Comparatismo Contrastivo. Manual para Una Práctica Urgente, de Marcela Croce
Comparatismo Contrastivo. Manual para Una Práctica Urgente, de Marcela Croce
contrastivo
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co l e cci ó n
·
marcela croce
•
marcela croce
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e studiosa es, simultáneamente, política e ideológica. Finalmente,
hasta hoy reina una especie de consenso explícito, muy marcado por
el pensamiento europeo y norteamericano, por el cual los gran-
des vuelos teóricos, comparativos y metodológicos corresponden,
prioritariamente, a intelectuales de aquellas universidades, quienes
a su vez casi monopolizan ese tipo de iniciativa más comparativa,
normativizando la producción de sus países y estableciéndola como
patrón de medida para los demás.
Muchas veces, sin embargo, tales comparaciones se hacen a par-
tir de criterios externos al campo —y frecuentemente arbitrarios—
que parten de formaciones literarias distantes de las de América
del Sur. El presupuesto es la noción de «influencia», sin que queden
explícitas las reglas comparativas —que en general no incluyen, o
incluyen apenas en forma lateral, ejemplos y casos latinoamerica-
nos—. En ese sentido, y desde el punto de partida, la producción
sudamericana aparece subalternizada, montada sobre las produc-
ciones de los países considerados centrales.
Ciertamente, no es la primera vez que intelectuales latinoameri-
canos denuncian el carácter colonial de una serie de análisis compa-
rativos producidos en Europa o en Estados Unidos. Por su parte, el
desafío que se propone Marcela Croce es un poco distinto: producir
instrumentos comparativos para que la literatura y la crítica hechas
en América Latina dejen de ocupar, de manera general, un lugar
pasivo y exclusivamente consumidor de teorías, para adoptar herra-
mientas no solamente propias sino más apropiadas a fin de lidiar
con las especificidades de la región.
Cuando procura explicar su método, Marcela recurre a varios
pensadores de América Latina con la intención de elaborar una
verdadera morfología comparativa. Así, por ejemplo, selecciona
arroco como movimiento cultural y filosófico que circuló en
el B
tiempo y espacio, y en el conjunto del continente, como uno de los
posibles rectores del comparatismo contrastivo.
Marcela no pretende, sin embargo, agotar objetos de análisis.
Su metodología se orienta antes a ampliar posibilidades h eurísticas
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de ese tipo de procedimientos que a la pretensión de establecer
vínculos paralelos pero que operen de manera fragmentada.
Además de los autores latinoamericanos, se inspira en el méto-
do iconológico de Aby Warburg, quien no dejó estrictamente una
metodología de estudio de las imágenes, al menos formalmente
constituida. En efecto, Warburg busca formar (o montar) verdade-
ros paneles comparativos apelando a una epistemología multidisci-
plinaria que incluye a la vez artes, literatura, filosofía, antropología,
psicología y semiótica.
Para Warburg, la metodología consiste en escoger, analizar
y montar imágenes en relación, estableciendo a este fin grupos
visuales que se identifican a partir de temáticas, formas, mensajes,
filosofías y símbolos que les son comunes. De tal manera, el estu-
dioso abandona el recelo de cruzar épocas, regiones y autores para
descubrir representaciones comunes, persistencias y reincidencias.
Conocido por operar una reorientación del método estilístico–
formal, hasta entonces dominante en la historia del arte de fines del
siglo xix, Warburg transforma y amplía el foco de su investigación
para incluir la historia, sus problemas y cuestiones éticas y c ulturales.
Es de ese modo como las imágenes cobran centralidad en los
estudios de historia, pero sin que la cronología se imponga como
principal criterio de análisis. Lo que importa son las reiteraciones
y las semejanzas, que establecen un diálogo tenso con las teorías
de Freud y de Jung producidas en el mismo contexto. Los símbolos
visuales funcionan así como memorias contrastadas, informaciones
que duermen a la espera de ser encontradas de una vez por todas.
Así como Marcela selecciona el Barroco en tanto ejemplo meto-
dológico, Warburg afirma que la finalidad de su Atlas Mnemosyne
es explicar a través de un repertorio muy amplio de imágenes, y
otro bastante menor de palabras, el proceso histórico de la creación
artística que hoy llamamos de la Edad Moderna, sobre todo en los
momentos iniciales del Renacimiento en Italia.
Es interesante, pues, que Marcela Croce se haya inspirado en
Warburg. Tal vez por eso explicita que no persigue «una e volución
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pretenciosa», sino que percibe una línea espiralada, «una serpentina»
—haciendo uso así de un término más del autor alemán—. En
palabras de la intelectual argentina, se trataría de «una epistemolo-
gía fluctuante», no pautada en sistemas rígidos sino asentada sobre
«suelo indeciso».
Vista desde ese ángulo, la iniciativa podría insertarse dentro de
una serie de obras decoloniales, que actualmente cuestionan las
visiones excesivamente eurocéntricas que circundan y mantienen
el así llamado «canon occidental», que se pretende universal pese a
que en verdad en anglófilo y, en ocasiones, francés. La lógica de las
clasificaciones tiene así dirección y destino seguros, por más que se
desvíen y no se eluciden los criterios que la constituyen.
No hay modo de comparar sin recorrer y seleccionar textos. Por
esta razón, lo más importante es la transparencia y la especifica-
ción de los criterios de construcción del método indicado y de los
ejemplos escogidos. Privilegiar estructuras fracturadas y no grandes
construcciones y monumentos teóricos es un modo de cuestionar la
lógica que preside nuestras instituciones académicas, el mundo edi-
torial, las curadurías de museos. Por eso, haciendo coro a la autora,
la antología es antes un punto de partida que un lugar de llegada.
Pues es en el proceso donde encontramos sentido.
En fin, el «comparatismo contrastivo», en tanto método, no
renuncia a la tarea de priorizar, con urgencia, su «latinoamerica-
nización», que necesita encontrar espacios para acomodar incer-
tidumbres. Practicar el comparatismo por medio de la diversidad
significa, entonces, no barrer las diferencias debajo de la alfombra
sino producir paralelos y establecer vínculos también a partir de
ellas. La meta parece ser constituir análisis plurales que hagan de tal
pluralidad una condición inevitable.
Pero hay una paradoja metodológica en este proyecto: es preciso
erigir un método para solamente entonces volverse hacia el análisis
del propio objeto. En el fondo, y como dice la autora, se trata de una
cuestión de «fe laica latinoamericana» que, en tal sentido, solo pue-
de operar a partir de «afinidades electivas» que salgan al encuentro
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de una América Latina demasiado parecida a una unidad partida, y
por eso mismo comparable.
«El problema está en el medio», sentenció Warburg, revelando
cómo en ese lugar en que circulan ideas e imágenes también se
organizan y desorganizan regímenes críticos, análisis historiográfi-
cos, formación de cánones y procesos de recopilación. Tenemos pri-
sa pues el «comparatismo contrastivo» apenas está comenzando...
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Años de análisis para un día de síntesis.
marc bloch
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un espacio de diferencias evidentes (geográficas, etnográficas,
culturales, lingüísticas) y en la confirmación de que toda cultura
es heterogénea (Cornejo Polar, 1994) y exige que el término sea
empleado en plural (Bosi, 2005). El comparatismo contrastivo, que
vincula por diversidad e intuye que en tal variedad radica la ansiada
utopía de América, se ampara no solamente en la trama del cuento
borgeano sino en la pretensión de quien lleva a cabo un plan de
«insensata ingeniosidad».
Elijo como referencia un relato que abunda en escándalos lógicos
con el doble propósito de formular una postulación arraigada en esa
heterodoxia y de subrayar que resulta sencillo identificar tales des-
lices de un razonamiento tradicional, si bien sus rebatidores no se
muestran igualmente vehementes a la hora de explicar el éxito que
registró el aparente despropósito. La narración tiene un inconve-
niente para la analogía que he trazado: el plan desaforado depende
exclusivamente de la astucia de quien lo ideó. A fin de conjurar esa
eventual derrota de la imaginación, como también de abstenerme
de promover un instrumento exclusivamente útil para su perpetra-
dor, la propuesta que encaro asume la forma del método desde su
desnudez etimológica, como modo de transitar un camino y llegar
airoso a destino.
Porque precisamente el punto en el que la producción
latinoamericana se encuentra más desprovista es el que concierne
a la metodología. Abundan las compilaciones —se llamen dicciona-
rios, vocabularios, enciclopedias o alguna otra forma de compendiar
un saber— sobre cuestiones teóricas, probablemente el campo en
que los estudios vernáculos pueden oponer respuesta más altiva al
avasallamiento de las academias metropolitanas. El comparatismo
contrastivo que defiendo no se desliga de adhesiones teóricas; por
el contrario, las realza y las convierte en presupuestos de trabajo.
Tampoco se empeña en excluir alternativas con las que no acuerda
por completo, sino que se restringe a tomar aquellos aspectos a los
que atribuye idoneidad para la tarea. Mucho menos renuncia a ela-
boraciones propias de otros espacios epistemológicos; a la inversa,
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se apodera de los puntos que soportan una equivalencia o algún tipo
de familiaridad con el recorte local. Ya desde su misma enunciación
marca distancia con respecto a pretensiones exorbitantes —como
la de restringir las literaturas comparadas exclusivamente a cam-
po de estudio y sustraerlas del ejercicio específico—, o absurdas
—la de arrebatar el comparatismo a un uso general y ceñirlo a las
literaturas europeas con el pobre argumento de que en ese dominio
obtuvo sus desarrollos más resonantes—. De nada vale que alguien
intente enarbolar el prodigioso recorrido de Mimesis (1942) de Erich
Auerbach como prueba irrefutable, ya que me obliga a responder
que, en su versión definitiva, Mímesis es un producto latinoameri-
cano: sin la intuición brillante de Raimundo Lida, que creía que el
libro no podría circular en español carente de un texto sobre Espa-
ña, Auerbach no hubiera escrito el capítulo sobre Cervantes que el
argentino le encargó. Esa inserción, originalmente registrada en la
edición mexicana de Fondo de Cultura Económica en 1950, esta-
bleció la forma definitiva del libro que desde entonces incorpora
«La Dulcinea encantada» a un diseño que había prescindido de esta
lengua que hoy es la segunda más hablada en el mundo.
La tentativa de morfología comparativa que sigue puede recibir
el vituperio de quienes la juzgan comparatismo desgreñado tanto
como de los que desprecian la condición cimarrona de las literaturas
comparadas en América Latina que además de ejercerse en lenguas
diversas —el portugués de Brasil, el francés del Caribe, las lenguas
de cruce como el créole y el papiamento junto al nuyorican que obliga
a leer literatura latinoamericana en traducción del inglés— tribu-
ta a las variedades dialectales del español local. Convencida de su
necesidad para que Latinoamérica abandone el desolado y tedioso
papel de mera consumidora de teorías vicarias, avanzo en este plano
y ofrezco un manual para una práctica urgente.
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tránsito por
la línea serpentina
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Acaso por esa conciencia superlativa de la dispersión, el Caribe
produjo a los grandes pensadores de la unidad latinoamericana,
acicateados por el peligro diaspórico. De Cuba salió José Martí (para
retornar en el final prematuro e intempestivo de su vida en un
recorrido que hilvana las islas mayores, desde Cabo Haitiano hasta
Dos Ríos). De Puerto Rico procedía Eugenio María de Hostos, quien
establece la Escuela Normal de República Dominicana en la que es-
tudian los hermanos Henríquez Ureña. De Santo Domingo provenía
Pedro Henríquez Ureña, enunciador de la Utopía de América, fervien-
te feligrés de una unidad que registra las vacilaciones que acechan a
los fundadores. Su entusiasmo latinoamericanista no logró mitigar
el ofuscado desprecio a los haitianos, habitantes del sector occiden-
tal de la isla natal y víctimas de una masacre por obra de la dictadura
de Rafael Leonidas Trujillo en 1937.
Desde la mayor de las Antillas surge también un fenómeno que
será orientación indeclinable para la unión acuátical atinoamericana:
el neobarroco que, indeciso sobre el carácter del prefijo —que al
menos acarrea el alivio de no acudir al remanido post de las teorías
surgidas en las últimas cuatro décadas—, se alza como modelo de
tránsito por lo americano. Así lo admite el título «Caribe transplati-
no» con el cual Néstor Perlongher enlaza el mar de A mérica Central y
el fangoso Río de la Plata para fraguar los flecos en que se disuelven
las portentosas figuras barrocas desde las orillas neobarrosas en que
desemboca el ímpetu antillano. La convocatoria al neobarroco no se
agota en régimen hídrico; ella despunta aristas metodológicas que,
como tantos elementos de una cotidianidad que se ha naturalizado
sin ser apreciada con justicia, siempre estuvieron disponibles pero
fueron tenazmente desatendidos. Acaso tal actitud haya sido moti-
vada por la división artificial que separa los dominios de la estética
de los de la teoría, algo a todas luces impertinente si se trata de los
ensayos de José Lezama Lima que gozan en interferir dimensiones
pautadas y en desestabilizar las pretensiones orondas de formalis-
mos e idealismos. En tales artefactos verbales de sintaxis errática,
fértiles en referencias a imágenes y figuras fascinantes, se trama el
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hecho americano que es la recuperación del barroco como producto
autóctono. La expresión americana (1957) recobra el fenómeno para
América Latina y lo extirpa de la pura condición estética a fin de
concederle estatuto ontológico: barroca es la naturaleza local de exu-
berancia inabarcable (Parkinson Zamora, 2006), barroca la mixtura
de formas que crea la indiátide (el término original es de Ángel Guido)
en San Lorenzo de Potosí o que deriva en el mulataje rígido de los
profetas del Aleijadinho en las ciudades históricas de Minas Gerais.
Barroca es también la combinatoria gastronómica que expulsa la dis-
tinción jerárquica que Claude Lévi–Strauss establece entre lo crudo y
lo cocido para pronunciarse por un único orden que estima respeta-
ble: el de los platos que conforman el menú con que el goloso haba-
nero diseñó una crítica congruente con la culinaria, donde el dorado
de las carnes y el brillo de las frutas se interseca con el plateado (en
coqueteo con el plateresco) de los cubiertos.
La mención a Lévi–Strauss, convocado por ausencia en las derivas
de especulación lezamianas, da la pauta para retomar a Silvestri,
de modo de articular el empeño conciliador ilustrado por el «horno
transmutativo» de La expresión americana con el recurso constante al
antropólogo que Las tierras desubicadas instala en los sucesivos epígra-
fes del libro. José Emilio Burucúa (2021), en el prólogo al texto, traza
un paralelo entre la idea de Alfred Whitehead según la cual la filoso-
fía occidental es una colección de notas al pie de las obras de Platón y
la sucesión de reflexiones que Silvestri desprende de los fragmentos
certeramente escogidos de la producción l évistraussiana. Seme-
jante equivalencia entre filosofía y antropología espolea «la dialéc-
tica perpetua entre morfología e historia en el seno de las ciencias
humanas» (Burucúa, 2021:9) que ilustra «el espacio tupí–guaraní de
las tres cuencas hídricas» (10). Para acotar la vaguedad de la catego-
ría «espacio», el dominio tupí–guaraní podría identificarse no tanto
con la utopía que se le ha endosado reiteradamente (Cunninghame
Graham, 2000; Bollini, 2007, 2019) sino con ese concepto operativo
identificado por Ángel Rama (2008) como comarca: territorio cuya co-
munidad queda afirmada desde una cultura de mezcla que privilegia
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los vínculos en la vecindad estricta y desatiende la relación con la
metrópoli cuando esta solamente pretende sujeción o asentimiento.
Los pueblos jesuíticos, concebidos en tanto comarca tupí–guaraní, se
enfrascan en tipología común y rigidez de pautas internas en lugar
de proyectarse hacia los focos de poder que representan Buenos
Aires en el Río de la Plata y Asunción en el Paraguay.
Pero el nombre y la fisonomía de la comarca no son invención
genuina de Rama sino la adopción que el crítico hace de una he-
rramienta de originalidad impar para abarcar un fenómeno tan
extraordinario. El término aparece empleado por primera vez por
Leopoldo Lugones en El imperio jesuítico (1904) como asignación
específica para el orden creado por los sacerdotes de la Compañía
en la provincia bautizada Paraquaria. De las cuatro menciones a la
palabra en el libro, una sola despliega caracterización territorial,
incluso cuando resulte errada en su adjetivación: la «comarca me-
diterránea y rodeada de enemigos» (Lugones, 1981:182) es en verdad
un sector mesopotámico cuyo aislamiento acicatea el afán de avance
de los vecinos. El autor del ensayo —originalmente una «memoria»
encargada por el ministro del Interior del presidente Julio A. Roca,
Joaquín V. González— ignoraba que estaba contribuyendo a diseñar
el instrumental todavía inestable de la metodología latinoamericana
pero confiaba en producir un documento histórico al dotarlo del
afán científico que late en el avance «enteramente conjetural» de
conocimientos (que revelan así un saber tambaleante) y al expan-
dirse en hipótesis que las sucesivas acometidas del mismo tema han
desechado sin examinar siquiera. A tal situación queda reducida la
certera explicación según la cual la Pragmática Sanción de Carlos
III pudo haber sido coadyuvada por el liberalismo ufano que despre-
ciaba a los religiosos, pero en verdad estuvo motivada por el rechazo
jesuítico a la labor de las comisiones demarcadoras que actuaron
tras el Tratado de Permuta de 1750 (Lugones, 1981:178).
Fomentar la rebeldía recibió entonces la sanción expulsiva; de
manera semejante, apuntar a un reemplazo metodológico como
el que promueve el comparatismo contrastivo ha merecido hasta
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ahora una condena simétrica por parte del gregarismo académico
que resiente los cambios como ataques y las revisiones de dominios
a modo de intervenciones lesivas. El desagrado que Lévi–Strauss
exponía ante las élites europeístas latinoamericanas, prolijamente
subrayado por Silvestri, muestra la superficialidad de un rasgo apto
a lo sumo para la momentaneidad, pero inútil para la fundación o el
afincamiento. Contra ese sobrevuelo renuente al arraigo se levanta
el método fluido que quiero retomar aquí, en consonancia con la
idea de Arturo Roig (2008) según la cual el voceado «descubrimien-
to» de América era en verdad un encubrimiento. Silvestri insinúa
que Sudamérica representa la deconstrucción de las hipótesis
científicas europeas: la teoría y el método que defiende se enuncian
en guaraní —entrevistos en la expedición Paraná Ra’angá— y su vo-
luntad se enfoca en constituir el paisaje «desde una perspectiva lati-
noamericana» (Silvestri, 2021:21). El mapa hidrográfico opera como
fundamento de la comarca ampliada que abarca toda Sudamérica:
allí donde a Francisco de Orellana se atribuye el mérito mayor por
haber identificado las fuentes del Amazonas (la catedral de Quito
ostenta una inscripción que decide que semejante gesta es supe-
rior a las de egipcios y griegos en la historia universal); allí donde
el subsuelo acuático provee la condición de manifestación barroca,
en ausencia de un terreno firme sobre el cual asentarse, avalando
al Caribe transplatino como fundamento unificador (simbólico); allí
donde las investigaciones sobre el arte jesuítico–guaraní de Bozidar
Darko Sustersic acuden a la analogía del río que en algunos tramos
corre subterráneo para reaparecer de pronto y escamotear la expli-
cación lógica del curso de agua.
Como en el cuento «A la deriva» de Horacio Quiroga, cuya des-
cripción del Paraná retoma exactamente con los mismos términos,
Silvestri se detiene a la altura de las Misiones Jesuíticas para verifi-
car que allí «el río corre encajonado» (39) y transporta «materias y
seres en viaje constante desde lugares remotos» (40). El nomadismo
guaraní en busca de la Tierra sin Mal que los padres ignacianos
fraguaron como Paraíso cristiano a los fines de la evangelización
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forzosa se vuelve así señal propicia a la fluidez serpentinada del
frenesí barroco, amparado en los excesos naturales de América. El
Paraná Ra’angá, el Caribe transplatino y la mitología pergeñada en
las llanuras aluviales por los pueblos fluviales confirman que a la
Tierra sin Mal se llega por río y que toda metodología eficaz y situada
debe atenuar su axiomática mediante la estética, ultima ratio cuando
todas las otras fallan o muestran su insuficiencia. El comparatismo
contrastivo se perfila entonces en un vaivén de extremos: por un
lado marca el límite de la utopía al reconocer que Europa, «prome-
tiendo maravillas, abrió infiernos» (55) en sus colonias; por otro se
abstiene del ansia taxidermista de tantos estudiosos que sofocan su
objeto en un gabinete para optar por el ecologismo que conserva lo
vivo en la propia vida, no en la quietud malsana de la momificación.
De la confluencia de la forma del río y las veleidades barrocas
surge una analogía posible entre la propuesta metodológica lati-
noamericana y el método iconológico sostenido en el «ritual de la
serpiente» al que se entregaba Aby Warburg (Michaud, 2017), pero
sobre todo un interrogante que pone en jaque el sistema de sufi-
ciencia occidental: ¿y si la evolución fuera una línea serpentinada y
no recta? Con la misma osadía con que Roig apela a la calandria en
tanto ave matinal para desestabilizar las pretensiones vespertinas
del búho de Minerva (Roig, 2011) y conferirle a la filosofía americana
la dimensión esperanzada de la luminosidad del alba, la serpiente
de las mitologías andina y guaraní — el desplazamiento reptante
permite la transición entre zonas altas y bajas, entre la altura mon-
tañosa y las profundidades fluviales— insiste en la sinuosidad del
recorrido y en el barroquismo del oropel que imponen los dibujos
de la mudable piel ofídica. La sierpe metamórfica, tornasolada por
la humedad, se define en el tránsito, rechaza la fijación y reclama
un espectador activo para asistir a su deslizamiento, un crítico
dispuesto a reemplazar cualquier convicción a fin de adecuarse a las
condiciones efectivas del objeto. «Sierpe de don Luis de Góngora»
tituló Lezama Lima el ensayo en que expone la huida del sentido
en la metáfora: antes de la profusión estructuralista que proclamó
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que había tantos sentidos como lectores, Lezama promulgó un
sentido único pero imposible de restituir en la refulgencia léxica.
Arte de la pirotecnia que hace de la sobrecarga verbal una estrategia
de desintegración semántica, su operatoria coincide con la de la
antropofagia en que se absorbe al contrario, al enemigo, de modo de
volver indiscernible su participación en lo propio. La antropofagia,
clave de la presencia de Brasil en América Latina, reviste un poten-
cial metodológico que impacta por igual en sociología, economía,
antropología e historia literaria; especialmente en las Humanidades
que soportan el baldón de no ser ciencias y, en consecuencia, de ca-
recer de los rudimentos de cualquier disciplina que intente ingresar
en (o siquiera asomarse a) ese rubro.
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epistemología
fluctuante
19
Santos—, la pródiga heterogeneidad de Cornejo Polar que previene
contra las ofuscaciones de la unidad para señalar la condición múlti-
ple de toda cultura, el reclamo de Alfredo Bosi de erradicar la cultura
en singular para reponer siempre la pluralidad de su manifestación.
Al mismo orden de suspicacias brillantes pero todavía de dificul-
tosa incorporación en la versión que procuro diseñar corresponde
la literatura comparada, que soporta en la Argentina el dudoso
privilegio de ser una disciplina vapuleada y bastardeada. Su origen
remoto puede establecerse en la Edad Media, lo que implica una
marca tentadora en pro de aplicarle etiquetas reaccionarias. Una
aproximación más precisa —que parte de la idea de literatura como
«conjunto de obras»— figura en el Diccionario Filosófico de Voltaire,
pero parece claro que su reconocimiento como campo epistémico,
con voluntad de establecer un método y con vocación de obtener
resultados novedosos, se sitúa en el siglo xix, en pleno predominio
del positivismo. Esta corriente que alardeó de sistemática estuvo
alentada por el doble afán de poner en un parangón con las ciencias
naturales todo fenómeno y de sistematizar las leyes de funciona-
miento de cualquier dominio.
La definición del comparatismo moderno arraiga, pues, en el po-
sitivismo, y tal condición de inserción será la que se imponga cuan-
do ingrese al sistema universitario en Estados Unidos, al crearse los
primeros departamentos de literatura comparada en las universida-
des de Columbia en 1899 y de Harvard en 1904. Como el positivismo,
a esa altura, había degenerado merced a Herbert Spencer en darwi-
nismo social, y confiaba en la superioridad de una raza sobre otras y
de algunos pueblos —que coincidían con las potencias europeas y en
los que se encontraban las metrópolis colonialistas— sobre otros, la
literatura comparada no tardó en refrendar el prejuicio según el cual
existen literaturas centrales y periféricas, y las primeras se definen
no solamente por corresponder a quienes han obtenido mayor desa-
rrollo técnico y han avasallado mayor cantidad de poblaciones, sino
también por ostentar una calidad estética autoproclamada superior.
En virtud de eso, la disciplina se entregó a justificar en los aspectos
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artísticos la supremacía de las naciones dominantes y a desarrollar
intensamente la idea de influencia, elevándola a categoría discrimi-
natoria o, como la vitupera Rafael Gutiérrez Girardot en Modernismo
(1987), colonialista. Para confirmar su empeño epistemológico, las
historias de la literatura que se produjeron bajo ese signo anticipa-
ron las imágenes del devenir que intento recuperar: la fluidez y la
permeabilidad expandidas entonces en la etiqueta de «corrientes»
que se bifurcaban, se proyectaban en un afluente, volvían al cauce
inicial, derivaban en meandros y obligaban al estudioso a reponer
las pendientes y los regímenes a los que respondían. Si el ejemplo
obligado parece ser Las corrientes literarias en la América hispánica de
Henríquez Ureña a mediados de la década de 1940, cincuenta años
después se impone idéntica nomenclatura en las «constantes con
variaciones» que proliferan en la historia literaria descoyuntada que
promulga David Viñas en Literatura argentina y política (1995–1996).
Fuera de los ejemplos vernáculos referidos, la literatura com-
parada, con el europeísmo como non plus ultra de sus tentativas
y el énfasis en la centralidad de las naciones poderosas, fue un
instrumento al servicio del imperialismo, como no deja de adver-
tir Edward Said (2018), presumiendo su autocrítica como titular
de la cátedra correspondiente en la Universidad de Columbia. En
el siglo XIX, a la raigambre positivista le había precedido la idea
goethiana de la Weltliteratur (1827), correlativa del primer desarro-
llo consecuente de la noción de gramática universal producido por
su contemporáneo y compatriota Wilhelm von Humboldt. Goethe
prevé dos orientaciones que tomará el comparatismo: por un lado,
la relación entre autores y obras en diferentes países; por el otro, la
posibilidad instrumental de operar como método organizativo de la
historia literaria. Así, es evidente que el comparatismo se ampara en
la noción de «literatura nacional» y en tal sentido se alza como típico
producto decimonónico. La Weltliteratur de Goethe registra voluntad
sistemática y comienza justamente formando un sistema con otras
preocupaciones del autor cuando acude al sustento fáustico: como
el D
octor Fausto, «ansía percibir cómo todas las cosas se entretejen
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en un mismo conjunto» (Goethe en Guillén, 2005). La literatura
confirma así la identidad nacional y son los cánones fijados por
las historias literarias los que se instalan a manera de síntesis de
las mejores intuiciones del pueblo. La literatura popular encuentra
entonces su inserción académica y provee un repertorio de temas y
motivos que alimentan una de las ramas más prósperas del compa-
ratismo, la del folklore, que puede resultar engañosa por la defini-
ción de un objeto de estudio que reiteradamente ha sido empleado
como justificación de nacionalismos extremos y esencialismos
soberbios. También a causa de esos deslices se impone arrebatar el
comparatismo de una concepción cerradamente centralista y devol-
verle la condición integradora que late en su formulación original,
lejos de manipulaciones y malentendidos.
Era inevitable, en función de la recaída folklorista, que el compa-
ratismo decimonónico fuera absorbido, en primer término, por los
estudios filológicos y luego por los estilísticos. La superposición de
literatura comparada e investigaciones filológicas redundará en las
obras más significativas de este ejercicio, las que todavía funcionan
como modelos. En el orden de la erudición pura, el opus magnum de
Ernst Robert Curtius Literatura europea y Edad Media latina (puntual-
mente defenestrado por María Rosa Lida, quien le reprocha su afán
obsesivo de exprimir los tópicos y perseguirlos de manera paranoi-
ca en sus múltiples apariciones, sin preocuparse mayormente por
proveer una explicación sistemática de tales manifestaciones y elu-
diendo el contexto como una contaminación nefasta). En el marco
de un saber apabullante que aspira antes a reponer las condiciones
culturales en que surgieron los textos y a conjurar la nostalgia por el
mundo perdido que a satisfacer las veleidades enciclopédicas de un
lector, el admirable y siempre citado Mimesis de Auerbach. El libro
responde a la definición benjaminiana de la historia: aquel destello
que emana del pasado en el instante en que va a desaparecer, en el
momento de máximo peligro (Benjamin, 2007), en la inminencia de
la amenaza aniquiladora que fue el nazismo que desprendió al sabio
alemán de sus raíces y lo condujo a Esmirna, a invocar la sombra
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idolatrada de Homero para refundar la cultura occidental desde la
representación literaria.
Sin la pedantería de tantos practicantes de un oficio que pre-
tenden órfico, Auerbach no hizo alarde de esa capacidad ahora
inexistente y ya entonces rarísima de leer la Biblia en hebreo, la
Odisea en dialecto jónico, a los poetas romanos en latín, los autos
sacramentales en castellano antiguo y Gargantúa y Pantagruel en el
alucinado francés de Rabelais —que llevó a Leo Spitzer a afirmar
que si no supiéramos que se trata de un autor renacentista sería
imposible situarlo en una historia literaria por la extrañeza de su
«estado de lengua» (Spitzer 1970)—. Por supuesto, Auerbach atrave-
só a S hakespeare en el inglés isabelino y conoció la literatura deci-
monónica en las lenguas principales en que se escribió en Europa,
antes de arribar a la casi escandalosa disculpa por no poder leer a
Dostoievski en ruso. Las virtudes superlativas de un sabio semejante
nos obsequian una desazón adicional en América Latina: carecemos
no solamente de un individuo, sino de equipos intelectuales comple-
tos que manejen con solvencia, además del español y el portugués, el
créole, el papiamento y algunas lenguas indígenas. Idéntico diag-
nóstico desolador impregna de desconocimiento cultural regiones
completas del continente y zonas de mixtura cuyo único receptor
posible parece ser el habitante local.
La versión estructuralista de la literatura comparada, libre del
lastre de las jerarquías y de los pruritos académicos de la cita, reside
en la teoría de la intertextualidad intuida por Mijail Bajtin, admi-
tida por Julia Kristeva y perfeccionada por Roland Barthes, cuya
eficacia radica en una comprobación enunciada por la negativa:
«No hay literatura inocente». Tal proclama de virginidad imposible,
lejos de acarrear condición pecaminosa, implica admitir que las
ideas, los temas, los tópicos e incluso los estilos carecen de dueño y
prescinden de iniciador. La intertextualidad establece que no hay
propiedad intelectual: negado el copyright, desaparece el delito de
plagio, al menos en el orden literario —la sociología de la literatura,
como se sabe, opina y actúa en contrario, y hasta los más aguerridos
23
defensores de la muerte del autor nutren su ego con la inscripción
del nombre propio en una portada y exigen la cita a todo aquel que
adhiera a la efusiva colectivización de las ideas que late en el anoni-
mato frugal—. El comparatismo proclama que la imitación es gesto
de débiles; la intertextualidad fomenta el atrevimiento para declarar
que el robo es gesto de creadores. Pero la ventaja mayor que acarrea
no atañe a la propiedad (que en última instancia excede el campo
literario), sino a las relaciones internas, ya que la intertextualidad
habilita el extravagante recurso de concentrar el internacionalismo
en un único autor: así ocurre con Joyce; así sucede con Kafka; así
acontece con Borges.
Poco después de la creación de ese concepto que venía a justifi-
car todas las presencias ajenas en las obras propias y que eximía a
los autores de reconocimientos, pleitesías y demás exigencias de la
convencionalidad literaria, un titular de cátedra en la Universidad
de Yale, Harold Bloom, postuló la relación entre autores en términos
psicoanalíticos en un texto clásico: La angustia de las influencias (1973).
Allí los vínculos entre lo central y lo periférico se esfumaban en pro
de las relaciones entre poetas fuertes y débiles, generalmente inser-
tos en el marco de un mismo sistema literario (Candido, 2008), o al
menos en torno a producciones escritas en una misma lengua. El
término clave de la continuidad entre autores es el de misreading, un
malentendido en el cual se potencian las posibilidades contenidas
en el maestro, que requiere ser leído erróneamente para no resultar
clausurado en el acto mismo de la lectura.
Un poco antes, el eslovaco Dionýz Ďurišin desistía de la preten-
ciosa categoría de «influencia» y optaba por la noción de «tipo» que,
reacia a la utilidad que la teoría de Géorg Lukács le había reservado,
se resumía como estrategia de influencia, admitiendo tanto la inte-
gradora —desde la pura copia hasta la imitación— como la diferen-
ciadora —desde las hipérboles de la caricatura hasta la estilización
de la parodia—. Pero como ciertamente Bratislava es un lugar menos
apto para pontificar que una cátedra en la Ivy League, y la lengua
eslovaca soporta el destino de vivir traducida si aspira a superar
24
las fronteras vernáculas, el efecto de Bloom provocó un impacto
mucho mayor en el medio intelectual y persistió en sus obras hasta
el desborde megalomaníaco de El canon occidental, simplificado en la
idea rectora de que todo texto es deudor de Shakespeare: los previos
porque lo anuncian; los sucesivos porque lo continúan. Es, si bien
se mira, la hipótesis del ensayo borgeano «Kafka y sus precursores»,
aunque carente de ironía y absuelta de toda tendencia productiva,
encarada con el propósito de sobresaturar con suficiencia vacua y
ajustar cuentas con la «Escuela del Resentimiento» —cuyos repre-
sentantes recorren una línea de trazado quebrado y heterogéneo que
se extiende al menos desde Freud hasta Foucault, sin mayores funda-
mentos ni precisiones teórico–críticas— y dilapidar desdén evidente
hacia el mundo latino, como confirma el capítulo que reúne en un
mismo bloque a Borges (leído a partir de antologías), Neruda (recor-
tado sobre el Canto general) y Pessoa (privado de los heterónimos).
Lo que demuestra El canon occidental, detrás de su ímpetu uni-
versalista y en verdad obstinadamente anglófilo y apenas circuns-
tancialmente occidental en sentido amplio, es que no hay teoría
del comparatismo que no recurra a la selección de textos, incluso
cuando el florilegio queda asistido por el fraude y arruinado de
entrada por la arbitrariedad. (También, huelga subrayarlo, que no
hay hasta ahora teoría del comparatismo que comprenda a América
Latina; ese apresurado y oprobioso capítulo de factura desmañada
no procura corregir un olvido sino reafirmar la exclusión. A contra-
venir la dirección única de la suficiencia metropolitana, avalada por
instituciones angloparlantes y sellos editoriales, se atreve mi propia
tentativa). La antología puede ser tanto el punto de partida sobre el
cual organizar una crítica como el propósito de este ejercicio; así lo
verifican numerosas historias de la literatura que confían en el ca-
rácter de muestrario que atribuyen al corpus escogido. También —y
es evidente sin que Bloom haga de este punto un aspecto suficien-
temente problemático— como corresponde a cualquier tentativa de
universalización en que quede involucrada la lengua, no hay teoría
del comparatismo que se sustraiga a elaborar una concepción de la
25
traducción, aunque prefiera no explicitarla y opte por escatimarle
todo rigor. La traducción, incluso cuando actúa en el orden de va-
riantes regionales o dialectales de una misma lengua y en tanto no
sea mera exigencia del mercado editorial, opera como declaración
de solidaridad supranacional.
Pero es forzoso admitir que la traducción reviste un papel que
excede ampliamente los afanes de la dialectología, al tiempo que
las cuestiones lingüísticas latinoamericanas de ninguna manera
se resuelven apenas en verter de una lengua a otra. Esta práctica
fetiche del comparatismo europeísta recibe un descalabro natural
en nuestra latitud y reclama un tratamiento que repudia las sose-
gadas previsiones del método secular. El listado que improviso no
tiene voluntad de completud sino obligación de alerta respecto de
las complejidades que reviste en un espacio que, correlativamente,
representa la mayor experiencia de mestizaje de la que se tenga
registro (Franco, 2016):
26
uyoricano cuya equivalencia puntual asegura la versión
n
hispana de Achy Obejas;
• el portuñol selvagem que abruma en aeropuertos y terminales
de transportes del Cono Sur (por no abundar en bares y atrac-
ciones turísticas) y que llega a la lengua tripartita en que se
condensa la triple frontera argentino–brasileña–paraguaya en
tanto portuñolí selvagem (Croce en Rossi, 2020) en un ejercicio
como Mar paraguayo de Wilson Bueno.
27
alternativa
transhistórica
28
c onfirmación de sus privilegios de clase. Es forzoso admitir que
el Modernismo brasileño, por elegir una manifestación vanguar-
dista particular, albergó con idéntico entusiasmo las proclamas de
Oswald de Andrade en pro del matriarcado y el movimiento Verde–
Amarelo que reclamaba la vuelta al nhengaçu a modo de afirmación
esencialista propia del nacionalismo de derecha (combinada con
la reivindicación territorial que acarreaba el anta), junto con los
preliminares de lo que sería el Integralismo católico bajo el brazalete
en sigma de Plínio Salgado. A su vez, Victoria Ocampo fomentó una
solidaridad feminista y un apoyo a la política de Gandhi que podrían
objetarse por sus limitaciones evidentes, aunque es innegable que
no logran explicarse como conductas propias de la clase acomodada,
ya que sus congéneres no las han tenido.
Pero para encontrar tales variantes es preciso enfrentarse a los
documentos concretos, es decir, operar con un método materialis-
ta. No es que el idealismo deba ser descartado de plano: las hipó-
tesis suelen estar asistidas por derivas abstractas al momento de
enunciarse, aunque la comprobación de las mismas quede sujeta
a verificación material. El problema no es elaborar una propuesta
arriesgada a fin de avanzar en la investigación; el verdadero incon-
veniente es mantenerla incluso cuando los textos la cuestionan o
directamente la desmienten.
Una articulación feliz de idealismo y materialismo es la que se
desprende de los trabajos de Carlo Ginzburg que se especializan en
«Morfología e historia», sobre todo porque apuntan a dos modos de
comparación según el acento esté puesto en uno u otro de los méto-
dos. Así, el autor promueve «una comparación tipológica entre fenó-
menos históricamente independientes, por un lado, y una compa-
ración más propiamente histórica, por el otro» (Ginzburg, 2013:11).
Su apuesta general se define como microhistoria y apela a la lectura
de las fuentes en tanto indicios, lo que presume no solamente un tra-
bajo afín al del detective que va siguiendo pistas sino una posición
metodológica regida por la suspicacia antes que por las certezas, lo
suficientemente plástica como para que los indicios vayan mutando
29
su valor a medida que se adicionan nuevos elementos de prueba o
se alcanzan revelaciones inéditas. La abducción, ese instrumento
que consiste en imaginar una solución que no se puede probar como
verdadera pero que es válida en tanto los datos disponibles no la
desmientan, es la guía de su trabajo.
La labor a escala microscópica que cumple el teórico italiano
indica que una hipótesis puede diseñarse a partir de un elemento
mínimo, acaso de una sola letra (y podrá señalarse que semejante
tarea era la encarada por Roland Barthes en s/z, donde la alternancia
fónica derivaba en lexías o segmentaciones de lectura que consti-
tuían unidades significativas). La biblioteca que tolera el desempeño
de Ginzburg es estrictamente europea en su enunciación aunque, a
la luz de lo señalado en torno de Mimesis, queda desestabilizada en tal
procedencia exclusiva; quisiera rescatar que en esa coincidencia de
diversidades sobreviene una apuesta interdisciplinaria efectiva: los
ensayos de Spitzer, Mimesis, Minima moralia de Theodor Adorno, la
Psicopatología de la vida cotidiana de Sigmund Freud (modelo del em-
pleo de la lingüística para definir el síntoma, desde Olvido del nombre
propio hasta El chiste y su relación con el inconsciente, pasando por la va-
riedad de recuerdos encubridores), Los reyes taumaturgos de Marc Bloch...
Queda flotando en semejante variedad cuál es el enfoque más
atinado para tratar un objeto, independientemente de la legitimi-
dad que la comunidad científica le asigne. ¿Por qué la intuición y la
pasión, si alcanzan conclusiones plausibles, serían inferiores a una
rigurosidad que elude las explicaciones integrales o que bloquea el
paso a conjeturas provechosas? En este sentido apelo a la categoría
de Pathosformel de Aby Warburg, quien persigue en las imágenes la
fórmula apasionada que lo lleva a detectar, tras la belleza sublime de
las ondas en el cabello de la Venus de Botticelli, las víboras agazapa-
das en la Cabeza de Medusa (Warburg, 2014).
El método formal habilita una interpretación transhistórica que,
en vez de ajustarse a una cronología sucesiva, descubre la coexis-
tencia de momentos en el relampagueo de un elemento. Del mismo
modo opera la metáfora en la aproximación que le dedica Lezama
30
Lima, poeta a la par que teórico; la «Sierpe de don Luis de Góngora»
se revela entonces repositorio metodológico aunque arrastra la
enorme dificultad de que solamente puede ser empleado por una
sensibilidad poética y no queda a disposición de cualquier estudioso
(el mismo inconveniente que el plan del «impostor inverosímil» que
dependía de la genialidad del ejecutante). No se trata, en la opera-
toria de la Pathosformel, del método sinóptico (acrónico) que defien-
de Wittgenstein sobre un desarrollo de orden cronológico, ya que
acronía no es transhistoricidad.
En otro vértice del imaginario polígono de los deslices metodoló-
gicos, Ginzburg se ocupa del riesgo que representa el evolucionismo
con su osadía para completar lagunas documentales, ya que en lugar
de dejar los huecos inevitables que toda investigación descubre, el
furor explicativo se empeña en llenarlos con recursos sin mayor fun-
damento o avalados por un marco general que no autoriza cualquier
libertad. La precisión del método, si no una garantía plena, al menos
es una aproximación en el sentido de probar el acierto de las hipó-
tesis. A veces persisten las dudas sobre un punto y cualquier embate
metodológico tiende a subrayar la indecisión antes que a resolverla:
así, cuando estudia los procesos por brujería, Ginzburg no puede de-
cidir si el estigma de «brujos» segregaba a los sujetos hasta aislarlos
de la sociedad y eso favorecía la acusación, o si los sujetos margina-
les (y tal vez por su misma condición) eran los que se entregaban a
las prácticas demoníacas; lo único verificable es que tales personajes
estaban aislados sin lograr establecer si la condición era causa o
consecuencia del baldón que recibían. Idéntica indeterminación
afecta a un aspecto formal como es la adhesión a la novela de aven-
turas por parte de los narradores nativistas de las décadas de 1920–
1930 en América Latina: ¿se trata de un género exitoso y por tanto
se lo adopta para dar circulación a una novelística en que confluyen
La vorágine y Doña Bárbara, o es el modo más adecuado para relatar
el avance del sujeto sobre una naturaleza indómita y desconocida?
Lejos de resolver en esquematismo dualista el conflicto, conven-
dría preguntarse si a la confluencia de ambas c ircunstancias no
31
corresponde añadir el modo de tratar la naturaleza en textos como
Facundo de Sarmiento y Os sertões de Euclides da Cunha, ya que el
peso del sistema literario vernáculo registra tanta relevancia como
el género escogido y las formas de representación dominantes.
La utilidad del método se mide por la amplitud de explicaciones
que permite, pero con frecuencia existen trampas de las que con-
viene precaverse. La filología, por caso, representa una lectura de
documentos que puede estar acertada, pero no pocas veces se filtran
en sus interpretaciones ciertos datos que no proceden directamente
del material, sino que responden a conocimientos externos. No es
que el método falle estrictamente, pero se ve afectado por la insu-
ficiencia hermenéutica, y entonces acude a resolver la carencia en
dominios ajenos al lenguaje. Distinguir entre fuentes primarias y
secundarias puede constituir una salida elegante para evitar que el
conflicto escale, pero es obvio que equivale a renunciar al rigor filo-
lógico y preferir otra práctica, como la que en La arqueología del saber
diferencia entre documentos y monumentos (Foucault, 2009), entre
materiales sobre los que es posible trabajar y otros que ya contienen
todos los trabajos previos de manera tan abigarrada que es impo-
sible distinguir qué corresponde al texto original y qué a las capas
interpretativas que se le adosaron. Si hubiera que definir el docu-
mento sin recurrir a la filología o a la arqueología, preferiría una
caracterización puramente práctica: es aquel elemento que sirve de
control a una intuición que es potencialmente desaforada.
Otro problema es el que se desprende de los enfoques interdis-
ciplinarios, o multidisciplinarios, como prefiere una nomenclatura
que se modifica sin que las prácticas que apunta a definir acompa-
ñen el cambio. En no pocas ocasiones, en lugar de poner en pie de
igualdad todos los dominios que contribuyen a la explicación de
un fenómeno, se parte de la convicción según la cual una disciplina
debe ser dominante y las otras funcionan como auxiliares, o bien
son convidadas momentáneas cuyo objetivo es coadyuvar a la reso-
lución de los conflictos que se le presentan a una sola. Lejos de la in-
terdisciplinariedad, esa situación tiene visos de asistencialismo, con
32
el agravante de que las invitadas ni siquiera han prestado anuencia
para que sus servicios resulten usufructuados. La sociología de la
literatura, al menos en algunas de sus manifestaciones, incurre en
esas desatenciones: sus practicantes se empeñan en describir las
condiciones sociales de los autores, las editoriales que los publi-
can, las estrategias de circulación de los textos, los vínculos que se
traman entre escritores, pero la lectura de las obras queda relegada,
habitualmente ignorada, ya que el soporte material es apenas excu-
sa para un rodeo de otra índole. La situación se agrava cuanto más
estrecho es el recorte: si en lugar de escritores en sentido amplio se
trata de escritoras, y si por añadidura esas escritoras son latinoame-
ricanas, la lectura de los textos es de una indiferencia abrumadora,
no así la referencia a los «temas» que se tratan en los libros, infor-
mación que no se extrae de las páginas internas sino de solapas y
contratapas cuyo carácter comercial ni siquiera hace falta subrayar.
Está claro que esos ejemplos no corresponden ya a la sociología de
la literatura sino a la sociología a secas, la que con el mismo instru-
mental puede operar sobre el arte o la medicina.
La historia ha sido perpetradora de atentados de carácter similar
cuando pretendió definir un período con un solo adjetivo (la Edad
Media es «oscura»; el Renacimiento es «luminoso»), o cuando postu-
ló un común denominador de una serie de fenómenos para caracte-
rizar una suerte de personalidad colectiva (el filósofo existencialis-
ta), o bien cuando elevó un estilo a sistema expresivo de una época
(el pintor barroco). América Latina fue rebatidora tenaz de ligerezas
tan orondas. El barroco fue «arte de la contraconquista» (Lezama
Lima, 2005) pero tuvo un carácter transhistórico que lo evadió de la
estrechez del «estilo». Carente de Edad Media, porque no figuraba
en el horizonte europeo en la época que la historiografía designó
con ese término, este continente no debió preocuparse por las con-
secuencias de algo que no la rozó. Finalmente, tan rígida sucesión
de períodos históricos resultó desestabilizada por la hipótesis genial
de Pedro Henríquez Ureña (1978), quien llevó la intuición a despar-
pajo al sostener que el paso del Renacimiento al Barroco dependía
33
de la presencia de América; para ello ofrecía como justificación esa
suerte de epifanía que es la presencia de un guacamayo tropical en
la copia que Rubens hizo de Adán y Eva en el Paraíso de Tiziano.
34
comparación
por escándalo
35
s upranacional y transhistórica cuya codificación procuró Lezama
Lima en la aventura de comparatismo vertiginoso que es La expresión
americana. La supranacionalidad, que en el orden cartográfico puede
graficarse mediante la opción por la divisoria de aguas en que me
amparé al principio para postular un método fluido, es una catego-
ría de geografía cultural que abarca un complejo en sentido etimoló-
gico («complexus, lo unido en un abrazo» [Moretti, 2015:18]) definido
por mestizaje a escala máxima y transculturación, que no solamente
rehúsa separar los elementos que la componen y que llegaron al gra-
do de fundición sino que impide concebir las culturas intersecadas
fuera de esa complexión.
El comparatismo es el método que requiere semejante conglo-
merado, pero sobre la convicción de que su enunciación europeísta
es improcedente en América Latina. No solamente porque Europa
ha dejado hace tiempo de ser proveedora de novedades formales,
sino porque el objeto literatura latinoamericana es un problema, y
todo problema arrastra un reclamo metodológico. Prefiero concebir
la instancia problemática menos como un conflicto a resolver que
como un acicate a la construcción de conocimiento. América Latina
es un problema teórico porque aquí todas las soluciones presunta-
mente universales (sean las evidentemente occidentales, sean las
enfáticamente «subalternas» que promueven otra variante de uni-
formidad) muestran, más que su fracaso, su ausencia de idoneidad.
Por eso propuse que en América Latina conviene pensar la
evolución como una línea serpentina y no recta, ni siquiera oblicua.
Los «paisajes fluviales» de Silvestri y el río que corre subterráneo en
algunos tramos que cita Sustersic son estrategias gnoseológicas más
aptas para el problema latinoamericano que las metáforas del árbol
y la onda convocadas por Moretti (sin perder de vista, por supuesto,
que pensar por metáforas ya es un modo de plegarse a un proce-
dimiento barroco como el que defiendo). El árbol de raigambre
filogenética permitió graficar familias lingüísticas según un modelo
genealógico que conduce de la unidad a la diversidad; a ese plan-
teo de orden diacrónico se le superpone el impacto sincrónico de
36
la onda de contacto lingüístico y cultural. Moretti establece que el
árbol corresponde a la literatura nacional y la onda a la literatura
mundial, división propicia para «los comparatistas [que] necesitan
la controversia» (2015:77).
La prueba para una idea semejante debe exhibir su capacidad
de salir airosa de la contradicción y de las derivas incontrolables.
«Nos hacemos comparatistas por una sencilla razón: porque estamos
convencidos de que ese punto de vista es mejor» (Moretti, 2015:78); desde
América Latina el comparatismo no se restringe a herramienta me-
todológica, sino que se proclama estrategia política. Si para llegar a
este comparatismo contrastivo fueron necesarios los rodeos euro-
peizantes de los capítulos previos no es porque la teoría siempre
venga de afuera, sino porque comenzar por lo externo constituye un
conjuro pertinente para desbaratar fantasías identitarias y ansias
esencialistas. Por otra parte, si las academias metropolitanas —y
el adjetivo engloba tanto las europeas como las norteamericanas—
insisten en ser proveedoras exclusivas de teoría para Latinoamérica,
me empeño en subrayar que eso significa que estos dominios siguen
siendo el mercado hacia el cual distribuir sus productos, por lo tanto
un sector necesario para su propia subsistencia, no un apéndice
desdeñable ni una zona de concesiones graciosas con parafernalia
caritativa. ¿Qué sería de las teorías (por no hablar de las literaturas)
metropolitanas privadas de traducción? Las teorías y las literaturas
latinoamericanas pueden circular internamente sin necesidad más
que de ciertos ajustes dialectales y, como comprobó el indigenismo
a partir de mediados del siglo xx, sin siquiera los farragosos vo-
cabularios que llevaban sus novelas en las primeras décadas de la
centuria, que siguen siendo imprescindibles para una lectura extra
americana y no para la que se cumple en el marco de las culturas
vernáculas, en condición situada que logra comprender, más que por
contexto general, por experiencia común y por apego.
El principal problema de la relación centro/periferia es concebir-
la exclusivamente en tanto oposición. Es así como la transcultura-
ción (esos «momentos felices» de reunión cultural, como los llamaba
37
Henríquez Ureña cuando intuía una categoría que no acertaba a
nombrar) degenera en «interferencia», albur de la teoría de los po-
lisistemas (Ever–Zohan, 1990) que no necesariamente reviste signo
negativo en América Latina. Baste recordar el modo en que varios
subsistemas coexisten sin enfrentamientos por estar destinados a
públicos diversos en los años 20 dentro de la literatura argentina: el
culto en lengua española, el popular en lengua española, el popular
en lunfardo... (Sarlo en Pizarro, 1985). En lo que acierta metodológi-
camente Moretti, con lo que apunta así a una morfología compara-
tiva, es en enfatizar que «si algunas literaturas ejercen una coacción
fuerte y sistemática sobre las demás (...) deberíamos ser capaces de
reconocer sus efectos dentro de la propia forma literaria» (2015:136–137).
No otra cosa hacía Borges con su irreverencia hacia la tradición y su
mofa sobre las fuentes. Por eso García Canclini se atreve a reco-
nocerlo como escritor típicamente latinoamericano y en absoluto
europeo; ningún europeo se atrevería a poner en entredicho aquel
sistema que lo respalda (García Canclini, 1990) ni renunciaría a sus
favores excepto por una rebeldía justificada. Incapaz de sustraerme
a la tentación de colocarme en la línea borgeana, diré que parte de
las dificultades que Moretti encuentra en el comparatismo europeo
derivan de la ausencia de conceptos latinoamericanos en su prácti-
ca, lo que le veda responder de manera creativa.
Convoco entonces a reponer el ejercicio dialéctico de la morfolo-
gía comparativa, presupuesto en la formulación ideal del compara-
tismo pero nunca estrictamente aplicado, por el cual lo nacional y lo
supranacional suprimen la exclusión mediante la intersección, que
garantiza no resolverse en ninguno de los dos sectores aisladamen-
te, al modo en que la transculturación propugna una síntesis supe-
radora de los aspectos que confluyen en el fenómeno. En especial en
un continente en el que las diversas formas del exilio —el forzado,
el voluntario, el sufrido a raíz de las condiciones inhóspitas de un
ambiente, el asignado por el «ninguneo»— obligan a caracterizar
la idea de lo nacional con un rigor atenuado del que están exentas
otras formulaciones no sofocadas por la pertenencia laxa.
38
Una comparación independiente de las influencias comprobables,
que actúe por escándalo respecto de los principios establecidos en las
academias centrales, sentando las condiciones para que se produzca
no tal vez un cambio de paradigma pero sí una desestabilización en
su práctica, es lo que procuro en mi condición de latinoamericana,
que es menos destino que tenaz persistencia en el «hemisferio aus-
tral» que habría agobiado al irlandés suplantado por Tom Castro. Así
como Roland Barthes (1963) sostenía que una historia de la literatura
no era eficaz si agrupaba autores y obras sin articularlos sistemáti-
camente (y ni siquiera era una historia sino a lo sumo una copiosa
colección de monografías), ni era mejor o peor según la parcelación
por la que optara —dado que esa metodología resultaba incongruen-
te con el propósito—, sino que solo era plausible en tanto se preo-
cupara por definir qué era y qué función tenía la literatura en cada
momento histórico; así una historia de la literatura latinoamericana
debe organizarse en función del comparatismo, procurando aque-
llos nexos que, también en ese dominio, permitan definir la unidad
continental. O mejor: inventando las pautas que avalen la utopía
intelectual de América Latina, libre de las catalogaciones que la doxa
metropolitana de Occidente ha insistido en adosarle y a las cuales
con cierto frenesí oportunista se pliegan los intelectuales locales que
disfrutan de prebendas en «las entrañas del monstruo» contra las
que advertía José Martí.
«La mentalidad imperial no es solo política; es cultural, y
moralmente coincide con la soberbia. Vivimos en mundos plura-
les y el gran enemigo es la simplificación» (Guillén, 2005:23). La
doble afirmación de Claudio Guillén —figura finisecular notable
en el comparatismo de raíz latina— puede adoptarse como divisa
de esta labor crítica. Por un lado, en tanto condena el orgullo de la
autosuficiencia, a veces (mal) disimulada como identidad nacional,
con el inevitable arrastre de nacionalismo gárrulo que la sostiene.
Por el otro, al erigir al comparatismo a manera de defensa contra
la simplificación, que junto con la mala fe domina el repertorio de
inmoralidades intelectuales.
39
El comparatista latinoamericano ideal tiene una fe laica en
la unidad primitiva del territorio que se extiende entre México y
Tierra del Fuego. Lo que Bloom diagnosticó como «la angustia de las
influencias» encuentra en el entusiasmo comparatista una versión
gozosa que la aleja de las depresiones en que caen quienes se fijan
un modelo inalcanzable. Para la voluntad más constructiva que
analítica de las literaturas comparadas latinoamericanas existe un
principio que enarbola la formulación paradójica de la melanco-
lía en Giorgio Agamben (1995): se trata del lamento por la pérdida
de aquello que nunca se tuvo. Es menos relevante si la unidad de
América Latina tiene sustento geológico e histórico que la potencia-
lidad para obtener ese estatuto.
Y a tal fin propongo este método que es menos provocativo
por voluntad enunciativa que por resquemor del campo teórico.
Si la comparación —como vengo sosteniendo— se afilia antes al
desafío que a la confirmación, si se alinea con el proyecto más que
con la concreción, si reviste flexión de futuro en vez de arraigo en
el pasado, sin duda demuestra la versatilidad con que se sustrae a
las relaciones constatables. Reacia a una justificación asentada en
la sensibilidad —y que presupone en el mejor de los casos que la di-
versidad sensible puede alcanzar un consenso o, en el colmo del op-
timismo, que puede haber sensibilidades coincidentes, o al menos
concurrentes— propongo practicar el comparatismo por diversidad,
atento a las diferencias que contemplan la heterogeneidad de toda
cultura, en la estela de Tom Castro. Es cierto, como advertí desde el
comienzo, que implementar este ardid como método latinoamerica-
no obliga a prescindir de dos rasgos decisivos que se imponían en el
cuento borgeano: la genialidad del plan —que prefiero reemplazar
por el optimismo de la voluntad de corte gramsciano— y la existen-
cia de una identidad efectiva, que como sostengo reside en un fu-
turo ya entrevisto por Henríquez Ureña en «La utopía de América»,
ese manifiesto de la «estirpe de soñadores rigurosos» (Pizarro, 1985).
Pero también es irrebatible que con menos recursos se han desarro-
llado estrategias exitosas, siempre fuera de Latinoamérica y siempre
40
listas para añadir el zarpazo cultural allí donde ya se había impuesto
el desfalco económico, militar e institucional. Un comparatismo que
no discuta el imperialismo y que, por el contrario, se recueste en sus
presupuestos, no puede ser útil para América Latina.
El comparatismo que ha demostrado su capacidad para estable-
cer vínculos y justificarlos reclama una latinoamericanización que
opte por poner en parangón las diferencias y no las semejanzas,
procediendo por intuición —como el método spitzeriano del círculo
filológico— pero bajo el control que proveen la historia y las propias
manifestaciones artísticas. La respuesta a la necesidad de América
Latina no radica en un apartamiento del mundo, como fantasea-
ron quienes creían que el aislamiento era garantía de pureza o de
remota seguridad, sino en la puesta en práctica de un método que
apuntale una cultura integrada e integradora, cuya voluntad de
reconocimiento mutuo sea superior a las excusas de las diversidades
lingüísticas, geográficas, históricas, poblacionales y políticas.
Los primeros latinoamericanistas del siglo xx —Henríquez
Ureña, Alfonso Reyes— creían que en la lengua española y en la
conquista hispánica estaba la clave de la unidad; los que revisitaron
su impronta en la segunda mitad del siglo —Rama, Candido—
apelaban a una justificación menos determinista, no tan apegada
a las formas europeas de constituir las naciones. Todos ellos tuvie-
ron razón en su empeño, aunque sus recursos fueran vulnerables a
cuestionamientos furibundos y pecaran de una inconveniencia que
se disculpa si se considera que detrás de su occidentalismo obnubi-
lado estaba la fe en que América Latina podía colocarse a la altura de
cualquier región reconocida del mundo. La morfología comparativa
en que me afinco es acaso el proyecto más vulnerable de todos pero,
si concita entusiasmo para practicarlo y pluralidad intelectual para
ejercerlo, se afianza en la osadía de ser alternativa superadora en los
estudios latinoamericanos del siglo xxi.
41
equivalencia
de fenómenos
y funciones
42
do incluso aquellas tentativas de asomarse fuera de las propias
certezas. En Lectura distante la aproximación al conjunto brasileño se
aferra a dos autores y ninguno de ellos pasa de la cita ocasional: pri-
mero Roberto Schwarz, luego Candido, sin noticia alguna de las po-
sibilidades abiertas por Nelson Werneck Sodré y Silviano S antiago.
Simultáneamente se detecta la voluntad de ubicar a Brasil en la
remota sucesión de cierto ejemplo italiano: «Candido descubrió una
suerte de asimetría interna en la difusión del naturalismo: mientras
que la estructura argumental de Zola se conserva en gran medida
en Verga y Azevedo, su estilo tiende a experimentar fuertes transfor-
maciones» (Moretti, 2015:152). Declino detenerme en la vaguedad
completa de un sintagma como «fuertes transformaciones» y hago a
un lado por el momento el protagonismo excesivo de Verga; me con-
centro en cambio en que para Sodré (1976) sería Eça de Queiroz y no
Zola el inventor del naturalismo (la prueba que ofrece es que O crime
do Padre Amaro es previo a La faute de l’abbé Mouret), mientras Santia-
go (2014) le otorga aire de provocación a ese dato en el artículo «Eça,
autor de Madame Bovary» en la línea borgeana de «Pierre Menard,
autor del Quijote». El apresuramiento de Moretti omite también la
hipótesis de Flora Süssekind (1984) en torno a la matriz naturalista
en la escritura brasileña que opera de manera transhistórica y trans-
genérica ya que cubre al menos un siglo (de fines del xix a fines del
xx) y al menos dos tipos textuales (novela y crónica).
La eficacia didáctica de esta exposición reclama ejemplos,
aunque la distinción entre espacios donde el sistema se afianza
y aquellos en los cuales se resiente su ausencia parece promover
una remota jerarquía que no tarda en adjudicarse a privilegios
nacionales ni en despertar recelos inevitables. Si sostengo que la
literatura argentina conforma un sistema literario y la colombiana
no, es probable que levante sospechas de patrioterismo ramplón;
sin embargo, si reemplazo el caso argentino por el brasileño o el
cubano ya no mereceré el mismo vituperio, pese a que la situación
colombiana prosigue incólume en este punto. En Colombia, si
me sigo guiando por el sinuoso criterio nacional que confía ex-
43
cesivamente en los límites territoriales o en vagas idiosincrasias
de tortuosa fundamentación (ese es el peligro de las presumibles
esencias), apenas si hay algunas obras que sobresalen: vayan como
marca emblemática del siglo xix María y como fenómeno del siglo
xx Cien años de soledad. En lo que concierne a los respectivos autores,
las diferencias son evidentes: Jorge Isaacs era hijo de un inmigrante
judío y su integración en la sociedad criolla decimonónica se dio a
través de intervenciones bélicas y políticas; Gabriel García Márquez,
en cambio, no solamente formaba parte de un conjunto intelectual
conocido como Grupo de Barranquilla, sino que superó las fronteras
locales para proyectarse en una falange latinoamericana en la que
intervinieron copiosamente los intereses editoriales y las teorías
foráneas: el boom latinoamericano. En términos formales, mientras
Isaacs se pliega al modelo realista propicio para los relatos que aspi-
ran a ser representativos de un orden social, García Márquez adopta
una prosa en la que se conjugan usos lingüísticos caribeños, técni-
cas aprendidas en la novelística norteamericana del primer tercio
del siglo y una fantasía americanista que no es inmune al neobarro-
co ni a los experimentos de las vanguardias vernáculas.
Como mínima prueba del método aplicado en un trabajo abarca-
ble, hace unos años me decidí por la práctica de un comparatismo
que se restringió a dos sistemas literarios reconocidos como tales: el
argentino y el brasileño. La Historia comparada de las literaturas argen-
tina y brasileña (2016–2019, completada con un Índice onomástico
anotado, publicado en 2022) se ocupó de establecer algunos pro-
blemas que exceden lo propio de ambas identificaciones. Como en
el caso de la lengua ya revisado en el punto 2, la nómina que sigue
no pretende ser exhaustiva sino apenas indicativa de cuestiones
que atañen tanto a la voluntad de formular una historia como a la
necesidad de trazar un parangón entre ambos lados, partiendo del
impacto de ciertos fenómenos sobre el continente americano, como
es el caso de la Revolución Francesa. Tal es el punto de inicio de una
historia que arranca en 1808/1810 para enfocarse en el momento
en que el centro político pasaba de Portugal a Brasil con la trasla-
44
tio imperii impulsada por la Casa de Braganza y en que la colonia
española del Río de la Plata iniciaba la sucesión revolucionaria que
la desprendería de la península. Un trayecto de doscientos años cu-
bre la historización completa de la práctica estética en este sector de
Sudamérica, de la que el breve listado comprende algunos aspectos
fundamentales de morfología comparativa enmarcada:
–el ejercicio diferencial de postulaciones artísticas; sea el roman-
ticismo, devenido bastidor doctrinario de las repúblicas nacientes;
sea el naturalismo con su concepción diversa del valor relativo de
medio, raza y momento (la trinidad determinista enarbolada por
Hyppolite Taine) que lleva a oponer la figura del inmigrante en cada
caso: el portugués laborioso pervertido por el medio tropical en la
narrativa de Brasil —el ejemplo de O cortiço de Aluísio Azevedo— y el
inmigrante italiano degenerado que inocula su patología moral en
vientres criollos en la Argentina —el terror que conduce de las pá-
ginas alarmadas de En la sangre de Eugenio Cambaceres a las leyes
represivas que pululan en el filo del cambio de centuria (Viñas 1964);
45
c osmopolitismo y la reivindicación del carácter estético de la
lengua española: el Modernismo hispanoamericano (y en este
punto es menester recurrir al gentilicio que procuro evitar,
ya que solo forzada e impropiamente podría trazarse algún
vínculo entre este Modernismo y el simbolismo brasileño, a
la vez que es prioritario evitar cualquier confusión entre el
Modernismo en lengua hispana y el Modernismo brasileño de
la década de 1920);
• la repercusión de los movimientos de renovación englobados
en la etiqueta vanguardias en los años 1920–1930 que en la
Argentina transitan la moderación —a lo sumo transgredida
en alguna broma sangrienta asentada en las revistas— tanto
estética como política, mientras en Brasil se lanzan a la
antropofagia que arremete contra todos los valores y apunta a
un matriarcado retórico (al tiempo que las mujeres del grupo
siguen ocupando un lugar lateral, sea la Malfatti vapuleada
por Monteiro Lobato; sea Tarsila cuyo «Abaporu» ilustra el
«Manifiesto Antropófago»; o Pagu demasiado adherida a las
veleidades de Oswald de Andrade);
• las elecciones diversas a la hora de adecuar la crítica al im-
perativo de «actualización», que si en el recuento de Roberto
Schwarz (2009) transitan las mismas estaciones de los recorri-
dos argentinos (formalismo, estructuralismo, postestructura-
lismo...), en otros ejemplos brasileños muestran preferencia
por modelos norteamericanos como el new criticism (Afrânio
Coutinho), mientras en la Argentina las alternativas norteame-
ricanas debieron esperar hasta la década de 1990 para ingresar
con mayor fuerza. Este punto implica la decisión de considerar
la crítica literaria como discurso autónomo e integrarlo como
una forma literaria más a la selección de textos contemplada;
• el peso distintivo que registra el fenómeno del boom latinoa-
mericano, que en la Argentina confirma la pertenencia del
sistema literario nacional a un dominio amplio en lengua his-
pana, en tanto en Brasil representa un aislamiento a dicional
46
del país respecto del continente. Esa condición reafirmada
exige a la vez una revisión de los cánones respectivos: si la
novela argentina del boom es Rayuela, su equivalente brasile-
ño es Doña Flor y sus dos maridos; en cambio, si el foco se pone
en autores canónicos, ni Cortázar ni Amado revistan en esa
categoría excepto en el orden de las ventas, mientras la crítica
opta por Borges y João Guimarães Rosa respectivamente.
47
una historia de la literatura debe ser una historia de la idea de la
literatura como es concebida en el período en que tal historia se
plantea (Barthes, 1963).
No quisiera asentar que la revisión del ejemplo que antecede
apunta a establecer un modelo metodológico, como si existiera una
receta de aplicación que garantizara eficacia. El afán de este libri-
to, reitero, es apenas convertirse en un manual cuyo mayor mérito
sea el de insistir en que el comparatismo es el modo más adecuado
para encarar un objeto plural —que hace de la pluralidad condi-
ción inexcusable, no una virtud ni tampoco un lamento— y que la
morfología comparada, predicando la consideración conjunta de la
lengua y la literatura como también de la literatura y otras formula-
ciones estéticas, parece ser el método más propicio a fin de alcanzar
un conocimiento real. Además, quiere dar cuenta de la urgencia de
definir un método para estudiar lo propio. En vez de ufanarse de
una rigidez malsana, la morfología que apela a las variaciones del
régimen fluvial, a su curso serpentinado y a las asociaciones prodi-
giosas que fomenta con las metamorfosis ofídicas, prueba su apti-
tud para abarcar un objeto de extensión cambiante que la errática
geometría de las fronteras no logra circunscribir ni ordenar, sino a
lo sumo presionar y ceñir. Comencé recuperando el valor de la me-
táfora barroca para aproximarme a un referente huidizo; termino
afirmando el oxímoron del rigor epistémico atenuado para defender
un método que opera por afinidades electivas dentro de la fe laica
del latinoamericanismo.
Noviembre de 2022
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lilia moritz schwarcz
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marcela croce
César Tiempo decía: Nací en Ekaterinoslav en 1906. Soy
argentino hasta la muerte. En tren de comparatismos, yo,
que nací en Lomas de Zamora en 1968, soy porteña hasta
la muerte. Tuve varios privilegios de los que no siempre fui
consciente: aprendí a tocar el piano desde muy chica y eso
me aseguró un consuelo inefable ante desaires y decep-
ciones, soy madre de una joven discutidora que contri-
buye voluntariamente a ampliar mi biblioteca material y
mental, logré viajar y hacer amigos en distintas latitudes
y no consigo pasar más que pocos días sin entregarme a la
belleza lacerante que emana del cello de Jacqueline du Pré.
Elegí ser docente porque me seduce el plebiscito
cotidiano que es la clase, sea en su versión tradicional que
desbarato con cierta ironía, sea en el ejercicio de demo-
cratismo estricto que corresponde al seminario. Anita
Barrenechea me enseñó que la crítica envejece y por lo
tanto hay que acicatearla constantemente; a tan preciso
principio de transmisión oral intenta plegarse este librito.
La foto la tomó una alumna hace algunos años. Hoy estoy
más canosa, sospecho que más indulgente y tal vez más
entusiasta; ojalá algo de tan modesto rescate del ultraje
del tiempo haya quedado en estas páginas.
[fotografía: lisa schachtel]
—
colección almanaque Croce, Marcela
dirigida por Analía Gerbaudo Comparatismo contrastivo : manual para una
práctica urgente / Marcela Croce ; Prólogo
Como los viejos almanaques en los que
de Lilia Moritz Schwarcz. - 1a ed - Santa Fe :
caían juntos el santoral, dibujos o fotos y
Universidad Nacional del Litoral, 2023.
el calendario lunar, en esta colección se
Libro digital, PDF/A - (Vera cartonera / Analía
reúnen textos diversos hilvanados por la
Gerbaudo ; Almanaque)
presunción de la necesidad de su difusión
Archivo Digital: descarga y online
en este corte del presente.
ISBN 978-987-692-349-1
Atribución/Reconocimiento-NoComercial-
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Directora Vera cartonera: Analía Gerbaudo