El secreto de
Alexandra
Carles Solé Torres
Índice
1. La Señorita X 7
2. Los hombres de Cilón 15
3. ¡Eureka! 24
4. El sabio tranquilo 40
5. Cuarentena 61
6. Ictineo 75
7. La rumba 87
8. La guerra de las corrientes 93
9. La atracción universal 107
10. Revolución es nombre de mujer 117
11. El secreto 134
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1. La Señorita X
“El que hace bonito un desierto es que en algún sitio esconde un
pozo”, Antoine de Saint-Exupéry.
Nico desbloqueó el móvil. Las palabras del profesor sonaban
cada vez más lejanas y lentas. Eran casi las siete de la tarde y todo
el mundo pensaba ya en el fin de semana. ¿Qué haría? Aún no
había pensado.
Faltaban pocos segundos para finalizar la clase, así que se
guardó el teléfono y recogió su libreta. Debajo, apareció una
nota.
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Srta. X.
En aquel minúsculo trocito de papel amarillo, con una
caligrafía excelente, había apuntado un número, firmado por una
tal Señorita X. Giró la cabeza a derecha e izquierda, con la
esperanza de cruzarse con una mirada cómplice o descubrir la
supuesta autora, sin éxito. ¿Quién la había puesto allí?
Al sonar el timbre, se la guardó en el bolsillo y se apresuró
por los largos pasillos de la facultad, mezclándose con la multitud
de alumnos.
Fuera de la terraza, decenas de estudiantes abarrotaban las
mesas del bar, en una imagen característica de los viernes por la
noche. Al verlo, Léa le saludó para que se uniera, y Nico se hizo
un hueco entre los asistentes.
— ¿Cómo va nuestro historiador? – una voz suave y
agradable le dio la bienvenida –. ¿Qué tal las cosas por la Antigua
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Grecia?
Ese acento le resultaba familiar. En la silla de al lado, se topó
con la sonrisa de Alexandra.
La particularidad de Alexandra es que no era ninguna alumna,
sino una mujer de cincuenta años, aunque aparentaba diez
menos. Su cuerpo alto y esbelto le sacaba más de un palmo de
altura, y la piel morena y el cabello ondulado de un intenso negro
exótico contrastaban con sus ojos, verdes, brillantes, sinceros.
— Pues ahora hemos empezado el nacimiento de la
democracia.
[…]
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2. Los hombres de Cilón
“Educad a los niños y no será necesario castigar a los adultos”,
Pitágoras.
— ¡Despierta dormilón! ¡He hecho café! – la vitalidad de Léa
llamando a la puerta no le dejaba más opción que levantarse.
Al salir de la habitación, se encontró la mesa preparada con
un desayuno digno de un día festivo. A un lado, mantequilla,
miel y galletas; en el otro, longaniza, queso y jamón. Dulce para
Nico, salado para Léa. En el centro, para compartir, un montón
de tostadas, café y zumo de naranja recién exprimido.
— ¡Qué gozada! ¡Muchas gracias! – le agradeció –. ¿No has
salido esta noche?
— No, ya tuve suficiente con las birras democráticas de la
uni. ¡Ayer a las diez ya dormía!
Mientras comían, Léa le confesó que el viernes, después de
juntarse en el bar, había seguido de fiesta hasta tarde y se había
quedado a dormir en casa de una amiga. Nico era todo orejas.
Hacían un buen dúo. Se conocieron en el instituto y desde
entonces eran uña y carne. Cuando empezaron la universidad no
dudaron en compartir piso. Aunque a simple vista Léa
aparentaba cortar el bacalao, no decidía nada sin consultarlo con
su socio. Al final, Mar, también colega del barrio y que llevaba
dos años viviendo sola, les ofreció compartir piso.
Después de que Nico recogiese la mesa y lavase los platos, su
camarada de mechas verdes se le plantó a un palmo de la cara.
Conocía bien aquella mirada, su confidente no tenía demasiadas
ganas de desperdiciar un domingo por la mañana.
— ¡Hace un día fantástico! ¡Vamos, que iremos a tomar algo!
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El calor del sol primaveral invitaba a disfrutar del exterior. Se
sentaron en el bar de debajo de casa y pidieron un par de claras.
Léa pagó y se guardó el monedero comunitario en la chaqueta
vintage que llevaba, dos tallas más grandes, y birló el diario local,
huérfano sobre la mesa; mientras Nico, con las piernas cruzadas
y las manos en la nuca, se adentraba en su mente. De repente,
con un gesto brusco, Léa le puso el diario delante de las narices.
La Gaceta
Fuego en el centro de Gerona.
Redacción. Angustia esta madrugada en el
centro de Gerona. Un incendio en un ático de la
calle Botticelli ha despertado a los vecinos del
antiguo bloque, que inmediatamente han
llamado a los servicios de emergencia. Según los
bomberos, las llamas calcinaron por completo el
piso, pero no afectaron a las viviendas
adyacentes. Tampoco se ha registrado ninguna
víctima, ya que no constaba que viviera nadie.
Al parecer, lo achacan a un accidente eléctrico
debido a la antigüedad del cableado.
Afortunadamente, todo se ha limitado a un susto
y los vecinos han podido regresar a su casa.
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Se quedaron petrificados. En la estrecha y corta calle
Botticelli solo había un número. Conocían la dirección, habían
entrado más de una vez: era donde vivía Alexandra.
[…]
Había llegado la hora de tomar algunos apuntes. De dentro
de la maleta, apartó las dos naranjas que guardaba para el
desayuno y sacó la libreta.
Al abrirla, un sobre de color marrón reciclado cayó al suelo.
Sorprendido, lo recogió. ¿Qué hacía aquel sobre allí? En la parte
frontal, escrito a mano, se podía leer su nombre. De dentro sacó
una carta.
Querido Nico,
Perdona si no he podido despedirme en persona, todo
ha ocurrido muy deprisa. Te preguntarás por qué he
tenido que desaparecer así, sin avisar, pero por ahora no
puedo explicarte demasiado.
Quiero que sepas que no tenía más opción. Me gustaba
Gerona. Me gustaban sus calles cálidas, llenas de
historia, de carácter, de colores. Su gente, vosotros:
Mar, Léa y tú. Habíamos forjado una buena amistad.
[…].
Respiró. No recordaba haberlo hecho en un buen rato. La
carta había aparecido de la nada y lo había dejado atónito.
¿Qué le obligó a marcharse? ¿Y cómo llegó ese sobre a su
libreta? Que él recordase, no la había abierto desde el viernes.
Además, ¿por qué le contaba todo esto?
Como si faltara algo, cacheó de nuevo dentro del sobre.
Escondida en su interior, vislumbró una cartulina pequeña, del
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tamaño de una tarjeta.
La examinó minuciosamente. Había dos filas idénticas,
formadas por recuadros de tamaño similar, unidos entre sí por
símbolos que no conseguía descifrar. No entendía nada. ¿Qué se
suponía que tenía que hacer con ese pedazo de papel?
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3. ¡Eureka!
“El Planeta Tierra es lo que todos tenemos en común”, Wendell Berry.
[…]
Pero, ¿qué tenía? En realidad, solo había entendido su
significado, no sabía nada más. ¿Qué escondían exactamente
estas coordenadas? ¿Cómo se suponía que debía averiguar los
números? Y más importante, ¿cómo se interpretaban? Seguro
que había infinitas combinaciones. No quería quedarse a medio
camino.
El primer pensador en referenciar los mapas de forma científica fue el
griego Ptolomeo, originario de Alejandría, que para orientarse dividió el
mundo conocido hasta entonces en líneas verticales y horizontales, y las
llamó meridianos y paralelos.
Repitió aquellas dos palabras que acababa de leer. Le sonaban
de algún sitio… ¡Eran calles de Barcelona! ¡La avenida Meridiana
y la avenida Paralelo!
Curioso, rescató el teléfono del fondo de la mochila para
teclear “avenida Meridiana”. Se le abrió un plano de la ciudad
con la vía marcada en rojo. Efectivamente, atravesaba Barcelona
verticalmente de norte a sur, dividiéndola en dos partes. Imitó el
proceso con “avenida Paralelo”. Esta vez, la calle aparecía de
oeste a este, horizontalmente en el mapa. Así que, sin quererlo,
los hallazgos de Ptolomeo ocupaban un puesto de honor en la
ciudad española más de dos mil años después.
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“Estas dos divisiones servían para determinar un punto en un plano,
ya que, en la Antigüedad y durante toda la edad media, se creía que la
tierra era plana. No es hasta Copérnico y Galileo, en el siglo XVI y XVII, que
se demuestra su esfericidad. Sin embargo, este descubrimiento originó una
nueva duda: ¿cómo orientarnos con precisión sobre una esfera? ¿Cómo es
posible localizar un punto?”
Intentó responder la pregunta, pero no se le ocurrió ninguna
solución. En una superficie plana no le resultaba complicado,
pero, ¿y en una superficie esférica?
Cogió una naranja de la mochila y la miró como si fuera un
actor de Hamlet. La escena resultaba cómica, y quería entonar la
famosa frase de Shakespeare, “ser o no ser, esa es la cuestión”,
pero decidió no hacer el bobo y concentrarse. Se imaginaría que
aquella pieza de fruta era el planeta en el que estaba sentado.
¿Cómo podía determinar un punto? No tenía ni idea.
En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la Tierra gira sobre sí
misma por un eje de rotación, el eje polar, que va de norte a sur. Respecto
a este eje, el plan imaginario que divide la Tierra en dos mitades idénticas,
el hemisferio norte y el hemisferio sur, se llama ecuador. Además, aparte
del ecuador, se pueden realizar más divisiones horizontales, como el trópico
de cáncer y de capricornio, o el círculo polar ártico y el antártico. Estas
divisiones se llaman, tal y como propuso Ptolomeo, paralelos.
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Con el objetivo de representar gráficamente lo que acababa
de leer, y pese a la prohibición expresa de llevar comida a la
biblioteca, cortó la naranja horizontalmente por la mitad. Si le
llamaban la atención, les explicaría la verdad: que una amiga
había desaparecido en un incendio y le había dejado unas
coordenadas, que ahora él quería averiguar. Seguramente lo
tomarían por loco y le dejarían tranquilo.
Después de dividirla en dos trozos iguales, obtuvo el
siguiente resultado:
Norte
Sur
El intenso olor a cítrico le incitó a morderla, aunque
estaba demasiado empeñado en las anotaciones del libro.
Consideró seguirla cortando en trozos horizontales, que
representarían a los paralelos, pero prefirió dejarla así.
Ahora, al menos, podía distinguir entre norte y el sur.
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De forma análoga, también se puede dividir verticalmente el globo
terrestre. Las divisiones verticales se llaman meridianos, y como referencia,
en 1884, se consensuó el meridiano de Greenwich, que pasa por este
observatorio londinense y que permitía diferenciar la mitad este del oeste.
Sacó la segunda naranja de la mochila. Empezaba a sospechar
que se quedaría sin desayuno. Al partirla verticalmente, se dio
cuenta de que podía efectuarlo en muchas direcciones, así que
un rotulador dibujó un punto sobre la piel, escribió “Londres” y
cortó por lo que representaría el meridiano de Greenwich. La
obra de arte fue la siguiente:
Meridiano de Greenwich
Londres
Oeste Este
[…]
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4. El sabio tranquilo
“El futuro depende de lo que hagas hoy”, Mahatma Gandhi.
[…]
Se notaba que el hermano del guía conocía todos los rincones
de la zona. Incluso los condujo a una zona solitaria de la playa.
A pesar de no haber ni un alma, el voluminoso crucero
continuaba estático en el mismo lugar que el día anterior, mar
adentro.
— Mirad, no se ha movido desde ayer. Es curioso cómo,
siendo tan grande y de hierro, ¡no se hunda! – señaló Nico.
— Yo también lo encuentro sorprendente – admitió Mar.
Los cuatro clavaron los ojos en aquel pesado trozo de acero.
— ¿Conocéis la leyenda del rey Hierón? – preguntó
repentinamente Bilo.
— ¿Era tu jefe de la empresa energética? – Léa ya le había
cogido total confianza.
— ¡Ha, ha, ha! No, mujer, no, ¡mi antiguo jefe no pasará a
la historia! El rey Hierón fue un tirano de Siracusa, que gobernó
esta ciudad griega en el siglo III a. C. Dice la leyenda que pidió
hacerse una corona de oro macizo. Dudando de la honestidad
del artesano, solicitó al sabio Arquímedes si era capaz de saber,
sin romperla, si efectivamente aquella corona estaba hecha de
oro macizo o de otro material en el interior.
— ¡Imposible de averiguar!
— ¿Seguro, muchachita? Cuando Arquímedes, pensativo,
fue a remojarse, se dio cuenta de que, al entrar en la bañera,
desplazaba un volumen de agua que tenía que ser igual a su peso.
Exaltado por el descubrimiento, corrió desnudo por las calles de
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Siracusa exclamando “¡Eureka, Eureka!”, que quiere decir “¡lo he
encontrado!”.
Los tres oyentes restaron en silencio, ansiosos de que
continuara con la inesperada historia, mientras Bilo allanaba la
arena con la mano para improvisar una pizarra.
— Para demostrar si la corona era de oro macizo o no,
Arquímedes igualó el peso de la corona con el mismo peso en
oro. Así, la fuerza hacia la tierra sería la misma en los dos casos
y la balanza permanecería equilibrada.
Trazó un esbozo en la arena:
Balanza suspendida en el aire
La corona y el lingote pesan lo mismo.
Una vez equilibrada, las sumergió en un recipiente de agua.
Si la corona fuera falsa, de un material más ligero, su densidad
sería menor que la del oro, y flotaría más que el lingote: la balanza
se desequilibraría.
Borró el anterior dibujo y representó un de nuevo:
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Balanza sumergida
Si la corona fuese falsa, sería menos densa que el
lingote (por el mismo peso, ocuparía más volumen)
y flotaría más que el lingote.
— ¿Y si la corona fuera verdadera? – pidió Léa.
— Pues que los dos objetos tendrían la misma cantidad de
oro: el mismo peso y el mismo volumen, y la balanza continuaría
equilibrada.
— ¡Ah, caray! ¿Y qué tiene que ver la corona de este rey
con que floten o no los barcos?
— ¡Estaba esperando esta pregunta, Léa!
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7. La rumba
“Dejadnos leer y dejadnos bailar, pues estas dos diversiones no harán
ningún daño al mundo”, Voltaire.
[…]
A la altura de sus ojos, descubrió otros nítidos, vivos y
expresivos, de color verde oliva, rodeados de una piel morena,
suave, brillante. La cara, ni estrecha ni ancha, dibujaba una
expresión bonita y cálida. Le caían unos cabellos largos y finos
de color negro, que le llegaban a media espalda, y el traje granate
le resaltaba el cuerpo atlético. Totalmente cautivado, contempló
los responsables de aquellas palabras: unos seductores labios
carnosos, totalmente en concordancia con la voz.
La chica lo observaba fijamente, como si esperara alguna
reacción, pero cegado como estaba, el cerebro no conseguía
pronunciar ningún sonido. Fue ella la primera en retomar la
palabra.
— ¿Así que eres Nico, el misterioso chico de los mensajes?
[…]
Léa continuaba absorta en las sensaciones gustativas y Mar
quiso honrar sus dotes culinarios.
— Por cierto, Léa, ¡la pizza te ha quedado buenísima!
¡Propongo un brindis para la chef! – y levantó la copa.
El ruido del vidrio se camufló con el del móvil. Alguien había
enviado un mensaje a Nico, pero antes de que pudiera
reaccionar, la osada cocinera se lo robó de las manos.
— Vaya, vaya, ¡si es un mensaje de Blanca! “¿Nos vemos
esta tarde?”
— ¡Eh! ¡Devuélvemelo!
— ¡Oh, la, la! ¡Así que quiere una segunda cita! ¡Ya le
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respondo que sí!
— ¡Escucha, que te he dicho que me lo vuelvas!
— Anda toma, ¡no se te puede bromear, eh! – se quejó Léa
librándose del aparato.
— ¡Sois unas cotillas!
— ¿Pero si esta mañana me has dicho que fue bien no?
¡Pues dile que sí, tontorrón!
— ¿Y dónde le propongo quedar?
— ¡Esta es la actitud! No sé, ir a pasear.
— ¿No sería mejor ir a un concierto, por ejemplo? Es que
me da miedo quedarme sin palabras.
— ¡No seas bobo! Además, tú ya hablas por los codos
cuando quieres. ¿Es de Gerona?
— Ostras, creo que no. La verdad es que no me comentó
de dónde era.
— Pues mira, ¡ya sabes qué preguntarle! Pero no te pongas
nervioso, ¡primero saluda, eh! – la mofa de Léa arrancó la risa de
las chicas–. ¿Y qué estudia?
— Muy graciosa… Estudia filosofía.
— Caramba, ¡así que va a la universidad! ¿Y cuántos años
tiene? - Léa no dejaba tregua.
— ¡Me estáis agobiando! ¡Ya basta de interrogatorio! A mí
me pareció una chica con quien se podía charlar y con quien pasé
un buen rato, ¡y punto!
— Di que sí, Nico – lo consoló Mar, y acercándose al oído,
con la sonrisa cómplice de Léa, añadió –. ¿Y te gusta?
— ¡Voy a preparar café! – exclamó histérico, dejándolas
solas en la mesa.
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[…]
Ella movía los labios contando algo, pero él ya no descifraba
sonido alguno. Solo contemplaba su belleza, el brillo del agua
reflejado en su iris y la manera en que la suave brisa le acariciaba
el cabello.
Unas ganas locas de besarla le invadieron. Ella seguía
hablando, a poco más de un palmo de distancia, con los ojos
clavados a los suyos. A juzgar por la ligera sonrisa que se le
dibujaba, debía contar alguna teoría divertida. Realmente la
encontraba preciosa.
No quería que ese mágico instante finalizara. En un acto
inconsciente, le puso la mano derecha en la cintura, cogió aire y
la besó.
Una indescriptible sensación le conquistó en los preciosos
segundos, minutos o eternidad en los que palpó los carnosos
labios.
Las campanas tocaban las doce. Una tierna y sincera sonrisa
de Blanca le daba las gracias por aquella tarde tan amena, y, antes
de irse, le propuso verse pronto. Nico se moría de ganas de
abrazarla de nuevo, pero su figura se desvanecía lentamente por
la esquina.
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10. Revolución es nombre de mujer
“Piernas, ¿por qué os necesito si tengo alas para volar?”, Frida Kahlo.
[…]
Sin embargo, aquella instantánea afloró el injusto apunte de
Léa del día anterior. ¿Cómo argumentar la falta de mujeres
científicas a lo largo de la historia? ¿Quizás quienes la habían
escrito se encargaron de ocultarlas? Realmente el tema lo
golpeaba, no solo como futuro historiador, sino por el cariño
incondicional de su alma gemela.
Aprovecharía la fuerza matinal para aclarar aquella imparcial
discriminación, así que partió hacia la universidad, no sin pasar
por alto los consejos de vestimenta de las chicas: nunca se sabía
cuándo volvería a cruzarse con Blanca. Como estudiaba en el
mismo campus, no quería jugársela.
De camino hacia la biblioteca, dudó si comprar alguna
naranja para el desayuno, pero lo omitió para evitar que Murphy
volviera a molestarle. No estaba dispuesto a que nada ni nadie le
amargara el día.
[…]
La siguiente erudita le sonaba.
Marie Curie (Polonia, 1867 – Francia, 1934).
Esta conocida científica fue la primera mujer en ganar el premio Nobel
de Física, conjuntamente con Henri Becquerel, para posteriormente
obtener el Premio Nobel de Química en solitario, por el descubrimiento de
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los elementos radio y polonio, convirtiéndose en la primera persona en
recibir dos premios Nobel. Además, durante la Primera Guerra Mundial
utilizó los rayos X para salvar la vida de miles de hombres y mujeres y
ahorrar largos sufrimientos.
[…]
— ¿Le besaste y se fue?
— ¡Ya volveremos a quedar!
— ¡Ha, ha, ha! Va Léa, no seas pesada, ¡ya se volverán a ver!
– interrumpió Mar –. Lo hiciste fantásticamente bien Nico,
¡estamos orgullosas de ti!
— ¿Y nos has organizado un aperitivo de lujo para admitir
que la dejaste escapar? – Léa seguía con ganas de hurgarle.
— ¡No, pesada! ¡Lo he organizado por ti! ¿Te acuerdas de
que ayer, a raíz de las pistas de Alexandra, comentaste que no
había mujeres científicas a lo largo de la historia?
— ¡Exacto, no hay!
— ¡Pues te equivocas!
— ¿Ah sí? ¡A ver, ilumínanos!
Nico se puso de pie, los apuntes en una mano y la cerveza en
la otra, y con una actuación vehemente, inició el monográfico de
la ciencia femenina. Les narró la vida de Hipacia, Wang y Ada,
pero también de otras muchas intelectuales, como Maria
Gaetana Agnesi, Rita Levi-Montalscini, Rosalind Franklin o
Mileva Maric, la primera mujer de Einstein. Del descubrimiento
relacionado con Marie Curie no relató nada, porque lo guardaba
para el final.
Como suponía, aquella primera parte había captado toda la
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atención de Mar. Ahora trataría de sorprender a Léa. Esto
también lo había anticipado. Entró en la habitación y salió con
una camiseta violeta con el planeta de Venus dibujado, y una
pancarta con el lema “Revolución es nombre de mujer”.
— ¡Esto pinta bien! – exclamó Léa, mientras brindaba con su
camarada.
— ¡Pues sí! ¡No quería hablaros solo del papel de las mujeres
en la ciencia, que como habéis visto ha sido indiscutible! ¡Sino
también de mujeres valientes a lo largo de la historia!
Para refrescar la garganta, propició un trago de cerveza antes
de darse cuenta de que ya no quedaba. Seguramente por esta
razón actuaba más animadamente. El discurso había pasado
volando y cada vez se sentía más confiado. Para acentuar el
tramo final de la interpretación, subió al sofá imitando a un
espadachín.
— ¡Igual que Léa, existieron mujeres que mantenían a raya el
sexo opuesto! – gritó, señalándola –. ¡Como la bandolera
irlandesa Grace O’Malley o las temidas Jacquotte de la Haye y
Anne Dieu-le-Veut, piratas del mar Caribe!
— ¡Ahora, ahora! ¡Me encanta!
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Sobre el autor
Carles Solé Torres (Girona, 1987) es doctor en Tecnología
por la Universidad de Girona y profesor. El secreto de
Alexandra es su primera novela.
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