Memorias de Un Abogado. Ana Alegria
Memorias de Un Abogado. Ana Alegria
Introducción al Derecho I
Carné 202045951
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Contenido
CAPITULO I
De Quién era Cristóbal Roxel……………………………………………………………….………….....4
CAPITULO II
La Desesperación del Tecolote……………………………………………………………………….…….6
CAPÍTULO III ................................................................................................................................. 9
Una Criatura Angelical ................................................................................................................... 9
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
Sentencia y ejecución………………………………………………….……………………………………14
CAPÍTULO VIII
Solemne juramento……………………………………………………….…………………………………16
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
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La propuesta del Oidor de la Real Audiencia…………………………………………………………………………………24
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XX……………………………………………………………………………………………………………………………….37
CAPÍTULO XXI………………………………………………………………………………………………………………………………39
CAPÍTULO XXII……………………………………………………………………………………………………………………………..41
CAPÍTULO XXIII…………………………………………………………………………………………………………………………….42
CAPÍTULO XXIV……………………………………………………………………………………………………………………………43
CAPÍTULO XXV…………………………………………………………………………………………………………………………….44
CAPÍTULO XXVI……………………………………………………………………………………………………………………………45
CAPÍTULO XXVII…………………………………………………………………………………………………………………………..46
CAPÍTULO XXVIII……………………………………………………………………………………………………………………….47
CAPÍTULO XXXII…………………………………………………………………………………………………………………………….54
CAPÍTULO XXXIIII…………………………………………………………………………………………………………………………55
CAPÍTULO XXXIV……………………………………………………………………………………………………………………………57
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CAPÍTULO XXXV ........................................................................................................................ 59
Un último y terrible episodio ......................................................................................................... 59
CONCLUSIONES……………………………………………………………………………………..……61
RECOMENDACIONES………………………………………..……………………………………..……62
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La historia de memorias de un abogado, es sobre un joven huérfano, que
fue acogido por su bondadoso tío, quien lo obligó por esa causa a trabajar para él,
queriendo aprender a leer conoció a un maestro Mallen y a su familia,
enamorándose de Teresa Mallen, la que junto con su madre le da lecciones, fue
acusado de asesinato de su tío y condenado a la orca, al casi haberlo ejecutado
se demostró su inocencia y los médicos pudieron salvarlo.
Motivo por el que hace la promesa de ser abogado y defender a todos los
condenados a muerte, y pide a Teresa que lo espere mientras se gradúa, llegando
a la universidad conoce a sus dos grandes amigos Vargas y Velasco.
Teresa trabajó para la hija del Oidor que fue curada por Velasco, cosa que
este utilizó para ganarse el amor de la señorita, buscando con eso llegar al puesto
en la medicina y la realza que ambicionaba.
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CAPÍTULO I
De Quien Era Cristóbal Roxel
1. Mi tío no pasaba jamás delante del cepillo o alcancía de las ánimas sin
echar una limosna.
2. Personas verídicas aseguraban haber visto a ciertos pobres vergonzantes,
atisbando las ventanas del maestro Roxel, a bocas de oraciones.
3. Y principal: mi tío me recogió y me criaba por caridad, desde que había
faltado mi padre, que se fue al otro mundo, dejándome por única herencia
su nombre ( Francisco), su apellido (Roxel), cinco o seis telares, y otros
útiles del oficio. Esos objetos que no valían cuatro reales, según el mismo
maestro, pasaron a su poder junto con mi persona y la de un gato que se
llamaba Mambrú; y ambos fuimos a constituir la familia de aquel honrado
tejedor.
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horas hábiles del día en los recios ejercicios de teñir y tejer y llegué a la edad
de diez y ocho años sin conocer la O por lo redondo. Era yo un muchacho débil
y encanijado, con la cara y las manos azuladas, de tanto manejar el tinte.
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CAPÍTULO II
La desesperación del “Tecolote”
Entre oficiales y simples aprendices tenía mi tío unos cinco o seis mozos
que trabajaban en la pieza de los telares y en un corredor donde estaban los
tinacos y donde se verificaba la operación de teñir el hilo y la lana que
empleaban en los tejidos. Uno de los oficiales, que se apellidaba Requena y
que era más conocido por el apodo del Tecolote, porque no se le veían
regularmente en la calle sino de noche, se hacía notar por su carácter adusto y
concentrado y por la exactitud con que atendía el cumplimiento de su
obligación. El primero siempre en el obrador, trabajaba el día entero y era todo
el desempeño del maestro. Más aún: entre oficiales y aprendices se
murmuraba que Requena era quien había discurrido y puesto por obra las
cotonias rayadas que tanta honra y tanto provecho habían proporcionado al
establecimiento. Era natural esperar que esa circunstancia hiciera que el
maestro guardara alguna consideración a aquel oficial; y en efecto, hasta la
época en que da principio esta historia, no se había dado caso de que le
pusiera manos, aunque sí no le había ahorrado los dicterios y las amenas. Mi
tío era un hombre terco y atrabiliario, que se irritaba con la mayor facilidad y a
quien la cólera impelía a cometer las mayores violencias.
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Capítulo III
Una Criatura Angelical
Si el maestro de escuela quisiera darme algunas lecciones –pensaba yo-
me apuraría mucho, y quién sabe si en el espacio de cinco o seis meses ya sabría
leer las gacetas y poner mi nombre. Pero ¿a qué horas ha de ser eso, cuando
estoy ocupado el día entero en el obrador? Don Eusebio Mallén (así se llamaba el
pedagogo) no ha de querer molestarse por mí, enseñándome en las horas que no
son las de la escuela y es difícil que mi tío, que harto hace con sustentarme y
doctrinarme por caridad, quiera pagar para que yo aprenda a leer gacetas.
Esas desconsoladoras reflexiones hacía yo mientras me dirigía a la
parroquia a oír misa. Cuando salía, triste y cabizbajo, oí que me llamaban y
volviendo la cabeza me encontré con el maestro de escuela y su familia, que
salían también de la iglesia.
-Yo sé por qué. Es porque estás ocupado en el obrador desde las seis de la
mañana hasta las seis de la tarde. Pero ese no es inconveniente. Tu tío sale todos
los días a la oración y vuelve a las ocho de la noche; vente a casa y mi madre te
dará lecciones.
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CAPÍTULO IV
Yo te amo y te amaré siempre
Durante todo el día siguiente estuve aguardando con grande impaciencia la
hora en que debía ir a casa de don Eusebio.
Cuando llegué a casa del maestro, doña Prudencia me tenía ya preparada
una cartilla adornada con una grotesca imagen del Bautista, santo que no sé tenga
algo qué ver con el aprendizaje de las primeras letras. Pero sea de esto lo que
fuere, ellas son las que nos han abierto la puerta del saber y nos han puesto en
aptitud de saborear los primeros frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. La
buena señora me dio la primera lección, y estaba Teresa, sentada frente a mí se
ocupaba en la tarea muy poco poética de cabecear medias, que a mí me parecía
oficio de ángeles por ser ella quien lo desempeñaba.
Después de haber formado aquel vocablo con las seis letras del nombre
que ocupaba constantemente mi espíritu, quise probar a escribir un renglón como
me lo había recomendado mi maestra. Corté bien mi pluma de zopilote, renové la
tinta escogí la más blanca de las fojas de papel de que podía disponer, y con la
mano temblorosa por la emoción, tracé en una línea no muy derecha las
siguientes palabras:
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CAPÍTULO V
Del crimen cometido por Cristóbal Roxel
Al siguiente día ocupé mi puesto como de costumbre en el obrador; pero
estaba tan preocupado con lo sucedido en la noche anterior, que no acertaba yo
con el trabajo. Dos veces eché a perder un tejido, después unos cuantos tirones
de orejas, con los que mi tío me hizo ver que un operario no tiene derecho a
enamorarse; y que si se enamora y yerra el trabajo, se expone a sufrir las
consecuencias de su distracción.
Debido a que dos veces había echado a perder el rebozo que estaba
tejiendo mi tío pensó que estaba enfermo, para mandarme luego al hospital. Dije
que no tenía enfermedad alguna y seguí trabajando y echando a perder las obras
que se me encargaban. La cólera de mi tío iba subiendo de punto, y me amenazó
con que me echaría de cabeza en uno de los tinacos si no me enmendaba.
El maestro vio lo que había hecho y parecía no creer lo que sus propios
ojos le mostraban. Después de un momento de silencio, mi tío se lanzó sobre mí
como una pantera, me agarró por el cuello y vomitando improperios me arrastró
hasta llevarme junto a uno de los tinacos. Era hombre naturalmente vigoroso y la
cólera le daba nuevas fuerzas. Como si hubiera sido yo un muñeco, me levantó
del suelo y me introdujo la cabeza en el tinaco que estaba lleno de añil, y no me
sacó sino cuando estaba a punto de ahogarme.
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La sangre me agolpó en mi cabeza, me sentí poseído de un odio mortal
hacia mi tío y corrí al obrador decidido a matarlo, o a que me matara. Pero cuando
entré ya el maestro había desaparecido por una puerta que comunicaba al talles
con las piezas interiores de la casa; puerta que él, había cerrado por dentro. Me
apoderé de unas tijeras grandes que servían en los telares e iba a entrar por la
puesta de calles, resuelto a llevar a cabo mi criminal designio. Pero me encontré
detenido por la mano vigorosa de Requena que me dijo: -¡Loco! ¿Qué vas a
hacer? ¿A perderte inútilmente?
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CAPÍTULO VI
En un estrecho y sucio calabozo
Suponiéndome un gran criminal, me cargaron los pies y las manos con los
grillos y las esposas más fuertes que había en la cárcel y me encerraron en un
oscuro y húmedo calabozo, iniciando así la serie de torturas con que esa buena
madre que se llama ley, castiga a sus hijos antes de saber si son o no culpables.
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abogado de pobres, quien manifestó que la despacharía cuando le llegara su
turno; lo que pareció completamente justo a los señores de la Real Audiencia.
Cuando llevaba ochos meses de prisión, don Eusebio Mallén obtuvo una
recomendación muy expresiva de un pariente en tercer grado de la esposa del
abogado de pobres, para que se despachara mi asunto y fue personalmente a
presentarla y suplicar que fuese atendida.
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CAPÍTULO VII
Sentencia y Ejecución
La obra maestra quedó al fin terminada. El abogado quiso que se leyera en
audiencia solemne y el tribunal no tuvo inconveniente en acceder a la solicitud. Un
numeroso concurse de lo más ilustrado de la ciudad acudió a oír aquella defensa
de que se había hablado tanto. Yo estaba presente sentado en un banquillo,
aherrojado y con dos centinelas de vista, precauciones que se juzgaron
necesarias porque mi atrevimiento y mi ferocidad podían poner en peligro a los
magistrados mismos.
No pude decir cuál fue mi asombro al escuchar la lectura de lo que se
llamaba mi defensa. El célebre abogado apenas tocaba el hecho como por
incidente; no alegaba la falta de testigos ni mis antecedentes honrosos, ni nada en
fin de lo que hubiera podido llevar al ánimo de los jueces la convicción de mi
inocencia.. Temí que mi causa estaba en gravísimo peligro con semejante sistema
de defensa, me animé a pedir la palabra, se me concedió y expuse sencilla pero
enérgicamente, las tazones que probaban mi completa inculpabilidad.
Entré en capilla. La ley, bondadosa hasta el extremo, me devolvía por tres días el
uso completo de mis miembros. Me hizo quitar las esposas y los grillos (doblando
las guardias) y para no matar mi alma junto con mi cuerpo, me envió un sacerdote
que me preparara para el terrible viaje de la eternidad.
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Un reo con grillete y cadena al pie se situó a la puerta de la cárcel, junto a
una mesa cubierta con una carpeta negra y encimo un crucifijo. El hombre gritaba
a cada momento: una limosna para un pobre ajusticiado, por el amor de Dios; y
tañía una campanilla. Algún trabajo costó al buen religioso encargado de
prepararme, que yo me resignara a morir.
Amaneció el día que debía ser el último para mí. A las once de la mañana el
alcalde, juez de la causa, acompañado de su escribano y testigos, apareció en la
capilla donde estaba también el sacerdote, dirigiéndome sus exhortaciones. Con el
juez iba un hombre vestido de una manera extraña, que se puso de rodillas y me
pidió perdón. Era el verdugo, es decir el brazo de la sociedad que iba a matarme,
y que me rogaba le perdonara la iniquidad que conmigo cometería.
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CAPÍTULO VIII
Solemne Juramento
Abrí los ojos y llevé la mano a la garganta, como para quitarme alguna cosa que
me oprimía. Di una mirada en derredor y me encontré en una habitación que no
me era desconocida. Quise hablar y sentí que una mano suave oprimía mis labios.
Entonces vi al lado de la cama en que estaba tendido, a Teresa Mallén. Imaginé
que me encontraba en la mansión eterna de los bienaventurados, y que Teresa
había ido a reunírseme, para no- separarse jamás de mí. Cerré otra vez los ojos y
continué contemplando intuitivamente la visión seráfica.
Un momento después volví a abrir los ojos, dirigí una mirada en derredor y vi al
padre y a la madre de Teresa, que parecían velar también por mí. Por último
advertí la presencia de dos personas que no pertenecían a la familia, un anciano y
un joven, que tenían la vista fija en.
—Ya lo ves —dijo el anciano, dirigiendo la palabra al joven—; no ha muerto, a
pesar de que había espuma en la boca. Hipócrates se equivocó y la ciencia
moderna tiene razón en ese como en otros puntos. No lo olvides: se debe socorrer
a los estrangulados, aun cuando haya espuma en la boca; porque no siempre es
ese síntoma mortal.
—Es verdad —dijo el joven—; pero doctor, usted mismo ha notado todos los
síntomas de la apoplejía y de la asfixia; ¿cómo explica usted que haya vuelto a la
vida?
—Muy fácilmente —replicó el anciano—. Hubo apoplejía y asfixia; pero ni la una ni
la otra son necesariamente mortales. La luxación de la vértebra cervical, que
produce la lesión de la medula espinal, es la que no deja esperanza de vida en los
casos de estrangulación; y esa luxación no se había verificado sin duda en este
joven. He ahí lo que ha podido salvarlo.
Y las oportunas sangrías del pie y de la yugular que usted le administró después
que le cortaron la cuerda –dijo el joven.
—La ciencia —dijo el anciano, la ciencia no es más que un instrumento ciego de
los designios de Dios. Estaba destinado a vivir y ha vuelto de los umbrales de la
eternidad
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Por aquella conversación vine en conocimiento de lo que conmigo había sucedido.
Recordando los acontecimientos desde la noche fatal en que encontré a mi tío
bañado en sangre, hasta el instante en que, pendiente de la horca, perdí el
conocimiento, deduje que alguna circunstancia inesperada y extraordinaria debía
haberme salvado. Comprendí también que estaba yo al cuidado de la bondadosa
familia de don Eusebio y que aquellos señores eran los médicos que me habían
prestado sus auxilios para volverme a la vida.
Tres días después de aquel en que recobré el conocimiento, hallándome solo con
don Eusebio, le pedí me explicara a qué debía yo mi salvación.
—No fue la casualidad —me dijo—, sino la Providencia la que acudió en tu auxilio.
---Requena ---continuo don Eusebio--- estaba también armado; paró el golpe; pero
por desgracia para él y por fortuna para ti, reculó dos pasos, tropezó con una
piedra, cayó y su adversario le sepultó el puñal en la garganta, sin que el otro
pudiera defenderse. Dijo quién era su asesino y la causa que lo había impelido a
cometer el crimen; luego preguntó la fecha del mes, contestándole que era el 30
de marzo, una expresión de terror extraño se pintó en su fisonomía, y exclamó,
«Castigo de Dios. Hoy hace un año por venganza maté al maestro Cristóbal
Roxel. Su sobrino muere inocente». No dijo más y expiró. El alcalde que oyó la
declaración, corrió a la Audiencia, pidió permiso para entrar, se le concedió y
expuso lo que acababa de decir Requena delante de varios testigos.
Los Oidores entraron en consulta; el debate fue aclarado pero breve; se acordó
suspender tu ejecución. Uno de los ministriles corrió con la orden y llegó a tiempo
para hacer cortar la cuerda.
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CAPÍTULO IX
Dios traza caminos derechos por líneas torcidas
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Salimos, pues, y pronto estuvimos en la cúspide de la colina, contemplando el
magnífico panorama que se ofrecía a nuestra vista.
Don Eusebio y su esposa entraron a la antigua capilla, mientras que Teresa y yo
nos sentamos bajo un árbol contemplando con silenciosa admiración el
espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos.
—Para mí —repliqué yo, sin ser dueño de dominar mi emoción—, no hay felicidad
sin tu amor.
Teresa guardó silencio durante un momento. Su mano temblorosa arrancaba las
hierbas del campo y las arrojaba con un movimiento inconsciente.
— ¿Y puedes dudar de él^ —me dijo con voz apenas perceptible. '
Le tomé una mano sin decir palabra y la acerqué a mis labios.
—Tengo —le dije—, que consagrar algún tiempo de mi vida, para prepararme al
desempeño de una noble y santa misión. Dios y tu padre son testigos de mi
juramento. Pasarán diez años antes de que me sea permitido unir tu suerte a la
mía. ¿Me conservarás tu afecto?
—Sea cual fuere, Francisco —respondió Teresa—, el tiempo que deba yo
esperarte, mis sentimientos no experimentarán el menor cambio. Mira ese sol que
oculta sus últimos rayos detrás de los montes. Mañana hará lo mismo que hoy y
todos los días se repetirá la escena hasta la consumación de los siglos. Mi amor
será tan invariable como él y animará mi alma hasta el último instante de mi vida.
Don Eusebio y su esposa llegaron en aquel momento.
Yo bebía el amor en los ojos de aquella que era la mitad de mi alma; y mi corazón,
que pocos días antes estaba próximo a estallar, vencido por el sufrimiento, apenas
tenía fuerzas para soportar aquella inmensa felicidad.
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CAPÍTULO X
El Insulto Infame Recibe Su Castigo
Aquella fue la última noche que pasé en casa de don Eusebio. Manifesté mi
resolución de trasladarme a la casa que había sido de mi tío, y aunque con mucho
sentimiento, don Eusebio y su esposa convinieron en que mi deseo era justo.
Teresa guardó silencio y acompañada de su madre, fue a preparar la modesta
habitación que yo había de ocupar.
Instalado en mi casa, mi primer cuidado fue buscar un maestro de gramática
latina, y comprar los libros que necesitaba para aprender aquella lengua.
Emprendí el estudio con ardor y pronto vencí las primeras dificultades de mi
aprendizaje. El latín era la lengua de la ciencia a que yo me proponía dedicarme; y
no podía, por tanto, descuidar el aprenderlo con la posible perfección.
Multiplicadas después las traducciones de las obras de los glosadores y
tratadistas antiguos, y abandonado por los modernos el uso del latín, no por eso
considero perdido el tiempo que emplee en el estudio de un idioma del cual
derivan la mayor parte de las lenguas vivas y que ha ejercido tan poderosa
influencia en el desarrollo del espíritu humano. El latín que aprendí me ha servido
eficazmente para facilitarme el conocimiento de otras lenguas modernas y para
escribir y hablar con alguna corrección el castellano.
Mi asiduidad, unida a mi tal cual disposición, hizo que a los seis meses me
encontrara en aptitud de poder presentarme a examen. Salí con tres notas de
sobresaliente y con la fama de ser un gran latino, por haber traducido con facilidad
algunos pasajes de las Selectas, una o dos cartas de Cicerón y otras tantas de
San Jerónimo. Tuve la fortuna de escuchar las lecciones del célebre Goicoechea y
fui uno de los más decididos partidarios de las ideas nuevas que anunció aquel
hombre de genio, que alarmaron al espíritu de rutina y excitaron la envidia,
atrayendo persecuciones al que había promovido el estudio de las ciencias*
experimentales y combatido les errores del escolasticismo. Fui también uno de los
que aplaudieron con más entusiasmo la justicia que después hicieron la autoridad
y el público al mérito y servicios de aquel sabio.
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Entre los veinticinco o treinta estudiantes que cursaban filosofía, había dos que
llamaron particularmente mi atención. Llamábase el uno don Fernando Vargas y el
otro don Antonio Velasco; Vargas era uno de los jóvenes disipados y turbulentos
que se hacen de partido entre los estudiantes por su carácter franco y alegre, por
su afición a toda travesura y pedir siempre feriado. Si un día aparecía uno de
éstos caricaturado en la pizarra; si otro día se encontraba a un zopilote atado
sobre la cátedra y con las alas extendidas, a guisa de espíritu santo; si una vez
había fuegos artificiales en la clase a la mitad de la lección; si otra se sentaba el
maestro sobre clavos colocados en el asiento de su silla, no había qué preguntar
quién era el autor principal de aquellas fechorías.
El don Antonio Velasco era un tipo diferente. Taimado y astuto, ayudaba a Vargas
a discurrir las travesuras; era el inventor de las más pesadas.
Desde que comencé a concurrir a las clases creí notar que éste no me veía con
buenos ojos. Mi puntualidad, aplicación al estudio y el respeto que mostraba a los
catedráticos fueron calificados de gazmoñería por aquel joven díscolo, que tuvo la
franqueza de no ocultar la mala impresión que yo le había hecho y que no
desperdiciaba ninguna de las oportunidades que se le ofrecían para mortificarme.
Una o dos veces oí que hablaba de soga cuando yo pasaba junto a un grupo de
estudiantes que reían y celebraban sus patochadas, y fingí no haber escuchado
aquella insultante alusión al lance terrible que marcaba la página más triste de mi
vida. El conflicto se hizo al fin inevitable. Vargas, Velasco y yo fuimos designados
para sostener una conferencia, que debía comenzar con la lectura de nuestros
respectivos quodlibetos. Yo era mejor latino que ellos y mi oración fue aplaudida
por los catedráticos. Al llegar a clase, Habían pintado con carbón en la pared una
gran horca, con la figura de un hombre pendiente de un lazo y en derredor una
inscripción que decía (Francisco Roxel, ahorcado por sus crímenes).
Vargas peleó conmigo pero salí victorioso de la pelea, él corrió a borrar la pintura
pero lo detuve y dije: El crimen es el que deshonra; no el cadalso. ,
Dicho esto, abrí la puerta y salí, atravesando el grupo de estudiantes que me
abrieron paso con respetuosa deferencia.
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CAPÍTULO XI
De Cómo Empezó una amistad con Vargas y Velasco
El hecho de que he dado noticia al fin del anterior capitulo hizo ruido el mismo día
en la Universidad; y se atribuyó a valor lo que fue efecto de la excitación
extraordinaria que me había causado la injuria, atroz que me hizo aquel joven,
más atolondrado que maligno. Cuando fui al día siguiente a ocupar mi asiento en
la clase, no quedaba el más ligero rastro de la pintura ni de la inscripción.
Lo más extraño de todo fue que Vargas concibió desde entonces por mí una
especie de admiración tan irreflexiva quizá como el odio que antes me profesaba.
Al siguiente día salió a recibirme cuando entré en la Universidad, me estrechó la
mano con efusión y me suplicó le permitiera llamarme amigo. Espíritu generoso y
ligero, era igualmente pronto para el aborrecimiento como para el afecto. Velasco
se me acercó también y alabó en términos exagerados mi comportamiento,
agregando en voz baja y sin que lo oyera Vargas, que él había tenido muy a mal el
hecho, y que si aquel amigo hubiera escuchado sus consejos, no me habría
inferido tan injusto agravio. . Me entregué sin reserva a aquellos dos estudiantes,
de los cuales uno era franco y bueno, el otro hipócrita y perverso, y vine a ser una
especie de mentor para ellos. Les repasaba las lecciones, les corregía los
quodlibetos, los .estimulaba al estudio, les proporcionaba libros, les aconsejaba en
todas las dificultades, estableciéndose entre nosotros la más estrecha unión que
nos valió entre los condiscípulos la denominación antonomástica de los tres
amigos. En la calle de la Merced vivía entonces una señora viuda de un militar
español, con cinco hijas solteras, la mayor de las cuales contaba ya veintiséis
años y la menor diez y ocho. Una hermana de doña Lupercia Costales (así se
llamaba la viuda), vivía también con ella, cargando con poca paciencia el peso de
sus treinta y cinco navidades y su celibato involuntario.
Aunque la vida no era cara en aquel tiempo, siete personas no podían pasarlo
desahogadamente con el montepío de la viuda y con la renta, no muy pingüe, de
cierto vínculo o mayorazgo que tenían en España, únicos ramos que formaban las
entradas en el presupuesto de aquella familia.
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CAPÍTULO XII
Una Tertulia Que Termina en Barahúnda
Cuando me presenté en aquella casa por primera vez, la tertulia era numerosa.
Tenía la palabra un Capitán de artillería, Llamábase don Alfonso Ballina, llamando
al guerrero el Capitán Gallina. Aquella era la primera noche que este sujeto se
presentaba en casa de doña Lupercia. Cuando entré, refería la historia del ataque
del fuerte y los prodigios de valor que él había hecho en aquella jornada.
Me pareció que el Capitán apuntaba sus miradas a la mayor de las hijas de doña
Lupercia; pero a causa del estrabismo, pegaba a la tía de la joven que, engañada
por las apariencias, contaba ya con haber hecho la conquista de aquel valiente.
—No hay duda, señor don Alfonso —decía doña Modesta (así se llamaba la tía,)
—; no hay duda que el peligro fue grande; pero al fin usted tenía el consuelo, en
caso de haber muerto, de no dejar atrás mujer e hijos a quienes hacer falta.
— ¡Oh, señora! —contestó el Capitán, echando a la mayor de las jóvenes el ojo
rebelde, si hubiera yo encontrado la muerte en manos del inglés, mi único
sentimiento habría sido precisamente el no dejar quién me llorara. Calló el bueno
del Capitán, considerando, haber preparado suficientemente el campo para un
ataque formal. La tía suspiró con ternura, y dijo:
— ¡Qué dicha la de ser viuda de un héroe!
La tía soltera, a quien le pareció que el Capitán tomaba demasiado interés en
averiguar quién sería el futuro de su sobrina, se apresuró a explicar el quid pro
quo y a hacer que se variara de conversación.
—Es —dijo—, que esta muchacha está resuelta, enteramente resuelta, a ser
monja, y por eso ha dicho a usted que el marido que ella ha elegido no morirá
jamás.
Pocas noches después hubo un bailecito en casa de doña Lupercia, para celebrar
el cumpleaños de una de las personas de la familia. Quitaron el petate de la sala,
arrimaron a la pared la mesa, cargada de botellas de licores y con algunos platos
de comestibles, agregaron dos velas al alumbrado ordinario, y madre, tía y
señoritas, de veinticinco alfileres, aguardaban a las ocho en punto la llegada de los
danzantes. A poco entró media Universidad, presidida por Vargas y Velasco.
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CAPÍTULO XIII
La Propuesta del Oidor de la Real Audiencia
Tal era, sobre poco más o menos, nuestra vida de estudiantes. Terminados los
cursos de Filosofía, mis dos amigos y yo nos presentamos a examen para obtener
el grado. Yo había estudiado y aprendido algo, y fui aprobado. Vargas y Velasco
sabían muy poco y pasaron también.
El primero decidió matricularse en el curso de Derechos, como yo, y el segundo
prefirió la Medicina, pareciéndole carrera más lucrativa.
Yo estudiaba el Derecho con ardor y veía con la posible frecuencia a la familia de
don Eusebio Mallen, a la que me ligaban la gratitud y el sentimiento, más tierno
aún, que me inspiraba Teresa. Un acontecimiento imprevisto vino a modificar las
condiciones de la apreciable familia. Sucedió que don Eusebio, a causa de una
grave enfermedad, quedó imposibilitado de continuar al frente de la escuela, lo
cual le obligó a solicitar su retiro, con las dos terceras partes de su módico sueldo,
que no alcanzaba a satisfacer sus necesidades. Sabedor del hecho, puse todos
mis recursos a la disposición de aquellos que habían sido tan buenos conmigo,
pero don Eusebio llevó su delicadeza hasta el punto de rehusar decidida y
terminantemente los auxilios que yo le ofrecía con tan buena voluntad.
Don Eusebio recibió una visita y se trataba de don Pedro, quien propuso a la hija
del señor Eusebio para que le hiciera compañía y leyera libros a doña Ana
Dávalos donde ganaría 20 pesos para poder salir adelante. Pero don Eusebio
rechazó la propuesta varias veces, pero Teresa con lágrimas en los ojos le dijo a
su padre que la dejara ir porque en verdad necesitaban ese dinero, entonces Don
Eusebio tuvo que aceptar la propuesta de que su hija se fuera a trabajar, luego el
curial se marchó muy satisfecho por el servicio que hacía a aquella familia, que le
proporcionaba al mismo tiempo el probar su celo a uno de los más importantes de
los miembros de la Real Audiencia.
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CAPÍTULO XIV
El Transe Misterioso De La Hija del Oidor
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CAPÍTULO XV
La pasión tardía de un sabio
Aprovechando la invitación que me hizo la hija del oidor, fui algunas veces a
la Casa de Moneda y tuve oportunidad de ver y hablar a aquella dama, que me
pareció muy sensata en todo cuanto decía, siempre que no se tratara de lo que
ella llamaba su muerte y su resurrección. Mostraba cada día más afecto a Teresa,
y ésta correspondía por su parte a aquel sentimiento con una adhesión sincera. A
pesar de la diferencia de condición social y de edades, pues doña Ana contaba
cinco o seis años más que la hija del maestro de escuela, llegó a establecerse
entre ellas una verdadera intimidad, que las hacía verse no ya como señora y
sirvienta sino como amigas o hermanas.
Al atravesar una de los largos corredores del edificio, que una lámpara
iluminaba escasamente, me crucé con un hombre embozado hasta los ojos y cuyo
aire me pareció muy semejante al de Velasco. Consideré aquel hecho tanto más
extraño cuanto que Doña Ana Dávalos no recibía sino a uno que otro de los
amigos íntimos de su padre. Me detuve para examinar a aquel desconocido, que
por su parte se fijó también en mí, pues a la cuenta el encontrarme en aquel sitio
le pareció tan inexplicable como a mí se me hacía su presencia en él.
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escrito los tratadistas y que era además, profundo en el derecho canónico, en la
teología, en la literatura española, latina y griega, sin que le fueran extrañas las de
otras naciones.
Todos los días a las ocho de la mañana, ocupaba yo la mesa que me había
designado don Juan Gualberto en su despacho y me ponía a trabajar.
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CAPÍTULO XVI
El misterio de Velasco. La cura de doña Ana Dávalos
Una noche fui a visitar a doña Ana Dávalos y la encontré en compañía de
Teresa como de costumbre; pero me llamó la atención el encontrar el gabinete de
labor donde recibía la señora sus visitas, iluminado muy escasamente,
amortiguando la luz del velón (colocado sobre una mesilla incrustada de carey y
madreperla) una pantalla de plata cincelada, que figuraba una mariposa con alas
desplegadas.
Doña Ana estaba recostada en un canapé, vestida de blanco, ceñida la
cabeza con la corona de flores del mismo color y agitando con violencia la palma
que tenía en la mano.
Doña Ana cerró los ojos y no dio una palabra más. Teresa me hizo seña de
que guardara silencio y permanecimos así durante diez minutos. Dos golpes
apenas perceptibles dados en la puerta que caía al corredor, hicieron que la
señora se pusiera en pie como sobresaltada.
-Adelante- dijo y dio dos pasos hacia la puerta, como para recibir al que
llamaba.
Dicho esto se levantó y se dirigió a una puerta que comunicaba con el salón
donde encontré tendida en el féretro la primera vez que la vi. Velasco la siguió sin
decir palabra y aún sin mirarme, conducta que me parecía inexplicable.
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Dentro de pocos días podré sin duda hacerlo, sin traicionar la confianza de
doña Ana y de su padre fueron las palabras de Teresa. Aquellas palabras picaron
mi curiosidad más vivamente; pero conociendo el carácter reservado de Teresa
Mallen, comprendí que insistir en exigirle más explicaciones, sería causarle
inútilmente un desagrado.
Deje de pasar algunos días sin ir a ver a doña Ana Dávalos, informándome
de Teresa con sus padres, a quienes veía frecuentemente.
Dicho esto estreché la mano de aquel joven tan inteligente como audaz y
salí penosamente afectado por la conversación que acababa de tener con él.
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CAPÍTULO XVII
Día de campo en Los Arcos
Como a las seis de la mañana del día siguiente, estando aún en la cama,
dormido, sentí medio en sueños que me movían con fuerza y oí una voz que
decía:
-Una gallina asada y dos botellas de moscatel.
Vino a avisarme que tenemos día de campo hoy en Los Arcos, con las
Costales; que anoche me encargaron que te avisara, advirtiéndote lo que debías
llevar, y como saldremos a las ocho vengo a despertarte, para que haya tiempo de
que asen la gallina.
Para que acabáramos de decidirnos, el chalán dijo que no hacía media hora
que había alquilado otro caballo del mismo color y del mismo cuerpo al criado del
doctor Morales, que había pagado por él tres pesos muy contento. Convenimos en
tomar el alazán, que alquiló el individuo por catorce reales (sólo por ser para
nosotros, según dijo) y se ofreció él mismo a llevarlo a mi casa. La gallina estuvo
pronto bien dorada, las botellas listas y con unos cuantos panes que hice agregar,
Vargas y yo llenamos unas árguenas que colocamos a la grupa de mi silla.
Montamos y tomamos alegremente el camino de Los Arcos.
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Llegamos al fin sin que sucediera el percance que era de temerse. El doctor
bajó con la posible ligereza y no volvió a acordarse de su caballo, que iba ya a
tomar el portante hacia la ciudad cuando por fortuna fue detenido por uno de los
músicos.
El hombre ilustre pretendía que para proceder con orden debía leerse su escrito
antes de tomar posesión del sitio destinado a la reunión; pero la gran mayoría de
los concurrentes fue de otro dictamen y se constituyeron desde luego del otro lado
de la arquería, dejando la lectura del luminoso informe para después de comer. Se
extendieron en el suelo unos petates tules que se habían llevado con aquel objeto
y tendidos todos sobre aquella rústica alfombra, comenzamos a disfrutar de las
delicias del día de campo.
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CAPÍTULO XVIII
Duelo en el día de campo
Había entre las personas reunidas para divertirse y gozar a la sombra de los
arcos, una que ni se divertía ni gozaba, pareciendo inquieta y desasosegada y
alargando el pescuezo constantemente para buscar algo que aguardaba y que,
según la dirección de la visual, debía llegar por el camino de la ciudad. La persona
que daba tales muestras de zozobra era doña Modesta, y el objeta de sus ansias
podía ser uno o tres convidados que estaban en retardo; don Florencio el
violinista, mi amigo Velasco y el capitán Ballina. Queda a la conocida sagacidad
de los lectores y las lectoras de estas memorias, el calcular cual de los tres sujetos
era el que hacía que el pescuezo de la tía Modesta se alargara a cada rato y que
sus miradas se dirigieran hacia el camino de la capital.
Afligida por la tardanza la sensible señora buscaba algún lenitivo a su dolor,
alguna distracción al pensamiento que la atormentaba, y dirigía miradas tiernas al
sabio doctor Morales, quien nada práctico en la telegrafía amorosa, ni advertía
siquiera aquellas pruebas de interés de parte de la tía y dedicaba ¡ingrato!, toda su
atención a la sobrina.
El capitán no hacía a caballo una figura muy airosa; y cuando como sucedió
aquel día, tenía la extraña ocurrencia de cabalgar en mula, de uniforme, botas
federicas con grandes espuelas y sombrero adornado con plumas, parecía
completamente ridículo. Pero a los ojos de doña Modesta, un héroe a caballo o en
mula es siempre un héroe; y queriendo mostrarse obsequiosa con el capitán y
despertar los celos del doctor, mandó a uno de los tiples que fuera a tomar la
rienda y desensillar la cabalgadura del vendedor de los ingleses en Omoa. Con el
capitán llegaba mi amigo Velasco y don Florencio, que para divertir a sus dos
compañeros de viaje había sacado el violín y atado la rienda a la manzana de la
silla, dejó que su caballo siguiera a los otros y se ocupó en ensayar una pieza
nueva que había estudiado, según dijo, expresamente para el día de campo.
Viendo que el lance llevaba visos de enseriarse, doña Lupercia y sus hijas
prorrumpieron en mil exclamaciones y rodearon a los que se disponían a combatir.
El capitán se mostró intransigente, diciendo que el insulto que le había hecho el
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letrado era de los que no se lavan sino con sangre; y el letrado por su parte
contestaba a los ruegos y las lágrimas de aquellas damas, que él había sido
provocado y que no hacía más que aceptar el desafío. Doña Modesta tenía
opinión contraria a la de su hermana y sobrinas, y sostenía que el duelo era
inevitable, en la esperanza de que el capitán le pegara un buen susto al letrado de
quien estaba muy ofendida por el momento.
Cuando fue hora de comer paró el baile, extendieron los manteles sobre los
petates y colocaron en aquella mesa improvisada los platos y los cubiertos.
Comenzaron a servir la mesa y empezaron a circular las botellas. Media hora
después todos hablaban a un tiempo y no nos entendíamos unos a otros.
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CAPÍTULO XIX
De tribunales examinadores
Las visitas de mi amigo Velasco a casa del doctor Dávalos, con motivo de la
asistencia de doña Ana, hacían, naturalmente, que aquel joven viera con
frecuencia a Teresa, que acompañaba siempre a la señora. Frío y reservado al
principio y sin parecer fijarse siquiera en ella, comenzó a cambiar cuando
restablecida ya doña Ana, pudo considerarse seguro de la estimación y de la
gratitud de aquella familia. Con notable desinterés había rehusado
terminantemente la generosa recompensa que le ofreciera el oidor, diciendo que
estaba harto pagado con haber podido prestar aquel pequeño servicio a personas
por quienes abrigaba profundo respeto y la más viva simpatía.
Viendo que Teresa no parecía alentar su inclinación, Velasco no se atrevió
a declarársele; trazó su plan del modo que consideró más adecuado a la
consecución de sus miras y se descubrió con doña Ana, pintándole con los más
vivos colores la pasión que pretendía haber concebido por aquella joven. Doña
Ana reveló a Teresa el amor de Velasco y abogó por él con decidido empeño. Los
méritos personales de aquel joven; el brillante porvenir que le estaba reservado y
la circunstancia, muy importante en aquel tiempo de pertenecer a una familia harto
mejor que la mía, fueron los argumentos que empleó aquella señora a favor de su
protegido.
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ocupando casi enteramente los días y las noches en prepararme para el acto
solemne que pondría término a mis afanes.
Puesto en pie, comencé, mi disertación con voz entera y salvé con toda
facilidad la parte del exordio. Mi inteligencia estaba firme y despejada; al llegar a la
mitad de la narración empecé a sentir que la cabeza me pesaba. Después
comencé a ver duplicados los objetos. Concluí la oración sin saber ya lo que
hablaba. Comenzó el examen y mis respuestas fueron destinadas. Sostuve las
doctrinas más absurdas; equivoqué todas las citas; zaherí a los oidores y hubo
preguntas a las cuales no hallé nada absolutamente qué contestar.
-REPROBADO –exclamó el escribano con una voz que resonó en todos los
ámbitos de la sala; pudiendo presentarse a nuevo examen dentro de seis meses.
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CAPÍTULO XX
La ciencia como nobleza
Estuve siete días postrado en la cama sufriendo una aguda fiebre. Velasco
y Vargas no me desamparaban un momento, asistiéndome con afecto fraternal.
En el delirio veía a veces a los miembros de la Real Audiencia, armados de RR
enormes que lanzaban sobre mi cabeza y que se me clavaban en las sienes
causándome dolores insoportables. Otras sentía que los porteros me empujaban
con sus mazas hacia un abismo oscuro y frío, todo poblado de árboles cuyas
ramas figuraban también aquellas letras, y que al chocar entre sí las
pronunciaban, formando un sonido estridente que me taladraba los oídos.
Me parecía que en la calle, en la iglesia, en el paseo, por todas partes, me
señalarían con el dedo y me gritarían: REPROBADO. Yo no podía creer que
hubiera esa prevención desfavorable por parte de aquellos señores; pero sentía
una repugnancia invencible a repetir una prueba que había tenido un resultado tan
funesto.
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Eusebio no me dejaba solo. El edificio de la Universidad estaba de gala. El salón
de actos adornado con un cortinaje de damasco carmesí; los corredores regados
con hojas de pino y en la puerta principal una marimba, que tocaron sin
interrupción dos indios mientras duró la fiesta.
Salí con toda felicidad de aquel certamen literario, que no era ya un acto de
fórmula, como la repetición. A las doce de la noche, un repique en la Catedral y el
estallido de muchos cohetes dobles anunciaron a mis amigos y al público mi
triunfo literario.
Al salir del salón los primeros brazos que me abrieron para estrecharme
fueron los de don Eusebio, a quien con lágrimas de gratitud correspondí aquella
nueva demostración de afecto.
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CAPÍTULO XXI
El sordomudo
Terminados mis estudios, iba yo a ver convertida en realidad la ilusión
halagadora que había sido el encanto de mi vida durante diez años: mi matrimonio
con Teresa Mallén. El amor que yo sentía por ella había crecido y desarrollándose
conmigo; me había estimulado y alentado en mis horas de abatimiento; y cuando
abrumado por el dolor y la vergüenza de la reprobación no pensaba ya sino en
huir de los hombres y buscar un asilo entre las fieras, una palabra de Teresa
transmitida por su bondadoso padre, me había hecho corar nuevas fuerzas,
decidiéndome a luchar y emprender mi rehabilitación.
Admiré en aquella ocasión no sólo el valor moral, sino la energía física de
aquella joven. Pasaba los días y las noches a la cabecera de doña Prudencia y
aunque varias vecinas que tenían afecto a la familia se alternaban velando a la
enferma, Teresa no la desamparaba. La gravedad se prolongaba; las amigas más
íntimas iban cansándose y aunque visitaban la casa durante el día, se retiraban
por las noches pretextando ocupaciones o indisposiciones que les impedían
ofrecerse velar. Pero para Teresa no había más ocupación que asistir a la madre,
y su salud debía ser superior a toda clase de fatigas.
-Es un caso grave –me dijo aquel letrado- y en el que va usted a tener
mucho qué trabajar. El reo es sordomudo de nacimiento, circunstancia que hace
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naturalmente, más difícil la defensa. Me dijo que habían pruebas suficientes para
condenarlo y que el tribunal confirmaría la sentencia.
Se le acusaba del crimen de Eulalia Choy, pero el mudo negaba por señas
haber sido el autor del crimen; pero incapaz de explicarse, condenado por la
circunstancia del encuentro del pito junto al cadáver, y de los otros indicios, y
atendido el hecho de que debía suponérsele irritado contra la que había recibido
con desprecio sus insinuaciones amorosas, el juez lo declaró culpable y lo
sentenció a muerte con dictamen de asesor letrado.
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CAPÍTULO XXII
La confesión del sordomudo
Atravesamos dos patios donde vi a otros muchos de aquellos desgraciados,
completamente ociosos en su mayor parte, o lo que era peor aun divididos en
pequeños grupos jugando a los dados. Advertí que casi todos estaban armados de
pedazos de cuchillos, navajas, clavos y huesos puntiagudos. Unos cuantos menos
haraganes o más industriosos que sus compañeros, se ocupaban en torcer pita,
trabajar objetos curiosos de hueso y cerda y tejer fajas y encajes.
Comprendía que quería decir que lo ejecutarían sin que confesara. Me
esforcé durante un largo rato en procurar obtener del sordomudo algunos datos
que pudieran servirme para la defensa; pero viendo que adelantaba muy poco
resolví dejarlo y volver una vez y otra y cuantas fuera necesario hasta lograr mi
objeto. Le puse en la mano algunas monedas, que recibió con muestras de
agradecimiento, le dije adiós dándole a entender que volvería, y apenas le había
vuelto la espalda me tiró de la capa, e hizo una seño como para figurar que tocaba
una flauta. Varias veces volví a la cárcel y bien do que mis esfuerzos escollaban
constantemente en los defectos físicos de mi defendido, concebí un día el
proyecto de enseñarle a expresarse por medio de un alfabeto manual, y aun a leer
y escribir, a lo que se prestaba su despejada inteligencia y viveza extraordinaria.
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CAPÍTULO XXIII
Alboroto y confusión en la cárcel
El presidente me anunció que me haría un lugar en el trono, junto a su
persona, distinción que agradecí y acepté; y como iban ya a cerrar los calabozos
entré en aquél donde debía yo pasar la noche.
Terminada la operación, se cerraron los calabozos o salones, cada uno de
los cuales tenía un jefe particular cuyas funciones cesaban durante el día. No
pude dominar cierto sentimiento de disgusto al encontrarme encerrado en aquella
pieza de veinticinco varas de largo por ocho de ancho, con unos ciento treinta
individuos más o menos criminales.
El ojo experto de los reos descubrió a los que iban a perseguirlos y que en efecto
les apuntaban ya con sus fusiles; y a pesar de que estaban deshechos con la
fatigosa caminata de más de quinientas varas en que se habían arrastrado bajo la
tierra en un cañón estrecho, lleno de agua y de inmundicias, haciendo un esfuerzo
extraordinario lograron avanzar, antes de que les hicieran fuego, hasta ocultarse
detrás de la arquería del estanque inmediato.
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CAPÍTULO XXIV
De cómo se perdieron una casa y los telares
Los datos que me suministró la relación del sordomudo me pusieron en
aptitud de hacer una defensa de aquel desdichado, tan completa y convincente
que no podía dejar duda de su inocencia en el ánimo de los oidores. Para sincerar
a mi cliente era indispensable decir quien había sido el verdadero autor del crimen,
lo cual no ofrecía inconveniente por haber desaparecido Patricio de la Cruz
durante la secuela de la causa; siendo la opinión común en el lugar, que había
muerto.
La Real Audiencia revocó la sentencia que condenaba a muerte a mi
defendido y lo absolvió de la instancia. El pobre mudo recibió con lágrimas de
alegría la noticia de su absolución, que me apresuré a comunicarle. Me manifestó
su resolución de no volver al punto de su residencia y me suplicó lo tomara a mi
servicio con tales instancias, que no me fue posible negarme y lo llevé a mi casa.
Sobrábanme doscientos pesos de los dos mil en que había vendido mi haber;
sume harto insignificante para poder establecer con ella la fundación que tenía yo
proyecto de hacer, de una escuela nocturna de primeras letras para los niños que
se ocupaban durante el día en los talles de los tejedores. Tuve pues que
resignarme a emplearla en comprar algunos vestidos y útiles para aprender a leer
y escribir, que distribuí en memoria de mi tío, entre los muchachos más
necesitados de los talleres de mi barrio.
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CAPÍTULO XXV
El espantoso crimen de Margarita Vadillo
El sordomudo a quien había yo tenido la fortuna de salvar del patíbulo,
continuaba viviendo conmigo. Su natural despejo hizo que aprendiera no sólo a
leer sino a escribir correctamente adquiriendo una hermosa forma de letra. Esta
circunstancia lo puso pronto en aptitud de ayudarme en el despacho de los
negocios, poniendo en limpio los escritos cuyos borradores le entregaba yo al
efecto diariamente.
El sordomudo no tardó en comprender las relaciones que existían entre
Teresa y yo, y concibió un tierno y respetuoso afecto por la que había de ser mi
esposa. Ella aprendió al momento el alfabeto manual que yo había arreglado para
entenderme con Rafael y lo empleaban ambos corrientemente, conversando por
aquel medio con facilidad.
Mi amigo sabía que la ciencia sola no le haría obtener lo que era el objeto
de sus ambiciosos deseos. Necesitaba un apoyo poderoso y calculó
acertadamente que lo encontraría en la influencia y relaciones del doctor Dávalos.
Aquel joven sin corazón y de ideas atrevidas concibió el proyecto de hacerse amar
por doña Ana, y una vez dueño de afecto pedirla por esposa a su padre.
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CAPÍTULO XXVI
Yo Soy La Tragedia, yo soy la comedia
Agotados los esfuerzos para arrancar aquella víctima al verdugo, luego que la
sentencia fue confirmada en última instancia, me ocupé ya únicamente en
proporcionar alivios y consuelos a Margarita Vadillo.
Preguntándole si le hacía falta alguna cosa, si deseaba algo, me contestó:
—Ver una vez a mi niño antes de morir.
Me pareció que había algo tierno en aquellas pocas palabras. Era el amor
intenso, infinito que había arrastrado a aquella desdichada al crimen, que llenaba
su alma, y que le hacía considerar como el supremo bien sobre la tierra el ver
aquel que era la causa inocente de su muerte.
Tomé sobre mí la penosa comisión de pedir a una pobre madre concediera
aquel favor a la que había quitado la vida a su hijo, y la encontré menos difícil de
lo que esperaba. Armada de esa santa resignación de que se ven frecuentemente,
escuchó mi petición con bondad, a pocas reflexiones que le hice, me confió al
niño, a quien llevé a la capilla, donde se preparaba Mar garita para la muerte. Lo
estrechó entre sus brazos, lo cubrió de besos, lo baño con sus lágrimas y dijo que
lo único porque sentía morir, era porque ya no habría quién lo defendiera cuando
lo llamaran feo y jorobado. Tres días después de la ejecución, estaba yo en mi
casa, impresionado todavía con el doloroso espectáculo que hube de presenciar,
pues creí de mi debe» acompañar a mi cliente hasta el pie del cadalso, cuando oí
en la pieza inmediata el ruido de un sable que arrastraba por el suelo y oí tararear
una canción.
Conocí al momento lo voz de mi amigo Vargas, que entró y me estrechó la mano
con efusión.
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CAPÍTULO XXVII
De cómo el Capitán Ballina se casó con doña Modesta
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CAPÍTULO XXVIII
El forastero desconocido
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El otro incidente que ocurrió simultáneamente casi con la muerte de la madre
de mi prometida esposa. Una noche, entre siete y ocho, llegó al mesón que
llamaban de Jáuregui, situado en una calle triste y excusada de la ciudad, un
viajero de aspecto distinguido y que parecía muy enfermo. Se apeó con dificultad
de la muía que montaba, pidió un cuarto y cargando con una valija pequeña que
contenía, encargó al mesonero hiciera llamar inmediatamente a un médico.
El hombre vio que atravesaba la Plaza Vieja el doctor Velasco, y que contento por
haber encontrado tan pronto lo que buscada, corrió a hablar a mi amigo
— ¿Un pasajero que acaba de llegar? —Dijo Velasco, algo inquieto, como si
aquella noticia coincidiera con sus secretas cavilaciones—. ¿ Y de dónde viene?
¿Cómo se llama?
—Nada de eso podré decir —replicó el mesonero—; pero usted puede
preguntárselo a él mismo, si desea saberlo; esto es en caso de que quiera usted ir
a verlo.
En boca del mesonero, español no significaba, precisamente, un peninsular, sino -
una persona decente.
—Vamos luego —replicó Velasco, y echó a andar, seguido por el mesonero.
—Está dormido —dijo el mesonero—; a no ser que se halla muerto, que es lo
mejor que podía haber hecho.
El huésped no dormía. Se descubrió la cara y abrió los ojos, paseando en
derredor la mirada incierta y vaga de un febricitante. El mesonero tomó la candela
y la acercó a la cara del enfermo, a fin de que el doctor pudiera examinarlo.
Velasco se fijó en el semblante del pasajero, y poniéndose tan pálido como él, dio
un paso atrás, como asustado. El mesonero, no se le escapó el movimiento y vio
inmutarse al doctor, dijo: —Ciertos son los toros. Es el tal Bonaparte en cuerpo y
alma, y ahora sí que me arruino, si no doy parte.
Velasco tomó el pulso del enfermo y sin decir palabra se salió del cuarto,
haciendo seña al mesonero de que lo siguiera.
El pobre hombre temblaba y tenía los cabellos erizados, como si hubiera visto al
diablo. Velasco le dijo que no había que decir a nadie una sola palabra de su
venida. A nadie.
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CAPÍTULO XXIX
Las sospechas del doctor Velasco
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CAPÍTULO XXX
Acciones perversas de un malvado
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CAPÍTULO XXXI
De los crímenes del doctor Velasco
«Si quiere usted conocer el autor del agravio hecho a Teresa Mallén, vaya esta
noche, a las nueve en punto, a la octava casa de la banda izquierda de la calle
que partiendo del Arco de las Domínguez va a la iglesia de Candelaria. Destruya
usted este papel.»
—Al fin te tengo en mi poder —me dijo con voz temblorosa y entrecortada—. Doce
años hace que te aborrezco y que trabajo incesantemente para conseguir tu ruina,
y la casualidad ha venido a salvarte. Te odié desde el instante en que nos
sentamos por primera vez en las bancas de la clase. Sabe que yo aconsejé a ese
loco de Vargas que te pintara en la pared pendiente de la cuerda que en mala
hora mandaron cortar esos necios Oidores, en vez de dejarte morir como un perro,
tú te has atravesado en mi camino, y por ti, despreció mi amor la hija del escuelero
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a quien habría yo honrado haciéndola mi esposa. Pero ha pagado caro aquel
desprecio. Sabe, perverso, que la ciencia me ha proporcionado el medio de
castigarla.
Al oír que era el autor del cobarde crimen de que había sido víctima Teresa,
exhalé un rugido de rabia. El malvado continuaba riendo y después dijo:
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—No lo mates —grité—; está desarmado.
Vargas agarró a Velasco por el cuello y casi arrastrándolo, lo hizo pasar al otro
cuarto y lo aseguró fuertemente con las cuerdas a uno de los pies de la mesa
grande y pesada que allí estaba, Yo me embocé en mi capa y salí, sin dirigir una
sola mirada a aquel desdichado.
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CAPÍTULO XXXII
La defensa de un condenado a muerte
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CAPÍTULO XXXIII
Vida, amor y sepulcro
El fiscal rebatió uno en pos de otro todo mi argumento. Dijo que, si Velasco no
había cometido el crimen por su propia mano, por lo menos lo había mandado
ejecutar a algún perverso que debía haber huido. El silencio de Velasco era,
según el fiscal, prueba evidente de que no tenía medios de defensa, y que
aceptaba de una manera tácita el cargo grave que sobre él pesaba. Pedía se
confirmará la sentencia y que se aplicará al reo la pena capital, levantando el
patíbulo frente a la finca donde se había perpetrado el delito.
Continuaron los debates por muchos días, y al fin hubo una mayoría de tres
votos por la confirmatoria de la sentencia. Notificada al reo, no dio la más ligera
muestra de emoción, y pareció recibir la terrible noticia con completa indiferencia.
Parecía como si la vida le fuera ya una carga insoportable, una vez que se le
habían, frustrado sus designios y que sus esperanzas estaban arruinadas.
La causa debía volver a verse en revista por los mismos jueces, y me entregaron
los autos, a fin de que expusiera lo que tuviese que alegar en favor del reo,
señalándose la vista para dentro de quince días.
Me puse a trabajar con empeño, variando completamente el plan de la defensa.
Pero sucedió que mientras más ocupado estaba yo en aquel trabajo, en el cual
empleé toda mi inteligencia, la enfermedad de Teresa tomó un carácter tan grave,
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que obligó a los médicos a declarar que estaba perdida toda esperanza de
salvación. Recibió la noticia con resignación y conformidad, y se preparó a aquel
acto grave y solemne, como correspondía a sus sentimientos religiosos.
Yo iba a retirarme a la pieza inmediata, pero ella me detuvo, haciéndome seña de
que me quedara, con su mano descarnada, que estrechó la mía cariñosamente.
—No te vayas —me dijo—; el amor que ha sido puro, puede llegar hasta el
sepulcro.
Me arrodillé junto a su lecho, bañé con mis lágrimas y cubrí de besos aquella
mano; y no la dejé, sino cuando el sacerdote levantó la sagrada forma y mi
querida Teresa cruzó los brazos sobre el pecho para recibirla. Aquella triste noche
estuve a su cabecera hasta muy tarde. A la madrugada advirtiendo que dormía,
pasé a la salita inmediata, donde tenía los papeles relativos a la causa de Velasco.
Me puse a trabajar con ardor en la defensa, que estaba ya bastante
adelantada. Pasaron tres o cuatro días sin que la situación de Teresa hiciera
concebir la más remota esperanza. Yo no me separaba de su lado, sino en los
instantes en que dormía, aprovechaba esos momentos para adelantar mi trabajo,
que al fin llegó a concluirse.
La víspera del día señalado para la vista, que yo había pedido tuviera lugar en
audiencia pública, no por vanidad, sino para interesar a un auditorio escogido y
numeroso en favor de mi cliente, la gravedad de Teresa llegó al último punto.
Me llamó, hizo que don Eusebio nos dejara solos y con voz apenas perceptible me
dijo:
Sé que estás defendiéndolo; así lo esperaba. Haz el último esfuerzo por salvarlo.
Acepta ese sacrificio en memoria mía. Era la primera vez que Teresa hacía
alguna alusión al autor del crimen, cuyo nombre le había reservado la percepción
íntima de su alma. Hubo un momento de silencio, y continuó:
— Dios no ha querido unirnos en este mundo; nos unirá en la eternidad... Adiós.
Llevó mi mano a sus labios, que helaba ya la muerte; estrechó el crucifijo contra
su pecho, y expiró...
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CAPÍTULO XXXIV
Veintidós conjurados
A las diez de la mañana del siguiente día, cuatro jóvenes del barrio,
transportaban el modesto ataúd que encerraba el cadáver de la que debió haber
sido mi esposa. Su padre y yo, con unos pocos amigos, formábamos el humilde
acompañamiento. Nunca me habían parecido tan conmovedoras las frases del
oficio de difuntos como en aquella ocasión. Cumplido aquel triste deber, volví a mi
casa, hice que Rafael cargara con los papeles relativos a la causa de Velasco, y
me dirigí a la Audiencia. Atravesé los grupos sin detenerme y entré a guardar que
se me llamara. Diez minutos después pasé a la sala de la Audiencia; a aquella
misma sala donde algunos años antes había sufrido una de las más crueles
decepciones de mi vida, originada por aquel mismo hombre a quien iba a procurar
salvar del patíbulo.
No lo había yo visto desde la noche en que estuvo a punto de asesinarme.
Abogado y reo, parecíamos haber salido del sepulcro para ir a dar a los vivos el
más triste espectáculo. Me puse en pie con dificultad, y me pareció escuchar las
palabras de Teresa que repetían en mi oído la recomendación de hacer el último
esfuerzo por salvar a aquel desventurado. Yo había escrito mi alegato; pero en
aquel momento olvidé esa circunstancia y comencé a hablar. En vez de la lectura
fría de una pieza más o menos oratoria, encontré en la situación de mi ánimo
frases desaliñadas; pero impregnados de la pasión que dominaba mi ánimo. Mi
discurso era interrumpido frecuentemente por murmullos de aprobación, que
apenas podía contener la majestad del tribunal.
Mis palabras electrizaron al auditorio; la sala resonó con los aplausos de la
concurrencia y los magistrados mismos parecían conmovidos.
Caí en mi asiento abrumado por la fatiga. La opinión pública, que algunos días
antes pedía a gritos la cabeza del reo, clamaba ahora por su perdón, tres días
después votaron la conmutación de la pena capital en la inmediata, condenando al
reo a presidio, en el de San Felipe del Golfo Dulce.
Varios amigos se apresuraron a participarme la buena nueva, y yo bendije la
memoria de aquella que desde el cielo había inspirado mi mente y puesto en mi
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lengua palabras capaces de conmover a los jueces. El sacrificio estaba
consumado: Velasco viviría y yo quedaba en el mundo para llorar sobre la humilde
sepultura de su víctima.
El doctor Velasco no fue, naturalmente, considerado como un reo común. Velasco
se comunicaba libremente con la población, con los soldados y aun con los
presos, a quienes prestaba sus auxilios profesionales.
El oficial que mandaba en Bodegas era, como he dicho, don Femando de Vargas.
Así, en el proyecto de Velasco de ir a sorprender aquella guarnición y matar a su
Comandante, entraba por mucho el odio mortal que había concebido contra mi
amigo, por haber estorbado su inicuo proyecto de asesinarme, y entregándolo a la
justicia. Entretanto, Vargas no podía ni imaginar siquiera el peligro que lo
amenazaba; descansando naturalmente. De los cuarenta y tantos reos que había
en el presidio, sólo a veintidós se juzgó conveniente poner en el secreto,
invitándolos a tomar parte en la empresa. Velasco prohibió expresamente que se
contara con «Tu-curú» y «Culebra», que no le inspiraban ya la menor confianza y
con quienes había quedado resentido, por haberse negado a obedecerlo cuando
quiso asesinarme. Arreglado así el plan de evasión, los conjurados aguardaron la
primera oportunidad favorable para ejecutarla; y tardó poco en presentarse.
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CAPÍTULO XXXV
Un último y terrible episodio
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El tiempo que habían perdido, fue aprovechado activamente por «Tucurú» y
«Culebra», que, lograron adelantar hasta llegar a unas cuatrocientas o quinientas
varas del punto de desembarco. Pero allá ocurrió un accidente inesperado. La
piragua estaba llena de agua y los presidiarios, incapaces ya de descargarla,
comenzaron a sentir que se hundía. Tomaron la única resolución posible: la de
echarse al agua y procurar ganar la costa a nado. Se lanzaron Estaban a corta
distancia de la playa... pero no podían más; iban a perecer a pocas varas del
desembarcadero. Entonces «Tucurú» gritó con todas sus fuerzas, por dos veces.
—¡Socorro! ¡Sublevación del presidio!
Salió una canoa, que se dirigió hacia el punto donde se oían los clamores. Llegó al
fin y los recogió, en el momento en que, estaban a punto de perecer.
Al oír que Velasco acaudillaba a los presidiarios sublevados, mi amigo se puso
pálido de coraje. Reflexionó un instante, y temiendo que los malvados no se
atreverían a desembarcar. Alistó los diez caribes; se ofrecieron a tomar armas y
con aquellos veinte hombres, salió el animoso subteniente en busca de los que él
suponía fugitivos. Velasco estaba en aquella en que había entrado Vargas. No
tardaron en reconocerse y cruzaron las espadas. Era un duelo a muerte. Vargas,
logró herir en el puño derecho a su adversario y soltó la espada.
Pero, poseído de desesperación y de rabia, se lanzó sobre mi amigo, que no tuvo
tiempo de hacer uso de su arma. Se abrazaron y cayeron al agua. Aquella lucha,
fue horrorosa. Duró unos diez minutos. . . Vargas que conservaba su arma, logró
dar con el puño un golpe terrible en la cabeza a su enemigo, que perdió el
conocimiento, abrió los brazos y desapareció.
Volvieron a Bodegas. Vargas, recobrado ya, pasó revista a su valerosa y pequeña
fuerza. Faltaban nueve hombres de los veinte. Uno de ellos era «Tucurú» y
tampoco se encontró a su compañero. Once quedaron muertos; cinco estaban
prisioneros y seis lograron escapar, dirigiéndose hacia la costa, ganando las
montañas.
Tal fue el desenlace de aquel episodio, y tal el fin del hombre funesto de cuya
cabeza logré apartar la cuchilla del verdugo, para que fuera a pagar sus crímenes
de aquel modo trágico, cumpliéndose en él los decretos de la justicia divina.
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Memorias de un abogado, es una novela que fue escrita por José Milla,
donde los personajes hacen vida ciertas actitudes cotidianas en aspectos
como el amor y el odio.
Así como Francisco se esforzó en aprender a leer y luego continuar con sus
estudios universitarios para lograr sus sueños, es como nosotros también
debemos de perseverar hasta alcanzar nuestros objetivos.
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Así también se ve que hay personas segadas por el recelo y la envidia, se
vuelven mediocres, en vez de usarlo como una motivación para superarse,
lo usan únicamente para fastidiar y burlarse de quienes van por buen
camino. Por eso hay que tener en cuenta que por medio de la violencia no
se consigue nada.
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A los amantes a la lectura:
Este es un libro que no se arrepentirán de leerlo, ya que trata temas
que nos dejan una gran enseñanza para poder poner en práctica durante
nuestra vida porque en este tiempo el valor de la palabra no significa nada y
la justicia es muy difícil de conseguir en estos tiempos de corrupción.
Al público en general:
Es necesario que fortalezcamos nuestros valores como persona y
que por más obstáculos que nuestros enemigos nos pongan, no hay que
dejarnos vencer, más bien enfrentémonos con valentía para que el fruto de
nuestros esfuerzos deje callados a todos los enemigos.
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