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3 Henri Grimal Historia de Las Descolonizaciones

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í TEXTOS ]

HISTORIA DE LAS
DESCOLONIZACIONES
DEL SIGLO X X
Henri Grimal
Capítulo IV
Las consecuencias inmediatas
de la guerra
( 1939- 1945)

A partir de 1940, el debilitamiento momentáneo de la


mayoría de las potencias coloniales y la ruptura parcial o total
de relaciones con sus posesiones de ultramar acabaron con el
equilibrio político que había existido hasta 1939. Por otra
parte, las consecuencias de la lucha entre la libertad y el
totalitarismo no podían limitarse a Europa, puesto que ésta
había hecho que los pueblos dominados de otros continentes
participaran en ella. Por último, las fuerzas dominantes de
la política mundial ya no pertenecían a Europa, sino a Esta­
dos que se oponían firmemente al sistema colonial. Todos
estos elementos creaban un nuevo clima que las metrópolis
tenían que tener en cuenta. De todos modos, «las relaciones
entre las metrópolis y las colonias no podían seguir siendo
después del peligro lo que habían sido hasta entonces».

1. La guerra y los pueblos coloniales

Los pueblos coloniales, atentos espectadores del nuevo


conflicto mundial, habían asistido estupefactos a los desas­
tres del año 1940: el hundimiento de Bélgica y de los Países
Bajos, la eliminación en unas semanas del ejército francés, el
precipitado repliegue a su isla de una Inglaterra amenazada
con ser invadida o aplastada bajo las bombas. De repente,
Europa perdió todo el capital de temor que desde hacía un
siglo había venido acumulando entre las poblaciones de ultra­
mar; las victorias posteriores no fueron suficientes para
devolverle ese capital. Mientras tanto, el nacionalismo había
conseguido con esa pérdida de prestigio un aumento de
su fuerza.
Este fenómeno fue más sensible sobre todo en el Sureste
asiático, ocupado por Japón. La facilidad con que los nipones
se apoderaron de Malasia, Indonesia, Indochina, etc., y con
la que hicieron desaparecer de estos países la autoridad euro­
pea reveló a su población la debilidad de sus antiguos amos
blancos. El mito de la superioridad racial de éstos, que toda­
vía estaba presente en la mente de las masas asiáticas, se
derrumbó. La victoria japonesa fue la prueba de que O cci­
dente ya no tenía el monopolio del potencial técnico y militar
del que procedía su superioridad; fue un golpe decisivo para
la difusión de las ideas europeas.

¿Podemos llegar a la conclusión, com o hace G erbrandy (1),


de que «mediante una propaganda hábil e insidiosa (los japone­
ses) consiguieron inculcar a los pueblos un od io violento hacia
la raza blanca»? Este mismo autor, y otros después de él, dan
una respuesta. Para ellos la justificación de los posteriores inten­
tos de reconquista se encontraban precisamente en la amistad
y la fidelidad que esas poblaciones habían conservado hacia los
antiguos amos. En realidad si en ocasiones la población fue
muy solícita al acoger a los «liberadores asiáticos», si vieron
sin desagrado que algunos blancos se encontraban en situa­
ciones humillantes, es porque veían en ello una esperanza de
libertad y de emancipación. En cuanto el nuevo ocupante dio
muestras de la avidez y la dureza de que era capaz, unas sema­
nas después de su llegada, su propaganda antioccidental no fue
escuchada; sus intentos de crear movim ientos projaponeses y
lanzar a los pueblos a la guerra contra los aliados acabaron en
gran medida en el fracaso. Se produjo rápidamente una in fil­
tración de los nacionalistas en las organizaciones creadas a tal
fin, incluidos los cuerpos militares, que se convirtieron en auxi­
liares poco eficaces. En cambio, proliferaron por todas partes,
con el apoyo de la población, movimientos de resistencia, ani­
mados por los nacionalistas y los comunistas.

Sin embargo, hay que señalar que los japoneses contri­


buyeron a la destrucción de las estructuras coloniales. N o sólo
eliminaron físicamente el personal administrativo y econ ó­
mico europeo, sino que destruyeron sistemáticamente las ins­
tituciones existentes y las sustituyeron por otras, acordes con
las necesidades del momento. El personal de que disponían
no bastaba para administrar las amplias regiones que habían
(1) Indonesia.
conquistado; por consiguiente, se vieron obligados a formar
gobiernos fantasmas o a confiar las funciones administrativas
importantes a representantes de las élites locales, que los regí­
menes coloniales anteriores siem pre habían m antenido siste­
máticamente en puestos inferiores. Estos hom bres, que para
los europeos se convirtieron en «cola b ora d ores» del enem i­
go, fueron considerados por sus com patriotas defensores de
la causa nacional. Su autoridad les sirvió m ucho más para
preparar la independencia que para facilitar la victoria de
Japón. Por su parte, a los japoneses, que querían preservar
su hegemonía en la esfera de «coprosperidad de la Gran Asia
oriental», no les interesaba favorecer dem asiado las aspira­
ciones nacionalistas de autonom ía. Esta fue la razón de que
ninguno de los territorios ocupados por ellos se convirtiera
en Estado, con excepción de Birmania, cuyo G ob iern o, diri­
gido por Ba M aw , fue reconocido com o independiente por
los partidarios de Alemania y por el Vaticano (1 de agosto
de 194 3). En los demás casos, para conseguir que las pobla­
ciones se unieran a sus esfuerzos de guerra, T ok io hizo pro­
mesas más o menos vagas, ninguna de las cuales se había
cum plido al producirse la capitulación. Los nacionalistas apro­
vecharon el período caótico inmediatamente posterior a la
derrota repentina de Japón. Antes de que las tropas aliadas
tuvieran tiem po de desembarcar, se apoderaron de los d ep ó­
sitos de armas de los vencidos, proclamaron la independencia
(R epública de Indonesia, 17 de agosto de 1945; República
Dem ocrática de Vietnam , 3 de septiem bre) e instalaron a
sus hom bres al frente de todas las administraciones. Se creó
así una situación de hecho que haría difícil una vuelta al
statu quo de antes de la guerra. Los antiguos dueños tendrían
que hacer concesiones o com batir.
En 1939, de todos los países coloniales de Asia, la India
era el que estaba más cerca de la autonomía. El Partido del
Congreso había protestado porque el virrey británico había
llevado al país a la guerra sin consultar a los representantes:
«In dia — decía una resolución del Com ité ejecutivo del C on ­
greso (16 de septiembre de 1939)— no puede participar
librem ente en una guerra, supuestamente en defensa de la
dem ocracia, mientras se le niegue la verdadera libertad.»
A lgo más tarde reclamaba a Inglaterra una declaración posi­
tiva y sin ambigüedades que reconociera a la India el derecho
NEHRU, Jawaharlal
(1889-1963)

Nació en Allahabad, en el seno de una familia pertene­


ciente a la alta casta de los brahmanes de Cachemira; ex­
tremadamente europeizada y anglofila, su familia le envía
en 1905 a estudiar a Inglaterra. Estudia Ciencias Naturales
en Harrow y después en el Trinity College (Cambridge),
y Derecho en Inner Temple (Londres). Adquiere un pro­
fundo conocimiento de la literatura e historia de Europa.
De vuelta a la India, en 1912, se inscribe en el Colegio
de Abogados; también es miembro del Congreso Nacional
Indio al lado de su padre, Motilal Nehru, que es uno de los
dirigentes más destacados.
Tras los acontecimientos de 1919, abandona la carrera
de abogado para dedicarse más intensamente a la acción
política. Participa en las campañas de desobediencia civil
de Gandhi y, como él, es encarcelado en 1922 por primera
vez. A pesar de tener amistad con Gandhi, no comparte
sus puntos de vista conservadores y tradicionales; él, un
aristócrata que se ha pasado a una especie de socialismo,
considera necesaria una reforma agraria y una mejora de
la situación de las masas mediante la creación de una
industria poderosa; profundamente pacífico, no siempre
rechaza la fuerza; intensamente influenciado por todo lo
inglés, piensa (en 1928) que «la India no tendrá una in­
dependencia real en tanto exista cualquier vínculo con
Inglaterra».
Elegido en 1929 presidente del Partido del Congreso,
fomenta la lucha nacionalista, y es encarcelado en varias
ocasiones, hasta que, en 1946, los ingleses acuden a él
para formar un Gobierno provisional. No duda entonces en
hacer las concesiones que el realismo aconseja: la «vivi­
sección» de la India, el mantenmiento de su país en la
Commonwealth.
de elaborar su propia constitución. La negativa inglesa, cual­
quiera que fuera el m otivo, paralizó toda voluntad de este
país de participar en la defensa del Im perio y estuvo a punto
de desencadenar de nuevo la desobediencia civil, precisamen­
te cuando aparecía la amenaza japonesa. Al concretarse el
peligro, Londres se resignó a hacer concesiones, con objeto
de «unir a todas las fuerzas indias para proteger el país contra
la amenaza del invasor» (Churchill). La «o fe rta » presentada
por Stafford Cripps, un antiguo amigo del Congreso, era la
reafirmación del objetivo del G obiern o de Su M ajestad: la
creación de una Unión India, «d om in io asociado al Reino
Unido y a los demás dom inios mediante una com ún fidelidad
a la Corona, pero igual a ellos a todos los efectos y en ningún
m odo subordinado a ellos, ni en los asuntos internos ni en
los externos». Inmediatamente después del final de las hosti­
lidades se crearía un organismo encargado de preparar una
nueva constitución para la India. Pero aunque Cripps estaba
personalmente dispuesto a interpretar estos términos de un
m odo muy liberal, Churchill, decidido a reducir al mínimo
las concesiones, no le perm itió hacerlo. Esta fue la razón de
que la «prom esa» fuera acompañada de reservas, destinadas
en principio a proteger los intereses políticos de las com uni­
dades minoritarias, pero en realidad dirigidas a acentuar una
división entre los indios que fuera provechosa para los intere­
ses imperiales.
El Congreso consideró que se trataba únicamente de una
maniobra de los británicos para retirar con una mano lo que
concedían con la otra. Sus dirigentes más intransigentes exi­
gieron la salida inmediata de los ingleses y provocaron una
agitación que no se calmó a pesar de las severas medidas
adoptadas (encarcelamiento de Gandhi y de Nehru). Hacia
finales de 1944, cuando se vislumbraba la victoria, el gober­
nador W avell se dio cuenta de que, aunque los indios esta­
ban divididos en cuanto al futuro estatuto de la India (los
hindúes querían la unidad y los musulmanes la división), c o ­
incidían en desear el final de la dominación británica. Al
grito de «A bandonad la India» de Gandhi respondía el de
«D ividid y marchaos» de Jinnah.
N o se discutía ya el principio del autogobierno total, sino
las modalidades de su establecimiento, a fin de que los inte-
reses económicos ingleses pudieran estar protegidos cuando
el poder político cambiara de manos.
En consecuencia, Wavel propuso un plan que ponía el
gobierno de la India en manos de los indios, siempre que la
responsabilidad de la defensa fuera competencia del com an­
dante jefe (británico) y que el virrey conservara poderes
«preponderantes», que sólo ejercería en casos de extrema
urgencia.

Esta solución no era viable: en primer lugar, porque los


musulmanes no podían admitir la pretensión del C ongreso de
hablar en nombre de toda la India y reclamaban igualdad de
representación; en segundo, porque los británicos temían la
violencia del antiimperialismo de Nehru, que llegaría a ocupar
el puesto de ministro de Asuntos Exteriores. A caso no había
afirmado el 17 de julio de 1944 en Lahore que «el Congreso
no toleraría que el imperialismo holandés, británico, francés
o americano se instalara de nuevo en Java, Birmania, Malasia,
Filipinas o en otros países asolados por Japón cuando se expu l­
sara de ellos a los japoneses»?
Había añadido: «Nuestra lucha es sólo una fase de la de
los pueblos oprimidos del mundo, y no perdem os de vista este
hecho.» (Citado en The Quarterly Rcvietv, enero de 1946.)

La guerra había afectado directamente a los países del


Oriente Próximo en 1941, cuando, después de la conquista
de Grecia, los nazis habían intentado extender su influencia
en esa dirección. Rachid Ali, animado y apoyado por los ale­
manes, tomó el mando del nacionalismo iraquí, en un intento
de sustraer a su país de la influencia inglesa, que fracasó
rápidamente (abril de 1941). Sin em bargo, las facilidades
que el Gobierno de Vichy concedió en esta ocasión a los
aviones alemanes para utilizar las bases aéreas de Siria hicie­
ron temer a los ingleses que, antes o después, este territorio
sería entregado al Eje. Fuerzas inglesas y «francesas libres»
atacaron y ocuparon los territorios bajo mandato en junio de
1941, a pesar de la intensa resistencia del general de V ichy,
Dentz. El nuevo alto comisario, Catroux, hizo una promesa
de independencia a los sirios en nom bre de la «Francia libre».
Gran Bretaña debía ser la mayor garantía de ello, ya que
no disimulaba su intención de eliminar del O riente P róxim o
la presencia francesa, que era el principal obstáculo para la
realización del plan británico de unidad árabe. Bajo la acción
combinada de los nacionalistas árabes y de los agentes ingle­
ses, el mandato sirio-libanés tuvo una existencia agitada (cri­
sis libanesa de 1943, revueltas de Dam asco de 1945), mien­
tras que el ejército británico se oponía al «restablecim iento
del orden» por las tropas francesas. Finalm ente, presionado
por los aliados, el G P R F se vio obligado a anunciar, antes
de lo que hubiera querido, que el mandato había concluido
(1945).
En el Africa del N orte francesa, tras un período de calma
de unos años, el m ovim iento nacionalista resurgió, más fuer­
te y audaz. El malestar político originado por la dualidad
de obediencias se convirtió en un verdadero em brollo tras el
desembarco anglosajón (noviem bre de 1942). Alentados por
las vacilaciones de la autoridad francesa, así com o por los
consejos y las promesas de los diplom áticos y los agentes
americanos, los jefes de Estado de Túnez y de M arruecos
intentaron recuperar parte de la soberanía que habían per­
dido. El bey M oncef, en conflicto con el residente, general
Esteva, que se negaba a toda reforma, form ó sin consultarlo
un G obiern o tunecino com puesto por «nacionalistas pacífi­
cos» y dirigido por Chenik. Durante su breve ocupación de
Túnez, los alemanes intentaron utilizar el nacionalismo con ­
tra los aliados. Perm itieron volver a Burguiba, encarcelado
por los franceses desde 1938.

El jefe del N eo-D estur no respondió a sus esperanzas. Sin


renegar de su ideal, lanzó una llamada a los tunecinos para que
se pusieran del lado de Francia: «Form ad hoy un bloqu e con
Francia... Fuera de Francia no hay salvación; el destino de
nuestro país depende de su éxito. Estoy seguro de que Francia
no olvidará cuando se vea libre del yugo nazi a sus verdaderos
amigos, a los que hayan estado a su lado en tiem pos difíciles.
P ero hoy lo más im portante es ganar la g u erra ...» (Llamada de
mayo de 1943.)

Esa lealtad del m om ento no hizo olvidar a los colonos


franceses la fuerza del nacionalismo de Burguiba, que cons­
tituía un peligro para el futuro de sus intereses. Para des­
acreditarlo ante los norteamericanos, no dudaron en hacerle
parecer antifrancés, antijudío, antialiado. Los servicios de
seguridad militar intentaron arrestarlo por traidor, y su liber­
tad se debió únicamente a la protección del cónsul americano,
Doolittle. El bey M oncef también fue denunciado c o m o par­
tidario de los nazis, y fue depuesto y deportado a L aghouat
por orden del general Juin. Esta destitución, que co n stitu y ó
una flagrante violación del Tratado de la M arsa, p erm itió
reforzar momentáneamente el control francés sobre T ú n ez ;
sin embargo, fue un error táctico, ya que destru yó la c o n ­
fianza que los nacionalistas habían puesto en la nueva Francia.
También en el Magreb seguía apegado el n acion alism o
marroquí al plan de reformas de 1936, cuya idea fu n d a m en ­
tal era la abolición del protectorado y la vuelta a la in d ep en ­
dencia. La ayuda americana le pareció un m edio de lograrlo.
Sin duda, constituyó el tema principal de las con v ersacion es
que el sultán Mohammed Ben Youssef sostuvo con el presi­
dente Roosevelt en Anfa (22 de enero de 1943). L os testi­
monios no coinciden en lo que se refiere a estas con v ersa ­
ciones; sin embargo, parece que R oosevelt, aunque favorable
al reconocimiento de un Marruecos libre, no hizo ninguna
promesa concreta. Menos de un año después las distintas
tendencias nacionalistas se unieron en el partido del Istiqlal
(«Independencia»). El manifiesto del partido ( 1 1 de en ero
de 1944) reclamaba el final del protectorado, la un ificación
de las zonas, la participación de Marruecos en las n e g o cia cio ­
nes de paz y en la ONU, el establecimiento de una m onarquía
constitucional y democrática. También en esta ocasión el
impulso nacionalista fue destruido por los franceses, que en ­
carcelaron a los jefes del Istiqlal bajo la falsa acusación de
colaboración con el enemigo.
El nacionalismo argelino, muy diversificado antes de la
guerra por sus orígenes sociales y dividido en cuanto a su
programa, encontró la unidad en 1943, cuando Ferhat A b-
bas, ayudado por algunos elegidos musulmanes, redactó el
Manifiesto Argelino. Carente de referencias al islam ism o y
de excesos nacionalistas, este texto reclamaba la con stitu ción
de un Estado argelino autónomo y dem ocrático, u n ido a
Francia por relaciones de carácter federal. El G o b ie rn o , p re­
ocupado por su influencia sobre las masas e incluso sobre
ciertos liberales europeos, tomó com o pretexto los problem as
económicos de Sétif (mayo de 1945) para disolverlo.
Comparada con los países anteriormente descritos, el
Africa negra fue durante la guerra un oasis de calma. Las
operaciones militares no la afectaron directam ente, a pesar
de lo cual el conflicto fue el factor determinante de la acele­
ración de una evolución que había comenzado en el período
com prendido entre las dos guerras. Sería demasiado largo
hacer un análisis completo de esta acción, debido a su gran
diversidad en el marco de las posesiones de una u otra poten­
cia y en cada uno de sus territorios. Por consiguiente, nos
limitaremos a dar una idea esquemática:
El Africa negra participó en la economía de guerra de
Europa com o proveedor de materias primas industriales y de
productos alimenticios. Para fomentar la actividad de los pro­
ductores agrícolas destinada a satisfacer una demanda cada
vez mayor, se hizo indispensable pagarles precios elevados, lo
que provocó una inflación monetaria. Sin embargo (y éste
es un fenómeno fundamental), el auge de la economía de
mercado aceleró el proceso de urbanización: de 1935 a 1945,
Dakar pasó de 53.000 a 132.000 habitantes; Leopoldville,
de 27.000 a 110.000; Lagos, de 120.000 a 180.000, etc. En
estas aglomeraciones se desarrolló una clase de comerciantes
ricos y ambiciosos; fue entre estos hombres de negocios
donde se reclutó a los nuevos dirigentes del nacionalismo.
También se instalaron en ellas gran cantidad de personas
procedentes de los más diversos países y regiones de Africa
(para los africanos no existía el obstáculo de las fronteras
establecidas por las potencias europeas). La vida urbana, aun­
que no siempre rompió los vínculos tribales, los flexibilizó
considerablemente; de este modo en 1946 más de la sexta
parte de los africanos del Congo belga vivían fuera de la
autoridad de sus jefes tradicionales. También las asociaciones
tribales, creadas para conservar las costumbres, experimen­
taron las influencias modernas. El contacto con los europeos
transformó en distinta medida las costumbres y la menta­
lidad de las masas negras de las ciudades; su nueva existen­
cia reveló a esos hombres que podían escapar del trabajo
servil y ser asalariados libres, capaces de organizarse para
defender sus intereses. Las relaciones laborales y las debidas
a un origen común o a prácticas religiosas o mágicas comunes
daban lugar a asociaciones, agrupaciones y sectas cuya exis­
tencia fue a menudo muy breve, debido a la inestabilidad de
sus miembros. Sin embargo, fueron útiles para crear una
conciencia común, para situar a los negros en relación con los
blancos, para hacerles sentir la profunda desigualdad de dere-
Nació en octubre de 1899 en Taher (C onstantinois); su
padre fue un administrador local. Fue alumno de la Escuela
de enseñanza primaria de Djidjelli, del Instituto de Cons-
tantina, y después de la Universidad de Argel, donde se
licenció en Farmacia. Se sintió atraído por la política (fue
presidente de la Unión de Estudiantes Musulmanes A rge­
linos) y por la literatura. Publicó entonces «Le Jeune
Algérien».
Estando establecido como farmacéutico en S étif, en
1933, se convirtió en consejero municipal, consejero gene­
ral y consejero de las delegaciones financieras. En 1933
fundó la «Entente», donde apareció, en 1936, su célebre
profesión de fe. Se alistó voluntario durante la segunda
guerra mundial, y la derrota sufrida por Francia le afectó
profundamente.
En noviembre de 1942 conoció a R. Murphy, enviado del
presidente Roosevelt, y tuvo conocimiento de la Carta
Atlántica, lo que le hizo concebir esperanzas de reformas
para Argelia. Redactó y remitió a las autoridades, en nom­
bre de notables musulmanes moderados, el M anifiesto del
Pueblo Argelino (22 de diciembre de 1942). El m ovim iento
que fundó para reivindicar la autonomía interna de Argelia,
Los Amigos del Manifiesto y de la Libertad, fue disuelto
al día siguiente de las insurrecciones de Sétif (en mayo
de 1945). La Unión Democrática del Manifiesto Argelino
(UDMA), creada posteriormente, tuvo un papel importante
en la segunda asamblea constituyente (11 elegidos), pero
perdió toda su influencia a partir de 1947. Ferhat Abbas,
contrario a la violencia, no aprobó en un principio la rebe­
lión de 1954; no dio su apoyo a los objetivos del FLN hasta
abril de 1956, cuando ya se había perdido toda esperanza
de solución.
chos. Fue entre sus miembros donde se esbozaron las prime­
ras reivindicaciones sociales y donde los partidos nacionalistas
encontraron apoyo, a veces incluso seguidores.
No se modificaron las estructuras políticas y administra­
tivas, y la autoridad siguió en manos de los europeos. Sin
embargo, se preparaban cambios profundos. Algunas fuerzas
estaban en declive: eran, en primer lugar, en el Africa occi­
dental inglesa, los partidarios de la native autonomy, tradi-
cionalistas que no habían podido superar el ámbito del grupo
dialectal o tribal para llegar al «nacionalismo», y sólo aspi­
raban al logro del autogobierno por medio de las institu­
ciones locales o tribales de gobierno. En segundo lugar venía,
en el Africa francesa, la generación de juristas-políticos, pro­
ducto perfecto de la política de asimilación, cuyos partidos,
que agrupaban sólo a un reducido numero de evolucionados,
no eran sino una sucursal de los de Francia, y limitaban su
programa a algunas reformas (africanización de los servicios
públicos, supresión del indigenismo).
La influencia pasó poco a poco a élites nuevas, en las
que coexistían las cualidades de los tradicionalistas y de los
partidarios de la asimilación; que deseaban que en su país se
crearan instituciones democráticas similares a las occidenta­
les, sin que por ello se alteraran sus características específica­
mente africanas. «Estos hombres (Nkrumah, Azikiwé, Seng-
hor, Houphouet-Boigny, etc.) simbolizan para su pueblo la
continuidad en el tiempo del Africa tradicional, pero también
tienen el nuevo prestigio de los que han dominado los méto­
dos políticos de los europeos y saben manejarlos para conse­
guir los deseos de los africanos.» Tenían la considerable
ventaja de estar «en casa» en los dos mundos, el de los ante­
pasados y el de los debates parlamentarios (2).
El nacionalismo africano se diferencia del asiático en dos
rasgos fundamentales: no es una revuelta clara contra la
dominación europea; no reivindica la total independencia,
sino una modificación de la situación de los países coloni­
zados. En las soluciones previstas, cuyos contornos todavía
no son muy claros, aparecen serios matices, dictados por el
carácter específico de la política de cada metrópoli. En los
territorios británicos los nacionalistas practican el juego cons-

(2) Th. H odgkin, Nationalisn? in Colonial Africa, pp. 15-16


titucional: les parece posible alcanzar sus m etas, es d e c ir , la
creación de Estados nacionales dentro de los lím ites d el terri­
torio colonial, si trabajan dentro de la estru ctu ra p olítica
cuyo desarrollo es considerado un p rin cip io p o r la p o lítica
británica. En 1943 se publica un m em ora n d o titu la d o La
Carta Atlántica y el Africa occidental británica. E ste p rim er
documento oficial de las reivindicaciones nacion alista s a fri­
canas surge de un grupo nigeriano, d irig id o p o r A z ik iw é .
Refiriéndose a la cláusula tercera de la C arta, solicita la
sustitución del sistema de gobierno directo p o r in stitu cio n e s
representativas, y el derecho de cada d e p e n d en cia , tras un
período de prueba de cinco años, a elegir su rég im en en el
seno de la Commonwealth. Por su parte, la U n ión d e E stu ­
diantes del Africa Occidental Británica reclam aba a lg o más
tarde «la autonomía interna para cada una de las cu a tro
colonias de Africa occidental». En el A frica negra fran cesa,
donde la norma era el sistema de adm inistración d ir e c to , la
asimilación era la única vía posible para la e v o lu c ió n ; p e ro
se estaba lejos de conseguir el objetivo, salvo para una ín fim a
minoría de indígenas. En el Parlamento francés había d ip u ­
tados africanos elegidos por Senegal, pero no p o r to d o s los
senegaleses. La cultura francesa sólo llegaba a una m in oría
de africanos «franceses». Las puertas de la ciu dadan ía fran ­
cesa sólo estaban entreabiertas. Y ésta es la p rin cip al crítica
que los evolucionados hacían a la política de la T ercera
República. En un estudio escrito en 1943, V u es sur l ’A friq u e,
L. Senghor, senegalés catedrático de la U n iv ersid a d , r e p r o ­
chaba a la colonización haber «destru ido el m o d o de o rg a ­
nización política negroafricana» y haberla su stitu id o p o r el
gobierno directo, factor de «regresión p o lít ic a » ; h aber esta­
blecido el código del indigenismo, que era una « n e g a c ió n
de la asimilación y de la asociación». A ñadía: « L a ex p resió n
política del Africa negra quiere jefes que represen ten al
pueblo, jefes elegidos por él». Su ideal era una «ciu d a d a n ía
de Imperio» y un «Parlamento im perial» basado en la igual­
dad de las «naciones coloniales» agrupadas en torn o a Fran­
cia en una federación. Lejos de debilitar la au toridad de la
metrópoli, este sistema la reforzaría, ya que «la basaría en el
consentimiento y en el amor de hom bres liberad os, de h o m ­
bres libres» (pp. 82-86).
El Congreso Panafricano de M anchester (1 9 4 5 ) p erm itió
que se tomara conciencia de que las élites ya no eran las úni­
cas que se habían comprometido en el movimiento de eman­
cipación. Los doscientos delegados que participaron en él
simbolizaban la alianza de la clase media y de los hombres
del pueblo. ¿Hay que atribuir a la presencia de numerosos
representantes de las masas africanas, que se sentían más
explotadas que las otras clases, la dureza de las resoluciones
que se votaron en dicho congreso y que no eran usuales en
los de este tipo? El hecho es que se atacó violentamente al
colonialismo. Se denunció detalladamente la explotación sis­
temática de Africa por las potencias extranjeras (3). Se soli­
citó la independencia total y absoluta para los pueblos de
Africa occidental; la autonomía para los de Africa orien­
tal. En resumen, se hizo un llamamiento a las potencias
coloniales:

«Si el mundo occidental sigue decidido a gobernar a la


humanidad por la fuerza, los africanos podrían verse obligados
a usar la fuerza para intentar conquistar la libertad, aunque la
fuerza los destruya, a ellos y al m undo... Estamos decididos a
ser libres... Exigimos para el Africa negra la autonomía y la
independencia.»
«El Congreso — concluye Padmore— había formulado prin­
cipios concretos para cada región de Africa, y los nacionalistas
iban a intentar que se cumplieran, con la ayuda de los movi­
mientos de su pueblo.»

2. Los progresos de la idea de internacionalización


de las colonias

Fueron resultado del debilitamiento de las fuerzas euro­


peas. En uno de los momentos más críticos del conflicto,
cuando parecía que la potencia nazi lo arrasaría todo, Cur-
chill y Roosevelt firmaron la Carta Atlántica (14 de agosto
de 1941), en la que exponían algunos principios en los que
basaban sus esperanzas para garantizar al mundo un futuro
mejor. Uno de estos principios era «el derecho de cada pue­
blo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir».
Este derecho de los pueblos a la autodeterminación presu­
ponía la devolución de los derechos soberanos y del libre

(3) Véase G . Padmore, Panafricanisme ou commumsme. 1960.


ejercicio del gobierno a quienes habían sido p riv a d o s de
ellos por la fuerza». A pesar de que, al m enos en o p in ió n de
la parte británica, los signatarios de la Carta s ó lo h u bieran
pensado en los pueblos de Europa, privados te m p ora lm en te
de su existencia nacional por la conquista hitleriana, esta
declaración tuvo en la conciencia de los pueblos c o lo n ia le s un
valor universal; como consecuencia de ello to d o s los q u e
permanecían bajo la dominación europea en con tra d e su
voluntad no dejaron de reclamar sus ben eficios.
Para los pueblos dependientes que nunca habían sid o
una nación o un Estado, y cuyo nivel de d esarrollo n o p e r m i­
tía aún una opción razonada, el pensamiento an glosajón había
elaborado una solución. Si no era posible abandonar a esos
pueblos a su propia suerte, tampoco lo era d ejarlos b a jo el
régimen de la dominación colonial, que constituía un o b s ­
táculo para su desarrollo. Se proponían diversos m ed ios para
permitirles progresar libremente y con rapidez hacia la lib e r ­
tad y la democracia. Un organismo muy in flu yen te, el Insti-
tute of Pacific Relations, retomó en sus con gresos (en M o u n t
Tremblant, Canadá, en 1942; en H ot Springs, V irg in ia , en
1945) la vieja ¡dea de la «internacionalización de las c o l o ­
nias» y de su devolución a la futura A sam blea de N a cion es
hasta que fuesen capaces de equipararse con las naciones
libres. Este proceso debía hacer desaparecer el c o n c e p to
«posesivo» tradicional de la colonización para dar paso a la
idea de un deber temporal de la com unidad de los p u eb los
«evolucionados» con respecto de los retrasados. T a m b ién
condenaba implícitamente el sistema asim ilacionista d e la
doctrina colonial francesa, de los países ibéricos y, en cierta
medida, de los Países Bajos. Menos tajantes, aunque con el
mismo objetivo, el Partido Laborista y las sociedad es h um a­
nitarias inglesas (Sociedad Antiesclavista para la P r o te c c ió n
de los Aborígenes, London International A ss e m b ly ) tenían
prevista la creación en el seno de la nueva A sam b lea de
Naciones, de una comisión internacional encargada de los
intereses de los pueblos colonizados, de la que form arían par­
te incluso las potencias sin posesiones. R ecibiría las peticion es
de los países dependientes y podría adm itir a sus d eleg a d os;
debería velar por que se hicieran todos los esfu erzos n ece­
sarios para facilitar el progreso de dichos países en el ám b ito
económico, social y cultural, a fin de perm itirles alcanzar la
autonomía. Estas ideas, que tendían a convertir la coloniza­
ción en un servicio internacional, contaban con el apoyo de
las grandes potencias (Estados Unidos y la URSS) y de las
que habían estado bajo un régimen colonial (América Latina,
Nueva Zelanda). Creaban un clima nuevo, una fuerza disua­
soria amenazadora para la concepción colonial clásica.
El temor que tales ideas inspiraban provocó reacciones
(defensivas, hay que reconocerlo) en los poseedores de colo­
nias. Churchill, visiblemente contrariado por el alboroto que
había provocado la Carta Atlántica, intentó limitar el alcance
de ese texto: «La declaración común no es válida en modo
alguno para los distintos acuerdos políticos que se han sus­
crito periódicamente en lo relativo al desarrollo constitucio­
nal en la India, en Birmania y en las demás partes del Impe­
rio Británico» ( Communes, 9 de septiembre de 1941). En
un discurso en el Guild Hall (5 de octubre de 1941) con­
firmaba: «N o intervenimos en esta guerra con ánimo de
lucro ni de expansión, sino únicamente por un sentimiento
del honor y por cumplir con nuestro deber de defensores del
derecho. Sin embargo, quiero ser claro: lo que tenemos, lo
conservaremos. No me he convertido en primer ministro de
Su Majestad para liquidar el Imperio Británico.» Algo des­
pués, Stanley, secretario del Colonial Office, expuso la razón
por la que su Gobierno se oponía a la internacionalización:

«La soberanía — dijo— no es únicamente una cuestión de


poder. Implica asimismo muchas responsabilidades. En el futu­
ro, las responsabilidades coloniales no se limitarán a la elabo­
ración de las leyes y al mantenimiento del orden; significarán
también una ayuda financiera y económica a gran escala. Si esta­
mos dispuestos, solos, a asumir esas responsabilidades, a hacer
esos sacrificios financieros, también tenemos que estar en con­
diciones de ejercer la autoridad y ostentar el poder... Considero
que las sugerencias de administración internacional no tienen
en cuenta el sentimiento real de los pueblos de los territorios
considerados. Pero el hecho de creer firmemente que la admi­
nistración debe ser británica y que debe mantenerse la soberanía
nacional no excluye la posibilidad de una estrecha colaboración.»

H. J. Van M ook, ministro de Colonias del Gobierno


holandés en el exilio, también se pronunció en contra de la
internacionalización, aunque sólo se limitara al ámbito eco-
nómico. Por parte francesa, la oposición no fue m enos cate­
górica. El comisario de Colonias de la «Francia lib re» había
declarado:

«Es precisamente ahora, cuando Francia es sin duda alguna


más consciente que nunca del valor de su " I m p e r io ” y de sus
deberes para con él, cuando escuchamos una nueva doctrin a
que sostiene que no deberían garantizar las responsabilidades
coloniales las naciones que lo han intentado durante sig los__
sino algún organismo internacional al que se atribuya, p or una
petición de principio, la virtud cardinal de la ju sticia ... y las
de competencia y actividad... Ni el interés de las pob lacion es ni
sus deseos podrían ser satisfechos mediante una reform a que
transfiriera a un órgano de gestión, en nom bre de la c o le ctiv i­
dad, la acción colonizadora, es decir, liberadora de los grandes
azotes que asolan a las sociedades primitivas, ya sean las en fer­
medades, la ignorancia, la superstición, la tira n ía ...» (4 ).

No hay duda de que el efecto de esta oposición fue que


se frenara el movimiento. En Yalta, ante la resistencia de
Churchill, Roosevelt no se obstinó en que se aprobara su
plan de transformación del conjunto de los territorios c o lo ­
niales en mandatos internacionales.

3. Los europeos ante los problemas coloniales


después de finalizar la guerra

Las potencias coloniales eran conscientes de la im por­


tancia de los movimientos que agitaban a los pueblos depen­
dientes, y en particular a los de Asia. Temían los efectos del
debilitamiento de su influencia y de las ideas lanzadas por
Roosevelt. Más por consideraciones oportunistas que de prin­
cipio (ya que ninguna de ellas, con excepción de Gran Breta­
ña, había previsto la posibilidad de una profunda evolución
de sus posesiones), se declaraban dispuestas a aportar a la
realidad colonial las modificaciones que la evolución de los
ánimos y de los hechos hacían necesarias. Pero sólo concebían
esta revisión si se mantenía la supremacía de la m etrópoli
y si se conservaban sus intereses.

(4) R. Pleven, comisario de Colonias, en Kennaissance, núm ero


especial. 1944, p. 6.
El nacimiento de la idea de la Unión Francesa

Ya en 1942 el Comité Francés de Liberación Nacional


(CFLN) había afirmado su intención de romper con el con­
servadurismo del Gobierno de Vichy, basado en la discrimi­
nación racial, las coacciones físicas y la explotación econó­
mica de las poblaciones de ultramar. Al proclamar frente al
mundo su deseo de construir sobre bases nuevas las rela­
ciones recíprocas de los colonizadores y de los colonizados,
pretendía neutralizar las ideas de internacionalización y lo­
grar que los hombres atraídos por las novedades generosas
se unieran a la «Francia libre», y que los pueblos africanos
aceptaran el duro esfuerzo de guerra que se les pedía.
Cualesquiera que fueren las razones de la nueva política,
tuvo un carácter innovador. No cabe negar la originalidad
de la declaración del CFLN de 8 de diciembre de 1943 sobre
Indochina en la que se prometía «a esos pueblos... en el
seno de la comunidad francesa, un nuevo estatuto político en
el que, en el marco de la organización federal, se ampliarán
y consagrarán las libertades de los distintos países de la
Unión (Indochina)..., y por último, en el que los indochinos
podrán acceder a todos los puestos y funciones públicas del
Im perio». Todavía más revolucionario, si se piensa en el con­
texto histórico de los años precedentes, fue el discurso del
general De Gaulle en el que anunció la concesión de la ciuda­
danía, en el estatuto coránico, a varios millares de musul­
manes de Argelia (discurso de Constantina, 12 de diciembre
de 1943).
La Conferencia de Brazzaville, celebrada del 30 de enero
al 8 de febrero de 1944, fue una importante contribución a
la elaboración de la nueva fórmula colonial. Esta conferencia,
de carácter administrativo y no representativo, fue presidida
por el comisario de Colonias del CFLN y reunió únicamente
a los gobernadores generales y a los gobernadores de Africa
negra y de Madagascar. Tres personalidades no coloniales
representaban en ella a la Asamblea Consultiva provisional,
pero sin voz. No había en ella ningún autóctono que repre­
sentara a las poblaciones indígenas. La conferencia no tenía
ningún poder de decisión y debía limitarse a emitir recomen­
daciones que podrían servir de inspiración a la futura legis­
lación colonial. Desde el principio, se hizo hincapié en la
única vía de evolución posible para las poblaciones africanas,
la integración en la comunidad francesa. Pleven propu so a
este respecto algunas fórmulas: afirmó «la voluntad de asu­
mir nosotros mismos, y sobre todo sin compartirlas con nin­
guna otra institución anónima, las inmensas pero honrosas
responsabilidades que nos competen para con los que viven
bajo nuestra bandera». Añadió después: «E n la Francia c o lo ­
nial no hay pueblos que libertar ni discriminación racial que
abolir... ¡La única independencia a la que los pueblos de
ultramar están dispuestos es la independencia de Francia! »
El problema constitucional fue eludido explícitam ente por el
famoso texto:

«Los objetivos de la obra de colonización que ha realizado


Francia en las colonias excluyen toda idea de autonom ía, toda
posibilidad de evolución fuera del bloque francés del Im p erio:
debe excluirse la constitución, todavía lejana, de au togobiern os
en las colonias.»

Además, para crear nuevos lazos, capaces de conservar


e incluso de reforzar la cohesión de la com unidad, la co n fe ­
rencia consideraba deseable que las colonias estuvieran am­
pliamente representadas en la futura Asamblea Constituvente
francesa. Por otra parte, no dudando en contradecirse, des­
pués de haber rechazado formalmente toda forma de au ton o­
mía local, solicitaba que en las instituciones definitivas del
Imperio hubiera una Asamblea Federal, cuyo papel y m odo
de designación no se especificaban. El derecho de v o to de
los indígenas estaba previsto para los consejos regionales y las
asambleas representativas de cada colonia, y esos organism os
estaban abiertos tanto para ellos com o para los europeos.
Este era un progreso indiscutible hacia una participación «en
la gestión de sus propios asuntos». Se pensaba incluso en la
evolución, «por etapas desde la descentralización adm inistra­
tiva hasta la personalidad política», lo que estaba en contra­
dicción con el rechazo de todo autogobierno, así com o con
la brutal condena de la enseñanza impartida en las lenguas
locales. En medio de toda esta confusión había un nuevo
hecho: el principio de la representación de los territorios de
ultramar en la Asamblea constituyente.
Cuando, el 24 de marzo de 1945, el ministro G iaccobi
definió la política francesa con respecto de Indochina, pare-
cía que se había pasado a una nueva etapa. «La Federación
Indochina — dijo— formará con Francia y las demás partes
integrantes de la Comunidad una Unión Francesa cuyos inte­
reses en el exterior estarán representados por Francia.» Estas
palabras, que para muchos pensamientos metropolitanos y
autóctonos simbolizaban la esperanza de renovación, permi­
tían prever una evolución diferente para los distintos territo­
rios; unos evolucionarían «hacia el particularismo, sin dejar
de ser solidarios, mientras que los otros tenderían más a ser
asimilados» (5). En cierta medida, la asimilación podía ser
una forma de descolonización, siempre que fuera aceptada
por los interesados y que se llevara a cabo hasta el final; la
evolución hacia el particularismo local en el seno de la Unión
Francesa también podía serlo, siempre que la solidaridad
fuese voluntaria. Pero todavía era tan grande la fuerza de la
tradición colonial que nadie se atrevía a hablar del fin ultimo.

La Constitución francesa de 1946

En el clima de ideas generosas, no carentes de romanti­


cismo, que siguió a la liberación, se manifestó un deseo de
renovación en las relaciones entre la metrópoli y las colonias.
Dos hechos dieron prueba de ello. Francia participó en la
firma de la Carta de la ONU en la que se establecía el obje­
tivo de las Naciones Unidas de garantizar el derecho de los
pueblos a disponer de sí mismos, y se pedía a las potencias
administradoras que tuvieran en cuenta las aspiraciones polí­
ticas de las poblaciones dependientes. Por otra parte, hubo
en la Asamblea Constituyente una amplia representación de
los elegidos de ultramar (64 escaños), con objeto de hacerles
participar en la tarea constitucional.
La mayoría de los políticos estaban de acuerdo en acabar
con el antiguo sistema colonial:

«El antiguo sistema colonial, que basaba la posesión en la


conquista y su mantenimiento mediante la coacción, que tendía
a la explotación de las tierras y de los pueblos conquistados,
está superado hoy... En nuestra doctrina republicana la posesión
colonial sólo alcanza su fin último y sólo encuentra su total
justificación el día en que acaba, es decir, el día en que el

(5) licuáis sanee, mayo 19-45.


pueblo colonial es totalmente capaz de vivir em ancipado, de
gobernarse por sí mismo. Entonces la recom pensa del p u eb lo
colonizador es haber suscitado en el pueblo colon iza d o sen ti­
mientos de gratitud y de afecto, haber creado la solidaridad de
pensamiento, de cultura, de intereses, que permiten qu e uno
y otro se unan librem ente...» (6).

Aun compartiendo esta opinión, muchos pensaban que


los pueblos de ultramar no habían alcanzado la madurez nece­
saria para gobernarse, o que si se les dejaba dem asiado cam i­
no para la determinación se produciría la secesión. P oco a
poco el miedo a la disolución del Imperio se im puso a los
impulsos de generosidad. Ese miedo se vio reforzado por las
modificaciones que se habían producido en el matiz p olítico
de la representación colonial entre las dos asambleas con sti­
tuyentes. En la primera (elegida en octubre de 1945) la
mayor parte de los diputados de ultramar se distribuían en­
tre las formaciones metropolitanas (comunistas, socialistas,
MRP); ninguno hacía alarde de un nacionalismo v iolen to,
salvo quizá los dos representantes del m ovim iento de Resta-
blecimento de la Independencia Malgache. Las elecciones de
junio de 1946 en la Segunda Asamblea C onstituyente no
aportaron ninguna modificación importante a la representa­
ción del Africa negra; por el contrario, el segundo colegio
electoral argelino eligió a 11 diputados (de 13) del M anifiesto
Argelino, partidarios de un Estado argelino librem ente fede­
rado a Francia y dos miembros del M ovim iento D em ocrático
de Renovación Malgache, partidarios de una independencia
en el marco de la Unión Francesa. Aunque estos resultados
fueron consecuencia de circunstancias fortuitas (al no haber
entrado estos dos movimientos en el juego electoral en las
primeras elecciones), parecieron peligrosos, por el ejem plo
que daban.
Esta llamarada de nacionalismo colonial coin cidió (si no
lo provocó) con una reagrupación de las fuerzas nacionalistas
y conservadoras de la metrópoli, cuya manifestación más visi­
ble fue la que tuvo lugar en París con los Estados Generales
de la Colonización Francesa (julio-agosto 1946). In flu yó en
los partidos de derechas, pero también en gran parte del
MRP y de los radicales. Los socialistas y com unistas, que

(6) L. Blum, discurso de diciembre de 1947.


tenían la mayoría en la Primera Asamblea Constituyente, no
la tuvieron en la Segunda. Esta evolución de las fuerzas polí­
ticas parlamentarias explica la diferencia fundamental entre
las decisiones de una y otra asamblea. La principal preocu­
pación de la primera había sido eliminar de los textos cual­
quier signo de colonialismo, lo que la había llevado, sin pre­
ocuparse por las contradicciones, a promulgar leyes que se
inspiraban a la vez en los dos sistemas opuestos, la asimi­
lación y el federalismo. Había decidido que la República era
«una e indivisible», que sus leyes serían aplicables de pleno
derecho a los territorios de ultramar, los cuales tendrían
representantes en el Parlamento, todo ello con un pensamien­
to de asimilación. Pero también se afirmaba (art. 41) que
Francia «constituye, con los territorios de ultramar, por un
lado, y con los Estados asociados, por otro, una unión libre­
mente aceptada», y que la República «reconoce la existencia
de colectividades territoriales que se administran libremente
de acuerdo con la legislación nacional».
En la Segunda Asamblea Constituyente, en la que las
fuerzas conservadoras disponían de una ligera mayoría (en la
comisión de constitución había 21 votos de MRP, radicales
y derecha, frente a 20 votos socialistas-comunistas), los tra­
bajos constitucionales se desarrollaron en una atmósfera de
enfrentamiento entre el principio federalista y el asimilacio-
nista; además, el contenido de estos términos era diferente
para cada orador. La asamblea no era insensible al clima
exterior: agitación en Túnez y Marruecos, fracaso de la con­
ferencia de Fontainebleau. Escuchó las severas amonestacio­
nes de los Estados Generales de la Colonización, que le
reprochaban querer «modificar la admirable obra de la Ter­
cera República» y «renunciar a una soberanía todavía necesa­
ria en el propio interés de las poblaciones, que siguen espe­
rando de Francia el orden y la tranquilidad indispensables
para su evolución hacia la libertad y la independencia»; ade­
más, le reprochaban querer poner la ciudadanía francesa al
alcance de hombres que «no comprendían ni el sentido ni
la grandeza de tal con dición ...». Los diputados, poco infor­
mados de las cuestiones de ultramar, estaban asustados ante
las decisiones que tenían que tomar y escuchaban gustosos
las opiniones de los mayores (Herriot), de los «técnicos»
(Varenne) o de los ministros (Bidault). Estas influencias
conjuntas disuadieron a la Asamblea de crear una Unión
Francesa «negociada», como hubieran deseado los diputados
de ultramar; la Unión Francesa se incluiría en la C onstitu­
ción. En el texto, que se adoptó el 28 de septiembre de 1946,
seguía existiendo la ambigüedad que había presidido todos
los debates: el preámbulo era el reflejo de la tendencia anti­
colonial; el Título V III era el resultado de la firme voluntad
de la tendencia conservadora de impedir que los países
dependientes de Francia accedieran a una autonomía política.
Hay que reconocer que el valor de ambos textos no es el
mismo: el preámbulo sólo constituía una apariencia de reno­
vación, ya que, como una simple declaración de principios
que era, carecía de valor jurídico; el conservadurismo presidía
el Título V III, que entraría en los hechos. Esta profunda
divergencia entre las declaraciones de intención, llenas de
generosidad, y las realidades de la práctica política caracte-
terizará durante más de diez años la actitud de la Cuarta
República.
Aun siendo como era, la Constitución suponía, sin em bar­
go, un progreso hacia la descolonización, debido a las in n o­
vaciones de su terminología, a su contenido y a las posibi­
lidades que ofrecía.
Todos los términos que se habían utilizado con anterio­
ridad se eliminaron cuidadosamente: ya no había un Im p e­
rio, sino una Unión Francesa; las viejas colonias pasaban a
ser departamentos de ultramar; las otras, territorios de ultra­
mar; los territorios bajo tutela (antiguos mandatos) pasaban
a denominarse asociados; por último, los Estados U nidos a
Francia por un tratado de protectorado serían en lo sucesivo
Estados asociados. El término «indígenas» se sustituía por el
de autóctonos. Los elegidos de ultramar insistía en estos cam ­
bios, que para ellos tenían más que un valor sim bólico. Pero
«siguiendo una vieja costumbre francesa — dice Borella— ,
con demasiada frecuencia no se ha hecho sino cambiar el
vocabulario y poner el mismo vino en nuevas cubas».
El Preámbulo daba de la Unión una definición política
y sociológica, la que habían propuesto los diputados de ultra­
mar: «Francia forma con los pueblos de ultramar una unión
basada en la igualdad de derechos y deberes», lo que signi­
fica implícitamente que el hecho colonial ha desaparecido, y
que ya no hay para ningún grupo cargas ni ventajas espe­
cíales. Pero la fuerza de esta definición se alteraba singular­
mente a causa de la introducción del siguiente apartado, en
el que se afirmaba que Francia «se ha hecho cargo de deter­
minados pueblos, y tiene la intención de hacerlos evolucionar
hacia la gestión de sus propios asuntos», lo cual justifica la
continuación de la realidad colonial, declarándola temporal.
Esto constituye una sorprendente contradicción, pero que
revela la existencia de voluntades políticas subyacentes con­
trapuestas. Se ve el peligro que presentaba esta dualidad con­
tradictoria, en la que los pueblos coloniales se harían cargo
del primer término, mientras que el Gobierno francés actua­
ría en función del segundo. Por otra parte, afirmar que Fran­
cia «rechazando todo sistema de colonización basado en el
despotismo garantiza a todos la igualdad en el acceso a las
funciones publicas y en el ejercicio individual o colectivo de
sus derechos y libertades», constituía una importante inno­
vación. Este principio se concretaba en los artículos 80, 81
y 82, por los que se concedía a todos los nacionales de los
territorios de ultramar la ciudadanía y los derechos corres­
pondientes; esta concesión de la ciudadanía confirmaba la ley
Lamine Gueye, de 7 de mayo de 1946, y parecía indicar
que, en el plano individual, si no en el colectivo, se había
llevado a cabo la descolonización.
El Título V III definía las categorías territoriales y admi­
nistrativas que constituían la Unión Francesa: la República
Francesa (Francia, departamentos de ultramar, territorios de
ultramar), los territorios y los Estados asociados.
Los del último grupo siguen estando sometidos «al acta
que define sus relaciones con Francia»; es decir, aparte de
su denominación, nada ha cambiado para ellos. Sin embargo,
pueden nombrar representantes ante los organismos de la
Unión (alto consejo, asamblea). Los territorios de ultramar
(ex colonias), que no son Estados, sino divisiones administra­
tivas de la República, eligen representantes en el Parlamento.
Todos están dotados de una asamblea territorial, y cada uno
tiene su estatuto particular «establecido por ley». La admi­
nistración, como en el pasado, está en manos de gobernado­
res, responsables únicamente ante su ministro. Las antiguas
colonias se convierten en departamentos de ultramar y se
asimilan a las circunscripciones metropolitanas, «salvo las
excepciones que determine la ley».
Los tres organismos centrales de la Unión Francesa (P re ­
sidencia, Consejo Supremo, Asamblea) sólo constituyen una
falsa apariencia de organización federal. El presidente es
por derecho el presidente de la Repúbica, elegido solam ente
por el Parlamento francés (donde no están representados los
Estados asociados). El Consejo Supremo está form ad o por
una delegación del Gobierno francés y de los representantes
de los Estados asociados. Su función consiste en «ayudar al
Gobierno en la gestión de la U nión», fórmula vaga que lo
condena a la desaparición. El poder legislativo de la U nión
no corresponde a la Asamblea (compuesta del m od o siguien­
te: la mitad de los miembros son franceses y la otra mitad
representantes de los departamentos y territorios de ultramar
y de los Estados asociados), cuya función es puram ente co n ­
sultiva, sino al Parlamento y al G obierno franceses.
La contradicción entre estas dos disposiciones y los prin­
cipios del Preámbulo estaba atenuada por un artículo (el 7 5 ),
en el que se preveía la posibilidad de una evolu ción del
estatuto de las colectividades miembros de la U nión Fran­
cesa, excluyendo la posibilidad de salir de ella, lo que lim i­
taba considerablemente su alcance.
Los miembros de la Asamblea Constituyente, dem asiado
preocupados por luchar contra las fuerzas centrífugas y pre­
servar el poder y las responsabilidades de Francia, habían
cometido errores fundamentales:

• El de conceder unilateralmente a los Estados del anti­


guo Imperio, sin consulta ni negociación previa, un estatuto
de asociación en el que la dirección correspondía íntegram en­
te al Gobierno francés. Por consiguiente, los Estados asocia­
dos considerarían ridículo participar en organism os con apa­
riencia federal, pero condenados de antemano a ser estériles.
• El de haber querido encerrar las relaciones políticas
en el marco rígido de textos constitucionales, sin dejar sufi­
cientes perspectivas de evolución en lo relativo a las aspira­
ciones de los pueblos. La única forma de evolución que se
favorecía era una asimilación lenta y restringida, considerada
poco realista desde el momento en que, bajo el efecto del
nacionalismo, esos pueblos iban tomando p oco a p oco c o n ­
ciencia de su personalidad.
La idea de una Commonioealth holandesa
La situación de los Países Bajos en las Indias holandesas,
que ya era delicada en 1939, se volvió crítica con la guerra.
La metrópoli, que había permanecido fuera del conflicto
durante su primera fase, fue invadida en mayo de 1940;
incluso Indonesia fue ocupada por los japoneses en 1942.
Al parecer, toda la política del Gobierno en el exilio se cons­
truyó sobre una doble ilusión.
Los holandeses seguían convencidos de haber encontrado,
con la «doctrina de síntesis», la solución perfecta. Sobrevalora­
ban la influencia sobre los pueblos de Indonesia que les había
proporcionado su papel de proveedores de la civilización occi­
dental o al menos de los aspectos de ella que habían conside­
rado oportuno difundir. En cambio, subestimaban las posibili­
dades del movimiento nacionalista, al que no creían capaz de
lograr la adhesión de todo un pueblo, ni tampoco de organizar,
por falta de dirigentes y de medios materiales, un Estado
coherente. A pesar de que la actitud de los indonesios lo des­
mentía, se vanagloriaban de haber aplicado la única política
que respondía a las aspiraciones de una población que, tras
haber sido liberada del yugo de los invasores y de la influencia
de algunos agitadores, sería feliz de recuperarla. Por consi­
guiente, ¿para qué iniciar reformas que no eran necesarias y que
podrían poner en peligro la vuelta a la antigua situación? En
opinión de Gerbrandy, ésta fue la razón de que se abandonara
inmediatamente un anteproyecto de reformas (se trataba de
una «independencia parcial»), que se había elaborado en los pri­
meros momentos de la ocupación japonesa. El pretexto fue que
un gobierno que funcionara sin el apoyo del Parlamento, en
un momento en que el Volksraad no podía hacerse oír, no tenía
suficiente autoridad para tomar una decisión de tanta impor­
tancia. Así, pues, los ministros se limitaron a conseguir que la
reina difundiera por la radio de Londres el mensaje del 6 de
diciembre de 1942, cuyos términos (según afirma Gerbrandy)
habían sido cuidadosamente calculados para quitarle todo valor
de compromiso formal («n o promete nada y sólo expresa un
ideal») y para no colocar a los sucesores ante un hecho con­
sumado:
«Sin querer adelantarme a las recomendaciones de la futura
conferencia (de la mesa redonda), supongo que todas ellas esta­
rán dirigidas hacia la idea de una comunidad (commonwealth)
entre los Países Bajos, Indonesia, Surinam y Curasao... en la
que todos tendrán libertad para dirigir sus asuntos internos...
y una colaboración para dar a cada uno de sus miembros la
fuerza para asumir plenamente su responsabilidad... Lo único
que determinaría la política del G obierno serían las aptitudes
de los distintos ciudadanos y los deseos de los diversos grupos
de p ob lación ...».
La imprecisión misma de estos términos los hacía acep­
tables para toda la opinión publica holandesa. Adem ás, la
guerra había tenido un efecto psicológico sobre algunos parti­
dos: los socialistas, que en los año treinta se mostraban fav o­
rables a una evolución de Indonesia hacia la independencia
(«Programa de los doce puntos de 1 939»), no estaban ahora
muy lejos de pensar, com o los partidos conservadores (calvi­
nistas y católicos) que el mantenimiento de la influencia p olí­
tica y económica en las colonias era indispensable para que
los Países Bajos pudieran volver a ocupar su lugar entre las
grandes potencias y proseguir su «m isión interrum pida».
Esta fue la razón de que, nada más instalarse de nuevo
en el suelo nacional, el Gobierno de la Reina se preparara
para volver a asentarse en Indonesia. Se estableció un G o ­
bierno provisional de las Indias holandesas en Brisbane, diri­
gido por Van Mook. En sus instrucciones se decía:

«El Gobierno de la Reina reconoce el legítim o derech o de


Indonesia a tener su propia existencia nacional, y está con v e n ­
cido de que este deseo puede cumplirse por la vía de la e v olu ­
ción legal, recurriendo a una leal colaboración entre indonesios
y holandeses.
»Los indonesios serán admitidos en un plano de igualdad
en todos los puestos administrativos, incluidos los de mayor
rango.
»E1 Gobierno de las Indias tendrá un Parlamento, integrado
en su mayoría por indígenas, y un Consejo de M inistros que
estará directamente bajo la autoridad del G ob iern o general, que
representará a la Corona.»

Esto suponía, más o menos, restablecer la situación ante­


rior. Además, Van Mook debía ceder el puesto al antiguo
gobernador general Stachouwer en cuanto éste saliera de las
cárceles japonesas; se restablecería el Consejo de Indias (o
ministerio) y el Volksraad. Pero los acontecimientos ya ha­
bían determinado que ocurriría de otro m odo.

El oportunismo británico en acción

Para Gran Bretaña, el planteamiento de los problemas


originados por la evolución de los pueblos colonizados era
muy distinto. En primer lugar, porque, al no haber expe­
rimentado nunca la derrota y la invasión, siempre había sido
dueña de su destino, y porque su opinión pública no estaba
sensibilizada, com o la de lo países continentales, sobre la
«renuncia». Además, tenía la experiencia de la descoloniza­
ción que. mediante el procedimiento extremadamente flexi­
ble del convenio constitucional, había convertido las antiguas
colonias blancas primero en dominios y luego (a partir de la
primera guerra mundial) en comnionwealth nations indepen­
dientes. Como hemos visto, este proceso evolutivo no estaba
reservado sólo a las poblaciones de origen inglés o europeo:
la doctrina unánimemente admitida era que Inglaterra debía
llevar a todos los pueblos dependientes al autogobierno. Pero
de acuerdo con su tradición, se negaba a conceder unilateral­
mente a sus territorios un estatuto general incluido en el
derecho público; dicho estatuto, de difícil aplicación debido
a la gran diversidad de los países interesados, habría sido
un obstáculo en las relaciones entre ellos y la metrópoli
cuando se produjera la evolución ulterior, de desigual rapidez.
Por consiguiente, el final de la guerra no originó una
situación radicalmente nueva, lo que explica en parte la indi­
ferencia de la opinión pública inglesa.
En un sondeo efectuado por el Colonial Office en 1948.
«un número sorprendente de personas interrogadas fueron in­
capaces de distinguir entre los países autónomos y los terri­
torios dependientes, pocos pudieron nombrar más de dos o tres
colonias, y algunos tomaron por colonias británicas países ex­
tranjeros» (A . Burns). Más significativo aún fue que los Comu­
nes no mantuvieran debates acalorados, o incluso dramáticos,
com o los habidos en las Cámaras francesa y holandesa. «En
ambos lados de la Cámara de los Comunes era más frecuente
adoptar actitudes que expresar ideas... Los radicales decían lo
que los radicales solían decir sobre el Imperio Británico, pero
al recordar sus responsabilidades lo decían muy discretamente.
Los lories seguían cantando las glorias imperiales, pero con
mucha más nostalgia que convicción» (7).

A pesar de que, por razones electorales, ambas partes,


por mediación de su líder, se criticaban de forma virulenta,
la política que se aplicaba era más o menos la misma. Ambos
estaban convencidos por igual de que Gran Bretaña ya no
tenía ante sí, com o tampoco las demás potencias coloniales,
un campo de experimentación en el que todas las decisiones
podrían adoptarse y aplicarse unilateralmente.
(7) Thornton, Imperialism and its Enemies, p. 332.
El ministro conservador L. S. Amery lo afirmaba clara­
mente al declarar a los Comunes el 14 de junio de 1945 con
respecto a la India:

«Aunque el Gobierno de Su Majestad está en tod o m om ento


dispuesto a hacer lo posible para ayudar a los indios en la
elaboración de un nuevo estatuto constitucional, sería con tra­
dictorio para este país querer imponer instituciones de g ob iern o
a una India que las rechaza; eso no es p o s ib le ...»

Inglaterra tenía que enfrentarse en el conjunto de los


territorios dependientes a un deseo de aceleración del desarro­
llo político, económico y social. Por consiguiente, los viejos
métodos administrativos que, antes de 1939, tenían por o b je ­
tivo fundamental garantizar la administración y el m anteni­
miento del orden habían quedado caducos. Era indispensable
(y ésta era la principal justificación de la presencia inglesa)
crear las condiciones políticas y económicas más favorables
para el establecimiento del autogobierno, respetando los inte­
reses de las poblaciones autóctonas, los derechos de los c o lo ­
nos europeos y de la metrópoli. Los británicos no estaban
menos deseosos de mantener su presencia en los territorios
de ultramar que los franceses o los holandeses, pero a d ife­
rencia de éstos no pensaban que el mantenimiento de sus
intereses económicos en estos países estuviese supeditado al
de la dominación política, y menos aún de la gestión adm i­
nistrativa. Por el contrario, les parecía que la persistencia de
su influencia dependía de vínculos de solidaridad económ ica
que sabrían crear. Bevin reflejaba esta actitud con la fórm ula
Give and keep (Otorga y conserva).
Para resolver unos problemas tan difíciles co m o los de sus
vecinos, los ingleses se basaron en un experim en to que había
dado resultado con las «colonias blancas». Intentaron no en fren ­
tarse radicalmente con los movim ientos nacionalistas que pare­
cían gozar del apoyo de las masas, y recon ocieron la necesidad
de cooperar con ellos para llevarlos al ob jetiv o final, con In gla­
terra, y no contra ella. «Si Churchill estuviera en el poder
— decía en 1947 el laborista G ordon W alker— , perdería el Im ­
perio, como Jorge III perdió las trece colonias. El o b je tiv o del
Gobierno del Partido Laborista es salvarlo; el m ed io de lograr­
lo es dar a las colonias el autogobierno.» C on o b je to de evitar
cualquier pretexto para posibles tentativas revolucionarias de
emancipación, el G obierno de Londres expuso con claridad
su meta:
«Conviene definir el objetivo de la política colonial britá­
nica a fin de evitar malentendidos. Su objetivo fundamental es
llevar a los territorios coloniales a la fase de autogobierno
responsable en el seno de la Commonwealth», afirmaba el Libro
Azul publicado por el Gobierno laborista en junio de 1948 con
el título The Colonial Empire.
Al recuperar el poder, los conservadores mostraron la misma
actitud: «Deseamos un desarrollo constitucional fructífero, tanto
para los territorios que han avanzado poco en la vía del gobier­
no autónomo com o para los más evolucionados desde el punto
de vista constitucional (Secretaría de Estado de las Colonias.
14 de noviembre de 1951).

Pero sólo podía lograrse este objetivo si se cumplían


determinadas condiciones políticas y económicas. Una evolu­
ción política debía hacer posible que los territorios constitu­
yeran un Gobierno estable, representativo de los principales
grupos sociales y capaz de impedir que la mayoría aplastase
a las minorías; también favorecería el acceso de las poblacio­
nes a un nivel social lo bastante alto para permitirles las
opciones políticas. La Administración inglesa había preparado
el cumplimiento de estas condiciones emprendiendo en los
diversos territorios el proceso que ya se ha descrito para
Ceilán: las autoridades locales tradicionales se transformaban
progresivamente por medio de una osmosis continua de ele­
mentos nuevos (ex combatientes, intelectuales, profesiones
liberales, comerciantes) relacionados con las nuevas condicio­
nes políticas y económicas, y formaban gobiernos locales. Las
unidades de gobierno local servían de banco de pruebas para
los hombres que se harían cargo progresivamente del aparato
político y administrativo central, en el seno de los consejos
legislativos. De este modo se pasaría sin sobresaltos de la
era administrativa a la era política.
La falta de una constitución escrita permitía a Gran Bre­
taña una gran flexibilidad en la evolución de los territorios
dependientes. En cada uno de ellos existían instituciones
capaces de evolucionar. El progreso constitucional ulterior
lo determinarían de común acuerdo Gran Bretaña y los pue­
blos coloniales; cada fase de la evolución desembocaría en
un «estatuto negociado», que no sería una meta, sino una
etapa. Quedaba por saber quién sería el ganador del ritmo
de las etapas.
Pero no habría un progreso real hacia el autogobierno si
no iba acompañado de un progreso económ ico paralelo que
permitiera a la colonia emancipada mantener y ampliar los
servicios sociales indispensables para un Estado organizado
(educación, salud, construcción, etc.). Los ingleses estaban
decididos a colaborar en esta expansión, sobre todo teniendo
en cuenta que esperaban de ella ventajas, tanto para su eco­
nomía como para su política. Esperaban que los planes de
aprovechamiento realizados con la ayuda de la Colonial Deve-
lopment and Welfare Act permitieran estrechar lazos de
interés entre los productores africanos y sus com pradores
británicos.
Esta era la doctrina. Luego veremos que no se aplicó sin
alteraciones... Fue obstaculizada por la impaciencia de los
nacionalismos, poco interesados en respetar los plazos que
Londres consideraba razonables para pasar de una etapa a la
siguiente. Tanto fue así, que el Gobierno inglés, después de
haber intentado frenar el movimiento encarcelando a los
dirigentes más osados, se vio obligado a liberarlos y a con ­
vertirlos en los leaders of government business (jefes del
partido mayoritario) cuando los sufragios populares les ha­
bían reconocido tal condición. En las dependencias donde
estaban instalados colonos británicos las alteraciones fueron
aún mayores; en efecto, en Africa central y oriental era
difícil llevar a cabo la descolonización sin crisis, debido a los
intereses opuestos de blancos y negros.
Pero aunque la descolonización inglesa atravesó etapas de
crisis, de las que la lucha contra los Mau-Mau y la insurrec­
ción malaya sólo fueron los episodios más espectaculares,
tales crisis nunca tuvieron la misma importancia que en
Indochina, Argelia o Indonesia. La razón fue que los ingle­
ses consiguieron, no sin dificultades, resistir a la presión de
sus colonos de Rhodesia del Norte y de Kenia, que inten­
taban establecer la dominación política de la minoría blanca
sobre los pueblos negros. Además, entendieron mucho antes
que los demás occidentales la fuerza que tenían los nacio­
nalismos; consideraron que empeñarse en combatirlos con la
fuerza para intentar conservar las colonias provocaría la
ruina rápida y total del Reino Unido. « A pesar de la magni­
tud incomparable de nuestro apogeo imperial — escribe el ex
ministro Strachev— , nos hemos liberado lo suficiente de
nuestra obsesión imperial para evitar que nos destruyamos
nosotros mismos luchando por conservar la India, Paquistán,
Ceilán, Birmania y demás posesiones» (8).
En definitiva, la evolución constitucional estuvo deter­
minada a la vez por la acción de los gobiernos v por la pre­
sión de la opinión pública local. Estos dos elementos no siem­
pre estuvieron enfrentados, sino que en muchas ocasiones
fueron complementarios.

(8) J. Strachey, The Etul of Empire.


Capítulo V
La acción de las fuerzas exteriores

Del análisis anterior se desprende que las potencias colo­


niales habían adoptado las medidas indispensables para des­
acelerar el reflujo, y que el estatuto colonial así modificado
podía mantenerse durante muchos años, por lo menos en los
territorios dependientes, como el Africa negra, donde el
nacionalismo todavía buscaba su camino.
No ocurrió así. A partir de 1945 el movimiento hacia la
emancipación no cesó de aumentar, y tan pronto se caracte­
rizaba por sacudidas brutales como por avances apenas per­
ceptibles. El nacionalismo fue el motor de esta toma de
conciencia colectiva, cargada de odio hacia la colonización,
aunque no siempre hacia el colonizador, y cuya consecuencia
fue la desaparición de los sentimientos de sumisión y de
respeto hacia la potencia mentora. Pero el vigor y el alcance
de esta fuerza primaria de reacción se intensificaron a causa
de la intervención de otros elementos, que actuaron como
amplificadores. Entre estas fuerzas ideológicas y políticas
señalaremos cuatro, de importancia muy diferente:

• La acción de las iglesias cristianas.


• La ideología marxista y la política comunista, cuyo
campo de acción se localizaba antes de la guerra en la parte
más oriental de Asia, ampliaron su influencia directa o indi­
recta a casi todos los territorios dependientes.
• Los Estados Unidos tenían una tradición anticolonia­
lista confirmada a los ojos del mundo colonizado con la publi­
cación de la Carta Atlántica. El Gobierno norteamericano
siguió fiel a su doctrina, pero en la práctica en muchas oca-
siones se vio obligado a sacrificarla a las exigencias de su
política occidental.
• La Organización de las Naciones Unidas fue induda­
blemente la principal fuerza anticolonialista de la posguerra.
Los principios recogidos en su Carta fueron referencias a las
que los nacionalistas se remitieron constantemente com o res­
paldo de sus reivindicaciones. A pesar de algunas flaquezas,
los organismos de la ONU fueron el apoyo permanente de las
reivindicaciones de los colonizados. Contribuyeron a centrar
la atención del mundo en su situación y a que se aceptara
progresivamente el principio de la autodeterminación.

1. Las iglesias cristianas frente a la


descolonización

Durante mucho tiempo la penetración de las misiones y


la colonial coincidieron; también hubo colaboración en m u­
chas ocasiones. Su objetivo, idéntico en lo referente a la
acción civilizadora, difería después, ya que los m isioneros se
inclinaban por la evangelización en el plano sobrenatural,
y los coloniales por la conquista y la explotación en un plano
básicamente terrestre. Tradicionalmente, estos últimos inten­
taron convertir a los misioneros en agentes de su política,
disimulando en caso necesario esta colaboración tras los idea­
les comunes; a veces lo consiguieron:

«La misión, acción de Cristo, no pertenece a este m undo.


Pero el misionero es un hombre, y también interviene en la
realidad colonial. Por tanto, es solidario de todo el bien y de
todo el mal, de todos los intercambios que caracterizan a la
colonización... por mucho que nos empeñem os, no conseguire­
mos separar nuestro hilo de la madeja de las responsabilidades
contraídas en las empresas coloniales» (1).

Pero el «compromiso» de algunos no afectaba a la d o c ­


trina de las iglesias, cuyos principios permanecían invaria­
bles: unidad de la especie humana, igualdad de todas las
razas y de todos los pueblos, reconocimiento de los valores
nacionales; todo ello contenía el germen de la destrucción
de las situaciones de desigualdad que había creado la colo-

(1) Pastor R. Leenhardt (1937), citado por D elavignette, Christia-


nisme et colonisation, p. 87.
nización. Por tanto, cuando, a partir de 1945, los movimien­
tos nacionalistas replantearon el statu quo, las iglesias no
tuvieron que proceder a una revisión fundamental de sus
posturas doctrinales.

Los motivos de intervención de las iglesias

Aunque las iglesias no intentaron prohibir el orden colo­


nial, tampoco ayudaron directamente a destruirlo. Sin em­
bargo, no es menos cierto que el resultado de su acción fue
de ayuda a las fuerzas de emancipación.
En primer lugar, deben examinarse los motivos de índole
religiosa. Es posible que la situación de dependencia fuera
un elemento favorable para la penetración de la fe. Pero
cuando los pueblos coloniales expresaron el deseo de recha­
zar la dominación europea, se hizo indispensable separar el
ámbito religioso, propio de las iglesias, del de la explotación
colonial.

Este problema se planteaba desde hacía muchos años. Las


instancias religiosas superiores consideraban anormal que, al
fundarse, las iglesias extraeuropeas fueran «occidentalizadas».
Los papas sucesivos (2) hicieron un gran esfuerzo por crear
un clero autóctono y obispos nacionales. Se rompió el vínculo
jerárquico con las autoridades eclesiásticas de la metrópoli y se
establecieron relaciones directas entre esas iglesias y el Vati­
cano. Se autorizaron adaptaciones en materia litúrgica: cantos
en lengua popular, música autóctona «para que los indígenas
puedan expresar sus sentimientos religiosos en su lengua». «La
Iglesia Católica no se identifica en modo alguno con la cultura
occidental, sino que está dispuesta a aliarse con todas», escribía
Pío X II en 1955.
Las iglesias protestantes procedía del mismo modo: «La
Iglesia nunca debería haberse identificado con Occidente, ya
que no es occidental y su misión es universal» ( Soc. for the
propaganda of the Gospel, 1944). «Impulsar la formación de
un clero indígena era reconocer la igualdad de las razas. Implan­
tar la jerarquía autóctona ... era reconocer la capacidad de todos
los pueblos para gobernarse por sí mismos..., separar a las
iglesias autóctonas de las jerarquías metropolitanas era denun­
ciar la colusión entre evangelización y colonización» (3).

(2) Benito X V , Encíclica Máximum illud, 1919; Pío X I, Rerum


ecclesiae, 1926; Pío X II, Evangelii praecoties, 1951.
(3) M. Merle (dirigido por), «Les Eglises chrétienes et la decolo-
nisation», Cuaderno de la Fundation national des Sciences politiques.
número 141.
No siempre han faltado motivos políticos en el com por­
tamiento de las iglesias. Para preservar los valores perma­
nentes que estaban a su cuidado consideraron útil revisar
«interpretaciones históricamente caducas». En vez de luchar
contra corriente, consideraron más provechoso dejarse llevar
por el curso de la historia. ¿Tienen razón algunos observa­
dores al afirmar que la actitud de las iglesias estuvo dictada
por consideraciones tácticas y por la ampliación de la influen­
cia que podrían conservar en los países emancipados? Es
cierto que el silencio de las autoridades católicas durante la
guerra de Indochina contrasta con el aliento dado a la desco­
lonización en el Africa negra; sin embargo, la actitud de los
obispos de Africa septentrional quita a esta afirmación parte
de su fuerza. No es menos cierto que la contención del com u­
nismo también fue una de las preocupaciones más im por­
tantes de las iglesias durante la emancipación, y que entre
dos movimientos nacionalistas siempre optaron por apoyar al
más moderado.

La influencia de las iglesias

Las iglesias cristianas aceptaron, pues, el movimiento de


descolonización sin haberlo iniciado en el ámbito político,
y sólo cuando eran los propios pueblos los que planteaban
el problema de la independencia. Es difícil determinar la
importancia de su influencia real en el proceso, dado que se
situaba en un plano invisible, el de las conciencias, en el
terreno de la moral más que en el de la política, y que las
iglesias orientaron sus acciones más hacia la opinión pública
que hacia los gobernantes.

Los órganos de dirección de las iglesias protestantes se m os­


traron favorables a la descolonización antes que la Santa Sede
y con mayor firmeza. Ya en 1946 la Comisión de las Iglesias
(protestantes) para asuntos internacionales se proponía «c o o p e ­
rar con su acción ante todas las naciones para lograr el bien­
estar de los pueblos dependientes y su acceso a la indepen­
dencia según las reglas de las libres instituciones políticas»; en
1956 condenaba «cualquier forma de explotación de un pueblo
por otro, considerándola «negativa e injustificada». Las altas
instancias protestantes realizaron numerosas acciones ante las
autoridades políticas nacionales e internacionales (O N U ) rela­
cionadas con los problemas existentes en la emancipación de
los territorios no autónomos.
Las reacciones de la Santa Sede fueron más lentas y pru­
dentes. Al ser una potencia internacional que tenía relaciones
con muchos Estados era precisa la mayor discreción para que
no pareciera que se inmiscuía en sus asuntos. Otra razón de que
evitara pronunciarse abiertamente era que los fieles estaban
divididos con relación a este problema.
Naturalmente, esta división surgió sobre todo en las iglesias
nacionales de los países com o Francia y Bélgica, donde existía
el problem a de la descolonización. En estos casos las autorida­
des eclesiásticas intentaron ejercer sobre todo una acción con ­
ciliadora, aunque sin renunciar a manifestar discretamente a una
mayoría de católicos partidarios del stutu quo colonial cuáles
eran sus preferencias:
« A través de sus declaraciones o de sus silencios, de las
consignas dadas a los dirigentes de las obras, de la elección de
los hombres colocados en puestos de responsabilidad, los obis­
pos franceses, basándose en la doctrina del Vaticano, favorecie­
ron la toma de conciencia que m odificó lentamente la opinión
de los católicos franceses con respecto al problema colonial» (4).
Es conocida la influencia que tuvieron en los católicos las
repetidas declaraciones de los cardenales y arzobispos de Fran­
cia con respecto al problema argelino.
Fue en los territorios coloniales donde las autoridades reli­
giosas, en contacto directo con la realidad, tuvieron una acción
más clara. Por medio de la difusión del Evangelio, de la ense­
ñanza de las ideas occidentales en sus escuelas, los misioneros
fueron durante mucho tiempo, voluntariamente o no, los promo­
tores de la idea de la emancipación. ¿Acaso el hecho de formar
a personas evolucionadas no era la primera etapa? Cuando se
vislum bró la crisis, se multiplicaron las tomas de posición en
favor de la libertad de los autóctonos: en 1945, los tres vicarios
apostólicos de Tonkín lanzaron un mensaje en favor de la
independencia; en 1953, los obispos de Madagascar reconocie­
ron la legitimidad de las aspiraciones del pueblo malgache; en
1955, los del Africa occidental francesa se pronunciaron en el
mismo sentido, mientras que al año siguiente los del Congo
declaraban que consideraban legítima la emancipación. En cuanto
a los protestantes, las iniciativas fueron igual de numerosas.
Cabe citar: la solicitud de independencia para la India que
hizo la Conferencia Pan-india de los Cristianos (1943); la pos­
tura de los misioneros holandeses en Indonesia, favorable a la
independencia de este país, «en consciente oposición a amplios
sectores del pueblo holandés, a las iglesias holandesas y a los
amigos de los holandeses dentro de la misión» (5).

(4) E. Kellerhals, Nationalisme indigéne et missions, citado por


M. M erle.
(5) Ibídem .
Por interesantes que sean, estas indicaciones no perm iten
hacer balance de la acción de las iglesias. M. M erle así lo
indica al escribir:

«N o hav nada más difícil que aislar un factor de ev olu ción


y determinar su influencia en relación con los que han inter­
venido simultáneamente en el mismo sentido. H ay un h echo
claro: el factor religioso sólo ha sido un elem ento entre otros
muchos, y no hay duda de que se habría p rod u cid o la d e sco ­
lonización aunque las iglesias cristianas no hubieran participado
en el movimiento.»

2. La influencia de la ideología y la política


marxistas en la descolonización

Hemos visto que, bajo la influencia de Lenin, el m arxis­


mo se había convertido en adversario implacable de la c o lo ­
nización en el período comprendido entre las dos guerras.
Para él la liberación de los pueblos coloniales era el centro
de la revolución proletaria, de la que era a la vez uno de los
factores y uno de los aspectos. Sin embargo, con la docu m en ­
tación actual es difícil determinar con exactitud el alcance
de su influencia, porque, en un afán evidente de polém ica,
las potencias coloniales han fingido ver la acción de los
marxistas donde no la había; por otra parte, en muchos casos
los marxistas, reconociendo su incapacidad para triunfar so­
los, trabajaron codo con codo con los m ovim ientos nacio­
nalistas «burgueses», a los que les com unicaron su ardor
revolucionario y antiimperialista y les infundieron su sentido
de la democracia autoritaria.

La influencia del marxismo en los países


colonizados

El prestigio de la URSS ante los pueblos colonizados


fue uno de los factores determinantes de esta influencia. Se
debía, en primer lugar, a la solución satisfactoria de sus p ro­
blemas coloniales mediante el reconocimiento de la igualdad
de las poblaciones no rusas. Excepto en la Rusia zarista, país
retrasado y cuyas masas eran tan miserables com o los c o lo ­
nizados, el régimen socialista había conseguido en unos dece-
nios con sus propios medios y sin poner en manos extran­
jeras la menor parcela de su riqueza nacional hacer una de las
naciones más poderosas del mundo. Era preciso presentar
el caso de Rusia a los asiáticos y a los africanos, ávidos de
independencia y de progreso económico para sus países.
En cuanto a la ideología marxista-leninista, tuvo en las
colonias pocos teóricos, pero muchos hombres de acción, que
unieron estrechamente el pensamiento teórico y la acción
militante.

Sin renegar en absoluto de la doctrina, dirigentes como Ho


Chi-Minh, Sjarifuddin y Than Tun la redujeron a un conjunto
de reivindicaciones concretas, fácilmente asequibles para las
masas: el derecho a la autodeterminación nacional y a la igual­
dad social, condicionado por la lucha antiimperialista y antifeu­
dal. Por consiguiente, las tareas de liberación política y social
estaban claramente definidas y asociadas. Estaban delimitadas
asimismo las dos fuerzas antagonistas: por un lado, el imperia­
lismo y sus agentes, los señores feudales y la gran burguesía de
los negocios; por otro, los campesinos y los obreros, la peque­
ña burguesía «nacional», que configuraba un frente democrático.
El marxista indochino Tran Phu precisaba este programa en
vísperas de la guerra en los siguientes términos: «la abolición
de los vestigios feudales, la abolición de los métodos de explo­
tación precapitalista y la realización integral de la reforma agra­
ria, la abolición del imperialismo francés para devolver a Indo­
china su independencia total. Estos dos aspectos de la lucha
están estrechamente relacionados, ya que lo único que puede
hacer posible la abolición de la clase de los terratenientes y el
éxito de la reforma agraria es la caída del imperialismo...».

Indudablemente, muchos dirigentes de los partidos nacio­


nalistas «burgueses» no adoptaron un programa tan radical,
pero la necesidad de despertar el interés de las masas mise­
rables les hizo optar por una actitud anticapitalista.

«En la India — escribe un autor norteamericano— se aceptó


generalmente la interpretación leninista del colonialismo; ello
se debió en parte a las tendencias socialistas de la mayoría de
los intelectuales indios y a que para ellos el «colonialismo» se
identificaba con la autoridad de la potencia dominante: Gran
Bretaña» (6). Nehru confiesa que el comunismo le atraía y le
repelía a la vez; que no podía «evitar volverse hacia él, a pesar
de sus errores, porque por lo menos no era hipócrita ni impe­
rialista. No se trataba de una adhesión doctrinal — dice— . ya

(6) N. Palmer. Iridian Altitudes toward Colonialista, p. 287.


que yo sabía muy poco sobre las creencias concretas del com u ­
nismo, y mi información se limitaba entonces a las nociones
generales. Estas me atraían, lo mismo que los prodigiosos cam ­
bios que se estaban produciendo en Rusia» (7).

Aunque no dirigieran todos los m ovim ientos naciona­


listas, los comunistas tuvieron un papel decisivo en ellos,
derribando deliberadamente las barreras sociales, raciales y
religiosas para crear una nueva clase con una base ideológica.
De este modo se eliminaron muchos obstáculos para la crea­
ción de nuevos Estados.

La política anticolonialista de la URSS

La URSS, un Estado socialista, apeló constantemente a la


política anticolonialista de acuerdo con los principios del
marxismo-leninismo. Pero, com o nación, se som etió por sus
intereses a algunas necesidades diplomáticas que podían ajus­
tarse a sus principios o, por el contrario, oponerse a ellos.
No trazaremos la curva determinada por la interacción de
ambas influencias, ya que ello excede del marco del presente
estudio, sino que nos limitaremos a señalar dos aspectos de
dicha interacción: la actitud de la URSS ante el desarrollo
de los nacionalismos coloniales y su actitud en la O N U .
Durante la guerra y la inmediata posguerra la URSS se
mostró extremadamente reservada ante los nacionalismos
coloniales para no romper la unidad de acción de los aliados.
Pero cuando, a principios de 1947, se produjo la ruptura
entre el Este y el Oeste y se perfiló la coalición del m undo
capitalista contra el mundo socialista, el anticolonialism o
se convirtió en un arma política contra Occidente.

En la sesión de inauguración del K om inform (organism o de


consulta entre los distintos partidos comunistas, suprim ido en
1956) de septiembre de 1947 se estudió el problem a de la
estrategia en las zonas coloniales. El teórico Andrei Jdanov
revitalizó en ella las teorías estalinistas sobre la absoluta n ece­
sidad del desarrollo de la subversión en las colonias; afirm ó que
la URSS era «el único verdadero defensor de la libertad y de la
independencia de todas las naciones, un enem igo de la opresión
nacional y de la explotación colonial en todas sus form as». Pero
el desarrollo de los movimientos de liberación de los pueblos

(7) J. Nehru, Toward Freedom, p. 126.


coloniales sólo podía triunfar bajo la hegemonía del proleta­
riado y la dirección de los partidos comunistas. «En ocasiones,
para ocultar sus verdaderas intenciones, los nacionalistas bur­
gueses intentan fomentar la idea del "neutralismo” o de lo que
llaman el camino intermedio entre el imperialismo y el comu­
nismo. Sus actos contradicen su teoría..., se comportan como
agentes de los países imperialista» (8).

Esta política, que se mantuvo de un modo demasiado


exclusivo hasta la muerte de Stalin, debilitó la influencia
soviética en lugar de reforzarla. Y a partir de 1954 fue
modificada.

«En ocasiones se han cometido importantes errores al eva­


luar el papel de la burguesía de los países occidentales en el
movimiento antiimperialista... En las colonias ha surgido una
burguesía nacional para reclamar su puesto bajo el sol; en cada
una de ellas hay dirigentes políticos capaces y enérgicos, como
Nkrumah, Azikiwé, etc.» (9).

Es evidente que no se trata de replantear el principio de


la necesaria descolonización, sino de volver al medio más
eficaz para conseguirla: la unión de todas las fuerzas de los
movimientos nacionalistas, como quería Lenin.
En las Naciones Unidas, la Unión Soviética tuvo la posi­
bilidad de defender a la vez sus principios y los intereses de
su política nacional, convirtiéndose en el campeón de todos
los pueblos coloniales en lucha contra «la opresión extran­
jera». Al no haber conseguido que se admitiera en San Fran­
cisco la generalización del sistema de tutela internacional
sobre todos los territorios dependientes, que hubiera sido
el mejor medio de minar la influencia de Occidente sobre los
otros continentes, la delegación soviética se convirtió en de­
nunciante incansable del estancamiento político, de la explo­
tación persistente y de la miseria de las colonias; protestó
contra las medidas de fuerza y contra el empleo de las fuer­
zas armadas para lograr la obediencia de los pueblos. La
URSS formó con árabes y asiáticos, y en ocasiones con los
latinoamericanos, la «coalición anticolonial» en la ONU, un
grupo bastante fluctuante y que estaba dividido en otras
cuestiones, pero cuya actividad de emancipación nunca cejó.

(8) E. Joukov, Crise du systéme colonial, Moscú, 1949.


(9) I. Pothekin, Moscotv News, 1955.
Durante las grandes crisis, originadas por los levantamientos
nacionalistas, las resoluciones presentadas o defendidas pol­
los soviéticos siempre fueron más allá de las propuestas de
Estados Unidos, preocupados por no romper la solidaridad
del lado occidental, y al colocar a éste en una situación
delicada ante la opinión publica del Tercer M undo, obligaron
a las potencias coloniales a hacer unas concesiones a las que
nunca hubieran accedido espontáneamente.

La actitud de los partidos comunistas occidentales

Los partidos comunistas occidentales, fieles a los princi­


pios leninistas, favorecieron constantemente la descoloniza­
ción. No obstante, consideraciones de oportunidad política
introdujeron en esta actitud matices importantes. Hay poco
que decir sobre el Partido Comunista británico, cuya acción
apenas tuvo importancia, ni en la esfera parlamentaria (el
partido dejó de tener representación en la Cámara de los
Comunes a partir de 1950) ni en la social, aunque hayan
existido estrechas relaciones personales entre los miembros
del partido de Gran Bretaña y los de sus dependencias. In­
mediatamente después de la liberación, el Partido Comunista
holandés había incluido en su programa la independencia de
Indonesia. Consideraba, sin embargo, que era deseable una
cooperación voluntaria entre ambos países y que podía lograr­
se partiendo de la igualdad de derechos. Siguió defendiendo
esta política, incluso después de que el electorado de los
Países Bajos se pronunciara en mayo de 1946 en favor de
una acción de fuerza. Su moderación le hizo perder parte de
su influencia ante los comunistas indonesios, que conside­
raban que se había pasado al colonialismo. Es cierto que el
Partido Comunista Indonesio se había caracterizado siempre
por su actitud extremista y que todos los demás partidos
hermanos lo desaprobaban.
El Partido Comunista Francés consideraba que el fin
último debía ser la emancipación de las colonias, pero que
no podría producirse antes de que los pueblos hubieran
adquirido la madurez indispensable para gobernarse por sí
mismos, y una situación económica que les permitiera con ­
servar una indepedencia real.
«Aunque los pueblos de la Francia de ultramar tienen dere­
cho a separarse de la metrópoli, en este momento tal separa­
ción iría contra los intereses de esas poblaciones; los comunistas
franceses, preocupados por la realidad, lo dicen claramente y sin
ambigüedades. Evidentemente, los norreafricanos. por ejemplo,
no forman parte de la nación francesa tal como la hemos defi­
nido; sin embargo, les interesa unir su destino al de la nueva
Francia» ( 10).

Este mismo espíritu es el que existe en el primer pro­


yecto de constitución, para el que los socialistas y los comu­
nistas habían previsto una Unión Francesa muy centralizada,
con el derecho implícito de los pueblos a la secesión. En su
opinión, este derecho sólo podía tener efecto inmediato para
Indochina, que ya estaba separada de hecho. El Partido Co­
munista votó la Constitución de 1946, no sólo porque for­
maba parte del Gobienro, sino porque veía en este texto una
ruptura con el sistema «de colonización arbitraria del pasa­
d o » y una promesa para el futuro, contenida en los principios
del preámbulo. En los años siguientes, la Unión Francesa,
tal com o se había creado, le pareció una falsa unión, un
«camuflaje del Im perio». Condenando toda concesión al colo­
nialismo, pero también toda concepción ciegamente desinte-
gradora, el partido basó su doctrina en el principio de la
libre determinación de los pueblos y en la naturaleza con­
tractual de los vínculos que podían subsistir entre ellos y la
antigua metrópoli.

«Los vínculos entre Francia y cada país de ultramar sólo


pueden ser resultado de negociaciones entre el Gobierno francés
y los representantes calificados de dichos países. Y la unión
que proponemos debe considerarse como el conjunto de esos
vínculos, sin duda muy diversos, en los ámbitos político, econó­
mico, cultural...
Desde el momento de su liberación los pueblos de ultramar
se enfrentan necesariamente a inmensos problemas económicos,
culturales, etc., que un buen entendimiento con Francia ayuda­
ría a resolver en las mejores condiciones» (11).

Pero aunque la doctrina fue constante, la política del


partido tuvo que plegarse a determinadas contingencias:
mientras estuvo en el poder surgió el temor de perder el
(lü ) Cours de l'école élementaire Ju PCF, 4 / lección: La Nation
fran^aise, París, 1944, p. 12.
(11) L. Feix, X IV Congreso del PCF, Le Havre, 1956.
contacto con sus compañeros; después, condenado al aisla­
miento, tuvo muchas dificultades para superar, incluso en
algunos de sus miembros, las vacilaciones «ante la proclam a­
ción del derecho de los pueblos coloniales y dependientes a la
autodeterminación» (tesis 25, Ivrv, 1954). Así, pues, matizó
su acción en función de la opinión púbica francesa y de la
situación en el territorio colonial considerado.

Se mostró decidido partidario de la negociación con la


República Democrática de Vietnam, y después contrario a la
guerra de Indochina. Fue más reservado con respecto a los
movimientos demasiado fragmentarios para que pudiera apa­
recer con claridad el deseo de emancipación de los pu eblos: los
acontecimientos del Constantinois (mayo de 1945), por ejem ­
plo, se atribuyeron a «las provocaciones de agentes hitlerianos».
En septiembre de 1947, los comunistas se oponían a la inde­
pendencia de Argelia, que defendía el Partido Popular A rgelino
de Messali. «Los comunistas no podrían apoyar a la fracción
del movimiento nacional argelino partidaria de la independencia
inmediata para ese país, ya que esta reivindicación no favorece
los intereses de Argelia ni los de Francia» (12). C om o a muchos
franceses, la insurrección de noviembre de 1954 les pareció un
intento aislado; por ello, al mismo tiempo que garantizaba al
pueblo argelino la solidaridad de la clase obrera francesa en su
lucha masiva contra la represión y la defensa de sus derechos,
L'Humanité escribía que el partido «n o aprobaría que se recu­
rriera a actos individuales, que podrían favorecer los propósitos
de los peores colonialistas». O cho días después, un com unicado
del partido solicitaba que se reconociera «la legitimidad de las
reivindicaciones de libertad para el pueblo argelino» y la discu ­
sión «de estas reivindicaciones con los representantes cualifi­
cados del conjunto de la opinión pública argelina» (declaración
de 1PCF el 8 de noviembre de 1954). Por ello la negociación
le pareció la solución del confilcto y, con la esperanza de p ro­
vocarla, tras las elecciones de enero de 1956 votó los plenos
poderes para el Gobierno Mollet (marzo de 1956):
«Nos pronunciamos en favor de la existencia de vínculos
políticos, económicos y culturales entre Francia y Argelia, ya
que consideramos que es una postura adecuada para el interés
del pueblo francés y del pueblo argelino, incluida la inmensa
mayoría de sus habitantes de origen europeo.
»Pero sólo podría aplicarse esta política si el pueblo arge­
lino puede pronunciarse libremente sobre ella» (13).

(12) Cahiers du Communisme, septiembre de 1947, p. 851.


(13) J. Duelos, Asamblea Nacional, 12 de marzo de 1956.
Esta actitud hizo que el partido fuera acusado por el FLN
«de haber defendido posturas chauvinistas y haber traicionado
los principios de internacionalismo y de apoyo incondicional
a la lucha antiimperialista de los pueblos coloniales» (14).

3. Estados Unidos y el problema colonial

Durante el segundo conflicto mundial, y después de él, el


anticolonialismo fue considerado una de las ideas esenciales
de la política de Estados Unidos. Los pueblos sometidos pu­
sieron en él grandes esperanzas, mientras que las potencias
coloniales mostraban una gran desconfianza. Los dirigentes
norteamericanos, en particular el presidente Roosevelt y sus
colaboradores, alimentaron esta opinión a través de declara­
ciones mil veces repetidas durante el conflicto, así como con
sus actuaciones políticas. América, tras un período de aisla­
cionismo y de desinterés hacia estos problemas, volvía a la
tradición de Wilson. Algunos pensaban que era la reacción
natural de un pueblo que recordaba haber roto su servidum­
bre colonial y estaba ávido de libertad. Otros decían que se
trataba de la actitud calculadora de hombres de negocios a la
busca de materias primas y de mercados, sin perjuicio del
secreto deseo de debilitar a las naciones europeas competido­
ras. En realidad, tanto en Estados Unidos como en otros
lugares, existían ideas muy diferentes, que se inspiraban en
ideologías e intereses muy diversos. Su influencia en la deter­
minación de la política fue variable, y estuvo supeditada a las
fluctuaciones de la coyuntura internacional. Hay que señalar
dos fases muy diferenciadas, delimitadas por la desaparición
de Roosevelt (12 de abril de 1945) entre las cuales la política
norteamericana experimentó profundos cambios en su com­
portamiento, si no en su doctrina oficial.

El anticolonialismo de F. D. Roosevelt

Aunque el éxito de las ideas wilsonianas estuviera asegu­


rado sobre todo por la acogida que en todo el mundo les
habían dispensado los medios liberales, formaban parte de

(14) Le PCF et la révolution algérierme. Documento publicado


por la Federación Francesa del FLN, 15 de febrero de 1958.
una doctrina muy popular entre el pueblo norteamericano,
cuyo principio se remontaba a los orígenes de la nación. Los
norteamericanos consideraban que el derecho de los pueblos
a elegir su Gobierno era una de las formas de libertad fun­
damentales. Aunque no sea fácil apreciar la continuidad de
estas ideas en la política norteamericana, tras la primera gue­
rra mundial se perciben de vez en cuando manifestaciones
de ellas:

El presidente H oover rechazó el Roosevelt Corollary ( 1904).


que, basándose en la doctrina de M onroe, había servido para
justificar el control militar y financiero de las pequeñas islas
del Caribe. Posteriormente, F. Roosevelt intentó sinceramente
sustituir por un verdadero partnership la hegemonía que existía
de hecho en las relaciones entre Estados Unidos y los demás
Estados americanos: las conferencias interamericanas (M on te­
video, 1933; Buenos Aires, 1936; Lima, 1938) establecieron
que ninguno de los participantes podría intervenir, bajo ningún
concepto, en los asuntos internos o externos de otro. En 1934
firmó el Tydings-Mac Duffie Acl, por el que se fijaba com o
fecha de la independencia de Filipinas el 4 de julio de 1946.
Sea cual fuere el motivo de su decisión, generosidad o cálculo
económico, era un acto de descolonización.

Las nuevas condiciones surgidas del conflicto mundial


reforzaron las ideas de emancipación. Aunque su país toda­
vía no participaba en la guerra, Roosevelt insistió en afirmar
frente al mundo algunos de los principios en los que debería
basarse la paz futura. Fue uno de los temas de la reunión
que mantuvo con el primer ministro británico, W inston
Churchill, el 14 de agosto de 1941, de la que surgió la
Carta Atlántica.

Durante esta entrevista, según el testimonio de su hijo El-


liot, del que no tenemos razones para sospechar, aunque no
siempre haya sido un fanático de la exactitud, el presidente
insistió en el hecho de que no era posible com batir la escla­
vitud fascista y al mismo tiempo no liberar en toda la tierra a
los pueblos sometidos a una política colonial retrógrada. Los
principios que orientaban a la política norteamericana se inspi­
raban en la tradición liberal: establecimiento de una paz basada
en el desarrollo de los intercambios libres entre todos los
países; establecimiento de la igualdad entre los pueblos, y para
ello progreso de los pueblos retrasados. Estas ideas se reco­
gieron en los apartados 3 y 4 de la Carta:
«3.° (Am bos países) Respetarán el derecho de todos los
pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la que desean vivir;
ambos desean que se reintegren los derechos soberanos y el
libre ejercicio del gobierno a los que han sido privados de ellos
por la fuerza.
»4.° Se esforzarán ... por permitir igualmente a todos los
Estados, grandes y pequeños, vencedores o vencidos, el acceso
a las materias primas del mundo y a las operaciones comer­
ciales necesarias para su prosperidad económica».

Este texto contenía una ambigüedad, que se aclaró, el


10 de noviembre de 1942, con el discurso de Churchill en el
Guild Hall, de Londres. Según él, la declaración sólo era
válida para los pueblos de Europa, sometidos a la tiranía
nazi, mientras que Roosevelt afirmaba que se refería a todos
los pueblos del mundo.
Cuando Estados Unidos entró en la lucha, los dirigentes
de Washington definieron sus concepciones de modo muy
explícito. Su anticolonialismo afectivo se basaba ahora en
consideraciones políticas precisas: para alentar a los pueblos
coloniales a participar activamente en el esfuerzo de guerra
al lado de los aliados era indispensable prometerles que ob­
tendrían mayor beneficio con la victoria común.

EUiot Roosevelt subraya la insistencia de su padre en afir­


mar en cualquier circunstancia que Estados Unidos no había
entrado en la guerra para que las naciones europeas conservaran
su imperio colonial y que, después de la paz, sería necesaria una
transformación del estatuto político de las colonias. «Nuestra
victoria — decía el subsecretario de Estado, Sumner Welles—
debe traer consigo la liberación de todos los pueblos. La era
del imperialismo ha terminado. Debe reconocerse el derecho de
los pueblos a la independencia.»
El secretario de Estado, Cordel Hull, citaba a su país como
ejem plo: «H e dicho que el presidente y yo mismo, así como
todo el G obierno, deseamos fervientemente la libertad de todos
los pueblos dependientes tan pronto como sea posible. Creo que
nuestra actitud con respecto a Filipinas constituye un perfecto
ejemplo del modo en que una nación debe tratar a una colonia
o a una dependencia, cooperando con ella para prepararla para
la independencia. Hemos proporcionado con ello un buen ejem­
plo para todos los demás países y para sus dependencias» t 15).

Pero aparte del conflicto y de las necesidades de la polí­


tica estratégica, los estadistas americanos pensaba en las
condiciones indispensables para el establecimiento de una
(15) Declaración del 20 de noviembre de 1942. Mcmoires, t. II,
página 1491.
paz duradera. «¿C óm o puede esperarse que se consiga un
mundo libre y estable si la mitad de su población sigue en
situación de servidumbre?», escribía S. Welles (N. Y. Times,
17 de octubre de 1943). Las preocupaciones económicas ocu ­
paban un lugar muy importante en esas mentes obstinada­
mente fieles al principio de «puertas abiertas»; tanto más
teniendo en cuenta que, llegado el momento, el gigantesco
desarrollo industrial de su país exigiría mercados y provee­
dores de materias primas.

«La libertad económica — escribía W endell W ilkie en su


libro One World— es tan importante com o la libertad política.
No basta con que cada pueblo pueda beneficiarse de lo que
producen los otros, sino que es preciso que sus propios p ro­
ductos puedan venderse en el mundo entero. N o puede haber
paz ni progreso económico si no se encuentran los medios de
derribar las viejas barreras que impedían la circulación de los
productos por toda la tierra.» Se planteaba así el problem a de
la «desintegración» de los conglomerados económ icos que cons­
tituían determinados imperios coloniales.
La liberación de los pueblos coloniales no significaba que
alcanzarían inmediatamente la independencia.
«Todos sabemos que se necesitarán generaciones para que
algunos pueblos retrasados estén preparados para la autonomía
y para gobernarse por sí mismos. Pero estoy convencido de que
toda organización internacional debe basarse en el principio
de que ninguna nación tiene derecho a conquistar y a someter
a su propia ley a otros pueblos; de que todas las que tengan
derecho de jurisdicción sobre esos pueblos sólo deben ejer­
cerlo con el fin de capacitarlos para que se gobiernen por sí
mismos. Todos los pueblos que han llegado a esta fase tendrán
derecho a la independencia, ya sean negros, amarillos, m orenos
o blancos» (16).

Este texto parece reflejar perfectamente el pensamiento


de Roosevelt en 1943: inducir a las potencias coloniales a
aceptar la perspectiva de la indepedencia para sus posesiones
el día en que las Naciones Unidas consideraran que esos paí­
ses eran capaces de gobernarse por sí mismos. Este plan fue
objeto de un documento titulado «Declaración de las N acio­
nes Unidas sobre la independencia nacional», redactado por
el Departamento de Estado. Todas las naciones que tuvieran
un territorio colonial debían «cooperar con los pueblos de
esas regiones con objeto de capacitarlos para recibir el esta-
tuto de independencia nacional»: darles una autonomía cada
vez mayor; prever la fecha en que se les concedería la inde­
pendencia total. Con respecto a algunos pueblos, cuyos víncu­
los efectivos con la metrópoli se habían roto como conse­
cuencia de la guerra, las Naciones Unidas deberían asumir
una responsabilidad especial, la del tutor encargado de pre­
pararlos para la libertad. No se citaba en concreto ningún
territorio, pero es evidente que se trataba de los que habían
caído bajo el dominio japonés (Birmania, Indonesia, Indochi­
na), que Roosevelt pensaba accederían a la independencia
sin que le llevaran a ella sus antiguos dominadores. A. Edén,
secretario del Foreign Office, a quien se le presentó el texto,
se limitó a hacer sustituir la palabra «independencia» por la
de «autogobierno», que se ajustaba más a la estructura del
Imperio, en el que los pueblos evolucionaban hacia el esta­
tuto de dominio en el seno de la Commonwealth.
El sistema de tutela internacional previsto por Roosevelt
resultó inaplicable. Tras haber conquistado, con grandes sa­
crificios, las islas del Pacífico antes dominadas por Japón,
los dirigentes de la marina y el ejército norteamericanos con­
sideraron indispensable para la seguridad de Estados Unidos
conservarlas. Los secretarios Stimson y Forrestal apoyaron
sus puntos de vista. Roosevelt se unió a ellos, aunque, sin
duda alguna, no sin vacilaciones. En el discurso de Bremerton
(12 de agosto de 1944), Roosevelt anunció que las fuerzas
armadas norteamericanas había decidido instalar bases nava­
les y aéreas, que les permitirían controlar el Pacífico. Este
giro (ad)ustment) de la política de Roosevelt explica que el
plan de fideicomisos no se presentara en la Conferencia de
Dumbarton Oaks (septiembre de 1944), en la que se esta­
blecieron las grandes líneas de la Carta de las Naciones
Unidas. En Yalta (febrero de 1945), los tres grandes (Roose­
velt, Churchill y Stalin) se pusieron de acuerdo para limitar
la posible aplicación del sistema de tutela a determinados
territorios: antiguos mandatos de la Sociedad de Naciones;
territorios arrebatados al enemigo como consecuencia del con­
flicto; territorios que podrían aceptar voluntariamente la
tutela. Además, al colocar en la zona de mando británico a
los países coloniales del Sureste asiático (Birmania, Indochina
e Indonesia), los norteamericanos aceptaban implícitamente
que volvieran a sus antiguos dueños europeos.
La influencia de la "guerra fria” en la política
de Estados Unidos

Las necesidades estratégicas habían llevado a Roosevelt


a introducir dos importantes m odificaciones en la doctrina
anticolonial. La nueva postura norteamericana fue con fir­
mada por la Carta de la O N U , que ofrecía a los territorios
coloniales unas perspectivas de evolución relativamente limi­
tadas. A petición de Estados Unidos, se había previsto que
los países bajo tutela, cuyas categorías se habían definido
en Yalta, podrían acceder a la autonomía o a la independen­
cia; los «territorios no autónom os» (colonias), sólo a la auto­
nomía. Los «espacios estratégicos» del Pacífico estaban
sometidos a un estatuto especial (art. 82), que los sometía a
la autoridad de los norteamericanos, ajenos a todo control
internacional.
Esta solución teórica de los problemas coloniales, que
tendía a satisfacer a la vez los principios y los intereses, per­
dió parte de su vigencia com o resultado de la evolución del
mundo de la posguerra:

— debido al inesperado surgimiento de los nacionalis­


mos coloniales y a la reivindicación de la independen­
cia inmediata en amplios sectores del mundo asiático;
— debido a la firme voluntad de las potencias europeas
de recuperar su autoridad sobre esos territorios y, a
cambio de algunas concesiones políticas de forma,
mantener en ellos una supremacía económ ica, más
indispensable que nunca para su propia recuperación;
— debido a la ruptura entre Estados Unidos y la URSS
y a la división del mundo en dos bandos: por un lado,
los países socialistas, y por otro, Estados Unidos y los
países occidentales.

Este conflicto colocaba a las colonias en el centro del


drama mundial de la posguerra. Las aspiraciones de indepen­
dencia de estos territorios contaban con el apoyo de las
naciones árabes y asiáticas, que se habían emancipado hacía
poco tiempo, de los Estados latinoamericanos y del bloque
socialista.
La URSS, impulsada por motivaciones doctrinales, pero
también por el deseo de no perder ocasión de debilitar a sus
adversarios del bando occidental, animaba a los pueblos colo­
niales a exigir su libertad. La política norteamericana se enfren­
taba a un dilema en el que no cabían los principios humanita­
rios. Para la creación de un bloque antisoviético sólido era
necesaria una alianza con los Estados de Europa occidental,
para los que el territorio colonial era un elemento importante
de poder político y de fuerza económica. El mantenimiento de
esta dominación era una garantía de que esos territorios perma­
necerían en el marco de la alianza y de que le reservarían
a ésta las materias primas y las bases estratégicas indispensables
para la política de roll back o de containment. Pero el aban­
dono manifiesto de la causa de los nacionalistas desplazaría a
éstos al bando neutral, o incluso al comunista.

La preocupación de la diplomacia norteamericana fue no


hacer una elección definitiva entre estos dos términos opues­
tos: apoyo de las posturas coloniales o apoyo de los movi­
mientos de emancipación. Tuvo que soportar las más diversas
presiones: en enero de 1950, un informe de los asesores
económicos del presidente Truman clasificaban los territorios
coloniales entre las zonas clave de la lucha entre las dos
ideologías, y manifestaba que debía hacerse todo lo posible
para fomentar en ellos las formas democráticas y el acceso
a la independencia. En esta misma época existía en el Con­
greso estadounidense una corriente que se oponía a la desco­
lonización, con el pretexto de que «cuando se elimina el
colonialismo, el comunismo ocupa su lugar». Entre estas
diversas corriente los Gobiernos sucesivos pusieron mucho
empeño en mantener un difícil equilibrio. Las declaraciones
que podrán leerse más adelante, cuidadosamente sopesadas y
llenas de referencias al pasado anticolonial de la nación, pero
que recuerdan al mismo tiempo discretamente los intereses
actuales de Estados Unidos y de Occidente, muestran el
cuidado que pusieron para contentar a todos.
Lejos de encabezar el movimiento de descolonización,
Estados Unidos intentó moderar el celo de los países sobre
los que tenía influencia. En 1948 se negaron a unirse al voto
de la Conferencia Interamericana de Bogotá, que condenaba
en términos generales la existencia de los regímenes colonia­
les. En 1951 es opusieron a la resolución de árabes, asiáticos
y latinoamericanos de la ONU, que pedía se convirtiera el
derecho a la autodeterminación en uno de los principios
legales de la Declaración de los Derechos Hum anos. Estados
Unidos intentó desempeñar un papel de conciliador en todos
los conflictos originados por el problema de la emancipación
de los pueblos coloniales, mucho menos para aportar solu­
ciones más o menos favorables que para evitar problemas,
detrás de los cuales siempre creían ver la sombra del com u­
nismo. Efectivamente, sobre todo después de la creación de
la República Popular de China (1 9 4 9 ), las intervenciones
norteamericanas siempre estuvieron relacionadas con su polí­
tica anticomunista: en Indonesia, Malasia e Indochina im­
pulsaron la descolonización para cerrar el paso a las ideas
marxistas. Y en cambio, en el norte de A frica, donde no
existía este peligro, la postura de Estados Unidos fue más
flexible.
El New York Times expresaba sin duda el pensamiento del
Gobierno al escribir, el 2 de septiembre de 1955: «Cualesquiera
que sean los defectos del régimen francés en el norte de Africa,
Francia es el único país que puede mantener dicha zona en el
mundo libre. Es preferible el dom inio de Francia que un des­
potismo indígena feudal, o que la anarquía y la guerra civil.»
La negociación bilateral les parecía la solución a los con ­
flictos entre Francia y sus posesiones del M agreb, por lo que
intentaron, contra el bloque árabe-asiático, apartarlos de las
deliberaciones de la O N U , afirmando, en contra de la teoría
francesa, que dicha asamblea era com petente para deliberar
sobre la cuestión. Al no poder evitar que se incluyeran cues­
tiones coloniales en el orden del día de la Asamblea o del C on ­
sejo de Seguridad, los delegados norteamericanos intentaron
encontrar soluciones de com prom iso, proponiendo fórmulas
anodinas, que no conducían a la solución de los problem as, pero
que tampoco herían a nadie; en las votaciones delicadas casi
siempre se abstenían. Un autor norteamericano resume com o
sigue el resultado de esta actitud:
«Desde 1945, a pesar de haber afirmado en varias ocasiones
su simpatía por todos los pueblos que aspiran a la independen­
cia, Estados Unidos se ha encontrado con frecuencia en aprietos
por el entusiasmo y el ímpetu del auge del anticolonialism o y
por la táctica de hostigamiento de su apoyo: el com unism o.
Ha intentado canalizar este empuje hacia la celebración de
acuerdos amistosos con las potencias denominadas coloniales.
Con esta actitud no ha conseguido las simpatías de ninguno de
los dos bandos enfrentados» (17).

En realidad, tanto los occidentales com o los pueblos colo­


niales, desconfiaban de esta política «de dos caras». Los pri-

(17) Julius W . Pratt, Anticolonialism in U.S. Poltcy, p. 146.


meros sospechaban que las declaraciones norteamericanas no
siempre tenían una intención demasiado honesta: la presión
ejercida sobre las metrópolis en nombre del «interés colec­
tivo» fue considerada inoportuna, sobre todo teniendo en
cuenta que, en muchas ocasiones, la influencia económica
y, por tanto, política de Estados Unidos estaba dispuesta a
tomar el relevo en las posiciones abandonadas. En diversos
momentos se dudó, más que de su buena fe, de su criterio.
André Siegfrid acusaba a los norteamericanos:

«de fomentar la rebelión entre las razas sometidas, creando de


este modo un problema del que puede sacar provecho la Unión
Soviética... En muchas ocasiones fue Estados Unidos el que
fomentó la revuelta, seguramente sin darse cuenta de ello y sin
haber evaluado las consecuencias» (18). La condena más enér­
gica de la actitud americana fue la de sir Alan Burns, en In
defence of Colonies (1957).

Los nacionalistas coloniales sentían gran admiración por


la América de Washington, Lincoln, Wilson; esperaban de
ella una ayuda desinteresada para obtener su libertad. La
evolución de la política de Estados Unidos a partir de la
Conferencia de San Francisco desvaneció poco a poco esta
confianza. Se le reprochaba no haber empleado su influencia
en 1945 para apoyar la causa de los pueblos colonizados,
sino haber aceptado el statu quo que deseaban las potencias
coloniales; además le reprochaban haberlas apoyado, propor­
cionándoles con ello el medio de restablecer su dominación
(plan Marshall). Dado que los votos de Estados Unidos en
la ONU desmentían casi siempre sus promesas verbales, se
sospechaba que tales promesas no eran sino palabrería hueca
(«la dignidad y la igualdad de los individuos y de los pueblos
en la gran familia de las naciones», decía Nixon), un secreto
apego, como el de los europeos, al mantenimiento de la domi­
nación de los pueblos evolucionados sobre millones de «seres
miserables», incapaces de desear la independencia ni de asu­
mir sus responsabilidades.

Algunos creían incluso que existía una alianza entre los


capitalistas occidentales para apoyar a los imperialismos: «M ien­
tras existan el capitalismo y el imperialismo angloamericanos,
no podremos conseguir la plena independencia, por muchos
esfuerzos que hagamos», escribía en 19-18 el nacionalista ind o ­
nesio S ja h rir en 19-48 í 19).

4. La ONU y los problemas de la descolonización

A juzgar por sus términos, la Carta de la ON U no parecía


que tuviera gran influencia en la evolución de las cuestiones
coloniales. Sin embargo, sus reuniones se convirtieron en
campo de enfrentamiento entre los partidarios de la colon i­
zación clásica y los de la descolonización. Estos últimos tuvie­
ron a su favor dos elementos: la com posición y el espíritu
de una asamblea en la que Europa sólo tenía un lugar
secundario, y la actitud de la URSS y Estados Unidos (ésta
más matizada), preocupados ambos por no perder las simpa­
tías del Tercer Mundo. Por tanto, la ON U se convirtió en
la tribuna del anticolonialismo militante, el tribunal ante el
que las potencias comparecieron en general com o acusados.

La Carta de San Francisco

Algunas diferencias de opinión, sobre todo entre Roose


velt y Churchill, impidieron que los tres grandes prepararan
antes del fin de las hostilidades una solución a l o s problemas
occidentales. Se decidió únicamente que se sometería la cues­
tión a una consulta entre las potencias anfitrionas ( l o s tres
grandes, China y Francia) antes de la inauguración de la
Conferencia de San Francisco. A partir de un plan elaborado
por Washington y bastante menos evolucionado que los ante­
riores, los cinco ministros de Asuntos Exteriores se pusieron
de acuerdo sobre un «esquema de trabajo» en dos partes: la
primera incluía las normas generales de administración apli­
cables a todas las colonias; la segunda esbozaba un sistema
internacional de tutela bastante impreciso, destinado a una
categoría de territorios no definida.
Las discusiones mantenidas sobre este texto fueron lar­
gas (cuarenta y ocho días), y por primera vez enfrentaron
a las dos fuerzas encontradas de la Asamblea, los «colon ia ­
listas» y los «anticolonialistas». Lo que estos últimos preten-
dían era que se incluyera en el texto de la Carta de las Nacio­
nes Unidas la ampliación del sistema de tutela internacional
al conjunto de los territorios dependientes, y el derecho de
todos ellos a acceder a la independencia total. La tesis, pre­
sentada por China, y apoyada por la URSS, Australia, Nueva
Zelanda, Egipto, los antiguos mandatos de Levante y algunos
países latinoamericanos, era que numerosos pueblos depen­
dientes no aspiraban sólo al autogobierno, sino a la indepen­
dencia; si se excluía de los textos esta palabra, se frustrarían
muchas esperanzas. Por otra parte, la limitación previa del
objetivo final contravenía el derecho de autodeterminación
contemplado en el artículo I de la Carta. Gran Bretaña,. Fran­
cia y Estados Unidos replicaban que las medidas-tipo de
carácter general no podían aplicarse indistintamente a todos
los pueblos: algunas colectividades coloniales estaban dema­
siado retrasadas para aspirar a la independencia, y otras eran
demasiado pequeñas para poder constituir un Estado; por
último, en su mayoría carecían de dirigentes y recursos sufi­
cientes para equiparse a sí mismas o para atraer inversiones
extranjeras. Todas necesitaban ayuda durante un período de
evolución de duración imprevisible, y las metrópolis eran las
únicas capaces de prestársela. Los norteamericanos insistían
en las consideraciones estratégicas que aconsejaban la inter­
dependencia de los pueblos. Las potencias coloniales admitían
que el autogobierno no excluía la posibilidad de una evolu­
ción hacia la independencia. Resultaba evidente que las na­
ciones coloniales intentaban ante todo evitar un control de
las Naciones Unidas sobre sus dependencias.
Se llegó por fin a un acuerdo (el 18 de junio de 1944)
sobre una distinción entre los territorios bajo tutela (antiguos
mandatos, territorios coloniales que las potencias dominantes
accederían a colocar bajo este régimen, es decir, los territo­
rios que podrían desgajarse de Estados enemigos como con­
secuencia de la segunda guerra mundial) y los territorios no
autónomos (deja de utilizarse la denominación de colonias).
Para los territorios bajo tutela, los capítulos X II y X III
de la Carta establecen un régimen internacional de tutela,
cuyos términos se fijarán en acuerdos específicos (acuerdos
de tutela) entre la Organización de las Naciones Unidas y
los Estados directamente afectados. El objetivo previsto es
«favorecer el progreso político, económico y social de las
poblaciones, así como el desarrollo de su form ación»; favore­
cer asimismo su evolución progresiva «hacia la capacidad para
administrarse por sí mismas o la independencia, habida cuen­
ta de las condiciones especiales de cada territorio, las aspi­
raciones, libremente expresadas, de las poblaciones interesa­
das y las disposiciones previstas por el acuerdo de tutela».
Las «autoridades encargadas de la administración» (uno
o varios Estados, o la propia Organización) serán las respon­
sables de su administración ante la Asamblea General de las
Naciones Unidas y, bajo la autoridad de ésta, ante el Consejó
de Tutela. Estos dos organismos podrán: examinar los infor­
mes anuales presentados por la autoridad administrativa, que
deberán redactarse de acuerdo con un cuestionario tipo esta­
blecido por el Consejo de Tutela; recibir solicitudes y estu­
diarlas; hacer que se efectúen visitas periódicas a los territo­
rios administrados; tomar cualquier otra medida, de con for­
midad con los acuerdos de tutela.
Los territorios no autónomos se tratan en el capítulo X I.
No se asigna ningún objetivo político concreto a los «m iem ­
bros de la ON U » responsables de la administración (son las
antiguas «m etrópolis»), sino únicamente obligaciones de
carácter general. Deberán reconocer la primacía de los inte­
reses de las poblaciones de esos territorios. Aceptarán «com o
una misión sagrada la obligación de fomentar su prosperi­
dad», es decir:

— garantizar su progreso político, económ ico y social


y el desarrollo de su formación, respetando al mismo
tiempo su cultura;
— tratarlas de un modo equitativo y protegerlas contra
los abusos;
— desarrollar su capacidad para administrarse por sí
mismas, tener en cuenta sus aspiraciones políticas y
ayudarlas en el desarrollo progresivo de sus institu­
ciones políticas libres, en la medida adecuada a las
condiciones particulares de cada territorio y de sus
poblaciones.

Pero el artículo 73 contiene una novedad: la obligación


de los «miembros administradores» de «facilitar regularmen­
te al secretario general, a título inform ativo... datos estadís-
ticos y otros, de carácter técnico, relativos a las condiciones
económicas, sociales y formativas en los territorios de los
que son responsables».
Se ha subrayado en muchas ocasiones el carácter de com­
promiso de un texto elaborado tras un largo debate entre dos
partes igualmente exaltadas. Se consiguió una síntesis de las
visiones realistas y de los conceptos utópicos, de liberalismo
y de conservadurismo, de colonialismo y de anticolonialismo:
todos podían encontrar en ella algún motivo de satisfacción.
Pero si a los textos de los capítulos citados se les añaden los
principios incluidos en el capítulo I (art. 1) del Pacto que
indican que uno de los objetivos de la ONU es «desarrollar
entre las naciones relaciones amistosas, basadas en el prin­
cipio de la igualdad de derechos de los pueblos y de su dere-
cho a disponer de sí mismos», puede evaluarse el progresé^
logrado por la idea de emancipación, desde la redacción del
Pacto de la Sociedad de Naciones en 1919. Los cambios de
denominación son ya simbólicos: ya no hay colonias, sino
territorios autónomos; ya no hay potencias coloniales, sino
«administradoras». En el Pacto se condenan formalmente la
asimilación y la integración, y se establece la obligación de
que se respete la cultura de los pueblos «administrados». El
control internacional encontraba en estos textos el medio de
actuar: en los territorios bajo tutela, los instrumentos de in­
vestigación sobre la regularidad de la gestión de la «autoridad
administrativa» estaban en manos de un Consejo de Tutela,
cuya misma composición le convertía en un atento agente de
control. Ya no era, como en la Comisión de los Mandatos de
la Sociedad de Naciones, un comité de funcionarios elegidos
por las potencias mandatarias, sino un organismo formado
del siguiente modo: la mitad, por representantes de los
«miembros administradores» y de «miembros del Consejo
de Seguridad no administradores», y la otra mitad por repre­
sentantes de miembros de la Asamblea, elegidos por tres
años. Por consiguiente, los «administradores» tenían pocas
posibilidades de ser mayoría. Las actividades de este Consejo
y la discusión de sus informes ante la Asamblea General
daban oportunidad de hacer una crítica pública de la gestión
de las «autoridades administradoras» y de ejercer sobre ellas?
una presión en favor de cambios constitucionales.
La Carta no preveía ningún medio para controlar en los
territorios no autónomos el cumplimiento de las obligaciones
contempladas en el artículo 73. Para los «m iem bros adminis­
tradores» que las habían aceptado tales obligaciones eran sólo
principios generales sin carácter apremiante que la O N U no
podía utilizar para ejercer un control. Pero no se habían
dado cuenta de que en el epígrafe (e) del artículo 73, relativo
a las «informaciones», votado a petición del delegado austra­
liano («esta obligación — había dicho— debería originar una
sana competencia entre las potencias coloniales en el objetivo
de mejorar las condiciones de vida de los pueblos que tienen
a su cargo»), había un resquicio que posibilitaba la transfor­
mación de la ONU en una máquina de guerra contra el
colonialismo.
El Consejo de Seguridad no tenían niguna competencia
especial para intervenir en los asuntos coloniales; pero la
Carta le otorgaba «la responsabilidad fundamental del man­
tenimiento de la paz y de la seguridad internacionales». A d e­
más, estaba organizado de manera que podía ejercer sus
funciones de modo permanente. También se le encom endó
la misión de resolver las diferencias, que con frecuencia dege­
neraron en conflictos abiertos, que surgieron entre las m etró­
polis y los gobiernos de Estados que no estaban reconocidos
como soberanos de acuerdo con las normas del derecho inter­
nacional, pero que tampoco eran simples dependencias (In d o ­
nesia, Túnez, Marruecos).

Las intervenciones del Consejo de Seguridad plantearon


problemas jurídicos. Los denunciantes se basaban en el peligro
que tales conflictos representaban para la paz mundial, y las
metrópolis interesadas no reconocían su competencia en «un
asunto exclusivamente interno». Su acción fue considerada por
unos demasiado vacilante, e intempestiva por otros. Más ade­
lante se verá que se vio influida por su composición, que asegu­
raba la supremacía a las potencias coloniales, por su sistema
de votación, que exigía para todas las decisiones una mayoría
de siete votos (para once miembros), y por la posibilidad que
tenía uno de los cinco miembros permanentes de bloquear el
procedimiento por medio del veto. Más que en ningún otro
organismo de la ONU, en el Consejo de Seguridad quedó paten­
te la divergencia de ideologías y de intereses que dividía al
mundo en dos bloques, pero también el enfrentamiento de las
fuerzas coloniales y anticoloniales.
El anticolonialismo de la ONU

Los textos elaborados por los 51 primeros miembros de


la ONU (de los que 27 habían sido colonias), aunque carac­
terizados por cierto anticolonialismo, no habían trastrocado
nada y, aparentemente, los imperios coloniales seguían intac­
tos. Sin embargo, su futuro dependía de la interpretación
restrictiva o evolutiva que se diera a la Carta; en definitiva,
del predominio de una u otra de las corrientes antagonistas,
la conservadora o la revolucionaria, que se habían enfrentado
desde el primer día. Las potencias que tenían responsabili­
dades, como Francia, Bélgica, Países Bajos (que sólo habían
aceptado la Carta debido a su difícil situación) e Inglaterra
(comprometida parcialmente a seguir una política liberal)
constituían la fuerza de resistencia, decidida a no hacer más
concesiones. Estaban respaldadas por el apoyo intermitente
de Estados Unidos, nación anticolonialista en 1945 y en
rápida evolución después, que no se encontraba demasiado
cómoda en la difícil posición de conciliador parcial que había
elegido.
Frente a ellos, además del bloque de países socialistas
dirigido por la URSS, y cuyo anticolonialismo era constante,
se creaba una tercera fuerza internacional, a la que en los
años siguientes se sumarían regularmente nuevos miembros,
y cuyo principal elemento de cohesión, si no el único, era
la lucha anticolonialista. A la cabeza estaba el grupo latino­
americano, cuyo nacionalismo se sentía herido por las colo­
nias europeas en el hemisferio occidental, que obstaculizaban
algunas reivindicaciones territoriales (de Argentina sobre las
Malvinas y de Guatemala sobre Honduras).

En los congresos del Comité Americano sobre los Territorios


Dependientes (creado en 1947) se multiplicaban las declaracio­
nes: «H emos trabajado y trabajaremos por un objetivo: com­
batir todas las formas de colonialismo dondequiera que existan»,
declaraba el delegado de Perón en 1949. En la misma reunión
se adoptaba una resolución por la que «los pueblos americanos
y sus gobiernos intentarían por todos los medios eliminar del
continente toda situación de dependencia». Este ardor, que se
limitaban a moderar, no disgustaba excesivamente a Estados
Unidos, que lo consideraba un revulsivo eficaz contra el desa­
rrollo de las ideas "radicales” opuestas al "capital extranjero” ,
acusado de “ acentuar la dependencia de América Latina respecto
de las naciones industrializadas y de prolongar la situación
colonial» (A. Whitaker).

El grupo árabe-asiático, debilitado por rivalidades inter­


nas, cerraba filas en la lucha contra la colonización. A partir
de 1946, la India, cuya independencia aún no era efectiva,
se hizo cargo de la dirección de los movimientos de liberación
de los pueblos de Asia. Su delegado en las Naciones Unidas,
K. Menon, se caracterizó por la osadía de sus iniciativas y por
la franqueza de sus discursos. Egipto quiso asumir el mismo
papel para los países árabes y se convirtió en el campeón de
su lucha contra la dominación francesa y la inglesa. El papel
de los africanos no empezaría hasta más tarde.

A pesar de las divergencias que rompían la unidad de las


fuerzas anticolonialistas, el anticomunismo de los latinoamerica­
nos, el antiamericanismo de los asiáticos y los conflictos entre
los miembros del grupo (India y Paquistán, Egipto e Iraq),
dichas fuerzas tuvieron una superioridad numérica cada vez
mayor, que les permitió imponer sus teorías a la minoría de
las potencias «administradoras». La Asamblea General, en la
que cada miembro disponía de un voto, y cuyas decisiones siem­
pre eran definitivas en materia colonial, se convirtió en un foro
de debate en el que siempre había una mayoría «dispuesta, por
diversas razones, a apoyar una resolución hostil al colonialism o»
(Burns).

Y mientras los occidentales se lamentaban de esta dom i­


nación «de la ONU por los países más pequeños y recientes
y menos desarrollados» (G. Kennan), las sesiones de la Asam­
blea ejercían una verdadera fascinación sobre los nacionalis­
mos de los países no autónomos, felices de escuchar las
acusaciones a sus «amos» de falta de respeto a los derechos
humanos.
El conjunto de la actividad de la ONU refleja este esfuer­
zo de la tendencia anticolonialista para hacer desaparecer el
régimen colonial mediante la aplicación generalizada del dere­
cho de los pueblos a disponer de sí mismos. Con este fin se
votó el Pacto Internacional de los Derechos Humanos (10 de
diciembre de 1948), y la resolución de 16 de diciembre de
1952 (núm. 6 3 6 /V III), por la que se recomendaba a los
Estados miembros que favorecieran la realización de «los
derechos fundamentales del hombre». Al mismo tiempo em­
prende una acción más directa y concreta para alcanzar el
objetivo perseguido:

— utiliza plenamente los textos de la Carta para acelerar


la evolución de los territorios bajo tutela mediante
intervenciones constantes del control internacional;
— se esfuerza por sacar a la colonización de la compe­
tencia reservada a los Estados, por introducir el con­
trol de las Naciones Unidas en los territorios no autó­
nomos y por conseguir darles un estatuto igual al de
los territorios bajo tutela.

En el conjunto de las resoluciones propuestas o votadas,


cuya repetición, algo fastidiosa, debe considerarse demostra­
tiva de la inagotable firmeza de sus autores, puede verse el
desarrollo sin fallos de este plan:

Territorios bajo tutela. Las potencias coloniales no habían


mostrado ninguna prisa por colocar voluntariamente sus terri­
torios dependientes bajo la tutela de la ONU. La zona sujeta
a este régimen seguía siendo reducida, y su extensión parecía
poco probable. La discusión de los ocho acuerdos de tutela que
las autoridades administradoras presentaron el 13 de diciembre
de 1948 mostró la clara voluntad de parte de la Asamblea de
restringir lo más posible los derechos de aquéllas: la facultad
de los encargados de administrar esos territorios «com o parte
integrante» del suyo y de establecer en ellos bases militares,
fue votado por escasa mayoría. La Asamblea recordó incansable­
mente que el objetivo del régimen de tutela era «la evolución
progresiva de esos territorios hacia la capacidad de administrarse
por sí mismos o la independencia», y que «dicha evolución
debía realizarse en el plazo más breve posible» (18 de noviem­
bre de 1948). Posteriormente (1952, 1954, 1955, 1957) solicitó,
cada vez con más urgencia, a los «administradores» que comu­
nicaran cuánto tiempo sería necesario para que los territorios
pudieran acceder al objetivo establecido por la Carta. Incluso
intentó en varias ocasiones, sin ningún éxito, debido a la op o­
sición de Gran Bretaña, hacer participar a los indígenas en la
tutela, tanto en su país como en el Consejo de Tutela. Se soli­
citó a todas las autoridades que cumplimentaran un cuestio­
nario detallado relativo al gobierno del territorio, al progreso
político, económ ico, social y cultural de sus habitantes. El
procedimiento de las peticiones por escrito (después también
orales) adquirió una importancia que no se había previsto. Las
peticiones de los territorios bajo tutela no cesaron de aumentar
de año en año, pasando de menos de 50 en 1948 a más de 500
en 1955, hasta tal punto que en 1952 fue necesario crear un
comité especial para estudiarlas. Estas peticiones, que se refe­
rían a los temas más diversos (desigualdad de salarios, «d esp o­
tismo» de la autoridad, usurpación de tierra por los europeos,
impuestos altos, insuficiencia de hospitales y escuelas, etc.), eran
remitidas por el Consejo a la autoridad administradora. El
mero hecho de que se divulgasen y criticasen los fallos de su
gestión la obligaba a tenerlo en cuenta, a pesar de que «la reco­
mendación del Consejo no tenía carácter vinculante».
Las visitas de misiones de la O N U giradas periódicam ente
al propio lugar para estudiar los problemas de conjunto e in for­
mar al Consejo hicieron que aumentara el número de peticio­
nes. A partir de 1954 los «visitantes» fueron autorizados por
votación de la Asamblea para establecer contactos directos con
la opinión pública de los territorios visitados para «escuchar a
sus representantes cualificados» respecto a los problemas locales.
Sin duda alguna, este hecho tenía que provocar el despertar
de una vida política.
En un primer momento hubo bastantes reticencias por parte
de las autoridades administradoras a permitir que el control
internacional entrara en sus territorios (Suráfrica se negó inclu­
so a permitir que el Suroeste africano, antiguo mandato de la
Sociedad de Naciones, estuviera bajo el régimen de tutela); los
informes se enviaron con irregularidad; las misiones de visita
fueron recibidas en ocasiones con frialdad. Pero, gracias a la
presión conjunta de la organización internacional y de las mis­
mas poblaciones, que habían adquirido conciencia de sus dere­
chos, se puso en marcha la evolución constitucional hacia los
objetivos establecidos por la Carta.

Territorios no autónomos. En principio, los problemas


de los territorios no autónomos formaban parte de los «asun­
tos que son fundamentalmente competencia nacional de un
estado» (apartado 7 del artículo 2), y ningún texto ob li­
gaba a los «miembros administradores» a someterlos a la
ONU, con excepción de la obligación de remitirle inform a­
ciones no políticas. Ahora bien, la práctica de la O N U ten­
dió a establecer que, en virtud de determinadas disposiciones
de la Carta, no se podía aplicar a estas cuestiones el apar­
tado 7 del artículo 2, por las mismas razones que en el caso
de los territorios bajo tutela. A partir de 1946, se hicieron
diversos intentos para demostrar que «la Carta sitúa al con ­
junto del mundo colonial en el ámbito de la responsabilidad
internacional». Pero fue en 1948 cuando se estableció más
claramente la doctrina. En el Libro Verde de 1949, en la
página 7, la Secretaría General, tras declarar que «el sistema
establecido por el Capítulo X I no afecta en modo alguno a la
responsabilidad soberana de las potencias encargadas de la
administración», añade (p. 8):

«El hecho de que en el capítulo X I se enuncien los princi­


pios relativos a los territorios no autónomos no significa en
m odo alguno que los pueblos no autónomos queden excluidos
de los planes internacionales de cooperación previstos en otras
secciones de la Carta. Por el contrario, y sin perjuicio de pro­
cedimientos constitucionales apropiados, el caso de los territo­
rios no autónomos, al igual que el de otros países, se contem­
pla en el artículo 55 de la Carta, en virtud del cual las Naciones
Unidas deberán favorecer las condiciones de progreso en el
ámbito económ ico y social y el respeto de las libertades fun­
damentales.»
En realidad la doctrina de la Secretaría General era mucho
más tímida que la que intentaba imponer la fracción anticolo­
nial de la organización: el establecimiento de un control polí­
tico sobre los territorios no autónomos. En su primera sesión
en Londres (1946), la Asamblea recordó a los miembros admi­
nistradores que «las obligaciones derivadas del Capítulo X esta­
ban en vigor a partir de aquel momento»; por otra parte, el
envío de «datos sobre los progresos de carácter político», aun­
que no obligatorios, se consideraba «de gran importancia y muy
positivo». El 16 de diciembre de 1946 se creó un Comité
(ad boc) encargado del estudio de los datos remitidos, «de ayu­
dar a la Asamblea General en el estudio de esa información»
y de hacerle «recomendaciones relativas a los procedimientos
que deberían seguirse en el futuro». Los miembros administra­
dores, que temían se institucionalizara el control internacional
por medio de este organismo, consiguieron evitar que el comité
adquiriera carácter permanente. Sin embargo, subsistió, prorro­
gado un año tras otro, y posteriormente por períodos trienales,
bajo diversos nombres (Comité especial, Comité de información
sobre los territorios no autónomos, Comité de los 17, Comité
de los 24), y su actividad no cesó hasta finales de 1963. Sus
funciones y poderes se incrementaron regularmente, a pesar de
la oposición de algunos miembros administradores. El Comité,
formado a partes iguales por miembros administradores y no
administradores, tuvo una actitud relativamente moderada, por
lo menos durante algunos años. El verdadero ataque contra el
colonialismo lo realizó la cuarta Comisión de la Asamblea, orga­
nismo encargado de preparar las deliberaciones de la Asamblea
en materia de cuestiones coloniales. En esta Comisión todos los
miembros estaban representados, las sesiones eran públicas y los
delegados hablaban ante la prensa mundial. «En la cuarta Co­
misión los debates siempre se desarrollan bajo el signo inequí­
voco del recelo respecto de las potencias coloniales» (20).

(20) Louwers, p. 103.


La principal ofensiva se planteó progresivamente en torn o
al problema del envío de datos. Los anticolonialistas intentaron
primero hacer obligatorio el envío de los datos políticos. Basán­
dose en el carácter vinculante del Capítulo X I (tesis que nunca
fue admitida por los administradores), que preveía la ob liga ­
ción de garantizar la mejora del nivel de los territorios no autó­
nomos en todos sus aspectos, incluido el político, afirmaban
que las Naciones Unidas tenían derecho a saber cóm o se cum ­
plían esas obligaciones. Este fue el sentido, entre otros, de la
resolución 3 3 2 /IV , votada en 1949, que un autor norteam eri­
cano llama «la provocación del 2 de diciem bre de 19 49 »; el
Comité especial estaba encargado de «estudiar los datos rela­
tivos a las medidas adoptadas en cum plim iento de las resolu­
ciones de la Asamblea General, sobre las condiciones políticas,
económicas y sociales en los territorios no autónom os». En los
años siguientes fueron presentadas peticiones cada vez más
concretas: sobre el modo en que los pueblos ejercían el dere­
cho a la autodeterminación, sobre las medidas adoptadas para
satisfacer sus aspiraciones, sobre la necesidad de desarrollar
progresivamente sus instituciones políticas. Las potencias adm i­
nistradoras se vieron constantemente obligadas a defenderse, a
ampararse en el apartado 7 del artículo 2, y por últim o, a ame­
nazar con dejar de participar en los debates.
La ONU también se concedía el derecho a intervenir en
ámbitos paralelos. Así una resolución votada en 1949 (3 2 9 /1 V )
invitaba a los miembros administradores a «fom entar el uso de
las lenguas indígenas» en los territorios administrados y a
„ convertirlas, siempre que fuera posible, en la lengua principal
en la enseñanza primaria y secundaria, además de inform ar
j* sobre las medidas adoptadas y los resultados obtenidos. En
1950, en el nuevo cuestionario tipo se incluía un apartado
reservado a los datos sobre la protección de los derechos huma­
nos en los territorios no autónomos. Posteriormente se planteó
la cuestión del establecimiento de relaciones directas entre las
Naciones Unidas y los territorios, haciendo participar a sus
representantes en los trabajos del Comité de inform ación. Las
potencias administradoras neutralizaron el alcance de este voto,
aceptando incluir en su delegación en la O N U a representantes
indígenas. En 1954, en una resolución (8 5 0 /I X ) se decidió que
«de acuerdo con el miembro administrador, podrían enviarse
misiones para que visitaran los territorios no autónom os y valo­
raran con la mayor exactitud posible la opinión de la población
en relación con su estatuto o con los cambios que deseen intro­
ducir en él». De ese modo la Asamblea afirmaba su voluntad
de considerar a las poblaciones de los territorios no autónom os
como poblaciones con los mismos derechos que las de los terri­
torios bajo tutela.
Los administradores tenían un medio para eludir el control
de las Naciones Unidas; se admitía que un territorio no autó­
nomo podía salir de su estatuto al alcanzar el autogobierno
o la independencia, o mediante la asociación con el territorio
m etropolitano en régimen de igualdad. En ambos casos, al no
aplicarse el artículo 73 (e), ya no era preciso enviar los datos.
En 1947 varios gobiernos anunciaron que no remitirían datos
sobre determinados territorios que figuraban en la lista de los
«74 no autónom os» establecida el año anterior, debido a que
había cambiado su estatuto constitucional. Surgió en las Nacio­
nes Unidas una controversia sobre el doble problema. ¿Cuándo
deja de ser autónom o un territorio? ¿Puede la potencia admi­
nistradora decidir por sí misma las condiciones y el momento
en que ya no tiene la obligación de remitir información o tienen
las Naciones Unidas capacidad para intervenir en esta decisión?
En cuanto al segundo problema, la Asamblea demostró que
tenía una doctrina firmemente establecida: apoyó al delegado
indio cuando éste defendió, frente al delegado británico, la tesis
de que un miembro administrador no podía decidir que un
territorio ya no estaba sometido al artículo 73 (e); la decisión
correspondía a la cuarta Comisión de la Asamblea o, en su
defecto, al Tribunal Internacional de Justicia. En la sesión de
1949, la cuarta Com isión, felicitándose por los recientes avances
del autogobierno en algunos territorios, lamentó que los admi­
nistradores hubiesen cesado de remitir datos relativos a esos
territorios (se trataba de Malta, que había alcanzado la autono­
mía; de Guadalupe, Martinica, Guayana y Reunión, que se
habían convertido en departamentos franceses, y de Indochina,
a cuyos estados se les había concedido la autonomía). «Es esen­
cial — decía el texto de la Comisión— que se informe a las
Naciones Unidas del cambio de la situación constitucional y del
estatuto de cada territorio antes de que éste se produzca»; los
instrumentos jurídicos que definieran las nuevas relaciones de­
bían ser comunicados a la Secretaría General. La Asamblea
General aprobó a su Comisión, criticó severamente la actitud
de Francia e Inglaterra y proclamó que era «responsabilidad»
de la Asamblea expresar su opinión sobre los principios que
han guiado o que puedan guiar en el futuro a los miembros
interesados» en su acción con respecto de los territorios no
autónomos.
En cuanto al problema de la definición del «territorio no
autónom o» y de las condiciones necesarias para que dejara de
serlo, era tan delicado, intervenían en él tantos elementos que
no podían evaluarse, que desde 1946 se intentó inútilmente re­
solverlo. Las dos concepciones se enfrentaban aún más enérgi­
camente que en ningún otro aspecto. Ninguna de las definicio­
nes propuestas por diversos Estados alcanzó una mayoría sufi­
ciente para ser adoptada. En 1949 un Comité especial fue
«encargado de estudiar los elementos que habría que tener
en cuenta para decidir cuándo un territorio es o no es un
país cuya población todavía no ha alcanzado plenamente el auto­
gobiern o». Este Comité (más tarde denominado Comité de los
«factores») encontró las mismas dificultades que la Asam-
blea al intentar determinar el nivel de madurez y de progreso
político considerado indispensable para la consecución de su
autonomía.

El interés de estas discusiones, con frecuencia estériles,


resulta evidente si se considera que, poco a poco, configura­
ban una nueva teoría de la soberanía, que ya no se basaba
en los textos jurídicos y en las posiciones establecidas, sino
en la primacía de la comunidad internacional y en el valor
imperativo de sus decisiones. «La noción de soberanía abso­
luta de las potencias administradoras es una noción caduca;
hay que sustituirla por la de la soberanía de la com unidad
internacional» (21).

El delegado filipino expresaba la opinión de muchos de sus


colegas al decir: «Los filipinos no conceden dem asiado valor
a las supuestas consideraciones de carácter constitucional, legal
o de otro tipo, que puedan impedir a determinada potencias
aceptar que la ONU vigile su administración en los territorios
no autónomos. Las fuerzas históricas, que han provocado tan­
tos cambios en el Imperio Británico, son mucho más poderosas
que los obstáculos de carácter jurídico o constitucional» (12 de
octubre de 1948). Asimismo el ministro canadiense Lester
Pearson afirmaba: «Las relaciones coloniales entre los pueblos
de Europa y los de otros continentes se transforman en una
cooperación de comunidades libres. T odos los días tenemos la
prueba de que ese proceso, que com enzó hace unos diez años,
se acelera, y de que se establecen unas relaciones totalm ente
nuevas entre los pueblos del mundo occidental y los que hasta
ahora se denominaban países no autónom os.»

El secretario general, Trygve Lie, lo señalaba en su infor­


me anual de 1949: «La era de la dependencia o de la situa­
ción de inferioridad de los pueblos de Asia se acaba rápida­
mente, y su influencia en los asuntos de las Naciones Unidas
no cesa de aumentar... En Africa, la evolución es más lenta,
pero los efectos provechosos del control que ejercen las Na­
ciones Unidas sobre la administración de los territorios bajo
tutela se harán sentir en el sector mucho más amplio de los
territorios no autónomos». En los años siguientes, esta
forward policy, camino sin retorno hacia la independencia,
se acentuó gracias al reforzamiento progresivo en el seno de
la Asamblea de la mayoría anticolonial.

(21) O. Louwers, op. cit., p. 108.


La ONU no se limitó a discusiones o a construcciones
jurídicas; también tuvo una acción cuyas manifestaciones se
verán en los capítulos siguientes. Hay un caso en el que,
teniendo plena libertad para actuar, mostró claramente su
deseo de que cesara rápidamente el régimen colonial: la deci­
sión del destino de las antiguas colonias italianas. Al ser
abandonadas por la metrópoli en virtud del tratado de paz
del 10 de febrero de 1947, su situación no pudo ser resuelta
por los cuatro ministros aliados de Asuntos Exteriores. La
ONU fue la encargada de tomar la decisión, plasmada en la
resolución (3 8 9 /I V ) de 21 de noviembre de 1949:

° Libia sería Estado independiente a más tardar el 1 de


enero de 1952. Efectivamente, tras la redacción de una cons­
titución por una asamblea de representantes de sus tres
provincias, Libia fue proclamada independiente el 24 de oc­
tubre de 1951. La independencia que se le dio a este Estado,
con una estructura social muy atrasada (90 por 100 de anal­
fabetos), sin ninguna estructura económica, fue un poderoso
estímulo para otros países que se encontraban todavía bajo
el régimen colonial a pesar de estar más evolucionados y de
ser más capaces de gobernarse por sí mismos. En muchas
ocasiones los nacionalistas norteafricanos en particular cita­
ron este ejemplo como un precedente.

° Eritrea, tras una encuesta de las Naciones Unidas y


una consulta a la población, formó una unidad autónoma,
federada al Reino de Etiopía (15 de septiembre de 1952).

° Para Somalia la solución adoptada fue la de la inde­


pendencia diferida. Fue colocada bajo un régimen de tutela
de diez años de duración, cuya responsabilidad se confió a
Italia (1950), antes de conseguir la plena independencia
en 1960.

El carácter precipitado de esta evolución provocó críticas.


Sin embargo, explica la doctrina de la ONU y su papel en la
emancipación de las antiguas colonias.
Capítulo XV
Las dos últimas décadas

Los capítulos anteriores fueron publicados en Francia


cuando el m ovim iento de descolonización habían alcanzado
su punto culminante, aunque todavía no había terminado.
En las dos últimas décadas ha llegado mucho más allá de lo
que entonces cabía prever. El encuentro de dos influencias
político-ideológicas contribuyó a llevar a ese fenóm eno hasta
su situación actual: el contagio del espíritu de independencia
en los territorios som etidos; la liquidación de la ideología
imperial en los «colon iza d ores». Los Estados constituidos,
som etidos a la autoridad europea mediante la conquista, ha­
bían sido los prim eros en afirmar su nacionalismo, y habían
entablado luchas más o menos duras y prolongadas para
recuperar su soberanía. Siguiendo sus pasos, unas unidades
territoriales sin pasado histórico y de menor importancia
fueron arrastradas por la marea ideológica a buscar una iden­
tidad propia en la form ación de un marco estatal indepen­
diente de toda tutela extranjera. N o fue menos importante
el cam bio ideológico que llevó progresivamente a los G o ­
biernos y a la opinión pública de los Estados colonizadores a
aceptar, en ocasiones no sin reservas ni reticencias, la nueva
política. Y es que el cam bio pocas veces fue espontáneo. Es
cierto que en muchas ocasiones los gobernantes discutieron
los grandes principios de libertad y dem ocracia; pero estos
temas retóricos tuvieron menos importancia en su com porta­
miento que la perspectiva del precio que habría que pagar
por oponerse a las reivindicaciones nacionalistas, o que la
extensión del con cepto más realista y menos costoso de la
«influencia sin d om in ación ».
C om o en los años anteriores, la descolonización poste­
rior a 1965 no estuvo definida por una simple relación me­
trópolis-colonizados. Las influencias exteriores influyeron en
ella, en ocasiones de m odo decisivo; así ocurrió con la ONU,
en la que las naciones del Tercer M undo, que se habían con­
vertido en mayoritarias, ejercieron una presión constante
en favor de los pueblos que aún se encontraban bajo tutela,
y con la estrategia mundial, cuyo com plejo funcionamiento
estaba dom inado por la rivalidad entre el Este y el Oeste.

¿Hacia el fin de la descolonización?

Es larga la lista de las dependencias francesas, y sobre


todo británicas, que alcanzaron la independencia durante el
período 1965-1981. Casi con una sola excepción (Rodesia),
sólo incluye territorios dispersos, de escasa superficie y con
un interés económ ico desdeñable. El hecho de que la opinión
pública viera desaparecer esos jirones de su territorio del
pasado con la mayor indiferencia indica que, para ella, la
era colonial había pasado definitivam ente y que la noción de
descolonización había «adqu irid o carta de ciudadanía». En
cuanto a los gobiernos, adoptaron sistemáticamente el dere­
cho a la autodeterm inación: se concedería la independencia
a las posesiones donde la mayoría de los habitantes la hubie­
ran pedido. Cabe señalar que todas las dependencias del
Im perio Británico (con excepción de Birmania) siguieron
siendo miem bros de la C om m onw ealth.
El proceso de la autodeterm inación fue aplicado por
Francia a las C om ores en 1975. El v o to global del archi­
piélago dio la mayoría a los partidarios de la independencia.
Sin em bargo, algún tiem po después la isla de M ayotte se
retiró del nuevo Estado y eligió entrar en el marco francés.
En noviem bre de 1976, una resolución del C om ité de Des­
colonización de la O N U invitaba al G o b ie rn o francés a «se­
guir escrupulosamente el proceso de independencia de Dji-
bou ti». Esta ciudad y sus tierras del interior tenían desde
1967 el estatuto de territorio de ultramar, bajo el nombre
de Territorio de los Afar y de los Isas, que los mantenía
bajo la soberanía francesa. Tras una laboriosa preparación
para el referéndum de autodeterm inación, agitada por los
en fren tam ien tos entre las etnias, la población se pronunció
m asivam ente p or la independencia el 8 de m ayo de 1977.
El territorio se c o n v ir tió en la R epública de D jibou ti. Las
p reocu p a cion es im puestas a los g obiern os por los m ovim ien­
tos indepen d en tistas m inoritarios en algunos dom inios y terri­
torios de ultram ar, ¿p erm iten hacer pensar que la d e scolo­
nización ha acabad o totalm ente en Francia?
Las p o s icio n e s dispersas p or el mar y los continentes que
el Im p e rio B ritán ico ad q u irió durante el siglo X I X habían
p erd id o la m ayor parte de su valor com ercial o estratégico.
Sin una c o m p e n s a ció n rentable, eran una carga muy pesada
para el co n trib u y e n te b ritá n ico . P ero antes de guiarlas para
que pudieran gob ern a rse p o r sí m ism as, L ondres había inten­
tado reagruparlas p o r m e d io de federacion es regionales en
unidades p o lítica m e n te fuertes y econ óm ica m en te viables.
La exp erien cia resu ltó d e ce p cio n a n te : ninguna de las federa­
ciones creadas a rtificia lm en te en A frica , Asia o las islas del
Caribe tu v o una ex isten cia larga. P or necesidades presupues­
tarias, el G o b ie r n o no c e jó en su e m p e ñ o de reducir sus
ob lig a cion es d e ultram ar. Su d e cisió n de abandonar a partir
de 1971 toda re sp o n sa b ilid a d p olítica al este de Suez perm i­
tió que los b ritá n ico s se liberaran d e sus c o m p ro m iso s de p ro ­
tectorado so b re los e m ira tos árabes y la in depen d en cia en
cadena de los a rch ip ié la g o s de M elanesia. A su vez, las islas
de las A n tilla s, algunas m inúsculas (D o m in ic a , 7 7 .0 0 0 habi­
tantes), se c o n v ir tie r o n en E sta d o s, p r o te g id o s p or los n orte­
am ericanos.
La so lu c ió n del p r o b le m a ro d e s ia n o no lleg ó hasta 1980.
Los ingleses tro p e z a ro n c o n las d ificu lta d e s (q u e los fran­
ceses e n co n tra ro n en A rg e lia y los p o rtu g u eses en M o za m ­
b iqu e) q u e su p o n ía d e s c o lo n iz a r un te rrito rio p o b la d o por
co lo n o s de o rig e n e u r o p e o .
En 1 9 6 4 , la d e c is ió n d e L o n d r e s d e liberarse de sus res­
pon sabilidad es d e ju re se v io b lo q u e a d a p o r la v
intransigente d e los b la n c o s m in o r ita r io s d e n o c o n c e d e r en
el fu tu ro E sta d o igu alda d d e d e r e c h o s a los n eg ros, q u e eran
m ayoritarios. L os n e g ro s q u e ría n la in d e p e n d e n cia , p ero
acom pañada d e una garan tía d el p r in c ip io « u n h o m b r e , un
v o t o » . L o s E sta d o s a fr o a siá tic o s d e la C o m m o n w e a lth (v
C anadá) a p o y a b a n el p u n to d e vista n e g r o . En L o n d re s se
temía q u e cu a lq u ie r otra s o lu c ió n o rig in a ra el desm em b ra -
m iento de la C om m onw ealth multirracial. «La cuestión de
la independencia de Rodesia es de las que interesan a toda la
C om m onw ealth», había declarado el secretario de la Com­
monwealth Relations Office. N o obstante, en virtud del
estatuto colonial, la iniciativa correspondía al G obierno
inglés. Los negros temían ser las víctimas de esta iniciativa,
debido a los vínculos étnicos y económ icos existentes entre
los blancos y Gran Bretaña. Ponían sus esperanza en las
N aciones Unidas, donde los antiguos colonizados eran ahora
mayoritarios.
E fectivam ente, el 5 de noviem bre de 1965, el bloque
afroasiático consiguió que la O N U aprobara una resolución
en la que se pedía al G o b ie rn o del Reino Unido que utili­
zara todos los m edios a su alcance para obligar a los rodesia-
nos blancos a aceptar la igualdad de sufragio. La respuesta
del prim er m inistro de Rodesia, Ian Smith, no se hizo espe­
rar: el 1 1 de noviem bre declaró unilateralménte la indepen­
dencia de R odesia.
D esde entonces el carácter internacional del problema
se acentuó. El primer m inistro W ilson logró que su Parla­
m ento aprobara sanciones económ icas y financieras contra
el «go b ie rn o rebelde». P osteriorm ente consiguió medidas
análogas de la O N U para «asegurar una vuelta rápida a la
legalidad», pero rechazó la solicitud de algunos Estados afri­
canos anglófonos de prever una intervención militar que la
opinión pública no habría acogido sin indignación ni resis­
tencia. En la esperanza de que las sanciones bastarían para
obligar a Smith a la conciliación, W ilson se negó de nue­
vo en 1966 (C onferencia de Lagos) a contem plar el recurso
de m edidas de fuerza. Tanzania y Ghana abandonaron la
C om m onw ealth.
D espués de 1966, la política británica siguió siendo ambi­
gua. P or una parte, intentaba hacer entrar a Rodesia en «la
legalidad y la lealtad a la C o ro n a » y obligar a Smith a un
com prom iso haciendo concesiones (entrevistas del Tiger y el
Fearless); por otra, apoyaba los com ités establecidos por los
organism os internacionales (O N U , O U A ) para controlar la
aplicación de las sanciones. A pesar de que, gracias a la
«com pren sión de algunos Estados v e cin o s», Rodesia no pa­
rece sufrir m ucho con esas sanciones, la política británica
endurece su posición : en junio de 1969, un referéndum de
Historia de las descolonizaciones del siglo XX

los blancos aprueba el establecim iento de la República y la


ruptura de todos los vínculos con la Corona. Las negocia­
ciones se espacian, mientras que las sanciones se intensifican.
En 1974, el cierre del puerto de Beira por parte de
M oza m biq u e, que se ha convertido en Estado independiente,
agrava la situación económ ica de Rodesia. Además, el primer
m inistro surafricano, V orster, deseoso de normalizar sus rela­
ciones con los países vecinos, desea de que se encuentre en
Rodesia una «so lu ció n justa y honorable». Ian Smith intenta,
no sin éx ito, divid ir a sus adversarios negros mediante una
negociación con los m oderados del National African Council,
un partido títere, pero la guerrilla se extiende por todo el
país a pesar de la represión; empieza el éxodo de los blan­
cos. Smith acude entonces al G obiern o del Reino Unido y
pide su «ayuda activa para resolver la cuestión constitucional
en R o d e sia ». A ntes que una entrevista a solas con el secre­
tario del Foreign O ffice , Callahan, cuyas condiciones serían
inaceptables para él, prefiere una negociación bajo los aus­
picios del norteam ericano H . Kissinger y De Vorster. En
septiem bre de 1976 se decide que se instalará en Rodesia
un G o b ie rn o provisional multinacional que preparará eleccio­
nes en un plazo de dos años basándose en el principio del
sufragio universal. Se suprimirán las sanciones y se concederá
una ayuda sustancial de la com unidad internacional.
La form ación del G ob ie rn o de M uzorewa, propiciado por
Smith, no engañó a nadie sobre sus intenciones reales. Los
jefes nacionalistas del Frente Patriótico (N kom o y Mugabe)
intensificaron la guerrilla, que volvió a la guerra civil. La
gravedad de la situación im pulsó al secretario del Foreign
O ffice , C arrington, a resucitar una idea que en otro tiempo
había lanzado W ilson : una vuelta provisional al régimen
colonial durante la cual un gobernador británico, ayudado
por fuerzas mixtas, haría respetar el alto el fuego y organi­
zaría elecciones (diciem bre de 1979). En febrero de 1980,
el Frente P atriótico fue el gran vencedor de esa consulta.
Rodesia se con virtió en Zim babue.
M uy diferente fue la última de las negociaciones de des­
colonización em prendidas por el Reino Unido. El 26 de sep­
tiem bre de 1984, mediante una «declaración conjunta», Gran
Bretaña y China acordaron dar por concluido, el 1 de julio
de 1997, el estatuto de H ong-K ong, colonia de la Corona
desde 1842. En esa fecha H ong-K ong será devuelto al terri­
torio y a la soberanía china. Para asegurar la persistencia de
la prosperidad económ ica y la protección de los derechos de
sus habitantes, Pekín se ha com prom etido a «m antener inva­
riables durante cincuenta años el sistema y el m odo de vida
capitalistas, a no aplicar el sistema y las políticas socialistas»;
por último, conceder a H ong-K ong el estatuto de «región
administrativa especial» con una amplia autonom ía. Esto
significa que la intervención del G o b ie rn o chino se limitará
prácticamente a las cuestiones de defensa y de relaciones
exteriores, y el resto será com petencia del p rop io territorio.
En esta ocasión el régimen chino ha aplicado el concepto,
muy flexible, de «un país, dos sistem as»; un con cepto rea­
lista, destinado asimismo a mantener en el futuro un puente
entre China y el mundo capitalista. Q ueda por saber si no
se producirá lo que ya se conoce en el m undo de los negocios
con el nombre de «el síndrome de Shanghai».
La descolonización portuguesa fue tan tardía com o bru­
tal. El final de la dictadura en Portugal le abrió el camino.
Sin embargo, el proceso de liberación de los pueblos del más
antiguo imperio colonial europeo de A frica había com enzado
aproximadamente en 1960. A partir de ese m om ento las
masas colonizadas habían hecho oír su voz en Europa a tra­
vés de algunos «evolucionados» procedentes de A ngola y de
Guinea. En cambio, en las colonias todas las «actividades
subversivas» eran rigurosamente reprimidas por el ejército y
los colonos: el «baño de sangre» de Luanda del 4 de febrero
de 1961 provocó la intervención del C onsejo de Seguridad
de la ONU en forma de una com isión de investigación. La
ley orgánica promulgada por Salazar el 24 de junio de 1963
no dejaba ninguna duda sobre la voluntad del dictador de
mantener la dominación portuguesa: «Las provincias de ul­
tramar, com o partes inseparables del Estado portugués, son
solidarias entre sí y con la m etrópoli», aunque « p o r regla
general se rigen por una legislación especial».
La represión retrasó el m ovim iento nacionalista, pero
no lo detuvo. Se organizaron m ovim ientos clandestinos, se
constituyeron grupos de resistencia armada. Pero estos m ovi­
mientos se encontraban con la dificultad del escaso núm ero
de africanos capaces de dirigirlos. Los «asim ilad os», los úni­
cos que se beneficiaban de algunos derechos porque sabían
leer y escribir y «vivían cristianamente», eran encarcelados
en cuanto mostraban algún interés por la libertad. La mayor
parte de ellos preferían expatriarse. Otro factor contribuía
a la debilidad de esos movimientos: en mayor medida que
en el resto de Africa estaban divididos por antagonismos
tribales o ideológicos.
Sin embargo, esos «olvidados» progresaban, animados
en su acción por la ayuda de los pueblos vecinos (Zambia,
Tanzania) o de los países anticolonialistas (URSS, Cuba,
China). Pero esperaban mucho de las Naciones Unidas. En
efecto, el 21 de noviembre de 1968, la Comisión de los
Territorios no autónomos de esta organización, teniendo en
cuenta las reivindicaciones cada vez más apremiantes de las
agrupaciones nacionalistas, invitaba a Portugal a que con­
cediera «sin dem ora» el derecho de autodeterminación a los
pueblos de sus territorios de Africa. Condenaba la colabo­
ración entre Salazar, el régimen de lan Smith en Rodesia
y el G obierno surafricano; instaba a todos los Estados
miembros a retirar a Portugal la ayuda «que le permite
proseguir la guerra colonial». Aunque se veía obligado a
admitir que los nacionalistas controlaban algunas partes de
territorio y esbozaban la creación en la colonia de una infra­
estructura política (el P A IG C , Partido Africano para la
Independencia de Guinea y de las Islas de Cabo Verde, había
proclamado la República de Guinea-Bissau), el régimen de
Lisboa mantenía su postura fundamental. Para hacer una
concesión aparente, cambiaba la denominación de sus pose­
siones, que de provincias pasaban a ser Estados. Se concedía
una apariencia de autonomía a Guinea (ley orgánica de 23
de junio de 1972), pero el poder real seguía en manos de los
portugueses. En los otros territorios el Gobierno preparaba
la reconquista y dedicaba más del 35 por 100 de su presu­
puesto a la continuación de la guerra.
La opinión pública portuguesa se cansaba de unos con­
flictos que desde hacía seis años absorbían una parte impor­
tante de los recursos del país. El libro del general Spínola,
Portugal y su futuro, publicado en febrero de 1974, afirmaba
la im posibilidad de una solución militar; un responsable bien
inform ado proclamaba lo que muchos otros pensaban en
secreto. Este cansancio contribuyó al derrumbamiento (el
25 de abril de 1974) de un régimen que, por otra parte, ya
estaba desacreditado por su conservadurism o y por su sistema
de represión policial.
Hasta ese m om ento la doctrina gubernamental no había
variado. El sucesor de Salazar, Caetano, había preconizado
para los territorios africanos una evolución hacia la auto­
nomía, cuyo ritmo estaría supeditado a las condiciones inter­
nas o externas, pero que en cualquier caso conservaría el
«p od er blanco» bajo el disfraz multirracial. Los puntos de
vista de Spínola no estaban muy lejos de esta concepción y,
bajo la apariencia de la «revalorización », se preocupaban
sobre todo por salvaguardar los intereses de las grandes em­
presas portuguesas y de las m ultinacionales. El M ovim iento
de las Fuerzas Armadas eligió la vía de las negociaciones con
los partidos nacionalistas y el o b je tiv o de una emancipación
rápida y com pleta. Después de G uinea, en 1974, Mozam­
bique se convertía en junio de 1975 en República Popular,
gobernada por el F R E L IM O (Frente de Liberación de M o­
zambique), de inspiración socialista. A ngola, que también
alcanzó la independencia en 1975, fue el escenario de una
carrera por el poder entre los principales m ovim ientos de
liberación, apoyados por las potencias extranjeras rivales.
El M P L A derrotó en 1976, con la ayuda militar de Cuba,
a la U N IT A , que recibía financiación norteamericana y mate­
rial surafricano. Estas intervenciones exteriores, debido a las
luchas civiles y al clima de inseguridad que generaron, fueron
un obstáculo fundamental para el establecim iento de una
verdadera democracia y para el desarrollo econ óm ico.
Entre las antiguas m etrópolis y los nuevos Estados la
ruptura sólo fue com pleta en casos excepcionales. Incluso
se ha escrito que «el desm antelam iento de los im perios colo­
niales había aumentado entre los pueblos emancipados la
popularidad de los europeos. La libertad le dio al antiguo
amo cierta aureola» (R . Steel, La Pax americana , 1968).
Pero aunque los «d escolon iza d os» seguían unidos a Europa
por vínculos culturales y econ óm icos, rechazaron rotunda­
mente los vínculos políticos.
Los africanos no rechazaron la C om unidad propuesta por
De Gaulle en 1958, que les perm itía acceder al estatuto de
Estado, pero no le dieron una vida real. La explicación debe
buscarse en el texto m ism o del contrato. Bajo una apariencia
de igualdad restringía la soberanía de sus m iem bros y re-
afirmaba la supremacía de Francia, considerando «del domi­
nio com ún» sectores fundamentales (política exterior, defen­
sa, moneda, política económica, control de las materias
primas) de los que todo Estado quiere seguir siendo el amo.
Se encuentra una actitud análoga en las dependencias ingle­
sas con respecto de la Commomvealth. Los creadores de esta
asociación fueron menos restrictivos en cuanto a los derechos
de sus miembros. Sin embargo, no cesó de hacerse más
flexible, hasta convertirse en un simple «club de caballeros»
unidos entre sí por la Corona. Al convertirse en «multirra-
cial», la Com m om vealth ni siquiera tenía ese vínculo, y su
consistencia era únicamente la de un «club de conveniencia».
En ambos casos, las relaciones políticas se situaban en el
marco del derecho internacional. Pero ello no significaba que
existieran de hecho relaciones igualitarias, ya que «la depen­
dencia estructural de los países menos favorecidos con res­
pecto de los que disponen del poder económ ico tiene conse­
cuencias inevitables y dramáticas» (R . Strohm, Pays indus­
triéis et Pays sous-développés, prólogo de P. Bringuié).
Un prejuicio convirtió a las dos «superpotencias» que se
disputaban la influencia por el mundo en firmes adversarios
de la colonización y en defensores de la independencia de
los pueblos som etidos. ¿Perm ite un estudio de su com por­
tamiento con los territorios colocados bajo su tutela com o
consecuencia de circunstancias históricas deducir que esta
actitud se ha aplicado para «uso externo»? Un autor ha
escrito:

«El marxismo-leninismo siempre ha concedido un lugar


privilegiado al anticolonialismo; ello no impidió que la Rusia
comunista conservara íntegramente las conquistas coloniales del
régimen zarista en Transcaucasia, en Asia Central y en Sibe-
ria [ ...] A pesar de ser diferente en sus principios rectores, la
actitud de Estados Unidos se caracteriza por una especie de
desconfianza hacia las cuestiones de ultramar, que lleva a resul­
tados sim ilares...» (J . Vacher-Desvernais; citado por S. Bern-
stein, La d écolonisa tion et ses p ro b lém es. A. Colin).

Este com entario exige una explicación y una matización.


En Rusia, el sistema colonialista tendió fundamentalmente a
imponer a las poblaciones autóctonas colonizadas una admi­
nistración rusa y a aumentar el conocim iento de la lengua
rusa. En cuanto a la mejora del nivel de la economía regional,
apenas se preocupó. En algunos aspectos la política cambió
después de la revolución de 1917. Se estableció un sistema
de aspecto federalista, con la creación de la U nión de las
Repúblicas Socialistas. El ideal de Lenin era utilizar el poder
unificador del socialismo «so v ié tico » y del progreso econ ó­
mico de todos para agrupar en torno al partido el conjunto
de los pueblos de la URSS. Pero la persistencia, después de
su muerte, de focos contrarrevolucionarios entre los pueblos
minoritarios reveló que el «cam bio de naturaleza» no se
había conseguido. Stalin creó una adm inistración soviética,
dirigida por representantes nom brados en M oscú y cuyos
funcionarios debían hablar ruso. Sin em bargo — escribía en
1960 el norteamericano A. Harrim an— , «la enseñanza es
impartida hoy en su mayor parte en la lengua local y, debido
al mantenimiento de su cultura oriental, las poblaciones
autóctonas poseen por lo menos la apariencia de la autono­
mía». Añadía: «Las considerables subvenciones concedidas
por el régimen soviético a la industria y a la agricultura, a la
educación y a la salud pública, han con tribu id o a mejorar el
nivel de vida y a desarrollar la educación. A unque esas inver­
siones se han destinado sobre todo a increm entar la partici­
pación de la región en el conjunto de la econom ía soviética,
las poblaciones locales han obtenido de todos m odos unos
beneficios materiales e intelectuales que pueden compensar
parcialmente la ausencia de una libertad política r e a l...»
(A . Harriman, Paix avec la Russie, Arthaud, 1960).
Así, pues, las afirmaciones oficiales de un «p u e b lo sovié­
tico» único no parecen ajustarse a la realidad. ¿P uede ame­
nazar la situación actual el sentim iento que provoca en las
minorías la supremacía rusa? Algunas obras recientes basadas
en sólidos análisis regionales (en particular la de Héléne
Carrére d ’Encausse, L’Empire éclaté) han expuesto el pro­
blema con claridad. Es cierto que muchas naciones m inori­
tarias tienen demasiado apego a la conservación de su iden­
tidad para aceptar una fusión en el seno del «herm ano
m ayor» ruso. La herencia cultural, garante de su individua­
lidad y mantenedora de su unidad nacional, está cuidadosa­
mente protegida por sus escuelas y sus élites. Pero los
descontentos provocados por las iniciativas de las autorida­
des centrales no son lo bastante intensos para provocar
sublevaciones. El peligro puede venir del exterior, y más
concretamente de la atracción hacia la renovación islámica
que agita a Irán, o de las intrigas de China ante las repúblicas
soviéticas de Asia. K. S. Carol citaba en 1966 este último
factor, consecuencia directa del contencioso chino-soviético:
«L os problemas de la integración de los distintos pueblos en
la URSS distan mucho de estar resueltos, y en algunas repú­
blicas com o Kazastán o Uzbekistán los sentimientos anti­
rusos podrían fácilmente convertirse en explosivos si otra
'"patria del com unism o” , ésta asiática, les ofreciera mayores
perspectivas de desarrollo autónom o... No es extraño que
la URSS acuse a China de jugar la baza de la solidaridad
asiática contra los "b la n cos” y de propagar entre sus vecinos
la consigna "igual raza, igual cultura” » (K. S. Karol, La Chine
de Mao, R. Laffont, 1966). Se evitará esta posibilidad si se
respeta la igualdad entre las razas, los derechos cívicos son
idénticos para todos y el mando pasa poco a poco a los
autóctonos.
La postura de Estados Unidos ante el fenómeno colonial
ha sido com pleja. Al disponer de un vasto continente, no ha
buscado fuera un im perio, en el sentido territorial de la pala­
bra. Al ser ellos mismos descolonizados, en principio eran
contrarios a la colonización europea, sobre todo porque podía
cerra el libre acceso de territorios a su comercio. No puede
decirse con certeza si la guerra contra España (1898) creó
o simplemente reveló una doctrina colonial que Th. Roose-
velt expresó ante el Congreso, caracterizada por el más puro
imperialism o: «Para mantener nuestra posición en la lucha
por la superioridad naval y comercial tenemos que construir
nuestra potencia fuera de nuestras propias fronteras. Debe­
mos construir el canal ístmico y ocupar posiciones ventajosas
que nos permitan influir en el destino de los océanos del
Este y del O e s t e ...» (abril de 1899).
Estas palabras contenían las líneas generales de la política
norteamericana hasta nuestros días. Las invectivas de W ilson
y de Franklin R oosevelt contra los imperios y la declara­
ción de que Estados U nidos, por su naturaleza y por su
historia, es antiimperialista, no cambian nada. En las islas
Hawai, donde sus intereses habían penetrado, los norteame­
ricanos ya habían suscitado en 1891 una revuelta contra el
rey legítim o y establecido una república bajo su protección,
antes de proclam ar su anexión en 1898. Con una operación
más o menos análoga, los norteamericanos llevaron a Pana­
má a separarse de Colombia en 1903. Washington logró que
la nueva república le adjudicara a perpetuidad una franja de
territorio que lindaba con los dos océanos, donde se estaba
construyendo el canal (la Zona del Canal). Con el apoyo de
los Estados latinoamericanos, y a pesar de una fuerte resis­
tencia de la Cámara de Representantes de W ashington, se
procedió a la revisión del tratado en 1977; la transferencia
de soberanía de la Zona del Canal se fijó para el 1 de octubre
de 1979, en tanto que el canal seguiría siendo propiedad de
Estados Unidos.
Las colonias arrebatadas a España por los norteamerica­
nos corrieron distinta suerte. Cuba tuvo que elegir «si sería
un Estado independiente o parte integrante de la más pode­
rosa de las repúblicas». Optó por la independencia, pero las
tropas norteamericanas aseguraron en ella hasta 1934 «el
orden y la libertad». Filipinas, incapaz de autogobernarse,
tuvo el estatuto de colonia de Estados Unidos hasta 1935.
«Puerto Rico — decía Th. Roosevelt— no es suficientemente
grande para estar aislado. Debemos gobernarlo prudente­
mente y bien, sobre todo en el interés de su propio pueblo.»
Nadie dudaba de que esta isla de cultura hispánica sería
rápidamente «americanizada». La transformación cultural por
medio de la enseñanza se inició en 1900, y se llevó a cabo
intensamente hasta 1931 (véase la tesis de A. Negrón de
Montillo: Americanisation in Puerto-Rico and the public
school system, N. Y., U. P., 1971). La penetración econó­
mica de las empresas americanas no benefició a la población
local. Privada de tierras suficientes para cultivar, y afectada
por la explosión demográfica, tuvo que expatriarse masiva­
mente hacia el continente para hacinarse en los ghettos de
las grandes ciudades del este de Estados Unidos.
El estatuto de «Estado libre asociado» aprobado en 1952
marcó una etapa decisiva hacia el de Estado de la Unión.
A las protestas de los independentistas, débilmente apoyados
por algunos Estados latinoamericanos, Washington se limitó
a responder que el destino de Puerto Rico era «simplemente
un asunto interno norteamericano». El Comité de D escolo­
nización de la ONU vota anualmente desde 1973 una reso­
lución sobre el «derecho inalienable de Puerto Rico a la
autodeterminación y la independencia». Este deseo tiene
pocas oportunidades de ser o íd o por numerosas razones, la
principal de las cuales es que, según los norteamericanos,
no responde a las aspiraciones de la mayoría y está inspirada
por Cuba y sus am igos.
Es ob lig a d o llegar a la conclusión de que, incluso en los
Estados que muestran la hostilidad hacia el colonialismo, los
pueblos siguen som etidos, a pesar de sus aspiraciones nacio­
nales, a una autoridad no nacional. Sin duda hay que ver en
ello la consecuencia del antagonism o que divide al mundo
en dos bloques. Esta rivalidad se manifestó abiertamente en
la descolonización de los im perios de Europa occidental. El
Asia y el A frica colonizadas fueron arrastradas por los vaive­
nes de una lucha ideológica y económ ica de la que eran el
ob jetiv o. La solución de los problem as de la emancipación,
ya com p lejos de por sí, fue aún más delicada. Esta historia
es dem asiado con ocid a para volver sobre ella. Basta recordar
el caso de Vietnam y la política de «con ten ción ». En fecha
más reciente, en A frica, Namibia tuvo muchas dificultades
para acceder a la independencia, a pesar del deseo claramente
expresado por su pueblo. Ante las numerosas resoluciones
de la O N U y del C onsejo de Seguridad que pedían para Na­
mibia la independencia inmediata, Suráfrica cedió de mala
gana y con condiciones. A poyada por la Administración
Reagan, no quiso negociar con el m ovim iento más represen­
tativo de los nacionalistas, el S W A P O , incluso después de
que hubiera sido recon ocid o por la O N U y por la Organiza­
ción de la Unidad Africana (O U A ) com o representante legí­
timo del pueblo de Namibia.
Reagan vinculó el reconocim iento de la independencia de
Namibia a la retirada de las tropas cubanas de Angola, don­
de com baten al lado del G ob iern o legítim o contra la agresión
de «d isid en tes».
La contención de la influencia recíproca de las dos «super-
potencias» pasa con frecuencia por vías muy alejadas de la
descolonización.
Conclusión

Al término de este estudio, necesariamente resumido e


incom pleto, del irresistible m ovim iento que, en menos de dos
décadas, transform ó el mapa del m undo y las relaciones polí­
ticas entre los continentes, cabe destacar algunos rasgos
sobresalientes:
La descolonización no fue producto del azar ni de las
circunstancias, aunque indudablem ente tales factores contri­
buyeran a ella. A sí com o a finales del siglo X I X la coloni­
zación había tenido su origen en el aumento de la fiebre
nacionalista que se había apoderado de Europa, la descolo­
nización tuvo el suyo en el nacionalismo colonial, que con
frecuencia surgía del pensam iento occidental. La discordia
entre las ideas de libertad, igualdad y justicia, proclamadas
com o fundam entos de la moral política, y la práctica corrien­
te generó entre las élites un deseo de cam bio.
En un prim er m om ento el nacionalismo colonial se ali­
mentó principalm ente de la idea de desigualdad y del deseo
de acabar con ella. «E l más tonto y vil de los borrachos era
(en la sociedad colonial blanca) superior a los personajes más
distinguidos de los pueblos som etidos en la ciencia, la cultura
o la industria» (C ario R om u lo). El acceso a la igualdad pare­
cía estar ligado ante todo a la ruptura de los vínculos de
dependencia:

«M e di cuenta — escribe N krum ah— de que la única solu­


ción de este problema estaba en la libertad política para nuestro
pueblo, porque sólo cuando un pueblo es políticamente libre
las demás razas le tienen el debido respeto. Es imposible hablar
de igualdad de las razas en otros términos. Ningún pueblo pri-
vado de su propio gobierno puede tratar en condiciones de
igualdad con los pueblos soberanos. Una raza, un pueblo, una
nación, no pueden ser libres y respetados en su país o fuera
de él sin independencia política.»

Para prolongar su dominación, los europeos contaban


con la lentitud con que evolucionaban las masas indígenas:
no podía permitirse que unos pueblos sin conciencia política
se gobernaran a sí mismos. Sin embargo, esta conciencia
política se desarrolló con una rapidez sorprendente bajo la
influencia de las élites, que la encauzaron hacia aspiraciones
de libertad. Se les respondió entonces con la tesis de que,
en un mundo en el que se tendía a la interdependencia, el
nacionalismo estaba pasado de moda y la búsqueda de la
soberanía era un peligroso anacronismo. El Partido Socialista
Francés tizo suya la doctrina de la «liberación individual de
cada hombre, de cada mujer; una liberación económica y
social que los sacaría de la pobreza y los liberaría política­
mente, colocándolos en una situación en la que podrían ex­
presar libremente sus opiniones» (1). Difícilmente los pue­
blos coloniales podían conformarse con todo esto, sobre todo
teniendo en cuenta que las potencias occidentales no parecían
practicar demasiado la renuncia a la soberanía y que podían
encontrar en la pluma de un publicista francés una postura
que por lo menos tenía el mérito de la claridad:

«H oy — escribía R. Cartier— el europeo de Africa emplea


toda su habilidad en disculparse por su presencia. Se representa
a sí mismo com o un tutor cuya misión concluirá cuando los
pueblos a los que gobierna alcancen su m ayoría... La actitud
contraria es la tranquila afirmación de que el hombre blanco
está en Africa para quedarse, porque su interés le pide que
esté y que permanezca allí. Las ventajas que la colonización ha
brindado a las civilizaciones africanas primitivas son incalcu­
lables, pero no son la principal razón de la colonización, y sólo
le han servido de pantalla y de defensa. Sin Africa, Europa no
es sino una pequeña península dependiente y con exceso de
población; es una razón concreta y suficiente para no renunciar
a ella, aunque sea preciso luchar para conservarla» (2).

El nacionalismo colonial fue el motor de la «aceleración


de la historia». No sólo provocó la rápida desaparición del

(1) Discurso de G . M ollet en Nueva Y ork , 28 de febrero de 1957.


(2) Encuesta de Paris-Matcb, octubre-noviem bre-diciem bre 1953.
viejo im perialism o, sino qu e lanzó a la vida política a unas
unidares territoriales a las qu e nada parecía haber preparado
para ello. A partir del m om en to en que el m ovim iento adqui­
rió cierta im portancia, desaparecieron las objeciones relativas
a la madurez política o eco n ó m ica que las potencias dom i­
nantes habían utilizado c o m o argum ento durante años. «E l
G obiern o de N ueva Zelanda — señalaba no sin humor The
Economist (5 de en ero de 1 9 6 2 )— ha consentido que Samoa
Occidental acceda a la independencia por una votación de sus
habitantes (1 1 3 .0 0 0 ), a pesar de que muy pocos samoanos
tengan una idea precisa de lo que significa una constitución
escrita y de que los que lo saben no creen que sus líderes
estén preparados para asum ir la independencia. Pero el sa-
moano m edio, sim plem ente porqu e pensaba que no quería
estar som etido, no tenía nada m ejor que hacer que respon­
der sí.»
El nacionalism o se basó en el pasado histórico de los
pueblos, cuando lo tenían; la ausencia de historia escrita no
le perjudicó. «E s indudable que no hay en la historia verda­
deras naciones africanas. P ero las naciones no siempre son
herencias ni resurrecciones; se hacen, se constituyen tanto
con el futuro co m o con el p asado» (3 ). A quellos africanos,
los más num erosos, que no tenían en su pasado el recuerdo
de un Estado, se instalaron en las «parcelas coloniales» que
el reparto entre los eu ropeos había recortado arbitrariamente
en el m om ento del establecim iento. Para ellos, la coloniza­
ción preparó el cauce del nacionalism o, facilitándole el marco
geográfico que, sin esto, habría necesitado sin duda mucho
tiempo para form arse. N o hay duda de que se habrían for­
mado dentro de unos lím ites más acordes con los elementos
geográficos y sobre tod o étnicos, pero a cam bio de conflictos
seguramente prolon gados. Se d ifu m in ó la división por tribus

(3) A. C harton, Le et
ism
e ra
lu
p en A O F . Mu­
chos líderes africanos no com parten la opinión, muy extendida en
Europa hasta hace poco tiem po, de que los pueblos del continente
negro carecen de historia nacional. Los recientes trabajos de autores
africanos o europeos confirm an ya que este vacío aparente era en
realidad sólo un campo sin explorar. L ’H is t o ir e d e l ’A fr iq u e N o ire
(París, H atier, 731 p.), de Jo sep h K l. Z erbo, es un ejem plo esclarece-
dor, entre muchos otros.
y grupos; la reagrupación se efectuó en función de los pro­
blemas y de los intereses del territorio. Fue un verdadero
patriotismo el que nació de la lucha por la independencia:

«Es cierto — escribía en 1957 A. Charton— que los africa­


nos siguen llamándose O uolof o Baoulé, Fon o Malinké, pero lo
hacen un poco como el francés normando o bretón. Otras cate­
gorías, otras denominaciones, le ofrecen otros tipos de agrupa­
ción. En primer lugar, el territorio, creación de la administración
francesa: el senegalés es ahora consciente de serlo; se habla de
forma constante y habitual de los habitantes de Costa de Mar­
fil, que manifiestan de este m odo la conciencia que tienen de
su com unidad...»

Por consiguiente, no hay ninguna necesidad de acudir


a recuerdos históricos comunes para formar una nación.
La ruptura de los vínculos de dependencia, por muy im­
portante que sea, sólo ha sido una de las etapas de la desco­
lonización, y según algunos la más fácil. La independencia
política, para no ser una palabra vana, debe apoyarse en unas
bases económicas sólidas. Numerosos Estados en otro tiempo
colonizados deben construir sobre bases nuevas una econo­
mía, hasta entonces orientada en función de las necesidades
o de los beneficios del colonizador. Abordar este amplio pro­
blema excede del marco del presente estudio. Creemos, sin
embargo, atinadas las siguientes observaciones de un autor
inglés:

«Los imperios coloniales sólo dejarán de existir el día en


que los pueblos de la tierra estén en todos los ámbitos de la
vida, en situación de igualdad mutua y absoluta» (4). Pero para
conseguir esa igualdad existe una libertad necesaria, si no sufi­
ciente, la de la elección; acceder a la independencia permite
esa elección, que no es posible en condiciones de dependencia.

(4) E.-A. W alker, The Colonies: Past and Future.


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IN D IC E

Introducción ... . ................................................................. 5

Primera parte. La fase de preparación - 1919-1939... 13

Capítulo I. La primera guerra mundial y sus efectos. 15


1. La estabilidad de los imperios durante
la primera guerra mundial.......... ... 15
2. Actitudes ante los problemas surgidos
del con flicto........................................... 16
3. La Sociedad de Naciones y los mandatos 19
4. La evolución del Oriente Próximo
«colon iza d o» hasta 1939 ................. 25

Cap. II. Fuerzas conservadoras y fuerzas de eman­


cipación entre las dos guerras......... ••• 31
1. La buena conciencia de las potencias
c o lo n ia le s ............................................ 31
2. El replanteamiento de la colonización
en E u r o p a .............................................. 35
La crítica socialista............................. . 35
La condena marxista de la coloni­
zación................................................... 39
La Liga contra el Imperialismo ... 44
3. La marea ascendente de los pueblos
de co lo r................................................... 45
El impacto de Occidente ................. 45
El despertar de los continentes colo­
49
nizados ..............................................

Cap. II I. Política colonial y nacionalismos................ 59


1. La política inglesa..................................... 59
India y C e ilá n ............................... 62
Las posesiones inglesas del Africa
negra.................................................... 67
2. La política fran cesa ................................. 71
En los p r o te c to r a d o s ........................ 75
A r g e lia ................................................... 77
Las «olas de la resaca» en las colo­
nias francesas.................................. 79
3. La política holandesa............................... 90
La administración de las Indias ho­
landesas.............................................. 91
El nacionalismo indonesio................. 99
El desarrollo del nacionalismo......... 102

Segunda parte: Las nuevas condiciones de las relaciones


entre colonizados y colonizadores ... 10/

Cap. IV. Las consecuencias inmediatas de la guerra


(1 9 3 9 -1 9 4 5 ).............................. .......... 109
1. La guerra y los pueblos coloniales ... 109
2. Los progresos de la idea de internacio­
nalización de las colonias ................. 121
3. Los europeos ante los problemas colo­
niales después de finalizar la guerra. 124
El nacimiento de la idea de la Unión
F ra n cesa ............................................ 125
La Constitución francesa de 1946... 127
La idea de una Commonwealth ho­
landesa ........................................ 133
El oportunismo británico en acción. 134

Cap. V. La acción de las fuerzas exteriores .......... 141


1. Las iglesias cristianas frente a la desco­
lonización ............................................... 142
Los motivos de intervención de las
iglesias ............................................... 143
La influencia de las iglesias............. . . 144
2. La influencia de la ideología y la polí­
tica marxistas en la d e s c o lo n iz a c ió n . 146
La influencia del marxismo en los
146
países colonizados .........................
La política anticolonialista de la
148
U R S S ............................................. •••
La actitud de los partidos com unis­
150
tas o ccid e n ta le s........................ •••
3. Estados Unidos y el problema colonial. 153
El anticolonialismo de F. D. R oo-
153
s e v e lt ..................................................
La influencia de la «guerra fría» en
la política de Estados Unidos .
4. La O N U y los p ro b le m a s d e la d e s c o lo ­
n ización ........................................................ K-,2
La Carta d e San F r a n c is c o ... 16?
El a n tic o lo n ia lis m o de la O N U ......... 167

T ercera parte: La e m a n cip a ció n de las c o lo n ia s asiáticas 177

C ap. V I. La in d e p e n d e n cia de I n d o n e s i a ................... 17P


1. El in te n to d e c o e x is t e n c ia .......... 179
La in flu en cia de la o c u p a c ió n ja­
pon esa ......................... 179
El n a cim ie n to d e la R e p ú b lica I n d o ­
nesia ( 1 9 4 5 ) ......................................... 1S 1
El reg reso d e los h o la n d e ses .............. 184
2. El in te n to d e r e c o n q u i s t a ......................... 190
La p rim era « o p e r a c ió n p o lic ia l» ( j u ­
lio d e 1 9 4 7 ) ............................................. 140
El A c u e r d o del « R e n v i l le » (e n e r o d e
1 9 8 4 ) y la p o lítica fed era lista dé­
los h o l a n d e s e s .......................................... 19-1
La seg u n d a « o p e r a c ió n p o lic ia l» ( d i ­
c ie m b r e d e 1 9 4 8 ) .................................... 198
3. La in te rn a cio n a liza ció n d e la cu e s tió n
i n d o n e s i a .................................................... 201
Las re a ccio n e s ante la o p e r a c ió n
p o l i c i a l ...................................................... 201
La tra n sferen cia d e la so b e ra n ía :
c o n fe r e n c ia d e La H a y a (a g o s t o
d e 1 9 4 9 ) ................................................. 205
La c u e s tió n d e N u e v a G u in e a ( Iriá n ) 208

Cap. V II. La e m a n c ip a c ió n d el A sia inglesa ............. 211


1. La in d e p e n d e n c ia d e la I n d i a ..................... 21
ro

La situ a ció n en 1 9 4 5 .............................. 21


kj

El G o b i e r n o la b o ris ta ante el p r o ­
b le m a i n d i o .............................................. 218
El plan M o u n t b a t t e n ............................ 222
El p r o b le m a d e lo s E s ta d o s p r in ­
c i p e s c o s ...................................................... 225
In d ia y P a q u istá n en la C o m m o n -
w e a l t h ....................................................... 226
2. La in d e p e n d e n c ia d e B irm a n ia , C e ilá n
y M alasia ..................................................... 228
Cap. V III. El fracaso de la Unión Francesaen Asia. 235
1. Asociación o reconquista..................... 237
La formación de la República D em o­
crática de Vietnam (septiembre de
1 9 4 5 ) ................................................ 237
La entrada en escena de los franceses. 239
2. A la búsqueda de un nuevo interlocutor 241
El fracaso del acuerdo con el
V iet-m in h ......................................... 241
Una solución de recambio: Bao-Dai. 246
3. La independencia de Indochina .......... 249
Los acuerdos de la bahía de Along
y la política de B a o -D a i................ 249
El destino fugaz de los Estados aso­
ciados de In d o ch in a ...................... 250
Los acuerdos de Ginebra ................ 255

Cuarta parte: La descolonización de A f r i c a ................ 259

Cap. IX . El movimiento a froa siá tico....................... 261

Cap. X . La evolución constitucional del Africa


inglesa.......................................................... 265
1. La evolución del Africa occidental ... 270
De Costa de O ro a Ghana................. 270
La evolución de Nigeria .................... 277
2. El «viento del cam bio» en el Africa
oriental in g lesa ..................................... 283
Tanganika ............................................. 283
Kenia ..................................................... 288
U g a n d a ................................................... 295
3. Africa ce n tra l............................................ 296

Cap. X I. La independencia del Congo belga .......... 305


1. El Congo belga ....................................... 306
Administración y paternalismo......... 306
Las transformaciones interiores del
Congo ............................................... 309
Las vacilaciones de la política belga. 311
2. El Congo in depen d ien te....................... 317
El agravamiento de la crisis (1958-
1 9 5 9 ) ................................................... 317
La declaración del 13 de enero y sus
consecuencias..................................... 320
La mesa redonda y la independencia
(en ero-ju n io de 1960) ................... 322

Cap. X II. Los p rotectorad os franceses de A frica del


N orte: del nacionalism o a la nación ... 3^.5
1. La ev olu ción política del p rotectora d o
tu n e cin o .......................................................
2. La ev olu ción política del p rotectora d o
m arroquí .................................................. ’ ^

Cap. X I I I . La descolon iza ción del A frica negra inglesa. 3 39


1. M adagascar y el A frica negra bajo la
C on stitu ción de 1946 ................................. 342
La revuelta de M adagascar.......... ... 342
La form ación de los partidos p o líti­
cos a frica n os................................. 34/
La lev de bases (la loi-cadrt\ 1 9 56). 352
Los partidos africanos y laloi-cadre. 356
La ev o lu ció n de los territorios bajo
tutela: T o g o , C a m e r ú n ................... 3*)9
2. A frica negra y M adagascar bajo la
C on stitu ción de 1958: la C o m u ­
nidad ...................................................... 362
La C on stitu ción de 1958 ................... 36 3
Los africanos y la C o m u n id a d ........... 366
La e v o lu ció n de la C o m u n id a d ........... 369

Cap. X I V . La independencia de A rg e lia ................. 37 5


1. La A rgelia del E statuto de 1 9 4 7 ........... 37 5
2. La insurrección del 1 de n ov iem b re
de 1954 ..................................................... 379
3. La política argelina del general D e
G a u l l e ......................................................... 383
4. Crisis y n egociacion es: los acuerdos
de E v i a n .................................................... 384

Cap. XV. Las dos últim as d é c a d a s ..................... 391


¿H acia el fin de la d e s co lo n iza ció n ? ... 392

Conclusión ..................................................................................... 405

Cronología ...................................................................................... 409

Bibliografía sumaria ............................... 413

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