Shirley
Es claro que la violencia ha sido una vía utilizada históricamente por la sociedad para
resolver sus diferencias entre sí, y que ésta puede ser de tipo social, político, económico,
familiar, entre otras. Ya desde la Roma esclavista o la antigua Grecia, el hombre se valió de
métodos violentos para doblegar al otro. Incluso también el proceso colonizador europeo
sobre Asia, África y América estuvo acompañado del sometimiento forzoso a los pueblos
descubiertos. Se sabe pues que los conflictos son normales en cualquier sociedad y que éste
« no es otra cosa que la manifestación material en las distintas sociedades humanas, de la
diversidad, de las distintas expectativas, de la diversidad de los intereses contrapuestos, que
son en buena medida un motor de desarrollo de la sociedad ». Otra cosa es que al parecer
en Colombia, hay un hilo conductor asociado a cultura -política y violencia y que por tanto,
en el país nos hemos habituado a resolver los conflictos a través de la violencia, máxime
cuando las luchas sociales « históricamente han sido percibidas como subversores del orden
y, en esa medida, fueron situados en ese campo grisáceo en que limita la subversión con la
delincuencia y el tratamiento ha sido adecuado a estas circunstancias »1. Por supuesto a
esta mirada se oponen estudios como los del historiador Eduardo Posada Carbó, para quien
existe una sobrevaloración sobre la cultura violenta de los colombianos, a lo que él
antepone más bien, argumentos para sustentar la tesis de que hemos sido una sociedad
tolerante, con una democracia liberal en la que sólo una minoría ha acudido a la violencia
como medio para resolver sus conflictos. Sobre esto, coincidimos con Posada en que no es
la sociedad en general, sino grupos focalizados de personas (políticos, bandoleros,
guerrillas, paramilitares, narcotraficantes) los que han persistido en acudir a la violencia
como medio para satisfacer determinados intereses, o en otras ocasiones –ante la ausencia
de justicia, la inequidad social y la exclusión– diversos grupos de ciudadanos deciden
acudir a mecanismos por fuera de la institucionalidad para reclamar soluciones a sus
problemas. También es cierto que diversos movimientos e identidades (campesinos,
obreros, indígenas) han optado por la protesta o la movilización social en procura de
defender sus causas a través de nuestra historia, y con frecuencia el Estado ha sido
indiferente o intolerante ante la protesta, al punto de estigmatizar a todo aquel que vaya en
contravía a sus intereses, incluso antes de los inicios de la guerra fría en los que la Doctrina
de Seguridad Nacional ubicaba a los ciudadanos entre amigos y enemigos del Estado.
De otra parte, si analizamos la historia hispanoamericana durante el siglo XIX para enfocar
el tema en una larga duración, observaremos cómo los procesos de consolidación de los
Estados-Nación y legitimación del nuevo Estado, una vez obtenida la independencia,
implicaron la afirmación de los criollos y la invisibilización de las otras identidades pues se
trataba de erigir un único tipo de ciudadano. Como lo anota el historiador Rodolfo De
Roux, los criollos « cayeron en la ilusión de la nación virgen tentada de dar la espalda a
negros, indios y españoles para desposar a la modernidad inglesa o francesa ». El nuevo
discurso implicaba unificar a las naciones en torno a unos valores en los cuales los otros no
encajaban bien. En este contexto, se construyeron discursos para reafirmar unos valores y
un tipo de sociedad en el que los héroes patrios mantuvieron a través de los siglos su
vigencia y mayor importancia frente a los hoy llamados grupos subalternos.
En el caso colombiano, tuvimos un siglo XIX violento en el cual las guerras civiles fueron
una constante para dirimir confrontaciones partidistas a través de las armas, primero entre
federalistas y centralistas y luego, entre liberales y conservadores. También los artesanos se
movilizaron y se enfrentaron al establecimiento para reclamar sus derechos. Quiere decir lo
anterior que el nuevo siglo despertó con una guerra civil, la de los Mil Días, y que múltiples
tipos de violencia han estado ligadas a la historia del país, desde hace más de un siglo. Lo
importante del análisis es que
La violencia ha sido un proceso estructurador y a veces decisivo a través de la historia
colombiana… [esto] puede parecer que el país ha tenido un pasado particularmente
violento. Sin embargo, una historia violenta es común a la historia de la humanidad en su
conjunto. Una de las principales características de la violencia es su universalidad en los
procesos estructurales de las sociedades humanas. Sin embargo, éste no es el punto
fundamental: más importante es el hecho de que los seres humanos son pacíficos bajo
ciertas circunstancias estructurales y son violentos bajo otras5.
Luego de la famosa Guerra de los Mil Días, evento con el cual se inició el siglo XX, el país
sufrió no sólo consecuencias en pérdidas de vidas, sino también su economía recibió un
duro golpe. Era tal la desolación que, como lo anotan algunos autores, « si Colombia
hubiera hecho un esfuerzo intencional por defraudar las esperanzas que se cifraron en la
nueva nación independiente, no habría podido hacer un trabajo mejor ». En contraste, hubo
otros conflictos bélicos como la Segunda Guerra Mundial, de la que se beneficiaron
diversos sectores del país que disfrutaron de la « prosperidad de la guerra ». Así por
ejemplo, ante el cierre de las importaciones de telas, los textileros triplicaron sus ventas en
el mercado nacional. Incluso hubo hechos singulares como el de Tejidos Coltejer, quienes a
cambio de maquinaria norteamericana para su industria produjeron uniformes para el
Ejército norteamericano. También los industriales del cemento incluso fundaron tres nuevas
empresas durante la guerra.
En los años veinte del siglo pasado, las primeras generaciones obreras en el país fueron
reprimidas por el Estado. A las élites nacionales les preocupaba enormemente que los
vientos liberadores que venían de Europa (revolución rusa), México (revolución agrarista) y
Argentina (revuelta estudiantil de Córdoba) influyeran en los trabajadores y sus líderes. No
en vano, el partido socialista obrero, el partido socialista revolucionario y el partido
comunista surgieron precisamente en las primeras décadas del siglo, y algunas de estas
colectividades no descartaron a la violencia como método para obtener sus metas. Ejemplos
de violencia estatal fueron la prohibición del derecho a la huelga y a los sindicatos,
decretada por el gobierno del conservador Miguel Abadía Méndez (1926-1930) y la
masacre de las bananeras de 1928. Como lo anotase Catherine LeGrand, la United Fruit en
Colombia, logró con la complicidad del establecimiento erigir un « Estado dentro del
Estado » en el que prácticamente las leyes eran impuestas por esta compañía
norteamericana y los campesinos que laboraban para ella vivían en condiciones inhumanas
sin servicio de salud ni derecho a un trato digno, es decir que la compañía frutera
propiciaba, con la indolencia del Estado, una violencia social sobre sus trabajadores.
Jesús vega
La génesis de la llamada primera Violencia hunde sus raíces en la finalización de la llamada
hegemonía conservadora en 1930. Al retornar el liberalismo al poder, luego de más de
cuatro décadas, esta colectividad se enfrascó en una lucha sin cuartel con el conservatismo
para recuperar los espacios perdidos. Los tiempos de Jorge Eliécer Gaitán, que
desembocaron en su magnicidio, marcan la génesis de un enfrentamiento político irracional
entre el liberalismo y el conservatismo que sólo culminaría con la instauración del acuerdo
bipartidista. Así surgirían los primeros grupos de desplazados en el país, campesinos que
huían de sus tierras perseguidos por los llamados pájaros y por sus enemigos políticos.
Luego el golpe de Gustavo Rojas Pinilla, en 1953, inauguraría un periodo de tregua
bipartidista que se extendería hasta los finales del Frente Nacional. Allí el precio de la
armonía liberal-conservadora fue la persecución y la exclusión política de todas las fuerzas
ajenas al liberalismo y el conservatismo. Llama la atención entonces cómo el Frente
Nacional pudo propiciar las condiciones para resolver las diferencias políticas entre las
élites nacionales y al mismo tiempo, estas fueron incapaces « para establecer los canales
institucionales apropiados para dirimir en forma pacífica los antagonismos con las clases
subordinadas »
Se considera usualmente una guerra en la periferia y no en el centro o en las urbes.
Alrededor de las diversas explicaciones sobre las raíces de la violencia colombiana hay un
sinnúmero de miradas, que van desde atribuirla a problemas partidistas, a la lucha de clases,
a la fragilidad de las instituciones políticas, a la injusticia social y al derrumbe parcial del
Estado, entre otros motivos. Es importante hacer distinción entre diversos momentos de la
Violencia colombiana interconectados entre sí, que a juicio de Daniel Pécaut, se constituyen
en diversos estratos históricos de un fenómeno complejo. Así por ejemplo, según este autor,
el primer estrato correspondería a la guerra de los años cincuenta, el cual tuvo como
protagonistas a los grupos de autodefensa campesina en la lucha por sus intereses, quienes
devendrían luego en los sesenta, las guerrillas clásicas colombianas (FARC, ELN). Luego,
a partir del triunfo de la revolución cubana estas adquirirían otra connotación (maoista,
guevarista, inspiradas en la teología de la liberación) y surgirían otras nuevas como el EPL,
añadiendo nuevos elementos a la confrontación (constituyendo el segundo estrato). Un
tercero, surgiría en los años ochenta a la par con los conflictos centroamericanos, etapa de
radicalización política de las guerrillas y surgimiento de estrategias en pos de derrumbar el
régimen. El último estrato entonces estaría asociado al final de la guerra fría y a la pérdida
de referentes ideológicos externos, periodo en el cual se expande el paramilitarismo en su
lucha por el control territorial y las guerrillas optan por dedicarse de lleno al negocio del
narcotráfico y la extorsión como medio para subsistir, acumular riquezas y fortalecerse. Es
de señalar, que no en todas las regiones del país, la violencia ha tenido la misma incidencia
ni las mismas manifestaciones sino que ello ha variado, dependiendo del contexto. Los
partidos políticos, las élites políticas y económicas, y los grupos armados en Colombia, se
han valido del poder de la violencia como un instrumento de presión para el logro de
diversos propósitos particulares como la apropiación de las mejores tierras o el manejo de
lo público. Las élites han sido polivalentes, esto es, han transitado de lo público a lo
privado y viceversa.
Nos proponemos entonces establecer los nexos entre violencia política y social, dado que
hechos históricos como el desplazamiento forzado o la protesta, han sido acallados
sistemáticamente a través de la represión o el aniquilamiento. Regulaciones como la Ley
Heroica, que prohibía el derecho a huelga a fines de la década de los años treinta, hechos
como la masacre bananera de 1928, el asesinato de estudiantes, de líderes como Guadalupe
Salcedo, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán y una serie interminable de militantes de
la izquierda nacional, son tal vez un reflejo de un establecimiento poco tolerante con las
diversas formas de oposición. A decir del historiador César Ayala, un hecho singular en
Colombia, es que la violencia es el medio del cual se han valido los partidos políticos
liberal y conservador para « continuar la política por otros medios ». Como lo anotase
recientemente el historiador Herbert Braun, la violencia « también fue liberal », sólo que la
historiografía colombiana al respecto ha estado permeada por miradas muy complacientes
con el rol del liberalismo en los años de la Violencia.
Mairy fuentes
Hemos asistido pues al siglo XX, periodo en el cual las llamadas terceras fuerzas políticas
estuvieron marginadas del poder y sólo tuvieron cabida dentro del Estado a partir de la
Constitución política de 1991, lo cual se ha hecho evidente con la elección de alcaldes y
gobernadores de movimientos cívicos, oxigenando así la política. Esto debido a que la clase
dirigente del país « con el soporte del Estado, acabara con los movimientos y los ensayos
de terceros partidos –como el MRL, la Anapo o el Nuevo Liberalismo– impidiera la
expresión fluida de los conflictos sociales y neutralizara las reformas sociales importantes
». Hoy sabemos que entre 1946 y 1966 el país fue protagonista de una de las más intensas
formas de violencia civil, periodo en el cual hubo alrededor de 200.000 muertos en una
nación de trece millones de habitantes. Los móviles de estos enfrentamientos, eran disputas
burocráticas e ideológicas por el control del Estado y « los aparatos políticos se utilizaron
para llevar la guerra a las áreas rurales, y la mezcla entre lealtad partidista y conflicto
agrario sirvió para escalar la violencia ». Surgen precisamente las guerrillas de las FARC y
el ELN en este lapso, como respuesta a los problemas sociales de la época.
Incluso, al comienzo del Frente Nacional, cuando ya los niveles del enfrentamiento
bipartidista habían disminuido, Colombia llegó a ocupar la tasa más alta de muertes
intencionales en el mundo. Ya luego, de una tasa de cincuenta homicidios por cien mil
habitantes en 1959, la cifra en Colombia descendió a un promedio de 20 o 30 homicidios
por habitante en el periodo 1965-197518. Posteriormente, en la llamada segunda etapa de la
violencia en Colombia (1987-2006), se registraron 484.714 homicidios, la mayoría
asociados a la violencia común, aunque « en Colombia es confusa la línea divisoria entre
violencia común y violencia política »19.
Otro hecho relevante en la historia más reciente de Colombia ha sido la recurrencia del
Estado de Sitio como mecanismo para resolver las crisis internas, lo cual ha conducido al
debilitamiento de las instituciones y al fortalecimiento desmedido del control del Ejecutivo
sobre los asuntos de orden público. Incluso entre 1958 y 1988, el Estado de Sitio tuvo una
duración de 22 años, lo cual hizo posible que el Poder Ejecutivo se convirtiera de facto, en
un poder legislativo. En este contexto, se aprobaron el Estatuto de Seguridad, del gobierno
de Julio César Turbay Ayala (1978- 1982) y el Estatuto de Defensa de la Democracia
durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990), los cuales « penalizaron conductas en
las que incluyeron distintas formas de protesta social y ciudadana, permitidos en cualquier
Estado de derecho ». A lo mejor todas estas medidas de excepción, han insistido en la
persistencia en recurrir a nuevas normas o a la creación de comisiones para resolver los
problemas del país, en vez de medidas de fondo pues se pretende cambiar la realidad
decretando normas y no estableciendo consensos.
Cabe insistir en el lucro o beneficio particular como uno de los móviles de la violencia en
Colombia, a lo largo de su historia. Así lo explicaba, por ejemplo, Eduardo Santa, respecto
a los años 40– 60 del siglo pasado, al afirmar que cuando
Los motivos políticos comenzaron a desaparecer gradualmente entre los autores de la
violencia oficial, puesto que muchos descubrieron que la violencia dirigida contra personas
indefensas cosechaba dividendos económicos considerables. La policía, los detectives y los
pájaros al servicio de los comités políticos partidistas o caciques sectarios encontraron
lucrativo robar haciendas, fincas, llevarse la cosecha de café o comprar propiedades rurales
y urbanas a precios bajos, de las indefensas víctimas amenazadas a muerte… Así se crearon
los beneficiarios de la violencia y fue frecuente que los jefes políticos regionales la
propiciaran dadas las ventajas económicas que de ella derivaban.
Yesica peñaranda
Las causas para explicar la larga duración del conflicto armado en Colombia y su larga
espiral de violencia, tienen que ver con la exclusión y un proceso de consolidación del
Estado-Nación, en el cual no todos los ciudadanos se han percibido incluidos a excepción
de algunas regiones más privilegiadas del modelo centralista, al cierre durante décadas de
oportunidades para la participación política a los movimientos considerados opositores por
parte de unas élites políticas muy conservadoras, al descuido de lo social, a la exclusión y la
violencia de una sociedad inequitativa donde no se ha realizado una reforma agraria
profunda y a las inconsistencias de un Estado históricamente débil, con una precaria
presencia en buena parte del territorio nacional, entre otros motivos. Por supuesto hay otras
miradas especulativas sobre la violencia, las cuales sostienen que hay un gen violento en
los colombianos o que incluso la geografía colombiana, presta sus condiciones « al
triángulo férreo de la violencia » y por ello, en esta abrupta geografía y en especial en zonas
apartadas del país « es, y siempre ha sido fácil ser rebelde » pues a juicio de James
Henderson, « es la dificultad de su territorio lo que determina el alto grado del segundo
elemento del triángulo, la debilidad del Estado colombiano ». Si aceptáramos esta tesis, se
tendría que suponer entonces que en los países o regiones más abruptas del planeta existen
condiciones más propicias para la violencia y lo contrario, en las zonas de mayores
planicies, lo cual nos resulta un determinismo geográfico. Más bien, en coincidencia con
Alejandro Reyes, afirmaríamos que el primer error estratégico del Estado Colombiano, que
terminó propiciando el surgimiento de las guerrillas fue « aplastar con represión militar las
movilizaciones pacífìcas de las organizaciones campesinas y por tanto cerrar la vía
reformista »
También recordemos que el narcotráfico ha sido un importante combustible que ha jalonado
la violencia en el país y ha degradado la guerra, desde la época de su aparición en los años
setenta, hasta nuestros días. No es sino recordar el aciago periodo de la lucha de los carteles
de la droga contra el Estado en el tema de la extradición, periodo en el cual se dieron los
más bárbaros secuestros y asesinatos de ciudadanos inocentes (avión de Avianca, edificio
del DAS, masacres) y apareció en escena el llamado narcoterrorismo. Asimismo, los
vínculos del narcotráfico con los grupos guerrilleros y el paramilitarismo hicieron posible la
supervivencia y expansión de estos grupos ilegales al punto que, entre 1991 y 1996, el 41 %
de los ingresos de las FARC provinieron del negocio ilegal de las drogas (470 millones de
dólares) y el 70 % de ingresos de las llamadas autodefensas campesinas de Colombia en el
mismo lapso (200 millones de dólares) también se debieron a este matrimonio. Ahora bien,
se sabe que más allá del caso colombiano, se han realizado estudios sobre 78 guerras civiles
ocurridas entre 1960-1999 en los cuales se concluye que las utilidades originadas de
recursos naturales se han ido convirtiendo en el combustible más generalizado de las
guerras internas hoy en el mundo y « el riesgo potencialmente más elevado de conflicto
armado se presenta en las naciones que dependen de uno o de pocos productos primarios de
exportación, debido a las posibilidades de extorsión que estos le ofrecen a las
organizaciones rebeldes » mientras que en contravía a esta tendencia, las naciones muy
pobres o con economías más diversificadas « son menos proclives a sufrir conflictos
armados »
La estela de violencia que dejó el paramilitarismo en el país se manifiesta en una altísima
cadena de masacres (2.500) y cerca de 15.000 asesinatos selectivos en los últimos veinte
años, liderados por los llamados señores de la guerra. El conflicto colombiano ha
desembocado en una crisis humanitaria que incluso se ha desbordado a los países vecinos
de tal forma que, entre 1985 y 2002, más de dos millones de personas fueron desarraigadas
de sus hogares, víctimas de la creciente violencia, « generando una de las mayores crisis de
desplazamiento interno de personas en el mundo ». Lo peor de este asunto es que cada año,
cerca de doscientas sesenta mil personas más se suman a la cadena del desplazamiento
forzado en el país sin que al Estado parezca preocuparle grandemente.