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CRR GIROUX Pedagogia y Politica de La Esperanza

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Educación in

Henry A. Giroux
Pedagogía y política de la
esperanza
Teoría, cultura y enseñanza
Como en toda su obra, la preocupación central, el
eje en torno del cual se alinean los artículos que com-
ponen esta antología de Henry Giroux, es la lucha
por una democracia radical en todo el mundo. Ex-
presión que para el educador norteamericano impli-
ca el combate por las posibilidades de la justicia so-
cial, la libertad y las relaciones sociales igualitarias
en todos los ámbitos, y muy en particular en el ámbi-
to de la enseñanza. Según Giroux, este es el lugar en
que los grupos dominantes ponen sus mayores es-
fuerzos, en una tarea de reproducción que no aspira
sino a perpetuar, aunque lo haga por caminos ses-
gados y no siempre conscientes de su meta, las rela-
ciones de poder que caracterizan el orden social en
general.

I
Con el aporte de la teoría crítica de la Escuela de
Francfort aplicada al ámbito educativo, Giroux pone
al desnudo los discursos que pretenden mostrar una
enseñanza expurgada de toda referencia a la opre-
s i ^ j que, ... » « « h . . ^ « ^ . ^ . ^ « t o ^ ^ i . i ñ ^
asimiladora» de la escuela, someten a los alumnos
pertenecientes a las «minorías» -cualquiera sea el pa-
rámetro que se utilice para calificarlas de ese modo:
la raza, la clase, el género, la orientación sexual, la
nacionalidad, etc.- a una transmisión del conoci-
miento constituido por una «herencia común» que,
en realidad, no es más que el legado conformado de
generación en generación por los grupos dominan-
tes. Un legado que, en las sociedades occidentales, es
fundamentalmente blanco, patriarcal y sexista.

Giroux sostiene que tanto en el microcosmos del au-


la como en el macrocosmos de la sociedad las pautas
de la conducta por seguir, el conocimiento que debe
transmitirse, los modos de ejercicio de la autoridad y
los criterios de recepción acrítica del saber están de-
terminados por las relaciones de poder. Pero si bien
las circunstancias presentes parecen ser propicias pa-
ra que se perpetúe la relación de subordinación y so-
juzgamiento, Giroux plantea que el desarrollo de un
lenguaje de la posibilidad y la esperanza puede in-

(Continúa en la segunda solapa.)


Pedagogía y política
de la esperanza
Pedagogía y política de
la esperanza
Teoría, cultura y enseñanza
Una antología crítica

Henry A. Giroux

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Colección Agenda educativa. Directora: Edith Lilwin
Pedagogy and the Politics of Hope. Theory, Cullure, and Schooling: a Criti-
cal Reader, Henry A. Giroux
© Westview Press, una división du Perseus Boolts, L.L.C., 1997
Traducción, Horacio Pons

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada


por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyendo foto-
copia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacenamiento y
recuperación de información, no autorizada por los editores, viola dere-
chos reservados.

© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por


Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, 7" piso (lO,")?) Buenos Aires
www.amorrortueditores.com

Amorrortu editores Elspafla SL


CA^eíázqucz, 117- 6" izqda. - 2S006 Madrid

Queda hecho el depósito que i^rcviene la ley n" 11.723


Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 950-518-829-3
ISBN 0-8133-3274-5, Nueva York, edición original

370.1 Giroux, H e n r y A.
GIR P e d a g o g í a y política de la e s p e r a n z a : teoría,
c u l t u r a y e n s e ñ a n z a : u n a antología crítica.- 1" ed.-
B u e n o s Aires : A m o r r o r t u , 2 0 0 3 .
3 8 4 p. ; 23x14 cm.- (Agenda e d u c a t i v a )

T r a d u c c i ó n de: Horacio P o n s

I S B N 950-518-829-3

I. T í t u l o - 1. P e d a g o g í a - T e o r í a

Impreso en los Talleros Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro-
vincia de Buenos Aires, en octubre de 2003.

Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.


Para los niños
índice general

11 Palabras preliminares, Joe L. Kincheloe, Peter


McLaren y Shirley R. Steinberg

19 Primera parte. Fundamentos teóricos de la


pedagogía crítica

21 l.La enseñanza y la cultura del positivismo: notas


sobre la muerte de la historia
63 2. Cultura y racionalidad en el pensamiento de la
Escuela de Francfort: fundamentos ideológicos de
una teoría de la educación social
111 3. Ideología y agencia en el proceso de la enseñanza
142 4. La autoridad, los intelectuales y la política del
aprendizaje práctico

171 Segunda parte. La pedagogía crítica en el


aula

173 5.La pedagogía radical y la política de la voz


estudiantil
210 6. La pedagogía de los límites en la era del
posmodemismo
233 7. Perturbar la paz: la escritura en la clase de
Estudios Culturales

255 Tercera parte. Preocupaciones


contemporáneas

257 8. Repensar los límites del discurso educativo:


modernismo, posmodernismo y feminismo
326 9. El multiculturalismo insurgente y la promesa de
la pedagogía
353 10. Los intelectuales públicos y la cultura del
reaganismo en la década de 1990

37S Reconocimientos

10
8. Repensar los límites del discurso
educativo: modernismo, posmodemismo y
feminismo

El mapa de la política del modernismo

Invocar el término modernismo es situarse de inmediato


en la precaria posición de sugerir una definición en sí mis-
ma objeto de un enorme debate y de escasas coincidencias
(Groz et al., 1986, págs. 7-17; Newman, «Revising modern-
ism»). No sólo hay desacuerdos con respecto a la periodiza-
ción; también se desata una gran controversia cuando se
busca determinar a qué se refiere.' l^ara algunos se lia con-
vertido en sinónimo de pretensiones terroristas de razón,
ciencia y totalidad (Lyotard, 1984). Otros consideran que,
para bien o para mal, encarna diversos movimientos en las

' Dick Hebdige (1986) da una idea de la gama de significados, contextos


y objetos que puíKlen asociarse a lo posnioderno: «la decoración de un
cuarto, el diseño de un edificio, la diégesis de un filme, la elaboración de un
disco o el "borrador" de un video, una publicidad televisiva o un documen-
tal sobre arte o las relaciones "interlextuales" entre ellos, la diagramación
de una página en inia revista de modas o una publicación crítica, una ten-
dencia antiteleológica dentro de la epistemología, el ataque a la "meta-
física de la presencia", una atenuación general de los sentimientos, la de-
sazón colectiva y las proyecciones mórbidas de una generación de posgue-
rra de hdby boomers que enfrentan una madurez desilusionada, los "aprie-
tos" de la reflexividad, un grupo de tropos retóricos, una proliferación de
superficies, una nueva fase del fetichismo de la mercancía, una fascina-
ción por las "imágenes", los códigos y los estilos, un proceso de fragmenta-
ción o crisis cultural, política o existencial, el "descentramiento" del sujeto,
una "incredulidad con respecto a las metanarrativas", el reemplazo de los
ejes de poder unitarios por un pluralismo de las formaciones del poder y el
discurso, la "implosión", el derrumbe de las jerarquías culturales, el pavor
generado por la amenaza de la autodestrucción nuclear, la decadencia de
la Universidad, el funcionamiento y los efectos de las nuevas tecnologías
miniaturizadas, amplios cambios societales y económicos conducentes a
una fase "mediática", "consumista" o "multinacional", una sensación (que
depende de a quién leamos) de "falta de raíces" o el abandono de la falta de
raíces ("regionalismo crítico") o (incluso) una sustitución generalizada de
las coordenadas temporales por las espaciales» (pág. 78).

257
artes (Newman, Post-Modern Aura). Y para algunos de sus
más ardientes defensores representa la racionalidad pro-
gresista de la competencia comunicativa y el respaldo al su-
jeto individual autónomo (Habermas, 1981, 1983, 1987).
Dentro del contexto de este capítulo no es posible encarar
un repaso detallado de los diversos discursos históricos e
ideológicos del modernismo, aun cuando ese análisis sea
esencial para dar una idea de la complejidad tanto de la
categoría como de los debates surgidos en torno de él." Quie-
ro, en cambio, concentrarme en algunos de sus supuestos
centrales. El valor de este enfoque consiste en resaltar algu-
nos de los argumentos más importantes que se plantearon
en defensa del modernismo, pero también en presentar un
telón de fondo teórico y político para comprender algunos de
los rasgos centrales de diversos discursos posmodernistas y
feministas. Esto tiene particular trascendencia en lo que se
refiere al posmodernismo, que presupone cierta idea de lo
moderno, y también para varios discursos feministas, que
se elaboraron cada vez más como oposición a algunos de los
principales supuestos del modernismo, especialmente en
cuanto estos se relacionan con nociones de racionalidad,
verdad, subjetividad y progreso.
La complejidad teórica, ideológica y política del moder-
nismo puede apreciarse si analizamos sus diversos vocabu-
larios en tres tradiciones: la social, la estética y la política.
El concepto de modernidad social corresponde a la tradición
de lo nuevo, el proceso de organización económica y social
llevado a cabo bajo las crecientes relaciones capitalistas de
producción. La modernidad social está cerca de lo que Matei
Calinescu (1987) llama la idea burguesa de la modernidad,
que se caracteriza por:

«La doctrina del progreso, la confianza en las posibilidades


benéficas de la ciencia y la tecnología, la preocupación por el
tiempo (un tiempo mensurable, un tiempo que puede com-
prarse y venderse y que, por lo tanto, tiene, como cualquier

^ La hoy clásica defensa de la modernidad en el debate posmoderno pue-


de hallarse en Habermas (1983,1987). Se encontrarán análisis más exten-
sos de la modernidad en Berman (1982); Lunn (1982); Bernstein (1985);
Frisby (1986); Kolb (1986); Connolly (1988); Larsen (1990). En Berman
(1988) y Richard (1987-1988) se hallará una interesante comparación de
dos concepciones muy diferentes de la modernidad.

258
otra mercancía, un equivalente calculable en dinero), el cul-
to de la razón y el ideal de libertad definida dentro del mar-
co de un humanismo abstracto, pero también la orienta-
ción hacia el ¡pragmatismo y el culto de la acción y el éxito»
(pág. 41).

En esta noción del modernismo, el desenvolvimiento de


la historia se vincula al «continuo progreso de las ciencias y
las técnicas, la división racional del trabajo industrial, [que]
introduce en la vida social una dimensión de cambio perma-
nente, de destrucción de las costumbres y la cultura tradi-
cional» (Baudrillard, 1987, pág. 65). Aquí está en discusión
una definición de la modernidad que señala la diferencia-
ción y racionalización progresivas del mundo social por obra
del proceso de crecimiento económico y racionalización ad-
ministrativa. Otra característica del modernismo social es
el proyecto ei)istcmológico de elevar la razón a un status on-
tológico. En esta concepción, el modernismo se convierte en
sinónimo de la civilización misma, y la razón se unlversa-
liza en términos cognitivos e instrumentales como base de
un modelo de progreso industrial, cultural y social. En esta
noción de la modernidad está enjuego una visión de la iden-
tidad individual y colectiva donde la memoria histórica se
imagina como proceso lineal, el sujeto humano se convierte
en fuente última del significado y la acción, y se construye
una idea de la territorialidad geográfica y cultural en una
jerarquía de dominación y subordinación marcada por un
centro y un margen legitimados por medio del conocimiento
y el poder civilizadores de una cultura eurocéntrica privile-
giada (Aronowitz, 1987-1988).
La categoría de la modernidad estética tiene una carac-
terización dual: el mejor ejemplo se halla en sus tradiciones
de resistencia y esteticismo formal (Newman, 1986). Pero es
en la tradición de la oposición, con su repugnancia devasta-
dora hacia los valores burgueses y su intento, por medio de
diversos movimientos literarios y vanguardistas, de definir
el arte como representación de la crítica, la rebelión y la re-
sistencia, donde el modernismo estético alcanza por prime-
ra vez una sensación de notoriedad. El alimento de este mo-
dernismo estético del siglo XIX y principios del siglo XX es
una alienación y una pasión negativa cuya novedad acaso
se recoja, mejor que en ninguna otra parte, en la máxima

259
anarquista de Bakunin: «destruir es crear» (citada en Cali-
nescu, 1987, pág. 117). Los lineamientos culturales y políti-
cos de esta corriente del modernismo estético alcanzan su
mayor expresión en movimientos de vanguardia que van
desde los surrealistas y futuristas hasta los artistas concep-
tuales de la década de 1970. Dentro de este movimiento, con
sus diversas políticas y expresiones, hay un factor común
subyacente, un intento de borrar la distinción entre arte y
política y desdibujar los límites entre la vida y la estética. A
pesar de sus tendencias oposicionistas, el modernismo es-
tético no hizo un buen ])ai)el en la última parte del siglo XX.
Su postura crítica, su dependencia estética de la presencia
de normas burguesas y su tono apocalí])tico han sido cada
vez más reconocidos como artísticamente elegantes por la
propia clase que es objeto de sus ataques (]5arthes, 1972).
Los elementos centrales que conjugan estas dos tradicio-
nes del modernismo constituyen una poderosa fuerza, no
sólo para dar forma a las disciplinas académicas y el discur-
so de la teoría y la práctica educativas, sino también para
proporcionar una serie de argumentos en los que diversas
posiciones ideológicas comparten un terreno común. Esto
resulta especialmente válido en la reivindicación modernis-
ta de la superioridad de la alta cultura sobre la cultura po-
pular; su afirmación de un sujeto centrado, si no unificado;
su fe en el poder de la mente altamente racional y conscien-
te, y su creencia en la aptitud inequívoca de los seres huma-
nos para crear un mundo mejor. Hay una larga tradición de
respaldo al modernismo, algunos de cuyos mejores repre-
sentantes son personajes tan disímiles como Marx, Bau-
delaire y Dostoievski. Esta idea del yo basado en la univer-
salización de la razón y los discursos totalizadores de la
emancipación proporcionó un guión cirltural y político para
celebrar la cultura occidental como sinónimo de la civiliza-
ción misma y considerar el progreso como un terreno que
sólo requería ser dominado como parte de la marcha inexo-
rable de la ciencia y la historia. En su versión de la sensibi-
lidad modernista, Marshall Herman (1988) ejemplifica las
vertiginosas alturas de éxtasis que hace posibles el guión
del modernismo:

«Tal como yo los describo, los modernistas se sienten simul-


táneamente cómodos en este mundo y en discrepancia con

260
él. Celebran y se identifican con los triunfos de la ciencia, c;!
arte, la tecnología, las comunicaciones, la economía, la polí-
tica modernas; en síntesis, con todas las actividades, técni-
cas y sensibilidades que permiten a la humanidad hacer lo
que la Biblia dice que podía hacer Dios: "hacer nuevas todas
las cosas". Al mismo tiempo, sin embargo, se oponen a que
la modernización traicione su promesa y potencial huma-
nos. Los modernistas exigen renovaciones más profiíndas y
radicales: los hombres y mujeres modernos deben conver-
tirse tanto en los sujetos como en los objetos de la moderni-
zación; deben aprender a cambiar el mundo que los cambia,
y hacerlo suyo. El modernista sabe que esto es posible: el
hecho de que el mundo haya cambiado tanto es una prueba
de que puede cambiar todavía más. El modernista, según la
expresión de Hegel, puede "mirar de ñ:'ente lo negativo y to-
lerarlo". El hecho de que "todo lo sólido se desvanezca en el
aire" no es un motivo de desesperación, sino de fortaleza y
afirmación. Si todo debe pasar, que pase: los modernos tie-
nen el poder de crear un mundo mejor que el que han perdi-
do» (pág. 11).

Para muchos críticos del modernismo, desde luego, la


unión del modernismo social y estético se revela de manera
muy diferente. El arte modernista es criticado por haberse
convertido en nada más que un mercado comercial para los
museos y los directorios de las grandes corporaciones y un
discurso despolitizado, institucionalizado en las universida-
des. Muchos críticos han sostenido que bajo la enseña del
modernismo, a menudo, la razón y la estética se reúnen en
una tecnología del yo y la cultura que combina una idea de
la belleza que es blanca, masculina y europea, con una no-
ción de la supremacía que legitima las tecnologías indus-
triales modernas y la explotación de vastas reservas de ma-
no de obra de los «márgenes» de las economías del Segundo
y el Tercer Mundo. Robert Merrill (1988) da un cariz espe-
cial a este argumento cuando afirma que el ego modernista,
con sus pretensiones de infalibilidad y progreso incesante,
ha llegado realmente a dudar de sus propias promesas. Sos-
tiene, por ejemplo, que muchos partidarios del modernismo
reconocen cada vez más que lo que Occidente desarrolló en
nombre de la supremacía indica, en realidad, que aquel no
logró producir una tecnología del yo y el poder que pudiera

261
cumplir las promesas de libertad por medio de la ciencia, la
tecnología y el control. Merrill escribe lo siguiente:

«[La pérdida de fe en las promesas del modernismo] no es


menos cierta para la cultura empresaria y gubernamental
de Estados Unidos, que despliega (...) una búsqueda deses-
perada de la estilización del yo como construcción modernis-
ta —blanca, masculina, cristiana, industrialista— median-
te edificios de oficinas de estilo monumental, ropa de Brooks
Brothers (para hombre y mujer), comida de marca, prácti-
cas empresariales que sólo equivalen al ejercicio del poder
simbólico y, más que cualquier oti'a cosa, el Mercedes Benz
que, como unificación en el diseño de lo bueno (aquí lo fiín-
cional) y lo bello y, en la producción, de la coordinación y la
explotación industriales de la mano de obra humana, es de
manera preeminente el signo de que por fin uno ha alcanza-
do la liberación y la supremacía y "llegado hasta la cima"
(aun cuando sus líneas estilísticas tematicen lo que no pue-
de sino denominarse una estética fascista)» (pág. ix).

Los diversos discursos del posmodernisnio y el feminis-


mo hicieron algunas de sus más vigorosas críticas teóricas y
políticas, que pronto abordaremos, contra las pretensiones
del modernismo social y estético. Pero hay una tercera tra-
dición modernista que el feminismo encaró pero fue en ge-
neral ignorada por el posmodernismo. Nos referimos a la
tradición del modernismo político. Este, a diferencia de sus
tradiciones estética y social conexas, no se concentra tanto
en cuestiones epistemológicas y culturales como en el desa-
rrollo de u n proyecto de posibilidad a partir de u n a serie
de ideales iluministas (Laclan, 1988a; Mouffe, 1988, págs.
32-4). Habría que señalar que el modernismo político cons-
truye un proyecto que se apoya en una distinción entre el
liberalismo político y el liberalismo económico. En este
último, la libertad se fusiona con la dinámica del mercado
capitalista, mientras que en el primero se asocia a los prin-
cipios y derechos encarnados en la revolución democrática
que progresó en Occidente en los últimos tres siglos. Entre
los ideales que surgieron de esta revolución se cuenta «la
noción de que los seres humanos deberían usar su razón pa-
ra decidir cursos de acción, controlar su futuro, concertar
acuerdos recíprocos y ser responsables de lo que hacen y lo

262
que son» (Warren, 1988, págs. ix-x). En términos generales,
el proyecto político del modernismo tiene sus raíces en la ca-
pacidad de los individuos de movilizarse debido al sufrimie-
nto humano, a fin de eliminar sus causas; de dar significado
a los principios de igualdad, libertad y justicia, y de promo-
ver las formas sociales que permiten a los seres humanos
desarrollar las capacidades necesarias para superar las
ideologías y formas materiales que legitiman las relaciones
de dominación y están inmersas en ellas.
En gran medida, la tradición del modernismo político fue
adoptada y defendida en oposición y contra el discurso del
posmodernismo. Por consiguiente, cuando el posmodernis-
mo se define en relación con el discurso de la democracia, o
bien se lo opone al proyecto de la Ilustración y se lo ve como
reaccionario en sus tendencias políticas (Berman, 1982;
Habermas, 1983, 1987), vinculado a una noción del libera-
lismo económico que lo convierte en una apología de las
democracias occidentales ricas (Rorty, 1985, págs. 174-5), o
bien se lo describe en contraposición a los proyectos eman-
cipatorios del marxismo (Eagleton, 1985-1986; Anderson,
1984) y el feminismo (Hartsock, 1987, págs. 190-1; Chris-
tian, 1987). A continuación, voy a examinar algunos de los
retos que Jürgen Habermas plantea a diversas versiones
del posmodernismo y el feminismo con su defensa de la mo-
dernidad como un proyecto emancipatorio inconcluso.

Habermas y el desafío del modernismo

Habermas h a sido uno de los más vigorosos defensores


del legado del modernismo. Su obra es importante porque al
forjar su defensa del modernismo como parte de una crítica
de los discursos posmodernistas y posestructuralistas que
surgieron en Francia desde 1968, puso en marcha un deba-
te entre estas posiciones aparentemente opuestas. Por otra
parte, Habermas intentó reexaminar y reconstruir la obra
anterior de sus colegas de la Escuela de Francfort, Theodor
Adorno y Max Horkheimer, revisando sus opiniones pesi-
mistas sobre la racionalidad y la lucha democrática.
H a b e r m a s identifica la posmodernidad no tanto con
una cuestión de estilo y cultura como de política. El rechazo
posmodernista de los grandes relatos, su oposición a los

263
fundamentos epistemológicos y su denuncia de que la razón
y la verdad siempre están implicadas en relaciones de poder
son considerados por él como un apartamiento de la moder-
nidad y una amenaza para ella. Según Habermas, el posmo-
dernismo tiene una relación paradójica con el modernismo.
Por un lado, encarna las peores dimensiones de un moder-
nismo estético. Amplía los aspectos de la vanguardia que
«viven [en] la experiencia de la rebelión contra todo lo que es
normativo» (1983, pág. 5). El posmodernismo se hace eco del
intento surrealista de socavar la autonomía cultural del ar-
te mediante la supresión de los límites que lo separan de la
vida cotidiana. Por otro lado, el posmodernismo representa
la negación del proyecto de modernidad social, ya que re-
chaza su lenguaje de razón universal, derechos y autonomía
como fundamento de la vida social moderna. Según Haber-
mas, el argumento posmodernista de que el realismo, el
consenso y la totalidad son sinónimos del terror representa
una forma de agotamiento político y ético que renuncia de
manera injustificable a la tarea inconclusa del gobierno de
la razón (1979, págs. 3-13).
En términos habermasianos, los pensadores posmoder-
nistas son conservadores cuyas raíces filosóficas deben bus-
carse en diversas teorías irracionalistas y contrailuministas
que sugieren un singular parentesco político con el fascis-
mo. De allí que el posmodernismo mine el proyecto aún en
desarrollo de la modernidad, con su promesa de democracia
por medio del gobierno de la razón, la competencia comuni-
cativa y la diferenciación cultural. El posmodernismo es
culpable, en este caso, del doble delito de rechazar las doc-
trinas más básicas del ethos modernista y de omitir recono-
cer sus aportes más emancipatorios a la vida contemporá-
nea. En el primer caso, el posmodernismo hace un impru-
dente y excesivo hincapié en el juego de la diferencia, la con-
tingencia y el lenguaje contra todas las apelaciones a las rei-
vindicaciones unlversalizadas y trascendentales. Para el
posmodernista, la teoría sin la garantía de la verdad rede-
fine la relación entre el discurso y el poder, y de ese modo de-
sestabiliza la fe modernista en el consenso y la razón. Para
Habermas, el posmodernismo representa una revuelta con-
tra una concepción sustantiva de la razón y la subjetividad,
y niega las características productivas del modernismo.

264
La modernidad ofrece a Habermas la promesa dcí reinte-
grar a la sociedad las esferas diferenciadas de la ciencia, la
moralidad y el arte, no mediante un recurso al poder, sino
por obra del gobierno de la razón, la aplicación de una prag-
mática universal del lenguaje y el desarrollo de formas de
aprendizaje basadas en dictados de competencia comunica-
tiva. Si bien admite los excesos de la racionalidad tecnológi-
ca y la razón sustantiva, cree que la lógica de la racionali-
dad científico-tecnológica y la dominación sólo puede subor-
dinarse a los imperativos de la justicia y la moralidad mo-
dernistas por medio de la razón (Kellner, 1988, págs. 262-6).
Habermas admira la cultura occidental y sostiene que los
«ideales burgueses» contienen elementos de razón que de-
berían ocupar un lugar central en una sociedad democrá-
tica. Con esos ideales, escribe,

«me refiero a la dinámica teórica interna que constante-


mente impulsa a las ciencias y también a la autorreflexión
de las ciencias más allá de la creación de un mero conoci-
miento tecnológicamente explotable; me refiero, además, a
los fundamentos universalistas del derecho y la moralidad
que también se encarnaron (sin importar la forma distorsio-
nada e imperfecta en que lo hayan hecho) en las institucio-
nes de los estados constitucionales, las formas de la toma de
decisiones democráticas y los patrones individualistas de
formación identitaria; por último, me refiero a la producti-
vidad y la fuerza liberadora de una experiencia estética con
una subjetividad libre de los imperativos de la actividad de-
liberada y las convenciones de la percepción cotidiana»
(1982, pág. 18).

En la defensa de la modernidad planteada por Haber-


mas tiene un papel central su importante distinción entre la
racionalidad instrumental y la comunicativa. La racionali-
dad instrumental representa los sistemas o prácticas en-
carnados en el estado, el dinero y diversas formas de poder
que actúan mediante «mecanismos de dirección» para esta-
bilizar la sociedad. La racionalidad comunicativa se refiere
al mundo de la experiencia común y la interacción intersub-
jetiva discursiva, un mundo caracterizado por distintas for-
mas de socialización dirimidas por vía del lenguaje y orien-
tadas hacia la integración y el consenso sociales. Habermas

265
acepta diversas críticas de la racionalidad instrumental,
pero admite, en líneas generales, que el capitalismo, a pesar
de sus problemas, representa formas más aceptables de
diferenciación social, racionalización y modernización que
las que caracterizaron a etapas pasadas de desarrollo social
e instrumental. Por otro lado, es terminante en cuanto a las
virtudes de la racionalidad comunicativa, con su énfasis en
las reglas de la comprensión mutua, la claridad, el consenso
y la fuerza del argumento. Habermas considera que cual-
quier ataque serio a esta forma de racionalidad os en sí mis-
mo irracional. En efecto: su noción de racionalidad comuni-
cativa es la base no sólo de su situación discursiva ideal, si-
no también de su visión más general de la reconstrucción
social. En este caso, la racionalidad, con sus distinciones
entre un mundo exterior de prácticas direccionales sistémi-
cas y un mundo interior privilegiado de proceso comunicati-
vo, representa en parte una división entre un mundo satu-
rado de poder material, expresado en la evolución de siste-
mas siempre crecientes y cada vez más complejos de moder-
nización racional y otro moldeado por la razón universal y
la acción comunicativa. En el núcleo de esta distinción hay
una noción de la democracia en la que la lucha y el conflicto
no se basan en una política de la diferencia y el poder, sino
en una búsqueda conceptual y lingüística para definir el
contenido de lo que es racional (Ryan, 1989, págs. 27-45).
La defensa de la modernidad por Habermas no está en-
raizada en un cuestionamiento riguroso de la relación entre
discursos, estructuras institucionales y los intereses que
producen y legitiman en condiciones sociales específicas. Se
concentra, en cambio, en la competencia lingüística y el
principio de consenso, con su problemática orientadora defi-
nida por la necesidad de erradicar los obstáculos que produ-
cen una «comunicación distorsionada». Esta postura no sólo
indica una concepción particular del poder, la política y la
modernidad; también legitima, como lo señala Stanley Aro-
nowitz (1987-1988), una idea específica de la razón y el
aprendizaje:

«[Habermas] nos amonesta para que reconozcamos las ta-


reas inconclusas [de la modernidad]: el imperio de la razón.
En vez de reglas de ejercicio del gobierno basadas en el po-
der o las hegemonías discursivas, nos exhorta a crear un

266
nuevo imaginario, que reconozca a las sociedades capaces
de resolver conflictos sociales, al menos provisoriamente, a
fin de permitir cierto tipo de reflexión colectiva. De mane-
ra característica, Habermas considera que las barreras al
aprendizaje no se encuentran en las exigencias del interés
de clase, sino en la comunicación distorsionada. La media-
ción de la comunicación por el interés constituye aquí u n
obstáculo al conocimiento reflexivo. Son "progresistas" las
sociedades capaces de aprender, es decir, de adquirir un co-
nocimiento que supere los límites de la acción estratégica o
instrumental» (pág. 103).

La obra de Habermas fue objeto tanto de oposiciones


como de defensas por parte de una serie de críticos y grupos
radicales. Fue criticado por feministas como Nancy Fraser
(1985) y recibió la adhesión de radicales que creen que su
búsqueda de valores universales representa un elemento
necesario en la lucha por la emancipación h u m a n a (Ep-
stein, 1990, págs. 54-6). En muchos aspectos, sus escritos
hacen las veces de marcador teórico para verificar que el de-
bate sobre el fundacionalismo y la democracia, por un lado,
y sobre una política de la diferencia y la contingencia, por el
otro, se manifestó en la izquierda como u n debate entre
quienes se alinean en favor o en contra de diferentes versio-
nes del modernismo o el posmodernismo.
Un enfoque más constructivo, tanto de las especificida-
des de la obra de Habermas como de la cuestión más gene-
ral del modernismo, consiste en sostener que ni la una ni la
otra deben ser aceptadas o desestimadas como si la única
opción fuera el rechazo o la conversión totales. En sus análi-
sis del modernismo y el posmodernismo, por ejemplo. Ha-
bermas tiene razón y está equivocado a la vez. Tiene razón
al intentar rescatar los aspectos productivos y emancipato-
rios del modernismo y elaborar un principio unificador que
sea un punto de referencia para demandar y promover una
sociedad democrática. También tiene razón al afirmar que
el posmodernismo se refiere tanto a la política y la cultura
como a la estética y el estilo (Huyssen, 1986). Habermas
presta un servicio teórico al tratar de mantener vivas, como
parte de un discurso modernista, las categorías de la crítica,
la agencia y la democracia. Para bien o para mal, introdu-
ce en el debate modernismo versus posmodernismo la pri-

267
macía de la política y del papel que podría desempeñar la
racionalidad al servicio de la libertad humana y los impe-
rativos de ideología y lucha democráticas. Como lo señala
Thomas McCarthy (1987), Habermas

«cree que los defectos de la Ilustración sólo pueden compen-


sarse con más ilustración. La crítica totalizada de la razón
socava la capacidad de crítica de esta y se niega a admitir
que la modernización genera progresos así como distorsio-
nes de la razón. Entre los primeros, Habermas menciona los
efectos "antidisolventes" y la "refracción reflexiva" de las
tradiciones culturales, la universalización de normas y la
generalización de valores, y la creciente individuación de
las identidades personales: todos ellos, prerrequisitos de la
organización efectivamente democrática de la sociedad, la
única mediante la cual la razón puede, en definitiva, llegar
a ser práctica» (pág. xvii).

Los cuestionamientos que los teóricos posmodernos


plantearon a algunos de los supuestos básicos del modernis-
mo giraron alrededor de estas inquietudes. Para Habermas,
se trata de cuestionamientos que, en vez de movilizar, debi-
litan las tendencias democráticas del modernismo. Sin em-
bargo, como espero demostrarlo en el resto de este capítulo,
Habermas se equivoca al desestimar sin más todas las for-
mas de posmodernismo como antimodernistas y neoconser-
vadoras. Por otra parte, si tenemos en cuenta sus ideas de
consenso y acción social, junto con su defensa de la tradición
occidental, su concepción de la modernidad es demasiado
cómplice de u n a noción de la razón que se utiliza para legi-
t i m a r la superioridad de u n a cultura primordialmente
blanca, masculina y eurocéntrica. La posición de Habermas
se expone no sólo a la acusación de ser patriarcal, sino tam-
bién de no poner en juego adecuadamente la relación entre
discurso y poder y las desordenadas relaciones de clase, ra-
za y género. Las críticas posmodernas y feministas de su
obra no pueden desecharse con el mero argumento de que
podría calificárselas de antimodernas o antirracionalistas.
E n lo que sigue, quiero abordar algunos de los retos que el
posmodemismo ha planteado en oposición a ciertos supues-
tos centrales del modernismo.

268
Negaciones posmodemas

«Si el posmodernismo significa poner el Mundo en su lugar


(. . .) si significa exponer al discurso crítico líneas de investi-
gación antaño prohibidas y pruebas que otrora eran inad-
misibles, a fin de poder plantear nuevas y diferentes pre-
guntas hechas por nuevas y distintas voces; si significa la
apertura de espacios institucionales y discursivos dentro de
los cuales puedan desarrollarse identidades sociales y se-
xuales mas fluidas y plurales; si significa la erosión de las
formaciones triangulares de poder y conocimiento con el ex-
perto en el vórtice y las "masas" en la base; si, en una pala-
bra, realza nuestra percepción colectiva (y democrática) de
la ponihilidad, entonces yo por lo menos soy posmodernista»
(Hebdige, 1989, pág. 226).

Los mesurados comentarios de Dick Hebdige con res-


pecto a su relación con el posniodernismo señalan algunos
de los problemas que hay que enft-entar al usar el término.
Como este se emplea cada vez más, tanto en el mundo aca-
démico como fuera de él, para designar una diversidad de
discursos, su valor político o semántico se convierte reitera-
damente en un objeto de fuerzas confiictivas y tendencias
divergentes. El posmodernismo no sólo se ha transformado
en un ámbito de luchas ideológicas antagónicas denunciado
por diferentes facciones tanto de la izquierda como de la de-
recha, apoyado por otros tantos y diversos grupos progresis-
tas y apropiado por intereses que querrían renunciar a toda
reivindicación de la política; sus variadas formas también
producen elementos tanto radicales como reaccionarios. La
influencia difusa y el carácter contradictorio del posmoder-
nismo son evidentes en muchos campos culturales —pintu-
ra, arquitectura, fotografía, video, danza, literatura, educa-
ción, música, comunicaciones masivas— y en los variados
contextos de su producción y exhibición. Un término seme-
jante no se presta a la topología habitual de categorías que
sirven para inscribirlo ideológica y políticamente en las tra-
dicionales oposiciones binarias. En este caso, la política del
posmodernismo no puede etiquetarse con nitidez según las
categorías tradicionales de izquierda y derecha.
El hecho de que muchos grupos reivindiquen su uso no
debería sugerir que el término no tiene otro valor que el de

269
palabra comodín para las últimas modas intelectuales. Al
contrario, su difundida atracción y el terreno cargado de
conflictos indican que se combate por algo importante y que
se construyen nuevas formas de discurso social, en un mo-
mento en el cual los límites intelectuales, políticos y cultu-
rales de la época se reconfiguran en medio de significativas
mudanzas históricas, cambiantes estructuras de poder y
formas alternativas emergentes de lucha política. Lo impor-
tante es, desde luego, preguntarse si estos nuevos discursos
posmodernistas enuncian de manera adecuada esos cam-
bios o no hacen más que reflejarlos.
Creo que vale la pena luchar por el discurso del posmo-
dernismo, y no meramente como una categoría semántica
que es necesario someter a un rigor deíinicional cada vez
más exigente. Como discurso de la pluralidad, la diferencia
y la multiplicidad de narrativas, el posmodernismo se resis-
te a ser inscripto en un único principio articulador a fin de
explicar la mecánica de la dominación o la dinámica de la
emancipación. Aquí está en cuestión la necesidad de explo-
rar y extraer sus ideas contradictorias y opositoras para po-
nerlas al servicio de un proyecto radical de lucha democráti-
ca. El valor del posmodernismo reside en su papel de signifi-
cante cambiante que refleja y al mismo tiempo contribuye a
crear las inestables relaciones culturales y estructurales ca-
da vez más características de los países industriales avan-
zados de Occidente. El aspecto relevante no es aquí si el pos-
modernismo puede definirse dentro de los parámetros de
u n a política específica, sino cómo podrían utilizarse sus me-
jores ideas dentro de una política democrática progresista y
emancipatoria.
Mi intención es señalar que si bien el posmodernismo no
sugiere un principio ordenador particular para definir un
proyecto político específico, sí tiene una coherencia rudi-
mentaria en lo que se refiere al conjunto de «problemas y
cuestiones básicas suscitadas por los diversos discursos del
posmodernismo, cuestiones que antes no eran particular-
mente problemáticas pero que sin duda hoy sí lo son» (Hut-
cheon, «Problematic», pág. 5). El posmodernismo plantea
preguntas y problemas a fin de retrazar y re-presentar los
límites del discurso y la crítica cultural. Los temas que h a
puesto de manifiesto pueden verse, en parte, en sus diver-
sos rechazos de todas las «leyes naturales» y afirmaciones

270
trascendentales que intentan, por definición, «escapar» de
cualquier tipo de fiíndamentación histórica o normativa. En
realidad, si hay alguna armonía subyacente a los distintos
discursos del posmodernismo, es su rechazo de las esencias
absolutas. Con un argumento planteado en términos simi-
lares, Laclan (19886) sostiene que —como discurso de críti-
ca social y cultural— la posmodernidad se inicia con u n a
forma de conciencia epistemológica, ética y política basada
en tres negaciones fundamentales:

«El comienzo de la posmodernidad puede (. . .) concebirse


como la conquista de una conciencia múltiple: conciencia
epistemológica, en la medida en que el progreso científico
aparece como una sucesión de paradigmas cuya transfor-
mación y reemplazo no se basa en ninguna certeza algorít-
mica; conciencia ética, en la medida en que la defensa y la
afirmación de valores se basan en movimientos argumen-
tativos (movimientos de conservación, según Rorty), que no
retrotraen a ningún fundamento absoluto; conciencia políti-
ca, en la medida en que los logros históricos se presentan co-
mo el producto de articulaciones hegemónicas y contingen-
tes y, como tales, siempre reversibles, y no como el resultado
de leyes inmanentes de la historia» (19886, pág. 21).

La enumeración de Laclau no agota la gama de negacio-


nes que el posmodernismo ha asumido como parte de la cre-
ciente resistencia a los sistemas explicativos totalizadores y
la firme demanda de un lenguaje que brinde la posibilidad
de abordar las cambiantes condiciones ideológicas y estruc-
turales de nuestro tiempo. En lo que sigue me ocuparé de al-
gunas de las importantes consideraciones temáticas que
atraviesan el posmodernismo, lo que defino como una serie
de negaciones posmodernas. Las abordaré en términos del
desafi'o que representan a lo que puede problematizarse co-
mo los rasgos opresivos o productivos del modernismo.

El posmodernismo y la negación de la totalidad,


la razón y el fundacionalismo

Un rasgo central del posmodernismo ha sido su crítica de


la totalidad, la razón y la universalidad, que alcanzó su más

271
vigorosa elaboración en la obra de Jean-Frangois Lyotard.
Cuando lanza su ataque contra las nociones iluministas de
totalidad, Lyotard sostiene que la idea misma de lo posmo-
derno es inseparable de la incredulidad con respecto a las
metanarrativas. En su opinión, «La visión narrativa pier-
de sus functores, su gran héroe, sus grandes peligros, sus
grandes viajes, su gran meta. Se dispersa en nubes de ele-
mentos lingüísticos narrativos: narrativos, pero también
denotativos, prescriptivos, descriptivos, etc.» (1984, pág.
xxiv). Para Lyotard, los grandes relatos no probleniatizan
su propia legitimidad; niegan la construcción histórica y so-
cial de sus propios principios, y de ese modo libi'an una gue-
rra contra la diferencia, la contingencia y la particularidad.
En oposición a Habermas y otros, este autor sostiene que
las apelaciones a la i'azón y el consenso, cuando se insertan
en los grandes relatos que unifican la historia, la emancipa-
ción y el conocimiento, niegan sus |)ro|)ias implicaciones en
la producción de conocimiento y poder. Más enfáticamente,
afirma que dentro de esas narraciones hay elementos de su-
premacía y control en los que «j)odemos escuchar los rezon-
gos del deseo de que retorne el terror y se cumpla la fantasía
de apoderarse de la realidad» (pág. 82). Contra las metana-
rrativas que totalizan la experiencia histórica reduciendo
su diversidad a una lógica unidimensional y omniabarca-
tiva, postula un discurso de horizontes múltiples, la partici-
pación en juegos del lenguaje y el terreno de la micropolíti-
ca. Contra la lógica formal de la identidad y el sujeto trans-
histórico, invoca una dialéctica de la indeterminación, dis-
tintos discursos de legitimación y una política basada en la
«permanencia de la diferencia».
El ataque de Lyotard a las metanarrativas representa
tanto una penetrante crítica social como un desafío filosófi-
co a todas las formas de fundacionalismo que niegan lo his-
tórico, lo normativo y lo contingente. Nancy Eraser y Linda
Nicholson (1988) enuncian con claridad esta conexión:

«Para Lyotard, el posmodernismo designa una condición ge-


neral de la civilización occidental contemporánea. En la
condición posmoderna, los "grandes relatos de legitimación"
ya no son creíbles. Al hablar de "grandes relatos" se refiere,
en primera instancia, a filosofías englobadoras de la histo-
ria como la descripción iluminista del progreso gradual pero

272
constante de la razón y la libertad, la dialéctica del Espíritu
de Hegel que llega a conocerse a sí mismo y, lo más impor-
tante, el drama de Marx de la marcha hacia adelante de las
capacidades productivas humanas a través del conflicto de
clase que culmina en la revolución proletaria (. . .) Puesto
que lo que más le interesa [a Lyotard] de las teorías ilumi-
nistas, hegelianas y marxistas es lo que comparten con
otras formas no narrativas de filosofía. Como las epistemo-
logías ahistóricas y las teorías morales, aquellas aspiran a
mostrar que las prácticas discursivas específicas de primer
orden están bien constituidas y son capaces de producir re-
sultados verdaderos y justos. Verdaderos y justos significa
aquí algo más que resultados alcanzados mediante la escru-
pulosa adhesión a las reglas constitutivas de algunos juegos
científicos y políticos. Significa, antes bien, resultados que
corresponden a la Verdad y la Justicia tal como son real-
mente on sí mismas, independientemente de las prácticas
contingentes, históricas y sociales. Así, ajuicio de Lyotard,
una mctanarrativa (. . .) pretende ser un discurso privile-
giado capaz de situar, caracterizar y evaluar todos los de-
más discursos, pero que no está contaminado por la histori-
cidad y la contingencia que llevan a los discursos de primer
orden a una potencial distorsión y la necesidad de legitima-
ción» (págs. 86-7).

Fraser y Nicholson señalan, por implicación, que el pos-


modernismo hace algo más que librar una guerra contra la
totalidad; también pone en entredicho el uso de la razón al
servicio del poder, el papel de los intelectuales que hablan
por medio de la autoridad investida en una ciencia de la ver-
dad y la historia, y las formas de liderazgo que demandan la
unificación y el consenso dentro de cadenas de mando admi-
nistradas por un centro. El posmodernismo rechaza la idea
de u n a razón desinteresada, trascendente y universal. En
vez de separarla del terreno de la historia, el lugar y el de-
seo, el posmodernismo sostiene que la razón y la ciencia sólo
pueden entenderse como parte de una lucha histórica, polí-
tica y social más vasta con respecto a la relación entre len-
guaje y poder. En este contexto, las distinciones entre pa-
sión y razón, objetividad e interpretación, ya no existen co-
mo entidades separadas, sino que representan, en cambio,
los efectos de discursos y formas específicas de poder social.

273
Esta cuestión no es meramente epistemológica, sino profun-
damente política y normativa. Gary Peller (1987) plantea
este aspecto con claridad al sostener que en esta forma de
crítica está en juego nada menos que el compromiso domi-
nante y liberal con la cultura de la Ilustración. Señala al
respecto:

«En rigor, se pone en cuestión toda nuestra forma de conce-


bir el progreso liberal (superar el prejuicio en nombre de la
verdad, penetrar las distorsiones de la ideología para llegar
a la realidad, vencer la ignorancia y la superstición gracias
a la adquisición del conocimiento). [El posmodernismo] su-
giere que lo que nuestras tradiciones sociopolíticas e inte-
lectuales presentaron como conocimiento, verdad, objetivi-
dad y razón son, en realidad, los meros efectos de una forma
particular de mundo social, que se muestra entonces como
si estuviera más allá de la simple interpretación, como si
fuera la verdad misma» (pág. 30).

Al afirmar la primacía de lo histórico y lo contingente en


la construcción de la razón, la autoridad, la verdad, la ética
y la identidad, el posmodernismo propone una política de la
representación y una base para la lucha social. Laclan sos-
tiene que el ataque posmoderno contra el fundacionalis-
mo es un acto eminentemente político, dado que expande la
posibilidad de la argumentación y el diálogo. Al reconocer
las cuestiones de poder y valor en la construcción del cono-
cimiento y las subjetividades, el posmodernismo contribuye
a poner de manifiesto importantes fuerzas ideológicas y
estructurales, como la raza, el género y la clase. Para teóri-
cos como Laclau, el derrumbe del fundacionalismo no sugie-
re un relativismo banal o el inicio de un peligroso nihilismo.
Al contrario, Laclau sostiene que la falta de un significado
último radicaliza las posibilidades de la agencia humana y
una política democrática:

«El abandono del mito de los fundamentos no conduce al ni-


hilismo, del mismo modo que la incertidumbre en cuanto a
cómo atacará un enemigo no conduce a la pasividad. Lleva,
antes bien, a u n a proliferación de intervenciones y argu-
mentos discursivos que son necesarios, porque no hay una
realidad extradiscursiva que el discurso pueda simplemen-

274
te reflejar. En vista de que el argumento y el discurso cons-
tituyen lo social, su carácter abierto se convierte en la
fuente de un mayor activismo y un libertarismo más i-adi-
cal. La humanidad, que siempre se inclinó ante fuerzas ex-
ternas —Dios, la Naturaleza, las leyes necesarias de la His-
toria—, puede hoy, en el umbral de la posmodernidad, consi-
derarse por primera vez creadora y constructora de su pro-
pia historia» (1988a, págs. 79-80).

El ataque posmoderno contra la totalidad y el fundacio-


nalismo no carece de inconvenientes. Si bien se concentra
acertadamente en la importancia de las narrativas locales
y rechaza la idea de que la verdad precede a la noción de
representación, también corre el riesgo de desdibujar la
distinción entre grandes relatos que son monocausales y
narraciones formativas que son la base para situar históri-
ca y relacionalmente a diferentes grupos o narrativas loca-
les dentro de algún proyecto común. Para extender aún más
este argumento, es difícil imaginar cualquier política de la
diferencia como una forma de teoría social radical si no pro-
pone una narrativa formativa capaz de analizar la diferen-
cia dentro de la unidad y no contra ella. En otra sección de-
sarrollaré estas críticas con mayor detalle.

El posmodernismo como negación de las culturas


fronterizas

El posmodernismo plantea un reto a la política cultural


del modernismo en una serie de niveles diferentes. Me re-
fiero con ello a que no sólo proporciona un discurso para vol-
ver a teorizar el carácter fundamental de la cultura para la
construcción de sujetos políticos y luchas colectivas, sino
que también teoriza esa cultura como una política de la re-
presentación y el poder. Emily Hicks (1988) sostiene que el
desafío posmoderno a la cultura modernista está enmarca-
do dentro de los contextos de las identidades cambiantes, el
nuevo trazado de las fronteras y la memoria no sincrónica.
A su juicio, la cultura modernista niega la posibilidad de
identidades creadas dentro de la experiencia de narrativas
múltiples y cruces de «fronteras»; en cambio, el modernismo

275
moldea la cultura dentro de límites rígidos que privilegian
y excluyen a la vez las categorías de raza, clase, género y et-
nicidad. En el discurso del modernismo, la cultura se con-
vierte, de manera extremista, en un principio organizador
para construir fronteras que reproducen las relaciones de
dominación, subordinación y desigualdad. Esas fronte-
ras no brindan la posibilidad de experimentar y situarnos
dentro de un intercambio productivo de narrativas. En lu-
gar de ello, el modernismo construye fronteras forjadas en
el lenguaje de los universales y las oposiciones. La cultura
europea se identifica con el centro de la civilización; la alta
cultura se define en términos esencialistas contra la cultura
popular de todos los días, y la historia, como recuperación
de la memoria crítica, queda desplazada por la proliferación
de imágenes. En sustancia, el posmodernismo constituye
un intento de traspasar las fronteras selladas por el moder-
nismo, proclamar la arbitrariedad de todos los límites y lla-
mar la atención hacia la esfera de la cultura como una cons-
tincción social e histórica cambiante.
Quiero abordar el desafío posmoderno a una política cul-
tural modernista concentrándome brevemente en una serie
de cuestiones. Primero, el posmodernismo ha ampliado la
discusión con respecto a la relación entre cultura y poder al
echar luz sobre las cambiantes condiciones del conocimiento
inmerso en una era de sistemas do información electrónica-
mente mediados, tecnologías cibernéticas e ingeniería de
computación (Lyotard, 1984). De ese modo, apuntó al de-
sarrollo de nuevas formas de conocimiento que moldean de
manera significativa los análisis tradicionales pertinentes
para la intersección de la cultura, el poder y la política. Se-
gundo, el posmodernismo plantea una nueva serie de cues-
tiones sobre la inscripción de la cultura en la producción de
jerarquías de centro y márgenes y la reproducción de for-
mas poscoloniales de sojuzgamiento. Aquí está en juego no
sólo una reconsideración de la intersección de raza, género
y clase, sino también una nueva manera de leer la historia;
es decir, el posmodernismo propone formas de conocimiento
histórico como un modo de que los grupos subordinados re-
cuperen poder e identidad (Spivak, 1987; Minh-ha, 1989).
Tercero, el posmodemismo deshace la distinción entre alta
y baja cultura y hace de lo cotidiano un objeto de estudio se-
rio (Collins, 1989).

276
E n el primer caso, el posmodernismo señala el papel
cada vez más poderoso y complejo del nuevo medio electró-
nico en la constitución de identidades individuales, len-
guajes culturales y nuevas formaciones sociales. El posmo-
demismo trae un nuevo discurso que nos permite entender
la naturaleza cambiante de la dominación y la resistencia
en las sociedades capitalistas tardías (Lash y Urry, 1987).
Esto es particularmente cierto en sus análisis del cambio
de las condiciones de la producción de conocimiento en las
últimas dos décadas, en lo que se refiere a las tecnologías
productivas de información electrónica, los tipos de conoci-
miento producidos y la incidencia que tuvieron tanto en el
plano de la vida cotidiana como en términos globales más
amplios (Poster, 1989). El discurso posmoderno resalta
cambios radicales en el modo en que la cultura se produce,
circula, se lee y se consume; por otra parte, cuestiona seria-
mente los modelos teóricos que analizaron la cultura, de
manera inadecuada, como fuerza productiva y constituyen-
te, dentro de una red cada vez más global de aparatos cien-
tíficos, tecnológicos y de producción de información.
En el segundo caso, el posmodernismo prestó un im-
portante servicio teórico al cartografíar las relaciones del
centro y la periferia con respecto a tres intervenciones co-
nexas en la política cultural. Primero, planteó un enérgico
desafío a la noción hegemónica de que la cultura eurocéntri-
ca es superior a otras culturas y tradiciones en virtud de su
status canónico como medida universal de la civilización
occidental. Al poner al descubierto la particularidad de los
presuntos universales que constituyen la cultura eurocén-
trica, el posmodernismo reveló que la «verdad» de la cultura
occidental es ex profeso una metanarrativa que suprime
despiadadamente las historias, tradiciones y voces de aque-
llos que, en razón de su raza, su clase y su género, constitu-
yen el «Otro». La guerra del posmodernismo contra la tota-
lidad se define, en este caso, como una campaña contra la
cultura y el etnocentrismo patriarcales occidentales (McLa-
ren y Hammer, 1989). Así como rechazó el etnocentrismo de
la cultura occidental, el posmodernismo también libró una
batalla contra las formas de conocimiento académico que
contribuyen a reproducir esa cultura occidental dominante
como canon y tradición privilegiados, inmunes a la historia,
la ideología y la crítica social (Aronowitz y Giroux, 1991). En

277
ese desafío ocupa un lugar central un segundo aspecto de
la reconsideración de la política del centro y los márgenes
encarada por el posmodernismo. Nos referimos a que este
no sólo cuestiona la forma y el contenido de los mode-
los dominantes de conocimiento; también produce nuevas
formas de conocimiento gracias a su énfasis en el desmonta-
je de las disciplinas y la adopción de objetos de estudio irre-
presentables en los discursos dominantes del canon occi-
dental.
La crítica posmoderna presta un imi)ortante servicio teó-
rico y político al ayudar a quienes son considerados «Otro» a
recuperar sus propias historias y voces. Al problematizar la
idea dominante de tradición, el posmodernismo elaboró un
discurso sensible al poder que ayuda a los grupos subordi-
nados y excluidos a comprender sus {)roj)ios mundos e histo-
rias sociales, a ki vez que brinda nuevas oportunidades de
producir vocabularios políticos y culturales mediante los
cuales puedan definir y forjar sus identidades individuales
y colectivas (Lipsitz, 1990, págs. 211-31). Aquí está enjue-
go la reescritura de la historia dentro de una política de la
diferencia que sustituya las narrativas totalizadoras de
opresión por narrativas locales y múltijjles que afirmen sus
identidades e intereses como parte de una reconstrucción
más general de la vida pública democrática. Craig Owens
(1983) recoge el proyecto de posibilidad que es parte de la
recuperación de voces que fueron relegadas a los márgenes
y, por lo tanto, vistas como irrepresentables. Aunque en esta
descripción las mujeres surgen como la fuerza privilegiada
de lo marginal, su análisis es igualmente válido para una
serie de grupos subordinados:

«La operación posmodernista se monta precisamente en la


fi'ontera legislativa entre lo que puede y lo que no puede re-
presentarse, no a fin de trascender la representación, sino
para poner al descubierto el sistema de poder que autori-
za ciertas representaciones a la vez que obstruye, prohi-
be o invalida otras. Entre los grupos apartados de la repre-
sentación occidental, y a cuyas representaciones se niega
toda legitimidad, están las mujeres. Excluidas de la re-
presentación por su estructura misma, vuelven a ella como
u n a figura —una presentación— de lo irrepresentable»
(pág. 59).

278
El intento posmodernista por explorar y enunciar nue-
vos espacios no carece de inconvenientes. Como diferencia,
la marginalidad no es una cuestión no problemática, y las
diferencias deben sopesarse en comparación con las impli-
caciones que tienen para la construcción de relaciones
múltiples entre el yo y el «Otro». Por otra parte, la resisten-
cia no sólo se produce en los márgenes, sino también en di-
versos puntos de ingreso a las instituciones dominantes. No
hace falta decir que, así como puede posibilitar una política
cultural radical, cualquier idea de diferencia y marginali-
dad corre el riesgo de mistificarla. Pero lo crucial es que el
posmodernismo brinda la posibilidad de desarrollar una po-
lítica cultural que se concentre en los márgenes para recu-
perar, como lo señala Edward Said, «el derecho de grupos
antes no representados o mal representados a hablar por sí
mismos y representarse en ámbitos que, desde el punto de
vista político e intelectual, se definen habitualmente por su
exclusión, usurpan sus funciones significantes y de repre-
sentación y aplastan su realidad histórica» (citado en Con-
nor, 1989, pág. 233).
Esto nos lleva a la tercera dimensión de una política cul-
tural posmoderna. Como parte de una política más general
de la diferencia, el posmodernismo también se concentró en
el funcionamiento de la modernidad como gran relato impe-
rialista que vincula los modelos occidentales de progreso in-
dustrial a formas hegemónicas de cultura, identidad y con-
sumo. Dentro de este contexto, el proyecto de la modernidad
relega todas las culturas no occidentales a la periferia de la
civilización, como puestos de avanzada de historias, cultu-
ras y narrativas sin significación.
En el discurso del modernismo poscolonial, la cultura del
«Otro» ya no se inscribe en relaciones imperialistas de domi-
nación y subordinación por el crudo ejercicio del poder mi-
litar o burocrático. En nuestros días, el poder se inscribe en
aparatos de producción cultural que traspasan con facilidad
las fronteras nacionales y culturales. Los bancos de datos,
las transmisiones radiales y los sistemas de comunicaciones
internacionales se convierten en parte de la vanguardia de
una nueva red mundial de imperialismo cultural y económi-
co. La modernidad exhibe hoy su mensaje universal de pro-
greso por medio de los expertos e intelectuales que envía a
las universidades del Tercer Mundo, los sistemas de repre-

279
sentaciones que produce para saturar las carteleras de toda
América Latina o las imágenes publicitarias que retransmi-
te desde sus satélites a los televisores de los habitantes de
Africa, la India y Asia.
El posmodernismo pone de manifiesto tanto la naturale-
za tecnológica cambiante del imperialismo poscolonial como
las nuevas formas de resistencia emergente con que este se
topa. Por un lado, rechaza la idea de que la relación colonial
sea un «psicodrama ininterrumpido de represión y sojuzga-
miento» (Roth, 1988, pág. 250). En esta perspectiva, hay un
intento de comprender que el poder no sólo se administra,
sino también se adopta, se enfrenta y se lucha por él. En es-
te escenario, el «Otro» no sufre el destino de quedar ge-
neralizadamente fuera de la existencia, sino que carga con
el peso de la especificidad histórica y cultural. Esto resulta,
en parte, en un intento radical de leer la cultura del «Otro»
más como una construcción que como una descripción, como
una forma de texto que evoca en vez de no hacer otra cosa
que representar (Tyler, 1987; Chfford y Marcus, 1986; Clif-
ford, 1988). Dentro de ese argumento, la relación entre el
sujeto y el objeto, entre la invención y la construcción, nun-
ca es inocente y siempre participa en la teorización sobre los
márgenes y el centro. Aquí entra en discusión un intento de
problematizar las voces de quienes tratan de describir los
márgenes, aun cuando lo hagan en el interés de la emanci-
pación y la justicia social (Minh-ha, 1989). Con ello se sugie-
re un aspecto más del discurso poscolonial que el posmoder-
nismo ha comenzado a analizar como parte de su propia
política cultural.
En la era posmoderna, los límites que antaño mantenían
a distancia la diversidad, la otredad y la diferencia, ya fuera
en guetos internos o por medio de fronteras nacionales cus-
todiadas por funcionarios aduaneros, comenzaron a desha-
cerse. El centro eurocéntrico ya no puede absorber o conte-
ner la cultura del «Otro» amenazante y peligroso. Como lo
señala Renato Rosaldo (1989), el «Tercer Mundo ha hecho
implosión en las metrópolis. Aun la política nacional conser-
vadora de contención, ideada para protegernos de "ellos",
delata la imposibilidad de mantener culturas hermética-
mente selladas» (pág. 44). En el discurso poscolonial, la cul-
tura se convierte en algo que los «Otros» tienen; es la marca
de la etnicidad y la diferencia. Lo que cambió en esta formu-

280
lación y estrategia hegemónicas es que en el aparato cultu-
ral dominante la diversidad ya no se ignora, sino que se pro-
mueve a fin de definirla de manera restringida y reduccio-
nista mediante los estereotipos preponderantes. La repre-
sentación no sólo excluye: también define la diferencia cul-
tural por medio de la construcción activa de la identidad del
«Otro» para los grupos dominantes y subordinados. El pos-
modernismo cuestiona el discurso poscolonial llevando los
márgenes al centro en términos de sus propias voces e histo-
rias. La representación, en este sentido, da paso a la oposi-
ción y la lucha en torno de las cuestiones de identidad, lugar
y valores (Spivak, 1987; Minh-ha, 1989). En ese contexto, la
diferencia ofrece la posibilidad no sólo de llevar las voces y
políticas del «Otro» a los centros de poder, sino también de
entender cómo interviene el centro en los márgenes. Se tra-
ta de un intento de comprender cómo la radicalización de la
diferencia puede producir nuevas formas de desplazamien-
to y modos más refinados de racismo y sexismo. Resulta
comprensible que los mejores trabajos en este campo sean
obra de autores pertenecientes a los «márgenes».
Por último, es bien sabido que el posmodernismo rompe
con las formas de representación dominante al rechazar la
distinción entre cultura de elite y cultura popular y defen-
der la existencia de sitios alternativos de intervención y for-
mas de experimentación artística (Hebdige, 1989, págs.
116-43). En cuanto antiestética, el posmodernismo rechaza
la noción modernista de cultura o arte privilegiados; renun-
cia a los centros «oficiales» para «albergar» y exhibir el ar-
te y la cultura, junto con sus intereses en los orígenes, la pe-
riodización y la autenticidad (Foster, 1983, págs. xv-xvi;
Crimp, 1983). Por lo demás, el reto posmodernista a los lí-
mites del arte y la cultura modernistas produjo, en parte,
nuevas formas de arte, escritura y cinematografía, y diver-
sos tipos de crítica estética y social. Por ejemplo, películas
como Wetherby (1985) rechazan la estructura de la trama y
parecen no tener un principio o un final reconocibles; la fotó-
grafa Sherrie Levine usa en su obra un «discurso de la co-
pia», a fin de transgredir las nociones de origen y originali-
dad. El escritor James Sculley desdibuja los lindes entre la
escritura de la poesía y su producción en una diversidad de
formas representacionales. La banda norteamericana Talk-
ing Heads adopta una gama ecléctica de significantes audi-

281
tivos y visuales para producir un pastiche de estilos en que
los géneros se mezclan, las identidades cambian y los lími-
tes entre la realidad y la imagen se borran deliberadamente
(Hebdige, 1989, págs. 233-44).
Lo más importante es que el posmodernismo concibe lo
cotidiano y lo popular como dignos de una consideración
seria y lúdica. En el primer caso, la cultura popular se ana-
liza como esfera importante de impugnación, lucha y resis-
tencia. Con ello, el posmodernismo no abandona las distin-
ciones que estructuran diversas formas culturales dentro
de y entre diferentes niveles de práctica social; profundiza,
en cambio, la posibilidad de comprender los fundamentos
sociales, históricos y políticos do esas distinciones, tal como
se expresan en la intersección del poder, la cultura y la polí-
tica. En el segundo caso, el posmodernismo cultiva un tono
de ironía, parodia y juego como parte de una estética que
desacraliza el aura y la «grandeza» culturales, a la vez que
demuestra que «la contingencia penetra todas las identida-
des» y que «el carácter primario y constituyente de lo discur-
sivo es (. . .) la condición de cualquier práctica» (Laclan,
19886, pág. 17). Richard Kearney (1988) señaló que la no-
ción posmodcrna de juego, con sus elementos de indecidibi-
lidad e imaginación poética, desafía los niveles restringidos
y egocéntricos de la individualidad y nos permite encami-
narnos a una mayor comprensión del «Otro»:

«Las características ex-céntricas del paradigma del juego


pueden interpretarse como señales de la facultad poética de
la imaginación de trascender los límites de la conciencia
egocéntrica y, a decir verdad, antropocéntrica, y explorar
con ello diferentes posibilidades de existencia. Esas "posibi-
lidades" bien pueden considerarse imposibles en el plano de
la realidad establecida» (págs. 366-7).

En el rechazo posmoderno de la cultura elitista como un


ámbito privilegiado de producción cultural y repositorio de
la «verdad» y la civilización, tiene un papel central el intento
de entender las prácticas culturales modernistas en sus ma-
nifestaciones hegemónicas y contradictorias. De manera si-
milar, el posmodernismo rechaza la concepción que sostiene
que la cultura popular se estructura exclusivamente por
medio de una combinación de producción de mercancías y

282
pasividad del público: un sitio para arrojar basura comer-
cial y crear robots consumistas. La considera, en cambio, co-
mo un terreno de adaptación y lucha, cuyos principios es-
tructurantes no deben analizarse con el lenguaje reduccio-
nista de los patrones estéticos, sino, más bien, mediante el
discurso del poder y la política (Giroux y Simon, 1988). Hay
que señalar, desde luego, que los elementos posmodernos de
u n a política cultural que propuse deben examinarse con
más detenimiento para detectar sus excesos y carencias,
cuestión que abordaré en otra sección; a continuación anali-
zaré, en cambio, la tercera negación posmoderna, referida
al lenguaje y la subjetividad.

El postnodernismo, el lenguaje y la negación del sujeto


humanista

Dentro del discurso del posmodernismo, los nuevos ac-


tores sociales son plurales; es decir que el actor universal,
como la clase obrera, es reemplazado por otros numerosos
forjados en una diversidad de luchas y movimientos socia-
les. Tenemos aquí una política que destaca las diferencias
entre los grupos. Pero vale la pena señalar que las subjetivi-
dades también se constituyen en la diferencia. Esta es una
distinción importante, que representa un desafío trascen-
dente a la noción humanista del sujeto como yo libre, unifi-
cado, estable y coherente. En realidad, una de las propues-
tas teóricas y políticas más importantes del posmodernismo
es su hincapié en el carácter central del lenguaje y la sub-
jetividad como nuevos frentes desde los que se pueden re-
pensar las cuestiones de significado, identidad y política. La
mejor forma de abordar este tema es analizar los cuestiona-
mientos posmodernistas a la concepción convencional del
lenguaje.
El discurso posmodemo replanteó teóricamente la natu-
raleza del lenguaje como un sistema de signos estructurado
en el juego infinito de la diferencia, y de tal modo socavó la
noción positivista dominante que lo ve como un código gené-
tico permanentemente estructurado o como mero instru-
mento lingüístico t r a n s p a r e n t e p a r a transmitir ideas y
significados. Teóricos como Jacques Derrida, Michel Fou-
cault, Jacques Lacan y Laclau y MouíFe, en particular, de-

283
sempeñaron un gran papel en el replanteo teórico de la re-
lación entre discurso, poder y diferencia. Derrida, por ejem-
plo, analizó brillantemente la cuestión del lenguaje me-
diante el principio de lo que él llama «différance». Esta con-
cepción sugiere que el significado es el producto de un len-
guaje construido a partir del incesante juego de las diferen-
cias entre significantes, y sometido a él. El significado de un
significante se define mediante las mudables y cambiantes
relaciones de diferencia que caracterizan al juego referen-
cial del lenguaje. Lo que demostraron Derrida, Laclan y
Moufíe y muchos otros críticos es «la creciente dificultad de
definir los límites del lenguaje o, más exactamente, la iden-
tidad específica del objeto lingüístico» (Laclan, 1988a, pág.
67). Pero aquí entra enjuego algo más que la demostración
teórica de que el significado nunca puede fijarse de una vez
y para siempre.
La insistencia posmoderna sobre la importancia del dis-
curso también trajo como consecuencia un gran replanteo
de la idea de subjetividad. Al respecto, diversos discursos
posmodernos propusieron u n a crítica fundamental de la
noción humanista liberal de ese concepto, que se apoya en la
idea de una conciencia unificada, racional y autodetermi-
nante. Según esta concepción, el sujeto individual es la fiíen-
te del autoconocimiento, y su visión del mundo se constituye
mediante el ejercicio de un modo racional y autónomo de
comprender y conocer. El discurso posmoderno pone en tela
de juicio la idea del humanismo liberal del sujeto «como una
especie de sensibilidad universal libre y autónoma, indi-
ferente a cualquier contenido particular o moral» (Eagleton,
1985-1986, pág. 101). En su examen de la construcción de
las diferencias de género, Teresa Ebert (1988) propone un
comentario sucinto de la noción humanista de identidad:

«La teoría cultural feminista posmoderna rompe con la


concepción humanista dominante (...) según la cual el suje-
to todavía se considera un individuo autónomo con un yo
coherente y estable constituido por un conjunto de elemen-
tos naturales y predeterminados, como el sexo biológico. En
el planteo de aquella teoría, el sujeto es el producto de prác-
ticas significantes que lo preceden, y no el generador de sig-
nificado. Uno adopta posiciones subjetivas específicas —es
decir, existencia en el significado, en las relaciones socia-

284
les— al constituirse en actos discursivos ideológicamente
estructurados. Así, la subjetividad es el efecto de una serie
de prácticas significantes ideológicamente organizadas,
merced a las cuales el individuo se sitúa en el mundo y en
cuyos términos este y el propio yo adquieren inteligibilidad»
(págs. 22-3).

La importancia del replanteo teórico posmodernista de


la subjetividad no puede exagerarse. Según esta concep-
ción, la subjetividad ya no se remite a la tierra baldía apolí-
tica de las esencias y el esencialismo. Ahora se la lee como
múltiple, estratificada y no unitaria; en vez de constituirse
en un ego unificado e integrado, se considera que el «yo» «se
constituye a partir de y por la diferencia, y sigue siendo con-
tradictorio» (citado en Grossberg, 1986, pág. 56). No visto ya
como el mero repositorio de la conciencia y la creatividad, el
yo se construye como un terreno de conflicto y lucha, y la
subjetividad se considera un ámbito tanto de liberación
como de sometimiento. Su relación con las cuestiones de la
identidad, la intencionalidad y el deseo es un tópico profun-
d a m e n t e político conectado de m a n e r a inextricable con
fuerzas sociales y culturales que se extienden mucho más
allá de la autoconciencia del llamado sujeto humanista. Ni
la naturaleza misma de la subjetividad ni sus capacidades
para la autodeterminación y la determinación social pue-
den situarse ya dentro de las garantías de los fenómenos
trascendentes o las esencias metafísicas. Desde esta óptica
posmoderna, la base de una política cultural y de la lucha
por el poder se ha abierto hasta incluir las cuestiones del
lenguaje y la identidad. En lo que sigue quiero abordar la
forma en que diversos discursos feministas reinscriben al-
gunos de los supuestos centrales del modernismo y el pos-
modernismo como parte de una práctica cultural y un pro-
yecto político más generales.

El feminismo posmodemo como práctica política


y ética

La teoría feminista siempre mantuvo una relación dia-


léctica con el modernismo. Por u n lado, destacó las preocu-

285
paciones modernistas por la igualdad, la justicia social y la
libertad mediante un compromiso constante con cuestiones
políticas sustantivas, específicamente la reescritura de la
construcción histórica y social del género en interés de una
política cultural emancipatoria. En otras palabras, el femi-
nismo ha sido muy exigente en su aptitud para seleccionar
entre los restos del naufi:'agio del modernismo a fin de libe-
rar sus triunfos, en particular las potencialidades no reali-
zadas presentes en sus categorías de agencia, justicia y po-
lítica. Por otro lado, el feminismo posmoderno rechaza los
aspectos del modernismo que exaltan las leyes universales
a expensas de la especificidad y la contingencia. En térmi-
nos más precisos, se opone a una visión lineal de la historia
que legitime las ideas patriarcales de la subjetividad y la so-
ciedad; por otra parte, rechaza la idea de que la ciencia y la
razón tienen una correspondencia directa con la objetivi-
dad y la verdad. En sustancia, el feminismo posmoderno
rechaza la oposición binaria entre modernismo y posmoder-
nismo, en favor de un intento teórico más general de situar
críticamente ambos discursos dentro de un proyecto político
feminista.
La teoría feminista elaboró y se apropió críticamente de
una serie de supuestos centrales del modernismo y el pos-
modernismo. El enfrentamiento feminista con el modernis-
mo fue, en lo fundamental, un discurso de autocrítica y sir-
vió para expandir radicalmente una pluralidad de posicio-
nes dentro del propio feminismo. Las mujeres de color, las
lesbianas, las mujeres pobres y de clase obrera impugnaron
el esencialismo, el separatismo y el etnocentrismo expresa-
dos en la teorización feminista, y al hacerlo socavaron seria-
mente el discurso eurocéntrico y totalizador que llegó a ser
una camisa de fuerza para el movimiento. Eraser y Nichol-
son (1988) hacen un sucinto análisis de algunas de las cues-
tiones involucradas en este debate, particularmente en re-
lación con la apropiación de «cuasi narrativas» por parte de
algunas feministas:

«[Estas] aceptan tácitamente algunos supuestos comparti-


dos pero injustificados y esencialistas sobre la naturaleza
de los seres humanos y las condiciones de la vida social.
Además, adoptan métodos o conceptos no modulados por la
temporalidad o la historicidad y que, por lo tanto, actúan de

286
hecho como matrices neutrales permanentes de la indaga-
ción. Esas teorías, entonces, comparten algunos de los ras-
gos esencialistas y ahistóricos de las metanarrativas: no
prestan suficiente atención a la diversidad histórica y cultu-
ral, y universalizan falsamente las características de época,
sociedad, cultura, clase, orientación sexual o grupo étnico o
racial del propio teórico (. . .) Resulta claro que las cuasi
metanarrativas no promueven sino que entorpecen la her-
mandad femenina, jjorque eliden las diferencias entre mu-
jeres y entre las formas de sexismo a las que distintas muje-
res están sometidas de diversas maneras. Del mismo modo,
cada vez es más evidente que esas teorías obstaculizan las
alianzas con otros movimientos progresistas, puesto que
tienden a omitir ejes do dominación que no sean los del gé-
nero. En suma, entre las feministas hay un interés crecien-
te por modos de teorización que se interesen en las diferen-
cias y la especificidad cultural e histórica» (págs. 92, 99).

La elaboración de un lenguaje que fue sumamente críti-


co del modernismo sirvió no sólo para problematizar lo que
puede denominarse feminismos totalizadores; también pu-
so en entredicho la idea de que la opresión sexista está en la
raíz de todas las formas de dominación (Malson et al., 1989,
págs. 5-9). En esta postura hay dos supuestos implícitos que
dieron forma de manera significativa a los argumentos de
mujeres mayoritariamente blancas y occidentales. El pri-
mero invierte la posición marxista ortodoxa que considera a
la clase como la categoría primaria de dominación, mientras
que todos los demás modos de opresión quedan relegados a
un segundo plano. En este caso, la forma primordial de do-
minación es el patriarcado, en tanto que la raza y la clase se
reducen a su reflejo distorsionado. El segundo supuesto
recicla otro aspecto del marxismo ortodoxo, que infiere que
la lucha por el poder se libra exclusivamente entre clases
sociales opuestas. La versión feminista de este argumento
simplemente sustituye la clase por el género, y con ello re-
produce una forma de política de «nosotros contra ellos» que
es la antítesis de la creación de una comunidad con una cul-
t u r a pública amplia y diversificada. Ambos supuestos re-
presentan el bagaje ideológico del modernismo. En los dos
casos, la dominación se enmarca en oposiciones binarias
que sugieren que los trabajadores o las mujeres no pueden

287
ser cómplices de su propia opresión y que la dominación
adopta una forma que es singular y sin complejidades. El
desafío feminista a esta camisa de fuerza ideológica del mo-
dernismo es expresado con claridad por bell hooks (1989),
quien evita la política del separatismo refiriéndose a una
distinción importante entre el papel que las feministas po-
drían cumplir al afirmar su propia lucha particular contra
el patriarcado y el que pueden desempeñar como parte de
una lucha más general de liberación:

«El esfuerzo feminista por poner fin a la dominación pa-


triarcal debería ser de interés primordial, justamente por-
que insiste en la erradicación de la explotación y la opresión
en el contexto familiar y en todas las demás relaciones
íntimas (. . .) Como lucha de liberación, el feminismo debe
existir al margen y como parte de la lucha más general para
erradicar la dominación en todas sus formas. Es preciso que
entendamos que la dominación patriarcal comparte un
fundamento ideológico con el racismo y otras formas de
opresión grupal, y no hay esperanza de que pueda ser elimi-
nada mientras estos sistemas sigan intactos. Este conoci-
miento tendría que informar consecuentemente la dirección
de la teoría y la práctica feministas. Por desdicha, el racis-
mo y el elitismo de clase entre las mujeres hicieron que, con
frecuencia, ese vínculo se suprimiera y distorsionara, de
modo que hoy es necesario que las pensadoras feministas
critiquen y revisen gran parte de la teoría feminista y la di-
rección del movimiento feminista. Este esfuerzo de revisión
es tal vez más evidente en el difundido reconocimiento ac-
tual de que el sexismo, el racismo y la explotación de clase
constituyen sistemas entrelazados de dominación; es decir
que la sexualidad, la raza y la clase, y no únicamente el se-
xo, determinan la naturaleza de la identidad, el status y las
circunstancias de cualquier mujer, y hasta qué punto estará
o no dominada y tendrá el poder de dominar» (pág. 22).

Hago referencia a la crítica feminista del modernismo


para poner de manifiesto parte del territorio ideológico que
comparte con ciertas versiones del posmodernismo, y suge-
rir las implicaciones más amplias que tiene un feminismo
posmoderno para el desarrollo y la ampliación del terreno
de lucha y transformación políticas. Es importante señalar

288
que este encuentro entre el feminismo y el posmodernismo
no debe ser visto como un esfuerzo por desplazar una políti-
ca feminista en favor de una política y una pedagogía del
posmodernismo. Al contrario, creo que el feminismo propor-
ciona a este una política y mucho más. Aquí está enjuego el
uso del feminismo, en palabras de Meaghan Morris, como
«un contexto en el que podrían considerarse, desarrollarse y
transformarse más a fondo (o abandonarse) los debates so-
bre el posmodernisnio» (1988, pág. 16). En dicho proyecto es
crucial la necesidad de analizar el modo en que las teóricas
feministas utilizaron el posmodernismo para crear una for-
ma de crítica social cuyo valor radica en el enfoque crítico de
cuestiones de género y en las ideas teóricas que provee para
desarrollar luchas democráticas y pedagógicas de mayor
amplitud.
El status teórico y la viabilidad política de diversos dis-
cursos posmodernos sobre las cuestiones de la totalidad, el
fundacionalismo, la cultura, la subjetividad y el lenguaje
son materia de intenso debate entre distintos grupos femi-
nistas. No tengo interés en reseñar ese debate o concentrar-
me en las posiciones que desechan el posmodernismo como
antitético del feminismo. Quiero abordar principalmente
los discursos feministas que reconocen la influencia del pos-
modernismo pero, al mismo tiempo, profundizan y radica-
lizan los supuestos más importantes en beneficio de u n a
teoría y una práctica de luchas feministas y democráticas
transformadoras.''
La relación del feminismo con el posmodernismo ha sido
fructífera pero problemática (E. Kaplan, 1988, págs. 1-16).
El segundo comparte una serie de supuestos con varias teo-
rías y prácticas feministas. Por ejemplo, ambos discursos
consideran que la razón es plural y parcial, sostienen que la
subjetividad tiene múltiples estratos y es contradictoria, y
postulan la contingencia y la diferencia contra diversas for-
mas de esencialismo.
Al propio tiempo, el feminismo posmoderno criticó y
amplió varios supuestos centrales del posmodernismo. En
primer lugar, afirmó la primacía de la crítica social, y al ha-

"* En una muestra representativa de trabajos feministas posmodernos


hay que mencionar los siguientes: Benhabib y Cornell (1987); Diamond y
Quinby (1988); Flax (1989); Hutcheon (1989); E. Kaplan (1988); Morris
(1988); Nicholson (1990).

289
cerlo redefinió la significación del cuestionamiento posmo-
derno de los discursos fundadores y los principios universa-
les en términos que priorizan las luchas políticas por enci-
ma de los compromisos epistemológicos. Donna Haraway lo
expresa con claridad cuando comenta que «la cuestión acaso
sea la ética y la política, más que la epistemología» (1989,
pág. 579). Segundo, el feminismo posmoderno se ha negado
a aceptar el punto de vista posnioderno del rechazo masivo
de todas las formas de totalidad o metanarrativas. Tercero,
rechazó la insistencia posmoderna en borrar la acción hu-
mana mediante el descentramiento del sujeto; de manera
conexa, se resistió a definir el lenguaje como la única fuente
de significado, y de ese modo vinculó el poder no meramente
al discurso, sino también a las prácticas y luchas materia-
les. Cuarto, afirmó la importancia de la diferencia como par-
te de una lucha más general por el cambio ideológico e insti-
tucional, en vez de subrayar el enfoque posnioderno de la di-
ferencia como estética (pastiche) o expresión de pluralismo
liberal (la proliferación de la diferencia sin el recurso al len-
guaje del poder). Como en este capítulo es imposible anali-
zar con gran detalle todas estas cuestiones, abordaré algu-
nas de las tendencias más importantes implícitas en esas
posiciones.

El feminismo posmoderno y la primacía de lo político

«El trabajo colectivo para enfrentar la diferencia y expandir


nuestra conciencia del sexo, la raza y la clase como sistemas
entrelazados de dominación, y del modo en que reforzamos
y perpetuamos estas estructuras, es el contexto en que
aprendemos el verdadero significado de la solidaridad. El
fundamento del movimiento feminista debe ser ese trabajo.
Sin él, no podemos oponernos eficazmente a la dominación
patriarcal; sin él, seguimos recíprocamente distanciadas y
alienadas. A menudo, el temor a la confrontación lleva a las
mujeres y los hombres con intervención activa en el movi-
miento feminista a evitar encuentros críticos rigurosos; sin
embargo, si no podemos enfrentarnos dialécticamente de
u n a manera humanizadora comprometida y rigurosa, no
cabe tener la esperanza de cambiar el mundo (...) Si bien la
lucha por erradicar el sexismo y la opresión sexista es y de-

290
be ser la idea central del movimiento feminista, a fin de pre-
pararnos políticamente para ese esfuerzo debemos antes
aprender cómo actuar de manera solidaria, cómo luchar es-
palda con espalda» (hooks, 1989, pág. 25).

Con elocuencia, hooks se refiere a la cuestión de cons-


truir un feminismo que sea conscientemente político. En so-
lidaridad con una serie de feministas, aporta un muy nece-
sario correctivo a la tendencia posmoderna a eclipsar lo polí-
tico y lo ético en favor de las preocupaciones epistemológicas
y estéticas. No sólo sostiene que el trabajo intelectual y cul-
tural debe (;star movido por cuestiones y problemas políti-
cos: también lleva a cabo la tarea teóricamente importante
de afirmar una ])olítica feminista que intenta entender y
cuestionar las diversas formas en que la patriarquía se ins-
cribe en todos los niveles de la vida cotidiana. Pero lo que
hay de diíéi'Cínte y posmoder-no en el comentario de hooks es
que no sólo aboga por una práctica feminista posmoderna
que sea opositora en su llamado «a poner fin al sexismo y la
opresión sexista» (1989, pág. 23): también pone en entredi-
cho los feminismos que reducen la dominación a una causa
única, se concentran exclusivamente en la diferencia sexual
e ignoran las diferencias de las mujeres en su cruce con
otros vectores de poder, en especial con respecto a la raza y
la clase. En esta versión de la política feminista posmoder-
na está enjuego un intento de reafirmar el carácter central
de las luchas de género, al mismo tiempo que se amplían las
cuestiones asociadas a ellas. De manera similar, se trata de
vincular la política de género a una política más general de
solidaridad. Permítanme ser más específico acerca de algu-
nos de estos temas.
Desde la década de 1970, en el movimiento feminista de
Estados Unidos ocupó un lugar central la importante idea
de que lo personal es político. Este argumento sugiere una
compleja relación entre las prácticas sociales materiales y
la construcción de la subjetividad mediante el uso del len-
guaje. En este contexto, la subjetividad se analizaba como
una construcción histórica y social, gener-ada por medio de
las configuraciones históricas que cargan el lastre del poder,
el lenguaje y las formaciones sociales. En este caso, la pro-

* Engendered en el original: juego de palabras entre engender, engen-


drar, y gender, género. (N. del 27)

291
blematización de las relaciones de género se calificó, a me-
nudo, como la propuesta teórica más importante hecha por
las feministas (Showalter, 1989). El feminismo posmoderno
amplió la significación política de esta cuestión en aspectos
importantes.
En primer lugar, sostuvo con vigor que los análisis femi-
nistas no pueden minimizar la significación dialéctica de las
relaciones de género. Esto es, dichas relaciones tienen que
concentrarse no sólo en los diversos modos en que las muje-
res se inscriben en representaciones y relaciones de poder
patriarcales, sino también en la forma en que las relaciones
de género pueden utilizarse para problematizar las identi-
dades sexuales, las diferencias y los elementos comunes de
hombres y mujeres. Sugerir que la mascuHnidad es una
categoría no problemática es adoptar una posición esencia-
lista que en última instancia fortalece el poder del discurso
patriarcal (Showalter, 1989, págs. 1-3).
Segundo, las teóricas feministas redefinieron la relación
entre lo personal y lo político en aspectos que plantean algu-
nos importantes supuestos posmodernos. Esta redefínición
surgió, en parte, de una creciente crítica feminista que re-
chaza las ideas de que la sexualidad es el único lye de domi-
nación y que el estudio de la sexualidad debería limitarse,
en el plano teórico, a una consideración exclusiva de la cons-
trucción de las subjetividades de las nmjeres. Una ensayis-
ta como Teresa de Lauretis, por ejemplo, sostuvo que para la
crítica social feminista es fundamental la necesidad de que
las feministas mantengan una «tensión (entre lo personal y
lo político], precisamente gracias a la comprensión del ca-
rácter múltiple y hasta autocontradictorio de la identidad»
(1986, pág. 9). Ignorar esa tensión lleva con frecuencia a la
trampa de disolver lo político en lo personal y limitar la esfe-
ra de la política al lenguaje del dolor, la ira y el separatismo.
Sobre este punto se explaya hooks, sosteniendo que cuando
las feministas reducen la relación entre lo personal y lo polí-
tico a la mera mención del dolor que generan en ellas las es-
tructuras de dominación, a menudo socavan las oportuni-
dades de comprender la naturaleza multifacética de esta y
crear una política de la posibilidad:

«Ese poderoso eslogan, "lo personal es político", aborda la


conexión entre el yo y la realidad política. No obstante, mu-

292
chas veces se lo interpretaba como si quisiera decir que ha-
blar del doloi' personal, en relación con las estructuras de
dominación, no era tan sólo una etapa inicial en el proceso
de conquista de una conciencia política, un discernimiento,
sino todo lo que se necesitaba. En la mayoría de los casos, la
referencia al propio dolor personal no se vinculaba lo sufi-
ciente a la educación general en favor de la conciencia críti-
ca de la resistencia política colectiva. El hecho de concen-
trarse en lo personal, en un marco que no obligaba a recono-
cer la complejidad de las estructuras de dominación, podía
llevar con facilidad a atribuir denominaciones erróneas y a
la creación de un nivel sofisticado más de no-conciencia o de
conciencia distorsionada. Esto sucede a menudo en un con-
texto feminista donde la raza o la clase no se ven como facto-
res determinantes de la construcción social de la propia rea-
lidad de género y, más importante, del grado de explotación
y dominación que uno padecerá» (pág. 32).

La construcción del género debe verse en el contexto de


las relaciones más amplias en que se estructura. Aquí está
en discusión la necesidad de profundizar la noción posmo-
derna de diferencia, radicalizando la idea de género por me-
dio del rechazo a aislarla como una categoría social, y em-
barcándose al mismo tiempo en una política que aspire a
transformar el yo, la comunidad y la sociedad. En este con-
texto, el feminismo posmoderno brinda la posibilidad de
trascender el lenguaje de la dominación, la ira y la crítica.
Tercero, el feminismo posmoderno procura entender los
funcionamientos más generales del poder examinando có-
mo este actúa a través de medios que no son las tecnologías
específicas de control y dominio (De Lauretis, 1987). Se
trata de comprender cómo se constituye el poder producti-
vamente. De Lauretis desarrolla esta idea sosteniendo que
si bien el posmodernismo presta un servicio teórico al reco-
nocer que el poder es «productor de conocimientos, significa-
dos y valores, parece bastante obvio que tenemos que dis-
tinguir entre los efectos positivos y los efectos opresivos de
esa producción» (1986, pág. 18). Su observación es impor-
tante: sugiere que el poder puede actuar en interés de una
política de la posibilidad y utilizarse para reescribir las na-
rrativas de grupos subordinados, no simplemente en reac-
ción a las fuerzas de la dominación, sino como respuesta a la

293
construcción de visiones y futuros alternativos. Cuando se
insiste de manera excluyente en el carácter opresivo del po-
der, se corre el riesgo de elaborar como su equivalente políti-
co una versión de un cinismo y un antiutopismo radicales.
El feminismo posmoderno brinda la posibilidad de redefinir
tanto una política feminista negativa (Kristeva, 1981) como
una inclinación posmoderna más general hacia una deses-
peración que se disfraza con el ropaje de la ironía, la parodia
y el pastiche. Linda Alcoff lo expresa con claridad al soste-
ner lo siguiente: «Como la izquierda ya debería saberlo, no
se puede movilizar un movimiento que esté siempre, y úni-
camente, en contra: hay que tener una alternativa posible,
la visión de un futuro mejor que pueda motivar a la gente a
sacrificar su tiempo y su energía en {jro de su realización»
(1988, págs. 418-9). En esta demanda de un lenguaje de la
posibilidad ocupan un lugar central las maneras en que un
feminismo posmoderno abordó la cuestión del poder en tér-
minos más expansivos y productivos, atentos a su inscrip-
ción por medio de la fuerza de la razón y a su construcción
en los niveles de las asociaciones íntimas y locales (Dia-
mond y Quinby, 1988).

El feminismo posmoderno y la política de la razón


y la totalidad

Diversos discursos feministas proporcionaron un contex-


to teórico y una política para enriquecer los análisis posmo-
dernistas de la razón y la totalidad. Si bien los teóricos pos-
modernos hicieron hincapié en la construcción histórica,
contingente y cultural de la razón, no logi'aron mostrar por
qué esta se construyó como parte de un discurso masculino
(Diamond y Quinby, 1988, págs. 194-7). Las feministas pos-
modernas plantearon un vigoroso desafío a esta postura, en
particular en sus análisis de las relaciones de conocimiento
y poder legitimadas en el discurso de la ciencia y la objetivi-
dad, y producidas por la razón, el lenguaje y la representa-
ción para silenciar, marginar y representar erróneamente a
las mujeres (Jagger, 1983; Keller, 1985; Harding, 1986; Bir-
ke, 1986). Las teóricas feministas también modificaron la
discusión posmoderna sobre la razón en otros dos aspectos
importantes. Primero, a la vez que reconocían que todas las

294
reivindicaciones de la razón son parciales, abogaron por las
posibilidades emancipatorias presentes en la conciencia
reflexiva y la razón crítica como base de la crítica social
(Welch, 1985; De Lauretis, 1986). En estos términos, la ra-
zón no se refiere meramente a una política de la representa-
ción estructurada en la dominación, o a un discurso relati-
vista que se abstrae de la dinámica del poder y la lucha;
también brinda la posibilidad de la autorrepresentación y
la reconstrucción social. Haraway, por ejemplo, limitó el
giro posmoderno hacia el relativismo haciendo un planteo
teórico de la razón dentro de un discurso de la parcialidad
que «privilegia el cucstionamiento, la deconstrucción, la
construcción apasionada, las conexiones en red y la espe-
ranza en la transformación de los sistemas de conocimiento
y las maneras de ver» (1989, pág. 585). En forma similar,
hooks (1989, págs. 105-19) y otros han sostenido que las fe-
ministas que niegan el poder de la razón crítica y el discurso
abstracto rejjroducen, a menudo, una práctica cultural que
actúa en beneficio del patriarcado. En efecto: esta cultura
sirve para silenciar a las mujeres y otros, ya que los sitúa de
una manera que no hace más que fomentar el temor a la
teoría, y cuyas posiciones con frecuencia producen, a su tur-
no, una forma de impotencia apuntalada por un vigoroso
antiintelcctualismo. Segundo, una feminista como J a n e
Flax modificó el enfoque posmodernista de la razón al soste-
ner que esta no es el único lugar del significado:

«No puedo estar de acuerdo (...) en que la liberación, el


significado estable, el discernimiento, la comprensión de sí
inismo y la justicia dependen sobre todo de la "primacía de
la razón y la inteligencia". Esas cualidades pueden alcan-
zarse de muchas maneras; por ejemplo, mediante prácticas
políticas, la igualdad económica, racial y de género, u n a
buena crianza de los niños, la empatia, la fantasía, los sen-
timientos, la imaginación y la encarnación. ¿Sobre qué base
podemos afirmar que la razón es privilegiada o primordial
para el yo o la justicia?» (1988, pág. 202).

Aquí está en cuestión el rechazo no de la razón, sino de


una versión modernista de esta que es totalizadora, esen-
cialista y políticamente represiva. El feminismo posmoder-
no cuestionó y modificó el enfoque posmoderno de la totali-

295
dad o los grandes relatos en términos similares. Si bien
acepta la crítica posmoderna de las grandes narraciones
que emplean un único criterio y pretenden encarnar una ex-
periencia universal, no define como opresivas todas las na-
rrativas vastas o formativas. Al mismo tiempo, reconoce la
importancia de fundar las narrativas en los contextos y es-
pecificidades de la vida, las comunidades y las cultui'as de la
gente, pero complementa esta insistencia típicamente pos-
moderna en lo contextual con un argimiento en í'avor de las
metanarrativas que emplean formas de crítica social que
son dialécticas, relaciónales y bolistas. Las metanarrativas
cumplen un importante papel teórico al situar lo particular
y lo específico en contextos históricos y relaciónales más am-
plios. Recbazar todas las nociones de la totalidad es arries-
garse a quedar atrapado en teoi'ías i)articularistas que no
pueden explicar cómo las vai'ias y diversas relaciones que
constituyen sistemas sociales, políticos y globales más
vastos se interrelacionan o se determinan y constriñen unas
a otras. El feminismo posmoderno i'econoc(> la necesidad de
contar con una idea de las grandes narrativas que jjrivile-
gie formas de análisis en que; sea posible poner de manifies-
to las mediaciones, interrelaciones e interde[iendencias
que dan forma y poder a sistemas políticos y sociales más
amplios. Fraser y Nicholson plantean con mucha claridad la
importancia de esas narrativas para la crítica social;

«La crítica eficaz (...) exige un arsenal de diferentes méto-


dos y géneros. Requiere, como nu'nimo, grandes narrativas
sobre los cambios en la organización social y la ideología,
análisis empíricos y socio-teóricos de las macroestructuras
y las instituciones, análisis interaccionistas de la micropolí-
tica de la vida cotidiana, análisis crítico-hermenéuticos e
institucionales de la producción cultural, sociologías de gé-
nero histórica y culturalmente específicas (. . .) Y la lista po-
dría continuar» (1988, pág. 91).

El feminismo posmoderno y la política de la diferencia


y la agencia

Las feministas comparten un saludable escepticismo con


respecto a la celebración posmoderna de la diferencia. Mu-

296
chas teóricas feministas acogen con agrado el énfasis pos-
moderno en la proliferación de narrativas locales, la aper-
tura del mundo a las diferencias culturales y étnicas y la
postulación de la diferencia como un desafío a las relaciones
hegemónicas de poder que se presentan como universales
(Flax, 1988; McRobbie, 1986; Nicholson, 1990; E. Kaplan,
1988; Lather, 1989). Pero, al mismo tiempo, las feministas
posmodernas plantearon serios interrogantes acerca de la
forma en que se deben entender las diferencias a fin de cam-
biar y no reproducir las relaciones de poder prevalecientes.
Esto es {)articularinente imjxirtante, dado que la diferen-
cia, entendida en el sentido posmoderno, se desliza con fre-
cuencia hacia una noción de pastiche teóricamente inocua y
políticamente desarraigada. Para muchas feministas pos-
modernas, es {)rcciso examinar la cuestión con referencia a
una serie de [ireocupaciones. Entre ellas, hay que establecer
cómo construir una política de la diferencia que no repro-
duzca simplemente las formas del individualismo liberal, o
cómo «i'eescribirla como un rechazo de los términos de la se-
paración radical» (C. Kaplan, 1987, pág. 194). También se
discute cómo elaborar una teoría de la diferencia que no dis-
crepe de una política de la solidaridad. Es de igual impor-
tancia determinar cómo una teoría del sujeto construido en
la diferencia i)odría sostener o negar una política de la agen-
cia humana. De manera conexa, tenemos que ver cómo pue-
de un feminismo posmoderno redefinir la relación entre el
conocimiento y el poder a fin de desarrollar una teoría de la
diferencia que no sea estática y esté en condiciones de dis-
tinguir entre las diferencias que importan y las que no im-
portan. Todas estas cuestiones han sido abordadas en dis-
tintos discursos feministas, aunque no todos ellos son parti-
darios del posmodernismo. Lo que se desprende cada vez
más claramente de este empeño es un discurso que comple-
jiza y amplía de manera decisiva las posibilidades de re-
construir la diferencia dentro de un proyecto político radical
y un conjunto de prácticas transformadoras.
En el sentido más general, el énfasis posmoderno en la
diferencia sirve para disolver todas las pretensiones a un
concepto indiferenciado de la verdad, el hombre, la mujer
y la subjetividad, al mismo tiempo que se niega a reducir
la diferencia a la «oposición, la exclusión y el ordenamien-
to jerárquico» (Malson et al., 1989, pág. 4). El feminismo

297
posmoderno contribuyó en mucho a expresar la cuesti(3n de
la diferencia en términos que le dan un fundamento eman-
cipatorio e identifican las «diferencias que hacen la diferen-
cia» como un acto político trascendente. En lo que sigue,
quiero abordar brevemente los tópicos de la diferencia y la
agencia que se desarrollaron en un discurso feminista pos-
moderno.
Joan Wallach Scott prestó un gran servicio teórico al des-
mantelar una de las dicotomías paralizantes en que se plan-
teaba la cuestión de la diferencia. Tras rechazar la idea de
que la diferencia y la igualdad constituyen una oposición,
sostiene que lo contrario de la igualdad es la desigualdad.
En tal sentido, la cuestión de la igualdad depende de reco-
nocer qué diferencias promueven la desigualdad y cuáles no
lo hacen. En este caso, la categoría de la diferencia es cen-
tral como construcción política para la idea misma de igual-
dad. Ajuicio de Scott, la consecuencia que tiene este argu-
mento para una política feminista de la diferencia implica
dos importantes jugadas teóricas:

«En las historias del feminismo y en las estrategias políticas


feministas es preciso prestar atención a las operaciones de
la diferencia y, a la vez, insistir en las diferencias, pero no en
una mera sustitución de la diferencia binaria por la múlti-
ple, porque lo que deberíamos invocar no es un feliz plura-
lismo. La resolución del "dilema de la diferencia" no provie-
ne de ignorar o adoptar la diferencia tal como se constituye
normativamente. Me parece, en cambio, que la posición fe-
minista crítica siempre debe implicar dos jugadas: la prime-
ra, la crítica sistemática de las operaciones de la diferencia
categorial, la puesta al descubierto de los tipos de exclusio-
nes e inclusiones —las jerarquías— que construye y un re-
chazo de su "verdad" última. Un rechazo, sin embargo, no
en nombre de una igualdad que implique mismidad o iden-
tidad sino, antes bien (y esta es la segunda jugada), de una
igualdad que se apoye en las diferencias: diferencias que
confunden, desorganizan y hacen ambiguo el significado de
cualquier oposición binaria fija. Hacer otra cosa es aceptar
el argumento político de que la mismidad es un requisito de
la igualdad, posición insostenible para las feministas (y los
historiadores) que saben que el poder se construye sobre el

298
terreno de la diferencia y, por lo tanto, debe ser impugnado
en él» (1988, págs. 176-7).

Ajuicio de Scott, impugnar el poder en el terreno de la


diferencia, concentrándose tanto en las exclusiones como en
las inclusiones, es evitar caer en una elaboración o idealiza-
ción romántica facilista y simple de aquella. En términos
más concretos, E. Ann Kaplan aborda esta cuestión soste-
niendo que la supresión posmoderna de todas las distincio-
nes entre la alta y la baja cultura es importante, pero borra
las significativas diferencias que actúan en la producción y
exhibición de obras culturales específicas. Al no discriminar
entre diferencias de contexto, producción y consumo, los dis-
cursos posmodernos corren el riesgo de eliminarlas diferen-
cias que surgen en las relaciones de poder que caracterizan
a estas distintas esferas de la producción cultural. Por ejem-
])lo, el tratamitinto de todos los productos culturales como
textos puede situarlos como construcciones históricas y so-
ciales, [)ero es imperativo que se distingan los mecanismos
institucionalcvs y Jas relaciones de poder en que se producen
los diferentes textos, a íin de hacer posible comprender có-
mo estos representan, en píirte, una diferencia en términos
de la reproducción de significados, relaciones sociales y va-
lores particulares.
Una cuestión similar se plantea con respecto a la noción
posmoderna de subjetividad. La idea posmoderna de que
las subjetividades y los cuerpos humanos se construyen en
el incesante juego de la diferencia amenaza borrar no sólo
toda posibilidad de agencia o elección humanas, sino tam-
bién los medios teóricos para entender cómo el cuerpo se
convierte en un sitio de poder y lucha alrededor de diferen-
cias específicas que importan en lo tocante a las cuestiones
de raza, clase y género. En muchas descripciones posmoder-
nas hay una escasa percepción del modo en que diferentes
representaciones históricas, sociales y de género del signifi-
cado y el deseo son dirimidas verdaderamente y asumidas
subjetivamente por individuos reales. Estos se ubican en
diversas «posiciones subjetivas», pero no se comprende có-
mo toman decisiones, promueven una resistencia eficaz o
median entre sí mismos y los otros. Las teóricas feministas
extendieron los principios más radicales del modernismo al
modificar la visión posmoderna del sujeto. Autoras como De

299
Lauretis (1984, 1986, 1987) insisten en que la construcción
de la experiencia femenina no se realiza al margen de las
intenciones y elecciones humanas, por limitadas que estas
sean. De Lauretis, en particular, sostiene que la agencia de
los sujetos resulta posible gracias a formas cambiantes y
múltiples de conciencia, que se construyen por medio de los
discursos y las prácticas disponibles, pero que siempre es-
tán expuestas al examen por vía del autoanálisis. Para De
Lauretis y otras, como Alcoff, esa práctica es teórica y políti-
ca. El intento de Alcoff de construir una política identitaria
feminista abreva en la obra de J3e Lauretis y es j^erspicaz en
su esfuerzo por elaborar una teoría de la posicionalidad:

«La identidad de una mujer es el producto de la interpreta-


ción y reconstrucción que ella hace de su historia, tal como
se dirime por medio de un contexto discursivo cultural al
que tiene acceso. En consecuencia, (>] concepto de posiciona-
lidad incluye dos aspectos: primero (. . .) el concepto de la
mujer es un término relacional sólo identificable con un con-
texto (en permanente movimiento); pero, segundo (. . .) la
posición en que se encuentran las mujeres puede utilizarse
activamente (en vez de trascenderse) como un ámbito para
la construcción del significado, un lugar en que puede des-
cubrirse un significado (el de la condición de mujer). El con-
cepto (. . .) de posicionalidad muestra cómo usan las muje-
res su perspectiva posicional como lugar desde el cual se in-
terpretan y construyen los valores, y no como el sitio de un
conjunto ya determinado de valores» (1988, pág. 434).

Las feministas también expresaron su preocupación por


la tendencia posmoderna a describir el cuerpo como algo tan
fragmentado, móvil y sin límites que invita a la confusión
sobre el modo en que se engendra y posiciona realmente
dentro de configuraciones concretas de poder y formas de
opresión material. El énfasis posmoderno en la prolifera-
ción de ideas, discursos y representaciones minimiza las
distintas formas de opresión de los cuerpos y sus diferentes
construcciones por medio de relaciones materiales especí-
ficas. Feministas como Sandra Lee Bartky hicieron una lec-
tura posmoderna de la política del cuerpo ampliando la idea
que Foucault presenta, en Vigilar y castigar y en Historia de
la sexualidad, sobre el crecimiento del Estado moderno y el

300
intento concomitante y sin precedentes de disciplinamiento
corporal. Bartky (1988) difiere de Foucault en la medida en
que utiliza una noción distintiva de la diferencia, por la que
muestra que el género interviene en la producción del cuer-
po como un sitio de dominación, lucha y resistencia. Esta
autora alude, por ejemplo, a las medidas disciplinarias de
las dietas, la tiranía de la moda y la insistencia en la del-
gadez, el discurso del ejercicio y otras tecnologías de con-
trol. También trasciende a Foucault cuando sostiene que es
preciso ver el cuerpo como un ámbito de resistencia, ligado a
una teoría más general de la agencia.
El feminismo posmoderno propone una política fundada
que se vale de los aspectos más progresistas del modernis-
mo y el posmodernismo. En el sentido más general, rea-
firma la impoi'tancia de la diferencia como parte de una lu-
cha política más general por la reconstrucción de la vida pú-
blica. Rechaza todas las íbrmas de csencialismo pero reco-
noce la importancia de ciertas narrativas formativas. Nos
provee, asimismo, de un lenguaje del poder que pone en
juego las cuestiones de la desigualdad y la lucha. Al admitir
la importancia de las estructuras institucionales y del len-
guaje en la construcción de las subjetividades y la vida polí-
tica, propicia una crítica social que reconozca la interrela-
ción entre los agentes humanos y las estructuras sociales,
en vez de sucumbir a una teoría social que carece de agentes
o en la que estos son, simplemente, el producto de una teo-
ría social radical empapada del lenguaje de la crítica y la po-
sibilidad. En sus distintos discursos hay implícitas nuevas
relaciones de paternidad, trabajo, enseñanza, juego, ciu-
dadanía y goce. Estas relaciones ligan una política de la in-
timidad y la solidaridad, lo concreto y lo general; una políti-
ca que es necesario adoptar en sus diversas formas como un
aspecto central para el desarrollo de una pedagogía crítica.
Los educadores críticos, en efecto, deben dar una idea de có-
mo los docentes y educadores podrían adoptar los elementos
más críticos del modernismo, el posmodernismo y el femi-
nismo posmoderno a ñn de crear una práctica pedagógica
posmoderna. Para terminar, quiero esbozar brevemente al-
gunos de los principios que informan dicha práctica.

301
Hacia una pedagogía posmodema

«Mientras la gente sea gente, la democracia en el pleno sen-


tido de la palabra nunca será más que un ideal. Podemos
acercarnos a ella como lo haríamos a un horizonte, de mejor
o peor manera, pero nunca la alcanzaremos del todo. En ese
sentido, tampoco ustedes hacen otra cosa que acercarse a la
democracia. Tienen miles de problemas de todas clases,
como otros países. Pero cuentan con una gran ventaja: hace
más de doscientos años que están aproximándose ininte-
rrumpidamente a la democracia» (Vaclav Havel, citado en
Oreskes, 1990, pág. 16).

«¿Cómo diablos puede esta prestigiosa gente do Washington


divagar con su estilo subintclcctual sobre el "fin de la his-
toria"? Cuando imagino el siglo XXI, a veces me atormen-
to por la época en que vivirán mis nietos y sus hijos. Lo que
expondrá sus recursos al riesgo de agotarse no será tanto
el aumento demográfico como el de las exjjectativas ma-
teriales universales de la enorme población del planeta. Los
antagonismos entre el norte y el sur sin duda se agudiza-
rán, y los fijndamentalismos religiosos y nacionales serán
más intransigentes. La lucha por aplicar un control mode-
rado a la avidez consumista; hallar un nivel bajo de creci-
miento y satisfacción, que no se alcance a expensas de los
pobres y los desaventajados; defender el medio ambiente e
impedir los desastres ecológicos; compartir de manera más
equitativa los recursos mundiales y asegurar su renova-
ción: todos estos temas constituyen una agenda suficiente
para la continuación de la "historia"» (Thompson, 1990,
pág. 120).

«Una característica sorprendente del sistei^ia totalitario es


su singular acoplamiento de la desmoralización humana y
la despolitización masiva. Por consiguiente, el combate con-
tra ese sistema exige un llamado consciente a la moralidad
y una inevitable participación en política» (Michnik, 1990,
pág. 44).

Todas estas citas destacan, implícita o explícitamente, la


importancia de la política y la ética para la democracia. En
la primera de ellas, el reciente presidente electo de Checos-

302
lovaquia, Vaclav Havel, recuerda al pueblo norteamericano,
mientras habla en una sesión plenaria del Congreso, que la
democracia es un ideal repleto de posibilidades pero que
siempre es preciso ver como parte de una lucha constante
por la libertad y la dignidad humanas. Como dramaturgo y
ex preso político, Havel es una personificación viviente de
esa lucha. En la segunda, E. P. Thompson, el historiador y
activista pacifista inglés, recuerda al público estadouniden-
se que la historia no ha terminado, sino que necesita abrirse
a fin de encarar los muchos problemas y posibilidades que
los seres humanos tendrán que enfi-entar en el siglo XXI. Y
en la tercera, Adam Michnik, uno de los fundadores del Co-
mité de Defensa de los Ti'abajadores de Polonia y miembro
del parlamento de ese país, presenta una ominosa visión de
uno de los rasgos centrales del totalitarismo, ya sea de de-
recha o de izquierda. Se refiere a una sociedad que teme la
política democrática a la vez que reproduce en la gente una
sensación de masiva desesperación colectiva. Ninguno de
estos autores es estadounidense, y todos ellos están compro-
metidos en la lucha por recuperar el modelo iluminista de
libertad, agencia y democracia, al mismo tiempo que inten-
tan lidiar con las condiciones de un mundo posmoderno.
Todas estas declaraciones sirven para destacar la inep-
titud del público norteamericano para captar la plena sig-
nificación de la democratización de Europa oriental en
cuanto a lo que levela sobre la naturaleza de nuestra propia
democracia. En Europa del Este y otros lugares hay una vi-
gorosa exliortación a dar primacía a lo político y lo ético co-
mo fundamento de la vida pública democrática, mientras
que en Estados Unidos se advierte un rechazo constante del
discurso de la política y la ética. Los miembros de los dos
partidos establecidos con cargos electivos en el Congreso se
quejan de que la política estadounidense no es más que «tri-
vialización, atomización y parálisis». Políticos tan distintos
como Lee Atwater, presidente del Partido Republicano, y
Walter Móndale, ex vicepresidente de la nación, coinciden
en que hemos ingresado en una época en que gran parte del
público norteamericano cree que «el parloteo inunda todo
(...) ly que] tenemos una especie de política de la irrelevan-
cia» (Oreskes, 1990, pág. 16). Al mismo tiempo, una serie de
encuestas indican que mientras la juventud de Polonia,
Checoslovaquia y Alemania Oriental amplía las fronteras

303
de la democracia, la juventud estadounidense está escasa-
mente motivada y muy mal preparada para luchar por ella
y mantenerla viva en el siglo XXI.
Antes que ser un modelo de democracia, Estados Unidos
se ha vuelto indiferente a la necesidad de luchar por las con-
diciones que hacen de ella una actividad sustantiva y no
inanimada. En todos los niveles de la vida nacional y coti-
diana, la amplitud y profundidad de las relaciones demo-
cráticas están en retroceso. Nos hemos convertido en una
sociedad que parece demandar menos y no más democracia.
En algunos lugares, esta es considerada subversiva. ¿Qué
sugiere esta situación para el desarrollo de algunos princi-
pios orientadores que nos ayuden a repensar el propósito y
el significado de la educación y la pedagogía crítica en las
crisis actuales? En lo que sigue, quiero describir parte de la
obra que elaboré en la última década sobre pedagogía críti-
ca, situándola en un contexto político más general. Los prin-
cipios que desarrollo a continuación representan cuestiones
que deben situarse en el marco de una política más amplia.
Por otra parte, esos principios surgen de una convergencia
de varias tendencias del modernismo, el j)osmodernismo y
el feminismo posmoderno. Es imjwrtante señalar aquí que
me niego a plantear la mera oposición de cada una de estas
tendencias teóricas a las demás. Trato, en cambio, de apre-
hender críticamente los aspectos más importantes de esos
movimientos teóricos, viendo cómo contribuyen a crear las
condiciones para profundizar las posibilidades de una peda-
gogía radical y un proyecto político que aspire a reconstruir
la vida pública democrática, con el objeto de extender los
principios de libertad, justicia e igualdad a todas las esferas
de la sociedad.
Aquí está enjuego la cuestión de mantener el compromi-
so modernista con la razón crítica, la agencia y el poder de
los seres humanos de superar el sufrimiento del hombre. El
modernismo nos recuerda la importancia de construir un
discurso que sea ético, histórico y político (Giddens, 1990,
págs. 151-73). Al mismo tiempo, el posmodernismo plan-
tea u n poderoso desafío a los discursos totalizadores, da
gran énfasis a lo contingente y lo específico y nos propone
un nuevo lenguaje para desarrollar una política de la dife-
rencia. Por último, el feminismo posmoderno pone de relie-
ve la importancia de fundar nuestras visiones en un proyec-

304
to político, redefine la relación entre los márgenes y el cen-
tro en torno de luchas políticas concretas y plantea la opor-
tunidad de una política de la voz que, en vez de cercenar, en-
lace la relación entre lo personal y lo político como parte de
una lucha más general por la justicia y la transformación
social. Todos los principios desarrollados a continuación
tocan estas cuestiones y remoldean la relación entre lo pe-
dagógico y lo político para destacar su carácter central en
cualquier movimiento social que intente llevar adelante lu-
chas emancipatorias y transformaciones sociales.
1. La educación debe entenderse como productora no
sólo de conocimiento sino también de sujetos políticos. En
vez de rechazar el lenguaje de la política, la pedagogía crí-
tica debe ligar la educación pública a los imperativos de una
democracia crítica (Dewey, 1916; Giroux, 1988). Es necesa-
rio que la pedagogía crítica esté imbuida de una filosofía pú-
blica consagrada a hacer que las escuelas vuelvan a su mi-
sión primordial: proporcionar ámbitos de educación crítica
que sirvan para crear una esfera pública de ciudadanos ca-
paces de ejercer poder sobre su propia vida, y en especial, so-
bre las condiciones de la producción y la adquisición del co-
nocimiento. Hablamos de una pedagogía crítica definida, en
parte, por el intento de generar en la vasta mayoría la expe-
riencia vivida de la capacidad de poder. En otras palabras,
es necesario que el lenguaje de esa pedagogía construya las
escuelas como esferas públicas democráticas. Esto significa,
en parte, que los educadores deben desarrollar una pedago-
gía crítica en la que se enseñen y practiquen el conocimien-
to, los hábitos y las aptitudes de una ciudadanía crítica, más
que de una mera buena ciudadanía. Ello implica brindar a
los alumnos la oportunidad de desarrollar la capacidad crí-
tica de cuestionar y transformar las formas sociales y polí-
ticas existentes, en vez de adaptarse simplemente a ellas.
También implica darles las aptitudes que necesitan para si-
tuarse en la historia y encontrar sus propias voces, así co-
mo las convicciones y la compasión imprescindibles para
mostrar coraje cívico, arriesgarse y promover los hábitos,
las costumbres y las relaciones sociales esenciales para las
formas públicas democráticas.
En sustancia, es preciso fundar la pedagogía crítica en
un agudo sentido de la importancia de construir una "visión
política a partir de la cual pueda elaborarse u n proyecto

305
educativo como parte de un discurso más amplio de revitali-
zación de la vida pública democrática. Una pedagogía críti-
ca para la democracia no puede reducirse, como lo sostuvie-
ron algunos educadores, políticos y grupos, a obligar a los
alumnos a recitar la promesa de lealtad al inicio de cada día
escolar o hablar y pensar únicamente en el inglés dominan-
te (Hirsch, 1987). Una pedagogía crítica para la democracia
no comienza con puntajes de pruebas, sino con estas pre-
guntas: ¿qué tipo de ciudadanos esperamos producir me-
diante la educación piíblica en una cultura posmoderna?
¿Qué tipo de sociedad queremos crear- en el contexto de las
presentes y cambiantes fronteras culturales y étnicas? ¿Có-
mo podemos conciliar las nociones de diferencia e igualdad
con los imperativos de libertad y justicia?
2. Es preciso ver la ética como preocupación central de la
pedagogía crítica. Con ello sugerimos que los educadores
deberían intentar comprender más plenamente que dife-
rentes discursos ofrecen a los alumnos diversos referentes
éticos para estructurar su relación con la sociedad en gene-
ral. Pero también que los educadores deberían hacer algo
más que entender la idea posmoderna de que las experien-
cias de los alumnos se forman dentro de diferentes discur-
sos éticos. Deben, igualmente, llegar a ver la ética y la polí-
tica como una relación entre el yo y el otro. La ética, en este
caso, no es un asunto de elección individual o relativismo,
sino un discurso social fundado en luchas que se niegan a
aceptar la explotación y el sufrimiento humanos innecesa-
rios. De tal modo, la ética se aborda como una lucha contra
la desigualdad y un discurso para expandir los derechos
humanos básicos. Esto apunta a una idea de la ética atenta
a la cuestión de los derechos abstractos y los contextos que
producen relatos, luchas o historias particulares. En térmi-
nos pedagógicos, es necesario que un discurso ético conside-
re las relaciones de poder, las posiciones subjetivas y las
prácticas sociales que activa (Simon, 1992). No hablamos de
una ética del esencialismo ni del relativismo. Se trata de un
discurso ético con raíces en las luchas históricas y atento a
la construcción de relaciones sociales exentas de injusticia.
Su calidad, en este caso, no se funda meramente en la di-
ferencia, sino en la cuestión del surgimiento de la justicia
a partir de circunstancias históricas concretas (Shapiro,
1990).

306
3. La pedagogía crítica debe concentrarse en la cuestión
de la diferencia de una manera éticamente provocativa y
políticamente transformadora. Aquí tenemos en juego al
menos dos nociones de la diferencia. En primer lugar, esta
puede incorporarse a una pedagogía crítica como parte del
intento de entender que las identidades y subjetividades de
los alumnos se construyen de maneras múltiples y contra-
dictorias. La identidad se explora a través de su propia his-
toricidad y sus posiciones subjetivas complejas. La catego-
ría de experiencia estudiantil no debería limitarse pedagó-
gicamente a los alumnos que reflexionan sobre sí mismos,
sino exponerse como una construcción específica de raza,
género y clase, para incluir las diversas maneras históricas
y sociales en que se construyeron sus experiencias e iden-
tidades. Segundo, la pedagogía crítica puede concentrarse
en cómo se desarrollan y sostienen las diferencias entre los
grupos en torno de grupos de relaciones habilitantes e inha-
bilitantes. En este caso, la diferencia se convierte en u n
marcador para entender que los grupos sociales se constitu-
yen de una manera que es solidaria con el funcionamiento
de cualquier sociedad democrática. En este contexto, el exa-
men de la diferencia no sólo implica cartografiar las diferen-
cias espaciales, raciales, étnicas o culturales, sino también
analizar las diferencias históricas que se manifiestan en las
luchas públicas.
Como parte de su uso de un lenguaje de la crítica, los do-
centes pueden problematizar el posicionamiento de diferen-
tes subjetividades dentro de una gama históricamente es-
pecífica de ideologías y prácticas sociales que inscriben a los
alumnos en modos de comportamiento que sojuzgan, infan-
tilizan y corrompen. De manera similar, ese lenguaje puede
analizar cómo se construyen y sostienen las diferencias
dentro de los grupos sociales y entre ellos, tanto dentro co-
mo fuera de las escuelas, en redes de dominación, subordi-
nación, jerarquía y explotación. Como parte de su uso de un
lenguaje de la posibilidad, los docentes pueden explorar la
creación de relaciones de conocimiento y poder en que nu-
merosas narrativas y prácticas sociales se construyan al-
rededor de una política y una pedagogía de la diferencia que
ofrezcan a los alumnos la oportunidad de leer el mundo de
otra manera, oponerse al abuso de poder y el privilegio e
imaginar comunidades democráticas alternativas. En este

307
caso, la diferencia no debe verse como una mera política
asertiva, que no hace más que afirmar nuestra voz o nues-
tra percepción del bien común; debe desarrollarse dentro de
prácticas en las cuales las diferencias pueden afirmarse 3/
transformarse en su articulación con categorías centrales
de la vida pública: la democracia, la ciudadanía, las esferas
públicas. En términos tanto políticos como pedagógicos, la
categoría de la diferencia debe cumplir un papel fundamen-
tal en una comunidad democrática.
4. La pedagogía crítica necesita un lenguaje que permita
solidaridades y vocabularios políticos que no reduzcan las
cuestiones del poder, la justicia, la lucha y la desigualdad a
un único guión, un gran relato que suprime lo contingen-
te, lo histórico y lo cotidiano como objetos serios de estudio
(Cherryholmes, 1988). Con ello sugerimos que el conoci-
miento curricular no debe tratarse como un texto sagrado,
sino desarrollarse como [jarte de una frecuentación cons-
tante de una diversidad de narrativas y tradiciones que
pueden releerse y refonnularse en términos políticamente
diferentes. Aquí está enjuego la construcción de un discurso
de autoridad textual que sea sensible id [)oder y se haya de-
sarrollado como parte de un análisis más amplio de la lucha
por la cultura librada en los planos del conocimiento cu-
rricular, la pedagogía y el ejercicio del poder institucional
(Aronowitz y Giroux, 1988, 1991). Este no es un mero argu-
mento contra un canon, sino un argumento que desautoriza
la categoría misma. El conocimiento debe ser reexaminado
constantemente en función de sus límites y rechazado como
un cuerpo de información que sólo tiene que bajarse a los
alumnos. Según lo indicó Laclan (1988rt, págs. 77-8), fijar
límites a las respuestas dadas por lo que puede conside-
rarse como una tradición valorada (también una cuestión
de argumento) es un importante acto político. Con ello, el
autor sugiere la posibilidad de que los alumnos se apropien
creativamente del pasado como parte de un diálogo vivo,
una afirmación de la multiplicidad de narrativas y la nece-
sidad de juzgarlas no como discursos intemporales o mono-
líticos, sino como invenciones sociales e históricas que pue-
den reinventarse en el interés de crear formas más demo-
cráticas de vida pública. Esto alude a la posibilidad de crear
prácticas pedagógicas caracterizadas por el intercambio
abierto de ideas, la proliferación del diálogo y las condicio-

308
nes materiales para la expresión de la libertad individual y
social.
5. La pedagogía crítica necesita crear nuevas formas de
conocimiento mediante su énfasis en la desintegración de
los límites disciplinarios y la creación de nuevos espacios
donde ese conocimiento pueda producirse. En este sentido,
es preciso reivindicar la pedagogía crítica como una política
cultural y una forma do contramemoria. No es esta u n a
cuestión meramente epistemológica, sino de poder, ética y
política. Como {)olítica cultural, la pedagogía crítica señala
la necesidad de integrar la lucha por la producción y crea-
ción de conocimiento a un intento más general de establecer
una esfera pública de ciudadanos que puedan ejercer poder
sobre su vida y, en especial, sobre las condiciones de produc-
ción y adquisición del conocimiento. Como forma de contra-
memoria, la pedagogía crítica parte de lo cotidiano y lo par-
ticular como base del aprendizaje; reivindica lo histórico y
lo [)opular como parte de un esfuerzo permanente por legiti-
mar las voces de quienes han sido silenciados, e informar
las de quienes fueron encerrados en narrativas monolíticas
y totalizadoras. Aquí entra enjuego una pedagogía que pro-
porcione a alumnos y otros el conocimiento, las aptitudes y
los hábitos [)ara leer la historia de una manera que les per-
mita reivindicar sus identidades en el interés de construir
formas de vida más democráticas y justas.
Esta lucha profundiza el significado pedagógico de lo po-
lítico y el significado político de lo pedagógico. En el primer
caso, plantea importantes cuestiones con respecto a la cons-
trucción de los alumnos y otros como agentes dentro de his-
torias, culturas y relaciones sociales específicas. Contra la
cultura monolítica, postula los terrenos conflictivos de cul-
turas moldeadas dentro de relaciones asimétricas de poder,
fundadas en distintas luchas históricas. De igual manera,
es preciso entender la cultura como parte del discurso del
poder y la desigualdad. Como cuestión pedagógica, la re-
lación entre la cultura y el poder es evidente en preguntas
como «¿De quiénes son las culturas de las que nos adueña-
mos como propias? ¿Cómo se normaliza la marginalidad?»
(Popkewitz, 1988, pág. 77). Postular la primacía de la cultu-
ra como u n a cuestión pedagógica y política es asignar un lu-
gar central al funcionamiento de las escuelas en la configu-
ración de identidades, valores e historias particulares, me-

309
diante la producción y legitimación de narrativas y recursos
culturales específicos. En el segundo caso, el hecho de afir-
mar los aspectos pedagógicos de lo político plantea la cues-
tión de cómo pueden abordarse la diferencia y la cultura
como prácticas pedagógicas, y no como meras categon'as po-
líticas. Por ejemplo, ¿cuál es la importancia de la diferencia
como categoría pedagógica si los educadores y trabajadores
culturales tienen que hacer que el conocimiento sea signifi-
cativo para que luego pueda ser crítico y transformador? O
bien, ¿qué significa enfrentar la tensión entre ser teórica-
mente correcto y estar pedagógicamente equivocado? Estas
preocupaciones y tensiones ofrecen la posibilidad de hacer
que la relación entre lo político y lo pedagógico informe y
problematice ambos aspectos.
6. Es preciso rcformular dentro dt; una pedagogía crítica
la idea iluminista de la razón. En primer lugar, los educado-
res deben ser escépticos con respecto a cualquier idea de la
razón que pretenda revelar la verdad negando su projjia
construcción histórica y sus principios ideológicos. La razón
no es inocente, y ninguna noción viable de pedagogía crítica
puede ejercer formas de autoridad que emulen formas tota-
lizadoras de razón que parecen estar más allá de la crítica y
el diálogo. Con ello sugerimos que hay que rechazar las pre-
tensiones de objetividad en favor de e]jistomologías parcia-
les que reconozcan el carácter histórico y socialmente cons-
truido de sus pretensiones y metodologías de conocimiento.
De tal inodo, es posible ver el curriculum como un guión cul-
tural que presenta a los alumnos formas particulares de ra-
zón que estructuran relatos y modos de vida específicos. En
este sentido, la razón implica y está imj)licada en la inter-
sección del poder, el conocimiento y la política. Segundo, no
basta con rechazar una defensa esencialista o universalista
de la razón. En lugar de ello, los límites de esta deben exten-
derse hasta reconocer otras maneras de aprender o adop-
tar posiciones subjetivas específicas que tiene la gente. En
este caso, es necesario que los educadores entiendan más
plenamente cómo aprenden las personas por medio de re-
laciones sociales concretas, de las formas en que se posi-
ciona el cuerpo (Grumet, 1988), de la construcción de hábi-
tos e intuiciones y de la producción e inversión del deseo y el
afecto.

310
7. La pedagogía crítica debe recuperar una apreciación
de las alternativas combinando los lenguajes de la crítica y
la posibilidad. El feminismo posmoderno ejemplifica esta
combinación en su crítica del patriarcado y su intento de
construir nuevas formas de identidad y relaciones sociales.
Vale la pena señalar que los docentes pueden abordar esta
cuestión con referencia a una serie de consideraciones. Pri-
mero, los educadores necesitan construir un lenguaje de la
crítica que combine la cuestión de los límites con el discurso
de la libertad y la responsabilidad social. En otras palabras,
es preciso enfrentar dialécticamente la cuestión de la liber-
tad, no sólo como un asunto de derechos individuales, sino
también como parte del discurso de la responsabilidad so-
cial. En efecto: si bien la libertad sigue siendo una catego-
ría esencial j)ara establecer las condiciones de los derechos
éticos y políticos, también hay que verla como una fuerza
que es preciso controlar si se cxjíresa en modos de comporta-
miento individual y colectivo que amenazan el ecosistema o
producen formas de violencia y opresión contra individuos y
grupos sociales. Segundo, la pedagogía crítica debe explorar
en términos programáticos un lenguaje de la posibilidad
que sea capaz de pensamientos riesgosos, ponga enjuego un
proyecto de esperanza y apunte al horizonte de lo «aún no».
Un lenguaje de la posibilidad no tiene que disolverse en una
forma reiíicada de utopismo; puede desarrollarse, en cam-
bio, como una precondición para alimentar el valor de ima-
ginar un mundo diferente y más justo y luchar por él. Un
lenguaje de la posibilidad moral y política es algo más que
un vestigio pasado de moda del discurso humanista. Es cru-
cial para responder a los seres humanos que sufren y se
atormentan no sólo con compasión, sino también con una
política y una serie de prácticas pedagógicas que puedan
reinventar y inodifícar las narrativas existentes de domi-
nación, para transformarlas en imágenes y ejemplos con-
cretos de un futuro por el que valga la pena luchar.
En los momentos actuales, cierto cinismo caracteriza al
lenguaje de la izquierda. En esa actitud mental cumple un
papel decisivo el rechazo de todas las imágenes utópicas,
todas las apelaciones a «un lenguaje de la posibilidad». Ta-
les rechazos se apoyan a menudo en el argumento de que el
«discurso utópico» es una estrategia empleada por la dere-
cha y, por lo tanto, está inficionado por la ideología. O bien

311
se desestima la noción misma de posibilidad como una cate-
goría impráctica y, por ende, inútil. Ami juicio, esa desesti-
mación representa no tanto una crítica seria como una ne-
gativa a trascender el lenguaje del agotamiento y la deses-
peración. Como respuesta a esta jiostura, es esencial desa-
rrollar una noción con capacidad de discriminación, que dis-
tinga entre el lenguaje «distópico» y el lenguaje utópico. En
el primero, la apelación al futuro se tunda en una forma de
romanticismo nostálgico, con su exigencia de un retorno al
pasado que sir-ve, las más de las veces, para legitimar rela-
ciones de dominación y oj)resión. De manera similar, según
las palabras de Constance Peiiley, un disciu-so «distópico»
suele «limitarse a soluciones que son individualistas o bien
están atadas a la idea romántica de ima resistencia de pe-
queños grupos al estilo guerrillero. La verdadera atrofia de
la imaginación utópica es esta: jjodemos imaginar el futuro
pero no podemos concebir el tipo de estrategias políticas co-
lectivas necesarias para cambiarlo o asegurarlo» (1989, pág.
122). En contraste con el lenguaje de la distopía, un discurso
de la posibilidad recliaza el vacío apocalíi)tico y el imperia-
lismo nostálgico y considera que la historia está abierta y
vale la pena luchar por una sociedad hecha a imagen de un
futuro alternativo. Ese es el lenguaje del «aún no», im len-
guaje en que la imaginación se redime y se nutre en el es-
fuerzo por construir nuevas relaciones, modeladas a partir
de estrategias de resistencia colectiva basadas en un reco-
nocimiento crítico de lo que es la sociedad y lo que podría lle-
gar a ser. Parafraseando a Walter Benjamin, se trata de un
discurso de la imaginación y la esperanza que empuja la
historia a contrapelo. Eraser esclarece este sentimiento
destacando la importancia de un lenguaje de la posibilidad
para el proyecto de cambio social: «Permite la {posibilidad de
una política democrática radical en la que la crítica inma-
nente y el deseo transíigurador se confunden entre sí»
(1989, pág. 107).
8. La pedagogía crítica necesita elaborar una teoría de
los docentes como intelectuales transformadores que ocu-
pan ubicaciones políticas y sociales susceptibles de especifi-
carse. En vez de definir su trabajo mediante el restringido
lenguaje del profesionalismo, una pedagogía crítica debe ve-
rificar con más cuidado cuál podría ser el papel de los docen-
tes como trabajadores culturales embarcados en la produc-

312
ción de ideologías y prácticas sociales. Esto no significa con-
vocar a los docentes a adherir a algún ideal abstracto que
los apai'te de la vida cotidiana o los convierta en profetas de
la perfección y la certeza; al contrario, es convocarlos a ejer-
cer la crítica social no como personas ajenas, sino como inte-
lectuales públicos que abordan las cuestiones sociales y po-
líticas de su barrio, su nación y el mundo en general. Como
intelectuales públicos y transformadores, los docentes tie-
nen una oj)ortunidad de establecer conexiones orgánicas
con las tradiciones históricas que les proporcionan, lo mis-
mo (jue a sus alumnos, una voz, una historia y un sentido de
pertenencia. Se trata de una posición marcada por un coraje
moral y una crítica que no reqinere que los educadores se
aparten de la sociedad a la manera del docente «objetivo»,
sino ciue se distancien de las relaciones de poder que sojuz-
gan, oprimen y degradan a otros seres humanos. Los docen-
tes deb(;n encarar la crítica desdo adentro, desarrollar prác-
ticas pedagógicas que realcen no sólo las posibilidades de
la conciencia crítica, sino también las posibilidades de la
acción transformadora. Desde esta perspectiva, los docen-
tes participarían en la invención de discursos críticos y rela-
ciones sociales democráticas. La pedagogía crítica se repre-
sentaría a sí misma como la construcción activa de determi-
nados modos de vida, y no como su transmisión. Más especí-
ficamente, los docentes, como intelectuales transformado-
res, podrían embarcarse en la invención de lenguajes que
les proporcionaran, tanto a ellos como a sus alumnos, espa-
cios para rej^ensar sus experiencias en términos que nom-
braran las relaciones de opresión y, al mismo tiempo, propu-
sieran modos de superarlas.
9. En esta idea de la pedagogía crítica tiene un papel cen-
tral una política de la voz que combine una noción posmo-
derna de la diferencia con una insistencia feminista en la
primacía de lo político. Esta política entraña el planteo de la
relación entre lo personal y lo político de una manera que no
disuelva el segundo en el primero, sino que fortalezca el
vínculo entre ambos, a fin de dedicarse a abordar, en vez de
retirarse de ellas, las formas y estructuras institucionales
que hacen su aporte a los distintos tipos de racismo, sexis-
mo y explotación de clase. Esa dedicación sugiere algunas
importantes intervenciones pedagógicas. En primer lugar,
el yo debe ser visto como un ámbito primario de politización.

313
Es decir que la cuestión de su construcción compleja y múl-
tiple debe analizarse como parte de un lenguaje afirmativo
y de una comprensión más amplia de cómo se inscriben las
identidades en y entre diversas formaciones sociales, cultu-
rales e históricas. Poner enjuego tópicos relacionados con la
construcción del yo es abordar cuestiones de historia, cultu-
ra, comunidad, lenguaje, género, raza y clase. Es plantear
interrogantes para saber qué prácticas pedagógicas permi-
tirán a los alumnos hablar en contextos dialógicos que afir-
men, interroguen y extiendan la comjirensión que tienen de
sí mismos y de los contextos globales en que viven. Una pos-
tura semejante reconoce que los alumnos tienen varias o
muchas identidades, pero también afirma la importancia de
ofi"ecerles un lenguaje que les permita reconstruir sus ener-
gías morales y políticas al servicio de la creación de un or-
den social más justo y equitativo, que debilite las relaciones
de jerarquía y dominación.
Segundo, una política de la voz debe proponer estrate-
gias pedagógicas y políticas que afirmen la primacía de lo
social, lo intersubjetivo y lo colectivo. Al concentrarnos en la
voz no pretendemos, simi)lemente, afirmar los relatos que
cuentan los alumnos ni glorificar la posibilidad de la narra-
ción. Ese tipo de posturas suele degenerar en una forma de
narcisismo, una experiencia catártica que se reduce a ha-
blar de la ira sin el beneficio de una teoría que pueda enten-
der tanto sus causas subyacentes como el significado de tra-
bajar colectivamente para transformar las estructuras de
dominación responsables de las relaciones sociales opresi-
vas. La elevación de la propia conciencia se ha convertido
cada vez más en un pretexto para legitimar formas hegemó-
nicas de separatismo apuntaladas por apelaciones autorre-
ferenciales a la primacía de la experiencia. Lo que a menudo
se expresa en estas es un antiintelcctualismo que se aparta
de cualquier forma viable de participación política, en espe-
cial las dispuestas a abordar y transformar diversos tipos de
opresión. La mera exliortación a afirmar la propia voz se ha
reducido cada vez más a un proceso pedagógico que es tan
reaccionario como introspectivo. Una idea más radical de la
voz debería empezar por lo que hooks llama una atención
crítica a la teorización de la experiencia como parte de una
política más amplia de participación. En su referencia espe-
cífica a la pedagogía feminista, esta autora sostiene que el

314
discurso de la confesión y la memoria puede usarse para
«apartar el punto de mira de la mera mención de la propia
experiencia (. ..) y pasar a hablar de la identidad en relación
con la cultura, la historia, la política» (1989, pág. 110). Para
hooks, el relato de historias de victimización, el uso de la
propia voz, no es suficiente; resulta igualmente imperativo
que esas experiencias sean el objeto de análisis teóricos y
críticos, a fín de poder conectarlas a nociones más generales
de solidaridad, lucha y política, en lugar de apartarlas de
ellas.

Conclusión

Este capítulo intenta introducir a los lectores en algunos


de los supuestos centrales que gobiernan los discursos del
modernismo, el posmodernismo y el feminismo posmoder-
no. Pero al hacerlo se niega a oponer entre sí estos movi-
mientos y trata, en cambio, de examinar su convergencia
como parte de un proyecto político más general ligado a la
reconstrucción de la vida pública democrática. De manera
similar, intenté situar aquí la cuestión de la práctica peda-
gógica dentro de un discurso más amplio de participación
política. La pedagogía, en este caso, no se define simplemen-
te como algo que ocurre en las escuelas. Al contrario, se
postula su papel central para cualquier práctica política que
pretenda saber cómo aprenden los individuos, cómo se pro-
duce el conocimiento y cómo se construyen las posiciones
subjetivas. En este contexto, la práctica pedagógica se re-
fiere a formas de producción cultural que son inextricable-
mente históricas y políticas. La pedagogía es, en parte, una
tecnología del poder, el lenguaje y la práctica que produce y
legitima formas de regulación moral y política que constru-
yen y proponen a los seres humanos concepciones específi-
cas de sí mismos y del mundo. Esas concepciones nunca son
inocentes y siempre están implicadas en el discurso y las re-
laciones de la ética y el poder. Invocar la importancia de la
pedagogía es plantear cuestiones con respecto no sólo a
cómo aprenden los alumnos, sino también a cómo constru-
yen los educadores (en el sentido amplio del término) las
posiciones ideológicas y políticas desde las que hablan. Aquí

315
está en discusión un discurso que sitúa a los seres humanos
dentro de la historia y, a la vez, pone de manifiesto los lími-
tes de sus ideologías y valores. Esa posición reconoce la par-
cialidad de todos los discursos, de modo que la relación en-
tre conocimiento y poder siempre estará abierta al diálogo y
el compromiso crítico de sí mismo. La pedagogía tiene que
ver con las inversiones intelectuales, emocionales y éticas
que hacemos como parte de nuestro intento de negociar,
adaptar y transformar el mundo en que nos encontramos.
El propósito y la visión que la mueven deben basarvse en una
política y una conci^pción de la autoridad que vinculen la en-
señanza y el aprendizaje a í'or'mas de; autoconcesión de po-
der y otorgamiento de poder social, y aboguen por íbiiuas de
vida comunitaria que extiendan los pr¡ncii)ios de libertad,
igualdad y justicia a la mayor cantidad posible de relaciones
institucionales y vividas.
Según se la define en las tradiciones del modernismo, el
posmodernismo y el feminismo posmoderno, la pedagogía
brinda a los educadores la oportunidad de elaborar un pro-
yecto político aba reader de intei-(!ses hinuanos que van más
allá de una política jjarticularista de clase, etnicidad, raza y
género. Esto no es tanto un llamado a desestimai' la insis-
tencia posmoderna en la difcsrencia como un intento de de-
sarrollar una política democrática radical que haga hinca-
pié en ella dentro de la unidad. Este esfuerzo imjjlica elabo-
rar un lenguaje público que pueda transformar una política
de afirmación en una política de lucha democrática. En una
política y una pedagogía semejantes ocupa un lugar central
una idea de comunidad desarrollada alrededor de una con-
cepción compartida de la justicia social, los derechos y las
facultades. Dicha idea es especialmente necesaria en un
momento de nuestra historia en que esas preocupaciones
han quedado subordinadas a las prioridades del mercado y
se utilizan para legitimar los intereses de los ricos a expen-
sas de los pobres, los desocupados y la gente sin techo. Una
pedagogía radical y una política democrática transforma-
dora deben ir de la mano en la construcción de una visión
que una el énfasis del liberalismo por la libertad individual,
la preocupación posmodernista por el particularismo y la
inquietud del feminismo por la política de lo cotidiano al
interés histórico del socialismo en la solidaridad y la vida
pública.

316
Vivimos una época en que las responsabilidades de los
ciudadanos trascienden las fronteras nacionales. Las viejas
nociones modernistas de centro y margen, patria y exilio y
conocido y ajeno se deshacen. Las fronteras geográficas,
culturales y étnicas dan paso a configuraciones cambiantes
de poder, comunidad, espacio y tiempo. La ciudadanía ya no
puede fundarse en formas de eurocentrismo y en el lenguaje
del colonialismo. Deben crearse nuevos espacios, relaciones
e identidades, que nos permitan movernos a través de las
fronteras y poner en juego la diferencia y la otredad como
parte de un discurso de la justicia, el compromiso social y la
lucha democrática. Los académicos ya no pueden retirarse a
sus aulas o simposios como si estos fueran las únicas esferas
públicas disponibles para movilizar el poder de las ideas y
las relaciones de poder. La noción foucaultiana del intelec-
tual específico, que aborda las luchas conectadas con cues-
tiones y contextos particulares, debe combinarse con la idea
de Gramsci del intelectual comprometido, que vincula su
obra a preocupaciones sociales más generales, que afectan
profundamente la vida, el trabajo y la supervivencia de la
gente.
Pero aquí hay enjuego algo más que definir el papel del
intelectual o la relación de la enseñanza con la lucha demo-
crática. La lucha contra el racismo, las estructuras de clase
y el sexismo debe dejar de ser un mero lenguaje de crítica y
redefínirse como parte de un lenguaje de transformación y
esperanza. Este cambio sugiere a los educadores la necesi-
dad de conectarse con otras personas comprometidas en lu-
chas públicas a fin de inventar lenguajes y proponer espa-
cios, tanto dentro de las escuelas como fuera de ellas, que
ofrezcan nuevas oportunidades de unidad a los movimien-
tos sociales. De ese modo podremos repensar y reexperi-
mentar la democracia como una lucha en torno de valores,
prácticas, relaciones sociales y posiciones subjetivas que
amplían el terreno de las capacidades y posibilidades hu-
manas como base de un orden social compasivo. Aquí está
enjuego la necesidad de crear una política que contribuya a
la multiplicación de los ámbitos de las luchas democráticas,
ámbitos que afirmen luchas específicas y reconozcan, a la
vez, la necesidad de abarcar cuestiones más amplias, que
mejoren la vida del planeta y extiendan el espíritu de la de-
mocracia a todas las sociedades.

317
M e d i a n t e el rechazo de ciertos r a s g o s c o n s e r v a d o r e s del
m o d e r n i s m o , la n a t u r a l e z a apolítica d e a l g u n o s d i s c u r s o s
p o s m o d e r n o s y el s e p a r a t i s m o c a r a c t e r í s t i c o d e c i e r t a s
versiones del feminismo, e n e s t e capítulo t r a t é d e apropiar-
m e c r í t i c a m e n t e de los rasgos m á s e m a n c i p a t o r i o s de esos
discursos, con la intención de d e s a r r o l l a r u n a pedagogía fe-
m i n i s t a p o s m o d e r n a . L a lista de principios q u e p r o p u s e dis-
t a d e ser completa, por s u p u e s t o , pero ofrece a los educado-
r e s la o p o r t u n i d a d de a n a l i z a r cómo podría s e r posible rein-
v e n t a r , a m o d o d e p r á c t i c a pedagógica, a l g u n a s d e las i d e a s
s u r g i d a s d e los discursos q u e e x a m i n o en este trabajo. Lejos
de ser e x h a u s t i v o s , los principios p r o p u e s t o s sólo p r e t e n d e n
a p o r t a r a l g u n a s «imágenes fugaces» de u n a pedagogía ca-
paz de a b o r d a r g r a n d e s cuestiones: la i m p o r t a n c i a de la de-
m o c r a c i a como u n a l u c h a p e r m a n e n t e , el significado d e
e d u c a r a los a l u m n o s p a r a g o b e r n a r y el i m p e r a t i v o de c r e a r
condiciones pedagógicas en las cuales los c i u d a d a n o s polí-
ticos p u e d a n ser educados e n u n a política de la diferencia
q u e r e s p a l d e la reconstrucción de u n a democracia radical,
e n vez d e oponerse a ella.

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