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Excluidas y Marginales Una Aproximacion Antropologica Dolore

Este documento trata sobre las mujeres que quedan fuera de los cánones de conducta considerados deseables dentro del modelo patriarcal como mujeres solas, trabajadoras sexuales y lesbianas. Busca desmitificar interpretaciones de 'sentido común' que son en realidad herramientas de marginación social y brindar argumentos legimitadores a estos colectivos de su opción personal.

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Excluidas y Marginales Una Aproximacion Antropologica Dolore

Este documento trata sobre las mujeres que quedan fuera de los cánones de conducta considerados deseables dentro del modelo patriarcal como mujeres solas, trabajadoras sexuales y lesbianas. Busca desmitificar interpretaciones de 'sentido común' que son en realidad herramientas de marginación social y brindar argumentos legimitadores a estos colectivos de su opción personal.

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Existe una idea generalizada de que vivimos en un tiempo y una sociedad

especialmente tolerante en materia de opciones personales y de sexualidad.


Pero en toda sociedad existen conductas sancionadas que marcan los límites
que ella misma puede aceptar y que tienen que ver más con una función
pedagógica hacia los miembros «normales» de la comunidad, que con
aquellos a quienes sanciona.
Dolores Juliano

Excluidas y marginales: una


aproximación antropológica
Feminismos - 80

ePub r1.1
Titivillus 20.02.2022
Dolores Juliano, 2004

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Índice de contenido
Cubierta
Excluidas y marginales: una aproximación antropológica
Introducción
Bibliografía
Capítulo 1
Marginación y exclusión en la construcción de género
La criminalización de sectores de población
Entre la marginalización y la exclusión
Bibliografía
Capítulo 2
Los modelos obligatorios y sus castigos
El mito del instinto maternal
La exclusividad sexual
La soledad como amenaza
Modelos fijos e identidades fluidas
Los castigos
Violencia simbólica y violencia material
La violencia invisible
Bibliografía
Capítulo 3
Las respuestas
Las madres solas
Dos madres mejor que una
La lucha contra el aislamiento
Recuperar los linajes femeninos
Construir nuevos modelos de relaciones
Amores en la tercera fase
Bibliografía
Capítulo 4
La prostitución: el ámbito más estigmatizado del modelo de mujer
Cómo afecta la estigmatización a las trabajadoras sexuales
El debate de la prostitución: reglamentar, abolir o legalizar
Los «no discursos» de los prejuicios
El problema de la libertad de elección
¿El cliente siempre tiene razón?
Las prostitutas musulmanas
La construcción masculina de imaginarios de género
Bibliografía
Capítulo 5
Aproximación metodológica
Acercarse al tema del trabajo sexual
Trayectorias de vida de prostitutas mayores
La prostitución de muchachas jóvenes
Bibliografía
Capítulo 6
Los nuevos modelos de investigación y la migración de las mujeres
Cómo clasificar lo impensado
Migración femenina como desafío teórico
Otra vuelta de tuerca
Redes de tipo familiar
Redes de tipo comercial
Redes de tipo coercitivo
Detrás del espejo
Políticas posibles de regularización
Bibliografía
Conclusiones
Derechos humanos y género
Bibliografía
Sobre la autora
Notas
A aquellas personas que se sienten libres para pensar.
A quienes rechazan los dogmatismos.
A quienes creen que no hay nada más semejante a un error
que una certeza.
Existe una idea generalizada de que vivimos en un tiempo y una
sociedad especialmente tolerante en materia de opciones personales y de
sexualidad. Pero en toda sociedad existen conductas sancionadas que
marcan los límites que ella misma puede aceptar y que tienen que ver más
con una función pedagógica hacia los miembros «normales» de la
comunidad, que con aquellos a quienes sanciona.
Este libro trata de algunos de los colectivos de mujeres que quedan
fuera de los cánones de conducta considerados deseables dentro del modelo
patriarcal: mujeres solas, trabajadoras sexuales, lesbianas; o que son
discriminadas a partir de su aspecto físico o su edad. Procura desmitificar
algunas interpretaciones de «sentido común», que en realidad son
herramientas de marginación social, y brinda a estos colectivos argumentos
legitimadores de su opción personal.
Introducción[1]

Quizá del aplomo inescrutable con que creía saberlo todo a


los quince años, se derive mi actual vocación por lo incierto.
(Mastretta, 1994: 128)

Si viviéramos en la Europa del siglo XVI sabríamos con toda evidencia


que las brujas hacen pactos con el diablo para perjudicar a la buena gente,
enfermarla y estropear sus cosechas y que además, en sus ratos libres,
asesinan niños y se dedican a orgías, motivos por los que evidentemente
merecen la muerte. Si viviéramos en las sociedades esclavistas que eran las
colonias americanas en el siglo XVIII, no tendríamos dudas sobre la
legitimidad de esta práctica basada en la voluntad divina y en el orden
natural de las cosas. Durante largos períodos de nuestra historia la
inferioridad natural de la mujer ha sido un dato que no podía ser discutido
por las personas razonables, como tampoco se ponía en duda la existencia
de una sola religión verdadera (la nuestra) y de un orden político correcto
(el que correspondía a la época y el país, ya fuera el absolutismo, la
monarquía constitucional o la república). Además, casi siempre y en todas
partes, creemos saber que nuestra forma de organizar la familia y las
relaciones afectivas es no solo la más correcta, sino también la única lógica
y natural. En cada época, quienes hubieran cuestionado esos supuestos nos
habrían parecido irritantes e ilógicos, ya que habrían atacado al mismo
tiempo nuestras certezas y las bases mismas de nuestra estructura social.
Aprendemos desde la infancia que las cosas son como parecen ser, y
que las evidencias no deben ser cuestionadas. La religión nos exige fe, la
escuela nos enseña a aceptar los criterios de autoridad de la ciencia, los
políticos nos piden que confiemos en ellos. Los refranes populares que
dicen «Cuando el río suena, agua lleva» o aún más claramente «Piensa mal
y acertarás» nos reafirman en la idea de que siempre hay algo de verdad en
nuestros prejuicios, que «Si todos lo dicen, por algo será».
Pero las realidades sociales son complejas, y difícilmente se
corresponden con las lecturas «ingenuas» que nos hacemos de ellas. Más
aún, esas verdades de sentido común, esas cosas que todo el mundo sabe
sobre los problemas sociales, son a su vez discursos construidos, fenómenos
sociales ellos mismos que necesitan interpretación. Quizá las preguntas
básicas para emprender una investigación antropológica sean: ¿Y si las
cosas pudieran verse de otra manera?, ¿y si aquello que damos por sabido
reflejara solo una de las formas posibles de acercarnos a los hechos?, ¿y si
no hubiera evidencias, ni certezas y tuviéramos que asumir la
responsabilidad y el riesgo de presentar nuestras propias elaboraciones
(incluidas nuestras dudas) para la discusión y la crítica?
Abandonar el ámbito de las ideas recibidas requiere un esfuerzo, y
además puede ser entendido como una provocación.
Sumemos a ello el hecho de que centrarse en marginales y excluidos
provoca malestar social, más aún si a esas categorías estigmatizadas se
agrega la agravante de género, ámbito en que los estereotipos están
arraigados secularmente. Ya se quejaba de ello la inglesa George Eliot,
cuando escribía en 1871: «Se dijo: Todas las mujeres son así… esta facultad
de generalización que otorga a los hombres tanta superioridad en el error
sobre los animales» (Eliot, 1993: 694).
Como mal menor, si no queremos dejar de lado esos temas molestos,
podemos refugiamos en los discursos construidos sobre estos sectores, que
resultan «políticamente correctos». Estudiar la cultura de la pobreza, los
desajustes psicológicos de los descendientes de familias desestructuradas, o
la esclavitud que padecen las trabajadoras sexuales, resultan
aproximaciones aceptables a temas conflictivos. En todas esas
interpretaciones la sociedad global queda fuera de cuestionamiento, y los
trabajos se centran en los sectores marginales mismos y en sus problemas
reales o asignados.
Lo que resulta más difícil de aceptar es desviar el foco de la atención y
tratar de analizar cómo, por qué y para qué ha construido la sociedad sus
categorías estigmatizadoras. Esto molesta a las instituciones (oficiales,
asistenciales, voluntarias o caritativas) que se encargan de estos sectores y a
cada una de las personas que, de buena fe, comparten los prejuicios y que
no desean ver sacudidas sus certezas. Sobre todo cuando lo que se ofrece a
cambio no son verdades alternativas, sino solo un manojo de dudas y
preguntas. Este es el caso del presente libro, y solo se justifica el riesgo de
escribirlo, desde el punto de vista de la necesidad de ayudar a posibilitar el
surgimiento de discursos alternativos referentes a los sectores marginados.
Si la elaboración hegemónica se presenta a sí misma como único
discurso posible para entenderlos, entonces todo intento de articular
interpretaciones alternativas tiene un valor, no por la riqueza interna de
estas elaboraciones (que llegan solo hasta donde lo permiten los
conocimientos de quienes las elaboramos) sino porque solo por existir,
abren ventanas a la posibilidad de otras interpretaciones alternativas,
incluso las muy deseables procedentes de los mismos sectores marginales.
Existe la idea generalizada de que vivimos en un tiempo y una sociedad
(la occidental) especialmente tolerante en materia de opciones personales y
de sexualidad, por lo que se tiende a pensar que los prejuicios que se
manifiestan en su seno, a veces en forma violenta, son simples
supervivencias de épocas más represivas o manifestaciones de patologías
individuales. Así, la violencia contra las mujeres se interpreta como
encuadrada dentro de las actividades delictivas y a las manifestaciones de
homofobia se las clasifica dentro de las conductas individuales de personas
con «mentalidades reaccionarias y cavernarias», con lo que la sociedad
global queda libre de posibles acusaciones de intolerancia. Esta estrategia se
utiliza también cuando se habla de otras manifestaciones desagradables de
la conflictividad social, tales como la xenofobia o el racismo.
Pero, desde la época ya lejana de la crítica funcionalista del
evolucionismo, es bien sabido que si una actividad persiste es por su
significado actual y que cualquier práctica tiende a ser redefinida o
resemantizada cuando cambian las condiciones sociales que le dieron
origen. De este modo, la manera más útil de encuadrar los fenómenos de
intolerancia, referentes a determinados colectivos o a ciertas prácticas
sexuales, es tratar de entenderlos a partir de su significación social en el
presente. Esta significación social no se agota en el mensaje (disuasorio o
amenazante) dirigido a los transgresores o transgresoras, sino que se
extiende como un metamensaje dirigido al conjunto del cuerpo social.
Las conductas sancionadas marcan los límites de las prácticas que una
determinada sociedad está dispuesta a aceptar en un momento determinado,
y como tales límites, tienen mucho más que ver con su función pedagógica
con respecto a los miembros considerados «normales» de la comunidad que
con las personas a quienes sanciona (que por otra parte, en tanto que forman
parte de un sector estigmatizado, pueden prescindir en cierta medida de la
aprobación de sus detractores, generando su propio universo relacional).
El problema teórico relevante no es entonces entender por qué
determinadas personas actúan de manera diferente de la establecida por la
norma, sino cómo se han construido y se mantienen estas normas, qué
funciones sociales cumplen y qué sistema de sanciones implementan a su
alrededor. Como propone Borrillo en su estudio sobre la intolerancia social
referente a algunas prácticas sexuales: «La cuestión no es ya saber cuál es el
origen de la homosexualidad, sino más bien cuál es el origen de la
homofobia» (Borrillo, 2001: 73). Su propuesta puede extenderse a los
restantes casos de discriminación social. ¿Cómo se construye el rechazo
social de las mujeres que no se atienen al modelo tradicional de amas de
casa? ¿Por qué parece tan legítimo tratar el trabajo sexual como una
perversión? ¿Qué tiene de «natural» la condena a las sexualidades
alternativas, o a las relaciones afectivas de las mujeres mayores? ¿Por qué
parece legítimo privar de derechos civiles a las personas inmigrantes?
Las ideologías discriminatorias se construyen históricamente a través de
procesos complejos de estigmatización, marginalización y exclusión social,
que rotulan a las personas sancionadas como diferentes (e inferiores) y que
legitiman las opciones sociales de control, mostrándolas como tendentes a
la defensa de la norma y del bien común. En muchos casos incluso se
presentan como defensa de los verdaderos intereses de las personas
estigmatizadas, beneficio que estas no estarían en condiciones de reconocer.
Es de este tipo de elaboraciones de lo que trato en el capítulo primero.
Decía Mme. de Sevigné que «entenderlo todo es perdonarlo todo», pero
en realidad no se trata de perdonar, el esfuerzo de entender lo que permite
es suspender el juicio, abandonar, aunque sea por un breve periodo de
tiempo y para una situación determinada, el hábito social de etiquetar y
evaluar de acuerdo a normas no cuestionadas. Como señala Lopes Louro,
no se trata de conocer la diferencia y tolerarla desde la posición de poder
del que evalúa. El desafío es mostrar el carácter de artificios construidos
que tienen en común tanto la norma como su trasgresión (Lopes Louro,
2003).
En este libro me ocupo de algunos de los distintos colectivos de mujeres
que quedan fuera de los cánones de conducta considerados deseables dentro
del modelo patriarcal: madres solas, trabajadoras sexuales y lesbianas; o
que son discriminadas a partir de su aspecto físico o su edad. Para todos
estos sectores (y otros muchos que no trato, por ejemplo drogadictas,
discapacitadas o minusválidas, gordas o mujeres delincuentes) guarda la
sociedad un rechazo que a veces se viste de desdén benevolente y que
acumula estigmatizaciones. Así por ejemplo, cualquier práctica censurada
es peor vista si la ejecutan mujeres mayores, e incluso la simple existencia
de la actividad sexual es vista con sorpresa después de la menopausia. Es
cierto que este rechazo tiene una larga tradición, basada en la asociación
entre sexualidad y procreación, que solo consideraba legítima la actividad
sexual realizada con ese fin. Malone señala que, ya a fines de la segunda
centuria de la era cristiana, estaba mal considerado que las viudas se
volvieran a casar, porque «la combinación de edad avanzada y sexualidad
parecía particularmente repugnante a muchos padres de la Iglesia» (Malone,
2000: 121)[2]. Pero dado que la sociedad actual ha desligado
definitivamente sexualidad y reproducción, la persistencia de estos patrones
valorativos no cae dentro de lo obvio, y necesita explicación.
Analizaré también cómo la sociedad propone determinadas formas de
conducta como obligatorias, a partir de argumentaciones que las tipifican
como «naturales», con lo que se hace muy difícil cuestionar su
cumplimiento. Este es el caso de la maternidad para las mujeres,
considerada al mismo tiempo un instinto y un destino. También entran
dentro de las conductas asignadas como naturales y obligatorias la
heterosexualidad y el mantenimiento a través de toda la existencia de
identidades fijas (incluyendo la étnica y la sexual). Las personas que
cuestionan en la práctica estas conductas, supuestamente naturales, sufren
presiones sociales, discriminación y violencia simbólica y material. Son los
«castigos» a los que dedico la última parte del capítulo dos.
Pero la realidad no es estable y la suma de prácticas divergentes da la
base para cambios en la valoración de conductas anteriormente
estigmatizadas. Madres solas y parejas lesbianas, así como ancianas que
mantienen su actividad sexual, van consiguiendo poco a poco una presencia
social que les permite avanzar en el camino desde la marginación hacia la
aceptación. El reconocimiento social no es automático, las prácticas
divergentes sientan la base para el cambio, pero no garantizan la
modificación de los discursos que brindan legitimidad social; en realidad
también pueden producir una explosión de reacciones fóbicas y violentas,
como se constata en el aumento que han experimentado en los últimos años
en España las agresiones contra las mujeres.
En el capítulo tres, dedico unas páginas a propuestas tendentes a
modificar algunos de los soportes legales de la discriminación de género —
cuando hablo de formalizar linajes femeninos— o los modelos de
relaciones considerados válidos, mostrando los cambios que se están
produciendo en las relaciones afectivas y la necesidad que generan de
replantearse los viejos ideales del «amor romántico».
Como ya hice en otro trabajo anterior (Juliano, 2002a), presto especial
atención a un colectivo altamente estigmatizado a partir de sus prácticas
laborales: las prostitutas. El tema me parece de interés porque en este caso
se mezclan argumentos moralistas con consideraciones económicas,
predominando los primeros. Se resalta y se rechaza el contenido de
sexualidad que tiene el trabajo de las prostitutas, aunque aquí resulta muy
difícil la argumentación naturalizada del rechazo que se produce con
respecto a otros colectivos, como los de gays y lesbianas, de los que se
alega que practican un tipo de sexualidad no previsto en el orden natural[3].
La falacia de esta argumentación, y lo asombrosa que pueda parecer en una
sociedad que se enorgullece precisamente de su dominio cultural de la
naturaleza y del refinamiento de sus costumbres y su distancia con impulsos
«primitivos», no quita que esta argumentación tenga oídos receptivos y que
haya legitimado en algunos momentos y lugares (como por ejemplo en el
mundo socialista, dentro de la Iglesia Católica o en algunas corrientes del
psicoanálisis) agruparla dentro de las patologías[4]. Pero en el caso de la
prostitución, ni siquiera este pobre y falaz argumento tiene cabida. Lo que
ponen en acción las trabajadoras sexuales con sus clientes son las mismas
prácticas que realizan las personas no estigmatizadas en su vida de pareja, y
lo único que las diferencia es que explícitamente ponen un precio y cobran
por esta actividad. Esto es, agregan un elemento mercantil a una práctica en
sí banal.
Dado que la mercantilización de los servicios es una tendencia frecuente
y en incremento en la sociedad capitalista, y que la voluntad de transformar
toda actividad en beneficio económico está bien vista en el mundo
desarrollado, no resulta obvio el motivo por el que el agregado mercantil
devalúe o deslegitime una práctica sexual, salvo que aceptemos que
garantizar sexo gratuito para los hombres sea un objetivo socialmente
deseable. Sin embargo, la desvalorización extrema de la prostitución no
solo permanece, sino que mientras que la permisividad social va limando
lentamente algunos de los obstáculos puestos para la manifestación y el
reconocimiento público de las restantes prácticas sexuales estigmatizadas,
algunas encuestas realizadas en Francia[5] (y que posiblemente podrían
extrapolarse a otros países industrializados) muestran un crecimiento del
repudio social del trabajo sexual. Grandes prejuicios y una historia de
demonización y miedos sociales interiorizados condicionan nuestra mirada
al respecto hasta el punto de que Núñez Becerra se pregunta, al analizar los
discursos eruditos y misóginos del siglo XIX, sobre las buenas y las malas
mujeres:

¿Cómo juzgar esas doctas condenas, esos juicios a priori,


si nosotros somos el producto directo de ese discurso de la
feminidad y de la familia, si a pesar de nuestra osadía y
nuestra rebelión tenemos tantas dificultades en situarnos
frente a él y en pensarnos sin él? (Núñez Becerra, 2002: 12).

La hipótesis que mantengo desde trabajos anteriores[6] es que las


estigmatizaciones sociales que afectan a las mujeres están ligadas
preferentemente a la construcción de los roles de género, canalizan la
desconfianza y agresividad social hacia la sexualidad femenina y mantienen
su vigencia por la funcionalidad que tienen para controlar la conducta
sexual y social de las mujeres no estigmatizadas, al tiempo que sirven para
neutralizar el potencial cuestionador que puede extraerse de cualquier
práctica marginalizada.
Se puede agregar que —si bien la estigmatización de las mujeres que se
apartan de las normas es un fenómeno de larga duración temporal— los
discursos a partir de los cuales este rechazo se manifiesta se actualizan
constantemente, recurriendo a las argumentaciones que pueden parecer más
legítimas en cada período o lugar. Parece ser que la sociedad necesita
controlar la sexualidad de las mujeres, poniendo delante de ellas el
espantajo imaginario —en tanto que no refleja más que muy lejanamente
las condiciones de vida de las trabajadoras sexuales o de las lesbianas, pero
real en cuanto a los efectos estigmatizantes que produce— de unas personas
a las que se les niega reconocimiento y legitimidad, y (en el caso de las
prostitutas) cuya estigmatización dificulta objetivamente sus posibilidades
de interactuar socialmente e incluso de organizarse.
Desde este punto de vista el problema es el de los modelos[7] de
conductas sociales considerados adecuados para cada género. Así, como
señalaba antes, el gran tema al respecto no es ¿por qué hay mujeres que no
cumplen con las normas? sino ¿por qué la misma sociedad que tolera con
cierta complicidad las infracciones masculinas, sanciona y desvaloriza de
manera tan continuada las trasgresiones femeninas? Para contestar a esta
pregunta es esencial atenerse a los modelos de género, porque si bien es
cierto que existe sanción social para la homosexualidad masculina, esta se
relaciona precisamente con la aproximación imaginaria de sus conductas a
los modelos asignados a las mujeres. Y en el caso de la prostitución
masculina (que está en crecimiento) los hombres que se dedican a este
trabajo reciben menor estigmatización, no se les rotula como prostitutos[8],
se hacen escuchar más fácilmente en los foros públicos, cambian de
actividad con menos problemas y son objeto de menos estereotipos
negativos con respecto a sus capacidades intelectuales o su presunta
inmadurez emocional que las mujeres que actúan en ese mismo campo.
Todo pasa como si en el caso de la homosexualidad o la prostitución
masculina, la estigmatización que reciben fuera un mero reflejo debilitado
de la que padecen las mujeres o una aplicación puntual de la homofobia o
del racismo, según los casos.
El rechazo social se acrecienta cuando los estigmas se suman unos a
otros o se combinan con otros estereotipos desvalorizadores. Tal es la
situación que padecen las mujeres inmigrantes en general y más
particularmente las que se dedican al trabajo sexual. Múltiples distorsiones
se acumulan sobre sus conductas. Estudios sesgados, que tienen dificultad
para ver en las mujeres viajeras otra cosa que víctimas y engañadas,
estereotipos racistas y prejuicios étnicos y religiosos, hacen que recibamos
de ellas una imagen caricaturesca, que sin embargo se acepta como si fuera
una descripción objetiva de la realidad.
Otro plus de rechazo lo reciben las trabajadoras sexuales si son jóvenes,
situación en que se las lee solamente como víctimas sin proyectos propios,
o si son ancianas. Aquí los imaginarios sociales las ven como especialmente
desprotegidas, motivo por el cual a las investigadoras de LICIT[9], junto con
un equipo de la Universidad de Córdoba dirigido por Anna Freixas, nos ha
parecido de interés realizar una investigación sobre el tema, basada en
historias de vida, algunos de cuyos primeros resultados analizo en el texto.
También se puede agregar la estigmatización étnica, cuando las
trabajadoras sexuales pertenecen a colectivos previamente demonizados,
como sucede en los últimos años con el mundo islámico. Dedico a este
colectivo, especial en muchos de sus aspectos, un apartado en el capítulo
cuatro.
A través de las páginas siguientes trataré de ir deconstruyendo algunos
de estos prejuicios para permitir acercamos a una realidad que es
evidentemente dura, pero que tiene también sus propios recursos, y dentro
de la cual las mujeres no son receptoras pasivas, sino artífices activas de sus
estrategias de supervivencia.
La aproximación metodológica del capítulo cinco va precisamente
orientada a facilitar marcos para las investigaciones que tengan en cuenta la
complejidad de los fenómenos y la necesidad de interpretaciones
multicausales.
El capítulo seis analiza los problemas teóricos y prácticos que supone
centrar la investigación en las mujeres inmigrantes y la distorsión legal y
asistencial que resulta de aplicar a ellas la óptica predominante, construida
sobre el modelo del inmigrante varón.
Concluye el libro con una propuesta de acercamiento a los distintos
colectivos estigmatizados, relacionada con las bases de la Declaración de
los Derechos Humanos de 1948, y la propuesta de una «ética dialógica» que
se discute en las últimas décadas (Arendt, 2002; Lévinas, 1993; Habermas,
1988; Nicholson, 1999).
El libro en su conjunto procura desmitificar algunas interpretaciones de
«sentido común», que son en realidad poderosas herramientas de
marginación social, y brindar a las personas señaladas como blanco de las
iras sociales una mejor autoimagen y argumentos legitimadores de sus
opciones. No pretende entonces ser una elaboración imparcial, sino que
aspira a constituirse en un recurso más para utilizar en la larga y ardua lucha
que sostiene el feminismo por construir una sociedad más igualitaria desde
el punto de vista de género. Utilizo para ello básicamente una aproximación
antropológica, pero no rehuyo apoyarme en la literatura o en el sentido del
humor, cuando me ha parecido que ello contribuía a la eficacia del discurso.
En la medida en que es un texto complejo, que trata diferentes temas,
resulta deudor de los aportes de muchas personas que han trabajado antes
los diversos campos, con más profundidad y erudición de la que yo
dispongo. Para no hacer la bibliografía interminable, he optado por incluir
solo los textos citados, lo que deja fuera todas las elaboraciones previas,
que me han brindado herramientas intelectuales para acercarme a cada
tema, y marcos de referencia globales. Dejo aquí entonces la constancia de
mi agradecimiento intelectual a Amelia Valcárcel, Celia Amorós, Teresa del
Valle, Ángeles Duran, Victoria Sau, Verena Stolcke y otras investigadoras
que me han precedido en el camino, y de las que he aprendido mucho, y que
por supuesto no son responsables de los sesgos particulares de mis
reflexiones.

Barcelona, enero de 2004

Bibliografía

Arendt, H. (1993), La condición humana, Barcelona, Paidós.


—(2002), La vida del espíritu. Barcelona, Paidós.
Borrillo, D. (2001), Homofobia, Barcelona, Edicions Bellaterra.
Eliot, G. (1993), Middlemarch. Un estudio de la vida de provincias,
Madrid, Cátedra.
Eribon, D. (2000), Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay,
Barcelona, Edicions Bellaterra.
Habermas, J. (1988), Teoría de la acción comunicativa. I. Racionalidad de
la acción y racionalización social, Barcelona, Taurus.
Jaspard, M. (1997), La sexualité en France, París, La Découverte.
Juliano, D. (2002a), La prostitución: El espejo oscuro, Barcelona, Icaria.
—(2002b), «El modelo de control sexual femenino a partir de sus límites»,
REIS.
Lévinas, E. (1993), «El otro, utopía y justicia», Archipiélago, 12, 35-42.
Lopes Louro, G. (2003), «Currículo, gênero e sexualidade — O “normal”, o
“diferente” e o “excêntrico”», en L. Louro, F. Neckel y V. Goellner
(eds.), Corpo, Gênero e Sexualidade. Um debate contemporâneo na
educação, Petrópolis, Editora Vozes, págs. 41-53.
Malone, M. T. (2000), Women & Christianity. The First Thousand Years,
vol. 1, Dublín, The Columba Press.
Mastretta, A. (1994), Puerto libre. Un refugio para el azar y la memoria,
Madrid, Aguilar.
Nicholson, L. (1999), The Play of Reason. From the Modern to the
Postmodern, Buckingham, Open University Press.
Núñez Becerra, E (2002), La prostitución y su represión en la ciudad de
México (siglo XIX). Prácticas y representaciones, México, Gedisa.
Osborne R. y Guasch O. (eds.) (2003), Sociología de la sexualidad,
Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas.
Capítulo 1

Marginación y exclusión en la construcción de género[10]

Pero lo cierto es que al escribir sobre una mujer todo está


fuera de lugar, peroraciones y culminaciones: el acento no cae
donde suele caer con un hombre.
(Woolf, 2002: 228)

Los estudios sobre construcciones identitarias (étnicas, nacionales o de


género) se han incrementado en los últimos años, mientras que sus bases
teóricas han sido puestas en entredicho. Esto se debe en parte a su
condición de estudios culturales y, como tales, sujetos a todas las críticas
que se realizan al concepto mismo de cultura, y por otra parte a su relación
con el gran movimiento de desmantelamiento de las evidencias teóricas,
producido por el posmodernismo.
Existe así una polémica en las ciencias sociales sobre la pertinencia
teórica y la importancia política de realizar estudios culturales, y muy
particularmente sobre los centrados en la identidad. Reynoso arremete
contra ellos, desde una perspectiva racionalista, identificándolos con el
posmodernismo y a este con la pérdida de los referentes objetivos
(Reynoso, 2000). En el fondo de este rechazo está el temor a la caída en la
irracionalidad y al debilitamiento de la significación política de la
investigación social. Pero, como señala Nicholson, el objetivo de los
trabajos teóricos actuales «no es simplemente reiterar el conocimiento
dentro de una red analítica, sino deconstruirlo… identificando sus múltiples
significados en el presente e intentado prever las posibles consecuencias
políticas del empleo o elaboración de estos significados en vías específicas
en el futuro. En resumen, analizando cómo el poder opera en los diversos
usos de los conceptos y tratando de entender cómo tales usos hacen posible
ciertas formas de interacción humana y suprimen o marginalizan otras»
(Nicholson, 1999: 6-7). Con respecto a las críticas al posmodernismo, la
misma autora sugiere la conveniencia de separar el posmodernismo
filosófico, que deconstruye los grandes discursos legitimadores, pero que
normalmente no permite encontrar bases para propuestas de acción
alternativas, por lo que su radicalismo teórico se transforma en
conservadurismo social, de los aportes realizados desde el feminismo, que
implica una deconstrucción teórica igualmente radical, pero mucho más
comprometida en las implicaciones políticas y prácticas de sus análisis.
Para las epistemólogas feministas socavar las bases de los modelos
androcéntricos, que se postulaban desde la Ilustración como la manera
racional de ver el mundo, ha sido una necesidad política que implicaba un
compromiso teórico. La pérdida de referentes que supone la crítica
posmoderna, no resultaba tan angustiosa para ellas como lo era para los
hombres, detentadores privilegiados de los discursos cuestionados. Como
señala Rodríguez, las mujeres «ahora observamos la quiebra de los
nombres, de los proyectos totalitarios, de los relatos omnicomprensivos, y
quizá a este derrumbe asistimos con menos pavor, porque sabemos que
estos oropeles nunca nos incluyeron» (Rodríguez Magda, 2003: 21). En un
mundo regido por una línea única de pensamiento y donde la alternativa a la
verdad científica era el error, las mujeres no podían plantear legítimamente
sus divergencias sin deconstruir previamente el paradigma imperante. Pero
una vez planteada la necesidad de contextualizar el conocimiento (incluso
los metadiscursos en que este se legitima y los criterios de validez que se
aceptan) para que el punto de vista generado por las mujeres a partir de su
específica inserción en la estructura social pudiera tenerse en cuenta, este
mismo planteamiento llevaba forzosamente a multiplicar las perspectivas
para poder incluir los discursos de determinados colectivos femeninos que
no estaban dentro de la línea predominante de mujeres académicas,
occidentales, heterosexuales, de clase media o alta. Las afroamericanas, las
lesbianas, las ancianas, las mujeres pertenecientes a minorías étnicas o al
tercer mundo, reclamaban también por la validez de sus discursos
alternativos. El conocimiento posicionado propuesto entre otras por
Haraway no era tanto un problema teórico, sino una herramienta de acción
política. Este sentido de la implicación social del conocimiento diferencia
entonces posturas que teóricamente pueden parecer cercanas y hace que las
polémicas en cada uno de los campos tomen distinta dirección (Haraway,
1990, 1995).
El reciente debate entre Butler y Fraser centra el problema en la
pertinencia política —es decir en la eficacia para un análisis desde
posiciones progresistas— de las reivindicaciones basadas en identidades
sexuales (Butler, 2000 y Fraser, 2000). Es interesante esta disputa porque
parte del supuesto del compromiso y no desecha las anteriores propuestas
de análisis, sino que las complementa y las enriquece. Es evidente que los
estudios sobre identidad ponen el énfasis en aspectos que los viejos trabajos
marxistas habían descuidado o negado, pero su floración no responde a
modas intelectuales, sino que son la respuesta académica adecuada a la
existencia de los nuevos movimientos sociales. Estos se muestran mucho
más complejos y diversos de lo que el reduccionismo economicista permitía
suponer, y exigen un abordaje que tenga en cuenta que la construcción
social tiene bases económicas pero no se agota en ellas. Desde este punto de
vista es oportuna la precisión de Fraser que propone distinguir entre
«injusticias de distribución e injusticias de reconocimiento, dos tipos de
ofensas iguales en cuanto a su importancia y su gravedad… que cualquier
orden social moralmente válido debe erradicar, pero no pueden ser
reducidas una a la otra» (Fraser, 2000: 124).
Esta matización es especialmente importante si tratamos sobre la
construcción social de género. Aquí la falta de reconocimiento actúa como
elemento de subordinación social y de explotación económica, señalando
los ámbitos de actividad posibles y «naturalizando» la restricción del uso de
los recursos y de los puestos de toma de decisiones. Coincidiendo una vez
más con la argumentación de Fraser, puede postularse que la
complementariedad de género y la centralidad de las estructuras de
parentesco asociadas a la heterosexualidad han tenido una importancia
básica en la organización económica de la mayoría de las sociedades
precapitalistas, pero no son el eje organizativo de la sociedad actual. En
realidad, la sociedad industrializada camufló estas relaciones de explotación
remitiéndolas al campo de la naturaleza, y negando su valor económico
(Duran, 2000). Ha podido así explotar el trabajo femenino tanto en sus
funciones asignadas (reproductivas) como en las toleradas (productivas) a
partir de una presunta condición natural que inclinaría a las mujeres al
autosacrificio y a una adscripción no cuestionada a los roles establecidos.
Pero si la explotación se da a partir de la discriminación, y son las
normas sociales las que rigen en este aspecto el mercado, es una
consecuencia lógica que la reivindicación pase por conseguir el
reconocimiento de identidades no estigmatizadas, y que las ciencias
sociales acompañen ese proceso de cuestionamiento. Otro tanto ha pasado
con los grupos estigmatizados a partir de rotulaciones raciales, étnicas o
religiosas, que merecieron la atención de los interaccionistas desde la
década de los 70 (Goffman, 1970).
En el caso de las construcciones identitarias de género el fenómeno es
aún más complejo, porque si bien es cierto que la estigmatización
acompaña regularmente a la explotación, pueden darse casos en que la
privación de derechos sociales sea mucho más significativa que la privación
de recursos económicos (como sucede con la económicamente próspera
comunidad gay) o que la estigmatización se utilice para desalentar una
opción económica rentable, como es el caso de la prostitución. Así la
elaboración teórica del concepto de exclusión social implica un avance
sobre los modelos centrados en los aspectos económicos. Como señala
Tezanos y recoge González Rodríguez, si comparamos el concepto de
pobreza con el de exclusión social veremos que este último es más
dinámico, implica procesos más complejos, incluye con preferencia grupos
sociales (más que individuos o núcleos familiares) y es multidimensional
(González Rodríguez, 2000: 16).
La complejidad del tema hace que el análisis del tipo de inserción social
que tiene cada colectivo resulte indispensable, y que la aproximación desde
los mecanismos de construcción de identidades (aceptadas o estigmatizadas,
incluyentes o excluyentes) abra perspectivas que de otra manera resultarían
invisibles.
La construcción de la identidad pasa por señalar un «nosotros» y
atribuir a quienes integran ese conjunto una serie de rasgos presuntamente
comunes, pero ese nosotros es la imagen que se dibuja sobre un fondo
externo del que destaca. Como señala Rodríguez Magda: «Cualquier
nosotros se define por la heterodesignación que efectúa sobre los otros»
(Rodríguez Magda, 2003: 80). El fondo está constituido por las personas
heterodesignadas a las que se excluye, aquellas a las que se niega
pertenencia, a las que se considera extrañas o extranjeras y se rechazan a
través de mecanismos legales y aquellas a las que se considera distintas y
que (pese a que legalmente están incluidas en el nosotros) se constituyen en
el antimodelo, el calco en negativo, aquello que se elige no ser y frente a
quienes se establecen distancias.
Esta segregación se produce a través de dos mecanismos diferentes y
complementarios, los mecanismos de marginación (San Román, 1990) y los
mecanismos de exclusión. En ambos casos la estrategia social rotula y
estigmatiza al mismo tiempo. O, más exactamente, la estigmatización se
transforma en un requisito necesario de la marginación/exclusión.
Siguiendo a Goffman (1970: 7) entendemos por estigma la situación de
inhabilitación para una plena aceptación social.
Señala San Román que la persona marginada está incluida en el sistema
social, pero desde posiciones periféricas. Puede contribuir al bienestar
general con su esfuerzo o cumplir algún tipo de función considerada
necesaria, pero no se le reconoce poder legítimo, ni prestigio. La
marginación puede atravesar longitudinalmente la sociedad, como en el
caso de la discriminación de género, ser el patrimonio de sectores enteros,
tales como minorías étnicas, o atribuirse a determinadas etapas de la
existencia, como la vejez. En los casos en que se relaciona con las últimas
etapas vitales, se presenta como un proceso de progresivo acorralamiento
que lleva a las personas desde el centro a la periferia a medida que van
perdiendo poder económico e influencia social. Viajes individuales a la
marginación se pueden realizar a través de ciertas enfermedades o la
asunción de determinadas conductas estigmatizadas. La sociedad no
prescinde de sus marginales, desarrolla respecto a ellos políticas
asistenciales, los relega pero los reconoce, son parte de un «nosotros»,
aunque la parte oscura.
La exclusión social implica un paso más de alejamiento y entraña a
veces las características de total e irreversible. Suele incluir ceremonias de
separación: el juicio que lleva a la cárcel o el diagnóstico que fija una
enfermedad mental, e implicar la ruptura de los lazos sociales previos, si los
había, o la imposibilidad de establecerlos. En la Antigüedad griega y
romana, esta exclusión incluía marcas corporales (mutilaciones o marcas
con fuego) que hacían visible la situación social del excluido y
determinaban las conductas de evitación que debían realizarse respecto a la
persona que portaba los estigmas (Goffman, 1970: 11). Según la definición
de Tezanos, están excluidas las personas que «de alguna manera, se
encuentran fuera de las oportunidades vitales que definen una ciudadanía
social plena en las sociedades de nuestros días» (Tezanos, 1999).
Pordioseros, alcohólicos, drogadictos y prostitutas etiquetados y
reconocidos como tales, pueden formar parte de estos sectores excluidos, de
los que no se espera nada. El proyecto social al respecto suele
materializarse en intentos de apartarlos de la visión pública. La sociedad no
se reconoce en ellos ni les ofrece mecanismos de interacción, si no median
rituales de reinserción. A falta de ellos, la beneficencia o la sanción son las
posibilidades que se les ofrecen, dentro de la interacción social. Quizá lo
más definitorio de la condición de exclusión social es que implica que no se
reconoce a las personas afectadas la capacidad de actuar, decidir o evaluar
por sí mismas. No son consideradas interlocutoras válidas.
Pero, para que estas rotulaciones, estas lecturas sociales con
consecuencias prácticas, funcionen con respecto a los sectores sociales
afectados o a las personas señaladas como «indeseables», es necesario que
previamente se haya constituido esta opción como legítima. Es preciso que
los depositarios y depositarías de la ira social estén señalados como
culpables de ella, y que su separación del cuerpo social se consensue como
una medida necesaria por motivos considerados claros y evidentes.
Como las víctimas de las marginalizaciones/exclusiones cambian con el
tiempo, las argumentaciones deben redefinirse y difundirse cada vez. La
vejez puede ser considerada la fuente de la sabiduría del grupo, si se valora
la experiencia que implica, o una carga económica, si se tienen en cuenta
solo los gastos que provoca. Las mujeres son el pilar de la sociedad —por
su especialización en la reproducción— o su punto frágil según la mirada
que se vuelque sobre ellas. Los locos pueden ser los mensajeros de los
dioses o un peligro social. Los agresivos pueden ser cantados como héroes
o tachados de delincuentes. Los débiles mentales pueden ser aquellos
«simples de corazón» a los que estaba reservado el reino de los cielos o un
obstáculo para el progreso económico, en una lista que puede ser tan larga
como discriminaciones haya.
Hay que hacer notar que, como señalaba Foucault, es la sociedad
moderna la que lleva más lejos la construcción de categorías
estigmatizadoras, marginalizadoras y excluyentes, y también la que dispone
de más medios para convencer de lo adecuado de sus categorizaciones y de
la necesidad de acciones sociales que materialicen estos conceptos
(Foucault, 1992). Prácticas como «el gran encierro» de pobres e indeseables
del siglo XVII, la eutanasia y «solución final» de los nazis, o nuestras
fronteras impermeabilizadas, acciones todas que contaron en su momento
con la aprobación de sectores importantes de la población, son ejemplos de
la aceptación social que puede lograrse criminalizando conductas que antes
podían considerarse solo desviantes. En cada uno de estos casos las
estrategias cambian, pero tienen en común el señalamiento social de los
indeseables a través de la prensa y la formación de una corriente de opinión
partidaria de aplicarles toda la severidad de la ley.
El carácter de constructo social de sus rotulaciones estigmatizadas se
aprecia mejor analizando brevemente cómo han ido cambiando a través de
unas pocas décadas.

La criminalización de sectores de población[11]

«¡Ahí va! —exclaman—. ¡Ahí va!», y allí os insultan y


señalan con íntimo contento, cual la mano implacable y
vengativa señala al triste y fugitivo reo.
(Rosalía de Castro «Los tristes», 1997: 37)
A finales del siglo XIX la prensa escrita inventó las «clases peligrosas»
que comprendían a vagabundos, jugadores y prostitutas (Marocco, 2002).
El concepto incluía a los pobres en general, que las nuevas clases dirigentes
deseaban excluir de los centros de las nuevas y crecientes metrópolis
industriales. La criminalización de estos sectores se relacionaba con su
«atraso» y se apoyaba —en un nivel teórico subyacente, que se hacía
explícito en algunas ocasiones— en las bases teóricas de las por entonces
incipientes ciencias sociales y su desarrollo del evolucionismo. Todo lo que
no cuadraba en la sociedad industrializada y disciplinada en tomo de una
ética del trabajo y de la ganancia, se atribuía a supervivencias de épocas
pasadas o a características intrínsecas (de base biológica) de los
desadaptados (Gráfico 1). En un excelente trabajo sobre la prostitución en
el siglo XIX, Rivière Gómez muestra cómo las hipótesis lombrossianas de
los estigmas degenerativos se aplicaban ampliamente a delincuentes y
desocupados de las clases bajas y, en el caso de las mujeres, principalmente
a las que ejercían la prostitución:

Se presentará ahora como «enferma» psíquica, aquejada


de monomanía erótica o afectada por una «locura moral»;
como un ser antropológicamente «diferente» según la
conformación de la superficie de su cráneo; como un
organismo víctima de una degeneración morbosa e, incluso,
como criminal, ser atávico y primitivo (Rivière Gómez, 1994:
24).

En los países anglosajones de tradición puritana, proliferaron las ligas y


asociaciones por la moral y la pureza[12]. La interpretación de la
marginalidad a partir de presuntas taras físicas o morales de los inadaptados
permitía dejar a la sociedad al margen de la crítica y acorazarla ante
posibles propuestas de cambio. Además configuraba por contraste un
modelo de normalidad, que se hacía obligatorio, no por razones religiosas
como en épocas anteriores, sino por un determinismo atribuido a la
biología. Así «la ciencia decimonónica opone a la visión teológica del libre
albedrío la de la determinación —social o biológica— del individuo
desviado» (Rivière Gómez, 1994: 25). La biologización de las diferencias, y
su atribución de irreversibilidad, tuvo consecuencias de larga duración. La
proliferación de teorías racistas de fines del siglo XIX, con todos sus
discursos sobre la inferioridad racial de ciertos colectivos, sentó las bases
para los genocidios que proliferan en el siglo XX, precisamente en países
que asumen la legitimidad de los discursos «científicos» como base de la
organización social. La Alemania nazi y su «solución final» del problema
que creían que representaban judíos, gitanos, deficientes mentales y
minusválidos, abre la lista de exterminios sistemáticos de minorías étnicas
que se continúa en Bosnia, Ruanda, Guatemala y muchos otros estados.
Pero las estrategias de control no se han limitado a los intentos de
eliminación de los «otros» sino que han incluido sofisticadas técnicas de
manipulación, en lo que Foucault ha denominado «biopolíticas» o
«biopoder» que procura la incorporación controlada de los cuerpos en el
ámbito productivo.
Desde el siglo XIX, la desigualdad social podía ser vista como legítima,
pues materializaba la brecha entre quienes se habían modernizado y quienes
carecían de las condiciones básicas o de las virtudes necesarias para
hacerlo. Este tipo de interpretación era un buen ejemplo de la expresión «la
víctima es siempre culpable». El objetivo social que se procuraba obtener
era la homogenización social, descartando los «inasimilables», y mediante
la regularización y disciplina de la totalidad de la población, a través de su
encuadre como asalariados. La base de legitimación estaba dada por un
cambio en la escala de valores, que se apoyaba fuertemente en una ética del
trabajo (Weber, 1985), y este cambio de mentalidad se difundía y
consolidaba a través de la presión que ejercían los periódicos y un complejo
sistema de sanciones legales que se materializaban en leyes de persecución
a la «vagancia».
A mediados del siglo XX (Gráfico 2), la incorporación de los antiguos
sectores autosuficientes al mercado laboral era un objetivo logrado, y la
preocupación se dirigió a controlar a la clase trabajadora. La fuerza de las
organizaciones sindicales y la existencia del bloque comunista en la que
estos sectores podían apoyarse —al menos a nivel teórico— hizo que se
denominara como peligrosa o «subversiva» a la población obrera
organizada y que se centrara contra ella la represión con el objetivo de
neutralizarla y desorganizarla. La ética en que se apoyaban las nuevas
campañas era individualista, ensalzaba los logros personales, la
competitividad y el consumo y consideraba atentados a la libertad todos los
proyectos de encuadre y acción conjunta. Las campañas de criminalización
de estos sectores implicaban un manejo bastante sofisticado de los medios
de difusión, la división del mundo en dos bloques, la guerra fría, la
ilegalización de partidos políticos y el establecimiento del delito de opinión.
El sistema de sanciones se realizó en distintos planos que abarcaban a
veces a países enteros, mediante guerras, embargos y bloqueos, pero que se
individualizaba también en campañas coordinadas contra individuos,
mediante persecuciones, asesinatos y desapariciones. Puede señalarse
también que mientras que a finales del siglo XIX la rotulación y persecución
de los «inadaptados sociales» estaba fragmentada territorialmente y
dependía de políticas locales, a mediados del siglo XX estos procesos
estaban coordinados internacionalmente y eran objeto de políticas globales
en que participaban, de buen o mal grado, las administraciones nacionales.
Los planes de contrainsurgencia y las políticas de «seguridad nacional» se
aplicaban con muy escasas diferencias en continentes enteros, apoyados por
planes de investigación sobre el tema también supranacionales[13], como el
Proyecto Camelot, y por operativos de «seguridad» conjuntos como la
«operación Condor» en América Latina.
Al comienzo del nuevo milenio, y luego del derrumbe de los países del
Este y del reflujo de las reivindicaciones obreras, la estigmatización ha
vuelto a cambiar de rostro (Gráfico 3). En medio del proceso de
globalización, la principal brecha mundial no atraviesa el mapa separando
el Oeste del Este, sino el Norte del Sur. Esto ha obligado a replantear los
mecanismos de exclusión y la legitimación de las bases de la misma. Ahora
lo que produce «alarma ciudadana», y que se manifiesta como una de las
preocupaciones prioritarias de la población, es la existencia de personas que
ocupan un lugar en el espacio diferente del que se les ha asignado. Hay un
subrayado de los límites espaciales, las fronteras físicas, que sustituye a las
antiguas fronteras raciales o ideológicas. También en este caso se trata de
construcciones arbitrarias legitimadas. Como señala Cevedio: «El espacio
no es neutral y […] está relacionado con el poder económico, cultural y
social, poder que dicta las normas del mismo» (Cevedio, 2003: 14).
Teresa del Valle, por su parte, constata «El espacio forma parte de la
experiencia cotidiana, y encierra contenidos poderosos para la
interpretación social y cultural» (Valle, 1997: 25).
Curiosamente, en un momento en que las fronteras nacionales se
desdibujan a favor de unidades políticas más incluyentes, y al mismo
tiempo que las fronteras se abren para posibilitar la libre circulación de
capitales, se refuerzan los controles para la circulación de personas y se
produce un proceso de ilegalización / criminalización de inmigrantes sin
precedente en la historia.
El objetivo no es acabar con estos sectores, necesarios para la economía,
sino privarlos de derechos y hacerlos invisibles para su mayor explotación.
Es un proceso de marginalización más que de exclusión, aunque incluye la
exclusión como amenaza siempre presente. En una sociedad regida por una
ética de las ganancias y caracterizada por la pérdida de los derechos
laborales (precarización, desregularización, paro) la presión mediática
criminalizadora trabaja para constituir a la inmigración del tercer mundo en
una «otredad» irreductible y a partir de presuntas diferencias culturales
esencializadas, legitimar que se prive a esta población de derechos legales e
incluso de derechos humanos esenciales. Las personas que están donde no
se quiere verlas (okupas, inmigrantes, prostitutas callejeras) son objeto de
medidas crecientemente represivas, al tiempo que la ciudadanía se va
acostumbrando a que sean tratadas como problema. El valor económico del
espacio privatizado se presenta como base del rechazo de importantes
sectores de población a la presencia de estos «vecinos indeseables». Detrás
de las campañas contra la trabajadora sexual callejera, a favor de desalojar
casas ocupadas o contra la construcción de centros de reunión para
inmigrantes, está la idea de que devalúan el precio de los inmuebles y por
consiguiente, por el mero hecho de existir, de estar allí, deben ser tratados
como peligrosos o contaminantes.
Han cambiado los rótulos estigmatizadores y las legitimaciones de la
desigualdad social, pero se mantiene la esencia misma de la manipulación.
Como en las etapas anteriores se divide a la gente en inocentes y culpables
y los que tienen el poder manejan los discursos legitimadores. El resultado
es quitar de la vista las desigualdades que podrían parecer intolerables, en
medio de presuntos logros democráticos.
Luego del breve interregno de los estados del bienestar, los países
europeos que ya desde la década de los 80 habían acordado ilegalizar el
movimiento de personas procedentes del tercer mundo, en una política
conjunta tendente a impermeabilizar sus fronteras, arremeten ahora contra
la «inseguridad ciudadana» creando a través de los medios de comunicación
la misma alarma que dice combatir y definiendo como peligrosos, sectores
enteros de la población. En una coincidencia temporal que materializa la
globalización de la política, en los últimos días de octubre de 2002 se
presentaron en Francia e Italia sendos proyectos de ley que proponen
considerar delito (y castigar duramente) una cantidad de conductas tan
variadas como la amenaza a autoridades o sus familiares, la «incitación
pasiva[14]» a la prostitución, o reunirse en las escaleras o vestíbulos de los
inmuebles.
Catalogar como delito la ocupación de determinados espacios, o la
realización de actividades que no implican daños (como es el caso de la
prostitución), más aún si esta actividad no se mide por ningún indicador
objetivo sino que queda al arbitrio de lo que la policía juzgue como
«vestimenta o actitud provocativa», supone desconocer derechos humanos
básicos y sustentar la idea de que ciertos sectores sociales son peligrosos en
sí mismos, cualesquiera que sean las conductas que realmente desarrollan.
En el caso de las políticas europeas, estas propuestas tienen claramente un
sesgo xenófobo y de discriminación de género.

Entre la marginalización y la exclusión

No te preocupes por nada, nosotros pensaremos por ti de


ahora en adelante. Eso nos gusta. Por tanto no nos des las
gracias […] siguieron instrucciones sobre sus derechos y
deberes, pues se le reconocía todavía cierto número de
derechos, a pesar de la bondad de que era objeto.
(Beckett, 1973: 130)

Mientras que las personas ancianas y la infancia desvalida suelen ser


vistas como sectores sociales que necesitan y merecen apoyo social
(Álvarez Urrestarazu, 2003: 217) esto es, como marginales en relación con
los cuales la sociedad debe modificar sus conductas, hay otros sectores a los
que se les atribuye la responsabilidad de su situación y de los cuales se
espera que se modifiquen a sí mismos para poder ser reinsertados en la vida
social. Castel señala que el pordiosero es el extranjero en el antiguo sentido
del término, el carente de vínculos, para el que no existen redes de
protección social (Castel, 1995). Es el excluido o desafiliado. No es objeto
de intervención reparadora sino de soluciones disciplinarias. Pero no es el
único sector que sufre tal tipo de lectura. Drogadictos y prostitutas entran en
parecidas categorías de exclusión.
También en la lectura social de las conductas imperan condicionantes de
género. Davis señala: «La desviación femenina rara vez se evalúa
positivamente como elemento de contestación. Se la ve como una
“patología” o se la considera “funcional” para mantener el orden social»
(Davis, 1994). De manera más específica Valcárcel señala que mientras la
trasgresión es estimulada para el hombre, acarrea para la mujer
estigmatización y desvalorización (Valcárcel, 1991: 28).
El tratamiento dado al trabajo sexual es emblemático al respecto, las
interpretaciones del mismo oscilan entre considerarlo en el campo de las
patologías y proponer tratamientos de rehabilitación para las prostitutas o
verlo como un bastión del sistema patriarcal. Con lo que la infracción social
que cometen las trabajadoras del sexo, y que les cuesta agresiones y
rechazo, no la pueden capitalizar como rebeldía, ya que se las conceptualiza
como víctimas pasivas, pero tampoco se las protege en su calidad de tales.
En momentos en que la mayoría de las personas dedicadas a esta actividad
son inmigrantes extranjeras, los países con legislación más progresista,
como es el caso de Holanda, las excluyen de la legalización, mientras que
Italia y Francia reintroducen la clasificación del trabajo sexual en su
conjunto como delito. Dado que además no se ofrecen oportunidades
laborales alternativas, el conjunto de las medidas transforma a los
inmigrantes y, principalmente a las mujeres, en un colectivo marginalizado
y criminalizado en peligro constante de exclusión social. La abusiva pero
reiterada asociación conceptual de la inmigración femenina con el trabajo
sexual, y de este con el delito, aumenta la vulnerabilidad de este sector y lo
coloca en situación de indefensión ante las arbitrariedades policiales, al
mismo tiempo que lo designa como receptor preferente de la ira y los
prejuicios de la ciudadanía. No puede producir extrañeza entonces ver que
la lucha de las trabajadoras sexuales se centra en ser reconocidas como
marginales, es decir aceptadas aunque en condición de desventaja, en lugar
de ser excluidas, que es la política que plantean los movimientos
abolicionistas con sus propuestas de «reinserción social» y su negativa a
considerar su actividad como un trabajo.
La angustia producida por la creciente marginalización de sectores
enteros de la población a partir de la proliferación de la precariedad laboral,
se encauza así como temor y rechazo a sectores sociales aún más
desfavorecidos, a los que se pretende excluir a partir de segregación
espacial y social. Detrás de la tipificación de los nuevos delitos, está la
debilidad objetiva de ser pobre, ser mujer y ser inmigrante, además de tener
el color de piel inadecuado o la religión considerada inaceptable.
Los grupos que manejan la política son también los que manejan la
economía, la información y en general los medios que influyen en la
opinión pública. Desviar la atención y considerar peligrosos a los sectores
más indefensos no es un error de conceptualización, es una opción de
control global, además de una estrategia que permite la sobre-explotación
de unos y otras. Así la rotulación social como «otros» de algunos sectores,
no solo es un mecanismo de subrayado de la propia identidad sino también
una estrategia de control social, que funciona como profecía autocumplida.
Colocar en los márgenes del sistema o excluir de él, tiene consecuencias
diferentes para la población así catalogada pues implica políticas diversas
(asistenciales o represivas).

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Capítulo 2

Los modelos obligatorios y sus castigos

A la que se levanta de noche a ver su hijo que llora, a la que


llora por un niño que se ha dormido para siempre, a la que
lucha enardecida en las montañas, a la que trabaja —mal
pagada— en la ciudad, a la que gorda y contenta canta cuando
echa tortillas en la pancita caliente del comal, a la que camina
con el peso de un ser en su vientre enorme y fecundo. A todas
amo y me felicito por ser de su especie.
(Belli, 1986)

Comentando los obstáculos que se presentan a las mujeres para


desarrollar personalidades autónomas e independientes, Mizrahi constata:
«La maternidad ha sido definida como la plenitud de lo femenino. Es decir,
la forma de vida supuestamente más completa para una mujer» (Mizrahi,
1992: 128). Es indispensable analizar este supuesto que, a fuerza de
presentarse como evidente, cala en las conductas individuales y en las
valoraciones sociales.
¿Hemos nacido las mujeres para ser madres? ¿Es cierto que la
maternidad completa a las mujeres y da sentido a su existencia, que de otra
manera permanecería incompleta y le generaría frustraciones? El hecho de
que puedan plantearse preguntas de este tipo, que nunca enunciaríamos para
los hombres, nos muestra que la maternidad se ha desplazado del campo de
las opciones al campo de lo «natural», es decir, que se la trata como si fuera
el cumplimiento de un mandato instintivo.
Las conductas instintivas pueden definirse como aquellas que son
inmutables, pertenecen al ámbito de la naturaleza y se producen
prescindiendo del entorno social. En cambio las conductas determinadas
socialmente forman parte del devenir histórico, se modifican de acuerdo
con el tiempo y las circunstancias y a su vez son causa de modificaciones
en la estructura de las relaciones. Las personas actuamos de acuerdo con
conductas aprendidas socialmente y carecemos casi por completo de
conductas complejas instintivas. Estas se reducen al campo de los actos
reflejos y poco más. Sin embargo, existe el mito de asignar al campo de lo
instintivo conductas muy complejas y elaboradas; fundamentalmente hay
una tendencia a asignar a las mujeres este tipo de conductas. En su caso se
cumple la propuesta de Rodríguez cuando dice que «llegar a lo que parece
más inmediato: el cuerpo, la carne, implica desenmarañar una red de
supuestos que se nos ofrecen como naturaleza» (Rodríguez Magda, 2003:
7). Así, lo que las mujeres son y hacen no se lee como construido
socialmente en un sistema asimétrico de relaciones de poder, sino como
consecuencia de sus impulsos innatos. Asignar la mujer globalmente al
mundo de la naturaleza, mientras que se relaciona al hombre con el de la
cultura (Ortner, 1979), y considerar que sus conductas están dictadas por
principios inmutables y ahistóricos (Entel, 2002) es una forma de no
discutir las presiones a partir de las cuales se configuran e interiorizan las
opciones, y la funcionalidad social del lugar en el que se las ha colocado.
Fernández señala que este sistema mítico de naturalización de las
conductas femeninas, se muestra especialmente eficaz en tres ámbitos,
asignando a las mujeres como destino: el amor maternal, el amor romántico
y la pasividad sexual. En todos los casos esta interpretación quita méritos a
la conducta en el caso en que esta sea asumida, ya que se trataría de un
mandato que las mujeres no podrían evitar y en cambio sanciona duramente
su incumplimiento, pues lo quita del margen de las opciones libres (que
siempre se reconocen a los hombres) y coloca su falta en el campo de la
anormalidad, la perversión o la patología (Fernández, 1992).
Es por este efecto perverso, por lo que las reivindicaciones de género
necesitan pasar por un proceso de deconstrucción conceptual, que lleve a la
desesencialización y la desnaturalización de las conductas atribuidas. El
proceso no es fácil, porque aun entre las propuestas feministas tienen un
peso considerable las interpretaciones que Nicholson denomina
«fundacionalistas biológicas» porque postulan cierta homogeneidad de
conductas de todas las mujeres a partir de sus características biológicas.
Estas interpretaciones son frecuentes en el feminismo radical y en el
feminismo de la diferencia (Nicholson, 1999: 53-77). Sin embargo parece
importante reconocer y reivindicar para las mujeres su condición de sujetos
socialmente construidos, aun en aquellos ámbitos menos cuestionados, pues
la falta de cuestionamiento se relaciona con aquello que parece evidente,
precisamente porque implica mandatos sociales más fuertes. El carácter de
artefacto construido que tienen las opciones es relativamente fácil de
reconocer en el caso del amor romántico, cuya historicidad para los dos
sexos está bien documentada, y para las conductas sexuales, que en los
últimos cien años han experimentado cambios tan evidentes que hacen
difícil mantener la creencia en su atemporalidad. De todas maneras, es
evidente que incluso en esos campos queda mucho camino para desmontar
prejuicios como el de la heterosexualidad obligatoria (Rich, 2001) y los
roles de género diferenciados (Butler, 2001).

El mito del instinto maternal

Mis padres creían a pies juntillas la leyenda de que una mujer


soltera y sin hijos envejece prematuramente.
(Noll, 1997: 67)

Es en el campo del amor maternal en el que los prejuicios permanecen


más sólidamente asentados. En este caso, algunas teóricas importantes del
feminismo, como Nancy Chodorow (1978/1984), ponen la socialización
temprana femenina, y su identificación con la madre, como la base de las
conductas maternales que desarrollará después. Aunque aquí no se trata de
un determinismo biológico, la propuesta universaliza estas conductas y las
coloca en el eje de la diferenciación de las conductas entre los hombres y
las mujeres, y en general de la discriminación de estas últimas.
Parece una evidencia de sentido común que la relación de la madre con
su prole es un vínculo biológico y que responde a condicionantes diferentes
de las otras relaciones afectivas. Una parte importante de la organización
social se basa en este supuesto, al menos en las sociedades patrilineales,
donde la mitificación de la maternidad (que garantiza que habrá hijos
varones para el linaje paterno) y la valoración de las mujeres dependiendo
de su capacidad reproductiva, hace que estas interioricen la idea de que la
maternidad es un destino, y que implica en sí misma el mayor premio y la
más alta satisfacción. Hay una fuerte presión social que empuja a compartir
esta creencia, que se ve además favorecida, porque soslaya la necesidad de
construir proyectos de vida individuales y brinda una sensación de
seguridad al colocar el eje de la vida fuera del ámbito de lo contingente.
Pero este mito, que da apoyo y fundamento a los otros dos, ya que el
amor y la complementariedad de roles garantizarían la continuidad de la
pareja en la etapa de crianza de las criaturas, y la pasividad sexual
aseguraría descendencia legítima, ya fue cuestionado en 1949 por Simone
de Beauvoir. Ella es la primera que de una manera explícita pone en duda la
presunta naturalidad de las conductas maternales y la que propone situarlas
en el campo de la cultura (Beauvoir, 1998). Desde su planteamiento puede
separarse el aspecto biológico de la maternidad, de la valoración social de la
misma. Esta última incluiría aspectos tales como la importancia que las
mujeres den al hecho de ser madres, la intensidad con que deseen o
rechacen esa posibilidad, el lugar que le asignen en su vida y el tipo y
duración de los ligámenes afectivos y de cuidado que desarrollen en
relación con sus hijos e hijas, e incluso con su descendencia en la
generación siguiente.
En realidad la idea de la existencia de una conducta maternal universal,
que sea fija y determinante en este tipo de relación, puede cuestionarse
desde dos vertientes: desde la antropología, que muestra la diferencia de las
concreciones del amor maternal en las diferentes culturas, y desde la
historia, que evidencia las evoluciones y cambios de ese sentimiento en el
tiempo. En el primer campo, Mead desvirtuó la presunta universalidad de
las conductas maternales basadas en la afectividad, al mostrar cómo las
mujeres del pueblo mundugumor, de Nueva Guinea, consideraban una carga
y una desgracia tener criaturas a su cargo y derivaban el cuidado de sus
pequeños a las hermanitas y hermanitos mayores, sin desarrollar
sentimientos de culpa al respecto (Mead, 1982). Algunas comparaciones
transculturales van en el mismo sentido (Devries, 1987).
Esto tenía interesantes consecuencias teóricas, porque en principio, si
una conducta fuera instintiva estaría representada en todos los pueblos, e
incluso sería más visible cuanto menor fuera la sofisticación cultural del
mismo. Así, estas madres a su pesar, agresivas y poco cuidadosas de su
prole, ponían en severo entredicho las bases mismas de la asignación de las
conductas maternales a la biología. El impacto resultaba tanto mayor
cuando comenzaron a evidenciarse, en muy distintos pueblos, conductas
maternales que revelaban valoraciones muy diferentes entre sí, a veces entre
pueblos próximos geográficamente. Así la costumbre saharaui (extendida
entre otros nómadas del desierto) de asignar algunos hijos o hijas para que
convivan con los familiares (abuelas o tíos) que más los necesitan, o que
pueden brindarles mejores condiciones de vida, implica una posibilidad de
tomar distancia de los sentimientos maternales posesivos y subordinarlos a
cálculos razonables[15], que contrasta con el apego con que las madres de
muchas áreas rurales marroquíes se aferran a su prole.
Para completar el desmantelamiento teórico, llegó el aporte de la
evidencia histórica, rescatando fuentes documentales que mostraban la
evolución, más bien errática, de las conductas y sentimientos maternales en
occidente. Trótula de Salerno, la más famosa médica medieval, fue la
primera que documentó rechazos explícitos de la maternidad en nuestra
cultura, sugiriendo que lo que buscaban las adolescentes que se negaban a
comer era librarse de su función de concebir hijos[16]. Muchas santas
experimentaron este rechazo. Santa Teresa relata que lo que la llevó a huir
al convento a los diez y ocho años fue el temor al matrimonio. A los doce
años había visto morir a su madre de treinta y tres años, exhausta después
de parir catorce hijos (Gómez, 2001). Una opción semejante llevó a la vida
religiosa a Catalina de Siena. En general puede postularse que la vida
monástica era una forma socialmente aceptada para las mujeres que
pretendían escapar al matrimonio y sus cargas maternales, reemplazándolo
por una maternidad simbólica.
Por su parte, Badinter muestra en Europa propuestas tanto prácticas
como teóricas que cuestionan la universalidad del impulso maternal. Como
opción explícita, «Las preciosas» (ridiculizadas por Moliere) rehuían la
maternidad en el siglo XVII y preferían dedicarse al estudio (Badinter, 1980:
96). En la vida cotidiana, durante los tres siglos que van desde el XVI al XIX,
la práctica de abandono de niños y niñas era corriente, y, en todas las clases
sociales, las madres derivaban a nodrizas el amamantamiento de sus hijos e
hijas, sin preocuparse demasiado por su supervivencia. El fenómeno, que
comenzó entre las clases nobles y se difundió después por todo el tejido
social, estaba tan extendido en Francia que en 1780, sobre 21 000 niños
nacidos en París, solo 1000 fueron nutridos por sus madres. Estas cifras
resultan especialmente reveladoras de desinterés materno, en una época en
que la lactancia materna representaba una mayor posibilidad de
supervivencia.
El abandono implicaba falta de amor, pero durante muchos años se ha
tendido a interpretarlo como una consecuencia de las altas tasas de
mortalidad infantil. Dado que morían muchos infantes, limitar la afectividad
podía ser una buena estrategia para disminuir el dolor de la pérdida. Esto
entraría dentro de lo que Gilligan propone como la primera etapa del
desarrollo moral femenino: el cuidado de una misma en términos de
asegurar la supervivencia, que solo en situaciones más favorables sería
seguida por la valoración preferente del cuidado de los otros con un fuerte
subrayado del sentido de responsabilidad (cuyo arquetipo es el cuidado
maternal) y finalmente por una visión dinámica en la que ambas
perspectivas (el autocuidado y la dedicación a los demás) se compensaran
(Gilligan, 1982: 9-10). Así puede entenderse el análisis que hace Scheper-
Hugues de la desimplicación maternal ante la muerte de los hijos e hijas
pequeños en el empobrecido noroeste brasileño. En tanto que respuesta
puntual a situaciones límite, su aporte no pone en cuestionamiento la
universalidad y naturalidad del impulso materno (Scheper-Hugues, 1997).
Pero en su análisis de la sociedad francesa de la modernidad, Badinter llega
a una conclusión opuesta: no era porque los infantes morían como moscas
por lo que las madres se desinteresaban de ellos; era porque ellas no se
interesaban por lo que morían como moscas (Badinter, 1980, 2003). En
realidad las clases que más practicaban el abandono infantil eran las que
tenían mejores recursos, principalmente la nobleza. La infancia no solo
carecía de cuidados maternales hasta bien entrado el siglo XVIII, también
estaba ausente en la ciencia y en la literatura. Cuando la vemos aparecer en
los cuentos infantiles, la encontramos carente de derechos, abandonada en
el bosque o entregada a sus propios y débiles recursos.
En las primeras novelas costumbristas, de comienzos del siglo XIX, se
puede apreciar que la valoración de los cuidados maternales estaba
cambiando. Austen, en un relato escrito en la primera década del siglo, pone
en boca de uno de sus personajes una crítica a una madre que desatendía
durante meses a sus hijos: «Los niños… no han ido a su casa una sola vez
en todo ese tiempo. Mrs. Harville debe ser una madre muy anticuada
cuando puede estar separada de ellos tantos días» (Austen, 1999: 190). La
calificación de anticuada para una conducta de despego maternal nos resulta
sorprendente después de doscientos años de sobrevaloración y
naturalización de la función materna, pero debía corresponderse con la
visión de una época en que la maternidad era un valor en alza, no un
supuesto.
Se señala frecuentemente que es a partir de Rousseau cuando los niños
—aunque no aún las niñas— comienzan a merecer atención pedagógica y
social. Su prédica no tenía mucho que ver con su práctica, porque él mismo
fue un progenitor del siglo XVIII que abandonó a sus hijos (Rousseau, 1990).
En realidad él no es el único que señala en sus escritos la atención que
comenzaba a despertar la infancia. En 1770, el pedagogo suizo Pestalozzi
llevaba un diario de observaciones sobre las conductas de su hijo; otro tanto
hacía el poeta alemán Richter. El nuevo interés, sin embargo, no implicaba
asumir una responsabilidad social compartida sobre la infancia, sino que
derivaba hacia las madres en exclusividad la carga de velar por la
supervivencia y buena salud de los nuevos ciudadanos (aunque claro está
bajo supervisión y control de los especialistas hombres: médicos,
psicólogos y educadores). Esta labor socialmente asignada comienza a
rotularse desde mediados del siglo XIX, como cumplimiento de un impulso
innato. De este modo, el deber social del cuidado de la prole, que podría
haber sido asumido por ambos miembros de la pareja, por los adultos del
grupo comunitariamente, o por organizaciones aún más amplias como el
Estado, se asignó unilateralmente a las madres y se naturalizó como una
opción biológicamente determinada.
La mujer decimonónica y de principios del siglo XX será vista
fundamentalmente como madre y esta función, desbordando la etapa
biológica del embarazo y el amamantamiento, condicionará todo su
proyecto de existencia. La ciencia y la religión confluían en esta asignación.
Así, por ejemplo, Gregorio Marañón definía a las mujeres por su función
maternal y creía que toda otra actividad era para ella desviada o aberrante
(Nash, 1994). Para salvaguardar este rol se consideraba legítimo apartarla
del estudio y de los trabajos remunerados, y esta visión alcanzó tal consenso
social que las mujeres tenían que legitimar sus aspiraciones de superación
intelectual aduciendo que una mejor formación les permitiría ser mejores
madres. Esto implicaba que, precisamente en el momento en que triunfaban
las propuestas individualistas, no se reconocía a las mujeres la validez de
sus posibles proyectos de desarrollo personal autónomo.
Desde fines del siglo XIX algunas voces solitarias se levantan desde la
literatura para cuestionar la «naturalidad» del rol materno. Es el caso de la
escritora feminista estadounidense Charlotte Gilman, que a partir de su
experiencia personal de separación y opción de dejar su hija a cargo del
exmarido (y por las críticas que recibe su decisión) publica en 1895 su
relato «An Unnatural Mother» en la que plantea que el rol materno está
condicionado por las circunstancias y las posibilidades y que no es un
mandato inmutable. Esta propuesta es retomada implícitamente por Blixen,
muchos años más tarde, cuando hace rogar a la joven protagonista de su
cuento «El mono»: «Líbrame, Señor, de tener éxitos en la corte, de ser una
novia feliz y de ser madre de una familia numerosa» (Blixen, 1999: 115).
Las primeras feministas se debatían al respecto entre contradicciones
insalvables. Pese a que las sufragistas fueron en general buenas y dedicadas
madres, se las acusaba de descuidar a sus familias y esta acusación servía
desde el punto de vista social para quitar legitimidad a sus propuestas. Los
apoyos a la idea de que la maternidad era una opción voluntaria y no un
destino, fueron escasos y discontinuos y vinieron principalmente del
anarquismo (Nash, 1994). Aún en la segunda mitad del siglo XX, la
conciliación de roles parecía un esfuerzo. Dice Munro en uno de sus
cuentos: «En ese momento de la vida que suele considerarse un mareo
reproductivo, cuando la mujer tiene la mente anegada de jugos matemos,
nosotras seguíamos imponiéndonos leer a Simone de Beauvoir» (Munro,
2003: 136).
Asignar la maternidad al campo de las conductas instintivas no significa
de ningún modo que se acepte sin cuestionamiento la manera en que se
realiza. Al contrario, existe una tendencia a culpar a las madres de todos los
problemas que puedan tener sus hijos e hijas. Así Kaplan puede constatar
que tradicionalmente la relación madre-hijo ha sido descrita como un
semillero de perversiones potenciales, mientras que hasta hace muy poco la
relación con el padre no se sometía a escrutinio (Kaplan, 1994: 251). Esta
asignación de culpas se justifica teóricamente desde el psicoanálisis, pero
ha influido a sectores muy amplios de la sociedad, incluso feministas y
escritoras comprometidas con la causa de las mujeres. Así, por ejemplo,
Fredriksson, en una buena novela sobre tres generaciones de mujeres
suecas, pese a su feminismo más o menos explícito, termina echando la
culpa de los problemas de los hombres a sus madres «castradoras». Ella
acuerda con su protagonista: «Yo sabía… que los hombres que no han sido
capaces de vencer a sus madres luego se vengan de ello en sus mujeres, en
sus esposas y en sus hijas» (Fredriksson, 1999: 346). Conclusiones de este
tipo plantean algunos problemas. ¿Es que las madres están allí para ser
vencidas? ¿Y los padres no? ¿Por qué se termina comprendiendo la angustia
y los problemas del violador, del alcohólico, del agresor y no se hace el
menor intento de comprender a esas madres frustradas y por lo tanto
frustrantes? ¿Qué tipo de rol materno estamos imponiendo a las mujeres,
cuando les pedimos que entreguen su vida a una tarea y luego juzgamos tan
duramente sus resultados?
Por otra parte, no es de extrañar cierto rechazo femenino a la
maternidad, ya que este tipo de dedicación tiene un coste personal elevado e
implica renuncias y sacrificios. Gómez señala: «El matrimonio es un chollo
para los varones: recientes investigaciones conceden un promedio de 10
años más de vida a los hombres casados que a los viudos, solteros y
divorciados; los casados además presentan menos enfermedades. En el caso
de las mujeres es al contrario: las mujeres solteras o divorciadas sin hijos
viven más y más sanas que las casadas, que presentan el doble de
enfermedades, sobre todo mentales» (Gómez, 2001).
El modelo del amor maternal se caracteriza por el cuidado continuado,
la postergación de los propios proyectos y la atención a los deseos y
necesidades del otro. Es una actividad altruista que implica opciones
constantes y que no tiene nada en común con las conductas estereotipadas
relacionadas con los instintos. De hecho en la naturaleza no se encuentra
entre las hembras animales ni el impulso hacia la maternidad ni la
continuación de la entrega de cuidados, una vez las crías han madurado lo
suficiente para desenvolverse solas. Entre los seres humanos sí que se dan
estas conductas; podemos entenderlas como resultado de sentimientos muy
frecuentes, pero también como el cumplimiento interiorizado de un
mandato social. Como señala Lutz: «Las emociones son determinadas por
interacciones sociales, más que ser fundamentalmente innatas y
universales… una vez que las emociones han sido construidas socialmente
se “sienten” de manera natural y así, puede decirse que lo que se siente
naturalmente está basado en la propia posición social» (Lutz, 2001: 192). Es
además un sentimiento construido, en el sentido de que se desarrolla a partir
de la convivencia de la madre con su prole. En tanto que gradual puede
haber importantes diferencias entre sociedades que colocan el amor
maternal como un resultado casi simultáneo al parto y las que desarrollan la
idea de «un proceso mucho más gradual y retardado de compromiso
maternal con los recién nacidos» como sería el caso entre las clases
populares del noreste brasileño (Scheper-Hugues, 1997: 393). Pero aún en
las sociedades, como la inglesa, en que se espera una afectividad
instantánea de la madre hacia la criatura recién nacida, puede haber mucha
distancia entre este mandato social y la asunción de estos sentimientos en
las madres reales. Scheper-Hugues, en el mismo libro citado (pág. 394),
menciona los estudios realizados por Robson y Kumar en 1980 entre
madres inglesas primerizas, sanas, de clase media, según los cuales hasta el
40 por 100 experimentó sentimientos de indiferencia o desagrado al
sostener a su recién nacido por primera vez, tomándose «más amorosas y
acogedoras con sus hijos conforme estos maduraban». Estas experiencias
ambiguas de la maternidad forman parte de las vivencias de muchas
mujeres, aunque no de los discursos sociales.
En el caso de los sentimientos maternales, tal fuerza tiene el mandato
social que puede utilizarse para justificar cualquier tipo de conductas, por
alejadas que estén de las restantes normas sociales. Como mandato de
primera categoría toma prioridad sobre todos los demás. Así se justifica
socialmente que una madre en defensa de su progenie robe o mate. O que
para mantenerla se dedique a la prostitución, y de hecho este es un
argumento frecuentemente esgrimido por ellas para justificar su trabajo.
La construcción del mito del instinto maternal da, por otra parte, buenos
dividendos a la profesión médica. Al trasladar el deseo de procrear al
campo de lo esperado para todas las mujeres, genera una demanda de
reproducción asistida o medicalizada y legitima la casi obligación para las
mujeres estériles de someterse a tratamientos complicados, caros, molestos
y peligrosos (Bestard, Orobitg, Ribot y Salazar, 2003).
No se trata, por supuesto, de negar que la maternidad pueda ser un
proyecto atractivo, solo es necesario subrayar que se trata de eso, de un
proyecto y como tal es optativo (Badinter, 2003). Las propuestas actuales al
respecto subrayan el carácter construido de los sentimientos maternales y su
condición de opción personal. De hecho, en las sociedades industrializadas
la postergación de la maternidad, y su asunción muy restringida en términos
del número de hijos considerados deseables, se está transformando en una
práctica muy generalizada, aunque esta realidad se revela mejor en la
estadística que en los discursos al respecto. Así se constata que el índice
coyuntural de fecundidad —que en condiciones de países desarrollados
debe llegar a 2,1 hijos por mujer, para que se mantenga el volumen de
población— cayó en EE. UU. de 3,7 en 1957 a 1,8 en 1975; en Japón pasó
de 4,5 en 1947 a 1,7 en los 80. Igual proceso se dio en Australia, Canadá y
Europa del Norte. En Italia y España el proceso es más tardío pero más
brusco. En 1975 tenían asegurada la reproducción. En 1990 compartían con
Hong Kong el índice más bajo del mundo: 1,3 (Lefaucheur, 1994).
Actualmente España, con apenas 1,16 continúa estando al final de la tabla.
Cuando Scheper-Hughes propone que toda maternidad vivida como tal
es de hecho una adopción[17], señala el carácter no biológico del vínculo y
su valor moral como responsabilidad asumida voluntariamente.

La exclusividad sexual

Otro mito importante es el que plantea que los seres humanos somos
naturalmente monógamos, y que por deficiencias individuales o como
consecuencia de fracasos afectivos nos volvemos más o menos promiscuos.
La metáfora de la «media naranja», y la búsqueda de la pareja ideal para
cada persona, van en ese sentido.
Como en casi todos los casos de conductas que se consideran naturales,
este modelo aparentemente general se aplica en realidad a las mujeres, que
son quienes asumen e interiorizan en mayor medida el mandato de la
limitación de la actividad sexual a una única pareja, al menos mientras esta
dure.
Se trata de una especie de profecía autocumplida. El sexo es
significativo en nuestras vidas; quien lo monopoliza deviene importante. El
acuerdo según el cual se limitan las relaciones sexuales a una única persona
es un elemento que coloca a la pareja, sea del sexo que sea, en situación
privilegiada, a la vez que actúa en el sentido de estabilizar la relación,
transformando a la otra persona en un otro (u otra) significativo. Dado que
el impulso sexual tiene sus bases en necesidades biológicas, condicionar su
satisfacción a una única pareja crea una situación en que esta se transforma
en mediadora forzosa de la satisfacción de un impulso inevitable. Se
configura, por consiguiente, en alguien necesario. Es el único cuerpo
asequible y la fuente del placer. Esto lo sobredimensiona y lo coloca en el
centro del interés afectivo, al tiempo que alimenta la posesividad y la
angustia ante su posible pérdida.
A esta situación se veían abocadas la mayor parte de las mujeres en la
sociedad tradicional, y en todos los casos en que se establecen relaciones
sobre el modelo monógamo, con obligatoriedad de fidelidad.
Independientemente de que este arreglo fuera la garantía de la paternidad
legítima, también funcionaba para generar sentimientos de dependencia
afectiva.
La vieja idea de que el amor era la consecuencia de la convivencia
conyugal y no su causa y la constatación social de que los matrimonios
arreglados por las familias funcionaban tan bien, desde el punto de vista del
vínculo afectivo, como los realizados a partir de un enamoramiento previo,
se asientan en esta condición.
Si no puede haber pareja sexual alternativa, todo el impulso sexual y
amoroso se canaliza hacia la autorizada, que se transforma en la
encamación misma de la satisfacción del impulso sexual, y como tal en
atractiva y deseable.
Si a esto se agrega el establecimiento de rutinas, que hacen que el
cuerpo reaccione casi automáticamente a ciertos estímulos conocidos,
veremos que la ilusión amatoria proveniente de la exclusividad puede
resultar bastante extendida.
Si bien teóricamente esto funcionaría con independencia del género, en
la práctica no se ha exigido socialmente a los hombres la fidelidad, por lo
que muy pocas veces han tenido que supeditar su posibilidad de satisfacción
sexual al mantenimiento de un único vínculo. Las consecuencias para ellos
son amores más cortos y menos idealizados, en los que la satisfacción prima
sobre la relación, mientras que en el caso de las mujeres monógamas prima
la relación como condición previa y necesaria para la satisfacción.
El modelo patriarcal se beneficia claramente de esta situación, que
tiende a identificar como amor, es decir un compromiso interiorizado como
válido y deseable, relaciones que de otra manera serían principalmente de
subordinación o de acatamiento.
No es de extrañar entonces el hecho de que se utilicen mecanismos de
desvaloración o estrategias disuasorias para desalentar las prácticas
alternativas. La fuerte desaprobación social de la infidelidad femenina fue
acompañada durante mucho tiempo de sanciones legales y penalización
religiosa.
En su conjunto el modelo ha tendido a presentar la exclusividad sexual
como la única práctica normal, o al menos como la más satisfactoria. Esta
idea está tan generalizada, que pueden compartirla incluso quienes no la
practican. Así puede entenderse el testimonio de una trabajadora sexual que
decía: «Yo no soy puta, porque no engaño a nadie, putas son las mujeres
casadas que engañan a sus maridos».
Modelos obligatorios, desvalorización, amenazas, profecías
autocumplidas son todas piezas que encajan en un sistema, o que nos
fuerzan a encajar en él.

La soledad como amenaza

Sin reparar las miserables el mal fin que tienen todas,


ocupando las camas de los hospitales o las puertas de las
iglesias, tullidas y llagadas, sin poderse menear.
Santos, en su novela Días y noches de Madrid, citado en
Deleito y Piñuela (1995: 48).

La cita del epígrafe amenaza con un fin terrible a las prostitutas, en una
versión particular del dicho «quien mal anda, mal acaba». Esta visión tenía
como objetivo amedrentar a las que abandonaban el modelo de vida
familiar, presentándoles el sombrío cuadro de unos últimos años
abandonadas y enfermas. Pero en realidad ni está muy claro que las
prostitutas acaben abandonadas (entre otras cosas porque en su etapa
profesional ganan dinero, que bien administrado les puede permitir tener
una vejez con pocos problemas), ni la organización de la familia tradicional
garantiza a las mujeres tranquilidad y apoyo en los últimos años. Al
contrario, las investigaciones recientes sobre la vejez de las mujeres que
han dedicado su vida al cuidado de la familia, las encuentra pobres, solas y
desatendidas.
La pobreza del ama de casa se basa en la falta de ingresos autónomos, y
en una distribución asimétrica de los recursos del hogar que hace que
aunque ella sea la que administre el dinero, dedique la mayor parte del
mismo a la satisfacción de las necesidades y de los deseos de los restantes
miembros del grupo familiar. La situación empeora en épocas de crisis y
cuando se llega a la edad de la jubilación. La mujer que no ha hecho aportes
autónomos queda enganchada de la jubilación del marido y de una pensión
pequeña de viudedad. Esta situación de mayor pobreza, en relación con los
otros miembros del grupo familiar, se debe precisamente al cumplimiento
de los roles «obligatorios» de esposa y madre a tiempo completo. Esto suele
ir acompañado, como señala Freixas, de opciones laborales y profesionales
poco rentables, participación discontinua en el mercado de trabajo, y la
consideración de este como «ayuda» (Freixas Farré, 1995; Narotzky, 1988).
La soledad se relaciona con la costumbre de realizar matrimonios con
hombres de más edad y la esperanza de vida mayor de las mujeres, que es
en estos momentos de 83,23 años para las mujeres, mientras que los
hombres tienen una expectativa de 75,83. Estas condiciones demográficas
multiplican el número de viudas, sin que la sociedad se preocupe por el
tema de quién cuidará de ellas. Además muchas esposas de edad madura se
encuentran abandonadas por sus maridos, que prueban relaciones con
mujeres más jóvenes. Freixas señala que el problema de haber dedicado la
vida a cuidar de los demás, es precisamente que «ella no dispone de un ama
de casa que se ocupe de ella» (op. cit.: 314). La consecuencia es que, en los
países desarrollados, el 40 por 100 de las mujeres de más de 65 años viven
solas[18]. Según los últimos informes del Ayuntamiento de Barcelona, de las
78 000 personas ancianas que viven solas en la ciudad, el 81 por 100 son
mujeres (El País, 24-08-03).
El hueco que no cubre la familia podrían cubrirlo los servicios sociales,
pero los últimos informes señalan que España es el país de Europa que
menos porcentaje del producto nacional bruto gasta en servicios para la
familia (Matías López, 10-9-2003). De esta manera, las mujeres que han
seguido un modelo más tradicional son las que están más castigadas en su
vejez. En este caso «quien bien anda (es decir quien ha cumplido todos los
mandatos sociales) mal acaba».
Afortunadamente la situación tiende a mejorar. Según los estudios que
desglosan la vejez en etapas, son fundamentalmente las mujeres de más de
ochenta años las que están en peor situación económica, mientras que las
generaciones siguientes, que han tenido un acceso mucho mejor al mercado
laboral, se han dedicado con menos exclusividad a sus hogares y, por
consiguiente, disfrutan de mayores posibilidades económicas. Esta
posibilidad objetiva de autonomía hace que la soledad se transforme en una
opción asumida voluntariamente y no en un peligro o una amenaza.

Modelos fijos e identidades fluidas

El género no es tan claro ni tan unívoco como a veces se nos


hace creer.
(Butler, 2001)
La sociedad tiende a asignar a las personas identidades fijas, lo que
facilita las clasificaciones, agrupaciones e interacciones. Pero detrás de esta
estrategia esencializadora se desarrollan las opciones individuales. Estas
están condicionadas por la existencia de modelos y por la permanencia que
se asigna a la inclusión en cualquiera de las opciones identitarias, pero
significan en la práctica opciones mucho más fluidas, que marcan
posiciones puntuales en la estructura social o adscripciones parciales que se
relacionan con las interacciones. Las personas se autoasignan rótulos
identificadores: por ejemplo, yo soy noruega o gitana o estudiante o
deportista; y a su vez son catalogadas o encasilladas por sus interlocutores,
en un proceso de negociaciones y redefiniciones constantes. La fijeza de los
rótulos usados encubre la fluidez de los procesos y la inexactitud
descriptiva de las denominaciones. Esto se da principalmente en el caso de
las identidades de género, donde la enorme variedad y complejidad de las
características sexuales existentes se simplifica utilizando una clasificación
dicotómica y excluyente: hombres y mujeres. Como pasa en cualquier
sistema clasificatorio, aun cuando la taxonomía integre más casilleros, en
este caso gays, lesbianas, travestís o transexuales, no puede incorporar
todos los puntos intermedios en que se sitúan las personas concretas.
Además, estos rótulos simplificados se atribuyen de manera estática a lo
que la gente «es», como si las posibilidades de opciones diversas a lo largo
de la vida, contrariaran algún principio natural.
Dentro de las categorizaciones asignadas como fijas, se encuentran las
estigmatizadoras. En un trabajo anterior analizaba cómo el rótulo de «puta»
para designar a las trabajadoras sexuales no se relaciona en el imaginario
social con una actividad puntual que ellas «hacen», sino que forma parte de
lo que se cree que «son» (D. Juliano, 2002). Rivière Gómez hace un buen
estudio de esta «biologización» de las conductas consideradas desviantes en
el siglo XIX (Rivière Gómez, 1994).
En el caso de la orientación sexual, aunque se reconoce como necesaria
la lucha por desesencializar los modelos de rol asignados, se corre sin
embargo el peligro de caer en el extremo opuesto, es decir, no tener en
cuenta el marco biológico que está en la base de las opciones. Así las
organizaciones de gays y lesbianas en España han oscilado entre reclamar el
reconocimiento de una identidad sexual específica, como base de sus
reivindicaciones políticas por los derechos que les son negados, y apoyarse
en una conceptualización más fluida del fenómeno identitario. En la década
de los setenta, en el movimiento de liberación gay «gracias a las influencias
del pensamiento feminista, se encuentran referencias a una concepción de la
sexualidad socialmente construida, fluida y cambiante y libre de cualquier
cortapisa» (Calvo, 2003: 206). Aunque luego tomó cuerpo «el derecho a la
diferencia», en la década de los años 90 vuelve a hablarse de la «trampa de
la identidad» y el movimiento «queer» rechaza la esencia de esta ideología
identitaria (Calvo, 2003: 218-19; Viñuales, 2002).
Estas polémicas teóricas nos dan la base para entender que las preguntas
significativas no se relacionan con las identidades sexuales, entendidas
como datos a investigar, sino con la manera con que estas identidades se
construyen y se modifican socialmente a través de interacciones, tanteos y
reformulaciones. Estas construcciones articulan conductas más o menos
puntuales. Según Esther Newton (1991), «Lo masculino y lo femenino son
como dos dialectos de una misma lengua. Aunque todos comprendamos los
dos, la mayoría hablamos solo uno de ellos» citado en (Jeffreys, 1996: 42).
En el caso de la identidad lésbica, esta solo ha sido posible de asumir
como tal una vez construida socialmente como opción, en una época
cercana. Hasta mediados del siglo XIX formaba parte ambiguamente del
imaginario social.
En el siglo XII, las mujeres que no asumían su rol femenino eran
castigadas. Según Duby «Las mujeres tenían prohibido hacer correr sangre.
Juana de Arco fue condenada por actuar como un hombre, por mostrarse
“sanguinaria”, dirán los jueces» (Duby, 1994: 183). Entre los siglos XVI y
XVIII, precisamente en la época en que Badinter señala una baja en la estima
social del rol maternal, muchas mujeres optaron por abandonar sus hábitos
femeninos y hacerse pasar por hombres. Kaplan dice: «En Holanda durante
los siglos XVII y XVIII se registraron 119 casos de mujeres que trataron de
hacerse pasar por hombres […] para unirse al ejército o la armada […] por
la excitación y la aventura […] para ganar un salario mejor que el que se
pagaba a las mujeres. Otras eran lesbianas o, como se las llamaba […]
tríbades. El tribadismo era un pecado y un delito capital» (Kaplan, 1994:
88). Pero aunque formalmente fuera un delito, muy pocas veces era
sancionado. En realidad la sociedad lo ignoraba. Cuando Deleito habla de
las perversiones en la corte de Felipe IV y de la pena de muerte en la
hoguera que se impone a los sodomitas, no hace ninguna referencia a
sanciones contra mujeres lesbianas, más aún parece ignorar su existencia
(Deleito y Piñuela, 1995). Según los registros históricos, Catalina de
Erauso, la monja vasca, que a comienzos del siglo XVI se escapó del
convento y vivió como un soldado en América, no solo no fue castigada por
ello, sino que al descubrirse su verdadera identidad y constatarse que era
virgen, recibió el respeto de sus contemporáneos, una pensión de alférez por
parte del rey y el permiso papal para seguir vistiendo ropas masculinas
(Erauso, 1988).
En el siglo XVIII, decir de una mujer que parecía un hombre era un
elogio. Cuando en 1774 murió la landgravesa Enriqueta Carolina,
protectora de las artes, Federico el Grande hizo grabar en la lápida: Femina
sexu, ingenio vir (De sexo mujer, de espíritu varón) con intención laudatoria
(Noll, 1997).
Este criterio se mantenía en el siglo XIX; las mujeres podían imitar
conductas masculinas, y esto la sociedad lo consideraba una manera de
superar sus «incapacidades de género», pero no se consideraba que existiera
una opción sexual específica que atrajera a una mujer hacia otra. En
realidad se creía que los hombres eran un objeto de admiración tan
evidente, que las mujeres no podían menos que amarlos. Así las amistades
apasionadas entre muchachas del romanticismo se leen como carentes de
connotaciones eróticas. Dentro de ese espíritu, el editor del siglo XIX de la
autobiografía de Catalina de Erauso no se plantea en lo más mínimo la
posibilidad (por otra parte evidente) de que fuera lesbiana y acota en una
nota a pie de página (pág. 55): «No es la última vez en que esta mujer
singular tiene el capricho de enamorar doncellas, séase porque llegó a
hacerse ilusión de que era hombre, o ya sea que se valía de ese ardid para
recatar más a la gente su verdadero sexo».
Hay que esperar a los últimos estudios para recuperar el sentido
amoroso de las relaciones lésbicas del pasado. En esta línea García Sánchez
replantea el suicidio romántico de Carolina Von Gunderrode en 1806,
atribuido a su pasión por un hombre casado, y documenta a través de su
correspondencia que se debió a su amor por Bettina Brentano (García
Sánchez, 1987).
Cuando a fines del siglo XIX se comienza a hablar de lesbianismo es a
partir de un interés médico por calificar las anomalías, y el reconocimiento
se realiza en términos de patología. Lombrosso relaciona el «tribadismo»
con la prostitución, y lo ve como un signo de la naturaleza defectuosa de las
prostitutas, que las hacía retomar al «hermafroditismo primitivo» (Rivière
Gómez, 1994: 48). De todas maneras, aunque implicaba marginación y
riesgos de tratamientos severos y agresivos, este interés científico permitió
a las lesbianas reconocerse y ser reconocidas como tales. La visión de la
homosexualidad como desviación ha sido la predominante durante todo el
siglo XX y aún en la actualidad el lesbianismo es visto con frecuencia como
una actividad supletoria o una estrategia de compensación.
Pero incluso una vez definida como opción autónoma, los contenidos
que se le asignan quedan aún por definir, con lo que se constituiría en un
modelo identitario carente de rigidez, en que conviven desde elementos
tomados de los modelos identitarios masculinos a elementos que subrayan y
valoran los rasgos más específicamente considerados femeninos.
Quizá las propuestas más sugerentes al respecto sean las que interpretan
la homosexualidad en términos de amor o valoración de lo semejante, en
lugar de la atracción de los contrarios que está en la base de las propuestas
identitarias heterosexuales. Esta valoración de lo mismo puede ser una
fuente importante de autoafirmación identitaria y una base para el
desarrollo de la solidaridad de género, como proponían las feministas
culturales de EE. UU. cuando hablaban de las redes de mujeres como un
«continuo lesbiano». Decía la poeta uruguaya Delmira Agustini (que fue
asesinada por su marido cuando intentó divorciarse de él) refiriéndose al
amor ideal:

Y sé que en nuestras vidas se produjo el milagro inefable


del reflejo… En el silencio de la noche mi alma llega a la tuya
como a un gran espejo.
(Agustini, 2000)

Marcando el componente homosexual que puede haber en este tipo de


identificación, Peri Rossi abunda sobre el tema cuando dice:

Te amo como mi semejante, mi igual, mi parecida[…] te


llamaré por mi nombrey tú me contestarás alegre, mi igual, mi
hermana, mi semejante.
(Peri Rossi, 1979: 74)

Los castigos

En realidad nada ocurre hasta que se describe.


(Virginia Woolf citada por un biógrafo, Nicolson, 2002: 14).

La sociedad no solo impone modelos de conducta naturalizándolos, sino


que castiga a aquellas personas que se apartan de las normas,
atribuyéndoles conductas «desviadas» y negándoles respeto y
reconocimiento. Pero como dice Davis, «La desviación es una construcción
social, una categoría peyorativa utilizada para controlar a aquellos que
desafían el statu quo político» (Davis, 1994: 109). Los niveles de tolerancia
al respecto varían. Así las formas individualistas de disconformidad son
toleradas si permanecen en el reducto de lo minoritario, cuando sus
manifestaciones no son muy visibles, o cuando afectan a grupos pequeños y
aislados. Pero cuando mucha gente se identifica con una forma particular de
desviación, cuando la reivindica públicamente o da difusión a su conducta,
este grupo se percibe como desafío político, se cataloga como peligro y es
objeto de sanciones o de intimidaciones más o menos violentas. La etiqueta
de desviado sirve para rotular a aquellas personas a las que se quiere
castigar, y solo pierde su eficacia punitiva cuando los grupos que comparten
estas opciones adquieren cierto nivel de poder, en cuyo caso el grupo se
redefine como una minoría política y opositora y su opción comienza a ser
tratada como una alternativa posible.
Pero este paso del desconocimiento a la represión, y de ella al diálogo,
no siempre es fácil de dar. La mayor parte de la violencia contra las mujeres
permanece invisible, y hasta hace muy pocos años se evitaba su
reconocimiento público. Como señala la frase de Virginia Woolf del
epígrafe, solo la enunciación de los hechos permite que comprendamos su
existencia. Esta es también la opinión de Borges cuando dice: «Para ver una
cosa hay que comprenderla» (Borges, 1984: 53).
En una cultura androcéntrica, como la nuestra, se ha tenido que recorrer
un largo camino para mover la imagen del hombre, de su papel asignado de
proveedor y protector del grupo familiar hacia la conceptualización más
realista de controlador y posible agresor. Además, los estereotipos previos
pueden hacer que ciertos sectores sean vistos como incapaces de plantear
alternativas: aunque tengan peso numérico carecen de discursos aceptados
socialmente como legítimos. Esto sucede con las «desviaciones» femeninas,
que tienden a ser vistas como patologías o como muestra de debilidad o
inmadurez y rara vez se evalúan positivamente como elemento de
contestación. Otra manera de desvalorizarlas es considerarlas «funcionales»
para mantener el orden social. Un ejemplo de esta manera sesgada de leer a
través de estereotipos las conductas de las mujeres que se apartan de las
normas es el tratamiento social de la prostitución, que se ha interpretado
como consecuencia de una patología sexual femenina o como producida por
su debilidad psíquica y su fragilidad ante engaños y presiones. Cuando toda
esta línea de culpabilizar a las desviantes resulta insuficiente, entonces se
aduce que su actividad es funcional para el mantenimiento del sistema
patriarcal, como si los roles normalizados para las mujeres, de esposas y
madres, no lo fueran en mayor grado. De este modo resulta difícil
reivindicar políticamente las conductas desviantes de las mujeres como
cuestionamientos. Pero estas lecturas desvalorizadoras de las infracciones
no significan que estas queden impunes. Por el contrario, gran parte de la
violencia social se dirige contra las mujeres, especialmente cuando estas se
cansan de sus papeles subordinados e intentan vías de liberación, aunque
sean tan simples como solicitar la separación de su pareja. El informe dado
a conocer por el poder judicial en septiembre de 2003 señala que en el
último año han aumentado en un 28 por 100 las agresiones denunciadas por
las mujeres. Esto indica dos cosas, que las mujeres son cada vez más
conscientes de sus derechos (denuncian más los maltratos) y que los
hombres insisten en castigar todas las conductas que cuestionan su
supremacía.
Como señala Spencer, los estudios antropológicos subrayan que la
violencia no es una respuesta casual o individual a situaciones concretas,
sino que parte de una construcción colectiva y su función va en el sentido
de mantener la estructura social, más que atacarla. Usualmente la forma en
que se manifiesta la violencia en el seno de una sociedad está estructurada
culturalmente y siempre se interpreta de acuerdo a las pautas valorativas del
grupo (Spencer, 2003).

Violencia simbólica y violencia material

Pues muerte aquí te daré porque no sepas que sé que sabes


flaquezas mías.
(Calderón de la Barca, La vida es sueño)

Se habla con frecuencia del «efecto demostración» para referirse al


incentivo que constituye, para afianzar ciertas opciones, el conocimiento del
éxito que se ha obtenido en otras ocasiones. Esta función amplificadora
también funciona, y quizá con mayor eficacia, en el caso contrario. Una
parte importante del sistema penal está pensado para ejemplarizar mediante
el castigo. Y aunque la escenografía punitiva que se utilizaba durante el
Antiguo Régimen haya dado lugar a castigos menos visibles[19], esto no los
hace menos conocidos y aleccionadores. Pero probablemente los controles
más efectivos no sean los que se basan en sanciones penales, sino los que se
apoyan en la desaprobación social. Una persona perseguida por la justicia
puede vivir bastante resguardada si su medio social la apoya, mientras que
quien recibe rechazo social tiene enormes dificultades de interacción,
aunque su actividad no esté etiquetada como delito.
Para presionar a los individuos a ajustarse a sus demandas, la sociedad
organizada como estado tiene diversos y eficaces recursos, que utiliza
simultánea o escalonadamente. En primer lugar figuran los sistemas de
«endoculturación» y conformidad de las voluntades, bien analizados por
Bourdieu. Estos mecanismos pueden funcionar de manera asistemática,
como los aprendizajes informales que vamos adquiriendo a lo largo de la
vida por interiorización de los modelos imperantes. En el caso de las
mujeres, hemos visto que implican una aceptación de roles subordinados,
considerados obligatorios y naturales.
De una manera más estructurada, el sistema educativo transmite, a
través de sus contenidos explícitos, pero también a través de los
metamensajes del «currículum oculto» una determinada forma de ver la
vida y cierto cuerpo de conocimientos sobre lo que se considera importante
y significativo. Desde su constitución en los estados modernos a principios
del siglo XIX, la escuela se organizó en términos de un modelo
androcéntrico que ha tendido a ignorar o minimizar el punto de vista de las
mujeres y que por consiguiente no ha dotado a las alumnas de modelos
válidos con los que identificarse. Ambas formas de presión (la informal y la
formal) constriñen las capacidades individuales y presionan para realizar
adaptaciones conductuales duras. Se suelen encuadrar dentro de lo que
puede denominarse «violencia simbólica» (Bourdieu, 1991; Bourdieu y
Passeron, 1970).
En general, el tema de la violencia se ha incorporado de manera tardía a
las ciencias sociales. Los diccionarios específicos no recogen esta entrada
hasta la década de los 80, y si bien hay trabajos previos sobre el tema, es
solo por esas fechas cuando comienzan a configurarse en algunas áreas
(principalmente en Colombia) ejes de investigación sobre sus distintas
concreciones a cargo de los «violentólogos». La violencia contra las
mujeres comienza en la misma década a hacerse visible, posibilitando que
se acumule mucha información sobre maltrato doméstico y discriminación
legal.
En un sentido amplio, la violencia puede ser entendida como el empleo
del poder o la fuerza con el fin de conseguir los propios objetivos,
prescindiendo de los del interlocutor. Según Bourdieu, una teoría general de
la violencia debe incluir también aquella que se considera legítima porque
se lee como una herramienta para facilitar la convivencia (Bourdieu y
Passeron, 1970). Esta violencia legítima abarca dos campos homólogos: la
violencia simbólica ejercida por la institución escolar y otros constructores
autorizados de opinión pública (políticos, técnicos o expertos, periodistas),
y la física, bajo el monopolio estatal (policía, ejército).
La violencia simbólica tiene una doble función: convencer a cada
persona de la legitimidad de la presión social que se ejerce sobre ella,
desalentando la rebeldía y al mismo tiempo convenciendo a los restantes
integrantes del sistema de la legitimidad de hacer uso de las otras formas de
violencia con las disidentes. Si este mecanismo social no funcionara la
violencia contra los sectores disidentes podría existir, pero carecería de
legitimidad. La violencia simbólica entonces es el marco dentro del cual se
encuadran y legitiman las otras formas de violencia. Incluso posibilita que
puedan no verse como tales, pues logra que la sociedad las considere
justificadas. Veremos que, en el caso de las mujeres, la violencia simbólica
ha cumplido tan bien su objetivo que una de las tareas más difíciles para el
movimiento feminista ha sido poner en evidencia ante la opinión pública la
existencia misma de agresiones sufridas por la pertenencia de género.
Pero lo que se entiende normalmente por violencia, en sentido jurídico,
se refiere a «un acto intencional para herir o eliminar a un individuo o
grupo, empleando la fuerza, con el fin de obtener algo no consentido»
(Gallego Méndez, 1990: 70-74), esta intencionalidad pone el énfasis en la
«violencia ilegítima» que también puede dividirse en simbólica y física.
La violencia simbólica implica una construcción desvalorizadora de la
otra persona, colocarla dentro de una categoría estigmatizada y negarle la
posibilidad de expresar o hacer valer las propias intenciones. Es entonces el
prerrequisito para que la violencia material se manifieste sin dejar en
evidencia su ilegitimidad. Como subrayan bien Trappolin y Treppete, la
violencia debe considerarse como una relación y no como una sucesión de
hechos aislados, y depende por consiguiente de lo que cada una de las
partes involucradas crean de sí misma y de la otra. Depende de imágenes
sociales que al desvalorizar a ciertos sectores legitiman a los ojos de los
agresores un tratamiento que no tenga en consideración sus derechos, sus
opiniones o incluso su seguridad física (Trappolin y Treppete, 2002). Esto
es particularmente visible en la violencia contra las mujeres, que se
construye a partir de su desvalorización previa, y de la que se ejerce contra
las prostitutas, como sector especialmente vulnerable (Gráfico 4). Así un
sistema social de desigualdades, donde las asimetrías están racionalizadas
mediante violencia simbólica, permite que las especificidades de género, de
edad, étnico-culturales, o la diferencia de recursos o de información, sean
utilizadas como ámbitos en que se ejerce violencia material. Victoria Sau[20]
desarrolla esta perspectiva cuando señala entre las condiciones que están en
la base de la violencia social:

disponibilidad de seres humanos sobre los que se puede descargar la


frustración e irritabilidad propias,
afirmación de la autoridad masculina sobre la mujer, como objeto de
uso,
afirmación del deseo y derecho de propiedad masculina sobre el
cuerpo de la mujer (Sau, 1986).
En una sociedad que prioriza el respeto por la intimidad y privacidad del
hombre por encima del respeto por la seguridad e integridad de la mujer,
esta consideración puede estar tan extendida que incluso las mujeres
agredidas tienden a desconfiar de su autopercepción del problema,
temerosas de estar juzgando mal las intenciones del agresor. Hay un
prejuicio a favor del hombre, aunque sea violento, que hace que cuando una
mujer sufre alguna agresión tenga que asumir la carga de la prueba, y que
incluso dificulta que tome las medidas de defensa necesarias. Grafton, en
una de sus novelas, hace esta constatación, que puede extenderse a los casos
de maltrato doméstico:

A las mujeres… nos cuesta valorar el peligro. Si nos


siguen por una calle oscura, la mayoría no sabemos cuándo
echar a correr. Nos quedamos a la espera de una señal de que
no nos engaña el instinto. Somos reacias a armar un
escándalo, no sea que nos equivoquemos. Nos preocupa más
la posibilidad de poner en un aprieto al hombre que viene
detrás y preferimos no hacer nada hasta que estamos seguras
de que quiere atacarnos (Grafton, 1999: 100).

Para Trappolin y Treppete, la violencia puede definirse como «cualquier


comportamiento que pretende imponer la propia voluntad sin tener en
cuenta las opiniones o deseos del otro» (Trappolin y Treppete, 2002: 37). La
significación que se otorgue a estas presiones está elaborada socialmente de
modo que agresores y víctimas pueden evaluar de manera diferente, según
las épocas y los contextos, cuál es la violencia «tolerable» porque se
interioriza como habitual y cuál es la que presupone conductas
inadmisibles. Así, cuando Lorente titula una investigación sobre violencia
doméstica «Mi marido me pega lo normal», está haciendo referencia a un
contexto asimétrico donde se asume como legítimo que el hombre «corrija»
a su mujer. Solo desmontando esos prejuicios, es decir luchando contra la
violencia simbólica, se pueden deslegitimar y erradicar las prácticas
concretas en que se materializa.
La violencia que ejercen los hombres contra las mujeres es un tema que
merece cada vez más atención, y al que se están dedicando numerosas
investigaciones. Suele encontrarse tratada bajo el epígrafe de violencia de
género, pero esta rotulación es demasiado amplia y permite pensar en una
violencia mutua, cuando en realidad se ejerce a partir de una relación
desigual, y con el objetivo de mantener esa desigualdad. Desde posiciones
feministas se propone que debe ser denominada violencia contra las
mujeres. Este tipo de violencia no se agota en el maltrato físico, sino que
incluye las amenazas, la coerción y la privación de la libertad tanto en la
vida pública como en la privada[21].

La violencia invisible

Este es el caso de demasiados aspectos de la historia de las


mujeres, lo que hemos aprendido a ver está principalmente
detrás de nuestros ojos. Solo vemos lo que se nos ha enseñado
a ver.
(Malone, 2000: 65)

El reconocimiento público de la existencia de estas situaciones tiene una


historia. Todo sistema asimétrico de relaciones sociales, como el de género,
se apoya en formas extendidas de violencia, desde las consideradas
legítimas, porque están naturalizadas y que por consiguiente resultan
invisibles en tanto que violencias, a las que se ven como ilegítimas (que son
las únicas contra las que se puede luchar). Esto implica que para tomar
conciencia de ellas es necesario un proceso de lectura e interpretación, en el
que conductas que no resultan visibles en una época, porque forman parte
de la estructura de dominación considerada normal, son consideradas
delictivas en otra. Muchas sociedades (y la occidental hasta una época
reciente) han considerado que formaba parte de los atributos del hombre
corregir y sancionar a las mujeres de su entorno, catalogadas como menos
incapaces de organizarse autónomamente. En este contexto las relaciones de
violencia, producidas por la asimetría de poder, no eran ignoradas, ya que
existía una abundante literatura al respecto, pero eran minimizadas y
toleradas.
La violencia contra las mujeres no es la primera de las violencias
familiares cuestionada. Desde la década de los cincuenta se comienza a
trabajar con el maltrato infantil, y es solo en la década de los setenta, como
consecuencia de las denuncias presentadas por las asociaciones feministas
en el marco de la Década de la Mujer (1975-1985), cuando comienzan a
tomarse en consideración este tipo de agresiones (Entel, 2002). Los
resultados de las primeras investigaciones fueron impactantes. En 1985, en
EE. UU., el Sexual Experiences Survey realizó un estudio nacional en el
que se veía que el 50 por 100 de las mujeres habían sufrido alguna forma de
maltrato familiar. Resultados semejantes se encontraron en Europa.
En el año 1992, la Comisión de las Naciones Unidas sobre la Condición
de la Mujer propuso incluir en la definición de violencia contra la mujer
«Todo acto de violencia que resulte, o pueda resultar, en daño o sufrimiento
en la salud física, sexual o psicológica de la mujer, incluyendo la amenaza
de dichos actos, la coerción o la privación arbitraria de la libertad, tanto en
la vida pública como en la privada». Posteriormente la Asamblea General
de las Naciones Unidas aprobó la «Declaración sobre la eliminación de la
violencia contra la mujer» (Res. A. G. 48/104, ONU, 1994) en la que define
la violencia contra la mujer como «todo acto de violencia basado en el
género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o
psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de
la libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la vida privada». La
definición incorpora «la violencia física, sexual y psicológica en la familia,
incluidos los golpes, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia
relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital y
otras prácticas tradicionales que atentan contra la mujer, la violencia
ejercida por personas distintas del marido y la violencia relacionada con la
explotación; la violencia física, sexual y psicológica al nivel de la
comunidad en general, incluidas las violaciones, los abusos sexuales, el
hostigamiento y la intimidación sexual en el trabajo, en instituciones
educacionales y en otros ámbitos, el tráfico de mujeres y la prostitución
forzada; y la violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por
el Estado, dondequiera que ocurra».
En 1999 la Comisión Europea sobre igualdad de oportunidades incluye
en el glosario una definición de violencia contra las mujeres, sexista o
sexual, como «todo tipo de violencia ejercida mediante el recurso o las
amenazas de recurrir a la fuerza física o al chantaje emocional; incluyendo
la violación, el maltrato de mujeres, el acoso sexual, el incesto y la
pederastia».
Pese al esfuerzo internacional por poner de relieve la importancia del
problema, este tipo de violencia sigue constituyendo la mayor causa de
padecimiento actualmente entre las mujeres y no solo no decrece, sino que
se ha incrementado en más de un 50 por 100 en España entre 2001 y 2003,
provocando entre esas fechas 168 muertes de mujeres[22] a manos de sus
esposos o compañeros.
A esta situación de peligro interiorizado y a la difícil escapatoria de un
ámbito familiar convertido en amenazante se refiere la excelente película de
Icíar Bollaín Te doy mis ojos. En la misma línea y describiendo una
experiencia de amenazas y agresiones conyugales de la que escapó con gran
riesgo y coste emocional, escribió Alicia:

Vuelvo a ser un espléndido día de mayo un día que no


sabía que era sobreviviendo
y mi asesino no me ha encontrado
he devuelto mi ser a ser
y mi asesino aún planea su venganza
fui asesinada en cierto sentido
apenas sobreviví, pero apenases una diferencia
fundamental en la que todo se juega
y mi asesino no me encuentra
(Juliano, 2003).

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Capítulo 3

Las respuestas

Una suerte de desorden, de burla y subversión empieza a


proliferar alrededor de las teorías del pensamiento patriarcal
como ante estructuras decrépitas que estuvieran
desmoronándose. No es casual que algunos óiganos de prensa
feministas adopten sistemáticamente el tono de la ironía, el
humor y la burla frente a todos los hechos de la vida pública y
privada.
(Russotto, 1990: 49)

Los sistemas jerárquicos y desigualitarios se apoyan en la solemnidad.


Tratos honoríficos, rituales, ceremonias, títulos y uniformes, protegen a los
beneficiarios del poder. Generan en tomo a ellos una distancia respetuosa,
dentro de la cual se sienten seguros. Para cuestionar sus privilegios hay
también que cuestionar su seriedad. Si el sistema no ha perdido credibilidad
tiende a autorreproducirse cambiando las personas cuando estas se
desgastan, pero sin cambiar su lógica profunda. Tal sería el caso de las
dictaduras autóctonas que suelen reemplazar a las dictaduras coloniales
luego de los procesos de independencia. Como ya señalaba Brinton a
comienzos de la década de los sesenta, para que una revolución se produzca
es necesario que quienes detentan el poder dejen de tener la certeza de su
legitimidad (Brinton, 1962). Lo mismo sucede en esta larga y difícil
revolución que estamos llevando a cabo las mujeres contra el poder
patriarcal. Para modificarlo es necesario erosionarlo primero, por lo que no
es raro que la literatura feminista recurra al sarcasmo. Como señala
Rodríguez Magda: «Al feminismo, en consonancia con el pensiero debole,
le es consustancial una buena dosis de ironía frente a las verdades de la
razón» (Rodríguez Magda, 2003: 85). Esto no solo se corresponde con la
estrategia del «pensamiento débil», sino que es una práctica habitual de las
mujeres en sus enfrentamientos cotidianos recurrir al sentido del humor.
Pero es solo una parte del proceso de resistencia, y si se da aislado puede
fácilmente ser reabsorbido, o incluso ser utilizado como válvula de
seguridad, como ha sucedido tradicionalmente con las fiestas de inversión
(carnaval, inocentadas) que permitían burlarse puntualmente del poder,
brindando una válvula de escape. A esto se refiere Wolf cuando dice: «En el
gran engranaje también desempeña su papel el que se burla de él» (Wolf,
1998: 23).
Los cuestionamientos toman entonces las formas más variadas. En
algunos casos se critican las atribuciones de roles diferenciales a hombre y
mujeres (feminismo de la igualdad), en otros se cuestiona la omnipresencia
del modelo masculino (feminismo de la diferencia). A veces se cambian las
prácticas sin criticar los modelos, como es el caso de las reivindicaciones de
género implícitas en la sociedad tradicional, o se cuestiona un marco
político de opresión apoyándose en los roles tradicionales (Madres de la
Plaza de Mayo). El inventario puede prolongarse casi indefinidamente, y no
pretendo agotarlo en estas líneas.
Aquí solo subrayaré cómo algunas prácticas estigmatizadas, como sería
el caso de la maternidad fuera del matrimonio, pueden transformarse en
opciones voluntarias y, desde ese punto de vista, desafiar al modelo
tradicional. Esto se da en el caso de algunas familias monoparentales.
Resultan así mismo interesantes, desde el punto de vista del
cuestionamiento social, las familias formadas por dos personas del mismo
sexo que asumen maternidad y cuidado de hijos e hijas, y que están siendo
objeto de un debate legal importante.
También intentaré mostrar algunas reivindicaciones tendentes a generar
solidaridad entre las mujeres y a mejorar su sentido de continuidad en el
tiempo, mediante la creación de linajes femeninos. Presento al respecto
algunas propuestas que he ido dando a conocer y enriqueciendo con
diversos aportes en los últimos años[23].
Pero las reivindicaciones posibles no son solo las legales. Existen
marcos normativos sociales que han perdido vigencia pero que mantienen
su condición de modelos asumidos como normales o deseables. Como
analiza Nicholson, la «familia tradicional», formada por una pareja
heterosexual que vive con los hijos e hijas de esa unión, sin compartir
vivienda con otras personas, emparentadas o no, y donde la madre se dedica
exclusivamente al cuidado del grupo familiar (pese a ser una construcción
histórica relativamente reciente), sirve de modelo y de marco de referencia
a partir del cual las otras organizaciones de convivencia se caratulan como
alternativas o desviantes. Tal sería el caso de las familias extensas (que
conviven con ascendientes o con colaterales), los hogares que se forman
después del divorcio de alguno de los cónyuges, las familias en que los dos
progenitores tienen trabajos extradomésticos, los hogares monoparentales,
las parejas homosexuales, las relaciones no convivenciales, las personas que
viven solas o las que viven en grupos de amigos. Todas estas posibilidades
de organizar las relaciones, ampliamente difundidas en la sociedad, ponen
en duda, incluso estadísticamente, la validez como norma exclusiva del
modelo de familia tradicional (Nicholson, 1999: 77-99).
La última parte de este capítulo propone la revisión de los modelos de
convivencia en pareja, que en el fondo se mantienen semejantes a su
concreción romántico-victoriana del siglo XIX, pese a los cambios sociales,
demográficos y en la escala de valores. Parece como si solo se hubiera
cuestionado el encuadre formal de las relaciones (matrimonio civil o
religioso), pero no se cuestionase el proyecto mismo de la convivencialidad
prolongada y exclusiva. Trataré de sugerir algunos puntos de vista
alternativos para estas situaciones, teorizando sobre estrategias de
convivencia ampliamente difundidas en la práctica. Así dedicaré unas
páginas a analizar las nuevas formas de relaciones afectivas y a señalar la
necesidad de legitimarlas teóricamente, para que su existencia en la vida
cotidiana se visibilice y pueda aceptarse con menor coste personal y
emocional. Entre estas innovadoras formas de relación me parece
importante subrayar las que se dan en la segunda edad madura, ya que el
aumento de la expectativa de vida coloca el fin de la etapa reproductiva de
la mujer en la mitad de su existencia, y en condiciones físicas y mentales
que le permiten desarrollar proyectos vitales y afectivos que hubieran sido
impensables para las ancianas de otras épocas.

Las madres solas

«Sin ellos es terrible, pero con ellos es hasta peor y todo»;


madre sola pobre brasileña.
(Scheper-Hugues, 1997: 295)

Los modelos obligatorios, como hemos visto que funciona el de la


maternidad, implican también formas obligatorias de llevarlos a la práctica.
Para las mujeres estaba acordado que la maternidad era una bendición, pero
siempre que se produjera dentro del matrimonio y con el apoyo de una
figura masculina. La maternidad de las solteras se consideraba una
desgracia, y aun en los casos en que se aceptaba, como sucedía en la
sociedad gallega tradicional, hipotecaba la existencia de la madre y la
obligaba a dedicar toda su vida a una ascética que compensara a los ojos de
la sociedad su «falta».
Estas puntualizaciones sobre cómo han de ejecutarse los mandatos
sociales, hacen que con frecuencia el desafío a las normas no se produzca
en términos de abandonar la función asignada, sino de asumirla en
condiciones diferentes a las previstas. El caso de las familias
monoparentales es muy ilustrativo al respecto. Este tipo de familias ha
proliferado en las últimas décadas, cuando las políticas de globalización han
desestructurado la forma de vida tradicional en muchas sociedades,
particularmente del Tercer Mundo. Los psicólogos las miran con recelo,
temiendo que apartarse de la distribución de roles tradicionales perjudique
el desarrollo emotivo e intelectual de la descendencia, mientras que los
economistas tienden a evaluarlas como indicadoras de «debilitamiento del
tejido social», junto con elementos tales como consumo de alcohol, delitos
por drogas, divorcios, suicidios y aumento de la población de reclusos
jóvenes (Martínez Peinado y Cairo, 2001: 192). En realidad se trata de un
fenómeno social mucho más complejo, que incluye no solo «pérdidas» sino
también reelaboraciones, y que está protagonizado principalmente por
mujeres.
Con datos suministrados por González Rodríguez, podemos ver que el
85 por 100 de los hogares que en España están constituidos por un solo
progenitor y sus hijos e hijas de menos de 18 años son en realidad hogares a
cargo de la madre (González Rodríguez, 2000). En la sociedad tradicional
esta situación se relacionaba con la viudez, o con los embarazos no
deseados de mujeres solteras. Este es el caso también en la actualidad de las
familias monoparentales de muchas sociedades del Tercer Mundo, como
por ejemplo Nicaragua o Marruecos. Pero este cuadro está cambiando
rápidamente en la sociedad occidental en general y en España en concreto.
Aquí, en la década de los 90, se mantuvo el número de madres solteras,
pero aumentó mucho el de separadas y divorciadas, mientras disminuía el
de viudas. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de las separaciones son
solicitadas por las mujeres (lo que por otra parte desata la ira masculina y
está detrás de muchas situaciones de agresión de género) podemos deducir
que hay un número en aumento de mujeres que opta voluntariamente por
sobrellevar en solitario el peso de la crianza de los hijos e hijas. A este
modelo hay que agregar el creciente número de mujeres solas que decide
adoptar criaturas, sobre todo entre personas con estudios universitarios y
niveles de ingresos medios o altos.
Las madres solas no tienen menor cantidad de hijos que la media. Su
transgresión se centra en desarrollar la función maternal fuera del marco
que se consideraba, hasta hace pocos años, obligatorio. Como las demás
transgresiones esta tiene un precio social y económico. El mismo informe
nos muestra que los hogares monoparentales en España son más pobres que
la media, tienen menor acceso a la vivienda autónoma y están en mayor
riesgo de exclusión social. Pero también nos muestra que esta situación no
es irreversible y que en los países nórdicos, con mayor tradición de defensa
de los derechos de las mujeres y mejores prestaciones sociales, estos
hogares no se encuentran por debajo del promedio de ingresos ni tienen
problemas especiales. Por otra parte estos hogares desafían los viejos
prejuicios según los cuales solo el marco de la familia tradicional era apto
para un buen desarrollo intelectual, afectivo y social de los hijos e hijas.
Informes recientes, como el realizado por Walters en 1996 sobre la sociedad
norteamericana, señalan que no hay ninguna prueba de que el desarrollo
emocional o el potencial intelectual de estos niños y niñas corra más riesgos
que los que provienen de hogares con dos progenitores (salvo por la
pobreza).
Las desventajas sociales y económicas que padecen las familias
monoparentales están también compensadas por los aspectos positivos de
esta forma de relación, que el mismo informe resume en seis puntos propios
de este tipo de agrupación familiar:

1. Una única línea de autoridad que simplifica el proceso de tomar


decisiones.
2. Combinar en un solo progenitor las funciones de brindar cariño e
impartir disciplina.
3. Mayor flexibilidad de las fronteras generacionales.
4. Mayor asunción de múltiples roles por cada miembro de la familia y
mejor disposición a compartir tareas domésticas.
5. Mayores expectativas de calidad de la vida familiar.
6. Mayor conciencia de la familia como una unidad independiente.

Estos elementos se han corroborado en estudios realizados en distintos


países. Así, en Irlanda se ha visto que los hijos e hijas de hogares
monoparentales eran quienes asumían mayor compromiso con la familia de
origen y quienes con más constancia enviaban dinero a sus madres cuando
emigraban (Daly, 1999).
A la misma conclusión había llegado Anna Freixas en su tesis doctoral
de 1989, en que entrevista en Córdoba a 31 mujeres de más de cincuenta
años. Señala que el 82 por 100 de las mujeres que trabaja friera de casa (lo
que incluye las familias monoparentales) manifiesta una buena relación con
los hijos e hijas, situación que solo se daba en el 54 por 100 de las amas de
casa tradicionales, con el padre como proveedor de recursos. De los datos
de sus encuestas concluye que: «Las relaciones que parecen fomentar un
cambio y la evolución positiva con los hijos e hijas son aquellas que, de
alguna manera, exigen un replanteamiento en la forma de vida tradicional
de las mujeres (viudas divorciadas o que trabajan fuera)» (Freixas,
1993:126). También señala que son estas mujeres las que tienen menos
sentimiento de inutilidad ante la emancipación de su progenie (Freixas,
1993: 131).
Todo esto le permite a Walter concluir:

El hecho de que hoy en día la situación de progenitor


único pueda ser una opción viable para las mujeres no solo les
ha dado más poder a todas las madres solas, sino que también
ha tenido un efecto profundamente conmocionante sobre las
ideas de lo que es socialmente aceptable (Walters, 1996: 324).

Dos madres mejor que una

El dos es el número favorito de Paula. Paula tiene dos brazos,


dos piernas, dos ojos, dos orejas, dos manos y dos pies. Paula
tiene también dos mascotas: un gato de color blanco llamado
Nieve y un gran perro negro llamado Noche. Paula tiene dos
mamás: mamá Julia y mamá Catalina.
(Newman, 2003: 6-7)

Hace algunos años hubiera resultado impensable que dos mujeres que
mantenían una relación lésbica reclamaran su condición de familia y
procuraran legalizar su situación.
Highsmith señala al respecto que cuando escribió en 1952 su novela The
price of Salt[24], en que relata una historia de amor lésbico con final feliz,
sorprendió al público porque hasta ese momento si se trataba de amores
homosexuales «uno de los personajes principales, si no ambos, tenía que
cortarse las venas o ahogarse voluntariamente en la piscina de alguna bonita
mansión, o bien tenía que decirle adiós a su pareja porque había decidido
elegir la vía recta. Uno de ellos (o de ellas) tenía que descubrir el error de
sus costumbres, la desdicha que le esperaba, y tenía que conformarse
para… ¿qué?» (Highsmith, 2002: 314). La autora se rebela ante tal modelo
e irónicamente cuestiona tales renunciamientos exigidos por las editoriales.
Es que la literatura iba muy por detrás de la realidad, ya que por entonces
había tanto en EE. UU. como en Europa, parejas homosexuales que
convivían con cierta normalidad y algunas veces tenían hijas o hijos a su
cargo.
Pero su existencia real no significaba que tuvieran visibilidad social[25].
En el caso de relaciones lésbicas, tanto si alguna de ellas o ambas tenían
descendencia de una relación anterior heterosexual o, por inseminación
artificial como si adoptaban niños o niñas, constaban públicamente como
madres solas. Socialmente se fingía creer que se trataba simplemente de
amigas que se ayudaban en las tareas maternales. En algunos casos
procuraban hacer visible y legitimado el vínculo que establecía la
compañera con la prole nombrándola madrina, o haciéndola tutora legal en
caso de fallecimiento de la madre biológica, o de la que figuraba a título
único como adoptante. Así, es posible que algunos de los datos del apartado
anterior puedan referirse realmente a hogares homosexuales no catalogados
como tales.
Pero en las últimas décadas se ha producido una verdadera revolución
en cuanto a la demanda de reconocimiento de legitimidad de estas uniones.
Como señala Weston, la idea de que la homosexualidad implicaba renunciar
a establecer lazos familiares ha entrado en crisis, y se están ensayando
nuevos modelos de parentesco basados en la libre opción (Weston, 2003).
La gran crisis que produjo la epidemia del sida permitió también valorar
que los vínculos homosexuales podían encausar tareas de apoyo, asistencia
y contención que se había creído que eran privativos de la familia
tradicional. A diferencia de lo que suele suceder en las parejas
heterosexuales, estos vínculos se mantenían operativos en muchos casos
después de que la relación sexual había desaparecido o había sido sustituida
por otra. Tanto en el caso de las parejas gay como de las lesbianas, los y las
«ex» suelen mantener los vínculos amistosos, afectivos y de solidaridad,
configurando nuevos tipos de agolpamiento que cumplen las funciones
sociales de las familias amplias.
Esta creatividad en materia de redes sociales y la frecuencia de estas
situaciones explican que en la actualidad se hayan realizado estudios sobre
las nuevas familias, sobre cómo influye este tipo de relación en la
descendencia y cómo interactúan en la sociedad. Como puede suponerse, la
polémica se ha dado antes en los países anglosajones, que son también los
que primero han establecido legislaciones que reconocen la existencia de
estas parejas y les otorgan derechos semejantes a aquellos que disfrutan las
parejas heterosexuales[26]. La batalla por conseguir tal logro ha sido dura y
ha estado llena de avances y retrocesos, pero, en la actualidad, la opinión
pública parece globalmente partidaria de este reconocimiento y favorable al
mantenimiento de la tutela de los hijos e hijas, sea cual sea la opción sexual
de los progenitores biológicos. Más renuente ha sido la aceptación en el
caso particular del derecho a adoptar.
Esta reticencia, basada en la idea de que la homosexualidad es una
patología y expone a riesgo de contagio a quienes conviven con ella, ha
obligado a las personas que investigan el tema a tomar conciencia de que
los resultados de sus estudios serían empleados como herramientas políticas
para justificar la adjudicación o denegación del derecho de tutela. En estas
condiciones, se ha tendido a resaltar que los niños y niñas que viven en
estas familias especiales no producen patrones de conductas diferentes que
los que muestran aquellos que viven en familias consideradas «normales».
Sin embargo, como queda bien fundamentado en el trabajo de Stacey y
Biblarz, la hipótesis de que la orientación sexual de los progenitores no
tiene influencia alguna en el desarrollo de las conductas y valores de los
niños y niñas es difícil de mantener. Lo que sucede es que las diferencias no
tienen por qué ser encuadradas dentro de las carencias. Así, los últimos
estudios aceptan que situaciones familiares diferentes pueden producir en la
generación siguiente repuestas también algo diferentes (en todos los casos
analizados la desviación de la media es pequeña) y se centran en analizar en
qué consisten estas diferencias.
En primer lugar hay que señalar que, si bien han sido las parejas gays
las más publicitarias y las que con más fuerza han reclamado sus derechos,
en la práctica la tenencia y/o adopción de criaturas se da con mucha más
frecuencia en las parejas lésbicas, ya sea porque traen hijos e hijas de
uniones anteriores o porque optan por la maternidad o por la adopción
después de constituir su relación homosexual. En estos casos la situación
que se da es la de «dos madres» y los estudios señalan que la compañera de
la madre biológica se implica más en la crianza y dedica más tiempo y
atención a la misma, no solamente que los padrastros, sino incluso que los
padres biológicos. Parece que en esta asunción de responsabilidades de
cuidado resulta más condicionante el género que la opción sexual (Stacey y
Biblarz, 2003: 81). Viñuales señala al respecto que «por lo común, las
lesbianas, porque son mujeres, se involucran emocionalmente y son más
sensibles que los hombres a las demandas sociales… comparten con el resto
de las mujeres el deseo de tener descendencia y la actitud de atención y
cuidado de la familia» (Viñuales, 2002: 74).
Esta atención duplicada tiene algunas consecuencias. Tras analizar 21
estudios psicológicos centrados en el tema, realizados entre 1981 y 1998 en
EE. UU., el artículo antes citado muestra que las niñas y niños criados en
estos hogares se sienten más cómodos para consultar en el ámbito familiar
sus dudas o problemas sexuales, son más tolerantes hacia opciones
diferentes y tienen mayor número de amistades homosexuales. Por otra
parte, el estigma que tienen que afrontar hace que generen actitudes
compensatorias y se sientan más seguros de su habilidad para afrontar
problemas. En un estudio realizado por Wells en 1997, esta señalaba que las
familias con dos comadres lesbianas son menos represivas en cuanto a la
manifestación de emociones que permiten a las criaturas y más abiertas al
diálogo. En un trabajo del mismo año, de Tasker y Golombok, se da cuenta
de una diferencia interesante. Mientras que las adolescentes y jóvenes
criadas por madres lesbianas se manifestaban más aventureras sexualmente
que la media, los hijos varones evidenciaban una tendencia opuesta,
resultando un tanto menos aventureros en ese aspecto que el promedio de
los jóvenes de su entorno (citado por Stacey y Biblarz, 2003: 75). En
cambio, no se ha corroborado el temor social de que la convivencia con
progenitores homosexuales sea una causa de homosexualidad para la
progenie.
En los últimos años se han dado pasos importantes para la
normalización social de estos hogares. La aparición en EE. UU. en 1988 de
un encantador libro infantil titulado Paula tiene dos mamás convirtió a su
autora Lesléa Newman en la escritora más cuestionada de su país, pese a la
buena acogida que el libro tuvo entre el público. Su publicación en otros
países no provocó tanta polémica y en 2003 la editorial Bellaterra ha sacado
una edición en castellano. Es un gran logro que las escuelas dispongan de
material para tratar estas nuevas formas de familia en forma atractiva y
desestigmatizada.
Como me he apoyado tan ampliamente en este apartado en el trabajo de
Stacey y Biblarz, me parece oportuno terminarlo con una cita del mismo:

Dos mujeres que asumen un ejercicio parental


conjuntamente pueden crear un patrón sinérgico que dé lugar
a un ejercicio parental más igualitario, compatible y
compartido, a un mayor tiempo dedicado a la progenie, a una
mayor comprensión de los hijos/as y a una proximidad y
comunicación mayores entre los progenitores y la prole (op.
cit.: 83).

La lucha contra el aislamiento

Más la mujer que quiero no ha de tener linajes ni parientes;


quiero mujer sin madres y sin tías, sin amigas y espías, sin
viejas, sin vecinas, sin visitas, sin coches y sin Prado.
Quevedo, Entremés del marido fantasma.

La estrategia de «divide y vencerás» ha sido ampliamente utilizada por


los hombres para mantener su posición de privilegio frente al colectivo de
las mujeres. En la práctica, la norma de la «patrilocalidad» (es decir el
hábito de fijar la residencia de una nueva pareja en el hogar de los
progenitores del marido o en sus cercanías) se ha usado tradicionalmente
para separar a la mujer de su familia de origen y garantizar su inclusión en
el «patrilinaje», sin proyectos propios ni apoyos externos. Esta estrategia se
complementaba con una desvalorización de los vínculos familiares previos
de la mujer, materializada en cosas tales como los «chistes de suegras». Sin
embargo, esta situación ha tenido cambios a partir de la revolución
industrial, cuando al pasar a depender la subsistencia del trabajo asalariado,
comenzó a generalizarse el modelo neolocal (o de vivienda independiente).
Este modelo independiza a la mujer de la tiranía y el control de la familia
del marido, pero acumula sobre ella responsabilidades y trabajos que antes
eran compartidos en mayor escala, a la vez que la transforma en más
vulnerable la violencia conyugal. En las últimas décadas, la creatividad con
respecto a las formas de organizar la convivencia se ha incrementado y nada
hace pensar que la búsqueda de soluciones aún mejores deba detenerse.
Sin embargo, es necesario distinguir entre la convivencia física, que se
da en un ámbito espacial determinado, y la continuidad en el tiempo. Aun
cuando las mujeres están ganando la batalla de participar legítimamente en
redes de solidaridad y apoyo más amplias que las de la familia, todavía
continúan fraccionadas y aisladas en el tiempo. No crean linajes, es decir,
redes de parentesco centradas en ellas, y resulta difícil rastrear sus huellas si
nos remontamos a más de dos generaciones. Esta angustia por perder en
cada generación las raíces que nos atan a nuestras abuelas me llevó hace
años a garabatear unas líneas, y más tarde a plantearme el problema como
trabajo teórico y a tratar de elaborar una propuesta al respecto.
Esto es lo que escribí[27], recuperando una pena que experimentamos
muchas mujeres:

En el nombre del Padre, que es el del Hijo, y el del Hijo


del Hijohasta el tiempo del Espíritu Santo. Donde se esconde
el nombre de la Madre, olvidado, disperso, negado. Una
muchacha de apellido Blanco, parió a los hermanos Lilloy la
más pequeña de los Lillo, dio a luz a las hermanas Corregido,
la mayor de las cuales tuvo cinco hijos Juliano, entre los que
me encuentro. Y mis hijos son Díaz, y los de mi hija, Morales.
Es difícil seguir el linaje materno en este escamoteo del
nombre y de la imagen. ¿Dónde podré guardar el nombre de
mi madre?
Dolores Juliano (23, de noviembre de 1999)

Recuperar los linajes femeninos


El crimen de Medea no es matar a sus hijos, sino desposeer a
Jasón de los suyos. La supresión de la diada madre-hija está
simbolizada en la mitología en Deméter y Perséfone.
(Sau, 1986)

Todos los seres humanos nos sentimos satisfechos de conocer los


nombres de nuestros antepasados y de transmitir la propia identidad a
nuestra descendencia. Pero esta transmisión presenta sus problemas. Dado
que los hijos e hijas son el resultado de la unión de integrantes de dos
grupos familiares diferentes, se hace necesario determinar cuál es la
identidad que se transmitirá. En muchas sociedades, entre ellas la nuestra,
se ha optado históricamente por transmitir preferentemente (y muchas veces
exclusivamente) la filiación masculina. Esto ha conllevado la idea de que
las mujeres no podían transmitir pertenencia y ha producido patrilinajes en
los que se pierde en cada generación la filiación por línea materna. Así los
apellidos se transmiten por línea paterna y los niños y niñas llevan el
apellido del abuelo paterno, que es a su vez el de sus antepasados por línea
solo masculina.
Esta tradición es antigua, y algunas autoras, como Luce Irigaray,
señalan que la desaparición de la madre, este asesinato simbólico de la
progenitora, fue el acuerdo a partir del cual los hombres construyeron su
alianza primigenia, y no el asesinato simbólico del padre, del que habla
Freud. En tanto que fenómeno condicionante de conductas y distorsionador
de identidades, la supresión de los linajes femeninos ha sido criticada
sistemáticamente por las feministas, por lo que modificarla forma parte de
las reclamaciones de género. Señala Rivera: «El pensamiento dominante del
siglo XX le llamó nombre del padre al apellido. Apellido que da lo que se
llamaba entonces identidad social» (Rivera, 2001: 22). Angeles Durán se
lamenta de que «las mujeres se renombran de marido después de nombrarse
de padre» (Duran, 2000: 461). Por su parte Victoria Sau (op. cit.) puede
hablar de la madre como la «sin nombre», lo que da pie a Marcela Lagarde
para reclamar: «Tenemos que hacer la genealogía de las mujeres, la historia
del linaje de las mujeres; resignificar nuestra historia» (Lagarde, 2000: 26).
Vemos así que las mujeres han reivindicado con frecuencia el derecho a
tener su propio linaje reconocido. Luce Irigaray señala la conveniencia de
reforzar la autoestima femenina incorporando en los hogares la imagen de
Santa Ana con la Virgen niña, para recordar a las mujeres que no solo paren
hijos y que a su vez tienen madres (Irigaray, 1992). En casos individuales
algunas familias transmiten de generación a generación el mismo nombre
de pila para las hijas, dando así cierta continuidad simbólica a las diferentes
generaciones de mujeres emparentadas entre sí y portadoras de apellidos
diferentes en virtud de la «patrilinealidad». Algunas autoras del «feminismo
de la diferencia» se inclinan por reforzar este rasgo del sistema de
identificación:

Antes y más allá del apellido está, sin embargo, el nombre


propio: es el nombre que recibe cada criatura humana al nacer,
el que conservará toda su vida tanto dentro como fuera de
casa […] es el nombre de la madre, el que ella suele dar y el
que ella usa y repite para invocar la comparecencia del yo
singular de la criatura […] Este es el nombre que enseña a
pronunciar cada madre, es el nombre propio de las relaciones
humanas; es el nombre que nos gusta decir […] en la lengua
materna (Rivera, 2001: 23).

El argumento es válido, pero no soluciona el problema de la transmisión en


el tiempo. Buscando esta continuidad temporal, opciones personales hacen
que algunos artistas, como Picasso o Miguel Bosé, opten por el apellido de
la madre, o algunas mujeres con fuerte conciencia de género utilicen en
primer lugar el apellido materno.
De una manera más sistemática, en algunas zonas como Cataluña, se ha
ligado el apellido al patrimonio, lo que ha llevado a optar por el apellido de
la mujer en casos de muchachas herederas (pubillas) casadas con hombres
con menores recursos. Por la misma lógica, los «renoms» solían depender
de la propiedad, y también se transmitían según las circunstancias por línea
femenina. En todos los casos, sin embargo, se trataba de la aceptación de
eslabones de transmisión femenina, en cadenas de pertenencia básicamente
masculinas.
En España, la lógica excluyente de la patrilinealidad se suaviza con la
costumbre de utilizar dos apellidos, pero el materno, colocado
tradicionalmente en segundo lugar, no se transmite a la generación
siguiente. Es una especie de premio consuelo que permite a las mujeres
sentirse reconocidas en el corto plazo, pero que no asegura la continuidad.
Rivera señala al respecto: «Lo social se representa y se transmite en el
nombre del padre. Se repetía con insistencia también en el feminismo que
cada una de nosotras llevaba el nombre de su padre, que nuestra madre
llevaba también el nombre de su padre» (Rivera, 2001: 21). Es sin embargo
una situación más favorable que la del resto de los países, donde el apellido
materno resulta completamente ignorado.
Para aprovechar la ventaja comparativa de esta situación, la legislación
vigente ha incluido la norma de la optatividad en el orden de los apellidos,
lo que permite (en algunos casos particulares) dar prioridad al apellido
materno, siempre que el criterio se mantenga para todos los hermanos y
hermanas. Sin embargo, esta opción implica una lógica confrontativa, un
apellido pierde si el otro gana, y la elección lleva cierto nivel de conflicto o
al menos de negociación. Más aún, como señalaba más arriba, lo que se
transmite en realidad es el apellido paterno de la mujer. La dificultad de esta
opción se hace visible si se tiene en cuenta el escaso uso que se hace de esta
posibilidad. Así en el año 2001 en el Registro Civil de Barcelona se realizó
este trámite para 23 menores y en el año 2002 solo para 10. Esto no
significa que exista poco interés por recuperar el apellido materno, ya que,
durante los mismos años, 503 personas adultas optaron ante la misma
instancia por cambiar el orden de sus apellidos[28].
Lo deseable sería establecer un mecanismo que, de manera regular,
permitiera la generación y el mantenimiento a través del tiempo de
matrilinajes continuados, sin menoscabar la tradición de patrilinajes
asentada en costumbres seculares. La solución del problema es más sencilla
de lo que parece y depende de la voluntad política de sus propulsores y
propulsadoras. Puede apoyarse en la legislación vigente, con muy pequeñas
modificaciones, y respeta la idea masculina de que solo los hombres
transmiten pertenencia al patrilinaje.
La propuesta es que los hijos varones sigan llevando como hasta ahora
el apellido paterno en primer lugar y el materno en segundo, mientras que
se invertiría este orden en el caso de las hijas. De esta manera hermanos y
hermanas llevarían los mismos apellidos, aunque en diferente orden. Las
consecuencias innovadoras se ven más claramente en la segunda
generación. Las hijas transmitirían a todos sus hijos e hijas el apellido que
ellas mismas recibieron en primer lugar, el de su madre, en lugar del de su
padre. Continuando esta lógica se puede ver que generaría matrilinajes, con
la misma estructura con que actualmente se generan los patrilinajes.
Nadie se perjudica con una disposición de este tipo, pues los patrilinajes
siguen funcionando como siempre y existe acuerdo social en el hecho de
que no se transmiten a través de las mujeres. Pero estas recuperan el
derecho de transmitir a su descendencia (a la parte femenina de su
descendencia) una seña de identidad que las salve del olvido y el
anonimato.
Si España está en este momento a la cabeza de las propuestas de paridad
de derechos en materia de filiación, puede ser la ocasión oportuna para dar
un paso más y garantizar la justicia mínima, que permita a las madres parir
descendientes identificables con su apellido a lo largo de las generaciones.
La propuesta no choca con las tradiciones sino que permite desarrollar,
a partir de su lógica, un espacio de pertenencia femenina que reconozca la
importancia de la ascendencia materna para las hijas, con el mismo rango
con el que se reconoce la importancia de la filiación paterna para los hijos
varones.
Se trata de evitar la sensación de discontinuidad en el tiempo que
padecen las mujeres, que son precisa y contradictoriamente las que
posibilitan la continuidad de todas las líneas familiares. Sensación que llevó
a Sor Juana Inés de la Cruz a constatar en el siglo XVI:

Es ver, que de aquí adelante tengo solamente yode ser todo mi


linaje.
(Sor Juana Inés de la Cruz, 1997: 146).

Construir nuevos modelos de relaciones


¿Y si solo existe el mandamiento de fidelidad y la inclinación
a obedecerlo, pero ya no queda nadie ni nada que traicionar?
¿Si obrando mal todo encaja y obrando bien todo se
desmorona?
(Wolf, 1992)

Aunque las relaciones afectivas han ido evolucionando de un modelo de


exclusividad sexual con convivencia y larga duración a relaciones más
fluctuantes y ocasionales con menor compromiso formal, también es cierto
que el cambio en las costumbres no se correlaciona forzosamente con un
cambio en los modelos. Es decir, que cualesquiera que sean las formas de
relación que las personas construyan en la práctica, pueden mantener
vigencia en el imaginario modelos de relación que se consideran ideales, o
al menos deseables, y que funcionan como obstáculos para aceptar y
disfrutar plenamente las posibilidades de las nuevas situaciones.
El apego a los viejos patrones de relación y el temor por las formas
innovadoras se aprende socialmente, y se ha inculcado preferentemente a
las mujeres. Así no es extraño que Cristina Peri Rossi constate: «Son las
mujeres, por razones históricas y culturales, quienes establecen
mayoritariamente relaciones simbióticas y especulares, sea cual sea su
preferencia sexual» (Mizrahi, 1992: prólogo, 12).
Esto se nota incluso en las parejas lésbicas, en muchos casos las
relaciones que mantienen, muy innovadoras desde el punto de vista de la
tradición social y ampliamente creativas en materia sexual, suelen estar
lastradas por modelos de convivencia estable, profundamente
interiorizados. El chiste que pregunta «¿Qué es lo que una lesbi lleva a su
segunda cita?» y contesta «La maleta con su equipaje para instalarse» hace
referencia a esa búsqueda de estabilidad afectiva a partir de una
construcción de convivencia en pareja que, en el fondo, es una derivación
del modelo decimonónico de pareja heterosexual basado en el amor
romántico.
Es que no basta con tener nuevas realidades, hay que tener nuevos
discursos interpretativos, nuevos modelos interiorizados, a partir de los
cuales estas realidades cobren valor y significado. De lo contrario, las
realidades diferentes pueden ser vistas no como logros, sino como fracasos
en la obtención de la norma, que no resulta cuestionada.
La distancia entre conductas innovadoras y discursos tradicionales, que
coexisten en la misma persona, no solo se puede encontrar en trasgresoras
involuntarias, como puede ser el caso de las trabajadoras sexuales que a
partir de una búsqueda de recursos económicos se encuentran asumiendo un
papel de cuestionadoras para el que (a veces) no disponen de discurso[29],
sino también en intelectuales que asumen la crítica de algunos aspectos del
orden establecido.
En el caso del amor entre mujeres puede verse que aunque este tipo de
relación puede dinamitar las bases mismas del sistema patriarcal, basado en
el supuesto de la necesaria complementariedad asimétrica entre hombres y
mujeres, los primeros trabajos al respecto, como la novela El pozo de la
soledad en 1928 (Hall, 2003), parten de una perspectiva absolutamente
conservadora en lo referente a los roles de género y se limitan a cuestionar
la «anormalidad» socialmente asignada a un caso particular de mujer: la
«butch» o «camionera». La argumentación se mantiene enraizada en lo
biológico. Según Hall, hombres y mujeres expresan en sus conductas
inalterables mandatos naturales y está bien que esto sea así. Pero para ella,
hay personas que tienen el físico equivocado (son invertidas, según el
lenguaje de la época) y por consiguiente actúan de acuerdo a un
determinismo biológico, que las encuadra desde su misma naturaleza en
conductas que están reservadas al otro sexo. La propuesta de Hall es
aceptarlas a partir de reconocer lo inevitable de su destino.
Las carencias de esta reivindicación residen precisamente en su carácter
de «prefeministas». Hall no disponía de más discurso teórico que el de la
ciencia positivista de su época. Faltaban veinte años para El segundo sexo
(Beauvoir, 1998) y su desbiologización de la condición femenina, y por
consiguiente de la masculina y de los vínculos paralelos o cruzados entre
ambas. Cuando la filósofa francesa dice «la mujer no nace, se hace» está
quitando las bases al determinismo e incorporando a los roles de género las
ideas de la contingencia, el aprendizaje, los modelos sociales y la
trasgresión. Una trasgresión que no se da en el campo de la naturaleza, sino
de la norma, y que implica la posibilidad (y la necesidad) de redefinirlas.
Pero, precisamente lo propio de las normas es que resultan invisibles,
las personas las interiorizan a edad temprana y pertenecen al campo de lo
que no se cuestiona, salvo cuando nuestras conductas nos hacen tropezar
con sus límites.
Así, los cuestionamientos suelen ir en rezago de las prácticas y referirse
a ámbitos concretos.
En materia de sexualidad el paso del modelo puritano Victoriano del
siglo XIX a la libertad sexual de los siglos XX y XXI ha significado avances
importantes: legitimar el goce para las mujeres, separar la sexualidad de la
procreación y permitir la experimentación y las experiencias múltiples.
Menos lineales han resultado los logros para desmontar el modelo
afectivo del amor romántico. Esto se ve en la forma cíclica en que la
complementariedad de los roles ha aparecido y desaparecido en las parejas
homo y heterosexuales (Jeffreys, 1996; Viñuales, 2002) y en la dificultad de
encontrar nuevos modelos de rol que no sean los antiguos en nuevas
posiciones, por ejemplo extender la tradicional libertad sexual masculina
para que disfruten de ella hombres y mujeres, ampliar el ámbito de la ética
femenina del cuidado, para que pueda ser asumida por los hombres, o
adoptar los viejos roles femeninos y masculinos en parejas homosexuales.
Toda esta combinatoria mantiene como supuesto básico el plantear como
modelo deseable la construcción de relaciones de convivencia,
complementarias y de larga duración. La consecuencia de la aceptación de
esta premisa implica vivir los otros tipos de relaciones como fracasos
parciales en relación con ese logro.
Pero el modelo de relación amorosa que se toma como ideal ha sido
construido históricamente y puede cambiar. Cuando los trovadores del siglo
XII inventaron el «amor cortés» no se les ocurrió ligarlo con la convivencia.
El amor entonces no tenía nada que ver con el matrimonio. Durante siglos
las parejas legítimas, dedicadas a la procreación, se formaban por acuerdos
familiares y no invertían sentimentalmente en la relación. En el siglo XVII
La Rochefoucauld tenía plena conciencia del carácter de construcción
literaria del sentimiento amoroso, cuando decía en sus «Máximas», que si la
gente no hubiera aprendido a leer, muy pocas personas se habrían
enamorado. Solo en el siglo XIX, y a partir del romanticismo, se convirtió el
amor en el eje que daba sentido a la existencia, para terminar pocas décadas
después identificando este sentimiento con el matrimonio.
Se idealiza entonces un tipo específico de afectividad que pocas veces
tiene concreciones satisfactorias en la práctica. Esto lleva a Fuentes a
preguntarse ¿por qué la monogamia sigue siendo incuestionable y
contemplada como el modelo ideal de relación, a pesar de la insatisfacción
generalizada respecto a ese modelo y la alta incidencia de infidelidad
reconocida? (Fuentes, 2001: 116). Se trata de la persistencia de los modelos,
no por su capacidad descriptiva de las conductas reales, sino por su función
normativa.
La posesión tampoco parece una condición necesaria para la relación
amorosa. Es un sentimiento egoísta que se relaciona con la agresividad y se
manifiesta en celos. Algunos filósofos, como Comte-Sponville, la
cuestionan y proponen reemplazarla por sentimientos más altruistas, que
impliquen un mejor reconocimiento del valor de la otra persona como tal.
Así, si lo que llamamos felicidad es también lo que llamamos amor, esto no
se identifica con el deseo de posesión sino con la alegría por la existencia
del otro. «Hay una alegría en mí y la causa de mi alegría es la idea de que
existes» (Comte-Sponville, 2001: 63) es una declaración de amor que no
nos pide nada.
Con los cambios en las costumbres, existe también la posibilidad de
adecuar los viejos ideales, o de prescindir de ellos y tratar simplemente de
entender la lógica de funcionamiento de los nuevos modelos extraídos de la
práctica y evaluar sus posibilidades, límites y ventajas.

Amores en la tercera fase

Sabes perfectamente que no somos viejos. La gente no es


vieja. La vejez en este sentido es una ilusión de la juventud.
(Murdoch, 1984: 279)

Si damos el paso de atenernos a la realidad en materia de relaciones


sentimentales, vemos que en la actualidad, a partir de expectativas de vida
mucho más largas (sobre todo para el sexo femenino) y de un aumento
importante de su autonomía y de su autoestima, muchas mujeres reorientan
su vida sentimental, sus opciones sexuales o su proyecto de vida a una edad
avanzada. Su autonomía, recientemente adquirida, les permite ensayar
nuevos caminos y adjudicarse unos derechos que los hombres habían
disfrutado antes en exclusividad.
La posibilidad para una mujer de amar y ser amada en una época tardía
de la vida, se había visto como ridícula y antinatural en la sociedad
tradicional. Los hombres tenían derecho a esta clase de relaciones,
concretadas muchas veces en matrimonios con muchachas con decenas de
años menos, pero se consideraba absurdo que las mujeres aspiraran a
mantener su actividad sentimental y sexual. Sin embargo la biología
contradice la norma social, puesto que el declive de la capacidad sexual
masculina con la edad es casi inevitable (aunque en la actualidad puede
paliarse con fármacos) mientras que las mujeres mantienen su capacidad de
experimentar orgasmos sin limitación de edad[30]. Quizá porque
sospechaban estas contradicciones, algunas sociedades como la hindú
prohibían el matrimonio de las viudas, y en general se ha procurado
conjurar el peligro de la persistencia de la sexualidad femenina,
desalentándola o burlándose de ella.
La literatura reflejaba hasta hace pocas décadas este vacío. La rebelde
Vita Sackville señalaba en 1928 en Los Eduardianos: «Lady Roehampton
no era una mujer joven; pero todavía era hermosa, aunque a costa de ciertos
trabajos. Esta cuestión de la belleza y la deseabilidad de la mujer madura no
ha sido nunca lo bastante explotada por los novelistas. Es uno de los
pequeños dramas de la vida» (Sackville-West, 1989: 105).
Solo en la segunda mitad del siglo XX, y producida principalmente por
escritoras[31], se ha desarrollado una literatura que toma en cuenta esta
posibilidad sin ridiculizarla. Blixen, la autora de Memorias de África, habla
en su cuento «La inundación» de una anciana noble y de sus sentimientos:
«Lo que la afectó en serio fue lo que suele cambiar a todas las mujeres que
cumplen los cincuenta años: el paso del servicio activo al pasivo, como
mero espectador. Su fortuna le ayudó como un soplo de aire bajo las alas
que le permitía volar más alto y cacarear más fuerte. Todo ello fue,
naturalmente, objeto de crítica por parte de sus amistades» (Blixen, 1999:
154). La actividad por la que suspiraba la anciana incluía la sexualidad: «En
todos sus ensueños era ella su propia heroína, la que corría a través de las
esferas de los siete pecados capitales con el mismo éxtasis y
embelesamiento que un niño galopa sobre su caballo» (op. cit.: 155). Esos
deseos no eran contradictorios con su aspecto ni implicaban una distorsión
de su imagen, ya que «Ahora estaba más cerca de ser una mujer hermosa
que lo había estado nunca» (op. cit.: 156). La canadiense Munro también
tiene un cuento sobre los apasionados y breves amores de una anciana: «Ver
las orejas al lobo» (Munro, 2003); Noll habla de la posibilidad de amor en
la vejez en su novela El amor nunca se acaba (Noll, 1997), Kingsolver
incluye en su novela ecologista Verano pródigo una relación sentimental
entre un anciano conservador y su vecina, también mayor pero mucho más
moderna (Kingsolver, 2001) y Doris Lessing le dedica al tema su libro De
nuevo el amor, aunque desde una perspectiva pesimista (Lessing, 1996).
Quizá la conclusión que se pueda sacar de este reciente interés literario por
los amores de la gente mayor es que refleja una realidad social y un cambio
en la mirada que se realiza sobre el fenómeno. La nueva permisividad, sin
embargo, suele tener más que ver con un proyecto de alargar la juventud
(etapa en que la actividad amorosa parece natural) que con una
reivindicación de derechos específicos de la vejez. Esto queda claramente
expuesto en el comentario que hace Murdoch sobre uno de sus
protagonistas: «Enamorarse es un proceso rejuvenecedor y se entregó a él
como si se tratara de un maravilloso tratamiento» (Murdoch, 1984: 313).
Sin embargo, es necesario reconocer que las opciones sentimentales
generadas en la edad madura implican una diferencia sustancial con el
modelo de las parejas adolescentes, unidas por el amor romántico. Estas
carecen (o se creía que era deseable que carecieran) de experiencias
sexuales y sentimentales previas, y suelen (o solían) establecer un vínculo
de tipo fusional (Coria, 2001) con un compromiso de entrega y durabilidad
tendente a facilitar la procreación y la atención de las criaturas. En realidad
cada uno de los elementos que constituyen el amor romántico estaba
pensado para posibilitar el éxito de esta situación. La fidelidad garantizaba
la paternidad y asociaba al hombre con su prole, la división de roles
aseguraba una interdependencia que presionaba en el sentido de mantener la
convivencia, aunque resultara desagradable para alguno de los integrantes
del grupo, y la idealización del amor permitía transformar lo que podía ser
un acuerdo puntual en un proyecto «para toda la vida».
Ninguna de estas condiciones se da en las relaciones que se constituyen
en la segunda edad adulta. Por definición surgen como consecuencia de
experiencias previas en que las personas han ido aprendiendo los límites y
las posibilidades de sus deseos y de sus capacidades de convivencia. No se
trata así de relaciones ingenuas, sino de opciones reflexivas. Además, no se
trata de una asociación centrada en la reproducción. Los hijos y las hijas no
son el motivo de la convivencia, sino (con frecuencia) un obstáculo a la
misma. Además, el vínculo de fusión ha perdido gran parte de su atractivo
para personas que han conseguido, con considerable esfuerzo, desarrollar
proyectos de vida autónomos, que son precisamente los que les permiten
plantearse una nueva relación. También cambia la importancia que tiene la
sexualidad como manifestación del vínculo afectivo. Como señala
Heilbrun: «El sexo después de los sesenta no puede ser el objeto de ningún
compromiso, a pesar de que a veces pueda ser un resultado maravilloso»
(Heilbrun, 1997).
Por otra parte, no resulta clara en estos casos la necesidad (o
conveniencia) de la complementariedad de roles. De hecho en estas
relaciones, más que entre los jóvenes, son frecuentes las opciones
homosexuales que garantizan mejor los acuerdos y las semejanzas que
facilitan la convivencia. Así, amar lo diferente, que podía considerarse una
opción razonable en la etapa reproductiva, pierde gran parte de su atractivo
en etapas posteriores, en que amar lo semejante brinda relaciones menos
agresivas y un campo importante de desarrollo de la autoestima. Resulta
curioso, entonces, que ante dos situaciones tan distintas se ensayen tan
frecuentemente soluciones semejantes.
No es que falte conciencia de lo innovador de la situación en materia
sexual. La frase «no hay normas, nuestra relación no se parece a nada» es
de uso común entre los amantes que han dejado atrás muchos años y
experiencias diversas. Pero se mantienen con frecuencia en el imaginario
elementos del antiguo modelo: la expectativa de la convivencia
compartiendo casa, la idea de que se puede prescindir del pasado, la
necesidad de exclusividad, el modelo a largo plazo. La falta de
cumplimiento de estos ideales produce angustia y da la sensación de que
algo anda mal en la relación, o que esta no es lo suficientemente fuerte.
Sin embargo, cuando dos personas adultas mayores se encuentran y se
aman, suelen tener vidas ya muy estructuradas (vivienda incluida) que no
pueden (ni desean) sacrificar. Esto es un límite objetivo a la posibilidad de
convivencia. Traen, además, un rico pasado, en que se configuraron como
seres valiosos (por eso son amados) y en que la persona amada no estaba
incluida. Este pasado incluye aprendizajes sexuales que no forzosamente
han caducado y vínculos diversos que mantienen distintos grados de
validez. Por otra parte estas personas, dueñas de un pasado rico, no son
dueñas de un porvenir en términos del cual estructurar el presente. Por su
edad (y por su experiencia) es solo el presente lo que pueden ofrecer.
Esta situación produce una sensación de «falta de futuro» que se
relaciona con la vivencia del «tiempo veloz» que se adquiere al dejar atrás
la juventud. Para un adolescente diez años es una cantidad enorme de
tiempo. Cuando leen la poesía de Amado Nervo, que se lamenta de la
muerte de su esposa diciendo: «Por diez años fue mía, pero dicha tan
grande no podía durar», tienden a pensar que la queja no está justificada,
porque el tiempo disponible ha sido mucho. Sin embargo, cuando los
amantes maduros se plantean, de manera realista, que las posibilidades de
disfrutar de salud y amor no pueden ir mucho más allá de una década,
sienten que se trata de un lapso pequeño. Quizá en este aspecto y no en la
exclusividad, ni en la convivencia, habría que recuperar la visión de las
cosas de la adolescencia. Una buena estrategia al respecto consiste en
valorar los plazos posibles por sus contenidos y no por su duración. Como
dice Heilbrun «Una de las cosas más extrañas de la vida en los sesenta, si se
busca la felicidad, es que siempre se supone que es por última vez. Esta
suposición proporciona el sabor más escaso y más exquisito de los últimos
años. El sentido agudo de “last time —última vez—” añade intensidad,
mientras que la posibilidad de “otra vez” no se borra nunca completamente»
(Heilbrun, 1997: 55).
La divergencia general con el modelo adolescente es evidente, pero su
lectura no tiene por qué ser en el sentido de pérdida o desviación. También
puede leerse en clave positiva. Las nuevas y maduras parejas (que son en
realidad mucho más parejas que en modelos anteriores) aportan la
posibilidad de acuerdos entre pares autosuficientes y autónomos. Una
relación que se establece y mantiene a partir de la libertad, como una
opción renovada pero no garantizada, sin egoísmos, posesión, ni
exclusividades. Una opción que valora y retribuye el don de sí misma que la
otra persona hace. Una opción que contribuye como un paso más en el
camino al autocrecimiento que cada una de las dos había emprendido
tiempo atrás y por separado.
Estas relaciones no se realizan como un contrato, son un encuentro
afortunado, un regalo de la vida. Son en cierta medida el premio por haber
crecido y no son deudoras, ni remedos, de los angustiados e inmaduros
amores adolescentes. Como decía Borges: «Comprendí que una cosa
inesperada no me estaba prohibida… el ofrecido amor es un milagro que ya
no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones» (Borges,
1984: 19).

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Capítulo 4

La prostitución: el ámbito más estigmatizado del modelo


de mujer

«Nos preguntábamos, por ejemplo: “¿Conoces la


humillación?”; y si una había conocido alguna vez este
sufrimiento, contestaba. “¡Sí la conozco!” […] pregunto:
“¿Conocéis… la vergüenza?” […] se apartan de mí, como
espantadas, aunque con un poco de compasión en su gesto, se
miran brevemente y, pese a lo reducido del espacio, se
esfuerzan por alejarse de mí». Rahel Varnhagen[32].
(Arendt, 2000: 190)

Hemos visto que la violencia simbólica que se ejerce sobre las mujeres
tiende a presionarlas para que se atengan a los roles establecidos y, a través
de la estigmatización, prepara el marco para las violencias físicas. Para ver
cómo funciona este proceso es interesante analizar la situación de las
trabajadoras sexuales, por constituir el sector que acumula mayores niveles
de estigmatización. Es significativo constatar al respecto que, si bien las
épocas prohibicionistas sumaban obstáculos legales a su aceptación social,
esta no se ha producido tampoco cuando la situación ha pasado a la
tolerancia —como es el caso en España en la actualidad—, porque el
verdadero problema no radica tanto en lo que las leyes digan al respecto,
sino en la actitud social hacia las prostitutas.
El hecho de que «puta» sea el principal insulto que se aplica a una
mujer y que «hijo de puta» sea la más generalizada de las injurias aplicable
a un hombre, nos permite acercamos a la gravedad del problema. Tal
agresividad social solo se entiende si la sociedad defiende con ella algo que
considera fundamental. Si realmente se siente amenazada[33]. Pero resulta
difícil imaginar cuál es el peligro social que representan las prostitutas. Ni
su número es suficientemente elevado, ni las prácticas que realizan hacen
daño a nadie, ni se las escucha lo suficiente como para que su crítica (en
caso de que la manifiesten) ponga en peligro la estabilidad social. Parece
ser que ellas, en sí mismas, no implican un peligro de desestabilización
social. Más aún, hay quienes señalan que objetivamente su práctica podría
servir de estabilizadora de tensiones y de resguardo de las jerarquías
sexuales existentes[34]. Sin embargo, algo importante está en juego, puesto
que la estigmatización se mantiene y se renueva. Puede entonces resultar
interesante intentar hacer entender las utilidades que la sociedad como tal
obtiene de esta estigmatización de las prostitutas.
Si bien la palabra «puta» puede entenderse como una denominación de
las personas que realizan cierta actividad específica: el cobro en dinero por
servicios sexuales, su utilización no se limita a ese campo, sino que se
emplea a modo de insulto para referirse a cualquier mujer que infrinja las
normas, no solo en el campo de la sexualidad. Se suele atacar con este
epíteto a las que tienen actividad sexual fuera de la pareja, a las lesbianas, a
las que abandonan a un hombre, o a las que se niegan a continuar un juego
sexual una vez comenzado; así como también a las que tienen un aspecto
que salga de lo considerado conveniente (ropa ceñida, maquillaje, formas o
modales «provocativos»), las que frecuentan lugares o realizan prácticas
consideradas «peligrosas» (transitar o permanecer en sitios oscuros o
solitarios, asistir a bares o espectáculos sin ir acompañada por un hombre,
viajar solas), las que tienen conductas de cuestionamiento (feministas,
radicales, inconformistas) o simplemente las que realizan puntualmente
alguna conducta que desagrada a alguien. Así lo oímos como imprecación
en medio de problemas de tránsito, riñas de vecinos, problemas familiares,
etc. Puta es entonces, al mismo tiempo, un insulto de género, pues se aplica
a las mujeres, y un insulto generalizado, pues se utiliza casi en cualquier
situación. Parece que el epíteto es multifuncional, por lo que toda mujer ha
sido agredida a lo largo de su vida, algunas veces, con este tipo de
rotulación. Más aún, existe un imaginario masculino según el cual «todas
las mujeres son unas putas[35]» que transforma el insulto latente en
estigmatización virtual y omnipresente. Ilustrativa al respecto es la
descripción que Tusquets realiza de una discusión de pareja:

Empezó a agredirla a gritos, a insultarla a gritos,


llamándola a ella y a todas las mujeres, cosas espantosas,
repitiendo hasta la saciedad que Sara era una mala puta,
porque había solo dos clases de mujeres, las buenas y las
putas, y las buenas eran mujeres como su madre o sus
hermanas, que llegaban vírgenes al matrimonio y no jodían
con nadie más que con su marido, y ni con este encontraban
acaso de verdad placer, y ni se les ocurría pensar en otros
hombres, mujeres entre las cuales todo hombre sensato debía
elegir su compañera y no como él, que era un loco y un
vicioso y un perdido y en el fondo un soñador, y por eso las
mujeres buenas no le interesaban ni le gustaban en absoluto, y
había ido a enamorarse de una de las otras, esas putas reputas
hijas de la gran puta… mujeres a las que no debería sacarse
del burdel, sino gozarlas allí por un precio convenido y sin
comprometer nada de uno mismo (Tusquets, 2002: 30-31).

Esta agresividad latente obliga a las mujeres a desmarcarse del modelo


peyorativo, poniendo distancia entre ellas y las así rotuladas, lo que da por
resultado una conducta de rechazo de las trabajadoras sexuales, más visible
incluso entre las mujeres que entre los hombres. La sospecha de
promiscuidad sexual planeando sobre cualquier mujer, y la valoración
absolutamente negativa de la sexualidad femenina, transforma así a las
prostitutas en las depositarías preferentes de la discriminación de género.
Pero para que la denominación «puta» funcione como injuria es
necesario que su connotación sea fuertemente insultante y esto se logra
mediante una tradición estigmatizadora tenazmente arraigada. Nadie, en
realidad, puede sentirse identificada con esta denominación, y las mismas
trabajadoras sexuales la rechazan indignadas cuando se les aplica y la
utilizan como insulto cuando surgen reyertas entre ellas o con otras
personas. La utilización del epíteto ante cualquier tipo de trasgresión y su
eficacia como herramienta de agresión habla de su funcionalidad como
recurso para forzar a las mujeres a mantenerse dentro de las normas (no
solo las sexuales) y del carácter coercitivo que tiene la presencia del
estigma para limitar la libertad de acción de todas las mujeres. Desarrollo
con más profundidad este tema en mi libro anterior (Juliano, 2002), pero
quiero subrayar que el efecto controlador del estigma es particularmente
marcado cuando las mujeres son jóvenes y están ensayando sus primeras
relaciones sociales y asumiendo los roles asignados de género. En estos
casos la preocupación por no ser «confundidas» con las agrupadas bajo el
rótulo estigmatizador las puede llevar a aceptar posiciones subordinadas y
condiciones de pareja insatisfactorias[36].
En el extremo opuesto, Welzer-Lang constata la existencia de muchas
lesbianas en las asociaciones que trabajan a favor de las prostitutas[37]
(Welzer-Lang & Schutz Samson, 1999: 59). Esto permitiría inferir, en una
primera aproximación, que cuando más acepta una mujer los roles
tradicionales, más afectada se ve por los prejuicios contra las trabajadoras
sexuales y más impulsada se siente a tomar distancia de ellas, mientras que
cuanto más se separa de los controles sociales de la sexualidad femenina,
más libre se siente de mostrar solidaridad de género prescindiendo de las
categorías discriminadoras.

Cómo afecta la estigmatización a las trabajadoras


sexuales

Porque mudan los nombres; mas las cosas Eternas, ni se


mudan ni se cambian.
(Rosalía de Castro, 1997: 103)
Si bien la principal función de la estigmatización de las trabajadoras
sexuales consiste en controlar a las mujeres no prostitutas, romper la
solidaridad de género y aislar a las prostitutas, con lo que se genera una
burbuja de trabajo sexual poco comunicada con el resto de la sociedad, no
cabe duda de que algunas de las funciones de la estigmatización son
inherentes a ese mundo, es decir, tienden a mantener a las mujeres que han
entrado en ella dentro de la burbuja. Ya hay documentos referentes al siglo
XVI en Francia (Flandrin, 1981), que muestran que hacer pública la pérdida
de la «virtud» de una mujer —aunque esa pérdida hubiera sido involuntaria
y causada por una violación— obligaba a la víctima a dedicarse a la
prostitución, puesto que no era admitida en ningún tipo de trabajo
«honrado», se les negaban la solidaridad y el apoyo social[38], y no se la
consideraba apta para el matrimonio. En la actualidad pueden verse
situaciones semejantes en sociedades tradicionales, donde se controla la
virginidad de las mujeres y se defiende el «honor» familiar, expulsando o
castigando a las transgresoras. Algunas investigaciones (Ayache)[39] señalan
situaciones de este tipo en las sociedades musulmanas norteafricanas.
También se dan casos en la etnia gitana.
Así la existencia de barreras entre prostitutas y «mujeres decentes» y la
estigmatización de las primeras hacía que los casos de conductas ambiguas
o dudosas (muchachas que no podían demostrar su virginidad, madres
solteras, mujeres repudiadas o divorciadas) fueran automáticamente
asignadas al campo del trabajo sexual, y que objetivamente se les
presionara para entrar en él, por denegación de otras posibilidades. El
estigma se constituye en una de las puertas de entrada a este oficio. Pero
una vez dentro, el estigma continúa actuando, asegurando que la mujer que
ha comenzado esta carrera permanezca en ella. Controles formales, como
los registros de prostitutas, han impedido en muchas épocas que las mujeres
registradas pudieran optar a otras actividades. Pero estos registros eran solo
la materialización burocrática de una idea muy arraigada en la sociedad,
según la cual la prostitución no es algo que se hace, sino que expresa o
materializa, algo que se es.
Este determinismo, que asigna una base biológica a conductas
puntuales, en realidad condicionadas social y económicamente, suele
funcionar en el caso de los distintos estigmas, y toma diversas formas,
desde las interpretaciones populares a las racionalizaciones
pseudocientíficas. A partir de esta base, la opción de la movilidad laboral,
frecuente en el caso de otros trabajos desagradables, se ve dificultada por
una idea según la cual habría que reeducar a las trabajadoras sexuales o
rehabilitarlas, antes de que pudieran desempeñar otras tareas.
También funciona el prejuicio asignando un futuro penoso a las
trabajadoras sexuales. Como vimos en el punto 2b, la amenaza de la
soledad y el desamparo planea en el imaginario social sobre las prostitutas
que han dejado atrás la juventud. Esta creencia no tiene en cuenta que el
problema de la pobreza y el abandono afecta a muchísimas mujeres, la
mayoría de las cuales han dedicado su vida a las tareas del hogar.
El estigma funciona a varios niveles, e incluye mecanismos de control
por parte de los miembros del grupo familiar de cada mujer. Ya señalé que
para los hombres el insulto mayor no se refiere a su propia conducta (real o
asignada) sino a la conducta de su madre. Esto se relaciona con la
identificación de la que hablábamos en el capítulo dos de la buena mujer
con la madre, lo que hace que la «mala mujer», es decir, la que no cumple
los mandatos sociales, sea vista como «mala madre» y como persona
aberrante. Como señala Cassino, en una tesis pionera sobre el tema de la
prostitución en Argentina:

La madre anula a la mujer, transformando la maternidad


en lo esencialmente femenino. Pero no se trata solo de ser
madre sino, además, una «buena madre», ya que de esta
manera no se corre el riesgo de ser degradada, como la
prostituta: su contrapartida erótica, la otra cara de la moneda.
Para la cultura occidental entonces, las alternativas para una
mujer son buena o mala madre, pero siempre cumplir la
función de madre. Para cualquier mujer ser vista como
prostituta significa una grave ofensa tanto como lo es para su
descendencia ser llamado «hijo de mala madre», equivalente a
hijo de puta (Cassino, 1990: 34).

Esto se explica porque en sociedades patrilineales como son las


occidentales, el apellido, el rol social, el estatus económico y el prestigio se
transmiten preferentemente por línea masculina, y esta solo puede
asegurarse mediante el control sexual de las mujeres. Así, poner en duda la
continencia sexual de la madre es cuestionar la paternidad y dejar al
hombre/hijo sin lugar reconocido en el mundo. De este modo ha podido
decirse que «la pureza de la madre es el sueño del hijo» (Laurenzi, 1995:
61, citando a María Zambrano). Como además la inseguridad sobre los
orígenes se refuerza socialmente con el estigma, se logra que los hijos se
transformen en guardianes y a veces carceleros de sus madres[40]. Este
aspecto de la estigmatización, por otra parte, actúa sobre las mismas
trabajadoras sexuales, que suelen tener dificultades para lograr el apoyo de
sus hijos, o incluso para informarles de su trabajo.
Con relación a las hijas, el estigma funciona de forma diferente,
haciendo que estas resulten contaminadas por continuidad. Las mujeres
entonces suelen sentirse avergonzadas de la «mala conducta» de sus madres
y esconderla. Precisamente uno de los resultados positivos que tienen los
trabajos que cuestionan la estigmatización es que, a través de ellos, algunas
mujeres pueden recuperar la imagen materna desvalorizada y reconciliarse
con ella, como nos han comentado algunas asistentes a cursos o jomadas
sobre el tema.
Es necesario agregar que la función controladora de los hijos,
principalmente los varones, sobre las madres, es un fenómeno generalizado.
Ya lo consignaba la escritora chiapaneca Rosario Castellano en
Autorretrato:

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño que un día


se erigirá en juez inapelable y que acaso además ejerza de
verdugo. Mientras tanto lo amo.
(Poniatowska, 2000: 124).

El debate de la prostitución: reglamentar, abolir o


legalizar

Una fuerte campaña abolicionista iniciada en los primeros meses de 2003


en todo el Estado español, acompañada de la movilización de algunas
asociaciones de vecinos que pedían la erradicación de la prostitución
callejera y de medidas de represión contra las trabajadoras sexuales
(detenciones, cierre de sus lugares de trabajo, interrogatorios a los clientes),
generaron alarma entre las mujeres que se dedican a esta actividad, que
veían peligrar sus fuentes de ingresos y aumentar su vulnerabilidad social.
A partir de esta situación se constituyó en Barcelona una reunión de
asociaciones para seguir el proceso y prestar apoyo legal a las afectadas, la
«Plataforma comunitaria: trabajo sexual y convivencia» formada por LICIT,
Àmbit Dona, las Oblatas, la Asociación de vecinos Ponent y el grupo
Genera, así como por Los verdes y más y Comisiones Obreras. Para
clarificar los objetivos de la plataforma y brindar información a la opinión
pública se redactó y publicó el siguiente documento[41]:

En los últimos meses está tomando especial virulencia en


todo el Estado el debate en tomo a cuál es la posición legal
más conveniente para acercarse al tema de la prostitución. Las
posturas que más se dejan oír son la reglamentarista,
representada por la propuesta de Anela y la legislación de la
Generalitat, y la abolicionista representada por algunas
asociaciones feministas con el apoyo de sectores de partidos
políticos de izquierda.

La posición reglamentarista recoge y actualiza la antigua


legislación de los burdeles. Parte del supuesto de que la
prostitución es un mal necesario y que hay que garantizar a
los clientes sexo seguro (controlado por médicos con la
colaboración de los dueños de los locales de alterne) que las
prostitutas deben estar registradas y que hay que erradicar la
prostitución callejera. Este sistema, justamente denunciado
porque coarta la libertad de las trabajadoras sexuales, da lugar
a toda clase de abusos contra ellas, y ni siquiera logra la
seguridad que ofrece, ya que el único sexo seguro es el que se
realiza con preservativo, y la cartilla sanitaria da una falsa
seguridad que se transforma en mayor demanda de sexo sin
condón. Hay que recordar también que este sistema estuvo en
vigencia desde fines del siglo XIX y se mostró particularmente
ineficaz y muy estigmatizante para las trabajadoras.
En el segundo caso, el abolicionista, se parte de un
supuesto moral general según el cual la prostitución es una
actividad degradante que implica enajenación por parte de las
trabajadoras y depravación de los clientes. El objetivo es
erradicarla. Esta posición no solo muestra una visión utópica
y moralista del problema, que no ha resultado efectiva en
ninguno de los casos en que ha intentado aplicarse, sino que
omite el análisis de las bases económicas de la opción por la
prostitución. Las mujeres no suelen dedicarse a esta tarea
porque les agrade, ni porque estén presionadas o amenazadas
físicamente, sino simplemente porque no tienen a su
disposición otras actividades que les resulten más
convenientes, desde el punto de vista de la relación
ingresos/tiempo de trabajo. Además, suele ser la opción
preferente para personas que tienen problemas de papeles
(inmigrantes sin permiso de residencia) o necesidades
económicas abultadas.

En ambos casos hay una desvalorización de las


trabajadoras sexuales. Los reglamentaristas toman en cuenta
solo las necesidades de los clientes y controlan, explotan y
encierran a las prostitutas, mientras que las personas y
organizaciones abolicionistas menosprecian la capacidad de
las mujeres de generar propuestas autónomas y las ven como
víctimas perpetuas, siempre engañadas e incapaces de
proyectos propios. Su propuesta funciona además como
profecía autocumplida, porque al considerar toda la
prostitución como forzada, dificulta la tarea de captar y
erradicar los casos en que realmente las trabajadoras sexuales
han sido víctimas de algún delito o han padecido algún tipo de
violencia.

Las organizaciones de trabajadoras sexuales y los grupos


de investigación o de apoyo que conviven con ellas, así como
algunos partidos políticos (como Esquerra Republicana, Los
Verdes y más y sectores de otros partidos de izquierda)
sectores progresistas dentro del feminismo y los sindicatos
mayoritarios suelen optar por la opción de la legalización.
Esta puede tomar la forma de despenalización (que es la
situación actual en España) en que simplemente se consigna
que el trabajo sexual no es delito. Algunas trabajadoras
sexuales como las italianas lideradas por Carla Corso y Pia
Covre, creen que dados los riesgos de recaer en el
reglamentarismo o en el prohibicionismo (consecuencia
última del abolicionismo) esta opción es la deseable, sobre
todo si se acompaña con una legalización social, es decir con
un reconocimiento, por parte de la sociedad, de las
características de actividad laboral normal de la prostitución,
aunque no esté regularizada por la ley. Este nivel de
aceptación posibilita a las trabajadoras sexuales mejorar su
autoestima, les permite recurrir a los tribunales en caso de
agresiones, pero las deja indefensas ante los abusos patronales
en términos de horarios de trabajo, condiciones laborales, etc.

Pasar de la despenalización a la legalización sin caer en él


reglamentarismo, supone tomar en cuenta la perspectiva y las
demandas de las trabajadoras sexuales. En primer lugar,
conseguir para ellas que puedan aportar a la seguridad social
desde rótulos no estigmatizadores, para que su paso por la
prostitución (que puede ser esporádico) no las estigmatice y
les impida movilidad laboral. Además, implica reconocer la
prostitución callejera como una actividad legítima, que no
debe estar en la mira de autoridades municipales o
asociaciones de vecinos. Sanear los barrios significa brindar
mejor infraestructura y acabar con la delincuencia, el ruido y
la suciedad, y de ninguno de esos problemas son responsables
las trabajadoras sexuales. Por último significa que los
sindicatos se comprometan a negociar con la patronal de las
casas de alterne un convenio laboral marco, que como en el
caso de cualquier otra actividad, impida los abusos y
salvaguarde la autonomía de las trabajadoras. Algunos de los
sindicatos principales ya están en esa tarea y han trabajado en
el borrador teniendo en cuenta las demandas de las prostitutas.

La prostitución es una actividad económica con la que se


ganan la vida miles de personas, en su mayoría mujeres, en
todo el mundo. Acercarse al tema sin tener en cuenta sus
opiniones y sin tener claras cuáles serían las posibilidades
laborales alternativas, lejos de ayudarlas les genera
problemas. Intentar «salvar» a las personas sin su
consentimiento puede ser una posición bien intencionada,
pero no es una forma eficaz de encarar la situación (LICIT 29
de abril de 2003).

Esta propuesta va en la línea de algunas iniciativas legales tomadas en


distintos países en los últimos años, así en Alemania, por iniciativa del
Partido Verde, se aprobó el 20 de diciembre de 2001 (y entró en vigor el 1
de enero de 2002) una «Ley para la regulación de la situación jurídica de las
prostitutas» que toma exigiole el pago por la prestación de servicios de
carácter sexual, estableciendo que el pago también se refiere al tiempo en
que la persona permaneció disponible para tal servicio, y que solo puede ser
exigido por la persona que haya prestado el servicio o haya estado
disponible para prestarlo. Esta ley suprime del código penal el delito de
favorecer la prostitución, y el de trata en su sentido restringido de captación
de personas para el trabajo sexual, considerando que el delito es en este
caso más amplio y se refiere a la privación de libertad y estafa, y que no se
correlaciona directamente con el trabajo sexual. Anteriormente habían
promulgado legislación en ese sentido Dinamarca y Holanda. En 2002, un
diputado brasileño, Fernando Gabeira, presentó, para la discusión en su
país, un proyecto de ley que recoge casi textualmente la propuesta germana.
Desde mediados de 2003 se han publicado en diversos periódicos
algunos artículos en el mismo sentido, como el firmado por Juan Alberto
Belloch en La Razón (20-8-03) en el que propone reconocer tres situaciones
que requieren trato diferenciado: «La prostitución de menores o deficientes
adscrita al área del derecho penal y en la que cualquier esfuerzo para atajar
de raíz el fenómeno debe ser incentivado y aplaudido. La prostitución de
personas adultas “libres” que es preciso, sin más dilaciones, regular. Y
finalmente, la prostitución de personas adultas que la ejercen por violencia,
intimidación, engaño o especial situación de vulnerabilidad, situación esta
en la que se hace imprescindible que de verdad se hagan cumplir los
criterios del Código Penal de 1995… y se complementen tales normas con
verdaderas políticas sociales que devuelvan a las personas afectadas su
capacidad, siempre relativa, de elegir».
Estas propuestas resultan mucho más matizadas y elaboradas que las del
abolicionismo clásico[42], que no establece ninguna diferenciación y para la
cual toda prostitución es forzada, pues incluso aquellas personas que creen
ejercerla libremente lo hacen desde una posición alienada. En algunos
artículos correspondientes a esta tendencia, como el de Plateau, se llega a
decir que no se deben atender las reivindicaciones laborales de las
prostitutas (ella se niega a denominarlas trabajadoras sexuales) porque no
cuestionan el modelo de opresión laboral, como si las reivindicaciones
laborales de las restantes trabajadoras (abogadas, maestras u obreras, por
ejemplo) sí lo hicieran (Plateau, 1994).
Ante estas simplificaciones del problema, algunas jóvenes feministas
han respondido utilizando la corrosiva arma del humor. Así, Lilitu,
Asamblea Feminista de Sevilla, parodia en un documento de septiembre
2003 el manifiesto abolicionista titulado «Aceptar la prostitución es
legitimar la violencia contra las mujeres», en un artículo del mismo formato
encabezado «Aceptar el matrimonio es legitimar la violencia contra las
mujeres» en el qué rebate con sarcasmo los argumentos abolicionistas
denunciando que los mayores índices de violencia y la mayor explotación
de la mujer se dan dentro de la familia, por lo que no tiene sentido tratar de
salvar a las que han elegido opciones distintas. Terminan proponiendo «La
apertura de un debate social en tomo al sexo, la sexualidad y el trabajo,
evitando reproducir los discursos victimistas-redentores que se han dado
históricamente y situando en primer plano los intereses, experiencias y la
voz de las/los protagonistas».

Los «no discursos» de los prejuicios


Marc Augé ha descrito los «no lugares» como aquellos que no tienen
significación por sí mismos, y que solo tienen sentido si se entienden como
preparación o paso a otros lugares (Augé, 1994). Mi propuesta de los «no
discursos» se refiere a un sentido más fuerte del concepto. No se trataría de
ámbitos de enlace entre las distintas prácticas discursivas, sino de lo no
dicho porque no puede decirse, aquello que no puede enunciarse porque
implica conflicto de valores o contradicciones en las prácticas. Se trata de
aquello que de decirse nos revelaría como lo que no queremos ser.
Los prejuicios forman parte de estos enunciados no enunciares. Actúan
como trasfondo de conductas concretas, pero no se desarrollan en discursos.
Más aún, es su ausencia en el discurso, o su negación explícita, lo que
señala su presencia. No hay persona racista o discriminadora que no niegue
enfáticamente esta asignación. Los discursos han aprendido a ser
«políticamente correctos», las conductas continúan siendo las que siempre
han sido. De algunos temas simplemente no se habla.
Pondré un ejemplo, que podría multiplicarse con muchos otros, extraído
de una reunión de mediación entre trabajadoras sexuales y asociaciones de
vecinos que habían pedido que se erradicara la prostitución callejera en el
Raval[43], en la que estos mecanismos podían detectarse claramente. Los
vecinos se quejaban de la delincuencia, el ruido, la venta de drogas y la
suciedad de su calle, y como única medida contra estos males negociaban
con el ayuntamiento el cierre de los meublés y pequeños hoteles donde
trabajan las prostitutas.
Cuando asistieron a la reunión y vieron que las trabajadoras sexuales
estaban apoyadas por distintas asociaciones de cooperación, se mostraron
incomodados. Cuando se les pidió que desglosasen sus quejas por apartados
para poder ver cuáles se relacionaban directa o indirectamente con el
trabajo sexual a fin de tratar de solucionar sus problemas por separado, se
negaron a hacerlo y decidieron abandonar la reunión.
Sin embargo, el discurso explícito no era discriminatorio. Ellos
reconocían que las trabajadoras sexuales no estaban relacionadas con la
delincuencia ni con la droga, y que estaban desde siempre en el barrio. Más
aún, señalaban que ellos no tenían prejuicios contra la prostitución y
reconocían su derecho a ganarse la vida. Pero detrás de este discurso
explícito estaba lo no dicho, lo no decible. Las prostitutas representaban en
su imaginario la suciedad, el vicio, la degradación (además de creer que
desvalorizaban sus propiedades). Para ellos, un barrio limpio no era
principalmente un barrio sin basura material, o sin la basura simbólica de la
delincuencia y la droga, era un barrio sin la presencia estigmatizada y
estigmatizante de las trabajadoras sexuales. Como esto no lo podían decir
sin confesar sus prejuicios, se retiraron.
En la sociedad tradicional, impregnada de moralismo judeo-cristiano,
con fuertes prejuicios contra toda forma de sexualidad no reproductiva[44] y
con ideas muy misóginas, las prostitutas se veían como la imagen misma de
la feminidad pecadora. El paso de las legitimaciones religiosas a las
racionales no significó una mejor conceptualización para las mujeres en
general —que siguieron desvalorizadas a través de argumentos
pseudocientíficos— y tampoco para este colectivo en particular. La
incipiente ciencia médica del siglo XIX y las elaboraciones jurídicas que la
acompañaron propusieron la prostitución como delito, apoyándose en la
teoría biológica de la degeneración y en la asignación a las trabajadoras
sexuales de taras congénitas[45]. El siglo XX ha visto un desplazamiento de
estas argumentaciones deterministas a otro conjunto de racionalizaciones de
la estigmatización que, por una torsión del lenguaje, han tomado
principalmente la forma de un discurso de defensa de la libertad y de los
derechos humanos[46]. Así la crítica al trabajo de las prostitutas se centra
ahora en señalar la falta de libertad que implica esta opción y la posibilidad
que tienen (que se presenta como evidente y generalizable) de estar
sometidas a presiones de terceros. Ya hemos señalado que esta
argumentación ha sido ampliamente compartida por partidos de izquierda,
que han visto en la existencia del trabajo sexual un elemento definitorio de
la burguesía (y un signo de su decadencia), y por importantes sectores del
movimiento feminista, que asignan a esta práctica elementos de
involuntariedad y de degradación de las mujeres. Así la utilización de las
grandes palabras como libertad y dignidad permite soslayar los aspectos
económicos y sociales del problema y, apoyándose en las situaciones reales
de explotación e indefensión, extender a todo el colectivo de trabajadoras
sexuales esta tipificación, lo que permite también eludir el reconocimiento
de que es la prostitución misma la que molesta. El análisis de los problemas
reales queda entonces reemplazado por rotulaciones abstractas, con lo que
objetivamente mantienen la estigmatización.

El problema de la libertad de elección

No se es libre si se ha de representar algo en la sociedad


burguesa: esposa, mujer de un funcionario, etc.… La
estupidez, la vacuidad, la pedantería, la santurronería, eso es
lo que impera… todos creen que opino igual que ellos: ¡Ay!
¡Y la verdad es que opino… como yo!
(Rahel Varnhagen, junio de 1826 [Arendt, 2000: 376])

La crítica más frecuente que se hace desde buena parte del feminismo al
trabajo sexual es que implica una negación de la libertad de la mujer, dado
que nadie podría asumir una actividad tan estigmatizada por libre opción.
Esta posición es compartida por investigadoras feministas de gran
prestigio, como es el caso de Lagarde, pero que no han trabajado
específicamente este tema. Así, en una publicación reciente se mezcla el
problema de las niñas de la calle y la prostitución, identificando
prostitución con violencia sexual y esta con falta de autonomía. «Por
definición las mujeres que ejercen la prostitución no son autónomas. Por
definición son cuerpo objeto para el placer de otros. Su cuerpo subjetivo, su
persona, está cosificada y no hay un “yo” en el centro. En esta situación no
existe la posibilidad de construir una persona que se autodefine, que se
autolimita, que se protege y desarrolla a sí misma. Aun cuando pueden ser
independientes económicamente y hasta mantener hijos, maridos, amantes».
A continuación extiende la alienación a la madre de diez hijos, con lo que
demuestra que la que critica no es una alienación exclusiva de este tipo de
actividad, y concluye: «La autoestima de las mujeres se apoya
profundamente en la estima de los otros y acaba siendo una reacción a la
estima de los otros» (Lagarde, 2000: 55). Este tipo de aproximaciones
implica varios problemas, los que se producen cuando se identifica
prostitución infantil con prostitución voluntaria de mujeres adultas,
identifica cuerpo con persona, mientras que las trabajadoras sexuales
diferencian claramente que ellas realizan una representación teatral, que no
las involucra en tanto que personas. Por otra parte, la enajenación corporal
es propia de cualquier trabajo en que se vende nuestro esfuerzo. El hecho de
que los clientes consideren a las trabajadoras sexuales objeto de su placer,
no difiere de la consideración que realizan los usuarios de cualquier servicio
(también proporcionan placer los masajes, o la peluquera, o los
restaurantes) y no tiene por qué transformarse en una cosificación
interiorizada como tal; afortunadamente la misma Lagarde da la clave para
superar este planteamiento en su conclusión. La autoestima depende en gran
medida de la mirada externa, y la estigmatización extrema es un fuerte
obstáculo para construirla. Si esto es así, lo que corresponde en términos de
sororidad feminista es luchar contra la estigmatización que padecen las
trabajadoras sexuales y brindarles apoyo para que puedan construir en
mejores condiciones su autonomía y autoestima.
La idea del trabajo sexual como enajenación la subrayan otras autoras
usando expresiones como «trata de mujeres» y «esclavitud sexual», pero el
problema está lejos de resultar tan claro como esta terminología parece
suponer. Detrás está la consideración de qué es lo que se entiende por
libertad de elección y cuáles son los límites históricos y sociales de esta
libertad para cada género.
Según Hannah Arendt, los antiguos griegos consideraban que solo
puede ser libre el ciudadano «pater familia», el que por ser dueño de tierras,
esclavos y servicio doméstico no tiene que dedicar su tiempo y esfuerzo a
satisfacer sus necesidades materiales. Él (y en este caso el uso del
masculino no es casual, sino que subraya la división sexual del trabajo) es
el que puede pasar del ámbito de las decisiones determinadas externamente
al reino de la libertad, entendida como la posibilidad de definir y llevar a la
práctica autónomamente sus objetivos (Arendt, 1993).
¿Quiénes en el mundo moderno están en esa situación? Y aunque
algunas personas lo estén ¿cuál es la legitimidad de este «ser» apoyado en
el «no ser» forzoso de los otros? Además, desde una perspectiva de género,
esta concepción que legitimaba histórica y puntualmente la esclavitud, ya
que el prisionero solo era esclavo porque había aceptado la servidumbre en
lugar de la muerte, esencializaba la imposibilidad femenina de existencia
autónoma, porque era su dedicación a las tareas de subsistencia,
consideradas parte de su naturaleza misma, la que garantizaba al hombre su
propia autonomía. De este modo la «libertad de elección» nunca se
consideró que formara parte de las características del rol femenino, atado al
carro de la satisfacción de las necesidades vitales (la «labor» en
terminología de Arendt). La labor se distingue del trabajo, en tanto que
consume de inmediato sus productos y no da base a la acumulación.
Mientras que el objetivo último de la labor es asegurar la continuidad del
ciclo vital (como tal a-histórico), el trabajo construye objetos más duraderos
que al acumularse producen cambios no reversibles, es decir, procesos
históricos.
En dos mil años han cambiado bastante las valorizaciones, y aunque la
ética puritana recupera el trabajo (el asignado al hombre) como ámbito de
autorrealización, es evidente que la tarea satisfactoria y que permite
desarrollo personal sigue limitada a unas pocas actividades creativas y más
o menos autónomas, mientras que la mayor parte del trabajo implica
condiciones penosas, horarios largos, salarios escasos y relaciones laborales
insatisfactorias. Hasta el punto de que Arendt concluye que lo que ha
sucedido es que en vez de extenderse a la «labor» las condiciones de
relativa autonomía del «trabajo» se han extendido a este las servidumbres
de la primera. Esto es especialmente cierto para los trabajos a los que tienen
acceso las mujeres (fundamentalmente las de los sectores populares y las
inmigrantes). Servicio doméstico como internas o por horas, cuidado de
criaturas, personas ancianas o enfermas, trabajo rural en invernaderos o en
recogida de frutas, confección, hostelería, limpieza de oficinas, etc.,
ninguna de estas posibilidades laborales son libres en el sentido de que
podrían ser elegidas como elemento de autorrealización aun si no hubiera
necesidades económicas de por medio. En este contexto, puede considerarse
a la prostitución simplemente como una opción más[47], dentro de ese
abanico de posibilidades poco satisfactorias que abarca desde los trabajos
gratuitos y obligatorios del «matemaje» y las «labores» domésticas
tradicionales a los trabajos poco remunerados y reconocidos. Con la
característica, específica para el trabajo sexual, de estar peor visto y mejor
pagado. También, y este es un dato para hacernos reflexionar, con el
agregado de que es el único de los trabajos «tradicionales femeninos» en
que los hombres compiten de una manera importante[48]. Sin embargo, esta
situación no lleva a hablar de «esclavitud sexual masculina», de la «trata de
hombres» o de la «degradación de los hombres». Toda la ira social y su
contrapartida, la vocación salvadora, se dirige a concienciar a las mujeres
para salvarlas de la opción más rentable de las que tienen a su alcance.
Es evidente que, como en el caso de las restantes labores y trabajos, no
se trata de una opción libre, dado que se realiza para satisfacer necesidades
económicas, pero tampoco suele ser una opción sobredeterminada
externamente, porque normalmente la mujer tiene otras opciones
alternativas. No hay que confundir, por otra parte, la existencia del trabajo
con las condiciones concretas en que se realiza. Al reunir rentabilidad y
estigmatización, esta actividad implica riesgos específicos. En la medida en
que es la opción que genera mayores beneficios económicos de las que
están al alcance de personas con poca formación profesional, y dado que la
estigmatización social y a menudo la falta de protección legal aísla a estas
trabajadoras, las hace susceptibles de atraer la atención de aprovechados y
parásitos.

¿El cliente siempre tiene razón?

La muchacha me pidió que le pagara, de la misma manera que


el yin o que la hechicera del bosque (piden pago por sus
prodigios) y si yo le daba veinte francos, tal vez quedara a
salvo dentro del círculo mágico de su libertad. Era yo quien
estaba fuera de situación… como atormentado por el peso de
la vida real…
(Blixen, 1999: 82)

En una sociedad como la nuestra, la identidad socialmente aceptada está


ligada al reconocimiento en cada persona adulta de la condición de
trabajadora. Para las muchachas que trabajan en la calle, esto parece una
reivindicación a muy largo término como se desprende de algunas
entrevistas:

Huy, anda que no queda para eso… ¿que nos reconozcan


como otras trabajadoras?… eso a lo mejor lo verán las
próximas generaciones, para nosotras no creo que cambien las
cosas… (R. entrevistada por Sanromá, mayo de 2001).

Al soslayar las motivaciones económicas de la prostitución y apartarla del


campo de los trabajos reconocidos como tales, se dificulta la autoestima de
estas mujeres, pues en la sociedad capitalista el autoaprecio va ligado a la
condición de trabajador / trabajadora, al mismo tiempo que se obstaculiza
su capacidad de negociación con respecto a los clientes. Según testimonios
recogidos por las investigadoras de LICIT en Barcelona, la policía suele
abstenerse de atender las quejas de las prostitutas cuando los clientes las
maltratan o estafan, porque «no se trata de un trabajo reconocido», en
cambio escuchan siempre las demandas de estos cuando las acusan de robo
o incluso cuando quedan insatisfechos con un servicio. El hecho de que las
prostitutas «no sean creíbles» socialmente y de que se desvaloricen sus
testimonios, funciona objetivamente como una garantía de impunidad para
cualquiera que las agreda y como salvaguarda para los clientes, a los que sí
se les otorga el derecho de hablar y denunciar. Así, otra función social del
estigma consiste en aumentar el poder de los clientes en su trato con las
trabajadoras sexuales y garantizar su impunidad en caso de conflicto.
Este problema es muy general. En EE. UU. Heidi Fleiss, que fue
madama en Beverly Hills, comenta:

Las leyes suelen ser redactadas por y para hombres. He


estado fuera del negocio diez años, pero todavía escucho
historias de hombres que golpean a las mujeres y se van sin
pagar, o que les hacen un cheque y después bloquean el pago.
Es escandaloso. Estamos hablando de una mujer que ha
invertido toda su habilidad en prestar un servicio y para entera
satisfacción de su cliente. Pero a ese cliente no le sucederá
nada, porque sabe que nadie lo acusará por negarse a dar
dinero a cambio de sexo. En esos casos siempre persiguen a
las mujeres, no a los hombres (publicado en Página 12, 31-8-
03).

La situación se repite en distintas partes del mundo, con diferentes sistemas


políticos. Holgado me relata que en una visita a Cuba (septiembre 2003) las
«jineteras» se quejaban de que a ellas les imponían arrestos de hasta dos
meses si las encontraban ejerciendo la prostitución, mientras que los
mismos policías que las detenían se disculpaban con los clientes por las
molestias que les ocasionaban.
Este incremento del poder de los no estigmatizados, con respecto a las
víctimas del estigma, es también aprovechado por otras personas que se
relacionan con las trabajadoras sexuales, alquilándoles los pisos a mayor
precio, obligándolas a pagar al contado productos que otras personas
obtienen a crédito y desvalorizando su testimonio en caso de cualquier
conflicto. En realidad, incluso algunas de las organizaciones que
tradicionalmente estaban destinadas a brindar apoyo a estas mujeres se
apoyan en su falta de reconocimiento social para desarrollar, respecto a
ellas, políticas asistencialistas o de reinserción, sin tener en cuenta sus
proyectos autónomos ni considerarlas como interlocutoras.

Las prostitutas musulmanas

En la historia de Jezabel, su cara pintada y sus cabellos


teñidos son los que acentúan, en los ambientes protestantes
puritanos, lo que representa exactamente una «Jezabel». Pero
aquí (Irán) no se pone el acento en los cosméticos y en la
tintura —porque todas las mujeres virtuosas se pintan la cara
o se hacen tatuajes y se aplican henna en el pelo—, sino en el
hecho de que Jezabel se asomara a la ventana: ¡un acto
decididamente impúdico!
(Christie Mallowan, 1987: 203)
Aunque, como puede verse en la cita de Agatha Christie, las diversas
culturas etiquetan como deshonestas a las mujeres a partir de conductas
diferentes, tanto cristianos como musulmanes están de acuerdo en la
condena moral del trabajo sexual. La prostitución es considerada en el
Islam fitna, que podría traducirse como desorden o pecado, y está
oficialmente prohibida y socialmente muy mal vista. Muchas de las
disposiciones religiosas que desde Occidente parecen más discriminatorias
contra las mujeres se legitiman, dentro de la umma (comunidad de los
creyentes), como prácticas que tienden a evitar la prostitución. Así, la
poligamia se justifica explicando que para una mujer que no consigue un
esposo es mejor incorporarse a un hogar ya constituido como segunda
esposa, que tener que dedicarse a la prostitución para ganarse el sustento.
También el enclaustramiento tiene ese sentido, ya que como constata
Dialmy:

Toda mujer, en el espacio público urbano es considerada


por el hombre árabe como accesible. La libertad del hombre
no se detiene donde comienza la libertad de la mujer, por falta
de una convicción individualista cívica (Dialmy, 1995:66).

Algunas prácticas, como el matrimonio temporal (por tiempo acordado y


con compensación económica), pueden considerarse simultáneamente como
prostitución encubierta o como refugio contra la prostitución, ya que no
tienen la fuerte connotación negativa que caracteriza la interpretación social
de esta última. Todas estas prácticas se basan en el supuesto del hombre
como proveedor y en la vocación «natural» de las mujeres hacia la vida
doméstica y subordinada.
Como señala Carmona, las relaciones sexuales definidas como ilícitas
(zina) se agrupan según su gravedad en dos bloques: las que se realizan
entre personas que bajo ninguna circunstancia podrían aspirar a casarse
entre ellas (algunos familiares, menores de 15 años, personas del mismo
sexo), en cuyo caso se consideran especialmente reprobables, y las que
afectan a personas que no tienen prohibido el matrimonio entre ellas. Estas
prácticas incluyen las relaciones prematrimoniales entre novios y la
prostitución, y tienen menos rechazo social. Esta apreciación se diferencia
de la actual en Occidente, que partiendo de una valoración que prioriza la
libertad individual acepta mejor las prácticas sexuales consideradas más
autónomamente decididas, como la homosexualidad, que aquellas en que
priman determinantes económicos como la prostitución. La sociedad
islámica se apoya fuertemente en el matrimonio y evalúa las faltas de
acuerdo con criterios familiares y no individuales. Lo peor considerado no
es lo que se cree que implica más riesgos para las personas, sino lo que se
coloca más lejos del modelo familiar (Carmona Benito, 2004: 61-63).
Pero elaboraciones tan rígidas como la musulmana sobre la conducta
deseable para las mujeres (que como hemos visto eran ampliamente
compartidas por la sociedad tradicional occidental) con sus códigos de
honor, sus controles de la virginidad y su rechazo a toda actividad femenina
que se aparte algo de las normas, no dejan margen para acomodamientos y
reajustes de las conductas, por lo que tienden a convertir en separación
definitiva de los modelos aceptados socialmente cualquier conducta que en
marcos menos represivos podría haber sido episódica. Además, si a esto se
agrega la idea de que son los hombres los que deben ser preparados para
ganarse la vida y el sustento de la familia, y se descuida la educación y la
capacitación laboral de las mujeres, sucede que ambas conductas sociales
confluyen para separar del cuerpo social a las infractoras (madres solteras,
repudiadas, no vírgenes) o incluso a huérfanas y viudas, y al mismo tiempo
limitar sus opciones de trabajo, lo que conduce a muchas de ellas al
ejercicio de la prostitución para poder ganarse la vida y como única opción
laboral posible. Además, todas ellas se sienten ya rechazadas y excluidas,
en medio de una tierra de nadie, donde la prostitución es solo un paso más,
y no implica el cambio abrupto de significación social que configura en
Occidente. Así Yakuta, en sus entrevistas a madres solteras y a prostitutas
musulmanas, las coloca en el mismo campo de mujeres estigmatizadas
(Said, 2004). A igual conclusión llegan Carmona en Casablanca y Evers
Rosander en Ceuta (Evers Rosander, 2004).
Pero aquí se da un fenómeno interesante. Si desde la comunidad esta
conducta se ve como definitivamente confirmante de la estigmatización, la
sensación que experimentan las trabajadoras sexuales, una vez asumidas
como tales, suele ser menos peyorativa. En algunos casos las prostitutas
musulmanas legitiman su opción porque la encuadran dentro del
cumplimiento de un deber más determinante, como es el de mantener a su
progenie. Así, en una entrevista reciente, una viuda marroquí, analfabeta,
con cinco hijos, me decía que consideraba legítima su opción por el trabajo
sexual porque le permitía cumplir su rol de madre, mientras que rechazaba
como pecaminosa la idea de tener un compañero sentimental o afectivo. En
otros casos, como en uno documentado por Carmona en Casablanca, la
trabajadora sexual considera conveniente mantener un valor altamente
apreciado por su sociedad, como la virginidad: «Todavía soy virgen, me
prostituyo haciendo prácticas de joven soltera: la felación y la
sodomización» (Carmona Benito, 2004: 158).
A veces, sin embargo, parecen predominar las sensaciones de alivio y
de revancha contra una sociedad que ven como demasiado restrictiva. Las
investigadoras de LICIT han recogido numerosos testimonios al respecto.
Una prostituta argelina, decía en 2001:

Yo era una esclava (cuando estaba casada con el hombre


que habían elegido sus padres). Ahora que gano mi propio
dinero me siento una persona y ahora mi familia me respeta
más y escucha mi opinión.

Este tipo de comentarios es bastante frecuente entre las inmigrantes, aunque


la sociedad islámica las estigmatice mucho. El problema es básicamente
social y no se les presenta como una opción que les obligue a abandonar su
fe, ya que «Alá es misericordioso» y en el Islam no está tan identificada la
idea de sexo con la noción de pecado como en Occidente.
Esta idea de la prostitución como refugio económico está bien
representada en la literatura escrita sobre el mundo musulmán. Las
novelistas que han tratado el tema suelen comparar favorablemente la
situación de las prostitutas con respecto a las mujeres casadas musulmanas,
pero hay que señalar que de las que analizo, una es europea (Eberhardt) y
otra (Houari) ha vivido muchos años en Europa.
El caso de Isabelle Eberhardt es muy interesante, porque a finales del
siglo XIX y principios del XX vivió en Argelia, hablaba árabe y conocía muy
bien las costumbres locales. Ella criticaba duramente el sistema colonial y
reivindicaba a los que se resisten, aun cuando sus prácticas no fueran
aceptadas socialmente. En uno de sus cuentos («Delincuentes», pág. 55)
apunta: «El delito es a menudo, sobre todo entre los humillados, un último
gesto de libertad». En sus relatos muestra simpatía por las prostitutas, a las
que sin embargo, de acuerdo a la óptica posromántica de su época, les
asigna finales trágicos. Algunos fragmentos de sus relatos describen bien
las motivaciones que podían llevar a una mujer musulmana a optar por una
vida al margen de las costumbres:

«No quiero volverme a casar. Quiero hacer todo lo que me


apetezca, ver lo que quiera e ir donde me plazca… No quiero
vivir más encerrada en una habitación estrecha, hilando lana.
¡Quiero ser amada, quiero tener dinero!» (dice una muchacha
que decide dedicarse a ese oficio). «¿Sabes que es un pecado
grave lo que quieres hacer?». Ella hizo un gesto resignado.
«¡Dios es clemente y perdona! No, decididamente no
renunciaría a ser cortesana» («Tesaadiz», págs. 168-69).

En algunos cuentos incluso les reconoce éxito en sus proyectos:

Ahora, ricas y adornadas con el producto de su rapacidad


de antaño, contemplan en paz el tornasolado panorama de la
gran ciudad… y sonríen… (Llanto de almendros, Eberhardt,
2000: 195).

La escritora marroquí residente en Bélgica, Leïla Houari, es aún más tajante


en su valoración positiva. Una de sus protagonistas cuenta su vida:

Siempre hice lo que quise… Las mujeres me señalaban


con el dedo… elegí el placer en esta vida y lo he pagado con
cien años de soledad y humillaciones, pero me da igual […]
He cargado con la reputación de mujer mala pero después era
yo quien elegía… Y eso te aseguro que es algo muy hermoso.
Una lástima que la gente aún no lo haya entendido así.
¿Comprendes, hija mía? He visto a hombres casados venir a
llorar sobre mi pecho, pero son unos hipócritas… No merecen
ser felices (Houari, 1999: 19 y 25).

Hay que señalar sin embargo que las escritoras musulmanas que continúan
viviendo en su país de origen, aún las más críticas, suelen ser cautas al tocar
el tema, y solo parecen insinuarlo como contrapartida implícita de las
penurias de las buenas y obedientes mujeres casadas, cuyo triste destino
lamentan. Así, Nawal Al-Sa’dawi, en el mismo libro de relatos en que
figura el de Houari, relata una historia que es la versión inversa de la
anterior. La escritora egipcia describe la vida penosa de una mujer
subordinada y maltratada por su padre, su madre y su esposo, que luego de
cumplir todas sus obligaciones en esta vida, no encuentra lugar ni siquiera
en el paraíso, que está pensado para goce de los hombres. El balance sobre
las posibilidades de logro personal de las mujeres que se mantienen dentro
de las normas es tan negativo que implícitamente podría considerarse una
invitación a romperlas (Al-Sa’dawi, 1999). Pero la sugestión es aún más
explícita porque la misma Al-Sa’dawi había dedicado su primera novela,
Mujer en punto cero, a contar la historia real de una trabajadora sexual
condenada a muerte por matar a un proxeneta, y allí no disimula su
admiración por la protagonista y la legitimidad que asigna a una opción
laboral que le permite independencia económica y autonomía de las
imposiciones familiares. La mujer juzgada dice:

¿Cuántos años de mi vida transcurrieron antes de que mi


cuerpo y mi persona llegaran a ser realmente míos, para
disponer de ellos a mi gusto?… A partir de aquel momento,
pude decidir qué quería comer, en qué casa prefería vivir,
pude rechazar al hombre que por cualquier motivo me
inspiraba repulsión y escoger aquel cuya compañía estaba
dispuesta a aceptar, aunque solo fuera porque iba limpio y con
las uñas bien cuidadas… Tenía 25 años cuando empecé a vivir
por primera vez en un departamento limpio de mi propiedad
(habla también de disponer de tiempo libre y de poder
comprar libros) (Al-Sa’dawi, 1994: 79-80).

Pero esta admiración-rechazo que se trasluce en los relatos, forma también


parte del imaginario cotidiano y se materializa, curiosamente, precisamente
en las ceremonias del matrimonio, punto clave del culto a la virginidad y de
interiorización del modelo de mujer virtuosa. Entre los magrebíes, en la
ceremonia de la alheña, ritual importante y significativo, la novia es tatuada
con henna en manos y pies por la Bent Tukhila (en cada región hay diversos
nombres) que realiza el teñido. Una investigadora de origen magrebí
puntualiza que la experta en este arte: «puede ser también cantante,
bailarina y peluquera. En general, a una madre le gusta confiar su hija a esta
persona… sirve de intermediaria para las invitaciones y regalos durante
todas las fiestas… también puede ser una prostituta: su dominio de la
gestualidad atrae a los hombres y procura así amor prolongado a la joven
novia» (Boukhobza, 1995). La autora apoya su testimonio de esa curiosa
costumbre, con citas de otras investigadoras como la poética de Ayat-Kfita
en su tesis de 1988 (pág. 188): «La novia debe hacerse maquillar, perfumar
y colocar alheña por la prostituta, pues esta tiene entre las cejas siete flores
mágicas que atraen al amor».
Así, transgredir los límites parece constituirse en una opción deseable
en sociedades diseñadas especialmente para mantenerlos. Jamal relata que
en algunas zonas musulmanas se recomienda a los niños y niñas evitar
sentarse en el umbral de una casa, pues los límites están habitados por
Satanás y los malos espíritus (Jamal, 2001: 172). La idea de los límites
como contaminantes ha sido bien analizada por los estructuralistas ingleses,
especialmente Mary Douglas. Suele establecerse una relación entre
transgredir los límites físicos (salir de la casa, asomarse a la ventana) y
transgredir los límites sociales (realizar conductas no aceptadas
socialmente) en ambos casos se afrontan riesgos, pero también se puede
acceder a puntos de vista diferentes (Douglas, 1973). Quizá sea
precisamente por eso por lo que Fátima Memissi tituló uno de sus
principales trabajos Sueños desde el umbral (Memissi, 1995) y también
explique la fascinación de algunas musulmanas por las prácticas prohibidas.
Mientras no cambien las posibilidades laborales de las mujeres en un
mundo donde casi todos los trabajos considerados femeninos mantienen a
las trabajadoras dentro de los límites de la pobreza, luchar por la
erradicación de la prostitución (única actividad rentable al alcance de
muchas mujeres) no solo es utópico, sino que puede aumentar la
vulnerabilidad de las trabajadoras sexuales. No ha resultado operativo en el
Islam (donde la prohibición religiosa y legal de la prostitución solo aumenta
la vulnerabilidad de las trabajadoras sexuales)[49] y no parece que en
nuestra propia sociedad pueda evitar que algunas mujeres consideren el
trabajo sexual como la solución y no la causa de sus problemas.
La construcción masculina de imaginarios de género

Porque las mujeres de Brasil se han olvidado de ser auténticas


mujeres… Nosotros nos presentamos como el modelo de
cómo queremos que las mujeres se comporten… Nuestro
bloco es una especie de escuela.
(Declaraciones de líder de una comparsa[bloco] de hombres
travestidos en el carnaval en Pernambuco[Scheper-Hugues,
1997: 472])

Hombres y mujeres se construyen como tales, socialmente, a partir de


modelos que se interiorizan a temprana edad como «naturales». Pero en la
medida en que las sociedades funcionan en medio de marcadas asimetrías
de poder, no tienen el mismo peso, ni la misma posibilidad de constituirse
en modelos hegemónicos los imaginarios generados desde distintos sectores
sociales. Así no tiene la misma aceptación y consideración de visión
«normal» la óptica masculina de las relaciones que la femenina.
Concuerdo con quienes puntualizan que hablar de hombres y mujeres en
general tiende a esencializar las conductas asignadas y negarles sus
características de concreciones históricas (Muniz Albuquerque, 2003), pero
también es cierto que estas categorías excluyentes se presentan no solo
como modelos de larga duración (y como tales tienen la capacidad de
generar conductas) sino también como si fueran la descripción objetiva de
la realidad, con lo que garantizan que las personas que quieran ser
consideradas «normales» se esfuercen en tratar de atenerse a ellos.
En la medida en que los hombres, en tanto que grupo, han ejercido y
ejercen de manera casi exclusiva el poder normativo dentro de nuestras
sociedades, los imaginarios que han construido sobre cómo son ellos, cómo
son las mujeres y qué tipo de relaciones deben establecerse entre ambos
grupos, han tenido y tienen enorme influencia en la determinación de las
conductas y los roles de género y en su valoración.
Podemos rastrear los orígenes de estos modelos muy temprano en la
historia occidental; para algunos autores y autoras la misoginia actual
proviene de fuentes griegas. A efectos de nuestro análisis es suficiente
constatar que en la época de los Padres de la Iglesia estaba bien asentada y
generó un corpus teórico, mantenido en el tiempo y aplicado por la Iglesia,
de enorme influencia como modelo social. Los Padres de la Iglesia
rechazaban toda sexualidad a partir de la idea de que las mujeres eran
impuras por naturaleza, y que su contacto era al menos potencialmente
contaminante. Su posición extrema se incluía en una perspectiva
originariamente apocalíptica de fin del mundo próximo (Malone, 2000),
pero en la práctica requirió compromisos que no pusieron en
cuestionamiento el modelo de la necesaria superioridad masculina (la
Iglesia Católica lo mantiene actualmente en el aspecto ritual, por lo que
prohíbe el sacerdocio femenino) ya que permitían el mantenimiento de la
procreación a través de la institucionalización del matrimonio patriarcal,
mientras que la sexualidad no reproductiva se disociaba del matrimonio, se
estigmatizaba como pecado y se asignaba a una categoría diferente de
mujeres (Tabet, 1998).
El modelo de la dominación masculina sobre la mujer se desarrolló así
hasta una época próxima en dos ámbitos (Gráfico 5): en un extremo, el
ámbito familiar en que se da la dominación real del hombre sobre la mujer,
materializada en derecho a su trabajo gratuito y al dominio exclusivo de su
sexualidad, patria potestad sobre los hijos e hijas, control de la fidelidad
femenina, pérdida de la identidad de la mujer (llevar el apellido del esposo),
de la autonomía económica (el marido como administrador) y del espacio
disponible (reclusión doméstica). Esta dominación real se disfraza a través
de un reconocimiento simbólico de equivalencia. La mujer es ensalzada por
sus virtudes como madre y esposa y proclamada «reina del hogar».
En el otro extremo, el de la sexualidad no reproductiva concretada
principalmente en el trabajo sexual, las posiciones se invierten. Grafton nos
relata la conflictiva relación de un joven con una muchacha que practicaba
libremente su sexualidad, de una forma considerada promiscua:

Corría el rumor de que era una chica fácil y acabó


convirtiéndose en una obsesión para todos… Me daba lástima
y al mismo tiempo me asustaba. Era inteligente, pero
necesitaba despertar el interés de los demás. Su actitud me
acobardaba, así que después me reunía con los amigos y
hablaba mal de ella… En realidad era una muchacha
agresiva…, insaciable, como suele decirse; pero no por deseo
sexual. Era…, no sé, desprecio a sí misma o necesidad de
dominar al otro. Como nos excitaba tanto, estábamos a su
merced. Creo que nos vengábamos no dándole lo que en el
fondo quería, respeto… Necesitaba gustar, que la trataran con
delicadeza. Pero nos limitábamos a reírnos a sus espaldas
(Grafton, 1992: 116-17).

El poder del hombre sobre la mujer se manifiesta en el campo simbólico


(lenguaje despectivo, desvalorización, estigmatización) mientras que en el
plano real se ve obligado a reconocer su dependencia, y en el caso de la
prostitución, negociar con la trabajadora sexual (lo que implica reconocerla
como interlocutora). El cliente no dispone más que del tiempo que ha
adquirido y no tiene derecho a exigir ni otros servicios que los acordados, ni
fidelidad, ni lealtad, ni trabajo gratuito.
La prostitución se transforma entonces en un lenguaje, un ámbito de
actuación simbólica en que los hombres juegan a ejercer abiertamente el
poder estigmatizador sobre unos sujetos construidos imaginariamente como
víctimas pasivas, precisamente para esconder que en la realidad están
menos sometidas al poder real masculino, que si jugaran el rol socialmente
asignado como favorable. Después de la negociación en que han tenido que
pactar, y el servicio acordado, el desprecio reestablece simbólicamente el
orden jerárquico. El desprecio no se manifiesta directamente sobre la
trabajadora sexual, sino en los comentarios en la rueda de amigos o en una
reafirmación solitaria y presumiblemente sin testigos. Dice una trabajadora
sexual[50]:

No me gusta ninguno de los clientes, ¡qué va!… Yo me he


fijado en una cosa: todos los hombres, todos, ¿eh?… Pero no
solo los que van conmigo, porque yo me he fijado en los que
van con las demás también, ¿eh? Todos. ¿Tú sabes lo primero
que hacen cuando salen del meublé? Escupir… O sea, van con
nosotras, ¿no? Y cuando salen, por la puerta del mueblé…
Escupitajo, todos ¿por qué? Porque les damos asco.

Ninguna otra de las entrevistadas habla en este sentido, por lo que es


posible que esta interpretación esté sesgada por la visión del mundo, muy
conservadora y tradicional de esta mujer, y por su sentimiento de culpa por
transgredir una norma que no se ha cuestionado. Pero marca la lógica de la
relación masculina con la prostitución, centrada en aceptar y desvalorizar, y
coincide con un refrán popular (también recogido por Isabel Holgado) que
dice: «Amor de puta y vino de frasco, a la noche gustosos y a la mañana
dan asco».
La imagen asignada a la prostituta es hiperfemenina (un cuerpo
anónimo e intercambiable, disponibilidad sexual y carencia de discurso
propio). Pero como las trabajadoras sexuales solo actúan muy parcialmente
en ese papel y además dejando constancia explícita de que se trata de una
actuación, los hombres consideran necesario instruirlas sobre cómo tienen
que «ser» (no «actuar»). La pornografía actual puede considerarse un
intento sistemático de generar modelos prostitutivos acordes con el
imaginario masculino. Este modelo incluye impureza asignada. Para
sentirse limpio el hombre que tiene deseos sexuales, que lee culturalmente
como «sucios», asigna esta condición a las mujeres que los satisfacen. La
pornografía subraya sistemáticamente el carácter de desviadas y viciosas,
contaminadas e impuras, de las mujeres que participan en el intercambio
sexual. La asignación de impureza congénita a la partenaire, es básica para
dejar a salvo la legitimidad de la superioridad masculina. Este modelo no es
asumido por las mujeres y se «enseña» a través de la producción masculina
de pornografía (donde las mujeres proclaman sus vicios, como en los avisos
pornográficos en que dicen «soy guarra, no lo puedo evitar»). El intento
aleccionador no es nuevo más que en las formas en que se difunde (internet,
vídeos), ya en las fiestas de carnaval tradicionales los hombres travestidos
intentaban al mismo tiempo parodiar y aleccionar a las mujeres sobre qué es
lo que ellos entendían por feminidad, como se ve en la nota del epígrafe
(Scheper-Hugues, 1997).
Dentro del mismo campo de la prostitución, la masculina[51] visualiza el
imaginario varonil sobre cómo deben ser las verdaderas mujeres, es decir,
las que ellos desearían y que les resultan mucho más atractivas que las
mujeres reales. Tacones, melenas rubias, caras pintadas, ropa estrecha e
insinuante, disponibilidad sexual; los travestís y los transexuales[52] pueden
leerse como actores del imaginario masculino de la feminidad y, desde ese
punto de vista, comparten más cosas de las que creen compartir con otros
representantes de su sexo de origen.
La función pedagógica sobre cómo se comportan las «buenas mujeres»
la realizan la Iglesia, la familia y en general todas las organizaciones de
control social. Pero ambos modelos no actúan separados sino
interrelacionados. Como señala Magli, el desborde iconográfico de las
representaciones de María Magdalena, la pecadora arrepentida, solo
superada en el arte cristiano por las representaciones de la Virgen María, se
debe a que representa a todas las mujeres, vistas como intrínsecamente
pecadoras, a las que se les asigna el rol de sacrificarse y anularse (Magli,
1993). Esta idea de la prostituta como paradigma de las mujeres está
recogida en el discurso misógino que dice que «todas las mujeres son
putas», pero también forma parte del imaginario abolicionista que señala
que «aceptar la prostitución es poner en venta a todas las mujeres».
Este imaginario que separa y clasifica lo hace desde una perspectiva
básica de intercambiabilidad dentro de las posiciones subordinadas, que
obliga a cada mujer a justificar ante la sociedad en qué punto del continuo
puede ser colocada. La actividad heterosexual, sirviendo de puente entre el
mundo masculino y el femenino, es al mismo tiempo el lugar del límite (y
por consiguiente del peligro) y de la definición de las posiciones. Por eso en
ese campo la ideología del dominio masculino considera indispensable
forzar la separación entre mujeres discriminadas de distintas maneras.
Desde el punto de vista feminista, la existencia de la prostitución
plantea varios difíciles problemas. Si, tal como vengo desarrollando, y
como denuncia Tabet, la sociedad patriarcal se reproduce dividiendo a las
mujeres entre las que dan hijos a los hombres (madres y esposas) y las que
les dan placer (mujeres públicas) (Tabet, 1998), podemos preguntamos si la
estrategia más eficaz de cuestionamiento pasa por luchar contra la
prostitución (que es lo que se ha propuesto con más frecuencia) o por el
contrario debe centrarse en luchar contra la estigmatización, es decir, contra
las murallas que dividen a las mujeres. La idea que está detrás de esta
última opción, bien defendida por Pheterson (Pheterson, 2000)[53], es que lo
que es funcional para el sistema es precisamente el estigma, que aísla y
debilita al colectivo de las trabajadoras sexuales, impidiéndoles
manifestarse y exponer sus problemas y reivindicaciones. Con su silencio,
socialmente construido, el colectivo de mujeres pierde la posibilidad de
tener acceso a unas experiencias y conocimientos fuera de la norma, y por
tanto potencialmente cuestionadores. En una época en que otros sectores
estigmatizados (homosexuales, enfermos de sida o psiquiátricos, algunas
minorías étnicas) están haciendo oír sus reivindicaciones y se reconoce, en
el plano teórico, el potencial cuestionador de los discursos generados desde
los márgenes del sistema social, el movimiento de mujeres puede
enriquecer la efectividad de sus demandas desarrollando alianzas con
aquellos sectores que de forma más virulenta y continuada han padecido el
escarnio social.
Comprender que este escarnio lo han sufrido las prostitutas en tanto que
mujeres y como parte de la estrategia de control de todas las mujeres, puede
ayudar a intentar anudar con ellas alianzas mutuamente provechosas. Como
señalan los documentos de la Librería de Mujeres de Milán:

La relación de la mujer con la otra mujer es lo no pensado


de la cultura humana. La práctica de las relaciones entre
mujeres es el instrumento femenino de la transformación del
mundo (Libreria delle donne, noviembre de 1986).

Bibliografía

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Capítulo 5

Aproximación metodológica

El tema de la marginación de algunos sectores de mujeres, y en especial el


ámbito de la prostitución, es como un campo minado para la investigación.
Los obstáculos se multiplican si las personas objeto de nuestro interés
teórico acumulan estigmatizaciones, como es el caso de las trabajadoras
sexuales mayores, adolescentes o inmigrantes. Por una parte está la
necesidad de superar la presión social de elaborar discursos victimistas; por
otra, la dificultad de establecer contacto con personas castigadas por la
sociedad y por los medios de comunicación. Como obstáculos agregados se
encuentran las dificultades de realizar una aproximación teórica desde una
perspectiva de género y la necesidad de superar los condicionantes
académicos, políticos o de clase, que pueden desvirtuar la investigación. Y
last but not least el requisito de analizar las propias motivaciones para
realizar el trabajo y el control de los elementos de militancia política o de
curiosidad morbosa que puedan haberse filtrado en las motivaciones
académicas.
Es entonces necesario justificar la pertinencia teórica de abordar tal
tema, al tiempo que resulta conveniente revisar el arsenal metodológico de
que se dispone y los objetivos de la investigación.
Una representante de las Oblatas[54] me transmitía, durante un seminario
sobre prostitución realizado en Pamplona en octubre de 2003, su
preocupación ante la posibilidad de que al dedicarnos a trabajar (con
acciones concretas y aportes teóricos) sobre este tema, lo estuviéramos
construyendo socialmente. Así, estaríamos generando el mismo gueto que
deseábamos combatir. Es un peligro real. Las personas que nos dedicamos a
la investigación creamos categorías conceptuales dentro de las cuales se
encasilla a la gente, independientemente de nuestra voluntad. Yo misma,
hace algunos años, abandoné una investigación sobre el rendimiento escolar
de los hijos e hijas de la migración latinoamericana, porque temí que mi
trabajo los transformara en objeto de una atención escolar especial que no
deseaban ni necesitaban. Pero en el caso de la prostitución las rotulaciones
son previas. Las trabajadoras sexuales están en la mira social y el trabajo
teórico puede contribuir a mejorar su imagen y por consiguiente a darles
mejores posibilidades de «empoderamiento». Este es al menos el objetivo
de las investigaciones sobre el tema de las que formo parte.

En cuanto a la metodología, la opción se ha decantado por el trabajo de


campo con observación participante y las historias de vida. Esta opción por
el análisis cualitativo sobre el cuantitativo se apoya en la idea de que
contactos puntuales y cuestionarios cerrados, como sería el caso de las
encuestas que se quisieran aplicar, no garantizarían en estos casos una
información fiable (Gráfico núm. 6). Además, nos ha parecido conveniente
utilizar la estrategia de investigación de la microhistoria indiciaría, que
permite sacar conclusiones de datos vagos o incompletos. Otras
investigaciones sobre el tema han recurrido a sistemas semejantes (Marín
Hernández, 2001).

Acercarse al tema del trabajo sexual[55]

Cuando a principios del año 2000 nos organizamos ocho mujeres (cinco
antropólogas, una socióloga, una psicóloga y una educadora social) como
grupo de investigación y cooperación para trabajar con inmigrantes
trabajadoras sexuales, no podíamos imaginar hasta qué punto este trabajo
iba a enriquecer nuestra experiencia profesional e iba a condicionar nuestra
visión de género y nuestra posición ante los problemas de convivencia. Es
bien sabido que el trabajo de campo mediante la observación participante es
siempre una «experiencia total» que cuestiona nuestros estereotipos previos,
pero esto resulta aún más significativo cuando el eje de nuestra atención se
centra en un colectivo caracterizado por altos niveles de estigmatización y
segregación social. Así, adentrarse en un mundo tan connotado
negativamente y considerado vedado para las mujeres no prostitutas
implicaba un desafío profesional y personal.
Lo que delimitaba nuestro campo de estudio no era el análisis de una
actividad específica, puesto que la multiplicidad de experiencias sexuales
está ampliamente extendida y reconocida en nuestra sociedad, ni de un
modo de relación particular, porque la compra y venta de servicios es
también una práctica común, valorada e incluso en incremento. Lo que
hacía especial el mundo en que entrábamos era la estigmatización que lo
acompañaba. Esto es tan definitorio del trabajo sexual, que algunas
investigadoras, como Pheterson, han llegado a la conclusión de que si se
elimina el estigma el problema de la prostitución desaparece (Pheterson,
2000). Esto implicaba que debíamos prestar especial atención a los modelos
de valoración social, lo que implicaba también la discusión teórica y el
análisis de los supuestos de los que partíamos.
La estigmatización puede interpretarse como un distorsionador
ideológico que impide captar la imagen real de la persona estigmatizada, en
tanto que persona, y que la coloca bajo un rótulo uniformizador en el que
sus características más rechazadas socialmente ocupan la totalidad del
campo identitario asignado. En el caso que nos ocupa, las mujeres que
trabajan en el campo de la sexualidad no son vistas como actuando
puntualmente en un campo laboral específico, sino que se interpreta que son
prostitutas, con la agravante de que el rótulo de esta actividad, a la que se le
asigna permanencia esencializada, se transforma al mismo tiempo, como
hemos visto, en el mayor insulto aplicable a cualquier mujer. Así, la primera
reivindicación de las trabajadoras sexuales es el respeto: «Queríamos el
respeto dedos dueños de los prostíbulos, de las autoridades, de la sociedad
en general, que nos respeten y nos vean como personas, como seres
humanos… queríamos que nos conozcan, porque éramos mujeres también,
pero con otro trabajo; que nos respeten como personas y como seres
humanos» (Asociación de Trabajadoras Autónomas, 2002: 31) decían las
trabajadoras sexuales de Ecuador cuando comenzaron a organizarse en
1982. Esta es también la reivindicación que con más frecuencia hemos
recogido en el trabajo de campo.
Desde la perspectiva de género se puede constatar que las barreras
sociales que la estigmatización levanta entre dos categorías de mujeres, las
buenas y las malas, además de configurar una imagen caricaturesca de las
trabajadoras sexuales, tiene como consecuencia quebrar la solidaridad entre
mujeres, y se transforma en una estrategia social para el control de todas las
mujeres. En un trabajo anterior (Juliano, 2002) he fundamentado
teóricamente este supuesto. Aquí interesa consignar que la idea que cada
sociedad tenga del trabajo sexual y las condiciones de vida que imponga a
estas trabajadoras configuran un observatorio privilegiado de las relaciones
de género, ya que permite entender el modelo a partir de sus límites. Al
respecto, las prostitutas suelen señalar las posibilidades que tienen desde su
trabajo para conocer el lado oscuro de la sociedad y los límites y
características de la construcción de la masculinidad. Desde esta
perspectiva, subrayan las ventajas que poner esa experiencia en común
podría representar para apoyar las reivindicaciones femeninas.
Pero no es este el único punto interesante para entrar en nuestro
universo de investigación. Es necesario tener en cuenta, además, que la
estigmatización de la prostitución es fundamentalmente una consecuencia
de la desvalorización ligada al género, ya que si bien en ese ámbito
profesional compiten también hombres, travestís y transexuales, lo cierto es
que el peso de las rotulaciones negativas caen especialmente sobre las
«putas», a las que se les asigna también en mayor medida que a ellos,
debilidad emocional, insuficiencia cultural y falta de proyectos propios.
Esclarecer estas conceptualizaciones obliga a discutir algunos supuestos
arraigados en ciertos sectores del feminismo, que para referirse a la
prostitución, hablan —sin matizar— de la esclavitud sexual femenina, y
que en el fondo reproducen prejuicios sociales sobre la incapacidad de las
mujeres de realizar opciones autónomas. Confundir todo tipo de trabajo
sexual con explotación esclavista parece ser también la tónica predominante
en los medios de comunicación, sobre todo cuando hablan del fenómeno
migratorio, e implica una confusión deliberada entre naturaleza del trabajo
(servicios sexuales) y las condiciones del trabajo (no
consentimiento/explotación) (Doc. de Cabiria, 2003).
Nuestro trabajo de campo nos ha mostrado una realidad mucho más
variada, en la que la explotación no está ausente (como no lo está en
ninguna otra esfera de la actividad humana) pero donde son frecuentes los
casos de opciones voluntarias por el trabajo sexual, considerado por sus
protagonistas como un ámbito laboral legítimo y una fuente de
independencia económica y por consiguiente de autoestima.
Pero el problema de las estigmatizaciones superpuestas sobre nuestro
campo de estudio es aún mayor, ya que si —como es nuestro caso— nos
centramos en tratar con inmigrantes, estamos haciendo referencia a un
colectivo específico al que se estigmatiza a través de una asignación
genérica de ilegalidad, y al que se agrupa conceptualmente con delincuentes
y terroristas (en los documentos europeos y en las noticias de los
periódicos) sea cual fuere la actividad a la que se dedican. Si, como sucede
con las prostitutas, a este modelo general se agrega la falta de
reconocimiento de su actividad como trabajo (lo que dificulta su
legalización y permiso de residencia) y la falta de solidaridad de sus
compatriotas, que nunca recogen dentro de las reivindicaciones de los
distintos colectivos de inmigrantes los problemas específicos de este
sector[56], podemos apreciar aún mejor las dificultades conceptuales y hasta
legales, que conlleva trabajar con inmigrantes trabajadoras sexuales.
Para este sector la sociedad presenta, en su cara más benevolente, una
imagen victimizada de engañadas y explotadas y en su rostro represivo un
tratamiento de expulsión. Sin embargo, la atención al tema resulta —
también en este caso— imposible de eludir, porque las inmigrantes están
ocupando crecientemente el ámbito del trabajo sexual, con más visibilidad
que las autóctonas, al menos en la prostitución callejera. En todos estos
ámbitos problemáticos y conflictivos, la posibilidad de contactos directos
permite desarrollar puntos de vista distantes de los estereotipos.
Un problema previo era centrar el objetivo de nuestra investigación que
debía incluir también ciertas contrapartidas para las trabajadoras sexuales.
A partir de investigaciones previas podíamos desechar como principales
problemas del sector el económico y el sanitario. Las prostitutas tienen un
nivel de ingresos medio superior al salario mínimo, y no son un colectivo
especialmente afectado por problemas de salud. Es, sin embargo, sobre
estas dos líneas donde se han centrado hasta la fecha las acciones
promovidas a su respecto, que son de marcado carácter asistencialista:
algunas campañas de capacitación y reinserción laboral y sobre todo
múltiples iniciativas de educación sanitaria y asistencia en programas de
salud, que globalmente y pese a la preocupación por las trabajadoras
sexuales de muchas de las organizaciones que reciben financiación, parecen
más pensados para proteger la salud de los clientes[57] que para solucionar
los problemas de las condiciones de vida de las mujeres implicadas. Pero el
gran déficit de este sector se centra en su estigmatización y segregación
social, lo que produce indefensión y vulnerabilidad. Como dice la portavoz
de las prostitutas inglesas Nina López Jones (James, 1985: 118):

La prostitución es una pequeña transgresión en el sentido


de que no hace daño a nadie… Después de todo nosotras no
vendemos el cuerpo de otras personas, sino nuestro propio
cuerpo, y por considerar este hecho como un gran delito
pagamos un precio muy muy elevado… sobre todo
transformarnos en excluidas sociales, lo que significa que
nadie quiere relacionarse con nosotras para no ser sancionado
también. Y este es un precio muy alto por una pequeña falta.
Un testimonio estremecedor respecto a la marginación social que se impone
a estas mujeres lo recoge Holgado en una entrevista en mayo de 2001,
cuando vuelve a encontrar una trabajadora sexual que había conocido pocos
días antes, se le acerca y conversan un rato y al despedirse, la muchacha la
abraza y le dice: «Adiós guapa. Gracias por saludarme». Derribar estas
barreras, conocer los mecanismos de estigmatización y recuperar el diálogo
con las prostitutas y su comunicación con los restantes colectivos de
mujeres, se convirtió así en el propósito principal de nuestra tarea.
La investigación llevaba, hasta el primero de mayo de 2001, 142 horas
de trabajo de campo y contactos realizados con ciento veintinueve
trabajadoras sexuales. De ellas treinta y cinco eran españolas[58] y dos
europeas comunitarias[59], había veinticuatro[60] nordafricanas, veintitrés[61]
subsaharianas, treinta y cinco[62] latinoamericanas, nueve[63] del Este y una
china. En todos los casos la relación se había establecido a partir de
informarles de los objetivos del estudio y estableciendo con ellas relaciones
de camaradería y mutuo respeto. Si bien uno de los objetivos iniciales era
transformar nuestro grupo en un equipo mixto, con participación de las
mismas trabajadoras sexuales, esto no se concretó en la práctica hasta el año
2002, con la incorporación al grupo de Blanca y Margarita (y más tarde
Carla), en medio de una reorganización general que nos llevó a trabajar con
mayor eficacia.
Las historias de vida, que formaban parte de nuestro proyecto desde el
comienzo, pero que se habían concretado en pocos casos, se materializaron
en el año 2003 como parte de un proyecto de investigación compartido con
la Universidad de Córdoba y dirigido por Anna Freixas. Se documentaron
25 trayectorias de vidas de mujeres, de más de 50 años, que se dedicaban (o
se hubieran dedicado en alguna época de su vida) al trabajo sexual.
También en 2003 comenzamos una investigación sobre la violencia que las
trabajadoras sexuales pueden sufrir en tanto tales. El proyecto está incluido
dentro del programa Daphne de la unión europea y toma en cuenta la
violencia simbólica y la institucional además de la violencia material.
El principal resultado de nuestro trabajo, hasta la fecha, ha sido cambiar
nuestro temor inicial de recibir cierto rechazo por parte de las trabajadoras,
por el convencimiento de que el contacto entre mujeres de ambos lados de
la barrera, no solo nos es necesario para entender mejor las construcciones
de género que regulan nuestra existencia, sino que forman parte también de
las necesidades de las trabajadoras sexuales, que frecuentemente se
encuentran con dificultades para mantener vínculos con la sociedad global
que no estén mediatizados por los clientes o las instituciones asistenciales.
Por otra parte, si bien ya nuestro punto de partida presuponía la
consideración de las trabajadoras sexuales como agentes sociales activas,
nuestro contacto con ellas nos ha permitido entrar en un mundo rico y
complejo, caracterizado por una visión crítica de las relaciones sociales
existentes, principalmente las de género. «Todas las mujeres deberían
dedicarse un año a la prostitución, así conocerían realmente cómo son los
hombres», decía F. a Sánchez (junio de 2000). También hemos encontrado
algo que las interpretaciones victimistas en boga tienden a minimizar, que
es la existencia en algunas integrantes de este colectivo de elevados niveles
de autoestima, manifestada en frases tan significativas como: «Yo trabajo
acostada, pero cobro de pie» (entrevista de N. hecha por Ayache, febrero de
2001), asentados en su capacidad para ganarse la vida, en su condición de
apoyo para sus familias lejanas y en su independencia económica y
afectiva.

Trayectorias de vida de prostitutas mayores

Descubrí que las historias que algunos cuentan de su infancia


rara vez se pueden creer. Alguna gente aporta demasiadas
victorias o placeres pasados para consolarse, y otras se
abrazan a penas, reales o imaginadas, como excusa para
aquello en que se han convertido (Hellman, 1978: 101).

La técnica de historias de vida, si bien es la más apropiada para


enriquecer y matizar nuestra percepción del pasado, es poco adecuada para
desmontar prejuicios. Al trabajar con discursos nos encontramos con el
inconveniente de que estos tienden a seleccionar en la memoria aquellos
hechos y circunstancias que se corresponden con las expectativas sociales.
Esto afecta a la investigadora y a la investigada, aunque la primera está más
sobre aviso de esta posibilidad y procura contrarrestarla introduciendo
elementos presuntamente objetivos en su análisis. La entrevistada cuenta
forzosamente «una historia» de entre las muchas posibles que puede extraer
de sus experiencias, asigna significados y correlaciona hechos, haciendo
una lectura desde el presente que dé sentido a las erráticas experiencias
anteriores, e incorpora y subraya aquellos aspectos que cree que se
corresponden mejor con las expectativas de la investigadora.
Si la vida relatada ha tenido cambios significativos (migración, exilio,
cambios familiares o de orientación sexual) es posible que se relea toda la
experiencia anterior como un camino o preparación de esa opción. Esto es
verdad en cierto sentido, puesto que todas las opciones son consecuencia de
las anteriores, pero implica una lectura «presentista» en que se otorga a las
acciones un significado diferente de aquel con el que fueron vividas cuando
sucedieron.
Cuando las vidas relatadas corresponden a personas que padecen un
nivel omnipresente de discriminación, es inevitable que el relato a partir del
cual se organizan y explican las experiencias que han llevado a esa
situación tomen la forma de una justificación, por alguno de los caminos
aceptados por la sociedad. En primer lugar porque esto permite
salvaguardar la autoestima, pero fundamentalmente porque un relato es una
comunicación y parte de significados compartidos.
En el caso de las trabajadoras sexuales el relato puede tomar dos
caminos: el victimista, en que se responsabiliza de las opciones a otros u
otras que serían los culpables del giro estigmatizable que ha tomado su
existencia, o el reivindicatorio, en que se asumen las opciones como propias
y se subraya el desafío de las normas existentes que implican. Esta última
opción conlleva cierto nivel de «empoderamiento» como narradora. Es
decir que se sienta con derecho y con fuerza para interpretar su vida como
un camino alternativo que se ha elegido como desafío.
Independientemente del nivel de poder real sobre la propia existencia
del que dispongan —que no suele ser menor en estas mujeres que en el de
otras de su misma edad, grupo étnico y clase social—, solo cuando existe
un discurso social construido, que les atribuye legitimidad y autonomía y
ellas tienen conocimiento de su existencia, pueden apoyarse en él. Mientras
tanto, las entrevistadas creen que quienes se dirigen a ellas esperan oír el
recuento de sus penas, y que mostrarse débiles e indefensas es una buena
estrategia para conseguir simpatías y apoyo institucional. Esto explica que
hasta hace muy pocas décadas las investigaciones que preguntaban a las
trabajadoras sexuales sobre sus experiencias, confirmaran los prejuicios
sociales al respecto, ya que reconstruían sin quererlo (a través de la figura
de autoridad de la encuestadora, del sentido de las preguntas y del marco
institucional en que se realizaban) un ámbito que no les asignaba otra forma
de legitimarse y conseguir autorrespeto más que como víctimas.
Han sido necesarios muchos años de movimiento feminista para que las
mujeres transgresoras pudieran presentar como legítima su trasgresión[64].
En el caso de las lesbianas, las primeras reivindicaciones, como la de El
pozo de la soledad (Hall, 2003), no hablaban de libertad de elección sino de
destino biológicamente impuesto. Si esto sucedía con el discurso que
realizaban para explicar sus opciones «vergonzosas» mujeres cultas de clase
media, si esto se repite en la actualidad con los transexuales que explican
como forzada por la biología (es decir impuesta con prescindencia de la
propia voluntad) su identidad de género, ¿cómo podría esperarse que las
prostitutas, mucho más estigmatizadas, con menor trayectoria escolar y
provenientes de sectores más bajos de la sociedad se presentasen como
transgresoras voluntarias? Esto habría implicado (o al menos ellas creían
que implicaba) desatar sobre ellas las iras sociales.
Un discurso conservador en materia familiar y sexual y la atribución de
la responsabilidad de no haberlo llevado a la práctica, a fuerzas o factores
que ellas no podían controlar, era visto como la estrategia comunicativa más
segura. La otra opción —también facilitada socialmente— era guardar
silencio. Así, la interpretación victimista del trabajo sexual ha podido
siempre disponer de documentación extraída de las mismas mujeres, que
funciona como profecía autocumplida: dice lo que se espera escuchar.
La reivindicación de la trasgresión también se construye socialmente,
no es en ese sentido más verídica u objetiva que el modelo anterior.
Simplemente refleja una correlación de fuerzas diferente. Mientras que a
partir de la Ilustración y con el modelo de individualidad, los hombres han
asumido para sí mismos el derecho a disentir de las normas y los valores de
su medio, este derecho no se le ha reconocido sino muy tardíamente a las
mujeres. Dice Valcárcel al respecto: «Para el varón la transgresión forma
parte de su ley, es permitida, aprobada y estimulada […] Pero una mujer no
transgrede de esa forma exacta: es y no es sujeto […], la transgresión la
lanza a otra ley, aún más dura» (la de otros estereotipos desvalorizadores)
(Valcárcel, 1991: 28). Para ellas ha seguido vigente el modelo imperante
para todos en la sociedad tradicional del acuerdo forzoso con las normas
(religiosas, familiares y sociales) que no toleraba opciones individuales.
Así, cuestionar lo establecido se transformó en una prerrogativa masculina,
que podía permitir a un hombre obtener prestigio y reconocimiento como
rebelde o revolucionario (o incluso lograr admiración como delincuente),
pero continuó estando prohibida para las mujeres, a las que se les asignaba,
como su naturaleza, docilidad y conformismo. Como subraya Mizrahi: «En
la escala de valores que se inculca a la mujer, el ser para otros tiene siempre
prioridad sobre el derecho a la disponibilidad para sí» (Mizrahi, 1992: 110).
Esto no quiere decir que las mujeres no cuestionen y hayan cuestionado
siempre, sino que no disponían de reconocimiento social para reivindicar su
cuestionamiento como legítimo. En trabajos anteriores (Juliano, 1992,
1996) he analizado cómo esta situación obligaba a las mujeres de las
sociedades tradicionales o de los sectores populares a disfrazar sus rebeldías
concretas y cotidianas bajo el manto de un acatamiento formal a las normas.
A partir del análisis de historias de vida de mujeres mayores que han
estado en algún momento de su vida en el trabajo sexual puede verse que el
discurso heterónomo es frecuente entre las que carecen de experiencia
asociativa o de redes de apoyo (grupos de mujeres, ONG), mientras que las
que han experimentado actividad política, las líderes y dirigentes
reivindican su rebeldía y la legitimidad de sus opciones. Asumen
claramente una perspectiva de responsabilizarse de sus propias acciones,
aunque sin idealizar la situación y marcando los condicionantes
económicos. Dice la dirigente de las trabajadoras sexuales ecuatorianas
Martha Marchán: «Yo lo hice sola, entré sola al trabajo sexual, nadie me
metió, lo decidí yo, a los 25 años porque no me alcanzaba el sueldo para
toda la familia, ya con un hijo cambia; entonces lo decidí, quería una casa
para mi familia. Salir de tantos apuros» (Asociación de Trabajadoras
Autónomas, 2002).
Esto no significa que vivan al borde de los modelos establecidos, sino
que han conseguido la forma de legitimar ante sus propios ojos su opción
laboral. Otro testimonio en el mismo documento señala: «En el barrio
donde vivo o en cualquier lugar, yo ya no me siento mal, porque del trabajo
sexual vivo y muchas mujeres pobres de eso vivimos; claro, que a veces
coge el complejo, mirando a otras mujeres casadas, de su casa, pero no, me
digo, no agacho la cabeza» (op. cit.: 33).
De las historias de vidas obtenidas para nuestra investigación se
desprende que desde el punto de vista de las trabajadoras sexuales, la
prostitución es utilizada sistemáticamente como una actividad refugio, es
algo a lo que se recurre para solucionar problemas tales como carencias
económicas, problemas de horarios de trabajo, rechazo familiar o soledad,
desde este punto de vista es vivida más como un recurso multifuncional,
que como un problema en sí misma.
Las mujeres alternan la prostitución con otras actividades y con la
utilización de recursos oficiales tales como ayudas institucionales, de las
cuales suelen ser muy dependientes.
Como otras personas integrantes de sectores estigmatizados adoptan
frecuentemente en su vida privada la estrategia de «manipular la
información y, por tanto, decidir a quién, dónde y cuándo se comunica
cuanto está sucediendo» (Viñuales, 2002: 82). La mayoría de las veces
soslayan la estigmatización ocultando a sus familiares su actividad.
Frecuentemente no se trata siquiera de que mientan sobre el origen del
dinero, sino que simplemente no lo hacen explícito.

La prostitución de muchachas jóvenes[65]

Amor é novela — Sexo é cinema — Sexo é imaginado,


fantasia — Amor é prosa — Sexo é poesia
(Cantado por Rita Lee)

Cuando se tratan temas que están en el centro de los prejuicios sociales,


resulta casi inevitable caer en apreciaciones subjetivas que magnifiquen y
demonicen el fenómeno, o por el contrario que lo idealicen (catalogándolo
como contestación o liberación). Tal es el caso de nuestras miradas sobre el
trabajo sexual. Este es un tema especialmente polémico y desagradable.
Nos resulta muy difícil escapar a la imagen generalizada según la cual sería
una actividad degradante en sí misma, que se hace siempre bajo coacción, y
de la que hay que salvar a sus víctimas. Esta interpretación se refuerza en el
caso de que hablemos de prostitución infanto-juvenil, y resulta confirmada
con datos tan escalofriantes como las últimas estimaciones, según las cuales
cada año dos millones de niñas y niños son forzados al trabajo sexual. Ante
esta interpretación unificadora (que sitúa en el mismo plano niñas y niños
pequeños y adolescentes casi adultos) y que no distingue entre opciones
individuales y coacción externa (red o cafetán), prácticamente no se elevan
las voces que en el caso de la prostitución adulta contrarrestan esta
posición, señalando que también puede ser una actividad subversiva y
cuestionadora. Sin embargo, en ambos casos las posiciones informan más
sobre las opciones políticas y personales de la investigadora o investigador
que de las opciones reales de las mujeres o muchachas implicadas.
Filtros étnicos y de clase social nos hacen mirar desde fuera el
fenómeno y evaluarlo según nuestras propias experiencias y condicionantes,
que distan mucho de ser los que afectan a las personas directamente
implicadas en este tipo de comercio, normalmente mujeres jóvenes de
clases bajas, pobres, con escaso nivel de instrucción, procedentes de áreas
marginales y con poca capacitación laboral, apoyo familiar o formación
política y de género. Esto configura un mundo muy distante del de las
personas que evalúan, lo que dificulta su comprensión. Al respecto alerta
Taylor: «Hemos aprendido a movernos en un horizonte obvio, dentro del
cual lo que damos por supuesto como valoración puede ser situado como
una posibilidad entre otras, dentro de una cultura que no nos es familiar»
(Taylor, 1994: 66-67). El peligro de manejarse dentro de las
interpretaciones obvias es que estas no tienen en cuenta todos los factores
implicados en los procesos y por consiguiente no nos brindan armas
eficaces para actuar sobre la realidad. El discurso victimista atrae por su
simplicidad y porque se ajusta a nuestros impulsos más profundos, pero no
es una herramienta útil para separar los casos que requieren intervención,
aquellos en que se han cometido delitos, de aquellos que entran dentro de
las libertades individuales que deben ser respetadas. Además, considerar a
todas las muchachas como víctimas es negarles su condición de sujetos
activos en la toma de decisiones, y en última instancia ejercer sobre ellas
otro tipo de violencia, una «forma perversa […] en que unos juegan el rol
de bondadosos donantes (superioridad) y otros de víctimas (inferiores)»
(Viñuales, 2002: 104).
Resulta necesario, entonces, establecer algunos criterios que permitan
acercarse al trabajo sexual de una manera menos lineal, y esto se consigue
contextualizando las opciones. El trabajo sexual no se realiza en un mundo
abstracto. Las personas que se dedican a él no lo hacen en medio de un
vacío social o valorativo, sino que se encuentran presionadas por un
determinado horizonte de posibilidades reales, en cuyo marco toman
sentido sus opciones y donde estas se concretan en medio de presiones más
o menos determinantes. Solo si conocemos el marco de posibilidades
alternativas podemos redimensionar mentalmente nuestra visión de la
prostitución y comenzar a tratarla, no como un fenómeno aislado y
evaluable por sí mismo, sino como un «hecho social total» (en la
terminología de Mauss), lo que permite entenderla como una opción entre
otras posibles o incluso como una estrategia de supervivencia o de
autoafirmación.
Referente a la prostitución hay tres ámbitos en los cuales la
contextualización es posible y necesaria: el campo laboral, el campo de la
sexualidad y el campo de las estructuras de género. En el campo laboral, no
es suficiente señalar que fenómenos tales como la feminización de la
pobreza, y la discriminación de las mujeres de los trabajos bien pagados,
dejan a su disposición pocas opciones rentables (Gráfico 7). Podemos ver
que mientras los trabajos masculinos pueden imaginarse progresando en un
eje continuo, desde los mal pagados y con poco prestigio a aquellos que
reúnen buenos sueldos y buena consideración social, en el caso de los
trabajos tradicionales femeninos esta relación no se cumple e incluso se
invierte. La única actividad femenina que otorga prestigio a quien la ejerce
es el trabajo tradicional de esposa y madre, pero se trata de un trabajo
gratuito y obligatorio, que no se reconoce como tal, precisamente porque no
está pagado (por lo que no es homologable a los trabajos masculinos, que
nunca se presentan como tareas «naturales») y que no permite, por
consiguiente, ganarse la vida con él. En el caso del ama de casa, esta recibe
el prestigio social, pero no la retribución económica. Podemos decir que se
le otorgan como dones el incienso y la mirra, pero no el oro.

Los otros trabajos al alcance de las mujeres de los sectores populares


(limpieza, cuidado) están todos mal pagados e implican menor valoración
social. Pero lo curioso es que si encontramos un trabajo femenino
tradicional medianamente bien pagado, como es el caso de la prostitución,
este acarrea no solo menor prestigio, sino la estigmatización más
absoluta[66]. Incluso en el imaginario tradicional estaban ligados todos los
trabajos femeninos con la prostitución; así en España en 1874 se podía
afirmar doctamente: «Las clases que proporcionan mayor número de
víctimas a la horrible Circe de la disolución son las costureras, las modistas
y las operarías mecánicas. Los talleres deben considerarse como focos de
corrupción» (Rivière Gómez, 1994: 40). Esto implica que las mujeres, para
ganarse la vida en los ámbitos de sus actividades tradicionales, han tenido
que optar entre perder dinero o perder prestigio, opción difícil que nunca se
plantea a los varones.
La no consideración como trabajo de las labores tradicionales femeninas
hace que se culpabilice a las mujeres cuando estas tareas salen al mercado,
principalmente penando a las que las venden (caso de la prostitución) pero
también a las que las compran, si estas son mujeres. Así, las feministas que
tienen contratado servicio doméstico (o emplean a alguien para cuidar al
padre o a la madre incapacitados) deben defenderse de la acusación que
considera que este tipo de negociación es en sí misma un abuso, una
explotación y una derivación hacia otras mujeres de las propias
responsabilidades. Este cuestionamiento nunca se plantea a los hombres
progresistas que contratan trabajos tales como mecánico o ayudante de
oficina. Es que socialmente se sigue considerando que hay una obligación
natural de las mujeres de prestar servicios gratuitamente y asumirlos como
una carga ineludible.
Por supuesto, cada vez con mayor frecuencia las mujeres escapamos a
esta lógica dedicándonos a trabajos y profesiones anteriormente
consideradas masculinas, pero esa posibilidad no está al alcance de las
mujeres de los sectores populares, no solo por falta de preparación
específica, sino también por discriminación de género. Si analizamos el
caso de Río Grande do Norte[67] vemos que aunque las mujeres forman el
57 por 100 de la matrícula universitaria, y tienen de promedio un año más
de escolaridad que sus compañeros varones, reciben solo una tercera parte
del salario que cobran los hombres y tienen mayores tasas de desempleo,
subempleo y trabajo informal. Esto hace que se acumulen mayoritariamente
en las zonas de ingresos más bajas. Entre las que se considera que forman
parte de la población económicamente activa, el 16,78 por 100 está
empleada en el trabajo doméstico, el 10,44 por 100 trabaja sin
remuneración y el 10,31 por 100 lo hace para el propio consumo. La
situación laboral es aún más dramática si tenemos en cuenta que el 25,82
por 100 de las familias tiene a las madres como únicas proveedoras de
recursos. Ante este panorama general, no es demasiado extraño que algunas
muchachas opten por el trabajo sexual.

Pero también es necesario descender a los casos particulares. ¿Cuáles


son las opciones laborales reales de que disponen las mujeres de tal franja
de edad, de tal nivel de formación, de tal grupo étnico, en un área
geográfica determinada? Por ejemplo, es un dato conocido que en la misma
zona, las mujeres negras son más pobres y ocupan un 56 por 100 del
empleo doméstico. También conviene tener en cuenta en la evaluación el
tiempo invertido, el esfuerzo necesario para llevar a cabo cada tarea, los
riesgos que implica, su valoración social y los resultados económicos
previsibles. ¿Cómo se sitúan los diversos trabajos disponibles en una escala
que tenga en cuenta estas variables? (Gráfico 8). ¿Es realmente la
prostitución —desde este punto de vista— la peor de las opciones posibles,
o una opción alternativa a tenerse en cuenta? Si las otras opciones son
mucho mejores ¿por qué las muchachas no las valoran lo suficiente?
¿Cuáles son los cálculos económicos y sociales que realizan y las ventajas e
inconvenientes que tienen en cuenta? En el caso en que sean presionadas
para ejercerla ¿por qué este ámbito de explotación se cuestiona de forma
diferente que otros (maquila, trabajo rural o de asistenta doméstica por
ejemplo)?

En el ámbito de la sexualidad, muchas veces nos valemos de patrones


de valoración que, si bien han dejado de lado las antiguas nociones de
virtud y pecado, se mantienen adheridos a apreciaciones sobre la libertad de
elección y el placer que se corresponden más con los logros de
determinados sectores sociales del mundo rico que con las experiencias de
vida de las mujeres de sectores populares. Aquí conviene preguntarse sobre
la libertad sexual previa de las jóvenes prostitutas y sobre su ligazón entre
placer y sexualidad. Experiencias sexuales tempranas y poco satisfactorias,
matrimonios precoces realizados muchas veces como consecuencia de
embarazos no deseados, contextos en los cuales resulta difícil o imposible
controlar la fecundidad; ideas sociales según las cuales la sexualidad
satisfactoria es cosa de hombres y la función de la mujer es complacerlos
(Gráfico 9); violencia sexual generalizada dentro de la sociedad[68];
violencia sexual dentro del ámbito de la familia (Felizardo, Zürcher y Meló,
2003), son todos elementos que hacen que muchas jóvenes tengan de una
actividad sexual esporádica, contractual e insatisfactoria una idea menos
dramatizada de la que tienen las mujeres más autónomas de las clases
medias. Algunos estudios realizados en Nicaragua señalan que casi todas
las prostitutas jóvenes habían sufrido previamente algún tipo de agresión
sexual o violencia[69], pero al no compararlas con un grupo testigo no se
puede saber si esa situación era específica de ellas o una experiencia
compartida con la mayoría de las muchachas de su misma clase social.
Esto sucede con cierta frecuencia cuando se relaciona la opción por el
trabajo sexual con abusos sufridos en la infancia. El razonamiento que se
utiliza no resulta demasiado claro, ni tampoco la correspondencia
estadística. Puede estar sucediendo al respecto lo que pasó a principios del
siglo XX con los estudios que demostraban la relación causal entre herencia
alcohólica y delincuencia. Se analizaban los antecedentes familiares de los
presos y cuando se encontraba algún antepasado alcohólico se creía
establecida la relación. Solo cuando se extendieron los estudios a la
población no delincuente, y se vio que el porcentaje de antepasados
alcoholizados era sensiblemente semejante, se desechó esta correlación
como presunta hipótesis explicativa. Quizás haya que seguir el mismo
procedimiento con respecto a la relación entre abusos sexuales en la
infancia y prostitución. Hay casos en que se produce, pero su frecuencia no
parece mayor que la que se da en el caso de mujeres no prostitutas. La
mayoría de las trabajadoras sexuales que hemos entrevistado no tiene este
tipo de antecedentes.
Para las mujeres pobres, una sexualidad sin goce puede ser una
experiencia vivida desde mucho tiempo atrás y no forzosamente la
prostitución les implica menor capacidad de negociación que sus relaciones
de pareja previas. Ellas, por otra parte, no suelen considerar prostitución la
relación breve que mantienen con turistas[70], a los que consideran «novios
de temporada», y a veces ven esta opción como una manera de escapar de la
familia tradicional (que en el caso del noroeste brasileño, todavía implica
familias de hasta 25 hijos[71]); los embarazos a partir de los 13 o 14 años
están dentro de una lógica tradicional mantenida por las iglesias, de tener
«todos los hijos que Dios mande», con el aborto considerado delito, además
de pecado, y sin recursos para alimentar a su numerosa descendencia.
De este modo no tiene sentido hablar de forma escandalizada de la
prostitución de menores como la peor lacra social, cuando esas mismas
jóvenes vienen de una historia de matrimonios tempranos, embarazos no
deseados, violencia y en general de utilización de su sexualidad para
garantizar su sustento y el de su prole, que la sociedad mira de manera
diferente, pero que ellas pueden fácilmente ubicar dentro de un continuo
(Felizardo, 2003). No es efectivo entonces procurar salvarlas de la
prostitución juvenil si no tienen la misma protección de la violencia, los
matrimonios tempranos y la maternidad involuntaria. Muchas veces el
hecho de cobrar por lo que se les estaba exigiendo que realizaran de forma
gratuita, en lugar de ser un elemento más de subordinación puede parecerles
un comienzo de autoestima o independencia.
El otro campo importante de contextualización es el de los modelos de
género. Es importante saber cuáles son los límites a sus proyectos
individuales que cada sociedad establece para las «buenas mujeres».
Patrones muy centrados en la sumisión, el sacrificio y el servicio a los
demás, con pocos premios a la buena conducta y con enorme carga de
demandas (Gráfico 10), pueden ser vistos como demasiado duros para
muchachas inquietas, que además conocen por los medios de comunicación
la existencia de otras vidas posibles. La tentación del consumo, de la
libertad, de la fiesta y el goce pueden llevar a priorizar salidas laborales
diferentes de los esquemas de las conductas consideradas convenientes.
Esto es lo que hacen los jóvenes que se dedican a la delincuencia. Las
muchachas prostitutas eligen una opción menos penada por la ley, pero más
estigmatizada socialmente. No podemos desconocer que la opción
hedonista resulta atractiva, cuando es la opción que (con menos riesgos y
mejores resultados) hemos realizado todas las mujeres en las últimas
décadas, limitando el número de hijos e hijas y reservándonos autonomía
económica y libertad sexual.
Si se contextualiza la prostitución en cada uno de estos campos para
analizar las situaciones concretas, veremos que algunos de los problemas
más acuciantes, como el de la prostitución juvenil o la falta de libertad de
las prostitutas inmigrantes, pueden resituarse en una interpretación más
respetuosa de sus opciones individuales y de la lógica a partir de la cual se
toman. Esto tiene varias consecuencias. En primer lugar coloca el problema
en un campo en el que la racionalidad de las opciones se mide por su
contexto de origen y no por sus resultados más o menos provechosos a
largo plazo (forma en la que se evalúan todas las demás opciones laborales
a las que no se les pide que tengan éxito, sino simplemente que parezcan
adecuadas en términos de otras posibilidades). En segundo lugar permite
aceptar como lógicas opciones muy diferentes a las que se tomarían en
otros contextos socioculturales, sin caer en un relativismo acrítico, y
teniendo en cuenta a las mujeres como protagonistas de su historia y
agentes activas de sus propias vidas. Por último, una visión contextualizada
permite señalar los nudos conflictivos y luchar contra los delitos allí donde
se cometen, cuando se atenta contra la libertad de las muchachas, se las
estafa o se ejerce violencia sobre ellas, limpiando el campo de una visión
salvacionista general en la que también se las «salva» de sus propias
opciones. Si se parte de interpretar que la prostitución puede ser una opción
razonable en determinados contextos o ciertos momentos (o como
herramienta puntual para solucionar algunos problemas específicos),
entonces la lucha puede centrarse en combatir los abusos y los ataques a la
libertad y los derechos de las prostitutas en tanto que personas y no
difuminarse en vagas campañas abolicionistas que atacan los síntomas sin
tener en cuenta las causas de los problemas.

Bibliografía

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Capítulo 6

Los nuevos modelos de investigación y la migración de


las mujeres[72]

Cariátide. F. Arq. Estatua de mujer con traje talar y que hace


oficio de columna o pilastra. Por extensión, cualquier figura
humana que en un cuerpo arquitectónico sirve de columna o
pilastra.
(Diccionario Enciclopédico Durvan)

Los diccionarios usan casi siempre la versión masculina de los nombres


como concepto base y alargan su significado por extensión al femenino,
como nos lo muestra el trabajo de Eulalia Lledó (Lledó, 1998), pero en el
caso de las cariátides invierten esta lógica y parten de la versión femenina.
Esta opción normaliza la imagen de las mujeres como soporte de la
estabilidad del edificio arquitectónico o social. A su vez, esta elección se
apoya en la representación que hicieron antes los griegos. Ellos vieron
apropiado poner figuras femeninas en la posición y función de columnas,
no por la fuerza asignada, ya que cuando se trataba de sostener el mundo
recurrían a la figura masculina de Atlante, sino porque les parecía que eso
resumía bien las atribuciones de permanencia, quietud e identificación con
un único lugar que se les asignaba a las mujeres. Ellas, como cariátides,
estaban hechas para permanecer donde se las colocaba.
La migración de las mujeres pone en movimiento las columnas del
templo. Si las que habían estado designadas para permanecer y esperar se
transforman en las que se van y son esperadas, ¿qué garantía hay de que los
restantes elementos que constituyen la base de la estabilidad de nuestros
sistemas conceptuales permanezcan estables? ¿Cómo podrá mantenerse en
pie la estructura en que vivimos? Es porque confronta nuestro «sentido
común», es decir, nuestros prejuicios más arraigados, por lo que la
migración femenina encuentra obstáculos no solo para ser estudiada, sino
incluso para ser percibida, y esto tanto en las sociedades de partida, como
señala Ramírez para el Magreb (Ramírez, 1998), como en las sociedades de
acogida. Esta percepción de la movilidad femenina como peligrosa o
incorrecta se ha materializado a lo largo del tiempo en disposiciones legales
tendentes a limitarla, como las disposiciones papales del siglo XIII que
prohibían a las monjas hacer peregrinaciones (Power, 1973) o las
disposiciones legales en 1983 en Sudán y en Zimbabue que prohibían los
viajes de las mujeres sin la compañía masculina de un familiar directo
(Mora & Pereyra, 1999:36).
Resulta curioso consignar, pese a ello, que uno de los primeros trabajos
sobre extranjeros publicado en Francia se refiriera precisamente a las
mujeres que viajaban solas. Se trata de la propuesta de Flora Tristan, de
1835 (Tristan, 1988). La autora, precursora romántica del socialismo y del
feminismo, se preocupa por la indefensión legal de las mujeres en general y
en particular de las extranjeras, a las que las costumbres consideraban
sospechosas de mala conducta y las leyes desamparaban. Ensaya incluso
una primera tipología para agrupar las diferentes categorías de mujeres que
se desplazaban sin compañía masculina, lejos del lugar de residencia
habitual. Agrupa en primer lugar a las que se mueven por estudios o por
ansias de aprender, en segundo lugar a las que viajan por motivos
económicos. El tercer lugar, el más numeroso e interesante a su criterio, está
ocupado por las que llegan huyendo de la vergüenza o el acoso sexual:

Ellas se refugian en gran número en el seno de las grandes


ciudades buscando la libertad de llorar sin que las vean en la
sombra y de esconder su dolor y su miseria (op. cit., pág. 62).
El cuarto lugar lo destina a las que viajan por motivos de salud. El carácter
pionero de este trabajo y la poca atención prestada al fenómeno migratorio
femenino, antes y después de su publicación, hizo que pasara desapercibido
de modo tal que solo tuvo una edición en ciento cincuenta años y la que
menciono es su primera reimpresión.
Los obstáculos sociales para percibir el fenómeno tienen que ver con la
base misma de nuestras organizaciones categoriales, como analiza Héritier
para el conjunto de representaciones de género (Héritier, 1996). En el caso
de las migraciones femeninas, el conjunto de estrategias difuminadoras del
fenómeno se expande en diversos ámbitos. Así se tiende a minimizar el
impacto migratorio femenino considerándolo numéricamente menos
importante de lo que es, o se le quita especificidad considerándolo un
epifenómeno de la migración masculina, o se lo desliga del ámbito de las
conductas femeninas voluntarias, asignándolo a decisiones familiares o de
las mafias que ellas no controlan. Sin embargo, los hechos son tenaces y la
migración de las mujeres es un fenómeno mucho más extendido en el
espacio y en el tiempo de lo que nuestros modelos nos permiten
conceptualizar.
A pesar de estos obstáculos, la bibliografía sobre el tema se va
haciendo, poco a poco, voluminosa. Ya en 1984, Taravella pudo localizar
512 referencias bibliográficas sobre mujeres migrantes para el período
comprendido entre 1965 y 1983 (Taravella, 1984). Pero aunque exista esa
masa de información disponible, y aunque el número de investigaciones al
respecto se incremente cada año, considerar la migración femenina como
tema significativo es una aproximación que aún en la actualidad encuentra
ciertos obstáculos y frecuentemente se la incluye como subapartado de
temas económicos o familiares generales. Esto es lo que pasa en la
recopilación bibliográfica publicada por la UNESCO en 1991 sobre
problemática de género, donde no aparece la movilidad espacial de las
mujeres como tema relevante y los trabajos que la analizan van distribuidos
en otros apartados, como «Women, Work and Development[73]» y «Family
and Population Issues[74]». Además en esta recopilación se consignan tanto
trabajos sobre mujeres que emigran (doce entradas) como investigaciones
dedicadas a las consecuencias de la migración masculina sobre las mujeres
que «quedan detrás» (once trabajos). Por otra parte, es a este tema al que le
dedica la UNESCO una investigación específica en 1984: Women in the
villages, men in the towns. Esta orientación de las investigaciones, que
realmente subraya el protagonismo migratorio masculino, es también la que
tiene más tradición antropológica desde el análisis de Meillasoux
(Meillasoux, 1978).
Algunos autores que se ocupan de los desplazamientos de población,
señalan los aspectos negativos que influyen en la migración femenina,
como elemento diferenciador de la masculina. Así Sutcliffe marca cuatro
diferencias significativas:

Respecto a los trabajos a los que se tiene acceso, ya que «muchos


trabajos asociados a la inmigración están hechos más para hombres,
aunque hay también tipos de trabajo hechos casi exclusivamente para
mujeres» (Sutcliffe, 1998: 120).
Respecto al nivel de cualificación previa, que implica menos mujeres
cualificadas.
Respecto a quienes emigran primero (lo que hace a los otros
dependientes legal y económicamente del primer proyecto); «las
mujeres a menudo emigran como dependientes: esposas, madres,
hijas» (op. cit.: 121).
Respecto a la mayor vulnerabilidad a abusos sexuales y de otros
tipos.

En algunos trabajos hay cierta contradicción entre una visión muy negativa
de las migraciones femeninas y los datos que manejan, que permiten
matizar algunas interpretaciones previas, tal sería el caso del libro de Mora
y Pereyra, en cuya introducción se señala:

Se han incluido también (en el libro) dos temas


particularmente dolorosos de la realidad femenina: las
migraciones y la mutilación sexual. En «Las largas marchas:
mujeres y migraciones» se comprueba cómo los fenómenos
migratorios, consecuencia de conflictos armados o de
penurias económicas, tienen como principales víctimas a las
mujeres (Mora y Pereyra, 1999: 23).
La visión peyorativa de las migraciones femeninas se apoya en considerar
tales, principalmente los movimientos forzados de población, desde la
esclavitud a los desplazamientos producidos como consecuencia de
enfrentamientos bélicos, políticos o de desposesión de tierras. Esto deja
poco margen para las opciones más o menos autónomas, que son las que las
mujeres pueden manejar mejor.
Otros trabajos que se encargan de establecer tipologías de la migración
femenina recurren a su relación con la figura masculina; tal sería el caso de
Ramírez, que señala como categoría más inclusiva la que separa la
migración de las mujeres vinculadas a un hombre (casadas) y la de las no
vinculadas (solteras, divorciadas y viudas). Estas clasificaciones tienen
utilidad taxonómica, pues permiten agrupar los casos en categorías más o
menos homogéneas y heurísticas, pues ayudan a explicar algunas
peculiaridades de las migraciones femeninas, pero también es cierto que no
dan una idea completa de la especificidad del fenómeno.

Cómo clasificar lo impensado

Para resumir una realidad mucho más compleja podemos decir que hay al
menos tres tipos de desplazamientos de residencia que no solamente no
admiten las lecturas en términos de los modelos de migración masculina,
sino que resultan específicos de las mujeres y todos ellos son de gran
magnitud.
En primer lugar tenemos el desplazamiento producido estructuralmente
por la «patrilocalidad», que obliga a las mujeres de la mayoría de las
culturas a fijar su residencia de casadas en un ámbito diferente de su hogar
de nacimiento. Pocos trabajos sobre migración tienen en cuenta estos
desplazamientos. Los consignan Mora y Pereyra (Mora y Pereyra, 1999:
108) y Ángeles Ramírez, que da cuenta de ello cuando dice al hablar de
Marruecos:

Lo realmente paradójico es que en un país donde el patrón


residencial es patrilocal y donde las mujeres emigran para
seguir al esposo y a la familia de este, jamás se haya
contemplado el papel de las mujeres como emigrantes, que es
lo que siempre resultan ser. El hecho es que desde la literatura
científica, solo se han considerado concernidas por la
emigración las mujeres que salían fuera de su pueblo, solas, y
ganaban un salario (Ramírez, 1998: 153).

En trabajos anteriores (Juliano, 1996, 1997a, 1998b) analizo cómo este


desplazamiento espacial y de lealtades ha sido la base para que muchas
culturas dieran a las madres de sus ciudadanos el estatus de extranjeras,
coincidiendo en esta categoría legal con los hombres inmigrantes de otras
zonas.
En segundo lugar, tenemos la migración económica a partir de la
asignación social de tareas diferentes por sexo. El abandono de las zonas
rurales, protagonizado preferentemente por las mujeres, es el más
significativo. Es evidente que en este último caso los hombres también
emigran, pero las motivaciones y la incidencia demográfica por sexos es
distinta. Las razones económicas y los lazos de la herencia hacen que
muchos hombres permanezcan en zonas rurales, que en cambio son
masivamente abandonadas por las mujeres que buscan en las ciudades
trabajo en el sector servicio y mejores condiciones de vida[75]. Las amas de
cría desde mediados del siglo pasado y las criadas hasta la actualidad dan
cuenta en España de esta tradición, que vació primero áreas rurales de
montaña, donde los hombres envejecen sin encontrar compañera, para
transformarse finalmente en movimientos trasatlánticos de gran amplitud
demográfica. El fenómeno no es solo europeo, en todos los países donde se
desarrollan procesos de urbanización se repite el fenómeno, a veces
precedido de intentos de masculinizar la agricultura. Dicen Chevillard y
Leconte refiriéndose a África:

Los programas que introducen mecanización liviana en la


agricultura, principalmente intentan promover el interés de los
hombres en las tareas agrícolas. Las mujeres son entonces
presionadas para emigrar a las ciudades, y en países como
Gabón o el Congo el éxodo de las mujeres rurales es masivo.
Con su partida la agricultura se debilita. El mismo fenómeno
prevalece por todas partes. En casi toda el África subsahariana
incluso países que acostumbraban exportar comida, con
relativamente poca población, y que no han sido afectados por
sequía ni desertización, ahora tienen que importar alimentos
(Chevillard y Leconte, 1986: 78).

Ya se trate de nuevos o viejos problemas y sean cuales quiera las


consecuencias que resultan de su migración, lo que no puede ponerse en
duda es la extensión e importancia de estos desplazamientos, por lo que
resulta sorprendente la poca investigación que se le ha dedicado a los
«hombres que quedan detrás» en comparación con el énfasis que se ha
hecho en la migración masculina. Entre las causas de la invisibilidad
relativa de la migración laboral femenina están los preconceptos que señala
Buijs (Buijs, 1993: 179), según los cuales los actores de la emigración eran
los hombres, mientras que el papel de las mujeres era más pasivo, eran ellas
las que «quedaban detrás». Pero también existen elementos objetivos como
la mayor incidencia en la emigración femenina tradicional de trabajos como
asistentas domésticas, o prostitutas, tareas estas que no requerían contratos
y que por consiguiente no figuraban en ningún tipo de documentación[76].
En estas emigraciones, que podríamos tipificar como económicas, hay
que separar dos elementos que inciden de modo diferente en ambos
géneros, los mecanismos de expulsión diferenciados, que implican menores
oportunidades en origen para uno de ellos, y las demandas de trabajo
específicas por sexo, que brindan diferentes posibilidades en la sociedad de
acogida. Mientras que el primer factor parece el predominante en los casos
mencionados del África subsahariana, es el segundo el que organiza en el
tiempo las grandes migraciones femeninas internacionales, como la filipina
o la dominicana, estudiada por Gregorio (Gregorio Gil, 1998). Se produce
así un doble impulso que actúa como movilizador de la fuerza de trabajo
femenina: la demanda de trabajo que se considera específicamente
femenino, porque tradicionalmente ha estado relacionado con tareas
asignadas a las mujeres —servicios domésticos o sexuales, crianza de niños
y niñas, cuidado de personas ancianas o enfermas— o porque la
contratación de mujeres supone ventajas para las empresas que les ofrecen
menores sueldos, aprovechando la presión social que se ejerce sobre ellas
para aceptar condiciones más duras de trabajo, y la utilización de los viejos
estereotipos del trabajo femenino como menos conflictivo. Este es el caso
de muchas empresas dedicadas a la elaboración de alimentos, confección de
textiles o montaje de aparatos eléctricos. Hay numerosos estudios sobre la
«maquila» en Centroamérica, que dan cuenta de las condiciones en que se
realiza esta contratación femenina (Momsen, 1993: 287-296; Baires,
Castañeda, Murguialdi y Vargas, 1993). Como señala Wichterich
(Wichterich, 1999: 18) la mano de obra femenina constituye el principal
recurso «natural» del Tercer Mundo y, en las fábricas que trabajan para la
exportación, la proporción de mujeres se sitúa entre el 70 y el 80 por 100,
muchas de ellas procedentes de zonas rurales y que retoman allí luego de
algunos años de trabajar como obreras.
Por otro lado, en la sociedad de origen, la idea del hombre como
proveedor, la herencia y los recursos encausados por línea masculina,
sumada a la falta de ofertas laborales y de opciones económicas autónomas
para huérfanas, viudas o divorciadas, pueden también presionar en el
sentido de hacer deseable la opción migratoria femenina por falta de
oportunidades.
En conjunto, el balance de costos y beneficios para la emigración
económica femenina no siempre es desfavorable. Mientras que los primeros
estudios señalaban la explotación y la indefensión legal de las nuevas
asalariadas (Colectivo loé, 1991; Marrodán y otros, 1991), últimamente se
están analizando las ventajas comparativas con respecto a los salarios en
origen y la mejora de estatus que implica la aportación económica
(Gopinathan Nair, 1986; Gunatilleke, 1986). También comienza a
subrayarse el hecho de que muchas de estas mujeres son solteras (o casadas
que emigraron antes que sus maridos) y que su aportación económica es
muy significativa para sus familias de origen (Buijs, 1993; Cock, 1980) y
más continuada en el tiempo que la que realizan los hombres que emigran.
Este factor explica que en muchos casos las familias consideren mejor
inversión apoyar la migración de las hijas que la de los hijos.
Un tercer tipo de migración específica es la que está constituida por
mujeres con estatus desvalorizado en las sociedades de origen o con
aspiraciones incompatibles con las normas tradicionales[77], a las que se
podría llamar (haciendo muy amplia la conceptualización) refugiadas por
motivos de género. Estas estarían también dentro de la tercera categoría
propuesta por Flora Tristan; fugitivas de matrimonios indeseados,
repudiadas, prostitutas, madres solteras o víctimas o amenazadas de
agresiones sexuales. Las guerras, las dictaduras y en general los sistemas
patriarcales, con sus agresiones sistemáticas y específicas a las mujeres,
generan largas listas de desplazadas que rehacen sus vidas en lugares
diferentes de los de su nacimiento. Esto no significa que la reivindicación
de género motive siempre la migración, en el sentido de una opresión vivida
como tal. Ramírez subraya, muy acertadamente, que el discurso
reivindicativo es muchas veces posterior y se aprende en el lugar de destino.
La vivencia de la falta de lugares socialmente aceptables sería entonces la
forma implícita de la reivindicación de género.
Es real que cuando las posibilidades de sobrevivir autónomamente con
trabajo asalariado están muy sesgadas por elaboraciones de género y
cuando la sociedad de origen no brinda ámbitos legítimos para algunas
categorías de sus miembros: madres solteras, mujeres repudiadas o viudas,
muchas mujeres piensan en conseguir nuevos horizontes fuera de su ámbito
de origen. Al respecto hay varios estudios que señalan que las prostitutas
tienden a ejercer su oficio en lugares distintos de la residencia de sus
familias de origen, aunque también se da la correlación opuesta, que la falta
de apoyos familiares en el lugar de llegada empuje a la prostitución.
La migración femenina puede entonces responder a necesidades
específicas a partir de su particular inserción social en la sociedad de
origen, como señala Preston Whyte (citada por Buijs) para el caso de las
mujeres que carecen de apoyo económico y familiar masculino en
sociedades en que no tienen acceso a recursos autónomos, pero también
como una opción personal o una manera de escapar a matrimonios
indeseados o a situaciones adversas, si partimos de la premisa de que las
mujeres manejan sus propias estrategias de supervivencia. Walker insiste en
señalar este componente de decisión personal en su análisis del abandono
del campo por las mujeres surafricanas y utiliza el término «escape» para
definir su abandono de los lugares socialmente asignados (Walker, 1990).
Anteriormente, Bryceson también había subrayado el carácter autónomo y
voluntario de estos desplazamientos (Bryceson, 1980).
Así, algunos determinantes organizativos de la familia como la
«patrilocalidad», la existencia de demanda en ámbitos laborales específicos
(como el trabajo doméstico, el sector servicios o el trabajo sexual) y la
existencia de pocas posibilidades de inserción social favorable en el lugar
de origen, son todos elementos que configuran un abanico de posibilidades
migratorias diferenciales para las mujeres en comparación con los hombres
y que hacen que estas desarrollen patrones de migración específicos. Es
evidente que estas categorías no abarcan a la totalidad de las migrantes, ya
que muchas viajan por motivos y en condiciones similares a las que lo
hacen los hombres[78], lo que se corresponde con las categorías mejor
estudiadas; aquí solo quiero resaltar los determinantes migratorios que les
son propios.

Migración femenina como desafío teórico

Habla con dejo de sus mares bárbaros, con no sé qué algas y


no sé qué arenas […] Que nunca cuenta y que si nos contase
sería como el mapa de otra estrella. Vivirá entre nosotros
ochenta años, pero siempre será como si llega […] Y va a
morirse en medio de nosotros […] Con solo su destino como
almohada, De una muerte callada y extranjera.
Gabriela Mistral, (1889-1957), «La extranjera».

La especificidad de los problemas de la migración femenina implica


desafíos teórico metodológicos. Para los hombres migrantes, las causas
económicas se leen dentro de pautas culturalmente compartidas, y estas
configuran modelos a partir de los cuales se otorga significado a las
experiencias y se las valora o deshecha. Los modelos a los que se recurre en
caso de inmigrantes y artistas hombres son los modelos heroicos. Las
sociedades androcentradas no proporcionan estos modelos de valoración a
las mujeres, que emigran entonces, pero son vistas como si no emigraran,
transgrediendo sin cuestionar (como lo muestra Ramírez en Marruecos), o
se ven en la necesidad de interpretar a posteriori unos modelos en los que
no estaban incluidas[79]. Pero no solo el modelo de migración es diferente,
sino que lo son también los tiempos en que se realiza (que no coinciden con
los de los desplazamientos masculinos) y las redes en que se apoya, que
como señala Gregorio para las dominicanas o Ramírez para su área de
estudio, son preferentemente femeninas.
Esto significa que el nuevo objeto de análisis, las migraciones de
mujeres, requiere no solamente un cuerpo específico de nuevos datos, sino
también nuevas herramientas analíticas que permitan captar la originalidad
y la complejidad de los procesos que protagonizan. Hay un desafío
implícito siempre que la investigación pretende captar la lógica de los
procesos desde la perspectiva de sectores no hegemónicos, y la dificultad se
acentúa cuanto mayor sea la distancia estructural entre el sector estudiado y
aquel que se considera normal en la medida en que sus pautas de conducta
sirven de rasero para medir las otras conductas. Si aceptamos la propuesta
de Giroux según la cual el hombre blanco, rico y occidental es el que ha
colonizado el concepto de normalidad (Giroux, 1994), veremos que la
inmigrante tipo: mujer de color, pobre y proveniente del Tercer Mundo,
constituye el compendio de la alteridad. Eso la configura como sujeto de
innovación teórica. Es decir que, en la medida en que escapa de la visión
«normalizada», ponerla en el centro de la escena implica recurrir a
estrategias de investigación y a modos de interpretación innovadores.
Dado que el estudio del proceso migratorio es básicamente el análisis de
las consecuencias de desplazamientos espaciales, la antropología del
espacio resulta necesaria para entender la utilización de los nuevos lugares
y la construcción simbólica de los mismos, pero no desde las estrategias de
quienes diseñan las ciudades, sino desde la perspectiva de aquellas personas
a quienes no se les asigna derecho a modificar ni a resignificar el espacio, e
incluso se les niega a veces el derecho a «estar», como es el caso de los
ilegales. Pero aún la marginalidad tiene grados y los estudios de los
espacios más específicamente femeninos, como son los ámbitos domésticos
de la inmigración, padecen una mayor invisibilidad que el resto de los
ámbitos de la inmigración. Dicen Villanova y Bekkar:

El análisis de las prácticas domésticas ha sido el pariente


pobre de las investigaciones sobre inmigración. Dejando de
lado algunas investigaciones etnológicas, las que se han
realizado no han profundizado lo suficiente como para
permitir una síntesis (Villanova y Bekkar, 1994: 110).
La antropología urbana, por su parte, centra su interés en la utilización
simbólica y material que realizan diferentes sectores sociales del ámbito
urbano. Enlaza desde esta perspectiva con la antropología del espacio y con
frecuencia está a cargo de los mismos investigadores e investigadoras. En
todos los casos las mujeres inmigrantes resultan ser el sector que ha
recibido menor atención teórica, pero al mismo tiempo el más sugerente
para realizar las nuevas investigaciones.
Pero además el desplazamiento está determinado normalmente por
motivos económicos e implica inserciones laborales específicas. Aquí
también suele ser necesario construir nuevas categorías teóricas para
entender el proceso. Como señala Solé (op. cit., pág. 29) la teoría del
mercado dual de trabajo, que separa los trabajos mejor remunerados, más
estables y con mayor cobertura legal y posibilidades de promoción, del
segundo sector caracterizado por ocupaciones eventuales, salarios bajos e
indefensión legal, necesitaría integrar un tercer sector que incluyera
parados, contratos temporales y subcontratados. Pero este sector aún no
incluiría a la inmigración, particularmente la ilegal, que carecería de toda
protección y que se ubicaría masivamente en la economía sumergida,
configurando un cuarto segmento. Así, los estudios económicos se ven en la
necesidad de ir ampliando sus esquemas clasificatorios para poder analizar
los efectos combinados de la segmentación del mercado, la segregación
espacial y la marginación social de los inmigrantes y las inmigrantes.
El problema cambia poco si la perspectiva económica usada es la
marxista. También en este caso los modelos se centran en el trabajo
asalariado y tienen dificultad para conceptualizar los otros tipos de aportes
económicos y para incluir otras variables significativas. En lo referente a
estudios antropológicos de migración, y sus consecuencias para las mujeres,
el clásico trabajo de Meillasoux ha sufrido, entre otras, las críticas de
Moore, que señala que no tiene en cuenta las estrategias femeninas y su
capacidad de articular proyectos propios (Moore, 1991).
Los nuevos modelos de investigación desplazan el interés de las
investigaciones hacia ámbitos que anteriormente se habían estudiado en
forma más esquemática: construcción de procesos identitarios, organización
de los sistemas de valores, o a los que se les había asignado poca
relevancia: como es el caso de la ya citada antropología del espacio, la
antropología del cuerpo o la antropología urbana. En cada uno de ellos la
migración femenina plantea problemas específicos. Ya lo hemos visto en el
caso de la antropología del espacio y la económica. La situación no es muy
diferente si se analiza la construcción de los sistemas identitarios. Estos
están desprovistos, desde los trabajos pioneros de Barth, de los supuestos
esencialistas que le otorgaban fijeza (Barth, 1976), pero más recientemente
Douglas muestra el carácter de fluidez que tiene la identidad individual y su
relación con lo que dentro de la teoría de Foucault se denominarían
mecanismos de control social (Douglas, 1995; Foucault, 1992). Así, no
solamente se desesencializarían las construcciones de identidad social, que
resultarían desligadas de contenidos culturales concretos para pasar a
entenderse como estrategias clasificatorias[80], sino que se admite el
carácter de construida y mutable de la identidad personal. El tema tiene
implicaciones importantes para el análisis de los fenómenos migratorios y
he trabajado sobre ello en el caso de las segundas generaciones (Juliano,
1997b, 1998a), pero en el caso de la migración femenina el proceso
identitario se liga además con las conceptualizaciones referentes al propio
cuerpo. Los trabajos de Heller y Feher sobre las biopolíticas (Heller y
Feher, 1995) y los de A. Strathern sobre las nuevas corrientes de
investigación al respecto nos acercan al problema global (Strathern, 1994),
pero también hay trabajos específicos sobre las particularidades y
problemas de construir una identidad en un cuerpo femenino. Matthews
Grieco nos habla de este proceso en las últimas centurias en Occidente
(Matthews Grieco, 1992), mientras que Linker señala los obstáculos y
posibilidades desde una perspectiva psicoanalista lacaniana (Linker, 1993).
En todos los casos se omite la problemática específica de las mujeres
inmigrantes, pese a que son diferentes conceptualizaciones del propio
cuerpo las que se consignan frecuentemente como las diferencias culturales
más visibles —piénsese en el interés que suscitan temas como las
mutilaciones genitales femeninas (Álvarez Degregori, 2000) o las
posibilidades de exhibir o no determinadas partes del cuerpo que desataron
la polémica francesa sobre el velo.
En la última década ha comenzado a trabajarse la construcción de la
identidad de los inmigrantes desde la perspectiva de la antropología del arte
en general y más particularmente de la música. En todos los casos (Archetti,
1991,1994; Fomaro, 1998; Guy, 1991; Hosokawa, 1998; Quintero Rivera,
1998) y mis trabajos sobre el tango (Juliano, 1991,1992,1998b) se trata de
las elaboraciones realizadas por los migrantes varones y sus intentos de
redefinir sus identidades haciendo explícitos sus conflictos de adaptación.
Faltan investigaciones que retomen este ámbito desde el punto de vista de
las producciones de las mujeres migrantes, ya que tanto en poesía como en
música hay bastantes discursos sobre las migrantes[81] e incluso pueden
constituirse en el tema central de las elaboraciones masculinas.
Pero hay otra confluencia que se omite con frecuencia y que quizá es la
que más productiva puede resultar desde el punto de vista de la innovación
teórica, esta es la que se produce con las distintas corrientes de los estudios
de género, y más específicamente con las propuestas de la epistemología
feminista. Los planteamientos de descentralización del sujeto, de
conocimiento posicionado y de la investigación como narrativa, así como la
aceptación de los elementos subjetivos como componentes de la
investigación, son todos aspectos en que la influencia de este pensamiento
ha sido determinante, y que configuran de una manera general el marco
teórico de la posmodernidad. Pero aún no están lo suficientemente
exploradas las posibilidades de esta forma de entender las investigaciones
en el campo específico de la migración femenina. Los estudios siguen
apoyándose con mucha frecuencia en datos cuantitativos y se han dedicado
pocos esfuerzos en decodificarlos como discursos. Los escasos trabajos que
se han hecho en este sentido, como sería el caso de Santamaría o de Pascual
i Saüc (Pascual i Saüc, 1997; Santamaría, 2002) analizan las construcciones
sociales sobre la inmigración en general, y no se apoyan en las
elaboraciones de los propios inmigrantes ni en las problemáticas específicas
de las mujeres. Desde el campo feminista, Moore presenta, en las pocas
páginas que dedica a la migración femenina, un análisis sugerente que
revisa las investigaciones anteriores y da importancia a las motivaciones
particulares de este sector (Moore, 1994).
Otro aspecto importante de investigaciones a incluir es el relacionado
con las políticas concretas que se generan para las mujeres inmigrantes.
Aunque el número de inmigrantes de ambos géneros presenta en la
actualidad cantidades sensiblemente iguales, persiste la invisibilidad del
sector femenino, como consecuencia de los estereotipos discriminadores
profundamente arraigados de los que hablábamos al principio. Esto permite
configurar las conductas que se desarrollan con relación a ellas, a modo de
test para medir la amplitud y límites de la tolerancia de la sociedad
receptora. La legislación sobre inmigración se realiza sobre el modelo del
hombre inmigrante, y no tiene en cuenta las especificidades laborales y
vitales de las mujeres. Esto hace que ellas padezcan en mayor medida la
discriminación legal y laboral.
El resultado en términos de convivencia es ambiguo. Su invisibilidad
social hace que generen menos agresividad explícita en su contra, pero no
es casual que algunos de los atentados más graves producidos en España,
Francia, Alemania y Suiza contra grupos inmigrantes hayan ocasionado
víctimas entre las mujeres, materializando así el imaginario de la mujer
como víctima preferente.
Pese a los prejuicios, los programas de apoyo y promoción dirigidos a
este sector han sido evaluados como más productivos a medio y largo plazo
que los dirigidos a los hombres inmigrantes, por lo que se está
desarrollando una tendencia a tener en cuenta a las mujeres en las políticas
referentes al sector. Ello implica replantearse los objetivos y, en general,
desplaza el interés hacia políticas a largo plazo con incidencia en las
segundas generaciones. La nueva atención implica también nuevos riesgos,
entre los cuales no es el menor la recaída en conductas asistenciales y
caritativas.
Si partimos del supuesto, tan arraigado en la antropología, de que la
«otredad» es un ámbito privilegiado de investigaciones y un espacio
propicio para la innovación teórica y metodológica, tendremos que concluir
que la investigación centrada en la problemática de las mujeres inmigrantes
se perfila como un desafío y una promesa. Un desafío porque requiere la
utilización de un nuevo utillaje metodológico y conceptual, y una promesa
porque esa innovación necesaria abre posibilidades que luego pueden ser
contrastadas y usufructuadas en campos más tradicionales de investigación.

Otra vuelta de tuerca


La vida humana transita entre el Apego y la Pérdida. La de los
emigrantes y los náufragos son experiencias extremas en esa
ruta fronteriza. A veces, en la vida real y de forma trágica,
coinciden esas circunstancias en las mismas personas, como
vemos que ocurre ahora entre el norte de África y España, y
en otros escenarios. Pero incluso en condiciones no tan
dramáticas, hay algo muy fuerte que une al emigrante y al
náufrago. La lucha por la supervivencia y el ansia de una
nueva vida. De otra vida.
(Rivas, 2001: 8)

En la última década se está produciendo un cambio en la valoración


social y en la aceptación legal de las prostitutas. Este cambio refleja la
reacomodación social ante dos factores nuevos: la creciente capacidad de
organización y de reivindicación de las prostitutas del Primer Mundo, y la
sustitución progresiva en el trabajo sexual callejero —pero también en el
que se realiza en los locales de alterne y el que se anuncia por la prensa—
de las prostitutas autóctonas por inmigrantes del Tercer Mundo.
Desde la década de los años setenta, y especialmente desde la ocupación
de iglesias en 1975 en Francia[82], las trabajadoras sexuales han luchado con
éxito contra el aislamiento y han conseguido organizarse entre ellas y
logrado el apoyo de otros grupos de mujeres y algunas ONG. Este
movimiento, que tiene representantes tan conocidas como Selma James o
Carla Corso, ha presionado ante las autoridades de los distintos países para
obtener reconocimiento social de su actividad y protección contra los
abusos. Los países con legislación más avanzada, como Holanda, han
incorporado sus demandas dentro de los marcos legales, al tiempo que las
campañas públicas de estos colectivos han puesto en conocimiento del
grueso de la población la legitimidad de sus demandas y aspiraciones.
Pero mientras las organizaciones de trabajadoras sexuales obtenían por
primera vez el reconocimiento de algunos de sus derechos, el fenómeno
migratorio iba cambiando las bases mismas del problema. Las inmigrantes,
dedicadas a los trabajos que las nativas no desean, se hacen presentes cada
vez más en este campo, y a ellas no les alcanzan los beneficios legales que
tímidamente comienzan a generalizarse para las prostitutas autóctonas.
En septiembre de 2001 se expulsaron en Barcelona 17 muchachas
nigerianas que carecían de papeles, precisamente cuando la movilización de
las organizaciones de solidaridad acababa de frenar la expulsión de los
hombres inmigrantes indocumentados que dormían en Plaza Cataluña. Para
ellas no hubo solidaridad ni de las ONG ni de sus propias comunidades de
origen. Cuando las integrantes de LICIT preguntamos a la policía si se las
había expulsado por ejercer la prostitución, recordando al funcionario que
esta actividad no es delito (y que además no se había expulsado a los
hombres indocumentados que habían delinquido), se nos respondió que de
ninguna manera, que la expulsión se debía solamente a su falta de papeles,
y cuando se inquirió por qué no se había pospuesto la acción judicial como
pasaba con los varones, el agente de la ley argumentó que en la actividad
que desarrollaban «no hacían nada santo». Así se cierra el círculo de la
discriminación, se las expulsa indistintamente porque no tienen papeles o
porque son prostitutas, según convenga a la argumentación y ante la
actividad estigmatizada que realizan, nadie levanta la voz en su defensa.
La anécdota no corresponde a un caso aislado. Si vemos la cantidad de
colombianos expulsados cada año vemos que predominan ampliamente las
mujeres. Esto pasa también cada vez que se desarticula una red de «trata»
en que terminan siendo castigadas con la expulsión las presuntas víctimas
en un número mucho mayor que sus explotadores.
En el imaginario social las inmigrantes solas, sin protección masculina,
serían víctimas fáciles de traficantes y mafias de trata. Al no reconocérseles
proyectos autónomos, no se piensa que se las castiga con la expulsión, sino
que se las «salva» de sus explotadores. Sin embargo, esto se corresponde
escasamente con los datos. Ya cuando la gran migración europea hacia
América, se establecieron entidades para proteger a las inmigrantes de estos
peligros, pero de sus informes se desprende que las que se prostituían en el
nuevo continente lo hacían en muchos casos por una opción autónoma que
ya habían ejercido en el país de origen o por la ventaja económica
comparativa que les brindaba con respecto a otras opciones laborales (Avni,
1983; Clementi, 1984; Devoto y Rosoli, 1985; Guy, 1994). Lo mismo
señala Ramírez para las prostitutas marroquíes actuales que se manejan
autónomamente (sin chulo) y que no resultan tan marginales en la sociedad
donde han migrado, como lo serían en la sociedad de origen. Esto puede
extenderse a las prostitutas guineanas y cameruneses de Ciutat Vella
(Barcelona).
Por otra parte, la vulnerabilidad y la explotación por redes organizadas
no es un problema que afecte solo a las inmigrantes que se dedican al
trabajo sexual, pero la sospecha de que se dedican a este tipo de actividad
sirve como trasfondo de todas las medidas que se toman contra inmigrantes
mujeres, y silencia la voz de las organizaciones de ayuda que temen ser
consideradas colaboradoras de la trata de mujeres si se muestran activas en
su defensa.
En realidad las mujeres que se dedican a la prostitución son solo un
porcentaje pequeño de las que llegan aunque, a medida que se endurecen las
restricciones a la entrada a la Unión Europea, su número tiende a aumentar.
Pero en algo aciertan los que relacionan globalmente a las inmigrantes con
el trabajo sexual. En realidad el pequeño número de actividades que se
ofrecen a las inmigrantes tiene muchos puntos en común con la
prostitución. Se trata de trabajos precarios, sin protección legal, sin
contratos, basados en relaciones personales y con escaso prestigio y nulas
posibilidades de promoción. En este conjunto entran los trabajos como
asistentas de hogar, la limpieza por horas, acompañar a personas ancianas,
la atención de niños y el cuidado de enfermos. Con la diferencia que estos
trabajos «decentes» están aún peor pagados que los servicios sexuales. Si
analizamos un trabajo bien documentado y con numerosas entrevistas,
como el de Draper Miralles, podemos ver que muchas trabajadoras sexuales
optan por la prostitución luego de haber probado otros trabajos menos
rentables, y que permanecen en ella por una comparación favorable con
respecto a otras opciones laborales (Draper Miralles, 1982). Lo mismo se
desprende de nuestras entrevistas.
Puesto que la sociedad considera la migración un problema laboral y
condiciona los permisos de residencia a los contratos de trabajo, y dado que
aún no ha reconocido —en la mayoría de los países[83]— la prostitución
como un trabajo, las personas que se dedican a esta tarea no pueden
regularizar su situación. Esto las coloca, objetivamente, en una posición de
gran vulnerabilidad ante la policía, que puede detenerlas y expulsarlas
arbitrariamente, ante las redes de tráfico de personas, que pueden
explotarlas y ante la opinión pública, que puede volcar sus antiguas fobias
contra las nuevas prostitutas en su condición de «ilegales». Esta situación
de debilidad legal, permite además exteriorizar fácilmente contra ellas los
prejuicios racistas que se manifiestan de forma más o menos encubierta ante
los restantes inmigrantes que se dedican a opciones laborales reconocidas
como tales.
Los prejuicios entonces se desplazan de las prostitutas nativas, en trance
de obtener cierto reconocimiento, a las jóvenes inmigrantes, que pasan a
encamar el imaginario estigmatizante. Así, el discurso discriminador, que
parecía que estaba perdiendo la batalla ante la capacidad organizativa de las
trabajadoras sexuales, se encuentra ante nuevas posibilidades de manifestar
su deseo de exclusión. Estas son, en realidad, la consecuencia y el
desarrollo de las antiguas, pero toman un nuevo lenguaje que se adecúa a
las nuevas circunstancias. Ya no se insiste en que carecen de libertad porque
nadie elegiría esta actividad sino fuera bajo amenazas de un chulo o
proxeneta, sino que ahora se piensa que han sido engañadas, secuestradas y
forzadas a este comercio por mafias internacionales. Se les atribuye además
(mezclada y contradictoriamente) ser transmisoras de enfermedades,
descaradas y alborotadoras, menores de edad, ignorantes y supersticiosas.
Referente a las mafias, el discurso funciona como profecía
autocumplida. En la medida en que se multiplican los obstáculos legales
para la llegada y permanencia de extranjeros y extranjeras, las personas que
pretenden escapar de las duras condiciones de supervivencia de sus países
de origen no tienen más remedio que recurrir a las redes de tráfico de
migrantes, que aprovechan esta situación cobrándoles precios abusivos[84] y
se benefician del temor que sienten hombres y mujeres damnificados de
denunciar la situación, ya que esto podría implicar su propia expulsión.
Se mezcla de este modo en el imaginario colectivo todo tipo de red que
favorece la llegada de inmigrantes (redes familiares, comerciales, pequeñas
bandas o grandes grupos delictivos organizados) y se atribuye a todas
iguales niveles de violencia y engaño. La consecuencia de esta confusión es
la ineficacia en la represión del tráfico real (que muchas veces queda
limitada a la sanción del dueño de la patera o del camionero que cobró por
el transporte) y falsedad en las declaraciones de las víctimas, ya que en el
caso de las trabajadoras sexuales no se les da protección legal, ni permiso
de residencia, si las muchachas reconocen que sabían para qué tipo de
trabajo venían. Así, la vieja asociación conceptual: prostitución igual a
delito, se refuncionaliza a través de la incorporación de un eslabón
intermedio, la migración, al que se desplaza la connotación negativa:

Prostitución = inmigración ilegal = delito.

Aunque toda la migración, tanto la compuesta por hombres como la


realizada por mujeres, accede a España en condiciones precarias y con
problemas para legalizar su situación, el tratamiento dado a sus problemas
por los medios de comunicación es muy distinto. En un interesante trabajo
de análisis de la consideración del tema por la prensa durante el año 2002,
Clara Pérez llega a la conclusión de que hay diferentes patrones de
evaluación superpuestos. Así, en materia de condiciones laborales «lo que
para la población nativa se considera explotación laboral, para la población
inmigrante se considera válido y generoso» (Pérez Wolfram, 2003: 123). A
esta discriminación general se agrega una construcción diferente del
discurso por género:

La existencia de mujeres inmigrantes extracomunitarias


apenas se visibiliza a través de las informaciones […]
apareciendo en todo caso como víctimas de voluntades ajenas
[…], como seres objetualizados, víctimas de trata, mujeres
secuestradas, explotadas o agredidas por sus compatriotas
varones…, no se les reconoce ser sujeto de su proyecto
migratorio, ni tan siquiera en el sentido perverso en el que se
les reconoce a sus compatriotas varones, como autores de un
viaje de fines malvados (op. cit.: 124).

Esta diferencia de tratamiento explica que solo se hable de «trata» con


relación a las mujeres, cuando los abusos en cobro de deudas por el viaje, la
explotación y la coerción son peligros que planean sobre toda la migración
de manera creciente, desde el momento que la ley de extranjería y sus
reformas van haciendo cada vez más difícil la entrada al país por las vías
legales.
Es evidente que, a medida que se multiplican los obstáculos legales a la
inmigración, cada vez más mujeres tienen que recurrir a redes
transnacionales para poder llegar aquí. Este hecho y la falta de apoyo legal
a su trabajo en la sociedad de acogida producen situaciones de indefensión,
cuyos efectos son más visibles en determinados colectivos.
En la actualidad parece posible diseñar un mapa de situación en que las
trabajadoras del Este y las subsaharianas están más condicionadas por las
deudas contraídas en los lugares de origen y con las redes del tráfico de
personas, mientras que las magrebíes y las latinoamericanas disfrutan de
mayor autonomía. Esto nos permitiría establecer una primera correlación
según la cual la multiplicación de los obstáculos legales para la llegada
constituiría el caldo de cultivo de los beneficios de las mafias. De todas
maneras, y por abusivas que sean las condiciones de la deuda que se
comprometen a pagar, la estrategia de muchas organizaciones de tráfico de
personas no parece ser incumplir el contrato con incrementos sucesivos,
sino más bien renovar el stock de viajeras-deudoras a través de captar
nuevas personas en el lugar de origen. Esto no resulta posible si la extorsión
es demasiado evidente. Para evitar las simplificaciones a que recurren
frecuentemente los medios de comunicación, podemos intentar establecer
una primera tipología de las redes a través de las cuales se produce la
circulación y el tráfico de personas:

Redes de tipo familiar

Un grupo de personas, normalmente emparentadas —en algunos casos


amigos o vecinos—, ponen en común sus ahorros o empeñan sus
pertenencias para pagar el viaje al/la inmigrante que se compromete a
devolver el dinero invertido y una cantidad más. En los últimos años se
detecta un incremento del afán de lucro y de la explotación que conllevan
estas redes presuntamente de apoyo. La presión para garantizar la
devolución es sobre todo moral y afectiva. La opción por la prostitución
resulta la consecuencia de su mayor eficacia como medio de reunir fondos,
pero vienen por este sistema también mujeres que se dedican al servicio
doméstico u otros trabajos. Una variedad de este tipo de red se produce
cuando una persona que ha migrado previamente adelanta el dinero a algún
familiar (hermana, hija) para que también venga a trabajar. Esta situación
está bien documentada en el caso de las dominicanas que se dedican al
servicio doméstico (Gregorio Gil, 1998).

Redes de tipo comercial

Una agencia de viajes, prestamistas particulares o empresarios adelantan el


dinero y (a veces) proporcionan documentación para entrar en España.
Ocasionalmente ofrecen también trabajo y alojamiento. En estos casos la
cantidad que se reconoce como «deuda» suele ser mucho mayor que los
gastos reales. Si el empresario que adelanta el dinero es dueño de clubs de
alterne o bares, es muy posible que el contrato oral implique el compromiso
de trabajar como prostituta en su local hasta cancelar la deuda o por un
tiempo determinado. Puede darse el caso de transferencia de la deuda de un
empresario a otro[85] y la retención de los documentos hasta el final del
contrato. A veces se ofrecen también servicios de abogados para tramitar
los papeles. Este sistema, que no siempre implica engaño aunque sí
explotación, es el más frecuente entre las colombianas.

Redes de tipo coercitivo

Pueden llamarse así las que usan presiones extra-económicas y/o amenazas
de violencia para reforzar su objetivo económico. Pueden ser
subcatalogadas en tres tipos:
Grupos de base «étnica». Captan muchachas de zonas rurales y con
escaso nivel de formación. El trabajo sexual puede ser acordado desde el
principio o disimularse en ofertas de trabajo en hostelería o como
bailarinas. Apoyan su presión económica (que siempre se relaciona con el
dinero adelantado para el viaje) con amenazas de venganza sobre ellas
mismas o su grupo familiar en caso de incumplimiento del contrato. Estas
amenazas pueden referirse a violencia física o violencia simbólica a través
de maleficios o vudú. Se han detectado casos entre las subsaharianas,
preferentemente entre las nigerianas.
Pandilla delictiva: Un grupo de «amigos» o cómplices procura
coordinar presiones en el lugar de origen y en el lugar de llegada, para
captar y controlar a las personas que quieren emigrar y evitar que escapen a
su presión extorsionadora. Actúan a través de ligámenes personales y
relaciones de pareja. Corresponde a lo que la clasificación de delincuencia
extranjera, la OIPC (Organización Internacional de Policía Científica),
cataloga como grupo organizado, con pequeño número de personas
implicadas y unión esporádica y temporal. Pueden presionar por la opción
del trabajo sexual, ya que este permite una acumulación más rápida de
recursos, pero actúa también con otros tipos de trabajos. Este tipo de
relaciones afecta a algunas albanesas.
Banda delictiva organizada. Grupos organizados internacionalmente,
que combinan el tráfico de personas, pornografía, venta de armas y drogas.
Estas redes suelen contar con complicidades y sobornan o amenazan a
funcionarios y testigos. Se sospecha de este tipo de red en el caso de los
rusos. El 15 de junio de 2001 salió a la luz pública un caso estremecedor de
banda organizada protagonizada por rumanos, que actuaba en Madrid con
ramificaciones en otras ciudades. Según los periódicos, unen violencia
física generalizada que llega al asesinato, violaciones, amenazas, secuestros
y prácticas degradantes para quebrar la voluntad de las víctimas. Las
investigadoras de LICIT no hemos tenido contacto con situaciones de este
tipo, por lo que nuestra información al respecto es únicamente la de los
medios de información.
La diversidad de estas redes, y el hecho de que en algunos casos
funcionen mediante acuerdos con las trabajadoras sexuales, explica la
escasa cantidad de denuncias, no solo por miedo, sino también porque las
implicadas, como el resto de inmigrantes, hombres y mujeres, que recurren
a ellas, las consideran un mal necesario y la única forma de llegar a España.
Además, en ciertos casos la red les proporciona papeles, trabajo y
alojamiento.
Pese a la existencia comprobada de redes coercitivas, una de las
situaciones en que les resulta más difícil a las trabajadoras sexuales
inmigrantes librarse de la explotación, es aquella en que esta está
personalizada en una relación de pareja, ya se trate de un marido local que
permite legalizar los papeles, pero que tiende a extorsionar a su compañera,
o sea el caso de un esposo del mismo grupo étnico que exige la obediencia
asignada socialmente a su rol. Esta relación, según la cual las presiones más
coercitivas son las más personalizadas, ya había sido constatada
anteriormente cuando una prostituta que cuenta su vida en Jaget dice: «Los
pequeños macarras son los peores… si alguno es peligroso no son los
grandes. Ellos no pueden permitirse afrontar riesgos… los pequeños son
mucho más violentos» (Jaget, 1980: 90). Estos comentarios sobre la
explotación de la prostitución tradicional, posiblemente puedan aplicarse
también a la nueva. De todas maneras la preocupación referente a los
proxenetas —los tradicionales o los nuevos— no parece el eje central de los
problemas de las mujeres entrevistadas por LICIT, que muestran en general
mucha confianza en su capacidad para controlar las situaciones. De una
manera desenfadada esto se refleja en la frase de una trabajadora sexual:
«Con todos estos macarras yo me hago una olla de macarrones» (J.,
entrevistada por Sánchez y Blanco de LICIT en junio 2000).
De nuestras entrevistas se desprende que el motivo por el que se
dedican a la prostitución es el mismo que las impulsa a emigrar, la
necesidad de dinero para ellas y para mantener su grupo familiar,
principalmente a los hijos e hijas. Frecuentemente, son las dificultades para
encontrar opciones alternativas que resulten rentables, y no las amenazas o
el miedo las que hacen que permanezcan en esa tarea. «Es muy difícil
encontrar trabajo y por eso estoy de puta… Tengo que trabajar mucho para
mí y para mi familia» (S., subsahariana, estudios secundarios, entrevistada
por Sanromá, marzo de 2001).
Por otra parte, la valoración que hacen del trabajo sexual no es
homogénea y no siempre coincide con los criterios de la sociedad de
acogida. Para muchas de ellas es visto como una actividad honrada, muy
diferente de las acciones delictivas, y más digna que la mendicidad. Así,
durante una tramitación sanitaria acompañada por una investigadora de
LICIT, una joven trabajadora sexual subsahariana se sintió sorprendida por
la presencia de una mendiga y exclamó: «¡Cómo es posible que pida
limosna, pudiendo trabajar de prostituta!»[86]. El comentario es muy
significativo. Para ella lo que resultaba indigno era vivir de la caridad.
También suelen comparar ventajosamente su opción laboral con otros
trabajos como el de asistenta doméstica, diciendo que «esto es mejor que
limpiar la suciedad de los demás», e incluso algunas lo consideran una
opción mejor que la hostelería, con largas jornadas laborales y sueldo bajo.
Detrás de estas apreciaciones hay pocas opciones reales. Los prejuicios
racistas para dar entrada en las casas como asistentas a mujeres negras y el
escaso conocimiento del castellano, hacen que la prostitución quede como
la más probable solución a los problemas económicos de algunas
inmigrantes. Con frecuencia, tanto las subsaharianas como las dominicanas
vienen con el proyecto de trabajar en el servicio doméstico o en trabajos
manuales como lavar ropa, pero al llegar se encuentran con una sociedad
muy automatizada y con poca demanda de esos tipos de trabajo y con
deudas contraídas para el viaje, además de los problemas económicos
previos y la necesidad de mandar dinero a sus hijos e hijas. La opción por la
prostitución puede ser comunicada a la familia o silenciada.
Por otra parte, la situación de ilegalidad de muchas de ellas impide que
encuentren otros tipos de trabajo. La falta de papeles es además un
elemento muy negativo para la autoestima: «Una sin papeles no vale nada»,
(M., de Santo Domingo, a Sanromá, mayo de 2001) y dificulta la movilidad
laboral. Así, es más frecuente entre las trabajadoras sexuales españolas
pasar largas temporadas dedicadas a otros trabajos (hostelería, geriátricos,
cuidado de personas enfermas) y volver al trabajo en la calle cuando fallan
las otras posibilidades.
Ya que la prostitución no es un «buen trabajo» sino una actividad dura y
desagradable, la inquietud social que provoca sería legítima si se centrara
en mejorar la cantidad y calidad de posibilidades laborales femeninas, tanto
para las mujeres nativas como para las inmigrantes, de modo que cada una
tuviera mayor cantidad de opciones. Pero aún en el caso de existir opciones
más favorables desde el punto de vista de la sociedad global, hay que
aceptar que siempre habrá personas que optarán (temporalmente o como
tarea permanente) por el trabajo sexual. Considerar que tienen derecho a
ello y ayudarlas a conseguir condiciones laborales menos duras y mejor
reconocimiento social, parece la mejor vía de acción con este colectivo.

Detrás del espejo


Se revuelve contra una sociedad que, por sí misma, nunca le
ha concedido lo más elemental, lo mínimo y lo más
importante que cabe reclamar: la igualdad de derechos
humanos.
(Arendt, 2000: 216)

Pero como ha analizado Goffman para otras estigmatizaciones, la fuerza


del rechazo social actúa de una manera paradójica. Por una parte desalienta
y aísla a las personas estigmatizadas dificultando su organización y
lesionando su autoestima, pero por otra parte genera una fuerte conciencia
del enfrentamiento entre su forma de vida y las convenciones sociales
(Goffman, 1970). Esto hace que lo que se visualiza como salidas posibles
sean dos opciones divergentes: procurar obtener soluciones individuales, en
lo que Arendt denomina estrategia del «parvenu» o arribista, o desarrollar
conciencia de grupo, que sería lo propio de la estratega del «paria».
Para las prostitutas esto se materializa, en el primer caso, en estrategias
de ocultamiento de su actividad, compartimentando algunos sectores de su
vida personal para mantenerlos a salvo de la estigmatización, y sin
desarrollar discursos públicos de cuestionamiento[87]. En el segundo caso
afrontan las iras públicas y reivindican la legitimidad de su opción a través
de asociaciones de prostitutas, que desarrollan un discurso muy crítico de
las estructuras sociales y de los roles de género[88]. Pero esto implica un
esfuerzo y una voluntad que no todas las personas poseen, siguiendo con
Arendt, ella constata:

Para los excluidos, el que sea posible comprender una


historia y un mundo a los que no ha conducido tradición
alguna ni la seguridad que de manera natural da el tener una
posición social definida es más que un triunfo. Es la única
manera posible de comprometerse con el mundo (Arendt,
2000: 177).

La dificultad es mucho mayor si son extranjeras y carecen de papeles, aquí


las reivindicaciones explícitas resultan casi imposibles, y las trabajadoras
sexuales inmigrantes se encuentran descriptas, interpretadas y encasilladas
sin que se escuchen sus voces. Esto significa que tienen que afrontar,
además de la violencia material a la que están expuestas en tanto que
mujeres solas (agresiones verbales, maltrato ocasional) y en tanto que
prostitutas, es decir mujeres estigmatizadas, una violencia institucional que
las señala como víctimas, pero que en realidad las castiga con cárcel y
deportaciones sumarias.
Los casos con los que hemos tratado, por nuestra misma estrategia de
investigación, no son muy numerosos y, por consiguiente, pueden carecer
de relevancia estadística, pero creemos que están más libres de distorsiones
que las encuestas apoyadas en un conocimiento superficial de las
entrevistadas, que suelen obtener respuestas «al gusto del consumidor», y
que la mirada superficial de algunos medios informativos. Construir
relaciones demanda tiempo y esfuerzo, y las trabajadoras sexuales conocen
la diferencia entre una aproximación puntual y un trabajo continuado.

Algunas sin tenerte confianza te preguntan unas cosas…


Porque vosotras al menos estáis aquí y charlamos un rato.
¿Sabes qué me preguntó una solo llegar? Me dijo: ¿Tú tienes
chulo? Así de directa. ¿¿¿Qué se cree que le voy a contestar
eso por las buenas??? Pues no, aunque es seguro que por aquí
hay chicas que tienen chulo…, pero no se lo voy a decir…
Eso son cosas personales, de la intimidad de una y no puede
venir una con todo el morro y preguntar eso de buenas a
primeras. Un poco de respeto (M., española, 50 años, a
Sanromá, mayo de 2001).

Respeto es principalmente lo que procuramos darles desde LICIT. Cuando


nuestras amigas trabajadoras del sexo callejeras nos dicen

Aunque nosotras estemos en el anonimato, a nosotras nos


gusta ver una mujer que lucha por la igualdad…, nosotras
tenemos fuerza espiritual… Porque hay muchachitas que
trabajamos en esto y queremos a veces seguir estudiando,
luchando…, ¡¡en todo!! Y decimos, pues, que no dependemos
de hombres… Nosotras nos valoramos, aunque mucha gente a
veces nos machaque, la sociedad… Si nosotras habláramos…
porque a nosotras nos da rabia cuando ponen programas que
quieren poner a una como por el suelo (M., venezolana, 34
años, entrevistada por Roca, febrero de 2001).

Podemos creer que no nos engañan, o al menos que no nos engañan más
que los que se autoengañan, o nosotras mismas nos autoengañamos.
Como corolario de estas primeras conclusiones se puede proponer la
utilidad de promover la creación de grupos mixtos, que integren
inmigrantes prostitutas y no prostitutas, que funcionen como lugar de
encuentro con mujeres de la sociedad de acogida y permitan vías de
superación de los tabúes sociales al respecto. Estas asociaciones tendrían
además como objetivos específicos dar herramientas para que las
trabajadoras sexuales conozcan sus derechos y los recursos sociales a su
alcance y obtengan motivación y apoyo para actuar colectivamente para
conseguirlos. En esta línea se encuentran Hetaira en Madrid y LICIT en
Barcelona, que además de algunos servicios asistenciales (asesoría legal y
psicológica, derivación y acompañamiento a instituciones de servicios
sociales), desarrollan incipientes políticas de empoderamiento de las
trabajadoras sexuales a través de encuentros y talleres y forman parte de
plataformas de mediación de conflictos con vecinos y autoridades.
Esto implica dejar de lado las visiones victimistas y enfrentarse con la
complejidad de los problemas. Hay que tener en cuenta que las inmigrantes
están desarrollando, con enorme esfuerzo, proyectos para superar
problemas en la sociedad de origen y para ampliar sus horizontes, como
señala Torrabadella:

La migración… es una estrategia no solo de mejora, sino


de recuperación de una dignidad perdida, perdida por la
pobreza, que en su caso es vivida como una vergüenza y una
indignidad (Torrabadella, 2001: 111).

No reconocerlas como sujetos de su propia historia es agregar una vejación


más a las muchas que reciben a lo largo de su itinerario.
Políticas posibles de regularización[89]

Desde el punto de vista de los estados se ve con recelo la posibilidad de


conceder derechos de nacionalidad a los extranjeros en general y más
particularmente a los del Tercer Mundo. Algunos países como Alemania o
Japón son muy restrictivos con respecto a las condiciones que deben
cumplir los aspirantes a la ciudadanía y en la práctica limitan la concesión
de nacionalidad a la descendencia de sus connacionales nacidos en el
extranjero. Otros, como Francia o España, dejan algunas puertas abiertas
que permiten obtener la nacionalidad a través de la residencia. Pero también
en estos casos la tendencia es hacia una multiplicación de los obstáculos.
Así en España el director general de migraciones reconocía en 1995 que
entre el 60 y el 70 por 100 de las peticiones de permiso de residencia y de
trabajo eran denegados (Pajares, Espelt Granés, Calvo Buezas, Posada y
otros, 1995: 73), con lo que se imposibilitaba, además, a los demandantes
iniciar los trámites de adquisición de ciudadanía y, por consiguiente,
acceder a un nivel aceptable de derechos civiles. Así, pese a que las
regularizaciones ocasionales han permitido legalizar su situación a algunos
de los que tienen más tiempo de permanencia, en los últimos años más del
50 por 100 de las personas procedentes de África que llevan menos de cinco
años residiendo en España no poseen permiso administrativo para ejercer
una actividad laboral y se calcula en un 10 por 100 del colectivo los que
carecen de permiso de residencia (Carrasco Carpio, 1998: 18). La
ilegalidad, consecuencia de políticas estatales restrictivas, se convierte
entonces en la mayor causa de discriminación laboral y social de la
inmigración procedente del Tercer Mundo.
Esta situación no puede causar extrañeza si se tiene en cuenta que en la
génesis de los modernos Estados Nacionales estaba la idea de la unidad a
partir de la uniformidad, y que el modelo de una nación, una lengua, una
religión, ha mantenido vigencia hasta épocas muy recientes (Álvarez,
1993). De esta manera, señalar a un grupo como «otro» o diferente forma la
contrapartida necesaria de la construcción del imaginario «nosotros» en que
se asienta la idea de la nacionalidad. Así, el fantasma de que la presencia de
inmigración extra-comunitaria acabará provocando que el país pierda su
identidad forma parte de los temores de uno de cada cinco españoles [ver el
art. De Espelt Granes en (Pajares et al., 1995)]. Como señala el Colectivo
IOE: «La cohesión y armonización política de las diferencias sociales,
gracias al recurso de la identidad nacional se obtiene a veces al precio de la
exclusión de los extranjeros, sobre todo de aquellos que más se alejan del
modelo normativo vigente» (Colectivo IOE, 1998:41). También Wieviorka
ha señalado reiteradamente los nexos entre la construcción identitaria
nacional y los brotes racistas y xenófobos (Wieviorka, 1992).
Solo la reivindicación (conflictiva y aún no zanjada en todos los casos)
del reconocimiento de su especificidad, llevada a cabo por áreas con
peculiaridades diferentes, ha permitido incorporar el concepto de Estados
Multinacionales al mapa político europeo. Pero esto no ha hecho más que
desplazar al interior de las comunidades autónomas los criterios de
uniformidad que antes se consideraban deseables para el Estado.
Precisamente lo que legitima —en términos de la opinión pública— la
aspiración al autogobierno de las Naciones sin Estado es que ellas se
presentan como más homogéneas lingüísticamente, con una historia
compartida y una tradición cultural común más sólidamente establecida que
los Estados de los que forman parte. Así que, si bien a los gobiernos
autonómicos no puede reprochárseles practicar políticas excluyentes, pues
no han obtenido el derecho de otorgar ciudadanía, parece improbable que,
de tenerlo, pudieran distribuirlo de forma más amplia a como lo hacen las
unidades estatales. Por poner un ejemplo, no parece que ser catalán, vasco o
gallego, requiera menos requisitos que ser español. Sin embargo, la
situación internacional está cambiando tan rápidamente, en términos de la
globalización económica mundial y principalmente de la construcción de la
Unión Europea, que no parece que los marcos estatales o autonómicos
resulten los únicos significativos para entender las políticas de exclusión.
Así, la Ley de Extranjería de 1985 no se fundamentó en la necesidad
española de regular la entrada de una inmigración extracomunitaria —ya
que esta no sobrepasaba el 2 por 100 de su población—, sino por la presión
comunitaria de unificar políticas que cerraran las puertas de acceso al
mercado común. Con esta misma argumentación se han presentado las
reformas sucesivas. En líneas generales, la relativa apertura de fronteras,
dentro del ámbito europeo, ha tenido como contrapartida un endurecimiento
de la legislación que dificulta el acceso al mismo a los no comunitarios.
Esto se da en el marco de la construcción europea dentro de un modelo
marcadamente tecnocrático y economicista, donde la participación
ciudadana está debilitada y las propuestas de establecer una carta social o
de desarrollar políticas sociales de empleo son rechazadas (caso del informe
Santer). Así puede entenderse que algunos teóricos, como Crispin Jones,
alerten sobre la posibilidad de que se pretenda extender a la Unión Europea,
como un todo, el sentimiento patriótico excluyente que caracterizó a los
estados decimonónicos, con su construcción de imaginarios
autovalorizadores y su denegación implícita de la legitimidad de las
elaboraciones alternativas (Jones, 1993). Pero en la medida en que la
construcción de la Unión Europea es un proceso en plena etapa de
realización, permite sugerencias innovadoras y no parte de supuestos tan
arraigados como los que condicionan la ideología de los Estados.
Parece entonces posible, en ese marco, intentar dar un paso adelante y
procurar que la idea de la nacionalidad (sea cualquiera la dimensión
espacial que tengamos en cuenta para definirla) se desligue del concepto de
la ciudadanía. La nacionalidad tiene connotaciones afectivas, implica un
sistema complejo de lealtades, una opción identitaria excluyente y la
construcción de un sentido de pertenencia en la que no entra en juego solo
la voluntad del o la aspirante, sino también la lectura que las demás
personas hacen de sus semejanzas y diferencias y la posibilidad
consiguiente de que lleguen a considerarla «una de las nuestras» o una
extraña. Pero este criterio no tiene por qué estar asociado al reconocimiento
o no de los derechos civiles, los que resultan mejor encuadrados dentro del
concepto de ciudadanía.
El concepto de ciudadanía nos remite a ciudad y por consiguiente a un
ámbito más acotado de pertenencia, donde las relaciones se dan en
interacciones cotidianas con menos contenidos simbólicos y sin
presupuestos previos de uniformidad. De este modo la experiencia
ciudadana es un ámbito favorable para desligar los deberes y los derechos
de los requisitos de uniformidad. Se enriquece de la existencia de redes
sociales diferenciales y se legitima por su vitalidad y capacidad de
proyectarse al futuro. Esto hace que puedan generarse modelos de
pertenencia diferentes si se parte de la idea de la nación (que suele partir de
supuestos de una cultura pasada compartida, con lo que esto implica de
folklorización y de desconfianza a los extraños) que si se parte del modelo
de la ciudad, autoconcebida como compleja y orientada a un futuro común
(donde pueden tener fácil cabida las personas recién llegadas)[90].
La experiencia acotada de pertenencia a la ciudad, la micro pertenencia,
puede confluir entonces con las posibilidades que abren las construcciones
supranacionales, que posibilitan objetivamente la macropertenencia. Ambos
casos pueden eludir las implicaciones ideológicas del Estado-Nación y
centrarse en los derechos civiles y sociales.
Los antecedentes más lejanos de las nuevas propuestas al respecto
pueden rastrearse en el Convenio Europeo de Derechos humanos de
Estrasburgo (1987) y la Carta Social Europea del mismo año. En 1990,
Castles fundamentó la conveniencia de desarrollar una forma alternativa de
gestión de lo político, que se apoyase en un reconocimiento amplio de
derechos civiles a todos los habitantes de un territorio, a partir de una
redefinición del concepto de ciudadanía, separado de la nacionalidad, lo que
permitiría respetar el pluralismo cultural (Castles, 1990).
Los proyectos, actualmente en discusión, de construir una nueva e
innovadora ciudadanía europea, permitirían, sin necesidad de cambiar los
marcos legales de cada uno de los países integrantes, extender los derechos
civiles a todos los inmigrantes, con el solo requisito de una determinada
permanencia dentro de la comunidad. Esto tiene como consecuencia
desligar la legitimidad de la permanencia en territorio europeo de los
permisos de trabajo. La propuesta al respecto está incluida en el «Informe-
Propuesta sobre la ciudadanía europea» (pág. 106-108). Los puntos más
interesantes para las mujeres inmigrantes son:

Tienen derecho a adquirir la ciudadanía europea todas aquellas


personas que, teniendo la nacionalidad de un país no miembro de la
UE, puedan justificar tres años de residencia legal en la UE. La
ciudadanía europea comportará la igualdad de derechos y deberes
con los nacionales del país de residencia.
La residencia legal de los no nacionales de un país de la Unión
Europea será promovida de oficio por los gobiernos locales o
regionales en su territorio o a instancia de la persona interesada.
Debería resolverse en el plazo máximo de un año y entre tanto se
otorgará permiso provisional de residencia.
Justificar una residencia de hecho, un domicilio, un vínculo familiar
directo o una actividad laboral o educativa deberá implicar la
atribución de la residencia legal.
El pasaje de la residencia legal a la ciudadanía europea solo depende
del automatismo del tiempo.
Aplicar el mismo estatuto jurídico a todos los residentes.
Desvincular este estatuto del concepto de nacionalidad que vehicula
elementos históricos y culturales muy emocionales y que facilita la
arbitrariedad, al hacer depender la ciudadanía de la asimilación de
los códigos de integración social (Informe Inicial, 1996).
Facilitar el reagrupamiento familiar, que no podría negarse a los
familiares directos de ciudadanos europeos.
Permitir la coexistencia de la ciudadanía europea con el
mantenimiento de la nacionalidad de origen (no implica renunciar al
derecho de desarrollar identidades específicas).
Terminar con la situación aberrante de descendientes de «no
comunitarios» que no tienen otro país que aquel en el que han nacido
y se han educado, pero a los que en cambio se niega el derecho a la
ciudadanía.
La no atribución de la ciudadanía europea será recurrible ante el
Tribunal de Justicia Europeo.

La existencia de propuestas de este tipo puede considerarse un paso


adelante hacia la superación del «déficit de ciudadanía» que padece la
inmigración, pero este puede ser también un caso más que sirva para ilustrar
la distancia entre las propuestas y las prácticas. Entre los elementos que
permiten ser optimistas sobre la viabilidad de la propuesta, está el hecho de
que la nueva concepción de ciudadanía se apoya en documentos previos de
la Comisión Europea, del Consejo de Europa, la Confederación Europea de
Sindicatos, el Comité des Sages, el Forum Alternatives Européennes, el
Forum Permanent de la Société Civile, el Observatoire Social Européen, el
Philip Morris Institute, la Plateforme des ONGS y otros [ver lista de
documentos de base en el Informe-propuesta sobre la ciudadanía europea
(pág. 20-22)]. Además, está siendo discutida por «Eurociudades» como
Amberes, Barcelona, Estrasburgo, Lille, Burdeos, Estocolmo, Leeds,
Lisboa, Manchester y otras. Todo esto significa que el proyecto de la
ciudadanía desligada de la nacionalidad y de la permanencia sin permiso de
trabajo cuenta con un apoyó inicial bastante fuerte y posibilidades de
difusión.
Entre los elementos en contra está la indiferencia o el rechazo activo de
los Estados miembros y la orientación actual de las políticas al respecto, por
lo que no parece posible avanzar en la construcción de una ciudadanía
europea copio la propuesta sin profundos cambios hacia la democratización
y transparencia de todos los órganos de gobierno de la Unión Europea.
También requeriría la implantación de mecanismos eficaces de
participación popular (referéndum, plebiscitos, posibilidad ciudadana de
presentar propuestas) que superen los que actualmente se utilizan en cada
uno de los Estados.
De todos modos, la propuesta misma puede desatascar el debate teórico
sumido, desde hace tiempo, en una estéril discusión entre diferencialistas y
universalistas, y separar por un lado los ámbitos identitarios, y por otro los
derechos. Permite además a los colectivos de inmigrantes y sus
asociaciones de apoyo un viraje político desde las acciones de rechazo (no a
la ley de extranjería, no a las expulsiones de inmigrantes ilegales) hacia las
movilizaciones para obtener reivindicaciones concretas, que posibilitan un
tipo de organización más prolongada y efectiva.
Las consecuencias para las inmigrantes mujeres resultarían todavía más
favorables que para la inmigración en general, porque esta propuesta,
además de desligar la ciudadanía de la nacionalidad, desliga el
reconocimiento de derechos de la obtención de un permiso de trabajo, y se
apoya solo en la residencia. Si, como hemos visto, los trabajos femeninos se
caracterizan por su precariedad y falta de contratos laborales, las nuevas
propuestas abrirían a las mujeres una posibilidad de regularizar su situación
prescindiendo de contratos falsos (y onerosos) o de bodas forzadas. La
solución parece especialmente interesante para las trabajadoras sexuales, ya
que les evita tener que fingir una actividad distinta de la que están haciendo,
y al mismo tiempo no las ata a compromisos con los dueños de locales de
alterne u otros centros ligados a la industria del sexo. Dados los riesgos de
favorecer el proxenetismo que implicaría la consideración de cuotas de
trabajadoras sexuales en los cupos de inmigración, la única solución
razonable está en un cambio de la política migratoria que permita apoyarse
solo en la residencia y deje abiertas las distintas posibilidades laborales
autónomas o por cuenta propia.

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Conclusiones

Derechos humanos y género[91]

Si pudiéramos resumir en una sola fiase el contenido de la Declaración


Universal de los Derechos Humanos reconocidos en 1948, tendríamos que
centramos en el derecho que tiene toda persona «sin distinción alguna de
raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra
índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o
cualquier otra condición» (Art. 2) a ser tratada como tal. Y ser tratada como
persona es sinónimo de ser considerada «dotada de razón y conciencia»
(Art. 1), es decir reconocer su derecho a constituirse en interlocutora válida.
Como dice Benhabib: «Pensar desde la perspectiva de otras personas es
saber cómo escuchar lo que las otras personas dicen, o cuándo las otras
voces están ausentes, imaginamos nosotras mismas en conversación con los
otros como interlocutores» (Benhabib, 1992: 137).
Ninguna actitud paternalista ni propuesta de asistencia puede sustituir
este derecho básico. El respeto por los otros seres humanos implica
considerarlos tan racionales y maduros como nos consideramos a nosotros
mismos, y desarrollar con respecto a ellos actitudes dialogantes y solidarias,
teniendo en cuenta que, como propone Touraine: «La solidaridad es lo
contrario de la asistencia, que mantiene en un estado de dependencia y
debilita la capacidad para actuar. Descansa en el reconocimiento del
derecho de todos y cada uno a actuar de acuerdo con sus valores y sus
proyectos» (Touraine, 1997: 196).
Negar a determinados grupos su capacidad de generar conductas
autónomas, es el primer paso para justificar la violación de sus derechos y
es la base que ha legitimado los procesos de colonización. La
fundamentación de la discriminación suele ser paternalista: «son como
niños», «son simples y primitivos», «necesitan que los protejamos y que
pensemos por ellos», han sido con frecuencia las argumentaciones a partir
de las cuales se les ha privado de sus libertades y despojado de sus recursos.
Si damos un paso más, vemos que estudios recientes señalan que la
desvalorización, la negación de las semejanzas, implica una
deshumanización que está en la base de los genocidios que se han
desarrollado en el siglo XX. Toda desvalorización implica un riesgo de
transformarla en violencia contra el sector rotulado como diferente «y no se
puede negar, denigrar, socavar, erosionar la semejanza, sin que ello
comporte abrir la puerta a la liquidación» (Frigolé i Reixach, 2003: 12).
Pero el grupo humano que ha padecido más sistemáticamente este tipo
de desvalorización ha sido el de las mujeres, blanco preferente de
definiciones esencializadas. La discriminación era la base a partir de la cual
se podía, hasta hace pocos años, considerarlas legalmente como menores
bajo tutela. La protección que se ejercía sobre ellas les impedía acceder a
los puestos bien pagados o de prestigio. Resulta ilustrador al respecto
analizar los argumentos que esgrimían a fines del siglo XIX, los médicos que
pretendían impedir a las «señoritas» el acceso a la profesión médica. Se
preocupaban por las amenazas a su pudor, por el sobreesfuerzo que estudiar
y trabajar significaría para sus «delicadas naturalezas», por el ambiente feo
y sórdido en que tendrían que trabajar, por los largos horarios que tendrían
que cumplir y por el mal ejemplo que darían a las demás mujeres. Por todo
ello concluían que privándolas del derecho de ejercer el trabajo que ellas
habían elegido «muy lejos de someter a tiranía a nuestras bellas
compañeras, más bien se las protege» (Álvarez Ricart, 1988: 53). Las
«médicos hembras», como se las denominaba con intención
desvalorizadora, hicieron oídos sordos a los discursos de sus «protectores»
y fueron ganando, paso a paso, su lugar en la academia y en el mundo.
Pero cien años más tarde aún se pueden escuchar voces que pontifican
sobre qué trabajos deben desempeñar las mujeres y cuáles no. No se trata
ahora de un colectivo profesional que se defiende de la «intolerable
intrusión» a su coto masculino (que previamente habían construido como
propio expulsando y quemando a sus precursoras brujas) sino de una tarea
tradicionalmente femenina (y tradicionalmente ilegítima) como es el trabajo
sexual. Curiosamente los argumentos son casi los mismos, debe rechazarse
porque ataca el pudor de quien lo ejerce, degrada su condición femenina, va
contra su naturaleza, se realiza en ambientes sórdidos y con horarios
inapropiados y penosos y constituye una amenaza para el estatus y
reconocimiento social de las demás mujeres[92]. En ambos casos se omite el
hecho de que se trata de trabajos relativamente bien pagados, y sobre todo
de que se trata de opciones de personas adultas. Se niega que sea una
opción libre, atribuyéndola sistemáticamente a «engaño», «presión
exterior» y «mal ejemplo». No llevaré más lejos la comparación. Solo es
interesante señalar que en la sociedad actual se mantienen, con respecto a
las trabajadoras del sexo, toda una serie de atribuciones desvalorizantes,
que hasta hace muy poco tiempo se consideraba que formaban el
patrimonio común de todas las mujeres. Así, la idea de que las mujeres son
dóciles, fácilmente influenciares, que son débiles y dependientes de los
hombres, que no desarrollan opciones propias sino que son susceptibles con
mucha frecuencia de ser engañadas y manipuladas, eran supuestos comunes
que sustentaban exclusiones legales y la privación de sus derechos civiles.
La privación de sus derechos básicos ya no se postula para la mitad
femenina de la población, pero se mantiene para algunos de sus sectores
más desfavorecidos. Este es el caso del colectivo de prostitutas,
constantemente objeto de campañas de reinserción sin tener en cuenta su
opinión al respecto. La victimización es aún mayor si en lugar de referirnos
a trabajadoras del sexo nativas, nos centramos en las inmigrantes. Aquí, «la
complejidad de factores presentes en las cuestiones relacionadas con la
industria del sexo es reducida a una simplificación absurda…, aplicándoles
un baremo totalmente distinto al del resto de trabajos y sin concederles el
mismo grado de responsabilidad que al resto. Solo pueden ser vistas como
víctimas y no protagonistas de sus propias estrategias migratorias. Y
además una víctima muy particular, a la que tratamos como culpable. Una
víctima a quien el ordenamiento legal no proporciona ningún recurso. Una
víctima cuya palabra no vale nada y a la que hay que defender de sí misma,
contra sí misma[93]».
La infantilización y victimización de las mujeres en general, y de este
colectivo en particular, podría ser considerada un caso de discriminación
social a combatir, pero sin mayores consecuencias, si no fuera porque se
encuentra en la base de las políticas que se diseñan para este sector, y es el
fundamento a partir del cual dejan de diseñarse otras. Esto hace que sea
importante tenerlas en cuenta. Si la fuerza de una cadena es la del más débil
de sus eslabones, la credibilidad de una sociedad respetuosa de los derechos
humanos depende del trato que dé a sus sectores más estigmatizados.
La estigmatización general de las mujeres ha posibilitado que sea el
sector que ha tardado más en tener reconocidos sus derechos generales.
Recuérdese al respecto que el modelo ilustrado se basaba en el
reconocimiento de derechos civiles a todos los hombres y en la exclusión de
los mismos a las mujeres. Esta era la base a partir de la cual Virginia Wolf
decía que las mujeres «no tenían patria». Los legisladores estaban de
acuerdo con ella. En Francia, hasta 1927, las mujeres al casarse con un
extranjero perdían su nacionalidad de origen, y en España hubo que esperar
hasta la constitución del 78, para revocar esa discriminación.
Más tiempo ha habido que esperar para que las agresiones que padecían
interesaran a la comunidad. Pese al esfuerzo internacional por poner de
relieve la importancia del problema, este tipo de violencia sigue
constituyendo la mayor causa de padecimiento actual entre las mujeres. El
reconocimiento por el Tribunal de la Haya de la violación sistemática de
mujeres como «crímenes contra la humanidad» es muy tardía, se da en 1996
(Nahoum-Grappe, 1997). Aún en la actualidad, los casos de maltrato
doméstico no despiertan «alarma ciudadana» y las muertes de las mujeres a
manos de sus compañeros (alrededor de 80 en el año 2003 en España) se
suceden ante cierta indiferencia social. No debe extrañar entonces la
preocupación de los organismos internacionales por solucionar esta
situación, materializada en iniciativas tales como instituir el Año
Internacional de la mujer en 1975, década de las Naciones Unidas en pro de
la mujer: 1976-1985, Conferencia mundial de la década de las Naciones
Unidas en pro de la mujer, julio de 1980, y posteriormente los Encuentros
nacionales e internacionales de mujeres como el de Beijin en 1995.
La preocupación está justificada, la violencia contra las mujeres toma
formas diferentes, pero se materializa en prácticas discriminatorias
específicas, produciendo en cada situación de discriminación (social,
económica o legal) un plus que afecta a las mujeres del colectivo
discriminado.
En el caso de la migración se ha señalado reiteradamente que la
Declaración de Derechos Humanos, en su Artículo 13 establece para toda
persona el derecho a salir del país de origen, pero no garantiza que la dejen
entrar en el de opción. Amparándose en este vacío legal, los estados han
establecido políticas restrictivas, que en la actualidad hacen casi imposible
la migración legal, y que por consiguiente favorecen la proliferación de
negocios delictivos en torno a los proyectos migratorios. Los resquicios que
quedan abiertos son pocos y pensados desde el punto de vista masculino, ya
que se apoyan en la posesión de un contrato laboral. Pero disponer de un
contrato de trabajo solo es posible en determinadas actividades
desempeñadas principalmente por hombres, como la construcción o algunos
sectores del agro, en que funcionan empresas con la capacidad económica y
la cobertura legal para hacerlo. No es esta la situación de los trabajos
tradicionales femeninos: auxiliar doméstica, limpieza por horas, cuidado de
criaturas o de personas ancianas o enfermas, trabajo sexual. En estos casos
las personas que pagan los servicios son múltiples, o si trabajan para una
sola familia, no siempre esta tiene los ingresos legales requeridos, la
capacidad de gestión o la voluntad necesaria para formalizar contratos. Son
actividades, además, en que la estrategia de contratación no está establecida
ni siquiera para la población nativa, y donde casi no existe legislación que
proteja a las trabajadoras. Si tenemos en cuenta además que la precariedad y
el paro están muy feminizados en España, hasta el punto de que el 86 por
100 del paro registrado en el INEM en septiembre de 2003 corresponde a
mujeres[94] nativas, podemos damos una idea de las dificultades a las que se
enfrentan las inmigrantes para obtener trabajos atractivos, o al menos con
contrato.
Así, la ilegalidad es la compañera casi constante de la migración
femenina autónoma, la que no se realiza bajo el paraguas protector (y
coaccionador) de la unificación familiar. Trabajos desregularizados, mal
pagados y sin contratos son las opciones para miles de inmigrantes que
llegaron con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida. Y a esta
situación se añade la vulneración constante de sus derechos a la privacidad.
La actividad sexual no es el trabajo de la mayoría de las inmigrantes, pero
la mayoría de las trabajadoras sexuales son inmigrantes. Si esta actividad no
está reconocida como un trabajo, debería encuadrarse dentro de las
opciones privadas y, por consiguiente, sacarla del debate público y del
control policial. Esto es lo que se considera natural hacer con la actividad
sexual masculina (incluida la de los clientes de las prostitutas) pero lo que
no se acepta si se trata de las trabajadoras sexuales. Se vulnera con ellas el
Artículo 12 de la Declaración de Derechos Humanos que dice que «Nadie
será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada». Son
constantemente interpeladas por la policía, se les interroga y pide
documentación, se les impide permanecer en la calle, se las amenaza y
maltrata. En este tira y afloja por considerar el trabajo sexual como «no
trabajo» y, por consiguiente, dejarlo al arbitrio de las opciones particulares,
o considerarlo trabajo, y como tal reglamentarlo y ofrecerle ciertas
seguridades, se toma lo peor de cada una de las opciones. No se las protege
de la explotación laboral, ni se las deja defenderse por sus propios medios.
Son sospechosas todas las mujeres inmigrantes de dedicarse al trabajo
sexual, y aunque este no está tipificado como delito por la legislación
española, en la práctica se sanciona con mayor frecuencia y produce mayor
número de expulsiones y deportaciones que las que se relacionan con
verdaderos delitos atribuidos a los hombres.
Esta situación es posible porque parte del supuesto de que las mujeres
inmigrantes son sistemáticamente engañadas, seducidas, amenazadas y
controladas. Y que no gozan de la autonomía suficiente para ser sujetos de
derecho. En una especie de profecía autocumplida, se les exigen requisitos
imposibles para entrar al país, con lo que se las arroja a las manos de las
redes que trafican con personas, y cuando se constata que han accedido por
medios ilegales, se considera que esto significa que lo han hecho contra su
voluntad. Es evidente que no entra dentro de su voluntad ser estafadas y
pagar cantidades enormes por los costos de los pasajes. Pero también es
cierto que tenían voluntad de emigrar, que habían apostado muchos
esfuerzos a esta esperanza y que en la mayoría de los casos en que se
decantan por el trabajo sexual lo hacen como una opción temporal y por las
ventajas económicas comparativas que le encuentran con respecto a las
otras malas y pobres opciones ofrecidas. Algunas investigaciones llevadas a
cabo al respecto, como la de Laura Agustín, señalan incluso que en el caso
de las mujeres, como en el de los hombres, hay que tener en cuenta también
factores subjetivos como la sed de aventuras, el afán de conocer mundo y
experimentar nuevas vivencias, el deseo de salir de entornos familiares
demasiado controladores o de ambientes opresivos, el gusto por acceder a la
sociedad de consumo, etc. (Agustín, 2003). Las declaraciones de algunas
trabajadoras sexuales van en ese sentido. Así, Carla Corso y Pia Covre[95]
expresan en un documento de adhesión a las reclamaciones del sector:
«Compañeras, reivindicamos el derecho al uso de nuestro cuerpo, el
derecho a vivir una sexualidad liberada, el derecho a satisfacer nuestros
deseos, el derecho a existir».
Como dice Sutcliffe, lo importante no es investigar cómo frenar la
migración, sino cómo hacer de la migración una experiencia mejor de lo
que muchas veces es. Existe una propuesta presentada en las Naciones
Unidas, pero no llevada a cabo, de establecer un «estatuto de los derechos
del inmigrante». De concretarse, significaría un enfoque menos
nacionalista, culturalmente menos conservador, más universalista y más
abierto a ver los beneficios potenciales de la migración como un motor de
cambio para el progreso humano en general (Sutcliffe, 1998).
Esto presupone considerar a los sectores más desfavorecidos de la
población, entre ellos a las inmigrantes, no como víctimas pasivas a las que
salvar de su ignorancia y debilidad, sino como actoras de sus propias
opciones que requieren nuestra solidaridad para superar las situaciones de
vulnerabilidad en las que nuestra legislación las ha colocado. Aceptar sus
voces cómo válidas implica la dificultad epistemológica de romper con el
discurso hegemónico (incluso el científico) y sus pretensiones de
universalidad. Reconocer que las opciones se legitiman a partir de los
contextos culturales y emocionales en que se producen es un tema que se
discute en la actualidad. Pero tanto las propuestas de algunos de los
universalistas más lúcidos, como Habermas (Habermas, 1988) como la de
las pensadoras, que por venir del campo del feminismo están más
dispuestas a una contextualización, como Nicholson (Nicholson, 1999),
coinciden en la necesidad de abrir el diálogo con aquellos sectores o
personas que difieren en sus prácticas o en sus discursos de los modelos
dominantes. Personas con proyectos que tenemos que conocer, con
discursos que tenemos que oír, con problemas que tenemos que colaborar a
solucionar. Los planteamientos teóricos posmodernos permiten reivindicar
lo fragmentario, gozando de los espacios libres, de las grietas que se han
abierto en las certezas que nos marginaban (Rodríguez Magda, 2003: 22).
Quiero concluir este libro con las mismas palabras con que hace más de
cien años la escritora inglesa George Eliot concluyó su principal novela: «Y
que las cosas no sean tan malas para ti y para mí como pudieran haber sido,
se debe en parte a los muchos (las muchas) que vivieron fielmente una vida
oculta, y descansan en tumbas no frecuentadas» (Eliot, 1993: 949).

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María Dolores Juliano Corregido (Necochea, provincia de Buenos Aires,
Argentina, 1932) es una antropóloga social argentina.
María Dolores Juliano se formó como maestra y estudió pedagogía en su
país natal, Argentina, donde se especializó en el estudio de las minorías
étnicas y en cuestiones de género como la marginación de la mujer en la
sociedad. Después del golpe de estado de 1976 que desembocó en la
dictadura cívico-militar de Videla se vio obligada a exiliarse.
Se estableció entonces en Barcelona, donde en 1977 fue profesora de
antropología a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de
Barcelona, cargo que ocupó hasta que se jubiló el 2001.
Ha publicado numerosos estudios sobre la antropología de la educación, los
movimientos migratorios, las minorías étnicas, los estudios de género y la
exclusión social. Su producción científica siempre ha estado acompañada
por un compromiso social y feminista relevante.
En 2002 compareció en la Comisión del Senado sobre la prostitución como
colaboradora en la redacción del informe final de la Comisión.
En 2010 recibió la Cruz de Sant Jordi por su trayectoria académica y
valiosos resultados de investigación.
Notas
[1]
Una primera versión de algunas partes de este punto se ha publicado en
REIS (Juliano, 2002b). <<
[2]Para todos los textos citados en el libro, que corresponden a idiomas
diferentes del castellano, he utilizado mi propia traducción. <<
[3] Últimamente han aparecido en castellano buenos análisis de las
justificaciones «naturalistas» de la homofobia (Borrillo, 2001; Eribon,
2000; Osborne y Guasch, 2003). <<
[4]En la Cuba socialista se los castigaba, hasta época reciente, enviándolos
a cortar caña. Aunque esta práctica era más suave que la condena
fundamentalista islámica que llevó en 1991 a la ejecución de 70 gays en
Irán, o que la cárcel con que se les castigaba en Colombia hasta los años 70,
muestra la dificultad de algunos planteamientos de izquierda para extender
al campo de la sexualidad el reconocimiento de posibilidades alternativas
(Radialistas Apasionadas, 7-08-03). <<
[5]Jaspard señala, en un trabajo sobre la sexualidad en Francia, que si bien
ha aumentado la permisividad social para la homosexualidad, la
reprobación social de la prostitución se ha incrementado entre 1981 y 1990
(Jaspard, 1997). <<
[6] Principalmente en La prostitución: el espejo oscuro (Juliano, 2002a). <<
[7]Los modelos, no solo señalan conductas útiles a la reproducción social,
sino que marcan lo que se considera satisfactorio y adecuado. Al respecto
Arendt dice que «el modelo por el que se juzga la excelencia de una cosa
nunca es simple utilidad […] sino su adecuación o inadecuación a lo que
debe parecer» (Arendt, 1993: 190). <<
[8]Se los llama travestis o gigolós según la especificidad de su trabajo
sexual. <<
[9]Línea de investigación y cooperación con inmigrantes y trabajadoras
sexuales, en la que colaboro desde su fundación en marzo de 2000. <<
[10]
Versiones previas de este apartado se presentaron en el Foro Alternativo
de Florencia (noviembre de 2002) y en el grupo de investigación
coordinado por Mary Nash «Multiculturalismo y género». <<
[11]Una primera versión de este apartado fue presentada en el Foro
Alternativo de Florencia, noviembre de 2002. <<
[12]Gusfield muestra cómo la «Ley seca» era en realidad una herramienta
moral y material contra la migración católica (italianos e irlandeses)
(Gusfield, 1986). Por su parte, Pivar enseña las relaciones entre
asociaciones religiosas e instituciones médicas en las campañas
abolicionistas de la prostitución hasta la década de los 30 (Pivar, 2002). <<
[13]Menéndez señala que, en la década de los setenta, las ciencias sociales
comienzan a denominar «marginales» a sectores de la población
caracterizados por la pobreza, poniendo énfasis en los factores relaciónales
(Menéndez, 2002: 85). <<
[14] Esto implica poder penar a las mujeres por su aspecto,
independientemente de que se dirijan o no a un posible cliente, sancionando
formas de vestir o de presentarse en el espacio público, en una
reintroducción de la censura sobre conductas privadas. <<
[15]Esta costumbre, equivalente a nuestro sistema de adopción, pero sin
pérdida de los lazos previos, facilitó que desde el refugio de los
campamentos de Tinduf, se trajeran niños y niñas a veranear a España, y
posibilitó que se enviaran contingentes importantes de adolescentes de
ambos sexos a estudiar a Libia o a destinos tan lejanos como Cuba. <<
[16]
Algunos estudios actuales sobre la anorexia se apoyan en supuestos
semejantes, aunque extienden el rechazo al rol femenino en general. <<
[17]Ella dice: «Cuando una mujer se compromete en la preservación y
cuidado de su bebé, ella está “adoptando” conscientemente al niño como
suyo. Este es un acto social voluntario diferente del acto más “coaccionado”
de parir… Todas las madres son adoptivas» (op. cit.: 394). <<
[18] Datos de El País 18-8-03, referentes a Francia. <<
[19]Foucault muestra bien el cambio producido a fines del siglo XVIII, de
una estrategia basada en escasa efectividad pero gran espectacularidad del
castigo, a otra apoyada en un control eficaz y omnipresente, aunque menos
visible (Foucault, 1992). <<
[20]Los excelentes tres capítulos finales de su libro, en los que analiza la
relación entre la desvalorización social y la violencia concreta, no estaban
en la versión original. <<
[21]
Redacté una primera versión de este apartado para Enciclopedia Planeta
2003. <<
[22]asesinatos de mujeres en 2001, 52 en 2002 y 70 en 2003, de las cuales
un 32,14 por 100 habían denunciado maltratos previos y 35,8 por 100
estaban en trámites de separación (20 Minutos, 30 de enero 2004). <<
[23] Desde 1999 he participado en grupos de discusión en los foros
feministas y en general en el ámbito político, planteando la posibilidad de
crear linajes femeninos. También he presentado estas propuestas a
asociaciones de abogadas que se han interesado en el tema. <<
[24]La tuvo que editar bajo seudónimo para que no dañara su imagen de
escritora de temas de suspense. La novela fue impresa en castellano treinta
años más tarde bajo el título de Carol, nombre de una de las protagonistas.
<<
[25]Para un buen análisis de la polémica jurídica sobre el derecho al
reconocimiento legal de las familias homosexuales ver los textos de
Borrillo y de Eribon (Borrillo, 2001; Eribon, 2000). <<
[26]Holanda ha sido el primer país en reconocer, en septiembre de 2000,
iguales derechos que a los matrimonios heterosexuales, a parejas lesbianas
y gays. En el mismo año, California sacó una ley que no reconocía estos
derechos, aunque fueran legales en otros estados de EE. UU. <<
[27]
Esta poesía se publicó por primera vez en el libro colectivo Repensar la
enseñanza de la geografía y la historia. Una mirada desde el género
(Hidalgo, Juliano, Roset, & Caba, 2003). <<
[28] Diario 20 minutos Barcelona, del 12-2-03. <<
[29]No obstante, entre las más audaces intelectualmente se cuestionan la
relación de pareja tradicional, como la trabajadora sexual ecuatoriana que
dice: «No quiero tener una relación así, unida con presión, no, de pronto
encontrar algo tranquilo… cada quien por su lado, pero que haya momentos
en que nos encontramos y disfrutamos el uno al otro» (Asociación de
Trabajadoras Autónomas, 2002: 33). <<
[30]En muchos tratados de medicina se planteaba que la mujer perdía su
capacidad sexual después de la menopausia, confundiendo capacidad
reproductiva y posibilidad de placer. <<
[31]No se debe olvidar sin embargo la importante contribución de García
Márquez para levantar tabúes sobre este tema, en su novela El amor en
tiempos del cólera. <<
[32]En este párrafo Rahel Varnhagen habla de sus sueños, sus temores y
pesadillas. <<
[33] Al respecto Romani señala que «la sociedad tiende a crear más
resistencias ante aquellos elementos desviantes qué pueden afectar a
algunas de las áreas decisivas para su reproducción como sistema social,
cosa que ocurre tanto a través de la reacción social como de la intervención
de las agencias formales de control social» (Romani, 1996: 309). <<
[34] Precisamente algunas corrientes del feminismo apoyan su rechazo a la
prostitución en la funcionalidad que le asignan para el mantenimiento del
sistema patriarcal. <<
[35] Esta desvalorización general suele matizarse, excluyendo del rótulo a
las que tienen parentesco cercano con el que habla. <<
[36]El trabajo de Lees, basado en el estudio que hizo Cowie sobre cien
chicas inglesas a principios de los ochenta, indica que la única manera que
tienen las muchachas de evitar el acoso que sigue a su rotulación social de
promiscuas, sin ser consideradas «estrechas», es conseguir una pareja
estable (Lees, 1994). <<
[37]
Esta asociación entre trabajo sexual y lesbianismo, pero en un sentido
peyorativo, formaba parte del imaginario tradicional sobre la prostitución
(Borrillo, 2001: 39). <<
[38]La mujer que no podía demostrar su buena conducta quedaba también,
hasta épocas recientes, excluida de las ayudas sociales, como muestra
Escartín analizando la reglamentación del patronato de protección de las
criadas de Palma en 1914. Pero aún en la actualidad, las prostitutas son
excluidas sistemáticamente del amparo que brindan las asociaciones de
refugio a mujeres maltratadas (Escartín, 2001: 177). <<
[39] Ayache es socióloga e integrante del grupo LICIT (Línea de
investigación y cooperación con inmigrantes trabajadoras sexuales). Hago
referencia a informes orales presentados en las reuniones del grupo. <<
[40] Algunos testimonios estremecedores al respecto se han visto en
documentales sobre fundamentalistas islámicos que denunciaban a sus
propias madres. Pero esta lógica es la misma que funciona en todas las
sociedades patrilineales. <<
[41]Este texto fue redactado colectivamente por las integrantes de LICIT y
consensuado con el grupo Hetaira de Madrid, para ser publicado en la
prensa local con el objeto de aclarar posiciones sobre el tema del trabajo
sexual. <<
[42]Ya Rivière puntualiza que desde los orígenes del abolicionismo en el
siglo XIX «bajo el lema de la lucha contra la Trata de Blancas lo que se
iniciaba era una nueva campaña de represión institucionalizada contra la
prostitución» (Rivière Gómez, 1994: 92). <<
[43]Se trata de la reunión convocada por la Asociación Ponent (partidaria
del diálogo) con las asociaciones de vecinos que habían firmado una nota
pidiendo la supresión de la prostitución callejera. La reunión tuvo lugar el
18-11-02 y fue precedida 15 días antes por una reunión preparatoria. <<
[44]Bechtel muestra que, en los primeros siglos del cristianismo, incluso la
sexualidad con fines procreativos era considerada un mal, que solo se
toleraba (Bechtel, 2001). <<
[45] Al respecto, Lombroso hablaba de la prostitución como la forma
femenina de la delincuencia y consideraba que la opción por esta tarea
estaba determinada por inclinaciones patológicas congénitas. <<
[46]De todas maneras, los antiguos discursos no han desaparecido del todo.
En un trabajo reciente, escrito desde una perspectiva católica, se dice que
las prostitutas son abúlicas, perezosas, de carácter inestable y con nula
capacidad intelectual, invadidas por instintos vegetativos y bajas pasiones,
carentes del sentido del ahorro, por lo que «no cabe hablar de generosidad
en sentido propio, sino de degeneración caracterial». Se las considera
también pesimistas, fatalistas, supersticiosas y con imaginación
desequilibrada (Blázquez, 2000: 34-35). <<
[47] Los investigadores actuales, como Pons, proponen desplazar los
estudios de prostitución del ámbito de la sociología de la marginación al de
la sociología del trabajo (Pons, 1992). <<
[48]Algunos estudios constatan que en las ciudades francesas, el estigma de
la prostitución se continúa asignando a las mujeres, aunque en realidad
entre el 30 y el 50 por 100 de las personas que realizan esta tarea han
nacido siendo hombres (Welzer-Lang y Schutz Samson, 1999: 43). <<
[49] Carmona señala que las prostitutas callejeras entrevistadas en
Casablanca señalaban que su mayor problema era la policía, seguida por los
agresores, los clientes, la rivalidad entre compañeras y las enfermedades
(Carmona Benito, 2004: 169). <<
[50]Entrevista realizada en Barcelona en 2003 por Isabel Holgado dentro
del marco de la investigación I+D sobre prostitución y vejez. <<
[51]Hay que señalar que esta no suele denominarse como tal, por lo que es
frecuente hablar de «zonas de travestís y de prostitutas». <<
[52] Hay una diferencia entre transformistas que se visten de mujer sin
realizar cambios en su cuerpo, los travestís que logran un aspecto físico
femenino con hormonas y cirugía pero manteniendo el pene y los
transexuales que optan por imitar los órganos sexuales femeninos (Oliveira,
1994: 44-49). <<
[53] En la presentación del libro Cristina Garaizabal (coordinadora de
Hetaira, en Madrid) subraya: «El estigma divide a las mujeres y es una de
las formas más importantes de control patriarcal». Esta idea es también la
que desarrollo en mi libro anterior sobre el tema (Juliano, 2002). <<
[54] Orden religiosa con una larga tradición de trabajo sobre este tema. <<
[55]La primera versión de este apartado se presentó al Instituto de Estudios
Mediterráneos, en 2001, como «Primeras conclusiones de un trabajo de
campo con inmigrantes trabajadoras sexuales». La investigación de 2001 se
realizó con el apoyo económico de la Fundació Bofill y se incluye dentro
del «Grup d’investigació i de recerca consolidat: Multiculturalisme i
Gènere». El grupo de investigación LICIT estaba formado en ese momento
por orden alfabético por Fátima Ayache, Cristina Blanco, Isabel Holgado,
Constanza Jacques, Dolores Juliano, Esperanza Roca, María Luisa Sánchez
y Marta Sanromá. Durante los meses siguientes se retiraron Jacques y Roca
y se incorporaron Blanca Fernández, Margarita Carrera y Diana Zapata. En
enero de 2003 se retiraron Sánchez y Fernández y se incorporó Luz Cassino
y Carla; posteriormente se reincorporaron Roca y Jacques. <<
[56]Esto es una consecuencia de la situación vulnerable de los inmigrantes
en general, que temen ver cómo empeora su situación si se alían con un
sector aún más estigmatizado, como se consigna en algunos estudios
(James, 1985: 117), y de la ideología patriarcal de las sociedades de origen.
<<
[57]La preocupación social se acentúa en el caso de las prostitutas africanas,
a las que se relaciona en el imaginario colectivo con las elevadas tasas de
afectados de sida en el continente de origen. Sin embargo, el de las
trabajadoras sexuales inmigrantes es un colectivo muy concienciado al
respecto, con prácticas de sexo seguro y con bajo índice de afectadas. <<
[58] Tres de ellas de etnia gitana. <<
[59] Una portuguesa y una francesa. <<
[60] Diez y siete marroquíes y siete argelinas. <<
[61]Diez de Guinea Ecuatorial, tres de Ghana, tres de Nigeria, dos de
Camerún y una de Sierra Leona. Desconocemos el origen exacto de otras
cuatro. <<
[62] Trece ecuatorianas, nueve colombianas, siete brasileñas, dos
venezolanas, dos argentinas, una jamaicana y una peruana. <<
[63] Seis albanesas, una polaca, una rusa y una finlandesa. <<
[64]Incluso las actividades que no implicaban trasgresión de norma moral
alguna, por ejemplo trabajar fuera de casa, debían justificarlas las mujeres
alegando la necesidad de hacerlo para mantener a la familia, es decir
sacándolo de la esfera de las opciones libres e individuales. <<
[65]Una primera versión de este trabajo se presentó como conferencia
magna, con el título «A Construçao de Novos Olhares. Modelos de Gênero
a partir dos seus Limites» en el Primer Congreso Nacional Técnico
Científico celebrado en Natal en noviembre de 2003; por ese motivo los
datos concretos hacen referencia al nordeste brasileño. He mantenido esta
información porque resulta bastante representativa de la situación de
muchachas jóvenes en muchas zonas del Tercer Mundo. <<
[66]Los trabajos más parecidos a los hogareños tradicionales (asistenta de
hogar, cuidado de criaturas, personas ancianas o enfermas) están muy mal
pagados pero mejor vistos que los que implican trabajar en la calle (venta
ambulante) o en bares o cafeterías. Algunas trabajadoras sexuales han
recorrido todo el camino que va de unas actividades a otras y señalan que
ya habían perdido su buena fama por despachar en un bar, por lo que aspirar
a ganar más en la prostitución entraba dentro de una secuencia. <<
[67] Datos obtenidos de Caderno Vivo (Passos, 2003). <<
[68]Con la celebración del 25 de noviembre como día mundial contra la
violencia de género se ha constatado que en EE. UU. se produce una
violación por minuto, en Ciudad de México es violada una mujer cada cinco
minutos y en Sudáfrica cada minuto son violadas cinco mujeres. <<
[69] Tesina de maestría de Norma Moreno (UCA, 2003). <<
[70]Esto se considera sin embargo dentro del denostado «turismo sexual»
junto con la pedofilia y el comercio de menores. <<
[71]Scheper-Hughes relaciona con estas situaciones extremas la alta tasa de
mortalidad infantil y la necesidad de las madres de realizar la opción
inhumana de centrar los cuidados solo en lo hijos con mayores
posibilidades de supervivencia (Scheper-Hugues, 1997). <<
[72]La primera versión de este capítulo se presentó en el Congreso de
Antropología en Santiago de Compostela (1998) en el simposio «Puntos de
encuentro y desafíos teórico metodológicos» y fue publicada en la revista
Ankulegui (Juliano, 1999a). <<
[73]En este apartado se incluye un artículo de Reddock (1988) sobre las
mujeres esclavas en las plantaciones del Caribe, uno de Safa (1984) sobre
las migrantes hispanas en EE.UU. y la investigación de Taglioretti (1983)
sobre el trabajo de las mujeres en Uruguay, que incluye algunos ítems sobre
migración. <<
[74]La mayor parte de los trabajos que agrupa este apartado trata de las
mujeres migrantes: Oriol (1982) en general para la migración femenina a
Europa, Abadan-Unat sobre Turquía, Andizian y Streiff (1982) sobre
norteafricanas en Francia, Arizpe sobre migración en América Latina,
Orlansky y Dubrovsky (1978) sobre el mismo tema, Cho (1984) sobre
migrantes rurales a ciudades en Corea, Despradel sobre migraciones
internacionales de las caribeñas, Kudat (1982) y Wilpert (1988) sobre
migración de mujeres turcas, Morokvasic (1982, 84 y 88) sobre las
yugoslavas en Francia. Pero la reseña incluye un peso importante de
investigaciones sobre el efecto de la migración masculina sobre las mujeres
que se quedan: Atal (1984) para Asia, Flores (1984) para Filipinas, Brahimi
(1985) para el Mediterráneo, Fellows (1985) para la misma área, Islam y
Ahmad para Bangladesh, Jetley para la India, Letizia y Gagliardi (1985)
sobre la situación de las mujeres que permanecieron en el sur de Italia,
Paranakian (1984) para Thailandia, Tsilis (1985) para Grecia, Ulusan
(1985) para Turquía y Wall (1984) para Portugal. <<
[75]También es posible en algunos contextos rurales que los modelos sobre
roles de género supongan un fuerte freno a la migración femenina. Tal sería
el caso del Rif (Jamous, 1981). <<
[76]Esta situación ha estado estudiada para la migración femenina a
Sudáfrica, en la década de los 80, por Buijs. <<
[77]Tal sería el caso de las estudiantes o profesionales y de una parte de la
migración política latinoamericana. Necesitaría un estudio especial la
movilidad espacial de las monjas que durante el franquismo constituían la
categoría de mujeres españolas con más experiencia de vivir en el
extranjero. <<
[78]Aun en estos casos, la migración implica para ellas una redefinición de
los roles de género, como se analiza para las familias mexicanas en EE.
UU. estudiadas por Delaunay (Gautier y Pilón, 1997). <<
[79]Solé observa que hay una visión generalizada de las mujeres
inmigrantes como miseras, pasivas e incapacitadas en busca de asistencia, y
que esta imagen no se corresponde con los resultados de su investigación
empírica (Solé, 1994: 19). <<
[80]Si bien el inmigrante o extranjero es con frecuencia utilizado como
contramodelo en oposición al cual se construye la propia identidad (García,
1996; Sabar, 1996; Santamaría, 2002; Sorman, 1993; Todorov, 1989;
Wieviorka, 1992) también hay casos en que el contramodelo se toma de
grupos autóctonos como los indígenas en América Latina (Viñas, 1983) o
de grupos con larga convivencia como los gitanos o los agotes en España
(Calvo Buezas, 1989; Cátedra, 1991). <<
[81]Desde la poesía de Gabriela Mistral que encabeza este apartado hasta
las letras de los tangos, el tema de las mujeres migrantes está bien
representado en la poesía y la canción. <<
[82] Ver un buen análisis de este conflicto en el libro de Jaget (Jaget, 1980).
<<
[83] Aun en el caso de Holanda, en que se reconoce el trabajo sexual como
tal, se excluye explícitamente a las inmigrantes de este reconocimiento. <<
[84] Skrobanek, Boonpakdi y Janthakeero (1999: 78) constatan: «las
restricciones impuestas en 1991 en materia de visados poco contribuyeron a
reducir el movimiento migratorio de prostitutas hacia Alemania, pero sí
aumentaron sus deudas con los agentes». A la misma conclusión llegan
investigaciones realizadas en otros países. <<
[85]
Esto se suele interpretar como compraventa de la mujer misma, aunque
en muchos casos solo implica que la persona afectada debe pagar a otro la
misma cantidad que reconoce adeudar. Cuando son hombres los que se
encuentran en esta situación nunca se habla de compra, venta de
inmigrantes varones. <<
[86] Informe de Marta Sanromá del 29 de mayo de 2001. <<
[87]Negre constata la aceptación, en muchas prostitutas, de modelos de
conducta tradicionales (Negre, 1988). <<
[88]
Ver al respecto Osborne y Pheterson (Osborne, 1991, 1993; Pheterson,
2000, 1992). <<
[89]Una versión primera de este apartado fue preparada para el Centro de
Estudios Africanos (Juliano, 1999b). <<
[90]He dedicado un trabajo anterior a analizar ambos modelos (Juliano,
Bergalli y Santamaría, 1996). <<
[91]La primera versión de este apartado fue presentada en las IV Jornadas
Internacionales de Derechos Humanos, Sevilla, octubre de 2003. <<
[92] Es interesante constatar que ni siquiera en el caso de una actividad
respetable, de clases altas, y que requería estudios, como era el caso de la
medicina, las aspirantes podían librarse de la sospecha de que utilizaban su
sexualidad para conseguir sus objetivos. Esto se transparentaba en múltiples
insinuaciones de los periódicos médicos de la época. <<
[93]Editorial de la revista Mugak (Centro de Estudios y Documentación
sobre racismo y xenofobia), núm. 23, 2003. <<
[94] Información de prensa (20 Minutos, 7 de octubre de 2003). <<
[95]Forman parte del Comitato per i Diritti Civili delle Prostitute-Italia, y el
texto es parte de la adhesión a una manifestación de trabajadoras sexuales
realizada en Barcelona el 19 de octubre de 2003. <<

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