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Capítulo 5

Este documento analiza la evolución del realismo mágico en la literatura hispanoamericana y cómo la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo propuso soluciones a problemas estéticos que otros autores no pudieron resolver, influyendo en obras posteriores como Cien años de soledad.
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Capítulo 5

Este documento analiza la evolución del realismo mágico en la literatura hispanoamericana y cómo la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo propuso soluciones a problemas estéticos que otros autores no pudieron resolver, influyendo en obras posteriores como Cien años de soledad.
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Capítulo 5

________________________________________________

Arte y realidad
en el Pedro Páramo de Juan Rulfo

Es revelador el que Carpentier y Asturias no regresaran al camino


del realismo mágico que ellos mismos abrieran en la literatura
hispanoamericana con El reino de este mundo y Hombres de maíz.
Asturias se alejaría definitivamente hacia el realismo social de su
“Trilogía Bananera”. Luego intentaría en su Mulata de tal una variación
insegura de los aspectos mágicos de la narración, pero el intento quedaría
amorfo: esquivaría los problemas del punto de vista aborigen en vez
de buscar soluciones, por lo que la dimensión mágica o sobrenatural de
los eventos había de parecer arbitraria y caprichosa, carecería de centro
y de poder de convicción, sin alcanzar, como en Hombres de maíz,
profundidades míticas. Por su parte, la siguiente novela de Carpentier,
Los pasos perdidos, enfocaría precisamente la imposibilidad para el
hombre moderno de acceder a la visión arcaica. En un viaje intelectual
desde París hasta lo más primitivo del Amazonas, el narrador protagonista
concluiría, no sin cierta angustia, que es imposible “desandar lo andado”.
A partir de El siglo de las luces, Carpentier desarrollaría más que nada la
poética del “barroco americano” y la exploración de los sutiles prodigios
de la historia, pero “lo real maravilloso” quedaría relegado a un segundo
plano, y el problema de la perspectiva primitiva quedaría atrás.
Indudablemente consciente, como Asturias, de las contradicciones de su
derrotero inicial, y sin lograr superarlas, Carpentier no regresaría ya a los
Arte y realidad 202

empeños que defendiera en el prólogo y la narración de El reino de este


mundo.
Otros novelistas merodearon en la década siguiente por los alrededores
de la problemática mágico-realista, pero sin insertarse de lleno en la línea
trazada por Asturias y Carpentier, o sin proponer verdaderas soluciones de
avance que renovaran un modo narrativo propenso a la crisis de autoridad
y verosimilitud. Augusto Roa Bastos se debate en Hijo de hombre (1960)
con el problema narratológico de representar la realidad bilingüe y
bicultural de la sociedad paraguaya, en una obra cuya “matriz generadora”
es justamente “el sustrato de un discurso oral guaraní que la escritura en
castellano expresa tan sólo parcialmente” (Villanueva y Viña Liste 1991,
224). El narrador protagonista, Miguel Vera, regresa, ya de hombre
instruido y maduro, a la comunidad rural de Itapé, donde conociera en
su infancia a Macario Pitogüe, “maravilloso contador de cuentos” y
“memoria viviente del pueblo”. Allí recuerda el viejo relato de Macario
sobre el origen de la imagen sincrética del Cristo guaraní tallada por el
leproso Gaspar Mora y rechazada por la Iglesia oficial. A medida que
narra los sufrimientos de las comunidades rurales en los períodos del
levantamiento agrario de 1912 y la guerra del Chaco (1932-35) con
Bolivia, la imagen del Cristo leproso se va convirtiendo en símbolo del
pueblo paraguayo. Al final se revela que la novela es el manuscrito en
donde Vera ha recogido antes de morir sus recuerdos de las pasiones de su
pueblo. Pero Roa Bastos desaprovecha la perspectiva mágica de Macario,
el maravilloso cuentista popular; ésta sólo aparece incidentalmente en el
recuerdo del incrédulo Miguel Vera. En el fondo, no es la perspectiva
primitiva, sino el efecto mitificante de la memoria lejana de la niñez del
narrador, lo que sirve de pretexto extrañista para presentar el trasfondo
autóctono de la novela. En el presente narrativo, sin embargo, Miguel
Vera narra sin fe en las creencias populares, las que a menudo relega al
plano de la “superstición” (cf. Menton 1967). Por su parte, José María
Arguedas, en Los ríos profundos (1957), utiliza también los recuerdos
de la ensimismada infancia de su personaje, Ernesto, para explorar la
sensibilidad de la cultura indígena del Perú (Jiménez 1979). Pero
Arguedas no se interesa por la perspectiva mágico-primitiva, ni por
presentar sucesos sobrenaturales, sino por la expresión del alma indígena
mediante el más profundo lirismo, surgido de un sentido agónico y
poético de la vida. El ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta se había
destacado en el tratamiento lírico de la sicología de los pueblos de la
costa, desde Don Goyo (1933) y La Isla Virgen (1942). Esta última ha
sido catalogada de “epopeya del trópico”, y pese a sus excesos de
Arte y realidad 203

“romanticismo huguesco”, se ha dicho que “se anticipó al realismo


mágico que escritores como Asturias y Carpentier iban a convertir más
tarde en expresión característica de la zona tropical americana” (Alegría
1974, 246). Pero no sería sino hasta mucho después, con Siete lunas y
sietes serpientes (1970), mezcla desbordante de lo lingüístico, lo
folklórico, lo mágico y lo social, que Aguilera Malta se incorporaría a las
tendencias técnicas de la llamada “nueva narrativa hispanoamericana”.
En realidad, fuera de estas variaciones, la problemática del punto de vista
primitivo careció de tratamiento certero o fue simplemente esquivada,
ante la dificultad que suponía el presentar literariamente una óptica
narrativa que diera, como impresión creíble, la sensación de ser a la vez
auténticamente endógena y técnicamente moderna. El realismo mágico
parecía haber comenzado y terminado con El reino de este mundo y
Hombres de maíz, coartado su paso por contradicciones insalvables.
Es aquí que podemos apreciar como incontrovertible la importancia
histórico-literaria de Juan Rulfo (1918-1986). Carpentier y Asturias
habían identificado con suma nitidez, y encarnado aun, los problemas
inherentes más fundamentales de la expresión mágico-realista; Rulfo,
proponiéndoselo o no, parecía haber hallado soluciones imprescindibles
para la superación de esos problemas y para la renovación de esa
expresión.
La crítica apenas ha podido explicarse la preponderancia de Rulfo
—parco autor de la pequeña colección de relatos El llano en llamas
(1953), la breve novela Pedro Páramo (1955), algún guión de cine y uno
que otro cuento suelto— dentro de la nueva narrativa hispanoamericana
(Ruffinelli 1980). La explicación del fenómeno rulfiano se ha basado
hasta ahora en la casi unánime cotización del valor intrínseco de su obra,
pero apenas se ha reparado en su valor histórico, respecto a su aportación
de soluciones cruciales a los problemas estéticos con que se debatieron
algunos de sus contemporáneos.
Sería equívoco afirmar que Rulfo estaba plenamente consciente de
esos problemas y que su Pedro Páramo resultó de una búsqueda
deliberada de soluciones. Toda afirmación de posibles influencias
resulta riesgosa ante un escritor que sólo se consideraba “aficionado” y
que, las pocas veces que aceptó hablar de sí mismo, insistió en trivializar
su breve obra con cierta modestia huraña. Los interesantes estudios
sobre la influencia de Faulkner (Irby 1956, por ejemplo) realizados a
partir de la aparición de Pedro Páramo, sólo sirvieron para que Rulfo
afirmara que “en aquel entonces yo aun no leía a Faulkner” (1986, 69). No
creo que conociera tampoco El reino de este mundo y Hombres de maíz en
Arte y realidad 204

ese momento, y mucho menos el importante prólogo de Carpentier, que


sólo figuró en la primera edición de El reino. Se trata, claro está, de la
diferencia entre “influencia” y “afinidad”, tan familiar a los críticos del
arte moderno. Rulfo guarda una profunda afinidad con todos estos autores,
y debate problemas estéticos que estaban “en el aire” intelectual desde la
vanguardia, la Revolución Mexicana y la novela indigenista. Su hallazgo
de soluciones puede considerarse independiente, intuitivo o, si se quiere,
accidental, pero esto no cambia en nada los resultados.
La trascendencia histórica de los hallazgos rulfianos se vio confirmada
luego en las claves que le proporcionó a la que sería la más técnicamente
completa y deliberada de las obras que componen el ciclo mágico-realista:
Cien años de soledad (1967), novela que García Márquez incubó por casi
veinte años, sin lograr hallar los módulos que la cristalizaran; hasta que —
por confesión del autor— los encontró en la lectura de Pedro Páramo:

...después de aquellos libros [anteriores a Cien años de soledad] me sentía


metido en un callejón sin salida... sentía que aún me quedaban muchos
libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poético de
escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió... con un paquete
de libros, separó del montón el más pequeño... Era Pedro Páramo...
Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka...
había sufrido una conmoción semejante... El resto de aquel año no pude
leer a ningún otro autor... podía recitar el libro completo, al derecho y al
revés... Carlos Velo había... recortado los fragmentos temporales de Pedro
Páramo, y había vuelto a armar el drama en un orden cronológico
riguroso. Como simple recurso de trabajo me pareció legítimo, aunque el
resultado era un libro distinto: plano y descosido. Pero me fue muy útil
para una comprensión mejor de la carpintería secreta de Juan Rulfo... todo
esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan
Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros
(1986, 176-7).

No obstante las singularidades de cada obra, en Pedro Páramo y


Cien años de soledad se pone de relieve el desenvolvimiento de la línea
narratológica iniciada por El reino de este mundo y Hombres de maíz.
Creo que ese desenvolvimiento, realizado ante una problemática común,
no sólo ilumina nuevas facetas en estas obras, sino que es, en rigor, lo que
mejor define y justifica la noción de un “realismo mágico” en la narrativa
hispanoamericana.
Arte y realidad 205

Geniales y sencillas, las soluciones de Rulfo

El primer cambio fundamental que Rulfo introduce en la estética del


realismo mágico está en la extracción cultural y racial de sus personajes:

Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda.


Los conquistadores ahí no dejaron ser viviente. Entraron a saco,
destruyeron la población indígena, y se establecieron. Toda la región
fue colonizada nuevamente por agricultores españoles... Entonces los hijos
de los pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños
absolutos... De ahí la atmósfera de terquedad, de resentimiento acumulado
desde siglos atrás, que es un poco el aire que respira el personaje Pedro
Páramo desde su niñez (en Sommers 1973, 107).

El mundo mágico de ultratumba que nos presenta Pedro Páramo


corresponde a las normas de un ambiente rural blanco o mestizo pero no,
en todo caso, aborigen. El “indio” está ausente en la novela, pero sus
creencias se presienten como un eco distante, sincretizadas en la ideología
de los personajes, junto a un cristianismo arcaico, supersticioso, de
raigambre rural y medieval europea.
La gran diferencia con los precedentes mágico-realistas está en la
transposición del punto de vista primitivo, que ha pasado de lo aborigen
a lo meramente provinciano y rural, de lo tribual a lo folklórico, mucho
más cercano a la experiencia endógena y personal del autor. “No soy
un escritor urbano” —afirma Rulfo. “Quería otras historias, las que
imaginaba a partir de lo que vi y escuché en mi pueblo y entre mi gente”
(1986, 70). Se trata de los pueblos aislados, cerrados, que gravitaron
en la infancia de Rulfo en Jalisco, pero sujetos ahora a una franca
transformación literaria, basada en la misma estética primitivizante que
distingue las narraciones mágico-realistas.
El paso de lo aborigen a lo provinciano distingue también la
perspectiva de Cien años de soledad; de manera que en esta segunda
etapa del realismo mágico, se modifica la distancia percibida entre autor
y mundo narrado, mitigándose la crisis de autoridad que la perspectiva
afroindia producía en Asturias y Carpentier. Hay una continuidad en el
tratamiento estético, ya que las supervivencias primitivas (que sí son
parte de la realidad rural americana) son enfocadas y magnificadas al
convertirse en pretexto fabulador y estilizador; pero, a la vez, la pregunta
de si el autor moderno puede apropiarse de la voz del Otro comienza a
perder su anterior mordacidad.
Arte y realidad 206

La siguiente solución de Rulfo está en los aspectos innovadores de


su narración. En lugar de escindir la perspectiva, se establece una unidad
monolítica y autoconsistente en el plano ideológico de la novela. Es
autoconsistente porque la novela narra la vida de un pueblo fantasma,
abandonado: Comala, donde todos los personajes están muertos, y,
por lo mismo, sus voces fluyen libremente desde el pasado, sin los
constreñimientos de tiempo, espacio e identidad, que ordenan el mundo
de los vivos, el nuestro —y que ordenaban también la novela realista.
Dos historias, dos tiempos, se hallan entrelazados en el relato. La
primera es la historia de Juan Preciado, de su regreso a Comala y de su
búsqueda del padre a quien nunca conoció. Esta historia se desarrolla en
un tiempo perfectamente lineal, desde un presente narrativo que recuerda:
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo”. La segunda es la historia de Pedro Páramo, que es también la
historia del pueblo todo. Es un relato concluso, cerrado en el pasado
narrativo de la memoria, y presentado de manera fragmentaria y ucrónica
en las voces de una multitud de personajes, como recuerdos de ultratumba
que van entrecortando la narración de Juan Preciado hasta convertirse
en el argumento central de la novela.
La escritura está segmentada en unos setenta fragmentos más o menos
discontinuos, separados tipográficamente por un breve espacio en blanco,
a manera de subcapítulos. A su vez, estos fragmentos están acotados
según los cambios en el punto de vista o la voz narrativa, y organizados
de acuerdo a su interrelación temática (González Boixo 1980). A medida
que se van trenzando ambas historias, la cronología de la búsqueda de
Juan Preciado se disuelve en la ucronía dominante de Pedro Páramo y de
la memoria colectiva del pueblo.
Pero este fragmentarismo de los planos temporales y de las voces
narrativas ocurre dentro de estrictas unidades de espacio (Comala), de
tono y lenguaje, y, sobre todo, de ideología o cosmovisión. La escisión de
la perspectiva que tanto problematizó sendas novelas de Carpentier y
Asturias, entre un narrador ilustrado, en tercera persona, y el punto de
vista ideológico y cultural del primitivo que informa el mundo narrado,
esa escisión, desaparece por completo en Pedro Páramo. Un recurso
primordial sostiene su consistencia ideológica, y es el hecho que Rulfo
plantea en su novela la total extinción del narrador. Y, claro, si no hay
narrador, si la voz del autor se ha suprimido, no hay a quien reclamarle
la autoridad del texto, sólo a los personajes.
Pedro Páramo es fundamentalmente una novela dialogada, pero otras
modalidades discursivas entrecortan el diálogo. Hay, pues, numerosas
Arte y realidad 207

interpolaciones de voces o “murmullos” que surgen como ecos del pasado,


aportando los pensamientos de varios personajes en momentos oportunos
para la exposición de la trama. Las más numerosas e importantes de estas
interpolaciones son aquellas que presentan el pensamiento de Pedro
Páramo y sus evocaciones de Susana San Juan. Tenemos también varios
“monólogos” emitidos por personajes enterrados cerca de Juan Preciado
y Dorotea, que enriquecen desde nuevas perspectivas los sucesos illo
tempore del pasado mítico de Comala. La cercanía de las tumbas es
significativa: estos monólogos se cuelan en la narración porque Juan
Preciado está cerca para escucharlos.

—¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola.
La de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro
lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el
sueño (82).

La misma razón de ser tienen los “murmullos” que Juan escucha desde
su llegada al pueblo. Es decir que la presencia de Juan Preciado con su
búsqueda, es el hilo narrativo que ensarta los setenta fragmentos de la
novela: papel análogo al que antes jugaran Ti Noel y el correo Nicho
Aquino, personajes-testigos. Pero tampoco Juan Preciado es el verdadero
narrador. Su discurso en primera persona, que relata su llegada a Comala
en busca de su padre, no es una narración dirigida al lector; sino que
eventualmente se revela como parte de un diálogo que Juan Preciado
sostiene con Dorotea al estar ambos enterrados en la misma fosa. Ese
diálogo constituye el único presente narrativo del relato. Desde allí Juan
Preciado recuerda y le cuenta a Dorotea, narrando desde el principio en
pretérito: “Vine a Comala...”. Hay finalmente algunos pasajes, muy
escasos y breves, narrados en tercera persona; pero esta modalidad
discursiva sólo aparece por razones de economía, para describir
parcamente el ambiente o las acciones de personajes del pasado, antes
de regresar al diálogo. Sobre todo, estas voces en tercera persona no
conforman la presencia de un narrador independiente, sino que aparecen
en el mismo lenguaje y tono, y pueden pertenecer a cualquiera de los
personajes, en especial a Dorotea, quien principalmente le relata a Juan
Preciado lo sucedido en el pueblo. Juan Rulfo ha querido crear una novela
en la que no hay narrador que se dirija al lector. Todos los hablantes y
sus interlocutores son personajes internos en un ámbito cerrado, acabado,
como Comala, o la muerte. Pedro Páramo es una novela autocontenida,
una historia que se relata sola.
Arte y realidad 208

Había leído mucha literatura española —confiesa Rulfo— y descubrí


que el escritor llenaba los espacios desiertos con divagaciones y
elucubraciones. Yo, antes, había hecho lo mismo y pensé que lo que
contaba eran los hechos y no las intervenciones del autor, sus ensayos, su
forma de pensar, y me reduje a eliminar el ensayo y a limitarme a los
hechos, y para eso busqué personajes muertos que no están dentro del
tiempo o del espacio... evité la adjetivación entonces de moda... sólo
destruía la sustancia esencial de la obra, es decir, lo sustantivo. Pedro
Páramo es un ejercicio de eliminación. Escribí doscientas cincuenta
páginas donde otra vez el autor metía su cuchara. La práctica del cuento
me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y
dejara hablar a sus personajes libremente, lo que provocó, en apariencia,
una falta de estructura. Sí hay en Pedro Páramo una estructura, pero una
estructura construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas
donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo. También
se perseguía el fin de dejarle al lector la oportunidad de colaborar con el
autor y que llenara él mismo esos vacíos. En el mundo de los muertos el
autor no podía intervenir (en Benítez 1980, 14).

En momentos como éste, dentro de las contadas ocasiones en que


Rulfo aceptó, bajo el candor de una entrevista, comentar su propia obra, el
autor que se decía “aficionado” demuestra un dominio magistral y, más
que consciente, lúcido, sobre los medios del arte narrativo. La supresión
del narrador (y del autor), para que hablen los personajes (es decir, para no
usurparle la voz al Otro), anula poéticamente toda fiscalización que
pudiera levantar el crítico lector para encausar la autoridad de quien narra.
Consciente o no de los problemas enfrentados por Asturias y Carpentier,
Rulfo intuye, no obstante, dentro de las necesidades internas de su propia
obra, la solución: que la presencia autorial, en un narrador ilustrado, es
incompatible con la ideología primitiva de los personajes y del mundo
narrado. La esquizofrenia cultural desaparece en Pedro Páramo ante la
unidad, celosamente preservada, de la cosmovisión arcaica.
En retrospectiva, las soluciones de Rulfo —una vez halladas, claro—
parecen sumamente sencillas y obvias. Pero lo singular y complejo es
el delicado equilibrio que hace de ellas un todo radicalmente nuevo
y difícil; porque hay que decir que —el primitivismo provinciano,
la autoconsistencia ideológico-técnica, la supresión del narrador, el
“ejercicio de eliminación”, la apelación a la complicidad del lector— no
son soluciones aisladas, sino aspectos de una sola visión. Me atrevería a
decir que si faltara una sola de ellas se desmoronaría el frágil equilibrio
de su verosimilitud. Lo que es más, cuando Rulfo decide “dejar hablar”
a sus personajes, todas las soluciones de su novela se supeditan a la
Arte y realidad 209

más importante y magistral de ellas: el lenguaje, la creación poética de


un lenguaje altamente literario, que sin embargo parece confundirse
indistinguiblemente con el habla campesina, un lenguaje que contiene y
refleja íntimamente el modo arcaico de pensar de esos seres, estoicos
sobre su petate, sobrero de ala ancha hasta las orejas, de esa mujeres
envueltas en sus rebozos negros, que aun habitan la adusta soledad
aldeana del despoblado páramo jalisciense.
Si tuviera que dar un solo ejemplo de la austera poesía del lenguaje
rulfiano, recordaría el momento en que Juan Preciado llega a Comala y, al
hallar el pueblo desierto, comienza a poblarlo de palabras, de evocaciones,
en una dialéctica de ausencia y presencia, con la engañosa sencillez
cifrada de su lenguaje pueblerino:

Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos,
llenando con sus gritos la tarde. Cuando aun las paredes negras reflejan la
luz amarilla del sol.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer, a esta misma hora.
Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto,
sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían
sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían
teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas
sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis
pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el
sol del atardecer (11).

Tan compenetrado está Rulfo con el medio, con el ámbito pueblerino


en el que se inspira su novela, que ya el autor no puede distinguir su
propio lenguaje poético del “habla popular”, de “lo que escuché en mi
pueblo y entre mi gente”.

Yo he trabajado durante mucho tiempo con Rulfo en el Centro


Mexicano de Escritores —decía Salvador Elizondo— y lo conozco desde
que prácticamente salió El llano en llamas y desde entonces tengo una
polémica con él, en el sentido de que yo digo que él inventa el lenguaje y
él insiste que ése es el lenguaje que se habla normalmente en la zona de los
Altos de Jalisco o en otras regiones de ese estado. Entonces me parece que
su modestia es demasiado para un artista, porque es imposible que las
gentes hablen naturalmente con una afinación literaria tan marcada que no
se nota. Yo he estado en Jalisco y nunca he oído hablar a nadie como en
los cuentos de Rulfo: lo que pasa es que él trata la esencia de ese lenguaje
y puede transcribirla a la escritura, que es el problema más difícil que
existe, el de transcribir un habla a un lenguaje literario escrito y que
Arte y realidad 210

conserve su condición de habla, y creo que Rulfo lo ha conseguido como


nadie (en Campbell 1986, 185).

El lenguaje de Rulfo “está muy lejos de las frases o los vocablos


‘vulgares’ con que otros novelistas quieren dar sabor local a sus escritos,
así como de la reproducción literal de los localismos, que podría ser
interesante sólo desde un punto de vista filológico mas no como recurso
literario” (Garrido 1983, 31).
El sentido de autenticidad que a través del lenguaje le ha dado Rulfo a
la cosmovisión arcaica de Comala no tiene paralelo dentro de la literatura
hispanoamericana. A la vez, la sensación de autenticidad en ese lenguaje
parco y elíptico, de escondidos sortilegios poéticos, está reforzada por la
supresión del narrador, por toda la economía del proceso de eliminación
y condensación al que ha sido sometido el texto, y por la rígida unidad de
tono y estilo que se mantiene a lo largo de toda la novela. Todos los
personajes hablan el mismo lenguaje lacónico y enigmático, y comparten
un mismo tono de resignada lejanía fatalista. Son múltiples las voces, pero
es una sola cultura la que se expresa. En ese mundo de presagios, mal
agüeros, ánimas en pena y voces de ultratumba, la ideología primitiva
permanece intacta; sus creencias nunca son desmentidas, ni siquiera
cuestionadas, incluso cuando intervienen personajes tan antagónicos y
potencialmente racionalistas como el padre Rentería. En Pedro Páramo,
la unidad del lenguaje se traduce, de modo directo y efectivo, en unidad
monolítica de la perspectiva ideológica.
¿Qué ha sucedido, sin embargo, con el “choque de culturas”, tan
importante dentro de la estética del realismo mágico para el sentimiento
de lo maravilloso americano? A Rulfo no le interesa presentar una tesis,
ni social ni estética. No le interesa dramatizar el viejo “encuentro
imprevisto” de los surrealistas. El surrealismo y las demás doctrinas de
vanguardia son para él un eco intelectual, lejano e insignificante, en
comparación con lo que verdaderamente gobierna su estilo: la escueta
realidad del hombre, del paisaje, del lenguaje jalisciense. Y, sin embargo,
Juan Rulfo no es un escritor “realista” ni “regionalista”. Su solución
ulterior al asunto del “choque de culturas” se barrunta en la consciente
apelación de Rulfo a la complicidad del lector. La escritura de Pedro
Páramo está diseñada, con toda deliberación, para desorientar y
sorprender al lector, hasta enfrentarlo con un mundo profundamente ajeno.
La novela crea su propio lector ideal, definido por negatividad, como lo
opuesto a lo que se lee. El objetivo de esta estética es llevar al lector a un
paulatino descubrimiento de la alteridad. Schrorer (1948), en su clásico
Arte y realidad 211

ensayo teórico, “Technique as Discovery”, evalúa la eficacia de todo


procedimiento de ficción, según su capacidad de propiciar el
descubrimiento de las potencialidades ocultas del asunto; y asegura que
la experiencia de descubrimiento opera para el autor tanto como para el
lector. “Una parte de la más poderosa literatura se basa en la exitosa
reversión de lo que muchos lectores ‘naturalmente’ considerarían una
reacción [afectiva] apropiada. Tales reversiones sólo pueden realizarse si
el autor logra dirigir nuestra atención hacia las relaciones y significados
que la superficie del objeto obscurece” (Booth 1961, 115). Carpentier
insistía en que la labor del artista no consistía en crear, sino en ser
justamente un descubridor de realidades ocultas. Rulfo, en cambio, le deja
esa satisfacción de descubrimiento enteramente al lector. Al mirar atrás
desde Pedro Páramo, se revelan El reino de este mundo y Hombres de
maíz como novelas-manifiestos, donde los contrastes imprevistos tienen
que ser presentados con toda su mecánica de sincretismos, como parte de
una tesis fundadora de la revaloración de la Primitiva América en la
ficción contemporánea. Proactivamente, Pedro Páramo es el momento
de la sutileza, del avance crucial de un sistema expresivo que habría de
adquirir inusitada fruición en Cien años de soledad.
La aportación de Rulfo al concepto literario de América como
encuentro imprevisto de culturas es tanto más significativa porque Rulfo,
adrede o no, incorpora por primera vez al lector moderno dentro de la
ecuación estética. Rulfo descubre avant la lettre el valor efectivo de eso
que la estética de la recepción ha denominado el “lector implícito”:

Cada texto presupone un lector o un tipo de lector, cuya imagen va


moldeando cada trazo de la pluma y cada connotación, hasta configurar a
un receptor idealmente apto para apreciar el texto. El lector real, de carne y
hueso, puede o no ser seducido a aceptar el papel de ese lector “virtual”,
“fingido” o, si se quiere, “implícito”; y de ello depende el disfrute y éxito
del libro, así como su eficacia comunicativa (Booth 1961, 89).

Uno de los grandes descubrimientos de Rulfo es el hecho que el lector,


ese destinatario implícito de todo discurso narrativo, puede aportar con su
mera lectura el contraste de la cosmovisión moderna. Sabe muy bien
Rulfo que toda novela se dirige a un lector moderno y mayormente
urbano. La dualidad de visión no tiene por qué estar dramatizada
explícitamente, como en Asturias y Carpentier, dentro del texto mismo,
donde atenta contra la unidad ideológica de la obra, contra su
verosimilitud: ese choque de cosmovisiones puede realizarse fuera del
texto, en el espacio de la lectura.
Arte y realidad 212

García Márquez comprendió muy bien esa lección, pues la apelación


por negatividad a un lector “moderno”, de ideología opuesta a las normas
que sostienen el mundo narrado, nos da una clave de la influencia de
Rulfo sobre el artificio garcimarqueciano que opera en Cien años de
soledad. Recordemos, por ejemplo, cómo llegaban anualmente los gitanos
a la primitiva aldea de Macondo, con sus fementidos inventos: el hielo,
el imán que le “despierta el ánima” a los fierros, la pianola que los
macondeños suponen operada por un fantasma al que intentan fotografiar,
y tantos otros. ¿No son éstos claros guiños que apelan por negatividad a
la modernidad de un lector tecnificado, para quien las normas de Macondo
resultan extrañas y risibles? Si la apelación de Rulfo al lector implícito
es sutil e intuitiva, en García Márquez es ya un recurso enteramente
consciente y taimado:

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una


lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubri-
miento de los judíos de Amsterdam. Sentaron a una gitana en un extremo
de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el
pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al
alcance de su mano. “La ciencia ha eliminado las distancias”, pregonaba
Melquíades. “Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en
cualquier lugar de la tierra sin moverse de su casa” (10).

El increíble vaticinio de Melquíades —grotesca exageración de circo


para los macondeños incrédulos— no es más que una realidad cotidiana
y pedestre para el lector: la televisión. Se transparenta aquí el guiño de
García Márquez al lector moderno, tecnificado, implícito, configurado
por deliberadas connotaciones, e incorporado tácitamente a la ecuación
estética del texto. En Cien años de soledad, el lector implícito se yergue
como una inmensa presencia irónica frente a la ideología primitiva de
Macondo. El autor aprovecha esa ironía en todas sus variantes y juegos
de espejo, dentro de un ludismo festivo y carnavalesco.
El choque de culturas es ahora un choque del lector con el texto;
y esa sensación de la lectura como descubrimiento, como dialéctica entre
lo propio y lo ajeno, que infunde el extraño mundo cerrado de Pedro
Páramo, debió ser la misma que sintiera, como lector de Rulfo aquella
tarde tremenda, el joven Gabriel García Márquez. La pequeña novela de
Rulfo había abierto nuevas posibilidades para el tratamiento convincente
de la perspectiva endógena, había renegociado el frágil contrato entre
primitivismo y modernidad, y dado nuevo aliento a la voz de un realismo
Arte y realidad 213

mágico que aun no había acabado de echar todo su perdurable racimo


de obras.

Realismo mágico y primitivismo en Juan Rulfo:


algunas perspectivas críticas

Tan marcadas son las diferencias que distinguen a Rulfo de sus


predecesores, que acaso cabría preguntar si su novela pertenece al
mismo ciclo del realismo mágico que iniciaran Asturias y Carpentier.
Ciertamente, es obra que surge mucho menos de direcciones literarias
y estéticas preconcebidas, y tanto más del ámbito local y de la propia
realidad rural que describe y representa —hecho que ha llevado a que
algunos subestimen su dimensión artificiosa o puramente “literaria”.

¿Cómo se aplican a la obra rulfiana —pregunta Carlos Monsivais—


el “realismo mágico” o el “realismo fantástico” o “lo real maravilloso”?
Nada maravilloso (concepto siempre encomiástico) puede darse en
planicies calcinadas, en pueblos afantasmados por la pobreza y la
emigración, en almas en escombros. ¿Qué tiene que ver aquí la “magia”,
término que indica deslumbramiento y azoro, que sugiere maestría
y júbilo, que delata entretenimiento? [...] Pero no es “fantástico” el
escamoteo de hechos y gentes, porque persisten, ácidos y terribles,
los sucesos devastadores (1983, 306).

Es de notar, por ejemplo, que Asturias y Carpentier utilizaron la


“magia” (o, más precisamente, las creencias religiosas primitivas), al
modo de la vieja literatura folklórica, para otorgarles poder a los que no
lo tienen, a los débiles y políticamente desposeídos. Se trataba, claro, de
instaurar una suerte de justicia poética por compensación, allí donde no
hay justicia social. Pero dado que en la realidad latinoamericana el poder
estuvo siempre en otras manos, el triunfo de la magia que presentan
El reino de este mundo y Hombres de maíz podría aceptarse como
“circunstancia de excepción” (ahí lo maravilloso) o rechazarse como
falseamiento de la realidad histórica y del proceso sociopolítico
latinoamericano. En Rulfo, todo lo mágico que supone un mundo de
personajes muertos sí está ahí, pero no cumple ningún propósito racional
ni social, preservado su carácter extraño e impenetrable, pero también
profundamente verista.
Así, los críticos que prefieren acentuar el trasfondo de realidad
humana del que se surte la obra de Rulfo consideran que el aplicarle
Arte y realidad 214

conceptos literarios como el de “realismo mágico” resulta una facilidad,


y en efecto lo es, cuando no se esclarece el vínculo, cuando el concepto
sirve sólo para recubrir todo lo que en su obra hay de enigmático e
incomprensible. Sin embargo, pese a las diferencias que distinguen a
Rulfo, creo que podría mantenerse que las similitudes no son menos
convincentes y que su obra sí puede muy bien insertarse en el ciclo del
realismo mágico, tan pronto se recuerda los principios que lo identifican:
el punto de vista primitivo, la convención transculturada y la alegoría
histórica.
La dificultad en advertir la vigencia de estos principios en la obra
rulfiana refleja cuán ardua y casi imposible es la tarea de separar lo que en
ella hay de llano y sencillo reflejo de la realidad y lo que hay de creación,
de estilización, de pura voluntad artística. En la mayoría de los casos,
ello no puede discernirse; pero en ocasiones sí se transparenta el artificio
rulfiano, su “literariedad”; y es a partir de tales casos que podemos llegar,
no ya a la realidad que se trazuma en la obra, sino al artista y al andamiaje
de su arte.
En este contexto me han parecido acertadas, elocuentes y contra-
dictorias las apreciaciones de un juicio tan autorizado como el de Carlos
Monsivais. Y es que cuando el destacado historiador y crítico mexicano
intenta tenazmente negar el “realismo mágico” y el “primitivismo” de
Rulfo, basado —claro está— en una concepción estrecha de esos
términos, termina confirmándolos en versión más refinada, que es
justamente la lectura de Rulfo que aquí me propongo describir.

¿Cómo leer lo que nos es obligadamente extraño, de qué manera acer-


carnos sin condescendencia a esa mitad de la población que, siendo entre
otras cosas nuestro pasado inmediato y nuestro proveedor infatigable,
nos es tan desconocida? De modo instantáneo, la ignorancia ilustrada usa
de la mistificación para entenderse con lo rural y le adjudica a una
literatura (y a la realidad allí aludida, descrita, transfigurada, afirmada a
contraluz) las brumas serviles del “exotismo” y el “primitivismo atávico”.
Lo ajeno deviene legendario o, de preferencia, mítico: el tiempo sin tiempo
de los pequeños pueblos, el aislamiento cultural y la cerrazón de la moral
de parroquia, la miseria y las dispersiones interminables, la extinción
irremediable de una cultura por el desarrollo del país, el voraz desgaste de
creencias y costumbres, las modificaciones y las persistencias del habla
popular. Todo es mítico, que a la letra dice: incomprensible, lejano,
sellado. [...] Por eso, es indispensable eliminar las mediaciones culturales
en beneficio de una lectura cuyo punto de partida sea el cuestionamiento
del propio lector. Por ejemplo, ¿qué sabemos de la mentalidad campesina,
de su lógica que advertimos reiterativa o huidiza? (Monsivais 1983, 296).
Arte y realidad 215

Esa otredad campesina y arcaica, esa distancia diferencial que


Monsivais señala muy bien, entre la ideología de los personajes rulfianos
y la del lector, es justamente el tipo de polaridad generadora que se
advierte, vez tras vez, en todas las obras del realismo mágico. Antes de
Rulfo, el choque ideológico se dramatizaba, las ideologías opuestas se
debatían dentro de la obra, y esto tenía como resultado la tentación de
querer explicar un sistema de valores ajeno en términos de uno propio
y familiar; es decir, de traducir lo “otro” al lenguaje de lo “mismo”. En
cambio, el primitivismo de Rulfo, más refinado y sutil, nunca intenta
explicar la mentalidad del Otro, sino representarla, respetando (y acen-
tuando) su carácter ajeno y extraño. Esa representación, sin embargo,
no deja de ser netamente artística.
Ante la ambigüedad entre arte y realidad, Monsivais elige subrayar la
segunda: la veracidad de Rulfo, su extrema fidelidad a la realidad rural,
por encima de todo “ismo”, de todo falseamiento de índole artística o
literaria. Acto seguido, cita como ejemplo fehaciente de la huidiza lógica
campesina el fragmento en que Juan Preciado le pregunta a la hermana /
mujer de Donis cómo se va uno de Comala:

—¿Para dónde?
—Para donde sea.
—Hay multitud de caminos. Hay uno que va a Contla; otro que viene de
allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí,
que no sé para dónde irá —y me señaló con el dedo el hueco del tejado,
allí donde el techo estaba roto—. Y este otro de por acá que pasa por la
Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa la tierra y es el que más lejos
va (54).

Curiosamente, ese mismo fragmento puede leerse como una alusión


puramente literaria a los acertijos burlones del gato Cheshire y a las
aventuras de Alicia en el subterráneo “País de las Maravillas”, lugar cuya
lógica es comparable a la de Comala. Véase otro ejemplo de ello en el
momento que marca la paradójica entrada de Juan Preciado al “País de
los Muertos”:

Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la
puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la
hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:
—Pase Usted. Y entré (13).

Unas páginas después Damiana le dice: “No sé cómo has podido entrar,
cuando no existe llave para abrir esta puerta” (37).
Arte y realidad 216

La trayectoria de Juan Preciado (y del lector) a través de Comala,


como la de Alicia, como la de K. en El castillo de Kafka (cuyo proceso de
ambientación y paradoja es perfectamente análogo), es un camino lleno de
trampas y contradicciones, engaños y artificios narrativos. Un sinnúmero
de ellos socava toda certeza y prepara una atmósfera subliminal, donde
vida y muerte, presente y pasado, se confunden. Entre los artificios más
solapados se halla la ambigüedad de los tiempos verbales:

—¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media


Luna?
—Allá vivo (37).
—[...] La difunta madre de Don Pedro espera que usted vista sus ropas
(43; a Susana San Juan).

A mitad de la novela, ante la tumba de Juan Preciado, nos percatamos


de que todos los personajes están muertos. ¿Qué duda nos queda entonces
de que leemos, no historia, sociología, ni antropología, sino literatura
franca, artificiosa, estilizada?
Y es que Pedro Páramo es un texto colmado de ecos literarios, a veces
muy sutiles: “Me encomendaste que te recordara antes del amanecer” —le
dice la mujer a Donis. “Por eso lo hago. ¡Levántate!” (52). El arcaísmo
recordara, en lugar de “despertara”, propio del español del siglo XV,
¿será sólo un remedo más del habla campesina o una alusión a su lugar
literario por antonomasia: las Coplas por la muerte de su padre de Jorge
Manrique? Ineludible el paralelo temático de la muerte del padre; pero lo
más significativo es el momento en que ocurre la alusión: “Recuerde el
alma dormida,/ Abive el seso y despierte/ Contemplando/ Cómo se passa
la vida,/ Cómo se viene la muerte/ Tan callando” (mi subrayado) —ahí
está prefigurada la frontera evanescente entre la vida y la muerte; y es
que en ese momento se acerca la muerte a hurtadillas a sorprender a Juan
Preciado. Rulfo ha dicho en sus entrevistas que aquél llega vivo a Comala
y que muere allí. Luego de varias muertes simbólicas (el río, la puerta, el
sueño), el trance definitivo de Juan Preciado ocurre al final de esa escena
en casa de Donis, cuando se acuesta con la hermana convertida en tierra,
como en una sepultura. Tan callando entonces le faltó el aire en ese
pueblo sin ruidos: “Se filtró entre mis dedos para siempre”; tan callando
vio nubes: “Fue lo último que vi”; tan callando... “Me mataron los
murmullos” (61-62). 1

1
Sobre la presencia de otros “ecos literarios” en Pedro Páramo (Poe, Synge,
Ramuz, Hamsun, Laxness), véase Ruffinelli (1983).
Arte y realidad 217

Todo ello es parte del intricado conceptismo (muerte / sueño / olvido


— recordar / despertar / revivir) que opera en toda la primera mitad de la
obra, para crear entre la vida y la muerte esa sensación de ambigüedad que
le permite a Rulfo animar de recuerdos físicos a un pueblo muerto;
porque, más que recuerdos, la llegada de Juan Preciado en busca de su
padre ha desenterrado viejas pasiones; y la pasión es más fuerte que el
mero recuerdo, más física y visceral, más cercana a la vida misma y a lo
corpóreo. Por eso, Pedro Páramo es más que un “vivo recuerdo”, como
se diría comúnmente; Abundio lo llama, en cambio, un “rencor vivo”.
“El olvido en que nos tuvo, hijo, cóbraselo caro” —resuenan las palabras
de Dolores Preciado. El olvido se paga con la muerte, porque en Comala
el olvido es la muerte. Pedro Páramo se olvida del pueblo, se cruza de
brazos, y lo deja morir; pero al cabo él también es olvidado. Lo olvida
Susana San Juan, y él se sienta sobre su equipal en la entrada de la Media
Luna a mirar el campo vacío y a esperar la muerte. Allí un Abundio
borracho, inconsciente, lo mata de una cuchillada sórdida, sin reconocer
siquiera en su víctima al cacique que tal vez fue su padre. Por eso, la
novela de Rulfo es mucho más que el reflejo de una realidad rural huidiza
o extraña: las relaciones poéticas y el conceptismo de su lenguaje han
adquirido concreción y valor causativo dentro de la trama. La dimensión
literaria ha transformado la realidad fuente, estilizándola. 2

2
Junto a ese conceptismo hay que comprobar la función primitivista del
lenguaje rulfiano, tan parco, elíptico y pudiera decirse que minimalista; tan distinto
en apariencia al barroquismo de Carpentier, Asturias o García Márquez. Si éstos
cultivan un lenguaje “adánico” para plasmar el tórrido mundo americano, ¿en qué
es primitivista lo opuesto: el lenguaje desértico de Rulfo? Ello se vislumbra al
considerar los polos estilísticos de la pintura primitivista. De un lado tenemos el
sobrepujamiento ornamental en el arte primitivo, que no deja superficie vacía,
emulado por un Klimt o un Vasser. Tenemos el realismo primitivo de un
Rousseau, en sus bosques pintados hoja por hoja, que busca la fidelidad en el
detalle prolijo, olvidando empero la perspectiva, el volumen y la proporción. De
ahí pasamos a la simplificación de medios, supresión de detalles y reducción
radical del objeto a sus rasgos esenciales, practicada por Picasso, Kleé, Miró,
adaptando principios del arte tribual. Al extremo minimalista, Kandinski,
Malevich, Mondrián, Ozenfant, se dijeron primitivistas. Por diversos caminos,
el repudio de la maestría y de la técnica conduce a ambos extremos. El
apalabramiento en lugar de la palabra exacta es otro modo de elipsis y de
simplificación técnica. Inversamente, la parquedad “se basa en el conocimiento
de, y alusión a, estilos más obviamente prolijos y elaborados, una elipsis cuyas
Arte y realidad 218

Monsivais niega el trasfondo “mítico” y el afán artístico de “exotismo”


y “primitivismo atávico”. Desde luego, en Rulfo no hay exotismo, pero
recuérdese que el primitivismo estético moderno, de corte antropológico,
es justamente una reacción contra el exotismo de siglos anteriores. Por
otro lado, ¿cómo olvidar el trasfondo mítico, no ya occidental sino
amerindio, que a menudo late dentro del inframundo rulfiano? ¿Qué
hacer, por ejemplo, de la siguiente coincidencia? —En el Codex náhual
de Cuauhtitlán (1558) se relata el viaje de Quetzalcóatl al Reino de la
Muerte, en busca de su padre. El mito, bien conocido por los mejicanistas
de la generación de Rulfo, es traducido por Garibay, en su célebre
Historia de la literatura náhual (1953):

Cuando ya un poco discierne, cuando anda en los nueve años, dijo:


—¿Cómo es mi padre? ¿Cómo era su figura? ¡Que yo pueda ver su
rostro!
Y entonces le dijeron:
—Ha muerto, por allá lejos está enterrado: ¡míralo!
Luego va allá Quetzalcóatl [...] Llega al Reino de la Muerte, al lado
del Señor y de la Señora del Reino de la Muerte. Al momento les dijo:
—He aquí por lo que he venido. Huesos preciosos tu guardas: yo he
venido a tomarlos [...]
...luego remueve la tierra, buscó sus huesos y, cuando sacó la
osamenta, fue a enterrarlos al palacio de la llamada Quilaztli, diosa de la
3
verdura.

Si Rulfo conocía o no ese mito, o si sólo transcribía inquietudes


ónticas que captaba “en su pueblo y entre su gente”, en realidad poco
importa: aun en este último caso, su novela confirma la supervivencia del
mito.

__________
referencias son evocadas por su propia omisión — característica de gran parte
del primitivismo pictórico, y a ser hallada también en el primitivismo literario
moderno” (Goldwater 1967, 270-71). El primitivismo es arte de extremos, su
carácter hiperbólico opera en ambas direcciones, y sólo el justo medio, el lenguaje
equilibrado, eficaz, proporcionado, queda excluido del monto de sus afinidades.
3
Recompongo la cronología del texto de Garibay (1953, 295-296, 307).
Su vinculación a la novela corresponde a Martín Lienhard (1992), quien además
señala la presencia en Pedro Páramo de otro mito, el de Tláloc, dios de la lluvia,
aunque en este caso sus argumentos son menos convincentes.
Arte y realidad 219

Los indios, después de todo, no están verdaderamente ausentes en la


novela. Aparecen de cuerpo presente sólo una vez (89-91). Vienen desde
las colinas entre la llovizna. Andan de paso por las afueras del pueblo:
“Los indios levantaron sus puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con
sus pesados tercios a la espalda”. Así aparecen y desaparecen como
sombras, en grupo, sin identidad individual; pero, sin embargo, se van
contando chistes, ríen, viven —son, en efecto, los únicos seres vivos en
toda la novela. Su presencia enigmática y pasajera es indicio de ocultas
latencias indígenas dentro de la criptografía de la novela. 4 Así, el mismo
Rulfo que afirmara que en Jalisco la colonización europea arrasó con los
indios, en otra ocasión aclara:

El nuestro es un pueblo que resulta de la mezcla del español con el


indígena. El mestizo adaptó las costumbres del ibérico con las de su
tierra, produciendo un sincretismo de netas particularidades... el indígena
metió su paganismo, su superstición, su forma de imaginar, de pensar las
cosas. Fueron dos choques muy fuertes. Estos encuentros comenzaron
a producirse en el siglo XVI, pero son en el XVII y XVIII los de mayor
importancia, porque en el primero se trataba de conquistadores. En los
dos siguientes, pobladores que comenzaron a llegar con sus mujeres,
creencias y costumbres. El dar y recibir fue una misma cosa (en González
1981, 108).

El punto de vista ideológico en Pedro Páramo es el de los personajes


aldeanos, pero el autor hace resaltar en ese mundo de provincia los
caracteres más primitivos de su mentalidad. Por eso el cristianismo de
Comala tiene hondos rasgos paganos, y aunque el indio aparece sólo como
una sombra, su esencia y su modo de pensar son inmanentes en el mundo
rulfiano, porque así lo exige, más que la realidad local de Jalisco, el
acopio de la identidad nacional.
Por mediación del sincretismo, la perspectiva primitiva da ese paso de
lo aborigen a lo provinciano, que sería también un aspecto esencial en la
confección del Macondo de García Márquez; de manera que con Rulfo se

4
Brotherston ha advertido esa presencia indígena en el primitivismo del lenguaje:
“Rulfo encuentra un modo de hablar local, integrado con el paisaje. Trabaja más
con cadencia y sintaxis que con léxico”. Capta el “oscuro desaliento” de los
habitantes, “en el uso del indefinido ‘ellos’, de partículas impersonales... y en su
preferencia por el acusativo más que por el nominativo en primera persona
(modalidad que, a propósito, es característica de ciertos lenguajes indígenas
mexicanos)” (1983, 212).
Arte y realidad 220

inicia un cambio generacional en la dirección del realismo mágico.


Sin embargo, bien sea por afán de estilización hiperbólica, o por
sincretismos verificables en la realidad histórica (como los que señala
Rulfo en la cita anterior), el tratamiento que ambos autores le dan a lo
provinciano es un tratamiento netamente primitivista; el punto de vista
que adoptan es el mismo de las culturas arcaicas; y los mecanismos
narrativos que esa óptica engendra son similares a aquéllos de la primera
generación mágico-realista. En el caso de Rulfo, su primitivismo,
más ceñido que otros al contexto antropológico local, no ha pasado
enteramente inadvertido por la crítica:
Otro mito primitivo que mantiene la estructura de la obra es el de las
almas en pena, cuyo origen Rulfo relaciona con las tradiciones pre-
colombinas que él conoce bien, desde sus trabajos de Antropología en el
Instituto Indigenista, pero que se mantiene en todas las culturas, desde
la metempsicosis de las religiones orientales y pensamiento presocrático
y platónico a la Santa Compaña gallega (curiosamente Jalisco formaba
parte de la antigua Nueva Galicia). La creencia es parte de la estructura
mental de un pueblo primitivo como el de Comala... típicamente feudal...
y el catolicismo mezclado con una serie de creencias primitivas como
5
ideología dogmática y supersticiosa (Riveiro 1984, 48).

El problema de las “almas en pena”, centro funcional de lo


sobrenatural en la novela de Rulfo, constituye el supuesto principal que
revela las normas ideológicas de Comala como una transculturación de las
convenciones habituales al lector. Pero si se tratase meramente de “ánimas
en penas”, en su concepto rural cristiano, el mundo de Comala no sería tan
ajeno e incomprensible como lo es. Como tal, dicho concepto de “ánimas
en penas” no explica cabalmente la presencia de los personajes muertos:
—¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos
que recen por ella (70).

Así responde el cuerpo de Dorotea. Lo que verdaderamente sorprende,


entonces, es el hecho que la novela trate a los muertos, no como “ánimas”,
sino como cuerpos con peso y volumen, con sensaciones y necesidades
fisiológicas; es decir, con la plena corporalidad y la misma lógica de lo
concreto con que los indígenas conciben el Reino de los Muertos.

5
Es interesante constatar que la narrativa del gallego Rafael Dieste, influida
por Rulfo, tiende al realismo mágico, aunque su escenario no es América sino la
Galicia rural.
Arte y realidad 221

Fig. 5.1 Fotos sacadas por Rulfo en el estado de Jalisco (fuente: Juan Rulfo,
Inframundo: El México de Juan Rulfo, Hanover, NH: Ediciones del Norte, 1983.)
Los crucifijos muestran elocuentemente el sincretismo indígena-cristiano de la
región.
Arte y realidad 222

No se trata, sin embargo, de un mero reemplazo de la visión cristiana


por la indígena, sino de un sincretismo que toca las fibras más primitivas
de la mística cristiana, cuya propia lógica de lo concreto pervive en los
vestigios testimoniales de ciertas creencias, ritos y oraciones. Es por eso
que Rulfo cita en su novela ciertos fragmentos claves de plegarias como
el “Yo pecador” o el “Credo de los Apóstoles”. Así, por ejemplo, cuando
rezan el novenario de su abuelo, nos dice que el niño Pedro Páramo
“Oyó: ‘El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén’”
(19). La resurrección, no del espíritu, sino de la carne —concreción
primitiva de la muerte— es el comentario rulfiano acerca de un pueblo
irredento, “un puro vagabundear de gente que murió sin perdón” (55). 6
Esa “resurrección de la carne” es en Rulfo la imagen concreta de
un “más allá”, que una mentalidad primitiva, aun bajo el barniz de

6
Luis Ortega Galindo (1984, 360) señala que Rulfo, para subrayar la condena de
Comala, omite adrede una frase del Credo (“Creo en el perdón de los pecados, la
resurrección de la carne, y la vida perdurable, Amén”); pero no se percata de la
inmensa ironía acumulada en la frase anterior, “la resurrección de la carne”, frase
que la misma omisión acentúa y convierte en sentencia perentoria y lapidaria,
rematada por el sello terrible de un “Amén”. La resurrección de la carne, vacía,
sin alma, es la maldición y condena que caen sobre Comala: una muerte
perdurable, un “puro vagabundear” que nunca acaba en postrer reposo. Rulfo ha
dicho que la concepción de su novela surge en parte de la idea de un personaje
(Juan Preciado) a quien la vida le pasa por delante en el momento de la muerte.
La novela es una modificación de esa idea. El instante de la muerte, cuando lo
último que queda en la conciencia exánime es lo más indeleble del recuerdo:
rencores y remordimientos, residuos de las más fuertes pasiones, hijas de la culpa
y el pecado —ese instante infinitamente divisible en sus detalles, como en la
paradoja de Zenón, es ampliado narrativamente hasta convertirse en eternidad sin
salida, en “muerte perdurable”, en ámbito infernal. La cita irónica de otra plegaria
completa esta imagen, cuando el padre Rentería le niega la absolución a todo el
pueblo, y en particular a Dorotea, quien recuerda: “El ‘Yo pecador’ se oía más
fuerte, repetido, y después terminaban: ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los
siglos de los siglos, amén’, por los siglos...’”
En rigor, toda la primera mitad de la novela desde que Juan Preciado “entra”
en Comala hasta que se acuesta definitivamente en el lecho de su sepultura es una
larga descripción simbólica de su muerte, un instante eternizado por el tiempo sin
tiempo de la narración. El concepto de la “muerte” que se alarga como toda una
“vida” anula la diferencia entre ambos estados, de modo que la novela los trata
indistintamente. A la vez, esa “vida” dentro de la “muerte”, ese instante sin
duración en el que el tiempo se comprime, da cabida a la memoria individual,
colectiva y ancestral de Juan Preciado, y se convierte en vía de acceso a la
historia total de Comala y del Hombre.
Arte y realidad 223

cristianismo occidental, sólo puede representarse y ubicar en algún lugar


del “reino de este mundo”. “El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí
donde estoy ahora” —así le dice Dorotea desde su sepultura. Y, desde
luego, estas plegarias tomadas demasiado al pie de la letra, y estas
sincronías que Rulfo señala entre lo indígena y lo cristiano, ¿qué serían
para Carpentier sino confirmación y crónica de lo real maravilloso?
Un eje del mundo rulfiano es la religiosidad —afirma Monsivais.
Pero la idea determinante no es el más allá sino el aquí para siempre. La
experiencia secular hace que una colectividad sólo sea capaz de concebir
cielo e infierno dentro de los límites de su vida diaria... Aquí tiene su
asiento esa teología popular... que lo ajusta todo al orden de lo profano
(1983, 302-3).

Me valgo una vez más de los argumentos de Monsivais para comprobar el


realismo mágico que él refuta: una colectividad (añádase “primitiva”) sólo
es capaz de concebir el más allá dentro de la “lógica de lo concreto”.
“Los vocablos teológicos —dice— son los mismos pero el significado es
muy distinto” (302) —léase: sincretismo, máscara. “El sustrato unificador
—dice— es, sí, el pecado, pero el pecado no es algo que los personajes
hayan cometido sino lo que hicieron sus padres y sus abuelos para
endeudarlos con la eternidad y lo que harán ellos deterministamente para
merecer esta triste suerte que los agobia” (302) —léase: el peso de la
tradición sobre el individuo en la sociedad primitiva, el tabú, la
transgresión de uno que recae sobre toda la tribu, el fatalismo de los que
desesperan de las consecuencias que aun no se han producido y se lanzan
en pos de ellas. “Allí están —dice— la realidad y las creencias que una
comunidad asume como perfectamente reales” (305) —léase: texto de lo
habitual primitivo, transculturación de convenciones.

__________
En su nivel temático, la “resurrección de la carne” es la imagen vívida de la
condena, pago de un pecado original: el olvido y abandono de la tierra. En Comala
sólo quedan los muertos, penando; pero también sus hijos, los que se han ido,
están condenados a “un puro vagabundear”. Los hijos no serán extensión de la
vida, sino de la muerte de sus padres. Serán la resurrección de una carne
condenada, cuerpos sin hogar, sin patria, sin origen, sin alma. Sólo Juan Preciado,
hijo pródigo, regresa, con ilusión de recobrar el paraíso perdido que le ha pintado
su madre, pero también con encomienda de venganza. Viene a reclamar su tierra,
su origen, su herencia; y encuentra que el “regreso a la tierra” es la muerte, que
sólo en la muerte puede acceder a su origen, a la historia de su padre, a la memoria
de su pueblo, y que, al cabo, su herencia es la misma de todos, un pecado
compartido.
Arte y realidad 224

Hasta qué punto estos aspectos de la concepción de la obra reflejan,


como quiere Monsivais, la realidad jaliscience y no una estilización
primitivista o un afán artístico, yo no lo sé. Ciertamente, la realidad local
juega un papel importantísimo en la novela como elemento de base y
como sostén de la verosimilitud. De cualquier modo, ya que me he
propuesto subrayar aquí no el lado de “lo real” sino el de los “ismos” de
Rulfo, insisto en que su realismo mágico y su primitivismo no se limitan a
la concepción global de la obra, construida sobre la unidad arcaica de la
vida y la muerte, lo natural y lo sobrenatural, lo sagrado y lo profano:
están presentes también en lo específico de su técnica, en su lenguaje, en
la contextura de sus personajes; y allí reflejan el afán artístico y el prurito
de la estilización.
La lógica de lo concreto no sólo corporiza todo ese mundo de ánimas
en pena y le da a la obra una consistencia a grandes rasgos, sino que
informa a cada paso las minucias del estilo, los símiles y las metáforas,
oscilando entre la seriedad crédula y el humorismo escéptico, hiperbólico,
lúdico:
[Comala] está entre las brasas de la tierra, en la mera boca del
infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al
infierno regresan por su cobija (9).
El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si
se hubiera encogido el tiempo (19).
—A mí me dolió mucho ese muerto —dijo Terencio Lubianes—.
Todavía traigo adoloridos los hombros
—Y a mí —dijo su hermano Ubillado—. Hasta se me agrandaron los
juanetes (32-33).
No, no era posible calcular la hondura del silencio... como si se
detuviera el mismo ruido de la conciencia (36).
—¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote
que me llenan de arriba a abajo? (55).
—Me mataron los murmullos (62).
—Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por
kilos. Le ofrecí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara el
asunto; pero no los quiso (68-9).
Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si
rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano (71).

Igualmente significativa es la presencia de los presagios, de la


causalidad mística, del animismo y del antropomorfismo:
Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y gimió imitando el quejido de
un niño (65).
Y los gorriones reían (80).
Arte y realidad 225

El aceite de la lámpara chisporroteaba y la llama hacía cada vez más


débil su parpadeo. Pronto se apagaría (105, hacia la muerte de Susana San
Juan).
El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La
luna había salido un rato y luego se había ido... triste... desfigurada... a
esconderse detrás de los cerros (109).

Se trata de un primitivismo literario, donde un fino sentido poético, se


mezcla con un lenguaje llano y popular, con un vocabulario rural, y, sobre
todo, con un conceptismo y un orden de relaciones semánticas y causales
propios de las mentalidades arcaicas. Es un estilo que despuntaba desde
los relatos de El llano en llamas y que Rulfo había perfeccionado con la
engañosa sencillez de su maestría: “la niebla se levanta despacio,
enrollando su sábana” —nos dice su relato “En la madrugada”.
No es necesario insistir, para completar ese cuadro primitivista, en la
“unidad de lo humano y lo telúrico”: bastaría con recordar el nombre
mismo de Pedro Páramo —“piedra de un páramo”, lo llama Rulfo.
Además, los hilos con que el autor forja la identidad “hombre-naturaleza”
dentro de sus obras ya han sido objeto de estudio convincente y detallado
(Ortega Galindo 1984, 21-101).
Lo que sí es preciso notar es el primitivismo de Rulfo en la
construcción de sus personajes. No me refiero solamente a su calidad de
figuras hieráticas, ni a su estoicismo fatalista ante el peso agobiante de la
tradición, de las antiguas transgresiones, de los pecados heredados. Lo
más singular es la forma que asume en la novela el principio primitivista
de la fluidez ontológica. En Carpentier y en Asturias, este principio se
manifestaba en la metamorfosis entre hombre y animal. En Rulfo se da en
su lugar una fluidez de las identidades personales, basada en una red de
“sustituciones” que aun la crítica no ha acertado en explicar. Miguel, a
quien Pedro Páramo cría y da su apellido (sin cuestionar si es realmente
hijo suyo cuando se lo entregan) sustituye a Juan, legítimo heredero de las
tierras usurpadas en matrimonio fraudulento a la madre, Dolores Preciado,
cuyo apellido lleva. Juan Preciado trae encargo de venganza, pero, en
sustitución suya, el que finalmente mata a su padre es un tal Abundio, que
puede o no ser el mismo arriero, hijo del cacique, a quien Juan Preciado
encuentra a su llegada a Comala. Es como si todos los “hijos de Pedro
Páramo” fueran intercambiables; fueran, en efecto, uno sólo, cualquiera
de ellos. Luego, Juan sustituye a Donis en el lecho de su hermana, que a
su vez era sustituta de mujer. En su trayectoria hacia la muerte, Juan
Preciado va pasando del cuidado de Dolores, al de Eduviges, al de
Damiana y finalmente al de Dorotea, quienes se van sustituyendo unas a
Arte y realidad 226

otras en el papel maternal. “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti”
—le dice Dolores (12). “Ella me avisó que usted vendría” —le dice
Eduviges. “Nos hicimos la promesa de morir juntas [...] te considero
como mi hijo. Sí, muchas veces me dije: ‘El hijo de Dolores debió haber
sido mío’” (14-15). “Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre” (19).

“La cosa es que el tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a


verlo, que ‘esa noche no debía pegarse a ningún hombre porque estaba
brava la luna’.
“Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente
se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su
noche de bodas...
“—No puedo —me dijo—. Anda tú por mí. No lo notará...
“Y fui... y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo.
“Me acosté con él, con gusto, con ganas... pero el jolgorio del día
anterior lo había dejado rendido, así que pasó la noche roncando...
“Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores.
Le dije:
“Ahora anda tú. Este es ya otro día...
“Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo
que así fuera (21-22).

La idea primitiva, tribual, de que un mismo ser pudo nacer de


cualquier madre subraya la fluidez que opera entre los personajes de
Comala. Acerca de la misma Eduviges, se dice: “Hasta les dio un hijo, a
todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo;
pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: ‘En ese caso yo soy también
su padre, aunque por casualidad haya sido su madre’” (34). Luego, Juan
Preciado pasa al cuidado de una tal Damiana, que casi se confunde con
Eduviges y con su propia madre:

—No me llamo Eduviges. Soy Damiana... Quiero invitarte a dormir


en mi casa...
—Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado
cuando nací. ¿De modo que usted...?
—Sí, yo soy. Te conozco desde que abriste los ojos.
—Iré con usted (36-37).

La última madre de Juan Preciado es Dorotea, apodada la Cuarraca


por ser mujer estéril y medio loca: “Es una que trae un molote en su
rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío” (67). Juan Preciado termina
siendo ese molote, sustituto del hijo que nunca tuvo. Sin embargo,
ambos, Juan Preciado y Dorotea terminan enterrados en la misma fosa,
Arte y realidad 227

en posición fetal, como en un útero yermo al que regresasen después


de morir. Dorotea tiene por fin un hijo para toda la eternidad, y por eso
le dice satisfecha que para ella “el cielo es aquí donde estoy ahora”.
Sin embargo, una última sustitución hace que el destino se burle de
Dorotea, para que no quede, en esa crónica del desencuentro que es
Comala, un sólo personaje cuyo destino no se frustre:

Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de


tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre
que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti (65).

Toda esta fluidez de las identidades, toda esta confusión ontológica


de los personajes, ocurre, para más, en un marco de murmullos y de voces,
de bultos incógnitos y de sombras, que se hacen sentir en toda la novela,
como un coro anónimo de seres consubstanciados en la muerte. Hasta la
voz de Dorotea, tan cercana a Juan Preciado, se pierde en ese amasijo de
seres sin rostro y sin sexo:

—Tienes razón Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?


—Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo (62).

Para Dorotea, la estéril, da lo mismo que la tomen por mujer o por


hombre; pero ese “da lo mismo” es también el comentario que anula todas
las identidades en la novela. Da lo mismo que Eduviges sea padre o madre
de un hijo que es “de todos” y a la vez de nadie. Da lo mismo todos los
hijos, cualquier hijo; todas las mujeres de Pedro Páramo, que todas las
madres de Juan Preciado. Y da lo mismo que el Abundio del principio
sea o no el mismo del final, porque en Comala no hay individuos: hay
solamente una voz, una cara, una sangre, una tribu. 7

7
Algo similar hay en Cien años de soledad con su sucesión de José Arcadios
y Aurelianos, extendida hasta la exageración paródica. La inestabilidad de las
identidades personales (y anulación de su importancia) había adquirido con Rulfo
un sello característico. La “fluidez ontológica”, señalada por Lévy-Bruhl en La
mentalité primitive (1922) como fundamento de la identidad totémica entre la
tribu y la tierra, conjunto ontológico que transforma y absorbe las existencias
individuales dentro de una sola y fluida unidad, era común y fácilmente ilustrada
mediante la metamorfosis, el nahualismo, el antropomorfismo y el zoomorfismo.
Pero Rulfo, mediante sutiles sustituciones poéticas, la convierte por primera vez en
recurso literario original y efectivo.
Arte y realidad 228

Fig. 5.2 Osvaldo Guayasamín (n. 1919), Madre y niño, 1989. Óleo, 135x100 cm.
Colección privada. Ecuatoriano de familia india y mestiza, Guayasamín es un
representante de la pintura indigenista, con su mezcla típica de realismo social
y motivos precolombinos.
Arte y realidad 229

Pedro Páramo pudo muy bien haber sido una obra anónima. Los
personajes no pueden hallar su identidad porque su autor también se
ha ido de Comala, se ha cruzado de brazos, se ha substraído del relato.
Nos queda la obra inexplicable y enigmática, donde todas las simetrías
se frustran, donde las claves se pierden entre elisiones insondables, entre
silencios de muerte, entre las fisuras de un lenguaje lacónico que todo lo
dice a medias. Ese aspecto de obra inacabada, de laberinto roto, cuyas
piezas comunicantes se han perdido en un pasado irrecuperable, aspecto
de ruina arqueológica, de fragmentos incompletos y recompuestos en
un caos aparente que casi logra ocultar toda maestría, virtuosismo o
deliberación, escondiendo, casi del todo, el mazo, el cincel, la mano
misma del artista, ése, es el ideal de la “rudeza sublime”, sentimiento de
lo natural y lo divino que nos imparte la escultura primitiva: piedras de
un páramo, monumento anónimo de Comala, Stonehenge mexicano,
monolitos de Isla de Pascua, incomprensibles Atlantes de Tula, obra de
monumental y reverente rudeza, donde la maestría y el ornato, tanto
como la facilidad y la exégesis, serían ilícita violación de un misterio y
sacrílega ofensa a los dioses. Pedro Páramo, como ninguna obra moderna,
se aproxima a ese linde donde comienza a desvanecerse toda distinción
entre el primitivismo y lo primitivo.
Juan Rulfo cultivó cuidadosamente, durante el resto de su vida, ese
mito suscitado en torno de su obra. Lo cultivó primeramente con el
silencio de treinta años que siguió a la publicación de Pedro Páramo.
Prometió una nueva colección de relatos y también otra novela, “La
cordillera”, pero nunca las logró. Se convirtió, en cambio, en celoso
curador de su pequeña obra: imagen “magnífica, poética y monstruosa” de
un pueblo —como la ha llamado Jorge Ruffinelli (1983, 47). El mito
de Pedro Páramo al que me refiero es el de la obra que no puede ser
duplicada, ni creada adrede, ni igualada jamás, ni siquiera por su
propio autor, porque no es hija del arte, del precepto, ni de la maestría,
sino de la naturaleza misma. Para citar a Schiller en su concepto, a la vez
romántico e intemporal, de la poesía ingenua y primitiva, se trata de una
obra y de un poeta que:

...apenas pertenecen ya a esta época artificial... apenas son posibles en


ella... salvo preservados, por feliz estrella, del influjo de la época, que
mutilaría su genio. Nunca producirá la sociedad tales poetas; pero en la
sociedad aun aparecerán a veces, a intervalos, más bien como extranjeros
que sorprenden, o como mal entrenados hijos de la naturaleza, que
molestan... Los críticos, como normales alguaciles del arte, detestan a
estos poetas por subvertidores de reglas o de límites” [1795].
Arte y realidad 230

Es dentro de ese papel de curador y celador de su obra, que deben


interpretarse las entrevistas otorgadas por Rulfo en las tres décadas
anteriores a su muerte en 1986. Parcas como su obra en sí, estas
entrevistas refuerzan el mito sobre la obra y sobre el poeta. Conforme a
ese mito de la obra como naturaleza y no como arte, Rulfo había de
renunciar al papel del artista para adoptar el de “testigo y guardián de la
naturaleza” (Schiller) y, por ende, de su propia obra. Curiosamente, hay
en todo ello una sutil semejanza con el mito del artista “descubridor de
realidades” que cultivara por su parte Carpentier.
En 1983, Rulfo cumple su misión de guardián, publicando como
compilador una colección de ensayos de interpretación sobre su obra,
escritos por diversos críticos. Esta lleva un título significativo: Para
cuando yo me ausente. Entre todos los ensayos (que ya de por sí llevan
el sello de aprobación del autor), la última palabra, el ensayo que cierra
el volumen para la posteridad, es justamente el de Carlos Monsivais.
Su tesis confirma una vez más el mito de la naturaleza y la realidad
hechas obra, cuyo misterio no pueden revelar las “brumas serviles” del
arte y de la crítica, de los conceptos literarios, y de las mediaciones
culturales.
La especial predilección de Rulfo por el ensayo de Monsivais
demuestra su deseo (que es el de todo autor) de salvar a su obra de los
mismos retículos reduccionistas que con tanto cuidado procuró evitar al
escribirla, deseo que la lectura debe respetar. No obstante, el mito de la
obra inclasificable, extranjera, que no pertenece a su época, se desintegra
en el momento mismo en que esa obra existe y es leída. La lectura, la
recepción de una obra, aun con todas sus singularidades, no podrá sino
ponerla en circulación y diálogo con otras obras de la época. Y es en ese
diálogo que resurgen, a veces renovados con un espíritu más amplio y
abierto, los conceptos literarios. Es allí que comienza a delinearse el
realismo mágico con movimientos de organismo vivo: en ese diálogo de
obras en el que Rulfo, quiéralo o no, tercia con nuevas y determinantes
perspectivas. Eso leo, más allá de mi propia y limitada subjetividad,
en otro de los ensayos de la colección Para cuando yo me ausente, esta
vez en palabras de Emir Rodríguez Monegal:

Rulfo modifica radicalmente la novela regionalista de América Latina.


Ya en 1949, Asturias había intentado, y hasta cierto punto logrado
brillantemente, la incorporación de toda una mitología de lo sobrenatural
en sus relatos, Hombres de maíz, que novelizaban el universo mágico
de los mayas. Más tarde tanto João Guimarães Rosa (O grande Sertão:
Veredas) en el Brasil, como Gabriel García Márquez en las letras
Arte y realidad 231

hispanoamericanas, abordarían otras formas de la misma exploración


de estas tierras de magia y fantasía dentro del regionalismo. Pero lo que
distingue a Rulfo es haberlo logrado de tan sutil manera que la superficie
del realismo mexicano apenas pareció atacada por el ácido corrosivo de
sus innovaciones. Muchos críticos siguieron creyendo que lo que hacía
Pedro Páramo era enriquecer el realismo con una nueva dimensión.
No advirtieron que venía a darle su certificado de defunción (1983, 247).

En un sentido muy mágico-realista (si se tienen en cuenta el juego de


espejos y la incitación a la doble lectura que se desprende de su refractaria
óptica arcaico-moderna), mi propia lectura no ha podido coincidir mejor
con la de Carlos Monsivais, a la que ha hecho necesario contrapunto. La
suya —admito— es quizás la más justa y, sin duda, la que habría preferido
el autor: la lectura crédula, aquélla que tan convincentemente subraya el
verismo de Rulfo y que, a pesar de sí misma, confirma en Pedro Páramo
el mito primitivista de la “obra natural” y su misteriosa “rudeza sublime”.
Esa lectura es apenas el reverso, cruz de la realidad, de la misma moneda
que aquí manejo, cara al arte, con ojo avizor y escéptico. Sí es muy
pertinente la advertencia, que la obra de Rulfo no cabe en una concepción
estrecha del realismo mágico y del primitivismo. Rulfo ensancha los
márgenes de esa concepción, pero en mi opinión sin romperlos. Sólo
que —“subvertidor de reglas o de límites”— luego de su obra, estos y
otros conceptos literarios ya no serían los mismos. Quedaría en ellos la
identidad transfigurada.

El camino de Comala:
la inagotable alegoría histórica de Pedro Páramo

Una consideración de la novela como alegoría de la historia


completaría la caracterización del realismo mágico de Juan Rulfo. Esa
consideración es el resultado natural al que desemboca la lectura escéptica
del realismo mágico. Se trata de un reto que el texto le presenta al lector
moderno que, luego de un esfuerzo por coincidir con la mentalidad ajena
de un pueblo arcaico y aceptar por dada una lógica alterna a la suya,
quiere ahora, en la relectura, naturalizar el discurso literario buscando
conexiones y analogías —vínculos alegóricos— con el mundo histórico
que le es familiar.
En un texto convencional (no mágico-realista), esa búsqueda de
significados relativos al lector equivale simplemente a una exégesis o
interpretación más o menos válida; pero a medida que aumenta la
Arte y realidad 232

distancia ideológica (i.e., gnoseológica y cultural) entre lector y texto, más


arbitraria y problemática se hace la interpretación. Cuando el discurso
etnográfico supone un lector moderno (el antropólogo) que lee un texto
arcaico (la cultura ajena), la distancia ideológica tiende a ser extrema, y la
interpretación una alegoría más o menos distorsionada, en la medida en
que “domestica” un texto “salvaje”.
El caso del realismo mágico es algo diferente: en lugar de una
traducción antropológica, tenemos ahora un remedo literario del texto
salvaje por un autor moderno. El autor puede jugar al antropólogo (como
Asturias y Carpentier) e interpretar para beneficio del lector partes de ese
texto; o jugar al salvaje (como Rulfo) evitando completar el rompecabezas
alegórico y, de hecho, botando algunas piezas, poniendo otras que no
encajan, y aun mezclando varios juegos incompletos que sólo conducen
a alegorías parciales, todo lo cual crea un texto que se resiste a la
interpretación o al menos a la domesticación.
Se nota, sin embargo, el esfuerzo deliberado por evitar o frustrar la
plena formación de ciertos patrones alegóricos que forzosamente se
insinúan en el texto, debido al hecho que la composición de ese texto
(no primitivo sino primitivista) está irremisiblemente mediatizada por
el conocimiento histórico (consciente e inconsciente) del autor. Ahí
está ya la justificación para leer tales textos como alegorías históricas.
Ahí también la diferencia profunda entre la alegoría moderna y el mito
primitivo, tan similares a veces en la superficie. En este último, la
expresión es directa, ingenua, inocente ante una historia que desconoce:
no hay en él mediación de patrones alegóricos, pero tampoco rastros de
ningún intento por evitarlos. Por contrapartida, es de notar el vicio del
lector moderno de leer los mitos como alegorías; es decir, de buscar
entenderlos mediante paralelos con ciertos ejemplos históricos, a veces
muy recientes. “Los mitos se repiten en la historia” —nos decimos.
¿Qué remedio? Perdido el contexto sagrado y reverencial que inspiraba
una recepción más directa y visceral, nos conformamos reemplazando
el original con una interpretación domesticada.
En Pedro Páramo el intento de evitar patrones alegóricos es evidente
en la sustitución de personajes; la maternidad invertida de Dorotea
abrazada por Juan Preciado en la fosa-útero, la muerte como inversión
de la vida; el Abundio Martínez que mata a Pedro Páramo al final de la
novela y que Rulfo presenta “sordo”, cuando el Abundio del principio
no lo es, frustrando el tema del parricidio; la Comala que se muere sola;
la muerte como frustración de los destinos individuales; la novela como
crónica del desencuentro. “Es que uno incurre a veces en la confección
Arte y realidad 233

de una tesis conceptual y eso es lo que yo no quería” —declara Rulfo


(en Sandoval 1986, 81). Es por eso que Rulfo frustra todas las teorías
interpretativas que la crítica quiera erigir en torno de su obra. A todas
les falta un pedazo; se quedan siempre incompletas, parciales, cojas,
“cuarracas” como Dorotea.
¿De qué manera, entonces, se aplican a Rulfo conceptos literarios tan
deliberados y confeccionados como la alegoría? Hay que insistir de
nuevo en que Rulfo no cabe dentro de concepciones estrechas.
Lamentablemente, desde el romanticismo se ha difundido un concepto
degradado y falso de la alegoría como modalidad estrecha, dada al
simplismo didáctico, a la fácil personificación de abstracciones, y a la
llana significación, en comparación con la presunta complejidad y
profundidad del símbolo. Ese prejuicio, que aun ve en la alegoría un arte
moralizador medieval y renacentista, necesita ser desmentido ante la
evidencia de las expresiones modernas de esa modalidad. Eso es en parte
lo que hace Gay Clifford en The Transformations of Allegory (1974). En
contraste con el estereotipo medieval, la alegoría moderna carece por lo
general de intención didáctica o moral, de comentario e interpretación
autorial, y, sobre todo, de significado cerrado y unívoco, por lo que exige
del lector la más activa participación.

La alegoría presupone lectores asiduos a la interpretación. Esto enfática-


mente no implica que la interpretación sea reductiva: las más grandes
alegorías son intransigentes y elusivas no simplemente por razones
defensivas como la precaución política sino porque tratan de un tipo de
verdad altamente compleja, un asunto de relaciones y proceso en lugar de
tesis. Lo elusivo de esa verdad es una medida de su valor... Mientras más
alto es el valor de lo que la alegoría significa, más se “resiste”; y la
dificultad de la lectura la protege de la interpretación casual y falsaria.
Los escritores de alegorías conciben la verdad en algún grado como algo
hermético, demasiado complejo para ser expresado en un lenguaje
atrevidamente prescriptivo o descriptivo. La acción alegórica no es una
paráfrasis de algo susceptible de expresión alterna. El corazón de todas
las alegorías es el foco de múltiples interpretaciones en lugar de un solo
significado (Clifford 1974, 53).

Clifford considera El castillo de Kafka uno de los prototipos de la


alegoría contemporánea. En esa obra se ve algunas de las características
que también Pedro Páramo comparte con otras alegorías. Primero, el
motivo característico del viaje o búsqueda subraya la importancia del
proceso como tal, por encima de los significados fijos. Es ese proceso lo
que los símbolos de por sí no logran expresar: el símbolo es principal-
Arte y realidad 234

mente estático, y la alegoría, dinámica. Sin embargo, la necesidad de


darle al significado alegórico una forma concreta hace del símbolo un
componente importante de la alegoría. Las alegorías modernas difieren
de sus predecesoras por la carencia de una jerarquía de valores fija que
defina y dé sentido al progreso de los personajes... Se crea la expectativa
de progreso, pero luego es frustrada por una serie de incidentes
fragmentados. El viaje funciona como una metáfora de la vida, y la
alegoría como una gran metáfora que se extiende y transforma a lo largo
de la narración. En el viaje, sea éste una búsqueda concreta o una visión
onírica, el forastero es el instrumento que permite explorar un sistema
cerrado, un mundo extraño: el universo alegórico. Junto al forastero, el
lector debe sumirse en ese mundo y descubrir su lógica interna. El espacio
alegórico es bien delimitado: un edificio, una isla, un pueblo, a la vez
microcosmos y macrocosmos, imagen completa del mundo en la que
convergen lo general y lo particular, límite absoluto de la realidad de los
personajes, más allá del cual nada existe. Utopía o distopía, ambas
suponen un grado de alegorización, de lo ideal o lo hostil; ambas han
hecho uso de la figura del forastero, en su viaje ascendente (anagógico) o
descendente (katagógico). La preocupación por un sistema coherente
como medio de explicar el mundo y el uso de fuertes imágenes visuales
son fuente de gran afinidad entre alegoría y mito. Este último es, desde
luego, preliterario y menos autoconsciente, pero la alegoría lo incorpora
comúnmente al conjunto de sus alusiones. De hecho, las grandes alegorías
aspiran a alcanzar con su emblemática privada la investidura colectiva
de “mitología popular”.
Dentro de estas amplias coordenadas puede ubicarse una lectura
alegórica de Pedro Páramo, novela que posee claramente todos los
rasgos morfológicos de una alegoría abierta. Señalar esa morfología es
sólo el primer paso. Mi intención es pasar de los significantes alegóricos
abstractos al tanteo de los significados concretos que afirman una lectura
de la novela como alegoría de la historia mexicana.
La comparación con Kafka es esclarecedora porque revela una
similitud abstracta y una diferencia concreta. La semejanza está en que
ambos autores, a la vez que crean la apariencia de un universo alegórico
sistemático, frustran toda interpretación terminante. Tan pronto comienza
a insinuarse una coherencia, una posible explicación de los sucesos,
una justificación de un ángulo de lectura, surge algún hecho que la
contradice e invalida. Este procedimiento es tan persistente y deliberado
que se convierte en un método de composición. La diferencia funda-
mental radica en que la narración de Kafka, El castillo, y su protagonista,
Arte y realidad 235

“K.”, no son localizables en un contexto nacional específico, y, por lo


mismo, la acción que se desarrolla dentro de ese espacio virtual sugiere
mayormente un cúmulo de posibles significados “universales”. Rulfo,
en cambio, sin ser menos universal, comprende la riqueza adicional de
un contexto local, de una cultura específica, de una tradición nacional. De
ahí se desprenden consecuencias significativas. Primero, en la narración
de Rulfo se halla continuamente latente la tácita explicación de los
sucesos basada en el punto de vista arcaico de una comunidad humana
identificable: dato que se inserta dentro de la órbita del realismo mágico.
En Kafka, esa explicación es tan inadmisible como toda otra: el relato
permanece dentro de la órbita de lo absurdo. La narración minuciosa
de Kafka sirve así para darle a lo irreal aspecto de verdad. En cambio,
el contexto local y reconocible surte el efecto verista en Rulfo, y
le permite incluso una estrategia opuesta: la descripción lacónica, la
narración elíptica, y, con ello, la desfamiliarización del escenario local.
Pero lo más importante para los propósitos actuales, es que ese contexto
local remite toda la morfología alegórica de Pedro Páramo a un orden
de significados históricos concretos, basados en un conocimiento exterior
al texto: la experiencia nacional.
Es de notar que la lectura de Pedro Páramo ha tendido a los extremos:
ya sea a la interpretación mimética de la experiencia individual del autor,
o a la interpretación mítica de la experiencia universal del hombre. La
primera se basa en los datos y reflexiones personales del autor recogidos
sobre todo en el libro de Reina Roffé, Juan Rulfo: Autobiografía armada
(1973). Allí están relatadas todas las experiencias germinales que se
habían de convertir en novela, comenzando por lo que Rulfo llama “la
clave” que le permitió escribir el libro que durante diez años le había
estado “dando vueltas en la cabeza”:

Fue cuando regresé al pueblo donde vivía [San Gabriel, Jalisco], 30 años
después, y lo encontré deshabitado. Es un pueblo que he conocido yo, de
unos siete mil, ocho mil habitantes. Tenía 150 habitantes cuando llegué...
las casas tenían candado. La gente se había ido, así... Y a mí me tocó estar
allí una noche, y es un pueblo donde sopla mucho el viento... Y en las
noches las casuarinas mugen, aúllan. Y el viento. Entonces comprendí yo
la soledad de Comala, del lugar ése... En realidad es la historia de un
pueblo que va muriendo por sí mismo. No lo mata nada. No lo mata nadie.
Es el pueblo. El pueblo que nunca tuvo conciencia de lo que podía darle la
situación en que estaba. En primer lugar, un pueblo fértil, lleno de agua, de
árboles, clima maravilloso. Cómo aquella gente dejó morir el pueblo.
Cómo se justificaba el querer abandonar aquellas cosas. Su casa, todo.
Por qué han dejado, como quien dice, arruinar todas aquellas tierras. Por
Arte y realidad 236

qué otra cosa sino por cierto delito del pasado, ciertas actitudes del pasado.
Ese pueblo fue reaccionario siempre. Cristero, partidario de Calleja
durante la independencia, partidario de los franceses durante la reforma,
antirrevolucionario cuando la revolución. Y durante la cristiada, cristeros.
Entonces fue como pagar la culpa (Roffé, 60-62).

Rulfo ha rectificado en otra ocasión el supuesto que su obra deba


leerse en base a su experiencia individual: “Tengo la característica
de eliminarme de la historia, nunca cuento un cuento en que haya
experiencias personales o que haya algo autobiográfico, o que yo haya
oído o visto, siempre tengo que imaginarlo o recrearlo; si acaso, hay un
punto de apoyo” (en Sandoval 1986, 86).
El otro extremo interpretativo, la lectura mítica, parte del supuesto
que ese punto de apoyo en la experiencia personal está sujeto, sí, a una
re-creación, al proceso sublimador y mitificador de la memoria, que opera
a lo largo de los años sobre las experiencias juveniles, hasta convertir
sus esencias en fabulación no mimética sino mítica. Este es el caso de
muchos autores además de Rulfo (Asturias, Arguedas, Roa Bastos,
García Márquez), que utilizan la distancia (física o temporal) entre la
memoria y la experiencia de la vida de pueblo para recrear esa realidad
distante en un proceso de añejamiento que presuntamente vincula las
destiladas esencias de lo local con la experiencia universal humana que
registran los mitos. Ahí el camino interpretativo que ha llevado a lectores
como Carlos Fuentes, Jean Franco y Julio Ortega, a ver en Comala una
imagen del Infierno de Dante, y en Juan Preciado (mezcla de Telémaco,
Edipo y Orfeo) al protagonista de una “contra-odisea” quien iría a buscar
a su padre, guiado por la voz de su madre-amante (mezcla de Yocasta
y Eurídice), por los caminos infernales adonde lo conduce Abundio
(Caronte), cruzando la llanura (Estigia) de la hacienda “La Media Luna”,
que es como la boca del infierno.
La seducción de este tipo de interpretación me hace irresistible añadir
una propia, que me parece inédita: Juan Preciado, Narciso mexicano.
El primitivista Herman Melville interpretaba el mito de Narciso como
una búsqueda de identidad: no contento con ver su rostro en la fuente, el
joven quiere penetrar en esa imagen, y se lanza al vano empeño de abrazar
la insondable profundidad que llamamos “identidad”; pero solamente lo
consigue al ahogarse en ella. Juan Preciado, al asomarse a la fuente de su
pasado, ve su propia imagen en la figura del arriero Abundio, hermanastro
desconocido, hijo de Páramo como él. Éste le informa además que su
padre ha muerto hace muchos años. Pero Juan (“preciado” por sí mismo
como Narciso) no se conforma con ese conocimiento superficial.
Arte y realidad 237

Muerto su padre, quedan sin lugar la promesa y el encargo de su madre;


se convierten en mero pretexto. Lo que verdaderamente mueve a Juan
Preciado ahora es la curiosidad, la necesidad de penetrar la incógnita de
su identidad. Se zambulle en Comala, espejo enterrado, a abrazar su
insondable identidad de mexicano, laberinto sin fin, y allí “le falta el aire”
y muere, ahogado en una fuente de murmullos que, como la de Narciso,
es la de su propia conciencia.
En fin, ya que Pedro Páramo tiene la forma de una alegoría; es decir,
presenta un proceso, no una tesis, cada lector puede proyectar la suya.
No digo que las interpretaciones basadas en la experiencia individual
del autor o en la experiencia universal de los mitos carezcan de validez.
El negarlas empobrecería la lectura. Hay que decir, no obstante, que estas
interpretaciones extremas son justamente las que el texto menos respalda.
Y es que ellas no tienen en cuenta lo más distintivo en Rulfo, lo que lo
separa de Kafka y de otros: la insistencia en un contexto regional,
omnipresente y vivo en todos sus detalles, descritos, aludidos o elididos,
que es lo que verdaderamente sostiene y da significado a los procesos y
eventos irreales, abstractos, alegóricos, de su novela. Entre los contextos
de la experiencia individual y la universal, está el justo medio de la
experiencia nacional que, sin carecer de contactos con aquéllos, se
convierte en el referente principal del texto y en el centro gravitacional
que mantiene en órbita los fragmentos semánticos de la novela. Los
procesos alegóricos de Pedro Páramo remiten de modo primario y
constante a ese complejo de significados de la experiencia nacional, como
experiencia histórica.
No es fortuita la semejanza de temas entre Pedro Páramo y el ensayo
de interpretación nacional de Octavio Paz, El laberinto de la soledad
(1950): la orfandad del ser mexicano, la búsqueda de la identidad,
la seducción de la muerte —temas que son motivo y sentido de la
trayectoria de Juan Preciado.

La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen.


Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, “pocho”, cruza la
historia... ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver... al centro
de la vida de donde un día —¿en la Conquista o en la Independencia?—
fue desprendido... Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos
sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso,
tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación (Paz 1982
[1950], 18-19).
Arte y realidad 238

Digo que no es fortuita esa relación, no por el influjo que haya podido
haber o no, sino porque ambos textos están escritos de cara a una misma
historia y a un mismo pueblo.
A través de sus personajes, la novela de Rulfo reactualiza los grandes
procesos nacionales dentro del espacio alegórico de Comala. La búsqueda
de Juan Preciado parte del abandono del Padre y de la muerte de la Madre,
pero es una orfandad que se confunde con el temor de la ilegitimidad,
de haber perdido el origen o la identidad. Es la herencia de la coloni-
zación y el mestizaje, del caciquismo y la servidumbre, y del saqueo
revolucionario. En pueblos de tradición teocrática, colonial, feudal,
patrimonialista y autoritaria, la orfandad es la muerte de la comunidad,
cuerpo decapitado, cuyo futuro es el miedo, la inercia y la desintegración.
Por eso es tan significativo el gesto de Pedro Páramo, que “se cruza
de brazos”, que antes de morir ya ha abandonado al pueblo, dejándolo
huérfano; y el gesto del pueblo inválido que se desintegra y se deja morir.
Es el rito de un Moctezuma que se cruza de brazos ante la catástrofe
profetizada, para que Tenochtitlán se convierta en Comala, el lago en
desierto, el valle en páramo; y luego está lo que Paz llama “el suicidio del
pueblo azteca” que se deja morir o se dispersa. Es el gesto repetido por
el dictador Santa-Ana, que abandona la mitad del territorio nacional;
por Porfirio Díaz, que permite la disolución de los “calpulli”, ejidos o
tierras comunales, para que avance el “progreso” neofeudal. Es el
simulacro mil veces ensayado en pequeño, por patrimonios, haciendas
y familias, a lo largo de una historia violenta y torturada, de orfandad y
dispersión.
Para Paz, la historia de México (y la de la humanidad) es un proceso
no sólo material sino principalmente espiritual, y por ello susceptible
de ser representado alegóricamente como un conflicto íntimo, donde
intervienen patrones míticos universales.

La religión azteca está llena de... dioses que desfallecen y pueden


abandonar a sus creyentes... La conquista de México sería inexplicable
sin la traición de los dioses, que reniegan de su pueblo... (50). La caída
de la sociedad azteca precipita la del resto del mundo indio. Todas las
naciones que lo componían son presa del mismo horror, que se expresó
casi siempre como aceptación de la muerte... (87). [Con] la huida de los
dioses y la muerte de los jefes... la Conquista dejó al indio... en situación
de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas... soledad tan
completa como difícil de imaginar para un hombre moderno (92).
Arte y realidad 239

La destrucción de sus comunidades era una condena para cada


superviviente, pues el indio sólo concibe la salvación personal como parte
de la del cosmos y de la sociedad. El concepto de la muerte regeneradora
y de la salvación colectiva y cósmica estaba representado por el sacrificio
de Quetzalcóatl, dios recreador no redentor, quien crea el mundo, según
el mito, arrojándose a la hoguera, en Teotihuacán. Durante la Colonia, la
fe católica reemplazó la noción primitiva con la de una salvación
individual, posible para todos. La muerte de Cristo salvaba a cada
hombre en particular. Aun el indio tendría un lugar en el mundo, un
hogar adoptivo donde llamar “tatas” a los misioneros y “madre” a la
Virgen de Guadalupe. Irónicamente, la Independencia, con su negación
de la herencia indígena y de la española, trajo una nueva orfandad que se
consumó durante la Reforma, la que además le negó al mexicano la
herencia católica “que conciliaba las dos primeras en una afirmación
superior” (Paz 114). Vino así la separación de Iglesia y Estado, la
disolución de órdenes religiosas, la enseñanza laica y la enajenación de la
propiedad comunal indígena. El liberalismo afrancesado y el positivismo
porfirista reemplazaron la salvación individual del más allá por la de
un futuro terrestre que en el fondo sólo era accesible para la nueva
oligarquía. A los desheredados, al indio y al mexicano pobre, no les dio
nada a cambio.
La Reforma es la gran Ruptura con la Madre... acto fatal y necesario,
porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la
familia y el pasado. Pero nos duele todavía esta separación. Aun
respiramos por la herida. De ahí que el sentimiento de orfandad sea el
fondo constante de nuestras tentativas políticas y de nuestros conflictos
íntimos (Paz 79).

Muertos los dioses y Dios, esa orfandad o Ruptura con el origen y la


salvación, producto del proceso histórico nacional, explica, según Paz, la
intrascendencia, y aun la indiferencia, que el mexicano moderno postula
ante la vida y ante la muerte.
En un mundo intrascendente, cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana
no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma se satisface. Así
pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más íntimas, acaso,
que las de cualquier otro pueblo— pero desnudas de significación y
desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra
como la de aztecas y cristianos (53).

Súbitamente se barrunta que es ése el mundo de Comala, imagen y


encarnación de la intrascendente “muerte mexicana”, que no es ya el
Arte y realidad 240

producto sincrético de las creencias indias y cristianas, sino la negación


de ambas, un nuevo ser oscuro y monstruoso, una imagen de la Nada.
Ese proceso íntimo informa el último de los grandes períodos
nacionales, la Revolución Mexicana, en torno al cual se desarrolla la
novela de Rulfo. La Revolución sólo se explica —propósito y tesis de
El laberinto de la soledad— como reacción desesperada ante el hecho
que el sentimiento de orfandad acumulado de siglos se colma con la
Reforma y el porfiriato, cuando al desarraigo material del pueblo se suma
un desarraigo espiritual, la ruptura total con el pasado, la imposibilidad
de salvación individual o colectiva. La Revolución es el sacrificio
intrascendente, el Juan Preciado que se arroja a la hoguera de Comala,
gesto sin fe ni ideología, intento vengativo de regreso a un pasado
perdido, juego contumaz y desafiante con la muerte mexicana.
Para completar ese trasfondo, hay que observar en la novela toda una
emblemática de personajes y de gestos que, si bien no son del todo
descifrables, adquieren su significado más coherente en el reflejo de la
historia nacional. 8 Pedro Páramo es la imagen clara del cacique, del
caudillo o del dictador en cualquiera de sus avatares. Fulgor Sedano,
capataz del hacendado, es el tentáculo que ejerce el crimen y la
usurpación. El padre Rentería da el gesto de sanción y visto bueno, si no
de bendición. Juntos forman el triunvirato del poder en todos los períodos
de la historia nacional: Iglesia, Ejército, Oligarquía. Aun después de la
Reforma anticlerical, la Iglesia (como el padre “Rentería” que le niega la
absolución a todos) se ocupa menos de administrar la salvación que de
forjar una nueva alianza con la misma Oligarquía que la violaba, a fin de
asegurar dos beneficios mutuos: la legitimidad y las “rentas”.
Si la búsqueda de Juan Preciado es también una inmersión en el
pasado nacional, no ha de sorprender que éste atraviese cuatro etapas
simbólicas en el camino de Comala —la Antigüedad prehispánica,
La Colonia, La Independencia y La Revolución— que son sus cuatro
“madres” y sus cuatro orfandades. Dolores Preciado es la madre verdadera
que le pinta el recuerdo nostálgico de una Comala verde y paradisíaca,
tierra del “calpulli”, de la comunidad, anterior a la usurpación y a la
ruptura. Eduviges Dyada es la madre adoptiva que lo alberga (la Colonia).

8
Los personajes de Pedro Páramo son susceptibles de lectura alegórica porque
aparecen más como tipos nacionales que individuos: poco sabemos de su
personalidad individual, es más bien su función lo que los destaca, y aun sus
nombres tienden a un simbolismo que sugiere algún aspecto, no de lo que son,
sino de lo que representan.
Arte y realidad 241

Damiana Cisneros es la nana que lo deja y lo libera hacia una búsqueda


por fin autónoma (la Reforma). Dorotea la “Cuarraca” es la madre
invertida, el final estéril, regreso intrascendente a la tierra de origen, que
no es ya el útero, paraíso irrecuperable, sino la fosa (la Revolución).
Para Octavio Paz, la Revolución Mexicana es el resultado de ese
proceso íntimo y no el de un proyecto racional. “Distingue a nuestro
movimiento la carencia de un sistema ideológico previo y el hambre
de tierras. La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la
realidad” (Paz 127, 134).
El Tilcuate siguió viniendo [a buscar apoyo de Páramo]:
—Ahora somos carrancistas.
—Está bien.
—Andamos con mi general Obregón.
—Está bien...
—Se ha levantado en armas el padre Rentería... Me iré a reforzar al
padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación.
—Haz lo que quieras (Rulfo 121-122).

Villista, zapatista, maderista, carrancista, obregonista o cristero, todo da


lo mismo. Es una violencia anárquica, visceral, primitiva y, en apariencia,
sórdida. Pero lo que mejor capta este aspecto esencial de la Revolución
es justamente el encargo involuntario de Juan Preciado, ir a reclamar la
tierra de sus antepasados, a cobrar cierta venganza —encargo sustituido
al final por el gesto de Abundio, que mata a Pedro Páramo sin conciencia
ni propósito, en medio de la borrachera y la desesperación. Así, ni en la
novela ni en la Revolución hay verdadero intento de parricidio contra la
figura del cacique: la falta de ideología y de conciencia sobre los actos las
hace a ambas herméticas.
El sentimiento de orfandad, hambre de recuperar la tierra materna,
asume el lugar de la ideología ausente y presenta la Revolución no como
proyecto sino como tentativa de regreso y recuperación. El tradiciona-
lismo de Emiliano Zapata, por ejemplo, proponía la restauración de las
tierras comunales, el regreso al “calpul” y a los valores indígenas. La
revuelta “cristera” (1926-1929) buscaba defender al catolicismo
tradicional de la secularización anticlerical; luchaba por “la causa de
Dios” con métodos anticristianos. Las contradicciones del proceso
revolucionario reflejaban así las del conflicto íntimo: México no se
concibe como un futuro que realizar, sino como un regreso a los orígenes.
Casi siempre las revoluciones —observa Paz—, a pesar de presentarse
como una invitación para realizar ciertas ideas en un futuro más o menos
próximo, se fundan en la pretensión de restablecer una justicia o un orden
Arte y realidad 242

antiguos, violados por los opresores. Toda revolución tiende a establecer


una edad mítica. La Revolución francesa... en la creencia de que bastará
reconstruir las condiciones ideales del Contrato Social para que la
concordia se realice. El marxismo... a la teoría del comunismo primitivo
como antecedente del régimen que promete... La noción mítica de una
“edad de oro” interviene aquí: hubo una vez, en alguna parte del mundo
y en algún momento de la Historia, un estado social que permitía al
hombre expresarse y realizarse... Casi siempre la utopía supone la previa
existencia, en un pasado remoto, de una “edad de oro” que justifica y
hace viable la acción revolucionaria (129).

La Revolución Mexicana fue acaso más radical en su actitud pasatista,


dada la ausencia de un verdadero programa y la imposibilidad de
vislumbrar claramente un nuevo futuro que correspondiese a las
necesidades íntimas y a la identidad del pueblo. Entonces, cuando la
recuperación del pasado, naturalmente, demostró ser imposible, quedó el
sentimiento de intrascendencia nacional, el presente como limbo histórico,
y las dos opciones vacías —la violencia y la resignación— que de tantas
maneras se expresan desde entonces en la sociedad y en la literatura
nacional. Me refiero a la violencia como acto endémico, gratuito,
frustrado, como fascinación y desafío con la muerte, último recurso al
origen y a la identidad para una orfandad desesperada; y a la resignación
como compromiso a medias con la realidad, basado en la componenda o
la aceptación de la mentira institucionalizada.
La narrativa de Rulfo comienza reflejando esos temas de una manera
mimética en El llano en llamas: la violencia ritual como acto cotidiano y
sórdido en cuentos como “La cuesta de las comadres” y “Diles que no me
maten”; la resignación irónica en “Nos han dado la tierra”, donde los
campesinos reciben al fin una tierra estéril e inservible. En Pedro Páramo,
sin embargo, esos temas adquieren un tratamiento alegórico: sólo en la
muerte los campesinos reciben la “tierra”, que es la de la sepultura.
En efecto, creo que no es difícil advertir ahora, que la búsqueda de
Juan Preciado, su tentativa de regreso al pasado, de recuperación del
origen y de la tierra materna —paraíso ya perdido e irrecuperable de
Dolores Preciado—, es una alegoría de toda la tentativa revolucionaria
y de su conflicto íntimo. La Revolución Mexicana, como señala Octavio
Paz, es una gran suma que comprende a todos los períodos anteriores;
es un vuelco de la Historia sobre sí misma.
No ha de extrañar que Paz vea en ese proceso revolucionario una
homología con el mito de Narciso. De hecho, el fundamento analítico
inconfesado de El laberinto de la soledad es el conocido encadenamiento
Arte y realidad 243

freudiano: orfandad materna / narcisismo / thanatos (deseo de muerte


y reunificación). 9 Paz introduce el tema a propósito de la poesía de
Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia y Muerte sin fin de
José Gorostiza, a quienes cita como representantes del conflicto
íntimo/nacional en la literatura mexicana desde la Revolución. Del
primero nos dice: “La muerte como nostalgia... equivale a afirmar que...
lo antiguo y lo original, la entraña materna, es la huesa [fosa] y no la
matriz”. En Gorostiza, ve “el diálogo entre el mundo y el hombre... drama
sin personajes, pues todos son nada más reflejos, disfraces de un suicida
que dialoga consigo mismo en un lenguaje de espejos y de ecos... muerte
enamorada de sí misma ...tenso desarrollo del viejo tema de Narciso”
(Paz 57). Lo mismo podría decirse de la inmersión de Juan Preciado en
Comala, que va de la matriz de Dolores Preciado a la huesa de Dorotea la
Cuarraca. Los temas de la sensibilidad nacional y el tratamiento simbólico
que les da la poesía adquieren dimensión alegórica al extenderse en el
proceso dinámico de la narrativa. Aunque Paz no vuelve a mencionar
directamente el mito de Narciso, su análisis y conclusión se fundan en él:
“Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en su
pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su
filiación... La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio
ser” (Paz 134).
“La bellum intestinum”, decía C. S. Lewis, “es la raíz de toda alegoría;
pero sólo la alegoría más burda lo representaría mediante una batalla
externa. Las abstracciones deben su vida al conflicto íntimo” (1948, 68).
Tanto Paz como Rulfo ejemplifican este precepto: Paz representa la
Revolución como “conflicto íntimo”; Rulfo llama la revolución cristera
una “guerra intestina” (Roffé 1973, 33-43); pero ninguno representa la
historia como una batalla real.
La novela de Rulfo alude a un período histórico específico
(1870-1930), desde los antecedentes de la Revolución en el porfiriato,
hasta los últimos alzamientos. Sin embargo, la historia de Comala parece
desarrollarse al margen de la historia nacional: justamente para reflejarla

9
Paz toma ese conflicto íntimo como una alegoría de la historia nacional,
para luego resolver ambas cosas en una imagen (hegeliana y ortegiana) del Ser
mexicano. Lo implícito es que al tomar conciencia (presuntamente con el
pensamiento de Paz) de su condición y de su vínculo con los trágicos conflictos
universales, el mexicano descubre al fin su identidad y su trascendencia. Esa es
justamente la diferencia con Rulfo, cuya novela, cerrada sobre sí misma, se
abstiene de sugerir posibilidad alguna de síntesis o redención.
Arte y realidad 244

como guerra intestina, en lugar de copiar sus batallas externas como lo


hicieran Azuela, Guzmán y toda la novelística anterior. Además, la
intemporalidad del mundo rulfiano universaliza la representación. Sus
personajes y gestos emblemáticos evocan todas las etapas de la historia
nacional, porque la Revolución es la suma de ellas, la confirmación de
que el pasado late todavía.
Lo universal y lo intemporal, los mitos, convergen con la experiencia
nacional en determinados momentos de la historia, cuando un pueblo
siente de manera particularmente intensa, dentro de su circunstancia,
ciertos conflictos comunes que dormían en su condición humana. “Todos
los hombres nacimos desheredados y nuestra condición verdadera es la
orfandad, pero esto es particularmente cierto para los indios y los pobres
de México... [en quienes es] una situación histórica concreta, tanto en
lo espiritual como en lo material” (Paz 77). También la experiencia
individual y personal del autor tiene momentos de convergencia con lo
nacional. No hay que olvidar al huérfano Juan Rulfo, que nace con la
Revolución; vive la guerra cristera a los 8 años; le matan al padre, al tío,
al abuelo; pasa a un orfanato hasta los 14; y regresa a su pueblo 30 años
después para hallarlo desolado. Su novela no es ajena a lo personal ni a lo
universal. Siempre hay en ella algún personaje o situación que pueda
evocar esos dos planos extremos; pero fundamentalmente, Pedro Páramo
no es una autobiografía; tampoco es una “urdimbre” de mitos occidentales
y amerindios. Es más bien la evocación de la experiencia nacional lo que
involucra, de una manera más orgánica, a todos los personajes principales,
sin olvidar a la Susana San Juan, el más alegórico y hermético de ellos.
Dentro de su plurivalencia, Susana San Juan deriva su significación
de su relación con Pedro Páramo. La búsqueda regresiva de Juan Preciado
conduce al segundo plano dramático de la novela que es el pasado de
Comala, en cuyo fondo está esa pareja primigenia y fundacional: Pedro
y Susana, imagen del desencuentro, pareja que no engendra, inversión
del mito originario de Adán y Eva.
Susana, mujer idealizada, inalcanzable en la lejana ensoñación de
su locura, podría ser una perfecta heroína romántica. Es éste un rasgo
significativo, porque en la tradición de la novela del XIX, connata con
la independencia de las nuevas repúblicas, el romance se convierte en
alegoría de las aspiraciones nacionales, y la unión de los amantes en acto
conciliador y procreador que funda la nación. En Foundational Fictions
(1993), Doris Sommer demuestra el significado de la Pareja dentro de esa
alegoría nacional: la unión del Estado y la Tierra, que engendra al nuevo
Pueblo. “Gobernar es poblar”, decía Juan Bautista Alberdi; y, en efecto,
Arte y realidad 245

fue ése el proyecto político y literario: “ser marido de la tierra y padre del
país” (Sommer 15). Pedro y Susana representan justamente la frustración
de ese esquema romántico, la pareja estéril, cuya unión forzada y nunca
consumada es el acto opuesto a la fundación, el origen mismo de la
dispersión del pueblo.
La pareja contra-fundacional de Pedro y Susana adquiere su
complemento semántico en la pareja incestuosa de Donis y hermana:
“los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el
pueblo” (56). Pero al contrario de la pareja adánica, ésta no logra
engendrar, para que no haya en toda la novela una sola familia, un solo
núcleo intacto sobre el cual fundar una comunidad humana. Este hecho
arroja un golpe de claridad sobre todos los signos de esterilidad que
abarrotan la novela, una verdadera procesión de huérfanos, mujeres sin
hijos, padres que entierran a los suyos, viejos, amores frustrados o ilícitos,
imposibilidad de procreación que es el castigo de Comala. Y aunque la
crítica podrá ver aquí una imagen bíblica de la Caída (Freeman 1970),
no es necesario ir tan lejos a buscar la causa del desastre nacional:
“dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en
manos de un solo hombre... —No creo que en este caso intervenga la
voluntad de Dios” (Pedro Páramo 76).
No sería difícil advertir en Pedro Páramo la personificación del
Estado patrimonialista. En cambio, lo que interesa notar es la insistente
identificación —universal por demás— de la mujer con la Tierra, cuya
función maternal (fertilidad / esterilidad) está perfectamente sincronizada
en la historia de Comala. Es un proceso devastador: Dolores, madre de
Juan Preciado y dueña original de la tierra, fuente y recuerdo de Comala
paradisíaca, “una verde llanura” (8); la hermana de Donis, “el cuerpo de
aquella mujer hecho de tierra” (61); Dorotea, imagen última de Comala,
útero yermo, tierra de sepulcro. Pero ¿quién es Susana San Juan, la única
mujer que vive al margen de esa historia, preservada, intocada por la
mano de Pedro Páramo? “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes...
Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío” (16).
Susana también es la tierra, pero no la del presente, no la de la historia,
sino la de otro tiempo, tierra edénica de una edad de oro y también tierra
de promisión, irrecuperable e inalcanzable.
Tierra y mujer, son el mismo objeto de la usurpación, el ultraje, y el
deseo siempre insatisfecho de Pedro Páramo, en quien lo nacional se
refleja en lo íntimo, y el poder político en el sexual. Pero el tirano es
temido, no amado, y ésa es su debilidad y su ruina. También el Estado
Arte y realidad 246

Fig. 5.3 Frida Kahlo, La tierra misma, 1939. Óleo sobre metal, 25,1 x 30,2 cm.
Cortesía de Mary-Anne Martin/Fine Art, New York.

tiene su Susana San Juan, la tierra idealizada e inalcanzable que no lo


ama, que nunca se le entrega. Sólo queda el ejercicio compensatorio del
poder, sobre la tierra presente y sumisa.

Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa


de dormir apenas un rato... “Puñadito de carne”, le dijo [cf. puñadito de
tierra]. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de
Susana San Juan. “Una mujer que no era de este mundo” (113).

Mientras tanto, Susana sueña con Florencio, el amante perfecto que nunca
existió, como tampoco existió aquella utopía romántica donde la unión del
hombre y la tierra hubiera sido posible. Su locura es producto del mismo
desengaño histórico que niega.
Arte y realidad 247

En el romance de alegoría nacional entre el Estado y la Tierra, los


hijos (el Pueblo) son la triangulación que confirma el significado
fundacional de la Pareja. La frustración de este proceso está representada
en la novela mediante el simbolismo de los “árboles” y las “hojas”, frutos
de la tierra y del trabajo de su cónyuge, el hombre. Los “árboles” son las
familias ausentes en Comala: “aquí como tú ves, no hay árboles. Los
hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?”
(45). Las “hojas” son los “hijos” dispersos que quedan: se van secando,
llevándoselos el viento. Son apenas el recuerdo de lo que fue la tierra
de otro tiempo, un paraíso originario. “El pueblo que huele a miel
derramada” (22). “Mi pueblo... Lleno de árboles y de hojas, como una
alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos” (62). Estas imágenes
se completan en la página final de la novela, cuando Pedro Páramo ve el
séquito fúnebre llevarse para siempre a Susana: “Vio cómo se sacudía
el paraíso dejando caer sus hojas: ‘Todos escogen el mismo camino.
Todos se van.’” (128).
Entonces se comprende al fin por qué Susana, la Tierra de otro tiempo,
inaccesible “mujer que no era de este mundo”, sólo podía representarse
mediate imágenes celestiales, platónicas: “Tierra del Paraíso”, es decir,
el “Cielo”.

“—Susana —dijo. Luego cerró los ojos—. Yo te pedí que regresaras...


“Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos
mirándote... Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de
estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San
Juan” (128).

El patrón de la hacienda “La Media Luna” busca su otra mitad en la hija


de un minero de “La Andrómeda”. Pedro y Susana son la Pareja de una
cosmogonía frustrada, cuyo engendro es el universo alegórico y
monstruoso de Comala, un pueblo en ruinas.
Mediante la imagen de la “ruina” —decía Walter Benjamín—, la
alegoría presenta la historia social como un reflejo de la historia natural,
proceso de decadencia, muerte y desintegración. Esa concepción de la
alegoría, sin embargo, es dialéctica: no se trata de dos planos paralelos,
estáticos, que nunca se tocan, sino que interactúan, se entredevoran y
entregeneran en el texto. En las cosmogonías indígenas, la Tierra, el orden
natural y la sociedad que lo emula, podían ser regenerados mediante el
sacrificio del hombre. En Pedro Páramo —y aquí está la dialéctica de su
alegoría nacional—, no puede haber sacrificio regenerador porque la
Tierra está en manos de un solo hombre. Sin la Tierra el pueblo se
Arte y realidad 248

desintegra. Pero aquí la Tierra no es la naturaleza indiferente, devoradora


de hombres como la selva autogeneradora de La vorágine; Comala
necesita al hombre para un romance recíproco. Abandonada del sacrificio,
del trabajo del hombre, la tierra paradisíaca también va muriendo hasta
convertirse en desierto, y el pueblo floreciente, en ruina.
“Las alegorías son, en el orden del pensamiento, lo que las ruinas en
el orden de las cosas” (Benjamín 1992, 178). Por su carácter fragmentado
e inconcluso, la ruina —Comala— es la imagen de una alegoría abierta,
como la historia. Juan Preciado, ante su laberinto roto, es el primer
mexicano, y también el último, que se detenga ante las ruinas de su
pueblo, en Teotihuacán, en Chichén-Itzá, en el Tajín; y se pregunte:
¿Quién soy? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo comenzó y de qué modo concluye?
“El diálogo entre el mundo y el hombre... se transforma en el del agua y
el vaso que la ciñe, el del pensamiento y la forma en que se vierte y a la
que acaba por corroer” (Paz 1950, 56). Pedro Páramo es una poetización,
una remodelación artística de esa dialéctica universal, nacional e íntima.
Por eso, más de treinta años después, José Emilio Pacheco puede todavía
exclamar: “Hoy todo México es Comala, el país de las ruinas y del
desastre” (1986, 101). Y creo que aun por muchos años, nuevas
generaciones de mexicanos seguirán hallando en la inagotable alegoría
histórica de Pedro Páramo un reflejo de su propia actualidad.

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