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El Joven Moriarty y Los Misterios de Oxford

El joven Moriarty descubre una carta de su padre convocándolo a una reunión. En su camino se encuentra con su hermanastro observando a su hermana tocar el piano. Luego, en la reunión, su padre parece querer discutir una serie de incidentes que han impedido su matrimonio con la señora Woodward.

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El Joven Moriarty y Los Misterios de Oxford

El joven Moriarty descubre una carta de su padre convocándolo a una reunión. En su camino se encuentra con su hermanastro observando a su hermana tocar el piano. Luego, en la reunión, su padre parece querer discutir una serie de incidentes que han impedido su matrimonio con la señora Woodward.

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MISTERIO

TORRE AMARILLA
Amarilla
El joven Moriarty

Amarilla
El joven Moriarty y los misterios de
TORRE

TORRE
y los misterios de
Oxford Oxford
A partir de los 11 años

Cuentos para pensar


El joven Moriarty y los misterios de Oxford Sofía Rhei
Sofía Rhei
Sofía Rhei
Ilustraciones Alfonso Rodríguez Barrera
Ilustraciones
Alfonso Rodríguez Barrera
Todos los lugares esconden
misterios, pero la ciudad de
Oxford, con sus museos secretos
y sus peculiares profesores, es
más abundante en enigmas que
casi cualquier otra.
James Moriarty tiende a meterse en líos con la
mínima excusa. Sin embargo, cuando se encuentra
con niñas que ven duendes, con estudiantes
tramposos, con el mazo de llaves que todo lo abre y
con sospechosos que utilizan el aire como arma... son
los líos los que llegan a él.
ISBN: 978-607-13-0821-4

mx.edicionesnorma.com 61087370
El joven Moriarty y
los misterios de Oxford
TORRE
El joven Moriarty y
los misterios de Oxford
Sofía Rhei
Ilustraciones
Alfonso Rodríguez Barrera

mx.edicionesnorma.com
863.7
R44
2019 Rhei, Sofía, 1978 - autor.
El joven Moriarty y los misterios de Oxford / Sofia Rhei ;
ilustraciones Alfonso Rodríguez Barrera. – México : Norma
ediciones, 2019.
184 páginas : ilustraciones. – (Colección. Torre Amarilla)

ISBN: 978-607-13-0821-4

1. Novela española – Siglo XXI. 2. Literatura española –


Siglo XXI. 3. Literatura infantil – Siglo XXI. I. Rodríguez Barrera,
Alfonso, ilustrador. II. t. III. Ser.

Primera edición en Fábulas de Albión, octubre de 2014


D.R. © Sofía González Calvo 2017.
D.R. © Educactiva, S. A. S. 2017, Colombia

D.R. © 2017, Educa Inventia, S.A. de C.V.


Av. Río Mixcoac 274, piso 4°, colonia Acacias,
Delegación Benito Juárez, México,
Ciudad de México, C. P. 03240.

Reservados todos los derechos.


Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin permiso escrito de la editorial.

* El sello editorial “Norma”, está licenciado por Carvajal,


S.A. de C.V., a favor de Educa Inventia, S.A. de C.V.

Edición: Jael Stella Gómez P.


Corrección: Grace Burbano
Ilustraciones: Alfonso Rodríguez Barrera
Diagramación: Alejandra Sierra / Sergio Salto

Primera edición México: enero 2019


Tercera reimpresión: agosto 2020

Impreso en México – Printed in Mexico

SAP: 61087370
ISBN: 978-607-13-0821-4
Para Helena Vaquerizo
Contenido
1.  11
2.  23
3.  33
4.  45
5.  53
6.  65
7.  75
8.  85
9.  95
10.  105
11.  117
12.  129
13.  139
14.  145
15.  157
16.  167
Notas victorianas.  179
Agradecimientos.  181
1.

L as tenía ocultas en el bosque, detrás de un espe-


so grupo de arbustos que llevaba años cultivando
para que me sirviera de escondrijo. Según mis cál-
culos, ya debía de haber más de diez mil.
La caja me la había hecho un carpintero del pue-
blo, al que había pagado con toda la generosidad
que se espera de aquellos que tienen secretos que
guardar. Me había informado detalladamente de las
características que tenía que tener el criadero. Los
primeros ejemplares llegaron como polizones en
una de las cajas de regalos del tío Theodosius, pro-
cedentes de América. Eran tres o cuatro, tan largas
como mi dedo meñique, sin contar las antenas, y
de un precioso marrón translúcido y acaramelado.
Me acerqué a la gran caja, y abrí el comparti-
mento con una rejilla. Al entrar la luz, todos esos

11
millares de cucarachas se movieron a la vez, ner-
viosas, como si fueran petróleo enfadado. Sentí
cierto orgullo al ver que la colonia había prospe-
rado con tanta eficacia, y eché por la rejilla la mez-
cla de harina, azúcar y desechos de cocina con la
que las estaba alimentando. Para aquella pequeña
ciudad de insectos, yo era algo así como un dios.
Así es como uno suele sentirse cuando prepara una
plaga de dimensiones bíblicas.
Regresé a casa de un humor excelente, y me diri-
gí al laboratorio para continuar mis experimentos
sobre sulfuro de azufre. Debido a su característica
pestilencia, que era precisamente el motivo de mi
interés por esta sustancia, tenía que realizar estas
prácticas con un especial cuidado para no ser des-
cubierto.
Pero en el laboratorio me encontré una carta de
mi padre. Llevaba mi nombre escrito con su letra.
La abrí, con impaciencia, y encontré una nota en la
que me convocaba a su despacho a una hora preci-
sa. Y ya llegaba tarde.
Aquello era algo de lo más inusual. Mi padre
nunca deseaba hablar específicamente conmigo,
y mucho menos me lo comunicaba por escrito.
Aunque yo ya intuía por dónde podrían ir los tiros
después del reciente anuncio, en realidad estaba bas-
tante sorprendido por el procedimiento. Como buen
jugador de ajedrez, hice todo el trayecto calculando
qué podría decirme, y previendo las que serían mis
respuestas.

12
Pasé por la habitación del piano, y vi a mi herma-
nastro James de pie junto a Arabella (mi hermana,
no la pianista que quiere pescar a mi padre, ni la
doda, que vive en Oxford. La caracol gigante des-
cansa en paz después de una próspera vida dedica-
da a alterar el sueño de numerosos habitantes del
pueblo). En este caso, el que tenía aspecto de babosa
era el larguirucho James, o Games, como yo prefería
llamarlo por su afición a hacer triquiñuelas de llo-
rica y trucos manipuladores de niño pequeño. Ga-
mes observaba arrobado a mi hermana, que estaba
ejecutando una pieza moderna de esas que te ponen
los nervios de punta, de esas en las que en vez
de tocar se golpean las teclas como si fueran un yun-
que de herrero, pero él la miraba como si de sus de-
dos brotaran melodías celestiales. El muy patán no
hacía ningún esfuerzo por disimular lo colgado que
estaba de mi malvada hermana mayor, y teniendo en
cuenta que pronto sería también su hermano, aquello
era tres veces repugnante y doce veces patético.
Yo estaba particularmente furioso con Arabella
porque había conseguido, a base de todo tipo de
artimañas, que nuestro padre le regalara a «Re-
lámpago», el más veloz de los caballos de nuestra
cuadra. Sin embargo, los años me habían enseñado
que la venganza era mucho mejor cuando se dejaba
cocer a fuego lento.
Cuando mi hermana dejara de esperar mi con-
traataque, este surtiría mucho más efecto y, por lo
tanto, resultaría más satisfactorio.

13
Mi padre me recibió con actitud solemne, al
menos estábamos a solas. La señora Woodward
parece haberse convertido en su sombra última-
mente, como si temiera que pudiéramos decirle a
nuestro padre cosas en su contra. Ya había empe-
zado a conocernos.
—Toma asiento, James. Supongo que ya te ima-
ginas el motivo por el que te he pedido que vinieras
—dijo mi padre.
Yo levanté las cejas, como había observado que
hacían las personas genuinamente sorprendidas
por una acusación cuando son inocentes.
—La verdad es que no tengo ni idea de qué se
trata —le respondí.

14
Mi padre suspiró, y abrió un cuaderno, en el que
entreví una ordenada lista de frases impecable-
mente caligrafiadas. En esta familia somos muy de
libretas y de hacernos listas de cosas.
—De acuerdo. Vayamos una por una. La primera
vez que intenté casarme con la señora Woodward,
el sacerdote se indispuso de gravedad exactamente
en el momento de la ceremonia, con lo que no dio
tiempo de llamar a otro.

15
—Creo que el pobre sufrió una fuerte diarrea.
Sucede hasta en las mejores familias. A lo mejor le
dio demasiado al vino de la Toscana que compraste
para la ceremonia…
Mi padre continuó hablando, imperturbable.
—La segunda fecha prevista para la boda tuvo
que cancelarse debido a que la señora Woodward
experimentó un intenso ataque de angustia debido
a la supuesta aparición de un fantasma.
—No debería leer tantos libros de Margaret Oli-
phant. Dicen que dan pesadillas.
Mi padre suspiró.
—El día anterior a la tercera fecha prevista para
la ceremonia, toda la comida fue devorada por una
misteriosa plaga de ratas, que aparecieron de re-
pente, venidas de quién sabe dónde.
—Según el profesor Darwin se trata de animales
inteligentísimos. La comida de la señora Goosey
es demasiado deliciosa y seguramente puede olfa-
tearse a millas y millas de…
—La cuarta vez, tu futuro hermanastro James
contrajo la fiebre amarilla. La fiebre amarilla, James.
Una enfermedad africana en la campiña inglesa.
—Con tantos paquetes del tío Theodosius y tan-
tas plantas raras que te mandan de todo el mundo
para los estudios farmacológicos, lo extraño es que
no tengamos más enfermedades raras de esas. De-
berías plantearte hacer una habitación de cuaren-
tena. A veces me parece poco responsable que no
la hayas construido ya, padre.

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Esto no le gustó a mi progenitor, que abandonó
su tono tranquilo para decirme, al borde de perder
la compostura:
—Hijo, la fiebre amarilla es una enfermedad que
puede resultar mortal, y que además es infecciosa.
Si alguien hubiera contagiado deliberadamente a
tu futuro hermanastro habría cometido el delito de
intento de asesinato, y una enorme imprudencia,
ya que su propia vida y la de todos sus familiares
podría haber estado en peligro.
—Querido padre, cualquier persona del entorno
del mejor médico investigador farmacéutico de In-
glaterra sabría lo sencillo que para este resultaría
curar de semejante dolencia a su futuro hijastro. Tu
diagnóstico fue tan temprano y tus cuidados tan
eficientes que no tardó ni una semana en recupe-
rarse.
Se tranquilizó un poco. Tengo comprobado que
siempre funciona decirles a las personas que son
las mejores en algo.
—La quinta vez que intentamos casarnos, al
sacerdote se le incendió el pelo en medio de la
ceremonia, y huyó despavorido. A partir de en-
tonces, llamamos siempre a tres sacerdotes para
evitar imprevistos. La sexta tentativa fue cance-
lada por una irrupción de hurones hambrientos
que mordieron a varios invitados.
—Al coronel Lancaster le mordieron hasta en la
pierna de madera. Pobres animalillos, me pregunto
qué granjero desalmado pudo ser capaz de descui-

17
dar tanto su alimentación. Hay gente que no mere-
ce tener animales a su cargo.
Mi padre cerró los ojos y contó mentalmente
hasta diez, como suele hacer cuando necesita tran-
quilizarse.
—En la octava ceremonia se incendió la iglesia.
—Ya sabes que yo estaba en Brighton pasando
unos días, a petición de la señora Woodward. El ta-
baco es un vicio despreciable. Tienes demasiados
amigos fumadores, padre.
—Es cierto que todos estos desgraciados acci-
dentes podrían haberse debido al azar. Sin embar-
go, James, ¿podrías explicarme cómo es posible
que la novena vez que intenté casarme con la seño-
ra Woodward la iglesia se inundara de agua de pan-
tano con sanguijuelas incluidas? Y no me vuelvas a
decir que tú estabas en York en ese momento…
—Muy sencillo —empecé a decir—. Las lluvias
torrenciales de la semana precedente se habían
acumulado en el lóbrego falso techo de esa capilla
en mal estado. Y de todos es sabido que…
Mi padre giró la cabeza y se puso a mirar por la
ventana. Parecía muy triste y cansado.
—La situación se está haciendo imposible. Ja-
mes, ya tienes catorce años. Dentro de poco serás
un hombre.
Yo estaba preparado para negar cualquier po-
sible acusación, y desviar todos y cada uno de los
nueve delitos mencionados a su correspondiente
responsable ficticio, tal y como había sido planea-

18
do desde un principio. En los dos últimos casos,
la responsabilidad sería asumida por mi cómpli-
ce, George, el hijo de los lecheros del pueblo, tal
y como había sido pactado en el correspondiente
contrato. Pero mi padre no me acusó de nada.
—No es fácil ser adulto, ¿sabes? Hay muchas res-
ponsabilidades. Muchas cosas que dependen de
uno. Cuando yo tenía tu edad solo pensaba en pa-
sármelo bien… —al decir esto se quedó mirándome
fijamente—. Pero tú no eres así, ¿verdad? Por mucho
que digan que nos parecemos en el aspecto físico, en
realidad somos… diferentes.
Me pasé la mano por el cabello, que siempre me
empeñaba en peinar exactamente al contrario que
él. Mi padre ordenaba su cabello hacia la derecha, el
lado del orden, y yo forzaba el mío para que se incli-
nara hacia el lado opuesto.
—Me gustaría pedirte —siguió diciendo, con el
aspecto de estar realizando un gran esfuerzo de
contención— que no intervinieras en la próxima ce-
remonia. Tengo mis razones para querer casarme,
y me gustaría dejar de perder una pequeña fortuna
cada vez que lo intento. No voy a castigarte por nin-
guna de las fechorías anteriores, aunque todos sabe-
mos que fuiste tú quien preparó todas y cada una de
ellas. ¿Tienes alguna sugerencia que hacer?
Lo pensé durante unos segundos. Lo cierto era
que esta petición me había pillado por sorpresa. No
pensaba que mi padre iba a escoger precisamente
el día de hoy para empezar a tratarme como a un

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