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Memorias de Un Abogado. Ana Alegria

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Universidad de San Carlos de Guatemala –CUNSARO–

Extensión Nueva Santa Rosa

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales

Licenciatura en Ciencias Jurídicas y Sociales, Abogado y Notario

Lic. Delbert Uriel Domínguez Martínez

Introducción al Derecho I

Ana María Alegria Iboy

Carné 202045951

30 de abril del 2,020

1
Contenido
CAPITULO I
De Quién era Cristóbal Roxel……………………………………………………………….………….....4
CAPITULO II
La Desesperación del Tecolote……………………………………………………………………….…….6
CAPÍTULO III ................................................................................................................................. 9
Una Criatura Angelical ................................................................................................................... 9
CAPÍTULO IV

Yo te amo y te amaré siempre--……………………………………………………………………………..9

CAPÍTULO V

Del crimen cometido por Cristóbal Roxel………………...………………………………………….……10

CAPÍTULO VI

En un estrecho y sucio calabozo………………………… ….…………………………………………12

CAPÍTULO VII

Sentencia y ejecución………………………………………………….……………………………………14

CAPÍTULO VIII

Solemne juramento……………………………………………………….…………………………………16

CAPÍTULO IX

Dios traza caminos derechos por líneas torcidas……………………..…………………………………18

CAPÍTULO X

Un insulto infame recibe su castigo………………………………………………………………………..20

CAPÍTULO XI

De cómo empezó una amistad con Vargas y Velasco……………………………….………………….22

CAPÍTULO XII ............................................................................................................................. 24


Una Tertulia Que Termina en Barahúnda ..................................................................................... 24
CAPÍTULO XIII

2
La propuesta del Oidor de la Real Audiencia…………………………………………………………………………………24

CAPÍTULO XIV

El trance misterioso de la hija del Oidor………………………………………………………………………………………25

CAPÍTULO XV

La pasión tardía de un sabio……………………………………………………………………………………………………….26

CAPÍTULO XVI

El misterio de Velasco. La cura de Doña Ana……………………………………………………………………………..28

CAPÍTULO XVII

Día de campo en los Arcos…………………………………………………………………………………………………………30

CAPÍTULO XVIII .......................................................................................................................... 33


CAPÍTULO XIX……………………………………………………………………………………………………………………………….35

CAPÍTULO XX……………………………………………………………………………………………………………………………….37

CAPÍTULO XXI………………………………………………………………………………………………………………………………39

CAPÍTULO XXII……………………………………………………………………………………………………………………………..41

CAPÍTULO XXIII…………………………………………………………………………………………………………………………….42

CAPÍTULO XXIV……………………………………………………………………………………………………………………………43

CAPÍTULO XXV…………………………………………………………………………………………………………………………….44

CAPÍTULO XXVI……………………………………………………………………………………………………………………………45

CAPÍTULO XXVII…………………………………………………………………………………………………………………………..46

CAPÍTULO XXVIII……………………………………………………………………………………………………………………….47

CAPÍTULO XXIX .......................................................................................................................... 49


CAPÍTULO XXX ........................................................................................................................... 50
Acciones perversas de un malvado .............................................................................................. 50
CAPÍTULO XXXI……………………………………………………………………………………………………………………………51

CAPÍTULO XXXII…………………………………………………………………………………………………………………………….54

CAPÍTULO XXXIIII…………………………………………………………………………………………………………………………55

CAPÍTULO XXXIV……………………………………………………………………………………………………………………………57

3
CAPÍTULO XXXV ........................................................................................................................ 59
Un último y terrible episodio ......................................................................................................... 59
CONCLUSIONES……………………………………………………………………………………..……61

RECOMENDACIONES………………………………………..……………………………………..……62

4
La historia de memorias de un abogado, es sobre un joven huérfano, que
fue acogido por su bondadoso tío, quien lo obligó por esa causa a trabajar para él,
queriendo aprender a leer conoció a un maestro Mallen y a su familia,
enamorándose de Teresa Mallen, la que junto con su madre le da lecciones, fue
acusado de asesinato de su tío y condenado a la orca, al casi haberlo ejecutado
se demostró su inocencia y los médicos pudieron salvarlo.

Motivo por el que hace la promesa de ser abogado y defender a todos los
condenados a muerte, y pide a Teresa que lo espere mientras se gradúa, llegando
a la universidad conoce a sus dos grandes amigos Vargas y Velasco.

Francisco aplicó en sus estudios de derecho, Vargas abandonó la carrera y


trabajaba con su padre, Velasco uno de los mejores estudiantes de medicina se
graduó, con los que se reunía en casa de las Costales cuya tía se caso con
Ballina. Francisco visitaba a su familia Los Mallén, terminada su carrera y
haciendo pasantilla con Morales, hizo el examen privado que perdió a causa de
una droga que Velasco enamorado de Teresa y por el odio que sentía hacia él le
dio.

Teresa trabajó para la hija del Oidor que fue curada por Velasco, cosa que
este utilizó para ganarse el amor de la señorita, buscando con eso llegar al puesto
en la medicina y la realza que ambicionaba.

5
CAPÍTULO I
De Quien Era Cristóbal Roxel

Los mendigos cubiertos de llagas, verdaderas o falsas; los cojos, los


mancos y los estropeados más o menos apócrifos, que acudían los sábados a la
puerta de mi tío, el maestro Cristóbal Roxel eran despedidos invariablemente con
las ollas vacías y con la recomendación consoladora de “Perdonar por el amor de
Dios”.
El sujeto de quien se trata debía la fama de formal a la circunstancia de que
entregaba las obras que se le encomendaban, a más tardar, veinte días o un mes
después del plazo que él mismo había señalado. La de hábil tejedor, a sus
excelentes cotines y mantas de la tierra, y sobre todo a unas cotonias rayadas que
si no eran perfectas en su clase, poco les faltaba para serlo. En cuanto al
renombre de caritativo y generoso, que había adquirido a pesar de su dureza con
los pordioseros, era debido a tres circunstancias:

1. Mi tío no pasaba jamás delante del cepillo o alcancía de las ánimas sin
echar una limosna.
2. Personas verídicas aseguraban haber visto a ciertos pobres vergonzantes,
atisbando las ventanas del maestro Roxel, a bocas de oraciones.
3. Y principal: mi tío me recogió y me criaba por caridad, desde que había
faltado mi padre, que se fue al otro mundo, dejándome por única herencia
su nombre ( Francisco), su apellido (Roxel), cinco o seis telares, y otros
útiles del oficio. Esos objetos que no valían cuatro reales, según el mismo
maestro, pasaron a su poder junto con mi persona y la de un gato que se
llamaba Mambrú; y ambos fuimos a constituir la familia de aquel honrado
tejedor.

Lo que yo no puedo explicarme hasta ahora es cómo fue que no conociendo el


maestro Cristóbal la historia de Grecia, adoptó para mi educación un sistema
bastante parecido al que empleaban los espartanos para criar a sus hijos.
Considerando, sin duda, que debía cuidar del desarrollo de mis fuerzas físicas
con preferencia al cultivo de mi entendimiento, me hacía emplear todas las

6
horas hábiles del día en los recios ejercicios de teñir y tejer y llegué a la edad
de diez y ocho años sin conocer la O por lo redondo. Era yo un muchacho débil
y encanijado, con la cara y las manos azuladas, de tanto manejar el tinte.

Mi comida se limitaba a unas tortillas, un poco de frijol parado, y de vez en


cuando un pedazo de cecina; lo cual era, más de lo que yo merecía y
necesitaba.

Pero sucedía que así como el verme privado de los entretenimientos


propios de mi edad me inducía a hurtar los juguetes a mis compañeros de
talles, el hambre me obligaba a aguzar el entendimiento para encontrar el
modo de apoderarme de las morcillas, el queso, el pan, la fruta, los dulces y
demás comestibles que encerraba la provocativa despensa de mi tío. Cogí a
Mambrú, le até una cuerda a la mitad del cuerpo, lo introduce por la reja de la
ventana de la despensa y una vez adentro, él mismo cuidó de agarrar lo
primero que halló a mano. Asegurada la presa, tiré de la cuerda y Mambrú tuvo
que salir de reculada y partir conmigo el botín, en el cual yo naturalmente me
aplicaba la mejor parte, que me correspondía por todo derecho, como inventor
de aquel nuevo género de caza. Repetí la operación varias veces; y al cabo de
algunos días Mambrú y yo engordábamos.

Cuando nos descubrieron quise librarme del castigo, echando la culpa a


Mambrú; pero mi tío no admitió aquella excusa descabellada, que sólo el
miedo pudo haberme sugerido y me desolló sin misericordia, llamándome
además de ladrón, desagradecido, que correspondía tan mal a quien se
quitaba el pan de la boca para sustentarme; concluyendo, como de costumbre,
con anunciarme la horca como término de mi carrera. Desde aquel día la
ventana de la despensa estuvo siempre bien asegurada por la parte de adentro
y a mí se me sujetó, por orden de mi tío, a un régimen alimenticio aun más
espartano que el que sufría antes de aquella mi primera travesura.

7
CAPÍTULO II
La desesperación del “Tecolote”

Entre oficiales y simples aprendices tenía mi tío unos cinco o seis mozos
que trabajaban en la pieza de los telares y en un corredor donde estaban los
tinacos y donde se verificaba la operación de teñir el hilo y la lana que
empleaban en los tejidos. Uno de los oficiales, que se apellidaba Requena y
que era más conocido por el apodo del Tecolote, porque no se le veían
regularmente en la calle sino de noche, se hacía notar por su carácter adusto y
concentrado y por la exactitud con que atendía el cumplimiento de su
obligación. El primero siempre en el obrador, trabajaba el día entero y era todo
el desempeño del maestro. Más aún: entre oficiales y aprendices se
murmuraba que Requena era quien había discurrido y puesto por obra las
cotonias rayadas que tanta honra y tanto provecho habían proporcionado al
establecimiento. Era natural esperar que esa circunstancia hiciera que el
maestro guardara alguna consideración a aquel oficial; y en efecto, hasta la
época en que da principio esta historia, no se había dado caso de que le
pusiera manos, aunque sí no le había ahorrado los dicterios y las amenas. Mi
tío era un hombre terco y atrabiliario, que se irritaba con la mayor facilidad y a
quien la cólera impelía a cometer las mayores violencias.

Mi tío se molestó y se lanzó sobre Raquena, que no se movió del puesto


que ocupaba junto a uno de los telares, y levantando el brazo le descargó en la
cara una tremenda bofetada. La frente del Tecolote se cubrió de una nube
sombría; se levantó y lanzando al maestro una mirada que revelaba el odio y la
desesperación, introdujo la mano derecha en la abertura de su camisa.
Helados de espanto el maestro de escuela, los oficiales yo, permanecimos
inmóviles y cuando aguardábamos que el ofendido se lanzara sobre mi tío,
vimos a aquél vacilar como un toro herido y caer a plomo arrojando dos
chorros de sangre por las ventanas de la nariz.

8
Capítulo III
Una Criatura Angelical
Si el maestro de escuela quisiera darme algunas lecciones –pensaba yo-
me apuraría mucho, y quién sabe si en el espacio de cinco o seis meses ya sabría
leer las gacetas y poner mi nombre. Pero ¿a qué horas ha de ser eso, cuando
estoy ocupado el día entero en el obrador? Don Eusebio Mallén (así se llamaba el
pedagogo) no ha de querer molestarse por mí, enseñándome en las horas que no
son las de la escuela y es difícil que mi tío, que harto hace con sustentarme y
doctrinarme por caridad, quiera pagar para que yo aprenda a leer gacetas.
Esas desconsoladoras reflexiones hacía yo mientras me dirigía a la
parroquia a oír misa. Cuando salía, triste y cabizbajo, oí que me llamaban y
volviendo la cabeza me encontré con el maestro de escuela y su familia, que
salían también de la iglesia.

Teresa, la hija del maestro de escuela, una joven de diecisiete años


me preguntó -¿y por qué no aprendes, Chico?- me dijo la muchacha, fijándome
sus lindos ojos negros y dejando ver dos hileras de magníficos dientes.

-Porque… -le contesté- porque… no.

-Buena razón- replicó Teresa riéndose y añadió, poniéndose seria:

-Yo sé por qué. Es porque estás ocupado en el obrador desde las seis de la
mañana hasta las seis de la tarde. Pero ese no es inconveniente. Tu tío sale todos
los días a la oración y vuelve a las ocho de la noche; vente a casa y mi madre te
dará lecciones.

No acertaré a expresar el sentimiento de gratitud que me inspiró aquella criatura


angelical, cuando vi cuán fácil y sencillamente me allanaba el camino para la
consecución de lo que era por entonces el objeto de mis más ardientes deseos. La
hija de don Eusebio me pareció en aquella ocasión más linda

9
CAPÍTULO IV
Yo te amo y te amaré siempre
Durante todo el día siguiente estuve aguardando con grande impaciencia la
hora en que debía ir a casa de don Eusebio.
Cuando llegué a casa del maestro, doña Prudencia me tenía ya preparada
una cartilla adornada con una grotesca imagen del Bautista, santo que no sé tenga
algo qué ver con el aprendizaje de las primeras letras. Pero sea de esto lo que
fuere, ellas son las que nos han abierto la puerta del saber y nos han puesto en
aptitud de saborear los primeros frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. La
buena señora me dio la primera lección, y estaba Teresa, sentada frente a mí se
ocupaba en la tarea muy poco poética de cabecear medias, que a mí me parecía
oficio de ángeles por ser ella quien lo desempeñaba.

No acertaré a explicar la sensación que experimenté al sentir la presión del


brazo de Teresa sobre el mío, y el soplo de su aliento tibio y perfumado, que
bañaba por intervalos mi mejilla, donde se agolpaba la sangre. Tan natural
consideraba yo el amar a aquella criatura, que era para mí un conjunto de
perfecciones que me parecía inconcebible cómo los demás muchachos del barrio
que conocían a la hija del escuelero, no se morían por ella como yo.

Después de haber formado aquel vocablo con las seis letras del nombre
que ocupaba constantemente mi espíritu, quise probar a escribir un renglón como
me lo había recomendado mi maestra. Corté bien mi pluma de zopilote, renové la
tinta escogí la más blanca de las fojas de papel de que podía disponer, y con la
mano temblorosa por la emoción, tracé en una línea no muy derecha las
siguientes palabras:

“Yo te amo y te amaré siempre”

Mi maestra se puso seria y me pareció que sus ojos se humedecían


ligeramente; pero aquello no duró más que un momento. Prorrumpió en una
ruidosa carcajada y tomando la pluma escribió al pie de mi declaración:

“Siempre, se escribe con s y no con c”.

10
CAPÍTULO V
Del crimen cometido por Cristóbal Roxel
Al siguiente día ocupé mi puesto como de costumbre en el obrador; pero
estaba tan preocupado con lo sucedido en la noche anterior, que no acertaba yo
con el trabajo. Dos veces eché a perder un tejido, después unos cuantos tirones
de orejas, con los que mi tío me hizo ver que un operario no tiene derecho a
enamorarse; y que si se enamora y yerra el trabajo, se expone a sufrir las
consecuencias de su distracción.
Debido a que dos veces había echado a perder el rebozo que estaba
tejiendo mi tío pensó que estaba enfermo, para mandarme luego al hospital. Dije
que no tenía enfermedad alguna y seguí trabajando y echando a perder las obras
que se me encargaban. La cólera de mi tío iba subiendo de punto, y me amenazó
con que me echaría de cabeza en uno de los tinacos si no me enmendaba.

A la oración me encerré en mi aposento, pues estaba resuelto a no volver a


casa del maestro de escuela La idea de presentarme a la que me había
escarnecido y contestado con el desprecio y la burla a la efusión de mi alma, me
era insoportable.

Al día siguiente me puse a trabajar y como mi mal, lejos de haber calmado,


había aumentado en intensidad con las reflexiones hechas durante la noche,
estuve aún más torpe que el día anterior y eché a perder completamente el tejido
que mi tío me había encomendado.

Volvió éste de la calle poco antes de las doce y entró en el obrador a


inspeccionar los trabajos de la mañana.

El maestro vio lo que había hecho y parecía no creer lo que sus propios
ojos le mostraban. Después de un momento de silencio, mi tío se lanzó sobre mí
como una pantera, me agarró por el cuello y vomitando improperios me arrastró
hasta llevarme junto a uno de los tinacos. Era hombre naturalmente vigoroso y la
cólera le daba nuevas fuerzas. Como si hubiera sido yo un muñeco, me levantó
del suelo y me introdujo la cabeza en el tinaco que estaba lleno de añil, y no me
sacó sino cuando estaba a punto de ahogarme.

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La sangre me agolpó en mi cabeza, me sentí poseído de un odio mortal
hacia mi tío y corrí al obrador decidido a matarlo, o a que me matara. Pero cuando
entré ya el maestro había desaparecido por una puerta que comunicaba al talles
con las piezas interiores de la casa; puerta que él, había cerrado por dentro. Me
apoderé de unas tijeras grandes que servían en los telares e iba a entrar por la
puesta de calles, resuelto a llevar a cabo mi criminal designio. Pero me encontré
detenido por la mano vigorosa de Requena que me dijo: -¡Loco! ¿Qué vas a
hacer? ¿A perderte inútilmente?

Salí del taller y andando a la ventura como un loco, me encontré fuera de la


ciudad y al borde del barranco que corta por el noroeste el llano de Jocotenango.
Iba ya a caer el sol, yo no podía pensar en pasar la noche en aquel sitio desierto,
era joven, no había comido en todo el día. Salí pues del barranco me encaminé a
casa de mi tío, a cuya puerta llegué entrada ya la noche.

La cocinera me aconsejó que el siguiente día le pidiera perdón a mi tío a


quien debía yo tanto y que prometiera formalmente la enmienda, con lo que no
dudaba que me volvería a su gracia. Ocupado en estas reflexiones oí de repende
un grito en la alcoba de mi tío. Me puse en pie y me acerqué a la puerta, no
atreviéndome a entrar desde luego, por el temor que me inspiraba el carácter
violento de mi deudo. No oí de pronto el más ligero ruido; pero después un gemido
sordo me convenció de que ocurría algo muy grave.

Mi sorpresa fue que encontré a mi tío caído de la cama, medio desnudo,


expirando en un lago de sangre. Junto a él estaban las tijeras de que yo me había
apoderado aquella mañana en el paroxismo de mi desesperación, y que dejé
cuando los oficiales lograron calmarme. Una rápida ojeada bastó para hacerme
comprender que aquel instrumento había servido para ejecutar el crimen, pues
estaba cubierto de sangre.

12
CAPÍTULO VI
En un estrecho y sucio calabozo

Suponiéndome un gran criminal, me cargaron los pies y las manos con los
grillos y las esposas más fuertes que había en la cárcel y me encerraron en un
oscuro y húmedo calabozo, iniciando así la serie de torturas con que esa buena
madre que se llama ley, castiga a sus hijos antes de saber si son o no culpables.

Después de haber recibido mi declaración, el alcalde ordinario y juez de mi


causa, mandó que antes de que se diera sepultura al cadáver del occiso, me
carearan con él, a fin de ver si las heridas brotaban sangre espontáneamente en
mi presencia. Se hizo de esa manera, y como a la cuenta, tanto su merced como
el escribano y los testigos de asistencia, estaban de antemano convencidos de mi
criminalidad, no vacilaron en afirmar que habían visto sangrar las heridas del
cadáver, prueba evidente de que yo había sido el asesino.

Los oficiales tomaron mis declaraciones y aprendices del taller y todos


refirieron el lance de la mañana, sin ocultar mi arrebato de cólera y cómo me había
apoderado de las tijeras e intentado salir en busca de mi tío.

El proceso caminaba con mucha lentitud. El abogado de pobres a quien


correspondía hacer la defensa, tenía doscientas veintisiete causas sobre la mesa.
Trabajaba día y noche, según él mismo aseguraba y apenas tenía tiempo para ir
a misa por la mañana, hacer una que otra visita indispensable, comer, dormir dos
horas la siesta, visitar el jubileo, pasear un rato por el campo y conversar por la
noche dos o tres horas con algunos amigos.

Entre tanto yo me fui acostumbrando a la estrecha prisión en que


permanecía encerrado. Llegué a habituarme a ésta de claraboya abierta sobre la
puerta de la bartolina, por la que recibía también la cantidad de aire indispensable
para no morir asfixiado.

Dos o tres visitas de cárceles tuvieron lugar en el considerable lapso y


tiempo que duró mi prisión. Se dio cuenta de que mi causa estaba en poder del

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abogado de pobres, quien manifestó que la despacharía cuando le llegara su
turno; lo que pareció completamente justo a los señores de la Real Audiencia.

Cuando llevaba ochos meses de prisión, don Eusebio Mallén obtuvo una
recomendación muy expresiva de un pariente en tercer grado de la esposa del
abogado de pobres, para que se despachara mi asunto y fue personalmente a
presentarla y suplicar que fuese atendida.

Agotada la materia, uno de los abogados en cierne tuvo a bien advertir la


presencia de don Eusebio y éste lo hizo pasar con el Abogado después de decirle
que llevaba una carta urgente de su esposa; éste la leyó.

Puesto que no existían prueba alguna o un testigo que me hubiese visto en


el barranco de Jocotenango, fácil fue suponer que yo debía ser el asesino de mi
tío. Fui condenado a muerte de horca, y atendiendo a la circunstancia agravante
de haber quitado la vida al que había hecho conmigo oficios de padre bueno y
amoroso, mandaba el recto y justo representante de la vindicta pública que se me
condura al lugar del suplicio, como solía hacerse, atado a la cola de una bestia.

Apelé de aquella sentencia que consideraba inicua y mi causa pasó a


dormir otro medio año en la oficina del escribano de la Real Audiencia.

Don Eusebio me buscó otro abogado, mientras él preparó la defensa yo


devoraba en mi calabozo cuanto libro me enviaba don Eusebio.

Mi abogado trabajaba con empeño en la defensa. Sus numerosos pasantes


dijeron con confianza a varias personas que estaba ya muy adelantad y que era
una pieza que no la había visto igual el foro en ningún tiempo, ni la vería mejor en
muchos años. La única razón que tenían los bachilleres para hablar con tanto
elogio de la defensa, que no habían visto, era el número de pliegos que llevaba
escritos el letrado y la circunstancia harto significativa, de que mientras escribía
recurría a cada momento a un diccionario francés.

14
CAPÍTULO VII
Sentencia y Ejecución
La obra maestra quedó al fin terminada. El abogado quiso que se leyera en
audiencia solemne y el tribunal no tuvo inconveniente en acceder a la solicitud. Un
numeroso concurse de lo más ilustrado de la ciudad acudió a oír aquella defensa
de que se había hablado tanto. Yo estaba presente sentado en un banquillo,
aherrojado y con dos centinelas de vista, precauciones que se juzgaron
necesarias porque mi atrevimiento y mi ferocidad podían poner en peligro a los
magistrados mismos.
No pude decir cuál fue mi asombro al escuchar la lectura de lo que se
llamaba mi defensa. El célebre abogado apenas tocaba el hecho como por
incidente; no alegaba la falta de testigos ni mis antecedentes honrosos, ni nada en
fin de lo que hubiera podido llevar al ánimo de los jueces la convicción de mi
inocencia.. Temí que mi causa estaba en gravísimo peligro con semejante sistema
de defensa, me animé a pedir la palabra, se me concedió y expuse sencilla pero
enérgicamente, las tazones que probaban mi completa inculpabilidad.

El alegato de mi abogado fue acogido con ruidos aplausos. Mi exposición


fue escuchada apenas por los jueces pues la sala se había quedado vacía desde
que comencé a hablar. Cuando acabé de hablar me volvieron a mi calabozo y
aguardé que aquellos señores, a quienes la sociedad había armado contra mí con
la cuchilla de la ley, dispusieron si la dejaban caer o no sobre mi inocente cabeza.

Yo, hombre particular, no había tenido derecho para matar a un individuo; la


sociedad, conjunto de hombres, lo tenían para matarme a mí. Y como en apoyo de
su doctrina contaba con cárcel, soldados, horca y verdugo, me obligaba a
arrodillarme y a besar la mano que iba a echarme el dogal al cuello.

Entré en capilla. La ley, bondadosa hasta el extremo, me devolvía por tres días el
uso completo de mis miembros. Me hizo quitar las esposas y los grillos (doblando
las guardias) y para no matar mi alma junto con mi cuerpo, me envió un sacerdote
que me preparara para el terrible viaje de la eternidad.

15
Un reo con grillete y cadena al pie se situó a la puerta de la cárcel, junto a
una mesa cubierta con una carpeta negra y encimo un crucifijo. El hombre gritaba
a cada momento: una limosna para un pobre ajusticiado, por el amor de Dios; y
tañía una campanilla. Algún trabajo costó al buen religioso encargado de
prepararme, que yo me resignara a morir.

Amaneció el día que debía ser el último para mí. A las once de la mañana el
alcalde, juez de la causa, acompañado de su escribano y testigos, apareció en la
capilla donde estaba también el sacerdote, dirigiéndome sus exhortaciones. Con el
juez iba un hombre vestido de una manera extraña, que se puso de rodillas y me
pidió perdón. Era el verdugo, es decir el brazo de la sociedad que iba a matarme,
y que me rogaba le perdonara la iniquidad que conmigo cometería.

En aquel momento en que vi perdida toda esperanza de salvación, se


verificó en mi espíritu una evolución extraña. La calma sucedió al terror, la energía
al abatimiento y afronté la idea de la muerte con valor.

Nos dirigíamos al lugar de mi muerte cuando entre la multitud pude ver a


Don Eusebio, junto a él dos mujeres una mayor y una más joven; era Teresa,
quien quería verme por última vez y se apoyaba en el brazo de su madre. Cuando
pasé frente a aquel grupo, oí una voz querida que exclamaba: “Sé que eres
inocente. Adiós hasta la eternidad”. Alcé la mano y la mano y la moví en dirección
de aquel grupo y continúe la vía dolorosa, consolado con la idea de que no era yo
criminal a los ojos de la mujer a quien amaba. Llegamos al sitio fatal. El verdugo
me echó el lazo al cuello y me hizo subir una escalerilla, lo que verifiqué sin
necesidad de apoyo. Retiró la escalera y quedé pendiente en el vacío, sintiendo
como si la tierra hubiera huido bajo mis pies. Me pareció ver de pronto una gran
llamarada de color rojizo y en seguida una luz templada y agradable, que
iluminaba unas largas y bellas alamedas en las que resonaba una armonía
angelical. Estas desaparecieron súbitamente y yo no percibí más que la oscuridad
y el silencio de la muerte.

16
CAPÍTULO VIII
Solemne Juramento

Abrí los ojos y llevé la mano a la garganta, como para quitarme alguna cosa que
me oprimía. Di una mirada en derredor y me encontré en una habitación que no
me era desconocida. Quise hablar y sentí que una mano suave oprimía mis labios.
Entonces vi al lado de la cama en que estaba tendido, a Teresa Mallén. Imaginé
que me encontraba en la mansión eterna de los bienaventurados, y que Teresa
había ido a reunírseme, para no- separarse jamás de mí. Cerré otra vez los ojos y
continué contemplando intuitivamente la visión seráfica.
Un momento después volví a abrir los ojos, dirigí una mirada en derredor y vi al
padre y a la madre de Teresa, que parecían velar también por mí. Por último
advertí la presencia de dos personas que no pertenecían a la familia, un anciano y
un joven, que tenían la vista fija en.
—Ya lo ves —dijo el anciano, dirigiendo la palabra al joven—; no ha muerto, a
pesar de que había espuma en la boca. Hipócrates se equivocó y la ciencia
moderna tiene razón en ese como en otros puntos. No lo olvides: se debe socorrer
a los estrangulados, aun cuando haya espuma en la boca; porque no siempre es
ese síntoma mortal.
—Es verdad —dijo el joven—; pero doctor, usted mismo ha notado todos los
síntomas de la apoplejía y de la asfixia; ¿cómo explica usted que haya vuelto a la
vida?
—Muy fácilmente —replicó el anciano—. Hubo apoplejía y asfixia; pero ni la una ni
la otra son necesariamente mortales. La luxación de la vértebra cervical, que
produce la lesión de la medula espinal, es la que no deja esperanza de vida en los
casos de estrangulación; y esa luxación no se había verificado sin duda en este
joven. He ahí lo que ha podido salvarlo.
Y las oportunas sangrías del pie y de la yugular que usted le administró después
que le cortaron la cuerda –dijo el joven.
—La ciencia —dijo el anciano, la ciencia no es más que un instrumento ciego de
los designios de Dios. Estaba destinado a vivir y ha vuelto de los umbrales de la
eternidad

17
Por aquella conversación vine en conocimiento de lo que conmigo había sucedido.
Recordando los acontecimientos desde la noche fatal en que encontré a mi tío
bañado en sangre, hasta el instante en que, pendiente de la horca, perdí el
conocimiento, deduje que alguna circunstancia inesperada y extraordinaria debía
haberme salvado. Comprendí también que estaba yo al cuidado de la bondadosa
familia de don Eusebio y que aquellos señores eran los médicos que me habían
prestado sus auxilios para volverme a la vida.
Tres días después de aquel en que recobré el conocimiento, hallándome solo con
don Eusebio, le pedí me explicara a qué debía yo mi salvación.

—No fue la casualidad —me dijo—, sino la Providencia la que acudió en tu auxilio.
---Requena ---continuo don Eusebio--- estaba también armado; paró el golpe; pero
por desgracia para él y por fortuna para ti, reculó dos pasos, tropezó con una
piedra, cayó y su adversario le sepultó el puñal en la garganta, sin que el otro
pudiera defenderse. Dijo quién era su asesino y la causa que lo había impelido a
cometer el crimen; luego preguntó la fecha del mes, contestándole que era el 30
de marzo, una expresión de terror extraño se pintó en su fisonomía, y exclamó,
«Castigo de Dios. Hoy hace un año por venganza maté al maestro Cristóbal
Roxel. Su sobrino muere inocente». No dijo más y expiró. El alcalde que oyó la
declaración, corrió a la Audiencia, pidió permiso para entrar, se le concedió y
expuso lo que acababa de decir Requena delante de varios testigos.

Los Oidores entraron en consulta; el debate fue aclarado pero breve; se acordó
suspender tu ejecución. Uno de los ministriles corrió con la orden y llegó a tiempo
para hacer cortar la cuerda.

El doctor Sánchez estaba allí mismo. Te sangró y te condujeron a la cárcel,


colocándote en una pieza decente, donde pudieras estar en seguridad y
comodidad, mientras se hacía la averiguación del caso. Me permitieron que
entrara con mi familia a asistirte y lo hicimos así.

Tres días después, la Audiencia mandó se te pusiera en libertad. Se había


encontrado en casa de Requena una llave que hacía a la puerta del obrador que da a
la calle; y tomada declaración a los oficiales, refirieron el lance de la bofetada que
le dio tu tío y que revelaban un designio de venganza.

Yo había escuchado con atención profunda la narración de don Eusebio. Más de


una vez, durante mi larga prisión, me había asaltado la sospecha de que Antonio
Requena era el asesino de mi tío. Yo habría muerto por un crimen que no cometí.

18
CAPÍTULO IX
Dios traza caminos derechos por líneas torcidas

Muerto mi tío, y siendo yo su único pariente, la ley me llamaba a heredarlo; pero


acusándoseme de haberlo asesinado, el juez dispuso embargar los bienes y que
se depositaran hasta la conclusión de la causa.
Declarada mi inocencia, se levantó el embargo y se me puso en posesión de la
herencia. Los oficiales que habían declarado en mi causa temieron ser
despedidos; pero, lejos de hacerlo así, distribuí entre ellos, la cocinera de mi tío y
los pobres de la parroquia, la mayor parte de los productos del obrador durante el
año de mi prisión; reservándome únicamente la cantidad necesaria para hacerme
de algunos vestidos modestos y decentes y para comprar los libros que
necesitaba. Sabía yo muy bien que los servicios que me había prestado don
Eusebio Mallén y su familia eran de los que no se pagan con dinero,' y que habría
sido ofender gravemente a aquellas buenas gentes el ofrecerles cualquiera
recompensa pecuniaria.
Yo amaba a Teresa, y habiendo visto la impresión que le hizo mi condenación a
muerte, no podía dudar que la había motivado un sentimiento más tierno que el de
un simple afecto.
—Francisco —me dijo el excelente hombre—, mira cómo Dios traza caminos
derechos por líneas torcidas. Criado en medio de las privaciones, maltratado por
tu tío (a quien Dios perdone), acusado injustamente de homicida, y habiendo
llegado a las puertas de la eternidad, te ves hoy reconocido inocente y rico
poseedor de los bienes del que te escatimaba el pan. ¡Qué mundo éste,
Francisco!
Diciendo así, don Eusebio reía con todas sus ganas.

—Estás ya enteramente restablecido —continuó diciendo—. Creo que un paseo al


campo te sentaría bien; ¿quieres que vayamos a dar una vuelta por el cerro del
Carmen?
Doña Prudencia apoyó la propuesta; y yo, que creí ver en los ojos de Teresa el
deseo de que accediera a la indicación, dije que me parecía muy oportuna la idea.

19
Salimos, pues, y pronto estuvimos en la cúspide de la colina, contemplando el
magnífico panorama que se ofrecía a nuestra vista.
Don Eusebio y su esposa entraron a la antigua capilla, mientras que Teresa y yo
nos sentamos bajo un árbol contemplando con silenciosa admiración el
espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos.

—Para mí —repliqué yo, sin ser dueño de dominar mi emoción—, no hay felicidad
sin tu amor.
Teresa guardó silencio durante un momento. Su mano temblorosa arrancaba las
hierbas del campo y las arrojaba con un movimiento inconsciente.
— ¿Y puedes dudar de él^ —me dijo con voz apenas perceptible. '
Le tomé una mano sin decir palabra y la acerqué a mis labios.
—Tengo —le dije—, que consagrar algún tiempo de mi vida, para prepararme al
desempeño de una noble y santa misión. Dios y tu padre son testigos de mi
juramento. Pasarán diez años antes de que me sea permitido unir tu suerte a la
mía. ¿Me conservarás tu afecto?
—Sea cual fuere, Francisco —respondió Teresa—, el tiempo que deba yo
esperarte, mis sentimientos no experimentarán el menor cambio. Mira ese sol que
oculta sus últimos rayos detrás de los montes. Mañana hará lo mismo que hoy y
todos los días se repetirá la escena hasta la consumación de los siglos. Mi amor
será tan invariable como él y animará mi alma hasta el último instante de mi vida.
Don Eusebio y su esposa llegaron en aquel momento.
Yo bebía el amor en los ojos de aquella que era la mitad de mi alma; y mi corazón,
que pocos días antes estaba próximo a estallar, vencido por el sufrimiento, apenas
tenía fuerzas para soportar aquella inmensa felicidad.

20
CAPÍTULO X
El Insulto Infame Recibe Su Castigo

Aquella fue la última noche que pasé en casa de don Eusebio. Manifesté mi
resolución de trasladarme a la casa que había sido de mi tío, y aunque con mucho
sentimiento, don Eusebio y su esposa convinieron en que mi deseo era justo.
Teresa guardó silencio y acompañada de su madre, fue a preparar la modesta
habitación que yo había de ocupar.
Instalado en mi casa, mi primer cuidado fue buscar un maestro de gramática
latina, y comprar los libros que necesitaba para aprender aquella lengua.
Emprendí el estudio con ardor y pronto vencí las primeras dificultades de mi
aprendizaje. El latín era la lengua de la ciencia a que yo me proponía dedicarme; y
no podía, por tanto, descuidar el aprenderlo con la posible perfección.
Multiplicadas después las traducciones de las obras de los glosadores y
tratadistas antiguos, y abandonado por los modernos el uso del latín, no por eso
considero perdido el tiempo que emplee en el estudio de un idioma del cual
derivan la mayor parte de las lenguas vivas y que ha ejercido tan poderosa
influencia en el desarrollo del espíritu humano. El latín que aprendí me ha servido
eficazmente para facilitarme el conocimiento de otras lenguas modernas y para
escribir y hablar con alguna corrección el castellano.
Mi asiduidad, unida a mi tal cual disposición, hizo que a los seis meses me
encontrara en aptitud de poder presentarme a examen. Salí con tres notas de
sobresaliente y con la fama de ser un gran latino, por haber traducido con facilidad
algunos pasajes de las Selectas, una o dos cartas de Cicerón y otras tantas de
San Jerónimo. Tuve la fortuna de escuchar las lecciones del célebre Goicoechea y
fui uno de los más decididos partidarios de las ideas nuevas que anunció aquel
hombre de genio, que alarmaron al espíritu de rutina y excitaron la envidia,
atrayendo persecuciones al que había promovido el estudio de las ciencias*
experimentales y combatido les errores del escolasticismo. Fui también uno de los
que aplaudieron con más entusiasmo la justicia que después hicieron la autoridad
y el público al mérito y servicios de aquel sabio.

21
Entre los veinticinco o treinta estudiantes que cursaban filosofía, había dos que
llamaron particularmente mi atención. Llamábase el uno don Fernando Vargas y el
otro don Antonio Velasco; Vargas era uno de los jóvenes disipados y turbulentos
que se hacen de partido entre los estudiantes por su carácter franco y alegre, por
su afición a toda travesura y pedir siempre feriado. Si un día aparecía uno de
éstos caricaturado en la pizarra; si otro día se encontraba a un zopilote atado
sobre la cátedra y con las alas extendidas, a guisa de espíritu santo; si una vez
había fuegos artificiales en la clase a la mitad de la lección; si otra se sentaba el
maestro sobre clavos colocados en el asiento de su silla, no había qué preguntar
quién era el autor principal de aquellas fechorías.
El don Antonio Velasco era un tipo diferente. Taimado y astuto, ayudaba a Vargas
a discurrir las travesuras; era el inventor de las más pesadas.
Desde que comencé a concurrir a las clases creí notar que éste no me veía con
buenos ojos. Mi puntualidad, aplicación al estudio y el respeto que mostraba a los
catedráticos fueron calificados de gazmoñería por aquel joven díscolo, que tuvo la
franqueza de no ocultar la mala impresión que yo le había hecho y que no
desperdiciaba ninguna de las oportunidades que se le ofrecían para mortificarme.
Una o dos veces oí que hablaba de soga cuando yo pasaba junto a un grupo de
estudiantes que reían y celebraban sus patochadas, y fingí no haber escuchado
aquella insultante alusión al lance terrible que marcaba la página más triste de mi
vida. El conflicto se hizo al fin inevitable. Vargas, Velasco y yo fuimos designados
para sostener una conferencia, que debía comenzar con la lectura de nuestros
respectivos quodlibetos. Yo era mejor latino que ellos y mi oración fue aplaudida
por los catedráticos. Al llegar a clase, Habían pintado con carbón en la pared una
gran horca, con la figura de un hombre pendiente de un lazo y en derredor una
inscripción que decía (Francisco Roxel, ahorcado por sus crímenes).
Vargas peleó conmigo pero salí victorioso de la pelea, él corrió a borrar la pintura
pero lo detuve y dije: El crimen es el que deshonra; no el cadalso. ,
Dicho esto, abrí la puerta y salí, atravesando el grupo de estudiantes que me
abrieron paso con respetuosa deferencia.

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CAPÍTULO XI
De Cómo Empezó una amistad con Vargas y Velasco

El hecho de que he dado noticia al fin del anterior capitulo hizo ruido el mismo día
en la Universidad; y se atribuyó a valor lo que fue efecto de la excitación
extraordinaria que me había causado la injuria, atroz que me hizo aquel joven,
más atolondrado que maligno. Cuando fui al día siguiente a ocupar mi asiento en
la clase, no quedaba el más ligero rastro de la pintura ni de la inscripción.
Lo más extraño de todo fue que Vargas concibió desde entonces por mí una
especie de admiración tan irreflexiva quizá como el odio que antes me profesaba.
Al siguiente día salió a recibirme cuando entré en la Universidad, me estrechó la
mano con efusión y me suplicó le permitiera llamarme amigo. Espíritu generoso y
ligero, era igualmente pronto para el aborrecimiento como para el afecto. Velasco
se me acercó también y alabó en términos exagerados mi comportamiento,
agregando en voz baja y sin que lo oyera Vargas, que él había tenido muy a mal el
hecho, y que si aquel amigo hubiera escuchado sus consejos, no me habría
inferido tan injusto agravio. . Me entregué sin reserva a aquellos dos estudiantes,
de los cuales uno era franco y bueno, el otro hipócrita y perverso, y vine a ser una
especie de mentor para ellos. Les repasaba las lecciones, les corregía los
quodlibetos, los .estimulaba al estudio, les proporcionaba libros, les aconsejaba en
todas las dificultades, estableciéndose entre nosotros la más estrecha unión que
nos valió entre los condiscípulos la denominación antonomástica de los tres
amigos. En la calle de la Merced vivía entonces una señora viuda de un militar
español, con cinco hijas solteras, la mayor de las cuales contaba ya veintiséis
años y la menor diez y ocho. Una hermana de doña Lupercia Costales (así se
llamaba la viuda), vivía también con ella, cargando con poca paciencia el peso de
sus treinta y cinco navidades y su celibato involuntario.
Aunque la vida no era cara en aquel tiempo, siete personas no podían pasarlo
desahogadamente con el montepío de la viuda y con la renta, no muy pingüe, de
cierto vínculo o mayorazgo que tenían en España, únicos ramos que formaban las
entradas en el presupuesto de aquella familia.

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CAPÍTULO XII
Una Tertulia Que Termina en Barahúnda
Cuando me presenté en aquella casa por primera vez, la tertulia era numerosa.
Tenía la palabra un Capitán de artillería, Llamábase don Alfonso Ballina, llamando
al guerrero el Capitán Gallina. Aquella era la primera noche que este sujeto se
presentaba en casa de doña Lupercia. Cuando entré, refería la historia del ataque
del fuerte y los prodigios de valor que él había hecho en aquella jornada.
Me pareció que el Capitán apuntaba sus miradas a la mayor de las hijas de doña
Lupercia; pero a causa del estrabismo, pegaba a la tía de la joven que, engañada
por las apariencias, contaba ya con haber hecho la conquista de aquel valiente.
—No hay duda, señor don Alfonso —decía doña Modesta (así se llamaba la tía,)
—; no hay duda que el peligro fue grande; pero al fin usted tenía el consuelo, en
caso de haber muerto, de no dejar atrás mujer e hijos a quienes hacer falta.
— ¡Oh, señora! —contestó el Capitán, echando a la mayor de las jóvenes el ojo
rebelde, si hubiera yo encontrado la muerte en manos del inglés, mi único
sentimiento habría sido precisamente el no dejar quién me llorara. Calló el bueno
del Capitán, considerando, haber preparado suficientemente el campo para un
ataque formal. La tía suspiró con ternura, y dijo:
— ¡Qué dicha la de ser viuda de un héroe!
La tía soltera, a quien le pareció que el Capitán tomaba demasiado interés en
averiguar quién sería el futuro de su sobrina, se apresuró a explicar el quid pro
quo y a hacer que se variara de conversación.
—Es —dijo—, que esta muchacha está resuelta, enteramente resuelta, a ser
monja, y por eso ha dicho a usted que el marido que ella ha elegido no morirá
jamás.
Pocas noches después hubo un bailecito en casa de doña Lupercia, para celebrar
el cumpleaños de una de las personas de la familia. Quitaron el petate de la sala,
arrimaron a la pared la mesa, cargada de botellas de licores y con algunos platos
de comestibles, agregaron dos velas al alumbrado ordinario, y madre, tía y
señoritas, de veinticinco alfileres, aguardaban a las ocho en punto la llegada de los
danzantes. A poco entró media Universidad, presidida por Vargas y Velasco.

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CAPÍTULO XIII
La Propuesta del Oidor de la Real Audiencia
Tal era, sobre poco más o menos, nuestra vida de estudiantes. Terminados los
cursos de Filosofía, mis dos amigos y yo nos presentamos a examen para obtener
el grado. Yo había estudiado y aprendido algo, y fui aprobado. Vargas y Velasco
sabían muy poco y pasaron también.
El primero decidió matricularse en el curso de Derechos, como yo, y el segundo
prefirió la Medicina, pareciéndole carrera más lucrativa.
Yo estudiaba el Derecho con ardor y veía con la posible frecuencia a la familia de
don Eusebio Mallen, a la que me ligaban la gratitud y el sentimiento, más tierno
aún, que me inspiraba Teresa. Un acontecimiento imprevisto vino a modificar las
condiciones de la apreciable familia. Sucedió que don Eusebio, a causa de una
grave enfermedad, quedó imposibilitado de continuar al frente de la escuela, lo
cual le obligó a solicitar su retiro, con las dos terceras partes de su módico sueldo,
que no alcanzaba a satisfacer sus necesidades. Sabedor del hecho, puse todos
mis recursos a la disposición de aquellos que habían sido tan buenos conmigo,
pero don Eusebio llevó su delicadeza hasta el punto de rehusar decidida y
terminantemente los auxilios que yo le ofrecía con tan buena voluntad.
Don Eusebio recibió una visita y se trataba de don Pedro, quien propuso a la hija
del señor Eusebio para que le hiciera compañía y leyera libros a doña Ana
Dávalos donde ganaría 20 pesos para poder salir adelante. Pero don Eusebio
rechazó la propuesta varias veces, pero Teresa con lágrimas en los ojos le dijo a
su padre que la dejara ir porque en verdad necesitaban ese dinero, entonces Don
Eusebio tuvo que aceptar la propuesta de que su hija se fuera a trabajar, luego el
curial se marchó muy satisfecho por el servicio que hacía a aquella familia, que le
proporcionaba al mismo tiempo el probar su celo a uno de los más importantes de
los miembros de la Real Audiencia.

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CAPÍTULO XIV
El Transe Misterioso De La Hija del Oidor

Aquella misma noche me comunicó la familia la resolución que había tomado, y


Teresa me dijo le perdonara el haberse decidido a aceptar la propuesta sin
consultarme. Era urgente y tenía que cualquiera demora la hubiera hecho perder
una colocación decente y ventajosa, que le proporcionarla los medios de ayudar
eficazmente a sus padres. Nada pude decir a esto, aunque, sin saber por qué, no
me agradó que Teresa fuera a casa del doctor Dávalos. Se hablaba en la ciudad
con cierto misterio de la hija de este caballero, a quien muy pocas personas
conocían; pues apenas hacía tres meses que su padre estaba en Guatemala,
trasladado de la Audiencia de Santiago de Chile. Decían que su figura era extraña
y su natural áspero, caprichoso y desabrido; noticias que no quise comunicar a
Teresa, en la esperanza de que si la señora era tal cual la pintaban, le sería fácil
dejar la colocación.
Un día don Eusebio llegó a mi casa con un billete que me dirigía Teresa. Decía
únicamente que doña Ana deseaba hablar conmigo, y que ella (Teresa), me
recomendaba mucho estuviera a las cuatro y media de la tarde en la Casa de
Moneda, donde habitaba el doctor Dávalos, como Superintendente del
establecimiento. En seguida se leían en el billete estas palabras subrayadas:
«Debes venir vestido de luto riguroso». Me fui y al llegar a esa casa todas las
personas estaban vestidas de negro y llorando, me impresioné al ver a una señora
tendida sin señales de vida, pero al sonar las 5 la señora se levantó y empezó a
hablar que no había visto nada en el más allá, luego se quedó ella, Teresa y yo en
la habitación y me preguntó que si yo había muerto y vuelto a la vida. Pero
después de unos minutos se marchó a su habitación y luego Teresa me explicó
que ella no podía acertar si doña Ana estaba loca, pero que todos tenían que
obedecerle y no contradecirle debido a la enfermedad que el doctor le había
detectado y es por ello que todos obedecen a sus órdenes.

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CAPÍTULO XV
La pasión tardía de un sabio
Aprovechando la invitación que me hizo la hija del oidor, fui algunas veces a
la Casa de Moneda y tuve oportunidad de ver y hablar a aquella dama, que me
pareció muy sensata en todo cuanto decía, siempre que no se tratara de lo que
ella llamaba su muerte y su resurrección. Mostraba cada día más afecto a Teresa,
y ésta correspondía por su parte a aquel sentimiento con una adhesión sincera. A
pesar de la diferencia de condición social y de edades, pues doña Ana contaba
cinco o seis años más que la hija del maestro de escuela, llegó a establecerse
entre ellas una verdadera intimidad, que las hacía verse no ya como señora y
sirvienta sino como amigas o hermanas.
Al atravesar una de los largos corredores del edificio, que una lámpara
iluminaba escasamente, me crucé con un hombre embozado hasta los ojos y cuyo
aire me pareció muy semejante al de Velasco. Consideré aquel hecho tanto más
extraño cuanto que Doña Ana Dávalos no recibía sino a uno que otro de los
amigos íntimos de su padre. Me detuve para examinar a aquel desconocido, que
por su parte se fijó también en mí, pues a la cuenta el encontrarme en aquel sitio
le pareció tan inexplicable como a mí se me hacía su presencia en él.

Yo continuaba mis estudios con empeño y estaba ya al concluir mis cursos


de la parte teórica del derecho. Vargas casi no asistía ya a las clases, a pesar de
mis instancias y pronto me convencí de que no concluiría la carrera. No así
Velasco. Estudiaba las ciencias médicas con mucha dedicación; sus progresos
eran notables; los profesores lo distinguían entre los demás estudiantes y corría
de boca en boca una expresión del célebre doctor Sánchez, que indicaba el alto
concepto que había formado del genio médico de aquel joven.

Comencé mi pasantía en el bufete de un abogado de los más célebres de


aquel tiempo, el doctor Juan Gualberto Morales, gran memorista, de quien se
decía (sin duda con exageración) que sabía los códigos de pe a pa; que podía
indicar hasta la página y el lugar de la plana de la Curia Filípica donde se
encontraba ésta o la otra doctrina; que conocía perfectamente cuanto habían

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escrito los tratadistas y que era además, profundo en el derecho canónico, en la
teología, en la literatura española, latina y griega, sin que le fueran extrañas las de
otras naciones.

Tal era el letrado en cuyo estudio comencé mi práctica. Su despacho era un


modero de exactitud y de orden exagerado. Libros, expedientes, recado de
escribir, muebles, todo estaba inventariado y numerado como los objetos de un
museo, y se necesitaba cierta tramitación un poco tardada para mover de un lado
a otro alguna de aquellas piezas.

Todos los días a las ocho de la mañana, ocupaba yo la mesa que me había
designado don Juan Gualberto en su despacho y me ponía a trabajar.

Un día aconteció que cierto vecino de la viuda discurrió levantar un altillo


que dominaba la casa de ésta, y como ella tenía sus razones para no querer que
la juzgaran, preguntó en plena tertulia de qué abogado se valdría para entablar
pleito al tal vecino. Esa fue la oportunidad que el diablo que nunca duerme,
aprovechó para inflamar el corazón del sabio.

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CAPÍTULO XVI
El misterio de Velasco. La cura de doña Ana Dávalos
Una noche fui a visitar a doña Ana Dávalos y la encontré en compañía de
Teresa como de costumbre; pero me llamó la atención el encontrar el gabinete de
labor donde recibía la señora sus visitas, iluminado muy escasamente,
amortiguando la luz del velón (colocado sobre una mesilla incrustada de carey y
madreperla) una pantalla de plata cincelada, que figuraba una mariposa con alas
desplegadas.
Doña Ana estaba recostada en un canapé, vestida de blanco, ceñida la
cabeza con la corona de flores del mismo color y agitando con violencia la palma
que tenía en la mano.

-¿Viene Usted a verme morir? –me preguntó-; voy a emprender de nuevo el


viaje a la eternidad, y ¡ojalá no sea tan infructuoso como los anteriores! ¡Oscuridad
y silencio! Eso fue todo para mí.

Doña Ana cerró los ojos y no dio una palabra más. Teresa me hizo seña de
que guardara silencio y permanecimos así durante diez minutos. Dos golpes
apenas perceptibles dados en la puerta que caía al corredor, hicieron que la
señora se pusiera en pie como sobresaltada.

-Adelante- dijo y dio dos pasos hacia la puerta, como para recibir al que
llamaba.

¡Cuál sería mi sorpresa al reconocer a mi amigo Velasco, que se dirigió a la hija


del oidor, a quien saludó en voz baja! Hizo una ligera inclinación de cabeza a
Teresa Mallén y otra a mí, como si hubiera sido yo un desconocido.

-Usted –me dijo- ha muerto y resucitado, y está iniciado, en parte, en los


misterios de la otra vida. Quédese, converse con esta joven en tanto yo me
preparo para emprender el viaje.

Dicho esto se levantó y se dirigió a una puerta que comunicaba con el salón
donde encontré tendida en el féretro la primera vez que la vi. Velasco la siguió sin
decir palabra y aún sin mirarme, conducta que me parecía inexplicable.

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Dentro de pocos días podré sin duda hacerlo, sin traicionar la confianza de
doña Ana y de su padre fueron las palabras de Teresa. Aquellas palabras picaron
mi curiosidad más vivamente; pero conociendo el carácter reservado de Teresa
Mallen, comprendí que insistir en exigirle más explicaciones, sería causarle
inútilmente un desagrado.

Deje de pasar algunos días sin ir a ver a doña Ana Dávalos, informándome
de Teresa con sus padres, a quienes veía frecuentemente.

Terminada la curación no había ya por qué guardar la reserva absoluta que


Velasco había exigido cuando ofreció hacerse cargo de la asistencia de la
enferma. Teresa podía hablar del asunto y me refirió lo que había pasado, me
contó toda la historia.

Con mucho interés escuché aquella narración y me alegré sinceramente de


que mi amigo Velasco hubiera logrado curar a la hija del oidor. Comprendiendo ya
el motivo de su reserva, no consideré censurable su conducta y fui a buscarlo
expresamente para felicitarlo por aquel triunfo.

Segura ya de que el hombre a quien amaba murió y está en el cielo, la


resignación y la tranquilidad sucedieron a la agitación de aquel delirio parcial, y la
enferma puede considerarse curada.

El hombre tiene la triste facultad de destruir la obra de Dios; pero no la de


rehacerla. ¡Cuidado Antonio! La ciencia conducida en alas de la vanidad, puede
llevarte a una región donde no puedas sostenerte y caigas precipitado en un
abismo. Adiós.

Dicho esto estreché la mano de aquel joven tan inteligente como audaz y
salí penosamente afectado por la conversación que acababa de tener con él.

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CAPÍTULO XVII
Día de campo en Los Arcos
Como a las seis de la mañana del día siguiente, estando aún en la cama,
dormido, sentí medio en sueños que me movían con fuerza y oí una voz que
decía:
-Una gallina asada y dos botellas de moscatel.

Abrí los ojos y vi a mi amigo Vargas que tenía en la cabeza un gran


sombrero de jipijapa, que llevaba al hombro una escopeta y terciado a la espalda
un morral, que parecía estar lleno de municiones.

Vino a avisarme que tenemos día de campo hoy en Los Arcos, con las
Costales; que anoche me encargaron que te avisara, advirtiéndote lo que debías
llevar, y como saldremos a las ocho vengo a despertarte, para que haya tiempo de
que asen la gallina.

Comprendí que no debía perder tiempo en procurar el caballo, y luego que


estuve vestido salí con Vargas a arreglar ese punto indispensable. No lejos de mi
casa vivía el alquilador de caballos, sujeto muy conocido de colegiales y
estudiantes, obligados a recurrir al establecimiento en cada huelga de las tres o
cuatro que había en el curso del año. Nos llevó a la caballeriza para viéramos las
dos únicas bestias que le quedaban disponibles.

Para que acabáramos de decidirnos, el chalán dijo que no hacía media hora
que había alquilado otro caballo del mismo color y del mismo cuerpo al criado del
doctor Morales, que había pagado por él tres pesos muy contento. Convenimos en
tomar el alazán, que alquiló el individuo por catorce reales (sólo por ser para
nosotros, según dijo) y se ofreció él mismo a llevarlo a mi casa. La gallina estuvo
pronto bien dorada, las botellas listas y con unos cuantos panes que hice agregar,
Vargas y yo llenamos unas árguenas que colocamos a la grupa de mi silla.
Montamos y tomamos alegremente el camino de Los Arcos.

Cuando mi amigo y yo le dimos alcance, los músicos habían desenfundado


los instrumentos por orden de doña Lupercia y los tiples se disponían a cantar.

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Llegamos al fin sin que sucediera el percance que era de temerse. El doctor
bajó con la posible ligereza y no volvió a acordarse de su caballo, que iba ya a
tomar el portante hacia la ciudad cuando por fortuna fue detenido por uno de los
músicos.

Había llegado ya la mayor parte de los concurrentes al día de c ampo, y


andaban atareadísimos buscando algún sitio a propósito para poner los caballos.
La empresa era ardua, pues en la extensa llanura donde se eleva majestuoso el
acueducto, no se divisaba en aquella época un solo árbol, ni había en aquellos
contornos potrero ni labor alguna donde hubieran podido acomodarse las
cabalgaduras. Fue necesario resolverse a apersogarlas en el campo, dejándolas
en libertad de pacer la yerba no muy abundante de la poco fértil llanura.

La comisión anduvo por un lado y por otro; recorrió el campo en todas


direcciones; el doctor Morales tomaba notas y llevaba ya escritas treinta y cinco
páginas del libro de memorias; todo inútilmente. Ni las idas y venidas, ni las
vueltas y revueltas, ni los trabajos del sabio hacían brotar un árbol que
proporcionara la apetecida sombra. La comisión regresó afligida y desalentada.

El hombre ilustre pretendía que para proceder con orden debía leerse su escrito
antes de tomar posesión del sitio destinado a la reunión; pero la gran mayoría de
los concurrentes fue de otro dictamen y se constituyeron desde luego del otro lado
de la arquería, dejando la lectura del luminoso informe para después de comer. Se
extendieron en el suelo unos petates tules que se habían llevado con aquel objeto
y tendidos todos sobre aquella rústica alfombra, comenzamos a disfrutar de las
delicias del día de campo.

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CAPÍTULO XVIII
Duelo en el día de campo
Había entre las personas reunidas para divertirse y gozar a la sombra de los
arcos, una que ni se divertía ni gozaba, pareciendo inquieta y desasosegada y
alargando el pescuezo constantemente para buscar algo que aguardaba y que,
según la dirección de la visual, debía llegar por el camino de la ciudad. La persona
que daba tales muestras de zozobra era doña Modesta, y el objeta de sus ansias
podía ser uno o tres convidados que estaban en retardo; don Florencio el
violinista, mi amigo Velasco y el capitán Ballina. Queda a la conocida sagacidad
de los lectores y las lectoras de estas memorias, el calcular cual de los tres sujetos
era el que hacía que el pescuezo de la tía Modesta se alargara a cada rato y que
sus miradas se dirigieran hacia el camino de la capital.
Afligida por la tardanza la sensible señora buscaba algún lenitivo a su dolor,
alguna distracción al pensamiento que la atormentaba, y dirigía miradas tiernas al
sabio doctor Morales, quien nada práctico en la telegrafía amorosa, ni advertía
siquiera aquellas pruebas de interés de parte de la tía y dedicaba ¡ingrato!, toda su
atención a la sobrina.

El capitán no hacía a caballo una figura muy airosa; y cuando como sucedió
aquel día, tenía la extraña ocurrencia de cabalgar en mula, de uniforme, botas
federicas con grandes espuelas y sombrero adornado con plumas, parecía
completamente ridículo. Pero a los ojos de doña Modesta, un héroe a caballo o en
mula es siempre un héroe; y queriendo mostrarse obsequiosa con el capitán y
despertar los celos del doctor, mandó a uno de los tiples que fuera a tomar la
rienda y desensillar la cabalgadura del vendedor de los ingleses en Omoa. Con el
capitán llegaba mi amigo Velasco y don Florencio, que para divertir a sus dos
compañeros de viaje había sacado el violín y atado la rienda a la manzana de la
silla, dejó que su caballo siguiera a los otros y se ocupó en ensayar una pieza
nueva que había estudiado, según dijo, expresamente para el día de campo.

Viendo que el lance llevaba visos de enseriarse, doña Lupercia y sus hijas
prorrumpieron en mil exclamaciones y rodearon a los que se disponían a combatir.
El capitán se mostró intransigente, diciendo que el insulto que le había hecho el

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letrado era de los que no se lavan sino con sangre; y el letrado por su parte
contestaba a los ruegos y las lágrimas de aquellas damas, que él había sido
provocado y que no hacía más que aceptar el desafío. Doña Modesta tenía
opinión contraria a la de su hermana y sobrinas, y sostenía que el duelo era
inevitable, en la esperanza de que el capitán le pegara un buen susto al letrado de
quien estaba muy ofendida por el momento.

En fin, como ni el uno ni el otro de los antagonistas entraban por razón, el


desafío se llevó a cabo, apartándose los combatientes un buen trecho para no
asustar a las señoras, que muy afligidas (con excepción de la tía, que probó
aquella vez sus instintos sanguinarios) se acogieron al coche. Los varones todos
(menos los músicos, gente de suyo pacífica) acudimos a presenciar el combate. El
capitán eligió por padrino a uno de los tresillistas; el doctor Morales al otro.

¡Pum!, ¡pum! Se oyó un grito de dolor y un hombre cayó en tierra. Pero


¡cosa rara!, no era uno de los combatientes, sino el desdichado de don Florencio,
a quien había bañado la cara y roto el violín la munición con que estaba cargada la
escopeta del capitán. El condenado estrabismo había sido la causa del percance;
pues pretendiendo apuntar al letrado, el artillero bizco los ojos y volvió la cara al
hacer fuego, pasó como a diez varas sobre la cabeza del enemigo, no haciendo
por consiguiente daño a nadie.

Celebramos las paces cantando y bailando, siendo el capitán y el doctor los


héroes del día y refiriendo cada cual los rasgos de denuedo que les había notado
durante el combate.

Cuando fue hora de comer paró el baile, extendieron los manteles sobre los
petates y colocaron en aquella mesa improvisada los platos y los cubiertos.
Comenzaron a servir la mesa y empezaron a circular las botellas. Media hora
después todos hablaban a un tiempo y no nos entendíamos unos a otros.

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CAPÍTULO XIX
De tribunales examinadores
Las visitas de mi amigo Velasco a casa del doctor Dávalos, con motivo de la
asistencia de doña Ana, hacían, naturalmente, que aquel joven viera con
frecuencia a Teresa, que acompañaba siempre a la señora. Frío y reservado al
principio y sin parecer fijarse siquiera en ella, comenzó a cambiar cuando
restablecida ya doña Ana, pudo considerarse seguro de la estimación y de la
gratitud de aquella familia. Con notable desinterés había rehusado
terminantemente la generosa recompensa que le ofreciera el oidor, diciendo que
estaba harto pagado con haber podido prestar aquel pequeño servicio a personas
por quienes abrigaba profundo respeto y la más viva simpatía.
Viendo que Teresa no parecía alentar su inclinación, Velasco no se atrevió
a declarársele; trazó su plan del modo que consideró más adecuado a la
consecución de sus miras y se descubrió con doña Ana, pintándole con los más
vivos colores la pasión que pretendía haber concebido por aquella joven. Doña
Ana reveló a Teresa el amor de Velasco y abogó por él con decidido empeño. Los
méritos personales de aquel joven; el brillante porvenir que le estaba reservado y
la circunstancia, muy importante en aquel tiempo de pertenecer a una familia harto
mejor que la mía, fueron los argumentos que empleó aquella señora a favor de su
protegido.

Velasco, a quien doña Ana comunicó el mal resultado de su empeño, se


puso pálido al oír la resolución de Teresa, pero ofreció a doña Ana olvidar a
Teresa Mallén y suplicó únicamente, como recompensa al sacrificio que hacía de
su amor en aras de la amistad, que no se me dijese una palabra de lo que había
pasado. Lo prometió Teresa con tanta más voluntad cuanto esperaba que la
inclinación de Velasco sería un capricho pasajero y no quería introducir, con una
revelación a su juicio innecesaria, la discordia entre amigos tan íntimos como
Velasco y yo.

Se acercaba el día en que debía yo presentarme a examen para obtener la


licenciatura. Sin dejar de ver a Teresa mis visitas fueron menos frecuentes,

35
ocupando casi enteramente los días y las noches en prepararme para el acto
solemne que pondría término a mis afanes.

Tenía fe en mí mismo. Había estudiado mucho y estaba seguro de poder


contestar satisfactoriamente a las cuestiones que se me propusieran. No había
punto alguno de la teoría de la jurisprudencia civil y canónica que no me fuera
familiar.

Llegó el día del examen. A las diez de la mañana fueron a buscarme


Velasco y Vargas, para acompañarme a la Audiencia.

Los corredores del edificio de la Audiencia estaban llenos de estudiantes,


que iban a presenciar el examen y entre los cuales era unánime la opinión de que
lo haría yo muy bien. Recibí al paso apretones de mano y enhorabuenas
anticipadas que me alentaron y me hicieron reír interiormente de los temores
pueriles que me habían asaltado días antes.

Puesto en pie, comencé, mi disertación con voz entera y salvé con toda
facilidad la parte del exordio. Mi inteligencia estaba firme y despejada; al llegar a la
mitad de la narración empecé a sentir que la cabeza me pesaba. Después
comencé a ver duplicados los objetos. Concluí la oración sin saber ya lo que
hablaba. Comenzó el examen y mis respuestas fueron destinadas. Sostuve las
doctrinas más absurdas; equivoqué todas las citas; zaherí a los oidores y hubo
preguntas a las cuales no hallé nada absolutamente qué contestar.

Los miembros del tribunal mostraban un aire severo. El escribano recogió


los votos con la impasibilidad de quien está habituado a la operación; y en seguida
volcando la urna sobre el cojín de terciopelo, vi saltar cuatro RR y una A de plata,
que ejecutaban una danza fantástica en torno de la campanilla.

-REPROBADO –exclamó el escribano con una voz que resonó en todos los
ámbitos de la sala; pudiendo presentarse a nuevo examen dentro de seis meses.

36
CAPÍTULO XX
La ciencia como nobleza
Estuve siete días postrado en la cama sufriendo una aguda fiebre. Velasco
y Vargas no me desamparaban un momento, asistiéndome con afecto fraternal.
En el delirio veía a veces a los miembros de la Real Audiencia, armados de RR
enormes que lanzaban sobre mi cabeza y que se me clavaban en las sienes
causándome dolores insoportables. Otras sentía que los porteros me empujaban
con sus mazas hacia un abismo oscuro y frío, todo poblado de árboles cuyas
ramas figuraban también aquellas letras, y que al chocar entre sí las
pronunciaban, formando un sonido estridente que me taladraba los oídos.
Me parecía que en la calle, en la iglesia, en el paseo, por todas partes, me
señalarían con el dedo y me gritarían: REPROBADO. Yo no podía creer que
hubiera esa prevención desfavorable por parte de aquellos señores; pero sentía
una repugnancia invencible a repetir una prueba que había tenido un resultado tan
funesto.

Cuando mi convalecencia estaba ya adelanta y podía considerarme


completamente restablecido, a lo que había dicho el médico que me asistía, don
Eusebio Mallén que pasaba conmigo la mayor parte del día, hizo recaer la
conversación sobre el asunto que ocupaba constantemente mi espíritu.

Quería que me volviera a examinar a lo cual respondí que lo que debía


hacer era renunciar a esa desdichada carrera y no abrir ya un libro; sepultarme en
una montaña y que nadie vuelva a saber de mí.

-El medio es – dijo don Eusebio- que en cuanto tu salud te lo permite, te


presente a la Universidad solicitando los exámenes para obtener el grado de
doctor en Derecho Civil; prueba más ardua aún que la que sufriste hace pocos
días en la Audiencia. El juramento que prestaste y del cual soy testigo te lo exige,
y… Teresa te lo ruega. –Lo haré – exclamé, estrechando entre mis brazos a aquel
hombre bondadoso-.

Después de aquel momento no pensé ya sino en poner los de adelantar mi


convalecencia. Observé que desde que se aproximó el día de la repetición, don

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Eusebio no me dejaba solo. El edificio de la Universidad estaba de gala. El salón
de actos adornado con un cortinaje de damasco carmesí; los corredores regados
con hojas de pino y en la puerta principal una marimba, que tocaron sin
interrupción dos indios mientras duró la fiesta.

En presencia del numeroso claustro y de la lucida concurrencia de


personas particulares invitadas, pronuncié mi oración con despejo y facilidad y en
seguida contesté a los argumentos que me propusieron tres doctores. Mis
respuestas parecieron completamente satisfactorias y fui aprobado por
unanimidad de votos. Al día siguiente me impusieron el capelo y quedé
incorporado en el claustro como licenciado en Derecho Civil por la Universidad.

Salí con toda felicidad de aquel certamen literario, que no era ya un acto de
fórmula, como la repetición. A las doce de la noche, un repique en la Catedral y el
estallido de muchos cohetes dobles anunciaron a mis amigos y al público mi
triunfo literario.

Transcurridos los seis meses que la Audiencia me había fijado, volví a


presentarme solicitando ser examinado para poder ejerce r la abogacía. Fui
admitido y puedo decir que mi calificación estaba hecha de antemano. El examen
fue muy breve y de pura forma, y una aprobación unánime compensó el baldón
que medio año antes había sufrido en aquel mismo sitio.

Al salir del salón los primeros brazos que me abrieron para estrecharme
fueron los de don Eusebio, a quien con lágrimas de gratitud correspondí aquella
nueva demostración de afecto.

Pocos días después Velasco sufrió sus exámenes y recibió el grado de


doctor en medicina, con el lucimiento que debía esperarse. Le felicité con toda la
efusión de mi alma y me pareció extraño que ni don Eusebio ni Teresa quisieran
concurrir a la Catedral el día en que mi amigo recibió la borla.

38
CAPÍTULO XXI
El sordomudo
Terminados mis estudios, iba yo a ver convertida en realidad la ilusión
halagadora que había sido el encanto de mi vida durante diez años: mi matrimonio
con Teresa Mallén. El amor que yo sentía por ella había crecido y desarrollándose
conmigo; me había estimulado y alentado en mis horas de abatimiento; y cuando
abrumado por el dolor y la vergüenza de la reprobación no pensaba ya sino en
huir de los hombres y buscar un asilo entre las fieras, una palabra de Teresa
transmitida por su bondadoso padre, me había hecho corar nuevas fuerzas,
decidiéndome a luchar y emprender mi rehabilitación.
Admiré en aquella ocasión no sólo el valor moral, sino la energía física de
aquella joven. Pasaba los días y las noches a la cabecera de doña Prudencia y
aunque varias vecinas que tenían afecto a la familia se alternaban velando a la
enferma, Teresa no la desamparaba. La gravedad se prolongaba; las amigas más
íntimas iban cansándose y aunque visitaban la casa durante el día, se retiraban
por las noches pretextando ocupaciones o indisposiciones que les impedían
ofrecerse velar. Pero para Teresa no había más ocupación que asistir a la madre,
y su salud debía ser superior a toda clase de fatigas.

Yo me ocupaba entretanto, en el ejercicio de la profesión, dirigiendo


diferentes negocios, y pasó algún tiempo sin que se me presentara la oportunidad
de defender a un reo condenado a muerte. Era generalmente sabido en el público
mi juramento solemne, y además yo había suplicado al abogado de pobres me
pasara cualquiera causa que llegara a su despacho, en que hubiera sido impuesta
al reo en primera instancia la pena capital.

Cumpliendo con mi recomendación me llevó un día el proceso instruido


contra un mozo llamado Rafael Zambrano, a quien el alcalde mayor de Sololá
había sentenciado a sufrirla.

-Es un caso grave –me dijo aquel letrado- y en el que va usted a tener
mucho qué trabajar. El reo es sordomudo de nacimiento, circunstancia que hace

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naturalmente, más difícil la defensa. Me dijo que habían pruebas suficientes para
condenarlo y que el tribunal confirmaría la sentencia.

Se le acusaba del crimen de Eulalia Choy, pero el mudo negaba por señas
haber sido el autor del crimen; pero incapaz de explicarse, condenado por la
circunstancia del encuentro del pito junto al cadáver, y de los otros indicios, y
atendido el hecho de que debía suponérsele irritado contra la que había recibido
con desprecio sus insinuaciones amorosas, el juez lo declaró culpable y lo
sentenció a muerte con dictamen de asesor letrado.

Mi primera diligencia después de haber estudiado los autos, fue dirigirme a


la cárcel con el objeto de conocer al reo y examinarlo por mí mismo.

No hay palabras suficientes para expresar la impresión que me causó el


espectáculo de miseria, abyección, abandono e inmundicia que ofrecía el interior
de la prisión.

Me dispuse luego a hablar con el presidente de la cárcel quien era un


hombre como de unos cuarenta años, pequeño de estatura, de complexión recia y
de semblante más bien burlón que no feroz.

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CAPÍTULO XXII
La confesión del sordomudo
Atravesamos dos patios donde vi a otros muchos de aquellos desgraciados,
completamente ociosos en su mayor parte, o lo que era peor aun divididos en
pequeños grupos jugando a los dados. Advertí que casi todos estaban armados de
pedazos de cuchillos, navajas, clavos y huesos puntiagudos. Unos cuantos menos
haraganes o más industriosos que sus compañeros, se ocupaban en torcer pita,
trabajar objetos curiosos de hueso y cerda y tejer fajas y encajes.
Comprendía que quería decir que lo ejecutarían sin que confesara. Me
esforcé durante un largo rato en procurar obtener del sordomudo algunos datos
que pudieran servirme para la defensa; pero viendo que adelantaba muy poco
resolví dejarlo y volver una vez y otra y cuantas fuera necesario hasta lograr mi
objeto. Le puse en la mano algunas monedas, que recibió con muestras de
agradecimiento, le dije adiós dándole a entender que volvería, y apenas le había
vuelto la espalda me tiró de la capa, e hizo una seño como para figurar que tocaba
una flauta. Varias veces volví a la cárcel y bien do que mis esfuerzos escollaban
constantemente en los defectos físicos de mi defendido, concebí un día el
proyecto de enseñarle a expresarse por medio de un alfabeto manual, y aun a leer
y escribir, a lo que se prestaba su despejada inteligencia y viveza extraordinaria.

Tuve ocasión de ver entrar muchos presos nuevos, a quienes el presidente


recibía en el boquete, tomando nota de sus nombres. ¡Desdichado aquél que tenía
un aire tímido o una figura ridícula! Ese estaba seguro de ser sometido a las más
duras vejaciones.

Vi llegar un día a un pobre corchete, que después de haber sido


perseguidor implacable de los malhechores, fue a su turno enviado a la cárcel, por
un abuso de autoridad que había cometido. Reconocido por el presidente, éste
dio un silbido particular que resonó en los patios y provocó una explosión de
aullidos y de ladridos como de perros.

41
CAPÍTULO XXIII
Alboroto y confusión en la cárcel
El presidente me anunció que me haría un lugar en el trono, junto a su
persona, distinción que agradecí y acepté; y como iban ya a cerrar los calabozos
entré en aquél donde debía yo pasar la noche.
Terminada la operación, se cerraron los calabozos o salones, cada uno de
los cuales tenía un jefe particular cuyas funciones cesaban durante el día. No
pude dominar cierto sentimiento de disgusto al encontrarme encerrado en aquella
pieza de veinticinco varas de largo por ocho de ancho, con unos ciento treinta
individuos más o menos criminales.

En un rincón del calabozo estaba todo mohíno y acongojado, el corchete


entrado aquella tarde y cuyos vestidos estaban acabando de secársele en el
cuerpo. Le pregunté si tenía con que pagar para excusarse de la obligación de la
limpieza, como me dijo que no, le di con qué se redimiera.

Me puse a observar el juego y advertí que uno de los supuestos frailes se


tendía en el suelo con la cara hacia arriba y con los brazos extendidos. Los demás
iban llegando uno en pos de otros. La risa, la algazara y los aullidos de perros con
se celebró aquella burla pesada, hacía retumbar el viejo y carcomido maderamen
del techo del salón.

El ojo experto de los reos descubrió a los que iban a perseguirlos y que en efecto
les apuntaban ya con sus fusiles; y a pesar de que estaban deshechos con la
fatigosa caminata de más de quinientas varas en que se habían arrastrado bajo la
tierra en un cañón estrecho, lleno de agua y de inmundicias, haciendo un esfuerzo
extraordinario lograron avanzar, antes de que les hicieran fuego, hasta ocultarse
detrás de la arquería del estanque inmediato.

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CAPÍTULO XXIV
De cómo se perdieron una casa y los telares
Los datos que me suministró la relación del sordomudo me pusieron en
aptitud de hacer una defensa de aquel desdichado, tan completa y convincente
que no podía dejar duda de su inocencia en el ánimo de los oidores. Para sincerar
a mi cliente era indispensable decir quien había sido el verdadero autor del crimen,
lo cual no ofrecía inconveniente por haber desaparecido Patricio de la Cruz
durante la secuela de la causa; siendo la opinión común en el lugar, que había
muerto.
La Real Audiencia revocó la sentencia que condenaba a muerte a mi
defendido y lo absolvió de la instancia. El pobre mudo recibió con lágrimas de
alegría la noticia de su absolución, que me apresuré a comunicarle. Me manifestó
su resolución de no volver al punto de su residencia y me suplicó lo tomara a mi
servicio con tales instancias, que no me fue posible negarme y lo llevé a mi casa.

Jugué y perdí el miserable sueldo que devengué en un año; y cuando ese


último recurso hubo desaparecido y la desesperación comenzaba a apoderarse de
mí, hubo uno (no te diré quién) que me insinuó la idea de tomar una corta suma de
la caja de la oficina en que estoy empleado y de la que, como sabes, es jefe mi
padre. Trabajo me costó decidirme.

Sobrábanme doscientos pesos de los dos mil en que había vendido mi haber;
sume harto insignificante para poder establecer con ella la fundación que tenía yo
proyecto de hacer, de una escuela nocturna de primeras letras para los niños que
se ocupaban durante el día en los talles de los tejedores. Tuve pues que
resignarme a emplearla en comprar algunos vestidos y útiles para aprender a leer
y escribir, que distribuí en memoria de mi tío, entre los muchachos más
necesitados de los talleres de mi barrio.

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CAPÍTULO XXV
El espantoso crimen de Margarita Vadillo
El sordomudo a quien había yo tenido la fortuna de salvar del patíbulo,
continuaba viviendo conmigo. Su natural despejo hizo que aprendiera no sólo a
leer sino a escribir correctamente adquiriendo una hermosa forma de letra. Esta
circunstancia lo puso pronto en aptitud de ayudarme en el despacho de los
negocios, poniendo en limpio los escritos cuyos borradores le entregaba yo al
efecto diariamente.
El sordomudo no tardó en comprender las relaciones que existían entre
Teresa y yo, y concibió un tierno y respetuoso afecto por la que había de ser mi
esposa. Ella aprendió al momento el alfabeto manual que yo había arreglado para
entenderme con Rafael y lo empleaban ambos corrientemente, conversando por
aquel medio con facilidad.

Mi amigo sabía que la ciencia sola no le haría obtener lo que era el objeto
de sus ambiciosos deseos. Necesitaba un apoyo poderoso y calculó
acertadamente que lo encontraría en la influencia y relaciones del doctor Dávalos.
Aquel joven sin corazón y de ideas atrevidas concibió el proyecto de hacerse amar
por doña Ana, y una vez dueño de afecto pedirla por esposa a su padre.

A su lado crecía un hermanito menor, pacífico, amable y lindo como un


ángel, que arrebataba la admiración de todos los que lo veían y hacía el contraste
más chocante con el otro. Margarita entraba en un verdadero furor cada vez que
oía los elogios que se hacían en la calle de Gabriel y veía torcer el gesto a los que
encontraban al desdichado Paquito.

Estaba en mi bufete leyendo la causa por quinta vez, buscando algún


resquicio por donde atacar el procedimiento o la sentencia, cuando llegó mi amigo
el doctor Velasco, que iba a visitarme. Al momento el sordomudo entro en el
gabinete y se puso a arreglar los muebles y limpiar los libros muy despacio, como
no estorbaba lo dejé hacer y entré en conversación con mi amigo.

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CAPÍTULO XXVI
Yo Soy La Tragedia, yo soy la comedia

Agotados los esfuerzos para arrancar aquella víctima al verdugo, luego que la
sentencia fue confirmada en última instancia, me ocupé ya únicamente en
proporcionar alivios y consuelos a Margarita Vadillo.
Preguntándole si le hacía falta alguna cosa, si deseaba algo, me contestó:
—Ver una vez a mi niño antes de morir.
Me pareció que había algo tierno en aquellas pocas palabras. Era el amor
intenso, infinito que había arrastrado a aquella desdichada al crimen, que llenaba
su alma, y que le hacía considerar como el supremo bien sobre la tierra el ver
aquel que era la causa inocente de su muerte.
Tomé sobre mí la penosa comisión de pedir a una pobre madre concediera
aquel favor a la que había quitado la vida a su hijo, y la encontré menos difícil de
lo que esperaba. Armada de esa santa resignación de que se ven frecuentemente,
escuchó mi petición con bondad, a pocas reflexiones que le hice, me confió al
niño, a quien llevé a la capilla, donde se preparaba Mar garita para la muerte. Lo
estrechó entre sus brazos, lo cubrió de besos, lo baño con sus lágrimas y dijo que
lo único porque sentía morir, era porque ya no habría quién lo defendiera cuando
lo llamaran feo y jorobado. Tres días después de la ejecución, estaba yo en mi
casa, impresionado todavía con el doloroso espectáculo que hube de presenciar,
pues creí de mi debe» acompañar a mi cliente hasta el pie del cadalso, cuando oí
en la pieza inmediata el ruido de un sable que arrastraba por el suelo y oí tararear
una canción.
Conocí al momento lo voz de mi amigo Vargas, que entró y me estrechó la mano
con efusión.

Me complació el ver la alegría con que mi amigo se disponía a arrostrar los


peligros de un clima mortífero y las privaciones a que se sujetaría en aquella costa
inhospitalaria. Alabé su buena disposición a obedecer las órdenes de sus jefes y el
espíritu varonil con que se preparaba a aquel servicio peligroso y molesto.

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CAPÍTULO XXVII
De cómo el Capitán Ballina se casó con doña Modesta

Después de los acontecimientos de que he dado noticia en los últimos


capítulos, ocurrieron algunos otros, más o menos íntimamente ligados con la
historia de mi vida o con la de algunos de los personajes principales que figuran
en estas Memorias. .
El famoso Capitán Ballina, decidió abandonar el sistema de exploraciones y
escaramuzas, como él decía, y emprender el ataque formal de la 1) tomándola por
asalto, si no era posible por capitulación.
Comenzando por parlamentar, escribió una carta muy floreada y llena al
mismo tiempo de términos de fortificación, en la que se dirigía a su novia bajo el
nombre clásico de Filis, y le decía haber notado la intención de la gobernadora del
fuerte (esa era doña Lupercia), de entregar la plaza a un enemigo traidor y
cobarde (ese era mi maestro); lo cual él estaba decidido a evitar a todo trance,
poniendo fuego al polvorín y haciendo saltar el castillo. En seguida invitaba a
Luisa, en términos más claros, a huirse con él; ofreciéndole sustraerla a los malos
intentos de doña Lupercia, que proyectaba entregarla a un odioso tirano. Le
trazaba con toda exactitud el plan de la evasión, le exigía pronta respuesta para
tomar las medidas conducentes a la ejecución del atrevido proyecto y firmaba:
LINDORO, que fino te adoro.
El Capitán hizo seña con los ojos a doña Luisita de que le dejaba el tamal bajo
el cojín del sofá; pero como de costumbre, la mirada cayó a la izquierda de la
persona a quien iba dirigida, y fue la tía Modesta la que entendió, por la ojeada,
que el héroe le advertía que debía buscar algo bajo aquel cojín, Apoderase la
dama del billete; y ya sea que creyera que realmente iba dirigido a ella, o lo que es
más probable, que considerara la ocasión de perlas para atrapar un novio, lo cierto
es que doña Modesta contestó la misiva, manifestándose resuelta a hacer feliz al
Capitán. Firmaba tu FILIS. Con mucho disimulo puso el billete en el mismo sitio
donde el Capitán había depositado el suyo, con lo cual el héroe no tuvo más que
meter la mano y sacar la guaca.

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CAPÍTULO XXVIII

El forastero desconocido

El matrimonio del Capitán Ballina y de a tía Modesta fue el platillo de las


conversaciones de la ciudad durante quince o veinte días. La figura extravagante
del novio, la edad y lo marchito de las gracias de la novia, el rapto y el runrún que
corría de que el héroe de Omoa había cogido gato por liebre, eran circunstancias
a propósito para excitar la malicia y el buen humor de los ociosos.
Mi sabio maestro el doctor Morales, libre de aquel molesto, ya que no peligroso
rival, redobló su empeño con la primogénita de doña Lupercia; acumuló doctrinas
y autoridades para convencerla de que el estado, del matrimonio era tan bueno o
mejor que el religioso; pero Luisa estaba siempre en sus trece de que (había de
ser monja, aunque no se sabía para cuándo) lo dejaba.

Doña Modesta aumentaba visiblemente de circunferencia. Las niñas de doña


Lupercia trabajaban a toda hora, preparando los mil objetos menudos de que
necesita indispensablemente un ser humano para hacer su entrada solemne en
este mundo. El Capitán se desvelaba noches de noches buscando el nombre que
había de poner al infante (que por fuerza tenía que ser hombre).
Diré que la señora de Ballina estuvo durante años en estado interesante, y al cabo
de ese tiempo resultó con que no había nada de lo dicho. El Capitán torció los
ojos, como buscando sobre quién descargar su furor, se desató en injurias e
improperios contra doña Modesta, a quien llamó vieja y otras cosas peores. Desde
aquel día la casa fue un infierno, y agotada al fin la paciencia de la pobre señora,
se decidió a encargar al doctor Morales que promoviera el divorcio.

Mientras se verificaban aquellos sucesos, ocurrieron dos incidentes


íntimamente relacionados con la historia de mi vida. Fue uno de ellos la muerte de
la madre de Teresa. La salud de Teresa no pudo resistir a tan largas y penosas
fatigas. Se enfermó seriamente y su padre y yo nos consagramos con el empeño
de velar por la existencia de aquel ser querido.

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El otro incidente que ocurrió simultáneamente casi con la muerte de la madre
de mi prometida esposa. Una noche, entre siete y ocho, llegó al mesón que
llamaban de Jáuregui, situado en una calle triste y excusada de la ciudad, un
viajero de aspecto distinguido y que parecía muy enfermo. Se apeó con dificultad
de la muía que montaba, pidió un cuarto y cargando con una valija pequeña que
contenía, encargó al mesonero hiciera llamar inmediatamente a un médico.
El hombre vio que atravesaba la Plaza Vieja el doctor Velasco, y que contento por
haber encontrado tan pronto lo que buscada, corrió a hablar a mi amigo
— ¿Un pasajero que acaba de llegar? —Dijo Velasco, algo inquieto, como si
aquella noticia coincidiera con sus secretas cavilaciones—. ¿ Y de dónde viene?
¿Cómo se llama?
—Nada de eso podré decir —replicó el mesonero—; pero usted puede
preguntárselo a él mismo, si desea saberlo; esto es en caso de que quiera usted ir
a verlo.
En boca del mesonero, español no significaba, precisamente, un peninsular, sino -
una persona decente.
—Vamos luego —replicó Velasco, y echó a andar, seguido por el mesonero.
—Está dormido —dijo el mesonero—; a no ser que se halla muerto, que es lo
mejor que podía haber hecho.
El huésped no dormía. Se descubrió la cara y abrió los ojos, paseando en
derredor la mirada incierta y vaga de un febricitante. El mesonero tomó la candela
y la acercó a la cara del enfermo, a fin de que el doctor pudiera examinarlo.
Velasco se fijó en el semblante del pasajero, y poniéndose tan pálido como él, dio
un paso atrás, como asustado. El mesonero, no se le escapó el movimiento y vio
inmutarse al doctor, dijo: —Ciertos son los toros. Es el tal Bonaparte en cuerpo y
alma, y ahora sí que me arruino, si no doy parte.
Velasco tomó el pulso del enfermo y sin decir palabra se salió del cuarto,
haciendo seña al mesonero de que lo siguiera.
El pobre hombre temblaba y tenía los cabellos erizados, como si hubiera visto al
diablo. Velasco le dijo que no había que decir a nadie una sola palabra de su
venida. A nadie.

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CAPÍTULO XXIX
Las sospechas del doctor Velasco

Velasco entró muy temprano en el cuarto del enfermo; y después de haberle


tomado el pulso, le dijo: está usted mucho mejor que anoche caballero. Y él
contestó: sí, señor.
— ¿No conoce usted a alguna persona en la ciudad?
—A nadie.
— ¿No trae usted cartas de recomendación?
—Ninguna.
El doctor permaneció pensativo y sin decir palabra durante un rato; y después,
como quien toma repentinamente una resolución, dijo:
—Pues aquí no puede usted estar de ningún modo. Su vida está en peligro, y se
me haría cargo de conciencia el dejar a usted en este abandono. ¿Quiere usted
venir a una casita particular, donde lo haré asistir por dos criados de confianza?
El enfermo reflexionó un momento antes de contestar y le dijo:
—Bien; iré donde usted guste.
—Bien, señor don Juan —dijo Velasco—. Esta noche vendré yo mismo y haré
llevar a usted, con las precauciones convenientes, a una casita pobre y retirada.
—Gracias, doctor —dijo el viajero y. cerró los ojos, como fatigado de la
conversación.
A las siete de la noche llegó el doctor Velasco al mesón, con una silla de
manos que cargaban dos hombres. Entró en ella el enfermo y echaron a andar,
siguiéndolos el doctor a cierta distancia.
. —Gracias, doctor —dijo el enfermo, sonriendo; la solicitud de usted ha provisto a
todo. No sé cómo podré corresponder tantos favores.
—Nada tiene usted que agradecerme —replicó Velasco—. Repito que usted me
ha interesado, y mi recompensa será que recobre pronta la salud.
Velasco que, agitado por una vehemente sospecha al ver al viajero enfermo, creyó
del mayor interés para él sacarlo del mesón y llevarlo a donde estuviera
completamente en su poder.

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CAPÍTULO XXX
Acciones perversas de un malvado

Resuelto a hacer en su enfermo la experiencia de la inhalación del éter


sulfúrico, Velasco arregló las cosas de modo que le fuera fácil penetrar en el
cuarto y ejecutar la operación mientras estuviera dormido.
Una hora después, se puso en pie, y avanzando hasta la puerta, la empujó
con precaución y entró, Velasco sacó del bolsillo un frasco que contenía éter y un
pedazo grande de lienzo blanco. Dudó un instante... Pero se le representó de
repente la ruina de sus proyectos ambiciosos. Abrió las puertas para que se
estableciera una corriente de aire; derramó el líquido en el lienzo, lo colocó en la
cara Velasco levantó la cabeza al enfermo con la mano izquierda, y con la derecha
le quitó una cinta encarnada, de la cual pendía una llavecita, que él sospechaba
ser la de la valija; tomó ésta, la abrió y encontró una cantidad considerable de
dinero, algunas alhajas y una cajita de carey que encerraba el retrato de doña Ana
Dávalos. El misterio estaba explicado.
El joven médico tenía hechos sus preparativos de marcha, pues desde el
momento en que el Oidor le propuso que lo acompañara a España y él aceptó la
idea, comenzó a alistarse. Lo único que le faltaba ejecutar, eran tres crímenes
horrendos;
Velasco, que no podía ya disponer sino de tres días, creyó llegado el caso de
llevar a cabo el proyecto diabólico que le habían sugerido el despecho y el amor
que en el fondo de su alma no había dejado de sentir jamás por Teresa.
. Velasco, tenía una llave falsa de la puerta de calle y otra del aposento de Teresa.
Poco después de las doce, abrió con el mayor cuidado la primera luego aplicó la
otra llave a la cerradura del cuarto de Teresa, empujó suavemente, cedió la puerta
y dio entrada al malvado. Teresa dormía. Sacó del bolsillo el frasco que contenía
el funesto licor, capaz de producir la insensibilidad: empapó un lienzo, y lo aplicó a
la boca y a la nariz de Teresa.

50
CAPÍTULO XXXI
De los crímenes del doctor Velasco

Pasé el día entregado a la más terrible inquietud. La idea de que se me había


inferido el más cruel agravio, y el no saber de quién tomar venganza, me causaba
una indecible desesperación.

Entrada ya la noche, oí que llamaban a mi puerta; pero los gritos, lo cual me


hizo pensar que quizá pudiera tener algo interesante que decirme. Abrí, sin decir
palabra me entregó un billete cerrado y se cruzó de brazos, mientras yo habría
aquella carta, no sé por qué mi mano tembló al romper el sello. Busqué la firma. . .
no la había; era un anónimo que decía así:

«Si quiere usted conocer el autor del agravio hecho a Teresa Mallén, vaya esta
noche, a las nueve en punto, a la octava casa de la banda izquierda de la calle
que partiendo del Arco de las Domínguez va a la iglesia de Candelaria. Destruya
usted este papel.»

Salí a la calle y con paso precipitado me dirigí hacia la casa designada en el


anónimo. Entré y apenas había pasado el umbral, la cerraron y echaron la llave.
Casi al mismo tiempo sentí que me echaban un lazo alrededor del cuerpo y que
me ataban fuertemente, dejándome imposibilitado de mover los brazos y de hacer
uso de mi arma, apareció un hombre, era Velasco. Había tenido siempre a aquel
hombre por amigo mío; mi conciencia no me acusaba de haberle inferido el más
pequeño agravio, y me costaba trabajo creer que me hubiera tendido aquella
celada para asesinarme cobarde y fríamente.

—Al fin te tengo en mi poder —me dijo con voz temblorosa y entrecortada—. Doce
años hace que te aborrezco y que trabajo incesantemente para conseguir tu ruina,
y la casualidad ha venido a salvarte. Te odié desde el instante en que nos
sentamos por primera vez en las bancas de la clase. Sabe que yo aconsejé a ese
loco de Vargas que te pintara en la pared pendiente de la cuerda que en mala
hora mandaron cortar esos necios Oidores, en vez de dejarte morir como un perro,
tú te has atravesado en mi camino, y por ti, despreció mi amor la hija del escuelero

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a quien habría yo honrado haciéndola mi esposa. Pero ha pagado caro aquel
desprecio. Sabe, perverso, que la ciencia me ha proporcionado el medio de
castigarla.

Al oír que era el autor del cobarde crimen de que había sido víctima Teresa,
exhalé un rugido de rabia. El malvado continuaba riendo y después dijo:

— ¡Insensato! Has venido a averiguar quién es el que te ha herido en lo más


vivo... Pues aquí lo tienes. Has caído en la red como un tonto; y ahora vas a pagar
con la vida la humillación que he sufrido por causa tuya. Yo parto mañana. Voy a
casarme con una mujer a quien no amo; pero que me asegura la posesión de la
riqueza y los honores a que aspiro. Tú vas a morir, aquí, solo, abandonado de
todos, sin que esa mujer a quien adoras te acompañe en tu agonía.
Desaparecerás sin que nadie sepa qué ha sido de ti y la hierba del campo crecerá
pronto sobre tus huesos maldecidos. Dio dos palmadas y se presentaron los dos
asesinos. En aquel instante supremo pensé en Teresa, condenada al dolor y a la
humillación. Recorrí intuitivamente mi vida pasada, y considerando que pronto Iba
a presentarme ante el supremo juez, le ofrecí el sacrificio de mi existencia como
expiación de las faltas que hubiera cometido y le pedí abriera al que iba a
asesinarme el tesoro inagotable de su misericordia.

—Acábenlo —dijo Velasco a los dos asesinos, y se disponía a retirarse.

—A este señor no lo mato yo —dijo «Tucurú» con resolución.

—Ni yo —añadió «Culebra»; y se cruzaron de brazos con los puñales en las


manos.

— ¡Cobardes! —Exclamó Velasco—; ¡fuera de aquí! Yo no quería manchar mis


manos con la sangre de este miserable; ¡fuera!

Un empellón violento abrió la puerta que daba a la calle y tres hombres se


precipitaron era Vargas, don Eusebio Mallén y al sordomudo. La lucha entre
Vargas y Velasco fue encarnizada. Vargas iba a atravesarlo con su espada; pero
llegué a tiempo para evitarlo.

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—No lo mates —grité—; está desarmado.

Diciendo esto, me interpuse entre mi amigo y el médico y lo defendí con mi propio


cuerpo.. Don Eusebio tenía en la mano los cordeles con que me habían atado;
Vargas los tomó y con ellos amarró fuertemente a Velasco.

Vimos allí el cuerpo de un hombre, bañado en sangre y muerto al parecer, víctima,


del malvado que había querido asesinarme. Era un sujeto completamente
desconocido. Vargas fijó una mirada terrible en el médico y le dijo: — ¿Quién es
ese caballero a quien ha asesinado?

Velasco no contestó una sola palabra. Entonces Vargas reflexionó un momento, y


añadió:

—La justicia te arrancará el nombre de tu víctima. Guárdenlo, mientras voy a dar


parte.

—Escucha —le dije—. En nombre de nuestra amistad te pido un favor.

— ¿Cuál? —preguntó Vargas con emoción.

—Ni una palabra de lo que ha pasado conmigo. Te lo ruego, y si es preciso... te lo


exijo.

—Bien —contestó mi amigo—. Por fortuna no es necesario; el asesinato de este


desdichado caballero es motivo bastante para llevar a la horca a este perverso.

—Lo que tú dispones, Francisco, es siempre lo mejor. Pero si se requiere mi


testimonio respecto a la muerte de ese caballero, lo daré de lo que he visto.

Vargas agarró a Velasco por el cuello y casi arrastrándolo, lo hizo pasar al otro
cuarto y lo aseguró fuertemente con las cuerdas a uno de los pies de la mesa
grande y pesada que allí estaba, Yo me embocé en mi capa y salí, sin dirigir una
sola mirada a aquel desdichado.

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CAPÍTULO XXXII
La defensa de un condenado a muerte

Al siguiente día sorprendió al vecindario la noticia de que el doctor Velasco


estaba en un calabozo, acusado de haber muerto un sujeto enteramente
desconocido y de apariencia muy decente. Encontrada la valija que estaba bajo
las almohadas y abierta por el juez, se sorprendió al ver un retrato enteramente
semejante a la hija de don Marcos Dávalos. Avisado de tan extraña circunstancia,
el Oidor, que había suspendido su viaje al saber el acontecimiento y la prisión de
Velasco, acudió al juzgado e hizo se le presentara el retrato. Al verlo, se puso
pálido y el terror se pintó en su semblante.
— ¿Don Álvaro de Lanuza? — dijo—. Sírvase usted hacerme ver esos papeles.
El Oidor se hizo abrir la puerta, entró, se acercó al cadáver, lo levantó y dio un
grito de horror. Salió cubriéndose el rostro con ambas manos y se encerró en su
casa, sin querer ver a nadie.
Entretanto, supe por Vargas y por don Eusebio las circunstancias providenciales
de mi salvación..
La causa formada a Velasco adelantaba rápidamente. Las declaraciones de
Vargas, don Eusebio Mallén y el sordomudo, producían una cuasi evidencia de
haber sido el médico el autor del crimen. El propietario del mesón de Jáuregui
declaró también acerca de la llegada a su establecimiento de un viajero
desconocido, a quien se llevó el doctor en una silla de manos. El reo se obstinó en
guardar silencio y no contestó una sola palabra a las preguntas del juez de la
causa. Se le dijo que nombrara defensor y tampoco dio respuesta a aquella
indicación.
Con asesoría del letrado, el Alcalde pronunció sentencia de muerte contra el
reo, sin que los empeños de la familia alcanzaran su absolución.
Todo reo condenado a muerte tiene derecho a mi amparo y es de mi deber
defenderlo. . . Pero yo soy un hombre y no un ángel. Mi resolución estaba tomada.
Me puse en pie y dije a mi colega:
—Estoy pronto a hacer la defensa. Sírvase usted enviarme la causa.
—Aquí la tiene usted —contestó el letrado

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CAPÍTULO XXXIII
Vida, amor y sepulcro

Mi amigo Vargas recibió orden de volver a la costa. Rumores de que algunos


piratas o corsarios amenazaban por el Norte, hicieron considerar necesario que
hubiese un pequeño resguardo en el punto llamado
Dividí mi tiempo entre la defensa del doctor Velasco y la asistencia a mi querida
Teresa. Una tisis pulmonar, desarrollada en muy pocos días, me amenazaba con
el infortunio más espantoso que podía yo experimentar ya sobre la tierra.
Inconfeso el reo, y no habiendo testigos oculares del hecho, ataqué el testimonio
de don Eusebio, de mi amigo Vargas y del sordomudo mismo, que no acababa de
asombrarse al trasladar mis argumentos.

El fiscal rebatió uno en pos de otro todo mi argumento. Dijo que, si Velasco no
había cometido el crimen por su propia mano, por lo menos lo había mandado
ejecutar a algún perverso que debía haber huido. El silencio de Velasco era,
según el fiscal, prueba evidente de que no tenía medios de defensa, y que
aceptaba de una manera tácita el cargo grave que sobre él pesaba. Pedía se
confirmará la sentencia y que se aplicará al reo la pena capital, levantando el
patíbulo frente a la finca donde se había perpetrado el delito.
Continuaron los debates por muchos días, y al fin hubo una mayoría de tres
votos por la confirmatoria de la sentencia. Notificada al reo, no dio la más ligera
muestra de emoción, y pareció recibir la terrible noticia con completa indiferencia.
Parecía como si la vida le fuera ya una carga insoportable, una vez que se le
habían, frustrado sus designios y que sus esperanzas estaban arruinadas.
La causa debía volver a verse en revista por los mismos jueces, y me entregaron
los autos, a fin de que expusiera lo que tuviese que alegar en favor del reo,
señalándose la vista para dentro de quince días.
Me puse a trabajar con empeño, variando completamente el plan de la defensa.
Pero sucedió que mientras más ocupado estaba yo en aquel trabajo, en el cual
empleé toda mi inteligencia, la enfermedad de Teresa tomó un carácter tan grave,

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que obligó a los médicos a declarar que estaba perdida toda esperanza de
salvación. Recibió la noticia con resignación y conformidad, y se preparó a aquel
acto grave y solemne, como correspondía a sus sentimientos religiosos.
Yo iba a retirarme a la pieza inmediata, pero ella me detuvo, haciéndome seña de
que me quedara, con su mano descarnada, que estrechó la mía cariñosamente.
—No te vayas —me dijo—; el amor que ha sido puro, puede llegar hasta el
sepulcro.
Me arrodillé junto a su lecho, bañé con mis lágrimas y cubrí de besos aquella
mano; y no la dejé, sino cuando el sacerdote levantó la sagrada forma y mi
querida Teresa cruzó los brazos sobre el pecho para recibirla. Aquella triste noche
estuve a su cabecera hasta muy tarde. A la madrugada advirtiendo que dormía,
pasé a la salita inmediata, donde tenía los papeles relativos a la causa de Velasco.
Me puse a trabajar con ardor en la defensa, que estaba ya bastante
adelantada. Pasaron tres o cuatro días sin que la situación de Teresa hiciera
concebir la más remota esperanza. Yo no me separaba de su lado, sino en los
instantes en que dormía, aprovechaba esos momentos para adelantar mi trabajo,
que al fin llegó a concluirse.
La víspera del día señalado para la vista, que yo había pedido tuviera lugar en
audiencia pública, no por vanidad, sino para interesar a un auditorio escogido y
numeroso en favor de mi cliente, la gravedad de Teresa llegó al último punto.
Me llamó, hizo que don Eusebio nos dejara solos y con voz apenas perceptible me
dijo:
Sé que estás defendiéndolo; así lo esperaba. Haz el último esfuerzo por salvarlo.
Acepta ese sacrificio en memoria mía. Era la primera vez que Teresa hacía
alguna alusión al autor del crimen, cuyo nombre le había reservado la percepción
íntima de su alma. Hubo un momento de silencio, y continuó:
— Dios no ha querido unirnos en este mundo; nos unirá en la eternidad... Adiós.
Llevó mi mano a sus labios, que helaba ya la muerte; estrechó el crucifijo contra
su pecho, y expiró...

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CAPÍTULO XXXIV
Veintidós conjurados

A las diez de la mañana del siguiente día, cuatro jóvenes del barrio,
transportaban el modesto ataúd que encerraba el cadáver de la que debió haber
sido mi esposa. Su padre y yo, con unos pocos amigos, formábamos el humilde
acompañamiento. Nunca me habían parecido tan conmovedoras las frases del
oficio de difuntos como en aquella ocasión. Cumplido aquel triste deber, volví a mi
casa, hice que Rafael cargara con los papeles relativos a la causa de Velasco, y
me dirigí a la Audiencia. Atravesé los grupos sin detenerme y entré a guardar que
se me llamara. Diez minutos después pasé a la sala de la Audiencia; a aquella
misma sala donde algunos años antes había sufrido una de las más crueles
decepciones de mi vida, originada por aquel mismo hombre a quien iba a procurar
salvar del patíbulo.
No lo había yo visto desde la noche en que estuvo a punto de asesinarme.
Abogado y reo, parecíamos haber salido del sepulcro para ir a dar a los vivos el
más triste espectáculo. Me puse en pie con dificultad, y me pareció escuchar las
palabras de Teresa que repetían en mi oído la recomendación de hacer el último
esfuerzo por salvar a aquel desventurado. Yo había escrito mi alegato; pero en
aquel momento olvidé esa circunstancia y comencé a hablar. En vez de la lectura
fría de una pieza más o menos oratoria, encontré en la situación de mi ánimo
frases desaliñadas; pero impregnados de la pasión que dominaba mi ánimo. Mi
discurso era interrumpido frecuentemente por murmullos de aprobación, que
apenas podía contener la majestad del tribunal.
Mis palabras electrizaron al auditorio; la sala resonó con los aplausos de la
concurrencia y los magistrados mismos parecían conmovidos.
Caí en mi asiento abrumado por la fatiga. La opinión pública, que algunos días
antes pedía a gritos la cabeza del reo, clamaba ahora por su perdón, tres días
después votaron la conmutación de la pena capital en la inmediata, condenando al
reo a presidio, en el de San Felipe del Golfo Dulce.
Varios amigos se apresuraron a participarme la buena nueva, y yo bendije la
memoria de aquella que desde el cielo había inspirado mi mente y puesto en mi

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lengua palabras capaces de conmover a los jueces. El sacrificio estaba
consumado: Velasco viviría y yo quedaba en el mundo para llorar sobre la humilde
sepultura de su víctima.
El doctor Velasco no fue, naturalmente, considerado como un reo común. Velasco
se comunicaba libremente con la población, con los soldados y aun con los
presos, a quienes prestaba sus auxilios profesionales.
El oficial que mandaba en Bodegas era, como he dicho, don Femando de Vargas.
Así, en el proyecto de Velasco de ir a sorprender aquella guarnición y matar a su
Comandante, entraba por mucho el odio mortal que había concebido contra mi
amigo, por haber estorbado su inicuo proyecto de asesinarme, y entregándolo a la
justicia. Entretanto, Vargas no podía ni imaginar siquiera el peligro que lo
amenazaba; descansando naturalmente. De los cuarenta y tantos reos que había
en el presidio, sólo a veintidós se juzgó conveniente poner en el secreto,
invitándolos a tomar parte en la empresa. Velasco prohibió expresamente que se
contara con «Tu-curú» y «Culebra», que no le inspiraban ya la menor confianza y
con quienes había quedado resentido, por haberse negado a obedecerlo cuando
quiso asesinarme. Arreglado así el plan de evasión, los conjurados aguardaron la
primera oportunidad favorable para ejecutarla; y tardó poco en presentarse.

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CAPÍTULO XXXV
Un último y terrible episodio

El Comandante, a quien habían estado llegando avisos de que algunos


contrabandistas intentaban un desembarco en cierto punto de la costa, dispuso ir
a hacer una exploración y dio sus órdenes para que se alistaran las
embarcaciones. Dejando el presidio al cuidado de su segundo, salió con quince
soldados, quedando otros tantos en San Felipe, y prometiéndose regresar entrada
ya la noche.
Velasco y dos o tres de los más resueltos entre los confabulados estuvieron
vigilando el castillo, para ver si salía el oficial y si los soldados estaban
descuidados. Velasco se echó repentinamente sobre el centinela, a quien un
presidiario que había entrado con él, tendió muerto de una puñalada. Los demás
conjurados se precipitaron sobre las armas, hicieron algunos tiros con los que
hirieron a dos o tres soldados, huyendo los demás despavoridos, figurándose que
el presidio entero estaba sublevado. Al ruido de las descargas acudió el oficial;
pero el desdichado no pudo llegar al castillo. Los amotinados, que habían salido
ya del fuerte, le hicieron fuego y pagó con la vida su imprudente confianza. Los
alzados corrían gritando: ¡Viva la libertad! ¡viva Velasco!, y se dirigían a la playa.
El médico acaudillaba la partida, con la espada del oficial, de que se había
apoderado.
— ¡Fuego! —gritó, y los mosquetes apuntaban hacia la fugitiva embarcación.
— ¡Quietos! —gritó Velasco—. Debemos andar ya cerca de la costa: oirán las
descargas y se prepararán a resistirnos. ¡Adelante!
Remaron con vigor; pero la canoa de «Tucurú» y «Culebra», que se deslizaba
como un pez sobre la tranquila superficie del lago, estaba ya distante.
—Imposible darle alcance —dijo uno de los de las piraguas—. ¿Qué hacemos?
Las dos pequeñas embarcaciones se detuvieron, mientras deliberaban. Los más
audaces querían continuar y verificar el desembarco. Los prudentes eran de
parecer de que debía renunciarse a la empresa; ganar la costa, desembarcar en
algún punto distante de Bodegas e internarse en las montañas.

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El tiempo que habían perdido, fue aprovechado activamente por «Tucurú» y
«Culebra», que, lograron adelantar hasta llegar a unas cuatrocientas o quinientas
varas del punto de desembarco. Pero allá ocurrió un accidente inesperado. La
piragua estaba llena de agua y los presidiarios, incapaces ya de descargarla,
comenzaron a sentir que se hundía. Tomaron la única resolución posible: la de
echarse al agua y procurar ganar la costa a nado. Se lanzaron Estaban a corta
distancia de la playa... pero no podían más; iban a perecer a pocas varas del
desembarcadero. Entonces «Tucurú» gritó con todas sus fuerzas, por dos veces.
—¡Socorro! ¡Sublevación del presidio!
Salió una canoa, que se dirigió hacia el punto donde se oían los clamores. Llegó al
fin y los recogió, en el momento en que, estaban a punto de perecer.
Al oír que Velasco acaudillaba a los presidiarios sublevados, mi amigo se puso
pálido de coraje. Reflexionó un instante, y temiendo que los malvados no se
atreverían a desembarcar. Alistó los diez caribes; se ofrecieron a tomar armas y
con aquellos veinte hombres, salió el animoso subteniente en busca de los que él
suponía fugitivos. Velasco estaba en aquella en que había entrado Vargas. No
tardaron en reconocerse y cruzaron las espadas. Era un duelo a muerte. Vargas,
logró herir en el puño derecho a su adversario y soltó la espada.
Pero, poseído de desesperación y de rabia, se lanzó sobre mi amigo, que no tuvo
tiempo de hacer uso de su arma. Se abrazaron y cayeron al agua. Aquella lucha,
fue horrorosa. Duró unos diez minutos. . . Vargas que conservaba su arma, logró
dar con el puño un golpe terrible en la cabeza a su enemigo, que perdió el
conocimiento, abrió los brazos y desapareció.
Volvieron a Bodegas. Vargas, recobrado ya, pasó revista a su valerosa y pequeña
fuerza. Faltaban nueve hombres de los veinte. Uno de ellos era «Tucurú» y
tampoco se encontró a su compañero. Once quedaron muertos; cinco estaban
prisioneros y seis lograron escapar, dirigiéndose hacia la costa, ganando las
montañas.
Tal fue el desenlace de aquel episodio, y tal el fin del hombre funesto de cuya
cabeza logré apartar la cuchilla del verdugo, para que fuera a pagar sus crímenes
de aquel modo trágico, cumpliéndose en él los decretos de la justicia divina.

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 Memorias de un abogado, es una novela que fue escrita por José Milla,
donde los personajes hacen vida ciertas actitudes cotidianas en aspectos
como el amor y el odio.

 La novela presenta una situación en la que Francisco Roxel es culpado de


la muerte de su tío por lo que estuvo a punto de fallecer pero dieron a
conocer la inocencia del joven, es por ello que Francisco se propuso a ser
abogado para defender a todo aquel que fuera condenado a muerte.

 Así como Francisco se esforzó en aprender a leer y luego continuar con sus
estudios universitarios para lograr sus sueños, es como nosotros también
debemos de perseverar hasta alcanzar nuestros objetivos.

 El libro nos muestra la necesidad de estar rodeados de personas que nos


aliente a seguir adelante y se preocupe por nosotros, ya que Francisco
hubiera muerto sino es por la ayuda de Velasco, don Eusebio y Teresa,
quienes recodaran la promesa que había hecho años atrás y le daban
espíritu de seguir adelante. También expone el papel de aquellos que
juegan el papel de enemigos en nuestra vida, y son ellos quienes nos dan
el coraje necesario para luchar por lo que queremos y por ser mejores en la
vida.

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 Así también se ve que hay personas segadas por el recelo y la envidia, se
vuelven mediocres, en vez de usarlo como una motivación para superarse,
lo usan únicamente para fastidiar y burlarse de quienes van por buen
camino. Por eso hay que tener en cuenta que por medio de la violencia no
se consigue nada.

 Francisco siempre dejaba a la disposición todos sus bienes para quien


necesitara de ellos. Nunca le negó nada a nadie y se mostraba dispuesto
en ayudar a la sociedad.

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 A los amantes a la lectura:
Este es un libro que no se arrepentirán de leerlo, ya que trata temas
que nos dejan una gran enseñanza para poder poner en práctica durante
nuestra vida porque en este tiempo el valor de la palabra no significa nada y
la justicia es muy difícil de conseguir en estos tiempos de corrupción.

 A los futuros abogados:


Al leer esta novela se darán cuenta que vale la pena luchar por las
metas y conseguir el título de abogado para poder brindar ayuda a muchas
personas y conseguir que se haga justicia limpiamente.

 Al público en general:
Es necesario que fortalezcamos nuestros valores como persona y
que por más obstáculos que nuestros enemigos nos pongan, no hay que
dejarnos vencer, más bien enfrentémonos con valentía para que el fruto de
nuestros esfuerzos deje callados a todos los enemigos.

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