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Antologia de Textos Narrativos 2021

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ISPA Nro 4070- Taller de Apreciación Literaria 2021 – Prof.

Ayelén Carbó

Antología de textos narrativos

Texto 1 – ¡Felicidades, querida! - Alfredo Cardona Peña ………………………………………….. pág 2


Texto 2 - Fiestita con animación – Ana María Shua ……………………………………..………….. pág 2
Texto 3 – La fiesta ajena – Liliana Heker ………………………………………………………………….. pág 4
Texto 4- El crimen casi perfecto - Roberto Arlt ……………………………….……………………….. pág 7
Texto 5 – El almohadón de plumas – Horacio Quiroga …………………………………….……….. pág 10
Texto 6- Y te digo más - Roberto Fontanarrosa ………………………………………………..…….... pág 12
Texto 7: El padre de los cincuenta hijos y la sirena - Justo Leiva ……….………………….... pág 16
Texto 8 – Mil grullas - Elsa Bornemann ……………………………………………………………..….... pág 17
Texto 9- La tela de Penélope, o quién engaña a quién – Augusto Monterroso ……….. pág 22
Texto 10: La mariposa y las abejas – Godofredo Deiroux ……………………………………….. pág 22

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Texto 1 – ¡Felicidades, querida! – Alfredo Cardona Peña

Se encendió el ojo verde del visiofono y Josefina vio a su amiga que le hablaba desde Nueva
York.

– ¡Felicidades, querida! Dentro de veinte minutos llegaremos, pues hemos alquilado un


taxicohete. ¿Cómo está el tiempo en México?

-Más transparente que el aire Lucy. Aquí en nuestra casa de la cima del Izxtaccihatl, se está
mejor que en Acapulco.

–Te envidio, en cambio, nosotros no podemos prescindir de las odiosas escafandras: estamos
bajo muchas rayas bajo cero.

-Bueno, no se tarden.

El ojo verde se apagó. Minutos después, la hermana de Josefina con su marido y dos amigos
íntimos tomaban cócteles, que servía un camarero metálico. Rebozaba alegría y. sobre todo
juventud, una juventud rozagante y parlanchina, completamente extrovertida. Por lo que
respecta a los hombres, se portaban como muchachos. Los cutis de ellas eran tersos, y sus
anatomías, femeninamente perfectas. Los de ellos, rosados, con maquillajes tan varoniles tan
difíciles de notar. Llegó el momento de rodear la mesa, en cuyo centro un enorme pastel, en
forma de barco con sus velas iluminadas, resplandecía como araña de catedral antigua. En
honor a Josefina cantaron el “happy birthday to you” y “Estas son las mañanitas”. Luego la
cumpleañera, emocionada, enjugándose una lágrima que no pudo reprimir, hizo funcionar el
diminuto extintor de pilas, y todas las velas se apagaron. Risas, risas y abrazos, besos y más
congratulaciones.

Hacia la madrugada el grupo se dispersó, volando en sus taxicohetes. Josefina quedó sola y
antes de retirarse a dormir recorrió con la mirada la mesa, las flores desparramadas, los restos
del enorme pastel que en ese momento recogía el criado robot con su montacargas
doméstico. Josefina subió cansadamente la escalera, entró en su cuarto y comenzó a
desvestirse. Fue quitándose la piel, toda la piel, que cubría su cuerpo en una malla de color
carne palpitante y luego depositó en un alhajero sus pestañas, sus dientes, sus ojos, sus labios,
sus pechos, sus cabellos y sus uñas.

-¡Quién lo diría! –murmuró suspirando, mientras en la penumbra se recortaba su figura


putrefacta- Hoy he apagado las doscientas velitas de mi cumpleaños.

Y se metió en el lecho, como una momia romántica, como una rosa que había sido
maravillosamente disecada. Todas sus amistades, allá en Nueva York, hicieron lo mismo,
dejando a un lado de la cama máscaras y pieles, mientras la aurora de dorados cabellos
avanzaba con un día recién nacido entre sus brazos.

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Texto 2 - Fiestita con animación – Ana María Shua

Las luces estaban apagadas y los altoparlantes funcionaban a todo volumen. –¡Todos a saltar
en un pie! –gritaba atronadoramente una de las animadoras, disfrazada de ratón. Y los chicos,
como autómatas enloquecidos, saltaban ferozmente en un pie.

–Ahora, ¡todos en pareja para el concurso de baile! Cada vez que pare la música, uno abre las
piernas y el otro tiene que pasar por abajo del puente. ¡Hay premios para los ganadores!

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Excitados por la potencia del sonido y por las luces estroboscópicas, los chicos obedecían, sin
embargo, las consignas de las animadoras, moviéndose al ritmo pesado y monótono de la
música en un frenesí colectivo.

–Cómo se divierten, qué piolas que son. ¿Te acordás qué bobitos éramos nosotros a los siete
años? –le preguntó, sonriente, el padre de la cumpleañera a la mamá de uno de los invitados,
gritándole al oído para hacerse escuchar.

–Y qué querés... Nosotros no teníamos televisión: tienen otro nivel de información –le
contestó la señora, sin muchas esperanzas de que su comentario fuera oído. No habían visto
que Silvita, la homenajeada, se las había arreglado para atravesar la loca confusión y estaba
hablando con otra de las animadoras, disfrazada de conejo. Se encendieron las luces.

–Silvita quiere mostrarnos a todos un truco de magia –dijo Conejito–, ¡Va a hacer desaparecer
a una persona! –¿A quién querés hacer desaparecer? –preguntó Ratón.

–A mi hermanita –dijo Silvia, decidida, hablando por el micrófono. Carolina, una chiquita de
cinco años, preciosa con su vestidito rosa, pasó al frente sin timidez. Era evidente que habían
practicado el truco antes de la fiesta, porque dejó que su hermana la metiera debajo de la
mesa y estirara el borde del mantel hasta hacerlo llegar al suelo, volcando un vaso de Coca
Cola y amenazando con hacer caer todo lo demás. Conejito pidió un trapo y la mucama vino
corriendo a limpiar el estropicio.

–¡Abracadabra la puerta se abra y ya está! –dijo Silvita. Y cuando levantaron el mantel,


Carolina ya no estaba debajo de la mesa. A los chicos el truco no los impresionó: estaban
cansados y querían que se apagaran las velitas para comerse los adornos de azúcar de la torta.
Pero los grandes se quedaron sinceramente asombrados. Los padres de Silvia la miraban con
orgullo.

–Ahora hacela aparecer otra vez –dijo Ratón.

–No sé cómo se hace –dijo Silvita–. El truco lo aprendí en la tele y en la parte de aparecer papi
me cambió de canal porque quería ver el partido. Todos se rieron y Ratón se metió debajo de
la mesa para sacar a Carolina. Pero Carolina no estaba. La buscaron en la cocina y en el baño
de arriba, debajo de los sillones, detrás de la biblioteca. La buscaron metódicamente,
revisando todo el piso de arriba, palmo a palmo, sin encontrarla.

–¿Dónde está Carolina, Silvita? –preguntó la madre, un poco preocupada.

–¡Desapareció! –dijo Silvia–. Y ahora quiero apagar las velitas. El muñequito de chocolate me
lo como yo.

El departamento era un dúplex. El papá de las nenas había estado parado cerca de la escalera
durante todo el truco y nadie podría haber bajado por allí sin que él lo viera. Sin embargo,
siguieron la búsqueda en el piso de abajo. Pero Carolina no estaba. A las diez de la noche,
cuando hacía ya mucho tiempo que se había ido el último invitado y todos los rincones de la
casa habían sido revisados varias veces, dieron parte a la policía y empezaron a llamar a las
comisarías y hospitales.

–Qué tonta fui esa noche –les decía, muchos años después, la señora Silvia, a un grupo de
amigas que habían venido a acompañarla en el velorio de su marido–. ¡Con lo bien que me
vendría tener una hermana en este trance! –y se echó a llorar otra vez.

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Texto 3 – La fiesta ajena – Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho;
¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por
el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.

–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.

–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más
arriba del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era
una de las mejores alumnas de su grado. –Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy
invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.

–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu
amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.

Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su
madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le
gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.

–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un
mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente
apoyó las manos en las caderas.

–¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te
dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además, le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día
llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió
muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.

–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se
hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había
almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el
pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se
miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.

La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: –Qué linda estás hoy,
Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con
paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono.

Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. –Está en la cocina –le
susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.

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Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su
jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto,
abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en
la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz
que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la
jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado
y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con
esa jarra tan grande?".

Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en
la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: –¿Y vos quién sos?

–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.

–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas
sus amigas. Y a vos no te conozco.

–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los
deberes juntas.

–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.

– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria.

La del moño se encogió de hombros. –Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?

–No.

–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: –Soy la hija
de la empleada –dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís
que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a
mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.

–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?

–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.

–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora
Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que
conocía la casa mejor que nadie.

– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la
mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al
delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció
que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que
Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a
servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y
le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía
derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho

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de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño
una tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por
ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono
lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que
estamos en horario de trabajo". La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que
sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.

–¿Al chico? –gritaron todos.

–¡Al mono! –gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito,
pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho
cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.

–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.

–¿Qué es timorato? –dijo el gordito.

El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.

–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de
todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.

–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo
miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final,
cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras
mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos.

Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le
dijo: –Muchas gracias, señorita condesa.

Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le
contó. – Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa". Fue
bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del
mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y
le dijo: –Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las
dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho:
"Espérenme un momentito". Ahí la madre pareció preocupada.

–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.

–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus
madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado
observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una
pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo
porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces,
¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de

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explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio, le dijo: –Yo fui la mejor de la
fiesta.

Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una
bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y
el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había
sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde
estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura.

La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo.
Dijo: –Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a
hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar
algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese
movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa
rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes.

–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su
madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre.
Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés,
inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la
perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

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Texto 4- El crimen casi perfecto - Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El
mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora
Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su
participación imprudente en un accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se
encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del
siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del
laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de
dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para
festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención
funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía
muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las
siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que
le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el
portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió
antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las
libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque
las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados;
luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio
gramo de cianuro de potasio. A continuación, se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al
sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre

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sus dedos tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente
en el interior del departamento, pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está
cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la
investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.
Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no
contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el
veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por
la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo
estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o
aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno
adherido a sus paredes.

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos
inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la
evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte
transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar
ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua
y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del
portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el
periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera
cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido
objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La
señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se
hallaba el envase que contenía el veneno ante s de que ella lo arrojara en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el
sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo.
Además, había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus
padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta


resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era
corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en
cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e
inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de
hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces.
El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada,
gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una
cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la
mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel
“accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era
capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno
de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.

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La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores
groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un
procedimiento judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que
ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas
de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo
haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis,
a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con
una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la
viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el
vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía veri ficar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla


solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una
enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino
sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y
complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas,
que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto
tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos
vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé
mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le
pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la
casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación
donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con
hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –
Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez. - Ahora que me acuerdo, la
heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de
arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de


nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito
congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a
revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: - El agua está
envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir
el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico)
arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo
que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo
(lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al
desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin

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imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el
periódico, hasta que, juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos
no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban


dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez
de la noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presen tamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor
Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar
nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.
Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino
más ingenioso que conocí.
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Texto 5 – El almohadón de plumas – Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva
mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda
hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta
ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda
ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor
tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida
en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno
silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala,
también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable

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obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su
mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de
repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron
de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay
que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana
amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en
nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama
con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el
almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban
hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la
casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los
eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la

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sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los
bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un
animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le
pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era
casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo,
pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco
noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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Texto 6- Y te digo más - Roberto Fontanarrosa

¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando
hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo.
Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con
nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo
vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos.
¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a
Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un
árbol?

Pero el pobre Gordo casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo Luis? Porque se
la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba en la lona total. Pero en la lona
lona, no tenía un mango partido por la mitad, lo habían despedido de la proveeduría donde
laburaba y lo ponías cabeza abajo y no le caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y
algo había que comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche.

El Gordo tiene dos pibes que eran muy chiquitos en ese entonces y a esa edad a los pendejos
no les vas a andar explicando el fato del FMI, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y
todas esas pelotudeces.

La cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar de lo que
fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí por Mendoza al fondo.
Ya después entró a andar por cualquier lado para conseguir algo.

Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja que tenía una casa bastante grande de
electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y repartir caramelos a los chicos en la
puerta para promocionar su negocio. Lo de siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que
al Gordo le venían bastante bien. Y ahí fue el Luis, che. Ahora, imaginate la escena, porque
estamos hablando de Rosario, Capital de los Cereales, ubicada a orillas del anchuroso río
Paraná. El Gordo Luis, tenés que pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar
por los 120, porque es alto, grandote, Luis.

Y te digo que resultaba perfecto para Papá Noel porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca
lo he visto enojado al Gordo, es un pan de Dios. Pero tenés que tener en cuenta una cosa
ineludible. Rosario... pleno verano... mediodía, un sol de la puta madre que lo reparió, algo así

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como 83 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel con una
tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa no te miento, gorro, barba de algodón, bigotes,
botas y guantes.

¡Guantes! Porque la vieja era una vieja hinchapelotas, conservadora, que quería que el Gordo
se pareciera exactamente a Papá Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre
Gordo. ¿Viste que hay veces en que tipos hacen de Papá Noel pero sin guantes y hasta a veces
sin barba, o pendejas jovencitas vestidas de colorado pero con polleritas cortonas, tipo
minifaldas, y las gambas al aire así están más frescas?

Pero claro, el Gordo Luis era perfecto para hacer de Papá Noel y por eso se le ocurrió eso a esa
vieja hija de puta. Porque lo vio al Gordo gordo y con esos cachetitos medio coloradones que
tiene el tipo, el personaje, Santa Claus.

Hasta la voz media ronca tiene Luis... ¿viste que Papá Noel se ríe siempre con esa risa ronca?
Jo, jo. Hasta eso tiene Luis, la voz ronca. Jo, jo, jo... Pero vuelvo al tema. Doce del mediodía,
pleno diciembre, un sol que rajaba la tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían
muertos al piso por la canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... y el
Gordo ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana de papel
maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban para verlo.

A los quince minutos, a los quince minutos te juro, el traje del Gordo ya no era colorado...
¿viste que esos trajes son colorado medio clarito? Bueno, era violeta, violeta era, por la
transpiración a chorros que largaba el Gordo. Pero no un pedazo, alguna zona del traje, no. Ni
tampoco era solamente debajo de los brazos o arriba de la zapán que es donde uno transpira
más, no.

Era todo, completo, íntegro. Al Gordo le corrían ríos de sudor sobre la piel, ríos, torrentes que
le empapaban acá, acá, acá, las ingles, las pelotas, las pantorrillas, ríos que le inundaban las
botas, por ejemplo. Me contaba después –porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía
las botas llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le
chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso, en un diámetro de
ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían baldeado. Toda la vereda
mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los goterones de la cabeza, parecía las
Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.

Te digo que era ya un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía metiendo
voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía, llamaba a los chicos. En eso, una
vecina, una vieja de esas que nunca faltan, que están al reverendo pedo como bocina de avión,
que vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y lo ve al
Gordo. O escuchó el griterío de los chicos y salió a ver que pasaba. Lo ve al Gordo y se apiada
de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas, que caminan medio
encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las pelotas permanentemente, un cuete
la vieja, una ladilla.

Se manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita ¿viste? Bajita, canosa con un rodete y
aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con un líquido amarillento que
parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo, che.

El Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede desatender su
trabajo pero, en definitiva, la acepta, lógicamente.

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Además, los hijos de mil putas del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un
vaso de agua al Gordo. ¡Ni un vaso de agua siquiera! Después hablan de los norteamericanos.
Nosotros somos tan hijos de puta como ellos para explotar a la gente. Lo que pasaba también
es que a esa hora había quedado un solo encargado en el negocio. La vieja que contrató a Luis
tenía como cinco negocios por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro
empleado que laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose las bolas
debajo del único ventilador de techo que tenían esos miserables.

La cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado de la puerta de
su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol directo, le dice a Luis “Aquí se lo
dejo”, y ahí se lo deja.

Cuando el Gordo pudo zafar un poco del pendejerío, te imaginás que con ese calor llegó un
momento en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó
media jarra de un saque.

Pero resulta que no era limonada, boludo, no era limonada. Era vino blanco, vino blanco era.

La vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había metido hielo a
rolete y se lo había dejado ahí, con las mejores intenciones.

El Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio cuenta
cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un saque. Y aparte, seamos
sinceros, cuando ya se dio cuenta no pudo parar, no pudo parar. Te estoy hablando de un
muchacho de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000
grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco. Fondo blanco.

Bueno, te imaginarás... te imaginarás el pedo tísico que se levantó ese muchacho. Una curda
inmediata y espantosa, demencial. Una curda como para trescientas personas.

Casi no había desayunado, estaba sin almorzar, para colmo, el Gordo no era un tipo que
tomara mucho alcohol, al menos que yo recuerde. Un poco de vino con la cena, nada más.
Alguna copita de sidra. O a veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones como el gin
tonic, pero con mucha más agua tónica que otra cosa.

¡El pedo que se agarró ese muchacho, Dios querido, el pedo que se agarró! No te digo que
empezó a cantar boludeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes, ni nada de
eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la beneficencia, le dio un
ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco minutos con la existencia de
caramelos y chocolatines que eran para toda la tarde...

¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole una tostadora


eléctrica a un pendejo. Después le regaló un ventilador a la madre de otro de los pibes,
después siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas, etcétera...

Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía, entregaba todo.

Y el empleado que se rascaba las bolas adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en el
fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles o apolillando una siesta mientras
esperaba la hora en que el patrón llegaba.

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Lo cierto es que, te imaginás, a los quince minutos en la puerta del negocio había un mundo de
gente que venía de todas partes alertada por los otros que ya habían ligado algo de arribeño,
por la mamúa del Gordo.

La gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la turra, cazaba
los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he visto no me acuerdo, andá a
cantarle a Gardel.

En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de amargo que llegó en su auto, un
coche nuevo.

Y cuando el tipo se dio cuenta de lo que estaba pasando se puso loco, lógicamente se puso
loco. Entró a gritar, a arrebatarles las cosas a la gente, a recuperar licuadoras, televisores
portátiles, radios que la gente se llevaba. A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando
con los beneficiados.

Ante el despelote se despertó el empleado de adentro y salió cagando aceite a ayudarlo al


pelado. Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la cana,
un patrullero que andaba de ronda.

En el despelote, cuando medio se enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban
los que se piraban con las licuadoras y todo eso, que gritaban que Papá Noel se las regalaba, el
pelado les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo ese
quilombo.

Y bien dice el Martín Fierro que no hay nada como el peligro para refrescar a un mamado. Ahí
el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la realidad, se esclareció el Gordo.

Además, ya había vuelto a transpirar como un litro del vino blanco, me imagino, se había
aliviado un poco de la tranca, y comprendió la cagada que se había mandado. Pero te conté
que es un tipo manso, un tipo tranquilo que no se iba a poner a resistirse o a echarle la culpa a
nadie. Supo que tenía la culpa, y entonces, todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue
para adentro del negocio para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derechito viejo, solito,
adentro del patrullero.

Afuera seguía el desbole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora también
se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.

El Gordo se fue al baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó esas pilchas
de mierda de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado en un bolsito y salió de nuevo a la
calle.

Cuando salía para la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno de los
canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve al Gordo, sin el traje
colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un bolso en la mano, el pelo negro
achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce.

No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino la conchuda de su


esposa. “¿A dónde está? ¿A dónde está?” me contaba el Gordo que preguntaba el pelado, que
venía a los pedos con el policía. Y el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que se
había sacado.

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Yo no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el boludo, la cosa es que
señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para allí. Cuando el Gordo salió a la
calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado discutía con medio
mundo reclamando facturas o recibos de compra.

Nadie lo reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso de última, el otro policía del
patrullero que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando el Gordo ya se piraba y el
Gordo piensa: “Cagamos”.

Y el cana le pregunta “¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a decir la verdad,
que sí, que era suyo.

Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas, o que se lo hiciera abrir y le dijo:
“No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso de mierda que después de todo a él no le
servía para un carajo.

El Gordo se piró haciéndose el pelotudo, temeroso todavía de que alguien lo reconociese y lo


mandara en cana cuando ya estaba a una cuadra.

Casi termina preso, el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco sabía ni
cómo se llamaba ni adónde vivía. Era un contrato basura, pero realmente basura el del pobre
Gordo. Pero casi termina engayolado. Por tener que disfrazarse de Papá Noel con esos
vestidos de invierno, podés creer.

Que los argentinos nos tengamos que vestir con ropa de abrigo en pleno verano porque a los
yankis se les ocurrió que Santa Claus vende más que el Niñito Dios.

Eso le decía yo al Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre,
Gordo. Por lo menos de Niño Dios te ponen en bolas en una cunita y te cagás de risa porque
estás fresco.” Eso le decía yo, para joderlo.

“De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de vaca, Zurdo –me decía el Gordo-
De vaca”.

Pero por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al paisaje, el
rumiante emblemático de la pampa húmeda, base de la riqueza de nuestro país. Algo
nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel, el trineo y los alces esos! Si
mis pibes me vienen a pedir un alce de ésos les pongo tal voleo en el orto que aterrizan más
allá de la Circunvalación del voleo que les pego, tenelo por seguro.

Ya bastante que el otro día les compré un conejo, un conejo de verdad, que es terriblemente
pelotudo y lo único que hace es comer lechuga y cagarnos todo el patio. Y si me insisten con
esas pelotudeces inventadas por los yankis que se vayan a vivir a Cincinnati, pendejos
colonizados de mierda. Que a mí no me dicen el Zurdo al pedo, me lo dicen por tener una
formación doctrinaria... ¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de convertirse en una nueva víctima del
capitalismo salvaje.

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Texto 7: El padre de los cincuenta hijos y la sirena - Justo Leiva. La Rioja, 1950.

Un viejo que tenía cincuenta hijos, vivía sumamente pobre. Un día se fue a la orilla de una
laguna que hoy ha desaparecido, casi tan grande como el mar. Tenía un perro, y un día cuando
fue por la orilla de la laguna salió una sirena y le dice que le hacía un trato. Que, ya que era tan

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pobre, para que pase más feliz la vida, que durante la semana llevaría todos los días, de la
laguna, bolsas de plata, él y todos sus hijos, siempre que le diera lo primero que vaya a
encontrarlo cuando regrese a la casa. El único que salía a encontrarlo era el perro y esta vez
salió el hijo veintiséis, el más lindo y simpático de todos los muchachos. Y ya había dado la
palabra. Tenía que cumplirla. Cuando llegó a la casa le avisó a la señora y ella encantada cedió.
Vinieron a la oración cada uno con una bolsa. Cuando llegaron a la orilla de la laguna estaba un
montón de plata. El viejo le dijo al hijo el trato que había hecho. Entonces el hijo le dijo que
espere que el día lunes recién lo llevaría a las doce de la noche y que llegue y lo deje y que no
lo entregue en la mano de la sirena, que dé la vuelta y que se venga y que no mire para atrás.
El viejo así lo hizo.

El muchacho no se dejaba tocar con la sirena. La cansó y no lo pilló. Entonces la sirena le dijo
que si iba por allí sería perseguido por ella. El muchacho se perdió. Después de tanto andar, los
animales salvajes lo perseguían, hasta que encontró un árbol grande donde pasó las últimas
horas de la noche. Esperó que salga el sol para orientarse, pero no sabía dónde estaba. Había
ido a dar sumamente lejos. Lo único que había alcanzado a mirar muy lejos eran dos hombres
que venían a pie por una loma, y han sabido ser Manuel y Pedro, quienes tenían el poder
divino. El muchacho les gritaba que lo socorrieran; Manuel le dio una virtú, lo transformó en
un halcón, el más poderoso, capaz y inteligente del mundo.

Inmediatamente el muchacho se transformó en halcón y siguió volando hasta que llegó a una
ciudá que nunca había visto, maravillosa. Se asentó en la casa de un rico señor que tenía una
hija muy linda y cuando ésta vio este lindo pájaro, mandó a unos peones para que lo pillaran.
El halcón como estaba cansado no dio mucho trabajo. Entonces lo enjaularon y la muchacha lo
cuidaba personalmente con mucho esmero, hasta que un día el halcón se transformó en el
muchacho y habló a solas con ella. Pronto los dos se enamoraron. Cada día la niña se
preocupaba más del halcón. Al poco tiempo el padre sospechó algo. Tomó un arma para matar
al halcón, pero éste inmediatamente se volvió a transformar en persona y le quitó el arma al
padre de la niña, diciéndole que estaba resuelto a casarse con ella, y así lo hizo. Al poco tiempo
la muchacha lo invitó que fueran a pasar un día a la orilla de la laguna. Después de mucha
insistencia, el joven aceptó, y una vez que estuvieron allí aparece la sirena y se lo lleva al fondo
de la laguna.

La flamante señora regresó a la casa. Y siempre cuando se acordaba del marido frecuentaba
ese lugar con la esperanza de encontrarlo, hasta que un día aparece un muchacho pelado y
desnudo a la orilla de la laguna, y le pregunta el motivo por el cual lloraba ella. Le contó todo
lo que le pasaba. El pelado le prometió ayuda, diciendolé que entre los dos lo iban a rescatar,
que trajera cincuenta husos y él conseguiría el cáñamo para hilar a la orilla de la laguna, y
como a la sirena le gustaba tanto el hilo, saldría a comprarlo. La señora así lo hizo y mientras
hilaba apareció la sirena a comprarle el hilo. Entonces ella le hizo el trato que le entregue el
esposo, pero la sirena no quería porque era esclavo de ella. La señora le dijo que para ver si
era cierto que se lo haga ver aunque sea en el centro de la laguna, y apenas lo sacó a flote, el
muchacho se transformó en halcón y voló directamente a la casa. La niña tomó los husos y
todo, y corrió a unirse con el marido, y vivieron felices y contentos muchos años.

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Texto 8 – Mil grullas - Elsa Bornemann

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos.
Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos.

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Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra.

Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando. Desde que ambos
recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del
mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con
ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las
reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de
luchas y muerte por todas partes.

Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la
caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie más
que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.

Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras.
Estaban tan acostumbrados al silencio... Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito
delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que
había traído de su casa.

–No tengo hambre –le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres
galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vianda –y se iba a corretear con sus compañeros
hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.

Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas
negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro
quedaba tan lejos aún...

El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21
de junio y anunció las vacaciones escolares.

Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año
los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo
significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.

A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se
conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que
esperar pacientemente la reanudación de las clases.

Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque... Se fue julio, y Naomi arrancó
contenta la hoja del almanaque... Y aunque no lo supieran: “¡Por fin llegó agosto!”, pensaron
los dos al mismo tiempo.

Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea
de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían
apilarse vasijas en todos los rincones de su local.

Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma
dedicación de otras épocas. –Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo. –Todo acaba
algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy
hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían
al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.

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¿Y Naomi? El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la
nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella
atravesándolo. Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y
abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le
devolvió un suspiro. El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:

Lento se apaga Pronto florecerán

el verano. Enciendo los crisantemos.

lámpara y sonrisas. Espera, corazón.

Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que
escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.

El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa
para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba.

Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso
resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada
doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese. La aguja iba y
venía, laboriosa.

Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa
espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la
olvidara nunca...

Y los dos deseos se cumplieron. Pero el mundo tenía sus propios planes...

Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Naomi se ajusta el obi de su
kimono y recuerda a su amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”.

“Ahora”, Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: “¿Qué estará haciendo Naomi?”.

En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión,


hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El
cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.

En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez.

Dos viejos trenzan bambúes por última vez.

Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- Donguri Ko...” por última vez.

Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.

Miles de hombres piensan en mañana por última vez.

Naomi sale para hacer unos mandados. Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las
aguas del río.

Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana.

Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir
nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.

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Nadie será ya quien era.

Hiroshima arrasada por un hongo atómico.

Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.

Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva,
Dios! Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima,
como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el
horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.

Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.

El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su


pensamiento lo que le hacía tiritar.

Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus
trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura. Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel
desparramadas.

–Voy a morirme, Toshiro... –susurró, no bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama–
Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta... Mil grullas... o “Semba-Tsuru”,
como se dice en japonés.

Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo
veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.

–Te vas a curar, Naomi –le dijo entonces, pero su amiga no lo oía ya: se había quedado
dormida.

El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas. Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de
Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche
el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había
habido allí.

Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros
parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los
mayores se durmieron, sorprendidos.

En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta
que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con
sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.

Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto
y volvió a su lecho. La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.

Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos


ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba
Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho.

Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel.


Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el
vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.

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Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su
furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez,
tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.

No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que
lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.

–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme
sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.

Toshiro insistió: –Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...

Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de
papel.

Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso,
se hizo a un lado y le permitió que entrara: –Pero cinco minutos, ¿eh?

Naomi dormía. Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de
luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo
alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados,
firmemente sujetos con alfileres. Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió
que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los
ojos.

–Son hermosas, Tosí-can... Gracias...

–Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.

En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a
balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por
unos instantes la ventana. Los ojos de Naomi seguían sonriendo.

La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos.
¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?

Febrero de 1976.

Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es
gerente de sucursal de un banco establecido en Londres. Serio y poco comunicativo como es,
ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con
importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio,
siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.

Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue
sorprenderlo.

Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquina de calcular.

Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...

Grullas y más grullas.

Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición
japonesa.

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–Algún día completará las mil... –cuchicheaban entre risas–. ¿Se animará entonces a colgarlas
sobre su escritorio?

Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida
Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.

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Texto 9- La tela de Penélope, o quién engaña a quién – Augusto Monterroso

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante
sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único
defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas
temporadas. Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a
pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables
tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca,
hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus
pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba
mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y
no se daba cuenta de nada.

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Texto 10: La mariposa y las abejas – Godofredo Deiroux

De flor en flor iba la mariposa, luciendo sus mil colores, más linda que las mismas flores, más
divina que un pétalo de rosa.

A cada paso, en sus revoloteos, encontraba a las abejas, atareadas siempre, siempre afanadas.
Asimismo, como sabía dejarles el paso, saludándolas afablemente, las abejas le habían criado
cariño, y de cuando en cuando se dignaban algunas de ellas conversar un rato con ella.

Así se enteró la mariposa de cómo las abejas edificaban su colmena, la proveían de todo lo
necesario para el invierno, tenían sus depósitos llenos y hasta podían dedicarse a un negocio
lucrativo de intercambio de productos con otros insectos.

Se le ofrecieron mucho, poniendo sus casas a su disposición, prometiéndole mil cosas,


rogándole que las ocupara, sin cumplimiento.

La mariposa, llena de imaginación, se figuró que, con semejante ayuda, podría también ella
poner negocio. No había trabajado, hasta entonces, en recoger la miel, sino para su consumo
personal; pero, como las abejas, sabía juntarla, y lo mismo que ellas, podría muy bien hacer
fortuna.

Sólo le faltaba un poco de cera para empezar y algunos otros materiales para formar la
colmena. Fue a ver a sus amigas las abejas, a pedirles la cera.

Una, desde el umbral de su casa, le contestó que, justamente en este momento, acababa de
disponer de la poca que tenía guardada, y que de veras sentía mucho no poderla favorecer.

La segunda entreabrió la puerta, y le dijo que todavía no tenía cera disponible; y la tercera, por
la ventana, le gritó que recién al día siguiente la iba a tener.

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Otra, con mucha franqueza, le contestó que, realmente, tenía, pero que la iba a necesitar y no
se la podía prestar.

Y la mariposa volvió a sus flores, convencida de que de los mismos que se ofrecen, muchos han
tenido, muchos tendrán, muchos van a tener, muchísimos tienen y se lo guardan, y que, si los
hay, bien pocos deben ser los que tienen y dan

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