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Gin Tonic
Cuentos alcohólicos - Cristina Civale
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Gin Tonic
Acababa de apagar todos los teléfonos. No
quería saber que no me llamaba. Prefería la duda,
casi una certeza. El silencio, ese silencio donde él
fingía encerrarse para manipularme, me dolía.
Por esa razón yo elegía mi propio silencio fingido,
un cálculo lacerante. Esta vez sabía que si pronto
no me daba una señal, las palabras que le venía
dedicando ya no podrían salir de mi boca. Nunca
más. No tendría ni cómo empezar a hablarle
porque qué habría para decir. Nada.
Absolutamente nada.
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Él urdía su castigo luego de cada una de
nuestras discusiones y el silencio duraba según la
gradación con la que calificaba los desencuentros
que nos enfrentaban. En realidad, no eran más
que intercambios de opiniones, puntos de vista
sobre banalidades. Algo así:
-El restaurante que elegiste era una mierda.
-A mí me encantó la comida, la
ambientación. Los mozos eran atentos.
-No, no, creeme, era una verdadera mierda.
O:
-Tenés que entrenar más. Perdimos el
partido de tenis otra vez por tu culpa.
-Odio el tenis. Me gustan los deportes
solitarios. Juego para acompañarte.
-Ah, me hacés el favor.
-Como quieras.
O
-No cambiaste las flores de la habitación. El
agua está podrida.
-La chica se olvidó. Ahora lo hago.
-Tenés que estar más atenta.
-Bueno, no es para tanto. También podés
cambiarla vos.
-Si el agua está podrida es mal karma.
-¿Karma? Desde cuando incluiste esa
palabra en tu vocabulario.
O:
-Necesito un par de camisas blancas, de
algodón puro.
-Conseguís unas muy buena en Ona.
-Te lo digo para que me las compres vos.
-Perdón, querido, no tengo tiempo.
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-Para tus compras sí que tenés.
-Hace tiempo que no me compro nada.
¿Qué decís?
-Que me estás mintiendo.
O…
No hablábamos de otras cosas. Cualquier
sugerencia mía que se diferenciase de la suya era
vivida como parte de una gran conspiración. Una
intensidad desproporcionada. Mi desobediencia
indebida, mi indocilidad: su prepotencia.
Cuando nos conocimos, cinco años atrás,
esos caprichos algo infantiles me divertían y, en
ese entonces, hasta podía intentar una
reconciliación en la que los dos, finalmente,
terminábamos riéndonos, emborrachándonos
con una jarra de gin tonic casero y luego
haciendo el amor y hablando y hablando, hasta
extenuarnos.
Con el paso del tiempo, sus berrinches
empezaron a resultarme indiferentes y la inercia
propia del silencio fraguado nos arrastraba a
volver a hablar como si nada hubiese sucedido. Él
ya había cambiado los gin tonic por jugos
naturales exprimidos con sus propias manos. Yo
no. Así, no se mencionaba el asunto de su largo
silencio y cuando se le antojaba volver a
hablarme no le hacía ningún cuestionamiento y
respondía a sus palabras, muy serenamente. La
cosa parecía que jamás hubiera perturbado
nuestras vidas y francamente, en lo que hace a mí
no las perturbaba. O eso creía.
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Pero desde hace unos meses, yo empecé a
sufrir por sus caprichos que ya no me parecían tan
infantiles. A esa altura imaginaba una estrategia
para humillarme. Quizá le conspirativa ahora era
yo. De todos modos, no importa. Importa el dolor.
Mucho dolor.
Fue así como comenzaron las preguntas
resultado de un arrebato de indolencia que a él lo
cebaba, quizá sintiéndose que, por fin, estaba
dando en el blanco. En mi plexo solar.
Yo preguntaba, envalentonada por un par
de gin tonics que me preparaba cerca de donde él
exprimía sus jugos. Mis preguntas, debo
reconocer, estaban cargadas de una frecuencia
ebria e irritante que a veces me llevaba al
balbuceo: ¿Por qué no decís nada? ¿Cuánto
tiempo pensás que va a durar esta vez? ¿Cuál es el
problema ahora? ¿Creés que podemos seguir así
toda la vida?
Me convertía, lo sé, en puro acoso. Y no
sabía qué otra cosa hacer. Necesitaba ahora
arrancarle una palabra. Por supuesto que era
peor, su ensimismamiento parecía una
dedicatoria.
Mis demandas cansinas lo enervaban y a su
silencio le añadía otro y otro y otro más. Entonces
también evitaba mirarme. Una nube de vacío me
envolvía y su mirada ciega me dejaba
calladamente triste. Luego, por la noche tarde, en
la cama, me llegaba una caricia y empezaba la
reconciliación. O algo así. Otra instancia muda.
Los ritos cada vez más mecánicos y previsibles de
nuestra rutina sexual.
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Él, con los ojos cerrados, abría la boca,
inmensa, y ahogaba su orgasmo. Yo fingía los
míos, lo venía haciendo desde hacía tiempo y no
me importaba. Reducía toda mi expresividad a
unos sórdidos quejidos que apenas calmaban mi
herida. Luego me levantaba y me bebía sola y
rápido nuestra vieja jarra de gin tonic casero. A
veces me preparaba otra, hasta quedarme
knockeada, lista para dormir y olvidar.
Y al día siguiente volvía a hablarme,
alardeando de su aburrida performance, como si
ella le diese derecho, como si yo mereciese su
perdón porque se había dignado a tocarme y yo
se lo había permitido.
Esta vez la pelea había durado menos de un
minuto y cuatro frases.
-No voy a poder tomarme vacaciones en
enero. ¿Te parece mal cambiar de fecha?- le
comenté.
-Y me lo decís recién ahora.
-Me enteré hoy. No pude avisarte antes.
-Lo das por hecho. Hacé lo que quieras.
Él acababa de regresar de un largo viaje de
trabajo y yo lo esperaba con ilusión. Una ilusión
estúpida, inocente. No sé por qué, a pesar del
hueco que se había instalado entre nosotros, yo lo
seguía esperando. Como si un reencuentro
permitiese un nuevo comienzo. Tenía una
ansiedad juvenil por volver a verlo. También me
preparaba para proponerle cambiar ligeramente
nuestros planes para el verano. Una buena
oportunidad de trabajo podría llegar a retrasarlos.
Y el dinero nos venía bien a los dos.
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Luego de nuestra breve conversación -que
él convirtió en disputa- se encerró en el baño.
Salió después de dos horas enfundado en el
pijama que suele usar cuando está enfermo y que
deja permanentemente colgado en el baño,
debajo de su bata. Se acostó en nuestra cama,
estirado en diagonal, ocupando todo el espacio.
Yo tomé una manta y me acurruqué en el
sofá de la sala con una jarra de gin tonic, la tercera
que me había preparado desde el encierro. Sin
embargo, apenas pude dormir.
A la mañana, muy temprano, lo escuché
moverse en la cocina. Me levanté para intentar
compartir el desayuno pero él ya estaba saliendo,
disparado.
Me tragué la cantinela de preguntas y él
evitó mirarme. Cerró la puerta despacio y no se
despidió. El castigo parecía prolongarse.
Durante la mañana intenté ubicarlo en su
móvil pero filtraba mis llamadas.
Sobre el mediodía salí a caminar al parque,
a dar vueltas mecánicas alrededor del lago. Me
resultaba imposible concentrarme en mi trabajo.
Si bien tenía que liquidar dos traducciones, las
dejé morir en mi mesa, abrumada totalmente por
las circunstancias. Luego de bordear el lago creo
que unas cinco veces, me dirigí al shopping más
cercano donde me compré un perfume al azar, el
primero que la vendedora me ofreció. Desprendía
un fuerte olor a almizcle que podía resultar
perturbador. Lo encontré perfecto. Perturbar era
lo que necesitaba.
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Cuando regresé a casa, volví a conectar los
teléfonos y me puse a recordar nuestra escena. La
última que habíamos vivido con un diálogo.
La medida exagerada de su reproche y del
castigo me indicaban que habíamos llegado a un
punto del que seguramente ya no podríamos
volver. No sabía exactamente cuál era ese lugar,
pero no parecía un sitio acogedor.
Sobre las ocho, la hora que suele llegar a
casa, me preparé un baño. Sin espuma, ni sales ni
velas. Por una vez desmonté el escenario de
revista femenina del relax e intenté simplemente
distenderme. Eso sí, me llevé otra jarra.
Cuando me estaba secando, llegó. Vino
directo hacia mí.
Miró con reprobación la jarra y sobre mi
sólo clavó sus ojos ciegos, esos ojos y ese gesto
que ya eran un clásico en nuestros últimos meses.
Apoyó su portafolios sobre el inodoro y, por fin,
habló.
-Para mí, febrero no estaría mal.
Ni bien terminó de decirlo, empezó a
desnudarse y se metió en la bañera de mi agua
usada, seguramente ya fría.
Febrero, marzo, nunca, me dije bajito. Todo
me sonaba tan intrascendente como falso.
Terminé de secarme y salí del baño
envuelta en un toallón. En la habitación comencé
a vestirme. Elegí uno de mis vestidos favoritos,
con el que siempre me siento irresistible y linda.
-Sí. Febrero me parece perfecto –le dije
exquisitamente vestida desde la puerta
entreabierta del baño.
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No esperé a que me contestara. Me rocié
todo el cuerpo con el perfume nuevo y salí en busca
de un bar nuevo, uno que yo no conociera. Estaba
harta de las jarras de gin tonic casero.
Me habían hablado del Flandres, un lugar
con un buen bar tender, música atronadora y
ambiente cálido y sencillo. Hacia allí me dirigí
caminando. No estaba lejos de mi casa. Mientras
caminaba, llamé a un viejo amante. No me
contestó. Y luego llamé a otro aún más antiguo,
tampoco contestó. Hice tres llamados similares con
idénticos resultados. Silencio también del otro lado
de la línea, de muchos otros lados.
Una vez en el bar pedí un gin tonic con
Bombay Saphire y mientras lo aguardaba, lo llamé
a él. Me contestó al segundo ring: “Hola, mi amor”.
Le dije donde estaba y le conté que en el
Flandres había unos jugos estupendos. Naturales y
de frutas exóticas. Me sirvieron mi gin tonic de
Bombay.
Hace media hora que lo llamé y todavía lo
estoy esperando. Acabo de apagar el móvil. No
quiero saber que no va a disculparse por no venir,
no quiero saber que ni siquiera va a intentarlo. No
podría ni siquiera tolerar una excusa improvisada,
al descuido.
Pedí otra vuelta. Miré el teléfono y se lo
regalé a un turista joven, creo que era alemán. Y
sigo bebiendo.
Ahora, silencio.
Ahora yo quiero mi propio silencio. Necesito
planificar muy bien cómo arrancarle la lengua
mientras esté durmiendo.
Y entonces sí, silencio.
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