100% encontró este documento útil (4 votos)
1K vistas400 páginas

Neuropsicologia Del Dano Cerebr Ibanez Alonso Joaquin A. Del B

Este documento trata sobre la neuropsicología del daño cerebral sobrevenido por ictus y traumatismo craneoencefálico. Incluye información sobre la epidemiología, patología, evaluación cognitiva, diagnóstico y aspectos de la intervención neuropsicológica de estas condiciones. El documento contiene 13 capítulos que cubren diversas funciones cognitivas afectadas.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
100% encontró este documento útil (4 votos)
1K vistas400 páginas

Neuropsicologia Del Dano Cerebr Ibanez Alonso Joaquin A. Del B

Este documento trata sobre la neuropsicología del daño cerebral sobrevenido por ictus y traumatismo craneoencefálico. Incluye información sobre la epidemiología, patología, evaluación cognitiva, diagnóstico y aspectos de la intervención neuropsicológica de estas condiciones. El documento contiene 13 capítulos que cubren diversas funciones cognitivas afectadas.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 400

Neuropsicología del daño

cerebral sobrevenido
por ictus y TCE
PROYECTO EDITORIAL
BIBLIOTECA DE NEUROPSICOLOGÍA

Serie
CAMPOS DE INTERVENCIÓN NEUROPSICOLÓGICA

Coordinadores:
Fernando Maestú Unturbe
Nuria Paúl Lapedriza

OTRAS SERIES DE LA MISMA COLECCIÓN:

Neuropsicología de los procesos cognitivos y psicológicos


Neuropsicología aplicada
Guías prácticas de evaluación neuropsicológica
Guías prácticas de intervención neuropsicológica
Consulte nuestra página web: www.sintesis.com
En ella encontrará el catálogo completo y comentado

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones


penales y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar
o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente,
por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio,
sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia
o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito
de Editorial Síntesis, S. A.

© Joaquín A. Ibáñez Alfonso


Alberto del Barco Gavala
Esther Romaguera Martí
Aarón F. Del Olmo

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34. 28015 Madrid
Teléfono: 91 593 20 98
www.sintesis.com

ISBN: 978-84-917198-7-8
Índice

Prólogo

P I
C

1. Generalidades y concepto de daño cerebral


sobrevenido
1.1. Desarrollo histórico de la atención al daño cerebral
sobrevenido
1.2. Epidemiología del daño cerebral sobrevenido
1.2.1. Epidemiología del ictus
1.2.2. Epidemiología del TCE

2. Patología cerebral vascular


2.1. Tipos de ictus
2.1.1. Isquemias
2.1.2. Hemorragias cerebrales
2.2. Neuroanatomía fundamental en los ictus
2.3. Signos clínicos para la detección precoz del ictus
2.4. Alteraciones cognitivas en el ictus
2.5. Otras alteraciones en los ictus
2.6. Prevención primaria, secundaria y terciaria del ictus
2.6.1. Prevención primaria
2.6.2. Prevención secundaria
2.6.3. Prevención terciaria

3. Traumatismo craneoencefálico
3.1. Tipos de TCE
3.2. Grados de severidad
3.3. Fases y niveles de conciencia en el TCE
3.4. Alteraciones cognitivas en TCE
3.5. Otras alteraciones en TCE
3.6. Prevención primaria, secundaria y terciaria de los TCE
3.6.1. Prevención primaria
3.6.2. Prevención secundaria
3.6.3. Prevención terciaria

4. Aspectos generales de la valoración cognitiva y el


diagnóstico neuropsicológico en ictus y TCE
4.1. Evaluación neuropsicológica: valoración y diagnóstico
4.2. La valoración cognitiva
4.2.1. A modo de definición
4.2.2. Procedimiento de valoración I: anamnesis
4.2.3. Procedimiento de valoración II: pruebas
neuropsicológicas
4.2.4. Transmisión de la información
4.3. El diagnóstico neuropsicológico
4.4. Técnicas de evaluación complementaria
4.4.1. Las pruebas estructurales de neuroimagen
en TCE e ictus
4.4.2. Las pruebas funcionales de neuroimagen en
TCE e ictus
4.4.3. Otras técnicas de interés
4.5. Otras consideraciones
5. Aspectos generales de la intervención
neuropsicológica en ictus y TCE
5.1. Principios y criterios de calidad de la intervención
5.2. Factores pronósticos
5.2.1. Factores previos al daño
5.2.2. Factores relacionados con el daño
5.2.3. Factores relacionados con la intervención y
los ajustes del entorno
5.3. Fases de la intervención
5.4. Familia y entorno social del paciente
5.5. Tratamiento farmacológico
5.6. Recursos tecnológicos y técnicas experimentales en la
intervención

P II
E ,

6. Memoria: evaluación, diagnóstico e intervención


en ictus y TCE
6.1. Evaluación de los problemas de memoria asociados al
DCS
6.2. Diagnóstico de los problemas de memoria asociados al
DCS
6.3. Intervención de los problemas de memoria asociados al
DCS
6.4. Programas de intervención de los problemas de
memoria asociados al DCS

7. Procesos atencionales: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
7.1. Definición
7.2. Estado del funcionamiento atencional tras un TCE o
ictus
7.3. Modelos explicativos de la atención
7.3.1. Modelo de redes atencionales
7.3.2. Modelo clínico y jerárquico de la atención
7.3.3. Modelo factorial de la atención
7.4. Evaluación de la atención
7.4.1. Valoración cualitativa
7.4.2. Valoración cuantitativa
7.5. Diagnósticos en las alteraciones atencionales
7.6. Rehabilitación de las alteraciones atencionales
7.6.1. La restauración en las alteraciones
atencionales
7.6.2. Compensación de las alteraciones
atencionales

8. Función perceptiva: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
8.1. Evaluación de la función perceptiva en el DCS
8.1.1. Diagnóstico de las alteraciones perceptivas
8.2. Intervención de la función perceptiva en el DCS
8.3. Programas de intervención de la función perceptiva en
el DCS

9. Cognición espacial: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
9.1. Bases fundamentales de la cognición espacial
9.1.1. Conducta espacial
9.1.2. Sistemas cognitivos integrados
9.1.3. Mapas cognitivos e hipocampo
9.2. Evaluación y diagnóstico de alteraciones en la cognición
espacial
9.2.1. Alteraciones de la percepción espacial
elemental
9.2.2. Alteraciones del espacio egocéntrico
9.2.3. Alteraciones del espacio alocéntrico
9.3. Intervención neuropsicológica en la cognición espacial
9.3.1. Rehabilitación de la percepción espacial
elemental
9.3.2. Rehabilitación de las funciones del espacio
egocéntrico
9.3.3. Rehabilitación de las funciones del espacio
alocéntrico

10. Función práxica: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
10.1. Conceptualización de la función práxica y modelos
explicativos
10.2. Clasificación de las apraxias
10.3. Correlatos neuroanatómicos de la función práxica
10.4. Valoración y diagnóstico de la función práxica
10.5. Intervención en apraxias

11. Comunicación: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
11.1. Aclaraciones terminológicas básicas
11.1.1. Lenguaje, lengua y habla
11.1.2. Afasia, disartria, apraxia
11.2. Marco conceptual: escuelas y modelos teóricos en el
estudio de las afasias
11.3. Organización neuroanatómica del lenguaje
11.4. Semiología en función comunicativa
11.4.1. Expresión verbal
11.4.2. Compresión verbal
11.5. Clasificación diagnóstica de las afasias
11.5.1. Antecedentes
11.5.2. Tipología diagnóstica y perfiles clínicos
11.6. Particularidades de las alteraciones de la comunicación
en TCE
11.7. Interacción entre lenguaje y otras funciones cognitivas
11.8. Diagnóstico de las alteraciones de la comunicación en
ictus y TCE: pruebas y técnicas de exploración
11.8.1. Diagnóstico de la tipología afásica
11.8.2. Instrumentos de evaluación
11.8.3. Exploración pragmática
11.8.4. Exploración de la comunicación en
lesionados derechos
11.8.5. Valoración funcional de la comunicación
11.9. Intervención en alteraciones de la comunicación en ictus
y TCE
11.9.1. Intervención en fase aguda: técnicas de
activación
11.9.2. Intervención en fase postaguda: técnicas
orientadas a la intervención semiológica
11.9.3. Intervención en fase crónica: técnicas de
consolidación y participación social
11.9.4. Intervención socio-familiar
11.9.5. Sistemas aumentativos y alternativos de
comunicación (SAAC)
11.9.6. Particularidades de la intervención en
alteraciones de la comunicación por TCE

12. Consciencia del déficit: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
12.1. Evaluación de la consciencia del déficit
12.1.1. La falta de consciencia de déficit en los ictus
y TCE
12.1.2. Alteraciones cognitivas que pueden cursar
con anosognosia
12.1.3. Valoración de la presencia de falta de
consciencia de déficit
12.2. Tratamieto de la falta de consciencia del déficit
12.2.1. Heterogeneidad del tratamiento vs. causa
común
12.2.2. Falta de evidencias en los programas de
tratamiento
12.3. Consideraciones finales

13. Funciones ejecutivas: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
13.1. Definición
13.2. Estado de las funciones ejecutivas tras un TCE o ictus
13.3. Modelos del funcionamiento ejecutivo
13.3.1. Modelo anatómico del funcionamiento
ejecutivo
13.3.2. Componentes del funcionamiento ejecutivo
13.3.3. Modelo integrador de los procesos de
control ejecutivo
13.4. Valoración de la función ejecutiva
13.4.1. Valoración clínica del funcionamiento
ejecutivo
13.4.2. Valoración psicométrica del funcionamiento
ejecutivo
13.5. Síndrome disejecutivos
13.6. Rehabilitación de las alteraciones en las funciones
ejecutivas
13.6.1. Consideraciones generales
13.6.2. Técnicas de restauración en alteraciones de
las FFEE
13.6.3. Técnicas de compensación

14. Conducta y emociones: evaluación, diagnóstico e


intervención en ictus y TCE
14.1. Evaluación y diagnóstico de las alteraciones
emocionales y de conducta
14.2. Simulación y trastorno facticio en el DCS
14.3. Intervención en las alteraciones emocionales y de
conducta

15. Valoración y abordaje funcional de las


alteraciones secundarias a ictus y TCE
15.1. Aspectos conceptuales relevantes en el tema que nos
ocupa
15.2. Cognición y vida cotidiana: repercusiones funcionales
del ictus y el TCE
15.3. Valoración cognitiva como predictor del funcionamiento
cotidiano (y viceversa)
15.4. Valoración del funcionamiento cotidiano
15.4.1. Medida de independencia funcional y
medida de valoración funcional (FIM+FAM)
15.4.2. Clasificación internacional del
funcionamiento, de la discapacidad y de la
salud (CIF)
15.4.3. WHODAS 2.0
15.5. Abordaje funcional en neurorrehabilitación del ictus y el
TCE
15.6. Situación funcional y calidad de vida

16. El informe neuropsicológico: elaboración y


comunicación
16.1. El informe en daño cerebral sobrevenido

Bibliografía seleccionada
Prólogo

Esta colección, y en especial este libro, responde a las necesidades


generadas en torno a la profesión de neuropsicólogo. Es un privilegio
(y un placer) participar en este proyecto y también ser la encargada
de presentar un manual dirigido al tema de mayor expansión y
transcendencia en el contexto de la neuropsicología. Nuestro país ha
protagonizado un recorrido intenso en los últimos 25 años, pudiendo
decir que nos encontramos al nivel de otros países europeos
situados tradicionalmente a la cabeza de este ámbito, tales como
Reino Unido, Alemania o Francia. Esta circunstancia ha
promocionado el aumento de publicaciones especializadas y la
proliferación de programas académicos y posgrados
profesionalizantes. Así mismo, nos encontramos en vías de regular la
neuropsicología clínica como especialidad sanitaria y, entre tanto, se
ha puesto en marcha un proceso de acreditación nacional por parte
del Consejo General de la Psicología que asegura la promoción y
regulación profesional. Además acaba de crearse la División de
neuropsicología clínica, antes subdivisión dentro de la División de
psicología de la salud. Libros como este son cada vez más
indispensables, se necesitan faros que guíen una labor en expansión
por circunstancias más que evidentes. En los primeros capítulos se
aportan datos sobre la epidemiología de los ictus y los traumatismos
craneoencefálicos (TCE), los números están sobre la mesa y reflejan
las necesidades de nuestra sociedad.
Este es un manual con un gran recorrido que aborda múltiples
aspectos relacionados con todas las posibles complicaciones
derivadas de la lesión cerebral de origen traumático y vascular.
Además, lo hace de manera práctica manejando conceptos pero a la
vez aportando soluciones reales que los profesionales clínicos
podrán aplicar en el día a día. Ahonda en los procedimientos
relacionados tanto con la evaluación y el diagnóstico como con los
aspectos implicados en la intervención cognitiva, emocional,
conductual y funcional de pacientes con TCE e ictus.
La lectura de este libro deja patente la experiencia de sus autores
en el ámbito de la neuropsicología y en especial en el contexto de la
atención a personas con ictus y TCE, y se nota el esfuerzo invertido
para aglutinar toda la información relevante en el abordaje
neuropsicológico y clínico de quienes sufren este tipo de patologías y
trastornos cognitivos de cara a optimizar las opciones de
recuperación.
La neuropsicología ha ido adquiriendo un papel trascendental en
el ámbito clínico e incluso en otros (ámbitos), como el educativo, el
social o el forense. Enfermedades neurológicas, pero también otras
enfermedades mentales, se están beneficiando del conocimiento
aglutinado en torno a esta especialidad. Aunque no cabe duda que el
daño cerebral sobrevenido y, en especial, los TCE y los ictus, tienen
un papel protagonista en todo cuanto la neuropsicología es y hace.
Por un lado, un elevado porcentaje de pacientes con ictus o TCE
padecen deterioro de las capacidades cognitivas con un importante
compromiso funcional y en actividades cotidianas. Y por otro lado, la
sociedad occidental, que funciona más o menos bien de cara a
facilitar la adquisición de conocimientos y capacidades, hasta hace
algunas décadas, no ha contemplado la necesidad de ofrecer
“segundas oportunidades” derivadas de este tipo de circunstancias.
Este es el contexto en el que la neuropsicología (junto a otras
disciplinas neurorrehabilitadoras y de la neurociencia) ha contribuido
de manera significativa desde una perspectiva asistencial, social y
científica; en este sentido, cada vez existen más estudios que avalan
científicamente los beneficios de la rehabilitación neuropsicológica de
cara a la recuperación cognitiva, psicológica y funcional de pacientes
con TCE e ictus. Hace tan solo 25 o 30 años no se sospechaba el
alcance de la neurorrehabilitación en el ámbito del daño cerebral
sobrevenido; se intuía, pero los datos científicos no solo están
confirmando las observaciones clínicas, sino que han sacado a la luz
el enorme potencial del cerebro humano para recuperarse de los
efectos de lesiones graves. Los mecanismos de plasticidad cerebral
siempre han sido aliados de neuropsicólogos y pacientes sin saberlo,
ahora expertos en el campo de la neuropsicología y la neurociencia
son bastante optimistas sobra la capacidad de reorganización
cerebral y la capacidad de recuperación tras una lesión.
Precisamente en el capítulo 5 se presentan los aspectos
generales de la intervención neuropsicológica en ictus y TCE. Esto es
de agradecer, ya que se exponen las bases de la intervención que no
dependen de síntomas o circunstancias específicas sino de la
particularidad de sufrir un déficit cognitivo y de las variables que
condicionan la recuperación desde los principios de la intervención
neuropsicológica y desde la efectividad de los tratamientos. Aunque
no cabe duda que los tratamientos deben ser individualizados y
deben ajustarse a las circunstancias particulares de cada caso,
partiendo incluso del consenso con pacientes y familiares, sin
embargo, el complejo proceso clínico de la intervención ha de
basarse en principios metodológicos claros y precisos. En este
capítulo se abordan cuestiones relativas a los objetivos de
intervención, las fases que se suceden, los factores pronósticos y el
papel del entorno.
Lo mismo sucede en el capítulo 4, donde se presentan los
aspectos generales de la evaluación y el diagnóstico más allá de si
se está evaluando la memoria, la atención o cualquier otro proceso
cognitivo. Se hace especial hincapié en la incompatibilidad entre la
evaluación neuropsicológica y los abordajes basados en etiquetas
cerradas, ya que para comprender la naturaleza de los trastornos
debe adoptarse un planteamiento flexible, sensible y específico que
permita el análisis de cada paciente como un caso único. No
obstante, partir de unos fundamentos generales en ambos ámbitos
es de vital importancia, ya que los procedimientos y las actuaciones
diagnósticas y terapéuticas no son meras aplicaciones rudimentarias
de técnicas y de diversos test.
Cabe destacar la originalidad de este manual, que no es la
repetición de otros libros de consulta ni en su contenido ni en su
estructura. Es aquí donde queda patente la experiencia clínica y el
nivel conceptual de los autores que transmiten su conocimiento a
través de datos relevantes organizados de manera pragmática,
didáctica y funcional. Los capítulos dedicados al abordaje de los
procesos cognitivos siguen una estructura específica y ordenada que
permite recorrer los principales modelos teóricos así como la
fundamentación científica de cara a su exploración, al diagnóstico del
déficit y a la aplicación de estrategias terapéuticas para su
estimulación y compensación. Además, siempre se expone desde el
ámbito del TCE y del ictus con las particularidades y la idiosincrasia
de los pacientes que sufren lesiones cerebrales, y entrando de lleno
en cada capítulo en las cuestiones cognitivas y clínicas de mayor
relevancia. No se pierde el tiempo con detalles de otros ámbitos o
que pueden ser aclarados con mayor profundidad en otras lecturas,
por ejemplo, no se describen los principales test mencionados sino
que se detalla su utilidad según las circunstancias y se describen los
problemas que habitualmente se observan según el componente
cognitivo alterado. No es fácil resistirse a la tentación de contar lo
mismo una y otra vez, se agradece que en esta ocasión no sea así.
Además, no se dejan en el tintero casi nada, los procesos cognitivos
están al completo, incluso se dedica un capítulo a la cognición
espacial. Tampoco se queda fuera el análisis de la conducta, de las
emociones y de las alteraciones funcionales.
En definitiva, los autores realizan una aproximación a la
neuropsicología en el ámbito del daño cerebral sobrevenido de
manera muy específica, teniendo en cuenta, como ya se decía al
inicio, el papel protagonista de TCE e ictus en todo cuanto la
neuropsicología es y hace.
En este sentido, está claro que la historia de la neuropsicología
ha estado ligada a través de los años a la historia del daño cerebral,
a medida que los acontecimientos y las circunstancias del mundo
moderno han promocionado un mayor número de enfermedades
cerebrales y a medida que los avances de la medicina han permitido
salvar esas vidas. Ambos se han necesitado y ambos han
“sobrevivido” gracias al otro. Por un lado, el modelo lesional ha sido
una fuente ilimitada de conocimiento y nos ha permitido entender el
papel del cerebro en la conducta y la mente. Por otro lado, la
neuropsicología ha impulsado la “toma de conciencia” sobre la
relación entre conducta y cerebro, además ha proporcionado
soluciones diagnósticas y terapéuticas a los retos de los trastornos
cognitivos asociados a las alteraciones en el funcionamiento cerebral.
Así mismo, la neuropsicología se ha construido sobre los cimientos
de la propia psicología, habiendo absorbido gran parte de sus
principios y conocimiento.
No cabe duda de que el sistema cognitivo es la base de estudio
sobre la que gira la neuropsicología y, en ese sentido, tanto la
psicología cognitiva como la psicología experimental (a través del
método científico) la alimentan, aunque también la propia psicología
clínica e, incluso, los avances en neurociencia cognitiva.
Toda esta herencia se plasma en el día a día de la actividad
clínica con los pacientes y nos permite definir tanto los
procedimientos de evaluación del estado cognitivo como las
estrategias de intervención y tratamiento cuando se produce un
trastorno cognitivo. No en vano, la neuropsicología, que en esencia
es una disciplina clínica, engloba el estudio y el manejo del modo en
que se desorganizan y se reorganizan los procesos cognitivos,
generalmente tras lesiones cerebrales y alteraciones en su
funcionamiento.
Espero, y estoy convencida de ello, que este libro estimulará y
guiará a aquellos profesionales dedicados a la neuropsicología que lo
necesiten y lo deseen.

Nuria Paúl Lapedriza


PARTE I
CONCEPTOS BÁSICOS
1
Generalidades y concepto de
daño cerebral sobrevenido

En este primer capítulo se abordarán algunas consideraciones


generales en relación con el daño cerebral sobrevenido (DCS), unas
breves pinceladas sobre su desarrollo histórico y su epidemiología
actual. Esperamos que, junto a lo expuesto en los siguientes dos
capítulos, permita asentar unos conocimientos de base sobre los
ictus y los traumatismos craneoencefálicos (TCE), conocimientos
sobre los que se establecerán los contenidos más específicos de
evaluación e intervención neuropsicológica en relación con estas
patologías que se desarrollarán en el resto de este libro.
Cuando hablamos de DCS, también denominado en muchas
ocasiones como daño cerebral adquirido (DCA), en general nos
referimos a cualquier lesión del encéfalo que aparece de manera
aguda después del nacimiento, diferente por tanto de alteraciones
hereditarias, perinatales, propias del neurodesarrollo o de carácter
neurodegenerativo, como las demencias. Castellanos-Pinedo et al.
(2012) han realizado un esfuerzo por definir este heterogéneo
concepto, proponiendo como características principales del mismo la
existencia de una lesión aguda de cualquier origen en el encéfalo que
cause un deterioro neurológico permanente con impacto sobre la
capacidad funcional y la calidad de vida de la persona que lo haya
sufrido.
El DCS puede ser originado por factores externos, como la
exposición a tóxicos ambientales, infecciones o traumatismos. Del
mismo modo, factores endógenos como los ictus, tumores o
enfermedades desmielinizantes pueden generar este tipo de daño
cerebral. Las alteraciones como consecuencia de dicho daño pueden
ser focales, multifocales o difusas, y los déficits neuropsicológicos
resultantes pueden afectar a prácticamente cualquier dominio
cognitivo. Dada esta gran diversidad de causas y alteraciones, el
pronóstico del DCS es muy variado y dependerá tanto de la
naturaleza y gravedad de las lesiones como de las características
individuales de cada paciente (Ríos et al., 2008).
Con la intención de acotar el abordaje neuropsicológico tras DCS,
en este manual profundizaremos en aquellos aspectos de especial
interés relacionados con dos de sus causas más comunes: los ictus y
los traumatismos craneoencefálicos.

1.1. Desarrollo histórico de la atención al daño


cerebral sobrevenido
La neuropsicología es una especialidad relativamente joven centrada
en el estudio científico del comportamiento humano en relación con el
funcionamiento del sistema nervioso central, tanto en condiciones
normales como patológicas, a lo largo de todo el ciclo vital. Como tal,
esta especialidad se ha desarrollado principalmente durante el siglo
XX, encontrándose bien consolidada en este primer tramo del siglo
XXI. Entre los factores que propiciaron su consolidación se encuentra
el desarrollo y perfeccionamiento de las técnicas de neurocirugía, las
cuales permitieron la localización directa de funciones cognitivas en
humanos sin necesidad de esperar a la disección post mortem, el
desarrollo de la psicometría y la aplicación de la estadística para la
medición de diferencias individuales a nivel cognitivo y conductual en
la evaluación del daño cerebral. Así mismo, los avances tecnológicos
y el desarrollo de las neurociencias que se ha experimentado en las
últimas décadas han permitido el acceso a nuevos resultados
provenientes del registro de la actividad cerebral en vivo, permitiendo
la reformulación y mejora de sus marcos teóricos (Kolb y Whishaw,
2017). Otro de los principales motivos de su desarrollo y crecimiento
fueron, tristemente, las sucesivas guerras mundiales, ya que durante
las mismas, y después de ellas, muchos de los soldados regresaban
con serias lesiones y discapacidades que debían ser atendidas por
los profesionales sanitarios. Esto fue especialmente marcado tras la
Segunda Guerra Mundial, dado que la disponibilidad de antibióticos y
la mejora de las técnicas quirúrgicas permitió la supervivencia de un
mayor número de heridos, a costa de importantes discapacidades.
De manera similar, en aquel periodo, las cada vez más severas
epidemias de poliomielitis, los frecuentes accidentes laborales en el
contexto industrial y la escalada de accidentes de tráfico en la
medida que se disponía de vehículos y vías cada vez más rápidas,
se sumaron con fuerza a las causas de deterioro y discapacidad
entre la población civil.
Así, el contexto generado en la primera mitad del siglo XX propició
el aumento en el conocimiento de las relaciones cerebro-conducta y
generó la necesidad de desarrollar nuevas técnicas y procedimientos
de rehabilitación más específicos, estableciéndose consecuentes
programas de formación y entrenamiento para aquellos profesionales
encargados de proporcionar los tratamientos rehabilitadores (Stein et
al., 2009).
Hoy, tomando las palabras de Junqué y Barroso (2001), no
existen dudas sobre la importancia de la rehabilitación funcional y
cognitiva en la recuperación global de pacientes con lesiones
neurológicas. Sin embargo, el desarrollo de este ámbito de aplicación
científica comenzó de manera significativa hará apenas unos 50
años, convirtiéndose rápidamente en un área importante dentro de
las neurociencias, con un volumen de investigación en crecimiento
exponencial a nivel internacional y multidisciplinar, pero al que aún se
le puede pedir mayor precisión en los planteamientos metodológicos
para comprobar empíricamente los beneficios que en la práctica
clínica apreciamos a diario.
Lógicamente, si la neuropsicología es una especialidad
relativamente joven, joven es aún la intervención neuropsicológica. No
obstante, a medida que avanza el conocimiento de las relaciones
cerebro-cognición-conducta y de la capacidad plástica de este
órgano para adaptarse al daño cerebral, la posibilidad de la
rehabilitación neuropsicológica se vislumbra como la aportación de la
neuropsicología con mayor potencial en la práctica clínica, ya que
supone un factor significativo (en conjunción con el resto de
intervenciones rehabilitadoras) en la recuperación funcional de las
personas que padecen cualquier tipo de lesión neurológica con
déficits cognitivos asociados, promoviendo de esta manera mayores
cotas de bienestar y calidad de vida para estos pacientes y sus
familiares, suponiendo, a fin de cuentas, una iniciativa proactiva en la
recuperación de unos niveles óptimos de salud (entendiéndola según
expresa la Organización Mundial de la Salud, OMS, como un estado
de bienestar biopsicosocial) en aquellas personas que
desafortunadamente sufren las consecuencias de alguna lesión
cerebral.
En cuanto a la rehabilitación de los ictus (o accidentes
cerebrovasculares), Paul Broca ya fue en el siglo XIX uno de los
pioneros en el desarrollo de programas de tratamiento de los
cuadros afásicos derivados (basados en la repetición pasiva de
movimientos de los miembros paralizados, la estimulación eléctrica,
el uso de ayudas complementarias, o diversas técnicas quirúrgicas).
Sin embargo, hasta mediados del siglo XX, la actitud tanto de los
médicos como de los familiares de personas que sufrían un ictus era
de desesperanza, dado que bajo las mínimas condiciones
terapéuticas y rehabilitadoras de las que se disponían, estos
pacientes con frecuencia se deterioraban rápidamente.
El desarrollo sistemático de la rehabilitación de pacientes con
DCS no se inició hasta la segunda mitad del siglo XX, siendo a partir
de los años 70 y 80 cuando comenzaron a desarrollarse unidades
específicas y un número cada vez mayor de investigaciones en dicho
ámbito. Desde esta época, y especialmente a partir de los años 90,
ha empezado a estar claro que grupos multidisciplinares organizados
en torno a la rehabilitación de pacientes que han sufrido daño
cerebral tras un ictus o un TCE pueden proporcionar importantes
beneficios más allá de la recuperación espontánea que sucede en la
mayoría de los casos tras estas lesiones, siendo más probable la
recuperación de habilidades para llevar a cabo las actividades de la
vida diaria y el retorno a la comunidad, reduciendo la probabilidad de
muerte de estas personas (Ruff, 2005; Stein et al., 2009).
No obstante, hoy en día no están del todo claros los factores
específicos y las terapias (o combinación de estas) que resultan más
eficaces para cada caso. Más aún cuando las intervenciones
rehabilitadoras son típicamente multidisciplinares (médicos,
fisioterapeutas, psicólogos, enfermeros, logopedas, terapeutas
ocupacionales, trabajadores sociales, etc.), con objetivos variados y
ajustadas a las necesidades y metas específicas de cada paciente,
lo que hace que en la práctica sean muy difíciles de estandarizar,
medir y comparar. A este hecho hay que añadir la complicación
adicional de la heterogeneidad de las lesiones y discapacidades
resultantes, los distintos momentos temporales en los que se realiza
la intervención desde que se registra el daño cerebral, la edad y
otros antecedentes y variables de los pacientes, alteraciones
concomitantes, y diversas dificultades metodológicas como pobres
descripciones de los tratamientos, controles inadecuados, muestras
pequeñas o falta de sensibilidad y especificidad de las medidas.
La rehabilitación neuropsicológica se encuentra dentro de esta
misma línea de desarrollo que acabamos de comentar. De este
modo, las intervenciones centradas en la rehabilitación del deterioro
cognitivo se han convertido paulatinamente en un componente
estandarizado de los cuidados médicos en pacientes con DCS,
encontrándonos en la actualidad ante un importante auge en el
interés por la rehabilitación neuropsicológica tanto a nivel clínico
como de investigación. Sin embargo, la efectividad de la
rehabilitación cognitiva se encuentra comprometida por los mismos
factores específicos comentados en el párrafo anterior, estando
abiertas hoy día cuestiones como las siguientes (Rohling et al.,
2009):

– ¿Proporciona la rehabilitación cognitiva tratamientos de


eficacia tras lesiones neurológicas?
– ¿Se diferencian en efectividad los distintos tratamientos según
funciones cognitivas?
– ¿Hay evidencia de tratamientos eficaces en funciones
específicas?
– ¿Hay efectos moderadores a gran escala que afectan la
efectividad de estos tratamientos?

Estos y otros interrogantes se encuentran en pleno debate


científico y han motivado la realización de diversos estudios meta-
analíticos sobre la base del creciente conjunto de investigaciones al
respecto. De este modo, análisis como el de Cappa et al. (2005)
encontraron limitadas evidencias de alta calidad (por ejemplo,
estudios Clase I) que apoyasen diversos tipos de rehabilitación
cognitiva; específicamente solo encontraron evidencias favorables en
tratamientos para la heminegligencia visual, la apraxia y la memoria
tras ictus. Por otra parte, Cicerone et al. (2005, 2011) concluyeron
tras sus revisiones que existía una fuerte evidencia sobre la
efectividad de los tratamientos cognitivos en el lenguaje, la
percepción visoespacial y las praxias tras un ictus, así como
evidencias a favor de la rehabilitación cognitiva de la memoria, la
atención, habilidades comunicativas, y de las funciones ejecutivas
tras TCE. En ambos casos, los autores enfatizaron la necesidad de
generar ensayos controlados y aleatorizados, junto a una mejor
caracterización de los grupos experimentales, con el objeto de
conseguir un mayor apoyo empírico para las distintas intervenciones
cognitivas que en la práctica clínica demuestran su utilidad.
Según los datos propuestos en diversos estudios, ictus y TCE se
encuentran entre las patologías que con mayor frecuencia precisan
de rehabilitación neuropsicológica, ya que el deterioro cognitivo es
uno de los aspectos más importantes en la recuperación de estos
cuadros clínicos (Ríos et al., 2008). Sin embargo, la rehabilitación
cognitiva ha sido históricamente una de las intervenciones menos
apreciadas a pesar del papel crucial que juegan los profesionales
implicados en la recuperación funcional de estas personas.
En estos casos se dan con bastante frecuencia alteraciones
cognitivas cuya mejora resulta fundamental a la hora de retomar
cierta independencia en las actividades de la vida diaria,
consiguiendo de esta manera mejorar la calidad de vida de estas
personas tras el desafortunado episodio que les ha tocado vivir
(Stein et al., 2009).

1.2. Epidemiología del daño cerebral sobrevenido


El conocimiento de la epidemiología del DCS resulta de gran interés
para cuantificar la prevalencia que ciertas patologías tienen en la
población y así establecer con exactitud la repercusión de estas a
nivel sociosanitario. Además, también nos permite definir perfiles en
función de las variables sociodemográficas que permiten delimitar
qué características personales son un factor de riesgo para la
presencia de un daño cerebral, lo cual resulta de vital importancia
para la creación de políticas de prevención lo suficientemente
ajustadas como para lograr un cambio significativo en la prevalencia
y tendencias asociadas a estos daños.
A nivel clínico, contar con las cifras de prevalencia y con los
perfiles característicos de cada daño cerebral nos permite disponer
de una información adicional acerca de la frecuencia con la que
podemos encontrarnos ciertos tipos de daño cerebral, así como la
posible evolución que es esperable en la recuperación de estos en
función de la edad, educación y género prototípicos, lo que puede
servir de ayuda para la toma de decisiones a nivel terapéutico.
Sin embargo, resulta complicado contar con datos
epidemiológicos para todas las causas posibles de daño cerebral. En
muchos casos, cada etiología, como veremos más adelante, tiene
sus propias características que dificultan la medición aproximada y
una correcta cuantificación. Además, las fuentes de datos varían
mucho de unos países a otros en función de sus diferentes sistemas
sanitarios y formas de reunir la información. Es importante tener en
cuenta también que existen muchas variables geográficas y culturales
que pueden tener un alto impacto en cómo se interpreta el grado de
prevalencia de ciertas causas de daño cerebral, algo que se puede
ver cuando contrastamos también datos en función del índice de
desarrollo del país estudiado.
En este punto, la intención es dar una descripción actualizada de
la prevalencia mundial, en general, de las dos causas etiológicas que
se abordan en el presente manual: los ictus y los TCE. En particular,
se trata de ofrecer algunos datos sobre la prevalencia en España y
el perfil de las personas prototípicas afectadas, así como la
estimación de la evolución de cifras que se espera para años futuros,
siempre atendiendo a las características específicas de cada una de
las etiologías que imponen ciertas restricciones a la interpretación de
los datos que nos aportan los estudios disponibles.

1.2.1. Epidemiología del ictus


Los ictus son considerados actualmente como un problema de salud
de primer orden mundial. De hecho, según indicó la OMS en su atlas
sobre enfermedades cardiovasculares e ictus (Mackay et al., 2004),
este tipo de patología representaría la tercera causa de muerte en el
mundo occidental y, sobre todo, la primera causa de discapacidad
física en personas adultas, algo que se sigue manteniendo en la
actualidad. Ha de tenerse en cuenta también la relación que pueden
tener los ictus con enfermedades tremendamente incapacitantes,
como el caso de las demencias. La importancia que se desprende de
estos primeros datos nos informa de la dimensión que el problema
de los ictus supone para los sistemas sanitarios, lo que lleva a la
necesidad de estudios periódicos que permitan ver la evolución de
estas cifras y el efecto de las políticas sanitarias que están
impulsándose para reducir su impacto.
En un reciente estudio sobre la presencia del ictus a nivel mundial
realizado por Feigin et al. (2014), teniendo en cuenta estudios de 119
países, se estimó que un total de 16,9 millones de personas sufrieron
un ictus en 2010, existiendo 33 millones de personas en el mundo
que habrían sobrevivido a uno anteriormente, con las consecuentes
secuelas asociadas. Además, se estimó que 5,9 millones de
personas habrían fallecido por causas relacionadas con ictus,
tasando el total de años libres de discapacidad perdidos en 102
millones. El dato más alarmante se encuentra en la evolución de
estos indicadores, habiendo aumentado cada uno de ellos en un 68
%, 84 %, 26 % y 12 % desde 1990 a 2010, respectivamente. De
continuar esta tendencia se estima que las muertes en el mundo
debidas a ictus llegarían a la cifra de 12 millones, existiendo más de
70 millones de supervivientes y 200 millones de años libres de
discapacidad perdidos.
Un detalle que también se desprende de este tipo de estudios a
nivel mundial es la reducción de mortalidad por ictus en países
desarrollados en comparación con un gran aumento en países
subdesarrollados o en vías de desarrollo. Esto es debido, en gran
parte, a los avances médicos disponibles en los primeros y el
aumento de la esperanza de vida en los últimos, al ser más frecuente
la presencia de ictus en personas mayores. Sin embargo, no puede
obviarse el hecho de que también comienza a experimentarse un
alarmante aumento de prevalencia en poblaciones menores de 20
años (Feigin et al., 2014).
Como ocurre a nivel mundial, la tendencia a la reducción en los
países desarrollados de la mortalidad por ictus puede observarse
también en España. Concretamente, en el año 2013 murieron 27 850
personas en España debido a problemas relacionados con
enfermedades cerebrovasculares (INE, 2015), mostrando una mayor
prevalencia en mujeres (16 257) que en hombres (11 593). Aunque
estas cifras se encuentran un 5,9 % por debajo del año anterior,
continúan manteniendo en un segundo lugar de causa de defunciones
a los ictus (primero en mujeres) en España. Además, resulta
interesante resaltar el diferente impacto según la zona de España
que sea observada, mostrándose el sur del país con una prevalencia
mayor que la media nacional, y la zona norte con una prevalencia
menor. Pese a estos datos que indican un descenso en el número de
muertes, la OMS espera un aumento del total de casos cercano al
27 % para el año 2025 para nuestro país (Álvarez Sabín, 2008).
Estos datos ponen de manifiesto la relevancia de la atención
especializada a las personas que padecen ictus. En especial, en lo
que respecta al abordaje de las secuelas cognitivas que afectan al
desempeño de las actividades de la vida diaria de aquellos que
sobreviven al ictus.

1.2.2. Epidemiología del TCE


La prevalencia del TCE resulta más difícil de cuantificar que la del
ictus, ya que depende en gran medida de la definición de lo que se
puede considerar un traumatismo craneoencefálico, muy imprecisa
en los casos de poca gravedad, pudiendo variar las cifras según el
grado de inclusión que la clasificación empleada tenga. Además, a
diferencia de los ictus, existen muchos más casos de TCE leves que
no requieren (o no solicitan) una atención médica, por lo que no son
cuantificados como tal dentro del cómputo global (Roozenbeek et al.,
2013).
De estas dos primeras observaciones se deriva la gran dificultad
para contar con unos datos a nivel mundial y local que permitan
hacernos una idea del impacto real que los TCE tienen sobre la
población. De hecho, una de las grandes características en las
comparaciones epidemiológicas entre países es la disparidad,
pudiendo encontrar cifras muy diferentes de incidencia entre países
relativamente similares y cercanos, ya que dependen del propio
funcionamiento de los diferentes sistemas sanitarios y los protocolos
a seguir ante estos traumatismos (Peeters et al., 2015). Sin
embargo, la OMS sí alerta sobre el grave impacto que los TCE
tienen a nivel mundial, considerando que hay más de 5 millones de
muertes al año relacionadas directamente con ellos, lo que supone
un número de fallecimientos mayor que los debidos al VIH, la malaria
y la tuberculosis juntos (Gosselin et al., 2009).
Sí se dispone de varios estudios epidemiológicos recientes sobre
prevalencia en Estados Unidos y Europa que permiten observar el
impacto de los TCE. En el primer caso, se estimaron en torno a 1,7
millones de casos al año, de los cuales 52 000 terminaron en
fallecimiento (Centers for Disease Control and Prevention, 2014). En
el caso del continente europeo, se considera que al menos hay 235
casos por cada 100 000 habitantes (Roozenbeek et al., 2013). Estas
cifras llevan a convertir los TCE en una de las primeras causas de
invalidez y pérdida de funcionalidad. Concretamente en Estados
Unidos se estima la existencia de al menos 5,5 millones de personas
con secuelas derivadas de un TCE, mientras que en Europa la cifra
asciende a 7,7 millones.
Como se verá más adelante, las causas de TCE pueden ser muy
variadas y afectar de manera diferencial a diversos colectivos o
poblaciones. Pese a la existencia de tantas dificultades para realizar
afirmaciones consistentes sobre cifras y características
demográficas asociadas, una reciente revisión sistemática realizada
por Peeters et al. (2015) sobre la epidemiología de los traumatismos
en Europa arroja un perfil de edad característico de entre los 25 y 75
años, indicando además una mayor prevalencia en varones. Resulta
relevante considerar que la causa más destacada en Europa parecen
ser las caídas, incluso por delante de los accidentes de tráfico, una
nueva tendencia que parece derivar del progresivo envejecimiento
que está experimentando la población europea.
En España concretamente, resulta difícil contar con datos
actualizados sobre prevalencia. Si bien hay estudios realizados en la
última década que muestran un patrón algo inferior al de la media
europea, con 200 casos por cada 100 000 habitantes, estimando en
un 15 % en total de fallecimientos y en otro 15 el total de personas
que quedan con secuelas, siendo en nuestro país la primera causa
de discapacidad en menores de 45 años y la tercera en el resto de
las edades, suponiendo un importante coste a nivel sanitario (Orbe et
al., 2006).
2
Patología cerebral vascular

El término ictus (palabra que proviene del latín y que significa choque
o golpe rápido, repentino, brusco) se emplea como sinónimo de
patología vascular cerebral debido a que la mayoría de accidentes
cerebrales vasculares ocurren de forma súbita. La palabra ictus
aparece documentada en la literatura médica francesa desde
mediados del siglo XIX, y en antiguos tratados de medicina se
expresaban los ataques repentinos mediante expresiones latinas
como ictus cordis (ataque cardiaco), ictus epilepticus (ataque de
epilepsia), ictus sanguinis (ataque por accidente cerebrovascular),
etc. El término inglés equivalente es stroke.
Según el Diccionario de términos médicos de la Real Academia
Nacional de Medicina de España (uno de sus objetivos es la
normalización del lenguaje médico) se han empleado numerosos
términos para designar el ictus: accidente cerebrovascular (ACV),
accidente cerebrovascular agudo (ACVA), accidente vascular
cerebral (AVC), accidente vascular encefálico (AVE), apoplejía,
apoplejía cerebral, enfermedad cerebrovascular aguda (ECVA),
enfermedad vascular cerebral aguda (EVCA), ataque cerebral,
congestión cerebral, derrame cerebral, o ictus apopléjico.
La palabra ictus (como stroke) es un término general, por tanto,
impreciso, pero que engloba todas las clases de ACV, es decir, el
conjunto de enfermedades que afectan a los vasos sanguíneos que
suministran sangre al cerebro. A pesar de tratarse de un término
genérico la Sociedad Española de Neurología (SEN) recomienda su
uso. Así, el empleo de esta expresión se ha extendido en la
sociedad, probablemente debido al aumento de los casos y a la
mayor información con que se cuenta acerca del ictus. En este
capítulo se muestran clasificaciones que nos proporcionarán
información sobre la naturaleza de los tipos de ictus, sus posibles
secuelas y su pronóstico de recuperación.
Un ictus puede definirse como una alteración del sistema
circulatorio a nivel cerebral que, por varias causas, provoca la falta
de riego sanguíneo en diferentes estructuras cerebrales. Esta falta
de riego puede asociarse a muerte neuronal, que será mayor cuanto
más se mantenga la falta de riego sanguíneo en el tiempo, pudiendo
finalmente causar la muerte al individuo. En este sentido, la
clasificación del ictus se realiza con frecuencia en función de la causa
por la que se produzca la alteración, señalando principalmente dos:
la restricción de aporte sanguíneo y la ruptura de vasos sanguíneos.
Atendiendo a esta diferenciación, se habla principalmente de
isquemias y de hemorragias respectivamente, como dos grandes
grupos de ictus. Aproximadamente el 80 % de los ictus son de
naturaleza isquémica (Martínez-Vila et al., 2011). Además, dentro de
estos dos subtipos generales, puede haber otras subclasificaciones
en las que se hace necesario detenerse para obtener una
descripción más concreta y útil de los ictus.

2.1. Tipos de ictus


Existen diferentes formas de presentación de ictus, de las cuales va
a depender también en gran parte el déficit cognitivo asociado que
podemos encontrarnos en el paciente. La clasificación que vamos a
desarrollar a continuación se resume en:

a) Isquemias:

1. Globales
2. Focales

– Ataque isquémico transitorio (AIT)


– Infarto cerebral
– Infarto lacunar

b) Hemorragias:

1. Subaracnoidea
2. Intraventricular
3. Parenquimatosa

– Profunda
– Tronco cerebral
– Lobar
– Cerebelosa

2.1.1. Isquemias
Como se refería anteriormente, las isquemias son un tipo de ictus
caracterizado por la reducción o interrupción del flujo sanguíneo en el
cerebro y cuyas secuelas van a variar mucho en función del tiempo
de interrupción y las áreas afectadas. Puede verse gráficamente
esta clasificación en la figura 2.1.
Figura 2.1. Clasificación de los ictus isquémicos. AIT: ataques isquémicos transitorios.
Fuente: Basado en la clasificación de Martínez-Vila et al., 2011.

Así, distinguimos entre isquemias globales e isquemias focales.


En el primer caso, la obstrucción o la falta de aporte sanguíneo
afectaría a todo el cerebro mientras que, en el segundo caso, solo
ciertas zonas del encéfalo se verían comprometidas. Lo más habitual
es observar isquemias de tipo focal, las cuales se subclasifican en
función de su naturaleza.
Dentro de las isquemias focales, encontramos los ataques
isquémicos transitorios (AIT) y los infartos cerebrales. La principal
diferencia entre ambos radica en la duración de los signos y las
secuelas a nivel cerebral que se describen. En los AIT, la duración de
los signos es inferior a una hora, resolviéndose en un corto periodo
de tiempo y sin dejar muestras aparentes a nivel cerebral del
episodio isquémico, por lo que se suele decir que sí cumplen el
requisito de isquemia, pero no de necrosis. Sin embargo, en los
infartos cerebrales la duración de los signos es mayor (más de 24
horas) y en pruebas de neuroimagen aparecen evidencias claras de
zonas infartadas.
Tanto los AIT como los infartos cerebrales pueden suceder por
diversos mecanismos de producción, distinguiéndose habitualmente
tres: trombótico, embólico y hemodinámico. En el primer caso, el
mecanismo trombótico hace referencia a la situación en la cual el
material que obstruye el vaso sanguíneo es producido en el propio
vaso sanguíneo. Concretamente, la arteriosclerosis es el mecanismo
principal de este subtipo, entendiéndola como el debilitamiento de la
capa más interior de los vasos sanguíneos por diversos factores de
riesgo, provocando la acumulación progresiva de material (colesterol
o células) y el consecuente estrechamiento de los vasos. De esta
manera, puede interrumpir el flujo sanguíneo provocando un ictus.
En el caso de los ictus isquémicos de tipo embolico, el material
que obstruye el vaso sanguíneo procede de otro lugar del sistema
circulatorio y viaja por él hasta que termina provocando un
taponamiento en las arterias cerebrales. El último mecanismo a tener
en cuenta es el hemodinámico, que más que una oclusión consiste en
una reducción del aporte sanguíneo derivado de una baja tensión
arterial u otras causas que reducen cuantitativamente la cantidad de
sangre que llega al cerebro, terminando por producir un infarto
isquémico.
Finalmente, un último tipo de isquemias a tener en cuenta son las
conocidas como infartos lacunares o de pequeño vaso. Este tipo se
caracteriza por lesiones pequeñas, de menos de 15 mm, en las
arterias perforantes del cerebro, dando lugar a una serie de
síndromes lacunares clásicos: hemiparesia pura, síndrome sensitivo
hemicorporal puro, hemiparesia atáxica, disartria-mano torpe y
síndrome sensitivo-motor.
2.1.2. Hemorragias cerebrales
Las hemorragias cerebrales forman un grupo menos prevalente de
ictus (suponen alrededor del 20 % del total), y ocurren cuando la
sangre es expulsada fuera del sistema vascular a raíz de una ruptura
de los vasos sanguíneos. De nuevo, como ocurre con las isquemias,
existen diferentes tipos de hemorragias que se suelen clasificar
desde un punto de vista topográfico. La clasificación puede verse en
la figura 2.2.
En primer lugar, hay un grupo claramente diferenciable en función
de la localización del sangrado primario, dividiéndose en hemorragias
subaracnoideas, hemorragias intraventriculares y hemorragias
parenquimatosas. En el primer caso, el vertido de sangre se produce
directamente en el espacio subaracnoideo, que se encuentra entre
las membranas aracnoides y piamadre, en la parte externa del
cerebro, y es generalmente producida por la ruptura de aneurismas
congénitos. Las hemorragias intraventriculares se caracterizan
porque el sangrado se produce dentro de los ventrículos cerebrales.
Por último, las hemorragias parenquimatosas se subclasifican en
función de la zona del encéfalo donde se produce la extravasación
sanguínea, dando lugar a cuatro tipos:

1. Hemorragias cerebrales profundas: tienen una localización


subcortical, afectando principalmente a los ganglios basales
y al tálamo, y llegando en la mitad de los casos a abrirse al
sistema ventricular, siendo la principal causa la hipertensión
arterial.
2. Hemorragias cerebelosas: como su propio nombre indica,
ocurren en el cerebelo, por lo que los primeros signos
visibles suelen ser los relacionados con la ataxia. Suelen
tener como principal factor de riesgo la hipertensión arterial.
3. Hemorragias del tronco cerebral: suelen revestir mayor
gravedad con un resultado fatal en más del 65 % de los
casos. Principalmente, afectan al tronco encefálico y, en
menor medida, al bulbo raquídeo.
4. Hemorragias lobares: pueden ser tanto corticales como
subcorticales, afectando a cualquiera de los lóbulos
cerebrales en uno u otro hemisferio, presentando una
etiología más variada, como tumores y malformaciones
vasculares, entre otras (De Luís y García et al., 2012).

Figura 2.2. Clasificación de los ictus hemorrágicos.


Fuente: Basado en la clasificación de Martínez-Vila et al., 2011.

2.2. Neuroanatomía fundamental en los ictus


A la hora de abordar las secuelas neuropsicológicas derivadas de un
ictus, un conocimiento adecuado de la localización topográfica del
mismo puede suministrarnos una importante cantidad de información
sobre qué alteraciones cognitivas pueden ser esperables en el
paciente y sobre la evolución de las mismas. Por ello mismo resulta
de interés contar con un mínimo esquema de la neuroanatomía
fundamental del sistema vascular a nivel cerebral.
Para comenzar, se ha de tener en cuenta que la irrigación
cerebral resulta más compleja que la del resto del cuerpo humano, al
tener una red mucho más extensa dada el importante suministro de
sangre que el cerebro necesita para mantener su consumo
energético de forma ininterrumpida. Al hacer referencia a esta
irrigación se distinguen dos sistemas a partir de los cuales se llega a
todas las partes del encéfalo: el sistema de circulación anterior y el
sistema de circulación posterior. El sistema de circulación anterior
comienza en la arteria carótida interna (ACI), que nace a su vez de la
arteria carótida común. La ACI se introduce en el cráneo y consta de
varios segmentos, finalizando en una división que da lugar a dos de
las tres arterias cerebrales principales tanto en el lado derecho como
izquierdo: la cerebral anterior y la cerebral media. Por su parte, el
sistema de circulación posterior, también conocido como
vertebrobasilar, que comienza a partir de las arterias vertebrales, las
cuales al unirse dan lugar a la arteria basilar, irriga principalmente el
tronco encefálico y el cerebelo. En la última porción de la arteria
basilar comienza una subdivisión de la cual parte la arteria cerebral
posterior, tanto izquierda como derecha.
A su llegada al cerebro, tanto el sistema anterior como el
posterior se unen a través de una serie de arterias comunicantes en
lo que se denomina el polígono de Willis. Esta estructura vascular
permite una irrigación uniforme en todo el cerebro y cuenta con una
arteria comunicante anterior que une la arteria cerebral anterior
izquierda y derecha, así como dos arterias comunicantes posteriores
que une la arteria cerebral media y la arteria cerebral posterior
izquierdas y derechas, lo cual supone la unión del sistema de
circulación anterior y posterior. Puede verse una representación del
polígono de Willis en la figura 2.3.
Como ya comentamos anteriormente, existen tres arterias
principales dentro de la irrigación del propio encéfalo, la arteria
cerebral anterior (ACA), la arteria cerebral media (ACM) y la arteria
cerebral posterior (ACP). Estas arterias cubren diferentes
localizaciones del cerebro y, por tanto, una alteración isquémica o
hemorrágica que las afecte va a provocar una serie de secuelas
características. La ACA irriga principalmente el lóbulo frontal,
estructuras prefrontales, el cuerpo calloso y el lóbulo parietal en sus
ramas más distales. La ACM se conoce también como arteria
silviana al realizar su recorrido principal siguiendo la cisura de Silvio.
Esta arteria irriga estructuras prefrontales, parietales, temporales,
del cuerpo estriado y la cápsula interna. Por último, la ACP se
encarga principalmente de la irrigación del lóbulo occipital. Estas tres
arterias presentan pequeños segmentos y diferentes ramas que se
dirigen a zonas concretas del encéfalo.
Figura 2.3. Representación del polígono de Willis.
Fuente: Rhcastilhos, 2010.

2.3. Signos clínicos para la detección precoz del


ictus
El tiempo de reacción ante la aparición de un ictus es vital para
reducir las secuelas que este puede producir, ya que al recibir el
tratamiento adecuado en las primeras horas se logra minimizar
considerablemente los daños asociados e incluso la posibilidad de un
desenlace fatal. Es por ello que resulta de gran interés conocer
cuáles son los signos observables que permiten reconocer el inicio de
un ACV. Existen unos signos claros que pueden dar la señal de
alarma en caso de producirse:

1. Movimiento: de manera aguda, puede experimentarse una


hemiplejia o, al menos, una dificultad para el movimiento de
las extremidades de un lado del cuerpo. Ello puede afectar al
equilibrio dificultando la marcha adecuada.
2. Sensibilidad: igualmente, puede aparecer en uno de los
lados del cuerpo una sensación de hormigueo o
adormecimiento, o una reducción de la sensibilidad similar a
una paresia.
3. Lenguaje: otro de los signos más frecuentes es la aparición
súbita de problemas en el lenguaje. Estos pueden
manifestarse tanto en la esfera comprensiva como en la
expresiva, siempre de manera repentina. Podemos
encontrarnos con personas que dejan de emitir
completamente expresión verbal, que presentan leve
tartamudez o con dificultades importantes en la articulación
del lenguaje. A nivel comprensivo, podemos encontrar
dificultades en la comprensión tanto de órdenes complejas
como simples.
4. Perceptivos visuales: en muchas ocasiones se observan
problemas relacionados con la percepción visual que
consisten en una disminución de la visión en uno de los
hemicampos, pudiendo en algunos casos afectar a los dos
ojos.
5. Coordinación motora: en algunos casos pueden observarse
problemas en la coordinación motora e inestabilidad, aún sin
la existencia de pérdida de fuerza en las piernas. También
pueden observarse problemas en la coordinación de los
brazos similares a una ataxia.
6. Dolor de cabeza: es frecuente encontrar la aparición de un
dolor de cabeza sin causa aparente, que puede ser de
moderado a muy intenso en función de las características de
la alteración vascular. En otros casos, sin presencia de dolor
se suceden mareos y vómitos.

2.4. Alteraciones cognitivas en el ictus


Tras sufrir un ictus las personas pueden presentar muchas y muy
diversas secuelas. El tipo de secuelas, su gravedad y el pronóstico
de recuperación de las mismas dependen de factores como el área
cerebral lesionada, el tipo y la gravedad de la lesión primaria, la
presencia de complicaciones surgidas durante el proceso, etc. Las
alteraciones cognitivas, como la heminegligencia u otros problemas
atencionales, pueden dificultar en gran medida el progreso en la
rehabilitación de otras áreas, como la motora, por lo que su
valoración e intervención es fundamental en el proceso rehabilitador.
Estas alteraciones no constituyen una entidad diagnóstica primaria,
sino que son secundarias a un cuadro clínico mayor: el ictus.
Entre los principales trastornos que presenta una persona tras
sufrir un evento vascular se encuentra la alteración de las funciones
cognitivas superiores, es decir, desorientación, bradipsiquia,
inatención, problemas de memoria, dificultad para organizar,
planificar y secuenciar acciones dirigidas a conseguir un objetivo,
rigidez cognitiva, deficiencias perceptivas y visoespaciales, etc. Un
grupo importante de alteraciones lo constituyen los trastornos de
comunicación. Estos pueden ser debidos a alteraciones lingüísticas
de la expresión y/o la comprensión del lenguaje (afasias) o a una
alteración motora del habla (disartria).
En los siguientes capítulos se abordarán de forma pormenorizada
la valoración e intervención de las alteraciones cognitivas que
resultan de un ictus.

2.5. Otras alteraciones en los ictus


Además de las alteraciones cognitivas, el ictus puede provocar
trastornos motores, sensoriales, emocionales y conductuales, que
repercutirán en mayor o menor medida sobre la funcionalidad en el
día a día de la persona afectada. Veamos de forma muy sucinta los
trastornos que podrían darse en cada área:

1. Área física: son las alteraciones totales o parciales de la


movilidad (plejias) y de la sensibilidad (paresias, algias),
problemas de equilibrio y coordinación motora, alteraciones
del tono muscular (espasticidad, hipotonía), deformidades en
las articulaciones (subluxaciones, pie equino varo), lesiones en
la piel producidas por la inmovilidad (escaras), trastornos de
la deglución (disfagia), disfunciones sexuales, incontinencia,
epilepsia.
2. Área afectiva y conductual: toda pérdida implica una
adaptación emocional a la misma y, por consiguiente, un
proceso de duelo en el que se experimentan distintas
emociones en cada fase. Además de las respuestas
emocionales que se consideran normales ante la presencia
repentina de alteraciones de mayor o menor gravedad y sus
consecuencias en la vida del paciente, el daño cerebral puede
mostrarse en forma de trastorno afectivo y/o conductual. En
muchas ocasiones los trastornos emocionales y del
comportamiento (dificultad para controlar emociones,
agresividad, depresión, apatía, desinhibición, agitación,
impulsividad, etc.) pueden persistir incluso después de que las
secuelas físicas se hayan recuperado y cuando ya se han
superado todas las fases del duelo. De este modo, tales
trastornos no serían atribuibles a un duelo patológico sino que
se consideran una consecuencia de las lesiones sufridas en el
cerebro. Más adelante se abordará este tema con mayor
amplitud.
3. Área funcional: se trata de la pérdida de autonomía debido a
que no se pueden realizar con normalidad las actividades de la
vida diaria. Puede afectar a actividades básicas (deambular,
asearse, vestirse o comer), instrumentales (uso del teléfono,
manejo de la propia medicación, etc.) o avanzadas (trabajo,
participación social, ocio y tiempo libre). En función del grado
de afectación el paciente puede llegar a necesitar ayudas
técnicas y asistencia o supervisión por parte de otra persona.
El fin último de toda intervención debe dirigirse a minimizar las
consecuencias del daño cerebral en esta área.

2.6. Prevención primaria, secundaria y terciaria del


ictus
Al hablar de actividades de prevención y promoción de la salud,
hacemos referencia al conjunto de actuaciones dirigidas a evitar la
aparición de una enfermedad (prevención primaria), al tratamiento de
dicha enfermedad si finalmente aparece (prevención secundaria) y a
la intervención orientada a minimizar las consecuencias a medio y
largo plazo de tal enfermedad en la persona que la padece y su
entorno sociofamiliar (prevención terciaria). Se diferencian tres
momentos de intervención o niveles de prevención establecidos por la
OMS en relación con la patología vascular.

2.6.1. Prevención primaria


Las actividades de prevención primaria se desarrollan en el periodo
prepatogénico, es decir, antes de la aparición de la enfermedad. Los
esfuerzos van dirigidos a minimizar o eliminar las causas o factores
de riesgo disminuyendo la probabilidad de padecer la enfermedad y,
por tanto, la incidencia y prevalencia de la misma.
Teniendo en cuenta el gran impacto que el ictus tiene sobre la
persona y a nivel socioeconómico, resulta de vital importancia
prevenir su aparición. En este sentido, aunque no hay una fórmula
única que ayude a evitar que pueda acontecer un ictus, sí se han
documentado una serie de factores de riesgo (Grupo de trabajo de la
GPC, 2008), de los cuales algunos son modificables y otros no
modificables. Estos últimos, aunque no puedan modificarse, ayudan a
identificar a las personas que tienen un riesgo más elevado de sufrir
un evento vascular, de manera que estas personas serán objeto de
mayor control sanitario.
Los factores de riesgo no modificables son:

1. Edad: el riesgo de sufrir un ictus aumenta con la edad, en


especial a partir de los 55 años, aunque también puede
ocurrir en personas jóvenes. Dado que es un trastorno más
frecuente en edades avanzadas, la prevalencia es cada vez
mayor debido al aumento de la esperanza de vida de la
población.
2. Género: aunque el riesgo de sufrir enfermedad vascular es
mayor en hombres que en mujeres, el número de muertes
por ictus es mayor en mujeres que en hombres. Esto se
debe a que el número de mujeres es superior al de los
hombres en edades avanzadas de la vida, en que la
incidencia del ictus es mayor (Morín Martín et al., 2003).
3. Antecedentes familiares: la presencia de antecedentes
familiares de ictus se ha asociado con un riesgo más elevado
de sufrirlo. Esto se explicaría por la transmisión hereditaria
de los factores de riesgo clásicos y el hecho de compartir
factores ambientales y estilos de vida.
4. Genética: el papel de los factores genéticos como
responsables, junto con los ambientales, del ictus está cada
vez más claro. Existen vasculopatías de base genética (por
ejemplo, CADASIL) y otras enfermedades hereditarias que
pueden causar ictus, como la de Moyamoya. Algunos
aneurismas intracraneales se asocian a genes que participan
en la inflamación y en la función endotelial. Cada vez se
emplean más técnicas para el diagnóstico genético precoz
que contribuyen a la prevención (Rodríguez Esparragón,
2014).
5. Raza: según algunos estudios existen grupos étnicos con
mayor probabilidad de sufrir enfermedades vasculares (por
ejemplo, las personas afrodescendientes tienen mayor riesgo
de sufrir hipertensión arterial), así como diferencias entre
distintas culturas (Beltrán-Blasco et al., 2005). Además,
parece que la respuesta a los tratamientos también es
diferente según se trate de la raza blanca, negra o asiática
(Park y Taylor, 2007).

Por otro lado, los factores modificables son aquellos sobre los
que sí se puede actuar para reducir el riesgo de ictus, cambiando el
estilo de vida o aplicando controles periódicos y medidas
farmacológicas. Son la hipertensión arterial (HTA), dislipemia,
diabetes (que aumenta el riesgo de padecer aterosclerosis),
obesidad, tabaquismo (tanto activo como pasivo), consumo de
alcohol y otros tóxicos, sedentarismo, dietas con exceso de sal o
grasas y la presencia de cardiopatías (como la fibrilación auricular).
Algunos hábitos como una dieta saludable, la práctica regular de
ejercicio físico moderado o el abandono definitivo del consumo de
tabaco, contribuyen a reducir la HTA o la hipercolesterolemia y,
consecuentemente, el riesgo de sufrir un ictus. Así, modificando
hábitos y estilos de vida se pueden reducir los factores de riesgo.
Por desgracia, se ha detectado un aumento de los factores de riesgo
modificables entre la población joven, lo que puede contribuir al
aumento de la prevalencia del ictus si no se cambian los estilos de
vida y se instauran hábitos más saludables.

2.6.2. Prevención secundaria


Cuando la actuación primaria no ha existido o ha fracasado se
desarrollan las actividades de prevención secundaria, interviniendo en
las fases precoces de la enfermedad. Son las que se realizan en el
periodo de aparición de la enfermedad en el que se inician los
cambios anatomopatológicos inducidos por el agente causal y
aparecen las primeras manifestaciones clínicas en el paciente. Estas
actuaciones buscan reducir la morbimortalidad. El nivel de prevención
se articula en una serie de acciones cuyo objetivo es el diagnóstico
precoz y el tratamiento intensivo de la patología en fase aguda y
postaguda. Para ello es necesaria una infraestructura hospitalaria
que incluya protocolos de actuación, personal entrenado y
herramientas tecnológicas y terapéuticas adecuadas.
En el inicio de los síntomas una rápida actuación por parte de las
personas que estén con el paciente es fundamental para poner en
marcha la cadena asistencial. Ante la sospecha de ictus (apartado
2.3) es necesario llamar al teléfono de emergencias sanitarias o
dirigirse al servicio de urgencias del hospital más próximo. Un
síntoma de ictus sí constituye una urgencia. Y aunque haya remitido
en pocos minutos, en la mayoría de los casos supone la antesala de
un evento vascular mayor. Por eso, el transporte rápido del enfermo
es crucial.
Ya en el centro hospitalario se inicia el protocolo de actuación
establecido (código ictus). El paciente ingresa en una unidad de ictus
si así se considera por parte de los neurólogos. Aunque no todos los
hospitales disponen de estas unidades especializadas, el paciente
puede ser trasladado al hospital de referencia que sí disponga de
esta unidad y donde puede beneficiarse de una terapia de
reperfusión denominada trombolisis o fibrinólisis (esta técnica se
practica en pacientes cuidadosamente seleccionados para evitar
complicaciones por la disolución de coágulos mediante la aplicación
de fármacos por vía intravenosa) y otros cuidados especiales para
prevenir y tratar posibles complicaciones. Algunas hemorragias
necesitarán intervención quirúrgica, y otras, tratamiento
endovascular.
Aplicar el tratamiento más idóneo para cada caso supone
establecer el diagnóstico etiológico preciso en el menor tiempo
posible. El tratamiento dependerá de cada caso concreto, de la
evolución y del tipo de ictus. En esta fase, la intervención
neuropsicológica estará centrada en el apoyo y asesoramiento a
familiares. Solo cuando el paciente esté fuera de peligro, se iniciarán
la valoración e intervención multidisciplinar del paciente, si así lo
requiere.

2.6.3. Prevención terciaria


Por último, las actividades de prevención terciaria tienen como
objetivo minimizar las secuelas o el grado de discapacidad. Son el
conjunto de actuaciones orientadas al tratamiento y rehabilitación de
la enfermedad ya establecida, que pueden mejorar la calidad y
esperanza de vida de las personas. Una vez superada la fase aguda,
los cuidados deben ir dirigidos a prevenir nuevos episodios (control
de factores de riesgo) y a rehabilitar las alteraciones secundarias al
ictus. Deberán establecerse plazos razonables para el inicio de la
rehabilitación una vez superada la fase crítica de la enfermedad y
solo cuando el paciente esté fuera de peligro. La readaptación del
paciente a su entorno se realizará de forma paulatina.
Los agentes de actuación de la prevención terciaria son los
profesionales sanitarios de centros de salud para el control de
factores de riesgo y el equipo multidisciplinar que interviene en la
rehabilitación. Uno de los objetivos del presente manual es explicar
los métodos de trabajo llevados a cabo en el nivel de prevención
terciaria.
3
Traumatismo craneoencefálico

3.1. Tipos de TCE


Se distinguen dos tipos de TCE: los penetrantes o abiertos y los no
penetrantes o cerrados. Los primeros ocurren cuando un objeto
impacta en el cráneo provocando la ruptura de la caja ósea, como
podría ser el caso de un TCE por entrada de proyectil o un golpe
provocado por una pelea, caída, etc. Son menos frecuentes que los
cerrados y al producirse en zonas específicas del cerebro originan
daños focales, lo que conlleva, generalmente, déficits cognitivos
específicos. Patológicamente, este tipo de TCE producen
hemorragias y destrucción del tejido encefálico.
Los tipos de hemorragias son:

a) Hemorragia epidural: es una acumulación de sangre entre la


duramadre y el cráneo. Lo más frecuente es que se origine
por una fractura temporal o parietal y desgarro de la arteria o
vena meníngea media. Según el tiempo de comienzo
hablamos de agudo (en las primeras 48 horas), subagudo (a
partir del segundo día y una semana después del trauma) y
crónico (signos visibles a partir de la primera semana).
Conforme pasan las horas (incluso días) los pacientes
presentan signos cefálicos que no remiten, y se acompañan
de vómitos, somnolencia, confusión, alteraciones cognitivas,
hemiparesia en el lado opuesto al de la lesión cerebral y
pérdida de conocimiento. En el TAC aparece con su clásica
forma de “sol naciente” que desplaza la línea media y
comprime los ventrículos laterales. El tratamiento es la
intervención quirúrgica inmediata. El pronóstico variará
dependiendo de la situación previa de la operación y la
precocidad de la evacuación. A mayor gravedad y retraso
quirúrgico, menor probabilidad de supervivencia.
b) Hematoma subdural: es una acumulación de sangre entre la
duramadre y la aracnoides (figura 3.1). Más frecuente que el
hematoma epidural. Se localiza sobre todo en lesiones por
contragolpe, siendo la zona parietal la más frecuentemente
afectada. Al igual que el hematoma epidural, podemos
encontrar sintomatología aguda o crónica. Desde el punto de
vista radiológico, en los casos agudos, es muy difícil
diferenciar un hematoma subdural de un epidural ya que
ambos pueden combinarse fácilmente. Los pacientes pueden
entrar en estado de coma desde el primer momento y
profundizar en este estado hasta la muerte. Si se produce
unilateralmente desplazan las estructuras de la línea media y
comprimen los ventrículos, efecto que puede compensarse si
el hematoma es bilateral. En los crónicos la sintomatología
que produce son cefaleas, bradipsiquia, fatigabilidad,
inestabilidad de la marcha y, en algunos casos, convulsiones.
Dicha sintomatología puede confundirse con otros
diagnósticos como tumores, cuadros de intoxicación, etc.,
sobre todo en ancianos, donde una lesión craneoencefálica ha
podido pasar desapercibida. El tratamiento consiste en la
evacuación del coágulo antes de que se produzca el coma. En
los casos de gravedad se procede a la craneotomía de cara a
controlar el coágulo.
Figura 3.1. Hemorragia subdural.

c) Hemorragia subaracnoidea: se produce por la acumulación


de sangre entre las capas meníngeas aracnoides y piamadre
(figura 3.2). Por el espacio subaracnoideo circula líquido
cefalorraquídeo y está ampliamente vascularizado. La causa
más frecuente de este tipo de hemorragias es el origen
traumático (en personas jóvenes, tras accidentes de tráfico, y
en personas mayores habitualmente por caídas en las que se
golpean la cabeza). No obstante, también puede ser
producida por causas no traumáticas, como la ruptura de
aneurismas y malformaciones arteriovenosas.
d) Contusión hemorrágica cerebral: es lo más frecuente tras un
TCE y casi siempre se acompaña de una contusión cortical y
edema periférico que se manifi esta como hinchazón sobre la
zona lesionada. Afecta con frecuencia a las zonas
parasagitales, siendo poco común la afectación de zonas
occipitales y cerebelo.
e) Hematoma intraparenquimatoso cerebral: consiste en una o
varias hemorragias en el interior del cerebro que suele ocurrir
inmediatamente después del trauma, aunque existe un
fenómeno conocido como apoplejía tardía donde el hematoma
se produce en los días siguientes al trauma (figura 3.3). La
clínica característica que acompaña a este mecanismo
lesional es: coma, hemiplejia, midriasis, signo Babinsky
presente y respiración irregular. En la neuroimagen aparece
como área hiperdensa, bien delimitada, y ha de tener un
tamaño superior a 25 cm3 para ser considerada lesión de
masa.

Figura 3.2. Hemorragia subaracnoidea.


Figura 3.3. Hemorragia intraparenquimatosa.

Los TCE cerrados, se producen por el desplazamiento del


cerebro que provoca un objeto al impactar con la cabeza, esto
produce movimientos de aceleración-desaceleración (lesión por
contragolpe) que puede llegar a generar desde una leve contusión a
una hemorragia o edema. Desde el punto de vista anatómico es
frecuente la localización de lesiones en cuerpo calloso, fórnix, septum
pellucidum, lesiones difusas en mesencéfalo y, menos habituales, en
cápsula interna, externa, tálamo y núcleo lenticular. Patológicamente
implica daño entre las diferentes conexiones (daño axonal difuso)
tanto intrahemisférica como interhemisféricamente.
Desde un punto de vista fisiopatológico, el daño axonal difuso se
corresponde con la presencia de pequeñas hemorragias en la
sustancia blanca, principalmente, de los lóbulos frontales y
temporales, tálamo y tronco cerebral. Ocurre como consecuencia del
estiramiento de los vasos del tejido durante el TCE, desplazándose
tanto en la sustancia gris como en la sustancia blanca en las
diferentes partes del encéfalo. En los casos de afectación cognitiva,
se manifiesta sintomatología de carácter difuso (Fagerholm et al.,
2015). Se ha sugerido que los axones alterados no son los únicos
que contribuirían a la patología del daño axonal difuso, las vías
intactas con alteración fisiológica pueden contribuir a la patología que
conduce a la disfunción clínica en una variedad de síntomas, entre
los que es frecuente encontrar alteraciones de la velocidad de
procesamiento de información, alteraciones atencionales y
alteraciones de los estados de consciencia (Johnson et al., 2013).
En el caso de los TCE abiertos, una mayor fractura del cráneo no
implica mayor lesión encefálica, aunque se estima que la proporción
de lesión encefálica es de 5 a 10 veces más frecuente con fractura
del cráneo que sin ella. Además, una fractura implica mayores
riesgos de parálisis de los nervios craneales, entrada de bacterias o
salida de aire o líquido cefalorraquídeo.

3.2. Grados de severidad


La Glasgow Coma Scale (GCS, Teasdale y Jennett, 1974) es la
escala más utilizada para determinar el grado de severidad después
de un trauma. Esta escala (cuadro 3.1) evalúa los siguientes
parámetros: apertura ocular, respuesta motora y respuesta verbal.
La puntuación se obtiene del rango 3 a 15 puntos. Obtener 14-15
puntos equivale a TCE leve; 9-13 puntos, TCE moderado; <9 puntos,
TCE grave; 3 puntos, coma. Se considera que la puntuación obtenida
en dicha escala es un buen predictor de la evolución del paciente
(Levin et al., 1979).
Otro modo de clasificar los TCE es a través del Coma Data Bank
en base a la TAC de cráneo (Marshal et al., 1991). Esta clasificación
(cuadro 3.2) define mejor a grupos de pacientes que tienen en común
el curso clínico, la incidencia de hipertensión intracraneal, el
pronóstico y los esfuerzos terapéuticos requeridos. Esta clasificación
permite hacer estudios comparativos sobre el pronóstico desde el
punto de vista evolutivo y funcional del TCE.

CUADRO 3.1. Glasgow Coma Scale


Parámetro Puntuación
Apertura ocular (O)
Espontáneamente 4
En respuesta a palabras 3
En respuesta al dolor 2
Nula 1
Mejor respuesta motora (M)
Obedece 6
Localiza 5
Retira 4
Flexión normal 3
Respuesta extensora 2
Nula 1
Mejor respuesta verbal (V)
Orientada 5
Conversación confusa 4
Palabras inapropiadas 3
Sonidos incomprensibles 2
Nula 1
Fuente: Teasdale Jennett, 1974.

Las medidas de severidad del TCE incluyen: estado neurológico


anormal (por ejemplo, pupilas anormales, parálisis de los nervios
craneales y hemiparesia aguda), presencia de hematoma y severidad
y duración del coma. Long y Ross (1992) recogieron una serie de
variables predictivas de numerosos estudios. Mostramos las
conclusiones de algunos de ellos:

a) La parálisis de los nervios craneales, pupilas anormales y


hemiparesia aguda, son un valor predictivo del tiempo de
inconsciencia, desorientación y rendimiento cognitivo.
b) Existe una relación entre la duración de la amnesia
postraumática (APT) y el rendimiento cognitivo y psicosocial.
Diversos estudios sugieren que la APT es el mejor predictor
del funcionamiento cognitivo poco después de la lesión. A
medida que el paciente se recupera, otros factores tales
como estado premórbido y experiencias previas de
rehabilitación comienzan a jugar un papel más importante en la
predicción del funcionamiento cognitivo.
c) El siguiente grupo de predictores involucran signos de
patología y enfermedad en lugar de indicadores directos de la
función neurológica. Estos incluyen la presencia de fractura de
cráneo, hematoma y el aumento de la presión intracraneal. No
se ha encontrado relación entre la fractura de cráneo y signos
neurológicos. No obstante, algunos autores sí han encontrado
que la fractura de cráneo con posterior aparición de
hematoma, pueda ser un factor predictivo en los TCE leves.
d) En cuanto a los estados de alteración de consciencia o coma.
En este sentido, el estado de conciencia tiene una correlación
inversa con los resultados de alteración cognitiva. A menor
estado de conciencia mayor alteración cognitiva. Para algunos
autores, esta medida es el mejor predictor en comparación
con las medidas comentadas anteriormente debido a que el
estado de conciencia o coma representaría un resumen del
sufrimiento experimentado por el cerebro.

CUADRO 3.2. Clasificación de los TCE en base a la TAC de cráneo

Fuente: Marshal et al., 1991.


3.3. Fases y niveles de conciencia en el TCE
El indicador más importante para valorar la evolución de un paciente
con afectación cerebral es el nivel de consciencia. Desde el momento
en que ocurre la lesión hasta que finaliza la rehabilitación, la
consciencia del paciente puede atravesar las distintas fases que
vamos a ver a continuación.
El efecto inmediato de una lesión cerebral traumática lo
suficientemente intensa como para afectar la formación reticular del
troncoencéfalo es la alteración de la consciencia. Esta puede
manifestarse por confusión, estupor o coma, y durar desde unos
segundos a un tiempo indefinido. El coma es un estado de
disminución o pérdida de consciencia en el que la persona no
responde a su entorno, que se produce por lesiones amplias en el
cerebro (en el caso del TCE generalmente por daño axonal difuso,
hipoxia o lesiones en el troncoencéfalo). Existen distintos niveles de
coma (se puede ver la escala GCS comentada anteriormente). La
duración y el nivel de coma son indicadores de gravedad y, por
consiguiente, del pronóstico de recuperación funcional del paciente.
No debe confundirse con la técnica del coma inducido mediante
fármacos.
Cuando el coma se prolonga en el tiempo el paciente entra en
estado vegetativo (conocido también por coma vigil). La diferencia
entre coma y estado vegetativo radica en que este último es más
estable y el paciente ha adquirido un ritmo de sueño-vigilia, con
apertura ocular y funciones vegetativas preservadas, pero en
ausencia de respuesta cognitiva. Debe diferenciarse del síndrome de
cautiverio.
Salir del coma implica recuperar la consciencia de forma gradual
y generalmente lenta. Es en este momento cuando se empiezan a
ver las consecuencias del TCE en el paciente. Al principio la persona
puede estar en estado de respuestas mínimas (también llamado
estado de mínima conciencia o de vigilia sin respuesta), donde es
capaz de sonreír y llorar ante estímulos externos, de localizar la
procedencia de los sonidos y la presencia de objetos en el entorno,
puede responder a estímulos dolorosos o realizar movimientos
automáticos (como por ejemplo, rascarse).
Es probable que el paciente pase por un periodo de amnesia
postraumática que suele ser transitorio y en el que está consciente,
pero confuso, aparentemente lúcido, pero con importantes
problemas de orientación en tiempo, espacio, persona y situación,
problemas de memoria y alteraciones conductuales. De forma
paulatina irá recuperando el correcto funcionamiento cognitivo,
aunque en ocasiones no recuperará el nivel premórbido y quedarán
secuelas cognitivas o psiquiátricas. En este momento es fundamental
la intervención del equipo rehabilitador en el que se valorarán las
consecuencias que el TCE ha tenido en el paciente y se planificará la
intervención.

3.4. Alteraciones cognitivas en TCE


Podemos dividir las alteraciones cognitivas en dos grupos. De un
lado estarían los daños derivados del propio TCE, es decir, aquellos
en los que hay una relación directa entre el deterioro cognitivo y el
TCE, a los que nos referiremos en este apartado. Por otra parte,
estarían las complicaciones cognitivas secundarias a otras
alteraciones del sistema nervioso que ocurren tras sufrir un TCE (por
ejemplo, un paciente que sufra epilepsia postraumática y como
consecuencia de las crisis epilépticas se vea afectado
cognitivamente).
Los TCE no tienen un cuadro de afectación cognitivo específico,
ya que las manifestaciones de las alteraciones neuropsicológicas
dependen en gran medida de variables como el tipo y lugar de lesión.
Lesiones más graves provocan cuadros de afectación cognitiva, que
va desde alteración de la conciencia o estados de coma a déficits
cognitivos de las diversas funciones: lenguaje, función ejecutiva,
memoria, atención, etc. (Junqué et al., 1998). Las personas
aquejadas de traumatismos presentan problemas de concentración,
mayor fatigabilidad, desorientación espacial y temporal, conductas
perseverativas, y dificultad para integrar varios aspectos cognitivos a
la vez. Pueden sufrir cambios de personalidad, se vuelven
suspicaces, inconformistas, con cambios de humor constantes.
Algunos autores han señalado que los niños que han padecido TCE
presentan cambios en el carácter, se vuelven más impulsivos,
incapaces de prever las consecuencias de sus actos y
desobedientes con las normas sociales. Son afectaciones propias de
los mecanismos frontales que controlan los procesos inhibitorios
(Bowman et al., 1974). La gravedad de estos síntomas tiene una
gran repercusión en las actividades de la vida del paciente (laborales,
sociales, familiares, ocio, desempeño de actividades básicas, etc.).
En los casos de mayor afectación, los trastornos de conducta son
evidentes: mayor irritabilidad, desinhibición sexual o social, conductas
negligentes e impulsivas, que provocan todo un desajuste en el
sistema de relaciones de la persona que sufre el daño y todo su
entorno.
Mención especial merece la función mnésica. Una de sus
alteraciones se conoce como amnesia postraumática (APT) y abarca
desde el momento de la lesión hasta un momento específico después
de esta, donde el paciente recupera la capacidad para recordar las
actividades realizadas durante el día a día. El grado de APT es un
buen factor pronóstico de rehabilitación de la memoria en este tipo
de trastornos: a mayor tiempo de APT peor pronóstico. La APT
puede durar desde unas horas a meses. Los pacientes que
sobreviven al TCE y sufren APT van recuperando de manera
progresiva su capacidad para incorporar en su memoria los
acontecimientos del día a día. La amnesia retrógrada representa los
olvidos desde el momento del accidente hasta un punto temporal en
el pasado. Como en la APT, la amnesia retrógrada puede ir desde
años al último minuto en que ocurrió el accidente.
Existen diversas escalas para valorar el grado y duración del
estado de contusión y amnesia: la escala Galveston de orientación y
amnesia (Galveston Orientation and Amnesia Test, GOAT) (Levin et
al., 1979), la escala de orientación del hospital Good Samaritan
(Good Samaritan Hospital Orientation Test) (Sohlberg y Mateer,
1989), y el cuestionario para la evaluación de la amnesia
postraumática (Questionnaire for Evaluating Posttraumatic Amnesia)
(Fortuny et al., 1980).

3.5. Otras alteraciones en TCE


A continuación, destacamos brevemente otras alteraciones que
pueden sufrir los pacientes con TCE. Desde el punto de vista
psiquiátrico, los trastornos depresivos se presentan hasta seis veces
más que en el resto de la población, pudiéndose desarrollar hasta
años después del trauma (Kim et al., 2007; Rao y Lyketsos, 2000).
Los trastornos de ansiedad que con mayor prevalencia se presentan
son: el trastorno de ansiedad generalizado y el trastorno de estrés
postraumático (Motzkin y Koenigs, 2015), aunque también se han
documentado fobias específicas, ansiedad social y trastornos
obsesivos compulsivos (Kim et al., 2007; Rao y Lyketsos, 2000). La
manía es menos frecuente que el trastorno depresivo, se estima que
el trastorno maníaco por TCE es del 7 % (Moldover et al., 2004). En
cuanto a los trastornos de personalidad, se han realizado estudios de
seguimiento que documentan cambios hasta 30 años después del
trauma. Entre los cambios de personalidad encontramos:
personalidad lábil, desinhibida, agresiva, apática y paranoide (Rao y
Lyketsos, 2002).
Por otro lado, el síndrome conmocional se manifiesta
neurológicamente en forma de cefaleas, mareos, sensación de
vértigo, falta de claridad de ideas, dolor generalizado o localizado en
la zona del impacto y varía considerablemente entre cada persona
que lo padece. Los síntomas físicos como la baja tolerancia a los
ruidos o a espacios concurridos pueden desaparecer a los días o
persistir años. La tensión, inquietud y sueño inestable son
constantes, sensación de nerviosismo, preocupación, etc.,
características todas ellas propias de un cuadro psiquiátrico (Ropper
et al., 2014). Identificar o valorar el grado de afectación de estos y
otros síntomas es difícil dado que pueden darse casos en los que el
paciente exacerba su sintomatología para la obtención de beneficios
secundarios, ya sean económicas o personales. Esta cuestión,
enmarcada dentro de los trastornos facticios y de la simulación, será
abordada en el capítulo 14 de este libro.
Otra afectación bastante común es la aparición de la epilepsia
postraumática, esta depende del tipo de lesión, y el elemento básico
es la contusión o daño cortical. Su incidencia es mayor en las
personas que sufrieron TCE abierto vs. cerrado. Podemos distinguir:
epilepsia inmediata (justo después del trauma), epilepsia temprana
(se producen durante la primera semana) y epilepsia tardía (se
presenta varias semanas o meses después de la lesión cerrada). El
tipo de crisis más frecuente son las focales y tónicas-generalizadas,
y se reducen con el paso de los años.
Tampoco pasan desapercibidas las alteraciones motoras, Doder
et al. (1999) encontraron trastornos extrapiramidales tras la necrosis
postraumática de los núcleos lenticular y caudado. Matsuda et al.
(2003) encontraron síndromes parkinsonianos después de lesiones
no penetrantes graves y del estado vegetativo. La afectación del
cerebelo también provoca cuadros de ataxia, que puede
manifestarse unilateral o bilateralmente. Su aparición está
relacionada con lesiones en los pedúnculos cerebelosos.
Por último, un TCE puede dar lugar a la aparición de arritmias
(taquicardia supraventricular) o bradicardia. Anomalías que son
monitorizadas a través del electrocardiograma. En un 10 % de
pacientes se ha informado de infección, siendo los pacientes con
infección respiratoria por estafilococo aureus y la epidermitis los más
frecuentes. Así mismo, se han registrado alteraciones en la
coagulación en un 18,4 % de los TCE, tanto en los leves y graves
como aquellos en situación de anoxia cerebral.

3.6. Prevención primaria, secundaria y terciaria de


los TCE
Como veíamos en el apartado de prevención del ictus (apartado 2.6),
existen tres momentos de intervención o niveles de actuación para
prevenir en primer lugar que se dé la patología, en segundo lugar,
para tratar las lesiones y evitar complicaciones una vez establecida la
patología y, por último, para minimizar las consecuencias del daño en
la funcionalidad del paciente y en su entorno más próximo mediante
la rehabilitación.
En el caso del TCE, puesto que los factores de riesgo de sufrir
una lesión traumática son distintos de los factores de riesgo del ictus,
las medidas de prevención primaria que deben adoptarse también
son diferentes.

3.6.1. Prevención primaria


Las principales causas del TCE son los accidentes de tráfico,
seguidos de los accidentes laborales y domésticos, prácticas
deportivas que implican un riesgo (ciclismo o deportes de contacto),
atropellos, agresiones, precipitaciones y maltrato. El mejor
tratamiento consiste siempre en evitar que la lesión primaria
aparezca. En este sentido se desarrollan acciones de prevención por
parte de distintos agentes en todos los ámbitos, culturas y países.
De este modo, las campañas de prevención de accidentes de tráfico
promovidas por los gobiernos y otras instituciones y asociaciones, en
las que se aconseja evitar la conducción de vehículos bajo los
efectos del alcohol u otras sustancias, usar el cinturón de seguridad
de forma sistemática, etc., son un ejemplo de actuación de
prevención primaria.
Por otro lado, la legislación laboral obliga actualmente a las
empresas a formar a sus trabajadores en materia de riesgos
laborales con el fin de prevenir accidentes. Algunas profesiones,
como las del sector de la construcción, conllevan mayor riesgo que
otras.
En cuanto a las caídas accidentales domésticas, suelen ocurrir
más en personas de edades avanzadas por problemas de estabilidad
en la marcha y disminución de tiempos de reacción (se aconseja el
uso de apoyos y la adaptación de la vivienda, especialmente el baño
o la ducha) y en edad infantil (la supervisión por parte de adultos es
fundamental). Igualmente, es responsabilidad de las personas
emplear el equipamiento adecuado (como casco, arnés u otros
materiales técnicos), tener los conocimientos oportunos y evitar
negligencias cuando realizan prácticas deportivas de riesgo.

3.6.2. Prevención secundaria


En los últimos tiempos la atención prehospitalaria al TCE ha
mejorado considerablemente gracias a la preparación de los
servicios de emergencias sanitarias, tanto de los profesionales como
del equipamiento de que disponen. El paciente es trasladado a un
centro hospitalario y, generalmente ingresa en una Unidad de
Cuidados Intensivos (UCI) donde será monitorizado y controlado
hasta que se estabilice clínicamente, aunque no siempre será
necesario que el paciente ingrese en una UCI. La decisión debe ser
tomada por el equipo médico de urgencias en función de la gravedad
del estado del paciente y la gravedad de las lesiones. Así, una vez
en el centro hospitalario se inician las actuaciones pertinentes para
evitar infecciones, como meningitis en TCE abiertos, control de la
presión intracraneal, convulsiones, espasticidad, úlceras de presión,
etc.

3.6.3. Prevención terciaria


La fase de rehabilitación dirigida a minimizar las consecuencias
cognitivas, conductuales, motoras y, por consiguiente, funcionales del
paciente, puede iniciarse cuando los facultativos indican que el
paciente está fuera de peligro. Debido a que el daño cerebral afecta
tanto al paciente como a su entorno más inmediato, una forma de
prevención terciaria es el asesoramiento familiar. Esta actuación
puede llevarse a cabo incluso cuando el paciente se encuentra en
fase crítica. A lo largo de este manual veremos los métodos y
técnicas que pueden emplearse para tratar las alteraciones
derivadas de un TCE y, por tanto, prevenir la discapacidad y mejorar
la calidad de vida del paciente.
4
Aspectos generales de la
valoración cognitiva y el
diagnóstico neuropsicológico en
ictus y TCE

Las secuelas del daño cerebral sobrevenido van a suponer en la


mayoría de los casos una serie de alteraciones cognitivas que se han
de valorar adecuadamente, ya que suelen tener asociada una
disminución de la funcionalidad de la persona en su día a día. Detrás
de la valoración y diagnóstico neuropsicológico existe un potente
cuerpo teórico cimentado a lo largo del siglo XX. Sin embargo,
actualmente sigue evolucionando y continúan desarrollándose
técnicas cada vez más válidas y precisas, lo que exige al profesional
una continua actualización.
Si bien en los posteriores capítulos vamos a comentar aspectos
relacionados con la valoración específica de diferentes dominios
cognitivos (atención, memoria, lenguaje…) y del impacto funcional
que estos conllevan, existen una serie de aspectos generales que
deben ser conocidos por todo profesional de la neuropsicología que
se considere capacitado para abordar casos de ictus o TCE. No
obstante, la valoración neuropsicológica tiene múltiples puntos que
aún suscitan debate, tanto externos a la profesión (en relación con la
delimitación de la propia disciplina) como internos (sobre el
“procedimiento” en sí), que convienen ser expuestos en el presente
capítulo.
No hay que olvidar que la neuropsicología aún se puede
considerar como una ciencia joven (al menos en comparación con
otras) y que, siguiendo el camino natural de evolución en todas las
ciencias clínicas, en sus inicios siempre se pone un énfasis en los
aspectos evaluativos y la generación de técnicas y herramientas
válidas y fiables para la valoración. En ese punto inicial, sin embargo,
se trabaja con categorías diagnósticas muy inclusivas dado el
desconocimiento que hay sobre el objeto de estudio en cuestión (por
ejemplo, sobre los diferentes procesos cognitivos). Esto hace que
sea frecuente que la evaluación consista en clasificar dentro de esas
etiquetas poco específicas, y que el tratamiento se centre más en
abordar esa etiqueta global que en atender a las diferencias de cada
caso en particular. Pero, con el avance de la disciplina, las causas
etiológicas y los procesos que subyacen a estas categorías van
siendo descritos y comprendidos con más profundidad y eso permite,
a su vez, afinar todo el proceso de valoración y hacerlo más
específico, a la par que más complejo (Lezak et al., 2012). Es
posible que nos encontremos precisamente en ese momento
histórico dentro de la neuropsicología, gracias a la confluencia de
múltiples técnicas (como pueden ser las de neuroimagen funcional y
la electrofisiología) y disciplinas, que supone que la forma de hacer
valoración neuropsicológica deba desprenderse de abordajes
basados en puras etiquetas cerradas que no describen de forma
completa el problema de la persona que tenemos delante y se
convierta el algo más flexible, más sensible y específico.
No en vano, si de alguna forma podemos empezar a definir la
valoración neuropsicológica es precisamente como un proceso
flexible y que, en la mayoría de las ocasiones, lejos de poder
reducirse a algo rutinario y cerrado, implica un análisis de cada caso
como si fuera único (pues realmente lo es). Como contrapartida de
este esfuerzo diario, cada evaluación neuropsicológica ofrece “la
promesa de nuevos conocimientos sobre el funcionamiento del
cerebro y la emoción del descubrimiento” (Lezak et al., 2012).
4.1. Evaluación neuropsicológica: valoración y
diagnóstico
Enmarcando la valoración dentro del proceso terapéutico en
conjunto, la podemos considerar como un primer paso insoslayable y
fundamental para conocer qué le ocurre a una persona que ha sufrido
un ictus o un TCE (y también, qué no le ocurre), lo cual será base
fundamental para organizar un tratamiento posterior y servirá de
punto de referencia para poder observar los propios objetivos
conseguidos durante el proceso terapéutico. Es decir, la valoración
no se puede simplificar únicamente como un proceso que lleva a la
obtención de un diagnóstico, y desde luego, el contar con un
diagnóstico previo no debería ser motivo para eludir una valoración
antes de comenzar a trabajar con esa persona.
Es importante entender que la valoración neuropsicológica se
nutre de la información provista por diferentes fuentes, que debemos
de conocer, y que en ningún caso se puede reducir la misma al uso
exclusivo de una de ellas (por ejemplo, la administración de pruebas
estandarizadas), sino que es un proceso que debe integrar todas
esas informaciones con coherencia y consistencia entre ellas. Por
decirlo de una manera más simple, todo debe cuadrar cuando
miramos todas las informaciones en su conjunto.
De igual manera, insistiendo nuevamente en ello, tampoco
podemos plantear el diagnóstico como la búsqueda de una etiqueta,
sino que, en el caso de la neuropsicología, tendríamos una serie de
niveles de diagnósticos que resultan importantes para la comprensión
del problema que subyace al daño cerebral. Es por ello que resulta
relevante detenerse en estos puntos con más profundidad que emitir
una simple definición.

4.2. La valoración cognitiva


La neuropsicología, como disciplina, surge de la interacción de una
serie importante de líneas de conocimientos que han desembocado
en la necesidad de observar las relaciones entre el cerebro y la
conducta, así como la relación entre un daño cerebral y la expresión
conductual del mismo. Entre estas líneas cabe destacar la
confluencia entre la psicología y la neurología, así como las
aportaciones provenientes del campo de la neurociencia, la cual ha
experimentado un espectacular crecimiento en las últimas décadas
(por ejemplo, con las técnicas de neuroimagen).
De hecho, el proceso de valoración neuropsicológica hunde sus
raíces en los aportes que se han hecho desde la psicología en todo
el siglo XX. Concretamente, Lezak (2012) señala una doble
aportación en su clásico manual sobre valoración neuropsicológica.
Por un lado desde la psicología educativa y las primeras pruebas
empleadas para medir el rendimiento académico (o de inteligencia,
constructo que podemos considerar como una medida gruesa que
aglutina lo que hoy en día llamamos función ejecutiva (García-Molina
et al., 2010) y la posterior aplicación de estas pruebas psicométricas
en el contexto de las guerras mundiales. Y, por otro lado, toda la
caracterización que desde la psicología se realizó de los diferentes
modelos del funcionamiento cognitivo, con el estudio experimental en
personas sanas, y toda la información que propició posteriormente el
estudio de pacientes con lesiones cerebrales para describir con más
exactitud esos modelos, algo que ya venía desarrollándose en el
ámbito de la neurología desde mucho tiempo atrás.
La irrupción de la neuroimagen estructural y el estudio neurológico
también aportaron una base a la actual valoración neuropsicológica y
podríamos decir que incluso fundamentaron su necesidad y
pertinencia en los casos de daño cerebral, al dejar claro que un
mismo daño cerebral no tenía por qué implicar una misma serie de
alteraciones cognitivas (Carnero-Pardo, 2000; Stern, 2002). De esta
falta de correlación entre daño cerebral y expresión clínica del mismo
nace una idea contra intuitiva y clave: en ocasiones hay daños
cerebrales que no se expresan clínicamente y expresiones clínicas
en las cuales no se puede observar un daño cerebral aparente a nivel
estructural (Katzman et al., 1989; Stern, 2002). Estas ideas han ido
permitiendo conocer mejor el cerebro y su funcionamiento, y plantear
paradigmas de estudio sobre la modulación de la expresión clínica
del daño cerebral, como, por ejemplo, puede ser el paradigma de la
reserva cognitiva (Stern, 2009).
No en vano, las nuevas técnicas funcionales de neuroimagen han
ido permitiendo completar los modelos previos y encontrar una
relación más clara (que no completa) entre estructuras cerebrales y
funcionamiento cognitivo. Partiendo de esta base, podemos tratar de
entender por qué funciona y cómo funciona el proceso de evaluación
cognitiva, su utilidad y algunos de los errores básicos que se
cometen a la hora de concebir la misma.

4.2.1. A modo de definición


Aunque hasta este punto se han hecho ya varias referencias al
proceso de evaluación neuropsicológica y a cómo se articula, es
importante contar con una definición clara del mismo y de cuáles son
sus objetivos principales. Y entender los mismos.
Existen ciertamente muchas definiciones que podríamos nombrar,
pero que tienden a recoger algunas ideas comunes. Por ejemplo,
para Junqué y Barroso (1994), se trataría de un proceso
comprehensivo de las funciones cognitivas, conductuales y
emocionales que pueden resultar comprometidas como consecuencia
de una afectación funcional y/o estructural del sistema nervioso
central. Kessels y Hendriks (2016), lo definen como el proceso para
medir el funcionamiento cognitivo con el objetivo de establecer la
existencia de disfunciones. En el cuadro 4.1, pueden verse algunos
de los objetivos que se consideran fundamentales en la valoración
neuropsicológica.

CUADRO 4.1. Aspectos fundamentales de la valoración


neuropsicológica
Siguiendo un poco la línea marcada por estos objetivos, podemos
entender la evaluación neuropsicológica desde una óptica mucho más
amplia que la simple descripción de un perfil cognitivo en base al
empleo de una serie de baterías o reducirlo a un procedimiento
estándar para generar un diagnóstico.
Lejos de eso, el proceso de valoración implica contar con mucha
información médica, familiar y personal que permita enlazar las
alteraciones cognitivas que podemos detectar con las pruebas y
exploración cualitativa, con las limitaciones que la persona puede
mostrar en su vida diaria. Todo ello para poder plantear el
tratamiento idóneo que se necesita, con unos objetivos y un
pronóstico de lo que esperamos lograr, teniendo como punto de
referencia para observar esa consecución de objetivos precisamente
esta valoración previa. Entendido qué es lo que queremos lograr con
una valoración neuropsicológica a nivel general, el siguiente paso es
describir cómo hacerlo en el contexto de un TCE o un ictus.

4.2.2. Procedimiento de valoración I: anamnesis


Cuando abordamos una valoración de un paciente que ha sufrido un
TCE o un ictus, hemos de hacerlo con mentalidad abierta y poco
protocolizada. El hecho de conocer la etiología del daño cerebral no
nos puede conducir a la conclusión de que ya sabemos qué tenemos
que valorar a nivel cognitivo de forma inequívoca. Aunque es cierto
que existen algunos detalles que son bastante específicos de cada
una de estas etiologías (por ejemplo, el posible compromiso de la
velocidad de procesamiento en los TCE debido al daño axonal
difuso), resulta preciso atender a una serie de informaciones antes
de pasar directamente a la administración de pruebas. Es decir, no
podemos dar por hecho que a una etiología concreta le corresponde
un perfil cognitivo concreto, sino que puede haber múltiples
manifestaciones que no se deben obviar. Este primer punto, de
recopilación de información y base para la exploración posterior,
recibe el nombre de anamnesis.
Las pruebas estandarizadas que vamos a emplear deben ir en la
línea de esta información previa, así como de la observación más
cualitativa que vamos a tener tras nuestro primer contacto con el
paciente. Su administración ciertamente se puede considerar muy
reglada, pero no debe olvidarse que muchas veces hay que ser
flexible en la forma en la que se emplean puesto que, como veremos
más adelante, nuestro objetivo a nivel clínico difiere mucho del que se
puede tener en un contexto de investigación. Esto se hace aún más
patente a la hora de interpretar los resultados de las pruebas de
evaluación en el contexto clínico. Por último, no debe olvidarse que el
proceso de valoración no termina cuando confirmamos qué le ocurre
al paciente y en qué posible diagnóstico se encuadraría, sino que
debemos saber transmitir esto al mismo y a su entorno (Lezak et al.,
2012). Esta comunicación de resultados sería el último paso antes
de comenzar a preparar un abordaje.
Así pues, podemos considerar que el proceso de anamnesis
busca recopilar toda la información posible sobre el caso que nos
permita orientar nuestra exploración y ver los detalles específicos
que vamos a necesitar conocer para poder proceder
adecuadamente. Existen varios puntos importantes dentro de la
anamnesis que podemos englobar en tres puntos principalmente: el
motivo de consulta, la entrevista y la observación conductual.

A) El motivo de consulta

Como refieren Ardila y Ostrosky (2012) el motivo de consulta es


una de las primeras informaciones que debemos obtener y tener en
cuenta, ya que puede servirnos como guía preliminar para organizar
nuestro abordaje en cuanto a evaluación se refiere. Sin embargo,
este debe analizarse desde una perspectiva crítica y no unívoca por
diferentes motivos.
En un primer lugar, podemos encontrarnos con una definición
incorrecta del problema por parte de la familia o del paciente, bien
sea por errores de atribución causal (por ejemplo, el clásico “no
recuerda las palabras” atribuyendo a la memoria lo que sería más un
problema de acceso al léxico y, por tanto, algo más lingüístico) o por
dar prioridad a una serie de dificultades, ignorando otras (por
ejemplo, centrarse en alteraciones conductuales más disruptivas o
visibles, minimizando otras a nivel cognitivo no tan aparentes pero
igual de importantes para el día a día). Esto es algo totalmente
comprensible para el familiar y el paciente, pues no se les presupone
formación en nuestra disciplina (pudiendo incluso haber buscado
información previa y haberla interpretado de forma incorrecta). Es
decir, es nuestra obligación inicial el saber entender qué nos quieren
transmitir paciente y familia, así como entender qué es aquello que
se puede estar obviando, o como pasa en muchos casos, no se
quiere o puede asumir. Por ello, aunque no sea algo que entre dentro
del proceso de la valoración como tal, es muy recomendable
aprovechar este punto para orientar y explicar todos los detalles a la
familia y afectados, ya que les ayudará enormemente en su día a
día.
En segundo lugar, resulta relevante analizar la procedencia de
ese motivo de consulta. Es importante tener en cuenta si la petición
parte de la familia, del paciente en solitario o si parte de ambos.
Como veremos al hablar de la entrevista, el desacuerdo que entre el
paciente y familiar puede llevarnos a sospechar de una posible falta
de consciencia de los déficits u otro tipo problemas que también han
de ser analizados al detalle.
En el caso de los ictus y TCE suele ser frecuente que los
pacientes vengan derivados por otros profesionales en las primeras
etapas de evolución para plantear una valoración de las alteraciones
cognitivas, conductuales y emocionales derivadas de esas causas
etiológicas, así como para el establecimiento de un programa de
rehabilitación de estas, por lo que podremos contar con esa fuente
de información previa para empezar a orientar el caso.

B) Entrevista clínica

Con la entrevista se pretende obtener información que nos


permita organizar el plan de evaluación, y en cierto modo, la
generación de una “hipótesis” sobre cuáles pueden ser las áreas que
deberemos valorar. Si bien el término hipótesis puede tener una
connotación claramente de investigación, hemos de tener en cuenta
que la valoración se trata también, en cierto modo, de una
investigación, pero de un caso concreto.
En esta entrevista resulta importante plantearse un guion de qué
queremos conocer y qué información puede ser relevante. Hemos de
tener en cuenta que, aun existiendo algunas preguntas que son
extensibles a todas las etiologías, existen otras que son específicas
(por ejemplo, hay cuestiones más específicas en una entrevista de un
paciente con epilepsia asociada a su TCE, para la descripción de las
crisis, que no siempre nos hará falta emplear), y que por tanto, este
guion debe adaptarse al tipo de paciente y ser dinámico para
profundizar en aspectos que, tal vez a priori, no parecieran
importantes.
En los primeros capítulos ya comentamos algunos de los
aspectos sobre los que debemos obtener información en las
etiologías que nos ocupan en este manual, en especial centrados en
delimitar las tipologías dentro de los ictus y TCE que van a marcar
mucho la evolución esperable del paciente y las alteraciones
asociadas. Esta información junto con datos sobre el tiempo de
evolución (¿cuánto hace que ocurrió?), topografía de la lesión (¿qué
zonas del cerebro se han visto afectadas?) y estado inicial tras la
misma (¿qué déficits aparecieron inmediatamente tras la lesión?,
¿cómo han evolucionado hasta nuestros días?) puede ser
preguntada a la familia o al propio paciente, pero resulta de gran
ayuda contar con informes previos de otros profesionales (en
especial con un informe de alta hospitalaria) que hayan tratado o
valorado al paciente, por la mayor exactitud que presentan. Con esta
información ya podemos hacernos una idea aún más clara de qué
podemos tener delante y detectar incongruencias entre el motivo de
consulta y lo que estos informes refieren.
Pero, sin duda, la entrevista resulta importante para delimitar que
alteraciones existen desde el punto de vista de la familia (o entorno)
y desde el punto de vista del propio paciente. De manera habitual se
puede tratar de obtener información sobre los diferentes dominios
cognitivos deteniéndonos en cada uno de ellos para indagar sobre la
percepción de alteraciones en los mismos, tal y como se indica en el
cuadro 4.2, con algunas preguntas básicas. Se debe tener en cuenta
que estas preguntas nos ayudarán a delimitar percepciones de la
persona o familia, siendo la interpretación del significado (del por qué
de las mismas) un paso posterior a realizar por nosotros.
Además de las preguntas sobre estas áreas resulta importante
detenerse en los antecedentes personales y familiares del paciente.
En especial a nivel personal, algunos aspectos relacionados con la
vida del paciente, que generalmente acotamos a aquellos eventos
que tienen relación directa con su vida “neurológica”, como puedan
ser el abuso de sustancias, alteraciones psiquiátricas, o algún tipo de
posible daño cerebral previo. Sin embargo, también se debe ahondar
en información sobre el estilo de vida previo y el nivel de actividad
premórbida (actividad cognitiva o complejidad del empleo) como
variables importantes del grado de reserva cognitiva que puede
también ser un factor importante en la evolución del proceso de
recuperación (Stern, 2009).
CUADRO 4.2. Preguntas usuales en la entrevista clínica
Área Preguntas habituales
Coordinación motora ¿Se siente más torpe tras la lesión?
¿Existen dificultades en equilibrio?
Atención ¿Le cuesta concentrarse?
¿Pierde el hilo en conversaciones o en tareas que
hace?
¿Se distrae con facilidad?
Lenguaje ¿Puede expresarse correctamente?
¿Le cuesta entender lo que dice otra persona?, ¿se
pierde cuando habla con dos o más personas?
¿Le cuesta decir los nombres de las cosas?
Memoria ¿Recuerda las cosas que le ocurren?
¿Se pierde en sitios que antes eran conocidos?
¿Le cuesta recordar las cosas que le han dicho?
Praxias ¿Se nota más torpe con las manos?
¿Le cuesta coger o manejar objetos?
Percepción visoespacial ¿Le cuesta ver objetos?
¿Le ha cambiado la sensibilidad al tacto?
¿Nota los sabores de forma diferente?
¿Le molesta los ruidos más que antes?
¿Puede percibir bien las distancias?
Funciones ejecutivas ¿Le cuesta organizarse para llevar a cabo un plan?
¿Tiende a repetir las mismas acciones, aunque no den
resultados?
¿Le cuesta prever el desenlace de sus acciones?
¿Sus respuestas no van en sintonía con lo que
demanda el entorno?

C) Observación conductual

Otro punto de interés sobre el que se profundizará de manera


específica en los diferentes capítulos es la observación del
comportamiento del paciente. Las acciones durante la entrevista,
bien sea mientras se está hablando con él, como cuando se hace con
un familiar, pueden mostrar algunas alteraciones sobre las que no se
haya puesto el foco en el inicio de la valoración. El conocimiento de
esos signos a nivel de memoria, función ejecutiva, atención y del
resto de funciones cognitivas es importante puesto que nos puede
alertar sobre áreas que debemos valorar de manera más detallada.
4.2.2. Procedimiento de valoración II: pruebas
neuropsicológicas
Una vez recogida toda la información necesaria en la anamnesis
conviene tomarse un tiempo para analizarla de una forma crítica y
rigurosa y decidir qué queremos valorar empleando pruebas
neuropsicológicas. El objetivo principal de las pruebas no es otro que
poner de manifiesto la función cognitiva durante la ejecución de una
tarea para ver si la misma entra dentro de los parámetros de lo
esperado para la edad del paciente. Sin embargo, no podemos
quedarnos solo con la idea de comparar las puntuaciones obtenidas
por el paciente con las del grupo “normal” para saber qué se
encuentra preservado y qué no. Más allá de eso, el uso correcto de
estas pruebas y el qué nos quieren decir sus resultados parte de la
base de un conocimiento profundo sobre el funcionamiento cognitivo.

A) Selección de pruebas

Actualmente nos encontramos con una gran cantidad de pruebas


neuropsicológicas disponibles para realizar el trabajo de valoración y
que suelen organizarse en gran medida en relación con la función
cognitiva que dicen “medir”. Desde un punto de vista taxonómico esto
puede ser útil, pero no deja de ser una falsa ilusión de seguridad
(García-Molina, 2018). Sin embargo, hemos de tener en cuenta que
el funcionamiento cognitivo no es algo tan parcelable o divisible como
puede parecer en un primer momento, y que, realmente, cuando
ejecutamos estas tareas, toda la cognición entra en funcionamiento.
Esto tiene una tremenda importancia en la interpretación de los
resultados de las pruebas, como veremos más adelante.
El objetivo principal de la selección de pruebas es elaborar un
protocolo específico para el paciente en cuestión. Para ello
aprovecharemos la información previa que hemos obtenido, y
procuraremos evitar la administración innecesaria de pruebas que
puedan suponer un mayor cansancio. Si bien es cierto que se puede
contar con un protocolo estándar y relativamente estable, las
particularidades de cada caso implican que se adapte e individualice
la valoración.
Los criterios de selección de pruebas suelen estar basados
inicialmente en factores estadísticos como son la fiabilidad de la
prueba, su consistencia interna y su validez, datos que se
proporcionan habitualmente en los manuales de las pruebas de
evaluación comercializadas. Del mismo modo, la presencia de una
baremación en el idioma y población de nuestro entorno se antoja
indispensable. Pero más allá de esos criterios formales, importantes
sin duda, resulta fundamental entender aquello que queremos valorar.
El conocimiento de las diferentes funciones cognitivas y sus modelos
explicativos son el punto de partida para seleccionar pruebas
adecuadas, ya que se necesita entender qué se quiere valorar antes
de plantearse el cómo. Sin un modelo de base para describir una
función concreta, la interpretación de los resultados cuantitativos
pierde mucho sentido.
No hemos de olvidar la existencia de pruebas de valoración
funcionales que nos van a permitir también comprender el alcance
que esas alteraciones cognitivas detectadas van a tener en el día a
día del paciente, que es a la postre donde se busca que la
rehabilitación tenga su efecto. Estas pruebas y sus detalles más
específicos se verán en el capítulo 15 del libro.

B) Aplicación e interpretación de las pruebas

Como ya se intuye desde apartados anteriores, reducir la


valoración a un uso psicométrico de la prueba (la puntuación aislada)
y quedarnos solo en lo que la prueba dice que “mide” (como si
pudiera medirse aislada de otras) es equivalente a reducir nuestro
margen de conocimiento del caso y el margen de maniobra que
tenemos. Si ya es necesario contar con modelos de las diferentes
funciones cognitivas de manera aislada, entender las interacciones
entre las mismas es la clave para atribuir a cada problema su causa
real, lo que siempre resulta un problema dentro de la evaluación
neuropsicológica. Esto puede entenderse mejor si analizamos
diferentes estrategias que se han planteado a lo largo de la historia
de la neuropsicología para realizar la valoración.
Como plantean Casalleto y Heaton (2017) podríamos considerar
cuatro estrategias que han coexistido en la valoración
neuropsicológica en cuanto al uso e interpretación de las pruebas:

1. Tendríamos una aproximación encarnada en la actividad


pionera de Alexander Luria en los inicios de la
neuropsicología. Esta estaba basada en un enfoque muy
cualitativo y fuera del uso de pruebas estandarizadas, donde
cada valoración era completamente diferente para cada
paciente y lo que se realizaba era una interpretación clínica
de cada conducta observada y su posible causa.
2. Como respuesta a las limitaciones en la generalización que
suponía un método tan cualitativo, otros autores (como el
clásico Arthur Benton) plantearon la creación de pruebas
estructuradas orientadas a diferentes funciones, que dieran
medidas cuantitativas, pero cuyo uso fuera flexible y dinámico
durante la valoración.
3. En un intento por lograr una sistematización mayor del
proceso evaluativo y una mejor operativización de las
medidas de la cognición, se planteó el uso de amplias
baterías que se administrasen de una manera estandarizada
y siguiendo siempre un mismo procedimiento, siendo Ward
Halstead y Ralph Reitan precursores de las primeras
baterías que perseguían ese objetivo.
4. Podríamos considerar este último punto en el que,
empleando baterías estandarizadas, la interpretación de los
resultados de la evaluación se centraría más en la
observación de cómo se realiza cada prueba, y no tanto en
qué puntuación se obtiene en la misma.

Este último punto es conocido como el enfoque de los procesos


de la escuela de Boston, que tiene como exponente entre otros a
Edith Kaplan (Libon et al., 2013). Según se defiende desde esta
escuela, existen diferentes tipos de errores que pueden desembocar
en una misma puntuación en una prueba concreta. Esto la hace
inespecífica, y es a partir del análisis de esos errores desde donde
se puede comprender qué proceso está afectado, disociarlo de otros
y, por extensión, plantear un tratamiento más ajustado. Si bien todos
los métodos planteados tienen sus ventajas y desventajas inherentes,
la combinación de ambos puede permitirnos una mejor comprensión
de las alteraciones y déficits neuropsicológicos presentes tras un
TCE o un ictus.
Por tanto, si bien es necesario realizar una corrección y
comparación de las puntuaciones de las pruebas administradas, el
análisis cualitativo y observacional del “cómo” se realiza la prueba
nos puede dirigir con más claridad hacia un tipo de trabajo de
rehabilitación u otro.
Pongamos el ejemplo clásico de la atención. En muchos TCE en
general, y también en ictus en las fases agudas, el sistema
atencional se encuentra alterado, en especial la capacidad de
concentración o sostenimiento atencional. Esto va a afectar de
manera directa a todas las tareas que realice el paciente, sean o no
consideradas como pruebas que “miden” la atención. No tener en
cuenta esto puede llevar a considerar que existen déficits en muchas
áreas que posteriormente, mejorada esta atención, se encontrarían
en un buen estado.
En un punto totalmente opuesto, una alteración a nivel de lenguaje
puede provocar una mayor dificultad en tareas de componente verbal
(mnésicas, procesos de lectura, escritura…) que impliquen una
reducción de ese sostenimiento atencional por generar más fatiga.
Achacar por tanto la causa de una baja puntuación a la atención
sería quedarse, como poco, en la superficie del problema.
Con estos ejemplos se quiere dejar claro esa comprensión de la
cognición como un sistema global (Ardila y Ostrosky, 2012), que
implica una interpretación activa por parte del neuropsicólogo de cuál
es la causa del error que encontramos, estudiando disociaciones
(¿qué pruebas falla y qué pruebas no?) y tratando de aislar, en la
medida de lo posible, cuál es la función alterada de manera primaría
y cuáles (si las hubiera) lo son de manera secundaria a esa
alteración. Esa es tal vez una de las claves de la interpretación de un
perfil neuropsicológico obtenido mediante pruebas, a veces olvidada
por considerar todas las funciones como independientes entre sí. Y
esa es la clave por la que solo alguien con una extensa formación en
el funcionamiento cognitivo debe de manejar esas pruebas, en
especial si trata de hacer interpretaciones de los resultados.
El objetivo final de la valoración va a consistir en cuadrar todas
estas informaciones de cara a encontrar una explicación válida que
permita integrar los datos aportados por los familiares y otros
profesionales, junto con los resultados cuantitativos de las pruebas
administradas y la interpretación de estos basada en la forma en la
que la persona evaluada las realiza.

4.2.4. Transmisión de la información


Resulta importante detenerse en un último punto que también debe
contemplarse en el proceso de evaluación, relacionado con la
transmisión del resultado a quien corresponda. Si bien en el capítulo
16 se hablará del informe como vía de transmisión de los resultados,
se debe explicar de una manera entendible y cercana, cuando se
realiza a familia y paciente, en qué consisten las alteraciones y el
objetivo de trabajo que se plantea para tratar de superarlas.
Como decíamos al inicio de este apartado, resulta habitual
encontrar errores de atribución en el entorno del paciente, en
especial al considerar la existencia de intencionalidad (por ejemplo,
“no habla porque no quiere”, “no intenta centrarse”, etc.) ante
situaciones que escapan al control de este. Nunca hemos de olvidar
que, a veces, lo que nos parece obvio como profesionales, resulta
casi increíble para el resto de la población (imaginemos, por ejemplo,
el síndrome de la mano ajena). Por ello, dar este feedback, así como
una serie de pautas adecuadas para el manejo de las alteraciones
detectadas, puede ayudar mucho a reducir el estrés y la ansiedad
con el que se afrontan las secuelas posteriores a un ictus o a un
TCE.

4.3. El diagnóstico neuropsicológico


El diagnóstico en neuropsicología puede considerarse multifactorial,
en el sentido de que podemos encontrar diferentes tipos de
diagnóstico tras la exploración. Esto responde a los diferentes
niveles de análisis que aportan una información relevante de cara al
tratamiento y a la evolución del paciente. Ardila y Ostrosky (2012)
nos definen cuatro tipos de diagnósticos que resultan importantes en
neuropsicología:

A) Diagnóstico sintomático

Este diagnóstico haría referencia a los síntomas y aspectos que


el paciente nos narra como “anormales”. Sería un diagnóstico de tipo
semiológico que se basaría en la información obtenida durante la
anamnesis y objetivada durante la exploración posterior, expresada
de una forma descriptiva.

B) Diagnóstico etiológico

A nivel etiológico, el diagnóstico se centra en describir las causas


que originan las alteraciones. En este sentido, nuestra función es
recopilar la información adecuada para poder delimitar las mismas
(presencia de neoplasias, infecciones del SNC, TCE o ictus entre
otra). En el caso que nos ocupa, las etiologías traumáticas y
vasculares, conviene recopilar toda la información posible sobre su
tipología, gravedad y todas las informaciones que les rodean, que de
manera habitual van a figurar en los informes de alta hospitalaria. Sin
embargo, en este punto conviene aclarar que no siempre vamos a
tener una clara definición de esta causa etiológica. Muchos TCE, por
ejemplo, pasan desapercibidos cuando son leves o pueden ser
omitidos durante la entrevista por haber acontecido tiempo atrás o no
verle una relación aparente con las alteraciones presentes. En el
caso de la etiología vascular, en muchas ocasiones podemos
encontrar ataques isquémicos transitorios que no cursan con pérdida
de conciencia y que se quedan enmascarados en un “episodio
confusional” con poca relevancia en la neuroimagen. Es decir, no
siempre está tan clara la etiología o se nos va a manifestar sin
preguntar antes por ella.
Tal vez la gran importancia de este diagnóstico radique en la
información con respecto a la esperable evolución que va a presentar
el paciente, en función de las características de la etiología y su
tipología, siempre tratando de no obviar la ya mencionada reserva
cognitiva como fuente de modulación de ese proceso de
recuperación (Stern, 2002, 2009).

C) Diagnóstico topográfico

El diagnóstico topográfico nos indica a nivel de estructuras


cerebrales cuáles son aquellas que presentan lesiones o un
funcionamiento incorrecto. Como señalan Ardila y Ostrosky (2012), el
método para la delimitación de estructuras dañadas está más
relacionado con la neuroimagen que con la valoración clínica
realizada por el neuropsicólogo. Sin embargo, esto puede ser
relativamente cuestionable.
Aunque se hablará más extensamente del papel de las diferentes
pruebas complementarías en el siguiente punto, hay que tener en
cuenta que la neuroimagen no es infalible, y que en muchos casos la
detección de daños estructurales o alteraciones funcionales de
diferentes áreas puede no lograrse en casos leves. Por el contrario,
sin una clara definición de lesión en la neuroimagen, sí puede
mostrarse una serie importante de signos y síntomas de
alteraciones, de manera que una valoración neuropsicológica que los
detecte sí podría ayudarnos a considerar qué áreas cerebrales
verían su funcionamiento comprometido.

D) Diagnóstico sindrómico

El diagnóstico sindrómico hace referencia a la determinación del


síndrome en el que se pueden englobar todos los signos y síntomas
cognitivos observados en el paciente, y que tiende a encajar con la
lesión de una estructura concreta a nivel cerebral. En este sentido,
aún no se cuenta con un manual específico de síndromes
neuropsicológicos, si bien la mayoría de ellos están recogidos en
guías diagnósticas, como el DSM-V o la CIE (Ardila y Ostrosky,
2012).
Dada la gran variabilidad de perfiles cognitivos que pueden
encontrarse dentro de cada diagnóstico sindrómico, resulta
conveniente no quedarse simplemente con uno de ellos. Lo que sí
que nos parece claro es que todas las informaciones que generan los
diferentes tipos de diagnóstico deben tener una cierta coherencia y
“cuadrar” con el caso, de modo que nos permitan orientarnos hacía
un tipo de rehabilitación u otra, así como hacia un pronóstico.
Podemos tomar los modelos del cuadro 4.3 como ejemplo de los
diferentes niveles de diagnósticos.

CUADRO 4.3. Ejemplo de diferentes niveles de diagnóstico

Si bien Ardila y Ostrosky (2012) no lo refieren dentro de su


clasificación, consideramos importante también la inclusión de un
diagnóstico funcional, relacionado con el impacto que las alteraciones
descritas tienen en la funcionalidad del propio individuo en su día a
día. Para profundizar en aspectos de esta valoración funcional,
emplazamos al lector al capítulo 15 del presente libro.
4.4. Técnicas de evaluación complementaria
Existen diversas técnicas de neuroimagen que van a aportar mucha
información al proceso de valoración neuropsicológica que debemos
realizar ante un TCE o un ictus (Ardila y Ostrosky, 2012; Lezak et al.,
2012). Por lo tanto, es importante conocer las limitaciones y
fortalezas de estas técnicas, ya que de manera habitual
acompañarán los informes que recibamos del paciente. Este
conocimiento preciso nos puede ayudar enormemente a delimitar las
alteraciones cognitivas esperables y permitirnos relacionarlas con los
cambios que se han producido en el cerebro tras la lesión. Las
pruebas que de manera habitual vamos a encontrar se pueden
diferenciar entre estructurales y funcionales.

4.4.1. Las pruebas estructurales de neuroimagen en


TCE e ictus
Este tipo de pruebas nos sirven para obtener una imagen estructural
del cerebro que nos permita identificar lesiones en diferentes zonas
del sistema nervioso derivadas de cualquiera de las etiologías
asociadas a ictus o TCE. Como decíamos anteriormente, se trata de
una información que se puede obtener en los informes de alta
hospitalaria, que de manera general llevan una redacción de los
hallazgos obtenidos al ingresar en el centro hospitalario, así como los
resultados de diferentes controles que se realizan durante la estancia
en el mismo.
La información aportada por estas pruebas nos puede orientar
para el diagnóstico topográfico e indicar las potenciales alteraciones
que se esperan encontrar en el paciente, de ahí la importancia de
contar con los informes previos emitidos por otros profesionales que
han tenido contacto con el mismo, así como conocer de manera
básica la existencia de estas. Entre las pruebas de neuroimagen
estructural más frecuentemente utilizadas, podemos señalar las
siguientes:
1. Tomografía axial computarizada (TAC): es una de las
técnicas de neuroimagen que más frecuentemente nos
vamos a encontrar para el diagnóstico de lesiones cerebrales
tras un ictus o un traumatismo. Esta técnica emplea los rayos
X para obtener cortes axiales. Es bastante más rápida que la
RMN, pero tiene menos resolución espacial.
2. Resonancia magnética nuclear (RMN): emplea campos
magnéticos para obtener la imagen. Aunque requiere más
tiempo, su resolución espacial es mejor que en caso del TAC,
al margen de presentar mejor diferenciación entre sustancia
gris y blanca.
3. Tensor de difusión (DTI, siglas en inglés): resulta poco
habitual encontrar esta técnica en diagnóstico, pero conviene
saber de su existencia. Se trata de una técnica basada en la
RMN pero que nos permite observar los tractos de sustancia
blanca.

4.4.2. Las pruebas funcionales de neuroimagen en TCE


e ictus
Las pruebas de neuroimagen funcionales son menos habituales de
encontrar dentro de los casos de ictus y traumatismo, si bien se
pueden emplear en casos con diagnósticos más dudosos por su
capacidad para captar cambios iniciales, lo cierto es que suelen
quedar más relacionadas con la investigación o la detección de
patologías neurodegenerativas que pueden tener también origen
vascular. Resulta relevante aun así conocer de su existencia, dado
que se van instalando poco a poco en nuestra práctica clínica diaria.
Con la neuroimagen funcional, lo que obtenemos en general es
una medida del funcionamiento del cerebro, si bien cada técnica
utilizada marcadores o indicadores diferentes para alcanzar esta
medida.
En muchas ocasiones, a falta de una lesión estructural visible,
podemos encontrar “hipofuncionamiento” en ciertas zonas que
expliquen las alteraciones cognitivas existentes en un paciente, o
incluso tener lesiones estructurales cuyo alcance en cuanto a
hipofuncionalidad sea mayor que el esperado en función del daño
estructural encontrado. Entre las técnicas de neuroimagen funcional
más empleadas, nos encontramos con las siguientes:

1. Tomografía por emisión de positrones (PET, por sus siglas


en inglés): es una técnica que mide el metabolismo en vivo,
empleando un radiofármaco de vida ultracorta que marca
diferentes elementos. Existen multitud de marcadores,
aunque de manera habitual se emplea un marcador
específico de la glucosa para, a través de su acumulación,
inferir una mayor activación o inactividad de ciertas zonas.
2. Tomografía de emisión por fotón único (SPECT, por sus
siglas en inglés): esta técnica nos permite conocer la
perfusión sanguínea a nivel cerebral a través de la
administración de un isótopo sensible a la radiación Gamma,
siendo de nuevo una medida indirecta de esa activación
cerebral de las diferentes regiones que permite detectar
hipofuncionamiento.
3. Resonancia magnética funcional (RMf): esta variación de la
resonancia magnética nuclear explicada anteriormente,
permite realizar un análisis del funcionamiento del cerebro
dentro de un periodo de tiempo a través de diferentes
métodos para establecer el flujo sanguíneo y así obtener una
medida indirecta del consumo de glucosa y activación de
dichas zonas, relacionándolas con acciones que se puede
pedir al paciente que realice.

4.4.3. Otras técnicas de interés


Al margen de las técnicas de neuroimagen, otros procedimientos
provenientes de la neurofisiología, así como diferentes técnicas para
en análisis vascular nos puede aportar información importante a tener
en cuenta en nuestra valoración neuropsicológica, siendo estas
algunas de ellas:
1. Electroencefalografía (EEG): los registros electrofisiológicos
nos permiten obtener una medida con muy buena resolución
temporal (al milisegundo) de la actividad cerebral en base la
actividad bioeléctrica del propio cerebro. Este tipo de
técnicas son de frecuente empleo en pacientes con daño
cerebral por la facilidad de procedimientos para llevarlas a
cabo, así como por su menor coste, permitiéndonos observar
cómo la lesión, sea de origen traumático o vascular, ha
afectado a la dinámica de funcionamiento eléctrico cerebral.
Sin embargo, su resolución espacial es limitada dado que
registra principalmente los patrones de actividad eléctrica
que proceden de la corteza cerebral.
2. Magnetoencefalografía (MEG): emplea los campos
magnéticos que produce la propia actividad eléctrica cerebral
para generar una imagen del funcionamiento del cerebro con
buena resolución especial y temporal, lo que nos puede
resultar de utilidad para detectar zonas que tengan una
actividad menor debido a una lesión previa. Sin embargo, se
trata de una técnica aún costosa y poco extendida en el
sistema sanitario público.
3. Doppler: el Doppler y sus variantes permiten obtener a
través de ultrasonidos una imagen del sistema vascular que
nos puede ayudar mucho en el diagnóstico de la existencia
de un ictus o para observar la evolución que se experimenta
tras el mismo, además de ser una técnica que resulta
accesible para el sistema sanitario y requiere de un aparataje
menos complejo que otras pruebas de neuroimagen para
lograr el mismo fin.
4. Angiografía: esta técnica se emplea para examinar vasos
sanguíneos a través del uso de un catéter, la guía de rayos
X, y el empleo de un material de contraste, lo que nos
permite generar imágenes bastante precisas del estado de
esos vasos. Es una técnica bastante empleada para el
diagnóstico y que de manera recurrente podemos encontrar
en los informes de alta de pacientes que han tenido una
etiología vascular.

4.5. Otras consideraciones


Ya definido el proceso de valoración y diagnóstico, y comentadas
algunas otras fuentes de información adicional, como las pruebas de
neuroimagen complementarias, existen otros detalles a los que se
debe prestar atención durante una valoración neuropsicológica, ya
que pueden influir sobre el estado cognitivo de la persona que
estamos valorando.
Uno de los primeros elementos es el sueño. Debemos tener muy
en cuenta los periodos de tiempo que el paciente ha podido dormir o
no en la noche previa a la valoración, más aun teniendo en cuenta la
frecuencia con la que podemos encontrar alteraciones del sueño en
pacientes que han sufrido algún tipo de daño cerebral, como por
ejemplo un TCE (Ouellet et al., 2015).
Resulta también importante confirmar la existencia de algún tipo
de tratamiento farmacológico, atendiendo a su composición y al
efecto que esta puede tener sobre el funcionamiento cognitivo. Es
muy habitual que existan alteraciones secundarias a la lesión, como
la presencia de epilepsia que requiera un abordaje farmacológico
específico, o bien alteraciones del estado de ánimo que también
impliquen algún tipo de medicación que puede tener un claro efecto
en el rendimiento de la persona en las pruebas que vayamos a
administrar (en el apartado 5.5 del próximo capítulo se habla con
más detalle de las implicaciones de algunos tratamientos
farmacológicos sobre el funcionamiento neuropsicológico).
Finalmente, la propia valoración es una fuente de estrés para la
persona que va a ser examinada, pudiendo provocar también en
muchos casos que se observen alteraciones mucho más acentuadas
de lo que ocurriría en una situación normal. Es importante en este
sentido tratar de crear el mayor clima de confianza posible, que
permita a la persona expresar todo aquello de lo que es capaz en
sus acciones y en el entorno. En este punto, a veces convendrá
contar con la presencia de un familiar que pueda generar confianza,
pero es algo que se deberá valorar en cada caso ya que podremos
encontrar el caso contrario, donde la presencia de un familiar sea
justo una fuente de estrés o distracción. Este tipo de consideraciones
nos ayudarán a generar una situación óptima en la que valorar con
mayor precisión las alteraciones cognitivas que se hayan producido
por la etiología traumática o vascular de base.
5
Aspectos generales de la
intervención neuropsicológica en
ictus y TCE

Una vez superada la fase crítica y aguda del daño cerebral, muchos
pacientes pasan a la llamada fase de rehabilitación. El conjunto de
actuaciones que se llevan a cabo para minimizar las consecuencias
de la lesión, restablecer las funciones dañadas y, en última instancia,
compensar las alteraciones funcionales causadas por las
discapacidades que el daño haya podido ocasionar en la persona, se
denomina neurorrehabilitación. Se trata de un proceso en el que
pueden intervenir profesionales de diversas especialidades de forma
integrada (según el tipo de alteraciones que tenga el paciente) y
dirigido a influir positivamente en el paciente y su entorno para
conseguir el mayor grado de autonomía y adaptación. El
neuropsicólogo clínico cumple su papel como neurorrehabilitador en
la intervención de las alteraciones cognitivas y emocionales
secundarias al diagnóstico clínico principal.
El punto de partida de toda intervención es la evaluación y
descripción del funcionamiento general del paciente, que permite
determinar las necesidades de rehabilitación y las posibilidades
reales de recuperación, así como establecer objetivos y prioridades
de actuación. A lo largo de este manual se especifican los métodos y
técnicas para llevar a cabo este cometido, en función del dominio
cognitivo de que se trate, así como las técnicas y estrategias para la
intervención.
El complejo proceso clínico al que nos enfrentamos con la
intervención ha de basarse en principios metodológicos claros. En
este capítulo se abordan cuestiones relativas a los objetivos de
intervención, las fases que se suceden, factores pronósticos e
implicación familiar, así como, en términos generales, algunos
tratamientos o terapias específicas que pueden conllevar mejoras
cognitivas pero que no siempre son llevadas a cabo por
neuropsicólogos.

5.1. Principios y criterios de calidad de la


intervención
La atención al DCS se realizará en determinados centros, en
distintos ámbitos y con diferentes objetivos. Como ya hemos
comentado en capítulos anteriores, la atención inicial se realiza en el
ámbito hospitalario donde se aplican las medidas oportunas de
prevención secundaria y los cuidados que precisa el paciente.
Después de este periodo y en función de la gravedad de las
alteraciones y las necesidades de intervención, el paciente puede ser
trasladado a un centro sanitario especializado en neurorrehabilitación
para su ingreso y tratamiento intensivo, o asistir al mismo de forma
ambulatoria. Este tipo de centros suelen contar con equipos
multidisciplinares que actúan de manera conjunta con el paciente y su
entorno. Pero no todas las personas afectadas por daño cerebral
precisarán el mismo grado de intervención por parte del grupo de
profesionales. En estos casos, los pacientes buscan o son redirigidos
a terapias específicas en función de su afectación para atención
ambulatoria. Este podría ser el caso de un paciente que no tiene
alteraciones motoras, pero sí cognitivas y debe ser atendido por un
neuropsicólogo. En las fases finales del proceso, el paciente puede
precisar el uso de centros de ámbito social (por ejemplo, centros de
día), o de ámbito comunitario como asociaciones de afectados,
residencias o viviendas tuteladas.
Al planificar la intervención deben tenerse en cuenta los aspectos
físicos, cognitivos, sociales y culturales que definen a la persona
afectada, así como su estilo de vida y el de su familia. Las
estrategias que desarrollemos se centrarán en el paciente y su
entorno, siendo la intervención orientada al paciente e
individualización de la terapia el principio básico de la rehabilitación.
Además, debe asegurarse la calidad de la intervención mediante el
cumplimiento de los siguientes criterios:

a) Partir de un estudio neurocognitivo (que muestre hallazgos


congruentes con la perspectiva fisiopatológica, neurológica,
neuroimagen y literatura al respecto), emocional, físico, social
y contextual que permita diseñar y programar una intervención
realista y ajustada a las necesidades del paciente. La persona
que realiza la valoración debe tener conocimientos acerca de
los sistemas cognitivos y las tareas mediante las cuales se
pueden valorar dichos sistemas, para poder fundamentar por
qué elige unas tareas en la intervención y no otras. La
valoración debe incluir datos sobre el nivel cognitivo
premórbido de la persona e información relativa a su
personalidad. Es importante identificar tanto los déficits,
alteraciones y limitaciones funcionales como los dominios
preservados para poder tener una perspectiva integrada.
b) Metodología de intervención por objetivos y revisión periódica
de los mismos, adaptándolos a cada momento de la
rehabilitación, a la evolución y a las necesidades y prioridades
del paciente. Esto implica la monitorización del progreso
mediante valoraciones periódicas.
c) Eficacia y efectividad de las intervenciones: deben seguirse
las recomendaciones de las guías de atención al DCS y
emplear terapias que se ajusten y sean aceptadas por la
comunidad científica (eficacia) y que puedan aplicarse a cada
caso particular (efectividad), limitando el uso arbitrario de las
intervenciones. El tiempo de que dispone el paciente es
valiosísimo y no pueden realizarse terapias “de
entretenimiento”. Cada tarea y actividad que se plantea ha de
estar motivada por un fin, por un objetivo concreto. El
terapeuta, que conoce el sistema cognitivo basándose en
modelos teóricos, debe poder explicar por qué solicita cada
tarea y asume la responsabilidad de no hacer perder el
tiempo al paciente. Se compromete, además, a aplicar las
mejores terapias basándose en el nivel de evidencia científica
de las mismas. En el siguiente enlace podrá encontrar
información de interés en relación con los niveles de evidencia
en neurorrehabilitación: http://www.ebrsr.com/.
d) Coordinación, organización y trabajo en equipo: establecer
circuitos de comunicación, complementariedad e intercambio
de información con los distintos profesionales y ámbitos
asistenciales en los que es atendido el paciente con DCS.
e) Intervención individual: en el marco de la intervención de
alteraciones cognitivas el paciente realizará las tareas en
presencia del terapeuta, que a su vez le guiará y asesorará en
su ejecución. Por otro lado, los tratamientos conductuales y
emocionales también deberán ser planificados y llevados a
cabo de forma individualizada. Las intervenciones grupales se
pueden planificar si cumplen con algún objetivo específico
establecido y fundamentado, pero no se realizarán de forma
sistemática.
f) Un programa de intervención es una entidad dinámica en la
que se está en constante desarrollo. Por este motivo, la
actualización continua de conocimientos por parte del
profesional es necesaria para mantener el esfuerzo y el éxito
de la rehabilitación.

El incumplimiento de los criterios básicos de rehabilitación


neuropsicológica conlleva una falta de credibilidad profesional. Del
mismo modo, debemos ser honestos con el paciente y sus allegados
y explicar si les podemos ayudar o no, de qué modo actuaremos y
cuál puede ser el alcance de nuestra actuación, evitando la creación
de expectativas poco ajustadas a la realidad.
5.2. Factores pronósticos
Conocer los factores que influyen en el pronóstico de recuperación
funcional, es indispensable para el diseño de programas de
intervención efectivos y ajustados a las características y necesidades
de cada paciente. Pueden dividirse en factores relacionados con las
características de la persona en el momento previo al daño, factores
relacionados con la lesión y factores que tienen que ver con el
proceso de rehabilitación.
A continuación presentamos conjuntamente los factores que más
influyen en pacientes con TCE (Ontiveros et al., 2014) y en pacientes
con lesión vascular (Arias Cuadrado, 2009; Moreno-Palacios et al.,
2017).

5.2.1. Factores previos al daño


Hacen referencia a las características de la persona antes de sufrir
la lesión:

a) Edad: la probabilidad de tener un mal pronóstico (muerte,


estado vegetativo, discapacidad grave) se incrementa con la
edad. Los adultos jóvenes experimentan mayor recuperación
en comparación con los adultos mayores de 50 años.
b) Estilo de vida: los hábitos tóxicos (consumo de alcohol y
otras sustancias, etc.) que generan cambios moleculares
intracelulares y provocan un mayor grado de atrofia cortical,
afectando a los mecanismos fisiológicos de plasticidad,
pueden tener consecuencias sobre la gravedad de las
secuelas neuropsicológicas. Del mismo modo, no realizar
prácticas saludables habituales (ejercicio físico, adecuada
alimentación, etc.) puede afectar a la rehabilitación de las
alteraciones tanto motoras como cognitivas. Además, como
se vio en capítulos anteriores, un estilo de vida poco saludable
constituye un factor de riesgo de sufrir patología vascular
cerebral.
c) Estado nutricional: la malnutrición o la desnutrición se asocian
a una menor plasticidad neuronal.
d) Nivel socioeconómico: en países donde no existe un sistema
público de salud que garantice la asistencia médica y de otras
especialidades clínicas, el nivel socioeconómico constituye un
factor indirecto de mal pronóstico, puesto que las personas
con menos recursos económicos tendrán más dificultad para
acceder a centros de atención especializada.
e) Estado de salud y presencia de otras patologías: si una
persona sufre una enfermedad crónica como hipertensión,
diabetes, insuficiencia renal, etc., se ven afectados
mecanismos que hacen más vulnerable su sistema nervioso y
reducen las posibilidades de reajuste fisiológico. Del mismo
modo, los ictus de repetición tienen un peor pronóstico de
recuperación.
f) Estado cognitivo previo y reserva cognitiva: parece lógico
pensar que, si una persona ha sufrido algún grado de
deterioro cognitivo debido a una enfermedad
neurodegenerativa, con la rehabilitación que se realice por el
nuevo evento (vascular o traumático), no se conseguirá un
grado de recuperación funcional o cognitivo mayor del que
previamente tenía. Por otro lado, al hablar de reserva
cognitiva, se hace referencia a los recursos y aprendizajes de
que dispone una persona en relación con su nivel académico e
intelectual. A menor tiempo de escolarización, mayor es el
impacto funcional del daño. La aplicación de estrategias de
análisis, síntesis y razonamiento de las personas con un nivel
académico superior o con un tipo de empleo más creativo o
que requiera una actitud crítica y de toma de decisiones
complejas repercute de forma positiva en la rehabilitación
cognitiva.
g) Rasgos emocionales y de personalidad del paciente: una
actitud proactiva hacia la propia recuperación, mejora el
pronóstico. Por el contrario, una visión negativa y pesimista
del problema interfiere en el compromiso que la persona
adopta con su propia rehabilitación. Las capacidades
afectivas y motivacionales pueden influir en la readaptación de
la persona a la nueva situación. Las personas que presentan
comorbilidades con trastornos psiquiátricos de depresión
presentan peor pronóstico de recuperación tras el daño
cerebral.

5.2.2. Factores relacionados con el daño


Son factores relacionados con la etiología del daño, magnitud y
extensión, tiempo transcurrido desde la lesión, las comorbilidades
que puedan darse durante el proceso y mecanismos neurofisiológicos
relacionados con la recuperación espontánea:

a) Gravedad de la lesión: la localización, y la cantidad y


extensión de las lesiones, afecta al pronóstico de
recuperación. Las lesiones en el troncoencéfalo tienen peor
pronóstico de recuperación funcional. En casos de hemorragia
subaracnoidea o intraparenquimatosa el pronóstico es peor
que en casos de hematoma subdural, máxime cuando existe
presión intracraneal. Además, a mayor número de focos
lesivos (como en TCE) peor pronóstico de recuperación
cognitiva. Un ictus isquémico complicado con edema o
hemorragias presenta más resistencia a la recuperación.
b) Asistencia sanitaria temprana: un rápido traslado a los
servicios médicos puede suponer la aplicación de medidas
que minimicen el daño posterior, evitar hipoxias prolongadas,
etc.
c) Duración y gravedad del coma: en casos de pérdida de
conciencia, los pacientes con puntuaciones inferiores a 8
puntos en la escala de coma de Glasgow revisten mayor
gravedad que aquellos con un nivel superior. La escala de
repercusiones de Glasgow es una escala evolutiva del coma
con la que se pueden ir evaluando los cambios desde el
ingreso.
d) Duración de la amnesia postraumática (APT): en casos de
TCE, el periodo de tiempo que tarda la persona en volver a
ser capaz de consolidar nueva información resulta un indicador
de severidad del efecto de la lesión, dándose una relación
inversa entre la duración de la APT y el rendimiento cognitivo
posterior (a mayor duración de la APT, más alteraciones
cognitivas y psicosociales).
e) Alteraciones afectivas: la presencia de depresión ralentiza o
disminuye la eficacia de la intervención cognitiva debido a la
falta de motivación del paciente, que repercute en adherencia
al tratamiento.
f) Crisis epilépticas: los pacientes que sufren epilepsias tardías
tienen secuelas cognitivas y conductuales más graves que
aquellos que no los sufren, por lo que se considera un factor
pronóstico.

5.2.3. Factores relacionados con la intervención y los


ajustes del entorno
Factores relacionados con el proceso de rehabilitación y los ajustes
que se realicen en el entorno familiar, social y laboral del paciente
también influyen en la recuperación:

a) Inicio de la rehabilitación: el tiempo transcurrido entre la


instalación del daño y el inicio de la rehabilitación constituye un
indicador pronóstico dados los mecanismos neurofisiológicos
que se van sucediendo tras la lesión. Como veremos en el
siguiente apartado, en cada fase se dan unas características
y necesidades. El inicio temprano de la rehabilitación es
fundamental, siempre que el paciente esté fuera de la fase
crítica o aguda y pueda soportar las exigencias del
tratamiento rehabilitador, y evita el asentamiento de
mecanismos neurofisiológicos anormales.
b) Acceso a programas de intervención multimodal: la
posibilidad de ser incluido en un programa de rehabilitación
implementado por profesionales de diversas disciplinas que
trabajan de forma conjunta con el paciente, mejora el
pronóstico de recuperación funcional. Por supuesto, siempre
que se apliquen terapias eficaces con la intensidad y duración
precisas, y se establezcan objetivos de consolidación y
generalización de los aprendizajes. La rehabilitación
neuropsicológica se asocia con mejores resultados generales.
En los programas deben incluirse terapias conductuales y
emocionales, así como asistencia y asesoramiento a los
familiares y al propio paciente.
c) Aprendizaje de estrategias: el aprendizaje de estrategias
metacognitivas de consciencia del déficit, control de
emociones y monitorización de la propia conducta,
especialmente en casos de TCE, favorece la integración
sociolaboral.
d) Apoyo familiar: es muy probable que durante un tiempo el
paciente sea dependiente de terceras personas. El vínculo
familiar existente influye en la adherencia al tratamiento y en
su aprovechamiento. Las familias que cuentan con información
comprenden y siguen las orientaciones facilitadas por los
profesionales, lo que supone extender la intervención al
entorno más próximo del paciente. Además, las asociaciones
de afectados y familiares juegan un papel relevante a la hora
de compartir experiencias y conocimientos que pueden
mejorar la funcionalidad del paciente. La falta de conocimiento
y comprensión de los déficits que presenta la persona pueden
hacer que se le responsabilice de sus acciones o de la
ausencia de estas, atribuyendo intencionalidad y culpa. La
consecuencia de esta actitud es un sentimiento de frustración
por parte del paciente.
e) Adaptaciones en el medio sociolaboral: aunque no están
directamente relacionadas con la recuperación del paciente,
los entornos adaptados a las características y las secuelas
tras el daño favorecen la integración y la funcionalidad y
facilitan la participación social.
5.3. Fases de la intervención
Las lesiones cerebrales sobrevenidas suelen mostrar en las primeras
semanas cuadros muy dinámicos que posteriormente se van
estabilizando. En cada etapa del DCS, el abordaje de la intervención
se ajustará a las características del momento. Recordemos cuáles
son las fases principales del daño cerebral, para describir el tipo de
intervención que se aplica en cada una, en qué ámbito y qué agentes
son los encargados:

1. Fase inicial: es el momento en que ocurre la lesión y


corresponde a la fase de hospitalización. Se puede subdividir en
fases crítica y aguda. Su duración es de 7 a 10 días, aunque
algunos pacientes pueden requerir más tiempo por la intensidad
de las lesiones, complicaciones sobrevenidas, requerimiento de
ingreso en UCI o abordaje neuroquirúrgico (como en el caso de
muchos ictus hemorrágicos y TCE). Finaliza cuando se produce
la estabilización de la lesión cerebral y de la situación clínica del
paciente. Así, la atención requerida por el paciente consiste
mayoritariamente en un ingreso hospitalario donde se llevan a
cabo intervenciones relacionadas con la prevención secundaria
del daño cerebral (apartados de prevención de los capítulos 2 y
3). En esta fase la rehabilitación va dirigida especialmente a
prevenir complicaciones en el paciente (aplicando medidas de
tratamiento postural y movilizaciones por parte de
fisioterapeutas y personal de enfermería, iniciando protocolos de
control de factores de riesgo mediante farmacoterapia por parte
de neurólogos o internistas o aplicando medidas de seguridad en
deglución por parte de logopedas). Desde el punto de vista
neuropsicológico, podría iniciarse un primer contacto con el
paciente y la familia dirigida al asesoramiento y
acompañamiento, pero no se trataría de una intervención
neurocognitiva per se.
2. Fase subaguda: en esta fase acaecen los procesos bioquímicos
y citológicos de neuroreparación, en la que el paciente puede
experimentar una evolución o recuperación espontánea de
alteraciones. Una vez el paciente está estable y fuera de peligro,
se inicia la rehabilitación activa, generalmente de baja intensidad
dada la situación clínica del paciente. No debe confundirse la
directriz de inicio temprano de la rehabilitación con la
sobreestimulación del paciente cuando su situación clínica no lo
permite. Esta fase tiene una duración aproximada de un mes
(variable según la gravedad de las alteraciones, recursos de la
familia, etc.) desde el final de la fase aguda. Durante este
tiempo muchos pacientes requieren todavía atención
hospitalaria, por lo que puede llevarse a cabo en régimen de
ingreso. La familia inicia los preparativos para trasladar al
paciente al domicilio habitual, adaptando los espacios,
eliminando barreras arquitectónicas y preparándose
psicológicamente para afrontar la nueva situación. Aunque hay
casos especiales en los que se alargará el tiempo de
hospitalización, una vez en el domicilio, el paciente podrá
continuar la rehabilitación de forma ambulatoria. La mayoría de
los pacientes que presentan alteraciones motoras mínimas pero
cuyas alteraciones cognitivas, conductuales o lingüísticas son
relevantes, podrán iniciar atención ambulatoria temprana.
3. Fase postaguda: gracias a los mecanismos de neuroplasticidad,
en el cerebro empiezan a establecerse nuevos circuitos
neuronales para reparar y dar respuesta a los requerimientos
funcionales de la persona. Esta es la fase de rehabilitación
propiamente dicha, en la que la intervención debe ser intensiva y
multimodal, abordando alteraciones motoras, sensoriales,
cognitivas, conductuales y funcionales del paciente. Las
estrategias terapéuticas que se emplean en esta etapa son las
llamadas de restauración de la función, que pretenden recuperar
la función alterada. En esta fase el papel de la familia es crucial
para colaborar en la adaptación del paciente a su entorno social
en las nuevas condiciones. Este periodo suele durar entre 6
semanas y 6 meses, extendiéndose a un año en algunos casos
en función del tipo de alteraciones, puesto que las secuelas
motoras quedan establecidas antes que las cognitivas. Aunque,
por lo general, se lleva a cabo en régimen ambulatorio, algunos
pacientes pueden requerir todavía algunas semanas de atención
hospitalaria.
4. Fase crónica: a pesar de las intervenciones, se estima que casi
la mitad de supervivientes que sufrieron daño cerebral quedará
con secuelas después de un año de haber sufrido la lesión. Esta
situación implica la puesta en marcha de programas orientados
al mantenimiento y la aplicación de estrategias de sustitución de
la función y medidas compensatorias de los déficits. Aunque la
mayor parte de la recuperación se ha dado en las etapas
previas, no se descarta que en algún caso las personas con
DCS puedan seguir recuperando su autonomía, aunque los
avances que se consigan sean menos visibles. En este momento
juegan un papel importante los recursos sociales y comunitarios
(por ejemplo, asociaciones) de cara a asegurar la inclusión y
participación social, educativa o laboral de los afectados.
Como se puede observar, la intervención que va a requerir una
persona con daño cerebral ha de ser continuada en el tiempo y
realizarse en distintos emplazamientos. En este sentido queremos
mencionar las intervenciones ecológicas, es decir, aquellas que son
realizadas en el propio entorno del paciente.
Aunque no siempre serán posibles, desde un punto de vista
funcional este tipo de abordaje se acerca a la máxima
individualización de la intervención (capítulo 15).

5.4. Familia y entorno social del paciente


Como ya se ha indicado, es fundamental contar con la cooperación
activa de la familia y allegados del paciente, no para que se
conviertan en coterapeutas, pero sí para apoyar la intervención en el
entorno cotidiano del paciente y aportar información que nos pueda
llevar a realizar cambios en la estrategia que estemos desarrollando.
Para ello, es imprescindible facilitar una correcta información y
asesoramiento, incluso desmitificando en ocasiones y ofreciendo
datos coherentes y comprensibles y establecer una relación de
confianza con ellos.
Evaluar el grado de comprensión que tiene la familia acerca de
las dificultades conductuales y comportamentales, la naturaleza y la
cantidad de apoyo que pueden brindar y sus expectativas hacia el
tratamiento, nos guiará en el proceso de asesoramiento. A menudo
las familias demandan apoyo, guía y supervisión por parte de los
terapeutas, pues desconocen si sus actuaciones son las más
adecuadas.
Las contribuciones que la familia aporta al proceso de
rehabilitación son diversas y muy positivas. Pueden proporcionar más
horas de contacto con el paciente que las que puedan tener los
terapeutas, y además en un entorno natural. Por lo general, los
familiares están muy motivados para continuar tratamientos
intensivos y a largo plazo, a veces incluso más que el propio
paciente. Una mayor implicación de la familia favorece que busque
grupos de apoyo comunitarios, como asociaciones, y participe en
programas de difusión, educación y conciencia social que pueden
tener repercusiones sociopolíticas y redundar en beneficios para las
personas con DCS.
El daño cerebral afecta al paciente, pero también a la familia,
provocando en muchas ocasiones un cambio radical en la dinámica
familiar, por lo que deberemos prestar la atención emocional
pertinente. Mención especial merece la persona que actúa como
cuidadora principal del paciente. Por lo general, en la mayoría de las
familias suele haber una persona que asume la mayor parte del
tiempo el cuidado de un familiar enfermo o que ha sufrido daño
cerebral. Según el grado de dependencia del enfermo y de las
estrategias de afrontamiento del cuidador, este último puede dejar de
cuidarse a sí mismo, apareciendo el llamado síndrome del cuidador o
síndrome de sobrecarga del cuidador debido a la acumulación de
factores estresantes. Los síntomas principales son agotamiento
físico y mental, depresión, ansiedad, dificultades cognitivas,
trastornos del sueño, alteración del apetito y el peso, aislamiento
social y problemas laborales. Por ello es importante que la persona
que desempeña este rol siga unos consejos básicos con el fin de
mejorar su calidad de vida y, en consecuencia, la del paciente. Por
ejemplo, planificar y repartir las tareas del cuidado entre varias
personas, sin esperar a tener que pedir ayuda cuando la situación ya
resulta desbordante; cuidar su propia salud y disfrutar de momentos
de respiro realizando actividades de ocio o sociales. También
resultará de especial utilidad saber identificar los síntomas iniciales
del síndrome del cuidador (cefalea, insomnio, irritabilidad, labilidad
emocional, pérdida de interés por sí mismo o sus aficiones,
aislamiento social, abuso de alcohol o tabaco, o trastornos
digestivos).
En resumen, la familia y el entorno social del paciente juegan un
papel relevante en la complejidad del proceso de rehabilitación. Y en
muchos casos requerirán también atención por parte de los
profesionales, tanto en lo referente al asesoramiento para el mejor
funcionamiento y modo de afrontar las dificultades en el domicilio,
como en el manejo emocional. El neuropsicólogo debe estar atento a
las necesidades de asesoramiento e intervención en el entorno
sociofamiliar del paciente. A lo largo de este libro se irá haciendo
referencia a estas cuestiones.

5.5. Tratamiento farmacológico


En el tema que nos ocupa, son dos los objetivos principales del
manejo farmacológico en pacientes con alteraciones cognitivas. Por
un lado, modificar las causas de la enfermedad, es decir, prevenir y
reducir las posibilidades de que ocurra un nuevo ictus y evitar el
empeoramiento de la función cognitiva. Sería el caso de los
antiagregantes o los fármacos que tienen efectos sobre la presión
arterial en prevención primaria. El uso de sedantes para inducir el
coma al inicio de la lesión se emplea como medida de prevención
secundaria cuyo objetivo es disminuir la tasa metabólica cerebral en
la fase crítica de la enfermedad, ocasionando un menor daño
cerebral.
El segundo gran objetivo del uso de fármacos en DCS está
dirigido al tratamiento sintomático, intentando mejorar el rendimiento
cognitivo, así como reducir las alteraciones conductuales y
emocionales. Dentro de este grupo estarían también los fármacos
antiepilépticos.
En el caso del tratamiento sintomático, desde hace ya algunos
años se emplean algunos fármacos que han mostrado beneficiosos
en alteraciones cognitivas en otro tipo de patología del SNC (por
ejemplo, en demencias neurodegenerativas), aunque el mecanismo
causal de los síntomas no sea el mismo. El empleo de
psicofármacos puede tener beneficios sobre la evolución del paciente
en el proceso de rehabilitación. El facultativo que los prescriba
realizará un estudio del caso teniendo en cuenta que esta medicación
también podría causar complicaciones en personas con lesión
cerebral, puesto que podrían empeorar síntomas o desencadenar,
por ejemplo, crisis epilépticas.
El empleo de fármacos deberá ir acompañado de rehabilitación
neuropsicológica. Las estrategias farmacológicas más comunes en
función de la sintomatología en casos de DCS son (Salazar et al.,
2009):

a) Trastornos conductuales: la agitación y agresividad


características en fase inicial de lesión cerebral traumática se
trata con propanolol y, en menor medida, con metilfenidato.
Se han probado otros fármacos como antidepresivos, aunque
la evidencia sobre su eficacia es escasa. En apatía se
emplean fármacos que incrementan la actividad
dopaminérgica como amantadina, bupropión, donepezilo,
tacrina o dextroanfetamina. Pero tampoco existe evidencia
suficiente para recomendar el empleo de estos fármacos en
las guías de manejo clínico.
b) Trastornos afectivos: en casos de depresión y labilidad
emocional, lo más común es el uso de fármacos ISRS
(inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina) como
sertralina o citalopram y antidepresivos tricíclicos. El
tratamiento de la depresión puede mejorar los síntomas
cognitivos.
c) Psicosis: los neurolépticos como risperidona, olanzapina o
quetiapina se emplean para el tratamiento de trastornos
psicóticos secundarios a daño cerebral, y tienen pocos
efectos extrapiramidales.
d) Alteraciones del sueño y vigilia: es muy frecuente encontrar
insomnio o hipersomnia en pacientes con DCS. A medida que
se produce la reorganización neuronal tras la lesión, el sueño
se va normalizando. En caso de insomnio se emplean
benzodiacepinas como el zolpidem, aunque se recomienda
que su uso no se prolongue en el tiempo por la dependencia
que generan. Deben evitarse los clásicos haloperidol o
clorpromazina, puesto que pueden entorpecer los mecanismos
de reparación neuronal. En caso de hipersomnia, la
dextroanfetamina o el metilfenidato se suelen emplear, aunque
tienen efectos adrenérgicos y riesgo de dependencia. Otros
fármacos son los agonistas dopaminérgicos (amantadina,
bromocriptina) y algunos ISRS específicos (fluoxetina,
citalopram). La elección de unos fármacos u otros dependerá,
en cualquier caso, del diagnóstico y tipificación del trastorno
del sueño que haga el médico.
e) Funcionamiento cognitivo: los fármacos que tratan de
mejorar el rendimiento cognitivo en pacientes con daño
cerebral son aquellos que tienen como objetivo incrementar la
actividad de la acetilcolina y las catecolaminas,
neurotransmisores que tradicionalmente se han relacionado
con la memoria, la atención y el aprendizaje. Por otro lado, se
sabe que las personas que han sufrido un ictus tienen más
probabilidad de desarrollar demencia vascular. Los estudios
realizados para probar la eficacia de estos fármacos no
muestran datos concluyentes. El tratamiento con rivastigmina
mejora los síntomas cognitivos en demencias degenerativas,
pero no en pacientes con ictus. Lo mismo ocurre con el
donepezilo, galantamina, nimodipino, memantina, amantadina
y pentoxifilina, que pueden tener efectos positivos en
demencias vasculares, pero muestran efectos muy modestos
o irrelevantes en DCS. Con nootrópicos y antioxidantes
tampoco se han visto evidencias de mejora (Teasell et al.,
2009). No obstante, las guías de manejo clínico dan
directrices (no normas) para el uso de metilfenidato y
donepezilo para inatención y bradipsiquia, donepezilo para
problemas mnésicos, bromocriptina para alteraciones de las
funciones ejecutivas. Para tratar el déficit atencional y la
alteración en la velocidad de procesamiento de la información
en personas con daño cerebral traumático se han empleado
psicoestimulantes como el metilfenidato y la dextroanfetamina,
así como agonistas dopaminérgicos. Estos fármacos tendrían,
además, efectos positivos sobre el estado de ánimo. En
algunos de los estudios realizados con pacientes que han
sufrido DCS, no queda claro en qué medida la mejoría
cognitiva se debe al fármaco o a la rehabilitación cognitiva y
en otras áreas.
f) Crisis epilépticas: son una de las complicaciones neurológicas
más comunes en DCS, más frecuentes en TCE y en lesiones
vasculares extensas o que afecten al área temporopariental.
Hay crisis precoces (en la primera semana tras la lesión)
como consecuencia de la inflamación y liberación de
sustancias excitotóxicas, y tardías (aparecen posteriormente
y, en caso de continuar y repetirse en el tiempo, constituyen
las verdaderas epilepsias). El uso profiláctico de fármacos
antiepilépticos (FAE) en la primera semana no impide la
aparición de crisis tardías. El uso de FAE como la fenitoína
puede tener efectos negativos sobre la esfera cognitiva, por lo
que no será el fármaco de elección inicial. Existen muchos
otros FAE que han mostrado una influencia menos negativa
sobre la cognición, como valproato, carbamazepina o
levetiracetam.

Otros síntomas no cognitivos como la espasticidad o el dolor


neuropático, tan frecuentes en casos de ictus y TCE, son tratados
con diversos fármacos por parte neurología, no siempre con éxito,
puesto que en ocasiones son síntomas farmacorresistentes.
5.6. Recursos tecnológicos y técnicas
experimentales en la intervención
Son diversos los instrumentos y recursos tecnológicos con que se
cuenta para el tratamiento de las alteraciones motoras secundarias a
un ictus o un TCE. En el caso de las alteraciones cognitivas también
se están desarrollando instrumentos tecnológicos orientados a la
intervención.
Un factor que se debe tener en cuenta en el uso de recursos
tecnológicos es la familiaridad del paciente con los mismos. No todas
las personas hacen uso y comprenden del mismo modo la
tecnología. En la aplicación de las terapias, el propio paciente ha de
entender qué está haciendo y por qué, y esto se relaciona con el tipo
de recursos que podemos emplear.
Los avances tecnológicos han aportado nuevas herramientas y
enfoques en el campo de la neurorrehabilitación. El uso de la
rehabilitación virtual, la robótica y las interfaces cerebro-máquina es
una realidad cada vez más cercana. El empleo de tecnologías para
evaluar y monitorizar la evolución durante el proceso de
rehabilitación, como la resonancia magnética funcional, o el uso de
técnicas diagnóstico-terapéuticas como la estimulación magnética
transcraneal, están disponibles, aunque su accesibilidad en la
práctica clínica sigue siendo limitada por su alto coste.
PARTE II
EVALUACIÓN, DIAGNÓSTICO E
INTERVENCIÓN
NEUROPSICOLÓGICA
ESPECÍFICA
6
Memoria: evaluación, diagnóstico
e intervención en ictus y TCE

6.1. Evaluación de los problemas de memoria


asociados al DCS
Para Luria, la memoria es uno de los procesos cognitivos más
difíciles de estudiar. Memorizar implica grabar, retener y reproducir
una experiencia anterior (Luria, 1984). En neuropsicología podemos
acercarnos a la evaluación de los problemas de memoria desde dos
vertientes: de un lado está la interpretación cualitativa que hacemos
de las quejas subjetivas de pacientes y familiares que acompañan a
la persona aquejada del daño. En este ejercicio de interpretación
puramente cualitativa, basado en los estudios de la psicología
cognitiva y la experiencia clínica, nos centramos en aquellos
aspectos llamativos del funcionamiento de la memoria. Del otro lado,
están las interpretaciones de las pruebas a las que sometemos a los
pacientes, que nos aportan datos cuantitativos del rendimiento de
aquellas personas cuando se enfrentan a una tarea que soporta una
carga cognitiva específica de la función mnésica.
La exploración de la memoria implica tener en cuenta el tipo de
memoria que se desea estudiar: declarativa (memoria episódica,
semántica) o no declarativa (memoria de procedimiento o motora).
En neuropsicología lo más habitual es centrarse en la memoria
declarativa, aunque lo realmente importante será estudiar los
diferentes procesos que hacen posible la memorización. Autores
como Solhberg y Mateer (2001) realizan una aproximación a los
problemas de memoria teniendo en cuenta diferentes variables que
influyen en dicha función. Así, podemos evaluar la memoria en
función de la temporalidad de los acontecimientos (memoria a largo
plazo vs. memoria a corto plazo), memoria dependiente del contenido
que se pretende estudiar (memoria declarativa vs. no declarativa),
memoria emocional, memoria prospectiva y metamemoria. La
alteración de dichos procesos provoca el llamado síndrome
amnésico, que puede ser anterógrado, retrógrado, lacunar o el
estado confusional conocido como amnesia postraumática.
Daniel Schacter (2012) hace referencia a los errores más típicos
que se producen en la memoria:
El error del transcurso: basado en los estudios de Howard
Eichenbaum. Los recuerdos disminuyen en el transcurso del tiempo
(figura 6.1). En dichos estudios se daba a los participantes una lista
de palabras a memorizar. Con el paso de los minutos, horas, días,
etc., el recuerdo disminuía (Eichenbaum, 2003). De estas
investigaciones surgió el estudio por las famosas curvas de memoria
que tantos resultados divulgativos ofreció la psicología cognitiva en el
siglo XX.
Figura 6.1. Curva del olvido.
Fuente: Modificado de Eichenbaum (2003).

En el transcurso del tiempo, desde el momento del acto de


memorizar al acto de recordar, suceden otros acontecimientos y
experiencias, hechos que pueden interferir en el recuerdo posterior.
Los pacientes con DCS son más vulnerables a la interferencia, de ahí
que confundan la información recordada en diferentes momentos
(Luria, 1980). Se señalan algunos errores básicos:

– Error de distractibilidad: en estos casos los errores de


memoria se achacan a las alteraciones primarias en otra
función cognitiva, como ocurre en las alteraciones de la
memoria por problemas de la atención.
– Error de bloqueo: ocurre cuando la información sí está
almacenada en el sistema de memoria pero el recuerdo se
muestra inaccesible. Es lo que ocurriría a personas que han
sufrido algún episodio de estrés postraumático o en las
histerias, donde la información estaría como reprimida
(Tirapu-Ustárroz, 2008).
– Error de atribución errónea: en este caso la observación se
centra en los recuerdos de eventos que no han ocurrido, como
las experiencias déjà vu. También forman parte de estos
recuerdos el atribuir erróneamente una información aprendida
y después otorgarle otro contexto donde nunca se aprendió.
Los lóbulos frontales participan en los procesos de evocación
de la fuente, es decir, participan en que la persona identifique
el contexto donde aprendió determinada información.
– Error de sugestionabilidad: relacionado con el error anterior.
Se refiere a cómo incorporamos información engañosa
procedente de fuentes externas. Muy estudiado en el ámbito
de la psicología forense donde se observa lo fácilmente que
pueden sugestionarse recuerdos durante los interrogatorios.
– Error de propensión: se refiere a cómo modificamos
recuerdos previamente establecidos para que encajen con
nuestra experiencia presente. Es una manera de reducir la
disonancia cognitiva ante determinadas ideas o creencias.
– Error de persistencia: son recuerdos incómodos que no
podemos “sacar de la cabeza”. El sistema límbico capta la
atención hacia recuerdos con mayor impacto emocional
impidiendo el correcto funcionamiento del sistema mnésico. La
corteza prefrontal izquierda desempeña un papel crucial en la
reflexión sobre experiencias pasadas y evocación de
recuerdos específicos, aunque las bases de la persistencia la
encontramos en la amígdala (Schacter, 2012).

En 1882, Thèodore Ribot estableció la ley de regresión o Ley de


Ribot según la cual, la pérdida de memoria es inversamente
proporcional al tiempo transcurrido entre el suceso y la lesión. Es
decir, la gravedad de lesión es mayor cuanto mayor es el olvido
desde el momento de la lesión. La ley de regresión implica una
variable crucial a la hora de estudiar los procesos de memoria; nos
referimos a la variable temporal de los acontecimientos. Podremos
establecer la gravedad de la lesión de un paciente que ha sufrido un
ictus o TCE si medimos el alcance de su recuerdo desde el momento
del trauma. Si medimos el alcance del recuerdo desde el momento
de la lesión viajando hacia atrás en el tiempo nos referiremos a la
amnesia retrógrada. Cuando el alcance del recuerdo es desde el
momento de la lesión al momento presente hablamos de amnesia
anterógrada.
¿Qué procesos cognitivos podemos observar en una prueba de
evaluación de la memoria declarativa episódica? Los test
neuropsicológicos que pretenden acercarse al estudio de la memoria
implican principalmente información verbal y visual. Cuando es
información verbal encontramos historietas, listas de palabras, pares
de palabras, secuencias, etc. En función del material que escojamos
observaremos la aparición o ausencia de otros procesos cognitivos
que participan en la adquisición de un recuerdo. Por ejemplo, para
favorecer la memorización de un texto se necesita de procesos
ejecutivos como son la secuenciación y clasificación. En algunos
pacientes que sufren DCS observamos que son incapaces de
reproducir un texto porque, por ejemplo, no saben secuenciar
correctamente los hechos o bien son incapaces de ordenar o
clasificar la información relevante para su posterior recuerdo. Los
errores típicos en estas tareas van desde mostrarse redundantes a
la hora de evocar un recuerdo a introducir información falsa que, o
bien pertenece a otros contextos similares, o simplemente nunca
ocurrieron y, por tanto, son fruto de la inventiva, y el paciente los
evoca como recuerdos vivos. En las pruebas más comúnmente
utilizadas el paciente ha de memorizar listas de palabras y
posteriormente reproducirlas. Damos una lista de entre 8 y 16
palabras, varios ensayos de memorización y luego una lista B
diferente que nos permitirá observar si se produce el fenómeno de
interferencia. Durante la evocación de los diferentes ensayos nos
permite calcular el ritmo de aprendizaje, si este aumenta conforme se
enfrenta a la mera repetición. También si el paciente es consciente
de su propia capacidad de recuerdo (metamemoria). En ausencia de
metamemoria los pacientes no son conscientes de haber evocado
palabras que previamente ya han nombrado. Estas listas de palabras
están intencionadamente preparadas para poder ser agrupadas en
categorías. Un cerebro sin alteración tratará de manera espontánea
de clasificar semánticamente dichas palabras para facilitar su
aprendizaje. La mera repetición de las palabras a lo largo de los
ensayos debe provocar la aparición de dicho proceso. Los pacientes
con daño cerebral y afectación de la memoria presentan déficit en
esta habilidad de características ejecutivas. La lista B hace que la
huella mnésica se difumine y dificulte el recuerdo anterior fomentando
la aparición del fenómeno de interferencia durante el transcurso del
tiempo, es decir, a la hora de llevar a cabo el recuerdo intencionado
el paciente con alteración de memoria tendrá confusión, y, si es
capaz de evocar algún recuerdo, no tendrá capacidad de distinguir el
recuerdo que llevó de aquel que ha sido presentado en el mismo
contexto pero que no tenía que recordar.
Para Luria es importante el estudio de la interferencia porque
permite predecir el grado de las alteraciones mnésicas subclínicas y
el curso de lo que denominó el “síndrome amnésico” (Luria, 1980).
Estas tareas se valoran en torno a dos procesos mnésicos:
codificación y consolidación. El proceso de codificación ocurre en el
hipocampo, localizado temporomedialmente. Esta estructura recibe
gran cantidad de información sensorial y de los estados internos del
organismo. La información sensorial procede de las áreas corticales
primarias, secundarias y de asociación. Las áreas superiores
proyectan a las áreas de asociación incluyendo información
específica en función de la información sensorial que recibe. Desde
las áreas de asociación viajan proyecciones a la región
parahipocampal: corteza entorrinal, corteza perirrinal y corteza
parahipocampal (figura 6.2; http://mural.uv.es/torpa/Trabajo)
(Eichenbaum, 2003). Las combinaciones de estas complejas redes
neuronales en el hipocampo codifican las memorias episódicas.
El otro proceso que tenemos en cuenta a la hora de estudiar la
memoria episódica declarativa es el proceso de consolidación o
reorganización cerebral. En este proceso están implicados sistemas
superiores al que se produce en la codificación. Posteriormente, los
sistemas corticales superiores son los encargados de que los
recuerdos perduren en el tiempo.
Figura 6.2. Estructura interna de la formación hipocámpica (circunvolución dentada,
hipocampo y subículo).
Fuente: Haines, 2013.

Estas observaciones y descripciones que estamos realizando


sobre la evaluación del sistema mnésico deja de lado las
puntuaciones que los pacientes obtienen en los test
neuropsicológicos, que, por norma general, suelen ser puntuaciones
bajas cuando las comparamos con sus respectivos grupos
normativos. En el siguiente cuadro mostramos algunas de las
pruebas estandarizadas que se emplean para estudiar la memoria.
¿Qué otros aspectos se han de tener en cuenta cuando
evaluamos la memoria declarativa episódica? Además de la
interferencia, en este tipo de pruebas los pacientes con DCS, ante
dichas tareas de memoria repiten constantemente el material
evocado sin llegar a ser conscientes de que las respuestas emitidas
ya han sido realizadas. De la misma manera, cometen errores
constantemente y son incapaces de corregir o refrescar su recuerdo
cuando explícitamente se le facilitan los resultados correctos. Se
muestran incapaces de actualizar la información y perseveran sobre
su propio error. Cuando aprenden un material determinado se
muestran incapaces de situar el lugar donde aprendieron dicha
información. Así mismo, durante el recuerdo espontáneo puede
aflorar información irrelevante o descontextualizada. En el contexto
de las alteraciones de memoria llamamos confabulaciones a aquellas
informaciones que son inventadas por los pacientes, son falsas, y
además son constantemente repetidas. Desde hace algunos años se
ha tratado de clasificar las confabulaciones (Borsutzky et al., 2008;
Burgess y McNeil, 1999; Schnider, 2008). Las confabulaciones
momentáneas se refieren a datos autobiográficos, que aparecen
desplazados en el tiempo y/o contexto. Las fantásticas se refieren a
la generación espontánea de recuerdos, y su aparición está vinculada
a la búsqueda del prestigio social.

CUADRO 6.1. Algunos test neuropsicológicos empleados para el


estudio de los procesos de memoria
Test Publicación
Rey Auditory Verbal Learning Test Rey, Schmidy, Spreen y Strauss (1996)
California Verbal Learning Test Delis, Kramer, Kaplan y Ober (2000)
Escala de memoria Weschler III Wechsler (2004)
The Rivermead Behavioral Memory Test Wilson, Baddeley y Cockburn (2004)
Programa integrado de exploración Jordi Peña-Casanova (2019)
neuropsicológica, Test Barcelona-2
Test de aprendizaje verbal-Complutense Alejandre (2014)
Buschke’s Restricted Reminding Todd (1978)
Procedure as a Clinical Test of Long-
term Verbal Memory
Un índice para medir el funcionamiento de la memoria declarativa
episódica que ningún clínico debe perder de vista es el rendimiento
de los pacientes en las actividades de la vida diaria (Wilson, 2009).
Para Wilson la valoración funcional debe ir encaminada a responder a
una serie de cuestiones, que además han de ser tenidas en cuenta
para iniciar cualquier programa de rehabilitación que se precie:

a) ¿Cuál era el nivel intelectual previo del paciente antes de


sufrir el evento traumático?
b) Cognitivamente, ¿cuál es la función más conservada?, ¿y la
alteración primaria?
c) Su nivel de memoria, ¿cómo es con respecto a la población
normal?
d) ¿Es su funcionamiento mnésico el esperable para una
persona de su nivel cultural?
e) La alteración de la memoria ¿es global?, ¿está restringida a
un tipo de material en concreto?
f) ¿La alteración de la memoria se explica por la alteración de
otras funciones cognitivas?
g) ¿Existe algún trastorno psicopatológico que justifique la
alteración?
h) ¿Cómo se manifiestan estos problemas de memoria en el día
a día?
i) ¿Cuál es el aspecto de los problemas de memoria que más le
preocupan a la familia?
j) ¿Usa algún tipo de estrategia para paliar los déficits?
k) ¿Qué técnicas o estrategias para memorizar o recordar
usaba previamente al daño?
l) ¿Los problemas de memoria están exacerbados por algún tipo
de trastorno psicopatológico?
m) ¿La persona podría volver a trabajar, o al colegio si es un
niño, si realizamos alguna intervención sobre sus déficits?
n) ¿Cuál será el mejor camino para que esta persona pueda
aprender nueva información?
o) ¿Está tomando medicación? En caso afirmativo ¿cuál?
p) ¿Tiene algún problema para conciliar el sueño?
q) ¿Padece algún estado hormonal anómalo?

Estas cuestiones pueden valorarse de manera cualitativa o bien


realizar la recogida de información a través de cuestionarios
habilitados para conocer el impacto de las alteraciones cognitivas en
las actividades de la vida diaria como el Rapid Disability Rating
Scale-2 (Linn, 1988), la escala de demencia Blessed (Blessed et al.,
1968) o la Global Deterioration Scale (Reisberg, 2007). Todas ellas,
empleadas en el entorno de los estados degenerativos.
Para el DCS encontramos instrumentos de mayor utilidad como la
UK-FIM FAM (Turner-Stokes et al., 1999) o la WHODAS 2.0 (Üstün,
2010). Este último es más genérico que la UK-FIM FAM y gracias a
eso es más fácil de administrar. La UK FIM FAM en cambio, es un
amplio instrumento que también sirve para evaluar tanto función
cognitiva como motora y su gran ventaja es que permite desmenuzar
lo que el paciente con afectación mnésica puede realmente llevar a
cabo, y qué no. Un clínico podrá establecer el diagnóstico de
amnesia, determinar el grado de afectación en la memoria e, incluso,
hacer una amplia descripción del funcionamiento de los procesos de
memoria, pero es gracias a pruebas como esta cuando estaremos
en condiciones de responder a cuestiones como: ¿el paciente
reconoce a la gente que se encuentra con frecuencia?, ¿recuerda
rutinas diarias?, ¿ejecuta peticiones sin que se le recuerde?, ¿hace
uso de pistas externas para el recuerdo?, ¿puede aprender nueva
información?, ¿recibe recordatorio de otras personas de manera
ocasional?, ¿recibe ayuda de otras personas, en qué porcentaje?,
¿reconoce y recuerda?, ¿no reconoce ni recuerda en absoluto?,
¿toma medicación o hace uso de ayudas externas para el recuerdo?
En definitiva, la evaluación neuropsicológica de la función mnésica
conlleva el estudio neuroanatómico de las estructuras que sostienen
nuestros sistemas de memoria y su correlación funcional con los
procesos mnésicos. El clínico debe conocer el funcionamiento de
dichos procesos de cara a establecer pronósticos de cuadros
amnésicos y así desarrollar programas de rehabilitación eficaces de
cara a paliar las consecuencias catastróficas que implica para
nuestra identidad personal y la correcta puesta en marcha de las
actividades de la vida diaria.

6.2. Diagnóstico de los problemas de memoria


asociados al DCS
Las diferentes etiquetas diagnósticas que hacen referencia a los
problemas de memoria se refieren a los diferentes estados
amnésicos. Recordemos que la amnesia se define como una pérdida
o debilidad notable de la memoria. Para Luria (1980) existía el
síndrome de alteración de la memoria relacionado con las afecciones
focales del cerebro, es decir, las alteraciones de la memoria se
clasificarían en función de la localización anatómica de la lesión. Así
encontraríamos los desórdenes de la memoria por afectación de los
sectores superiores del tronco cerebral, alteraciones de la memoria
provocada por daño en estructuras de la línea media, alteración de la
memoria en zonas frontales del cerebro y, por último, por afección
focal de zonas posteriores. Siguiendo la propuesta de Luria, en los
TCE e ictus la variabilidad de las alteraciones de memoria dependerá
de la zona de la lesión donde se haya producido el DCS.
Desde el punto de vista funcional, hablamos de los diferentes
tipos de amnesia, que tiene en cuenta cómo se organizan los
recuerdos previos y posteriores al trauma. Los diferentes tipos de
amnesia se distribuirían a lo largo de un continuo temporal desde el
pasado al momento presente. Esta peculiaridad se da principalmente
en los TCE, la persona que sufre un traumatismo grave suele entrar
primero en estado de coma, luego va recuperando la consciencia y
finalmente entra en un estado de vigilia. En nuestras primeras
anotaciones a pie de cama podremos constatar la presencia de un
paciente confuso, con cierto estado de amnesia retrógrada; y en los
peores casos, una amnesia anterógrada. A los problemas de
memoria observados en esta primera fase, caracterizada por un
estado de confusión, se le denomina amnesia postraumática (APT), y
su estudio es de gran interés como factor pronóstico.
Los estados de amnesia anterógrada y retrógrada hacen
referencia al olvido ocurrido con anterioridad o posterior al trauma.
En los casos de amnesia anterógrada, el paciente será incapaz de
recordar hechos que ocurren desde el momento del accidente. La
amnesia retrógrada son los recuerdos olvidados antes del evento
traumático. En los casos de una APT grave el escenario que nos
encontraremos será un paciente que al despertar del estado de
coma no recuerda nada de lo ocurrido meses antes del trauma y,
además, es incapaz de recordar nueva información. La evolución que
seguiría una amnesia de origen traumático se muestra en la figura
6.3 (Barbizet y Duizabo, 1978).

Figura 6.3. Evolución de una APT a lo largo del tiempo.


Fuente: Modificada de Barbizet y Duizabo, 1978.

La restauración de la memoria anterógrada y retrógrada


dependerá de la gravedad del TCE, pero la evolución más común es
la reducción de las alteraciones de memoria a lo largo del tiempo.
Los pacientes pueden aprender nueva información del día a día,
aunque sigan presentando lagunas referidas a los meses posteriores
al TCE (amnesia lacunar). De la misma manera ocurre con los
recuerdos anteriores al TCE. Aquí la duda estriba en saber si esa
información recordada no es más que un nuevo aprendizaje en vez de
tener un recuerdo real de lo vivido, puesto que es posible que los
pacientes hayan aprendido del discurso de otros el cómo ocurrió el
TCE o lo que aconteció en los meses posteriores.
En los ictus, la amnesia ocurre en la fase aguda en pacientes sin
antecedentes. El comportamiento de la memoria en estas personas
está más relacionado con la incapacidad de aprender nueva
información, en palabras de Barbizet, “viven en un presente constante
y olvidan muy rápidamente lo que acaban de hacer”. Su alteración de
memoria también se circunscribe a la incapacidad de evocar la
información aprendida. Es el momento agudo donde se presenta la
laguna mnésica. Según Ropper et al. (2014), este síndrome
amnésico es de inicio repentino, por lo general con recuperación
gradual pero incompleta, y se puede originar por:

– Infarto bilateral o izquierdo (hemisferio dominante) del


hipocampo a causa de oclusión ateroesclerótica-trombótica o
embólica de las arterias cerebrales posteriores o sus ramas
temporales inferiores.
– Infarto bilateral o izquierdo (dominante) de los núcleos
talámicos anteromediales.
– Infarto de prosencéfalo basal a causa de oclusión de las
arterias cerebral anterior o comunicante anterior.
– Hemorragia subaracnoidea (por lo común rotura de un
aneurisma de la arteria comunicante anterior).
– Paro cardiaco, envenenamiento con monóxido de carbono y
otros estados hipóxicos (lesión del hipocampo).

Por tanto, la clasificación de los estados amnésicos en casos de


TCE e ictus dependerá fundamentalmente del tipo, localización y
gravedad de la lesión, será de instauración principalmente aguda,
con un periodo de laguna mnésica que puede abarcar desde horas a
meses (amnesia postraumática para TCE y amnesia global
transitoria para ictus), antes y posterior al accidente, y con relativa
recuperación en el tiempo.

6.3. Intervención de los problemas de memoria


asociados al DCS
La intervención en la rehabilitación de la memoria se focaliza en
mejorar varios aspectos del funcionamiento mnésico como son el
recordar eventos pasados, aprender nueva información, recordar la
asociación nombres-caras, recordar tareas futuras, etc.
Las alteraciones de memoria son una de las secuelas más
comunes en el DCS (más en TCE que en ictus), y no solo afecta a la
persona que sufre el daño sino también a todo su entorno,
provocando un fuerte impacto a nivel familiar. Además, el grado de
afectación de la memoria es un buen indicador sobre el pronóstico
general del proceso rehabilitador. Como señalan De Noreña et al.
(2010), la rehabilitación de la memoria tiene como objetivo
fundamental minimizar el impacto que tienen los problemas de
memoria sobre la vida cotidiana, facilitar el aprendizaje de nuevas
habilidades, dar información útil al paciente y aprender el uso de
ayudas externas, como agendas u ordenadores. La rehabilitación
cognitiva es, por tanto, el método tradicional no farmacológico para
tratar las alteraciones cognitivas de esta función.
Como ya hemos referido al comienzo del manual, la aproximación
a estos déficits adquiridos se centra bien en la restauración de los
déficits, bien en adquirir estrategias compensatorias externas
(electrónicas vs. no electrónicas). La mayor parte de estudios se han
centrado en estrategias compensatorias:

– Técnicas sin ayudas externas: se refiere a aquellas


estrategias internas, previamente entrenadas con el
terapeuta, en situaciones diferentes, donde el paciente
adquiere habilidades específicas o información relevante para
el desempeño de su funcionalidad diaria. Estas estrategias
incluyen organización del material, repasar la información a
recordar, uso de técnicas de visualización para favorecer el
recuerdo, etc.
– Técnicas con ayudas externas no electrónicas: se refiere al
uso de agendas, blocs de notas, calendarios, etiquetas. La
utilidad de estas técnicas se pone en entredicho por autores
que argumentan que no mejoran las alteraciones propias de la
memoria.
– Técnicas con ayudas electrónicas: la gran disponibilidad
tecnológica actual hace posible que estas herramientas estén
al alcance de todos. La herramienta más usada consiste en un
aparato que envía señales de voz a los pacientes a los que
instan a hacer determinadas actividades previamente
programadas. Las herramientas tecnológicas pueden
categorizarse en función del tipo de memoria. Para una lectura
más extensa sobre estos dispositivos recomendamos al lector
trabajos como los de Jamieson et al. (2014) o Kapur et al.
(2004).

En una revisión sistemática sobre rehabilitación cognitiva en


accidente cerebrovascular, Winstein et al. (2016) concluyeron que las
estrategias compensatorias podrían mejorar el desempeño de los
pacientes en tareas de recuerdo. El problema radica en que recordar
el uso de dispositivos externos para mejorar el recuerdo ya es un
ejercicio de memoria en sí mismo. Los avances tecnológicos de hoy
día permiten que podamos poner solución a estos problemas gracias
al uso de alarmas que se activan al llegar a un determinado lugar o a
una hora concreta, proporcionando en todo momento la información
que necesitemos recordar.
La restauración de la función se ha llevado a cabo utilizando
programas de ordenador donde los pacientes entrenan
específicamente los diferentes procesos de la función mnésica. El
éxito de estos programas, en comparación con las estrategias
compensatorias, se limita a pacientes con alteración leve, que
consiguen mejorar en las tareas específicas sin que llegue a
producirse generalización a actividades de la vida diaria.
Los resultados de algunos estudios realizados cruzando ambos
tipos de DCS (ictus y TCE) arrojan datos más positivos que cuando
se estudia solo el ictus, donde los beneficios de la mejora de la
función mnésica a corto plazo no persisten a lo largo del tiempo, o
donde simplemente tampoco se hallan mejoras objetivas en memoria,
estado de ánimo o funcionamiento en la vida diaria una vez terminado
el periodo de rehabilitación. Si bien es cierto que estos malos
resultados pueden deberse a la mala calidad de los estudios llevados
a cabo (Das Nair et al., 2016).
La guía de la Federación europea de sociedades neurológicas
(Cappa et al., 2005) resume una serie de publicaciones relacionadas
con intervenciones de rehabilitación de memoria sin ayudas de
memoria externas vs. intervenciones de rehabilitación de memoria
con ayuda de memoria externa no electrónicas y rehabilitación de
intervenciones con tecnologías electrónicas de asistencia. Las
conclusiones son las siguientes:

– Las estrategias de memoria sin ayudas electrónicas pueden


ser eficaces.
– Las estrategias de aprendizaje específica como el aprendizaje
sin errores pueden ser efectivos.
– Las ayudas de memoria externa no electrónicas como el uso
de un diario pueden ser efectivas.
– Los dispositivos electrónicos de memoria externa como
portátiles, radios, organizadores de voz pueden ser efectivos.
– El uso de entornos virtuales ha demostrado ser positivo para
el aprendizaje verbal, visual y espacial.
– En la actualidad, no podemos aún concluir qué tipo de entorno
(virtual vs. real) beneficia más al entrenamiento de la
memoria.

En una revisión más actualizada de Cicerone et al. (2011)


concluyen:

– Se recomienda el uso de estrategias compensatorias a


aquellas personas con déficits leves de memoria.
– Se recomienda el uso de estrategias compensatorias que
incluyan tecnología de asistencia con aplicación directa en
actividades funcionales a aquellas personas con déficits
graves de memoria.
– Técnicas de aprendizaje sin errores pueden ser efectivas en el
aprendizaje de habilidades específicas, aunque la
transferencia a nuevas tareas quedará limitada.

El 88,5 % de los estudios realizados sobre rehabilitación de la


memoria en DCS evidencian la eficacia de las ayudas mnésicas
externas (dispositivos que incorporan un sonido o alarma que avisa al
paciente sobre el momento para llevar a cabo determinada
actividad). El mantenimiento de las mejoras se encontró en aquellos
estudios (49 %) donde los pacientes seguían utilizando los
dispositivos a lo largo del tiempo.
También se han comparado las técnicas de aprendizaje sin
errores vs. aprendizaje ensayo-error. En general, la bibliografía no
concluye qué tipo de aprendizaje es mejor, y los pacientes de DCS
se benefician de ambas estrategias. Sin embargo, el ensayo error
sería más eficaz cuando los pacientes tienen que aprender una
estrategia específica (Piras et al., 2011). Pensamos que esto podría
deberse a que los mecanismos ejecutivos de monitorización están
alterados y, además, los pacientes presentan una frecuencia mayor
de signos prefrontales como son las perseveraciones en el error, lo
que favorecería el uso de la estrategia aprendizaje sin errores frente
al ensayo-error.
Otro método de intervención se basa en la señal de
desvanecimiento, un método que usa los principios del aprendizaje
sin errores. A los pacientes se les proporcionan pistas o facilitadores
que vamos eliminando progresivamente a medida que el paciente
recuerda la información necesaria. Este método es eficaz para
recordar materiales específicos, pero no se ha hallado evidencia
cuando ha de generalizarse a actividades de la vida diaria (Piras et
al., 2011).
El entrenamiento de recuperación espaciada es una técnica de
aprendizaje destinada a lograr la retención de nueva información a
largo plazo mediante el aumento sistemático del intervalo de tiempo
entre la recuperación correcta de la información a recordar. Hay
quien la considera una técnica de modelado aplicada a las
alteraciones de memoria, debido a que el recuerdo a largo plazo es
secuenciado en pequeños pasos que progresivamente van en
aumento a medida que se van dando respuestas correctas sobre el
recuerdo en cuestión.
Se piensa que esta técnica no se sustenta en los procesos de
memoria declarativa sino en los de memoria procedimental, y es que
es probable que la respuesta (la información a recordar) esté
reforzada por el efecto espaciador. En la práctica clínica
asociaríamos una respuesta correcta a una pregunta formulada, de
tal manera que los intervalos de respuesta van aumentando
exponencialmente a medida que el paciente logra dar la respuesta
correcta. Si falla, volveríamos al intervalo temporal donde el paciente
dio su última respuesta correcta. Esta técnica no ha sido evaluada
para mejorar la independencia de los pacientes en su vida diaria por
lo que no se considera en la actualidad una opción de práctica clínica
para reducir las alteraciones en el contexto diario del paciente (Piras
et al., 2011).
En cuanto a los efectos de la actividad física y el rendimiento
mnésico en personas que han sufrido ictus, Cumming et al. (2012)
hallaron efectos positivos del ejercicio físico sobre el rendimiento
cognitivo, y que este previene el deterioro cognitivo o la demencia
después del accidente cerebrovascular. Aunque no hay un consenso
sobre la dosis, el contenido de ejercicio, intensidad o tiempo óptimo
que se necesita para alcanzar dichos resultados. Igualmente se han
estudiado los ambientes enriquecidos en la rehabilitación del
accidente cerebrovascular: libros, juegos, realidad virtual, música,
etc.
Escuchar diariamente música seleccionada por uno mismo
durante 95 minutos después de un ictus mejora la memoria verbal, la
capacidad atencional y los síntomas depresivos. También se ha
observado que cuatro semanas jugando a juegos de realidad virtual
durante 30 minutos mejora la memoria visoespacial (Särkämö et al.,
2008).

CUADRO 6.2. Nivel de evidencia de terapias no farmacológicas para


la rehabilitación de la memoria en el DCS
Recomendaciones Nivel de evidencia
Entornos enriquecidos para aumentar el compromiso El tratamiento es efectivo
con ejercicios cognitivos
Uso de la rehabilitación cognitiva para mejorar
atención, memoria, negligencia visual y FFEE
Uso de estrategias de entrenamiento cognitivo que
considera la práctica, la compensación y técnicas
adaptativas para aumentar la independencia
Estrategias compensatorias para mejorar las La efectividad de este
funciones de memoria, incluye estrategias internas tratamiento está menos
(organización semántica) y asistencia de memoria establecida
externa (uso de tecnología)
Entrenamiento de memoria específico como
entrenamiento de la memoria visoespacial o la
elaboración de organizaciones semánticas basadas
en el lenguaje
Las técnicas de aprendizaje sin errores puedes ser
efectivas para alteraciones graves de memoria
La musicoterapia puede mejorar la memoria verbal
El ejercicio físico puede ayudar a mejorar la memoria
después de un ictus
La realidad virtual puede mejorar el aprendizaje verbal,
visual y espacial, pero su eficacia no está bien
establecida
La estimulación eléctrica transcraneal anódica El tratamiento no es
aplicada sobre el córtex dorsolateral izquierdo mejora efectivo y puede ser
el lenguaje y la memoria de trabajo, aunque esta perjudicial
técnica se encuentra en periodo experimental
Fuente: Cappa et al., 2005.

Las estrategias externas compensatorias no electrónicas, son


efectivas siempre que el paciente no esté gravemente alterado y
disponga de un bagaje ejecutivo suficiente para poner en práctica
dichas estrategias. El uso de dispositivos electrónicos es efectivo a
la hora de minimizar el impacto sobre las actividades de la vida
diaria. También lo son las intervenciones del tipo aprendizaje sin
errores en pacientes con alteración moderada-grave, siempre que la
habilidad a aprender sea específica y limitada a un entorno concreto.

6.4. Programas de intervención de los problemas de


memoria asociados al DCS
Como vimos en el punto anterior, las intervenciones de memoria van
encaminadas al restablecimiento de la función o a la compensación
de los déficits. Esto quiere decir que todos los programas que
expongamos en este apartado podremos clasificarlos en función del
tipo de intervención (cuadro 6.3).

CUADRO 6.3. Métodos usados para la intervención en los trastornos


de memoria
Fuente: Wilson, 2009.

La eficacia según los diferentes estudios es controvertida, pues


no acaban de encontrarse evidencias claras con respecto a la
efectividad de determinados programas de intervención en la
restauración de la función, todo parece indicar que las estrategias de
compensación son más efectivas a la hora de realizar un tratamiento
para la mejora de la memoria. Sin embargo, que no se hayan
encontrado evidencias no significa que no podamos realizar
actuaciones encaminadas a la restauración de la función. Esto quizás
se deba a que los estudios realizados no están bien planteados
metodológicamente y no acaban de arrojar datos más optimistas.
El otro motivo es que posiblemente la mejora de otros procesos
cognitivos como la atención o las funciones ejecutivas funcionen como
mecanismos compensadores de la función mnésica alterada. De
hecho, diversos autores han encontrado que el entrenamiento en la
memoria de trabajo tiene un impacto positivo en las actividades de la
vida diaria de los pacientes (Luca et al., 2016):

– Cogmed: programa diseñado para la mejora de la memoria


de trabajo. Consiste en 25 sesiones de entrenamiento
computarizadas de 30-40 minutos. El programa dura 5
semanas, con 5 sesiones por semana.
– CogSMART: programa diseñado para veteranos de guerra
con DCS (cuadro 6.4). Durante 12 semanas (1-2 horas a la
semana) se imparten sesiones para mejorar el sueño, la
fatiga, los dolores de cabeza y estrategias compensatorias en
los procesos de memoria prospectiva, atención, memoria y
FFEE. Se obtuvieron mejoras en los síntomas
postconfusionales y memoria prospectiva (Twamley et al.,
2014).

A continuación, presentamos otros programas informáticos que


incluyen el entrenamiento de la memoria (Sigmundsdottir et al.,
2016):

– CogniPlus: programa diseñado para entrenar varios dominios


cognitivos. El entrenamiento de memoria implica el aprendizaje
de asociaciones de nombres.
– Parrot software: dispone de 78 módulos disponibles para
entrenar memoria, razonamiento, atención, lenguaje,
vocabulario, gramática y el recuerdo de palabras. 8 sesiones
de 60 minutos durante 2-8 sesiones dependiendo de la
disponibilidad de los participantes, no hubo grupo control y las
mejoras se obtuvieron en las funciones atención y memoria.
– Rehacom: 19 módulos para entrenar varias funciones
cognitivas. Los módulos de memoria incluyen memoria
topográfica, tareas de memoria con contenido verbal y
espacial. La mayoría de los estudios encuentran beneficio en
la función atencional. Específicamente para la memoria
presentamos dos estudios. En el primero se realizaron 2
sesiones durante 8 semanas a razón de 45 minutos cada una
y obtuvieron mejoras en las medidas de memoria. El segundo
realizó el entrenamiento durante 1 año, dos veces a la
semana, a razón de 90 minutos por sesión. Las mejoras se
obtuvieron en mayor independencia para las actividades de la
vida diaria.

CUADRO 6.4. CogSMART


Dominio alterado Estrategia compensatoria específica
Síntomas Psicoeducación siguiendo un ritmo adecuado en
postconfusionales función de los síntomas postconfusionales,
implantación de rutinas, estrategias de estilo de vida,
reducción del estrés con relajación muscular,
respiración abdominal, mindfulness, visualización, etc.
Educación sobre la higiene del sueño, manejo del
dolor de cabeza e información sobre la depresión,
ansiedad y el estrés postraumático
Memoria prospectiva Uso del calendario
Lista de tareas y priorización
Atención y vigilancia Habilidades de vigilancia conversacional (reducir
distractores, contacto visual, parafrasear y hacer
preguntas). Parafrasear las instrucciones, usar el
dialogo interno durante las tareas para mantener el
enfoque
Estrategias de Escribir cosas, rimas, imágenes visuales, estrategias
codificación de de aprendizaje de nombres
aprendizaje y memoria Estrategias de recuperación y organización
Funciones ejecutivas Método de resolución de problemas en 6 pasos (definir
el problema, generar soluciones, evaluar soluciones,
seleccionar una solución, llevarlo a cabo y evaluar el
resultado)
Autoinstrucciones mientras resolvemos el problema
Prueba de hipótesis y autocontrol
Fuente: Twamley et al., 2014.
Berg et al. (1991, 1993) y Doornhein y Haan (1998) llevaron a
cabo un programa de rehabilitación de la memoria en pacientes que
habían sufrido ictus basándose en los problemas de memoria más
referidos por la literatura, olvidar nombres y rutas. Diseñaron un
programa de entrenamiento durante 4 semanas, a razón de 4
horas/semana, 2 días/semana. De las estrategias referidas para
mejorar la memoria, la organización y asociación eran las estrategias
que mejores resultados ofrecieron. El inconveniente es que las quejas
de memoria subjetivas no desaparecían tras el tratamiento.
Otros métodos que favorecen el recuerdo son la visualización
contextual y el de pares asociados. El primero de ellos se basa en
que la codificación de nueva información ocurre ante una gran
variedad de estímulos contextuales, de tal manera, que, alguno de
ellos pueda asociarse a la información a codificar. Esto nos recuerda
a la memoria de la fuente, donde las personas que no logran
recordar la información en cuestión tratan de recuperar el contexto
donde la información se adquirió, y en dicho contexto se evoca el
recuerdo. Por otro lado, el método de pares asociados consiste en
asociar dos palabras que no tienen relación semántica alguna de tal
manera que al recordar una de ellas se recuerda la otra. Los
pacientes con daño en el hipocampo han mostrado beneficiarse de
esta técnica, no así aquellos que sufren un daño más extenso en
zonas temporales mediales (El Haj et al., 2016).
En resumen, la mayoría de programas de rehabilitación cognitiva
usan una variedad de actividades que requieren la puesta en marcha
del sistema ejecutivo: atención, memoria de trabajo, planificación,
etc. y usan tareas de papel y lápiz, soportes computarizados y
establecimiento de estrategias compensatorias. Gran parte de los
estudios están dirigidos a medir el efecto de estos entrenamientos en
el rendimiento de pruebas psicométricas estandarizadas, y pocos se
han dirigido a medir la durabilidad de los efectos del tratamiento o la
relevancia para el funcionamiento diario. Las evidencias encontradas
hasta la fecha parecen indicar que pacientes con alteración leve de la
memoria podrían beneficiarse del uso de estrategias compensatorias
internas (grado A).
Lamentablemente contamos con una proporción baja de personas
con estas secuelas leves, y es común la concomitancia de otras
alteraciones como la anosognosia, FFEE y otros dominios cognitivos,
que conllevan una gran amenaza a la independencia funcional.
7
Procesos atencionales:
evaluación, diagnóstico e
intervención en ictus y TCE

Las alteraciones en la atención y en las funciones ejecutivas suelen


ser habituales en los pacientes que han sufrido un ictus o un TCE,
teniendo un gran impacto en la vida de la persona y en su entorno,
suponiendo una gran merma en la calidad de vida. Hay que tener en
cuenta que la atención y las funciones ejecutivas, aunque claramente
diferenciables, juegan un papel muy importante en la adaptación de la
persona al mundo que le rodea y son necesarias para llevar a cabo
prácticamente todas las actividades que en nuestro día a día
realizamos.
Como neuropsicólogos clínicos, resulta de vital importancia
conocer en profundidad estos dominios y saber cómo detectar sus
alteraciones cuando se nos presenta la situación de tener que valorar
un paciente con ictus o TCE, sabiendo qué estrategias y
herramientas pueden permitirnos descartar o confirmar su existencia.
Además, el diagnóstico correcto de las alteraciones de etiología
vascular o traumática es la vía para tomar las medidas necesarias de
actuación y saber orientar correctamente al paciente y familiares en
el proceso de recuperación, para lograr la máxima autonomía
posible. De hecho, la organización de un tratamiento rehabilitador va
a ser muy diferente si existe una alteración en cualquiera de estas
áreas en sus diferentes niveles, por lo que resulta necesario tener un
conocimiento bastante profundo de las mismas para poder realizar un
abordaje adecuado y lo más efectivo posible.
Los procesos atencionales resultan fundamentales para la
correcta expresión de gran parte de funciones cognitivas, así como
para la adaptación al medio en el que nos desenvolvemos, de lo cual
se puede desprender la importancia de estos. Sin embargo, aunque
ha sido un tema de gran relevancia en la investigación en
neurociencias, sigue habiendo un cierto grado de dificultad a la hora
de obtener una definición correcta de la atención como proceso
cognitivo. Conviene hacer una pequeña parada para tratar de
obtener una definición que nos sirva de base para el trabajo clínico.

7.1. Definición
Podemos tomar como referencia la definición clásica aportada por
Luria (1984), que considera la atención como un mecanismo selectivo
de información, consolidación de los programas de acción elegibles y
el mantenimiento de un control permanente sobre estos. Más
recientemente, Ríos-Lago et al. (2007) entienden la atención como
una serie de mecanismos que actúan de forma coordinada, cuya
función es seleccionar los estímulos que resultan relevantes para el
estado cognitivo en curso del sujeto y que sirven para llevar a cabo
una acción y conseguir unos objetivos. En ambas definiciones se
considera que la atención es fundamental para filtrar la información
del entorno, en diferentes modalidades, y para poder llevar a cabo el
procesamiento cognitivo consciente. Sin embargo, la atención no se
considera como unitaria, sino como un sistema que organiza varios
componentes (Portellano, 2014). Esta multiplicidad de componentes
implica que se hayan desarrollado modelos diferentes que traten de
describir las cualidades de la atención y puedan servir como base
para la evaluación de estas. De hecho, el auge de las neurociencias
de los últimos años ha permitido contar con modelos con una clara
base anatómica cerebral (Petersen y Posner, 2012), pero que no han
terminado de zanjar la cuestión de cómo funciona realmente la
atención a pesar de su importancia en nuestra vida diaria y su
especial sensibilidad al daño cerebral adquirido.

7.2. Estado del funcionamiento atencional tras un


TCE o ictus
Las lesiones cerebrales pueden poner fácilmente en compromiso el
funcionamiento atencional de muy diferentes maneras. Sin embargo,
conviene diferenciar qué resulta esperable ante un TCE y un ictus, ya
que por sus diferentes características no necesariamente hemos de
encontrar el mismo tipo de alteraciones ni en la misma frecuencia.
Concretamente en los TCE, al margen de una más que probable
pérdida de consciencia al inicio, se añade la posibilidad de la
existencia de alteraciones en la atención y concentración que resultan
muy limitantes para la persona (Bruna Rabassa, 2011). Estas
alteraciones derivarían principalmente de la afectación global que se
experimenta debido al daño axonal difuso, lo cual puede elevar la
cifra de prevalencia de estas alteraciones a más de un 65 % de los
casos (Muñoz-Céspedes, 1997).
Ríos-Lagos et al. (2007) señalan alteraciones en un amplio
espectro del funcionamiento de la atención, como dificultad para
sostener la atención, incremento en tiempos de reacción, mayor
distracción o vulnerabilidad a la interferencia. En los ictus se
encuentra un compromiso del funcionamiento atencional, si bien por
su naturaleza existe una correlación con la zona afectada, mostrando
por ejemplo heminegligencia cuando el ictus afecta a estructuras
hemisféricas derechas o problemas de mayor vulnerabilidad a la
interferencia cuando resultan afectadas estructuras orbitofrontales
(Bruna Rabassa, 2011).
Además, se ha de añadir que, al encontrarnos ante una función
básica en el procesamiento de la información, su alteración puede
afectar a otros dominios cognitivos como la memoria, la percepción y
el lenguaje. Conviene, por tanto, detenerse en definir algunos
modelos que nos puedan servir de base para comprender el
funcionamiento de la atención y valorar su estado ante un TCE y un
ictus.

7.3. Modelos explicativos de la atención


Históricamente el estudio de los procesos atencionales ha sido muy
importante para la psicología en general y para la neuropsicología en
particular, habiendo dado lugar a muchos modelos que han ayudado
a ir comprendiendo el funcionamiento de esta. Aquí vamos a
centrarnos concretamente en tres modelos que son considerados
como referentes a la hora de abordar esta función y que, aunque
diferentes, poseen ciertos puntos en común: el modelo de redes
atencionales, el modelo jerárquico y el modelo factorial.

7.3.1. Modelo de redes atencionales


Uno de los modelos más conocidos para describir el funcionamiento
de la atención es el modelo de Posner (Posner y Petersen, 1990),
que diferencia tres redes dentro de la atención. Estas redes tienen
una base neuroanatómica bien diferenciada y responden a tres
componentes de la atención: la alerta, la orientación y el componente
ejecutivo.

1. Red de alerta: esta red hace referencia a la preparación


atencional o estado psicofisiológico necesario para
responder a los estímulos. Dentro de este componente se
pueden hacer subdivisiones. Por un lado, se encuentra el
arousal, como nivel de activación mínimo para poder
responder a un estímulo, pero que no es orientado hacia
ningún estímulo (alerta tónica). Por otro lado, se hace
referencia a la atención focalizada y vigilancia (alerta fásica)
ya centradas en un estímulo, por un corto periodo de tiempo
en el primer caso, y más a largo plazo en el segundo.
2. Red de orientación: la red de orientación se centra en la
dirección de la atención hacia un estímulo novedoso o
sorpresivo, de una manera activa ya que selecciona hacia
qué estímulos atender para localizarlos en el espacio. Se
denomina red posterior, dado que las zonas parietales
posteriores y núcleos reticulares del tálamo son su base
neuroanatómica.
3. Red ejecutiva: esta red tiene un importante papel en el
control atencional, especialmente en tareas que requieren
toma de decisiones o planificación, por su complejidad o al
resultar novedosas. Se suele llamar también red anterior, ya
que la base neuroanatómica descrita de esta red es el córtex
prefrontal y el cíngulo anterior.

Fan et al. (2005) desarrollaron una prueba específica para la


valoración del estado de estas tres redes, conocida como Attentional
Netwok Test (ANT). Esta prueba informatizada permite estimar los
tiempos de reacción en la ejecución de tareas asociadas a cada una
de las redes atencionales, si bien resulta difícil para su aplicación en
clínica por los medios necesarios para ello, así como por el tiempo
de realización.

7.3.2. Modelo clínico y jerárquico de la atención


Mientras que el modelo de redes resulta válido para la investigación
de cómo funcionan los procesos atencionales, existen otros que han
sido confeccionados con un objetivo aplicado al trato con pacientes, y
elaborados a partir de la observación de pacientes lesionados. Es el
caso del modelo jerárquico propuesto por Sohlberg y Mateer (1987)
que nos indica una organización piramidal de diferentes dimensiones
de la atención, de forma que es necesario un correcto estado de los
componentes de la base para el funcionamiento de los superiores. La
organización jerárquica propuesta se divide en seis componentes:

1. Arousal: este sería el nivel más básico de la atención y haría


referencia al estado de alerta de manera similar a lo que
sería la red de alerta planteada por Posner y Petersen
(1990). De esta manera, se definiría como la capacidad para
mantenerse activo o despierto, y siendo básico tener un nivel
de arousal mínimo para poder rehabilitar cualquier otro
componente (Jodar, 2013).
2. Atención focalizada: este componente es descrito como la
capacidad para focalizar la atención sobre un estímulo
concreto.
3. Atención sostenida: el sostenimiento atencional es la
capacidad para mantener nuestra atención focalizada en un
estímulo durante un periodo de tiempo relativamente largo.
Se puede observar cómo para lograr ese sostenimiento es
necesaria una capacidad previa para focalizar la atención.
4. Atención selectiva: la atención selectiva se refiere a la
capacidad para seleccionar a qué estímulos atender,
desechando otros para ello. Se trata de ser capaz de
mantener nuestra atención centrada en la tarea relevante
evitando que otros estímulos competidores, tanto externos
como internos nos separen de ella.
5. Atención alternante: se relaciona con la flexibilidad mental, ya
que se trata de la capacidad para alternar el foco atencional
entre diferentes tareas, con demandas cognitivas diferentes
pudiendo realizar ambas de manera correcta. A este nivel se
habla ya de la necesidad de un control atencional de corte
más ejecutivo.
6. Atención dividida: implica la capacidad para responder a
diferentes tareas de manera simultánea, distribuyendo los
recursos atencionales entre ellas. Es la función atencional
más compleja y, en cierta medida, requiere de la
automatización de alguno de los procesos a los que se está
atendiendo.

El modelo planteado por Sohlberg y Mateer (1987) se considera


como un modelo fundamental para la valoración atencional en el
ámbito clínico. Sin embargo, como ya hemos comentado
anteriormente, la relación de la atención con otras funciones
cognitivas nos obliga no solo a valorarla en sí misma, sino a valorar
otro amplio espectro de funciones. En este sentido, existe otro
modelo más actual de la atención que plantea otra serie de
componentes que son necesarios para el control atencional que, por
tanto, también han de ser valorados en pacientes que hayan podido
sufrir un ictus o un TCE.

7.3.3. Modelo factorial de la atención


El concepto de control atencional tiene una clara relación con la red
ejecutiva planteada por Posner y Petersen (1990) y con los
elementos superiores de la pirámide descrita por Sohlberg y Mateer
(1987), teniendo relación también con las funciones ejecutivas en
general. Mediante análisis factorial, Ríos-Lago et al. (2004)
generaron un modelo que mostraba varios subprocesos que jugaban
un importante papel en el control atencional, dividiéndolos en
procesos de bajo nivel (velocidad de procesamiento) y de alto nivel
(control de interferencia, flexibilidad cognitiva y memoria operativa).
Puede verse este modelo en la figura 7.1.

Figura 7.1. Modelo factorial de la atención.


Fuente: Ríos-Lago et al., 2007.
Aplicando estos modelos hemos de tener en cuenta que la
valoración de la atención va a conllevar, a ciertos niveles, la
valoración de estos componentes claramente solapados con la
función ejecutiva, por lo que serán comentados en el siguiente
apartado. Partiendo de este modelo de atención, vamos a describir
el conjunto de métodos y pruebas neuropsicológicas que se utilizan
habitualmente en la práctica clínica para valorar las diferentes
dimensiones atencionales en pacientes que han sufrido un TCE y un
ictus.

7.4. Evaluación de la atención


Como ya se ha dicho, la valoración del estado de la atención resulta
compleja, tanto para diferenciar el correcto funcionamiento de sus
diferentes componentes como por la dificultad para discriminar si la
afectación de otras funciones cognitivas es secundaria a problemas
atencionales. Es por esto por lo que para explorar el estado
atencional se requiere en muchas ocasiones de pruebas que no
están orientadas de inicio a la valoración de esta. De manera inversa,
pruebas que no parecen orientadas a la valoración de la atención
pueden verse afectadas por un déficit atencional y darnos
información. No se debe confiar únicamente la valoración de la
atención a pruebas neuropsicológicas estandarizadas, sino que se
deberá de contar con el mayor número de fuentes de información
posible del estado atencional del paciente y de la repercusión que el
mismo tiene sobre el desempeño de las actividades diarias que ha
de realizar. Para ello, se van a observar tres posibles fuentes de
información: la entrevista clínica con paciente y familiares, la
observación conductual y las pruebas estandarizadas. Las dos
primeras integrarían una valoración de corte más cualitativo, y la
tercera, de corte más cuantitativo. Aunque no debemos desechar
datos cualitativos que también nos aporta la ejecución de los
pacientes a la hora de realizar dichas pruebas estandarizadas.

7.4.1. Valoración cualitativa


Dentro de la valoración cualitativa se suele recurrir a dos fuentes de
información principales: la entrevista clínica y la observación
conductual.

A) La entrevista clínica
Dirigida a familiares y al propio paciente. En muchos casos el
paciente referirá los cambios que ha notado en su concentración y en
la atención tras el daño cerebral sufrido, habitualmente puestos de
manifiesto en situaciones cotidianas que no es capaz de realizar con
la misma soltura con la que lo hacía antes. Ello puede orientarnos de
cara a la selección de pruebas que posteriormente usaremos para
objetivar sus comentarios. No se debe olvidar que de forma frecuente
el paciente puede no ser consciente de sus déficits o limitaciones
atencionales y no informar en la entrevista. Un ejemplo claro es la
heminegligencia, caso en el cual el paciente no atiende a un campo
visual (habitualmente el izquierdo), sin ser consciente de que este
existe realmente. En este sentido, los familiares o personas cercanas
pueden aportarnos una información relevante para encontrar
incoherencias o contradicciones en la información referida por el
paciente.
Es fundamental dirigir una entrevista clínica en busca de signos
que nos puedan dar a entender la existencia de alteraciones
atencionales, que podemos estructurar en base a la percepción de
paciente y familia en el desempeño de acciones cotidianas y los
fallos que puedan apreciar durante su realización. Una prueba
orientada a objetivar cómo afectan las alteraciones atencionales a las
actividades cotidianas es el test de atención cotidiana de Robertson
et al. (1996), que presenta varias subpruebas, como la búsqueda en
mapas en agendas telefónicas o el recuento de sonidos que ponen
en juego varios componentes atencionales. Como paso previo a una
valoración cuantitativa, es importante recabar información sobre la
calidad y cantidad de sueño del paciente, ya que esto podría estar
afectando al normal funcionamiento de la atención. Se han de realizar
preguntas relacionadas con el estado de ánimo, ya que resulta
habitual que tras un daño cerebral adquirido haya fluctuaciones
emocionales que afecten al funcionamiento atencional (Bruna
Rabassa, 2011).

B) La propia observación del paciente


Debemos observar su comportamiento en busca de signos que
nos puedan permitir inferir algún tipo de alteración atencional. El
hecho de que el paciente pierda el hilo de nuestra conversación, o
que no sea capaz de mantenerse por mucho tiempo en la tarea,
puede ser indicativo de problemas en el sostenimiento atencional.
Además, la capacidad para resistir la interferencia se puede
evidenciar fácilmente cuando el paciente tiende a distraerse con
facilidad abandonando la acción en curso.
Se puede obtener información relevante sobre la heminegligencia
con la observación (Bruna Rabassa, 2011), cuando el paciente
camina y tropieza con objetos que se encuentran en uno de sus lados
sistemáticamente, o cuando omite elementos de ese campo en las
tareas. Es importante diferenciar la heminegligencia de la
hemianopsia, dado que la segunda no es un trastorno atencional, al
ser el paciente consciente de la existencia de ese campo visual,
aunque no lo pueda percibir correctamente, siendo diferente el tipo
de errores que podemos observar. En caso de situaciones más
graves, podemos observar alteraciones en el estado de consciencia
y desconexiones por fluctuaciones en el estado de alerta que son
visibles cuando existen y que van a modular la ejecución y dificultar la
correcta valoración, debiendo tenerse en cuenta para la descripción
de otras funciones cognitivas.

7.4.2. Valoración cuantitativa


Tanto la información obtenida por entrevista como la obtenida por
observación nos pueden ayudar a orientar nuestra valoración
neuropsicológica en general y plantearnos la existencia de problemas
atencionales. En particular, usamos las pruebas estandarizadas para
conocer el rendimiento atencional del paciente con respecto a su
grupo normativo y, además, nos son de gran ayuda ver cómo se
comporta el sistema atencional ante tareas específicamente
diseñadas para su puesta en marcha. Lamentablemente, no existe
una prueba única que nos permita realizar un diagnóstico de la
alteración atencional. Este diagnóstico, como otros
neuropsicológicos, son diagnósticos clínicos, y en este caso, las
pruebas estandarizadas nos aportarán información para concluir en el
diagnóstico que nos ocupa. Para ello vamos a realizar un pequeño
resumen de las pruebas que pueden ser relevantes para comprobar
el estado de los diferentes componentes atencionales (puede verse
un resumen de las pruebas presentadas en el cuadro 7.1).

A) Arousal

El estado de consciencia puede fluctuar bastante en los pacientes


que han tenido un daño cerebral de origen traumático o vascular. En
general, en fases agudas y subagudas tras el daño cerebral
adquirido se pueden dar situaciones de desconexión con el entorno
que dificultan la realización de tareas o la relación con el entorno,
oscilando entre el nivel normal de vigilia y el coma (Portellano, 2014).
Una de las pruebas más extendidas para valorar este tipo de
alteraciones es la escala de coma de Glasgow, elaborada en los
años 70 por Teasdale y Jennett (Jennett, 1997). Esta escala tiene
una puntuación que oscila entre los 3 y 15 puntos, siendo la
puntuación más baja el equivalente al estado de coma.

B) Atención focalizada

A la hora de valorar la atención focalizada no existe como tal una


prueba orientada a ello, sino que debe observarse la capacidad de
focalizar la atención en diferentes tareas (Bruna Rabassa, 2011), lo
cual correlaciona en gran medida con el estado de alerta, al ser un
nivel inmediatamente superior al arousal en la clasificación jerárquica
de la atención.
C) Atención sostenida

Como se viene refiriendo a lo largo del capítulo, la atención juega


un papel importante en la realización de todas las tareas cognitivas,
por lo que el sostenimiento se podría tratar de valorar observando si
el paciente es capaz de mantener su atención durante un periodo de
tiempo prolongado en la tarea. Sin embargo, en este caso existen
tareas conocidas como de “ejecución continua” que permiten evaluar
el estado de ese sostenimiento atencional (Beck et al., 1956). Entre
estas se suelen encontrar las tareas de cancelación o tachado. Una
tarea que también se emplea con cierta frecuencia es el Symbol
Digit Modality Test (SDMT) (Smith, 2002), que, aunque orientado
generalmente a la valoración de la velocidad de procesamiento,
también necesita de un importante componente de sostenimiento
atencional para su realización.
En muchos casos, las tareas que se emplean para evaluar el
sostenimiento atencional también tienen un componente de atención
selectiva, dada la necesidad de atender a un cierto estímulo evitando
otro, por lo que en muchos casos, algunas pruebas son similares
para ambos componentes, pudiendo evaluarse ambos componentes
atencionales en función de la ejecución de la tarea (por ejemplo,
errores de omisión se pueden relacionar con la sostenida, y errores
de comisión con la selectiva). Hay que añadir, además, que podemos
encontrar asimetrías en el sostenimiento atencional en función de la
modalidad sensorial o el tipo de información que emplea la tarea.
Puede darse el caso de una fluctuación atencional ante ciertos
estímulos y no ante otros, lo cual podría darnos a entender la
existencia de otras alteraciones que estén afectando a la atención de
manera parcial, lo cual puede ser muy variable de una persona a
otra.
Otra cuestión a tener en cuenta es el tiempo total que se precisa
para considerar una tarea como sostenida, puesto que el rango de
tiempo varía considerablemente entre las pruebas tradicionalmente
utilizadas: desde un minuto y medio del SDMT hasta los quince
minutos, como las pruebas tipo Continuous Performance Task (CPT)
(Conners y MHS Staff, 2000). Si bien contar con pruebas de
diferentes longitudes puede resultar de utilidad en la evaluación de
alteraciones atencionales de distinta severidad y en distintas
poblaciones (por ejemplo, niños o ancianos), en nuestra opinión, las
tareas de atención sostenida “estándar” deberían tener una duración
de, al menos, 5 minutos.

D) Atención selectiva

Con atención selectiva se hace referencia a la capacidad de


concentrarse en unos estímulos evitando la interferencia de otros.
Esta idea nos aproxima también al componente de “control de
interferencia” del modelo factorial de la atención. Son varias las
pruebas que se suelen señalar como válidas para valorar la atención
selectiva. Entre las pruebas que se emplean habitualmente se
encuentran el test D2 (Brickenkamp y Seisdedos Cubero, 2002), el
test Stroop (Golden, 1994), la tercera lámina del test de los 5 dígitos
(Sedó, 2007), o la subprueba de flechas de la batería Nepsy-II
(Korkman et al., 2007).
Como ya se refirió anteriormente, estos niveles atencionales
requieren de componentes de la función ejecutiva como el control
inhibitorio, por lo que las pruebas que se expondrán en el siguiente
apartado para la evaluación de esta función cognitiva serán muy
similares a las presentadas.

E) Atención alternante

Al igual que ocurre con la atención selectiva, la atención


alternante es compatible con un componente de la función ejecutiva
como es la flexibilidad cognitiva, por lo que las pruebas que se
emplean para evaluar estos componentes suelen ser similares. En
este sentido, hablamos de tareas en las cuales se debe ir alternando
el foco atencional sobre diversos estímulos o tareas en el tiempo.
Dentro de las pruebas destinadas a valorar este tipo de atención
encontramos la lámina cuarta del test de los 5 dígitos (Sedó, 2007),
o una de las variaciones de la prueba flechas de la batería Nepsy-II
(Korkman et al., 2007). Sin embargo, una de las pruebas clásicas
para valorar está alternancia es el Trail Making Test (TMT) (Reitan,
1992), en especial su lámina “B”.

F) Atención dividida

Como último componente del modelo jerárquico a valorar, la


capacidad para mantener la atención en dos tareas simultáneas se
suele evaluar con tareas de escucha dicótica, o aquellas que
requieran atender a dos focos a la vez. Una de las tareas
habitualmente empleadas para valorar la atención dividida es el
Paced Auditory Serial Addition Test (PASAT) (Gronwall, 1977).

G) Velocidad de procesamiento

Tal y como se refiere en el modelo factorial de la atención, es


necesario evaluar también esta velocidad de procesamiento como
base necesaria para un correcto funcionamiento de la atención (Ríos-
Lago et al., 2007), de lo que se puede desprender su solapamiento
con la atención sostenida. Una definición adecuada podría ser
considerar la velocidad de procesamiento como la cantidad de
información que puede ser procesada por unidad de tiempo o,
incluso, la velocidad a la que pueden realizarse una serie de
operaciones cognitivas, además del propio tiempo de reacción ante
estímulos (Ríos-Lago et al., 2004).
Las pruebas recomendadas para su valoración tienen la
característica de llevar asociado el registro del tiempo para
permitirnos ver a qué velocidad se realiza la tarea en cuestión.
Como pruebas recomendadas para su valoración estarían las
láminas de lectura y denominación de colores del test Stroop
(Golden, 1994), las láminas de lectura y conteo del test de los cinco
dígitos (Sedó, 2007), la parte “A” del TMT (Reitan, 1992) y el
componente de velocidad de procesamiento de las escalas de
inteligencia de Wechsler (por ejemplo, la WAIS-III o la WISC-IV,
Wechsler, 2002, 2005), que incluyen versiones del SMDT.
H) Memoria operativa

La memoria operativa también resulta relevante para el correcto


funcionamiento atencional, como uno de los elementos de control
atencional del modelo factorial de la atención. Se considera como
una interfaz entre atención, memoria y función ejecutiva, por lo que
resulta muy relevante su valoración (Portellano, 2014).
Las pruebas destinadas a esta valoración tratan de ver la
amplitud y capacidad de manipulación de información, destacando
dos subpruebas de las escalas de Wechsler que forman un factor de
memoria de trabajo: el test de dígitos y el test de letras y números.
Sin embargo, más allá de las dimensiones de capacidad y
manipulación, se suele hacer una división también entre dos
mecanismos de la memoria operativa: el bucle fonológico y la agenda
visoespacial. Las pruebas que forman el factor de memoria de
trabajo en las escalas de inteligencia de Wechsler se relacionan con
el bucle fonológico, por lo que resulta necesario contar con alguna
prueba que permita valorar el estado de la agenda visoespacial. La
prueba más empleada en la práctica clínica es la de localización
espacial de la escala de memoria de Wechsler (por ejemplo, WMS-
III, Wechsler, 2004).

I) Heminegligencia

Un último punto a tener en cuenta para la valoración es la


detección de heminegligencia. Tal y como ya hemos ido comentando
a lo largo de este apartado, puede parecer que la heminegligencia se
debe englobar dentro de trastornos en la función perceptiva. Sin
embargo, esta alteración también implica al sistema atencional. De
este modo, las personas que la padecen muestran inatención a uno
de los hemicampos, tratando el mismo como si no existiera. En
general predomina la afectación del campo visoespacial izquierdo por
lesiones parietales en el hemisferio derecho, aunque no puede
descartarse la presencia de heminegligencias que afecten al
hemicampo derecho.
La forma de valorar este cuadro se basa en la observación, pero
se pueden emplear otro tipo de tareas para lograr una mayor
visibilidad de esta alteración, como son las tareas de cancelación o la
copia de dibujos, donde la heminegligencia se expresará con
omisiones de tachado en uno de los campos visuales o uno de los
lados del dibujo sin copiar, signos que no aparecerían en una
hemianopsia.
Esta relación de pruebas sirve como referencia para valorar de
manera cuantitativa el estado de los diferentes componentes
atencionales, y sus resultados deben de ser compatibles con las
observaciones conductuales del paciente. En este sentido, las
alteraciones cognitivas que derivan de un TCE y de un ictus pueden
ser muy diversas y no limitarse únicamente al proceso atencional, por
lo que los resultados obtenidos deben valorarse dentro del conjunto
global del funcionamiento cognitivo, en especial cuando vemos
fluctuaciones atencionales que podemos asociar a la modalidad de
presentación de la información (auditiva o visual, por ejemplo). La
correcta descripción de estas alteraciones será la base para la
construcción de un programa de rehabilitación.

CUADRO 7.1. Relación de pruebas para valorar componentes


atencionales
Arousal Escala de coma de Glasgow
Atención focalizada Test de percepción de diferencias (Caras)
Test D2
Atención sostenida Continuous performance task (CPT)
Symbol Digit Modality Test (SDMT)
Atención selectiva Test D2
Test Stroop
Test de los 5 dígitos (lámina 3)
Inhibición (Nepsy-II)
Atención alternante Test de los 5 dígitos (lámina 4)
Flechas (Nepsy-II)
Trail making test (TMT-B)
Atención dividida Pruebas de escucha dicótica
Paced auditory serial addition test (PASAT)
Velocidad de Trail making test (TMT-A)
procesamiento Factor de velocidad procesamiento (escalas
Wechsler)
Test Stroop (lectura y denominación)
Test de los 5 dígitos (lectura y conteo)
Memoria operativa Factor de memoria de trabajo (escalas Wechsler)
Localización espacial (escalas Wechsler)
Heminegligencia Observación
Tareas de cancelación
Copia de dibujos

7.5. Diagnósticos en las alteraciones atencionales


Antes de abordar el proceso de rehabilitación de las alteraciones
atencionales resulta relevante detenerse en las diferentes etiquetas
diagnósticas que podrán referirse en este tipo de alteraciones.
Por un lado, podemos encontrar déficits relacionados con la
atención tónica, que hacen referencia al arousal y se relacionan con
las alteraciones del ciclo vigilia-sueño, así como con los estados
alterados de consciencia (coma, estado vegetativo o estado de
mínima respuesta).
Por otro lado, tenemos alteraciones más específicas de la
atención fásica u orientación de esta, en la que encajarían las
heminegligencias comentadas anteriormente, así como los problemas
relacionados con la focalización y sostenimiento atencional. Por
último, en un tercer grupo, tendríamos las alteraciones que se
relacionan con el componente ejecutivo de la atención, en concreto
con la selección, alternancia y división atencional. Esta distinción
resulta importante de cara a organizar el proceso de rehabilitación.

7.6. Rehabilitación de las alteraciones atencionales


Una vez identificadas las alteraciones atencionales presentes tras el
daño cerebral, y en torno a la información obtenida en la valoración,
se debe estructurar un programa de rehabilitación orientado a
disminuir el impacto que estas alteraciones van a tener sobre la vida
del paciente, de una forma significativa y funcionalmente relevante
(Salas y Wilson, 2014).
Sohlberg y Mateer (2001) plantean algunos puntos que son
recomendables de manera general para la realización de un
programa de rehabilitación neuropsicológica, y que en particular se
puede aplicar en el abordaje de los problemas atencionales.
Consideran la necesidad de contar con un modelo teórico que
permita guiar nuestra acción, así como una organización jerárquica
de las diversas tareas que emplearemos para trabajar. Como
decíamos anteriormente, este programa debe dar continuidad a la
información obtenida en la valoración, tratando de ser generalizable
en la medida de lo posible desde un primer momento y siendo flexible
para poderse adaptar a cada paciente.
Por otro lado, Portellano (2013) señala algunas pautas
específicas de la rehabilitación atencional que se pueden resumir en
los siguientes puntos:

– Uso de ejercicios breves para evitar fatiga, en especial por las


dificultades para sostener la atención en los mismos, que
también puede implicar desmotivación.
– Programar un trabajo progresivo desde niveles más básicos
de la atención antes de abordar los superiores para evitar la
interferencia que supondrían para estos.
– Programar sesiones de mayor a menor complejidad, para
aprovechar el mejor estado del paciente al inicio de la sesión
frente a la acumulación de fatiga que puede observarse el final
de esta.
– Reducir los distractores que puedan provocar dispersión
atencional.
– Emplear órdenes sencillas y directas para explicar las tareas.
– Dar feedback del resultado obtenido con intención de motivar
e implicar más al paciente.
– Facilitar una respuesta exitosa, permitiendo modificaciones
que conduzcan a un resultado positivo.
– Realizar tareas variadas, alternando las mismas.
– Adaptar los ejercicios a cada persona, teniendo en cuenta
intereses y entornos en los que esta suela desenvolverse.
Teniendo en cuenta estas puntualizaciones, existen varias
maneras de organizar dicho programa en función de una serie de
objetivos que suelen resumirse en dos enfoques: la restauración y la
compensación, orientaciones que asumen diferentes principios y
mecanismos neurales que subyacen al cambio cognitivo (Marrón et
al., 2011).

7.6.1. La restauración en las alteraciones atencionales


Uno de los enfoques más habituales en la rehabilitación
neuropsicológica es tratar de reentrenar la función cognitiva dañada
para lograr una mejora de la misma que reduzca el impacto del daño
cerebral en las actividades que el sujeto realiza en su vida. El
argumento que justifica este reentrenamiento radica en el beneficio
que la repetición controlada de un ejercicio puede tener sobre las
redes que se están estimulando al aumentar su actividad metabólica
durante las tareas (Portellano, 2014).
Hay que tener en cuenta que la atención, en general, al ser
necesaria para el desarrollo de prácticamente cualquiera tarea,
puede conllevar la afectación secundaria de otras funciones. Algunos
autores abogan por organizar la rehabilitación conjunta de la
atención, memoria y funciones ejecutivas, al ser bastante habitual
encontrarlas dañadas en los TCE e ictus, y por la necesidad de
mejorar componentes de unas para poder abordar la rehabilitación
de componentes de las otras (Ríos-Lago et al., 2007).
Dentro de ese reentrenamiento de la función atencional, destaca
una doble vertiente en base al modelo teórico escogido: un trabajo
inespecífico o un trabajo por componentes. Pese a que en este libro
se ha expuesto un modelo de la atención basado en componentes
jerárquicamente bien diferenciados (Sohlberg y Mateer, 1987), y se
ha indicado la necesidad de trabajar de forma combinada esos
componentes, existen aproximaciones que consideran la atención
como un proceso unitario y, por tanto, proponen un trabajo
inespecífico sin diferenciar componentes empleando así diversas
tareas de manera general. Sin embargo, existen datos
contradictorios respecto a los resultados que se pueden obtener
trabajando según este procedimiento, lo que no permite concluir
realmente sobre su mayor o menor efectividad.
Respecto al trabajo específico, se encuentran evidencias que
indican que puede ser más apropiado ese abordaje por
componentes, previa valoración del estado de estos. Podemos
señalar dos alternativas para abordarlo: los programas
estandarizados y el trabajo por componentes.

A) Programas estandarizados para el reentrenamiento de la


atención

Existen varios programas que pueden utilizarse para la


rehabilitación de la atención y que se encuentran ampliamente
comentados en diversas publicaciones, como puntos de referencia.
Concretamente, destacan dos programas, basados en dos de los
modelos teóricos del funcionamiento de la atención planteados en
este manual: el modelo de rehabilitación de la orientación (ORM)
(Ben-Yishay et al., 1987) y el Attention Process Training (APT-I)
(Sohlberg y Mateer, 1987).
El modelo de rehabilitación para la orientación sigue el de redes
atencionales (Posner y Petersen, 1990) y presenta un abordaje
basado en 5 puntos que se van introduciendo de manera secuencial
según va avanzando el programa. El primer punto, empleando un
ordenador, trata de lograr que el paciente atienda y responda ante
estímulos, dando un feedback sobre la ejecución. El segundo
incorpora el registro de tiempos de reacción a las tareas,
orientándose a mejorar la velocidad de procesamiento. El tercero se
centra en la discriminación de estímulos y el control atencional al
abordar la inhibición de respuesta. El cuarto hace hincapié en la
estimación del tiempo y el mantenimiento interno de la atención. Por
último, el quinto aborda la atención dividida entre estímulos externos
e internos, así como el control atencional y la interiorización de
aprendizajes (Tirapu-Ustárroz et al., 2011).
El APT-I sigue el modelo clínico-jerárquico de la atención
(Sohlberg y Mateer, 1987) planteando una rehabilitación que se
enfoca en los diferentes componentes de este modelo, la atención
focalizada, sostenida, selectiva, alternante y dividida. Los ejercicios
que plantea este programa van aumentando en dificultad de manera
progresiva y finalizan con un trabajo orientado hacia el control
atencional y la memoria operativa. El programa fue criticado por no
orientar este tipo de ejercicios a áreas problemáticas de la vida
diaria del paciente, por lo que posteriormente se desarrolló el APT-II,
en el cual se aborda la generalización de tareas a las actividades
desempeñadas por el paciente en el entorno cotidiano, siendo
orientado a pacientes de alteración más leve.
La investigación acerca de estos abordajes de tipo componencial
arroja resultados positivos en las tareas entrenadas, mostrando una
falta de transferencia de un tipo de tareas a otras, que se toma
como una prueba de encontrarnos ante componentes realmente
diferentes tanto a nivel de funcionamiento como en su base cerebral
y que requieren, por tanto, ese abordaje componencial (Tirapu-
Ustárroz et al., 2011).

B) Tareas para entrenar los componentes atencionales

Fuera de los programas estandarizados de rehabilitación, se


puede optar por realizar una rehabilitación de las diferentes
alteraciones atencionales secundarias a un ictus o a un TCE
organizando sesiones con diferentes tipos de ejercicios, orientados a
los componentes afectados. Hay que recordar que en muchos casos
en pacientes en fase aguda y subaguda es posible la existencia de
una importante fatigabilidad y cansancio que puede afectar de
manera importante a los diferentes componentes atencionales
obligando a reestructurar la organización de las sesiones de
rehabilitación de manera específica (pautando descansos, realizando
cambios rápidos de ejercicios…). De hecho, la selección de
ejercicios adecuados para el trabajo también debe hacerse teniendo
en cuenta esas diferencias, así como el perfil cognitivo general,
tratando de valorar qué modalidades sensoriales son las más
adecuadas (visual, táctil, auditiva…) para realizar el trabajo, así
como factores que permitan motivar e implicar al paciente en la tarea
(especialmente con la motivación). En los siguientes apartados se
presentan estas tareas y algunas de las características específicas
de la rehabilitación de cada componente.

1. Tareas para rehabilitación del arousal:

Las alteraciones que afectan a nivel de activación son muy


limitantes en cuanto al tipo de ejercicios que se pueden llevar
a cabo en un programa de rehabilitación, ya que en muchos
casos solo nos van a permitir realizar acciones simples muy
dependientes del tipo de respuesta que el paciente nos pueda
proporcionar (por problemas en la movilidad, en el lenguaje, o
por las propias fluctuaciones del ciclo vigilia-sueño). El objetivo
siempre va a ir orientado a una mejor respuesta hacia
estímulos del entorno, base necesaria para la recuperación
del resto de componentes “superiores”, empleando para ello
varias modalidades. Algunos autores llaman a este tipo de
rehabilitación de la atención tónica “estimulación global de la
atención” (Portellano, 2014). Estos son algunos ejemplos:

– Solicitar respuesta ante la aparición de un estímulo visual


en una pantalla de ordenador, ya sea con una vocalización
(“si”), como un asentimiento con la cabeza o algún gesto
indicativo de que ha sido percibido.
– Repetir series de golpes que son realizados por el
terapeuta.
– Solicita respuesta ante el contacto táctil en la mano u
hombro el paciente.
– Cerrar los ojos cada vez que el terapeuta diga el nombre
del paciente.
– Contar el número de objetos presentados en una foto.
– Escuchar y sumar los golpes que el terapeuta realiza
sobre la mesa.
– Seguimiento visual de un objeto en movimiento o de un
dedo del terapeuta.
– Solicitar que se señale una imagen cuando se diga el
nombre de esta.

2. Tareas para la rehabilitación de la atención focalizada y


sostenida:

La rehabilitación de la atención focalizada y sostenida


implica subir un escalón más en la dificultad de los ejercicios,
centrándonos en este caso en la atención fásica o de corte
más voluntaria. El objetivo en este caso es lograr una
focalización sobre estímulos evitando la dispersión sobre otros
que están presentes (tratado de que estos no resulten
preponderantes, pues eso nos llevaría a otro nivel de
complejidad), y, en especial, lograr prolongar la concentración
en esa tarea o sostenimiento del foco atencional en la mayor
medida posible.
Un ejemplo de tarea habitualmente propuesta son los
ejercicios de cancelación, en los que se deben tachar una
serie de elementos dentro de una lámina, por ejemplo,
tachando todas las “A” (figura 7.2) o las tareas que requieren
conteo de algunos elementos existiendo más distractores,
como por ejemplo contar figuras triangulares de una lámina
(figura 7.3). También se suelen emplear ejercicios de claves,
en los que se debe ir rellenado la fila en color gris con las
letras, siguiendo la clave presentada en la parte superior de la
lámina (figura 7.4).
En este tipo de ejercicios pueden combinarse diferentes
modalidades, adaptándose a la capacidad de respuesta que
presente el paciente.
Figura 7.2. Lámina de cancelación.

Figura 7.3. Lámina de conteo.


Figura 7.4. Lámina de claves.

3. Tareas para la rehabilitación del control atencional:

Siguiendo el esquema propuesto anteriormente en el


apartado de valoración, el siguiente nivel de complejidad en
cuanto a tareas requeriría también de un control atencional
más potente que se divide en tres tipos de ejercicios
orientados a entrenar atención selectiva, alternante y dividida.

Rehabilitación de la atención selectiva:

Como referíamos anteriormente, las tareas de atención


selectiva presentan unos distractores que implican un
esfuerzo mayor para ser inhibidos ya que compiten con el
estímulo objetivo al ser una respuesta preponderante. Un
ejemplo habitual para la rehabilitación de esta atención
selectiva son los paradigmas tipo Stroop, que van a
requerir seleccionar una información evitando otra. Como
ejercicios se pueden utilizar una lámina de “denominación
contraria”, formada por dos estímulos (un círculo blanco y
uno negro) y solicitar que el paciente nos denomine los
colores de los círculos de izquierda a derecha, diciendo
siempre el contrario al que aparece en la lámina. Por
ejemplo, en la figura 7.5 la primera fila sería “negro-
blanco-blanco-negro-blanco-negro”.
Podemos plantear diferentes modalidades para
presentar la información y solicitar también diferentes
modalidades para trabajar de manera específica esta
capacidad para resistirse a la interferencia atencional, que
se ha considerado a lo largo de este episodio como
“solapada” con el control inhibitorio, por lo que los
ejercicios planteados en el funcionamiento ejecutivo
también se pueden utilizar en la estimulación de la atención
selectiva.

Figura 7.5. Lámina de denominación contraria.

Rehabilitación de la atención alternante:

Avanzando en la complejidad de las tareas, para el


trabajo con la atención alternante, además de ser capaces
de elegir a qué estímulos atender y a cuáles no, el trabajo
se va a centrar en ir cambiando de manera alterna entre
unos y otros estímulos de los que componen la tarea. Para
ello, siguiendo el formato anterior de “denominación
contraria” podemos añadir una pequeña modificación
(como un fondo de color gris) para indicar que en ese ítem
concreto la denominación debe ser la correcta y no la
contraria. Por ejemplo, en la figura 7.6, en la primera fila,
la respuesta sería “negro-negro-blanco-blanco-blanco-
negro”.

Figura 7.6. Denominación contraria con alternancia.

Como ocurre en el caso de la atención selectiva, esta


atención alternante tiene una importante relación con el
concepto flexibilidad cognitiva, por lo que en el apartado de
función ejecutiva se volverá sobre diferentes ejercicios que
podrán ser útiles para el trabajo en rehabilitación de la
atención alternante.

Rehabilitación de la atención dividida:

El componente que se considera más complejo en


cuanto a recursos necesarios es la atención dividida. La
capacidad de dividir la atención para realizar dos tareas a
la vez se puede trabajar combinando dos ejercicios
simples, como una tarea de cancelación (ir tachando la
letra A cada vez que está aparezca) mientras se va
sumando de 10 en 10. Son, por tanto, múltiples las
conjunciones que podemos hacer, siempre tratando de que
se trate de dos tareas relativamente simples y que no
entren en conflicto. Estos son algunos ejemplos de tareas
empleadas en la rehabilitación de la atención dividida:

– Leer un texto en voz alta dando un golpe en la mesa


cada vez que aparezca la palabra “la”.
– Copiar un dibujo simple mientras se realiza una suma
progresiva de números.
– Copiar un dibujo mientras se escucha una
conversación, golpeando con el pie en el suelo cada
vez que se oiga la palabra “pero”.
– Realizar una tarea de cancelación mientras se dicen
palabras de una categoría (animales, por ejemplo).

C) Ejercicios para reentrenar otros componentes importantes para


la atención

Al margen de los componentes del modelo jerárquico de la


atención propuesto por Solhberg y Mateer (1987) es importante
abordar otros componentes señalados en este caso en el modelo de
Ríos-Lago et al. (2007), como son la memoria de trabajo y la
velocidad de procesamiento, así como hacer hincapié en otra
modalidad de alteración atencional como es la heminegligencia.

1. Rehabilitación de la memoria de trabajo:

La rehabilitación de las alteraciones en la memoria de


trabajo puede dividirse en función de dos de sus dimensiones,
el “span” y la capacidad de manipulación, orientándonos hacia
ejercicios que permitan el aumento de la cantidad de
información que puede entrar en nuestra memoria operativa
por lado, y mejorando la capacidad de manipular la
información por otro.
Vistos los diferentes elementos que componen la memoria
de trabajo, el trabajo por modalidades cobra más interés si
cabe, diferenciando entre tareas de tipo auditivo verbal
(orientadas al bucle fonológico) y tareas visuales por otro
(orientadas a la agenda visoespacial). Algunos ejemplos de
ejercicios pueden ser estos:

– Repetición de series de números en voz alta, y su


manipulación repitiéndolos en orden inverso.
– Repetición de frases de diferente longitud para ir
aumentando el “span”, y su manipulación repitiendo las
palabras en orden inverso.
– Deletreo en voz alta de palabras largas en orden normal e
inverso.
– Repetición de una secuencia de señalización sobre un
conjunto de imágenes, pudiendo solicitar la repetición
inversa.

2. Rehabilitación de la velocidad de procesamiento:

En el caso de la velocidad de procesamiento, el


componente tiempo cobra una vital importancia, ya que se
trata de entrenar la velocidad a la que se realizan diferentes
tipos de tareas. No hemos de olvidar que, en algunos casos,
la velocidad va a verse alterada en solo algunos tipos de tarea
o sobre algunos tipos de material, que podrían llamarnos la
atención del carácter secundario de su afectación.
Algunas de las tareas que hemos mostrado a lo largo de
este apartado (tareas de cancelación, claves, denominación,
conteo…) pueden emplearse como tareas para rehabilitar la
velocidad de procesamiento añadiendo un control de los
tiempos de realización, buscando una mejora en los mismo a
través de la ejecución repetida de diferentes tipos de
ejercicios.

3. Rehabilitación de la heminegligencia:

Para el abordaje de la heminegligencia se refieren de


manera habitual tres tipos de abordaje: estrategias para
mejorar la percepción y amplitud de campo visual,
estimulación del lado afecto y aumento de conciencia (Tirapu-
Ustárroz et al., 2011).
El trabajo con ejercicios de exploración y rastreo visual, así
como ayudas en estos materiales, suele resultar útil para
aumentar el campo visual. En este sentido se suelen adaptar
algunos de los ejercicios que ya hemos visto (tareas de
cancelación o claves) para orientar la atención más allá del
campo percibido.
Es clave tratar de estimular el hemicampo y hemicuerpo
afectados a través de la presentación de información desde
ese punto, ya sea de manera auditiva o presentando otro tipo
de materiales en esa localización. Técnicas de tipo
compensatorio relacionadas con la rotación del tronco, con la
activación del miembro no atendido, y la guía verbal también
han demostrado unos buenos resultados.
En una revisión sistemática sobre la rehabilitación en
déficits visuales (Riggs et al., 2007) también encuentran que
los trastornos de la negligencia visual parecen mejorar con
prismas, entrenamiento de retroalimentación motora y uso de
parches. Aunque esta revisión no incluye la efectividad para la
intervención en hemianopsia, cuadrantanopsia, diplopía o
alteración en la convergencia.
La conciencia del déficit se tratará en el capítulo 12.

7.6.2. Compensación de las alteraciones atencionales


Para compensar los problemas atencionales, se han propuesto
diferentes vías desde las cuales poder actuar: modificación del
entorno, el uso de estrategias y las ayudas externas (Ríos-Lago et
al., 2007).
La modificación del entorno tiene por objetivo adaptar este a las
dificultades atencionales existentes con la intención de que facilite el
desempeño cotidiano. Para ello es necesario observar el entorno
habitual del paciente y realizar las modificaciones pertinentes en
aquellos contextos en los que se ayude a minimizar el impacto de los
problemas atencionales detectados. Entre las modificaciones que
habitualmente se llevan a cabo se encuentra el control de la
estimulación que el entorno puede presentar, reduciendo distractores
y facilitando el control atencional, o la creación de sistemas de
organización (etiquetas en algunos lugares de la casa) o pautas
organizadas que permiten la realización de tareas sin perder el hilo
de estas. Sin embargo, este tipo de compensación cuenta con la
dificultad de no poder extenderse a todos los entornos, en especial
cuando no son habituales, al no poder tener control sobre ellos.
El uso de estrategias puede ser una alternativa válida para
enfrentarse a contextos relativamente novedosos en los cuales no se
ha podido realizar una estructuración previa. Un ejemplo clásico es el
control verbal de la conducta, a través del uso de autoinstrucciones.
Se entrena un protocolo de actuaciones ante diversas situaciones
que va a permitir una conducta organizada para responder al medio.
De igual manera, el trabajo introduciendo rutinas de actuación
puede también resultar beneficioso. Sin embargo, se ha de tener en
cuenta que se necesita contar con un buen estado de otro tipo de
funciones, como la memoria o las funciones ejecutivas, puesto que se
necesita realizar un procesamiento secuencial y organizado de
acciones, así como una adecuada detección del momento en el que
se debe aplicar la rutina aprendida.
Por último, las ayudas externas han comenzado a incorporarse en
las últimas décadas como herramientas para compensar el impacto
que las alteraciones atencionales pueden tener sobre el
funcionamiento cotidiano. Al uso de grabadoras de voz o alarmas del
reloj que han servido como apoyo en la rehabilitación del daño
cerebral, han ido incorporándose los móviles y las aplicaciones, muy
accesibles, y que permiten múltiples configuraciones que sirvan como
ayuda para el correcto desempeño de tareas, si bien puede ser
necesaria una supervisión externa para organizar este tipo de
ayudas.
En muchos casos no se trata de decantarse por un tipo de
compensación, sino de complementar este tipo de técnicas en
función de las necesidades del paciente y de las características del
entorno, así como con el reentrenamiento, valorando de manera
individual el peso que unas u otras formas de rehabilitación deben
tener en cada caso durante su evolución.
8
Función perceptiva: evaluación,
diagnóstico e intervención en ictus
y TCE

8.1. Evaluación de la función perceptiva en el DCS


Para llevar a cabo la evaluación de la función perceptiva es necesario
conocer con detalle la organización de cada uno de los sistemas
perceptivos que se pretenda estudiar: táctil, olfativo, auditivo,
gustativo y visual. De todos ellos, nos centraremos,
fundamentalmente, en la percepción visual, y es que, la mayor parte
de la información que recibimos los seres humanos es visual.
La función perceptiva es una función segregada, esto quiere decir
que podemos encontrar alteraciones en los diferentes procesos que
hacen posible el acto perceptivo sin que por ello se comprometan
otros procesos. Es decir, una persona con DCS podrá tener una
alteración perceptiva por alteración en el reconocimiento del color,
mientras que otra, por haber sufrido el daño en otra vía del
procesamiento perceptivo, podrá mostrar alteración para el
reconocimiento de las formas, las texturas, el movimiento, etc. Por
tanto, la función perceptiva visual se encarga de reconocer formas,
texturas, tramas, movimiento, colores, tamaños, etc. Esto implica
que para la evaluación del acto perceptivo se han de tener en cuenta
cada uno de estos procesos.
Desde que a finales del siglo XIX Lissauer describiera el primer
caso de trastorno de la percepción visual en un ser humano se han
desarrollado diferentes modelos teóricos sobre el procesamiento
perceptivo. Aún conocemos una pequeña parte del funcionamiento
del cerebro, pero es suficiente para tener una idea razonable de
cómo funciona este. El modelo de Lissauer, de 1890, hace referencia
a que el reconocimiento se adquiere en dos fases:

1. Fase de apercepción: los diferentes atributos (forma,


textura, tamaño, color, etc.) perceptivos son agrupados en un
todo. Una alteración en esta primera fase del procesamiento
perceptivo generaría agnosias de tipo aperceptivo.
2. Fase de asociación: el acto perceptivo adquiere un
significado. Las alteraciones en esta segunda fase
generarían agnosias asociativas.

Según este modelo el paciente agnose aperceptivo no podrá


emparejar un dibujo ya que algunos de sus atributos (o todos, según
afectación) no son percibidos. El agnose asociativo sí podría realizar
una tarea de copiado, pero no sería capaz de reconocer objetos
debido a un error en la identificación de estos.
Otros autores explicaron el fenómeno de la agnosia como un
proceso de desconexión entre los procesos visuales y los verbales
(Geschwind, 2010). Desde este modelo debemos entender que la
percepción ocurre a medio camino entre el acto de percibir un objeto,
reconocerlo gracias a la integración de sus atributos perceptivos, y,
por último, identificarlo. Así, la evaluación precisará tener en cuenta
el balance de errores cometidos cuando confrontamos un estímulo
visualmente para su reconocimiento e identificación.
Los modelos más descritos han estudiado los diferentes
fenómenos que acontecen en la percepción. Así, el modelo de
Warrington y Taylor de 1973 hace referencia a la constancia del
objeto. Estos autores esbozaron una idea similar a la de Lissauer, en
una primera fase tiene lugar el análisis visual, y posteriormente, se
produciría la atribución de significado al precepto. En la primera fase
estarían involucrados ambos hemisferios y en la segunda, el
hemisferio dominante.
El modelo computacional de Marr (1976) es un modelo no clínico
y se desarrolló para explicar cómo se realiza el procesamiento
perceptivo en sujetos sin lesión cerebral. Más tarde, en 1987,
Humprey y Riddoch hicieron hincapié en que la representación
tridimensional y estable de los objetos ocurre en etapas superiores
de procesamiento, alejadas del tratamiento sensorial de los
estímulos (Peña-Casanova, 2007; Riddoch y Humphreys, 2003).
Para Damasio, la percepción conlleva una activación en la corteza
visual primaria y áreas de asociación, y rechaza la idea de
almacenamiento en la memoria de “paquetes” que contienen la
representación de los estímulos (Mesulam, 2000). Las alteraciones
en el sistema perceptivo son comunes tras sufrir un DCS, ya se trate
de un ictus, un TCE, tumor o enfermedad degenerativa (por ejemplo,
Costa et al., 2015; Greenwald et al., 2012; Husain y Rorden, 2003;
McKenna et al., 2006; Padula et al., 1994; Riggs et al., 2007).
Entre la variedad de alteraciones perceptivas que incluyen las
agnosias visuales encontramos la agnosia asociativa y aperceptiva,
la agnosia a los colores, o la prosopognosia (apartado 8.1.1). Estas
alteraciones perceptivas pueden presentarse junto a alteraciones en
la memoria espacial, heminegligencia, acinetopsia, etc.
Además, hay que tener en cuenta que dichas alteraciones
conllevan un grave problema para desarrollar actividades de la vida
diaria como, por ejemplo, llevar a cabo tareas de lectoescritura.
Hoy en día existen una gran variedad de pruebas
neuropsicológicas repletas de tareas perceptivas que pretenden,
unas con más éxito que otras, ser capaces de evaluar la integridad
del sistema perceptivo (cuadro 8.1).

CUADRO 8.1. Algunos test empleados para el estudio del


procesamiento perceptivo visual
Test Publicación
Hooper Visual Organization Test Hooper, 2004
Two point discrimination Test Spreen y Strauss, 1998
Seguin-Goddard Form Board/Tactual Performance
Test
Line Bisection
Incomplete Figures
Overlapping Figure Test
Wide Range Assessment of Visual Motor Abilities Glidden, 1999
Test of Visual-Perceptual Skills Martín, 1991
Visual Neglect after Stroke Kersel, 1991
Embedded Figure Task Witkin, 1971
Benton face recognition test Granacher, 2004
The visual object and space perception battery Warrington, 1991
(VOSP)

Estas pruebas son principalmente tareas de lápiz y papel que en


algunos casos hacen imposible medir importantes aspectos de la
visión como la percepción del movimiento, que hoy día es fácil de
medir con dispositivos electrónicos.
Recientemente, se ha presentado un screening neuropsicológico
de la función perceptiva cuya primera intención ha sido reunir a
diversos expertos del ámbito de la percepción visual
(neuropsicólogos, neurooftalmólogos, rehabilitadores visuales,
neurocientíficos de la percepción visual, etc.) con el objetivo de llegar
a un consenso sobre aquellos aspectos que han de ser relevantes en
una primera aproximación al estudio del sistema perceptivo (cuadro
8.2) (De Vries et al., 2017).
Por otra parte, las quejas que presentan los pacientes, en
algunos casos relacionadas con la vista, han de ser tenidas en
cuenta para comprender el funcionamiento del sistema perceptivo en
su totalidad (cuadro 8.3).

CUADRO 8.2. Algunos aspectos del sistema perceptivo visual a


abordar en una exploración neuropsicológica
Trastorno perceptivo visual en DCS
Trastornos de la atención
Trastornos en la cognición espacial (búsqueda visual)
Trastornos en la velocidad de procesamiento (lentitud a la hora de reconocer o
identificar objetos)
Trastornos en la organización perceptiva
Agnosias (prosopagnosia, agnosia de la forma, agnosia al color, agnosia a la
profundidad, simultagnosia, agnosia topográfica, acinetopsia)
Trastornos de la percepción emocional
Alexia
Afasia óptica
Trastorno constructivo (por ejemplo, agrafias)

CUADRO 8.3. Aspectos del sistema visual a tener en cuenta en una


valoración del sistema perceptivo visual
Algunos trastornos visuales en DCS
Alteración de los campos visuales (hemianopsia, cuadrantanopsia, etc.)
Déficits en el procesamiento sensorial (por ejemplo, agudeza visual)
Alteración de la sensibilidad al contraste
Trastornos oculomotores
Diplopia
Ataxia óptica
Disminución de la percepción del déficit visual (seguimiento visual, acomodación,
etc.)
Mayor sensibilidad al deslumbramiento

¿Cómo se comportará un paciente con alteración en la función


perceptiva? Si el paciente presenta una agnosia aperceptiva, tal
como se comentó anteriormente, será incapaz de dibujar un objeto o
emparejarlo con otros parecidos en forma. Su actitud ante el acto
perceptivo es de perplejidad, mueven la cabeza, realizan
aproximaciones y un cambio de posición o la imitación de su
utilización pueden ayudarles en su identificación. No obstante, pueden
acceder al reconocimiento a través de otro canal sensorial como, por
ejemplo, el tacto. Suele acompañarse de problemas del campo visual
uni o bilateral. En la agnosia asociativa los problemas vienen por la
designación del objeto y no tanto por su identificación, se asocia a la
hemianopsia homónima lateral (Peña-Casanova, 2007). En tareas
que comportan el reconocimiento de rostros familiares, los pacientes
pueden llegar a ser incapaces de distinguir el género del rostro que
perciben. El reconocimiento en este caso se realiza gracias a otros
procesos cognitivos que compensan la alteración perceptiva (tono de
voz, percepción de detalles ajenos al individuo como la prenda de
vestir, el color de la piel, o llevar puesto algún complemento
diferenciador como, por ejemplo, unas gafas). Estas alteraciones se
producen principalmente por lesiones retro rolándicas derechas.
Las alucinaciones visuales que pueden producirse en los
trastornos del sistema perceptivo pueden ir desde la percepción de
figuras geométricas (puntos luminosos en forma de estrella,
mariposa, zig-zag, haces de luz, espirales vivamente coloreadas,
etc.) hasta experiencias visuales de escenas móviles (bolas en
movimiento, aparición de la Virgen, visión de animales nocturnos y
terroríficos, etc.) (Granacher, 2004).
La figura 8.1 es una muestra de la clásica tarea donde el paciente
debe marcar el punto en el que cada una de las líneas quedan
cortadas a la mitad. En los casos de heminegligencia unilateral, el
paciente tenderá a omitir parte del hemicampo derecho, marcando la
línea media hacia el hemicampo izquierdo.

Figura 8.1. Tarea de bisección de líneas.


Fuente: Modificado de Spreen y Strauss, 1998.
En las figuras 8.2 y 8.3 el paciente ha de reconocer las formas
incompletas de los estímulos presentados. El resultado en la
exploración es un error en la percepción de estos estímulos
presentados porque aquellos procesos que posibilitan la constancia
del objeto están alterados.

Figura 8.2. Tarea de figuras incompletas.


Figura 8.3. Tarea de reorganización visual. Hooper Visual Organization Test.
Fuente: Modificado de Hooper, 2004.

En la tarea presentada en la figura 8.4 el paciente agnose puede


presentar alteración unilateral por lesión posterior del hemisferio no
dominante. El comportamiento de exploración en el campo visual se
orienta al hemicampo derecho (significa lesión parietooccipital
derecha). El paciente presenta conductas negligentes hacia
personas, objetos, letras, etc., usualmente colocadas en el lado del
hemicampo izquierdo. El rendimiento del paciente ante una matriz de
cancelación o copia de un dibujo pondrá en evidencia dicha
alteración. Estos pacientes podrán rendir bien en tareas de
percepción de formas simples, pero cometerán errores en
percepción de formas complejas. El defecto será mayor cuando a las
lesiones retro rolándicas extensas se le sume una hemianopsia
homónima lateral.

Figura 8.4. Tarea de cancelación para la evaluación del neglect visual.


Fuente: Modificado de Spreen y Strauss, 1998.
En este otro tipo de agnosia espacial (figuras 8.5 y 8.6), los
pacientes son incapaces de reconstruir un modelo visual dados
errores en este tipo de tareas pueden venir precedidos por un error
en la construcción de la figura, es decir, aunque sea capaz de
percibirlo es incapaz de reproducirlo. O bien, existe un trastorno en la
percepción de formas simples y por ello es incapaz de reproducirlo.
No obstante, si solicitamos dibujar un círculo sí podrá dibujarlo,
debido a que puede acceder a la representación mnésica previa del
estímulo.

Figura 8.5. Tarea de reconocimiento de formas.


Fuente: Modificada de Martín, 1991.
Figura 8.6. Tarea constructiva. Reproducción de modelos.

En las tareas de percepción de objetos no prototípicos (figura


8.7) los pacientes son incapaces de reconocer ni identificar el
precepto no prototípico de un objeto dado, lo que denota falta de
recursos y por tanto pobreza para reconocer imágenes con un patrón
perceptivo no habitual.
Por ejemplo, un bolígrafo no será más bolígrafo por ser
presentado de perfil que por su parte inferior. La escasa capacidad
cognitiva que muestran nuestros pacientes para encajar patrones
perceptivos atípicos correspondientes a imágenes conocidas forma
parte de este tipo de alteración.
Figura 8.7. Tareas de reconocimiento.
Fuente: Warrington, 1991.

Aquellos que tienen dificultades para el reconocimiento de colores


son llamados agnoses al color. La tonalidad de negro y blanco suele
estar preservada pero los pacientes son incapaces de realizar con
éxito las tareas de apareamiento de colores. En estos casos en
concreto, los pacientes reconocen el objeto, pero no son capaces de
identificar el color que están percibiendo (figuras 8.8 y 8.9). En
algunos casos con lesiones específicas podemos encontrar que los
pacientes no identifican los colores fríos y sí los cálidos, y viceversa,
o también la identificación de los colores primarios vs. secundarios.
Otras dos condiciones relacionadas con esta exploración a los
colores son: la acromatopsia o monocromatismo (enfermedad
congénita) donde los pacientes se diferencian de los agnoses en que
estos sí perciben los colores, mientras el acromatopse percibe el
mundo en escala de grises; y la otra condición que puede generar
confusión son los afásicos, que perciben perfectamente los colores,
pero el problema está en el acceso al nombre del color. Por ello
habrá que estar atento a la hora de realizar diagnósticos
diferenciales, siendo por lo general las tareas de emparejamiento de
colores las que más nos pueden ayudar.

Figura 8.8. Tarea de reconocimiento del color.


Fuente: Spreen y Strauss, 1998.
Figura 8.9. Se ha de elegir la fruta cuyo color corresponde con el verdadero.

En las tareas de reconocimiento de figuras superpuestas (figura


8.10) el comportamiento que denota afectación cerebral se
manifiesta en la incapacidad de reconocer imágenes complejas, los
detalles aislados sí son percibidos, pero sin que llegue a producirse
la integración del conjunto.
Figura 8.10. Tarea de simultagnosia. Test Poppelreuter.
Fuente: Basado en Spreen y Strauss, 1998.

Además, deben añadirse tareas de distinción de tamaños,


volúmenes, profundidad, figuras geométricas tridimensionales,
reconocimiento de letras y números, estimación del movimiento,
identificación de puntos, etc. (Spreen y Strauss, 1998).

8.1.1. Diagnóstico de las alteraciones perceptivas


Desde el punto de vista del diagnóstico, este viene dado en función
de la alteración en el DCS. Como no puede ser de otro modo,
dependerá del tipo de lesión que se produzca. Por ejemplo, en el
caso de ictus isquémico, el daño será habitualmente de tipo focal o
multifocal debido a que cada arteria irriga una parte de cada
hemisferio, y siempre teniendo en cuenta que lesiones en un
hemisferio provocan alteración del hemicuerpo contralateral. En los
casos de hemorragia, sobre todo por aneurisma y malformación
arteriovenosa, el daño será difuso y no provocará el patrón de
afectación lateralizado de manera tan claro como en el caso de las
isquemias (Shari et al., 2001). A continuación, se presentan los
principales tipos de agnosias en función del canal sensorial alterado
(cuadro 8.4).
CUADRO 8.4. Alteración del sistema perceptivo. Diagnóstico
neuropsicológico
Agnosias visuales
Agnosia visual aperceptiva
Agnosia visual asociativa
Prosopagnosia
Simultagnosia
Agnosia al color
Acromatopsia cerebral
Agnosia cinética
Agnosia topográfica
Agnosias táctiles
Asterognosia
Agnosia táctil pura
Agnosias somáticas
Hemiasomatognosia
Autotopagnosia
Agnosia digital
Agnosias auditivas
Agnosia auditiva verbal
Agnosia auditiva no verbal
Amusias

A) Agnosias visuales

Incapacidad para percibir y/o reconocer objetos presentados


visualmente en ausencia de déficits visuales u otras alteraciones
cognitivas que expliquen dicha incapacidad. Los principales subtipos
son:

a) Agnosia visual aperceptiva para objetos: incapacidad para


percibir y reconocer estímulos visualmente presentados (la
agnosia aperceptiva puede presentarse en cualquier canal
sensorial).
b) Agnosia visual asociativa: existe percepción del objeto, los
pacientes pueden incluso emparejarlos, pero son incapaces
de reconocerlos o darles un significado.
c) Prosopagnosia: es un tipo de agnosia asociativa que afecta al
reconocimiento específico de caras.
d) Agnosia visual para los colores: existe percepción de los
colores, pero no reconocimiento, por lo que sería de tipo
asociativo.
e) Acromatopsia cerebral: incapacidad para percibir la gama de
colores. Los pacientes perciben el mundo en escala de grises.
f) Agnosia cinética: incapacidad para percibir estímulos en
movimiento. También denominada akinetopsia.
g) Simultagnosia: incapacidad para interpretar imágenes
complejas u objetos simultáneamente presentados, tendiendo
a la identificación de los objetos por partes, no como un todo.
h) Agnosia topográfica: incapacidad para reconocer lugares
familiares como calles, edificios, etc.

B) Agnosias táctiles

Incapacidad para reconocer estímulos presentados al tacto en


ausencia de alteraciones somestésicas u otras alteraciones
cognitivas que expliquen dicha incapacidad. Los principales subtipos
son:

a) Asterognosia: alteración en el reconocimiento de objetos con


alteración de las funciones somestésicas (sensibilidad al dolor,
temperatura, tacto, discriminación de texturas, etc.). Esta
última característica la diferencia de una agnosia táctil.
b) Agnosia táctil pura: puede presentarse unilateral o
bilateralmente. Es la incapacidad de reconocer objetos al
tacto.

C) Agnosias somáticas

Incapacidad para reconocer o localizar partes del cuerpo en


ausencia de déficits sensoriales u otras alteraciones cognitivas que
expliquen dicha incapacidad. Los principales subtipos son:
a) Hemiasomatognosia o negligencia unilteral: alteración para
responder a estímulos presentados contralateralmente a la
lesión en ausencia de trastornos sensitivo-sensoriales o
motores.
b) Autotopagnosia: incapacidad para localizar partes del cuerpo.
c) Agnosia digital: incapacidad para nombrar los dedos o
identificarlos ante estimulación táctil.

D) Agnosias auditivas

Incapacidad para el reconocimiento de estímulos que llegan a


través de la vía auditiva en ausencia de déficits sensorial asociado u
otras alteraciones cognitivas que expliquen dicha incapacidad. Los
principales subtipos son:

a) Agnosia auditiva verbal: incapacidad para reconocer


palabras con conservación de la audición.
b) Agnosia auditiva no verbal: incapacidad para reconocer
sonidos no verbales.
c) Amusia: es un tipo de agnosia auditiva específica que afecta
a la percepción auditiva, lectura, escritura o ejecución musical,
que no se debe a alteraciones sensitivas.

En cuanto a la percepción táctil, existen dos paradigmas de


exploración. Por un lado, están las tareas de reconocimiento de
objetos sin identificación en el espacio (activan la corteza parietal
inferior bilateralmente y el polo frontal), y, por otro, están las tareas
de localización táctil sin identificación del objeto (activan la corteza
parietal superior bilateralmente). Al igual que ocurre en el sistema
visual, el sistema propioceptivo recibe información sensorial de los
propioceptores de los músculos y esqueleto, información que es
integrada posteriormente en los lóbulos parietales, en el llamado
esquema corporal. De ahí que en nuestra exploración clínica
tengamos en cuenta la exploración sensitiva (cuadro 8.5).
CUADRO 8.5. Exploración de las funciones somestésicas
Función somestésica básica
Tacto ligero
Localización del estímulo
Sensación vibratoria
Propiocepción: percepción de la dirección del movimiento
Dolor superficial
Temperatura: discriminación caliente/frío
Discriminación de 2 puntos en milímetros
Funciones somestésicas intermedias
Discriminación de texturas
Discriminación de formas (2D, 3D)
Discriminación de dimensiones
Discriminación de pesos
Discriminación de la doble estimulación
Reconocimiento de materiales
Funciones somestésicas superiores
Reconocimiento selectivo táctil de objetos familiares
Reconocimiento de letras y números
Fuente: Peña-Casanova, 2007.

También en las agnosias perceptivas de tipo táctil se ha


propuesto la división aperceptiva-asociativa. La agnosia táctil
aperceptiva se caracteriza por el défcicit en el reconocimiento de las
formas o las dimensiones de los objetos que son presentados al
tacto. La asociativa, sin embargo, considera que el reconocimiento
está alterado por un déficit que afecta al acceso semántico del
objeto palpado.
La agnosia táctil puede pasar desapercibida siempre que el
sistema visual se presente intacto, y es que, el paciente puede no
darse cuenta de un problema de esta índole hasta que es valorado
específicamente gracias a las compensaciones que realiza el sistema
visoperceptivo en el acto de reconocer.

8.2. Intervención de la función perceptiva en el DCS


La intervención de la función perceptiva visual forma parte de los
tratamientos de la alteración visual, que es abordada bajo tres áreas:

1. Déficits en el movimiento ocular.


2. Déficits de los campos visuales.
3. Déficits visoperceptivos y visoespaciales.

Como en otras funciones, el abordaje se llevará a cabo desde la


restauración o compensación de los déficits. Las estrategias
compensatorias se refieren sobre todo a las modificaciones que
realizamos sobre las tareas de manera específica, como, por
ejemplo, remarcar de color chillón el marco de la hoja de un libro que
ayude al paciente a localizar el inicio de la frase durante la lectura. La
recuperación se refiere a las técnicas de las que nos valemos para
estimular o rehabilitar la función perceptiva dañada. Se trata de una
serie de ejercicios, computarizados o de papel y lápiz que tratan de
poner en marcha el sistema perceptivo.
En la práctica clínica no se es tan sistemático y se utilizan ambas
estrategias, lo que dependerá en gran medida de la habilidad del
terapeuta, su ámbito de actuación y la idiosincrasia de los déficits del
paciente. Es recomendable realizar el entrenamiento en entornos lo
más reales posible a la vida diaria del paciente, ya que, en estos
contextos, el paso a la generalización es más fácil de lograr.
García Peña y Sánchez Cabezas (2004) proponen una serie de
estrategias enfocadas a las actividades de la vida diaria para llevar a
cabo esta intervención:

1. Estrategias basadas en el procesamiento activo: paciente y


terapeuta analizan los objetivos y resultados de las
actividades a realizar. La conciencia es la herramienta para
llevar a cabo las tareas perceptivas.
2. Técnicas conductuales: se vale de estímulos externos o
ayuda verbal para realizar actividades.
(Ambas intervenciones requieren de la preservación de la
conciencia del déficit por parte del paciente, por lo que en
ocasiones estas estrategias son difíciles de llevar a cabo).
3. Abordaje multicontextual: parte de la idea que la percepción
es un producto de la interacción entre el individuo, el entorno
y la tarea, por lo que las modificaciones realizadas en el
entorno, y la graduación sucesiva de las diferentes tareas
conllevará la transferencia o la generalización hacia la
consecución en las actividades de la vida diaria.
4. Técnica de tratamiento de Affolter: se basa en dotar al
paciente de estímulos cinestesicotáctiles. Aunque esta
técnica se utiliza sobre todo para los casos de apraxia
ideomotora no deja de ser una técnica que dota al estímulo
de gran valor que enriquece su percepción. Por ejemplo, si el
paciente ha de calzarse un zapato, el terapeuta guía su mano
por su extremidad superior deslizando su brazo por la pierna
izquierda hasta llegar al pie, donde posteriormente realizará
la acción de calzarse.
5. Técnicas para el análisis y la síntesis visual: en esta técnica
realizamos modificaciones en el entorno del paciente,
eliminamos estímulos distractores, los clasificamos por
tamaños, colores, etc. Esto es útil en entornos de la vida
diaria, por ejemplo, en el cuarto de baño, para distinguir un
cepillo de dientes de otro, podemos eliminar objetos del
vaso, o resaltarlo destacándolo en color.

También existen otra serie de intervenciones específicas que se


alejan del entrenamiento en los contextos de la vida diaria.

1. Entrenamiento computarizado: se trata de ejercicios


secuenciados que ponen a funcionar sistemáticamente cada
uno de los subprocesos implicados en el acto perceptivo. Los
ejercicios disponibles son sobre todo visuales y auditivos.
2. Técnicas para el tratamiento de síndrome agnósicos:
consiste en la presentación de estímulos dotados de
diferentes texturas, colores, posiciones, tamaños, etc. En los
casos de mayor alteración, podemos enriquecer la
presentación de estímulos ayudándoles a través de guía
verbal, esto es, dándoles más información del objeto, o a
través de uno de los canales sensoriales indemnes. Por
ejemplo, palpar un objeto que no reconoce de manera visual.
3. Estimulación multisensorial: aunque no es una técnica para
la función perceptiva, sí que se aplica en afectaciones
visuales del tipo hemianopsia homónima o defectos en los
campos visuales. La premisa es que una estimulación
multisensorial (sobre todo auditivo-visual) mejora la precisión
y disminuye tiempos de escaneo visual (Passamonti et al.,
2009).

¿Qué nos dice la bibliografía sobre la eficacia de este tipo de


intervenciones? (cuadro 8.6). Aunque escasa, muestra que el
entrenamiento compensatorio es efectivo para mejorar el escaneo y
la lectura, pero no mejora los déficits en los campos visuales. Apoya
el entrenamiento sistemático de la organización visual para aquellas
personas con lesiones parietales derechas, pero sin negligencia
visual y que se están en fase aguda. Se puede considerar el
entrenamiento computarizado con el objetivo de ampliar la visión de
los campos visuales. Incluso se ha reportado la mejora funcional tras
terapia computarizada frente a terapias basadas en el entrenamiento
en estrategias compensatorias (Cappa et al., 2005). En cuanto a la
optometría conductual, propone que, a través de métodos
terapéuticos, como ejercicios de movimientos oculares, uso de
lentes, prismas, filtros, instrumentos especializados y programas
computarizados, pueden mejoran las habilidades visuales como el
control del movimiento ocular, focalización y coordinación. Sin
embargo, no hay evidencia en la literatura a favor del uso de la
optometría comportamental, aunque apoya el uso de ejercicios
oculares para el tratamiento de la convergencia, o prismas y
rehabilitación visual para los defectos en el campo visual (Barrett,
2009).

CUADRO 8.6. Nivel de evidencia de terapias no farmacológicas para


la rehabilitación de la función perceptiva en el DCS
Recomendaciones Nivel de evidencia
Para déficits en movimientos oculares
Ejercicios de ojos para el tratamiento de la ausencia El tratamiento debería ser
de convergencia son recomendados realizado
Entrenamiento compensatorio en escaneo puede ser El tratamiento es efectivo
considerado para la mejora funcional en actividades
de la vida diaria
Entrenamiento compensatorio en escaneo puede ser La efectividad de este
considerado para mejorar la lectura tratamiento está menos
establecida
Para déficits en campo visual
Los prismas pueden ser útiles para ayudar a los La efectividad de este
pacientes para compensar los cortes en el campo tratamiento está menos
visual establecida
El entrenamiento de escaneo compensatorio puede La efectividad de este
ser considerado para mejorar los déficits funcionales tratamiento está menos
después de la pérdida del campo visual, pero no es establecida
efectivo reduciendo los déficits del campo visual
El entrenamiento computarizado de restauración de la La efectividad de este
visión se puede considerar para expandir los campos tratamiento está menos
visuales, pero falta evidencia en su utilidad establecida
Para déficits perceptivo/espaciales
La combinación de la exploración espacial auditivo- El tratamiento es efectivo
visual parece ser más efectiva que emplear solo la
exploración visual
No hay pruebas suficientes para apoyar o refutar La efectividad de este
cualquier intervención específica como efectiva para tratamiento está menos
reducir el impacto de los déficits perceptivos establecida
Debe considerarse que el uso de realidad virtual La efectividad de este
puede mejorar el funcionamiento perceptivo/visual tratamiento está menos
establecida
La optometría conductual que utiliza ejercicios El tratamiento no es
oculares, lentes o filtros de colores para mejorar el efectivo y puede ser
movimiento de los ojos, el control oculomotor y la perjudicial
coordinación visual no está recomendada
Fuente: Cappa et al., 2005.

8.3. Programas de intervención de la función


perceptiva en el DCS
Un gran número de pacientes que ingresan en los servicios de
neurorrehabilitación tienen déficits en el sistema visual. Estos déficits
son perfectamente atribuibles a la incapacidad del cerebro para
controlar los movimientos oculares o recibir e interpretar las señales
que este recibe, lo que provoca una serie de déficits visuales ya
comentados al comienzo del capítulo (cuadro 8.3).

– Entrenamiento multisensorial para la rehabilitación de la


hemianopsia homónima. Passamonti et al. (2009)
desarrollaron un programa para la mejora de la hemianopsia
homónima. Cuatro horas al día durante dos semanas los
pacientes tenían que detectar la presencia de objetos visuales
(por ambos campos visuales), que consistían en la iluminación
de una luz LED durante 100 msg, moviendo los ojos hacia ella;
estos estímulos se podían presentar solos o acompañados de
un estímulo acústico (un ruido blanco durante 100 msg). Los
estímulos eran presentados en una ubicación semicircular en 8
posiciones diferentes, a 8°, 24°, 40°, 56°, a derecha e
izquierda desde el punto de fijación central (figura 8.11). En la
condición audiovisual, los dos estímulos podrían presentarse
en la misma posición espacial o en posiciones con una
disparidad espacial (16° y 32° de disparidad), y el intervalo de
tiempo entre el sonido y la luz se redujo gradualmente de 300
a 0 msg. Durante el entrenamiento, el hemicampo ciego fue
más estimulado que el hemicampo no alterado. Tras el
entrenamiento, los pacientes con hemianopsia homónima
mejoraron en los parámetros de exploración ocular
caracterizada por un mejor número de fijaciones, movimientos
sacádicos más rápidos y grandes, y una menor longitud de
recorrido durante la exploración.
Figura 8.11. V 1-8: estímulos visuales. A1-8: estímulos auditivos.
Fuente: Modificado de Passamonti et al., 2009.

Otros estudios diseñados para la mejora la hemianopsia o


cuadrantanopsia (Riggs et al., 2007):

– Entrenamiento en estrategia compensatoria: 4 semanas de


entrenamiento a razón de 2 días a la semana, 30 minutos
cada sesión. Mejora en la tasa de detección de estímulos,
menor cantidad de errores en el seguimiento visual de
estímulos en el campo visual.
– Entrenamiento mediante ordenador basado en entrenamiento
visual: durante 3 meses llevaron a cabo un entrenamiento
entre 33-47 horas. Los resultados fueron inconsistentes.

A continuación, enumeramos una serie de programas informáticos


que han sido utilizados para la mejora de la función perceptiva,
aunque también incluyen otros dominios cognitivos (Sigmundsdottir et
al., 2016):

– Foramenrehab: es una herramienta para la rehabilitación


cognitiva diseñada para adultos que sufren DCS. Los módulos
de intervención incluyen la función atencional, funciones
ejecutivas, memoria y funciones visoperceptivas y
visoespaciales.
– Cogniplus: esta herramienta está vinculada al Vienna Test
System y se basa en una intervención específica de cada
función.
– Rehacom: sistema de rehabilitación cognitiva que dispone de
35 módulos de entrenamiento de todos los dominios
cognitivos, hasta 50 niveles de dificultad, utilizado en diversos
estudios para la rehabilitación cognitiva.
– Parrot software y PSS CogRehab System: ambos sistemas
incorporan un amplio abanico de tareas cognitivas que
incluyen la función perceptiva.

No hay estudios para la mejora de la función perceptiva que


describan con detalle las intervenciones llevadas a cabo (tipo de
ejercicios, número de ejercicios realizados, tiempo de ejecución,
número de errores cometidos, etc.), lo que dificulta su replicabilidad.
Quizás este sea el motivo por el que los resultados encontrados son
tan contradictorios con respecto a las mejoras de unos tratamientos
frente a otros (Gillespie et al., 2015). No obstante, en relación con
las pruebas que se han de tener en cuenta para llevar a cabo una
buena exploración de la función perceptiva, consideramos que todo
programa de rehabilitación debería incluir los ejercicios expuestos en
el cuadro 8.7. Además, recomendamos una serie de adaptaciones a
llevar a cabo tanto en entornos específicos de intervención, como a
la hora de realizar modificaciones en el contexto donde el paciente
desarrolla sus actividades de la vida diaria:

– Usar estímulos coloridos y brillantes que ayuden a captar la


atención del paciente. Por ejemplo, a la hora de la comida,
usar cubiertos o vaso de color.
– Eliminar estímulos distractores, redundantes o innecesarios
para el desempeño de actividades básicas. Por ejemplo, tener
en el baño solo aquellos utensilios necesarios a diario: cepillo,
pasta de dientes y peine. Utilizar un gel-champú para la
ducha, eliminar botes de acondicionador, aceites, cremas, etc.
– Marcar con cintas adhesivas aquellos estímulos que deben
ser fácilmente reconocibles. De esta manera, el paciente
asocia el objeto al color.

En conclusión, la bibliografía ha mostrado que tanto la


restauración como la compensación pueden ser útiles en el
tratamiento de las alteraciones perceptivas dependiendo de si el
DCS es agudo o crónico, que el uso de determinados dispositivos
puede corregir defectos visuales, que el entrenamiento del sistema
visual puede ayudar a mejorar las alteraciones perceptivas, y que
estas pueden entrenarse específicamente siempre que orientemos el
tratamiento a las mejoras funcionales.
Los estudios que tratan de medir la mejora de las funciones
perceptivas no muestran de manera específica el tratamiento
realizado en cuanto al tipo de ejercicios concretamente empleados.
La gran mayoría, se refieren a programas computarizados que traen
paquetes de ejercicios para intervenir, aparte de sobre la función
perceptiva, sobre otras funciones cognitivas como atención, memoria
visual y funciones ejecutivas entre otras. Lo que nos lleva a pensar
que son ejercicios que estimulan funciones cognitivas de manera
genérica, ya que la interacción entre las funciones cognitivas es tal,
que es difícil realizar paradigmas cognitivos que aíslen unas
funciones cognitivas de otras de manera tan específica.

CUADRO 8.7. Ejercicios que deben incluirse en todo programa de


rehabilitación de la función perceptiva
Para mejorar movimientos oculares
Tareas de seguimiento visual
Tareas de movimiento ocular por sácadas
Para déficit en campo visual
Estimulación multisensorial con presentación de estímulos por el lado afectado
Para déficits perceptivos
Tareas de reconocimiento de formas geométricas (de simples a complejas),
letras, símbolos, etc.
Tareas de búsqueda de formas geométricas u objetos cotidianos insertados en
imágenes temáticas o escenarios de la vida diaria, como, por ejemplo, una
fotografía del salón de casa, la despensa, etc.
Emparejamiento de formas y figuras rotadas en el espacio
Reconocimiento de formas y figuras superpuestas de manera simultánea. Ayuda a
la distinción de patrones perceptivos
Reconocimiento de formas y figuras incompletas
Tareas que impliquen estimación de aproximación de objetos en movimiento
Tareas que impliquen el reconocimiento de colores
Tareas de emparejamiento de colores
Tareas de asociación de objetos
Tareas de identificación de objetos
Tareas de discriminación de fondo
Tareas de asociación de colores asociados a objetos, por ejemplo, un plátano
puede ser amarillo o verde, pero no azul
Las tareas de visoconstructivas, que también involucran a las funciones ejecutivas
9
Cognición espacial: evaluación,
diagnóstico e intervención en ictus
y TCE

Nuestra habilidad para percibir el espacio, así como para orientar y


dirigir nuestros movimientos a través del entorno, es en apariencia
algo natural y que experimentamos sin ninguna dificultad.
Posiblemente por ello ha sido habitual que esta función se haya
relegado a un segundo plano en el estudio de la cognición, siendo
muchas veces metida en el saco de lo que se ha dado en llamar
psicomotricidad, psicomotor o términos similares.
Es evidente que nuestro cuerpo ocupa un lugar en el espacio y
que se relaciona con otros elementos en dicho espacio. Del mismo
modo parece evidente que nuestro cerebro puede realizar
representaciones mentales de determinados espacios y manipular y
modificar estas representaciones para desplazarse y relacionarse
con su entorno. Hoy en día sabemos que la función espacial se
compone de diversos subsistemas que, en condiciones normales,
funcionan conjuntamente y cuya configuración no es tan simple como
podría parecer. De manera general, podemos decir que la cognición
espacial implica fundamentalmente dos habilidades:

1. Ubicarse a uno mismo y a los objetos en el espacio.


2. El uso de las referencias del medio para desenvolverse en él.
La cognición espacial es eminentemente multimodal, por lo que lo
más adecuado sería hablar de funciones espaciales en plural, ya que
casi todos nuestros sentidos (visión, audición, tacto, olfato,
propiocepción…) intervienen en la captación de los estímulos
necesarios para la cognición espacial. No obstante, dada la
preeminencia del sistema perceptivo visual en el comportamiento
humano, la función visoespacial es la que con mayor profundidad ha
sido estudiada. Es por ello que, a lo largo de este capítulo, en
muchas ocasiones, nos referiremos en concreto a la función
visoespacial. Así mismo, la cognición espacial está íntimamente
relacionada con los procesos de percepción y con la acción en estos
espacios. Y como sucede con la práctica totalidad de las funciones
cognitivas, implica necesariamente la participación de otros procesos
como la atención, la memoria, o las funciones ejecutivas. Esta
profunda interacción con otros sistemas cognitivos añade mayor
dificultad a la evaluación de los déficits espaciales dado que aumenta
la posibilidad de confundir el origen de las alteraciones si no se está
especialmente atento a la diferenciación entre primarias y
secundarias, confundiendo alteraciones en procesos perceptivos con
otras de tipo atencional, práxicas, o incluso ejecutivas, que se
desarrollen en el espacio.
En general, tras lesiones del hemisferio derecho, sobre todo de
áreas parietales, existe una preponderancia a la aparición de
alteraciones en la orientación en el espacio, la realización de
rotaciones mentales, juicios de orientación de líneas, aprendizaje y
memoria espacial, así como trastornos constructivos y atencionales.
No obstante, lesiones izquierdas también pueden producir este tipo
de alteraciones, aunque suelen ser cualitativamente distintas. En este
sentido, se ha propuesto que el hemisferio derecho regularía los
aspectos perceptivos de la tarea, mientras que el izquierdo mediaría
los componentes de la tarea de naturaleza más explícitamente
ejecutiva (Rains, 2004).
A la hora de determinar la naturaleza de los déficits espaciales
nos podemos encontrar grandes dificultades debido a la amplia
comorbilidad que presentan con otras alteraciones y su repercusión
en gran número de actividades llevadas a cabo durante la evaluación
neuropsicológica. Todo ello, por tanto, supone un especial motivo
para procurar que nuestra exploración neuropsicológica sea detallada
y precisa, de manera que nos ayude a determinar con mayor claridad
los déficits primarios y secundarios que padece cada persona y esto
nos permita a su vez enfocar lo más adecuadamente posible la
intervención más apropiada para cada caso.

9.1. Bases fundamentales de la cognición espacial


Históricamente se ha asociado el funcionamiento del hemisferio no
dominante para el lenguaje (normalmente el derecho) con las
funciones cognitivas espaciales. El primer autor que sugirió esta
asociación fue Hughlings-Jackson (1874), quien estableció un
paralelismo entre hemisferio izquierdo y lenguaje, y hemisferio
derecho y función espacial. Sin embargo, investigaciones recientes
demuestran que el hemisferio derecho parece menos especializado
en el procesamiento de información espacial que el izquierdo en el
lenguaje (Rains, 2004).
Así, las zonas del hemisferio derecho involucradas en el
procesamiento espacial presentan una distribución más difusa que
las áreas vinculadas al lenguaje, y podremos observar déficits
espaciales tras lesiones localizadas en el hemisferio izquierdo.
Posiblemente esta distribución más difusa del procesamiento
espacial a nivel hemisférico y cerebral (implica áreas corticales
situadas en todos los lóbulos cerebrales, así como diversas
estructuras subcorticales) esté relacionada con su desarrollo
evolutivo más temprano.

9.1.1. Conducta espacial


El concepto de conducta espacial hace referencia a cualquier
comportamiento que permita dirigir el cuerpo o alguna de sus partes
a través del espacio, incluidos los procesos de pensamiento sobre
aspectos del espacio que no conllevan movimiento corporal explícito
(Kolb y Whishaw, 2017).
Básicamente, las representaciones espaciales nos sirven para
localizar cosas. Y para localizar cualquier cosa necesitamos
establecer un punto de referencia y una o más coordenadas a partir
de las cuales generar un marco de referencia. De esta manera, en
general podemos considerar tres subespacios o perspectivas desde
las que situar un “dónde” en función de los puntos de referencia que
fijemos:

1. Espacio corporal.
2. Espacio egocéntrico o de aprehensión.
3. Espacio alocéntrico o distal.

Figura 9.1. Modelo conceptual de los compartimentos espaciales.


Fuente: Modificado de Kolb y Wishaw, 2017.

El espacio corporal hace referencia a la superficie del cuerpo


sobre la cual podemos localizar objetos y lugares donde se
presentan estímulos. La localización sobre la superfi cie corporal,
posiblemente la forma más elemental de ubicación de estímulos –
umbral de presión y discriminación entre dos puntos–, se relaciona
con la corteza somatosensorial primaria. Así mismo, en el marco del
espacio corporal, podemos localizar la posición de las partes del
cuerpo en relación con las demás partes de este (propiocepción) y
los cambios en la posición del cuerpo según este se mueve por el
espacio (cinestesia) gracias a la información proveniente de
músculos y articulaciones. Estas sensaciones propioceptivas y
cinestésicas posibilitan un reconocimiento de objetos y disposiciones
espaciales de tipo activo y se relacionan con la corteza
somatosensorial secundaria, donde parece integrarse la información
relativa al movimiento corporal y las sensaciones cutáneas (Rains,
2004).
El espacio egocéntrico (o de aprehensión) determina
localizaciones espaciales fuera del cuerpo pero que tienen a este
como punto de referencia central. Se trata de coordenadas que se
establecen a partir de nosotros mismos: arribaabajo,
izquierdaderecha, delanteatrás, y sus combinaciones (un buen
ejemplo puede ser el esquema del reloj usado por los pilotos de
combate para localizar aviones enemigos). La acción más simple
dentro de este espacio sería la localización de un solo punto en
relación con el sujeto que lo percibe, y para conseguir esto será
necesaria la integración de la información proveniente de la retina, la
posición de los ojos en relación con la cabeza y la posición de la
cabeza respecto al resto del cuerpo (figura 9.2).
Figura 9.2. Sistemas que intervienen en la localización de un punto en el espacio egocéntrico.
Fuente: Modificado de Rains, 2004.

El espacio alocéntrico o distal (allos, ‘otros’ en griego y, por


tanto, significando ‘con el centro en otros lugares’) hace referencia a
las localizaciones determinadas a través de un sistema de
coordenadas independiente del propio cuerpo. Se trata de un marco
en el que los puntos de referencia pueden ser distantes y donde se
fijan las coordenadas en relación con diferentes puntos u objetos del
ambiente exterior (por ejemplo, “el lápiz está encima de la mesa” o
“mi casa se encuentra en el sur de la ciudad”). En condiciones
normales, los marcos de referencia egocéntrico y alocéntrico
trabajarán conjuntamente para permitirnos tener la sensación, como
individuos, de estar en un determinado lugar.
Finalmente, resulta interesante remarcar también la existencia del
espacio temporal o cronológico, que se define como el espacio
concebido a lo largo de una dimensión temporal pasada-presente-
futura, y se relaciona con nuestra capacidad para ubicar
determinados sucesos en el tiempo.
En resumen, tanto el espacio corporal como el egocéntrico tienen
al propio cuerpo como marco de referencia, mientras que el espacio
alocéntrico usa objetos y coordenadas externas a este para
establecer los marcos de referencia. Las evidencias empíricas
apuntan a que cada uno de estos subespacios posee diferentes
mecanismos y regiones neuronales subyacentes que les confieren
sus propias representaciones. En situaciones normales, el
funcionamiento integrado de los recursos neurales implicados permite
a nuestro cerebro situar objetos reales o imaginarios en cada uno de
estos espacios. Y aunque determinadas lesiones focales puedan
alterar específicamente cualquiera de ellos, por lo general esto
implicará dificultades en los otros (Zacks y Michelon, 2005).

9.1.2. Sistemas cognitivos integrados


La complejidad de los procesos cognitivos espaciales es indudable, y
se manifiesta en la implicación de muy diversas redes anatómicas y
funcionales necesarias para su correcto funcionamiento. Al tratarse
de un proceso perceptivo, la atención juega un papel importante,
pues la capacidad de procesamiento de información del ser humano
es limitada y tiene que adaptarse a aquellos estímulos que resulten
más relevantes. Anatómicamente, el colículo superior y el pulvinar
parecen estar implicados en el control del movimiento de los ojos.
Estas dos estructuras forman parte de una red interconectada
con dos regiones imprescindibles en el control voluntario de los
procesos atencionales, motores y visoespaciales: el córtex prefrontal
y el parietal. Esta red fronto-parietal sería la encargada de la
selección de las localizaciones espaciales sobre las que actuar.
Mientras el córtex parietal analiza la información espacial, el córtex
prefrontal planificará y secuenciará los movimientos en el espacio. Y
es que el principal motivo por el que los seres humanos percibimos el
espacio es porque necesitamos desplazarnos por nuestro entorno
para llevar a cabo la mayor parte de nuestras actividades de la vida
diaria.
La evidencia de que las capacidades de reconocimiento visual de
objetos y localización espacial de los mismos son disociables e
involucran regiones cerebrales diferentes sustentó la creación del
modelo de las dos rutas. Ambas vías comienzan en la corteza visual
primaria V1 y poco a poco divergen. La vía dorsal se dirige, a través
de los fascículos longitudinales superiores, hacia la corteza parietal
posterior dorsomedial y sustenta la percepción del dónde se ubica un
estímulo, mientras que la vía ventral se dirige, a través del fascículo
longitudinal inferior, hacia la corteza temporal inferior y sustenta la
percepción del qué es un determinado estímulo. El modo en el que
se reintegra la información de ambas vías para generar una
percepción unificada sigue estando en debate. No obstante, lo que
se ha sugerido es que, dado que las dos vías poseen conexiones
hacia el sistema límbico (córtex cingulado e hipocampo) y los lóbulos
frontales, estas pueden ser las áreas donde se realice dicha
integración (Rains, 2004).
La ruta dorsal mediaría la visión para la acción, dirigiendo de
manera inconsciente las acciones en el espacio en relación con la
distribución de los objetos y nosotros mismos en este, sustentando la
conducta espacial egocéntrica. Por otra parte, la ruta ventral
mediaría la visión para el reconocimiento, dirigiendo las acciones,
esta vez conscientemente, en función de la identidad de los objetos,
sustentando la conducta espacial alocéntrica (Kolb y Wishaw, 2017).
Finalmente, la integración a través de sistemas límbicos y
prefrontales sustentaría la conducta visoespacial normal guiada por
los objetivos del individuo.
Figura 9.3. Representación esquemática de las vías de procesamiento de información
visoespacial.
Fuente: Modificado de Rosselli, 2015.

9.1.3. Mapas cognitivos e hipocampo


Cuando hablamos de mapas mentales o cognitivos nos estamos
refiriendo a las representaciones mentales que creamos del espacio.
Y si las llamamos mapas es porque en el fondo se halla la suposición
de que las representaciones espaciales que genera nuestro cerebro
son similares a las representaciones espaciales que estampamos en
los mapas.
Unos de los principales responsables de esta teoría fueron los
autores O’Keefe y Nadel (1978), quienes propusieron que los
animales creamos representaciones cerebrales del entorno en el que
nos desenvolvemos similares a los mapas y que utilizamos para
dirigir nuestros movimientos. Esto sería así debido a que los mapas
cognitivos suponen una forma sencilla de reunir gran cantidad de
información. Estos autores sostienen que dichos mapas se
localizarían en el hipocampo. A raíz de esta teoría han surgido gran
cantidad de estudios fisiológicos, lesionales y neuroetológicos que
han intentado aportar datos a sus premisas. Los datos
experimentales apuntan a que el hipocampo tiene un papel
importante en la codificación de la ubicación espacial, albergando
células capaces de registrar localizaciones específicas del individuo
en su entorno (conocidas como células de lugar o de ubicación),
codificando la situación y el movimiento en el espacio en relación con
puntos de referencia del ambiente. Estas células dotarían al
hipocampo de la capacidad de representar las características del
mundo y anticipar las relaciones espaciales resultantes de nuestro
movimiento en forma de mapas cognitivos en constante actualización.
Investigaciones con aves recolectoras de alimentos (Sherry y Duff,
1996), o humanos taxistas de profesión (Maguire et al., 2000, 2006),
sostienen una relación positiva entre el tamaño del hipocampo y la
cantidad de conducta espacial de los individuos. No obstante, los
datos clínicos cuestionan la importancia relativa del hipocampo en la
conducta espacial humana. Así, aunque el daño en el hipocampo
está asociado a déficits de memoria espacial, también es cierto que
estas lesiones suelen comprender áreas de la corteza temporal
cercanas al hipocampo como el córtex perrinal y la corteza
parahipocámpica. De este modo, quizás la hipótesis más
parsimoniosa sea aceptar que el hipocampo desempeña un papel
general en la consolidación de la memoria, y que la espacial es solo
uno de los tipos de información que puede almacenar.
Además de los mapas cognitivos que posibilitan el
desplazamiento usando las relaciones entre las señales del
ambiente, hay evidencias anatómicas que sugieren la existencia de
otro sistema de navegación complementario: la navegación a estima.
Esta forma de navegación parece depender de las señales
generadas por nuestros propios movimientos (señales ideotéticas)
que pueden provenir de diferentes sistemas sensitivos como el
propioceptivo o el vestibular. Así, se ha propuesto la existencia de
diferentes células del sistema límbico (denominadas como células de
dirección de la cabeza) que indicarían la dirección en la que nos
movemos. Gracias a esta información proveniente de nuestros
propios movimientos, podríamos saber a qué distancia nos hemos
desplazado, dónde nos encontramos respecto al punto de partida,
estimar la velocidad y el tiempo de desplazamiento, y cambiar de
dirección si fuera necesario. De hecho, al decir que una persona
tiene sentido de la orientación seguramente hagamos referencia a la
capacidad que tiene para percibir conscientemente una determinada
localización espacial derivada de la información inconsciente que
proporciona el sistema de navegación a estima. Este sistema
sustentado en las células de dirección de la cabeza sería el que nos
aportaría las coordenadas para desplazarnos en relación con nuestra
propia conducta y posición en el espacio (Kolb y Wishaw, 2017).

9.2. Evaluación y diagnóstico de alteraciones en la


cognición espacial
En las últimas décadas el conocimiento sobre el procesamiento de
información visual y espacial ha aumentado considerablemente. Sin
embargo, hoy en día seguimos sin disponer de una clasificación
internacionalmente aceptada de las diferentes alteraciones y déficits
que se pueden encontrar en la cognición espacial. A continuación,
presentamos algunas de las más frecuentes.

9.2.1. Alteraciones de la percepción espacial elemental


Este grupo de alteraciones se dan en los primeros estadios del
procesamiento de la información visoespacial y englobarían las
siguientes alteraciones:

– Percepción de la profundidad: esta capacidad nos permite


percibir el mundo en tres dimensiones y determinar distancias
tanto a través de claves monoculares como binoculares. Sin
embargo, las personas con lesiones parietales bilaterales
suelen tener dificultad en juzgar las distancias relativas entre
los objetos, o entre ellos y un determinado objeto. Esta
capacidad se puede examinar pidiendo al sujeto que estime la
distancia relativa de objetos reales presentes frente a él (con
cada ojo y binocularmente).
– Orientación de líneas: este déficit es, por lo general, muy sutil
y suele aparece como consecuencia de alteraciones en la
actividad del lóbulo parietal del hemisferio no dominante. El
test de orientación de líneas de Benton (Benton et al., 1978)
es el más utilizado para explorar esta habilidad y ha inspirado
muchas de las tareas de orientación de líneas creadas
posteriormente.
– Identificación de puntos en el espacio: la identificación más
elemental de una ubicación espacial es la localización de un
estímulo sobre la superficie corporal, y su alteración estará en
relación con las áreas somatosensoriales primarias. Por otra
parte, localizaciones de puntos en otros espacios más
complejos, como el de aprehensión o el alocéntrico, pondrán
en juego diferentes zonas como las regiones posteriores del
hemisferio derecho (Rains, 2004). Una tarea utilizada
habitualmente para evaluar la identificación de puntos en el
espacio alocéntrico es la de “Localización del número” de la
batería VOSP (Warrington y James, 1991).

9.2.2. Alteraciones del espacio egocéntrico


En estas alteraciones se manifiestan dificultades para la integración
de información propioceptiva y cinéstésica con respecto a estímulos
cercanos.

– Desorientación visual: se define como la incapacidad para


mover los ojos y la cabeza de forma que un estímulo caiga
sobre la fóvea (fijación visual de objetos) en ausencia de
deterioro visual primario o deterioro en la musculatura del ojo.
Esta alteración se produce por la interrupción en la
coordinación de la información de la retina con la del
movimiento del ojo y la cabeza. Puede ser medida en función
de la discrepancia, en grados, entre la ubicación de un
estímulo puntual y la dirección de la mirada del paciente.
También puede manifestarse como una percepción
deteriorada de la profundidad.
– Alteración de la localización visual (ataxia óptica): los
pacientes con esta alteración pueden fijar objetos visualmente,
pero tienen dificultades para apuntar hacia o alcanzar estos
estímulos, lo que no ocurre con otros estímulos no visuales
como los auditivos o táctiles. El paciente puede tocar su nariz,
pero no el dedo del examinador, a pesar de poder fijarlo con
su mirada. Esta alteración se da en ausencia de deterioro
visual, somatosensorial o motor primarios, mostrándose como
una desconexión o inadecuada coordinación entre los
procesos visoespaciales y la programación de los
movimientos de agarre. Esta alteración implica la incapacidad
para localizar las coordenadas de un determinado objeto en el
espacio. Para evaluarla, basta con solicitar al paciente que
apunte hacia objetos presentes y/o realice los movimientos de
agarre necesarios para alcanzarlos.

Ambas alteraciones pueden estar circunscritas a un campo o


cuadrante visual determinado, e incluso en el caso de la localización
visual, a un solo brazo. Esto apoya que los sistemas neurales que
sustentan la orientación y la localización visual están representados
bilateralmente, con la misma relación contralateral que se aprecia en
el funcionamiento visual o motor primario, y organizados de manera
retinotópica (Rains, 2004).

9.2.3. Alteraciones del espacio alocéntrico


Finalmente, las alteraciones cognitivas vinculadas al espacio
alocéntrico implican dificultades para la representación y
manipulación mental de estímulos externos que puedan ser utilizados
como referencias para el desplazamiento efectivo por el entorno.

– Desorientación topográfica: se define como la incapacidad


para moverse en un entorno (incluso en aquellos que eran muy
familiares para el paciente antes de la lesión) y orientarse
espacialmente en él. En estos casos las personas no son
capaces de usar puntos de referencia para guiar sus
desplazamientos, estando su habilidad para generar
representaciones internas del ambiente alterada (Rains,
2004). Estas personas, literalmente, pueden no saber cómo
desplazarse por su propio domicilio o perderse en el barrio en
el que siempre han vivido. Y es que orientarse y desplazarse
eficazmente por nuestro entorno es sin duda una tarea
visoespacial compleja que requiere la participación de
diferentes sistemas cognitivos. Por este motivo, para evaluar
su posible alteración debemos examinar las diversas
habilidades que interactúan para realizar este tipo de
representación interna de nuestro entorno y que nos permiten
orientarnos en base a las relaciones espaciales entre
diferentes puntos de referencia. En primer lugar, será
conveniente evaluar las gnosias topográficas, que nos
permiten el reconocimiento de hitos conocidos en nuestro
entorno. En segundo lugar, será preciso explorar el
rendimiento de las mnesias topográficas (retrógradas y
anterógradas) que nos permiten recordar y aprender nuevas
relaciones espaciales entre puntos de referencia. Finalmente,
será importante explorar el estado de funciones ejecutivas
como la planificación y la flexibilidad cognitiva necesarias para
un desplazamiento eficiente en entornos que pueden ser
cambiantes. Si bien no existen pruebas estandarizadas en
población española para evaluar la desorientación topográfica,
Macías e Ibáñez-Alfonso (2006) desarrollaron la batería de
orientación topográfica [Proyecto TOP.NAVI] que incluye una
serie de tareas experimentales para evaluar los déficits
habitualmente involucrados en la desorientación topográfica,
habiendo comenzado recientemente a aplicar estas tareas
mediante realidad virtual (Ibáñez-Alfonso y Rodríguez-Prieto,
2019; Ibáñez-Alfonso y Fierro-Trujillo, 2019).
– Alteraciones de la imaginación mental: siguiendo las
categorías propuestas por Peña-Casanova (2007), al explorar
estas alteraciones será interesante prestar atención tanto a la
habilidad para representar mentalmente imágenes (alteración
perceptiva), como para la generación de imágenes (estando la
percepción visual conservada, los pacientes tienen dificultades
para imaginar y recordar visualmente objetos y escenas). Así
mismo, será importante explorar alteraciones en la habilidad
para transformar imágenes, siendo las dificultades para la
rotación mental las que con mayor frecuencia se estudian en
pacientes con alteraciones neurológicas.

9.3. Intervención neuropsicológica en la cognición


espacial
Diversos estudios de revisión sistemática y meta-analíticos han ido
aportando evidencia empírica sobre la rehabilitación cognitiva de las
habilidades espaciales tras ictus y TCE. Por ejemplo, Cicerone et al.
(2005, 2011) concluyeron tras sucesivas revisiones que existía una
fuerte evidencia a favor de la efectividad de los tratamientos
cognitivos sobre las alteraciones de la percepción visoespacial tras
ictus sufridos en el hemisferio derecho.
Conclusiones similares a las obtenidas en el meta-análisis
realizado por Rohling et al. (2009), que nos permiten afirmar que
actualmente existen suficientes evidencias empíricas que apoyan la
intervención cognitiva tras ictus y TCE.
El tipo de intervención que con mayor frecuencia se ha usado en
la rehabilitación neurocognitiva de las alteraciones visoespaciales ha
sido la intervención conductual a nivel sintomático, estimulando o
compensando aquellas habilidades visoespaciales que se encuentran
deficitarias. Para ello se suelen utilizar tareas muy variadas, como
actividades de construcción con piezas encajables, puzles, dibujos,
matrices o laberintos. Estas tareas, orientadas a la mejora de los
aspectos básicos de la percepción espacial, también nos permitirán
trabajar aquellas funciones que cooperan en el adecuado
funcionamiento de las habilidades visoespaciales como pueden ser la
atención, la planificación o la flexibilidad cognitiva. Es más, estudios
como el de Barrett y Muzaffar (2014) apuntan a que las actividades
que habitualmente se utilizan para la rehabilitación cognitiva de las
alteraciones espaciales pueden también promover una recuperación
más rápida de las alteraciones motoras concomitantes.
El objetivo básico de estas tareas es estimular en el paciente un
control de carácter voluntario sobre las diferentes habilidades
necesarias para realizar las tareas, focalizando su atención y control
sobre los componentes visoespaciales intervinientes que en
situaciones normales se ponían en juego de manera semiautomática.
De este modo, se espera que, tras una primera fase de control
voluntario, mediante un trabajo de repetición secuenciada, se consiga
de nuevo una automatización lo más eficiente posible que
posteriormente se generalice a otras actividades de la vida diaria.
Para promover la generalización es conveniente pasar del trabajo en
contextos habituados y estables a contextos múltiples cada vez más
complejos y variados, así el paciente aprenderá a desarrollar la
conducta objeto de intervención en ambientes diferentes y resultará
más fácil que la ponga en práctica cuando se enfrente a situaciones
novedosas respecto a las trabajadas previamente. Sin embargo,
algunos estudios apuntan a que solo aquellos pacientes con lesiones
muy localizadas y que conservan una adecuada capacidad de
razonamiento son capaces de transferir ese aprendizaje a otro tipo
de actividades. En los casos más complicados y resistentes a estos
tipos de intervenciones, se podrán poner en práctica estrategias
compensatorias que ayuden a mitigar en la medida de lo posible las
dificultades presentes.
Los déficits visoespaciales pueden ser de naturaleza muy variada,
lo que complica la intervención sintomática exclusiva de las
alteraciones visoespaciales. A este hecho, además, se le suma la
práctica ausencia de programas de intervención integrales y
exhaustivos basados en marcos teóricos consistentes. Por ello, para
la exposición de esta sección haremos un recorrido por aquellas
funciones visoespaciales que tradicionalmente han sido más
trabajadas en la práctica clínica. En general existen materiales muy
diversos para trabajar de manera parcial las funciones
visoespaciales, desde programas específicos de papel, diversos
juegos y programas informáticos disponibles en la web para poner en
práctica habilidades visoespaciales, o materiales elaborados por
nosotros mismos para trabajar estas habilidades de una manera
graduada y con los estímulos que más atractivos puedan resultar a
cada uno de nuestros pacientes. Cualquiera de ellos podrá ser válido
siempre que reflexionemos sobre las funciones cognitivas necesarias
para llevar a cabo exitosamente la tarea y hagamos el énfasis
necesario en los procesos deficitarios que debemos andamiar
progresivamente en el proceso de rehabilitación cognitiva.

9.3.1. Rehabilitación de la percepción espacial elemental


Siguiendo la misma secuencia presentada para las alteraciones
espaciales, a continuación presentamos algunos ejercicios y tareas
que se pueden utilizar para la rehabilitación de la percepción espacial
elemental.

– Percepción de la profundidad: esta capacidad se puede


trabajar con tareas similares a las propuestas para su
exploración. De este modo podemos proponer al paciente que
estime distancias en el medio natural, ya sea en la calle o en
su domicilio, o bien que enjuicie la distancia relativa de los
objetos reales tridimensionales (o láminas bidimensionales con
dibujos o fotografías) bajo condiciones controladas en la
consulta. Le pediremos que nos indique los objetos que se
encuentra más cerca/lejos de él o de otros objetos a través
de claves visuales utilizando ambos ojos a la vez o con cada
uno por separado.
– Orientación de líneas: para trabajar esta habilidad podemos
utilizar láminas como las del programa de actividades de
entrenamiento de habilidades visoespaciales (Javaloyes-
Moreno et al., 2009), en las que solicitamos al paciente que
identifique la figura que tiene una orientación diferente de las
demás. Empezaremos por ensayos sencillos, y
progresivamente, en la medida que el rendimiento vaya
mejorando, iremos trabajando con estímulos más complicados
en los que también será necesaria la participación de
habilidades de rotación mental. Igualmente podremos utilizar
láminas en las que el sujeto deba emparejar un estímulo con
aquel que tenga la misma orientación (figura 9.4).
– Identificación de puntos en el espacio: para trabajar esta
habilidad propondremos la identificación de estímulos sobre la
superficie corporal. Podemos solicitar que, con los ojos
cerrados, nos informe de la parte del cuerpo que se está
tocando (por ejemplo, el brazo), cuántos puntos de contacto
hay y qué distancia relativa puede haber entre ellos
(cercanos/alejados). Como se vio anteriormente,
localizaciones de puntos en otros espacios más complejos
pondrán en juego diferentes zonas según los marcos de
referencia utilizados. Dentro del marco del espacio
egocéntrico, podemos percibir la localización espacial relativa
de diversos puntos entre sí. Si proponemos situaciones en las
que los puntos de referencia que se han de localizar estén
fuera del espacio de aprensión (en situaciones naturales o con
mapas o láminas), podremos trabajar esta habilidad en el
espacio alocéntrico.
Figura 9.4. Ítems de ejemplo de una tarea de emparejamiento de líneas según su orientación.
Fuente: Duque et al., 2018.

9.3.2. Rehabilitación de las funciones del espacio


egocéntrico
Entre los ejercicios que se pueden realizar para la rehabilitación de
las funciones implicadas en la cognición del espacio egocéntrico,
encontramos los siguientes:

– Orientación visual: para trabajar la localización controlada de


objetos se utilizan generalmente ejercicios de lápiz y papel, o
de ordenador, en los que el sujeto debe encontrar un ítem de
muestra entre varios presentados. Estas tareas requieren una
búsqueda o seguimiento visual que acompañaremos de una
guía externa sobre el modo adecuado de realizar dicha
búsqueda. Inicialmente propondremos tareas de rastreo
sencillas para desarrollar un correcto movimiento ocular tanto
en la dirección derecha-izquierda como arriba-abajo.
Para la búsqueda visual podemos utilizar diversos
materiales como matrices, búsqueda en la prensa de
determinadas palabras, etc. Las guías verbales externas
sirven de apoyo para dirigir y organizar la búsqueda por parte
del paciente. Siguiendo un procedimiento similar al de las
autoinstrucciones, inicialmente será el terapeuta el que
verbalice estas indicaciones y progresivamente se espera que
el paciente las vaya interiorizando. Se establece como patrón
adecuado realizar una búsqueda siguiendo un orden que va de
izquierda a derecha y de arriba abajo, en la misma dirección
que se realiza nuestro modo de lectura. De este modo se
evita que las búsquedas sean azarosas, sin orden. No
obstante, es aconsejable realizar en un primer ensayo de
práctica una búsqueda libre por parte del paciente, de tal
manera que podemos detectar posibles patrones inadecuados
y enseñar sobre esa base estrategias más adecuadas. Así, el
sujeto puede comprobar la utilidad de la tarea y el beneficio
que puede proporcionarle. Como ejercicios específicos de
seguimiento visual podemos utilizar ejercicios con caminos. El
paciente podrá seguir estos caminos tanto visualmente como
escribiendo sobre ellos, convirtiéndose en una tarea
visomotora.
Figura 9.5. Ejemplo de tareas con las que trabajar el seguimiento visual.

– Localización visual: para trabajar esta habilidad, necesaria


para apuntar hacia o tocar un estímulo visual, podemos
proponer a los pacientes fijar objetos visualmente, señalarlos
y alcanzar estos estímulos, estimulando la coordinación entre
los procesos visuales y los mecanismos motores implicados
en la programación de los movimientos de agarre. Estos
ejercicios se podrán realizar con ambas manos, o con aquella
extremidad específicamente alterada.

9.3.3. Rehabilitación de las funciones del espacio


alocéntrico
En último lugar, presentamos algunos ejercicios y tareas que pueden
utilizarse para rehabilitar las disfunciones más habitualmente
encontradas en el espacio alocéntrico:

– Habilidades visoconstructivas: las praxias constructivas, como


se ha comentado en el capítulo correspondiente, requieren la
participación fundamental de las habilidades visoperceptivas y
espaciales (dominio de las coordenadas y de las relaciones
espaciales, y la generación de imágenes mentales), ejecutivas
(comprensión de instrucciones, planificación de la tarea,
secuenciación y monitorización de los pasos), así como de las
habilidades de control motor. Por este motivo, generalmente
se pueden utilizar tareas visoconstructivas para estimular
procesos de percepción espacial. Por ejemplo, la copia de
dibujos que implican la reproducción de patrones simétricos,
las tareas de encajables donde se deben unir piezas que por
su forma encajarían entre sí, o la realización de laberintos.

Figura 9.6. Ejemplo de tarea que implica rotación e imaginación mental.


Figura 9.7. Ejemplo de mapa con el que trabajar habilidades de orientación espacial
topográfica.

– Orientación espacial a gran escala: la orientación espacial


implica un conocimiento de las coordenadas espaciales tanto
internas como externas. El paciente debe saber situar su
cuerpo en el espacio exterior y también situar las diferentes
localizaciones externas con sus referencias espaciales. Para
trabajar estas habilidades podemos realizar ejercicios que van
desde la orientación más simple, como puede ser la
diferenciación derecha-izquierda, a la capacidad de poder
realizar un recorrido en un plano mentalmente.
Otro tipo de ejercicios de orientación compleja serían
aquellos que implican la realización de rotaciones de figuras y
la imaginación mental de figuras que no se ven al completo
(figura 9.6). La realización de un recorrido mental o la
interpretación de un plano sería una de las tareas más
complejas dentro de la orientación espacial, pues implica la
integración de diversos marcos de referencia espaciales, y la
participación tanto de funciones mnésicas como ejecutivas. En
un primer tipo de ejercicios, el paciente puede realizar
recorridos reales (si su movilidad se lo permite) o en
imaginación, por lugares conocidos tanto por él como por el
examinador (por ejemplo, identificar qué recorrido debe seguir
para ir desde la consulta hasta la cafetería del hospital). Otro
tipo de ejercicios podrían consistir en interpretar un mapa
situándonos dentro del mismo y pedir al paciente, por ejemplo,
que vaya de un punto a otro por el camino más corto, que nos
diga qué lugares va dejando a su derecha, cuántos cruces
debe pasar o a qué lado deja la farmacia (figura 9.7).
10
Función práxica: evaluación,
diagnóstico e intervención en ictus
y TCE

Desde que en 1871 Steinthal acuñara por primera vez el término


apraxia para designar el trastorno de la función práxica, la
conceptualización de tal función y sus alteraciones han sido objeto de
discrepancias y, ni siquiera hoy en día, existe un consenso pleno al
respecto, lo que dificulta la actuación del clínico para establecer
criterios claros de valoración y diagnóstico, así como de intervención.
Aunque la apraxia se ha considerado tradicionalmente como una
entidad con interés más teórico que práctico, e incluso se han
planteado dudas sobre su existencia como trastorno unitario, en la
actualidad se acepta mayoritariamente que constituye una entidad
nosológica propia y que puede tener notables repercusiones sobre la
funcionalidad cotidiana de las personas que la sufren.

10.1. Conceptualización de la función práxica y


modelos explicativos
Antes de abordar la alteración es preciso hablar de la función
práxica, es decir, de la habilidad para llevar a cabo movimientos
perfectamente coordinados o acciones motoras simples (por
ejemplo, flexionar un dedo, mostrar la lengua o soplar) o complejas
(como cortar un papel con unas tijeras o preparar un café), por lo
general aprendidas, que se realizan de forma voluntaria (implican
intencionalidad) y tienen una finalidad determinada. Al tratarse de un
hecho observable, los primeros estudios se centraron en la ejecución
del acto motor en sí, obviando la participación cognitiva y orientando
el enfoque rehabilitador a perfeccionar el movimiento o gesto fuera
de su contexto. Actualmente se sabe que las habilidades motoras
adquiridas constan de un componente cognitivo, interno, no
observable a simple vista (intención de realizar un acto, planificación
del mismo, programación y secuenciación de movimientos y
regulación de los mismos durante su ejecución), y un componente
motor, externo, observable (precisión, adecuación espacial y
temporal de los movimientos realizados y de la fuerza empleada).
Ambos componentes funcionan simultáneamente, pero son
controlados por regiones cerebrales distintas, lo que implica que
determinadas lesiones (focales o difusas) en el SNC pueden causar
trastornos práxicos o apraxia, no quedando exentas las personas que
sufren un ictus o un TCE de presentar esta alteración.
Como ya se ha dicho, el primero en introducir el término apraxia
fue Steinthal en 1871, pero no fue hasta principios del siglo XX cuando
se empezó a estudiar de forma más exhaustiva por parte de Hugo
Liepmann, neurólogo alemán que realizó diversos estudios y
publicaciones sobre esta alteración neurológica de la habilidad para
ejecutar un movimiento intencional aprendido que no se explica por la
existencia de déficits de los sistemas elementales motor o sensorial
(Rothi y Heilman, 2014). Existen numerosas definiciones en la
literatura, pero la mayoría coinciden en los siguientes aspectos:

– La apraxia es la alteración en la ejecución de una actividad


motora y, por tanto, implica movimiento.
– La actividad que se ejecuta es voluntaria e intencionada (no
afectaría a los movimientos reflejos, aunque sí a movimientos
que realizamos sin pensar, pero que precisan de nuestra
iniciativa como andar o hablar) y tiene una finalidad (hacemos
aquí referencia al movimiento como acto funcional que nos
servirá como punto de partida para orientar nuestra
intervención).
– Se caracteriza por la incapacidad para ejecutar
intencionalmente y de forma coordinada determinados gestos,
o movimientos anteriormente aprendidos.
– El trastorno no puede ser atribuible a una alteración muscular,
pléjica, de la sensibilidad o un trastorno del movimiento
(corea, temblor, ataxia), ni a una falta de colaboración de la
persona o a un déficit cognitivo (atencional, mnésico,
perceptivo o de comprensión). Pero esto no significa que no
puedan coexistir dichas alteraciones con la apraxia en la
misma persona. La función práxica requiere de la acción
simultánea de los sistemas físicos (motores y sensitivos)
responsables del movimiento, de la cognición y de aspectos
psicológicos como la motivación y las emociones. Resultará
más complicado realizar el diagnóstico de apraxia cuando
alguno de estos componentes esté también afectado.

A continuación presentamos brevemente algunos de los modelos


explicativos del acto motor, cuyos planteamientos tienen como
objetivo resolver el problema de la interface o lugar de interacción o
conexión entre los dos sistemas (procesamiento cognitivo y ejecución
motora) implicados en la función práxica. Si la apraxia es una
alteración de la ejecución de un acto motor que no se explica por
alteración motora específica ni alteración psicológica, cognitiva o de
la comprensión del acto, entonces nos podemos plantear que existe
un lugar entre el procesamiento cognitivo y la ejecución motora, cuya
alteración resulta en lo que conocemos como apraxia. En este
sentido se han desarrollado modelos teóricos neuroanatómicos como
el de Liepmann en 1908 o posteriormente el de Geschwind. Más
adelante haremos un repaso de las áreas cerebrales implicadas en la
función práxica.
Más actuales son los modelos basados en los principios del
cognitivismo, que asumen la existencia de múltiples estadios de
procesamiento para convertir la información sensorial en actos
motores. Entre estos destaca el modelo de Rothi y Heilman (2014),
que propone la existencia de un “praxicón” (equivalente al “lexicón” en
el sistema lingüístico, pero para las acciones) donde quedan
almacenadas las representaciones de los actos motores aprendidos
y que estaría localizado en la corteza parietal del hemisferio
dominante.
En la misma línea se encuentra el modelo de Roy y Square, que
plantearon la existencia de dos componentes o sistemas: uno
conceptual (ubicado en el lóbulo parietal izquierdo) que implica el
conocimiento de la función de los objetos y herramientas, y uno de
reproducción (relacionado con el lóbulo frontal izquierdo) que
almacena la información espaciotemporal necesaria para la ejecución
del acto motor. Este modelo explicaría la semiología de las apraxias
que planteamos en este capítulo. Otros modelos teóricos son el
modelo comparativo propuesto por Jeannerod o los modelos
predictivos. Para ampliar información al respecto, recomendamos el
trabajo de Osiurak y Le Gall (2012).

10.2. Clasificación de las apraxias


Siguiendo con la tónica del tema que nos ocupa, la taxonomía de la
apraxia ha sido, y sigue siendo, objeto de discrepancias y debate,
aunque la clasificación que nos parece más acertada y aceptada es
la clásica que defiende la existencia de dos grandes formas,
ideomotora e ideatoria, basada en criterios puramente semiológicos.

1. Apraxia ideomotora (o ideomotriz): se da en lesiones


frontales del hemisferio izquierdo como consecuencia de la
desconexión entre los esquemas de movimiento y los
patrones de inervación motora, lo que implica la imposibilidad
de traducir la idea del movimiento en un programa motor
particular (Ardila, 2015). El trastorno afecta a la realización
de un movimiento ejecutado de forma deliberada que, como
ya hemos dicho antes, no se debe a déficit sensitivo-motor,
perceptivo o deterioro mental grave. Se manifiesta a través
de tareas que ponen en funcionamiento la habilidad motriz
con un objetivo o propósito, a la orden o por imitación. El
paciente sabe qué tiene que hacer, pero carece del control
de la acción para llevarla a cabo (Wheaton y Hallett, 2007).
Los movimientos son toscos y poco precisos. Más adelante
veremos una clasificación de errores práxicos.
2. Apraxia ideatoria (ideacional o conceptual): tal y como la
describió Liepmann, resulta de la pérdida de los esquemas o
idea del movimiento que la persona debe realizar, es decir,
consiste en la alteración en el uso de objetos presentes o en
la realización secuenciada de actos complejos. Afecta más a
personas con lesiones parietales izquierdas. Se trata de un
trastorno que, por un lado, afecta al conocimiento de las
acciones que pueden realizarse con los instrumentos, objetos
o herramientas (los movimientos pueden ser correctos pero
realizarse con el instrumento inadecuado, como emplear un
tenedor como si fuese un peine) y, por otro lado, a la
secuenciación correcta de los pasos necesarios para realizar
las acciones (en la típica tarea de valoración de meter una
carta en un sobre y dejarlo a punto para enviar, los pasos
pueden aparecer en orden incorrecto o, simplemente, no
aparecer algún paso). En ocasiones se observa que los
pasos se realizan correctamente de forma aislada pero el
paciente es incapaz de secuenciarlos de forma ordenada.
Existe controversia respecto a la distinción entre ideacional e
ideomotora. En realidad, esta modalidad de apraxia está
relacionada con aspectos perceptivos (agnosias), semánticos
(afasias) y, por supuesto, de la función ejecutiva. En la
valoración, el paciente muestra errores de contenido,
cualitativamente distintos de los ideomotores, ya que reflejan
una alteración en la idea del uso del objeto. Algunos de los
errores que se observan son: incapacidad para llevar a cabo
actos secuenciados que requieren el uso de varios objetos en
el orden correcto para alcanzar un objetivo, pérdida del
conocimiento sobre la acción que puede realizarse con un
objeto o herramienta, y errores de perseveración.
Se han propuesto otras clasificaciones basadas en aspectos
como la actividad o tarea que resulta afectada (apraxia constructiva,
del vestido, de la marcha, melocinética, del habla, agrafía apráxica),
la localización de la lesión que la provoca (frontal, parietal,
subcortical, callosa), el segmento corporal donde se muestra la
alteración (óptica o palpebral, orofacial o bucofacial, de las
extremidades superiores o limb apraxia, axial o de tronco) o el
hemicuerpo afectado (unilateral, bilateral). Y desde el cognitivismo
aún se han planteado otras formas como la apraxia de conducción o
la de disociación, según el módulo cognitivo afectado.
La apraxia del habla (alteración de la programación y
secuenciación de movimientos necesarios para la articulación de los
sonidos del habla), por ejemplo, es descrita, por su importancia en la
comunicación, en el capítulo relativo a la función comunicativa.
Del resto de términos consideramos que merecen especial
atención por su uso generalizado los de apraxia constructiva y del
vestido.

– Apraxia constructiva: con este término se etiqueta la


alteración de la organización de diferentes partes de un todo
coherente mediante un dibujo, o montando o ensamblando
piezas. Inicialmente descrita por Poppelreuter en 1917 y
estudiada poco después por Kleist, existe controversia
respecto a la consideración de estos defectos como una
forma de apraxia o más bien una alteración visoespacial. Las
personas con lesiones parietales y frontales derechas
presentan errores en el análisis de las relaciones espaciales o
perceptivas en pruebas de construcción mediante dibujo o
ensamblaje de piezas. Y aunque pacientes con lesiones
izquierdas también pueden presentar errores en dibujo, estos
defectos tienen características diferentes. De hecho, McFie y
Zangwill distinguieron entre apraxia de construcción para las
alteraciones del dibujo encontradas en pacientes con lesiones
en hemisferio izquierdo y agnosia espacial para las
alteraciones del dibujo que presentaban pacientes con lesión
hemisférica derecha (Ardila, 2015).
– Apraxia del vestido: fue inicialmente llamada
planotopoquinesia junto con otros trastornos por Marie,
Bouttier y Bailey a principios del siglo XX y definida
posteriormente como un trastorno unitario como la dificultad
para vestirse secuenciando pasos de forma ordenada. Aunque
se ha considerado como un tipo de apraxia ideacional,
diversos autores consideran que el déficit fundamental que
subyace al defecto en la habilidad de vestirse son las
alteraciones visoespaciales, como en la apraxia constructiva.
De hecho, ambas tienen en común que aparecen
preferentemente en personas con lesiones del hemisferio
derecho. Por lo que, si atendemos a la semiología descrita,
no podrían considerarse tipos de apraxia, sino signos
subyacentes a otras alteraciones cognitivas y, si recordamos
uno de los aspectos definitorios de la apraxia, los errores que
se producen en los movimientos no pueden atribuirse a, entre
otros, alteración de otras funciones cognitivas.

En realidad, debe quedar claro que toda acción o movimiento que


podamos realizar de forma intencionada y toda parte del cuerpo que
podamos mover de forma voluntaria pueden resultar susceptibles de
ser apráxicos. Tendremos que ver qué tipo de errores presenta la
persona para considerarlos apraxia ideomotora o apraxia ideatoria, e
indicar a qué parte del cuerpo afecta y en qué tipo de tareas se
manifiesta.

10.3. Correlatos neuroanatómicos de la función


práxica
Se ha visto que diferentes localizaciones lesionales dan como
resultado diferentes manifestaciones de apraxia, lo que hace
ostensible que la función práxica no está suscrita a un área
delimitada en el cerebro y que diversos componentes interactúan
para hacerla posible. Además, las manifestaciones podrían variar en
personas con lesiones aparentemente similares (Wheaton y Hallett,
2007).
Los estudios de Liepmann proporcionaron las bases para todos
los modelos neuropsicológicos y neuroanatómicos de apraxia
actuales, ya que atribuyó la apraxia a una afectación cortical frontal o
parietal del hemisferio dominante para el habla (generalmente el
izquierdo) o a un daño en los haces de fibras que conectan estas
áreas en el mismo hemisferio (vía intrahemisférica) y vía transcallosa
(interhemisférica) con las áreas corticales motoras del otro
hemisferio. Se ha demostrado la implicación de la circunvolución
angular y la circunvolución supramarginal (encrucijada parieto-
temporo-occipital) del hemisferio izquierdo en los procesos práxicos,
siendo esta última región la encargada de convertir la información
visual y conceptual en acción. En la función práxica es fundamental la
planificación (qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo) que está
relacionada con una compleja red distribuida por el córtex prefrontal
dorsolateral, área motora suplementaria, el cingulado anterior y el
córtex premotor lateral (Pramstaller y Marsden, 1996). La
circunvolución supramarginal establece conexiones con el sistema
límbico (motivación), la corteza premotora, el área motora
suplementaria (secuenciación) y el córtex motor primario que dirigirán
la información hacia los músculos que intervienen en el acto y hacia el
cerebelo que aporta precisión y coordinación.
Aunque la apraxia ha sido atribuida generalmente a una lesión en
el córtex o en vías córtico-corticales, existen evidencias que la
relacionan también con un daño en regiones subcorticales,
concretamente en ganglios basales y tálamo (Pramstaller y Marsden,
1996). La neuroanatomía funcional ha revelado una relación entre la
corteza frontal y parietal y estructuras profundas como los ganglios
basales, demostrando que estos no solo participan del sistema
extrapiramidal del movimiento (involuntario, automático) sino también
de las vías piramidales (voluntario, automotivado, intencionado). Los
circuitos neuroanatómicos que se establecen entre los diferentes
núcleos de los ganglios basales y otras regiones cerebrales, les
confieren un papel relevante en los sistemas de movimientos
voluntarios. Sus dos núcleos principales de salida son el globo pálido
y la sustancia negra (relacionada con el proceso temporal de los
programas motores), mientras que el estriado es el núcleo principal
receptor de aferencias de multitud de regiones de la corteza, con la
que establece un circuito motor, uno oculomotor, el circuito frontal
dorsolateral, el orbitofrontal y el circuito cingulado anterior. Así, es
necesario que los ganglios basales operen de forma adecuada para
que la función práxica sea eficaz, pero no puede decirse que estos
sean los responsables únicos de generar la praxis. Aunque no cabe
duda de que la alteración de algunos núcleos basales conllevan la
desorganización de la función motora voluntaria, ya que intervienen
en la iniciación, secuenciación y sincronización del movimiento
(Restrepo, 2010).
Otro factor neuroanatómico a tener en cuenta al hablar de
apraxias es la dominancia manual. Se considera que el hemisferio
izquierdo es el dominante para la programación de movimientos
voluntarios para ambas manos, dado que la información para la mano
no dominante pasa a través del cuerpo calloso. De este modo, una
lesión que afecte al cuerpo calloso puede desconectar las fórmulas
de movimiento del hemisferio izquierdo de las áreas motoras del
hemisferio derecho, de forma que la función práxica se verá afectada
en el hemicuerpo izquierdo. Según Goldenberg et al. (1996), fue
Geschwind quien dio a esta forma el nombre de apraxia callosa y se
caracteriza por la incapacidad de un miembro, generalmente el
izquierdo, para ejecutar un movimiento incluso pudiendo ejecutarlo de
forma correcta con el otro miembro. En conclusión, la apraxia es un
síntoma de daño en el hemisferio izquierdo. Incluso la gran mayoría
de casos descritos con apraxia asociada a lesiones subcorticales
presentan también lesiones en el hemisferio izquierdo (Pramstaller y
Marsden, 1996).
Las llamadas apraxia constructiva y apraxia de vestirse están
relacionadas con lesiones en el hemisferio derecho, pero ya hemos
visto que existen dudas sobre su consideración como formas de
apraxia.

10.4. Valoración y diagnóstico de la función práxica


Las alteraciones práxicas se describen por exclusión de otros signos
(lesión sensitiva, motora o perceptiva, alteración mental o de la
comprensión) y se valoran mediante la ejecución de tareas que
puedan poner de manifiesto la alteración del acto motor en alguno de
sus aspectos. Cabe decir que es casi imposible encontrar en la
práctica clínica casos puros de apraxia en los que no interfieran otras
alteraciones, por lo que su detección resulta compleja en muchas
ocasiones. Así mismo, en el caso de las apraxias más que en ningún
otro, la valoración no se limitará a la ejecución en el entorno clínico,
sino que se buscará la posible afectación de las actividades
cotidianas del paciente con el fin de poder plantear objetivos de
intervención funcionales.
Recordemos que todo acto motor es susceptible de resultar
apráxico en su ejecución y que cualquier parte del cuerpo necesaria
para ejecutar un movimiento puede resultar afectado (miembros
superiores o inferiores, a nivel proximal o distal). Al evaluar la función
práxica resulta de interés establecer la dominancia manual y el
estado cognitivo general (nivel de arousal, comprensión de
instrucciones, presencia de otros síntomas cognitivos). Es importante
valorar ambos hemicuerpos. En hemiplejias, síndromes piramidales o
sensitivos en los que la mano dominante no puede ser valorada,
podría atribuirse el error a una falta de destreza de la mano no
dominante, pasando desapercibidas las alteraciones práxicas.
Algunos signos son particularmente útiles para el diagnóstico de
apraxia. En primer lugar, la alteración afecta generalmente a los dos
lados del cuerpo, incluso siendo la mayoría de lesiones unilaterales y
más concretamente localizadas en el hemisferio izquierdo. En
segundo lugar, los errores cometidos por las personas con apraxia
varían dependiendo de las condiciones de evaluación, pudiendo
realizar correctamente el gesto en unas circunstancias o de forma
espontánea y fallar cuando se les solicita el mismo gesto en la
consulta. En este contexto, tres son las categorías de movimiento
que se consideran más relevantes de cara a la evaluación: imitación
de posturas o gestos sin significado, pantomima (demostrar cómo se
usa un objeto o herramienta sin tener el objeto en la mano) y uso real
de objetos, es decir, teniendo el objeto en la mano (Osiurak y Gall,
2012). En esta línea, los actos motores que solicitamos pueden
dividirse en transitivos e intransitivos. Los primeros implican el uso de
un objeto (real y realizando la pantomima) y pueden ser simples
(lavarse los dientes, peinarse, usar un sacacorchos, usar un martillo
o una sierra, ponerse unas gafas) y complejos o actos seriados que
requieran la realización de varios pasos como encender una vela con
una cerilla, enviar una carta (doblar el papel, meter la carta en el
sobre, pegar el sello…) o cortar un papel con unas tijeras. Los
intransitivos no usan un objeto y son gestos propios de la
comunicación no verbal (decir adiós con la mano, gesto simbólico de
victoria, indicar que alguien venga o se vaya) o gestos sin un fin
comunicativo que se realizarían por imitación. Por otro lado, para
detectar errores propios de la apraxia ideatoria, se emplean tareas
de asociación de objetos, estableciendo una relación semántica
(como un martillo y un clavo, y no un martillo y un botón) y toma de
decisiones respecto al uso y acciones realizadas con objetos (el
paciente debe indicar si el acto que está realizando el examinador
con un objeto determinado es correcto o no).
Por lo general, cuando existe apraxia la acción mejora con
imitación (es peor a la orden) y con el uso real del objeto (peor la
pantomima). Aparece mayor afectación en gestos transitivos (uso de
objetos) e imitación de posturas sin significado que en gestos
intransitivos con valor simbólico. Y además existe disociación
voluntario-automático, es decir, el déficit se hace más patente en
situación de evaluación clínica que en la vida cotidiana (Lang y
Zadikoff, 2005), esto es, si se pide al paciente el empleo de un peine
en consulta, su actuación será peor que si el mismo paciente realiza
la tarea como algo rutinario en su casa. En resumen, se solicitará al
paciente que desarrolle gestos o acciones a la orden, por imitación,
empleando objetos reales y sin ellos, y actos seriados.
La presencia de apraxia constructiva y su grado de afectación se
valorará a través de diversos dibujos que van de más sencillos en su
ejecución (dibujos planos, trazos simples, formas simples, dibujo
espontáneo o copia de figuras sencillas) a dibujos en perspectiva o
dimensiones (como una habitación en perspectiva o un cubo). Podría
observarse el fenómeno de “closing-in” descrito por Mayer-Gross
que consiste en la superposición de la copia al modelo e indicaría
que existe una alteración ejecutiva.
Rothi y Heilman (2014) clasifican los errores práxicos en
espaciales y de contenido.

A) Errores de producción característicos de la apraxia ideomotora

Los errores prácticos de producción pueden clasificarse en:

1. Errores espaciales:

– Posturales: ejecutar un gesto transitivo utilizando una


parte del cuerpo como si del objeto se tratara (por
ejemplo, al cortar con tijeras puede aparecer el error de
emplear la otra mano como si fuese el papel o en
cepillado de dientes usar el dedo como si fuese el cepillo).
Si el examinador no los corrige, estos defectos persisten
en las personas con apraxia.
– De movimiento: la esencia del movimiento se realiza, pero
de forma tosca y con escasa precisión (por ejemplo, girar
el codo en lugar de la muñeca al usar un destornillador).
– De orientación: error al orientar una herramienta respecto
al objeto sobre el que se utiliza (por ejemplo, desviar
lateralmente las tijeras al cortar un papel por la mitad).

2. Errores temporales: retraso en el inicio de la tarea solicitada


o múltiples interrupciones en su ejecución con una tasa de
acción aumentada, disminuida o irregular.

B) Errores de contenido o de selección de la acción


Estos errores, característicos de la apraxia ideomotora, pueden
diferenciarse en:

1. Asociativo: pueden darse dos tipos de errores:


– Error en el conocimiento de la acción de una herramienta.
– Error en la asociación adecuada de una herramienta con
el objeto con el que normalmente se asocia (por ejemplo,
solicitar al paciente que ante un conjunto de herramientas
elija la más adecuada para terminar de clavar un clavo).

2. Mecánico: conocimiento sobre la posibilidad de emplear un


objeto adecuado como herramienta en ausencia de la
herramienta en cuestión (por ejemplo, pedirle que termine de
clavar un clavo ofreciéndole una serie de herramientas entre
las que no se encuentra un martillo, que es la que
generalmente se emplearía para ello).

El acto motor es ejecutado de forma correcta o no teniendo en


cuenta la diversidad de errores que pueden presentarse, por lo que
es conveniente que el evaluador disponga de una serie completa de
tareas para detectar alteraciones práxicas y registre el tipo de
errores, puesto que es fundamental realizar un análisis cualitativo de
los mismos, más que adjudicar una puntuación al rendimiento del
paciente. Aunque no existe un criterio uniforme en la forma en que
debe explorarse la función práxica, no cabe duda de que el método
que se utilice debe basarse en conocimientos neurofuncionales y las
características especiales de cada caso. Existen pruebas
específicas para la exploración de la función práxica. Algunos
ejemplos son la batería de valoración de la apraxia de Della Sala
desde una aproximación cognitivista, el Finger Tapping Test, la New
England Pantomime Test, el Florida Apraxia Screening Test de Rothi
y Heilman, la Florida Apraxia Battery de los mismos autores, la
Batterie neuropsychologique et cognitive pour l’evaluation de l’apraxie
gestuelle, el test gestáltico visomotor de Bender, la prueba de
organización dinámica del acto motor de Luria, subtest del test
Barcelona (gesto simbólico y de imitación de posturas unilaterales y
bilaterales, y uso secuencial de objetos), el apraxia test de Renzi o el
test apraxia battery for adults (ABA-2).
Se considera leve el trastorno práxico que solo se manifiesta en
la valoración clínica. Su gravedad aumenta a medida que la
afectación funcional sea mayor, siendo evidente y manifiesta tanto
para el paciente como para su familia.

10.5. Intervención en apraxias


En la práctica clínica diaria es muy poco frecuente observar casos de
trastornos concretos puros. Habitualmente coexisten diversos
déficits, entre ellos los motores, lo que dificulta el diagnóstico e
intervención en la función práxica.
Cualquier lesión de etiología traumática o vascular que afecte un
área implicada en la función práxica, puede causar apraxia. En los
casos de TCE grave, las lesiones en cuerpo calloso debidas a rotura
de axones interhemisféricos provocan apraxia ideatoria en miembro
superior izquierdo (Falchook et al., 2015). Este hecho no causará una
gran disfunción siempre que el paciente pueda hacer uso de su mano
derecha. Por otro lado, la apraxia presenta una alta incidencia en
fase aguda del ictus: entre el 50 % y el 80 % de pacientes con lesión
en el hemisferio izquierdo presentan algún tipo de apraxia en fase
aguda (Ochipa y González, 2000).
En algunos pacientes la recuperación se produce de forma
espontánea en pocos días, pero en un 40 % de estos pacientes
persiste la alteración a los tres o más meses siguientes al episodio
ictal. Es más, al evaluar los niveles de dependencia por parte del
cuidador en personas con apraxia tras ictus, la presencia de apraxia
correlaciona con una mayor necesidad de asistencia en las
actividades de la vida diaria (AVD) seis meses después del ictus, y
un año después es un importante predictor de la baja calidad de vida
percibida por el paciente. Además, es importante resaltar el impacto
de la apraxia en el uso de gestos en pacientes con afasias, ya que
ambos síndromes suelen coexistir dificultando el uso de gestos como
sistema de comunicación aumentativo o alternativo. Pero a pesar de
estos datos, a menudo se considera que esta alteración tiene escasa
significación práctica por varios motivos:

1. El paciente no suele presentar quejas al respecto: puede ser


porque no son conscientes del déficit y atribuyen su mala
destreza a la inexperiencia, bien porque emplean la mano no
dominante debido a que suelen tener hemiparesia o
hemiplejia en el lado dominante, o porque tienen dificultad
para expresar esta dificultad (recordemos que afasia motora
y apraxia suelen aparecer juntas).
2. Esta alteración es más evidente en situación de evaluación
que al utilizar el objeto en un contexto natural. No obstante,
es común apreciar que los errores que aparecen en
pantomima en gestos transitivos suelen darse también en el
uso real del objeto. Así, aunque tradicionalmente se ha visto
como un déficit cuya manifestación aparece únicamente en
situación de evaluación clínica sin que tenga una clara
repercusión funcional (sobre todo, en diagnóstico precoz de
demencias neurodegenerativas), no incluyéndose su mejora
como objetivo de intervención, la apraxia (ideomotora e
ideatoria) puede afectar a la realización de actividades de la
vida diaria disminuyendo la funcionalidad de la persona que la
sufre. Es aquí donde cobra valor la intervención por su
utilidad funcional. Ya hemos dicho que en algunos pacientes
en fase subaguda temprana este síntoma mejora de forma
espontánea, pero en los pacientes en los que persiste la
alteración es importante valorar las repercusiones que tiene
sobre los distintos ámbitos funcionales (AVD básicas e
instrumentales, comunicación, etc.).

Fundamentalmente existen dos enfoques de intervención: el


enfoque basado en aportar y enseñar al paciente técnicas para
compensar el déficit mediante el empleo de estrategias a pesar de la
presencia del trastorno y el enfoque basado en la intervención
específica del gesto como acto motor. Antes de iniciar la intervención
conviene realizar una valoración funcional para poder comprobar
posteriormente la efectividad del tratamiento al finalizar el mismo o
durante los controles de seguimiento.
A continuación, presentamos los tipos de intervención que se han
empleado para el tratamiento de las apraxias. Algunas modalidades
incluyen programas específicos que se han diseñado y otros son
simplemente técnicas que el terapeuta emplea. En la actualidad,
ninguna de estas técnicas de intervención en apraxia cuenta con la
evidencia científica necesaria para apoyar o refutar su efectividad
(West et al., 2008):

a) Entrenamiento en producción de gestos: dentro de esta


modalidad, Smania et al. (2000) diseñaron un programa de
entrenamiento conductual que consistía en instruir al paciente
en la ejecución de 20 gestos transitivos, 20 intransitivos
simbólicos y 12 intransitivos sin valor simbólico. Los dos
primeros tipos de gestos se entrenaron a través de tres fases
en las que se mostraba la imagen del objeto o la acción, se
pedía al paciente que repitiese el gesto realizado en otra
imagen con ese objeto o el gesto simbólico y, por último, se le
solicitaba la realización del gesto ante la imagen del objeto o
acción mediante pantomima. Los gestos intransitivos no
simbólicos se entrenaron mediante imitación. Aunque los
autores del estudio concluyeron una mejora significativa del
trastorno práxico, el hecho de no haber empleado objetos
reales durante la intervención en gestos transitivos, le resta,
desde nuestro punto de vista, funcionalidad al tratamiento.
b) Entrenamiento en estrategias: consiste en un programa de
tratamiento estandarizado para personas con apraxia por
lesión hemisférica izquierda desarrollado por Van Heugten et
al. (1998) en el que se examinan previamente los problemas
específicos del paciente, convirtiéndose estos problemas en el
foco de atención de la terapia. Siguiendo los modelos de
procesamiento de la información, las autoras consideran que
las AVD se pueden descomponer en tres fases: la primera de
iniciación y orientación, donde se planifica la acción y se
seleccionan los objetos necesarios para desarrollarla; la
segunda de ejecución del plan seleccionado; y la tercera de
control y corrección durante la ejecución, si se precisa. De
acuerdo con estas fases, las intervenciones se centran en
facilitación de instrucciones, asistencia y feedback
respectivamente. Tras la aplicación de este programa durante
8 semanas, Donkervoort et al. (2001) encontraron mejoría en
las medidas funcionales a corto plazo, pero esta efectividad
del tratamiento no perduró a largo plazo.
c) Estimulación sensorial: incluye técnicas de contacto mediante
presión suave o intensa sobre los miembros afectados.
d) Estimulación propioceptiva mediante apoyos y pesos sobre
los miembros.
e) Entrenamiento en estrategias compensatorias internas para
tareas complejas secuenciadas (por ejemplo, descomponer
las tareas en pasos más simples y verbalizar los pasos al
tiempo que se ejecuta la tarea completa).
f) Instrucciones verbales o físicas para incitar a la realización de
una tarea (similar a las técnicas de facilitación empleadas en
la intervención en alteraciones de acceso al léxico).
g) Instruir al paciente en estrategias de metacognición para
analizar su propio movimiento y prevenir la aparición de
errores durante la ejecución.
h) Técnicas operantes de encadenamiento hacia atrás y hacia
delante, que consisten en desglosar una tarea en distintos
componentes y entrenar a la persona en cada una de las
partes, empezando por el último paso o por el primero y
añadiendo progresivamente el resto.
i) Técnicas de facilitación del movimiento normal mediante
manipulación por parte del terapeuta, evitando en la medida
de lo posible la aparición de movimientos anormales.
j) Aplicación de estrategias compensatorias externas, como
medidas físicas (reducción del número de objetos a utilizar,
adaptación del entorno) o apoyos técnicos (dispositivos que
faciliten la prensión o la estabilidad del movimiento) para
mejorar la ejecución motora.

A modo de conclusión, el terapeuta no debe perder de vista que,


elija el enfoque o la técnica que elija, el objetivo es aportar mayor
autonomía a la persona y que dicha autonomía perdure en el tiempo.
Para ello deberá tener en cuenta el impacto funcional que la apraxia
representa en la vida del paciente, así como su motivación e
intereses.
11
Comunicación: evaluación,
diagnóstico e intervención en ictus
y TCE

La comunicación es un proceso de interacción social a través de


símbolos y sistemas de mensajes que se produce como parte de la
actividad humana y que puede darse a través de distintas
modalidades (oral, escrita, gestual). Es una actividad inherente a la
naturaleza humana que implica la interacción y puesta en común de
mensajes significativos a través de diversos canales y medios para
influir, de alguna manera, en el comportamiento, las emociones y el
intelecto de los demás y en la organización y desarrollo de los
sistemas sociales, yendo más allá del mero traspaso de información.
Las habilidades comunicativas son indispensables para
desenvolverse en el mundo e integrarse en la sociedad de manera
activa e informada.
De todo ello se deduce que se trata de una actividad
extremadamente compleja que nos obliga a enfocar su estudio desde
varios prismas. Y así lo demuestra la historia sobre el estudio del
lenguaje, donde neurólogos, psicólogos, filósofos, lingüistas,
sociólogos, entre otras disciplinas, han contribuido a la elaboración
del conocimiento que actualmente tenemos sobre esta cuestión,
aportando conceptos y puntos de vista que no tienen por qué ser
excluyentes, sino que se complementan. Por todo ello la persona
estudiosa de la comunicación no debe enclaustrarse en una única
disciplina, puesto que corre el riesgo de no comprender la
complejidad de este proceso.
El estudio de la organización cerebral del lenguaje y sus
alteraciones se remonta al siglo XIX, aunque ya hubo referencias
mucho antes. Desde entonces se ha publicado una gran cantidad de
material desde varias corrientes respecto a la relación entre cerebro
y lenguaje. En este momento no hay una teoría del procesamiento
lingüístico aceptada de forma unánime. Así las cosas, hemos querido
hacer un sucinto repaso de las distintas escuelas para situar al lector
en la complejidad del tema que nos ocupa. En función de la
conceptualización del lenguaje que se adopte, se siguen
procedimientos distintos en la exploración y la intervención.

11.1. Aclaraciones terminológicas básicas


Para abordar el complejo proceso de la comunicación en patología
neurológica diferenciamos entre aspectos cognitivo-lingüísticos, cuya
alteración da lugar a los trastornos del lenguaje y aspectos
relacionados con el control sensoriomotor, cuya alteración causa
trastornos de habla y voz. En este sentido, conviene aclarar algunos
términos para una mejor comprensión de la función comunicativa y la
naturaleza de sus alteraciones, evitando así diagnósticos erróneos e
intervenciones equivocadas.

11.1.1. Lenguaje, lengua y habla


El lenguaje es la principal herramienta a través de la cual el ser
humano construye y comprende el mundo que le rodea, nos relaciona
con los demás y nos hace parte de una comunidad cultural. Se trata
de un proceso cognitivo que resulta de un conjunto de actividades
cerebrales encaminadas a la recepción, integración y elaboración de
mensajes lingüísticos. Según la ASHA (American Speech-Language
and Hearing Association) el lenguaje:
– Es un sistema complejo y dinámico de símbolos
convencionales (verbales o de otro tipo) que se utiliza de
diferentes maneras para el pensamiento y la comunicación.
– Evoluciona dentro de contextos específicos históricos,
sociales y culturales.
– Es una conducta regida por reglas gramaticales (fonológicas,
morfológicas, sintácticas, semánticas) y pragmáticas.
– Su aprendizaje y uso están determinados por la intervención
de factores biológicos, cognitivos, psicosociales y
ambientales.
– El uso eficaz del lenguaje para la comunicación requiere una
comprensión amplia de la interacción humana, lo que incluye
factores asociados como las claves no verbales, la motivación
o los aspectos socioculturales.

En un sentido amplio podemos decir que consta de procesos de


comprensión (capacidad para entender e interpretar el lenguaje
hablado o leído) y de producción (elaboración, programación y
realización de la acción de hablar, escribir, gesticular o dibujar). Así
mismo, desde la lingüística considera que el lenguaje consta de tres
dimensiones integradas, a su vez, por distintos componentes. Esta
forma de descomponer el lenguaje nos permite comprenderlo mejor,
pero no debemos caer en el error de considerar que se trata de
compartimentos separados. Consideremos que se trata de una
herramienta metodológica para la comprensión de la función
lingüística. Las dimensiones del lenguaje y sus componentes son:

1. Forma: se refiere al aspecto estrictamente formal y sonoro


del lenguaje. Las disciplinas que la estudian son la fonología
(cuya unidad de análisis son los fonemas que forman las
palabras), la morfología (estudia los morfemas) y la sintaxis
(su unidad de análisis son los sintagmas). La forma incluye
los componentes que conectan sonidos (fonemas) o
símbolos gráficos en un orden determinado.
2. Contenido: abarca el significado. Las disciplinas que estudian
esta dimensión son la lexicología y la semántica. Otras
disciplinas no lingüísticas como la psicopatología o la
psiquiatría, también estudian el contenido del pensamiento a
través del lenguaje.
3. Uso y función: se refiere al conjunto de reglas que rigen el
uso que hacemos del lenguaje en un contexto comunicativo.
Con el uso nos referimos a cómo utilizamos el lenguaje,
dependiendo de la situación y del interlocutor, y la función
hace referencia a para qué lo utilizamos. La disciplina
encargada de su estudio es la pragmática y sus unidades de
análisis son el contexto en que acaece la comunicación y el
propio discurso. Además, en un acto comunicativo, se
distinguen tres pragmáticas: la enunciativa (o del hablante), la
textual (o del mensaje) y la receptiva (o del oyente). Así, la
pragmática estudia categorías como la toma de turnos en
una interacción comunicativa, los solapamientos (o habla
simultánea dentro del sistema de toma de turnos), las
interrupciones, los silencios, la comunicación no verbal, las
inferencias, los actos de habla literales y los no literales, la
cohesión y coherencia discursivas, la adecuación de los
enunciados a un interlocutor y situación determinadas, etc.
Este componente, que tradicionalmente ha sido poco
estudiado debido a las influencias de las teorías
psicolingüísticas de Chomsky, es fundamental en el estudio
de la comunicación humana.

Por tanto, al utilizar el lenguaje codificamos ideas (semántica) y


utilizamos símbolos o palabras (léxico) para expresarlas con
unidades sonoras apropiadas (fonología) en el orden adecuado
(sintaxis) y con una determinada organización interna (morfología). Y
todo ello lo hacemos con fines comunicativos (pragmática). De todos
los componentes del lenguaje, la pragmática parece ser el
componente aglutinador de los demás, ya que el contexto determina
los otros cuatro. Todos los componentes son interdependientes y
están vinculados, de manera que el cambio en uno de ellos afecta a
los demás. Para un correcto funcionamiento del lenguaje, todos los
componentes deben actuar de forma coordinada y simultánea.
Por otro lado, el término lengua se reserva para aludir a un
sistema de comunicación propio de un pueblo o comunidad, o común
a varios. Por ejemplo, la lengua inglesa o la lengua de signos. Los
dialectos constituyen subcategorías de la lengua madre que utilizan
reglas similares, aunque no idénticas. En las comunidades bilingües
se produce de forma natural la interacción entre las lenguas
presentes.
Por último, definimos el habla como un acto voluntario de
fonoarticulación. Es el medio oral de comunicarse (otros medios son
la escritura, el dibujo o los gestos). Se trata de una secuencia
coordinada de movimientos de la musculatura implicada en la
respiración, laringe, faringe, paladar blando, lengua y labios,
estructuras inervadas por los nervios craneales trigémino, vago,
hipogloso, facial y glosofaríngeo. Los núcleos de estos nervios están
controlados por el córtex motor a través de las vías corticobulbares
(troncoencéfalo), con influencias de los sistemas extrapiramidal y
cerebeloso. Al hablar, el aire espirado produce la voz al pasar por la
laringe y hacer vibrar las cuerdas vocales. El tono de voz depende de
la tensión de las cuerdas vocales. El sonido se modifica al transcurrir
por la nasofaringe y la cavidad oral, formando los distintos fonemas o
sonidos característicos de cada idioma. Esto recibe el nombre de
articulación. Se precisa una adecuada regulación del aire espirado
para permitir la emisión de frases (coordinación fonorrespiratoria).
Por tanto, no hay que confundir lenguaje y habla, puesto que su
alteración da lugar a trastornos de distinta naturaleza que deben
abordarse mediante técnicas y métodos de intervención diferentes.

11.1.2. Afasia, disartria, apraxia


La desorganización de las actividades propias del lenguaje a causa
de una lesión neurológica (generalmente un ictus) determina un nuevo
nivel de funcionamiento lingüístico que constituye el síndrome
afásico, cuya exploración pondrá de manifiesto los aspectos
afectados y aquellos que han quedado intactos de la función
lingüística.
La afasia se puede definir, desde el punto de vista anatómico,
como una perturbación en la comunicación verbal causada por
lesiones cerebrales circunscritas (Hécaen, 1977). Apoyándose en
criterios semiológicos, se ha definido como un trastorno del lenguaje
debido a una lesión cerebral, caracterizado por dificultades en la
producción (agramatismo o parafasias), disminución en la
comprensión y errores en la denominación – anomia – (Kertesz,
1988). Benson y Ardila plantean una definición más simplificada, pero
no por ello menos válida, considerando la afasia como una pérdida o
trastorno en el lenguaje causado por un daño cerebral.
Dos de las principales condiciones neurológicas potencialmente
capaces de producir alteraciones en el lenguaje son los ictus (un 25
% de los ACV cursan con afasia) y los traumatismos
craneoencefálicos (en raras ocasiones cursan con afasias puras y,
suelen msotrar alteraciones lingüísticas particulares). Otras causas
de alteración en la comunicación son tumores cerebrales,
enfermedades neurodegenerativas y algunas encefalopatías
(infecciosas, hipóxicas, metabólicas, nutricionales). Estas patologías
suponen un porcentaje menor de los DCS y no suelen mostrar
afasias puras, sino alteraciones de la comunicación secundarias a
otras alteraciones cognitivas y conductuales. Hablar de afasia
supone, pues, hablar de una alteración del lenguaje debida a daño
cerebral sobrevenido y las causas principales son los ictus y los TCE,
aunque el término se emplea en otros ámbitos (por ejemplo,
patología neurodegenerativa) para referirse a alteraciones de la
comunicación como la anomia. En este capítulo, la clasificación de
afasias que hacemos es válida para los casos de ictus y, en menor
medida, para los de TCE.
La disartria es un trastorno de habla secundario a parálisis,
debilidad o incoordinación de los músculos del habla debido a un
problema neurológico. Esta definición incluye cualquier síntoma
secundario a un trastorno motor de la respiración, la fonación, la
resonancia, la articulación y la prosodia. La lesión del sistema motor
responsable de la producción del habla puede tener lugar en
cualquier punto de la vía que va desde el cerebro hasta los
músculos, de modo que una alteración que afecte al movimiento, la
coordinación y la cronología o secuenciación de la musculatura oral
puede causar una disartria. Las lesiones que producen disartria se
pueden localizar en la primera y segunda motoneuronas, los ganglios
basales, el cerebelo y vías cerebelosas. La anartria o ausencia de
articulación constituye la forma más extrema de disartria. El
síndrome de cautiverio, en el que predomina la etiología vascular,
cursa con anartria aun cuando las funciones cognitivas se encuentran
preservadas. La ausencia casi total de movimiento por parte del
paciente hace pensar muchas veces que el paciente está en coma o
estado vegetativo. En estos casos, es necesario buscar el mínimo
movimiento que permita establecer comunicación con el paciente.
Muchas veces se consigue a través de movimientos oculares.
Por último, en el capítulo 10 ya nos referimos a un tipo específico
de apraxia relacionado con la expresión verbal, la apraxia del habla,
que se considera un síntoma dentro de las alteraciones de la
comunicación situado entre lo lingüístico y lo motor, siendo distinto de
la afasia como síndrome y separado de la disartria como trastorno
neuromuscular. La apraxia del habla es el trastorno de la capacidad
de elegir, programar y ejecutar el habla con secuencias temporales
normales y coordinadas, es decir, la alteración para posicionar la
musculatura del habla en la producción voluntaria de los sonidos.
Otras apraxias que afectan a la comunicación son la bucofacial
(también llamada apraxia no oral pero que afecta a la zona bucal) y
las apraxias ideomotora e ideatoria en el sentido de dificultar la
gestualidad que podría servir de apoyo a la comunicación.
Clínicamente la apraxia del habla se presenta con gran esfuerzo al
iniciar el habla y durante una conversación. El paciente, que
experimenta una gran frustración, es consciente de sus errores
fonológicos e intenta corregirlos. Además, estos errores no se
producen de forma consistente como ocurre en la disartria. El
lenguaje intencional está más afectado que el automático y aparece
mayor dificultad en palabras más largas y fonológicamente más
complejas. El ritmo de habla está enlentecido y se da una
prolongación de fonemas tanto vocálicos como consonánticos, así
como pausas inadecuadas entre sílabas y palabras.
A veces se aprecia un habla aprosódica. La fluidez se ve alterada
por los intentos repetitivos de inicios de articulación y repetición de
sonidos y sílabas. El paciente realiza esfuerzos visibles y auditivos de
ensayo, especialmente al iniciar el habla.

11.2. Marco conceptual: escuelas y modelos teóricos


en el estudio de las afasias
El estudio de la afasia ha dado lugar a consideraciones teóricas muy
diversas y alejadas entre sí, tanto en lo que se refiere al modo de
entender y conceptualizar el lenguaje y los métodos empleados para
evaluarlo, como a su representación neuroanatómica. En un
excelente trabajo, Quintanar Rojas (2002) describe y analiza las
diferencias y semejanzas entre las cuatro principales escuelas que
representan los distintos modelos teóricos y postulados en relación
con el estudio de la afasia. El cuadro 11.1 es un resumen de dicha
revisión.
Posiblemente, la escuela que más influencia ha tenido en los
últimos tiempos en el ámbito de la neurociencia del lenguaje es la
americana o escuela de Boston, aunque no por ello es la que mejor
explica el fenómeno de la afasia y el modo más conveniente de
intervenir en ella. Esta escuela, de tradición médica, se basa en las
teorías conexionistas postuladas por Wernicke y en el método
localizacionista.
La escuela francesa, basada en la teoría lingüística de Martinet,
entiende el lenguaje como un sistema jerarquizado que se estructura
a partir de unidades que van de más simples a más complejas
(rasgo, fonema, morfema y sintagma) y se alejan del enfoque
localizacionista.
La escuela alemana parte de la gramática generativa
transformacional de Chomsky y considera que en la afasia se altera
la lengua y no el lenguaje. Realiza un análisis neurolingüístico de la
afasia, no localizacionista.
Tal vez la más novedosa en cuanto a sus planteamientos es la
escuela soviética, basada en postulados de la psicología, que
considera el lenguaje como un proceso que mediatiza y estructura
todos los procesos psicológicos, incluido el pensamiento.
Según esta escuela, el lenguaje tiene varias funciones:
comunicativa, generalizadora, nominativa, cognitiva y reguladora del
comportamiento. Todas ellas aportan una clasificación de la afasia
basada en los mecanismos alterados que subyacen a cada una de
sus formas, lo que le confiere un gran valor a la hora de plantear
cómo afrontar la intervención.
Existen fundamentalmente tres posturas sobre la localización en
el cerebro de las funciones cognitivas y del lenguaje en particular:

1. Clásica o anatomoclínica: el sistema nervioso está formado


por centros especializados, conectados entre ellos. Es el
llamado localizacionismo, postura adoptada por la escuela de
Boston, cuyos autores realizan una descripción de síntomas
que se agrupan en los síndromes afásicos clásicos y cada
uno de ellos se corresponde con la lesión de un área cerebral
concreta lesionada.
2. Aproximación holista: el cerebro funciona como un todo y las
funciones psicológicas no están localizadas en estructuras
concretas.
3. Localización dinámica de las funciones: ante una lesión local
se alteran no solo una función aislada sino también el sistema
en el que dicha función se inserta. Es una postura que integra
el localizacionismo y el estudio de los mecanismos
psicofisiológicos que subyacen a cada cuadro afásico, sin
buscar la relación directa entre estructura cerebral y función.
Realizan un análisis sindrómico sistémico que no se limita a la
descripción fenomenológica de los síntomas, sino que intenta
extraer cuál es el mecanismo que subyace a cada tipo de
lesión. Son los postulados seguidos por las escuelas
soviética y francesa.
CUADRO 11.1. Análisis comparativo de escuelas

Fuente: Basado en Quintanar-Rojas, 2002.


En la actualidad, nadie pone en duda que la capacidad para
comunicarnos requiere de una organización específica de los
mecanismos y estructuras del sistema nervioso que se considera
única de la especie humana. Las técnicas de neuroimagen actuales
han permitido poner de relieve la actividad de toda una red
involucrada en las funciones lingüísticas.
Hoy en día se llevan a cabo estudios mediante RMf siguiendo
novedosos modelos que permitirán mapear el cerebro y las funciones
superiores. Así, se ha visto que existe un patrón común en los
individuos estudiados según el cual los significados lingüísticos, es
decir, el sistema semántico, se distribuye en zonas concretas del
cerebro por categorías o dominios semánticos específicos (Huth et
al., 2016). Estas técnicas de neuroimagen proporcionan información
sobre la organización funcional de las redes neuronales involucradas
en la cognición en general, y en el lenguaje en particular. En el
siguiente apartado se exponen las bases neuroanatómicas del
fenómeno lingüístico.

11.3. Organización neuroanatómica del lenguaje


Las primeras aportaciones datan del siglo XIX, cuando el neurólogo
Paul Broca publicó un estudio realizado con pacientes con afasia (él
lo llamaba afemia) y cuya característica principal era su dificultad
para articular los sonidos del habla, de modo que la parte del
cerebro lesionada en estos pacientes pasó a llamarse área de
Broca.
Por otro lado, Karl Wernicke (1874) publicó un trabajo sobre
afasia y la teoría neurolingüística. Propuso la existencia de un centro
localizado en la primera circunvolución temporal encargado de lo que
él llamó las imágenes auditivas, cuya lesión produce alteraciones de
la comprensión y da lugar a la llamada afasia de Wernicke. Lichtheim
(1885), con su modelo conexionista, propuso la existencia de centros
y conexiones que constituyen el sustrato cerebral del lenguaje.
El área del lenguaje por excelencia, propuesta por Dejerine en
1914 y aceptada en nuestros días, es la región localizada alrededor
de la cisura de Silvio. En términos generales, los componentes
neurológicos principales del lenguaje se localizan en esta corteza
perisilviana del hemisferio dominante, que es el izquierdo en las
personas diestras y en más de la mitad de las zurdas. En esta zona
se localizan el área de Broca, el área de Wernicke, la circunvolución
supramarginal y la circunvolución angular, así como los tractos de
asociación que establecen conexión entre estos llamados centros del
lenguaje. Por otro lado, se describieron tipos de afasia cuya lesión se
ubica en el córtex, pero en zonas alejadas de la corteza perisilviana.
Por ese motivo a estas formas de afasia se las llamó transcorticales,
término ha sido y sigue siendo cuestionado. Algunos autores
proponen llamarlas afasias extrasilvianas (Ardila, 2006). Existen
además otras regiones implicadas en función lingüística que han
recibido menos atención en afasiología tradicionalmente como el
hemisferio derecho y algunas estructuras subcorticales. Así pues,
igual que otras funciones superiores, el lenguaje se sustenta en
mapas multiregionales que implican conexiones entre diversas zonas.
La vascularización de las principales áreas del lenguaje depende
de la arteria carótida interna y de sus ramas terminales, la arteria
cerebral media y la cerebral anterior izquierda, así como una mínima
parte de la arteria cerebral posterior (Carreño-Morán et al., 2014).
Cabe señalar que la especificidad de áreas y la asignación
concreta de funciones no es uniforme ni presenta una misma
morfología en todos los individuos. Pero sí es posible afirmar que
existen áreas, sistemas y redes neuronales cuyo compromiso
provoca trastornos lingüísticos y que estos sistemas se asientan en
áreas cerebrales. Veamos con más detalle cuál es el papel de cada
región en la función lingüística, lo que nos dará una idea del cuadro
afásico que podrá presentar un paciente según el territorio vascular
cerebral afectado o la localización de una lesión traumática focal.

A) Áreas de Broca y de Wernicke

Los límites del área de Broca en la tercera circunvolución del


lóbulo frontal izquierdo han sido bien definidos. Actúa como un centro
para la programación motora de los movimientos articulatorios del
habla, siendo el eslabón del sistema que se ocupa de la
representación y producción secuenciada de los patrones motores
que conforman los fonemas y sus combinaciones. Es responsable de
la articulación secuenciada de los sonidos y aporta fluidez del habla.
Además, se ha visto que existe una división funcional en esta área:
las partes anterior y ventral parecen estar implicadas en el
procesamiento semántico, mientras que la porción posterior (parte
opercular) parece estar relacionada con el procesamiento sintáctico
y fonológico y con el control motor del habla.
Sobre el área de Wernicke todavía persiste el desacuerdo en lo
que se refiere a sus límites. Sí se sabe que está implicada en la
comprensión del lenguaje y la formulación de conceptos lingüísticos
internos a través de mecanismos no bien definidos. Está conectada
con la corteza de asociación auditiva, con las cortezas límbica,
somatosensorial, visual y con otras áreas de asociación
supramodales.

B) Fascículo arqueado

Wernicke desarrolló un modelo lingüístico en el que puso de


manifiesto la presencia de vías de asociación que conectan las áreas
frontales y temporales relacionadas con el lenguaje.
En la actualidad, se acepta que las conexiones axonales
principales entre Broca y Wernicke corresponden al fascículo
arqueado. Estos axones salen del área de asociación auditiva del
lóbulo temporal y discurren describiendo un trayecto en forma de
arco situado bajo la circunvolución supramarginal hasta el opérculo
parietal.

C) Giro angular y circunvolución supramarginal

Otro modo de captar o expresar mensajes lingüísticos es la


lectoescritura. El giro angular está localizado en el lóbulo parietal
izquierdo. Dejerine propuso que esta área era una de las dos
localizaciones relacionadas con la alexia (trastorno de la lectura). La
alexia también se asocia con una lesión del lóbulo occipital izquierdo
y del esplenio del cuerpo calloso.
Por delante del giro angular se localiza la circunvolución
supramarginal. Ambas constituyen el denominado lóbulo parietal
inferior, donde se analiza e integra la información sensitiva vinculada
con la percepción. Las lesiones de la circunvolución supramarginal
del hemisferio dominante se asocian a agrafia (trastorno de
escritura).

D) Áreas subcorticales

El modelo estrictamente cortical de los mecanismos del lenguaje


ha sido cuestionado, puesto que algunos pacientes que parecen
presentar únicamente lesiones subcorticales, también muestran
problemas de lenguaje. Penfield y Roberts fueron dos de los
primeros investigadores que ofrecieron pruebas de la existencia de
posibles mecanismos subcorticales para explicar el lenguaje (núcleos
pulvinar y ventrolaterales del tálamo).
Existen tractos que parten del tálamo o se dirigen hacia él, así
como vías que van y vienen de las áreas corticales principales
relacionadas con el habla y el lenguaje. Además de las lesiones
talámicas, también se ha demostrado que las lesiones de la cápsula
interna, el estriado y el núcleo pálido parecen dar lugar a
alteraciones del lenguaje. Las afasias subcorticales se conocen
desde el siglo XIX, pero generalmente no aparecen en las
clasificaciones diagnósticas propuestas.

E) Hemisferio derecho y lenguaje

Hemos visto cómo el hemisferio izquierdo es el responsable de la


comprensión y producción de los aspectos formales (fonemas,
morfemas, sintagmas) del lenguaje.
La función que desempeña el hemisferio derecho (HD) ha sido
trivializada hasta hace relativamente poco tiempo. Entre las funciones
que se le atribuyen se encuentra la comprensión y producción de las
emociones manifestadas a través de la cara y la voz. Participa en
aspectos relacionados con los elementos paralingüísticos del habla y
la voz (volumen, entonación…) y aspectos extralingüísticos. Juega un
papel relevante en la comprensión de metáforas, humor, proverbios,
moralejas. También se le asigna una función de adecuación
emocional o adaptación a la situación comunicativa en relación con la
pragmática.
Esto explicaría que pacientes con lesiones extensas que afecten
a la práctica totalidad de las áreas del lenguaje del hemisferio
izquierdo, logren entender e interactuar parcialmente con el entorno,
mediante los sistemas funcionales implicados en la comunicación
propios del hemisferio derecho.
La detección de alteraciones de la comunicación en pacientes con
lesión en el HD, que pueden interferir en la prosodia, el
procesamiento semántico de las palabras, y las habilidades
discursivas y pragmáticas, está dando lugar a la aparición de una
corriente que propone considerarlas como síndrome afásico
(Joanette et al., 2008).

11.4. Semiología en función comunicativa


La afasia se muestra a través de una variada sintomatología. El
conocimiento de la semiología de los trastornos del lenguaje
permitirá realizar una evaluación precisa de las dificultades que
presente el paciente. Hemos organizado los datos semiológicos en
dos niveles lingüísticos: la producción o expresión verbal, por un lado,
y por otro la comprensión del lenguaje.
A continuación, se describen los posibles síntomas que afectan a
la comunicación sin encuadrar en un síndrome afásico específico.
Más adelante veremos diferentes tipos clínicos de afasia y cómo
algunos comparten características semiológicas.

11.4.1. Expresión verbal


La producción verbal parte de la conceptualización como proceso
previo a la emisión de cualquier mensaje. Cuando el hablante desea
transmitir una idea o un pensamiento se activan una serie de
mecanismos que consisten en la elección de las palabras a través del
sistema semántico y su emisión en un orden siguiendo las reglas
sintácticas de cada lengua. Para la producción oral activamos
programas motores encargados de articular los sonidos, mientras
que para la escrita necesitamos tener conocimiento de los símbolos
y acceder a la forma ortográfica de las palabras que
representaremos mediante programas motores manuales o digitales.

A) Alteración por reducción de la expresión verbal

La expresión verbal puede verse reducida tanto a nivel


articulatorio como nominal y sintáctico. El grado máximo de reducción
de la expresión es el mutismo, que generalmente aparece en fase
aguda de daño cerebral. No debe confundirse con la anartria,
trastorno motor que constituye el grado máximo de disartria, en la
que el paciente conserva sus capacidades lingüísticas y de
comprensión, pero es incapaz de articular el habla.
Cuando el paciente es capaz de emitir algunos fonemas o
palabras de forma repetitiva independientemente de cuál sea su
intención en la comunicación, decimos que presenta estereotipias
verbales. La presencia de estereotipias es un indicador de mal
pronóstico en la rehabilitación. En ocasiones, junto a la estereotipia
aparecen formulaciones automáticas del lenguaje o lenguaje
automático (conteo, días de la semana…) bien articulado. Sin
embargo, el paciente no puede repetir voluntariamente una palabra
contenida en la formulación automática.
Otro signo en expresión reducida es la anomia. Se trata de una
dificultad para encontrar palabras, es decir, para acceder al léxico.
Prácticamente todos los pacientes afásicos padecen alguna
restricción en la cantidad de vocabulario de que disponen para hablar
y en el tiempo que necesitan para recuperar las palabras. Dentro de
la anomia existen diferencias entre personas. Un paciente puede
perder por completo el acceso al vocabulario y otro lo puede perder
de forma selectiva, es decir, tener restringido el acceso a palabras
de una categoría semántica específica. Cuando un paciente con
anomia presenta un discurso fluido en conversación, pero le faltan las
palabras fundamentales para transmitir significados, decimos que
presenta un discurso vacío.
En ocasiones, este discurso aparece con numerosos
circunloquios. Un circunloquio (o paráfrasis) es la utilización de
muchas palabras para expresar algo que hubiera podido decirse con
una sola palabra.
La reducción o pérdida de la gramática y la sintaxis se denomina
agramatismo y se asocia con lesiones en el área de Broca y en el
fascículo arqueado, componente de la denominada ruta dorsal o
subléxica del lenguaje (Friederici y Gierhan, 2013; Hickok y Poeppel,
2004). Consiste en la pérdida de la capacidad para colocar palabras
juntas en una secuencia gramatical organizada según las reglas de
cada lengua, dándose un patrón de habla defectuoso porque carece
de marcadores de inflexión, preposiciones, artículos y verbos, con la
sintaxis simplificada en emisiones de una o muy pocas palabras. La
forma más leve recibe el nombre de habla telegráfica. Estos
pacientes presentan una producción verbal no fluida.
El agramatismo no debe confundirse con el paragramatismo, en
el que la mayor parte de palabras función (preposiciones, adverbios,
conjunciones…) aparecen, aunque con omisiones o sustituciones de
morfemas gramaticales y palabras de contenido (sustantivos,
adjetivos…), resultando en un habla incoherente desde el punto de
vista gramatical, con un uso incorrecto de marcas temporales en los
verbos o un empleo inadecuado de pronombres. Este signo se
asocia con lesiones en las zonas posteriores del lenguaje, en
especial con la afasia de Wernicke, en la que la producción verbal es
fluida.
Por último, la ecolalia es un fenómeno de reiteración verbal en el
que el paciente repite con carácter automático la frase o las últimas
palabras que le acaba de dirigir su interlocutor. En ocasiones, el
paciente logra cambiar el pronombre de la frase o introducir alguna
otra modificación. Por lo general, el discurso espontáneo de estos
pacientes es muy pobre, motivo por el cual hemos incluido este
síntoma en este epígrafe.

B) Alteración por deformación de la expresión verbal

Durante el discurso de un paciente afásico podemos detectar la


presencia defectos en la selección y composición de las palabras
utilizadas. Si el error es fonético (por ejemplo, sustitución del fonema
/t/ por /d/ de forma consistente) se trata de un fenómeno no
lingüístico llamado desviación fonética. Desde el punto de vista
lingüístico, hablamos de parafasias cuando se da la producción no
intencionada de fonemas, sílabas, palabras o frases en lugar de
otros. Aunque se han descrito numerosos tipos de parafasia, en
síntesis, encontraremos parafasia fonológica (también llamada
fonémica o literal) cuando se omite, incluye o sustituye uno o varios
fonemas dentro de la palabra, o parafasia verbal cuando se sustituye
una palabra por otra que puede estar relacionada semánticamente
con la que se pretendía decir. En relación con las parafasias
fonológicas, hablamos de neologismo cuando el segmento lingüístico
emitido como una palabra no existe en la lengua del sujeto y, por
tanto, es imposible identificar la palabra que el paciente pretendía
decir.
La expresión verbal ininteligible debido a una excesiva
acumulación de parafasias y neologismos se denomina jergafasia y
normalmente se da en afasias con discurso fluido, bien articulado,
pero sin ningún significado para el oyente. Puede llegar a confundirse
con un lenguaje psicótico. Un componente no lingüístico de la
expresión verbal es la prosodia, a través de la cual expresamos
intenciones comunicativas mediante el empleo de variaciones en la
entonación, modulaciones vocálicas o pausas durante el discurso. La
aprosodia o disprosodia es más característica de lesiones en
hemisferio derecho. Si lo que se ve afectado es el acento léxico,
como en el síndrome del acento extranjero, la lesión se encuentra en
el izquierdo.
Como ya hemos apuntado, la apraxia del habla es un trastorno
articulatorio que aparece como resultado de la deficiente capacidad
para programar la articulación de fonemas y la secuenciación de los
movimientos musculares para la producción de las palabras. El
paciente muestra un gran esfuerzo al hablar y al iniciar el habla,
busca las posiciones articulatorias, es consciente de sus errores e
intenta corregirlos. El sobreesfuerzo a veces va acompañado de
movimientos compensatorios en otras partes del cuerpo. Los errores
no se producen de forma consistente, como en la disartria, y suelen
presentar mayor dificultad en la articulación de consonantes que de
vocales. Al aumentar la complejidad articulatoria de la palabra,
aumenta el error. Es diferente de la disartria y de la afasia, aunque
puede formar parte de algún tipo de afasia, generalmente la de
Broca. Tampoco debe confundirse con las parafasias fonológicas y
neologismos propios de una afasia de Wernicke, en la que el
paciente no es consciente de los errores que produce, ni se aprecia
esfuerzo al iniciar o mantener una conversación.
Por último, queremos referirnos a la tartamudez o disfemia
adquirida. Se considera un trastorno del ritmo caracterizado por
dificultades para avanzar en la secuencia del habla, aunque el
paciente sí sabe lo que quiere decir. Afecta tanto a palabras de
contenido como de función, y que no se restringe a las sílabas
iniciales ni mejora con el canto o el habla susurrada (lo que sí ocurre
en la tartamudez congénita). En el caso de la adquirida, el paciente
se muestra asombrado, pero no ansioso. Se relaciona con lesiones
subcorticales y corticales izquierdas o bilaterales.

C) Alteraciones de la escritura

La expresión verbal puede manifestarse a través de la escritura.


Escribir supone trasladar una idea a un soporte físico mediante
símbolos, y para ello se requiere conocer los códigos del lenguaje
(fonemas, palabras, frases), una habilidad para convertir los fonemas
en grafemas o letras, tener conocimiento del sistema grafémico
(alfabeto), la motricidad fina desarrollada o conservada, y un manejo
adecuado del espacio que permita distribuir, juntar y separar letras.
La pérdida parcial o total en la habilidad para producir lenguaje
escrito causada por algún tipo de daño cerebral se denomina
agrafia.
La habilidad para escribir puede alterarse como consecuencia de
defectos lingüísticos (agrafia afásica), pero otros elementos no
relacionados con el lenguaje (por ejemplo, motor o visoespacial)
también participan en la escritura, por lo que una alteración de la
escritura en relación con estos aspectos se denomina agrafia motora
o espacial.

11.4.2. Comprensión verbal

La comprensión es un proceso complejo que implica interpretar la


intención comunicativa del hablante. Supone construir una
representación coherente de lo que hemos oído o leído, en un
contexto determinado, extrayendo el hilo argumental de las
oraciones, identificando las relaciones semánticas entre las palabras
mediante el acceso al léxico mental que está formado por segmentos
de señal, por lo que en primera instancia supone reconocer la señal
(sonidos o letras). Así, la percepción del habla implica en primer
lugar realizar un análisis auditivo para poder reconocer las palabras
(proceso léxico) y atribuirles significados (procesos semánticos).
Más allá de la comprensión de palabras se encuentra el nivel de
mensaje que supone la asignación de papeles gramaticales a los
elementos del discurso (procesos sintácticos) y la comprensión del
entorno y la intención del interlocutor (nivel pragmático).

a) Déficit gnósicos auditivos: dificultad para interpretar la


información sonora sin existir alteración de los órganos
periféricos de la audición. La agnosia auditiva se caracteriza
por la incapacidad para reconocer sonidos y ruidos de la vida
cotidiana. Cuando el problema se centra en la incapacidad
para el reconocimiento del lenguaje se denomina agnosia
verbal.
b) Comprensión de la gramática: podemos observar problemas
para reconocer y entender los diferentes marcadores
morfológicos (tiempo, género y número), estructuras
sintácticas, preguntas abiertas y enunciados complejos.
Generalmente se detecta con pruebas específicas que
evalúen el vocabulario (el paciente debe elegir una imagen
correspondiente a la palabra que escucha) y la interpretación
de oraciones y narraciones. Hay que tener en cuenta los
conocimientos previos que tenga el paciente sobre los temas
de los que se le va a hablar. De manera habitual se relaciona
con estructuras inferiores del área de Broca y el fascículo
uncinado que conecta esta área con el lóbulo temporal
anterior, parte de la ruta ventral o léxica del lenguaje
(Friederici y Gierhan, 2013).
c) Lectura: la alexia se refiere a una alteración en la habilidad
para leer como consecuencia de una lesión cerebral. Se han
distinguido distintas formas de alexia: alexia con agrafia o
alexia literal, en la que el paciente pierde la capacidad para
leer y escribir, debido a no reconocer las letras, por una lesión
parietal posterior y parieto-temporal del hemisferio izquierdo;
alexia sin agrafia (también llamada alexia pura, verbal o
agnósica), en la que el sujeto puede escribir y reconocer
letras, pero no logra secuenciarlas para la lectura; alexia
frontal, propia de la afasia de Broca, en la que los defectos se
caracterizan por omitir marcadores morfológicos y realizar una
lectura agramática y mal secuenciada, y alexia espacial o
visoespacial, que consiste en la aparición de defectos en la
lectura a causa de dificultades espaciales (saltar renglones,
iniciar la lectura a mitad de renglón o finalizar la lectura antes
de que acabe el renglón) y se observa usualmente en casos
de lesiones en el hemisferio derecho con heminegligencia y en
casos de hemianopsia (Alfredo Ardila y Rosselli, 1994).
d) Comprensión semántica verbal: también se puede diferenciar
un tipo de alteración en la comprensión verbal relacionada con
la dificultad para asociar una palabra con su referente, de
manera que, aun conservándose conocimiento y uso de los
objetos de la vida cotidiana, encontramos una dificultad
manifiesta para reconocer el significado de las palabras que
los denominan influyendo de manera importante en la
comprensión del discurso que puede realizar la persona. De
manera habitual, en la literatura se relaciona con lesiones que
afectan al polo anterior del lóbulo temporal así como al
fascículo occipital frontal que conecta toda la ruta ventral del
lenguaje o léxica (Friederici y Gierhan, 2013; Hickok y
Poeppel, 2004).

11.5. Clasificación diagnóstica de las afasias

11.5.1. Antecedentes
Desde los tiempos de Wernicke, se han propuesto diversas
tipologías de las alteraciones del lenguaje como consecuencia de un
daño cerebral (basándose fundamentalmente en el estudio de
pacientes que han sufrido ictus), pudiendo llegar a encontrarse más
de 20 clasificaciones distintas de las afasias, con distintas
denominaciones para un mismo perfil clínico y correlato
neuroanatómico. Hay clasificaciones en función del síntoma o defecto
primario encontrado (motor…), otras basadas en la localización de la
lesión (Broca, Wernicke, perisilvianas, extrasilvianas…) y algunas
propuestas en función del mecanismo que subyace a la alteración
(amnésico, semántico, conducción…).
Para simplificar el problema se han utilizado dicotomías sencillas
en relación con los dos grandes síndromes afásicos descritos desde
los inicios (cuadro 11.2). Una de las más empleadas en el ámbito
médico es la distinción entre afasia motora vs. sensorial, términos
que no serían muy apropiados en patología del lenguaje, aunque sí
resulten aptos para el asta anterior y posterior de la médula espinal.
Del mismo modo, hablar de afasias de recepción y de expresión no
aporta nada en cuanto a la dimensión lingüística afectada
(Barraquer-Bordas, 2007). En la actualidad, gracias a los correlatos
anatomoclínicos que ofrecen los estudios de neuroimagen, existe la
tendencia a distinguir subtipos dentro de los principales síndromes
afásicos descritos, alejándose así de la simplificación que suponen
las dicotomías.

CUADRO 11.2. Principales dicotomías para distinguir las dos grandes


variantes de las afasias
Expresiva Receptiva
Motora Sensorial
Anterior Posterior
No fluida Fluida
Trastorno sintagmático Trastorno paradigmático
Trastorno de la codificación Trastorno de la decodificación
Tipo Broca Tipo Wernicke
Fuente: Ardila, 2006.

La clasificación de afasias actualmente más utilizada deriva en


gran parte de los postulados y observaciones de Lichtheim y
Wernicke. Y aunque se amplía la descripción de los síntomas, no se
explican los mecanismos subyacentes a los diferentes tipos de
afasias (Quintanar-Rojas, 2002). La escuela soviética parte de una
clasificación basada en los mecanismos o procesos cognitivos que
están en la base de cada alteración lingüística.
Las principales clasificaciones, basadas en los modelos
neuroanatómicos de la neuropsicología clásica, se muestran en el
cuadro 11.3. Y algunos de los aspectos comunes a todas ellas son:

– Incluyen las formas motora y sensorial.


– Plantean dos dimensiones básicas que dependen de la
actividad de áreas cerebrales diferentes:
sintagmática/paradigmática en la escuela soviética, reducción/
deformación de la expresión en la escuela francesa, fluida/no
fluida en la escuela americana, producción/comprensión en la
alemana.
– Todas reconocen el criterio de fluidez de la expresión
espontánea propuesto por Wernicke, aunque la soviética no lo
utiliza.

CUADRO 11.3. Principales clasificaciones recientes de los síndromes


afásicos

Fuente: Ardila, 2006.

11.5.2. Tipología diagnóstica y perfiles clínicos


En general, los diferentes perfiles clínicos se han obtenido a partir de
cuatro criterios diagnósticos: fluidez del lenguaje espontáneo,
denominación, repetición y comprensión. Algunas clasificaciones
añaden el rendimiento en habilidades de lectura y escritura en cada
tipo de afasia. Aunque cada persona presentará características
peculiares, es interesante conocer en qué etiqueta diagnóstica puede
encuadrarse para una adecuada comunicación interprofesional y en
tareas de investigación, aunque muchos pacientes no pueden ser
clasificados dentro de un cuadro afásico específico.
Recordemos que en las llamadas perisilvianas, la lesión está
localizada alrededor de la cisura de Silvio y en todas ellas el proceso
de repetición se encuentra muy alterado. Lo contrario ocurre con las
extrasilvianas o transcorticales, cuya lesión se sitúa fuera del área
del lenguaje por excelencia, en las que la repetición se encuentra
conservada.
Los efectos de un ictus sobre la comunicación varían
dependiendo del territorio vascular afectado. Los ACV que afectan al
territorio irrigado por la arteria cerebral media izquierda ocasionarán
alteraciones de la comunicación, en función del área afectada, en
forma de afasia de Broca, Wernicke, conducción, anómica o global y
también alexia con agrafia. Por otro lado, un ictus en territorio de la
arteria cerebral posterior izquierda puede causar afasia transcortical
sensorial, así como alexia, mientras que un ictus en la arteria
cerebral anterior izquierda puede provocar afasia transcortical
motora. El ictus en zonas limítrofes entre territorios vasculares del
hemisferio izquierdo puede tener como consecuencia una afasia
transcortical mixta. Estas correspondencias pueden variar en
personas con dominancia manual izquierda.
Veamos a continuación cuáles son los distintos tipos de afasia y
sus características:

1. Afasia de Broca: dentro de las consideradas perisilvianas, la


afasia de Broca o motora se caracteriza por una expresión
verbal muy afectada y una comprensión relativamente mejor,
aunque a menudo también afectada especialmente en
relación a la comprensión morfológica y sintáctica. En
conversación se observa una alteración de los mecanismos
articulatorios, vocabulario restringido, agramatismo y
reducción de la longitud de las frases; se producen
parafasias fonémicas y tiene un componente apráxico muy
importante, apreciándose un gran esfuerzo para la
articulación. De ahí la consideración de no fluida o no fluente.
En la clasificación de la escuela soviética se corresponde con
la afasia motora eferente, donde el mecanismo principal
alterado es la llamada melodía cinética o secuenciación de
movimientos del habla.
2. Afasia de Wernicke: también perisilviana, la afasia de
Wernicke o sensorial se caracteriza por un lenguaje en
conversación fluido y abundante, con una prosodia correcta,
aunque con multitud de parafasias fonológicas o semánticas,
llegando a hacerse ininteligible para el interlocutor
(jergafasia). El discurso es paragramático y suele haber
darse un fenómeno de desinhibición en el que el paciente no
percibe (anosognosia) que su producción verbal es
incomprensible para el interlocutor. El paciente presenta un
trastorno grave de la comprensión, probablemente en
relación con el déficit para discriminar fonemas que
provocaría la pérdida de la capacidad para comprender
elementos sintácticos y semánticos. Se da cuando la lesión
está ubicada en el área de Wernicke. Lesiones en el giro de
Heschl y la circunvolución supramarginal también se asocian
con esta clínica.
3. Afasia de conducción: forma de afasia perisilviana muy
controvertida en cuanto a su existencia, que se plantea
anatómicamente como la desconexión entre las áreas de
Broca y Wernicke por una lesión que en ocasiones afecta a
la ínsula y otras veces al fascículo arqueado y la sustancia
blanca subyacente a la circunvolución supramarginal. El dato
semiológico más importante es la afectación del proceso de
repetición (de palabras, pseudopalabras y frases) en el
contexto de una expresión oral fluida, pero con ciertas
dificultades para acceder al léxico (anomia) y parafasias
fonémicas. El defecto en la repetición ha sido explicado de
diferentes maneras, ya sea en términos de desconexión, o en
términos de un defecto apráxico, dando lugar a distintos
subtipos. La comprensión está en gran medida conservada,
aunque se observan dificultades en la discriminación de
fonemas. En la clasificación de Luria se corresponde con la
afasia motora aferente en la que el factor alterado es la
discriminación de articulemas (esquema motor del sonido del
habla).
4. Afasia transcortical motora: es la llamada afasia dinámica de
Luria en la que el proceso de iniciativa verbal está alterado.
Se presenta como una afectación importante de la expresión
verbal (con anomia grave), comprensión conservada y buena
capacidad de repetición. La lesión se localiza en el área
motora suplementaria del lóbulo frontal del hemisferio
dominante para el lenguaje.
5. Afasia transcortical sensorial: la lesión se localiza en la
región temporoccipital y alguna vez en las áreas
parietoccipitales. Se manifiesta con una importante
afectación de la comprensión con expresión oral fluida,
contaminada por parafasias semánticas y fonológicas, y con
características de habla vacía y tendencia a la logorrea.
Existe una excelente repetición y frecuentemente ecolalia.
6. Afasia transcortical mixta: de las transcorticales es la que
peor pronóstico de recuperación tiene. La capacidad de
repetición sigue estando preservada. Combina las dos
anteriores de modo que tanto la expresión como la
comprensión están alteradas. El paciente no muestra
lenguaje espontáneo y su expresión se reduce a ecolalias
con una adecuada articulación. Las lesiones suelen ser
múltiples y ubicadas fuera del área del lenguaje, incluso en
áreas subcorticales, y están causadas por fenómenos
hipóxico-isquémicos en territorios limítrofes entre las arterias
cerebral media y cerebral anterior o entre las arterias
cerebral media y posterior.
7. Afasia anómica: aunque en realidad la anomia está presente
en todas las afasias, se ha descrito una forma específica en
la cual la expresión oral se caracteriza por estar plagada de
circunloquios para compensar la falta de acceso al léxico, así
como emplear de forma abusiva palabras o expresiones “de
relleno” (por ejemplo, sí, hombre; bueno; ¿sabes?) y
generalizaciones inespecíficas (una cosa; eso). La lesión no
se localiza en un área concreta puesto que se sabe que los
mecanismos para la generación de palabras son procesos
interrelacionados. No obstante, los problemas anómicos más
marcados se presentan cuando la lesión se ubica en la región
angular o en la zona posterior de la tercera circunvolución
temporal del hemisferio dominante. Luria la llamó afasia
semántico-amnésica.
8. Afasia subcortical: por lo general los síndromes afásicos
clásicos aparecen como consecuencias de lesiones
corticales y subcorticales combinadas, pero actualmente se
sabe que existe un tipo de afasia cuya lesión acontece
exclusivamente en áreas subcorticales. Hasta ahora se
pensaba que las lesiones de estructuras subcorticales del
hemisferio izquierdo solo originaban problemas motores con
las consecuentes manifestaciones disártricas. Sin embargo,
también pueden afectar al lenguaje siendo la semiología
resultante muy diversa, desde problemas de fluidez hasta
trastornos de la comprensión, pasando por dificultad de
acceso al léxico, neologismos e incluso jergafasia. También
se han descrito fenómenos de perseveración, trastornos de
repetición, apraxia verbal y agrafia. Si la lesión subcortical es
extensa puede provocar afasia global.
9. Afasia global: una amplia lesión que afecta conjuntamente a
las áreas de Broca y Wernicke tiene como consecuencia un
tipo de afasia en el que están gravemente afectadas tanto la
comprensión como la expresión lingüística oral, escrita y
también gestual debido a la apraxia que presenta, lo que le
confiere una condición de aislamiento extremo debido a la
dificultad para emplear habilidades extralingüísticas que
pudieran compensar el bloqueo verbal. En fase aguda, la
persona presenta una pérdida completa de emisión
lingüística y en fase subaguda o postaguda pueden aparecer
verbalizaciones automatizadas (conteo, días de la semana,
palabras malsonantes…) y, generalmente, estereotipias
verbales con adecuada prosodia a la intención comunicativa.
A veces, los automatismos verbales pueden ayudar a
iniciar la comunicación, pero otras veces estos automatismos
distorsionan cualquier intento de expresión, al ser emitidos
con una intención distinta al significado real de las palabras
que logra articular. Es habitual que utilicen el sí y el no de
forma errónea. En este tipo existe una pérdida prácticamente
completa de la capacidad para repetir.

De nuevo reiteramos que hay muchos pacientes afásicos que no


encajan en ninguno de estos cuadros, además de la variabilidad que
existe entre los pacientes clasificados bajo un mismo síndrome. Otro
inconveniente de esta clasificación es que no aporta información
sobre los mecanismos alterados para poder orientar la intervención.

11.6. Particularidades de las alteraciones de la


comunicación en TCE
Ya hemos dicho que la causa por excelencia de las afasias es el
ictus. En cuanto a los TCE, el daño cerebral traumático produce
hemorragias, lesiones axonales difusas y laceraciones, dañando
tanto la sustancia gris como la blanca de las vías de interconexión,
por lo que las manifestaciones clínicas de un TCE abarcan un amplio
terreno.
Los defectos en el lenguaje y el habla en un traumatismo están
relacionados con la gravedad y extensión de las lesiones. Si el efecto
focal de un traumatismo afecta las áreas del lenguaje, es de esperar
una sintomatología afásica. Pero en el caso de las lesiones difusas
los pacientes presentan dificultades en la evocación de palabras y
disminución de la fluidez verbal, así como alteración en la repetición,
la escritura y la comprensión verbal compleja, que no siempre se
muestran como un síndrome afásico clásico.
Los problemas de comunicación por TCE no suelen ser de
naturaleza lingüística, sino que aparecen como resultado de otras
alteraciones cognitivas. La anomia, uno de los síntomas más
presentes y persistentes tras lesión traumática, a menudo está
relacionada con la disminución en la velocidad de procesamiento de
información más que con un déficit de acceso al léxico. Por otro lado,
es común que se den alteraciones en la dimensión pragmática, que
pueden afectar tanto a la expresión como a la comprensión.
En el caso de la expresión el grado de afectación varía desde
presentar un discurso logorreico, incoherente y poco cohesionado,
hasta una producción tan pobre que incluso deja de comunicar
necesidades básicas. A la base de esta última se encuentran la falta
de motivación y la apatía, requisito básico para que se dé la
comunicación. En TCE graves, en la fase del despertar del coma,
puede existir un mutismo más o menos prolongado que suele
evolucionar hacia una disartria más o menos severa, con un lenguaje
empobrecido en fluidez, comprensión y evocación léxica.
Las mayores dificultades encontradas en expresión son anomia,
verborrea o exceso de expresión oral y temas de predilección
(redundancia, perseveración), incapacidad para respetar turnos en la
conversación, falta de emisión de comentarios y preguntas para
iniciar o mantener la conversación, problemas para expresar
conceptos abstractos, para exponer un tema de forma lógica y
secuenciada o para usar adecuadamente tono de voz, gestos,
expresiones faciales, proximidad al interlocutor (falta o exceso de
gestualidad y expresión facial).
En el caso de la comprensión, las dificultades que más
observamos en la práctica clínica son la incapacidad para centrase
en una conversación en ambientes ruidosos, problemas para
comprender conceptos abstractos, lenguaje figurado, información
sarcástica, humor, frases que requieran realizar inferencias para su
comprensión (por ejemplo, anuncios publicitarios) y discurso indirecto
(por ejemplo “Pedro dijo que necesitaba hablar con Pablo”), déficit en
el reconocimiento de indicios no verbales y situacionales, así como
en el conocimiento compartido con el interlocutor y dificultad para
identificar las necesidades informativas del oyente. Es habitual
encontrar mayor lentitud en la comprensión.
Los déficits en la producción y comprensión de gestos, en la
expresión de afecto a través de lenguaje corporal, prosodia,
mantenimiento de la mirada conjunta, etc., así como la dificultad para
reconocer expresiones mostradas por otras personas, tanto a través
de la voz como de la mímica facial, podría ser la causa del
comportamiento antisocial y la escasez de relaciones sociales que
acaban teniendo algunos pacientes tras un TCE (Angeleri et al.,
2008).
Es importante valorar cómo se está comunicando un paciente con
TCE cuando se observa que tiene menos interacciones sociales, ya
que podría estar presentando una alteración de la pragmática que
podría ser tratada. Capacidades cognitivas como las funciones
ejecutivas están a la base de la pragmática de la comunicación. El
hecho de que muchos pacientes sufran lesiones frontales por TCE,
área relacionada con el funcionamiento ejecutivo en general y con la
autorregulación de la conducta en particular, nos llevaría a explicar
las alteraciones pragmáticas como secundarias a un trastorno
ejecutivo.
El impacto funcional de los déficits pragmáticos en pacientes con
TCE se muestra en el fracaso en la integración social y la calidad de
vida del paciente.
La teoría de la mente (ToM, por sus siglas en inglés), se conoce
como la capacidad para atribuir estados mentales a uno mismo y a
los otros, y usar este conocimiento para interpretar las conductas, es
necesaria para comprender la intención comunicativa del interlocutor
según estudios realizados con otras patologías. Por el momento
existen pocos estudios que relacionen la ToM con las alteraciones de
la comunicación en TCE (Angeleri et al., 2008).

11.7. Interacción entre lenguaje y otras funciones


cognitivas
Ya hemos visto que algunas aproximaciones teóricas al estudio de la
afasia niegan o relativizan la relación existente entre el lenguaje y el
resto de funciones cognitivas. Pero cada vez se acepta más que un
trastorno lingüístico no ocurre de forma aislada, sino que la persona
con afasia suele presentar alteraciones de memoria o problemas de
atención o ejecutivos.
El lenguaje juega un importante papel en la cognición humana, de
tal modo que está íntimamente relacionado con funciones básicas
como la atención o la memoria de trabajo. La interpretación de la
ejecución de un paciente en un test de lenguaje debe ajustarse o
modificarse en función del resultado que obtenga en pruebas que
valoren otras funciones. Es más, algunos autores explican la
naturaleza de las ciertas alteraciones afásicas en términos de déficit
o alteración en otros dominios.
Por ejemplo, en un caso de afasia motora transcortical, las
dificultades en la expresión oral pueden deberse a una alteración
ejecutiva de los mecanismos de inhibición que normalmente bloquean
la activación de otras palabras durante el proceso de acceso al
léxico (Jefferies et al., 2008). Las afasias no fluentes, como la de
Broca, se asocian con alteraciones de funciones no lingüísticas que
dependen del sistema de memoria procedimental y la apraxia
ideomotora. Mientras que las afasias fluentes, como la de Wernicke,
se asocian con lesiones en estructuras implicadas en la memoria
declarativa.
Funciones cognitivas específicas juegan un papel relevante en la
comunicación, como las ejecutivas, la percepción (visual y auditiva) o
la atención. Una alteración en cualquiera de ellas podría tener
repercusiones sobre la función comunicativa. Es preciso determinar
el déficit primario para enfocar la intervención.
Por ejemplo, si un paciente falla en una tarea de denominación,
aunque es razonable pensar que se trate de un problema de anomia,
debe descartarse que no se trate de un problema perceptivo visual.
Del mismo modo una alteración lingüística puede repercutir sobre
otras funciones. Puesto que creamos el conocimiento a partir de
estímulos visuales y verbales, un problema de comprensión grave
impedirá que el paciente fije una información puesto que ni siquiera
ha logrado entender, tratándose de un problema lingüístico más que
mnésico.
Por otro lado, las pruebas y test neuropsicológicos están
basados en muchas ocasiones en estímulos verbales. Las propias
instrucciones ya suponen la activación del sistema lingüístico. Cuando
la persona presenta una alteración lingüística importante, la
valoración de otros aspectos cognitivos se realiza a partir de la
observación de la conducta del paciente en su vida cotidiana, donde
se pueden detectar carencias en otros dominios cognitivos.

11.8. Diagnóstico de las alteraciones de la


comunicación en ictus y TCE: pruebas y
técnicas de exploración
Cuando se explora el lenguaje para posteriormente intervenir en sus
alteraciones, nuestro interés se centra en conocer de la forma más
precisa posible cuáles son las dificultades del paciente y qué
mecanismos o procesos cognitivos subyacen a dichas dificultades.
No obstante, asignamos etiquetas para centrar la hipótesis de
trabajo y comunicarnos con otros colegas, considerando dicha
etiqueta como un punto de partida más que de llegada tras la
valoración. Una vez más, la concepción del lenguaje que el terapeuta
maneje y los objetivos de la valoración serán los que guíen la
metodología de la exploración y la selección de pruebas y baterías.
Dependiendo del marco teórico que se adopte, la valoración
proporcionará información sobre el tipo de afasia y, por tanto, la
etiqueta diagnóstica, o sobre los procesos y componentes
lingüísticos alterados. En los casos de TCE o daño en el HD, puede
requerirse una valoración de aspectos específicos de la
comunicación.
La evaluación de la comunicación debe incluir datos sobre la
dominancia manual, nivel académico y ocupación previa, interés por
la lectoescritura que tenía el paciente, comportamiento lingüístico
premórbido y si presentaba algún defecto en cualquiera de las
dimensiones de la comunicación, valoración del hándicap funcional
que supone el trastorno y de las necesidades comunicativas del
paciente. También debe considerarse la valoración de otras funciones
mentales junto con el lenguaje.
Respecto al momento en que se hace una valoración en fase
aguda y si el estado clínico de la persona lo permite, puede resultar
útil realizar un screening que nos proporcione información aproximada
del perfil comunicativo del paciente y nos indique si precisa de una
valoración más amplia. Pueden emplearse pruebas fáciles y rápidas
de aplicar como el MAST (Mississippi Aphasia Screening Test) o la
batería Bedside de lenguaje. En esta fase, en que puede aparecer
mutismo, el cuadro clínico suele evolucionar con rapidez en pocos
días o semanas debido a los procesos de recuperación espontánea
hasta que se estabiliza, de modo que las etiquetas serán válidas solo
a partir de la fase subaguda del proceso, es decir, cuando aparezca
un perfil sindrómico más estable que pueda encuadrarse o no en un
tipo de afasia.
Por último, queremos señalar que, además de los conocimientos
sobre clasificaciones sindrómicas, anatomopatología de la afasia,
sobre la función lingüística, las dimensiones que la componen y las
pruebas que existen para valorarlas, así como un bagaje de los
conocimientos que otras disciplinas aportan al estudio de la
comunicación, el profesional que acomete la tarea de explorar el
lenguaje debería mostrar grandes habilidades comunicativas y saber
crear un clima de confianza y de deseo de expresarse y comunicarse
por parte del paciente.

11.8.1. Diagnóstico de la tipología afásica


Aunque ubicar a un paciente en una forma clínica de afasia concreta
no determina la actuación terapéutica a seguir, sí resulta de interés
para valorar la evolución del trastorno, para la comunicación entre
profesionales y para la emisión de informes. Decíamos que los
diferentes cuadros afásicos clásicos han sido descritos en base a los
criterios de fluidez o no del lenguaje espontáneo, capacidad de
repetición, denominación o acceso al léxico y comprensión.
La fluidez (también llamada fluencia por su traducción literal del
inglés fluency) se entiende como la capacidad para encadenar
palabras en el lenguaje oral, sin esfuerzo en la articulación, con una
emisión de al menos 100 palabras por minuto. Una emisión inferior a
50 vocablos por minuto, con dificultad para la articulación y tendencia
a construir frases de entre una y cinco palabras, indica una pobre
fluidez.
Para determinar la fluidez necesitamos muestras de habla
espontánea producidas en condiciones diferentes por el mismo
paciente, de donde se extraerá el promedio de las tres mejores
emisiones. Se le puede solicitar al inicio de la sesión que nos cuente
por qué acude a nosotros o qué le ha pasado. Otra forma de obtener
un discurso es mostrarle una imagen para que la describa (es muy
conocida la lámina del “Robo de las galletas” incluida en el test de
Boston para el diagnóstico de la afasia, de Goodglass y Kaplan).
Por último, se le puede preguntar por un tema con carga emotiva
o un acontecimiento reciente. No se trata de mantener una
conversación o entrevista, sino dejar que el paciente se exprese
durante al menos 1 minuto sin interrupciones. El lenguaje es fluido en
las afasias sensoriales (Wernicke, conducción y sensorial
transcortical) y en la anómica, y no fluido en las motoras (Broca,
transcortical motora y mixta) y en la afasia global.
En cuanto al criterio de repetición, se explora la capacidad para
emitir pequeños segmentos (sílabas, palabras) o frases más
complejas tras haberlos escuchado. Implica la percepción o análisis
auditivo (fonético) adecuado, un control sobre la articulación del habla
y una memoria auditiva verbal conservada. El criterio de repetición
nos da información sobre la tipología afásica que pueda presentar el
paciente: en las afasias perisilvianas, cuyo daño se encuentra en el
área del lenguaje descrita por Dejerine, la repetición está alteada.
Por el contrario, en los pacientes con afasia extrasilviana (o
transcortical) la capacidad para repetir está conservada.
Las alteraciones de la denominación representan el defecto más
común en las afasias. Todos los pacientes afásicos presentan en
algún grado dificultades de acceso al léxico, aunque las
características de estas dificultades pueden variar en los diferentes
síndromes afásicos. Cuando predomina la dificultad para encontrar
palabras con uso frecuente de circunloquios y presencia de
parafasias verbales, especialmente en pacientes con lesiones
posteriores (en la encrucijada parietotemporal), el cuadro se ha
llamado afasia anómica. Aunque la mera presencia de anomia no nos
da información sobre la topografía del daño, sí se han descrito
distintos tipos de anomia en función del trastorno afásico asociado
(Ardila y Benson, 1996). Una buena forma de explorar la presencia
de anomia es manteniendo una conversación informal con el
paciente.
Pero para saber si la anomia afecta a alguna categoría semántica
específica, se suelen presentar imágenes para que el paciente diga
su nombre o hacer preguntas que requieren la selección de una
palabra concreta para responder. El test de denominación de Boston
(BNT) es uno de los más empleados para detectar dificultades de
acceso al léxico.
Por último, la capacidad de comprensión siempre se encuentra
afectada en algún grado en la afasia.
Para valorarla se recomienda el empleo de distintos estímulos,
desde palabras aisladas hasta oraciones, órdenes simples y
complejas, y discursos narrativos. Muchos test incluyen un apartado
de instrucciones que van de más sencillas a más complejas como
método para analizar la comprensión en la afasia (por ejemplo, el
Token test o test de fichas, de Renzi y Faglioni, 1978). Generalmente
se trata de instrucciones que implican movimientos poco habituales
en la vida cotidiana, con la consecuente pérdida de información
contextual y relevancia funcional. Además, no debe confundirse el
movimiento apráxico con la falta de comprensión.
Por otro lado, ante preguntas cerradas cuya respuesta por parte
del paciente ha de ser sí o no, se suele asumir que el paciente
presenta una forma establecida para afirmar o negar, aunque en
muchos pacientes la respuesta verbal o gestual no es fiable y, por
tanto, no nos indica que comprenda o no lo que le decimos. Además,
tiene una probabilidad del 50 % de responder correctamente al azar.
Respecto a la complejidad de los enunciados, de menor a mayor
complejidad de comprensión se consideran: de las fórmulas
automatizadas (por ejemplo, Saludos) al lenguaje proposicional; de
un lenguaje más concreto a las formulaciones más abstractas; y
finalmente, de un mensaje que contiene una sola idea a un mensaje
que contiene varias ideas.
Pero la comprensión va más allá de lo meramente lingüístico por
lo que también valoraremos la capacidad del paciente para
comprender lo que ocurre en el entorno inmediato. La mirada del
paciente, sus reacciones ante la conversación que mantenemos, su
interés o desinterés en la misma o su intención comunicativa, son
algunas claves para determinar el nivel de comprensión del afásico.
Y esto lo podemos observar desde el primer contacto con el
paciente.
Una vez más, afirmamos que el análisis clínico individual no puede
ser reemplazado por la mera aplicación de pruebas estandarizadas
(valoración cuantitativa), puesto que el análisis cualitativo aporta una
gran riqueza debido a que considera al individuo en su particularidad.
Interesa saber que, si el trastorno es exclusivamente afásico, la
comprensión de la prosodia y la mímica están conservadas.
Además, a la hora de establecer una comunicación funcional con
el paciente, no debe imaginarse que al paciente le será más fácil
comprender una palabra aislada que toda una frase, puesto que la
palabra es un mensaje sensorial más simple y, en cambio, un
enunciado suele comportar un conjunto de elementos significativos
que se complementan y facilitan la comprensión. Aunque solemos
facilitar a los familiares recomendaciones, como simplificar el
discurso para que el paciente comprenda, esto no significa que se
tengan que emplear un lenguaje telegráfico y conviene asesorar a los
familiares al respecto.
En la figura 11.1 se presenta un algoritmo diagnóstico que nos
puede ayudar a ubicar al paciente en la tipología afásica.
Figura 11.1. Algoritmo diagnóstico de tipologías afásicas.
Fuente: Basado en Echávarri (2000).

11.8.2. Instrumentos de evaluación


En la práctica clínica, la descripción del síndrome sirve para tener un
boceto inicial del cuadro lingüístico que presenta el paciente. Sin
embargo, al tratarse de una descripción imprecisa, se requieren
procedimientos diagnósticos que proporcionen información detallada
sobre la naturaleza de las alteraciones lingüísticas y
neuropsicológicas, de las habilidades y estrategias conservadas, y
del grado de restricción en la participación social. Existen diversas
pruebas para la evaluación de la función lingüística que varían en
orientación teórica, complejidad, estandarización de los datos y
tiempo de aplicación. A continuación, describimos brevemente las
dos principales aproximaciones a la exploración de la afasia (la
clínico-patológica y la psicolingüística) y citamos algunas baterías
que se emplean en cada una.
La neuropsicología clásica centraba su análisis en descubrir la
relación entre cerebro y conducta con el fin de determinar la
localización de una lesión (este cometido actualmente corresponde a
las técnicas de neuroimagen) y situar al paciente en la tipología de
síndromes afásicos clásicos. A partir de los años 70, se incorpora la
evaluación de otras funciones cognitivas implicadas en el lenguaje. La
batería Luria-DNA, el test Barcelona o el examen diagnóstico de la
afasia de Boston (BDAE) de Goodglass, son ejemplos de esta
concepción clínico-patológica que, si bien es contemporánea, se
basa en el enfoque clásico de identificar las características de un
cuadro clínico dado y etiquetarlo.
El proceso evaluación consiste en recoger datos de la historia
clínica del paciente (por ejemplo, territorio vascular afectado y
comorbilidades), administrar test y baterías específicas, cotejar los
resultados (por ejemplo, alteración de la fluidez, agilidad articulatoria
alterada, agramatismo, comprensión auditiva preservada, etc.) con
los déficits concretos para cada tipo de afasia y etiquetar el cuadro.
Se emplean pruebas estandarizadas que recogen diversos aspectos
del lenguaje (producción, comprensión, repetición, lenguaje
automático, denominación, lectura y escritura).
Más recientemente la neuropsicología cognitiva plantea una
valoración del lenguaje basada en modelos de procesamiento
lingüístico y sus supuestos de modularidad, isomorfismo,
fraccionabilidad y sustractividad, que no persigue la asociación de
síntomas para formar síndromes, sino la valoración semiológica
orientada a la creación de programas terapéuticos. Las pruebas
PALPA (Psycholinguistic Assessment of Language Processing in
Aphasia) de Kay, Lesser y Coltheart (1992) y EPLA, su adaptación al
castellano realizada por Valle y Cuetos (1995) que evalúan
fundamentalmente los procesos léxicos, la batería para la evaluación
de los trastornos afásicos (BETA) de Cuetos y González-Nosti
(2009) y la ELA de Stark (1992) diseñada para evaluar procesos que
funcionan a nivel de oración, son un buen ejemplo de este enfoque
psicolingüístico.
Desde esta vertiente se analiza por separado cada proceso del
sistema lingüístico según el modelo teórico de base (por ejemplo,
para conocer el estado de la comprensión oral se evalúan los
siguientes procesos: análisis auditivo, léxico auditivo, mecanismo de
conversión acústico-fonológico y sistema semántico). No suele
aplicarse la prueba completa ni se sigue un orden preestablecido de
aplicación, sino que se van seleccionando las tareas en función de la
hipótesis que se tiene sobre las causas que pueden estar originando
la conducta alterada. El inconveniente de esta orientación es que no
existe un modelo teórico de procesamiento lingüístico consensuado.
Además de las baterías para la exploración de la afasia que
permiten una extensa descripción de las características del lenguaje
alterado examinando diversas áreas del lenguaje, existen
instrumentos diseñados para valorar aspectos específicos de la
función lingüística. Por ejemplo, el test de comprensión de
estructuras gramaticales (CEG), el test de fichas, el test de
pirámides y palmeras, las pruebas de fluidez verbal semántica y
fonológica (esta última conocida como FAS), la prueba
translingüística de denominación de Ardila o el Boston Naming Test.
La evaluación de la comunicación no debe limitarse a test
formales en los que el alcance de las alteraciones en situación real
pasa desapercibido. No basta con administrar pruebas, sino que el
evaluador debe saber situar los resultados en relación al contexto y a
las particularidades de cada caso. Los test no son más que un
aspecto parcial de la evaluación. Según Peña-Casanova, toda
sistematización de la exploración neuropsicológica choca con la
realidad de la complejidad de las actividades mentales superiores,
así como con la posible alta especificidad de los síndromes
cognitivos.

11.8.3. Exploración pragmática


A lo largo de la historia, el estudio del lenguaje alterado se ha
basado de forma casi exclusiva en la exploración del código léxico-
gramatical (fonética y fonología, morfosintaxis, léxico-semántica), en
las modalidades oral y escrita, tanto para los procesos de expresión
como para los de comprensión. Este hecho ha dado lugar al diseño
de pruebas y baterías que incluyen estos componentes, obviando la
valoración del discurso desde un enfoque pragmático.
Consideramos necesario incluir en el estudio de la patología del
lenguaje por daño cerebral el análisis de aspectos como la
motivación o iniciativa de comunicarse y objetivos del sujeto al
hacerlo, la capacidad para ponerse en lugar del interlocutor y
conocer sus necesidades comunicativas, si la persona es capaz de
reconocer un contexto y los cambios que se producen en él, así
como mantener en la memoria el contexto lingüístico y la información
relevante durante la conversación, comprender y emitir mensajes
verbales y no verbales (gestos, mímica facial) de acuerdo con las
normas sociales (o culturales), reconocer indicios de lenguaje
indirecto (sarcasmo) y figurado, e interpretarlo. La interacción
comunicativa puede ser inadecuada incluso en ausencia de trastornos
gramaticales. La evaluación de la comunicación basada en test
formales del lenguaje (fonología, sintaxis, semántica o repetición,
discriminación auditiva, comprensión de órdenes) no detecta el fallo
en la comunicación real, lo cual puede conducir a interpretaciones
excesivamente optimistas acerca de la capacidad comunicativa de
una persona. Algunos ejemplos de pruebas en evaluación pragmática
son el protocolo pragmático de Prutting y Kirchner (1983), el Clinical
Discourse Analysis de Damico (1985), el perfil de adecuación
comunicativa de Penn (1985) o el protocolo rápido de adecuación
pragmática de Gallardo-Paúls (2005).
Además de los códigos lingüísticos también se valorarán los
códigos paralingüísticos o elementos suprasegmentales (prosodia o
entonación al hablar, énfasis o acentuación, ritmo del habla, pausas o
vacilaciones que se superponen al habla e indican actitudes y
emociones del hablante), los elementos no lingüísticos (gestos,
postura corporal, expresión facial, contacto ocular, movimientos de la
cabeza y el cuerpo, distancia física durante la comunicación o
proxemia) y las habilidades metalingüísticas, que permiten hablar
sobre el lenguaje, analizarlo, pensar sobre él, juzgarlo y considerarlo
como una entidad independientemente de su contenido. Estas
habilidades se emplean para evaluar la corrección y adecuación del
lenguaje que producimos y recibimos. Nótese su importancia para la
intervención en alteraciones lingüísticas, puesto que aportan
conciencia sobre el propio lenguaje.

11.8.4. Exploración de la comunicación en lesionados


derechos
Los pacientes con lesión en el HD presentan pocos o ningún déficit
en las pruebas de lenguaje formal de modo que sus alteraciones
pasan inadvertidas si se aplican las pruebas de exploración de afasia
comunes. No obstante, existen algunos instrumentos específicos
diseñados para evaluar la comunicación de individuos con daño
cerebral derecho: Rigth Hemisphere Communication Battery (RHCB)
de Gardner y Brownell (1986), Right Hemisphere Language Battery
(RHLB-2) de Karen Bryan (1994), Ross Information Processing
Assessment (RIPA-2) de Ross-Swain (1996), Mini Inventory of Right
Brain Injury (MIRBI-2) de Pimental y Knight (2000), RIC Evaluation of
Communication Problems in Right Hemisphere Dysfunction (RICE-3)
de Halper, Cherney y Burns (2010) y el protocolo de Montreal para la
evaluación de la comunicación (Protocolo MEC) de Joanette, Ska y
Coté (2007).

11.8.5. Valoración funcional de la comunicación


Los test tradicionales proporcionan información sobre las habilidades
lingüísticas y las alteraciones en afasia, pero no predicen cómo una
persona se comunica en su entorno natural. La aproximación
funcional al estudio de la afasia se centra en el impacto del déficit en
las actividades y participación social de la persona.
En las formas clínicas más leves podemos hallar algunos
síntomas cuya presencia, aunque afecta el normal funcionamiento
lingüístico del paciente, sí permite una comunicación funcional. En
casos más severos, el trastorno llega a impedir la comunicación. Una
de las consecuencias funcionales del trastorno afásico es la
reducción de la participación social de las personas que lo sufren.
Para valorar la funcionalidad de la comunicación del paciente y
poder diseñar e implementar programas orientados a las
necesidades del paciente, se han propuesto algunas pruebas como
la CADL-2 (Communication Activities of Daily Livingde Holland, 1999)
de la que existe una versión española (Roca et al., 2018) o el
Amsterdam-Nijmegen Everyday Language Impairment Test (Blomert
et al., 1994), que usan el role-playing de actividades de la vida diaria
como comprar o hablar con un recepcionista. Sin embargo, aunque
son más ecológicos que una batería completa para el examen de la
afasia, estos test no ofrecen una imagen fidedigna de la competencia
lingüística del paciente en situación real. Así, se han diseñado
escalas e inventarios que se acercan más a cómo el paciente se
desenvuelve en su día a día. Por ejemplo, el Communication
Activities of Daily Living o el Functional Assessment of
Communication Skills for Adults, protocolo basado en las
observaciones del terapeuta o de otras personas significativas en
relación a la comunicación social, de necesidades básicas, lectura,
escritura y uso de conceptos numéricos, y planificación del tiempo
(Eladie et al., 2006).
Es preciso completar las evaluaciones formales con otras
herramientas de medición que describan el tipo de participación que
realiza la persona en su entorno habitual, incluidas las personas con
las que se comunica, las situaciones a las que se enfrenta y las
actitudes de los otros. El Conversational Analysis Profile for People
with Aphasia, de Whitworth et al. (1997), evalúa de qué forma
interactúan la persona con afasia y un interlocutor cercano.

11.9. Intervención en alteraciones de la comunicación


en ictus y TCE
La afasia es una afección compleja, pluriforme y multimodal que, a
pesar de comprometer parámetros lingüísticos comunes, se
individualiza de tal modo que es difícil encontrar dos pacientes que
presenten un mismo comportamiento lingüístico a pesar de que la
lesión, topográficamente, afecte a la misma área.
El fin último en el tratamiento de la afasia es mejorar las
habilidades comunicativas del paciente a nivel oral, escrito o gestual,
para facilitar su participación en la comunicación cotidiana (objetivo
funcional). La planificación de la terapia engloba la selección del
abordaje más apropiado (neurocognitivo, psicolingüístico o socio-
pragmático) en función del tipo de alteración o síntomas que
presenta el paciente y la severidad de los mismos, la fase de
recuperación en que se encuentre, el grado de participación del
paciente en la vida social considerando sus recursos cognitivos y
pragmáticos, así como las necesidades, las preferencias y los
objetivos del propio paciente.
Los principios generales que han de guiar la intervención son:

– Determinar cuál era el uso premórbido del lenguaje por parte


del paciente.
– Facilitar el ajuste del paciente y su entorno sociofamiliar a los
cambios producidos en sus habilidades comunicativas,
proporcionando el asesoramiento y la instrucción necesarios y
modificando sus hábitos.
– Proporcionar oportunidades para que el paciente use sus
recursos comunicativos en distintas situaciones y contextos.
– Centrar la actuación terapéutica tanto en mejorar los
componentes de la gramática como de la pragmática.
– Siempre se emplearán estrategias para mejorar la
comprensión por parte del paciente antes que terapias
orientadas a la expresión. En este sentido, el empleo del
proceso de repetición (de palabras, frases, canciones, etc.)
para mejorar aspectos lingüísticos solo se empleará si existe
comprensión por parte del paciente del objetivo de la tarea.
La mejora de la comprensión incrementa la conciencia del
déficit, aspecto sumamente importante a la hora de implicarse
activamente en la terapia.
– Para conseguir una comunicación funcional, deberemos
extraer de la exploración qué aspecto o aspectos están
impidiendo que la comunicación sea efectiva y eficaz, e
intervenir sobre ellos. Esto requiere un análisis cualitativo en
cada situación comunicativa.
– En el transcurso de la terapia, los objetivos definidos al inicio
están sujetos a cambios y reajustes en función de la evolución,
motivación y necesidades sociales.

Ya hemos visto que en la afasia pueden verse alterados diversos


componentes del sistema lingüístico (fonología, semántica,
morfología, sintaxis). Las limitaciones del lenguaje podrán afectar
tanto a la modalidad expresiva como a la receptiva, en grados
diferentes. La aproximación tradicional orientada al reaprendizaje
lingüístico centra sus esfuerzos en corregir déficits específicos y se
concentra en unidades, regularidades y modalidades lingüísticas
particulares, en base a modelos neuropsicológicos y teorías
psicolíngüísticas. Los materiales y técnicas que se emplean hacen
hincapié en los déficits lingüísticos específicos, sin tener en cuenta
los aspectos comunicativos del lenguaje, es decir, en el intercambio
de información en situación real. Pero conversar es una de las
actividades que realizamos con más frecuencia en la vida cotidiana e
implica necesariamente al menos dos personas que construyan un
diálogo y den forma al contenido en función de sus características
individuales.
Para un paciente afásico la comunicación y participación social en
su día a día puede ser más importante que la corrección lingüística.
La intervención en este sentido constituye otro enfoque en la
rehabilitación. Lo más oportuno es combinar ambas aproximaciones,
una centrada en los déficits lingüísticos y la otra en aspectos socio-
pragmáticos, asegurando la transferencia de las habilidades
lingüísticas reaprendidas a la vida cotidiana del paciente.
Según el modelo de funcionamiento y discapacidad de la OMS, la
integridad o alteración funcional de aspectos corporales incluye el
lenguaje, la memoria, la atención, las emociones y funciones
sensoriales como la visión y la audición. En el tema que nos ocupa y
según este modelo, el grado de discapacidad que la persona
experimenta debido a sus alteraciones del lenguaje y la comunicación
viene determinada por:
a) Las dificultades que un individuo puede tener para poner en
práctica actividades que implican el uso del lenguaje (leer,
escribir, ver una película, hablar por teléfono).
b) El nivel de participación o modo en que una persona puede
comunicarse e implicarse en distintas situaciones de la vida
(iniciar, mantener y finalizar un intercambio de ideas en una
conversación).
c) Los factores físicos, sociales y actitudinales del entorno en
que la persona convive (por ejemplo, falta de conocimiento
sobre la problemática de la afasia por parte de la sociedad).
d) Los factores personales como su estado de salud física y
emocional, estilo de vida, hábitos, contexto social, educación y
profesión.

Por otro lado, los tres mecanismos básicos en


neurorrehabilitación son el restablecimiento, la sustitución de la
función y la compensación de los déficits. Para afrontar cada uno de
ellos se emplean distintos métodos. Cada mecanismo se contempla
en un momento del proceso rehabilitador, por lo que la terapia
debería planificarse en función de la fase de daño cerebral en que se
encuentre el paciente.
Este enfoque terapéutico basado en las fases del DCS se apoya
en datos de estudios realizados con RMf en pacientes con ictus, que
sugieren la existencia de tres fases en la reorganización cerebral
durante el proceso de recuperación del lenguaje: una considerable
reducción de la activación en la fase aguda de las áreas del lenguaje
no dañadas del hemisferio izquierdo, seguida de un gran incremento
de actividad en las mismas áreas pero del hemisferio derecho, que
correlaciona con los momentos de mayor recuperación de los déficit,
y finalmente una normalización de la activación general (disminución
de la activación del hemisferio derecho y aumento de la actividad en
las áreas no dañadas del hemisferio izquierdo) que reflejaría la
consolidación del proceso (Saur et al., 2006).
Por tanto, los métodos de intervención deberían ajustarse a la
fase de recuperación del paciente. Veamos cómo orientar la terapia
en cada fase.
11.9.1. Intervención en fase aguda: técnicas de activación
En fase aguda (0-4 semanas tras el ictus) la aplicación de técnicas
de estimulación tiene como objetivo el restablecimiento de los
procesos temporalmente bloqueados, lo que desde el punto de vista
fisiológico se explicaría por el incremento o refuerzo de conexiones
de las neuronas conservadas dentro de la red lesionada.
Entre las 4 y 6 semanas tras el ictus es cuando ocurre
normalmente la mayor recuperación de las funciones lingüísticas. En
esta fase es importante impedir el desarrollo de estrategias verbales
y no verbales o automatismos inapropiados. Aunque un inicio
temprano de la terapia es positivo, siempre que el paciente sea
capaz de soportar la suficiente estimulación, el estrés o los intentos
incorrectos de activación del lenguaje podrían forzar el desarrollo de,
por ejemplo, automatismos en forma de expresiones estereotipadas
o frases recurrentes.
Las principales técnicas empleadas en esta fase son:

1. Estimulación básica de funciones neurocognitivas (atención


y motivación en los casos más graves para conseguir la
participación activa del paciente, antes de iniciar una terapia
lingüística propiamente dicha) y sensomotoras.
2. Técnicas de desbloqueo: el objetivo es restablecer la
iniciativa verbal mediante ejercitación de lenguaje automático
(saludos, conteo, días de la semana, meses, refranes,
canciones…). Dentro de este grupo se encuentran las
llamadas técnicas de facilitación, que estimulan la aparición
de una respuesta ofreciendo la clave fonética (el sonido o
sílaba inicial de la palabra) o semántica, o provocando la
aparición de respuestas de alta probabilidad en un contexto
semántico dado, completando enunciados (por ejemplo, “He
cogido el paraguas porque está…”; o “Está lloviendo, por
eso he cogido el…”).
3. Estimulación multimodal: se solicita al paciente la imitación
de actos verbales y no verbales mediante mímica, habla,
canto al unísono o repetición.
4. Inhibición de respuestas inapropiadas: la mejora de la
comprensión por parte del paciente puede facilitar la
inhibición de este tipo de respuestas, al ser consciente de
estar emitiéndolas. El terapeuta puede apoyarse en actos no
verbales o en la escritura para controlar las respuestas. La
perseveración (repetición involuntaria de palabras o frases)
en esta fase debe prevenirse con la inmediata interrupción,
introducción de una pausa o cambio del foco atencional.
5. Estrategias de compensación no verbal: consisten en animar
al paciente a emplear gestos básicos para la comunicación.
En este sentido, resultará muy útil establecer una respuesta
gestual inequívoca para decir sí o no, lo que puede facilitar la
interacción básica del personal sanitario y la familia con el
paciente en fase aguda.

11.9.2. Intervención en fase postaguda: técnicas


orientadas a la intervención semiológica
A partir de la segunda semana tras el ictus, en función de cada
paciente, podrá realizarse una evaluación minuciosa del lenguaje y se
empezarán a aplicar de forma intensiva tratamientos específicos
para la reorganización de la función lingüística. En este sentido,
encuadrar al paciente en un síndrome afásico clásico no determina la
terapia a seguir, pero nos puede orientar en el uso de unas técnicas
u otras. Por ejemplo, no emplearemos nunca técnicas de repetición
en un paciente con déficit de comprensión moderado o grave, como
es el caso de la afasia de Wernicke.
Los procedimientos de evaluación basados en modelos de
procesamiento lingüístico nos ofrecen una descripción y explicación
de los mecanismos subyacentes a las alteraciones, por lo que resulta
un método eficaz para establecer objetivos de intervención y
programar la terapia.
El tratamiento de alteraciones específicas se orienta en primer
lugar a la reactivación de modalidades lingüísticas, como la
comprensión oral y escrita, y el posterior aprendizaje de las reglas
gramaticales alteradas. Se empleará material basado en unidades
lingüísticas particulares según el componente afectado (fonemas o
sílabas en las alteraciones fonológicas, palabras en alteraciones
léxico-semánticas y morfológicas, sintagmas en alteraciones de la
sintaxis, actos de habla en alteraciones pragmáticas) y en las
propiedades y reglas formales de cada componente del lenguaje a
tratar. Pero lo realmente importante en esta fase, que dura entre 6
meses y un año tras el DCS, es que la correcta ejecución en tareas
lingüísticas en sesión de terapia se generalice a la comunicación
diaria.
La terapia de alteraciones específicas, basada en modelos
neuropsicológicos y teorías psicolíngüísticas, es la más provista de
métodos y técnicas. Aunque existen muchos estudios a favor,
también ha provocado controversias. De cualquier modo, es la
terapia más utilizada en fase postaguda e inicios de la crónica inicial.
Para llevarla a cabo suelen utilizarse diversos materiales (letras,
palabras escritas, objetos, textos, imágenes, etc.). La modalidad
escrita es un buen apoyo en este tipo de tareas si se encuentra
preservada la habilidad de lectura y/o escritura. A menudo el
terapeuta debe diseñar materiales específicos y nuevos
procedimientos en función de cada paciente. A continuación,
enumeramos algunas actividades estándar para este tipo de
intervención:

1. Afectación fonológica:

a) Por apraxia del habla: el objetivo es lograr que el paciente


controle conscientemente la programación articulatoria de
manera que el habla pueda ser producida de forma
voluntaria, resulte inteligible y la comunicación sea
funcional. Para ello se desarrollan terapias individualizadas
para enseñar el punto y modo de articulación e ir
entrenando cada fonema aumentando la complejidad
articulatoria (se empieza por fonemas vocálicos y se
continúa con los oclusivos con punto de articulación
anterior; se realizan ejercicios de contraste o comparación
de fonemas con puntos de articulación muy alejados).
Pueden utilizarse sonidos no verbales. Es conveniente
disponer de imágenes anatómicas y espejo que sirvan de
apoyo al paciente. En alteraciones apráxicas y disártricas
es común emplear tareas de repetición. Reiteramos que
esta actividad debe descartarse cuando el paciente tiene
dificultades notables de comprensión, ya que en todo
momento debería ser capaz de comprender el objetivo de
cualquier tarea que se le presente. Generalmente este tipo
de terapia es realizada por logopedas, terapeutas del
habla y el lenguaje o fonoaudiólogos. El pronóstico de
recuperación de la apraxia del habla es mejor con un inicio
temprano del tratamiento, si la lesión es pequeña y está
confinada al área de Broca, si coexiste con afasia mínima,
si no presenta apraxia bucofacial significativa y si el
paciente comprende lo que le ocurre y está motivado por
llevar a cabo un tratamiento intensivo.
b) Por desintegración fonémica: reconocimiento de sonidos
vocálicos y consonánticos (tareas de igual-diferente,
reaprendizaje de letras y sus sonidos correspondientes,
decidir a qué grafema corresponde un fonema escuchado;
también pueden utilizarse sílabas), completar palabras
escritas con fonemas (primero vocálicos y después
consonánticos) o sílabas, unir una palabra (oral o escrita) a
la imagen correspondiente; identificar y segmentar
palabras en sílabas; ordenar sílabas para formar palabras;
identificar rimas; deletrear palabras; formar palabras a
partir de un grupo de letras desordenadas; etc.

2. Afectación del sistema léxico:

a) Por anomia: tareas de fluencia verbal semántica y


fonológica, completar frases con la palabra adecuada,
denominación de imágenes y objetos, nombrar a partir de
una definición, buscar sinónimos de una palabra, etc.
b) Afectación semántica: actividades de emparejamiento
multimodal con o sin distractores semánticamente
relacionados (emparejar imágenes y palabras orales o
escritas, seleccionar las imágenes de una misma categoría
semántica, indicar elementos que no pertenecen a una
categoría semántica dada, etc.), tareas metalingüísticas
(juicios semánticos, definiciones de palabras, explicar el
significado de una frase, elegir imágenes en función del
significado de la oración escuchada o leída, identificación
de categorías y relaciones semánticas).

3. Afectación de la morfosintaxis: toma de decisiones sobre la


gramaticalidad de un enunciado (decidir si una frase es
correcta o no desde el punto de vista gramatical), rellenar
espacios en frases con las palabras adecuadas (verbos,
preposiciones, artículos, etc.), realizar esquemas de roles
temáticos a partir de distintas estructuras sintácticas,
responder preguntas sobre qué, quién, cómo, cuándo,
dónde, etc. a partir de un enunciado, ordenar palabras para
formar frases con sentido, elaborar frases a partir de una
imagen, escena o palabras dadas, etc.
4. Estructuras textual y discursiva: comprensión y producción
oral y escrita de distintos tipos de texto y discurso
(monólogo, diálogo) mediante la lectura de textos y la
identificación del tema o temas principales; producción
narrativa (oral o escrita) a partir de experiencias propias o
descripción de imágenes y escenas; o ejercicios para
analizar la coherencia y cohesión discursivas.
5. Aspectos suprasegmentales: acentuación de palabras,
identificación de las características prosódicas de una frases
y entonación de enunciados (la terapia de entonación
melódica es un programa con el que se realiza un
entrenamiento en este sentido).
6. Lectura y escritura: antes de implementar cualquier actividad
es preciso conocer el nivel que el paciente tenía en estas
habilidades antes de la lesión. No todas las personas hacen
uso de la lectura y escritura al mismo nivel y con los mismos
fines. La alteración de estas habilidades tras un daño
cerebral supondrá una mayor o menor afectación funcional
según el uso que el paciente hiciese de las mismas antes de
la lesión. Aunque el índice de analfabetismo afortunadamente
se va reduciendo, aún existen personas que nunca tuvieron
acceso a una educación académica. Debemos detectarlas
antes de emitir un diagnóstico de alexia o agrafia. Por otro
lado, las habilidades de lectura y escritura, cuando están
conservadas, resultan una herramienta muy útil en la
intervención de algunos componentes del lenguaje. En los
casos menos graves, se observa mejoría paralela de la
lectoescritura y la expresión oral. Para la intervención en
estas habilidades pueden realizarse tareas de conversión
fonema-grafema y viceversa, reaprendizaje de reglas
ortográficas, copia demorada de palabras y frases, dictado
de letras, sílabas, palabras y frases, actividades de
comprensión de frases y textos.

También se han propuesto programas específicos que pueden


implementarse en esta fase. Un ejemplo es la terapia de restricción
inducida en afasia (TRIA) que sigue el procedimiento del método
Taub de restricción del movimiento, pero adaptado al lenguaje. Se
fundamenta en la restricción sistemática de modalidades de
comunicación no verbal con la práctica intensiva de dominios
lingüísticos específicos, suponiendo que gracias a la neuroplasticidad
puede ocurrir una reorganización que favorezca la recuperación de la
función lingüística (Pulvermüller y Berthier, 2008). Se trata de una
terapia grupal en la que se emplea un juego de cartas con imágenes.
Los participantes, que pueden mantener contacto visual pero no
pueden ver las cartas de los otros, disponen de un número de cartas
y deben formar parejas. Para ello deben solicitar cartas a los otros y
responder utilizando palabras sueltas o expresiones verbales
específicas que se relacionen con las características físicas o
funcionales de los objetos mostrados en las cartas.
Otro programa para la mejora de la expresión oral es la terapia
de entonación melódica diseñado en 1973 por Albert, Sparks y Helm,
que se basa en la prosodia y el ritmo del habla para facilitar la
producción verbal mediante la exageración de la entonación de
palabras y frases cotidianas de complejidad creciente que se
acompaña de un movimiento manual que marque el ritmo de las
sílabas. El terapeuta va disminuyendo el apoyo proporcionado a
medida que avanza el programa. Esta terapia parece resultar
efectiva en pacientes con producción verbal no fluente pero que sean
capaces de producir algunas palabras inteligibles al cantar, con
alteración del proceso de repetición y comprensión preservada.
Helm-Estabrooks elaboró en 1981 un programa para la
rehabilitación del agramatismo llamado HELPSS (Helm’s Elicited
Language Program for Syntax Stimulation) con el que se entrena y
estimula el uso de los distintos tipos de oraciones (imperativas
transitivas e intransitivas, interrogativas, declarativas, comparativas,
pasivas, etc.).
Existen también programas dirigidos a la mejora de la
comunicación no verbal, como la terapia de acción visual de Helm-
Estabrooks, Fitzpatrick y Barresi (1982), diseñada para entrenar a
pacientes con afasia global a producir gestos simbólicos en ausencia
de estímulo visual, o programas para el entrenamiento en dibujo con
fines comunicativos (Lyon, 1995), como el de Vuelta a la pizarra, de
Morgan y Helm-Estabrooks (1987), o el programa de dibujo
comunicativo, de Albert y Helm-Estabrooks (2004).

11.9.3. Intervención en fase crónica: técnicas de


consolidación y participación social
Consideramos que el paciente se encuentra en fase crónica a partir
del año después de haber sufrido el daño cerebral. A partir de este
momento, los cambios que experimente en su función lingüística
serán menos llamativos, pero en muchos casos es conveniente seguir
interviniendo en la funcionalidad de la comunicación.
Desde el final de la etapa postaguda, la intervención en
alteraciones específicas debe complementarse con técnicas para la
consolidación de los logros alcanzados y el aumento de la
participación social. Los objetivos terapéuticos de esta fase son el
mantenimiento de las habilidades alcanzadas, instaurar técnicas
compensatorias verbales y no verbales, y conseguir una participación
óptima desde el punto de vista de la comunicación en la vida social.
Estos objetivos se afrontarán desde la aproximación socio-
pragmática, aumentando el grado de participación en la vida social
para mejorar la comunicación en entornos naturales y reducir
barreras. Aquí el tratamiento se dirige hacia las capacidades de la
persona (más que a sus limitaciones) y se sitúa en un contexto de, al
menos, dos personas. Algunos métodos y programas específicos de
intervención en este sentido son:

a) Tareas conversacionales. Un ejemplo es el método PACE


(Promoting Aphasics Communicative Effectiveness)
desarrollada por Davis y Wilcox en 1985, y revisada
posteriormente por Davis en 2005. Consiste en el desarrollo
de la capacidad comunicativa a través de un intercambio de
información entre terapeuta y paciente desde una posición de
igualdad participativa, es decir, el terapeuta proporciona
comentarios, pero no de tipo correctivo. Se trata de una
práctica conversacional en la que, a lo largo de varias
sesiones, se emplean tarjetas de objetos cotidianos, palabras
y secuencias narrativas que el paciente deberá ir describiendo
mediante el uso del medio que prefiera (palabras, gestos,
dibujos, escritura). Lo ideal es que el paciente tenga la
capacidad cognitiva suficiente que le permita transferir a su
forma de comunicación cotidiana las estrategias empleadas
con el terapeuta. Otro ejemplo es el programa Conversation
Coaching (entrenamiento conversacional) diseñado por
Hopper, Holland y Rewega en 2002 en el que se incluye la
participación de un familiar (u otra persona del entorno del
paciente). El terapeuta actúa como facilitador de estrategias
de comunicación, aportando al interlocutor-clave habilidades
comunicativas con el fin de mejorar la interacción con el
paciente. Se espera que, tras el entrenamiento, tanto paciente
como familiar implementen en la conversación las estrategias
aprendidas. El método consiste en un procedimiento
jerarquizado donde inicialmente se identifican las estrategias
efectivas para cada miembro de la pareja, después se crea
una situación de conversación (por ejemplo, ver un vídeo corto
y que el paciente cuente lo que ha ocurrido a su interlocutor
empleando las estrategias aprendidas previamente con el
terapeuta). El interlocutor debe aplicar también estrategias
como facilitadores verbales o realizar gestos de apoyo a un
dibujo que hace el paciente. Las sesiones pueden ser
grabadas para mejorar el aprendizaje mediante la visualización
posterior conjunta.
b) Actividades grupales con afásicos en contexto terapéutico y
grupos de apoyo que faciliten la socialización y el uso del
lenguaje: este tipo de actividades tienen un efecto positivo
sobre la participación, puesto que disminuyen el aislamiento
social al que muchas personas afásicas se ven sometidas.
c) Terapia y asesoramiento para el paciente afásico y sus
allegados (Van Der Gaag et al., 2005): la afasia es una
alteración que requiere comprensión por parte de la familia.
Las actitudes de sobreprotección frecuentes de los familiares
limitan las oportunidades de interacción de la persona con
afasia en entornos naturales. Un adecuado asesoramiento
favorecerá que la familia potencie la eficacia conversacional
del paciente. Además, las personas con afasia también
demandan tener información acerca de su trastorno, con el fin
de explicar sus dificultades a personas cercanas y tener
acceso a servicios de la comunidad.
d) Entrenamiento de interlocutores en habilidades
conversacionales, como la terapia de conversación asistida de
Aura Kagan (2001) que consiste en formar en técnicas de
conversación afásica a personas voluntarias del entorno del
paciente.
e) Reducción de las barreras que dificultan el proceso de
comunicación (Howe et al., 2008), obstáculos tanto
ambientales (ruido, distracciones visuales, interrupciones,
incomodidad física del paciente), personales (forma de hablar
del interlocutor, actitud de escucha, suposiciones, prejuicios,
estado emocional) y físicos (distancia entre los hablantes,
déficits auditivos o visuales del interlocutor) con el fin de lograr
una mayor eficacia comunicativa.

Estas técnicas y programas no tienen como objetivo la


rehabilitación de la función lingüística, sino la mejora funcional de la
comunicación con pacientes afásicos. Se centran en lo que el
paciente es realmente capaz de conseguir con su limitación
lingüística y, sobretodo, lo que puede conseguir con ayuda del
interlocutor, al que se asesora y entrena convirtiéndolo así en el foco
principal de la intervención. La mejora de la calidad de vida no solo
requiere que el paciente cambie su actitud y expectativas, sino que
también deben hacerlo las personas de su entorno para adaptarse a
la nueva situación vital. Este tipo de terapia contribuye a eliminar
barreras sociales.

11.9.4. Intervención socio-familiar


La afasia es un trastorno desconocido por la sociedad, lo que relega
al paciente afásico a la soledad en muchos casos. A menudo se
produce una ruptura en las relaciones familiares, el cónyuge
malinterpreta las emisiones del paciente, hay pérdida de autoridad
con los hijos, ansiedad ante la posibilidad de conocer a gente nueva
o hablar con desconocidos, pérdida de la capacidad para establecer
contacto social, pérdida de objetivos profesionales y reducción de las
posibilidades laborales, sensación de impotencia, abandono de
actividades sociales y actividades recreativas. Es más, la afasia
muchas veces se percibe como una enfermedad o deficiencia mental,
demencia o alcoholismo, provocando un cambio en la autoimagen del
paciente. La sensación de frustración que el paciente experimenta
también es compartida por el interlocutor que no sabe cómo
comunicarse con el afásico y normalmente adopta una actitud poco
facilitadora, paternalista y condescendiente y se dirige al paciente
solo para solicitarle información necesaria o preguntarle cosas
concretas y breves, pero no le da la oportunidad de usar la
conversación de forma distendida, intrascendente, por el gusto de
interactuar. Por todo ello, el círculo socio-familiar del paciente debe
estar incluido como objeto de intervención con el fin de facilitar el
acceso a la comunicación y, por tanto, a la participación social del
paciente, y lograr el éxito en la generalización de los aprendizajes
realizados en las sesiones de terapia al entorno cotidiano. Toda
intervención debe tener como objetivo final provocar cambios en la
vida cotidiana del paciente, incluida la autonomía y la satisfacción en
sus relaciones sociales.
Un objetivo básico de la rehabilitación consiste en que el paciente
pueda comunicarse de la forma más eficiente posible en distintos
contextos sociales, no solo en las sesiones con el terapeuta. Esto
amplía tanto los entornos de actuación como el número de personas
que deben participar en el proceso rehabilitador, por lo que se hace
necesaria una perspectiva integrada de todos los participantes
(paciente, familia y terapeuta).
Inicialmente la intervención familiar se basa en asesorar a la
familia y entorno. A la mayoría de personas allegadas les preocupa
si su familiar volverá a hablar e insisten en esta cuestión. La
información proporcionada por el especialista reducirá el estrés que
conlleva la propia situación. Además de enseñar habilidades
comunicativas en conversación afásica, se ayudará a la familia a
poner en práctica los aprendizajes y recomendaciones facilitados. El
hecho de incidir en la disponibilidad comunicativa del entorno puede
incrementar las habilidades comunicativas del paciente afásico.
En una conversación, cada hablante debe adecuarse a las
necesidades y características del oyente en la medida de sus
posibilidades. La afasia supone un rasgo que caracteriza y afecta a
toda interacción que se mantenga con el paciente. En una
conversación afásica intervienen factores como las habilidades
conservadas por el paciente, la predisposición a utilizar distintas
modalidades comunicativas si es necesario (no solo la oral), la
actitud general de los hablantes hacia el acto comunicativo, la
personalidad y estilo comunicativo del paciente antes de la afasia,
etc. Dado que cada paciente es distinto, no existen técnicas de
facilitación estándar adecuadas para todos. No obstante, es cierto
que al mantener una conversación afásica se recomiendan en general
la simplificación y la ralentización de las emisiones, lo que supone
aplicar estrategias de sentido común como hablar más lentamente,
eliminar ruidos y distracciones, emplear gestos, escritos, imágenes,
usar un tono de voz claro, dar tiempo a que el interlocutor asimile y
reaccione, evitar actitudes paternalistas, sobreprotectoras y la
infantilización del habla, etc. (Gallardo-Paúls, 2005).

11.9.5. Sistemas aumentativos y alternativos de


comunicación (SAAC)
Por lo general, inicialmente se intentará recuperar la expresión oral
(siempre que la comprensión esté conservada). En los casos de
afasia global con estereotipia verbal en los que no es posible volver a
la expresión oral del lenguaje, se valorarán otras formas de
comunicación (por ejemplo, el dibujo).
El uso de un SAAC pretende aumentar la capacidad de
comunicación de las personas que presentan graves impedimentos
para conseguir una comunicación oral funcional (de ahí lo de
aumentativos) o sustituir la expresión oral por otro tipo de
comunicación (de ahí lo de alternativos). Se emplean con mayor
efectividad en casos de disartria que de afasia, puesto que esta
última supone la existencia en muchos casos de una afectación
lingüística grave que dificulta la estructuración de un mensaje y la
expresión en cualquier modalidad. La viabilidad de aplicación de un
SAAC aumenta cuando el trastorno se limita a la esfera motora, al
habla, y el paciente tiene preservados los procesos lingüísticos.
El uso de técnicas aumentativas en casos de afasia crónica grave
en que el paciente presenta importantes alteraciones lingüísticas de
expresión y comprensión, está muy limitado. Por lo general debe
plantearse como paso inicial la identificación del tipo de comunicador
en función de las habilidades que el paciente tenga preservadas.
Actualmente existen gran cantidad de sistemas y soportes
informatizados que pueden ser utilizados. También se puede optar
por modalidades menos sofisticadas como el lápiz y papel para
dibujar o escribir palabras clave, o los gestos (este último recurso
muy limitado en pacientes apráxicos). En cualquier caso, el paciente
afásico deberá ser entrenado en el uso de la modalidad elegida.
En la etapa aguda y postaguda en que el estado de la persona
suele ser transitorio, la mayoría de pacientes necesitan asistencia
máxima por parte del interlocutor para realizar simples elecciones
cotidianas. Para ello pueden utilizarse comunicadores muy básicos
con las imágenes de aquello que está más presente en la vida del
paciente. En otros casos, el paciente puede necesitar un
comunicador con apoyos gráficos o escritos solo para situaciones
controladas, puesto que conserva ciertas habilidades, pero no es
capaz de iniciar actos comunicativos por sí mismo. Si la persona
realiza esfuerzos por comunicarse y mantiene ciertas habilidades
comunicativas, aunque sigue necesitando ayuda en el desarrollo de la
conversación, se optará por el empleo simultáneo de varias
modalidades, combinando el habla limitada con gestos, dibujos,
escritura, etc.
Antes de pensar en aplicar un SAAC el terapeuta ha de evaluar
las posibilidades y capacidad del paciente para utilizarlo (habilidades
visoespaciales, motrices, cognitivas, lingüísticas, etc.), buscando la
mejora y enriquecimiento de su capacidad comunicativa y la
participación del individuo en actividades importantes para él.
Siempre se tendrá en cuenta la actitud hacia el empleo de un SAAC
por parte del paciente y si este cubriría o no sus necesidades
comunicativas, así como sus preferencias. El logro en su aplicación
dependerá en gran parte del grado de aceptación y normalización
por parte del paciente y la familia. Si el sistema o modalidad elegida
no se integra en su contexto, el paciente rechazará la ayuda.
Paciente y familiares deben ser asesorados al respecto. En cualquier
caso, es el terapeuta el que debe meditar y ponderar la necesidad y
viabilidad de un sistema no oral, puesto que dichas ayudas técnicas
pueden resultar tan atractivas como inoperantes para muchos
pacientes afásicos.

11.9.6. Particularidades de la intervención en alteraciones


de la comunicación por TCE
Hemos dicho que las alteraciones pragmáticas son muy
características en pacientes con TCE y que estas están relacionadas
con la función ejecutiva. Entre los enfoques para intervenir en
ejecutivas (capítulo 13) se encuentran el entrenamiento rutinario en
tareas específicas para producir respuestas específicas de forma
automática, así como el entrenamiento en la selección y ejecución de
planes cognitivos mediante role-playing o en contextos naturales. Una
aproximación distinta es el uso de la metacognición, donde el
paciente ha de regular su comportamiento mediante el empleo de
autoinstrucciones. Un programa específico para el tratamiento de las
alteraciones a la hora de interpretar emociones que se dan en TCE
basado en la terapia de resolución de problemas, consistía en
reconocer patrones específicos en distintas expresiones faciales,
tono de voz y postura corporal expresados en diferentes contextos
emocionales (Bornhofen y McDonald, 2008).
Los pacientes con TCE muestran una serie de dificultades para la
comunicación, existiendo grandes diferencias entre individuos
respecto a la afectación de áreas específicas de la comunicación. Lo
que está claro es que en casos de mayor severidad suelen aparecer
alteraciones pragmáticas, por lo que la intervención deberá incluir
terapias orientadas en este sentido para mejorar la comunicación
social, que incluyan grupos de discusión, técnicas de modelado, role-
playing, feedback, autorregulación, prácticas comportamentales y
refuerzo social.
Por último, reiteramos que en toda terapia de la comunicación
debe contemplarse al interlocutor y realizar entrenamiento al entorno
sociofamiliar más próximo que se comunique con el paciente, con
objeto de mejorar la calidad conversacional de las interacciones,
mejorar las habilidades de comprensión del oyente y facilitar los
intentos comunicativos del paciente. La actitud de escucha del
interlocutor puede afectar al modo en que el paciente se comunica, a
su comportamiento y motivación, reduciendo así el aislamiento social
al que muchos de estos pacientes se ven sometidos.
12
Consciencia del déficit:
evaluación, diagnóstico e
intervención en ictus y TCE

Uno de los condicionantes más importantes para obtener un buen


resultado en un programa de rehabilitación tras un ictus o un TCE es
la consciencia que el propio paciente tiene del mismo, ya que afecta
de manera directa a la implicación que va a tener en su proceso de
recuperación. Es por ello que resulta vital contar con estrategias y
herramientas que permitan valorar si la persona presenta la
capacidad de reconocer los déficits secundarios a su lesión cerebral
y métodos para disminuir el impacto que puede tener a la hora de
tratar otras alteraciones cognitivas.
Dentro de los TCE e ictus, encontramos múltiples alteraciones
que van a llevar asociada esta consciencia del déficit y que van a
suponer un hándicap importante dentro del abordaje que se va a
realizar. Por ese motivo, en muchas ocasiones, el control y la
superación de estas alteraciones se convierte en un eje principal de
la propia intervención, tanto por el efecto que puede tener en la
adhesión al tratamiento, como por el impacto en su vida diaria. Es tal
la importancia de estas alteraciones que la falta de consciencia de
las limitaciones que presenta el paciente puede llevar a situaciones
peligrosas para el mismo y las personas que le rodean. Por todo
esto, la descripción de alteraciones típicas que cursan con falta de
consciencia del déficit resulta de vital importancia.

12.1. Evaluación de la consciencia del déficit


Para referirnos a esta consciencia de déficit se suele emplear el
término anosognosia, propuesto inicialmente por Babinski hace ya
más de un siglo, aunque aún sigue habiendo cierto debate sobre la
definición exacta del mismo. Una definición habitual es considerar que
se trataría de un desorden de la consciencia humana que afecta
negativamente a la habilidad del paciente para experimentar
subjetivamente la pérdida neurológica o neuropsicológica de una
función (Prigatano, 2009).
Sin embargo, hay que tener en cuenta que la anosognosia puede
manifestarse en diferentes dominios cognitivos, lo que dificulta una
descripción unitaria de la misma. De hecho existe un importante
debate sobre si la presencia de anosgonosia depende estructuras
que soportan la función cuyo fallo no se reconoce, o bien, si existe un
problema general de falta de aprovechamiento del feedback que se
manifiesta en las diferentes alteraciones que veremos en el presente
capítulo.
Hay que tener en cuenta que la manifestación será diferente,
como decíamos, según el dominio cognitivo ignorado y, además,
diferente en función de la etiología de la que derive dicha
anosognosia.

12.1.1. La falta de consciencia de déficit en los ictus y


TCE
La falta de consciencia de déficit resulta usual dentro del daño
cerebral adquirido, especialmente cuando nos encontramos ante un
ictus o un traumatismo. Concretamente, existen estudios que estiman
en un 40 % la prevalencia de anosognosia tras un TCE severo
(Prigatano et al., 1998), encarnado en las dificultades para percibir
las competencias conductuales propias, y relacionando la falta de
consciencia de déficit con la severidad del mismo. De hecho, son
queja habitual de familiares y personas cercanas al paciente que ha
tenido un daño cerebral traumático los cambios en la conducta y
personalidad, al volverse este incapaz de valorar sus propias
capacidades y errores. En ocasiones el paciente se involucra en
tareas para las que no está capacitado o no reconoce su carácter
impulsivo o voluble, lo que termina por afectar a sus relaciones
interpersonales (Prigatano y Schacter, 1991). Como ya se ha visto a
la hora de valorar otras funciones, la localización topográfica de las
lesiones producidas por el traumatismo supondrá la aparición de
diferentes déficits y posteriores secuelas que pueden acompañarse
de anosognosia.
Algo similar ocurre con la falta de consciencia de déficit en los
ictus, ya que en función de su localización podremos encontrar
diferentes cuadros clínicos que cursen con anosognosia. De hecho,
algunas las alteraciones clásicas de la consciencia de déficit tienen
un claro origen vascular. Así, es habitual, cuando nos encontramos
ante un ictus que afecta al hemisferio derecho, que las secuelas en el
movimiento del lado izquierdo, o de la sensibilidad o percepción visual
se puedan acompañar de la negación de su existencia. De igual
manera, una lesión de origen vascular que afecte bilateralmente al
lóbulo occipital o parietal posterior, provocando ceguera cortical,
puede ir acompañada de la falta de consciencia de dicha ceguera.
Por tanto, ante pacientes que hayan sufrido lesión cerebral de
origen traumático o vascular, se debe tener en cuenta la posibilidad
de que exista una falta de reconocimiento parcial o completo de los
déficits que estos acarreen. En este sentido, resulta interesante
señalar algunas de las alteraciones que suelen cursar con
anosognosia, para su correcta identificación.

12.1.2. Alteraciones cognitivas que pueden cursar con


anosognosia
Es necesario tener en cuenta que las alteraciones que vamos a
describir no siempre conllevan anosognosia, pero es una labor
importante de nuestro abordaje saber detectar si existe la misma o si
hay algún grado de dificultad para percibir la existencia de alteración
por parte del paciente.

a) Hemiplejia: una de las alteraciones clínicas que clásicamente


cursa con anosognosia es la hemiplejia, siendo bastante
frecuente en los casos que tienen una etiología vascular.
Algunos estudios estiman que un 36 % de las hemiplejias
derivadas de ictus que afectan a la arteria cerebral media
derecha van acompañadas de anosognosia de la misma (Pia
et al., 2004). De hecho, el no reconocimiento de alteraciones
en la movilidad suele ir acompañado de negligencia o
fabulaciones (Peña-Casanova, 2008). Sin embargo, no suele
haber un acuerdo concreto de las zonas en las que un daño
vascular puede provocar anosognosia asociada a hemiplejia.
Si bien se considera mayoritaria su presencia en lesiones
hemisféricas derechas, metodológicamente se señala la
dificultad para valorar su presencia en lesiones izquierdas,
donde suele estar comprometido el lenguaje (Peña-Casanova,
2008). También se suelen señalar las zonas frontales y
parietales derechas, y recientemente la ínsula derecha, como
zonas cuya lesión producen este fenómeno (Prigatano, 2009).
b) Ceguera cortical y hemianopsia: otra de las alteraciones
clásicas en las que se presenta falta de consciencia de déficit
es la ceguera cortical, descrita por Anton a principios del siglo
pasado. Esta condición se puede considerar como poco
prevalente, pero ejemplifica bien la falta de consciencia de
déficit, ya que siendo incapaz de ver, el paciente sostiene que
no tiene problemas visuales de ningún tipo, confabulando o
restando importancia a aquellas informaciones que muestran
la existencia de un déficit. Las lesiones vasculares que afectan
bilateralmente al lóbulo occipital suelen ir acompañadas de
este tipo de alteración de la consciencia de déficit.
Al igual que ocurre con la ceguera cortical completa, se
puede encontrar también anosognosia en los casos en
hemianopsia. Si bien la hemianopsia no suele reportar muchas
dificultades al paciente, pues se compensa con el mero hecho
de girar la cabeza, cuando esta va acompañada de
heminegligencia supone un problema importante, al reconocer
la existencia de un hemicampo y no ser consciente del propio
defecto visual. Aun así, se ha de tener en cuenta la existencia
de casos de falta de consciencia de déficit en hemianopsia sin
cursar con negligencia como tal.
c) Amnesia: la falta de consciencia de déficit puede observarse
también en las alteraciones de tipo amnésico. Si bien estas
suelen estar muy documentadas en campos como la
demencia (Arroyo-Anlló y Gil Méndez, 2007), también
encontramos este fenómeno en lesiones cerebrales de
etiología vascular o traumática. El síndrome clásico que
ejemplifica la anosognosia de los déficits mnésicos sería el
síndrome de Korsakoff, en el cual se encuentra una
imposibilidad para crear nuevos recuerdos en lo que se
conoce como amnesia anterógrada. En sí, los pacientes que
presentan este síndrome no reconocen sus problemas
mnésicos, tendiendo a la fabulación o invención de historias
para explicar las situaciones que acontecen, soslayando el
problema mnésico en sí.
d) Alteraciones conductuales: en muchos casos, como ya se ha
descrito en el apartado dedicado a la función ejecutiva,
encontramos a pacientes que tras un TCE frontal o ictus
(generalmente en la arteria cerebral anterior) comienzan a
experimentar cambios en su conducta, problemas en tomar
decisiones de forma ajustada a lo que el entorno demanda y
un alto grado de impulsividad, no siendo plenamente
conscientes de las implicaciones que estas conductas tienen.
Concretamente, muchos de estos pacientes sobreestiman
sus capacidades al no ser conscientes de las dificultades que
tienen y que limitan la organización de su conducta, y en
muchos casos fabulando y obviando cualquier indicio de
fracaso o error, subestimando las consecuencias de sus
actos. Uno de los ejemplos clásicos se encuentra en la
petición de reincorporación al puesto de trabajo o al manejo
del automóvil, aun cuando son manifiestos los problemas de
organización de la conducta, o la presencia de problemas de
control de la inhibición e impulsividad que acompañan estos
cuadros, y dificultad estas y otras actividades.
e) Afasia: también en la afasia se pueden encontrar situaciones
de falta de consciencia de déficit, concretamente en las
afasias de tipo sensorial. En este sentido, muchos de los
pacientes que experimentan afasias de Wernicke presentan un
lenguaje fluente, pero desorganizado y carente de significado
real, en lo que se conoce como jerga afásica. En la mayoría
de los casos, el paciente no es consciente del fallo
comunicativo en sí, achancándolo a falta de atención de
aquellos que le rodean.

La existencia de falta de consciencia de déficit en estos tipos de


alteraciones, como se indicaba al inicio del apartado, es un
importante factor pronóstico de la recuperación y ha de valorarse
debidamente para contemplarlo a la hora de establecer un programa
de rehabilitación. Para su valoración tendremos en cuenta dos
formas de abordaje, la clínica-cualitativa, mediante entrevista y
escalas de graduación posteriores, y una forma más cuantitativa
mediante el uso de cuestionarios.

12.1.3. Valoración de la presencia de falta de consciencia


de déficit
Como se ha indicado en los aspectos de valoración, siempre se van
a necesitar múltiples fuentes para poder describir las alteraciones
que tenemos delante. Esto cobra más interés en la anosognosia
dado que se necesita contrastar la información del paciente con la de
personas cercanas a él.

a) Valoración clínica-cualitativa:
1. Entrevista con familiares y pacientes: la presencia de
falta de consciencia de déficit puede ser fácilmente
detectada en nuestro primer contacto con el paciente, en
especial cuando estamos ante la negación de déficits muy
evidentes como una hemiplejia. En este sentido, el
abordaje principal a nivel clínico será la entrevista con el
paciente y familiares, para conocer la propia opinión del
paciente, en los casos que sea posible, sobre su estado
y el motivo por el que ha acudido a consulta. Respuestas
como “a mí no me pasa nada” o “desconozco el motivo
por el que estoy aquí” pueden ser indicativas de
anosognosia. También podemos encontrar información en
las explicaciones que el propio paciente nos facilite para
justificar los errores o la dificultad para realizar ciertas
tareas, en busca de detectar incoherencias o
fabulaciones. Un ejemplo puede ser solicitar al paciente
que levante su brazo hemipléjico y que, no habiendo
podido hacerlo, este nos diga “lo levanté, pero usted no lo
vio” o “lo tengo ahora mismo levantado” pese a que esto
no esté ocurriendo. En el caso de existencia de
problemas visuales perceptivos, solicitar el juicio del
propio paciente sobre el resultado de una copia de
dibujos puede indicarnos si es consciente de su limitación.
Para la consciencia de otros déficits no tan observables,
puede emplearse el apoyo de la familia. Concretamente
en los cambios de personalidad derivados del
traumatismo, el paciente no suele ser consciente y es
necesario recurrir al entorno para que nos indique si
algunas conductas que pueden pasar por normales
representan un cambio conductual derivado de la lesión.
En muchas ocasiones, los pacientes de este tipo no
reconocen la existencia de una excesiva irritabilidad o no
miden realmente sus competencias, sobreestimando su
estado cognitivo, siendo las personas del entorno las que
nos pueden señalar la existencia de estos problemas.
2. Graduación cualitativa de la anosognosia: una vez
identificada la dificultad para reconocer un déficit, es
interesante describir cualitativamente la misma, dado que
se pueden definir varios grados de anosognosia.
Concretamente, existen dos formas de graduar la
anosognosia, en base al juicio que el propio paciente
hace sobre su déficit, en dos pequeñas escalas que son
usadas de forma habitual en clínica. Por un lado,
Vuilleumier (2004) propuso organizar en 3 grados la
anosognosia. Un primer grado conocido como
anosognosia en el sentido estricto, donde el paciente no
toma consciencia alguna de su déficit pese a que se le
enfrente a los errores directamente. Un segundo nivel que
denomina como anosognosia relativa con crítica
secundaria, es decir, que el paciente niega el trastorno,
incluso cuando comete un error, pero posteriormente
plantea dudas sobre su competencia. Y, por último, un
tercer grado que denomina como anosognosia dubitativa
aquella en la cual el paciente reconoce su déficit en el
mismo momento de cometer el error. Por otro lado, una
escala más clásica es la estructurada por Bisiach et al.
(1986), que gradúa la anosognosia en 4 niveles. El nivel 0
sería la no presencia de anosognosia. El nivel 1 sería
aquella situación en la que el paciente informa solo a
partir de una pregunta específica sobre el déficit. En el
nivel 2 se situarían aquellos pacientes que reconocerían
el trastorno solo tras una demostración clara de la
afectación. Y por último, en el nivel 3 estarían aquellos
pacientes que no reconocerían el trastornos de ninguna
manera. Puede verse la comparativa de las dos escalas
de graduación en el cuadro 12.1.

CUADRO 12.1. Correspondencia entre escalas de grado de


anosognosia
b) Valoración cuantitativa:

Por otro lado, existen escalas cuantitativas que tratan de


valorar la correcta percepción del desempeño del paciente
ante ciertas tareas, partiendo del contraste de esta con la
opinión del familiar o el clínico. La mayoría de las veces nos
encontramos ante escalas de tipo Likert, que asignan una
puntuación al desempeño de actividades básicas de la vida
diaria, por lo que volveremos sobre ellas en el apartado de
valoración neurofuncional. Aunque existen muchas escalas
orientadas a la falta de consciencia de déficit, el amplio rango
de dominios en los que puede surgir la anosognosia debe ser
tenido en cuenta para la selección de la herramienta a
emplear. En este apartado, vamos a definir dos de las escalas
más empleadas habitualmente y que cuentan con datos
normativos españoles que pueden orientarnos sobre si la
diferencia entre las apreciaciones de paciente, clínico y
familiar es realmente indicativa de anosognosia.
La primera escala es la Patient Competency Rating Scale
(PCRS), desarrollada por Prigatano (1986), una escala tipo
Likert en la cual se evalúan las actividades de la vida diaria en
30 ítems. Se refiere a varios ámbitos, como la capacidad
física, la cognición o la conducta. Existe una versión para el
paciente, para el cuidador, y para el clínico. La segunda
escala es la Mayo Portland Adaptability Inventory (MPAI),
desarrollada por Malec (2005). Son 219 ítems orientados a
valorar las alteraciones conductuales derivadas de un daño
cerebral, también en un formato tipo Likert. Debe tenerse en
cuenta que el objetivo de la valoración no consiste en delimitar
los efectos del daño cerebral, sino la consciencia que el
paciente tiene de ellos, por lo que otras escalas de
competencia pueden ser empleadas, siempre y cuando se
contraste con una o varias fuentes fiables que confirmen que
lo estimado por el paciente se corresponde por la realidad.

12.2. Tratamiento de la falta de consciencia del déficit


A la hora de realizar una descripción de los posibles modos de
realizar una intervención sobre la falta de consciencia del déficit
existen, entre otras, dos dificultades que deben tenerse en cuenta.
La primera de ellas se centra en el espectro de alteraciones sobre
las que puede no tenerse consciencia, implicando dominios muy
diferentes que abordar y que, por tanto, supone la necesidad de
crear programas más específicos. Esto, a priori, dificulta ofrecer
programas generales para la rehabilitación .
La segunda dificultad nace de los pocos estudios disponibles que
aporten evidencia del efecto positivo de programas estandarizados
para reducir la falta de consciencia de déficit (De Noreña et al.,
2010). Esto reduce la validez de las recomendaciones que se puede
dar para abordar estos casos. Sin embargo, analizando
detalladamente estas dos dificultades, pueden extraerse una serie de
pautas y estrategias útiles que se emplean de manera habitual en la
práctica clínica. Su uso parece lograr una mejora en la percepción
del déficit por parte del paciente con todos los beneficios
terapéuticos y de readaptación al día a día que ello conlleva.

12.2.1. Heterogeneidad del tratamiento vs. causa común


Como ya hemos visto en el anterior apartado centrado en la
valoración, en muchos casos la anosognosia puede acompañar a
diferentes alteraciones cognitivas, por lo que parece lógico plantear
el abordaje de la falta de consciencia de déficit de una manera
segmentada, es decir, en función del dominio cognitivo afecto
(memoria, lenguaje, percepción). De hecho, a lo largo de los
capítulos dedicados a las diferentes funciones cognitivas del
presente libro, se han planteado estrategias específicas para
controlar una posible anosognosia concomitante, por lo que en este
punto vamos a omitir esa información. Sin embargo, existe un debate
abierto sobre hasta qué punto se debe considerar de forma tan
heterogénea el abordaje de la anosognosia o si existe un
componente global que sea compartido. En este sentido, hay autores
que plantean como eje central la disfunción ejecutiva (Ownsworth et
al., 2002), en gran parte por el papel que la función ejecutiva juega
en el aprovechamiento del feedback y la regulación de la conducta,
así como para la estimación de resultados de un plan de acción y de
nuestras propias capacidades para llevarlo a cabo.
Siguiendo esta aproximación, algunos de los programas que se
suelen emplear para la planificación y organización de la conducta
orientada a una meta, empleados en la rehabilitación de las funciones
ejecutivas, pueden sernos útiles debido al énfasis en la
monitorización de la conducta y análisis de los resultados que debe
hacer el paciente.
Para ello se pueden emplear múltiples técnicas añadidas para
poner de manifiesto las incoherencias y tratar de asegurar que se
reciba un feedback ajustado (Schell et al., 2013):

– Predicción de la ejecución: una forma de proporcionar


feedback sobre la sobreestimación de nuestra capacidad
puede consistir en que, previo a la realización de la tarea,
solicitemos al paciente que registre su opinión sobre el grado
de dificultad que va a suponer para el mismo, el tiempo que
puede llevarle o el resultado que obtendrá al realizarla. Una
vez acabada la tarea, se procedería a analizar lo ajustadas
que fueron esas predicciones con la realidad y los motivos por
los cuales no lo fueron.
– Retroalimentación con vídeo: otra forma de presentar
información al paciente sobre su real ejecución puede ser el
empleo del vídeo durante la ejecución de las tareas, de
manera que tenga una información directa e inmediata de
cómo se va realizando la misma y cómo puede haber
limitaciones que estén afectando.
– Empleo de preguntas de guía: similar al empleo de
autoinstrucciones propuesto en el apartado de tratamiento de
las funciones ejecutivas. Se puede considerar como útil la
realización de preguntas conforme se realiza la tarea para
comprobar la correcta realización de la misma.
– Autoevaluación posterior: se pueden plantear al paciente un
conjunto de preguntas a responder al final de la tarea sobre la
ejecución de la misma y el desempeño, que serán
contrastadas por el clínico o por personas del entorno habitual
para mostrar las discrepancias y favorecer un insight de los
resultados finales.
– Registro de consecución de metas: se puede acordar con el
paciente la creación de un registro con las metas que se
quieren conseguir y que se puntúen el grado de consecución
de las mismas (tanto el paciente como un observador
cercano). Esto nos permitiría tener un registro temporal que
podemos expresar gráficamente para lograr un mayor impacto
en el paciente y que tome consciencia de la real evolución de
sus planes comparando ambas fuentes de información.

El empleo de estas técnicas puede ser complementario, de


manera que ayudemos al presentar más información sobre los
sesgos que el paciente presenta en la evaluación de su ejecución o
subestimación de sus limitaciones. Sin embargo, hay que tener en
cuenta que algunas de estas técnicas requieren una participación
activa del paciente, lo cual no siempre resulta posible en casos de
anosognosia más severa por la total falta de implicación. Resulta de
vital importancia contar con personas cercanas al mismo para
supervisar la correcta aplicación de estas técnicas y asegurar la
recepción de feedback.
No obstante, aunque muchas de estas estrategias han mostrado
efectos positivos (Dayus y Van den Broek, 2000; Toglia y Kirk, 2000),
sigue sin haber una consistencia en los resultados que aporte una
evidencia concluyente sobre su uso.

12.2.2. Falta de evidencias en los programas de


tratamiento
Es llamativo que, pese a la importancia que tiene el control de la falta
de consciencia de déficit en la vida del paciente, no existan
suficientes estudios sobre cómo abordarlo. Esto nos lleva a asumir
una cierta imposibilidad de hacer recomendaciones sólidas sobre
cómo proceder (De Noreña et al., 2010), algo también debido a la
presencia de resultados contradictorios. Una de las posibles causas
que están detrás de esta inconsistencia radica en variables
interpersonales, las cuales resultan difíciles de controlar en los
estudios de investigación, siendo clave para la efectividad de estas
técnicas.
En un primer punto, podemos destacar la diferencia que
Prigatano (1986) plantea dentro de la falta de consciencia de déficit,
aludiendo a dos mecanismos de afrontamiento: el defensivo y el no
defensivo. En el primero de los casos, el afrontamiento defensivo, se
hablaría de pacientes que niegan completamente la existencia de los
déficit y culpa a las personas de su alrededor, en un proceso de
negación. Por otro lado, el afrontamiento de tipo no defensivo,
encajaría mejor con la definición de anosognosia, al plantear que el
paciente se valora con los estándares previos a su lesión sin atender
al feedback de la información actual.
En un segundo punto, se debe tener en cuenta que una
confrontación directa con los errores (por ejemplo, empleando las
técnicas comentadas en el punto anterior o señalando directamente
los fallos), puede resultar contraproducente y llevar a la generación
de esas estrategias defensivas y de racionalización de los errores
(Schell et al., 2013; Toglia y Kirk, 2000). Esto dificultaría
tremendamente el abordaje de esa falta de consciencia de déficit. Es
decir, que dependiendo de cada paciente (de la personalidad y del
grado de anosognosia) y del entorno de mismo, habrá que modificar
ciertos parámetros de nuestra intervención para asegurarnos la
efectividad. Algunas recomendaciones que se proponen suelen ser
las siguientes (Flores, 2010; Schell et al., 2013):

– Necesidad de la creación de una alianza terapéutica para


tener la confianza del paciente y poder así señalar errores.
Sin esa confianza es difícil que el paciente crea en la
existencia de errores que él no percibe.
– La presentación de los errores o los fallos se debe realizar de
forma sucesiva, para evitar reacciones negativas en el
paciente y que se pueda ir asimilándolos paulatinamente.
– Sería conveniente que los errores que deseamos que perciba
aparecieran durante tareas que fueran realizadas
habitualmente por el paciente, ya que eso le permitirá contar
con al menos una información previa de cómo era su ejecución
en ellas.
– Implicar y educar a la familia y personas del entorno sobre la
naturaleza del problema, para contar con ellos como apoyo
durante el proceso de toma de consciencia de las dificultades
existentes.
– Tratar de proveer de estrategias que permitan superar esos
fallos una vez detectados por el propio paciente, para lograr
que sean empleadas y faciliten la adaptación.
– Brindar apoyo emocional, en especial por el impacto que
puede tener en el estado de ánimo el reconocimiento
progresivo de estas limitaciones.

12.3. Consideraciones finales


Podemos concluir que el abordaje de la falta de consciencia de
déficit, al margen de ser un objetivo en sí mismo por las
implicaciones que tiene para el desempeño en las actividades de la
vida diaria, resulta una variable importante a controlar para lograr
que el paciente que ha sufrido un ictus o un TCE se beneficie al
máximo posible de un programa de rehabilitación, que no considerará
necesario si no percibe la existencia de dificultades.
Sin duda, las diferentes situaciones en las que podemos
encontrarnos anosognosia obligan a modificar la forma de actuar y
exponer al paciente a su falta de consciencia de déficit, lo que
termina en muchos casos por limitar la validez de los estudios que
hasta el momento se tienen. Ello no quita que existan
recomendaciones que son claramente de utilidad, más si pensamos
que la anosognosia parece compartir ciertos rasgos con alteraciones
de tipo ejecutivo, independientemente de la modalidad de la limitación
que sea ignorada.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que, en muchos casos, el
avance en la recuperación de la consciencia del déficit va a depender
de la forma de aplicación de estas técnicas, y del entorno del
paciente. El avance en la recuperación, además, podrá traernos
tanto cambios positivos (por ejemplo, el paciente puede comenzar a
aceptar el uso de técnicas de compensación al reconocer sus
límites), como negativos (por ejemplo, el percibir la existencia de una
limitación puede afectar a su estado de ánimo), por lo que resulta
necesario monitorizar de manera continua el grado en que se va
logrando alcanzar una adecuada percepción de los límites que se
suceden tras un TCE o un ictus.
13
Funciones ejecutivas: evaluación,
diagnóstico e intervención en ictus
y TCE

Una de las áreas del funcionamiento cognitivo que más discusión


suscita aún en la actualidad son las denominadas funciones
ejecutivas (FFEE). El debate principal reside en la dificultad para
encontrar una definición de estas funciones y, en especial, para
enumerar qué componentes son los que las conforman.
Sin embargo, al margen de esta dificultad para delimitar su
contenido exacto, hay un consenso en la importancia de las funciones
ejecutivas para el desempeño de una vida autónoma, ya que se
relacionan en gran medida con el control y planificación de la
conducta. Por ese motivo, las alteraciones que se producen
derivadas de un daño cerebral traumático o de origen vascular tienen
un impacto severo sobre la persona y su entorno, de ahí la
necesidad de contar con herramientas que permitan su correcta
valoración para establecer un programa de rehabilitación adecuado.
Para ello, en un primero punto, trataremos de plantear una definición
de la función ejecutiva que nos pueda servir de base.

13.1. Definición
Las funciones ejecutivas representan lo que en un inicio Luria
denominó como una parte de las “funciones corticales superiores”
(Luria, 1966), y fueron definidas por Lezak, quien parece que acuñó
el término, como capacidades para llevar a cabo una conducta
eficaz, creativa y socialmente aceptada (Lezak, 1982). Por su parte,
Sohlberg y Mateer (1989) las definieron como procesos cognitivos
entre los que destacan la anticipación, la elección de objetivos, la
planificación, la selección de la conducta, la autorregulación, el
autocontrol y el uso de realimentación (feedback).
El hecho es que se considera habitualmente que la función
ejecutiva coordina al resto de funciones cognitivas para generar una
respuesta adaptada al entorno, algo que encaja en la metáfora del
“director de orquesta” (Goldberg, 2001). Como definen Muñoz-
Céspedes y Tirapu-Ustárroz (2004), se podrían considerar como
capacidades cognitivas implicadas en la resolución de situaciones
novedosas, imprevistas o cambiantes que se agrupan en cuatro
componentes: formulación de metas, planificación para su
consecución, ejecución y reconocimiento del resultado de cara a
modificar el plan de acción en caso de ser necesario.
Visto este conjunto de definiciones, el mayor problema se
encuentra en organizar los componentes de la función ejecutiva de
cara a realizar una valoración adecuada de los mismos. De hecho,
esto resulta de vital importancia ya que existen evidencias empíricas
y clínicas de su afectación en los TCE e ictus.

13.2. Estado de las funciones ejecutivas tras un TCE


o ictus
Las funciones ejecutivas se relacionan con el córtex prefrontal en el
que subyacen diferentes circuitos que se relacionan con sus
componentes (Cummings, 1993) por lo que lesiones que afecten a
estas estructuras pondrán en compromiso el correcto funcionamiento
de los mismos. Muñoz-Céspedes y Tirapu-Ustárroz (2004) definen
varias conductas observables que se engloban dentro del término
síndrome disejecutivo, entre las cuales se encuentran dificultades
para centrarse en las tareas y dependencia ambiental, un
comportamiento rígido y perseverante, incapacidad para generar
nuevas estrategias ante problemas y falta de flexibilidad cognitiva.
En este sentido, hay mucha documentación que relaciona estas
alteraciones tras un daño cerebral de etiología traumática. Algunos
autores señalan que precisamente debido a la ubicación del lóbulo
frontal en el cráneo es más susceptible de verse dañado en
traumatismos severos (Flores y Ostrosky-Solís, 2009), lo que
conlleva la necesidad de una valoración exhaustiva del estado del
funcionamiento ejecutivo.
Por su parte, dentro de los ictus, encontramos que aquellos que
afectan a la arteria cerebral anterior tienden a afectar de manera
importante al funcionamiento ejecutivo (Barroso-Martín, Balmaseda y
León-Carrión, 2002), mostrando cambios de personalidad y
conductuales como la irritabilidad, y dificultades para la planificación,
control inhibitorio y flexibilidad.
Llegados a este punto, se hace necesario buscar un modelo del
funcionamiento ejecutivo que nos pueda servir como base para
interpretar las posibles alteraciones en las funciones ejecutivas que
se asocian con traumatismos y accidentes vasculares.

13.3. Modelos del funcionamiento ejecutivo


El objetivo del presente punto no es realizar un análisis detallado de
todos los modelos existentes de la función cognitiva, sino tratar de
orientarse en base a algunos modelos en el proceso de valoración
del estado de la función cognitiva en general y de sus componentes
en particular. Para ello, se abordará el modelo neuroanatómico que
señala la relación de los diferentes circuitos prefrontales y los signos
de alteraciones ejecutivas, así como un modelo que organiza los
diferentes componentes de las funciones ejecutivas relacionándolos
con las pruebas habituales para su evaluación.

13.3.1. Modelo anatómico del funcionamiento ejecutivo


Este modelo propone como sustrato neural de las funciones
ejecutivas el polo más anterior del lóbulo frontal, la corteza prefrontal.
Habitualmente se señalan 5 circuitos fronto- subcorticales, estructural
y funcionalmente diferenciados (Cummings, 1993), si bien en su
relación con la función ejecutiva suelen referirse tres: dorsolateral,
orbitofrontal y cingulado.
La alteración de estos circuitos neurales se relaciona con tres
síndromes de alteración ejecutiva bien definidos (Portellano, 2014):

1. Corteza prefrontal dorsolateral: las estructuras


dorsolaterales de la corteza prefrontal se suelen relacionar
con el mantenimiento y manipulación activa de la información
verbal y espacial, esto es, la memoria operativa o de trabajo
(Jodar, 2013). De hecho, la memoria operativa resulta de
vital importancia tanto para el funcionamiento atencional,
como para el propio funcionamiento ejecutivo. Además, esta
área cerebral también se relaciona con otros componentes
de la función ejecutiva, como pueden ser la planificación y la
flexibilidad cognitiva (Bruna Rabassa, 2011), por lo que su
alteración puede ser la base de dificultades en la
organización de la conducta orientada a una meta o en la
tendencia a la perseveración (Portellano, 2014).
2. Corteza prefrontal orbitofrontal: las estructuras prefrontales
del córtex orbitofrontal juegan un papel importante en
procesos relacionados con el control inhibitorio y el
procesamiento de señales emocionales que se emplean para
guiar nuestra conducta, implicando aspectos éticos y sociales
de la toma de decisiones (Bruna Rabassa, 2011). Las
alteraciones asociadas a daños en esta área suelen implicar
desajustes en el estado de ánimo y en las respuestas
emocionales que se dan al entorno, siendo estas
desproporcionadas y fluctuantes (labilidad emocional). Así
mismo, se asocian con problemas en la interacción social
derivados de la falta de respeto a las normas y al propio
control de impulso. De igual manera, dada la importancia que
el control inhibitorio juega en el control atencional, se pueden
observar problemas en la atención selectiva y cierta
dependencia del medio, al no inhibir la información
irrelevante, que puede llevar a la aparición de conductas de
utilización.
3. Corteza prefrontal medial cingulada: las estructuras
mediales y cinguladas prefrontales se relacionan
principalmente con la iniciación y mantenimiento de la
conducta (motivación), así como el seguimiento o
monitorización de esta. También se refiere habitualmente una
relación con la velocidad de procesamiento (Portellano,
2014), por lo que las alteraciones que pueden acompañar un
daño que afecte a estas zonas implican un enlentecimiento
de la acción y pensamiento, así como pérdida de iniciativa e
interés por el entorno.

13.3.2. Componentes del funcionamiento ejecutivo


Atendiendo al conjunto de componentes relacionados con las
diferentes estructuras señaladas del córtex prefrontal, podemos
hacernos una idea de cuáles serían los puntos a valorar del
funcionamiento ejecutivo ante la presencia de un TCE o de un ictus.
Sin embargo, existen diferentes modelos factoriales que tratan,
en base a la agrupación de pruebas neuropsicológicas, de organizar
estos componentes de múltiples maneras. Por ejemplo, un estudio
muy conocido es el planteado por Miyake et al. (2000) que tras
varios análisis señalan la existencia de tres componentes
independientes pero que funcionan como un conjunto: la actualización
o monitorización, la inhibición y el cambio o flexibilidad.
Como ocurre con todos los modelos, resulta fácil establecer
puentes entre estos constructos y las diferentes estructuras
prefrontales antes señaladas.
Además, existen otros modelos que refieren ciertas cualidades
del funcionamiento ejecutivo que no terminan de contemplarse dentro
de los modelos factoriales. En un primer lugar, resulta relevante tener
en cuenta la importante relación que se atribuye a las funciones
ejecutivas con el procesamiento de la información novedosa.
En este sentido, Normal y Shallice (1986) plantearon un modelo
teórico de la atención que, centrándose en la acción, plantea dos
mecanismos que regulan la misma: el dirimidor de conflictos y el
sistema atencional supervisor (SAS). Mientras que el dirimidor de
conflictos se considera base para una conducta relativamente
automática (aparece un estímulo conocido y desencadena una
respuesta ya existente), el SAS se pone en marcha ante tareas
novedosas, sin una respuesta preexistente, lo que implica la toma de
decisiones deliberada, incluyendo planificación e inhibición de otras
conductas. Si bien, este modelo se orienta hacia el funcionamiento
atencional, tal y como se planteó en la valoración de la atención,
algunos componentes atencionales se solapan en cierta manera con
la función ejecutiva (por ejemplo, la red ejecutiva del modelo de
Posner y Petters, 1990), en especial cuando se trata de ese control
de la acción (Stuss y Benson, 1984).
Por otro lado, en el marco de la toma de decisiones, resulta de
interés comentar el modelo del marcador somático planteado por
Damasio (1994), que trata de integrar las emociones dentro del
proceso del razonamiento y toma de decisiones. De hecho, parte del
estudio de pacientes con daño frontal focal que aparentemente
presentaban un correcto funcionamiento cognitivo, pero unas
importantes dificultades para el funcionamiento cotidiano y social.

13.3.3. Modelo integrador de los procesos de control


ejecutivo
La existencia de diferentes componentes hace especialmente
relevante el contar con un modelo que integre todos ellos con el fin
de estructurar la valoración completa del funcionamiento ejecutivo.
Una propuesta reciente para organizar estos componentes es la
planteada por Tirapu-Ustárroz et al. (2017). Este modelo parte de
una revisión sistemática de los diferentes estudios que han abordado
la función ejecutiva desde el análisis factorial en busca de la
delimitación de los diferentes componentes de esta.
En este sentido, los autores proponen 9 procesos ejecutivos que
nos van a servir de base para estructurar la valoración del
funcionamiento ejecutivo en la clínica, con algunos procesos con
amplia tradición en el estudio de la función ejecutiva (inhibición o
flexibilidad cognitiva) y otros de más reciente introducción (ejecución
dual o los paradigmas multitarea). Los procesos propuestos en el
modelo integrador se muestran en el cuadro 13.1.

CUADRO 13.1. Modelo integrador de los procesos del funcionamiento


ejecutivo
Componente
Velocidad de procesamiento
Fluencia verbal
Inhibición
Flexibilidad cognitiva
Ejecución dual
Paradigmas multitareas
Memoria de trabajo
Planificación
Toma de decisiones (marcador somático)
Fuente: Tirapu-Ustárroz et al., 2017.

– Velocidad de procesamiento: en el apartado anterior sobre la


valoración atencional ya se hizo referencia a la velocidad de
procesamiento y a algunas de las pruebas que habitualmente
se emplean en la valoración del mismo.
El hecho de que la velocidad de procesamiento ocupe un
lugar en los modelos atencionales y ejecutivos deviene de la
tendencia a considerar a la velocidad de procesamiento como
una propiedad del sistema cognitivo en general más que una
función o proceso cognitivo en sí mismo, lo cual aún sigue
bajo un intenso debate (Tirapu-Ustárroz et al., 2017).
– Fluencia verbal: la fluencia verbal es un proceso que se
muestra alterado de manera frecuente en pacientes que
tienen daño frontal. Consiste en la capacidad para evocar
palabras en un tiempo limitado. Bajo este proceso se
encuentran otros como la capacidad de acceso a la
información de la memoria semántica y procesos ejecutivos
que llevan a cabo la adecuada búsqueda de las palabras
(Tirapu-Ustárroz et al., 2017).
– Inhibición: el control inhibitorio se puede definir de una manera
global como la capacidad para frenar respuestas
preponderantes (motoras, cognitivas o emocionales) o evitar
la entrada de información irrelevante. Existe cierto
solapamiento con la atención selectiva, que implica la
inhibición u omisión de determinados estímulos irrelevantes
para la realización de la tarea, aunque siempre se suele referir
un mecanismo más “pasivo” cuando nos referimos a esta
selección de información, y más “activo” cuando hablamos de
frenar una respuesta preponderante, en muchas ocasiones se
ve un uso intercambiable de ambos términos (Kane et al.,
1994).
– Flexibilidad cognitiva: como ocurría en el caso anterior, la
capacidad para alternar respuestas, conocida como
flexibilidad cognitiva, está muy relacionada con otros
componentes ejecutivos, como la atención alternante y la
inhibición. El principal signo clínico que indica una posible falta
de flexibilidad cognitiva es la perseveración de la conducta,
pese a que el medio requiera un cambio de acción para la
consecución de nuestros objetivos.
– Ejecución dual: normalmente se refiere como ejecución dual a
la capacidad para realizar conjuntamente dos tareas
implicando la ejecución de respuestas simultáneas
pertenecientes a diferentes sistemas cognitivos. En muchos
casos esta capacidad de simultaneidad, que bien podría
relacionarse con la atención dividida, se encuentra muchas
veces alterada en traumatismos o ictus que afectan al lóbulo
frontal.
– Memoria operativa o de trabajo: el modelo factorial también
incluye la valoración de la memoria de trabajo en sus dos
subprocesos, el bucle fonológico y agenda visoespacial, como
parte principal del funcionamiento ejecutivo. De igual manera
se considera esta memoria de trabajo importante para la
función atencional, por lo que ya fue explicada en el anterior
apartado.
– Planificación: la planificación consiste en generar un plan de
acción orientado hacia una meta y llevarlo a cabo,
reajustándose durante la realización del mismo y
contemplando la información que se genera del resultado.
Para ello es necesario el correcto funcionamiento de la
memoria operativa y otros componentes ya comentados a lo
largo del modelo.
– Ejecución de paradigmas multitarea: ese componente hace
referencia a la realización de actividades más similares a las
de la vida diaria de un paciente, en las cuales muchos de los
anteriores componentes entra en juego, lo que implica a su
vez diseños de tareas más ecológicas (Lario et al., 2014).
Para ello se ha recurrido al uso de “multitareas” en las cuales
se pueden poner en juego todos estos componentes de forma
interrelacionada, basándose en un conjunto de subtareas que
deben llevarse a cabo en un tiempo limitado, debiendo
priorizar, organizar y ejecutar estas.
De manera habitual, estas tareas se relacionan con algún
entorno o contexto cotidiano (por ejemplo, la oficina)
permitiendo la observación de las alteraciones de la función
ejecutiva dentro de las demandas habituales en la vida del
paciente (puede verse una clasificación de las pruebas
existentes en Lario et al., 2014).
– Toma de decisiones: la toma de decisiones, como referíamos
en el anterior apartado, se centra en el impacto que el
componente emocional del funcionamiento ejecutivo tiene en la
realización de tareas, a través de la hipótesis del marcador
somático (Damasio, 1994) y el desajuste de este que se
produce tras un daño cerebral.

13.4. Valoración de la función ejecutiva


A la hora de valorar el funcionamiento ejecutivo en general y sus
componentes en particular, existen dos vías principales para obtener
información: la valoración clínica y la psicométrica (Portellano, 2014).
Tal y como ocurría a la hora de valorar la atención en el apartado
anterior, la valoración clínica en este caso girará en torno a la
observación de signos relevantes en el comportamiento del paciente,
así como de la información reportada por el mismo paciente y
personas cercanas a él. Esto encajaría dentro de una valoración más
cualitativa.
Por otro lado, la valoración psicométrica se centra en el uso de
pruebas neuropsicológicas estandarizadas. Estas pruebas son las
que nos permiten comparar el desempeño del paciente con un grupo
de referencia. Ambos tipos de información no son excluyentes, sino
que resultan complementarios, debiendo presentar una coherencia en
sus resultados.

13.4.1. Valoración clínica del funcionamiento ejecutivo


Dentro del proceso de valoración clínica y anamnesis de un caso es
importante conocer los signos que un paciente con alteraciones en
las funciones ejecutivas puede presentar tras un TCE o ictus. Sin
embargo, se ha de tener en cuenta que no todos los signos
observados implican necesariamente una alteración, puesto que
cuando valoramos la conducta de un paciente hemos de tener en
cuenta el comportamiento y personalidad de este antes de la lesión,
algo de lo que nos puede informar la familia o personas cercanas al
paciente. De hecho, una de las claves que se han de tener en cuenta
es el cambio conductual que se origina tras la lesión, ya que
tratamos de encontrar signos que hayan surgido a raíz de la misma.
Además, también se ha de tener en cuenta que un daño cerebral
conlleva una serie de cambios en la vida de la persona que pueden
alterar su conducta, no tanto por la propia lesión (primarias), como
por el proceso de adaptación a la nueva situación (limitaciones y
situación de dependencia) y que, por tanto, se pueden considerar
secundarias a la lesión. En este sentido, otra de las claves a tener en
cuenta es la estabilidad de esos signos en diferentes situaciones y
ante diferentes personas, lo que nos ayudará a diferenciarlos de las
alteraciones emocionales propias de una situación vital de estas
características.
Uno de los primeros signos que puede emerger en nuestro primer
contacto con el paciente es el excesivo nerviosismo que este llega a
presentar fruto de la exposición a un entorno nuevo, así como la
reticencia a acudir a un profesional. En muchos casos, las personas
con un daño frontal son poco conscientes de sus limitaciones,
presentando anosognosia, por lo que se niegan a recibir ayuda. De
hecho, aunque pueda haber claros indicios de problemas en la
adaptación del día a día, el paciente tenderá a confabular u obviar
aquella información que contradiga sus ideas. Para ello, resulta
fundamental contar con la colaboración de personas cercanas al
paciente que puedan verificar aquello nos dice.
Esta rigidez en el pensamiento también afecta en gran manera a
la conducta del paciente, pudiendo observarse con cierta frecuencia
la tendencia a la perseveración. Es algo que puede observarse
durante la conversación con el paciente, cuando este tiende a repetir
temas e informaciones de forma recurrente por falta de flexibilidad y
de generación de alternativas. Este tipo de patrón de conducta suele
estar más relacionado con lesiones en la corteza prefrontal
dorsolateral.
También es relevante confirmar la existencia de cambios estables
en la personalidad, en especial cuando la familia nos hace referencia
a la existencia de conductas desinhibidas, presencia de irritabilidad o
agresividad. Estas resultan muy evidentes en consulta, pudiendo
observarse desde una excesiva verborrea a comentarios
inapropiados o reacciones emocionales desproporcionadas y muy
fluctuantes. En muchos casos podemos observar una dificultad para
resistirse a la interferencia de estímulos irrelevantes (externos o bien
propios pensamientos) para las tareas que se plantean al paciente,
ocurriendo interrupciones continuadas en las tareas o apareciendo
conductas de utilización de manera habitual. Estos signos suelen
relacionarse con lesiones en la corteza prefrontal orbitaria.
Otros signos más relacionados con lesiones cinguladas mediales
implican la presencia de una conducta apática del paciente, falta de
iniciativa y activación, también bastante evidente en consulta,
pudiendo darse hasta casos de mutismo.
La presencia de algunos de estos signos puede alertarnos de
alteraciones en algún componente de las funciones ejecutivas y guiar
nuestra valoración cuantitativa hacia la selección de ciertas pruebas
neuropsicológicas estandarizadas, como las que se presentan en el
siguiente apartado.

13.4.2. Valoración psicométrica del funcionamiento


ejecutivo
Existen múltiples pruebas neuropsicológicas orientadas a la
valoración del funcionamiento ejecutivo a las que podemos recurrir en
caso de considerar necesario cuantificar el estado de los diferentes
componentes que la conforman. Sin embargo, se debe tener en
cuenta que durante la ejecución y resolución de este tipo de tareas
suelen ser necesarias otras funciones cognitivas, por lo que las
puntuaciones obtenidas siempre deben interpretarse con cautela. De
hecho, incluso aunque considerando que contáramos con pruebas
psicométricas que aislaran el funcionamiento ejecutivo, resultaría
difícil a la hora de valorar una mala ejecución confirmar si el causante
es un solo componente o varios de ellos, dada su baja especificidad,
por lo que resulta fundamental el empleo de varias pruebas de
funcionamiento ejecutivo para tratar de observar este en su totalidad.
Siguiendo diversos modelos planteados por Tirapu-Ustárroz et al.
(2005, 2017), podemos estructurar las pruebas a utilizar en función
del proceso que se desea valorar. Algunos de estos componentes
tienen relación con la memoria operativa o procesos atencionales,
por lo que han sido descritos en el apartado correspondiente. Puede
verse la relación en el cuadro 13.2.

CUADRO 13.2. Pruebas para la valoración del funcionamiento


ejecutivo
Componente Pruebas
Velocidad Trail making test (TMT-A)
deprocesamiento Factor de velocidad de procesamiento (escalas de
Wechsler)
Test Stroop (lectura y denominación) (Golden, 1994)
Test de los 5 dígitos (lectura y conteo)
Fluencia verbal Controlled Oral Word Association Test (COWAT)
Inhibición Tareas Go-no go (Christensen, 1986)
Test Stroop (Golden, 1994)
Flexibilidad cognitiva Test de clasificación de tarjetas Wisconsin (WCST)
(Heaton, Chelune, Talley, Kay y Curtiss, 1993)
Ejecución dual Fluencia verbal + copia de la figura de rey
Paradigmas multitareas Conjuntos de tareas de entornos cotidianos
Memoria de trabajo Test de dígitos (escalas de Wechsler)
Localización espacial (WMS-III)
Planificación Torre de Londres (Shallice, 1982)
Torre de Hanoi (Simon, 1975)
Mapa del zoo (Wilson et al., 1996)
Toma de decisiones Iowa Gambling Task (Bechara et al., 1994)
(marcador somático)

13.5. Síndromes disejecutivos


A lo largo de este apartado se han ido comentando los componentes
que se suelen tener en cuenta a la hora de valorar el funcionamiento
ejecutivo y las pruebas adecuadas para cada uno de estos
componentes. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que existe una
entidad que tiende a reflejar las alteraciones relacionadas con el
funcionamiento ejecutivo en general, conocida como síndrome
disejecutivo. Este síndrome se relaciona con las lesiones que afectan
a la corteza prefrontal, y que, por tanto, pondrán en compromiso a
las funciones ejecutivas.
A nivel vascular, como se comentaba anteriormente, los ictus que
afecten a la arteria cerebral anterior pueden ser la base de este
síndrome, al igual que traumatismos craneoencefálicos que afecten
al lóbulo frontal. Sin embargo, aunque se ha referido en todo
momento una conexión con las funciones ejecutivas, se ha de tener
en cuenta que el síndrome disejecutivo también comprende otro tipo
de alteraciones lingüísticas, práxicas o mnésicas secundarias a esa
alteración ejecutiva, lo que requiere una valoración más amplia del
perfil cognitivo del paciente.
El lenguaje en el síndrome disejecutivo puede oscilar entre un
discurso pobre y reducido, desorganizado o, en el otro extremo,
logorreico y perseverativo. A nivel motor, se pueden observar
problemas de tipo práxico, bradicinesia, o ecopraxia. A nivel mnésico,
pueden encontrarse alteraciones en el recuento secuencial de
acontecimientos o del contexto en el cual se producen los mismos.
También, como se ha venido refiriendo a lo largo de este
apartado, existen alteraciones emocionales concomitantes, siendo
las más habituales englobadas dentro del término “labilidad
emocional”.
En un intento de organizar esta diversidad de alteraciones
ejecutivas asociadas con el síndrome disejecutivo, actualmente se
plantea la existencia de al menos tres subtipos, relacionados con las
tres divisiones anatómicas de la corteza prefrontal. Con ello se hace
referencia a una cierta especialización de esas estructuras dentro del
funcionamiento ejecutivo, dando lugar al síndrome disejecutivo
dorsolateral, orbitario, y medial-cingulado, respectivamente, cuyas
características han sido ya explicadas en el modelo estructural-
anatómico de las funciones ejecutivas.

13.6. Rehabilitación de las alteraciones en las


funciones ejecutivas
Al igual que ocurre a la hora de plantear la definición y valoración de
las funciones ejecutivas, existen mucha variabilidad en cuanto a cómo
abordar la rehabilitación de estas, en tanto que son modelos
subyacentes diferentes en los que se basan las alternativas. En este
apartado vamos a basarnos en el modelo teórico planteado
anteriormente para organizar algunas ideas en torno a la
rehabilitación.

13.6.1. Consideraciones generales


La alteración de las funciones ejecutivas suele ser habitual tras un
TCE o un ictus. Sin embargo, la manifestación de estas alteraciones
es diversa, por lo que se debe contar con diferentes estrategias para
enfocar su abordaje, ya que no es lo mismo estar ante una persona
con problemas en la regulación de la conducta, que con una persona
con dificultades en la fluidez verbal pero adecuada iniciativa y
conciencia de sus limitaciones. En cualquier caso, este tipo de
alteraciones van a afectar, en mayor o menor medida, a la capacidad
que tenga la persona para adaptarse a las demandas que presenta
el entorno cotidiano.
Es importante incidir nuevamente en el alto grado de
solapamiento entre la atención y el funcionamiento ejecutivo en
algunos de sus componentes, especialmente en el control voluntario
de la atención (Portellano, 2014). Por ello, algunas de las técnicas
presentadas en la rehabilitación de la atención selectiva, alternante y
dividida son muy similares a las que se emplean para el trabajo de
otros componentes de la función ejecutiva.
Además, se ha de tener en cuenta que en muchas ocasiones se
van a trabajar de forma paralela otras funciones que implicarán una
modificación de las técnicas aquí expuestas. Las alteraciones en
memoria o atención, por ejemplo, pueden implicar que las estrategias
planteadas no sean adquiridas de manera correcta. También se ha
de tener en consideración que en muchas de las tareas entran en
juego varios de los componentes de la función ejecutiva, siendo difícil
encontrar tareas “puras”.
Aún así, aunque el programa de rehabilitación debe tener en
cuenta todas estas peculiaridades, existen una serie de
características generales básicas cuando se abordan las
alteraciones en las funciones ejecutivas. Muñoz-Céspedes y Tirapu-
Ustárroz (2004) señalaron los siguientes:
1. Aplicación de una estrategia de respuesta IDEAL: I-
identificar, D-definir, E-elegir, A-aplicar, L-ver logro.
2. Intervención sobre variables cognitivas relacionadas con el
buen funcionamiento ejecutivo: memoria de trabajo, atención
dividida, habilidades pragmáticas, motivación.
3. Uso de técnicas de modificación de conducta para incidir
sobre comportamientos relacionados con el síndrome
disejecutivo: distracción, impulsividad, desinhibición y
perseveración.
4. Empleo de técnicas de refuerzo diferencial (preferiblemente
coste de respuesta).
5. Tener en cuenta las variables de situación: interés por la
actividad, presencia de distractores externo, etc.
6. Los programas de rehabilitación deben ser ecológicos, es
decir, orientados a la generalización.

Profundizando en estas indicaciones, el uso de una estrategia de


respuesta IDEAL representa una de las formas más habituales de
abordaje de las alteraciones en el funcionamiento ejecutivo, al
proveer una estrategia de actuación para el paciente ante las
diferentes demandas que puede surgir en su entorno,
descomponiendo la respuesta en diferentes pasos. Concretamente,
el control verbal de la acción a través de autoinstrucciones resulta
muy útil cuando estamos ante dificultades para organizar y planificar
acciones.
Como ya se comentó, resulta fundamental el trabajo en otras
áreas cognitivas, como la atención dividida o la memoria de trabajo,
que juegan un papel fundamental en el correcto funcionamiento
ejecutivo, así como para la adquisición de las diversas estrategias
que se pueden emplear para el abordaje de estas alteraciones. Esto
hace necesario que un programa de rehabilitación de las funciones
ejecutivas vaya más allá de las propias funciones ejecutivas
Las técnicas de modificación de conducta también son un recurso
habitual ante alteraciones en las FFEE, teniendo en cuenta que se
suelen desarrollar muchas conductas disruptivas que afectan al
desempeño de las actividades cotidianas, por lo que deben tratar de
corregirse.
De hecho, y en esta línea, se plantea la necesidad del uso del
refuerzo diferencial para lograr ir imponiendo las conductas
adecuadas sobre aquellas que no lo son. Sin embargo, se ha de
valorar la forma en la que va a realizar este reforzamiento, para
evitar errores que pueden ser comunes en la aplicación de estas
técnicas (por ejemplo, estar reforzando otro tipo de conducta
negativa de manera paralela), mantener una constancia y coherencia,
y contar con el apoyo del entorno del paciente para sistematizar esos
refuerzos.
Atendiendo a las diferentes clasificaciones del síndrome
disejecutivo expuestas con anterioridad, se van a enumerar
diferentes programas de rehabilitación existentes que dan cuenta de
las dificultades prototípicas de estos diagnósticos, para pasar
posteriormente a proponer ejercicios para una rehabilitación por
componentes del funcionamiento ejecutivo como alternativa para la
restauración de la función dañada. Por último, se expondrán algunas
opciones de compensación relevantes para este tipo de alteraciones.

13.6.2. Técnicas de restauración en alteraciones de las


FFEE
Existen múltiples programas de rehabilitación que pueden emplearse.
A continuación mencionamos algunos de ellos.

A) Programas de rehabilitación

Hay programas teniendo en cuenta el perfil cognitivo del paciente


(funciones preservadas y alteradas), el grado de conciencia de la
enfermedad, la gravedad y tipo de alteración (Arango-Lasprilla y
Parra, 2008). En este último punto, podemos distinguir tres grandes
grupos de alteraciones, siguiendo el modelo anatómico del lóbulo
prefrontal: las que afectan a la iniciación, al control inhibitorio y el
procesamiento de la información emocional, y a la manipulación de
información y flexibilidad cognitiva como parte del proceso de
planificación de una conducta orientada a una meta. No obstante, en
muchos casos se terminan abordando todas estas dificultades de
manera conjunta.

1. Iniciación y mantenimiento de la conducta (síndrome


medial-cingulado). Los problemas en la iniciación de la
conducta y el mantenimiento de la misma pueden variar
mucho de un paciente a otro, pero por regla general afectan
de una manera muy importante a la autonomía de la persona
(Tirapu-Ustárroz et al., 2011). Por ello, el objetivo consiste en
lograr la mayor reducción posible de esa dependencia. El
inicio de la acción se suele trabajar asociando otras
conductas o estímulos, que faciliten la aparición de la
conducta objetivo, así como la implantación de hábitos que
sirven para la aparición de dicha conducta (Arango-Lasprilla y
Parra, 2008). El empleo, por tanto, de ayudas externas
puede ser útil para provocar el inicio de esas conductas
(como alarmas o sistemas que avisen al paciente),
aumentando su frecuencia de aparición. Un ejemplo
comúnmente citado es la aplicación neuropage (Wilson et al.,
1997), que si bien está orientada a problemas de memoria
que interfieren en el día a día, también se recomienda como
ayuda para el inicio y organización de la conducta tras un
daño frontal con unos resultados bastante buenos.
De igual manera, con la introducción de nuevas
tecnologías, como pueden ser los smartphones, ha permitido
la aparición de muchas más aplicaciones que pueden ser
útiles para la rehabilitación como puede verse una revisión
exhaustiva de diferentes programas orientados a la
rehabilitación en García-Guerrero (2016).
Por otro lado, al margen de la iniciación, también el
mantenimiento de la conducta se puede verse afectado, por
lo que existen también programas de rehabilitación que
pueden ser útiles para trabajar esta dificultad.
Concretamente Everyday Activities to Sequence (Daly y
Daly, 1996) propone el trabajo con varias actividades del día
a día (un total de 20), secuenciando sus pasos en 4 tarjetas,
lo que permite descomponer estás conductas y facilitar su
incorporación al repertorio del paciente. En un trabajo
conjunto con el terapeuta, el paciente debe organizar estas
conductas en el orden adecuado de su realización y debe
recibir feedback sobre su resultado para ir modificando su
respuesta. Con esto se espera que el paciente reconozca
este tipo de tareas en su día a día y cuente con un proceso
para su realización.
2. Control emocional e inhibitorio (síndrome orbitario). Tal vez
uno de los problemas más complejos de abordar en las
alteraciones de las FFEE sean los problemas de conducta,
así como el efecto que tienen sobre la adhesión al
tratamiento. La desinhibición conductual, la irritabilidad o la
labilidad emocional requieren de un tipo de tratamiento
específico para reducir su impacto sobre las actividades de
la vida diaria. De manera habitual se habla de cuatro
enfoques que pueden resultar útiles para abordar estos
problemas de conducta secundarios al daño cerebral, la
modificación del entorno, las estrategias de comunicación, la
terapia de autocontrol y la terapia de conducta (Sánchez-
Cubillo et al., 2007; Sohlberg y Mateer, 2001). Si bien el
abordaje de problemas conductuales se describirá en el
apartado de este manual dedicado a ello, conviene detenerse
a dar una breve descripción de estos enfoques, en especial
de la terapia de conducta. En el primer caso, la modificación
del entorno consiste en tratar de reducir aquellos estímulos
del entorno que puedan provocar la aparición de las
alteraciones de conducta resultantes de una alteración en las
FFEE (irritabilidad, labilidad emocional…), evitando la
aparición de estímulos sorprendentes o novedosos (por
ejemplo, visitas inesperadas), reduciendo el número de
distractores, etc.
Las estrategias de comunicación van enfocadas a mejorar
las habilidades sociales y comunicativas del paciente y a dar
pautas a la familia que permitan hacer una comunicación más
eficiente. La terapia de autocontrol, por otro lado, trata de
hacer más consciente al paciente de sus alteraciones
conductuales y a cómo controlarlas, algo que se abordará
más extensamente en el apartado de conciencia de déficit.
Por último, como eje principal del tratamiento de este tipo de
alteraciones, y como ya se indicó en el apartado de
consideraciones general, las técnicas de modificación de
conducta pueden resultar muy útiles para tratar de abordar
estas alteraciones. Concretamente, técnicas como la
economía de fichas, la extinción, el castigo o el coste de
respuesta. Se ha de tener en cuenta que es necesario
realizar una descripción adecuada de los objetivos
conductuales que se quieren obtener, así como describir
correctamente las conductas que se desea eliminar e
instaurar, ateniendo a las implicaciones que pueden llevar la
asociación o no de ciertos estímulos (por ejemplo, tratar de
reducir la irritabilidad suspendiendo el ejercicio que se está
realizando en un momento dado, puede provocar que se use
esa irritabilidad como manera de evitar ese tipo de ejercicios
más que reducir la misma).
De igual manera hay que tener en cuenta factores como la
contingencia (que la respuesta que se usa para reforzar o
eliminar una conducta sea sucesiva a esta) o la necesidad de
consistencia en las respuestas no solo del terapeuta, sino de
toda la familia para que este tipo de acciones tengan
resultados. Existe un programa diseñado para la
rehabilitación de funciones ejecutivas, creado por Solhberg y
Mateer (2001), que contiene un apartado específico
orientado a la regulación de la conducta, además de añadir
la selección y ejecución de programas, y el control y
estimación de tiempos serán explicados en el siguiente punto.
Para la autorregulación de la conducta, se proponen una
serie de pasos que permitan trabajar esa modificación y que
se resumen en lo siguiente:
– Selección y definición de la conducta a modificar.
– Explicación de manera estructurada de las consecuencias
negativas de esa conducta.
– Observar la aparición de la conducta objetivo y explicar al
paciente los motivos por los cuales no resulta idónea.
– Entrenar en el uso de una hoja de registro de la conducta
objetivo por parte del paciente en un periodo concreto.
– Registrar de manera paralela esa conducta para
comparar con el resultado del paciente.
– Adiestrar en alternativas conductuales adecuadas dando
explicación del motivo por el cual es más funcional la
misma.

3. Organización de la conducta orientada a una meta


(síndrome dorsolateral). La corteza prefrontal dorsolateral
se ha relacionado generalmente con las alteraciones en la
planificación y organización de la conducta para la
consecución de objetivos, dada la importancia de su
integridad para la memoria operativa y flexibilidad cognitiva.
Ante estas alteraciones de frecuente aparición en TCE e
ictus, se suele actuar con el entrenamiento en
autoinstrucciones, de manera que se facilite la organización
de los pasos necesarios para conseguir una meta, muy
similares a las planteadas en el apartado de rehabilitación de
las alteraciones atencionales. Una estrategia antes
comentada sería el patrón de respuesta IDEAL (Robertson,
1996) que consistiría en entrenar al paciente en una serie de
pasos en los que se puede descomponer un correcto
proceso de resolución de problemas.
Dentro del programa propuesto por Solhberg y Mateer
(2001) para la rehabilitación de las funciones ejecutivas,
existe un subapartado dedicado a la selección y ejecución de
planes cognitivos que también pueden ser muy útil para la
rehabilitación. En varias fases se enumeran diferentes
actividades cotidianas y las fases que componen las mismas,
que deben ser ordenadas de manera secuencial para la
consecución del objetivo concreto. Además, también se
añade un subapartado dedicado a la gestión del tiempo en la
realización de diferentes tareas, algo que resulta de vital
importancia para la correcta realización de los paradigmas
multitarea planteados en la valoración de las FFEE.
Concretamente, se trabaja solicitando al paciente la
estimación de tiempos que suponen algunas tareas
cotidianas, así como la estimación del tiempo que lleva
empleado durante la realización de estas.
Por último, otro programa muy orientado a la resolución
de problemas es el planteado por Cramon et al. (1991), que
sigue un proceso similar al patrón IDEAL, planteando
múltiples problemas para los que se deberán general
diferentes alternativas y utilizando la información resultante
de su aplicación para modificar los patrones de actuación.

B) Ejercicios para trabajar los componentes del funcionamiento


ejecutivo

En el siguiente apartado se van a presentar algunos ejercicios que


pueden ser utilizados para la rehabilitación de los diferentes
componentes de las FFEE. Resulta relevante recordar la necesidad
de adaptar el empleo de estos ejercicios a las características de
cada paciente, dado que un uso inespecífico de los mismo reduciría
notablemente su efectividad.
Otros apartados relevantes para el funcionamiento ejecutivo,
como son la memoria operativa, la velocidad de procesamiento, o la
ejecución dual (en atención dividida), fueron abordados ya en este
capítulo en la rehabilitación de las alteraciones atencionales.

1. Ejercicios orientados a la fluencia verbal: existen muchos


ejercicios que se pueden emplear para trabajar la fluencia
verbal, desde empleando categorías, a elementos de la
palabra (letras de inicio o finalización). Se pueden realizar los
siguientes ejercicios:

– Solicitar al paciente que diga palabras que empiecen o


terminen por cualquier letra o sílaba propuesta (como
palabras que empiecen por “ca”).
– Solicitar al paciente la generación de palabras que no
contengan una letra concreta (por ejemplo, la /a/).
– Solicitar al paciente que diga palabras que contengan un
conjunto de letras, independientemente del orden de
aparición (por ejemplo, palabras que tengan l-m-s).
– Solicitar la paciente palabras que no contengan un
conjunto de letras (por ejemplo, sin s-l-a).
– Solicitar palabras que contengan dos veces la misma letra
(por ejemplo, la /r/).
– Solicitar la enumeración de elementos de una categoría
semántica concreta (animales) o que se puedan encontrar
en un entorno concreto (por ejemplo, en la cocina).

2. Ejercicios orientados a la flexibilidad cognitiva: los ejercicios


que se emplean dentro de la flexibilidad cognitiva resultan
muy similares a los presentados dentro del apartado de
atención alternante en la rehabilitación de la atención, dado
que se trata de ejercicios buscan el cambio dentro de un
“set” de respuestas.
Sin embargo, se puede considerar que los ejercicios de
flexibilidad cognitiva van un paso más allá, dejando también
cierta libertad para la generación de alternativas y no solo
teniendo que alternar entre dos. Un ejercicio que se puede
emplear consiste en crear diferentes patrones de dibujo
dentro de un esquema abierto de opciones, como puede ser
un círculo con varios puntos (figura 13.1).
También se pueden empezar las piezas de un tangram
para que realice construcciones de figuras diferentes de
manera continuada y sin repetir las mismas. Otra alternativa
puede ser la seriación en diferentes modalidades, por
ejemplo, utilizando unas tarjetas similares a las empleadas en
la prueba WCST que son presentadas de manera secuencial
y en las que por orden del rehabilitador se irán cambiado las
categorías (color, forma, número, tamaño, etc.) a nombrar
de manera aleatoria durante la seriación (Portellano, 2014).

Figura 13.1. Lámina para generar trazados alternativos.

3. Ejercicios orientados al control inhibitorio: de manera similar


a como ocurre en la flexibilidad cognitiva, los ejercicios
orientados al control inhibitorio presentan cierta similitud con
los planteados en el apartado de atención selectiva, por lo
que ejercicios similares a la tarea Stroop pueden ser
relevantes. De igual manera, en el control inhibitorio motor
resulta útil emplear ejercicios basados en el paradigma
Go/noGo. Estos ejercicios podrían ser los siguientes:

– Ejercicios de denominación contraria (explicados en la


rehabilitación de atención selectiva).
– Solicitar que el paciente de un golpe en la mesa cuando
se diga una palabra que contenga la letra “a” y de dos
golpes cuando la palabra no la tenga. Invertir la orden
posteriormente para generar conflicto.
– Utilizando tarjetas con números, presentar tarjetas con
números teniendo que decir el paciente el número
inmediatamente superior al que ha sido mostrado (por
ejemplo, ante un “3” decir “4”) o el inferior.
– Solicitar al paciente que de un golpe con el pie en el suelo
cuando el rehabilitador de dos golpes con la mano en la
mesa, y dos golpes con el pie cuando el rehabilitador de
uno con la mano en la mesa. Invertir la orden cuando haya
pasado un periodo de tiempo.
– Colocar un objeto cilíndrico en la mesa y solicitar que el
paciente coja dicho objeto lo más rápido posible
(compitiendo con el rehabilitador) cada vez que escuche la
palabra palo en una lista de palabras que irá leyendo el
rehabilitador. En esa lista existirán varias palabras que
empiecen por la sílaba “pa”.

4. Ejercicios orientados a la planificación: para trabajar las


alteraciones en la planificación, se pueden adaptar algunos
de los ejercicios que se han planteado en los programas de
rehabilitación anteriormente presentados. Siguiendo ese
esquema, se buscaría trabajar la organización de los pasos
necesarios para la consecución de una meta, por lo que
podrían presentarse diferentes dibujos que ejemplifiquen
pasos de una acción que deben ordenarse (por ejemplo, los
pasos para hacer una tortilla de patatas, desde pelar las
patatas, hasta sacar la tortilla de la sartén).
Otra alternativa puede ser diseñar tareas que requieran la
consecución de un objetivo a partir de unos pasos y con
algunas restricciones, similar a las pruebas de evaluación
mencionadas con anterioridad, la Torre de Londres y la Torre
de Hanoi.

13.6.3. Técnicas de compensación


Recordando lo ya expuesto en el presente manual hasta el momento,
las técnicas de compensación tratan de modificar el entorno o
proveer de ayudas externas al paciente que presenta una alteración
cognitiva. En este caso, a lo largo del punto de restauración se han
explicado algunas ayudas externas, como la aplicación Neuropage
(Wilson et al., 1997) y el uso de smartphones. Resultan de especial
interés las modificaciones que pueden hacerse en el entorno ante la
presencia de alteraciones en las FFEE y que concretamente buscan
dos objetivos:

1. Minimizar el riesgo de accidentes o lesiones que pueda tener


el paciente.
2. Reducir u organizar los estímulos del entorno para facilitar el
funcionamiento diario (Arango-Lasprilla y Parra, 2008).

En este último caso, proveer de una organización externa del


entorno al paciente puede resultarle muy útil para facilitar la
realización de diferentes actividades, evitando distractores y
ayudando a secuenciar, por ejemplo, las mismas a través del uso de
etiquetas o notas de aviso. Igualmente resulta útil estructurar ese
entorno creando una estabilidad que permita la generación de hábitos
y rutinas de trabajo y acción, atendiendo a la dificultad que los
pacientes con alteraciones en las FFEE tienen para afrontar
situaciones novedosas o muy cambiantes. También la reducción de
ruido o distractores es algo conveniente dada la interferencia que
pueden generar con la realización de casi cualquier actividad en
estos casos.
14
Conducta y emociones:
evaluación, diagnóstico e
intervención en ictus y TCE

14.1. Evaluación y diagnóstico de las alteraciones


emocionales y de conducta
Para aquellas personas que trabajan en el mundo de la
neurorrehabilitación son bien conocidas las consecuencias que
provoca en la conducta y las emociones haber sufrido un DCS. El
DSM-V (American Psychiatric Association, 2014) dedica un pequeño
apartado en los trastornos de la personalidad a aquellos cambios
debidos a afección médica sobre el SNC (310.1), utilizándose este
criterio como diferencial para distinguirlo de otros tipos de trastornos
de la personalidad. En la CIE 10 (Organización Mundial de la Salud,
1999) existe la etiqueta de trastorno neurocognitivo mayor debido a
un TCE, con alteración del comportamiento (F02.81) o síndrome del
lóbulo frontal (F07.0), sin especificar el tipo de alteración (depresivo,
paranoide, ansiedad, esquizoide, etc.).
Las lesiones en la corteza prefrontal ventromedial, incluyendo la
corteza orbitofrontal, provocan síntomas neuroconductuales de
distinta índole: desinhibición, apatía, agitación motora, verborrea,
depresión, hipersexualidad, labilidad emocional, embotamiento
afectivo, empobrecimiento del juicio para tomar decisiones, delirios,
alucinaciones, trastornos del sueño y la conducta alimentaria, etc.,
originando cambios drásticos que afectan a los ámbitos personal,
laboral y familiar (Barrash et al., 2000; Blair, 2004; Duffy y Campbell,
1994; Mega y Cummings, 1994).
La ausencia de marcadores neurobiológicos y psicométricos
fiables complica el diagnóstico de esta realidad del DCS. Desde el
punto de vista neuroanatómico, es, como consecuencia de los daños
en la corteza prefrontal, donde encontramos la gran variedad de
síntomas, ya que la corteza prefrontal ventromedial es la encargada
de llevar a cabo procesos de autocontrol, autorregulación emocional,
motivación, y otros procesos cognitivos que permiten que nuestras
conductas sean acordes a las demandas que recibimos del ambiente
(Barrash et al., 2000; Guallart-Balet et al., 2015). Gracias a estos
procesos podemos adaptarnos a normas socialmente establecidas
que permiten la convivencia del ser humano con el entorno al que
pertenece. Otra zona de la corteza prefrontal, la dorsolateral, se ha
vinculado a los procesos ejecutivos como los que veíamos en el
capítulo anterior.
La aproximación al estudio de los problemas de conducta y los
cambios de personalidad originados por lesiones en el córtex
prefrontal tiene su origen en el conocido caso de Phinias Gage
(García-Molina, 2012), un operario de ferrocarriles que tras tener un
accidente laboral sufrió un cambio brusco en su personalidad,
condicionando desde entonces su relación con su entorno inmediato:
relaciones sociales y laborales.
Una manera de investigar los problemas ocasionados por el DCS
es a través de cuestionarios estandarizados donde familiares y
pacientes proporcionan información sobre la presencia o ausencia de
determinados síntomas. El objetivo de estos cuestionarios es
recoger y cuantificar la frecuencia y grado de aparición de
determinada sintomatología.
Dicha información se puede obtener a través de una entrevista,
aunque los cuestionarios resultan útiles porque estructuran la
sintomatología que hay que tener en cuenta en la evaluación del
síndrome frontal. No obstante, como señalan Guallart-Balet et al.
(2015), hay una serie de dificultades en la evaluación de esta
sintomatología psiquiátrica en pacientes con DCS que se convierten
en requisitos que al mismo tiempo todo instrumento válido y fiable ha
de cumplir:

– Evaluación estandarizada de un amplio abanico de cambios de


personalidad.
– Cuantificar lo que se debe a la personalidad premórbida y lo
que es consecuencia del DCS.
– Obtener los datos de un informador que tenga la oportunidad
de observar al paciente en diferentes situaciones de su día a
día.
– Proporcionar un cuestionario con ítems sencillos, con ejemplos
de situaciones de comportamientos en el día a día.
– Hacer hincapié en aquellos comportamientos más frecuentes
tras un DCS.
– Incorporar ítems de control para detectar informadores no
fiables y no basarse solamente en su juicio clínico.

A continuación, presentamos una serie de cuestionarios utilizados


en el DCS para la evaluación de los trastornos neuroconductuales:

– Inventario neuropsiquiátrico (NPI, por sus siglas en inglés


neuropsiquiatric inventory) (Cumming et al., 1994). Diseñado
para detectar síntomas neuropsiquiátricos en pacientes con
enfermedad de Alzhéimer, hoy está muy extendido a otras
etiologías de daño cerebral como EM, ictus, TCE, etc.
(Figved et al., 2005; Kulisevsky et al., 2001; Manes et
al.,1999). Consta de 12 ítems donde, en un primer momento,
se han de identificar aquellos síntomas que son destacables
en el último mes, posteriormente, en caso de que las
puntuaciones sean positivas, es decir, que haya presencia de
dicha sintomatología, se profundiza en una serie de cuestiones
para obtener un grado de frecuencia e intensidad de dicho
síntoma. Cada ítem presenta un valor que resulta de
multiplicar la frecuencia por la intensidad. Es sumado y se
obtiene una puntuación global del cuestionario, de 0 a 144,
indicando una mayor puntuación, mayor índice de alteración
psiquiátrica. El NPI ha sido validado en población española
por Vilalta-Frach et al. (1999). En una muestra de 53
pacientes se encontró que el 92,5 % que habían sufrido TCE
presentaron algunos de los síntomas psiquiátricos, siendo la
irritabilidad/ labilidad emocional, la apatía y la desinhibición los
que obtuvieron las puntuaciones más altas. Se realizó el
estudio comparativo entre el tiempo trascurrido del trauma y la
sintomatología, no encontrándose diferencias en las
puntuaciones encontradas. Es decir, los síntomas psiquiátricos
permanecen estables a lo largo del tiempo. Tampoco se
hallaron diferencias en cuanto al tipo de lesión (focal o axonal
difusa) y la sintomatología psiquiátrica (Castaño-Monsalve et
al., 2012). Estos mismos autores han relacionado los
resultados de la NPI con otras escalas, como la Glasgow
Outcome Scale (GOS) (Jennett y Bond, 1975), o la Disability
Rating Scale (Levin et al., 1987).
Ambas escalas son funcionales y podrían servir como
predictores de la sintomatología psiquiátrica. Se ha
encontrado que el grado de agitación y desinhibición
correlaciona de forma significativa con el grado de
discapacidad mostrado en la escala GOS, y la sintomatología
de apatía lo hace con la DRS. Otro componente que influye a
la hora de presentar trastornos neuropsiquiátricos son los
antecedentes de consumo de drogas, existiendo mayor
probabilidad de presentar sintomatología psiquiátrica cuando
ha habido una historia de consumo previo (Castaño-Monsalve
et al., 2012).
– Frontal System Behavioral Assessment Scale (FrSBe) (Grace
y Malloy, 2001). Es una escala compuesta por 46 ítems que
nos da el valor de tres subescalas: apatía, función ejecutiva y
conductas de desinhibición. Compara mediante una escala
Likert de 1 a 7 el estado previo al DCS con la sintomatología
actual. Se recogen datos que incluyen variables
sociodemográficas, antecedentes neuropsiquiátricos, datos
relevantes de la historia clínica, intervalo desde el inicio de la
enfermedad, problemas económicos/legales, datos del
informador y la validez que concedemos a la información que
nos proporciona el familiar. Como la administración de la
escala se realiza al paciente y al familiar permite comparar las
respuestas y grado de discordancia entre ambos.
– Comprehensive Executive Function Inventory (Naglieri y
Goldstein, 2013). Valora sobre todo aspectos ejecutivos como
planificación, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva, control
inhibitorio, etc., pero está dirigido a adolescentes.
– Behavior Rating Scale Inventory of Executive Function
(BRIEF) (Gioia et al., 2000). Escala desarrollada para evaluar
el comportamiento de jóvenes adolescentes en diferentes
situaciones (hogar, colegio y amigos) y donde ponen de
manifiesto su comportamiento ejecutivo (conducta de
autorregulación, metacognición, inhibición, cambio atencional,
control emocional, memoria de trabajo, organización y
respuesta a tareas complejas). Esta escala ha sido utilizada
para valorar a niños con DCS (Herndon, 2006). Dispone de
una parte autoadministrada que permite comparar nuestra
evaluación con la propia percepción del adolescente.
– Iowa Rating Scale of Personality Change (IRSPC) (Barrash y
Anderson, 1993). Validado en nuestro país por Guallart-Balet
et al. (2015), consta de 30 ítems que pretenden valorar los
déficits ocasionados por lesiones en la corteza frontomedial y
dorsolateral, zona del cerebro relacionada con los
comportamientos volitivos, las reacciones emocionales, la
autoconciencia, la cognición social y las funciones ejecutivas.
El cuestionario incluye la evaluación de otros trastornos
psicopatológicos como depresión, ansiedad, obesidad, fatiga,
ansiedad, suspicacia, intolerancia al estrés, etc. Además,
cuenta con cuatro ítems que se utilizan para valorar la
fiabilidad del observador.
– Dysexecutive Questionnaire (DEX) (Bennett et al., 2005).
Este cuestionario consta de 20 ítems que fueron
específicamente seleccionados para evaluar cambios en la
personalidad, las emociones, la motivación y las funciones
ejecutivas. Se valora en una escala Likert de 1 a 5 que mide la
intensidad de dicha sintomatología. Los valores altos
indicarían mayor presencia de sintomatología prefrontal. Es
una medida genérica que requiere la observación de cada
ítem para distinguir los diferentes cambios que se hayan
podido producir.
– Frontal Behavior Inventory (FBI) (Kertesz et al., 2000). El
inventario de comportamiento frontal fue desarrollado con el
fin de hallar la amplia gama de dominios conductuales
alterados en pacientes con enfermedades degenerativas. Es
útil para seguir la evaluación de los síntomas y monitorizar los
cambios de comportamiento a lo largo del tiempo. Evalúa la
presencia y gravedad de los comportamientos con una escala
Likert de 4 puntos (ninguna, leve, moderada y grave). El
cuestionario lo forman 24 preguntas que miden
comportamientos como: apatía, indiferencia, desorganización,
falta de atención, negligencia personal, espontaneidad,
concreción, pérdida de conocimiento, lenguaje y apraxia.
– The Neurobehavioral Rating Scale (NRS-R) (Vanier et al.,
2000). Fue la primera escala desarrollada para evaluar el
comportamiento en pacientes que habían sufrido TCE. La
original es de 1987, pero en 2000 la escala Likert de cada uno
de los ítems fue modificada de 7 a 4 puntos (ausente-leve-
moderado-severo). Los 29 ítems que la engloban están
agrupados en 8 dominios que incluyen atención, orientación,
memoria, conciencia, lenguaje, regulación conductual,
sintomatología postrauma y estado emocional. Un tercio de
dichos ítems están orientados a la exploración sintomática de
ansiedad, desinhibición, agitación, hostilidad, dificultades en la
comunicación y alteraciones del estado de ánimo.
– The Agitated Behavior Scale (ABS). Esta escala evalúa los
síntomas neuroconductuales en estadios tempranos de DCS
(Corrigan, 1989). Compuesta por 14 ítems agrupados en
base a tres factores: desinhibición, agresividad y labilidad
emocional, con un rango de puntuación desde 14 a los 56
puntos, donde las puntuaciones más altas indiciarían
presencia de alteración conductual. La puntuación indicadora
de agitación grave se estima en puntuaciones mayores de 35
puntos. La replicabilidad de la consistencia interna de la
escala fue realizada por Bogner et al. (2000).
– The Overt Agression Scale (OAS) (Yudofsky et al., 1986). La
escala presenta 4 ítems que registran el tipo de
comportamiento que tienen los pacientes, tanto verbales como
físicos, y si estos se producen contra objetos, personas o uno
mismo. Cada uno de ellos mide la frecuencia y la gravedad.
Además, hay tres ítems que registran la intervención aplicada
por el profesional. Posteriormente, Alderman, Knight y Morgan
(1997) modificaron la escala aumentando la frecuencia y la
severidad de los comportamientos agresivos. Describen los
comportamientos que pueden predecir “el acto” agresivo y
amplió la gama de intervenciones para manejar el
comportamiento agresivo. The Overt Agression Scale-
Modified for Neurorehabilitation (OAS-MNS) es una
herramienta útil para usar en los pacientes postagudos en
entornos de neurorrehabilitación.
– The Prefrontal Symptoms Inventory (PSI) (Ruiz-Sánchez de
León et al., 2012). Inicialmente propuesto para la evaluación
de personas con conductas adictivas, se ha propuesto
también como instrumento de excelente fiabilidad y validez en
población con DCS cuando se comparan los resultados entre
la versión autoadministrada y la realizada por el familiar, que
además permite detectar aquellos pacientes con alto grado de
anosognosia (Ruiz-Sánchez de León et al., 2015). La versión
completa consta de 46 ítems (20 la versión reducida) que
permiten la evaluación de los siguientes dominios cognitivos:
control emocional, conducta social y competencias ejecutivas
del lóbulo frontal.
– The Apathy Evaluation Scale (AES) (Marin et al., 1991). Esta
escala se desarrolló en un primer momento para medir
diferentes grados de apatía, y discriminarla de la depresión.
Ha sido utilizada para ictus y TCE, así como para evaluar
dichos síntomas en pacientes con enfermedad de etiología
degenerativa (Kant et al., 1998; Marin et al., 1991). La escala
consiste en 8 ítems valorables en una escala Likert de 1 a 4
puntos que identifican cambios en tres áreas: actividad
observable, contenido del pensamiento y respuesta
emocional. Contiene 3 tipos de administración:
autoadministración, rellenado por el informador y un último que
rellena el profesional a través de una entrevista
semiestructurada (Glenn et al., 2002).
– Brief Psychiatric Rating Scale (BPRS) (Overall y Gorham,
1962) Aunque fue diseñado principalmente como una escala
para evaluar trastornos psiquiátricos, se ha observado que es
una herramienta útil para evaluar las secuelas en el DCS.
Mide el estado emocional del paciente, si está retraído o no,
su desorganización y contenido inusual del pensamiento, su
embotamiento afectivo, etc.
– Neurobehavioral Functioning Inventory (NFI) (Kreutzer et al.,
1996). Instrumento específicamente diseñado para medir los
déficits neuroconductuales en personas que habían sufrido
DCS. El cuestionario puede rellanarse de manera
autoadministrada u oral y la información que se proporciona
gira en torno 76 ítems que pueden agruparse bajo 6 dominios:
depresión (13 ítems), síntomas somáticos (11 ítems),
atención/memoria (19 ítems), comunicación (10 ítems),
agresión (9 ítems) y habilidades motoras (8 ítems). Hay 6
ítems relacionados con la seguridad del paciente y la
integración en la comunidad.

La sintomatología psiquiátrica que recogen estas escalas se


resume el cuadro 14.1.
CUADRO 14.1. Sintomatología neuroconductual recogida en los
diferentes cuestionarios
Delirios
Alucinaciones
Agitación/agresividad
Depresión/disforia
Júbilo/euforia
Ansiedad
Apatía, falta de iniciativa, falta de interés, falta de persistencia
Desinhibición
Irritabilidad/labilidad
Comportamiento motor aberrante
Trastornos del sueño
Trastorno del apetito/conducta alimentaria
Perseveración
Juicio empobrecido
Embotamiento emocional
Estado de ánimo
Dificultad en la toma de decisiones
Disminución de la autoconciencia

Hay una serie de escalas que han sido desarrolladas


específicamente para evaluar la sintomatología neuroconductual en
paciente con TCE, como la ABS y la FrSBe, mientras que la NRS o
la OAS fueron diseñadas para población sana y la NPI para
demencias. Todas ellas han sido validadas para su uso en población
con DCS. Hay escalas que inciden más en una sintomatología que en
otra (agresividad, apatía agitación, etc.). Pueden ser usadas con
propósito diagnóstico y para evaluar la respuesta que se esté
teniendo a una intervención terapéutica específica.
La elección de una prueba u otra dependerá de variables como el
tipo de sintomatología (por ejemplo, para evaluar la sintomatología
apática con detalle, AES o la subescala de la NPI o FrSBe), el
tiempo que dispongamos para administrar de la prueba, la
disponibilidad de buenos informadores que estén en condiciones de
proporcionarnos información veraz y fiable (NFI, FrSBE y AES para
comparar el grado de concordancia con los resultados dados por el
paciente), nuestra propia preparación con la prueba, la fase del DCS
(la mayoría de las escalas han sido diseñadas para administrarlas en
la fase post APT), el grado de afectación del sujeto en otros
procesos cognitivos como la memoria, la conciencia de enfermedad o
si presenta disfunción de las funciones ejecutivas (estas escalas no
evalúan específicamente las funciones cognitivas). Pero las que se
consideran más completas son la NRS y la NPI, ya que ambas han
sido frecuentemente utilizadas para la evaluación de sintomatología
psiquiátrica en el DCS.

CUADRO 14.2. Principales escalas utilizadas para la valoración


conductual en DCS
Escala Autor
Neuropsiquiatric Inventory (NPI) Cumming et al., 1994
Frontal System Behavioral Assessment Scale Grace y Malloy, 2001
(FrSBe)
Comprehensive Executive Function Inventory Naglieri y Goldstein, 2013
Behavior Rating Scale Inventory of Executive Function Gioia et al., 2000
(BRIEF)
Iowa Rating Scale of Personality Change (IRSPC) Barrash y Anderson, 1993
The Neurobehavoral Rating Scale (NRS-R) Vanier et al., 2000
The Agitated Behavior Scale (ABS) Corrigan, 1989
The Prefrontal Symptoms Inventory (PSI) Ruiz-Sánchez de León et
al., 2012
The Overt Agression Scale (OAS) Yudofsky et al., 1986
The Apathy Evaluation Scale (AES) Marin et al., 1991
Dysexecutive Questionnaire (DEX) Bennett et al., 2005
Brief Psychiatric Rating Scale (BPRS) Overall y Gorham, 1962
Frontal Behavior Inventory (FBI) Kertesz et al., 2000

14.2. Simulación y trastorno facticio en el DCS


El trastorno facticio se encuentra dentro del DSM-V en el apartado
de síntomas somáticos y trastornos relacionados [300.19 (F68.10)].
Según el DSM-V, la característica esencial del trastorno facticio es la
simulación de signos y síntomas médicos o psicológicos, en uno o en
otros, asociada a un engaño identificado. El diagnóstico requiere la
demostración de que el individuo está cometiendo acciones
encubiertas para tergiversar, simular o causar signos o síntomas de
enfermedad o de lesión en ausencia de recompensas externas
obvias. La diferencia del trastorno facticio y la simulación radica en
que en la simulación sí hay una intención clara para obtener
beneficios personales.
En el sistema propuesto por Slick, Sherman e Iverson (1999)
para los casos de Malingered Neurocognitive Dysfunction (MND) (lo
traduciremos como disfunción neurocognitiva simulada), se
diagnostica simulación a los pacientes que obtienen puntuaciones
bajas en los test de elección forzada cuando hay cuantiosos
incentivos externos de por medio. Se denominan test de elección
forzada aquellas pruebas donde los sujetos puntúan muy por debajo
en comparación con las respuestas dadas al azar.
La discusión en la literatura radica en si podemos considerar la
simulación en una persona que ha sufrido un daño neurológico, ya
que parece que los conceptos de neuropatología y simulación son
claramente excluyentes entre sí. La cuestión es que los pacientes no
pueden simular un daño neurológico, pero sí exagerar las
consecuencias funcionales que acarrea el mismo (Bianchini, Greve y
Love, 2003). Las razones que pueden llevar a una persona con DCS
a simular determinados síntomas proceden del ámbito de la medicina
forense (Barranquer, 1992) y la obtención de cuantiosas cantidades
económicas a cuenta de las compañías de seguros, hacerse con una
pensión de invalidez y en otros tiempos, librarse del servicio militar
obligatorio. No obstante, como señala Barranquer, la frecuencia de
las simulaciones en las consultas de neuropsicología no es frecuente
debido a que las desventajas sociales de padecer un trastorno
neurocognitivo superan a las ventajas que puedan obtenerse (Muñoz
Céspedes y Paúl Laprediza, 2001). En el ámbito forense
encontramos:

– Una marcada diferencia entre la ausencia de los datos


objetivos hallados en neurología y neuropsicología y las
quejas subjetivas del paciente.
– El paciente que simula las repercusiones de haber sufrido
DCS nunca es un niño.
– La incidencia de este trastorno es muy escasa después de un
TCE deportivo o doméstico.
– La evolución de la sintomatología es la siguiente: ausencia de
síntomas tras el alta, aparición de síntomas que evolucionan
progresivamente un tiempo después.
– El perfil del accidentado es una persona con un historial con
frecuentes cambios de trabajo y poco especializado.
– Suelen ser personas enviadas a consulta por un abogado.
– No disponemos de herramientas con absoluta fiabilidad y
validez que nos permitan detectar casos de simulación. Sin
embargo, existen algunos indicadores que pueden sernos
útiles a la hora de detectar estos casos. Céspedes y
Lapedriza (2001) recogen indicadores generales que denotan
falta de consistencia interna y pruebas creadas ad hoc para la
detección de dichos casos (cuadro 14.3).

CUADRO 14.3. Indicadores que denotan falta de consistencia interna


Discrepancia en los resultados de pruebas que exploran los mismos procesos y
no pueden ser explicadas por diferencias en la atención, motivación, dificultad de la
tarea o propiedades psicométricas de las pruebas
Muy bajo rendimiento en pruebas neuropsicológicas, que las personas con mayor
alteración realizan correctamente
Patrón de ejecución malo-bueno-malo en evaluaciones seriadas
Baja fiabilidad en los test-retest en sesiones separadas
Presencia de respuestas ilógicas o absurdas (por ejemplo, mejor recuerdo de los
ítems difíciles que de los fáciles)
Puntuaciones bajas en pruebas motoras y sensoriales que no se corresponden
con un patrón anatómico de lesión
Puntuaciones en las pruebas de atención/concentraciones muy inferiores a las de
memoria en general
Memoria de reconocimiento exageradamente alterada, incluso peor que en las
pruebas de evocación o recuerdo libre
Reducido efecto de posición serial (tendencia a recordar los primeros y los últimos
elementos de una serie, por ejemplo, una lista de palabras con mayor precisión
que los elementos intermedios) en las pruebas de evocación libre de material
aprendido
Ningún efecto de las claves en las tareas de recuerdo demorado
Rendimiento final por debajo del esperado por azar
Fuente: Muñoz Céspedes y Paúl Laprediza, 2001.
Las siguientes pruebas (recopiladas en los cuadros 14.4 y 14.5)
son tareas sencillas que aparentan complejidad y llegan a confundir a
los simuladores haciéndoles sobreestimar la dificultad del test,
obteniendo un rendimiento inferior a las personas con DCS grave:

– Test of Symptom Validity (Pankratz y Paar, 1988): en esta


prueba se presenta durante dos segundos una luz roja y luego
una blanca. Después de realizar esto, se presenta una tarea
de distracción para posteriormente responder cuál es la luz
que vio por última vez encendida. Se espera que los sujetos
que simulan obtengan puntuaciones por debajo del 50 %, es
decir, por debajo del porcentaje de azar.
– Test de Memoria de Dígitos (Hiscock y Hiscock, 1989):
consiste en 72 ensayos (3 bloques de 24) en los que se
presentan 5 dígitos, y tras un intervalo corto de tiempo tiene
que elegir de entre dos respuestas posibles qué número ha
visto. La dificultad de la tarea viene dada por la demora en la
presentación de los estímulos a elegir (5, 10 y 15 segundos) y
la similitud entre los números. Un paciente con DCS obtiene
en estas pruebas un nivel de acierto del 90 %.
– Test de reconocimiento de dígitos de Portland (Binder, 1993):
es una modificación del test de memoria de dígitos, pero
incluye un distractor entre estímulos, además la presentación
se realiza por vía auditiva.
– Test of Memory Malingering: TOMM (Rivera et al., 2015;
Tombaugh, 1996): consta de 50 imágenes presentadas de una
en una. Luego se presentan las mismas imágenes
emparejadas con otras y la persona tiene que decidir qué
imagen había visto anteriormente. Las puntuaciones obtenidas
por las personas con DCS se asemejan a las que no han
sufrido DCS. Los simuladores puntúan muy por debajo.
– Rey´s 15 item Test (Morse et al., 2013): el paciente escucha
quince palabras y posteriormente se le pide que nos diga
cuáles recuerda (recordar 3-4 o menos palabras se considera
un rendimiento pobre). Posteriormente se presentan 15
símbolos en grupos de 3 (ABC, 123, abc, cuadrado-círculo-
triángulo, I-I-III). Existe una versión que incluye una prueba de
reconocimiento. Se ha observado que este está preservado
en la mayoría de pacientes que sufren DCS. En una
investigación realizada por Morse et al. (2013), se obtuvo el
rendimiento del reconocimiento en cuatro grupos:

1. Pacientes en litigio o en busca de los beneficios de una


incapacidad con obtención de resultados no creíbles en el
TOMM, CVLT-II y el Spam de dígitos.
2. Pacientes en litigio con obtención resultados creíbles en
el TOMM, CVLT-II y el spam de dígitos.
3. Pacientes con discapacidad de aprendizaje.
4. Muestra clínica no involucrada en litigios. Encontraron que
el primero grupo cometía significativamente más falsos
positivos que el resto de los grupos, es decir, reconocían
más palabras como buenas cuando no habían sido
presentadas en comparación con el resto de los grupos.

– Rey Word Recognition Test (Nitch et al., 2006): contiene dos


partes, A y B. La A es fácil y consiste en reconocer palabras
que han sido oídas. Tras cinco segundos presentamos 30
palabras que contienen las 15 escuchadas. Si el resultado
obtenido es muy pobre o sospechamos de simulación
procedemos a administrar la parte B, que es más difícil y
consiste en recordar tantas palabras como sea posible una
vez leídas por el clínico que administra la prueba. Cuando los
pacientes reconocen menos palabras en la lista A que en el
recuerdo libre de la lista B suponemos que existe simulación
debido a la que la ejecución de A es más fácil que B (esto en
ausencia de otras alteraciones neuropsicológicas como
alexias, agnosias, etc.). Se ha observado el rendimiento de
esta prueba con otras tareas de memoria, por ejemplo, un
número igual o menor de palabras recordadas en la lista A
que las recordadas en el primer ensayo del Rey Auditory
Verbal Learning Test (RAVLT) se considera un resultado no
creíble.
– Rey Dot Counting Test (Binks, Gouvier y Waters, 1997): se
presenta al paciente dos grupos de cartas, una con puntos
agrupados y otra sin agrupar. La tarea del sujeto consiste en
contar los puntos tan rápido como sea posible. Se sugiere
simulación cuando el patrón de los tiempos de conteo es más
largo en el grupo de cartas agrupados. También se pueden
comparar el número de errores entre ambos grupos.
– Recognition Memory Test (Warrington, 1984): esta prueba es
usada habitualmente para la exploración de la memoria
declarativa episódica, pero se han encontrado diferencias en
los perfiles de los simuladores vs. a aquellas personas que
sufren alteración de la memoria (Bianchini, Mathias y Greve,
2001).

CUADRO 14.4. Pruebas para la detección de casos de simulación


Test Autor
Test of Symptom Validity* Pankratz y Paar (1988)
Test de memoria de dígitos* Hiscock y Hiscock (1989)
Test of memory malingering* Tombaug (1996)
Test de reconocimiento de dígitos de Binder (1993)
Portland*
Rey´s 15 Item Test Monse et al. (2013)
Rey Word Recognition Test Nitch et al. (2006)
Dot counting test Binks et al. (1997)
Recognition Memory Test Warrington (1984)
* Son pruebas de elección forzada.

CUADRO 14.5. Otras pruebas para la detección de casos de


simulación
Test
Multi-Digit Memory Test (MDMT)
Victoria Symptom Validity Test (VSVT)
Test of Neuropsychological Malingering (TNM)
Portland Digit Recognition Test-Computer (PDRT-C)
Computerized Assessment of Response Bias (CARB)
Amsterdam Short-Term Memory Test (ASMT)
Forced Choice Test of Nonverbal Ability (FCTNV)
P300 Sympom Validity Test (P300 SVT)
Fuente: Bianchini et al., 2001.

Para Slick, Sherman e Ivenson (1999) existen una variedad de


métodos y medidas que se utilizan actualmente para detectar
síntomas exagerados en el transcurso de una evaluación
neuropsicológica:

– Inconsistencia de los síntomas referidos por los pacientes.


– Inconsistencia u otros síntomas determinados en las pruebas
neuropsicológicas.
– Medidas o indicadores diseñados expresamente para detectar
síntomas fingidos o déficits cognitivos (cuadro 14.3).

En la bibliografía se han descrito casos de pacientes que, tras


una lesión cerebral, y en la mayoría de las ocasiones en situaciones
de litigio, obtienen peores puntuaciones en las pruebas
neuropsicológicas de las que habían obtenido previamente, esto en
ausencia de complicaciones intermedias, como convulsiones que
nunca habían ocurrido. Las pruebas de elección forzada deberían ser
administradas de manera protocolizada en aquellas personas que
han sufrido DCS y además se encuentren en situación de litigio
(Boone y Lu, 2003).
El patrón del método de rendimiento (The pattern of performance
method) es probablemente la forma más efectiva de detección. Este
método se basa en los datos estadísticos obtenidos en diferentes
pruebas neuropsicológicas. La obtención de múltiples medidas puede
aumentar la detección de simuladores. Para interpretar los
resultados deben compararse las puntuaciones obtenidas en los
ítems fáciles frente a los difíciles, y estudiar si los perfiles de los test
son congruentes con los patrones establecidos para la función que se
pretende simular.
Slick, Sherman e Iverson (1999) proponen una serie de criterios
diagnósticos (cuadro 14.6) definiendo las características
psicométricas, comportamentales y aquellos datos indicativos de
simulación posible, probable o definitiva:
– Criterio A. Presencia de incentivo externo: al menos un
incentivo externo claramente sustancial que justifica la
simulación (pensión de invalidez, evasión de causa penal,
etc.).
– Criterio B. Evidencia proporcionada por los test
neuropsicológicos: evidencia de exageración o simulación de
disfunción cognitiva en los test, demostrada por al menos uno
de los siguientes puntos:

1. Sesgo de respuesta negativa definida: respuesta por


debajo del rendimiento de azar o en una o más pruebas
de opción forzada.
2. Sesgo de respuesta probable: el rendimiento en uno o
más test o índices psicométricos bien validados
diseñados para medir la exageración o simulación de los
déficits cognitivos es consistente.
3. Discrepancia entre los datos de las pruebas y los
patrones conocidos del funcionamiento cerebral.
4. Discrepancia entre los datos de las pruebas y el
comportamiento observado. Por ejemplo, paciente que
muestra un buen nivel de inteligencia y capacidades
lingüísticas y puntúa muy por debajo en los ítems
verbales.
5. Discrepancia entre los datos de la prueba y los informes
reportados. Por ejemplo, paciente que lleva las finanzas
de la familia y luego es incapaz de realizar las pruebas de
aritmética.
6. Discrepancia entre los test y su historia previa.

– Criterio C. Evidencia de autoinforme: los siguientes


comportamientos son indicadores de posible simulación de
déficits, pero su presencia no es suficiente para el
diagnóstico:

1. Historia autoinformada discrepante con la historia


documentada.
2. Los síntomas autoinformados son discrepantes con el
conocimiento de los patrones de afectación cerebral.
3. Los síntomas autoinformados son discrepantes con la
observación conductual.
4. Los síntomas autoinformados son discrepantes con los
aportados por otros informadores.
5. Evidencia de exageración o simulación de disfunción
psicológica. Una escala que ha sido validada para indicar
medidas de autoinforme sugestivos de disfunción es la
MMPI-2 (Greve et al., 2006).

– Criterio D. Los comportamientos que cumplen los criterios


necesarios de los grupos B o C son producto de una
información racional y un esfuerzo destinado a la adquisición
de un incentivo como los definidos en el criterio A. Por tanto,
estos comportamientos de los grupos B y C no son
considerados factores psiquiátricos o neurológicos
consecuencia de una disminución cognitiva significativa.

CUADRO 14.6. Diagnóstico de MND


Grado Criterios
Definitivo Presencia de un incentivo externo (Criterio A)
Definitivo sesgo de respuesta negativa (Criterio B1)
Los comportamientos del criterio B no son explicados
por factores psiquiátricos o neurológicos (Criterio D)
Probable Presencia de un incentivo externo (Criterio A)
Dos o más de los criterios B2-B6 y uno más de los
criterios C1-C5
Los comportamientos de los criterios B y C no son
explicados por factores psiquiátricos o neurológicos
(Criterio D) (Grace y Malloy, 2001)
Posible Presencia de un incentivo externo (Criterio A)
Presencia de uno o más criterios C1-C5
Los comportamientos del criterio C no son explicados
por factores psiquiátricos o neurológicos

En definitiva, no existe un marcador objetivo de diagnóstico de


simulación. Para afirmar que nos encontramos con un caso de
simulación tendremos en cuenta la concordancia de los datos
obtenidos en la historia clínica: resultados de pruebas médicas,
resultados en pruebas neuropsicológicas, el rendimiento funcional en
la vida diaria (cotejar la veracidad de estos datos con las de un
familiar, y estar atentos a que no haya incoherencias) y las
situaciones externas que acompañan el caso (si existe o no situación
de litigio, si el paciente puede obtener grandes beneficios en función
de los resultados neuropsicológicos, etc.). Los criterios aportados en
este capítulo han de ser tomados como una guía, ya que el
cumplimiento de alguno de los criterios no constituye evidencia
concluyente de simulación. Además, cada caso es particular y no
todos los pacientes son igualmente fáciles de clasificar.

14.3. Intervención en las alteraciones emocionales y


de conducta
Las intervenciones neuroconductuales (cuadro 14.7) en el DCS no
difieren de las empleadas desde el ámbito de la psicología clínica,
sin embargo, es evidente que, dependiendo del grado del daño
cerebral, nos valemos de algunas de esas técnicas para la mejora de
los trastornos de conducta. Además, el daño conductual no viene
solo, y es que no hay que olvidar que la anosognosia y el grado de
afectación cognitiva dificultan enormemente el tratamiento. La
efectividad de las diferentes técnicas se limita a casos únicos por lo
que debemos ser precavidos a la hora de elegir nuestro tratamiento
conductual.

CUADRO 14.7. Técnicas de intervención


Técnicas de modificación de conducta
Condicionamiento clásico Para la reducción de la agresividad,
Condicionamiento operante irritabilidad y conductas desinhibidas
Aprendizaje vicario (economíade fichas, tiempos fuera, etc.)
Técnicas cognitivo conductual
Terapia racional-emotiva de Beck Para aumentar la motivación, reducir
Terapia cognitiva de Beck laansiedad y problemas de insomnio
Entrenamiento en auto-instruciones de
Meichembaum
Terapia dialéctica conductual
Psicoterapia
Terapia de solución de problemas Alteraciones emocionales y la
Terapia interpersonal personalidad.
Terapia de afrontamiento y compromiso Alteraciones de la conciencia

La alexitimia se define como un trastorno de origen neurológico


que incapacita a la persona que lo sufre para identificar las
emociones propias, y como resultado, incapacidad para darles
expresión verbal. Varias teorías asumen que la alexitimia está
estrechamente asociada a la regulación emocional. De lo poco
publicado sobre el tema, destacamos un programa de intervención
compuesto por 8 sesiones (cuadro 14.8) que incluían sesiones de
psicoeducación y desarrollo de habilidades para lograr los siguientes
objetivos (Neumann et al., 2017):

– Incrementar el vocabulario emocional.


– Mejorar la precisión para describir emociones personales.
– Reconocer y diferenciar emociones.
– Aumentar la conciencia de las respuestas emocionales,
incluyendo los cambios en las sensaciones físicas.
– Distinguir emociones de pensamientos, acciones y
sensaciones físicas.

Los autores del estudio consiguieron que la autoconciencia y la


capacidad de los participantes para describir y diferenciar emociones
mejoraran tras el programa. Los pacientes aprendieron a regular
también emociones desagradables, aunque este no era uno de los
objetivos del programa. Durante la intervención, algunos pacientes
notificaron síntomas ansiosos, por lo que a la hora de poner en
marcha dicho programa deben monitorizarse estos síntomas, ya que
pueden ser consecuencia de la mejora en autoconciencia emocional.

CUADRO 14.8. Programa de intervención en la alexitimia


Componentes de intervención
Sesión Actividad
1 Beneficios de la conciencia emocional: mejor control emocional,
relaciones, capacidad de afrontamiento, calidad de vida, toma de
decisiones
Respuestas emocionales: desencadenantes, sensaciones, emociones y
comportamiento
Definición de alexitimia
Vocabulario emocional: presentación de emociones comunes, sus
definiciones y sinónimos que se le pide a los participantes para usar
oraciones.
Emociones vagas frente a emociones específicas
2 Revisión del vocabulario emocional
Vocabulario emocional: presentación de emociones más comunes, sus
definiciones y sinónimos que los participantes deben usar en oraciones
Diferenciar las emociones de los pensamientos, acciones y sensaciones
físicas
3 Conciencia de sensación física, excitación emocional y asociación de
emociones a situaciones concretas. Ejercicios para aumentar la
conciencia del ritmo cardiaco, la temperatura corporal, la respiración y el
movimiento del cuerpo y la excitación emocional en general (por ejemplo,
la exploración del propio cuerpo)
4 Conciencia de la sensación física asociado a emociones
Múltiples emociones, emociones diferenciadoras y emociones más allá
de la ira
5-8 Escenarios emocionales simulados en primera persona, seguida por
discusiones de pensamientos, acciones deseadas, sensaciones físicas y
respuestas emocionales en respuestas a escenarios. Posteriormente,
los participantes describen eventos personales similares a sus
respuestas emocionales, pensamientos, acciones y sentimientos
Fuente: Adaptado de Neumann et al., 2017.

La depresión es la alteración del estado de ánimo más


comúnmente presente tras un TCE. Las tasas de depresión
postrauma son altas tras el primer año después de la lesión, y el
riesgo de desarrollarla se mantiene durante décadas. Además,
quienes la sufren tienen más riesgo de padecer otros trastornos
neuropsiquiátricos como tendencias suicidas, comportamientos
agresivos, deterioro cognitivo, etc., factores que pueden influir en el
aumento de su discapacidad funcional y, en el peor de los casos,
aumentar la mortalidad de esta población. Según Alderfer,
Arciniegas, y Silver (2005), dentro de las intervenciones para la
depresión en personas que han sufrido TCE encontramos:
– Terapia electroconvulsiva: se considera una modalidad
efectiva para el tratamiento de la depresión, y en algunos
estudios se ha demostrado su eficacia para personas con
trastornos neuropsiquiátricos crónicos y graves como
consecuencia de TCE. Se recomiendan niveles bajos de
energía que generen una convulsión de duración mayor a 20
segundos, usando corrientes pulsátiles, espaciando los días
de tratamiento (2-5). Si el paciente, además, presenta
importantes alteraciones cognitivas (alteraciones de memoria)
puede realizarse la terapia en el hemisferio no dominante.
– Programas de intervención con familiares: estrategias de
afrontamiento y dinámica familiar. Las familias con mejores
estrategias de afrontamiento, capaces de hacer frente a la
nueva situación generada tras un TCE realizan una función
protectora para la aparición de la depresión en los pacientes.
No hay que olvidar que hay factores psicosociales que no
pueden cambiarse (género, nivel cultural, ocupación, etc.),
aunque las estrategias de afrontamiento de las familias sí son
susceptibles de intervención.
– Estimulación magnética transcraneal: es una técnica de
estimulación cerebral no invasiva e indolora que ha
demostrado cambios en la excitabilidad neuronal que perdura
más allá del periodo que dura la estimulación. La efectividad
de la estimulación magnética transcraneal de alta frecuencia
se relaciona con el tratamiento de la depresión mayor. Los
estudios indican que una excitabilidad sobre las zonas
frontales dorsolaterales izquierdas restablecen el equilibrio de
la actividad interhemisférica. La dosis de actividad varía según
los estudios, desde pulsos de 10-20 Hz, con una duración de
1.5, 2, 5 y 10 segundos, con un número de sesiones entre 5-
15 (Pape, Rosenow y Lewis, 2006).
– Terapia cognitivo conductual y psicoterapia: en el estudio de
Ashman et al. (2014) se compararon ambos tipos de terapia
en pacientes con TCE. Aunque los hallazgos muestran que la
terapia cognitivo-conductual obtiene mejores resultados que la
psicoterapia en general, no existen diferencias significativas, y
ambas terapias resultan eficaces para la mejora de la
depresión y la ansiedad. Ambos grupos de pacientes recibían
16 sesiones individuales de 50 minutos, salvo la primera que
duró 90, durante 3 meses.

La terapia cognitivo conductual incluye remodelar los


pensamientos automáticos y convertirlos en pensamientos racionales,
uso de técnicas de autodiálogo guiado y creación de diálogos
verbales optimistas. Para la generalización de tareas desempeñadas
en consulta se envían tareas para casa. Las alteraciones cognitivas
de este tipo de pacientes (memoria y funciones ejecutivas, sobre
todo) hacen necesaria la adaptación de esta terapia con ayudas
externas o estrategias de organización.
La psicoterapia focaliza su intervención en la capacidad del
paciente para resolver los problemas diarios, con el objetivo de
reducir, minimizar o prevenir la recurrencia de los síntomas y mejorar
la autoestima, y así maximizar las capacidades de adaptación y
restablecer el mejor nivel de vida posible. En esta técnica el
terapeuta elogia al paciente, refuerza sus logros, da consejos,
analiza posibles obstáculos, etc. La terapia tiene 3 fases claramente
definidas:

1. Formar alianza terapéutica y establecer objetivos.


2. Monitorización terapéutica, que consiste en evaluar logros y
habilidades conseguidas.
3. Ganancias obtenidas y focalización para el mantenimiento de
las mismas.

El problema de la psicoterapia es que un paciente con


alteraciones cognitivas, por ejemplo, en el pensamiento abstracto,
comprensión y autocontrol, tendrá serias dificultades para llevar a
cabo intervenciones de este tipo. Aun así, hay autores que defienden
que estas pueden ser eficaces incluso con pacientes con alteración
grave.
Las personas que sufren TCE tienen 4 veces más probabilidad de
suicidio que la población general (Dennis et al., 2011). El
departamento de asuntos de veteranos de Estados Unidos en
colaboración con los centros para el control de enfermedades y
prevención plantean un sistema de clasificación para conductas
suicidas y proponen que las personas que trabajan con pacientes que
han sufrido TCE distingan entre suicidio con precisión, intento de
suicidio, ideación suicida e intento suicida. Además, establecen una
clasificación entre tipos de suicidio, pensamientos y comportamientos
suicidas. No es objetivo de este punto establecer las diferencias ni
los criterios de evaluación para el riesgo de suicidio, pero las
investigaciones muestran que un oportuno cuidado en el hogar tras el
TCE promueve la salud mental y además, las intervenciones
psicosociales ayudan a fortalecer las relaciones familiares. Estas
intervenciones deben formar parte de los cuidados básicos para toda
persona que sufra un TCE, tenga o no riesgo de suicidio. Por tanto, a
la intervención básica puede añadirse intervención psicoterapéutica.
En este sentido, la terapia de solución de problemas y la terapia
interpersonal han resultado eficaces frente a otras terapias.

– Terapia de solución de problemas: consiste en la práctica de


un método, con una serie de pasos estructurados, que ayuda
al paciente a resolver problemas vitales. Se basa en que los
problemas son consecuencia de conductas de afrontamiento
ineficaces.
– Terapia interpersonal: se centra en las relaciones
interpersonales actuales del paciente y el contexto donde se
desarrolla socialmente. Tiene influencias de otras técnicas
como las habilidades sociales y la solución de problemas.
– Intervención cognitivo-conductual: sobre todo un subtipo de
esta, la terapia dialéctica conductual (terapia centrada en el
desarrollo de habilidades psicosociales), también se ha
mostrado eficaz en la reducción de la ideación suicida en
adultos, pero no en adolescentes. Brown et al. establecen una
breve intervención de 10 sesiones dirigidas a los
pensamientos, sentimientos y emociones directamente
asociados al suicidio.

El tratamiento multifacético para la cognición social y la regulación


de las emociones (T-ScEmo) (Westerhof-Evers et al., 2017), que se
muestra en el cuadro 14.9 es una estrategia compensatoria para
personas que han sufrido TCE y que tienen alterada la capacidad de
reconocer emociones, las habilidades sociales y teoría de la mente,
cuyo objetivo general es mejorar las relaciones sociales. Se trata de
20 sesiones de 1 hora cada sesión. Cada una de estas sesiones
está estructurada de la siguiente manera:

– Evaluación de la sesión anterior (5-10 minutos).


– Presentación del nuevo contenido (45-50 minutos).
– Breve resumen de la próxima sesión (5 minutos).

Las sesiones 8-10 son fijas (módulos 1 y 2). A partir de la sesión


11 (módulo 3) podemos adaptar las sesiones en función de las
necesidades individuales de cada paciente. Las actividades de cada
uno de los módulos son:

– Módulo 1. Percepción de emociones que incorpora el


aprendizaje de tres estrategias: procesamiento de rasgos
faciales, mimetismos y la experiencia de emociones propias
experimentadas en sesiones anteriores.
– Módulo 2. Empatía y teoría de la mente: los pacientes
aprenden que pueden coexistir diferentes puntos de vista. Se
utiliza el triángulo pensamientos-emociones-comportamientos
propio de la terapia cognitivo-conductual, pero la diferencia es
que aquí solo nos centraremos en la comunicación explícita
sobre los pensamientos y los sentimientos, dejando de lado
otro tipo de atribuciones y distorsiones cognitivas. En este
módulo, animamos a los pacientes a preguntar a otros sobre
sus pensamientos y los sentimientos (uno mismo y otros), y
así mejorar la percepción que tienen de los demás y de ellos
mismos.
– Módulo 3. Comportamiento social. Aborda cuestiones de
habilidades sociales básicas importantes (escuchar, dar
cumplidos, pedir turnos, etc.) y comportamientos socialmente
deseados (empatía, razonamiento social). Además, se les
enseña a inhibir comportamientos socialmente no aceptados.
Se solicita la asistencia de un prójimo ocasionalmente para
que ayude al paciente a mejorar su comprensión sobre la vida
social, solucionar conflictos y ofrecer retroalimentación. Todo
esto de cara a fomentar la generalización de las estrategias.

CUADRO 14.9. Programa multifacético para la cognición social y la


regulación de las emociones
Fuente: Adaptado de Westerhof-Evers et al., 2017.

La regulación emocional es un conjunto de procesos cognitivos


que permiten a la persona modificar sus respuestas emocionales en
función de las demandas del contexto.
Las alteraciones en estos procesos reducen las posibilidades de
interacción con los demás, y está asociado a una amplia gama de
alteraciones conductuales que impiden una buena adherencia a la
intervención y participación activa en el tratamiento
neurorrehabilitador. Arciniegas et al. (2005) desarrollaron un
programa de intervención online (EmReg) que combina estrategias
de regulación emocional y terapia cognitivo conductual. El programa
se realizó en 24 sesiones, 2 sesiones semanales de 1 hora de
duración.
Las sesiones 1 a 8 estaban dedicadas a la información y
educación de los objetivos de la intervención, la terminología, las
estrategias de regulación emocional y se debatió sobre el papel de la
lesión cerebral y la necesidad de apoyos compensatorios para paliar
dichas alteraciones. Las sesiones 9 a 24 se centraron en la práctica
de habilidades.
La terapia de aceptación y compromiso se enmarca en la tercera
generación de terapias de modificación de conducta. Exige un nivel
cognitivo más o menos preservado (comunicación, memoria,
conciencia y razonamiento) para ahondar en el trabajo que supone
mirar hacia uno mismo tras un TCE. Es un tratamiento centrado en
las acciones valiosas para uno mismo. Por tanto, entiende que el
sufrimiento que padece la persona es condición humana y debe
entenderse como normal. La resistencia a dicho sufrimiento lleva al
sufrimiento patológico.
Esta terapia promueve el análisis funcional del comportamiento
del paciente y se basa en su experiencia, poniendo el énfasis en
flexibilizar las reacciones ante el malestar, salir del patrón rígido
impuesto por la sociedad donde debemos evitar el dolor de manera
inmediata. Implica aceptar los acontecimientos que vayan surgiendo
en nuestro día a día y levantarnos las veces que haga falta.
Se ha realizado esta terapia con pacientes afectados por TCE
(Bomyea et al., 2017) y se ha encontrado que esta intervención alivia
la sintomatología depresiva y estrés, aunque no erradica por
completo los síntomas.
En niños que han sufrido TCE, Warschausky, Kewman y Kay
(1999) han hecho hincapié en la intervención psicológica,
entrenamiento a padres o intervenciones de características externas
e internas:

– Intervención externa para la agresión y la desinhibición. El uso


del condicionamiento operante, a través del uso de
reforzadores positivos como prestar atención, alabanzas, el
uso de pegatinas, etc. indicando el tipo de respuestas
adaptativas, ha resultado útil para la reducción de las
conductas agresivas, agitación motora, conductas disruptivas
como escaparse de las sesiones de tratamiento, etc.
Además, este tipo de intervención también ha resultado eficaz
incluso en los casos de niños con amnesia postraumática.
– Modelado de comportamiento social en un grupo con otros
niños.
– Enseñar habilidades sociales a niños y familiares, guiándolos
y focalizándolos a tareas concretas, enseñándoles técnicas de
comunicación asertivas.
– Cuando se ha comparado entre el contrato conductual, el
sistema de puntos y el coste de respuesta como técnicas
para mejorar la asistencia de niños a los programas de
neurorrehabilitación, aumentar su participación y la realización
de las actividades durante un tiempo estimado, el sistema de
puntos es el que mejores resultados suele aportar, por lo que
es la técnica más aconsejable.
– El entrenamiento a familias incluye técnicas de modelado,
regulación del estrés a través de técnicas de relajación y
desarrollo de habilidades sociales.

Desde el punto de vista farmacológico, autores como McAllister


(2009) indican lo siguiente:

– El tratamiento para la depresión en TCE incluye los inhibidores


selectivos de recaptación de serotonina (ISRS), tricíclicos e
IMAO, aunque la bibliografía no es clara con respecto a cuál
de ellos es más efectivo.
– Los anticonvulsivos se usan generalmente para prevenir o
tratar crisis epilépticas, pero también para paliar las
conductas agresivas y como estabilizador del estado de
ánimo. En TCE ha sido demostrada su eficacia como
tratamiento profiláctico para evitar las crisis, siempre dentro
de la primera semana después del trauma, pero no está
claramente demostrada su evidencia para el tratamiento de la
agresión y el estado de ánimo, aunque hay autores que hablan
de ausencia de evidencia más que de falta de evidencia. Esta
elección ha de usarse con precaución por los efectos tóxicos
sobre el hígado y la médula ósea, así como por los efectos
secundarios sobre el sistema cognitivo (sobre todo sobre el
sistema atencional).
– Los antipsicóticos son usados para el tratamiento de la
agresión, la irritabilidad, el control de impulso y la psicosis.
Aunque es tratamiento de elección para otras poblaciones
como el espectro autista, en el TCE no hay suficiente respaldo
para su uso. Además, deben tenerse en cuenta los efectos
secundarios como la aparición de síntomas extrapiramidales y
complicaciones cardiacas o metabólicas. Por todo esto,
algunos autores no recomiendan los antipsicóticos como
primera elección en la actuación farmacológica en TCE.
– Las opciones farmacológicas para el tratamiento de la
ansiedad son principalmente benzodiacepinas, ISRS y
buspironas. Los expertos advierten que el uso de las
benzodiacepinas en pacientes con alteraciones cognitivas
pueda afectar aún más a estas funciones, así como de la alta
tasa de abusos de medicamentos de esta población. De ahí
que los ISRS se hayan convertido en la primera elección para
el tratamiento de estos síntomas.
– Tras el TCE, el sistema adrenérgico disminuye su actividad en
la corteza prefrontal. Este sistema se relaciona con la función
de memoria. Se sabe que los agonistas Alpha-1 y Betha
pueden empeorar la sintomatología cognitiva, mientras que los
agonistas Alpha-2 pueden mejorarla, aunque se recomienda
controlar sus dosis porque en exceso pueden producir el
efecto contrario.

En resumen, la intervención para las alteraciones de conducta en


el DCS no difiere tanto de la realizada en el ámbito de la salud
mental, y las técnicas empleadas tienen su origen en las terapias
cognitivo-conductuales. Si bien es cierto que las secuelas cognitivas
derivadas del trauma (sobre todo alteraciones en funciones
ejecutivas, memoria y atención) son un verdadero inconveniente para
el éxito de este tipo de terapias que han de ser adaptadas a la
idiosincrasia del DCS.
No obstante, la bibliografía ha encontrado cierta evidencia que
arroja algo de esperanza a los pacientes y familias que sufren las
alteraciones de conducta derivadas de un DCS, aunque aún debe
seguir investigándose sobre la manera más eficiente de aplicar
dichas terapias.
15
Valoración y abordaje funcional de
las alteraciones secundarias a
ictus y TCE

Las alteraciones cognitivas, motoras, sensoriales, conductuales y


emocionales ocasionadas por el daño cerebral repercuten en mayor
o menor medida sobre la vida cotidiana de las personas en función
de la gravedad de dichas alteraciones, los roles y el estilo de vida del
paciente y el entorno personal y social en el que vive. Nos referimos
a las consecuencias funcionales del DCS que constituyen la pérdida o
disminución de independencia y autonomía de las personas que lo
sufren y el verdadero motivo por el que todo equipo de profesionales
trabaja de forma conjunta con un fin común: que la persona alcance
el mayor grado de recuperación funcional posible.
Con el presente capítulo se pretende concienciar sobre la
necesidad de establecer como punto de partida y objetivo final de
toda intervención la dimensión funcional del paciente. Así pues,
resulta, si se nos permite, una obligación el hecho de personalizar la
rehabilitación en todas sus fases y emplear el tiempo de que dispone
el paciente en implementar una metodología y aplicar técnicas de
intervención basadas en la evidencia. Esta intervención estructurada
irá orientada a aumentar o restablecer su autonomía e independencia
funcional, al menos hasta alcanzar el mayor nivel de funcionalidad
posible según la gravedad del DCS sufrido, de lo contrario, se
estaría faltando a la ética profesional.

15.1. Aspectos conceptuales relevantes en el tema


que nos ocupa
Como ya se ha comentado anteriormente, muchas confusiones
terminológicas tienen su origen en el modo en que se han traducido
textos científicos del inglés al castellano. Así, la capacidad (ability)
es una destreza o aptitud con la que contamos (sería la cognición
que pretendemos valorar mediante test neuropsicológicos), mientras
que una función (function) es el ejercicio de una capacidad en el
entorno. Por ejemplo, la capacidad lingüística y la función de contar
una historia; la capacidad motora y la función de montar en bicicleta;
la capacidad visoespacial y la función de vestirse. Cuando una
capacidad se ha alterado, decimos que hay un trastorno
(impairment) que podría provocar una discapacidad (disability) o
déficit en una función, que puede impedir el desarrollo de una
actividad en un entorno sociocultural (handicap). Por ejemplo, la
afasia (trastorno) impide al sujeto hablar por teléfono (discapacidad)
y le incapacita para trabajar como teleoperador (hándicap) (Marcotte
y Grant, 2010).
Entendemos que el adjetivo funcional aplicado a la
neurorrehabilitación está relacionado con aquello que tiene una
utilidad práctica o, mejor dicho, que tiene una repercusión sobre la
puesta en práctica en la vida diaria de capacidades y habilidades
innatas o aprendidas. La disfunción, es decir, la alteración en el
funcionamiento, provoca dependencia y pone en peligro el bienestar
personal de los actores implicados (paciente y cuidador, familia,
etc.). El Consejo de Europa define la dependencia como “un estado
en el que se encuentran las personas que, por razones ligadas a la
falta o la pérdida de autonomía física, psíquica o intelectual, tienen
necesidad de asistencia y/o ayudas importantes a fin de realizar los
actos corrientes de la vida diaria y, de modo particular, los referentes
al cuidado personal”. De aquí se extrae que para hablar de situación
de dependencia han de darse tres factores: una limitación física,
psíquica o cognitiva que disminuye las capacidades de la persona; el
hecho de que la persona no puede realizar por sí mismo las tareas
cotidianas que se esperan para su grupo de edad en un entorno
sociodemográfico determinado; y la necesidad de asistencia o ayuda
por parte de un tercero.
Más adelante se verá la clasificación propuesta por la OMS para
la descripción de la salud y estados de salud de los individuos. En
ella están incorporados los términos de nivel de funcionamiento,
entendido como realización de tareas, que incluye función corporal,
actividad y participación, y el grado de discapacidad que incluye
deficiencias, limitaciones en la actividad y restricciones en la
participación. La discapacidad es la condición que hace que una
persona tenga dificultad para el desarrollo normal de su actividad
debido a una falta o limitación en sus facultades físicas o mentales.
Aumentar el grado de funcionamiento de una persona implica que
esta pueda valerse por sí misma en el desempeño del quehacer
diario, independientemente de ser más o menos hábil o tener más o
menos destreza en la ejecución, por ejemplo, motora, necesaria para
la realización de tales tareas, lo que conlleva para la persona ser
más autónoma, es decir, poder actuar o funcionar sin depender de la
ayuda de terceros.
Los términos mencionados están unidos al de actividad de la vida
diaria (AVD). Desde la aparición de este concepto, a mediados del
siglo XX, su definición ha ido evolucionando y en la actualidad se
considera que las AVD abarcan las actividades más frecuentes que
realiza una persona en su vida cotidiana. Por tanto, toda tarea
realizada por una persona en su vida diaria puede ser considerada
como una AVD. En función de la complejidad cognitiva y la finalidad
de la tarea, se clasifican en básicas (ABVD), instrumentales (AIVD) y
avanzadas (AAVD). En las primeras se incluyen las actividades de
autocuidado y movilidad, son transculturales y casi universales,
acaban automatizándose y están relacionadas con la autonomía de
las personas. Las instrumentales suponen una mayor complejidad
cognitiva, interacción con el medio y están relacionadas con la
independencia de la persona en su entorno sociocultural. Las
avanzadas tienen que ver con actividades más complejas y
personales (cuadro 15.1).

CUADRO 15.1. Actividades de la vida diaria


15.2. Cognición y vida cotidiana: repercusiones
funcionales del ictus y el TCE
La tendencia a definir y explicar las funciones cognitivas como
constructos teóricos parece alejarlas de la vida diaria. Sin embargo,
la mayoría de las tareas cotidianas que realizamos implican la puesta
en funcionamiento de múltiples procesos cognitivos, incluso en tareas
aparentemente tan sencillas como preparar un zumo de naranja.
Por lo general, resulta más evidente una alteración motora y las
limitaciones funcionales que acarrea (por ejemplo, para el manejo de
cubiertos en una ABVD como comer, o para desplazarse
caminando). Es fácil pensar en las consecuencias a nivel funcional de
las alteraciones motoras, sensoriales, del control postural, de la
deglución o limitaciones articulares que afectan a tareas como
vestirse, ingerir alimentos, desplazarse, ponerse de pie, taparse con
la sábana al acostarse, etc., puesto que son más visibles y, por
tanto, suele entenderse mejor la pérdida de funcionalidad. Pero para
el desempeño de las funciones propias de la edad adulta se precisa
la puesta en marcha de mecanismos cognitivos. Si estos fallan en
alguno de sus procesos, podemos intuir una clara repercusión en el
día a día de la persona.
Para la realización de cualquier AVD de forma eficaz y eficiente
se requiere la integridad de los sistemas motor, cognitivo y
emocional. Dicho de otro modo, cualquier déficit o alteración motora,
cognitiva, emocional, o conductual conlleva una disminución de la
funcionalidad cotidiana de la persona, pudiendo esta necesitar ayuda
o supervisión para la realización de las AVD. Sin embargo, a menudo
se resta importancia a las consecuencias funcionales de las
alteraciones cognitivas.
Las ABVD se consideran básicas en el sentido de la importancia
que se les atribuye en la vida de las personas y la universalidad que
las caracteriza. Estas tareas que normalmente se ven afectadas por
alteraciones motoras, también requieren la integridad del sistema
cognitivo para que en la práctica cumplan su función.
Pensemos, por ejemplo, en una persona que puede caminar sin
ayuda, pero cuando lo hace no se orienta o, por déficit atencional o
ejecutivo, camina sin un fin u objetivo concreto (como en demencias
en fase avanzada). Las alteraciones físicas también afectan a las
AIVD, del mismo modo que las cognitivas pueden afectar a las
ABVD, aunque en cada tarea tienen mayor o menor peso las
capacidades físicas o las cognitivas y, dentro de estos dos grupos,
se activan más unos procesos que otros. Lo veremos mejor si
establecemos una correspondencia aproximada entre las
alteraciones y algunas AVD a las que podrían afectar.
Una de las secuelas más comunes en ictus son las hemiplejias,
cuyas consecuencias funcionales están relacionadas con el lado
afectado (no tiene la misma repercusión funcional una hemiplejia
izquierda en una persona diestra que en una zurda) y la presencia de
algún tipo de movimiento, por tosco que sea, que permita colaborar
con la persona que asiste o ayudarse en la realización de alguna
tarea, aunque requiera más tiempo. El aumento de tiempo a la hora
de hacer algo también implica una disminución de la funcionalidad.
Las afasias suponen la disminución o pérdida de funcionalidad
para comunicarse, lo que se traduce en limitaciones para solicitar
ayuda en caso de emergencia (AIVD) o incluso para tomar
decisiones por afectación de la comprensión. A menudo, las
personas con alteración del lenguaje también tienen afectadas las
habilidades de lectura y escritura, por lo que la limitación se hace
extensible a estos canales de comunicación, todo lo cual dificulta la
adquisición de nuevos aprendizajes o el acceso a la lectura como
actividad de ocio.
Los trastornos del lenguaje por DCS provocan frustración tanto en
la persona que los sufre, por la dificultad para expresar ideas y
pensamientos, como en el interlocutor, que muchas veces no está
instruido en el manejo de la situación. Esto conlleva una disminución
en la calidad de las relaciones sociales (AAVD).
Las alteraciones atencionales afectan tanto a las actividades
básicas como a las instrumentales y, por supuesto, a las avanzadas,
que suponen para su realización un mayor esfuerzo cognitivo. Por
ejemplo, la heminegligencia no solo afecta a la capacidad para
desplazarse sino al propio proceso de rehabilitación, que desde que
se inicia se convierte en una AIVD en el sentido de mantener o
mejorar las propias condiciones de salud y autonomía. El déficit
atencional afecta a la recuperación de información por el mero hecho
de que esta ni siquiera se ha fijado (relación entre memoria y
atención).
La inatención impide a la persona concentrarse y guiar sus
recursos atencionales de forma efectiva para conseguir el objetivo,
tanto a la hora de comer como de disfrutar del ocio, o de tener
localizados objetos personales u otros. En este sentido, la
anosognosia conlleva la pérdida del sentido, del objetivo, de la
esencia de la intervención en la que el paciente es y ha de ser parte
activa en su recuperación. Si el paciente no imprime a las tareas que
realiza bajo la guía del terapeuta el sentido que estas merecen, si no
ve que el objetivo es mejorar sus propias alteraciones porque no las
percibe, entonces está perdiendo el tiempo y la intervención no
resultará funcional. De ahí la importancia de priorizar la intervención
en consciencia del déficit.
Los trastornos perceptivos visuales reducen la capacidad para
salir a la calle de forma independiente; una agnosia visual puede
impedir cocinar o vestirse adecuadamente, y limitar en el uso de
objetos cotidianos (de aseo, de alimentación…). La hemianopsia
afecta a la deambulación ocasionando choques contra puertas,
paredes, mobiliario y cualquier otro objeto que se encuentre en el
trayecto del afectado, pudiendo provocar caídas, y generalmente
impide que el paciente pueda volver a conducir un vehículo. Muy a
menudo este trastorno imposibilita a la persona caminar en línea
recta y ocasiona pérdidas de equilibrio.
En cuanto a los déficits mnésicos, la amnesia anterógrada
dificulta el aprendizaje de nuevos datos, afecta a la orientación
temporal, lo que repercute en la tarea de acudir a citas
programadas, por ejemplo, citas médicas para control de la propia
salud, o al manejo de la propia medicación. Las limitaciones
funcionales de la amnesia retrógrada podrían dificultar las relaciones
sociofamiliares al no recordar hechos pasados.
Las dificultades de cálculo limitan en el funcionamiento cotidiano a
la hora de administrar las propias finanzas, pagar al hacer la compra
e, incluso, ser consciente del valor de las cantidades para decidir si
las posibilidades económicas del paciente le permiten adquirir algo o
no.
Los trastornos perceptivos visuales reducen la capacidad para
salir a la calle de forma independiente: una agnosia visual puede
impedir cocinar o vestirse adecuadamente, y limitar en el uso de
objetos cotidianos (de aseo, de alimentación…). En cuanto a las
funciones ejecutivas, tener un objetivo y no ser capaz de planificar y
secuenciar los pasos para conseguirlo, o un déficit en la
autorregulación durante la ejecución de conductas, es evidente que
disminuyen la funcionalidad. La desorganización incapacita para
realizar actividades que implican la secuenciación de varios pasos,
que suelen ser todas las AIVD. La rigidez mental y perseverar en los
mismos errores conduce a no poder resolver de manera eficaz las
tareas cotidianas que están menos automatizadas.
La alteración del componente motivacional y la iniciativa que
provoca síndrome de apatía e inactividad convierte este trastorno en
una causa de pérdida de autonomía e independencia. Para caminar,
vestirse, comer, lavarse, comunicarse, estudiar o ir al trabajo, es
necesario el motor de arranque que suponen los procesos
motivacionales y de iniciación de conductas. Sin ellos, por muy
preservadas que estén las capacidades motoras y sensoriales, no
habrá función ni funcionalidad, como una lavadora sin electricidad que
no puede cumplir su función, aunque todos los componentes estén
intactos.
En general, el conjunto de alteraciones ocasionadas por el DCS
dificulta la reinserción laboral o enfrentarse a una formación
académica (AAVD). Las conductas socialmente inadecuadas ponen
en peligro relaciones sociales en el trabajo o en los estudios. En
definitiva, las alteraciones producidas por el DCS no deben ser
consideradas de forma aislada, sino en relación con el desempeño
de tareas y el entorno donde se ejecutan, lo que nos lleva al siguiente
apartado.
15.3. Valoración cognitiva como predictor del
funcionamiento cotidiano (y viceversa)
Mediante la valoración neuropsicológica queremos determinar cuál es
el estado cognitivo de un paciente teniendo en cuenta aspectos
cuantitativos (puntuaciones en escalas, pruebas y test) y cualitativos
(modo de ejecución y tipo de errores) que interpretaremos para
caracterizar su perfil cognitivo y las capacidades alteradas y
preservadas.
La cuestión es ¿qué sentido tiene en el ámbito del daño cerebral
obtener esta información si no la relacionamos con la funcionalidad
cotidiana? Piense en una actividad cualquiera, por ejemplo, la lectura
que está realizando en este momento y delimite las capacidades y
procesos cognitivos que se activan para llevar a cabo esta tarea con
éxito, esto es, comprender los datos expuestos e incorporarlos a los
conocimientos que ya tiene, no sin antes realizar un juicio crítico de lo
que lee. Reflexione sobre qué ocurriría si tuviese un déficit en los
procesos de atención selectiva y sostenida, o en la memoria de
trabajo, o una alteración de la percepción visual o una
heminegligencia izquierda por la cual no pudiese tener en cuenta el
inicio de cada línea, o un síndrome afásico o todas estas
alteraciones a la vez. Visto así, parece lógico pensar que la
valoración cognitiva ayuda a pronosticar el modo en que se realizan
las tareas y si estas se llevan a cabo con éxito o no, es decir, nos
permite predecir el funcionamiento cotidiano de una persona en la
vida real (en contraposición a contexto clínico o de laboratorio) a
partir del análisis de la cognición en situación clínica.
Sin embargo, esto no es del todo así. En general, los test que se
siguen empleando para valorar la cognición fueron diseñados para
localizar lesiones cerebrales (antes de existir las técnicas de
neuroimagen) o realizar diagnósticos clínicos (por ejemplo,
demencias) y no para predecir el funcionamiento en el día a día de
un paciente con una lesión cerebral. Podemos hipotetizar que una
mala ejecución en una prueba de inhibición de respuestas motoras
tendrá repercusiones negativas al conducir un vehículo, pero el
empleo para predecir el funcionamiento cotidiano de medidas
neuropsicológicas diseñadas para otros propósitos ha sido y sigue
siendo muy cuestionado, dado que no se contemplan factores que se
encuentran en entornos naturales y que afectan a nuestro
comportamiento en tales contextos. Sí podremos describir
dificultades específicas en una tarea, pero no predecir cómo se
desarrollará la tarea en una situación de la vida cotidiana, ya que el
entorno juega un papel fundamental en la determinación del
comportamiento. En realidad, con el empleo de test valoramos
algunos requisitos básicos o capacidades necesarias para que se dé
una función (como leer un texto) pero no valoramos la función en sí
(Marcotte y Grant, 2010).
Han de plantearse las limitaciones metodológicas y dificultades
prácticas que supone realizar valoraciones en entornos clínicos. Es
clave para la predicción del funcionamiento el empleo de pruebas con
una elevada validez ecológica, término acuñado por Brunswik en
1955, que se define como la relación funcional y predictiva entre el
desempeño de un sujeto en un test y la conducta de este en una
variedad de entornos naturales (Goldstein, 1996).
En daño cerebral, algunas de las cuestiones que más preocupan
son, por un lado si el paciente podrá volver a trabajar y qué tipo de
trabajo podrá desempeñar y, por otro, si podrá volver a conducir un
vehículo. Se ha visto que memoria y procesos atencionales son
indicadores predictivos de la capacidad para trabajar en personas
con TCE (Brooks et al., 1987). Con respecto a la conducción de
vehículos, se trata de una de las actividades más peligrosas y
complejas que realizamos la mayoría de los adultos y, al mismo
tiempo, es una de las tareas que más interés tienen en retomar los
pacientes con deterioro cognitivo leve o moderado por daño cerebral.
Existe controversia sobre la validez predictiva de los test
neuropsicológicos en este campo. Esta actividad requiere de
numerosas capacidades cognitivas intactas (atención, percepción,
cognición espacial, secuenciación de movimientos, velocidad de
procesamiento y tiempos de reacción, toma de decisiones…). El
factor humano, concretamente las distracciones y los fallos
atencionales, son una de las principales causas de accidentes de
tráfico, especialmente la atención dividida y la selectiva (Brouwer et
al., 2002), aunque no hay consenso sobre cuál es la mejor medida
neuropsicológica para identificar conductores de alto riesgo.
Otros factores no cognitivos pero relacionados con el daño
cerebral que pueden afectar a la conducción son la motivación, los
efectos secundarios de fármacos o la personalidad del conductor.
Para personas que sufren crisis y estatus epilépticos existe una
legislación que regula la conducción de vehículos. Pero en el ámbito
del daño cerebral, debido a la amplia variedad de secuelas y grados
de limitación, no existe ninguna regulación. Por tanto, apelamos al
sentido común a la hora de tomar decisiones al respecto.
Llegados a este punto nos preguntarnos qué procesos cognitivos
deberíamos evaluar para obtener información sobre el rendimiento
del paciente en su vida cotidiana. Lo que parece claro es que un
deterioro cognitivo global (obtenido mediante baterías multidominio)
está asociado a un peor rendimiento en escalas funcionales. En
cualquier caso, parece que el dominio cognitivo que mejor puede
predecir el funcionamiento cotidiano son las funciones ejecutivas
(Burgess et al., 2006).
Al hacer la valoración cognitiva iremos pensando de qué forma
pueden afectar los errores cometidos o déficits detectados a las
AVD. Hay infinidad de tareas en las que interactúan la mayoría de los
dominios cognitivos, lo que ocasiona que nos encontremos ante un
amplio elenco de situaciones que podrían verse afectadas por una
alteración de cualquiera de las funciones. Por otro lado, no todas las
alteraciones afectarán del mismo modo a las personas que las
sufren. Deberemos tener en cuenta el grado de experiencia de una
persona en una tarea determinada, si la tiene automatizada, si la
realizaba mucho o poco antes de sufrir el daño, si le motiva, etc. En
definitiva, el mismo perfil cognitivo puede afectar de forma distinta
según las características de la persona.
Hemos dicho que los test neuropsicológicos tienen la capacidad
de predecir el funcionamiento cotidiano si su validez ecológica es
alta, aunque nunca podrán recoger los factores ambientales que
condicionan nuestra actuación en entornos naturales. ¿Y si
cambiamos el enfoque? Si traspasamos la barrera del entorno clínico
y tomamos una actividad cotidiana como objeto de estudio, a partir
de ella podemos extraer información para valorar el estado de la
cognición. Esta sería la forma de valoración funcional más orientada
a la rehabilitación o a la recuperación cognitiva: evaluación de la
cognición a través de cómo desempeña tareas la persona en su vida
cotidiana (por ejemplo, veremos cómo funciona la memoria cuando
ha de hacer la compra o cuando mantiene una conversación sobre lo
que ocurrió la semana pasada o sobre un texto leído hace unos
días). La mejor valoración es la que podemos hacer en el contexto
cotidiano del paciente, a través de la observación y otras técnicas, lo
que supondría desplazarnos a su entorno natural. Sin embargo, esto
supone un elevado coste y emplear mucho tiempo, por lo que
habitualmente empleamos escalas con el fin de valorar su capacidad
funcional.
Abordar la valoración de la cognición desde el punto de vista
funcional implica extraer información sobre el funcionamiento
cognitivo a partir de las tareas cotidianas. En este punto se hace
necesario recordar que, si bien en consulta ponemos a prueba las
funciones cognitivas instando al paciente a realizar determinadas
tareas (test y pruebas), siempre debemos buscar la validez
ecológica de dichas tareas, es decir, la relación funcional entre las
tareas y la vida cotidiana, lo que nos permitirá conocer cuál es el
impacto real de los déficits sobre el funcionamiento personal, familiar,
académico, laboral y social del paciente.

15.4. Valoración del funcionamiento cotidiano


La valoración neuropsicológica en general, y en DCS en particular,
incluirá la exploración de capacidades cognitivas, de los posibles
cambios conductuales y afectivos, y la valoración del nivel de
autonomía e independencia del sujeto en la vida cotidiana. Esta
última valoración nos permite relacionar el perfil cognitivo con el
funcionamiento cotidiano. Y, por supuesto, guiará la toma de
decisiones respecto al plan terapéutico, definiendo prioridades y
estableciendo metas personalizadas. Servirá también para
comprobar la eficacia de la intervención. Y en fase crónica de DCS
se requiere esta valoración para un posible reconocimiento de
discapacidad por las secuelas que puedan haber quedado.
Existen diversas escalas diseñadas para valorar el grado de
autonomía o dependencia de una persona tras un daño cerebral,
independientemente de su etiología. Para determinar el peso que el
daño tiene sobre la persona debemos comparar el nivel actual con el
que habría obtenido antes del ictus o TCE. Esto nos permite
plantearnos el pronóstico de recuperación funcional, puesto que lo
más común es que no se alcance un nivel de autonomía mayor al
premórbido.
A la hora de evaluar el impacto del daño cerebral sobre la vida de
las personas, hemos de tener en cuenta que las ABVD son, o
deberían ser, realizadas por todas las personas, mientras que no
todos ejecutan las mismas actividades instrumentales y avanzadas, lo
que nos obliga a individualizar la valoración y la intervención.
La información para completar las escalas de valoración funcional
puede ser aportada por el propio paciente (autoinforme) o un tercer
informante (cónyuge, cuidador principal u otro familiar que conozca
bien la ejecución del paciente en su entorno natural). El autoinforme
podría ser la forma más fiable de valorar lo que pasa en la vida
cotidiana del paciente puesto que el propio sujeto nos da información
sobre cómo se percibe en relación con su desempeño cotidiano. Sin
embargo, las respuestas podrían verse sesgadas por su estado de
ánimo (haciendo juicios negativos en caso de depresión) o por su
estado cognitivo (siendo demasiado optimista si presenta
anosognosia), por no hablar de posibles simuladores que buscan una
mayor indemnización por parte de las aseguradoras o la
administración. Tampoco la información de un tercero constituye un
método infalible puesto que puede sobrestimar o infravalorar las
capacidades y habilidades del paciente. Sin duda, el método más
fiable sería la observación directa del paciente mientras realiza una
actividad, aunque esto en pocas ocasiones es viable. Una alternativa
cada vez más accesible sería el empleo de sistemas de grabación en
vídeo mientras realiza las actividades diarias objeto de interés.
Como se ha dicho, sea cual sea el método empleado, siempre
debemos conocer cuál era la situación funcional previa del paciente y
si realizaba o no alguna de las tareas incluidas en las escalas, ya que
existen diferencias en función de la generación, cultura, grupo
profesional, etc. respecto al rol que desempeñan las personas (por
ejemplo, en la cultura occidental es difícil ver a un hombre de edad
avanzada que haga las tareas del hogar, por lo que al no haber
desempeñado nunca ese rol, no consideraríamos que existe una
disfunción por causa del DCS). Conocer el nivel premórbido nos
facilita el poder interpretar los resultados de las escalas y planificar
la intervención. La escala más utilizada para determinar el grado de
funcionalidad para las ABVD es el índice de Barthel, aplicada a
menudo en el ámbito hospitalario y conocida por todos los
profesionales sanitarios. Y para las AIVD, la escala de Lawton y
Brody. Ninguna de las dos escalas incluye aspectos cognitivos,
psicosociales, emocionales, de comunicación, etc.
Además, existen otras clasificaciones e inventarios utilizados por
los clínicos que permiten registrar la situación funcional del paciente.
A continuación, explicamos los más completos y de libre acceso.
Para poder hacer un buen uso de ellos es necesario leer previamente
los manuales que los acompañan.

15.4.1. Medida de independencia funcional y medida de


valoración funcional (FIM+FAM)
La medida de independencia funcional (en inglés, Functional
Independence Measure o FIM) fue desarrollada para estimar los
niveles de discapacidad (no de déficit o de alteración) en torno a 6
áreas de funcionamiento: cuidado personal, control de esfínteres,
movilidad, deambulación, comunicación y conocimiento social. Es una
herramienta de libre acceso ampliamente utilizada y se pensó para
su aplicación en el ámbito de la rehabilitación hospitalaria ya que
permite monitorizar los cambios funcionales que se van produciendo
durante el proceso de rehabilitación.
Valora 18 actividades que se agrupan en 2 dimensiones: 13 ítems
motores y 5 ítems cognitivos y psicosociales. Debe aplicarla un
terapeuta familiarizado con el paciente mediante observación de lo
que hace y no de lo que podría hacer. Al puntuar hay que evitar
sesgos debidos a la información de que disponemos por las pruebas
de valoración que aplicamos. Para ello dispone de un árbol de
decisiones que permite puntuar cada ítem en base a 7 niveles que
van desde la dependencia completa (nivel 1) hasta la independencia
(nivel 7). La puntuación final oscila entre 18 puntos (dependencia
total) a 126 puntos (independencia completa), indicando el grado de
ayuda que el paciente necesita para cada actividad que se valora.
En las escalas e índices de valoración se suele descuidar el
estado de la cognición, aunque unido a las alteraciones motoras,
sensitivas, emocionales y conductuales forme parte del conjunto de
capacidades que permiten a una persona su independencia funcional
y su integración en la comunidad. Para remediar este defecto se
desarrolló la medida de valoración funcional (Functional Assessment
Measure o FAM) diseñada específicamente para pacientes con daño
cerebral. La FAM añade 12 ítems que valoran aspectos cognitivos,
conductuales, de comunicación y de funcionamiento en la comunidad.
Puesto que no tiene sentido administrar la FAM de forma aislada, se
unió a la FIM dando lugar a la FIM+FAM. Y posteriormente se hizo
una adaptación en Inglaterra que dio lugar a la UK FIM+FAM (Nayar
et al., 2016). Puede encontrarse el enlace a este recurso gratuito,
solo disponible en inglés actualmente, a través del siguiente enlace:
https://bit.ly/2tpxTmL.

15.4.2. Clasificación internacional del funcionamiento, de


la discapacidad y de la salud (CIF)
La OMS define funcionamiento como “una interacción dinámica entre
los estados de salud (enfermedades, trastornos, lesiones, traumas,
etc.) y los factores contextuales relacionados con el ambiente y con
la persona”, que engloba las funciones corporales, las actividades y
la participación. De esta forma, para valorar el impacto de cualquier
patología sobre la funcionalidad, la OMS considera cuatro niveles:

1. Patología: se refiere a la enfermedad o diagnóstico a nivel de


un órgano o sistema. En el caso del DCS se trata de una
patología del sistema nervioso.
2. Déficit: signos y síntomas que se manifiestan debido a la
patología. En DCS pueden ser motores, sensitivos,
cognitivos, emocionales y conductuales, y son valorados
generalmente mediante test específicos.
3. Limitación en la actividad: dificultad para la realización de
una tarea debido a los déficits. Se trata del grado de
discapacidad.
4. Restricción en la participación: situación en la que se
encuentra una persona respecto a los roles que puede
desempeñar en su entorno sociocultural debido a la
discapacidad, es decir, las repercusiones de la discapacidad
a nivel social, laboral, familiar, etc.

Los niveles de déficit, limitaciones en la actividad y restricciones


en la participación son las consecuencias de la patología; los dos
últimos implican funcionamiento. Teniendo en cuenta estos niveles, la
OMS ha elaborado dentro de su familia de clasificaciones un sistema
específico de clasificación del funcionamiento llamado clasificación
internacional del funcionamiento, de la discapacidad y de la salud
(CIF) que es complementario al sistema de clasificación diagnóstica
de enfermedades CIE-10. La CIF permite elaborar un perfil
descriptivo de la salud y los estados relacionados con la salud del
individuo en varios dominios, empleando un lenguaje unificado y
estandarizado. Con esta clasificación se mide el impacto de cualquier
patología o déficit sobre el funcionamiento cotidiano de la persona,
incluidas las deficiencias del sistema nervioso central. En el siguiente
enlace tiene acceso a esta clasificación: https://bit.ly/2UogG8b.
La CIF toma cada función de un individuo a nivel del cuerpo, de la
persona o de la sociedad y define la discapacidad, pero no resulta
práctica en el ejercicio clínico, por lo que la OMS desarrolló el
cuestionario WHODAS 2.0, que se describe a continuación.

15.4.3. WHODAS 2.0


Conceptualmente compatible con la CIF, se ha creado el cuestionario
para la evaluación de la discapacidad de la Organización Mundial de
la Salud (WHODAS 2.0, por sus siglas en inglés), aplicable a
personas adultas, que permite medir la salud y la discapacidad en
todas las culturas, así como la efectividad clínica y la mejora
funcional originada por las intervenciones.
Está disponible en 30 idiomas y dispone de tres modalidades de
aplicación (por el paciente, por informantes y por el clínico) así como
una versión completa y otra abreviada. Consta de 6 áreas de
evaluación cuantitativa con una escala Likert de 5 grados en relación
con la interferencia del estado de salud con la vida cotidiana,
referente a los últimos 30 días. Los dominios que valora son:

1. Cognición: comprensión y comunicación.


2. Movilidad: capacidad para moverse y desplazarse en su
entorno
3. Cuidado personal: cuidado de la propia higiene, posibilidad
de vestirse, comer y quedarse solo.
4. Relaciones: interacción con otras personas
5. Actividades cotidianas: responsabilidades domésticas,
tiempo libre, trabajo y escuela.
6. Participación social: en actividades comunitarias y en la
sociedad.

El siguiente enlace da acceso a este instrumento:


https://bit.ly/39445eE.

15.5. Abordaje funcional en neurorrehabilitación del


ictus y el TCE
Al hablar de neurorrehabilitación, necesariamente debemos hacerlo
en términos de funcionalidad. La rehabilitación de personas con
problemas en el funcionamiento cognitivo, habilidades comunicativas
y capacidad para regular la conducta y las emociones debido a un
ictus o TCE, se hará mediante el empleo de estrategias y
herramientas terapéuticas cuyo objetivo último sea favorecer la
recuperación de las capacidades alteradas, así como la adaptación
funcional del individuo a su entorno. El fin último de la rehabilitación
debe ser siempre la recuperación de la funcionalidad y la autonomía
o autodependencia de la persona.
Aunque la gravedad de la lesión es el principal factor pronóstico,
hemos recopilado una serie de circunstancias dependientes de los
terapeutas que pueden mejorar el pronóstico de recuperación
funcional. Son las siguientes:

– Inicio temprano de la intervención, siempre y cuando el


paciente haya salido de fase crítica y esté fuera de peligro.
– La duración e intensidad del tratamiento se establece de
forma individualizada en función de la gravedad de los déficits,
el estado cognitivo y la comorbilidad. Estos parámetros se
ajustarán según la evolución clínica en el transcurso del
proceso rehabilitador.
– Aplicación de terapias basadas en la evidencia científica, con
un grado de recomendación A o B. El terapeuta siempre debe
pensar cuál es el beneficio que el paciente obtendrá aplicando
la terapia elegida. Por ejemplo, el entrenamiento en
autoconciencia ayuda a mejorar la capacidad para realizar
AIVD en pacientes con daño cerebral con un nivel de
evidencia 1B (Goverover et al., 2007).
– Validez ecológica de la intervención y generalización de
resultados: cualquier actuación llevada a cabo con el fin de
recuperar un déficit o alteración ha de tener repercusiones
prácticas, es decir, en la vida cotidiana de la persona. En este
sentido, es necesario conocer quién es nuestro paciente, qué
hacía antes que ahora no puede hacer y actuar con el objetivo
de minimizar las consecuencias del DCS sobre su vida.
Aquello que se está entrenando ha de tener una repercusión
clara sobre el modo de funcionar del paciente en su vida
cotidiana. Parece lógico pensar que el mejor entrenamiento
funcional, así como la mejor valoración funcional, se hará
mediante tareas cotidianas.
– Contar con una red de apoyo familiar y social. El papel del
cuidador principal o la familia es fundamental en el desarrollo
por parte del paciente de estrategias que le permitan ser más
funcional, por lo que deberemos asesorar e instruir al entorno
personal del paciente para evitar que tengan un
comportamiento sobreprotector o excesivamente exigente.
– Instaurar estrategias compensatorias y sustitutorias en fase
inicial (a medida que vaya avanzando la recuperación se irán
retirando) y en fase crónica del daño, cuando estamos
seguros de que las posibilidades de restauración de la función
son muy reducidas o nulas, momento en que las ayudas
quedarán instauradas para lograr mayor funcionalidad en el
quehacer diario. En este sentido, lo funcional se vincula con la
accesibilidad, otorgando a la persona un mayor grado de
autonomía. Los factores ambientales tanto individuales
(entorno más inmediato del paciente como las características
físicas, la vivienda o del espacio de trabajo, y entorno humano
o contacto con otras personas), como sociales (comunidad y
cultura), pueden facilitar o restringir la funcionalidad de
nuestros pacientes. Un desequilibrio entre las capacidades de
la persona, la actividad y el entorno donde se realiza, puede
influir en el nivel de participación y acarrear situaciones de
dependencia. En el entorno podemos encontrar barreras en el
ambiente físico que impiden o dificultan el acceso
especialmente a personas con dificultades motoras o
sensoriales.
La elección de una técnica compensatoria, como la
modificación y adaptación del entorno para facilitar el acceso,
es de sentido común (rampas que puedan superarse, suelos
antideslizantes, distribución adecuada del mobiliario…). Si bien
la aplicación de ayudas técnicas puede hacer más autónoma a
una persona, implica que esta depende de tales ayudas
técnicas. Pero esta dependencia influye menos sobre la
calidad de vida de los cuidadores. Las estrategias de barrido
visual en heminegligencia y hemianopsia ayudan a compensar
el déficit aumentando la funcionalidad. Automatizar conductas
y establecer rutinas de funcionamiento diario, compensan los
déficits ejecutivos de desorganización y falta de planificación.
Para cada déficit pensaremos en una solución que lo
compense.

En todo caso, resulta imprescindible una aproximación


individualizada para la resolución de la situación funcional enfatizando
la reincorporación del paciente a diferentes actividades cotidianas de
la forma más productiva y satisfactoria posible. Los indicadores de
integración social incluyen tiempo libre y ocio, acceso a la comunidad
y relaciones interpersonales.

15.6. Situación funcional y calidad de vida


Además de las secuelas propias del daño cerebral, debemos
contemplar otras consecuencias que se producen sobre la persona y
su entorno sociofamiliar. En ocasiones se da un aislamiento del
paciente y falta de apoyo social, disminuyen los contactos y
amistades, se reduce la autoestima y la persona se percibe como
menos atractiva para los otros.
La pérdida o disminución de la funcionalidad, en tanto que merma
la autonomía de la persona, generalmente tiene efectos sobre las
emociones y, por ende, sobre la autopercepción y la satisfacción con
la vida.
Recordemos que la calidad de vida es una medida subjetiva que
contempla cuatro dimensiones básicas: física, psicológica, social y
funcional. La satisfacción vital constituye un indicador de la eficacia
de la intervención. Existen diversos cuestionarios para valorar la
calidad de vida relacionada con la salud.
La encuesta ECVI-38 se diseñó específicamente para personas
que han sufrido un ictus. La edad, la situación funcional y el grado de
dependencia son factores relacionados con la calidad de vida
(Soriano Guillén et al., 2013). Otros estudios muestran que la calidad
de vida está relacionada con la cantidad de ayuda que necesita el
paciente, la ansiedad y depresión experimentadas, el nivel
académico y la edad a la que se sufre el daño cerebral. Así mismo,
no parece asociarse con el tiempo transcurrido desde la lesión, pero
sí con la gravedad de esta puesto que en casos de daño leve se da,
paradójicamente, menor satisfacción vital (Siponkoski et al., 2013).
Dado que el DCS afecta tanto al paciente como a su entorno, en
este punto debemos contemplar una figura fundamental en este
complejo proceso. En general una persona, normalmente miembro de
la familia o amigo, adopta el rol de cuidador principal del paciente.
Esta persona necesitará asesoramiento y cuidados para evitar el
llamado síndrome de sobrecarga del cuidador, un cuadro que se
debe a la acumulación de estrés y entre cuyos síntomas se
encuentran el agotamiento físico, la ansiedad, la depresión,
trastornos del sueño, alteración del apetito y el peso, aislamiento
social o problemas laborales. El nivel de sobrecarga está influenciado
por todos los cambios que experimenta el paciente (cognitivos,
físicos, conductuales, emocionales, de personalidad) y además por
la pérdida de ingresos, aumento de gastos (medicación, transporte,
ayudas técnicas, adaptación del entorno), demandas de la propia
rehabilitación, falta de apoyo comunitario, etc.
Otros factores relacionados con el cuidador que influyen son su
percepción de las alteraciones que sufre el paciente, su estilo de
afrontamiento, nivel académico y acceso a información. El
cuestionario de sobrecarga del cuidador de Zarit nos permite
identificar cuidadores con riesgo de sufrir sobrecarga. Es importante
evaluar el impacto a largo plazo de estas variables y ofrecer
asesoramiento y apoyo para que la persona cuidadora principal
pueda afrontar y manejar la situación de forma eficaz.
16
El informe neuropsicológico:
elaboración y comunicación

16.1. El informe en daño cerebral sobrevenido


Recogemos de la Orden Ministerial 221/1984, de 6 de septiembre,
reguladora del informe de alta y la Ley 14/1986 General de Salud
sobre los derechos, las obligaciones y el procedimiento regulador en
lo que a la redacción y destinatarios de los informes se refiere.
Aunque estas leyes están desarrolladas para regular el
procedimiento de aquellos facultativos que ejercen su práctica
profesional en ámbitos hospitalarios, nos servirán de guía para el
desarrollo de este capítulo centrado en la elaboración de informes
clínicos de uso general. En la literatura española no hemos
encontrado referencias sobre la redacción de informes
específicamente en el ámbito del daño cerebral sobrevenido (DCS),
por lo que partiremos de las leyes vigentes y nuestra experiencia en
servicios de neurorrehabilitación para exponer el capítulo que nos
ocupa.
El informe es un derecho del paciente y una obligación del
profesional que lo atiende. Es un documento de comunicación en el
que se aporta información clínica, sirve de unión entre el clínico y
otros profesionales, y, además, permite utilizarse para realizar
estudios clínicos, epidemiológicos o farmacológicos. El BOE de 14
de septiembre de 1984 y la Ley 41/2002 reguladora de la autonomía
del paciente y de sus derechos y obligaciones, recogen que es
obligatorio realizar un informe de alta a todo aquel paciente atendido
en un establecimiento hospitalario.
Por otro lado, el Real Decreto 1090/2010, de 3 de septiembre,
establece el conjunto mínimo de base de datos (CMBD) que deben
contener, entre otros, los informes clínicos de alta y de consultas
externas elaboradas en instituciones del Sistema Público de Salud. El
CMBD es una herramienta útil para que los clínicos diseñen
proyectos de investigación, combina datos demográficos y
epidemiológicos con el proceso asistencial. Este Real Decreto se
ocupa de los informes de alta, de consultas externas, de urgencias,
de atención primaria, de resultados de pruebas de laboratorio,
neuroimagen, cuidados de enfermería y, finalmente, la historia clínica
(Prieto de Paula y Franco-Hidalgo, 2012).
En nuestra opinión, llevado al campo de la neurorrehabilitación, el
CMBD debe estar incluido en todos los informes procedentes de
cada una de las disciplinas que prestan atención sanitaria a la
realidad del DCS (neuropsicología, fisioterapia, terapia ocupacional,
logopedia, trabajador social, etc.). El Real Decreto 1090/2010 de 3
de septiembre, establece el CMBD que todo informe debe recoger lo
expuesto en el cuadro 16.1.

CUADRO 16.1. Conjunto mínimo de base de datos


Datos del documento Nombre y apellidos del profesional/es, titulación y
especialidad
N.° colegiación
Fecha de ingreso, alta, consulta y firma
Servicio y unidad
Datos de la institución Denominación del centro
Dirección completa del centro
Datos del paciente Nombre y apellidos
Fecha de nacimiento
Sexo
Número de historia clínica
Dirección completa
Datos del proceso Motivo de informe
asistencial
Antecedentes
Historia actual y exploración
Resultados de las pruebas administradas y
metodología empleada
Evolución y comentarios
Diagnóstico principal
Otros diagnósticos
Procedimientos
Tratamiento (incluir los farmacológicos y los no
farmacológicos)
Fuente: Modificado de Prieto de Paula y Franco-Hidalgo, 2012.

En algunos casos, el cumplimiento de la ley está lejos de la


realidad. Prieto de Paula y Franco-Hidalgo (2012) ponen de
manifiesto tras un estudio realizado que, tras 6 meses de consultas,
solo se dispuso del 19-38 % de los informes. De ese porcentaje, el
16 % era ilegible, en el 30 % no había diagnóstico y solo el 19 % era
indicativo de la necesidad de realizar revisiones.
En otro estudio llevado a cabo por Medina-Delgado y Castillo-
Romero (2006) se analizó la calidad de los informes de alta en el
servicio de medicina interna del Hospital Comarcal de la Axarquía
(Vélez-Málaga), encontrando que en el 97 % de las ocasiones el
conjunto mínimo de base de datos (CMDB) estaba recogido.
Prieto de Paula y Franco-Hidalgo (2012) señalan que en la
calidad de los informes de alta y consultas externas existe gran
variabilidad en la cumplimentación de los distintos apartados, escasa
información sobre el estado funcional, sobre todo de los ancianos, y
es común encontrar amplio uso de abreviaturas, ausencia de
cumplimentación del tratamiento completo e inexistencia de los
indicadores claros sobre el plan de seguimiento del paciente.
Para los servicios de neurorrehabilitación podemos afirmar que no
hay criterios establecidos para llevar a cabo este procedimiento. Así
nos encontramos informes ambiguos, imprecisos, donde cada
profesional del equipo multidisciplinar realiza una valoración
específica, quedando los informes fragmentados, con mucha
información irrelevante e inconexa.
En neuropsicología sucede igual, podemos encontrar informes
clínicos con gran variabilidad en el contenido de estos, o informes
psicométricos que lo único que recogen son puntuaciones en pruebas
protocolizadas sin conclusiones ni etiquetas diagnósticas. Además, a
esto se le añade que no es una especialidad aún reconocida en
España y los manuales diagnósticos oficiales no contemplan la gran
variedad de síntomas que refleja esta compleja realidad asistencial.
El destinatario principal de un informe es el propio paciente y en
una segunda instancia sus familiares y profesionales a cargo del
paciente (médicos de atención primaria, especialistas, trabajadores
sociales, enfermeros, investigadores, docentes, evaluadores de
calidad asistencial, fisioterapeutas, logopedas, terapeutas
ocupacionales, autoridades asistenciales, etc.). Esto dificulta la
redacción de nuestros informes, ya que el lenguaje utilizado debe
estar redactado formalmente, pero a la vez entendible, en definitiva,
en un lenguaje cercano pero a la vez profesional. Por tanto, el
informe debe ser legible y comprensible. García-Alegría y Jiménez-
Puente (2005) realizan un decálogo para la mejora de los informes
de alta. Dicho decálogo presenta la misma validez para nuestros
tipos de informes (cuadro 16.3).
La extensión de un informe se relaciona inversamente con la
posibilidad de ser leído de manera completa, así, en un informe solo
se redactará de manera sintetizada la información clínicamente
relevante. Los médicos generales y especialistas prefieren informes
cortos y esquemáticos frente a aquellos que son detallados y
extensos (García-Alegría y Jiménez-Puente, 2005).
En este sentido, la Sociedad Española de Medicina Interna
(SEMI) ha establecido un consenso para la redacción de los informes
de alta (Conthe-Gutiérrez et al., 2010). Consideramos que dichas
directrices formales son perfectamente aplicables al ámbito del DCS
(cuadro 16.2).

CUADRO 16.2. Consenso para la redacción de informes


La interpretación de un texto es un proceso complejo cognitivo que está influido por
la presentación y la calidad de la redacción. Es obligación del profesional ofrecer
comprensión.
Deben estar redactados a máquina, su contenido ha de ser preciso, concreto y
comprensible. Evitar el uso de acrónimos y abreviaturas. Escribir en términos
técnicos. Es un informe, no una carta profesional-paciente.
Letra nítida, uniforme y tamaño adecuado.
Epígrafes que faciliten la lectura y remarcar los apartados que se desean resaltar:
diagnóstico, tratamiento, recomendaciones al alta, etc.
Resaltar aquellos puntos que son imprescindibles.
Usar papel en blanco, no reciclado.
Intentar que, en la medida de lo posible, ocupen una sola hoja. Cuando sean varias
asegurarnos que todas lleven el identificativo del paciente.
Las pruebas específicas con varios baremos de medición deben ir resumidas al
final, por ejemplo, las puntuaciones de una escala o las baterías
neuropsicológicas.

Respecto al contenido
Incluir el CMBD.
Señalar el diagnóstico principal y el listado de problemas, incluyendo el diagnóstico
secundario, procedimientos y complicaciones durante el ingreso. No se trata de
hacer una explicación sobre modelos teóricos cognitivos, sino especificar si existe
alteración cognitiva o no, su correlación clínico-anatómica, a qué función cognitiva
afecta, su grado de alteración y su repercusión en la vida diaria.
Señalar el plan terapéutico, tanto el farmacológico (nombre del fármaco por
principio activo, tipo de administración – horario y duración–, motivo de suspensión
en caso de que sea necesario y comunicar reacciones adversas) como el no
farmacológico (preferentemente la duración, pronóstico y objetivos a corto y largo
plazo).
Listado de acciones o pruebas pendientes por realizar.
Intervenciones planificadas (úlceras por presión, toxina botulínica, etc.).
Estado cognitivo del paciente.
Señalar el estado de funcionalidad y dependencia.
Aspectos sociosanitarios.
Evitar términos ambiguos cuando sean sustituibles por datos numéricos. Por
ejemplo, si en las recomendaciones reza “se recomienda mayor implicación en la
realización de los ejercicios cognitivos”, sustituirlo por “se recomienda realizar
ejercicios cognitivos 2 veces al día durante 20 minutos.
Cuando no se ha realizado una práctica diagnóstica o terapéutica que se
considera ortodoxa, o que puede condicionar la futura toma de decisiones de un
tercero, se deben describir las razones. Por ejemplo, cuando no se ha podido
hacer una prueba cognitiva específica por problemas de conducta, o encontrarse
el paciente un estado agudo, situaciones familiares ajenas extraordinarias, escasa
motivación del paciente, influencia de la medicación, etc. O cuando
terapéuticamente no empezamos un tratamiento específico por presentar el
paciente un estado de agitación que imposibilita nuestra intervención, problemas
de conducta, recaídas, intervención quirúrgica inminente u otros motivos.
Se recomienda una buena conclusión que resuma en 3-4 líneas la idea principal.
Acompañar los datos psicométricos de una correcta interpretación clínica.

Respecto al procedimiento
Garantizar la objetividad del informe.
Garantizar la calidad de su base metodológica dentro de la orientación científica
adoptada.
Garantizar la calidad de los instrumentos de evaluación y su correcta utilización.
Garantizar una actitud profesional con respecto al código deontológico.

Fuente: García-Alegría y Jiménez-Puente, 2005.

La tarea del profesional no se restringe al mero hecho de


redactar el informe. Esto ha de completarse con una información
verbal pertinente de la actuación realizada, pruebas administradas,
explicación de resultados, plan de tratamiento si procede, dificultades
y factores pronósticos, calendario de citas si las hubiera,
recomendaciones, derivación de otros especialistas si procede, etc.
(Zapatero-Gaviria, 2010).

CUADRO 16.3. Decálogo para mejorar la redacción de informes


Piense en las necesidades de los usuarios y trate de satisfacerlas. Sea concreto.
Ponga atención a los datos de filiación del paciente.
Utilice una estructura de fácil lectura y evite las abreviaturas.
Sea preciso en el uso del lenguaje y evite términos ambiguos.
Asegúrese de que están cumplimentadas todas las variables del CMBD.
Recoja las complicaciones sucedidas durante el ingreso.
Redacte las recomendaciones en términos extremadamente claros.
Sea realista al prescribir tratamientos, con pautas precisas y fáciles de entender.
Describa el seguimiento necesario al alta.
Identifique al autor o autores del informe.
Fuente: Modificado de García-Alegría y Jiménez-Puente, 2005.

En neurorrehabilitación podemos encontrar pacientes agudos,


subagudos y crónicos, que, además, estarán atendidos en diferentes
regímenes: pacientes ingresados de larga estancia, ambulatorios,
consultas externas, de revisión y aquellos que son atendidos en
domicilio.
El estado del paciente (agudo, subagudo y crónico) y el tipo de
atención sanitaria que recibe condicionará la frecuencia con la que
debemos emitir un informe (cuadro 16.4). No es lo mismo un paciente
agudo en régimen de hospitalización, del que esperamos una
evolución rápida y favorable, que un paciente crónico en régimen
hospitalario, cuya evolución suele ser, en el mejor de los casos,
lentamente progresiva.
En el cuadro 16.4 presentamos una propuesta que está basada
en nuestra propia experiencia clínica, sobre la frecuencia en cuanto a
la emisión de los informes según cada caso.

CUADRO 16.4. Frecuencia en la emisión de informes en DCS

En cada una de estas situaciones podemos encontrar diferentes


tipos de informes, y cada uno de ellos debe recoger el CMBD:

1. Informe inicial o tipo I: se realiza cuando atendemos al


paciente por vez primera. No podemos etiquetarlo
exclusivamente como “informe de evaluación” porque
conceptualmente todos los informes que se realizan son de
evaluación, es decir, se evalúa el estado cognitivo del
paciente, y en DCS estamos constantemente realizando
dicha tarea.
2. Informe de evolución: todo informe que sigue al primero y
existe una secuenciación sobre la intervención llevada a
cabo, el estado cognitivo previo y presente.
3. Informe de revisión: todo informe que sigue al primero, pero
en este caso, no ha existido intervención cognitiva alguna.
Son aquellos casos en los que el paciente fue valorado en un
inicio y seguimos la evolución de sus síntomas cognitivos sin
intervención cognitiva específica.
4. Informe de alta: este es el último informe que se realiza una
vez el paciente ha terminado su tratamiento cognitivo, resume
su historia clínica desde el accidente, su estado cognitivo
pasado, la intervención llevada a cabo y su estado cognitivo
actual, y las recomendaciones que se han de llevar a cabo.
Debe reflejar el motivo de alta (por ejemplo, voluntaria,
impuesta, recomendada, etc.).

Inmersos en el mundo tecnológico, cada vez es más frecuente la


implantación de la historia digital. Se han establecido los objetivos de
una correcta historia clínica: facilitar los cuidados del paciente y
mejorar la calidad asistencial, reducir los costos administrativos,
posibilitar la investigación clínica y en servicios de salud, capacitar la
adaptación a los futuros desarrollos tecnológicos, de gestión y
financiación y disponer de mecanismos que aseguren la
confidencialidad permanente a la información.
Como señalan Conthe-Gutiérrez et al. (2010), entre las ventajas
de la historia digital encontramos: una mayor confidencialidad de los
datos y facilidad en la búsqueda de información, hace legible el texto,
permite una mayor flexibilidad para una visualización en varios
formatos, permite volcar informes procedentes de otros servicios
para agilizar el proceso de comunicación entre profesionales,
posibilita la vista resumida de datos con opciones de búsqueda
rápida y poco esfuerzo, y se emite información con mensajes,
imágenes, vídeos, etc., de tal manera que se personaliza el informe
de una forma relativamente sencilla. En el otro extremo, la historia
digital no nos permite recoger la secuencia temporal de los hechos,
la rigidez a la hora de editar algunos datos imposibilita la
reproducción del razonamiento clínico tradicional, además, la lectura
del formato en pantalla digital y el exceso de información pueden
hacer que el estudio de las historias clínicas se convierta en una
tarea tediosa.
Para terminar, presentamos un modelo de informe (cuadro 16.5)
que, atendiendo a las recomendaciones de redacción y formato
expuestas aquí, nos servirá para el desempeño de nuestra actividad
profesional.
CUADRO 16.5. Propuesta de informe para DCS
Datos relativos al profesional Nombre y apellidos
Titulación y especialidad
N.° colegiado
Fecha de informe
Datos de la clínica (si procede) Dirección
Teléfono
Datos relativos al paciente Nombre y apellidos
Fecha de nacimiento
Sexo
Dominancia
N.° de historia clínica
Domicilio
Datos relativos al procedimiento Motivo de informe
Tipo de informe (inicial, evolución,
revisión, alta)
Antecedentes personales
Antecedentes familiares
Tratamientos farmacológicos
Tratamientos no farmacológicos
Pruebas complementarias
(neuroimagen, analíticas, etc.)
Historia clínica/anamnesis
Pruebas cognitivas administradas
Comentarios de la exploración
Evolución (si procede)
Diagnóstico principal
Diagnóstico secundario
Otros diagnósticos
Diagnóstico funcional
Actuación terapéutica por llevar a cabo
Objetivos del plan de tratamiento (si lo
hubiera)
Recomendaciones terapéuticas
Anexo 1. Relativo a los datos
cuantitativos de la exploración
Bibliografía seleccionada

Con el propósito de poner en práctica unos principios ecológicos,


económicos y prácticos, el listado completo y actualizado de las
fuentes bibliográficas empleadas en este libro se encuentra
disponible en la página web de la editorial: www.sintesis.com.
Las personas interesadas lo pueden descargar y emplear como
mejor les convenga: conservar, imprimir, utilizar para sus trabajos,
etc.

ANGELERI, R., BOSCO, F. M., ZETTIN, M., SACCO, K., COLLE, L., y BARA, B. G. (2008).
Communicative impairment in traumatic brain injury: a complete assessment. Brain and
Language, 107(3), 229-245.
BARRETT, A. M., y MUZAFFAR, T. (2014). Spatial cognitive rehabilitation and motor recovery
after stroke. Current Opinion in Neurology, 27(6), 653-658. doi:
10.1097/WCO.0000000000000148
BARROSO-MARTÍN, J. M., BALMASEDA, R., y LEÓN-CARRIÓN, J. (2002). Déficits
neuropsicológicos y conductuales de los trastornos cerebrovasculares: artículo de
revisión. Revista española de neuropsicología, 4(4), 312-330.
BIANCHINI, K. J., GREVE, K. W., y LOVE, J. M. (2003). Definite malingered neurocognitive
dysfunction in moderate/severe traumatic brain injury. The Clinical Neuropsychologist,
17(4), 574-580. doi: 10.1076/clin.17.4.574.27946
BISIACH, E., VALLAR, G., PERANI, D., PAPAGNO, C., y BERTI, A. (1986). Unawareness of
disease following lesions of the right hemisphere: anosognosia for hemiplegia and
anosognosia for hemianopia. Neuropsychologia, 24(4), 471-482.
BROUWER, W. H., WITHAAR, F. K., TANT, M. L., y VAN ZOMEREN, A. H. (2002). Attention
and driving in TBI: a question of coping with time-pressure. Journal of Head Trauma
Rehabilitation, 17, 1-15.
CAPPA, S. F., et al. (2005). EFNS guidelines on cognitive rehabilitation: report of an EFNS task
force. European Journal of Neurology, 12(9), 665-680. https://doi.org/10.1111/j.1468-
1331.2005.01330.x
CASALETTO, K. B., y HEATON, R. K. (2017). Neuropsychological Assessment: Past and
Future. Journal of the International Neuropsychological Society: JINS, 23(9-10), 778-790.
https://doi.org/10.1017/S1355617717001060
CASTELLANOS-PINEDO, F., CID-GALA, M., DUQUE, P., RAMÍREZ-MORENO, J. M., y
ZURDO-HERNÁNDEZ, J. M. en nombre del grupo de trabajo del plan de atención al daño
cerebral sobrevenido de Extremadura. (2012). Daño cerebral sobrevenido: propuesta de
definición, criterios diagnósticos y clasificación. Rev. Neurol., 54(6), 0357-366.
CICERONE, K. D., et al. (2011). Evidence-based cognitive rehabilitation: updated review of the
literature from 2003 through 2008. Archives of Physical Medicine and Rehabilitation,
92(4), 519-530. doi: 10.1016/j.apmr.2010.11.015
CONTHE-GUTIÉRREZ, P., et al. (2010). Consenso para la elaboración del informe de alta
hospitalaria en especialidades médicas. Medicina Clínica, 134(11), 505-510. doi:
10.1016/j.medcli.2009.12.002
COSTA, T. L., ZANINOTTO, A. L. C., BENUTE, G. G., DE LÚCIA, M. C. S., PAIVA, W. S.,
WAGEMANS, J., y BOGGIO, P. S. (2015). Perceptual organization deficits in traumatic
brain injury patients. Neuropsychologia, 78, 142-152. doi:
10.1016/j.neuropsychologia.2015.10.008
FAGERHOLM, E. D., HELLYER, P. J., SCOTT, G., LEECH, R., y SHARP, D. J. (2015).
Disconnection of network hubs and cognitive impairment after traumatic brain injury.
Brain, 138(6), 1696-1709. doi: 10.1093/brain/awv075
JOANETTE, Y., ANSALDO, A. I., KAHLAOUI, K., CÔTE, H., ABUSAMRA, V., FERRERES, A.,
y ROCH-LECOURS, A. (2008). Impacto de las lesiones del hemisferio derecho sobre las
habilidades lingüísticas: perspectiva teórica y clínica. Revista de Neurología, 46(8), 481-
488.
LANG, A. E., y ZADIKOFF, C. (2005). Apraxia in movement disorders. Brain, 128, 1480-1497.
LEZAK, M. D., HOWIESON, D. B., BIGLER, E. D., y TRANEL, D. (2012). Neuropsychological
Assessment. Oxford, Nueva York: Oxford University Press.
LIBON, D. J., SWENSON, R., ASHENDORF, L., BAUER, R. M., y BOWERS, D. (2013). Edith
Kaplan and the Boston Process Approach. The Clinical Neuropsychologist, 27(8), 1223-
1233. doi: 10.1080/13854046.2013.833295
MANES, F., PARADISO, S., y ROBINSON, R. G. (1999). Neuropsychiatric effects of insular
stroke. The Journal of Nervous and Mental Disease, 187(12), 707-712.
MARCOTTE, T. D., y GRANT, I. (2010). Neuropsychology of everyday functioning. Nueva
York: Guilford Press.
MORENO-PALACIOS, J. A., MORENO-MARTÍNEZ, I., BARTOLOMÉ-NOGUÉS, A., LÓPEZ-
BLANCO, E., JUÁREZ-FERNÁNDEZ, R., y GARCÍA-DELGADO, I. (2017). Factores
pronósticos de recuperación funcional del ictus al año. Revista de Neurología, 64, 55-62.
MUÑOZ CÉSPEDES, J. M., y PAÚL LAPREDIZA, N. (2001). La detección de los posibles
casos de simulación después de un traumatismo craneoencefálico. Revista de
Neurología, 32(8), 773-778.
NAYAR, M., VANDERSTAY, R., SIEGERT, R. J., y TURNER-STOKES, L. (2016). The UK
Functional Assessment Measure (UK FIM+FAM): Psychometric Evaluation in Patients
Undergoing Specialist Rehabilitation Following a Stroke from the National UK Clinical
Dataset. PloS One, 11, e0147288. doi: 10.1371/journal.pone.0147288
ONTIVEROS, A., PRECIADO, A. K., MATUTE, E., LÓPEZ-CRUZ, M., y LÓPEZ-ELIZALDE, R.
(2014). Factores pronósticos de recuperación y reinserción laboral en adultos con
traumatismo craneoencefálico. Revista mexicana de Neurocirugía, 15(4), 211-217.
PEETERS, W., BRANDE, R. VAN DEN, POLINDER, S., BRAZINOVA, A., STEYERBERG, E.
W., LINGSMA, H. F., y MAAS, A. I. R. (2015). Epidemiology of traumatic brain injury in
Europe. Acta Neurochirurgica, 157(10), 1683-1696. doi: 10.1007/s00701-015-2512-7
PETERSEN, S. E., y POSNER, M. I. (2012). The Attention System of the Human Brain: 20
Years After. Annual review of neuroscience, 35, 73-89. doi: 10.1146/annurev-neuro-
062111-150525
PRIGATANO, G. P. (2009). Anosognosia: clinical and ethical considerations: Current Opinion
in Neurology, 22(6), 606-611. doi: 10.1097/WCO.0b013e328332a1e7
PULVERMÜLLER, F., y BERTHIER, M. L. (2008). Aphasia therapy on a neuroscience basis.
Aphasiology, 22(6), 563-599.
RIGGS, R. V., ANDREWS, K., ROBERTS, P., y GILEWSKI, M. (2007). Visual deficit
interventions in adult stroke and brain injury: a systematic review. American Journal of
Physical Medicine y Rehabilitation, 86(10), 853-860. doi:
10.1097/PHM.0b013e318151f907
RÍOS-LAGO, M., MUÑOZ-CÉSPEDES, J. M., y PAÚL LAPEDRIZA, N. (2007). Alteraciones de
la atención tras daño cerebral traumático: evaluación y rehabilitación. Revista de
Neurología, 44(5), 291-297.
ROHLING, M. L., FAUST, M. E., BEVERLY, B., y DEMAKIS, G. (2009). Effectiveness of
cognitive rehabilitation following acquired brain injury: a meta-analytic re-examination of
Cicerone et al. (2000, 2005) systematic reviews. Neuropsychology, 23(1), 20-39. doi:
10.1037/a0013659
SOHLBERG, M. M., y MATEER, C. A. (2001). Cognitive Rehabilitation: An Integrative
Neuropsychological Approach. Nueva York: Guilford Publications.
TEASELL, R., FOLEY, N., SALTER, K., BHOGAL, S., JUTAI, J., y SPEECHLEY, M. (2009).
Evidence-Based Review of Stroke Rehabilitation: Executive Summary (12.a ed.). Topics
In Stroke Rehabilitation, 16(6), 463-488. doi: 10.1310/tsr1606-463.
TIRAPU-USTÁRROZ, J., CORDERO-ANDRÉS, P., LUNA-LARIO, P., y HERNAEZ-GONI, P.
(2017). Propuesta de un modelo de funciones ejecutivas basado en análisis factoriales.
Revista de Neurología, 64(2), 75-84.

También podría gustarte