mejor momento que dar una patada justo cuando me
inclinaba ―replicó, ufana, con su leve acento irlandés. Un par de cejas se alzaron al escuchar
semejante declaración. Diana alzó su mentón.
―Ese vestido que le ha diseñado a lady Somerton dejó boquiabiertos a todos ―elogió
Minerva a Bernie―. Es una lástima que no haya podido usar su vestido de boda, pero este bebé
ha crecido más de lo esperado. Por la expresión de la reina, creo que va a estar averiguando
quién confeccionó el vestido.
―¡Qué le dije, querida! ―exclamó Margaret―. Debería considerar vender sus diseños para
los mejores atelieres, o hacer carrera como una exclusiva modista.
A la duquesa le importaba bien poco que el único rol que le daban a la mujer en la sociedad
fuera ser madre, ella estaba segura de que eran capaces de hacer mucho más. Si las hermanas y
cuñadas de su nuera insistían en que hiciera realidad sus sueños, ella iba más allá, y ya buscaba
alternativas de cómo Bernie podría llevarlo a cabo, sin dejar de lado sus otras ocupaciones.
―Tal vez si hago solo diez diseños al año ―comenzó a admitir Bernie―. Y si estuvieran
dispuestas a esperar.
―Esperarán ―aseguró Minerva.
―Si yo fuera una mujer de la alta sociedad, esperaría por un diseño suyo ―animó Diana.
―Oh, hablando de ello. Mañana le mostraré lo que he hecho, son unos pantalones especiales
que se van a ver divinos y muy cómodos para sus quehaceres en Greenfield ―comentó Bernie,
animada―. Hasta podría usarlos el joven Jacob.
Diana rio, su hijo mayor ya había alcanzado su estatura.
―Ya quisiera verlo.
―Vamos, damas ―terció Minerva―. Sus esposos deben estar ansiosos. El baile de Rock
Hall espera.
*****
Bernie bailaba vals con Michael, lord Hastings, su suegro. Era increíble, sabía que su esposo
y él no compartían la sangre, sin embargo, era como estar con la versión más madura de Thomas,
no tanto por sus rasgos, sino más bien por la sensación que le transmitía.
Miró de soslayo a las demás parejas, sus hermanas estaban felices; Georgie bailaba encantada
con Aidan. Esa mañana dio la noticia de que iba a adelantar su matrimonio, puesto que su
prometido había recuperado sus fértiles y extensas tierras en Blackburn, de las cuales podían
trabajar y vivir.
Henry ya estaba comprometida con Douglas y pretendían casarse en el verano. El vicario
había viajado por unos días, solo para asistir a la fiesta en la capital. Cada vez eran menos
tímidos, y más de alguna vez Bernie los sorprendió besándose, ¡y vaya beso! El religioso parecía
estar más cerca del infierno que del cielo. A esas alturas, Bernie no podía ser hipócrita con la
pareja, menos mal que quedaban pocos meses para la llegada del verano.
Alex bailaba animada con Justin, uno de los primos de Thomas. Su hermana iba a ser
presentada en sociedad el próximo año. Pero no iba a estar sola, otras primas y amigas de la
familia, que ya habían pasado por esa experiencia, la cobijaron como una más.
Jackie bailaba con Gabriel, a ella le faltaba mucho todavía, y disfrutaba de todo lo que estaba
viviendo.
La vida cambiaba constantemente para las hermanas Shaw, sobre todo para Bernie. Era
probable que, para cuando naciera su bebé, sus hermanas menores volverían a vivir con ella,
puesto que el matrimonio era inminente para Georgie y Henry.
―Ah, veo un gesto de satisfacción, mi querida Bernie ―dijo Michael de pronto. Ella le
sonrió.
―Mi vida ha cambiado para bien y, en cierto modo, ha sido gracias a usted.
―¿A mí? ―interpeló con un gesto de sorpresa.
―Usted mandó a Thomas a Lancaster.
―En realidad, él se ofreció ―respondió, orgulloso―. Es un buen hijo.
―¿Por qué no le dijo que yo era mujer? ―interrogó, no había tenido oportunidad de formular
aquella pregunta.
―Las primeras impresiones siempre son las mejores.
―La primera impresión que me dio Thomas no fue muy favorable, un arrogante de primera
que pensaba que yo no sabía lo que hacía.
―Por eso mismo no le dije nada. Estaba pecando de arrogante últimamente, y pensé que era
una buena idea que tú fueras su llamado de atención. ―Sonrió con malicia―. Aunque debo
admitir que soy un viejo romántico y en mi loca imaginación vi que ustedes podían congeniar.
Mi hijo solo iba a sentar cabeza con una mujer extraordinaria.
―Lo tenía planeado ―acusó, sintiendo que había caído en una adorable trampa.
―Digamos que fue un plan improvisado. Tanto para Thomas, como para el resto de mis
hijos. El amor está donde menos se espera, y usted era el huracán que necesitaba mi muchacho
para despejar su mente y ver a las mujeres como verdaderamente son; unos ángeles.
La música cesó. Bernie le dio un beso en la mejilla a Michael.
―Ah, sus hijos le temen tanto a Margaret y sus insinuaciones casamenteras, cuando en
realidad deberían temerle a usted.
―Será nuestro secreto.
―Por supuesto, milord. Va a ser divertido ver caer al resto.
En ese momento, Bernie sintió el toque de Thomas en sus hombros, al tiempo que decía:
―Disculpa mi interrupción, papá, necesito a mi esposa por unos momentos.
―Toda tuya, muchacho.
―Lo sé.
Thomas llevó a su esposa al jardín, lejos del bullicio de la fiesta. La quería un rato para él. Era
un poco absurdo, pero la extrañaba.
«Qué pedazo de cursi soy… pero uno feliz», pensó Thomas mientras caminaba aspirando el
aire fresco junto a su esposa.
―Lindura, necesito que me aconsejes ―dijo Thomas.
―Dime.
―El próximo año me gustaría tomar mi escaño en el Parlamento ―anunció.
―¿En serio, cariño? ¿Por qué? Antes no te interesaba.
―He cambiado de opinión. Vivir contigo, conocer tus ideales y ver más de cerca la vida en
las fábricas, me han convencido de que las cosas deben cambiar, y yo tengo el privilegio de estar
en el lugar donde puedo hacer algo.
Bernie alzó sus cejas, Thomas no ejercía su rol de Parlamentario porque prefería dedicarse a
los negocios. Que él cambiara de opinión para dejar de ser un espectador era un paso importante.
No obstante, implicaba que ella dejara la fábrica y tomara un rol más social, porque como esposa
de un conde debía propiciar encuentros para generar debates, intercambiar ideas y convencer de a
poco a los más conservadores.
Ya había parlamentarios abogando por los derechos de los trabajadores, pero no eran
suficientes, necesitaban el apoyo de más personas. Thomas quería ser ese apoyo.
Media vida en Londres, media vida en Lancaster. No iba a ser fácil, pero sabía que contaba
con el apoyo de todas las mujeres de la familia de Thomas, para aprender sobre el mundo
político que desconocía.
―Si eso deseas de corazón, entonces tendrás todo mi apoyo, cariño. Nos quedan unos
cuantos meses. Tendremos tiempo suficiente para poner las cosas en orden y que tomes tu lugar.
―Eres la mejor mujer del mundo, ¿lo sabías?
―Me lo dices a diario.
Thomas besó a Bernie con pasión. Durante esos meses de vida en común, habían aprendido
que había otras formas de decir «te amo», sin la necesidad de recurrir a esas palabras.
Todos los días lo confirmaban. Todos los días se amaban.
Epílogo
Bernie esbozaba uno de sus diseños para su clienta secreta, quien le encargó diez vestidos,
uno por año, los cuales usaba en ocasiones especiales. El que estaba dibujando era el sexto. Ella
sabía que era la reina, por más que se disfrazara para poder hacerse las pruebas. Pero a Bernie le
daba igual, la trataba como a una mujer común y corriente, para consternación de sus
acompañantes que, a veces, olvidaban que la monarca iba de incógnito.
Todos los años iniciaba una lista con quince cupos para que obtuvieran un vestido de su
creación. Pocas personas en la aristocracia podían ostentar un diseño de lady Swindon.
―Mamá, Albert no quiere jugar ―acusó la pequeña Penélope de cuatro años, al tiempo que
entraba en el salón privado de la condesa.
Bernie resopló y dejó su trabajo de lado.
―¡Albert! ―llamó Bernie a su hijo mayor, el cual estaba cerca de cumplir seis años.
No pasó mucho rato cuando el pequeño entró en la estancia con un gesto de indiferencia hacia
su hermana menor.
―¿Por qué no quieres jugar con tu hermana? ―interrogó con su tono firme pero cariñoso.
―Quiere jugar a las muñecas, y yo soy un niño ―respondió Albert con arrogancia.
Bernie contó hasta diez. Con el tiempo, se había dado cuenta de que, por naturaleza, los
hombres hacían diferencias, por más que ella intentara inculcar que eran iguales.
―Albert, ¿a ti te gusta que Penny te acompañe en tus juegos de varón?
El niño hizo un gesto pensativo. Se encogió de hombros.
―Penny corre rápido ―admitió―, y nos hace ganar.
―Entonces lo justo sería que también participes en los juegos de ella. Puedes ser el sirviente
de la muñeca de Penélope.
Albert arrugó su nariz.
―Está bien ―claudicó con un tono lastimero―. Pero quiero ser el mayordomo, no el lacayo.
Penélope dio un salto de alegría y salió corriendo a buscar sus muñecas. Albert miró a su
madre y dijo en voz baja:
―No existen muñecos de varones, solo soldados. Y no sirven de pareja para las muñecas de
Penny.
Bernie alzó sus cejas, seguido por un «ooooh». Había una necesidad que debía ser satisfecha.
Era una gran oportunidad.
―Puedo hacerte uno para que juegues con tu hermana. Un conde, como tu padre ―propuso
Bernie―. Incluso le podría poner gafas.
A Albert se le iluminó el rostro. Esa idea le gustaba mucho.
―En un par de días lo tendrás ―aseguró Bernie, feliz de complacer a su hijo, si con ello
lograba hacerle compartir con Penny.
―Gracias, mamá. Eres la mejor. ―Le dio un beso en la mejilla y salió tras su hermana,
cerrando la puerta tras de sí.
Bernie pensó que, de no haber estado a cargo de sus hermanas, habría enloquecido con las
reyertas cotidianas de sus hijos.
Volvió a su dibujo, comenzó a trazar una línea y sintió que la puerta se abría de súbito.
«Ahora qué», pensó fastidiada.
―¡Acá estás, lindura! ―exclamó Thomas, eufórico.
A Bernie siempre le cambiaba el estado de ánimo al ver que su esposo estaba entusiasmado.
Bernie lo miró con atención y una sonrisa se le instaló en los labios. Algo bueno había
pasado, ya intuía la noticia, sabía que aquel día era crucial en el Parlamento, mas necesitaba
confirmación de Thomas.
―¿Lo aprobaron? ―indagó, ansiosa.
Thomas asintió, contento.
Bernie dio un gritito, se levantó de su asiento y fue hacia los brazos de su esposo al tiempo
que exclamaba:
―¡Qué maravillosa noticia! ¡Al fin, querido!
―Fue un triunfo aplastante, la Ley de las Diez Horas son un hecho ―relató Thomas.
Bernie estaba muy feliz, esa ley era un gran avance para regular las injusticias al interior de
las fábricas. En ese caso, estaba dirigido para las mujeres y niños; las jornadas laborales solo
serían de diez horas.
Era un paso, uno de muchos.
Los cambios tomaban tiempo. Lo que era impensable hacía una década, después se
transformó en una causa digna de seguir. Todo lo vivido los últimos años había valido la pena.
Aunque, a decir verdad, todo lo que vivía junto a Thomas valía la pena, la dicha, el placer, la
vida.
―Estoy muy orgullosa de ti ―elogió Bernie, separándose levemente de su esposo. Admiró
ese aspecto maduro que ganó con los años, unas cuantas canas en las sienes, unos leves surcos en
su frente. Pero seguía siendo el mismo hombre activo y seductor de siempre.
―Lord Astley fue el mayor impulsor. Pero necesitaba el apoyo necesario ―repuso Thomas
con franca modestia.
―No niegues tu papel, cariño, convenciste a muchos para que la ley fuera aprobada.
―Fue duro, no lo dudes.
―Tendremos que celebrar ―propuso Bernie―. Una fiesta.
―Eso mismo iba a decir yo. ―Se quedó mirando a su esposa, esa sensación de plenitud y
felicidad nunca se iba, es más, aumentaba con el paso de los años―. Eres hermosa, Bernadette
Croft. Te amo con todo mi corazón.
Bernie sonrió, el acento español de su esposo era inmejorable. Era un alumno muy aplicado.
―Y yo a ti, cariño mío.
―¿Dónde están los niños? ―preguntó, al tiempo que la mano que tenía en la espalda de su
esposa se iba directo al sur.
―Jugando en la habitación. Estelita los debe estar vigilando ―respondió, sonriendo con
malicia―. Tenemos diez minutos.
―Entonces, vamos a jugar, mi señora… ¿Qué te parece si intentamos traer otro miembro a
esta familia? ―Sin soltar a su esposa, Thomas empezó a caminar hacia la salida de la estancia,
como si fuera un incitante baile. Al llegar, empujó la puerta con su hombro para cerrarla.
Bernie se mordió el labio en el momento en que Thomas la apegó contra la puerta, estaba
atrapada.
Maravilloso, le encantaba cuando él tomaba un rol dominante, no era tan habitual y lo
disfrutaba al máximo cuando se presentaba la ocasión.
―Eres un bribón. Pero apoyo la moción, hagamos otro pequeño demonio.
―O una diablita. Ah, tantas, tantas capas.
Thomas tanteó por la superficie de la puerta hasta alcanzar la llave que estaba en el ojo de la
cerradura. La giró hasta que hizo el excitante clic.
Ninguno de los dos se cansaba de jugar.
Agradecimientos
Una nueva historia ha terminado y quiero darte las gracias a ti, quien me ha estado leyendo,
ya sea desde mis inicios o desde ahora.
Quiero agradecer a mis lectores beta por todo el cariño y paciencia a lo largo de todo el
proceso creativo: Julia, Tamara, Grace, Margarita, Camila, Ana, Jelly, Alejandra, Nicole y
Nadia. Sus comentarios e impresiones siempre son una brújula para mí.
A dos personas que revisaron la corrección y me dieron valiosos aportes para mejorar mi
obra; Mile Bluett y J. P. Torres. Millones de gracias.
A las lectoras de Wattpad y del grupo de Facebook «Novelas y algo más», por estar semana a
semana esperando y dándome sus comentarios, votos y lecturas. Ustedes siempre me ayudan a
pulir mi obra. Toda mi gratitud para ustedes.
A mi familia, por siempre apoyarme en cada etapa de mi vida, en cada decisión, en cada
acierto y en cada fracaso. Son mi baluarte, los amo con toda mi alma.
A la familia que he formado, mis hijos por entender y por ser como son y, en especial, a mi
esposo, Alfredo. Este libro es en el cual ha participado más que en cualquier otro, muchas ideas
salieron de su cabeza en largas conversaciones cuando no sabía qué hacer. ¿Quién diría que
íbamos a tener un hijo literario compartido?
Un abrazo fuerte a cada uno de ustedes. Gracias por todo.
[1]
Baile social animado y lúdico, posiblemente de origen húngaro, que fue popular como baile de salón en la Inglaterra y
Francia del siglo XIX. Excepto por el ritmo, tenía similitudes tanto con la polca como con el vals.
[2]
Prenda interior en forma de pantalón bombacho corto, generalmente blanco, que llevan las mujeres debajo de la falda y la
enagua en algunos trajes.