Una Venganza para Mi Enemigo - Olivie Blake
Una Venganza para Mi Enemigo - Olivie Blake
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Olivie Blake
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Título original: One for my enemy
Olivie Blake, 2022
Traducción: Natalia Navarro Díaz
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Olivie Blake
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Para LITTLE CHMURA,
que da vida a mis fantasías.
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PERSONAJES
LOS FEDOROV
LAS ANTONOVA
BABA YAGA, a veces llamada Marya, la matriarca de la familia Antonova.
MARYA, que recibe el nombre de su madre y a quien llaman Masha o, a
veces, Mashenka, la mayor de las hermanas Antonova.
EKATERINA, llamada Katya, hermana gemela de Irina y junto a ella la
segunda de las hermanas Antonova.
IRINA, a veces Irka, hermana gemela de Ekaterina y junto a ella la segunda
de las hermanas Antonova.
YELENA, llamada Lena o, a veces, Lenochka, la cuarta de las hermanas
Antonova.
LILIYA, a veces llamada Lilenka, la quinta de las hermanas Antonova.
GALINA, llamada Galya o, a veces, Galinka, la sexta de las hermanas
Antonova.
ALEXANDRA, llamada exclusivamente Sasha o, pocas veces, Sashenka, la
menor de las hermanas Antonova.
OTROS
IVAN, el guardaespaldas de Marya Antonova.
ERIC TAYLOR, un compañero de clase de Sasha Antonova.
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LUKA, el hijo de Katya Antonova.
STAS MAKSIMOV, el marido de Marya Antonova.
Las TAQRIAQSUIT, criaturas de sombra controladas por Koschei.
ANTONOV, el difundo marido de Baba Yaga.
BRYNMOR ATTAWAY, a menudo llamado el Puente, el informante medio
feérico de Marya Antonova.
ANNA FEDOROV, la difunta esposa de Koschei el Inmortal.
RAPHAEL SANTOS, un agente inmobiliario, empleado de Koschei.
JONATHAN MORONOE, un influyente brujo del distrito de Brooklyn.
BRUJOS DE LOS DISTRITOS, el consejo de administración de la Nueva
York mágica.
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PRÓLOGO
uchas cosas no son lo que parecen. Pero otras… hay que hacer un
M esfuerzo.
La botica artesanal de Baba Yaga era un pequeño negocio en
Lower Manhattan que tenía unas reseñas excelentes en Yelp (la mayoría de
mujeres) y un escaparate atractivo y tentador. El rótulo, una maravilla porque
no estaba escrito con una elegante sans serif en negrita, daba una original
sensación de rareza, al igual que las bombas de baño de colores brillantes y
los sueros lujosos que había en el interior. Las palabras «Baba Yaga» estaban
escritas con una fuente alargada sobre la forma tallada de un mortero, en un
esfuerzo por imitar el carácter del Viejo Mundo.
En este caso, decir que la tienda no era lo que parecía era quedarse corto.
«Sencillamente, me encanta venir. Los productos son todos maravillosos.
La tienda es pequeña y los artículos cambian con regularidad, pero todos son
excelentes. En Duane Reade hay más, si buscas los típicos productos de
droguería, pero si estás buscando velas perfumadas hechas a mano o un regalo
único para un amigo o compañero de trabajo, este es el lugar perfecto», decía
uno de los comentarios en Yelp.
«¡Los suplementos para pelo y uñas han hecho que mi escasa melena
creciera el doble en menos de un año! ¡Juro que este lugar es mágico!»,
exclamaba una clienta.
«El servicio al cliente es bueno, toda una rareza en Manhattan. No
conozco a la dueña, pero sus hijas (un par que suelen estar por allí para
resolver dudas) son las jóvenes más preciosas y serviciales que hay»,
contribuía otra clienta.
«La tienda no está nunca muy llena, algo raro, teniendo en cuenta que
parece irle bastante bien…», comentaba una clienta alegremente.
«La tienda es una auténtica joya y un secreto bien guardado», afirmaba
otra.
Y era un secreto.
Un secreto dentro de un secreto, en realidad.
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En otro lugar, al sudeste de la botica de Yaga, en Bowery, había una
tienda de muebles antiguos llamada Koschei’s. Este negocio, al contrario que
el de Yaga, solo atendía con citas.
«El escaparate está siempre muy bonito, pero la tienda nunca está abierta.
En una ocasión intenté llamar y pedir cita para ver uno de los artículos que
exhibían, pero no conseguí ponerme en contacto con nadie en semanas. Al
final, un muchacho (uno de los hijos del dueño, creo) me acompañó unos
veinte minutos, pero casi todo estaba ya reservado para clientes privados. No
pasa nada, por supuesto, pero habría estado bien saberlo con antelación. Me
encantó un pequeño baúl vintage, pero me dijo que no estaba a la venta», se
quejaba un reseñador que daba a la tienda tres estrellas.
«MUY CARA. Mejor ir a Ikea o a CB2», decía otro comentario.
«Esta tienda es un poco espeluznante. Siempre parece haber bichos raros
metiendo y sacando cosas. Todo lo que tiene está bien, pero la tienda necesita
un lavado de cara», añadía otro reseñador.
«Casi parece que no quieren tener clientes», protestaban en un comentario
más reciente.
Y tenían razón; Koschei no quería clientes.
Al menos no el tipo de cliente que buscaba información de la tienda en
Yelp.
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ACTO I
UNA LOCURA RAZONABLE
ROMEO A BENVOLIO,
Romeo y Julieta (Acto I, Escena 1).
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I. 1
(ENTRAN LOS HIJOS FEDOROV)
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—Dimitri Fedorov —dijo la mujer, un nombre que, en sus labios, bien
podría ser una amenaza dirigida a las líneas enemigas o un susurro entre
sábanas de seda—. Sabes quién soy, ¿no es así?
Lev vio a su hermano, que no se encogió, como siempre.
—Por supuesto que te conozco, Marya —respondió Dimitri—. Y tú me
conoces a mí, ¿no? Incluso ahora.
—Eso creía —contestó Marya.
Ella era un año mayor que Dimitri, o eso creía recordar Lev, lo que la
colocaba justo por encima de los treinta. No los aparentaba ni remotamente.
De cerca, Marya Antonova, a quien ninguno de los Fedorov había visto desde
que Lev era un niño, conservaba unos labios carnosos y jóvenes, tan
apropiados para la cartelera de Maybelline a las afueras de su estudio en
Tribeca como para su expresión de interés comedido, y la geografía facial que
normalmente caía víctima de la edad (líneas de expresión que empezaban a
extenderse alrededor de los ojos o la boca, arrugas que emergían en la frente)
había escapado incluso de las más sutiles indicaciones del tiempo. Cada
detalle de la apariencia de Marya, desde las líneas entalladas de su vestido
hasta la piel pulcra de los zapatos, estaba marcado por la intención;
planchado, impecable, limpio, y el pelo oscuro que caía formando unas
cuidadas ondas propias de los cuarenta, justo por debajo de la línea afilada de
la clavícula.
Se quitó el abrigo en otro episodio más de deliberación, estableciendo su
dominio en la habitación y en su contenido con el sencillo gesto de pasarle la
prenda al hombre que había a su lado.
—Ivan —se dirigió a él—, ¿me sujetas esto mientras le hago una visita a
mi viejo amigo Dima?
—Dima —repitió Dimitri, refiriéndose a la palabra afectuosa mientras el
hombre corpulento que había junto a Marya Antonova doblaba con cuidado el
abrigo encima de su brazo, igual de meticuloso que su jefa—. ¿Esta es
entonces una visita amistosa, Masha?
—Depende —respondió ella, impertérrita ante el uso que había hecho
Dimitri de su diminutivo y sin prisas por dar explicaciones. Se permitió una
mirada escrutadora a la habitación; su atención pasó rápido por Roman antes
de aterrizar, con cierto grado de sorpresa, en Lev.
—¡Vaya! —murmuró—. El pequeño Lev ha crecido, ¿eh?
No había duda de que el gesto torcido de sus labios coquetos, por
engañosamente suave que pareciera, tenía la intención de menospreciarlo.
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—Así es —respondió Lev con tono de advertencia, pero Dimitri levantó
una mano para pedir silencio.
—Siéntate, Masha. —Le señaló una silla y ella lo recompensó con una
sonrisa; se alisó la falda antes de acomodarse en el borde de la silla. Dimitri,
por su parte, tomó asiento frente a ella en el sofá de piel mientras que Roman
y Lev, tras intercambiar una mirada cautelosa, permanecieron detrás y dejaron
que los dos herederos mediaran los intereses de sus respectivos bandos.
Dimitri habló primero:
—¿Puedo ofrecerte algo?
—Nada, gracias —respondió Marya.
—Ha pasado mucho tiempo —apuntó Dimitri.
La breve pausa que se produjo entre los dos estaba cargada de cosas que
no se expresaron en voz alta ni tampoco requerían explicación. Que había
pasado el tiempo era obvio, incluso para Lev.
Se produjo un silencioso intercambio de carraspeos.
—¿Qué tal Stas? —preguntó Dimitri con despreocupación, o con un tono
que podría parecer despreocupado para cualquier otro observador. Para Lev,
la charla trivial e incómoda de su hermano era tan inapropiada como la idea
de que Marya Antonova perdiera el tiempo con excusas azucaradas.
—Apuesto y bien dotado, igual que hace doce años —contestó Marya.
Levantó la mirada y sonrió a Roman, que le lanzó un vistazo incómodo a Lev.
Stas Maksimov, un brujo del distrito y motivo aparente de discusión, parecía
tan fuera de lugar en la conversación como podría estarlo cualquier brujo de
cualquier distrito. En términos generales, ninguno de los tres Fedorov se
molestaba en pensar en los brujos de los distritos teniendo en consideración
que, por la ocupación de su padre, la mayoría de ellos llevaban ya décadas en
el bolsillo de la familia.
Antes de que Lev tuviera tiempo de encontrarle el sentido, habló Marya:
—¿Cómo van los negocios, Dima?
—Ah, venga ya, Masha. —Dimitri suspiró y se retrepó en los cojines del
sofá. Si a la mujer le molestaba el uso continuado de su apelativo de la
infancia (o cualquier otra cosa), no lo mostró—. Seguro que no has venido
hasta aquí solo para hablar de negocios, ¿no?
Dio la sensación de que la pregunta le parecía agradable, o al menos
inofensiva.
—Tienes razón —afirmó un momento después—. No he venido
exclusivamente a hablar de negocios, no. Ivan. —Hizo un gesto por encima
del hombro a su asociado—. El paquete que he traído, si no te importa.
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Ivan se adelantó y le tendió un paquete estrecho y rectangular que no le
habría parecido a Lev sospechoso de no haber sido porque se lo entregó con
un cuidado notorio. Marya lo miró por encima, comprobando algo, antes de
volverse hacia Dimitri y extender el brazo esbelto.
Roman se acercó, a punto de detenerla, pero Dimitri volvió a levantar una
mano y le hizo un gesto a Roman para que se apartara al tiempo que se
disponía a aceptarlo.
Rozó brevemente con el pulgar los dedos de Marya y se apartó.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando el paquete. La sonrisa de Marya se
hizo más ancha.
—Un producto nuevo —respondió cuando Dimitri retiró el papel grueso y
dejó a la vista un juego de pastillas estrechas revestidas de plástico; parecían
aspirinas de colores vibrantes—. Para generar euforia. No es diferente de
nuestras otras ofertas, pero esta es un tanto menos delicada; provoca una
sensación un poco más acentuada que el delirio puro. No obstante, es un
alucinógeno con un toque de… novedad, por así decirlo. Como corresponde a
la naturaleza de nuestros productos ya existentes, por supuesto. De la marca
—le medio explicó, encogiéndose de hombros—. Ya sabes cómo funciona.
Dimitri se quedó mirando unos segundos la pastilla que tenía en la mano.
—Lo cierto es que no —respondió al fin y Lev vio que un músculo
vibraba en la mandíbula de su hermano; otro gesto de incomodidad poco
propio de él además de la resignación en su voz—. Ya sabes que Koschei no
se involucra en ningún estupefaciente mágico a menos que sea un encargo
específico. Este no es nuestro negocio.
—Interesante —dijo Marya con tono suave—. Muy interesante.
—¿Sí?
—Oh, sí, mucho. En realidad, me alivia escucharte decir eso, Dima. He
oído cosas, ¿sabes? Algunos rumores terribles sobre las últimas andanzas de
tu familia. —Lev parpadeó, sorprendido, y miró a Roman, que respondió con
una sacudida de la cabeza—. Pero si dices que no es vuestro trabajo, estaré
más que encantada de creerte. A fin de cuentas, nuestras dos familias se han
mantenido sabiamente en sus caminos propios, ¿verdad? Es mejor así para
todos, creo.
—Sí —se limitó a contestar Dimitri y dejó las pastillas—. ¿Entonces eso
es todo, Masha? ¿Solo querías presumir un poco de los últimos logros de tu
madre?
—¿Presumir? ¿En serio? Nunca. Aunque ya que estoy aquí, me gustaría
que fueras el primero en probarlo, claro. Naturalmente. Una muestra de fe.
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Puedo compartir mis productos contigo sin miedo, ¿no? Si puedo confiar en
ti, claro —murmuró, retándolo a contradecirla—. A fin de cuentas, somos
viejos amigos, ¿no es así?
Dimitri volvió a tensar la mandíbula y Roman y Lev intercambiaron otra
mirada.
—Masha…
—¿No es así? —repitió ella, con más dureza esta vez.
De nuevo vio Lev en sus ojos la mirada que recordaba haber temido de
pequeño; una mirada gélida, distante, que en ocasiones tenía cuando la veía.
Había aprendido a ocultar su aspecto más afilado con cualquier imitación de
la inocencia que hubiera a su disposición, pero esa mirada, al contrario que
sus caras más falsas, no podía disfrazarla nunca. Para Lev tenía el mismo
efecto que un ave que volaba en círculos sobre su presa.
—Pruébala, Dima —lo invitó con una voz que no dejaba lugar a huida ni
al rechazo—. Supongo que sabes cómo consumirla.
—Masha —dijo él de nuevo, bajando la voz a un tono más diplomático—.
Sé razonable. Escúchame…
—Ahora, Dima —interrumpió y toda pretensión de alegre cortesía se
desvaneció.
Parecía que para ambos había terminado al fin la actuación; la
consecuencia de algo que no se había dicho en voz alta había arrastrado la
conversación a una distensión repentina y Lev esperó impaciente a que su
hermano se negara. Negarse parecía la mejor decisión, la razonable; Dimitri
no tomaba estupefacientes y por eso habría sido algo fácil negarse. Debería de
haber sido fácil de declinar, pues no había un motivo obvio para tener miedo.
(Ningún motivo, pensó Lev sombríamente, aparte de la mujer que estaba
sentada frente a ellos, una amenaza invisible contenida en cada una de sus
manos rígidas).
Sin embargo, para consternación de Lev, Dimitri terminó aceptando; tomó
una pastilla de color lila y se quedó un momento mirándola entre los dedos.
Al lado de Lev, Roman se adelantó de forma casi imperceptible, pero se
obligó a quedarse quieto, mirando con aprehensión el cuello de su hermano.
—Hazlo —presionó Marya y la postura de Dimitri se tomó visiblemente
rígida.
—Masha, déjame la oportunidad de explicarme —pidió en voz baja, con
un tono al que Lev se habría referido como súplica si hubiera creído capaz de
suplicar a su hermano—. ¿No me debes eso, después de todo? Entiendo que
debes de estar enfadada…
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—¿Enfadada? ¿Por qué? Pruébala, Dima. ¿A qué puedes temerle? Ya me
has asegurado que éramos amigos, ¿no?
Las palabras, acompañadas por una sonrisa tan falsa que más bien parecía
una mueca, sonaron cáusticas en la lengua de Marya. Dimitri abrió la boca,
vacilante, y Marya se inclinó hacia delante.
—¿No? —repitió y, esta vez, Dimitri se encogió visiblemente.
—Deberías irte —soltó Lev sin pensárselo, dando un paso adelante y
flanqueando a su hermano por detrás del sofá.
Marya alzó la cabeza y lo miró con curiosidad. Se transformó y retomó su
disposición dulce, como si de pronto recordara la presencia de Lev en la
habitación.
—Verás, Dima —dijo, todavía con la mirada fija en Lev—, si los
hermanos Fedorov se parecen en algo a las hermanas Antonova, estaría muy
mal por mi parte no recompensarlos por igual por nuestra amistad. Tal vez
tendríamos que incluir a Lev y a Roma en esto —murmuró, devolviendo la
mirada a Dimitri—, ¿no crees?
—No —respondió él con tanta firmeza que Lev se quedó inmóvil—. No,
ellos no tienen nada que ver con esto. Apártate —le indicó a Lev, volviéndose
hacia él para entregarle el mensaje con claridad—. Quédate donde estás, Lev.
Roma, reténlo ahí —le ordenó con su voz profunda de príncipe coronado y
Roman asintió, lanzándole a Lev una mirada de advertencia.
—Dima —dijo Lev, consciente ahora del peligro—. Dima, de verdad, no
tienes que…
—Silencio —ordenó Marya y entonces, salvo por su voz, la habitación
quedó desprovista de todo sonido—. Me lo has asegurado —prosiguió con la
mirada fija en Dimitri. Estaba claro que, para ella, no había en la habitación
ninguna otra persona importante—. Ahórrame la indignidad de contar los
motivos por los que ambos sabemos que vas a hacer lo que te pido.
Dimitri la miró y ella a él.
Y entonces, lentamente, Dimitri se resignó a separar los labios, poner la
pastilla en el centro de la lengua y echar la cabeza atrás para tragar, al tiempo
que Lev soltaba un grito que nadie pudo oír.
—Es un producto nuevo, como he dicho —informó Marya, alisándose la
falda—. No es muy diferente de lo que acabará llegando al mercado. Sin
embargo, lo interesante sobre estos estupefacientes —comentó, observando
con cierta indiferencia mientras Dimitri se sacudía levemente, aturdido— es
que hay ciertos prerrequisitos para poder disfrutar. Obviamente, tenemos que
incorporar algún tipo de medida de precaución para estar seguros de con
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quién estamos tratando, existen algunos posibles efectos adversos. Los
ladrones, por ejemplo —murmuró con tono suave, todavía con la mirada fija
en el rostro de Dimitri— sufrirán algunas reacciones desagradables. Los
mentirosos también. En realidad, cualquiera que toque nuestros productos sin
el traspaso de monedas a las manos de una bruja Antonova los encontrará…
ligeramente menos agradables de consumir.
Dimitri se llevó una mano a la boca para tapar unas arcadas durante varios
segundos. Tras un momento para recomponerse, levantó la cabeza con toda la
compostura que pudo y se pasó el dorso de la mano temblorosa por la nariz.
Le salió un poco de sangre que le manchó el nudillo del dedo índice.
—Es comprensible que nuestros distribuidores deseen participar a veces,
así que, para protegerlos, les damos un amuleto que usan en secreto. Por
supuesto, posiblemente no supieras eso —remarcó, señalando algo con una
relevancia que Lev era incapaz de comprender—. Secreto comercial, ¿no? Es
peligroso intentar vender nuestros productos sin nuestro permiso expreso.
Obviamente, no queremos que lo sepa por adelantado o nuestro sistema
colapsaría.
Dimitri tosió de nuevo, la reverberación aún silenciosa. La sangre manó
ahora libre por su nariz, cayendo en sus manos y cubriéndolas de un tono
escarlata viscoso manchado de negro. Escupió sin emitir sonido, tratando de
evitar que el líquido cayera en su garganta mientras se le retorcía el pecho por
la tos.
—Tenemos un buen número de informantes. Son muy inteligentes y están
bien ocultos. Por desgracia, según uno de ellos, alguien ha estado vendiendo
nuestros estupefacientes —murmuró—. Comprándonoslos a nosotras y
vendiéndolos por casi el cuádruple de su precio. ¿Quién habrá sido, Dima?
Dimitri escupió una palabra que pudo ser el nombre de Marya; cayó hacia
delante, sobre manos y rodillas, en el suelo. Convulsionó una vez, dos veces,
golpeándose la cabeza con la esquina de la mesa y desmoronándose. Lev
llamó a su hermano, consternado, pero el sonido quedó de nuevo perdido bajo
los efectos del hechizo de Marya. Era, de lejos, la mejor bruja, su padre
siempre lo había dicho; siempre hablaba de Marya Antonova, incluso cuando
era joven, como si fuera una especie de demonio clásico, la clase de villana
que decían a los niños que buscaran en la oscuridad. Lev se lanzó hacia
adelante de todos modos, asustado, pero solo sintió las manos de acero de su
hermano en el cuello que lo anclaron en el suelo mientras Dimitri se esforzaba
por levantarse y volvía a caer, formando un charco de sangre bajo la mejilla,
donde se había golpeado al desplomarse.
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—Esto me duele, Dima, de verdad. —Marya suspiró con expresión neutra
—. De veras pensaba que éramos amigos. Pensaba que podía confiar en ti.
Fuiste siempre muy honrado cuando éramos niños. Y sí, pueden pasar muchas
cosas en una década, pero aun así, nunca pensé que fuéramos a
encontrarnos… aquí. —Suspiró de nuevo y sacudió la cabeza—. Me duele
tanto como a ti, de verdad. Aunque tal vez sea una insensible —comentó con
tono suave, observando a Dimitri, que luchaba por tomar aire; en ningún
momento bajó la mirada, ni siquiera cuando lo asolaron unos temblores
violentos—. Parece que te duele mucho.
Lev notó que el nombre de su hermano escapaba de nuevo de sus
pulmones, el dolor le rasgaba la garganta hasta que al fin, por fin, Dimitri se
quedó rígido. Entonces, la imagen parecía un horripilante retrato barroco; de
la malformación de su torso emergía un brazo extendido, los dedos estirados
hacia los pies de Marya.
—Bien —murmuró ella y se levantó de la silla—. Supongo que es todo.
Ivan, mi abrigo, por favor.
Finalmente, una vez cumplida la orden de su hermano, Roman soltó a
Lev, que se lanzó hacia Dimitri. Roman se quedó mirando, tenso e impotente,
mientras Lev buscaba el pulso y lanzaba de forma frenética hechizos para
contener la sangre que quedaba sin derramar de su cuerpo, para obligar a sus
pulmones principescos a moverse. La respiración de Dimitri era superficial, el
esfuerzo de su pecho mermaba rápidamente y, en un momento de
desesperanza, Lev miró con ojos empañados a Marya, que se estaba poniendo
unos guantes negros de piel.
—¿Por qué? —preguntó, abandonando el esfuerzo de mantenerse cauto.
Ni siquiera se sorprendió al comprobar que su voz había regresado y ella
tampoco se molestó por responder. Se limpió con cuidado una mancha de las
gafas de sol antes de ponérselas en la cara.
—Decidle a Koschei que Baba Yaga le envía saludos —se limitó a decir.
Traducción: Haz tu jugada.
Entonces Marya Antonova dio media vuelta, se llevó a Ivan con ella y
cerró de un portazo al salir.
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I-2
(LO QUE VE LA GENTE)
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—Puedo mañana a mediodía en Bobst —sugirió Sasha, proponiendo la
biblioteca—. O si os apetece un café, mañana por la tarde, solo tengo clase a
las dos y lue…
—¿Y si tomamos mejor una copa? —la interrumpió Eric, hablándoles casi
exclusivamente a John y a Nirav—. Esta noche, en Misfit. Podemos hablar
del plan de negocio y luego repartir las tareas.
—¿Un pub? —preguntó Sasha con reservas y se tensó cuando oyó que
Nirav y John emitían sonidos para indicar que estaban de acuerdo—. ¿No os
parece un poco…?
—¿Brillante? —soltó Eric, sonriéndole. Podría ser guapo si no fuera tan
despiadadamente irritante, pensó; tuvo que contener las ganas de lanzarlo
varias filas por detrás en el aula—. ¿Qué os parece, chicos? ¿Sobre las ocho?
Sasha carraspeó, refrenándose para no pronunciar en voz alta las palabras
«pero es un día entre semana».
—Mira, no creo que…
—A las ocho me viene bien —la interrumpió John, mirando el reloj—. Lo
siento, tengo que irme, tengo clase…
—Yo también —indicó Nirav, echándose la mochila sobre los dos
hombros y lanzándole a Sasha una mirada de disculpa que tan solo sirvió para
frustrarla más—. Pues nos vemos a las ocho entonces…
—Sí, hasta luego…
Sasha contempló, desolada, cómo salían los tres de la clase. Eric le guiñó
un ojo por encima del hombro y alcanzó a los otros dos. Puso una mueca y
apretó un puño (a su madre no le iba a importar y, en realidad, en veintidós
años, Sasha nunca había sido del tipo de personas que iban a los pubs) y salió
del edificio con paso lento. Se enrolló la bufanda al cuello y se preparó para el
frío de finales de invierno.
—¡Sasha!
Se detuvo al oír el sonido de la voz de su hermana mayor. Dio media
vuelta y vio a Marya caminando en su dirección aferrada a la mano
enguantada de su sobrino de dos años, Luka, que iba muy abrigado. Luka era
el hijo de su hermana Katya, pero como solía ser el caso últimamente, Marya
caminaba ligeramente encorvada a su lado, sin querer soltar sus dedos
insistentes, pero sin renunciar tampoco a sus característicos tacones de aguja.
—Sasha —volvió a llamarla. Alzó a Luka en brazos, se lo colocó en su
elegante cadera, y echó a correr para alcanzarla. Inmediatamente, Luka le
agarró con sus dedos regordetes un mechón de pelo y le dio un tirón que
debió ser doloroso, aunque Marya no se inmutó—. Me imaginaba que te
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encontraría aquí —le dijo a Sasha. Apartó con suavidad la mano de Luka—.
¿De vuelta a la tienda?
—Sí, claro —respondió ella. Se estremeció un poco antes de saludar a
Luka con un gesto efusivo de la mano—. Conozco el trato, directa de clase al
trabajo…
—¿Tienes frío? —le preguntó Marya con el ceño fruncido al ver que se
estremecía. Se cambió a Luka al lado izquierdo y le pidió la mano a Sasha
con la derecha—. Ven aquí, dame la mano.
—Magia aquí no, Masha, pueden vemos —siseó y le lanzó una mirada de
advertencia a su hermana cuando se estiró como un gato y le agarró los dedos
—. No, Masha… Para…
—La gente solo ve lo que quiere ver, Sashenka —replicó Marya de forma
brusca, tomando las manos reticentes de Sasha y soplándole en los nudillos,
hechizándolos con calor—. Ya, ¿mejor?
—Nada de Sashenka, Marya Maksimov.
Sasha exhaló un suspiro, aunque sí que se sentía mucho mejor, como si se
hubiera calentado las manos en un fuego crepitante. Era una de las
especialidades de Marya, de ese tipo de encantamientos que al principio
parecen insignificantes, igual que elegir la forma adecuada para un vestido o
el mantel de mesa apropiado para una cena; detalles que parecen triviales
hasta que marcan la diferencia. Marya también parecía consciente de ello y le
lanzó a su hermana una victoriosa sonrisa petulante de color cereza.
—Soy una Antonova, igual que tú, Sashenka —respondió, irreverente—.
Una Maryovna, en realidad —aclaró, aludiendo al apellido de su madre, que
era su propio nombre—, aunque eso suena estúpido.
Cierto.
—Vale.
Marya ya había echado a andar de nuevo, a su paso ligero de siempre, tras
ajustarle el gorro de punto a Luka. Tomó la dirección de la tienda de su
madre. El destino compartido recordó a Sasha que tenía que escoger sus
batallas, ya que seguramente tendría una esa noche.
—¿Galya está trabajando ahora? —preguntó—. Necesito que me cubra
esta noche. Una hora nada más —añadió rápido, aunque sin duda existía la
posibilidad de una investigación. Sasha no iba a ningún lugar, era una regla.
(No era la regla de Sasha, obviamente, pero seguía siendo una regla).
—¿Y eso? —preguntó Marya con curiosidad, como bien sabía Sasha que
haría. Su hermana tenía los mismos ojos inquisitivos que su madre, solo que
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más amables, más compasivos cuando miraba a Sasha, la pequeña de las siete
hermanas Antonova—. ¿Qué pasa esta noche?
—Nada, solo un estúpido proyecto de grupo —murmuró. Marya enarcó
una ceja, escéptica—. Para clase.
—Ah. A Galya no le va a gustar —señaló—. Creo que mencionó que
tenía una cita esta noche, pero ya conoces a nuestra Galinka. —Galya nunca
se tomaba nada en serio; toda la secuencia de las citas era algo más bien
recreativo para ella. Algo que hacía para mantener agudos los reflejos—.
Préstale el jersey que le gusta y volverá a tenerte en buena estima.
Sasha soltó un ruidito de aceptación, distraída como estaba con sus
propios problemas.
—Bueno, supongo que tendré que aceptar la estima que tenga, ya que no
puedo escaquearme. —Marya la miró interrogante y Sasha le relató,
encantada, el motivo de su frustración—. Uno de los chicos de mi clase es un
imbécil que desestimará encantado mis ideas antes que admitir que tengo
cerebro, estoy segura.
—No puede ser —coincidió Marya y miró a su sobrino, que escuchaba
con mucha atención—. Tú no vas a convertirte en un partidario del
patriarcado, ¿a que no? —le preguntó al pequeño—. Me sentiría terriblemente
decepcionada.
Como respuesta, Luka se limitó a balbucear algo incomprensible y se
llevó los dedos enguantados a la boca.
—Luka tiene razón. Podrías usar un hechizo —sugirió Marya, asintiendo
a su sobrino como si hubiera ofrecido alguna ayuda—. Seguro que mamá y yo
podríamos preparar algo para mejorar las habilidades de escucha de ese
imbécil. O, ya sabes, puedes lanzarle una maldición de olvido para que no
suponga más un problema —comentó como posible alternativa.
—Muy considerado de tu parte, Masha. —Sasha exhaló un suspiro—.
Pero creo que debería acostumbrarme. No podemos lanzar maldiciones a
todos los hombres del mundo, ¿no?
—En el mismo día, no —respondió Marya—, es demasiado. —Miró a
Sasha cuando se pararon en un semáforo, la observó en silencio mientras
esperaban a que pasaran los taxis ruidosos—. Yo te cubro, Sashenka, no te
preocupes. Pero no le digas a mamá que es para clase, ¿vale?
Sasha ya sabía que no merecía la pena intentarlo siquiera. Había un
motivo por el que Galya tenía varias citas a la semana mientras que Sasha
tenía que sacrificar un jersey para realizar un trabajo de clase. (Galya no iba a
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devolvérselo, por supuesto). Así y todo, sintió una punzada de remordimiento
por la generosidad de su hermana.
—Ya has cumplido tu horario en la tienda, Masha. No pasa nada. Si Galya
no puede quedarse, puedo llegar un poco tarde y…
—No, no puedes —la corrigió Marya con firmeza al tiempo que
esquivaba a un hombre que se había detenido para mirarla boquiabierto. No
dio muestras de haberse fijado en su atención y obligó a Sasha a que siguiera
su usual paso acelerado—. Tienes que ir para burlarte de él, Sasha, o no te lo
perdonaré nunca. Además, en la universidad o fuera de ella, no hace ningún
daño aprender a lidiar con hombres como ese. Sabe Dios que mamá y yo nos
los encontramos a menudo.
—Supongo que no todos los hombres son Stas —afirmó Sasha,
refiriéndose al marido de Marya, Stanislav, que era uno de los innumerables
motivos por los que su hermana nunca se mostraba interesada por nadie que
se detuviera a admirar su apariencia—. Pero gracias, Masha.
—¿Para qué están las hermanas? —Se encogió de hombros—. Pobre Luka
—añadió, moviéndolo en los brazos. El pequeño miraba a Sasha con los ojos
muy abiertos y movía una mano en su dirección—. Él nunca sabrá lo que es
tener seis hermanas intentando ponerse su ropa.
—Puede que sí —bromeó Sasha—. Katya siempre dice que quiere más
bebés, y puede que tú tengas algún día siete hijas.
—Por favor, no me lances hoy una maldición, Sashenka —dijo Marya—.
He tenido una mañana agotadora y no puedo ni siquiera imaginarme un futuro
tan distópico ahora mismo.
Era claramente una broma, pero Sasha captó el tono de agotamiento de su
hermana. De pronto pensó en la causa.
—Has visto hoy a los Fedorov, ¿no?
Sasha sabía poco de las actividades diarias de su hermana (consecuencia
de la discreción de Marya más que de la falta de interés de Sasha), pero era
imposible olvidarse de la más mínima mención de los principales rivales de
su familia. Cualquier encuentro con los Fedorov era motivo de problemas; el
suyo era un apellido raramente mencionado en la casa Antonova, excepto con
tono de reproche. Sasha nunca había visto a ninguno de los hijos Fedorov,
pero los imaginaba viejos y crueles y feroces, como Koschei el Inmortal, al
que tan solo conocía por las historias de su madre.
—¿Eh? —murmuró Marya, que parecía perdida en sus pensamientos—.
Ah, no te preocupes, Sashenka, ya me he encargado de ese asunto.
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—Ya lo sé. —Puso los ojos en blanco—. Tú te encargas de todo, Masha,
eres peor que mamá. Pero ¿todo bien? Pensaba que conocías a uno de los
hermanos —recordó de pronto y frunció el ceño—. ¿Dima?
—Dimitri —la corrigió—. Lo conocía en el pasado, hace mucho tiempo,
antes de que Koschei y mamá tuvieran un pequeño altercado. Éramos
adolescentes, prácticamente niños. Tú eras muy pequeña. —Se quedó callada
un momento y solo resucitó de sus pensamientos cuando Luka le tiró del pelo
—. De todos modos, no es nada de lo que preocuparse, Sasha. Los hermanos
Fedorov no van a molestarnos más.
—Pero ¿qué ha pasado exactamente? —La noche anterior, la piel le
hormigueaba al oír la discusión en voz baja entre su madre y su hermana
desde detrás de la puerta cerrada. Los Fedorov eran siempre un tema
espinoso, pero la ira de Baba Yaga en raras ocasiones era tan afilada—.
Mamá parecía furiosa…
—No es nada, Sashenka, nada. ¿Vale? —la interrumpió Marya y, a
regañadientes, Sasha dejó el tema. Marya no usaría ese tono para ningún otro
tipo de cuestión—. Pero deja que sea yo quien mencione tu ausencia de esta
noche —añadió con cautela—. No creo que mamá quiera saber nada.
Sasha entendió entonces que la reunión no había ido bien y que no debía
presionarla para que le diera más detalles.
—De acuerdo —aceptó—. Pero ¿estás bien?
—¿Yo? —Marya parecía sorprendida—. No es nada, te lo prometo, solo
negocios. Aunque tú seas la que vayas a la universidad elegante —añadió con
tono burlón—, yo puedo encargarme de algún altercado ocasional.
Eso era quedarse corta. Incluso con un niño en la cadera, Marya Antonova
tenía una figura imponente. Su magia no se limitaba a encantamientos
domésticos, y tampoco su metodología de resolución de conflictos. Aunque se
preocupaba mucho por ocultar los detalles de su trabajo, no costaba adivinar
su naturaleza. No obstante, para Sasha, Marya Antonova era siempre Masha,
la mujer que mordisqueaba la mejilla de su sobrino, y no la bruja cuyo
nombre tan solo se mencionaba en susurros.
Desde que era muy pequeña, Sasha sabía dos cosas con total seguridad:
estaban los monstruos y luego estaba Masha, que las mantenía a salvo.
—De acuerdo. —Le tendió la mano a Luka con cariño y el pequeño le
envolvió los dedos encantados con magia con sus manos regordetas.
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I. 3
(LA VIDA CON EL INMORTAL)
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¿En serio? ¿Quieres ir tras Marya? —preguntó, sorprendido. Ante el silencio
de Roman, no supo si reírse o buscarle alguna herida en la cabeza—. Pero…
Roma, es una bruja poderosa y siempre está protegida…
—No, a por su heredera no. No somos monstruos como ellas. Iremos a
por su dinero —aclaró un poco tarde para el gusto de Lev, pero al menos
había en sus palabras cierto grado de racionalidad—. Tú mismo lo has dicho,
el negocio de papá está flojo. Cuanto más dinero ganen Yaga y sus víboras,
más amenaza serán para papá. Para nosotros. Más seguras se sentirán de
poder venir a por nuestra familia, por nuestro territorio. Leva —dijo con tono
grave, posando una mano en el hombro de Lev—, tenemos que hacer algo.
Tenemos que hacer que Yaga pague por lo que nos ha hecho.
—Roma —probó Lev, incómodo—, no sé. No sé. ¿Más derramamiento de
sangre? ¿Estás seguro de…?
Pero no hubo duda cuando las sombras cayeron en los ojos de Roman.
—Bien —exhaló Lev, abandonando la duda una vez que estaba seguro de
que su hermano no iba a escuchar nada de lo que tuviera que decirle—.
Vamos a hablar con papá entonces.
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I. 4
(PRIMERAS RONDAS)
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—No una que necesitemos para finanzas empresariales —protestó Sasha
entre dientes, pero supo que ya había perdido cuando llegó Eric con las
cervezas en la mano.
—Vosotros dos podéis pagármelas —les dijo a John y a Nirav—. Tú no
—le indicó a Sasha, guiñándole un ojo y ofreciéndole una bebida dorada y
espumosa—. Soy un caballero.
—Puedo pagarme mis bebidas, gracias —respondió fríamente ella y
aceptó el vaso—. ¿Cuánto ha sido?
—No te lo voy a decir. —Eric levantó el vaso para hacer un brindis—.
Salud, equipo. Por el mejor proyecto grupal que haya visto nunca el profesor
Steinert —añadió y Sasha levantó a regañadientes el vaso, segura de que iba a
ser una noche larga y desagradable.
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I-5
(CRIATURAS DE SOMBRA)
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—Papá —dijo Roman, tomando asiento a la mesa, a la derecha de
Koschei, mientras Lev se quedaba en silencio tras ellos, esperando—.
Tenemos que hablar de Yaga.
Koschei, un hombre duro en la sesentena al que hacía tiempo que ya no
llamaban Lazar Fedorov, levantó la mano en silencio para pedir una pausa.
Miró el ring de boxeo con los ojos entrecerrados.
—¿Ves eso? —preguntó a su segundo hijo con voz tranquila, señalando lo
que parecía, a ojos de Lev, un movimiento borroso de sombras en el ring.
La luz brillaba tenuemente desde una de las delgadas ventanas superiores
que había frente a ellos y un rayo de luz de la luna, oscurecida por algo no
más sustancial que una nube, formaba la silueta de un hombre cada vez que se
acercaba a la luz.
—Criaturas de sombra —explicó Koschei mientras Lev se concentraba en
la oscuridad del sótano—. Los inuit las llaman «taqriaqsuit», personas de
sombra que viven en un mundo paralelo al nuestro. Dicen que cuando oyes
pasos y no ves a nadie, es una de esas criaturas. —Koschei no se volvió hacia
sus hijos ni apartó la mirada del ring—. Es muy interesante, ¿verdad?
Lev no preguntó quién las había comprado o cómo las había encontrado
Koschei, o si, igual que las otras criaturas que había descubierto su padre,
deseaban pelear ahora para su diversión. Lev entendió cuando era muy
pequeño que era mejor no saber ciertas cosas.
—¿Y bien? ¿Qué estabas diciendo, Romik? —preguntó Koschei, y
Roman asintió y se giró para mirar a su padre.
—Venganza —contestó sin más y Koschei asintió. Lev siempre pensó que
su padre hablaba una lengua que solo sus dos hijos mayores comprendían, y
viceversa. Le pareció que Koschei no necesitaba más explicaciones, pero
Roman continuó—: Me he enterado de que Yaga busca distribuir sus drogas
más allá de los brujos.
Eso era nuevo para Lev, aunque sabía que el negocio de Yaga había
crecido donde el de Koschei había caído. Lo que hacía ella no era menos
oscuro (los brujos de distrito prohibían la venta de la mayoría de los
estupefacientes, los clasificaba como veneno), pero ella hacía un mejor uso de
la luz. El escaparate de su tienda, brazo legítimo de su negocio, estaba
inmaculado. Nadie sabría nunca que el asesinato de Dimitri Fedorov lo había
ordenado una fabricante con carita de querubín que vendía jabones
artesanales con precios excesivos.
—Si quieres mi opinión —continuó Roman—, Yaga apuntará al grupo
más obvio de consumidores no mágicos.
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Koschei enarcó una ceja, expectante.
—¿Te refieres a sus alucinógenos?
Roman asintió.
—Universitarios —explicó y Koschei asintió y torció los labios—. Tengo
una fuente que me ha contado que tiene entre manos un trato importante con
un distribuidor. Si podemos interceder en la venta, tal vez incluso delatarla a
los brujos de distrito, entonces…
Se quedó callado y movió una mano hacia un supuesto camino de
destrucción inevitable.
—¿Tu fuente? —preguntó Koschei.
—Uno de los propios distribuidores de Yaga.
Lev parpadeó, sorprendido, pero Koschei asintió.
—¿Un brujo?
—Por supuesto —contestó Roman y Lev frunció el ceño. Parecía mentira,
pero no estaba seguro.
—Bien —afirmó Koschei y se llevó una mano a la barbilla sin afeitar—.
No quiero errores, Roma. ¿Vas a enviar a Lev?
—Sí, papá…
—¿Qué? —exclamó Lev, alarmado—. ¿Enviarme a qué?
—No hagas preguntas —le advirtió Roman con tono impaciente, pero
Koschei levantó de nuevo una mano.
—Deja que pregunte, Romik. —Volvió la cabeza despacio, los ojos
oscuros que tanto se parecían a los de Roma recayeron en Lev con una
estimación practicada, calculada—. No puede haber errores, Lyovushka.
Yaga es una mujer terriblemente sabia, y sin duda tenderá trampas. Tienes
que estar seguro del momento y del lugar, de la identidad del compañero que
haya elegido. Tú resultarás menos sospechoso que Roma —añadió, señalando
a su segundo hijo, que jamás había logrado pasar inadvertido en toda su vida
—. Tienes la edad adecuada. Tienes un aspecto joven, no pareces peligroso.
Podrás mezclarte.
—Mezclarme —repitió Lev con el ceño fruncido—. ¿Dónde?
Pero Koschei no tenía paciencia para esto. Se volvió, miró adelante y
volvió a exigir la atención de Roman.
—¿Crees que será pronto? —preguntó en voz baja y Roman asintió.
—Estoy seguro. Al fin podremos derrocarla, papá. Hacer que pague.
Koschei asintió. En el ring, las sombras se entremezclaron, colisionando
unas con otras.
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—Empieza esta noche —anunció, y Roman se puso en pie y condujo a
Lev a la puerta sin decir nada más.
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I. 6
(VIGILANCIA)
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foros; leyes y, por lo tanto, delitos y castigos. En teoría, el estatus elevado de
Stas como brujo de distrito debería de haber servido de as en la manga para la
familia Antonova. En la práctica lo era menos, al menos para Marya. Todo
eso era dolorosamente restrictivo.
¿Había reuniones a puerta cerrada? Sí, por supuesto. No era populismo, al
menos no del todo. En la actualidad, no. No para un grupo —en su mayoría,
hombres ricos— que controlaba los trabajos de toda una comunidad y que
podía imponer fácilmente un impuesto mágico devastador o simplemente
incluir en la lista negra a cualquiera que cruzara los límites. Antes de ello, los
brujos no tenían reglas y eso estuvo a punto de llevarlos a la ruina, por lo que
la apariencia de un orden era algo sagrado. La magia de un brujo era una cosa
(indiscriminada, imposible de cuantificar y lo bastante fácil de controlar en
las circunstancias adecuadas), pero su poder era otra cosa muy diferente.
Stas era un brujo de distrito, pero no un anciano. Podría tener
posibilidades de ascender si quisiera, pero no era un hombre especialmente
ambicioso. Con toda probabilidad, serviría toda su vida con los otros brujos
de distrito, como lo había hecho su padre, y lo haría de forma discreta. La
riqueza, el estatus, la influencia… eran cosas para otros hombres. Stas
Maksimov deseaba una vida tranquila y una mujer cariñosa, y ya tenía ambas.
Era más obligación de Marya proteger a Stas que al contrario.
Era tarea de Marya proteger a todo el mundo, en realidad.
—¿Se lo has contado ya a Sasha? —le preguntó Stas, hundiendo los dedos
en su pelo.
Marya cerró los ojos.
—No —admitió con la cara pegada en su jersey, ahogando el sonido en la
cachemira, avergonzada.
—Masha…
—No quiero esta vida para ella, Stas. —Un estribillo redundante a esas
alturas.
—Ya lo sé, Masha. Lo sé. Pero es la hija de tu madre, igual que tú. Ya no
es una niña y tiene una familia a la que proteger, igual que tú.
—Lo sé, pero yo… —Exhaló un suspiro—. Quiero ahorrárselo. Ella
quiere más, Stas. Quiere mucho más que esta vida, y yo…
—Es el turno de Sasha. Ya tomaste esta decisión una vez, aunque hace
muchos años —le recordó—. Tomaste tu decisión y ahora ella tomará la suya.
Marya se mordió la lengua para callarse las muchas cosas que no podía
soportar decir. Su esposo le levantó la cabeza.
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—¿Quién sabe? Tal vez, con la ayuda de Sasha, no tengas que hacer tanto
por el negocio de tu madre. Tal vez podamos crear nuestra propia familia. —
Le sonrió, cálido y reconfortante, y eso la lastimó—. ¿Tener a una pequeña
Mashenka nuestra? ¿Una primita para Luka?
Stas estaba embelesado con la idea. Marya, sin embargo, lo estaba menos.
—No creo que sea inteligente, Stas. —Se preguntó cuántas veces podrían
tener esta conversación de formas diferentes—. No estamos seguros. No
puedo garantizar nuestra seguridad, no podré nunca. Incluso ahora, los
Fedorov van a venir a por mí, a por mis hermanas, y, cuando lo hagan, ¿cómo
voy…? ¿Cómo voy a poder…?
Vaciló un momento, callándose lo inimaginable.
—No podría soportar la idea de poner en peligro a nuestro hijo —terminó,
incómoda, y Stas asintió despacio, a regañadientes, pero con dulzura.
—Te quiero, Marya Antonova. Cuando sea el momento, te juro que
mantendremos a nuestra familia a salvo juntos.
Ella asintió. Era su tregua de siempre: algún día.
Hoy no, pero sí algún día.
—Te quiero —respondió ella cuando Stas la abrazó, aunque esta vez no
cerró los ojos. Los mantuvo abiertos, en guardia, afilados; vigilando la
espalda de su esposo y contemplando el futuro de su hermana.
Marya Antonova se obligó a seguir siendo todo lo que no sentía que era y
apartó de su mente la imagen de Dimitri Fedorov. En el pasado, con la
barbilla alzada hacia la luz del sol, hablándole al oído, y después con la cara
pegada al suelo lleno de sangre mientras la llamaba sin voz, suplicante:
Masha, Masha, Masha.
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I. 7
(NO ES ASUNTO TUYO)
–¿Q épubesperas exactamente que haga? —le siseó Lev a Roman fuera del
anodino. Era un establecimiento que se encontraba junto a la
universidad, no tenía nada especial. Estaba lleno un jueves por la noche solo
porque el portero era muy poco estricto con los carnés—. ¿De verdad quieres
que me pasee por ahí para intentar comprar drogas a universitarios? No estoy
exactamente equipado para esta tarea —protestó y se fijó en el nombre del
pub, The Misfit, el inadaptado, que resultaba dolorosamente irónico en este
punto—, y solo porque da la casualidad de que tengo la edad adecuada…
—Escucha. Nuestro hermano está postrado en una cama, medio muerto,
por culpa de Yaga y sus hijas —lo interrumpió Roman, enfadado,
fulminándolo con la mirada, como si Lev fuera capaz de olvidarse de las
circunstancias de su situación—. ¿Es mucho pedirte que hagas un esfuerzo
por Dima? Para que podamos… —Se quedó callado cuando alguien salió del
pub a la calle y estuvo a punto de pisarle los pies a Lev—. Para que podamos
estar seguros —siseó, bajando la voz cuando dos compañeras de hermandad
pasaron en dirección al pub. Una de ellas miró con desaprobación a Roman y
la otra se detuvo al lado de Lev.
—Roma, esto es ridículo —murmuró Lev, evitando la mirada de la que se
había parado y dirigiéndola al cielo con un suspiro. Por Dimitri haría
cualquier cosa, sí, mucho peor y más peligrosa que esto, pero costaba creer
que la justicia vengativa fuera una cura más efectiva para la condición de su
hermano que la medicina moderna. Aunque el mal que asolaba a Dimitri no
era uno normal y la crueldad de Marya Antonova había dejado un sabor a
sangre, incluso a Lev. Apretó los dientes para luchar contra su naturaleza más
mansa (más débil, diría Koschei)—. Seguro que hay una forma mejor…
—No la hay —insistió Roman y le dio un empujón—. Prueba con ella. —
Señaló a la chica de la hermandad que había desaparecido dentro del pub. Lev
puso una mueca—. Mi fuente me dijo que me ciñera a esta zona, pero ten
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cuidado. Los informantes de Yaga se mueven por aquí; no atraigas la
atención, Leva. Mantente en las sombras con los oídos bien abiertos.
—Estupendo —murmuró Lev—. Mézclate, pero entérate de los detalles.
Qué tarea tan maravillosamente inespecífica.
—No seas insolente conmigo, hermano —le advirtió Roman y le dio otro
empujón en el hombro—. Tómate una copa. Habla con chicas, o con chicos si
lo prefieres. —Una sonrisita—. Supongo que no es una tarea tan difícil.
—Bien —respondió Lev y miró por encima del hombro al entrar.
El pub estaba atestado y había mucho ruido. Serían las diez, lo bastante
tarde para que hubiera mucha gente, sí, pero temprano como para que se
mostraran demasiado descuidados aún. Miró a su alrededor con odio, pero
con la esperanza de ocultar las pruebas de su rostro.
—Hola —saludó al camarero de la barra, ocultando el movimiento de los
dedos al lanzar un hechizo de atención—. Una copa de Maker’s, por favor —
pidió y se acercó a una chica joven que ya daba tumbos.
El camarero asintió y dio media vuelta. Lev espiró y volvió a mirar la
sala. Le dieron un codazo a su izquierda.
—Oh, perdona… Vaya, estás ocupando todo el espacio.
—Apártate de mí —dijo una voz femenina, claramente enfadada—. Eric,
no quiero beber más, estoy bien.
Lev parpadeó, sorprendido, cuando la chica claramente molesta se dio la
vuelta, meciendo el pelo oscuro que le caía en ondas hasta casi la cintura.
Fulminó a Lev con la mirada, con los ojos azules grisáceos entrecerrados, sin
ningún remordimiento, pero seguía frustrada con el chico rubio cuyo brazo
aún rodeaba su cintura.
—Perdón —le dijo a Lev el chico al que ella había llamado Eric,
encogiéndose de hombros—. Estamos bien.
Mézclate, pensó Lev cuando el camarero le puso su bebida. ¿Tan difícil
era mezclarse? Miró a su alrededor, buscando a Roman, que por suerte se
había marchado, y se recordó que esto era por Dimitri justo cuando la chica se
puso a hablar.
—Mira, llevo una hora intentando que te concentres en el proyecto —le
recriminó al chico rubio, soltándose de sus brazos y encarándolo con algo que
a Lev le pareció un rechazo rotundo—. No quiero otra cerveza, quiero irme.
Ahora, si no te importa.
—Vamos, Sasha. —Su voz vino acompañada de un movimiento de la
mano al tomar la de la chica, un gesto que Lev trató de ignorar—. Si estamos
empezando ahora…
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Mézclate. Esto es por Dimitri, pensó Lev.
Tú mézclate.
Ya…
—Eh —habló, incapaz de pasar por alto cómo apretaba Eric los dedos
alrededor de la muñeca de la chica (Sasha)—. Te ha dicho que se quería ir.
Deja que se vaya. —Ya está, ya podría dormir esta noche.
Inmediatamente, las dos cabezas se giraron hacia él. Demasiado para
mezclarse.
—Eh, amigo, esto no es asunto tuyo.
—No necesito tu ayuda. —La chica, Sasha, lo fulminó con la mirada—.
Puedo cuidar de mí misma.
—Seguro que sí —le aseguró Lev, optando por hacer caso omiso de las
protestas de Rubio Eric—. Pero no sé en qué clase de persona me convierte
quedarme aquí y dejar que me deis codazos cada dos por tres.
—Estoy bien —repuso Sasha, impaciente—. Tú bebe y vete —le
aconsejó, señalando el vaso que aún no había tocado—. Tengo esto
controlado.
—Ya, claro. —Lev puso los ojos en blanco y le dio un sorbo al whisky—.
Obviamente.
Ella le lanzó una última mirada y se dio la vuelta para dirigirse a un banco
que había en un rincón mientras el chico rubio, Eric, la seguía, insistiendo
aún.
—No es tu problema —murmuró Lev para sus adentros al ver que Eric
volvía a agarrarle el brazo—. No. Es. Tu. Problema. —Exhaló una bocanada
de aire y se sentó en uno de los taburetes libres. Meterse en una pelea con un
chico rubio borracho que claramente pasaba demasiado tiempo arreglándose
el pelo no era un método efectivo de mezclarse. Además, la chica no quería su
ayuda. Así que nada.
Dio otro sorbo y miró de nuevo a su alrededor.
El pub estaba lleno de estudiantes de la Universidad de Nueva York; no
era de extrañar, no se encontraba lejos del campus. Si la segmentación
demográfica de Baba Yaga era los universitarios, este era el lugar, desde
luego. Ninguno parecía la clase de persona que compra drogas mágicas, pero
eso no los liberaba de la culpa. Cerca de sus pies, resonaba una música rap
imposible de comprender por el volumen de los altavoces. El hielo tintineó en
su vaso y Lev movió una mano para amainar la vibración antes de
concentrarse en dos estudiantes que había cerca de él.
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—… no del todo inútil —estaba diciendo uno. Iba demasiado arreglado,
con una americana y unos pantalones de vestir, mientras que el otro llevaba
una sudadera de la universidad y pantalones holgados—. Le compré Adderall
en otra ocasión. Estudiar para la prueba de admisión para la facultad de
Derecho es un tostón. —El futuro abogado puso una mueca y se terminó la
bebida al tiempo que le pedía otra al camarero—. Lo odio.
—¿Adderall para estudiar? —preguntó el chico de la sudadera—. Qué
innovador.
—Eh, no todos podemos escribir la próxima gran novela americana —
comentó el de la chaqueta, poniendo los ojos en blanco, y el de la sudadera
sonrió—. Algunos necesitamos revisar vuestros contratos. Y que conste que
te llamaría por tu apellido, pero no tengo ni idea de cómo se pronuncia. Eh —
añadió tras aceptar la cerveza que le daba el camarero—, ¿crees que
deberíamos ir a ver cómo va Eric? Sasha tiene razón. —Lev aguzó los oídos
de forma involuntaria al oír el nombre de la chica—. Tenemos que pensar un
poco más en el plan de mercado antes de repartir las partes.
—Bah, Eric está borracho —replicó el de la sudadera—. Además, creo
que Sasha se ha ido.
—¿Con él? —preguntó el otro con la cerveza en la cara y Lev agitó en su
interior una pequeña bandera roja.
—Puede, no lo sé. No la veo, y tampoco a Eric…
—No es asunto tuyo —gruñó Lev para sus adentros. Probablemente, el
comentario sobre el Adderall era más relevante (definitivamente sí) para sus
propósitos. Mézclate, pensó, conteniéndose para no reaccionar al drama que
se estaba desarrollando entre dos personas que no conocía. Ellos no tenían un
hermano en coma y, por lo tanto, esto era problema suyo—. No es asunto
tuyo, no es asunto tuyo, no es asunto tu…
—Ah, ahí sigue —dijo el de la sudadera con una carcajada, señalando la
ventana, donde una cabeza rubia estaba inclinada hacia una chica con el pelo
oscuro y largo—. Menudo idiota. Que busque en la sala. Aunque, quién sabe,
a lo mejor ella le sigue el rollo.
—¿Crees que tendríamos que ir a ver si ella está bien? —preguntó el de la
americana. (Sí, pensó Lev con fastidio. Sí, por supuesto que tendríais que ir a
ver si ella está bien, vamos…)—. Se ha bebido un par de cervezas y no sé…
—El chico se removió, incómodo—. No me parece del tipo de personas que
suela beber.
—Bah, está bien —respondió el otro, encogiéndose de hombros—. Es
mayorcita, puede encargarse sola.
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Lev esperó a que el otro protestara. (Dimitri, se recordó. Esto era por
Dimitri y, además, seguro que el chico de la americana tenia buena fe y no iba
a…).
—Sí, seguro que tienes razón —concluyó el futuro abogado inútil.
—Maldita sea —exclamó Lev. Dejó el vaso en la barra con fuerza. Los
dos estudiantes se sobresaltaron y Lev se dirigió a la calle, gruñendo con
furia.
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I. 8
(MEDIDAS PREVENTIVAS)
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moratón, pero continuar un puñetazo con una sugerencia humilde no le
parecía buena idea, así que se volvió para marcharse sin decir nada más.
—Vamos, Sasha —gruñó Eric detrás de ella. Por la visión periférica, el
hilillo de sangre que caía hacia el labio inferior le pareció una gratificación
comedida mientras avanzaba por la calle con paso inestable—. Está
empezando a nevar, te vas a quedar helada. Deja que te pida un taxi al menos
—le estaba gritando, la voz ahogada por la palma de la mano—. O, no sé,
deja que te lleve a casa…
—Uf, cállate ya, idiota —murmuró el chico del pub. Sus pasos resonaban
en el asfalto mientras se apresuraba a alcanzarla—. Oye, eh…, Sasha —se
dirigió a ella, vacilante—. Mira, dame tu mano al menos…
—¿Qué? No —le espetó y se volvió para mirarlo. Entonces una ráfaga de
viento (o algo así) la desvió de su curso y la hizo caer sobre él—. Estoy bien,
¿vale? Solo hay un par de calles hasta el metro.
—Ya, no —repuso con firmeza el chico—. Te acompaño. ¿Te has visto?
Casi te caes justo ahora. Aunque ese gancho con la izquierda ha sido
impresionante —añadió de forma tangencial, y pareció impotente al admitirlo
—. No lo he visto venir. Bien jugado, de verdad.
—Aunque me emociona recibir la aprobación de tu parte, de un total
desconocido —lo interrumpió Sasha con tono firme—, no quería que Eric me
tocara y, por supuesto, tampoco quiero que tú me toques, así que puedes irte,
gracias.
—Madre mía, eres exasperante. Para un momento —le pidió y le buscó
las manos con movimientos bruscos. Le sopló en los nudillos—. Listo. —La
soltó rápido. Sasha, que no se había dado cuenta hasta ese preciso instante de
que se había olvidado los guantes en el pub, sintió un hormigueo en los dedos
y una calidez que se extendía por ellos por arte de magia.
Ah, así que es eso, pensó, mareada.
Pensó en mostrarse sorprendida, o tal vez lo habría hecho si hubiera
estado un poco menos borracha. Recordó también que este extraño, fuera
quien fuere, había conseguido una bebida demasiado rápido. Teniendo eso en
cuenta, o bien era un brujo o un novato impresionante. (Examinándolo con
más detalle, no podía discernirlo. Estaba demasiado oscuro para verlo con
claridad, pero no le extrañaba que esa chica de la hermandad no parara de
mirarlo en el pub. Era… alto. Guapo. Muy alto. Y con una forma varonil
apuesta, y en ese momento entendió Sasha que era un cuerpo que disfrutaba
como espectadora).
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—Ya puedes caminar tanto y tan poco agradecida como quieras —
anunció el brujo, sacándola de sus pensamientos—. Que tengas buena noche,
Sasha, ha sido absolutamente emocio…
—También puedo hacer eso, ¿sabes? —le informó, testaruda, y conjuró
unas cuantas chispas en la mano—. ¿Ves? —Vio cómo él ponía cara de
asombro—. Te lo he dicho, puedo cuidar de mí.
—Madre mía, ¿qué…? Vamos. —Tiró de ella para girar la esquina y
apartarse de la vista de los porteros que estaban en la puerta concurrida del
pub—. ¿Es que quieres recibir una citación del distrito? ¿O que te persigan
con horquetas? No sé si es que así son tus jueves o si es que esta es
simplemente una noche movidita —señaló, en parte para sí mismo.
—Solo digo que puedo encargarme sola de Eric —replicó ella,
apartándolo—. Podría haberlo convertido en una cabra si hubiera querido.
—Ya, perseguida con horquetas. —El hombre (¿chico?, parecía de su
edad, pero se comportaba más forzado) sacudió la cabeza y daba la impresión
de estar riendo a medias; tenía las comisuras de los labios curvadas hacia
arriba, al parecer en contra de su voluntad—. ¿Una cabra? ¿En serio? Yo
habría dicho algo más pequeño. Algo que pudieras aplastar con el pie, como
un gusano.
—Te lo has llevado a un lugar oscuro —comentó ella, meciéndose
ligeramente—. ¿Algo para espabilarme? —preguntó, esperanzada y con una
mueca—. Nunca he tenido que usar un hechizo como ese.
—No tengo nada —respondió con un tono de lamento que a Sasha le
pareció agradable. Empático, al menos—. Soy Lev, por cierto.
—Sasha. —Lo miró con los ojos empañados. Con la luz de la luna detrás
de él, tenía el rostro parcialmente oculto y trató de recordar lo que había visto
en el pub: los ojos oscuros, la forma cínica de su boca. El movimiento de su
frente y el pelo que habría creído negro si no lo hubiera visto cambiar a la luz,
moviéndose entre las sombras. Sí, la chica de la hermandad se había fijado en
algo. En solidaridad, Sasha le deseó lo mejor en silencio—. ¿Eres un brujo
entonces?
—No tan descarado como tú, pero sí —confirmó Lev y se estremeció—.
Hace frío, deja que te acompañe a casa o al metro. Lo que sea.
¡Hombres!
—Ya te lo he dicho, no necesito…
—Ya lo sé —la interrumpió con un gruñido—. Lo has dejado muy claro,
no me necesitas y estoy seguro de que las sufragistas están todas muy
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orgullosas, pero no puedo dejarte aquí. Llámalo «caballerosidad». —Justo lo
que no quería ni necesitaba—. ¿Vives lejos?
—Sí —contestó y se dio media vuelta para marcharse—. Adiós, Lev —se
despidió por encima del hombro y miró un momento en la oscuridad antes de
avanzar. Estaba a medio camino del final de la calle cuando oyó un rugido en
la noche seguido del sonido de unos pasos apresurados.
—Mira, no sé por qué, pero no puedo dejar que te marches, ¿vale? —
insistió Lev, que se había materializado sin aliento junto a ella—. Deja que
mitigue mi conciencia y te acompañe un poco, ¿sí? Por compañerismo. De
todos modos, tengo cosas que hacer ahí —añadió y torció la cabeza para
señalar el pub del que acababan de salir—. Solo serán unos metros.
No había mucha diferencia del tipo de cosas que tenía que hacer
cualquiera en un pub un jueves por la noche (Sasha, obviamente, estaba
exenta).
—¿Has quedado con alguien? —le preguntó y Lev se rio.
—¿Esa es tu manera de preguntarme si tengo novia?
—No. —¡Hombres!—. Bruto.
—¿Bruto? —repitió Lev—. Es… no sé lo que es eso —señaló, casi para
sus adentros—. Impreciso, espero, pero desde luego es rudo.
—Ah, cállate, yo… —Se encogió de hombros—. No estoy interesada.
—¿No estás interesada? —preguntó, vacilante, y Sasha puso los ojos en
blanco.
—¿En serio te vas a pasar toda la noche repitiendo lo que digo?
—Podría hacerlo si siguieras siendo tan hiriente.
—¿Por qué? ¿Estás tú interesado? —No sabía cuál quería que fuera su
respuesta.
—No, pero ya sabes. —La miró a los ojos con lo que le pareció
sinceridad. Era… encantador. Inestable, y bastante inestable se sentía ya—.
Me gustaría tener tiempo para decidir.
Sasha no podía determinar si lo que acababa de decir era raro o no, pero
concluyó que parecía que lo decía en serio. Satisfecha, se encogió de hombros
y ofreció una tangente.
—¿Y qué estabas haciendo ahí? Solo. —Le lanzó una mirada expresiva y
él volvió a torcer los labios formando una sonrisa en contra de su voluntad.
—¿Tan raro es estar solo?
—Los pubs no son precisamente los mejores lugares para la soledad —le
informó.
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Sasha lo miró para comprobar si le había hecho sonreír de nuevo. Sí, y la
nieve empezó a caer de forma más constante, apilándose en su pelo que no era
negro.
—No era nada importante —le aseguró. Sasha desvió rápido su atención a
la nieve que caía en el suelo, a la acera recién cubierta de polvo brillante—.
¿Qué estabas haciendo tú?
—Un trabajo en grupo. —Puso una mueca—. Tendría que haber sabido
que sería un desastre cuando Eric insistió en que nos reuniéramos en el pub,
pero… —Se encogió de hombros—. Probablemente fuera un desastre de
todos modos, y ahora al menos le he dado un puñetazo. —Se quedó unos
segundos callada—. ¿Incidirá eso en mi nota?
—Solo de forma positiva, seguro. Se lo merecía —señaló Lev—. ¿Por qué
vas a la universidad, por cierto? Eres una bruja —le recordó, como si se
hubiera olvidado de ello—. No lo necesitas.
—En un sorprendente giro de los acontecimientos, resulta que tener una
educación y poseer magia no son mutuamente excluyentes —le explicó. Se
tropezó con una grieta en la acera y se apoyó un segundo en él. Lo apartó
cuando intentó ayudarla a enderezarse—. ¿No puedes hacer nada con esto? —
preguntó y señaló su equilibrio cuestionable.
—Podría, pero resulta más divertido dejar que me empujes por toda
Manhattan, obviamente.
—No salgo mucho —admitió Sasha. Se detuvo para llevarse una mano a
la sien con la esperanza de encontrar estabilidad de ese modo—. No me gusta
beber —añadió con un gruñido.
—Así no, desde luego —coincidió Lev. La retuvo un segundo mientras
pasaba un taxi por la intersección—. Cuidado —le advirtió y esta vez, con la
vista fija en sus dedos, que le agarraban con delicadeza el interior del codo,
Sasha no lo apartó. Asintió con cautela, y dejó que la sujetara.
Cuando el peligro inminente había pasado, Lev apartó la mano. En lugar
de ponerse a darse golpecitos rítmicos con el pulgar en el muslo, la dejó
quieta, flotando en el aire, entre los dos. Parecía una medida preventiva, en
caso de que tuviera que usarla de nuevo. En caso de que tuviera que acercarse
otra vez a ella.
Sasha tosió fuerte y sacudió la cabeza para regresar a la realidad.
—Sigo yo sola ya —le informó cuando cruzaron la calle y señaló por
encima del hombro—. El metro está a unos metros de aquí, y estoy bien, te lo
prometo. Gracias por tu… eh… ayuda, o lo que sea.
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—¿Mi ayuda o lo que sea? —repitió Lev con una carcajada—. Qué
bonito, Sasha. Muy bonito.
—Mira —suspiró, impaciente—, como estoy segura de que ya lo he
mencionado, estoy bien…
—Sí, muy bien —murmuró él—. Es muy obvio teniendo en consideración
que casi te atropella un taxi…
—… y creo que estás sobrestimando tu aporte real en esta situación —
continuó Sasha—. Sí, muy bonito, imagino, suponiendo que no estés tratando
de tirarme los tejos…
—… estoy intentando salvarte de verdad la vida —replicó Lev—, pero si
no es del todo obvio, entonces no sé lo que se supone que tengo que hacer…
—… y de todos modos mi hermana me mataría si te viera conmigo; o, no
lo sé, haría como ocho mil preguntas, así que…
—… ¿debería dejar que te cayeras en la calle, viendo el empeño que
tienes en ello…?
—… demasiadas preguntas, de verdad, no merece la pena…
—… no sé qué hago aquí todavía, supongo que me tendría que…
—… probablemente te tendrías que…
—… ir —terminaron los dos al unísono, y Sasha cometió el error de
levantar la mirada y ver los ojos de Lev recaer en los suyos en el mismo
momento, con la misma inspiración, los dos estremeciéndose de forma
sincrónica por el frío. Lev tenía el pelo cubierto de copos de nieve, la cabeza
aún descubierta (¿llevaba antes gorro? Evidentemente no, menudo idiota
presumido), y a pesar de que Sasha recordaba su movimiento constante, la
contracción de sus hombros y el cambio de su expresión, ahora estaba
completamente quieto.
La estaba reteniendo a ella, comprendió, le agarraba con una mano el
antebrazo para girarla hacia él. Parpadeó al registrar la sensación de sus dedos
presionados en el abrigo.
—¿Tienes frío? —preguntó Sasha y él carraspeó.
—Estoy helado —respondió y ella asintió muy seria. Levantó los dedos
encantados hasta sus labios. Esperó un momento, pasó la punta del dedo
índice por la línea de su boca hasta que él al fin separó los labios; su aliento
era cálido y con el toque ahumado del whisky.
—Esto es lo que se denomina «mensajes contradictorios», Sasha —musitó
mientras ella seguía con los dedos por encima de sus labios.
Sasha parpadeó, sorprendida, y apartó la mano.
—Ya. —Exhaló un suspiro—. Ya, claro, lo siento, yo solo… no estaba…
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—Ah, maldita sea —protestó con tono suave Lev y, antes de que Sasha
pudiera responder, tiró de ella, le rodeó la cintura con un brazo y deslizó la
mano libre bajo su mandíbula para alzarle la cara hacia la de él. Se inclinó y
se detuvo a un suspiro de sus labios. Se quedó allí, con la nariz en línea con la
suya. Sasha sintió su exhalación como una brisa en la mejilla, el latido del
corazón visible bajo su garganta.
La implicación estaba clara, se había acercado todo lo que pensaba
hacerlo. Se había acercado lo suficiente para imaginarla, para saborear su
proximidad en el aire que había entre los dos, pero no se iba a acercar más,
eso le correspondía a ella. Sasha se detuvo un momento en la quietud, en la
parálisis entre movimientos, en el borde del acantilado entre lo que era y lo
que podría ser; sintió la calidez de su aliento en los labios y pensó,
tontamente, que podría sentirse satisfecha con la magnificencia de la espera.
Hasta que estuvo segura, con la misma firmeza que el corazón de él bajo su
mano, de que ya no podía soportar más la distancia.
Rozó los labios con la esquina de su boca, vacilante, y luego se puso de
puntillas y colisionó con él. Lev la meció un momento antes de tambalearse
hacia atrás. Tiró de ella mientras buscaba a ciegas el muro del edificio que
había tras él, encantado de que el ladrillo y la piedra los mantuvieran en pie.
Parecía una obra de gran importancia, el beso de la obertura de las óperas más
excelsas (la cima de la cumbre de todos los paisajes, una avalancha de mareas
y destinos y furias), y Sasha se derritió en sus brazos, calentada por más que
el hechizo de la punta de sus dedos.
Casi de inmediato (la espalda de él chocaba contra el muro, los dedos de
ella en su cabello, las manos de él en su cintura y luego más y más arriba, en
el cuello, las manos rebuscando debajo de los abrigos y oh, oh) era
demasiado, demasiado. Sasha no era del todo una inexperta, sabía lo
suficiente (y por supuesto sus hermanas la habían advertido seis veces) para
estar segura de que cuando un beso era como este (un estupefaciente en sí
mismo, locura, terriblemente impío y al mismo tiempo pura y completamente
divino) había que parar, y rápido, o le incendiaría cada pensamiento.
—Tengo que irme —susurró y notó que Lev mostraba su oposición,
tensando brevemente los dedos antes de soltarla y permitir que se apartara.
Él suspiró con un brazo todavía extendido hacia ella y se llevó la otra
mano a la boca para llenarla de la discusión que claramente comprendía que
Sasha no quería tener.
—¿Seguro que puedes llegar sola a casa? —le preguntó unos segundos
después con tal seriedad que le dieron ganas de reír. Parecía muy serio cuando
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quería, incluso mientras se retorcía por la necesidad de estar más cerca de
ella, algo que consideraba apropiado teniendo en cuenta que ella anhelaba
estar cerca de él.
—Sí, te lo prometo. Pero puedo, eh… ¿Puedo darte mi número? —sugirió
e inmediatamente puso una mueca de fastidio por el deseo en su tono de voz
—. Si quieres. O no, claro…
—Sí, por favor —dijo Lev, totalmente serio de nuevo. Rebuscó en su
bolsillo y sacó el teléfono móvil para ponérselo en la mano sin dejar de
mirarla a la cara mientras ella anotaba con torpeza su nombre y su número de
teléfono.
—Puede que nos veamos de nuevo. —Bloqueó la pantalla del teléfono y
se lo devolvió antes de retroceder. No quería dejarse en evidencia de nuevo
cayendo una segunda vez en sus brazos—. O no lo sé, puede…
—Sasha. —Tiró de ella para acercarla y le dio otro beso con ambas manos
en su rostro, dibujando líneas suaves a todo lo largo de su paisaje: nariz,
mejillas, labios… con la misma deliberación que si planeara pintarla más
tarde y necesitara recordar^ la disposición de lo que había visto—. Nos
vemos. —Espiró y se obligó a dar un paso atrás.
Sasha pensó que cualquier cosa que pudiera responderle sonaría ridícula,
un embrollo incoherente. Ocultó la sonrisa en la mano hasta que pudiera
presumir libremente de ella más tarde y desapareció por la esquina,
conteniéndose para no mirar atrás.
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I. 9
(DIAMANTES)
–¿E stás segura, mamá? —preguntó Marya, que no dejaba de moverse por
la habitación de su madre—. Es decir… ¿estás muy segura? Porque
no sé si está preparada. Esta expansión no solo es peligrosa, es ilegal. Si los
brujos de distrito descubren quién anda detrás, o peor, si Koschei envía a
alguien para que intervenga… —Se llevó una mano a la frente; sufría
deshidratación o el ataque constante del estrés—. Y eso sin mencionar que al
Puente le gustan tanto los tratos que los haría con el mismísimo diablo
siempre que recibiera una buena compensación.
—Pensaba que aprobabas el plan, Masha —dijo Yaga con una ceja
enarcada—. Me aseguraste que podíamos confiar en tu informante, ¿no?
—Sí, claro. —Por supuesto, por supuesto—. Conozco su talento y sus
engaños, te lo aseguro, y esto es justo por lo que hemos estado trabajando,
pero teniendo en cuenta todo… —Se quedó callada.
—No crees que Sasha pueda hacerlo —terminó Yaga—. ¿Es eso?
Silencio.
—¿O es que no quieres que lo haga?
Marya apartó la mirada.
—No hay vuelta atrás, mamá. Lo sabes.
—Sí, lo sé. Pero yo nunca volví atrás, ¿no? Y tú tampoco.
Yaga le tomó la cara con una mano para retenerla y Marya volvió a pensar
que Baba Yaga era un nombre perfectamente incongruente, una referencia
inteligente a una bruja que era vieja y demacrada en lugar de refinada y grácil,
por lo que nadie adivinaría nunca que una mujer tan encantadora y
sorprendentemente joven hubiera elegido un apodo tan poco halagüeño.
—Sabes que es la persona adecuada para hacerlo, Masha —insistió Yaga
—. Es universitaria, ¿no? Por fin eso va a jugar en nuestro beneficio y,
además, es mayor que tú cuando empezamos esto. Al final tendrá que decidir
dónde permanecer, igual que tú. Igual que todas mis hijas.
Guardó silencio un momento.
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—Nunca antes te he visto dudar así, Masha —comentó con curiosidad.
—Mamá, es Sasha… nuestra Sashenka —musitó—. Tú y yo la hemos
protegido mucho tiempo, hemos sido muy cuidadosas y ahora no es el
momento ideal. ¿Y si le pasa algo? Mira el problema con Koschei, con
nuestros distribuidores…
Pero Yaga no dijo nada, su expresión no cambió, y Marya se quedó
callada y suspiró, expeliendo su ansiedad en el aire y abandonándola,
envolviéndose en su carcasa más dura. A menudo sentía alivio porque, en
momentos como este, su madre nunca se ablandaba, ni permitía un ápice de
miedo. Marya confiaba en que la mujer llamada Baba Yaga no tenía
conocimiento de lo que era ser blanda, así que se fijó en su tocaya, en su
madre, y conjuró para sí misma el recuerdo incansable de que el miedo no
tenía lugar en los labios de una bruja Antonova.
—No va a pasarle nada si tú no lo permites, Masha —declaró Yaga ante el
silencio de Marya—. ¿Entendido?
Marya asintió.
—Sí, mamá. No dejaré que nadie toque a Sasha.
Sintió que su madre se retiraba cuando cerró los ojos; el olor familiar del
perfume de Yaga llenó su mente y sus recuerdos con la promesa de rosas
incluso mientras saboreaba la sangre en la lengua, viscosa, cobriza, y en todas
las direcciones en las que miraba.
—Me alegra escucharlo —dijo Yaga—. ¿Y Dima?
Marya abrió los ojos.
—¿Qué pasa con Dima?
Yaga se quedó mirándola y, al no hallar motivo de sospecha, continuó:
—Espero entonces que le comuniques la noticia a Sasha por la mañana,
Mashenka.
—¿Yo? —Marya no sintió tanta sorpresa como preocupación—. ¿Estás
segura?
—Sí —afirmó Yaga—. A ti te escucha —añadió, casi como pidiendo su
gracia en este argumento, algo que ambas sabían que no recibiría. Como
respuesta, Marya se limitó a endurecer la postura como le había enseñado,
como la había criado.
«Mis hijas son diamantes —solía decir Yaga—. Nada hay más bello.
Nada brilla con más fuerza. Y, lo más importante, nada va a romperlas».
—Sí, mamá —prometió Marya—. Le diré a Sasha qué tiene que hacer.
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I. 10
(INQUIETUD)
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PRESENTACIÓN
LOS FEDOROV
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LAS ANTONOVA
La CASA de BABA YAGA: aunque sus tres hijas mayores se han mudado, la
casa de Baba Yaga es aún hogar de las menores. Alexandra, Yelena, Galina y
Liliya siguen viviendo aquí bajo el ojo supervisor de su madre, aunque la casa
es diferente a como era cuando eran niñas. Hay muchas puertas tan
firmemente cerradas que las hijas en raras ocasiones o nunca han visto el
interior. El dormitorio de Baba Yaga es uno de esos lugares. Sus hijas,
excepto la mayor, han estado dentro menos de tres veces en toda su vida.
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ACTO II
LA FAZ DEL CIELO
JULIETA,
Romeo y Julieta (Acto III, Escena 2).
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II. 1
(LA MATRIARCA)
o más importante que hay que saber sobre Marya Antonova es que es
L una fuerza única a tener en cuenta, incluso cuando ocupa los cuerpos de
dos mujeres.
Al menos así es como siempre vio Marya Antonova madre a su
primogénita.
—Pon al bebé el nombre de Ekaterina, por mi madre —dijo el marido de
Marya cuando nació su hija mayor, pero Marya se negó.
—Puedes ponérselo a la próxima. —Se acercó a la pequeña y pensó:
Puedes quedarte con la siguiente, y con las que le sigan, pero esta niña es mía.
Antes de convertirse en Baba Yaga, dieron en matrimonio a Marya
Antonova con dieciocho años a un hombre al que solo llamaba por su
apellido, Antonov, porque nunca le pareció real. Ya estaba avanzado en edad
(en la treintena, lo que por entonces se entendía como muy mayor) y, aunque
no era desagradable, tampoco era particularmente dulce. Antonov era un
hombre de negocios y un brujo de distrito, el más joven en alcanzar el título
de anciano en el distrito de Manhattan, pero pasaba la mayor parte de su
tiempo libre tapando sus prácticas empresariales más turbias, la mayoría de
las cuales vio Marya mientras se mantenía, obediente, en un segundo plano.
Ella le llevaba las comidas, le rellenaba los vasos y recogía sus cosas cuando
se reunía con otros brujos sin reparar en lo atentamente que escuchaba su
joven esposa. Ni siquiera supo que Marya hablaba inglés hasta que llevaban
cuatro años de matrimonio.
Marya le dio a Antonov siete hijas, todas niñas. Masha (la mayor, llamada
así por ella) se sentaba en silencio en la rodilla de Marya y lo aprendía todo.
Los ojos de Masha eran grandes, atentos y afilados, y tenía la belleza que
había tenido Marya, tal vez más, y desde niña fue una bruja bendecida con
habilidades raras. Dos años después de Masha, como un reloj, llegaron
Ekaterina (como le había prometido a Antonov) e Irina, las gemelas; dos años
más tarde, Yelena; dos años después, Liliya; once meses más tarde, por
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desgracia, Galina; y luego, al final, llegó la bebé Alexandra, a quien llamaban
Sasha.
—No puedo tener más —le dijo Marya a Antonov después de Sasha; notó
que algo en su interior cambiaba y funcionaba mal durante su último parto.
Siempre había sido muy consciente de su cuerpo y en el momento en que
Sasha abandonó su vientre, sintió que se esfumaba su fertilidad—. Lo siento,
pero no puedo darte un hijo.
—Bien. De todos modos, me estoy haciendo mayor —respondió Antonov,
y tenía razón.
Diez años después se marchó al fin; murió sin llamar la atención en la
noche, o eso fue lo que le contaron a Marya, que no estaba presente en el
último aliento de su marido a pesar de todo lo que condujo hasta él.
Al contrario que su marido, Marya no necesitaba un hijo. Antonov estaba
desesperado por tener uno, era anticuado (y tenía envidia de los chicos de su
buen amigo Lazar Fedorov, sobre todo del mayor, Dimitri), pero Marya sabía
que tenía exactamente a la heredera que necesitaba en su hija mayor, Masha.
La joven Marya Antonova era astuta y aguda, cuidadosa y meticulosa, y
portaba su belleza indiscutible como una máscara, igual que había hecho
siempre Marya.
Esto es lo importante: nadie teme a una mujer bella. La veneran, la
idolatran, la halagan… pero nadie la teme, ni cuando deberían hacerlo.
Antonov no podría haber sabido que su joven esposa, que diligentemente
hablaba con él solo cuando él le hablaba a ella, había estado vigilando todos
sus movimientos. Vio la promesa turbia del negocio que podía crear
diseñando estupefacientes, y se burló en silencio por cómo los daban gratis,
sin entender su valor. Antonov le dijo a su amigo Lazar (cuya otra identidad
como el infame Koschei el Inmortal creían estúpidamente los dos que Marya
desconocía) que un día construirían juntos un imperio, una gran empresa de
brujería. Lazar asintió con solemnidad, de acuerdo con él, y lo que no vio
Antonov pero sí vio Marya fue que Koschei se lo quedaría para él si pudiera.
Cuando la salud de Antonov empezó a flaquear, Marya aprovechó la
ocasión.
—Necesito que hagas algo por mí —le pidió a Masha que, por entonces,
estaba en la flor de la juventud; tenía la edad de Marya cuando se casó con
Antonov—. ¿Conoces las pociones de tu padre?
—Sí, mamá —respondió ella, diligente.
—Tenemos que venderlas —afirmó y le dio una lista con nombres e
ingredientes—. ¿Eres capaz de hacer esto con mamá, Masha? ¿Me puedes
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ayudar? ¿Te da miedo?
—No tengo miedo —le aseguró Masha y Marya supo que era verdad. Su
hija y ella eran un alma en dos cuerpos, y así era como finalmente construiría
un imperio.
Solo hubo un momento en el que Marya temió que Masha le fallara. Era
joven, víctima de las indiscreciones de la juventud; cuando la tentación tomó
la forma de un chico guapo, de pelo dorado y hombros anchos, incluso a
Masha le costó resistirse. Marya veía que, cada vez que Dimitri Fedorov
entraba en una habitación, las rodillas de su hija flaqueaban y su espalda recta
se aflojaba en su presencia.
Antonov, que durante tanto tiempo envidió a su amigo Lazar por su hijo
mayor, había alentado un romance tonto entre Masha y Dima al no ver en su
propia hija lo que Marya sabía con tanta claridad desde el principio. Ella sabía
que Masha era una heredera, una bendición. Por el contrario, Antonov solo la
veía como un medio afortunado para ofrecerle el mundo a Dimitri, al pequeño
Dima, que era guapo y brillante, sí, pero no su hijo biológico, y desde luego
no se parecía a Masha. No merecía a la Masha de Marya.
Marya esperó pacientemente a que su marido muriese mientras veía cómo
su hija se enamoraba cada día más de Dimitri Fedorov, hasta que ya no pudo
soportarlo.
—Sé lo que has hecho —le dijo Lazar Fedorov en voz baja en el funeral
de Antonov—. Sé lo que has hecho, pero no se lo voy a contar a nadie. En
realidad, te respeto por ello. Era un idiota. —Señaló con discreción el ataúd
—. Un idiota que no te merecía.
—No sé de lo que hablas —respondió Marya, cauta, y se encontró con la
mirada de Masha al otro lado de la habitación.
Su hija estaba con Dima, por supuesto. Marya veía los dedos de él
estirados hacia ella, medio acariciando el aire por no estar sosteniéndola.
Dima era lo bastante sensato para saber que tocarla en público no era una
opción, pero, así y todo, Marya veía sus dedos acariciando la espalda de
Masha, o demasiado tiempo posados en su antebrazo. Pequeños detalles, sí,
pero Marya conocía a su hija igual que conocía su propio pulso. No
cualquiera podía tocar a Masha. Estaba llena de bordes afilados; era una cosa
pequeña y puntiaguda, una rosa llena de espinas. Nadie se acercaba a Masha a
menos que ella se lo permitiera.
—Podría crear su negocio para ti —le ofreció Lazar y Marya lo miró,
desconfiada. Sabía que podía; aunque la identidad de Lazar era un secreto
para todos excepto para ella y su familia, no era un secreto muy bien
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guardado la naturaleza de sus actividades. También sabía que su esposa había
fallecido al dar a luz a su hijo menor, Lev, y desde entonces se fue alejando
cada vez más del resto de los brujos de Manhattan.
—No necesito tu ayuda —contestó con tono firme, con la mirada puesta
en Masha, cuyas mejillas se sonrosaron cuando Dima se acercó para
susurrarle algo al oído.
—Por supuesto que no —aceptó Lazar, que esbozó una de sus sonrisas
sombrías.
Sin Antonov allí para expresar su desaprobación por el espíritu
emprendedor de su mujer (algo que, al parecer, se interponía en la forma de
cocinar sus comidas y de zurcir sus calcetines), Marya alquiló por fin un
local. Era caro, pero llevó a Masha con ella y entre las dos lograron convencer
al arrendador de que bajara la renta mensual. También los productos los
diseñó Marya con Masha a su lado; las dos trabajaban hasta tarde y se daban
codazos para evitar quedarse dormidas.
En cuestión de meses, la tienda y su escurridiza dueña eran todo un éxito.
Sin embargo, cuanto más éxito alcanzaba la botica de Baba Yaga y más cerca
estaban Marya y Masha de hacerse con un reclamo considerable en medio de
los mercados negros mágicos de Nueva York, más aguda era la sensación de
Marya de que se avecinaban obstáculos, ya fuera en la forma de rivales
peligrosos o de repercusiones desastrosas.
Que la mano de Marya se viera finalmente forzada a obrar en contra de
sus deseos se hizo inevitable una noche, cuando Lazar la invitó a cenar.
Masha acababa de cumplir diecinueve años, la propia Marya ya no los
contaba. Aceptó con cautela la invitación y pensó si Koschei le propondría
matrimonio por su negocio.
O, como fue el caso, por otros motivos.
—Necesitas un marido y yo necesito una mujer —le dijo, más Lazar
Fedorov que Koschei el Inmortal esa noche—. Podemos ser de utilidad el uno
para el otro, ¿no crees?
—No puedo tener más hijos —contestó Marya con la esperanza de que
eso lo disuadiera, y Lazar se encogió de hombros.
—Tengo tres buenos hijos. No necesito más.
Marya dudó, estaba en una posición desfavorable. He creado este negocio
yo sola. No te necesito, fue lo que no le dijo.
—Me lo pensaré.
Se fue a casa, pero encontró la cama de Masha vacía. Esperó sentada en el
borde, con la vista perdida en la oscuridad, hasta que entró su hija de puntillas
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y silenciosa, y se detuvo con el talón de la mano presionado contra el corazón
al ver a Marya.
—Mamá —resolló, de inmediato arrepentida—. Solo estaba…
—Estabas con Dima —terminó ella y Masha puso una mueca—. Sí, sé
muy bien dónde estabas, Masha, pero no estoy enfadada. Por esto no. —Se
quedó unos segundos callada—. ¿Te ha dicho Dima que su padre me ha
propuesto matrimonio?
Masha parpadeó y frunció el ceño. Se dejó caer al lado de Marya.
—No —respondió en voz baja—, pero puede que no lo sepa. Me lo habría
contado —añadió con la mandíbula tensa, muy segura, y Marya le tocó la
mejilla con el pulgar.
—Dime, Masha —se aventuró con cautela—, ¿es Dima menos hijo para
su padre que tú hija para mí?
Masha dudó, pero entonces, con cierta renuencia, murmuró:
—No. Dima es leal a Koschei como yo lo soy a ti, mamá.
—¿Qué quieres que haga entonces, Masha? —le preguntó a su hija,
guardándose sus propios pensamientos sobre el tema—. Si me caso con el
hombre que es Koschei el Inmortal, tú y yo ya no tendremos que trabajar tan
duro. Él nos dará el dinero que necesitamos para hacer crecer el negocio. Nos
ayudará a ocultarlo de los brujos de distrito. —Koschei había mantenido su
propio negocio oculto y bajo llave todo el tiempo que Marya llevaba con vida
—. Dima y tú seríais iguales…
—Nunca seríamos iguales —la interrumpió Masha con el ceño fruncido y
un tono sombrío—. Para Koschei, no. Él no va a rendir su imperio ante ti o
ante mí, y habremos creado todo esto para nada. Él tomará las decisiones por
nosotras, o peor, las tomará en nuestra contra; nos enterrará. Se lo quedará
todo y cuando muera se lo dará a Dima, y entonces nada de esto será tuyo ni
mío.
Marya no dijo nada. Ella ya lo sabía.
—Pero si rechazas a Koschei —prosiguió con cautela, sopesando las
opciones de Marya por ella misma—, se ofenderá. Tratará de arruinarte, de
arruinarnos.
—Sí —coincidió Marya.
Silencio.
—Dima también se sentirá ofendido. —Exhaló un suspiro—. Se pondrá
del lado de su padre. Y aunque no lo hiciera…
En cualquier caso, lo perderé, fue lo que no dijo, pero Marya sabía
perfectamente lo que pasaba por la mente de su hija.
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—¿Qué te gustaría entonces que decidiera? —preguntó Marya con tono
neutro.
En la pausa que siguió a sus palabras, se preguntó con qué Masha se
encontraría, si sería con su Masha, la que había estado a su lado desde su
nacimiento y había sido casi literalmente una parte de ella (su sangre, su
nombre, su corazón), o si sería la Masha de Dimitri Fedorov, con mejillas
sonrosadas y sonrisas tiernas, derretida con sus caricias.
—Lo que desees para nosotras, lo dejaré en tus manos —prometió a su
hija y esperó mientras ella reflexionaba, con la mirada fija en la oscuridad.
—No te cases con Koschei, mamá —determinó por fin con semblante
tenso—. No aceptes su propuesta. Nosotras hemos construido esto. Es
nuestro. No nos vamos a dejar engañar.
—¿Y Dima? —preguntó Marya, conteniendo a medias la respiración.
Masha tragó saliva con dificultad.
—Se ha acabado —concluyó y dio media vuelta.
Como gesto de amabilidad, Marya dejó a solas a su hija para que pasara el
duelo. Incluso de niña, Masha siempre fue demasiado orgullosa para llorar
donde pudiera verla su madre.
Marya era consciente de que una vez que rechazara a Koschei no habría
vuelta atrás. No podría continuar viviendo una vida tranquila, ni tener éxito en
secreto; tendría que ser poderosa, tan poderosa que no pudieran ignorarla, y
con Masha a su lado, rehízo su reputación de Marya Antonova, la esposa
tranquila y diligente del brujo de distrito Antonov, a simplemente Baba Yaga,
envolviéndose en una piel nueva e inconfundible. Todo el mundo sabía que
los estupefacientes de Yaga eran los mejores, por lo que empezó a llevarse
una parte de las ganancias de Koschei cuando sus clientes se pasaron a ella,
pero ¿qué podía hacer él? Como mucho, era un intermediario muy apto.
Koschei procuraba productos, no los fabricaba. Él y sus hijos eran fuertes,
poderosos y valientes, pero no eran Marya y sus hijas, que eran inteligentes y
creadoras competentes. Masha y Marya lo sabían, igual que sabían que
Koschei no podía delatarla a los brujos de distrito sin que quedara al
descubierto su propia identidad. También sospechaban que, al rechazar a
Koschei, un día llegarían a eclipsarlo. Había jugado muy bien su mano para
atraparlo y luego se reconfortaría, aunque no demasiado, por su pérdida.
Por entonces Marya era muchas cosas, pero también era madre y entendía
que el verdadero nacimiento de su imperio no estaba en la ganancia de una
fortuna, sino en la pérdida de Dimitri Fedorov, en el endurecimiento del
corazón de su hija Masha. Esta era tan despiadada como su madre, siempre lo
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había sido, pero ahora no quedaba en ella ni la más mínima sombra de
fragilidad. Mejor aún, Masha era tan buena bruja como Marya, tal vez sería
incluso mejor con el tiempo, y era ferozmente protectora de su familia. Todos
los brujos de distrito sabían que era la joven Marya Antonova, la comandante
de Baba Yaga, quien había convertido a las hermanas Antonova en el ejército
más refinado que hubieran visto nunca, y era solo porque Masha había
enterrado a la chica que fue en el pasado con Dima, dejando atrás su vieja
piel.
Marya sabía que Masha llenaba los agujeros de su corazón con sus
hermanas, especialmente con Sasha, la más joven, la niña, la ingenua a la que
habían permitido el lujo del afecto que Masha había sacrificado,
escindiéndolo de su vida. Para Masha, sus hermanas eran todo su centro, tanto
que cuando la cortejó tímidamente Stas Maksimov, un brujo de distrito
bondadoso unos cinco años mayor que ella, Marya se mostró sorprendida al
descubrir que su hija había considerado incluso la idea de casarse.
—¿Lo quieres? —le preguntó Marya en privado cuando su hija le anunció
su intención de aceptar la proposición de Stas.
—Lo quiero exactamente tanto como deseo —respondió ella. Y no más
que eso, no añadió.
Marya comprendió. Nunca habría otro amor para Masha como el que
sintió por Dima, y estaba bien. Ese amor la había vuelto dulce y ella, igual
que su madre, no soportaba la dulzura. No había una versión de Marya
Antonova que no detestara la debilidad y, por lo tanto, al elegir a Stas, Masha
se había hecho la promesa de que nunca volvería a ser débil. Unos meses
después, Marya Antonova se casó con Stas Maksimov con la bendición de su
madre y no se preocupó en absoluto por Dimitri Fedorov.
(Hasta recientemente, claro, pero esa es otra historia que está por venir).
¿Qué más hay que saber sobre Marya Antonova? Solo que ahora se hace
llamar Baba Yaga y que, entre todos sus artículos, su hija sigue siendo el
mayor tesoro.
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II. 2
(FINGIR DEVOCIÓN)
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rápidamente, moviendo una mano—. Si normalmente es como lo que he visto
esta noche…
—Probablemente te mate si la haces enfadar, sí —concluyó Roman—.
Así que haz que parezca real. Todo lo real que puedas fingir. Deja que piense
que la quieres —sugirió—. Deja que piense que la adoras. ¿Es tan
complicado?
Lev dudó. ¿Acaso es fea?, probablemente quería decir Roman, pero ese
era el problema. Sasha Antonova era preciosa. En realidad, era más que
preciosa; era adorable y vivaz, exasperante y aguda y cruel, aterradora
incluso, y Lev estaba bastante seguro de que no le iba a costar sentir devoción
por ella.
Fingir devoción, sin embargo, era un asunto completamente distinto.
—¿Estás seguro de que esto es necesario, Roma? —preguntó a su
hermano con una mueca.
Roman le lanzó una mirada impaciente que significaba: «Sí, te lo he
dicho, ¿no lo he dejado claro?», y Lev suspiró.
¿Sería capaz de hacer daño a Sasha? No, probablemente no.
Pero ¿sería capaz de robarle? Casi seguro, siempre y cuando los dos se
mantuvieran separados. A fin de cuentas, la hermana de ella casi había
acabado con su hermano. Era un pago justo, pensó. Una especie de
reparación.
—Jura que es por dinero y nada más.
—Solo dinero —le prometió Roman—. Ella estará bien.
Lev suspiró.
—De acuerdo —decidió, descontento—. Bien. Lo haré por Dima.
Roman asintió.
—Por Dima —confirmó y se concentró en las cajas temblorosas del
almacén de la tienda, cumpliendo obedientemente los deseos de su padre a
pesar de las protestas de las criaturas que había dentro.
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II. 3
(HORA INACEPTABLE)
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las sienes y la luz de la mañana ya no era tan opresiva, ni los trinos de los
pájaros de la ventana parecían un ataque personal.
—Gracias. —Sasha exhaló un suspiro, aliviada, pero Marya se limitó a
asentir y retiró la mano, inusitadamente distraída—. ¿Estaba enfadada mamá?
—adivinó Sasha al sentir una disrupción en el humor de su hermana, pero
Marya sacudió rápidamente la cabeza.
—No, no está enfadada. Mamá entiende que hay que hacer algunas cosas.
—Una pausa, y entonces—: Pero tiene un trabajo para ti, Sashenka. Tenemos
—corrigió, carraspeando—. Tenemos un trabajo para ti.
—Oh —murmuró ella al percibir la razón para la falta de calidez en la
cara de Marya—. ¿Qué es?
No seas amable, consideró decir, pero dudaba que Marya lo fuera, ni
siquiera por el bien de Sasha. Había muchas versiones diferentes de su
hermana, algunas más familiares que otras, y en ese momento, Sasha
reconoció a la Marya de Yaga en la habitación. Esta era la comandante de
Yaga, su mano derecha. La Marya de Sasha, su hermana favorita, Masha,
esperaba entre bambalinas a otro momento que no tuviera relación con el
negocio familiar.
—Tenemos nuevos estupefacientes. Están diseñados para los no brujos y
por ello están hechos con elementos más ordinarios, para que parezcan drogas
no mágicas. Como medicamentos recetados, anfetaminas o ISRS. —Se quedó
unos segundos callada y entonces concluyó con decisión—: Queremos
venderlos.
—¿A quién? —preguntó Sasha, tensándose.
—A estudiantes universitarios. —Sasha se encogió al confirmar sus
sospechas—. Necesitamos que te reúnas con nuestro contacto, Sasha.
Sasha. No Sashenka. Esto iba a ser un rito de iniciación.
—Hay un distribuidor listo —continuó Marya—. No nos ha comprado
antes, pero tiene ya su clientela y necesitamos demostrar que somos el
proveedor preferido, mejor que cualquier otro de quien se abastezca. Vamos a
proveerle la semana que viene, en un concierto. —Marya giró dos veces la
palma de la mano y apareció en ella un folleto con forma de postal del
espectáculo—. Tendrás que asistir.
—¿Yo? —preguntó Sasha y tomó el folleto—. ¿Ha de saber que soy…?
—¿Una bruja? No. —Marya sacudió la cabeza—. De hecho, es mejor que
él no lo sepa. Te llevarás a Ivan contigo —añadió, haciendo alusión a su
guardaespaldas personal—. El distribuidor espera que aparezcas con un
musculitos. Es más, dudo que te considere válida si acudes sola. Pero no tiene
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que saber que eres mucho mucho más peligrosa que Ivan. —Esbozó una
sonrisa tintada de rojo—. ¿Tienes miedo, Sasha?
Toda hija Antonova conocía la respuesta a esa pregunta.
—No —respondió y Marya se relajó por fin. Se acercó a ella en la cama.
—Bien. —Abrió el brazo para acoger a Sasha—. Lo sabía.
—¿Tú no estarás? —preguntó al acomodarse en el abrazo de Marya y esta
sacudió la cabeza.
—Demasiado mayor —explicó, señalándose a sí misma—. ¿Yo,
Sashenka? Soy una anciana.
Mentira. El rostro de Marya no tenía una sola arruga ni mancha que
sugiriera su edad; si no fuera porque tenía los ojos marrones y no grises como
Sasha, podría pasar perfectamente por ella, y no había nadie en la Tierra que
pusiera reparos a su cuerpo. Lo más probable era que la gente la reconociera,
pensó, y pusiera sobre aviso a algunos brujos de distrito (o peor, a Koschei)
de que Yaga estaba expandiendo su mercado antes de concluir el trato. Los
estupefacientes de Yaga no tenían rival, por supuesto, pero ¿quién que no
fuera brujo sabría eso? Cualquier droga mágica era más eufórica que el
éxtasis, más efectiva que una dosis del Adderall o el Lexapro que usaban los
universitarios para enfrentarse a los estudios, pero tenían que demostrarlo.
Hasta que el trato no estuviera cerrado y se aseguraran una lista de clientes,
era primordial mantenerlo en secreto.
Sasha suspiró con resignación.
—Me expulsarán si me descubren —murmuró—. Me arrestarán, incluso.
—No hay barrotes que puedan retenerte —le recordó Marya—. No lo
permitiré. Pero la opción más sencilla es que no te descubran, ¿no?
—¿Sencilla? —repitió de malas formas al hundirse en el abrazo de su
hermana, y Marya se rio.
—Oh, todo es sencillo para nosotras, Sashenka —le dijo y se quedó
callada un momento—. Bueno, no todo —rectificó, ablandándose un poco—.
No voy a mentirte, no todo en esta vida es tan claro. Pero somos las hijas de
Yaga. Nos ganamos nuestro derecho a sobresalir por el sacrificio que
hacemos. Esto, al menos, es sencillo.
Sasha asintió y apoyó la cabeza en el hombro de su hermana. Marya se
sobresaltó de pronto.
—¿Qué es eso? —preguntó, alarmada, y Sasha se rio.
—Mi teléfono —respondió con tono de disculpa al notar la vibración. Lo
sacó de la funda de la almohada—. Perdona.
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—Es muy pronto —señaló Marya con el ceño fruncido—. ¿No irás a
decirme que te has enamorado del chico de anoche?
—¿Qué? —preguntó Sasha, impactada.
—El chico, el abusón. De tu clase.
—Ah, ya. —Exhaló un suspiro, aliviada de que su hermana no supiera
nada de Lev por arte de magia. Sentía que era un secreto que debía quedarse
para ella, al menos por ahora—. No, definitivamente no. Es horrible.
—Bien, mejor que sea horrible —le aseguró Marya y se puso en pie—. Es
a los maravillosos a los que tienes vigilar. —Se inclinó y le acarició
suavemente la mejilla con el pulgar—. Te daré más instrucciones más
adelante.
Y entonces se marchó, y Sasha sacó rápidamente el teléfono para leer el
último mensaje.
Vio cómo escribía su respuesta. Estaba claro que había estado esperando a
que le contestara.
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—Sasha —la interrumpió su hermana Galina, que entró en la habitación
de pronto. Sasha se sobresaltó y se le cayó el teléfono al suelo—. ¿Tienes la
blusa roja?
—¿Qué blusa roja?
—La roja —repitió Galina, impaciente (y, fiel a sus formas, sin resultar de
ayuda)—. Ya sabes, con las… —Se señaló vagamente las muñecas—.
¿Mangas?
—Si te refieres a las mangas de campana, no es mía, es de Liliya —
respondió y se agachó para alcanzar el teléfono.
—Pero tú la llevabas puesta el martes.
—Sí —suspiró—, pero eso no la hace mía.
—Y Liliya odia el rojo.
—Normalmente sí —afirmó Sasha con desinterés—, pero decía que esa le
gustab… Mira, ¿la quieres o no, Galya? —le preguntó y Galina resopló.
—Siempre tan antipática por la mañana —señaló y cerró la puerta al salir,
dejando a Sasha con sus mensajes.
SASHA: 37$&%∧*802y
LEV: por casualidad estás sufriendo un derrame?
LEV: o ya te he reducido a la incoherencia?
SASHA: se me ha caído el teléfono, y tú eres un engreído
LEV: podría serlo, si es lo que te gusta
LEV: o podría ser un intelectual, o al menos intentarlo
LEV: qué te parece que es más vasto: el universo o el tiempo?
Sasha suspiró.
SASHA: para
LEV: que pare qué? qué parte?
LEV: especifica
SASHA: todo, casi todo
LEV: tú y yo necesitamos tener una conversación sobre las
palabras, específicamente sobre la especificidad
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—No. —Sasha suspiró, exasperada—. Me acaba de preguntar por ella
Galya.
—Sí, la está buscando —confirmó Liliya, reprimiendo un bostezo—. ¿La
tienes tú?
—Yo… No —gruñó—. ¡No la tengo!
—¿Entonces quién?
—Liliya, no lo sé…
—¿A quién le estás escribiendo? —preguntó su hermana, de pronto lo
bastante despierta para entrar en la habitación y mirar la pantalla del teléfono
antes de ganarse un bien merecido empujón—. ¿Es un chico? ¿Estás
escribiendo a un chico?
—¿Qué chico? —oyó Sasha en el pasillo, justo antes de que Galina
asomara la cabeza—. No sabía que tenías novio, Sashenka.
—No tengo —insistió Sasha, fulminando a sus dos hermanas con la
mirada—. ¿Podéis iros, por favor?
—¿Qué chico? He oído «chico» —anunció Irina, que apareció en la
habitación sorbiendo de forma ruidosa su café—. Cuéntamelo.
—¡Tú ni siquiera vives aquí! —protestó Sasha.
—Hablando de chicos —le dijo Galina a Irina—. ¿Has roto con…?
¿Cómo se llamaba?
—Vanilla —respondió Liliya con aire soñador y luego frunció el ceño al
reparar en la ropa que llevaba puesta Irina—. ¿Esa es mi blusa roja?
—No, es de Sasha —señaló Irina—. Y no es Vanilla. Es… es… ya sabéis.
De Connecticut.
—Puaj —respondieron Galina y Liliya al unísono, poniendo cara de
desagrado al tiempo que Sasha gruñía.
—¿Podéis salir todas, por favor? Y esa blusa no es mía, Irka, es de Liliya.
Devuélvesela para que pueda prestársela a Galya y las dos me dejen en paz.
—Siempre tan gruñona por las mañanas —murmuró Irina con tono
desaprobador al tiempo que Galina asentía. Las tres salieron por fin de la
habitación.
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LEV: está esa facultad a la que vas acreditada?
SASHA: solo expongo hechos relevantes
SASHA: idiota
LEV::(
LEV::)
Exhaló un suspiro.
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LEV: hay una cuota mensual?
LEV: tienes eventos sociales?
LEV: tienes un alter ego?
LEV: oh, llevas máscara?
LEV: parpadea una vez si llevas máscara
SASHA: deja de hablar inmediatamente
LEV: tienes razón, debería dejar estos encantadores temas de
conversación para después
LEV: nos vemos esta noche
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II. 4
(REFLEXIONES MORALES)
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conciencia. Pero hoy estoy ocupado, así que intenta mantener tus reflexiones
morales a un nivel razonable.
—¿Ocupado con qué?
—No es asunto tuyo. Ahora vete, ¿de acuerdo? Y asegúrate de que lo abra
ella personalmente —indicó con tono brusco—. Si no, no tendría sentido la
entrega.
Lev suspiró y se metió el teléfono en el bolsillo.
—Bien —aceptó y asintió a su hermano antes de salir.
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II. 5
(PENSAMIENTOS Y PREGUNTAS)
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LEV: bien
LEV: personalmente, me gusta la idea de dejarte sin palabras
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II. 6
(VIDENTES)
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bien?
—Estoy bien, mamá —le aseguró—. Simplemente hay mucho trabajo por
hacer. —Hizo una pausa y añadió—: El Puente ha demostrado su lealtad, al
menos a este respecto. —Aunque tal vez «condicionalmente confiable» fuera
un término mejor para su informante. En cualquier caso, no le merecía la pena
aclararlo en ese momento.
Yaga, sin embargo, seguía sin parecer convencida.
—¿Por qué no dejas que Stas pase una noche solo, Masha? Y me dejas
que tenga yo a mi hija. Que te cuide, Mashenka, solo una noche. ¿De
acuerdo?
—Mamá, ya no soy una niña pequeña —le recordó—. Hace mucho
tiempo que no duermo en tu casa. ¿Hay algo que te preocupe? —le preguntó y
dudó antes de añadir—: ¿Has visto algo?
Yaga se quedó callada un instante y entonces sonrió con cautela.
—No, nada, nada —le aseguró y la soltó de repente—. Pero considera la
idea de ofrecerle algo de compañía a una vieja, ¿lo harás?
Marya se echó a reír al escucharla.
—Ni siquiera tienes cincuenta años, mamá. Apenas eres vieja.
—No me faltes al respeto, Masha. Si digo que soy vieja, soy vieja.
—Muy bien, mamá —afirmó Marya y se volvió hacia la puerta—. Eres
muy muy vieja entonces.
—Mejor. Te quiero, Masha —le dijo justo antes de que saliera—. Yo te
quiero, tus hermanas te quieren, tu esposo te quiere…
—Lo sé, mamá. —Marya se despidió con la mano antes de volverse—. Sí,
sí, lo sé…
—Masha, no necesitas a Dima —le advirtió y, al escuchar esto, el corazón
de Marya se aceleró y dio un vuelco, convulsionándose en su pecho cuando se
detuvo en la puerta.
—Sí, mamá —respondió con cautela, y entonces salió y cerró la puerta
despacio.
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II. 7
(JUEGOS)
LEV: vale
LEV: ya está, estoy harto de esperar
SASHA: esperar qué?
LEV: el momento oportuno
SASHA: ah, sí, por supuesto, qué boba
LEV: hay algo que significa estar demasiado ansioso, Sasha
LEV: lo creas o no
SASHA: odio tener que decírtelo, pero dejaste el «demasiado
ansioso» hace unas dos horas y has pasado ahora al reino de
«ardientemente disponible»
LEV: interesante teoría
LEV: vale, te veo en cinco minutos
SASHA: de acuerdo
LEV: a menos que no quieras que vaya
SASHA: ya te he dicho que puedes venir, Lev
SASHA: no me hagas cambiar de opinión
LEV: vale, bien, estaba intentando ser educado
LEV: ha sido un juego de azar
LEV: pero con suerte cuentan mis buenas intenciones
SASHA: juegas a un juego muy arriesgado
LEV: ya, me gusta vivir de forma arriesgada
LEV: nos vemos en cinco minutos
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II. 8
(LUJOS)
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—Sasha —la saludó y ella soltó el libro—. ¿Dónde está ese suero que me
mencionaste?
Ella le hizo un gesto con la barbilla.
—Justo ahí —respondió, señalando una serie de frascos diminutos con
etiquetas de color pastel, cada una del color de esos macarons parisinos—. El
tercero por la izquierda.
—Un servicio al cliente terrible —comentó Lev, mirándola, y ella enarcó
una ceja.
—¿Necesitas que te lo dé yo personalmente?
—Solo digo que estaría bien. —Olfateó el aire.
Ella exhaló un suspiro, se puso en pie y rodeó el mostrador para acercarse
a él. Se detuvo, le golpeó a propósito el hombro al pasar por su lado y luego
ladeó la cabeza para indicarle que la siguiera hasta un juego de cestas de
alambre de cobre que contenían algo que parecían pastilleros con forma de
joya.
—Toma. —Le ofreció uno y él fue a aceptarlo con el ceño fruncido,
confundido—. Bombas de baño. Hacen chisporrotear el agua y todo eso —le
explicó con una asombrosa ambigüedad, moviendo una mano—. Esta es de
vino rosado.
Lev la olió y puso una mueca.
—¿Crees que quiero oler a esto? —le preguntó y ella esbozó una sonrisa
ladeada.
—Está diseñada para la relajación. Y también te ofrece un poco de
entusiasmo.
—Vale, sí, pero…
—Tú pruébala. —Se la quitó de las manos y la metió en una pequeña
bolsa de papel—. Te daré la primera de muestra, pero la siguiente tendrás que
pagarla. Ese es el trato —añadió y le tendió la bolsa—. La gente siempre
vuelve a por más.
—No me doy baños —dijo Lev, aunque aceptó la bolsa—. Es una práctica
femenina, ¿no?
—Muy heteronormativo de tu parte —señaló Sasha y se metió un mechón
de pelo suelto detrás de la oreja—. Y poco práctico. ¿Están exentos los
hombres del cuidado personal?
—Odio ser normativo de ninguna clase —aceptó Lev. Se metió la bolsa
en el bolsillo—. Pero creía que habías dicho que tenía que comprar algo.
Sasha se encogió de hombros.
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—No soy tan despiadada —respondió, y ante su tono casi no antagónico,
Lev se inclinó hacia el radio siempre deliberado de su espacio y apoyó el
brazo en el exhibidor de cremas que había detrás de ella. Sasha pareció darse
cuenta, examinó con la mirada la distancia entre ellos antes de fijarla en él,
pero no lo invitó a acercarse más ni lo apartó—. Han pasado cinco minutos —
comentó y de nuevo se metió el pelo detrás de la oreja—. Según nuestro
acuerdo, te quedan otros diez.
—Cuéntame qué tal tu día —le sugirió Lev y ella puso una mueca.
—¿De eso quieres hablar?
—No tenemos que hacerlo. Puedes contarme cualquier cosa —declaró,
observando con diversión cómo desviaba la atención sin querer a la pendiente
de sus caderas y volvía a alzar la mirada—. Lo que quieras.
No pareció convencerle mucho.
—¿Has venido aquí solo para hablar conmigo de mi día durante quince
minutos? —preguntó y Lev se encogió de hombros.
—Tú habrías hecho lo mismo, estoy seguro.
—Definitivamente no.
—Ah. Vaya, qué pena.
Se quedaron un instante en silencio.
—¿Y bien? —insistió Lev—. ¿Tu día?
Sasha levantó la mirada, evaluándolo. O, si no, mirándolo.
—Bien —aceptó tras llegar, al parecer, a alguna conclusión desconocida
dentro de su cabeza—. Me he pasado la mayor parte aquí. He intercambiado
unos cuantos correos electrónicos con mis compañeros de clase por nuestro
proyecto grupal.
—Ah, sí, el proyecto —repitió Lev—. ¿Cómo está la cara de Eric?
Sasha reprimió una sonrisa.
—Por extraño que parezca, no ha dicho nada.
—Bien. —Lev se inclinó hacia delante para comprobar si ella se apartaba.
No lo hizo, aunque le pareció sentir que se le aceleraba la respiración—. Qué
interesante.
Esta vez podría haber jurado que la había visto estremecerse.
—¿Qué tal tu día?
—Oh, no ha estado mal. —Se agachó y le rozó la nariz con la suya. Notó
sus pestañas en la mejilla cuando cerró los ojos y los abrió. Cerrados, abiertos
—. He hecho un par de recados. He contado las horas hasta que fuera esta
noche, para poder venir aquí.
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—Dios, ten un poco de instinto de supervivencia —le dijo, levantando la
barbilla—. Qué triste, Lev.
—¿Sí? —objetó, rozando los labios con los de ella. Aunque no era un
beso. Aún no—. Parece que hasta ahora me ha ido bastante bien, ¿no crees?
—Cállate y bésame —gruñó Sasha y él se rio. Levantó una mano para
apartarle el pelo detrás de la oreja y la dejó ahí.
—Pero ¿qué va a pasar después de besarte? —preguntó mientras ella
deslizaba un dedo por su cinturón para acercarlo—. Solo me quedan…
¿cuánto?, ¿cinco minutos más? No voy a malgastarlos —murmuró. Le apartó
la mano de sus vaqueros y entrelazó los dedos con los de Sasha con cuidado
— comenzando un beso al que no planeo sacarle partido.
—Bien, entonces te puedes quedar un poco más —respondió ella
jugueteando con el cuello de su camiseta.
—¿Cuánto más?
—No lo sé. Veinte minutos —contestó con tono de concesión y él se rio y
la acercó a su cuerpo.
—Eso está bien, pero si te beso ahora, Sasha, será una historia corta. Es…
¿qué? Un beso, sí, y luego no lo sé, a lo mejor te como el sexo detrás de ese
mostrador —musitó y notó que ella lo agarraba con más fuerza cuando señaló
por encima del hombro—. O puede que tengamos sexo en un almacén o en un
armario o algo así y después me vaya a casa y, vale, en el momento está muy
bien, es divertido, excitante y, claro, no estoy diciendo que no quiera hacerlo,
pero así no es el inicio de algo grande, ¿no? Nada importante empieza nunca
así.
Sasha se tensó, sorprendida, desconcertada.
—No he venido para un revolcón de una noche, Sasha —prosiguió—.
¿Esta historia que estamos escribiendo? Tiene capítulos. Entregas. No quiero
una sola vez.
Al decir eso se apartó y miró el reloj.
—Quince minutos exactos —anunció. Le enseñó el reloj y ella parpadeó.
Sasha permaneció absurdamente inmóvil cuando él se separó de su cuerpo—.
Puede que nos volvamos a ver —sugirió—. Tal vez pronto, si estás libre.
Era capaz de sentir sus ojos siguiendo su paso al marcharse.
—Eres imposible, de verdad.
—En realidad soy muy sencillo —le informó con tono de lamento
mientras se dirigía a la puerta—. Sencillamente, deseo esto más de lo que tú
te crees.
Ya casi estaba fuera de la tienda cuando ella lo llamó.
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—Lev. —Sonaba resignada y, como respuesta, él se detuvo y la miró por
encima del hombro.
Sasha se quedó quieta un momento con una marcada arruga de
inseguridad entre las cejas mientras valoraba la propuesta imposible que
podía hacerle. Por un breve instante (muy inapropiado), a Lev le entraron
ganas de acercarse corriendo y presionar los dedos en la arruga. Alisarla con
la mano.
Sin embargo, esperó mientras se daba golpecitos impacientes en los
muslos con los dedos.
—Estás jugando a un juego muy peligroso —concluyó por fin Sasha.
No tienes ni idea, pensó Lev.
—Te escribiré —respondió y ella puso los ojos en blanco.
—Más te vale —dijo—. Disfruta del baño.
Lev asintió y se obligó a marcharse.
Tal vez fuera su imaginación, pero estaba seguro de que lo había seguido
con la mirada cuando salió.
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II. 9
(CRÍMENES)
II. 9
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II. 10
(ANÁLISIS DE COSTES)
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—¿Algo divertido, Sasha? —murmuró Eric y ella apagó rápidamente la
pantalla.
—Sí —respondió con tono frío y volvió al trabajo. Tecleó unas cuantas
frases en el documento de Google que compartían antes de sacar el móvil de
nuevo.
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II. 11
(CRÍA DE VÍBORA)
–¿C ómoLevagolpeó
con la hija de Yaga? —le preguntó Roman.
con el hombro mientras se abría paso entre las torres
laberínticas del almacén de Koschei.
Lev levantó la mirada del teléfono y gruñó.
—¿Te importa?
—Se rumorea que hay una reunión el viernes —le comunicó Roman—, y
necesitamos detalles. Tienes que acercarte rápido a ella o estarás perdiendo el
tiempo.
—Apenas la conozco —le informó a su hermano—. ¿De verdad estás tan
poco familiarizado con la seducción, Roma? Porque suele tomar más que
unos pocos días que una persona te revele sus secretos familiares —aclaró—,
mucho menos si están participando o no en un trato masivo de drogas.
—Te pasas todo el día con el maldito teléfono —gruñó Roman. Le dio
una patada a la esquina de las cajas que tendría que estar reorganizando Lev
en el almacén. (Una de ellas estaba marcada de forma inquietante con un NO
MOLESTAR)—. ¿De qué habláis si no es de su familia o de su trabajo? Seguro
que te ha dicho algo.
—Es muy discreta —contestó Lev, irritado—. Además, no creo que esté
involucrada. A lo mejor sus hermanas mayores están haciendo algo —afirmó
con una mueca—, pero dudo que ella también. Se toma muy en serio la
facultad y el trabajo en la tienda. No creo que participe en el brazo ilegal del
negocio familiar.
Acababa de decir justo lo que no debía.
—¿Has logrado olvidar lo que su hermana le hizo a nuestro hermano,
Lev? —preguntó Roman.
Lev se encogió al pensar de nuevo en el rostro inmóvil de Dimitri, la
sangre que le salía por la boca mientras Marya Antonova lo miraba,
insensible.
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—Esa chica es una Antonova —le advirtió Roman, como si le acabara de
leer los pensamientos—. Está en su familia, en su sangre. No se puede confiar
en ninguna de ellas. Ten cuidado y que no te engañe, o estarás escupiendo a
nuestro hermano en la cara al salir con nuestro enemigo.
—Pero Sasha no es como Marya. Ella es… no sé. Más dulce, imagino. —
Trató de pensar en una forma de describir a Sasha con palabras—. Es discreta,
sí, pero no oculta cosas de forma activa.
—Sasha es una cría de víbora —replicó Roman con brusquedad—. Marya
ya es adulta, esa es la única diferencia.
—¿No te parece que estás siendo un poco dramático, Roma? Todo ha
estado bastante tranquilo desde que Dima… —Carraspeó—. No ha pasado
nada desde lo de Dima —se corrigió, y no fue más que otro error.
—Sí, y el silencio es lo más peligroso de todo —terció Roman—. ¿Es que
no lo sabes?
Sí lo sabía.
Esa mañana se había sentado al lado de su hermano, en el silencio.
—Bien —afirmó con tono tenso—. Veré qué descubro.
—Hazlo —le aconsejó Roman con un resoplido. Se volvió y salió del
almacén.
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II. 12
(OFRECIMIENTOS)
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II. 13
(BARATIJAS)
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—Yaga me ha ofendido de muchos modos —murmuró con tono tranquilo
—, pero nada de lo que ha hecho nunca ha sido tan malicioso como esto. Ha
intentado quitarme a mi Dima y no la perdonaré nunca por ello. —Se quedó
un instante callado y prosiguió—. Haz lo que haga falta para llevar a Marya
Antonova ante la justicia, y también a su madre. Lo que haga falta. Confío en
ti para que Yaga sufra tanto como yo.
—Sí, papá. —Al escuchar esto, el ánimo de Roman regresó. Levantó la
cabeza y se soltó de la mano de su padre—. Te juro que haré que Yaga y sus
hijas paguen.
—Bien. —Koschei se sentó, cansado, con la sensación de que la edad le
crujía en los huesos—. No me falles, Romik.
—No lo haré, papá —le prometió—. No lo haré.
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II. 14
(CHARLAS)
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—¿Qué te hace pensar que lo sé? —repuso Bryn, encogiéndose de
hombros—. Sé lo que sabe todo el mundo: que han despachado al mayor de
los Fedorov y que la culpable es Baba Yaga.
—Pero no está muerto —dijo Marya y Bryn se rio.
—¿Te parece decepcionante?
—Me parece —comenzó y al fin encontró la palabra— curioso.
—Entonces deberías mejorar la calidad de tus asesinatos. Por lo que yo sé,
no parecen efectivos.
—Si lo quisiera muerto, Puente, estaría muerto.
—Dices eso, pero…
Bryn se quedó callado a propósito, balanceando una pierna sobre la otra, y
Marya chasqueó los dedos e hizo que se le derramara el vaso de whisky en la
camiseta.
—Ups —murmuró y Bryn la fulminó con la mirada.
—¿Todo porque he señalado lo obvio? Dimitri está vivo, estás siendo
inusualmente mezquina y esto es seda, joder. —Se señaló con brusquedad la
ropa—. Eso sin mencionar que el whisky era un regalo.
—Manos resbaladizas —comentó ella y dio un sorbo, pero ante la mirada
de irritación del hombre, Marya suspiró y movió otra mano para eliminar la
mancha de la tela—. Menuda criatura feérica quisquillosa eres tú.
—Esto no se considera preguntar amablemente.
—Por favor, Puente. Tú no tienes ningún interés en mi amabilidad.
—Entonces tal vez deberías irte.
—¿Sin lo que he venido a buscar? Puente, me subestimas otra vez.
Se quedaron los dos en silencio, sorbiendo con cautela de sus vasos
respectivos mientras cada uno consideraba su posición.
—Has venido sin tu musculitos —apuntó Bryn, haciendo referencia de
forma poco educada a la ausencia de Ivan a su lado—. Empezaba a tenerle
aprecio.
—¿Sí? —Marya le dio otro sorbo al vaso; se tomó su tiempo—. Qué
curioso, él te odia.
—Ah, ¿entonces no lo has traído para que pudiéramos estar solos? Lo
sabía. —Deslizó la lengua alegremente entre los labios—. Di la palabra,
Marya, y ese esposo tuyo podría acabar fácilmente anulado.
—Estoy segura de que podría, pero no por ti. —Se retrepó en el sofá y
sacudió la cabeza—. El sexo no te satisfaría nunca, Puente. Los dos sabemos
que se trata de poder o nada.
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—Algo que tenemos en común, ¿eh? —preguntó y añadió con lascivia—:
Pruébame y lo descubrirás.
Marya se quedó mirando el vaso, fingiendo que contemplaba su
iluminación.
—¿Me daría las respuestas?
—¿Sobre los Fedorov o sobre otra cosa? ¿Los reinos de los vivos y los
muertos, tal vez? Sí y sí, me temo. —Bryn suspiró de forma burlona,
aumentando su encanto más traicionero—. No se lo digas a nadie, Marya
Antonova, pero confieso que me encanta hablar junto a la almohada. Tendrías
todas las respuestas que necesitas y algunas que te gustaría no saber.
Le sonrió de forma sinuosa y ella se llevó el vaso a los labios.
—Por tentador que sea —comentó tras saborear el whisky en la lengua—,
voy a tener que declinar.
—Esos molestos votos matrimoniales de nuevo, ¿no?
—Eso y que sé formas mejores de hacerte hablar. —Soltó el vaso.
Torció un dedo y tiró de Bryn hacia ella con una sacudida, le quitó el vaso
de la mano y advirtió la breve sombra de frustración en su rostro cuando se
vio obligado a reconocer, una vez más, cuál de los dos poseía más poderes
persuasivos.
—No querías que tu musculitos escuchara, ¿eh? —le preguntó; se le
estaban enrojeciendo las mejillas al intentar apartarse de sus garras sin éxito
—. De eso va esto. Tienes preguntas que no quieres que nadie más escuche.
Marya no consideró que valiese la pena hacer un comentario al respecto.
—¿Estás seguro? —preguntó en cambio—. ¿Estás seguro de que fue
Dimitri?
Como no respondió, deslizó el pulgar por su garganta, provocándole un
escalofrío.
—Dije que fueron los Fedorov. —Bryn apretó los dientes y ella volvió a
tocarlo, con más suavidad esta vez. Una recompensa por su buen
comportamiento—. Esa es toda la información que puedo darte.
Casi seguro que sabía más, pero Marya veía que iba a costarle más de lo
que estaba dispuesta a pagar por descubrirlo.
—Siempre con palabras engañosas. —Suspiró, lo soltó y se puso en pie
—. Supongo que tendré que averiguarlo por mi cuenta, ¿no? Si no vas a ser de
ayuda.
Bryn reculó con los ojos entrecerrados, pero no dijo nada y Marya
lamentó que sus charlas raramente acabaran con satisfacción mutua.
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—¿Qué crees que vas a averiguar por ellos? Dime —le preguntó Bryn
mientras observaba cómo alcanzaba su abrigo y se volvía hacia la salida—.
Por lo que he oído, los Fedorov te quieren muerta. A tu madre y a tus
hermanas también, pero sobre todo a ti.
Marya se encogió de hombros. No era una amenaza nueva y desde luego
tampoco era que no esperara oírla.
—No eres nada hasta que alguien te quiere muerto, Puente, recuérdalo. —
Se echó el abrigo por encima de los hombros—. Hasta entonces, no has hecho
absolutamente nada que valga una mierda.
—Desolador —señaló Bryn. Marya se alisó el pelo y le lanzó una mirada
de despedida.
—Ese es el mundo en el que vivimos, Puente —dijo y se bebió lo que le
quedaba de whisky.
Y entonces desapareció de allí, dejando únicamente una huella roja en el
borde del vaso vacío.
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II. 15
(HORA DE CIERRE)
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Teniendo en consideración el alcance de tu magia, que parece… considerable.
Le parecía que estaba llegando a algo, a algo específico, y Sasha
respondió de forma desinteresada.
—¿Y?
—Y… —repitió él—. Supongo que me preguntaba si hacíais algo… más
—concluyó, evasivo, y ella enarcó una ceja.
—¿Me estás preguntando si hacemos algo ilegal?
Lev se encogió de hombros.
—Me parece una posibilidad.
—Ya —señaló Sasha con tono neutro y se volvió a la caja llena de cremas
de manos para no tener que mirarlo—, si nuestra línea de cuidado de la piel
fuera simplemente una tapadera para algún tipo de mercado negro mágico,
¿crees que iría a la Universidad de Nueva York para mejorar dicha línea de
cuidado de la piel?
—Yo no he dicho que tuviera sentido —le recordó Lev, y Sasha reprimió
una carcajada y miró el reloj.
—Bueno, es la hora de cierre —le informó, cuidándose de nuevo de
ocultar sus emociones sobre el tema—. Vete, Lev.
Pareció decepcionado y Sasha no sabía cómo sentirse al respecto, estaba
confundida. ¿Quería de verdad que se fuera? Sí, por supuesto. Tal vez.
¿Quería que él quisiera irse? No.
—¿Y si… me quedo? —comenzó Lev y se acercó a ella—. Solo es una
idea.
Sasha notó un ligero y desaconsejable vuelco en el corazón.
—Tengo que hacer el inventario. —Señaló las cajas y la lista que tenía—.
Además, tengo dudas sobre tus habilidades de venta. No has sido de mucha
ayuda con la última clienta.
—¿Qué? Le he dicho que esa cosa brillante le quedaba bien —protestó
Lev.
—Sí, pero no era así —repuso ella, poniendo los ojos en blanco—. A los
clientes les gustan los cumplidos, pero no las mentiras.
—Dame otra oportunidad. Por favor. —Se inclinó hacia ella. De nuevo
sus labios estaban presentes, la forma y la promesa de su boca retomaban el
papel protagonista de lo que se estaba convirtiendo en una pesadilla para el
autocontrol de Sasha—. Será divertido.
Sasha vaciló y optó por usar su momento de (con suerte temporal)
inestabilidad para acercarse al cartel de la entrada y darle la vuelta. El lado
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que decía CERRADO estaba ahora mirando para la calle y el de ABIERTO
descansaba contra el cristal como un guiño muy poco sutil.
—Tengo que trabajar, Lev —le dijo sin darse la vuelta. Él se acercó unos
pasos a ella y apoyó con suavidad las manos en sus caderas—. Hablo en serio.
—Ya lo sé —aceptó Lev. Le rozó con los labios el hombro y hundió con
más fuerza los dedos en su cintura—. Yo también hablo en serio. Te ayudaré
con el inventario —se ofreció y la vibración de la voz en su espalda resonó en
el pecho de Sasha como un ronroneo—. Aprovechemos el tiempo que te
ahorres.
Levantó una mano de la cintura y le acarició la garganta con el pulgar.
Cuando ella echó atrás la cabeza y la apoyó en su mejilla, él posó la mano en
la base de su cuello, pegándola a él para rozarle la oreja con los labios.
—¿Cuánto sueles tardar en terminar el cierre? —le preguntó y ella tragó
saliva con dificultad; probablemente Lev notara el impacto bajo el pulgar.
—Una hora —contestó.
—Perfecto. —La soltó de forma abrupta y ella se tambaleó hacia atrás sin
su presencia ejerciendo de contrapeso. Se puso derecha y vio que él ya estaba
desempaquetando las cajas—. Vamos a hacer esto —le informó, señalando el
trabajo que tenía entre manos—, y luego me quedo con lo que sobre de esa
hora. ¿Te parece?
Tenía las manos llenas de cremas con olor a primavera. Ella suspiró.
—De acuerdo —aceptó y se dispuso a hacer su trabajo.
Intentó mostrarse sutil con las prisas y progresó de forma comedida, pero
estaba claro que Lev estaba acelerando su ritmo. Colocó una caja llena de
cremas de manos, ajustando rápidamente su ubicación en el estante, y la miró
con la boca ligeramente torcida.
—¿Ahora qué? —preguntó y en este punto, Sasha se dio cuenta de que se
trataba de una carrera.
Dos expositores cargados, ocho muestras rellenadas y diez minutos
contando cambio después, al fin habían terminado. Sasha miró el reloj.
—Fíjate, me queda media hora —señaló.
—Qué conveniente —comentó Lev con una sonrisa—. ¿A dónde vamos?
Sasha lo consideró.
—Eh… —comenzó y Lev contestó por ella.
—Vamos a tomar algo —le sugirió y ella vaciló, pero acabó asintiendo.
—De acuerdo —decidió, y Lev le sonrió y la llevó a la calle.
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II. 16
(REPRESALIA)
abían pasado doce años desde que Marya entró por última vez al
H almacén de Koschei el Inmortal.
Le parecía parte de una vida completamente distinta, o puede que
un sueño que tuvo una vez, que este lugar fuera seguro para ella en el pasado,
sagrado incluso. Por razones obvias, eso ya no era así. De haber sabido
Koschei que Marya Antonova había violado sus defensas, no habría habido
fin para su furia. Desafortunadamente para él, por entonces no había nada que
revistiera más importancia que los momentos robados que buscaban dos
jóvenes enamorados.
En el pasado, Marya tenía información sobre cómo colarse en el almacén.
Qué seguridad burlar y qué alarmas evitar, información que recibió al oído en
susurros que solo las sombras podrían oír. Pensó que probablemente ahora
fuera diferente, que tal vez Dimitri hubiera tomado las precauciones
necesarias para mantenerla fuera de allí, pero descubrió casi de inmediato que
todo seguía exactamente igual que siempre.
Entró en el almacén como un fantasma, de puntillas, silenciosa.
Le fue relativamente fácil encontrar a Dimitri. Al fin y al cabo, no era una
de las posesiones que pudiera ni deseara esconder Koschei en la oscuridad.
Marya sabía que Koschei habría hecho todo lo posible con los encantamientos
de protección, y se sintió atraída por los encantamientos de seguridad que
vibraban escaleras arriba; la vieja madera crujía bajo sus pies.
Si había algún hechizo diseñado específicamente para mantenerla alejada,
casi seguro había salido mal; sin Dimitri, los Fedorov sufrían una gran
pérdida. Incluso Dimitri era poderoso solo por haber crecido junto a Marya,
por haber sido en un tiempo el beneficiario de su frágil confianza refinada.
Koschei, por sus muchos talentos, siempre fue más empresario que brujo,
mientras que Marya poseía todas las habilidades de su padre y también las de
su madre. Fue lo bastante generosa (léase: lo bastante estúpida) para
compartirlo todo con Dimitri y eso era algo que siempre había temido que
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lamentaría un día, aunque nunca pensaba mucho en ello. No podía hacer nada
con el pasado. Para bien o para mal, lo compartió todo con Dimitri… hasta el
día en que no compartió nada más.
Atravesó los encantamientos y lo halló dormido, su rostro plácido e
inmóvil.
Por su culpa.
Lo había hecho ella.
Tragó saliva con dificultad y extendió el brazo.
Siempre fue impresionante, como el príncipe de un cuento. Tenía el pelo
sobre la frente en su sueño encantado y se lo apartó; trazó la forma de la nariz,
las mejillas, los labios. Una vez había sido de ella. Conocía cada movimiento
de su rostro y, sí, era mayor ahora, pero seguía siendo el mismo, tan
perfectamente preservado en su vida a medias como en sus recuerdos. Bajó la
mano, pasando delicadamente por la garganta, y hundió el talón de la palma
en la base de su esternón, con el pulgar alineado con el pecho.
Ejerció entonces presión con la mano libre en el hechizo y Dimitri se
incorporó con un gemido, jadeando.
—Masha —dijo cuando pudo hablar, con las esquinas de los ojos
húmedas por el impacto de expulsar la maldición de los pulmones—. Masha,
por favor…
—No tenías que ser tú —le recriminó con tono neutro y él tragó saliva y
se derrumbó de nuevo en las almohadas—. Tú tenías que estar bien. No tenías
que ser quien nos traicionara. —Una pausa, tensión en su mandíbula—. Quien
me traicionara.
—No lo hice —respondió Dimitri con tono ronco, buscándola con la
mano—. Masha, por favor, escúchame. Yo… toqué las pociones, sí, pero
no… no te las robé, te lo juro, yo nunca…
—No puedo quedarme. —Masha se apartó de él y se levantó—. No podía
dejarte así, pero no me puedo quedar. Ya lo sabes.
—Masha, por favor. —Dimitri se tambaleó detrás de ella tras salir de
debajo de las sábanas para seguirla afuera—. Masha, espera, tienes que…
Entonces flaqueó, demasiado débil para mantenerse en pie, y rápida como
un rayo estaba ella allí, sosteniéndolo. Masha puso una mueca, se odió por
haber regresado, pero era una bruja realmente excepcional. No era culpa suya
que fuera más rápida que él.
Sin embargo, era culpa de él que no pudiera marcharse.
—Ten cuidado —le advirtió—. Llevas más de una semana sin buena parte
de tu vida, Dimitri. No puedes ponerte a caminar de pronto, vas a caerte…
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—Masha —la interrumpió, intentando enderezarse y mantener el
equilibrio mientras ella lo movía hacia la cama y lo bajaba—. Tienes que
saber que nunca te haría esto. Piensa, Masha, ¿qué tengo yo que ganar? —le
preguntó y entonces Marya vio al Dimitri que era hijo de Koschei: el chico
orgulloso, carismático, más inteligente que los otros niños de su edad; el
primero que llamó su atención porque nunca se dignaba a inclinar su cabeza
ante la voluntad de nadie más—. No tengo ningún interés en el negocio de tu
madre y, aunque lo tuviera, ¿de verdad crees que intentaría ofenderte a ti,
entre todas las personas? No soy estúpido, Masha —dijo, valiente incluso
cuando se encontraba tumbado en la cama, débil—. Después de todo lo que
pasó entre nosotros, no se me ocurriría subestimarte.
—¿Y entonces cómo explicas esto? —Marya movió una mano para
abarcar las circunstancias que compartían—. Alguien nos ha estado
robando…
—Sí —afirmó Dimitri y puso una mueca porque seguramente había
sufrido un calambre en el abdomen—, pero no he sido yo, Masha. Te lo
prometo, no he sido yo. Y no volverá a pasar bajo mi vigilancia —añadió y
tensó la boca al mirarla—. Me acababa de enterar, Masha, la noche antes de
que llegaras…
—Dímelo entonces. Dime quién ha sido y lo mataré yo misma.
Lo dijo muy seria, pero, para su sorpresa, Dimitri sonrió.
Le sonrió a ella y, en su agitación, apretó un puño y dio media vuelta.
Dimitri, por supuesto, le agarró el brazo para que volviera y acabó sentada a
su lado en la cama, a regañadientes.
No, a regañadientes, no. Y eso era lo peor.
—No puedo decirte quién ha sido, precisamente porque lo matarás, Masha
—murmuró y la sonrisa desapareció de su cara—. Pensaba que me ibas a
matar de verdad.
Ella no dijo nada.
—Por supuesto, esperaba que no lo hicieras —añadió—. Que tal vez
hubiera algo entre los dos que te detuviera. Aun así, era una apuesta.
—Sí, lo era. Podrías haber muerto —repuso con la vista fija en los hilos
de las sábanas de la cama—. Podría haberte dejado morir.
—Sí, pero no lo hiciste. —Extendió el brazo con cuidado para tomarle la
barbilla y levantársela ligeramente para que lo mirara—. ¿Por qué no me
dejaste morir, Masha?
Quiso apartar la mirada y, al no poder hacerlo, cerró los ojos.
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—Dima —musitó tímidamente y, en un movimiento reflexivo, él le tomó
la cara con ambas manos y le rozó la frente con los labios con la devoción que
tantas veces le había demostrado de incontables formas.
—¿Tan terrible es? —le preguntó, suspirando en su sien—. Masha, mi
Masha. ¿De verdad es un fracaso que no te atrevieras a matarme? Muchas
personas enamoradas han fracasado antes en la tarea de matarse, ya lo sabes.
—Yo no te amo —contestó con toda la frialdad que pudo reunir.
Percibió que a Dimitri se le atascaba algo en la garganta y tragaba con
fuerza.
—No —afirmó un momento después—. Claro que no.
—No. —La palabra se quedó flotando en el silencio antes de añadir—: No
puedo.
Él le acarició la mejilla.
—Ah, Masha, son dos cosas diferentes, ¿no crees? —preguntó y ella puso
una mueca.
—No hables de tecnicismos. Supimos hace mucho tiempo que no
podíamos estar juntos, Dima, hace doce años supimos que no teníamos
ninguna posibilidad. Elegimos nuestro bando y ahora…
—No. Tú elegiste tu bando —le recordó, acariciándole el pelo. Ella abrió
los ojos y lo miró—. Tú elegiste, pero no me dejaste elegir a mí.
Marya parpadeó.
—¿Qué?
—Te casaste con Stas. —Su voz estaba marcada por el dolor—. Me
dejaste fuera. Le diste tu vida a otra persona.
—Claro que sí, porque sé, más que cualquier otra cosa, que eres el hijo de
tu padre —comenzó, pero Dimitri la interrumpió.
—No. No, Masha, soy un hombre independiente. —Dibujó una línea con
el pulgar por su nuca, ahuecando suavemente la mano alrededor del cuello—.
¿Por qué no me dejaste elegirte a ti? —le preguntó con voz ronca—. Me
habría ido contigo si me hubieras preguntado. Solo tenías que preguntar y te
habría escogido por encima de todo lo demás.
—No —le advirtió Marya y tragó saliva—. Dima, por favor, no…
—¿Eres feliz, Masha?
La pregunta la dejó boquiabierta y se quedó en silencio.
—¿Lo eres? Con Stas —insistió con tono calmado y, a pesar del ferviente
deseo de Marya de no sentir nada, no pudo evitar encogerse—. Recuerdo con
claridad qué aspecto tenía la felicidad en ti, Masha. Recuerdo vida y ahora no
la veo. Desde luego no la noté la última vez que te vi, arrastrando la ira de tu
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madre. Cuéntame, ¿eres feliz? Como la gran Marya Antonova —murmuró,
agarrándola con la insuficiencia de la punta de sus dedos—. Como la sicaria
de Yaga, su mano derecha… Masha, ¿es eso todo lo que pensaste que serías?
No podía responder. Hacerlo sería traicionarse a sí misma, su medio de
vida, a su familia. Era confesar más de lo que estaba dispuesta a ofrecerle a él,
a ella o a quien fuera.
No contestó, pero su silencio fue respuesta suficiente.
—Te quiero —le recordó Dimitri y le tocó la mejilla mientras ella lo
miraba, deseando lo imposible, que dejara de hablar, o, menos probable, tener
valor para marcharse—. Siempre te querré, te querré hasta el día que muera…
y si eres tú quien me mata, debes saber sin ninguna duda que no me habrás
apartado. Pasaré hasta el último latido de mi corazón queriéndote, como
siempre he hecho. Solo a ti, Masha —dijo y ella se agachó, angustiada, y
apoyó la frente en el movimiento todavía lento de su pecho mientras él la
abrazaba, eternamente suya. Incluso ahora, eternamente familiar—. Solo a ti,
para siempre. Te lo prometo.
—Para. —Enterró los dedos en su ropa—. Dima, no me hagas esto…
—Podríamos huir —le susurró—. Podríamos marcharnos, podríamos
dejar todo esto atrás. Tu madre tiene seis hijas más, Masha. ¿No le has
servido tiempo suficiente? ¿Y yo? Llevamos doce años haciendo esto —
indicó, calibrando su pérdida con golpecitos suaves en sus vértebras—. Doce
años llevo sin ti y no he hecho más que perderme a mí mismo. En doce años
tú le has construido un imperio a tu madre —le recordó—. Y, sin embargo,
¿nunca será suficiente?
—Nunca podríamos huir. —Lo sabía. Ninguna fantasía podría hacerse
realidad—. Ya no, Dima, es demasiado tarde…
—No tiene por qué.
—Sí.
—¿Por qué?
Le dieron ganas de matarlo, de besarle, de amarlo con las manos en torno
a su cuello. Ya de niño, siempre pensaba que lo comprendía todo. Siempre
creía, de forma frustrante, que todas las cosas se podían explicar fácilmente.
Marya se puso en pie, o lo intentó. Él la agarró con fuerza de la mano, dos
dedos, todas las partes de ella que pudiera alcanzar.
—Porque sí. Por lo que hemos hecho, Dima. Lo que yo he hecho.
—Encontraremos entonces la forma de deshacerlo.
Se quedó callada y, por falta de armas mejores, Marya se aferró a él en
silencio.
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—Si este mundo no es como pensabas que sería, no voy a dejarte. No
pienso decepcionarte, Masha.
—No hagas esto, Dima. Por favor.
Marya Antonova, sicaria de Baba Yaga, la niña que no lloraba y la mujer
que no suplicaba, estaba ahora implorando. Y al oírlo, la repulsión de su
propia debilidad, sintió que Dimitri se ablandaba, compasivo. Se hundió en su
bondad, en su ternura, permitiendo caer de nuevo en sus brazos como siempre
supo que pasaría si él lo intentaba. Dimitri le acarició el pelo, le concedió el
consuelo del silencio, y entonces se agachó con cuidado sobre ella,
protegiéndola en sus brazos mientras ella caía de rodillas al lado de su cama.
Marya suspiró, le rodeó la cintura con los brazos y él se acurrucó en torno
como el escudo que ella nunca había pedido; el corazón le latía rítmicamente
a Dimitri, palpitaba con promesas fútiles al lado de su oreja.
—Dima —repitió y él la agarró con más fuerza—. Dima, te juro que este
amor que siento por ti será mi muerte —le confesó contra el pecho en un
susurro.
Por un momento, se quedó muy quieto, probablemente batallando consigo
mismo, pero entonces se apartó a tientas y tiró de ella hacia él tras haber
abandonado la batalla. Tenía los ojos salvajes, tan solo llenos de la imagen de
ella, y Marya exhaló un suspiro desesperado y se resignó a su ruina, a su
devastación, cuando él presionó los labios con los suyos, sosteniendo lo poco
que quedaba de ella con las manos.
Casi en el mismo momento en el que la acercó a él, Marya notó una
sacudida, una puñalada de dolor, y se preguntó si eso era lo que había hecho
con ella la ausencia; si amaba a Dimitri Fedorov con tanta pasión que podía
sentirlo ahora en el vacío de su espalda, en las cavernas de su corazón. Gimió
en su boca, gritando de angustia, y él se apartó de inmediato; sus ojos eran
diferentes ahora, sus dedos tocaban la humedad de sus mejillas mientras
comprendía despacio, muy despacio, que el dolor no provenía de su beso.
En absoluto.
—Dima —susurró, esforzándose por ver, y notó que le fallaba la
respiración.
—¡Masha! —gritó él y el sonido quedó enterrado bajo el rugido sordo de
sus oídos.
Cerró los ojos, aunque todavía lo veía en la mente; primero con la cara
pegada al suelo lleno de sangre, sin voz, suplicante, y luego con la barbilla
alta a la luz del sol, susurrándole promesas al oído.
«Masha, Masha, Masha».
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II. 17
(CABALLEROSIDAD)
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—Yo no llevo falda —le recordó Sasha, señalándose los vaqueros, y Lev
se encogió de hombros.
—Ya, pero bueno. —La miró de soslayo—. No quiero arriesgarme. Un
cargamento preciado. —Le dio un sorbo a la cerveza y la animó a que
siguiera adelante.
Ella se detuvo un momento.
Se volvió hacia él.
Frunció el ceño.
—Joder, Lev —gruñó con un suspiro—, eres un idiota muy noble.
—¿Sí? Vaya, suena bien, pero…
Se quedó callado y ella le dio un empujón contra el muro de un edificio, y
lo estampó allí con un movimiento tan halagadoramente calculado que Lev
pensó en cuánto tiempo llevaría planeándolo en su cabeza.
—Uf, Sasha…
Lo besó y sus labios sabían al bálsamo con sabor a verano y a cerveza
barata. Lev dejó caer su cerveza de la mano, olvidada. Se oyó un golpe
cuando chocó contra el suelo, un siseo del líquido derramándose por la acera
mientras Sasha le rodeaba el cuello con el brazo para acercarlo a ella, para
mantenerlo cerca. Lev respondió con entusiasmo, le bajó con prisas la
cremallera del abrigo y lo abrió para posar las manos en el único centímetro
de piel que quedaba expuesta, la única rendija de su torso que llevaba toda la
noche tratando de no mirar.
La piel se le erizó de inmediato.
—Podrías haberlo dicho —le murmuró Lev.
—Cállate —le pidió ella y le metió la lengua en la boca.
Sasha movió las manos hacia la cremallera de sus vaqueros y, mientras
jugueteaba con el botón superior, él se movió para intercambiar los lugares y
pegarla a ella al muro. Deslizó las manos hacia arriba, le acarició las costillas
y las detuvo brevemente en la caída de los pechos antes de bajarlas de nuevo
y dejar los dedos en el borde de los vaqueros.
Quería.
Joder, sí que quería, ojalá no fuera un maldito problema.
—Mierda —le susurró Lev en la boca—. Te deseo.
—Aún te quedan veinte minutos —respondió ella alegremente y él puso
una mueca.
Joder, la deseaba de verdad.
Pero algo (algo muy obvio) no estaba bien. Visualizó los escenarios y en
todos perdía, por lo que se vino abajo.
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—¿No te molesta no saber mi apellido? —Exhaló una bocanada de aire,
resignado.
Ella se quedó muy quieta y se apartó para mirarlo con el ceño fruncido.
—No me has preguntado siquiera por él —señaló y ella se encogió de
hombros.
—Suponía que me lo dirías en algún momento —dijo y se acercó para
besarle de nuevo, pero él la detuvo con un gruñido.
—No puedo hacerlo —murmuró, furioso consigo mismo, cada vez más.
Se obligó a dar un paso atrás—. Quiero hacerlo, desesperadamente, es muy…
tú eres muy…
—Muy bien. —Sasha suspiró y puso los ojos en blanco. Tenía los labios
hinchados, rosados, y, joder, él moría por besarlos de nuevo, se había pasado
toda la noche deseándolo, y cada noche anterior a esa. Cada noche desde que
la había conocido—. Dime quién eres, si tan importante es.
Dios, qué despreocupada era. Era una pesadilla y estaba desesperado por
conservarla, por quedársela para él.
—No va a gustarte —le advirtió y ella frunció el ceño, arrugando la frente
—. No está bien, Sasha. No está nada bien.
Sasha parpadeó.
Parpadeó de nuevo. (Visualizó los escenarios, supuso él).
Se enderezó. (Ahí estaba. En cualquier momento lo sabría).
Se quedó rígida. (Ah, sí. Sí, ya lo sabía).
Frunció el ceño.
—Eres un Fedorov —dedujo, dirigiéndose a él ahora como si fuera un
extraño—. Eres… Eres Lev Fedorov.
Por un segundo, se limitaron a mirarse.
—No me cuentes nada —le advirtió él—. Si tú, tus hermanas y tu madre
estáis tramando algo, no me lo cuentes. No confíes en mí.
—No —contestó ella con frialdad.
—Bien. Yo no puedo permitirme confiar en ti.
—No. No deberías.
Lev se quedó en silencio, preguntándose qué decir a continuación.
—Sasha, mira, yo…
—¿Importa? —le preguntó, y formuló la pregunta con una neutralidad que
hizo que dejara de pensar—. Que sea una Antonova, digo. ¿Me estás diciendo
que haces esto por mi familia? ¿Por mi apellido?
—No —respondió él con honestidad—. No. No, yo… Sasha, me gustas,
nada de esto es mentira. Ni siquiera he podido mentir, ¿ves? Porque me
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gustas, como a un idiota noble…
—¿Y entonces por qué importa que seas un Fedorov? —preguntó y se
acercó un paso a él—. Vamos a dejar que lo que hay entre nuestras familias
siga entre ellas. Tú no me has hecho nada y yo puedo ignorar tu apellido
durante… ah… no lo sé… —murmuró, mirando el reloj— los próximos
quince minutos, al menos.
Lev se quedó mirándola, entre incrédulo y angustiado.
—Pero…
—Si puedes dejar tus secretos en la puerta —le sugirió, devolviendo las
manos de él a sus caderas—, yo puedo hacer lo mismo.
Una pesadilla total. Lev se estremeció de deseo e inclinó la cabeza hacia
la suya.
Sabía que su hermano estaba inconsciente en una cama y que era culpa de
alguien que tenía el mismo apellido, las mismas lealtades, la misma sangre
que la mujer que había en sus brazos. Tal vez un día descubriría que Sasha era
tan despiadada como su hermana, que tenía el corazón tan frío como ella.
Pero por ahora, en sus brazos, parecía suya… y eso no era algo que
pudiera ignorar.
—Esto va a ser complicado —le advirtió, aunque lo hizo para
recordárselo a los dos.
—Totalmente —coincidió ella.
—No deberíamos hacerlo —comentó él al tiempo que ella levantaba la
cabeza y rozaba los labios con los suyos.
—No. No deberíamos.
—Joder. —Exhaló un suspiro y notó que la última de sus reservas cedía
—. Pero vamos a hacerlo, ¿no?
—Sí, Lev —confirmó ella, enredando los dedos en su pelo—. Vamos a
hacerlo.
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II. 18
(VIGILANCIA)
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Y así fue como supo Ivan, observando en silencio mientras Dimitri
Fedorov casi moría desangrado en el suelo de su salón, que a Marya le estaba
sucediendo algo que él nunca había visto.
Hablaba con voz firme, dura, fría. Todo lo que hacía y decía era de una
forma gélida siempre y no falló ahora, pero había algo más en ella, algo triste;
Ivan la vio contenerse, los nudillos blancos, hundidos en los reposabrazos del
sillón.
Nunca antes había visto a Marya Antonova sufriendo el dolor de otra
persona, pero ese día lo vio y supo que ahora todo sería diferente.
También sintió que algo iba a salir mal cuando lo envió a casa esa tarde
antes de lo normal, algo que no había hecho nunca.
—Vas a tener mucho trabajo con Sasha —le dijo con tono serio al tiempo
que le tocaba el hombro con afecto—. Puedes tomarte una noche libre, Ivan.
Esta noche no voy a hacer nada.
—¿Estás segura? —le preguntó, vacilante, al notarla distante y distraída
—. ¿Está en casa Stas para quedarse contigo?
—¿Eh? Sí, por supuesto —contestó ella con aire ausente—. Stas… Está
aquí, Ivan. Estoy bien.
El guardaespaldas dudó. Nunca tuvo demasiados dones mágicos, su
intuición era siempre más acertada por la experiencia que por inclinaciones
mágicas. Aunque la sensación de inquietud fuera infundada, se vio en la
obligación de advertirle.
—Marya, no quiero dejarte sola.
Ella le sonrió.
—Te preocupas demasiado, Ivan. No necesito que vigiles mis espaldas
esta noche.
—Promételo —le dijo y ella parpadeó—. Prométemelo.
—Te lo prometo —le aseguró. Suspiró y le señaló impaciente la puerta—.
Además, si me pasara algo, tengo otras seis hermanas. Tendrías trabajo
vigilando uno de esos preciosos cuellos, o incluso el de mi madre…
—Marya Antonova, trabajo para ti —la interrumpió, como si jurara
lealtad a un rey.
Su sonrisa fue tan resplandeciente como fugaz.
—Sirves a una bruja Antonova, Ivan, y, por lo tanto, las sirves a todas.
Ahora, tras haber sido tan leal y diligente con una durante tanto tiempo,
estaba segura de que algo iba mal.
—Yaga —habló con tono suave tras llamar a su puerta—. Yaga, soy Ivan.
La puerta se abrió despacio, Yaga estaba en el marco.
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—Solo hay un motivo por el que puedas estar aquí a esta hora de la noche
—comentó.
Ivan se estremeció ante la premonición.
—Marya no está en casa. No está con Stas, con Katya ni con Irka. No está
aquí, en tu casa. —Tragó saliva—. Le he fallado, Yaga. Siento que le he
fallado, lo siento en los huesos.
Yaga se quedó mirando el espacio entre los dos.
—Ve a buscar mi abrigo —le indicó.
Ivan no trabajaba para ella, pero, por el bien de Marya, fue a por él, lo
sacó del armario y se lo tendió a Yaga, que se acomodó en la prenda,
introduciendo sin esfuerzo los brazos por las mangas de seda.
—Venga —le dijo—. Vamos a buscarla.
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II. 19
(PROMESAS, PROMESAS)
ntes de esa noche, Dimitri Fedorov habría dado su vida por volver a
A abrazar a Marya Antonova, aunque solo fuera una última vez. Pero si
supiera que eso le costaría la vida a ella, la habría echado de allí
encantado.
Solo un momento antes la tenía en los brazos. ¿No? ¿No era real, había
estado aquí, con él? Pero ahora…
Hubo un destello frío de acero en la oscuridad, la suspensión del pulso de
Dimitri, y como una unión repentina del tiempo y el espacio, sus realidades se
dividieron en mitades, en tercios, en infinitas posibilidades, en todas esas
formas en las que podrían ser diferentes las cosas, las vidas incontables en las
que ese beso había empezado doce años antes y no había acabado. Vio el
borde afilado de una espada estrecha, una hoja que salía del corazón de
Marya, y antes de tomarse repugnante, fue hermoso; surrealista. Como si se
hubiera quebrado sus propias costillas solo para darle su corazón a él,
destruyéndose para demostrarle su amor, y en el momento antes de verlo, de
comprender lo que había sucedido, supo que, como todas esas vidas no
vividas, no había maldición más certera. Que por muy segura que fuera su
condena, siempre habrían dicho «sí, sí, sí».
Pero el tiempo continuaba y también la fealdad. Marya lo abandonó doce
años antes y ahora volvía a separarse de sus brazos.
—¡Masha! —gritó. Se agachó para detener su caída hacia atrás, la punta
de la espada que sobresalía de su pecho le arañaba ahora la piel a él.
Ni esto ni sus heridas anteriores, Dimitri no lo notó. No le importó.
Frenético, buscó un motivo, una explicación, y halló solo pulso tras pulso de
miedo… hasta que alguien emergió de las sombras. Una figura reconocible.
—Roma —resolló, incrédulo. Se incorporó con Marya en los brazos. Vio
a su segundo hermano erguido sobre él, bloqueando la luz tenue del pasillo—.
Roma, ¿qué has hecho?
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Roman no dijo nada, le dio un fuerte tirón al mango de la espada. Era una
spatha de la colección de armas malditas de su madre, un arma delgada de
gladiador diseñada para matar por ocio. No salió a la primera, se había
quedado alojada en la columna de Marya tras perforarle el corazón y salir
limpia por el otro lado. Ella se derrumbó hacia atrás, doblándose por la
cintura cuando Roman tiró con fuerza. Un tirón, después otro, probando los
límites de Dimitri. Era un espectáculo horrible, pero una vez que Roman sacó
la espada, la soltó de la mano y cayó al suelo con un estruendo.
—Roma. —Dimitri se lanzó hacia él, tratando desesperadamente de
sostener lo que quedaba de Marya, presionando las manos en la herida, pero
sin encontrar nada, ni magia, ni milagros que pudiera conjurar. La sangre de
ella se mezcló con la de él, donde la punta de la spatha le había arañado el
pecho; el destino de ella marcado en su esternón, como palabras en una pared
—. Roma, ¿qué has hecho? Masha, por favor…
La cabeza de Marya cayó pesadamente atrás, la sangre le manchó las
manos a Dimitri, manchó la tela pulcra de su vestido. Dimitri, con sabor a
bilis, se forzó a levantarse, pero también su cuerpo lo traicionó, a los dos, y
las rodillas cedieron bajo su peso. Cayó impotente al suelo y ella con él,
inerte.
—Masha, quédate conmigo —le pidió, intentando levantarla, intentando
cualquier cosa, intentándolo todo—. Roma, ayúdame, no puedo… Casi no me
puedo mover, necesito que…
—No —dijo él con firmeza—. ¿Después de lo que nos ha supuesto? No,
Dima. Créeme, te estoy salvando.
Eso, más que cualquier otra cosa, era inconmensurable, incomprensible.
—Ella me ha despertado, idiota —le gritó porque la rabia era más suave,
más soportable que la pena—. ¿Qué has hecho, Roma? Yaga te va a arrancar
la cabeza por esto.
—¿Por qué? —espetó Roman, cruzándose de brazos—. ¿Tienes intención
de delatarme esta vez, Dima? Esto es lo que tenía que pasar. —Una pausa
amenazante y entonces—: Te lo dije, había un plan.
—Roma. —Dimitri se quedó mirándolo—. Roma, no puedes… —No
podía hablar, el entumecimiento del miedo se instaló en sus piernas. Él había
hecho esto, comprendió. No solo su deseo. No solo las indecencias de su
corazón cansado. Había pasado algo por alto, algo importante, algo que solo
él podría haber visto, debería de haber visto. Esto era obra suya, ¿cómo iba a
vivir ahora con ello?—. Roma, ¿hasta dónde llega esto? Pensaba que se
trataba de dinero… me dijiste que era cuestión de saldar una deuda.
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—Nunca se trata solo de dinero, Dima —respondió—. Tú no lo
entenderías. No comprendes todo lo que he hecho por ti, por nosotros. Para ti
las cosas siempre han sido muy sencillas, ¿verdad? —Se rio con amargura—.
Siempre te lo han dado todo, nunca has tenido que ganártelo. No sabes lo que
es luchar por lo que es tuyo.
Dimitri trató de hallarle el sentido, pero no pudo. El alcance del desprecio
de Roman, su animosidad. Su veneno.
—Somos hermanos —señaló Dimitri, todavía sosteniendo la cabeza de
Marya contra su pecho de forma protectora, como si pudiera transferir la vida
que le quedaba en el corazón al de ella—. Todo lo mío es tuyo, Roma. ¡Todo!
Pero Roman negó con la cabeza.
—El poder no se da, Dima. El poder se toma. La más peligrosa de las
brujas Antonova está ahora muerta y ¿a quién se lo va a agradecer papá? A ti
no, desde luego. —Esbozó una sonrisa y retrocedió despacio—. Tú nos
habrías arruinado a todos por ella, lo habrías tirado todo por la borda, pero no
voy a permitir que lo hagas.
El peso de la ira de Dimitri era casi demasiado grande. Si le quedara un
solo ápice de magia en las venas que pudiera usar para matar a su hermano,
estaba seguro de que lo haría. Podía sentir la impulsividad de la violencia en
la lengua.
—Roma —bramó, tratando de seguirlo sin éxito—. ¡ROMA!
Pero Marya pesaba en sus brazos, demasiado preciada, y su hermano
había desaparecido tras dejar la espada ensangrentada en un charco negro de
muerte en el suelo. Algo rebotó en el silencio, una ilusión fantasiosa o la
última esperanza de salvación que se escurrió lentamente lejos de Dimitri,
gota a gota calamitosa. Solo cuando el sonido de la sangre se desvaneció de
sus oídos, Dimitri reparó en el dolor del corte que tenía en el pecho, en su
propio corazón, que, por algún motivo, no había dejado de latir a pesar del
silencio donde debía de estar el de Marya Antonova. Estaba muy seguro de
que se le había parado, por su amor por ella. En el pasado, había tenido la
certeza de que se le iba a romper, de que se resquebrajaría por el amor que
sentía por ella.
—Masha —le susurró, sosteniéndola. El dolor superó al miedo, aunque
sabía que era algo real. Pronto solo podría sentir miedo y dolor, estaba seguro.
Pero, por el momento, tendría que esperar.
Dimitri le dijo por primera vez a Marya Antonova que la quería cuando
tenía trece años. Ella se protegía los ojos del sol y lo miraba con ojos
entrecerrados, impacientes (con catorce años era mayor y más experimentada
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que él), pero Dimitri no bajó la mirada, valiente, tomando el poder de los
rayos del sol y alzando la barbilla para pronunciar las palabras sin vacilar.
«Marya Antonova, estoy enamorado de ti».
«Tú no sabes nada del amor, Dimitri Fedorov», le contestó ella, y eso hizo
que la quisiera con más fiereza. Él era un Fedorov, el hijo de Koschei. Era el
hijo de un hombre grandioso y un día él mismo sería un hombre grandioso, y
solo había una mujer que pudiera estar a su lado. Solo había una mujer más
grandiosa y más viva que él.
«Masha, Masha, Masha —dijo suspirando, sacudiendo la cabeza—. ¿No
sabes que estamos destinados a estar juntos? Es inevitable. Pronto cederás tú
también».
Ella no dijo nada al principio; bajó la mano de los ojos y dio un paso hacia
él. «Si algún día decido darte mi corazón, Dima, sácamelo del pecho y
guárdalo en un lugar seguro, donde nadie más pueda encontrarlo. Enciérralo
en alguna parte —le dijo con la palma levantada, repitiendo historias antiguas
mientras rozaba las líneas de su mano con los labios—. En una aguja, la cual
esté dentro de un huevo en el interior de un pato que a su vez se halle dentro
de una liebre resguardada dentro de un arcén de hierro… y luego entiérralo
debajo de nuestro roble, Dima, donde nadie lo encuentre jamás».
«Mantenlo a salvo por mí, Dima, ¿lo harás?», le preguntó y él parpadeó,
embelesado por ella, por ellos, por todo, mientras ella le cerraba la mano dedo
a dedo, enterrando su petición en la mano que había besado.
«Lo haré», le prometió, como si pudiera mantener la promesa.
Ella no le había fallado. Había sido él quien le había fallado a ella.
Inclinó la cabeza sobre la suya, presionó la mejilla en su pelo y se llevó
sus dedos a los labios.
—No quiero volver a fallarte —le prometió y pegó la mano de Marya al
corte ensangrentado que tenía él en el corazón, maldiciendo, demasiado tarde.
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II. 20
(JUGUETEOS)
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II. 21
(LA PRIMOGÉNITA)
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—Pues quédatelo. Siempre ha sido tuyo. Pero devuélveme a mi hija.
Dimitri soltó un sonido grave e incoherente de angustia y Yaga le hizo un
gesto a Ivan.
—Recupérala —le ordenó—. No va a resistirse.
El guardaespaldas asintió, se acercó y se agachó sobre una rodilla. Cuando
quedó claro que Dimitri no podía hacerlo por su propia voluntad, Ivan le quitó
los dedos, apartándolos uno a uno y tomando a Marya en brazos. Se levantó
entonces despacio, tambaleándose al ver su rostro inmóvil, y Yaga posó una
mano en su brazo para darle apoyo.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó, pero Dimitri no respondió.
Yaga aguardó, pero él permaneció inmóvil, las manos cubiertas de la
sangre de su hija.
—Muy bien, no me lo digas, pero ten esto por seguro: la persona que ha
hecho esto a mi Masha sufrirá lo mismo multiplicado por diez —pronunció
con tono firme, jurándoselo a los tres. La maldición flotó en el aire,
adhiriéndose a la verdad, y ni siquiera entonces Dimitri dijo nada.
Sin embargo, cuando Yaga se volvió para marcharse, oyó su voz tras ella.
—Si eres la mitad de bruja de lo que mi padre dice que eres, Baba Yaga
—le suplicó Dimitri Fedorov con voz ronca—, tráela de vuelta. Aunque
tengas que ir al mismísimo infierno para conseguirlo, Yaga, hazlo. Tráela de
vuelta.
La mujer se detuvo, rígida.
—Solo somos brujas, Dima. No dioses.
Y entonces salió de la habitación con una mano en el hombro de Ivan
mientras llevaba a su hija sin vida de vuelta a casa.
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II. 22
(ÉPICA)
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INVENTARIO
ALMACÉN DE KOSCHEI
Página 123
«RESPLANDECE», una CREMA CORPORAL iluminadora (disponible en
PERLA, para un brillo suave; BRONCE, para autobronceado, y LUZ DE
LUNA, un artículo de temporada para el romance paranormal).
La CURA para la RESACA de Baba Yaga (aspirina).
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ACTO III
LOS DOLORES HARÁN
Romeo y Julieta,
Romeo y Julieta (Acto III, Escena 5).
Mercucio,
Romeo y Julieta (Acto III, Escena 1).
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III. 1
(SUCESIÓN)
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Entonces Dimitri, en lugar de responder, se apartó del lado de su padre y
tomó en brazos al bebé de la cuna que seguía junto a la cama de su madre.
—Este bebé se llama Lev —le recordó a su padre y alzó al niño hacia
Koschei mientras Roman miraba, rígido por el miedo, y su padre mantenía la
mirada apartada—. Se llama Lev, como mamá pidió. Lyova, como un león.
Yo soy el hermano de este león y lo protegeré con mi vida, papá, pero no soy
su madre y no soy su padre. Si te comportas como su padre por mí, entonces
yo seré su hermano. Si tú no le fallas, entonces yo tampoco lo haré.
Le tendió entonces al bebé, pero Koschei no se movió. No parpadeó. Se
quedó mirando sus propias manos y Dimitri fue a dejar caer el bebé. El
movimiento fue tan impredecible y brusco que Koschei y Roman se
adelantaron, asustados, y el bebé Lev se puso a llorar con los pequeños puños
apretados.
—¡Dima! —rugió Koschei, enfadado, y le quitó a Lev de las manos y se
lo llevó al pecho en un gesto al fin protector por la fragilidad de su recién
nacido—. ¡Ibas a tirarlo!
—No —lo corrigió Dimitri, soltando su risa inteligente de guerrero—,
porque no me habrías dejado, papá. Ni tampoco Roma. —Señaló por encima
del hombro, donde Roman se había movido y había estado a punto de caerse
en su esfuerzo por recoger al bebé—. Porque somos hermanos —explicó.
Roman parpadeó y vio que Koschei abría mucho los ojos—. Porque somos
todos hijos tuyos —terminó Dimitri y extendió los dedos para acariciar las
manitas del pequeño y lloroso Lev.
Fue la primera vez que Roman vio a su padre recibir una lección. Koschei
era un gran hombre, un hombre al que escuchaban los demás, pero nunca vio
Roman esa atención arrobada por parte de su padre. Roman siempre pensó
que la devoción era un acto reservado para hombres menores. Pero Koschei
acercó ese día la cabeza dorada de Dimitri a la suya y presionó los labios en la
frente de su hijo mayor.
—Te lo daré todo, hijo mío —le susurró y las palabras se enterraron en la
frente magnífica de Dimitri. En ese momento, Roman entendió que el mundo
entero había cambiado.
(Si esto, entonces esto).
Durante años, Roman había reproducido ese momento en su cabeza,
preguntándose qué habría hecho exactamente Dimitri para ganarse el respeto
de su padre, tan difícil de ganar. Se preguntaba también qué habría hecho él si
Dimitri no hubiera estado allí para hablar por los dos. Sin embargo, incluso en
sus imaginaciones más serias, tenía que admitir al fin la divergencia de su
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naturaleza y la de su hermano, tenía que aceptar, a regañadientes, que él
nunca habría hecho lo que hizo Dimitri. Roman habría seguido las
instrucciones de su padre sin hacer preguntas. Habría cumplido con los deseos
de su padre, como un hijo obediente. Se habría llevado a Lev y habría cuidado
de él, o lo habría intentado, aunque solo fuera para no dejar de lado de forma
tan impía los deseos de su padre. Si hubiera sido por Roman, se habría
asegurado de que un hombre como su padre no hubiera tenido nunca motivos
para dudar de la lealtad de sus hijos.
¿No era eso también admirable?
Roman no odiaba a su hermano. No, en absoluto. Por frustrante que
resultara, Dimitri era fácil de querer y Roman lo quería igual que todos lo
querían; con reverencia y con asombro genuino. Roman veía a su hermano en
todo su esplendor y le ofrecía lo que le correspondía, y, en favor de Dimitri,
no era desmerecedor de ello. Dimitri era un líder brillante, portaba su
autoridad heredada como si fuera una prenda cómoda; como una corona que
descansaba con naturalidad encima de su cabeza dorada. Era un brujo con
talento, un negociador inteligente, un hermano leal. Roman lo quería con
fiereza igual que quería a su hermano menor, Lev. Eran los hermanos
Fedorov, los tres hijos de Koschei, y esa era la verdad que más importaba de
todas, según Roman. Durante la mayor parte de su vida pensó que los
hermanos Fedorov nunca caerían siempre y cuando se mantuvieran unidos.
Pero Dimitri Fedorov, como todos los héroes, tenía un defecto casi fatal.
Roman, siempre un observador atento y curioso, recordaba muy bien la
primera vez que vio a su hermano Dimitri con la bruja Marya Antonova, la
hija del amigo de Koschei, Antonov. Dimitri solo tenía dieciséis años y
Marya, diecisiete, y, aunque las brujas Antonova no se habían convertido aún
en sus enemigas, había algo inquietantemente traicionero en que una chica
(especialmente esa chica, con esos ojos, que, claramente, veían demasiado)
estuviera entre las cosas del padre de Roman, enredada en las piernas de su
hermano. Roman tenía solo quince años entonces y no interpretó tanto la
propia transgresión como el tono rosado en las mejillas desafiantes de Masha
y la mirada carente de arrepentimiento en la cara de Dima. Su hermano se dio
la vuelta y se llevó el índice a los labios: «No se lo cuentes a papá, Roma», le
advirtió, aunque a la vista parecía despreocupado y presumido. Feliz, incluso.
Como siempre, las facciones doradas de Dimitri estaban en llamas y Roman
sintió una división en ese momento; la brecha de lealtad entre ellos.
(Si esto, entonces esto).
Se lo contó igualmente a Koschei.
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—Deja a Dima en paz, Romik —fue todo lo que su padre le dijo, y le hizo
un gesto con la mano para que se marchara—. Un amor adolescente, eso es
todo.
Pero Roman sabía que Marya Antonova no tenía nada que ver con la
inocencia. Había visto sus hechizos, su magia; cómo, cada vez más, se
acercaba a Dimitri y le corregía las manos, y el poder de su hermano emergía
instantánea e incomprensiblemente con el roce de ella. Como brujo, Roman
estaba muy seguro de que lo que poseía Marya Antonova no era una destreza
menor. Masha no era una simple adolescente. No era capaz de un amor
adolescente.
Tampoco parecía gustarle Roman lo más mínimo.
—Siempre está mirando —le susurró a Dimitri y él se rio, ignorante como
de costumbre de la órbita siempre presente de Roman, incluso años después.
—Es protector —le dijo—. Es mi hermano.
—Protector como un buitre sobre un cadáver —murmuró Marya,
estremeciéndose—. Él no es como tú, Dima. No es un cazador, él no tiene
honor. Es un carroñero y tiene la muerte en los ojos…
—¿Y por qué iba a tener que ser como yo? —contratacó Dimitri,
majestuosamente imperturbable—. Ya hay suficiente de mí, supongo.
—Prefiero tenerte solo a ti —comentó Marya de malas formas, aunque el
sonido de un beso la acalló por un momento, roces ahogados y suspiros
suaves—. Solo a ti, Dima —repitió, suavizando la voz al pronunciar su
nombre.
—Soy solo para ti —le juró Dimitri. (Fuera de su vista, Roman apretó el
puño).
—Y yo para ti —afirmó Marya—. Y por eso no confío en Roma. Contigo
no. Eres demasiado valioso.
Roman esperó, tenso por la imagen de Marya, pero de nuevo su hermano
se limitó a reírse.
—Si me quieres, Masha, aprenderás a querer también a mi hermano.
—¿Por qué? —replicó con tono fiero—. Yo no soy una Fedorov.
No, no lo es, pensó Roman, y se alejó. Ni lo sería si Roman podía hacer
algo al respecto.
—No me gusta —le informó a su padre, rechinando los dientes con un
resentimiento que sabía a rabia—. Es manipuladora, papá. Quiere quedarse a
Dima y robárnoslo. Conseguirá que le dé la espalda a su familia.
—Nadie va a alejar a Dima de mí —respondió Koschei, impasible—, pero
si tanto te opones a ella…
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—Así es —afirmó Roman.
—… tendrás que cambiar de idea, pues pronto será tu hermana —terminó
Koschei y, a pesar de la desagradable noticia de la propuesta de matrimonio
de su padre a Baba Yaga, Roman tuvo que contenerse para no esbozar una
sonrisa de victoria.
Incluso entonces, Roman sabía que Marya Antonova, la matriarca, no
aceptaría nunca. Inevitablemente, las brujas Antonova se elegirían a ellas
mismas y Dimitri, igual que Roman, era un hijo Fedorov antes que cualquier
otra cosa. Dimitri nunca podría perdonar lo más mínimo en contra del nombre
de su padre, Roman estaba seguro de ello, y pronto descubrió que llevaba
razón.
—Me ha rechazado —les informó Koschei a sus tres hijos. Aunque con
once años Lev era demasiado joven para entender las complejidades de lo que
podría haber sido una declaración abierta de guerra entre las dos familias—.
Ya no volveremos a juntarnos con las brujas Antonova ni con sus aliados. No
son nada para nosotros ni para los brujos de distrito. No hablaremos de ellas,
ni haremos negocios con ellas, ni nos preocuparemos por ellas. ¿Entendido?
—Sí, papá —respondió Roman. Igual hizo Lev, que no sabía nada del
infeliz romance de su hermano. Dimitri, por el contrario, dudó un segundo,
pero solo uno.
—Papá, ¿es posible que sea imprudente quemar puentes con brujas tan
poderosas? —se atrevió—. ¿No puede salvarse la relación?
—Baba Yaga me ha insultado —respondió con firmeza Koschei— y, por
lo tanto, nos ha insultado a todos. Apaga cualquier sentimiento que albergues
por su hija, Dima, no hay duda de qué ha escogido ella. Lo que ha hecho está
muy claro.
Siempre un hijo Fedorov, Dimitri enterró diligentemente sus afectos
cuando se lo pidió, o eso pensó Roman. Ciertamente, al principio no perdió la
esperanza de que hubiera alguna novedad sobre la contienda entre Koschei y
Baba Yaga; al parecer, creía, en privado, que la situación podría mejorar o tal
vez que Marya podría persuadir a su madre para que cambiara de opinión,
pero tal esperanza se empapó de violencia ante la noticia de que la mayor de
las brujas Antonova iba a casarse con Stas Maksimov, un brujo de distrito
anodino varios años mayor que ella que era tan aburrido como cualquier otro
brujo de distrito.
Roman vio las arrugas alrededor de la boca de su hermano, que
significaban que, por primera vez, Dimitri estaba enfadado o angustiado. Tal
vez las dos cosas. En cualquier caso, el sol de Dimitri Fedorov brilló muy
Página 131
poco ese día y Roman se lo tomó como una señal. Su padre estaba equivocado
con las Antonova y ahora también su hermano. Era él, que los amaba a los
dos, quien tenía que buscar restitución.
(Si esto, entonces esto).
La joven Marya Antonova tenía razón, Roman tenía un ojo vigilante, y
como castigo por su precisión, nunca dejó de acecharla. Controló sus
movimientos y se enteró de sus tratos con otros brujos, lo que no fue
necesariamente algo complicado de lograr. El papel de Marya como mano
derecha y sicaria de Baba Yaga suponía que, por necesidad, evitaba la sutileza
por el poder. Ella, igual que Dimitri, era portadora de la bendición y la carga
de un rostro muy llamativo que algunos encontraban bonito y otros, como
Roman, inquietante, y por ello era fácil encontrarla y más fácil aún seguirla.
No supuso un gran trabajo reparar en que visitaba a la misma persona a
intervalos regulares, y si no se trataba de una aventura (Roman dudaba que lo
fuera), entonces eran negocios.
Tras una vendetta de casi una década, Roman consiguió al fin descubrir al
principal informante de Marya Antonova: un hombre llamado Brynmor
Attaway, conocido como el Puente.
Koschei nunca habría trabajado con el Puente. No lo habría necesitado,
primero porque su red de contactos era muy extensa y segundo porque no era
ningún secreto que al padre de Roman no le interesaban los no brujos. Marya
Antonova, que, por el contrario, no tenía orgullo y mucho menos escrúpulos,
pagaba muy bien al Puente por su información. Pero Roman le ofreció algo
mejor incluso que el dinero, la única cosa a la que sabía que el hombre no
podría resistirse.
Poder. En particular, el único poder que el Puente no podía producir por sí
mismo.
El poder de un brujo.
—Un vial por semana —le dijo Bryn, mirando la magia oculta en la
sangre de Roman—, los sábados. —El séptimo día, bíblicamente, y un día de
presagio. Los clásicos sinsentidos de las criaturas feéricas, Roman lo sabía.
Como especie, estaban entregadas a los rituales—. Haz esto por mí, Fedorov,
y tendrás un trato. Te diré a quién está vendiendo Marya Antonova, pero si te
retrasas solo un día…
—No sucederá —le aseguró Roman con frialdad, unos seis meses antes,
antes de comprender que lo que le había ofrecido no era tan renovable como
él esperaba.
(Si esto, entonces esto).
Página 132
Dimitri fue el primero en reparar que la magia de Roman se estaba
drenando poco a poco.
—Te tiemblan las manos —señaló con su usual preocupación principesca
—. Tu control es limitado. ¿La estás dando o vendiendo, Roma?
—Ninguna de las dos —respondió él con los dientes apretados, aunque la
respuesta más apropiada era «ambas cosas».
—Cuéntame qué pasa —le pidió Dimitri, resplandeciente de nuevo.
—Vamos a derrotar a las Antonova —contestó Roman y, aunque lo dijo
con seguridad, como promesa, vio que Dimitri endurecía la mirada y que la
tensión aparecía en torno a su boca.
—Demuéstramelo. —Roman le mostró las pastillas que había
interceptado.
«Quiero caos para las Antonova», le dijo a Bryn, quien esbozó una sonrisa
con ojos afilados, dejando a la vista un diente perlado, y echó un vistazo al
reloj caro. «Fácil», le contestó el Puente, y, así de rápido, comenzó la estafa.
Bryn le contaba a Roman cuándo vendían las pastillas las Antonova. Roman
las compraba, las cambiaba y las vendía para ganar un beneficio a través de
Bryn, que cobraba sus ganancias en viales de sangre a cambio de gruesos
fajos de billetes. El constante drenaje de la magia de Roman era agotador, a
veces como una fiebre, y su magia se volvió inconsistente, incluso
impredecible; pero merecía la pena por acabar un día con Baba Yaga y su
Marya, razonó.
El plan siempre fue golpear a sus rivales donde más les dolía, que casi
seguro que era el dinero. Las Antonova, al contrario que los Fedorov, carecían
de la dignidad de una hechicería construida por una historia de honor. Eran
unas nuevas ricas, mientras que Roman sentía que los Fedorov eran la
aristocracia y las Antonova se habían ganado su lugar por el valor de lo que
compraban y vendían en lugar de por quienes eran. Eran egoístas, eran
despiadadas y, lo más importante, eran ricas, y las dos primeras cosas se
intensificaban con la última. Era cuestión de drenarlas de lo que les escocía,
pero, por desgracia, las cosas no habían salido según lo planeado.
(Si esto, entonces esto).
—No puedes seguir así —le advirtió Dimitri al ver a Roman sufrir un
espasmo de magia que hizo retumbar las paredes y que se manifestó como un
temblor bajo sus pies mientras miraban las pastillas—. Si no tienes cuidado,
puedes matarte, Roma.
—No se lo digas a papá —le pidió—. Ni a Leva. Por favor, Dima…
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—Esto tiene que parar —lo interrumpió—. Ya, Roma. Hoy. No vas a
darle más magia al Puente, desde ahora mismo.
—Tengo que hacerlo —protestó Roman, irritado. ¿Es que no estaba
escuchándolo?—. Es sábado y si no…
Las consecuencias eran un riesgo para su vida, literalmente. Las Antonova
lo matarían si lo descubrían, y eso sin contar lo que pensaría Koschei si se
enteraba de con quién se había estado relacionando Roman.
—El Puente le vende al mejor postor, Dima —continuó, dejando de lado
los detalles—, y si Yaga se entera ahora de lo que he hecho, antes de que
estemos preparados…
—Entonces lo haré yo. —Dimitri exhaló una bocanada de aire y sacudió
la cabeza—. Hoy lo haré yo por ti, Roma, pero luego tiene que acabar. Ha de
terminar.
Roman no apreció el tono de voz de su hermano mayor. Tampoco apreció
cómo volvió al apartamento Dimitri, con la barbilla demasiado alta, cuando
Roman esperaba noticias prometedoras. Cualquier noticia, al menos, de que
sus esfuerzos no habían sido en vano.
—Le he dicho que se ha acabado —le informó y Roman apretó un puño
—. Si Mash… si Marya —se corrigió— descubriese lo que has hecho, te
mataría, y apenas puedes defenderte ahora, Roma, así no…
—¿Te has ceñido al menos a nuestro trato? —le preguntó y se puso en pie
—. Maldito arrogante, ¿le has dado un vial?
Pero Dimitri Fedorov, que siempre había sido demasiado altanero para
sentir remordimiento, no sufrió por la urgencia de Roman.
—No considero tu trato digno de mi aprobación —señaló y dio media
vuelta.
Entonces Roman salió corriendo.
—Por favor —le dijo al Puente, las manos todavía temblorosas. Pasaban
treinta minutos de la medianoche. Era domingo, aunque Roman esperaba que
hubiera una ventana de tiempo razonable con la que negociar—. Tómalo,
toma lo que necesites, mi hermano ha sido… —Se quedó callado—. No
tendría que haber confiado en él —siseó, o tal vez comprendió—. Está
demasiado cegado por la ternura de su pasado…
—En realidad tu hermano me ha dado argumentos muy buenos —le
informó Bryn, cruzando las piernas—. ¿Por qué debería conformarme con tu
sangre, Roman? Solo me da una fracción de lo que tú posees, ¿no? Y tú te
estás debilitando día a día. No es suficiente para que pueda conseguir mucho
y, desde luego, no puedo producir nada por mí mismo. No, creo que ha hecho
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una declaración bastante convincente —murmuró, con la vista fija en el vaso
que sostenía—, y ahora prefiero algo un poco mejor, si quieres que
renegociemos nuestro contrato.
—¿Mejor? —repitió Roman, incrédulo—. ¡Mírame! ¿Qué más quieres?
No he venido a renegociar.
Bryn se puso en pie y se acercó a Roman.
—¿Quieres un consejo gratis, Roman Fedorov? Nuestro contrato previo
ha quedado rescindido esta tarde porque has fallado y no has cumplido los
términos. Tal vez se te ha escapado, pero la renegociación es todo cuanto
tienes.
Roman se quedó rígido.
—No he fallado. Mi hermano me ha fallado a mí.
—Tecnicismos —respondió el Puente sin inmutarse—. Si quieres renovar
nuestro acuerdo y salvarte, Roman, mis peticiones son entonces muy
sencillas: quiero la magia de Dimitri Fedorov.
Roman sintió que se quedaba sin sangre en la cara.
—¿Por qué? ¿Por qué Dima?
—Ah, no lo sé, Roma. —Bryn se volvió de forma brusca para servirse
más whisky—. Tal vez porque la tuya es demasiado fácil. Tal vez porque
ahora es demasiado débil. Quizá solo disfruto incrementando el interés por
entretenimiento. O, probablemente, porque soy una maldita hada. —Le dio un
sorbo pequeño antes de asentir con aprobación—. Y le he echado el ojo a un
trato mejor que el que tengo ahora.
—¿Y qué hay de otra persona? —preguntó Roman, desesperado—. Dima
no. Otro igual.
—¿Quién puede ser igual a Dimitri Fedorov? —se burló—. Tú no, desde
luego.
Roman puso una mueca.
—¿Y si te diera…? —Hizo una pausa y parpadeó—. ¿Y si te diera la
magia de Marya Antonova?
Bryn se quedó un instante callado; era una apuesta. Se había depositado
sobre la mesa algo valioso y ni siquiera el Puente podía ocultar su interés.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó, aunque Roman veía que el trato
era bueno.
—No será sencillo —admitió—, y puede tomarme un tiempo. Pero sí,
puedo hacerlo.
No era una imposibilidad total. Marya Antonova y Dimitri Fedorov
siempre fueron una pareja a punto de arder, a un respiro del desastre; dos
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personas nacidas tanto para oponerse como para estar hechas la una para la
otra. En su mente no había duda de que reunirlos sería precisamente la
explosión que tanto necesitaba. Marya no sería capaz de matar a Dimitri;
Dimitri sería incapaz de oponerse a Marya. En el mejor de los casos, Dimitri
Fedorov era la gran debilidad de Marya Antonova. En el peor, ella era la de
él.
Por supuesto, una voz tentadora le susurró en la mente que podría
convertirse en un punto muerto inevitable entre la heredera de las Antonova y
el heredero de los Fedorov, y que Roman podría al fin ascender. Podría
emerger como el hijo leal, su fidelidad inquebrantable, y al hacerlo,
perdonaría a su hermano y se ganaría el honor de destruir al fin a la bruja más
poderosa de la familia Antonova.
(Si esto, entonces esto).
—¿Tenemos trato entonces? —Le tendió una mano—. Yo te daré la
magia de Marya Antonova y, a cambio, nuestro trato se mantendrá. Tú me
ayudarás a derrotarla y yo te daré lo que quieres.
—¿Y si fracasas?
—Y si fracaso —dijo, tragando saliva—, te daré a Dima.
No lo haría, por supuesto. Estaba seguro de que no tendría que hacerlo.
Bryn miró su brazo extendido, considerándolo.
—Trato hecho —decidió y le apretó la mano con sus dedos largos y
delgados, atándolo a su palabra con el único don que poseían los seres
feéricos; el compromiso de su contrato hormigueó en la palma de Roman—.
Aunque tengo que contarte, por supuesto, que Marya ya lo sabe —murmuró a
continuación y Roman parpadeó.
—¿Qué sabe?
—Que alguien la ha engañado. —Le soltó la mano—. Y creo que
sospecha que se trata de un miembro de tu familia. ¿No te lo había
mencionado? —Ante el silencio de Roman, el Puente continuó—: Por
desgracia, parece que uno de los informantes fiables de Marya Antonova
consideró adecuado compartir sus sospechas en algún momento en torno a la
medianoche tras un acuerdo quebrantado… y ahora —lamentó tras darle un
sorbo al whisky—, parece que está disgustada por lo que ha escuchado.
Por un momento, Roman se quedó paralizado, incrédulo. Una vez
procesadas las palabras, sin embargo, se lanzó hacia Bryn y lo agarró por las
solapas.
—¿Por qué no me lo has contado antes de hacer el trato?
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—Me parecía, en gran medida, un asunto familiar —contestó él. Lo apartó
de un codazo y dio otro sorbo—. Además, no te creía en absoluto capaz de
ofrecerme nada que me interesara. Al parecer, estaba equivocado. Qué bien
por ti.
Era una noticia terrible. La más terrible, en lo que respectaba a Roman, y
se sintió engañado, ahora sabía por qué el Puente se había mostrado tan
dispuesto a asegurarse otro trato que reemplazara al anterior.
—Pero vendrá a por mí y a por Dima —lamentó—, y no estamos
preparados… No estoy preparado.
—Parece un problema tuyo —apuntó Bryn, despectivo—. Pero estoy
seguro de que pensarás en algo. A fin de cuentas —prosiguió, y el único hielo
del vaso tintineó—, seguro que no me quieres más insatisfecho teniendo en
consideración que la vida de tu hermano está en peligro.
Al escucharlo, Roman sufrió una oleada de incredulidad y lo fulminó con
la mirada.
—¿Qué puedes hacerme, a ninguno de nosotros? No eres un brujo,
Puente.
—No, no lo soy —confirmó—, y esa es tal vez la parte más emocionante.
¿Se pondrá contento Koschei el Inmortal cuando se entere de que su hijo está
en deuda conmigo? —Al ver que Roman se tensaba ante la mención de la
identidad privada de su padre, el Puente se encogió de hombros mientras las
sombras danzaban en la pared en el espacio que había entre los dos—. No lo
creo. Es de dominio público lo que piensa Koschei de las criaturas y ahora,
después de todo, tu deuda es aún mayor. —Su boca formaba una sonrisa
tormentosa—. Tu reloj avanza, Roman Fedorov. No me hagas esperar.
El regreso de Roman a casa tras la reunión con el Puente quedó borroso,
la voz enfadada de Dimitri resonaba ahogada en sus oídos.
«¿En qué estabas pensando, Roma? No puedo dejar que hagas esto. No
puedo hacer nada más que esperar que Marya escuche, que pueda
perdonarme…».
(Si esto, entonces esto.
«Deja a mis hermanos fuera de esto», le dijo Dimitri a Marya Antonova
justo antes de que lo matara… intentara matarlo.
Roman sufrió durante días por su secreto, esperando impacientemente lo
inevitable. Esperando que Marya recordara su amor por Dimitri y se
arrepintiera, que lo buscara, que fuera incapaz de resistirse al fin al atractivo
que había sentido siempre por él, y acabara entre tanto atrapada, sin nadie a
quien culpar excepto a ella. Pero cuando Marya reanimó a Dimitri, tal y como
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sospechaba Roman que haría, fue aún peor, porque entonces escuchó la
verdad sobre la lealtad de su hermano en los propios labios de Dimitri.
«Me habría ido contigo si me hubieras preguntado. Solo tenías que
preguntar y te habría escogido por encima de todo lo demás».
«Por encima de todo lo demás», había afirmado Dimitri, y las palabras
paralizaron el corazón de Roman desde la distancia. Por encima de su padre,
por encima de sus hermanos, por encima de ser un hijo Fedorov, por encima
del propio Roman, incluso cuando Roman se estaba esforzando por salvarlo a
él. Roman siempre supo que Marya Antonova vendría a por su hermano
(sabía algo de ella después de tantos años de enemistad), pero de pronto
entendió que él era el necio que no había reparado en la intensidad del amor
de su propio hermano; su obsesión, la imprudencia de que amara aún a una
mujer que se había enfrentado a él, que lo había desafiado, que había
entregado su vida a otro hombre. Por un momento, Roman pensó que no
conocía a su hermano y, aunque su plan no era matar a Marya (solo
necesitaba su magia, una parte de ella, un órgano suyo como mucho), fue
fácil, la elección más obvia, apuñalar a la mujer en los brazos de Dimitri,
sacar la espada y dejar que cayera en el suelo.
Pero, aunque no se había preparado para la rabia que sintió al conocer la
verdad sobre la lealtad de su hermano, tampoco pudo soportar el
remordimiento. Ya había matado antes, cuando había sido necesario, pero
nunca había apuntado al corazón de su propio hermano. Nunca había visto a
Dimitri sufriendo en sus manos. No sabía que sería tan terrible, como
arrancarse una parte de sí mismo.
(Si esto, ¿entonces…?).
Así pues, enfadado, Roman dejó atrás a su hermano desolado y, cuando
regresó con la boca llena de disculpas, descubrió que había cometido un
terrible error.
—¿Dónde está? —preguntó, mirando el charco de sangre en el suelo y la
ausencia del cuerpo de Marya Antonova que antes tenía en los brazos su
hermano, de pronto menudo y apocado y envuelto en la sombra—. ¿Qué has
hecho con ella?
Dimitri no lo miró.
—Muerta —fue todo cuanto dijo con voz desolada, y a Roman se le
aceleró el corazón, agitado. Alarmado.
Ante la fatalidad inminente.
—No, Dima. La necesitamos. —Sacudió el hombro de Dimitri con la
esperanza de que, por obra de algún milagro, el hermano al que conocía de
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siempre reapareciera de pronto—. ¿Dónde está, Dima? Necesito su cuerpo…
lo necesito ahora, antes de que la magia lo abandone.
—¿Para qué? —preguntó Dimitri, con la mirada atormentada fija en
Roman—. Puse fin a tu trato con el Puente. No le debes nada.
—Dima —se oyó suplicar—. Escúchame, no puedes…
—¿Qué es esto? —se oyó una voz detrás de ellos además del sonido
familiar de las largas zancadas de Lev—. Dima —se quedó con la boca
abierta al ver la sangre y se abalanzó hacia su hermano—, ¿estás herido?
¿Qué ha pasado? ¿Qué es…? ¿Esto es sangre, Dima?
Dimitri alzó la cabeza y la mirada desenfocada de sus ojos fue
encontrando un lugar donde centrarse. Extendió el brazo y deslizó dos dedos
manchados de carmesí por la mejilla de su hermano menor.
—Marya Antonova está muerta —anunció y el nombre sonó extraño en su
lengua. Durante años no había hablado de ella y ahora era un eco de algo muy
cercano a nada, como si estuviera nombrando a una extraña—. La ha matado
Roma. —Se puso en pie, agarrándose al hombro de Lev, y desvió la mirada
despacio hacia Roman, aterrizando en él con el sonido sordo de un golpe—.
Espero que no te duela demasiado, hermano —indicó con tono suave, los
dedos tensos y blancos en el hombro de Lev—, lo que esto te acarree.
—¿La has matado? —preguntó Lev, su rostro joven espantado al
encontrarse con el de Roman—. ¿Por qué? ¿Cómo? Pero Sasha…
—¿Sasha? —lo interrumpió Dimitri, todavía mirando a Roma, quien no
apartó la mirada—. ¿Sasha Antonova? ¿Qué has hecho?
Lev cerró de inmediato la boca y miró a sus dos hermanos con
inseguridad.
—Nada —contestó Roman tras alzar la barbilla de un modo que
significaba «todo»—. He hecho lo que había que hacer mientras tú
permanecías sin vida en esta cama. Mientras tú te estabas muriendo, yo estaba
tratando de salvarnos. A ti.
—¿Salvarnos? —espetó Dimitri, y Lev los miró a los dos, incómodo.
—¿Qué está pasando? —insistió con el ceño fruncido—. ¿Qué estáis
diciendo?
«Por favor», articuló con los labios Roman a Dimitri, que se tensó.
No se lo cuentes a papá, no se lo cuentes a Lev…
—Nada —respondió Dimitri, que se tensó de nuevo al apartarse de
Roman—. No es nada, Lyova. Has venido a verme. —Tocó la frente de su
hermano más joven—. Te oía hablándome.
Lev asintió y se inclinó por el roce de Dimitri.
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—¿Qué pasa con Sasha? —le preguntó con tono amable, pero Lev,
siempre en medio de los deseos de sus hermanos, miró primero a Roman.
—Nada —se apresuró a responder—. La he conocido, eso es todo. Está…
—Tragó saliva y miró de Roman a Dimitri—. Tramando algo. Las brujas
Antonova. Están planeando algo.
—Pues deja que lo hagan. —Dimitri posó ambas manos en los hombros
de Lev—. Déjalas en paz, Lyova, lo digo en serio.
—Tú no eres Koschei —le espetó Roman con dureza, fulminándolo con la
mirada desde el otro lado de la habitación—. Tú no das órdenes, Dima.
Roman tenía aún una deuda. Necesitaba contar con la lealtad de Lev si no
podía tener la de Dimitri.
—Es verdad —reconoció Dimitri—. No soy Koschei… aún.
Era una promesa y una amenaza, una declaración de jerarquía, y rasgó los
lazos entre los hermanos. Roman notó que algo se quebraba en su pecho, las
piezas se tornaban cenizas en su boca y le empapaban la lengua con el sabor a
tiza del miedo y el odio. Peor aún, no sabía cuál de las dos emociones sentía
con más intensidad.
—Déjanos solos —le murmuró Dimitri a Lev, quien vaciló.
—Dima…
—Vete —le ordenó y Lev obedeció. Se dio media vuelta y se marchó.
En la ausencia de su hermano menor, la sangre de Roman se volvió hielo
en sus venas y notó un escalofrío.
—Dima —comenzó—, necesito que me escuches. Necesito el cuerpo de
Marya y lo necesito ahora.
—No quiero escucharte, Roma —lo interrumpió con tono gélido, su voz
principesca tintada de rabia—. No quiero pensar en ti, no quiero verte, no
quiero oír tu maldita voz, no quiero saber tus necesidades, peticiones ni
secretos.
—Dima, las Antonova, sabes que… que van a venir a por mí. —Roman
tragó saliva—. A vengarse. Por Masha. —Al oír su nombre, Dimitri se
encogió—. Dima, van a matarme, sabes que van a hacerlo, pero puedo
evitarlo… puedo evitarlo y papá no tendrá que saberlo nunca si me dices
dónde está el cuerpo de Masha.
—¿Para qué? ¿Para que puedas venderlo en partes? —bramó Dimitri—.
¿Para que puedas vender lo que la hacía ser quien era solo porque ya has
vendido lo que eres tú? ¿La has matado y también serías capaz de
deshonrarla, Roman? ¿En serio?
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—Yo… —Apretó los dientes, conteniendo una oleada de irritación—. Ya
está muerta, Dima. Ódiame si quieres, pero a un cadáver no le puede suceder
nada peor.
—No. —Su voz fue concluyente—. No puedes quedártela, Roma. No vas
a quitármela dos veces.
—¿Y me dejarías morir a mí? —¿O harías que te sacrificara a ti?, no dijo
Roman, aunque oyó el miedo en su voz, el anhelo, y se preguntó si Dimitri
también lo oiría—. Dima, por favor…
No notó los pasos de Dimitri acercándose hasta que este lo empujó contra
la pared, mirándolo con odio.
—No te atrevas a suplicarme, Roma —le advirtió con voz sombría—. No
me supliques ahora, después de que yo te haya rogado que me ayudaras a
salvarle la vida y te hayas negado. La has matado, la has asesinado, ¿y crees
que mereces tú algo mejor que lo que ha recibido ella?
—¿De verdad la quieres más que a mí? —siseó Roman entre dientes—.
¿Más que a esta familia, Dima? ¿Eso es lo que estás diciendo? ¿Me darías la
espalda? ¿Me dejarías morir y todo por ella?
Por un momento, Dimitri se quedó con la boca abierta.
—¿No lo ves? —repuso, sin mirar a su hermano—. Me la has quitado y,
aun así, nunca te delataría. Me la has quitado y, por tu culpa, nunca estaré
completo… Pero ¿dejaría que murieras, hermano? —Entonces alzó la mirada,
dolido y agotado—. Nunca. Nunca dejaría que te tocaran por mucho que
deseara poder deshacerme de ti. Eres mi hermano. —Exhaló una bocanada de
aire en la palma de la mano, desamparado—. Eres mi hermano y esa es la
peor parte.
—Dima. —Roman creyó ver una oportunidad y se lanzó de lleno a por
ella—. Dima, por favor…
—Lo que le pase a nuestra familia está en nuestra conciencia, Roma —le
advirtió Dimitri. Se dispuso a salir de la habitación y se detuvo solo un
segundo para mirar a su hermano—. Lo que resulte de esto, será tu obra o tu
ruina. Lo que suceda, vivirás tú con las consecuencias, pero no estará en mis
manos.
Roman se quedó inmóvil y tragó saliva con dificultad.
—No voy a delatarte, Romik, pero eso es todo. Voy a evitarte la muerte,
no a dejarte vivir. Hay una diferencia.
(Si esto, entonces ¿qué? Si esta es la verdad del corazón de mi hermano,
entonces ¿qué soy yo?).
Cuando Dimitri se marchó, Roman ya había dejado de creer en el destino.
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III. 2
(PROMESAS)
SASHA: lev
LEV: estoy aquí
SASHA: mi hermana está muerta
LEV: voy
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III. 3
(MIRA CÓMO ARDO)
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Los dos lo sabían. La ironía era mutua, pero también el deseo.
—¿Dónde quieres ir? —le preguntó él con los ojos cerrados con
resignación.
—A cualquier parte. —Una vida diferente, un mundo diferente, algún
lugar bajo unas estrellas diferentes. Cualquier lugar excepto aquí y ahora—. A
ninguna parte.
Él la agarró con más fuerza.
—Sasha…
—Lev. —Bajó las manos de su rostro para dejar los pulgares en la
pendiente de su clavícula. Lev no llevaba bufanda. Ninguno de los dos estaba
preparado para el tiempo—. No seas un caballero ahora. —Pronunció la
palabra «caballero» como si estuviera diciendo «idiota»—. Puede que no
tengamos tiempo para un libro entero.
—No digas eso —respondió él con la boca seca—. Por favor, no digas
eso.
Sasha se inclinó hacia delante, los labios en su mejilla.
—Escríbeme una tragedia, Lev Fedorov —musitó—. Escríbeme una
letanía de pecados. Escríbeme una plaga de devastación. Escríbeme sola,
escríbeme anhelante, escríbeme destrozada y asustada y perdida. Y luego
escríbeme encontrándome a mí misma en tus brazos, aunque solo sea por una
noche, y después vuelve a escribirlo. Escríbelo una y otra vez, Lev, hasta que
los dos nos sepamos las páginas de memoria. ¿No es eso también una
historia? —le preguntó con tono suave.
Lev dudó.
—Esta no es la historia que quería para nosotros.
—Nunca lo es —respondió Sasha, más sensata.
Lev se estremeció y echó los brazos tras de sí. Con un tirón, atravesaron el
espacio, salieron dando vueltas en espiral de las garras del mundo físico y
reaparecieron en el aire fresco de una habitación, vacía de sonido, con todas
las luces extinguidas. Sasha miró a su alrededor, identificó los puntos de
referencia cuando estos aparecieron: estantería. Cómoda. Mesita de noche.
Cama. Una única ventana abierta con una cortina blanca meciéndose en la
noche.
—Es invierno, Lev. Vas a enfermar de neumonía.
—Esperaba oírte —confirmó él sus sospechas: esta era su habitación,
entonces.
Su espacio. Su lugar.
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Sasha se apartó un paso de él y se acercó a la ventana. Seguían en algún
sitio del centro, las vistas y los sonidos le resultaban familiares. ¿Cuántas
veces había estado allí, paseando abajo mientras él estaba arriba, mirando por
encima los pasos de su vida sin siquiera saberlo? ¿Cuántas veces se había
protegido los ojos del sol sin saber que Lev estaba arriba, mirando por
encima?
Sacó una mano a la noche, al viento. Ahora parecía diferente en un mundo
donde Marya no estaba. Todo el espacio, la ciudad de abajo, todo estaba
vacío.
Pensó en cerrar la ventana, pero entonces lo consideró mejor y se volvió
hacia Lev. Estaba quieto, esperando, con los ojos plantados en el suelo; había
cesado todo movimiento por ella. Su mundo había parado por ella y el de ella
por él.
Al menos por ahora. Hasta que saliera el sol y todo cambiara.
Podía ver su indecisión.
—Si prefieres que me vaya —comentó en voz baja, y él torció la boca y
dio un paso hacia ella.
—Te he traído yo, ¿no?
Sasha asintió.
—Es bonita —señaló mientras pasaba las manos por la cómoda con la
vista fija en los dedos. No había polvo. A Marya le habría gustado que fuera
limpio, pensó, y sintió una oleada de brutalidad. De violencia.
Se volvió bruscamente hacia él.
—Mi hermana está muerta, Lev. Mi hermana favorita. Mi mejor hermana.
Él no dijo nada.
—Mi familia irá a por su asesino.
De nuevo, Lev no habló.
—¿Nos negaríais eso? —No estaba segura de si estaba hablando por
hablar o si lo preguntaba de verdad—. Tus hermanos y tú, ¿sois diferentes a
nosotras?
Lev tragó saliva y sacudió la cabeza.
—No.
—Eso pensaba —murmuró Sasha—. Así que puede que esta sea la única
noche que tengamos nunca, Lev Fedorov. —Hizo una pausa, se apoyó en la
cómoda, observando con indiscreción los movimientos que aún tenía que
hacer y la distancia que aún no había salvado—. ¿Quieres que la pasemos
hablando del tiempo? ¿O tienes en mente algo más agradable?
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Esperó un abandono dramático de su reticencia. Una carga de ardor que
los encendiera a ambos. Ahora que estaban aquí, ahora que los dos habían
confesado lo obvio, tendría que ser sencillo, simple, directo… yo, tú,
nosotros.
No lo fue.
—Estás dolida —comentó Lev con tono neutro—. ¿Crees que yo puedo
arreglarlo? —Sacudió la cabeza—. No puedo.
Fue sorprendentemente despectivo, al menos tratándose de él.
—Vale. —Sasha se puso tensa y dio media vuelta—. Entonces llévame de
vuelta.
—No —repuso Lev, todo él ángulos obstinados y miradas salvajes, y ella
lo fulminó con la mirada—. Solo si tú te quieres ir —se corrigió con una
mueca—, y sé que no quieres.
Sasha se enfadó.
—¿De pronto eres un experto en lo que quiero?
—Un experto, no. Solo un observador bastante bueno.
La afirmación le escoció, la puso de los nervios.
—Pues demuéstramelo —exigió—. Demuéstrame lo bueno que eres —
sugirió y se acercó lo suficiente para deslizar una mano por su torso, pero él le
atrapó los dedos y los detuvo.
—No quiero tu ira. —Sasha reculó, irritada, aunque él no le soltó la mano.
—¿Qué quieres entonces? ¿Mi dolor? ¿Es eso?
—Si es real, sí. —Se encogió de hombros. Tenía la mano firme sobre la
suya, su aliento se movía debajo de ella y Sasha detestó que fuera siempre tan
caballeroso con sus preguntas. No lo quería de rodillas, cierto, pero hubiera
preferido una mínima suavidad de su barbilla. Incluso un pequeño grado de
humildad habría calmado sus nervios—. Si eso es lo que sientes, entonces es
lo que quiero.
—¿Quieres que llore en tu hombro, Lev Fedorov? ¿Quieres que sea tu
damisela en apuros? Va a ser que no. Soy una Antonova —le advirtió— y
estás a punto de descubrir qué es lo que significa exactamente.
Si le pareció profético, simplemente se estremeció, pero no dijo una
palabra.
—Sasha. —Tensó la mano encima de las suya—. No seas estúpida.
Por extraño que pareciera, Sasha respiró un poco al escucharlo, por esa
pequeña ventana de normalidad.
—Te deseo —murmuró Lev y entrelazó los dedos con los de ella—, y
puedes tenerme muy fácilmente, sin levantar un dedo. Pero no me uses.
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—Entonces úsame tú. —Trató de apartar la mano sin éxito, había echado
raíces bajo sus dedos—. ¿No se suponía que ibas a ser fácil? —le preguntó
con una carcajada sin vida.
—Sasha. —La acercó a él y la sostuvo con más fuerza cuando se resistió
—. Sasha, si tienes el corazón roto, el sexo no va a arreglarlo.
—¿Entonces por qué me has traído aquí? —Volvió a brotar la violencia.
La rabia que envolvía algo más oscuro, algo en lo que podía caer y nunca
regresar—. ¿Por qué estoy aquí, Lev? Deja… deja que me vaya…
Le golpeó el pecho con un puño, furiosa y frustrada y tambaleante, el
dolor de su propio pecho sangrando por una incisión infectada, pero Lev no
reculó. Giró la cabeza y se encogió un poco cuando lo miró con odio, pero no
la soltó.
—Si yo perdiera a mi hermano, perseguiría su alma hasta el fin del mundo
—comentó con tono calmado y Sasha paró de forcejear un momento, detenida
por el timbre agotado de su voz—. Si fuera yo, Sasha, querría demolerlo todo
a mi paso, porque sí, créeme, te entiendo. Pero si solo te puedo tener como un
fuego, como una llama de lo que eres, entonces quiero que ardas por mí,
Sasha. ¿Lo entiendes? Te abrazaré si quieres que lo haga —susurró, su voz
como un dedo que torciera los hilos cansados del corazón de ella—. ¿Quieres
que esté cerca, Sasha, que te mantenga a salvo? Lo haré. Pero si voy a saber
cosas… cosas íntimas, como la forma en la que te gusta que te toquen —dijo
con voz masculina, voz de amante—, cosas que sé que nunca podré apartar de
la mente, entonces hazme un favor y deja que sea egoísta. Deja que imagine
que puedes venir a mi cama por mí, aunque no pueda nunca…
Se quedó callado cuando ella volvió a besarlo y le tiró del abrigo con
dedos inquietos.
—Quítate esto —le pidió de malas formas y él la miró, indignado.
—¿Me has escuchado? —preguntó, pero Sasha se limitó a apartarse de
sus brazos, y luego se quitó el jersey y lo miró—. Yo… Sasha. Sasha, acabo
de decir…
—¿Quieres que arda por ti? Entonces mira cómo ardo. —Le quitó el
abrigo de los hombros y lo tiró al suelo, forcejeó con los botones de su
camisa, arañando con los dedos la piel de debajo con cada movimiento torpe.
Notó el pulso en su pecho como una felicitación por el progreso de sus
caricias, de sus manos al mismo tiempo extremadamente seguras e
indefensamente inestables.
Lev la observó sin apenas moverse hasta que acabó tirando de sus brazos
hacia atrás, las mangas atascadas en sus hombros.
Página 147
—Ahora es el momento, Lev —le dijo, impaciente, y él parpadeó y fue a
ayudarla, sacando los brazos y rodeándole la cintura en cuanto estuvo libre.
El beso entre los dos fue brutalmente comunicativo, el resto de la
conversación transmutó a las caricias. Él le pidió permiso y ella se lo
concedió, sus caderas alineadas con las de él; Sasha suplicó y él cedió, tirando
de ella para que cayera con él. Sasha se acordó de su primer beso, de lo fácil
que había sido, lo difícil, lo incontrolado y delicado, y esto era todo eso y
más, mil terremotos diminutos. Cuando Lev deslizó la mano por la curva de
sus caderas, ella suspiró en sus labios, un momento de suavidad que
fácilmente podría haber sido una mentira.
Él echó la cabeza atrás para mirarla a los ojos.
—Por la mañana seré tu enemigo —murmuró. Una advertencia.
Trazó con la mano la forma de su escápula, rozando con los dedos su
columna y subiendo, posesivo.
—Yo soy tu enemiga esta noche —declaró ella y volvió a besarlo.
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III. 4
(CULPA)
abía ciertas cosas a las que Stas Maksimov siempre les había vuelto la
H cabeza para no verlas; a veces, una necesidad por ser el esposo de
Marya Antonova y estar inmerso en el laberinto de secretos de Baba
Yaga a pesar de su vocación como brujo de distrito. Stas sabía que su mujer le
ocultaba de forma rutinaria un gran número de cosas, que respondía a sus
preguntas con un sonriente «¿De verdad quieres saberlo, Stanislav?» y él no
insistía, optaba por no intervenir. Brujo de distrito o no, traicionar a su mujer
nunca había sido una opción.
Sin embargo, de vez en cuando había cosas que no podía ignorar, a las
que no era completamente ciego.
—Lo que sea que estés haciendo, Yaga —dijo en voz baja, apoyando la
mano en el hombro de su suegra mientras ella estaba ocupada con sus hierbas
—, te suplico que no lo hagas.
Yaga no respondió. Era una mujer orgullosa y, aunque siempre pareció
tener buena opinión sobre Stas en su relación con Marya, no le debía ningún
favor. Solamente era el hombre que se había casado con su hija preferida, él
lo sabía, y nada más que eso.
En esto, como en la mayoría de las cosas, no había lugar para él en sus
consideraciones. Aun así, esperaba que lo escuchase.
—Amo a mi esposa —le recordó y sintió un dolor salvaje, cruel, al
pensarlo: amaba—. Amaba mucho a mi esposa y la lloraré tanto como la
amaba en vida, pero no puede salir nada bueno de esto. No conviertas su vida
en un motivo para la venganza y no la conviertas en un monstruo, Yaga, por
favor.
—Ella no te quería —respondió con tono frío, un golpe tan incapacitante
como cualquier otro—. Como a mí no, ni como a sus hermanas. —Se quedó
callada un momento—. No como quería a Dima.
Stas se encogió. Había oído suficiente sobre Dimitri Fedorov, un hombre
al que apenas conocía y al que trataba desesperadamente de no odiar, algo que
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apenas había conseguido. Dimitri era un nombre que solo se usaba como
arma, y no era algo que quisiera escuchar ahora mismo, mientras lloraba a su
esposa.
«Te prometo que no volveré a verlo —le dijo Marya sobre Dimitri una
vez, mientras estaban aún en el principio de su relación—, y tienes que
confiar en que no fallaré con mi palabra porque, si lo hago, nunca volveré
contigo».
—Sí me quería —corrigió a Yaga con cuidado. Marya y él habían
compartido una vida y, durante ese tiempo, su esposa nunca había
pronunciado el nombre de Dimitri Fedorov en voz alta. Durante casi doce
años fue la pareja de Stas Maksimov, su compañera, su amiga y su amante, y
fuera cual fuere la forma que tuviera su pasado antes de él, ni una sola vez le
había fallado. Ni una—. Me quería —repitió—, y sé que no degradarías
nuestra vida juntos simplemente porque estés sufriendo, Yaga. Puede que
nunca me amara como amaba a Dimitri Fedorov, pero hay otros amores. Hay
amores mejores —le informó, a la defensiva—, amores que nos enriquecen,
que no nos cuestan la vida ni la cordura…
—Esto no es asunto tuyo, Stas —espetó Yaga, interrumpiéndolo cuando
el guardaespaldas de Marya, Ivan, apareció en la puerta.
Stas se volvió y miró a Ivan, pero enseguida apartó la mirada; se le
revolvió el estómago por la agonía de presenciar la mirada de desolación en la
cara de otro hombre.
Por supuesto, había muchos hombres que querían a la mujer de Stas. Ya
era bastante difícil ir detrás de Dimitri Fedorov, pero imaginar una
desesperanza como la de Ivan… imposible. Si Stas estuviera en el lugar de
Ivan, ¿podría haber seguido queriéndola, sabiendo perfectamente bien que no
había un hombre delante de él, sino dos?
Sí, supo en silencio y no pudo soportar verlo escrito tan claramente en la
cara de Ivan.
Stas Maksimov, que siempre había sido consciente de su suerte por haber
sido la elección de Marya Antonova, sufrió de nuevo el golpe de saber que ya
no estaba. Ningún otro hombre podía reclamar su dolor; el sufrimiento exiguo
de otros estaba únicamente basado en la imaginación, en la ilusión. Solo Stas
había poseído la fortuna de amar a la mujer, de conocerla tal y como era de
verdad, y solo Stas podía saber el tormento que era perderla. Le dolía en el
pecho ver a Ivan martirizarse, como si solo su devoción fuera la que
importara.
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—¿Me necesitas, Yaga? —le preguntó Ivan con tono solemne y ella negó
con la cabeza.
—Tu deber está con Sasha —le recordó—. Eso fue lo que te pidió Masha,
¿no? Cíñete a los deseos de Masha. Eso es lo que puedes hacer por mí y por
ella. Nada más.
Ivan asintió.
—Sí, Baba Yaga —respondió y se retiró, lanzándole una mirada breve a
Stas. La intención era clara: «Has dejado que se fuera. No has podido
conservarla». «No la has protegido», le acusó la expresión de Ivan.
Stas levantó la barbilla. «Tú tampoco», se aseguró de que respondiera su
postura. Ivan se volvió sin decir una palabra y desapareció en el pasillo.
—Vete a casa —le dijo Yaga a Stas. Se dispuso a entrar en su dormitorio
cerrado con una última mirada por encima del hombro—. Tienes razón,
Stanislav. Te quería bien.
Se detuvo un instante, pensando en algo. Para una mujer que no sentía
remordimiento, a Stas le pareció ver un atisbo en ella.
—Si tu amor ha muerto con mi hija, entiérralo, Stas —le sugirió—. No te
pediré nada.
La piel le hormigueó, reverberaciones de una amenaza.
—¿Y si no?
Yaga endureció la expresión.
—Entonces no te va a gustar lo que vas a ver —se limitó a contestar y
entró en la habitación, cerrando la puerta detrás de ella.
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III. 5
(ES EL RUISEÑOR)
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Él le puso una mano rápidamente a Sasha en la boca cuando resolló y el
sonido quedó ahogado en la palma.
—Silencio —le advirtió y ella lo fulminó con la mirada—. Tienes razón,
deberías irte.
—¿No eres tú el que no ayuda? Mira lo que se siente —susurró tras
apartarle la mano. Deslizó los dedos por su vientre con un deleite malicioso,
obligándolo a tragarse un gemido muy inoportuno—. Apenas es de día. —Le
besó el cuello—. Dile que estás durmiendo.
—Leva —se oyó de nuevo la voz de Roman en alguna parte al otro lado
de la puerta—. ¿Estás durmiendo? Despierta. Lev, yo…
Giró el pomo y Lev levantó una mano rápidamente y lanzó un hechizo
para cerrar la puerta.
—¿Qué haces, Lev?
—Hermanos —musitó Sasha, sacudiendo la cabeza con fingida
desaprobación al tiempo que Lev le lanzaba una mirada desdeñosa.
—Tienes que irte —siseó, conteniendo un gruñido cuando movió las
caderas contra las suyas—. Te aseguro que no quiero, pero si te ve aquí…
—Lev —protestó Roman—, abre la puerta. Tenemos que hablar, ahora.
¿Ha estado Dima aquí?
—¿Dima? —repitió Sasha, que se incorporó de inmediato mientras Lev se
ponía en pie para recoger su ropa y lanzársela—. Creía que estaba…
Se detuvo con una mueca, probablemente al comprender que «fuera de
combate» no era una expresión que Lev fuera a tomarse muy bien.
—No —le gritó Lev a Roman y le lanzó una mirada suplicante a Sasha—.
¿Qué es tan importante que no puede esperar a que me vista, Roma?
—¿Es eso? —le preguntó desde el otro lado de la puerta, poco
impresionado—. Ya te he visto la polla, Lev, y, como de costumbre, no tengo
interés en ella. Tenemos que hablar del plan para esta noche, antes de que
Dima trate de interferir.
—¿Por qué iba a interferir? —preguntaron Lev y Sasha al mismo tiempo
y él volvió a mirarla de malas formas.
—Vete —le siseó—, en serio…
—El juego está cambiando, Lev —le informó Roman y volvió a estampar
la mano en la puerta, sobresaltando a Lev y a Sasha mientras ella se ponía los
vaqueros—. Y tú y yo tenemos que… —Soltó un gruñido, impaciente—. ¿Me
vas a dejar entrar ya?
«Vete», le articuló con los labios Lev cuando Sasha lo besó, dejando de
lado su aprehensión. Ella posó la mano en su pecho todavía desnudo, hincó
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suavemente las uñas, y se apartó, tragando saliva. Ladeó la cabeza, le lanzó
una última mirada escrutadora, memorizándolo, y se desvaneció en el aire.
Desapareció justo en el momento en el que un Roman impaciente abría la
puerta tras vencer los restos del hechizo endeble de Lev.
—Madre mía —exclamó al ver el desorden de lo que había sido una
noche maravillosa con Sasha—. ¿Qué ha pasado aquí?
—¿Qué problema hay con Dima? —preguntó Lev sin contestarle.
Alcanzó una camiseta y se la puso de malas formas—. No lo entiendo. ¿De
qué quieres encargarte?
—Marya está muerta, Lev —le recordó Roman con ojos salvajes—. Pero
nosotros… yo… necesito aún a una bruja Antonova. El trato no se habrá
cancelado, estoy seguro, y eso significa que Yaga enviará a otra persona en su
lugar. Una igual a Marya —resaltó y le brillaban los ojos con la histeria de un
hombre que no había dormido—, y eso es precisamente lo que necesitamos.
—¿Para qué? —preguntó Lev—. ¿No podemos… olvidarnos de esto? —
gruñó, rogándole a su hermano, aunque sabía que era inútil, aunque muy
importante—. Entiendo tu enfado, Roma, pero Dima está vivo, Marya está
muerta, ¿no es suficiente? ¿No podemos…? —Vaciló—. Roma, ¿no
podemos…?
—Lev. —Roman se acercó a él con la boca tensa—. Eres mi hermano.
Sabes que no te pediría nada a menos que fuera urgente. Dime que lo sabes.
Lev parpadeó ante la sinceridad tan poco propia de Roman.
—Lo sé, Roma, pero…
—Lev, por favor.
—Solo quiero saber por qué.
—He cuidado de ti, Leva. Te he protegido toda tu vida. Nunca te he
fallado —insistió—. ¿Verdad?
Parecía estar preguntándoselo de verdad. Lev se quedó mirándolo, sin
aliento, cuando la «urgencia» empezó a personificarse en Roman.
—Verdad —afirmó y Roman asintió, visiblemente aliviado.
—¿Vas a ayudarme entonces? —Le agarraba con fuerza el brazo—.
¿Estás conmigo?
Lev sintió el precipicio del momento como un abismo a sus pies.
—Por supuesto —aceptó, seguro de que era verdad y preguntándose
cuándo lo lamentaría.
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III. 6
(TRASFERENCIA)
«¿E snoche
demasiado pronto para quererte, Sasha?», le había preguntado Lev la
anterior, abrazándola entre episodios de elecciones reprensibles,
entre momentos de pasión igual de desaconsejables e innegables; seguramente
todo eso la perseguiría el resto de su vida.
«Absolutamente, demasiado pronto», había musitado ella. Notó que
sonreía en su pelo y enterró la cara en su pecho, optando por no añadir la
verdad: que para bien o para mal, la había arrastrado con él.
Sin embargo, dejando sus sentimientos de lado, le costaba no pensar en lo
que había oído mientras el hermano de Lev aporreaba la puerta del
dormitorio. Sabía que había sido un Fedorov quien había matado a su
hermana, pero quería creer que había sido el propio Koschei, que el villano al
que había temido toda su vida había acabado con su hermana como el
demonio que era, en lugar de pensar que la culpa era de Lev o de sus
hermanos. Seguro que no era alguien tan cercano a su propia edad, o a sus
circunstancias; seguro que no era alguien que se colaba en la habitación de
Lev como una de sus hermanas haría en la suya.
«Si yo perdiera a mi hermano, perseguiría su alma hasta el fin del
mundo», le había dicho Lev.
Sasha se sintió estúpida al recordarlo. Se sintió helada por la humillación
al recordar que cuando Lev la encontró, cuando su vida colisionó con la de él,
él ya había perdido a su hermano, o había escapado por poco de perderlo.
Seguramente estuviera buscando venganza entonces, igual que ella ahora. Los
Fedorov ya habían actuado en contra de su familia antes y Lev le había
pedido específicamente que no confiara en él, ¿no?
Lo había dicho él mismo: «Por la mañana seré tu enemigo».
Sasha había insistido en que podían mantener ocultos sus secretos, pero
¿sería de verdad posible? Lev, no, pensó en cuanto se enteró de que su
hermana había muerto. Lev nunca, pero ¿no era él de algún modo cómplice?
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¿No era ella también cómplice de las acciones de su madre? ¿De sus
hermanas? ¿De lo que podría convertirse en su propio crimen muy pronto?
Los pensamientos retumbaban en la cabeza de Sasha mientras regresaba a
casa. Encontró a un extraño en su habitación.
No era un extraño, se corrigió al acercarse lo suficiente para ver con más
claridad a quien estaba mirando la calle por la ventana.
—Ivan —se dirigió a él y se acercó para tocarle el hombro. Él se
sobresaltó, como si se hubiera quedado dormido mientras aguardaba.
—Sasha. —Se aclaró la garganta. Nunca antes habían hablado en privado
y le pareció un poco raro oír su voz. La había imaginado grave, cargada de
dureza, un arma tan amenazante como su tamaño y sus puños, pero era más
profunda, más calmante. Sirope, en cierto modo, y salía como la miel—.
Disculpa. No quería molestarte.
Se quedó parada, vacilante.
—¿Sabe mi madre que estaba…?
—No, no —le aseguró Ivan—, aunque no te recomiendo que te quedes
sola. En especial ahora.
Le hizo un gesto para que se sentara y se movió, incómodo, para ocupar la
esquina más menuda de la cama en la que claramente no había dormido.
Sasha asintió, tomó asiento y bajó la mirada a la manta; deslizó los dedos por
los puntos. Tan solo habían pasado unos días desde que Marya se sentó ahí
por última vez con ella y le había aliviado el dolor de cabeza. Le había curado
sus males.
—¿Sabes qué ha pasado? —preguntó Sasha. Ivan negó con la cabeza.
Estaba claramente dolido y decidió no presionarlo en busca de más detalles
—. No paro de preguntarme qué querría que hiciera yo —admitió y alzó las
piernas para apoyar la barbilla en las rodillas—. Creo que nunca me he
despertado una mañana sin hacerme esa pregunta.
Ivan se volvió a mover en la cama, incómodo.
—Lo siento —dijo un momento después. Entonces, como si pudiera
rectificar el momento o la arruga que había formado en la manta, se puso de
pie.
—No es culpa tuya. —Sasha le lanzó una mirada que era al mismo tiempo
amonestadora y, esperaba, consoladora—. Nadie en la tierra podría haber
evitado que mi hermana hiciera lo que ella quería. Pero… no lo entiendo.
Se calló y puso una mueca.
—No entiendo lo que ha pasado —confesó—. Mi madre no nos ha dado
mucha información. ¿Es verdad que…? —Captó el más leve signo de tensión,
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un titileo del músculo junto a su mandíbula—. ¿De verdad murió Masha
asesinada en el almacén de Koschei?
O bien Ivan no podía mirarla o no quería.
—Sí.
—¿Qué hacía allí?
Esperó, pero no recibió respuesta. No esperaba que se lo contara ni
aunque lo supiera. Su hermana era (siempre había sido) muy celosa de su
privacidad. En algún lugar de su mente que Sasha siempre había sentido pero
nunca había querido reconocer, sabía que había más de Marya de lo que había
compartido con ella. Bueno o malo, había muchas partes de Marya que nunca
quiso que viera Sasha.
—¿Crees que fue el propio Koschei o…? —insistió.
—No lo sé. —Ivan negó con la cabeza y bajó la barbilla—. Aunque lo
culpo a él igualmente. Y a mí mismo. —Tragó saliva con dificultad—. Culpo
a todo el mundo, pero culpo más que a nadie a los hijos Fedorov.
—¿Sí? —preguntó Sasha y, aunque Ivan no le dio respuesta, recordó de
pronto lo que oyó decir esa mañana al hermano de Lev: «El juego está
cambiando».
También se oyó a sí misma y un eco de sus pensamientos: Lev, no. Lev
nunca…
… pero probablemente, quizá, ¿podría ser?
A fin de cuentas, fue él quien la buscó. Quien sabía su apellido, su sangre,
sus lealtades. Su encuentro había sido intenso, pero ¿bastaba para reescribir
las historias de sus familias? Si ella estuviera en su lugar, ¿habría sido
suficiente un beso, una colisión para reorganizar sus estrellas?
Por supuesto, si no había sido Lev, entonces él no tenía nada de lo que
preocuparse. Si nunca fue su intención herir a Sasha ni a su familia, no lo
sería ahora.
Y si había sido él, entonces…
Sasha se tensó y dejó a un lado sus emociones.
—¿Y si pudiéramos descubrir quién está de verdad tras esto? —preguntó
con cautela a Ivan, pasándose los dedos por el labio—. ¿Hay alguien que sepa
qué estaban tramando los Fedorov? El motivo por el que fue Marya a verlos.
Volvió a mirar a Ivan, que seguía sin decir nada. Marya había escogido
bien a su guardaespaldas; incluso ahora, con ella en la tumba, guardaba sus
secretos.
—Dime solo una cosa —le pidió y él se puso nervioso, posiblemente
aprehensivo. Ya no sabía a qué bruja Antonova servir—: ¿Cómo sabía mi
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hermana que los hermanos Fedorov habían actuado en su contra?
Ivan se quedó callado, sopesando el valor de la información, o tal vez su
posición en la habitación. Era comprensible que su lealtad sobreviviera a
Marya, pero incluso él parecía comprender que solo había un modo de
servirla ahora.
—Ivan —insistió Sasha con un tono que había aprendido de su hermana,
que había aprendido de su madre.
Con un suspiro, el guardaespaldas inclinó la cabeza y cedió.
—Marya tenía un informante —admitió—. Un hombre. Feérico.
—Entonces deberíamos acudir a él. —Sasha se puso en pie—. Hablar con
él. Comprobar qué sabe.
La reacción de Ivan fue rápida como un rayo, le agarró del brazo con una
mano fuerte y tiró de ella.
—No, Sasha —dijo y no la soltó hasta que estuvo seguro de que lo
escuchaba—. No voy a llevarte con él. Es peligroso —aclaró en voz baja—, y
tu hermana nunca lo permitiría. Nunca me perdonaría.
—Mi hermana está muerta, Ivan —le recordó y el dolor volvió a estrujarle
el corazón, dejándolo seco—. Masha no está, pero si confiaba lo suficiente en
él para usarlo, yo también puedo. Soy una bruja Antonova, tanto como mi
hermana. —Alzó la barbilla. Por una vez, le sonó a algo que a Marya le
gustaría que dijera—. Soy una Antonova y nosotras no tememos nada, por lo
que, si sigues con la intención de servir a los deseos de mi hermana, entonces
me tendrás que ayudar ahora. ¿Queda claro?
Ivan parpadeó, sorprendido, y se quedó mirándola como si la viera por
vez primera.
Sasha pensó que tal vez fuera así.
—Eres la más parecida a ella —señaló el hombre unos segundos después.
No era una afirmación baladí; Sasha sabía muy pocas cosas sobre Ivan, pero
una de ellas era que había servido a su hermana con devoción, sin separarse
casi de su lado.
—Lo sé —respondió, aunque una respuesta más verdadera podría haber
sido: «Espero que tengas razón».
A regañadientes, Ivan asintió.
—Bien, te llevaré con el informante de Masha y te vigilaré. —Exhaló un
suspiro, resignado—. Pero debes tener cuidado. Va a amenazarte de formas
de las que no podré protegerte. El Puente no es un distribuidor insignificante
—le advirtió— ni tampoco un criminal ordinario. Se queda con la
información que le importa y te traicionará si eso sirve a sus intereses.
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—¿Me contará lo que quiero saber? —preguntó ella.
Ivan puso una mueca.
—Sí —respondió y Sasha asintió.
—Entonces llévame con el Puente.
Ivan se puso en pie e inclinó la cabeza en una reverencia solemne como
tan a menudo había hecho con su hermana.
—Como desees.
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III-7
(ENTRE NOSOTROS)
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Lev abrió la boca para decir que no entendía, pero la volvió a cerrar,
seguro de que lo que comprendía era mucho más relevante, mucho peor.
—Elige tu bando, hermano —le advirtió Roman— y elige con cuidado, a
menos que quieras pasar el resto de tu vida apartado a un lado por las perras
de Baba Yaga.
Lev suspiró.
—Roma, solo…
—Tengo que irme —lo interrumpió y se dio la vuelta para salir de la
habitación—. Te avisaré cuando sepa algo de mi fuente, pero, mientras tanto,
espero que reconsideres tus lealtades.
Y entonces se marchó, furioso, y Lev se quedó mirando el lugar donde
antes estaba su hermano.
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III. 8
(EL PUENTE Y AQUELLOS QUE LO CRUZAN)
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trabajo. —Levantó la taza de MEJOR ABOGADO DEL MUNDO con el
pulgar alzado para dar énfasis a la afirmación—. Y lo que me da libertad para
decir cosas como «no» cuando me presentan peticiones poco razonables.
Llámalo «privilegio abogado-cliente».
Para su sorpresa, la bruja sonrió, satisfecha.
—Entonces sabes lo que traman los Fedorov —juzgó y Bryn se quedó un
segundo callado.
—Vaya —dijo, impresionado en contra de su voluntad—. Eres más joven
que Marya, pero estás bien entrenada.
La bruja se encogió, pero casi imperceptiblemente. ¿Qué pasaba?
—¿Sabes qué negocio tenía mi hermana con los Fedorov?
—Eso es entre tu hermana y yo —contestó.
—Ya no —respondió ella—. Mi hermana está muerta.
Bryn parpadeó, sorprendido.
—¿Qué?
—Marya murió asesinada anoche —aclaró la bruja—. La mató un brujo
Fedorov.
Bryn carraspeó, moderadamente perturbado. Era extraño pensar que había
visto a Marya la tarde anterior y aún más extraño que no hubiera oído la
noticia por Roman. ¿Habría sido cosa de Roman? Si era así, tal vez había
acudido para cumplir su parte del trato. Si no…
Aún había espacio para la negociación.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó, tomándose su tiempo, y la bruja se
inclinó hacia delante.
—Quiero que me ayudes a matar a un Fedorov.
Sorprendente, pensó Bryn. No había muchas mujeres, brujas o no, que
tuvieran las agallas de Marya Antonova para hacer algo así. Apoyó la barbilla
en la mano, mirando a la mujer que estaba sentada frente a él y recopilando
una serie de deducciones. Lo que era, en términos vocacionales, un caso.
—Eres la sucesora de Marya —adivinó y ella se encogió de hombros.
—Puede. O puede que solo esté enfadada.
Ah, le gustaba. Trató de no mostrar su percepción; se pasó el pulgar por
los labios, pensativo.
—Yo opero con tratos —señaló—. Si quieres mi ayuda, no puedes tenerla
a cambio de nada.
—No he dicho que no vaya a ofrecerte nada —contestó ella y, aunque
Ivan estaba ocupado lanzándole una serie de miradas, ella no reparó en su
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preocupación—. Sin embargo, tengo cierta perspicacia comercial relevante si
lo que quieres es un trato.
—Ah ¿sí?
Ella sonrió.
—Suficiente para saber que todo es una cuestión de peso.
—¿Crees que me falta algo? —Movió una mano alrededor de los amplios
metros cuadrados de su despacho, que estaba elegantemente equipado con los
usuales marcadores de éxito. No eran baratijas torpes, por supuesto. Esta no
era la cabaña de calderos y escobas de un brujo. El de Bryn era la clase de
poder que podías sentir más que señalar, un sexto sentido atmosférico
alertado por la riqueza mantecosa de sus muebles de piel o las primeras
ediciones alineadas en las estanterías—. Va a ser complicado que puedas
ofrecerme algo tentador.
Ella parecía no estar de acuerdo.
—Eres una criatura feérica, ¿no? —Bryn fijó su sonrisa inquebrantable en
su lugar, reservando la aprehensión para un momento menos crítico—. Por lo
que entiendo que no tienes magia en este reino.
—No tengo, no —confirmó él con tono neutro y le lanzó una mirada a
Ivan. No le sorprendía que el guardaespaldas de Marya Antonova le
comentara ese pequeño detalle a su sucesora, pero, igualmente, lo encontró de
mal gusto, como meterse un as en la manga antes de entrar a robar la casa—.
¿Me estás ofreciendo el tuyo? —preguntó a la joven Antonova, encantado de
ver cómo se enfadaba Ivan, descontento.
—Claro que no —respondió la bruja—. No soy idiota y, además, no
podría ofrecerte mucho mientras sigo con vida. Te ofrezco al Fedorov que
muera como venganza por mi hermana —explicó y Bryn, para su desagrado,
se inclinó hacia delante sin pensarlo.
A veces resultaba un negociador pobre debido a un deseo erótico. Como
todas las hadas, cuando quería, quería poderosamente. Cuando captaban su
interés, era como la sensualidad, la boca hecha agua por otro sabor, por otro
golpe.
—Hay magia en los órganos de un brujo —continuó—. En el corazón, el
hígado. Especialmente en los riñones. —Aunque Ivan se encogió a su lado,
ella no lo hizo.
No había para ella nada desagradable en la conversación, lo que, según
Bryn, era signo de una eficacia de la vieja escuela. Irónicamente, una
Antonova y un Fedorov eran más parecidos entre ellos que otros brujos.
Según su observación, la diferencia residía en la herencia generacional. La
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actualización de los nuevos brujos era más dócil que la del inmigrante que no
tenía más que historias a sus espaldas.
—Donde se procese la sangre, la magia se conservará bastante bien
durante años —le informó la bruja—, y yo podría ayudarte a preservarla.
Bryn lo consideró.
—¿Tan buena eres?
—Tan buena soy —confirmó, y añadió—: Me enseñó mi hermana.
Interesante. Cada vez más.
—Esto entra en conflicto con otro trato —indicó Bryn, dando golpecitos
con los dedos en la mesa mientras sopesaba sus opciones. Era broma. No
había pérdida aquí para él; ella estaría obligada a cumplir su palabra, sin
lagunas, y estaba en juego el calor de una satisfacción incomparable. El
disgusto de Roman tal vez fuera una inconveniencia, o puede que Roman
estuviera muerto y todo marchara bien. Ni Roman Fedorov ni la bruja
Antonova sentada frente a Bryn le habían pedido nunca lealtad o escrúpulos.
Bueno, Roman la esperaba, seguramente, pero, como con todos los
contratos, tales cosas requerían especificación. Si Roman quería honor,
tendría que haber mirado con más cuidado el nombre del abogado en la
puerta.
—Será una cuestión de quién me pague antes —declaró tras decidir que
eso era lo justo. Era el equivalente a ir a una subasta.
—Bien —aceptó la bruja, encogiéndose de hombros—. Yo puedo pagarte
esta noche, si eso ayuda.
Ah, pensó Bryn al recordar algo.
—¿Se está avanzando con los estupefacientes?
—El trato se cierra esta noche —confirmó la bruja, imprudentemente, y
Bryn, normalmente más que dispuesto a jugar según la (ausencia de)
normativa, ladeó la cabeza y chasqueó la lengua antes de poder contenerse.
Ella lo captó y enarcó una ceja.
Ya tenía en la lengua una objeción concisa, pero en el último segundo la
desestimó tras favorecer el juego por encima del jugador. Puede que a él no le
importara si ganaba ella, pero tampoco quería que perdiera así, apenas cinco
minutos después del primer asalto.
—No deberías dar semejante información sensible —le advirtió.
Para su sorpresa, sin embargo, ella torció la boca hacia arriba como
respuesta.
—¿No? —preguntó, divertida—. Entonces supongo que no debería
decirte el lugar y la hora tampoco. No permita Dios que se lo cuentes a tu
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fuente Fedorov —murmuró—. Uno de ellos podría aparecer allí,
completamente vulnerable.
Oh. Era buena.
—¿Y qué Fedorov sería ese? —preguntó Bryn de forma casual, probando
su resolución.
—El muerto —respondió, impávida.
Bryn sonrió. Era muy muy buena. Empezaba a pensar que quería que
ganara ella, aunque, como regla, él no elegía favoritos. Había traicionado a
Marya Antonova a pesar de la pequeña posibilidad de haberla amado. Podía
admirar a la bruja que tenía delante y, además, doblegarla si eso significaba
que ganaría él.
Entonces Bryn le tendió la mano por encima de la mesa.
—Señorita Antonova, creo que hemos llegado a una conclusión fructífera.
Llevaré a mi fuente Fedorov directo a tu puerta y, a cambio, tú me darás su
magia. ¿Tenemos trato?
La bruja miró a Ivan, quien ladeó la cabeza. «Adelante», parecía decirle
con desagrado, aceptando a falta de una opción mejor, y ella asintió y se
movió hacia delante, se sentó de forma delicada en el filo de la silla.
—Trato hecho —confirmó. Cerró la mano alrededor de la de Bryn, atando
su palabra a la de ella.
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III. 9
(CONSEJO)
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—Pero no hay lugar para ti en todo este asunto —adivinó Dimitri—. ¿Es
eso?
No. No, Lev conocía su lugar, y ese era exactamente el problema.
—Ah. No quieres tener un lugar en ello —corrigió Dimitri y Lev se miró
las manos, confirmación más que suficiente—. No te culpo. Hay muy pocos
ganadores cuando los brujos tienen guerras, y la tuya es heredada. Te debe de
hacer sentir… —Se quedó callado un momento—. Insignificante, supongo, en
toda esta situación.
—Sí —afirmó Lev y levantó la mirada—. No la siento como mi guerra,
Dima. Y sí, sé que Roma es nuestro hermano y quiero a papá… Dima, sabes
que haría cualquier cosa por él, por los dos.
—Lo sé —confirmó Dimitri y le indicó de nuevo que se sentara—. Sé lo
que vales, Lyova. Me siento orgulloso todos los días.
Lev se hundió despacio en el sillón que había junto al de Dimitri.
—¿Crees que estoy fallándole a nuestra familia? —preguntó en voz baja
—. Con mi… con mi vacilación, quiero decir. Sé que no es… —Puso una
mueca—. No es la característica preferida de papá.
—No lo es, pero esto no es vacilación, Lev. No a la que se refiere papá.
Tú tienes convicciones. —Desvió la mirada al rostro de Lev, lo estudió—.
Has conocido a una bruja Antonova —recordó Dimitri con un murmullo y
Lev se quedó muy quieto por temor a que un solo movimiento imperceptible
lo delatara—. Son hermosas —señaló Dimitri—. Inteligentes. Poderosas.
Cualquiera de las hijas de Yaga bastaría para cambiar la mente de cualquier
hombre, supongo.
—No es eso —exclamó Lev con expresión dolida y Dimitri soltó su
carcajada majestuosa, con la mano pegada a la venda del pecho, hasta que se
calmó poco a poco y sacudió la cabeza.
—No puedo decirte con quién aliarte —comentó Dimitri—, pero puedo
contarte un poco de lo que sé. Roma está… —Barajó las palabras mientras se
pasaba la mano por el vello rubio que aún no se había afeitado de la cara—.
Roma está débil —decidió al fin y, al ver la preocupación en el rostro de Lev,
sacudió la cabeza—. No me corresponde a mí contártelo, pero está tomando
decisiones desesperadas —aclaró—. Se enfrenta a la vida como un hombre
desasosegado y le ha abandonado la razón.
Lev sintió un peso sobre los hombros, como un manto echado sobre su
espalda.
—Entonces debería protegerlo, ¿no?
Dimitri negó con la cabeza.
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—Deberías hacer lo que considerases correcto. Si tu instinto te dice que
esta mala sangre entre nuestra familia y la de Yaga no merece el precio a
pagar… y ten por seguro que nuestras vidas, o la tuya, bien pueden ser ese
precio, Lyova —añadió, poniéndose serio—. Entonces eres responsable de
honrar tus propias convicciones. Estás en deuda con ellas antes que nada.
—Pensaba que éramos Fedorov antes que nada —murmuró Lev y, de
nuevo, Dimitri sacudió la cabeza.
—¿Qué significa ser un Fedorov si nos destruimos a nosotros mismos en
el proceso? —preguntó. Lev nunca había visto esa expresión en su cara—.
¿Qué significa ser esta o esa familia si lo único que surge de ello es la
pérdida?
Lev se mordió el labio.
—Pero, Dima…
—Si una bruja Antonova reta a Roma, morirá —indicó, llegando al
corazón del asunto al fin—. No se puede defender y, aunque pudiera, podría
no sobrevivir. Roma lo sabe —añadió y miró a Lev de nuevo—, y ahora
también tú.
Se puso de pie y dio media vuelta, como si ya hubiera dicho demasiado.
Lev lo siguió.
—Pero, Dima…
—Quiero a mi hermano —dijo Dimitri en voz baja, con tono feroz, y se
volvió hacia Lev como si fuera a contradecirlo—. Lo quiero. Lo he protegido
toda su vida, he luchado por él. Desde el día en que nació he estado a su lado,
sin fallarle.
Lev se encogió al recordar las palabras que le había dicho Roman solo
unas horas antes. «Primero Dima, y ahora tú».
—Dima, ¿va todo…?
—Espero que nunca tengas que saber el coste que ha tenido para mí llevar
nuestro apellido —murmuró con voz atormentada—. Sean cuales fueren las
elecciones que tomes, asegúrate de que puedas vivir con ellas.
La mente de Dimitri estaba llena de secretos y la puerta de acceso a ella
estaba cerrándose rápidamente. Lev lo dejó tranquilo y Dima vio cómo
regresaba a la santidad de sus pensamientos.
—Lo siento —dijo, pero Dimitri ya no lo escuchaba.
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III. 10
(EL TRATO ESTÁ EN MARCHA)
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—Obviamente lo intenté. Iba a hacerlo, pero Dima… —Soltó un gruñido,
frustrado—. Ya no puedo —murmuró al ver la mirada de aburrimiento de
Bryn—. No sé qué hizo con su cuerpo.
—Solo necesito un órgano, ¿no? ¿Un hígado? ¿Un riñón? —Hizo una
pausa para dar un sorbo por una pajita a una especie de zumo verde repelente
—. ¿Un corazón? —preguntó tras dar otro sorbo indulgente.
Roman puso una mueca y se quedó sin aliento al pensarlo.
—Me vendría bien tu ayuda. Aún puedo dártelo, sé que puedo, pero no
si… —Tensó la boca—. No si me mata antes una de las Antonova.
Bryn se encogió de hombros.
—Entonces, hasta que una de ellas te mate, o hasta que renuncies a tu
hermano —señaló sin aparente preferencia—, tienes que mantener tu parte del
trato. Tal vez cuando ya no estés en deuda conmigo, me sienta más inclinado
a ponerme de tu lado.
No había honor entre los ladrones ni compasión entre las hadas. Con
razón odiaba Koschei a las criaturas.
—Puente, por el amor de…
Bryn suspiró fuerte y tomó su libro.
—Ah, calma. —Le lanzó una hoja de papel donde ponía una dirección y
una hora—. Nunca fallo, ¿eh?
Roman se volvió sobre sus talones, dudando que el Puente mereciera una
respuesta a eso.
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III. 11
(UNA TAZA DE TÉ)
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Guardó silencio unos segundos antes de añadir—: El Puente sabe quién mató
a Masha, mamá, estoy segura, Y confío en que va a mandármelo.
De eso Yaga estaba menos segura. Nunca había confiado en el Puente. El
hombre parecía una pieza del Viejo Mundo que tanto deseaba dejar ella atrás,
pero a Marya le gustaba. Encontraba divertida la niebla de su moralidad. «No
es tan complicado —decía siempre Marya—, y es útil. Como un instrumento
que suena bien en las manos adecuadas».
—Ya veo —dijo Yaga.
—Tiene que parar, mamá. Este odio entre nuestras familias, de una forma
o de otra, tiene que parar. Mejor así. Mejor que termine a nuestra manera. —
Elevó la mirada lentamente, desafiante; sus ojos grises se alzaron bajo el
marco de sus pestañas—. A mi manera —aclaró.
Yaga consideró sus palabras y se levantó.
—Voy a preparar té —dijo y Sasha suspiró.
—Mamá, ¿me has escuchado? Acabo de decir…
—Sé lo que has dicho, Sashenka. Te he escuchado. Te entiendo. Quieres
vengarte del asesino de tu hermana y si yo fuera más inteligente, puede que te
lo impidiera. Que te recordara que el ojo por ojo no satisfará a nadie, puede
que te contara que un viaje de venganza amenaza con dos tumbas al final.
Pero teniendo en cuenta lo apenada que estoy, y lo enfadada… Teniendo en
cuenta cómo me hundiría felizmente en la muerte si con ello pudiera llevarme
conmigo a Koschei y sus hijos… Simplemente voy a preparar té y a
recordarte cómo es la mejor forma de matar a un brujo —murmuró—, porque
ahora mismo estoy segura de que la sangre va a satisfacerme muy bien.
—Pero esto será el final, ¿no? —insistió Sasha con ojos duros, menos
brillantes sin la inocencia que con tanta desesperación quería mantener Marya
unos años más.
Ojalá, Mashenka, pensó Yaga. Ojalá cualquiera de nosotras pudiera
mantenerse tan joven.
—Prométemelo, mamá. Una vez que encuentre al asesino de Masha,
nuestros problemas con Koschei y sus hijos habrán acabado. —Otro segundo
de silencio—. Promételo.
—Te lo prometo —juró Yaga a su hija menor y le tomó la mejilla con la
mano.
Esta, la menor, era la más vacilante de sus hijas, la única cuyo corazón
sentía Yaga que no conocía. ¿Había sido un error no intentar conocerlo antes?
—No quiero perderte, Sashenka —murmuró y deslizó el pulgar por los
labios de su hija, trazando la forma—. ¿Tienes miedo?
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—No tengo miedo —declaró y, como a todas sus hijas, Yaga la creyó.
—Bien —dijo y encendió una chispa con el chasquido de los dedos para
preparar té en la tetera.
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III. 12
(BAJO TIERRA)
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diferencia de ellos, eres antes hermano suyo que hijo mío. Buscas su
aprobación antes que la mía. —Hizo una pausa—. ¿No es cierto?
—Yo… —Lev titubeó, confundido—. Papá, no, eso… No, por supuesto
que soy hijo tuyo.
—No te avergüences de ello, Lyova. Tus hermanos se han ocupado más
de ti que yo. Dima se ha preocupado por ti, te ha enseñado, y Roma… oh. —
Exhaló un suspiro—. Roma te quiere, tal vez más que nadie en la Tierra. Y
tienen razón al sentir ese afecto por ti, igual que tú tienes razón al venerarlos
antes a ellos. —Hizo una pausa y miró un segundo las sombras de la pared—.
Probablemente seas consciente de que ambos están ahora intranquilos.
Debilitados.
—Sí —afirmó.
—El corazón de Dima… no es lo que solía ser. Y Romik también está
comprometido.
Lev asintió al recordar la mirada perdida de Dimitri, el comportamiento
inquieto de Roman.
—Dima me lo ha comentado.
—Lo que necesitan es a su hermano. ¿Me comprendes, Lyovushka?
De nuevo, la respuesta era «no». A Lev le parecía que su padre estaba
hablando con acertijos, diciendo cosas que Dimitri o Roman entenderían, pero
no él.
—Papá, no…
—No voy a pedirte nada —lo interrumpió—. No puedo pedirte que elijas
un bando u otro. Solo espero que no abandones ahora a tus hermanos, cuando
más te necesitan.
Aunque seguía sin estar seguro de cuáles eran las intenciones de su padre,
Lev asintió.
—No lo haré, papá. No voy a fallarles, ni a ti tampoco.
Koschei sonrió al escucharlo.
—Lo sé, Lev —contestó con tono triste—. De todos mis hijos, sé que tú
no lo harás.
Unas palabras extrañas, pensó, pero ciertamente inspiradoras. No solía
ser el hijo que recibiera los halagos de su padre y subió los escalones del
sótano con la sensación de que había sucedido algo importante entre ellos.
Algo tan insólito como un «hola» o, probablemente, un «adiós».
Solo cuando Lev abandonó el edificio, recuperó la cobertura del móvil y
notó una serie de vibraciones en el bolsillo. Dos de ellas eran de mensajes de
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Roman con una hora y un lugar donde encontrarse; los otros mensajes eran de
otra persona.
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III. 13
(TRATO HECHO)
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Eric le dio un sorbo a la cerveza.
—No te tengo miedo, Sasha.
Bien. La tensión repentina en su espalda y la piel de gallina en su cuello
no decían lo mismo.
—Una lástima —le informó con tono brusco—, pues no tienes ni idea de
quién ni qué soy. Si yo fuera tú, no me subestimaría. —Se apartó y lo miró,
expectante—. ¿Tienes el dinero o no?
—Lo tengo. —Parecía estar haciendo tiempo, intentando controlar el
ritmo del encuentro y, por extensión, a ella—. Naturalmente, mi compra del
producto depende de su calidad. Y de lo que seas capaz de ofrecerme —
añadió y las palabras quedaron flotando en el aire entre los dos.
¿Cómo sería vivir en un lugar donde «no» significara «no»?, pensó
Sasha.
—Naturalmente. —Se metió la mano en el bolsillo del abrigo.
Se lo había tomado prestado a su hermana Marya, era una de sus prendas
preferidas. Sacó una pastilla del bolsillo.
—Bien. —Se acercó a Eric hasta que notó cómo se quedaba sin aliento
con una mezcla de terror e interés—. Si quieres probar el producto…
Eric cambió de postura, era un espejo de sus movimientos. Alineó las
caderas con las de ella y colocó las manos en la cintura con una seriedad
risible.
—Lo único que tienes que hacer es… —Sasha se puso de puntillas y
acercó los labios a los de él.
—Joder —exclamó Eric, ahogándose con la pastilla que prácticamente le
había metido en la garganta—. Dios, Sasha, ¿qué haces?
—Disfrútala. —Le pasó una mano por la frente. Eric se calmó enseguida
y la dilatación de sus pupilas indicaba que la poción había iniciado ya sus
efectos. Pronto se vería envuelto en los alucinógenos diseñados
específicamente para él, que probablemente fueran desagradables. Lo odiaba,
odiaba el trato en sí, pero eso era solo la superficie de su ira.
Pronto la estaría esperando el hijo Fedorov que había matado a su
hermana, una presa fácil, a su conveniencia. Reprimió las ganas de darle otro
puñetazo a Eric por la ironía y observó cómo caía en trance. Metió la mano en
el bolsillo de su chaqueta y sacó el sobre que había dentro.
—Una cosa más —dijo mientras presionaba una caja pequeña llena de
pastillas en el pecho de Eric, empujándolo—. Baba Yaga te envía saludos.
Entonces dio media vuelta y se retiró con el sobre con el pago en el
bolsillo del abrigo de su hermana muerta.
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III. 14
(LO QUE NOS DIVIDE)
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que nos estemos acomodando ya a los problemas de nuestra relación —añadió
con una carcajada—. Tú eres desordenada, yo soy limpio, nuestras familias
insisten en un derramamiento de sangre, a veces yo mastico con la boca
abierta…
—No hagas esto —le pidió Sasha y hundió las uñas en las muescas de las
vértebras—. No finjas que puede ser fácil. ¿No nacimos para esto? No van a
dejarnos en paz hasta que no termine, y no va a terminar hasta que la deuda
quede saldada. Tu hermano mató a mi hermana, Lev —le recordó con tono
ácido; las palabras ardieron en sus labios—, y no hay esperanza de paz entre
nosotros hasta que la balanza entre nuestra familia esté equilibrada.
—Pero ¿tienes que ser tú? —le preguntó, dolido—. No sé si podría
perdonarte, Sasha… No sé si podría… si podríamos…
—Pues no me perdones —dijo ella con el veneno que tanto le atrajo en el
momento en el que su historia colisionó con la de él y su gravedad llenó la
vida que no sabía que estaba vacía. Sasha Antonova, su pesadilla, que volvió
a besarlo mientras él le metía las manos por debajo del abrigo, aferrándose
desesperadamente a su cintura—. No me perdones si no puedes, Lev, y no me
quieras. Solo nos volverás locos a los dos.
Se apartó y él le agarró el brazo con las manos para acercarla de nuevo.
«Solo espero que no abandones ahora a tus hermanos, cuando más te
necesitan», oyó la voz de Koschei en su mente.
—Sasha. —Le tomó la barbilla para forzarla a que lo mirara—. Te quiero.
Te querré. —Volvió a reírse, una carcajada ronca esta vez—. Te querré
incluso cuando te falle, y, por eso, por todo, lo siento de verdad.
Sasha se tensó al oír el cambio de tono en su voz.
—¿Por qué lo sientes?
—Por esto —respondió y le pegó las manos a una verja de tela metálica.
A su orden, dos hilos de metal se liberaron y se enrollaron con fuerza
alrededor de sus brazos, el sonido del hierro como el rechinar de unos dientes
audibles por encima del siseo gutural de ella ante la traición, un augurio que
los mancharía a los dos para siempre—. No puedo dejar que hagas esto,
Sasha, lo siento.
—Esto no me va a retener —bramó cuando él dio un paso atrás, aturdido
por lo que había hecho—. ¡Lo sabes, Lev!
—Lo sé, pero me dará un poco de tiempo —respondió y entonces la besó
con brutalidad—. Me dará el tiempo necesario para asegurarme de que podré
llegar a Roman antes que tú.
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—No está solo. —Sus ojos le decían «Maldito traidor» y Lev contuvo un
«Lo sé, te quiero, lo sé»—. No soy tan estúpida, Lev.
—Bien. Entonces puede que mi hermano muera esta noche, pero al menos
no serás tú quien lo haga. —Se apartó de su lado y se permitió una única
mirada a su cara, para grabarse a fuego su rabia en la memoria en caso de que
fuera lo último que viera de ella. En caso de que su castigo fuera vivir con las
consecuencias de su decisión—. Al menos no serás tú quien mate a mi
hermano, Sasha. Es suficiente para mí.
—Lev —lo llamó—. Lev, ¡vas directo a una trampa!
—Me he enamorado de ti, Sasha Antonova. —Su risa, la tensión en su
mandíbula, todo eso decía «Te quiero, se ha acabado, estamos
condenados»—. Estoy destinado a estar siempre atrapado.
Sasha soltó un grito que se quebró a medias, un estadillo de dolor y rabia.
Lev se vio obligado a salir de los escombros para caer en la fina rendija de la
noche.
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III. 15
(LA SANTIDAD DE LAS TUMBAS)
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Fedorov se sacó una pistola de la cintura al primer signo de problemas,
pero Ivan fue más rápido. Lo desarmó con el movimiento del pulgar, rápido
como un gatillo, y luego sacudió la cabeza.
—Tu magia está comprometida —comentó en voz alta y luego lo golpeó
contra uno de los pilares de cemento—. Igual deberías de haberlo pensado
antes de enemistarte con las Antonova.
—Tú no eres parte de su familia —replicó Fedorov, que parecía enfermo
de rabia y miedo.
Tal vez más de lo último, pensó Ivan al acercarse. Olfateó el aire como un
perro y fijó la vista en el hombre que estaba delante de él. (Marya siempre le
había dicho que las dramatizaciones eran el músculo más feroz de Ivan).
—Trabajas para ellas —comentó Fedorov, cambiando rápidamente de
táctica—, y si se te paga, también se te puede comprar.
—Subestimas a Marya Antonova —apuntó Ivan—. Peor, me subestimas a
mí.
Fedorov frunció el ceño.
—Si planeas matarme, termina ya.
—¿Esa fue la amabilidad que mostraste por Marya? —le preguntó.
Fedorov se encogió al oír su nombre, pero solo un poco—. Creo que se
sentiría avergonzada de ver a su asesino suplicando por su propia muerte. Te
estás riendo de ella al hacer esto.
—¿Quién dice que la maté yo? —replicó. Sus dramatizaciones, pensó
Ivan, eran mucho menos amenazantes. Eran como el escudo de un niño, para
esconderse detrás. No enmascaraban su vergüenza ni ninguna otra cosa que
hubiera titilado en sus ojos oscuros.
—¿Sabes qué sucede cuando matas algo que quiere otra persona? —
preguntó con tono suave Ivan.
Fedorov no dijo nada.
—¿De verdad crees que las personas están tan solas que, cuando ya no
están, nada crece en su lugar? Para matar algo de verdad, tienes que matarlo
todo. Tienes que arrasarlo hasta los cimientos. —Ivan le alzó la barbilla y lo
miró—. ¿Tienes agallas para hacer eso?
—¿A cuántos ha matado Marya Antonova delante de ti? —preguntó él a
la defensiva—. ¿De verdad vas a decirme que todas las veces sentía
remordimiento?
—No te estoy diciendo nada. —Ivan se encogió de hombros—. No estoy
aquí para enseñarte nada.
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—Estás aquí para matarme —siseó Fedorov y, de nuevo, Ivan se encogió
de hombros.
—El ojo por ojo no es una práctica poco común. ¿Por qué no ibas a ser tú
el siguiente?
—Hazlo, entonces. Si intentas asustarme, no hay necesidad. —Puso una
mueca, cediendo de repente—. Vivir sería peor —murmuró para sus adentros.
Para su horror, Ivan dudó y se detuvo brevemente para mirar al hombre que
tenía delante.
—Una actitud tóxica —expuso y de nuevo Fedorov lo miró con el ceño
fruncido.
—Mátame ya. —Roman, pensó de pronto Ivan. Roma, probablemente.
Seguro que sus hermanos y su padre lo llamaban Roma—. Hazlo.
—¿Por qué iba a hacerlo si pareces estar matándote tú solo muy bien? No
soy un arma a tu disposición.
—Eres el arma de Marya Antonova. —En ese momento pareció muy
joven. Más que Marya. Aunque no mucho mayor que Sasha—. Eso es lo que
eres. Los nudillos de su puño. La hoja de su cuchillo. Ni siquiera te empuñas
tú mismo, ¿verdad?
—¿Y tú? —contratacó Ivan.
Para su sorpresa, Roman bajó la cabeza y escapó de él un suspiro
angustioso.
—Eso creía —dijo, más para sí mismo que para Ivan antes de levantar la
cabeza con mirada desolada—. Pero si me dejas vivir ahora, mis hermanos
estarán en peligro. Tengo una deuda que no puedo pagar más que con mi
vida. Prometo no perseguirte. —Había algo casi alegre en los contornos de su
mueca—. Prometo que mi muerte no te perseguirá, Ivan de las Antonova.
Solo me liberarás. Ten paz.
Ivan se acercó, lo suficiente para colocar la mano por encima del pecho de
Roman. Había matado de un gran número de formas distintas, con magia o sin
ella. Había muchas maneras de drenar una vida, algunas más fáciles que otras,
algunas más íntimas que otras. Podía vaciar las venas de Roman, dejar que se
derramaran en el suelo. Podía susurrar algo, unas palabras, y provocarle un
coágulo en el cerebro. Podía estamparle la cabeza contra el cemento,
hacérsela añicos. Podía parar el corazón de Roman, parar la respiración de
Roma, pararlo todo y ver cómo se instalaba el vacío inevitable en los ojos de
Roman, como la muerte en los de Marya. En los de Masha. Y entonces
Roman sería como Masha y no habría nada, habría desaparecido de la vista de
Ivan.
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Muerto, como Marya, ¿y qué justicia era esa?
—La paz no viene de la muerte —dijo al fin y Roman dejó escapar un
suspiro tembloroso, al mismo tiempo atormentado y aliviado. Ivan retrocedió
un paso tras soltarlo y entonces oyó un gruñido amenazante detrás de él.
—Mis disculpas, Ivan —dijo Stas Maksimov—, pero, con todos mis
respetos, difiero.
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III. 16
(PRINCIPIOS ELEMENTALES)
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Pero la mirada de Roman no era de miedo. No era de humildad. Escupió y
levantó la cabeza, desafiante.
—Cuando murió tu esposa, estaba confesándole su amor a mi hermano.
Curvó los labios en una sonrisa burlona y Stas le asestó otro golpe fuerte,
aplastándole las costillas y provocándose un dolor punzante en el nudillo del
dedo de la alianza. La ironía mezclada con un golpe mal dirigido.
—Nunca te ha querido —farfulló Roman, que se puso a toser de nuevo—.
Nunca te ha querido.
«Ella no te quería, no como quería a Dima».
—No —repuso con tono grave y le rodeó la garganta a Roman con la
mano—. No, estás mintiendo.
—Stas, no lo escuches —le advirtió Ivan. Le agarró el brazo y tiró de él
—. Stas… Stas…
Stas recuperó el brazo de un tirón y le dio un fuerte empujón a Ivan, un
golpe, y el impacto de ambos lo envió al suelo. Se frotó la boca.
—Eres un mentiroso —bramó por encima del hombro, preparado para
atacar a Roman, y en una rápida sucesión (tan rápida que casi no lo vio, como
si se lo perdiera al parpadear), Stas se giró, extendió el brazo y sintió que la
maldición que emergía de su mano apuntaba de forma certera.
Certera, o lo habría sido si nada se hubiera interpuesto en su camino.
—¡No! —oyó Stas detrás de él, un grito que resonó entre los muros y, por
un momento, creyó que era su mujer, su Masha; la vio allí con su abrigo
favorito, en un borrón de familiaridad, en un mar de dolor y furia.
Pero no era Masha.
Y la maldición no había impactado en Roman.
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III. 17
(EL LEÓN Y SUS DONES)
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que íbamos a tener más tiempo —gimoteó y pegó la frente a la suya—. Se
suponía que íbamos a tener un libro, Lev, me prometiste una historia larga. Y
me la debes, idiota, no puedes morirte cuando estoy furiosa contigo…
cuando… —Se ahogó con sus palabras, con su dolor—. No puedes morirte
cuando no te he dicho lo que… lo que siento, Lev, ¡joder!
—Es tarea mía decir locuras, Sasha —le recordó él, pronunciando las
palabras con dificultad. Sasha había calmado el dolor, pero solo podía hacerlo
por zonas; no podía contenerlo para siempre, ni por mucho más tiempo, así
que él se llevó las manos nerviosas de la bruja a los labios para que lo ayudara
a hablar—. Por ejemplo —tosió—, que podríamos haber tenido una vida
aburrida juntos…
—Ni digas eso. —Estaba llorando ahora, la sal de sus lágrimas le
sangraba en las mejillas—. Lev, idiota estúpido, no hables así.
—… mundana, ¿sabes? Y probablemente también maravillosa. —Soltó
un jadeo muy poco romántico, resollando en busca de más palabras, pero la
retuvo cuando intentó apartarse—. No te vayas —le pidió—. Esto es…
tranquilo, qué extraño. No te vayas, por favor.
Detrás de ellos, alguien estaba diciendo el nombre de Sasha, pero Lev no
sabía quién era. Su oído parecía lastimado, solo le llegaba la voz de ella, una
hebra solitaria en mitad de su pulso furioso, como un susurro solemne en la
noche.
—Lev. —Sasha estaba suplicando, el veneno en su voz se había
esfumado, y solo quedaba eso, su mano suave en la mejilla, que le aseguró
que era el final—. Lev, por favor…
Lev cerró los ojos y presionó un beso en la punta de sus dedos.
—Te encontraré, Sasha —anunció y se sintió engullido por volúmenes
ciegos e infinitos de nada, de todo, como si se hubiera quedado dormido.
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III. 18
(NO ES PARA TI)
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con las puntas colocadas con gran precisión a lo largo de la clavícula. Llevaba
un vestido veraniego cuando la vio por primera vez, con el tirante caído por la
curva del hombro, pero ese día tenía puesto un vestido gris, tacones altos, una
chaqueta entallada. Unos meses antes, era una niña enamorada. Cuando
volvió a verla, era una mujer.
Stas caminó hacia ella, medio en trance.
—¿Necesitas algo? —le preguntó.
Su padre y él eran brujos de distrito, administradores de lo banal. Debió
de parecerle tenso y aburrido. Debió de parecerle anodino, de pelo oscuro y
soso, en comparación con Dimitri Fedorov. Stas le ofreció ayuda a una joven
Marya Antonova y puso una mueca al captar el entusiasmo en su voz, que
estaba seguro de que ella rechazaría. Marya lo miró con sus ojos oscuros,
parpadeó una vez, las pestañas abanicaron sus mejillas pálidas, y consideró la
pregunta en silencio.
—¿Te parece que necesito algo? —preguntó.
A Stas le gustaría decir que no la amó en ese mismo instante, o que no
sintió la imperiosa necesidad de abrazarla, de presionar su cuerpo contra el de
él y murmurarle su devoción toda la noche. Le gustaría no haber querido
conocer sus pensamientos, entender cada diminuta historia de las pecas que
tenía bajo los ojos, aprender a traducir cada grado de interés de su boca. ¿Qué
aspecto tendría cuando la hiciera reír? ¿Cómo sonaría cuando le sostuviera la
mano? ¿Cómo respondería su respiración cuando introdujera la mano entre
sus piernas y susurrara «aún no, todavía no, deseo que esto dure…»?
(Esta no es para ti, pero por favor, por favor, ¿puedo tomarla prestada
del destino de otra persona? ¿Puedo tenerla hasta que cambien sus estrellas
o las mías? ¿Puedo adorarla hasta que muera y puedo darle todo mi ser,
para bien o para mal, o para mal, o seguramente para mal?).
—Stas Maksimov —dijo ella, como si estuvieran solos, como si no
hubiera muchos otros hombres en la sala observando cómo desaparecía su
compostura—, ¿sería presuntuoso preguntarme si acaso tienes una pregunta
para mí?
Le pidió que cenaran juntos. Ella aceptó. En unas semanas le había dicho
que la quería, no había tenido más alternativa que confesárselo. La vio
parpadear, sorprendida, perpleja; sin duda, había escuchado las palabras antes.
A menudo, incluso. Si Stas hubiera sido Dimitri Fedorov y hubiera tenido la
libertad de decirlas, de escucharlas a cambio, sabía que se las habría dicho a
cada hora. Una mujer como Marya Antonova inspiraba una especie de
reverencia febril; una sensación de aflicción. Stas solo había hablado una vez
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con Dimitri, tal vez dos, y, sin embargo, sentía tanto una alianza que no
comprendía como un odio que no podía calmar.
—Entiendo que quizá tú no puedas decirme esas palabras todavía —le
dijo, incómodo, a Marya tras la confesión de sus sentimientos.
Ella le apartó el pelo de la frente y lo contempló bajo una luz diferente, se
movió para verlo desde un ángulo distinto.
—Eres un buen hombre, Stas —murmuró—. Amable. Considerado.
Stas se encogió y esperó el inevitable «pero».
—Si aún guardas sentimientos por Dimitri Fedorov…
—Te prometo que no volveré a verlo —afirmó ella, interrumpiéndolo con
el movimiento más breve y sutil de la mano—, porque, si lo hago, nunca
volveré contigo. —Se quedó callada unos segundos—. Después de saber eso,
Stas Maksimov, ¿puedes seguir queriéndome?
Esta no es para ti.
Así y todo, inclinó la cabeza.
—Nunca te haré infeliz, Marya Antonova —le susurró—. Nunca tomaré
lo que es tuyo. Nunca te exigiré nada. Si fueras mía, cuidaría cada día de no
perderte. Te ofrecería mi afecto cuando quisieras, mi devoción cuando la
necesitaras y espacio para respirar cuando no. Y siempre tendrías mi amor,
Marya Antonova —le juró—, tanto si deseas poseerlo como si no.
Esa noche descubrió qué aspecto tenía su pelo extendido como el ala de
un cuervo en su almohada. Descubrió su tacto en sus sábanas, su piel suave
como el satén en sus brazos. Descubrió lo que podía hacer con la tensión de
su columna que ella le suspirara al oído su nombre, y si esa noche tenía a
Dimitri Fedorov en la mente, Stas se convenció de que lo aceptaría. Aceptaría
las partes de Marya que ella le diera, fueran las que fueren, y al final, cuando
ella le dijo que lo quería (y la creyó tras haber visto un afecto nuevo y real en
sus ojos), no dudó ni un momento.
—Cásate conmigo —le propuso. Que el destino no lo satisficiera si no
quería.
Esas palabras («cásate conmigo, Marya Antonova, sé mía como tuyo soy
yo»), también estaba seguro Stas de que las había escuchado antes, en alguna
de sus variantes. Casi pudo ver sus pensamientos danzando fugazmente hacia
Dimitri Fedorov, pero incluso antes de que Stas terminara de decir las
palabras en voz alta, supo que no había vuelta atrás. No podía negar la verdad
de su corazón.
A la mierda las estrellas. Que lo eligiera a él si era lo que ella quería.
—Stas.
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Él parpadeó y bajó la mirada. Era Ivan quien le estaba hablando.
—Stas —repitió—, no hagas esto. Por favor.
Stas se miró las manos y reparó en que tenía poder arremolinado dentro de
ellas, las puntas de los dedos resplandecían y las palmas temblaban por
encima de Sasha, que no se había apartado del lado de Lev Fedorov. Tan solo
lo miraba, inexpresiva, con una hueca sensación de aprehensión.
—No iba… —comenzó Stas y tragó saliva con dificultad. Cerró la mano
en un puño y dio dos pasos atrás—. No iba a hacer nada. No estaba… esto
no…
—Atrás, Stas —le advirtió Ivan con los ojos muy abiertos, y él lo odió.
De pronto odiaba a Ivan más que a nadie en el mundo. Más que a Dimitri.
Más que a Roman, más que a Lev, más que a nadie que llevara el apellido
Fedorov. Ivan era quien había fallado, y en muchas ocasiones, además. Había
fallado en mantener a salvo a Masha. Había fallado en mantener a Sasha
alejada de Lev Fedorov. Fallado, fallado y fallado de nuevo de formas que
Marya nunca le habría perdonado si siguiera con vida. Ivan le había fallado y,
por extensión, había fallado a Stas, y ahora… y ahora…
—¡STAS! —gritó Ivan y alzó una mano cuando Stas levantó la suya,
enfadado, pero por segunda y última vez esa noche, no lo vio hasta que fue
demasiado tarde.
Solo después de haber oído un disparo en la noche, comprendió que el
objetivo era él. Bajó la mirada y vio una mancha escarlata extenderse por su
pecho. Cayó de rodillas.
—Masha —musitó, buscando la tela familiar de su abrigo, y cuando su
pasado volvió a alcanzarlo, soltó un último suspiro de alivio y su mejilla
colisionó felizmente contra el suelo ensangrentado.
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III. 19
(OJO POR OJO)
ola, Koschei.
–H El anciano se dio la vuelta, apartando la atención del ring vacío
para mirar por encima del hombro a la visitante bañada por la luz
de la farola de la calle que tenían por encima.
—Yaga —dijo sin más, acomodándose en el sillón.
Las protecciones, ni siquiera las mejores, no la habrían dejado fuera.
Siempre lo supo.
Yaga ladeó la cabeza en una objeción silenciosa, se quitó los guantes
sacando los dedos uno a uno y dejó a la vista unas uñas pintadas de rojo, todas
ellas con aspecto perfecto. Qué poco había envejecido en comparación con él.
En ese momento dio la sensación de que el mundo entero estaba congelado y
que Koschei era la única prueba de que el tiempo pasaba.
—Tal vez en una ocasión como esta podríamos dejar de lado las
pretensiones —sugirió Yaga.
Koschei enarcó una ceja.
—Señora Antonova —dijo, y Yaga torció la boca, divertida—. Quizá
deberías descartar también las formalidades —comentó—. Lazar.
Él puso mala cara.
—Marya —contestó y solo entonces ella se permitió sonreír—. ¿Y qué
ocasión es esta?
—Ah. Muerte, por supuesto. —Él no dijo nada y ella continuó sin cambiar
de expresión—. Parece que tus hijos están fuera de control, Lazar —señaló—.
Han obligado a mis hijas a asesinar o a hacer declaraciones de necesidad
desaconsejables.
Koschei se permitió un gruñido desapasionado.
—Tus hijas siempre han conducido a mis hijos a la locura. Tu hija, más
bien. Y tú. —Levantó la mirada—. Las mujeres Antonova sois una maldición.
—Vaya, muy amable por tu parte, pero, bajo estas circunstancias, los
halagos no son necesarios.
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—¿Por qué estás aquí, Marya? —preguntó Koschei, irritado—. Doce años
de silencio me han ido bastante bien.
—Mi hija menor desea cobrarse venganza por la muerte de mi Masha —le
informó y, aunque Koschei no era un hombre que reculara, le costó respirar al
escuchar sus palabras. Su Masha. Perder a su Dima sería como sacarle los
pulmones del pecho y ella lo sabía, tenía que saberlo—. Uno de tus hijos —
añadió como si pudiera leerle la mente— se lo debe.
Koschei no quiso darle la satisfacción de preguntarle qué sabía.
—Esa es una ley del Viejo Mundo —contestó y Yaga se encogió de
hombros.
—Así es —coincidió—. Mis hijas están bien enseñadas, Lazar. Conocen
su historia, sus orígenes, lo que las hace brujas. ¿Creías que no les iba a
enseñar nada de lo que son?
—No hay que enseñarlo todo.
—Estés de acuerdo o en desacuerdo, no puedes decirme que no se me
debe algo por mi pérdida. Uno de vosotros ha matado a Masha —le recordó
en voz baja y Koschei notó un nudo en la garganta por la pena, el temor—.
Uno de vosotros la ha matado y, por ello, no aceptaré un precio menor que el
de ojo por ojo.
—No puedes llevarte a Dima —se apresuró a decir—. Sé lo que era
Masha para ti, Marya, y siento tu pérdida, pero si tocas a Dimitri…
—No lo haré —le aseguró Yaga con tono cortante—. Yo no soy quien va
por ahí matando cuando me conviene, Koschei. Soy demasiado inteligente
para la brutalidad, o al menos lo era —murmuró— hasta esta noche.
Koschei levantó la mirada y fijó los ojos oscuros en los de ella.
—¿Cómo sabes que ha sido uno de mis hijos quien ha matado a Masha?
—Intuición de madre.
—¿Y qué quieres de mí?
—Una promesa. —Yaga no parpadeó—. Quiero la seguridad de que no te
vengarás por tu pérdida de esta noche.
—Imposible —protestó Koschei—. Si matas a uno de mis hijos…
—Debería de ser más clara. Tú ya me has quitado a mi heredera —afirmó,
cortando la oscuridad del aire frío del sótano; las sombras se quedaron
inmóviles ante el sonido de su voz—. Y tú casi has perdido ya a un hijo. —
Koschei se quedó mirándola, el temor le perforó el pecho como un clavo y
ella se mostró más dura bajo su escrutinio—. Primero me quitaste el corazón
de Masha y luego su felicidad, y ahora me has arrebatado su vida. Deberías de
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pagarlo caro, Lazar, y del mismo modo, pero no te voy a pedir eso. Solo
quiero saber que se ha hecho un intercambio adecuado y también un acuerdo.
—Fue Masha quien empezó esto —le recordó Koschei—. Fue Masha
quien estuvo a punto de matar a Dima.
—Y también fue Masha quien lo salvó, así que dejemos eso de lado. Pero
aparte de la pérdida de mi hija, quiero algo nuevo de ti. —Lo miró, inflexible
—. Quiero seguridad. Quiero un juramento. Quiero saber que después de esto
no volverás a venir a por mí ni a por mis hijas.
—¿Que dejemos atrás la mala sangre?
—Sí. Si tú quieres.
A Koschei se le aceleró el pulso.
—¿Cuál de mis hijos? —preguntó en voz baja.
—No me importa. —Yaga se encogió de hombros—. ¿Qué son para mí?
—¿Un intercambio? —preguntó Koschei, las sombras danzaban a su
alrededor—. Ojo por ojo, como has dicho.
—¿Más derramamiento de sangre? —Yaga lo fulminó con la mirada—.
¿Qué justicia es esa?
—¿Por qué no? Si va a ser ojo por ojo para hacer un trato, entonces será
una de las tuyas por uno de los míos. Tu menor por el mío, para que hallemos
la paz —aclaró al ver que se tensaba—. Masha fue el pago por Dima. Este es
otro trato, uno nuevo por un precio mayor, y no aceptaré menos.
—Esa sí es una ley del Viejo Mundo —replicó Yaga.
—Yo formo parte del Viejo Mundo —le recordó Koschei—. ¿Quieres
apelar a mi justicia? Entonces sé justa. Que los dos lloremos por igual esta
noche —le dijo, incapaz de silenciar el rugido en sus venas—. Solo tengo tres
hijos, a ti te quedan seis hijas.
Yaga se encogió al recordar a la séptima.
—Eres un hombre duro, Lazar, y no lo confundas con un cumplido. —Dio
media vuelta, su voz casi imperceptible en el silencio—. Habría sido una
necia si me hubiera casado contigo.
—Fuiste una necia al no hacerlo —le recordó Koschei y ella se giró hacia
él de nuevo.
—¿Qué me impide matarte ahora? —le preguntó, la voz un susurro
afilado. El poder surgió en las puntas de los dedos, un resplandor pálido que
brilló como la luz de la luna en la quietud de la habitación—. Podría hacerlo,
Lazar. No serías el primer brujo en morir a mis manos y muchos otros han
muerto por mucho menos. —Por el fulgor de su poder, Koschei vio lo que no
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había visto antes. Los años. La pena. El dolor—. De entre todas las personas,
tú merecerías la muerte que eligiera darte.
—Mátame y los brujos vendrán a por ti —le recordó—. Todo el concilio,
Marya. Todos los brujos de distrito y todo aquel que alguna vez ha estado en
deuda conmigo. Mátame y pintarás una diana en tu espalda por generaciones,
hasta que cada una de tus hijas haya sangrado por tu odio. ¿Eso es lo que
quieres?
La tensión se fue disipando poco a poco de los hombros de Yaga y un
escalofrío le recorrió la columna.
—No mereces mi benevolencia, Lazar —dijo con tono desdeñoso—, pero
para honrar los deseos de mi hija, la tendrás. —Tendió la mano y, cuando él
abrió la boca para hablar, lo cortó—. Tú no tienes honor, así que no finjas.
Él le tomó la mano y se la estrechó.
—Esto es la paz, entonces.
Yaga apartó la mano, asqueada.
—Esto no es la paz. Esto es un punto muerto. Esto es un sacrificio, tuyo y
mío. Ambos hemos sacrificado algo y esta es la prueba de ello.
Entonces dio media vuelta y desapareció en el aire. Koschei exhaló un
suspiro hondo y cerró los ojos para sufrir en soledad.
O eso pensaba.
—Papá —habló una voz y Koschei levantó la mirada, sorprendido de
nuevo.
En la entrada sombreada que había en lo alto de las escaleras del sótano
vio un destello dorado, un halo de luz tan brillante que tuvo la repentina
necesidad de entrecerrar los ojos, de buscar cobijo en la oscuridad. La
vergüenza volvió a golpearlo cuando vio a su hijo mayor. El rostro de Dimitri
al descender por las escaleras no dejaba lugar a dudas de que el trato de
Koschei con el diablo había tenido público.
—Papá —repitió y se le quebró la voz—. ¿Acabas de entregar a Lev?
No existían palabras ahora. Nada que explicara lo que no se había dicho
para callar lo que no se había hecho.
—Dima —suspiró—. A veces es necesa…
—Es tu hijo —lo interrumpió y reculó por la repulsión—. ¡Mi hermano,
papá! ¿Cómo has podido?
—Dima, escúchame. Estaba destinado a suceder. —De nuevo, lo que no
decía: Y podría haber sido peor—. Venganza, Dima —añadió, agitado por
conocer el desprecio por sí mismo—. Ya has oído a Yaga. Casi seguro iba a
ser Lev…
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Pero su hijo dorado estaba negro de furia, ensombrecido por el dolor.
—¿Para qué te ha servido tu odio, papá? —Escupió las palabras—. Hace
más de una década una mujer te rechazó. Rechazó la proposición del gran
Koschei el Inmortal —dijo con desprecio la voz de un niño que ya no creía en
cuentos de hadas—, y no nos ha traído más que devastación a esta familia.
Las Antonova han construido un imperio, han creado una empresa, ¿y qué
hemos hecho nosotros?
Koschei no dijo nada y Dimitri sacudió la cabeza.
—¿Qué somos sino hombres duros e hijos leales que se han destruido
entre ellos y a nosotros mismos y todo por la miseria de tu aprobación? —
espetó con altanería.
—Dima —murmuró Koschei, suspirando, buscándolo—. Dima, por favor.
—Ya he perdido suficiente hoy. —Se apartó de los brazos de su padre—.
He perdido suficiente y ahora también mi fe en ti. Espero que el sabor de tu
paz sea más amargo después de lo que has hecho.
—Dima —le suplicó y se puso en pie—. Dima…
Podría haber sido peor.
Dimitri no quería escucharlo. Él nunca podría entenderlo.
Podrías haber sido tú.
Pero Dimitri, que nunca antes le había dado la espalda a su padre, ya se
había ido. La vergüenza se tomó rabia con el chasquido de un dedo y, en
ausencia de Dimitri, Koschei se volvió hacia las figuras de las sombras y
apretó los dientes.
—Aseguraos de que Baba Yaga cumpla su parte del trato —siseó a las
criaturas de sombra, que titilaron, obedientes.
Las sombras salieron de la habitación, deslizándose siniestramente por el
suelo.
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III. 20
(PAZ)
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Roman abrió la boca, pero Ivan se puso entre los dos.
—Corre —le advirtió y, por un momento, Roman se quedó inmóvil.
Entonces se volvió sin decir una palabra y desapareció en un destello de
vacío, como si se hubiera resbalado y caído del tiempo y el espacio.
Ivan se quedó parado un instante, sin saber qué hacer primero, sin saber
dónde ir o a quién mover, pero entonces oyó pasos detrás de él y se volvió al
reconocer el sonido de unos andares conocidos. El familiar repiqueteo de los
tacones, que era inconfundible, y el olor a agua de rosas que asociaba con tan
solo una persona en la Tierra.
La figura, que debía de ser producto de la imaginación de Ivan (prueba
entonces de que todo esto tenía que ser un sueño), se acercó despacio a Sasha,
que se quedó mirándola confundida, paralizada por la incredulidad.
—¿Cómo es…? ¿Cómo estás…?
La figura le dio un golpecito a Sasha en la sien, fuerte, y una luz brillante
emergió bajo el impacto. Las rodillas de Sasha cedieron y se derrumbó bajo
su peso. Entonces la figura se agachó despacio y la levantó con cuidado con
una mano debajo de las rodillas de Sasha y la otra bajo su columna.
Cuando Sasha estaba en el aire, encima de lo que solo podía ser un
espejismo (o una completa extraña), las sombras los rodearon y la figura se
volvió hacia Ivan, expectante.
—¿Está… muerta? —le preguntó con incredulidad, mirando los ojos
vidriosos de Sasha—. ¿Acabas de…?
—Sí. Por ahora. ¿Vienes? —le preguntó la figura con tono amable. Ivan
parpadeó, perplejo.
Quizá se había acabado el mundo.
—Sí —contestó por fin, porque no llegó otra respuesta a su lengua.
Producto de su imaginación o no, esa era siempre la respuesta cuando ella le
preguntaba algo—. Sí, por supuesto, Marya. Como quieras.
Al oír el sonido de su nombre, Marya Antonova sonrió, sosteniendo el
cuerpo inerte de su hermana en los brazos mientras esperaba a que Ivan
posara la mano en su hombro.
—Eres un buen hombre, Ivan —murmuró—, aunque aún puedes mejorar
como guardaespaldas.
Cuando Ivan notó que el aire frío de la noche lo envolvía, como a un bebé
que lo acunan o a un niño que lo abrazan, soltó una carcajada, medio llorando,
y el sonido fue una víctima más tragada por la noche. Puede que fuera su
imaginación o puede que no, pero cuando dejaron los cuerpos atrás, podría
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haber jurado que las sombras que los rodeaban titilaron y danzaron,
grotescamente satisfechas.
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III. 21
(EL CORAZÓN)
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III. 22
(VITALIDAD Y ÓRGANOS)
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—Tengo que ir a saludar a mamá de vez en cuando —explicó—, aunque
me paso la mayor parte del día haciendo otras cosas. Detrás del velo —aclaró
y Koschei frunció el ceño.
—¿Y por qué me va a importar a mí eso? —Retorció los dedos en un
gesto de advertencia.
De pronto Bryn estaba menos preocupado por la descompensación del
trato y más por enseñar a un brujo o, tal vez a muchos brujos, una lección
sobre lo que (y a quien) se podía infravalorar fácilmente.
—Sí importa —respondió— porque Marya Antonova no está ahí.
Fue gratificante ver cómo se quedaba inmóvil un segundo. Débil. Y
obviamente dolido.
—¿Qué? —Un mal día para ser Koschei el Inmortal, pensó Bryn con
satisfacción—. ¿Cómo puede…? ¿Cómo…?
—Marya Antonova no está en el reino de los muertos —repitió Bryn—,
por lo que los informes sobre su muerte son muy exagerados.
—Pero… Sasha, entonces —soltó Koschei, removiéndose, agitado. El
movimiento, inintencionado y del todo imprudente por la herida reciente que
tenía, fue recibido con un esfuerzo visible—. ¿Y Sasha? ¿Está allí? ¿Ha
cumplido Yaga su parte del trato? ¿Está muerta Sasha?
Bryn se permitió una sonrisa y levantó el riñón con sus dedos feéricos
inteligentes. (¿Te gustaría vivir de manera deliciosa?).
—Eso queda fuera de los términos de nuestro contrato, Koschei el
Inmortal.
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III. 23
(UN POCO DE MUERTE)
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—Bienvenida, Sashenka —dijo Marya con una sonrisa deslumbrante,
refulgente—. Ven. —Le tomó la mano—. Tú y yo tenemos trabajo que hacer.
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LAS HERMANAS ANTONOVA, AYER
(IRINA Y KATYA)
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—Podemos ver cosas —confesó Katya y se quedó callada. Cambió
entonces la afirmación—. Yo puedo ver cosas. Irka puede oírlas.
La expresión de Yaga permaneció impasible.
—¿Qué cosas?
—Hay un velo —explicó Irina con el ceño fruncido—. Una cortina y, a
veces, cuando Katya la aparta, caen cosas de ella. Voces.
Si su madre estaba asustada por la revelación, no lo mostró.
—¿Todo el tiempo? —preguntó Yaga—. ¿Hay un velo en la habitación
ahora mismo?
Katya miró a su alrededor y sacudió la cabeza.
—No. No está siempre —añadió con tono solemne—. Solo a veces.
—Pero ¿cuándo? —insistió Yaga.
—Yo puedo llamarlas —dijo Katya y miró a su gemela.
—Y yo puedo hablar con ellas —confirmó Irina—. Me cuentan historias o
me piden favores.
Por primera vez, Yaga se tensó, aprehensiva.
—¿Y les haces esos favores?
—No —respondió Katya, y añadió rápidamente—: Masha dice que no lo
hagamos.
—¿Masha lo sabe? —preguntó Yaga, sorprendida. No sabía que su hija
mayor tuviera secretos con ella. Por entonces, Marya tenía solo ocho años y el
resto de su vida para ocultarle muchos más—. No me ha contado nada.
—Nos prometió que no lo haría —murmuró Irina y fue respuesta
suficiente. Honor, lealtad, fidelidad, ese era el lema de una bruja Antonova,
eso les habían enseñado y Marya siempre había sido la mejor.
—Enseñadme cómo funciona —les pidió Yaga—. La próxima vez que
Katya vea el velo, venid a buscarme, solo a mí. Y a Masha, si queréis —
aclaró rápidamente cuando las gemelas intercambiaron otra mirada—. Pero a
nadie más. ¿Entendido?
—Sí, mamá —afirmaron.
Una semana después, Marya entró corriendo al dormitorio de Yaga, con
las mejillas sonrojadas por la preocupación.
—Está pasando —le dijo sin más y tomó la mano de su madre para
llevarla a la habitación de las gemelas.
Al principio nada parecía fuera de lugar. Irina y Katya estaban de pie en
medio del cuarto, la mano de Katya tirando de la de su hermana hacia arriba,
como para acariciar el rayo de sol que entraba por la ventana de la habitación.
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Irina, por otra parte, estaba murmurando algo muy bajito; traduciendo,
comprendió Yaga, para que Katya pudiera oír.
—Es un hombre —indicó Katya en voz alta, mirando con los ojos
entrecerrados algo que ni Yaga ni Marya podían ver—. Está muy… molesto.
—Miró a su madre—. Está enfadado. Alguien le ha quitado sus juguetes.
No tenía mucho sentido, hasta que vieron el periódico a la mañana
siguiente. Marya frunció el ceño, pensativa, y le enseñó el titular a su madre
sin que lo viera su padre. UN ROBO EN QUEENS TERMINA EN HOMICIDIO, decía el
artículo, y Yaga le enseñó la foto de la víctima a Katya, que asintió despacio.
—Ese es el hombre enfadado —confirmó, y Yaga abrazó a sus hijas, que
podían hablar con los muertos.
—Todo el mundo va a pediros siempre algo —les avisó—, y los
fantasmas no son la excepción. Son solo personas, igual que los vivos, que
quieren solo lo que quieren. No tienen más secretos ni son más sabios
simplemente porque hayan abandonado este reino. Pero tenéis que recordar
que sus vidas han terminado y, aunque se verán atraídos hacia vosotras,
debéis cuidar antes de vosotras mismas. No podéis dejar que ningún espíritu
os drene la vida, no intercambiéis lo que es vuestro por lo que es de ellos. ¿Lo
entendéis?
Las dos asintieron.
—¿Por qué no puede verlos Masha? —no pudo evitar preguntar Irina—.
Masha es la mayor.
—Porque Masha nació para vivir la vida de Masha —la interrumpió Yaga
con firmeza—, y vosotras nacisteis para vivir la vuestra. Habrá días en los que
esto será una bendición. Otros en los que será una maldición. Pero todos los
días sois mis hijas —les prometió—, y sois hermanas, y esas son las verdades
que van antes que ninguna otra cosa.
No tendrían que volver a tener esa conversación en muchos años. A veces
Katya se excusaba y le daba un codazo a su hermana, y Yaga no les
preguntaba por qué se iban ni a dónde. De vez en cuando, Irina pedía tomar
un camino diferente a casa para hablar con un extraño, y murmuraba algo en
el oído de este que traía paz a su rostro. Cuando Katya se casó con Anthony,
un trabajador social del Bronx, solo dijo una cosa para sellar la bendición de
su madre: «Lo sabe y no le importa». Durante muchos años, lo poco que
compartieron fue más que suficiente.
Yaga nunca les hizo preguntas a sus segundas hijas sobre su don, ni
tampoco les pidió que usaran sus habilidades. Nunca se lo contó a nadie, ni
siquiera a sus otras hijas. En realidad, pensaba muy poco en ello, hasta la
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noche en que vio a Ivan cargando con el cuerpo de su hija mayor en dirección
a casa.
Esa noche, por primera vez en muchos años, pensó largo tiempo en el don
de sus gemelas y su primer instinto fue llamar a sus hijas para que acudieran a
la casa de su madre. No les sorprendió que ellas ya estuvieran allí.
—¿Has visto el velo? —le preguntó Yaga a Katya, que asintió mientras
entraba en el dormitorio de su madre con las mejillas pálidas llenas de
lágrimas.
—Sí, mamá —contestó en voz baja y se hizo a un lado para dejar a la
vista a Irina, que estaba justo detrás de ella. Yaga no entendió nunca si el
vínculo entre sus hijas era mágico o biológico, pero no le sorprendía que la
necesidad de una de las gemelas llamara a la otra.
—¿Has hablado ya con ella, Irka? —le preguntó a Irina, que asintió con
seriedad.
—Te está llamando, mamá —susurró—. Creo que está atrapada.
Yaga sintió un escalofrío.
—Voy a arreglarlo —les prometió—, pero voy a necesitar vuestra ayuda.
Os advertí una vez que era antinatural conversar con los muertos —les
recordó con calma—. Si queréis seguir aceptando ese consejo ahora, lo
comprenderé. Con Masha muerta, ahora sois las mayores. Mis herederas. Os
habéis ganado el derecho a poseer lo que era suyo en virtud de la sucesión…
aunque no lo merecierais —añadió—. Sin embargo, sé que ambas lo
merecéis. Si elegís dejar a vuestra hermana en el reino de los muertos, lo
entenderé.
Las hermanas se miraron un instante, sin decir nada: comunicándose
como lo hacían las gemelas.
—Hay un motivo por el que nacimos a la sombra de Masha, mamá —dijo
Katya—. Porque lo que hacemos no podemos hacerlo a la luz.
—Tenías razón al decir que siempre tendríamos hambre —añadió Irina—.
Por eso acuden a nosotras los muertos. Porque saben que no vamos a darles la
espalda.
—Pero no queremos lo que le pertenece a Masha —terminó Katya con
solemnidad, negando con la cabeza.
—Tenemos nuestras propias vocaciones —afirmó Irina, y Yaga asintió,
agradecida, y llevó las manos a las mejillas de sus hijas.
—Tened cuidado, entonces —les advirtió—. No será un camino fácil.
Eran brujas Antonova.
—No tenemos miedo —respondieron y se acomodaron junto a su madre.
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(LENA)
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qué deseas hacer y sé que llegarás hasta el infierno para hacerlo. Sé que sabes
qué requiere eso: sacrificio. —Miró a su madre—. Sé también que tal vez no
te guste lo que desentierres.
Dio la impresión de que las palabras quedaron registradas en la columna
de su madre y titilaron en su rostro al reconocerlas. Lo que le había dicho
Lena, Yaga ya lo entendía.
—¿Eso es magia o intuición, Lena?
—No es nada que vaya a satisfacerte —respondió con ironía—, pero es
algo.
Yaga asintió. No se perdía nada. Lena sospechaba que hablaba el lenguaje
del universo, o a la inversa, que el universo se postraba ante sus deseos y la
informaba de todo.
—Vas a hacerlo, ¿verdad? —le preguntó y ella misma respondió—. Por
supuesto que sí.
Yaga se quedó callada, había algo en su mirada.
—Eres una buena chica, Lenochka —murmuró, y Lena y ella sorbieron de
la taza, sus futuros entre las palmas de sus manos.
(GALYA)
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más joven, siempre cedía, entrelazaba los dedos con los de su hermana y
esperaba pacientemente a que aparecieran las chispas.
A veces era muy tarde por la noche y Galina seguía despierta más allá de
su hora de dormir, a veces hasta temprano por la mañana. Pero no se movía,
sabía que este era su don. Era su importancia. No sabía cómo se había
enterado Marya, ¿por suerte, tal vez? Probablemente de un modo más
significativo. A fin de cuentas, Marya siempre veía las cosas importantes, y
tal vez porque Galina se sentía tan agradecida por la observación al ser la
nada memorable segunda más joven, nunca se quejaba. Se quedaba sentada
con los hombros tensos, una copia perfecta de Marya, hasta en la forma de sus
sonrisas de medianoche.
Por la mañana, una Marya todavía cansada (Marya nunca estaba cansada a
la hora de desayunar), tomaba la cara de Galina con las manos y le dedicaba
una sonrisa diferente, una tierna, llena de gratitud. Le decía algo como «¿Qué
te apetece comer, Galya?» y preparaban tortitas en la cocina de su madre,
llenándose de azúcar y lamiendo el sirope de sus dedos hasta que toda la casa
estaba despierta y los platos apilados con más comida de la que podrían
comer nunca.
—Masha ha muerto —le comunicó esa mañana su madre y, al escuchar
las palabras, curiosamente, o no tanto, a Galina le vino el sabor de las tortitas
y se obligó a tragárselo—. Pero voy a contarte un secreto —añadió Yaga
rápidamente y Galina levantó la mirada, sorprendida. Ella no era Sasha, la
menor, ni Marya, la preferida; ella era solo una de una serie de hermanas con
talentos más bonitos y, por lo tanto, era fácil de olvidar y en raras ocasiones le
contaban secretos. Las gemelas, Irina y Katya, tenían muchos. También
Liliya, que soñaba con ellos, y Yelena, que parecía saberlo todo de ellos. Pero
Galina nunca había tenido secretos, al menos hasta hoy.
—¿Qué? —le preguntó a su madre y esta sonrió.
—Si nos ayudas, Galinka, tal vez podamos hacer algo al respecto —
murmuró Yaga.
«Galya, preciosa Galya, ven y toma mi mano».
—Dime qué necesitas —dijo de inmediato y su madre abrió la puerta de
su dormitorio y la invitó a entrar.
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ACTO IV
SÉ SOLAMENTE MÍO
Julieta
Romeo y Julieta (Acto II, Escena 2).
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IV. 1
(EN LA OSCURIDAD)
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—Yo no quería que pasara esto, Dima.
Nadie tiene lo que quiere, Roma. Sé eso mejor que nadie.
—Lo sé.
—Papá, quiere que… —comenzó, titubeante.
Dimitri cerró los ojos.
—Puede esperar —se apresuró a añadir Roman.
Sí, los deseos de Koschei pueden esperar. Pueden esperar para siempre.
Pueden esperar a que la rabia de mis venas muera, si es que lo hace algún
día. Koschei puede esperar hasta que mi odio desaparezca, si es que lo hace
algún día. Koschei puede volver a preguntar por mí mañana, y pasado
mañana, y todos los mañanas. Puede venir a llamar a mi puerta y suplicarme
y ver si respondo. Koschei no tiene muerte, no tiene vida, no tiene conciencia.
Por una vez, Koschei puede esperar a que decida cuándo estoy listo para
moverme.
—Ve a ver —dijo Dimitri—. A ver qué es. Qué quiere.
Roman frunció el ceño.
—Dima.
Koschei se muere. Koschei solo es inmortal hasta que deje de serlo, no
dijo.
—Tengo que hacer una cosa —comentó, y Roman supo que,
probablemente, algo fuera mal. Seguramente se preguntara cómo hacer hablar
a su hermano el universo (el sol, la luna y las estrellas), pero puede que
entendiera que ya no tenía el derecho a conocer los pensamientos de Dimitri.
Roman lo dejó en paz y, tras enterrar a su hermano Lev en la oscuridad,
Dimitri acudió a la única persona que se le ocurrió. La única persona a la que
podía soportar ver.
—Oh —dijo Brynmor Attaway al abrir la puerta.
Dimitri lo agarró de la garganta y en sus dedos se produjeron pequeños
restallidos de poder.
—Oh —repitió Brynmor Attaway, con menos coherencia esta vez.
Las luces del apartamento del Puente eran demasiado tenues para Dimitri,
que había enterrado a su hermano en la oscuridad. Soltó a Bryn,
prácticamente arrojándolo al suelo, y luego se volvió hacia la puerta y le dio
un empujón. Cuando estuvo cerrada, Dimitri aguardó. ¿Lo mataría el hada?
¿Le apuñalaría el corazón por detrás? Koschei hablaba a menudo de los
peligros de reunirse con hadas. Las historias variaban de un lugar a otro, pero
la lección general era siempre la misma: enséñale la espalda a una criatura
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feérica y alegremente clavará un cuchillo entre tus hombros, a menos que
pueda obtener algo de ti.
Cuando Dimitri descubrió que no estaba muerto, supuso que el Puente
seguía teniendo algún tipo de interés en él.
—Le he dicho a Roman que nuestro trato está saldado —comentó Bryn—,
por lo que o estás aquí buscando el placer de mi compañía o…
—Marya Antonova no está muerta —afirmó Dimitri.
Bryn enarcó las cejas, divertido.
—¿Y cómo sabes eso?
Dimitri sintió el pulso del corazón de Marya de nuevo contra el suyo.
—Lo sé.
—Ah, gente mística y hechizada. ¿Cuál es exactamente tu conexión con
Marya Antonova, Dimitri Fedorov?
Ella es toda mi alma, no dijo.
—Nos conocíamos.
—¿Íntimamente?
Parecía una pregunta con el fin de hacerle daño.
—No está muerta —repitió Dimitri.
—¿Y? —La conversación parecía estar ramificándose en una red de
pensamientos, con el Puente sujetando todos los extremos sedosos—. No veo
qué tiene que ver eso conmigo.
Pero Bryn ya había hecho un buen número de observaciones y Dimitri era
consciente de ello. Sabía que Dimitri había acudido a él por algo. Sabía que la
conexión de Dimitri con Marya era algo más que nada. Tan solo eso ya era
información peligrosa en las manos avaras de un hada.
—¿Sabes? Dicen algo muy interesante sobre Marya Antonova en la tierra
de los muertos —comentó y le hizo un gesto a Dimitri para que se sentara. Lo
hizo—. Intento no prestar atención a los cotilleos, claro, pero a veces es más
fácil decirlo que hacerlo. No siempre puedo evitarlo.
Dimitri no dijo nada.
—Dicen que le falta algo —continuó sin preocuparse por el silencio de
Dimitri—. Una parte de sí misma. Normalmente no es algo que merezca la
pena señalar —murmuró al tiempo que se servía un líquido de color caramelo
en un vaso—. Disculpa, ¿quieres uno? —le preguntó y levantó un vaso.
Dimitri no se movió—. Vale, como quieras. —Sirvió un segundo vaso y se lo
tendió a Dimitri.
Tras unos segundos de silencio, Dimitri aceptó la bebida.
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Ofrecimiento y aceptación. No hacía falta un abogado ni un hada (ni
alguien que fuera ambas cosas) para saber lo que significaba eso. El Puente
esbozó su sonrisa ladina y se sentó frente a Dimitri.
—Marya Antonova está viva, pero le falta algo.
—Quiero que me lleves al reino de los muertos —expuso Dimitri.
—De acuerdo, no era la respuesta que esperaba —señaló Bryn,
traicionando solo lo mínimo su sorpresa—, pero es, desde luego, una
propuesta interesante.
Los dos le dieron un sorbo a la bebida. Whisky, comprobó Dimitri, pero
no era un whisky mortal. Por un segundo pensó que podría estar
envenenándolo, o drogándolo; tal vez no todos los seres feéricos obraran con
espadas. Pero entonces Bryn suspiró y negó con la cabeza.
—No voy a drogarte —le aseguró al interpretar correctamente las dudas
de Dimitri—. ¿Y dejar mis curiosidades insatisfechas? Nunca. Me quiero
demasiado.
—Bien. —Dimitri soltó el vaso—. ¿Sí o no?
—¿Qué empresa tienes con ese reino? —replicó Bryn, y eso no era un
«sí» ni un «no».
—Mi hermano ha muerto.
—Roman no.
—No —contestó Dimitri con los dientes apretados—. Roma no.
—Aunque debería.
—Drama familiar —apuntó Bryn—. Parece problema tuyo.
—El problema es que tengo un hermano muerto cuando no lo necesito —
gruñó él como respuesta—. Si Marya Antonova está viva, seguramente Lev
podría regresar. Necesito saber cómo lo ha hecho Marya.
—¿Por qué estás tan seguro de que lo ha hecho Marya?
El corazón de Marya latió una, dos, tres veces contra el pecho de Dimitri.
—Creo que no son mis respuestas las que buscas de verdad —comentó
Bryn.
—Puede que no, pero tú eres quien puede ayudarme. Di el precio, Puente.
—Por mucho que me encantaría este tipo de trato, incluso yo puedo
decirte que no es posible —respondió y cruzó una pierna sobre la otra—. ¿No
sabes que la parte divertida de los tratos es la negociación, Fedorov? Vas a
tener que ofrecerme algo. Un cheque en blanco deja mucho espacio para la
creatividad y no soy muy imaginativo.
—¿Qué quieres entonces?
—¿Qué es lo más preciado para ti, Dimitri Fedorov?
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Marya. Lev. Roman en un día bueno.
El nombre de Dimitri. Su reputación.
No podía darle nada de eso.
—Nada —concluyó—. Nada es preciado para mí.
Bryn sonrió lentamente.
—Creo que los dos sabemos que eso no es verdad. Y, por desgracia, no
estoy en posición de negociar con un mentiroso.
—¿Por qué no? Hiciste un trato con mi hermano.
—Auch —exclamó Bryn con hipocresía—. Qué pena que no esté Roman
aquí para escucharte.
Dimitri tensó la boca.
Entonces se puso en pie y sacudió la cabeza.
—No sé por qué he venido. —Se dio la vuelta para marcharse y Bryn se
rio.
—Has venido porque estás enfadado, príncipe Fedorov. Estás
acostumbrado a que la vida siga tu camino, ¿verdad? Pero ahora las
decisiones fáciles no parecen tan fáciles. No puedes matar a tu hermano
porque lo quieres —adivinó—. No puedes matarme a mí porque quieres mi
ayuda. Quieres poner tus manos doradas encima de algo y drenarlo de vida, es
comprensible, pero no puedes. Te sugeriría terapia —añadió, cortante—, pero
sospecho que estás demasiado mal.
Dimitri se volvió hacia él.
—¿Qué me aconsejarías entonces?
—¿Yo? Venganza, por supuesto. —Le dio un sorbo al vaso—. ¿Quién
tiene la culpa de esto?
—Yo… —Dimitri vaciló. Roman. Arrugó la cara, disgustado.
—Retrocede un paso —le sugirió Bryn.
Marya. Ella había empezado esto.
No, ella no. Su madre.
No, volvió a pensar.
Esto empezaba con Koschei.
—Tienes algo en contra de mi padre —comentó con la mirada fija en
Bryn.
—Mira qué inteligente eres. —Brindó con él desde la distancia—. Bravo,
principito.
Dimitri pensó que por ahora era más inteligente guardarse para sí mismo
su propia opinión sobre Koschei.
—No tengo nada que ganar enfrentándome a mi padre.
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—Tampoco mucho que perder. —Bryn soltó el vaso para fijar la mirada
en Dimitri—. Lo suyo es tuyo, ¿no? Destinado a que lo tengas tú, el heredero
al trono. Todo este deber y honor. —Puso una mueca y se levantó para
acercarse a Dimitri, que estaba al otro lado de la habitación, junto a la puerta
—. Es tan… agotador, ¿no? Todo este poder. ¿Y qué ha hecho el poder por ti?
Dimitri no le confesó que se había hecho esa misma pregunta.
—Una afirmación osada —dijo en cambio—, teniendo en cuenta que te
estás dirigiendo a uno de los brujos con más influencia del distrito. De todos
los distritos.
—¿Y qué coste ha tenido para ti?
Marya. Lev. Roman en un buen día.
La mayor parte de su cordura.
La totalidad de su alma.
—Solo una idea —comentó Bryn. Le dio una palmada en la espalda y lo
guio de nuevo al salón. Lo empujó suavemente hacia el sofá—. Resulta que sé
que tu padre está en un lugar idóneo para bajarle los humos.
—Los rumores proliferan entre hadas —murmuró Dimitri. Tomó asiento
junto a su vaso con la mano del Puente todavía sobre el hombro.
—Algo así —afirmó Bryn, divertido—. Pero ¿cómo no estarlo? Acaba de
perder a su hijo. La magia de su otro hijo está comprometida y luego… estás
tú. —Esbozó una sonrisa ladeada—. Tu familia está en un momento
vulnerable, ¿no? No quiero pensar que tengas enemigos que puedan encontrar
un agujero en tu armadura.
Bryn le dio un golpecito en el cuello y Dimitri se amilanó.
—No debería haber venido —dijo Dimitri y Bryn se encogió de hombros.
—Bueno, eso es debatible. No te lo iba a poner fácil, ¿no? No tiene nada
de divertido. Pero sí podría ayudarte. Has elegido bien, sabiamente.
—Quieres a mi padre muerto —constató Dimitri, aturdido—. ¿Ese es tu
precio por llevarme hasta Lev?
—¿Qué? No, no seas tonto —protestó—. Bueno, sí, desde luego que
quiero a tu padre muerto, pero eso es más bien un capricho secundario y
constante. Él nos desprecia a los de mi especie y a mí, ¿verdad? —Se sentó y
tomó su vaso de whisky al ver que Dimitri no respondía—. No necesito
confirmación, ya lo sé. Pero no, su vida no es mi precio.
—Entonces ¿qué? —Dimitri se rodeó el cuerpo con los brazos.
—No hay precio.
Dimitri frunció el ceño. Era imposible que le ofreciera algo gratis.
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—No te lo estoy ofreciendo gratis —le aseguró—. Lo que digo es que no
puedo ofrecerte nada. No sé cómo ha regresado Marya Antonova. Podría
enterarme —se encogió de hombros—, pero no podría hacerlo por ti. Podría
cruzar al reino de los muertos, pero lo mismo, no podría llevarte conmigo.
—Son migajas. Flacas ofertas.
—¿Verdad? —coincidió Bryn con una carcajada y señaló el vaso de
Dimitri—. También puedes acabarte la bebida.
—¿Qué es?
—Whisky de la casa de mi madre. Me dijo que iba a recibir una visita del
sol, la luna y las estrellas. Es una especie de psíquica desastrosa.
Dolorosamente turbia.
—¿Qué es?
—Ah, ya sabes, una humilde hada. —Dio un sorbo—. Una experta
destiladora de whisky, eso seguro.
Dimitri se llevó el vaso a los labios y le dio otro sorbo.
Estaba muy bueno.
—No soy un completo altruista, por supuesto —apuntó Bryn—. Me ha
agradado mucho que vinieras aquí, principito, me encantaría tener el apoyo
del próximo Koschei. Tengo una especie de plaga de brujos estos últimos días
y me gustaría contar con una posición más privilegiada. —Se encogió de
hombros y añadió—: Es más fácil matar moscas desde las alturas.
Dimitri parpadeó.
—Me quieres… —comenzó, pero vaciló—. ¿En tu colección?
—Me encantan los trofeos. Cuanto más útiles, mejor. Y eres bastante
bonito.
—Pero no soy útil para ti si sigo siendo leal a mi padre.
—Cierto, ya se me había pasado por la mente. Pero tampoco podrás
recuperar a tu hermano si sigues siendo leal a Koschei. ¿Qué va a ser
entonces? —preguntó y Dimitri bajó la mirada al whisky que tenía en las
manos.
No sabía la respuesta.
Pero, en cualquier caso, este no era lugar para la verdad.
—Soy un Fedorov. —Dejó el vaso en la mesa—. Nací Fedorov. Moriré
Fedorov.
—¿Como Lev?
Dimitri pensó por un momento si no sería mejor matar a esa criatura
irreverente. Puede que le hiciera sentir mejor, que aligerara la tensión de su
pecho.
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—¿Cómo ha satisfecho Roman su trato contigo? —preguntó en cambio.
—Ha pagado alguien en su nombre. La deuda está saldada.
El corazón de Marya palpitó despacio, golpeando a modo de advertencia
contra el suyo.
—¿Para quién trabajas? —Dimitri se puso en pie.
—Para el mejor postor.
—¿Y ahora quién es?
La mirada en la cara del Puente sugería que Dimitri había formulado al fin
la pregunta correcta.
—Tú no —respondió con el vaso en la boca, riéndose.
Dimitri se puso a dar vueltas, pensativo.
¿Quién habría pagado la deuda de Roman?
¿Quién querría poseer la lealtad del Puente?
Solo le vino una persona a la mente, aunque era improbable.
—¿Cómo puedo encontrar a Marya Antonova? —preguntó tras detenerse
de golpe.
—¿Cómo encuentra nadie a Marya Antonova? —Bryn se encogió de
hombros.
No la encuentra. Ella te encuentra a ti, pensó Dimitri.
—Vete a casa, principito —le sugirió Bryn—. Vuelve cuando hayas
cambiado de…
Se quedó callado con los ojos fijos en el centro del pecho de Dimitri.
—… opinión —terminó, ladeando la cabeza, y Dimitri no respondió.
Volvió a la puerta y no miró atrás.
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IV. 2
(HILOS)
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—Hizo un sacrificio para salvar a su hija —espetó Marya—. Una mentira
piadosa.
—Pero una mentira igualmente.
—Mi madre nunca me mentiría a mí. Sé más listo con tus batallas, Puente.
O al menos preséntate con cuchillos más afilados.
—¿Dónde está ahora tu hermana?
—Ocupada y, lo que es más importante, no es asunto tuyo.
Se bebió el resto del vaso de Dimitri y se levantó.
—¿Vas a guardar nuestro secreto entonces? —le preguntó.
Esta vez los términos del contrato eran dolorosamente sencillos. No
traicionaría a Marya Antonova y, a cambio, no la tendría como enemiga.
—Sí —confirmó él.
—Ya me has mentido antes —señaló Marya con desaprobación.
—Sí —admitió Bryn y añadió, probablemente de forma estúpida—:
Entonces no estabas libre.
Al oír sus palabras soltó una carcajada que chisporroteó como el champán
delicado y frío.
—¿Qué te hace pensar que estoy libre ahora? —murmuró y, antes de que
Bryn pudiera responder, acercó la mano a su mandíbula y deslizó el pulgar
por sus labios—. Ni siquiera sabes si lo prefieres a Dimitri o a mí, ¿verdad?
Es el poder lo que amas, Puente. El poder te excita. Debe destruirte estar tan
cerca de él.
Así era.
Pero sospechaba que las palabras significaban más para ella que para él.
—¿Cómo sabías que vendría Dimitri? —le preguntó.
La antigua Marya Antonova habría titubeado. Esta apenas respiraba.
—Porque lo conozco.
—Puede que lo conocieras en el pasado.
Lo agarró con más fuerza y sacudió la cabeza.
—Mejor que no preguntes —musitó.
Bryn retorció las manos, invocando un poco de la magia de Koschei con
las yemas de los dedos, que le picaban. Todavía le parecía algo nuevo,
vagamente fuera de lugar. Aún tenía que pedir permiso para usarla e incluso,
al hacerlo, era salvaje y descontrolada. Marya, por otra parte, exhaló la suya
como parte de su naturaleza, apagando su fuego antes de que la chispa se
hubiera encendido.
—Eso es poder robado, Puente —le recordó—. Nunca funcionará para ti
igual de bien que el mío para mí.
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Lo dejó sin respiración con una sonrisa.
El corazón le martilleó una vez, dos. Tres veces, descontrolado.
—¿Cuánto se tarda en asfixiar a alguien? —le preguntó Marya con tono
dulce.
Bryn notó que se le iban a salir los ojos y ella suspiró y lo liberó.
—Estás de suerte, sigo necesitándote —señaló cuando el Puente cayó al
suelo, resollando en busca de aire—. Lo estás haciendo bien, Brynmor. —Se
agachó para tocarle la mejilla y, cuando él se apartó, soltó otra risa
burbujeante—. De hecho, lo estás haciendo tan bien que casi confío en ti.
Deslizó la punta de los dedos por sus labios, provocándole un escalofrío.
—¿Casi? —repitió él.
—Casi —confirmó y se puso de pie.
Es el doble de encantadora que en vida, pensó Bryn, y el doble de serena.
Las cosas muertas eran siempre perfectas. Muy muy difíciles de
conmover.
—Duerme un poco, Puente —le aconsejó—. Tal vez te enseñe mañana a
usar esos poderes robados que tienes.
Asintió y Marya suspiró.
—¿No hay réplica rápida? Qué decepcionante. Tenía las expectativas muy
altas.
—El título de mis memorias —respondió él.
—Mejor. —Asintió con aprobación.
En un parpadeo, se había marchado.
—Malditos brujos —gruñó Bryn.
Alcanzó entonces su vaso y se lo terminó antes de apoyar la cabeza en el
suelo.
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IV. 3
(TÉRMINOS Y CONDICIONES)
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—Sí. —Marya le agarró la barbilla con más fuerza—. Pero yo nunca te
habría dejado morir, Sasha. Nunca.
—Entonces rompimos nuestra parte del trato cuando me trajiste de vuelta
—respondió—. Y Koschei no.
—Porque Koschei es un monstruo capaz de matar a su propio hijo —
señaló Marya y añadió una advertencia—: No confundas apatía con honor.
—Pero ¿por qué me has traído de vuelta? —A regañadientes, Sasha
levantó la mirada con amargura para fijarla en los ojos oscuros de su hermana
—. Entiendo por qué mamá quería traerte a ti, Masha. Nadie puede hacer lo
que haces tú. Nadie puede ser comandante de mamá excepto tú. Pero yo… no
hay razón para…
—Sashenka. ¿Quién te ha amado nunca más que yo? —la interrumpió—.
Dime una persona. Dime alguien.
Sasha vaciló.
—Pero, Masha, yo…
—Olvídate de mamá. Olvídate de Koschei. ¿De verdad crees que yo iba a
dejar que murieras?
—Masha…
—Eres una Antonova —le recordó—. Tú y yo no somos una entre
muchas. Somos partes de un todo indivisible. Si Lev y sus hermanos no son lo
que somos nosotras, allá ellos. Esa es la diferencia entre una Antonova y un
Fedorov. Esa es la diferencia entre nosotras y todos los demás, y todo lo
demás. No estamos acabadas, Sashenka —dijo y, en lugar de ablandarse, se
mantuvo firme, soldado feroz de su madre—. Mira a lo que se enfrenta mamá,
Sasha. No podemos quedarnos muertas y enterradas.
—Pero ¿y…? —Sasha tragó saliva—. ¿Y Stas?
Sin Lev, Sasha se sentía extrañamente vacía. Donde antes tenía un
horizonte, ahora solo veía una línea borrosa. Imaginaba que su hermana, al
perder a su esposo con el que llevaba casi doce años casada, se sentiría de la
misma forma, como si le faltara una parte, como si la hubieran lanzado
extremadamente lejos, como si la hubieran arrojado a ciegas al mar.
—Stas eligió —respondió Marya.
Él no era un Antonova, podría haber dicho.
—Lo mató Roman —señaló Sasha—. Igual que a ti.
—Roman sufrirá a su manera. Yo no me preocuparía por ello.
Parecía tremendamente fría e inhumanamente bella, como un diamante
cortado para brillar a la luz. «Mis hijas son diamantes. Nada hay más bello.
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Nada brilla con más fuerza. Y, lo más importante, nada va a romperlas», solía
decir Yaga.
—No te olvides por mandato de quién hizo esto Roman —le advirtió
Marya al tiempo que se metía el pelo detrás de la oreja—. Roman Fedorov es
solo el cuchillo de Koschei. Un cuchillo no se empuña solo.
Pero era Roman quien debía morir, no Lev…
Pero era la sangre de Roman la que yo quería…
Pero era Roman, todo este tiempo era Roman, y ahora…
Sasha se tragó sus dudas.
—Sufrirá a su modo —aceptó y se apartó de la mano de Marya, no para
crear distancia entre ellas, sino para sostenerse por sí sola, sin ayuda. Para
existir en un plano de su propia voluntad—. ¿Qué voy a hacer entonces si no
voy a trabajar en la tienda?
—Koschei no tiene motivos para saber que estás viva —le recordó Marya
—, y no vamos a darle uno. No tiene motivos para saber qué más tenemos en
la tienda para él.
—Pero ¿el negocio va a… seguir sin más? —preguntó Sasha con el ceño
fruncido.
—El negocio va a crecer —la corrigió Marya—. Tú misma cerraste el
trato, ¿no? Ese era solo un distribuidor, Sashenka. Solo un peón, pero hay
más. Siempre hay más.
—Pero ¿cómo vamos a acabar con el imperio de Koschei vendiendo
drogas a adictos sin magia? —Se le revolvió el estómago solo de pensarlo.
¿Por esto había perdido el mundo a Lev? Volvió a arder su odio por Koschei
y de nuevo el camino por delante le parecía pequeño e insignificante, la
balanza de la justicia estaba demasiado desequilibrada. Quería devastación.
Quería muerte. Quería sangre, desesperadamente—. Puede generarnos
satisfacción. Dinero, seguro, pero…
—La única manera de ganar algo es teniéndolo —le recordó Marya—.
Quitarle cada fragmento, dejarlo sin posesiones, sin su autoridad e influencia,
hasta que lo único que le quede sea el orgullo, y entonces también le
quitaremos eso. —Sus ojos oscuros refulgieron—. Nos volveremos tan
poderosas, tan vastas, que Koschei tendrá que inclinarse ante nosotras, y
cuando se postre ante todo lo que hemos construido…
—Veremos caer su imperio —murmuró Sasha.
Si su negocio es su todo, entonces lo arrasaré hasta los cimientos, pensó.
—¿Puedes hacerlo? —le preguntó Marya, muy seria. Se llevó la mano a la
cicatriz que Sasha sabía que seguía en su pecho, por encima de su corazón—.
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Dime la verdad, Sasha, porque no va a ser sencillo. Hay poca sensatez en el
poder. Hay incluso menos en la venganza.
—No quiero ser sensata. —Lev había sido un necio. Había muerto por la
negligencia de su propio padre, por el hermano por el que había luchado tan
ciegamente para salvarlo. ¿Por qué iba a ser ella diferente?—. No quiero ser
sensata —repitió despacio—. Quiero ganar.
Los labios de Marya se curvaron poco a poco hacia arriba en una muestra
de satisfacción que no encajaba del todo con la Marya que era antes.
Pero Sasha tampoco era la persona que era antes.
—Entonces, ¿por dónde empezarías si quisieras quitárselo todo a un
hombre? —le preguntó.
Fácil. Sasha era (había sido) estudiante de empresariales en una de las
universidades más competitivas del país. Comprendía los principios básicos,
la economía de subsistencia.
—Por destruir sus recursos. Quitarle el acceso a cualquier cosa que
necesite para continuar.
—Bien. —Marya asintió—. ¿Y?
—Volver a sus aliados en su contra. Su influencia, escindirla.
—Sí. ¿Y?
Se quedó callada unos segundos.
—Aniquilar a su ejército —respondió—. Los otros dos hijos.
Al escuchar eso, Marya adoptó un aspecto glorioso. El arco de su sonrisa
refulgió brillante, centelleante, cegador.
—Sashenka, has nacido para esto.
Sasha miró su reflejo. Puede que sus ojos fueran ahora desmesuradamente
grandes por haber visto demasiado, pero tal vez se había equivocado al
creerlos vulnerables. Tal vez eran ahora lo bastante grandes para que no se le
escapara nada.
—Entonces deberíamos empezar, Masha. —Se volvió y sonrió a su
hermana—. Tenemos mucho trabajo por hacer.
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IV. 4
(POR CADA MITO, UN VILLANO)
ric Taylor no era un villano, era sencillamente un hombre que jugaba las
E cartas que le habían repartido. ¿Consistían esas cartas sobre todo en
acceder a narcóticos y fármacos en lugar de algo más útil, como un
fondo fiduciario? Sí. Pero mejor eso que jugar de manos vacías, como
siempre había pensado.
Eric era blanco, de clase media alta, convencionalmente atractivo; una flor
tardía, un cuento admonitorio para la era moderna. Inteligente, sí, pero nunca
lo suficiente. Padre desapegado; madre blanca, anglosajona y protestante poco
sentimental. Una historia familiar, aunque ya no está de moda sentir
compasión por ese tipo de ausencias morales fundamentales. ¿Amor no
correspondido? Oh, por supuesto, toda una vida. Siempre el segundo para
alguien, normalmente detrás de su hermano mayor, que fue a Harvard y
después a la Escuela de Leyes de Columbia, y estaba en vías de convertirse
en… lo que fuera. Juez de la Corte Suprema. Estaba trabajando para un juez
en Chicago y, honestamente, ¿qué más daba? Andrew Taylor probablemente
fuera senador un día y, cuando lo consiguiera, daría las gracias a sus raíces
humildes y fingiría que nunca había metido a Eric en una taquilla cuando era
capitán del equipo de fútbol en el colegio.
Tal vez fuera humilde por parte de Eric sentir pena por sí mismo, pero,
para ser justos, nadie más iba a hacerlo por él. Sí, demasiado a menudo era
buen momento para beber vino y su madre apenas notaba que Eric estuviera
vivo, y sí, su padre le había dicho que era una decepción más veces de las que
le había dicho «te quiero» (esto último sucedía de forma tan infrecuente que
podía contarse con los dedos de una mano, y una de esas veces fue durante
una entrevista para el periódico de su ciudad), pero a nadie parecía importarle
de verdad si eso afectaba el desarrollo de Eric. Su psiquiatra se interesaba de
vez en cuando; se lo habían asignado cuando sufrió una jodida crisis nerviosa
en décimo y se tiró por las escaleras de su instituto. Sin embargo, el mayor
afecto que recibió Eric fue en la forma de un talonario de recetas y el tipo de
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rienda suelta que tan solo proviene de la apatía. (Sin degradar la profesión,
por supuesto. Eric suponía que había psiquiatras que sí hacían un buen
trabajo, pero sabía que el suyo no era de esos).
Sí, Eric vendía Adderall. Y Lexapro. Y Ritalin. Y otras drogas que
tomaban los obreros para mantenerse despiertos en las grúas y que recibió
después de haberse quejado a su psiquiatra de que todos los antidepresivos
empezaban a dejarlo somnoliento. Y sí, había dado pastillas a sus compañeros
de clase; aunque «dar» no era exactamente el término adecuado, por supuesto,
pero ellos podían permitírselas. (Era un chico razonable. Las vendía a precio
de mercado, o casi).
¿Era un secreto? No. ¿Había terminado convirtiéndose en algo así como
una empresa? Sí. Estuvo a punto de meterse en problemas en una ocasión al
invadir el territorio de una farmacia que operaba en el campus de la
Universidad de Nueva York. Por supuesto, una vez que le quitaron la licencia
a ese médico (sugerencias anónimas; qué curioso lo poco que suelen rastrear
esas llamadas), Eric se encontró con toda una clientela que necesitaba drogas
con urgencia. ¿Y no estaba ya jodido el sistema sanitario estadounidense? ¿A
quién le hacía daño realmente? ¿A compañías farmacéuticas? Decidió que
podrían superar el golpe.
Entonces conoció a Baba Yaga. Bueno, no exactamente a Baba Yaga, sino
a su asociada, por decirlo de algún modo, que se llamaba Marya.
—¿Como en el cuento? —preguntó Eric, porque no era estúpido, leía
libros.
—Sí, como en el cuento —confirmó Marya.
En las historias, una princesa de nombre Marya Morevna derrota a
Koschei el Inmortal. Más o menos. Entonces su esposo lo arruina todo, pero
Marya vuelve a ganar al final.
—Marya no trabaja para Baba Yaga —señaló Eric, pero a Marya no le
interesaban los detalles.
—¿Quieres dinero o no? —le preguntó.
A Eric le gustaban las personas que iban directas al grano.
—¿Cómo me has encontrado?
Ella sonrió. Tenía una sonrisa perturbadora.
—Magia —emergió de sus labios de color cereza y a Eric le gustó,
aunque esta vez no fuera al grano. Le gustaba la franqueza, pero él también
podía hacerse el reservado. O eso pensaba.
Empezó a fantasear con Marya. No con ella específicamente, claro
(llevaba una alianza dorada en el dedo y parecía muy poco subyugada por el
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atractivo de Eric), sino… con el concepto de ella. La mujer poderosa con el
nombre de un mito que llevaba el timón de una gran empresa de narcóticos.
Le gustaba, le gustaba cómo sonaba; la fantasía de poder sucumbió a él, que
siempre había sido el segundón.
Descubrir que Sasha formaba parte de una familia criminal importante fue
una locura, a su pesar.
—Eric —dijo ella, expectante en la entrada, cuando Eric le abrió la puerta
de su apartamento. Nadie le había abierto.
—Sasha —la saludó él, tratando de ocultar el amplio espectro de
reacciones que experimentó por el delirio repentino de su presencia. La última
vez que la había visto, se encontraba inmerso en una alucinación de color
caramelo, una con nubes con sabor a rosa y las curvas de sus muslos
enredados en su cabeza—. Has vuelto a faltar a clase.
—Empiezo a pensar que la facultad no es para mí —respondió ella, y
añadió—: En realidad he venido a verte por otro motivo.
Él arqueó una ceja.
—¿Ah? —preguntó, porque, de nuevo, podía hacerse el reservado.
Sasha puso los ojos en blanco.
—Eres asqueroso.
—¿Sí? —Un día de estos cedería.
Como si pudiera leerle la mente, Sasha exhaló un suspiro; se adelantó y le
clavó un único dedo en la garganta, con la mirada fija en su boca.
—Eric —murmuró.
Él se inclinó hacia delante.
Sasha bajó la uña hasta su pecho y él aulló de dolor; se tambaleó hacia
atrás y chocó con la mesita de Ikea que había pegada contra la pared.
—¿Qué cojones…?
—Vas a ayudarme con una cosa —le indicó Sasha, y no era una pregunta.
Apartó la mano y se miró los dedos. Si Eric esperaba ver garras, no fue así.
No era ninguna especie de criatura, se recordó a sí mismo. Solo era una chica
guapa capaz de provocarle un dolor terrible, no difería mucho de las demás.
—¿Con qué voy a ayudarte? —preguntó con tono reflexivo; no quería
hacerlo.
¿O sí?
Costaba decidir qué era lo que quería de verdad, sabía que Sasha podía
envolverle la garganta con su bonita mano y arrancarle la respuesta que
quisiera de la lengua. Nadie esperaba eso de las chicas calladas, pensó con un
deleite perverso. A veces el elemento sorpresa lo sacaba de su monotonía
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mejor que una droga. Mejor que la clase de drogas que vendía él, al menos.
Por eso nunca se sintió realmente mal por ello, las pastillas no les hacían nada
malo a las personas que de verdad las necesitaban. La química del cerebro era
de escasa ayuda a ese respecto.
—Vas a ser mis ojos —le informó.
—¿Qué estoy buscando?
Sasha sonrió.
—Dinero.
—Puedo hacerlo.
—Claro que puedes. Te lo estoy ordenando yo.
Eric se quedó mirándola.
Mierda, ¿le pertenecía?
(¿Quería pertenecerle?).
—¿Tienes más drogas de esas? —Normalmente no abusaba de sus
propios productos (más allá de los que necesitaba para su propia cordura, o
algo parecido a la cordura), pero quería lo que estaba fabricando Baba Yaga.
Quería volver a saborear a Sasha en su lengua, aunque solo fuera en un sueño.
Maldita sea, un sueño era mejor. La realidad dejaba un regusto amargo. Y
a veces un moratón.
—Justo aquí —respondió Sasha y sacó una tableta con pastillas de colores
pastel—, aunque también vas a necesitar esto. —Le enseñó un brazalete de
piel.
—No me van los accesorios.
—Ahora sí —le dijo, y Eric supuso, alegremente, que sí.
Mierda, ¿sería ella?
¿Las drogas?
Puede que fuera magia.
Le puso el brazalete en la muñeca; deslizó el pulgar por los bordes y lo
bloqueó; este se encogió, ajustándose a su piel.
—No se lo cuentes a nadie —le advirtió.
—¿Quién iba a creerme? —replicó él con la mirada puesta en la muñeca,
y ella esbozó una sonrisa.
—Estás bien jodido, Taylor —dijo y aplastó una pastilla con los dedos
para convertirla en polvo. Se lo acercó a la nariz.
Eric aspiró fuerte. Esperó a que se alojara en algún lugar de su mente, a
que la visión de ella se transformara en bonitas olas de olvido.
Eric no era un villano, estaba muy seguro de ello.
Pero, maldita sea, era débil.
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IV. 5
(HILOS, BIS)
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—Ya te lo he dicho —consiguió resollar—. Marya está muerta. —Desvió
la mirada, nervioso, a la calle que tenía debajo—. Aunque estuviera viva, no
sabría dónde encontrarla. Ella me encuentra a mí, siempre me encuentra.
Era la misma respuesta que le había dado el anterior brujo de distrito, y la
misma del distribuidor anterior.
Descorazonador.
—Bien —dijo Dimitri y metió a Raphael dentro de la habitación de nuevo
—. Si la ves, dile que la estoy buscando.
Raphael cayó al suelo y soltó un sonido gutural. De rodillas, miró a
Dimitri.
—Estás… loco…
—Prefiero considerarme muy motivado y con prisas. —Se miró el reloj y
pensó si podría averiguar algo útil para que la visita hubiera merecido la pena
—. ¿Dónde puedo encontrar al brujo de distrito Stas Maksimov?
La respuesta que le dio Raphael mientras tosía fue más bien incoherente.
—No puedes. —Levantó la cabeza, con aspecto trastocado, y habló con
más claridad esta vez—: Stas Maksimov está muerto.
Dimitri parpadeó.
—¿Qué?
—¿No te has enterado? —La voz de Raphael, aún ronca, por fin había
adquirido cierta claridad—. Murió justo después que Marya. Dicen que lo
hizo tu propio hermano —añadió con un toque amargo de humor—, pero,
como pasa con todo lo que hace tu familia, no hay pruebas.
Dimitri lo miró.
Y lo miró.
—Deberías de recordar que yo no soy Koschei, Santos —dijo entonces
con brusquedad—. A diferencia de él, espero que pagues lo que debes. —
Koschei hacía la vista gorda porque Raphael, como muchos malhechores de
su calaña, tenía conexiones con otras personas más útiles, y era un conocido
de hacía tiempo que solía asegurarle el acceso a algunas de las colecciones
más cuestionables de Koschei.
Dimitri no tenía esas aficiones. Él era coleccionista de voluntades, no de
seres.
—¿O qué? —gruñó Raphael y se apoyó en la pared.
—O te pasarás los días que te quedan preguntándote «¿o qué?» —le atacó
Dimitri—. ¿Está claro? Pero dile a Marya Antonova que estoy buscándola y
tacharé un favor de tu lista.
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—Está muerta —repitió, con impaciencia esta vez. Había regresado parte
de la actitud engreída al abandonar la zona de peligro mortal inminente—.
¿Es que no me has escuchado?
—Hay otros reinos por el que transmitir ese mensaje si ya no te importa
seguir existiendo en este —le advirtió Dimitri y Raphael se encogió—.
¿Entendido entonces?
—Sí, Koschei —murmuró entre dientes Raphael y Dimitri inclinó la
cabeza y se marchó.
Sabía que lo había pronunciado con veneno, pero le daba igual.
El título no le pegaba.
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IV. 6
(JUGANDO A BUSCAR)
–¿Y bien?—Te
—dijo Marya, apoyándose en la puerta cuando Raphael la miró.
está buscando —respondió, irritado.
—Sí, me he enterado. —Miró las marcas en el cuello de Raphael—, pero
ya sabes que no he venido por eso.
Raphael frunció el ceño.
—El dinero está en el cajón de mi mesa.
—Pues ve a por él —le sugirió, y Raphael se puso en pie con dificultad,
sacó los billetes del cajón y se los dejó en las manos antes de volver a
desplomarse en el suelo.
—Toma, todo lo que me pediste. Más el secreto.
—Buen chico. —Marya le acarició la cabeza—. Bien, puedes guardarte el
dinero. No lo necesito.
—¿Qué?
Sin interés alguno por la conversación, Marya se volvió para marcharse.
Raphael, que se había quedado con la boca abierta, se tambaleó para agarrarle
el brazo.
—¿Entonces por qué haces esto? —preguntó con los dientes apretados.
Marya le apartó la mano como si espantara una mosca.
—Eres una fuente importante, Santos —le recordó—. Tómatelo como un
cumplido.
—Yo no trabajo para ti —replicó él y Marya se encogió de hombros.
—Ya veremos. ¿Qué vas a darle a Koschei esta vez?
Raphael vaciló, con el ceño fruncido.
—Pensaba que no estabas interesada en las criaturas.
—Juzgas equivocadamente mis intereses —le informó ella e hizo una
pausa—. Mantén un registro —le sugirió—. Todo lo que entra, todo lo que
sale. Volveré a buscarlo la semana que viene.
—Marya —se dirigió a ella, parpadeando—. Eso es… Si Koschei se
entera de que te lo he dado… si se entera siquiera de que me he quedado con
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uno…
—¿Sí? —preguntó, observando con diversión cómo palidecía.
—Podría arruinarme —farfulló y la bruja ladeó la cabeza.
—¿Puede hacerlo? —Se agachó para alinearse con su mirada evasiva—.
Hum… y yo que pensaba que era yo quien iba a arruinarte si no hacías le que
te pedía —señaló con un tono calmado perfecto para la seducción. O para el
peligro.
Raphael puso mala cara.
—Marya…
—Ah, no te preocupes —le aseguró. Le dio una palmada en la mejilla y se
levantó—. Eres de utilidad para mí, Santos. No tengo motivos para arrojarte a
la merced de Koschei. Por cierto, ¿cómo está tu mujer? —preguntó—.
¿Funciona el suero que le di?
Raphael tragó saliva y asintió.
—Sí. Está mucho mejor.
—Bien, bien. La semana que viene entonces.
De nuevo dio media vuelta para marcharse y de nuevo la llamó Raphael,
desesperado.
—¿Y Dimitri Fedorov?
Marya se detuvo y lo miró por encima del hombro.
—¿Qué pasa con él? —preguntó antes de desaparecer de su vista.
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IV. 7
(HACIENDO INVENTARIO)
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decir nada. No era una rabieta; no hubo portazos ni zapatazos en el suelo.
Dimitri Fedorov sencillamente había determinado que no merecían su
atención y los había dejado atrás.
Koschei suspiró despacio.
—Deberías decírselo —sugirió Roman a su padre en voz baja.
Koschei apenas parpadeó.
—Solo serviría para que se enfadase más contigo, Romik.
—Puede —coincidió Roman—, pero aun así. No debe de ser sencillo para
ti estar así con él.
Su mirada oscura recayó sobre Roman.
—No es asunto de Dima qué deudas decido liquidar ni cómo. Él no es
quién para cuestionar mi acuerdo con el Puente. Solo te lo he contado a ti
porque te concierne, y porque si tiene razón…
—Porque si el Puente te dijo la verdad y Masha está viva, entonces vendrá
a por mí —murmuró Roman y Koschei puso una mueca reprobadora.
—Piensas poco, Romik. Siempre poco. —Acercó los dedos al borde de
una sombra de la pared y Roman se tensó, menospreciado por su padre—.
Yaga y sus hermanas no son meras jugadoras —explicó—. No se vengan
cuando no hay nada que ganar aparte de la venganza. Para ellas, lo que está en
juego siempre es más que eso y, si el Puente tiene razón, o si deciden al final
desafiar el trato que hicimos —aclaró con tono sombrío—, entonces no será
un pez pequeño el objetivo de Baba Yaga.
—¿Crees que vendrá a por ti? —preguntó Roman con ej^ ceño fruncido.
—A por mí —afirmó—. O a por Dima.
Roman parpadeó.
—¿Por qué Dima?
—Es mi heredero. —Koschei se encogió de hombros—. Es el futuro de
esta familia.
—Estás diciendo… —Roman carraspeó, y notó algo amargo en la
garganta—. Papá, yo maté a Marya Antonova. Yo maté a Stas Maksimov. Yo
robé a Baba Yaga, puse a su fuente en contra de ellas y las engañé. Yo he
jugado con ellas. —Koschei no dijo nada y el nudo que sentía Roman en la
garganta le bloqueó de pronto la entrada de aire—. ¿Estás diciendo de verdad
que las Antonova vendrán a por Dima y no a por mí porque él es… más
valioso que yo?
Koschei apretó los labios.
—Esta no es una cuestión de valor —respondió con tono neutro. Le dio
un sorbo al vaso antes de lanzar una mirada dura a Roman—. He salvado tu
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magia, ¿no? Te he salvado la vida. ¿Aún te preguntas si te considero valioso,
Romik? Porque tengo un hueco donde debería estar mi riñón que sugiere que
tendrías que dejar tus inseguridades infantiles a un lado.
Roman se bamboleó, herido.
—Solo decía…
—Si arruinan a Dima, me arruinan también a mí. Dima es a quien
conocen los brujos de distrito. En quien confían. Es quien me representa en
mi negocio, quien se encarga de los conflictos en mi nombre. Si Dima cae, es
señal para los demás brujos de todos los distritos de que mi familia es
vulnerable. Débil.
—Pero aun así, la sangre de Masha está en mis manos. —El corazón de
Roman era un tambor tribal, latía tan fuerte que retumbaba en la habitación—.
¿De verdad piensas que eso no significa nada para Yaga?
—¿Para Yaga? Sí, seguro. —Se encogió de hombros—. Y sí,
probablemente tengan en mente alguna clase de castigo para ti también. Pero
tu pérdida solo será personal para ellas, no estratégica, y Yaga es demasiado
lista para perder el tiempo con una venganza emocional.
Casi sonaba como si la admirara. Roman dejó a un lado la observación y
se tragó su frustración. Y el orgullo.
—Podrías transferirme parte del poder de Dima —sugirió—. Míralo —
añadió, señalando el lugar por donde había desaparecido su hermano—.
Ahora es reservado, papá, solitario. Tiene otros planes. —Dimitri pertenece a
Marya, no nos pertenece a nosotros, no dijo, aunque le hubiera gustado,
porque Koschei no parecía darle mucha importancia a este detalle.
—Dima es un hijo Fedorov —insistió Koschei sin dudar, apretando con la
mano el reposabrazos del sillón—. Es mi hijo. Está enfadado conmigo, pero
nunca se volverá en mi contra.
Para Koschei era un comentario fugaz. Para Roman, un grito de guerra. A
ojos de Roman casi parecía una apuesta pensar que Dimitri, que ya había
mostrado señales de que estaba irrevocablemente alterado, tomaría las
mismas decisiones de siempre. Roman entendía que el Dimitri que acababa de
salir por la puerta no era el mismo que existía antes de su ajuste de cuentas
con Marya Antonova.
Y Roman tampoco era el mismo hijo que seguía las reglas con tanta
facilidad.
—Dame algo, papá —le imploró, en un intento fútil de calmar el golpeteo
de su pulso—. Tiene que haber algo que pueda hacer por ti mientras tanto, sin
Dima.
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Koschei se levantó con esfuerzo por la gravedad de la edad.
—No —respondió y a Roman se le aceleró la respiración.
—Pero papá…
—Si no te hubieras comportado como un crío, Lyova seguiría con vida —
le recordó, insensible, y Roman se encogió ante la mención de Lev—. Dices
que has matado, robado, engañado, como si eso fuera un ejercicio de poder. Y
si no fuera por ti, Dima seguiría siendo mi hijo fiel, como siempre. Masha
estaría viva, sí, pero tendría la atención puesta en otra parte. No teníamos
motivos para intervenir y ahora seremos siempre víctimas del odio de Yaga,
aferrados a la esperanza de que se mantenga fiel a los términos de nuestro
trato.
El corazón de Roman, su rabia, se había amplificado.
—Pero, papá, si hubiera podido…
—Nada de «si» —lo interrumpió Koschei—. El demonio holgazanea en la
palabra «si», Roma. Nuestras circunstancias nos impiden meditar sobre
nuestra situación sin perder lentamente la cabeza.
Esperó un momento y entonces le tomó la mejilla a Roman con la mano.
—Eres mi hijo, Romik, y no te negaría nada —dijo con tono calmado—,
pero, por ahora, te pido que seas paciente. No hagas nada. Deja que pase la
tormenta de la ira de Dima y, cuando esté preparado, tú también lo estarás.
Al parecer, Koschei no era consciente de lo mucho que le estaba pidiendo.
—Dima no es tu único hijo —espetó con tono amargo.
Con un movimiento circular lento y suave en la mejilla de Roman,
Koschei apartó la mano.
—No me olvido de que casi pierdo a dos hijos. Perdóname, Romik, pero,
aunque no te guste mi decisión, no cambiaré de idea. Si te retengo en una caja
fuerte, es solo porque eres demasiado preciado para perderte.
Se dio la vuelta, pero se detuvo antes de llegar a la puerta.
—Si Dima pregunta por mí —comenzó y Roman asintió.
—Sí, papá —respondió con dificultad.
—Y no le digas nada de mi visita al Puente —le advirtió—. Que quede
entre nosotros. Si quiere estar enfadado conmigo, olvidar lo que soy capaz de
hacer por mis hijos, que así sea.
Roman asintió de nuevo.
—Sí, papá.
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IV. 8
(REGUSTO)
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—Todavía no, cielo —le contestó y le dio un toque condescendiente en la
nariz antes de acariciarle el cuello con una sonrisa. Sasha no estaba segura de
si eso formaba parte de la representación o si se había convencido de que era
algo que podía hacer. Tendría que mostrarle que estaba equivocado más tarde
—. ¿Quieres que nos veamos después? —ronroneó en su hombro—. Dietrich
y yo tenemos que concluir unas cosas.
Dietrich. Imposible de adivinar. Definitivamente tenía que escuchar
mejor, o mostrar más interés.
—Vale. —Se levantó del sofá, que era bajo, una elegante trampa mortal
japandi. Notó la incómoda presencia de los ojos de Dietrich en su trasero
mientras se retiraba y reprimió las ganas de sacárselos—. Nos vemos luego.
Añadió un pequeño bamboleo a sus andares y salió al recibidor. Dietrich
vivía en el ático y el ascensor se abrió justo en su vivienda. Era horrible y
rico, y, solo como apunte objetivo, al igual que Eric, estaba bien conectado y
era un imbécil. Esta era una tarea desagradable y Sasha lamentó ver su reflejo
en el acabado metálico de las puertas del ascensor cuando se cerraron y
ahogaron por fin el sonido del álbum de música trap que sonaba en la
habitación donde se habían quedado Dietrich y Eric.
El mundo entero parecía diferente sin Lev allí y nada había más
irreconocible que la propia Sasha. Cada nuevo accesorio era antinatural y
recargado desde que él se había marchado; las pestañas falsas, los pendientes
brillantes, los colgantes extragrandes alrededor del cuello; todo parecía tirar
de ella hacia el suelo. El vestido que llevaba era varios centímetros más corto
de lo que le habría gustado y los zapatos, varios centímetros más altos. Estaba
representando un personaje, se recordó; estaba actuando, representando un
papel.
Sin embargo, ya estaba empezando a costarle dibujar la línea.
Las puertas se abrieron en el vestíbulo. Ivan se levantó y le ofreció el
abrigo.
—¿Cómo ha ido?
—Bastante bien —respondió ella y permitió que le ayudara—. ¿Ha
llamado Masha?
—Sí. Le he dicho que todo va bien.
—¿Y es así? —preguntó Sasha con tono amargo—. ¿Va bien?
Ivan dudó y determinó, de forma acertada, que no iba a discutir ese
apartado en particular.
—Lev merecía algo mejor de lo que le ha pasado —dijo Ivan en voz baja
—. Y Sasha, si necesitas tiempo de luto…
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—No —respondió con tono más cortante de lo que pretendía—. Y no
hables de él, Ivan —añadió. Sacó las gafas de sol del bolso y se las puso—.
Ya no está.
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IV. 9
(TODO EN RETROSPECTIVA)
–¿C ómo está? —preguntó Yaga en voz baja y Marya ladeó la cabeza
hacia la ventana, distraída, con la mirada puesta en el exterior.
—No está bien. —Se cruzó de brazos. Aguardó un segundo antes de
añadir—: No es diferente a cuando yo perdí a Dima.
No se había atrevido en doce años a pronunciar su nombre en voz alta por
miedo a que le rompiera las costillas, que le perforara el interior y se
desangrara por el sufrimiento. Ahora, sin embargo, sin el dolor constante en el
pecho que le recordara lo que sentía al perderlo, Marya podía respirar un poco
mejor. La fuerza con la que la sujetaba no era tan limitante ahora que no
quedaba nada de ella que sujetar.
Si Yaga notó la diferencia en la voz de su hija, no dijo nada.
—¿Corremos peligro de perderla? —preguntó en cambio.
Marya se volvió, tensa.
—¿Me has perdido a mí, mamá?
—Masha. —Su voz era suave—. Sabes que Sasha y tú no sois iguales.
Era verdad. Marya espiró, apaciguada a regañadientes.
—Está enfadada —admitió un instante después—. Pero tiene un
propósito, como lo tenía yo. Nos obligamos a levantarnos, mamá, igual que
siempre. —Fijó la mirada en la de su madre, en los ojos oscuros tan similares
a los suyos—. Igual que tú.
Yaga vaciló un momento.
—Pero tú no perdiste a Dima, Mashenka. Tú no eres como Sasha. —
Acercó el dorso de los dedos a la mejilla de Marya—. Tú lo dejaste. Me
elegiste a mí.
Marya no dijo nada.
—Me elegiste a mí por encima de tu amor por él, y no lo olvido —le
prometió—. Pero ahora, Sasha…
—No importa si ha perdido a Lev Fedorov o si ha renunciado a él —
replicó Marya, tal vez demasiado agresiva, en defensa contra alguna amenaza
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o arma todavía invisible—. Sasha no tiene motivos para desviarse de tu lado.
Ni de tu visión.
Yaga asintió y le apartó el pelo de la cara a su hija.
—Sasha ha sido siempre la más resistente de todas mis hijas —comentó
—. Tú misma dudabas de que estuviera preparada, ¿verdad, Mashenka?
—No dudaba de ella. Simplemente no quería esta vida para ella.
—¿Y ahora?
—Y ahora sé que esta es la única vida posible para cualquiera de nosotras
—respondió—, y que cualquiera que prometa otra cosa es un necio o un
mentiroso. —O Dima, pensó, y no era un pensamiento que resultara de
ninguna ayuda.
Imposible saber si era la respuesta que quería escuchar Yaga. Era una
mujer dura, difícil de leer, e incluso tras un pequeño roce con la muerte para
poner las cosas en perspectiva, Marya no se consideraba más sabia en lo que
respectaba a las intenciones de su madre.
Sabía, sin embargo, que en lo importante no había abandonado a su
madre. Y en lo importante, cuando era imposible considerar que semejante
cosa podía hacerse incluso, su madre no la había abandonado a ella. Después
de todo lo que había perdido ya, Marya Antonova no iba a alejarse del lado de
su madre y tampoco iba a permitir que lo hiciera Sasha.
—Hablaré con ella —anunció y salió de la habitación de su madre para
dirigirse hacia la de Sasha.
La puerta estaba medio abierta; Sasha también estaba mirando por la
ventana, con la vista puesta en las estrellas. Por un momento, Marya se limitó
a observarla, la forma de los hombros estrechos de su hermana y la
inclinación de su barbilla testaruda, y supo, de forma instintiva, que Sasha
podía sentirla. Marya sabía, lo supiera Sasha o no, que las dos eran ahora más
parecidas que nunca.
Las dos conocían la misma pena, aunque la de Marya era solo un
recuerdo. Un eco y no un dolor agudo y punzante. Dimitri le había recordado
su promesa y ahora se valdría de ella.
Sin embargo, lo recordaba como de una vida pasada.
—¿Es un dolor que puede calmarse, Sashenka? —le preguntó con tono
amable, y Sasha se volvió, con la mirada todavía oscura, contemplativa.
—No lo creo. Aún no. Hasta que…
Se quedó callada, concentrada en el edredón de la cama.
—Hasta que haga que pague —murmuró mientras deslizaba los dedos por
el edredón y trazaba una línea de inevitabilidad, adelante y atrás, en una ola
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infinita.
—¿Y hasta entonces? —Marya entró en la habitación—. ¿Qué se puede
hacer hasta entonces?
—Nada —respondió—, a menos que puedas hacer que Eric Taylor sea
menos imbécil. —Detuvo el movimiento del dedo—. Sé que necesitamos sus
contactos, Masha, pero tener que estar cerca de él… es horrible. Es
insoportable, y en lo único en lo que puedo pensar es que Le…
Se interrumpió.
No podía pronunciar su nombre.
Te entiendo, quiso decirle Marya, porque, de verdad, entendía pocas cosas
mejor que el sabor incapacitante de un nombre perdido en sus labios, pero no
dijo nada. Se sentó en la cama de Sasha y buscó su mano; posó con suavidad
los dedos encima de los de Sasha.
—También los hombres buenos se enfrentarán a ti —le advirtió. Eso
también lo entendía mejor que nada—. También los hombres buenos te
dejarán caer.
Sasha le miró las manos.
—Es peor tener que tratar con los horribles.
Marya asintió.
—Pues no lo hagas —le dijo y Sasha levantó la mirada, sorprendida.
—Pero… pensaba que la idea era expandir nuestra red de contactos y
entonces…
—No necesitas que Eric Taylor haga eso por ti. Puedes abrirte tu propio
camino si es lo que quieres, Sashenka.
—Solo los hombres hacen tratos tan estúpidos como este. —Sasha puso
una mueca—. Y ninguno de ellos va a escucharme.
Marya le apretó los dedos.
—Entonces haz que escuchen.
Sasha le lanzó una sonrisa fugaz.
—Lo dices como si fuera fácil, Masha.
—Porque lo es. Porque nadie va a negarte nada en el momento en el que
dejes de negártelo tú. ¿Quién podría tener una soberanía mejor que la tuya?
—le preguntó, insistente—. ¿Quién va a tener derecho a rechazarte si no se lo
permites? Si este no es el camino, encuentra otro.
Sasha asintió con remordimiento y Marya tomó la cara de su hermana con
ambas manos.
—Sashenka, no estás incompleta porque ya no tengas una parte de tu
corazón. Tú eres tú, un todo, tu yo completo. Si has amado y has sido
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correspondida, entonces solo puedes ser más rica por ello. No te conviertes en
una versión más pequeña de ti misma simplemente porque hayas perdido lo
que una vez tuviste.
Sasha asintió despacio, absorbiendo sus palabras.
—Es extraño, Masha —le confesó en un susurro—. No me siento más
pequeña. En realidad, me siento más grande. Inmensa. —Tragó saliva para
deshacer el nudo de la garganta—. Pero es una inmensidad vacía.
Marya conocía bien esa sensación. Cuando le comunicó a Dimitri que no
podían seguir juntos, vio dolor en sus ojos, oyó el tono de súplica en su voz.
Ella se sintió crecida, luminosa y fría, más grande que nunca y también vacía.
Había perdido una parte de sí misma, que se había quedado con él, incluso
cuando el resto de ella seguía expandiéndose, seguía creciendo, seguía
estirándose hasta ser demasiado grande para su cuerpo.
Se había convertido en una mutante de sí misma en su dolor.
—La fuerza resulta de la lucha —dijo—. Cada vez que decimos adiós a
una parte de nosotras, nos volvemos diferentes a como éramos. Pero cada vez
que nos levantamos de nuevo por la mañana, es una victoria. Conserva tus
recuerdos. Conserva tus emociones. Conserva tu dolor. Úsalos —le aconsejó
y tomó de nuevo sus manos—. La felicidad, la alegría, son señuelos
aburridos, pero persuasivos. Una disposición optimista solo significa que
pasas por alto lo que acecha en los árboles.
—Las cosas no son mucho más nítidas en medio de la niebla —comentó
Sasha—. Necesito una nueva dirección.
—Pues tómala. Yo me encargaré de Eric. Se ha acabado. ¿Necesitas mi
ayuda?
Sasha se quedó mirando el vacío un momento, considerando las palabras
de Masha, pero sacudió la cabeza.
—No. Todavía no. Lo haré yo sola.
Marya asintió. No ocultó a su hermana su aprobación, ni enmascaró su
sensación de victoria. Ella no era Baba Yaga. Ella no era un misterio. Era
Marya Antonova, y ahora más que nunca, era el poder personificado.
—Vamos a acabar con ellos, Sashenka —le prometió—. Y se arrepentirán
por haberte hecho daño.
—A él —la corrigió Sasha, apretando un puño—. Se arrepentirán por
haberle hecho daño a él.
Esto es nuevo, pensó Marya, pero no dijo nada.
—Lo que sea que visualices, haremos que suceda —le aseguró—, pero
asegúrate de no perder el rumbo.
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Sasha asintió.
—Entonces sé qué hacer —afirmó, y Marya sonrió, satisfecha.
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IV. 10
(PREOCUPACIONES)
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creo que resultes de ninguna utilidad para mí —determinó. Le hizo un gesto
al camarero antes de mirar a Ivan con una ceja enarcada.
Con una leve sonrisa, Ivan se llevó el vaso a los labios, lo vació y lo
volvió a dejar en la barra.
—Puede que no —coincidió Ivan y miró a Dimitri—. Aunque, un
consejo, Dimitri Fedorov —añadió, bajando la voz—, mío para ti. Cuando
pasas suficiente tiempo con alguien, como yo, empiezas a conocer a esa
persona de memoria. Conoces sus pequeños tics, sus excentricidades, sus
pensamientos. Conoces las señales y las lees como las estrellas, como frases
de un libro. Y después de un tiempo —murmuró, dando golpecitos con los
dedos en la barra—, te las sabes como si fuera un pulso. Tu propio pulso.
Volvió a tamborilear con los dedos, rítmicamente. Pu-pum.
—Como el latido de un corazón —aclaró. Pu-pum.
Pu-pum.
—¿Entiendes lo que digo, Dima?
Pu-pum.
Un músculo latió en la mandíbula de Dimitri. La tensión se palpaba entre
ellos.
Entonces llegó el camarero y Dimitri carraspeó. Se humedeció los labios y
le señaló, sin decir nada, una pinta.
—Dile que estoy buscándola —le dijo a Ivan tras levantar la mirada de la
madera de la barra.
Ivan se puso derecho y sonrió.
—Ya lo sabe —respondió y dio media vuelta, marcando el latido del
corazón de Marya Antonova en su muslo al marcharse.
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IV. 11
(APARICIONES)
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disipa o la disolución de un velo. Un vestido, pelo largo y oscuro, ojos azules
grisáceos enmarcados por unas pestañas oscuras.
—Sasha. —Roman parpadeó con la vista fija en los árboles—. Sasha,
¿eres… eres tú?
Se puso en pie y se lanzó hacia ella.
—Sasha, perdóname —dijo, tambaleándose en su dirección al tiempo que
ella daba un paso atrás, con el ceño fruncido—. Por favor, perdóname —le
suplicó y tropezó con las hierbas y las enredaderas. Cayó de rodillas—. Por
favor. —Respiraba de forma entrecortada y tenía las mejillas mojadas de
barro, escarcha y sal—. Por favor, Sasha, por favor.
Ella se limitó a mirarlo, el rostro siniestramente congelado, su fantasma
inmóvil e insensible.
¿Sería un sueño? ¿Una pesadilla?
¿Una aparición?
Roman se puso al fin en pie para tratar de huir, tras recuperar la cordura;
se dio la vuelta y solo miró una vez por encima del hombro. El fantasma de
Sasha Antonova no lo siguió… no apartó la mirada de él. Lo miró marcharse,
y con miedo, vergüenza y remordimiento, y desgarradoramente angustiado,
Roman corrió cada vez más rápido hasta que no hubo lugar hacia donde
correr.
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IV. 12
(FANTASMAS)
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—No es por sus hermanos por quienes teme —la corrigió Irina y añadió
rápido—: Bueno, sí, pero no es lo principal.
—¿Entonces qué teme? —preguntó Katya—. ¿Y por qué te importa?
Irina dudó antes de extender el brazo y entrelazar los dedos con los de su
hermana.
—Porque es por Sasha por quien teme —respondió con tono tranquilo.
Katya parpadeó.
—Bien —murmuró con un suspiro hondo—. Eso cambia las cosas, desde
luego.
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IV. 13
(UNE LOS PUNTOS)
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pie y empujó la silla libre para que Roman se derrumbara en ella, con una
mano en la frente, visiblemente tenso.
—Estoy perdiendo la razón —dijo Roman con voz ronca y Bryn se
encogió de hombros.
—Es una posibilidad —afirmó—. Aunque ¿no nos está pasando a todos?
Día tras día.
Roman levantó una mano.
—Para. Tu constante bombardeo de incongruencias me agota. —Se puso
derecho y se llevó los dedos a la boca—. Puente, dime solo una cosa. ¿Los
fantasmas son reales? —Levantó la mirada tras un momento de tormento.
—No. Ni las brujas. Ni las hadas.
—No me ayudas —murmuró Roman.
—Entiendes que tengo un trabajo, ¿no? —Le señaló su despacho—. Y la
última vez que lo comprobé, tú también tenías uno.
—Ahora no —respondió entre dientes con una expresión que sugería algo
más oscuro, pero entonces se levantó y empezó a dar vueltas junto a la mesa
de Bryn—. Tiene que haber formas para que la gente cruce los reinos, ¿no?
—Se volvió y miró a Bryn—. Tú lo haces.
A pesar de que sabía que no debía esperar una pizca de dignidad de
Roman Fedorov, Bryn se enervó.
—Por difícil que sea de creer, Roman, no todo el mundo puede hacer lo
que hago yo. Has venido aquí en busca de mi consejo, ¿no?
Roman tensó la boca.
—Mi hermano parece estar hecho de piedra —señaló—. Si no, hablaría
con él.
Bryn decidió no mencionar que, poéticamente hablando, Dimitri se
parecía más a una cuerda deshilachada que a una piedra. No parecía algo
relevante.
—No puedo hablar con él de… —Roman se interrumpió—. De Lev, así
que…
—¿Lev? —repitió Bryn—. Pensaba que esto iba de Sasha.
—Es… —Roman puso una mueca y sacudió la cabeza—. Tienes razón.
No debería haber venido —concluyó tras otra pausa breve.
—No deberías, no —coincidió Bryn—, pero aquí estás, ¿verdad? Así que
di lo que tengas que decir. Sácatelo de dentro.
Roman lo consideró y obviamente entró en conflicto con su buen juicio.
Delicioso, en lo que respectaba a Bryn.
—Si Sasha está… enfadada —comenzó—, ¿podría venir a por mí?
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—Estoy seguro de que la rabia desbanca a la muerte siempre —afirmó
Bryn, indulgente—. Pero eso no significa que todo lo que sucede en la noche
esté aquí para encargarse personalmente de tu muerte.
—¿Has oído hablar de las rusalkas? —le preguntó tras un segundo de
duda—. Historias del Viejo Mundo. Mujeres que mueren cerca de ríos y
regresan como demonios.
—No siempre hay verdad tras cada mito —respondió Bryn, que había
escuchado suficientes historias de hadas para saberlo.
—¡Pero a veces sí!
—A veces sí —aceptó Bryn, aunque de pronto creció su interés—. ¿Y qué
vas a hacer si esta Sasha rusalka te persigue, Roman?
—Su propósito es matar hombres.
—Vaya, suena terriblemente misógino —señaló Bryn—. ¿Has
considerado que tal vez esta agradable historia popular sea meramente otra
arma del patriarcado supremo?
—Te burlas de mí. —Roman apretó los labios, aunque se acomodó en la
silla con aparente alivio—. No me ayudas, Puente.
—No soy tu amigo —le recordó Bryn—. Ergo, mi obligación de ayudarte
depende altamente de mi humor.
Para su desagrado, Roman enarcó una ceja.
—Supongo que la magia de mi padre no te está sirviendo particularmente
bien, ¿no? Yo podría ayudarte, ¿sabes? —Se puso derecho, medio sonriendo
—. Si estuviera inclinado a hacerlo, claro.
Tentador. Frustrantemente tentador.
—Dudo que Koschei se alegre de encontrarte aquí.
Roman se mostró perceptiblemente irritado al escucharlo, una observación
que Bryn se guardó para él.
—No te estoy ofreciendo nada.
—No —coincidió Bryn—, un detalle inteligente porque yo no te he
ofrecido nada. Eres casi tan susceptible a los tratos como yo.
—Por favor. —Roman se puso en pie de nuevo. Estaba agitado. Bryn
imaginó que al fin se iría—. No me parezco en nada a ti.
—No —confirmó Bryn—, desafortunadamente, imagino, en este
momento en particular. Avísame si vuelves a encontrarte con tu rusalka. —
Apoyó los pies en la mesa—. Intenta no morir.
Roman entrecerró los ojos al oír el tono sardónico de Bryn.
—Si fueras mínimamente menos irritante, tal vez te podría ayudar de
verdad.
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—Y si pensara que pudieras ayudarme de algún modo, te lo habría pedido
—contestó Bryn aunque, en realidad, le gustaría. Bastante irritante era ya que
los riñones vinieran sin instrucciones, pero los hijos Fedorov que venían con
demasiado orgullo eran peores.
—Me traicionaste —le recordó Roman.
—Tú rompiste el trato —le corrigió Bryn—. «Traición» es un término
suave. Yo trafico con certezas.
—Pues es una certeza que no voy a ayudarte.
—Maravilloso. Una vez más, y lo digo de verdad, no te ahogues.
—No desperdicies el riñón —repuso Roman—. No pensarás que la magia
puede durar sin preservarse, ¿no, Puente?
Bryn esbozó una sonrisa fácil, incluso con el intenso estrés que sentía.
—¿Y si lo desperdicio?
La sonrisilla de Roman era mordaz.
—Sé que no vas a hacerlo. Sé que acudirás a mí antes de que pase eso.
—¿Y si no?
—Lo harás. —Parecía seguro—. No serás mi amigo, Puente, pero
deberías querer que yo fuera el tuyo porque no hay nadie más.
Entonces dio media vuelta y se marchó.
—Brujos —gruñó entre dientes Bryn—. Idiotas presumidos.
—No podría estar más de acuerdo —respondió una voz y Bryn se
sobresaltó. Dio media vuelta y vio una mujer joven apareciendo tras él.
Era la misma bruja que había acudido a él antes, pero ahora estaba
distinta. Tenía un olor familiar, un toque dulce maduro de más que no tenía la
primera vez que lo visitó.
—¿Aunque son mucho mejores los abogados? —musitó la bruja.
—Rusalka —señaló Bryn y la joven sonrió—. Eres Sasha Antonova.
—En carne y hueso —afirmó Sasha. Abrió el cajón de la mesa a la
derecha de Bryn al tiempo que él trataba de cerrarlo—. Así que al final has
conseguido un riñón. —Su voz sonaba dura, desdeñosa—. Deberías saber que
no es el que yo pensaba ofrecerte.
—Tú querías darme el de Roman. Pero el que tengo es más valioso.
—Sí —afirmó Sasha y, por un instante, sus rasgos se suavizaron—. Y yo
nunca debería de haberte prometido a Lev.
Bryn abrió la boca para corregirla
—Este es de Koschei, no de Lev, y, a propósito, ¿cómo conoces a Lev?
Preguntando por un amigo—, cuando recordó que no era un idiota. Sabía
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perfectamente bien que antes había tres hijos Fedorov y ahora había, al
parecer, una Antonova que actuaba sin corazón, al contrario que las otras.
—No deberías apostar cosas que no quieres perder —dijo en cambio,
dejando a un lado sus observaciones privadas, y Sasha se tensó, de pronto
asqueada.
—No he venido por eso. —Cerró el cajón con el talón de la mano—. He
venido a hacer otro trato contigo. Uno económico esta vez.
—Tengo dinero. Y ya tengo un trato con una Antonova.
Si era que podía llamársele así.
—¿Cuál? —preguntó Sasha con los ojos entrecerrados.
—No es relevante para ti, Rusalka —respondió Bryn, pero consideró
igualmente la posibilidad de su oferta—. Dime tus términos —decidió,
incapaz de aguantarse la curiosidad—. Pero te sugiero que los pintes muy
muy interesantes.
Sasha sonrió.
—Estoy cansada de mis tratos mortales. Quiero a alguien con quien pueda
hacer negocios. Alguien fuerte —aclaró—, que no sea un completo idiota.
Alguien que pueda ayudarme a acabar con Koschei. Que desee destruirlo
tanto como yo.
—Interesante. —Bryn entrelazó los dedos—. Son muchos detalles muy
específicos, ¿no crees?
—Hay muchas personas que quieren que Koschei pague por algo. —Se
encogió de hombros—. Dudo que sea la única a la que ha hecho daño.
—¿Ah? ¿Y cómo te ha hecho daño? —preguntó, fingiendo indiferencia.
Sasha le lanzó una mirada desconfiada que decía, en cierto modo, que no
tenía ningún interés en revelar detalles personales.
—Inténtalo de nuevo, Puente.
—De acuerdo. —Se retrepó—. ¿Por qué Koschei?
—Considéralo una venganza por goteo. Cuando acabe con Koschei, sus
hijos caerán con él. —Se detuvo un instante—. Hijo —aclaró tras desviar la
mirada al lugar donde estaba Roman un momento antes.
Una carcajada abandonó, sin invitación, la garganta de Bryn.
—Rusalka —murmuró y ella le sonrió sin ganas.
—Roman no está equivocado con respecto al sufrimiento que quiero para
él. —Señaló el lugar vacío de Roman con un movimiento de la barbilla—. Sí
que está perdiendo la cordura si cree que lo estoy persiguiendo, lo que resulta
un giro de los acontecimientos muy divertido —admitió—, pero no está
equivocado.
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—No necesitas mucho para destruirlo si eso es lo que quieres de verdad.
Se está desmoronando, imagino que podrías matarlo fácilmente ahora y
acabar con esto.
—La muerte no es un castigo adecuado para él —repuso con tono oscuro
—. La he sufrido yo misma y no estoy tan mal.
Ah, tentador.
—¿No? —no pudo evitar preguntar, aunque había que reconocer que
Sasha ni siquiera se inmutó.
—La muerte —dijo con resolución— no es suficiente. Quiero que pierda
lo que más ama y quiero que sepa que es por su culpa. —Levantó su mirada
gris y la fijó en Bryn—. ¿No te parece justificado?
—No puedo decir que tenga mucha experiencia en el asunto de la
venganza. Me ciño a un código muy específico de no involucrarme
personalmente en nada.
—¿Por eso te gustan las cosas y no las personas?
—Ah, no, esa es una cuestión diferente. Soy un hedonista por naturaleza
—contestó Bryn—. Inclinaciones feéricas, ya sabes.
—Me refería al poder —lo corrigió Sasha—. Magia. Buscas las cosas que
no tienes porque… ¿por qué? ¿Las mereces? Nunca has tenido un lugar en
este mundo ¿y por eso quieres todos los lugares de todos los mundos? ¿Es
eso?
Como de costumbre, a Bryn le resultó fácil mantener una sonrisa en la
cara.
—Me subestimas —lamentó—. No soy tan superficial.
Sasha se quedó mirándolo un momento, con los ojos oscuros y la boca
torcida.
—¿Qué aspecto tiene el poder para ti, Puente? —le preguntó—. Cuando
era pequeña, se parecía a mi madre. A mi hermana Marya. —Deslizó la
mirada por su rostro—. Recuerdo bajar las escaleras al taller de mi madre y
ver las cosas bonitas que creaba mi hermana, pero tardé años en comprender
que eso no era su poder. Su magia sí, y su talento y destreza, pero poder es ser
consciente de lo que eres capaz de hacer y elegir si vas a dárselo al mundo y
cuándo. Poder es saber cuándo ser delicada y suave, como mi hermana, y
cuándo hacer que la gente necia y de mente estrecha piense que la belleza y la
bondad son lo mismo. Tiene esa mirada —señaló, perdida en su ensoñación—
que te hace pensar que eres el único en el universo. Puede hacerte sentir
resiliente, que eres enorme, omnipotente y de ahí viene su poder. Su poder
proviene de saber que puede hacerte sentir poderoso, y mientras permaneces
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dócil en su mirada, puede aplastarlo, aplastarte, y arrancarte todo antes de que
puedas recordar quién o qué eres de verdad.
Devolvió la atención a Bryn y lo miró con una sonrisa.
—Mi hermana Marya es la persona más poderosa que he conocido nunca.
Bryn, por mucho que lo odiara, estaba de acuerdo con ella. Sabía de qué
estaba hablando Sasha al referirse a Marya, él mismo la había admirado. Él
mismo la había deseado, se corrigió mentalmente.
—No es superficial quererlo —prosiguió Sasha—. Lo que tiene ella. Lo
que es ella.
Desvió la atención otra vez al cajón de la mesa.
—Puedo ayudar a que te acerques —murmuró—. Ayudarte a usar lo que
tienes si encuentras al contacto que necesito.
Bryn consideró sus palabras. Marya ya le había prometido lo mismo.
Sin embargo, iba a ser interesante.
—Creo que tengo a la persona indicada —reflexionó en voz alta y Sasha
sonrió.
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IV. 14
(ES EL RUISEÑOR, BIS)
e oído que me estás buscando —oyó una voz detrás de él. Dimitri
–H se dio la vuelta y vio a Marya Antonova junto a la ventana de su
dormitorio. Estaba igual, no parecía una persona que se hubiera
abierto paso de forma sobrenatural hasta la vida. Tenía el aspecto de siempre.
O al menos el aspecto que Dimitri pensaba que tenía normalmente, pues,
aparte de la ocasión de su muerte, hacía tiempo que no la veía. No estaba
seguro de qué versión de Marya Antonova tenía delante ahora, pero le pareció
atisbar pequeños ecos de familiaridad.
Le estaba creciendo el pelo de nuevo, notó. Antes de adoptar un estilo
propio (unas ondas meticulosas de los años cuarenta), solía llevarlo largo y
suelto, y una versión anterior de él se había quedado dormido con la nariz
enterrada en las ondas, aspirando el suave aroma a pétalos.
Llevaba un vestido de un tono verde apagado y, por un momento, Dimitri
se preguntó si lo habría elegido específicamente para él, si se habría levantado
esa mañana y se lo habría puesto sin pensar o si habría mirado en su armario,
preguntándose: «¿Cómo le gustará a Dima verme hoy?».
¿Sabría que el vestido combinaba perfectamente con los ojos de él?
—Masha —dijo. Esperaba poder verla—. Estás viva.
—Eso parece —respondió ella y se apoyó en el marco de la ventana para
observarlo mientras se sentaba a los pies de la cama—. ¿Qué quieres de mí,
Dima? Has estado incansable. Si te soy sincera, empiezas a molestar a mis
contactos, aunque Ivan no parecía demasiado preocupado. Has sido muy
considerado al no presionarlo en exceso —añadió, esbozando una sonrisa
ladeada—. Ha tenido un par de meses complicados.
—Tenía… —comenzó y se detuvo para sopesar cuánto decir—. Tenía mis
sospechas de que habías vuelto —admitió—, y quería un favor.
—Hum —murmuró, poco impresionada—. ¿Te debo un favor?
Dimitri se quedó mirándola.
Lo sabía, determinó.
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Había elegido ese vestido a propósito.
—No me debes nada, pero supongo que me creía con el derecho a
intentarlo.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿Hiciste al menos lo que te pedí?
Dimitri se quedó callado, considerando si era adecuado contárselo, y
entonces decidió que debía saberlo ya. Con un esfuerzo metódico, se
desabotonó la camisa y se detuvo solo cuando apareció el vial que tenía
alrededor del cuello, por encima de la cicatriz que le había dejado la muerte
de su visitante.
—Ah. —Marya lo observó desde el otro lado de la habitación—. Bien,
tienes que saber que tu posesión me mantiene viva.
—Se me ocurrió que podría ser el caso —admitió.
—Seguro que también sabes que es peligroso. —Marya dio un paso hacia
él y su rostro se hizo visible cuando se colocó delante de la ventana iluminada
por la Irma—. ¿Qué va a pasar con tu familia si ninguno puede matarme,
Dima? —musitó y un resplandor de luz sobre su mesita de noche captó el
familiar tono oscuro de su pelo—. Si Roma no puede acabar conmigo y
Koschei no puede hacer nada para detenerme.
—No volveré a ser la causa de tu muerte, Marya —le aseguró cuando dio
un paso hacia él—. Nunca más. —Otro paso—. No importa lo que me cueste.
—Otro. Se acercó más, más, lo bastante para que él pudiera alcanzarla,
tocarla, y Dimitri bajó la cabeza con un suspiro y se miró las manos—. Pero
te estaba buscando por otro motivo.
—¿Ah? —Marya se sentó a su lado en la cama—. ¿Y qué motivo es ese?
Dimitri la miró.
Marya Antonova era meticulosa y había elegido el vestido a propósito.
Había escogido esa habitación, su dormitorio, a propósito. Como la última
vez que estuvieron solos, cada centímetro entre ellos era ahora una
consecuencia de su elección.
—Quiero que vuelva mi hermano —confesó y vio que se detenía el
movimiento de su pecho.
—¿Por qué iba a ayudarte? —Su voz era dura, brusca.
—Porque… —Se quedó callado—. Porque, Masha… —Se volvió para
mirarla y se enredó un rizo en el dedo—. Porque eres tú, Masha, y soy yo.
Porque somos nosotros. —Si levantara la mirada, recibiría un golpe, el
impacto de sus ojos conectando con los de él. No lo hizo—. Porque puedes, sé
que puedes. Y porque sé que quieres —terminó. Le soltó el pelo para deslizar
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con suavidad los dedos por debajo de su barbilla, la mirada todavía fija en la
línea de su hombro.
Marya se quedó muy quieta, no se acercó lo más mínimo.
—Apenas puedo sentir algo por ti sin nada batiendo en mi pecho —
comentó ella—. Si cuentas con que mis afectos me persuadan, es posible que
hayas calculado mal su efecto.
—Masha. —Dimitri sacudió la cabeza, deleitándose con el sonido de su
nombre y su pulso acelerado contra el de él—. Masha, hasta tú sabes que eso
es mentira —murmuró, con los dedos por encima de la cicatriz, donde antes
estaba su corazón—. Cada parte de ti, cuerpo y alma, recuerda lo que es
amarme, ¿no es así? Tengas o no el corazón en el pecho, sé que es así, porque
yo lo recuerdo. —Los dos estaban tan cerca que las palabras rozaban la tela
del vestido—. A veces abro los ojos y sé, en mis huesos, que me he
constituido a mí mismo con la forma de despertarme a tu lado. A veces huelo
tu perfume en la brisa y me pregunto cómo es posible que siga conociendo tan
bien tu olor. A veces me despierto con tu sabor en los labios. —Extendió los
dedos para igualar el movimiento de su respiración—. Y sé que el único
motivo por el que me diste tu corazón en un principio fue porque nunca
pertenecería a nadie más y ninguno de los dos podría olvidarlo jamás.
Solo entonces, cuando Masha separó los labios, él alzó la mirada hasta la
de ella.
—Me diste tu corazón, Marya Antonova, y lo mantendré a salvo hasta el
día que muera —prometió y le tomó la mano libre con amabilidad para
colocarla encima de su pecho. Si tan solo pudiera hacerle un juramento, sería
este—. Lo mantendré a salvo —juró, el pulso de ambos en sincronía bajo su
palma— y, a cambio, tú tendrás mi corazón para siempre, hasta que alguien
me lo arranque del pecho.
Masha no dijo nada, tan solo lo miraba. Lo contemplaba y él la
contemplaba a ella.
—Estás dejándote el pelo largo de nuevo —murmuró él—. Lo tienes casi
como cuando me amabas.
Solo entonces se movió Marya.
Suspiró, lo soltó y se dio la vuelta.
—Dima —dijo, sin mirarlo—. Nunca he dejado de amarte.
Dimitri se acercó a ella y posó una mano en su cintura. Al ver que Marya
no lo apartaba, la acercó y alineó las caderas con las suyas.
—¿Y? —preguntó, y ella se removió y alzó la mirada.
—Y nunca dejaré de hacerlo —confirmó.
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No era una confesión en susurros. No era un murmullo suave en la
oscuridad. Era la verdad, simple y llanamente, y Masha no era vulnerable por
admitirla. Portaba su amor como un escudo, como una armadura, y Dimitri la
deseaba; por lo que era para él, por lo que podrían haber sido juntos.
Masha había elegido el vestido. Había elegido este lugar. Había elegido
venir aquí, con él, sabiendo que la tocaría, que era inevitable que pasaran
parte de esa noche juntos, y no tenía miedo. Masha no tenía miedo de él, ni
del amor, ni de nada, y por ello se rindió a ella y la besó. Bajó la cabeza y
presionó la boca en la de ella para demostrar que era fuerte por ella, porque
también podía ser débil. Porque ella quería que la quisiera y porque él lo
haría, sin miedo, mientras viviera. Mientras su corazón siguiera latiendo al
lado del de ella y mucho después. Durante todos los «por siempre jamás»,
felices o no.
Esta vez Dimitri no estaba tumbado medio muerto en su cama. Tiró de
ella con la intensidad de cada segundo perdido, del deseo de cada noche
pasada a solas durante los doce años que les habían sido arrebatados. Le
rodeó las muñecas con las manos como si pudiera retenerla allí, como si
pudiera quedarse con ella. Los rizos oscuros estaban desplegados en las
sábanas y, agónico, feliz, Dimitri recordó… lo recordó todo. Todo lo que
nunca se había permitido olvidar.
—¿Es verdad que ha muerto Stas? —le preguntó con voz ronca,
demasiado para resultar seductora. Ahora tendría que ser mucho mucho más.
Marya asintió sin apartar la mirada de él.
Dimitri valoró cuánto preguntar.
—¿Sigues…?
—Lo quería —confirmó con tono neutro y, aunque él lo sabía, aunque lo
esperaba, se encogió igualmente—. No voy a fingir que no era así. Pero lo
quería porque ese amor me hacía más fuerte y no más débil.
—¿Y este amor? —le preguntó Dimitri, expectante, sin aliento. Una
moneda con una cara exultante y la otra afligida—. ¿Nuestro amor?
Marya lo miró. Le recorrió la mejilla con la mirada.
—Reduciría el mundo entero por este amor, Dima, así que tal vez te
ayude. Tal vez no. No me digas qué estás planeando —le advirtió— y deja
que yo también tenga mis secretos. No me des nada. Niégamelo todo.
Pulsó entre los dos, embriagador como el trino de un pájaro. Firme como
un tambor.
—¿Todo? —repitió Dimitri. Apartó una mano para introducirla por
debajo del vestido y ella esbozó una sonrisa.
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—Esto no es nada —le dijo, aunque levantó una pierna para rodearlo con
ella—. ¿No?
Deslizó una mano por su pelo para que echara la cabeza un poco hacia
atrás y envolvió unos mechones en los nudillos, hasta que ella siseó.
—Masha. —Su voz era ronca—. Nunca hemos sido nada.
—Puede —contestó ella. Arqueó las caderas contra las de él y Dimitri
soltó un gruñido, abandonando parte de su autocontrol—. Pero esto era lo
mínimo de lo que éramos, ¿no?
Cierto.
Dimitri se acercó un poco más y pegó los labios a su cuello. Masha soltó
un sonido similar a un suspiro y lo empujó para que cayera de espaldas,
hundiendo los hombros en el colchón para colocarse por encima de él en la
cama.
—No me gusta estar tan cerca de ti. —Pasó una uña por su garganta y la
dejó justo por encima del vial de su cuello—. Puedo sentir cómo late. Como
un miembro fantasma.
—¿Quieres recuperarlo? —le preguntó Dimitri. Suspiró cuando Marya
metió las dos manos por debajo de su camiseta.
—No —respondió, y luego fue bajando, deslizando los labios de color
cereza por su mandíbula, cuello, pecho—. Me prometiste que no ibas a dejar
que le pasara nada, Dima. Ahora eres su guardián.
Dimitri cerró los ojos, y todos sus músculos se tensaron cuando ella rozó
el botón, de sus pantalones.
—¿Qué más puedes sentir todavía, Masha? —le preguntó con un terrible
desánimo, el aliento consumiéndose por el latido en su pecho. Cuando abrió
de nuevo los ojos, ella le estaba sonriendo, mezquina y triunfante y
cruelmente preciosa, y ella lo era todo, todo lo que había amado nunca. Ella
era el sol, la luna y las estrellas.
Ella era la fantasía encarnada y lo había elegido a él.
—Vamos a descubrirlo, Dima, ¿te parece? —le propuso y entonces
deslizó las manos por debajo de la tela y su corazón se volvió loco junto al de
él, reduciéndolo a un escalofrío.
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IV. 15
(VIEJAS ALMAS, VIEJOS SOLDADOS)
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IV. 16
(NO ES LA ALONDRA)
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Y sabía que solo podía decir eso porque su corazón latía en un lugar que
no podía ver, en un lugar por encima de ella, donde acababa de estar. Estar sin
él no era lo idóneo, por supuesto, todavía conocía sus movimientos, las
decisiones que podría tomar cuando intentaba llamarlo como a un músculo
olvidado. La diferencia era que ya no tenía la presión de tener que confiar en
él. Su corazón ya se había descontrolado en una ocasión. Ahora era más como
un codo, solo se doblaba si ella quería.
—¿Cómo está? —preguntó, de nuevo concentrada en Ivan—. Sasha. ¿Has
notado algo?
Ivan dudó.
—Parece triste —contestó—. Aunque creo que si no te hubiera conocido a
ti durante una década de tu propia tristeza, no habría visto las señales de la
suya.
Marya le lanzó una mirada impaciente.
—Me empequeñeces, Ivan.
—No —le aseguró—. ¿Por qué iba a empequeñecerte al humanizarte?
—Porque soy una Antonova —le recordó con una ceja arqueada—. No
soy una niñita enamorada, Ivan, y tampoco lo es Sasha. Ella es un diamante.
Nada puede romperla. Nada brilla más fuerte.
Ivan se encogió de hombros.
—Aun así —respondió y Marya suspiró, volviendo a la realidad.
Ivan la llevó a casa. Era más silenciosa ahora sin Stas, más fría. Stas era lo
que calentaba la casa. Él era lo que la calentaba a ella, pensó, para que
pudiera permanecer fría. No se había olvidado de eso.
No se había olvidado de él.
Sin embargo, su corazón latía en otra parte, y lo había dejado de lado
fácilmente.
—¿Necesitas algo más? —preguntó Ivan al advertir su mirada, y Marya
negó con la cabeza.
—No, Ivan. —Se quedó pensativa un segundo y entonces le tocó la
mejilla—. Sabes que te valoro, ¿verdad?
Él asintió y se inclinó hacia su mano.
—Y tú sabes que te seguiría a cualquier lugar.
Marya asintió.
—Lo sé.
Era suficiente por una noche. Tenía cosas que hacer, restos de Dimitri
Fedorov de los que deshacerse antes de que cicatrizaran. Imaginó el agua que
iba a necesitar para lograrlo y reprimió una mueca. Tendría que hervir. Se
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quemaría y después se quedaría helada. Se untaría en agua de rosas y
remordimiento y luego se quedaría dormida con sus palabras en el oído:
«Vuelve conmigo, Masha. Cuando estés preparada. Cuando hayas terminado
de convertir el cielo y la tierra en tu dominio, vuelve».
Tragó saliva con dificultad y se dirigió a su dormitorio mientras Ivan salía
para volver a casa. No obstante, paró al ver una luz titilar dentro de su
habitación y consideró llamarlo, pero entonces se detuvo al pensárselo mejor.
Era Marya Antonova, solo necesitaba a un guardaespaldas para que
vigilara sus espaldas. Era más que capaz de proteger su delantera.
Abrió la puerta y se detuvo ante la imagen inesperada.
—No temas —le advirtió su hermana Katya.
Unas palabras ridículas. Marya nunca temía. Ya no.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando a sus hermanas y catalogándolas,
una a una,
Katya, que podía ver a los muertos.
Irina, que podía oírlos.
Galina, que podía alimentar un generador.
Y detrás de ellas…
—Marya Antonova —dijo un cadáver y Marya exhaló un suspiro hondo.
Por una parte, podía enfadarse. Sus hermanas habían hecho una estupidez,
por supuesto. Por otra parte, al menos habían acudido directamente a ella.
Como todo, Marya podía ocuparse de esto, y si no podía, entonces podía
desecharlo.
Exhaló una bocanada de aire tras optar por recurrir a la paciencia, o algo
así.
—Al menos podrías haber hecho algo con el olor —le dijo a Katya, quien
se encogió de hombros.
—Ese es tu terreno —le recordó ella—. Hace tiempo, no eras tanto una
poderosa narcotraficante y sí una niña con buena mano para arreglar las cosas,
Masha.
—Me subestimas, ¿eh? —gruñó y se volvió hacia el cadáver—. ¿Qué
quieres de mí?
—Tengo que salvar a Sasha —dijo—. Tengo que salvarla.
Marya miró a las demás. Galina se encogió de hombros.
—Sasha está muerta —le contestó Marya al cadáver—. Es demasiado
tarde para salvarla.
Irina y Katya intercambiaron una mirada.
El cadáver, sin embargo, sacudió la cabeza.
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—Voy a salvarla.
—¿De qué? —preguntó Marya.
—Del mundo —respondió el cadáver—. Y si no de este mundo, de todos
los demás.
Marya frunció el ceño y miró a sus hermanas en busca de una explicación.
Irina dio un paso adelante, insegura.
—Él… está un poco atrapado —le informó.
Él. Marya ya sabía que era un chico.
—¿Atrapado dónde? —preguntó, mirándolo—. ¿En el pasado?
—En su muerte —aclaró Irina—. Por eso hemos tenido que traerlo.
—Me ha estado siguiendo por todas partes —añadió Katya—. Hablando
con Irka. Teníamos que hacer algo.
Marya miró a Galina, que se encogió de hombros.
—Yo estaba aburrida —dijo y Marya suspiró.
—Bien. Galya, ven —le indicó, y Galina asintió y apoyó la mano en el
hombro de Marya—. Y tú —se dirigió al cadáver—, siéntate.
Así lo hizo. Era un cadáver obediente.
—Esto puede tardar un rato —advirtió Marya y, como era verdad, añadió
—: Sería más rápido matarte de nuevo.
—Qué curiosa la muerte —comentó el cadáver—. Hace algo extraño con
el tiempo.
Marya sintió por un instante el roce de los dedos de Dimitri en la mejilla.
Las cosas muertas no permanecían mucho tiempo muertas. Siempre se
estaban resucitando cosas.
—Sí. —Posó las manos en los ojos del cadáver y cerró los suyos. Espiró
—. Sí, es verdad.
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IV. 17
(ALIADOS)
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soy… —El Puente, pensó Dimitri, gruñendo por dentro—, siempre prefiero la
subcontratación.
Dimitri se tomó un momento para pensar.
—¿Qué le has ofrecido a ella de mi parte? —le preguntó y Bryn se rio.
—Nada. La oferta la haces tú.
Dimitri se volvió hacia Sasha, que se había levantado y los observaba
como si fueran boxeadores en un ring.
—¿Y por qué no debería de contarle ahora mismo a mi padre que Baba
Yaga ha infringido su parte del trato? —preguntó—. Podríamos ir a por ti
fácilmente. Dime por qué no deberíamos. —Para su desagrado, sonó más a
pregunta que a exigencia.
—Porque los dos queremos que tu padre caiga —respondió sin más Sasha
—. Porque yo quiero que sufra y tú también.
Dimitri se tensó.
—Una afirmación osada hacia el heredero de Koschei —señaló.
—Sí, ¿verdad? —coincidió Sasha—. Pero tiene un heredero, ¿no? Lo que
implica un reino que traspasar. Y según se rumorea, es uno bastante valioso.
Parece entonces muy conveniente quitar a tu padre de en medio, ¿no crees?
—¿Qué te hace pensar que tengo prisa por perderlo?
Le lanzó una encantadora mirada aburrida que debía de haber aprendido
de Marya.
—El Puente me ha dicho que te asola la insatisfacción.
Convenientemente, me encuentro en una situación similar. Nuestra herencia
no es diferente, ya sabes. Un imperio. Rivalidad. Pérdida. Culpa. Manos
manchadas de sangre en ambas partes.
Dimitri miró a Bryn, que se encogió de hombros. Entonces se volvió de
nuevo hacia Sasha.
—¿Qué quieres exactamente? —preguntó—. Aparte de lo imposible.
—Ya te lo ha dicho el Puente —contestó ella—. Necesito un aliado.
Alguien en quien pueda confiar. Es una propuesta empresarial.
—No me gustan los tratos.
—Está claro que has venido aquí para hacer uno —indicó Sasha—. ¿Algo
te ha hecho cambiar de opinión?
El corazón de Marya palpitó una vez, dos, sobre su pecho.
—Una cosa es enfrentarme yo solo a mi padre y otra es ayudar a mi
enemiga a derrotarlo.
—Soy la enemiga de tu padre, no la tuya —Sasha lo corrigió—. Quiero
que tu padre pague. Quiero que tu hermano sufra. Puedes tomarlo o dejarlo.
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—Se encogió de hombros—. No sé qué clase de hombre eres, Dimitri
Fedorov, pero sé qué clase de hombre tu hermano creía que eras. Y sé que hay
un lugar, aunque sea estrecho, donde tus intereses y los míos se encuentran.
—Dio un paso hacia él—. Teniendo todo en consideración, soy tu amiga.
Estas no son palabras de amistad, pensó Dimitri.
Pero tampoco eran del todo desacertadas.
—Dame algo —le pidió Sasha—. Algo que haga que el imperio de
Koschei se tambalee, que lo derribe. A cambio, no te tocaré a ti.
Dimitri resopló. Como si fuera fácil de tocar. Estaba éticamente
comprometido, pero no era débil.
—¿Y si no acepto?
—Os arruinaré —dijo sin dudar—. Puede que tarde un poco más de
tiempo, pero esto no es una negociación. Derrocaré a Koschei —añadió sin
pestañear—. Me ayudes o te interpongas en mi camino, lo miraré a los ojos y
me aseguraré de que entienda lo que he perdido por su culpa. Pero sería más
eficiente con un compañero y no estoy acostumbrada a malgastar mi tiempo.
Sasha se quedó mirándolo.
—Y cuando haya terminado con Koschei… —Una pausa—. «Cuando»,
no «si». Cuando ya no sea una amenaza, mis hermanas y yo podremos traer a
Lev de vuelta.
Ese era su poder real, comprendió Dimitri. El verdadero as que tenía en la
manga, y ella debía saberlo. El hecho de que Dimitri no se hubiera marchado
aún debía de haber revelado más sobre él de lo que quería, pero no importaba
ahora. Ya no. Después de haber dicho esas palabras en voz alta, no.
—Sin Koschei, el trato con mi madre carecerá de importancia, será nulo,
vacío. Ya no tendré las manos atadas. No pienses en mí como una Antonova y
yo no lo haré en ti como un Fedorov —sugirió con los ojos grises fijos en los
de él—. Somos solo dos personas que extrañan al mismo hombre.
Había muy poco que no estuviera dispuesto a hacer por traer de vuelta a
su hermano.
No obstante, habría preferido algo un poco menos… Antonova. Esta
Antonova, al menos.
—¿Y bien? —Sasha suspiró—. ¿Nos entendemos?
Dimitri se volvió hacia Bryn.
—Esto no era lo que quería —dijo. Necesitaba decir al menos eso en voz
alta.
—No —coincidió el Puente—. Pero ¿sueles conseguir lo que quieres,
Dimitri Fedorov?
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Casi nunca, pensó.
—De acuerdo —aceptó despacio, volviéndose hacia Sasha ^ Antonova—.
¿Qué tienes en mente?
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IV. 18
(SOLO LOS SAGRADOS)
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En la mente de Marya aparecieron rápidamente las palabras de Ivan:
«Parece triste».
—No conoces muy bien a nuestra Sasha —comentó y Lev enarcó una
ceja.
—¿No? —contratacó.
Marya pensó en la mirada vacía en el rostro de su hermana y no dijo nada.
Ella mejor que nadie conocía los inconvenientes de un amor desaconsejable.
—Sasha está muerta —expuso, adhiriéndose a la falsedad. Aún no sabía si
Lev iba a contárselo a su padre o a sus hermanos, así que no podía confiar en
él, pero eso no le restaba utilidad. Aún—. Todavía puedes ayudarla. Después
de todo, el culpable sigue suelto —añadió tras pensárselo de nuevo y cambiar
de pronto de plan.
Lev puso una mueca.
—Supongo que te refieres a Roma.
—En parte. —Marya mostró precaución y dio rodeos mientras las
mentiras tomaban forma—. Pero es culpa de Koschei que Sasha deba
permanecer muerta, ¿no? Nadie puede saber que estás vivo —le advirtió— o
el trato que hay entre Koschei y Baba Yaga se desintegrará. El daño podría
ser catastrófico para tu familia y la mía.
—Koschei —repitió, y pareció impactado—. ¿Mi padre ha hecho un
trato?
Marya asintió.
—Pero… —Tragó saliva con dificultad—. Pero si mi padre es
responsable de su muerte, entonces sabes lo que me estás pidiendo.
De nuevo asintió.
—¿Me estás pidiendo… que no sea un Fedorov?
—Sí. —Así era—. Pero teniendo en cuenta que ningún Fedorov podría
traerte de vuelta, le debes tu vida a las Antonova.
Lev vaciló.
—Pero mis hermanos… —comenzó y se detuvo. Cambió su expresión al
entender—. No mataste a Dima —recordó y frunció ligeramente el ceño.
Marya mantenía el rostro impasible—. Lo salvaste cuando podrías haber
dejado que muriera.
Marya no dijo nada.
—Marya Antonova. —Lev parpadeó una vez—. ¿Eres por casualidad…
buena?
La risa salió amarga, le quemó la garganta.
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—No —le aseguró. Si tuviera el corazón en el pecho, podría haberse
quejado, culpable, pero no lo tenía, así que no hizo tal cosa—. Solo soy una
mujer con una hermana muerta. Solo soy un arma —aclaró— que apunta al
hombre que me hizo daño.
Lev consideró sus palabras.
—¿Qué quieres que haga por ti entonces? —preguntó y ella se lo contó.
Se lo contó y él asintió.
Tras la conversación, Lev le tendió la mano y los dos estuvieron de
acuerdo.
Y entonces Marya Antonova salió a la noche a buscar a su madre.
Estaba a punto de llamar a la puerta, pero se detuvo al oír voces. Era un
eco extraño de lo que había pasado horas antes; la resurrección inesperada
que estaba aguardándole dentro de su habitación. Marya movió una mano
sobre su cuerpo para ocultar su propia sombra y se coló en la habitación,
escuchando atentamente.
—¿…no podríamos, tal vez, enterrar nuestras diferencias? —preguntó un
hombre mayor—. Me acuerdo de ti, Marya, de cómo eras antes. Creías que no
te veía o que te veía como una pertenencia, algo que usar, pero te veía con
claridad. Veía a una mujer no amada y no valorada. Veía a una mujer capaz
de mucho más de lo que su adulador esposo podría conseguir nunca. Veía a
una compañera, Marya. Sabía que podías ser Baba Yaga antes de que lo
fueras, y estaba preparado, esperando…
—Lazar —dijo Yaga con tono suave—. ¿No crees que me hubiera
aliviado tenerte de mi lado?
Marya tragó saliva con dificultad y apretó un puño. Esperaba que fuera un
truco. O una mentira.
Pero su madre, que nunca había mostrado dulzura alguna por Marya,
ciertamente parecía dulce ahora. Nostálgica incluso.
—Qué necios fuimos —lamentó Koschei y Marya se hincó las uñas en la
palma—. ¿No podríamos enterrar nuestras diferencias ahora que los dos
hemos perdido tanto?
—¿Hacer las paces, quieres decir? —le preguntó Yaga y suspiró—. Sería
más sencillo, Lazar. Mucho más sencillo trabajar contigo en lugar de en tu
contra.
La garganta le ardía a Marya.
El recuerdo débil de su corazón le abrasó el pecho.
—Solo hemos sufrido por nuestras diferencias —afirmó Koschei y posó
las manos sobre los nudillos de Yaga. Marya, que no podía soportarlo un
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segundo más, salió rápidamente de la habitación y se aferró al aire para
arrastrarse de vuelta a casa.
Pensaban que habían sufrido.
Pensaban que ellos habían sufrido.
Quería gritar.
Le entraron náuseas.
En un momento, las voces de sus recuerdos le inundaron la mente.
«Masha, no hagas esto».
Doce años antes, su madre le pidió que eligiera.
«Masha, por favor. ¡Por favor!».
Doce años antes, miró al hombre que amaba a los ojos y le dijo la mentira
más terrible. Le dijo que no sentía nada.
«No puedes decirlo en serio, Masha. ¡Sé que no lo dices en serio!».
Doce años antes, se arrancó su propio corazón y lo enterró en un lugar
profundo.
«Masha, eres el sol, la lima y las estrellas».
«Masha, si te vas, te llevarás mi corazón contigo…».
«Marya Antonova, te amaré hasta el día en que muera».
—Dima —susurró.
«Si me eligieras a mí, Masha, te salvaría de esta vida».
Se quedó mirándose las líneas de las palmas, esperando una claridad que
no llegó. Incluso con la voz de Dimitri desvaneciéndose en sus pensamientos,
el dolor de la traición de su madre no se disipó.
«Solo soy un arma que apunta al hombre que me hizo daño».
Solo un arma, pensó.
«Un cuchillo no se empuña solo».
«Vuelve conmigo, Masha».
Solo un arma que apunta a un hombre.
¿Y quién había estado apuntándole a ella?
Marya levantó la mirada y curvó los dedos en torno al filo del cuchillo
que era ella.
Baba Yaga se estaba ablandando.
Pero Marya Antonova no podía romperse.
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IV. 19
(DINERO SUCIO, MALA SANGRE)
ric Taylor levantó la mirada de las pastillas que estaba contando y los
E ojos le brillaron, alarmados, antes de entrecerrarlos con indignación,
mirando al hombre que había de pie en la puerta de su despacho.
—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó y entonces puso una mueca al
reconocerlo—. Un momento, ¿te conozco?
—Sí, me conoces —confirmó Lev. Se apoyó en el marco de la puerta e
hizo un gesto por encima del hombro—. No estaba cerrada. Me alegro de ver
que ya tienes la cara curada —añadió. Eric se tensó y entonces vaciló.
—Supongo que tendría que haberlo sabido —murmuró para sus adentros.
Sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en las pastillas. Lev se fijó en la
cinta de piel que tenía Eric en la muñeca y devolvió la atención a su rostro,
que, desafortunadamente, no estaba amoratado—. Los nobles siempre
esconden algo, ¿eh?
—Supongo —respondió Lev, siguiéndole el juego.
A fin de cuentas, no estaba equivocado, aunque Lev dudaba que Eric
Taylor entendiera mucho de nobleza.
—¿Y bien? —dijo Eric, que hablaba de forma condescendiente mientras
trabajaba—. Supongo que eres un cliente nuevo. Que necesitas discreción. —
Levantó la mirada—. Yo también tengo propensión a ello, pero podrías haber
mencionado que eras tú cuando acordamos la reunión.
Lev se encogió de hombros.
—Hay que ser cuidadoso.
—Llegas pronto, por cierto. —Eric señaló el surtido de pastillas sin
terminar—. Tan descortés como llegar tarde, en mi opinión.
—No puede ser —dijo Lev y añadió—: ¿Quién es tu proveedor, por
cierto?
—Ah —contestó Eric sin apartar la mirada de las notas que estaba
escribiendo, una especie de código. Números y símbolos, detalles sobre
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ventas e inventario—. Obviamente, no puedo decírtelo. ¿Esto qué es? ¿Una
situación en la que «el dinero es el que manda»? Pues no.
—Bien. —Lev se acercó otro paso—. Supongo que ni siquiera vas a
disculparte.
Eric se rio entre dientes.
—¿Disculparme? ¿Contigo? ¿Por qué?
—No tienes un historial muy bueno, ¿no? —Eric entrecerró los ojos,
aunque no levantó la mirada—. Antes de venir aquí, mi empleador me dijo
específicamente que eras una especie de… oh, ¿qué palabra usó? —murmuró
—. Creo que fue «chovinista». ¿O «narcisista»? Probablemente fuera «un
montón de basura llameante de masculinidad tóxica»… No lo sé, todo pega.
—¿Perdona? —Eric alzó la mirada—. Que yo sepa, yo soy el que tiene
algo que quieres tú, imbécil. Si no estás interesado en comportarte de forma
civilizada, obviamente ya sabes dónde encontrar la puerta.
—Sí, lo sé —confirmó Lev—, y por extraño que parezca, no estoy muy
interesado en ser civilizado. Por desgracia, tengo que hacer un intercambio
rápido contigo antes de irme, así que…
—¿Intercambio? —repitió Eric y se levantó al fin para mirar a Lev—. Así
no funciona esto, ¿de acuerdo? Yo marco los términos y tú…
Lev le rodeó la garganta con la mano.
—Yo me encargo a partir de ahora, Eric —aclaró—. Me molestaría en
darte explicaciones, pero recientemente he descubierto que el tiempo es algo
muy preciado. —Se encogió de hombros.
Eric abrió la boca, buscó las palabras, y Lev suspiró.
—Bien. Estamos perdiendo el tiempo.
Un pequeño disparo de poder en la base de la garganta de Eric fue más
que suficiente y, una vez que se quedó inmóvil, Lev lo soltó en el suelo y lo
apartó. Se agachó, comprobó la ausencia de pulso, que era un requisito, y
entonces le quitó la cinta de piel de la muñeca, se puso en pie y tomó una de
las pastillas.
Justo a la hora, se oyó un golpe en la puerta principal del apartamento.
Lev juntó las pastillas, las miró un momento y se las metió en el bolsillo.
Cerró el despacho al salir y cruzó el enorme recibidor de mármol hasta la
puerta. Estaba cerrada con llave, por supuesto, pero desprotegida para lo
importante. Eric no estaba preparado para tratar con brujos.
—¿Sí? —Lev abrió y vio a un hombre con un traje gris impoluto.
—¿Eric? Hemos hablado por teléfono.
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Lev asintió y abrió por completo la puerta. Le hizo un gesto para que
entrara.
—No tardaremos mucho —dijo—. Una situación en la que «el dinero es
el que manda», ¿no? Pues no.
El hombre se detuvo, contempló a Lev y frunció el ceño.
—Pensaba que venía a ver a Eric —dijo, mirando la puerta.
Lev esbozó una sonrisa y retorció los dedos para cerrarla desde la
distancia.
—Eric está ocupado —contestó—. Ahora me encargo yo.
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ACTO V
MATAR VUESTRAS ALEGRÍAS
El príncipe,
Romeo y Julieta (Acto V, Escena III).
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V. 1
(EL PATRIARCA)
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nuestra casa. De nuestra familia. De nuestro pasado. Algo significativo, algo
preciado. Algo invaluable para mí.
Lazar asentía, aceptaba el regalo y lo guardaba en alguna parte. En su
mente, sobre todo. Aprendió que el valor de estas ofrendas venía menos con
un símbolo del dólar que con la expresión de gratitud que significaba,
inequívocamente: «Ahora te lo debo todo».
¿Qué voy a hacer con esto?, pensaba, y entonces otra persona necesitaba
un favor. Y él cavilaba: ¿No va a beneficiarse esta persona de mi ofrenda? ¿Y
no me voy a beneficiar yo de su lealtad a cambio?
En poco tiempo Lazar Fedorov tenía dieciocho años y estaba en posesión
de un gran número de favores. Era meticuloso con ellos. Algunas noches
pasaba hambre, pero mejor morir de hambre que pedir un favor antes de saber
la mejor forma de gastarlo. Más tarde en la vida, comía alguna comida
costosa y recordaba que nunca podría compararse con la extravagancia de no
tener nada. En los primeros días de su negocio, la comida era escasa y
metálica, algo sacado de una lata, pero también venía acompañada de una
certeza: Ajá, sé cómo Fulanito de Tal puede procurarme justo lo que necesito.
Lo primero de lo que se deshizo Lazar de su pasado fue del edificio de
apartamentos. Siguió como propietario, por supuesto, pero contrató a un
gerente. Mi negocio no estará atado a la ingrata felicidad de los demás,
pensó. Si quería prosperar, tendría que invertir en el sufrimiento de otros.
Encontraría a aquellos que más necesitaran y se ofrecería como medio para
conseguir lo que quería. Aprendió muchas cosas en sus años adolescentes:
cómo reconocer la cara de la desesperación, que se mostraba de muchas
formas. Se mostraba hambrienta, cansada, sin hogar, pero también en forma
de riqueza, de privilegios. La desesperación era un pozo que nunca se
vaciaba. Incluso los poderosos la sufrían y ellos tenían mucho más que
ofrecer a Lazar y, por consiguiente, mucho más que perder.
Lo segundo que heredó fue el apellido familiar, al menos en lo que
respectaba a los negocios. El problema con los nombres consistía en que eran
en sí mismos una sombra. El portador llevaba el apellido de su padre, y si su
padre no era digno de ser recordado, tampoco lo era él, por defecto. Lazar, sin
embargo, no sería tan intrascendente como su padre.
El nombre Koschei escapó de uno de los brujos de distrito; el primer brujo
de distrito en reconocer el talento de Lazar para mostrarse útil, cuyo primer
favor fue el precio de unas elecciones distritales.
—Sé que tienes mucha influencia con los brujos del distrito de Brooklyn
—le dijo el brujo— y he oído que uno de los líderes sindicales te debe algo.
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El brujo no tuvo que mencionarle que sabía que perdería sin ayuda de los
sindicatos. A cambio, Lazar no tuvo que contarle qué favor era, o cómo se lo
había procurado. Lo único que importaba era que al final de la semana todos
los brujos del distrito de Brooklyn comprometieron su voto al candidato
solicitante y, en retrospectiva, la propia elección no revistió importancia. El
brujo del distrito sería olvidado. Lo único importante sería la historia de cómo
se convirtió en un joven en posesión de un gran número de secretos, que no
podían comprarse por los métodos tradicionales y, por lo tanto, no podían
destruirse fácilmente. «Es como Koschei —decían—. Es inmortal, como
Koschei, y solo se puede encontrar entre las sombras».
Si alguien le hubiera preguntado a Lazar cómo lo hizo, se habría reído y
habría dicho: «¿No has oído hablar de las campañas de rumores? No todo es
brujería». Pero nadie preguntó. Lo temían demasiado por entonces. Después
de todo, nadie confía en lo que no ve.
Cuando Lazar empezó a tener interés en tomar una esposa, se acercaba ya
a la mediana edad. Ya había vivido más que su padre y poseía
considerablemente más que un edificio ruinoso. Lazar era dueño de muchos
edificios y recogía rentas de todos ellos, aunque esa no era su principal
ocupación. Era distribuidor de muchas cosas, de todo. Si había algo que se
podía tener, Koschei lo tenía, o podía conseguirlo. Fue solo cuando los brujos
de distrito comenzaron a molestarse con su éxito cuando Lazar supo que ya
había llegado lo bastante lejos. Una vez que tenía una parte persuasiva de
cada brujo de distrito, determinó al fin que podía permitirse un descanso.
—¿Una esposa? —le preguntó su amigo Antonov, medio riendo.
Antonov era relativamente joven, un brujo de distrito de bajo estatus a
quien se había acercado Lazar (primero como Koschei, y luego, poco a poco,
como él mismo) cuando quedó claro que Antonov era más un brujo que un
político, y por lo tanto más prometedor para Lazar que sus homólogos de más
edad. Invitar a una cerveza a Antonov amortizó cien veces más en términos
de lo que le ofrecería a Koschei al final de la noche: un hechizo, algo de
magia que resultaba fácil para él y que, por lo que sabía por entonces Lazar,
no le resultaba fácil a nadie más.
—No sé por qué dudo de que tu cama esté fría, Koschei el Inmortal —
juzgó Antonov.
—Supongo que solo busco a mi princesa Marya —respondió Lazar, feliz
de hacer referencia al cuento que le daba nombre. Como siempre, sorbió la
cerveza en silencio mientras Antonov se tomaba la suya de un trago.
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—Yo tengo a una Marya —se burló Antonov—. Una criatura callada.
Búscate una de esas.
En realidad, Lazar tenía poco interés en una esposa. Lo que necesitaba, sin
embargo, era un heredero. Uno bueno. Alguien que continuara su legado. Un
chico fuerte; alguien a quien pudiera criar y que resultara más fuerte que el
heredero de su propio padre, que había sobrevivido a su padre. Lo que
necesitaba Lazar era un hijo de Koschei. Alguien que continuara una dinastía,
que acarreara sobre su espalda la bendición y la carga de un imperio.
—Callada está bien —respondió Lazar—. Con el silencio puedo trabajar.
Así pues, Antonov le encontró a Anna, una chica bonita y rubia que,
obviamente, halló a Lazar aterrador. No es como la esposa de Antonov, pensó
celoso Lazar. A diferencia de Anna, la Marya de Antonov siempre estaba
escuchando; su mirada era siempre afilada, ingeniosa y curiosa, al contrario
que la de Anna. Mientras que Anna se ponía de los nervios cuando lo veía,
Marya (que era más o menos de la misma edad, si no más joven; apenas una
mujer, todavía con las piernas estrechas de una niña) fijaba la mirada en Lazar
con tal intensidad cuestionable que él empezó, por instinto, a esconderse de
ella. Al contrario que Antonov, que hablaba libremente de sus tratos delante
de su joven esposa, Lazar se guardaba sus secretos.
Lazar y Anna vivían mayormente vidas separadas, aparte del tiempo que
tardó ella en concebir a un niño. Para entonces, Antonov ya tenía a su
primogénita, una niña llamada Marya. Un nombre adecuado, pensó Lazar,
aunque no lo dijo. La Marya de Antonov era una niña preciosa. Como su
padre, la pequeña Marya tenía ojos afilados desde el nacimiento y Lazar tenía
una extraña sensación cuando la miraba. Era la preferida de su padre
(«Princesa Marya —le canturreaba Antonov a su bebé en brazos—. Mi
Masha, mi princesita») y aunque Lazar no tenía esa conexión con ella, tenía la
sensación de que sería una chica importante. Que su vida y la de ella, y la
vida de su madre demasiado callada y demasiado inteligente, estarían siempre
entrelazadas.
Entonces nació Dimitri.
Nació Dimitri y Lazar supo, por primera vez, lo que era amar algo más de
lo que se amaba a sí mismo. Desde el primer llanto que emergió de los
pequeños pulmones de su hijo, el hombre conocido como Koschei el Inmortal
encontró su propósito. Quería un heredero para todo lo que había construido,
pero, ese día, comprendió que su vocación era algo mucho mucho más
grande.
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El propósito de su vida sería crear algo que fuera merecedor de su hijo
mayor.
Lazar descubrió que había hecho lo correcto al amistarse con Antonov, no
porque el hombre fuera de ayuda en algún aspecto, sino porque era útil.
Antonov parecía no tener absolutamente ningún concepto de lo valiosas que
eran sus habilidades; sin embargo, carecía de cualquier tipo de impulso que lo
convirtiera en una amenaza para el negocio de Koschei, lo que significaba
que, por una vez, en lugar de buscar una herramienta para destruirlo (por si
acaso), Lazar consideró a Antonov una especie de mascota. A su segundo hijo
le puso Roman de nombre por Antonov, pues sabía que semejante gesto
significaría mucho más para su amigo que para él. Antonov, un hombre
orgulloso, aspiraba solo a la comodidad, a la camaradería. Pero tenía talento y
adoraba a Dima, el hijo de Lazar, y pronto se hizo evidente para Lazar que le
costaría muy poco esfuerzo asegurarse de que Antonov fuera leal a Koschei
por el resto de sus días.
—Le pondré tu nombre a mi hijo —le prometió Antonov, que parecía
exultante por la idea, pero Lazar vio la decepción en su rostro cada vez que su
mujer Marya le daba una hija. Y otra hija. Y otra. Siete hijas en total con la
pequeña Masha, la miniatura perfecta de su madre, al frente. Con cada una,
Antonov se sentía más profundamente decepcionado; un día su esposa le dijo
que no podía darle más hijos, y él cayó en un estado de apatía y se concentró
en los hijos de Lazar.
Cuando Anna murió (un inesperado golpe para Lazar, que se había
encariñado con su esposa desde que se había convertido en madre de sus
hijos), quedó claro que Antonov no solo era un necio que había juzgado mal
sus propios talentos, sino también un necio que había juzgado mal al ejército
de brujas jóvenes y hermosas que tenía en su casa. Cuando empezó a
acompañarlo su hija Masha en sus visitas a casa de Lazar, pensó que tal vez
podría obtener más de la amistad de Antonov. Masha era una bruja muy
capaz, y donde Antonov veía pequeños trucos de magia, Lazar veía signos de
un poder mágico que podría rivalizar con el de su propio padre. Pensó que tal
vez estuvieran enseñando a Masha para que no exhibiera mucho de su poder
y, al valorarlo, supo quién debía de estar instruyéndola.
—Tu hija —le murmuró a Marya Antonova mientras su esposo estaba
ocupado jugando con Dimitri— sabe más de lo que muestra. ¿Dónde ha
aprendido a hacer eso?
Marya lo miró con sus ojos oscuros.
—Es una chica lista, mi Masha.
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Lazar se fijó en que Masha se ruborizaba cuando Dimitri se volvía para
ofrecerle algo: un libro, un juguete, cualquier objeto. Dimitri no era egoísta,
siempre valiente. Masha apartó la cara y se mostró tímida por la atención.
—Según mi experiencia, las joyas más preciadas suelen ocultarse —
comentó Lazar—. ¿Lo sabe su padre?
—¿El qué? —preguntó Marya con voz suave.
—Que es tan buena bruja como tú —afirmó Lazar y Marya se tensó—. Y
lo que estáis tramando vosotras dos.
Había visto cómo pasaban las pociones en secreto en los círculos de
Antonov y reconoció enseguida quién estaba tras ellas. De quién eran las
pociones, en primer lugar, pero también qué mano las había hecho más
deseables.
Manos, se corrigió, porque si Marya estaba involucrada, también lo estaría
Masha.
—Mantente alejado de mi marido —le advirtió Marya como respuesta—.
Sé quién eres. Sé que vas a intentar usarlo.
—¿Intentar? —repitió Lazar y se echó a reír—. ¿Eso es lo que piensas?
Supo de inmediato que había cometido un error, había hablado
demasiado. Se había declarado una amenaza él mismo, y en el momento en
que Marya se alejó, sintió un pulso de desconfianza entre ellos. Aún pasarían
años hasta que Marya atacara, pero Lazar sabía que había plantado la semilla
de su resentimiento con esa pequeña conversación cuando su intención había
sido impresionarla; sin embargo, había calculado mal lo que ella ya sabía de
él.
Era obvio que la fuente de la repentina pérdida de la paciencia de Marya
con Antonov había sido el acercamiento cada vez mayor entre su hija y el hijo
de Lazar. El propio Lazar ya lo había adivinado. Captó el olor a agua de rosas
en el aire mientras Dimitri miraba por la ventana, sonriendo con aire ausente.
En ese aspecto, Dimitri era un extraño para Lazar (su hijo dorado, que era
más valiente y cálido e inteligente que nadie que hubiera conocido nunca
Lazar; encantador y carismático y, aun así, leal, intrépido, firme), y quedó
bastante claro: Dimitri estaba enamorado de Masha. Puede que ella también
lo amara. Si Antonov hubiera seguido con vida, tal vez Dimitri le hubiera
propuesto matrimonio a Masha y probablemente ella hubiera aceptado. Masha
sería entonces una hija Fedorov, una hija de Koschei, tan leal a Lazar como
sus tres hijos. La unión de sus familias podría haber supuesto que la brujería
inteligente de Antonov pasara a pertenecer a Koschei, pero cuando la
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oportunidad se volvió más cercana y más real, Lazar vio que Marya se
mantenía en un segundo plano, silenciosa.
—Creo que Marya me está envenenando —le dijo Antonov a Lazar
mientras tosía sangre en una servilleta—. No sé por qué, Lazar. No sé qué le
he hecho, pero… ¿puedo quedarme contigo?
Lazar puso una mueca y suspiró.
—Lo siento, amigo mío.
Diez minutos más tarde, llamó a Dimitri.
—Dima, comprendes que un día serás Koschei, ¿no?
Dimitri asintió con la vista fija en el cuerpo que había en el suelo.
Antonov había sido como un tío para él, Lazar lo sabía, pero no había tiempo
como el presente para aprender que un brujo de distrito cariñoso no era lo
mismo que tu sangre.
—Como Koschei —continuó Lazar—, tendrás que hacer cosas que son
necesarias de vez en cuando. Tendrás que tomar decisiones. Las decisiones
son poder —señaló, y Dimitri levantó la mirada, su ceño dorado solemne,
diligente—. El que toma una decisión es quien tiene el poder verdadero en las
manos. Pero una vez que la decisión está tomada, a veces tendrás que guardar
secretos.
—No quieres que se lo cuente a Masha —interpretó Dimitri
correctamente. Parecía preocupado por la idea, pero solo un momento. Puede
que él mismo hubiera juzgado ya que Masha preferiría no saberlo.
Lazar asintió.
—Ve a buscar a Maksimov —le indicó—. El brujo de distrito. Me debe
un favor. Dile que él ha visto derrumbarse a Antonov en una de las reuniones
del distrito. Cuando lo haya entendido, que llame a la madre de Masha. Que le
diga que se prepare.
—¿Que se prepare para qué? —preguntó Dimitri.
—Ella lo sabrá. ¿Entendido?
Dimitri asintió con gravedad.
—Sí, papá. —Se volvió sobre sus talones y salió de la habitación. Sin más
preguntas. Un hijo leal y un heredero impecable, incluso a los quince años.
Hizo lo que se le ordenó y nadie sospechó de Marya Antonova ni de Lazar.
Roman Antonov murió y fue enterrado como el brujo de distrito ordinario que
era, y su familia quedó en la oscuridad hasta aproximadamente tres años
después, cuando los brujos de los distritos empezaron a hablar de la repentina
prominencia de una bruja con unos ingresos cuestionables, conocida solo
como Baba Yaga.
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Lazar, que esperaba que sucediera algo así, supo qué había hecho Marya
Antonova. Se había estado escondiendo detrás de su esposo durante más de
dos décadas, ¿por qué no hacerlo ahora tras otro nombre? Se rio para sus
adentros al pensar que tal vez lo había escogido por él. Ella sabía que él era
Koschei el Inmortal, así que, naturalmente, ella era Baba Yaga, y ahora, por
supuesto, serían rivales.
Aunque eso no era precisamente lo que él quería.
—Cásate conmigo —le pidió a Marya. No sabía de verdad cómo se sentía
hasta que emergieron las palabras—. Necesitas un marido y yo necesito una
mujer. Podemos ser de utilidad el uno para el otro, ¿no crees?
Ella le respondió que no podía tener más hijos. Él le dijo que no los
necesitaba, pero no mencionó que sus hijas eran ya tan valiosas que no podía
imaginarse tener más.
Ella le dijo que no necesitaba su ayuda. Él dijo que siempre venía bien
más ayuda, pero no le confesó que, en realidad, él sí necesitaba la de ella.
Estaba envejeciendo. Estaba muy solo desde la muerte de Anna. Quería una
compañera, una amiga. Tú no necesitas mi ayuda, pero yo sí la tuya, no dijo,
y tal vez esa haya sido la razón.
Era un hombre más acostumbrado a las amenazas que a las promesas. Lo
dijo todo mal, y cuando llamó esa noche a Dimitri para contarle lo que había
sucedido, tuvo la certeza de que sentía ya las consecuencias de su error
vibrando en el aire.
—Le he pedido a Yaga su mano en matrimonio —le informó a su hijo,
que frunció su ceño dorado.
—¿Por qué? —preguntó y Lazar dudó.
Porque es fuerte. Más fuerte que yo.
—Quiero su negocio —fue todo cuanto dijo Lazar—. Se está
posicionando como mi rival. Quiero detenerla antes de que lo consiga.
—Pero yo quiero a su hija —contestó Dimitri con el ceño fruncido—.
¿Me estás pidiendo que me olvide de eso?
—No, no te estoy pidiendo nada, Dima. Te estoy diciendo que he tomado
una decisión. He hecho lo que era necesario.
Dimitri parpadeó.
—Pero va a costarme a Masha.
—¿Por qué? —preguntó Lazar, impaciente—. Solo es un acuerdo, Dima.
—Un acuerdo que Masha va a odiar. Quieres engullirla, papá, y ella lo
sabrá. Lo sabrá.
—No es decisión de Masha —replicó Lazar.
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—Sí lo es —protestó Dimitri—. Su madre y ella son una sola mujer.
Créeme, si Baba Yaga te rechaza será porque Masha lo ha hecho —profetizó
—, y entonces la perderé, papá.
—No va a dejarte —insistió Lazar. Él nunca había rechazado a su hijo,
¿cómo iba a hacerlo ella, la chica que estaba tan enamorada de él? Incluso
Lazar veía que la pequeña Masha llevaba toda su juventud enamorada de su
hijo mayor—. No lo hará.
Pero sí lo hizo.
Y durante exactamente un día, Dimitri pareció un fantasma, afligido y
congelado.
A la mañana siguiente, sin embargo, Dimitri se despertó renovado.
—Volverá conmigo —dijo—. Un día volverá, lo sé.
—¿Y hasta entonces? —preguntó Lazar.
—Hasta entonces, construiremos algo para que vuelva —respondió.
Dimitri canalizó su dolor en el progreso. Lazar, que había sufrido una
pérdida de control por primera vez desde que era un niño, adoptó un papel
menos activo. Siguió dando instrucciones como Koschei, pero se retiró de las
actividades de los brujos de distrito. Envió a Dimitri a hacer sus recados. En
uno o dos años, muy pocos podían llegar ya directamente a Koschei.
Se decía que se había retirado al sótano de uno de sus edificios, donde
supervisaba el comercio de sus criaturas ilegales.
En realidad, el hombre conocido como Koschei esperaba que algo lo
impresionara; sentir algo más que insensibilidad en las venas. Esperaba y
esperaba emocionarse, pero, durante años, no sintió nada.
El resto de la historia ya está contado. Cómo estuvo a punto de perder a su
hijo mayor por culpa de Marya Antonova, la hija de un brujo de distrito inútil
que creció para quedarse con el tesoro más preciado de Koschei. Cómo estuvo
a punto Lazar de perder a su segundo hijo, Roman, a causa de la propia
sandez de Roman y el trato estúpido que hizo por motivos egoístas. Cómo
abandonó finalmente Lazar a su hijo más joven, del que se había despegado
de forma intencionada, solo para hacer las paces con Baba Yaga. Cómo acabó
al fin con una serie de infortunios que le costaron pequeñas partes de su todo
solo para descubrir que la decisión que había tomado para deshacer las otras
había sido el golpe más fatídico de todos.
Lo que no se ha contado es que todo lo que Lazar podía ver que estaba
perdiendo (su influencia sobre los brujos de distrito, el inexplicable silencio
de clientes que normalmente acudían en su búsqueda, sus ingresos
menguantes con su correspondiente ausencia de explicación) no era nada en
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comparación con la mirada vacía en la cara de Dimitri, o con la frustración en
el ceño de Roman. Que muy pocos conocían a Koschei y nadie conocía a
Lazar Fedorov, siempre la sombra de un hombre. Estaba marchitándose,
perdiendo poco a poco todo lo que había construido.
—Yaga —dijo cuando finalmente acudió a ella tras tragarse doce años de
orgullo—. Marya.
Ella levantó la mirada.
—Me preguntaba cuándo vendrías a buscarme, Lazar.
Se sentó en la silla que había frente a la de ella y sacudió la cabeza.
—¿Eres tú? —preguntó. El dinero. Los distritos. Todo lo que estaba
yendo mal.
Yaga fijó su mirada solemne en él.
—Si lo fuera, lo merecerías.
Lazar suspiró.
—Eso no es una respuesta.
—Bueno, tú mismo pusiste los términos, Lazar —le recordó—. Me dijiste
que vendrías a buscarme si te hacía enfadar, ¿no?
«Tócame y todos los brujos de distrito irán a por ti», le dijo y, por
entonces, era verdad. Ahora no.
—Ya que estoy aquí sentada, bien viva —comentó Yaga, señalándose a sí
misma—, seguro que no puedes demostrar que haya hecho nada.
—Siempre sospecharé primero de ti, Marya, con pruebas o sin ellas. Eres
la única lo bastante fuerte para enfrentarte a mí. La única que puede
demostrar ser más lista que yo, o derrotarme.
Yaga parpadeó, interiorizando esa franqueza sin precedentes.
—¿Qué quieres, Lazar? —preguntó a regañadientes.
Él vaciló.
—Añoro a mi hijo —confesó.
Dima. Estaba diferente.
Romik. Estaba afligido.
Lyovushka. No estaba.
—Y yo añoro a mi hija —respondió Baba Yaga.
Lazar no creyó oportuno preguntar a cuál se refería.
—Pedí un precio demasiado elevado.
—Siempre lo haces —le recordó Yaga—. Siempre quieres demasiado de
mí.
Lazar soltó una carcajada amarga.
—Sí, pero Antonov no quería nada de ti, y mira lo que fue de él.
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—¿Nada? —repitió ella—. ¿Crees que no era nada? ¿Crees que mi
silencio, mi sumisión, no suponía un coste considerable?
Lazar se tensó al reparar en su error de nuevo.
—Marya…
—Tú y yo sabemos que mi marido era un necio, pero tú eres el que se
habría quedado con lo que no te pertenece —le acusó—. Nos habrías robado
lo que mis hijas y yo merecíamos. Si me enfrenté a ti, fue únicamente porque
eres un hombre egoísta que se cree con derecho a tener el universo.
—Eso no es verdad —insistió Lazar—. Y fue gracias a mí que tuviste la
libertad de convertirte en quien eras, Marya.
—Oh, no te molestes —replicó—. Ya sabes que Antonov murió a mis
manos. Ya me amenazaste una vez por ello. ¿Por qué fingir ahora?
—Porque no fuiste tú —admitió y ella retrocedió—. Tú no mataste a
Antonov, Marya. Lo hice yo.
Yaga se quedó mirándolo.
—No sabes lo que dices.
—Sí lo sé. Necesitabas que pareciera real, ¿verdad? —le recordó—.
Necesitabas que fuera lento, cuidadoso, porque te faltaba la habilidad para
ocultar tus huellas, pero no a mí. Él sabía que lo estabas envenenando y
acudió a mí en busca de ayuda. Acudió a mí y yo lo maté —confesó al fin con
la garganta seca—. Lo maté, Marya, por ti. Para que pudieras ser libre.
Ella se quedó callada, incapaz de hablar.
—No —logró pronunciar al fin—. Lo mataste para poder tenerme tú, ¿no
es verdad?
Lazar gruñó, impaciente.
—Marya, tú y tu orgullo…
—Oh, no te hagas el altruista, Lazar —le espetó—. Solo eres una sombra.
Vagas en la oscuridad, esperando, ¿no? Tu oportunidad para atacar. Has
estado aguardando con esta verdad, haciendo tiempo hasta que pudieras usarla
como arma. ¿Crees que puedes venir aquí y decirme ahora, después de todo
este tiempo, que es gracias a ti que tengo esto, lo que he construido con mis
dos manos? ¿Con mi hija, que ha tenido la audacia de amarme a mí más que a
tu hijo?
Lazar se encogió.
—Lo hice por ti, Marya, lo creas o no. Si te lo hubiera contado te habrías
sentido en deuda conmigo, y no quería eso. No quería que me debieras nada.
—Lo quieres de otras personas —replicó Yaga—. ¿Por qué de mí no?
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—Porque… —dijo, enfadado—. Porque te pareces a mí más que nadie,
Marya Antonova. Porque tú has construido todo esto de la nada, ¡igual que
yo! Porque… —comenzó, y farfulló—: Porque podríamos haberlo tenido
todo, tú y yo.
Yaga esperó un momento.
Apretó los labios.
—Soy capaz de tenerlo todo sin ti, Lazar. ¿No te has dado cuenta aún? No
te necesito.
—No, no me necesitas, pero ¡mira lo que te ha costado estar en mi contra!
Lo que me ha costado también a mí. —Se inclinó hacia ella—. Hemos pagado
más de lo que habríamos deseado simplemente por estar separados. ¿No
podríamos, tal vez, enterrar nuestras diferencias? Me acuerdo de ti, Marya, de
cómo eras antes. —Notó el tono suplicante de su voz, la ternura que se había
guardado solo para él durante décadas—. Creías que no te veía o que te veía
como una pertenencia, algo que usar, pero te veía con claridad. Veía a una
mujer no amada y no valorada. Veía a una mujer capaz de mucho más de lo
que su lisonjero esposo podría conseguir nunca. Veía a una compañera,
Marya. Sabía que podías ser Baba Yaga antes de que lo fueras, y estaba
preparado, esperando…
Se quedó callado y ella negó con la cabeza, dedicándole al fin una mirada
de compasión.
—Lazar —dijo Yaga con tono suave—. ¿No crees que mi hubiera
aliviado tenerte de mi lado?
Al fin, un momento frágil de comprensión. Al fin, un poco de paz.
—Qué necios fuimos —se lamentó Koschei, sacudiendo la cabeza—. ¿No
podríamos enterrar nuestras diferencias ahora que los dos hemos perdido
tanto?
—¿Hacer las paces, quieres decir? —le preguntó Yaga y suspiró—. Sería
más sencillo, Lazar. Mucho más sencillo trabajar contigo en lugar de en tu
contra.
—Solo hemos sufrido por nuestras diferencias —indicó Koschei y posó
las manos sobre los nudillos de Yaga—. Solo te he contado esto para
demostrarte que siempre he estado de tu lado. Siempre, Marya, te lo juro. —
La miró y tragó saliva con dificultad—. Siempre.
Ella consideró sus palabras.
Él conoció a la bruja a quien ahora llamaban Baba Yaga cuando era una
niña con dieciocho años, recién casada. Ahora tenía casi cincuenta y la edad
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se había marcado en las líneas alrededor de sus ojos, pero estaba tan
encantadora como siempre. Tan encantadora y tan calculadora.
—Lazar —dijo—, no hay forma de revertir el dolor que nos hemos
causado entre nosotros. No se pueden deshacer nuestras pérdidas.
«Marya Antonova no está en el reino de los muertos», oyó al Puente
decirle con un brillo burlón en los ojos por el caos que podría causar eso.
¿Quién era más probable que mintiera? ¿Un hada que no tenía nada que ganar
más que caos?
¿O la bruja que ya sabía lo que significaba tomar por necios a todos?
—El ayer ya está hecho —le dijo con la esperanza de poder confiar en ella
—. Ya hemos pagado, Marya, ojo por ojo. ¿Qué nos deparará el mañana?
¿Qué más podría soportar perder?
A su alrededor, las sombras danzaron, alarmadas. Titilaban y menguaban,
inquietas. Eran criaturas sutiles, siempre yendo y viniendo. Igual que el
propio Lazar, eran criaturas de la oscuridad que no podían existir sin luz; sin
al menos una promesa de luz.
Pero mientras que él era una sombra, Baba Yaga era piedra.
—Supongo que los dos tendremos que esperar a averiguarlo, Lazar
Fedorov —concluyó Marya Antonova.
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V. 2
(POZOS ENVENENADOS)
i quieres mi ayuda para acabar con Koschei —le dijo Dimitri a Sasha
–S Antonova—, necesito que sepas lo que tengo en mente.
—El negocio de Koschei ha podido sufrir con el tiempo, pero
sigue teniendo muchos amigos entre los brujos de distrito —comentó Sasha,
aunque no era una respuesta—. Está demasiado protegido, tiene demasiada
influencia, y mientras los demás sigan adorándolo o temiéndolo, habrá
consecuencias para mi familia por su pérdida. No solo quiero matarlo —
aclaró—. Eso sería muy fácil, o al menos más fácil de lo que me gustaría.
Cierto. El problema eran siempre las consecuencias, no el acto.
—¿Qué quieres entonces?
—Quiero destruirlo. Quiero ver cómo lo pierde todo del mismo modo que
lo he perdido yo. —Hizo una pausa, probándolo con una mirada—. ¿Cuán
firme es tu lealtad a tu padre, Dima?
Se enfadó por la informalidad.
—Soy Dimitri.
—Seguro que no lo prefieres —señaló ella, vacilante.
No, pero eso no cambiaba nada.
—Esto no es una amistad —le recordó—. Es una negociación y tu precio
sigue siendo muy alto.
—Bien, hazlo a tu manera. —Sasha suspiró con ironía—. La pregunta
sigue requiriendo una respuesta.
—¿Cuán firme es tu lealtad? —murmuró Bryn, interrumpiendo su
conversación por primera vez para mirar a Dimitri—. Flácida, sospecho.
Dimitri lo fulminó con la mirada antes de volverse hacia Sasha.
—Podemos probarlo —aclaró—, pero solo si tienes un plan. Uno bueno.
A Sasha le pareció razonable.
—Mi hermana está en proceso de hacer crecer el imperio de nuestra
madre más allá del alcance de los brujos —comentó—. Supongo que ya lo
sabes.
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Dimitri asintió.
—Oponernos a Koschei es costoso —explicó—. Controla demasiado.
Puede tirar de demasiados hilos. Lo quiero desterrado de los distritos.
Excomulgado.
—Desterrado —repitió Dimitri—. Una práctica poco común. Muy pocos
tienen el privilegio de saber quién es Koschei.
—Tu padre tendría que cometer un crimen terrible —afirmó Sasha—.
Algo que no pudieran ignorar los demás brujos de distrito, ni siquiera los que
él ha comprado.
Era impresionante bajo semejantes circunstancias que Dimitri pudiera
contener la risa.
—Ya tiene mala reputación justo por esos crímenes —le informó—. ¿No
te has fijado? Cualquier brujo de distrito que habla en su contra pierde
rápidamente su puesto, o peor.
No tuvo necesidad de añadir que él solía ser la razón de ello. ¿Cuántos de
los desastres de Koschei había arreglado diligentemente Dimitri sin dejar
rastro? Él sabía mejor que nadie que no existían pruebas de las indiscreciones
de su padre.
—Bien —dijo Sasha—, entonces, ¿qué hay que no puedan aceptar los
brujos de distrito?
—Mal —intervino el Puente cuando Dimitri abrió la boca y los dejó a los
dos en silencio. Cruzó una pierna por encima de la otra y amonestó a Sasha
desde su asiento, frente al de ella—. No puedes pensar en derruir una pared de
ladrillos de un solo tiro, Rusalka, por muy poderosa que sea el arma.
Dimitri le lanzó una mirada impaciente a Bryn.
—Estaba a punto de decir lo mismo.
—Pues tendrías que haber sido más rápido —le aconsejó con una sonrisa,
y Dimitri puso los ojos en blanco y se volvió hacia Sasha.
—El Puente tiene razón, no necesitas un golpe fuerte. Necesitas a alguien
que pueda desarmar poco a poco a Koschei, ladrillo a ladrillo. Hay algunos
brujos de distrito a los que se puede intimidar para que se cambien de su lado
al tuyo —aclaró—, y a otros se les puede persuadir o comprar. Supongo que
es posible que algunos se pongan en su contra simplemente por el bien de la
verdad —concedió y puso una mueca—, o de la justicia. Hay muy pocos
honrados en el grupo.
—Detestable —afirmó Bryn, mirándose las uñas.
Sasha se encogió de hombros.
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—Yo estoy muerta. Tendrás que ser tú, su majestad —le informó a
Dimitri, que se reservó sus dudas.
—¿Cuál es exactamente tu papel en esto? —le preguntó—. Quieres que
yo ponga a los brujos de distrito en contra de mi padre, bien, pero ¿qué harás
después?
—Oh, tengo alguna idea —contestó Sasha e intercambió una mirada
sumamente desconcertante con el Puente—. Al fin y al cabo, ¿qué es Koschei
sin sus recursos?
—Un hombre con un imperio —le advirtió Dimitri.
De nuevo, se encogió de hombros.
—Han caído imperios por menos. ¿Y qué es un emperador sin sus
herederos? Solo un hombre con una corona sin valor, sospecho.
Dimitri consideró su respuesta. En concreto, la importancia matemática de
no tener herederos cuando aún quedaba un hijo.
—¿Estás diciendo que piensas matar a mi hermano?
—¿Te gustaría que lo hiciera? —replicó con tono dulce.
Dimitri se permitió el lujo de la duda, aunque no por más de un segundo.
—No. No toques a Roman —le advirtió—. Si le haces algo a mi hermano,
habremos terminado. Más que eso.
Sasha no parecía sorprendida, daba la sensación de que esperaba que
dijera eso.
—No hay necesidad de hacer amenazas, Dimitri. Tú busca una forma de
envenenar el pozo de los brujos de distrito.
—Soy el único motivo por el que el pozo no está intoxicado ya —le
informó—. Yo mismo he evitado la mayor parte del veneno.
—Entonces nadie mejor que tú sabrá cómo deshacerlo —afirmó Sasha, y
sus ojos brillaron en la negrura.
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V. 3
(LUTO)
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—Mis motivos no son de tu incumbencia —lo interrumpió,
completamente apático—. Tengo interés en ser brujo de distrito. Ya he
declarado mi intención. Eso es todo cuanto necesitas saber.
—Pero… —Roman se quedó mirándolo—. Papá ya tiene conexiones con
los brujos de los distritos…
—Sí, lo sé.
—¿Y por qué…?
—Porque quiero —respondió—. ¿Tan difícil es de creer?
—Yo…
Sí, quiso decir Roman. Sí, por supuesto que sí. ¿Por qué Dimitri Fedorov,
hijo de Koschei el Inmortal, iba a dignarse a adoptar el papel de un
intrascendente brujo de distrito? Tal vez merecía la pena ser un anciano,
influir en los votos, pero la posición de Stas Maksimov con los brujos de
distrito era limitada. Tenía un voto, pero no nombramientos de comités ni una
influencia sustancial.
—Me gustaría que te mantuvieras al margen —dijo Dimitri. Roman
inspiró profundamente, incapaz de captar el sentido de nada de lo que decía
su hermano—. Has tenido muy poco cuidado en mantener las manos limpias,
Roma, y prefiero que no se me vea como una herramienta de la empresa de
Koschei.
—Seguramente, los brujos de distrito que te conocen sospecharán de tus
motivos reales —dijo con el ceño fruncido—. No puedes pensar que van a
querer que tengas ese puesto, ¿no?
Dimitri se encogió de hombros.
—¿Y por qué me va a importar a mí lo que quieran los brujos de distrito?
—Debería importarte lo que quiere papá.
—Ah, ¿sí? —se mofó con una carcajada—. Interesante apunte, Roma. ¿Y
por qué iba a importarme lo que quieres tú, por cierto?
—Dima, por favor, sé que estás… —Se cuidó de no usar la palabra
«enfadado», pues la última vez no le había sentado bien—. Sé que no soy
quien querías que fuera, lo sé —determinó como curso de acción, avanzando
de forma cautelosa—. Sé que te he decepcionado tanto que nunca podré
arreglarlo. Pero eres mi hermano. —Se puso en pie—. Y…
—Y si tú hubieras pasado más tiempo preocupándote por tus hermanos en
vez de por ti mismo —lo interrumpió Dimitri—, estarías durmiendo en tu
cama en lugar de aquí conmigo.
Roman puso una mueca y hundió las uñas en la palma.
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—¿Crees que puedo respirar sin sufrir el dolor de su pérdida? —preguntó
y los dos sufrieron por el peso del nombre no pronunciado de Lev—. ¿De
verdad crees que no me estoy ahogando ya en mi propio remordimiento?
Dimitri tardó un momento en responder. Por un segundo, a Roman le
pareció ver el rostro de su hermano ablandarse.
—Lo creo. —Pero entonces, de nuevo, Dimitri Fedorov se convirtió en un
hombre de piedra—. ¿Quieres mi perdón para poder respirar? ¿Es eso? —
Roman no dijo nada—. No tengo interés en ofrecerte alivio. Si te asfixias por
lo que has hecho, que así sea. Lo harás bastante bien sin mi ayuda.
Roman se encogió.
—Lev no querría que estuviéramos así entre nosotros, Dima…
—No, Roma. —Su voz era dura y sombría—. No te engañes. Lev no
querría estar muerto. Solo porque él estuviera dispuesto a morir por ti, o yo,
no significa que ninguno de nosotros deseara hacerlo. No hables en nombre
del fantasma de Lev.
No había nada que decir a eso, como bien sabía Dimitri. Roman se quedó
parado en el salón oscuro de su hermano y sufrió en silencio, obligado de
nuevo a soportar el peso de lo que había hecho.
—Duerme en el sofá —murmuró Dimitri—. Ya sabes dónde están las
mantas.
Roman negó con la cabeza.
—No, es mejor que me vaya. No debería haber venido.
Por un momento, dio la sensación de que Dimitri iba a protestar, pero
entonces se encogió de hombros, impasible.
—Los dos tenemos que acostumbrarnos a la vida después de Lev. Haz lo
que debas, Roma, y yo haré lo que tenga que hacer. No eres nada para mí,
eres solo… —Se quedó callado—. Somos personas diferentes a las que
éramos.
Roman asintió y apenas oyó nada cuando Dimitri recorrió el pasillo hacia
su dormitorio. Su hermano tenía razón. Al fin y al cabo, nunca habían estado
muy unidos; Koschei los había unido y Lev los había dulcificado, pero ahora
(sin Lev y con la reciente enemistad de Dimitri con su padre) no había nada
excepto sangre que los mantuviera en la misma habitación. Cuando la puerta
de Dimitri se cerró, el sonido retumbó entre las paredes de su apartamento, y
Roman reunió al fin la entereza para marcharse y salir a la calle.
Se estremeció en la noche fría. Pronto empezaría el buen tiempo, pero era
improbable que mejorara el frío de sus huesos. Giró, avanzó con prisa por la
calle y se detuvo en seco al ver algo.
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La luz de la luna incidía en el pelo oscuro de una figura resplandeciente
con una fría mirada gris.
—Sasha —dijo y tragó saliva.
Ella no se movió. No respiraba. Estaba mortalmente quieta.
—Sasha —repitió Roman, parpadeando—. Por favor, yo no quería que
pasara esto.
Se acercó a él y extendió los brazos con las manos chisporroteantes. Él ya
no poseía la magia necesaria para mantener a raya a un fantasma.
¿Cómo había salido todo tan mal?
—Sasha, por favor…
—¿Quién me hizo esto? —susurró con voz tan solemne e incorpórea
como la brisa helada—. ¿Fuiste tú, Roman?
—No, Sasha, yo no…
—¿O fue Koschei? —dijo, los ojos titilantes en la oscuridad—. Dime, hijo
de Koschei, ¿estaría muerta si no fuera por él?
Roman se quedó mirándola.
Despacio, ella ladeó la cabeza y le sonrió de forma siniestra.
—¿Lamentará Koschei tu pérdida, Roma Fedorov? —preguntó y dio un
paso hacia él.
Inmediatamente, Roman se tambaleó hacia atrás y atravesó la noche sin
volver la vista.
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V. 4
(MUERTO VIVIENTE)
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V. 5
(INDISPUESTO
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El hombre respondió con una mueca.
—Se llama «hospitalidad» —comentó Lev—. Dame cinco minutos.
—Cinco minutos —le advirtió el hombre—. Después iré a por ti.
—Bueno, llama primero. Por educación.
Otra mirada sombría.
—Vale, de acuerdo —murmuró Lev y se volvió para regresar a la
habitación de Eric, que era donde estaba el propio Eric.
Entró y cerró la puerta. Se arrodilló junto a Eric en el suelo y puso mala
cara por la desagradable tarea que tenía por delante.
—Eh. —Le dio un golpecito en la sien—. Despierta.
Eric se incorporó con un gemido. Se echó hacia delante, tosiendo por el
influjo repentino de oxígeno.
—Tú —intentó hablar con dificultad—. Tú…
—Sí. Yo, lo sé. Yo también estaba aquí.
—Tú… me has matado, joder…
—Oh, por favor. Ahórrate el melodrama. Está claro que no estás muerto y
si lo estuvieras, ¿qué? —Se encogió de hombros—. Yo ya he muerto antes.
—Estás…
Eric estaba apretando el puño. Si Lev hubiera podido evocar la empatía,
podría haberse molestado en lamentar que los pulmones de Eric se estaban
hinchando ahora por una atrofia temporal, lo que probablemente significara
que estaba muy incómodo. Por desgracia para Eric Taylor, no era una de las
personas preferidas de Lev, por lo que no tenía pensado calmar su dolor.
—Tú… esto… —Eric se atragantó y se puso a toser—. Qué es esto…
Sasha ha…
—No hables de Sasha.
—Pero ha…
—He dicho que no hablases de ella —replicó Lev, lanzándose hacia él.
Eric se quedó paralizado con los ojos muy abiertos al ver la amenaza de la
mano abierta de Lev.
—¿Qué haces aquí? —farfulló Eric con la garganta tensa.
—Hacerme cargo —respondió Lev—. Has sido reemplazado.
—¿Quién lo dice?
—Marya.
—Pero pensaba…
—¿Quieres discutirlo con ella? —le preguntó y Eric parpadeó.
—No.
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—Eso pensaba. —Lev hizo una pausa y añadió, a regañadientes—: Tienes
visita.
Eric frunció el ceño.
—¿Quién?
—Un hombre gruñón con un traje. No le he preguntado el nombre.
—Ah, Barón.
Lev enarcó una ceja.
—¿Barón?
—Guardia de seguridad —explicó Eric, rascándose el cuello—. Lo he
contratado recientemente teniendo en consideración la clase de gente con la
que trabajo ahora. —Le lanzó una mirada mordaz—. Cuando no respondo en
un par de horas, Barón me hace una visita.
—Bien, estoy seguro de que te alegrará saber que es muy devoto a la
causa —comentó con tono cortante—. De ahí que te haya despertado de
forma temporal.
—¿Temporal? —repitió Eric, contrariado—. ¿Significa eso que vas a…?
—¿Dejarte aquí hasta que te necesite, si es que llega el momento? Sí.
—Pero…
—No hay seguridad que puedas contratar para protegerte de mí —le
advirtió—. O de Marya.
Eric captó la amenaza y reprimió un escalofrío.
—Pero ha funcionado, ¿no?
—Sí —confirmó Lev—, solo porque no me apetece ponerme a limpiar
sangre hoy. Llámalo «interés personal», si quieres. Pero créeme, no tengo
intención de interactuar contigo más allá de lo necesario.
—¿Qué piensas hacer conmigo entonces? —preguntó Eric.
—Ocuparme de tu negocio por ti. —Lev se encogió de hombros—.
Abarcas demasiado. Con un poco menos de codicia habrías llegado lejos.
—Tengo que pagar una matrícula.
Lev resopló.
—Sí, claro. ¿Y este ático?
—Ganar dinero cuesta dinero —respondió Eric—. Además, este
apartamento tiene un portero. El top de la seguridad. La gente viene aquí a
hacer negocios, se siente segura.
—Muy bien. Pero no te necesito. Solo tus contactos.
Por desgracia, Eric torció la boca con algo que a Lev no le emocionaba
ver: desacuerdo. Una chispa de rebelión.
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—No es verdad —replicó—. Sí me necesitas. Tú no sabes lo que es
trabajar con delincuentes, ¿verdad?
No, no lo sabía. Sus hermanos, sí (corrección: sus hermanos eran en
realidad delincuentes, dependiendo de a quién le preguntaras), pero lo habían
dejado a él al margen en su mayor parte. Lev nunca había quedado solo con
ninguno de los distribuidores o clientes de su padre; había hecho muy poco
sin la supervisión de Roman, de Dimitri o de ambos.
—Me necesitas —dedujo Eric por el silencio de Lev, y un momento
después, añadió—: Podríamos ser socios.
—No. Negativo. No te respeto. Ni me gustas.
—No puedes matarme —apuntó enseguida Eric—. Necesitas mi ayuda.
—Necesito tu cooperación —lo corrigió Lev—, pero podría conseguirla
de todos modos.
—Puede que sí —afirmó la sabandija de Eric—, pero voluntariamente
sería más fácil, ¿no te parece?
Lev iba a responder, pero oyó la puerta abrirse tras él y Barón se asomó
por el marco.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó el hombre con desconfianza.
Eric miró a Lev, que puso una mueca.
—Vale —murmuró Lev—. Socios, no. Algo razonablemente parecido.
Eric se inclinó hacia él y bajó la voz.
—Quiero más dinero.
—No.
—Entonces no voy a hacerlo.
—Muy bien. Eres igual de útil para mí muerto.
Eric siseó, frustrado.
—¿Para qué necesitas el dinero? ¿Tan leal eres de verdad a Baba Yaga?
No había forma de que Eric Taylor pudiera saber lo mucho que odiaba
Lev Fedorov considerar la respuesta a esa pregunta, pero parecía satisfecho
por haber sacado un tema complicado.
—Vale, puedes quedarte el ático —aceptó Lev un momento después—.
Me voy.
Eric puso una mueca.
—¿En serio?
—¿Señor Taylor? —intervino Barón, mirando a Lev con irritación—. ¿Va
todo bien aquí?
Lev lanzó una mirada de advertencia a Eric.
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—No te necesito vivo —le advirtió entre dientes—, pero tampoco te
necesito en mi conciencia. Estoy aquí para servir a un propósito. Cuando haya
terminado, podrás recuperar tu vida.
—¿Y cuándo habrás terminado?
—Cuando haya terminado, joder.
—¿Señor Taylor? —preguntó de nuevo Barón.
Una pausa.
Eric apretó los labios y miró a Lev con el ceño fruncido.
—Puedes quedarte la habitación más pequeña.
—Bien —respondió Lev, que había estado dentro de una tumba hasta no
hacía mucho tiempo.
Eric se puso en pie, satisfecho.
—Todo bien, Barón —dijo y le lanzó una mirada de soslayo a Lev—.
Estamos bien.
Lev posó una mano en el hombro de Eric, haciendo que se encogiera.
—Buena elección —le dijo al oído—. Ahora sonríe, pon buena cara y dile
a tu amiguito que se vaya.
—Estás despedido, Barón —le comunicó con los dientes apretados,
molesto.
Barón vaciló.
—Señor, ¿seguro…?
Lev conjuró el poder y dejó que danzara sobre sus nudillos al tiempo que
hundía la mano en el hombro de Eric.
—Vete —le ordenó y Barón asintió.
—Sí, señor —dijo, mirando a Lev—. ¿Añado a este caballero a la lista de
aprobados entonces?
—Vaya, gracias, Barón —comentó Lev por parte de los dos—. Eso estaría
muy bien.
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V. 6
(SOLNYSHKO)
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—No, me refiero a… —Lev resopló—. Ya sabes, en los cuentos, en las
historias, nunca entiendes por qué es villano un villano. Son crueles y
groseros y feos, por supuesto, pero difíciles de comprender. Pero tú y Dima
sois iguales. Tú eres meticulosa, calculadora. Eres implacable, pero eso no…
no es quién eres, es cómo trabajas. Creo que es más fácil para los dos eliminar
vuestros sentimientos de la ecuación —determinó, mirándola.
—¿Estás intentando mostrarte familiar, Fedorov? —preguntó ella sin
confirmar nada.
—No. —Soltó una risotada—. Pero ahora que sé que eres como mi
hermano, sé que debes de tener un plan que no me estás contando. Nadie es
más meticuloso que Dima —explicó, un punto con el que Marya quería
mostrarse en desacuerdo—. Con él las cosas siempre parecen distantes y sin
sentido al principio, y luego, en retrospectiva, cobran sentido. Todo encaja.
—¿Dónde quieres llegar?
Lev se encogió de hombros.
—Tienes un plan, pero solo me has contado las partes más superficiales.
Pero si fueras Dima, ya me habrías contado el resto —sugirió. Se inclinó
hacia ella con una sonrisa beatífica en la cara.
Marya lo evaluó un segundo y luego puso los ojos en blanco.
—Eres un idiota inteligente, Lev Fedorov —dijo y él sonrió.
—Podría haber funcionado. Además, he conseguido gustarte un poco más,
¿verdad?
Marya suspiró en su interior. Si había alguien como Dimitri Fedorov, era
su hermano menor, pensó.
—El plan es muy simple. No es un secreto. Vamos a ganar todo el dinero
que podamos.
—Sí, pero ¿por qué? —preguntó Lev.
—Porque el dinero habla, Fedorov. No es en lo más mínimo clandestino.
—Ah, venga ya, Marya. Eres la mujer que ha estado a punto de matar a
mi hermano —le recordó— y que ha muerto al devolverlo a la vida. No me
digas que tus motivos se deben a algo tan fácil como la avaricia.
Le gustaba, decidió Marya.
Lo que era profundamente desafortunado.
—No todo forma parte de un plan, Solnyshko —dijo y Lev ladeó la
cabeza.
—«Pequeño sol» —tradujo él—. Curioso. Siempre he considerado a mi
hermano el sol.
Marya se detuvo.
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—¿Sí? —preguntó.
—Sí. —Lev la miró, expectante, y ella suspiró.
—¿Qué pasa, Fedorov? —preguntó y la sonrisa de Lev se hizo más
grande.
—Hay algo que no me estás contando.
—Sí. —Se puso en pie—. Hay muchas cosas que no te estoy contando.
Bien, si es todo…
—Estabas con mi hermano cuando moriste —señaló Lev, y ella se detuvo
y tensó las manos en el fajo de billetes—. Ahora que te conozco, sé que nunca
te habría pasado eso a menos que estuvieras… distraída. Más que distraída.
—Ve al grano, Lev —murmuró sin mirarlo y él se cruzó de brazos.
—Sabes lo que es, Marya. Estás enamorada de mi hermano.
Toda esa certeza irreverente, pensó al reconocerla con un cariño
enloquecedor. Era, claramente, un rasgo Fedorov.
—Te crees que sabes mucho, ¿eh?
—En realidad, sé que sé mucho —la corrigió con una sonrisa, y Marya
estaba a punto de perder la paciencia con él cuando se abrió la puerta y
apareció la cabeza de Ivan en el marco.
—Marya —se dirigió a ella—. ¿Puedes hablar?
Asintió. Era tan buen momento como cualquier otro.
—Espera aquí —le pidió a Lev.
—¿No me dices «Espera aquí, Solnyshko»? —espetó él—. Pensaba que
ya éramos amigos.
—No te pases, Fedorov.
—Vale. —Exhaló un suspiro y se sentó en la silla cuando Marya se volvió
hacia Ivan y cerró la puerta al salir.
—¿Sí? —le preguntó. Ivan dudó y desvió la mirada hacia la puerta.
—¿Estás segura de que no quieres contarle…?
—Ella no puede saberlo —le advirtió en voz baja—. Aún no. Hasta que
no sepa que puedo confiar en él.
—¿Confiar qué?
Como había hecho con Lev, Marya enarcó una ceja en señal de
advertencia. Ivan suspiró.
—Solo pienso…
—Sé lo que piensas, Ivan, y, de verdad, valoro tus pensamientos. Siempre.
—Posó una mano en su hombro—. Pero, por favor, mantén esto entre
nosotros por el momento y no se lo cuentes a mi hermana.
Ivan asintió y entonces carraspeó.
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—Acabo de oír algo muy interesante de Raphael Santos —apartó
obedientemente el asunto de Lev Fedorov. Haría lo que se le pidiera, como
siempre—. Alguien se ha presentado para el puesto de Stas como brujo de
distrito.
Marya se encogió de hombros.
—Bien, tenía que pasar. Sea quien fuere, nos ganaremos su favor.
—Esa es la cuestión. Creo que ya te lo has ganado.
Interesante, pensó Marya, y luego: ¿Interesante para bien o interesante
para mal? Por su expresión, parecía que ni siquiera Ivan estaba seguro.
—Dimitri Fedorov —le informó y Marya, que casi nunca se sorprendía, lo
hizo entonces.
—¿Dima? —preguntó en voz baja. Apartó a Ivan de la habitación donde
estaba el más joven de los hijos Fedorov—. Pero los Fedorov nunca antes se
han interesado por los brujos de distrito. ¿Por qué iba a necesitar un puesto
cuando podría sencillamente comprar o adueñarse de cualquier cosa que
necesite?
—Correcto. Por eso te he informado nada más enterarme.
Marya asintió, todavía pensativa.
—Mira a ver qué descubres —le pidió y le señaló la puerta—. No voy a
salir esta noche. Estaré bien sola.
—¿Estás segura? —preguntó Ivan y ella asintió.
—Ve a hablar con Santos. Yo me encargo de Lev.
—¿De Solnyshko, quieres decir? —dijo Ivan con suspicacia y Marya
suspiró.
—Se me ha escapado —murmuró.
Ivan se rio entre dientes, pero entonces vaciló.
—¿Podrías desear a alguien mejor para Sasha? —preguntó con tono
amable.
Una pregunta injusta cuya respuesta era obvia.
—Tenemos cosas que hacer ahora mismo, Ivan —le recordó—. Te juro
que se lo contaré a los dos, pero aún no. Ahora no. Tengo cosas que hacer. —
Lev tenía razón, al fin y al cabo. Marya Antonova sabía lo que estaba
haciendo y el dinero era solo el principio.
Ivan asintió.
—Confío en ti, Marya. —Inclinó la cabeza y se marchó cuando ella se
volvió hacia su despacho.
—Lev. —Abrió la puerta y lo encontró asomado a la ventana—. Me has
dicho que tu hermano siempre tiene un plan, ¿no?
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—Sí. —Se volvió hacia ella—. Aunque ninguno tan bueno como los
tuyos, por supuesto —susurró y le lanzó una mirada burlona e impertinente—.
Si compartieras tus planes conmigo, encantado te diría cuán superiores son.
Marya suspiró y sacudió la cabeza.
—Eres imposible, Solnyshko.
Por un momento, la sonrisa de él titiló y luego mermó.
—Eso me han dicho —afirmó, y pareció de nuevo un poco perdido.
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V. 7
(OBSERVACIÓN AGUDA)
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padre, no a que empezara una nueva política progresista y nos hiciera perder
el tiempo.
—Yo no he hecho nada de eso —protestó Bryn—. Lo que esté tramando
el príncipe Fedorov es cosa suya.
—Lo dudo —respondió Marya y lo miró—. Me estás ocultando algo.
—Sí. Aunque es poca cosa, seguro.
—Seguro. —Marya suspiró, desconfiada, y sacudió la cabeza—. Puente,
me agotas.
—Podría. Si tú quisieras —le ofreció.
—Brynmor. —Levantó la mirada al techo—. No existe un mundo en el
que tú supieras qué hacer conmigo.
—¿Estás diciendo que Dimitri Fedorov sí? —preguntó con tono neutro.
—Supongo que tendré que descubrirlo yo, teniendo en consideración que
no eres de ayuda. —Se levantó y desvió la mirada a lo que ocultaba en el
cajón de la mesa—. El tiempo también puede congelarse —le informó—.
Temporalmente ralentizado. Es un método de preservación.
Vio cómo suspiraba y reprimió una sonrisa. Se volvió hacia la puerta.
—Espera. —Bryn la siguió a regañadientes, gruñendo tras su espalda—.
Lo estás haciendo a propósito, Antonova.
Marya dio media vuelta, el puro retrato de la inocencia.
—¿El qué, Puente?
—Sabes que no puedo dejar un favor sin pagar. —Su boca era una línea
sombría—. Aunque en este momento estoy teniendo ciertas dificultades para
encontrar motivos para ponerme de tu lado.
—¿Te ha dado algún motivo Dimitri para ponerte del suyo?
—¿Quién dice que hay solo dos lados? —contratacó Bryn y Marya
entrecerró los ojos, entre preocupada y enfadada—. Pregúntale a Fedorov por
tu hermana —le sugirió con demasiada confianza, en opinión de Marya. Eso
solo podía significar problemas.
—¿Qué hermana? —Aunque no tenía que preguntarlo.
Bryn se encogió de hombros.
—A ver qué te dice Dimitri. Si no te dice nada, ya sabes que no puedes
confiar en él.
Marya se enfadó.
—No es una respuesta muy útil.
—¿No? Si te cuenta lo que yo sé, entonces es fácil. Pero así tendrás dos
respuestas. De qué lado está Dimitri Fedorov —dijo, levantando una palma
para sopesar las opciones—, y también quién está de tu lado.
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—Podría hacerlo sin jueguecitos, Puente. —Hizo una pausa—. Pero bien,
de acuerdo.
—Te encantan los juegos, Marya —le recordó—. Si no, encontrarías un
lugar mejor para tus secretos que mi despacho, ¿no crees?
—Tú no tienes mis secretos. Sencillamente eres un par de ojos muy útiles.
—Cierto, aunque tengo otras partes útiles.
Marya puso los ojos en blanco.
—Si viene Dimitri a verte otra vez, avísame.
—¿Y si no lo hago?
—Me preocupa tu masoquismo, Puente. ¿No tienes nada mejor que hacer
que sufrir mis amenazas?
Bryn torció la sonrisa.
—No, ya lo sabes.
—Bien, ¿cuán rápido crees que pasa el tiempo cuando te estás asfixiando?
—Se inclinó sobre su mesa.
—Ilumíname —respondió él, acercándose de forma lasciva a ella y, como
respuesta, Marya deslizó el pulgar por su laringe, tirando de los hilos del
tiempo más y más, nudo a nudo. Vio cómo abría mucho los ojos y el pecho se
le detenía con la ausencia de movimiento.
Entonces, de forma gradual, lo soltó, permitió que tomara aliento.
—¿Por qué te gustan tanto los brujos? —le preguntó; él se lanzó hacia
delante y apoyó las palmas de las manos en la mesa—. Seguro que no
disfrutas al estar rodeado de un poder que no puedes poseer.
—No —confirmó con voz ronca, carraspeando—. Pero descubro más de ti
cada vez que usas el tuyo. ¿Quién te ha puesto tan tensa? —balbuceó con la
cabeza ladeada—. Alguien cercano a ti, imagino, o no te habrías molestado en
acudir a mí antes que a Dimitri. —La observó como si pudiera leer su
respuesta en el blanco de sus ojos—. ¿Tu madre, tal vez?
Marya notó que se le tensaba la boca.
—Por supuesto que no.
—¿He metido el dedo en la llaga? Todo el mundo tiene problemas con su
madre. —Se encogió de hombros—. Y no es magia, solo una intuición.
Marya suspiró.
—Puente, ¿te he mencionado que me agotas?
—Te lo repito, yo podría…
—Para. —Deslizó un dedo por el aire y le juntó los labios—. Odio
perderme la ocurrencia de despedida, pero, de verdad, se me está acabando la
paciencia.
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Bryn le dedicó una sonrisa provocadora y ella puso los ojos en blanco.
—Lo he oído —le dijo, pero se marchó y lo dejó allí solo.
Tenía preguntas para las que quería respuestas. Los abogados feéricos y
sus jueguecitos tendrían que esperar.
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V. 8
(TREGUA)
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Dimitri no dijo nada y ella asomó la lengua entre los labios de color
cereza.
—¿Ya no eres un hijo leal de Koschei, Dimitri Fedorov?
Un latido de silencio.
Un pulso.
Y entonces extendió el brazo, le rodeó la cintura y tiró de ella hacia él.
—Te lo dije, Marya Antonova —musitó y observó con cierto triunfo
cómo se esforzaba por no dulcificarse en sus brazos—. Te dije que soy un
hombre independiente. Te dije que me habría ido contigo si me lo hubieras
pedido. Te dije que te amaría hasta el día de mi muerte. ¿Pensabas que era un
mentiroso?
La mirada de Marya se instaló en su boca. Siempre había sido demasiado
inflexible para sorprenderse.
—No —respondió—. No, Dima, nunca has sido un mentiroso.
—Entonces créete esto, Masha: te elijo a ti. Siempre te elegiré. —La
agarró con más fuerza, extendiendo los dedos en su cintura, tomando su
espacio y haciéndolo propio—. Esto de los brujos de distrito es por ti —le
aseguró en voz baja, con el peso de todos sus secretos no compartidos.
—Obviamente es un complot, Dima. —Marya suspiró, aunque apoyó las
manos en su pecho y lo contempló bajo sus palmas—. ¿Con quién estás
conspirando?
—Con tu hermana. Sasha. —Marya parpadeó. Estaba claro que no
esperaba que confesara—. Quiere derrocar a mi padre —aclaró Dimitri— y le
he dicho que voy a ayudarla. Voy a desacreditarlo, brujo de distrito a brujo de
distrito, y voy a ganarme mi propio imperio. Mi propia vida. Una que sea
merecedora de ti algún día. —Agachó la cabeza y posó los labios en su frente
—. Un día, Masha, habré hecho suficiente para darte todo lo que mereces —
murmuró—. Y tal vez entonces bastará para traerte de vuelta conmigo.
Notó que se quedaba sin aliento, que su cuerpo se tensaba en sus brazos.
Entonces Marya giró la cabeza y posó los labios junto a su cuello.
—Dima —dijo con tono suave—. Sabes que Stas nunca ocupó tu lugar.
Dimitri tragó saliva, pero no dijo nada.
—¿Cómo iba a hacerlo? —insistió ella—. Tú fuiste siempre todo lo que
quería. Desde el día en que me dijiste que me amabas, nunca ha habido nadie
más.
No era únicamente una confesión, entendió Dimitri.
Era una propuesta.
—¿Qué me estás diciendo? —le preguntó y ella se apartó y lo miró.
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—Que Koschei no fue el único que nos hizo esto. Mi madre no es
inocente.
Había un tono extraño en su voz. Nuevo. Inquietante.
—Masha.
—Pensaba que mi madre nunca me mentiría. A mí, no. Pensaba que
éramos una en todo. —Había dureza en su semblante, una sombra bajo los
ojos, algo que le pesaba—. Ahora parece que todo ha sido siempre una
mentira. Una mentira que yo he sido lo bastante estúpida para creerme. Para
dejarlo todo por ella.
Se quedó callada.
—Esta vida —prosiguió, con cautela—, este mundo, es una maldición.
Tenías razón, Dima. Lo que quieren de nosotros es una enfermedad. Una
carga.
Por un momento, Dimitri consideró la sensatez de no decir nada.
Pero no pudo evitar murmurar:
—Mi hermano ha muerto.
Tal vez no confesara mucho al decir eso, pero ella lo miró con compasión.
Entonces volvió a tensarse.
—Si vas a usar tu posición en los distritos para desacreditar a tu padre, te
ayudaré. Tengo recursos, igual que tú, conexiones. Pero con una condición.
—Lo miró a los ojos.
Dimitri esperó.
—Cuando ganes —prosiguió con calma—, lo incendiaremos.
Encenderemos el mechero y prenderemos fuego. —Ante su mirada
interrogante, aclaró—: Dejaremos atrás los reinos que hemos cuidado por
Koschei y Baba Yaga y juntos construiremos algo nuevo.
Dimitri la miró, anonadado.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. —Su expresión era fría—. No hemos sufrido únicamente por los
errores de tu padre, Dima. Los dos hemos sufrido porque nuestros padres son
unos necios egoístas. Así que se acabó —concluyó. Deslizó la punta de los
dedos por la columna de su garganta—. Construiremos algo juntos, Dima. —
Su mano se detuvo justo al lado del vial en su cuello, presionando la caverna
de su esternón—. Mi madre no será nada sin mí, y tu padre tampoco será nada
sin ti. Juntos podríamos serlo todo.
No era ni remotamente el resultado que esperaba Dimitri.
—¿Estás segura?
Marya asintió.
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—Vamos a guardarnos esto para nosotros por ahora, pero déjame que te
ayude. —Le rodeó el cuello con los brazos y lo acercó más. Lo atrajo hacia
ella—. Deja que te ame, Dima, como tendría que haberte amado hace doce
años. Sin nada en mi camino.
Era una propuesta que nunca había esperado recibir, una que nunca había
soñado con rechazar. Dimitri respiró entrecortadamente y capituló, se inclinó
hacia ella con una devoción indecorosa e inequívoca.
—Tendría que haber luchado por ti entonces, Masha. No deberíamos
haber perdido tanto tiempo…
—El pasado no es nada. Nosotros lo somos todo. —Curvó la mano en
torno a su nuca para retenerlo. Dimitri notó una chispa en la punta de los
dedos, un flujo de su magia que llevaba dormida desde que había sufrido a
manos de ella. Le maravillaba que, para él, ella pudiera ser crimen y castigo,
vicio y virtud, todo al mismo tiempo—. Dimitri Fedorov, ya te he dado mi
corazón inservible. Ahora ten todo lo demás que importa. Ten mi lealtad, mi
mano derecha. Ten todo lo que un día fue de mi madre —le ofreció con
fiereza—, y dame todo lo que un día le juraste a Koschei. Dame todo tu ser,
llévate todo de mí, y veamos quién se enfrenta a nosotros.
Era suave e inflexible, delicada e imposible en las manos de él. Ella era
poder y poderosa, llena de pequeñas complejidades que Dimitri sintió, con un
miedo repentino, que nunca podría conocer del todo porque sería como contar
las estrellas, como contar los granos de arena, y no habría nunca tiempo
suficiente para nada de ello. Podía sentir todas sus pequeñas fisuras, las
grietas de furia y desesperación que había debajo. Le soltó el pelo, que cayó
suavemente alrededor de sus hombros con un suspiro con aroma a rosas.
Marya separó los labios. ¿Cuántas noches tardaría en volver a conocerla? ¿En
conocerla por completo? Al menos otra, y otra, y otra. Y luego todas las
demás después de esas.
—Te he amado desde una distancia tan grande que ahora me resulta
extraño abrazarte —murmuró Dimitri—. Como si fueras algo que podrían
arrebatarme fácilmente.
—Nunca más, Dima. —Jugueteó con los botones de su camisa y él
encontró la cremallera de su vestido—. Pensaba que era débil por ti, pero
estaba equivocada. Soy Marya Antonova. —Lo miró a los ojos—. Dimitri
Fedorov me ama, y por ello, nunca seré débil.
—Y yo soy el hombre que posee el corazón de Marya Antonova. —Se le
aceleró la respiración cuando las manos de Marya le acariciaron el pecho—.
Nada va a detenerme nunca.
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El beso entre ellos fue otra promesa, el anuncio de un juramento. Los
labios de Marya eran seguros y ágiles en los suyos mientras le acariciaba las
muescas de acero de su columna con las manos ajustadas alrededor de las
peligrosas cuchillas de sus hombros.
—Tengo dinero —murmuró Marya mientras él deslizaba los labios por su
cuello—. Todo el que necesites.
—Sé qué hombres se enfrentarán a mi padre —comentó Dimitri y le bajó
el vestido por los brazos. La prenda cayó a sus pies—. A cuáles puedo usar.
—Bien. —Lo empujó a la cama—. Y también sé a cuáles he puesto ya en
tu contra —señaló y una punzada de remordimiento le tiñó las mejillas.
Dimitri se apartó y la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué?
Marya se encogió de hombros.
—Soy Marya Antonova. Soy terrorífica. Algunas cosas sencillamente son
así.
Dimitri puso los ojos en blanco, se tumbó de espaldas y tiró de ella.
—¿Durante cuánto tiempo has estado actuando en mi contra? —preguntó
y ella deslizó las manos por su torso desnudo, trazando sus grietas.
—Demasiado —confesó y lo besó desafiante, como prueba. Sabía a
euforia salvaje y a la dulzura del desastre. Dimitri tensó los dedos en su pelo.
—¿Significa esto que vas a ayudarme con Lev? —le preguntó y ella se
detuvo, los labios mordidos y las mejillas ruborizadas, pintadas de tonos
brillantes de una paleta incandescente.
—Las cosas una a una, Dima. ¿Confías en mí?
Él le rodeó los brazos con las manos mientras consideraba su pregunta.
Había dormido durante doce años con el recuerdo de su rostro, observando su
carrete de recuerdos de la chica que fue en el pasado y proyectando a la mujer
en la que podría convertirse. Al mirarla ahora, costaba comprender lo mucho
que se había equivocado. La había recordado mal; no el color de sus ojos ni la
forma de su boca, sino el calor de estar cerca de ella. Los detalles de ella eran
certeros, pero sus recuerdos eran más suaves, empañados en anhelo. Ahora
que la estaba abrazando pudo evocar la verdad: que Marya Antonova era tan
poderosa como un rayo, y tan difícil de agarrar. Era cautivadora como el
miedo, innegable como el hambre, y la amaba entonces (y ahora) por todo el
temblor y la furia que era ella.
La movió para colocarla bocarriba y se arrastró hacia abajo en la cama,
por debajo de sus caderas.
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—¿Que si confío en ti, Masha? —repitió, conteniendo una carcajada
amarga—. Más de lo que debería.
Hundió las manos en sus muslos y ella soltó un gemido y le agarró las
raíces de los pelos.
—Bien. —Se estremeció y cerró los ojos.
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V. 9
(PROBLEMA DE KOSCHEI)
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fácilmente a cualquiera!] o solo un trastornado) y él pasó junto a ellos para
entrar en el despacho.
—¿Cómo sabéis siempre dónde encontrarme? —preguntó Bryn antes de
que Roman pudiera hablar—. Tengo un trabajo, ¿sabes?
—Sasha Antonova —murmuró y echó una mirada furtiva por encima del
hombro por miedo a invocarla inintencionadamente—. Me está persiguiendo.
—Suena a locura —respondió Bryn y se retrepó en el asiento para subir
los pies al borde de la mesa—. ¿Algún motivo?
—Porque… —Roman tragó saliva—. La maté yo.
—No. —Bryn se quedó con la boca abierta—. ¿Tú, Fedorov? ¿Matando a
alguien? No te pega en absoluto.
—Ya… Para. Es culpa mía que esté muerta —susurró Roman y se puso a
dar vueltas de nuevo, esta vez delante de la mesa de Bryn—. Si no… si esto
no hubiera pasado, yo nunca… —Se quedó callado, con los labios apretados
—. Si mi padre no…
—Tu padre —señaló con interés Bryn de la retahíla ininteligible de
Roman, dándose golpecitos en la boca—. Es responsable de muchas cosas,
parece.
Roman puso mala cara.
—Él… no es importante. La idea es…
—La idea es —lo interrumpió Bryn, llevándose las manos a la nuca con
tranquilidad— que Koschei es quien hizo el trato con Baba Yaga, ¿me
equivoco? No tú. Y desde luego tampoco he sido yo.
En el silencio inquietante de Roman, Bryn calculó en voz alta.
—Me pregunto qué estará haciendo con tu pequeño problema teniendo en
consideración que, en lo que a mí respecta, yo soy solo un observador
apuesto. —Bajó los brazos y se inclinó hacia delante con las manos
entrelazadas sobre la mesa, expectante—. No eres inocente, Roman, los dos lo
sabemos, pero si alguien tiene sangre de Sasha Antonova en las manos, creo
que los dos estaremos de acuerdo en que ese es Koschei el Inmortal.
—Él… —Roman se encogió ante la finalidad de la conclusión a la que en
varias ocasiones él mismo había evitado llegar. Ahí estaba la locura, estaba
seguro. La locura que él ya no poseía—. No puedo contarle esto ahora mismo.
—¿Y por qué no?
—Está… ocupado. —Roman estiró los brazos, de pronto incómodo, como
si el propio aire se hubiera posicionado en su contra—. No lo entenderías,
Puente.
—No dejas de decir eso, pero aquí estás, buscando mi consejo, ¿no?
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—Sí, pero solo porque yo…
Entonces alzó la mirada y captó un borrón de iridiscencia por la periferia
y retrocedió, alarmado.
—¡Ahí! —El corazón le martilleaba en el pecho en señal de advertencia,
un drástico joderjoderjoder mientras señalaba el fantasma de Sasha
Antonova. Estaba detrás de Bryn, justo por encima de su hombro,
materializada de la nada con la misma sonrisa escalofriante en la cara—.
Puente, ¿la ves?
—¿Eh? —Bryn se volvió—. ¿A quién?
—Roman —susurró el fantasma de Sasha—, hijo de Koschei, ¿quién me
ha hecho esto?
—Mierda, Puente, no me jodas. —Roman reculó y notó la pared detrás de
él. No sabía cómo podía estar Bryn ahí sentado tan tranquilo cuando tenía a la
chica muerta respirando en su cuello—. ¿De verdad no la ves? Está justo ahí.
—Eh, sí, hola, Sasha. —El abogado puso los ojos en blanco y movió la
mano a la derecha de donde estaba ella—. ¿Voy a preparar té para los tres
o…?
—Roman Fedorov —susurró el fantasma de Sasha; el pelo oscuro le caía
en los ojos inyectados en sangre cuando se acercó a él y levantó una mano
con un dedo malevolente—. Ayúdame, no puedo descansar. ¿Quién ha hecho
esto? —Su voz tenía eco, como si la habitación lo hubiera engullido—.
¿Quién me ha hecho esto, Roma?
Roman cerró los ojos.
—Para, para, para…
—Roman —dijo Bryn—, si te va a dar una crisis, prefiero que no sea en la
alfombra.
—PUENTE —gritó él—. Va… va a matarme, está…
Sasha extendió el brazo y acarició el aire, buscándolo, y Roman notó un
zumbido en los oídos, en las piernas, una disonancia que iba en aumento.
Todos sus sentidos al unísono: corre.
—Tengo que irme —farfulló y buscó a tientas el pomo de la puerta a su
espalda.
—Bueno, pues adiós —le dijo Bryn—. Aunque repito, esto parece
problema de Koschei, ¿no?
Roman cerró la puerta y salió corriendo de la oficina, con manos
temblorosas.
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V. 10
(FELIZ APARICIÓN)
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V. 11
(EL BRUJO DE BROOKLYN)
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—Sí, ¿y no es hora ya de acabar con eso? —preguntó Marya, lanzando a
Dimitri una mirada neutral.
—Con nuestra participación en las decisiones de los distritos, podemos
acabar con la influencia de Koschei sobre los demás brujos —explicó Dimitri
por los dos—. Somos justamente lo que necesitáis para abordar el crimen
mágico en todos los distritos.
—Pero… —Jonathan se quedó mirándolos—. Pero todo el mundo sabe
quiénes sois. Tú eres la sicaria de Baba Yaga —se dirigió a Marya. Se mostró
incómodo al ver que ella no lo negaba—. No hay un brujo en este concilio
que no haya tenido un encuentro contigo en algún momento. Desfavorable,
debería añadir.
—No voy a ser yo quien ocupe el puesto. —Marya se encogió de hombros
—. El puesto pertenece a Dimitri… o lo hará si le apoyas. Y una vez que sea
suyo, te daremos pruebas en contra de Koschei y de Yaga. Suficientes para
derrocarlos varias veces.
—Y lo único que tengo que hacer yo es… —Jonathan miró el libro de
ventas. El registro. El libro. Y entonces los miró a ellos, al parecer
consternado por no ser capaz de ver la conclusión, o al menos la otra parte—.
¿Qué queréis que haga yo exactamente?
—Que escuches a tu conciencia —contestó Dimitri.
—Tu conciencia te dice que la corrupción entre los brujos de distrito está
mal, ¿no? —prosiguió Marya—. Y solo hay un candidato que puede ayudarte
a acabar con ella.
—¿Y de verdad podéis hacer eso? —preguntó con cautela Jonathan—.
¿Juntos, sin… sentimiento de culpa? ¿Sin remordimiento? Pensaba que
vosotros dos os odiabais.
Dimitri y Marya se miraron.
—«Odiar» es una palabra muy fuerte —le dijo Dimitri a Marya—. ¿No
crees, Masha?
—Ah, por supuesto, Dima, aunque «venganza» es todavía más fuerte.
Se sonrieron.
Y entonces se volvieron hacia Jonathan.
—Vamos a derrocar a Koschei y a Yaga —concluyó Dimitri—. No te
preocupes por nuestras conciencias, Moronoe, solo por la tuya. Lo único que
tienes que hacer es votar por mí —le explicó una vez más— y convencer al
resto de los brujos de los distritos de que hagan lo mismo. Es todo lo que
pedimos.
—¿Sin ataduras? —preguntó Jonathan.
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—¿Qué ataduras? —replicó Marya—. Actuad como queráis, todos
queremos lo mismo.
—Seguridad —contribuyó Dimitri—. Sostenibilidad.
—Paz —sugirió Marya y Jonathan suspiró.
—De acuerdo. Me aseguraré de que tengas Brooklyn entonces.
—Excelente —exclamó Marya. Recuperó con un movimiento suave el
libro de ventas y el registro antes de meterse ambos cuadernos en el bolsillo
del abrigo—. Volveremos a reunirnos cuando gane Dimitri.
Jonathan asintió y, con otro movimiento de la mano, Marya y Dimitri
estaban de vuelta en el apartamento de él, uno frente al otro en el salón.
—¿Lo has oído, Dima? —preguntó Marya mientras se desabotonaba
lentamente el abrigo—. Tienes Brooklyn.
—Sí, lo he oído, Masha —respondió al tiempo que se quitaba la corbata
con aire despreocupado—. ¿Cómo podríamos pasar el resto del día?
Marya dejó caer el abrigo en el suelo con una sonrisa, y el vestido detrás.
—A lo mejor quieres explorar tu dominio en Manhattan —murmuró ella,
y él la tomó en sus brazos y la besó hasta que el vial de su corazón canturreó
sísísí contra su pecho.
—Puede que lo haga —afirmó y la llevó al sofá, las manos ardientes sobre
sus caderas.
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V. 12
(PÉRDIDA)
ras unas semanas, Sasha se había acostumbrado a pasar parte del día
T atormentando a Roman hasta volverlo histérico. En poco tiempo se
convirtió en una actividad obligada, igual que cepillarse los dientes o
lavarse la cara: desayunar, comer, asustar a Roman, cenar. Todas ellas eran
actividades planificadas. Todas ellas contribuían igualmente en la mejora de
la salud y el bienestar de Sasha.
Como sucedía con la mayoría de los hábitos, no esperaba ver resultados
de forma inmediata. Preveía meses de apariciones, incluso estaba empezando
a fantasear en su tiempo libre con cómo traumatizarlo de formas más
adecuadas a las ventajas atmosféricas de vacaciones particulares o
inclemencias meteorológicas, como, por ejemplo, el Miércoles de Ceniza y/o
las tormentas. Le sorprendió y también le decepcionó un poco descubrir que
Roman estaba ya en medio de una desintegración psicológica total mucho
antes de lo que esperaba ella.
Estaba aguardando un día en el salón de Roman para asustarlo cuando
entró de pronto Koschei en el apartamento, sin avisar, y obligó a Sasha a
esconderse en un rincón. Era la primera vez que recordaba haber visto a
Koschei en carne y hueso, aunque no había duda de quién era.
—¿Por qué se presenta Dima para los brujos de distrito? —preguntó
Koschei a su hijo mediano, que estaba dando vueltas por el salón. (Aún no
había llegado la mejor oportunidad para hacerle lloriquear, el objetivo actual
de Sasha)—. ¿Te ha hablado de sus planes?
—¿Qué? No —respondió Roman, aunque Sasha había pasado tiempo
suficiente observándolo para saber que esa era una declaración de falsedad
total e irredimible. Recientemente lo había oído murmurar en sueños—. Sabía
que estaba considerando una campaña —añadió, al parecer tras darse cuenta
de que su padre podía notar los bordes endebles de la mentira—, pero no sé
por qué lo está haciendo. Está tan enfadado conmigo como contigo, papá, y
no me cuenta nada. —Eso, al menos, era verdad. Aunque Sasha no tenía
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conocimiento de los planes de Dimitri, sí sabía que llevaba semanas sin hablar
con Roman. Aparte del Puente, la única compañía de Roman era Sasha, una
noticia muy deprimente teniendo en consideración que lo estaba conduciendo
a la tumba.
—Mis fuentes tampoco me han contado nada —se quejó Koschei y casi
parecía tan agitado como su hijo—. Santos está desaparecido, alguien lo está
ocultando, estoy seguro. Moronoe debe de saber algo, se está mostrando más
atrevido que nunca, hizo que echaran públicamente a uno de mis
distribuidores de su distrito justo ayer. Y ese guardaespaldas de Marya
Antonova lleva semanas revoloteando…
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Roman, sorprendiendo tanto a Sasha
como a su padre con la interrupción—. Me has dicho que me quedase al
margen y eso estoy haciendo, ¿no?
—Ahora te necesito, Romik. Necesito que te enteres de qué está pasando
con Dima —le indicó y Roman levantó la cabeza para mirar a su padre con la
envergadura total de la locura que con tanto optimismo esperaba Sasha que
tuviera un día.
—¡Tengo mis propios problemas, papá! —gritó y su voz retumbó en las
paredes al tiempo que le chisporroteaban los nudillos, una mezcla de rabia
incontrolable y magia poco fiable—. No estoy aquí para… espiar a tu hijo
preferido.
—Roma, estás histérico —apuntó Koschei y Sasha reprimió una carcajada
—. ¿Qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? ¡Esto es por tu culpa, papá! ¡La mataste tú, no yo!
Tú —murmuró para sus adentros— y tu trato con ese demonio de Baba
Yaga…
—Romik…
—Vete —bramó y se arañó la mandíbula al llevarse una mano a la cara—.
Si Dima te ha fallado, tal vez sea porque te lo mereces.
Koschei se quedó pasmado, mirando a su hijo mediano en un silencio
pesado, cargado. Incluso Sasha estaba impactada por el tono incisivo de
amargura que ninguna de ellas habría usado, ni por un segundo, contra su
madre. No sin miedo ni remordimiento.
—Romik, nunca me has hablado de este modo.
—Pues entonces he tardado mucho —respondió y pasó junto a su padre
en dirección a la puerta de entrada. Cerró al salir.
Koschei se quedó en silencio, contemplando sus pérdidas, y Sasha tomó
nota mental de felicitarse a sí misma. Lo había conseguido antes de tiempo.
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«Aniquilar su ejército».
Dimitri no estaba. Roman era completamente inútil.
Casi se sonrió a sí misma cuando vio a Koschei el Inmortal llevarse la
cabeza a las manos, pero entonces apareció un pensamiento en su mente sin
invitación: nada de esto le iba a hacer ningún bien a ella. Su mente le susurró
con la voz de Lev, riéndose como solo él podía reírse. La cordura de Roman
no repararía los agujeros de su corazón. El suspiro agotado de Koschei no
devolvería el aire a sus pulmones. Nada de esto me traerá de vuelta, le
murmuró el recuerdo de Lev.
No obstante, la pérdida de Koschei estaba un paso más cerca de igualar la
intensidad de la suya.
Algún día sabrás que yo hice esto, pensó.
Pero hoy no.
Aún no.
No hasta que no haya vuelta atrás para ti.
Entonces desapareció en silencio en el aire para continuar con sus tareas
obligadas mientras las sombras se removían a su alrededor.
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V. 13
(OSCURIDAD)
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los dedos de su hija—. Cada día que nuestro negocio crece es otro día que nos
alzamos por encima de Koschei.
—Sí, pero ¿es suficiente? —preguntó Marya y miró a Yaga con dureza—.
¿Y qué pasa con la retribución, mamá? ¿Con hacerle pagar por lo que su
enemistad nos ha costado?
Al ver la ira de su hija, Yaga suspiró y fue a tomar a su primogénita entre
sus brazos.
—El odio es una maldición, Mashenka —le dijo a su pelo oscuro,
aspirando el familiar olor a agua de rosas—. A mi edad, se ha ganado un poco
de sabiduría. En mi experiencia, aferrarse al odio solo consigue que este te
persiga —murmuró con voz suave.
Esperaba que Marya suspirara, que hiciera una broma, que dijera «Mamá,
no eres tan mayor» y hallara consuelo en sus brazos, como solía hacer. En
cambio, Marya se tensó y se apartó. Su voz sonó como un viento helado en la
distancia.
—Me alegro de que tu sabiduría te dé paz, mamá. Aunque el precio sea
mi dolor.
Yaga parpadeó al notar que su hija se alejaba de ella y se quedó paralizada
por la inquietud al ver los ojos de Marya resplandecer a la luz del taller.
—Olvidas la oscuridad que requiere este negocio —añadió Marya con la
mirada fija en las pastillas que había frente a ellas—. No has tenido que
encargarte tú en mucho tiempo.
—No, no lo he hecho —afirmó, cansada—. Siempre te he tenido a ti,
Masha. No lo olvido.
—Sí lo olvidas. Olvidas que, mientras yo he estado siempre de tu lado, tú
nunca has estado de verdad del mío. —Levantó la mirada—. Solo hemos
trabajado para ti, ¿no, mamá?
—Masha —dijo Yaga, inquieta por el tono de su hija, pero Marya sacudió
la cabeza.
—He mantenido tus manos limpias durante doce años, Baba Yaga —
señaló Marya Antonova—. Pero ahora estas manos sucias van a tomar lo que
es suyo.
Se levantó y, por extraño que pareciera, Yaga solo pensó una cosa. Sus
propias palabras regresaron a ella, afiladas, amargas y llenas de tajos, y le
apuñalaron el pecho con ironía.
«Mis hijas son diamantes. Nada hay nada más bello. Nada brilla con más
fuerza.
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»Nada va a romperlas —y entonces, con un giro del cuchillo—. Porque yo
les enseñé a ser así de frías».
—Espero que tu paz te sirva bien —dijo Marya—, porque yo no estoy
dispuesta a seguir haciéndolo.
Y con un movimiento de la mano, juntó las pastillas y se las llevó al
marcharse.
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V. 14
(NO LA LLAMES)
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Lev no preguntó cuándo podría ver a sus hermanos. No era Marya quien
le impedía hacerlo, la verdad. No preguntó tampoco por su padre. A
diferencia de Marya Antonova, Lev no era tan rápido en deshacerse de la
verdad. La falsedad nunca había sido su fuerte y dudaba que pudiera intentar
mentirles.
Sin embargo, sí le preguntaba con frecuencia por el Plan.
—¿Qué estás haciendo? —insistió—. Con el dinero. ¿Por qué esforzarte
tanto por hacer crecer este negocio cuando ni siquiera parece importarte lo
que te reporta?
—No seas ridículo, Solnyshko —respondió Marya—. En este mundo el
dinero es de lejos una magia más persuasiva que la brujería. Cuanto más
tienes, más intocable eres… No tiene por qué ser para nada, solo tiene que
existir.
—Puede, pero no en tu caso.
Marya sacudió la cabeza y lo envió de vuelta con Eric tras añadir
únicamente la promesa de que pronto lo entendería todo.
—Considéralo un favor —le dijo—. Un día sabrás por qué he hecho todo
esto y sabrás que ha merecido la pena. Un día, cuando te acuerdes de todas tus
preguntas sabiendo lo que sabes, te sentirás idiota por haberlas formulado
siquiera. Pero, por ahora, creo que tener todas las respuestas solo te agobiaría.
No fue desagradable, pero sí firme. No era muy diferente a Sasha, quien
lo habría aprendido en alguna parte. Cuando surgió el pensamiento sobre los
orígenes de Sasha, inevitablemente, Lev siguió pensando en ella, en el futuro
que le había dicho que se suponía que iban a tener, y luego, para salir de su
tristeza, hizo un balance meticuloso de sus activos y pensó: Bueno, al menos
Eric Taylor no es el peor compañero de piso del mundo.
La mayor parte del tiempo, Eric estaba colocado.
—Brujos —dijo, delirante, al ponerse una pastilla en la lengua como si
fuera un caramelo para después de cenar—. Estáis todos jodidos.
—Curioso, proviniendo de ti —replicó Lev, delante de su pad thai y
dándole un sorbo a la cerveza. Una vez probó él mismo las pastillas de Yaga
por curiosidad y revivió su noche con Sasha, segundo a segundo, una y otra
vez durante lo que le parecieron miles de días aplastantes. Luego descubrió
que solo habían sido un par de horas—. ¿Crees que tus padres están
orgullosos de lo que has logrado?
—A ellos les importa una mierda. —Eric sonrió—. A nadie le importa.
—Una historia trágica no te hace digno de empatía.
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—No —afirmó Eric—. Sencillamente existen personas de mierda, ¿no
crees?
—Sí. —Lev pensó que al menos había personas de mierda que lavaban los
platos y no se comían sus sobras. Entonces Eric giró la cabeza despacio y
miró la pantalla blanca y brillante de su teléfono.
—Una llamada —señaló—. ¿Quieres responder?
—Pensaba que te oponías a que me encargara de tu negocio —respondió
Lev, y dio otro sorbo a la cerveza.
Eric se encogió de hombros.
—Pues vale —concluyó. Lev se acercó para mirar la pantalla.
NO LA LLAMES, ponía. Le dio al botón de responder.
—¿Sí? —contestó.
Un sonido al otro lado.
—¿Eric?
Lev se quedó paralizado.
—No —contestó—. Pero casi.
Una pausa.
—¿Quién es? —La voz sonaba dura y cruel—. No tiene gracia.
—No —coincidió él—. No tiene ninguna gracia.
Silencio.
—Se supone que estás muerto —dijo ella.
Notó como si tuviera algodón en la boca. Se le quedó seca.
—Sí —confirmó—. Y tú también.
Oyó un carraspeo.
—Supongo que esto es lo que me pasa por molestar a Roma. Ahora
también me persiguen a mí.
—¿También? —repitió Lev.
—No importa. —Una pausa—. Creo que estoy soñando.
—Sí. Sí, probablemente.
—Voy… —Dudas—. Voy a colgar ahora y tal vez… —Tragó saliva—.
Creo que volveré a llamar mañana. Para demostrar que ha sido un sueño.
Lev tensó la mano alrededor del teléfono.
—¿No quieres demostrarlo ahora? —le preguntó.
—No. —Oyó movimiento, un susurro, la tela suave, como si estuviera
moviéndose en la cama—. No, aún no. Si no es real, no quiero que acabe tan
pronto.
—¿Y si es real?
Una pausa larga.
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—No lo es.
—De acuerdo. —Lev suspiró—. De acuerdo.
—Sí. —Oía un golpecito suave al otro lado de la línea—. Vale. Adiós
entonces.
—Espera —le dijo, sin aliento—. ¿Necesitabas algo de Eric?
—Ah, sí. Solo quería decirle… —Una risa temblorosa—. Que mi plan
está funcionando.
Lev se puso a despegar la etiqueta de la cerveza y se pasó el teléfono de
una oreja a la otra.
—¿Sí? —preguntó.
El tono de ella no cambió.
—Sí.
—Bueno… —Lev miró a Eric, que se observaba los pulgares—. Está
aquí, si quieres hablar con él.
—No, yo… debería irme a dormir. —Otra pausa—. Está claro que estoy
empezando a tener alucinaciones.
—Ya. —Lev carraspeó—. Bueno, que duermas bien, Sasha.
Le pareció oír que se le entrecortaba la respiración, como si estuviera
llorando.
—No eres real —respondió ella con la voz ahogada—. No puedes serlo.
Un momento después, la línea se cortó y Lev bajó la mano poco a poco.
—¿Quién era? —le preguntó Eric con los ojos cerrados.
—No la llames —respondió Lev.
—Ah. —Eric puso una mueca—. Sí, me tiene jodido, hombre. Yo… no la
entiendo.
Lev exhaló una bocanada de aire.
—¿Por qué no habías dicho nada? —preguntó un momento después con la
mirada fija en el teléfono que tenía en las manos.
Eric se encogió de hombros.
—Me dijiste que no la mencionara.
Extraño, pensó Lev.
Era la clase de respuesta que podría dar un amigo.
—Pensaba que estaba muerta —admitió.
—Ostras, qué decepción.
Lev alcanzó de nuevo la cerveza y deslizó el pulgar por el botellín. Estaba
húmedo por la condensación. ¿La llamada había durado horas o tan solo un
suspiro?
—Así que Sasha Antonova está viva.
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—Oh, sí —confirmó Eric—. Muy viva.
Lev puso mala cara al comprender lo que eso significaba.
—Y Marya lo sabe, ¿no?
—¿Eh? Sí. Joder, Marya lo sabe todo. —Eric echó la cabeza hacia atrás
—. A veces creo que puede leerme la mente.
—No es tan compleja, hasta yo puedo leerla. Quieres acostarte con Sasha.
Quieres acostarte con Marya. —Se encogió de hombros—. Fácil.
Eric torció la boca en una sonrisa.
—También tengo hambre. Así que te ha salido el tiro por la culata.
Lev miró su pad thai a medio comer.
Y arrastró el plato por la mesa.
—Si acabaras de descubrir que el amor de tu vida está vivo —se atrevió a
decir—, ¿qué harías?
Eric aceptó la comida tailandesa y se quedó mirándola.
—Depende. ¿Por qué murió?
—Porque tus padres hicieron un trato. Tú, muerto. Ella, muerta. Ese era
supuestamente el precio de la paz.
—Joder —exclamó y tomó una gamba con los dedos—. Primero mataría a
mis padres, eso seguro. Y después le llevaría flores o algo así.
Qué extraño, fue la voz de Marya la que habló en la mente de Lev. «Un
día, cuando te acuerdes de todas tus preguntas sabiendo lo que sabes, te
sentirás idiota por haberlas formulado siquiera. Considéralo un favor».
—Sí, tiene sentido —dijo.
Evaluó sus opciones durante un instante. Repasó los números, proyectó
las simulaciones y descubrió que todas acababan en el mismo lugar, como
constantes de la inevitabilidad. Como la muerte. O el destino.
—Tengo que irme —anunció y Eric movió los palillos chinos en su
dirección.
—A por ello, hermano —se despidió; no era necesariamente la charla
motivadora que hubiera querido Lev, pero no era del todo desagradable—.
Buena suerte.
Lev se levantó y sacudió la cabeza.
Entonces desapareció en el aire y tiró del espacio que los separaba.
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V. 15
(HISTORIA LARGA)
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—Dime dónde puedo verte. Dime dónde estás.
—Lev, yo…
¿Y si era un truco? Ella estaba engañando a Roman. Hablando en
términos de karma, esto era exactamente lo que ella merecía.
—Donde nos vimos por primera vez —decidió—. Aquella primera noche,
cuando…
—Cuando te besé, sí. —Podía oír cómo sonreía al otro lado de la línea—.
Me estás probando, ¿no? Crees que no voy a acordarme, pero me acuerdo de
todo. De cada detalle. Pruébame todo lo que quieras, Sasha Antonova —dijo
con una carcajada—. Te aseguro que voy a aprobar.
Sasha cerró los ojos. Inspiró.
Espiró.
—Dos minutos. —Y colgó.
Cuando volvió a abrir los ojos, estaba en la acera, a las puertas del pub
The Misfit. ¿Había sido siempre un presagio? ¿Una señal? Si había dos cosas
que no se adaptaban entre sí, que no pegaban, eran ellos. Se quedó mirando
las ventanas tintadas del pub, vacilante; la calle estaba vacía, así que se movió
para abrir la puerta, pero entonces notó una mano en el hombro derecho.
Se dio la vuelta con la mano izquierda preparada para golpear y quien
estaba detrás de ella se agachó y reculó con una retahíla de improperios que
solo Galina habría sido capaz de decir en voz alta sin ruborizarse.
—Esto no es lo que pasó —farfulló el asaltante—, al menos no a mí…
—¿Lev?
El nombre escapó de los labios de Sasha sin permiso cuando reparó, poco
a poco, en los componentes de su presencia, catalogándolo parte por parte. El
mismo pelo oscuro, el mismo cuerpo desgarbado, la misma mirada de
exasperación contenida. Lo reconoció por sus nudillos, por el movimiento de
sus dedos, por cómo posó los ojos en ella con esa mirada de «Sasha»…
Sasha, ¿en serio?
Lev se enderezó con una mano presionada en el ojo.
—Pero no puedes ser tú —murmuró mientras lo miraba con la boca
abierta, el sentido de la racionalidad de pronto en conflicto con sus ojos, con
su desesperación por creerlos—. ¿Es esto…? ¿Te ha metido Bryn en esto?
Estaba respirando con dificultad, mirándolo de forma descarada, y él bajó
la mano despacio.
—Sasha —dijo, pero no podía ser Lev.
Lev no estaba.
Lev había muerto.
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¿No?
—No puede ser —repitió, pero esta vez, incluso ella misma oyó el titubeo
en su voz.
Él dio un paso y ella no se movió.
Otro, y ella no podía apartar la mirada.
—Dime qué fue lo que te dije. —Lev le apartó el pelo de la cara con
dedos suaves e inconcebiblemente corpóreos—. ¿Qué fue lo último que te
dije, Sasha?
Ella se estremeció. Su palma le besó la mejilla con dulzura mientras la
saboreaba con una mirada, examinando su cara como si fuera algo preciado,
perdido y encontrado.
—Dijiste… —comenzó y tragó saliva—. Dijiste: «Te encontraré, Sasha».
—Sí, te dije que te encontraría.
Sasha sintió una pequeña traba, un hipido, un diminuto titilar de la
realidad y, como un disco rayado que se saltaba una canción, la película
avanzó muy rápido. ¿Cuándo se había acercado tanto? No recordaba haberse
movido siquiera, ni respirar, pero ahora estaba tan cerca que sus labios
separados subieron a por los de él, solo para convencerse de que era real, de
que los dos eran reales, de que estaba vivo y ella estaba aquí y él era suyo, y
ellos y este momento, esta sensación, existían.
—He cumplido mi palabra —musitó él en la boca de ella y el beso fue un
pulso de una familiaridad extraña; un golpe de imposibilidad; un momento
que se replegó sobre sí mismo justo a tiempo para ofrecerle un vistazo de
sincronía perfecta, novedad y repetición al mismo tiempo.
—Cómo —resolló y la palabra cayó de sus labios sin invitación.
Lev sacudió la cabeza.
—Dejemos que mañana llegue mañana —le dijo—. Esta noche quiero
esta noche.
Si era un sueño dejarían que terminara por la mañana, parecía estar
diciéndole. El sol haría el trabajo.
Sasha tiró de él y volvió a besarlo, con firmeza esta vez, con toda la
convicción que pensaba que había perdido. El mundo tenía un aspecto muy
diferente sin Lev Fedorov en él; con él, era de pronto más brillante, más lleno.
El aire mismo estaba denso por la anticipación, cargado de posibilidades; la
noche era de un tono intenso de arrobo y alivio.
—¿Es demasiado tarde para quererte, Lev Fedorov? —le preguntó.
Encontró sus manos y él se rio y la abrazó.
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—Sasha, nunca es demasiado tarde para nosotros —le prometió con voz
ronca y, con una caricia del pulgar en la mejilla, los dos se desvanecieron en
la oscuridad.
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V. 16
(POPULISMO)
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más valioso. Una vez que Brooklyn aceptó a Fedorov (resultado del sutil
trabajo político de Moronoe con poco más que unas cuantas manos
estrechándose), entonces Queens, Staten Island y el Bronx también mostraron
su apoyo.
El último distrito, Manhattan, fue precavido. Algunos llevaban décadas
resintiendo la influencia de Koschei y miraban a Dimitri, un conocido
asociado de Koschei, con preocupación, miedo incluso. Otros eran amigos de
Stas Maksimov y de su padre y, reacios a la idea de que alguien como Dimitri
Fedorov ocupara el puesto de Maksimov, se opusieron a él. No podían romper
a Dimitri, señalaron, ni usarlo, por lo que, sin duda, no podrían ejercer
ninguna influencia sobre él. Dar a Dimitri Fedorov el voto de Stas Maksimov
era tomar algo que había pertenecido a un zorro y dárselo a una serpiente.
Uno era seguro, afirmaron, y manejable, sabían dónde tenía las garras. Del
otro solo podían esperar que atacara.
Al final, sin embargo, había que tomar una decisión y no hubo más
remedio que resolver la discordia. Con los otros cuatro distritos a favor, el
voto de Manhattan pasó a ser rápidamente una lucha que no valía la pena
librar. Si bien el resultado final no fue unánime (incluso llamarlo «resignado»
sería excesivamente correcto), Manhattan acabó eligiendo a Dimitri Fedorov
para suplir el vacío que había quedado tras la muerte inesperada de Stas
Maksimov.
En cuestión de unas horas, Dimitri había ganado en los cinco distritos.
—Enhorabuena —lo felicitó un Jonathan Moronoe satisfecho, quien creía
que no había hecho nada malo. Por supuesto, tal vez no, ¿qué importaban sus
intenciones? El poder era poder, como decía siempre Koschei, y Koschei era
muchas cosas, pero no se equivocaba. Las decisiones (y aquellos que las
tomaban) siempre tenían poder, y elegir usarlo, de forma excesiva o no, era
también una elección—. ¿Qué vas a hacer ahora, Dimitri?
—Exactamente lo que prometí —aseguró—. Los distritos han estado bajo
la mano de uno u otro criminal demasiado tiempo —anunció a la sala,
mirando a su alrededor, expectante—. Eso está a punto de cambiar.
Se produjo una oleada de emoción y, por supuesto, también de pánico.
—¿Planeas derrocar a Baba Yaga? —preguntó un brujo de distrito. Él
había votado sin dudar a Fedorov, no todo el mundo era amigo de Stas
Maksimov. Muchos despreciaban a la mujer cuyos intereses había protegido
en silencio Stas por razones válidas o menos válidas.
—Sí —contestó e inmediatamente un buen número de brujos se miraron
entre sí con aprehensión y preocupación. Esto era lo que temían, murmuraron.
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Baba Yaga era más bien inofensiva, susurraron; había criminales peores y al
menos ella se mantenía apartada del camino de los brujos de distrito. Sin
Yaga, ¿qué nueva amenaza se alzaría para ocupar el papel de rival de
Koschei?
—¿Y a Koschei? —preguntó Jonathan, haciendo referencia a la causa del
revuelo.
—Sí —confirmó Dimitri.
Otra oleada de susurros, la tensión rugía como nubes de tormenta.
Dimitri esperó y, tras otro instante de incomodidad creciente (un silencio
a punto de desbordarse), se levantó un brujo de Queens.
—¿Cómo?
—Una pregunta excelente —señaló Dimitri tras la máscara de una sonrisa
cordial mientras miraba a su alrededor. Marya llegaría pronto, se recordó.
Casi había terminado y eso ya era alivio suficiente—. Me complace que se te
haya ocurrido formularla.
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V. 17
(ENTREGA)
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tenía la punta de los dedos a lo largo de sus vértebras, flotando suavemente
encima de su columna.
—¿Por qué has vuelto? —susurró Sasha.
—Para salvarte.
—¿De qué?
Lev se encogió de hombros y deslizó una mano detrás de la cabeza.
—De todo.
Sasha cerró los ojos, no dijo nada.
—Esperaba que me dijeras que no necesitas que te salven —comentó Lev,
moviéndose para mirarla. Notó las pestañas de Sasha aleteando en su pecho
cuando abrió los ojos.
—Creo que esta vez sí lo necesitaba —confesó—. Esta vez necesito que
me salves. Aunque no del mundo. —Se quedó callada un segundo mientras él
jugueteaba con su pelo—. De mí misma.
Lev aguardó sin decir nada.
—Estaba… enfadada —admitió y hundió los dedos en el torso de él
mientras hablaba—. Pero ahora que estás aquí, no vale la pena. Solo quiero
quedarme aquí, estar contigo. Todo lo demás puede seguir como siempre. —
Cerró de nuevo los ojos—. Ya no me importa si Roman se arruina a sí mismo
o no. Tu padre parece estar haciéndolo muy bien destruyendo a sus hijos sin
mi ayuda.
—¿Qué? —preguntó Lev, impactado.
Sasha parecía sorprendida y levantó la cabeza para mirarlo.
—¿No… lo sabías?
Lev no estaba seguro de cómo explicarle la inmensidad de lo que,
obviamente, desconocía. Ella debió verlo en su rostro.
—Dimitri no se habla con Koschei —le contó. Parecía incómoda por tener
que ser ella quien entregara la noticia—. No lo ha perdonado por haberte
dejado morir, ni tampoco ha perdonado a Roman. Es un lío. —Lo abrazó con
fuerza—. Pase lo que pase después, ya no quiero formar parte de ello.
Comprensible, pensó Lev.
Y aun así…
—Sasha. —Frunció el ceño—. ¿Cuál es el papel de tu hermana en esto?
Notó que se tensaba.
—¿Masha?
—Sí. —De pronto Sasha se apartó para mirarlo, al parecer tan sorprendida
de escuchar el nombre de su hermana en sus labios como se había mostrado él
al oír el de sus hermanos en los labios de ella—. ¿Por qué crees que he
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contestado al móvil de Eric? —le recordó y ella retrocedió; claramente no
había tenido oportunidad de cuestionárselo—. He estado trabajando para tu
hermana.
—¿Qué? —preguntó, anonadada—. Pero…
—Ella me trajo de vuelta —explicó Lev y añadió rápidamente—. No,
técnicamente no fue Marya, pero ella fue quien… no sé. Me hizo. Me arregló.
Yo solo estaba despierto, pero no vivo —aclaró, inseguro—. Hasta que llegó
Marya.
Sasha estaba cada vez más incómoda.
—¿Entonces Masha lo sabe? ¿Todo este tiempo ha sabido que estabas
vivo?
—Sí, por supuesto —respondió Lev con el ceño fruncido—. Y de ahí mi
pregunta. ¿Cuál es exactamente su plan, Sasha?
El Plan. Tenía que haber habido uno. Tenía que seguir habiendo uno.
—Eh… no lo sé. —Sasha parecía mareada por la consternación. Se
tambaleó al incorporarse—. Quiere destruir a Koschei que yo sepa, pero…
—Sea lo que fuere lo que esté haciendo, es más que eso —dijo Lev. Sasha
se apartó de su lado y lo miró.
—Me acabas de decir que mi hermana me ha mentido —indicó con voz
ronca—. Me ha traicionado. Ha dejado que siguiera viviendo con un corazón
roto, y a ti… —Se quedó sin palabras y farfulló—: ¿A ti solo te preocupa cuál
era su plan?
—No estoy muy contento con ella, Sasha, te lo aseguro. —Se incorporó
también él—. Pero conoces a tu hermana, ¿no? No puedes pensar de verdad
que haya hecho nada de esto para hacerte daño.
Sasha parpadeó.
—No. No lo ha hecho para hacerme daño. —Se tensó—. Lo ha hecho
para usarme.
—Eh… —Lev vaciló—. Sasha —murmuró, buscándola—. Sasha,
vamos…
Pero ella ya estaba en pie, recogiendo su ropa del suelo y vistiéndose con
prisas.
—Voy a hablar con ella. —Se tambaleó mientras se ponía los zapatos. Se
volvió entonces para mirarlo—. ¿Vienes?
Por una parte, probablemente era imprudente.
Por otra parte, era espectacularmente imprudente.
Sin embargo, había seguido a Sasha desde el mundo de los muertos.
¿Cómo no iba a seguirla a la casa de su hermana?
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—Vale —aceptó. Se levantó y le agarró el brazo con suavidad. La atrajo a
su pecho—. Pero Sasha…
—¿Qué? —suspiró ella con impaciencia, fulminándolo con la mirada.
Una pesadilla.
Lev se tomó su tiempo para meter un mechón de pelo detrás de su oreja.
—No pienso volver a pasar otra noche sin ti.
Si se ablandó, tan solo fue por un momento. Suficiente para devolverle la
caricia con seguridad. Entonces regresó a su estado natural. A la versión de
ella que había heredado tanto de Marya Antonova como de la bruja Baba
Yaga, pensó Lev.
—Cállate, Lev —fue todo lo que dijo, aunque le tocó la boca con dulzura.
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V. 18
(ROPA FORMAL)
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—MASHA —oyó gritar a su hermana. Marya cerró los ojos y la puerta
del dormitorio se abrió detrás de ella—. Masha, ¿cómo has podido…?
—Por fin. —Abrió los ojos y se dio la vuelta. Se fijó en las figuras que
tenía delante, primero en su hermana Sasha, que estaba furiosa y rebosante de
rabia, y luego en Lev, que permanecía serio al lado de Sasha—. Sashenka.
Solnyshko. Un poco tarde, ¿no os parece?
Sasha se quedó mirándola.
—¿De verdad me vas a decir eso, Masha?
—Sí, Sasha, así es. Pensaba que lo encontrarías antes o después. —Se
encogió de hombros—. Supongo que este momento es tan bueno como
cualquier otro.
—Masha. Te lo conté. Te conté mi dolor. Te lo conté todo y tú me
dijiste… —Se quedó callada, sin voz, y apretó las manos—. Me dijiste que tú
también lo habías sentido. Me dijiste que lo entendías. ¿Era mentira?
—Por supuesto que no. —Marya echó un vistazo rápido a Lev, que
parecía dudar de su lugar en el conflicto entre las hermanas—. Lo entiendo
mejor de lo que crees, Sashenka.
—Masha, Lev es… —Se quedó callada. Lo miró a la cara y se fijó en
cada uno de los detalles, en cada pelo, en cada peca y en cada línea—. No es
cualquiera, es… es… más, y es…
—Sé muy bien lo que es para ti, Sasha. —Marya volvió a mirar los
vestidos, indecisa aún—. ¿Te gusta el gris o el rojo?
—Masha. —La voz de Sasha era dura, incrédula—. ¿Hablas en serio?
Marya se volvió.
—¿Hay algo específico que quieras de mí, Sashenka?
—Yo… —Se quedó mirándola con la boca abierta—. Por supuesto que…
—¿Una disculpa? —musitó Marya, dudando ahora de si debía de
considerar el vestido azul. Ese era bastante normal, pero al menos no tendría
que preocuparse de que se le derramara nada encima—. Conmigo tampoco se
disculpó nadie, ¿sabes? —Deslizó los dedos por las líneas de la funda gris—.
Este mundo no va a disculparse nunca contigo, Sasha. De nada nos sirve a
ninguna de las dos comportarnos de forma distinta, supongo.
—¿Cuándo ibas a contármelo?
Lev no había hablado aún, observó Marya. No se molestó en volverse
para mirar su expresión, podía adivinarla. Siempre mostraba rasgos de
curiosidad, de búsqueda, con los dedos dando toquecitos en el muslo. Estaba
en constante movimiento, o más bien el espacio entre movimientos. La
sacudida entre la acción y la inacción era el punto óptimo de Lev Fedorov.
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—Mañana —respondió y oyó resoplar a Sasha.
—Claro —replicó—. Mañana. ¿En serio ibas a… qué? ¿Anunciarme que
Lev estaba vivo?
—Sí —contestó sin dudar.
Claramente, Sasha tenía sus dudas. Bien, te he entrenado bien, pensó
Marya.
—Masha —probó de nuevo Sasha, y esta vez sonaba dolida—. ¿Cómo
puedes ser tan…?
Marya esperó. Tensó los hombros para no encogerse.
—Desalmada. No tienes corazón —concluyó Sasha, y Marya, que
precisamente era todo eso, sintió alivio al encontrar su acusación
predeciblemente aceptable de digerir—. ¿Cómo has podido quedarte ahí y
verme sufrir, sabiendo todo este tiempo que estaba vivo?
—Tenía cosas que terminar.
—Pero si tú lo sabías, ¡Ivan también debía de saberlo!
—Ivan trabaja para mí, no para ti —le recordó sin más y Sasha le lanzó
una mirada de rabia—. A él le dolía. A mí me dolía. Pero ciertas cosas hay
que hacerlas, Sashenka. Ya lo sabes.
—Pero tenías a Lev trabajando para ti —se aventuró a lanzarle otra
diatriba inútil. Marya se volvió para mirar a Lev.
—¿Te molesta eso, Solnyshko? —le preguntó.
Él esperó un momento y luego esbozó una sonrisa.
—No me entusiasma, Marya.
—Bueno, supongo que no todo sale como nos gustaría, ¿no? —determinó.
Lev no dijo nada, así que Marya se volvió hacia Sasha, que seguía
mirándola boquiabierta, insatisfecha.
—Te he contado muchas mentiras —informó Marya a su hermana y miró
el reloj. Llegaba tarde—. ¿Eso es lo que te molesta? —insistió—. ¿Has
venido aquí para avergonzarme por mis omisiones, mis falsedades? Porque si
es así, deberías saber que te he estado mintiendo siempre, Sashenka,
prácticamente desde el día en que abriste los ojos, al dejar que pensaras que
esta vida podría llenarte, o satisfacerte. No es así. —Hizo una pausa y
concluyó—: No lo hará.
Pero Sasha parecía determinada a pasar por alto la verdad de su
declaración.
—Solo quiero saber por qué. ¿Por qué, Masha?
Tal vez aún no estaba preparada, pensó Marya.
Tal vez aún no podía entenderlo.
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Por lo que, sencillamente, se encogió de hombros.
—Puede que solo quisiera caos.
—No.
La voz de Lev las sorprendió a ambas. En el segundo de silencio
posterior, el brujo se acercó a Marya.
—No —repitió—, has hecho esto por una razón. Todo esto. ¿Verdad?
Marya suspiró.
Su insistencia en que su plan era tan firme era casi como la fe, algo que
nunca habría recomendado como elección de estilo de vida. La fe era una
extensión imprudente de la esperanza, que casi siempre acababa maldita,
destruida, quemada en una pira de rutina y decepción prácticamente
invariable. Las expectativas como las de Sasha al menos se enfrentaban a una
consecuencia más exigua de aumentar o caer. Lo que Lev sentía por ella era
un peligro constante de terminar irreparablemente destrozado. Nadie sabía
mejor que Marya Antonova que semejante ceguera suponía arriesgarse a un
daño del que nunca podría retornar.
—Quieres desesperadamente que tenga un propósito, Solnyshko —señaló
—. ¿Por qué?
—Porque lo tienes. Has de tenerlo. ¿Por qué traerme de vuelta si no? —
insistió mientras Sasha seguía mirándola, condenándola en silencio—. Si de
verdad querías que fuera un secreto, podrías haberme dejado muerto. Me has
puesto en una posición para que acabe encontrando a Sasha, ¿verdad?
De nuevo, Marya se encogió de hombros.
—Pero quería que fuera un secreto. No podía permitir que tu padre viniera
a por mi madre.
—Antes de que estuvieras preparada, quieres decir —la acusó Sasha—.
Así que me has usado, Masha. Has usado mi rabia, mi odio. Y has mantenido
a Lev alejado de mí para que te ayudase a destruir a Koschei, ¿no?
—Sí, por supuesto. Si pensaras con claridad, verías que era lo más obvio.
—Pero yo… —Sasha parecía herida y furiosa—. ¿Por qué? —preguntó de
nuevo, aunque Marya podía ver que la pregunta no era sobre nada en
particular. Era solo un reflejo, un espasmo muscular en respuesta a todo lo
que había hecho Marya—. ¿Por qué nada de esto?
—Así es la vida, Sashenka —le recordó—. Sacrificio y pérdida. Siempre
y cuando formes parte de ella, eso es todo lo que serás capaz de sentir. Es
todo lo que podrás hacer. Tus únicos dones serán lo que puedas tomar, lo que
puedas romper y lo que puedas arruinar. —Miró a Lev y luego de nuevo a su
hermana—. Esta vida es un robo, Sasha. Te quita y te quita, y luego puede
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que mueras o puede que no. Pero, en cualquier caso, esta vida intentará
dejarte con las manos vacías a menos que aprendas a atacar tú primero.
Lev se miró las manos, pero no dijo nada.
—Te quiero, Sashenka —le dijo Marya. Sasha abrió la boca para
contradecirla, pero Marya la interrumpió con una sacudida de cabeza—. Te
quiero, lo veas o no. Decidas creerme hoy o no. Pero no me hagas enfadar,
Sasha.
Se adelantó, se cambió el vestido por otro con un movimiento de la mano,
y se puso los zapatos, uno a uno. Con los pies descalzos, sin su armadura de
siempre (los tacones altos, los labios de color cereza, las formas constreñidas
y los tejidos con texturas), estaba justo por debajo de la línea de visión de su
hermana, pero ni siquiera entonces había duda de quién tenía el control.
Desde luego, ahora tampoco.
Marya se alisó el vestido y se miró en el espejo.
Gris. Inmovilidad, sutileza. Una pequeña señal de «subestímame, atrévete
a intentarlo».
—Sal corriendo si quieres, Sasha —le sugirió. Tomó los pendientes del
tocador y se los puso. Observó el efecto final—. Dame la espalda si quieres,
pero no se te ocurra interponerte en mi camino.
Desde el espejo, Marya vio cómo Sasha le devolvía la mirada, incrédula.
Desconfiada.
—¿Le perteneces a alguien, Masha? —preguntó—. ¿Me perteneces a mí
siquiera?
Marya se volvió. Miró primero a Lev y luego a Sasha.
Un día, cuando te acuerdes de todas tus preguntas sabiendo lo que sabes,
te sentirás idiota por haberlas formulado siquiera, pensó en decir.
Pero no dijo nada. Sencillamente lanzó una mirada que decía «deja que
me vaya» y Sasha, como todo aquel que se había puesto alguna vez en el
camino de Marya, se apartó.
Entonces Marya Antonova salió al pasillo; dejó atrás a su hermana, y
emergió a la noche.
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V. 19
(DISRUPCIÓN)
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pulso. Dimitri, que se había acostumbrado a los patrones del corazón de
Marya Antonova, empezó a agitarse cada vez más mientras Ivan y él
esperaban. En secuencia: un toque, un pulso, una punzada. La espera era
atronadora, alarmante. El dolor que se instaló invisible debajo de la camisa
solo parecía crecer y era similar al miedo, o a la angustia, o a la emoción. Era
como todas esas sensaciones al mismo tiempo con la cacofonía añadida de la
suspensión, como si de repente ella hubiera contenido la respiración.
Marya Antonova nunca llegaba tarde y todo lo hacía con un propósito.
La mente de Dimitri voló a la noche, a la tarde, a la mañana; lo reprodujo
todo marcha atrás. ¿Habrían cambiado los ritmos de Masha? ¿Habría pasado
algo por alto Dimitri, alguna señal sutil? ¿Podría haberle mentido ella a la
cara sin que él notara la diferencia, con el núcleo de su vida colgado de su
cuello?
¿Qué disrupción podría haberse dado? Egoístamente, Dimitri pensó
primero en él. ¿Habría hecho algo? ¿Dicho algo? ¿La habría tocado con
menos adoración? ¿Y ella?
No. Que él supiera, no había cambiado nada entre ellos. ¿o…?
La charla tras él lo devolvió a la realidad y se fijó en las miradas
inescrutables en la habitación. Por supuesto, pensó de pronto y sintió una
sacudida. Por supuesto. Había sido un necio. Sí había cambiado una cosa.
Había algo nuevo, diferente, un pequeño detalle. Porque, por primera vez,
Dimitri no era simplemente un Fedorov, un hijo de Koschei. Era Dimitri
Fedorov, un brujo de distrito. Un representante de los brujos del distrito de
Manhattan y un hombre independiente.
Había cambiado, pero él no era la parte que importaba. Él era una pieza
mucho más pequeña de lo que había creído.
—Sé dónde está —dijo cuando la llamada acabó en el contestador.
Ivan frunció el ceño.
—¿Dónde? —preguntó, pero Dimitri no tenía tiempo para explicárselo.
—Tengo que irme —fue todo cuanto dijo. Apartó a Ivan e ignoró los
gritos de protesta a su espalda.
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V. 20
(HISTORIA)
a partida de Marya dejó a Sasha afligida por motivos que no estaba del
L todo segura que pudiera definir. Supuso que una parte más honesta de
ella esperaba que Marya se deshiciera en lágrimas, en disculpas, que le
pidiera perdón, a pesar de no haberla visto nunca haciendo algo así. En
realidad, Sasha nunca había visto a Marya Antonova reaccionar con otra cosa
que no fuera el grado preciso de certeza que tenía entonces, y tal vez fuera eso
lo que le molestó tanto. Que ahora Sasha era como cualquier otra persona en
el mundo, y era algo que su hermana Marya nunca antes le había hecho sentir.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó a Lev en voz baja. Costaba
calcular sus ganancias y sus pérdidas. Ayer no tenía a Lev. Hoy no tenía a
Masha. ¿Estaría destinada a tener solo a uno? ¿Tendría que elegir ahora?
—No lo sé. —Lev presionó los labios en su pelo para confortarla—. Pero
creo que tenemos que detener a tu hermana antes de que sea tarde.
—¿Qué será lo que quiere? —preguntó Sasha, apenada—. Tu padre ya ha
caído. Roman está medio loco mientras hablamos. Y Dimitri…
Se interrumpió, vacilante.
Y entonces habló Lev.
—Creo que siempre supe que mi hermano quería a alguien —admitió—.
Es extraño decirlo en tiempo pasado y no haber conocido a mi hermano
mientras estaba enamorado. Siempre tenía aspecto nostálgico y creo que eso
es lo que lo ha hecho tan… vasto. Tan intocable. —Hizo una pausa—.
Siempre ha tenido cierta elegancia, como un hombre que lo ha perdido todo y
sigue resistiéndose a caer.
Las palabras resonaron en Sasha, en la vacuidad de su mente. Los vacíos
de una historia que nunca conoció pero sí entendía estaban siempre destinados
a llenarse.
—Mi hermana igual. Siempre he pensado que era así por algo que le había
pasado antes incluso de haber nacido yo. Como si llevara siglos sufriendo.
Toda una vida.
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—¿Te lo imaginas? —preguntó Lev, sacudiendo la cabeza—. ¿Sentirse
así? —La rodeó con los brazos, casi por necesidad. Como si las palabras
carecieran de sentido sin textura, sin pruebas—. No puedo imaginarme
haberte encontrado y dejarte ir. No podría hacerlo. —Sasha notó que la
agarraba con más fuerza—. He aprendido a odiar cada parte de cada persona
que me ha alejado de ti.
Sasha se relajó poco a poco en sus brazos y apoyó la mejilla en su pecho.
Inspiró en busca de seguridad, despacio, y espiró.
Otra vez para depurarse.
Una tercera vez para comprender.
—Creo que tenemos que enterarnos de a dónde está yendo —dijo y la
afirmación caló despacio en ella, sus tentáculos se enroscaron en sus huesos
—. ¿No?
La voz de Lev fue inusitadamente sombría.
—Sí. Creo que sí.
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V. 21
(CHICAS MUERTAS)
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—Ven —le indicó, flexionando un dedo, y con renuencia más bien
fingida, Bryn se acercó. Roman seguía sus movimientos con desconfianza—.
Y ahora, Roma, cuéntame qué te aflige. Te preocupa que mi hermana muerta
te mate, ¿no?
Posó una mano fría en la espalda de Bryn y le sacó la camisa, que tenía
metida por dentro de los pantalones. Despacio, introdujo los dedos por debajo
de la tela y los deslizó por su columna mientras él se estremecía, sin saber qué
iba a suceder.
—Puedo hablar con ella —se dirigió a Roman—, si haces algo por mí.
De forma abrupta, hincó las uñas en la espalda de Bryn y este se tragó un
siseo de dolor. El hombre se volvió y le lanzó una mirada de traición, pero
ella sacudió la cabeza con un suspiro hondo.
—Silencio, por favor —le advirtió—. Estoy haciendo un trato con Roma.
Bryn tenía la sensación inequívoca de que le había hincado los dedos
embrujados en la piel.
—Solo quiero que Sasha sepa que no fue culpa mía que esté muerta —
dijo Roman con voz neutra, sin vida—. Necesito que alguien le demuestre
que no fue mi culpa.
—Es culpa tuya que yo esté muerta —repuso Marya. Bajo la luz de su
estudio, Bryn estaba seguro de que se le veía la cicatriz que tenía por encima
del corazón; seguro que Roman podía ver el borde dentado de lo que le había
hecho—. ¿De quién es la culpa de la muerte de Sasha si no es tuya, Roma?
Algo se retorció en los órganos internos de Bryn. Se tragó un grito.
—De mi padre —susurró Roman, y entonces Marya abrió la carne de
Bryn, abrasándolo de dentro afuera, y este soltó un aullido terrible al tiempo
que se aferraba a la mesa. El sudor de su frente se adhirió a los granos de la
madera como el sonido de un reloj que hace tictac.
—Sí —confirmó Marya y de pronto cesó el dolor. Desapareció. Retiró la
mano y le dio una palmada a Bryn en la espalda—. Hecho, ahora es tuyo —le
informó.
Él se quedó mirándola, sin saber qué decir, pero Marya ya se había vuelto
hacia Roman.
—¿Un cuchillo, Puente? —le pidió—. No, espera. Una espada. —Se
volvió de nuevo hacia él—. ¿Sabes lo que es una spatha?
Bryn parpadeó.
—¿La espada de los gladiadores?
—Sí, eso —respondió y la palidez de Roman se intensificó—. ¿La
conoces?
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—Sé lo que es —afirmó Bryn con un arrebato repentino de impaciencia
—, pero con magia o sin ella, no tengo una maldita spatha en mi despacho,
Marya.
—Invócala. —Le lanzó una mirada de soslayo—. Tiende la mano —le
indicó con una amabilidad muy poco propia de ella y le hizo un gesto para
que la imitara— y llámala. Sé dónde hay una que puedes usar. Koschei tiene
una en su almacén —añadió con otra mirada fugaz a Roman.
Bryn apretó los dientes.
—Pero eso es imposible, no puedo…
—Ahora sí puedes —lo interrumpió Marya—. Consíguela, Puente.
Brynmor Attaway pensó, como solía hacer, en lo mucho que había odiado
siempre a los brujos. Odiaba a todo aquel que conseguía las cosas fácilmente.
Sí, ahora él podía conseguir las cosas fácilmente, pero el título delante de su
apellido tendía a encargarse del asunto por él. La gente era libre de sentir
desagrado por él, incluso de burlarse o de denigrarlo, porque cada minuto que
pasaban hablando con él tenía una cantidad de dólares exorbitantes implícita,
les gustara o no. Él tenía valor, aunque careciera de mérito. Los brujos, sin
embargo, eran valiosos en cualquier contexto. El giro de un dedo podía alterar
el carácter físico del universo. Durante toda una vida, Bryn había insistido e
insistido e insistido en contra de las leyes y costumbres de la realidad, y
siempre había salido con las manos vacías.
Pero hoy una bruja le estaba pidiendo que recuperara una espada atroz que
estaba a kilómetros de distancia y él extendió el brazo como si fuera una
petición razonable, curvó los dedos como si tal cosa fuera posible. Se imaginó
cerrando los dedos en torno a la espada; cerró los ojos, convencido solo a
medias. ¿De verdad podía ser tan simple, tan fácil? Al no haber sobrestimado
el don de la brujería, ¿lo había subestimado? Dobló un dedo, luego otro.
Imaginó el contorno de la empuñadura de la spatha en su mano, el peso.
Algo cobró vida en su cuerpo, se estiró, bostezó y dijo: Por fin.
Entonces Bryn abrió los ojos y vio la espada en su mano y, despacio,
Marya Antonova sonrió.
—Dásela a Roma.
Bryn no quería. Lo he hecho yo, pensó. Era la clase de persona que
colgaba pruebas de su valor en su despacho. Tenía que ponerla en alguna
parte para que la viera la gente. Mira, mira lo que he hecho.
—Puedes buscar otra —le aseguró Marya con impaciencia—. Dale esa a
Roma.
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Roman era la imagen ya de siete tipos de muerto. Bryn, que había visto
muchos más tipos, estaba seguro. Sin embargo, un trato era un trato. Órganos
de brujo, sangre feérica. La sangre ganaba. Le dio el arma a Roman, quien la
aceptó.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el brujo.
—Jugar a un juego —respondió Marya—. Llevar a cabo un experimento.
¿Cuánto deseas verme muerta, Roma Fedorov?
—Lo suficiente para hacerlo yo mismo.
—Sí, cierto. Admiro esa iniciativa. Tal vez en otra vida podríamos haber
sido amigos.
Bryn atisbo la mandíbula tensa de Roman.
—¿Y en esta?
Marya apretó los labios.
Entonces ladeó la lamparita de la mesa para ajustar la sombra.
—Estábamos de acuerdo, ¿no? —le preguntó a su sombra.
La sombra asintió. Bryn parpadeó, perplejo.
—Comunica a Koschei el Inmortal que su hijo Roma tiene problemas —le
pidió y luego miró a Roman para recalcar la afirmación—. Dile que Romik
está en casa, perdido en sus pensamientos oscuros.
Roman frunció el ceño.
—Pero…
—Luego dile a Koschei el Inmortal que su hijo Dimitri está a punto de
hacer un trato —prosiguió— en el despacho de una criatura feérica llamada el
Puente. —La sombra se había reunido con reverencia en torno a ella,
esperando instrucciones como un niño pequeño—. Veamos a dónde acude.
Roman tensó la mano en torno a la spatha y Marya le lanzó una mirada de
advertencia.
—Cuando todo esto haya terminado, sabrás que nunca levanté una mano
en tu contra, Roma, aunque tú no me hayas ofrecido la misma cortesía —
comentó Marya.
Las sombras se despegaron de las paredes, gotearon entre las grietas del
suelo y desaparecieron gradualmente de la vista.
—Ah, Puente.
Bryn la miró.
—¿Sí, bruja?
—Mantente apartado.
Él frunció el ceño.
—No me interesan los negocios de Koschei el Inmortal.
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—Bobadas. Tienes su magia. Has embaucado a su hijo. —Los ojos de
Marya eran oscuros e ilegibles—. Un día sentirás las consecuencias de todo
ello, si no hoy.
Bryn tragó saliva y ella sonrió.
—Una pena que no hayas podido amarme nunca, Puente.
Él vaciló.
—Sí podría.
Roman le lanzó una mirada herida a Bryn.
Marya enarcó una ceja.
—Siéntate.
Bryn se sentó.
—No interfieras —le pidió de nuevo.
—No tengo planes de…
—No me hagas perder la paciencia —le advirtió ella, y él suspiró y cerró
la boca.
El reloj de la pared marcó treinta pulsos de la historia futura. Se oyó un
zumbido en el bolsillo del abrigo de Marya, alguien estaba tratando de
encontrarla. Sin embargo, no desvió la atención.
—Podría irme —dijo Roman—. Escapar de tu trampa. Puede que no
necesite esta respuesta.
Bryn contuvo una carcajada. ¿Roman Fedorov, irse?
No hubo nunca nadie más desesperado por quedarse.
—Podrías, pero no lo harás —le aseguró Marya sin inmutarse—. Tienes
que saber qué escoge, ¿verdad? A Dima o a ti.
Roman no dijo nada.
—¿Qué vas a hacer cuando descubras al fin la verdad del corazón de tu
padre, Romik? —le preguntó con tono suave.
La segunda manecilla del reloj se acercaba a la medianoche.
Tres, dos, uno.
Y entonces se produjo un desgarro en el tiempo y apareció Koschei el
Inmortal.
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V. 22
(AJUSTE DE CUENTAS)
ima.
D A Koschei se le aceleró el corazón.
Dima, hijo mío…
—¿Dónde está?
Pero no era Dimitri quien lo esperaba sentado en la oficina del Puente.
—Tú —le dijo a Marya Antonova.
Estaba muy quieta, más muerta que viva, pero no le sorprendió. Había
sido una niña tranquila, introspectiva, pero, igual que su madre, había más de
lo que se veía a simple vista.
Desde que Marya Antonova era pequeña, otros la temían. Tenía un
guardaespaldas, ese imponente Ivan, pero nadie rehuía de él. Como mucho,
Ivan era la capa de la parca. Solo un accesorio que indicaba que la propia
Muerte estaba de camino.
—Sí, yo —confirmó Marya y se retrepó en la silla—. Ya conoces al
Puente, imagino.
Koschei desvió la mirada hacia Bryn, que estaba sentado a un lado. Se
aferraba a los reposabrazos del asiento con los ojos fijos en algún lugar de la
habitación.
—Y, por supuesto, conoces a tu hijo —comentó Marya con tono
perezoso, y Koschei se volvió y se encontró los ojos oscuros de Roman fijos
en su espalda.
—Roma —se dirigió a él con el ceño fruncido—, pensaba que estabas…
—Sé lo que pensabas —lo interrumpió.
Koschei se fijó en que su hijo sostenía una espada delgada en la mano.
Koschei, coleccionista de objetos, sabía más de la spatha que tenía Roman
que de la tensión que flotaba en la habitación. El arma tenía una historia más
larga que cualquiera de ellos. Estaba fabricada con materiales más fuertes.
Los sobreviviría a todos.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Marya—. Yaga y yo tenemos un trato.
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—Sí —afirmó ella—. Y no me importa.
—¿Has venido para renegociarlo?
—No. Ya tengo todo lo que necesito de ti, Koschei.
Desvió la mirada de él a Roman.
—¿Sabes por qué le dio tu padre el riñón al Puente? —le preguntó y
Koschei le lanzó una mirada a Bryn que no decía nada.
—Para salvarme —respondió Roman con cautela.
—Eh, sí —aceptó Marya—. Pero ¿cómo sabía que lo necesitabas?
—Yo… —vaciló—. Es mi padre.
—Te ha estado siguiendo —lo corrigió y Koschei parpadeó.
—¿Cómo…?
—Deberías de tratar mejor a tus criaturas, Koschei —le sugirió y las
sombras titilaron detrás de ella. Se enrollaron en torno al sillón de Marya
como si fuera un trono y Koschei se volvió hacia su hijo con el estómago
revuelto.
—Os he vigilado a todos —le dijo con cuidado—. Por supuesto. Claro
que os he vigilado.
—No —repuso Marya. Se levantó—. A Dimitri no lo ha vigilado. A Lev
tampoco. Solo te ha vigilado a ti. ¿Y sabes por qué, Roma?
La confusión empañaba el rostro de Roman.
—Porque eres el débil —confirmó Marya con una sonrisa triunfal.
Roman lanzó una mirada acusadora a su padre.
—No la escuches. —Koschei suspiró—. Romik, por favor. ¿Qué te he
dicho siempre de las brujas Antonova?
—Ah, ¿ahora estás en contra de ellas? —le preguntó Roman—. Porque
cuando yo intenté hacer algo al respecto…
—Lo estropeaste todo —interrumpió Koschei—. No estaríamos ahora
aquí de no haber sido por ti. Si no hay más que decir, nos vamos ya. Hemos
acabado. —Se volvió hacia Marya—. Si querías conseguir algo con esto, no
vas a obtener nada de mi parte ni de mis hijos.
—Ah, ¿no? —preguntó, dudosa—. Hace unas horas, Dimitri les mostró a
los brujos de los distritos tus documentos. Todos tus recibos —aclaró y
Koschei sintió que palidecía—. Tus criaturas. Tus rentas ilegales. Todos los
favores que has debido o cobrado, Dimitri los tiene registrados y ahora los
tienen los brujos.
—Estás mintiendo —la acusó Koschei.
Marya sonrió.
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—Las chicas muertas no mienten, Koschei. —Desvió la atención hacia
Roman—. ¿Verdad, Roma?
Más allá de lo que esperara ver Koschei en su hijo, no encontró miedo.
—Una pena que te hayas esforzado tanto por proteger a tu padre, Roma
—murmuró Marya—. ¿No te has dado cuenta ya de a qué hijo elegirá siempre
él?
Koschei puso mala cara. Se había olvidado de qué clase de bruja era
Marya Antonova; ella era y sería siempre una mujer sumamente inteligente
que clavaba las garras en las entrañas de sus inseguridades y defectos.
—Romik, escúchame…
—Has elegido a Dima. —Koschei podía ver a su hijo mediano
reconstruyendo las pequeñas dudas a las que se había aferrado siempre; la
toxicidad de sus insuficiencias volvía a enconarse—. Papá, otra vez eliges a
Dima por encima de mí, ¡incluso después de que te haya traicionado!
—Dima nunca me traicionaría —afirmó con rotundidad Koschei—.
Marya está mintiendo, y fíjate, está funcionando.
—No, no miente. —La voz de Roman era dura y furiosa, las palabras
caían como escombros de sus labios—. Dima no es leal a ti desde hace meses.
Se apartó de tu lado en el momento en que abandonaste a Lev. Dios mío —
exclamó y apretó la mano en torno a la spatha—. No puedo creérmelo. No
puedo creérmelo. Todo este tiempo he estado luchado por una causa que ni
siquiera existía…
—Te estás poniendo muy dramático, Roma, y te muestras irracional. Por
supuesto que quiero a todos mis hijos.
—No —replicó él, sacudiendo la cabeza—. No es así. Abandonaste a Lev.
Incluso a Dima, a quien decías que amabas más que a nada…
Koschei se tensó.
—No cuestiones eso.
—¡Le causaste el peor dolor de su vida!
—Roma, te olvidas…
—¡Pensaba que serían las Antonova quienes nos destruirían! Pensaba que
ellas eran las peligrosas, las víboras… pensaba que ella —siseó, señalando
con la punta de la espada la cicatriz del pecho de Marya— sería la que nos
separara. Pero no. Eres tú. ¡Tú eres el veneno en esta familia!
Koschei apretó los labios.
—Roma, por favor…
—¿Y si hubieras dejado que Dima tuviera una vida junto a ella? —
preguntó—. Hace tantos años, si los hubieras dejado estar juntos, ella no sería
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nada. Las Antonova no serían nada. Tú creaste a Baba Yaga —le gritó a su
padre—, y si no hubieras hecho algo tan desconsiderado y egoísta, tus tres
hijos seguirían a tu lado.
—Roma, escúchame.
—Pero tenías que tener a tu heredero, ¿verdad? —continuó Roman,
cargado de rabia—. Yo soy el hijo más débil y es por tu culpa, papá. Porque
no somos iguales a tus ojos. Porque tenías miedo de que Dima pudiera amar
algo más que a ti. Eso es lo peor que te puedes imaginar, ¿no? Que yo, tu hijo
menos válido, herede tu preciado reino en lugar de Dima.
El pecho de Roman subía y bajaba, angustiado, y aún tenía la espada
apuntando a una Marya impasible.
—Dima habría elegido a Masha —escupió con rabia—. Siempre habría
elegido a Masha… ¿y de verdad era esa una profecía tan lóbrega que
preferiste destruir a todos tus hijos solo para mantener a uno a tu lado?
Las palabras salieron de la boca de Koschei sin permiso.
—Eres egoísta. Eres como yo, Roma. Estás demasiado desesperado,
demasiado hambriento. Nunca serás suficiente. Igual que yo. —Tragó saliva
—. Igual que yo, Romik, hijo mío… no eres suficiente.
Roman se quedó mirándolo.
Entonces, despacio, la espada viajó de la garganta de Marya al pecho de
su padre.
—Me persiguen por tu culpa —le recriminó—. Por tu culpa, Sasha
Antonova me persigue, y también Lev. Por todo lo que he hecho por ti. ¿Y
ahora dices que no soy suficiente?
Koschei no dijo nada.
—Podría haber sido suficiente si me hubieras dejado. —Dio un paso hacia
delante y, por primera vez, Koschei vio que los ojos oscuros de su hijo
estaban inyectados en sangre. Las sombras se retorcían debajo de ellos,
luminosas y negras. Roman no estaba durmiendo bien, notó Koschei. Algo
mantenía a su hijo mediano despierto por la noche. Los demonios bailaban en
su cráneo. Le debían un ajuste de cuentas.
La voz de Marya los hizo sobresaltarse.
—Si lo matas —dio unos pasos para colocarse junto a Koschei al tiempo
que Roman redirigía rápidamente la spatha a su garganta—, traeré de vuelta a
Lev. Después de todo, el trato estará roto y no habrá necesidad de continuar
con la enemistad. Mi madre no necesita a un rival. —Se encogió de hombros
—. Y tu familia no seguirá siendo poderosa mucho tiempo. Vuestro imperio
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caerá a mis pies, a los de mi madre, a los de mis hermanas. No os queda ya
nada por lo que luchar. Nada que perder.
Roman parpadeó.
Koschei abrió la boca, pero no emitió ningún sonido.
—No quiero lo que es tuyo, Roma —continuó Marya y en su voz sonaba
un tono desconcertante de consuelo—. A lo mejor tú sí querrías quitarme lo
mío, pero yo no tengo interés en lo que es tuyo. ¿Estás atrapado por la
animosidad de tu padre? —le preguntó, engatusándolo, como siempre hacía
—. Entonces rompe las cadenas, Roma. Libérate.
Roman no se resistió cuando Marya levantó una mano y guio la punta de
la spatha para colocarla justo por debajo de la mandíbula de Koschei. Este se
tensó y apenas parpadeó. Un suspiro mal dado podría bastar para cortarle la
garganta.
—¿Qué crees que elegiría tu padre? —le susurró y Roman apretó los
labios.
—Nunca me elige a mí.
—No, Romik —respondió ella con tristeza—. No lo hace.
Koschei contuvo la respiración, aguardó.
La vida no aparece delante de tus ojos, comprendió de pronto. Al final, es
una especie de pegamento pegajoso que recubre el dorso de una sola imagen.
Parece estúpido preocuparse en lamentaciones. ¿Ahora? ¿Aquí? Koschei solo
recordó una cosa de su vida, una sola emoción, y fue justo la sensación del
pelo de Dimitri bajo sus dedos. Parece oro, tiene el tacto de la seda, pensó
siempre con orgullo. Es un lujo, se convenció. Es opulencia. Es un tesoro: la
riqueza del hijo perfecto.
Ahora, la visión de Roman delante de él se disipaba.
Marya estaba diciendo la verdad sobre Dimitri, comprendió Koschei, y la
certeza lo inundó como una ola. No era estúpido, conocía el tono y el timbre
de sus hijos, hasta el último hueso y pulso y pensamiento. Dimitri
seguramente lo habría traicionado porque, por supuesto que sí, Dimitri era un
buen hombre, no un buen hijo. Su padre le había fallado, le había costado
todo lo que amaba, y Dimitri no era tan débil para seguir de rodillas. Dimitri
haría su propia vida. Dimitri estaría bien.
Roman, sin embargo, no.
Roman necesitaba redención. Necesitaba un ajuste de cuentas.
Y al contrario de lo que los demás creían, Koschei apreciaba a su hijo
mediano lo suficiente para ofrecerle eso.
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—Hazlo —le indicó. Se arriesgó a tragar saliva contra el filo de la espada
—. Tiene razón, Romik. Quiero más a Dima.
La boca de Roman se convirtió en un arco roto de pérdida. Se retorció y
formó el cadáver de una sonrisa.
—Esto es culpa tuya —le espetó.
Sí, pensó Lazar Fedorov y cerró los ojos.
Esto era culpa de él, obra de sus manos.
Esta era la consecuencia de su vida, y en su momento final, supo que era
verdad.
Este era el imperio que él, Koschei el Inmortal, había construido.
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V. 23
(ATAQUES)
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—No —respondió y alzó la mirada—. Tenemos que encontrarla. Ahora.
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V. 24
(ELECCIONES)
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Marya se adelantó con la espada en la mano y la transformó rápidamente
en un cuchillo. Era más fácil de manejar y ella no era un repugnante asesino
Fedorov. Ella tenía las manos delicadas de una Antonova.
—Tengo venganzas que resolver, Koschei. Lo entiendes. —Presionó el
lateral de la hoja del cuchillo en el cuello del brujo—. No puedo dejarle la
satisfacción de tu muerte a Roma.
—No —dijo Roman y dio un paso adelante—. No…
Marya lanzó las manos hacia delante y lo empujó a la pared.
—Quédate ahí —le indicó—. Tú ya has tomado tu decisión. Vive con ella.
—Deslizó el borde del cuchillo más arriba y escindió un poco del pelo gris de
Koschei—. Es mi turno —siseó, y Koschei esbozó una sonrisa amarga.
—Me lo has quitado todo, Marya —susurró él.
—Sí, como hiciste tú una vez. —El metal de la hoja le besaba el cuello y
subía hasta la mandíbula—. Y ahora no puedes detenerme, Koschei. No
puedes hacerme daño. Tu propio hijo se ha asegurado de que no pudieras
hacer nada para tocarnos a mi familia o a mí. Ahora no tienes más elección
que postrarte a mis pies y pudrirte hasta que no quede nada, si es ese el
destino que elijo para ti.
Se inclinó hacia delante para hablarle al oído.
—Has destruido a tus tres hijos —le susurró—. Uno a uno, los has roto,
Koschei el Inmortal, y ahora ninguno de ellos llorará por ti. Tan solo llorarán
por ellos y por lo que podrían haber sido sin ti, sin tu avaricia. Sin tu
oscuridad.
No mencionó qué había sido de sus hermanas. Qué había sido de ellas,
corruptas por el mundo en el que vivían. No mencionó que el camino que
Koschei les había dado a sus hijos no era el único responsable del daño, pues
ella se las había arreglado para lidiar con el resto. La muerte de Koschei solo
solucionaría la mitad de un problema. Marya Antonova, implacablemente
efectiva como era, se había encargado de lo que quedaba.
Sin embargo, no era tan cruel como para robarle su momento. Que
pensara que la vida de ella giraba en torno a poner fin a la de él. Que la
muerte le trajera paz, si así lo deseaba.
—Eres la hija de tu madre, Marya Antonova —murmuró entre dientes
Koschei. Ya no le sorprendía oírlo decir eso con un ligero tono de maravilla.
No se molestó en responder. Los dos sabían que era verdad.
En cambio, apretó el cuchillo con la mano y tomó el aliento que los
arrastraría a ambos a los pies de la inevitabilidad de la vida.
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V. 25
(INEVITABILIDAD)
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arrancándoselo de los dedos al tiempo que su padre se tambaleaba hacia atrás,
a punto de caer, y Roman se adelantaba para agarrarlo.
Dimitri tomó la hoja del cuchillo de Marya y esperó a que ella se volviera
para mirarlo.
Esto solo era parte de su plan. Librar al mundo de Koschei solo era la
mitad. Durante doce años había sido una rivalidad, una ecuación de dos
partes. Koschei y Baba Yaga, dos mitades de un todo simbiótico.
Koschei era solo el principio de algo que Dimitri no había conseguido ver
en un primer momento.
—Masha —dijo con tono de súplica y, al verlo, ella sonrió con tristeza.
—Todo es diferente ahora —le dijo—. Lo has hecho, Dima. Has ganado.
—Hemos ganado —aclaró él con angustia y ella negó con la cabeza.
—Tú has ganado —lo corrigió—. Yo he perdido. Bueno, no es del todo
cierto —añadió con una carcajada—. ¿Se considera pérdida si es una
renuncia?
Dimitri sabía que nunca abandonaría a su madre. Marya Antonova era una
bruja, pero antes que eso era una hija. Una hermana. Una mujer con
innumerables remordimientos. Su familia estaría bien. Dimitri sabía que ella
se habría asegurado de que así fuera.
Pero esta noche, por primera vez, Dimitri Fedorov estaba solo, era un
hombre independiente… y ahora, igual que él, ella estaba haciendo lo mismo.
Por una vez, Marya Antonova estaba ocupándose de su propio destino.
—No tienes que hacerlo —le pidió y la voz se le rompió con el dolor que
ella no podía sentir.
Marya torció la boca.
—No, pero tú lo harías si fueras yo. Sé que lo entiendes.
Bajó la mirada al corazón que él llevaba colgado del cuello y notó el pulso
que tan bien conocía ya Dimitri, que había memorizado. «Si algún día decido
darte mi corazón, Dima, sácamelo del pecho y guárdalo en un lugar seguro,
donde nadie más pueda encontrarlo. Enciérralo en alguna parte, donde nadie
lo encuentre jamás».
—No puedo quedármelo —le dijo, dolido—. No es mío.
—Pues no te lo quedes. —Marya se encogió de hombros—. Es un buen
plan, lo sabes. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Con Koschei muerto y tú
entre los brujos de los distritos, mi familia puede estar a salvo. Sasha podrá
elegir otra vida. Todas podrán hacerlo.
—Baba Yaga no puede librarse sin más de sus crímenes —señaló Dimitri
y ella sacudió la cabeza.
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—No, no puede —coincidió, aunque sonaba a falsedad. Como si ella
supiera algo que él no, y ahora entendiera que siempre había sido así—. Pero
siempre puede caer alguien, Dima —murmuró, mirándolo a los ojos—. ¿No?
Dimitri apretó con fuerza el cuchillo.
—No puedes ser tú.
Marya parecía divertida.
—¿Por qué no?
—Porque… —Tragó saliva con dificultad, buscando una respuesta—.
Porque tú no puedes morir.
—Pero sí puedo —le recordó y miró de nuevo el vial que tenía en el
cuello. Dimitri se estremeció al entender a qué se refería—. Debería de ser
relativamente fácil para ti. Mira lo que podría haberle hecho a tu padre. A tu
hermano. ¿Puedes decirme que no habrías hecho tú lo mismo si yo lo hubiera
conseguido?
Dimitri se imaginó el cuerpo ensangrentado de su padre en el suelo, tal
como se lo habría encontrado si hubiera llegado un segundo demasiado tarde.
La imagen en su mente era sangrienta, grotesca e irreal. Imposible.
En su agitación, el pulso de Marya era calmado, expectante, deliberado. El
suyo, por el contrario, estaba acelerado.
—No lo habrías hecho —se obligó a decir, aunque solo se lo creía a
medias.
—Sí lo habría hecho —le aseguró—. Por mi familia, Dima. Lo habría
hecho.
—Pero me dijiste que estabas enfadada con ellos —protestó—. Dijiste…
—Sé lo que dije —concedió Marya—, pero te dije también que quería un
reino nuevo. —Levantó la barbilla y miró cómo deslizaba el pulgar por el
mango del cuchillo—. No dije que tenía que ser mío.
Dimitri se preguntó si no debería de haber adivinado antes, décadas antes,
que acabaría así. El tiempo parecía avanzar en círculos, persiguiéndose su
cola. «Si algún día decido darte mi corazón, Dima, sácamelo del pecho y
guárdalo en un lugar seguro».
«Muchas personas enamoradas han fracasado antes en la tarea de
matarse».
«Dima, este amor que siento por ti será mi muerte».
—Me estás pidiendo que haga lo imposible —le espetó con voz ronca.
—Bueno, solo porque eres muy capaz.
Su intención era sumamente clara. Detrás de ella, Bryn se adelantó,
atemorizado, y Marya levantó una mano al notarlo.
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—Me has dicho que no vas a interferir, Puente —le advirtió.
Se sentó de nuevo a regañadientes y Dimitri miró el cuchillo que tenía en
la mano, reacio aún.
—No tienes que hacerlo —le repitió.
—Lo sé. —Bajó la mirada a su pecho, al vial que latía ahí—. Podrías
haberme dejado al menos acabar el trabajo —dijo y desvió la mirada hacia
Koschei y Roman.
A Dimitri le dieron ganas de reír, pero no podía. El esfuerzo habría
sobrecargado su frágil constitución hasta el punto de haberse desmayado.
—No va a sanarte, Masha —le dijo con sinceridad—. No te completará.
Ella tensó la mandíbula.
—¿Y qué lo hará entonces?
Una pausa. Una confesión.
Dimitri había sentido el dolor del corazón de ella contra el suyo en toda su
extensión, como si lo hubiera conjurado del interior de su propio pecho. Lo
había sentido acelerarse y palpitar, saltarse latidos, romperse por la pena. Lo
había sentido responder a cosas que no sabía de ella, dejándolo ahora con la
duda de qué se había perdido mientras solo miraba. ¿Le había dejado ella
piezas de sí misma o se las había quedado él? ¿Le había dado alguien a Marya
Antonova tanto como ella había ofrecido? Sospechaba que la respuesta era
«no».
Ahora, sin embargo, el dolor del corazón de Marya le correspondía solo a
él soportarlo. En su rostro no se atisbaba nada, solo él podía sentirlo. Supuso
que tenía dos opciones: podía detenerla. Devolverlo a su pecho. Obligarla a
ver lo que había hecho. Asegurarse de que supiera del dolor que resonaba
dentro de él, ver si así le hacía cambiar de idea. Podía recordarle quién era
ella, hacer que viera que era el resultado de secretos, una torre construida en
la mentira. Podía quitarse el corazón del cuello, dejárselo en la mano y
recordarle quién había sido, qué había hecho. Podía dejar que sintiera las
consecuencias de su dolor, la locura de su pena. La destrucción de su amor.
O, pensó con calma, podía soportarlo por ella. Ayudarla a soportarlo.
Se puso un poco más recto, convencido. ¿Cuántas veces podías fallarle a
una mujer antes de redimirte por ella? Que la carga de ella fuera ahora de él,
pensó, y miró el cuchillo en su mano, y después la miró a la cara.
La muerte de su padre no la completaría.
«¿Y qué lo hará entonces?».
—Lo haré yo —le prometió y Bryn soltó un sonido ahogado de
incredulidad cuando Dimitri alzó el cuchillo y apuntó al vial que colgaba de
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su cuello, al corazón que había dentro. Lo hundió en el cristal encantado; el
metal se tiñó de escarlata y goteó en sus muñecas formando riachuelos
delgados. Marya se tambaleó hacia delante, aturdida.
No le dolería. A esa distancia, no. Sencillamente se desvanecería si no se
acercaba, pero, por supuesto, se acercó, buscando a Dimitri, hasta que se
agarró a su brazo extendido todavía con la mano alrededor del cuchillo. Para
entonces el rostro del Puente había palidecido, la expresión de Roman estaba
más atormentada que nunca, pero Dimitri se concentró en Marya, en su
Marya. En la agonía que se extendía en sus labios cuanto más se aproximaba
al corazón en su mano.
—Masha —susurró, envolviéndola con un brazo cuando se tambaleó
hacia él con las manos hacia adelante. Enterró la nariz en su pelo, en su
dulzura, con una mano en su corazón todavía sangrante—. Masha, mi Masha.
—Siempre supe que serías mi muerte, Dima —dijo ella con mucho
esfuerzo, la voz delirante por la satisfacción al tiempo que acercaba la punta
de los dedos a la boca de él—. Pero ¿no me prometiste un «para siempre»?
Dimitri miró a su padre. A su hermano.
Entonces Dimitri Fedorov miró a Marya Antonova, cómo cerraba los ojos.
«¿No sabes que estamos destinados a estar juntos, Masha? Es inevitable.
Pronto cederás tú también».
—No te preocupes, Masha. —La acercó a él, aferrado aún a la
empuñadura del cuchillo—. Nunca dejaría que te fueras sola.
Dimitri tomó la hoja afilada y se la llevó a la cicatriz del pecho hasta que
notó cómo rasgó y pinchó y ardió, y las extremidades se le adormecieron y lo
engulló un dolor monstruoso y estremecedor. Era una incomodidad
incomprensible, por decir algo. Todos sus huesos y sus órganos se oponían y
Dimitri sabía ya por experiencia que la sangre nunca era tan hermosa como el
sacrificio prescrito. En realidad, era más carnal y humano y real y, por ello,
era todo lo que siempre había jurado que daría por ella. Eran la propia vida y
la muerte; era el «para siempre» y eran ellos. Y, con sus últimas fuerzas,
Marya logró sonreír.
El último sonido fue un quejido de su padre. No terminaría con una
explosión, pensó Dimitri, pero al menos terminaría y, por ello, se sentía
cómodamente satisfecho.
Acercó los labios de Marya a los suyos y se adormeció con el dolor
intranscendente de su pecho, el rugido del silencio que llenaba de forma
gradual los canales de sus oídos. No soy nada, pensó, no soy nada comparado
con ella, y su último pensamiento fue pacífico, porque fue Masha. Porque fue
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ella, por fin, y luego cayeron juntos en la nada, y el suspiro final de alivio de
Masha fue lo último que llenó sus pulmones.
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V. 26
(HERENCIA)
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—Shh, nada —le dijo. Nada que no pudiera esperar a la mañana—. Solo
quería saber de tus sueños, Lilenka. Ya sabes que siempre me gustan las cosas
que ves.
Liliya asintió, se tumbó bocarriba y consideró sus palabras. Tenía el pelo,
negro como el de sus hermanas, extendido por la almohada sedosa.
—He tenido un sueño —le comunicó y frunció el ceño en el espacio
oscuro de su habitación al acordarse—. Acabo de soñar con nuestra herencia.
Pero era de lo más extraño. —Se puso de lado para mirar a su madre—. No
veía nada, porque estaba encerrada dentro de una caja. —Se mordió
ligeramente el labio—. ¿Qué habría encontrado si la hubiera abierto, mamá?
De pronto, Yaga notó presión en el pecho, pero entonces se disipó.
«Dice que lo entenderás».
Oh, Mashenka. Siempre has entendido demasiado, pensó con tristeza.
—¿Mamá? —la llamó Liliya al ver que cambiaba su expresión—. ¿Va
todo bien?
Yaga tomó aliento y agachó la cabeza para rozar con los labios la frente
de su hija.
—Por supuesto, Lilenka. Duérmete de nuevo. Todo estará bien por la
mañana.
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V. 27
(EL CIELO HALLA LOS MEDIOS)
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avariciosos. No busquéis el dinero. Yo ya no estoy y tampoco Koschei, así
que permitid que este sea el final».
—¿Y bien? —le preguntaron los brujos a Jonathan Moronoe—. ¿Qué
vamos a hacer?
—Ya habéis leído las cartas. —Se encogió de hombros.
En la mente de Jonathan Moronoe, Dimitri Fedorov y Marya Antonova se
habían mantenido fieles a su parte del trato. Se habían recopilado pruebas.
Los pecados habían sido confesados. Se habían corregido los errores. Los
agravios se habían pagado. La vida continuaría sin obstáculos. La vida, al fin,
continuaría.
Llegaron los ancianos de los distritos para arrestar a Lazar Fedorov, un
brujo sospechoso desde hacía mucho tiempo por su alter ego, pero el almacén
que pertenecía a Koschei el Inmortal estaba desierto, no quedaba nada en su
interior. Él estaba allí, por supuesto, esperándolos, y se mostró vagamente
sorprendido cuando se marcharon con las manos vacías. Sin que él lo supiera,
las criaturas de sombra que tenía contratadas lo habían ocultado brevemente
como el primero de sus actos sin restricciones.
Cuando se marcharon los brujos, Koschei fue a buscar una bebida y se
topó con un hombre llamado Ivan.
—Necesito un favor —dijo Koschei. Ivan volvió la cabeza para
considerarlo.
—Depende. ¿Qué?
—Mejor lo hablamos mientras bebemos algo —sugirió Koschei.
Más tarde, esa noche, dos hombres separaron sus caminos. A uno lo
conocerían entre susurros durante toda su vida como Koschei el Inmortal,
aunque había encarado una empresa nueva, completamente diferente de la
anterior. Protegía a los pequeños, era un proveedor de ayuda para los
desfavorecidos y ofrecía consejo a los necesitados. Más tarde, la gente
comentaría que tenía un aire apacible. Tenía, como muchos notaron, presencia
de soldado.
El otro hombre se marchó como Lazar Fedorov y nunca volvió a aparecer
por el distrito de Manhattan.
Muchos de los fragmentos posteriores, aparte de la carta de Marya, se los
transmitió a Lev Fedorov en retrospectiva un hombre que se presentó como
Brynmor Attaway, un abogado al que, al parecer, apodaban el Puente.
—Era el abogado de Marya Antonova en el momento de su muerte —
explicó Bryn a Lev, y añadió—: Estipuló en su voluntad que te dejara esto.
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«Esto» era un sobre lleno de dinero con una nota que decía: «Solnyshko.
El plan siempre fue que saliera el sol».
—Gracias —le dijo Lev al Puente, un poco perplejo.
Lev notó que, a su lado, Sasha fingía que no conocía a su inesperado
visitante. Parecía que ambas partes estaban representando una escena hasta
que Bryn se volvió hacia ella.
—Rusalka —dijo y asintió como despedida—. Creo que puede que no nos
volvamos a ver.
—No seas estúpido, Puente. Somos amigos.
—Yo no tengo amigos —repuso el Puente.
—Parece poco probable —señaló Lev.
—¿Dónde has encontrado a este chico? —le preguntó el Puente a Sasha y
señaló a Lev con escepticismo.
Sasha se encogió de hombros.
—Lo recogí en un pub —respondió.
El Puente sonrió.
—Bueno, nos vemos —se despidió—. O no. Ya veremos.
Entonces inclinó el sombrero y desapareció en el aire.
—Oh —exclamó Lev, sorprendido—. No sabía que era brujo.
—Es… una larga historia —resumió Sasha. Se levantó para acercarse a
Lev y le rozó la mejilla con los labios—. Y bien, ¿cómo lo llevas?
—Bastante bien, creo. Tu hermana me reparó adecuadamente. Casi no
quedan grietas raras.
—No me refería a eso, Lev. —Sasha suspiró y él esbozó una pequeña
sonrisa.
—¿Te refieres al hecho de que mi hermano esté muerto? El mundo parece
diferente. Un poco menos brillante. Pero creo que entiendo su elección.
Sasha no dijo nada. Lev carraspeó y ladeó la cabeza para mirarla.
—¿No tienes turno en la tienda en unos minutos?
—Sí. Y tú.
—Esta noche no puedo. Por una parte, soy independientemente rico y no
necesito trabajar —le informó con tono burlón y levantó el sobre de Marya.
Sasha se lo quitó y puso los ojos en blanco—. Pero, por otra parte, he pensado
en hacer una visita a los brujos de los distritos. Ver qué van a hacer con el
puesto que dejó vacante mi hermano.
—Ah, de acuerdo. —Sasha le dio otro beso suave, con la displicencia de
la vida ordinaria, antes de retroceder para tomar sus llaves—. Te veo esta
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noche, después del trabajo. Adiós, Eric —gritó por encima del hombro y,
como respuesta, Eric levantó un tenedor sin apartar la mirada de la televisión.
—Hasta luego, Sasha —respondió.
—Oye. —Lev la agarró del brazo justo antes de que saliera—. A lo mejor
puedo pasarme quince minutos. Cuando termine con los brujos.
Sasha esbozó una sonrisa.
—Claro. Quince, ni más, ni menos.
—Auch, Sasha —susurró él. Le rodeó la cintura con el brazo y le dio un
beso rápido—. Escríbeme si te aburres.
—Sí. —Le dio un mordisco suave en el labio—. Venga, deja que me
vaya, Fedorov. Tengo cosas que hacer.
Él la soltó a regañadientes y vio cómo salía por la puerta. Por un tiempo,
Lev se mostró decepcionado porque su hermano no le había dejado nada. Ni
un mensaje, ni últimas palabras. Según Roman, Dimitri no les dijo nada antes
de morir y, durante un tiempo Lev se sintió consumido por la idea de que su
hermano había dejado algo. Una señal importante, posiblemente. Tal vez una
carta. Buscó y buscó entre las cosas de su hermano y sabía que Sasha había
hecho lo mismo con su hermana. Al final, sin embargo, habían revuelto las
casas de sus hermanos para nada. Ni Marya ni Dimitri habían sido
particularmente sentimentales, o eso parecía.
Pero entonces Lev se tumbó en el sofá, exhausto y deshecho por la
pérdida, y cuando Sasha se acurrucó a su lado, comprendió por qué no había
dicho nada su hermano. Después de todo, el regalo era obvio, ¿no? Marya y
Dimitri les habían ofrecido la simplicidad (la hermosa normalidad) que se les
había negado a ellos. Dimitri había liberado a Lev de una vida que nunca
había querido. Le había dado oportunidades. Unas últimas palabras serían
irrisorias en comparación con esto: la bruja Antonova que se despedía de él
con un beso y las palabras «deja que me vaya», porque iba a volver. Volvería
y sería de él.
Se sacó el teléfono del bolsillo y seleccionó su nombre en los contactos.
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SASHA: si te contesta mal dile que volveré a pegarle
LEV: sasha
SASHA: sí, lev, qué pasa?
LEV: este es mi libro favorito
SASHA: UFF
SASHA: pero sí
SASHA: vale
SASHA: el mío también
SASHA: te quiero
Este, pensó con seguridad.
Este era el motivo por el que Dimitri no le había dejado una nota.
Seguro que sabía que Lev tendría justamente lo que quería oír, aunque
fuera de otra persona.
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—A veces un final es solo un comienzo sabiamente disfrazado —
respondió Lev. Él lo sabía bien.
Miró el reloj; era hora de ir saliendo. Las noches se hacían ahora más
largas, calurosas, bochornosas e inquietas sin dormir. Pero Lev sabía que
había un momento en el que podría ver la fusión de la noche y el día: el sol, la
luna y las estrellas. Había un momento en el que todo se alineaba y no quería
perdérselo.
—Cuídate, Dima —le dijo a su hermano, allá donde estuviera—.
Mantenlo a raya, Masha.
Se imaginó una afirmación, o tal vez la sintió.
Entonces Lev Fedorov dio media vuelta, medio sonriendo, permitió que
sus pies lo llevaran por la acera y emprendió el camino, con lo que le tuviera
preparado.
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EPÍLOGO
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—No me llames así, me hace sentir vieja.
—Mami. Mamá.
—Para.
Bryn le dio un sorbo al té, sonriendo en la taza.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó un momento después ella y se le
iluminó de pronto la cara—. ¿Muerto ya?
—Aún no, mamá. —El senador Attaway, como la mayoría de los de su
especie (es decir, políticos, hombres y blancos), viviría hasta una edad
respetable. Bryn soltó el té—. Seguro que lo ves pronto.
Ella suspiró con aire soñador.
—Estoy deseando. Era un verdadero placer.
Bryn se encogió de hombros.
—Es humano. Se aferra a la vida, como suelen hacer todos.
—Hum, qué desafortunado. ¿Y los demás? —añadió al recordar de pronto
su pregunta—. ¿Cómo está el joven?
—¿Lev? —adivinó Bryn y ella asintió—. Tiene el puesto maldito de brujo
de distrito. El que antes tenía Dimitri Fedorov —aclaró—, y el esposo de
Marya.
Su madre enarcó una ceja.
—¿Maldito? ¿Es por tu culpa?
—No, no es una maldición de verdad. —¿Quién tendría tiempo para eso?
—. Solo una superstición carente de magia. —Bryn puso los ojos en blanco,
otra vez molesto—. Supongo que creo que está maldito simplemente porque
otros morirían por él. ¿Qué es entonces el amor?
Su madre lo miró con una sonrisa centelleante.
—La estupidez en su forma más amorosa —respondió.
Antes de que le diera tiempo a discutir, ella se encogió de hombros.
—¿Cómo está el otro?
—¿Roma? —Su madre asintió—. Ha estado trabajando de asistente legal
en mi bufete. Pasa desapercibido, se mantiene alejado de los brujos. —Se
quedó callado un instante—. Pero creo que se marchará pronto.
Su madre ladeó la cabeza.
—A veces se mira las manos, ¿sabes? Y lo veo. Hay estática. Una chispa.
—Le dio un sorbo enérgico al té—. Está volviendo su magia. No creo que
pueda ocultarlo durante mucho más tiempo.
—Decías que estaba intentando escapar, ¿no?
—Sí —respondió con tono tranquilo—, pero…
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Se miró sus propias manos. Las líneas parecían diferentes ahora,
cambiadas. Había algo en las grietas de la palma que no estaba antes ahí y
dudaba que nadie que naciera con esa clase de notabilidad tuviera la
moderación para negar lo que era durante mucho tiempo, estuviera afligido o
no. Con remordimiento o no. Castigado o no.
—No creo que pueda —repitió y su madre le lanzó una mirada
interrogante.
La mujer se levantó entonces y rebuscó en un armario lleno de
decantadores. Sacó una botella de color ámbar con algo meloso y viscoso.
—Toma. —Se lo pasó—. Prueba esto.
Bryn puso una mueca.
—No voy a drogarlo, madre.
—¿Quién ha dicho nada de drogarlo? —preguntó con tono inocente y
Bryn le quitó la botella con un suspiro.
—No tienes que decirlo para que sepa perfectamente bien a qué te refieres
—le informó y ella esbozó otra sonrisa encantadora.
—Solo es algo con lo que he estado jugando. Para compartirlo.
Él enarcó una ceja y ella le lanzó un beso.
—De acuerdo —cedió y ella sonrió, encantada—. Acepto el regalo, pero,
solo para que lo sepas, no voy a impedírselo si quiere irse. No está en deuda
conmigo y no somos amigos. —Se bebió lo que le quedaba del té—. No
hemos pactado en ningún momento que tuviera que quedarse.
—Oh, Brynmor. —Exhaló un suspiro—. A veces tienes una forma
humana terrible de ver estas cosas.
—¿Sí?
—Sí, por supuesto. Pero bueno, llévate la botella —le pidió—. Para tu
amigo.
—No es mi amigo —repitió, exasperado, pero no le estaba escuchando.
Era muy difícil conservar la atención de su madre. Aún era joven en términos
feéricos.
Bryn se puso entonces en pie, agarró la botella por el cuello y se agachó
para darle un beso en la mejilla a su madre.
—¿Crees que tu padre morirá pronto? —preguntó de nuevo, con aire
ausente mientras miraba por la ventana.
Igual que no lo había hecho antes, Bryn no le contó que el chico al que
ella conoció era ahora un hombre de pelo gris y con arrugas, y que no cabía
duda de que sería mucho menos interesante ahora para ella de lo que fue hace
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tantos años. Probablemente lo consideraría algo detestablemente mortal, si no
una completa traición.
—Lo mataré yo mismo si no se muere —le ofreció en cambio con tono
afectuoso, y ella le sonrió y se despidió con la mano antes de regresar a sus
ensoñaciones.
Bryn se dirigió a la puerta, la abrió y, tras él, la casa desapareció.
Seguramente ya habría tomado una forma nueva y más interesante. No
obstante, a él podría llevarle todo el día salir de este reino si no empezaba a
caminar ya.
Bryn recorrió el camino en silencio, sopesando cada paso. En este reino
las cosas no eran permanentes. El tiempo se movía en la dirección que le
parecía que debía hacerlo, girando y retrayéndose en sí mismo en corrientes y
mareas invisibles. Sacó una mano y notó que el tiempo se deformaba de
forma agradable bajo sus dedos, corriendo, pavoneándose, culebreando. Podía
llevar allí una hora, tal vez todo un día. Ahora, sin embargo, sabía bien
cuándo marcharse para evitar perderse la destitución por la mañana.
Bryn casi había vuelto al puente del que había tomado su nombre cuando
se detuvo al vislumbrar algo a la distancia. Un hombre joven con pelo dorado
sentado bajo un roble verde, disfrutando a la sombra con una chica de pelo
oscuro en sus brazos. Estaba conjurando algo, un pequeño aleteo para
divertirla, y ella levantó la mirada, reía despreocupada, con los dedos
extendidos para alcanzarlo.
Bryn tardó un instante en comprender lo que estaba viendo. Pero entonces
la chica lo miró y alzó la barbilla. Se incorporó despacio y el pelo largo le
cayó en cascada por la espalda. Lo saludó con la mano y el chico que había a
su lado se volvió para seguir su mirada.
Bryn levantó una mano para devolverle el gesto. Marya Antonova esbozó
una sonrisa dulce y entonces parpadeó, como si se hubiera olvidado de lo que
estaba mirando. Se volvió hacia Dimitri Fedorov, por unos segundos pareció
perdida, y entonces él presionó los labios en su sien para calmarla. Se
abrazaron y regresaron a su pequeño mundo privado, y Bryn les echó una
última mirada.
La cicatriz en su pecho había desaparecido.
Bryn asintió, satisfecho.
Volvió a cruzar a la tierra de los vivos en algún momento de aquellas
horas muertas, el tictac del reloj aún no marcaba la mañana, y sacudió la
cabeza cuando dejó la botella de su madre en la esquina de su mesa. No había
sido del todo honesto con ella, aunque para las hadas eso no era tanto un
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insulto como para los humanos. No tenía importancia compartir la verdad con
las hadas, no sabían qué hacer con ella. Les gustaban más sus propias
imaginaciones.
Bryn miró el sobre que seguía sin abrir, las letras que había en él.
«Puente».
No necesitaba conocer las palabras de despedida que le había dejado
Roman Fedorov cuando se marchó, aún no. Apartó la carta, sacó un cuchillo
del cajón de la mesa y rasgó el sello de la botella de brandy de su madre,
tomándose un momento para que respirara. La botella olía a sentimiento y a
demasiado tiempo al sol. Su madre se creía inteligente, y lo era.
Bryn se echó brandy en la taza de MEJOR ABOGADO DEL MUNDO y
se acomodó en el sillón, con los pies sobre la mesa. Se llevó la bebida a los
labios, cerró los ojos, y dejó que el brandy de su madre hiciera su trabajo. Que
le trajera un viejo roble, el verano eterno y un par de brazos amables.
Le dio un segundo sorbo y luego otro.
Por capricho, extendió el brazo y apagó la lamparita de la mesa. Sonrió
para sus adentros, saciado por la quietud de la hora, y vio cómo se
desvanecían las sombras.
—Qué necios son estos brujos —murmuró a nadie en particular.
Los tentáculos del sol se deslizarían por los bordes de la mesa mucho
antes de que volviera a moverse.
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AGRADECIMIENTOS
ENERO DE 2019
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más asombrosa: leyéndolo): Allie, Cara, Carrie, David, Elena, Garrett, Kayla,
Lauren, Mackenzie, Tom. Al Boxing Book Club, a Lex y Nacho. Al señor
Blake: te haría morir a fuerza de caricias (es una cita de Romeo y Julieta, no
una amenaza. Te quiero y tu vida no corre peligro. Aunque la faz del cielo
será por ti tan embellecida que el mundo entero se apasionará de la noche… y
sí, esa también es una cita. Sigues a salvo).
Y, por supuesto, a ti, por estar aquí. Poco después de escribir esto, seré un
año mayor, tal vez un poco más sabia, pero desde luego un año más
afortunada, sobre todo ahora que has elegido pasar unas horas compartiendo
un mundo conmigo. Es la cosa más increíble que podrías hacer por mí y estoy
muy agradecida de que estés aquí.
Como siempre, ha sido un honor escribir estas palabras para ti y espero,
sinceramente, que hayas disfrutado de la historia.
SEPTIEMBRE DE 2022
Como siguen bendiciendo mis libros con una segunda oportunidad en la vida,
tengo aún más gratitud que repartir. Muchas gracias a mi querida agente
Amelia Appel y al doctor Uwe Stender, de Triada US. A mi increíble equipo
de Tor: mi editora de ensueño, Lindsey Hall, y Aislyn Fredsall; mis
publicistas Desirae Friesen y Sarah Reidy; el grupo de marketing, Eileen
Lawrence, Andrew King y Emily Mlynek; el grupo de producción, Dakota
Griffin, Rafal Gibek, Jim Kapp y Michelle Foytek; el diseñador de interior,
Greg Collins; los editores Devi Pillai y Lucille Rettino; el agente de derechos
de traducción, Chris Scheina; Christine Jaeger y el equipo de ventas; el
productor de audio, Steve Wagner. Por la parte del Reino Unido, gracias a mi
editora Bella Pagan; a Lucy Hale y Georgia Summers; el equipo de
marketing, Ellie Bailey, Claire Evans, Jamie Forrest, Becky Lushey, Lucy
Grainger y Andy Joannou; el equipo de publicidad, Hannah Corbett y Jamie-
Lee Nadone, y Stephen Haskins de Black Crow PR; el equipo editorial y de
producción, Holly Sheldrake, Sian Chilvers y Rebecca Needes; el equipo de
ventas, Stuart Dwyer, Richard Green, Rory O’Brien, Leanne Williams,
Joanna Dawkins, Beth Wentworth y Kadie McGinley; el equipo del
audiolibro, Rebecca Lloyd y Molly Robinson.
En el lado artístico de las cosas, muchas gracias al diseñador de la
cubierta, Jamie Stafford-Hill, y al diseñador del Reino Unido, Neil Lang, y
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por supuesto a Little Chmura (@littlechmura) por las increíbles ilustraciones
del interior del libro y a Laura (@WcLasq) por las impresionantes guardas.
A Garrett y Henry, siempre, tantas veces como pueda decirlo, tan
intensamente como pueda.
Y, por último, a las comunidades de amantes de la lectura en las redes
sociales cuyo amor por estos libros me ha dado la oportunidad de mi vida. No
pienso desperdiciarla. Gracias por dejar que os contase una historia y espero
que hayáis disfrutado el viaje.
Olivie
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OLIVIE BLAKE es la autora best seller del New York Times de Los seis de
Atlas y Contigo en el éter. Bajo el nombre de Alexene Farol Follmuth es
autora también de la comedia romántica juvenil My Mechanical Romance.
Vive en Los Ángeles con su marido, su príncipe duende/hijo y un pitbull
rescatado.
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