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El Conflicto Eterno Entre Los Unos y Los Otros. Cesar González

El documento discute las relaciones de poder entre figuras institucionales como educadores y la población vulnerable que asisten en territorios marginales. Señala que aunque se presentan como relaciones horizontales, en realidad son verticales donde los jóvenes se sienten obligados a comportarse de cierta forma ante la presencia de autoridad. También critica la noción de que los educadores solo 'ayudan' a los jóvenes en lugar de reconocer que estos también los ayudan a derribar prejuicios.

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El Conflicto Eterno Entre Los Unos y Los Otros. Cesar González

El documento discute las relaciones de poder entre figuras institucionales como educadores y la población vulnerable que asisten en territorios marginales. Señala que aunque se presentan como relaciones horizontales, en realidad son verticales donde los jóvenes se sienten obligados a comportarse de cierta forma ante la presencia de autoridad. También critica la noción de que los educadores solo 'ayudan' a los jóvenes en lugar de reconocer que estos también los ayudan a derribar prejuicios.

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El conflicto eterno entre los unos y los otros.

César González / cineasta, escritor.


Abril 2020
La palabra educación no es un bien en sí mismo. Y más aún si
observamos de que se trata esa educación a la que estamos
obligatoriamente relacionados. A la hay que lamentar si se
pierde y celebrar si se posee. Esa educación reproduce y renueva
una determinada visión del mundo; la visión del capitalismo. Es
una palabra que el solo emitirla brinda autoridad moral. Por eso
resulta inevitable mencionarla como el relleno bendecido de
todo repulgue discursivo. Es el eslogan político que certifica
rasgos de bondad en el emisor: para cualquier problema, la
solución es decir que “hace falta más educación”. Los educados
agradecen a quien los eduque. Los que educan se vanaglorian de
su labor y se declaran imprescindibles. El solo balbucear
¡educación! le garantiza al sujeto estar bajo la luz del
progresismo y la modernidad. Pero en los hechos, lo que
tenemos como educación es una máquina multifacética y
multipolar de reducción, subestimación, normalización y
banalización de la potencia creativa. Y esta desgracia puede
agrandar su onda expansiva, y sobre todo ser aún más difícil de
descifrar, cuando dicha educación desembarca en eso que suele
llamarse “contextos de vulnerabilidad social”.
Tuve la oportunidad hace un tiempo de brindar una charla en
una universidad de la ciudad de Rosario, a la cual asistieron
distintos profesionales y egresados de diversas carreras, todas
ellas relacionadas al “trabajo en territorio”: Psicología social,
Trabajo social, Antropología, Sociología, Ciencias políticas,
Ciencias de la educación, etc. Muchos de los presentes eran
hasta docentes o talleristas de diferentes disciplinas en cárceles
o institutos de menores, tanto de hombres como de mujeres. En
un momento la charla giraba en órbita sobre la pregunta: ¿De
qué manera se puede mejorar el trabajo en dichos espacios?
Para dar una referencia pregunté si alguien conocía a Fernand
Deligny, y para mi sorpresa ninguno de los asistentes levantó la
mano. Pero en cambio, todos si conocían y proponían como
modelo ejemplar de una educación distinta a Paulo Freire. Ese
dato me sumergió en una pregunta. ¿Por qué Freire sí y Deligny
no? ¿Por qué a uno se lo considera casi como a un santo, como
el padre de lo que se llama La educación popular y al otro no se
lo conoce tanto? ¿Es por una cuestión de cercanía geográfica o
porque tenían problemas políticos diferentes? La mirada de
Deligny sobre los llamados territorios, o sobre aquellos que viven
al margen de la ley, a pesar de no ser un marginal ni un habitante
de dichos lugares, era muy particular, rebelde y poética:
La mayoría de ellos son vagabundos que para escapar a la
privación de libertad del trabajo cotidiano terminan entre dos
gendarmes, entre los muros de una celda.
Mucho más amantes de lo absoluto de lo que los jueces son
capaces de concebir.
Vagabundos tenaces cuya bragueta hinchada está a menudo
manchada de esperma seco, rebalsado, y que van, sin
incomodidad alguna por ese moho notorio, vivos hasta el punto
de que ninguna asistente social podría soportar su simiente en el
vientre, vagabundos ineficaces, pequeño pueblo de solitarios,
unos incontestablemente desechos de hombres y los otros
esperanzas de un mundo que siempre corre el riesgo de reventar
de docilidad como algunos cerdos en su grasa y algunos hombres
en su cama[1].

Con frases como esta se entiende el grado de desconocimiento


“oficial” de la obra del francés. Deligny se movía en una especie
de anarquismo estatal. Sus escritos revelan un conflicto que no
suele mencionarse, el conflicto siempre evidente entre los pibes
hundidos en la marginalidad y toda figura institucional que arriba
a su ecosistema, llámese villa, barrio popular o instituciones de
encierro (“el territorio”). Entre los que viven en esos territorios y
los que van allí a trabajar, a militar, a ayudar.
Grafico esto con un ejemplo que he visto a lo largo de mi vida.
Hay en una villa, o en un pabellón de alguna cárcel, un grupo de
hombres o mujeres hablando con algarabía, apoyando las
palabras con movimientos de las manos, son cuerpos que vibran,
que no toleran la quietud, que necesitan fisiológica y
ontológicamente permanecer “ATR” (a todo ritmo). Personas a
las cuales “la memoria de su cuerpo” (Foucault) los remite una y
otra vez al estado de constante alerta, que sin proponérselo
aprendieron a tener ojos en la nuca. Se comunican con lenguajes
propios, son neologistas que crean palabras todos los días. Es un
lenguaje-danza. Las palabras no solo son dichas, sino bailadas,
acompañadas de sublime contorsión. A veces ni es necesaria una
frase entera, con un “pim–pum-pam” ya trasmitieron el mensaje,
lo recibieron o interceptaron. Dominan la sensación vital con
facilidad. Pero toda belleza física, léxica y gestual que expresan
los pibes y las pibas, así estén hundidos en el peor de los
infiernos, se detiene si en la escena irrumpe una figura
institucional. Esos pibes que estaban casi en trance al hablar, se
quedan congelados cuando aparece un educador, un psicólogo,
un trabajador social, etc. No importa si dicha figura institucional
es de izquierda o de derecha, si se viste como un hippie o de
gala. Cuando la figura arriba al lugar, genera el silencio y la
quietud. Los pibes pasan de ser animales entusiastas a ser
estatuas con estrecha timidez. Los más verborrágicos de golpe se
callan. Aquellos que eran los más activos en el uso del dialecto
tumbero se hunden en el silencio. Empiezan a rechazarse a sí
mismos. No alcanza con decir que lxs pibxs se inhiben. La
inhibición es universal, y no hace diferencias entre clases
sociales. Aquí lo que sucede es del orden de lo político y moral-
penal. El pibe siente que ante la presencia de la figura
institucional debe comportarse de cierta manera, o mejor dicho,
debe portarse “bien” o será castigado. La sanción es el método,
así el pibe “va a aprender lo que es bueno”. El otro, la figura
estatal, le solicita al pibe que olvide las brillantes expresividades
de su personalidad. A veces ni siquiera hace falta que lo rete o
que se maneje con un estilo represor primitivo. Pero de todas
maneras los pibes bloquean su impulso afectivo.
Lo que ocurre en estos casos es una relación de poder vertical
presentada discursivamente como horizontal. El pibe tiene
cargado en su memoria ancestral que debe doblegarse ante la
gente “que sabe”. Casi nunca tiene actitudes críticas con tales
figuras, ni se atreve a plantearles dudas o reclamos, sino todo lo
contrario, termina exaltado por el disciplinamiento. Para derribar
la hipocresía de estas relaciones dependerá del coraje y sobre
todo de la creatividad que puedan desarrollar las figuras
institucionales en los territorios. Se requieren especiales dosis de
valentía para lograr componer relaciones que eleven la potencia
de los pibes y también para dejarse elevar la propia potencia por
ellos.
Otra de las cuestiones importantes a pensar. ¿Por qué siempre
unos son los ayudados y otros los que ayudan? Porque el verbo
elegido así no se diga es el de "ayudar". Pocas figuras
institucionales pueden evitar hablar de "mis alumnos", "mis
chicos", etc. La propiedad privada aparece también en la
dimensión de lo simbólico y no es de forma irónica o inocente
que se usa el "mis". Hasta en una corta y simple frase. Pero si
encima dicha figura institucional hace su trabajo en los territorios
de la pobreza y la segregación, su espíritu no puede evitar
reclamarle a su comunidad el reconocimiento de lo que él
considera una tarea heróica. Él es el que está ayudando a los
otros que nadie ayuda. Nunca se considera que la ayuda es
mutua, que si hay gente que ayuda a los villeros, a los presos, a
los locos, a los anormales que sea, también estos últimos ayudan
a los que ayudan. Porque los ayudados también ayudan, entre
tantas otras cosas, a que esas figuras sean consideradas personas
más sensibles y comprometidas que el resto. A desmantelar
estereotipos, prejuicios, racismos y blasfemias más elementales
que se tiene sobre las poblaciones más vulneradas. Gente que va
con una imagen instalada sobre una supuesta barbarie que
satura los “territorios”, es ayudada por los mismos vecinos del
lugar a derribar toda la mitología reaccionaria que se creó en
torno a ellos y sus supuestas costumbres. La figura que llega al
territorio descubre que allí donde el sentido común ha instalado
como verdad absoluta que todo es salvajismo y conductas que
no pueden evitar lo vulgar, existen altos niveles de solidaridad y
hospitalidad. Las poblaciones que viven en los territorios le abren
la puerta, no solo de su casa, sino de todo su ser a los visitantes,
aunque estos últimos no sean ni se parezcan en nada a los
primeros. Pero sobre todo en esos territorios persiste un
aguante ante las desgracias que es subestimado o ignorado por
la mayoría de aquellos que son parte de las ciencias sociales.
Es necesario a su vez hacerse una pregunta sobre el concepto
“territorio”. ¿Lo inventaron los pibes o lo inventaron las figuras
institucionales? Decirle así a la villa, que tiene seguramente un
nombre autóctono y predilecto para sus habitantes, no es más
que una acotada forma de corrección política y de crear una
imagen distinta sobre lo que se vive allí.

También he escuchado muchos psicólogos, trabajadores sociales


o docentes que compiten con los villeros. Van a decirles a los
pibes y pibas de las villas o incluso a aquellos que están
depositados en aberrantes cárceles : “No se quejen tanto que yo
también la pasé”. Como si se tratara de un duelo por ver quién
sufrió más. Aquel que tuvo el privilegio de terminar una carrera
universitaria siente la necesidad de aclararle, al que ya fue
condenado desde que era un embrión, que él también pasó
cosas feas en la vida. Es valioso que alguien prefiera trabajar en
una villa o en una cárcel antes que en una oficina o en una
empresa. Pero sobran las evidencias de que muchos de los que
trabajan en esos espacios no soportan la potencia de los pibes.
Porque esos pibes estan tan “vivos hasta el punto de que
ninguna asistente social podría soportar su simiente en el
vientre”. No saben qué hacer con tanta energía vital que poseen
sus asistidos, sus alumnos, porque esta les desborda sus
creencias morales y no figuran en el catálogo de posibilidades
aprendidas en el proceso educativo de sus carreras
universitarias.
En la mayoría de los casos esa figura institucional reduce la
creatividad y toda perspectiva libertaria. Normaliza y apaga esa
esperanza milagrosa que emanan los pibes pobres a pesar de
toda adversidad. ¿Y por qué milagrosa? Porque aunque vivan en
las condiciones materiales más miserables, segregados, y
ridiculizados, aunque vivan con una presencia latente de la
muerte, ya que muchos han enterrado a la mayoría de sus
amigos y seres queridos, casi no existe la depresión en ellos. Los
villeros no suelen permitirse pasiones tristes. Por instinto mismo
o por la cantidad de tiempo que lleva arraigándose está cultura
de la muerte, la violencia y la miseria en esos territorios, es que
esa reiterada superación de verdaderos obstáculos existenciales
se desarrolla con total naturalidad.
Las figuras institucionales arriban con métodos de manuales ya
caducos en muchas de sus indicaciones, con teorías que fracasan
al ser aplicadas, pero que obstinadamente se siguen aplicando
igual. He vivido muchas veces en mi estadía carcelaria la
situación de estar ante figuras institucionales que le decían a los
pibes que había que “hablar bien” y “rescatarse”. Las figuras
institucionales muchas veces son incapaces de sentir la belleza
que hay en la gestualidad eléctrica de sus cuerpos. Luego,
cuando no consiguen justamente “rescatar” ni a un solo pibe o
piba, son pocos los que admiten un fracaso propio y por lo tanto
se lo encajan al otro, si el otro no pudo es porque no quiso.
Nunca dejarán que los pibes maldigan y demanden algo de la
sociedad, eso sería victimizarse. Todo depende de uno, no se
cansarán de decir una y otra vez. Muy pocos llegan a promover la
conciencia de clase entre los pobres que ellos ayudan. Muy
pocos les hacen ver la cartografía del mundo en que están
inmersos, o al menos mencionar los mecanismos económicos
más básicos que determinan la realidad. No les interesa servir
para que los más explotados asuman que su lugar en el tablero
es con suerte el de peones. Nunca hablaran del capitalismo, ni de
las tan variadas formas que usa para dominar desde las
relaciones de producción hasta los criterios estéticos.

Los pibes llegan a reaccionar violentamente cansados de que la


figura institucional no comparta ni promueva en nada todo el
mundo propio que tienen. Otro ejemplo vivido: recuerdo una
tarde estar viendo en instituto de menores cómo los pibes
ahogaban una y otra vez en la pileta a un “operador
convivencial” (una figura puesta en los institutos carcelarios de
menores como un intermediario “más humano” entre los presos
y el gobierno penal, que el clásico guardia cárcel). Los pibes
argumentaron que lo hicieron como respuesta a que ese
operador se la pasaba saturándolos de “No” La figura de
operador convivencial está muy presente en el régimen penal
juvenil y de minoridad argentino. La mayoría de ellos provienen
de carreras pertenecientes a las ciencias humanas, y en su
vestimenta podemos hallar hasta remeras de distintos
personajes históricos y representativos de los sectores más
revolucionarios, pero su manera de trabajar y relacionarse con
los pibes se construye a partir de la prohibición, de limitar o
reprimir el deseo. Estos operadores llegan a prohibirles a los
pibes presos la pornografía, la marihuana, hablar en jerga y hasta
la masturbación. Negaciones a las cuales no se animaría ejercer
ni siquiera un guardia-cárcel. Cuando unos en teoría son más
buenos que los otros. ¿Cómo alguien puede atreverse a suprimir
o a anular a seres humanos encerrados en cajas de cemento el
acceso a todo tipo de goce? Las figuras institucionales tienen
sexo o se masturban, algunos se emborrachan y fuman sus
porros, pero a sus pacientes, a sus alumnos, a sus asistidos, les
prohibían el mínimo roce con cualquier tipo de placer.
Muchos creen, aunque sepan disimularlo, que los pibes de los
territorios están vacíos de contenido espiritual, de ingenio, de
racionalidad, de romanticismo. Hay un prejuicio biológico. La
sociedad en general asocia a los pobres con el reino animal. La
imagen de un villero le aparece en su cerebro con el rostro de un
simio. Pero esos monos “arden de preguntas” (Artaud) mucho
más que la mayoría de los civilizados. Su constante
antimoralismo aunque no lo sepan, los transforma en ejecutores
de la más alta filosofía nietzscheana. Para los pibes los raros, los
diferentes, los poco humanos son los profesionales, los
normalizadores, "los que saben", los que vinieron a ayudarlos.

La figura institucional solo habla con los pibes como parte del
"tratamiento”. No los invita a su casa, como sí hace con los
amigos que pertenezcan a su mismo entorno social. No suele
haber una relación de amistad, es siempre una relación vertical o
laboral. Si la mayoría de los pibes les dicen a estas figuras que
efectivamente los ayudaron, o a veces hasta que les salvaron la
vida, no es más que por una cuestión estratégica. Se le dice al
profesional lo que quiere escuchar, el pibe sabe que, si se
comporta obedientemente, si se muestra agradecido, sumiso, si
se maneja con respeto, pidiendo siempre por favor, puede
obtener ciertos beneficios.

¿Y cómo va a hacer para sentirse orgulloso de su jerga, si una


maquinaria infinita de profesiones, discursos y ametralladoras
semióticas trabajan sin descanso en corregirlo, enderezarlo y
hacerlo cambiar? La educación es una herramienta esencial en
esa represión. Esto lo podemos observar en un ejemplo muy
singular. Existen en la cárcel pibes que terminan una carrera
universitaria o un taller de oficios, que “pudieron cambiar”, y que
son presentados como modelos ejemplares de la meritocracia
cuando salen en libertad (aun por aquellos que dicen estar en la
vereda de enfrente del PRO, partido político reaccionario adicto
a difundir dicho concepto). Quizás esos mismos pibes en esas
carreras hechas tras las rejas, lean a autores insurrectos, críticas
precisas al orden del mundo y explicaciones concretas de las
razones sociales, simbólicas y económicas que determinan que la
cárcel esté saturada de pobres como ellos. Pero al salir no
podrán hablar con otra lengua que no sea la del moralismo más
primitivo. La fuerza engendrada en los callejones del abismo
marginal, habrá sido pasteurizada. “Yo antes hacía las cosas mal
y ahora quiero hacer las cosas bien”, se los escuchará decir. Todo
está en el individuo, nada tiene que ver el contexto social: el
axioma esencial de la espiritualidad neoliberalista será repetido
por aquellos que han sido más humillados por la naturaleza de
dicho sistema. Muchos de ellos llegaran inclusive a castigar a sus
propios ex colegas de delito o de experiencia carcelaria.
Orgullosos ahora de pertenecer a la sociedad, se avergonzarán
de sus antiguas muecas y amistades.
El “de igual a igual” al que fingen honrar muchas de las figuras
institucionales es una fantasía, un simpático juego de palabras,
pero un hecho inexistente. Hay un contrato implícito que se
firma donde se aclara que el que sabe va ayudar a los que no
saben, por lo tanto, ya desde ahí podemos decir que hay una
propuesta de no igualdad. Es decir: yo sé y vos no sabes, yo
tengo algo que vos no tenés y necesitas de mí. La desigualdad ya
preexiste desde antes de llegar al “territorio” pero no se la
reconoce ni se la cuestiona. También es necesario remarcar el
dato que los que saben, en su mayoría, tuvieron y tienen las
condiciones materiales así sean mínimas, pero que son muy
específicas, que indisolublemente permiten el inicio y finalización
de una carrera universitaria, donde se adquiere el saber.
Mientras que en la población de las villas y cárceles, el
porcentaje de personas que finalizan los estudios universitarios
es insignificante.
Tomar la decisión de contradecir mandatos familiares y elegir ir a
conocer empíricamente la villa o la cárcel, es decir, todos esos
lugares que el imaginario popular designa como jardines del mal,
eso ya de por sí es una actitud muy digna. Pero que a veces se
puede transformarse en otra cosa. Ese primer impulso que hizo ir
en busca de lo desconocido empieza a subestimar y a negar lo
nuevo que va conociendo. Cuando está afuera del “territorio” y
adentro de “su gente”, relata a sus semejantes de clase una
versión progresista trillada al hablar de lo que vive adentro de los
“territorios”. “Hay gente buena y mala como en todos lados”,
declarará. Pero no hará mención alguna de todo lo que aprendió
sobre los trucos de supervivencia que reinan allí. Poco o nada
dirá sobre el júbilo diario y a veces incomprensible con el que sus
habitantes transitan la vida, a pesar de que la muerte les suspira
en el cuello.
El habitante del territorio no suele considerar una virtud todas
sus virtudes y también al igual que la figura institucional necesita
siempre remarcar que allí donde vive “hay gente mala, pero
también hay otra que se rompe el lomo trabajando”. Moralismo
infantil de un lado y del otro. Hay pobres que a pesar de
tambalear en la cornisa de la desnutrición pueden comportarse
como burgueses, y que serán hasta más reaccionarios que estos
si llegan a finalizar la universidad o la secundaria misma. “Yo
también vivo en una villa y no salí nunca a robar”, “Fulano es
vago y mengana puta”, son también frases que salen de la boca
de los mismos habitantes de los “territorios”. Llegan a despreciar
a sus propios vecinos con los mismos discursos reaccionarios de
la clase a la que, por más que se hayan recibido, no pertenecen
realmente.
Un paso novedoso sería invertir el símbolo del otro. Si los pibes
son siempre los objetos de estudio, por una vez que sean ellos
los que analizan, se burlan, experimentan, brindan hipótesis,
escriben libros, hacen chistes, desean desgracias y acusan de
todos los males a unos otros, en este caso, las figuras
institucionales. La alteridad invertida. El que siempre fue objeto
ahora es el sujeto, y los que siempre fueron sujetos, ahora serán
los objetos. Unas leves dosis de Justicia Poética. Tampoco puede
ser una gran propuesta la sacralización del “territorio” o
construir una epopeya de la vida marginal, pero en la actualidad
se trabaja por un exterminio o una banalización completa de los
berretines, es decir se trabaja por el avasallamiento tanto de la
lengua, como de las costumbres y la esencia cultural propia de
los contextos más adversos. Hay una obstinación manifiesta a no
aclarar nunca la diferencia de clase, así sea mínima o evidente,
que persiste en la relación figura institucional/figura del asistido.
Por eso el conflicto será eterno si entre estas figuras no se
modifica en algo la forma de relacionarse, ni se remarcan las
condiciones materiales pre-existentes en ambas partes de dicha
relación. ¿Qué y quien dice que uno son los que saben y otros
son los ignorantes?
*Este texto ha sido parte del libro "Semilla de crápula" De
Fernand Deligny, Editorial Cactus.

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