Libro: Puiggrós A. (2019) La escuela, plataforma de la patria.
Buenos Aires. UNIPE. Editorial Universitaria. CLACSO
CAPÍTULO VIII
El derecho a la educación, punto de partida
El lector recordará el diálogo entre el filósofo y los jóvenes del texto de
Nietzsche al que hice referencia al principio de este libro. ¡Qué actualidad parecen
tener algunas de las distintas opiniones sobre los sentidos del bachillerato y de la
universidad, en el fondo de los problemas de la relación entre cultura y Estado, más
allá de las convicciones elitistas del autor! Al mismo tiempo que la distancia de más de
un siglo con sus argumentos se hace evidente, la pregunta del estudiante conserva
total vigencia: « ¿Cómo haremos para superar el abismo que separa el hoy del
mañana?».
Aunque con desagrado por la masificación del bachillerato, el filósofo admite que
para que un número pequeño posea la «verdadera» cultura, es necesario que se
dedique una gran masa a adquirirla, lo cual justificaría la construcción de un enorme
aparato de cultura. Ocurre que quien induce de manera engañosa es el Estado contra
la naturaleza de las personas y de acuerdo a sus propios fines. Así es que muchos
trabajan para adquirir la cultura, pero esta es accesible para unos pocos.
En el diálogo se registran las posturas sobre la relación entre Estado,
educación y nacionalidad. Esta última tiene para el autor un sentido esencialmente
unido a la cultura clásica alemana y antagonismos con la reforma educativa del Estado
prusiano, que fue objeto de atención por parte de los políticos-educadores,
progenitores de nuestros sistemas escolares.
Sarmiento observó con interés la vinculación entre el Estado prusiano y la
educación entendiendo a esta última como un tema de la cosa pública. La educación
común del conjunto sería la base del crecimiento de la Nación. Bartolomé Mitre optó
por fundar colegios destinados a la formación de la élite dirigente, sin dejar de tener
en cuenta la función de la educación pública. La necesidad de integración de la Nación
marcó los rieles del normalismo, tal como puede entenderse en La restauración
nacionalista de Ricardo Rojas (2010), pero al mismo tiempo la obligación moral y
responsabilidad colectiva de educar al pueblo nunca hicieron carne en los dueños del
país, renuncia que fue heredada de los oligarcas a los propietarios y CEO de las
corporaciones.
El papel del Estado nacional también ha sido objeto de limitaciones en su
función educativa por parte de poderes internacionales. En especial desde la década
de 1980, los organismos internacionales de crédito atentaron contra la soberanía
educativa de los países latinoamericanos, exigiendo la reducción de la inversión estatal
y la aplicación de un modelo restrictivo de la educación pública. Durante el gobierno
de Carlos Saúl Menem, el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo
(BID) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) impusieron políticas educativas que
produjeron cambios de mucha relevancia en la educación. Supuestas mejoras en la
gestión educativa justificaron parte de la deuda externa que tomó el país. Casi todas
las naciones latinoamericanas perdieron soberanía pedagógica. El derecho de enseñar
fue afectado por la depreciación de los salarios de los docentes y por las
consecuencias de la falta de inversión en el sistema educativo.
Desde el punto de vista constitucional el derecho a aprender es un derecho
fundamental; lo es con relación al conjunto de saberes acumulados hasta la época en
que se vive. El derecho a la educación no es simplemente «natural» u optativo. No se
trata de que cada individuo pueda voluntariamente o con su esfuerzo hacerse de él,
como supone el neoliberalismo, sino que es construido social e históricamente. La
propia noción de «derechos humanos», tal como la entendemos, solo forma parte del
lenguaje corriente en nuestro país desde la caída de la dictadura.
Pero ¿es la educación un derecho? Abordar el tema es indisoluble de la cuestión
antes tratada, es decir del sujeto de la educación, de modo que lo tendré en cuenta a
lo largo de este desarrollo. En muchas ocasiones, las personas creen que si alguien
fracasa en su escolaridad o en su carrera es porque careció de voluntad, no se esforzó
o no tiene suficiente inteligencia. Concluyen que no deberían gastarse fondos públicos
en su educación. Pero ¿acaso todas las personas nacen con la misma posibilidad de
acceso a la satisfacción de sus derechos? ¿La igualdad está asegurada para todos
desde el nacimiento?
Vivimos en una sociedad en la cual las condiciones desde las cuales parte cada
individuo son las de su comunidad, la inserción social de su familia, su género, su
cultura, su lengua y las eventualidades de la vida. Todas esas variables son vividas de
maneras distintas. Cada sujeto se constituye en el marco de particulares
combinaciones entre ellas. Las posibilidades, sin embargo, no son infinitas porque
están limitadas por el sistema de poder establecido. Por eso es un error culpabilizar a
nuestros alumnos cuando fracasan.
Esos alumnos, y nosotros, docentes, nos enfrentamos a una manera de pensar
(nada desinteresada) que insistirá en que hay una «culpa» que es del alumno/a/e–
pobre, morocho– que no quiere o no puede seguir el ritmo escolar por razones que, si
se profundiza, se advierte que incluyen un argumento racial. Desde los comienzos del
sistema escolar argentino se hicieron propuestas destinadas a ordenar los derechos de
los alumnos, teórica y prácticamente, de acuerdo a sus condiciones sociales,
culturales, genéricas y raciales. Esa operación de división artificial, arbitraria, de los
niños, adolescentes y adultos educandos sirve a quienes detentan la riqueza, y una y
otra vez consiguen instalarse en el gobierno. Los medios de prensa conservadores los
han acompañado siempre distinguiendo a los triunfadores en la larga escalinata
educativa y poniéndolos como ejemplo.
En los últimos años la distancia entre los ricos y los pobres aumentó de manera
espectacular en el mundo, y alcanzó un récord histórico en nuestro país. Se trata de
desigualdades que son usadas por el mercado a su favor. Este responde en el plano
educativo con una variedad de ofertas que incluyen propuestas de distinta «calidad» y
cantidad. Parte de esta operación de mercadeo requiere jerarquizar los productos.
Para ello se han apropiado de la palabra calidad dándole valores cuantitativos con
extrema arbitrariedad. La educación de «calidad» es la que determinan grandes
corporaciones vendedoras de subproductos pedagógicos como paquetes de
contenidos, pruebas de evaluación, cursos para formación de líderes, tutores o
animadores culturales, entre muchos otros.
Lo que acabamos de decir nos permite dudar del acceso igualitario al derecho a
la educación. La politóloga alemana Hannah Arendt decía que la igualdad no es algo
dado sino una construcción. Construir una noción de igualdad es lo que se hizo en la
Convención Constituyente de 1994. Se discutió sobre dos categorías: igualdad y
equidad. Asesores del Banco Mundial se habían hecho presentes para trabajar con los
convencionales neoliberales que pertenecían a la bancada oficialista (peronista-
menemista) y a una parte de la oposición (Unión Cívica Radical). El conjunto de
diputados democráticos de la oposición (del Frente Grande, el socialismo y una
minoría radical) propuso que la igualdad de oportunidades educativas quedara
claramente inscripta en la nueva Carta Magna, pero la postura neoliberal, que triunfó,
quiso que la igualdad pudiera ser moldeada y redefinida. Para ello la asoció al término
equidad. La igualdad equitativa permite cualquier injusticia.
Hoy favorecemos a unos y mañana a otros diciendo que estamos restableciendo
la equidad. La letra de la Constitución permite construir una igualdad educativa a
gusto. Pedagogos, sociólogos y comunicadores neoliberales tomaron una antigua
categoría, el mérito, y la pusieron en la familia de la «calidad». Como es obvio, ambas
se refieren a escalas y estas dependen de distintos criterios y valoraciones. Los que
sirven a las demandas de las corporaciones informáticas, editoriales, comunicacionales
acrecientan las desigualdades.
¿Dónde queda el derecho a la educación? Su universalidad está profundamente
afectada. Pero esa no es una preocupación de la política educativa neoliberal. Por el
contrario, prefiere programas focalizados, grupos controlables, capaces de ser
subsumidos en las brumas de la accountability. Quiere decidir cuántos y cuáles
terminarán cada ciclo o modalidad escolar. En el gobierno de Cambiemos,
corporaciones profesionales y universidades privadas vinculadas al mercado han
invadido los lugares de decisión de la educación. No solamente atacan a la educación
pública y a la educación privada tradicional, sino que compiten entre sí, como
cualquier sujeto del mercado. En el medio queda destrozado el sistema educativo. El
derecho a la educación establecido por la Constitución Nacional, por los pactos
internacionales, en especial la Convención Internacional de los Derechos del Niño, por
la LEN y por las leyes de educación de las provincias es interpretado a su gusto por los
gobiernos provinciales y pierde su carácter común.
Como ha descripto el filósofo Eduardo Rinesi, un derecho lo es si es universal.
Por lo tanto, no puede restringírselo a un nivel o modalidad de la educación. No debe
haber mecanismos repartidores de derechos, como si la frazada fuera demasiado corta
para que alcanzara para todos y por lo cual se requiriera producir diferencias previas a
la sustentación de un derecho. La distinción que hace Rinesi entre libertad y derecho
es importante para nuestro análisis. Distingue la idea de libertad en el pensamiento
liberal y en el pensamiento democrático, es decir la libertad asociada al individuo o
bien a la comunidad, lo cual significa que «nadie puede ser libre en una comunidad
que no lo es». El autor expone el desplazamiento que se está produciendo desde la
idea de libertad a la de derechos. Muchas de las libertades a las que se aspiraba hace
años hoy ya no son reclamos porque se trata de derechos conquistados, porque
«hemos tendido a desplazarnos de una idea liberal-democrática sobre la libertad de
los ciudadanos a una idea republicana sobre libertad de la comunidad, libertad que
solo puede realizarse en (y por medio del) Estado [...] Es que muchas cosas (muchas
posibilidades, muchas expectativas, muchas necesidades) que hace treinta años
habríamos tematizado, si es que las hubiéramos planteado, como libertades, hoy las
tematizamos como derechos» (Rinesi, 2015: 39).
La argumentación de Rinesi, con la cual coincido, motiva a pensar varias
cuestiones: el alcance de la idea de libertad de educación con relación a la de derecho
a la educación; la tensión entre la libertad, el derecho o el deber de educarse; qué les
corresponde de las anteriores tanto al individuo como a la comunidad.
La libertad de educación es una categoría que en la Argentina –y en casi todos
los países católicos– quedó ligada a la relación entre la Iglesia y el Estado, como una
tensión permanente. La Iglesia se ha considerado educadora universal por definición
doctrinaria, y solo ha admitido por razones políticas que el Estado cumpla una función
supletoria. Con el crecimiento de la educación como comercio, y más cercanamente de
la mercantilización educativa, la libertad de educación fue cambiando de sentido y
contradiciendo tanto al universalismo pedagógico católico como al papel principal del
Estado. El concepto de educación, antes que avanzar hacia su admisión como derecho,
se desliza hacia la idea de opción o posibilidad, vinculada a voluntad del individuo.
No es fácil, empero, suprimir ciertos antecedentes. El derecho a la educación
había sido formulado en la Constitución de 1853 en términos de derechos de «enseñar
y aprender» (Artículo 14) «conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio». Esos
enunciados han sido materia de fuertes debates en torno a la asignación de
responsabilidades y habilitaciones de los poderes públicos y el sector privado en
materia de enseñanza. Se destacó la disputa entre la Iglesia católica y el Estado sobre
el carácter principal o subordinado de uno u otro en la política educativa.
La Ley No 1420 eligió la primera opción, y aseguró la obligatoriedad y
gratuidad de la educación primaria; estableció condiciones profesionales para el
ejercicio de la docencia y habilitó la enseñanza de la religión fuera de las horas de
clase, por los ministros de cada culto. La Constitución de 1949 es explícita, en sus
Artículos 15 y 26, en el no reconocimiento de la «libertad para atentar contra la
libertad»; resalta las libertades individuales frente a las acciones atentatorias al
sistema democrático establecido por la misma Carta Magna; reconoce los derechos
referidos a la libertad de culto, de expresión y de enseñar y aprender. Es en el Artículo
37 donde la categoría derechos sustituye a libertades. El Movimiento Reformista de
1918 enunció las «libertades», no los derechos. La Constitución de 1949 estableció la
gratuidad y obligatoriedad de la educación «primaria elemental » (Artículo 37, Inciso
2). La gratuidad universitaria fue producto del Decreto No 29337 firmado por el
general Perón el 22 de noviembre de 1949.
En aquel texto constitucional, el trabajador, la familia, la ancianidad, la
educación y la cultura son enunciados derechos, no libertades. Se reconoce que la
sociedad debe proporcionar a todo individuo igualdad de oportunidades «para ejercitar
el derecho a aprender y perfeccionarse» (Artículo 37, Inciso 3). La autodenominada
«Revolución Libertadora» derrocó a Perón en 1955 y dos años después decretó la
vigencia de la Constitución de 1853, agregando el Artículo 14 bis, que se refirió al
derecho al trabajo y a la seguridad social. No fue mencionada la educación.
En la tradición liberal socialista argentina sobre política educativa, el derecho a
la educación se vinculó con las «libertades fundamentales», en contraposición a la
acepción de «libertad de enseñanza», a la vez que descalificó e ignoró la Constitución
de 1949. Además de centrarse en esa postura, el mayor exponente de la corriente
socialista-liberal de educación, Héctor Félix Bravo, propuso una reforma constitucional
que incluyera «el carácter gratuito y laico en todos los niveles» como un «derecho de
los habitantes y un deber del Estado, que está obligado a proporcionarlo asegurando
la igualdad de oportunidades» (Bravo, 1972: 198).
La reforma constitucional de 1994 retrocede al respecto. Establece, como he
mencionado, responsabilidades referidas a la enseñanza, pero no nombra el derecho a
la educación o a la educación como derecho. En su Artículo 75 adjudicó al Congreso de
la Nación las siguientes responsabilidades:
Inciso 18: Proveer [...] al progreso de la ilustración, dictando planes
de instrucción general y universitaria.
Inciso 19: [...] Sancionar leyes de organización y de base de la
educación [que aseguren] la responsabilidad indelegable del Estado,
con la participación de la familia y la sociedad [...] y garanticen los
principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal
[...]. [Al tema de la autonomía me referiré en otro acápite.]
El hecho de que la gratuidad quedara limitada por la posibilidad de modificarla
equitativamente afectó la legislación educativa argentina tanto en su versión liberal
como en su interpretación nacional popular. Por motivos vinculados a la necesidad de
integrar a la población inmigrante, y aún no afectados por la masiva instalación de
población de las provincias del interior en Buenos Aires y Rosario, los políticos-
educadores de la República Conservadora habían adoptado la idea de educación
común. Estando fuera de su imaginación y de su tiempo la masificación de los niveles
medio y superior, consideraron conveniente garantizar la obligatoriedad y gratuidad de
la educación básica. Cuando la escuela secundaria –todavía no obligatoria– alcanzó un
nivel de graduación que impactó sobre la cantidad de aspirantes a ingresar a las
universidades, después de la Segunda Guerra Mundial, tomó relieve el problema de la
distribución de educación. Los gobiernos militares, que representaron a diversos
sectores de la oligarquía liberal conservadora, impusieron trabas como exámenes o
aranceles para el acceso a los niveles medio y superior. Los gobiernos desarrollistas
(Frondizi, Illia, Alfonsín) y nacionales populares (peronismo, 1973-1974 y 2003-2015)
en distinta medida levantaron dichas limitaciones.
En los últimos veinte años el escenario educativo se llenó de altas tensiones
entre la maquinaria segregacionista renovada por el neoliberalismo y los gobiernos
nacional populares y democráticos, alternándose unos y otros en el poder. Aumentó la
tensión entre posturas libertarias, derecho a la educación y deber de educarse para los
distintos sujetos de la educación. La libertad, como propiedad del individuo, tomó
lugar en los discursos mediáticos. Los gobiernos nacional populares impactaron en
sentido positivo, pero asusta la rapidez con la cual los neoliberales –que de maneras
legales e ilegales les han sucedido– revierten la situación produciendo nuevos
analfabetos, que se suman al creciente analfabetismo digital y abandono escolar.
Asimismo, los medios de comunicación, en sus programas y en las publicidades, han
instalado un cuestionamiento sobre la legitimidad de la educación común, gratuita y
obligatoria, y puede escucharse entre líneas que se cuestiona el carácter universal del
derecho a la educación. No se trata de que hayan retrotraído la discusión a casi dos
siglos atrás, sino que usan el antiguo lenguaje para expresar algo nuevo. Ello es el
lugar de los educandos en la sociedad estratificada por mecanismos meritocráticos que
incluyen la posibilidad de la eliminación física y/o simbólica de los sujetos.
La tensión entre libertad, derecho y deber se pone al rojo vivo cuando los
trabajadores de la educación luchan por sus propios derechos, lo que provoca la
emergencia de una masa de prejuicios y de generalizaciones, así como posturas
reactivas derivadas de los perjuicios que produce en la organización familiar la
ausencia de los docentes. El derecho a la educación es desempolvado y enarbolado
por quienes no creen en él. Esos enfoques no solamente se encuentran entre
ciudadanos corrientes, en ocasiones entre los mismos docentes, sino también en
medios intelectuales y entre muchos comunicadores. Más de una vez, después de una
conversación equilibrada sobre los complejos problemas de la educación nacional,
coincidiendo los interlocutores en posturas «progresistas», surge una pregunta
repentina sobre la prioridad del derecho de los docentes a la huelga y el derecho a la
educación. La pregunta es: ¿se trata de derechos incompatibles? Naturalmente el
interrogante, malicioso por cierto, no tiene una solución teórica: ambos son derechos
establecidos en nuestra Constitución y en los tratados internacionales, que tienen
jerarquía constitucional.
La resolución del antagonismo no se agota en el registro ético-ideológico, sino
que su solución es política, y está prevista en el Artículo 14 bis de la Constitución
Nacional, que garantiza a los gremios concertar convenios colectivos de trabajo,
recurrir a la conciliación y al arbitraje y el derecho a huelga. El incumplimiento de la
previsión constitucional, así como de las leyes que reglamentan su aplicación, ha sido
ejecutado por el gobierno de Mauricio Macri causando un grave perjuicio a la
educación, al desconocer explícitamente la disposición al respecto el Artículo 10 de la
Ley de Financiamiento Educativo (No 26075/06). Las convenciones colectivas de
trabajo son el espacio en el cual se deben dirimir los conflictos gremiales, pero
también donde se acuerden las políticas educativas que los docentes deben llevar a
cada aula.
Los gobiernos neoliberales latinoamericanos sostienen una política de
enfrentamiento con los docentes con el objetivo de disminuir los costos de sus
salarios, avanzar en su sustitución por medios tecnológicos y «liberar» la acción
educativa de las instituciones de la modernidad. Cabe recordar que las ONG y las
fundaciones corporativas están formando sustitutos de los docentes en cursillos de
pocos meses, lo cual, entre otros objetivos, busca crear formas de contratación fuera
de los convenios colectivos de trabajo 1. La política neoliberal hacia los docentes va
más allá de su colonización y deja ver el interés por disolver ese rasgo del educador
que actúa en la producción de cierta autonomía del sistema educativo, a la que me
referiré más adelante. La saña con la que el neoliberalismo actúa sobre los educadores
profesionales denuncia la importancia que tiene un ejercicio democrático de la
educación para el tipo de sociedad que cada día se vaya generando.
Cabría preguntarse si el avance del capitalismo de plataformas elimina la lucha
de los docentes en la medida en que avanza restringiendo el espacio público que se
expande en cada período democrático-nacional popular. Como explica Rinesi, lo
público es un campo de batalla, en cuanto común. A medida que avanza «la
1
Ver portales Enseñá Argentina y Conciencia: <http://ensenaporargentina.org/ hacemos.php>;
<http://conciencia.org>.
realización plena de derechos que va consiguiendo universalizar, va haciendo de todo
el demos, de todo el pueblo, su sujeto» (Rinesi, 2015: 39). Cuando ocurre lo
contrario, es decir se restringe el campo de lo público, quedan afectados todos los
derechos, colectivos e individuales. La lucha rebasa los espacios públicos y se perfila
en el ámbito privado. Ejemplo de ello es la organización sindical de los docentes
privados, que han empezado a preocuparse seriamente por la invasión de las
corporaciones en los establecimientos educativos particulares, poniendo en peligro la
pequeña y mediana empresa del rubro, así como las concepciones pedagógicas
sustentadas por sus instituciones.
La derecha neoliberal separa la República de «lo común» en una operación que
convierte a la res publica en un predio de las élites económicas. En ese movimiento
queda envuelta la educación pública y pierde soberanía. Precisamente el espacio
donde se comparte la enseñanza-aprendizaje de la cultura social es altamente
sensible para el sustento de la Nación en tiempos en los cuales su soberanía es
atacada por los grandes poderes mundiales con armas bélicas, financieras, mediáticas,
etc. En el caso de América Latina, el principal problema es la injerencia de los Estados
Unidos por medio de su participación en cuestiones políticas internas, del Fondo
Monetario Internacional, entidad de la cual es el principal aportante, de la permanente
amenaza velada o explícita de invasión militar y de los medios de comunicación cuya
propiedad concentra.
Cabe preguntarse qué repercusión tiene la extracción de la soberanía en los
diversos sujetos de la educación, pues la libertad del individuo escindida de sus
derechos es un enunciado que atraviesa el discurso de cada una de esas instancias,
contraponiéndose a los significantes de la Nación. La enajenación de la posibilidad de
acceder a todos los niveles y modalidades de la educación actúa como un mecanismo
de des-subjetivación. La educación neoliberal es apátrida, desmovilizadora y desactiva
la capacidad de aprendizaje, imaginación y creación.