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Aguirre Horno, Nacionalismo en La Obra de Kymlicka, 2016

Kymlicka defiende que las reivindicaciones nacionalistas pueden ser consistentes con los principios liberales de libertad y justicia. Argumenta que los principios liberales están vinculados a la cultura societal propia, por lo que las democracias deberían permitir y proteger a las minorías nacionales. No obstante, la política multicultural tiene dos límites: no debe permitir la opresión de un grupo sobre otro ni la opresión interna de un grupo sobre sus miembros.
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Aguirre Horno, Nacionalismo en La Obra de Kymlicka, 2016

Kymlicka defiende que las reivindicaciones nacionalistas pueden ser consistentes con los principios liberales de libertad y justicia. Argumenta que los principios liberales están vinculados a la cultura societal propia, por lo que las democracias deberían permitir y proteger a las minorías nacionales. No obstante, la política multicultural tiene dos límites: no debe permitir la opresión de un grupo sobre otro ni la opresión interna de un grupo sobre sus miembros.
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MINORÍAS NACIONALES Y NACIONALISMO

EN LA OBRA DE KYMLICKA

Jon Aguirre Horno


Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU)
[email protected]

Resumen

Mientras para muchos liberales el nacionalismo representa una amenaza a la democracia,


otros filósofos multiculturalistas, entre ellos Will Kymlicka, defienden que las reivindica-
ciones nacionalistas pueden ser consistentes con los principios liberales de libertad y justicia.
El argumento central para proteger a las minorías nacionales es que los principios liberales
de libertad y justicia están íntimamente vinculados a la cultura societal propia, de modo
que las democracias occidentales deberían permitir y proteger las minorías nacionales. No
obstante, la política multicultural tiene dos límites de tolerancia: primero, los derechos de
las minorías no deben permitir que un grupo oprima a otros grupos; y segundo, tampoco
deben permitir que un grupo oprima a sus miembros.
Palabras clave: Kymlicka, liberalismo, multiculturalismo, derechos de minorías, minoría
nacional, nacionalismo, cultura societal.

Abstract

REVISTA LAGUNA, 39; 2016, PP. 115-128 115


«Minority nation and nationalism in Kymlicka’s». While for many liberals nationalism
represents a threat to democracy, other multicultural philosophers, Will Kymlicka among
them, defend the idea that nationalist demands can be consistent with the liberal principles
of freedom and justice. The fundamental argument to protect national minorities is that the
liberal principles of freedom and justice are intimately linked to one’s own societal culture,
in such a way that western democracies should not only allow national minorities, but
should also protect them. However, multicultural politics has two tolerance limits: firstly,
the rights of the minority must not allow one group to oppress other groups; and secondly,
the rights of the minority must not allow a group to oppress its own members.
Keywords: Kymlicka, liberalism, multiculturalism, minority rights, national minority,
nationalism, societal culture.

Revista Laguna, 39; diciembre 2016, pp. 115-128; ISSN: 1132-8177


I. DERECHOS HUMANOS Y MULTICULTURALISMO

El final de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo un silencio casi to-


tal en el debate sobre las minorías nacionales, un silencio que contrastaba con el
apasionado debate que llevaron a cabo los liberales de la preguerra. A los trágicos
efectos de los nacionalismos alemán y japonés —nacionalismos culturalmente xe-
nófobos, étnicamente excluyentes, antidemocráticos, antiliberales, expansionistas y
violentos— habría que añadir como factores que explican ese silencio la pérdida de
las colonias del imperio británico y el auge de la Guerra Fría en el nuevo contexto
de posguerra. Pero es que además, la mayoría de los políticos y pensadores liberales
pensó que la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) resolvería los
conflictos de las minorías nacionales que habían estado presentes en las dos guerras
mundiales. De hecho, las Naciones Unidas eliminaron toda referencia a los derechos
de las minorías étnicas y nacionales en la Declaración. En palabras de Inis Claude,
«la tendencia general de los movimientos de la posguerra en pro de los derechos
humanos ha consistido en subsumir el problema de las minorías nacionales bajo
el problema más genérico de asegurar los derechos individuales básicos a todos los
seres humanos. La premisa principal ha sido creer que los miembros de las minorías
nacionales no necesitan (y por tanto no tienen derecho a, o bien no se les pueden
conceder) derechos específicos. La doctrina de los derechos humanos se presentó
como sustituto del concepto del derecho de las minorías, lo que conlleva la profunda
implicación de que las minorías cuyos miembros disfrutan de igualdad de tratamiento
individual no pueden exigir, legítimamente, facilidades para el mantenimiento de su
particularismo étnico»1. De acuerdo con esta extendida opinión, muchos políticos y
pensadores liberales de posguerra llegaron a la conclusión de que las relaciones entre
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el Estado y las minorías nacionales y étnicas debían resolverse del mismo modo como
se habían resuelto las relaciones entre el Estado y las religiones en el siglo xvi: como
algo que correspondía única y exclusivamente al ámbito privado de la persona y en el
que el Estado no debía entrar. Y estando de acuerdo con la tesis de la neutralidad del
Estado, la mayoría de los políticos y pensadores liberales rechazaron la idea de que
ciertos miembros de la sociedad pudieran disfrutar de ciertos derechos por el hecho
de pertenecer a una determinada minoría nacional o grupo étnico. En realidad, la
mayoría de los liberales estaban cayendo en el mismo error que los viejos teóricos de
la Ilustración, para quienes las minorías nacionales no eran relevantes, ya que serían
absorbidos por una identidad nacional de naturaleza cívica o constitucional o bien
por un orden supranacional cosmopolita. En efecto, cosmopolitas ilustrados como
Condorcet o Voltaire pensaron que los individuos se sentirían ligados a un Estado
que respetara su libertad individual, y que en consecuencia no pedirían también la

1
I. Claude, (1955), National Minorites: An International Problem, Harvard University
Press, Cambridge, Mass., 1955, p. 211, citado por W. Kymlicka, Ciudadanía multicultural, Paidós,
Madrid, (primera edición inglesa: 1995, Multicultural Citizenship, Oxford: Oxford University Press),
1996, p. 15.
protección de su identidad nacional2. Junto a los valores de la Ilustración, los cosmo-
politas también vieron en el futuro la existencia de una lengua universal que antes
o después sería compartida por todas las minorías nacionales, que finalmente serían
absorbidas por las naciones avanzadas. Sin embargo, la percepción de los ilustrados
fue errónea, y los nacionalismos minoritarios no solo no han desaparecido sino
que parecen haber adquirido una fuerza mayor precisamente en el contexto de la
modernidad. Lo realmente curioso es que muchas otras predicciones de los cosmo-
politas ilustrados sí se han cumplido, como la extensión planetaria del intercambio
económico, la creciente liberalización de los mercados, la difusión de la ciencia y
la tecnología, el incremento de las comunicaciones globales, o la multiplicación de
instituciones internacionales que se ocupan del derecho y la mediación universales.
En palabras del propio Kymlicka (2001: 226), «como resultado de estos procesos,
podemos decir hoy en día que todos los grupos nacionales incluidos en las democra-
cias occidentales comparten una civilización común —por ejemplo, todos comparten
una civilización moderna, urbana, secular, consumista, alfabetizada, burocrática,
industrializada y democrática— que se opone al mundo feudal, agrícola y teocrático
de nuestros antepasados. En estos aspectos, la tesis del cosmopolitismo es cierta».
En efecto, es evidente que hoy en en día los catalanes, los flamencos, los alemanes,
los escoceses, los quebequeses y los estadounidenses comparten una civilización
común y que son más parecidos que nunca. Sin embargo, el error de los viejos ilus-
trados y de los liberales modernos fue «pensar que la difusión de una civilización
común llevaría el surgimiento de una cultura común» (2001: 226). Por el contrario,
las minorías nacionales de los Estados democráticos occidentales han aceptado la
civilización común, pero también desean participar en ella como culturas distintas
y autogobernadas, lo que nos lleva no a rechazar el cosmopolitismo ilustrado, sino

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a reinterpretarlo de modo que pueda conciliarse con el nacionalismo.
Hay que subrayar, por otro lado, que desde finales de la década de los 80
numerosos políticos y filósofos liberales vieron claro que los derechos de las mi-
norías nacionales, pueblos indígenas y otros grupos étnicos no podían obviarse ni
integrarse sin más en la categoría de derechos humanos universales, por la sencilla
razón de que los derechos universales no responden a importantísimas cuestiones
políticas que repercuten en la vida cotidiana de los ciudadanos de las democracias
occidentales. Hablamos de cuestiones tales como las lenguas que pueden ser uti-
lizadas en las instituciones políticas, administraciones y tribunales, las lenguas en
que pueden ser escolarizados los niños, los contenidos del currículo educativo, la
política de subvenciones en el sistema educativo, la organización administrativa del
Estado, el grado de autogobierno de los territorios subestatales, la representación
de los grupos y territorios en los Parlamentos nacionales, la política migratoria en
los territorios de minorías nacionales, la organización del calendario y festividades
oficiales y una larga lista de cuestiones fundamentales sobre las que los derechos

2
Sobre esta cuestión, consultar el capítulo octavo de W. Kymlicka, (2001), Politics in the
Vernacular: Nationalism, Multiculturalism, and Citizenship, Oxford University Press, Oxford, 2001.
universales no aclaran gran cosa. Efectivamente, del derecho básico a la libertad de
expresión no se sigue una determinada política lingüística, ni del derecho básico de
libre circulación se sigue una determinada política de autogobierno territorial. Asi-
mismo, pudo comprobarse que la falta de sensibilidad por parte del Estado a la hora
de tomar decisiones sobre todas esas cuestiones podría conducir a que las minorías
nacionales y otras minorías étnicas se convirtieran en colectivos muy vulnerables
a injusticias por parte de la mayoría, y que como consecuencia de ello surgieran o
se agravaran conflictos nacionales y etnoculturales dentro de los Estados. Este era
el caso de numerosos pueblos indígenas y minorías nacionales asimilados por los
Estados modernos. Con el fin de evitar estas consecuencias negativas, buena parte
de los políticos y pensadores liberales llegaron a la conclusión de que los principios
tradicionales de los derechos humanos debían completarse con una teoría sobre los
derechos de las minorías. Y efectivamente, las traumáticas experiencias vividas en
la Europa poscomunista tras la caída del bloque pusieron en el centro del debate
internacional la cuestión de los derechos de la minorías nacionales y el modo en que
los derechos universales podían complementarse con los derechos diferenciados de
grupo. Desde una posición multiculturalista y liberal, el filósofo canadiense Will
Kymlicka (1995: 6) ha planteado que «una teoría liberal de los derechos de las mi-
norías debe explicar cómo coexisten los derechos de las minorías con los derechos
humanos, y también cómo los derechos de las minorías están limitados por los
principios de libertad individual, democracia y justicia social». A juicio de Kymlicka,
la filosofía política liberal debe desarrollar, por consiguiente, un nuevo lenguaje que
haga posible la creación de un nuevo espacio político y filosófico en el que puedan
darse respuestas políticamente viables y éticamente defendibles a los problemas que
la diversidad cultural en general y el nacionalismo en particular plantea. Buena parte
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de la extensa obra de Kymlicka trata, precisamente, de responder a ese reto. A lo


largo de las siguientes páginas expondré el modo en que el filósofo canadiense trata
las cuestiones de las minorías nacionales y del nacionalismo desde su perspectiva
liberal y multicultural.

II. MINORÍAS NACIONALES


Y DERECHOS DIFERENCIADOS

Kymlicka se ha centrado en el estudio de dos grandes modelos de diversidad


cultural en las sociedades democráticas contemporáneas: las minorías nacionales y
los grupos étnicos inmigrados. Así como los miembros de este último grupo por lo
general desea la plena integración en la sociedad receptora, las minorías nacionales
se caracterizan por constituir comunidades históricas, más o menos completas insti-
tucionalmente, concentradas en un determinado territorio y con una lengua propia.
Estas minorías disfrutaron originalmente de autonomía o autogobierno, pero poste-
riormente fueron asimiladas mediante invasión, conquista o incluso voluntariamente,
de modo que pasaron a formar parte del territorio de un Estado mayor. De hecho,
un buen número de democracias occidentales avanzadas no responde al modelo de
Estado-nación, sino al modelo de Estado multicultural, pues su territorio acoge a más
de una nación, pueblo o cultura3. Así, el País Vasco y Cataluña en España, Quebec
en Canadá, o las poblaciones indígenas de EE. UU. y Nueva Zelanda responden al
modelo de «minoría nacional» anexionada a un Estado mayor. Un caso particular
dentro de las minorías nacionales es el de los pueblos indígenas, que en la obra más
reciente de Kymlicka ha merecido una atención especial y un tratamiento específico4.
Aunque algunas de las minorías nacionales se han definido a sí mismas en
términos de filiación sanguínea —como es el caso de los miembros étnicamente
alemanes en Rusia o los afrikaners en Suráfrica—, una perspectiva liberal de las
minorías nacionales entiende que estas se definen en términos de integración en
una comunidad cultural y no en términos de filiación sanguínea o ancestros. En
consecuencia, desde la perspectiva liberal defendida por Kymlicka, la pertenencia
nacional debe estar abierta a todas aquellas personas que estén dispuestas a aprender
la lengua y la historia de la sociedad y a participar en sus instituciones políticas y
sociales, independientemente del color, la raza o el origen de la persona. Sin embargo,
un importante número de periodistas y académicos ha defendido la idea de que una
concepción liberal de la nación no debería tener en cuenta en absoluto la pertenen-
cia a una cultura determinada, sino exclusivamente la aceptación de los principios
democráticos y de las reglas institucionales. Como apoyo a esta idea, estos autores
han distinguido entre naciones «étnicas» y naciones «cívicas»5. Como modelos de
naciones cívicas suelen presentar los casos de EE. UU. y Francia, mientras que los
nacionalistas quebequeses o catalanes suelen ser presentados como modelos étnicos
de nación. Sin embargo, Kymlicka ha sacado a la luz dos importantes errores que
subyacen a este planteamiento: en primer lugar, la idea de que todo nacionalismo
contiene de modo inherente un componente antiliberal; en segundo lugar, la idea
de que es posible la construcción nacional culturalmente neutral6. En efecto, es un

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tópico en la bibliografía antinacionalista confundir el nacionalismo «étnico» con el
nacionalismo «cultural». Sin embargo, el nacionalismo cultural define a la nación en
términos de cultura común, y sus movimientos nacionalistas simplemente buscan
la protección y supervivencia de esa cultura común. Es el caso de los nacionalistas
quebequeses o catalanes, que en muchas ocasiones son tachados de «étnicos», cuando
en realidad solo son «culturales». Por otro lado, la pertenencia a la nación quebequesa

3
Kymlicka utiliza los tres términos como sinónimos; cf. op. cit, 1996, p. 35.
4
Cf., por ejemplo, el capítulo segundo de K. Banting y W. Kymlicka (comps.), Multicul-
turalism and the Welfare State: Recognition and Redistribution in Contemporary Democracies, Oxford
University Press, Oxford, 2006 y W. Kymlicka, Multicultural Odysseys, Navigating the New Interna-
tional Politics of Diversity, Oxford University Press, Oxford, 2007, pp. 66-68.
5
Cf., por ejemplo, M. Ignatieff, Blood and Belonging: Journeys into the New Nationalism,
Farrar, Straus and Giroux, New York, 1993, W. Pfaff, The Wrath of Nations: Civilization and the
Furies of Nationalism, Simon and Shuster, New York, 1993 y, más recientemente, B. Barry, Culture
& Equality, Harvard University Press, Cambridge, Mass, 2001.
6
Sobre estos equívocos en Ignatieff y Pfaff, puede consultarse en Kymlicka, op. cit., 1996,
p. 43, nota 15 y op. cit., 2001, capítulo 10. Una crítica contundente a las falacias de Barry se encuen-
tra en N. Salamé y L. Villavicencio, «Liberalismo, Multiculturalismo y estado de Bienestar», Ideas y
Valores, 60/146, 2011, pp. 111-140.
o catalana no está definida por una ascendencia étnica o ancestral, sino por el deseo
de participación en una cultura común abierta a todos. En este sentido, tanto los
quebequeses como los catalanes aceptan a los emigrantes como miembros de pleno
derecho de su nación, independientemente de su color u origen, con tal de que
aprendan la lengua y la historia de su sociedad. Asimismo, es un tópico el presentar
a los Estados Unidos y a Francia como modelos de naciones «cívicas» en oposición
a las naciones «étnicas». Sin embargo, eso tampoco es correcto: el gobierno de los
EE. UU. no solo exige a los emigrantes nacionalizados que juren su Constitución,
sino también que aprendan la lengua inglesa y la historia de los EE. UU. Por otro
lado, en la incorporación de nuevos Estados a la Unión se tuvo en cuenta que la
mayoría anglófona estuviese garantizada, como ocurrió en los antiguos territorios
mexicanos de California, Texas y Arizona tras la guerra de México (1846-1848) o
posteriormente con la incorporación de Hawaii. En este sentido, la política lingüística
estadounidense llevó a Gerald Johnson a afirmar: «Es una de las pequeñas ironías
de la historia que ningún imperio políglota del mundo se haya atrevido a imponer
una única lengua en toda su población de un modo tan despiadado como nuestra
república liberal, erigida sobre la creencia de que todos los hombres fueron creados
iguales»7. En cuanto a Francia, hay que recordar que la construcción de su Estado
moderno se llevó a cabo mediante la imposición brutal del francés a todo el terri-
torio —originariamente se trataba de una lengua reducida a la zona de París— y
mediante una organización departamental que buscaba la homogeneización étnica
de todo su territorio. Por consiguiente, la idea de muchos liberales de que el Estado
liberal implica su divorcio con la cultura del mismo modo que implica su divorcio
con la religión no es correcta, pues si bien un Estado puede declararse aconfesional,
difícilmente puede declararse lingüística y culturalmente neutral, tal como hemos
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visto. Por otro lado, Kymlicka acepta el interés de los Estados por expandir una sola
lengua y una sola cultura a todo el territorio es un interés legítimo que pretende
que todos los ciudadanos accedan a una igualdad de oportunidades o que pueda
generarse solidaridad entre los ciudadanos mediante un sentimiento de identidad
común y ciudadanía compartida.
En todo caso, muchas minorías nacionales se han rebelado contra la integra-
ción en la cultura dominante, al entender que la construcción nacional privilegia a
los miembros de la cultura mayoritaria. Y de hecho, buena parte de las democracias
occidentales son Estados multinacionales que, en su gran mayoría, y tras décadas
de silencio, han recogido numerosos derechos diferenciados en respuesta a las rei-
vindicaciones de sus minorías nacionales en relación con la lengua y a la cultura.
Efectivamente, actualmente democracias como EE. UU., Canadá, Australia o España
contemplan en sus propias Constituciones derechos específicos en función del grupo
de pertenencia. En el caso de las minorías nacionales, estos derechos específicos se
han materializado fundamentalmente en derechos de autogobierno y en derechos

7
G. Johnson, Our English heritage, Greenwood Press, Westport, Conn., 1973, p. 119,
citado por Kymlicka, op. cit., 2006, p. 31.
especiales de representación. En la mayoría de los Estados multinacionales, las dis-
tintas naciones integradas suelen reivindicar cierto grado de autonomía política o
jurisdicción territorial a fin de poder garantizar la vida plena de sus ciudadanos en su
cultura nacional. Aunque el caso extremo de la autonomía política es la secesión, en
las democracias avanzadas rara vez se ha contemplado esa opción. Por el contrario,
un mecanismo habitual de las reivindicaciones de autogobierno ha sido la construc-
ción de un modelo federal con un reparto de poderes entre el gobierno central y
las unidades subestatales. Es un modelo en el que caben fórmulas como el sistema
federal estadounidense, el sistema provincial canadiense o el sistema autonómico
español. Así, por ejemplo, la provincia de Quebec o la Comunidad Autónoma Vasca
gozan de una amplia jurisdicción sobre temas fundamentales para la supervivencia
de sus culturas nacionales como son la lengua, la educación, la cultura o la política
de inmigración. Como bien ha señalado Kymlicka (1996: 48-9), el modelo federal
no está libre de dificultades, como encontrar el equilibrio entre la centralización y
la descentralización o encontrar modelos asimétricos que acomoden la la diversidad
nacional sin caer en la discriminación de otros territorios. Además de los derechos
especiales vinculados al autogobierno, los Estados multiculturales también han
dotado a las minorías nacionales de derechos especiales de representación, gracias
a los cuales las minorías nacionales pueden estar representadas en las instituciones
estatales como representantes de esas minorías. Este debate sobre los derechos es-
peciales de representación se ha llevado, por otro lado, a numerosos ámbitos que
sobrepasan las minorías nacionales, como son las minorías étnicas y raciales, los gais
y lesbianas, las mujeres, los pobres o los discapacitados. Hay que señalar que, con
alguna excepción —Francia, Grecia y Japón—, la gran mayoría de las democracias
multinacionales avanzadas contemplan derechos diferenciados a fin de favorecer

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la vida plena de los miembros pertenecientes a las minorías nacionales y favorecer
asimismo su integración en el Estado. Kymlicka ha recogido en distintos lugares8 las
políticas más representativas de un enfoque multicultural de los grupos nacionalistas
subestatales. En el caso de las minorías nacionales, ha identificado cinco medidas: 1)
autonomía federal o cuasifederal; 2) estatus lingüístico oficial, nacional o local; 3)
representación garantizada en el Gobierno central o en tribunales constitucionales;
4) afirmación constitucional o parlamentaria del multinacionalismo; 5) concesión
de personalidad internacional, como puede ser la representación en organismos in-
ternacionales, la firma de tratados o la formación de un equipo olímpico propio. El
análisis de Kymlicka llega a la conclusión de que, de las once democracias occiden-
tales que poseen minorías nacionales de más de 100.000 personas, Bélgica, Canadá,
Finlandia, España y Suiza son profundamente multiculturales; son moderados Italia,
Reino Unido y EE. UU.; Francia, Grecia y Japón no aparecen en la lista. A esta lista
podría añadirse el enfoque multicultural aplicado a los pueblos indígenas, que recoge
nueve medidas: 1) reconocimiento de los derechos territoriales; 2) reconocimiento

8
Banting & Kymlicka, op. cit., pp. 54-63 y W. Kymlicka, Multicultural Odysseys, Navigating
the New International Politics of Diversity, Oxford University Press: Oxford, pp. 75-90.
de derechos de autogobierno; 3) mantenimiento de tratados históricos o/y firma de
nuevos tratados; 4) reconocimiento de derechos culturales (lengua, caza y pesca,
etc.); 5) reconocimiento del derecho consuetudinario; 6) garantía de representación
o consulta en el Gobierno central; 7) afirmación constitucional o legislativa del es-
tatus específico de los pueblos indígenas; 8) ratificación o apoyo de los mecanismos
internacionales en materia de derechos indígenas; 9) discriminación positiva en
favor de los miembros de las comunidades indígenas. Kymlicka llega a la conclusión
de que Canadá, Dinamarca, Nueva Zelanda y EE. UU. pueden ser considerados
profundamente multiculturales; Australia, Finlandia y Noruega moderadamente
multiculturales; Japón y Suecia, finalmente, se habrían mostrado ajenos a la política
multicultural con respecto a sus pueblos indígenas9.
De todo lo dicho cabe concluir que la gran mayoría de las democracias
occidentales han hecho una clara apuesta por conceder un importante grado de
autogobierno a las minorías nacionales integradas en sus territorios. Ante este he-
cho, Kymlicka se plantea cómo es posible que el compromiso liberal de los Estados
democráticos con la libertad y la igualdad de sus ciudadanos puede ser compatible
con la existencia de los derechos diferenciados en función de la pertenencia a un
colectivo determinado. La argumentación de Kymlicka a favor del autogobierno
de las minorías nacionales se estructura en torno a la importancia concedida por
el autor canadiense al vínculo que se establece entre libertad y cultura. O dicho de
otro modo: la importancia concedida por Kymlicka a las culturas societales como
ámbito de desarrollo de la libertad del individuo.

III. PRINCIPIOS LIBERALES Y CULTURA SOCIETAL


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En su defensa del liberalismo multicultural, Kymlicka se ha servido de la


importancia concedida a la pertenencia de los individuos a una determinada cultu-
ra societal. A juicio de Kymlicka, es un error pensar que la concesión de derechos
diferenciados es una práctica contraria a la creencia liberal en la libertad e igualdad
de los individuos. Por el contrario, la ciudadanía diferenciada es consistente con
esos principios liberales. En su análisis, Kymlicka distingue primeramente entre
«restricciones internas» y «protecciones externas»10: si bien ambas hacen referencia a

9
Kymlicka ha distinguido tres tipos de argumentos a favor de los derechos diferenciados
en función del grupo: el argumento de igualdad, según el cual los derechos diferenciados pueden
ayudar a corregir una situación original de desventaja de la minoría nacional con respecto a la ma-
yoría; el argumento de los pactos o acuerdos históricos, según el cual los pactos firmados por las
minorías nacionales asimiladas al Estado fueron ignorados o repudiados; y el argumento del valor
de la diversidad cultural, según el cual ciertas formas de vida pueden servir de modelo positivo para
las mayorías; así, por ejemplo, el estilo de vida tradicional de los pueblos indígenas proporciona un
modelo positivo de relación sostenible con el entorno; cf. Kymlicka, op. cit., 1996, capítulo 6.
10
Sobre esta importante cuestión, puede consultarse el capítulo tercero de Kymlicka,
op. cit., 1996.
lo que confusamente se ha llamado «derechos colectivos»11, las restricciones internas
implican relaciones intragrupales en las que el grupo nacional puede usar su poder
para coartar la libertad de sus miembros en nombre del grupo. Ello plantea el peligro
de la opresión de ciertos individuos o colectivos —mujeres, homosexuales, disiden-
tes religiosos, etc.— en nombre de unos presuntos derechos del grupo. Entre estas
minorías, Kymlicka ha señalado a los indios pueblo, los menonitas, los amish, los
hutteritas o los doukhobours. Las protecciones externas, por el contrario, implican
relaciones intergrupales que, si bien pueden crear situaciones de injusticia, como fue
el caso del apartheid en Sudáfrica, también pueden promover la igualdad política y
económica de las minorías. Los derechos de autogobierno y los derechos especiales
de representación tendrían como objetivo reducir la vulnerabilidad de las minorías
nacionales ante las presiones económicas y políticas del grupo mayoritario, de modo
que no solo serían perfectamente compatibles con los principios liberales, sino que
incluso los fomentarían. Y de hecho, en las democracias occidentales la mayoría de
las reivindicaciones de derechos específicos se centran en las protecciones externas.
Kymlicka ha argumentado a favor de los derechos diferenciales de las minorías na-
cionales recurriendo al valor de las culturas societales para el fomento de los valores
liberales de la libertad e igualdad de todos los ciudadanos.
¿Qué entiende Kymlicka por «cultura societal»? Por cultura societal Kymlicka
(1996: 112) entiende «una cultura que proporciona a sus miembros unas formas de
vida significativas a través de todo un abanico de actividades humanas, incluyendo
la vida social, educativa, religiosa, recreativa, y económica, abarcando las esferas
pública y privada. Estas culturas tienden a concentrarse territorialmente, y se basan
en una lengua compartida». La creación de culturas societales está unida a la moder-
nización de la sociedad, es decir, a la economía moderna y al Estado del bienestar.

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Las culturas societales son casi invariablemente nacionales, y a su vez las naciones

11
La rígida distinción entre derechos individuales y derechos colectivos es, simplemente,
falaz. Cf. Kymlicka, op. cit., 1996, pp. 71-76. A este respecto, E.J. Mitnick, Book Review: Liberalism
and Membership. Culture and Equality: An Egalitarian Critique of Multiculturalism, by Brien Barry,
2001, Journal of Constitutional Law, 4/3, 2002, pp. 533-560, ha apuntado certeramente: «under the
right conditions, rights will constitute not merely sets of unattached rights-bearers but also social
groups from which individual right-bearers derive aspects of their identities (...). For exemple, consider
the constitutional right to vote, which is afforded in the US only to “citizens.” Though we would
not characterize perhaps the right to vote as a “group right,” it nevertheless constitutes perhaps the
most fundamental social group in any democratic society, that is, the citizenry. Further, insofar as
citizenship denotes full membership in a democracy, individual rights-bearers will derive a critical
aspect of their identities from the social group described by the right itself. As individual is likely
to conceive of herself, and, indeed, to be conceived of by society, differently in virtue of her being
a rights-bearer. The same might said of any right that accords benefits solely to the members of a
particular social group. Thus, welfare rights, rights to affirmative action, rights granted exclusively
to laborers, to Native Americans, to the disabled, to religious practitioners in the form of conduct
exemptions, all may be said to constitute aspects of their bearers’ identities. Similarly, whenever a
class of persons is excluded from a given set of rights-bearers on the basis of some ascribed char-
acteristic, that exclusion, consistent with legal generality, will result in the construction of a social
group». (pp. 545-546).
son casi invariablemente culturas societales. A juicio de Kymlicka, las culturas son
importantes para la libertad de los individuos, de modo que los liberales deberían
proteger e impulsar las culturas societales. En efecto, la larga tradición liberal escrita
por nombres como John Stuart Mill, John Rawls o Ronald Dworkin entiende que
para las personas es fundamental tener la libertad de escoger lo que ellos consideren
una buena vida y, en función de ello, poder guiar sus vidas. Incluso el hecho de poder
equivocarnos en nuestra elección proporciona un argumento en favor de la libertad,
en el sentido de que ello nos hace capaces de evaluar racionalmente nuestra idea de
lo que es una vida buena a partir de nuestras experiencias y de nuestra información
nueva. Los individuos no se ven a sí mismos como atados a una concepción de bien,
sino que se ven como agentes capaces de revisar y de cambiar su opinión. Así pues,
la concepción de la libertad en el pensamiento liberal supone, en primer lugar, que
podamos dirigir nuestra vida nosotros mismos, desde dentro, de acuerdo con lo que
entendemos que es una vida buena; y en segundo lugar, que seamos capaces de revisar
y cambiar nuestras creencias a partir de las herramientas intelectuales que nuestra
cultura pueda ofrecernos. De aquí la importancia concedida por el pensamiento
liberal a la educación y a la libertad de expresión y asociación.
Llegado a este punto, Kymlicka plantea lo siguiente: ¿qué tiene que ver la
libertad individual defendida por el pensamiento liberal con la pertenencia a una
cultura societal? Para responder a esta fundamental cuestión Kymlicka se sirve en gran
medida de las aportaciones de Ronald Dworkin12. En efecto, a juicio de Kymlicka
la libertad implica poder elegir entre diferentes opciones, y nuestra cultura societal
no solo proporciona esas distintas opciones, sino que también hace que sean im-
portantes para los individuos. Siguiendo a Dworkin, Kymlicka (1995: 82-4) afirma
que las culturas societales implican un léxico compartido de tradición y convención
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que sirve de base a una gama completa de prácticas institucionales y sociales, y que
comprender el significado de una práctica social requiere la comprensión de ese
léxico compartido, es decir, comprender la lengua y la historia que componen dicho
léxico. En este sentido, que una conducta tenga significado para nosotros depende
de que nuestra lengua nos haga ver la importancia de esa actividad. Así pues, la
cultura propia no solo proporciona opciones, sino que también proporciona pautas
para identificar el valor de las experiencias. Por consiguiente, las culturas societales
deben ser protegidas porque son muy valiosas, no en y por sí mismas, sino porque
únicamente mediante el acceso a una cultura societal las personas pueden tener
acceso a una serie de opciones significativas. En resumen, siguiendo a Dworkin,
Kymlicka asume que «la disponibilidad de opciones significativas depende del acceso
a una cultura societal, así como de comprender la historia y la lengua de esa cultura,
su léxico compartido de tradición y convención»13. Esta estrecha vinculación entre
libertad individual y cultura, defendida originalmente por Dworkin, supone para

12
Particularmente Dworkin (1985); cf. Kymlicka, op. cit., 1996, pp. 120-122.
13
Cf. R. Dworkin, A Matter of Principle, London: Harvard University Press, London,
1985, p. 228; citado por Kymlicka, op. cit., 1996, p. 120.
Kymlicka el primer paso en la defensa específicamente liberal de la existencia de
derechos diferenciados en función del grupo. En efecto, para que pueda darse una
elección individual significativa, los individuos no solo necesitan tener acceso a la
información, sino también poder evaluarla reflexivamente mediante el acceso a la
educación y la libertad de expresión y asociación. Es decir: los individuos necesitan
acceder a una cultura societal.
Pero ¿necesitan realmente los miembros de una minoría nacional acceder a
su propia cultura societal? ¿Por qué no permitir que las culturas nacionales minori-
tarias desaparezcan si tenemos la opción de facilitar el acceso de los miembros de las
minorías nacionales a la cultura mayoritaria? Estas cuestiones que plantea Kymlicka
no son retóricas: desde el pensamiento liberal no ha sido extraño infravalorar las
dificultades que acarrean el aprendizaje de un idioma y la integración en una cultura
societal ajena14. Sin embargo, aun cuando la integración resulta posible, se trata de
un proceso muy costoso. E incluso allí donde las condiciones para la integración
son más favorables, el deseo de las minorías nacionales es el de proteger su cultura
societal. En efecto, Kymlicka y otros filósofos liberales han llamado la atención sobre
los fuertes vínculos que unen a los individuos con su lengua y su cultura, de modo
que es comprensible que la libertad que los liberales reclaman para los ciudadanos
no consista tanto en la libertad para trascender la propia cultura cuanto la libertad
para vivir plenamente dentro de la propia cultura societal, y que por consiguiente el
Estado multinacional deba proteger las lenguas de las minorías nacionales15. Ello no
significa, sin embargo, que la postura de Kymlicka deba identificarse con la postura
comunitarista, pues, aunque liberales y comunitaristas afirman la profunda vincu-
lación de las personas con su cultura, los comunitaristas se esfuerzan por promover
una concepción compartida de la vida buena, aun cuando ello suponga la limitación

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de la capacidad de sus miembros para revisar libremente lo que es una vida buena.
Por el contrario, la postura liberal que defiende Kymlicka es que las personas tienen
libertad para juzgar los valores y las formas de vida heredados por tradición e incluso
para apartarse de ellos; y que a los individuos no solo se les debe garantizar el derecho

14
En este sentido, J. Waldrom, «Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative»,
University of Michigan Journal of Law Reform, 25/3, 1992, pp. 751-793 afirma: «a freewheeling cos-
mopolitan life, lived in a kaleidoscope of cultures, is both, possible and fulfilling... Immediately, one
argument for the protection of minority cultures is undercut. It can no longer be said that all people
need their rootedness in the particular culture in which they and their ancestors were reared in the
way that they need food, clothing, and shelter... Such immersion may be something that particular
people like and enjoy. But they no longer can claim that it is something they need» (p. 762); citado
por Kymlicka, op. cit., 1996, p. 123.
15
En este sentido, J. Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993
afirma: «normally leaving one’s country is a grave step: it involves leaving the society and culture in
which we have been raised, the society and culture whose language we use in speech and thought to
express and understand ourselves, our aims, goals, and values; the society and culture whose history,
customs, and conventions we depend on to find our place in the social world. In large part, we affirm
our society and culture, and have an intimate and inexpressible knowledge of it, even though much
of it we may question, if not reject» (p. 222); citado por Kymlicka, op. cit., 1996, p. 125.
legal para llevar a cabo esa revisión de la tradición, sino también las condiciones
sociales que favorecen la revisión crítica de su cultura, fundamentalmente mediante
una educación liberal.

IV. NACIONALISMO Y TOLERANCIA

Hemos visto hasta ahora que la práctica de libertad individual tal como es
entendida por los liberales está íntimamente unida a la pertenencia a la propia cultura
societal. Y hemos visto también que ese estrecho vínculo no solo justifica sino que
incluso obliga a los Estados multinacionales a proteger a sus minorías nacionales.
Sin embargo, es evidente que algunas naciones minoritarias y pueblos indígenas y
algunos nacionalismos son profundamente antiliberales. ¿Cómo deben actuar los
Estados liberales frente a tales grupos? ¿Dónde debe poner el Estado liberal sus límites
de tolerancia con respecto a las minorías antiliberales?16. A juicio de Kymlicka (1995:
108-9), existen dos límites básicos que los liberales deben imponer a los derechos
nacionales y, en general, al multiculturalismo: en primer lugar, una concepción liberal
de los derechos de las minorías no puede de ningún modo justificar las restricciones
internas, es decir, la posibilidad de que una minoría nacional restrinja o coarte las
libertades civiles y políticas básicas de sus propios miembros; en este sentido, todos los
individuos, independientemente de su cultura societal de origen, deberían disfrutar
de la capacidad para revisar las prácticas tradicionales de su comunidad, incluso para
decidir si vale o no la pena permanecer en ella. En segundo lugar, una concepción
liberal de los derechos de las minorías no puede de ningún modo justificar la opresión
o explotación de otros grupos, es decir, la posibilidad de que un Estado restrinja o
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coarte las libertades civiles y políticas de los miembros de otro grupo por el hecho
de pertenecer a ese grupo. Entre los casos de discriminación liberal del primer grupo
Kymlicka ha señalado el caso de la discriminación del gobierno tribal de los indios
pueblo contra aquellos de sus miembros que rechazan la religión tradicional, o la
de aquellas minorías nacionales que discriminan a las niñas en materia educativa o
que niegan a las mujeres adultas en su derecho a voto. Un ejemplo histórico de la
discriminación intergrupal es el que se dio en Sudáfrica durante el periodo del apar-
theid. En resumen, una perspectiva liberal de la multiculturalidad exige la libertad
intragrupal y la libertad intergrupal, de modo que las minorías nacionales tienen
derecho a mantenerse como culturas societales solo si, y en la medida en que, esas
minorías nacionales se gobiernen según los principios liberales.
La cuestión es qué hacer con las minorías nacionales que rechazan el prin-
cipio liberal de la autonomía de los individuos y que desean organizar su sociedad
siguiendo criterios tradicionales no liberales. Ante tal situación, Kymlicka se plantea
si la insistencia en los derechos individuales no es una nueva forma de etnocentrismo

16
Sobre esta importante cuestión, puede consultarse particularmente el capítulo octavo
de Kymlicka, op. cit., 1996.
y de intolerancia. En efecto, ¿no es intolerante forzar a una minoría nacional o a una
secta religiosa pacífica a que organicen su comunidad bajo los principios liberales de
libertad individual? Esta es una cuestión muy debatida dentro del propio liberalismo,
tras la cual surge la paradoja que parece establecerse entre la libertad y la tolerancia
como principios supremos de liberalismo. Según esta paradoja, el fomento de la li-
bertad individual o de la autonomía personal conlleva un sentimiento de intolerancia
hacia los grupos liberales, lo cual sería, a juicio de algunos17, una postura claramente
iliberal. Los liberales que, como Kukathas, priman la tolerancia sobre la autonomía,
aceptan más fácilmente las reivindicaciones de las minorías iliberales que desean
imponer restricciones a sus miembros. Como contrapartida, estos mismos autores
opinan que el Estado no debe prestarles ningún tipo de apoyo financiero o político.
En resumen, el Estado debería acomodar en su territorio a los grupos iliberales, siem-
pre y cuando no pidan ayuda ni intenten imponer sus valores a los demás. Kymlicka,
sin embargo, se opone frontalmente a esta solución, y no solo porque no permite las
protecciones externas, sino porque también legitima las restricciones internas. A juicio
de Kymlicka, la tolerancia entendida desde el liberalismo no es una alternativa a la
autonomía, sino más bien un aspecto de ella. En efecto, la tolerancia en Occidente, de
origen religioso, se ha transformado en libertad de conciencia individual, concepción
que está íntimamente unida a la autonomía o libertad individual. Evidentemente,
hay otros modos de entender la tolerancia, como es el caso del sistema de los millet
del imperio otomano, que desde 1456 hasta la segunda guerra mundial permitió
en sus fronteras la convivencia y el autogobierno de tres minorías no musulmanas
—judíos, griegos ortodoxos y armenios ortodoxos—. Sin embargo, el sistema de los
millet no se regía por una tolerancia liberal, sino que era más bien una federación de
teocracias cuyos miembros no disfrutaban de libertad de conciencia individual. Por

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consiguiente, a juicio de Kymlicka, no basta con afirmar que se desea la tolerancia,
sino que hay que añadir qué tipo de tolerancia deseamos. Y el tipo de tolerancia que
el liberalismo ha reivindicado no es el de la libertad colectiva de culto, sino la de la
libertad de conciencia individual. La tolerancia liberal protege, por consiguiente,
el derecho de los individuos a discrepar de su grupo, de igual modo que protege el
derecho de los grupos a no ser perseguidos por el Estado.

V. CONCLUSIONES

Frente al ideal cosmopolita que trajo consigo la Ilustración, el final del


siglo xx podría describirse como «la era del nacionalismo». En efecto, el final de la
Guerra Fría trajo consigo un creciente número de grupos nacionales que reivindican
su identidad. Mientras para muchos liberales el nacionalismo representa una amenaza

17
Así, por ejemplo, Ch. Kukathas, «Are There any Cultural Rights?», Political Theory,
29/1, 1992, pp. 195-139 y «Cultural Rights Again: A rejoinder to Kymlicka», Political Theory, 20/4,
pp. 674-680.
a la democracia, otros filósofos multiculturalistas, entre los que se encuentra Will
Kymlicka, defienden que las reivindicaciones nacionalistas son consistentes con los
principios liberales de libertad individual y justicia social. Kymlicka subraya con
fuerza que la vida política contiene una dimensión social ineludible, y que afecta
a cuestiones como la lengua, el sistema educativo, las fronteras o el autogobierno.
Conscientes de este hecho, la mayoría de las democracias occidentales han llevado a
cabo políticas multiculturales que contemplan derechos diferenciados de protección
de las minorías nacionales. El argumento fundamental esgrimido por Kymlicka y los
pensadores multiculturalistas para llevar a cabo una política de apoyo a las minorías
nacionales es que los principios liberales de libertad y justicia están íntimamente
vinculados a la cultura societal propia, de tal modo que las democracias occidenta-
les no solo debieran permitir a las minorías nacionales, sino también protegerlas e
incluso fomentarlas. A juicio de Kymlicka, la política multicultural tiene dos límites
de tolerancia: en primer lugar, los derechos de las minorías no deben permitir que
un grupo oprima a otros grupos; y en segundo lugar, los derechos de las minorías no
deben permitir que un grupo oprima a sus miembros. O expresado de otro modo:
los políticos y filósofos liberales deberían garantizar que existe tanto igualdad entre
los grupos como igualdad dentro de los grupos.

Recibido: octubre 2016


Aceptado: noviembre 2016
REVISTA LAGUNA, 39; 2016, PP. 115-128 128
A. Rodin, 1908-1909.

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