Mauricio Beuchot - Hermeneutica Analogia y Simbolo-Herder 2004
Mauricio Beuchot - Hermeneutica Analogia y Simbolo-Herder 2004
HERMENÉUTICA,
ANALOGÍA
Y SÍMBOLO
Herder
ADVERTENCIA
ESTA ES UNA COPIA PRIVADA PARA FINES EXCLUSIVAMENTE
EDUCACIONALES
QUEDA PROHIBIDA
LA VENTA, DISTRIBUCIÓN Y COMERCIALIZACIÓN
"Quién recibe una idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la mía; igual
que quién enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a
oscuras" ,
—Thomas Jefferson
Herder
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HERMENÉUTICA, ANALOGÍA Y SÍMBOLO
CONTENIDO
El ordenanalógico .........iuoooaaaaeaaeeaeeeeeoaa as
Aplicaciones recientes .......oiiooaaaaaeoaeaeaccaa e
Resultado y síntesis: entre presencia y ausencia, no
A
Épocamedieval ........iirocararorocaaaaaacaeaa a
Época moderna. ......eioeooeooaaaceeaeerca o
Época contemporánea. ........-iiiooraaraaaoaaaaa es
Resultados ......eiiocaaaaeaeeceeea a
SS
V. INTERPRETACIÓN, ANALOGÍA E ICONICIDAD ...... aaa, 75
1. Planteamiento. .....aaa a 75
2. ElsignoicónicoenPeiïrce ..........ii aaa aaaii 78
3. Eliconoylaanalogía............ cia a 84
4. El icono-análogo como modelo de interpretación ......... 88
S. Resultados ........ aa
iiiaaaa aaa 92
8
8. Retóricay diálogo .........ooooaaaaaaaaaeeeaeeee e 135
9. Supuestos antropológicos de la retórica. ................ 136
10. La intencionalidad en la retórica .........--«oooooo oa o e 138
11. Lo estructural de la retórica ...... ooo...- eee es 139
12. Laretórica y laanalogía.............iooooaeooaaaae es 139
13.Resultados ......ic ccoo 141
Esta obra intenta conjuntar varias cosas. Por una parte, servir
como introducción a la hermenéutica. Por otra, hacer una expos1-
ción de la propuesta de una hermenéutica vertebrada a través de la
noción de analogía, de analogicidad. Por tanto, una hermenéutica
analógica. También, pretende iniciar la introducción en la herme-
néutica de la noción de icono o iconicidad, conectada con la de analo-
gía. Asimismo, abrir el camino a una hermenéutica de los símbolos.
Y, finalmente, mostrar, con algún ejemplo, la aplicación que puede
tener en la práctica.
Así, en un primer momento, hago la exposición de lo que en-
tiendo por analogía, sobre todo en relación con la actualidad; luego
lo que entiendo por hermenéutica, de modo que se llegue a la capta-
ción de lo que entiendo por hermenéutica analógica. Después, una
vez planteada la naturaleza analógica de la hermenéutica, reseño a
grandes trazos el proceso que se dio en la historia de la hermenéuti-
ca misma para llegar a la captación de su condición analógica. Después
conecto la analogía con la iconicidad, de modo que se pueda hablar
de una hermenéutica (y aun de una pragmática) analógico-icónica.
En seguida, a través de la noción de lectura (que es el acto interpre-
tativo por excelencia), se conectan la interpretación hermenéutica y
la interpretación pragmática, que sólo difieren por el énfasis en la
subjetividad o en la objetividad de la interpretación, y que confluyen
de manera más clara aún por virtud de la noción misma de interpre-
tación analógica, de lectura proporcional y equilibradora del sentido
literal y del sentido alegórico o simbólico. Se va en seguida a la elu-
cidación del método de la hermenéutica, sobre todo de la herme-
11
néutica analógica, y me centro en su parte heurística o inventiva,
dejando para después su aspecto argumentativo, que estará en la línea
de la retórica (tal como la entiende, por ejemplo, Perelman); eso
nos permite pasar a una reflexión sobre la retórica, y su naturaleza
analógica, con la cual puede conectarse con la hermenéutica analó-
LZica, y servirle de instrumento argumentativo 0 teoría de la argu-
mentación. Accederemos, a continuación, al tema más fuerte de nues-
tro estudio, que es el del símbolo y sus relaciones con la hermenéutica.
Algunos han pensado que los símbolos sólo pueden vivirse, no inter-
pretarse, que, en el momento en que se interpretan, desaparecen como
símbolos y pasan a ser otra cosa, algo muerto. Pero, gracias a la noción
de hermenéutica analógica, se puede hablar de una interpretación del
símbolo, aunque sea sólo aproximativa y parcial, ciertamente sólo
proporcional, pero que evita que la captación del símbolo se vuelva
una especie de teología negativa o mística del puro silencio. Después
se aplica lo anterior al tema de la apertura que crea el pensamiento
simbólico y la hermenéutica de los símbolos hacia una filosofía del
hombre y una ontología o metafísica más plenas y promisorias. Por
ello se accede a la aplicación de la hermenéutica analógica a las cien-
cias humanas 0 sociales, esto es, las humanidades, lo cual nos mues-
tra que, con una hermenéutica adecuada, esto es, con una hermenéu-
tica analógica, tendrán un futuro promisorio. El trabajo termina, por
último, con una bibliografía selecta relativa a los temas abordados.
12
II. LA ANALOGÍA Y LA FILOSOFÍA ACTUAL
1. PLANTEAMIENTO
13
2. LA ANALOGÍA EN SÍ MISMA
14
sa en cada uno de los analogados, sino solamente participada de mane-
ra desigual, según mayor o menor perfección en el significarla. Por
ejemplo, “cuerpo” es diferentemente participado por los cuerpos ¡infe-
riores y los superiores, ya que estos últimos tienen mayor perfección
que los primeros. Pero, a esta aplicación hecha por Aristóteles, Santo
Tomás añadía que incluso entre los cuerpos inferiores hay esta des-
igualdad, ya que la corporeidad de la planta es más perfecta que la
del mineral. Así, aunque el lógico tiende a decir que se reduce a la
univocidad, el filósofo natural o físico tiende a ver analogía en las
cosas, y a decir que hay diferencias dentro de los mismos géneros:
por lo que “todo género puede llamarse análogo de este modo (aun-
que algunos acostumbran a llamar así sólo a los más generales y a los
más próximos a ellos), como aparece claro refiriéndonos a la canti-
dad y a la cualidad en los predicamentos, y el cuerpo, etc.”.' Como
se ve, había conciencia de que aun en donde parece haber pura uni-
vocidad, como es en el campo de las ciencias naturales, había analo-
gicidad. Mucho más en el campo de lo social y de las ciencias socia-
les o humanas. La analogía impregna casi todos los campos. Por ello
se puede hablar de cierta universalización de la analogía, pero una
universalización mitigada, ella misma analógica, como no podía ser
menos. Una analogicidad de la realidad y de los saberes, pero según
grados y diferencias de acuerdo con los campos y órdenes en que se
realiza.
Estos análogos físicos o de desigualdad tienen predicación ana-
lógica porque el atributo o nombre en cuestión se les predica a todos
según un cierto orden de prioridad y posterioridad, y ‘ya se ha con-
vertido en usual dice Cayetano— que denominemos como sinónimos
el que algo se predique analógicamente y el que se predique según el
orden de prioridad y posterioridad”’ ? (aunque reconoce que con ello
se puede caer en exageraciones, y que no en toda analogía hay pro-
piamente esa prioridad y posterioridad, ni hay que exigirla). Esta
es, pues, la característica principal de lo análogo o analógico: no ser
1. ibid., p. 95.
2. ibidem.
15
homogéneo, sino tener un orden en cierto modo jerárquico, según
algo primero y algo posterior, o según algo principal y algo secun-
dario. Pero los análogos de desigualdad son análogos impropios, por-
que esa prioridad y esa posterioridad se da sólo en la participación
desigual de una razón 0 noción que es en el fondo la misma para todos
los analogados. No hay diferencia en la noción, sino sólo en el gra-
do de su participación, por lo que son casí unívocos. Es la analogía
que más se acerca a la univocidad.
En cambio, la analogía de atribución sí cumple con la prioridad
y la posterioridad de orden en cuanto a la significación. En efecto, en
ella el nombre es común, y “la razón significada por ese nombre es
la misma según un término y diversa según las relaciones a él’’.' Esto
quiere decir que la razón o noción significada por el nombre sirve de
polo 0 término por relación con el cual los significados son diver-
s0s y guardan una jerarquía. Por ejemplo, en el predicado ‘“‘sano’”, la
razón significada es la sanidad 0 salud, y de acuerdo a su relación con
ella se da la jerarquía de los demás significados concretos; así, ‘‘sano”’
se aplica de manera principal al animal, ya que es el sujeto de la sani-
dad; y se aplica de manera secundaria a la medicina, que es su cau-
sa eficiente, y también a la orina, que es su efecto o signo. Esta ana-
logía tiene cuatro clases, según las cuatro causas aristotélicas: final,
eficiente, material y formal, “llamando por ahora dice Cayetano cau-
sa ejemplar a la causa formal’? ya que la causa ejemplar o paradig-
ma tiene un papel muy importante en la analogía, como se ve en los
modelos analógicos.
El nombre 0 predicado que tiene esta analogía conviene for-
malmente (0 por denominación intrínseca) al analogado principal, y
con denominación extrínseca a los analogados secundarios. Y el ana-
logado principal está siempre presente en la noción de los otros. Por
ello el nombre análogo no tiene un significado completamente común
a todos los analogados; y, ‘en consecuencia, tampoco tiene ni un con-
cepto objetivo ni un concepto formal que abstrae de los conceptos de
1. ibid., p. 97.
2. ibidem.
16
los analogados, sino que sólo tiene de común la palabra con la iden-
tidad del término en el que convergen las diversas relaciones”.! Esto
quiere decir que no se puede hacer una abstracción perfecta en los
análogos, porque siempre hay que tratar de atender a las diferencias
de sus elementos contenidos. Hay, pues, en ellos una unidad sólo rela-
cional, estructural, de orden. Y esta analogía puede manejarse tanto
en las cosas físicas como en las sociales y aun en las metafísicas.
La analogía de proporcionalidad es la más propia. El nombre
que se da en esta analogía es común, y la razón significada por ese
nombre es sólo proporcionalmente la misma. Es decir, los analoga-
dos se unifican porque proporcionalmente significan lo mismo, como
la vista corporal y la intuición intelectual son proporcionalmente lo
mismo. Pero sólo proporcionalmente. Es una semejanza de relacio-
nes, y no tanto de cosas. Esta analogía se divide en dos: analogía de
proporcionalidad propia y analogía de proporcionalidad impropia 0
metafórica. Esta última es la más cercana a la equivocidad, y sólo
se aplica a uno de los términos relacionados, pues sólo uno recibe
la denominación o la predicación de manera literal, mientras que el
otro la recibe de manera metafórica; como en ‘‘la risa es al hombre lo
que las flores al prado”, y con fundamento en esa relación de pro-
porción podemos decir metafóricamente “el prado ríe”, entendién-
dolo por comparación con el hombre.? La analogía de proporcionali-
dad propia es el modo más perfecto de la analogía, pues en ella el
nombre común se dice de ambos analogados sin metáfora, y respe-
tando proporcionalmente las diferencias de uno y otro, como en “el
corazón es al animal lo que el cimiento es a la casa”. Es la analogía
más perfecta y principal porque se hace según la causa formal intrín-
seca (mientras que los otros modos lo hacen preponderantemente
según la denominación extrínseca, ya que en la de atribución sólo
el analogado principal tiene denominación intrínseca, y en esta de
proporcionalidad propia la tienen todos los analogados). Este último
1. ibid.. p. 100.
2. Cf. V. Rodríguez, “Peculiaridades de la analogía metafórica”, en Analogía
(México), año 3, n. 2 (1989), pp. 3-11.
17
tipo de analogía, aun cuando es aplicable a las realidades naturales y
a las sociales, es el que se da sobre todo en la metafísica. En efecto,
“según esta analogía conocemos las entidades, las verdades, etc. intrín-
secas a las cosas, lo cual no se conoce por la anterior analogía. De
donde, sïn el conocimiento de esta analogía, los procesos metafísi-
cos se dice que están hechos sin arte. Y a quienes ignoran estas cosas,
les ocurre lo que a los antiguos que ignoraban la lógica, como se dice
en los Argumentos Sofísticos, c. 16. Y tal vez desde los tiempos de
Aristóteles no hubo calamidad tan peligrosa como esta que nos afli-
ge: porque parece blasfemia el que alguien, hablando de términos
análogos metafísicos, diga que son comunes según la proporciona-
lidad”.' Y sigue ocurriendo lo mismo, ya que por causa de la moder-
nidad se perdió el sentido de la analogía y se buscó únicamente la
univocidad: lo claro y distinto; y por causa de la postmodernidad da
la impresión de que se va hacia lo equívoco, al menos por rechazo de
lo univoco. Y, así, sigue sonando a blasfemia el tratar de buscar algo
que no incurra en ninguno de esos dos extremos, sino que tenga una
comunidad 0 universalidad proporcional.
Así, el concepto análogo no es simple; es, por lo menos, doble.
Es decir, de las cosas análogas hay por lo menos doble concepto en
la mente, uno perfecto y otro imperfecto. En realidad, hay tantos con-
ceptos perfectos cuantos analogados, y al análogo (0 paradigma) le
corresponde el imperfecto (porque es lo que es realizado por los
demás). La semejanza entre los análogos es proporcional, y lo mis-
mo la diferencia entre ellos. Igualmente, la semejanza del análogo
con los analogados es proporcional, y también su diferencia.
Podemos ver en seguida la abstracción del análogo desde los
analogados, esto es, la obtención del concepto análogo a partir de
los objetos análogos, a los que es común por analogía. Esto es tra-
tar de entender la realidad significada por el nombre análogo sin
incluir en ella a los analogados, u obtener el concepto análogo sin
los conceptos de los analogados. La respuesta es que la abstracción
3. LA LÓGICA DE LA ANALOGÍA
1. ibid., p. 122.
2. ibid., p. 126.
3. CE ibid., pp. 127-144.
20
la lógica, pero siempre de forma ideal. Lo equívoco, en cambio, se
sale de la lógica, engendra falacia, invalida la argumentación. Pero
lo analógico es sujetable a la inferencia y a la argumentación, como
ya lo había visto Aristóteles: el término análogo puede entrar en el
silogismo sin que éste se vuelva paralogismo. Puede controlarse lógi-
ca y discursivamente. Algunos han tratado inclusive de formalizar la
lógica de la analogía, como I. M. Bochenski; quien, aunque tuvo algún
éxito, me parece que propuso un formalismo demasiado pesado.!
La analogía tiene semejanza con la admisión de grados en las cuali-
dades de las cosas, que se ha introducido en un sector de la lógica
paraconsistente, como en la que hace Lorenzo Peña.? Pero esta lógi-
ca parece que cada vez se va debilitando más y se va haciendo más
complicada. Por eso veo la lógica de la analogía como no reducti-
ble a ella. Otros la han abordado con la lógica aristotélica tradicio-
nal, como lo ha hecho Ralph McInerny.? Pero prefiero un tratamien-
to intermedio, que recupera la idea aristotélica y a la vez utiliza
elementos conceptuales de la nueva lógica.
Me parece que será suficiente con dar algunas caracterizaciones
lógico-semánticas mínimas de la analogía, adaptando con ligeras
modificaciones lo que de ella nos dice James F. Ross.‘ La univocidad
se da en un término 7 usado en dos enunciados y y q sí T significa en
P la misma propiedad que q, y sí en ambos tiene la misma extensión.
Por ejemplo, “hombre” en “Pedro es hombre” y “Hitler es hombre”,
El término 7 es equívoco sí sucede lo contrario. Por ejemplo “gato”
21
en “el animal que tengo en casa es un gato’ y “la palanca que tengo
en casa es un gato”. Para pasar a la analogía, diremos que tiene varias
clases: de desigualdad, de atribución, de proporcionalidad propia y
de proporcionalidad impropia o metafórica. Un término 7 es análo-
go de desigualdad sí en y y q es unívoco, pero la propiedad 7’, sig-
nificada por él, es poseída por el sujeto de y en diferente grado (según
algún patrón), o de diferente manera (necesidad, contingencia, etc.)
que el sujeto de q. Por ejemplo “virtud” en “la justicia es una virtud”
y “la dureza de la piedra es una virtud”. Un término 7’ es análogo de
atribución cuando figura en y (como “F es 7”) y en q (como “G es
T”), y en y significa una propiedad 7 de F y en q significa una rela-
ción de G con F donde G es la causa de que Z tenga 7’ o un efecto
de que lo tenga. Por ejemplo “sano” en “‘este organismo es sano”,
“este alimento es sano”, ‘‘esta medicina es sana’’ y ‘“‘esta orina es sana”.
El término T es análogo de proporcionalidad, entendiendo la pro-
porción como semejanza, esto es, como semejanza proporcional, y la
semejanza como identidad en algún respecto, pero no numéricamente,
y la semejanza proporcional como semejanza de relaciones 4Tx y
BTy, donde A está relacionada con x por 7 y B está relacionada con
y por 7 (esto es, tienen propiedades formales comunes respecto a
un conjunto de axiomas formales o lingüísticos, aunque no estén for-
mulados en el lenguaje ordinario). De manera más concreta, el tér-
mino T es análogo de proporcionalidad propia cuando es predicado
en varios enunciados y es una relación que se da entre x y 4 y entre
yy B, y ATx y BTy son proporcionalmente semejantes. Por ejemplo,
“alma” en “el hombre, por el alma (racional), es intelectivo” y ‘el
animal, por el alma (irracional), es sensitivo’’, ya que el alma es dis-
tinta (en naturaleza, no sólo en grado) en el hombre y el animal. El
término T es análogo de proporcionalidad impropia (0 metafórica)
cuando
(1) Tes predicado en un enunciado de la forma “Fes 7”; (11) la deno-
tación de T es una clase de objetos Z que tiene miembros individua-
les w, y, z, y F no es miembro de Z; (iii) entre F y los miembros de
Z hay una semejanza proporcional con respecto a la relación R y R;,
y el comportamiento característico u otras propiedades de F y los
22
miembros de Z; (iv) 7 es usado como predicado de F para llamar la
atención sobre las relaciones similares de F con los elementos de Z.
y (v) 7 es equívoco respecto de su figuración en py en los enuncia-
dos donde denota miembros de Z. Por ejemplo, “ríe” en “el hombre
ríe” y “el prado ríe”. En el primer enunciado tiene sentido literal, y
en el segundo, metafórico, es decir, se enuncia que el prado está
florido.
Así, la analogía se puede tratar en una teoría de la argumenta-
ción que siga la línea aristotélica. Y creo que en esa forma puede ayu-
dar mucho en todos los ámbitos de la filosofía. Por eso entraré aho-
ra al tema del concepto y del término analógicos (que conforman el
Juicio y el enunciado analógicos), para pasar después al de la argu-
mentación analógica.
El término análogo, como ya dije antes, es el que es interme-
dio entre la univocidad y la equivocidad, aunque se acerca más a esta
última. Es en parte igual y en parte diferente; y, aunque en él predo-
mina la diferencia, no pierde la igualdad a tal punto que no pueda
usarse en el silogismo. Puede ser metafórico, de atribución, de pro-
porcionalidad o de desigualdad física.
El juicio analógico es aquel en el que hay uno o más términos
usados en sentidos análogos. Y puede darnos una inferencia y una
argumentación válidas. La argumentación analógica puede abarcar
desde lo metafórico, como se hacía en la Edad Media con la herme-
néutica bíblica y en la poesía, pasando por la atribución metafísica
de un primer analogado, y por la universalidad proporcional de la éti-
ca, hasta la analogía de desigualdad de la física, en la que se consi-
deraba que el acercamiento a la univocidad era correlativo a los gra-
dos de contingencia que se acercaban a la necesidad, es decir, lo
que era contingente pero se daba las más de las veces (lo contin-
gens ut in pluribus).\ Lo unívoco se daba, sí acaso, en la lógica for-
mal y en las matemáticas. Pero, sín entrar en esos campos, lo impor-
1. Para más detalles sobre la noción de analogía, cf. M. Beuchot, “La ana-
logía como instrumento lógico-semántico del discurso”, en 4nalogía (México),
1/1 (1987), pp. 5-13.
23
tante es que para el discurso ético se requiere una perspectiva ana-
lógica. Las personas tienen algo de inconmensurable, pero también
cierta conmensurabilidad. Se hacen conmensurables por analogía. Lo
mismo los grupos y las culturas. Podemos comunicarnos a través
de la traducción analógica, ni completamente unívoca ni completa-
mente equívoca. La misma realización de la justicia exige la analo-
gicidad, la proporcionalidad. Una justicia unívoca es inconseguible
0 vana, y una justicia equívoca simplemente no es justicia. Parodiando
a Kant, la ética sín bien común es vacía, pero sín analogía es ciega;
porque el bien común es proporcional, analógico, tiene que dar cuen-
ta de las diferencias de los individuos y de los grupos, sus necesida-
des y prioridades.
4. EL ORDEN ANALÓGICO
24
duales. Otros son todos reales, concretos. Uno es el todo integral,
que tiene partes integrantes, como el hombre se divide en cabeza,
tronco y extremidades. Otro es el todo potestativo o facultativo, que
se divide en partes potestativas o facultades, como el hombre en
facultad motriz, intelecto, memoria y voluntad. Otro es el todo ana-
lógico, que tiene partes proporcionales. El todo analógico es el que
no tiene partes homogéneas, sino diferentes, y tiene que tomarlas en
cuenta a todas y cada una, según su proporción y su función, para
poder ordenarlo, organizarlo.
Esta conciencia de lo finito dentro de la infinitud potencial, de
los límites dentro de lo ilimitado posible, se ve muy a las claras en la
doctrina de la analogía, tanto en el lenguaje metafórico como en el
lenguaje directo y natural, que admite cierto margen de polisemia,
y por eso hay que atender cuidadosamente al carácter analógico de
su interpretación. La interpretación misma involucra analogicidad.
Es algo muy emparentado con la prudencia en la tradición aristotéli-
ca, esa phrónesis en la que se reúnen lo universal y lo particular. La
infinitud desaforada y vertiginosa de los individuos se ve sujetada al
menos un poco en la generalidad “moderada” de lo prudencial, que
no es ni unívoco ni puramente equívoco, sino analógico. Y eso es lo
que hace importante a la analogía para los asuntos humanos, para las
ciencias sociales.
En efecto, Aristóteles tiene mucho cuidado de señalar las vir-
tudes de la analogía. En varias partes estudia la signifkcación de los
términos, principalmente los unívocos y los equívocos (homónimos
y Sinónimos). Dentro de los equívocos, hay unos que lo son pros hen,
esto es, según algún significado determinado que es el principal. Allí
se sitúan los términos análogos. Al Estagirita le preocupa la ambi-
güedad y sentido múltiple de los términos equívocos. Llevarían a
paralogismos, como provocar que un silogismo, por tener un térmi-
no doble, tenga cuatro términos, cuando debería tener sólo tres; y lle-
varían, por supuesto, a falacias, como a la de equívoco o a la de anfi-
bología. Pero encuentra que no todos ellos tienen la misma vaguedad.
Algunos no tienen remedio en esa polisxemia desbocada; pero otros,
a pesar de su ambigüedad, pueden ser sujetados a una significación
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sistemática; se vuelve deliberada, y ya no mero producto del azar irre-
misible. Son los análogos. Siguen siendo equívocos, pero con una
equivocidad a propósito, deliberada, sistemática: su ambigüedad no
es inaprehensible, y pueden manejarse como teniendo un ámbito de
significación o polisemia lo bastante fijo (0 consciente de sus varia-
ciones) como para guardar cierta univocidad (la suficiente). Es lo que
igualmente vio Peirce, cuando dijo que la lucha de la ciencia se da
contra la vaguedad y ambigüedad de fondo de los fenómenos.'
Aristóteles alcanza a ver que son muchisimos los términos que
tienen esta vaguedad o campo variable de significación. Fue algo que
asimismo detectaron los escolásticos, algunos de los cuales llega-
ron a decir que todos los términos eran análogos (0 incluso poten-
cialmente equívocos), a saber, fuera de su contexto; y es algo que
también vio el propio Russell en su artículo ‘“Vagueness”’.? También
lo vio Bolzano, y por eso propuso una lógica de la variación (Varia-
tionslogik).: Lo importante es la polisemia radical que señala Aristóteles
en el lenguaje (aunque no niega la univocidad). Aquí, en esta polise-
mia, es donde tiene su campo apropiado la hermenéutica o interpre-
tación, donde hay expresiones con varios sentidos, es decir, no uni-
vocas, porque éstas tienen un solo sentido y no necesitan ser
interpretadas, ni tampoco equívocas, porque éstas no pueden tener
interpretación. Tienen que ser algo intermedio; no unívocas, pero tam-
poco equívocas completas, sino análogas; por ejemplo, los análo-
gos de propotción impropia, como son las metáforas, son la crux de
la teoría del lenguaje y de la interpretación, lo más granado explica-
tivamente.
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En cuanto a la pervasión de la analogía y la equivocidad en el
lenguaje, los escolásticos (p. ej. Tomás de Mercado) decían que prác-
ticamente toda palabra podía ser equivoca (0 analógica); así, ‘‘hom-
bre” podía significar al hombre vivo o al hombre pintado en la pared.
Pero estos filósofos exigían para los términos un contexto, al menos
un contexto proposicional, aunque también más amplio, ya que decí-
an que los términos análogos tenían el significado más famoso (famo-
sior), es decir, el más usual o el más aceptado, el que se debía a su
acepción; además, decían que, en los términos análogos, “tales son
los sujetos cuales lo permiten los predicados”;! P- ej., SL digo “el
hombre corre”, lo primero que se puede pensar es que estoy usan-
do “hombre” en el sentido usual de hombre vivo: sólo en segunda
instancia podrá pensarse que me estoy refiriendo al pintado, y que
en la pintura se lo ha representado como corriendo. Es más, s1 deseo
usarlo en sentido figurado o restringido, pero no en el sentido usual,
tengo que decir “el hombre pintado corre”, o bien “el hombre corre,
en la pintura” (que lo representa). Este último enunciado aún ten-
dría cierta ambigüedad. Más bien se le ayuda al aplicarle lo que
los escolásticos del siglo XVI llamaban “alienación” o transferen-
cia,” según la cual se detecta y explicita el uso anormal del térmi-
no en el enunciado.
5. APLICACIONES RECIENTES
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se encerraran en la exigencia formal inmanente del univocismo,' y
para la hermenéutica y la pragmática hace falta lograr la analogici-
dad, buscar una hermenéutica analógica y una pragmática analógi-
ca también.
El que más se acercó a la analogía en la hermenéutica fue Paul
Ricoeur, pero no la alcanzó plenamente; es necesario recuperar y
desarrollar sus intuiciones. Y, de hecho, lo que están buscando en el
fondo Gadamer, Derrida y Vattimo es una perspectiva analógica que
evite que caigan en la equivocidad relativista. Derrida necesita una
distinción analógica que evite el predominio caótico y aniquilante
de la desconstrucción de la metafísica dentro de la différance. Más
la distinción que la diferencia. Ya que la analogía es predominante-
mente diferente, pero sín perder la mismidad, se tendría esa preser-
vación de lo diferente que está buscando. Y entonces la metafísica
podrá convivir con la desconstrucción, que será simplemente evi-
tar que se considere unívoca, y permanezca siempre en el ámbito de
la analogicidad. La desconstrucción, ya que es conservación y pro-
tección de la diferencia, es destrucción de la univocidad; pero no
necesita caerse en la equivocidad para ello, hay que permanecer en
la analogía.
También se siente la ausencia de la analogía en Apel y Habermas,
que tienen una concepción para nuestro gusto demasiado univocista
todavía del diálogo. La analogía ayudaría mucho a su concepción dia-
lógica de la racionalidad. Falta llegar al diálogo analógico, a una racio-
nalidad discursiva acorde con él. Y entonces se puede entender la pro-
clama postmetafísica tanto de Ape’ como de Habermas’ como una
28
búsqueda de trascender la metafísica univocista, y se puede entender
esa postmetafísica como analogicidad, o por mejor decir como la vuel-
ta a la metafísica analógica, sin necesidad ya de ser postmetafísica.
En el caso de Apel y Habermas, se resalta la necesidad de universa-
lidad en el reconocimiento del otro como igual, dando demasiada
cabida a la universalización, con riesgo de querer homogeneizar o
uniformar de manera unívoca.
En efecto, la misma urgencia de aplicación de la analogía se
encuentra en el giro lingüístico y en el giro pragmático de la actua-
lidad. Es bien sabido que el giro pragmático se inspira eminentemente
en Charles Sanders Peirce, por un lado, y en Ludwig Wittgenstein,
por otro. Pues bien, ambos autores estuvieron conectados con la ana-
logía, y la estuvieron perfilando para su teorización. Más conscien-
temente Peirce, que fue tan buen conocedor de la escolástica, sobre
todo en lógica. Aborda la analogía a través de su noción de abduc-
ción, como el razonamiento analógico o por analogía que se recoge
en la hipótesis. Pero le faltó desarrollarlo, y sobre todo aplicarlo a los
diversos campos que lo requerían. Wittgenstein se acercó a esa noción
de analogía por varios rodeos, sobre todo con su noción de “pareci-
dos de familia”, que concede a las cosas, principalmente para abor-
dar el problema de lo universal.
El mismo Lévinas, con su reconocimiento del Otro y del otro,
está buscando la analogicidad que lo haga aceptarlo en algo unita-
río y sin embargo distinto. A veces se le siente demasiada inclina-
ción a la equivocidad. Tal vez hasta se puedan encontrar en él los
elementos para plantear ese reconocimiento analógico del otro en el
plano de la ética. Y entonces no se necesita poner a la ética como
filosofía primera en lugar de la metafísica. La metafísica podrá seguir
siendo la filosofía primera; pero, al ser analógica, y al darse la dis-
tinción de manera principal en la persona, entendida no sólo como
substancia sino como relación (y, proporcionalmente, más como rela-
ción), se tiene que acudir a la persona humana para que se comple-
te como metafísica, y con esa metafísica de la persona (que inicia la
antropología filosófica, como mediadora) se entra ya a la ética mis-
ma. Además, el conocimiento analógico del otro como prójimo y
29
como oprimido puede subsanar deficiencias que se echan de ver en
la postura de Lévinas sobre el conocimiento y el reconocimiento del
otro, que a veces corre el riesgo de equivocismo. Es cierto que en el
contacto con el otro hay un misterio parecido al que uno se encuen-
tra en su contacto con el Otro con mayúscula, con el Absoluto o la
Trascendencia. Mas, para no renunciar a decir algo sobre el otro, que
permanece siempre irreductible y con una sobrecarga de significa-
do en la comunicación, que se pierde en nuestro pobre uso del len-
guaje, se puede acudir a la analogía para describir nuestro conoci-
miento del otro y nuestro trato con el otro, inclusive nuestro
reconocimiento del otro y nuestro respeto por él. La teoría de Lévinas
resalta el carácter de particularidad del otro, dejando amplio margen
para la diferencia, pero dificultando el encuentro en un proyecto
común hacia el bien, o hacia el bien común.
Veamos un ejemplo final. Más allá del univocismo y del equi-
vocismo, es precisamente Bartolomé de las Casas quien tuvo un reco-
nocimiento analógico del indio, en el que respetó muchas diferencias,
y buscó cierta uniformidad o comunidad 0 igualdad. Reconoció el
humanismo indígena, sín exigir que fuera como el europeo; le con-
cedió diversidad. Pero reconoció la igualdad del indio como hombre,
como participante de la naturaleza humana, con derechos humanos
comunes y con una exigencia de justicia que los unía a todos los hom-
bres. Su analogismo le hizo aceptar las creaciones culturales de los
indios, a la vez que reprobar la antropofagia y los sacrificios huma-
nos. La apertura sin rechazo es tan esterilizante como la descalifica-
ción sin comprensión.
Hay mucha riqueza que sacar de la analogía. Ciertamente no
es la panacea de los alquimistas, pero sí es una piedra de toque para
calibrar la sutileza y profundidad de una doctrina, tanto filosófica
como científico-social. Hay mucho aquí que se puede desarrollar.
30
6. RESULTADO Y SÍNTESIS: ENTRE PRESENCIA Y AUSENCIA,
NO DIFERANCIA, SINO DISTINCIÓN, POSIBILITADA POR LA ANALOGÍA
31
111. LA HERMENÉUTICA
Y SU NATURALEZA ANALÓGICA
1. PLANTEAMIENTO
33
2. HERMENÉUTICA
34
te, interpreta la tranferencia, que es una acción o, por lo menos, se
manifiesta en ciertas acciones. Además, hay otras cosas que se pue-
den tomar como texto: esculturas, edificios, etc. Inclusive, los medie-
vales tomaban como texto al mundo.
Pero nos está sucediendo con la noción de texto en la hermenéu-
tica lo que le sucedía a la noción de estructura en el estructuralismo:
que se aplicaba a casi todo, a cualquier cosa, con tal que no estuviera
completamente caótica o desordenada. Aquí parece que todo lo que
pueda significar algo podría ser tomado como un texto, y eso puede
abarcar todo, cualquier cosa. Para evitar tal ambigüedad por demasia-
da extensión, nos centraremos en los tres modelos de texto señalados
al principio: el escrito, el hablado y el actuado. Y, predominantemen-
te, en el escrito, que es el más usualmente tomado como texto.
Comparando la hermenéutica con la semiótica, el texto es un
signo, o fenómeno sígnico, y es emitido por un autor y recibido por
un intérprete. Son el escritor y el lector, que se relacionan mediante
el texto. Mas, para que el lector pueda entender el texto, se requiere
además un código, una competencia lingüística (0 cultural) que haga
posible captar la actuación lingüística del autor, que es precisamen-
te el texto que fue obra suya. Así, mediante el código, el lector pue-
de decodificar el texto que el autor encodificó. Ya el texto mismo es
un canal, tiene una corporeidad, en nuestro caso, gráfica, que se da
sobre algún material que soporta y vehicula la escritura (desde la pie-
dra, pasando por el pergamino, el papiro y el papel, hasta llegar inclu-
sive al disco de la computadora). Hay varias clases de texto (ideal,
real, etc.),' pero prefiero aludir al real y concreto que nos llega de un
autor. También hay varias clases de autor (ideal real, etc.), pero igual-
mente prefiero referirme al autor de carne y hueso que dejó su escrito.
Del mismo modo, hay varias clases de lector (ideal, real, etc.), pero
prefiero asimismo el lector que con todas sus deficiencias de com-
prensión se acerca al texto.
Junto con el código que es necesario para interpretar, se tiene
35
que tomar en cuenta el contexto del código: la cultura o tradición
en la que se ubica. Hay un horizonte de comprensión, configurado
por esos presupuestos (pre-conceptos y pre-juicios) en los que se
encuentra el autor y en los que se encuentra el lector. Es decir, cada
uno tiene su propio horizonte. La comprensión supone una fusión de
horizontes; es la adecuación o compaginación del horizonte del lec-
tor con el del autor. Por supuesto, nunca es completa la comprensión,
siempre hay pérdida, siempre es sólo proporcional. Pero cuando es
suficiente, puede darse una comprensión satisfactoria.
Y es que interpretar es poner un texto en su contexto. Tenemos
la intuición común de que un texto descontextualizado no puede com-
prenderse de manera adecuada. Pero justamente poner un texto en su
contexto es colocar algo particular en el seno de algo más general, lo
individual en lo universal, lo momentáneo en la historia. En ese sen-
tido, también comprender es, de alguna manera, explicar. Pero, igual-
mente, aquí contextuar o colocar lo particular en lo universal, el tex-
to en el contexto, es una especie de vuelta: un círculo, el círculo
hermenéutico. Pero puede resolverse esa circularidad tomándola como
no-viciosa, incluso como virtuosa.!
El texto principal y más complejo es el símbolo y lo que tiene
que ver con lo simbólico (el mito, el rito, la metáfora, etc.). El sím-
bolo como texto, o el texto simbólico, es algo central para la her-
menéutica. Es donde la interpretación encuentra su prueba de fuego
y su principal aplicación. Es donde cualquier hermenéutica manifiesta
su rendimiento y su potencial cognoscitivo. El símbolo siempre remi-
te a otro significado distinto del que exhibe de manera superficial y
aparente; lleva a un significado profundo, oculto, inclusive misterio-
36
s0. Algunos como Raimon Panikkar dicen que el símbolo no se pue-
de interpretar, que sólo se puede vivir.! Otros, al revés, tratan de tra-
ducir el símbolo a un discurso lógico de indole cientificista; pero hay
otras posturas intermedias en las que el símbolo se puede interpretar,
con la exigencia de cierta vivencia, y sabiendo que no se lo va a com-
prender enteramente, sin agotar su contenido. (Esto será retomado
después, en su lugar propio, el capítulo IX. Allí veremos sí el sím-
bolo puede ser interpretado y en qué medida.)
SI se carga la interpretación hacia el lado del autor, se tendrá una
hermenéutica objetivista; sí se la carga hacia el lado del lector, se ten-
drá una hermenéutica subjetivista. Creo que no se puede tener una pre-
tensión objetivista que se imagine que va a captar la intencionalidad
del autor en toda su riqueza; pero tampoco se puede profesar un sub-
Jetivismo que permita traicionar completamente al autor, dejar de lado
sus intenciones comunicativas y solamente usar a nuestra convenien-
cia su texto. Por ello, el texto mismo, que es el entrecruce del autor y
el lector, es el que puede darnos una “verdad del texto” que resulte del
encuentro de autor y lector, de modo que no se renuncie a la lucha
por alcanzar la intención o el sentido del autor, pero se tenga concien-
cia de que siempre habrá una injerencia de nuestra subjetividad. Por
eso debería hablarse de una mediación entre autor y lector, de un lími-
te analógico o proporcional constituido precisamente por el texto como
punto de encuentro de la intencionalidad del autor y la del lector.
Asimismo, no se puede postular una lectura univoca, que pre-
tenda comprender al autor de manera exhaustiva, como tampoco se
puede permitir una lectura equívoca, que deforme al autor según
los intereses y aun las conveniencias del lector; tiene que llegarse
también a una mediación proporcional, a un límite analógico. No es
cierto que solamente puede haber una sola interpretación válida de
un texto, pero tampoco pueden ser válidas todas las interpretacio-
nes posibles del mismo; hay una gradación, una jerarquía, según la
37
cual las interpretaciones se acercan 0 se alejan a la verdad textual, a
la validez. Puede haber un conjunto de interpretaciones válidas de un
texto, pero unas serán más válidas que otras, más cercanas o más leja-
nas de esa verdad textual; y, a partir de un punto, esa verdad decre-
ce y caen en el equívoco, en el error. Todo esto nos indica que debe-
mos pensar la hermenéutica en los límites de la analogía, esto es,
pensarla como hermenéutica analógica.
38
das, y además se evita el relativismo; sólo se da cabida a un sano plu-
ralismo. Así, una hermenéutica analógica, sin quedarse en la univo-
cidad positivista de una sola interpretación, ni caer en la equivocidad
relativista del sinnúmero de interpretaciones, abre el margen de la
verdad interpretativa, y deja que sean varias las interpretaciones ver-
daderas y válidas, pero jerarquizadas según su acercamiento o ale-
jamiento de la verdad textual, y el criterio de esa cercanía o lejanía
no se da sólo desde el lado del autor ni sólo del lado del lector, sino
en el lado de su confluencia en el texto.
Mas para eso hay que cumplir lo que decía San Anselmo acer-
ca de la interpretación de la Sagrada Escritura: creer para compren-
der, y comprender para creer. Es decir, sólo se puede comprender si
creemos algo, y sólo si comprendemos algo, podremos creer más.
Parece un círculo vicioso, pero más bien es limitar la circularidad; es
darle, por así decir, ‘‘la cuadratura al círculo”, y así frenar su propia
circulación, satisfacer su propia petición de principio, su demanda de
parar en el origen, de detener la progresión infinita. Esta cuadratura
se da porque en la confluencia del microcosmos y el macrocosmos,
que es la inteligencia imaginativa, se unen en lo finito y lo infinito
—como quería Cusa, se da la unión de los opuestos-;: ella es su piedra
filosofal. De hecho, es el principio del hermetismo, y, en cierta medi-
da al menos, de la hermenéutica misma.
Pero hay que evitar o cambiar el principio de la gnosis. La gno-
sis pide el conocimiento, pero parece relegar el afecto. Hay que hacer
lo que San Juan el evangelista: lograr una gnosis que no deje de lado
el afecto, la caridad. En San Juan se daba la auténtica gnosis, la que
no dejaba de lado ni el conocimiento ni el amor, sino que les daba sus
Justas proporciones.!
39
La hermenéutica analógica tiene como otra de sus condiciones
de posibilidad el diálogo. Es dialógica. En efecto, la determinación de
lo adecuado de una analogía, de una proporción captada, depende del
acuerdo (también analógico, tal vez) que se alcance con los otros intér-
pretes o con los receptores de la interpretación. Siempre hay que dia-
logar para que se acepte una nueva interpretación, y para ello hay que
poder argumentar, aun sea no de manera apodíctica, pero sí, por lo
menos, de manera tópica y retórica. En estos métodos de discurso que
no son rígidos, como la dialéctica (tópica) y la retórica, es donde más
se ve la dialogicidad del pensamiento analógico.
40
Hablé de pragmatización y hermeneutización de la filosofía.
Cuando, inclusive, semantizamos la filosofía, y vamos del lenguaje
a la realidad, es muy distinto partir de la expresión literal que de la
simbólica. Partir de la simbólica es más complicado, y nos da una
ontología distinta que partiendo de la literal. La expresión simbóli-
ca exige una agudeza y una ductilidad que no exige la literal, y da
sutileza para aprehender la realidad de manera más dinámica y ágil.
Es el dominio de la variabilidad que se acepta, pero que no devora
sus límites; se mueve con agilidad, presteza y elegancia, pero dentro
de su ámbito. Más aún, pide ser atrapada en los entrecruces, en esa
fusión de horizontes y de fronteras.
La hermenéutica, que siempre exige cierta trascendencia de la
literalidad, y que nos integra, también en cierta medida, en la sim-
bolicidad, conduce a una ontología más dúctil e inestable, a la vez,
que la que nos ofrece la ciencia. Se da, así, una ontología simbóli-
ca, o una simbología ontológica. No tiene por qué darse una simbo-
logía anti-ontológica, como algunos han creído. Puede el simbolis-
mo enviarnos a una ontología, pero será una ontología muy peculiar.
Percibir y comprender la realidad es muy distinto: partimos de
la literalidad que da la simbolicidad. Una actitud literalista y una acti-
tud simbolista. Más aún, hay que conjuntar las dos cosas, como en la
metáfora se unen el significado literal y el metafórico.
6. MONOLOGICIDAD Y DIALOGICIDAD
EN LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA
41
to con los demás. Si bien no existe el solo sí mismo, el monólogo
solipsista, tampoco existe el diálogo que no se componga de indivi-
duos que comparten su reflexión. Así, la reflexión, aunque es influi-
da por el diálogo, también influye en él. Esa reflexión lleva a la abs-
tracción, a la universalización, y conduce a lo que se presenta de
manera dialógica como una hipótesis a comprobar en el debate inter-
subjetivo. Es un acto de abstracción individual, pero encuadrada en
una comunidad cultural con su marco conceptual. Esto no impide que
haya una realidad independiente de ese marco conceptual, aunque
sólo cognoscible a través de ese marco. Pero no como un noúmeno
que se nos queda sín conocer más allá del fenómeno que nos permi-
te ver el marco conceptual. En esto soy partidario de Peirce, quien no
creía en la kantiana división de fenómeno cognoscible y noúmeno
inalcanzable.! El noúmeno, esencia o substancia se puede alcanzar
cognoscitivamente a partir de las apariencias; sí algo se nos presen-
ta en el conocimiento, podemos captar su realidad substancial, aun-
que sea solamente al final de la investigación, o en condiciones idea-
les. Yo diría que esto que sostengo es a la vez realismo y relativismo
moderados; es decir, sostengo un relativismo relativo, o limitado, o
moderado. Porque creo que más allá de la semiótica o pragmática
trascendental de Apel (y, al menos en parte, también de Habermas),
hay una base realista que la sustenta y la hace posible; y más allá del
marco conceptual de Putnam, hay una realidad que existe y se cono-
ce, aun cuando sea en condiciones ideales. Putnam dice haberse ¡ns-
pirado en Peirce para su realismo interno o pragmático del marco con-
ceptual.? Apel dice igualmente haberse inspirado en Peirce para su
42
teoría de la verdad como consenso más un a priori de la comunica-
ción, así como para la idea de la semiotización de la filosofía tras-
cendental kantiana, aunque más bien parece una trascendentalización
de la semótica.! También yo me inspiro en Peirce para presentar un
modo de universalización analógico, dentro de lo que él llama abduc-
ción o abstracción abductiva, o universalización hipostática, que se
formula como hipótesis y se presenta a la intersubjetividad para ser
comprobada, pero que es como el icono: su verdad no depende de
la mera convención, sino de su representación de la realidad.
Hay, pues, un rejuego de lo natural y lo social en este proceso
de universalización o conceptualización. Hay cierta dependencia de
lo social que no ahoga lo natural. Hay un cierto relativismo, mode-
rado, con respecto a los marcos conceptuales para captar la realidad;
pero ella sigue siendo alcanzable por esa facultad abstractiva y abduc-
tiva por la que nos relacionamos exitosamente con nuestro entorno,
lanzando hipótesis que luego son contrastadas intersubjetivamente
en el diálogo y la relación con la realidad. Con esto se puede ubicar
el relativismo en su justa medida, y evitar un relativismo extremo
(equivocista) así como la pretensión de un absolutismo extremo (uni-
vocista). Nos quedamos con un relativismo relativo o analógico, en
el que no desaparece la naturaleza en la cultura, sino que se apoyan
mutuamente.
7. RESULTADOS
43
veces por sólo disponer de una contraposición tajante entre lo uni-
voco y lo equívoco. Tanto recurso al univocismo, en el positivismo
y el cientificismo de la modernidad ha orillado a muchos al más seve-
ro y extremo equivocismo. Y ya es tiempo de dar oportunidad a otra
alternativa, que se beneficia de las dos anteriores y no incurre en
sus deficiencias y problemas, a saber, la analogía, la analogicidad,
que promete brindarnos muchos beneficios sí sabemos acogerla, pro-
fundizar en ella y cultivarla.
La misma historia de la hermenéutica nos hace ver la necesidad
de una hermenéutica analógica, ya que dicha historia se ha tejido a
través de la lucha entre el univocismo y el equivocismo, esto es, entre
el literalismo y el alegorismo; y pocas veces se ha encontrado el equi-
librio en el analogismo. Pero cuando se ha logrado, se tiene una her-
menéutica muy fructífera y lo más rigurosa posible, todo ello a la vez.
En el capítulo siguiente atenderemos a esos momentos y pensado-
res que han atinado a la analogicidad en la historia de la hermenéu-
tica, a fin de que nos señalen la existencia y la naturaleza de la her-
menéutica analógica.
44
IV. HISTORIA COMPENDIADA DEL CAMINO
HACIA LA CAPTACIÓN DE LA ANALOGICIDAD
DE LA HERMENÉUTICA
1. PLANTEAMIENTO
45
Una cosa que veremos constante en la historia de la hermenéu-
tica es la pugna entre los dos aspectos o dimensiones del texto: el sen-
tido literal y el sentido simbólico o alegórico. Es cierto que a veces
sólo tiene cabida el literal, y en determinados textos sólo el alegóri-
co. Pero el problema principal se da cuando un mismo texto puede
tener ambas interpretaciones, que es casi siempre. En efecto, el tex-
to tiene un sentido cercano al literal, por el que buscamos principal-
mente la referencia; pero también, como el hombre es animal sim-
bólico —al decir de Cassiïrer- tiene una fuerte inclinación a encontrar
símbolo en los textos que tiene frente a sí, y es parte primordial de su
búsqueda del sentido. Si la hermenéutica tiene como propio colocar
las cosas en su contexto, esta polémica de sentido y referencia, o de
hermenéutica y ontología, representada en la pugna entre sentido ale-
górico y sentido literal, ha sído el contexto de la hermenéutica mis-
ma, y una historia hermenéutica de la hermenéutica debe tomarla
en cuenta y guiarse por ella.
2. ÉPOCA ANTIGUA
Presocráticos
46
sible el antropomorfismo; cree que debe ser algo simbólico. Lo mis-
mo le pasa a Jenófanes. El término “alegoría’’ data de Cleantes y lo
difunde Plutarco; pero ya es usado por Estesícoro, Antímaco y
Teógenes: los dioses homéricos son fuerzas físicas o facultades men-
tales. Anaxágoras hace lo mismo, y también Diógenes de Apolonia,
Demócrito y Metrodoro. Mucho más los estoicos: Zenón y Cleantes,
que fue el que lanzó la palabra “alegoría”. Pródico aplica a Hécrules
la alegoría moral: significa alguna virtud, al igual que los demás dio-
ses. También lo hicieron Aristarco y Eratóstenes, lo mismo que los
sofistas. Platón lo desaprobaba y se burlaba de estos últimos, dicien-
do que de Homero lo sabían todo, menos la poesía.'
47
nicación misma, pero de la comunicación completa, en todo caso, y
no sólo de la ¡interpretación — recuérdese que es primordialmente sobre
la enunciación. Hay también un Peri hermeneias de Demetrio, pero
es un manual de estilística; y Luciano habla de una capacidad her-
menéutica (hermeutiké dynamis). pero es también una capacidad esti-
lística.
Por eso no extraña el que la hermenéutica haya estado ligada a
la retórica, que es una de las disciplinas que proporcionan la estilís-
tica. La retórica no sólo era vista como una técnica de producción del
discurso, sino también como una técnica de comprensión del mismo.
Surgida en la Sicilia de los sofistas, con fines jurídicos, la retórica se
extendió hasta llegar a ser formidable rival para la filosofía. En tiem-
pos de Sócrates, Platón y Aristóteles, esa universalización de la retó-
rica hizo que la hermenéutica estuviera bajo su égida, bajo su tute-
la. Como la retórica estudia los recursos literarios y poéticos del
discurso, con los cuales se puede empobrecer o enriquecer, ya aquí
en la época sofística se encuentra el surgimiento de la dialéctica entre
sentido literal y sentido figurado (metafórico, alegórico o simbólico).
Helenistas o alejandrinos
48
gramatical. Aristarco, el quinto biblhotecario, editó numerosos auto-
res, entre ellos a Homero, precisamente, y puso el método de la con-
textuación por el todo de la obra: ‘explicar a Homero a partir de
Homero”. Es una búsqueda de la literalidad: qué fue lo que verda-
deramente dijo un autor. En cambio, en Pérgamo (cuya biblioteca se
fundó al comienzo del s. 111 a.C.) se usó el método contrario, de la
interpretación alegórica. El método alegórico fue usado por la sofís-
tica y después por los estoicos, “y responde a la exigencia de adap-
tar a la mentalidad de una época más evolucionada los textos de la
tradición; y eso pone también implícitamente en juego el problema
de la distancia temporal, pero las vías para remediarlo son de otro
tipo”.' Así, Teágenes de Reggio, hacia el 525 a.C., tal vez por las críti-
cas de Jenófanes al panteón griego, sugiere que se lean en sentido
alegórico los comportamientos lujuriosos o tirascibles de los antiguos
dioses. La lectura alegórica fue desarrollada por Crates de Mallo (ca.
200 - ca. 140), bajo la filosofía estoica, por motivos racionalistas
(y moralistas) y porque concedía gran autoridad a los textos antiguos
como dignos de permanecer a través de las distintas épocas. El pro-
blema de la distancia temporal hace que en la hermenéutica se dé
muy profundamente el problema de la historicidad, no sólo de los
textos (por los cambios lingüísticos y culturales), sino también de los
autores y de los intérpretes. No solamente la configuración de la cano-
nicidad de los escritos, sino las glosas de los exégetas para los nue-
vos lectores, fueron constituyendo el trabajo hermenéutico. Nace la
lucha entre la intención del autor y la del lector (intentio auctoris -
intentio lectoris). Como se ve, está muy presente la polémica del sen-
tido literal y el sentido alegórico.
Esta pugna se recrudece y adquiere gran esplendor por obra de
Filón de Alejandría, judío helenista. Estamos ya a principios de la
época cristiana, y fue cuando Filón practicó mucho la hermenéutica
alegórica. Y ya bien entrado el tiempo cristiano, también Plotino,
en el tercer siglo de nuestra era, interpretaba en sentido alegórico
49
muchos contenidos de los diálogos platónicos,' precisamente porque
ya en su época no resultaban tan comprensibles para aquellos ante
quienes deseaba renovar el platonismo, y a los que genialmente esta-
ba dando un platonismo nuevo, un neoplatonismo.
3. ÉPOCA MEDIEVAL
Edad Patrística
1. Cf. A. Reyes, La filosofía heleniística, México: FCE, 1965 (2.° ed.), pp.
250-251.
50
sideraba que lo importante era salvaguardar el contenido doctrinal de
la fe. En Alejandría se prefería la exégesis alegórica, pues era la que
daba el contenido espiritual o místico de la Escritura.
Tal vez esto se deba a la austeridad desértica de Antioquía, que
propiciaba el estudio de la Palabra de Dios en lo escueto y árido de
la defensa de la fe. En cambio, Alejandría, puerto de mar, a pesar de
estar en el desértico Egipto, tiene algo de lujuriante, de orgiástico, y
también, ¿por qué no?, de éxtasis místico. Además, ya contaba con
la tradición judía alegórica de Filón.
Tenemos en Antioquía a Luciano, nacido en Samosata y mártir
en Nicomedia, que se mostró buen filólogo al hacer una nueva recen-
sión de la versión griega de los Setenta. Caracterizó a su escuela con
una orientación filosófica favorable al aristotelismo, a pesar del pla-
tonismo ambiente; antepuso el análisis gramatical y lógico al retóri-
co, y el sentido literal al alegórico, los métodos racionales a la incli-
nación mística, contraponiéndose con ello a los alejandrinos, que
favorecían esto último. Cultivaba la historia, para dar fundamento a
su literalismo, y desdeñaba lo alegórico hasta en las parábolas, metá-
foras y símbolos. Así hicieron también Teodoro de Mopsuestia y San
Juan Crisóstomo.
A diferencia de ellos, tenemos en Alejandría a Clemente y, sobre
todo, a Orígenes, soñador y visionario, casí alucinado, que era bue-
no para escudriñar las esquinas de los textos, en busca de sentidos
ocultos, espirituales, simbólicos, metafóricos y alegóricos.'
La lectura alegórica se dio mucho entre los anacoretas. Se ve en
Casiano, que, aun cuando llama la atención hacia la preservación del
legado de la fe, no renuncia al gozo de degustar el sentido simbóli-
co o espiritual.? La búsqueda de ese sentido no sólo daba el gusto por
lo oculto, lo no aparente, lo no superficial y lo profundo, como en los
51
emblemas, sino también por la remisión o conducción a lo espiritual.
Se veía aquello de que la letra mata y el espíritu da vida, que decía el
propio Cristo.
Esta dialéctica entre sentido literal y simbólico se mostró en
todos los Santos Padres, pero el genio de San Agustín dio cierta sis-
tematicidad a los procedimientos e instrumentos que tenían los Padres
para interpretar. En el De doctrina christiana, siguiendo a un retor
herético, el donatista Ticonio, pone la retórica como la que brinda los
elementos para interpretar.! Vemos, así, que San Agustín plantea la
retórica como hermenéutica, a saber, ella aporta los medios para expre-
sar y para interpretar, para encodificar y decodificar. Por ejemplo, las
figuras retóricas (y poéticas), como la metáfora, la sinécdoque, la
metonimia, proveen no sólo formas para hablar o escribir bien, sino
que tiene que ser correspondiente a ellas la lectura o la audición, la
interpretación. San Agustín es el que ve los dos procesos como is0o-
mórficos, y los reúne en la retórica. Es la conciencia de la retórica
como hermenéutica y pragmática. Acepta tanto la exégesis literal
como la simbólica o alegórica. Pero advierte que no siempre se debe
buscar el sentido alegórico, sino sólo donde se ve que puede darse; y
que no siempre hay que buscar el sentido literal en la Sagrada Escritura,
pues se tornaría absurda.
Encontramos ya aquí, en la patrística, una lección para la her-
menéutica en la actualidad. Frente a polémicas en las que se niega el
sentido literal y sólo se defiende el simbólico, como lo hace Richard
Rorty contra Umberto Eco, vemos que se tiene que buscar cuándo
puede darse uno u otro, y aun preservarlos a los dos cuando se dan
ambos sin tener que renunciar a ninguno. Rorty defiende el solo sen-
tido simbólico o alegórico para todos los textos, y señala la imposi-
bilidad del sentido literal; Eco defiende el sentido literal además del
simbólico; pero lo atinado es saber decir cuándo se da uno u otro o
ambos en la intención del autor.
52
La Alta Edad Media
53
ca. Incluso en un trabajo sobre retórica, de Thierry de Chartres, don-
de éste comenta la Jnventio Rhetorica, de Cicerón, junto con la
Retórica a Herenio, que se atribuía a Cicerón mismo, se ve el pre-
dominio de lo dialéctico.'
Esto desemboca en el dialecticismo de San Anselmo, y la pelea
entre dialécticos y antidialécticos. San Anselmo interpreta con una
dialéctica muy realista, buscando el sentido literal. Su metonimia es
curiosa, inversa, de tipo sinécdoque, a saber, de las causas a los efec-
tos, a priori. Esta actitud lo lleva a la prueba ontológica. En ella se
pasa del todo a las partes; y, en el fondo, de lo pensado a lo real. Es
el culmen de la dialecticidad.? En Abelardo, la dialéctica lleva a inter-
pretaciones heréticas de la Escritura y lleva a tergiversación de los
dogmas, al triteísmo en el caso de la Santisima Trinidad. Lo mismo
sucede con Berengario de Tours, en el caso de la presencia de Cristo
en la eucaristía, que no sería real sino simbólica. Esto desconcertó y
preocupó a San Pedro Damiani, el cual llegó a condenar la dialécti-
ca como invento del diablo para enredar. Sofistas como el Parvipontano
daban ocasión para esa desconfianza.
En la escuela de San Víctor, en cambio, predomina la retóri-
ca/poética y la alegoricidad. El caso paradigmático es Hugo, quien
en un escrito pequeño y dudoso, pero muy ilustrativo de su espíritu,
Sobre la interpretación de la Sagrada Escritura, en el que se resu-
men muchas cosas de su Didascalicon, hace una exégesis de la figu-
ra de Job. Toma el texto inicial: “Había un hombre en la tierra de Hus,
que se llamaba Job, quien, habiendo sido rico primero, había llega-
do a tanta miseria, que sentado en un estercolero, se rascaba la pus
del cuerpo con un pedazo de teja”. Y dice: “El sentido de la historia
es claro. Pasemos a la alegoría, de modo que por las cosas signifi-
cadas por las voces consideremos que se significan otras cosas, y por
54
un hecho otro hecho”.! Esto es, el sentido literal es evidente; hay que
pasar al sentido espiritual. Así, de un plumazo, da por obvio el sen-
tido literal, y no soporta la tardanza en pasar al alegórico. Allí es don-
de se dará el gozo, donde se dará la contemplación, la verdadera sabi-
duría. En Job encuentra la figura de Cristo sufriente y del cristiano,
que también sufre. Y añade que el sentido alegórico o simbólico es
el que da la vida y el gozo.
Obtenemos una lección más, ahora de la Alta Edad Media, para
la hermenéutica actual. En la tensión dialéctica entre monjes y esco-
lásticos, donde otra vez se juegan el sentido literal y el simbólico,
vemos que es posible no sólo no renunciar a ninguno de los dos sen-
tidos, sino que también es posible aglutinarlos proporcionalmente.
Siempre va a predominar alguno de los dos, pero sin destruir al otro;
así, puede predominar una de las dos hermenéuticas, pero nunca des-
truyendo a la otra.
55
Es la noción de razón como interptetación, como desentraña-
miento del sentido con el esfuerzo humano, claro que ayudado por
Dios. En las escuelas catedralicias, de una manera distinta a las mona-
cales, y abriendo ya camino a las universidades, hay una búsqueda
de la exégesis “científica”, y no sólo “miística”. Se usan las glosas,
pero no tanto como autoridades, sino para buscar los puntos dificiles
que se dejan sin aclarar. Se procura obtener interpretaciones más
defendibles con la razón, no sólo con la autoridad. Surgen las exé-
ges1s vertebradas de manera científica.
Esto llega a su clímax en las universidades. En ellas se añaden
los comentarios que proceden por cuestiones relativas al texto, es
decir, llevando al máximo esa exégesis por puntos difíciles, que ya
propician verdaderas discusiones de hipótesis interpretativas.
Comentarios que no siguen ya, como en la exégesis monacal o cer-
cana a ella, los cauces de la retórica, sino de la dialéctica, que ya tenía
antecesores ilustres en varios pensadores como Anselmo y Abelardo.
Exégesis discutidas y discutidoras, tanto de la Biblia como de las
Sentencias, que usan inclusive del silogismo. Es una discusión lógi-
ca como la disputa escolástica. Ya no una exégesis cursiva y conti-
nua, sino a base de problemas especiales, puntos difíciles, cuestiones
disputadas acerca del texto. En esos comentarios se despliega el esfuer-
zo de la razón, de la dialéctica, no de la retórica ni de la piedad, para
convencer de la interpretación que se tiene. Es la hermenéutica cien-
tíifica, escolar, racionalista. Pero no se quedaba en eso. A pesar de la
estructura dialéctica y a veces hasta silogística, no carece de lugar
la devoción, la exhalación afectiva, aunque ya no es ¡igual a la de
los monjes. Y no carecían tampoco de innovación. Todos comenta-
ban lo mismo, a saber, la Biblia y las Sentencias, y, aunque nadie pre-
tendía la novedad o la originalidad, sino la verdad, y a veces inclu-
S0 apegarse a una tradición, la mayoría eran muy originales, como
puede verse en la diferencia de interpretación de un mismo texto por
parte, por ejemplo, de San Alberto, Roger Bacon, Santo Tomás, San
Buenaventura, Escoto y Ockham.
Para ejemplificar la hermenéutica medieval universitaria, tome-
mos a San Buenaventura y Santo Tomás. Volvemos a la dualidad de
56
sentido literal y sentido simbólico. En los monjes predominaba la
búsqueda del sentido simbólico; en los escolásticos predomina la
búsqueda del sentido literal. Pero esto es muy relativo, de ninguna
manera completo. No se pierde en los escolásticos o universitarios
el afán por lo simbólico, es decir, no desaparece esta oscilación entre
los dos sentidos. Así, comparando a San Buenaventura con Santo
Tomás, en el primero predomina el sentido simbólico o alegórico.
El franciscano llega a decir que el mayor exégeta fue Hugo de San
Víctor. Expresa: “Todos los libros de la Sagrada Escritura, además
del sentido literal que las palabras externamente expresan, encierran
tres sentidos espirituales, a saber: el alegórico, que nos enseña lo que
hemos de creer acerca de la Divinidad y de la Humanidad de Cristo:;
el moral, que enseña a bien vivir, y el anagógico, que nos muestra el
camino de nuestra unión con Dios; de donde se deduce que toda la
Sagrada Escritura enseña estas tres cosas: la generación eterna y la
encarnación temporal de Cristo, la norma del vivir y la unión del
alma y Dios. La primera mira a la fe, la segunda a las costumbres,
la tercera al fin de entrambas. Sobre la primera ha de ejercitarse con
ahínco el estudio de los Doctores; sobre la segunda, el de los pre-
dicadores; sobre la tercera, el de las almas contemplativas. San
Agustín enseña con preferencia la primera, San Gregorio la segun-
da, San Dionis1o la tercera. San Anselmo sigue a San Agustín, San
Bernardo a San Gregorio, Ricardo a Dionisio, porque San Anselmo
descuella en el raciocinio, San Bernardo en la predicación, Ricardo
en la contemplación. Pero Hugo sobresale en las tres”.! Es decir, pri-
vilegia al mejor de los exégetas místicos del monaquismo 0 de cor-
poraciones de tipo monástico, como la de aquél (los canónigos de
San Agustín). San Buenaventura se goza en la dulzura de la exége-
s1s mística, simbólica. Pero no deja nunca la búsqueda de la exége-
sÏs literal. Las mismas creaturas son vestigios o símbolos para lle-
gar a lo más excelso. De lo sensible a lo espiritual, lo cual constituye
la simbolicidad. Retoma el tópico de que Dios escribió dos libros:
57T
la Biblia y la Creación, y que también la creación es susceptible de
interpretación o hermenéutica.
En cambio, Santo Tomás da el predominio al sentido literal
sobre el simbólico. No rechaza el sentido alegórico, e incluso lo jus-
tifica en la Suma Teológica.' Pero hace un uso muy moderado de él,
y prefiere el sentido literal. Su idea es que el sentido literal es nece-
sario para el espiritual; incluso es el que lo hace posible. Se da cuen-
ta de que el literal sujeta al espiritual, e incluso lo hace posible como
válido y delimitado. Es el que le da sus límites. No es que Tomás
desechara el sentido espiritual, o que le tuviera miedo. Veía que era
el que más necesitaba que se le pusiera un límite. De suyo tendía
al infinito, como obra de un autor infinito; tendía a la pérdida de los
límites, a lo ilimitado. La exégesis alegórica se exponía a perder las
fronteras. Pero no pide Tomás un control o limitación por parte de
la autoridad o magisterio. Hay que confiar en la razón del hombre,
como buscadora de los límites. Limites, pues, dinámicos, analó-
gicos. En su interpretación de Aristóteles, en sus comentarios
al Estagirita, busca el sentido literal, centrado en la intención del
autor. Es Sumamente pragmático (y tal vez San Buenaventura más
hermeneuta).
La lección que se desprende aquí para la actualidad, en esta nue-
va y diferente pugna entre sentido literal y simbólico, es más radi-
cal que las anteriores: el sentido simbólico sólo puede darse gracias
al literal, por virtud de la sujeción que éste le da para que no se pier-
da en el infinito del sentido, que también puede ser el infinito del sin-
sentido. El sentido simbólico sólo es posible sí se atrapa, al menos en
alguna medida, el literal. Es el que va a evitar la herejía o el absurdo,
se relaciona con una tradición.
58
La Baja Edad Media
59
ciones y las suposiciones, las distribuciones y las reglas de la infe-
rencia o consecuencia. El propio Gerson tiene opúsculos lógico-semán-
ticos, como ese acerca de las significaciones en la lógica (De modis
significandi propositiones quinquaginta). Y él mismo, en el otro extre-
mo, fue un hombre muy espiritual, muy interior. A mí me recuerda
mucho a Wittgenstein, por un lado tan lógico y por otro tan místico.
Pues bien, Gerson comenta al Pseudo Dionisio dando mucho vuelo
a la interpretación simbólica.
Por ejemplo, cuando se encuentra las palabras del apóstol
Santiago: “Todo don óptimo y todo don perfecto provienen de lo alto,
del Padre de las luces”, usa a Hugo de San Víctor para entender la
naturaleza del don. En cuanto a “Padre de las luces”, dice que toda
cosa se dice luz, apropiadamente cognoscitiva de la creatura; en lo
cual hay resonancias de Juan Escoto Eriúgena. Se conjunta con la
tiniebla, en la que se da la contemplación, pues la divina tiniebla es
una luz inaccesible. Explica: “Después el alma racional, según su par-
tícula suprema que se llama inteligencia simple, o mente, o sindére-
sís, 0 ápice de la mente, o centella de la razón creada en la scombra de
la luz angélica, esto es, contiguamente al modo de la concatena-
ción, como dice Dionisio en el cap. VII De divinis nominibus, que lo
ínfimo de lo supremo es lo primero de los [órdenes] inferiores. Después
la razón es puesta en la sombra de la inteligencia, porque nada cono-
ce sino abstrayendo de los fantasmas y componiendo y dividiendo,
en el estado presente. Pero la inteligencia simple al modo angélico,
aunque mucho más imperfectamente, conoce la quididad de la cosa
y juzga a la luz de las primeras causas”.' Como se ve, aquí no está
usando esquemas escolásticos, sino elementos de la teología mística,
según la simbólica medieval de corte platónico-agustiniano, más bien
monacal. Como un regreso a lo anterior.
Me parece que aquí la lección que recibimos de la Baja Edad
Media para nuestra hermenéutica actual es la necesidad que da el cien-
60
tificismo, como el nominalismo ambiente, de sobrepujar y trascen-
der el sentido literal, para acceder al simbólico. Pero que puede sol-
tarse y exagerarse tanto que borre el sentido literal y sólo quede el
sentido simbólico, no sujetable a ningún canon de la tradición. Lo
cual es muy exagerado. Es, como diría el psicoanálisis, el retorno
de lo reprimido, su venganza. Así, sí tapamos o bloqueamos el sen-
tido simbólico, éste se sobrepone al literal, y rompe sus paredes has-
ta anegarlo todo.
4. ÉPOCA MODERNA
61
tiple significado, la polisemia, que es el núcleo de la labor interpre-
tativa. Por eso la hermenéutica decayó muchisimo, reducida a la filo-
logía ilustrada y científica. Hubo intentos de incorporar la herme-
néutica al racionalismo, como, en el siglo xv, el de Spinoza, que
atacaba la interpretación alegórica que la tradición rabínica hacía
de la Sagrada Escritura. Tal vez sea en ese tiempo Gianbattista Vico,
en el siglo xvII, el que deja un margen a la hermenéutica, al ampa-
ro de su intento de oponer el cultivo de la retórica a la crítica carte-
siana. Llama a ver la verdad en las obras del hombre (verum factum),
que hay que interpretar, y trata de explicar el proceso de la historia
a partir de los mitos, los ritos y los poetas antiguos. Hubo en ese mis-
mo siglo algunos proyectos de hermenéutica universal, como los de
Johann Martin Chladenitus (1710-1759) y de Georg Friedrich Meier
(1718-1777), pero no prosperaron.'
Contemporáneos de Kant y Hegel fueron otros pensadores que
se opusieron a su idealismo racionalista y llamaron la atención hacia
otros aspectos más emocionales, como Hamman y Herder. Pero la
hermenéutica resucitó más bien por obra del romanticismo de fina-
les del siglo XvII y principios del xIXx.
5. ÉPOCA CONTEMPORÁNEA
62
Friedrich Schleiermacher
Friedrich Nietzsche
63
interpretación. Terminó sus estudios filológicos en Leipzig, y, tras
haberse acomodado en Suiza, enseñó filología en Basilea. En 1872
escribió una obra filológica sobre el origen de la tragedia griega, basa-
da en la música de Wagner, amigo con el que después rompió. Dicha
obra recibió la crítica de los principales filólogos de su época, espe-
cialmente Wilamowitz, pero marcó la cultura contemporánea, con su
distinción entre lo apolíneo y lo dionisíaco.
Entre sus muchas obras, asistemáticas y a veces dispersas, sobre-
salen Consideraciones extemporáneas (1873-6), Humano, demasia-
do humano (1878), y Genealogía de la moral (1887), donde resalta
la hermenéutica sobre la metafísica. En efecto, su método es genea-
lógico, con él descubre los orígenes inconfesos de las ideas, y recu-
rre mucho al símbolo y al aforismo. En su filosofía del lenguaje denun-
cia el engaño constante que éste nos hace. Por eso debe recurrirse al
estudio de lo oculto, lo enigmático, en lo cual reside la simbolicidad.
Sobre todo señala la presencia de la metáfora en el habla. En su aná-
lisis histórico-genético de las palabras, se muestra como uno de los
mayores ¡impulsores de la hermenéutica.
Pero llega a decir que no hay objetos, sólo interpretaciones. Con
ello niega la posibilidad del conocimiento metafísico. La metafísica
ha de dar paso a la interpretación, como retórica-hermenéutica. El ser
se hunde en la nada, Dios está muerto: todo eso lleva al nihilismo.
Hace, pues, un llamado muy fuerte al individualismo; descree de la
verdad “objetiva”, y le importa más la verdad del yo. Por eso no
trata de demostrar, sino de persuadir. En contra de los idealismos
metafísicos, resalta la temporalidad y la historicidad. Como en el ori-
gen de todo se encuentra la oculta voluntad de poder del hombre, el
hermeneuta debe imponer su interpretación, que es nueva, sobre las
interpretaciones anteriores, viejas, y puede hacerlo por la “violencia
discursiva’’ de la retórica.
64
Wilhelm Dilthey
Martin Heidegger
65
como des-velación comprensiva, el circulo hermenéutico, la fusión
de horizontes, el presaber (prejuicios de la tradición), la pregunta y
otros, que fueron retomados y desarrollados por disciípulos suyos
como Gadamer. Además, habla de una actitud hermenéutica como
actitud humana, y de la actividad hermenéutica como una ontología
militante.!
Hans-Georg Gadamer
66
Paul Ricoeur
67
Karl-Otto Apel
Jürgen Habermas
68
fico de la modernidad (1986), Pensamiento posmetafísico (1988),
Esclarecimientos sobre la ética discursiva (1991), Texto y contexto
(1991), Facticidad y valor (1992).
Gianni Vattimo
69
Umberto Eco y Richard Rorty
6. RESULTADOS
70
para la hermenéutica, pues en ellas se da el equilibrio entre la aper-
tura más allá del univocismo pero sín caer en el equivocismo, la ampli-
tud de criterios pero dentro de límites que permitan cierta universa-
lidad en los mismos y cierta objetividad o verdad aplicable a la
interpretación. Eso mismo es lo que nos convence de la necesidad y
vigencia de una hermenéutica analógica tal como la hemos expues-
to en el capítulo anterior.
De univocismo padeció, como vimos, la Grecia en su edad dora-
da, pues no es sino hasta el helenismo —en el que la cultura griega se
disuelve en el vasto imperio romano- cuando se acude a la herme-
néutica para acceder comprensivamente a esa herencia cultural, pero
con mucho riesgo de equivocismo. Igualmente unívoca se ve la épo-
ca inoderna, racionalista y empirista, que busca las ideas claras y dis-
tintas y las sensaciones más primitivas o primigenias, y es cuando
decae la hermenéutica, y lo mismo en la ilustración y los idealistas.
Este decaimiento se repite en el positivismo, que ha inundado inclu-
so días todavía cercanos a los nuestros. Pero la hermenéutica se ha for-
talecido en tiempos en que se acepta que hay polisemia y dificultades
de comprensión, a causa de que la razón no se puede desprender de
los ingredientes no-racionales que la rodean, en el ámbito del hombre;
así la mencionada época helenista y toda la Edad Media. En la nacien-
te modernidad, algunos humanistas renacentistas dieron cabida, por
la retórica, a la interpretación del lenguaje figurado. Conviviendo ya
con la modernidad, se dio la época del barroco, en la que se iba a la
interpretación alegórica, y en ella sobrevivió un tiempo la herme-
néutica. Después de una época de casi desaparición, fue puesta nue-
vamente en movimiento por el romanticismo, el cual fue retomado por
vitalistas e historicistas como Nietzsche, Simmel y Dilthey, que lo
transmitieron a Heidegger, y él a Gadamer, de donde pasa a Ricoeur,
Vattimo y los hermeneutas actuales. Sin embargo, en estas épocas de
polisemia hay la alternativa del equivocismo o de la analogía. Hemos
visto que la mayoría resbala hacia el equivocismo, y que muy pocos
y selectos alcanzan a mantener el equilibrio analógico: Aristóteles,
Agustín, Tomás, Buenaventura, Ricoeur, entre otros.
Pero, sobre todo, vemos en la Edad Media un paradigma de her-
71
meneutización del saber (filosofía y teología), y de universalización
de la hermenéutica. Es muy rica la enseñanza que en punto a her-
menéutica recibimos de la Edad Media, sobre todo en cuanto al res-
peto por la intencionalidad del autor, sin menoscabo para la inten-
cionalidad del lector, lo cual se ve en la tensión que se dio entre el
sentido literal y el sentido simbólico (el uno más inclinado a la obje-
tividad y el otro a la subjetividad del intérprete). Es la enseñanza de
una hermenéutica analógica (San Agustín, San Buenaventura y Santo
Tomás). Como s1 se dieran cuenta estos medievales de que es inal-
canzable la plena exactitud, pero también de que no conviene caer en
la ambigüedad, toda su lucha fue por equilibrar adecuadamente ambos
sentidos, como las dos caras de la interpretación. Ninguna puede ani-
quilar a la otra, pues la necesita.
Además, tal vez no se ha visto una época tan radicalmente her-
menéutica como la Edad Media, incluso más que la nuestra, que tan-
to se precia de serlo. El medieval ve no sólo como texto las escritu-
ras de los hombres, sino el mundo mismo, que es, como diría Borges,
la escritura de un Dios. El mundo es un texto, y hay que interpretar-
lo. Pero interpretarlo es ya hacer ontología, metafísica. Es una épo-
ca que sabe conjuntar la hermenéutica y la metafísica, sin sacrificar
a ninguna de ellas, sin hacer, como ahora hacemos, que la primera
devore a la segunda. Ante el dictum de Nietzsche, de que no hay cosas,
sólo interpretaciones, el medieval diría que son ambas cosas, cosas e
interpretaciones, cosas interpretadas, letras de una escritura mayor,
de un texto infinito. Lo que implicaría la aseveración nietzscheana es
que únicamente hay lugar para la hermenéutica, no para la metafísi-
ca; sólo es posible la hermenéutica, no la metafísica. Pero el medie-
val nos enseña a compaginar las dos: sólo se puede hacer metafísica
a condición de interpretar, y sólo se puede interpretar a condición de
hacer metafísica, de reconocer las cosas.
Esto es lo que involucra la pugna entre el sentido literal y el sen-
tido simbólico o alegórico, así como los intentos (analógicos) de con-
cordarlos. La ontología formal es el intento de la pura literalidad, de
la textualidad perfecta. La hermenéutica formal es el intento de la pura
simbolicidad, de la contextualidad perfecta. Pero cada una conduce
72
a Su respectiva antinomia. La pura ontologicidad, el ideal de la refe-
rencia pura, no nos da un mundo humano; y la pura hermeneuticidad,
el ideal del sentido puro, nos da un humano sin mundo. Así como la
razón pura tiene sus antinomias, así también la interpretación pura las
tiene. Eso nos conduce a abrir el dilema, a buscar la salida en un ter-
tium quid, en una mediación. Esa mediación es una hermenéutica onto-
lógica, una ontología hermenéutica o una onto-hermenéutica.' Es lo
que puede darnos una hermenéutica analógica.
Pero esto no hace que lo que es de re, o real, se nos vuelva de
dicto, puramente lingüístico. No elimina todo realismo. Solamente
nos hace percatarnos de un monto de contextualidad, de lingüistici-
dad, de historicidad o hermeneuticidad que tiene el ser. Y, sin embar-
go, a pesar de que el hombre pone el mundo en contexto, como él
mismo (el hombre) no se escapa de su propia textualidad, la realidad,
el mundo, se le queda siendo mucho más, mucho más que los con-
textos que él le ponga. Así, la hermenéutica es, entonces, una mane-
ra de hacer ontología, metafísica, o de llegar a ella.
Todo esto es posible por algo que hemos olvidado en la actua-
lidad, y que conviene recuperar cuanto antes. El hombre puede ser
texto y contexto, porque es parte del ser y parte del lenguaje, de la
cultura. Es su carácter analógico (el cual da cabida a una hermenéu-
tica analógica). En él se conjuntan la ontología y la hermenéutica;
porque él tiene una condición de hibrido, de mestizo, de análogo,
de ser algo natural y artificial a la vez, permanente e histórico, un oxí-
moron sin igual, casi un despropósito. Es que él es autor y texto a la
vez, hermeneuta y metafísico, según lo vieron con lucidez no sólo los
medievales, sino Wittgenstein y Heidegger, a su manera. Ellos vie-
ron que el hombre es el culmen de la interpretación, porque es el com-
pendio del ser. Es el más capacitado para interpretar todos los textos,
incluso el de la realidad. Porque el hombre es el microcosmos.
73
IV. INTERPRETACIÓN, ANALOGÍA
E ICONICIDAD
1. PLANTEAMIENTO
75
néutica analógica, en la que el modelo de interpretación no sea sólo
la metaforización, sino la analogización plena del texto. Ricoeur, aun-
que a veces menciona de paso la analogía —sobre todo la de propor-
cionalidad- a propósito de la metáfora, no entra en ella, y no parece
haber tomado en cuenta su riqueza y rendimiento. Así, de hecho, mi
propuesta no es más que la radicalización del proyecto ricoeuriano,
abarcando en el acto interpretativo no sólo la metáfora sino también
la metonimia, de modo que sea un acto más complejo: un acto ana-
lógico, una aplicación de la analogía al acto interpretativo, de modo
que se pueda hablar de una interpretación analógica, abierta a los dis-
tintos tipos de la analogicidad, que es más rica y menos riesgosa que
la sola metaforicidad.
Pero, además, en este capítulo me propongo relacionar los con-
ceptos de analogía e iconicidad; pues tengo la convicción de que, par-
tiendo de la semiótica, podemos acceder a una teoría de la interpre-
tación, tanto pragmática como hermenéutica, de índole icónica, que
enriquezca y afíance la interpretación analógica, de modo que pase a
ser analógico-icónica. En efecto, ya que la semiótica es la teoría gene-
ral del signo, o del acontecimiento sígnico, y ya que en éste el aspec-
to más importante es el de la interpretación pues sín una adecuada
interpretación el significado se nos pierde, la parte más delicada será
la que más tenga que ver con ella, esto es, la pragmática, la cual en
el fondo busca lo mismo que la hermenéutica.' Y, ya que la inter-
pretación lucha con la vaguedad, se alcanzará más con el instrumen-
to adecuado para la reducción de ésta, y tal instrumento es la analo-
gía. Ella se esfuerza por arrancar a la equivocidad lo que sea posible
lograr de univocidad, la cual por lo general nunca es completa. Ahora
76
bien, la analogía y la iconicidad nos muestran una estrecha rela-
ción, pues ambas tienen que ver con la semejanza y la diferencia; por
eso me parece ¡interesante caminar hacia una hermenéutica o prag-
mática analógico-icónica, es decir, que tenga como modelo de inter-
pretación la analogía y la iconicidad, abarcando tanto la analogía
metafórica como la analogía propia o metonímica. De este modo se
dará cabida al sentido literal del texto y al sentido simbólico, con-
cediendo más margen al primero de lo que puede hacerlo la pers-
pectiva metafórica de Ricoeur.
Se podría hablar igualmente de hermenéutica que de pragmáti-
ca, pues confluyen entre sí, y sólo se distinguen en ciertos énfasiïs.!
Pero prefiero hablar de hermenéutica, para simplificar (a menos de
fusionarlas como ‘“‘herme-pragmática” o ‘‘pragmenéutica”, vocablos
que suenan lo suficientemente mal como para renunciar a ellos). Tanto
la hermenéutica como la pragmática tienen que ver con la interpre-
tación, esto es, tratan de recoger no el significado en sí, sino el sig-
nifcado del hablante, que no es otra cosa que su intencionalidad comu-
nicativa, la intención que imprime a sus expresiones.
Por otra parte, la analogía tiene que ver con la semejanza, pero
también es un llamado de atención hacia la diferencia, para respe-
tarla. Es una semejanza proporcional, más ¡inclinada a la diferencia
que a la homogeneidad. Es el empeño de reconocer la ambigüedad
en el mundo y en el discurso (en el ser y en el lenguaje), y tratar de
reducirla lo más que sea posible. Asimismo, la iconicidad es la repre-
sentación (siempre analógica) de una cosa con base en sus cualida-
des, de modo que requiere buscar las semejanzas (que son cualitati-
vas) y ser conscientes de las diferencias (que son cualitativas también).?
Para conectar estas nociones de analogía (que es griega, subrayada
TI
por Aristóteles) y la de iconicidad (que es de Peirce), nos ayudare-
mos de este último autor, y lo trataremos de aplicar a la hermenéuti-
ca (que es laborar por la pragmática).
78 -
que un signo es icónico cuando hay una similitud topológica entre un
significante y su denotado”.! Tienen la comunidad de cierta cualidad,
o cierta cualidad en común, tal como lo afirma el propio Peirce. Este
signo está basado en una semejanza, es análogo o analógico. Según
Sebeok, estos signos tienen simetría y regresión. Pueden tener sime-
tría con lo designado, p. ej. la Gioconda puede ser signo de una dama
y también ser designado por una copia. Pueden tener regresión, p. ej.
una niñita puede ser signo IcÓnico de sus padres, pero también de toda
su familia, de su pueblo, de su nación, de su raza, de la especie huma-
na, del reino animal, etc. En su exposición de este tema, Peirce dis-
tinguió tres clases de iconos: imágenes, diagramas y metáforas.
En cambio, el indice se da cuando el signo es idéntico a su obje-
to, cuando es uniívoco con él. ‘Se dice que un signo es indexical cuan-
do su significante es contiguo a su significado, o es una muestra de
él”’.? Puede darse en signos naturales, como la huella es índice del
paso de una persona o un animal. La deiïxis se da sobre todo en los
pronombres y en los que Russell llamaba nombres particulares ego-
céntricos, como “yo”, “‘esto”, “aquí”, “ahora”, etc.
Finalmente, el símbolo se da cuando el signo se relaciona con
su objeto de una manera totalmente arbitraria, es equívoco respecto
de él. “Se llama símbolo a un signo sin semejanza ni contigüidad,
sino solamente con un vínculo convencional entre su significante y
su denotado, además de con una clase intensional para su designa-
do”’.? Por no ser semejante a su designado, se distingue del icono: por
no ser contiguo a su designado, se distingue del indice; y por tener
una clase intensional para su designado, se distingue del nombre, que
tiene una clase extensional para él.
El icono es, entonces, uno de los signos que más pervade nues-
tra vida diaria. Tiene algo de recibido y también algo de construido.
Recoge la semejanza del objeto que designa, pero también es dife-
79
rente de él. Es el signo en el cual se realiza mejor la analogicidad. En
efecto, la univocidad, la equivocidad y la analogía se dan en la sig-
nificación, son maneras de significar, constituyen los tres tipos de sig-
no. Podemos ver que corresponden precisamente a los tres tipos de
signo más privilegiados por Peirce: el índice, que veo que corres-
ponde a la univocidad; el símbolo, que corresponde a la equivocidad;
y el icono, que corresponde a la analogicidad.
Además de darse en los signos simples, la iconicidad se da tam-
bién en las proposiciones, aunque no directamente. Dice Peirce: “Los
iconos y los índices no aseveran nada. Si un icono pudiera ser inter-
pretado por una oración, dicha oración debería estar en ‘modo poten-
cial’, vale decir, diría simplemente: ‘Suponga que una figura tiene
tres lados’, etcétera. Si, en cambio, interpretáramos así un índice, el
modo debería ser imperativo, o vocativo, como: ‘¡Vea eso!’ o
‘¡Cuidado!’. Pero los... [siÍmbolos] están, por naturaleza, en el modo
‘indicativo’, o, como debería llamarse, en el modo declarativo.
Naturalmente, también pueden trasladarse a cualquier otro modo,
puesto que las declaraciones pueden estar sujetas a duda, o pueden
ser interrogaciones, o darse ¡imperativamente” (2.291). De esta mane-
ra, puede pensarse que son los conceptos los que son Icónicos, por-
que ellos todavía no afirman ni niegan nada, esto es, no aseveran;
pero puedan darse también proposiciones icónicas, a saber las que
contienen conceptos icónicos como sujetos o como predicados. Son,
sobre todo, proposiciones potenciales, hipotéticas, las más fértiles y
Henas de posibilidades para acceder al conocimiento y a la com-
prensión. Por eso la iconicidad se manifiesta también en los tipos
de argumentación.
De los tipos de argumento tomados en cuenta por Peirce: deduc-
ción, inducción y abducción, esta última es un argumento icónico. Es
la confección de hipótesis, y sin ella no funcionan las otras dos for-
mas de inferencia. Es la búsqueda de explicaciones para los hechos
que nos sorprenden. Por eso su conclusión está prefigurada en las pre-
misas. Ellas son primeridad, esto es, se basan en la cualidad, en una
cualidad icónica, analógica, encontrada en diversas cosas. El icono
es el signo típico de la primeridad; representa a su objeto por su ana-
80
logía 0 similitud; comparte con él una o más cualidades;! pero siem-
pre hay desemejanza, diferencia; la sSemejanza es sólo parcial, según
algún aspecto relevante.
Hay que decir que la división de los signos en iconos, índices
y símbolos, no es pura; hay intersecciones y mezclas entre ellos. La
percepción de esta impureza de los signos y su pertenencia a varias
clasificaciones se encuentra en el propio Peirce. Según él, el icono es
algo primero, esto es, pertenece a la categoría de la primeridad, que
es la de la cualidad.? Pero no se queda allí; todo primero está llama-
do a desatar una relación triádica con un segundo, y éste otra relación
triádica con un tercero. Inclusive cada correlato puede suscitar otra
relación triádica por su cuenta, al infinito. No entraremos en ello.
Quedémonos con la idea de que el icono es un signo primero. Pues
bien, el signo primero, el cualisigno, es una cualidad que funciona
como signo. En el caso del icono, se trata de un signo que además es
un ejemplo; es decir, por parte del intérprete debe ser copiado, imi-
tado o reflejado. Es, por tanto, un paradigma. También es como una
especie de espejo, pero un espejo muy sui generis; no biunívoco, sino
modélico, topológico (es decir, analógico). Dado que se funda en una
cualidad de las cosas, el icono es el signo menos propio o elaborado;
pero es también el más importante y está casí omnipresente. Por
eso se dice de él: “ſel icono] es la imagen reflejada del objeto signi-
ficado”.* Tiene algo de naturaleza especular, algo de espejo, pero un
espejo que capta y refleja la vaguedad, que la admite a la vez que
lucha con ella. Así, un retrato o un mapa se basan en similitudes, y
sOn Iconos, al igual que un diagrama y también una metáfora. El ico-
no oscila desde el retrato hasta la metáfora, pasando por el mapa y el
81
diagrama. Como se ve, no hay la misma iconicidad en cada uno.
Por ello, la propia iconicidad es icónica, se basa en cualidades que
comparten esos sígnos, pero no es una semejanza completa, abundan
las diferencias, y las reconoce.
Así, la iconicidad puede pertenecer a la primeridad, la segundi-
dad y la terceridad, es decir, a la cualidad, la cosa o la ley. La iconi-
cidad pervade todas las categorías ontológicas de Peirce. Y también
se halla en todas las clasificaciones de los signos. En efecto, aunque
Peirce dice que el dicisigno o signo dicente, esto es, la proposición,
no puede ser un icono, porque este último “no da lugar a ser inter-
pretado como una referencia a existencias reales” (2.251), sí puede
hacerse que una proposición contenga iconos (remas) y que, por lo
mismo, una proposición contenga iconicidad, aunque superada por
la referencia a un existente; sín embargo, no es claro sí se puede dar
en el argumento una iconicidad que sea llevada a una relación de tipo
ley. En efecto, las tres tricotomías, combinadas, le dan a Peirce una
división de los signos en diez clases (que pueden a su vez tener nume-
rosas subdivisiones). De esas diez clases, la única que no contiene
iconicidad es el argumento. Pero la lleva ínsita, a través de los remas
y los dicisignos que incluye.
Esta omnipresencia o pervasividad de la iconicidad en los sig-
nos es atestiguada por el mismo Peirce: “La única manera de comu-
nicar una idea directamente es mediante un icono; y todas las mane-
ras indirectas de hacerlo deben depender, para ser establecidas, del
uso de un icono. Consecuentemente, toda aserción debe contener
un icono o un conjunto de iconos, o de lo contrario debe contener sig-
nos cuyo significado sólo pueda expresarse mediante iconos. La idea
que el conjunto de iconos (0 el equivalente del conjunto de iconos)
contenido en una aserción significa efectivamente puede denominarse
el predicado de la aserción” (2.278). Ahora bien, el predicado es la
parte formal o principal de la aserción, siendo el sujeto su parte for-
mal o secundaria, por más que sea la que le da saturación, y por ello
lo principal de la aserción o enunciado es la iconicidad.
La iconicidad es una característica fundamental de los signos,
casi tanto como la indexicalidad, y en algunos respectos más impor-
82
tante. Sebeok, tomando en cuenta las polémicas desatadas por Eco,
ve que la noción de icono, de Peirce, oscila entre lo natural y lo cul-
tural, esto es, entre la copia y la convención. Por eso Eco critica el
entender la iconicidad como semejanza o analogía, ya que eso sería
muy ingenuo, y alejado de la culturalidad. Pero en su contra puede
decirse que, en cuanto que el icono puede manifestarse como una
especie de álgebra, y dado que el lenguaje es una especie de álgebra,
el icono está en las raíces del lenguaje, del signo lingüístico; aun-
que sea signo arbitrario o símbolo, tiene un componente icónico, que
es el que lo vincula con la realidad designada. Por eso, aun cuando
se ha querido identificar iconicidad con visualidad, basta observar los
componentes icónicos del lenguaje natural para darse cuenta de que
el icono no se reduce a lo visual.' Sebeok añade: “Antes o después,
la contemplación del icono tiende a experimentar un cambio: desde
versar sobre asuntos legítimamente semióticos, en sentido técnico,
hasta hacerlo sobre intratables problemas filosóficos de identidad,
sobre analogía, parecidos, contrastes, semejanzas y diferencias, arbi-
trariedad y motivación, geometría y topología, naturaleza y cultura,
espacio y tiempo, vida y muerte”.? Además, como dice A. J. Ayer, no
hay signos icónicos puros, ningún signo verdadero es un icono.
Entonces el icono es, a pesar de su poca elaboración como sig-
no, altamente significativo para ciertas cosas. Peirce mismo decía que
“la única manera de comunicar directamente una idea es por medio
de un icono” (2.278). La razón de esto, según Dinda Gorlée, es que
“un icono ya exhibe su propio significado sín que sea necesario inter-
pretarlo expresamente”.? Pero creo que no siempre es así, y que la
interpretación es necesaria cuando el icono no es completamente cla-
ro. De hecho casi nunca lo es. Piénsese en el caso de los diagramas
y, sobre todo, en el de las metáforas. Por eso el icono mueve a la inter-
pretación, a la hermenéutica. Aplicando esto a la hermenéutica, inter-
pretar un texto es lograr un icono suyo en nosotros; el interpretante,
83
que es un signo de segundo orden, debe recoger la iconicidad del tex-
to. Ya sea de tipo copia, ya sea de tipo diagrama, 0 de tipo metáfo-
ra, elaboramos hipótesis interpretativas o modelos del texto.
También Wittgenstein usó la idea de hacer modelos de las cosas;
es la noción, extrañamente parecida a la de icono, de Bild, que encon-
tramos en el Tractatus logico-philosophicus. En esa misma obra encon-
tramos la distinción entre decir y mostrar. Hay que reconocer que la
interpretación no sólo tiene que ver con el decir, sino también con
el mostrar. El texto no solamente dice, sino que también muestra. Tal
vez muestra más de lo que dice. Y lo mismo tiene que hacer el intér-
prete, el hermeneuta. Saber mostrar el sentido, además de decirlo;
incluso más que decirlo. A veces me parece que esa fusión del decir
y del mostrar -que en la famosa dicotomía de Wittgenstein dan la
impresión de ser irreductibles- es en lo que consiste la analogía, la
analogicidad y también la iconicidad. La analogía y el icono ayu-
dan a conjuntar el decir y el mostrar. Esto se ve, sobre todo, en el caso
de la metáfora, la forma más compleja de la iconicidad, en la que
no encontramos ninguna univocidad, sino sólo analogicidad, y enton-
ces forzosamente se necesita la interpretación. Es el reinado de la ana-
logía, de lo vago que se sujeta a sistematicidad. Por eso, pasemos
ya a perfilar un poco más esa noción de analogía, y a ver cómo se
conecta con la de iconicidad.
3. EL ICONO Y LA ANALOGÍA
84
modelos y las metáforas, los teoremas y los poemas, son iconos o
análogos de la realidad. Serrano llega a decir que lo que buscamos en
nuestra investigación cognoscitiva es fabricarnos al final un análogo
lingüístico del mundo, y ese análogo será de tipo icónico, pues el ico-
no es analogía. Establece dos condiciones que definen la analogía
misma; 1., que dos cosas tengan algunas propiedades objetivas comu-
nes, y 2., que exista una correspondencia entre las partes o propie-
dades de una y de la otra. Nos dice: “Un análogo es un icono. La ana-
logía tiene mucho que ver con el fenómeno de la iconicidad. Fijémonos
en que las dos condiciones de analogía que hemos dado correspon-
den: la 1., al caso de las imágenes, y la 2., al de los diagramas. En
el primer caso son sustancialmente análogos, en el segundo formal-
mente. Así una fotografía es un análogo, imagen, de una persona, o
un átomo es un análogo de otro átomo. En cambio, la migración de
iones es un análogo formal de la migración humana. Son frecuentes
las analogías basadas a la vez en 1. y 2., ya que, de hecho, la analo-
gía sustancial implica la formal, sí bien no se cumple la proposición
inversa. Una analogía basada en 1. y 2. es una homología, y un caso
particular de la homología es el de la metáfora. La semejanza de figu-
ras geométricas es un excelente ejemplo de homología”.' Así, vemos
que la iconicidad es la configuración misma del conocimiento; a tal
punto que puede decirse que de la relación de analogía a la de simu-
lación (concepto introducido por la cibernética) sólo hay un paso.
Serrano añade: ‘No exageramos cuando decimos que sín analogía no
existiría ningún tipo de conocimiento: la percepción de analogías es
un primer paso hacia la clasificación y las generalizaciones. Sin ana-
logía no habría mitos, ni obras literarias. La analogía es el fundamento
del conocimiento del mundo. La conquista conceptual de la realidad,
la elaboración de un análogo del mundo, comenzó por idealizacio-
nes”.* Inclusive puede decirse que la analogicidad nos hace ver que
no hay diferencia absoluta sino relativa entre los tres tipos de S1g-
85
nos que hemos mencionado, no se basa en la sola similitud 0 conti-
güidad del significante y del significado (0 de la forma y el conteni-
do), sino sólo en su predominio. No hay iconos puros, ni índices o
símbolos puros. Analógicamente participan unos de otros. Como dice,
finalmente, Serrano, “cualquier modelo, en tanto que análogo de la
realidad, ya es un icono y a la vez cualquier modelo icónico, por ser
análogo, ya es un símbolo, puesto que el único icono perfecto es el
propio objeto. El único modelo perfecto de la realidad es la propia
realidad”!
La analogía implica semejanza, pero en ella predomina la dife-
rencia. Por eso, cuando Gorlée dice que “mientras los iconos des-
tacan la semejanza, a partir de los índices va destacándose la dife-
rencia”, hay que entenderlo en el plano de la experiencia, no en el
de la significación, pues en este último es el símbolo más bien el que
tiene de su parte la diferencia. El índice se acerca al sentido sim-
ple, a la univocidad, pues la indexicalidad es casí la presencia de la
cosa. En todo caso, en mi visión de la analogía, ella es un icono que
se acerca más al símbolo, o que participa de la simbolicidad. O tal
vez deba decirse que es la fusión, en el límite, de lo icónico y lo sim-
bólico, ya que para mí tiene que predominar la diferencia, esto es,
la polisemia, en ese mixto tan especial. Quizá la noción de icono
(analógico) que yo manejo tiene mucho de símbolo, en cuanto que
en ella predomina la diferencia por encima de la semejanza. Pero
el propio Peirce deja abierta esta posibilidad, pues dice que ambas
cosas se pueden compartir o combinar, que no tienen que darse de
manera completamente pura; habla de la mezcla de las clases de síg-
nos entre sí. Lo que encontramos con esto es que no sólo hay ico-
nicidad en la pintura, sino también en el lenguaje, una iconicidad y
una pintura muy especial. Por eso Wittgenstein, en su Tractatus logi-
co-philosophicus, vio en el lenguaje un carácter de pintura del mun-
do; pintura o modelo que se fue haciendo cada vez más complejo,
1. ibid.. p. 130.
2. D. L. Gorlée, “Firstness, Secondness, Thirdness, and Cha(u)nciness”,
en Semiotica, 65-1/2 (1987), p. 48.
86
hasta ser casí una figuración metafórica en su obra posterior, las
Investigaciones filosóficas.
El carácter analógico del icono lo volvemos a encontrar donde
Peirce declara: “Un Icono es un signo que se refiere al Objeto que
denota meramente en virtud de caracteres que le son propios, y que
posee igualmente exista o no tal Objeto. Es verdad que, a menos que
haya realmente un Objeto tal, el Icono no actúa como signo; pero esto
no guarda relación alguna con su carácter de signo. Cualquier cosa,
sea lo que fuere, cualidad, individuo existente o ley, es un Icono de
alguna cosa, en la medida en que es como esa cosa y en que es usa-
da como signo de ella” (2. 247). Vemos aquí tres cosas de sumo inte-
rés. (1) El icono es un signo que surge por relación con su objeto; lo
refiere con base en ciertos caracteres, respecto de los cuales tiene cier-
ta semejanza. Esta semejanza es muy complicada, pues no se reduce
a la semejanza de cualidades primarias, sino a otras, ya que icono
puede ser no sólo una copia, sino también un diagrama y una metá-
fora. (1i) Para que pueda ser signo, no se le exige la existencia del
objeto que refiere; pero, para que actúe efectivamente como signo, sí
se le exige. (111) El icono, aunque corresponde a la primeridad, no
se reduce al signo de la primeridad que es el cualisigno; puede ser
cualisigno, sinsigno o legisigno (esto es, primeridad, segundidad y
terceridad), con tal de que refleje alguna(s) cualidad(es) de la cosa
que significa, esto es, que tenga alguna semejanza o analogía con ella.
También dice Peirce que el icono es un sustituto analógico de la
cosa, y añade: “La concepción de ‘sustituto’ involucra la de inten-
cionalidad y, por lo tanto, de Terceridad genuina” (2.276). Un repre-
sentamen icónico recibe además el nombre de “hipoicono”. Peirce lo
explica: “Los hipoiconos pueden ser clasificados a grandes rasgos de
acuerdo con el modo de Primeridad que comparten. Aquellos que
comparten cualidades simples, o Primeras Primeridades, son imáge-
nes; los que representan las relaciones, primordialmente diádicas, o
consideradas como tales, de las partes de algo por medio de relacio-
nes análogas entre sus propias partes, son diagramas; aquellos que
representan el carácter representativo de un representamen repre-
sentando un paralelismo en alguna otra cosa, son metáforas” (2.277).
87
Así tenemos que los principales tipos de iconos son la imagen, el dia-
grama y la metáfora, que son tan diferentes entre sí; pero son análo-
gos todos.
Y donde más se ve la conexión de la iconicidad con la analo-
gía es en que, dado que los iconos comparten con sus objetos cier-
tas cualidades, sean éstas monádicas o diádicas (relaciones), pue-
den representar relaciones, esto es, pueden ser modelos; y, dado que
los diagramas y las metáforas comparten el que representan relacio-
nes, a saber, proporciones, pueden ser modelos también. Es decir, la
analogía se representa con modelos, los cuales pueden ir desde una
imagen 0 copia estricta hasta diagramas, modelos y fórmulas. Dentro
de ese margen se mueve también la analogía, la cual va desde la ana-
logía de mera desigualdad, cercana a la univocidad, hasta la analogía
de proporción impropia o metafórica, la cual se acerca a la equivo-
cidad. Pero siempre se preserva la comunidad, y la analogicidad per-
mite representar muy diversas cosas, sín perder esa comunidad 0 uni-
formidad, y respetando al mismo tiempo su diversidad 0 relatividad.
El icono es, pues, analogía; y nos da la clave de la significatividad,
está ínsito en todo el panorama de los signos, y por eso nos da la cla-
ve o el modelo de la interpretacón, de cómo debe ser o qué estruc-
tura y dinámica debe tener el acto interpretativo. Con esto podemos
pasar ya a la posibilidad de tener una hermenéutica analógico-icó-
nica.
88
tensiona) su sentido literal y su sentido metafórico. Pero la ventaja
que yo veo en el signo análogo-icónico es que, además de permitir
un carácter metafórico en la analogía de proporción impropia, tiene
también un aceptable carácter metonímico en la analogía de pro-
porción propia y, sobre todo, en la de atribución, puesto que pone
en acción la relación semiótica entre la parte y el todo. Como se decía
en la Edad Media: “Al igual que la salud está en el animal y por con-
siguiente en la orina, el vino está en el tonel y por consiguiente en
el círculo. La salud que está en el animal está también en la orina,
parte del animal, y el vino que está en el tonel está también en el cír-
culo, parte del tonel”’.': Hay metonimia en la iconicidad, puesto que
una de las características del signo icónico es que con un fragmento
remite al conocimiento del todo, nos hace preverlo, predecirlo, adi-
vinarlo. Así, hay metonimia igualmente en la analogía, porque tam-
bién en ella una parte representa al todo, puede significar de alguna
manera al todo, dar idea de él, ser imagen suya. Y en esto reside la
iconicidad.? Por eso, tener un modelo analógico-icónico de la her-
menéutica nos permitirá movernos entre la metonimia y la metáfora,
no sólo en la metáfora, como quería Ricoeur con su modelo inter-
pretativo. Con un modelo analógico-icónico de hermenéutica podre-
mos ampliar el espectro y obtener mayores ventajas para la com-
prensión de los textos. Desde lo que se acerca a la univocidad hasta
lo que tiende a la mayor equivocidad, la cual se podrá reducir por gra-
cia de la operación metonímica de la interpretación.
En un pasaje de singular importancia, Peirce afirma: ‘Volviendo
ahora al terreno de los hechos retóricos, la existencia de representa-
ciones tales como los iconos es un hecho completamente conocido.
Cualquier pintura (por convencional que sea su método) es, esen-
89
cialmente, una representación de esa clase. Lo mismo es válido para
todo diagrama, aun cuando no hubiera parecido sensorial entre él y
su objeto, y hubiera solamente una analogía entre las respectivas rela-
ciones de las partes de cada uno. Los iconos en los que el parecido es
acentuado mediante reglas convencionales merecen especial aten-
ción. Así, una fórmula algebraica es un icono, en virtud de las reglas
de conmutatividad, distributividad y asociatividad de los símbolos”
(2.279). Y, por sí causara sorpresa ver un signo tan aparentemente
alejado de las cualidades de su objeto, agrega: “A primera vista podría
parecer una arbitrariedad que se clasifique a una expresión alge-
braica como icono, que tal vez podría ser clasificada igualmente, o
mejor aún, como un signo convencional compuesto. Pero no es así;
una gran propiedad diferencial del icono es que, mediante su obser-
vación directa, pueden descubrirse propiedades de su objeto dife-
rentes de las estrictamente necesarias para la construcción del icono”
(ibidem). Entonces, el icono es un signo productivo y creativo a la
vez; no sólo produce conocimiento por las características ya previsi-
bles que reproduce del objeto al que corresponde, sino que nos lle-
va a descubrir otras características del objeto que sólo están en par-
te en él, o sólo esbozadas, o sólo prenunciadas; inclusive, podríamos
decir que nos conduce a abducir o a predecir qué otras propiedades
puede tener; de alguna manera conduce a crearlas en el intelecto.
En cierta manera reproduce el sentido, en la interpretación, pero tam-
bién en cierta manera lo produce o lo crea, porque lleva al intérpre-
te a anticipar la comprensión de un texto mediante hipótesis o con-
jeturas creativas, que serán contrastadas con algo objetivo. Peirce
lo ejemplifica: “Así, mediante dos fotografías se puede llegar a dibu-
jar un mapa, etcétera. Para poder deducir, a partir de un signo gene-
ral o convencional, verdades concernientes a su objeto que no sean
las que ese signo significa explícitamente, es necesario, en todos
los casos, reemplazar ese signo por un icono. Esta capacidad poten-
cial para revelar verdades no previstas es, precisamente, la fuente de
la utilidad de las fórmulas algebraicas, de modo que puede afirmar-
se que su carácter icónico es básico y fundamental” (¿bidem). Este
carácter predictivo, o abductivo, o avanzador, o descubridor o crea-
90
tivo, que tiene el icono, hace de él el mejor instrumento para obtener
o transmitir el conocimiento, la comprensión; el modelo de la inter-
pretación del icono es el modelo de la recepción y la transmisión del
sentido de un signo, de un texto. Y, ya que el icono está muy estre-
chamente relacionado con la analogía, esto nos hace ver que la ana-
logicidad y la iconicidad son la estructura fundamental del conoci-
miento, del pensamiento, son la clave de la interpretación.
Un dato más nos ayuda a ver la función de lo analógico-icóni-
co como modelo de la interpretación. El icono, al pertenecer a la pri-
meridad, funciona como signo formal, y, por lo mismo, también como
causa formal, tanto propia como ejemplar. Es el modelo del mode-
lo. Y s1 la interpretación de un texto ha de ser un modelo del texto, es
un análogo del mismo, un icono suyo, lo cual se da eminentemente
en el pensamiento, y con ello se tiene el cumplimiento de la noción
de interpretante de Peirce, como producto, en la mente del intérpre-
te, de su propia interpretación. El interpretante es de naturaleza pre-
dominantemente icónica. Puede ser una imagen o idea del texto, o
puede ser un diagrama del mismo, o puede ser una metáfora suya.
Vemos, así, que no solamente la metáfora sería modelo de la inter-
pretación de un texto, sino que ésta sería también un diagrama y has-
ta, en el límite, una imagen del mismo. La interpretación es la recep-
ción, abstracción o integración de la forma o causa formal del texto.
En efecto, la primeridad tiene carácter de causa formal; la segundi-
dad, de causa eficiente; y la terceridad, de causa final (0 de teleolo-
gía, de intencionalidad). Ahora bien, la causalidad formal se divide
en intrínseca y extrínseca. La intrínseca es la forma propiamente dicha,
tanto la substancial como la accidental: la extrínseca es la forma en
tanto que pensada por el eficiente, como lo es la causa ejemplar; es
el ejemplar, paradigma, 0 prototipo según el cual se hizo una cosa, el
modelo. Por eso se ve que el icono tiene mucho de signo formal. Esto
lo vemos en algo que escribe Peirce. Dice: “Si el Signo fuera un Icono,
un escolástico podría decir que la species del Objeto emanada de él
encontró su materia en el Icono. Si el Signo es un indice, podemos
pensarlo como un fragmento arrancado del Objeto, siendo ambos
en su Existencia un todo, o una parte de ese todo. Si el Signo es un
91
Símbolo, lo podemos pensar como encarnando la ‘ratio’, o razón, del
Objeto, que ha emanado del mismo. Todas estas son, desde luego,
meras figuras de lenguaje; pero el serlo no les impide ser útiles”
(2.230). Con esto nos da a entender el carácter de representación cua-
litativa o —como dirían los mismos escolásticos— de signo formal que
tiene el icono. Es el que mejor da a conocer lo representado cuan-
do es un concepto, una idea; es lo que mejor recoge la forma de algo
que exhibe o muestra su significado, del objeto que significa. No
puedo dejar de tener la impresión de que para Peirce el icono, el índi-
ce y el símbolo se corresponden cabalmente con lo que los esco-
lásticos llamaban signo formal, signo natural y signo arbitrario. Con
esto comprobamos que el icono tiene mucho que ver con la causa
ejemplar, con el prototipo o paradigma — por ejemplo el que tiene un
artista de su obra (cf. 2.281). Y en esta ejemplaridad del modelo de una
obra de arte es donde podemos encontrar lo que entiende Gadamer
por acto de interpretación, por ejercicio hermenéutico.
5. RESULTADOS
92
relativismo extremos. Una hermenéutica no sólo sintagmática, sino
más bien paradigmática, asociativa y no sólo lineal; que avance en
profundidad, que vaya hacia las estructuras profundas del texto, más
allá de las aparentes y superficiales.
Tenemos, así, una idea, una iconicidad y una abducción de lo
que podría brindarnos una hermenéutica analógico-icónica, en la que
se combinan dos tradiciones: la de la analogía de los griegos y medie-
vales con la del icono de Peirce. En muchos aspectos coinciden, has-
ta el punto de oscilar desde la metáfora como uno de los extremos,
hasta la copia, en el otro, sólo que de naturaleza inalcanzable. La ana-
logía-iconicidad es el reconocimiento de que la univocidad es rara-
mente alcanzable, y de que, sin embargo, se puede escapar de la equi-
vocidad irremediable. Es buscar el modo humano de la interpretación,
de la comprensión, del conocimiento. Es, asimismo y finalmente, la
no claudicación, en este tiempo de tanto escepticismo y desengaño,
del ideal de alcanzar, en lo que sea posible, la creación del texto como
análogo del mundo, y la interpretación como análogo del texto. En
ambos casos, interpretación de la realidad e interpretación del tex-
to. Pero también, siempre, algo de creación de la realidad y también
del texto. ¿O no será, tal vez, que siempre, al interpretar, recrea-
mos, y, al crear, reinterpretamos?
93
VI. LA LECTURA ANALÓGICA: CONVERGENCIA
DE LOS ENFOQUES HERMENÉUTICO
Y PRAGMÁTICO
1. PLANTEAMIENTO
95
Sin embargo, difieren en el enfoque, y no es de poca monta esa
diferencia. La hermenéutica, sobre todo en el caso de Hans-Georg
Gadamer, tiene por seguro que se inmiscuye mucho la subjetividad
del intérprete, del lector, en detrimento de la recepción de esa inten-
cionalidad del autor. En cambio, en la pragmática, al menos en ver-
siones tales como la de Marcelo Dascal, predomina el ideal objeti-
vista, pues se tiene la expectativa, esperanza o pretensión, de poder
recuperar la auténtica intencionalidad del autor, el sentido funda-
cional que dio origen al texto. La hermenéutica, pues, estaría más
del lado del subjetivismo, y la pragmática más del lado del objeti-
vISmo.
96
val; Morris las denomina sintaxis, Semántica y pragmática.! Llama la
atención el que el primitivo nombre de la pragmática haya sido el de
retórica pura; eso nos hace ver la cercanía de la retórica tradicional
con lo que ahora buscan la pragmática y la hermenéutica.
Morris, a diferencia de Peirce, concebía la pragmática dentro
de un esquema conductista, el de la psicología de Watson y Skinner,
dentro del circuito de estímulo, respuesta y refuerzo. Peirce era más
abierto. En el camino de la lógica, Rudolf Carnap adopta esta visión
de la semántica tomándola de Morris. Fue cuando Carnap llegó a
Chicago huyendo de los nazis, que se habían apoderado de Austria.
Trata de meter las investigaciones de Morris en los cauces de la lógi-
ca matemática o simbólica. De hecho, es uno de los primeros en aten-
der a la pragmática, en su artículo “Significado y sinonimia en los
lenguajes naturales”, de 1955.? Por ese tiempo había adoptado la
pragmática Bertrand Russell, por influencia de Morris, cuando en
1933 se reunieron en Chicago varios pensadores para elaborar la
Enciclopedia de la Ciencia Unificada, en cuyo proyecto participó él
mismo. También había integrado el conductismo a su filosofía del
lenguaje, como se ve en su Jnvestigación sobre el significado y la
verdad, de 1940.
En la línea de Carnap continúa los estudios de la pragmática
Raymond M. Martin.* Pero el propio Carnap lo hacía, especialmen-
te en un célebre trabajo sobre el aspecto semántico de la información
en el proceso de la comunicación, que escribió en colaboración con
Yehoshua Bar-Hillel, en Jerusalén, el año 1952.5 Allí Carnap y Bar-
97
Hillel abordan la pragmática con el proyecto de elaborar una prag-
mática formal, o formalista. Por cierto, Bar-Hillel será profesor de
Marcelo Dascal, que hace un tiempo era profesor en la Universidad
de Campinas, Brasil, y ahora lo es de la de Tel- Aviv, insigne impul-
sor de la pragmática actual.' Tiene, pues, esta pragmática cierto orl-
gen positivista; de ahí su proclividad al objetivismo.
Además, en pleno ámbito de la filosofía analitica, no tanto la
más formalista, sino la del lenguaje ordinario, desarrolla John
Langshaw Austin su empresa pragmática de la filosofía del lengua-
je de una manera bastante personal. Austin, en la línea del Segundo
Wittegenstein, pero sín dependencia tan directa de él como se ha cre-
ido, propone la teoría de los actos de habla. Continúan en esa pers-
pectiva Paul Grice y John Searle. Todos ellos plantean tres cosas que
a muchos les parecen de gran ingenuidad o pretensión: 1) que se pue-
de conocer la intención o el significado del hablante, 2) que se pue-
de conocer la referencia, además del sentido, de los actos de habla, y
3) que se puede captar el sentido literal además del simbólico. Es una
filosofía muy aguda y rigurosa, que no puede ser tildada de ingenua
sín incurrir también en ingenuidad o simplificación.
98
dos enfoques tiene razón, y pecan de excesivos. Creo que se puede
lograr una vía intermedia, una intersección de ambas intencionalida-
des, la hermenéutica y la pragmática, sí se hacen compatibles la idea
de que se puede rescatar el significado del hablante con la idea de que
también se inmiscuye nuestra subjetividad. Ambas cosas ocurren,
pero dentro de ciertos límites. Es innegable que se mezcla nuestra
subjetividad, pero de manera limitada, con lo cual da lugar a cierta
objetividad, también limitada. En efecto, la experiencia nos hace ver
que no se puede tratar de recuperar con toda objetividad el signifi-
cado del autor sín aceptar que se entromete el significado del oyen-
te, lector o intérprete; pero también la experiencia nos enseña que
algo podemos obtener de ese significado; sí no, toda interpretación
es prescindible, pero también toda comunicación. Nos lleva argu-
mentativamente a consecuencias ideseables y además inaceptables,
porque son contradictorias. El que dice que no es posible comuni-
carse, está cayendo en contradicción sintáctica, semántica y hasta
pragmática o performativa. Es posible admitir una buena dosis de
objetividad digamos, la suficiente-, a pesar de los embates recien-
tes del subjetivismo. Lo vemos en la cuestión, muy actual, de sí se
puede defender una lectura literalista, o del sentido literal, frente a la
lectura alegorista, o del puro sentido simbólico. Algunos llegan a decir
que no sólo es inútil, sino también imposible, encontrar el sentido
literal, y que hay que renunciar a él.
Es necesario llegar a una mediación entre subjetivismo y obje-
tivismo; pero se da incluso la pugna al interior de una y otra. Por
poner sólo un ejemplo, dentro de la pragmática se da la misma pola-
rización. Hay unos más objetivistas y otros más subjetivistas. Veamos
a esos dos pragmatistas recientes que son Umberto Eco y Richard
Rorty.' Eco trata de ser objetivista, y defiende el sentido literal ade-
más del simbólico. En cambio, Rorty cree que no se puede hablar de
sentido literal, sino sólo de sentido simbólico, ya que los textos no
se interpretan, sino que se usan. En una célebre polémica en
99
Cambridge, entre Eco y Rorty, este último se queja de que aquél
no llega a sacar todas las consecuencias del pragmatismo, y que sigue
al complicadísimo de Peirce en lugar de seguir a James y Dewey,
que son más claros y útiles.
100
Hugo de San Víctor, tan dado al sentido alegórico, decía que hay que
conseguir el sentido literal, para no perderse.
Esto se integra en el siglo x11. Se llega a una síntesis. Santo
Tomás de Aquino fue más literalista, pero se permitía llegar a la ale-
goría; San Buenaventura de Bagnoreggio fue más alegorista, pero
defendía el sentido literal. Uno sería más pragmático y el otro más
hermeneuta. Pero ambas corrientes confluyeron, y lograron una lec-
tura que combinaba el sentido literal y el sentido alegórico o sim-
bólico.'!
La lectura alegórico-simbólica era la más importante. Pero se
conservaba la lectura literal, pues era la que devolvía el sentido y la
referencia, o la referencia además del sentido; en cambio, la lectura
alegórica volaba en alas del solo sentido, sin cuidarse mucho de la
referencia. Creo que la aceptación de la referencia, además del sen-
tido, hace que se vaya a la lectura literal además de la alegórica.
También el creer que se puede acceder al significado del hablante o
a la intencionalidad del autor además de lo que interpreta subjetiva-
mente el lector.
Habrá textos que no tengan sentido alegórico, sino sólo literal,
que no soportarían una lectura simbólica; sí los leyéramos en senti-
do alegórico, resultarían absurdos, irrisorios. Habrá otros textos que
no tengan ni puedan tener sentido literal, sino sólo simbólico; que-
darse en la literalidad sería falta de perspicacia y también, a la pos-
tre, algo absurdo, ridiculo. Sería poca sutileza no pasar al sentido sim-
bólico cuando puede haber no sólo sentido literal, cuando el autor no
lo intentó así. Y puede haber textos que tengan tanto sentido literal
como sentido simbólico, y en ellos es preciso ejercitar la doble lec-
tura, la doble hermenéutica.
Cuando hay sólo sentido literal, ni siquiera hay cabida para la
hermenéutica ni para la pragmática. Sería lectura directa. ¿Es posi-
ble que haya textos que sólo tengan sentido literal, y no simbólico?
No entraré a discutirlo mucho. Me basta con pensar que hay textos
101
así en las ciencias exactas y las naturales. En las ciencias humanas la
mayoría tiene ambos sentidos, el literal y el simbólico, y a veces sólo
simbólico. Parece ser que el literal no obtiene lugar propio, se da muy
poco, s1 es que se da. Pero tiene que resguardarse.'!
102
tan fuerte de Frege, tras muchos intentos de quedarse sin ese matiz
tan cargado de realidad. Pero ahora, después de esa trayectoria anti-
rrealista, han surgido varias búsquedas del realismo, han surgido
varios regresos hacia él, y hasta defensas decididas del mismo.' ¿Será
tal vez lo que Freud llamaba “el regreso de lo reprimido’? El rea-
lismo fue reprimido en muchos contextos, por considerárselo una
postura acrítica y hasta ingenua. Pero ahora volvió, ahora ha regre-
sado al pensamiento actual. Tal vez por cansancio de lo otro, tal vez
porque ha resurgido ese instinto, impulso o inclinación hacia lo real,
del que hablábamos. O pulsión hacia un principio de la realidad, más
allá del principio del placer, y ha llenado nuestro deseo, y no sólo
nuestro pensamiento. Si hablamos de pulsión, de impulso, estamos
hablando de una intencionalidad, una intencionalidad del ser huma-
no que a veces queremos frenar y hasta extirpar, pero que sólo detene-
mos y retardamos, porque vuelve por sus fueros, tiene su momento.
Y aquí nos percatamos de que volvemos a topar con la intenciona-
lidad, de la que ya hablábamos al principio; curiosamente, la inten-
cionalidad da origen a la hermenéutica y a la pragmática (recupe-
ración de la intencionalidad significativa del emisor), pero también
da origen a la ontología, por ese cuestionamiento del realismo, o por
lo menos inquietud 0 curiosidad por él, como s1 la intencionalidad
del hombre no fuera únicamente intelectual y volitiva, sino existen-
cial, una intencionalidad más básica que las dos anteriores, previa a
ellas, más originaria, o fundacional, que es la intencionalidad del
hombre hacia el ser y la vida, intencionalidad que proyecta al hom-
bre más allá de sí mismo, y lo hace que se encuentre, perfectiva-
mente, en lo otro de sí, en el no-yo, en lo real, que lo golpea fuer-
temente, pero también, gozoso, lo acaricia.
103
6. RESULTADOS
104
VIL LA HEURÍSTICA PROPIA DEL MÉTODO
DE LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA
1. PLANTEAMIENTO
105
bien. Parece identificarse con el método, pero tiene una significación
que la distingue de él. La heurística es una parte del método: la que
lleva al descubrimiento, más que a la demostración de lo descubier-
to. En cambio, el método tiene las dos partes: la inventiva y la demos-
trativa. La parte inventiva de la hermenéutica será su heurística, y
la parte demostrativa o probativa será un tipo de argumentación orien-
tado por la retórica (en el sentido de Perelman), como veremos más
adelante, en el siguiente capítulo (VIII). Pero, a fin de comprender
un poco más qué es la heurística, atendamos a su historia. Es una his-
toria un tanto accidentada, que merece la pena ser vista aun sea a gran-
des rasgos.
106
seleccionar las pruebas (dispositio) y a elaborar la discusión que la
garantice. Se basa en tópicos ofrecidos para ello.
Pasando el tiempo, en la escolástica medieval, la heurística se
centró mucho en la venatio deffinitionis, esto es, la búsqueda de la
definición, y en la ¿nventio medii, o búsqueda del término medio
del silogismo, tanto inductivo como deductivo, tanto teórico como
práctico. Se buscaba comprender la causa formal, referida a la for-
ma, esencia o quididad, contenida en la definición y en las propie-
dades de las cosas, definición y propiedades que se tenían que encon-
trar y demostrar como pertenecientes verdaderamente a la cosa en
cuestión. Para esto se ayudaban de la quaestio y la disputatio, esto
es, del diálogo. No es cierto que la escolástica usara sólo lógica apo-
díctica; tenía un recurso muy fuerte en la dialéctica o lógica tópica,
aunque sí se relegó bastante la retórica.
El renacimiento resalta y recupera la retórica como la dadora de
las herramientas de la heurística. La inventio vuelve a regir la ela-
boración de los problemas, la respuesta juiciosa de los mismos y su
argumentación probatoria. Pero, aunque se usa mucho la retórica,
sigue en pie la dialéctica. Ejemplos de ello son Petrus Ramus, Radulfus
Agrícola y Francisco Titelman, que tienen tratados sobre esta última.
La dialéctica proporciona los tópicos para descubrir, para inventar,
para hallar. Mueve a buscar los conceptos, los juicios y los racioci-
nios convenientes.
En la modernidad, la heurística o técnica de ¡invención se centra
en los dos principales momentos epistemológicos y metodológicos:
el análisis y la síntesis. Para griegos y medievales, el análisis (0 reso-
lutio) es la vía inductiva, esto es, la reducción a los principios, y la
síntesis (0 compositio) es la vía deductiva, la explicitación de lo implí-
cito. Pero ahora se pasa a entender el análisis como la descomposi-
ción de algo en sus elementos más simples, y la síntesis como la com-
posición de los elementos simples para que resulte algo complejo.
Esto se ve ya en Descartes, que analiza el conocimiento buscando sus
bases, sus elementos fontales, para procurar después la vía de la com-
posición como saber universal. En la línea del medieval Lulio y el
barroco Kircher, Leibniz muestra una búsqueda semejante. También
107
él trata de hacer el análisis de los términos (lógicos) hasta lograr los
más simples de todos, para después combinarlos y complexificarlos
hasta obtener todas las cosas compuestas que puedan originarse de
ellos, las cuales son innúmeras. Así tiene un arte combinatorio que le
hará descubrir todo, alcanzar todos los conocimientos.!
Hume pone en crisis el conocimiento, y hace que Kant des-
pierte de su sueño dogmático. Este último buscará el descubrimien-
to en lo a priori. Los escolásticos hablaban de razonamientos (no
de juicios) a priori y a posteriori. Los primeros eran los que partían
de premisas que expresaban las causas y llegaban a conclusiones que
eran sus efectos. Los segundos eran los que partían de los efectos y
buscaban las causas de los mismos. En cambio, Kant habla de juicios
a priori y a posteriori. Pero no serán juicios de tipo efecto o causa,
sino que los primeros tienen que ver con algo formal del entendi-
miento (las estructuras o esquemas subjetivos que hacen conocer) y
los segundos con algo material del mismo (sus contenidos empíri-
cos). Los combina con los que Hume denominaba analíticos y sin-
téticos, que son los axiomas o tautologías, las cuales no dependen de
la experiencia, y los juicios que sí dependen de ella. Así, los juicios
analíticos pueden ser a priori, pero no a posteriori. En cambio, los
Sintéticos parecerían ser siempre a posteriori, pero Kant introduce
los Juicios sintéticos a priori, que son científicos por partir de la expe-
riencia, pero además tienen necesidad y universalidad por virtud de
un elemento estructural del sujeto que les da eso. Son los que mejor
hacen conocer. Por eso, hay que buscar juicios sintéticos a priori para
la metafísica, la ética y demás disciplinas filosóficas. Mas, en vista
de las antinomias de la razón pura, que marcan el fracaso de ésta, Se
abre la salida por la razón práctica. Allí toma inicio en el imperati-
vo hipotético, que se vuelve categórico. Parte de sí mismo y univer-
saliza hacia los demás. A partir de él mismo universaliza algo que
puede valer para todos. Es una heurística que toma inicio en el suje-
to y se abre a la intersubjetividad, y así alcanza la objetividad.
108
En el tiempo del post-kantismo, aunque más allá de esa heren-
cia kantiana, Wilhelm Dilthey trata de establecer metodologías sepa-
radas para las ciencias naturales y las del espíritu. Las primeras bus-
can explicación y las segundas comprensión. Husserl procura amiporar
esa dicotomía con la reducción eidética, para encontrar las ideas de
las cosas. Después se harán juicios sobre ellas, y luego se intentará
la demostración de lo encontrado.
Popper, por su parte, no habla mucho de la invención; más bien
se centra en la demostración. Pero la invención se encuentra metida
en su método. Es el método hipotético-deductivo, es la conjetura y la
refutación (no la verificación, como en Carnap, sino la falsación). El
proceso inventivo está en el núcleo de su método, porque hay que
hacer hipótesis, buenas conjeturas. ¿Cómo se hacen? Dice que eso
no le toca decirlo a él, sino a la psicología del conocimiento, pues
es un problema de genio: unos lanzan buenas hipótesis, y otros malas.
Pero queda el problema de cómo lograr esas buenas conjeturas.
A eso había respondido ya en el siglo pasado Peirce, quien, ade-
más de la inducción y la deducción, ponía la abducción. La abduc-
ción es un acto casi instintivo. Es una intuición. No procede por infe-
rencia, síno que es previa a la inferencia. Pero es la que permite obtener
principios, reglas, y premisas para inferir, tanto inductiva como deduc-
tivamente. Y consiste en encontrar explicaciones para los fenómenos,
causas para los efectos, que propone a modo de hipótesïs. Es un paso
de los efectos a las causas. Es metonimia. Pero también se conecta
con la metáfora, pues a veces sólo ella es alcanzable.
Peirce tiene una profunda semiótica, un estudio del signo cen-
trado en los interpretantes (que no son los intérpretes, sino los signos
que decodifican los signos comprendidos, lo cual pueden hacer como
conceptos, conductas o hábitos). Hay que buscar y lograr los inter-
pretantes adecuados. La heurística es la que hará eso. Tratar de inter-
pretar correctamente; y, con ese fin, buscar los interpretantes correc-
tos; para lo cual abducir, hacer hipótesis interpretativas y buscar
109
demostrarlas. Por eso, al centrarme, a continuación, en la heurística
de la interpretación, de la hermenéutica, la plantearé basado en la
abducción de interpretaciones, en la construcción afanosa de hipóte-
s1s interpretativas, que después serán probadas como correctas o inco-
rrectas, contrastadas de manera laboriosa con el texto y la mediación
que hace entre la intención del autor y la nuestra como lectores.!
4. LA HEURÍSTICA DE LA HERMENÉUTICA
110
para apoyarlo.) Mas el acto interpretativo es la actuación de una com-
petencia que se va formando, adquiriendo. Es la construcción de una
virtud hermenéutica, de un hábito que nos capacita o nos hace com-
petentes para realizar el acto interpretativo. El interpretante, dice
Peirce, a veces es un concepto, a veces un acto, a veces un hábito.
Cuando el interpretante es un hábito, esto es, cuando es un meta-inter-
pretante que se ha quedado en nosotros y nos capacita para inter-
pretar bien con frecuencia, entonces hemos encontrado la heurística
de la hermenéutica. Es decir, cuando es un interpretante que nos cons-
tituye e interpretamos bien de manera habitual, ‘“‘virtuosa”, entonces
hemos encontrado la manera de que abarque toda interpretación nues-
tra, impregnando de sutileza y adecuación las interpretaciones que
hagamos. Pero vayamos por partes. Primero hay que hablar del acto
interpretativo y luego del correspondiente hábito o virtud.
El acto de interpretación tiene como previo un cuestionamiento
o pregunta interpretativa acerca del significado de un texto. El acto
interpretativo será precisamente la construcción de una hipótesis de
interpretación, una interpretación hipotética. Luego se verá sí es
atinada y se ofrecerán argumentos para mostrarlo. Pero, ¿qué ayuda
a lanzar una buena hipótesis interpretativa? A eso ayuda el familiari-
zarse con el contexto del texto, el habituarse a él. Por ejemplo, algo
que indudablemente ayuda a eso es, sí el texto está en otro idioma,
conocer ese idioma; conocer, sobre todo, las particularidades de esa
lengua en ese momento. Asimismo, hay que es estar impregnados del
conocimiento de la historia y la cultura del autor del texto. A saber,
conocer lo más posible la historia política y la historia cultural (lite-
raria y del pensamiento) del autor, si es que no pertenece a nuestra
situación temporal y espacial. Es la apropiación de su contexto, del
contexto del texto.
Se dirá que todo eso puede hacerse intuitivamente. Y entonces,
¿qué tanto ayuda el atender a una teoría sobre la interpretación, una
teoría hermenéutica? Lo hace del mismo modo en que la teoría retó-
rica (0 fechne) ayuda a mejorar las habilidades orarorias de la perso-
na. Es decir, aun cuando la persona tuviera una oratoria natural muy
aceptable, el estudiar la técnica lo hace mejorar. No están de más esos
111
recursos artificiales. El que, de natural, es buen poeta mejorará con
la técnica poética que aprenda. Si se tienen apritudes innatas, darán
mejor fruto sí se cultivan, fomentan o promueven con el arte. Así,
la elaboración de teorías metodológicas para la hermenéutica, y el
estudio de las mismas, hacen que el investigador se apropie instru-
mentos inapreciables.
Así, pues, el estudio de las técnicas y el conocimiento históri-
co-cultural del texto y del autor son como los instrumentos de obser-
vación que se usan para interpretar. Me resulta difícil sintetizar la heu-
rística hermenéutica diciendo que el hermeneuta tiene que alcanzar
la sutileza; pero así es. Tiene que avanzar en sutileza interpretativa.
¿Qué es la sutileza? Es la capacidad de sistematizar varios y diver-
sos significados de un texto sin abandonar la conciencia de no lograr
la perfecta sistematicidad; pero, al mismo tiempo, sin caer en lo com-
pletamente asistemático. Captar el significado implícito y explicitar-
lo; y, sobre todo, captar lo universal en lo particular, aprehender lo
que funge como contexto de un texto concreto. Y esto tiene mucho
que ver con saber elegir modelos, con atinar a señalar los clásicos de
la interpretación que se sigue dentro de una escuela. Iconos que nos
pueden ayudar y guiar para interpretar, modelos de interpretación.
Cada uno es un modelo concreto y limitado, pero que, sín embargo
y paradójicamente, es un modelo que sirve universalmente. Es la idea
de adoptar y adaptar, esto es, integrar y potenciar, un modelo her-
menéutico. Es dejar la idea de buscar la heurística como técnica infa-
lible o como ciencia exacta, y atreverse a rastrear.!
Es buscar la heurística hermenéutica como sí se aprendiera en
un taller, de manera artesanal —un poco como dice Maclntyre de la
enseñanza. Allí se asimila un modelo, de manera analógica, y de mane-
ra icónica. Maclntyre lo presenta como aprender lo que hace un maes-
tro en un taller, meterse de aprendiz suyo.? Lo imagino yo como un
integrar lo que se ve que muestra el maestro y lo que se oye que dice,
112
conjuntar el decir y el mostrar (que Wittgenstein separaba tanto) y
lograr encarnar una virtud. La virtud es más que un manual, más que
una tecnología. Es una técnica hecha carne, es un arte hecho perso-
na, es una ciencia hecha vida.
El manual, el recetario, la técnica y la ciencia heurística pueden
inclinarse a lo unívoco, como se ve en los positivistas. En cambio,
algunos otros han caído en heurísticas equivocas, como Feyerabend,
Koestler y los que hablan de la invención como algo maramente intui-
tivo, casi irracional, o inconsciente. Me parece mejor una postura ana-
lógica, porporcional, prudencial. Ya aquí entra el buscar la técnica o
ciencia (de la heurística) como virtud. La virtud es en parte decir y
en parte mostrar. Conjunta el decir y el mostrar, cosa que parecía
imposible. No se queda en dar respuestas ya hechas y encontradas,
sino que, con un mínimo de teoría, abre a una práctica profunda y
entusiasta. Ahora bien, una de las virtudes principales es la pruden-
cia. Hay una analogía 0 isomorfismo entre la prudencia y la lógica.
La prudencia es una especie de lógica de lo concreto. Es una lógica
viva y particularizada. Algo parecido se necesita para interpretar.
5. HEURÍSTICA Y MÉTODO
113
ce que llegará a cumplirse exhaustivamente, a pesar de contar ahora
con la cibernética o inteligencia artificial. Sigue volviéndose la mira-
da a métodos y técnicas heurísticas menos idealizados, más intuit1-
vos y concretos, incluso imaginativos.
Como ya lo ha señalado Peirce, la abducción abarca desde el
formular hipótesis hasta el seleccionar la que puede verse como mejor.
Ya no le toca el diseñar experimentos para probarlas, pues eso perte-
nece a la parte demostrativa del método en la filosofía de la ciencia.
En el caso de la hermenéutica, la prueba de las hipótesis interpreta-
tivas se da por la anuencia intersubjetiva con respecto al significado
del texto, esto es, la comunidad interpretativa es la que delibera y
decide acerca de la cercanía o alejamiento de la interpretación con
respecto a la verdad del texto (prioritariamente, la recuperación de la
intención del autor).
Se da aquí una cierta utilización de la retórica, pues una inter-
pretación —como lo ha señalado ya Gadamer- tiene que persuadir en
cierta manera de su validez. También se ha dicho que la retórica pro-
vee —como sostiene san Agustín—! de instrumentos para interpretar,
esto es, configura tópicos de invención, no sólo de exposición, que
brindan códigos para interpretar o descifrar, para decodificar, como
en el caso de los tropos (compartidos tanto por la retórica como por
la poética).
Así, pues, la analogía, ¿puede ofrecer alguna ayuda a la heu-
rística, concretamente a la de la hermenéutica? Yo creo que sí. Más
aún, la mejor heurística hermenéutica se dará con una hermenéutica
analógica e icónica. Una interpretación es un análogo del texto, un
icono suyo. No se puede hacer una interpretación que sea una vil copia
del texto original. Ni se puede copiar tal cual la interpretación hecha
por otro exégeta. (Es como la noción clásica de imitación; no se tra-
taba de hacerla en forma unívoca, sino analógica.) Si tomamos como
iconos —según la idea de Peirce- la copia o imagen, el diagrama y
la metáfora, todos ellos son formas de la analogía. Para interpretar un
114
texto, a veces se intentará “copiar” de plano su sentido (u obtener un
análogo del mismo que se acerque a la correspondencia univoca o
biunívoca), a veces se necesitará hacer un diagrama del mismo y a
veces sólo una metáfora suya. Los dos primeros quedan sobre todo
en textos que tienen una intención más inclinada al literalismo, ¿.e. al
sentido literal, y los dos últimos cuando se tiende al sentido simbóli-
co, alegórico o no literal. Un texto poético o metafórico sólo puede
interpretarse de manera metafórica, con registros tropológicos; sería
necio interpretarlo con un registro literal; así como en un texto cien-
tífico sería difícil encontrar sentidos simbólicos o alegóricos digo
en un texto científico actual, no en uno que pertenezca a alguna tra-
dición ocultista o algo por el estilo.
En el trabajo hermenéutico se suele pertenecer a una escuela o
tradición. Así es posible dar el test de aceptación intersubjetiva. Los
compañeros de tradición, o los colegas de escuela, son los que pri-
meramente examinan la interpretación que hemos hecho. También
puede ser pasada por la crítica de miembros de otras escuelas o tra-
diciones, pero eso es ya posterior, y es más problemática su decisión.
Más fácil es decidir sobre una interpretación en el seno de una mis-
ma escuela o tradición. Hay ciertos tópicos que se comparten, esque-
mas comunes, presupuestos que se aceptan, reglas y procedimien-
tos metodológicos compartidos. Pero lo más importante de la heurística
es que nos pide innovar, salirnos de ese medio o cerco que se cierra.
La interpretación nueva puede ser acorde (al menos en cierta medi-
da) con la tradición anterior, o puede romper con ella, de manera más
o menos drástica. Y es cuando más se necesita argumentar y llegar
a la persuasión, y es cuando más tienen que ponerse rigurosos los
árbitros 0 censores de la comunidad interpretativa. Ésta suele ser con-
servadora más bien que revolucionaria. Guarda celosamente la con-
tinuidad y permite poco los cambios. Trata de evitar la ruptura. Por
lo general, entrega la carga de la prueba (el onus probandi) al inno-
vador, y poco se da a la tarea de probar su rechazo o entredicho de la
interpretación nueva.
Asimismo, el innovador tiene varias obligaciones. Por una par-
te, se le exige acercarse a los cánones interpretativos y a las interpre-
115
taciones canónicas. Toda desviación de ellos tendrá que ser justifica-
da. Deberá conocer muy bien las interpretaciones anteriores. (Por eso,
a veces cuesta mucho hacer un trabajo sobre autores o textos muy estu-
diados: Platón, Aristóteles, la Biblia o el Quijote, acerca de los cuales
la literatura es muy abundante.) En cambio, hay autores o temas sobre
los que se ha dicho poco, y se prestan más a la innovación. En esos
casos la heurística es más libre y fecunda. La comunidad de inter-
pretación da los medios para inventar y para probar. Claro que se aña-
de el talento. Y eso es de la persona, del intérprete.
Debe examinarse muy bien qué tipo de texto es el que se inter-
preta; pues, de acuerdo con su naturaleza y la disciplina a la que per-
tenece, se tendrá que hacer el abordaje. Se ha de buscar después el
sentido sintáctico, el sentido semántico y el sentido pragmático, que
es propiamente el que corresponde a la hermenéutica. En cuanto al
sentido sintáctico, percibir la coherencia; en cuanto al sentido semán-
tico, realizar una primera búsqueda de las cosas que dice; pero, sobre
todo, al nivel pragmático, buscar el sentido del autor, que induda-
blemente mediará con el del lector, y ambos darán el del texto. En
cuanto al sentido hermenéutico, hay un sentido más pleno (sensus
plenior) que es dado por la tradición o escuela interpretativa. Es la
integración (y a veces el paso) de la interpretación subjetiva, imdivi-
dual o propia a la línea interpretativa común, anterior, de la tradición.
(Es la tensión o dialéctica entre la tradición y la innovación.)
Todo ello nos indica que se debe defender la posibilidad de cap-
tar o reconstruir el sentido literal de un texto y no pensar que sólo
es posible darle un sentido simbólico.'! Así como no conviene que-
darse en la interpretación literal, sino pasar (cuando se puede) a la
interpretación simbólica de un texto, así también, aunque hay que
atender a la intencionalidad del autor, conviene no quedarse en ella,
sino pasar a lo que podemos llamar —con Luis Alonso Shókel-—/ la
116
intencionalidad del texto. Ya Umberto Eco nos ha aleccionado acer-
ca de que no podemos privilegiar sólo la intención del autor ni la del
lector, sino la confluencia de ambas en el texto, por lo que se podría
llamar la intención del texto.!
Ha habido hermenéuticas que se quedan en la intención del autor,
o hermenéuticas del autor. Allí se busca recuperar qué quiso decir
el autor, porque no basta con ver qué dice a primera vista, sino qué
quiso decir, ya que a veces se encuentra una intencionalidad más hon-
da y distinta de la aparente (es como pasar de una estructura superfi-
cial a una estructura profunda). Pero también el texto, a su contacto
con el lector, dice cosas más allá de lo que intentaba decir el autor;
va más allá de la intención del autor.
Por eso es necesario acceder a una hermenéutica analógica e 1có-
nica. Analógica, para que abra la posibilidad de dar distintos senti-
dos al texto, de captar diversos significados, de manera más rica. Pero,
también, icónica, para acercarse lo más posible al sentido hteral, o
a lo más cercano de éste. Que preserve la seriedad de la tradición,
la cual exige pruebas de la interpretación realizada, pero también que
se abra al regocijo de lanzarse a innovar, a ser creativo en la inter-
pretación. Cabe el gozo. Así se aceptará que, aun cuando se procura
la interpretación más objetiva posible, nunca se pierde la concien-
cia de que siempre se inmiscuye nuestra subjetividad. Se alcanza una
objetividad analógica, limitada. Pero es suficiente. Y ella consíste en
limitar lo más posible la interpretación subjetiva, en ponerle lími-
tes. Como los diques con los que ganamos terreno al mar, que nos
inunda con su marejada.
117
6. RESULTADOS
Todo eso nos conduce a concluir que el texto mismo tiene sus
limitaciones. Como insiste Ricoeur, el texto de alguna manera se esca-
pa al autor, recibe de sus sucesivos lectores una intencionalidad 0 sig-
nificación algo distinta de la que él le imprimió en su origen. La her-
menéutica de autor envuelve un ideal positivista; puede pretenderse
tan objetiva, que vuelva al texto irrelevante, porque no dice nada para
los lectores de esta época o contexto. El excesivo distanciamiento
puede impedir la aplicación. Además, sí nos fijamos en la voluntad
del autor, hay mucho que se le escapa: inconsciente, fantasía, intuil-
ción, etc.
Así, el texto o la obra rebasa al autor. Embona con la subjetivi-
dad del lector, y se produce algo nuevo. Tal vez no totalmente nue-
vo, pero sí nuevo en cierta medida.’ A veces se puede usar el tex-
to/obra para llegar al autor. A veces sólo se puede metaforizar su
intencionalidad. Pero siempre se tendrá la obligación de buscarla.
Y, en todo caso, mediar nuestra intencionalidad de lectores con la
suya. Una tensión analógica entre unos y otros. Una integración 1có-
nica, aproximativa, que respeta la porción de cada quien. Proporcional,
proporcionada y prudencial. Hermenéutica analógica.
Y siempre se tendrá que hacer recurso a la heurística, a una heu-
rística sería y ponderada, que evite el poder decir cualquier cosa.
Esta heurística está dada en la tensión analógica y proporcional entre
la sutileza interpretativa del hermeneuta y la pesantez de la comu-
nidad de interpretación, del grupo de exégetas que comparten con él
la aventura del texto, y que le aportan cánones y clásicos, de los que
ciertamente tendrá que independizarse, pero a los que primero ten-
drá que atender y escuchar hasta poder hacerlo. (E incluso para poder
hacerlo.)
118
VIL. LA NATURALEZA ANALÓGICA DE LA RETÓRICA
Y SU CONEXIÓN CON LA HERMENÉUTICA
1. PLANTEAMIENTO
119
2. RETÓRICA Y HERMENÉUTICA
120
sible, y a veces incluso sólo con lo verosímil de la retórica. Es una
retórica en el sentido de Perelman, esto es, un método argumentati-
vo que conjunta la tópica y la retórica propiamente dicha.
En todo caso, la analogía se encuentra de muchas formas en la
retórica. Es uno de sus lugares favoritos. Está presente en la compa-
ración o semejanza; tembién lo está en el tópico del exemplum., del
paradigma; éste dispara el razonamiento o argumento por analogía,
en el que se hace una inducción restringida, de lo particular a lo par-
ticular, que, sin embargo, apunta y contiene lo universal; igualmen-
te se encuentra en el razonamiento de los efectos a las causas, esto
es, en la metonimia; y también se encuentra en la metáfora, a saber,
en la translación 0 sustitución que implica una interacción entre el
sentido literal y el trópico. Sin embargo, creo que la analogía se encuen-
tra más allá, de manera más profunda. No solamente compara, no
solamente busca semejanzas; sobre todo marca diferencias, señala
límites; y, en este sentido, apunta hacia la realidad. Está, por ello,
en el corazón de la retórica, es la conciencia de que sólo se puede
hablar aproximadamente de las cosas, esto es, lleva a una ontología
peculiar, la de lo verosímil, a la vez humilde y suficiente. En el fon-
do, es el núcleo de toda ontología.
Ciertamente el discurso analógico tiene mucho de modestia o
de humildad, no llega a la cientificidad de lo unívico. Pero tal vez por
eso es tan propia de la retórica. Tal vez por haber relegado la retóri-
ca, la modernidad endureció su metafísica y su cientificismo. Y vie-
ne muy bien atender a ella, para obtener una filosofía con un rostro
más humano. Mas, al ver la presencia tan importante de la analogía
en la retórica, vemos asimismo la presencia de la analogía en la onto-
logía, precisamente una ontología que se desprende de la retórica mis-
ma, que surge de ella a la vez que la funda. Trataré de hacer ver cómo
surge esta ontología de la analogicidad de la retórica. Partiré de algu-
nas consideraciones sobre la condición de la retórica; pasaré luego
a esa presencia fuerte de la analogicidad que es la metáfora; insistiré
en que también se da la presencia de la metonimia en la analogía y
en la retórica; de ahí avanzaré, en seguida, a la posibilidad que se abre
de una nueva ontología que acompañe a la retórica, una ontología
121
analógica; y accederé, finalmente, a algunas condiciones filosóficas
que tiene la retórica para poder existir, las cuales, como se verá, están
del lado de una racionalidad proporcional o analógica.
122
Predomina la diferencia, más que la semejanza. Es lo que olvidó
Derrida en su tratamiento de la metáfora, al estudiarla en el Estagirita.
Mas, aun cuando Aristóteles quiere ver la metáfora como la tras-
lación de un nombre de una cosa a otra, sobre todo por su analogi-
cidad, no puede quedarse al nivel del nombre 0 de la palabra; su mis-
mo anális1s lo hace ir más allá. Tiene que ir hasta la función de ésta
en una semántica del discurso y hasta su lugar en una teoría de la
interpretación de la obra. (De hecho, no se halla en él una distin-
ción tajante entre sentido propio y sentido figurado.) En efecto, la
traslación requiere por lo menos afectar a dos palabras, exige una
estructura de géneros y especies, un juego de relaciones ordenadas,
para violarlo.' Hay una transgresión de algo prohibido: lo que Ryle
llama “error categorial”’, que era una cosa a evitar. Pero viola o des-
truye un orden sólo para crear otro, el error categorial es sólo el rever-
s0 de una lógica del descubrimiento. Por eso la metáfora no puede
afectar sólo a la palabra, sino al enunciado y al mismo discurso. Y,
como la metáfora tiene cierto carácter enigmático, la verdad que le
compete no es tanto una sustitución como una tensión. Por eso
Aristóteles no reduce la metáfora a mero ornato del lenguaje.
Ricoeur opone en la metáfora una teoría de la sustitución y otra
de la interacción. Es la oposición entre una semiótica de la palabra
y una de la frase y la obra. La metáfora no es sólo sustitución, es una
interacción entre el sentido literal y el metafórico, entre la referencia
literal y la metafórica, y, por lo mismo, entre la verdad literal y la
metafórica. Hay una referencia doble: primaria y secundaria. Una ten-
sión en el seno de la semejanza. No se funden los opuestos, están
en tensión. (La misma analogía es una tensión.) Ricoeur aprovecha
la noción de “ver como” de Wittegenstein. Ver una cosa como otra,
aunque no lo sea. El error categorial abre la posibilidad de una nue-
va visión.? La referencia según Goodman tiene un doble modo: des-
cripción y ejemplificación, y la metáfora está más en la línea de esta
última. Es “verdadera” en la medida en que es apropiada, en la medi-
1. CE ibid., p. 35.
2. CE ibid., p. 310.
123
da en que añade la conveniencia a la novedad, la evidencia a la sor-
presa.! Tiene además un carácter heurístico: la metáfora “inventa”,
en el doble sentido de la palabra latina. de crear lo que descubre y
descubrir lo que crea.
Es una tensión entre el “es” y el “no es”, hay en ella algo para-
dójico. La verdad metafórica participa de esa paradoja: “La parado-
ja consiste en que no hay otra forma de hacer justicia a la noción de
verdad metafórica sino icluyendo el aspecto crítico del ‘no es’ (lite-
ralmente) en la vehemencia ontológica del ‘es’ (metafórico). En esto,
la tesis no hace más que sacar la consecuencia más extrema de la teo-
ría de la tensión”.? Así, aunque el sentido literal y el metafórico son
distintos, tiene que haber alguna intersección entre ellos, como la hay
entre la filosofía y la poesía. De este modo la poesía puede cuestio-
nar y enriquecer la noción filosófica de verdad y la de realidad. Aquí
me parece ver que la metafísica tiene la capacidad de actuar en dos
ámbitos de referencia: uno familiar y otro nuevo.
La lección que encuentro en la exposición de la metáfora hecha
por Ricoeur es que la retórica vive de la metaforicidad de la verdad
y su discurso. Pero yo quisiera universalizar más lo que ha dicho
Ricoeur, y de otra manera. La metáfora es sólo una de las formas de
la analogía. Me parece que hay que hacer entrar en la retórica (y en
la discursividad en general) no sólo la metaforicidad, sino la analo-
gicidad entera de la verdad y de lo razonable. No solamente la ana-
logía metafórica, sino la de atribución y la de proporcionalidad, la
analogía metonímica. En todas esas clases de la analogía se da la mis-
ma tensión o tensionalidad que se da en la metáfora, pero de modo
diferente. Con menos oposición entre lo literal y lo metafórico, pero
no con menor rendimiento en la aplicación. Como un reconocimien-
to de que la verdad es analógica, la verosimilitud que se maneja en
la retórica (a diferencia de la verdad de la lógica) y lo razonable que
se maneja en la retórica (a diferencia de la racionalidad más mecá-
nica de la lógica) hacen que no se pueda quedar en una versión de
1. CE ibid., p. 321.
2. ibid., p. 343.
124
la verdad como lo literal, sino tirando a lo figurado. Pero no siempre
tendrá analogía metafórica, metaforicidad; a veces tendrá metonimia,
a veces sinécdoque, o alguna de las otras figuras o tropos. E inclu-
sive no renunciará a toda literalidad. Se trata de una verdad y una
racionalidad trópicas: la de la verosimilitud y la de lo razonable. Pero
tiene eso y más, una gama de posibilidades que, sin perder el rigor de
lo univoco, la hace acercarse a la vorágine de lo equívoco, aunque
sin perderse en ella, sorteándola.
4. RETÓRICA Y ONTOLOGÍA
125
la retórica ha de ser una ontología basada en lo verosímil, que hace
creíbles sus enunciados, y con ello basta. No hay la pretensión de la
perfecta comprensión ni del perfecto acuerdo. Tampoco hay el peli-
gro de caer en lo disparatado. Es como el conocimiento de lo meta-
fórico, que oscila entre la parte de literalidad y la parte de figurati-
vidad 0 tropo que toda metáfora contiene. Si se queda en lo literal,
no se ha captado la riqueza cognoscitiva que allí se encierra; sí se que-
da en lo figurado, se pierden los límites de la interpretación y se pue-
de extraer cualquier conocimiento, cualquier comprensión, cualquier
sentido. Es, también, el sentido del exemplum, paradigma 0 icono,
muestra lo universal en su propia individualidad y fragmentariedad.
Esa metafísica de la retórica se presenta, pues, como su límite,
como metafísica limitrofe, liminar. Es lo que evitará que el sentido
se pierda, es lo que hará que el sentido se case o copule con su refe-
rencia, para que engendren la analogía de la verdad. Esto es, para que
la retórica no pierda su verosimilitud, para que haya un criterio de lo
verosímil mismo. Una ontología de lo verosímil, una ontología vero-
símil ella misma, que ancla lo verosímil a un mundo verosímil, un
mundo posible, y nos ofrece los límites de éste. La referencia es lo
que embona con el objeto, es la tierra nutricia de la que sale y a la
que vuelve: es la posibilidad de anclarse en algo y no perderse en
la alocada corriente de los signos producidos por el hombre. Pero
vamos hacia la referencia a través del sentido. El sentido, que corre
el peligro de armar sólo un juego, un juego de coherencias sin cone-
xión con la realidad. El posiïtivismo lógico distinguió y separó unas
verdades de razón y unas verdades de hecho. Las primeras eran puro
sentido idealista, las Segundas pura referencialidad empírica. Y cada
grupo iba por su lado, sin poder tocarse jamás. La retórica tiene
una vocación para evitar esa dicotomía, esa dualidad tan marcada,
con su recurso a lo verosímil. La verosimilitud es la que hace con-
cordar el sentido con la referencia, nos ayuda a tocar suelo con un
poco de guía o insinuación de la verdad. Por eso nos hace discurrir
desde el sentido hacia la referencia, con pocas razones, pero persua-
Sivas, y nos coloca en el camino de la ontología, de la mano de la
convicción intersubjetiva.
126
La ontología que va con la retórica es como ella, un saber que
se discute y se va construyendo incesantemente. Como la llamaba
Aristóteles, “la ciencia buscada” (he zetoumene episteme, he epize-
toumene episteme).' mejor le estaría el decir: “La ciencia siempre bus-
cada”, porque siempre está encontrándose y re-encontrándose, pues
trata de tocar ese misterio que es la realidad misma, el ser, y abrir
su enigma. Y eso solamente podrá ser parcial, pero suficiente. Es un
saber analógico, consciente de que mucho se queda en el equívoco,
y de que no se puede alcanzar en ello univocidad; pero que no renun-
cia a hacer un esfuerzo por balbucir el ser, el sentido y la referencia.
Ontología retorizada, a la que sólo le queda el recurso argumentati-
vo de la retoricidad de lo que se acepta en parte por el /ogos y en par-
te por el pathos, con una argumentación indirecta, ad hominem, y aun
diríamos ad totum hominem, porque argumenta a todo el hombre,
intelecto y afecto, a la comprensión y al gozo.? Como inferencia
formal, muy limitada; pero como inferencia trascendental, muy rica.
Más que en la sintaxis y la semántica, se asienta en la pragmática, en
la performatividad que se gestaba en la ilocutividad misma. Como lo
diría Peirce, es la trascendentalización de la semiótica y al mismo
tiempo la semiotización de la filosofía trascendental, tal vez más esto
último, con lo cual se da cabida a una ontología que no podía acep-
tar la trascendentalización sola y que ahora, a través de la semiotiza-
ción, se despliega sutil. Es la retórica como semiótica. Pero, al dar el
paso del sentido a la referencia, la retórica permite pasar de la tras-
cendentalización a la semiotización, y da lugar a la referencia realis-
ta más allá del puro sentido idealista. Se llega inevitablemente a
una ontología.
127
En efecto, el significado pragmático, como lo hacen ver Austin y
Searle, no se queda en el puro sentido, no puede, sino que accede a la
referencia; son los actos de habla, precisamente, los que conjuntan a
un sentido con su referencia.' Y sí la retórica vive del significado prag-
mático, más allá de la sintaxis y la semántica, se ve obligada a tocar
con sus manos la referencia, o al menos a apuntar hacia ella, y en todo
caso a pensar en una ontología que se exige a partir de su noción de
significado. Hay una onto-pragmática que se desarrolla en el mismo
seno de la retórica y aflora hacia la ontología y la metafísica explíci-
tas. Pero ellas ya son otro asunto. Con todo, no ha de tenerse miedo a
que la retórica nos conduzca a la ontología, ya que la va como mode-
lando y centrando en sus pretensiones, dándole proporción.
5. ARGUMENTACIÓN ANALÓGICA
128
Es precisamente la verdad metafísica la que puede proporcionar
un criterio para medir la verosimilitud de la argumentación retórica.
Si bien es cierto que estamos hablando de una metafísica que pro-
cura una fundamentación moderada, sólo analógica (como son los
principios del ser), y que aporta un punto de partida que no es total-
mente claro y distinto, sino sujeto al discernimiento movedizo y a
veces en el claroscuro, no menos cierto es también que esta metafí-
Sica, manifestada por la retórica, y que la acompaña siempre de modo
implícito, nos da una base suficiente para establecer la fundación o
fundamentación de la verosimilitud. Es como una marca, un limite,
algo que da criterio, aunque no sea de una manera absoluta e incon-
movible. Se trata de la alusión a la referencia, pues no nos quedamos
en el solo sentido. El sentido es alusivo a la referencia, no elusivo de
ella; dirige hacia un mundo, nos hace asomarnos a él más allá del mis-
mo marco conceptual desde el que miramos, pues nos coloca en el
límite de éste, y lo trasponemos con la creatividad, para encontrar
algo nuevo. Es la transgresión del límite epistemológico, que ame-
naza con encerrarmnos en el relativismo sin salida. Nos asgomamos des-
de los marcos conceptuales como desde marcos de ventanas cerra-
das, que se resisten a ser abiertas, pero que podemos abrir con lo que
les vamos añadiendo desde una creatividad apegada a las condicio-
nes de posibilidad de lo real mismo. Traspasamos los límites del len-
guaje, de la cultura, del marco conceptual, como lo decía Strawson:
no hace falta brincar esos límites, basta con poder pensarlos. Así dare-
mos, colocados en el límite, encabalgados en la frontera con el ser,
una inferencia trascendental, fundada en la realidad, que nos hará pen-
sar las condiciones de posibilidad de lo real y al mismo tiempo ver
los objetos en las mismas interpretaciones. Tal es el intento de Peïrce
de cancelar la dicotomía entre fenómeno y noúmeno. El noúmeno se
nos da en el fenómeno, y el fenómeno nos remite indefectiblemente
al noúmeno, como su signo, como su representamen. En el fenóme-
no tenemos una intuición intelectiva del noúmeno, la abstracción a
partir de lo sensible nos abre camino a la metafísica.
Además de la intuición, siempre se ha postulado el raciocinio,
el discurso, la argumentación. Algunos han perdido la esperanza en
129
la argumentación, y se quiere que no haya la posibilidad de ofrecer
argumentos para apoyar nuestras intuiciones. Pero una polémica de
intuiciones nadie la gana. Tiene que buscarse alguna forma de argu-
mentación sí no queremos hundirnos en la falta de criterios, de prin-
cipios y de pruebas. Y esa forma es la de una argumentación situada,
concreta, contextuada.' Sin embargo, es una argumentación que seña-
la lo universal, tiene una validez suficiente como para asegurar la
verosimilitud de los enclaves de la ontología que estamos demar-
cando. Con la argumentación verosímil, algunas veces —como dice el
propio Aristóteles— se alcanzará la verdad misma. Esto nos muestra
el poder veritativo de la verosimilitud, y el poder universalizador
de la analogía, que desentraña esa universalidad en el mismo indi-
viduo, en lo concreto, que es donde se encuentra realizada.
130
diálogo a través de los mares procelosos de lo no completamente cla-
ro, y por en medio de los tupidos boscajes de lo que no queda ple-
namente distinto. Tiene que aclarar y distinguir, argumentar para per-
suadir de lo que no es del todo aceptable ni del todo rechazable, sino
intermedio; ni tautológico ni contradictorio, contingente. Dentro del
ámbito de lo contingente es donde más se presenta la analogía, la
analogicidad de pensamiento, porque encierra la posibilidad de dar
asentimiento a lo que se logre presentar como intermedio entre lo
evidente (y aun lo verdadero plausible) y lo rechazable, a saber, lo
verosímil.
131
Por otro lado, podemos decir que la retórica es la búsqueda de
una discursividad analógica, sí por “analogía” entendemos lo que
está intermedio entre lo unívoco y lo equívoco, esto es, la significa-
ción y la predicación de lo que es en parte igual y en parte diferen-
te, predominando la diferencia. La construcción posiïtivista tira a la
univocidad, la desconstrucción postmoderna tira a la equivocidad.
Yo quisiera proponer la re-construcción analógica, un giro analógi-
co en la argumentación en nuestro caso presente, en la retórica. Así,
frente a una lógica univoca y una disgregación equívoca, añado algo
distinto, que es la discursividad analógica. Nótese que es un terce-
ro: addo tertium!, como se decía en el debate medieval, pues en ver-
dad la analogía es terceridad, como podríamos decir ahora en el len-
guaje de Peirce. Centraré en la retórica esa terceridad o analogía que
propongo, aunque ya de por sí la retórica es emblema de analogici-
dad. Ante la desconfianza de la verdad lógica o necesaria, esto es,
de la racionalidad analítica, se ha notado un sesgo muy marcado
hacia la verdad sólo plausible, esto es, la racionalidad tópica, tanto
dialéctica como retórica (y a veces hasta poética). Pero se ha ido con
mucho extremismo, y hace falta un centramiento o equilibrio. Más
allá de la lógica de la univocidad, está la de la analogía, en la dia-
léctica y la retórica. En lugar de quedarse en la negación o disolu-
ción de los contrarios, une y siïtúa las opiniones o tesis contrarias
unas respecto de las otras. La lógica de la univocidad 0 de la identi-
dad destruye las opiniones que se enfrentan, la lógica de la analogía
busca integrarlas en lo que es compatible, sín perder de vista sus
diferencias. La dialéctica (y lo mismo hace la retórica) desemboca
muchas veces en la construcción de razones que, sobrepasando los
elementos antagónicos, los reconcilian, considerándolos como
momentos de una verdad superior.!
La retórica supone un razonamiento contextuado, en contexto.
Su argumentación no opera en el vacío, toma en cuenta el auditorio
y le da argumentos que esté dispuesto a aceptar. No es la argumen-
tación analítica o lógico-deductiva, sino una argumentación circuns-
132
tanciada. No es, por tanto, una argumentación unívoca, válida para
todos por igual. Tampoco puede ser una argumentación equívoca,
completamente relativista, casí diríamos que en función de cada quién.
Más bien se trata de una argumentación analógica, con cierta pérdi-
da y desencuentro, pero con la suficiente igualdad persuasiva como
para llegar (aun con diferente grado de fuerza) a todos o a la mayo-
ría de los que están conformando el auditorio.'
Una de las cosas en las que se ve aplicada la analogía 0 analo-
gicidad dentro de la retórica es la amplificación oratoria. La ampli-
ficación es algo muy propio y característico de la elocuencia: es el
discurso amplificado para persuadir. No hay auténtica retórica sin
amplificación, como no hay auténtica poética sin metáfora. Pero la
amplificación ha de conocer sus límites. Siempre se avisaba en las
retóricas, en la parte preceptiva, que había que tener cuidado con el
uso de las amplificaciones, tropos y figuras, ya que fácilmente se
derrumbaba la construcción y se caía en el ridículo. Pues bien, los
límites de la amplificación los da la razón (aplicada en la prudencia).
En efecto, la retórica tiene una parte racional o de lo razonable, que
es toda una teoría de la argumentación. Y otra parte para mover los
afectos, que en Aristóteles era la psicagogía y en Fray Luis de Granada
era precisamente la amplificación. La amplificación es la conmoción
133
de los sentimientos o de las pasiones. Pero, sí no se tiene pondera-
ción en ello, se incurre en lo extremadamente sentimental, en lo cur-
sÏ. Se necesita un equilibrio oscilante, prudencial, analógico.
Es cierto que no es conveniente encerrarse en una retórica pura-
mente racional, como lo quería Pascal, quien decía que el mejor ejem-
plo de retórica serían los Elementos de Euclides. Para él, sólo pue-
de el hombre conocer el mecanismo de la razón, pues el mecanismo
del corazón es tan misterioso que sólo puede concerlo en sus resor-
tes más íntimos su creador, Dios.' Una retórica unívoca se iría por
la sola razón. Una retórica equívoca se iría por el solo sentimiento.
Una retórica analógica se iría por el equilibrio de la razón y el sen-
timiento. Mas no un equilibrio o moderación aguados o tibios, sino
más del lado del sentimiento que de la pura razón. No se olvide que
en la analogía predomina la equivocidad sobre la univocidad (no en
balde los maestros escolásticos la colocaban como una de las espe-
cies de la equivocidad), la cual en este caso es el sentimiento. Por eso
la retórica tiene que dar predominio al sentimiento sobre la razón.
Pero esto se da en una tensión fructífera. Así como antes se habla-
ba de una dialéctica positiva (la de Bachelard) y de una dialéctica
negativa (la de Adorno), así puede hablarse de una analogía posïti-
va y de una analogía negativa, según que se acerque más al intento
de decir o al de no decir, de callar (esto es, según su oscilación entre
lo unívoco y lo equívoco). Mas también puede hablarse de una ana-
logía sintética 0 sintetizadora, que integra elementos sín confusión,
sino conservando su diferencia propia. Y es esta analogicidad inte-
gradora la que deseo atribuir a la retórica. Es el encuentro entre el
concepto y el afecto, y no puro concepto o razón ni puro afecto o sen-
134
timiento. Se enriquece con las dos dimensiones, dándole a cada una
su lugar y sus límites. Ciertamente predomina el sentimiento, pero
también dentro de los límites justos que le competen, que lo hacen
no sólo efectivo sino también respetuoso de esa participación de la
verdad que toca a la retórica y que se llama verosimilitud, el ámbito.
de lo verosímil, que el hombre necesita para su hambre de veridic-
ción, de veracidad.
8. RETÓRICA Y DIÁLOGO
135
propiamente, es decir, de manera biunivoca; pero sí se da de mane-
ra analógica, ya que el predicador debe plantearse adecuadas pre-
guntas retóricas, y responderlas convincentemente, para dejar satis-
fechos a sus oyentes. Con eso se recupera, al menos un tanto, la
dialogicidad de fondo que se esconde en todo género de la retórica.
Por otra parte, el diálogo implica supuestos psicológicos y has-
ta éticos. En el lado psicológico (y sociológico) pide la igualdad y
la libertad. Que se sienta la igualdad y que haya la libertad suficien-
te para enfrentarse al otro. En el lado ético, la exigencia de veraci-
dad, de modo que la oratoria no se convierta en sofística. Es sabido
que la retórica tuvo un gran auge con los sofistas, pero también lo
es que Aristóteles la rescató de sus manos, para acercarla a una cla-
ra exigencia de veracidad y de justicia.' Estos supuestos psicológicos
y Éticos de la retórica son supuestos analógicos. También tiene algu-
nos supuestos antropológico-filosóficos muy importantes, que vere-
mos a continuación.
136
Se trata de una concepción del hombre como ser analógico, como
análogon. El análogon, el híbrido, es el que participa de varios mun-
dos. El hombre participa del mundo de la razón y también del mun-
do del corazón. No es un ser monolítico o unívoco, sino alguien que
se realiza en diálogo con los demás, en el proceso de compartir lo
suyo con los otros. Es que la dialogicidad y la analogicidad van de la
mano, se posibilitan y se promueven la una a la otra. Entendido como
análogon, el hombre es un microcosmos y un confín, es decir, es una
mixtura de las cosas del cosmos; pero también es el límite entre ellas,
y al mismo tiempo es horizonte. Límite en el que se fusionan varios
horizontes, el hombre entendido como microcosmos tiene lugar en la
retórica a título de exigencia; es un oyente exigente, juez de las par-
tes, y hay que acceder a su conciencia y a su emoción para conven-
cerlo, esto es, para persuadirlo y seducirlo a la vez, con la verdad, con
la bondad y la belleza: con el argumento que golpea (contundente)
y con el ornato que acaricia (deleitable). Es el hombre entendido como
susceptible de motivación, sujeto y objeto de la retórica.
Además, de una manera sí se quiere sociológica, la retórica supo-
ne igualdad y libertad. Sólo puede darse en cierta relación igual, de
iguales, de democracia, no de tiranía. El tirano no escucha razones,
sólo ordena, sín argumentar. Impone por la violencia, por el poder.
Se persuade a los que son libres, a los que son libres de pensar lo
opuesto y que pueden mover su voluntad hacia otra cosa. Ciertamente
no basta la igualdad de fuerza física o jurídica, pues se puede hacer
violencia retórica, mediante la sofística. Pero por eso se exige la vera-
cidad y la ausencia de intenciones torcidas; es la igualdad discursiva
(que incluso puede llevar no sólo a no querer engañar al otro, sino a
promoverlo y ayudarlo). Hay una intención y un interés de quien per-
suade. Sobre todo al estatuir o aplicar leyes.
137
10. LA INTENCIONALIDAD EN LA RETÓRICA
138
11. LO ESTRUCTURAL DE LA RETÓRICA
139
menéutica que vaya junto con la retórica, y una retórica y una her-
menéutica pues son sólo las dos caras de la misma moneda, la comu-
nicación, con su encodificación y decodificación que ponga en ejer-
cicio esas fuerzas; y sólo podrá hacerlo una hermenéutica analógica,
ni cerradamente unívoca ni desbocadamente equivoca.
La retórica es el reverso de la hermenéutica, y una y otra guar-
dan isomorfismo entre sí; tienen isomorfía indudable, pues una sirve
para emitir y la otra para recibir, una tiene el papel de encodificar y
la otra de decodificar, y los mismos recursos tradicionalmente se usan
para las dos cosas, singularmente la metáfora. Pero la metáfora es
sólo una de los modos de la analogía, la cual abarca la atribución y
la porporcionalidad propia además de la proporcionalidad impro-
pia, que es la propia metaforicidad. Por eso, para un diálogo rico y
fructífero, y para una argumentación amplia pero exigente, se requie-
re de la analogía, ella es la pauta para plantear la hermenéutica y la
pragmática, y, consiguientemente, la retórica.
Así, una retórica analógica acorde a una hermenéutica y una
pragmática también analógicas puede abrir el camino hacia una onto-
logía igualmente analógica. De esta manera ya no se puede pensar
que toda retórica cierra la puerta para la ontología, porque sería ence-
rrarla en el solipsismo del monólogo, y, por lo tanto, ya no será diá-
logo filosófico, sino sólo monólogo compartido. La retórica analó-
gica hace tocar fondo en una ontología analógica, que vive de la
tensión metafórica y proporcional entre el sentido literal y el sim-
bólico.' Un sentido enriquecido, que supla la pérdida y el empobre-
cimiento natural de nuestras transacciones comunicativas.
Sobre todo cuando se trata de diálogo entre sistemas diferentes,
no al interior del mismo; pues en ese caso se da una situación pare-
cida al diálogo entre culturas, o entre tradiciones, aborígenes distin-
140
tos y casí prisioneros, como estamos, de nuestros propios sistemas.
Pues bien, es en ese momento cuando menos se puede recurrir a la
argumentación directa y deductiva, y hay que acudir a la ¡indirecta y
retórica. Y es cuando la analogía, la analogicidad, podrá acercarnos,
de una manera dia-filosófica (que no meta-filosófica, pretenciosa e
impositiva), de modo tal que la analogía produzca un ámbito de
encuentro, en el que se pueda dialogar fructiferamente, porque hay
la posibilidad de aprender algo del otro sistema y modificar al menos
un poco el nuestro. Con la voluntad de recuperar y conciliar lo más
que se pueda, en lugar de rechazar y destrozar los pensamientos.
13. RESULTADOS
141
cindible la interpretación, tanto de indole hermenéutica como prag-
mática. Y esa interpretación tiene que ser susceptible de argumen-
tación, de convencer de su acierto; esto lo obtiene en la retórica, tan-
to cuando es al interior de un sistema filosófico, como, sobre todo,
cuando se trata de dialogar con otro sistema, en la interpretación
de sí mismo, del otro, de los textos de uno y otro, y de ese gran tex-
to que es la realidad, objeto de la interpretación ontológica. Es jus-
tamente en el juego de las ontologías en el que se necesita más la
retórica. Ahora bien, para que no sea una retórica roma y cerrada, ni
tampoco desmedidamente abierta, ha de ser analógica, con el esprit
de finesse de la atención a la polisemia, pero también con algo del
esprit de géometrie que haga que esa polisemia no se pierda en el
vacío del sentido.'
142
1X. HERMENÉUTICA, ANALOGÍA,
ICONO Y SÍMBOLO
1. PLANTEAMIENTO
143
2. EL SER DEL SÍMBOLO
144
de lo que muestra, de lo que aparenta, de lo que da fenoménicamen-
te. Es un curioso fenómeno que conduce a su noúmeno. De lo acci-
dental lleva a lo esencial, de los efectos a las causas, de lo a posteriori
a lo a priori. De las partes al todo.
Pero, dado que la parte del símbolo que tenemos está del lado
de lo particular, de lo concreto y por lo mismo de lo equívoco, a
muchos les ha dado la impresión de que el símbolo no se puede inter-
pretar, sólo se puede vivir. Por ello, únicamente quien pertenece por
completo a un contexto, puede entenderlo. Y un foráneo no. Es un
forastero, un extraño. Pero aquí es donde conviene decir que el sím-
bolo se puede interpretar a condición de vivirlo; esto es, mientras más
Se viva, mejor se interpretará; pero siempre analógicamente. De mane-
ra imperfecta. Pero es susceptible de hermenéutica, sólo que una her-
menéutica analógica.
El símbolo tiene el germen (0 la confluencia) de la metonimia
y la metáfora. Tiene un factor metonímico, que es, como dijimos, esa
virtud de hacer pasar de la parte al todo, del fragmento a la totalidad,
de mostrar el todo en el fragmento. En la parte que poseemos res-
plandece, sí atendemos bien y sabemos captar, esto es, interpretar, la
otra, la que falta. Pero es donde se necesita profundizar y agudizar la
interpretación, la fuerza interpretativa. Precisamente en ello se mues-
tra el carácter o el lado también metafórico que tiene el símbolo.
Así como la metáfora tiene su polo literal y su polo metafórico, así
el símbolo tiene un polo literal y otro simbólico. Es donde más se
nota la analogicidad. No se puede atender a uno solo de ambos sen-
tidos; tiene que lograrse la tensión entre los dos.
De alguna manera el símbolo alude tanto a la parte afectiva como
a la parte cognoscitiva del hombre. Las une, las junta, las conecta,
como es su labor hacer: la de conectar, es un conector, un mediador.
La mediación simbólica es una especie de dialéctica, que se resuel-
ve en la proporcionalidad analógica, en la proporción que se debe dar
a cada parte, para que se dé la adecuación mutua. Conecta lo emo-
cional y lo conceptual, lo inconsciente y lo consciente, lo sensorial y
lo espiritual. El símbolo conecta los aspectos del hombre, lo une a él
mismo con sus propias partes, lo hace entrar a la paz y al gozo. Es
145
la conjunción de lo onírico y lo vigilante, lo empírico y lo trascen-
dental, lo formal y lo material. Es la confluencia de lo fenoménico
y lo nouménico. El enclave de lo vivencial y lo teórico, de lo histó-
rico y lo poético.
En cuanto a lo histórico y lo poético, la poesía da gran cabida al
símbolo. Por eso tiene la fuerza de universalizar a partir de lo parti-
cular; o, mejor dicho, de exhibir o mostrar lo universal en lo parti-
cular, donde se encuentra en estado implícito, atemático, velado, espe-
rando hermeneusis. Aristóteles decía que la poesía es más filosófica
que la historia, porque atrapa lo universal en lo particular, lo exhi-
be. Porque tiene un modo propio de universalizar. En ese sentido es
más filosófica, porque es más metafísica. Tiene un carácter de uni-
versalización y toca la ontología.
El símbolo es un tipo de signo, claro esá; pero un signo muy
especial. No es un signo que sólo remite a lo que significa, sino que
lo mismo que significa vuelve a conducir y a llevar a otra cosa. Hay
un significado doble: uno manifiesto y otro escondido. Por ello es por
excelencia mediador, experto en conducir a lo oculto, como un mis-
tagogo. Es cómplice del que desea traspasar los límites, sobre todo
los del sentido. Lleva, conduce, ayuda a transgredir, a trasponer lími-
tes. Se ha dicho que los límites del sentido son para nosotros los límites
de nuestra cultura. Pues bien, el símbolo, como buen mistagogo, ayuda
a sobrepujarlos, hace que sean remontados.
Lo dice bien el poeta, con su sentido del simbolismo:
(RAFAEL ALBERTI)
146
En efecto, el remontar los ríos da la mejor impresión de sobre-
pujo de lo sensible hacia lo intelectual. El que se trate de un ramo
de agua, donde uno esperaría un ramo de flores, hace que se vea de
manera más clara el que se trata de algo sumamente frágil y que se
puede escapar entre las manos, a saber, la búsqueda de la verdad.
Es producto de remontar el río del ser, hacia sus orígenes, donde se
capta mejor su misma naturaleza.
Algunos, por la dificultad del sobrepujo, del remontar, han dado
por imposible la metafísica, porque no hay acceso directo del fenómeno
al noúmeno. Tiene que hacerlo un mediador. Y en esa línea hay algo
de símbolo en el metafísico y algo de simbolización o simbolicidad en
el hacer metafísica, pues el símbolo es lo que nos hace, en definitiva
y al límite, pasar de lo accidental a lo esencial, de lo particular a lo uni-
versal. También se ha dicho que los límites de nuestro mundo son los
límites de nuestro lenguaje (Wittgenstein); pues bien, el símbolo rom-
pe los límites del lenguaje y nos hace acceder al mundo, tocar la tie-
rra nutricia del mundo, del ser, de modo que podamos conocer meta-
físicamente la realidad. Es el símbolo el que nos lo consigue, el que
nos consigue la metafisicidad. El símbolo casí nos empuja a traspo-
ner los límites, por sus fracturas, por sus intersticios. Nos hace pasar,
a veces sín darnos cuenta incluso, para colocarnos, cuando menos lo
pensamos, del otro lado del límite (‘al otro lado del espejo”, como diría
Lewis Carroll, y fue lo que él siempre anduvo buscando).
147
distinto, casí vacío; es un concepto claroscuro, confusodistinto, ana-
lógico. Pero con ello no renuncia a dar a conocer, a significar. Sólo
se retrae en la modestia.
Así como hay una presencia metafísica en el símbolo (no sólo
función abstractiva, sino contenidos profundos), así también en la
metafísica hay una presencia simbólica. Hay en el símbolo una suer-
te de drama. Por eso Karl Rahner —aunque lo dejó incompleto, sólo
comenzado- habla del concepto de ser como un símbolo.’
Un ejemplo de símbolo es el mito, y su conexión con lo meta-
físico es expresada por Georges Gusdorf, en su libro Mito y metafi-
sica, al decir: “Reducida así a lo esencial, la conciencia mítica inter-
viene como el hogar de las formas humanas, como el principio último
de nuestras afirmaciones. Tiende ella a identificarse con la concien-
cia de los valores, reguladora del ser en el mundo, que se desarrolla
en toda captación directa del pensamiento, porque ella orienta todo
pensamiento. Si la mitología es una primera metafísica, la metafísi-
ca debe ser entendida como una mitología segunda. La intervención
del valor consagra el arraigo del ser en el mundo, la unidad de la antro-
pología y de la cosmología en su común obediencia a un principio
trascendente, que define la condición humana”.? No tienen una fun-
ción diferente el mito y la metafísica, sólo difieren en el modo de su
abstracción, una en la abstracción imaginativa de la simbolicidad y
otra en la abstracción intelectiva del concepto: “El hombre, perdido
en el mundo y en el tiempo, descubre la necesidad de abrirse paso
entre sus circunstancias y establecer su lugar propio en el universo
indefinido. El mito es la primera forma de esta adaptación espiri-
tual de la comunidad humana en su contorno”.? El mito es la prime-
ra salida de la intencionalidad metafísica del hombre, en forma de
símbolo: “Es la conciencia mítica la que realiza la unidad de la exis-
tencia concreta, reuniendo los elementos dispersos, otorgando sen-
148
tido y figura no sólo a nuestra vida, sino a la vida de los demás, a la
vida misma de la comunidad. Finalmente, un mundo sín mitos no
sería ya un mundo humano; es la intención mítica la que define las
modalidades de la presencia en el mundo. La conciencia de los valo-
res como foco de los mitos constituye el inventario en potencia de las
significaciones humanas, la totalidad de lo que el hombre agrega a la
naturaleza cuando él se establece en ella”.! Esto tiene parecido con
lo que dice Octavio Paz de los románticos en su libro Los hijos del
limo. El mito antecede a la filosofía y a la metafísica, y le da conte-
nidos brutos que puede elaborar, contenidos vivos que tiene que pro-
cesar: “Pero el mito no se ofrece sólo como ambiente intelectual en
el que va a cristalizar el sistema. Está también en la entraña misma
de la empresa filosófica, a la que nutre y justifica en su ambición. En
efecto, podría decirse que toda concepción, toda aprehensión del Ser,
nos remite de la conciencia reflexiva a la conciencia mítica en su for-
ma más alta. El ser se justifica por sí, mientras que la razón es aque-
llo que, justificando todo, no podría justificarse a sí misma. No podría
haber ontología sin el recurso a una conciencia de los valores que pro-
cede de una necesidad no reductible al simple movimiento del espí-
ritu. Por tanto, la evidencia primera que funda toda metafísica es des-
cubrimiento de un pre-concepto del ser”.? El mito es la primera
introducción a la totalidad; es metonímico, ICÓNICO, en Su misma meta-
foricidad. Pues bien, la filosofía, la metafísica misma, es también
entrar en la totalidad, pero es ya una introducción segunda, de segun-
do orden. “De tal modo, los grandes temas de la ontología [el Yo, el
Mundo, Dios] expresan estructuras que son, también ellas, las del
mundo mítico. Parece posible una tipología común, que sacaría a luz
los sentidos diversos de toda metafísica posible y definiría, al mismo
tiempo, las articulaciones esenciales de la razón concreta como con-
Junto de los sentidos primordiales del ser en el mundo”.?
La metafísica no sólo incluye simbolicidad, porque s1 no, no
1. ibid., p. 269.
2. ibid, p. 270.
3. ibid., p. 272.
149
se hace el paso al ser, sino por el carácter analógico e incompleto
(pero bastante) del paso que nos hace dar y del conocimiento que nos
proporciona. Y es que justamente analogizar es proporcionar, y para
darnos el conocimiento del ser nos lo tiene que proporcionar, esto es,
lo tiene que hacer proporcionado a nosotros; pero, también, no se
olvide, nos tiene que hacer proporcionados a él. Implica una acti-
tud, una experiencia o vivencia profunda del ser.'
¿Cómo nos da metafísica el símbolo? ¿Cómo se hace esa meta-
fíisica simbólica, de modo que no se quede en el lado afectivo del sím-
bolo, sino que llegue a la intelección, a la razón? El símbolo nos da
contenidos metafísicos. A veces esto se ve al interpretar con esa cla-
ve ontológica los símbolos. Qué riqueza de contenido ontológico
poseen, los habita. Lo vemos en los poemas presocráticos, que se glo-
saban en forma de tratado. Lo vemos en San Juan de la Cruz, que
escribía poemas y los explicaba, los glosaba él mismo, nos los acer-
caba al intelecto, los traducía a términos de filosofía escolástica, les
daba una terminología metafísica técnica que estaba a su disposición.’
Mucho de lo que se hace en metafísica puede tener un modelo
o paradigma parecido; glosar poemas, como San Juan de la Cruz; no
sólo traducirlos filosóficamente, sino apropiarnos de sus contenidos,
para enriquecer nuestros tratados ontológicos (como pedían Theodor
W. Adorno y, en nuestros medios, Juan David García Bacca); pero,
sobre todo, no olvidar nunca el aspecto simbólico del concepto de
ser, y —¿por qué no?— del ser mismo.
Ya Ricoeur decía que “el símbolo nos habla como Índice de la
situación en que se halla el hombre en el corazón del ser en el que
se mueve, existe y quiere. Eso supuesto, la misión del filósofo que
investiga a la luz del símbolo consiste en romper el recinto cerrado
y encantado de la conciencia del yo y en romper el monopolio de la
reflexión. El símbolo nos hace pensar que el Cogito está en el interior
del ser, y no al revés”.! El Cogito cartesiano, que es luminoso, está en
150
el seno del ser, que es oscuro. En ese sentido, “ese ser que se pone a
sí mismo en el Cogito tiene que descubrir aún que el mismo acto
por el cual se desgaja de la totalidad no deja de compartir el ser que
le lama desde el fondo de cada símbolo”.? En efecto, por alejados que
parezcan de la metafísica, todos los símbolos de la culpabilidad: des-
viación, extravío, cautividad, y todos los mitos: caos, ceguera, mez-
cla, caída, narran la situación del hombre en el ser del mundo. Son
otra analítica del ser ahí, otra forma, tal vez con mucho rodeo, pero
segura y firme, de rescatar la fenomenología del ser en el tiempo, de
modo que se haga la hermenéutica conducente a desentrañar su onto-
logía latente. “Entonces la tarea del pensador consiste en elaborar,
partiendo de los símbolos, conceptos existenciales, es decir, no ya sólo
estructuras de la reflexión, sino estructuras de la existencia en cuanto
que la existencia es el ser del hombre. Entonces es cuando se plan-
teará el problema de saber cómo se articula el cuasi ser y la cuasi nada
del mal humano en el ser del hombre y en la nada de su finitud”.3 Hay
una especie de deducción trascendental que lleva desde los conceptos
empíricos de los símbolos a los conceptos formales de los mismos:;
y de esta manera el símbolo hace acceder a una ontología, por medio
de los conceptos existenciales que lleva y que produce.
Una metafísica simbólica hace tematizar los supuestos ontoló-
gicos implícitos en los símbolos. Con Ricoceur, podemos decir: “Tal
es nuestra apuesta. Unicamente puede ofenderse por este modo de
enfocar la investigación racional el que crea que la filosofía sólo pue-
de salvaguardar su iniciativa y su autonomía a condición de eliminar
todo presupuesto previo. Cualquier filosofía que arranque en el ple-
no lenguaje es una filosofía que cuenta por el mismo hecho con algún
presupuesto previo. Lo que le corresponde hacer para salvar su hon-
radez es explicitar y aclarar sus presupuestos, enunciarlos como cre-
encias, elaborar las creencias en apuestas e intentar ganar la apuesta
151
transformándola en comprensión”.' Como hace ver el propio Ricoeur,
esta filosofía que se inicia bajo el estímulo del símbolo tiene algo
de argumento ontológico anselmiano; por lo tanto, algo a priori, a
saber, encuentra al hombre instalado ya, a título preliminar y previo,
en el interior de su mismo fundamento. Sin embargo, a mí me gus-
taría añadir que tiene también algo de procedimiento a posteriori,
analógico; pues lo a priori es aquí el reconocimiento de los supues-
tos, pero sólo a título preliminar, esto es, a título provisorio. Lo que
se busca, de manera más definitiva 0, sí se prefiere, menos proviso-
ria, es llegar, por vía metonímica, sin dejar de lado la vía metafórica,
al conocimiento del ser, a la comprensión de su sentido; pero eso se
logra de manera ascendente: desde una cultura, aspirando a abarcar
lo trans-cultural (si no meta-cultural, por lo menos dia-cultural), por-
que la cultura de inicio puso tales símbolos en lugar de otros, mas en
ellos la filosofía “trabaja por descubrir la racionalidad de su funda-
mento a base de reflexión y especulación”,? y en eso precisamente
está el trabajo de la metafísica. Así como el psícoanalista se afana por
desentrañar lo que Freud llama “el trabajo del sueño” (die
Traumarbeit), así la metafísica se afana por desentrañar lo que pode-
mos llamar “el trabajo del símbolo”. En ambos trabajos se da una
intensa condensación y desplazamiento de significados que hay que
recuperar, reconducir. Simbolizar para comprender, que se transfor-
ma en comprender para simbolizar mejor, parodiando el “creer para
comprender y comprender para creer mejor’ de San Anselmo. Es que
el símbolo rompe el círculo hermenéutico, detiene el eterno retor-
no, circular y cíclico, para abrir la salida hacia el sobrepujar, el remon-
tar. Nos saca de la sucesión cerrada en sí misma de los sentidos a la
referencia final, a la realidad. Conecta el sentido con la referencia, de
una manera casí inevitable e insensible, que nos da la comprensión
casí como una iluminación, parecida a la experiencia mística. Esa
experiencia simbólica nos hace acceder al exterior, rompe la inma-
nencia hacia la trascendencia.
1. ibidem.
2. ibidem.
152
4. LA VIDA SIMBÓLICA
153
el símbolo puede vivirse es cuando puede interpretarse. Por eso hay
que tratar de compartirlo. Prestarse los símbolos entre las culturas.
Es decir, en la medida en que el símbolo conecta, universaliza. Tiene
su modo de abstracción, de universalización, y así nos podrá ayudar
a compartir elementos culturales y éticos que son imprescindibles, s1
queremos que nuestra sociedad sobreviva.
5. RESULTADOS
154
bre está dimensionado por la realidad y la simbolicidad, por la onto-
logía y la simbología. En la modernidad predominó la referenciali-
dad, lo ontológico crudo; en la posmodernidad se va hacia el solo sen-
tido sin referencia, a lo simbólico crudo; ninguna de las dos alternativas
es viable; tiene que recuperarse la simbolicidad en la misma ontolo-
gía, y la ontologicidad en la simbología misma. El símbolo es onto-
lógico y el ser es simbólico. El uno se completa en el otro.
155
X. EL VUELO DE LA RAZÓN SIMBÓLICA
O CÓMO REMONTAR LOS LÍMITES
DEL SENTIDO
1. PLANTEAMIENTO
157
mente dicha.! Son dos búsquedas del límite, que es el límite propor-
cional, el límite analógico, que se da entre la presencia o unión y la
ausencia o escisión que conlleva el símbolo.?
Es curioso y sintomático encontrar que una tradición (la de
Ch. S. Peirce) llama “icono” a lo que otra (la de Cassirer, Ricoeur,
etc.) llama “símbolo”. Son nombres diferentes, pero las cosas son
iguales, ya que les adjudican las mismas propiedades de hacer pasar
de lo aparente a lo oculto, de lo accidental a lo esencial, inclusive del
fenómeno al noúmeno. Así, aunque la razón tiene límites, el símbo-
lo y el icono los traspasan, nos conducen más allá de ellos. Claro que
nos llevan a otro tipo de saber, más intuitivo, pero que no se desco-
necta completamente del racional; sólo es más complejo y completo.
Mas entremos ya en materia y comencemos por hablar de los límites.
2. LÍMITES
158
Tenemos, aquí, una concepción de la razón distinta de la que
tuvo la modernidad, que quiso defender una razón omnicomprensi-
va y casí todopoderosa. Poco a poco y cada vez más, la razón ilus-
trada ha tenido que reconocer y aceptar sus límites. Fue dura para
hacerlo, mala para reconocer defectos y vicios, tan ensoberbecida y
llena de sí misma como estaba. Pero, a pesar de lo que frecuentemente
Se cree, la suya no fue la única racionalidad. Está, por ejemplo, el
modelo aristotélico de la razón, que no tiene esas pretensiones. Tal
vez la humillación le ayude. Por eso nuestra crítica no significa aban-
donar todo tipo de racionalidad —hay que recuperar esa racionalidad
limitada, limítrofe-, sino reconocerle sus justos y propios límites.
En este camino del señalar límites ya ha recorrido buen trecho,
por ejemplo, Eugenio Trías, quien ha vertebrado su última filosofía
como un pensar del límite y en los límites, para traspasar los límites.
Por eso habla de una lógica del límite y se puede hablar en él de
una metafísica del límite.'! Creo que es muy atinado su llamado a
replantear la metafísica, en lugar de abandonarla. Hay que recupe-
rarla, de modo distinto. Además, se replantea el problema de la reli-
gión, se propone repensarla, y para ello utiliza la noción del símbo-
lo, que es justamente un ente de dos piezas que se unen en un límite.?
Es el límite del símbolo, donde se encuentran las dos partes, lo que
le inspira para reflexionar sobre la situación del hombre. Yo creo que
su noción de límite se toca con mi noción de analogía. El pensar ana-
lógico es un pensamiento del límite, se da en el límite analógico don-
de se tocan dos realidades distintas, a veces encontradas, contrarias,
pero que se pueden unir al límite. Nicolás de Cusa hablaba de la unión
de los contrarios en el límite, y Ch. S. Peirce hablaba del encuentro
con la verdad en el límite; así me parece que tenemos la intuición
de que hay una realidad, hay una verdad, pero son infinitas; no son
para nuestro intelecto finito, sino para un intelecto infinito como el
1. Cf. el mismo, Los limites del mundo, Barcelona: Ariel, 1985; el mismo,
La lógica del límite, Barcelona: Destino, 1991.
2. Cf. el mismo, Pensar la religión, Barcelona: Destino, 1997. Ya había
publicado La aventura del espiritu, Barcelona: Destino, 1995, también sobre la
religión.
159
de Dios; pero nuestro limitado intelecto puede acceder a ellas de una
manera limitada, es decir, en el límite mismo de su encuentro.
El símbolo y el icono son los límites del sentido, porque son los
límites de la racionalidad. Pero son también los que nos darán la pos1-
bilidad de transgredir y trascender esos límites (para llegar a lo que
está más allá de la razón, esto es, lo intuitivo, lo sapiencial, como lo
son la matefísica y la religión). Por eso el símbolo y el icono son la
tabla de salvación de esos náufragos de la razón que somos nosotros.
Son los que nos ayudarán a recuperar lo que podemos alcanzar de
racionalidad, con una razón limitada y finita. Con respeto por el enig-
ma y el misterio, son los que nos salvarán del mar de la sinrazón y
del sinsentido, y nos servirán de embarcación, a veces sólo una bal-
sa, para recuperar lo que de razón y de sentido nos es dado. Veamos
cómo funcionan en esto el símbolo y el icono; examinemos un poco
las condiciones de su semioticidad.
3. ICONO Y SÍMBOLO
160
yo que debe acompañarse de una metafísica del icono, una metafi-
Sica Icónica, esto es, una metafísica que se nutra del símbolo, que lle-
gue al nivel de lo metaempírico por virtud de la simbolicidad. Que
realice su abstracción a partir de lo simbólico, que ya es una abs-
tracción realizada por la cultura. Esto se corresponde con la analo-
gía, con el pensar analógico que, según Santo Tomás, es a posteriori
—a diferencia del argumento anselmiano, que es a priori, el cual es
llamado “ontológico”, pero es más bien epistemológico-—, y visto como
el paso de los efectos a las causas, no sólo en el caso de pasar de las
creaturas a Dios, sino también de unas creaturas a otras; lo cual nos
hace ver que el símbolo 0 icono es el que mejor da ese paso de ana-
logía.
El símbolo/icono hace pasar a algo distinto, más rico en signi-
ficado, con frecuencia a algo superior, como de lo sensorial a lo con-
ceptual, de lo empírico a lo formal, de lo particular a lo universal, o
de lo corporal a lo espiritual. Es un mistagogo, que hace pasar de lo
aparente y ordinario a lo oculto y extraordinario. En este sentido
tiene un papel de metonimia, ya que ésta consiste en pasar de los efec-
tos a las causas o de la parte al todo, esto es, de lo particular a lo uni-
versal. En este sentido, el símbolo también nos hace obtener un cono-
cimiento parecido al científico, es decir, nos coloca como buscadores
de un saber causal, sólo que a posteriori, obtenido a partir de los efec-
tos. Y también nos hace universalizar, esto es, alcanzar el conoci-
miento de lo universal, pero a partir de lo individual, y respetando las
condiciones de individuación que tiene, esto es, respetando las dife-
rencias. De hecho, dada su condición analógica, el símbolo efectúa
una abstracción imperfecta, como la de todo lo analógico; imper-
fecta porque logra un concepto unitario que no prescinde de las dife-
rencias de los particulares de los que ha tomado inicio. Respeta la
diferencia, por eso se trata de una universalidad imperfecta, deficiente,
pero suficiente para darnos el conocimiento de algo en universal.
He dicho que el símbolo tiene metonimicidad. Pero también tie-
ne metaforicidad. El símbolo tiene como uno de sus vehículos prin-
cipales la metáfora; se presenta sobre todo en metáforas, las cuales a
veces tienen el poder de dar a conocer en un instante lo que el pau-
161
sado y acre raciocinio tarda en llevar a la comprensión. Las metáfo-
ras también brindan conocimiento. Ellas tienen, al igual que la meto-
nimia, un poder analógico e icónico de remitir a lo que está más allá
del cerco fenomenológico, a lo nouménico y oculto. Nos deslizan por
entre las fisuras del ser hasta su fundamento último.
Es éste un fundamento que no se posee por completo, que no
se tiene ni se capta en plenitud; pero es un fundamento que está allí,
que se consigue y al cual se apunta, y no con un argumento trascen-
dental, sino de manera directa, sólo que en el límite. Es tocado en el
límite, en el límite analógico; pero es tocado, aunque sea de esa mane-
ra sólo analógica. Por eso es un fundamento que se esconde, que se
resiste a ser expresado, a ser manifestado con la racionalidad. Esconde
sentido, y se da a la captación comprensiva de la intuición. Casi adi-
vinado, casí solamente insinuado, se presenta con cierta precariedad,
con tintes de enigma y cifra; pero es alcanzado por la iconicidad del
símbolo. El símbolo es el que mejor nos revela el fundamento, que
está en el ser, casi en el misterio, con mucho de mito y de poesía. Tales
cosas parecen ser opuestas, pero también en el límite se juntan.
162
to una preeminencia de lo perceptivo visual ni dispositivos signifi-
cantes y en cambio tienen sentido. Es este lío tremendo de la mús1-
ca. Cuando empezamos con la pintura ya empieza a haber la emer-
gencia del sujeto. Primero son los ojos que miran, luego el aeda, el
narrador, el vate, el poeta que de algún modo dice, da nombre. Luego
el tema del nombre. Los ojos del santo del icono podría ponerlos como
emergiendo del límite hacia acá...”’.' Esta es precisamente la mirada
omniabarcadora del icono de Cristo de la que habla Nicolás de Cusa
en su opúsculo La mirada o el icono.? El icono es el que orienta la
mirada. Después de la mirada aparecen los otros, porque siempre es
mirada de los otros o hacia los otros. Y con ello el límite se ensancha,
se abre sín romperse, para dejarnos pasar de manera muy sutil, casi
imperceptible, a una captación más plena de la realidad.
De hecho, muchas artes se conjuntan en los límites de la iconi-
cidad, que tiene esa capacidad de aglutinar y de iluminar. Lo sim-
bólico da sentido, aunque deje la significación, significado 0 refe-
rencia en la penumbra. Pero es una referencia icónica, analógica,
limitrofe, de penumbra, no de obscuridad total. Se sugiere, se seña-
la y aun se postula lo suficiente. Siempre encontramos en el afán meta-
físico la necesidad de juntar de alguna manera el decir y el mostrar.
Es un decir que quiere mostrar, es un deseo de decir mostrando y de
mostrar diciendo. Es, sobre todo, un decir que muestra. Pero como el
mostrar es inefable, el decir es muy limitado, carente y en falta. Por
eso se coloca en el límite del decir y del mostrar. Y por eso no satis-
face a los que esperan la total mostración o el decir univoco y sin
repliegues. Tan sólo nos da un decir analógico, que recupera el mos-
trar y lo balbucea. Es el icono que dirige con su mirada. Es un decir
icónico, que utiliza la analogía, la parábola, el apólogo. Sus mismos
conceptos tienen mucho de parabólico. Pero lo suficiente como para
aplacar y saciar al pensar que no se ha enredado demasiado en las
redes del racionalismo obtuso.
163
Peirce divide el icono en imagen, diagrama y metáfora.' El dis-
curso analógico, icónico, tiene algo de imagen (la cual no es copia),
pero más de diagrama y de metáfora. Trata de copiar las relaciones
de las cosas, nos da un mapa de las mismas; y nada más. Así como
los diagramas nos dan ese sabor a metáfora, y las metáforas se nos
muestran como diagramas muy sugerentes, así también los con-
ceptos analógicos, los de la metafísica, los que intentan hablar de lo
que está más allá de la totalidad, o en sus mismos límites, tienen que
ser un mapa que es casi parábola, una copia que es casi alusión o
evocación. Así como Peirce coloca a las fórmulas algebraicas entre
los diagramas, dentro de los iconos, y dice que eso es difícil de acep-
tar, y así como Max Black dice que los modelos científicos son cier-
to tipo de metáforas, y que, en todo caso, funcionan igual, así tam-
bién podemos decir que los conceptos metafísicos, a fuer de
analógicos e icónicos, son difíciles de captar y de comprender sí
no se tiene esa clave que hace comprender la metáfora, que hace
seguir un mapa, que hace ver el diagrama contenido in nuce en la
breve fórmula que exhibe.
En el símbolo y el icono sucede lo que también dice Cusa: son
el límite en el que los opuestos se unen; son igualmente el límite de
las asíntotas de Peiïrce, en el que ellas se unen, en el que los extremos
del sujeto y el objeto se tocan, alcanzando la verdad. Resulta, así, una
metafísica hipotética, conjetural, proporcional, es decir, analógica. Y
con eso es más que suficiente. No es el escepticismo de la desilusión
de la razón, ni el relativismo de la desilusión de la evidencia. Es la
conciencia del límite. Es la analogía limitante.
En el límite en el que se unen las dos partes del símbolo, el hom-
bre encuentra el lugar en el que se coloca el conocimiento.? Es el que
nos conecta con la otra parte del símbolo, que es el destino de su envío.
En ese punto, el símbolo nos hace compartir la alteridad, participar
164
de la otredad de lo análogo. Nos hace entrar como inmigrantes a otra
cultura, nos da incluso la capacidad de amestizarnos en ella, de modo
que por un mestizaje cognoscitivo podamos alcanzar cierta com-
prensión de esa otra cultura a través de ese símbolo suyo que nos une
a ella, y que de otra manera permanecería mudo y desconocido, no
susceptible de ser interpretado. Ese conocimiento del símbolo, que
además de vivirlo nos hace interpretarlo, o que precisamente por poder
vivirlo nos hace poder interpretarlo, es una especie de mestizaje, por-
que tal es la condición del símbolo, por las dos partes distintas que
reúne en sí mismo. En su límite.
5. MESTIZAJE
165
el ejemplo del barroco).! Creo que el mestizaje es una de las mejo-
res maneras o modelos de pluralizar las culturas sin perder la comu-
nicación o comunión entre ellas y aun cierta universalidad buena, no
falsa ni mala abstracción. De hecho, me atrevería a decir que es una
universalidad pluralista, analógica, aceptadora de diferencias, síin
renunciar a una cierta uniformidad, sólo a cierta uniformidad, la sufi-
ciente para que no haya exclusión, marginación, injusticia. Se la pue-
de llamar igualmente universalidad analógica que particularidad ana-
lógica. Siguen siendo diferentes, pero conectadas. Un pluralismo
analógico acabaría con muchos dualismos y dicotomías tan extre-
mos como los que vemos ahora. Creo que es posible un pluralismo
que nos permita respetar las diferencias sin perder la necesaria capa-
cidad de universalizar, al menos en cierta medida y dentro de cier-
tos límites.
Y esto nos lo da el símbolo, pues el símbolo contiene la capaci-
dad de reunir, de reintegrar. Lo que une es símbolo, a diferencia de
lo que desune, que era llamado “diábolo”. Pero el símbolo une sin
confundir, no funde en lo confuso, sino que da la posibilidad de acce-
der a algo distinto de las dos cosas anteriores que reunía. Cuando una
cosa particular sirve para llegar a lo universal, se erige en símbolo.
Así, el símbolo aporta una nueva manera de universalizar, analógi-
ca y —como quería Kant en su teoría del juicio estético— ponderada,
atenta a lo particular. Por eso el mestizo es símbolo, punto de unión
entre dos o más culturas. Y, como pronto el mestizaje será universal
(al menos cultural, con la globalización), urge que el mestizo sea sím-
bolo de unión con las demás instancias, para que sea posible un váli-
do pluralismo cultural.
Por eso el símbolo, a fuer de icono, análogo y mestizo, puede
hacer esa mestización de las culturas en las que haga encontrar lo
común, lo participado más allá del diálogo, del acuerdo y la nego-
ciación. No lo deja todo al diálogo, también deja material a la refle-
xión, con la cual se encuentran las semejanzas, respetando las dife-
166
rencias. Y esas semejanzas diferenciadas son las que pueden consti-
tuir una metafísica, en el sentido de dia-filosofía (aposterioristica),
no de meta-filosofía (apriorística) impositiva. Dentro del mismo diá-
logo, pero más allá de sus límites, el símbolo nos deja construir un
pensar abstracto que no pierde su parte de concreción.' Lo abstracto
y lo concreto se conectan en el límite de unión de las dos partes del
símbolo. Se integran en la frontera, como unión de contrarios, y nos
dan ese saber mestizo, oscilante entre el enigma o misterio y la intui-
ción racional que es la metafísica analógica.
Por eso, en metafísica, una metafísica que puede ser llamada tan-
to limítrofe como analógica, no se pretende conocer plenamente el
fundamento, que está más allá de nuestro conocer; pero se acepta que
algo muy enigmático se puede conocer de él. Y allí está, que eso es
lo importante. De alguna manera oscilamos entre el conocimiento
científico y el poético, en una filosofía que acepta la intuición ade-
más de la razón, una metafísica que sabe usar también de la poesía,
en un realismo poético.? No se niega la razón, se le señalan y reco-
nocen sus límites. Por ello se abre paso a la intuición, la cual tiene su
momento de racionalidad, aunque va más allá; pero no se hunde en
lo irracional, así no es como muchas metafísicas “débiles” (humanas,
demasiado humanas) que proliferan hoy en día. Trata de alcanzar lo
inalcanzable (Dios, el espíritu, el fundamento), aferrándolo solamente
de manera analógica; doble conciencia: la de que no alcanza plena-
mente lo que quiere conocer, pero también la de que algo alcanza
de él, y con ello es suficiente.
167
Hubo un existencialista italiano, Nicola Abbagnano, que llegó
a sostener lo que él llamaba un ‘“‘existencialismo esencialista” (0 subs-
tancialista, 0 estructuralista), esto es, una matización de los dos extre-
mos.' No la pura existencia sín esencia, porque se deslizaba a la nada;
no la pura esencia desconectada de la existencia, porque se endure-
cía tanto que podía ser cualquier cosa, y, por lo mismo, nada. En ambos
casos extremos se corría el peligro del nihilismo. Sino que profesa-
ba la conexión de la existencia con la esencia, de la esencia con la
existencia, para poder ser algo. La misma vorágine de la contingen-
cia, de lo relativo y múltiple exigía la substancia para poder pararse
un momento, para poder existir. Esta lección de Abbagnano es para
hoy, cuando se tiene miedo y rechazo a la esencia y a la substancia,
sín darnos cuenta de que sólo pueden darse en el límite en que se tocan
o se cruzan el ser y la historia, la esencia y la existencia, la substan-
cia y los accidentes, el ente y el lenguaje. Por lo tanto, en un pensa-
miento del límite analógico, hay que temporalizar al ser, hacerlo his-
tórico; hay que lingüistizar al ente, hacerlo hermenéutico o pragmático:
hay que existencializar a la esencia, para que sea dinámica y viva, no
inerte y fría. Pero también hay que ontologizar la historia, la semió-
tica, la hermenéutica y la pragmática. Darnos cuenta de que tenemos
una metafísica siempre precaria, pero suficiente, que vive de colo-
carse en el límite de encuentro de esas realidades que parecen anti-
nómicas y que en la actualidad viven de negar tonta e injustamente a
la otra.
Esta posibilidad de acceder a una ontología o metafísica del lími-
te nos la podrán dar el símbolo y el icono, que vienen a ser lo mismo,
como lo hemos visto. El símbolo es una de dos partes que pueden
unirse, embona perfectamente con la otra. Pero siempre es una par-
te, que dice relación a la otra. Con todo, a pesar de ser una parte, pue-
de unirse con la otra y darnos un todo completo. Por su lado, el ico-
no es el signo que tiene la extraña característica de que, viendo uno
de sus fragmentos, éste nos remite al todo, nos hace conocer la tota-
168
lidad que representa. Así, el símbolo y el icono, cuando son bien uti-
lizados, pueden tener hasta la capacidad de unirnos con la totalidad
del ser, más allá de los límites de nuestro mundo y nuestro lengua-
je. Así como el símbolo religioso nos une con el absoluto, pero de
una manera inacabada, así el símbolo metafísico nos une con el ser,
pero de una manera incompleta. Sin embargo, para nuestra manera
de ser humanos, finita y limitada, eso es suficiente.
Metafísica humilde, pues, pero poderosa en su misma modes-
tia. Tiene el poder de la sencillez, del abajamiento que será ensalza-
do, enaltecido. Tiene el poder del símbolo. Ese signo tan peculiar que
es el símbolo/icono, que levanta desde la postración y, sobrepujando
el límite del encuentro, lleva a un encuentro de la realidad más allá
de los límites de la razón, más allá de los supuestos límites del sen-
tido, hacia la referencia final. Esta referencia final ha sido muy temi-
da por los pensadores en la actualidad. Llega a ser como Dios, a quien
nadie podía ver y seguir viviendo. Muchos autores actuales dicen que
no es posible buscar fundamentos, que ni siquiera es útil; y enton-
ces parece que tienen el miedo de encontrarlo, y no poder seguir
viviendo, por lo menos no viviendo igual que antes. Pero yo creo que
sí es alcanzable. Sólo que no se alcanzará como se quiso hacer en la
modernidad, de manera clara y distinta, unívoca, sino claroscura y
analógica.
Wittgenstein decía que los límites del lenguaje eran los límites
del mundo.! Más allá estaba lo inefable, lo que no se podía decir.
Y lo que no se puede decir sólo se puede mostrar. Pero vemos que
el símbolo y el icono, la analogía, son un intento de unir el decir y el
mostrar, y con ello transgredir los límites del lenguaje para tocar
el mundo. Strawson decía que los límites de la razón eran los límites
del sentido. Y, con argumento trascendental kantiano, iba más allá de
su inspirador Wittgenstein, diciendo que, para traspasar los límites
del sentido no hacía falta brincarlos, bastaba con poder pensarlos. Lo
cual me parece un consuelo muy pequeño. Existe la posibilidad de
169
brincarlos. Precisamente por el símbolo, por la iconicidad que éste
tiene, por la capacidad de remontar cercos, por ponerse en el límite,
y hacer metafísica interpretando de manera aproximativa lo que se
da en la simbolicidad. Metafísica simbólica, simbolismo análogo que
permite trascender.
7. RESULTADOS
170
XI. LA APLICACIÓN DE LA HERMÉENEUTICA ANALÓGICA
A LAS HUMANIDADES Y EL FUTURO DE ÉSTAS
1. PLANTEAMIENTO
171
2. Noción Y DESARROLLO
172
sus actos y sus obras; disciplinas que tenían intersección con la filo-
sofía, como la retórica y la poética, que abarcaban lo que ahora lla-
mamos literatura; otras disciplinas aledañas, como la historia, que
narraban sus acciones, y las otras artes.!'
Esa educación culminó en Roma, que, en tiempo de Cicerón, se
condensaba en las artes liberales: gramática, lógica, retórica, aritmé-
tica, geometría, astronomía y música. El propio Cicerón llamaba
“humanitas ” a lo que los griegos llamaban “paideia ’’. También las
llamaba “bonae artes ’’, y los que las enseñaban eran humanissimi,
porque eran lo más característico del hombre, en cuanto es el único
que puede aprenderlas.? Es, pues, lo propio de la naturaleza humana
y la lleva a la culminación. Para Cicerón y Quintiliano es lo que encar-
naba el rhetor, el orador. Entre los romanos, se dio mucha fuerza a la
idea de juntar al rhetor con el abogado, dada la pujanza que tuvo entre
ellos la disciplina legal, el derecho.
Esta idea de los saberes es la que rescataron San Agustín, Boecio
y Casiodoro.? Este último llamó a las artes liberales el septivium, divi-
dido en trivium y quadrivium, con las mencionadas disciplinas. Como
es claro, el trivium correspondía a las humanidades: la gramática, la
lógica y la retórica.
Otra etapa de humanismo se dio en la Edad Media, en la corte
de Carlomagno, donde su ministro Alcuino, continuado por algunos
monjes, estructuró la educación francesa calcándola de las artes libe-
rales de los romanos.‘ En la Edad Media posterior se siguió ese esque-
ma, al cual se añadía la teología. Las facultades más importantes eran
la de artes o filosofía y la de teología; junto a ellas se daban la de dere-
cho y la de medicina. Quitando esta última, se tenía el todo de sus
173
humanidades. La filosofía y la teología, en un ámbito de metafísica,
eran las señeras.!
El Renacimiento fortaleció la idea del humanismo, en el que
se trataba de rescatar la humanitas romana. Los humanistas eran hom-
bres de letras que veían al hombre clásico como ideal a recuperar. Es
donde surge el nombre de “humanidades”, eran las litterae huma-
niores, ya que este tipo de estudios eran disciplinas más humanas que
las que enseñaban los escolásticos. Son las disciplinas que forman
y promueven al hombre como tal. Consistían en el cultivo de la lite-
ratura, sobre todo antigua (griega y romana), por lo que, al igual
que la filosofía, se veía más bien bajo la luz de la filología clásica.
Por eso el humanismo se centró primero en la filología, para recupe-
rar la herencia griega y latina. Era la gramática, entendida en sentido
muy amplio, que constituía lo más propio de los humanistas, junto
con la retórica, en contra de la lógica o dialéctica (ya muy decaden-
te), que era lo característico de los escolásticos? (aunque algunos
humanistas trataron de purificarla, como Valla, Agrícola y Titelman).
SI del trivium los escolásticos privilegiaron a la dialéctica, los
humanistas lo hacían con la gramática y la retórica. Y dejaban de lado
el quadrivium. El estudio de las humanidades era para hablar bien,
correcta y bellamente (gramática, retórica y poesía). Vinculaban a
ello la pedagogía, aquí muy emparejada a la gramática. Y le añadí-
an la política y la historia, “que dependen de la gramática y a las que
ésta puede ¡imprimir un carácter social y moral prácticos”.? Lo más
característico de los humanistas fue ‘la aplicación de los conoci-
mientos literarios al análisis de los textos que nos han llegado de la
antigüedad, para detectar incorrecciones y errores en los mismos. Así
lo demostró Valla. Primero respecto del documento en que el empe-
174
rador Constantino, supuestamente, había cedido territorios al Papa y
a los obispos en diversas regiones. Luego, respecto de la [Biblia]
Vulgata, escrito canónico en el que se fundamentaba la fe y la praxis
eclesiástica”.! La gramática, como ciencia lingüística e interpretati-
va, esto es, erigida en filología, comandaba a las humanidades, que
eran la pedagogía, la historia, la política y el derecho, junto con la
filosofía, la teología y las artes.
En el universo medieval ya estaban la historia, como crónica,
y el derecho, con su facultad propia, pero se agudizaron en el huma-
nismo. Sobre todo los humanistas alemanes tuvieron el paradigma
del rhetor, muy cercano al del abogado. Se dio importancia a la his-
toria en la currícula humanista. Con Maquiavelo y otros, la política
adquiere estatuto de ciencia, aunque en el seno del árbol de la filo-
sofía; también incluía lo que después serían las ciencias sociales, aun-
que sólo hasta Comte y Spencer se llamarán “‘sociología’’. También
la pedagogía adquiere estatuto propio, con Vives y Moro. Además, la
teología, pero no tanto la escolástica, sino la basada en la filología
bíblica, según insistía Erasmo. Por eso quedaba la filología como la
base de todo. Así, filología, filosofía, teología, historia, pedagogía y
derecho, componían las humanidades. En la contrarreforma, los jesui-
tas recogieron en sus colegios este ideal humanista, tal vez mode-
rándolo un poco, y llenaron los finales del siglo xv1 y el barroco siglo
XVI, desplazando a las universidades. Como un fruto del humanis-
mo en los misioneros, en América surge la antropología, con Sahagún,
Las Casas y otros.
En la Edad Moderna (tanto en los empiristas ingleses como en
los racionalistas continentales) se dio cauce racional y empírico a
muchas de esas nuevas disciplinas humanas. Hobbes y Locke a la
política, Thomasius y Wolff al derecho, Commenius y Rousseau a la
pedagogía, Vico y Bossuet a la historia, y Buffon a la antropología.
Kant procedió a distinguir entre ciencias de la naturaleza, determi-
nistas causales, y las del espíritu, que tienen que ver con la libertad
del hombre. Los de Port-Royal, los jesuitas mismos y después los ora-
1. Ibidem.
175
torianos, integraron el estudio de las ciencias exactas a la par que
intensificaron las humanas. La Modernidad aportó un cambio, ya que
la filología sufrió un revés o retroceso, y todo pareció centrarse en la
epistemología y la metodología. Pero fue también cuando se discu-
tió mucho acerca de la epistemología y la metodología de las cien-
cias humanas, sobre todo de la filosofía.
A principios del siglo xIX, el llamado neohumanismo amplía la
educación que se daba en el siglo xvIn, orientándola a la sociedad: es
la pedagogía del cuidado social, educación política sobre todo.! Schiller
acogió el neohumanismo y lo proyectó hacia la educación estética.
Recoge los esfuerzos de Weingarten y de Kant para dar a la estética
su estatuto científico. En el siglo xIx, las humanidades cobraron auge,
sobre todo en Alemania e Inglaterra. La universidad alemana, bajo la
égida de Fichte, se dedicó con más ahínco a las ciencias humanas, con
una dedicación expresa a lo clásico, con afán filológico profundo, jun-
to con la filosofía y la teología. Casi todos los grandes literatos y filó-
sofos de la época, idealistas y románticos, curiosamente fueron estu-
diantes de teología. El mismo Nietzsche fue estudiante de teología
(junto con la filología, en Bonn, por lo menos un tiempo), al igual que
muchos de los idealistas y románticos; tuvo los mismos orígenes. La
universidad inglesa se dedicará al ideal de la cultura, y en eso fue imi-
tada por la universidad norteamericana, dando prioridad a las huma-
nidades. La universidad francesa buscó también las humanidades,
dejando las ciencias y las tecnologías para los politécnicos, al igual
que la universidad norteamericana las dejaba para los tecnológicos.?
En el Romanticismo volvió el interés filológico e histórico, pero sobre
todo el de las letras y el de una filosofía y una teología centradas en
la experiencia subjetiva. En cambio, el positivismo relegó mucho
las ciencias humanas y privilegió las naturales, hasta el punto de poner
a estas últimas como modelo a ser imitado por las primeras. Las huma-
176
nidades debían plegarse al paradigma de las naturales y exactas.
Precisamente en este tiempo Dilthey se levanta contra los positivis-
tas, aunque les concede algunas cosas. Así, distingue ciencias de la
naturaleza y ciencias del espíritu. Define a estas últimas como las que
se dedican a estudiar al género humano.! Y pone como propio de las
primeras la explicación y de las segundas la comprensión. Daba la
impresión de que estas últimas eran menores en rango.
En el siglo xx, tanto la universidad europea como la america-
na han propiciado y fortalecido las humanidades, tal vez no tanto
como las ciencias y las técnicas, pero se les ha dado amplia cabida.
A pesar de las reticencias que surgen de la competencia que signifi-
can para ella las ciencias exactas y naturales, las ciencias humanas
siguen siendo muy apreciadas en la universidad contemporánea, que
sígue contando con un área de las humanidades.? Dentro de la actual
concepción de la universidad, ellas han conservado su fuerte tradi-
ción y repercusión.
177
un giro reflexivo completo, esto es, un redditus perfecto, una vuel-
ta metonímica: de los efectos a las causas. Por los efectos culturales
nos hacen conocer la causa de esos productos; en lugar de inducir
o deducir, abducen —según el término que da Ch. S. Peiïrce a la ela-
boración de hipótesis—, así sea de manera condicionada y proviso-
ria, la naturaleza del hombre a partir de las obras que deja, como sus
signos. Ven lo que produce y lo que crea. Así recogen y reconstru-
yen, recuperan, el significado del ser humano, el sentido que ha teni-
do y el que ha de tener, pues nos muestran que el hombre no nació
para vivir sín sentido. No explican de manera causal-eficiente, como
las ciencias naturales, ni siquiera por la causa formal, como las cien-
cias formales 0 exactas; explican por la causa ejemplar y por la causa
final, esto es, por los paradigmas (0 iconos) del ser humano y por la
teleología que se plantea para su futuro. Por los paradigmas que se
fabrica el hombre, las ciencias humanas acceden al paradigma 0
modelo que él se hace de sí mismo, y de acuerdo con él encuentran
la finalidad que se propone; en parte encontrada por el contacto con
la naturaleza, y en parte proyectada por el propio hombre, a partir
de los modelos que se hace de sí mismo. Las ciencias humanas ven
los modelos restringidos y cortos, los extrapolan y universalizan
como modelos y finalidades de sí a largo plazo; y, sí se puede, para
siempre. Las ciencias humanas recobran el ser del hombre desde los
fragmentos que constituyen los signos esparcidos de sí mismo, sus
efectos, sus obras, síntomas de lo que es él, y de aquello que cons-
tituye su destino. Todo ello abrevado en sus obras, como guijarros
pulidos en un torrente, en el que se ha disgregado su esencia. Eso es
lo que estudian las ciencias humanas: las obras del hombre, los res-
tos, los vestigios de su cultura. El ver su cultura podría invitarnos a
quedarnos allí, a reducirlo a eso, a no pasar a una natura suya, a nin-
guna natura de ninguna clase.
Pero las ciencias humanas tienen una vocación de abducción,
no sólo inducción o deducción: es decir, tienen que abducir su ori-
gen: el hombre a través de sus índices o indicios y síntomas de su pro-
ceso histórico; llegar a retroducir aquello de lo son expresión. Por eso
vienen con la historia, ex post facto, proceden desde lo que fue el
178
hombre, recogen lo que ha sido, y se lanzan a conoc
er lo que es, lo
que tiene como esencia, dúctil, movediza, histórica.
Por ello huidiza,
como diría Heidegger,! porque se da inviscerada
en lo histórico, así
como lo universal se da atemático en lo particular, implíc
ito en él, y
por eso hay que buscarlo con tanta dificultad y riesgo.
Podríamos decir que hay en las humanidades una
vocación a
lo universal y a lo esencial del hombre, desde el estudi
o de sus par-
ticularidades concretas y contingentes. A muchos, el
asiento de esos
saberes en lo movedizo y contingente los ha llevado
a diversos rela-
tivismos e historicismos. Pero no. Las humanidades,
desde lo acci-
dental y lo fragmentario, desde lo dinámico y lo histór
ico, apuntan
con su dedo hacia lo que se muestra como constitutivo
del hombre.
Ciertamente no como esas esencias duras y fuertes con
las que soñó
la modernidad, sino fluidas, móviles y hasta modestas,
como las
physeis de los griegos, que se obtienen a partir de lo moved
izo, y sin
renunciar nunca a él. Al cabo del proceso se tendrá un
conocimien-
to nuevo, distinto y enriquecido; tal vez incompleto, pero
ya no tan
fragmentario como para que no se pueda hablar de natura
lezas y leyes,
aunque no iguales a las de las ciencias naturales y exactas.
No en los sofistas, pero sí en los socráticos (Platón, Aristó
teles,
estoicos), las humanidades tuvieron ya un destino ontológico
y hasta
metafísico, sólo que radicado en el hombre; así como
lo vieron, en
el siglo pasado, Schopenhauer, al hablar del hombre como
animal
metafísico,? esto es, con un instinto, impulso o pulsió
n hacia lo que
trascienda lo puramente fenomenológico, y Lotze, cuand
o escribió
su obra con el título de Mikrokosmos (1856 ss.), en la que reúne
las
ciencias humanas y sociales que, para desligarse del positi
vismo,
Dilthey llamó “ciencias del espíritu”, contrapuestas a las
“ciencias
de la naturaleza”, y las dotó con una convicción de sobre
pujar lo
puramente histórico, nostalgia de pensador atrapado por su
histori-
179
o de los
cismo.' Por su parte, Heidegger logró roturar el ahistoricism
los historicis-
metafísicos a la antigua usanza, la antimetafísica de
a, a conjuntar
tas, llamando a la unidad a la metafísica y a la histori
en la histo-
el ser y el tiempo, y recobra una metafísica inviscerada
pero también la
ria, realizando la historialización de la metafísica,
el huma-
metafisicización de la historia. Sólo decía, en su Carta sobre
como con
nismo, que la técnica acabaría tanto con el humanismo
las ciencias huma-
la metafísica: es decir, la tecnocracia acabaría con
Aqui
nas por el apagamiento de su impulso metafísico.? ¿Será cierto’?
como freno
es donde se coloca la importancia de las humanidades,
dades,
de la tecnocracia. De ello dependerá el futuro de las humani
da y acabe con la búsque -
de impedir que la técnica sea mal emplea
da del sentido de lo humano.
180
una labor icónica, pues, la que hacen las humanidade
s. Cada una, des-
de el estudio de un fragmento del hombre, apren
de a visualizar la
naturaleza humana. Desde un vestigio o pieza, cada
una es capaz de
ver o vislumbrar el sentido que tuvo y que ha de
tener la cultura. Por
eso, aun cuando las humanidades dan a veces la impre
sión de peda-
cería, de estudiar elementos muy pequeños, aislad
os y lejanos entre
sí, son las encargadas de ir hilvanando el gran mosai
co del hombre,
incluso adivinándolo desde el conocimiento de su
pasado. Hacen una
labor a la vez de metonimia y de metáfora. Y la
metáfora y la meto-
nimia son partes de la analogía. Por eso las human
idades requieren,
para su trabajo, de una hermenéutica analógica.
Historia, arte, antropología, pedagogía, filosofía, filolo
gía, dere-
cho, sociología, politología y economía. Unas de entre
ellas estudian
más claramente el pasado, como la historia, el arte,
la antropología,
la arqueología y la filología; otras lo estudian de maner
a preponde-
rante, como la filosofía y la politología; otras lo ven
sólo en parte, y
ven más al presente y al futuro, como el derecho,
la pedagogía, la
sociología y la economía; pero todas ven al pasado, para
con eso poder
ver como en un espejo al hombre que viene, al ser human
o del por-
venir, que todavía no es, pero ya está cifrado en sus
símbolos. Y es
que todas las coas que estas ciencias consideran, todos
estos frag-
mentos que analizan, los ven como símbolos, esto es,
como cifra y
código de lo que viene. Ya la misma palabra griega “symb
olon ” corres-
ponde a la latina “coniectura ”’, conjetura,! pues
el símbolo es vesti-
glo, cifra y pista que ha de seguirse para encontrar lo no
visto, lo aún
no ocurrido; es conjetura de lo que pasará, hipótesis de
por dónde va
el hombre, predicción de la historia futura a partir de la
pasada, recons-
trucción de la naturaleza humana a partir de sus
efectos, sus obras,
SUS iconos.
Inclusive tienen estas ciencias humanas la misión
de recoger,
proteger y discernir los símbolos, de fomentar los que
orientan hacia
el bien, excluir los que apartan de él y llevan hacia el
mal. Porque sí
desvían, sí separan, son lo contrario del símbolo,
que orienta, que
181
e. Porque no
congrega, que une. Siempre para favorecer al hombr
como autént icos, esto
todos los símbolos del hombre se han probado
están las ciencias
es, como conducentes hacia el bien. Pero para eso
Desenterrarlos,
humanas, para velar por los símbolos conducentes.
ión que señalan. Son
estudiarlos, comprenderlos, atender a la direcc
sentido correc-
los que guían bien al hombre, los que lo llevan en un
aspecto de
to, le señalan su camino. Los símbolos hacen honor a un
e en estado de
su propia etimología, esto es: ser arrojados con, hallars
los constitu-
yectos, pero para unir dos pedazos, las dos partes que
los peda-
yen, las cuales tienen que embonar perfectamente. Así unen
ad, y aun
zos del hombre, sus fragmentos, para vislumbrar su totalid
para buscar
ver su infinitud, para universalizar desde el fragmento,
s a
comprensión y explicación desde lo segmentado, desde los efecto
más que la
las causas, y aquí son la causa ejemplar y la causa final,
que se estable-
causalidad mecanicista;! éstas son las causas en las
ce, se concentra y se contiene el sentido.
iona-
Así, se ve que el porvenir de las humanidades está condic
Todas ellas
do por esta función y labor de señalamiento del sentido.
ca y la semiót ica. Y
hacen uso de la interpretación, de la hermenéuti
de interpreta-
todas ellas, al hacerlo, se inscriben en el movimiento
un movi-
ción general. Pero, al ir del fragmento al todo, establecen
ello he insisti-
miento icónico, el cual se da en la analogicidad; por
n. En
do en que ha de ser una hermenéutica analógica la que adopte
el todo,
lo que interpretan, fragmentario, están buscando interpretar
es el sen-
preconizado en el fragmento. Podemos decir, pues, que ése
la labor
tido de las humanidades: ver el todo en el fragmento. Tal es
como
que hace la historia, cuando deja de ser simple crónica y se erige
ión; esa
interpretación de los acontecimientos, que marcan una direcc
lupa el
es la labor que hace la filología, cuando deja de mirar con
del mundo ;
documento, para avisorar al hombre como letra del texto
y la eco-
es lo que buscan la antropología, la sociología, la politología
la historia
1. Cf. S. F. Martínez, De los efectos a las causas. Sobre
: Paidó s-UNA M, 1997,
de los patrones de explicación científica, México
pp. 37-42.
182
nomía, cuando dejan de ser estadística, y se atreve
n a otear en el hori-
zonte de la vida el fin al que hay que orientar a la
comunidad o polis;
es lo que hace el artista, cuando plasma en una
creación individual
o particular o concreta los valores permanente
s del hombre, engro-
sando la tradición, lo clásico perenne, atrapando
lo universal; es lo
que hace, en fin, la filosofía, cuando deja de ser
recuento de premi-
sas y, a fuerza de argumentar, se atreve a elevar
se, remontando el
arduo raciocinio, hacia la intuición abarcadora
de la significación,
después de sus afanosos procesos.
5. RESULTADOS
183
BIBLIOGRAFIA
185
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