La Revolución
norteamericana
De la Guerra de los Siete Años, concluida en 1763, Gran Bretaña emergió
como la gran vencedora, obteniendo inmensos territorios en Asia, África y
América. La flema británica veía con orgullo flamear su bandera alrededor del
mundo, sin advertir que la extensión del imperio se convertiría en un verdadero
talón de Aquiles. La guerra dejó al gobierno británico al borde de la bancarrota,
con una deuda de 130 millones de libras, mientras la administración de las
nuevas posesiones obtenidas multiplicaría los gastos por cinco, pasando de
70.000 a cerca de 350.000 libras anuales. Alguien –y según la imperial
costumbre, no Londres– tenía que levantar el muerto.
Al primer ministro George Grenville se le ocurrió aplicar “un plan de ajuste”,
pero, como decíamos, no en Gran Bretaña sino en las colonias americanas.
Para ello, propuso que el gobierno fortaleciera el control económico y político
sobre sus posesiones imperiales norteamericanas. El gobierno inglés, pionero
en un truco perdurable, intentó disfrazar el ajuste, con la Ley de Ingresos de
1764, conocida como Ley del Azúcar, que reducía a la mitad el arancel a las
importaciones de melazas extranjeras, mientras gravaba nuevos productos
como lino, seda, añil, café, limón y vinos extranjeros. Además se ampliaba la
lista de mercancías “enumeradas”, aquellas que sólo podían exportarse a
Inglaterra. Londres se convertía así en intermediaria de los productos
coloniales, elevando su precio y quedándose con jugosas ganancias.
Nuevas medidas contribuyeron a agitar el sentimiento antibritánico como la
prohibición de imprimir papel moneda en las colonias y la obligación de
mantener, a expensas de los colonos, un ejército inglés de 10.000 hombres,
cuya obvia misión era la represión de quienes debían sostenerlo. Pero la gota
que colmó el vaso fue la Ley de Timbres, aprobada por el Parlamento en marzo
de 1765. El impuesto consistía en un sello –que debía imprimirse en
testamentos, licencias, pólizas de seguro, etc.–, sin el cual todo documento
carecía de validez legal. El gravamen recaía también sobre periódicos,
panfletos, volantes y hasta naipes.
La Ley de Timbres se convirtió en un boomerang que en su regreso golpearía
directamente al gobierno británico. Lejos de contribuir a ensanchar las arcas de
la corona, la medida significó el comienzo de la unificación de unas colonias
que se habían creado y prosperado en un singular aislamiento. Representantes
de nueve de las trece colonias se reunieron en octubre de 1765 y lograron que
la medida fuera derogada.
El conflicto resurgió en 1773, cuando el Parlamento aprobó la Ley del Té, que
otorgaba a la Compañía Británica de las Indias Orientales el monopolio de la
venta de ese producto en las colonias, desplazando a los comerciantes locales.
Las protestas no tardaron en llegar. En Boston, cuando el gobernador intentó
forzar la descarga de un embarque, un grupo de colonos disfrazados de
“indios” tomó los barcos y arrojó la mercancía por la borda. Gran Bretaña vio en
este episodio –que pasó a la historia como el “Boston Tea Party”– un desafío
inadmisible para el orgulloso espíritu imperial y decidió dar un castigo ejemplar,
aislando a la colonia rebelde.
Pero una vez más el tiro le saldría por la culata. En solidaridad con
Massachusetts, las colonias establecieron el boicot a los productos ingleses y
crearon un ejército continental, al mando de George Washington, para
enfrentar a las tropas del rey. Inglaterra envió a mercenarios alemanes,
además de las fuerzas regulares, para combatir a los sublevados, aumentando
el resentimiento de los colonos.
Los filósofos de la Ilustración, especialmente Rousseau, Locke y Montesquieu,
impregnaron tanto la propaganda rebelde como la Declaración de la
Independencia y la Constitución, documentos fundacionales de la nación.
A principios de 1776, Paine publicó un incendiario panfleto, Sentido
Común, que contribuiría a exacerbar los ánimos contra los británicos: sostenía
que un hombre honrado valía por “todos los rufianes coronados que hayan
vivido”. Se apreciaba, además, su escaso afecto por el rey Jorge III al que
llamaba “la Real Bestia de la Gran Bretaña” y señalaba el absurdo de que un
continente fuese gobernado por una isla.
Parece increíble que el país que avasalló a lo largo de su historia imperial los
derechos humanos de medio mundo, base su sistema democrático en aquella
romántica Declaración de la Independencia aprobada el 4 de julio de 1776, que
contiene conceptos como: “las leyes de la naturaleza”, que defiende los
“derechos inalienables” como “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”
y el derecho del pueblo a “abolir o reformar” un gobierno que atente contra
esos derechos.
Once años más tarde, la Constitución norteamericana haría suyo el principio de
separación de poderes propuesto por Montesquieu. El poder estaría dividido en
tres: un ejecutivo, ejercido por un presidente; un legislativo, compuesto por dos
cámaras, y un poder judicial.
Tras la victoria de los colonos en la batalla de Saratoga, Francia firmaría la
alianza con los rebeldes en febrero de 1778 y entraría en guerra contra Gran
Bretaña. España se sumaría a los franceses poco después. Uno de los
combatientes franceses, el marqués de Lafayette reconoció en la revolución
norteamericana el comienzo de una nueva era: “La era de la revolución
norteamericana, que puede considerarse como el principio de un nuevo orden
social para el mundo entero, es propiamente hablando la era de la declaración
de los derechos” . Jacques Pierre Brissot, uno de los líderes de la Gironda,
profetizará: “La revolución americana ha producido la Revolución Francesa:
ésta será el foco sagrado de donde partirá la chispa que incendiará a las
naciones cuyos amos se atrevan a acercársela”.
INDEPENDENCIA DE
ESTADOS UNIDOS DE
AMERICA (1776)
La Guerra de Independencia de los Estados Unidos fue un conflicto que
enfrentó a las trece colonias británicas originales en América del Norte contra el
Reino de Gran Bretaña. Ocurrió entre 1775 y 1783, finalizando con la derrota
británica en la batalla de Yorktown y la firma del Tratado de París.
Durante la guerra, Francia ayudó a los revolucionarios estadounidenses con
tropas terrestres comandadas por Rochambeau y por el Marqués de La Fayette
y por flotas bajo el comando de marinos como Guichen, de Grasse y d’Estaing.
España, por su parte, lo hizo inicialmente gracias a Bernardo de Gálvez y de
forma abierta a partir de la batalla de Saratoga, mediante armas, suministros y
abriendo un frente en el flanco sur.
Las colonias británicas que se independizaron de Gran Bretaña edificaron el
primer sistema político liberal y democrático, alumbrando una nueva nación, los
Estados Unidos de América, incorporando las nuevas ideas revolucionarias que
propugnaban la igualdad y la libertad. Esta sociedad colonial se formó a partir
de oleadas de colonos inmigrados, y no existían en ella los rasgos
característicos del rígido sistema estamental europeo.
En las colonias del sur (Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia)
se había organizado un sistema esclavista (con unos 500.000 esclavos negros)
que explotaban plantaciones de tabaco, algodón y azúcar. De este modo, la
población estaba compuesta por grandes y pequeños propietarios y esclavos.
Los antecedentes a la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos se
remontan a la confrontación franco-británica en Norteamérica y a las
consecuencias de la Guerra de los Siete Años.
La Guerra de los siete años terminó en 1763. El 10 de febrero, el Tratado de
París ponía fin al imperio colonial francés en América del Norte y consolidaba a
Inglaterra como la potencia hegemónica. En oposición sólo tenía a España, que
controlaba Nueva Orleans, la ciudad más importante, con unos 10.000
habitantes. Respecto a Francia, la pérdida territorial no fue sentida como algo
catastrófico. Se conservaban los derechos pesqueros en Terranova y la
población católica francófona recibiría un trato de respeto. Por otro lado, en el
Caribe las pérdidas pueden ser compensadas, pues la colonia principal
francesa del Caribe, Puerto Príncipe (la española), produce la mitad del azúcar
consumido en todo el mundo, y su comercio con África y las Antillas está en
pleno apogeo.
Respecto a los colonos estadounidenses, la guerra modificó radicalmente el
panorama anterior. Los francófonos católicos de Quebec, tradicionales
enemigos de los colonos estadounidenses de las Trece colonias, recibieron un
trato respetuoso por parte de las autoridades británicas. Trato que se
confirmara en 1774 cuando se dotó a Canadá de un estatuto particular dentro
de las colonias estadounidenses, llevándose sus fronteras hasta la confluencia
del Ohio y el Misisipi. Asimismo su población conserva un derecho civil propio y
la Iglesia Católica es reconocida. Todos estos movimientos fueron mal
aceptados por la población de las Trece colonias.
La causa inmediata de este conflicto fue el injusto trato que Gran Bretaña
infligía a los colonos, pues éstos aportaban riquezas e impuestos a la metrópoli
pero no tenían los medios para decidir sobre dichos impuestos, por lo que se
sentían marginados y no representados.