El Gol y El Heroe Aproximacion Mitica A
El Gol y El Heroe Aproximacion Mitica A
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David García Cames
¿Quién sabe dónde habitan las musas? La palabra verdadera se esconde siem-
pre, caprichosa, proteica, oculta y agazapada en las más extrañas representa-
ciones. Es preciso decir el lugar del origen, el nombre anterior al propio nombre
del mito. La leyenda se confabula con la crónica para volver una vez tras otra al
relato de los griegos. En ellos creemos hallar, todavía, las huellas del proceso que
lleva de la barbarie a la cultura. Las analogías con el presente resultan inagota-
bles. Los mitos modernos pueden ser más diáfanos si los contemplamos a través
del esquema civilizador que, “entre los siglos viii y iv a.C., hizo que se abrieran,
en el seno del universo mental de los griegos, multitud de distancias, cortes y
tensiones internas” (Vernant 2009: 171). La mitología continúa siendo, más allá
de los fósiles que agonizan en las estanterías y de estériles anacronismos, una
sugerente fuente de respuestas para tiempos de transición definidos por la in-
certidumbre. El arquetipo se regenera de forma incesante: “Los mitos están he-
chos para que la imaginación los anime” (Camus 2006: 169). Los doce dioses
mantienen sus disputas y querellas a la espera de que encontremos el modo de
regresar a ellos. Sus formas no tienen por qué ser las mismas, mucho menos su
sentido. Sus historias en verdad nos resultan aberrantes, grotescas, en esencia
crueles. Se diría que nada ha cambiado. Estamos obligados a encontrar los ecos
del Parnaso en los mitos de nuestra época. Quizá todo lo que intentamos decir
ya lo dijo antes Homero.
El mythos precede al logos. La leyenda, la oralidad, se antepone a la cons-
trucción elaborada del lenguaje. Hubo un tiempo en el que los dioses iban de
la mano del instante, atrapados en la voz de los poetas que apenas se preo-
cupaban por dejar su canto en el aire. La mitología no existía por entonces. Ni
Homero ni Hesíodo emplearon semejante palabra. Nos remontamos al tiempo
del mythos, de ese relato popular que, antes de la llegada de los filósofos, for-
maba parte de “la tradición silenciosa que se murmura entre los proverbios y
los refranes anónimos, al margen de la escritura, impotente para decirlos y más
allá de toda investigación voluntaria del pasado” (Detienne 1985: 128). El mito,
su narración, era entonces desdeñado por la estirpe de los escribas helénicos.
Heródoto y Tucídides no dejarán de lanzar anatemas contra el carácter “escan-
daloso” del mythos, mientras Píndaro lo calificará de “habladurías adornadas con
abigarradas ficciones, trasgrediendo el relato verdadero” (1988: 57). La leyenda
no respondía a los hechos, falible y vulgar, resultaba necesario desterrarla de
la polis. El mito se resistía a entrar a formar parte de la cultura memorable, ca-
nónica. No será hasta la obra de Platón, el primero en emplear el concepto de
mitología, que se lleve a buen término la alianza entre el mythos y el logos: “La
obra platónica marca el momento en que el saber filosófico, aun denunciando
los relatos de los antiguos como ficciones escandalosas, emprende la narración
de sus propios mitos” (Detienne 1985: 128). El filósofo, al establecer la oposición
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entre el “argumento racional” del logos frente al “relato tradicional” del mythos,
sienta las bases de la futura ciencia.
La mitología obtiene la patente de corso a partir de Platón, quien, casi
contra su voluntad, hace posible inscribirla en la tradición como el relato “ejem-
plar de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano” (Gar-
cía Gual 2013: 23). El mito reclama la palabra para encarnarse en esa ciudad ideal
de la que los poetas tienen que ser expulsados. La invención de la mitología,
pura paradoja en mucho de sus términos, corre en paralelo a un proyecto po-
lítico que excluye el cariz fantástico de las ficciones protagonizas por los seres
de otro mundo. El mito en Grecia, y ahí radica una de sus peculiaridades, se ar-
ticula como un discurso diacrónico que admite multitud de interpretaciones, de
variaciones casi al modo musical. De los dioses y los héroes apenas permanece
el nombre, por el contrario, sus historias, sus hazañas, son objeto de los más
variopintos relatos. Como señala Marcel Detienne siguiendo a Lévi-Strauss, en el
mitismo, más allá de un género literario o un tipo de relato, es posible “descubrir
la diversidad de las producciones memoriales: proverbios, cuentos, genealogías,
cosmogonías, epopeyas, cantos de guerra o de amor” (1985: 57). El mito se em-
papa del verbo, se torna múltiple y comienza a superar los límites de un relato
enraizado en los ciclos de la tierra. La palabra unívoca a la que aspiraba Platón
se desperdiga en una infinidad de variantes donde se reproduce la obstinada
querella entre Apolo y Dioniso que marca el devenir de la tradición clásica.
La mitología, tal y como la entendemos a partir de los griegos, se erige
como una racionalización de la fábula, un corpus de historias que parten de la
oralidad para dar forma a una cosmogonía donde los dioses se confunden con
los hombres. Sus temas se repiten: “Estas versiones múltiples prueban que, en el
seno de una cultura, los mitos, cuando nos parece que se contradicen, se corres-
ponden también entre sí, hacen todos referencia, incluso en su misma variación,
a un lenguaje común” (Vernant 2009: 183). La reescritura del mito, su adaptación
a través de diferentes épocas, interpretaciones y géneros, garantiza su supervi-
vencia, amparada en el hecho de que los mitos son “composiciones formadas
de elementos narrativos menores –mitologemas y mitemas– con una estructura
básica y una forma susceptible de variantes numerosas” (García Gual 2013: 68).
Los mitos contemporáneos pueden conservar así la estructura rigurosa hereda-
da de la antigüedad amparándose en la capacidad de adaptación que se refleja
en el esquema de su relato. Ya reciban el nombre de motivos, mitologemas o
mitemas, los elementos constitutivos de la narración mitológica aguardan a la
espera de ser desentrañados. La repetición es incesante, renovada. El sintagma
mínimo del mythos permanece vivo en el ámbar de su propia evocación.
No resulta posible, en consecuencia, ponerle límites al mito. Todo puede
ser mito porque “cada objeto del mundo puede pasar de una existencia cerrada,
muda, a un estado oral, abierto a la apropiación de la sociedad” (Barthes 2009:
67). Las mitologías se reproducen en nuestra época de forma constante al am-
paro de las grandes representaciones icónicas de la cultura de masas. Entre ellas,
resulta innegable que el fútbol, como fenómeno global, dispone de una enorme
potencialidad mítica debido a su capacidad para generar relatos memorables, en
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Aquí es donde reina sobre todo la diferencia entre el hoy y el ayer, o sea, entre
la diversa manera de la institución de un elemento mítico que, por un lado,
será afectado hoy por un infalible desgaste, por una irrefrenable obsolescen-
cia, pero que, por el otro lado, tendrá de su parte la posibilidad de una divulga-
ción mucho más amplia y eficaz a través de los mass media puestos a nuestra
disposición. (Dorfles 1973: 58)
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No pretendemos llevar a cabo en este artículo un estudio de las relaciones entre fútbol y lite-
ratura en las letras hispánicas, sino que nuestro propósito pasa por centrarnos en el análisis de
los tres relatos presentados como ejemplo de sus dinámicas, símbolos y motivos. Para ahondar
en la historia y evolución de lo que hemos dado en llamar literatura del fútbol –estudiada, entre
otros, por críticos como Antonio Gallego Morell, Pablo Rocca, Julio Peñate, Yvette Sánchez, Marco
Kunz o Rafael Núñez Ramos– nos remitimos a trabajos recientes como el libro del británico David
Wood Football and Literature in South America (2017) o mi tesis doctoral La jugada de todos los
tiempos: Mito y fútbol en la literatura hispánica, publicada este año en la editorial Prensas Univer-
sitarias de Zaragoza.
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colectivo del espectáculo, así como la emoción original del aficionado, a los prin-
cipios de una narración perdurable. Los “nuevos iconos” se nos pueden antojar
ridículos, inaprensibles, pero no podemos dejar de pensar en la sordidez de los
relatos de los griegos y en el desprecio con el que también fueron tratados por
el establishment cultural de la época. La duración de los ídolos contemporáneos
vendrá señalada por la capacidad que tenga la palabra de hacerlos permanecer
en el devenir histórico: “Se pueden concebir mitos muy antiguos, pero no hay
mitos eternos. Puesto que la historia humana es la que hace pasar lo real al es-
tado de habla, solo ella regula la vida y la muerte del lenguaje mítico” (Barthes
2009: 168).
El fútbol, como su literatura, se alimenta del mito mientras el mito, a su
vez, puede dar sentido a la locura global del fútbol. En el lenguaje, tal y como
vamos a tratar de ver aquí, yace latente la estructura original de la construcción
del mito. El discurso se carga de implicaciones semánticas diseminadas en un
aparato de signos marcado por el carácter atávico y transhistórico de la leyenda.
El sentido y la forma se conjuran bajo la apariencia de un dios esquivo: “La mi-
tología es como el dios Proteo, ‘el veraz anciano de los mares’. El dios ‘probará
de convertirse en todos los seres que se arrastran por la tierra, y en agua, y en
ardentísimo fuego’” (Campbell 1972a: 335). No tengamos miedo de abrasarnos.
Caminemos pues hasta el estadio de fútbol pensando en un encuentro insos-
pechado. Las musas nos aguardan allí, pacientes y mudables, esperando para
ingresar con nosotros en el coro de “la santa hermandad de los hinchas” (García
Márquez 1950: 3).
“Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto in-
glés?”, se desgañita Víctor Hugo Morales2 en la inolvidable narración del gol
“más perfecto en la historia de los mundiales” (Villoro 2006: 73). El 22 de junio
de 1986, en el estadio Azteca de México, ante 114.580 personas en las gradas,
millones frente a sus televisores, Diego Armando Maradona anota el segundo
tanto del partido de cuartos de final que enfrenta a Argentina contra Inglaterra.
Asistimos a la génesis del instante consagrado, al origen de la tradición que años
más tarde se traducirá en los cantos a la mayor gloria del héroe. El comentarista
llora, quiere llorar, su voz se quiebra en la conciencia inmediata del momento
2
Ver vídeo: <https://www.youtube.com/watch?v=RiYYSradplU> (visitado el 5 de noviembre de
2017).
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sublime. Necesita ser partícipe del gol del “Diez”, de ese gol que origina el sín-
drome de Stendhal de todos los goles. Víctor Hugo Morales, a través de la pala-
bra, queda irremediablemente unido a Maradona en la repetición infinita de la
obra de ambos: “El lenguaje otorga al acontecimiento, inasible pues se encuen-
tra permanentemente diluido en una duración, la grandeza épica que permite
solidificarlo” (Barthes 2009: 100). El mito del “Gol del siglo” acaba de nacer en el
estadio Azteca de México.
La literatura tardará todavía unos años en entregarse a la reconstrucción
de este instante. Este trabajo se propone analizar los cuentos de tres escritores
argentinos que tienen el gol de Maradona como tema principal: “Maradona sí,
Galtieri no”, de Osvaldo Soriano;3 “Me van a tener que disculpar”, de Eduardo
Sacheri;4 y “10.6 segundos”, de Hernán Casciari.5 Participantes y herederos de
una corriente, desarrollada en especial en la cuenca del Río del Plata a partir de
los años setenta, que desde la reivindicación de la cultura popular buscó derribar
prejuicios incorporando el fútbol a la ficción y que tuvo en Roberto Fontanarrosa
a su principal exponente, estos tres autores explorarán en sus relatos las posi-
bilidades estéticas que esconde un deporte que es tanto pasión privada como
fenómeno de proporciones inabarcables. En todos ellos descubrimos cómo la
palabra se rinde a la seducción del mythos originado en un episodio retransmi-
tido a través de los medios de masas. El logos del discurso literario, fundado en
la racionalidad del escritor a la par que en la devoción del hincha, se somete a
la ilusión de inmortalidad que conlleva el gesto del futbolista. Tomando como
punto de partida la narración televisiva, ahondando en la mitificación ya iniciada
por los propios locutores,6 los tres escritores nos permitirán descubrir la poten-
3
Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 1943 - Buenos Aires, 1997). Delantero centro al que una lesión
frustró su carrera soñada en San Lorenzo de Almagro, fue uno de los periodistas y escritores ar-
gentinos más leídos de finales del siglo xx. Entre sus obras más conocidas se encuentran Triste,
solitario y final (1973), Cuarteles de invierno (1980) y No habrá más penas ni olvido (1983). Su
producción dedicada al fútbol apareció recopilada en el libro Memorias del Míster Peregrino Fer-
nández y otros relatos (1998).
4
Eduardo Sacheri (Buenos Aires, 1967). Hincha de Independiente, está considerado uno de los
mejores escritores sobre fútbol de la actualidad, algo que se refleja en libros de relatos como
Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000), Lo raro empezó después (2004) o la antología
La vida que pensamos (2013). Alcanzó gran popularidad después de que su novela La pregunta de
sus ojos (2005) fuera llevada al cine por Juan José Campanella como El secreto de sus ojos (2009),
film del que también fue guionista. En 2016 ganaría el Premio Alfaguara con la novela La noche
de la Usina. Su último libro es una recopilación de artículos sobre fútbol publicados en prensa: El
fútbol, de la mano (2017).
5
Hernán Casciari (Mercedes, Buenos Aires, 1971). Escritor, periodista y fanático de Racing Club de
Avellaneda. Recibió en 1998 el premio Juan Rulfo por su relato “Ropa sucia”. Es autor de novelas
como Más respeto que soy tu madre (2005) o El pibe que arruinaba las fotos (2009), junto a libros
de relatos como El nuevo paraíso de los tontos (2010), Messi es un perro y otros cuentos (2015) o
El mejor infarto de mi vida (2017). En 2011 emprendió la publicación de la revista literaria Orsai,
desaparecida a finales de 2013 y retomada a partir de marzo de 2017.
6
Mario Vargas Llosa también ha dejado su opinión sobre la labor mitologizadora de los co-
mentaristas de fútbol: “Estos periodistas deportivos, cuando son talentosos, jamás describen un
partido o radiografían el desempeño de un jugador: los mitifican. Es decir, los sacan de su efímera,
pasajera realidad concreta y los instalan en la realidad permanente, intemporal e incorpórea de la
ficción” (Vargas Llosa 1982: 55).
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Entre estos ejemplos se pueden citar la novela El equipo de los sueños (2004), de Serio Olguín;
así como los cuentos “Dieguito”, de José Pablo Feinmann, y “Tránsito”, de Guillermo Saccomanno;
ambos publicados en la antología Cuentos de fútbol argentino, coordinada por Roberto Fontana-
rrosa, quien también trataría el “Gol del siglo” en su relato “El Hijo del Sheik”. Por su parte, en un
texto titulado “Final”, Rodrigo Fresán encadenaría sus recuerdos del Mundial de 1986 en torno a
las figuras de Borges y Maradona: “El segundo gol de Maradona contra los ingleses seguía siendo
tan hermoso como entonces, pocos días atrás, sí, no había ilusión o ingenio mecánico detrás de
ese milagro” (Fresán 2010: 174-175).
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Cada cierto tiempo, algún crítico se pregunta por qué no hay grandes novelas
de fútbol en un planeta que contiene el aliento para ver un Mundial. La res-
puesta me parece bastante simple. El sistema de referencias del fútbol está tan
codificado e involucra de manera tan eficaz a las emociones que contiene en
sí mismo su propia épica, su propia tragedia y su propia comedia. No necesita
tramas paralelas y deja poco espacio a la inventiva del autor. Esta es una de las
razones por las que hay mejores cuentos que novelas de fútbol. (Villoro 2006:
22)
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allá del lugar de enunciación de cada uno de los textos, no podemos negar que
“todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado
que los interlocutores comparten” (Borges 2008: 188). Las iluminaciones de la
mística se combinan así con la visión periférica del mediapunta argentino para
adelantarse a todos sus adversarios y convertir su gol en “la jugada de todos
los tiempos”. El jugador ve, lo ve todo, acaso sea lícito creer que nos contempla
también a nosotros: “En todo relato heroico, debemos esperar una sobrevalo-
ración de la visión y de la vigilancia” (Durand 1993: 213). Percibimos la duración
detenida de la épica, pasamos sobre el estadio Azteca de México y no podemos
evitar pensar en Homero sobrevolando el mar Egeo antes de elaborar su catálo-
go de las naves en el canto segundo de la Ilíada. Todo se contempla “al aire de
tu vuelo”, el tiempo se representa como un instante gigantesco mediante “una
palabra devenida significante y transferida a mito” (Dorfles 1973: 54). El presente
es entonces, también ahora, absoluto.
El lenguaje ha operado la transformación. El mythos del “Gol del siglo” se
reencarna a su vez en la leyenda que estos escritores proclaman desde un logos
que, sin lugar a dudas, convive con la pulsión ritual de la grada. La plasticidad de
la narración épica nos seduce con el eco de su irresistible regeneración mientras
repite “una y otra vez los valores y las prácticas esenciales en una sociedad que
abandona a su mera memoria la tarea de cantarlas para todos” (Detienne 1985:
40). El relato tiene la potencialidad de llegar a todos los aficionados al fútbol, el
motivo de la narración es de sobra conocido por millones de personas, el pro-
fundo sentido de la oralidad con el que están escritos estos cuentos nos lleva
a pensar en un retorno a la palabra primigenia anterior a su escritura. Como en
los tiempos de Homero y de Hesíodo, la voz, por encima del verbo fijado en la
página, es la principal transmisora de las hazañas del héroe mítico. No en vano,
los vídeos con la narración de los cuentos de Eduardo Sacheri8 y Hernán Casciari9
alcanzarán en internet cientos de miles de visitas. El mythos, de este modo, sigue
renovándose a través de los medios audiovisuales y de la literatura a pesar de
que hayan transcurrido más de treinta años del gol de Diego Armando Marado-
na. El instante permanece más allá de su sentido: “Un mito es siempre simbólico;
por eso no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino que vive con una
vida encapsulada que [...] puede explotar en las más diversas y múltiples flora-
ciones” (Pavese 2008: 366). El regate, la gambeta, puede ser así la puerta de en-
trada a un universo épico que nos encamina al territorio de los antiguos héroes,
allí donde no existe el tiempo, donde todo es sagrado: “Yo me sustraigo a este
presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva
para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi
obligado a sellar este pacto” (Sacheri 2014: 54).
8
Ver vídeo: <https://www.youtube.com/watch?v=FIL3K-2Ocgg> (visitado el 10 de octubre de
2017)
9
Ver vídeo: <http://www.youtube.com/watch?v=0g4JjQw0S6E> (visitado el 10 de octubre de
2017).
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El héroe tiene que ser, su destino es afirmación. Los héroes cumplen la misión de
perpetuarse en sus hazañas. Mientras las peripecias de los dioses se traducen en
mitos antropomórficos con un carácter más o menos escandaloso, el héroe que-
da fijado en el inconsciente colectivo como un hombre que aspira a trascenderse
mediante sus actos. Los héroes, en la tradición, se erigen como el primer paso
para alcanzar la divinización del hombre: “Superan a los hombres en poderío,
fuerza y audacia, pero comparten con ellos la condición de mortales” (García
Gual 2013: 170). Más allá, lejos del campo de batalla, no puede haber epílogo.
No es posible contemplar a Aquiles llevando una vida hogareña después de su
victoria en Troya. El héroe, semidiós (hemítheoi) o superhombre, siempre queda
a medio camino de una condición que apenas alcanza a comprender: “Desde su
nacimiento la figura del héroe ofrece la imagen de un nudo en el que se atan
fuerzas contrarias. Su esencia es el conflicto entre dos mundos” (Paz 2004: 199).
Si, como decía Walter Benjamin, en la modernidad “el papel del héroe está dis-
ponible” (1972: 116), es quizás el momento de preguntarnos si Diego Maradona
reúne las condiciones precisas para poder ocuparlo, con todas sus consecuen-
cias, gracias también a la literatura.
El destino, sin lugar a duda, escapa a su protagonista. La palabra verda-
dera solo puede nacer de su gesto, de las piernas veloces, de los pies ligeros,
atributo heroico donde los haya, del hombre de acción que a duras penas sería
capaz de concebir su relato. No podemos enumerar los méritos y oprobios de
Maradona como icono maldito de finales del siglo xx, para descubrir su natu-
raleza heroica nos limitaremos a su papel de futbolista dentro de la cancha. El
“Gol del siglo” surge entonces como la representación fáctica de los dones y
atributos de “El Pelusa” como hombre dueño de unas facultades extraordinarias.
La victoria en el Mundial de México de 1986 señala la plenitud de la carrera de un
futbolista que, en lo que se refiere a su juego, encarnaba por entonces el sentido
etimológico del término héros: “El que ha alcanzado la madurez, el que realiza el
máximo de lo asignado a la condición humana” (García Gual 2013: 171). El héroe
no precisa de la virtud, tan solo necesita la victoria. Si arrojamos a Maradona
fuera del terreno de juego, nos encontraremos con un personaje desprovisto de
todo atributo loable más allá de la permanente seducción del abismo. Cuando
hablamos de héroes, tal y como señala Joseph Campbell, nos estamos refiriendo
a personajes legendarios en los que la crónica de sus méritos no tiene por qué
dar cuenta de un ejemplo de conducta moral: “Los héroes se vuelven menos y
menos fabulosos, hasta que al fin, en los estadios finales de las diversas tradi-
ciones locales, la leyenda desemboca a la luz del día del tiempo hecho crónica”
(Campbell 1972a: 282).
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Seguimos al héroe sin que nos detengan las consecuencias de sus actos:
“La mitología no destaca como su héroe más grande al hombre meramente
virtuoso” (Campbell 1972a: 37). La literatura busca alimentarse de la naturaleza
doble del héroe, de su carácter sufridor a la par que sublime. En este sentido,
el cuento “Me van a tener que disculpar” se concibe como un auténtico acto de
contrición del narrador que, a pesar de ser consciente de todas las sombras en
la biografía de su protagonista, no puede dejar de elevarlo a las alturas: “Tiene
muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas
[...]. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico
se detiene ante él, y lo dispensa” (Sacheri 2014: 52). Maradona es así un héroe
extremadamente humano y, tal vez por ello, más heroico. Sus debilidades son
incontables, asumidas incluso por la mayoría de sus cantores de gesta. El relato
de Eduardo Sacheri se ofrece como un discurso articulado en torno a la justifica-
ción de la nostalgia, de la dicha del espectador al que su héroe le proporcionó
una irrepetible explosión de felicidad durante la victoria de Argentina sobre In-
glaterra: “Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa
que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un
benefactor de la humanidad” (Sacheri 2014: 51). Sacheri quiere detener al héroe
en el apogeo de su fama imperecedera, dejarlo como Homero deja a Aquiles
en el último canto de la Ilíada, eternamente victorioso y entregando a Príamo
el cadáver de su hijo. La Edad de los Héroes no admite reparos, nos detene-
mos, por tanto, en ese momento incontestable, único, cuando alguien sueña que
“descubrió la eternidad” (Campbell 1972a: 46): “Porque ya que el tiempo cometió
la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón de
presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la
honestidad de recordarlo para toda la vida” (Sacheri 2014: 58).
El héroe, también el nuestro, precisa de un antagonista para existir. Aqui-
les es grande en la medida en que lo era Héctor. Toda figura heroica reclama el
relato de sus víctimas para alimentar su epopeya. En los cuentos que nos ocu-
pan, en especial en “10.6 segundos”, la figura de Maradona será dibujada a través
del encuentro con los otros, principalmente con los jugadores de la selección
inglesa a los que el futbolista va derribando en su aventura por campo contrario:
“Hay un rival soplándole la nuca a su derecha, Terry Butcher; otro a su izquier-
da, Glenn Hoddle, le impide la cesión a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del
amague y ahora cubre el posible pase atrás” (Casciari 2013: 44). Son oponentes
que se van desmoronando poco a poco, a los que el héroe deja en evidencia con
su velocidad, sus quiebros, su “geometría secreta” (Casciari 2013: 43). El autor
del cuento no dudará en situar a algunos de ellos viviendo en la actualidad para
mostrarlos como fracasados, borrachos y vencidos, personajes condenados a
la infamia que cargarán para siempre con el peso de la derrota. Su papel en la
narración y en la reconstrucción del arquetipo encajará en la figura del tirano al-
tivo y poderoso que no puede hacer nada para detener la irrupción del ídolo: “El
héroe mitológico que reaparece desde la oscuridad […] trae un conocimiento del
secreto de la condena del tirano. Con un gesto tan sencillo como el de apretar
un botón, aniquila su forma impresionante” (Campbell 1972a: 300).
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No hay enemigo mayor para un atacante que el portero. El resto de los rivales
puede usar la zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe en el muslo. No
importa, son armas lícitas en un deporte de hombres y el agredido puede
devolver la acción en la siguiente jugada. Pero el portero, el guardavallas, el
goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus nombres son infinitos) puede
tocar el balón con las manos. (Casciari 2013: 46)
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engaño, estamos en los dominios de la dolíe téchne (arte engañoso), del disimulo
y el ocultamiento, y, en caso extremo, del robo” (García Gual 1979: 41).
Los dos goles de Maradona parecen reparar en el imaginario colectivo
la afrenta y la muerte de setecientos jóvenes soldados en esa guerra que se
convirtió en un epígono delirante de la dictadura militar. La albiceleste alberga
y reproduce un determinado imaginario de la nación a través de su jugador más
emblemático. Como afirma el sociólogo costarricense Sergio Villena (2006: 43),
“la ciudadanía participa en estos dramas nacionalistas asumiendo un rol ritual
de ciudadano que ha depositado la representación de la nación en la selección”.
La figura de Maradona se consagra así en el panteón de los héroes del fútbol al
mismo tiempo que se torna un pilar incuestionable dentro de un balompédico
proceso de construcción nacional, tan inmediato como pregnante, trasladado de
forma efectiva por estos tres narradores al territorio de la ficción. Sin profundizar
en las aproximaciones sociológicas al fenómeno, algo que en la tradición argen-
tina ha producido una extensa bibliografía en la que destacan los trabajos de
autores como Pablo Alabarces o Eduardo P. Archetti, parece difícil negar que, por
momentos, y también en la literatura, la patria puede ser un equipo de fútbol.
El cuento de Osvaldo Soriano, “Maradona sí, Galtieri no”, será al respecto el que
mejor reproduzca el espíritu de la época. Desde una amarga ironía donde convi-
ven la admiración incondicional por su ídolo junto al desencanto por la política,
el autor decide situar el inicio del relato en las propias islas:
Cuando Diego Maradona saltó frente al arquero Shilton y le pasó la pelota con
una mano por encima de la cabeza, el concejal Louis Clifton tuvo su primer
desmayo en las Malvinas. El segundo, más prolongado, ocurrió cuando Diego
dribleó a media docena de ingleses y consiguió el segundo gol de Argentina.
Afuera un viento helado barría las desiertas calles de Port Stanley. (Soriano
2010: 81)
El escritor recordará incluso que, cuatro años antes, durante el Mundial de Es-
paña de 1982, ni siquiera el fútbol pudo hacer nada para paliar la derrota en las
Malvinas: “Esta vez fue diferente porque Maradona estaba inspirado con las ma-
nos como con las piernas y el árbitro tunecino Alí Bennaceur era del Tercer Mun-
do y no hacía diferencias entre un miembro superior y uno inferior del cuerpo
humano” (Soriano 2010: 81). El escritor, aunque se alegre de que Maradona logre
en la cancha “lo que en vano intentó el felón Galtieri en el campo de batalla de
las Malvinas [...] es amargamente consciente de la distancia que separa el éxito
deportivo de la realidad política y económica” (Kunz 2001: 270), algo que queda
reflejado en la frase con la que concluye su relato: “Don Salvatore, que seguía
delirando, preguntó por qué, teniendo un jugador como Maradona, todavía no
habíamos conseguido pagar la deuda con el Fondo Monetario Internacional”
(Soriano 2010: 84). Depositario de la identidad de todo un país incluso desde
la ironía de Osvaldo Soriano, canalizador del discurso colectivo de la épica, la
construcción literaria de Maradona también se alimenta y desarrolla al amparo
de una representación simbólica que aspira a conjugar una visión acrítica y sen-
timental de la patria.
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En este sentido, no cabe duda de que las mitologías de guerra son siem-
pre seductoras, tan efectivas como recurrentes. El enfrentamiento entre la luz
y la oscuridad es el marco en el que se desarrollan la mayoría de narraciones
épicas. El “horror delicioso” de la batalla puede ser narrado también desde la
distancia de una cancha de fútbol. El gesto del héroe hace aflorar el deseo laten-
te de la tribu, su impulso bélico apenas reprimido: “El mundo está lleno de los
resultantes bandos mutuamente contendientes: los que rinden culto al tótem,
a la bandera y al partido” (Campbell 1972a: 146). En los tres cuentos analizados
descubrimos las dos visiones primordiales de la guerra abordadas por Joseph
Campbell. Por un lado, en el tratamiento dado a algunos de los ingleses, en su
gesto de rendirse al vencedor, se representa en cierto modo la tradición de la
Ilíada en la que, “aunque compuesta para honrar a los griegos, son los troyanos
quienes se granjean el más grande respeto y honores” (Campbell 1972b: 203). De
todas formas, la mitología que predominará en estos relatos será la que se con-
solida con posterioridad al Antiguo Testamento, donde el enemigo es visto “no
como un tú, sino como una cosa, como un eso” (Campbell 1972b: 204). Marado-
na se alza en tanto “hijo del mal” que busca consagrarse merced a la aniquilación
del otro. Los instintos se traducen en la rendición del enemigo al portador de la
bandera, ser mezquino, pero dotado de un poder extraordinario, personaje de
halo sobrenatural elegido por los miembros de la tribu para materializar el poder
efectivo de la conquista: “Al revés que los rivales y compañeros que ha dejado
atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y también puede intuir el futuro
mientras avanza con el balón en los pies” (Casciari 2013: 48).
Los esquemas de pensamiento de civilizaciones arcaicas pueden llegar
a reproducirse con una exactitud asombrosa en los motivos empleados para
contar un episodio deportivo. Lo profano deja de serlo en su evocación reite-
rada, persistente. La naturaleza proteica del héroe nos permite contemplar la
encarnación del arquetipo en figuras de nuestro tiempo. No en vano, podría
resultar osado, tal vez anacrónico, llegar a comparar al Pelida Aquiles con el
cocainómano Maradona, no obstante, son demasiados los atributos del héroe
que comparten ambos personajes como para dejar perder la ocasión: “Cuando
los nuevos símbolos se hagan visibles, no serán idénticos en las diferentes partes
del globo; las circunstancias de la vida local, la raza y la tradición deben estar
compuestas en fórmulas efectivas” (Campbell 1972a: 343). Maradona es, desde
luego, un héroe imperfecto, pero quizá no menos que Aquiles. En los dos el ges-
to se impone a la conducta, la hazaña perdurable al proceder virtuoso. Quizás a
Maradona le faltó morir justo después de la consecución de ese gol en México
para alcanzar una forma de inmortalidad más respetable. En cualquier caso, no
es nuestro propósito en este trabajo ir más allá de ese instante “a las trece horas,
doce minutos y treinta segundos” (Casciari 2013: 48) en el cual el héroe alcanza
la más perfecta de sus victorias.
Dice Juan Villoro que “en el fútbol el heroísmo no tiene que ver con quie-
nes disponen de habilidades excepcionales sino con quienes, siendo endebles,
superan una formidable adversidad” (Villoro 2006: 128). La personalidad de Ma-
radona, contradictoria donde las haya, representa la construcción más acabada
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La imagen del héroe se engendra a través de una aventura que lo lleva más allá
de su propio ser. Maradona puede tornarse así el hombre que “ha sido capaz
de combatir y triunfar sobre sus limitaciones históricas personales y locales y ha
alcanzado las formas humanas generales, válidas y normales” (Campbell 1972a:
26). Los relatos que hemos visto ayudan a sustentar esta visión del personaje al
que es preciso exonerar de todos sus pecados en aras de una redención colecti-
va experimentada desde ese mismo instante y años después como una catarsis
tras la debacle de la guerra. Los escritores argentinos, hinchas a la par que narra-
dores, glorifican una gesta deportiva y encumbran a su protagonista haciéndolo
visible en el papel de “nuevo símbolo”. La construcción literaria y mítica de Diego
Armando Maradona tiene en “El Gol del siglo” su piedra de toque, su instante
decisivo. La plasticidad del mito se traduce en la regeneración de un instante
que se repite más allá de un significado único. El futbolista llega hasta nosotros
en estos cuentos como un titán que edifica su fama en poco más de diez segun-
dos. El día después no puede importarnos. El héroe, sea quien sea, no deja de
ser un extraño al que nos parecemos demasiado. Una figura diferente, sin duda
interesante, que nos fascina a la par que aterra. Porque, a pesar de todas sus
mezquindades, de todas sus virtudes, tal vez nunca alcancemos a descubrir cuál
es el planeta del que un día vino.
4. Conclusiones
Hemos llegado hasta aquí siguiendo la senda que un día abrieron los griegos.
Desde Hesíodo y Homero a tres autores argentinos contemporáneos, hemos
tratado de rastrear algunos de los lugares comunes en los que se reencarna la
figura del mito. El carácter diacrónico de la mitología, presente ya desde Grecia,
nos ha hecho posible perseguir las manifestaciones primordiales de la tradición
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