0% encontró este documento útil (0 votos)
55 vistas24 páginas

Transicion Desde La Delincuencia Juvenil A La Delincuencia Adulta Thornberry Et Al

Este documento describe diferentes teorías sobre las transiciones entre la delincuencia juvenil y la delincuencia adulta. Identifica tres patrones de comportamiento delictivo durante esta transición: persistencia de altas tasas de criminalidad, disminución de la actividad delictiva, e inicio tardío del delito. Luego explica teorías estáticas, dinámicas, psicosociales y biopsicosociales para comprender estas trayectorias.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
55 vistas24 páginas

Transicion Desde La Delincuencia Juvenil A La Delincuencia Adulta Thornberry Et Al

Este documento describe diferentes teorías sobre las transiciones entre la delincuencia juvenil y la delincuencia adulta. Identifica tres patrones de comportamiento delictivo durante esta transición: persistencia de altas tasas de criminalidad, disminución de la actividad delictiva, e inicio tardío del delito. Luego explica teorías estáticas, dinámicas, psicosociales y biopsicosociales para comprender estas trayectorias.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 24

TRANSICIÓN DESDE LA DELINCUENCIA JUVENIL A LA DELINCUENCIA ADULTA

EXPLICACIONES TEÓRICAS DE LAS TRANSICIONES DELICTIVAS

Terence P. Thornberry, Peggy C. Giordano, Christopher Uggen, Mauri Matsuda, Ann S. Masten, Erik Bulten, Andrea G.
Donker, David Petechuk & Santiago Redondo

La transición desde la adolescencia a la edad adulta es una de las etapas más importantes del curso de la vida. Rindfuss ,
Swicegood y Rosenfeld (1987) se han referido a ella como un período "demográficamente denso", debido a que
comporta transformaciones en las principales trayectorias vitales, incluyendo los ámbitos de la educación, el trabajo, la
residencia, la formación de una familia y la paternidad.

El momento en que se producen dichas transiciones, y el éxito de las mismas, tienen importantes consecuencias para el
desarrollo a largo plazo tanto de la persona como de su familia (Elder, 1997).

La transición entre de la adolescencia y la edad adulta también se ha descrito como una ventana de oportunidades
favorables, o contrariamente de vulnerabilidad, cuando los cambios en el desarrollo individual y en el contexto del
sujeto convergen para apoyar orientaciones sociales positivas, o bien posibles re-direccionamientos antisociales
(Masten, Long, Kuo, McCormick, y Desjardins, 2009; Masten, Obradovic, y Burt, 2006).

Los años de transición vital juventud-adultez constituyen asimismo una especie de encrucijada criminogénica, en la
medida en que los principales cambios en las carreras criminales se producen a menudo en esas edades.

Algunos jóvenes que comenzaron sus carreras delictivas en la adolescencia continúan e intensifican su actividad
criminal; otros reducen su participación en el delito; e incluso otros solo comienzan a cometer delitos graves justamente
a esas edades.

Es decir, durante la transición desde la adolescencia a la edad adulta, emergen fundamentalmente tres patrones o
formatos de conducta delictiva:

 Uno de ellos muestra un aumento de la delincuencia en la adolescencia y una persistencia de altas tasas de
criminalidad en la edad adulta.

 Un segundo patrón delictivo refleja el formato estándar de la curva general de edad del delito, en el sentido de
que la actividad infractora aumenta en la adolescencia, disminuyendo pronto, durante los años de transición
juventud-edad adulta.

 Y un tercer formato de actividad criminal, menos conocido, de inicio tardío en el delito, en relación con la curva
más típica de la delincuencia.

Un reto importante de las teorías criminológicas del desarrollo, y generales, debería ser dilucidar y comprender las
diferencias existentes entre las tres trayectorias delictivas mencionadas.

Y, en efecto, distintas perspectivas teóricas han intentado explicar los diferentes patrones de comportamiento delictivo
que tienen lugar a largo de la vida y, sobre todo, durante la transición entre la adolescencia y la edad adulta, siendo las
principales las siguientes:

1) Modelos estáticos o relativos a la heterogeneidad poblacional,


2) Modelos dinámicos o de estado de dependencia contextual,
3) Teorías psicosociales,
4) Perspectivas psicopatológicas, y
5) Modelo biopsicosocial.
1. Teorías estáticas o relativas a la heterogeneidad de la población

1.1.Modelos estáticos

Los modelos estáticos, o de heterogeneidad de la población, interpretan el desarrollo humano "como un proceso de
cambio madurativo", en el que la conducta, incluida también la delictiva, surgiría en una secuencia típica dependiente
de la edad, por lo que los patrones de cambio de comportamiento se desarrollarían aproximadamente a las mismas
edades para todos los individuos (Dannefer, 1984).

Hay tres aspectos definitorios de las teorías estáticas del comportamiento delictivo:

1) En primer lugar, la consideración de que los elementos causales principales de la conducta delictiva y de sus
cambios a lo largo del tiempo, esencialmente dependerían de las características y aptitudes individuales, las
cuales se establecerían relativamente pronto en el curso de la vida.

2) En segundo lugar, estas características personales originarias producirían una relativa estabilidad del
comportamiento de cada individuo a lo largo del tiempo. Como resultado de ello, es lógico esperar que los
individuos mantengan una misma o parecida posición a lo largo de su vida, con respecto a sus niveles de
actividad delictiva, en relación a otros individuos.

3) En tercer lugar, se considera que el cambio en los niveles absolutos de conducta delictiva sería esencialmente el
resultado de la evolución madurativa individual, es decir, de las transformaciones y ajustes típicos en el
comportamiento, que ocurren naturalmente como resultado del crecimiento y la maduración personales.

Una formulación teórica clásica, de cariz estático, fue la teoría de la personalidad de Eysenck, que dio lugar a múltiples
investigaciones dirigidas a analizar las semejanzas y diferencias existentes en la personalidad de los delincuentes y de los
no delincuentes.

En un estudio realizado en España, Rebollo, Herrero y Colom (2002) compararon los perfiles de personalidad de un
grupo de 299 delincuentes encarcelados y otro de 322 sujetos no delincuentes. Según los autores, un alto psicoticismo
contribuiría a explicar la conducta delictiva, tanto en hombres como en mujeres, en mayor grado que la propia variable
sexo.

También el modelo de conducta antisocial de Likken se fundamentó en aspectos del temperamento individual y,
parcialmente, en el proceso de socialización.

Más modernamente, Gottfredson y Hirschi (1990) consideraron, en su teoría del autocontrol, que la propensión
delictiva sería esencialmente producto del bajo autocontrol de la persona, el cual debería haberse establecido ya
alrededor de los 8 años (Hirschi y Gottfredson, 2001).

Los autores valoran que la propensión delictiva que dimana del bajo autocontrol es "estable a lo largo de la vida, sin
que sea fundamentalmente afectada por los acontecimientos que ocurren posteriormente" (Warr, 2002, p. 99).

Los jóvenes que han experimentado una crianza efectiva en edades tempranas, y que tienen buenas relaciones con sus
padres, propenderán a mostrar altos niveles de autocontrol y, en consecuencia, tasas relativamente bajas de conducta
delictiva a todas las edades.

Por el contrario, aquellos jóvenes que han tenido una crianza familiar inapropiada, y mantienen relaciones frágiles con
sus padres, no adquirirán los adecuados niveles de autocontrol, y, por ello, mostrarán mayor proclividad a la
delincuencia en todas las edades.

Gottfredson y Hirschi (1990) definieron y valoraron la crianza y la socialización familiar de una manera amplia y global,
considerando que éstas deberían contribuir en el común de los casos a generar y consolidar el autocontrol en cada
individuo.
No obstante, en el marco de los análisis de factores de riesgo, algunos resultados específicos apuntan a que ciertos
factores estructurales en la familia podrían condicionar la calidad y eficacia del proceso de socialización familiar. Uno de
estos elementos podría ser el orden de nacimiento de los hijos.

En concreto, algunos estudios han apuntado al hecho de que los hijos primogénitos mostrarían en general menos
conductas delictivas.

Sobre la base de esta hipótesis, Bègue y Roché (2005) analizaron, en una muestra de jóvenes franceses, las posibles
diferencias que podían darse en el control parental de los hijos en función del orden de nacimiento de los mismos.

Los resultados de este estudio fueron coherentes con previos resultados a este respecto, en el sentido de que el orden
de nacimiento de los hijos parecía modular cómo se ejercía el control parental sobre ellos.

Específicamente, el control parental aplicado con cada hijo decrecía en función del número de hijos, pero en todo caso
los primogénitos solían recibir mayor supervisión de los padres que los hermanos que ocupaban una posición de
nacimiento intermedia.

Y, en efecto, los jóvenes primogénitos informaban haber cometido, con carácter general, un menor número de
infracciones y delitos, tanto leves como graves.

Sin embargo, en relación con la delincuencia grave, el efecto del orden de nacimiento de los hermanos se diluía, una vez
que se controlaba la influencia de las variables “número de hermanos” y “supervisión parental”.

El “sexo” de los hijos también resultó ser un factor significativo a efectos de la intensidad del control paterno, siendo en
general las chicas más controladas por los padres que los varones.

1.2.Teorías tipológicas

Las teorías tipológicas, por su parte, identifican dos grandes grupos de delincuentes:

A) los de inicio temprano (Patterson, Capaldi y Bank, 1991) o delincuentes persistentes a lo largo del curso de la
vida (Moffitt, 1993), y

B) Los de inicio tardío (Patterson et al., 1991) o con una actividad delictiva limitada a la adolescencia (Moffitt,
1993).

El grupo de persistentes, que suele ser relativamente pequeño, tiende a tener un inicio infractor y antisocial ya desde la
propia infancia.

De acuerdo con Patterson y sus colegas, este inicio precoz sería generalmente el resultado de un estilo de crianza
familiar manifiestamente ineficaz, generalmente basado en el mero control punitivo.

En la teoría de Moffitt, el inicio temprano en el delito se debería principalmente a la interacción entre déficits
individuales, y en especial neuropsicológicos, y estilos de crianza familiar inapropiados.

Ambas perspectivas, la de Patterson y la de Moffitt, coinciden en que los problemas tempranos serían la base de la
continuidad delictiva a lo largo del ciclo vital. Por el contrario, el inicio delictivo tardío tendría su origen en los años de la
adolescencia, y las carreras delictivas subsiguientes tenderían a ser relativamente cortas.

Para este último grupo, de comienzo delictivo retardado, las dos perspectivas mencionadas explican la participación de
los sujetos en el delito a partir de los retos y dificultades que a menudo se asocian al desarrollo de los adolescentes -
como la posible vinculación con compañeros delincuentes, el eventual fracaso escolar, y los retos y dificultades de
adaptación que puede comportar la entrada en la madurez, en que el individuo puede carecer de las capacidades y
posibilidad necesarias para satisfacer las necesidades de la vida adulta.
Es decir, la discrepancia que suelen experimentar los adolescentes y jóvenes entre lo que desean tener y disfrutar
(interacciones sexuales, dinero, coches, viajes, etc.) y aquello que realmente pueden lograr, que suele ser bastante
menos de lo que querrían.

Con respecto a la persistencia delictiva, de acuerdo con la teoría de Gottfredson y Hirschi (1990), de cariz estático, se
esperaría que las personas con bajos niveles de autocontrol mostraran relativamente altas tasas de delincuencia en
todas las edades.

Es decir, los problemas derivados de la falta de autocontrol producirían altos niveles de conducta infractora durante la
adolescencia y, después, el mismo bajo autocontrol, que se considera estable a lo largo del curso de la vida, aumentaría
la probabilidad de seguir delinquiendo en la edad adulta.

En contraste, las teorías tipológicas ofrecen una explicación de la continuidad delictiva algo diferente.

Por ejemplo, el modelo de Moffitt considera que la persistencia es causada por dos procesos generales del desarrollo
de los individuos:

1) El primero, firme estabilidad de los factores personales que suelen estar en el origen de la conducta infractora
infantil, "como puedan ser un alto nivel de actividad, irritabilidad, falta de autocontrol, y una baja capacidad
cognitiva" (Moffitt, 1993). En la medida en que estos déficits individuales permanecen, la consecuencia
inmediata es una elevada persistencia delictiva.

2) El segundo proceso asociado a la persistencia sería la acumulación creciente de todas aquellas consecuencias y
problemas a que suele dar lugar la conducta antisocial temprana, tales como aislamiento del sujeto en grupos
de pares delincuentes y fracaso escolar; y, posteriormente, las dificultades que estas consecuencias negativas
comportan para una transición normalizada del individuo hacia los roles sociales adultos, debido al hecho de no
haber finalizado la escuela, una posible paternidad adolescente, desempleo, etc. Es decir, los problemas que
van a derivarse para el sujeto, como resultado de su conducta delictiva precoz, pueden hacer que luego le
resulte más difícil escapar de la actividad delictiva, y, en consecuencia, se afiance e incremente su persistencia
criminal.

No obstante, a pesar de que existen algunas diferencias entre las explicaciones de la persistencia delictiva que dan la
teoría de auto-control y las teorías tipológicas, ambas interpretaciones coinciden en que la continuidad en el delito se
asociaría casi exclusivamente a un inicio delictivo temprano.

Es decir, aquellos sujetos que comienzan a delinquir a edades muy jóvenes, sobre todo durante la infancia, tendrían
mayor probabilidad de mantener niveles relativamente altos de delincuencia durante la transición adolescencia-edad
adulta-madurez.

En las teorías tipológicas, se considera que el desistimiento del delito tendría lugar principalmente, no en el grupo de
delincuentes persistentes, sino en el otro grupo de infractores, numéricamente mayor, denominado delincuentes
limitados a la adolescencia.

La participación delictiva de estos sujetos suele comenzar durante la adolescencia temprana, y lo más probable es que
abandonen la comisión de delitos al principio de la edad adulta.

Para Moffitt, la actividad delictiva de este grupo sería, en gran parte medida, el resultado de la discrepancia temporal,
que tiene lugar en las sociedades industriales avanzadas, entre el advenimiento más temprano de la maduración física
y sexual y, por el contrario, la arribada más tardía a la madurez social, o a los roles y privilegios sociales adultos.

Dado que los adolescentes tienen que afrontar y revolver esta divergencia entre maduración física e inmadurez social,
durante esa etapa incierta pueden ser más vulnerables a las influencias criminogénicas e infractoras que pueden
ejercer sobre ellos amigos y compañeros.
Sin embargo, a medida que los individuos crecen y maduran socialmente, va disminuyendo la frustración asociada a tal
discrepancia biológico-social, ya que pueden cada vez más alcanzar sus objetivos sociales de manera legítima, lo que
hace que se reduzca considerablemente la motivación antisocial y se haga más probable el desistimiento de las posible
conductas infractoras precoces.

A ello contribuye también el hecho de que los jóvenes (incluidos los que han cometido delitos), a medida que cumplen
años, van siendo cada vez más aptos y capaces para efectuar transiciones exitosas hacia los roles sociales adultos,
como tener un empleo, una relación de pareja satisfactoria, o una vida familiar independiente.

Por otro lado, para Gottfredson y Hirschi, el desistimiento delictivo sería esencialmente el resultado del proceso de
maduración personal, es decir del "cambio en el comportamiento que se deriva de la propia maduración" (Gottfredson y
Hirschi, 1990).

Glueck y Glueck efectuaron una interpretación similar, señalando que "el proceso biológico de la maduración es el
factor principal en los cambios de comportamiento de los delincuentes" (1940, p. 104).

La edad de inicio en el delito y las características tempranas del individuo, que se asocian con tal inicio delictivo, serían
los factores clave susceptibles de predecir el desistimiento.

Los jóvenes con bajo autocontrol, de acuerdo con la tesis esencial de la teoría de Gottfredson y Hirschi, comienzan a
delinquir tempranamente y tienen dificultades para escapar a las tentaciones de la delincuencia.

En cambio, los jóvenes con un alto nivel de autocontrol que llegan a cometer delitos, se inician en la delincuencia más
tardíamente y dejan de delinquir antes. Si se combinan los hechos de que:

 En primer lugar, no suele producirse regresión o degeneración desde un nivel alto de autocontrol a uno bajo,
con el hecho,

 En segundo término, de que la socialización de los jóvenes continúa a lo largo de la vida,

 El resultado esperable es que, a mayor edad, existirá una menor proporción de delincuentes potenciales"
(Gottfredson y Hirschi, 1990).

Según Gottfredson y Hirschi (1990), las variables más importantes del desarrollo vital (analizadas en los estudios
longitudinales), tales como la asociación con amigos delincuentes, la pertenencia a pandillas juveniles, y, en edades
posteriores, el matrimonio y el empleo, no tendrían ningún impacto relevante sobre la posibilidad o el momento del
desistimiento delictivo, sino que, en su opinión, las relaciones entre estas variables y el desistimiento serían
completamente espurias o engañosas.

Ni las teorías estáticas ni las teorías tipológicas del delito pueden predecir una proporción significativa de casos de inicio
tardío en la actividad criminal, sino que desde estas perspectivas, como han comentado Moffitt, Caspi, Rutter, y Silva
(2001), el inicio de la conducta antisocial después de la adolescencia sería algo muy infrecuente.

La rareza o atipicidad de inicio infractor tardío es también la idea implícita en la teoría del autocontrol de Gottfredson y
Hirschi (1990).

Según este planteamiento, si los delincuentes se iniciaran en la delincuencia a edades inusualmente tardías, ello solo
podría deberse o bien a que sus altos niveles de autocontrol hubieran impedido realmente su participación en la
delincuencia adolescente, o bien a que dicho elevado autocontrol pudiera haber hecho que, una vez que comenzaron a
delinquir, dejaran rápidamente de hacerlo.

Por todo lo cual es muy poco probable, según Gottfredson y Hirschi, que una carrera delictiva persistente comience en
etapas vitales tardías.
2. Teorías dinámicas

Los modelos explicativos dinámicos, o del desarrollo de los individuos a lo largo del ciclo vital, adoptan un enfoque
preferentemente socio-genético.

Desde esta perspectiva, el comportamiento se interpreta, no como algo preestablecido a partir de la dotación e
individualidad de cada sujeto, sino que se destaca "el carácter ‘abierto’ e ‘inacabado’ de cada organismo humano en
relación con su medio ambiente" (Dannefer, 1984, p. 107).

Además, se considera que esta plasticidad de las personas persistiría durante toda la vida.

Aun así, en este marco, las teorías del desarrollo y del ciclo vital ponen énfasis también en las diferencias individuales y
la crianza infantil temprana a la hora de explicar la conducta delictiva.

Con todo, su explicación principal de la delincuencia posterior se sustenta en los cambios operados a lo largo del curso
de la vida en el entorno social del individuo.

2.1.Persistencia delictiva

Se han identificado tres procesos generales de desarrollo que podrían influir sobre la persistencia delictiva durante los
años de transición adolescencia-vida adulta:

A. El primero tendría que ver con la propia estabilidad de los factores causales que suelen contribuir al inicio en la
conducta delictiva.

Es decir, podrían estar vinculados tanto al comienzo como al mantenimiento de las carreras delictivas, según se
vio, diversos rasgos temperamentales negativos (alta impulsividad, búsqueda de sensaciones, etc.), los estilos
ineficaces de crianza paterna, la pobreza y las desventajas estructurales a que el individuo se ve expuesto, y el
fracaso escolar (Catalano y Hawkins, 1996; Thornberry y Krohn, 2005).

Cada uno de estos atributos personales y factores sociales tiende a mostrar cierta estabilidad a lo largo del
tiempo.

Es notoria la permanencia que es inherente a ciertas variables del carácter y la personalidad humana, como la
impulsividad, la extraversión, la dureza emocional, etc.

Pero también, en términos decididamente sociales, suele ser difícil, para aquellas familias que sufren niveles
extremos de pobreza y de adversidades estructurales, escapar de ellas, de forma que el desarrollo de los
adolescentes criados en tales familias también se vería expuesto de forma continuada a mayores riesgos
ambientales.

Del mismo modo, los estilos de crianza familiar ineficaces también propenden a perpetuarse en el tiempo,
mostrándose de modo parecido tanto en la infancia como en la adolescencia de los individuos (Patterson, Reid,
y Dishion, 1992), lo que suele trasladarse a unas relaciones hostiles y frágiles entre padres e hijos durante los
años de transición entre la adolescencia y el inicio de la vida adulta.

La carencia de un firme apoyo social y emocional por parte de los padres, pone a los hijos en mayor riesgo de
que puedan cometer algunos delitos iniciales, y de que, una vez que la conducta delictiva ha comenzado,
puedan persistir en ella.

B. El segundo proceso del desarrollo individual relevante para explicar la participación delictiva, a que ya se ha
hecho previa mención en el marco de las teorías estáticas, tiene que ver con las consecuencias negativas a largo
plazo que podría tener para el sujeto el hecho de haber tenido una implicación delictiva temprana.
Las teorías dinámicas presuponen que una participación delictiva precoz, particularmente si es prolongada y
grave, pueden interrumpir el desarrollo vital posterior.

Por ejemplo, la teoría interaccional de Thornberry (1987) considera que la conducta delictiva juvenil estaría
inserta en un sistema de relaciones y efectos causales que se refuerzan y promueven unos a otros.

La conducta delictiva, por ejemplo, debilitaría los lazos del individuo con las personas e instituciones
convencionales (es decir, no delictivas), aumentaría su participación subsiguiente en redes de amigos
delincuentes y pandillas callejeras, y fortalecería sus sistemas de creencias prodelictivas (véase también Akers,
1998).

De este modo, como resultado de la confluencia de todos estos procesos interrelacionados, aquellos individuos
en quienes se han debilitado los vínculos prosociales, y se hallan inmersos en redes y comportamientos
delictivos, tenderían a mostrar altos niveles de persistencia infractora.

También Hirschi (1969) había sugerido, en su previa teoría de los vínculos sociales, un proceso criminogénico
parecido al anterior, aduciendo que los jóvenes comenzaban a delinquir cuando se rompían sus apegos
emocionales convencionales con los padres, la escuela, los amigos, etc.

Ozbay y Ziya Özcan (2006) evaluaron la teoría de los vínculos sociales de Hirschi. En consonancia con las
propuestas de la teoría de los vínculos sociales de Hirschi, los resultados indicaron que la “ruptura del apego” a
los profesores, la supervisión familiar, el compromiso escolar, y la inexistencia de “creencias y valores
convencionales”, resultaron factores clave a la hora de explicar las diversas manifestaciones de la conducta
antisocial de estos jóvenes.

También se asociaron a un mayor comportamiento criminal otras variables de riesgo, relevantes en otras
concepciones criminológicas, como bajos ingresos familiares, tener amigos delincuentes, y poseer definiciones
favorables al delito. Por el contrario, los factores “tener mayor edad” y “percibir la inexistencia de
oportunidades favorables” se asociaron a una menor probabilidad de delito.

Las teorías del desarrollo y del curso vital, por su parte, también hacen hincapié en el impacto que, sobre las
transiciones y trayectorias posteriores del individuo, podría tener el hecho de haberse implicado
tempranamente en la delincuencia.

La participación delictiva precoz interrumpiría en muchos casos la finalización exitosa de los procesos y retos
principales del desarrollo adolescente. Es decir, los jóvenes delincuentes pueden llegar a ser ignorados y
excluidos por los padres y la familia, fracasar en la escuela, inmiscuirse en grupos de compañeros delincuentes,
factores todos que hacen más probables las transiciones desordenadas y fallidas hacia los roles adultos.

Recíprocamente, el fracaso para efectuar una transición eficaz entre la adolescencia y los futuros roles adultos,
disminuiría las posibilidades del sujeto para adquirir capital humano (competencias, conocimientos,
fortalecimiento de la personalidad) y capital social (conexiones dentro y entre redes sociales), aumentando
con ello su probabilidad de persistir en el delito.

C. Desde los planteamientos de las teorías dinámicas, un tercer proceso general de consolidación delictiva estaría
relacionado con el tránsito de los jóvenes por el sistema de justicia de menores (Bernburg y Krohn, 2003;
Paternoster y Iovanni, 1989; Sampson y Laub, 1997).

El etiquetado oficial por parte de la justicia (los antecedentes de detención e internamiento) aumentaría en
muchos casos el arraigo a redes prodelictivas, lo que contribuiría, más que al desistimiento, a la persistencia en
la conducta antisocial (Bernburg, Krohn, y Rivera, 2006).
Del mismo modo, este paso por la justicia incrementaría a veces la probabilidad de abandono escolar y la
precariedad e inestabilidad laboral futuras, factores ambos claramente asociados con una mayor persistencia
en el delito (Bernburg y Krohn, 2003).

En síntesis, según se ha visto, las teorías del desarrollo y del ciclo vital apuntarían a tres procesos principales
que podrían asociarse a la persistencia delictiva entre la adolescencia a la edad adulta:
a) la estabilidad de los déficits tempranos,
b) las consecuencias negativas de la participación delictiva sobre del desarrollo individual posterior, y
c) los efectos iatrogénicos del etiquetado oficial.

Según ello, la persistencia delictiva no sería esencialmente el producto de las características individuales
originarias, como sostienen las teorías estáticas.

En las teorías dinámicas, la persistencia sería principalmente el resultado de procesos de desarrollo más
próximos, muchos de los cuales fueron activados, eso sí, debido a problemas en el desarrollo precedente del
sujeto, incluida su participación delictiva temprana.

2.2.Desistimiento del delito

En estas mismas teorías dinámicas, el desistimiento del delito se explicaría en gran medida por:

a) El restablecimiento de los vínculos del individuo con la sociedad convencional (Sampson y Laub, 1993;
Thornberry, 1987), y

b) Por los cambios correspondientes que tienen lugar en las redes sociales del sujeto (Warr, 1998).

Es decir, el desistimiento delictivo, que no estaría predeterminado en función de la edad de inicio en el delito, se haría
más probable en la medida en que los factores causales que estuvieron en el origen de la conducta delictiva inicial "se
hicieran menos numerosos, menos intensos, y menos entrelazados" (Thornberry y Krohn, 2005).

Aquellos delincuentes que incrementan su apego a personas convencionales y su compromiso con actividades pro-
sociales, como la escuela y el trabajo, tienen mayor probabilidad de escapar de una participación delictiva persistente:
"Una secuencia creciente de aceptación y de relaciones exitosas con personas convencionales puede dar lugar a vínculos
sociales más firmes, lo que puede, a su vez, disminuir la propensión delictiva individual" (Cohen y Vila, 1996).

Es decir, que una mejora de los apegos y apoyos prosociales podría resultar crítica para el abandono de la actividad
delictiva.

A este respecto, Jiménez, Musitu y Murgui (2005), analizaron, en una muestra de adolescentes españoles no
delincuentes, de 15 a 17 años, las relaciones existentes entre las características del sistema familiar, el apoyo social
percibido y la conducta delictiva de los jóvenes, con el objetivo de comprobar si el apoyo social percibido actuaba como
un agente mediador entre el estrés experimentado por el individuo y su posible desajuste psicosocial. Los resultados
obtenidos mostraron que las relaciones familiares, en función de su adecuación y calidad, podían tener dos efectos
opuestos:

a) Si eran buenas, actuaban potenciando las capacidades del individuo para desarrollar relaciones de apoyo dentro
y fuera de la familia;
b) Si eran problemáticas, disminuían dicha capacidad.

De modo específico, la presencia del padre en la familia, como figura de apoyo, operaba como factor de protección
proximal de la conducta delictiva del adolescente; opuestamente, los problemas de comunicación del joven con la
madre constituían un factor de riesgo distal, que ejercía una influencia indirecta, favorecedora de la conducta delictiva,
en la medida en que esta mala relación madre-hijo decrecía la percepción que el adolescente tenía de contar con
apoyo paterno.
Asimismo, Rodrigo, Máiquez, García, et al., (2004), analizaron, en una muestra española de 1.417 adolescentes de 13 a
17 años, de nivel socioeconómico bajo, la posible relación entre la conducta antisocial y la calidad de las relaciones
padres-hijos.

En primer lugar, los resultados mostraron diferentes estilos de vida de los jóvenes, en función de su edad y sus
características personales.

En general, los adolescentes de 13 años (con excepción de un pequeño sector de jóvenes pertenecientes a familias de
muy bajo nivel socioeconómico) evidenciaron pautas de conducta más saludables, buena socialización, y buenas
relaciones paterno-filiales.

Por el contrario, entre los chicos de 15 a 17 años, sobre todo en el caso de los varones, los estilos de vida juveniles
resultaban en general menos saludables, con consumo esporádico de tabaco y alcohol, relaciones sexuales no carentes
de riesgos, más problemas de adaptación al entorno escolar, y menor rendimiento académico.

Mientras que el mayor aislamiento social, la falta de supervisión parental, y las dificultades para resistir a la presión del
grupo de iguales, mostraron ser factores de riesgo para las precedentes conductas problemáticas, las relaciones
familiares positivas operaron como un factor de protección de primer orden, que podía minimizar las influencias sociales
adversas.

A este respecto, fueron especialmente relevantes la disponibilidad y relación del joven con su padre, la implicación de
éste en los asuntos del hijo, su capacidad de comunicación, y el grado de apoyo paterno que el joven percibía. En los
adolescentes de familias con menor nivel socioeconómico (asistidas por la Garantía Social) predominaron en mayor
grado los problemas de comunicación padres-hijos y el bajo apoyo percibido de estos últimos.

Algo semejante había puesto de relieve también Rabazo Méndez (1999), en un estudio con 350 jóvenes extremeños con
expedientes judiciales por delito. Los adolescentes que percibían que sus padres les brindaban un mayor apoyo
emocional mostraban una menor probabilidad de implicarse en actividades infractoras y delictivas.

Por el contrario, la percepción del uso familiar de una disciplina coercitiva y de la falta de apoyo se asociaban al
comportamiento antisocial.

Kiriakidis (2006) analizó, a partir de una muestra de 152 delincuentes juveniles griegos, de 16 a 21 años, la relación
existente entre la intención o propósito autoinformado de los jóvenes de volver o no a cometer delitos y dos
dimensiones claves de las prácticas parentales de crianza:

 El cuidado y
 La protección de los hijos.

Los resultados indicaron que la posible intencionalidad de los jóvenes de volver a delinquir, tuvo como predictores
principales los dos siguientes:

 las actitudes antisociales del individuo, y su percepción de baja detección y control de posibles conductas
delictivas futuras.
 Subsidiariamente, las variables parentales también contribuyeron a predecir la intencionalidad delictiva
manifestada por los jóvenes.

En particular, la sobreprotección de los hijos mostró ser una característica de ineficacia en la crianza familiar, al impedir
que los adolescentes pudieran enfrentarse por sí mismos a las demandas propias de su vida y edad, dificultando de ese
modo su desarrollo adecuado.

No obstante, el cuidado parental equilibrado jugaba un rol protector de la conducta delictiva, ya que aquellos jóvenes
que percibían a sus padres como más pendientes de ellos, tendían a valorar sus propias conductas infractoras de una
forma más negativa (lo que podría favorecer el que las evitaran en mayor grado).
También se encontró que la relación entre el cuidado paterno percibido por los hijos y las intenciones mostradas por
éstos de cometer nuevos delitos, eran moduladas por las expectativas de los sujetos sobre las consecuencias que podría
tener su reincidencia delictiva (beneficios y costes), y por el valor subjetivo atribuido por ellos a dichas consecuencias.

En este estudio, las mediciones basadas en las creencias de los individuos predijeron en mayor grado la variabilidad
observada en la intencionalidad de cometer nuevos delitos que las medidas de cariz directo.

Ello pone de relieve la importancia que en esta materia pueden tener las variables perceptivas y subjetivas. También el
mayor nivel educativo de los individuos puede constituir un factor de protección relevante.

En relación con ello, Rodríguez Díaz, Paíno y de la Villa Moral (2007) analizaron, mediante entrevistas personales, las
interacciones entre nivel de estudios, consumo de drogas, estado de salud, e historial delictivo de un conjunto de 87
presos. Todos los sujetos evaluados eran varones, con una edad media de 29 años. Como conclusión principal, los
autores consideran que la escolarización y el nivel educativo podrían operar como factores de protección tanto para la
conducta delictiva como para un inicio precoz en el consumo de drogas. Y, además, sugieren que la relación entre
conducta delictiva y drogodependencia podría estar modulada por el nivel educativo de los individuos.

En la teoría de Farrington, el desistimiento delictivo se relaciona con "cambios en las influencias de socialización
(decremento de la importancia de los amigos, y aumento de la relevancia de las parejas y de los hijos), y con
acontecimientos vitales como casarse, tener hijos, cambiar de casa y conseguir un trabajo estable " (Farrington, 2003,
p. 235).

La teoría del control social de Sampson y Laub (1993) hace hincapié en la importancia de los vínculos sociales adultos,
como los de una relación de pareja, a la hora de explicar el desistimiento delictivo que tiene lugar durante la transición
adolescencia-etapa adulta.

Parte de este efecto desistente sería directo: un matrimonio "de calidad" aumentaría el apego a los demás, lo que
incrementaría el control social y reduciría la delincuencia.

Sin embargo, otra parte de esta influencia sería indirecta: el matrimonio cambiaría la naturaleza de las actividades y
rutinas cotidianas (Horney, Osgood, y Marshall, 1995), reduciendo, por ejemplo, el tiempo que un individuo pueda pasar
en bares y con amigos delincuentes (Warr, 1998).

También en el Modelo del Triple Riesgo Delictivo (TRD), de Santiago Redondo, se efectúan algunas hipótesis y
propuestas sobre los procesos que estarían implicados en el desistimiento delictivo.

Según la lógica general del Modelo TRD, mientras que para el inicio y el mantenimiento de las carreras delictivas se
requeriría la confluencia acumulada en un individuo de Riesgos personales, Carencias prosociales y Oportunidades
delictivas, por encima de determinado límite de riesgo, el desistimiento del delito se haría más probable cuando el
producto {riesgo personal/carencia social/oportunidades delictivas} se reduce por debajo de dicho límite crítico.

El Modelo TRD sugiere procesos esencialmente simétricos para el inicio/mantenimiento de la actividad delictiva y para el
desistimiento del delito: mientras que la acumulación en un individuo de riesgos inter-fuentes, hasta sobrepasar cierto
límite crítico de riesgo global, haría más probable el comienzo y el mantenimiento de la actividad criminal, la dilución
de dichos riesgos promovería la desactivación de la conducta infractora.

Esta interpretación acerca de la existencia de un paralelismo inverso entre los mecanismos de inicio y desistimiento del
delito estaría próxima a la que se efectúa, en general, en el marco de las diversas perspectivas criminológicas del
desarrollo vital (Andrews y Bonta, 2010; Case y Haines, 2009; Soothill, Fitzpatrikc y Francis, 2009), de las que se han visto
los ejemplos de las teoría de Farrington (2003) y de Sampson y Laub (1993).
2.3.Inicio tardío

Thornberry y Krohn (2005) plantean la hipótesis de que los delincuentes de inicio tardío es poco probable que tengan
en sus antecedentes personales los múltiples factores causales que se asocian con el inicio delictivo temprano.

Sin embargo, los delincuentes de inicio tardío podrían contar con menos capital humano -por ejemplo, una menor
inteligencia y competencia académica, y menores habilidades sociales- que otros adolescentes (Nagin, Farrington, y
Moffitt, 1995).

Pese a estos déficits, en edades más tempranas los jóvenes podrían hallarse más protegidos de los efectos perniciosos
de tales carencias, debido a la existencia de unos sólidos lazos sociales.

En general, se ha considerado que los recursos y vínculos familiares proporcionarían a los individuos tanto control
como apoyo social para la regulación de su comportamiento (Mannheim, 1967).

Sin embargo, durante la edad adulta, las personas comienzan a salir de sus entornos más protectores, como el ambiente
familiar y el escolar, y a partir de entonces sus déficits de capital humano pueden constituir serios impedimentos para la
adquisición de un empleo adecuado y el establecimiento de relaciones de pareja estables.

Además, las dificultades experimentadas durante los años de transición juvenil-adulta, también pueden hacer a los
delincuentes de inicio tardío más vulnerables a la influencia de amigos antisociales y a las consecuencias negativas del
consumo de alcohol y drogas, todo lo cual podría promover un comienzo delictivo demorado.

3. Teorías psicosociales

Las perspectivas psicosociales dirigen su atención a aspectos subjetivos de las experiencias vitales, como clave para la
comprensión de la continuidad y el cambio de comportamiento.

Estas experiencias incluyen los procesos cognitivos y emocionales, los problemas de identidad, y la capacidad de las
personas para tomar decisiones.

3.1.Procesos cognitivos

Aunque algunas de estas formulaciones teóricas se centran en aquellos procesos subjetivos que son más estables (bajo
la consideración de que los rasgos personales estables fomentan visiones del mundo, o respuestas emocionales
estructurales, que aumentan de modo permanente la propensión a la delincuencia), lo más frecuente es que las
perspectivas psicosociales realcen la maleabilidad o variabilidad de los procesos subjetivos.

De ahí que estas teorías hayan resultado útiles para explicar los cambios que se producen a lo largo del tiempo en la
participación delictiva individual.

Las teorías del curso vital, anteriormente aludidas, algunas de las cuales se centran en el impacto que sobre un
individuo podría tener un pequeño conjunto de eventos de transición (por ejemplo, el "efecto positivo de una buena
relación de pareja o matrimonio"), prestan atención prioritaria a las acciones de los agentes de cambio.

Por ejemplo, la pareja o cónyuge puede jugar un papel decisivo en la estructuración de las actividades cotidianas de un
sujeto, cortando de raíz relaciones con amigos problemáticos, y supervisando su comportamiento (Laub y Sampson,
2003).

Por el contrario, las teorías psicosociales, especialmente las perspectivas del interaccionismo simbólico (Mead, 1934),
sitúan en el primer plano de la explicación los cambios que resultan de la interacción entre distintos actores sociales
(Giordano, Schroeder, y Cernkovich, 2007; Maruna, 2001; Matsueda y Heimer, 1997).

Aunque las teorías psicosociales exploran en primera instancia cambios de tipo individual, en gran medida dirigen su
atención a la relación recíproca entre el actor y su contexto.
El concepto de "sesgo atribucional hostil" puede ejemplificar el tipo de procesos cognitivos utilizados en estas teorías
para explicar la continuidad en el comportamiento agresivo.

Dodge, Price, Bachorowski y Newman (1990) concluyeron que los individuos más agresivos solían mostrar, en mayor
grado que los menos agresivos, un déficit social en el procesamiento de la información, consistente en atribuir
intenciones negativas a los demás, incluso en situaciones claramente ambiguas (en que tal atribución es notoriamente
infundada).

Este rasgo de hostilidad atribucional surgiría tempranamente y constituiría una característica individual diferencial, que
puede estar ligada a un patrón permanente de acciones agresivas.

Algunas teorías psicosociales de cariz más sociológico han puesto el énfasis principalmente en los cambios que pueden
producirse en la participación criminal a lo largo de la vida, y especialmente el cambio que tiene lugar en dirección al
desistimiento delictivo.

No obstante, estas teorías pueden ampliarse también para intentar comprender los patrones de inicio delictivo tardío y
de delincuencia más episódica o intermitente, e incluso para explicar la continuidad o persistencia delictiva.

Giordano, Cernkovich y Rudolph (2002) desarrollaron una teoría denominada de la transformación cognitiva, que centró
su atención en los cambios cognitivos que preceden, acompañan y siguen al desistimiento de la delincuencia.

Muchos estudiosos de este tema han señalado que se requeriría una motivación básica para cambiar, como primer paso
necesario para lograr un cambio de comportamiento sostenido.

Giordano et al. (2002) añadieron a esto, que los individuos también se diferencian entre ellos (a la vez que cada sujeto
también cambia a lo largo del tiempo) en su apertura y receptividad a catalizadores particulares o "resortes para el
cambio" de conducta.

Por ejemplo, no son infrecuentes en las prisiones (especialmente en Estados Unidos y en los países Latinoamericanos)
intervenciones de cariz espiritual, orientadas a favorecer la fe y las creencias religiosas de los encarcelados, como motor
de cambio de vida; sin embargo, algunas personas serán claramente más receptivas a tales influencias espirituales que
otras, a la par que los individuos pueden variar en su susceptibilidad e interés religiosos a lo largo del tiempo, según el
momento de la vida en que se encuentren.

Las perspectivas psicosociales hacen hincapié en que estos resortes, o motivadores para el cambio, son importantes no
solo como fuentes de control social, sino también porque fomentan nuevas definiciones y actitudes sobre la propia vida,
nuevos modelos acerca de cómo puede tenerse éxito siendo una persona diferente, y la modificación, generalmente
satisfactoria, del propio auto-concepto (véase también Maruna, 2001; Matsueda y Heimer, 1997).

Un cambio cognitivo definitivo, en dirección al desistimiento delictivo, requiere una redefinición de las acciones
criminales anteriormente cometidas como comportamientos indeseables y absolutamente incompatibles con la nueva
identidad de uno mismo.

Es necesario diferenciar entre los cambios subjetivos que pueden estar vinculados a específicas transiciones en los roles
sociales, y aquellos otros que puedan precipitarse con cierta independencia de tales transiciones de rol.

Entre los primeros, es un fenómeno bastante general, en la transición desde la adolescencia a la edad adulta, que suele
contribuir a una disminución de la actividad criminal en dicha etapa, el que una esposa o pareja prosocial fomente en el
individuo actitudes contrarias a mantener relación con determinados amigos (en algunos casos, delincuentes), lo que
puede contribuir a que disminuya la susceptibilidad del sujeto a la presión grupal (Giordano et al., 2002; Thornberry,
1987).

En este marco psicosocial, un constructo importante fue el acuñado por Bandura (2000) acerca de la mediación de la
autoeficacia percibida por los individuos en relación a su posible vinculación o desvinculación antisocial.
Garrido, Herrero y Massip (2002) analizaron, en una muestra representativa, de 1.063 jóvenes españoles de 11 a 21
años, la posible relación entre autoeficacia y conducta delictiva.

Sus resultados principales fueron los siguientes:

a) Los sujetos que propendían a cometer un número elevado de delitos, cometían infracciones de naturaleza
variada (es decir, primaba aquí la versatilidad, más que la especialización);

b) Existían variables sociodemográficas y ambientales que se asociaban a la conducta delictiva: fracaso escolar,
laboral, relaciones sociales, variables familiares, etc.;

c) No obstante, todas esas variables tenían poco valor de predicción comparadas con la autoeficacia, que se
revelaba en este estudio como la variable con mayor potencia predictiva.

3.2.Procesos emocionales

Aparte de las precedentes dimensiones psicosociales, de cariz más cognitivo, Giordano et al. (2007) también analizaron
los cambios emocionales que se operan en los individuos con motivo de sus transiciones en roles sociales.

Concluyen que un enfoque exclusivo sobre factores y procesos cognitivos no proporciona una base suficiente para
comprender la continuidad y el cambio delictivos (Agnew, 1997).

Por el contrario, la transición desde la adolescencia hacia la edad adulta, puede también traducirse en cambios
emocionales como los siguientes:

 Disminución de las emociones negativas que originariamente estaban conectadas con el comportamiento
delictivo (lo que podría reducir, por ejemplo, aquellas conductas antisociales que dimanaban de conflictos
adolescentes con los padres);

 Decremento de las emociones positivas anteriormente asociadas a algunos delitos (delitos que antes podían
ser fuente de aventura y diversión - ciertos hurtos, el acoso a otros, etc.-, comienzan ahora a perder su encanto -
véase Shover, 1996; Steffensmeier y Ulmer, 2005); e

 Incremento y mejora de la capacidad para regular y controlar las emociones en formas socialmente
aceptables.

Todos estos cambios emocionales, como resultado del crecimiento personal y del desarrollo social del individuo, pueden
contribuir a su abandono paulatino de la actividad delictiva.

Las emociones también estarían implicadas en las transformaciones que están más directamente relacionadas con
transiciones hacia la vida adulta, tales como una relación de pareja estable o matrimonio.

Estas emociones positivas pueden suministrar energía o valor a nuevas líneas de acción personal (Collins, 2004; Frijda,
2002).

Es más evidente que un matrimonio ya consolidado puede constituir una fuente de control social sobre la conducta
individual, contribuyendo a mantener al individuo alejado del delito.

Sin embargo, el movimiento inicial en tal dirección prosocial, que puede tener lugar como resultado de una nueva
relación de pareja, no está bien explicado, o a veces se atribuye a la casualidad o la suerte (Laub, Nagin y Sampson,
1998).

En todo caso, las emociones positivas que se conectan a una nueva relación amorosa suelen estar lógicamente
presentes desde el principio de la relación (e incluso, al principio, con mayor intensidad), y, en consecuencia, desde el
principio podrían contribuir a motivar a los actores de tal relación para embarcarse en un proyecto de mejora personal.
Es también probable que se requieran ciertos procesos y transformaciones emocionales para que puedan operar con
éxito otros catalizadores hacia el cambio personal.

Así se ha documentado por lo que se refiere al desistimiento delictivo que podría resultar de la adquisición de nuevas
creencias religiosas.

Algún estudio ha evidenciado que las transformaciones espirituales pueden asociarse con nuevas actitudes y
comportamientos prosociales; sin embargo, Pargament (1997) señaló que, también en este caso, los cambios
emocionales eran una precondición necesaria, y resultaban fundamentales para que una conversión religiosa
contribuyera al abandono delictivo (ver Terry, 2003).

Muchos delincuentes persistentes pueden considerar que están atrapados en sus circunstancias actuales. Por el
contrario, quienes desisten del delito suelen mostrar visiones del mundo más auto-activas y positivas, incluyendo el
experimentar sentimientos de orgullo personal por el esfuerzo de mejora que se realiza.

Como resultado de ello, los sujetos que desisten del delito han sido capaces de poner distancia entre su antiguo yo
delictivo y un nuevo yo que se han creado en torno a la creencia de "hacer bien las cosas".

Maruna y Mann (2006) desarrollaron esta idea, sugiriendo que la tendencia, que es frecuente en la justicia penal y otros
entornos terapéuticos, a requerir a los delincuentes a que asuman plenamente la responsabilidad de sus actos, puede
ser equivocada, y no necesariamente un paso positivo hacia el desistimiento.

Contrariamente, según estos autores, las creencias externalizadoras sostenidas por muchos delincuentes, en el sentido
de que su comportamiento negativo pudo deberse a circunstancias externas y ajenas a ellos, podrían precisamente
facilitar el proceso de distanciamiento personal de tales acciones y circunstancias pasadas, y ayudarles a forjar futuros
objetivos y comportamientos más adecuados (véase también Mischkowitz, 1994; Vaughan, 2007).

Un estudio pionero en España sobre narrativas de desistimiento delictivo corresponde a Cid y Martí (2011, 2012),
quienes entrevistaron a 67 sujetos, que estaban próximos a cumplir sus condenas de prisión en Barcelona, en relación
con qué factores personales o sociales percibían como más decisivos para el abandono de la actividad delictiva.

En coherencia con los resultados de la investigación internacional, Cid y Martí hallaron que: en la percepción de los
propios sujetos, eran factores claves para el desistimiento, los vínculos sociales con que los sujetos contaban
previamente, pero también los nuevos lazos afectivos adquiridos en la vida adulta (por ejemplo, una nueva pareja), así
como también aspectos como el desarrollo de una actividad laboral y la adquisición de valores positivos y distintos
durante su estancia en prisión (por ejemplo, a partir de su participación en actividades y programas de tratamiento).

3.3.Elección delictiva o prosocial

Las teorías criminológicas de la elección racional también se centran en los procesos psicológicos subjetivos y sociales.

Shover (1996) propone que, con el tiempo, el delincuente podría volver a calibrar los costos y beneficios que le
comporta su actividad delictiva, sin que sus cambios de perspectiva a este respecto (por ejemplo, un mayor rechazo a
participar en delitos arriesgados y peligrosos, como el robo, y una mayor conciencia del propio tiempo como algo
limitado y en disminución) tengan que depender necesariamente de catalizadores externos, como pueda ser la esposa
o pareja.

Todas las perspectivas anteriores sobre desistimiento delictivo tienden a poner de relieve, en mayor o menor grado, la
capacidad genuina que tienen los seres humanos para reflexionar sobre su propia vida y para desarrollar un plan de
futuro que se aparte de sus acciones previas (Mead, 1934).

Por ello, desde estos planteamientos, el concepto de acción humana resulta clave para los tratamientos psicosociales del
proceso de desistimiento.

Como Emirbayer y Goodwin (1994) sugirieron, los individuos juegan un papel proactivo y decisivo en la generación de
las mismas redes sociales que luego influyen en ellos.
Los procesos subjetivos analizados por la investigación psicosocial también pueden estar implicados, además de en el
desistimiento delictivo, en la aparición tardía de la conducta criminal.

Por ejemplo, algunos jóvenes socialmente desfavorecidos podrían aspirar, en los periodos de la adolescencia, a
ocupaciones de altos vuelos (por ejemplo, convertirse en un jugador de fútbol famoso), lo que a la larga acabará
resultando inalcanzable para la mayoría.

Posteriormente, cuando los sujetos comienzan ya a ser adultos, y deben asumir mayores responsabilidades personales
(económicas, familiares…), sus sentimientos de desmoralización y enojo, a resultas de sus expectativas frustradas,
podrían llevarles a la realización de actividades ilegales o al consumo de drogas (MacLeod, 1995; Zhang, Loeber, y
Stouthamer-Loeber, 1997).

Los significados de las acciones cambian a medida que las personas maduran, y la edad adulta proporciona más "grados
de libertad" que la adolescencia para decidir acerca de la propia conducta.

Por ejemplo, los jóvenes que en la adolescencia están protegidos por una familia restrictiva y controladora, más tarde,
fuera del control paterno, podrían gravitar hacia compañeros delincuentes, o aprovechar las oportunidades ilegales que
se les presentan.

A primera vista, esto podría ser interpretado como resultado de una simple disminución del control social.

Sin embargo, para explicar la participación delictiva de un sujeto, se requiere algo más que la mera falta de control
social, ya que otros individuos, en circunstancias parecidas, pueden tender a lo contrario, a alejarse de la vida callejera y
la conducta infractora, incluso cuando sean evidentes las oportunidades para ello.

Se ha sugerido que las propias acciones y conductas podrían ser pro-identitarias, es decir, orientarse a reforzar la
opinión que uno tiene sobre sí mismo.

Aun así, la identidad personal está en constante evolución, y el individuo podría moverse en dirección a identidades
diferentes, o bien alejarse de ellas.

3.4.Inicio tardío y delincuencia intermitente

En los enfoques psicosociales sobre el inicio tardío en el delito también tienen un papel relevante los procesos
emocionales. Puede suceder que, por un lado, se produzca en el individuo:

 Una acumulación de sentimientos de desmoralización que pueda erosionar gradualmente los factores
protectores tempranos que le preservaron del delito con anterioridad, y, por otro,

 Que algunas relaciones y situaciones adultas den lugar a experiencias emocionales traumáticas o pro-
delictivas.

Ambos factores podrían favorecer el inicio tardío de algunas formas de comportamiento antisocial (por ejemplo, un
aumento de conflictos en la pareja que pueda dar lugar a una eventual violencia, o al consumo excesivo de alcohol o
drogas como precursor de ciertos delitos).

En concreto, la violencia en la pareja suele ir asociada a una mayor duración de la convivencia, a la cohabitación en el
mismo domicilio a pesar de existir una situación de conflicto (Brown y Bulanda, 2008), y a otros factores de riesgo que
suelen ser más habituales en jóvenes adultos o en adultos, que no en adolescentes, como pueden ser las
responsabilidades familiares y económicas, el desempleo, etc. (Giordano et al., 2009).

Las perspectivas psicosociales también han intentado explicar los patrones delictivos episódicos o intermitentes, que
resultan frecuentes en los estudios de seguimiento a largo plazo de jóvenes delincuentes (véase, por ejemplo, Bushway,
Piquero, Broidy, Cauffman, y Mazerrolle, 2001). Pero, a menudo, las casuísticas de delincuencia intermitente son difíciles
de explicar por las vigentes teorías sobre desistimiento delictivo, en particular cuando se trata de sujetos que han
evidenciado fuertes lazos sociales y un firme compromiso con valores prosociales (lo que hace pensar que en el sujeto se
opera una transformación cognitiva radical).
En este punto, nuevamente parece necesario prestar atención a los procesos y cambios emocionales, los cuales podrían
ayudar a comprender mejor el contraste entre unas tendencias generales positivas, mostradas por el individuo a lo
largo de su vida, y, sin embargo, su participación en determinadas acciones delictivas específicas.

En resumen, aunque para explicar el cambio personal en dirección al desistimiento del delito, lo habitual ha sido
centrarse en aspectos de la identidad personal que corresponden a roles sociales de cariz más cognitivo o racional (por
ejemplo, el objetivo de ser un hombre de familia, una buena madre, una persona trabajadora, etc.), también hay que
tomar en cuenta que el individuo posee un yo emocional que acompaña a su evolución hacia tales identidades.

Aunque influido por estas últimas identidades, el yo emocional existiría con cierto grado de independencia de ellas
(Engdahl, 2004; Lupton, 1998).

Las teorías del interaccionismo simbólico también subrayan que los “yoes” previos de un individuo (sus anteriores
identidades) no se descartan nunca de un modo completo (Mattley, 2002).

Por ello, cuando las personas se enfrentan a circunstancias estresantes, podrían recurrir a formas previas de
afrontamiento emocional (como, por ejemplo, el empleo de la violencia, el consumo de drogas/alcohol, etc.).

En conclusión, las teorías psicológicas han puesto de relieve la estrecha relación existente entre cogniciones y
emociones, lo que exhorta a que ambos aspectos sean tomados en consideración a la hora de explicar la conducta
delictiva.

4. Psicopatología del Desarrollo

El ámbito de la psicopatología del desarrollo constituye un amplio marco integrador que aúna ideas y resultados de las
ciencias del desarrollo humano, la teoría general de sistemas, la psicología clínica, la psiquiatría, la sociología, la
pediatría, la neurociencia, la genética de la conducta, y de otras disciplinas relacionadas con el mejor entendimiento de
la adecuada o inadecuada adaptación social de los individuos en distintos momentos de su vida (Cicchetti, 2006;
Masten, 2006; Sroufe, 2007).

Desde una perspectiva psicopatológica, las primeras experiencias vitales pueden tener un impacto posterior, a pesar de
que, en paralelo, la posibilidad de efectuar cambios personales y en el propio comportamiento continúan vigentes
durante toda la vida.

También se pone de relieve aquí la existencia de una serie de ventanas de oportunidad o vulnerabilidad, que
constituirían puntos de inflexión en que se haría más probable el cambio de conducta, siendo uno muy importante el
periodo de transición hacia la edad adulta.

Este marco también hace hincapié en el desarrollo individual, a la hora de comprender, prevenir y tratar los problema
de conducta o adaptación (Cicchetti, 2006; Masten, 2006; Sroufe, 2007).

El punto central a este respecto es que el desarrollo es un proceso dinámico, que emerge de las interacciones y co-
influencias complejas, a lo largo del tiempo, entre la genética de cada individuo y sus múltiples sistemas
interdependientes, desde el sistema celular a los más sofisticados niveles comunitarios y sociales.

El desarrollo individual participa de variadas interacciones entre los genes, el organismo que está en desarrollo, y las
experiencias que éste tiene.

No existen dos individuos iguales, ya que incluso los hermanos gemelos, que tienen una misma composición genética,
tendrán en mayor o menor grado experiencias diferentes.

Por un lado, cualquier persona, sea cual sea su dotación genética de partida, tiene la posibilidad de desarrollarse en
múltiples direcciones, en función de sus experiencias particulares y los momentos en que éstas le suceden, así como
bajo la influencia de posibles acontecimientos azarosos; inversamente, individuos con orígenes genéticos dispares,
también tienen el potencial de desarrollarse en direcciones similares, como resultado de contar con unas experiencias
vitales análogas.
En la teoría del desarrollo, se considera que la aparición temprana de conductas desadaptadas y problemáticas,
generalmente indica, ya sea la presencia de graves problemas en el entorno de cuidado y crianza infantil (por ejemplo,
maltrato, abandono, desnutrición, atención inconsistente, exposición a sustancias tóxicas), ya sea la existencia de ciertas
disfunciones orgánicas (como pueda ser una anomalía genética), o bien una combinación de ambos factores, es decir,
una mayor vulnerabilidad personal, unida a experiencias negativas.

En general existe, a lo largo del desarrollo de cada persona, una interacción constante entre genes y experiencias, a la
vez que se conoce que ciertos polimorfismos genéticos pueden modular el impacto de las experiencias negativas
(Rutter, Moffitt, y Caspi, 2006).

Por otro lado, también es posible que determinadas experiencias negativas tempranas pueden llegar a ser
biológicamente integradas, en forma de un desarrollo cerebral alterado o una desproporcionada reactividad al estrés,
dando lugar a niños más vulnerables hacia otros posibles riesgos futuros (Obradović y Boyce, 2009).

Por ejemplo, las experiencias de un elevado nivel de estrés, en combinación con una crianza infantil inapropiada, podría
promover en el individuo un desarrollo cerebral alterado y la desregulación de sus sistemas de respuesta al estrés, que
podrían acabarse plasmando en un pobre funcionamiento ejecutivo, con alta reactividad y descontrol de los impulsos.

Como resultado de ello, estos niños tendrían mayor probabilidad de ser rechazados por sus compañeros prosociales, de
que les fuera mal en la escuela, y de acabar relacionándose con amigos antisociales.

Santos Barbosa y Coelho Monteiro (2008) evaluaron, a partir de una muestra de presos portugueses, la hipótesis de que
los delincuentes repetitivos podrían tener un funcionamiento ejecutivo deficitario.

El principal resultado de este estudio fue que el grupo de delincuentes mostraba, en efecto, un funcionamiento
ejecutivo debilitado.

Ello apuntaría a que los sujetos que evidencian una delincuencia persistente podrían tener dificultades para el
aprendizaje de normas, y, más concretamente, para variar su propio comportamiento en las interacciones sociales,
cuando el comportamiento previo ha mostrado ser claramente ineficiente.

Los delincuentes también mostraron menores habilidades para utilizar las referencias externas que pueden ayudar a
orientar la propia conducta.

Aunque estos resultados, debido a lo reducido de la muestra, deben tomarse con prudencia, sí que parecen apuntar en
dirección a que determinados delincuentes podrían tener dificultades notorias a la hora de adquirir pautas eficientes
para dirigir y controlar su comportamiento.

En una dirección semejante, Einat y Einat (2008) analizaron, en una muestra de 89 encarcelados en Israel (de edades
entre 21 y 71 años), la relación existente entre la conducta delictiva y presencia de trastorno por déficit de atención e
hiperactividad (TDAH) y dificultades de aprendizaje.

Se encontró una fuerte asociación, estadísticamente significativa, entre dificultades de aprendizaje, bajo nivel
educativo e inicio temprano en la actividad delictiva.

También existe cada vez mayor evidencia científica al respecto de que los comportamientos antisociales y de falta de
autocontrol tempranos pueden iniciar una cascada de problemas posteriores en diferentes contextos del desarrollo del
sujeto (Burt y Roisman, en prensa; Masten, Roisman, Long, et al., 2005; Obradovic, Burt, y Masten, 2010).

El comportamiento antisocial precoz suele expandirse, con el tiempo, a otros dominios del funcionamiento psicosocial
del individuo, pudiendo acarrearle múltiples consecuencias negativas indirectas.

Estos perjuicios en cascada que se derivan para el individuo de sus conductas problemáticas, pueden explicar en parte
por qué muchos programas de prevención temprana dirigidos a reducir la conducta impulsiva o agresiva en ámbitos
específicos, a menudo fracasan, no logrando evitar las recaídas o reincidencias (Heckman, 2006).
En la psicopatología del desarrollo también se ha observado que hay ciertas ventanas generales "de vulnerabilidad y
oportunidad", en que es mayor la probabilidad de cambio de comportamiento (Dahl y Spear, 2004; Masten et al.,
2006; Steinberg, Dahl, Keating, et al., 2006). Algunas de estas ventanas para el cambio, pueden abrirse como resultado
del propio desarrollo individual (por ejemplo, en la pubertad), o bien debido a ciertas transiciones contextuales (por
ejemplo, dejar la escuela, irse de casa y empezar a vivir independientemente, etc.). Sin embargo, algunas de estas
ventanas de transformación personal parecen reflejar una confluencia de cambios tanto en el desarrollo como en el
contexto.

La adolescencia temprana constituye claramente una ventana de especial vulnerabilidad para diversos tipos de
problemas y trastornos de conducta, ya que en ella convergen tanto cambios en el desarrollo personal como nuevos
retos contextuales para el individuo, lo que puede acelerar problemas como ciertos comportamientos de riesgo,
depresión, o conducta delictiva, particularmente cuando el cuidado y la crianza familiares son deficitarios (Dahl y
Spear, 2004; Masten, 2007; Steinberg et al., 2006).

La adolescencia representa un periodo de inflexión muy fuerte en la maduración personal, por dos razones principales:

a) Por la divergencia que se produce entre el más rápido desarrollo de la maduración sexual (que impele al
individuo a nuevas necesidades y responsabilidades) y, sin embargo, la más lenta y demorada asunción de los
roles sociales adultos; y

b) A causa del desnivel que también se produce en el desarrollo de los sistemas personales relacionados con la
motivación, el autocontrol y la maduración cerebral.

Existe, en efecto, una brecha considerable en la cadencia madurativa de los sistemas cerebrales que motivan la
búsqueda de sensaciones y las conductas de riesgo, que maduran al inicio de la adolescencia como resultado de la
pubertad, y la maduración del córtex prefrontal que facilita la capacidad para "pararse y pensar", que madura mucho
más tardíamente, durante la edad adulta temprana.

Esta diferencia suele dar lugar a un período adolescente de mayor vulnerabilidad, al que metafóricamente se ha hecho
referencia como "motores encendidos, conductor inexperto" (Steinberg et al., 2006).

La transición a la edad adulta, cuando los jóvenes comienzan a abandonar el domicilio paterno y a vivir por su cuenta,
también es un período de cambios concentrados e intensos.

Para los jóvenes con poco o ningún apoyo familiar, y con malas perspectivas de empleo o de educación superior, este
puede ser otro momento de enormes desafíos y vulnerabilidad.

En particular, los jóvenes que crecen fuera del cuidado y supervisión paternos, o que se emancipan prematuramente
debido a conflictos familiares, pueden enfrentarse en este periodo de transición a graves dificultades de adaptación
social. Sin embargo, la transición hacia la edad adulta, parece ser también una ventana de oportunidades positivas para
el desistimiento de la conducta delictiva, siempre y cuando el desarrollo personal y el contexto converjan
favorablemente (Masten, 2007; Masten et al., 2006).

Por ello, no es casual que, en los estudios longitudinales sobre “resiliencia” o resistencia, se haya observado un patrón
muy frecuente en que los sujetos cambian su vida en una dirección radicalmente positiva (o "fase de recuperación"), con
ocasión de esta ventana de transición que define la evolución hacia la vida adulta (Masten et al., 2006).

Para la mayoría de los individuos, el desarrollo del cerebro en este periodo indica unas capacidades crecientes para
realizar planes personales y para llevarlos a cabo, así como para una toma de decisiones más reflexiva.

Durante esta etapa, los jóvenes están adquiriendo una mayor capacidad cognitiva a partir de una progresiva
mielinización y maduración funcional de la corteza prefrontal.

En paralelo, también son cada vez mayores las expectativas sociales sobre ellos, acerca de un comportamiento más
maduro, del mismo modo que son cada vez más graves las consecuencias que acompañan a la infracción y el delito, a
medida que los individuos adquieren personalidad jurídica adulta.
Además, sus interacciones de pareja son cada vez más maduras, y pueden también contribuir a fomentar un
comportamiento respetuoso de la ley.

Como resultado de todas estas evoluciones y transformaciones, aumenta la capacidad de cambio del sujeto, junto con
una mayor motivación para ello, y con unas oportunidades más favorables para el logro de objetivos adultos apropiados.

Este crecimiento promedio general, tanto en el potencial personal de mejora como en las oportunidades prosociales, no
asegura, por supuesto, el que siempre y en todos los casos se produzcan cambios de comportamiento en la dirección
positiva esperable.

El cerebro de un individuo puede ser, valga la metáfora, "secuestrado" por la adicción a las drogas, por una cultura
social promotora del abuso de alcohol, por el hecho de ser captado por una organización pro-criminal, o bien a partir de
la fuerte discriminación social que experimenta, lo que podría llevar a un joven a apartarse de los objetivos sociales más
importantes para su futuro (formación, trabajo, vinculación social, etc.).

Otros sujetos podrían verse segregados de las oportunidades prosociales ordinarias como consecuencia de su
persistencia en errores anteriores (por ejemplo, a partir de que abandonaron la escuela prematuramente).

Algunos jóvenes también podrían haber tenido la mala suerte de que su comportamiento hubiera dado lugar a ciertas
consecuencias no deseadas, susceptibles de menoscabar sus oportunidades o potenciales futuros (por ejemplo, como
resultado de un embarazo involuntario o de un accidente grave).

La combinación de algunos de los anteriores factores podría aumentar en ciertos casos la probabilidad de participación
delictiva temprana y persistente, o bien de inicio criminal tardío.

5. Modelo biopsicosocial

La perspectiva biopsicosocial considera que la conducta agresiva es el resultado de la interacción entre diversos
mecanismos, en los niveles biológico, psicológico, interpersonal y ambiental.

Los factores influyentes en todos estos planos se interpretan como dimensionales, graduales y dinámicos.

Como enfoque multinivel que es, este modelo sostiene que un marco explicativo que atiende a un único nivel de
factores resultará probablemente insuficiente.

El primero de estos niveles corresponde al desarrollo neural durante la primera infancia, que viene marcado por
cambios masivos en el sistema nervioso, orientados a una regulación cada vez más madura, tanto de las emociones
como del comportamiento.

Tal desarrollo neural temprano se caracteriza inicialmente por un despliegue exuberante de conexiones sinápticas, que
después es seguido de una especie de poda o eliminación sináptica selectiva, que mejora la eficiencia de la
conectividad del cerebro (Huttenlocher, 1979, 1990; Ramakers, 2005).

Los estudios de neuroimagen anatómica han evidenciado todas estas enormes transformaciones y cambios madurativos,
que paulatinamente diferencian entre sí a las diversas regiones del cerebro.

En particular, las áreas cerebrales frontales, que intervienen en los procesos atencionales y de funcionamiento
ejecutivo, maduran más tardíamente que las regiones corticales implicadas en funciones más básicas, como los
procesos sensoriales y motores.

De este modo, los cambios en la actividad cerebral relacionados con la edad, son paralelos a la gran transformación
anatómica en el desarrollo de la materia blanca y gris, tanto cortical general como específicamente frontal (Giedd,
Blumenthal, Jeffries, et al., 1999; Shaw, Kabani, Lerch, et al., 2008).
Los estudios de resonancia magnética funcional (fMRI) sugieren que el desarrollo cortical funcional evoluciona, en
relación con tareas que requieren control atencional, desde un formato de respuesta cortical más difusa o genérica, a
uno de tipo más focal o específico (Bunge et al., 2002; Casey, Trainor, Orendi, et al., 1997; Durston, Mulder, Casey,
Ziermans, y van Engeland, 2006; Tamm, Menon y Reiss, 2002).

Se ha identificado también un patrón similar, de conectividad funcional local más difusa, en las fluctuaciones
espontáneas de la actividad hemodinámica o sanguínea (Fair, Cohen, Dosenbach, et al., 2008; Fair, Cohen, Power, et
al., 2009; Kelly, Di Martino, Uddin, et al., 2009; Supekar, Musen y Menon, 2009).

Este patrón de activación difusa, que se observa preferentemente en los niños, sugiere que muchas de sus redes
neurales funcionales son todavía inmaduras e ineficientes, mientras que se supone que las activaciones más focales,
que son propias de los adultos, resultan de una supresión sináptica selectiva, que mejora la eficiencia funcional.

Es decir, los circuitos cerebrales implicados en el control cognitivo, atencional y de las emociones, experimentan un
desarrollo muy activo e intensivo durante la infancia tardía y la adolescencia.

Debido a ello, es muy probable que la disminución de los comportamientos de riesgo y problemáticos que se produce
entre la adolescencia media y tardía, esté relacionada con la maduración del cerebro y la mejor regulación funcional
que se asocia a tal maduración.

Con respecto a la externalización de conductas problemáticas tales como las agresivas, algunos estudios han hallado
asociación entre ello y ciertas alteraciones estructurales (reducciones o incrementos) en la corteza cingulada dorsal
anterior y en la amígdala (Boes, Tranel, Anderson y Nopoulos, 2008; Whittle, Yap, Yücel, et al., 2008).

En una investigación con 117 niños sin antecedentes judiciales (de edades entre 7 y 17 años), Boes et al. (2008) hallaron
una correlación negativa parcial entre el comportamiento agresivo de los niños, evaluado mediante informes de los
padres y los maestros, y el volumen total de la corteza cingulada anterior derecha.

En otro estudio sobre agresión adolescente durante las interacciones padres-hijos, se encontró que el volumen de la
amígdala correlacionaba positivamente con la duración de las conductas agresivas, lo que sugiere que una mayor
magnitud de la amígdala condiciona cierta incapacidad de los niños para una regulación y control rápidos de sus
comportamientos agresivos (Whittle et al., 2008).

En conjunto, estos resultados estarían apuntando a la idea de que la disposición individual a la impulsividad y la agresión
podrían estar mediadas por el hecho de que la corteza cingulada anterior no puede regular eficazmente la actividad de
la amígdala.

La socialización infantil dependería, en parte, de la capacidad de cada niño para aprender a partir de recompensas y
castigos (en este último caso, mediante, por ejemplo, el condicionamiento de ansiedad o miedo ante situaciones de
riesgo o infractoras) en el marco de unas condiciones ambientales adecuadas (sociales, económicas, psicológicas, etc.).

Un mal funcionamiento neurobiológico de las capacidades de aprendizaje generaría precisamente una base
neurobiológica inhábil para la socialización.

Por ejemplo, se han observado claros déficits en la condicionabilidad del miedo, en sujetos que han tenido un inicio
precoz en diferentes formas de trastorno de conducta (Fairchild, van Goozen, Stollery, et al., 2008).

Gao, Reine, Venables, Dawson, y Mednich (2010) constataron que un bajo condicionamiento del miedo a la edad de 3
años hacía más probable la conducta antisocial a los 23 años, debido a que las personas que no experimentan temor o
miedo tienden en menor grado a evitar situaciones y comportamientos susceptibles de futuro castigo.

En este proceso de socialización y aprendizaje social, estarían involucradas diversas áreas de la corteza cerebral y del
complejo amígdala-hipocampo, las cuales jugarían un papel destacado en la mayor o menor sensibilidad a la
recompensa y al castigo, y en la construcción de la "moralidad" (Schug, Gao, Glenn, Yang y Raine, 2010; Van Overwalle
y Baetens, 2009).
Al principio de la adolescencia se produce una gran remodelación estructural del circuito neural de la recompensa,
generándose en el cerebro, a partir de la pubertad, sistemas de “acción” que energizan la búsqueda de sensaciones y
los comportamientos de riesgo (Van Leijenhorst, et al., 2009, 2010).

Frente a ello, es mucho más paulatina y gradual la maduración de los sistemas cerebrales implicados en la
autorregulación (Steinberg, 2010).

Por ejemplo, los mecanismos de "parar y pensar", que residen esencialmente en la corteza prefrontal, maduran más
tardíamente (Van Leijenhorst et al., 2009, 2010).

Estas diferencias en la velocidad de maduración cerebral generan una especie de inflexiones o discrepancias en el
desarrollo personal.

Por ejemplo, la tendencia a la búsqueda de recompensa tiende a aumentar entre la preadolescencia y la adolescencia
media, y disminuye posteriormente, a partir de un patrón curvilíneo.

En cambio, el nivel de impulsividad sigue un patrón de disminución lineal, decayendo sucesivamente a partir de la edad
de 10 años, y aumentando poco a poco el autocontrol.

Es muy probable que la mayor vulnerabilidad hacia la asunción de riesgos, que se observa claramente en la
adolescencia, sea el resultado de una preponderancia relativa, en esa edad, de las tendencias hacia la búsqueda de
recompensa sobre las todavía incipientes capacidades de autocontrol, aún en proceso de maduración y desarrollo
(Steinberg, 2010).

Resulta también plausible que la mejora paulatina del autocontrol, que se produce durante la adolescencia, subyaga en
parte al desistimiento de la conducta delictiva, a menudo repentino, que se observa en muchos jóvenes.

Sin embargo, la maduración del control de los impulsos y de la agresividad, también se asocian a otros sistemas del
cerebro implicados en el desarrollo de la responsabilidad personal, la resistencia a la influencia del grupo, y la
consideración empática de los otros.

Es decir, que en el desistimiento de la conducta infractora y antisocial, pueden estar implicados tanto la maduración del
sistema cerebral de control cognitivo como el desarrollo del sistema socio-emocional (Monahan, Steinberg, Cauffman,
y Mulvey, 2009).

Debido a que, como se viene razonando, la adolescencia es un período crítico y especialmente sensible en la maduración
de los procesos neurobiológicos, también esta etapa constituye un tiempo de especial labilidad para el abuso de
sustancias tóxicas.

En concreto, el desequilibrio entre el desarrollo más débil y retardado de los controles cognitivos y el más poderoso y
acelerado de los sistemas apetitivos, puede ser predictivo de un mayor riesgo de dependencia al alcohol y otras
sustancias (Casey y Jones, 2010).

Además, el abuso de sustancias puede, a su vez, menguar las capacidades reguladoras del cerebro.

Así, al disminuir el autocontrol, no solo aumenta el desequilibrio entre las funciones cerebrales de recompensa y de
regulación conductual, sino que también disminuye el umbral de freno para el comportamiento delictivo.

Como quiera que el abuso de sustancias claramente se asocia al riesgo de conducta infractora, el hecho de que un sujeto
comience a consumirlas más tardíamente podría explicar hasta cierto punto un inicio tardío en el comportamiento
antisocial.

También pueden ser de interés para explicar la evolución del comportamiento, en la transición desde la adolescencia a
la edad adulta, diversos correlatos y características psicofisiológicas que se asocian a una mayor agresividad.
Por ejemplo, una baja frecuencia cardíaca, evaluada en la infancia, ha mostrado ser un correlato de agresión en la
adolescencia, mientras que una alta frecuencia cardíaca infantil parecería operar como una especie de correlato
protector (Ortiz y Raine, 2004).

Aunque todavía la investigación debería ratificar con mayor precisión que este último correlato, así como el hecho de
que el individuo cuente con el indicador fisiológico de una buena conductancia eléctrica de la piel, puedan realmente
constituir factores protectores frente a la conducta delictiva (Loeber, Pardini, Stouthamer-Loeber, y Raine, 2007).

La investigación genética en Criminología se ha orientado a efectuar estimaciones de heredabilidad de la conducta


antisocial, así como a intentar identificar qué genes podrían ser, en interacción con el medio ambiente, los mejores
candidatos para explicar el origen del comportamiento antisocial.

Los estudios con gemelos proporcionan una evidencia sustancial sobre posibles influencias genéticas en el
comportamiento agresivo y antisocial (Popma y Raine, 2006; Schug et al., 2010).

Por otro lado, se han hallado indicios de que ciertos genes podrían influir en el comportamiento antisocial a lo largo de
toda la vida, mientras que otros solo parecerían operar, o bien en la adolescencia o bien en la edad adulta.

También existe alguna evidencia científica inicial, acerca de que algunos genes específicos podrían estar asociados con el
comportamiento antisocial de inicio temprano, en la adolescencia (Burt y Mikolajewski, 2008), y sobre el hecho de que
la persistencia delictiva podría tener ciertas bases de cariz genético (Silberg, Rutter, Tracy, Maes y Eaves, 2007).

A pesar de todo, la expresión de los cromosomas siempre se inscribe en complejas interacciones entre genes y medio
ambiente, y generalmente el inicio y el mantenimiento de la agresión son fundamentalmente influidos por factores
psicosociales, tales como el entorno familiar y las relaciones con los compañeros.

6. Conclusiones y direcciones futuras

Como se ha intentado poner de relieve en este trabajo, existen diversos modelos teóricos que ofrecen explicaciones
relevantes y empíricamente avaladas acerca de la conducta delictiva, en el proceso de transición desde la adolescencia a
la edad adulta.

A pesar de que las diferencias individuales estables continúan teniendo gran relevancia explicativa también para este
periodo de transición vital, son igualmente factores etiológicos muy importantes los cambios en las circunstancias
vitales que acontecen durante ese periodo, en áreas tales como el inicio de una relación de pareja, el empleo, y la
afiliación a redes sociales diversas.

Las teorías aquí debatidas atienden, a la hora de explicar el comportamiento delictivo durante la transición desde la
adolescencia a la vida adulta, a patrones generales del desarrollo de los individuos.

Por ejemplo, algunas perspectivas, especialmente aquellas de cariz más estático, se centran en el impacto que las
características individuales tempranas podrían tener sobre el comportamiento delictivo posterior, entre las edades de
15 y 29 años.

Por su parte, las teorías dinámicas toman en mayor consideración los cambios que se producen a lo largo de las
principales trayectorias de la vida, en ámbitos como la educación, el trabajo, y la formación de una familia.

De este modo, el orden y la sucesión de las transiciones a lo largo de tales trayectorias vitales podrían permitir ciertas
explicaciones de la persistencia y el desistimiento delictivos, a medida que los individuos transitan desde la
adolescencia, a través de adultez temprana, hacia la mayor estabilidad personal de la vida adulta.

Aunque la criminología del desarrollo y de las etapas vitales ha progresado considerablemente en la generación de
algunas explicaciones teóricas del delito relevantes, continúa siendo necesario prestar mayor atención científica a
diversas cuestiones importantes como los siguientes:
a) Se sabe mucho más sobre persistencia y desistimiento delictivos que acerca del inicio infractor demorado. Sin
embargo, el inicio tardío en el delito constituye un patrón relevante de las trayectorias delictivas, tanto desde
una perspectiva teórica como por sus implicaciones para la política criminal, por lo que requiere que se le
preste mayor atención.

b) Algunos investigadores han analizado los patrones intermitentes de la conducta delictiva, en los que los
delincuentes dejan de cometer delitos durante cierto tiempo pero, posteriormente vuelven a delinquir . No
obstante, sería necesario que los estudios longitudinales describieran este patrón con mayor precisión, y que los
modelos teóricos intentaran explicar qué factores se asocian con el hecho de que los delincuentes detengan
temporalmente la comisión de delitos y luego nuevamente tornen a delinquir.

c) Las teorías criminológicas han prestado gran atención a la explicación de las pautas generales de la persistencia
delictiva en contraste con el desistimiento, pero mucha menos a explicar las diferencias más sutiles que puedan
darse entre distintos formatos de carrera delictiva. Por ejemplo, no existen muchas teorizaciones acerca del
incremento o aceleración delictiva, en contraste con la desaceleración de la comisión de delitos
(excepcionalmente, una explicación de ello puede encontrarse en Le Blanc, 1997); ni tampoco, en el estudio del
desistimiento, acerca de los diferentes factores que se asocian a la disminución de la conducta criminal hasta
llegar a una frecuencia casi nula. La investigación futura debería prestar mayor atención a estos procesos más
específicos y sutiles, lo que podría permitir una mejor comprensión del comportamiento delictivo durante los
años de la transición adolescencia-madurez, así como que pudieran efectuarse mejores prescripciones de
política criminal a este respecto.

Las teorías y conocimientos de que disponemos en la actualidad, aunque incompletos, pueden ofrecer explicaciones
significativas del comportamiento delictivo y de sus modificaciones, sobre todo por lo que se refiere a los años de
transición juveniladulta.

La tarea ahora debería ser avanzar y construir mejores modelos teóricos a este respecto, sobre la base del considerable
progreso científico logrado durante el pasado cuarto de siglo.

7. Políticas y prácticas

Tal vez uno de los temas fundamentales de la política criminal y preventiva, al que habría que atender en años
venideros, es al análisis de las consecuencias criminogénicas que a largo plazo pueden tener las transiciones vitales
desordenadas o fuera de edad.

Por ejemplo, experiencias como haber fracasado en la finalización de la escuela secundaria, o una paternidad
adolescente, pueden tener efectos perjudiciales graves y prolongados para el individuo y su familia.

Lo anterior sugiere, en primer término, la conveniencia de desarrollar programas de prevención eficaces para reducir la
incidencia perjudicial de estas transiciones precoces.

Tales intervenciones preventivas, no solo pueden contribuir, en general, a mejorar el nivel educativo de los individuos y
a favorecer un proceso más maduro de constitución familiar, sino que también podrían tener otros efectos positivos
muy relevantes aquí, como una reducción de la prevalencia y frecuencia delictivas durante las etapas de la juventud y la
adultez temprana.

Obviamente, las iniciativas preventivas en las direcciones señaladas no serán siempre completamente exitosas.

Por ello, también sería muy importante crear servicios específicos, cuyo cometido sea reducir o amortiguar las posibles
consecuencias negativas futuras que podrían precipitarse sobre aquellos jóvenes que abandonan la escuela o que
devienen padres adolescentes (o que experimentan alguna otra suerte de transición vital especialmente problemática).
Igualmente, la investigación y las teorías comentadas aquí, también avalan la consideración de que los programas de
intervención temprana podría comportar importantes beneficios preventivos a largo plazo.
Por último, como se ha puesto de relieve, la criminología contemporánea ofrece un espectro completo de teorías
estáticas y dinámicas bien desarrolladas, que permiten explicar las diferencias en las trayectorias infractoras que se
producen durante la transición a la edad adulta.

Sin embargo, el hecho mismo de que existan distintas trayectorias delictivas, requiere a las teorías a dar una explicación
más completa sobre la maleabilidad y cambio del comportamiento antisocial.

Aunque los investigadores y criminólogos académicos claramente se decantan por la necesidad de explicaciones teóricas
dinámicas (más que estáticas), que tomen en cuenta la plasticidad de la conducta delictiva a lo largo del tiempo, en
función de los múltiples factores cambiantes de la vida, tales perspectivas apenas han comenzado a difundirse en el
discurso más popular y en las políticas públicas, que tienden en general a interpretar la conducta delictiva como un
rasgo invariable y a percibir al conjunto de los delincuentes como manifiestamente irrecuperables.

La conclusión de que puedan producirse cambios sustanciales en las trayectorias delictivas individuales (lo que
realmente constituyen la regla habitual) debería tener implicaciones renovadoras, y en cierto sentido revolucionarias,
tanto para las percepciones de los ciudadanos acerca del delito, como, más aún, para los gestores públicos en esta
materia.

Siendo norma general la plasticidad y el cambio de la conducta delictiva durante el periodo de la adolescencia y la
juventud, carece de justificación racional y empírica la aplicación de sanciones prolongadas, o permanentes, a los
delincuentes jóvenes.

En Estados Unidos y otros países (no pocos), políticas penales tales como la cadena perpetua sin posibilidad de libertad
condicional, o la incapacitación o privación permanente de derechos civiles, estarían presuponiendo que la criminalidad
es una especie de rasgo personal fijo y estable, que cristaliza en las primeras etapas de vida y resulta casi inmutable a
partir de entonces.

Sin embargo, las revisiones teóricas y la investigación empírica aquí realizada pone en tela de juicio tal presunción, y
sugiere más bien que el cambio de la conducta delictiva es lo más habitual y probable.

También podría gustarte