Mujer y Varón (Teologia Del Cuerpo de JP II)
Mujer y Varón (Teologia Del Cuerpo de JP II)
NMI ................................... Carta apost. Novo millennio ineunte (Juan Pablo II)
TMA ............................ Carta apost. Tertio millennio adveniente (Juan Pablo II)
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
La historia de un título y el título de una historia
3
INTRODUCCIÓN
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hombre escatológico, es decir, el amor en régimen de eternidad y en perfecta comunión con Dios y
los santos. La cuarta parte —una antropología desde la Trinidad—, básicamente, contempla la
feminidad desde la “personalidad” del Espíritu Santo y la masculinidad des de la distinción que
caracteriza a Dios Hijo.
Como ya se entrevé, el destino y la felicidad del hombre siempre yace en el amor, y aquello en
que consiste el amor (el qué del amor, es decir, el salir de uno mismo para darse al otro) no cambia
nunca. Pero el estilo del amar (el modus operandi, el cómo del amor) no es el mismo ahora que antes,
ni el que viviremos en la eternidad. Antes, el hombre y la mujer se amaban con espontaneidad; ahora
lo hacemos con conversión y sacrificio; después, volveremos al régimen de espontaneidad, mejor, de
perfecta espontaneidad (uno sólo será feliz haciendo felices a los otros).
Se trata siempre del mismo hombre: hay una continuidad. Y, de hecho, para la correcta
comprensión del qué y del cómo del amor de hombre histórico (el hombre de ahora en este mundo),
nos es necesario conocer el hombre de los orígenes y el hombre escatológico. El propio Jesucristo,
cuando es interpelado por los fariseos sobre la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt
19,3 ss.; Mc 10,2 ss.), apela al principio, es decir, se remite al estado de inocencia originaria, porque
—más allá de las limitaciones que impone el pecado original— es donde se refleja sin sombras el
querer divino sobre el hombre. En este sentido, cuando en el Evangelio vemos al Maestro citando los
pasajes de Gn 1,27 y Gn 2,24, les otorga un carácter normativo. En efecto, «Cristo no se limita sólo a
la cita misma, sino que añade: ‘De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que
Dios unió no lo separe el hombre’. Ese ‘No lo separe’ es determinante» (AG 5.IX.79, 3). El hombre
se encuentra “fotografiado” en aquello que el Creador estableció al principio.
Pero, a la vez, «las palabras de Cristo que se refieren al principio nos permiten encontrar en el
hombre una continuidad esencial y un vínculo entre estos dos diversos estados [original y histórico]
del ser humano» (AG 26.IX.79, 1). En efecto, el hombre histórico «hunde las raíces en su propia
“prehistoria” teológica, que es el estado de inocencia original (...). Es imposible entender el estado
pecaminoso “histórico” sin referirse o remitirse al estado de inocencia original y fundamental» (AG
26.IX.79, 1-2).
Dando un paso más, veremos que el hombre —ya después del pecado original— está abierto a la
perspectiva de la redención, es decir, que no se encuentra corrompido, ni definitivamente impedido
para amar. Más aún, este mismo hombre puede ser ayudado por un Dios que, en su cualidad de Padre,
no se desdice de él y viene en su ayuda. Por esto, san Pablo afirma que «nosotros (...) también
gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rm
8,23). En fin, «esta perspectiva de la redención del cuerpo garantiza la continuidad y la unidad entre
el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original, aunque esta inocencia la haya
perdido históricamente de modo irremediable» (AG 26.IX.79, 3).
Es en el Nuevo Testamento donde Cristo nos ofrecerá la clave para entender el resto: el amor
aquí y ahora (hecho de conversión y de sacrificio, como ya hemos dicho) e, incluso, obtendremos
algunas pinceladas sobre el amor en la eternidad (cosa que haremos, especialmente, a partir de la
contemplación de su Cuerpo transfigurado en el Tabor y posteriormente resucitado). Como ha
explicado Juan Pablo II, ya que el hombre histórico incorpora en su naturaleza más profunda las
características básicas del hombre de los orígenes y también las del hombre de la escatología,
realmente «es posible una reconstrucción teológica correlativa» de estas tres etapas del amar humano
(cf. AG 13.I.82, 2): desde el tiempo de los orígenes, pasando por el tiempo de la redención, hasta la
eternidad. Toda una bella historia —la del desarrollo de la verdad sobre el hombre mismo— que da
título a todo un libro.
5
I. EL AMOR DEL HOMBRE DE LOS ORÍGENES
1 Cardó, C., Emmanuel (Estudis sobre Jesucrist), Ariel, Barcelona 1955, p. 185. La traducción desde el original es nuestra.
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de años; la formación de las rocas más antiguas, unos 3.800 millones de años; la aparición de los
primeros organismos vivos, 3.600 millones de años; los primeros organismos pluricelulares, 1.000
millones de años; los primeros peces, 500 millones de años; los peces actuales, anfibios y plantas, 400
millones de años; los reptiles aparecerían hace unos 300 millones de años; los mamíferos, 200
millones; lo que entendemos por monos —in genere—, entre 50 y 30 millones de años; el
Australopithecus, aparece hace unos 4 millones y medio de años y se extinguió hace 1 millón y
medio; el Homo habilis, vivió ahora hace entre 2,8 y 1,6 millones de años; el Homo erectus, entre 600
y 150 mil años; finalmente, el Homo sapiens arcaico vivió entre 300 y 150 años atrás; el Homo
sapiens moderno —con las características morfológicas de los hombres actuales—, según los datos
disponibles, apareció repentinamente hace unos 40 mil años.
Para poder disponer de una visión intuitiva del ritmo temporal de este proceso, lo podemos
reducir a escala de un año de nuestro calendario. Suponiendo que ahora fueran las 23 h.: 59': 59'' de
31 de diciembre y que el Universo comenzó a existir en el primer segundo del día 1 de enero, nos
resulta la siguiente secuencia de acontecimientos. Hasta el día 9 de septiembre no nace el Sistema
Solar. Dos días después, es decir, el día 11, se formó la Tierra. Las primeras formas de vida aparecen
el 7 de octubre. El 12 de noviembre la Tierra ya tiene las primeras plantas con actividad fotosintética
y, el 15 del mismo mes, las primeras células con auténtico núcleo. El resto del proceso se desarrolla
en diciembre, el último mes. Los primeros seres pluricelulares aparecen el día 17. Tenemos que
esperar hasta el día 24 de diciembre para observar el dominio de los dinosaurios en la Tierra (la Era
Jurásica): vivían en un clima cálido y poco variable, en el único continente que existía (era una suerte
de “super-continente”, llamado Pángea). Los reptiles dominaron durante 160 millones de años.
El último día de este calendario cósmico comprende un período de 2 millones de años. Es la Era
Cuaternaria y es decisiva para el desarrollo de la Humanidad. Diversas especies de simios ya andan
por la Tierra desde el 30 de diciembre. Pero a los hombres no los vemos hasta las 22:30 h. del día
siguiente, es decir, del día 31, esto es, hace justamente una hora y media. A las 23:00 h. se generaliza
la utilización de las herramientas; a las 23:46 h. se domina el fuego. Las pinturas de las cuevas fueron
pintadas hace un minuto.
Resta, por tanto, sólo un minuto de tiempo para todo el vertiginoso progreso de la Humanidad: la
agricultura se hace presente a las 23 h.: 59': 20''; las primeras ciudades, 15 segundos después.
Entramos en la Edad de Bronce a las 23 h.: 59': 53''. La denominada edad de Hierro llega un segundo
después. En el segundo 56 de este último minuto nace Jesucristo; un segundo después cae el Imperio
Romano y, finalmente, el período que va desde el Renacimiento hasta ahora cubre el último segundo
de nuestro calendario anual cósmico. En este último segundo tiene lugar el vertiginoso y trepidante
desarrollo científico-técnico que hoy día vivimos y vemos.
Dios hubiese podido crear el Universo, ya estructurado tal como substancialmente lo vemos, en
un solo “segundo”, es decir, en un instante. Pero no lo hizo así: las ciencias naturales no lo confirman
—tal como hemos visto—, ni tampoco la Revelación, ya que el libro del Génesis manifiesta
claramente que la creación no se hizo de golpe: hay como un proceso evolutivo —de menos a más—,
por etapas. De hecho, es absolutamente explícito al respecto: «Cuando el Señor Dios hizo la tierra y
cielo, aún no había en la tierra ningún arbusto silvestre, y aún no había brotado ninguna hierba del
campo, pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra ni había nadie que trabajara el suelo»
(Gn 2,4-5).
El libro del Génesis, ciertamente, está escrito en un lenguaje popular porque es un libro que —
como el resto de la Biblia— está destinado al pueblo, no con el fin de instruirlo en materias propias
de las ciencias naturales, sino en la religión y salvación. Pero detrás de este lenguaje popular,
encontramos un auténtico tratado de antropología, es decir, de humanidad.
Así, lo que para las ciencias naturales es un proceso de millones de años, el Génesis, lo expresa
mediante un proceso de algunos días. ¡Dios es así de grande!: un millón de años, para Él, no es nada
de nada, ya que su vida es un eterno presente “super-vital”. Tanto es así que san Pedro escribe que
«para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2Pe 3,8). Y toda esta fantástica
obra de creación —repetimos— milimétricamente calculada, tiene un fin: la “conquista” del hombre
7
por parte de Dios (es decir, la alabanza de su gloria haciéndonos sus hijos adoptivos). La santidad del
hombre es el objetivo final de esta inmensísima historia divino-humana.
2 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 38.
3 «Solamente él (...) entre todas las otras realidades terrestres»: tal como lo confirmaremos más adelante al hablar de la “soledad
originaria”, cuando Gn 2 indica que el hombre se encuentra solo, entre otras cosas, se quiere hacer notar la situación única y privilegiada del
ser humano dentro de la creación en relación al Creador (cf. también AG 24.X.79, 2).
4 JUAN PABLO II, Don y Misterio (En el quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio), BAC, Madrid, 1996, p. 91.
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El hombre sí que puede hablar de verdad: con inteligencia y voluntariedad. Sí, con libertad, que
por eso se dice que es un animal débil en instintos. Aquí reside el aspecto que radicalmente diferencia
al hombre del resto de los existentes. De hecho, puede no querer hablarle e, incluso, puede ir en
contra de su propia naturaleza. Había afirmado Ortega y Gasset que, mientras que el tigre no puede
“des-tigrarse”, el hombre sí puede deshumanizarse. Dramática posibilidad ésta, ya que, si bien es
cierto que “Dios perdona siempre y el hombre a veces”, a la vez, la realidad muestra que “la
naturaleza no perdona nunca”.
Esta simple observación —que el hombre puede y debe “hablar de Dios” de manera distinta de
los otros seres y que puede y debe hablar a Dios— lo sitúa en un status muy singular, en una
situación —diríamos— de privilegio. La Sagrada Escritura así lo refiere en uno de sus salmos:
«Cuando veo los cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas, que Tú pusiste, ¿qué es el hombre,
para que de él te acuerdes (...)? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y
honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies» (Ps 8,4-7).
Y es que, digámoslo nuevamente, él ha sido creado en vista a llegar a ser hijo de Dios. Lo cual
marca un estilo de amor, cosa que Cristo nos confirmará en vida, sobre todo con la herencia del
mandamiento de la caridad (¡un nuevo mandamiento!) y con el ejemplo radical de su entrega en la
Cruz.
9
expresión, el “trabajo de los trabajos”, queremos remarcar la importancia que tiene la dedicación a
la familia, ya que es en el ámbito familiar donde tiene lugar el tramo fundamental de la formación de
los futuros profesionales.
La referencia al “trabajo de los trabajos” es una observación importante, ya que hay “trabajos”
(mejor, estilos de trabajo) que “matan” a la familia. El estilo o la perspectiva con la que trabajamos es
una cuestión decisiva. Trabajar no puede significar dominar o transformar la tierra de cualquier
manera ni por cualquier motivo: trabajamos para Dios. Lo dice claramente el Catecismo: «Dios creó
todo para el hombre, pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la
creación» (CIC 358). Sin esta perspectiva, el hombre corre el riesgo de enclaustrarse en su “trabajo” y
dejar de amar.
Lo ilustraremos con un explicación gráfica. Cuentan que, en cierta ocasión, había tres hombres
trabajando en el pináculo de un gran edificio. Los entrevistaron sucesivamente, preguntándoles qué
era lo que estaban haciendo. El primero respondió simplemente que estaba picando piedra. El
segundo llegó un poco más lejos diciendo que se estaba procurando el sostenimiento de su familia.
Finalmente, el tercero afirmó que estaba construyendo una catedral. Evidentemente, físicamente
hablando, los tres picaban piedra, pero —interiormente, ¡cosa fundamental!— sólo uno estaba
construyendo una catedral, y éste —con toda certeza— mantenía el horizonte más amplio y la
motivación más elevada para tener una familia y para picar piedra con la mejor pericia posible.
¡El mundo está lleno de “picapedreros”!: cuántos abandonos familiares por “culpa del “trabajo”;
cuántas injusticias, fraudes y malos tratos de los otros con ocasión del “trabajo”... Desde siempre, el
hombre ha mantenido pendientes de resolución/superación dos problemas relacionados con la
actividad transformadora del mundo: la falta de coherencia (o de unidad) de vida y el
desprendimiento. Da la impresión de que al hombre le cuesta hacer compatible el progreso material
con el progreso espiritual. La perspectiva de que somos hijos de Dios —y de que según esta
condición hemos de amar— es la que permite combinar ambos tipos de progreso. Muchas veces se ha
procurado resolver la aparente incompatibilidad manifestando un recelo por lo que es actividad
temporal y prosperidad material, pero, precisamente, el Creador nos mandó “dominar” la tierra. La
clave del tema está en el hecho de “señorear” la tierra: en lugar de esclavos, hemos de ser señores de
las cosas materiales; tener no es malo, pero sí que es nocivo buscar el tener más sin pensar en el ser
más.
Dicen que el orden de los factores no altera el producto. En este caso, como si se tratara de la
excepción que confirma la regla, el orden de los factores (de las prioridades) sí que altera el resultado:
nos va el tener o no tener la disponibilidad necesaria para ser libres de verdad. Sí, libres de verdad,
porque hay muchas maneras de intentar ser libres, pero sólo la libertad según la verdad es la que nos
permite amar con un amor que no mata.
10
moral: todo el mundo se apunta al amor, pero, ¿de qué “amor” estamos hablando? Tal como se
escribió en otro lugar, «hay que saber qué es amor; hay que descubrirlo —que no es lo mismo que
inventarlo— porque con frecuencia se confunde el amor con cualquier tipo de “des-amor”. Hay
“amores” que matan: no todo es amor. El amor es algo muy concreto, muy preciso, muy delicado: en
una “obra de ingeniería”»7. Y, de hecho, el corazón con mirada concupiscente «con frecuencia
aparece disfrazado y se hace llamar “amor”, aunque cambie su auténtico perfil y se oscurezca la
limpieza del donen la mutua entrega personal» (AG 23.VII.80, 3).
En todo caso, el Creador indica al hombre el mal que él puede provocarse a sí mismo si osaba
manosear la ley moral, es decir, las “reglas del amor”. Pero, ¿el amor tiene un “reglamento” y una
“normativa”? Pues, sí. Como todo juego, también el “juego de amar” tiene unas reglas. Más aún, esta
normativa (la ley moral) —que no es arbitraria, sino que refleja las exigencias de la naturaleza
humana— hace posible amar; esta ley no es para él una amenaza, sino que indica el camino por el
cual el hombre deviene hombre. Por eso, «al escuchar las palabras de Dios-Yahveh, el hombre
debería haber entendido que el árbol de la ciencia tenía hundidas sus raíces no sólo en el “jardín en
Edén”, sino también en su humanidad» (AG 31.X.79, 3).
De la misma manera —salvando las distancias—, existe el fútbol (o cualquier otro deporte)
porque lo define un reglamento. Si cada uno quisiera inventarse el reglamento del fútbol (según su
verdad), sencillamente, no podríamos jugar a fútbol.
Probemos siquiera imaginarnos, pongamos por caso, la ridícula situación que se plantearía si un
jugador de un equipo de fútbol decidiera por su cuenta tomar la pelota con la mano y ponerse a
correr, llevándose el balón entre las manos. Lógicamente, el árbitro (= la Iglesia) hará sonar el silbato
para denunciar la infracción del reglamento. ¿Podríamos concebir que el jugador se encarara con el
árbitro (= la Iglesia), diciéndole que él ya es suficientemente mayor como para poder jugar como le
parezca y que nadie tiene que decirle nada, y menos todavía “imponerle” un reglamento de juego?
«Disculpe —diría el árbitro— (= la Iglesia)—, pero yo no hago más que recordarle el reglamento
establecido por la Federación Internacional de Fútbol (= el Creador) y velar por su cumplimiento. Si
yo no lo hiciera así y permitiera que cada uno se inventara el reglamento según su capricho, entonces
usted no podría siquiera disputar este partido. Si a usted le gusta jugar con las manos, puede practicar
el handbol, por ejemplo, pero no el football, ya que lo que define este juego es, precisamente, jugar el
balón con los pies, tal como lo indica su propio nombre».
En fin, uno es bien libre de jugar o no jugar al football, pero si decide competir en ese deporte,
deberá hacerlo con los pies (en caso contrario, estaría automáticamente jugando otro juego) y,
además, deberá respetar el reglamento. Y esta normativa no restringe la libertad de jugar, sino que la
protege: sin reglamento no hay juego.
No faltan aquellos para quienes la ley moral no sería más que un convencionalismo o una
arbitraria imposición, como si Dios (o la Iglesia, o la sociedad, o la pareja) pudiera decidir que
aquello que antes era pecado ahora ya no lo es. Entonces todo sería una simple cuestión de etiquetas,
como también podríamos decidir que jugar con la pelota con las manos a partir de ahora, en vez de
llamarse handball, se comenzara a denominar football. Ahora bien, esta manera de pensar comienza
ya a forzar la naturaleza de las cosas, y por este camino acabaríamos irremediablemente abocados a
una total confusión. Y no se trata de una simple posibilidad teórica; hay quien, como ejemplo de
eufemismo, hable de as mujeres “ligeramente embarazadas” (¿?) y de otras cosas por el estilo.
El último de todos los peligros es, justamente, el de pensar que nosotros podemos cambiar la
naturaleza de las cosas. Pero, como ya hemos dicho, la naturaleza no se deja manipular fácilmente y
no perdona nunca. Seamos honestos: una mujer se encuentra embarazada o no se encuentra
embarazada, pero nunca medio o ligeramente embarazada; y en la misma línea, se puede demostrar
que el matrimonio es indisoluble, pero no existe razonamiento objetivo posible para demostrar que es
indisoluble en general, pero —simultáneamente— disoluble en algunos casos excepcionales o
particulares (que acaban siendo siempre la excepción que a uno personalmente le interesa o le afecta).
Más aún, el concepto de matrimonio en sí mismo excluye la idea de disolución (excepción hecha del
7 Ingeniería del amor(Apuntes sobre el amor conyugal), M&M Euroeditors, Sabadell 1997, p. 4.
11
caso de defunción), porque —por definición— es una alianza para toda la vida. Pero nuestra
capacidad de forzar la naturaleza de las cosas y de engañarnos es tal que ya resulta normal reclamar,
juntamente con el matrimonio “clásico” (indisoluble), otro tipo de matrimonio que contemple la
posibilidad del divorcio. Llegados a este punto, en el que ya no nombramos las cosas por su nombre,
entonces se produce una enorme confusión.
El Creador advirtió las consecuencias y riesgos de forzar la naturaleza de las cosas: «El día que
comas de él [el árbol de la ciencia del bien y del mal], morirás». Parece una afirmación exagerada. De
hecho, tal como veremos al comentar el tercer capítulo del Génesis, el Diablo se lo hizo creer así a
Eva. ¡Una exageración! ¡Pues no lo es! Sería realmente milagroso que, en un país como el nuestro en
el que —amparados por la ley— se puede eliminar la vida del no nacido (pronto también la del
enfermo o la del anciano), a la vez, se respirara paz y tranquilidad en las casas y en la calle. No nos
engañemos: o nos avenimos a respetar escrupulosamente la vida humana siempre, o no nos
lamentemos si —después de suspirar por el aborto y la eutanasia— aparecen personas que deciden
que también se pueden eliminar vidas humanas por otros motivos (los que a ellos les parezca). «El día
que comas de él, morirás»: advertidos estamos desde hace tiempo.
12
“libertad del taxi”. Ahora bien, quien pretenda este estilo de vida que tenga en cuenta la siguiente
advertencia: «La libertad existe para ser usada, no para ponerla en un cajón. La libertad, como
también pasa con el dinero, está hecha para gastarla en aquello que vale la pena. De la misma manera,
el taxi está libre para ser ocupado, no para “defender” su “libertad”, porque, entonces, permanecería
vacío y solo, y sin sentido. La libertad sin la entrega se frustra, es decir, queda condenada a la
absoluta soledad, al aburrimiento y a la desesperación más radical»10. Pasemos, pues, al tema de la
soledad..
10 SANTAMARÍA, M., Ecologia sexual, o.c., pp. 46-47. La traducción del catalán al castellano es nuestra.
11 Recordemos que amar es identificarse o adherirse a la persona amada, respetando su manera de ser y buscando su perfección: el
amor se parece más a la fusión de dos metales dando “vida” a una nueva realidad, que a la simple yuxtaposición o mezcla de dos elementos.
13
pero, a la vez, de la misma naturaleza. Las cosas cambiarán con el sopor (sueño) originario: por obra
del Señor Dios, el hombre (que hasta ahora aparecía en Gn 2 sin referencia sexual) se “sumerge” en
un sueño profundo, como queriendo significar que Dios lo prepara para un nuevo acto creador.
Cuando se despierte, las cosas ya no serán de igual manera: «El círculo de la soledad del hombre-
persona se rompe, porque el primer “hombre” despierta de su sueño como “varón y mujer”» (AG
7.XI.79, 3). Este hombre (ahora ya claramente como varón o como mujer), llamado a amar, llamado a
ser imagen de Dios «podía formarse sólo a base de una “doble soledad” del varón y de la mujer» (AG
14.XI.79, 2)12.
12 En este comentario, Juan Pablo II juega con un segundo significado de “soledad”: el hombre mismo es soledad en el sentido de
que tiene interioridad (o subjetividad) y conciencia. Cada persona, precisamente por su espiritualidad-interioridad, es un universo único,
original e irrepetible.
14
Si, como ya se ha dicho, toda criatura es un don del Creador («incorpora en sí el signo del don»),
con mucho mayor motivo hay que afirmarlo del hombre, ya que sólo a él Dios lo ha amado por sí
mismo13. Pues bien, es gracias a este cuerpo “personalizado” que la persona puede llegar a hacerse un
don para los otros (tal como lo son las Personas divinas). Así, «el hombre, al que Dios ha creado
“varón” y “mujer”, lleva impresa en el cuerpo, desde el principio, la imagen divina; varón y mujer
constituyen como dos diversos modos del humano “ser cuerpo” en la unidad de esa imagen» (AG
2.I.80, 2).
En fin, para la Humanidad, la sexualidad no puede ser un tema tabú, sino que se trata de un tema
sagrado. Por eso, hay que tratar de ello (porque no es tabú), pero conviene tratarlo con delicadeza
(porque es sagrado).
13 Afirmación básica de GS 24, que Juan Pablo II no deja de repetir una y otra vez.
14 Esta homogeneidad es enseñada (de una manera arcaica, metafórica e imaginativa) por el texto bíblico cuando afirma que «de la
costilla que había tomado del hombre, formó una mujer y la presentó al hombre» (Gn 2, 22). Cf. AG 7.XI.79, 4.
15
oído. Esto, que lo sabe muy bien el Diablo, da la impresión de que muchos ni lo sospechan. El Diablo
no le promete a Eva placer sensual ni aventuras, sino mayor conocimiento y seguridad.
En fin, lo que es más propio del amor femenino es “seducirlo” (atraerle); lo que es peculiar del
hombre que sabe amar es “conquistarla”, es decir, ganar su favor, ya que ella, para “sentir” el amor,
antes ha de “saberse” amada15. Así, aparecen ante nosotros como dos misiones amorosas distintas: la
mujer espiritualiza el amor del hombre; éste protege la perfección de ella. La femineidad y la
masculinidad comportan dos modulaciones amorosas diversas y, a la vez, complementarias. Como ha
escrito Juan Pablo II, «la mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento
de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo humano tanto
como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria (...). Sólo gracias a la
dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino” lo humano se realiza plenamente» (CD 7). Ambas
cosas son buenas; lo que conviene es procurar el mutuo perfeccionamiento con el enriquecimiento
que resulta de la aportación de humanidad peculiar de cada uno.
Por un lado, ya que el hombre vive del grado de perfección que le ha de exigir su mujer, a él le
corresponde velar por la dignidad y la seguridad de ella. Es más: el hombre aprende a amar
protegiendo a la mujer, es decir, acompañándola y, después del pecado original, acompañándola en su
sufrimiento. Y, cuando se dice que la mujer ha de ser ayudada por el hombre, no se pretende decir
que la mujer sea inferior (que no lo es). Es justamente todo lo contrario: ella, por su estilo amoroso
más espiritualista, tiene más capacidad para fijarse en los detalles (¡el amor es delicado!), es más
intuitiva y es capaz de “pescar” sobre la marcha los problemas de los otros (¡el amor es servicial!) y,
en conjunto, la mujer está más expuesta al sufrimiento (¡recuérdese a Jesucristo en la Cruz!: el amor
hace sufrir). Ella, que «no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás» (MD 30) y
que «a menudo sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre» (MD 19), no quiere ni puede
prescindir de quien la tiene que acompañar en el camino del amor.
Un autor comparaba el amor de la mujer con el sonido de un arpa: éste es un instrumento difícil
de afinar, pero si suena bien es el sonido más delicado que uno puede escuchar. Y añadía que el amor
del hombre, en cambio, se parece al sonido de la guitarra: es más fácil de acordar, pero también es
verdad que produce un sonido menos fino que el del arpa. Esta enorme capacidad de sufrir (que es la
justa correlación de una gran capacidad de amar) está reclamando un complemento; una ayuda
tranquilizadora y reposada. Y, para poder hacer eso, es muy importante el hábito de la pureza
corporal, del que hablaremos un poco más adelante.
16
Eva y Adán, en el estado de justicia original, se aman espontáneamente; se complementan de
manera “automática”; viven una suerte de armonía originaria. Pero, en esta “armonía” la mujer tiene
un protagonismo: ella es y ha de ser el punto de referencia. Pero “dominar el dominio” es una tarea
muy sutil y delicada. Por eso, el Creador ha hecho que la mujer tenga un “qué” misterioso (tanto en
su cuerpo como en su espíritu) que atrae poderosamente al hombre, tanto que él depende de ella:
Adán vive encantado por Eva. Insistimos: el Enemigo, para provocar la caída de la Humanidad, se
enfrentó con Eva.
Ciertamente, a Eva nunca le hubiese agradado un Adán “colgado”, flacucho, flojo, esmirriado,
cobarde y miedoso. Eva, para equilibrar —compensar— su gran capacidad de amar y de sufrir,
necesitaba una ayuda, un compañero, un hermano que la defendiera con fortaleza y delicadeza. Y
aquí se encuentra el quid de la cuestión. Da la impresión de que Dios ha puesto en el hombre la
fortaleza física y ha dejado para el amor de Eva la segunda parte: el despertar, la educación y la
modulación de la delicadeza (es decir, la espiritualización) de esa fortaleza; fortaleza que ha de ser no
solamente física, sino también espiritual (interior). El dominio físico es coacción; el “dominio”
espiritual es para el amor. «La mujer —en nombre de la liberación del “dominio” del hombre— no
puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia “originalidad”
femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a “realizarse” y podría,
en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial» (MD 10).
17
“desnudos”, porque son libres de la misma libertad del don» (AG 16.I.80, 1). Es decir, nada (ningún
vicio ni debilidad) les impedía vivir la libertad para la entrega; aquella situación «no conocía ruptura
interior ni contraposición entre lo que es espiritual y lo que es sensible (...), entre lo que
humanamente constituye la persona y lo en el hombre determina el sexo: lo que es masculino y
femenino» (AG 2.I.80, 1). Gozaban de un perfecto autodominio del cuerpo. Así, en el estado de
armonía originaria la libertad humana nunca era “aprovechada” para el entretenimiento propio, sino
que siempre y únicamente era “disfrutada” para la entrega a los otros.
En el régimen actual de amor, es decir, en el amor del hombre histórico, hemos de aspirar al qué
del amor original, mientras que el cómo nos lo mostrará la entrega de Jesús: una donación mediada
por la conversión y el espíritu de sacrificio.
18
II. EL AMOR DEL HOMBRE HISTÓRICO
19
aquello que el Creador había indicado en los orígenes (que podían comer de todos los árboles,
excepto del de la ciencia del bien y del mal). Además, expresándose de esa manera, el Diablo intenta
dar una imagen negativa y antipática de la ley moral; una ley no para amar y defender el amor de la
Humanidad, sino para limitar y restringir su libertad. «La misma descripción bíblica [de Gn 3,1-5]
parece poner particularmente en evidencia el momento clave, cuando en el corazón del hombre el don
[del amor de Dios] es puesto en duda (...). Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más
profundo de la donación, es decir, el amor como motivo específico de la creación y de la Alianza
originaria (cf. especialmente Gn 3,5), el hombre vuelve las espaldas al Dios-Amor, al “Padre”. En
cierto sentido, lo rechaza de su corazón» (AG 30.IV.80, 4). De esta manera, aceptando esta imagen
falsa de la ley moral y de Dios —«un Dios celoso de sus prerrogativas» (CEC 399)—, «el hombre,
tentado por el Diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador» (CEC 397).
Mientras escuchaba eso, Eva todavía conservaba la lucidez mental y se resiste: «La mujer
respondió a la serpiente: ‘Podemos comer del fruto de los árboles del jardín; pero Dios nos ha
mandado: No comáis ni toquéis del fruto del árbol que está en medio del jardín, pues moriríais’ (Gn
3,2). El tono de la respuesta diabólica introduce el aire de la ridiculez: «¡De ninguna manera!» (que es
como decir, «¡a dónde vas a parar!»). Y añade: «No moriréis en modo alguno». Y seguidamente le
pone la zancadilla definitiva (definitiva, sobre todo, para una mentalidad femenina), ya que la lleva al
terreno de las comparaciones: «Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Ibidem). Eva, que
como mujer tiene sensibilidad por su propia imagen, nunca se había comparado ni con Adán ni con
nadie, y ahora le resulta atrayente hacerlo con Dios (llegar a adquirir la sabiduría de Jahvé).
Eva da el primer paso y después, arrastrado por ella (atraído negativamente), lo hará Adán: «La
mujer —leemos de nuevo el Génesis— tomó de su fruto, comió, y a su vez dio a su marido que
también comió» (Gn 3,6). No se trata de culpar a la mujer de nada, sino que más bien conviene
destacar su protagonismo. De hecho, Adán ni tan sólo se resiste: ¡hace —sin discutir— lo que ella ha
hecho! Aquél era el último paso que Adán había de dar tras su mujer secundada de manera dócil y
amable. A partir de aquel momento, las cosas se complicarían, sobre todo para Eva.
20
hombre, en sus orígenes, disfrutaba en su relación con Dios—, el hombre y su mujer se ocultaron de
la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín» (Gn 3, 8). También es la primera vez que
experimentan el sentimiento del miedo y, nuevamente, reaccionan escondiéndose. Este esconderse es
también un dinamismo absolutamente atípico del amor, ya que amar comporta “apertura” hacia los
otros. «La vergüenza originaria del cuerpo es ya miedo y anuncia la inquietud de una conciencia
constreñida por la concupiscencia. El cuerpo que no se somete al espíritu, como en el estado de
inocencia, lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y, de algún modo, amenaza la
unidad del hombre-persona, es decir, su naturaleza moral» (AG 28.V.80, 3); la vergüenza «confirma
que se ha resquebrajado la capacidad originaria de autodonación recíproca (...), como si el cuerpo, en
su masculinidad y feminidad, dejara de constituir el “insospechable” substrato de la comunión de las
personas» (AG 4.VI.80, 2), para degenerar en «elemento de recíproca contraposición de personas»
(Ibidem).
Dios tiene “necesidad” de buscar nuevamente al hombre, aunque ahora se trata de una búsqueda
bien distinta de la que habíamos comentado en el primer apartado de este libro. Una búsqueda que —
por parte de Dios— todavía sigue vigente, porque la huida del hombre aún dura. Juan Pablo II lo
describe de una manera maravillosa: «¿Por qué lo busca [al hombre]? Porque el hombre se ha alejado
de Él, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (cf. Gn 3,8-10). el hombre se
ha dejado extraviar por el enemigo de Dios (cf. Gn 3,13). Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de
ser él ismo Dios, y de poder conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio
sin tener que contar con la voluntad divina (cf. Gn 3,5)» (TMA 7).
La prueba de que la armonía original se había perdido es que cuando Dios pregunta, en primer
lugar, a Adán dónde estaba, él respondió: «Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba
desnudo; por eso me oculté» (Gn 3,10). Dios, entonces, se da cuenta del problema y le pregunta
inmediatamente si ha tomado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Adán, en lugar de
asumir la responsabilidad, endosa el “paquete” a Eva y a Dios: «La mujer que me diste por
compañera me dio del árbol y comí» (Gn 3,12), casi como si la culpa la tuviera el propio Dios por
haberle puesto a su lado aquella compañera. Jahvé después pregunta a Eva, y... lo mismo: «La
serpiente me engañó y comí» (Gn 3,13): la culpa siempre la tiene “otro”. En fin, la mujer ya no
orienta al hombre (se ha distraído comparándose con Dios); el hombre ya no defiende a la mujer (la
ha dejado dialogar con otro; ha permitido que se deslumbrara con un espejismo; le endosa la culpa de
su desgracia, etc.). ¡Van con el paso cambiado!
21
mujer o que, en todo caso, ella lo acusa más que el varón» (AG 30.VII.80, 1). De ese modo, si bien
ambos dos deberán hacer su trabajo con cansancio y sacrificio, las dificultades en su relación de
pareja pesarán especialmente sobre la que estaba llamada a ser la ayuda adecuada para Adán. Ella,
además de ver multiplicados los dolores de sus partos, ha de escuchar de Jahvé Dios que «hacia tu
marido tu instinto te empujará y él te dominará» (Gn 3,16). Es un mensaje breve, pero de largas
consecuencias.
El análisis de Gn 2,23-25 «muestra precisamente la responsabilidad del varón de acoger la
feminidad como don, y de corresponderla con un mutuo y recíproco intercambio. En abierto contraste
con esto está el hecho de intentar conseguir la donación de la mujer mediante la concupiscencia» (AG
30.VII.80, 2). Y, efectivamente, «desde el momento en que el varón la “domina”, la comunión de
personas (...) degenera en una relación mutua distinta, una relación de posesión del otro como objeto
del propio deseo» (AG 25.VI.80, 3).
Además, a partir de aquel momento, el ejercicio del encanto femenino ya no será tampoco
automático o espontáneo. Eva, de la misma manera que continúa llamada a tener hijos, también sigue
destinada a liderar la creación, pero esta función también deberá ejercerla con un esfuerzo inteligente:
la relación de ella respecto a su marido tenderá a manifestarse con un deseo tintado de afán y ardor
(cf. AG 25.VI.80, 3). Recordemos cómo Adán no discute con Eva en el momento del pecado original:
a partir de ahora las relaciones mutuas estarán sometidas a tensiones.
Y lo que es peor: si Eva no logra hacerlo bien, ella lo pagará teniendo que sufrir la dominación
masculina, ya que la relación de él ante su esposa tenderá a manifestarse con un deseo marcado por el
dominio (cf. Ibidem). «Pero el dominio del hombre no es espiritual, es corporal: se impone, entonces,
la ley del más fuerte físicamente y es así como tantas mujeres —por no saber atraer al hombre con el
espíritu y pensando haberse liberado— se meten en callejones sin salida, lo pasan mal, se dejan tratar
(¡lo provocan!) de modo indigno, son dominadas por la fuerza sensual del hombre y pierden su
libertad y su encanto. Mujeres que han renunciado a una importante misión de toda fémina:
espiritualizar el amor del hombre»17.
Desgraciadamente, la crisis moral —que es, sobre todo, crisis espiritual— hace que muchas
mujeres ejerzan equivocadamente su encanto femenino: en lugar de hacer una aportación espiritual,
capaz de modular el amor masculino, compiten entre ellas con un plus de exasperación corporal. La
liberación sexual de la mujer, es liberación —sobre todo— para el hombre, que ya puede hacer lo que
quiere sin ningún tipo de freno. «Si la mujer no sabe generar fascinación con un amor espiritual,
entonces ella sufre: acaba perdiendo el “control” del hombre o lo “mal-controla”18.
17 El matrimonio de María y José (Reflexiones sobre el amor conyugal), M&M Euroeditors, Sabadell 1996, p. 65.
18 IBIDEM.
22
Y así fue: los egipcios no tardaron en comentar la jugada, de tal manera que los comentarios
llegaron hasta los oídos del Faraón, y Sara fue, finalmente, conducida a su palacio. «A Abraham le
fue bien gracias a ella y obtuvo ovejas y vacas, asnos, esclavos y esclavas, asnas y camellos» (Gn
12,15-16).
Afortunadamente, Dios protegió a Abraham y permitió que al Faraón le surgieran todo tipo de
problemas y tropiezos mientras Sara permanecía en el palacio. La cosa llegó a tal punto que el
egipcio comenzó a sospechar y, finalmente, averiguó que Sara era —de hecho— la esposa de
Abraham. El Faraón debía andar tan agobiado por tantas complicaciones que le ahogaban en aquel
momento, que llamó a Abraham y le rogó que se marchara lejos de allí con su esposa y con todo lo
que poseía. Si no fuera por los condicionantes culturales de aquella época, habría que rasgarse las
vestiduras frente a la actitud de Abraham, un hombre reiteradamente elogiado en la Sagrada Escritura
por su fe.
Otro caso que también llama la atención es el de Lot, un sobrino de Abraham. Era un hombre
honrado. De hecho fue el único que se salvó de la “quema” de Sodoma y Gomorra. La cuestión es
que unos misteriosos personajes se presentaron en el campamento de Abraham y, después de
anunciarle que milagrosamente tendría descendencia, le avisaron de que las dos ciudades
mencionadas serían aniquiladas por causa de la multitud de sus pecados (¡precisamente de
impureza!). Abraham mantiene con Dios un diálogo filial, intercediendo por aquellas poblaciones.
Finalmente, «los dos ángeles llegaron a Sodoma al atardecer» (Gn 19,1).
Lot, que era un hombre acogedor como su tío, estaba sentado a la puerta de la ciudad y, tan
pronto como los vio, corrió hacia ellos y los invitó a su casa. La llegada de aquellos ángeles (que se
mostraban con el aspecto de hombre) creó sospechas entre los ciudadanos de Sodoma, de tal manera
que —cuando en casa de Lot aún no se habían retirado a descansar— se presentaron allí reclamando
la presencia de aquellas dos personas, a fin de ajusticiarlas. La reacción de Lot, que —
recordémoslo— fue el único que se salvó de la “quema”, es sorprendente: «‘Por favor, hermanos
míos, no cometáis tal maldad. Mirad, tengo dos hijas que aún no han conocido varón, voy a
sacároslas y haced con ellas lo que queráis; ahora bien, a estos hombres no les hagáis nada’» (Gn
19,7-8). De nuevo afortunadamente, tampoco les sucedió ningún mal a las hijas de Lot (los dos
ángeles se encargaron de cegar y dispersar a los habitantes que los asediaban) y al día siguiente
fueron las únicas personas que, con su padre, se salvaron del castigo.
No nos resultaría difícil sacar a la luz otros malos ejemplos de discriminación de la mujer.
Hemos seleccionado estos dos para destacar los fuertes condicionantes culturales que pesan sobre
ella. Tanto Abraham como Lot son figuras que Dios defiende y, con todo (sin culpa moral, diríamos)
se ven afectados por una mentalidad que perjudica gravemente a la mujer. Muchos hombres de
nuestros días se rasgarían las vestiduras si conocieran estas historias. Sin embargo, es de temer que
Abraham y Lot —incluso teniendo en cuenta los prejuicios culturales de su época— se
escandalizarían al comprobar cómo hoy día, después de dos mil años de redención, sigue de mal
parada la mujer (y, además, con fina sutileza, ya que no son pocas las que habiéndose esclavizado
piensan haberse liberado).
Juan Pablo II lo ha denunciado y ha pedido disculpas por ello: «Cuando leemos en la descripción
bíblica las palabras dirigidas a la mujer: ‘Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará’ (Gn 3,16),
descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta “unidad de los
dos” (...). Pero esta amenaza es más grave para la mujer» (MD 10). Y, en realidad, «¡cuántas veces
(...) la mujer paga por el propio pecado (...), pero solamente paga ella, y paga sola!» (MD 14).
23
hombre y de su vocación. Además, tratándose del hombre histórico, hay que tener en cuenta el “plus”
de valor que incorpora este cuerpo por el hecho de que es un cuerpo redimido, es decir, adquirido
«pagando un alto precio» (1 Cor 6,20): «La realidad de la redención, que es también “redención del
cuerpo”, constituye dicha fuente [de mayor dignidad del cuerpo] (AG 11.II.81, 4).
Así, el hombre debe amar con el cuerpo, que —como ya se ha dicho— está “diseñado” para el
amor (sólo el ser humano puede guiñar el ojo, enamorar con una mirada, sonreír, acariciar...). Es
decir, el cuerpo humano tiene un “significado esponsalicio”; es apto para la comunión de las
personas. Pero no basta con el “diseño”, sino que —después del pecado original— hay que “entrenar”
el cuerpo con el fin de saber amar con el cuerpo. Éste es un arte que se aprende con el hábito de la
pureza, entendida como una “tarea” y una “pedagogía” (una espiritualización) del cuerpo, de manera
que éste sea signo (o reflejo) de la persona y materia de la comunión interpersonal (cf. AG 8.IV.81, 2
y 4).
En el estado de justicia original las realidades mantenían una perfecta coordinación y ordenación
jerárquica: el hombre respecto a Dios, las pasiones respecto a la razón, el cuerpo respecto al alma.
Después del desorden original, se han generado otros tipos de desorden y, en concreto, la ordenación
del cuerpo al alma ya no es espontánea: los dinamismos corporales ya no tienden siempre a reflejar
espontáneamente los dinamismos del corazón. Este fenómeno es lo que —en teología moral—
denominamos “concupiscencia”: «Limitación, infracción e, incluso, deformación del significado
esponsalicio del cuerpo» (AG 25.VI.80, 6).
En esta situación, «la feminidad y la masculinidad, en su mutua relación, parecen no ser ya
expresión del espíritu que tiende a la comunión personal, quedando solamente como objeto de
atracción» (AG 23.VII.80, 1) y, así, la sexualidad comienza a manifestarse como una fuerza
autónoma, que provoca una especie de “constricción” del cuerpo, que, a su vez, limita las
posibilidades de expresión del espíritu y la experiencia de la donación de la persona. En fin, si bien la
concupiscencia no anula ese significado del cuerpo, sí es real que lo amenaza, motivo por el cual —
como decíamos— nos es necesaria una pedagogía del cuerpo para que éste pueda ser verdaderamente
un fiel espejo del alma.
Un prejuicio muy extendido en nuestra cultura consiste en reducir el ámbito de la pureza y de la
castidad corporal a la esfera genital, como si la virtud de la pureza tuviese que consistir en reprimirse,
aguantarse o, en el mejor de los casos, en una suerte de decencia corporal. Esto es ridículo y
caricaturesco: ¡la pureza es algo de un alcance mucho más profundo!; es un saber amar con todo el
cuerpo, «la pureza es exigencia del amor» (AG 3.XII.80, 7) y, desde la perspectiva teológica de la
redención, la pureza está llamada a ser «gloria del cuerpo humano ante de Dios» (AG 18.III.81, 3). Es
todo nuestro entero ser (y no solamente el corporal, sino también el psico-somático y espiritual) quien
rezuma sexualidad: la masculinidad y la feminidad están presentes en la manera de expresarse, de
gesticular, mirar, pensar, sentir, etc. En último término, la pureza ha de incidir particularmente sobre
el “corazón”, que —en definitiva— es «donde se desarrolla la más íntima y, en cierto sentido, la más
esencial trama de la historia» (AG 8.IV.81, 1). No es infrecuente (ni casual) que aquellos que hacen
ostentación de “valentía” sexual sean, a la vez, unos perfectos maleducados (en las maneras de hablar
y en sus pensamientos) y cobardes (absolutamente incapaces de defender una mujer y una familia),
con un corazón de lo más egoísta.
Justamente, la pureza —además de otorgarnos la integración de nuestras facultades— capacita
para la reserva del propio cuerpo. Sí, el cuerpo hay que reservarlo. El significado esponsalicio del
cuerpo hace que éste sea apto para el compromiso. Pero no se puede mantener un compromiso
corporal sin el entrenamiento del que ahora estamos hablando. Precisamente, el Señor recuerda a los
judíos que, si Moisés les había permitido la carta de divorcio era por la dureza de sus corazones (cf.
Mt 19,8). Pero, para defender a una mujer y a una familia lo que hace falta no es la dureza, sino algo
muy diferente: fortaleza.
En efecto, el matrimonio (como también otros tipos de compromisos de entrega) supone la
donación de toda la vida personal a otro (una mujer, un hombre). Y el cuerpo es parte esencial de
nuestro yo: si comprometemos la vida, también comprometemos el cuerpo. La pureza sirve, por tanto,
para reservar el cuerpo para la esposa (para el esposo), sencillamente porque, cuando uno se ha
24
casado, su cuerpo ya no le pertenece: es de su cónyuge. No hay amor sin capacidad de reservar para
quien se lo merezca aquello que le ha sido dado. Y, ¿quién se merece “mi” intimidad corporal? Pues
aquél(lla) que ha comprometido “su” vida a favor de “mi” felicidad. Fuera de este marco, la donación
del yo corporal deja de ser manifestación de compromiso amoroso y degenera en un entretenimiento,
que impone la lógica del poseer el otro por fruición: el otro se convierte en puro “objeto”, que
«adquiere para mí un cierto significado en la medida en que lo manipulo y me sirvo de él, en la
medida en que lo uso» (AG 30.VII.80, 4).
El drama de estos juegos es que hacen daño: sencillamente, despersonalizan (diluyen) a la
persona: «La concupiscencia (...) quita al hombre la dignidad del don (...) y, en cierto sentido,
“despersonaliza” al hombre, convirtiéndolo en objeto “para el otro”: la mujer para el varón y
viceversa» (AG 23.VII.80, 4). Por este camino, el ser humano se difumina, porque está “diseñado”
para el amor y no para la “mecánica sexual”.
«La dignidad de la mujer ha sido dada como una tarea al hombre» (MD 14). Han pasado muchos
años desde aquel desorden original, y da la impresión que todavía nos hace falta recorrer mucho
camino en esta defensa de la dignidad de la mujer. Y no hay para el hombre defensa posible de la
dignidad de la mujer sin en cuerpo bien entrenado. He aquí la llamada a la responsabilidad que el
Santo Padre dirige al hombre, vinculando dicha llamada a la pureza en sus más profundas exigencias:
«‘Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’ (Mt 5,28).
Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad fundamental de su
responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad (...). Esta dignidad depende directamente de la
misma mujer (...), y al mismo tiempo es “dada como tarea al hombre”. De modo coherente, Cristo
apela a la responsabilidad del hombre (...). Por tanto, cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si
aquélla que le ha sido confiada como hermana (...), no se ha convertido para él en un “objeto”: objeto
de placer, de explotación» (MD 14).
Amor de dolor
«Ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un
mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»19. He
aquí uno de los logros más “paradójicos” del amor típicamente cristiano: el amor de dolor, o bien, si
se prefiere, el dolor de amor. En el apartado anterior hablábamos de saber amar con el cuerpo; ahora
nos referimos a un saber amar con el dolor.
Hemos comenzado este capítulo afirmando que, en la segunda etapa histórica del amor humano,
dos puntos de referencia nos interesaban principalmente: en primer lugar, la escena del momento en
que se vive el drama del pecado original y, en segundo término, la majestuosa entrega de Cristo en el
marco de su Pasión, donación amorosa caracterizada por el sacrificio y por el afán de perdonar a los
otros. Dicho en pocas palabras, el hombre histórico —ciertamente— puede amar, pero el suyo ha de
ser un amor tejido de sacrificio y de conversión. Y, a la vez, el o el sacrificio, si es querido o aceptado
por amor, se transforma en una fuente de felicidad tal como no puede haber otra en esta vida.
Cristo expresó esta “paradoja” a su manera y con perspectiva de eternidad: «En verdad, en
verdad os digo que, si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere,
produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la
guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-25).
También habíamos dicho que las reglas del amor (la ley moral, el qué del amor) no pueden
cambiar (si cambias el reglamento, entonces cambias también el “juego”). Adán y Eva, tentados
desde fuera por un “tercero” (de ellos mismos jamás hubiese salido esta tentación), caen en el
espejismo. Finalmente, en lugar de cambiar el amor, lo que consiguen es no amarse. El Diablo, si
bien no alcanza a hacer fracasar el gran proyecto de la creación (el amor y el bien siempre son más
grandes que el mal), sí que consigue introducir el dolor en la creación. Aparentemente, este dolor
sería la manifestación de que ya no es posible amar. De hecho, son muchas las voces que así lo
25
afirman: ¡cuántos dicen haberse separado porque tenían problemas! Y, sin embargo, Dios Encarnado
nos salva por medio de los problemas, a pesar de que se los podía haber ahorrado redimiéndonos de
alguna otra manera.
El Diablo quizá sospecharía que Dios ofrecería su perdón a los hombres por el pecado original.
Con todo, lo que no se habría imaginado nunca (ni él —el Diablo— ni nadie) es que Dios estaba
dispuesto a hacer una redención no solamente “perdonadora”, sino también amorosa, consoladora y
ejemplar. Amorosa y ejemplar porque no se ha conformado con perdonarnos, sino que ha querido
enseñarnos a amar a través del dolor. Y redención consoladora porque nos sentimos consolados al
vernos precedidos y acompañados por Dios en el camino del sufrimiento, que para Él fue el Camino
de la Cruz (el Via Crucis). Esta ha sido, precisamente, la gran revolución de Jesucristo. Casi
podríamos decir que ha valido la pena el pecado original, aunque no fuera más que para contemplar el
espectáculo de un Dios que sufre voluntariamente. ¡Quién se lo podía imaginar! ¿Cuántas veces se
oye decir que «el remedio ha sido peor que el mal»? Pues en este caso ha sido completamente al
revés: no es por nada que el Pregón de la vigilia pascual canta «¡Feliz culpa que mereció tal
Redentor!».
El dolor, este obligado e insidioso “compañero de viaje”, después del Camino de la Cruz, ha
quedado transformado: «En la Cruz de Cristo so sólo se ha cumplido la redención mediante el
sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido» (SD 19). Es decir, ahora,
el dolor puede tener otro sentido y puede tener otra fuerza, ya que a través del sufrimiento los
hombres nos podemos identificar con Dios (¿es un Dios que sufre!), y nos podemos identificar con
los proyectos de Dios (ya que los ha tramitado a través del dolor). Y decimos que «el dolor puede...»
porque el dolor tiene realmente este poder de transformación, a condición de que sea el dolor de
Jesucristo, el sufrimiento vivido al estilo de Jesús (un dolor discreto, servicial y filial). Éste es el
Rostro que Juan Pablo II nos invita a contemplar: «Misterio en el misterio» (NMI 25); «paradójica
confluencia de felicidad y dolor» (NMI 27).
26
todo con su propio sufrimiento. (...) Quiere responder desde la Cruz, desde el centro de su propio
sufrimiento. La respuesta es, ante todo, una llamada. Es una vocación. Cristo no explica
abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: ‘¡Sígueme!’, ‘¡ven!’, ‘¡toma parte
con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través del sufrimiento!, por
medio de mi Cruz’» (SD 18.26).
Desde el punto de vista sobrenatural, podríamos decir con el Dr. Cardó que «por amor al Padre y
por amor a los hombres, Cristo acepta y obedece (...). La gloria [del Padre] brillará más
esplendorosamente en las tinieblas de la muerte de Cristo que en los esplendores matinales de la
creación»21. Y, desde el punto de vista práctico, Jesucristo nos muestra que el amor más auténtico se
manifiesta en un saber sufrir sin hacer sufrir.
Amor de conversión
Además de saber sufrir sin hacer sufrir, en el momento supremo de la crucifixión, Jesucristo nos
muestra también que el amor genuino comporta un saber perdonar sin recordar. El hombre histórico,
que después del pecado original se relaciona con los otros frecuentemente con el “paso cambiado”, si
quiere amar tiene que hacerlo también a través de la conversión. Dicho con otras palabras, los
matrimonios que perseveran no son aquellos que no se enfadan nunca, sino los que saben perdonarse,
y, los más felices son los que saben perdonarse más rápidamente.
Si la imagen de un Dios que sufre nos infunde un enorme respeto, más admiración nos causa
todavía la figura de un Dios manso que goza perdonándonos. Ésta es una realidad que el propio
Catecismo de la Iglesia destaca cuando afirma que Dios «muestra su poder en el más alto grado
perdonando libremente los pecados» (n. 270). En este sentido, una persona que disfruta de la visión
cristiana de la vida tiene mucho de ganado: aquello que es de sentido común (son fieles al amor los
que saben pedir perdón y perdonar), Cristo nos lo confirma con toda suerte de palabras y gestos.
En cuanto a las palabras, nadie desconocerá la frecuencia con la que Él advirtió que no había
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se convirtieran; que no había venido a
curar a los sanos, sino a los enfermos (cf. Lc 5,31-32); que en el Reino del cielo hay más alegría por
un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión
(cf. Lc 15,1-10).
Y quizá la coronación más bella de sus propias palabras fue la famosa Parábola del hijo pródigo
(cf. Lc 15,11-32), que en realidad se hubiera debido bautizar con el título de la Parábola del Padre
rico en misericordia. “Paradójicamente”, en esta preciosa historieta el hermano que finalmente
progresa en el amor es el que se había equivocado (por más grave que fuera el error). En efecto,
viviendo disolutamente y saboreando la amargura de la soledad propia del “des-amor”, acaba
confiando en la figura del padre, de quien sabe que obtendrá el perdón. Con este supuesto perdón
podrá aspirar a rehacer su vida. Con todo, la respuesta del padre amoroso desborda las expectativas
del hijo: éste no se atreve a pedir más que simplemente ser admitido a vivir nuevamente con su padre,
si bien tratándolo como uno más de los jornaleros. La reacción del padre va mucho más allá: olvida
absolutamente el pasado y lo restituye plenamente en su condición de hijo.
En cambio, el hijo mayor —que afirmaba de sí mismo no haber transgredido nunca ninguno de
los mandatos de su padre— parece haber perdido el norte, hasta el punto de no valorar lo que
significa tener en esta vida un padre y una familia. Él no se alegra del retorno de su hermano ni quiere
asistir a la fiesta; lamenta que su padre, a pesar de no haberlo desobedecido, nunca le ha dado un
cabrito para montar fiesta con sus amigos. En el fondo, si bien externamente este hijo mayor
obedecía, en realidad, su corazón estaba lejos de su padre: no valoraba la alegría de tener un padre y,
en consecuencia, todo lo que echa en falta es un cabrito para divertirse.
Simón Pedro, que más tarde tendría que experimentar en primera persona lo que es amar a base
de conversión, fue quien preguntó al Maestro hasta cuántas veces debería perdonar al hermano que le
27
ofende: «¿Hasta siete?». «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22), es
decir, siempre: no hay otro modo de amar.
Si las palabras del Señor ya eran de por sí suficientemente elocuentes, no menos lo fueron sus
gestos. Jesús, durante la Pasión, se lo “traga” todo, hasta el punto de pedir al Padre que perdone la
acción de los que le estaban maltratando. Además, lo hace todo buscando el último atenuante que se
podía encontrar para aquella culpa: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La
verdad es que hace falta mucha bondad para pensar que aquellos hombres no sabían lo que hacían.
Pero así es Jesús y así nos instruye en el amor del hombre histórico. No digamos ya su reacción ante
el arrepentimiento del “Buen Ladrón” (cf. Lc 23,39-43): como si este hombre —malhechor como
había sido— nada de malo hubiese hecho jamás, lo “canoniza” antes de morir (realmente, es un caso
que no conoce precedentes). La respuesta de Cristo desborda toda expectativa.
Finalmente, vale la pena considerar el caso del propio Simón Pedro en contraste con Judas
Iscariote. Los dos tuvieron la desgracia de traicionar al Señor. Se suele hablar más de Judas como
traidor, pero hay que reconocer que Pedro la hizo también muy gorda: en el peor momento, cuando el
Señor era juzgado falsamente e hipócritamente, abofeteado, insultado, etc., Simón —padeciendo la
debilidad propia del hombre histórico— juró falsamente que no conocía a Jesús de Nazaret. Ya está
mal eso de jurar sin necesidad, peor es jurar en falso, pero horroroso ha de ser jurar falsamente
delante del propio Jesús-Dios. Probablemente, nunca habría sucedido ni jamás sucederá que alguien
jure en falso siendo consciente de tener físicamente delante a Dios mismo. La cuestión es que se oyó
el segundo canto del gallo y Simón acababa de negar a Cristo por tercera vez (cf. Mc 14,72).
Pero la diferencia entre Judas Iscariote y san Pedro no está en quien lo hizo peor de los dos
(ambos actuaron equivocadamente de manera gravísima). La diferencia entre el uno y el otro es que
el primero —que fue recibido amablemente por Jesús en Getsemaní— no pidió perdón ni creyó que
pudiera ser merecedor del perdón (se desesperó: cf. Mt 27,5) y, en cambio, el segundo «lloró
amargamente» (Mt 26,75), después de que el Señor, girándose, se le dirigió la mirada también
amablemente (cf. Lc 22,61).
Después, Jesucristo, una vez ya resucitado y puesto en medio de los Apóstoles (estando las
puertas cerradas), ni siquiera les recordó que le habían abandonado: sencillamente les dice «La paz
sea con vosotros» (Jn 20,19). El Señor no solamente los perdonó, sino que —por así decirlo— los
mantuvo en el “cargo”: fue un acierto, ya que —de hecho— todos entregaron finalmente sus vidas
por Dios.
«El que asciende —escribe san Gregorio de Nisa— no cesa nunca de ir de comienzo en
comienzo mediante comienzos que no tienen fin»22: tal es la condición del amor del hombre histórico.
28
III. EL AMOR DEL HOMBRE ESCATOLÓGICO
29
inmateriales) que, en sí mismas, no estén afectadas por los límites de la materia: para adquirir nuevos
conocimientos no hay límites, como tampoco para amar más. Santo Tomás de Aquino no podía dejar
de plantearse la cuestión. Su respuesta, además de sabia, está expuesta de manera bella: «Mientras
que los bienes sensibles nos cansan cuando los poseemos, los bienes espirituales, al contrario, los
amamos más cuanto más los poseemos; porque éstos no se gastan ni se agotan, y son capaces de
producir en nosotros una alegría siempre nueva»24.
Esta dinámica sin límites —que realmente el hombre puede experimentar— reclama eternidad:
sería contradictorio poseer esta capacidad y que, súbitamente, con la muerte se viera frustrada. ¡La
muerte!: «Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su punto álgido» (GS 18). Ante
este enigma, el hombre no puede ignorar la “tensión de eternidad” que lleva en su interioridad más
profunda. El Concilio Vaticano II, todavía en el mismo lugar que acabamos de citar, afirma que el
hombre, «por un instinto de su corazón, piensa bien cuando detesta y le repugna una ruina total y una
pérdida definitiva de su persona. La semilla de eternidad que en sí mismo lleva, y que es irreductible
a la sola materia, se rebela contra la muerte. Todos los logros de la técnica, por muy útiles que sean,
nada sirven para calmar la angustia del hombre: pues la prolongación de la longevidad biológica no
puede satisfacer el deseo de una vida futura que está enraizado en su corazón y no se puede arrancar».
El hombre es el único viviente de la Tierra que sabe que ha de morir: el hombre es el único
viviente que puede (y debe) “gestionar” la muerte, imprimiendo un sentido de eternidad a cada
segundo de su tiempo, sin olvidar aquello que se repetía a sí misma santa Teresa de Lisieux: «La vida
es tu nave, no tu morada»25.
24
STO. TOMÁS DE AQUINO, STh I-II, q. 2, a. 1, ad 3.
25 TERESA DE LISIEUX, Historia de un alma, Ed. Monte Carmelo (5ª edición), Burgos 2000, p. 111.
26 JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, o.c., p. 185.
30
“ocupados”, han de buscar entretenimientos, siempre basados en la (relativa) fruición de la
comodidad, anclada en el aquí y ahora. Son los mismos de la “libertad del taxi”, los de la absurda
libertad del “no compromiso”. Entonces uno trata de procurarse la trepidación de la dimensión
corporal, que causa la inhibición y somnolencia de la interioridad, y, consecuentemente, la
despreocupación (miopía o pánico) por la eternidad.
En conjunto, esta “cultura del entretenimiento” no es más que una versión moderna de la ya
clásica huida del hombre. De la misma manera que el hombre de los orígenes, una vez consumado el
desorden moral original, comenzó a esconderse de Dios, también el hombre histórico contemporáneo
(tan aficionado como es a reinventar el orden moral) huye de Dios, a pesar de que procura hacerlo de
una manera tan “elegante”, tal como es la de declarar que ni Él ni su eternidad existen (o por lo
menos, que nada —ni a favor ni en contra— puede afirmarse a ciencia cierta). ¡Miserable huida!:
cuando el hombre huye de Dios, los dioses acaban por alcanzarlo. Y, ¡ya tenemos demasiado personal
“alcanzado” por falsos dioses!
Una vez más, todas estas consideraciones, que son de sentido común y de experiencia cotidiana,
las encontramos confirmadas por las palabras de Jesucristo: «Vigilad sobre vosotros mismos para que
vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y no
sobrevenga aquel día de improviso sobre vosotros» (Lc 21,34-35). El Señor, en consecuencia, nos
invita a cultivar los horizontes de eternidad, los únicos capaces de proporcionar un sentido amoroso a
nuestro tiempo: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen (...).
Amontonad, en cambio, tesoros en el Cielo» (Mt 6,19-20). Un Padre de la Iglesia —san Julián de
Toledo (+ a. 683)— lo comentaba diciendo que «todos los hombres temen la muerte de la carne, y
pocos la del alma. Todos procuran que no llegue la muerte de la carne, que ciertamente ha de llegar
algún día; por eso sufren. Se esfuerza para no morir, el hombre que ha de morir; y no se esfuerza para
no pecar, el hombre que ha de vivir eternamente»27.
31
Precisamente es la eternidad donde podremos amar sin los obstáculos (malentendidos, separación
física, mutuo desconocimiento, etc.) y sin las amenazas de esta vida (libertad defectible, entornos con
un ambiente poco adecuado para el amor, etc.). Con la muerte se rompe el vínculo jurídico del
matrimonio (ya no es necesario), pero el amor sigue vigente. La vida matrimonial, en el fondo, es
como un "noviazgo", durante el cual nos es dada la oportunidad de aprender a amar y de
enamorarnos, sabiendo que en la eternidad viviremos del grado de enamoramiento alcanzado en la
tierra, aunque potenciado por la visión beatífica»28.
Adoptar una perspectiva nupcial de la vida significa que uno vive más de proyectos que de
recuerdos. El espíritu enamorado, el espíritu que se mantiene joven, no olvida los recuerdos, pero
vive fundamentalmente de proyectos, vive la alegría propia de quien trabaja en el presente para
alcanzar las ilusiones del futuro. El noviazgo se nos presenta como un tiempo de proyectos y de
ilusiones, un tiempo alegre preparación para aquello que ha de llegar a ser la plenitud (el
matrimonio). No es el noviazgo un tiempo de entretenimiento (no sirve para eso) o una simple
situación provisional, llamada a desaparecer sin más, sino que es un tiempo de preparación (y
preparación ya es donación) destinado a tener una continuidad dentro de la plenitud: uno se casa,
justamente, con la que es su prometida (no con otra). Por el hecho real de que podemos amar, y que el
amor reclama eternidad, al hombre le conviene enfocar la vida misma con esta motivadora
orientación de futuro, propia de la etapa nupcial que precede a las bodas.
Y de la misma manera que el noviazgo no es mera situación provisional, destinada a diluirse,
tampoco lo es la vida en el tiempo. Si el noviazgo es la preparación para las bodas, el tiempo de esta
vida puede llegar a ser preparación para la eternidad. De ahí la propuesta del Papa de santificar el
tiempo: «En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental» (TMA 10). Por tanto, hay
que imprimir a cada segundo de nuestro tiempo un sentido de eternidad, ya que tal como vivamos
este tiempo así resultará ser nuestra eternidad. Entre el tiempo y la eternidad (como también ocurre
con el noviazgo y las bodas), si bien hay una discontinuidad, también hay una fundamental
continuidad.
32
A título de simple ilustración, salvando las distancias, Platón —¡unos cuatro siglos antes de
Crsito!— manifiesta en su diálogo Fedón el convencimiento de una vida de inmortalidad del alma
humana en un “mundo” que no se ve capaz de describir. Platón pone sus pensamientos en las palabras
de su querido maestro: es el propio Sócrates, instantes antes de la ejecución de su pena de muerte,
quien habla de estas cuestiones a los que le acompañan en aquel dramático momento. No duda de que
el destino de las almas más allá de la muerte está en función del comportamiento mantenido en esta
vida (¡hay una continuidad!): «Aquéllos a quienes se les reconoce una vida santa (...) son recibidos en
las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán». Efectivamente, Sócrates augura para los hombres
virtuosos un más allá que, incluso, trata de describir con imágenes: «Son acogidos en parajes todavía
más admirables que no es fácil describiros», a pesar de que —añade— aquellas imágenes no logran
mostrar lo que en realidad se encontrarán; es más, «lo que un hombre prudente no debe hacer es
sostener que las cosas sean tal como os las he descrito».
33
entendimiento; no es accesible más que en la fe» (CEC 1000). Además, la resurrección de Jesucristo
con su propio Cuerpo es la mejor garantía para el hombre de su retorno final al árbol de la Vida, del
que fue alejado en el momento del pecado original (cf. AG 3.II.82, 1)29. A partir de este punto, todo lo
que hayamos de reflexionar deberá respetar y ajustarse a tres principios básicos: 1. «Cristo, modelo y
causa ejemplar de nuestra resurrección»; 2. «Discontinuidad dentro de una fundamental continuidad»;
3. «Justa ordenación y subordinación de las realidades».
Cristo es modelo y causa ejemplar de la resurrección de nuestro cuerpo. Hay una afirmación del
Concilio Vaticano II que Juan Pablo ha repetido una y mil veces: «El misterio del hombre no se
ilumina verdaderamente, sino en el misterio del Verbo encarnado (...). Cristo (...) muestra plenamente
lo que es el hombre al hombre mismo» (GS 22). Esta afirmación es para nosotros un principio
orientador básico. El hecho es que Jesucristo resucitó con cuerpo; más aún, con su propio Cuerpo. Y
Él lo hace notar expresamente: mientras que, turbados y llenos de susto, los Apóstoles no acababan
de hacerse cargo de lo que estaban viendo, Jesús resucitado les dijo: «Soy yo mismo» (Lc 24,39).
En otros pasajes de la Sagrada Escritura (especialmente del Nuevo Testamento), gradualmente,
es afirmada la resurrección del cuerpo: «La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente
por Dios a su Pueblo» (CEC 992). Pero, más allá de la revelación de la resurrección de los cuerpos
humanos, lo que nos interesa particularmente es la resurrección del Cuerpo de Cristo. La
contemplación del Cuerpo de Jesucristo resucitado abrirá paso al comentario de los otros dos
principios básicos, vertebradores de lo que podamos decir acerca del amor del hombre escatológico.
34
Hay una continuidad, ya que se trata del mismo Cuerpo; pero, simultáneamente, hay
discontinuidad: no es exactamente como antes (hay una diversidad cualitativa). Más bien dicho, hay
como una cierta discontinuidad en medio de una fundamental continuidad. Este factor debe ser
tomado en cuenta cuando reflexionemos sobre el amor del hombre histórico que deviene hombre
escatológico.
En este sentido es también muy sintomático lo que afirma el Concilio Vaticano II en relación a la
tierra nueva y al cielo nuevo: «No conocemos tampoco el modo en que se ha de transformar el
cosmos» (GS 39). Este “transformar” —que es distinto del simple “aniquilar”— ya da idea de
discontinuidad-continuidad. Pero, a la vez, el Concilio advierte contra lo que podríamos denominar
un “exceso de visión escatológica” de aquéllos que, pensando que el mundo presente está destinado a
desaparecer, pierden interés por su cultivo: «La esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino
más bien estimular el empeño por cultivar esta tierra en donde crece ese Cuerpo de la nueva familia
humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo» (Ibidem). Es decir, la
configuración del mundo futuro no es ajena a lo que ahora hagamos en el mundo presente. Por tanto,
sin concretar los detalles —que no los podemos imaginar— sí que es cierto que aparece nuevamente
este interesante elemento de continuidad entre el mundo presente y el futuro.
Estas consideraciones tienen una aplicación práctica para el hombre histórico: el amor del
hombre escatológico está condicionado por el amor que este mismo hombre haya vivido en su etapa
histórica. Lo que queremos decir, está muy bien expresado en lo que escribió el beato Josemaría:
«Me llenó de gozo ver que comprendías lo que te dije: tú y yo tenemos que obrar y vivir y morir
como enamorados, y “viviremos” así eternamente»30. Con otras palabras, el propio san Agustín,
comentando el Salmo 148, expresaba la misma intuición: «Nadie será idóneo para la vida futura si no
se ha preparado para ello». Es este elemento de continuidad lo que avala lo que antes sugeríamos del
perfil “nupcial” que caracteriza al amor del hombre histórico.
Dando un paso adelante, estas reflexiones nos permiten sospechar que el amor de los esposos
fieles en la etapa histórica ha de tener una cierta continuidad en la etapa escatológica. el sentido
común (porque es una cuestión que pertenece a la esencia del amor) asociado al sentido sobrenatural
nos confirma este presentimiento: nadie podrá negar que, de la misma manera que Santa María, ya en
la eternidad, sigue siendo la Madre de Jesús, a la vez, la relación esponsalicia que Ella vivió con san
José en la Tierra ha de tener algún reflejo en la eternidad. Ellos dos —ahora ya en la eternidad— no
son unos simples conocidos, ni tan sólo dos simples hermanos en la fe la dimensión esponsalicia que
presidió su relación en la vida terrenal, de alguna manera, ha de tener una continuidad en la vida
eterna (mucho más si se trata de una eternidad en comunión con Dios).
Juan Pablo II, con finura y prudencia incomparables, nos orienta hacia esta intuición: «Al hablar
del cuerpo glorificado por medio de la resurrección en la vida futura, pensamos en el hombre varón-
mujer, en toda la verdad de su humanidad: el hombre que juntamente con la experiencia escatológica
del Dios vivo (en la visión “cara a cara”), experimentará precisamente este significado [esponsalicio]
del propio cuerpo. Se tratará de una experiencia totalmente nueva y, a la vez, no será extraña, en
modo alguno, a aquello en lo que el hombre ha tenido parte “desde el principio”, y ni siquiera a
aquello que, en la dimensión histórica de su existencia ha constituido en él la fuente de la tensión
entre espíritu y el cuerpo, y que se refiere más que nada precisamente al significado procreador del
cuerpo y del sexo. El hombre del “mundo futuro” volverá a encontrar en esta nueva experiencia del
propio cuerpo precisamente la realización de lo que llevaba en sí perenne e históricamente, en cierto
sentido, como heredad» (AG 13.I.82, 5).
Aun con todo, no podemos entrar en mayores concreciones, ya que, si es cierto lo que hemos
dicho hasta ahora, no es menos cierto que, a la vez, hay un factor de discontinuidad: el qué del amor
no cambia, pero sí el cómo. Lo que nos corresponde es analizar los factores de discontinuidad y ver
cómo afectan al estilo del amor del hombre escatológico.
35
«Justa ordenación de les realidades». La intimidad en la eternidad
Un primer factor de discontinuidad es el distinto “comportamiento” que, en el futuro, ha de tener
el cuerpo humano en régimen de eterna comunión con Dios: tendremos el propio cuerpo, pero con
características distintas, porque su relación con el alma se habrá modificado (el espíritu “dominará”
completamente a la materia).
Éste es el momento de invocar el principio de la «justa ordenación de las realidades». La
realidad espiritual es más perfecta que la material. Baste recordar lo que ya se ha dicho: mientras que
la actividad espiritual (conocer y amar) “rejuvenece” sin límites mediante su correcta ejercitación, la
realidad material, por el contrario, se agota y envejece. ¡Cuántos matrimonios (y personas)
conocemos que han envejecido corporalmente y, a la vez, se aman mucho más que cuando se
comprometieron!
A pesar de su mayor nobleza, el espíritu del hombre histórico no siempre puede “dominar” o
guiar fácilmente el cuerpo material y las tendencias sensitivas (por ejemplo, los sentimientos no
siempre juegan a favor de la recta razón). De hecho, se requiere un ejercicio de la voluntad (el
entrenamiento del cuerpo, que ya hemos mencionado). Esta dificultad que el espíritu encuentra para
actuar aún crece más cuando el cuerpo padece enfermedad o debilidad. Un agotamiento corporal o
una disfunción orgánico-corporal (una enfermedad) todavía complican más las cosas. Incluso, una
lesión orgánica grave en el cerebro o en el sistema nervioso puede inhibir la capacidad intelectual de
una persona.
La Revelación nos proporciona un dato interesante. El hombre de los orígenes, en el estado de
justicia original (antes del pecado original), vivía en una profunda armonía: entre él y su Creador,
entre la mujer y el hombre, entre los hombres y el resto de la creación, y, sobre todo, vivía la propia
armonía interior. Esto significa que «mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no
debía ni morir ni sufrir» (CEC 376) y, además, «el hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser
por estar libre de la triple concupiscencia (...), que lo somete a los placeres de los sentidos, a la
apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la razón» (CEC
377).
Esta situación de profundo equilibrio entre su espíritu y su cuerpo material se vio trastornada
cuando el hombre cometió el “des-orden” moral original: «El hombre “histórico”, como
consecuencia del pecado original, experimenta una imperfección múltiple de este sistema de fuerzas
[corpóreas y espirituales], que se manifiesta en las bien conocidas palabras de san Pablo: ‘Siento otra
ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente’ (Rom 7, 23)» (AG 9.XII.81, 1). Así, desde
aquel momento, el hombre histórico padece una especie de “des-armonía” interior, que —en parte—
puede aliviar con la ejercitación de las virtudes naturales y con la ayuda de la gracia redentora.
La Revelación, sin embargo, nos consuela cuando nos hace saber que el cuerpo humano será
resucitado por el poder de Jesucristo y, por lo que se refiere a los cuerpos de las personas en
comunión con Dios, éstos se verán perfeccionados con algunas cualidades, de las que después
diremos alguna cosa más. En todo caso, la realidad material quedará totalmente supeditada al espíritu:
el hombre escatológico, por obra de Dios, experimentará una profunda espiritualización de su cuerpo.
Este proceso de espiritualización comportará no solamente la “restitución” del equilibrio de fuerzas
como en los orígenes (“restitutio in integrum”), sino que también la “plenitud” de la humanidad, es
decir, (entre otros aspectos) «la perfecta sensibilidad de los sentidos, su perfecta armonización con la
actividad del espíritu humano en la verdad y en la libertad» (AG 10.II.82, 4). Por fin, lo que es más
noble (el espíritu) no se verá limitado por lo que es menos noble (la materia), sino todo lo contrario.
Esto es parte de la justa ordenación de las realidades en el más allá.
Este factor de discontinuidad afectará profundamente al amor del hombre escatológico. En
concreto, la capacidad de intimidad del hombre escatológico crecerá hasta el punto que ahora no
podemos ni tan sólo sospechar. Efectivamente, «en la eternidad, para los enamorados —es decir, para
los santos— el cuerpo glorioso será motivo de mucha felicidad, gozo y alegría. Ahora no podemos
saber ni imaginar, en concreto, cómo se articulará la vivencia eterna de un amor que en esta vida ha
sido “esponsalicio” (...). Ciertamente, no habrá relación sexual (ya que habrá terminado la misión
36
procreadora), pero podemos suponer que no faltará el aspecto unitivo (de comunicación
interpersonal), para lo cual no será ya necesaria dicha relación (ni se echará en falta): el espíritu
dominará de tal manera el cuerpo que habrá tanta compenetración entre los santos como sean capaces
de desear sus espíritus31. Es cuestión de entrar en la eternidad muy enamorados y jóvenes»32.
Los santos, como han podido, han tratado de explicarlo con imágenes gráficas, que, lógicamente,
siempre se quedan cortas. Por ejemplo, san Agustín de Hipona, comentando el Salmo 26, afirmaba
que «allá no padecerás límites ni estrecheces al poseer todo; tendrás todo, y tu hermano tendrá
también todo; porque vosotros dos, tú y él, os convertiréis en uno, y este único todo también tendrá a
Aquél que os posea a ambos».
Precisamente, también en virtud de este principio de la justa ordenación de las realidades,
resultará que la belleza corporal será proporcionada al grado de belleza espiritual: el cuerpo será un
fiel espejo del espíritu. Los más enamorados, es decir, los más santos serán los más felices al
participar —gracias a su mayor capacidad— más profundamente en la Verdad y en el Bien, lo cual
significa participar más intensamente en la Belleza del Amor. La cuestión reside en salir del tiempo
muy enamorados. «La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»33.
31 El cuerpo glorificado, «como fruto escatológico de su espiritualización divinizante, (...) [será] medio de la comunicación recíproca
entre las personas y una expresión auténtica de la verdad y del amor, por los que se construye la comunión de las personas» (AG 13.I.82, 6).
32 Ingeniería del amor, o.c., p. 70.
33 ESCRIVÁ DE BALAGUER, BEATO J., Forja, o.c., nº 1005.
34 En este sentido, afirma el Libro del Apocalipsis que «ya no tendrán hambre, ni tendrán sed, no les agobiará el sol, ni calor alguno»
(7, 16).
35 Recordemos, por ejemplo, Jn 20,19: «Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, estando cerradas las puertas del lugar donde
se habían reunido los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos».
37
escena de la Transfiguración del Señor; la claridad, es decir, una suerte de resplandor corporal
maravilloso que será otra cosa que el reflejo corporal y sensible de la “divinización” de los cuerpos de
los justos36.
Como se ve, todos éstos son factores de discontinuidad, que, como siempre, no harán otra cosa
que favorecer y perfeccionar el amor del hombre escatológico. Lógicamente, toda esta información
—por cierto, de un nivel ya bastante gráfico— tampoco nos permite imaginar el cielo, ya que de estas
cualidades que contemplamos en las escenas evangélicas no tenemos experiencia directa. Con todo,
nos ayuda a intuir la potenciación del amor que el hombre escatológico experimentará por
comparación con el hombre histórico.
36 «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
37 Mc 12,18-27 y Lc 20,27-38. Corresponden a la conversación de Jesús con los saduceos (que negaban la resurrección), cuando éstos
intentan descalificar la resurrección aduciendo un “caso” absolutamente ridículo: el de aquella mujer que, habiendo enviudado del primer
marido y en aplicación de la ley del levirato, se casa con el hermano del difunto, que también murió dejándola viuda. I, así, sucesivamente,
hasta que la mujer llegó a estar casada con los siete hermanos: «En la resurrección, ¿de cuál de los siete será mujer?» (Mt 22,28). En su
respuesta, Jesús básicamente afirma que en la resurrección no habrá régimen matrimonial, pero que esto no impide la resurrección (del
cuerpo, ya que el alma humana no puede morir): de hecho, Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (cf. Mt 22,32).
38
los reconoce inmediatamente (como si los hubiese conocido desde siempre). Ésta es la revelación del
elevado grado de conocimiento del hombre escatológico, que, al contemplar a Dios “cara a cara”,
experimentará una inimaginable ampliación de su saber (manifestación de una participación mucho
más profunda en la Verdad). En fin, «la “divinización” en el otro mundo aportará al espíritu humano
una tal “gama de experiencias” de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar
en la vida terrena» (AG 9.XII.81, 4).
Y —y lo que se suele repetir— un mayor grado de conocimiento es la condición previa para un
amor más grande. En efecto, san Pedro, sólo con ver a Moisés y a Elías, no solamente los conoce
inmediatamente, sino que también los ama inmediatamente: a su manera, también piensa en hacer
una tienda para cada uno de ellos dos. San Pedro, Papa (el primero de la Iglesia), pero pescador,
expresa este amor de una manera sencilla; santa Teresa, monje, pero Doctora (de la Iglesia) expresó
la lógica del amor de manera profunda: «El contento de contentar al otro excede a mi contento»38.
39