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Irene Meler El Campo de Los Estudios de Gecc81nero

Este documento trata sobre la evolución del campo de los estudios de género y las diferentes tendencias actuales. Aborda temas como los estudios feministas, la condición masculina, los estudios queer y las tensiones entre perspectivas académicas y movimientos sociales.
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Irene Meler El Campo de Los Estudios de Gecc81nero

Este documento trata sobre la evolución del campo de los estudios de género y las diferentes tendencias actuales. Aborda temas como los estudios feministas, la condición masculina, los estudios queer y las tensiones entre perspectivas académicas y movimientos sociales.
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“El campo de los estudios de Género.

Una evaluación de la actualidad, y preguntas a


futuro"

Irene Meler1

Introducción

El campo interdisciplinario de lo que hoy denominamos como estudios de Género nació


mujer, ya que alrededor de las décadas del ’60 y el ’70, los movimientos sociales
feministas expresaron el malestar femenino ante una ciudadanía pretendidamente
universal, que, sin embargo, no incluía de modo pleno a media humanidad.

La visibilidad que esa situación adquirió, se relaciona con una transformación histórica de
las mentalidades occidentales: la inequidad antes desmentida, se tornó progresivamente
intolerable. Este cambio de perspectiva ha constituido un verdadero punto de inflexión
cultural, que generó una mutación discursiva radical, y modificaciones profundas en las
prácticas sociales.

Los discursos del saber convalidado fueron objeto de cuestionamiento, y este análisis
crítico coexiste hoy, de modo inarmónico e incompatible, con la replicación académica de
las tradiciones disciplinarias tradicionales. En otros casos, una adición cosmética brinda un
matiz de actualidad a discursos cuya matriz conceptual permanece inamovible. No hemos
logrado todavía la inclusión transversal de esta perspectiva en la currícula de las
disciplinas sociales y humanas.

En la actualidad, este campo interdisciplinario, poblado por actores sociales muy diversos,
presenta tendencias que entran en un conflicto, cuya resolución no se advierte como algo
próximo y posible. Intentaré plantear al respecto, algunas cuestiones que ameritan
reflexión.

1
Doctora en Psicología, Coordina el Foro de Psicoanálisis y Género (APBA), Dirige el Curso de Actualización
en Psicoanálisis y Género (APBA y UK) , Co dirige la Maestría en Estudios de Género (UCES), Coordina la
Sección “Género y Psicoanálisis” del Portal El Sigma.
Quienes comenzamos con la puesta en debate de los discursos psicoanalíticos con los
estudios de Género, tuvimos como objetivo realizar una revisión crítica de las teorías que
sustentaron y aún sustentan las prácticas sociales de promoción y atención de la salud
mental. El propósito consistió en evitar que los dispositivos asistenciales se transformaran
en usinas de reproducción social del orden androcéntrico. Aún tiene vigencia una
búsqueda colectiva que permita comprender y asistir el malestar subjetivo de quienes nos
consultan, sin incurrir en sesgos normalizadores, y promoviendo el respeto por las
diversas configuraciones de identidad y deseo que cada sujeto logra establecer en el
contexto en el cual llega al mundo.

No todos trabajamos en la asistencia psicológica: algunos colegas se desempeñan en


espacios destinados a la promoción de la salud en el ámbito educativo, donde la salud
integral va de la mano con el proceso creciente de democratización cultural. Otros
cumplen funciones en el ámbito judicial, y su labor es esencial para evitar que se
reproduzcan las jerarquías tradicionales que desvirtúan la aspiración de equidad en el
juicio. Muchos profesionales trabajan en programas gubernamentales destinados a asistir
a las víctimas de la violencia. En todas esas inserciones ocupacionales, la perspectiva de
los estudios de Género resulta hoy indispensable para comprender las subjetividades,
asistir en los conflictos, y promover la democratización social tanto en la esfera pública
como en la intimidad de las familias.

El criterio que habilita las intervenciones, pasa por el sufrimiento, ya sea el padecido por
el sujeto, o el infligido a quienes lo rodean.

En la actualidad, el campo social se encuentra en ebullición en muchos aspectos, y ese


estado de anomia y conflicto repercute en las subjetividades y en nuestras prácticas
preventivas y asistenciales. Por un lado, algunos sectores juveniles tienden a difuminar las
fronteras del género y del deseo, asumiendo identidades fluidas y dirigiendo su erotismo
hacia personas individualizadas, sin especializarse en un género determinado. Por el otro,
por momentos parece estallar una guerra entre los sexos, liderada por los movimientos
sociales de mujeres que denuncian la violencia sexista y los femicidios. Estos movimientos
han adquirido una gran radicalidad, pero ya no son, como en un comienzo, minorías
ilustradas que construían utopías al margen de las grandes mayorías sociales. Hoy en día
han alcanzado una repercusión masiva, concitando adhesiones de un volumen tal que las
feministas históricas nunca soñamos con alcanzar.

En algunos países esta radicalidad y masividad de las reivindicaciones femeninas, ha


despertado movimientos reaccionarios que defienden al colectivo masculino de lo que
consideran imputaciones abusivas y extremistas, y expresan el actual malestar cultural de
los varones ante la transformación de su condición social. En Corea, por ejemplo, se ha
planteado una verdadera guerra entre los sexos, donde las amenazas y las intimidaciones
entre activistas feministas y varones neo machistas, circulan en ambas direcciones, con
una virulencia que preocupa.

Es pertinente aclarar que la actual crisis de la masculinidad se relaciona más con la tercera
revolución tecnológica, y con otros factores que están fragilizando las ocupaciones
laborales, tales como la concentración de capitales y la globalización, que con los avances
obtenidos en la condición social de las mujeres. Como suele ocurrir en períodos de crisis
social, se deriva la hostilidad que genera la pérdida de status masculino, hacia la mejora
de la condición social femenina.

En este contexto, si bien la ocupación de quienes nos interesamos por el estudio de las
categorías teóricas mantiene su vigencia y su valor, se requiere establecer un nexo más
cercano que en otros tiempos, entre la observación de los movimientos sociales y la
academia.

Dentro del campo académico, los psicoanalistas que integran las asociaciones oficiales ya
no mantienen una actitud de prescindencia con respecto a los estudios de Género, sino
que se sensibilizan de modo progresivo respecto de este enfoque, movilizados,
posiblemente, por las consultas clínicas que los interpelan con realidades de las cuales las
teorías clásicas no alcanzan a dar cuenta. No obstante, al interior de las instituciones, la
presión del conjunto pesa, y favorece que el respeto por los conceptos convalidados,
limite las posibilidades de innovación.
Por otro lado, quienes trabajan de modo independiente e integran asociaciones civiles
cuyo propósito es la defensa de los derechos de minorías sexuales discriminadas, aportan
lúcidas reflexiones respecto del costo psíquico de las experiencias de marginación. Pero en
ocasiones, el propósito político de la argumentación, afecta la coherencia teórica y no
registra la experiencia clínica habida hasta el momento.

Para ordenar el análisis, me voy a referir a los estudios de mujeres y a la condición


femenina, a la condición social masculina y los estudios sobre la masculinidad y a la
experiencia y los estudios queer. Estas diferenciaciones al interior del campo de los
estudios de Género, hoy en día presentan una gran porosidad, ya que los aportes que
provienen de las diversas posiciones subjetivas entran en diálogo, y en ocasiones, en un
debate que deberá ser productivo.

Estudios sobre la condición femenina

Los lúcidos análisis críticos realizados por las investigadoras que trabajan desde una
perspectiva feminista, no cesan de hacer visibles los sesgos androcéntricos y el sexismo
encubierto, característico de muchos desarrollos teóricos. Esto se encuentra hasta en la
producción de nuestros mejores amigos, p. ej. Luis Hornstein, un psicoanalista
indudablemente progresista y cuyo pensamiento está abierto al cambio, sin embargo, en
su libro Las depresiones, explica de modo accesible el Edipo masculino y ni siquiera
menciona el correspondiente proceso tal como se da en su versión femenina. Esta
ausencia es tanto más notable, porque se trata de un libro dedicado a una modalidad de
sufrimiento psíquico que prevalece entre las mujeres.

También sacraliza y universaliza la representación de lo que denomina “la diferencia


sexual”, como pasaje inexcusable para la construcción del sujeto:

“El Edipo es estructura e historia: estructura porque no autoriza ninguna definición del
sujeto fuera de la diferencia sexual que une a los progenitores entre sí y que lo une a él
con los progenitores, y es historia porque la diferencia sexual está duplicada por la
diferencia generacional” (Hornstein, 2011, pág. : 47)

Esta definición, que encuentro conservadora de un modo inaceptable, se limita al aspecto


descriptivo, y no toma en cuenta la dimensión del fantasma, en la cual pueden
establecerse diferencias entre las posiciones sexuadas de progenitores del mismo sexo,
sin que, de modo necesario, esas diferencias se asimilen a la oposición binaria moderna
occidental, donde lo que predomina como sub texto es el par activo-pasivo, de raigambre
sádico anal y no genital.

Este es sólo un ejemplo del modo en que el androcentrismo aún pervive en discursos
psicoanalíticos que son afines con los estudios de Género. Otro ejemplo se encuentra en
la obra de Laplanche (1988), autor que para ilustrar un enfoque intersubjetivo que
compartimos ampliamente, recurre a citar El tabú de la virginidad (Freud, 1918), a
propósito del temor a la agresión femenina experimentado por los varones en situaciones
de iniciación sexual de las mujeres vírgenes. Su lectura plantea que no se trata sólo de
fantasías retaliativas construidas en el mundo interno de los varones sobre la base de una
defensa proyectiva, sino que existe una comunicación de inconsciente a inconsciente,
mediante la cual el hombre capta de modo realista la existencia de un deseo castrador,
agresivo, por parte de su compañera sexual. Considero que esta elección de un ejemplo
para ilustrar el punto de vista intersubjetivo, es androcéntrica y, a la vez, proyectiva, sobre
todo si tenemos en cuenta la abundancia de situaciones reales, no fantaseadas, donde se
observa efectivamente la violencia masculina contra las mujeres.

Más allá de las observaciones realizadas sobre textos psicoanalíticos actuales, si dirigimos
la mirada al campo de estudios feministas, conoceremos los relatos creados por teóricas
que buscan diseñar mundos culturales alternativos. Al interior de ese campo de estudios,
la tensión existente en el feminismo entre igualitarismo y diferencialismo no ha sido
superada. Algunos trabajos se basan en la tradición diferencialista, enfatizando el
concepto de sororidad, creado en Estados Unidos, pero muy desarrollado en Italia a través
de las relaciones entre mujeres, denominadas como “affidamento”. En el libro colectivo
que hemos publicado recientemente, (Meler, -comp.- 2017) Eva Giberti expone un
desarrollo teórico basado en esta corriente del feminismo.

Mi posición respecto de esta oposición conceptual entre el feminismo igualitarista y el


diferencialista, es que se trata de una paradoja que, tal como ha propuesto Winnicott
(1972), no debe ser resuelta. Existen rasgos caracterológicos que muchas mujeres tienen
en común, y que son el producto de una acumulación histórica de experiencias, a la vez
corporales y sociales, propias del sistema de géneros. Pero a la vez, también debido a la
subordinación social de las mujeres, los anhelos de reconocimiento narcisista han
estimulado el desarrollo de identificaciones cruzadas con la masculinidad.

La aspiración a la equidad social sólo se logra mediante una demostración inicial por parte
de las mujeres, de la capacidad para lograr desempeños equivalentes a los realizados por
los varones, por lo cual cierto travestismo constituye un pasaje inevitable para quienes
aspiran a incorporarse a las instituciones académicas, industriales, comerciales y políticas
androcéntricas. La ansiedad de dilución de la identidad que esta tendencia origina, ha
promovido relatos encubridores, que explican, por ejemplo, la eficiencia en la gestión
gerencial por parte de mujeres ejecutivas, como una extensión de las habilidades
adquiridas en el ámbito doméstico.

Al mismo tiempo, la lúcida crítica a los valores masculinos fundados sobre la rivalidad
narcisista y el deseo de aniquilación del rival, que caracterizan de modo notorio al
capitalismo tardío, resulta indispensable para construir un contexto cultural menos tóxico,
y compatible con la buena vida. Este análisis crítico recupera las experiencias ancestrales
de cuidado, empatía con los más débiles y solidaridad, que se han desarrollado con mayor
facilidad entre las mujeres en el ámbito familiar. Cada corriente feminista entonces,
realiza aportes valiosos que deben ser puestos en diálogo de modo constante.

Otra tensión irresuelta a nivel global, que está vinculada de un modo no lineal con la
anterior, es la que opone al neo liberalismo, que caracterizó a muchos desarrollos
feministas norteamericanos de los años 70, con las propuestas redistributivas que se
emparientan con modelos socialistas y con reivindicaciones ecologistas, relacionadas con
el cuidado del medio ambiente natural. Esta confrontación de modelos también atraviesa
este campo de estudios, de un modo inevitable, aunque la mayor parte de las
producciones se alinea hoy en torno de una postura crítica respecto de la lógica y la ética
individualista y competitiva.

Dentro de los estudios de las Mujeres, un hito histórico consistió en la impugnación de la


hegemonía de los sectores ilustrados y privilegiados del colectivo femenino. En el campo
de estudios de las mujeres, las primeras producciones fueron obra de académicas
provenientes de las ciencias sociales, que en un principio eran mujeres blancas, de clase
media urbana. No tardó en aparecer un corpus teórico alternativo, que denunciaba el
modo en que la explotación de las diferencias sociales y étnicas había contribuido a la
“liberación” de ese sector femenino privilegiado. Las otras, o sea las mujeres negras o
hispanas, las asiáticas y las hindúes, acumulaban experiencias de subalternización, donde
la condición femenina potenciaba la discriminación racial y social.

La orientación sexual lésbica de muchas de estas activistas y teóricas, añadía una variable
más a su situación de desventaja, lo que motivó que surgieran expresiones tales como “la
mestiza” donde Gloria Anzaldúa (1987) destaca su condición múltiple de feminista,
chicana y lesbiana. Incluso escribe mezclando el español con el inglés, exaltando de ese
modo la ignición de las categorías clasificatorias.

Esta puesta en visibilidad de la relación existente entre los diversos órdenes de dominio y
subalternización social, tornó a algunas feministas sensibles a la vinculación con los
discurso postcoloniales o decoloniales, creados por sociólogos y filósofos
latinoamericanos, africanos y asiáticos, que se resistían a la europeización del
conocimiento vigente, planteando un renacimiento y rescate de las tradiciones
provenientes de los pueblos originarios de América, África y Asia.

María Lugones (2014) plantea una relación de entretejido entre el género y la raza,
considerando a ambas categorías como construidas culturalmente, al servicio de la
opresión. El género es considerado como una construcción capitalista, eurocentrada y
colonial, olvidando que los sistemas de género existen con diversas variantes, desde el
Neolítico. Cita a la teórica yoruba Oyéronké Oyewùmi (1997), quien considera que el
género no existió como categoría de organización social en la sociedad yoruba previo a la
colonización europea, y plantea, a semejanza de lo que expresa Rita Segato (2014)
respecto de los pueblos originarios de América, la existencia de una coalición entre los
varones yoruba y los colonizadores, para usufructuar una superioridad sobre las mujeres
de su etnia, que les compensara el sentimiento de desvalorización generado ante la
subordinación respecto de los varones europeos. María Lugones (ob. cit.) describe
procesos de construcción jerárquica que denomina como “racialización” y
“engeneramiento”.

La toma de conciencia acerca de las diferencias existentes entre las mujeres en función de
su origen étnico y social y de su orientación sexual, constituye un hito inexcusable en la
construcción de una teoría general acerca de las jerarquías sociales. También puede
habilitar a ampliar las fronteras del psicoanálisis clínico, al sensibilizar a los terapeutas,
ampliando su percepción, para incluir en el análisis las tensiones existentes entre mujeres
subalternas y mujeres en posición dominante. Como exponente de este proceso, un
reciente trabajo de Nancy Caro Hollander (2017), ofreció una muestra de coraje
interpretativo por parte de la autora. Hoy en día ya no es tan difícil encarar las cuestiones
vinculadas con la sexualidad, debido a que habitamos un contexto cultural hiper
sexualizado, pero el abordaje de temas relacionados con el dinero y las relaciones de
poder, conserva su dificultad. Nancy Hollander nos ha dado una muestra de su idoneidad,
cuando logró analizar el goce que una paciente experimentaba a través de la explotación
económica de la niñera de origen hispano que cuidaba a su hija. Este es un ejemplo del
modo en que las perspectivas aportadas por “las otras”, o sea por las mujeres
subalternizadas en función de su etnia, su origen social o su orientación sexual, puede
permear las producciones de las feministas blancas de clase media urbana, que son los
sujetos pioneros en este campo de estudios.

Sin embargo, es necesario evitar la idealización y mantener la posibilidad de análisis


crítico, para evitar que este campo sea afectado por modas irreflexivas. Por ejemplo,
puede observarse en algunos de estos discursos, una idealización de las costumbres de los
pueblos originarios de América, a los que se atribuye de modo, a mi juicio insostenible,
una democracia en las relaciones de género, que jamás existió. El concepto creado por
Rita Segato (2014), de “patriarcado de baja intensidad” para referirse a los modos de
dominación masculina previos a la colonización europea, presenta esta dificultad. Resulta
de interés su análisis acerca del modo en que los efectos de la conquista crearon
tensiones en el colectivo masculino, que redundaron en una intensificación del dominio
sobre las mujeres. Esta postura coincide con lo planteado por Peggy Reeves Sanday
(1986), una antropóloga que realizó un estudio cultural comparativo a partir del cual
concluyó que la dominación masculina se intensifica en períodos de adversidad. La
experiencia de la colonización fue sin duda traumática para los colectivos conquistados y,
efectivamente, intensificó el dominio masculino en las etnias subordinadas. Pero no existe
ningún paraíso perdido de las relaciones de género previas a la conquista y colonización
de América.

Las generalizaciones transhistóricas y transculturales pueden generar la imagen de un


ordenamiento estructural e inamovible, por lo cual los estudios etnográficos tienen un
gran valor, no sólo cognitivo, sino político, en tanto permiten diseñar estrategias de
paridad entre los géneros. Simplemente se trata de no idealizar las relaciones de género
propias de los pueblos originarios, y de no renegar de la tradición cultural europea, que
nos ha constituido de modo muy influyente, sobre todo en los países del Cono Sur. La
puesta en visibilidad del eurocentrismo, no tiene por qué desembocar en el repudio de la
rica tradición cultural europea.

Estudios sobre la masculinidad

Respecto de los Men’s Studies, o estudios sobre la masculinidad, se han planteado


diversos debates teóricos y políticos. Uno de ellos se refiere al cuestionamiento de la
participación masculina en el campo de los estudios feministas. El supuesto de que se
requiere haber nacido en un cuerpo de mujer para inscribirse en los estudios feministas,
padece de un biologismo inaceptable. Hoy existe un reconocimiento amplio acerca de que
la subjetividad no está anudada de modo lineal e inextricable al cuerpo, de modo que el
sexo, ya sea masculino, femenino, o inter sexo, no siempre coincide con el género
asumido. A esto se agrega, que las reflexiones o investigaciones sobre los géneros, no
tienen por qué estar elaboradas de forma exclusiva por los sujetos implicados de modo
directo en las situaciones estudiadas. Es posible pensar desde lo que en una publicación
reciente he denominado “la vereda de enfrente” (Meler, 2017 b). Si el género se
construye mediante las identificaciones con los sujetos que operan como modelos,
también intervienen en la subjetividad generizada los modelos significativos que
representan una contrafigura. O sea que construimos nuestro psiquismo a través de las
identificaciones y las contra identificaciones. Ese fue el criterio que justificó la escritura del
libro Varones, en coautoría con Mabel Burin (Burin y Meler, 2000), y lo he continuado en
varias publicaciones sobre las masculinidades. A eso se agrega una tendencia observable:
las mujeres tenemos facilitadas las identificaciones cruzadas con la masculinidad, que
favorecen la empatía con los varones, debido a que la condición social masculina está aún
favorecida, y la identificación que cruza géneros suele ser experimentada, cuando se
refiere a la constitución de rasgos de carácter, como un ascenso social. No existe una
réplica especular de esta tendencia femenina. Por el contrario, se observa entre los
varones un temor angustioso a las identificaciones cruzadas, porque debido a la
dominación masculina, identificarse de modo empático con las mujeres implica el riesgo
imaginario de degradación social, a través de la asunción de una feminidad, que para el
varón masculinizado de forma convencional, es experimentada como deshonrosa, en
tanto remite al sometimiento y a la castración.

En el campo de los Men’s Studies, existen producciones que ponen énfasis en recordar el
carácter opresivo de las masculinidades, creando un contrapunto con aquellos autores
que perciben el modo en que las prescripciones de género también oprimen y dañan a los
varones, o sea que ponen en primer plano el sufrimiento masculino al interior del sistema
de géneros. Mara Viveros Vigoya (2007) se enrola entre quienes consideran al género
masculino como un agente de relaciones sociales e intersubjetivas de dominación. En
relación con esta postura, quiero llamar la atención sobre el proceso de descrédito por el
que atraviesa en la actualidad la masculinidad, y que se observa tanto en ese campo de
estudios, como en la experiencia social.

Las batallas que se libran en amplios sectores de Occidente contra la violencia masculina y
el abuso sexual contra mujeres y niños, tienden a transformar a sujetos que en otros
tiempos hubieran sido considerados como héroes, en delincuentes que son objeto de
sanción legal y reprobación ética. No es sorprendente entonces, que uno de los teóricos
que lideran este campo, haya optado por la transexualidad. Me refiero a Raewyn Connell,
y esta alusión no implica ninguna intención de análisis psicopatológico. En esta ocasión, lo
que corresponde es un análisis cultural, en el contexto del cual resulta legítimo
preguntarse por qué un teórico destacado, líder en los estudios sobre la masculinidad, ha
asumido una expresión de género femenino. Me da la impresión de que esta opción
expresa un repudio hacia la masculinidad cultural, y deseo cuestionar esta posición, pese a
que resulta muy atractiva, como lo es todo planteo libertario.

Suscribo sin vacilación la crítica a las jerarquías de género, y a la dominación masculina


(Bourdieu, 2000), pero no me alisto en las filas de quienes consideran que los géneros
deben desaparecer o desvanecerse por completo. Respecto de esta cuestión, rescato los
aportes valiosos que han hecho los varones en el campo de los desarrollos científicos y
tecnológicos. Es cierto que fueron realizados sobre la base de una posición social
habilitada por el dominio, y que lamentamos el talento femenino que se ha perdido
debido a la división sexual del trabajo y a la reclusión de las mujeres en el ámbito privado.
Pero la evaluación de los avances que han conducido a un aumento impensado de la
esperanza de vida y a una mejoría de las condiciones de amplios sectores sociales, no
puede omitir el reconocimiento de los logros masculinos.

Una consideración diferente se aplica a la apreciación de las hazañas guerreras


masculinas. Como expuse en el libro Varones, (Burin y Meler, 2000), ellos han cumplido
con la prescripción de defender a su grupo, pero esta defensa no habría sido necesaria, si
no fuera porque los grupos humanos rivales también implementaron estrategias
guerreras, típicamente masculinas.
Las críticas a la masculinidad cultural no debieran estar destinadas a abolirla, sino a
reformarla, buscando deslegitimar el dominio y la violencia, pero valorando la fortaleza, el
coraje y la inventiva que hasta ahora han desarrollado muchos hombres, a la que hoy se
une la creciente participación femenina en todos los campos de la actividad social.

En los estudios sobre la masculinidad escasean las investigaciones sobre una de las
posiciones subjetivas actuales: la de aquellos varones heterosexuales que no son
dominantes, y que no se encuadran ni en la masculinidad hegemónica ni en el mundo
queer. Hemos trabajado sobre este tema en el libro colectivo Precariedad laboral y crisis
de la masculinidad, (Burin, Jiménez Guzmán y Meler, 2007), donde, entre otras
cuestiones, se exploran algunas masculinidades subordinadas.

Además de representar un sector social realmente existente y en crecimiento, la voz de


los varones masculinos no hegemónicos me parece de interés no sólo desde una
perspectiva estadística o descriptiva, sino desde un punto de vista lógico. Algunos de los
temas que interesan a este sector se refieren a las secuelas de los divorcios, hoy tan
frecuentes, donde en muchos casos el hogar conyugal queda habitado por la esposa y los
hijos, mientras que el varón debe reubicarse. A esto se agregan las dificultades para
subvenir las necesidades de los hijos habidos en dos matrimonios, un arreglo familiar que
sólo quienes han construido una masculinidad hegemónica sostienen sin dificultad. Esto
redunda en una tendencia novedosa que consiste en el despliegue de deseos pasivos de
recibir dinero y ser ayudados, no sólo por otros varones, como parientes o empleadores,
sino por las mujeres, en algunos casos más autónomas, con quienes forman una segunda
o tercera pareja, y a quienes hacen objeto de demandas que ellas consideran abusivas. He
registrado en estos hombres la existencia de fantasías de casarse con una mujer
adinerada, un imaginario de ascenso social, que hasta ayer quedaba reservado para las
mujeres. Esta tendencia opera como un experimento social, que nos demuestra que la
dependencia y la pasividad nada tienen que ver con la anatomía de los genitales, como
consideró erróneamente el psicoanálisis en sus primeros tiempos.
Las experiencias de estas masculinidades que no logran asemejarse al modelo ideal para
su género, pueden ser muy fructíferas en cuanto aportan a un proceso de despolarización
y a una moderación de las idealizaciones y su inevitable contrapartida, las denigraciones.

Los Estudios Queer

Este campo de estudios se emparienta con los estudios de Género, pero, al representar la
experiencia de la comunidad GLTTBI, ha producido miradas alternativas, exponiendo con
intensidad las vivencias de discriminación padecidas y los efectos lesivos de las mismas
sobre el psiquismo y sobre la condición social de quienes son objeto de exclusión, los
sujetos que la Modernidad ha tornado abyectos, de acuerdo con la expresión creada por
Judith Butler (2003).

Esto implica que buena parte de la tarea teórica de este campo tiene como propósito
último la advocacy, o sea, la defensa de los derechos humanos de quienes no hacen
coincidir sexo, sexualidad y género. A esto se agrega que los estudios queer aportan una
mirada crítica sobre la totalidad del sistema de géneros vigente, contribuyendo de modo
significativo a la desnaturalización de los arreglos convalidados sobre las identidades, las
sexualidades y los vínculos.

La obra de Judith Butler es desde mi perspectiva, la más apreciable dentro de estos


desarrollos, por su agudeza deconstructiva y por el modo en que hace visible la
construcción social de la sexualidad con fines de regulación de las poblaciones. Este
reconocimiento no implica una idealización que impida realizar un análisis crítico de sus
conceptos. Personalmente no acuerdo con su concepción acerca de lo que denomina
“melancolía de género” (Butler, 2007). Butler nos recuerda que el Complejo de Edipo es
completo, o sea que en él coexisten la corriente psíquica heterosexual, que dirige el deseo
amoroso hacia el progenitor del sexo opuesto, con la corriente homosexual, que
vehiculiza el amor hacia el progenitor del mismo sexo. Partiendo de esa consideración
freudiana, expresa que al resolverse el conflicto edípico del modo socialmente
convalidado, las identificaciones con el progenitor del mismo sexo, que forman las bases
de la feminidad en las mujeres y de la masculinidad en los varones, constituyen el residuo
del amor objetal que el sujeto ha debido resignar para construirse de acuerdo con las
prescripciones instituidas. De modo que las identidades normalizadas encerrarían en sí
mismas el deseo resignado de cruzar géneros. Esta argumentación ingeniosa, fue
concebida para refutar la asociación que se suele realizar en el campo del psicoanálisis
entre la melancolía y la homosexualidad, nexo que contribuye a una patologización ante la
cual los sujetos queer están, de modo comprensible, muy alertas.

Considero que esta patologización puede ser refutada refiriendo a los efectos de la
discriminación, la asociación, clínicamente observable con frecuencia, -aunque está lejos
de ser universal-, entre elección homosexual de objeto y estructuras de personalidad
depresivas o melancólicas. La experiencia reiterada a lo largo de los años, de encubrir la
propia forma de ser, por temor a la penalización de la policía de Género (Kimmel, 1994),
favorece la erosión de la estima de sí de quienes han atravesado por esa modalidad lesiva
de control social. En cambio, no acuerdo con concebir que el amor temprano de los niños
hacia los progenitores del mismo sexo, tenga un carácter adultomórfico y genitalizado,
que lo asemeje a una plena elección de objeto amoroso. Más bien lo percibo como un
vínculo emocional en el que coexisten el amor y el deseo de identificarse, o sea el amor al
Modelo para el propio ser, tal como lo ha planteado Freud en Psicología de las Masas
(1921) , y como lo han retomado Emilce Dio Bleichmar (1998) y Jessica Benjamin (1997).
Según considera Benjamin, el amor preedípico no implica una plena elección genitalizada
de objeto.

A esta consideración se agrega la diferenciación psicoanalítica entre la identificación


primaria, o sea el vínculo fusional del infante inmaduro con su madre, la identificación
melancólica, característica de las relaciones tempranas, fuertemente ambivalentes, y la
identificación al rasgo, que es propia del post Edipo, y que hace posible interiorizar
características valoradas de los padres, sin que esto modifique la personalidad en su
conjunto.
Existe efectivamente un duelo en la construcción normalizada del género, y es el duelo
por la omnipotencia infantil y por la aspiración narcisista a la totalidad, que implica el
deseo de poseer todos los géneros. Irene Fast (1984) ha denominado al período
preedípico como “período sobreinclusivo”, y lo caracteriza describiendo que la ansiedad
de castración consiste, en esa época del desarrollo, en el temor a perder el sexo que no se
tiene. Ese duelo no es objetal sino narcisista, y no tiene, necesariamente, que generar
melancolía.

Me he extendido algo en esta crítica con el propósito de evitar cierta tendencia a la


idealización que observo en ocasiones en este campo. Los desacuerdos que provienen de
un conocimiento teórico-clínico del psicoanálisis, no disminuyen la importancia y el valor
de los aportes de la autora, que han marcado un hito en el camino del constructivismo
social y cultural. La relación que establece entre las normas sociales y los procesos
psíquicos de identificación (Butler, 2006) resulta muy ilustrativa y de gran utilidad para
estudios que relacionan de modo constante cultura y subjetividad.

Mi posición es diferente respecto de las últimas obras de Paul Preciado, un autor que ha
emprendido una cruzada contra los géneros.

Preciado ha analizado con agudeza el sistema de géneros y el heterosexismo reinante. En


su obra Pornotopía (2010), a través del análisis de lo que fue denominado como
“arquitectura Playboy”, expone una mutación cultural que consiste en el pasaje desde el
hogar suburbano heterosexual, hegemónico en EU entre los años cuarenta y los sesenta,
que estaba caracterizado por la estricta división sexual del trabajo, hacia un mundo
masculino habitado por varones que no desean compromiso y buscan gozar de la
sexualidad disponiendo de compañeras ocasionales con las que no establecen relaciones
de apego. Esta percepción acerca del nacimiento de un nuevo régimen de regulación
social dará lugar, más adelante al concepto de “era fármaco-pornográfica”, con que el
autor intenta comprender las nuevas formas de dominación cultural, que pasan del
régimen disciplinario moderno a este otro régimen incitador del individualismo, el
hedonismo y el consumo. Esta percepción de un cambio cultural me parece de gran valor,
ya que permite comprender algunas fuentes de sufrimiento de las jóvenes mujeres en la
actualidad, que encuentran dificultad para establecer pareja y formar familias, en el
contexto de un repliegue masculino ante el compromiso emocional. He estudiado esta
tendencia social, que vinculo con el concepto de “polisexualidad mercantil”, que, a mi
juicio, caracteriza al capitalismo postmoderno (Meler, 2016 y 2017a).

Si continuamos con el análisis de la obra de Preciado, podremos observar con perplejidad,


que la postura crítica con respecto del sistema de géneros vigente, ampliamente
compartida, ha dado lugar a una asimilación desenfadada y provocativa con los peores
aspectos del machismo. Esto se observa en su libro Testo yonqui (2014), donde relata los
efectos subjetivos de su experimentación con la aplicación cutánea de testosterona. Una
cita textual puede servir como ilustración:

“Después se instala, poco a poco, una lucidez extraordinaria de la mente acompañada de


una explosión de ganas de follar, de caminar, de salir, de atravesar la ciudad entera”
(Preciado, 2014, pág.:24)

Esa descripción de los efectos farmacológicos de la testosterona, que considero


impregnada del imaginario androcéntrico, va a contracorriente del construccionismo
social que ha caracterizado a la mayor parte de los estudios de Género. Si las
características subjetivas de las mujeres tradicionales se explican por una menor dotación
de testosterona, quedamos entrampadas, y sólo nos resta optar entre la resignación o el
transexualismo de mujer a varón. La demanda ética y política de paridad sólo tiene
sentido cuando se reclama igualdad de derechos para sujetos diferentes. Si el modo de
lograrla es la mimesis con los peores aspectos de la masculinidad cultural, la empresa
pierde por completo su sentido. La escasa lucidez de las mujeres tradicionales puede
atribuirse a la subordinación, y la agorafobia, tan frecuente entre ellas, a su reclusión en
los espacios privados. No encuentro aceptable el retorno que realiza la autora al
reduccionismo biologista, que resulta sorprendente en un discurso que extrema hasta la
exageración su construccionismo social.
El resultado más penoso de este análisis, es que nos reconduce a la promoción del
sadomasoquismo en el mundo queer. Las representaciones de Preciado sobre la
sexualidad, la reducen a una relación de dominio entre un sujeto, -ya sea que haya nacido
varón o mujer-, ubicado en una posición masculina dominante y otro sujeto, cualquiera
sea su sexo, que ocupa una posición femenina degradada, sometida y prostituida. Para
referirse a su amada, utiliza el mote de “mi puta”, y proclama su deseo de ser el Amo, “sin
excusas” (sic).

Una clásica propuesta feminista consistió en construir la posibilidad de un amor entre


pares. La actual ignición de todo esencialismo enfatiza la subjetividad de las posiciones
sexuadas, así como su contingencia y eventual carácter intercambiable. Pero en ese estilo
vincular descrito por Preciado, lo que no cambia es la erotización del dominio-sumisión,
una versión anal sádica de la genitalidad. Según el proyecto del feminismo, no se trataba
de abolir las diferencias sexuales sino las jerarquías. Preciado invierte la propuesta y,
mientras disuelve las diferencias, mantiene incólume la jerarquía sexual.

Si para lograr la paridad y el reconocimiento recíproco es necesario aniquilar la feminidad


cultural, sería preferible renunciar a esa empresa. El patrimonio histórico de la cultura
femenina implica subordinación y dependencia, es cierto, pero también empatía,
capacidad de cuidado, cultivo de la comunicación, en fin, una serie de logros
intersubjetivos que conviene compartir con el conjunto y de ningún modo repudiar.
Algunas mujeres aspiramos a adueñarnos del espacio y de la palabra pública, sin
necesidad de desidentificarnos respecto de nuestra acumulación histórica identitaria, al
punto de la alienación. Esa es una empresa que considero a la vez, más estimulante y de
mayor valor que la búsqueda compulsiva y la exhibición desafiante de placeres sexuales
alternativos, que Preciado realiza en ese texto.

¿En contra o a favor de los géneros?

Los varones antipatriarcales, integrantes de una asociación civil destinada al estudio y la


militancia sobre las masculinidades, proponen:
“Las experiencias de los varones antipatriarcales procuran dinamitar la categoría de varón,
feminizando y haciendo estallar esa categoría, para dejar expuestos todos los lugares en donde
funciona como insignia de privilegios patriarcales” (Abib, F. y Demagistris, E., 2017)

En correlación con esa postura, conviene recordar que existe una copiosa producción
feminista que ha destacado el carácter patógeno de la feminidad tradicional, proclive a la
histeria, las restricciones agorafóbicas y las depresiones, entre cuyas autoras me cuento
(Burin, Moncarz y Velázquez, 1990; Meler, 1996ª, 1996b, 2007, 2012). El interrogante que
se plantea es si debemos tirar el niño junto con el agua del baño, y eliminar la diversidad
existente de identificaciones y deseos eróticos, en lugar de cuestionar las jerarquías
sociales construidas sobre esa base. Las identidades acuñadas durante siglos de historia
constituyen un patrimonio cultural, y los deseos fraguados en un contexto de asimetría
jerárquica, también son parte del patrimonio subjetivo de la humanidad. Hacerlos objeto
de análisis crítico, reinventar formas alternativas de ser y de amar, no implica dinamitar,
sino innovar y coexistir.

Si los estudios decoloniales reivindican la especificidad de las identidades vernáculas, y


resisten el eurocentrismo que advierten en muchas producciones feministas, es porque
están reconociendo el valor cultural de identidades, que no son esenciales sino que se han
construido en un proceso histórico de acumulación de experiencias y creación de sentidos
acerca de las mismas. Entonces, ¿debemos considerar que existen identidades positivas,
como por ejemplo las de los pueblos originarios de América, e identidades negativas,
como ser las de las feministas que rescatan de la feminidad cultural, ciertos valores que
reivindican, pese a la subordinación de la cual surgieron? ¿Para algunos casos el rescate la
identidad es progresista y para otros, reaccionaria?

En cuanto a la masculinidad, mientras se escucha en el campo de los estudios de Género


un concierto de voces que denuestan la masculinidad cultural tradicional, este filósofo que
lidera los estudios queer, idealiza la condición de ser el Amo y glorifica las relaciones de
dominio sumisión. Estas contradicciones ponen de manifiesto el estado de discordancia
que existe en un campo de estudios habitado por actores sociales tan diversos en cuanto a
su sexo, su género, su orientación sexual, y sus posturas teóricas e ideológicas. Estoy muy
lejos de dar este debate por zanjado; me limito a señalar la necesidad de mantenerlo el
tiempo que resulte necesario.

Entiendo que se trata de promover opciones de resistencia a la norma que no sean


esencializantes y que sean menos excluyentes, tal como lo expresa Marie Helène Bourcier
(2011) en su prólogo al Manifiesto Contrasexual de Beatriz Preciado. Las identidades son
formaciones preconscientes que se estructuran en la esfera del Yo, y que por fuerza,
reprimen las corrientes psíquicas discordantes, que permanecen inconscientes. Pero no
debemos caer en el equívoco de considerar que la única verdad acerca del sujeto se
encuentra en sus deseos inconscientes. Mi criterio es el contrario, ya que considero que
esa nada, esa impostura, esa ilusión que es el Yo, es lo único que somos, tanto en el nivel
individual como en el colectivo. Eso explica las pasiones que hoy se enfrentan respecto de
las identidades nacionales o regionales.

La feminidad y la masculinidad están tejidas sobre un marco de relaciones de dominio-


subordinación. Pero esto no implica que deban o puedan ser abolidas. Atravesamos por
un período histórico donde se cuestionan los Estados Nación, pero resurgen los
regionalismos, que destacan identidades ancestrales, anteriores a la construcción estatal
moderna. De modo que no es tan fácil desestimar la cuestión de la identidad. Incluso, las
identidades subordinadas incluyen en su interior experiencias de sufrimiento pero
también de aprendizaje. Si seguimos el modelo hegeliano de la dialéctica del Amo y del
esclavo (Kojève, 1982), donde el autor postulaba que es el esclavo quien realiza valiosos
aprendizajes durante su cautiverio, veremos que la sub cultura femenina ha implicado
valores tales como la empatía y el cuidado, que no tenemos por qué resignar, sino que se
deben compartir con el conjunto social en el ámbito público. Y algo similar sucede con la
audacia, el coraje y la inventiva masculinos, que no conviene subsumir en la violencia o el
dominio, porque su rescate puede aportar valores positivos a ser compartidos en el
concierto de voces diversas que se gesta en la Postmodernidad. A este concierto se suman
hoy las voces de los sujetos que no se ubican en ningún lado del binario, intensificando y
diversificando así, la melodía del conjunto.
No logro ni deseo imaginar un mundo social donde los emblemas de género hayan
desaparecido por completo. Prefiero una utopía donde exista flexibilidad y variedad
subjetiva, con posibilidades de reconocimiento para las diversas formas de ser, de desear
y de amar.

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