Estrella de Plata-Conan Doyle Arthur
Estrella de Plata-Conan Doyle Arthur
ESTRELLA DE PLATA
PUBLICADO: 1892
TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
ESTRELLA DE PLATA
—Me temo, Watson, que tendré que irme —dijo Holmes, mientras nos
sentábamos juntos a desayunar una mañana.
—¿Irte? ¿Adónde?
—A Dartmoor; a King's Pyland.
No me sorprendió. De hecho, mi única sorpresa era que no se hubiera in-
volucrado ya en este caso extraordinario, que era el único tema de conversa-
ción en toda Inglaterra. Durante un día entero, mi compañero había deam-
bulado por la habitación con la barbilla apoyada en el pecho y el ceño frun-
cido, cargando y recargando su pipa con el tabaco negro más fuerte, y abso-
lutamente sordo a cualquiera de mis preguntas o comentarios. Ediciones
frescas de cada periódico habían sido enviadas por nuestro agente de noti-
cias, solo para ser hojadas y arrojadas a un rincón. Sin embargo, a pesar de
su silencio, sabía perfectamente en qué estaba cavilando. Solo había un pro-
blema ante el público que podía desafiar sus poderes de análisis, y ese era la
singular desaparición del favorito para la Copa Wessex, y el trágico asesina-
to de su entrenador. Por lo tanto, cuando de repente anunció su intención de
dirigirse al lugar del drama, era solo lo que había esperado y deseado.
—Me alegraría mucho bajar contigo si no estorbo —dije.
—Mi querido Watson, me harías un gran favor acompañándome. Y creo
que tu tiempo no será malgastado, porque hay aspectos del caso que prome-
ten hacerlo absolutamente único. Creo que tenemos justo tiempo para coger
nuestro tren en Paddington, y profundizaré en el asunto durante el viaje. Te
agradecería que trajeras contigo tus excelentes prismáticos.
Y así fue que una hora más tarde me encontraba en el rincón de un vagón
de primera clase en ruta hacia Exeter, mientras Sherlock Holmes, con su
rostro agudo y ansioso enmarcado por su gorra de viaje con orejeras, se su-
mergía rápidamente en el montón de periódicos frescos que había adquirido
en Paddington. Habíamos dejado Reading muy atrás antes de que metiera el
último de ellos bajo el asiento y me ofreciera su estuche de cigarros.
—Vamos bien —dijo, mirando por la ventana y echando un vistazo a su
reloj—. Nuestra velocidad actual es de cincuenta y tres millas y media por
hora.
—No he observado los postes de cuarto de milla —dije.
—Ni yo. Pero los postes del telégrafo en esta línea están a sesenta yardas
de distancia, y el cálculo es simple. Supongo que has investigado este asun-
to del asesinato de John Straker y la desaparición de Silver Blaze.
—He visto lo que dicen el Telegraph y el Chronicle.
—Es uno de esos casos en los que el arte del razonador debe usarse más
para el análisis de detalles que para la adquisición de nuevas evidencias. La
tragedia ha sido tan insólita, tan completa y de tanta importancia personal
para tanta gente, que sufrimos de una plétora de conjeturas, hipótesis y su-
posiciones. La dificultad es separar el marco de hechos—hechos absoluta-
mente innegables—de los adornos de teóricos y reporteros. Luego, habien-
do establecido nuestra base sólida, es nuestro deber ver qué inferencias se
pueden sacar y cuáles son los puntos especiales sobre los que gira todo el
misterio. El martes por la noche recibí telegramas del coronel Ross, el due-
ño del caballo, y del inspector Gregory, quien está a cargo del caso, invitán-
dome a colaborar.
—¡Martes por la noche! —exclamé—. Y esta es la mañana del jueves.
¿Por qué no bajaste ayer?
—Porque cometí un error, mi querido Watson, lo cual, me temo, es una
ocurrencia más común de lo que pensaría cualquiera que solo me conociera
a través de tus memorias. La verdad es que no podía creer posible que el
caballo más notable de Inglaterra pudiera permanecer oculto por mucho
tiempo, especialmente en un lugar tan escasamente habitado como el norte
de Dartmoor. De hora en hora ayer esperé escuchar que lo habían encontra-
do, y que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, cuan-
do llegó otra mañana y descubrí que más allá del arresto del joven Fitzroy
Simpson no se había hecho nada, sentí que era hora de actuar. No obstante,
de alguna manera siento que ayer no se ha desperdiciado.
—¿Entonces has formado una teoría?
—Al menos he captado los hechos esenciales del caso. Te los enumeraré,
porque nada aclara tanto un caso como exponerlo a otra persona, y difícil-
mente puedo esperar tu cooperación si no te muestro la posición desde la
que partimos.
Me recliné contra los cojines, fumando mi cigarro, mientras Holmes, in-
clinado hacia adelante, con su largo y delgado dedo índice marcando los
puntos en la palma de su mano izquierda, me daba un resumen de los even-
tos que habían llevado a nuestro viaje.
—Silver Blaze —dijo— es de la línea Somomy, y tiene un historial tan
brillante como su famoso antepasado. Ahora tiene cinco años, y ha traído
sucesivamente cada uno de los premios del turf al coronel Ross, su afortu-
nado dueño. Hasta el momento de la catástrofe, era el primer favorito para
la Copa Wessex, con una apuesta de tres a uno a su favor. Siempre ha sido
un gran favorito del público de las carreras, y nunca los ha decepcionado,
por lo que incluso con esas probabilidades se han apostado sumas enormes
sobre él. Es obvio, por lo tanto, que había muchas personas con el más fuer-
te interés en evitar que Silver Blaze estuviera allí en el momento de la ca-
rrera el próximo martes.
—El hecho fue, por supuesto, apreciado en King's Pyland, donde se en-
cuentra el establo de entrenamiento del coronel. Se tomaron todas las pre-
cauciones para proteger al favorito. El entrenador, John Straker, es un joc-
key retirado que montó con los colores del coronel Ross antes de volverse
demasiado pesado para la balanza. Ha servido al coronel durante cinco años
como jockey y durante siete como entrenador, y siempre se ha mostrado
como un servidor celoso y honesto. Bajo su mando estaban tres muchachos;
ya que el establecimiento era pequeño, con solo cuatro caballos en total.
Uno de estos muchachos se quedaba cada noche en el establo, mientras los
otros dormían en el desván. Los tres tenían excelentes referencias. John
Straker, que está casado, vivía en una pequeña villa a unos doscientos me-
tros de los establos. No tiene hijos, tiene una sola sirvienta y vive cómoda-
mente. El campo alrededor es muy solitario, pero a media milla al norte hay
un pequeño grupo de villas que han sido construidas por un contratista de
Tavistock para el uso de inválidos y otros que deseen disfrutar del aire puro
de Dartmoor. Tavistock se encuentra a dos millas al oeste, mientras que al
otro lado del páramo, también a unas dos millas de distancia, está el mayor
establecimiento de entrenamiento de Mapleton, que pertenece a Lord Back-
water y es gestionado por Silas Brown. En cualquier otra dirección, el pára-
mo es un completo desierto, habitado solo por algunos gitanos errantes. Esa
era la situación general el lunes por la noche cuando ocurrió la catástrofe.
—Esa noche, los caballos habían sido ejercitados y abrevados como de
costumbre, y los establos se cerraron a las nueve en punto. Dos de los mu-
chachos subieron a la casa del entrenador, donde cenaron en la cocina,
mientras que el tercero, Ned Hunter, permaneció de guardia. A pocos minu-
tos después de las nueve, la sirvienta, Edith Baxter, llevó su cena a los esta-
blos, que consistía en un plato de cordero al curry. No llevaba líquido, ya
que había un grifo de agua en los establos, y era la regla que el muchacho
de guardia no bebiera otra cosa. La sirvienta llevaba una linterna, ya que
estaba muy oscuro y el camino atravesaba el páramo abierto.
—Edith Baxter estaba a treinta metros de los establos cuando un hombre
apareció de la oscuridad y le pidió que se detuviera. Al entrar en el círculo
de luz amarilla proyectada por la linterna, vio que era una persona de porte
caballeroso, vestido con un traje gris de tweed, con una gorra de tela. Lleva-
ba polainas y un bastón pesado con una perilla. Lo que más le impresionó
fue la extrema palidez de su rostro y su nerviosismo. Pensó que su edad se-
ría más de treinta que menos.
—¿Puede decirme dónde estoy? —preguntó—. Casi había decidido dor-
mir en el páramo cuando vi la luz de su linterna.
—Está cerca de los establos de entrenamiento de King's Pyland —dijo
ella.
—¡Oh, qué suerte! —exclamó—. Entiendo que un mozo duerme allí solo
cada noche. Quizás esa sea su cena la que lleva. Ahora estoy seguro de que
no le importaría ganar el precio de un vestido nuevo, ¿verdad? —Sacó un
trozo de papel blanco doblado del bolsillo de su chaleco—. Asegúrese de
que el muchacho reciba esto esta noche, y tendrá el vestido más bonito que
el dinero pueda comprar.
—Ella se asustó por la seriedad de su tono y corrió más allá de él hacia la
ventana por donde solía pasar las comidas. Ya estaba abierta, y Hunter esta-
ba sentado en la pequeña mesa dentro. Ella había comenzado a contarle lo
que había sucedido cuando el extraño se acercó de nuevo.
—Buenas noches —dijo, mirando por la ventana—. Quería hablar conti-
go. La chica ha jurado que mientras hablaba notó la esquina del pequeño
paquete de papel sobresaliendo de su mano cerrada.
—¿Qué asuntos tiene aquí? —preguntó el muchacho.
—Es un asunto que puede llenarte los bolsillos —dijo el otro—. Tienes
dos caballos para la Copa Wessex, Silver Blaze y Bayard. Dame la informa-
ción correcta y no saldrás perdiendo. ¿Es cierto que con las pesas Bayard
podría darle a Silver Blaze cien yardas en cinco furlongs, y que el establo
ha apostado por él?
—¡Así que eres uno de esos malditos espías! —gritó el muchacho—. Te
mostraré cómo los tratamos en King's Pyland. —Saltó y corrió al establo
para soltar al perro. La chica huyó a la casa, pero mientras corría miró atrás
y vio que el extraño se inclinaba por la ventana. Un minuto después, sin
embargo, cuando Hunter salió corriendo con el perro, él había desaparecido,
y aunque corrió alrededor de los edificios, no encontró rastro de él.
—Un momento —dije—. ¿El mozo de establo, cuando salió corriendo
con el perro, dejó la puerta sin cerrar tras de sí?
—¡Excelente, Watson, excelente! —murmuró mi compañero—. La im-
portancia del punto me golpeó tan fuertemente que envié un telegrama es-
pecial a Dartmoor ayer para aclarar el asunto. El muchacho cerró la puerta
antes de salir. La ventana, debo añadir, no era lo suficientemente grande
para que un hombre pudiera pasar por ella.
—Hunter esperó hasta que regresaron sus compañeros, cuando envió un
mensaje al entrenador y le contó lo que había sucedido. Straker se emocio-
nó al escuchar el relato, aunque no parece haber comprendido su verdadera
importancia. Sin embargo, lo dejó vagamente inquieto, y la señora Straker,
al despertar a la una de la mañana, descubrió que él se estaba vistiendo. En
respuesta a sus preguntas, dijo que no podía dormir debido a su ansiedad
por los caballos, y que tenía la intención de caminar hasta los establos para
ver que todo estuviera bien. Ella le rogó que se quedara en casa, ya que po-
día oír la lluvia golpeando contra la ventana, pero a pesar de sus súplicas, él
se puso su gran impermeable y salió de la casa.
—La señora Straker despertó a las siete de la mañana y descubrió que su
esposo aún no había regresado. Se vistió apresuradamente, llamó a la sir-
vienta y se dirigió a los establos. La puerta estaba abierta; dentro, acurruca-
do en una silla, Hunter estaba en un estado de estupor absoluto, el establo
del favorito estaba vacío y no había señales de su entrenador.
—Los dos muchachos que dormían en el desván sobre la sala de arneses
fueron rápidamente despertados. No habían oído nada durante la noche, ya
que ambos son dormilones. Hunter estaba obviamente bajo la influencia de
una droga poderosa, y como no se podía obtener sentido de él, lo dejaron
dormir mientras los dos muchachos y las dos mujeres salieron en busca de
los ausentes. Aún tenían esperanzas de que el entrenador, por alguna razón,
hubiera sacado al caballo para un ejercicio temprano, pero al ascender la
colina cerca de la casa, desde donde se veían todos los páramos vecinos, no
solo no pudieron ver señales del favorito desaparecido, sino que percibieron
algo que les advirtió que estaban ante una tragedia.
—A unos cuatrocientos metros de los establos, el abrigo de John Straker
estaba colgando de un arbusto de aulaga. Inmediatamente más allá había
una depresión en forma de cuenco en el páramo, y en el fondo de esto se
encontró el cuerpo del entrenador desafortunado. Su cabeza había sido des-
trozada por un golpe salvaje de algún arma pesada, y estaba herido en el
muslo, donde había un corte largo y limpio, evidentemente infligido por al-
gún instrumento muy afilado. Sin embargo, estaba claro que Straker se ha-
bía defendido vigorosamente de sus atacantes, ya que en su mano derecha
sostenía un pequeño cuchillo, que estaba manchado de sangre hasta el man-
go, mientras que en su izquierda tenía un pañuelo de seda rojo y negro, que
fue reconocido por la sirvienta como usado la noche anterior por el extraño
que había visitado los establos. Hunter, al recuperarse de su estupor, tam-
bién estaba completamente seguro de la propiedad del pañuelo. Estaba
igualmente seguro de que el mismo extraño había, mientras estaba en la
ventana, drogado su cordero al curry, y así privó a los establos de su vigi-
lante. En cuanto al caballo desaparecido, había pruebas abundantes en el
barro que yacía en el fondo del hueco fatal de que había estado allí en el
momento de la pelea. Pero desde esa mañana ha desaparecido, y aunque se
ha ofrecido una gran recompensa, y todos los gitanos de Dartmoor están en
alerta, no se ha recibido ninguna noticia de él. Finalmente, un análisis ha
demostrado que los restos de su cena dejados por el mozo de establo contie-
nen una cantidad apreciable de opio en polvo, mientras que las personas en
la casa comieron el mismo plato la misma noche sin ningún efecto.
—Esos son los principales hechos del caso, despojados de toda suposi-
ción, y presentados tan desnudos como sea posible. Ahora recapitularé lo
que la policía ha hecho al respecto.
—El inspector Gregory, a quien se ha encomendado el caso, es un oficial
extremadamente competente. Si tuviera imaginación, podría llegar a gran-
des alturas en su profesión. A su llegada, encontró y arrestó rápidamente al
hombre sobre el cual recaía naturalmente la sospecha. No hubo mucha difi-
cultad en encontrarlo, ya que habitaba una de esas villas que mencioné. Su
nombre, al parecer, era Fitzroy Simpson. Era un hombre de excelente cuna
y educación, que había malgastado una fortuna en el turf, y que vivía ahora
haciendo un poco de apuestas discretas y elegantes en los clubes deportivos
de Londres. Un examen de su libro de apuestas muestra que se habían regis-
trado apuestas por un monto de cinco mil libras contra el favorito. Al ser
arrestado, voluntariamente declaró que había venido a Dartmoor con la es-
peranza de obtener alguna información sobre los caballos de King's Pyland,
y también sobre Desborough, el segundo favorito, que estaba a cargo de Si-
las Brown en los establos de Mapleton. No intentó negar que había actuado
como se describió la noche anterior, pero declaró que no tenía intenciones
siniestras, y que simplemente deseaba obtener información de primera
mano. Al ser confrontado con su pañuelo, se puso muy pálido y fue comple-
tamente incapaz de explicar su presencia en la mano del hombre asesinado.
Su ropa mojada mostró que había estado afuera en la tormenta de la noche
anterior, y su bastón, que era un Penang-lawyer con peso de plomo, era
exactamente el tipo de arma que podría, con repetidos golpes, haber infligi-
do las terribles lesiones que sufrió el entrenador. Por otro lado, no había
ninguna herida en su persona, mientras que el estado del cuchillo de Straker
mostraría que al menos uno de sus atacantes debe llevar su marca. Ahí lo
tienes todo en resumen, Watson, y si puedes darme alguna luz, te estaré infi-
nitamente agradecido.
Había escuchado con el mayor interés la exposición que Holmes, con su
característica claridad, me había presentado. Aunque la mayoría de los he-
chos me eran familiares, no había apreciado suficientemente su importancia
relativa, ni su conexión entre sí.
—¿No es posible —sugerí— que la herida incisa en Straker haya sido
causada por su propio cuchillo en las convulsivas luchas que siguen a una
lesión cerebral?
—Es más que posible; es probable —dijo Holmes—. En ese caso, uno de
los principales puntos a favor del acusado desaparece.
—Y sin embargo —dije—, aún no entiendo cuál puede ser la teoría de la
policía.
—Me temo que cualquier teoría que presentemos tiene graves objeciones
—respondió mi compañero—. La policía imagina, supongo, que este Fitz-
roy Simpson, habiendo drogado al muchacho, y habiendo obtenido de algu-
na manera una llave duplicada, abrió la puerta del establo y sacó al caballo,
con la intención, aparentemente, de secuestrarlo por completo. Su brida fal-
ta, por lo que Simpson debió ponerla. Luego, habiendo dejado la puerta
abierta tras de sí, estaba llevando al caballo por el páramo cuando fue en-
contrado o alcanzado por el entrenador. Naturalmente, se produjo una pelea.
Simpson destrozó el cerebro del entrenador con su pesado bastón sin recibir
ninguna herida del pequeño cuchillo que Straker usó en defensa propia, y
luego el ladrón o condujo el caballo a algún escondite secreto, o el caballo
pudo haber huido durante la pelea, y ahora deambula por el páramo. Ese es
el caso según la policía, y aunque improbable, todas las demás explicacio-
nes son aún más improbables. Sin embargo, pronto pondré a prueba el asun-
to cuando esté en el lugar, y hasta entonces no veo cómo podemos avanzar
más allá de nuestra posición actual.
Era de noche cuando llegamos a la pequeña ciudad de Tavistock, que se
encuentra, como el centro de un escudo, en medio del enorme círculo de
Dartmoor. Dos caballeros nos esperaban en la estación: uno era un hombre
alto, rubio, con cabello y barba leoninos, y ojos azul claro curiosamente pe-
netrantes; el otro, una persona pequeña, alerta, muy ordenada y pulcra, con
un chaqué y polainas, con pequeñas patillas bien cuidadas y un monóculo.
El último era el coronel Ross, el conocido deportista; el otro, el inspector
Gregory, un hombre que estaba haciendo rápidamente su nombre en el ser-
vicio de detectives inglés.
—Estoy encantado de que haya venido, señor Holmes —dijo el coronel
—. El inspector aquí ha hecho todo lo que podría sugerirse, pero deseo no
dejar piedra sin mover en mi esfuerzo por vengar al pobre Straker y recupe-
rar mi caballo.
—¿Ha habido algún desarrollo nuevo? —preguntó Holmes.
—Lamento decir que hemos hecho muy pocos progresos —dijo el ins-
pector—. Tenemos un coche afuera, y como sin duda le gustaría ver el lugar
antes de que oscurezca, podríamos hablar mientras conducimos.
Un minuto más tarde, todos estábamos sentados en un cómodo landó, y
atravesábamos la pintoresca ciudad antigua de Devonshire. El inspector
Gregory estaba absorto en su caso, y vertía un torrente de comentarios,
mientras Holmes lanzaba una pregunta o una interjección ocasional. El co-
ronel Ross se recostó con los brazos cruzados y el sombrero inclinado sobre
sus ojos, mientras yo escuchaba con interés el diálogo de los dos detectives.
Gregory estaba formulando su teoría, que era casi exactamente lo que Hol-
mes había predicho en el tren.
—La red está bastante apretada alrededor de Fitzroy Simpson —comentó
—, y creo que él es nuestro hombre. Al mismo tiempo, reconozco que la
evidencia es puramente circunstancial, y que algún nuevo desarrollo puede
desbaratarla.
—¿Qué pasa con el cuchillo de Straker?
—Hemos llegado a la conclusión de que se hirió en su caída.
—Mi amigo el doctor Watson me hizo esa sugerencia mientras veníamos.
Si es así, iría en contra de este hombre Simpson.
—Indudablemente. No tiene cuchillo ni señal de herida. La evidencia en
su contra es ciertamente muy fuerte. Tenía un gran interés en la desapari-
ción del favorito. Está bajo sospecha de haber envenenado al mozo de esta-
blo, sin duda estuvo afuera en la tormenta, estaba armado con un bastón pe-
sado y su pañuelo fue encontrado en la mano del hombre asesinado. Real-
mente creo que tenemos suficiente para presentar ante un jurado.
Holmes sacudió la cabeza.
—Un abogado astuto destrozaría todo eso —dijo—. ¿Por qué habría de
sacar al caballo del establo? Si quisiera dañarlo, ¿por qué no hacerlo allí?
¿Se ha encontrado una llave duplicada en su posesión? ¿Qué químico le
vendió el opio en polvo? Sobre todo, ¿dónde podría esconder un caballo, y
un caballo como este, siendo un extraño en el distrito? ¿Cuál es su propia
explicación sobre el papel que quería que la sirvienta le diera al mozo de
establo?
—Dice que era un billete de diez libras. Se encontró uno en su cartera.
Pero tus otras dificultades no son tan formidables como parecen. No es un
extraño en el distrito. Ha estado dos veces alojado en Tavistock en verano.
El opio probablemente fue traído de Londres. La llave, después de haber
servido a su propósito, sería arrojada lejos. El caballo puede estar en el fon-
do de uno de los pozos o antiguas minas del páramo.
—¿Qué dice sobre el pañuelo?
—Reconoce que es suyo, y declara que lo había perdido. Pero se ha intro-
ducido un nuevo elemento en el caso que puede explicar por qué estaba lle-
vando el caballo fuera del establo.
Holmes aguzó los oídos.
—Hemos encontrado rastros que muestran que un grupo de gitanos
acampó el lunes por la noche a menos de una milla del lugar donde ocurrió
el asesinato. El martes se habían ido. Ahora, presumiendo que había algún
entendimiento entre Simpson y estos gitanos, ¿no podría haber estado lle-
vando el caballo hacia ellos cuando fue alcanzado, y no podrían tenerlo
ahora?
—Es ciertamente posible.
—El páramo está siendo peinado en busca de estos gitanos. También he
examinado todos los establos y cobertizos de Tavistock y en un radio de
diez millas.
—Hay otro establo de entrenamiento muy cerca, según entiendo.
—Sí, y ese es un factor que ciertamente no debemos descuidar. Como
Desborough, su caballo, era el segundo en las apuestas, tenían un interés en
la desaparición del favorito. Silas Brown, el entrenador, es conocido por ha-
ber hecho grandes apuestas sobre el evento, y no era amigo del pobre Stra-
ker. Sin embargo, hemos examinado los establos y no hay nada que lo co-
necte con el asunto.
—¿Y nada que conecte a este hombre Simpson con los intereses de los
establos de Mapleton?
—Nada en absoluto.
Holmes se recostó en el carruaje, y la conversación cesó. Unos minutos
más tarde, nuestro conductor se detuvo frente a una pequeña villa de ladrillo
rojo con aleros salientes que se encontraba junto al camino. A cierta distan-
cia, a través de un prado, se encontraba un largo edificio de tejas grises. En
todas las demás direcciones, las suaves curvas del páramo, de color bronce
por los helechos marchitos, se extendían hasta el horizonte, roto solo por las
agujas de Tavistock, y por un grupo de casas al oeste que marcaba los esta-
blos de Mapleton. Todos bajamos, con la excepción de Holmes, quien conti-
nuó reclinado con los ojos fijos en el cielo frente a él, completamente absor-
to en sus propios pensamientos. Solo cuando toqué su brazo se despertó con
un sobresalto violento y salió del carruaje.
—Perdón —dijo, volviéndose hacia el coronel Ross, que lo miraba con
cierta sorpresa—. Estaba soñando despierto. Había un destello en sus ojos y
una excitación contenida en su manera que me convencieron, acostumbrado
como estaba a sus modos, de que tenía una pista, aunque no podía imaginar
dónde la había encontrado.
—Quizás prefiera ir directamente al lugar del crimen, señor Holmes —
dijo Gregory.
—Creo que preferiría quedarme aquí un poco y abordar algunas cuestio-
nes de detalle. Straker fue traído aquí, supongo.
—Sí; está arriba. El juicio es mañana.
—Ha estado a su servicio durante varios años, coronel Ross.
—Siempre lo he encontrado un excelente sirviente.
—Supongo que hizo un inventario de lo que tenía en sus bolsillos en el
momento de su muerte, inspector.
—Tengo los objetos en la sala de estar, si le gustaría verlos.
—Me encantaría. Todos entramos en la sala del frente y nos sentamos al-
rededor de la mesa central mientras el inspector abría una caja de hojalata
cuadrada y colocaba un pequeño montón de cosas frente a nosotros. Había
una caja de fósforos, dos pulgadas de vela de sebo, una pipa de raíz de bre-
zo A D P, una bolsa de piel de foca con media onza de Cavendish de corte
largo, un reloj de plata con una cadena de oro, cinco soberanos en oro, un
estuche de lápiz de aluminio, algunos papeles y un cuchillo con mango de
marfil con una hoja muy delicada e inflexible marcada Weiss & Co.,
Londres.
—Este es un cuchillo muy singular —dijo Holmes, levantándolo y exa-
minándolo minuciosamente—. Supongo, al ver manchas de sangre en él,
que es el que se encontró en la mano del hombre muerto. Watson, este cu-
chillo seguramente es de tu especialidad.
—Es lo que llamamos un cuchillo de cataratas —dije.
—Lo sospechaba. Una hoja muy delicada diseñada para un trabajo muy
delicado. Una cosa extraña para que un hombre la lleve en una expedición
ruda, especialmente porque no se cerraría en su bolsillo.
—La punta estaba protegida por un disco de corcho que encontramos
junto a su cuerpo —dijo el inspector—. Su esposa nos dice que el cuchillo
había estado en la mesa de tocador, y que él lo había recogido al salir de la
habitación. Era un arma pobre, pero tal vez la mejor que pudo encontrar en
el momento.
—Muy posible. ¿Qué hay de estos papeles?
—Tres de ellos son cuentas pagadas de comerciantes de heno. Uno es
una carta de instrucciones del coronel Ross. Este otro es una cuenta de una
modista por treinta y siete libras quince hecha por Madame Lesurier, de
Bond Street, para William Derbyshire. La señora Straker nos dice que
Derbyshire era un amigo de su esposo y que ocasionalmente sus cartas se
dirigían aquí.
—Madame Derbyshire tenía gustos algo caros —comentó Holmes,
echando un vistazo a la cuenta—. Veintidós guineas es bastante caro para
un solo traje. Sin embargo, parece que no hay nada más que aprender, y
ahora podemos ir al lugar del crimen.
Al salir de la sala, una mujer que había estado esperando en el pasillo dio
un paso adelante y puso su mano en la manga del inspector. Su rostro estaba
demacrado y delgado, y ansioso, marcado con la huella de un horror
reciente.
—¿Los ha encontrado? ¿Los ha encontrado? —jadeó.
—No, señora Straker.
Pero el señor Holmes ha venido de Londres para ayudarnos, y haremos
todo lo posible.
—Seguramente lo conocí en Plymouth en una fiesta en el jardín hace al-
gún tiempo, señora Straker —dijo Holmes.
—No, señor; está equivocado.
—¡Caramba! Juraría que sí. Llevaba un traje de seda color paloma con
adornos de plumas de avestruz.
—Nunca tuve tal vestido, señor —respondió la dama.
—Ah, eso lo deja claro —dijo Holmes. Y con una disculpa, siguió al ins-
pector afuera. Un corto paseo por el páramo nos llevó al hueco donde se ha-
bía encontrado el cuerpo. Al borde del mismo estaba el arbusto de aulaga
sobre el cual se había colgado el abrigo.
—No hubo viento esa noche, ¿verdad? —dijo Holmes.
—Ninguno; pero llovió muy fuerte.
—En ese caso, el abrigo no fue arrastrado contra el arbusto, sino coloca-
do allí.
—Sí, fue puesto sobre el arbusto.
—Me llena de interés. Percibo que el suelo ha sido pisoteado bastante.
Sin duda muchos pies han estado aquí desde el lunes por la noche.
—Se ha colocado un trozo de estera aquí al lado, y todos hemos estado
sobre eso.
—Excelente.
—En esta bolsa tengo una de las botas que llevaba Straker, uno de los za-
patos de Fitzroy Simpson, y una herradura de Silver Blaze.
—Mi querido inspector, ¡te superas a ti mismo! —Holmes tomó la bolsa,
y descendiendo al hueco, empujó la estera a una posición más central. Lue-
go, estirándose sobre su rostro y apoyando su barbilla en sus manos, hizo un
estudio minucioso del barro pisoteado frente a él.
—¡Hola! —dijo de repente—. ¿Qué es esto?
Era una cerilla de cera medio quemada, tan cubierta de barro que al prin-
cipio parecía una pequeña astilla de madera.
—No puedo pensar cómo la pasé por alto —dijo el inspector, con una ex-
presión de molestia.
—Estaba invisible, enterrada en el barro. Solo la vi porque la estaba
buscando.
—¿Qué? ¿Esperaba encontrarla?
—Pensé que no era improbable.
Sacó las botas de la bolsa y comparó las impresiones de cada una de ellas
con las marcas en el suelo. Luego subió al borde del hueco y se arrastró en-
tre los helechos y arbustos.
—Me temo que no hay más huellas —dijo el inspector—. He examinado
el suelo muy cuidadosamente durante cien yardas en cada dirección.
—¡De veras! —dijo Holmes, levantándose—. No tendría la impertinen-
cia de hacerlo de nuevo después de lo que dices. Pero me gustaría dar un
pequeño paseo por el páramo antes de que oscurezca, para conocer el te-
rreno para mañana, y creo que me llevaré esta herradura en el bolsillo por
suerte.
El coronel Ross, que había mostrado algunos signos de impaciencia ante
el método tranquilo y sistemático de trabajo de mi compañero, miró su
reloj.
—Desearía que volviera conmigo, inspector —dijo—. Hay varios puntos
sobre los que quisiera su consejo, y especialmente en cuanto a si no debe-
mos al público retirar el nombre de nuestro caballo de las inscripciones para
la Copa.
—Ciertamente no —exclamó Holmes, con decisión—. Dejaría que el
nombre se mantuviera.
El coronel inclinó la cabeza.
—Me alegra mucho haber tenido su opinión, señor —dijo—. Nos encon-
trará en la casa del pobre Straker cuando haya terminado su paseo, y pode-
mos conducir juntos a Tavistock.
Regresó con el inspector, mientras Holmes y yo caminábamos lentamente
por el páramo. El sol comenzaba a ponerse detrás de los establos de Maple-
ton, y la larga llanura inclinada frente a nosotros se teñía de oro, profundi-
zando en ricos tonos marrones rojizos donde los helechos y zarzas marchi-
tos captaban la luz de la tarde. Pero las glorias del paisaje se desperdiciaban
en mi compañero, que estaba sumido en sus más profundos pensamientos.
—Es así, Watson —dijo al fin—. Podemos dejar por ahora la cuestión de
quién mató a John Straker, y concentrarnos en averiguar qué ha sido del ca-
ballo. Ahora, suponiendo que se escapó durante o después de la tragedia,
¿adónde podría haber ido? El caballo es una criatura muy gregaria. Si se le
deja solo, sus instintos habrían sido o volver a King's Pyland o ir a Maple-
ton. ¿Por qué iba a correr salvaje por el páramo? Seguramente lo habrían
visto ya. ¿Y por qué iban a secuestrarlo los gitanos? Estas personas siempre
desaparecen cuando oyen problemas, ya que no desean ser molestadas por
la policía. No podrían esperar vender tal caballo. Correrían un gran riesgo y
no ganarían nada al llevárselo. Seguramente eso está claro.
—¿Dónde está, entonces?
—Ya he dicho que debe haber ido a King's Pyland o a Mapleton. No está
en King's Pyland. Por lo tanto, está en Mapleton. Tomemos eso como una
hipótesis de trabajo y veamos a dónde nos lleva. Esta parte del páramo,
como comentó el inspector, es muy dura y seca. Pero desciende hacia Ma-
pleton, y puedes ver desde aquí que hay un largo hueco allá, que debe haber
estado muy mojado el lunes por la noche. Si nuestra suposición es correcta,
entonces el caballo debe haber cruzado eso, y ahí es donde deberíamos bus-
car sus huellas.
Habíamos estado caminando rápidamente durante esta conversación, y
unos minutos más nos llevaron al hueco en cuestión. A pedido de Holmes,
caminé por la orilla a la derecha, y él a la izquierda, pero no había dado cin-
cuenta pasos antes de oírle dar un grito, y verlo agitando su mano hacia mí.
La huella de un caballo estaba claramente delineada en la tierra blanda fren-
te a él, y la herradura que sacó de su bolsillo encajaba exactamente en la
impresión.
—Ve el valor de la imaginación —dijo Holmes—. Es la única cualidad
que le falta a Gregory. Imaginamos lo que podría haber pasado, actuamos
sobre la suposición, y nos encontramos justificados. Continuemos.
Cruzamos el fondo pantanoso y pasamos por un cuarto de milla de cés-
ped seco y duro. Nuevamente el suelo descendía, y nuevamente encontra-
mos las huellas. Luego las perdimos por media milla, pero solo para volver
a encontrarlas cerca de Mapleton. Fue Holmes quien las vio primero, y se
quedó señalando con una expresión de triunfo en su rostro. La huella de un
hombre era visible junto a la del caballo.
—El caballo estaba solo antes —grité.
—Exactamente. Estaba solo antes. ¡Hola, qué es esto!
El doble rastro giraba bruscamente y tomaba la dirección de King's Py-
land. Holmes silbó, y ambos seguimos tras él. Sus ojos estaban en el rastro,
pero yo miré un poco hacia un lado, y vi con sorpresa las mismas huellas
regresando en la dirección opuesta.
—Una para ti, Watson —dijo Holmes, cuando se lo señalé—. Nos has
ahorrado una larga caminata, que nos habría llevado de regreso sobre nues-
tras propias huellas. Sigamos el rastro de regreso.
No tuvimos que ir lejos. Terminaba en el pavimento de asfalto que lleva-
ba a las puertas de los establos de Mapleton. Al acercarnos, un mozo salió
corriendo de ellos.
—No queremos vagabundos por aquí —dijo.
—Solo quería hacer una pregunta —dijo Holmes, con su dedo y pulgar
en el bolsillo de su chaleco—. ¿Sería demasiado temprano para ver a su
maestro, el señor Silas Brown, si viniera a las cinco de la mañana?
—¡Dios lo bendiga, señor, si alguien está despierto, él lo estará, porque
siempre es el primero en moverse. Pero aquí está, señor, para responder sus
preguntas por sí mismo. No, señor, no, es tanto como mi trabajo vale dejar
que me vea tocar su dinero. Después, si quiere.
Mientras Sherlock Holmes guardaba el medio penique que había sacado
de su bolsillo, un hombre de aspecto feroz y mayor salió de la puerta con un
látigo de caza balanceándose en su mano.
—¿Qué es esto, Dawson? —gritó—. ¡Nada de chismes! ¡A tu trabajo! Y
tú, ¿qué demonios quieres aquí?
—Diez minutos de charla contigo, buen señor —dijo Holmes con la voz
más dulce.
—No tengo tiempo para hablar con cada vagabundo. No queremos extra-
ños aquí. Lárgate, o podrías encontrar un perro a tus talones.
Holmes se inclinó y susurró algo al oído del entrenador. Este se estreme-
ció violentamente y enrojeció hasta las sienes.
—¡Es una mentira! —gritó—, ¡una maldita mentira!
—Muy bien. ¿Discutimos esto aquí en público o lo hablamos en tu sala?
—Oh, entra si quieres.
Holmes sonrió.
—No te llevaré más de unos minutos, Watson —dijo—. Ahora, señor
Brown, estoy a su disposición.
Pasaron veinte minutos, y los rojos se habían desvanecido en grises antes
de que Holmes y el entrenador reaparecieran. Nunca he visto un cambio tan
grande como el que se había producido en Silas Brown en ese corto tiempo.
Su rostro estaba pálido como la ceniza, gotas de sudor brillaban en su fren-
te, y sus manos temblaban hasta que el látigo de caza se agitaba como una
rama en el viento. Su manera de bravucón y prepotente también había des-
aparecido, y se arrastraba junto a mi compañero como un perro con su amo.
—Sus instrucciones serán cumplidas. Todo se hará —dijo.
—No debe haber ningún error —dijo Holmes, mirándolo alrededor. El
otro se estremeció al leer la amenaza en sus ojos.
—Oh no, no habrá ningún error. Estará allí. ¿Debería cambiarlo primero
o no?
Holmes pensó un poco y luego estalló en risas.
—No, no lo hagas; te escribiré sobre eso. Nada de trucos, ahora, o...
—Oh, puede confiar en mí, puede confiar en mí.
—Sí, creo que puedo. Bueno, oirá de mí mañana. —Se volvió sobre sus
talones, desatendiendo la mano temblorosa que el otro le extendía, y nos
dirigimos a King's Pyland.
—Un compuesto más perfecto de bravucón, cobarde y rastrero que el se-
ñor Silas Brown rara vez he encontrado —comentó Holmes mientras cami-
nábamos juntos.
—¿Tiene el caballo, entonces?
—Intentó intimidarme, pero le describí tan exactamente sus acciones de
esa mañana que está convencido de que lo estaba observando. Por supuesto,
observaste los dedos particularmente cuadrados en las impresiones, y que
sus propias botas coincidían exactamente con ellos. De nuevo, por supuesto,
ningún subordinado se habría atrevido a hacer tal cosa. Le describí cómo,
según su costumbre, fue el primero en levantarse, vio un caballo extraño
vagando por el páramo. Cómo salió a él, y su asombro al reconocer, por la
frente blanca que le ha dado al favorito su nombre, que la casualidad había
puesto en su poder el único caballo que podría vencer al que él había apos-
tado su dinero. Luego le describí cómo su primer impulso fue llevarlo de
regreso a King's Pyland, y cómo el diablo le mostró cómo podría esconder
el caballo hasta que pasara la carrera, y cómo lo llevó de regreso y lo escon-
dió en Mapleton. Cuando le conté cada detalle, se rindió y solo pensó en
salvar su propia piel.
—¿Pero no se registraron sus establos?
—Oh, un viejo estafador de caballos como él tiene muchos trucos.
—¿Pero no tienes miedo de dejar el caballo en su poder ahora, ya que tie-
ne todo el interés en dañarlo?
—Mi querido amigo, lo protegerá como la niña de sus ojos. Sabe que su
única esperanza de misericordia es producirlo a salvo.
—El coronel Ross no me impresionó como un hombre que mostraría mu-
cha misericordia en cualquier caso.
—El asunto no depende del coronel Ross. Sigo mis propios métodos, y
digo tanto o tan poco como elijo. Esa es la ventaja de ser no oficial. No sé si
lo notaste, Watson, pero el modo del coronel ha sido un poco arrogante con-
migo. Ahora me inclino a tener un poco de diversión a su costa. No le digas
nada sobre el caballo.
—Por supuesto que no sin tu permiso.
—Y por supuesto esto es solo un punto menor comparado con la cuestión
de quién mató a John Straker.
—¿Y te dedicarás a eso?
—Al contrario, ambos regresamos a Londres en el tren nocturno.
Me quedé atónito con las palabras de mi amigo. Solo habíamos estado
unas pocas horas en Devonshire, y que renunciara a una investigación que
había comenzado tan brillantemente era completamente incomprensible
para mí. No pude sacarle una palabra más hasta que regresamos a la casa
del entrenador. El coronel y el inspector nos estaban esperando en el salón.
—Mi amigo y yo regresamos a la ciudad en el expreso nocturno —dijo
Holmes—. Hemos tenido un encantador respiro de su hermoso aire de
Dartmoor.
El inspector abrió los ojos, y el labio del coronel se curvó en una mueca.
—Así que desespera de arrestar al asesino del pobre Straker —dijo él.
Holmes se encogió de hombros.
—Ciertamente hay grandes dificultades en el camino —dijo—. Sin em-
bargo, tengo todas las esperanzas de que su caballo compita el martes, y le
ruego que tenga a su jockey preparado. ¿Podría pedir una fotografía del se-
ñor John Straker?
El inspector sacó una de un sobre y se la entregó.
—Mi querido Gregory, anticipas todas mis necesidades. Si me permite
esperar aquí un instante, tengo una pregunta que me gustaría hacerle a la
criada.
—Debo decir que estoy bastante decepcionado con nuestro consultor de
Londres —dijo el coronel Ross, francamente, mientras mi amigo salía de la
habitación—. No veo que hayamos avanzado desde que llegó.
—Al menos tiene su garantía de que su caballo correrá —dije.
—Sí, tengo su garantía —dijo el coronel, encogiéndose de hombros—.
Preferiría tener el caballo.
Estaba a punto de hacer algún comentario en defensa de mi amigo cuan-
do él volvió a entrar en la habitación.
—Ahora, caballeros —dijo—, estoy listo para ir a Tavistock.
Cuando subimos al carruaje, uno de los mozos de establo nos sostuvo la
puerta. A Holmes pareció ocurrírsele una idea repentina, pues se inclinó y
tocó al mozo en la manga.
—Tienen algunas ovejas en el prado —dijo—. ¿Quién se encarga de
ellas?
—Yo, señor.
—¿Ha notado algo extraño en ellas últimamente?
—Bueno, señor, nada de mucha importancia; pero tres de ellas se han
quedado cojas, señor.
Pude ver que Holmes estaba extremadamente complacido, pues se rió en-
tre dientes y se frotó las manos.
—Un disparo lejano, Watson; un disparo muy lejano —dijo, pellizcándo-
me el brazo—. Gregory, permíteme recomendarte que prestes atención a
esta singular epidemia entre las ovejas. ¡Adelante, cochero!
El coronel Ross aún tenía una expresión que mostraba la pobre opinión
que había formado de la habilidad de mi compañero, pero vi en la cara del
inspector que su atención había sido agudamente despertada.
—¿Considera eso importante? —preguntó.
—Excesivamente.
—¿Hay algún punto al que desee que preste mi atención?
—Al curioso incidente del perro durante la noche.
—El perro no hizo nada durante la noche.
—Ese fue el curioso incidente —comentó Sherlock Holmes.
Cuatro días después, Holmes y yo estábamos nuevamente en el tren, rum-
bo a Winchester para ver la carrera de la Copa Wessex. El coronel Ross nos
encontró por cita previa fuera de la estación, y nos llevó en su carruaje hasta
el hipódromo más allá de la ciudad. Su rostro estaba grave y su manera era
extremadamente fría.
—No he visto nada de mi caballo —dijo.
—Supongo que lo reconocerá cuando lo vea —preguntó Holmes.
El coronel se enojó mucho.
—He estado en el turf durante veinte años, y nunca antes me habían he-
cho una pregunta como esa —dijo—. Un niño reconocería a Silver Blaze,
con su frente blanca y su pata delantera moteada.
—¿Cómo van las apuestas?
—Bueno, esa es la parte curiosa. Podías obtener quince a uno ayer, pero
el precio ha ido bajando y bajando, hasta que apenas puedes obtener tres a
uno ahora.
—¡Hum! —dijo Holmes—. Alguien sabe algo, eso está claro.
Cuando el carruaje se detuvo en el recinto cerca de la tribuna, eché un
vistazo a la tarjeta para ver las inscripciones.
Placa Wessex [se leía] 50 sovs cada uno h ft con 1000 sovs añadidos para
caballos de cuatro y cinco años. Segundo, £300. Tercero, £200. Nuevo reco-
rrido (una milla y cinco furlongs).
- El Negro de Mr. Heath Newton. Gorro rojo. Chaqueta canela.
- Pugilist del coronel Wardlaw. Gorro rosa. Chaqueta azul y negra.
- Desborough de Lord Backwater. Gorro y mangas amarillas.
- Silver Blaze del coronel Ross. Gorro negro. Chaqueta roja.
- Iris del duque de Balmoral. Rayas amarillas y negras.
- Rasper de Lord Singleford. Gorro púrpura. Mangas negras.
—Retiramos a nuestro otro caballo, y pusimos todas las esperanzas en su
palabra —dijo el coronel—. ¿Qué es eso? ¿Silver Blaze favorito?
—¡Cinco a cuatro contra Silver Blaze! —rugió la multitud.
—¡Cinco a cuatro contra Silver Blaze! ¡Cinco a quince contra Desbo-
rough! ¡Cinco a cuatro en el campo!
—Ahí están los números —grité—. Están los seis ahí.
—¿Los seis ahí? Entonces mi caballo está corriendo —gritó el coronel
con gran agitación—. Pero no lo veo. Mis colores no han pasado.
—Solo cinco han pasado. Debe ser él.
Mientras hablaba, un poderoso caballo bayo salió del recinto de pesaje y
pasó al galope junto a nosotros, llevando en su lomo los conocidos colores
negro y rojo del coronel.
—Ese no es mi caballo —gritó el dueño—. Esa bestia no tiene un solo
pelo blanco en su cuerpo. ¿Qué es esto que ha hecho, señor Holmes?
—Bueno, bueno, veamos cómo le va —dijo mi amigo, imperturbable.
Durante unos minutos observó a través de mis prismáticos. —¡Magnífico!
¡Un excelente comienzo! —exclamó de repente—. ¡Ahí vienen, rodeando la
curva!
Desde nuestro carruaje teníamos una vista magnífica mientras subían por
la recta. Los seis caballos estaban tan juntos que se podría haber cubierto
con una alfombra, pero a mitad de camino, el amarillo del establo de Ma-
pleton se mostraba al frente. Sin embargo, antes de que llegaran a nosotros,
el impulso de Desborough se agotó, y el caballo del coronel, avanzando con
fuerza, cruzó la meta con una ventaja de seis largos sobre su rival, mientras
que Iris, del duque de Balmoral, llegaba en un mal tercer lugar.
—Es mi carrera, de todos modos —jadeó el coronel, pasándose la mano
por los ojos—. Confieso que no puedo entender nada. ¿No cree que ha man-
tenido su misterio el tiempo suficiente, señor Holmes?
—Ciertamente, coronel, sabrá todo. Vamos a dar una vuelta y ver el caba-
llo juntos. Aquí está —continuó, mientras nos dirigíamos al recinto de pesa-
je, donde solo los dueños y sus amigos tienen acceso—. Solo tiene que la-
var su cara y su pata con alcohol, y verá que es el mismo viejo Silver Blaze
de siempre.
—¡Me deja sin aliento!
—Lo encontré en manos de un estafador, y me tomé la libertad de hacer-
lo correr tal como fue enviado.
—Mi querido señor, ha hecho maravillas. El caballo se ve muy bien y en
forma. Nunca ha corrido mejor en su vida. Le debo mil disculpas por haber
dudado de su habilidad. Me ha prestado un gran servicio al recuperar mi ca-
ballo. Me haría un mayor servicio aún si pudiera atrapar al asesino de John
Straker.
—Ya lo he hecho —dijo Holmes tranquilamente.
El coronel y yo lo miramos asombrados.
—¡Lo ha atrapado! ¿Dónde está entonces?
—Aquí.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—En mi compañía en este momento.
El coronel se sonrojó de enojo.
—Reconozco que le estoy en deuda, señor Holmes —dijo—, pero debo
considerar lo que acaba de decir como una broma muy pesada o un insulto.
Sherlock Holmes se rió.
—Le aseguro que no lo he asociado con el crimen, coronel —dijo—. El
verdadero asesino está justo detrás de usted. —Pasó al lado y puso su mano
sobre el lustroso cuello del pura sangre.
—¡El caballo! —exclamamos el coronel y yo.
—Sí, el caballo. Y puede atenuar su culpa si digo que lo hizo en defensa
propia, y que John Straker era un hombre completamente indigno de su
confianza. Pero ahí suena la campana, y como tengo una pequeña apuesta
en la próxima carrera, dejaré una explicación detallada para un momento
más oportuno.
Teníamos la esquina de un vagón Pullman para nosotros solos esa noche
mientras regresábamos a Londres, y me imagino que el viaje fue corto tanto
para el coronel Ross como para mí, mientras escuchábamos la narración de
nuestro compañero sobre los eventos que ocurrieron en los establos de en-
trenamiento de Dartmoor la noche del lunes, y los medios por los cuales los
había desenredado.
—Confieso —dijo— que cualquier teoría que hubiera formado a partir de
los informes de los periódicos era completamente errónea. Y sin embargo,
había indicios allí, si no hubieran sido oscurecidos por otros detalles que
ocultaban su verdadero significado. Fui a Devonshire con la convicción de
que Fitzroy Simpson era el verdadero culpable, aunque, por supuesto, vi
que la evidencia en su contra no era de ningún modo concluyente. Fue
mientras estaba en el carruaje, justo cuando llegamos a la casa del entrena-
dor, que se me ocurrió la enorme importancia del cordero al curry. Recorda-
rá que estaba distraído, y permanecí sentado después de que todos ustedes
habían descendido. Me maravillaba en mi mente cómo podía haber pasado
por alto una pista tan obvia.
—Confieso —dijo el coronel— que incluso ahora no veo cómo nos
ayuda.
—Fue el primer eslabón en mi cadena de razonamiento. El opio en polvo
no es en absoluto insípido. El sabor no es desagradable, pero es perceptible.
Si se mezclara con cualquier plato ordinario, el comensal lo detectaría sin
duda, y probablemente no comería más. Un curry era exactamente el medio
que disfrazaría este sabor. De ninguna manera posible este extraño, Fitzroy
Simpson, podría haber causado que se sirviera curry en la familia del entre-
nador esa noche, y es seguramente demasiado monstruoso suponer que lle-
gó con opio en polvo justo la noche en que se sirvió un plato que disfrazaría
el sabor. Eso es impensable. Por lo tanto, Simpson queda eliminado del
caso, y nuestra atención se centra en Straker y su esposa, las únicas dos per-
sonas que podrían haber elegido cordero al curry para la cena de esa noche.
El opio se añadió después de que el plato se apartó para el mozo de establo,
ya que los demás tomaron lo mismo para la cena sin ningún efecto. ¿Cuál
de ellos, entonces, tuvo acceso a ese plato sin que la sirvienta los viera?
—Antes de decidir esa cuestión, comprendí la importancia del silencio
del perro, porque una inferencia verdadera sugiere invariablemente otras. El
incidente Simpson me había mostrado que se mantenía un perro en los esta-
blos, y sin embargo, aunque alguien había estado allí y había sacado un ca-
ballo, no ladró lo suficiente como para despertar a los dos muchachos en el
desván. Obviamente, el visitante de medianoche era alguien a quien el perro
conocía bien.
—Ya estaba convencido, o casi convencido, de que John Straker había
bajado a los establos en la oscuridad de la noche y había sacado a Silver
Blaze. ¿Con qué propósito? Obviamente, con un propósito deshonesto, o
¿por qué iba a drogar a su propio mozo de establo? Y sin embargo, no sabía
por qué. Ha habido casos en los que entrenadores se han asegurado grandes
sumas de dinero apostando contra sus propios caballos, a través de agentes,
y luego impidiendo que ganen mediante fraude. A veces es un jockey que
tira de las riendas. A veces es un medio más seguro y sutil. ¿Qué era aquí?
Esperaba que el contenido de sus bolsillos me ayudara a formarme una
conclusión.
—Y lo hicieron. No puedes haber olvidado el singular cuchillo que se en-
contró en la mano del hombre muerto, un cuchillo que ciertamente ningún
hombre sensato elegiría como arma. Era, como nos dijo el doctor Watson,
un tipo de cuchillo que se usa para las operaciones más delicadas conocidas
en cirugía. Y iba a ser usado para una operación delicada esa noche. Debes
saber, con tu amplia experiencia en asuntos de turf, coronel Ross, que es po-
sible hacer una pequeña incisión en los tendones del corvejón de un caballo,
y hacerlo subcutáneamente, de manera que no quede absolutamente ningún
rastro. Un caballo así tratado desarrollaría una ligera cojera, que se atribui-
ría a una tensión en el ejercicio o a un toque de reumatismo, pero nunca a
un juego sucio.
—¡Villano! ¡Canalla! —gritó el coronel.
—Aquí tenemos la explicación de por qué John Straker deseaba sacar al
caballo al páramo. Una criatura tan vivaz ciertamente habría despertado al
más profundo de los durmientes cuando sintiera el pinchazo del cuchillo.
Era absolutamente necesario hacerlo al aire libre.
—¡He sido ciego! —gritó el coronel—. Por supuesto, por eso necesitaba
la vela, y encendió el fósforo.
—Sin duda. Pero al examinar sus pertenencias, tuve la suerte de descu-
brir no solo el método del crimen, sino incluso sus motivos. Como hombre
de mundo, coronel, sabe que los hombres no llevan consigo las facturas de
otras personas en sus bolsillos. La mayoría de nosotros tenemos bastante
con resolver nuestras propias cuentas. Concluí de inmediato que Straker lle-
vaba una doble vida, y mantenía un segundo hogar. La naturaleza de la fac-
tura mostraba que había una dama en el caso, y una con gustos caros. Por
generoso que sea con sus sirvientes, no se puede esperar que puedan com-
prar vestidos de paseo de veinte guineas para sus damas. Cuestioné a la se-
ñora Straker sobre el vestido sin que ella lo supiera, y habiéndome asegura-
do de que nunca llegó a sus manos, tomé nota de la dirección de la modista,
y sentí que al llamar allí con la fotografía de Straker podría deshacerme fá-
cilmente del mítico Derbyshire.
—A partir de ese momento todo fue claro. Straker había sacado al caba-
llo a un hueco donde su luz sería invisible. Simpson, en su huida, había de-
jado caer su pañuelo, y Straker lo había recogido, tal vez con la idea de que
podría usarlo para asegurar la pata del caballo. Una vez en el hueco, se ha-
bía puesto detrás del caballo y había encendido una luz; pero la criatura,
asustada por el resplandor repentino, y con el extraño instinto de los anima-
les de sentir que se intentaba alguna maldad, había lanzado una patada, y la
herradura de acero había golpeado a Straker en plena frente. Ya se había
quitado el abrigo, a pesar de la lluvia, para realizar su delicada tarea, y así,
al caer, su cuchillo le hizo un corte en el muslo. ¿Lo he dejado claro?
—¡Maravilloso! —exclamó el coronel—. ¡Maravilloso! ¡Podría haber
estado allí!
—Mi disparo final fue, lo confieso, un disparo muy largo. Me pareció que
un hombre tan astuto como Straker no emprendería esta delicada tarea de
cortar tendones sin un poco de práctica. ¿En qué podría practicar? Mis ojos
se posaron en las ovejas, y hice una pregunta que, para mi sorpresa, demos-
tró que mi suposición era correcta.
—Cuando volví a Londres, visité a la modista, quien reconoció a Straker
como un excelente cliente con el nombre de Derbyshire, quien tenía una es-
posa muy elegante, con una fuerte inclinación por los vestidos caros. No
tengo duda de que esta mujer lo había sumido en deudas, y así lo llevó a
este miserable complot.
—Ha explicado todo menos una cosa —exclamó el coronel—.
—¿Dónde estaba el caballo?
—Ah, huyó, y fue cuidado por uno de sus vecinos. Debemos tener una
amnistía en esa dirección, creo. Esta es Clapham Junction, si no me equivo-
co, y estaremos en Victoria en menos de diez minutos. Si le apetece fumar
un cigarro en nuestras habitaciones, coronel, estaré encantado de darle cual-
quier otro detalle que pueda interesarle.
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