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Mujer y Varón (Teologia Del Cuerpo de JP II)

Este documento trata sobre la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II. Explora las tres etapas del amor humano: antes del pecado original, después del pecado original como hombre histórico, y en la eternidad como hombre escatológico. También analiza la dignidad de la mujer y del hombre a la luz de estas enseñanzas.

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Mujer y Varón (Teologia Del Cuerpo de JP II)

Este documento trata sobre la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II. Explora las tres etapas del amor humano: antes del pecado original, después del pecado original como hombre histórico, y en la eternidad como hombre escatológico. También analiza la dignidad de la mujer y del hombre a la luz de estas enseñanzas.

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Mujer y Varón

(La “Teología del Cuerpo” de Juan Pablo II)


TABLA DE ABREVIACIONES DEL MAGISTERIO

AG .............................................. Discurso en Audiencia General (Juan Pablo II)

CM................................................................. Carta a las mujeres (Juan Pablo II)

CEC .................................................................... Catecismo de la Iglesia Católica

CF ................................................................. Carta a las Familias (Juan Pablo II)

DM ........................................... Carta enc. Dives in misericordia (Juan Pablo II)

DZ .................................... Denzinguer-Schönmetzer, Enchiridion symbolorum...

GS .............................. Constitución past. Gaudium et spes (Concilio Vaticano II)

LE .................................................. Carta enc. Laborem exercens (Juan Pablo II)

MD ...........................................Carta apost. Mulieris dignitatem (Juan Pablo II)

NMI ................................... Carta apost. Novo millennio ineunte (Juan Pablo II)

RH ...............................................Carta enc. Redemptor hominis (Juan Pablo II)

SD.................................................. Carta apost. Salvifici doloris (Juan Pablo II)

TMA ............................ Carta apost. Tertio millennio adveniente (Juan Pablo II)

2
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
La historia de un título y el título de una historia

I. EL AMOR DEL HOMBRE DE LOS ORÍGENES


Una historia que viene de lejos
Los orígenes del mundo y la creación en el libro del Génesis
Llega el hombre y Dios cambia su “lenguaje”
El hombre, “sacerdote de la creación”
El trabajo y el “trabajo de los trabajos” de los hijos de Dios
El precepto moral: no hay amor sin “reglas”
La libertad del hombre enamorado vs la “libertad del taxi”
Adán trabaja bien, pero padece la “soledad originaria”
Dios habla de sexualidad por primera vez
La guitarra y el arpa: Adán encuentra a Eva (el hombre defiende a la mujer)
El encanto original de Eva (la mujer espiritualiza el amor del hombre)
La armonía originaria: un amor “perfecto” y, a la vez, “espontáneo”

II. EL AMOR DEL HOMBRE HISTÓRICO


El Diablo plantea un ataque “perfecto” a la Humanidad. La tentación
Las consecuencias del pecado original
Un momento de esperanza: el anuncio del amor de dolor y del amor de conversión
Un mensaje breve, pero de largas consecuencias
La dignidad de la mujer ha sido confiada al hombre como una tarea. El entrenamiento del cuerpo
Amor de dolor
El rostro doloroso de Jesucristo: dolor discreto, dolor servicial, dolor filial
Amor de conversión

III. EL AMOR DEL HOMBRE ESCATOLÓGICO


Los enamorados saben que hay eternidad
El peligro de la “cultura del entretenimiento”
El sentido nupcial de la vida: la vida es un “noviazgo”
El cielo: no lo podemos describir
«Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección»
El Cuerpo de Cristo resucitado
«Discontinuidad dentro de la continuidad»
«Justa ordenación de les realidades». La intimidad en la eternidad
El Cuerpo de Cristo transfigurado
Recuperación y potenciación del amor de espontaneidad

3
INTRODUCCIÓN

La historia de un título y el título de una historia


La cuestión que nos disponemos a tratar es tan apasionante que el mismo título ha sido objeto ya
de idas y vueltas. El origen remoto de este libro remonta hasta el año 1996. En aquel entonces, Juan
Pablo II pidió que se releyera la Carta apostólica Mulieris dignitatem, sobre la dignidad de la mujer.
Y en relación a esta temática se nos pidió que habláramos con el siguiente título: Dignidad de la
mujer y feminismo. Pensamos que sí hemos de hablar de “feminismo” —tanto como podamos—,
pero, por lo que se refiere a la “dignidad”, nos conviene pensar, sobre todo, en la “dignidad del
hombre”. La tentación es la de centrarse sólo en la dignidad de la mujer, cuando —en realidad—
quien históricamente ha tenido menos dignidad ha sido el hombre. La medida de la discriminación de
la mujer, la medida del “machismo”, es justamente la medida de la indignidad del hombre.
Lógicamente, éstas son afirmaciones generales, pero que tienen su razón de ser.
Cuando se comete una injusticia, quien pierde la dignidad no es sobre todo quien padece esta
injusticia, sino el que la comete. Es por este motivo que, cuando los amigos de Sócrates —
injustamente condenado a muerte— le ofrecen la posibilidad de huir, él se niega a ello: él no perderá
la dignidad sometiéndose a la sentencia de un juicio injusto, como tampoco la perdió Cristo cuando
obedeció la sentencia de Poncio Pilatos.
Pero los tiempos se han revuelto de tal manera que ahora hemos de hablar no solamente de la
dignificación del hombre, sino también de la recuperación de la belleza original de la mujer, que en la
“contemporaneidad” se ha visto excesivamente afectada por el materialismo: la mujer ve amenazado
su “encanto original”. Por tanto, el título definitivo reza así: El encanto original de la mujer y la
dignidad del hombre.
La historia de Juan Pablo II y la de su intenso pontificado es —y será por siempre jamás— un
punto de referencia obligado. Con su magisterio han entrado a formar parte del interés teológico y
eclesial temas que hasta ahora, sencillamente, no eran considerados a fondo, tales como el cuerpo
humano, la feminidad y la sexualidad. No era culpa de la Iglesia, como tan precipitadamente dicen
algunos, sino que se trataba de una falta de sensibilidad de la cultura general. La teología, que es una
parte muy y muy importante del ámbito cultural, toma en consideración una temática determinada
cuando la propia sociedad adquiere sensibilidad con esta cuestión. Aun así, en muchas cosas, la
Iglesia se avanza a los tiempos. La Revelación ayuda mucho a ello. Un claro ejemplo de esto lo fue el
joven obispo Karol Wojtyla, ya que a sus cuarenta años de edad publicaba su libro Amor y
responsabilidad, una suerte de tratado filosófico sobre el amor y la sexualidad. En el año 1960 era,
realmente, una novedad cultural. Ojalá que esta “novedad” llegue a ser tradición y patrimonio: el
propio Wojtyla, ya como Papa, ha afirmado que «el hecho de que la teología comprenda también al
cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la
Encarnación» (AG 2.IV.80, 4).
En fin, que el cuerpo humano y la sexualidad no son temas tabú ni para la Palabra de Dios, ni
para el Magisterio eclesiástico; ni mucho menos para el Papa Juan Pablo II, verdadero promotor de la
“teología del cuerpo”. Precisamente, la principal fuente inspiradora de El encanto original de la
mujer y la dignidad del hombre es la larga serie de catequesis (cinco años de discursos en las
audiencias generales de los miércoles) sobre la teología del cuerpo, matrimonio, amor y fecundidad,
pureza cristiana y resurrección de la carne.
El libro tiene cuatro partes. Las tres primeras se corresponden con cada una de las tres grandes
etapas de la historia del amor humano: el amor del hombre de los orígenes (antes del pecado
original); el amor del hombre histórico (tal como lo denomina Juan Pablo II), es decir, el amor del
hombre afectado por la culpa moral original y, a la vez, redimido por Cristo; finalmente, el amor del

4
hombre escatológico, es decir, el amor en régimen de eternidad y en perfecta comunión con Dios y
los santos. La cuarta parte —una antropología desde la Trinidad—, básicamente, contempla la
feminidad desde la “personalidad” del Espíritu Santo y la masculinidad des de la distinción que
caracteriza a Dios Hijo.
Como ya se entrevé, el destino y la felicidad del hombre siempre yace en el amor, y aquello en
que consiste el amor (el qué del amor, es decir, el salir de uno mismo para darse al otro) no cambia
nunca. Pero el estilo del amar (el modus operandi, el cómo del amor) no es el mismo ahora que antes,
ni el que viviremos en la eternidad. Antes, el hombre y la mujer se amaban con espontaneidad; ahora
lo hacemos con conversión y sacrificio; después, volveremos al régimen de espontaneidad, mejor, de
perfecta espontaneidad (uno sólo será feliz haciendo felices a los otros).
Se trata siempre del mismo hombre: hay una continuidad. Y, de hecho, para la correcta
comprensión del qué y del cómo del amor de hombre histórico (el hombre de ahora en este mundo),
nos es necesario conocer el hombre de los orígenes y el hombre escatológico. El propio Jesucristo,
cuando es interpelado por los fariseos sobre la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt
19,3 ss.; Mc 10,2 ss.), apela al principio, es decir, se remite al estado de inocencia originaria, porque
—más allá de las limitaciones que impone el pecado original— es donde se refleja sin sombras el
querer divino sobre el hombre. En este sentido, cuando en el Evangelio vemos al Maestro citando los
pasajes de Gn 1,27 y Gn 2,24, les otorga un carácter normativo. En efecto, «Cristo no se limita sólo a
la cita misma, sino que añade: ‘De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que
Dios unió no lo separe el hombre’. Ese ‘No lo separe’ es determinante» (AG 5.IX.79, 3). El hombre
se encuentra “fotografiado” en aquello que el Creador estableció al principio.
Pero, a la vez, «las palabras de Cristo que se refieren al principio nos permiten encontrar en el
hombre una continuidad esencial y un vínculo entre estos dos diversos estados [original y histórico]
del ser humano» (AG 26.IX.79, 1). En efecto, el hombre histórico «hunde las raíces en su propia
“prehistoria” teológica, que es el estado de inocencia original (...). Es imposible entender el estado
pecaminoso “histórico” sin referirse o remitirse al estado de inocencia original y fundamental» (AG
26.IX.79, 1-2).
Dando un paso más, veremos que el hombre —ya después del pecado original— está abierto a la
perspectiva de la redención, es decir, que no se encuentra corrompido, ni definitivamente impedido
para amar. Más aún, este mismo hombre puede ser ayudado por un Dios que, en su cualidad de Padre,
no se desdice de él y viene en su ayuda. Por esto, san Pablo afirma que «nosotros (...) también
gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rm
8,23). En fin, «esta perspectiva de la redención del cuerpo garantiza la continuidad y la unidad entre
el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original, aunque esta inocencia la haya
perdido históricamente de modo irremediable» (AG 26.IX.79, 3).
Es en el Nuevo Testamento donde Cristo nos ofrecerá la clave para entender el resto: el amor
aquí y ahora (hecho de conversión y de sacrificio, como ya hemos dicho) e, incluso, obtendremos
algunas pinceladas sobre el amor en la eternidad (cosa que haremos, especialmente, a partir de la
contemplación de su Cuerpo transfigurado en el Tabor y posteriormente resucitado). Como ha
explicado Juan Pablo II, ya que el hombre histórico incorpora en su naturaleza más profunda las
características básicas del hombre de los orígenes y también las del hombre de la escatología,
realmente «es posible una reconstrucción teológica correlativa» de estas tres etapas del amar humano
(cf. AG 13.I.82, 2): desde el tiempo de los orígenes, pasando por el tiempo de la redención, hasta la
eternidad. Toda una bella historia —la del desarrollo de la verdad sobre el hombre mismo— que da
título a todo un libro.

5
I. EL AMOR DEL HOMBRE DE LOS ORÍGENES

Una historia que viene de lejos


Que la felicidad del hombre radica en el amor es algo que lo sabe todo el mundo. Basta con
contemplar la naturaleza humana: el hombre es un ser “de diseño”, “calculado” para amar. Además
de ser inteligente y de tener voluntad, su propio cuerpo tiene unas posibilidades orientadas hacia el
amor tales como no tiene ningún otro cuerpo animado. El problema surge a la hora de discernir qué es
amor (porque hay “amores” que matan) y, en todo caso, averiguar a qué tipo de amor está destinado
el hombre.
La Revelación lo afirma claramente: antes de la creación del mundo, Dios había escogido al
hombre —a cada hombre— para devenir hijo de Dios (cf. Ef 1,3-5). Es éste un dato que nos interesa
muchísimo porque nos resuelve el interrogante que planteábamos en el párrafo anterior: tener por
destino la filiación divina significa que el hombre está llamado a amar como Dios mismo ama. Y éste
es un modelo del cual los cristianos, afortunadamente, disponemos datos seguros.
Por tanto, esta historia viene de lejos: desde antes de la creación del mundo, es decir, desde la
eternidad. Con razón Juan Pablo II puede afirmar que «Dios busca al hombre movido por su corazón
de Padre» (TMA 7). Es una afirmación fuerte: de hecho, Él hace todo lo posible para atraer al hombre
(cf. CIC 27). Es un dato fundamental para tener en cuenta; no podemos prescindir de esta perspectiva.
Quien pretende zafarse de todo ello acaba por dar la razón a Dios (la “huida” es también cosa antigua,
como veremos después).
Toda la fantástica obra de la creación —podríamos decir— milimétricamente calculada tiene una
finalidad: la gloria de Dios i la unión íntima y vital del hombre con Dios. Empresa ésta no poco
ambiciosa, porque es más difícil de lo que nos pensamos. Con palabras del Dr. Cardó, «sacar el
mundo a partir de la dócil nada fue para Dios un juego; sacar el “sobre-mundo” a partir de la rebelde
“nada” [esto es, del hombre] le resultó todo un trabajo»1, es decir, mucho más fácil le ha resultado a
la divinidad crear todo el Universo que conquistar —respetando nuestra libertad— el corazón de uno
solo de nosotros. Somos prácticamente nada y venimos de la nada; a pesar de todo, nuestra libertad
puede “pararle los pies a Dios” cuando nos refugiamos en la denominada “libertad del taxi” y huimos
de los compromisos de servicio a los otros.

Los orígenes del mundo y la creación en el libro del Génesis


La historia del proceso de la formación del Universo es verdaderamente apasionante. Los
hombres de ciencia hablan actualmente de la “edad del Universo”, recientemente calculada en unos
15.000 millones de años. Poner una edad al Universo es tanto como ponerle un comienzo; en
conjunto, todo tiende a confirmar la tesis creacionista de la Revelación, que afirma que el Universo
tiene un comienzo en el tiempo.
Ciertamente la teología, para demostrar sus verdades religiosas, no necesita de la física; la física,
por su parte, no tiene como misión propia demostrar las verdades reveladas: éstas las aceptamos,
sencillamente, porque confiamos en Dios que no se puede engañar a Sí mismo, ni a nosotros. Pero la
realidad y la verdad es una; la fuente de la verdad es la misma: por tanto, no nos ha de extrañar que
distintas ciencias —cada una permaneciendo dentro de su objeto de estudio y métodos propios—
tiendan a proporcionar una visión armónica y unitaria de la vida.
Sin olvidar que los datos frecuentemente son objeto de revisión y de matización, podemos decir
a grandes rasgos que las ciencias naturales sitúan la formación de la Tierra hace unos 4.650 millones

1 Cardó, C., Emmanuel (Estudis sobre Jesucrist), Ariel, Barcelona 1955, p. 185. La traducción desde el original es nuestra.

6
de años; la formación de las rocas más antiguas, unos 3.800 millones de años; la aparición de los
primeros organismos vivos, 3.600 millones de años; los primeros organismos pluricelulares, 1.000
millones de años; los primeros peces, 500 millones de años; los peces actuales, anfibios y plantas, 400
millones de años; los reptiles aparecerían hace unos 300 millones de años; los mamíferos, 200
millones; lo que entendemos por monos —in genere—, entre 50 y 30 millones de años; el
Australopithecus, aparece hace unos 4 millones y medio de años y se extinguió hace 1 millón y
medio; el Homo habilis, vivió ahora hace entre 2,8 y 1,6 millones de años; el Homo erectus, entre 600
y 150 mil años; finalmente, el Homo sapiens arcaico vivió entre 300 y 150 años atrás; el Homo
sapiens moderno —con las características morfológicas de los hombres actuales—, según los datos
disponibles, apareció repentinamente hace unos 40 mil años.
Para poder disponer de una visión intuitiva del ritmo temporal de este proceso, lo podemos
reducir a escala de un año de nuestro calendario. Suponiendo que ahora fueran las 23 h.: 59': 59'' de
31 de diciembre y que el Universo comenzó a existir en el primer segundo del día 1 de enero, nos
resulta la siguiente secuencia de acontecimientos. Hasta el día 9 de septiembre no nace el Sistema
Solar. Dos días después, es decir, el día 11, se formó la Tierra. Las primeras formas de vida aparecen
el 7 de octubre. El 12 de noviembre la Tierra ya tiene las primeras plantas con actividad fotosintética
y, el 15 del mismo mes, las primeras células con auténtico núcleo. El resto del proceso se desarrolla
en diciembre, el último mes. Los primeros seres pluricelulares aparecen el día 17. Tenemos que
esperar hasta el día 24 de diciembre para observar el dominio de los dinosaurios en la Tierra (la Era
Jurásica): vivían en un clima cálido y poco variable, en el único continente que existía (era una suerte
de “super-continente”, llamado Pángea). Los reptiles dominaron durante 160 millones de años.
El último día de este calendario cósmico comprende un período de 2 millones de años. Es la Era
Cuaternaria y es decisiva para el desarrollo de la Humanidad. Diversas especies de simios ya andan
por la Tierra desde el 30 de diciembre. Pero a los hombres no los vemos hasta las 22:30 h. del día
siguiente, es decir, del día 31, esto es, hace justamente una hora y media. A las 23:00 h. se generaliza
la utilización de las herramientas; a las 23:46 h. se domina el fuego. Las pinturas de las cuevas fueron
pintadas hace un minuto.
Resta, por tanto, sólo un minuto de tiempo para todo el vertiginoso progreso de la Humanidad: la
agricultura se hace presente a las 23 h.: 59': 20''; las primeras ciudades, 15 segundos después.
Entramos en la Edad de Bronce a las 23 h.: 59': 53''. La denominada edad de Hierro llega un segundo
después. En el segundo 56 de este último minuto nace Jesucristo; un segundo después cae el Imperio
Romano y, finalmente, el período que va desde el Renacimiento hasta ahora cubre el último segundo
de nuestro calendario anual cósmico. En este último segundo tiene lugar el vertiginoso y trepidante
desarrollo científico-técnico que hoy día vivimos y vemos.
Dios hubiese podido crear el Universo, ya estructurado tal como substancialmente lo vemos, en
un solo “segundo”, es decir, en un instante. Pero no lo hizo así: las ciencias naturales no lo confirman
—tal como hemos visto—, ni tampoco la Revelación, ya que el libro del Génesis manifiesta
claramente que la creación no se hizo de golpe: hay como un proceso evolutivo —de menos a más—,
por etapas. De hecho, es absolutamente explícito al respecto: «Cuando el Señor Dios hizo la tierra y
cielo, aún no había en la tierra ningún arbusto silvestre, y aún no había brotado ninguna hierba del
campo, pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra ni había nadie que trabajara el suelo»
(Gn 2,4-5).
El libro del Génesis, ciertamente, está escrito en un lenguaje popular porque es un libro que —
como el resto de la Biblia— está destinado al pueblo, no con el fin de instruirlo en materias propias
de las ciencias naturales, sino en la religión y salvación. Pero detrás de este lenguaje popular,
encontramos un auténtico tratado de antropología, es decir, de humanidad.
Así, lo que para las ciencias naturales es un proceso de millones de años, el Génesis, lo expresa
mediante un proceso de algunos días. ¡Dios es así de grande!: un millón de años, para Él, no es nada
de nada, ya que su vida es un eterno presente “super-vital”. Tanto es así que san Pedro escribe que
«para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2Pe 3,8). Y toda esta fantástica
obra de creación —repetimos— milimétricamente calculada, tiene un fin: la “conquista” del hombre

7
por parte de Dios (es decir, la alabanza de su gloria haciéndonos sus hijos adoptivos). La santidad del
hombre es el objetivo final de esta inmensísima historia divino-humana.

Llega el hombre y Dios cambia su “lenguaje”


El primer capítulo del primer libro de la Biblia habla expresamente de la cuestión que nos ocupa.
Entremos, por tanto, en el libro del Génesis. Pasamos de largo los miles de millones de años (¡los
“días”!) que Dios se toma para ir preparando un ambiente o un entorno que sea habitable y adecuado
para la vida humana. Como ya hemos dicho, el hombre del Génesis aparece casi al final: en el sexto
día. Y es, justamente, en el relato de aquella maravillosa mañana de la creación, cuando la Palabra
divina experimenta un doble cambio en su manera de expresarse: comienza a hablar en primera
persona y comienza a hablar de sexualidad (como expresión del amor personal entre el hombre y la
mujer). Así, «el Creador parece detenerse antes de llamarlo [al hombre] a la existencia, como si
volviese a entrar en sí mismo para tomar una decisión» (AG 12.IX.79, 3).
En primer lugar, cuando se disponía a crear al hombre, Él exclamó: «Hagamos al hombre a
nuestra imagen, según nuestra semejanza» (Gn 1,26). Notemos un hecho relevante: cuando se trata de
la llegada del hombre, Dios —¡por primera vez!— “habla” en primera persona y en plural. Nunca lo
había hecho antes. En efecto, hasta entonces el “lenguaje” de Dios había usado expresiones como las
siguientes: «Haya luz» (Gn 1, 3); «Haya un firmamento en medio de las aguas que separe unas aguas
de las otras» (Gn 1,6); «Haya lumbreras en el firmamento del cielo» (Gn 1,14), etc. Es decir, hasta
aquel momento había hablado con un tono imperativo e impersonal, como si todo aquello que estaba
haciendo prácticamente no le afectara. De repente, —refiriéndose al hombre y a la mujer— habla en
primera persona del plural, como para dar a entender que se “co-implica” personalmente en lo que
está creando, lo cual es tanto como decir que Dios se “complica” la vida, esto es, ¡Dios se la juega!

El hombre, “sacerdote de la creación”


Llegados a este punto, vale la pena referir una idea que Juan Pablo II ha contribuido a difundir:
«El hombre es sacerdote de toda la creación, habla en nombre de ella»2. Realmente, a primera vista,
puede resultar extraña esta afirmación; por lo menos, no nos resulta familiar, ya que por sacerdote
identificamos inmediatamente la imagen del cura o del presbítero, y en este caso se aplica el término
“sacerdote” a todo hombre. La idea, sin embargo, es bonita y fecunda.
¿Qué significa ser “sacerdote”?; ¿quién es el sacerdote? Pues aquél que hace de mediador entre
Dios y los hombres. Juan Pablo II nos dice que todo hombre, por el querer de Dios, es mediador entre
Él y la creación. El hombre, cada mujer y cada hombre, es constituido en administrador de la
creación, de manera que —con agradecimiento— tiene que reconocer la creación como un don
venido de la divinidad, lo ha de perfeccionar y, finalmente, realizando el correspondiente
ofrecimiento de las obras, ha de devolverlo a Dios.
Tanto es así, que Dios espera que el hombre hable en nombre de la creación. Toda criatura, toda
cosa existente “habla” del Creador y da gloria al Señor, es decir, toda cosa creada —a su manera—
contribuye a reflejar la perfección y la belleza divinas. Todo existente y todo viviente “habla” de Dios
siguiendo ciegamente las inclinaciones de su naturaleza. El hombre, en cambio, está destinado no
solamente a “hablar” de Dios de una manera más profunda y, a la vez más elevada, sino que,
además, puede y debe hablar a Dios: «Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en
una acción de gracias y de alabanza, todo o que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el
sentido de esta deuda, que solamente él3, entre todas las otras realidades terrestres, puede reconocer y
saldar como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios»4.

2 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 38.
3 «Solamente él (...) entre todas las otras realidades terrestres»: tal como lo confirmaremos más adelante al hablar de la “soledad
originaria”, cuando Gn 2 indica que el hombre se encuentra solo, entre otras cosas, se quiere hacer notar la situación única y privilegiada del
ser humano dentro de la creación en relación al Creador (cf. también AG 24.X.79, 2).
4 JUAN PABLO II, Don y Misterio (En el quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio), BAC, Madrid, 1996, p. 91.

8
El hombre sí que puede hablar de verdad: con inteligencia y voluntariedad. Sí, con libertad, que
por eso se dice que es un animal débil en instintos. Aquí reside el aspecto que radicalmente diferencia
al hombre del resto de los existentes. De hecho, puede no querer hablarle e, incluso, puede ir en
contra de su propia naturaleza. Había afirmado Ortega y Gasset que, mientras que el tigre no puede
“des-tigrarse”, el hombre sí puede deshumanizarse. Dramática posibilidad ésta, ya que, si bien es
cierto que “Dios perdona siempre y el hombre a veces”, a la vez, la realidad muestra que “la
naturaleza no perdona nunca”.
Esta simple observación —que el hombre puede y debe “hablar de Dios” de manera distinta de
los otros seres y que puede y debe hablar a Dios— lo sitúa en un status muy singular, en una
situación —diríamos— de privilegio. La Sagrada Escritura así lo refiere en uno de sus salmos:
«Cuando veo los cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas, que Tú pusiste, ¿qué es el hombre,
para que de él te acuerdes (...)? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y
honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies» (Ps 8,4-7).
Y es que, digámoslo nuevamente, él ha sido creado en vista a llegar a ser hijo de Dios. Lo cual
marca un estilo de amor, cosa que Cristo nos confirmará en vida, sobre todo con la herencia del
mandamiento de la caridad (¡un nuevo mandamiento!) y con el ejemplo radical de su entrega en la
Cruz.

El trabajo y el “trabajo de los trabajos” de los hijos de Dios


En definitiva, ¿en qué se concreta este “sacerdocio de la creación”? Después de bendecir al
hombre y a la mujer, el Creador les dijo: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gn
1,28). Esta indicación se complementa con otra que encontramos un poco más adelante: «El Señor
Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2,15).
Conservar y desarrollar la creación: he aquí la misión de los hijos de Dios. Más aun: perfeccionarnos
como hijos de Dios mediante el perfeccionamiento de la creación; trabajando libremente en la obra
del Padre, hacernos hijos de Él.
Es todo un reto. Así lo ha expresado Juan Pablo II: «La creación ha sido dada y confiada como
tarea al hombre con el fin de que constituya para él no una fuente de sufrimientos, sino para que sea
el fundamento de una existencia creativa en el mundo (...). Hay un gran reto para perfeccionar todo lo
que ha sido creado, tanto a uno mismo como al mundo»5. El gran valor de la creación «alcanza su
culmen después de la creación del hombre» (AG 12.IX.79, 5). El relato del Génesis lo expresa de un
modo sencillo, ya que, al término de los primeros días, la Biblia dice que «vio Dios que era bueno»
(Gn 1,10.12.18.25), mientras que, cuando termina el día sexto, el Creador manifiesta su gozo
diciendo que «vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno» (Gn 1,31).
A Dios gracias, el trabajo ha adquirido una relevancia cultural en los últimos años como nunca
antes había tenido. El trabajo ya no es concebido a manera de un castigo como consecuencia del
pecado original; ya no es un mal menor que han de soportar los que no son ricos (porque la riqueza
era entendida como la posibilidad de poder encargar trabajo a los otros). Desde un punto de vista
social, el trabajo es reconocido como medio de autorealización básico e, incluso, como ámbito para la
vivencia de la solidaridad con los otros. La teología también ha reaccionado y el Magisterio ve en el
trabajo «una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas» (LE, saludo),
más aun, en la realización del mandamiento de someter y dominar la creación, «el hombre, todo ser
humano, refleja la acción misma del Creador del universo» (LE 4)6.
Es decir, el hombre debe “hablar de Dios” y hablar con Dios por medio del trabajo («Dominad
la tierra») y también mediante el “trabajo de los trabajos” («Multiplicaos y llenad la tierra»), esto es,
la familia y el crecimiento de la familia humana a través de la donación en el matrimonio. Con esta

5 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, o.c., p. 42.


6 Así, el trabajo «no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata
de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que
nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna» (ESCRIVÁ DE BALAGUER, J., Amigos de Dios, Rialp (10ª
edición), Madrid 1985, pp. 100-101).

9
expresión, el “trabajo de los trabajos”, queremos remarcar la importancia que tiene la dedicación a
la familia, ya que es en el ámbito familiar donde tiene lugar el tramo fundamental de la formación de
los futuros profesionales.
La referencia al “trabajo de los trabajos” es una observación importante, ya que hay “trabajos”
(mejor, estilos de trabajo) que “matan” a la familia. El estilo o la perspectiva con la que trabajamos es
una cuestión decisiva. Trabajar no puede significar dominar o transformar la tierra de cualquier
manera ni por cualquier motivo: trabajamos para Dios. Lo dice claramente el Catecismo: «Dios creó
todo para el hombre, pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la
creación» (CIC 358). Sin esta perspectiva, el hombre corre el riesgo de enclaustrarse en su “trabajo” y
dejar de amar.
Lo ilustraremos con un explicación gráfica. Cuentan que, en cierta ocasión, había tres hombres
trabajando en el pináculo de un gran edificio. Los entrevistaron sucesivamente, preguntándoles qué
era lo que estaban haciendo. El primero respondió simplemente que estaba picando piedra. El
segundo llegó un poco más lejos diciendo que se estaba procurando el sostenimiento de su familia.
Finalmente, el tercero afirmó que estaba construyendo una catedral. Evidentemente, físicamente
hablando, los tres picaban piedra, pero —interiormente, ¡cosa fundamental!— sólo uno estaba
construyendo una catedral, y éste —con toda certeza— mantenía el horizonte más amplio y la
motivación más elevada para tener una familia y para picar piedra con la mejor pericia posible.
¡El mundo está lleno de “picapedreros”!: cuántos abandonos familiares por “culpa del “trabajo”;
cuántas injusticias, fraudes y malos tratos de los otros con ocasión del “trabajo”... Desde siempre, el
hombre ha mantenido pendientes de resolución/superación dos problemas relacionados con la
actividad transformadora del mundo: la falta de coherencia (o de unidad) de vida y el
desprendimiento. Da la impresión de que al hombre le cuesta hacer compatible el progreso material
con el progreso espiritual. La perspectiva de que somos hijos de Dios —y de que según esta
condición hemos de amar— es la que permite combinar ambos tipos de progreso. Muchas veces se ha
procurado resolver la aparente incompatibilidad manifestando un recelo por lo que es actividad
temporal y prosperidad material, pero, precisamente, el Creador nos mandó “dominar” la tierra. La
clave del tema está en el hecho de “señorear” la tierra: en lugar de esclavos, hemos de ser señores de
las cosas materiales; tener no es malo, pero sí que es nocivo buscar el tener más sin pensar en el ser
más.
Dicen que el orden de los factores no altera el producto. En este caso, como si se tratara de la
excepción que confirma la regla, el orden de los factores (de las prioridades) sí que altera el resultado:
nos va el tener o no tener la disponibilidad necesaria para ser libres de verdad. Sí, libres de verdad,
porque hay muchas maneras de intentar ser libres, pero sólo la libertad según la verdad es la que nos
permite amar con un amor que no mata.

El precepto moral: no hay amor sin “reglas”


Lo que acabamos de decir, por lo que parece, no es fácil de entender, y menos aún en nuestra
cultura occidental. En todo caso, es muy significativo que el Creador, a la vez que la “invitación” al
trabajo, dirigiera al hombre el precepto moral: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el
jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara; y el Señor Dios impuso al hombre este
mandamiento: ‘De todos lo árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien
y del mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás’» (Gn 2,15-17). El Creador advierte al
hombre que tiene plena libertad para actuar (‘De todos los árboles del jardín podrás comer’), pero con
una condición: que siempre actúe por amor. Con todo, esta “condición” —en realidad— no es una
condición en sentido restrictivo, ya que la libertad sirve precisamente para amar, para darse
voluntariamente (no se puede amar obligadamente). El compromiso de amor es justamente aquello
que le da sentido a la libertad.
Ciertamente, el tema de la ley moral es controvertido. Difícilmente encontraríamos alguien que
se definiera como “a-moral” (sin moral), pero sí que es frecuente escuchar expresiones como, por
ejemplo, ‘es mi moral’, ‘según mi verdad’, etc. Entramos en el pantanoso terreno del relativismo

10
moral: todo el mundo se apunta al amor, pero, ¿de qué “amor” estamos hablando? Tal como se
escribió en otro lugar, «hay que saber qué es amor; hay que descubrirlo —que no es lo mismo que
inventarlo— porque con frecuencia se confunde el amor con cualquier tipo de “des-amor”. Hay
“amores” que matan: no todo es amor. El amor es algo muy concreto, muy preciso, muy delicado: en
una “obra de ingeniería”»7. Y, de hecho, el corazón con mirada concupiscente «con frecuencia
aparece disfrazado y se hace llamar “amor”, aunque cambie su auténtico perfil y se oscurezca la
limpieza del donen la mutua entrega personal» (AG 23.VII.80, 3).
En todo caso, el Creador indica al hombre el mal que él puede provocarse a sí mismo si osaba
manosear la ley moral, es decir, las “reglas del amor”. Pero, ¿el amor tiene un “reglamento” y una
“normativa”? Pues, sí. Como todo juego, también el “juego de amar” tiene unas reglas. Más aún, esta
normativa (la ley moral) —que no es arbitraria, sino que refleja las exigencias de la naturaleza
humana— hace posible amar; esta ley no es para él una amenaza, sino que indica el camino por el
cual el hombre deviene hombre. Por eso, «al escuchar las palabras de Dios-Yahveh, el hombre
debería haber entendido que el árbol de la ciencia tenía hundidas sus raíces no sólo en el “jardín en
Edén”, sino también en su humanidad» (AG 31.X.79, 3).
De la misma manera —salvando las distancias—, existe el fútbol (o cualquier otro deporte)
porque lo define un reglamento. Si cada uno quisiera inventarse el reglamento del fútbol (según su
verdad), sencillamente, no podríamos jugar a fútbol.
Probemos siquiera imaginarnos, pongamos por caso, la ridícula situación que se plantearía si un
jugador de un equipo de fútbol decidiera por su cuenta tomar la pelota con la mano y ponerse a
correr, llevándose el balón entre las manos. Lógicamente, el árbitro (= la Iglesia) hará sonar el silbato
para denunciar la infracción del reglamento. ¿Podríamos concebir que el jugador se encarara con el
árbitro (= la Iglesia), diciéndole que él ya es suficientemente mayor como para poder jugar como le
parezca y que nadie tiene que decirle nada, y menos todavía “imponerle” un reglamento de juego?
«Disculpe —diría el árbitro— (= la Iglesia)—, pero yo no hago más que recordarle el reglamento
establecido por la Federación Internacional de Fútbol (= el Creador) y velar por su cumplimiento. Si
yo no lo hiciera así y permitiera que cada uno se inventara el reglamento según su capricho, entonces
usted no podría siquiera disputar este partido. Si a usted le gusta jugar con las manos, puede practicar
el handbol, por ejemplo, pero no el football, ya que lo que define este juego es, precisamente, jugar el
balón con los pies, tal como lo indica su propio nombre».
En fin, uno es bien libre de jugar o no jugar al football, pero si decide competir en ese deporte,
deberá hacerlo con los pies (en caso contrario, estaría automáticamente jugando otro juego) y,
además, deberá respetar el reglamento. Y esta normativa no restringe la libertad de jugar, sino que la
protege: sin reglamento no hay juego.
No faltan aquellos para quienes la ley moral no sería más que un convencionalismo o una
arbitraria imposición, como si Dios (o la Iglesia, o la sociedad, o la pareja) pudiera decidir que
aquello que antes era pecado ahora ya no lo es. Entonces todo sería una simple cuestión de etiquetas,
como también podríamos decidir que jugar con la pelota con las manos a partir de ahora, en vez de
llamarse handball, se comenzara a denominar football. Ahora bien, esta manera de pensar comienza
ya a forzar la naturaleza de las cosas, y por este camino acabaríamos irremediablemente abocados a
una total confusión. Y no se trata de una simple posibilidad teórica; hay quien, como ejemplo de
eufemismo, hable de as mujeres “ligeramente embarazadas” (¿?) y de otras cosas por el estilo.
El último de todos los peligros es, justamente, el de pensar que nosotros podemos cambiar la
naturaleza de las cosas. Pero, como ya hemos dicho, la naturaleza no se deja manipular fácilmente y
no perdona nunca. Seamos honestos: una mujer se encuentra embarazada o no se encuentra
embarazada, pero nunca medio o ligeramente embarazada; y en la misma línea, se puede demostrar
que el matrimonio es indisoluble, pero no existe razonamiento objetivo posible para demostrar que es
indisoluble en general, pero —simultáneamente— disoluble en algunos casos excepcionales o
particulares (que acaban siendo siempre la excepción que a uno personalmente le interesa o le afecta).
Más aún, el concepto de matrimonio en sí mismo excluye la idea de disolución (excepción hecha del

7 Ingeniería del amor(Apuntes sobre el amor conyugal), M&M Euroeditors, Sabadell 1997, p. 4.

11
caso de defunción), porque —por definición— es una alianza para toda la vida. Pero nuestra
capacidad de forzar la naturaleza de las cosas y de engañarnos es tal que ya resulta normal reclamar,
juntamente con el matrimonio “clásico” (indisoluble), otro tipo de matrimonio que contemple la
posibilidad del divorcio. Llegados a este punto, en el que ya no nombramos las cosas por su nombre,
entonces se produce una enorme confusión.
El Creador advirtió las consecuencias y riesgos de forzar la naturaleza de las cosas: «El día que
comas de él [el árbol de la ciencia del bien y del mal], morirás». Parece una afirmación exagerada. De
hecho, tal como veremos al comentar el tercer capítulo del Génesis, el Diablo se lo hizo creer así a
Eva. ¡Una exageración! ¡Pues no lo es! Sería realmente milagroso que, en un país como el nuestro en
el que —amparados por la ley— se puede eliminar la vida del no nacido (pronto también la del
enfermo o la del anciano), a la vez, se respirara paz y tranquilidad en las casas y en la calle. No nos
engañemos: o nos avenimos a respetar escrupulosamente la vida humana siempre, o no nos
lamentemos si —después de suspirar por el aborto y la eutanasia— aparecen personas que deciden
que también se pueden eliminar vidas humanas por otros motivos (los que a ellos les parezca). «El día
que comas de él, morirás»: advertidos estamos desde hace tiempo.

La libertad del hombre enamorado vs la “libertad del taxi”


Visto desde otra perspectiva, resulta que “jugar” comporta un compromiso. Eso ya es del todo
evidente si se trata de participar en cualquier competición deportiva; pero no digamos si lo que se
pretende es amar, es decir, servir al bien de los demás. Curiosamente, a nuestro entorno cultural post-
moderno le encanta oír hablar de amor y felicidad, pero no de compromiso, como si fuera posible
jugar una competición en un equipo sin comprometerse a nada (respetar un reglamento, vestir una
camiseta con determinados colores, seguir las instrucciones de un entrenador, etc.). De hecho —como
hizo notar Viktor Frankl— existe la Estatua de la Libertad, pero no la Estatua del Compromiso. Y, en
el paroxismo de esta contradicción, uno incluso oye hablar del rechazo de los compromisos con el fin
de proteger la libertad (se dicen cosas tan absurdas como «yo no me caso porque quiero ser libre»;
«ahora no queremos tener hijos porque queremos vivir la vida con libertad», etc.).
Detrás de esta contradicción mental se esconde un concepto superficial de libertad humana, tan
superficial que se le puede considerar falso: la libertad basada en la ausencia de compromiso, es
decir, la ilusoria “libertad del taxi”. ¿Qué pensaríamos de un taxi que se propusiera permanentemente
exhibir el cartelito de libre? Pues que el fracaso está asegurado, porque mientras muestra este cartel
no obtiene ningún rendimiento; y no tiene ningún rendimiento porque no presta ningún servicio; y no
presta ningún servicio porque no ha querido adquirir ningún compromiso de servicio.
Éste es un tema fundamental —¡la libertad es el alma de nuestra alma!—, pero tanto o más
fundamental es entenderlo adecuadamente: «La libertad sin la verdad no es libertad»8. La libertad no
es tener las manos libres para hacer aquello que a uno le “brota”, sino tenerlas libres para hacerse don
desinteresado de sí mismo ante los demás (cf. AG 16.I.80, 2-3). Es decir, es libre aquél que posee la
“libertad del don”; aquél que —liberado de la esclavitud de toda torpeza (Cicerón) y, a la vez,
poseído de aptitudes— tiene la capacidad real de darse a las otras personas. En una memorable
homilía, Juan Pablo II afirmaba que «la verdadera libertad se mide con la disposición a servir y a
entregarse uno mismo» (Homilía 1.VI.97, 5). Por eso, la libertad aparece «no solamente como un don
de Dios», sino que «también nos ha sido dada como una tarea» para toda la vida.
Tanto es así que «el mismo lenguaje manifiesta la relación entre la libertad y la donación. Por
ejemplo, en la lengua catalana el hecho de “entregarse” se puede nombrar también con la expresión
“librarse” (“lliurar-se”). Y uno sólo se puede “librar” (“lliurar”) si de verdad es libre (“lliure”). Es
más, uno es “libre” (“lliure”) para “librarse (“lliurar-se”)»9.
Otra cuestión, y bien distinta, es que también en nuestro entorno cultural se confunde el amor
con el entretenimiento. Y si lo que el hombre pretende es entretenerse, entonces, ya le va bien la

8 RATZINGER, J., La fe como camino, EIUNSA, Barcelona 1997, p. 18.


9 SANTAMARÍA, M., Ecologia sexual (Saber estimar amb el cos), M&M Euroeditors, Sabadell 1998, p. 47.

12
“libertad del taxi”. Ahora bien, quien pretenda este estilo de vida que tenga en cuenta la siguiente
advertencia: «La libertad existe para ser usada, no para ponerla en un cajón. La libertad, como
también pasa con el dinero, está hecha para gastarla en aquello que vale la pena. De la misma manera,
el taxi está libre para ser ocupado, no para “defender” su “libertad”, porque, entonces, permanecería
vacío y solo, y sin sentido. La libertad sin la entrega se frustra, es decir, queda condenada a la
absoluta soledad, al aburrimiento y a la desesperación más radical»10. Pasemos, pues, al tema de la
soledad..

Adán trabaja bien, pero padece la “soledad originaria”


El hombre está proyectado para amar, es decir, ha sido creado para vivir en comunión de
personas (identificación con las personas amadas)11. Dios mismo es un Ser único (no hay otros como
Él), pero no es un Ser solitario. El Creador desea que el hombre y la mujer se unan en una sola carne
y vivan una misma vida: la vida de una familia, imitando así la misma vida divina. Prueba de eso es
que —como ya habíamos avanzado—, cuando se disponía a crear el ser humano, Dios comienza a
hablar en primera persona del plural: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra
semejanza» (Gn 1,26). Se comprende que Juan Pablo II haya escrito que «el “Nosotros” divino
constituye el modelo eterno del “nosotros” humano» (CF 6).
El primer capítulo del Génesis es de un género marcadamente metafísico, en cuanto que nos
transmite una idea del hombre tan profunda como es la de ser imagen de Dios. El segundo capítulo,
en cambio, es más bien de cariz psicológico; la argumentación —a pesar de que apunta hacia las
mismas conclusiones— es de otro estilo: es más descriptiva. En ella, Adán aparece en la creación
antes que Eva e, incluso, antes que el resto de los vivientes. El lenguaje mítico que emplea «es un
modo arcaico de expresar un contenido más profundo» (AG 7.XI.79, 2). En definitiva, es una bella
manera de dar a entender que el hombre no soporta la soledad. Hay naciones en las que el 70% de la
población vive en soledad en viviendas unipersonales. Pero, en realidad, en estas mismas naciones
uno comprueba que hay el índice de suicidios más elevado. El hombre no soporta la soledad, porque
no fue creado (ni pensado, ni “calculado”) para la soledad, sino para la comunión amorosa. De hecho,
«el hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad cuanto en el
momento de la comunión» (AG 14.XI.79, 3).
El Génesis pone en boca del Creador la siguiente observación: «No es bueno que el hombre esté
solo; voy a hacerle una ayuda adecuada para él» (2, 18). Entonces, «el Señor Dios formó de la tierra
todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los
llamaba» (2,19). Desde aquel momento, el hombre —en teoría— ya no estaba solo. Más aún: ya
podía ejercer un trabajo (el dominio sobre la creación) y madurar moralmente como hijo de Dios. «El
hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todas las fieras del campo» (Gn
2,20), es decir, el hombre trabaja y trabaja bien: en el lenguaje y mentalidad de los hebreos, “poner
nombre” era señal de dominio. Con su cuerpo, el hombre trabaja; con su espíritu, el hombre respeta y
ama a su Dios-Creador.
Con todo, en la práctica, él mismo se lamenta de su “aburrimiento”. Puede trabajar con eficacia,
ya que con su cuerpo domina al resto de los seres vivos, pero aquel trabajo eficaz no le hace feliz:
«Per para él no encontró una ayuda adecuada» (Gn 2,20). Él se relaciona con los otros vivientes que
tienen cuerpo, pero se da cuenta de que no son cuerpos como el suyo, ni la vida de aquellos animales
es como la de él (no tienen conocimiento espiritual, no tienen conciencia, no pueden amar). En
definitiva, sigue sintiendo la tristeza de la soledad, muy a pesar de conocer a Dios, muy a pesar de
estar rodeado de otros cuerpos, muy a pesar de trabajar con eficacia. Se siente solo porque «no puede
ponerse al nivel de ninguna otra especie de seres vivientes sobre la tierra» (AG 10.X.79, 4).
Además, su cuerpo —sexuado de arriba abajo, diseñado para el amor y para la apertura hacia las
otras personas— es un cuerpo que reclama un “complemento”, es decir, alguien distinto a él mismo,

10 SANTAMARÍA, M., Ecologia sexual, o.c., pp. 46-47. La traducción del catalán al castellano es nuestra.
11 Recordemos que amar es identificarse o adherirse a la persona amada, respetando su manera de ser y buscando su perfección: el
amor se parece más a la fusión de dos metales dando “vida” a una nueva realidad, que a la simple yuxtaposición o mezcla de dos elementos.

13
pero, a la vez, de la misma naturaleza. Las cosas cambiarán con el sopor (sueño) originario: por obra
del Señor Dios, el hombre (que hasta ahora aparecía en Gn 2 sin referencia sexual) se “sumerge” en
un sueño profundo, como queriendo significar que Dios lo prepara para un nuevo acto creador.
Cuando se despierte, las cosas ya no serán de igual manera: «El círculo de la soledad del hombre-
persona se rompe, porque el primer “hombre” despierta de su sueño como “varón y mujer”» (AG
7.XI.79, 3). Este hombre (ahora ya claramente como varón o como mujer), llamado a amar, llamado a
ser imagen de Dios «podía formarse sólo a base de una “doble soledad” del varón y de la mujer» (AG
14.XI.79, 2)12.

Dios habla de sexualidad por primera vez


La Palabra de Dios experimenta un doble cambio cuando se dispone a crear al hombre. Además
de comenzar expresarse en primera persona del plural (como ya hemos destacado anteriormente), en
segundo lugar, habla de cosas que, durante los días anteriores de la creación, no había ni mencionado.
Notemos que desde el día quinto (es decir, mucho tiempo antes de la llegada del ser humano) ya
existían otros vivientes sexuados, pero la Palabra de Dios no hacía ninguna mención de ello, porque
no tenía ninguna relevancia: la diferenciación macho-hembra no era más que un medio de
reproducción con vista a la supervivencia de la especie. Pero la dimensión afectivo-sexual no es para
nosotros un simple mecanismo de “procreación” (no de “reproducción”, como algunos dicen), sino
que, al mismo tiempo, es ámbito privilegiado de ternura y de intimidad, o bien —con palabras de
Juan Pablo II— «substrato peculiar de la comunión personal» (AG 4.VI.80, 3).
La Biblia, en la versión hebrea más primitiva, cuando en Gn 4, 1 se refiere al acto conyugal, lo
hace afirmando que «el hombre “conoció” a su mujer». Es decir, aquello que para los irracionales no
es más que una acción meramente corpórea, para los hombres se trata de una realidad llena de
profundo sentido espiritual: «Es significativo que la situación en la que marido y mujer se unen tan
íntimamente entre sí que forman “una sola carne”, se defina como un “conocimiento”» (AG 5.III.80,
2).
La sexualidad humana no es un simple atributo; es mucho más: la sexualidad es un aspecto
constitutivo de la persona (cf. AG 21.XI.79, 1), ya que permite al hombre amar y amar como el mismo
Dios lo hace, es decir, mediante una inefable comunión de personas, viviendo una misma vida. En
fin, el hombre puede y ha de pasar desde la comunión de los cuerpos a la comunión de los espíritus
(cf. CF 8).
«Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del
poder y de la ternura de Dios» (CEC 2335). Es decir, el amor divino —el amor que nosotros estamos
llamados a revivir como hijos de Dios— es esencialmente fecundo (basta con ver la inmensidad del
universo), y, a la vez, tierno (es suficiente con recordar la pequeñez del Niño Jesús o la paciencia y
discreción del Señor en la Cruz). El hombre y la mujer, a diferencia de Dios, tienen cuerpo, y es
gracias al significado especial que tiene su sexualidad, que pueden imitar también corporalmente la
ternura y la fecundidad del amor divino.
Este sentido especial de la sexualidad humana otorga a nuestro cuerpo —en palabras de Juan
Pablo II— un significado esponsalicio. En efecto, el cuerpo de un ser humano no es un cuerpo de
individuo sin más (como podría serlo también el cuerpo de un perro dentro de su especie). Es el
cuerpo de una persona, que como tal, tiene interioridad (inteligencia y voluntad): es, en definitiva, un
cuerpo pensado para “rezumar” el yo personal, un cuerpo apto para la comunicación y proyectado
para la donación (cf. AG 19.XII.79, 4). Ciertamente, «Ciertamente, es posible “describir” el cuerpo
humano con la objetividad propia de las ciencias naturales; pero dicha descripción —con toda su
precisión— no puede ser adecuada (...), pues no se trata sólo del cuerpo, entendido como organismo,
sino del hombre que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo» (AG 4.II.81, 2).

12 En este comentario, Juan Pablo II juega con un segundo significado de “soledad”: el hombre mismo es soledad en el sentido de

que tiene interioridad (o subjetividad) y conciencia. Cada persona, precisamente por su espiritualidad-interioridad, es un universo único,
original e irrepetible.

14
Si, como ya se ha dicho, toda criatura es un don del Creador («incorpora en sí el signo del don»),
con mucho mayor motivo hay que afirmarlo del hombre, ya que sólo a él Dios lo ha amado por sí
mismo13. Pues bien, es gracias a este cuerpo “personalizado” que la persona puede llegar a hacerse un
don para los otros (tal como lo son las Personas divinas). Así, «el hombre, al que Dios ha creado
“varón” y “mujer”, lleva impresa en el cuerpo, desde el principio, la imagen divina; varón y mujer
constituyen como dos diversos modos del humano “ser cuerpo” en la unidad de esa imagen» (AG
2.I.80, 2).
En fin, para la Humanidad, la sexualidad no puede ser un tema tabú, sino que se trata de un tema
sagrado. Por eso, hay que tratar de ello (porque no es tabú), pero conviene tratarlo con delicadeza
(porque es sagrado).

La guitarra y el arpa: Adán encuentra a Eva (el hombre defiende a la mujer)


El hecho es que Adán descubre su vocación al amor y comienza a ser feliz cuando —por primera
vez— ve un cuerpo femenino: un cuerpo complementario, apto para la plena comunión de dos
personas. Aquél fue un gran día. La alegría del hombre fue tan inmensa que, no pudiendo contenerse,
gritó: «Ésta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne» (Gn 2,23). Era el primer canto nupcial;
aquélla fue la manera con la que «el hombre (varón) manifestó, por primera vez, alegría e incluso
exaltación» (AG 7.XI.79, 4). Más todavía: «La profundidad y la fuerza de esta primera y “originaria”
emoción del hombre-varón ante (...) la feminidad del otro ser humano, parece algo único e
irrepetible» (AG 14.XI.79, 1). Si amar es la superación de las diferencias para llegar a la unión, ahora
resulta que los cuerpos del hombre y de la mujer son diferentes, suficientemente diferentes como para
tener que superar las diferencias; pero no tan diferentes como para hacer imposible dicha superación:
son cuerpos complementarios. Son diferentes, pero dentro de una homogeneidad14.
«En el ámbito de lo que es humanamente personal, la “masculinidad” y la “femineidad” se
distinguen y, a la vez, se completan y se explican mutuamente» (MD 25). La mencionada
complementariedad de los cuerpos es reflejo de una complementariedad de estilos amorosos: el amor
de la mujer y del hombre son distintos, pero también y simultáneamente, complementarios. El amor
masculino se manifiesta primariamente como corporal y dominante. Recuérdese qué tipo de
valoración hizo Adán (y cómo la hizo) cuando vio a su mujer por primera vez: Adán quiere dar a
entender que “ella es como él” (que hay una correlación de naturaleza), y lo expresa diciendo que son
de la misma carne (¡lo dice destacando la correlación corpórea!: cf. Gn 2,23). A Adán —que es el ser
del dominio; el ser de los resultados— el amor le entra por los ojos.
La mujer —in genere— no es así: el amor femenino, estrechamente vinculado al ejercicio de la
maternidad, es más bien receptivo y espiritual. Juan Pablo II lo ha hecho notar de manera admirable,
cuando recuerda que «la mujer demuestra hacia Él [Cristo] y hacia su misterio una sensibilidad
especial, que corresponde a una característica de su feminidad» (MD 16); el propio Señor «habla con
las mujeres de las cosas de Dios y ellas le comprenden; se trata de una auténtica sintonía de mente y
de corazón, una respuesta de fe» (MD 15). Más aún, en relación a las maravillas de Dios, «la mujer es
sujeto vivo y testigo insustituible» (MD 16).
De todo eso también el libro del Génesis nos ofrece una intuición: cuando el Enemigo de la
Humanidad ataca la obra del Creador, dirige su ataque a la mujer, y lo hace, no sobre sus dimensiones
corporales, sino a nivel del espíritu. En concreto, le sugiere manosear los frutos del árbol de la ciencia
del bien y del mal (es decir, manipular la ley moral), ya que «era apetecible para alcanzar la
sabiduría» (Gn 3,6). Justo en aquello que la mujer tiene de más fuerte, ahí se encuentra su punto
débil. el Diablo, que es el auténtico “padre de la mentira”, es un gran seductor: establece contacto con
ella, y la seduce, no con la presión sensual, sino con palabras dirigidas a su espíritu. Si decíamos que
al hombre le entra el amor por los ojos, ahora hemos de decir que a la mujer el amor le entra por el

13 Afirmación básica de GS 24, que Juan Pablo II no deja de repetir una y otra vez.
14 Esta homogeneidad es enseñada (de una manera arcaica, metafórica e imaginativa) por el texto bíblico cuando afirma que «de la
costilla que había tomado del hombre, formó una mujer y la presentó al hombre» (Gn 2, 22). Cf. AG 7.XI.79, 4.

15
oído. Esto, que lo sabe muy bien el Diablo, da la impresión de que muchos ni lo sospechan. El Diablo
no le promete a Eva placer sensual ni aventuras, sino mayor conocimiento y seguridad.
En fin, lo que es más propio del amor femenino es “seducirlo” (atraerle); lo que es peculiar del
hombre que sabe amar es “conquistarla”, es decir, ganar su favor, ya que ella, para “sentir” el amor,
antes ha de “saberse” amada15. Así, aparecen ante nosotros como dos misiones amorosas distintas: la
mujer espiritualiza el amor del hombre; éste protege la perfección de ella. La femineidad y la
masculinidad comportan dos modulaciones amorosas diversas y, a la vez, complementarias. Como ha
escrito Juan Pablo II, «la mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento
de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo humano tanto
como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria (...). Sólo gracias a la
dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino” lo humano se realiza plenamente» (CD 7). Ambas
cosas son buenas; lo que conviene es procurar el mutuo perfeccionamiento con el enriquecimiento
que resulta de la aportación de humanidad peculiar de cada uno.
Por un lado, ya que el hombre vive del grado de perfección que le ha de exigir su mujer, a él le
corresponde velar por la dignidad y la seguridad de ella. Es más: el hombre aprende a amar
protegiendo a la mujer, es decir, acompañándola y, después del pecado original, acompañándola en su
sufrimiento. Y, cuando se dice que la mujer ha de ser ayudada por el hombre, no se pretende decir
que la mujer sea inferior (que no lo es). Es justamente todo lo contrario: ella, por su estilo amoroso
más espiritualista, tiene más capacidad para fijarse en los detalles (¡el amor es delicado!), es más
intuitiva y es capaz de “pescar” sobre la marcha los problemas de los otros (¡el amor es servicial!) y,
en conjunto, la mujer está más expuesta al sufrimiento (¡recuérdese a Jesucristo en la Cruz!: el amor
hace sufrir). Ella, que «no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás» (MD 30) y
que «a menudo sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre» (MD 19), no quiere ni puede
prescindir de quien la tiene que acompañar en el camino del amor.
Un autor comparaba el amor de la mujer con el sonido de un arpa: éste es un instrumento difícil
de afinar, pero si suena bien es el sonido más delicado que uno puede escuchar. Y añadía que el amor
del hombre, en cambio, se parece al sonido de la guitarra: es más fácil de acordar, pero también es
verdad que produce un sonido menos fino que el del arpa. Esta enorme capacidad de sufrir (que es la
justa correlación de una gran capacidad de amar) está reclamando un complemento; una ayuda
tranquilizadora y reposada. Y, para poder hacer eso, es muy importante el hábito de la pureza
corporal, del que hablaremos un poco más adelante.

El encanto original de Eva (la mujer espiritualiza el amor del hombre)


Por otro lado, parece que la energía corporal que Dios ha otorgado al hombre necesita un
complemento de espiritualización, procedente de la femineidad: la mujer no tiene que anular el
talante enérgico y dominante del amor masculino, sino que lo debe modular. Eva debe ser
suficientemente delicada como para conseguir “dominar” el dominio del hombre, de tal manera que
este “dominio modulado” permanezca para el servicio y la seguridad de la familia. Visto desde otra
perspectiva: la mujer, verdadera reina de la creación, ha de liderar dicha creación. Ortega y Gasset
aseguraba que «el oficio de la mujer es el de ser un ideal para el hombre». Con el fin de aprehender
del todo el proyecto matrimonial salido al principio de las manos del Creador, hay que hacer mención
es esta cualidad femenina que denominamos “encanto femenino”: la mujer tiene la originaria
capacidad de generar fascinación en el hombre. En efecto, «en la descripción bíblica, la exclamación
del primer hombre, al ver la mujer que ha sido creada, es una exclamación de admiración y de
encanto, que abarca toda la historia del hombre sobre la tierra» (MD 10). «Toda la constitución
exterior del cuerpo de la mujer, su aspecto particular, las cualidades que con la fuerza de un atractivo
perenne están al comienzo» (AG 12.III.80, 5), la feminidad los posee con vista al protagonismo que
ella —como esposa y como madre— ha de ejercer en la creación.

15 Cf. SANTAMARÍA, M., Ecologia sexual, o.c., pp, 68-72.

16
Eva y Adán, en el estado de justicia original, se aman espontáneamente; se complementan de
manera “automática”; viven una suerte de armonía originaria. Pero, en esta “armonía” la mujer tiene
un protagonismo: ella es y ha de ser el punto de referencia. Pero “dominar el dominio” es una tarea
muy sutil y delicada. Por eso, el Creador ha hecho que la mujer tenga un “qué” misterioso (tanto en
su cuerpo como en su espíritu) que atrae poderosamente al hombre, tanto que él depende de ella:
Adán vive encantado por Eva. Insistimos: el Enemigo, para provocar la caída de la Humanidad, se
enfrentó con Eva.
Ciertamente, a Eva nunca le hubiese agradado un Adán “colgado”, flacucho, flojo, esmirriado,
cobarde y miedoso. Eva, para equilibrar —compensar— su gran capacidad de amar y de sufrir,
necesitaba una ayuda, un compañero, un hermano que la defendiera con fortaleza y delicadeza. Y
aquí se encuentra el quid de la cuestión. Da la impresión de que Dios ha puesto en el hombre la
fortaleza física y ha dejado para el amor de Eva la segunda parte: el despertar, la educación y la
modulación de la delicadeza (es decir, la espiritualización) de esa fortaleza; fortaleza que ha de ser no
solamente física, sino también espiritual (interior). El dominio físico es coacción; el “dominio”
espiritual es para el amor. «La mujer —en nombre de la liberación del “dominio” del hombre— no
puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia “originalidad”
femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a “realizarse” y podría,
en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial» (MD 10).

La armonía originaria: un amor “perfecto” y, a la vez, “espontáneo”


En el decurso de la historia de la Humanidad, el qué es el amor no ha cambiado, tal como lo
hemos avanzado en la Introducción y hemos ampliado en apartados posteriores. Aún con todo, ahora
no podemos amor de la misma manera como lo hacían nuestros primeros padres antes del pecado
original. es decir, a pesar de haber cambiado el como del amor, no ha variado el qué de ese amor. Por
eso, Juan Pablo II insiste en que hemos de asomarnos en el umbral del pecado de los orígenes con el
fin de «comprender ese estado de inocencia originaria en conexión con el estado histórico del
hombre después del pecado original» (AG 13.II.80, 3) i, así, contemplando retrospectivamente el
amor genuino de los comienzos, revivirlo dentro del escenario del hombre histórico.
Y, ¿qué era el amor ya en los primeros estadios de la vida de Eva y de Adán? La Palabra de Dios
lo explica de modo sencillo diciendo que «ambos estaban desnudos (...) y no sentían vergüenza» (Gn
2, 25). La “desnudez original” (sin pasar vergüenza) es un recurso para expresar el perfecto mutuo
entendimiento: nada les separaba y se ofrecían uno al otro con el corazón por delante y dándolo todo.
Su vida amorosa se caracterizaba por una relación fluida. Era un amor perfecto, es decir, sencillo,
“transparente”, incondicional: cada uno era feliz haciendo feliz al otro; más aún, uno sólo era feliz
buscando la perfección del otro.
Ya hemos hablado del significado esponsalicio del cuerpo en el sentido de que el cuerpo
humano tiene «una capacidad particular de expresar el amor, en el que el hombre se convierte en don
[para el otro]» (AG 16.I.80, 4). Pues bien, Juan Pablo II describe el estado de armonía originaria
afirmando que vivían plenamente el significado esponsalicio del cuerpo, ya que los dos apreciaban
los valores personales presentes en su feminidad y masculinidad, y gracias a esto se constituía «la
“intimidad personal” de la comunicación recíproca en toda su radical sencillez y pureza» (AG
19.XII.79, 5). Es decir, se miraban el uno al otro con la misma mirada e amor con que Dios nos
contempla: «La “desnudez” significa el bien originario de la visión divina (...); significa toda la
sencillez y plenitud de la visión a través de la cual se manifiesta el valor “puro” del cuerpo y del
sexo» (AG 2.I.80, 1).
Y, además de tratarse de un amor perfecto, lo vivían —vamos a ver el cómo— con
espontaneidad, es decir, “naturalmente”, sin sacrificio o esfuerzo16: se trataba de un amor que “salía él
solito”. En la terminología propia de la teología del cuerpo, deberíamos decir que nuestros primeros
padres, «creados por el Amor, esto es, dotados en su ser de masculinidad y feminidad, ambos están

16 Para mayor precisión habría que decir sin “dolor” o “sufrimiento”.

17
“desnudos”, porque son libres de la misma libertad del don» (AG 16.I.80, 1). Es decir, nada (ningún
vicio ni debilidad) les impedía vivir la libertad para la entrega; aquella situación «no conocía ruptura
interior ni contraposición entre lo que es espiritual y lo que es sensible (...), entre lo que
humanamente constituye la persona y lo en el hombre determina el sexo: lo que es masculino y
femenino» (AG 2.I.80, 1). Gozaban de un perfecto autodominio del cuerpo. Así, en el estado de
armonía originaria la libertad humana nunca era “aprovechada” para el entretenimiento propio, sino
que siempre y únicamente era “disfrutada” para la entrega a los otros.
En el régimen actual de amor, es decir, en el amor del hombre histórico, hemos de aspirar al qué
del amor original, mientras que el cómo nos lo mostrará la entrega de Jesús: una donación mediada
por la conversión y el espíritu de sacrificio.

18
II. EL AMOR DEL HOMBRE HISTÓRICO

El Diablo plantea un ataque “perfecto” a la Humanidad. La tentación


En la ya mencionada conversación de Cristo con los fariseos, el Señor se remite al “principio”:
«Nos lleva, en cierto modo, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario del hombre hasta su
inocencia originaria; Él nos permite así encontrar la continuidad y el vínculo que existe entre estas
dos situaciones» (AG 5.III.80, 1). En esta segunda etapa histórica del amor humano, dos puntos de
referencia nos interesan especialmente. Por un lado, la escena del momento en el que se vive el drama
del pecado original. Por otro, la entrega de Cristo en el marco de su Pasión. La primera de estas
referencias nos muestra el estorbo que la debilitación humana —derivada del pecado original— se
introduce en la relación de Adán y Eva: desde un andar los dos al unísono, comienzan a funcionar con
el “paso cambiado”, y se les hace costoso amar (no se aclaran). La segunda escena nos impresiona
con la elegante donación del Cristo, una entrega presidida por el sacrificio y por el afán de perdonar a
los otros.
Tal como lo anuncia el título de este apartado, el Diablo plantea un ataque “perfecto” a la
Humanidad. Ya hemos visto antes que Dios nos dio un precepto —que era de carácter moral—, cosa
inevitable porque la Creación es para el hombre, y el hombre para Dios: «De todos los árboles del
jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día
que comas de él, morirás» (Gn 2,16-17). El Señor les mandaba señorear el Universo y señorear con
amor. Por tanto, podían —debían— transformarlo todo, menos la ley del amor, porque el día que lo
hiciesen dejarían de trabajar y de relacionarse con amor. Aquel día, el “dominio” («¡Dominad la
tierra!») ya no sería para el servicio, sino para la coacción.
El hecho es que Eva dio el primer paso: «La serpiente era el más astuto de todos los animales del
campo que había hecho el Señor Dios, y dijo a la mujer: ‘¿De modo que os ha mandado Dios que no
comáis de ningún árbol del jardín? (...) Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y
seréis como Dios, conocedores del bien y del mal’. La mujer se fijó en que el árbol era bueno para
comer, atractivo a la vista y que aquel árbol era apetecible para alcanzar sabiduría» (Gn 3,1.5-6). La
estrategia del enemigo está muy bien planeada, por tres motivos: por el objetivo del ataque (Eva), por
las armas empleadas (armas espirituales, no sensuales), y, finalmente, por la táctica seguida.
En efecto, en primer lugar, el enemigo dirige su ataque hacia Eva: ella lidera la creación; ella
está poseída de esa cualidad tan maravillosa —el encanto original femenino— que la constituye en
punto de referencia de Adán. Más aún, Adán depende de ella; se encuentra fuertemente atraído por su
esposa. Desde el punto de vista corporal, el hombre es más vulnerable, pero en aquella situación de
justicia original, el cuerpo estaba perfectamente ordenado a la razón. Por este camino no había
posible éxito. La amenaza para la Creación había de introducirse a través de Eva.
En segundo lugar, puesto a enfrentarse con la mujer, el Diablo no plantea una tentación de
sensualidad, que no hubiese tenido ningún éxito en la situación de profundo enamoramiento y de
reposada armonía de aquella pareja. El enemigo dirige el ataque hacia la dimensión espiritual: «Seréis
como Dios», y, además, el fruto de aquel árbol «era apetecible para alcanzar sabiduría». ¡Adquirir
sabiduría! Y este tipo de oferta podía interesar sobre todo a Eva, caracterizada por un amor más
espiritual y sensible, a la vez que menos sensual.
En tercer lugar, la táctica seguida, ya que el Diablo pone en marcha un estilo de diálogo que a
ella le entra bien; en pocas palabras, la sabe enredar. De entrada, intenta provocar el alejamiento
respecto a Dios no mediante una confrontación directa (cosa que a ella la habría asustado de buen
comienzo), sino indirectamente, es decir, ridiculizando la ley moral por vía de exageración (asunto
que se encuentra muy de moda hoy día): «¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis de
ningún árbol del jardín?» (Gn 3,1). ¡Es toda una exageración ridícula! Causa admiración comprobar
como, utilizando prácticamente las mismas palabras, el Diablo da a entender justo lo contrario de

19
aquello que el Creador había indicado en los orígenes (que podían comer de todos los árboles,
excepto del de la ciencia del bien y del mal). Además, expresándose de esa manera, el Diablo intenta
dar una imagen negativa y antipática de la ley moral; una ley no para amar y defender el amor de la
Humanidad, sino para limitar y restringir su libertad. «La misma descripción bíblica [de Gn 3,1-5]
parece poner particularmente en evidencia el momento clave, cuando en el corazón del hombre el don
[del amor de Dios] es puesto en duda (...). Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más
profundo de la donación, es decir, el amor como motivo específico de la creación y de la Alianza
originaria (cf. especialmente Gn 3,5), el hombre vuelve las espaldas al Dios-Amor, al “Padre”. En
cierto sentido, lo rechaza de su corazón» (AG 30.IV.80, 4). De esta manera, aceptando esta imagen
falsa de la ley moral y de Dios —«un Dios celoso de sus prerrogativas» (CEC 399)—, «el hombre,
tentado por el Diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador» (CEC 397).
Mientras escuchaba eso, Eva todavía conservaba la lucidez mental y se resiste: «La mujer
respondió a la serpiente: ‘Podemos comer del fruto de los árboles del jardín; pero Dios nos ha
mandado: No comáis ni toquéis del fruto del árbol que está en medio del jardín, pues moriríais’ (Gn
3,2). El tono de la respuesta diabólica introduce el aire de la ridiculez: «¡De ninguna manera!» (que es
como decir, «¡a dónde vas a parar!»). Y añade: «No moriréis en modo alguno». Y seguidamente le
pone la zancadilla definitiva (definitiva, sobre todo, para una mentalidad femenina), ya que la lleva al
terreno de las comparaciones: «Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Ibidem). Eva, que
como mujer tiene sensibilidad por su propia imagen, nunca se había comparado ni con Adán ni con
nadie, y ahora le resulta atrayente hacerlo con Dios (llegar a adquirir la sabiduría de Jahvé).
Eva da el primer paso y después, arrastrado por ella (atraído negativamente), lo hará Adán: «La
mujer —leemos de nuevo el Génesis— tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que
también comió» (Gn 3,6). No se trata de culpar a la mujer de nada, sino que más bien conviene
destacar su protagonismo. De hecho, Adán ni tan sólo se resiste: ¡hace —sin discutir— lo que ella ha
hecho! Aquél era el último paso que Adán había de dar tras su mujer secundada de manera dócil y
amable. A partir de aquel momento, las cosas se complicarían, sobre todo para Eva.

Las consecuencias del pecado original


Efectivamente, una vez cometido el pecado original —que, como ya se ha dicho, consistió en un
intento de cambiar la ley moral— «se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos;
entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron» (Gn 3,7). Aquella armonía originaria y natural, aquella
relación que fluía espontáneamente, ahora ha quedado turbia y tensa: tienen necesidad de esconderse
o de defenderse. Nunca habían experimentado vergüenza, en sentido de que «estaban unidos por la
conciencia del don [cada uno era un don para el otro] y tenían recíproca conciencia del significado
esponsalicio de sus cuerpos» (AG 20.II.80, 1). En cambio, ahora reaccionan haciendo algo que nunca
antes habían hecho: se cubren el uno del otro (como si tuviesen algo que esconder). Cubrirse
mutuamente, el uno ante el otro, es tanto como perder la sencillez y comenzar a distanciarse, es decir,
“calcular” la donación, esto es, ponen condiciones para la mutua entrega (recordemos que el amor es
incondicional; las condiciones son para el comercio). En definitiva, la espontaneidad de su amor
queda malparada, abocándose a una relación entorpecida.
Ya no se contemplan mutuamente con los “ojos” del Padre divino; no se miran cono un don
desinteresado del uno para el otro, sino que comienzan a hacerlo con una “mirada” interesada,
concupiscente. Así, la concupiscencia (la consideración del otro con deseo), «de por sí, es incapaz de
promover la unión como comunión personal (...), transforma la relación de don en una relación de
apropiación» (AG 23.VII.80, 6). El doloroso resultado es que permanece queda ofuscada «la
percepción de la belleza del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad, como expresión del
espíritu» y «el cuerpo resta como “terreno de apropiación” del otro» (Ibidem).
El desorden moral original, que fue la causa de un cierto “des-orden” entre la mujer y el hombre,
también provocó otro “des-orden”, más grave todavía: la Humanidad tiene miedo de Dios, le teme y
en tantas ocasiones no acierta a reconocerlo. Así, «cuando oyeron la voz del Señor Dios que se
paseaba por el jardín a la hora de la brisa —palabras que nos muestran el grado de familiaridad que el

20
hombre, en sus orígenes, disfrutaba en su relación con Dios—, el hombre y su mujer se ocultaron de
la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín» (Gn 3, 8). También es la primera vez que
experimentan el sentimiento del miedo y, nuevamente, reaccionan escondiéndose. Este esconderse es
también un dinamismo absolutamente atípico del amor, ya que amar comporta “apertura” hacia los
otros. «La vergüenza originaria del cuerpo es ya miedo y anuncia la inquietud de una conciencia
constreñida por la concupiscencia. El cuerpo que no se somete al espíritu, como en el estado de
inocencia, lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y, de algún modo, amenaza la
unidad del hombre-persona, es decir, su naturaleza moral» (AG 28.V.80, 3); la vergüenza «confirma
que se ha resquebrajado la capacidad originaria de autodonación recíproca (...), como si el cuerpo, en
su masculinidad y feminidad, dejara de constituir el “insospechable” substrato de la comunión de las
personas» (AG 4.VI.80, 2), para degenerar en «elemento de recíproca contraposición de personas»
(Ibidem).
Dios tiene “necesidad” de buscar nuevamente al hombre, aunque ahora se trata de una búsqueda
bien distinta de la que habíamos comentado en el primer apartado de este libro. Una búsqueda que —
por parte de Dios— todavía sigue vigente, porque la huida del hombre aún dura. Juan Pablo II lo
describe de una manera maravillosa: «¿Por qué lo busca [al hombre]? Porque el hombre se ha alejado
de Él, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (cf. Gn 3,8-10). el hombre se
ha dejado extraviar por el enemigo de Dios (cf. Gn 3,13). Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de
ser él ismo Dios, y de poder conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio
sin tener que contar con la voluntad divina (cf. Gn 3,5)» (TMA 7).
La prueba de que la armonía original se había perdido es que cuando Dios pregunta, en primer
lugar, a Adán dónde estaba, él respondió: «Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba
desnudo; por eso me oculté» (Gn 3,10). Dios, entonces, se da cuenta del problema y le pregunta
inmediatamente si ha tomado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Adán, en lugar de
asumir la responsabilidad, endosa el “paquete” a Eva y a Dios: «La mujer que me diste por
compañera me dio del árbol y comí» (Gn 3,12), casi como si la culpa la tuviera el propio Dios por
haberle puesto a su lado aquella compañera. Jahvé después pregunta a Eva, y... lo mismo: «La
serpiente me engañó y comí» (Gn 3,13): la culpa siempre la tiene “otro”. En fin, la mujer ya no
orienta al hombre (se ha distraído comparándose con Dios); el hombre ya no defiende a la mujer (la
ha dejado dialogar con otro; ha permitido que se deslumbrara con un espejismo; le endosa la culpa de
su desgracia, etc.). ¡Van con el paso cambiado!

Un momento de esperanza: el anuncio del amor de dolor y del amor de conversión


Si bien el hombre resultó herido después del “desastre”, con todo, no quedó imposibilitado para
el amor (la naturaleza humana no se corrompió con el pecado original, si no que tan sólo se ha
debilitado). el hombre podrá amar, pero no como antes: «La perspectiva “histórica” se construirá de
modo diverso del “principio” beatificante (...). Efectivamente, en toda la perspectiva de la propia
“historia”, el hombre no dejará de conferir un significado esponsalicio al propio cuerpo (...), [aunque]
este significado sufre y sufrirá múltiples deformaciones» (AG 16.I.80, 5). Además, ya que la bondad
y la sabiduría divinas van más allá de lo que podemos imaginar, el Creador —que, sobre todo, es
Padre— no se desdice del hombre y le mantiene la llamada a la filiación divina (es decir, al amor de
estilo divino).
En efecto, en aquello que popularmente se considera como el anuncio divino del castigo a la
Humanidad, en realidad, se encuentra la mejor noticia: cuando a él le hace saber que tendrá que
trabajar con sudor (cf. Gn 3,17-19) y a ella que tendrá que dar a luz con dolores (cf. Gn 3,16), al
mismo tiempo les comunica precisamente la buena nueva de que siguen invitados a continuar la
creación mediante el trabajo y el “trabajo de los trabajos” (la familia). Dios quiere seguir
“necesitando” el trabajo de los hombres para desarrollar su proyecto de la creación. El Padre no retira
la confianza a sus hijos.
Ahora bien, las consecuencias negativas del pecado original parecen afectar especialmente a la
mujer: «Las palabras de Gn 3,16 parecen sugerir que esta situación sucede más bien a expensas de la

21
mujer o que, en todo caso, ella lo acusa más que el varón» (AG 30.VII.80, 1). De ese modo, si bien
ambos dos deberán hacer su trabajo con cansancio y sacrificio, las dificultades en su relación de
pareja pesarán especialmente sobre la que estaba llamada a ser la ayuda adecuada para Adán. Ella,
además de ver multiplicados los dolores de sus partos, ha de escuchar de Jahvé Dios que «hacia tu
marido tu instinto te empujará y él te dominará» (Gn 3,16). Es un mensaje breve, pero de largas
consecuencias.
El análisis de Gn 2,23-25 «muestra precisamente la responsabilidad del varón de acoger la
feminidad como don, y de corresponderla con un mutuo y recíproco intercambio. En abierto contraste
con esto está el hecho de intentar conseguir la donación de la mujer mediante la concupiscencia» (AG
30.VII.80, 2). Y, efectivamente, «desde el momento en que el varón la “domina”, la comunión de
personas (...) degenera en una relación mutua distinta, una relación de posesión del otro como objeto
del propio deseo» (AG 25.VI.80, 3).
Además, a partir de aquel momento, el ejercicio del encanto femenino ya no será tampoco
automático o espontáneo. Eva, de la misma manera que continúa llamada a tener hijos, también sigue
destinada a liderar la creación, pero esta función también deberá ejercerla con un esfuerzo inteligente:
la relación de ella respecto a su marido tenderá a manifestarse con un deseo tintado de afán y ardor
(cf. AG 25.VI.80, 3). Recordemos cómo Adán no discute con Eva en el momento del pecado original:
a partir de ahora las relaciones mutuas estarán sometidas a tensiones.
Y lo que es peor: si Eva no logra hacerlo bien, ella lo pagará teniendo que sufrir la dominación
masculina, ya que la relación de él ante su esposa tenderá a manifestarse con un deseo marcado por el
dominio (cf. Ibidem). «Pero el dominio del hombre no es espiritual, es corporal: se impone, entonces,
la ley del más fuerte físicamente y es así como tantas mujeres —por no saber atraer al hombre con el
espíritu y pensando haberse liberado— se meten en callejones sin salida, lo pasan mal, se dejan tratar
(¡lo provocan!) de modo indigno, son dominadas por la fuerza sensual del hombre y pierden su
libertad y su encanto. Mujeres que han renunciado a una importante misión de toda fémina:
espiritualizar el amor del hombre»17.
Desgraciadamente, la crisis moral —que es, sobre todo, crisis espiritual— hace que muchas
mujeres ejerzan equivocadamente su encanto femenino: en lugar de hacer una aportación espiritual,
capaz de modular el amor masculino, compiten entre ellas con un plus de exasperación corporal. La
liberación sexual de la mujer, es liberación —sobre todo— para el hombre, que ya puede hacer lo que
quiere sin ningún tipo de freno. «Si la mujer no sabe generar fascinación con un amor espiritual,
entonces ella sufre: acaba perdiendo el “control” del hombre o lo “mal-controla”18.

Un mensaje breve, pero de largas consecuencias


Las palabras de Gn 3,16 las hemos calificado como de “mensaje breve, pero de largas
consecuencias”. Y así ha sido. Ya en la historia del Antiguo Testamento encontramos
comportamientos desconcertantes, que suponen una fuerte discriminación de la mujer,
menospreciándola gravemente. Sin ir más lejos, podemos recordar aquella escena en la que Abraham
—¡nuestro padre en la fe!— se vio obligado a bajar «a Egipto a habitar allí porque el hambre apretaba
en el país» (Gn 12, 10). Cuando llegaban a Egipto, consciente como era Abraham de que su mujer era
muy bella, no queriendo que se le complicaran las cosas, no se le ocurrió otra cosa que proponer lo
siguiente a Sara: «Mira, sé que eres mujer hermosa; en cuanto te vean los egipcios dirán: ‘Ésa es su
mujer’; y me matarán a mí, y a ti te dejarán con vida. Por favor, di que eres mi hermana para que me
vaya bien gracias a ti, y con tu ayuda conserve la vida» (Gn 12,11-13). Realmente, entre Gn 2 y Gn 3
se produce un cambio radical en el interior del corazón humano: aquella expresión de júbilo nupcial
cuando el Adán de los orígenes encuentra a la mujer ya no se repite más; ahora sus palabras (y
actitudes), lejos de alabarla, son de denuncia o (como acabamos de notar en este caso) de defensa,
como si ella fuera un “enemigo” (cf. AG 25.VI.80, 6).

17 El matrimonio de María y José (Reflexiones sobre el amor conyugal), M&M Euroeditors, Sabadell 1996, p. 65.
18 IBIDEM.

22
Y así fue: los egipcios no tardaron en comentar la jugada, de tal manera que los comentarios
llegaron hasta los oídos del Faraón, y Sara fue, finalmente, conducida a su palacio. «A Abraham le
fue bien gracias a ella y obtuvo ovejas y vacas, asnos, esclavos y esclavas, asnas y camellos» (Gn
12,15-16).
Afortunadamente, Dios protegió a Abraham y permitió que al Faraón le surgieran todo tipo de
problemas y tropiezos mientras Sara permanecía en el palacio. La cosa llegó a tal punto que el
egipcio comenzó a sospechar y, finalmente, averiguó que Sara era —de hecho— la esposa de
Abraham. El Faraón debía andar tan agobiado por tantas complicaciones que le ahogaban en aquel
momento, que llamó a Abraham y le rogó que se marchara lejos de allí con su esposa y con todo lo
que poseía. Si no fuera por los condicionantes culturales de aquella época, habría que rasgarse las
vestiduras frente a la actitud de Abraham, un hombre reiteradamente elogiado en la Sagrada Escritura
por su fe.
Otro caso que también llama la atención es el de Lot, un sobrino de Abraham. Era un hombre
honrado. De hecho fue el único que se salvó de la “quema” de Sodoma y Gomorra. La cuestión es
que unos misteriosos personajes se presentaron en el campamento de Abraham y, después de
anunciarle que milagrosamente tendría descendencia, le avisaron de que las dos ciudades
mencionadas serían aniquiladas por causa de la multitud de sus pecados (¡precisamente de
impureza!). Abraham mantiene con Dios un diálogo filial, intercediendo por aquellas poblaciones.
Finalmente, «los dos ángeles llegaron a Sodoma al atardecer» (Gn 19,1).
Lot, que era un hombre acogedor como su tío, estaba sentado a la puerta de la ciudad y, tan
pronto como los vio, corrió hacia ellos y los invitó a su casa. La llegada de aquellos ángeles (que se
mostraban con el aspecto de hombre) creó sospechas entre los ciudadanos de Sodoma, de tal manera
que —cuando en casa de Lot aún no se habían retirado a descansar— se presentaron allí reclamando
la presencia de aquellas dos personas, a fin de ajusticiarlas. La reacción de Lot, que —
recordémoslo— fue el único que se salvó de la “quema”, es sorprendente: «‘Por favor, hermanos
míos, no cometáis tal maldad. Mirad, tengo dos hijas que aún no han conocido varón, voy a
sacároslas y haced con ellas lo que queráis; ahora bien, a estos hombres no les hagáis nada’» (Gn
19,7-8). De nuevo afortunadamente, tampoco les sucedió ningún mal a las hijas de Lot (los dos
ángeles se encargaron de cegar y dispersar a los habitantes que los asediaban) y al día siguiente
fueron las únicas personas que, con su padre, se salvaron del castigo.
No nos resultaría difícil sacar a la luz otros malos ejemplos de discriminación de la mujer.
Hemos seleccionado estos dos para destacar los fuertes condicionantes culturales que pesan sobre
ella. Tanto Abraham como Lot son figuras que Dios defiende y, con todo (sin culpa moral, diríamos)
se ven afectados por una mentalidad que perjudica gravemente a la mujer. Muchos hombres de
nuestros días se rasgarían las vestiduras si conocieran estas historias. Sin embargo, es de temer que
Abraham y Lot —incluso teniendo en cuenta los prejuicios culturales de su época— se
escandalizarían al comprobar cómo hoy día, después de dos mil años de redención, sigue de mal
parada la mujer (y, además, con fina sutileza, ya que no son pocas las que habiéndose esclavizado
piensan haberse liberado).
Juan Pablo II lo ha denunciado y ha pedido disculpas por ello: «Cuando leemos en la descripción
bíblica las palabras dirigidas a la mujer: ‘Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará’ (Gn 3,16),
descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta “unidad de los
dos” (...). Pero esta amenaza es más grave para la mujer» (MD 10). Y, en realidad, «¡cuántas veces
(...) la mujer paga por el propio pecado (...), pero solamente paga ella, y paga sola!» (MD 14).

La dignidad de la mujer ha sido confiada al hombre como una tarea. El entrenamiento


del cuerpo
Ya adentrados en la etapa del amor del hombre histórico (el hombre que arrastra la herencia del
pecado original), nos conviene hacer una referencia expresa a la cuestión de la pureza corporal (el ya
mencionado “entrenamiento del cuerpo”). El cuerpo humano es parte esencial de la existencia del

23
hombre y de su vocación. Además, tratándose del hombre histórico, hay que tener en cuenta el “plus”
de valor que incorpora este cuerpo por el hecho de que es un cuerpo redimido, es decir, adquirido
«pagando un alto precio» (1 Cor 6,20): «La realidad de la redención, que es también “redención del
cuerpo”, constituye dicha fuente [de mayor dignidad del cuerpo] (AG 11.II.81, 4).
Así, el hombre debe amar con el cuerpo, que —como ya se ha dicho— está “diseñado” para el
amor (sólo el ser humano puede guiñar el ojo, enamorar con una mirada, sonreír, acariciar...). Es
decir, el cuerpo humano tiene un “significado esponsalicio”; es apto para la comunión de las
personas. Pero no basta con el “diseño”, sino que —después del pecado original— hay que “entrenar”
el cuerpo con el fin de saber amar con el cuerpo. Éste es un arte que se aprende con el hábito de la
pureza, entendida como una “tarea” y una “pedagogía” (una espiritualización) del cuerpo, de manera
que éste sea signo (o reflejo) de la persona y materia de la comunión interpersonal (cf. AG 8.IV.81, 2
y 4).
En el estado de justicia original las realidades mantenían una perfecta coordinación y ordenación
jerárquica: el hombre respecto a Dios, las pasiones respecto a la razón, el cuerpo respecto al alma.
Después del desorden original, se han generado otros tipos de desorden y, en concreto, la ordenación
del cuerpo al alma ya no es espontánea: los dinamismos corporales ya no tienden siempre a reflejar
espontáneamente los dinamismos del corazón. Este fenómeno es lo que —en teología moral—
denominamos “concupiscencia”: «Limitación, infracción e, incluso, deformación del significado
esponsalicio del cuerpo» (AG 25.VI.80, 6).
En esta situación, «la feminidad y la masculinidad, en su mutua relación, parecen no ser ya
expresión del espíritu que tiende a la comunión personal, quedando solamente como objeto de
atracción» (AG 23.VII.80, 1) y, así, la sexualidad comienza a manifestarse como una fuerza
autónoma, que provoca una especie de “constricción” del cuerpo, que, a su vez, limita las
posibilidades de expresión del espíritu y la experiencia de la donación de la persona. En fin, si bien la
concupiscencia no anula ese significado del cuerpo, sí es real que lo amenaza, motivo por el cual —
como decíamos— nos es necesaria una pedagogía del cuerpo para que éste pueda ser verdaderamente
un fiel espejo del alma.
Un prejuicio muy extendido en nuestra cultura consiste en reducir el ámbito de la pureza y de la
castidad corporal a la esfera genital, como si la virtud de la pureza tuviese que consistir en reprimirse,
aguantarse o, en el mejor de los casos, en una suerte de decencia corporal. Esto es ridículo y
caricaturesco: ¡la pureza es algo de un alcance mucho más profundo!; es un saber amar con todo el
cuerpo, «la pureza es exigencia del amor» (AG 3.XII.80, 7) y, desde la perspectiva teológica de la
redención, la pureza está llamada a ser «gloria del cuerpo humano ante de Dios» (AG 18.III.81, 3). Es
todo nuestro entero ser (y no solamente el corporal, sino también el psico-somático y espiritual) quien
rezuma sexualidad: la masculinidad y la feminidad están presentes en la manera de expresarse, de
gesticular, mirar, pensar, sentir, etc. En último término, la pureza ha de incidir particularmente sobre
el “corazón”, que —en definitiva— es «donde se desarrolla la más íntima y, en cierto sentido, la más
esencial trama de la historia» (AG 8.IV.81, 1). No es infrecuente (ni casual) que aquellos que hacen
ostentación de “valentía” sexual sean, a la vez, unos perfectos maleducados (en las maneras de hablar
y en sus pensamientos) y cobardes (absolutamente incapaces de defender una mujer y una familia),
con un corazón de lo más egoísta.
Justamente, la pureza —además de otorgarnos la integración de nuestras facultades— capacita
para la reserva del propio cuerpo. Sí, el cuerpo hay que reservarlo. El significado esponsalicio del
cuerpo hace que éste sea apto para el compromiso. Pero no se puede mantener un compromiso
corporal sin el entrenamiento del que ahora estamos hablando. Precisamente, el Señor recuerda a los
judíos que, si Moisés les había permitido la carta de divorcio era por la dureza de sus corazones (cf.
Mt 19,8). Pero, para defender a una mujer y a una familia lo que hace falta no es la dureza, sino algo
muy diferente: fortaleza.
En efecto, el matrimonio (como también otros tipos de compromisos de entrega) supone la
donación de toda la vida personal a otro (una mujer, un hombre). Y el cuerpo es parte esencial de
nuestro yo: si comprometemos la vida, también comprometemos el cuerpo. La pureza sirve, por tanto,
para reservar el cuerpo para la esposa (para el esposo), sencillamente porque, cuando uno se ha

24
casado, su cuerpo ya no le pertenece: es de su cónyuge. No hay amor sin capacidad de reservar para
quien se lo merezca aquello que le ha sido dado. Y, ¿quién se merece “mi” intimidad corporal? Pues
aquél(lla) que ha comprometido “su” vida a favor de “mi” felicidad. Fuera de este marco, la donación
del yo corporal deja de ser manifestación de compromiso amoroso y degenera en un entretenimiento,
que impone la lógica del poseer el otro por fruición: el otro se convierte en puro “objeto”, que
«adquiere para mí un cierto significado en la medida en que lo manipulo y me sirvo de él, en la
medida en que lo uso» (AG 30.VII.80, 4).
El drama de estos juegos es que hacen daño: sencillamente, despersonalizan (diluyen) a la
persona: «La concupiscencia (...) quita al hombre la dignidad del don (...) y, en cierto sentido,
“despersonaliza” al hombre, convirtiéndolo en objeto “para el otro”: la mujer para el varón y
viceversa» (AG 23.VII.80, 4). Por este camino, el ser humano se difumina, porque está “diseñado”
para el amor y no para la “mecánica sexual”.
«La dignidad de la mujer ha sido dada como una tarea al hombre» (MD 14). Han pasado muchos
años desde aquel desorden original, y da la impresión que todavía nos hace falta recorrer mucho
camino en esta defensa de la dignidad de la mujer. Y no hay para el hombre defensa posible de la
dignidad de la mujer sin en cuerpo bien entrenado. He aquí la llamada a la responsabilidad que el
Santo Padre dirige al hombre, vinculando dicha llamada a la pureza en sus más profundas exigencias:
«‘Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’ (Mt 5,28).
Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad fundamental de su
responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad (...). Esta dignidad depende directamente de la
misma mujer (...), y al mismo tiempo es “dada como tarea al hombre”. De modo coherente, Cristo
apela a la responsabilidad del hombre (...). Por tanto, cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si
aquélla que le ha sido confiada como hermana (...), no se ha convertido para él en un “objeto”: objeto
de placer, de explotación» (MD 14).

Amor de dolor
«Ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un
mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»19. He
aquí uno de los logros más “paradójicos” del amor típicamente cristiano: el amor de dolor, o bien, si
se prefiere, el dolor de amor. En el apartado anterior hablábamos de saber amar con el cuerpo; ahora
nos referimos a un saber amar con el dolor.
Hemos comenzado este capítulo afirmando que, en la segunda etapa histórica del amor humano,
dos puntos de referencia nos interesaban principalmente: en primer lugar, la escena del momento en
que se vive el drama del pecado original y, en segundo término, la majestuosa entrega de Cristo en el
marco de su Pasión, donación amorosa caracterizada por el sacrificio y por el afán de perdonar a los
otros. Dicho en pocas palabras, el hombre histórico —ciertamente— puede amar, pero el suyo ha de
ser un amor tejido de sacrificio y de conversión. Y, a la vez, el o el sacrificio, si es querido o aceptado
por amor, se transforma en una fuente de felicidad tal como no puede haber otra en esta vida.
Cristo expresó esta “paradoja” a su manera y con perspectiva de eternidad: «En verdad, en
verdad os digo que, si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere,
produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la
guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-25).
También habíamos dicho que las reglas del amor (la ley moral, el qué del amor) no pueden
cambiar (si cambias el reglamento, entonces cambias también el “juego”). Adán y Eva, tentados
desde fuera por un “tercero” (de ellos mismos jamás hubiese salido esta tentación), caen en el
espejismo. Finalmente, en lugar de cambiar el amor, lo que consiguen es no amarse. El Diablo, si
bien no alcanza a hacer fracasar el gran proyecto de la creación (el amor y el bien siempre son más
grandes que el mal), sí que consigue introducir el dolor en la creación. Aparentemente, este dolor
sería la manifestación de que ya no es posible amar. De hecho, son muchas las voces que así lo

19 ESCRIVÁ DE BALAGUER, BEATO J., Surco, Rialp, Madrid 1986, nº 887.

25
afirman: ¡cuántos dicen haberse separado porque tenían problemas! Y, sin embargo, Dios Encarnado
nos salva por medio de los problemas, a pesar de que se los podía haber ahorrado redimiéndonos de
alguna otra manera.
El Diablo quizá sospecharía que Dios ofrecería su perdón a los hombres por el pecado original.
Con todo, lo que no se habría imaginado nunca (ni él —el Diablo— ni nadie) es que Dios estaba
dispuesto a hacer una redención no solamente “perdonadora”, sino también amorosa, consoladora y
ejemplar. Amorosa y ejemplar porque no se ha conformado con perdonarnos, sino que ha querido
enseñarnos a amar a través del dolor. Y redención consoladora porque nos sentimos consolados al
vernos precedidos y acompañados por Dios en el camino del sufrimiento, que para Él fue el Camino
de la Cruz (el Via Crucis). Esta ha sido, precisamente, la gran revolución de Jesucristo. Casi
podríamos decir que ha valido la pena el pecado original, aunque no fuera más que para contemplar el
espectáculo de un Dios que sufre voluntariamente. ¡Quién se lo podía imaginar! ¿Cuántas veces se
oye decir que «el remedio ha sido peor que el mal»? Pues en este caso ha sido completamente al
revés: no es por nada que el Pregón de la vigilia pascual canta «¡Feliz culpa que mereció tal
Redentor!».
El dolor, este obligado e insidioso “compañero de viaje”, después del Camino de la Cruz, ha
quedado transformado: «En la Cruz de Cristo so sólo se ha cumplido la redención mediante el
sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido» (SD 19). Es decir, ahora,
el dolor puede tener otro sentido y puede tener otra fuerza, ya que a través del sufrimiento los
hombres nos podemos identificar con Dios (¿es un Dios que sufre!), y nos podemos identificar con
los proyectos de Dios (ya que los ha tramitado a través del dolor). Y decimos que «el dolor puede...»
porque el dolor tiene realmente este poder de transformación, a condición de que sea el dolor de
Jesucristo, el sufrimiento vivido al estilo de Jesús (un dolor discreto, servicial y filial). Éste es el
Rostro que Juan Pablo II nos invita a contemplar: «Misterio en el misterio» (NMI 25); «paradójica
confluencia de felicidad y dolor» (NMI 27).

El rostro doloroso de Jesucristo: dolor discreto, dolor servicial, dolor filial


La clave está en la mirada con la que consideremos y experimentemos nuestro dolor. Ha de ser
la mirada con la que el propio Jesucristo contempla la realidad de las cosas desde la Cruz; se trata de
compartir sus mismos horizontes, que son precisamente los del Padre celestial. Así nos lo
recomendaba Juan Pablo II en la preparación de la celebración del Jubileo del año 2000: «1999, tercer
y último año preparatorio, tendrá la función de ampliar los horizontes del creyente según la visión
misma de Cristo: la visión del “Padre celestial” (cf. Mt 5,45)» (TMA 49). Y ésta es la pregunta clave:
¿qué y cómo miraba Jesús desde la Cruz, de manera que sufría con un amor tan sereno?
Cristo sufre discretamente: no se lamenta de su situación, no nos amenaza, no nos lanza la culpa
de sus sufrimientos, no se queja de los problemas que padece, sino que los ofrece al Padre
(sufrimiento filial) en vista a nuestra salvación (dolor servicial). Con este sufrimiento discreto
satisfizo al Padre al rendirle la alabanza que nosotros no habíamos alcanzado a darle el día de nuestra
creación. Además, cosa no menos importante, nos enseña a amar y a ser felices a través del dolor.
La felicidad no consiste en no tener problemas (situación imposible en la vida del hombre
histórico), sino que la felicidad humana descansa en la capacidad de sufrir o de aceptar el sufrimiento
por amor a los otros. Cuando uno ama de verdad, con horizontes grandes (manifestar la fe; redimir
con Cristo; darse a una familia, etc.), entonces uno es feliz en el dolor. Más aún: se llega a amar el
dolor. Según san Agustín, «en aquello que se amado, o no hace falta esfuerzo, o bien, el mismo
esfuerzo es amado»20. Es decir, quien ama lo ama todo, y ama el sacrificio propio de toda donación
amorosa.
El sufrimiento no es algo lejano a la vivencia personal del Papa Wojtyla. De él son las siguientes
reflexiones, que recogen muy bien el espíritu del dolor de Jesús: «Cristo da la respuesta al
interrogante sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo, no sólo con sus enseñanzas, sino ante

20 S. AGUSTÍN, De bono viduitatis 21, 26.

26
todo con su propio sufrimiento. (...) Quiere responder desde la Cruz, desde el centro de su propio
sufrimiento. La respuesta es, ante todo, una llamada. Es una vocación. Cristo no explica
abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: ‘¡Sígueme!’, ‘¡ven!’, ‘¡toma parte
con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través del sufrimiento!, por
medio de mi Cruz’» (SD 18.26).
Desde el punto de vista sobrenatural, podríamos decir con el Dr. Cardó que «por amor al Padre y
por amor a los hombres, Cristo acepta y obedece (...). La gloria [del Padre] brillará más
esplendorosamente en las tinieblas de la muerte de Cristo que en los esplendores matinales de la
creación»21. Y, desde el punto de vista práctico, Jesucristo nos muestra que el amor más auténtico se
manifiesta en un saber sufrir sin hacer sufrir.

Amor de conversión
Además de saber sufrir sin hacer sufrir, en el momento supremo de la crucifixión, Jesucristo nos
muestra también que el amor genuino comporta un saber perdonar sin recordar. El hombre histórico,
que después del pecado original se relaciona con los otros frecuentemente con el “paso cambiado”, si
quiere amar tiene que hacerlo también a través de la conversión. Dicho con otras palabras, los
matrimonios que perseveran no son aquellos que no se enfadan nunca, sino los que saben perdonarse,
y, los más felices son los que saben perdonarse más rápidamente.
Si la imagen de un Dios que sufre nos infunde un enorme respeto, más admiración nos causa
todavía la figura de un Dios manso que goza perdonándonos. Ésta es una realidad que el propio
Catecismo de la Iglesia destaca cuando afirma que Dios «muestra su poder en el más alto grado
perdonando libremente los pecados» (n. 270). En este sentido, una persona que disfruta de la visión
cristiana de la vida tiene mucho de ganado: aquello que es de sentido común (son fieles al amor los
que saben pedir perdón y perdonar), Cristo nos lo confirma con toda suerte de palabras y gestos.
En cuanto a las palabras, nadie desconocerá la frecuencia con la que Él advirtió que no había
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se convirtieran; que no había venido a
curar a los sanos, sino a los enfermos (cf. Lc 5,31-32); que en el Reino del cielo hay más alegría por
un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión
(cf. Lc 15,1-10).
Y quizá la coronación más bella de sus propias palabras fue la famosa Parábola del hijo pródigo
(cf. Lc 15,11-32), que en realidad se hubiera debido bautizar con el título de la Parábola del Padre
rico en misericordia. “Paradójicamente”, en esta preciosa historieta el hermano que finalmente
progresa en el amor es el que se había equivocado (por más grave que fuera el error). En efecto,
viviendo disolutamente y saboreando la amargura de la soledad propia del “des-amor”, acaba
confiando en la figura del padre, de quien sabe que obtendrá el perdón. Con este supuesto perdón
podrá aspirar a rehacer su vida. Con todo, la respuesta del padre amoroso desborda las expectativas
del hijo: éste no se atreve a pedir más que simplemente ser admitido a vivir nuevamente con su padre,
si bien tratándolo como uno más de los jornaleros. La reacción del padre va mucho más allá: olvida
absolutamente el pasado y lo restituye plenamente en su condición de hijo.
En cambio, el hijo mayor —que afirmaba de sí mismo no haber transgredido nunca ninguno de
los mandatos de su padre— parece haber perdido el norte, hasta el punto de no valorar lo que
significa tener en esta vida un padre y una familia. Él no se alegra del retorno de su hermano ni quiere
asistir a la fiesta; lamenta que su padre, a pesar de no haberlo desobedecido, nunca le ha dado un
cabrito para montar fiesta con sus amigos. En el fondo, si bien externamente este hijo mayor
obedecía, en realidad, su corazón estaba lejos de su padre: no valoraba la alegría de tener un padre y,
en consecuencia, todo lo que echa en falta es un cabrito para divertirse.
Simón Pedro, que más tarde tendría que experimentar en primera persona lo que es amar a base
de conversión, fue quien preguntó al Maestro hasta cuántas veces debería perdonar al hermano que le

21 CARDÓ, C., Emmanuel, o.c., pp. 172-173.

27
ofende: «¿Hasta siete?». «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22), es
decir, siempre: no hay otro modo de amar.
Si las palabras del Señor ya eran de por sí suficientemente elocuentes, no menos lo fueron sus
gestos. Jesús, durante la Pasión, se lo “traga” todo, hasta el punto de pedir al Padre que perdone la
acción de los que le estaban maltratando. Además, lo hace todo buscando el último atenuante que se
podía encontrar para aquella culpa: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La
verdad es que hace falta mucha bondad para pensar que aquellos hombres no sabían lo que hacían.
Pero así es Jesús y así nos instruye en el amor del hombre histórico. No digamos ya su reacción ante
el arrepentimiento del “Buen Ladrón” (cf. Lc 23,39-43): como si este hombre —malhechor como
había sido— nada de malo hubiese hecho jamás, lo “canoniza” antes de morir (realmente, es un caso
que no conoce precedentes). La respuesta de Cristo desborda toda expectativa.
Finalmente, vale la pena considerar el caso del propio Simón Pedro en contraste con Judas
Iscariote. Los dos tuvieron la desgracia de traicionar al Señor. Se suele hablar más de Judas como
traidor, pero hay que reconocer que Pedro la hizo también muy gorda: en el peor momento, cuando el
Señor era juzgado falsamente e hipócritamente, abofeteado, insultado, etc., Simón —padeciendo la
debilidad propia del hombre histórico— juró falsamente que no conocía a Jesús de Nazaret. Ya está
mal eso de jurar sin necesidad, peor es jurar en falso, pero horroroso ha de ser jurar falsamente
delante del propio Jesús-Dios. Probablemente, nunca habría sucedido ni jamás sucederá que alguien
jure en falso siendo consciente de tener físicamente delante a Dios mismo. La cuestión es que se oyó
el segundo canto del gallo y Simón acababa de negar a Cristo por tercera vez (cf. Mc 14,72).
Pero la diferencia entre Judas Iscariote y san Pedro no está en quien lo hizo peor de los dos
(ambos actuaron equivocadamente de manera gravísima). La diferencia entre el uno y el otro es que
el primero —que fue recibido amablemente por Jesús en Getsemaní— no pidió perdón ni creyó que
pudiera ser merecedor del perdón (se desesperó: cf. Mt 27,5) y, en cambio, el segundo «lloró
amargamente» (Mt 26,75), después de que el Señor, girándose, se le dirigió la mirada también
amablemente (cf. Lc 22,61).
Después, Jesucristo, una vez ya resucitado y puesto en medio de los Apóstoles (estando las
puertas cerradas), ni siquiera les recordó que le habían abandonado: sencillamente les dice «La paz
sea con vosotros» (Jn 20,19). El Señor no solamente los perdonó, sino que —por así decirlo— los
mantuvo en el “cargo”: fue un acierto, ya que —de hecho— todos entregaron finalmente sus vidas
por Dios.
«El que asciende —escribe san Gregorio de Nisa— no cesa nunca de ir de comienzo en
comienzo mediante comienzos que no tienen fin»22: tal es la condición del amor del hombre histórico.

22 S. GREGORIO DE NISA, Hom. in Cant. 8.

28
III. EL AMOR DEL HOMBRE ESCATOLÓGICO

Los enamorados saben que hay eternidad


La existencia de la eternidad no es tanto una cuestión de fe como de sentido común, dada la
naturaleza espiritual del hombre: «Si no hubiera más vida que ésta, la vida sería una broma cruel:
hipocresía, maldad, egoísmo, traición»23. Es ésta una afirmación categórica que expresa una gran
verdad que, especialmente en nuestros días, es descuidada con consecuencias fatales. El hecho es que
el hombre ha sido creado para amar y, a la vez, el amor reclama eternidad: no se puede amar sin un
horizonte de eternidad. El hombre histórico no puede olvidar esta realidad. Y, ya que esto es así, no
nos ha de sorprender que Juan Pablo II —dentro del largo ciclo de la teología del cuerpo— haya
dedicado un buen número de las catequesis ha tratar acerca del hombre escatológico (el hombre del
más allá).
El estudio del amor del hombre escatológico nos interesa por dos razones fundamentales: para
que el hombre histórico pueda amar aquí y ahora (ya en esta vida necesitamos el horizonte de
eternidad) y, además, para confirmar que la realidad del dolor y la necesidad de conversión no son
elementos esenciales del amor en sí mismo, ya que, como veremos, en el cielo (el estado de eterna
comunión con Dios) recuperaremos e, incluso, encontraremos potenciada la espontaneidad del amor.
En todo caso, desde la vertiente cristiana, el hombre histórico, es decir, el hombre que —si bien
arrastra la herencia del pecado original— ha sido redimido, no puede desconocer que «la redención es
el camino para la resurrección» y que, al mismo tiempo, «la resurrección constituye el cumplimiento
definitivo de la redención del cuerpo» (AG 27.I.82, 8).
Permaneciendo —por ahora— a nivel de razón natural, disponemos de tres caminos para saber
que el amor quiere eternidad: por la propia experiencia histórica del hombre; por la experiencia
psicológica del enamorado fiel; y, en tercer lugar, mediante el razonamiento antropológico.
En cuanto al primer punto, es una realidad que históricamente el hombre se ha distinguido del
resto de los vivientes animados del planeta Tierra por el hecho de que —entre otros factores
distintivos, pero ligados al que comentamos— siempre ha tenido una suerte de intuición acerca del
más allá. En concreto, los monos nunca han enterrado a los monos, mientras que el hombre siempre
ha dado sepultura a sus difuntos. Todos los pueblos que se han sucedido en la historia de la
Humanidad han experimentado una especie de respeto reverencial frente a la muerte y el más allá.
Aún más: los investigadores de las civilizaciones más primitivas tienen certeza de encontrarse ante
unos restos humanos justamente si pueden comprobar que hay una disposición funeraria de los
mismos o, por lo menos, elementos que connoten religiosidad (la religión es la instancia que da
respuesta a las grandes preguntas que se puede plantear el ser humano).
En segundo lugar, a través de su propia experiencia psicológica, el hombre también sabe que hay
eternidad. Volvemos a las palabras con las que hemos dado comienzo a este capítulo. Ha de ser duro
querer amar y, simultáneamente, no disponer de este horizonte de eternidad. Sin dicho horizonte uno
se puede entretener, pero no entregarse o darse completamente a otra persona. Sería, sencillamente,
una broma cruel, una “mala pasada”, una verdadera traición poder experimentar o vivir un amor bajo
la amenaza de un final irremediable.
El razonamiento antropológico nos puede ayudar a entenderlo mejor. El amor, igual que el
conocimiento, es una actividad que —si es auténtico— tiende a crecer. Es una realidad al alcance de
la propia experiencia de cada uno. De la misma manera que se dice que “el saber no ocupa lugar”,
puesto que, cuanto más uno sabe, más facilidad tiene para incorporar nuevos conocimientos, así
también, cuando uno ama, simultáneamente adquiere más capacidad de amar y desea amar todavía
más. Y es lógico que sea así, puesto que es propio de las actividades espirituales (es decir, totalmente

23 ESCRIVÁ DE BALAGUER, BEATO J., Forja, Rialp, Madrid 1986, nº 1000.

29
inmateriales) que, en sí mismas, no estén afectadas por los límites de la materia: para adquirir nuevos
conocimientos no hay límites, como tampoco para amar más. Santo Tomás de Aquino no podía dejar
de plantearse la cuestión. Su respuesta, además de sabia, está expuesta de manera bella: «Mientras
que los bienes sensibles nos cansan cuando los poseemos, los bienes espirituales, al contrario, los
amamos más cuanto más los poseemos; porque éstos no se gastan ni se agotan, y son capaces de
producir en nosotros una alegría siempre nueva»24.
Esta dinámica sin límites —que realmente el hombre puede experimentar— reclama eternidad:
sería contradictorio poseer esta capacidad y que, súbitamente, con la muerte se viera frustrada. ¡La
muerte!: «Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su punto álgido» (GS 18). Ante
este enigma, el hombre no puede ignorar la “tensión de eternidad” que lleva en su interioridad más
profunda. El Concilio Vaticano II, todavía en el mismo lugar que acabamos de citar, afirma que el
hombre, «por un instinto de su corazón, piensa bien cuando detesta y le repugna una ruina total y una
pérdida definitiva de su persona. La semilla de eternidad que en sí mismo lleva, y que es irreductible
a la sola materia, se rebela contra la muerte. Todos los logros de la técnica, por muy útiles que sean,
nada sirven para calmar la angustia del hombre: pues la prolongación de la longevidad biológica no
puede satisfacer el deseo de una vida futura que está enraizado en su corazón y no se puede arrancar».
El hombre es el único viviente de la Tierra que sabe que ha de morir: el hombre es el único
viviente que puede (y debe) “gestionar” la muerte, imprimiendo un sentido de eternidad a cada
segundo de su tiempo, sin olvidar aquello que se repetía a sí misma santa Teresa de Lisieux: «La vida
es tu nave, no tu morada»25.

El peligro de la “cultura del entretenimiento”


Con todo, a pesar de que el hombre incorpora en su interior esta “tensión escatológica”, en la
realidad de nuestro tiempo uno percibe una especie de insensibilidad respecto del más allá. Éste es el
diagnóstico de Juan Pablo II: realmente, «el hombre de la civilización actual se ha hecho poco
sensible a las “cosas últimas”. Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el
secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos.
Por el otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los infiernos temporales, ocasionados por
este siglo que está acabando (...). Así, pues, la escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo
extraño al hombre contemporáneo»26.
En otras traducciones de Cruzando el umbral de la esperanza aparece la expresión «cosas
íntimas» en lugar de «cosas últimas». No deja de ser sintomático que Juan Pablo II hable de “cosas
íntimas” cuando se refiere justamente a la muerte y a las realidades del más allá, comúnmente
denominadas “cosas últimas” o, simplemente, “postrimerías”. Y es que, ¿hay algo más “íntimo” a
uno mismo que su propia muerte y que su propia vida más allá del tiempo? Cuando uno se muere, es
uno mismo quien se muere; cuando uno atraviesa el umbral que separa el tiempo de la eternidad, es
uno mismo quien da este paso. Además, lo hace uno mismo él solo. Pocas cosas en esta vida realiza
uno mismo de una manera tan personalísima y solo; pocas cosas, por tanto, hay tan íntimas como las
realidades que estamos mencionando.
Estando así las cosas, sorprende que haya en nuestra cultura occidental una aparente
despreocupación en relación a esta temática. Esto es síntoma claro de una grave crisis religiosa y
cultural. Se ha instalado en nuestros días la “cultura del entretenimiento” (el sucedáneo —¡mal
sucedáneo!— de la cultura de la donación).
Tal como ya hemos visto, el ser humano ha sido creado para amar: tanto su interior como
también su corazón se encuentran como revestidos de un “significado esponsalicio”, es decir, tienen
un “diseño” apto para la donación personal. Está claro que aquellos que no profundizan en esta
dinámica del salir de uno mismo y vivir para los otros, para tener el entendimiento y la voluntad

24
STO. TOMÁS DE AQUINO, STh I-II, q. 2, a. 1, ad 3.
25 TERESA DE LISIEUX, Historia de un alma, Ed. Monte Carmelo (5ª edición), Burgos 2000, p. 111.
26 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, o.c., p. 185.

30
“ocupados”, han de buscar entretenimientos, siempre basados en la (relativa) fruición de la
comodidad, anclada en el aquí y ahora. Son los mismos de la “libertad del taxi”, los de la absurda
libertad del “no compromiso”. Entonces uno trata de procurarse la trepidación de la dimensión
corporal, que causa la inhibición y somnolencia de la interioridad, y, consecuentemente, la
despreocupación (miopía o pánico) por la eternidad.
En conjunto, esta “cultura del entretenimiento” no es más que una versión moderna de la ya
clásica huida del hombre. De la misma manera que el hombre de los orígenes, una vez consumado el
desorden moral original, comenzó a esconderse de Dios, también el hombre histórico contemporáneo
(tan aficionado como es a reinventar el orden moral) huye de Dios, a pesar de que procura hacerlo de
una manera tan “elegante”, tal como es la de declarar que ni Él ni su eternidad existen (o por lo
menos, que nada —ni a favor ni en contra— puede afirmarse a ciencia cierta). ¡Miserable huida!:
cuando el hombre huye de Dios, los dioses acaban por alcanzarlo. Y, ¡ya tenemos demasiado personal
“alcanzado” por falsos dioses!
Una vez más, todas estas consideraciones, que son de sentido común y de experiencia cotidiana,
las encontramos confirmadas por las palabras de Jesucristo: «Vigilad sobre vosotros mismos para que
vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y no
sobrevenga aquel día de improviso sobre vosotros» (Lc 21,34-35). El Señor, en consecuencia, nos
invita a cultivar los horizontes de eternidad, los únicos capaces de proporcionar un sentido amoroso a
nuestro tiempo: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen (...).
Amontonad, en cambio, tesoros en el Cielo» (Mt 6,19-20). Un Padre de la Iglesia —san Julián de
Toledo (+ a. 683)— lo comentaba diciendo que «todos los hombres temen la muerte de la carne, y
pocos la del alma. Todos procuran que no llegue la muerte de la carne, que ciertamente ha de llegar
algún día; por eso sufren. Se esfuerza para no morir, el hombre que ha de morir; y no se esfuerza para
no pecar, el hombre que ha de vivir eternamente»27.

El sentido nupcial de la vida: la vida es un “noviazgo”


Hay quien dice que «a una persona se la conoce por su muerte». Si es verdad —tal como afirma
el Concilio Vaticano II— que la muerte es el punto álgido del enigma de la vida humana, vivir la vida
sin considerar el horizonte de la muerte y del más allá, está claro, que es manifestación de una mirada
corta y d una mentalidad superficial. Ya hemos mencionado algunas de las llamadas de Jesucristo a
perseverar en una actitud de alerta. Más aún: es ejercicio de cada uno intentar reproducir en la propia
imaginación la escena de la muerte del mismo Cristo. En cualquier caso, el hecho es que quienes lo
presenciaron no quedaron indiferentes: «El centurión, al ver lo que había sucedido, glorificó a Dios
diciendo: ‘Verdaderamente este hombre era justo. Y toda la multitud que se había reunido ante este
espectáculo, al contemplar lo ocurrido, regresaba golpeándose el pecho» (Lc 23,47-48).
Por su muerte a una persona se le conoce el resto de la vida vivida. Hay quien pone su vida
terrenal en función de la futura y definitiva vida eterna, y esto se nota a la hora de la muerte. Éste es,
quizá, el factor que marca más profundamente y modela más bellamente nuestra vida. No hay duda
de que la actitud ante el matrimonio, la familia, la natalidad, la sexualidad, etc. está decisivamente
condicionada por las cuestiones que comentamos. Con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica,
«la dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la
orientación de nuestra vida y nuestro obrar» (n. 282).
En este sentido, es muy bonita la visión de la vida presente como un noviazgo: un tiempo —
lleno de ilusión— de preparación para el más allá. Otro autor espiritual afirmaba que «morir, para
nosotros [los cristianos], es ir de bodas». Por contraste, uno deduce que la vida presente tiene, en un
cierto sentido, un carácter nupcial. El hombre histórico no puede permanecer indiferente ante esta
perspectiva.
Haciendo derivar esta cuestión hacia el terreno del amor matrimonial, podríamos decir que «el
amor de los esposos, ciertamente, no se acaba en esta vida, sino que tiene un destino eterno.

27 SAN JULIÁN DE TOLEDO, Pronostico del siglo venidero, 1, 11.

31
Precisamente es la eternidad donde podremos amar sin los obstáculos (malentendidos, separación
física, mutuo desconocimiento, etc.) y sin las amenazas de esta vida (libertad defectible, entornos con
un ambiente poco adecuado para el amor, etc.). Con la muerte se rompe el vínculo jurídico del
matrimonio (ya no es necesario), pero el amor sigue vigente. La vida matrimonial, en el fondo, es
como un "noviazgo", durante el cual nos es dada la oportunidad de aprender a amar y de
enamorarnos, sabiendo que en la eternidad viviremos del grado de enamoramiento alcanzado en la
tierra, aunque potenciado por la visión beatífica»28.
Adoptar una perspectiva nupcial de la vida significa que uno vive más de proyectos que de
recuerdos. El espíritu enamorado, el espíritu que se mantiene joven, no olvida los recuerdos, pero
vive fundamentalmente de proyectos, vive la alegría propia de quien trabaja en el presente para
alcanzar las ilusiones del futuro. El noviazgo se nos presenta como un tiempo de proyectos y de
ilusiones, un tiempo alegre preparación para aquello que ha de llegar a ser la plenitud (el
matrimonio). No es el noviazgo un tiempo de entretenimiento (no sirve para eso) o una simple
situación provisional, llamada a desaparecer sin más, sino que es un tiempo de preparación (y
preparación ya es donación) destinado a tener una continuidad dentro de la plenitud: uno se casa,
justamente, con la que es su prometida (no con otra). Por el hecho real de que podemos amar, y que el
amor reclama eternidad, al hombre le conviene enfocar la vida misma con esta motivadora
orientación de futuro, propia de la etapa nupcial que precede a las bodas.
Y de la misma manera que el noviazgo no es mera situación provisional, destinada a diluirse,
tampoco lo es la vida en el tiempo. Si el noviazgo es la preparación para las bodas, el tiempo de esta
vida puede llegar a ser preparación para la eternidad. De ahí la propuesta del Papa de santificar el
tiempo: «En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental» (TMA 10). Por tanto, hay
que imprimir a cada segundo de nuestro tiempo un sentido de eternidad, ya que tal como vivamos
este tiempo así resultará ser nuestra eternidad. Entre el tiempo y la eternidad (como también ocurre
con el noviazgo y las bodas), si bien hay una discontinuidad, también hay una fundamental
continuidad.

El cielo: no lo podemos describir


«Aunque ante la muerte cualquier imaginación desfallece, la Iglesia, no obstante, aleccionada
por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sigo creado por Dios para un destino feliz, más allá
(...) de este mundo» (GS 18). Hemos querido comenzar con esta cita del Concilio con el fin de
destacar que el recurso a la imaginación es totalmente insuficiente para afrontar las cuestiones del
más allá. A pesar de todo, la contemplación de nuestra propia naturaleza nos puede ayudar a entender
algunas cosas del más allá, y la reflexión sobre la Revelación nos permitirá ampliar este
conocimiento.
No es difícil hacerse cargo de que la articulación concreta de la vida en la eternidad (sea en
comunión con Dios, sea apartada de Dios) es inimaginable: «Resulta demasiado evidente que —a
base de las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad, esto es, en “este mundo”—
es difícil construir una imagen plenamente adecuada del “mundo futuro”» (AG 13.I.82, 7). La
eternidad se encuentra más allá de las dimensiones de espacio y de tiempo, por lo que nuestra
imaginación (que “trabaja” a nivel de imágenes) no la alcanza: no nos podemos formar imágenes
concretas de la vida en régimen de eternidad. Esto es lo que justamente trata de transmitir san Pablo
en el famoso pasaje de 1Cor 2,9: «Ni ojo vio, ni oído oyó. ni pasó por el corazón del hombre, las
cosas que preparó Dios para los que le aman». Él no encuentra palabras para describir lo que ha
“visto”: con categorías humanas sólo puede afirmar que la vida del más allá en comunión con Dios es
indescriptible.
No obstante, esta aseveración no es una mala noticia: poco cielo sería si lo pudiésemos describir
con imágenes terrenas. Pero todo eso no significa que no podamos saber nada de la vida eterna o que
no podamos entender nada de ella. Una cosa es imaginar y otra (¡y muy distinta!) es saber o entender.

28 Ingeniería del amor, o.c., p. 23.

32
A título de simple ilustración, salvando las distancias, Platón —¡unos cuatro siglos antes de
Crsito!— manifiesta en su diálogo Fedón el convencimiento de una vida de inmortalidad del alma
humana en un “mundo” que no se ve capaz de describir. Platón pone sus pensamientos en las palabras
de su querido maestro: es el propio Sócrates, instantes antes de la ejecución de su pena de muerte,
quien habla de estas cuestiones a los que le acompañan en aquel dramático momento. No duda de que
el destino de las almas más allá de la muerte está en función del comportamiento mantenido en esta
vida (¡hay una continuidad!): «Aquéllos a quienes se les reconoce una vida santa (...) son recibidos en
las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán». Efectivamente, Sócrates augura para los hombres
virtuosos un más allá que, incluso, trata de describir con imágenes: «Son acogidos en parajes todavía
más admirables que no es fácil describiros», a pesar de que —añade— aquellas imágenes no logran
mostrar lo que en realidad se encontrarán; es más, «lo que un hombre prudente no debe hacer es
sostener que las cosas sean tal como os las he descrito».

«Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección»


No podemos imaginar el cielo, pero sí que podemos entender algunos de los aspectos del amor
en el cielo, es decir, del amor del hombre escatológico: «No hay duda de que, con la ayuda de que,
con la ayuda de las palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a
esta imagen [del cielo]» (AG 13.I.82, 7). De entrada, con la luz natural de la razón podemos
comprender (incluso demostrar) que nuestra propia alma —que es espiritual, es decir, totalmente
inmaterial— tiene una pervivencia más allá de la muerte (que para el hombre no es aniquilación, sino
separación de su alma espiritual respecto de su cuerpo material).
Páginas antes ya nos habíamos referido a la ilimitación del amor, en el sentido de que el amor
auténtico no se acaba nunca, todo lo contrario, crece. Y, además, crece sin parar (sin límites).
Decíamos que esta dinámica reclama eternidad. Lo mismo pasa con el conocimiento («el saber no
ocupa lugar»). Pues si nuestra voluntad es capaz de hacer, vivir y experimentar una actividad como
ésta es porque ella misma es espiritual, esto es, no depende de la materia (aun cuando el hombre
histórico sólo tiene experiencia de subsistir, conocer y amar a través del cuerpo).
Otras actividades que personalmente cada hombre puede experimentar (la autoreflexión, la
abstracción, amar el dolor, etc.) son otras pruebas de que nuestra alma espiritual —en sí misma y por
sí misma— es totalmente inmaterial y no depende de la materia. Si el hombre no tuviera este qué de
espiritualidad huiría automáticamente del dolor, sería incapaz de conocerse a sí mismo, no podría
formarse intelectualmente conceptos, etc. De la misma manera que nuestra alma es capaz de hacer
todo eso, a la vez y lógicamente, es capaz de subsistir (o pervivir) más allá de la corrupción del
cuerpo material.
Lo que hemos afirmado hasta aquí es válido para el alma humana, pero no precisamente para el
cuerpo humano. A la inversa de lo que suceda con nuestro conocimiento y con nuestro amor, la
experiencia más evidente que tenemos de nuestra vida corporal es la de un progresivo
envejecimiento, agotamiento y desorganización que, al llegar a un determinado punto, ya no puede
subsistir por más tiempo. Al mismo tiempo, tampoco encontramos ningún elemento en nuestra propia
naturaleza que exija o haga pensar en una necesaria recomposición o restitución corporal.
Más aún: entre los grandes pensadores antiguos, si bien no hay duda de la pervivencia del alma
humana, en cambio, por lo que se refiere al cuerpo, el tema era muy distinto. En el caso del
mencionado Platón, uno de los elementos de felicidad de la vida más allá de la muerte consiste —
¡precisamente!— en sacudirse de encima el cuerpo, que consideraba como una especie de cárcel del
alma. El propio san Pablo, cuando dialogaba en el Areópago de Atenas con toda aquella gente
aficionada al pensamiento (epicúreos y estoicos), en el momento de mencionar la resurrección de la
carne, vio como se diluía la expectación y atención que hasta aquel momento había logrado generar
entre aquel difícil auditorio: «Cuando oyeron “resurrección de los muertos”, unos se reían y otros
decían: ‘Te escucharemos sobre esto en otra ocasión’» (Hch 17,32).
La resurrección del cuerpo la conocemos por Revelación. Así lo afirma expresamente el
Magisterio: «¿Cómo resucitan los muertos? Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro

33
entendimiento; no es accesible más que en la fe» (CEC 1000). Además, la resurrección de Jesucristo
con su propio Cuerpo es la mejor garantía para el hombre de su retorno final al árbol de la Vida, del
que fue alejado en el momento del pecado original (cf. AG 3.II.82, 1)29. A partir de este punto, todo lo
que hayamos de reflexionar deberá respetar y ajustarse a tres principios básicos: 1. «Cristo, modelo y
causa ejemplar de nuestra resurrección»; 2. «Discontinuidad dentro de una fundamental continuidad»;
3. «Justa ordenación y subordinación de las realidades».
Cristo es modelo y causa ejemplar de la resurrección de nuestro cuerpo. Hay una afirmación del
Concilio Vaticano II que Juan Pablo ha repetido una y mil veces: «El misterio del hombre no se
ilumina verdaderamente, sino en el misterio del Verbo encarnado (...). Cristo (...) muestra plenamente
lo que es el hombre al hombre mismo» (GS 22). Esta afirmación es para nosotros un principio
orientador básico. El hecho es que Jesucristo resucitó con cuerpo; más aún, con su propio Cuerpo. Y
Él lo hace notar expresamente: mientras que, turbados y llenos de susto, los Apóstoles no acababan
de hacerse cargo de lo que estaban viendo, Jesús resucitado les dijo: «Soy yo mismo» (Lc 24,39).
En otros pasajes de la Sagrada Escritura (especialmente del Nuevo Testamento), gradualmente,
es afirmada la resurrección del cuerpo: «La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente
por Dios a su Pueblo» (CEC 992). Pero, más allá de la revelación de la resurrección de los cuerpos
humanos, lo que nos interesa particularmente es la resurrección del Cuerpo de Cristo. La
contemplación del Cuerpo de Jesucristo resucitado abrirá paso al comentario de los otros dos
principios básicos, vertebradores de lo que podamos decir acerca del amor del hombre escatológico.

El Cuerpo de Cristo resucitado


En fin, «la resurrección de Cristo es la última y más plena palabra de la autorrevelación del Dios
vivo como ‘Dios no de muertos, sino de vivos’ (Mc 12,27)» (AG 27.I.82, 3). Por esto, el Señor
resucitado se desgañita en mostrar y convencer a los Apóstoles que es Él mismo y no otro. Los signos
que mostraba su Cuerpo resucitado eran inconfundibles e irrefutables: «‘Mirad mis manos y mis pies:
soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo
tengo’. Y dicho esto, les mostró las manos y los pies» (Lc 24,39-40). ¡Las manos y los pies de Jesús!:
marcados por las heridas que Él mismo había sufrido en el momento de la crucifixión, son como las
pruebas más evidentes de la identidad de su propio Cuerpo. ¡No puede ser otro!
Con Tomás Apóstol, incrédulo más allá todavía de lo que habían sido sus compañeros, Jesucristo
vuelve sobre el mismo argumento probatorio: «‘Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y
métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente’» (Jn 20,27).
Cristo resucita con cuerpo, y con su propio Cuerpo. Además de darnos pruebas de ser su propio
Cuerpo, el Señor se esfuerza en mostrarnos que es un cuerpo real de verdad: «Como no acabasen de
creer por la alegría y estando llenos de admiración, les dijo: ‘¿Tenéis aquí algo que comer?’.
Entonces ellos le ofrecieron parte de un pez asado, Y tomándolo comió delante de ellos» (Lc 23,41-
42).

«Discontinuidad dentro de la continuidad»


Jesús resucitado es Aquél mismo que poco antes había sido crucificado y muerto. Pero, al mismo
tiempo, ha sufrido ciertas transformaciones: es el mismo, pero no como antes. Se ha presentado en
medio de ellos estando las puertas cerradas (cf. Jn 20,29), cosa que no habría sido habitual antes de
morir; María Magdalena lo ve, pero no alcanza a reconocerlo sino cuando Él, con su tono de voz
tierno, pronuncia el nombre de ella (cf. Jn 20,16); los dos discípulos de Emaús, a pesar de que le
escuchan durante un buen rato por el camino, no le reconocen hasta ver el característico gesto de
partir y distribuir el pan (cf. Lc 24,30-31); se aparece en la orilla del lago y, al verle, no le reconocen
(al menos, no reaccionan) hasta que se consuma una nueva pesca extraordinaria (cf. Jn 21,1-7).

29 Cf. también CEC 999.

34
Hay una continuidad, ya que se trata del mismo Cuerpo; pero, simultáneamente, hay
discontinuidad: no es exactamente como antes (hay una diversidad cualitativa). Más bien dicho, hay
como una cierta discontinuidad en medio de una fundamental continuidad. Este factor debe ser
tomado en cuenta cuando reflexionemos sobre el amor del hombre histórico que deviene hombre
escatológico.
En este sentido es también muy sintomático lo que afirma el Concilio Vaticano II en relación a la
tierra nueva y al cielo nuevo: «No conocemos tampoco el modo en que se ha de transformar el
cosmos» (GS 39). Este “transformar” —que es distinto del simple “aniquilar”— ya da idea de
discontinuidad-continuidad. Pero, a la vez, el Concilio advierte contra lo que podríamos denominar
un “exceso de visión escatológica” de aquéllos que, pensando que el mundo presente está destinado a
desaparecer, pierden interés por su cultivo: «La esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino
más bien estimular el empeño por cultivar esta tierra en donde crece ese Cuerpo de la nueva familia
humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo» (Ibidem). Es decir, la
configuración del mundo futuro no es ajena a lo que ahora hagamos en el mundo presente. Por tanto,
sin concretar los detalles —que no los podemos imaginar— sí que es cierto que aparece nuevamente
este interesante elemento de continuidad entre el mundo presente y el futuro.
Estas consideraciones tienen una aplicación práctica para el hombre histórico: el amor del
hombre escatológico está condicionado por el amor que este mismo hombre haya vivido en su etapa
histórica. Lo que queremos decir, está muy bien expresado en lo que escribió el beato Josemaría:
«Me llenó de gozo ver que comprendías lo que te dije: tú y yo tenemos que obrar y vivir y morir
como enamorados, y “viviremos” así eternamente»30. Con otras palabras, el propio san Agustín,
comentando el Salmo 148, expresaba la misma intuición: «Nadie será idóneo para la vida futura si no
se ha preparado para ello». Es este elemento de continuidad lo que avala lo que antes sugeríamos del
perfil “nupcial” que caracteriza al amor del hombre histórico.
Dando un paso adelante, estas reflexiones nos permiten sospechar que el amor de los esposos
fieles en la etapa histórica ha de tener una cierta continuidad en la etapa escatológica. el sentido
común (porque es una cuestión que pertenece a la esencia del amor) asociado al sentido sobrenatural
nos confirma este presentimiento: nadie podrá negar que, de la misma manera que Santa María, ya en
la eternidad, sigue siendo la Madre de Jesús, a la vez, la relación esponsalicia que Ella vivió con san
José en la Tierra ha de tener algún reflejo en la eternidad. Ellos dos —ahora ya en la eternidad— no
son unos simples conocidos, ni tan sólo dos simples hermanos en la fe la dimensión esponsalicia que
presidió su relación en la vida terrenal, de alguna manera, ha de tener una continuidad en la vida
eterna (mucho más si se trata de una eternidad en comunión con Dios).
Juan Pablo II, con finura y prudencia incomparables, nos orienta hacia esta intuición: «Al hablar
del cuerpo glorificado por medio de la resurrección en la vida futura, pensamos en el hombre varón-
mujer, en toda la verdad de su humanidad: el hombre que juntamente con la experiencia escatológica
del Dios vivo (en la visión “cara a cara”), experimentará precisamente este significado [esponsalicio]
del propio cuerpo. Se tratará de una experiencia totalmente nueva y, a la vez, no será extraña, en
modo alguno, a aquello en lo que el hombre ha tenido parte “desde el principio”, y ni siquiera a
aquello que, en la dimensión histórica de su existencia ha constituido en él la fuente de la tensión
entre espíritu y el cuerpo, y que se refiere más que nada precisamente al significado procreador del
cuerpo y del sexo. El hombre del “mundo futuro” volverá a encontrar en esta nueva experiencia del
propio cuerpo precisamente la realización de lo que llevaba en sí perenne e históricamente, en cierto
sentido, como heredad» (AG 13.I.82, 5).
Aun con todo, no podemos entrar en mayores concreciones, ya que, si es cierto lo que hemos
dicho hasta ahora, no es menos cierto que, a la vez, hay un factor de discontinuidad: el qué del amor
no cambia, pero sí el cómo. Lo que nos corresponde es analizar los factores de discontinuidad y ver
cómo afectan al estilo del amor del hombre escatológico.

30 ESCRIVÁ DE BALAGUER, BEATO J., Forja, o.c., nº 988.

35
«Justa ordenación de les realidades». La intimidad en la eternidad
Un primer factor de discontinuidad es el distinto “comportamiento” que, en el futuro, ha de tener
el cuerpo humano en régimen de eterna comunión con Dios: tendremos el propio cuerpo, pero con
características distintas, porque su relación con el alma se habrá modificado (el espíritu “dominará”
completamente a la materia).
Éste es el momento de invocar el principio de la «justa ordenación de las realidades». La
realidad espiritual es más perfecta que la material. Baste recordar lo que ya se ha dicho: mientras que
la actividad espiritual (conocer y amar) “rejuvenece” sin límites mediante su correcta ejercitación, la
realidad material, por el contrario, se agota y envejece. ¡Cuántos matrimonios (y personas)
conocemos que han envejecido corporalmente y, a la vez, se aman mucho más que cuando se
comprometieron!
A pesar de su mayor nobleza, el espíritu del hombre histórico no siempre puede “dominar” o
guiar fácilmente el cuerpo material y las tendencias sensitivas (por ejemplo, los sentimientos no
siempre juegan a favor de la recta razón). De hecho, se requiere un ejercicio de la voluntad (el
entrenamiento del cuerpo, que ya hemos mencionado). Esta dificultad que el espíritu encuentra para
actuar aún crece más cuando el cuerpo padece enfermedad o debilidad. Un agotamiento corporal o
una disfunción orgánico-corporal (una enfermedad) todavía complican más las cosas. Incluso, una
lesión orgánica grave en el cerebro o en el sistema nervioso puede inhibir la capacidad intelectual de
una persona.
La Revelación nos proporciona un dato interesante. El hombre de los orígenes, en el estado de
justicia original (antes del pecado original), vivía en una profunda armonía: entre él y su Creador,
entre la mujer y el hombre, entre los hombres y el resto de la creación, y, sobre todo, vivía la propia
armonía interior. Esto significa que «mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no
debía ni morir ni sufrir» (CEC 376) y, además, «el hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser
por estar libre de la triple concupiscencia (...), que lo somete a los placeres de los sentidos, a la
apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la razón» (CEC
377).
Esta situación de profundo equilibrio entre su espíritu y su cuerpo material se vio trastornada
cuando el hombre cometió el “des-orden” moral original: «El hombre “histórico”, como
consecuencia del pecado original, experimenta una imperfección múltiple de este sistema de fuerzas
[corpóreas y espirituales], que se manifiesta en las bien conocidas palabras de san Pablo: ‘Siento otra
ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente’ (Rom 7, 23)» (AG 9.XII.81, 1). Así, desde
aquel momento, el hombre histórico padece una especie de “des-armonía” interior, que —en parte—
puede aliviar con la ejercitación de las virtudes naturales y con la ayuda de la gracia redentora.
La Revelación, sin embargo, nos consuela cuando nos hace saber que el cuerpo humano será
resucitado por el poder de Jesucristo y, por lo que se refiere a los cuerpos de las personas en
comunión con Dios, éstos se verán perfeccionados con algunas cualidades, de las que después
diremos alguna cosa más. En todo caso, la realidad material quedará totalmente supeditada al espíritu:
el hombre escatológico, por obra de Dios, experimentará una profunda espiritualización de su cuerpo.
Este proceso de espiritualización comportará no solamente la “restitución” del equilibrio de fuerzas
como en los orígenes (“restitutio in integrum”), sino que también la “plenitud” de la humanidad, es
decir, (entre otros aspectos) «la perfecta sensibilidad de los sentidos, su perfecta armonización con la
actividad del espíritu humano en la verdad y en la libertad» (AG 10.II.82, 4). Por fin, lo que es más
noble (el espíritu) no se verá limitado por lo que es menos noble (la materia), sino todo lo contrario.
Esto es parte de la justa ordenación de las realidades en el más allá.
Este factor de discontinuidad afectará profundamente al amor del hombre escatológico. En
concreto, la capacidad de intimidad del hombre escatológico crecerá hasta el punto que ahora no
podemos ni tan sólo sospechar. Efectivamente, «en la eternidad, para los enamorados —es decir, para
los santos— el cuerpo glorioso será motivo de mucha felicidad, gozo y alegría. Ahora no podemos
saber ni imaginar, en concreto, cómo se articulará la vivencia eterna de un amor que en esta vida ha
sido “esponsalicio” (...). Ciertamente, no habrá relación sexual (ya que habrá terminado la misión

36
procreadora), pero podemos suponer que no faltará el aspecto unitivo (de comunicación
interpersonal), para lo cual no será ya necesaria dicha relación (ni se echará en falta): el espíritu
dominará de tal manera el cuerpo que habrá tanta compenetración entre los santos como sean capaces
de desear sus espíritus31. Es cuestión de entrar en la eternidad muy enamorados y jóvenes»32.
Los santos, como han podido, han tratado de explicarlo con imágenes gráficas, que, lógicamente,
siempre se quedan cortas. Por ejemplo, san Agustín de Hipona, comentando el Salmo 26, afirmaba
que «allá no padecerás límites ni estrecheces al poseer todo; tendrás todo, y tu hermano tendrá
también todo; porque vosotros dos, tú y él, os convertiréis en uno, y este único todo también tendrá a
Aquél que os posea a ambos».
Precisamente, también en virtud de este principio de la justa ordenación de las realidades,
resultará que la belleza corporal será proporcionada al grado de belleza espiritual: el cuerpo será un
fiel espejo del espíritu. Los más enamorados, es decir, los más santos serán los más felices al
participar —gracias a su mayor capacidad— más profundamente en la Verdad y en el Bien, lo cual
significa participar más intensamente en la Belleza del Amor. La cuestión reside en salir del tiempo
muy enamorados. «La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»33.

El Cuerpo de Cristo transfigurado


Poco antes del drama de su Pasión, el Señor quiso fortalecer a sus discípulos con la
Transfiguración de su Cuerpo. Para amar se necesita la esperanza y, por eso, Cristo permitió por unos
instantes que su Cuerpo reflejara —mediante un encantador resplandor de luz— la gloria de su
divinidad. Esta maravillosa escena también coronará nuestra visión esperanzada del amor del hombre
escatológico.
Hasta ahora hemos contemplado el Cuerpo de Cristo resucitado, que no es exactamente lo
mismo que hablar del Cuerpo de Cristo en estado glorioso. La escena de la Transfiguración del Señor
nos ofrece la imagen más cercana de lo que puede ser un cuerpo humano en estado glorioso y, lo que
todavía es más importante, nos muestra las características más significativas del amor del hombre
escatológico.
Tal como nos lo cuenta san Lucas (y los versículos paralelos de los otros dos evangelios
sinópticos), Jesús «tomó consigo a Pedro, a Juan y a Santiago, y subió a un monte para orar. Mientras
Él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente. Y he aquí que
dos hombres estaban conversando con Él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa,
hablaban de la salida de Jesús que había de cumplirse en Jerusalén» (Lc 9,28-312). Éste es el
momento de añadir alguna cosa más sobre la situación del cuerpo en la eternidad amorosa, ya que «en
esta experiencia escatológica de la verdad y del amor, unida a la visión de Dios “cara a cara”,
participará también, a su modo, el cuerpo humano» (AG 9.XII.81, 4).
La teología, apoyándose en la Revelación, enseña que los cuerpos humanos resucitados para
vivir en el estado de eterna comunión con Dios, quedarán profundamente transformados (ya que serán
espirituales, incorruptibles e inmortales), gracias a una serie de cualidades especiales que recibirán.
En primer lugar, la impasibilidad, por la que no podrán sufrir ninguna molestia o mal34. Además, la
sutileza, gracias a la cual el cuerpo vivirá una perfecta armonía con el alma (le estará totalmente
sujeto), sin las dificultades que a menudo experimentamos en esta vida. En tercer lugar, se habla de la
agilidad, cualidad que permitirá que el cuerpo se pueda mover según desee el espíritu, sin que ningún
obstáculo material pueda interferir35. Finalmente, el aspecto que aparece más inmediatamente en la

31 El cuerpo glorificado, «como fruto escatológico de su espiritualización divinizante, (...) [será] medio de la comunicación recíproca

entre las personas y una expresión auténtica de la verdad y del amor, por los que se construye la comunión de las personas» (AG 13.I.82, 6).
32 Ingeniería del amor, o.c., p. 70.
33 ESCRIVÁ DE BALAGUER, BEATO J., Forja, o.c., nº 1005.
34 En este sentido, afirma el Libro del Apocalipsis que «ya no tendrán hambre, ni tendrán sed, no les agobiará el sol, ni calor alguno»

(7, 16).
35 Recordemos, por ejemplo, Jn 20,19: «Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, estando cerradas las puertas del lugar donde

se habían reunido los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos».

37
escena de la Transfiguración del Señor; la claridad, es decir, una suerte de resplandor corporal
maravilloso que será otra cosa que el reflejo corporal y sensible de la “divinización” de los cuerpos de
los justos36.
Como se ve, todos éstos son factores de discontinuidad, que, como siempre, no harán otra cosa
que favorecer y perfeccionar el amor del hombre escatológico. Lógicamente, toda esta información
—por cierto, de un nivel ya bastante gráfico— tampoco nos permite imaginar el cielo, ya que de estas
cualidades que contemplamos en las escenas evangélicas no tenemos experiencia directa. Con todo,
nos ayuda a intuir la potenciación del amor que el hombre escatológico experimentará por
comparación con el hombre histórico.

Recuperación y potenciación del amor de espontaneidad


Pero es en la consideración de los siguientes versículos de la Transfiguración cuando intuimos el
dato más importante y definitivo por lo que se refiere al amor del hombre de la escatología. Lo que
más nos interesa es contemplar la natural y espontánea reacción de los “interlocutores terrenales” de
aquella escena.
Una vez más, es Simón Pedro quien toma la palabra: «Señor, qué bien estamos aquí» (Mt 17,4).
Es maravilloso comprobar que, sólo con ver el Cuerpo de Cristo estado glorioso, es decir, rezumando
divinidad, san Pedro (y, por extensión, se supone también de Santiago y Juan) se siente plenamente
feliz: no echa en falta nada más, no necesita nada de nada. Y esto solamente por el hecho de “ver” la
divinidad simplemente reflejada en unos cuerpos humanos, como eran los de Jesús, Elías y Moisés.
Vale la pena detenernos en este punto. En efecto, Juan Pablo II, comentando otro lugar del
Evangelio (Mt 22,23-33 y paralelos37), que también trata de la cuestión de la resurrección, afirma que
«las palabras de los sinópticos atestiguan que el estado del hombre en el “otro mundo” será no sólo
un estado de perfecta espiritualización, sino también de fundamental “divinización” de su humanidad
(...). La participación en la vida íntima de Dios mismo, penetración e impregnación de lo que
esencialmente humano por parte de lo que es esencialmente divino, alcanzará entonces su vértice, por
lo cual la vida del espíritu humano llegará a una plenitud tal, que antes le era absolutamente
inaccesible» (AG 9.XII.81, 3). ¿Cuáles serán el amor y la felicidad del hombre escatológico que
contempla (experimenta) directamente la divinidad? ¿Hasta qué punto se potencia el amor entre los
hombres (también entre el marido y la mujer que han vivido aquí un amor esponsalicio fiel) en la
situación de eterna comunión con Dios?
Las siguientes palabras de san Pedro son ya la revelación definitiva del amor del hombre
escatológico. «Si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»
(Ibidem). La reacción de Pedro, a pesar de estar llena de ingenuidad y de visión humana, es
reveladora del dinamismo más genuino del amor más auténtico: él ya no piensa en su propia
comodidad; él quiere retener aquella situación de profunda quietud y felicidad, procurando el bien de
los otros (en este caso, interpretado de una manera muy humana: ¡unas tiendas!).
Es la manifestación más clara del verdadero amor: soy feliz porque te hago feliz; soy feliz
entregándome a tu felicidad. Es la genuina espontaneidad del amor, de alguna manera reflejada en
aquella armonía originaria de nuestros primeros padres en el estado de justicia original.
Finalmente, es muy revelador el hecho de que Simón reconozca intuitivamente a Moisés y Elías,
los dos grandes líderes del pueblo judío en la historia del Antiguo Testamento. Y esto sin que nadie le
dijera nada, sin pensarlo, sin ninguna otra fuente de información. San Pedro, lógicamente, tenía
noticia de estos dos profetas, pero nunca los había visto (¡habían vivido siglos antes!) y, en cambio,

36 «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
37 Mc 12,18-27 y Lc 20,27-38. Corresponden a la conversación de Jesús con los saduceos (que negaban la resurrección), cuando éstos
intentan descalificar la resurrección aduciendo un “caso” absolutamente ridículo: el de aquella mujer que, habiendo enviudado del primer
marido y en aplicación de la ley del levirato, se casa con el hermano del difunto, que también murió dejándola viuda. I, así, sucesivamente,
hasta que la mujer llegó a estar casada con los siete hermanos: «En la resurrección, ¿de cuál de los siete será mujer?» (Mt 22,28). En su
respuesta, Jesús básicamente afirma que en la resurrección no habrá régimen matrimonial, pero que esto no impide la resurrección (del
cuerpo, ya que el alma humana no puede morir): de hecho, Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (cf. Mt 22,32).

38
los reconoce inmediatamente (como si los hubiese conocido desde siempre). Ésta es la revelación del
elevado grado de conocimiento del hombre escatológico, que, al contemplar a Dios “cara a cara”,
experimentará una inimaginable ampliación de su saber (manifestación de una participación mucho
más profunda en la Verdad). En fin, «la “divinización” en el otro mundo aportará al espíritu humano
una tal “gama de experiencias” de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar
en la vida terrena» (AG 9.XII.81, 4).
Y —y lo que se suele repetir— un mayor grado de conocimiento es la condición previa para un
amor más grande. En efecto, san Pedro, sólo con ver a Moisés y a Elías, no solamente los conoce
inmediatamente, sino que también los ama inmediatamente: a su manera, también piensa en hacer
una tienda para cada uno de ellos dos. San Pedro, Papa (el primero de la Iglesia), pero pescador,
expresa este amor de una manera sencilla; santa Teresa, monje, pero Doctora (de la Iglesia) expresó
la lógica del amor de manera profunda: «El contento de contentar al otro excede a mi contento»38.

38 TERESA DE JESÚS, El libro de mi vida (I), Rialp, Madrid 1982, p. 168.

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