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Polarización, Clases Sociales y Grandes Potencias en El Final Del Mundo Oligárquico

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Polarización, clases sociales y grandes potencias en el final del mundo

oligárquico

Gregorio Alonso
University of Leeds

La crisis de la década de 1930 fue demasiado


abrumadora para poder atribuirla exclusivamente
a la acción o a la inacción individual.
E.H, The Twenty Years’ Crisis (2001 [1939], p. 39)

Los tres términos que dan título a este texto remiten a los ejes explicativos de la
compresión contemporánea de los fenómenos y entidades ligados a la llamada guerra civil europea
o la crisis de los veinte años que transcurre entre 1919 y 1939. El periodo se caracterizó por una
intensa movilización política y propagandística en la que la schimittiana dialéctica entre amigo y
enemigo pareció ocupar el núcleo del imaginario político colectivo en la Europa devastada por la
Gran Guerra. Por un lado, las adscripciones identitarias de clase y la militancia obrerista alcanzaron
su cenit en los países del continente europeo, fuera a través de grupos socialistas, comunistas,
anarquistas o tradicionalistas y fascistas. Por otro, el tratado de Versalles (1919) lejos de sellar la paz,
como bien señaló desde su privilegiado puesto en la Foreign Office el diplomático, sovietólogo e
historiador inglés Edward H. Carr, había dado inicio a la victoria (Carr, 2001 [1939]). La dureza de
las sanciones aplicadas contra Alemania, la desmembración de los imperios austro-húngaro y
otomano, así como las disputas sobre los territorios coloniales en África, marcaron el contexto
internacional de la Europa de entreguerras caracterizado por la reedición y la revisión de las alianzas
prebélicas. El nuevo orden internacional bajo dominio aliado dio también cabida a nuevos y
renovados actores políticos y sociales que hicieron del conflicto constante su modus vivendi. La
superación de los traumas de la Gran Guerra encontró respuestas similares en los distintos marcos
nacionales y se vio enmarcada en un contexto similar al descrito por la noción de “política
absoluta”, por utilizar la expresión del sociólogo y politólogo italiano Alessandro Pizzorno (1987).
En su caracterización de dicho escenario político y social Pizzorno plantea la necesidad sentida por
todos los agentes implicados de marcar los límites de las identidades colectivas, de trazar las líneas
maestras que separan a “ellos” de “nosotros”. Por otra parte, una vez generada esa situación,
cualquier toma de partido tanto en la esfera privada como pública se convierte un tanto
mecánicamente en una decisión política vinculante, que remite a los bienes intangibles y a los
intereses innegociables que dotan de sentido a los sujetos y a las comunidades enfrentadas. Dicho
de otra manera, una vez instalada esa mentalidad de asedio que conlleva a la constante reafirmación
de los sujetos enfrascados en un juego de suma cero, donde la ganancia de unos implica
directamente la pérdida para otros. En un orden de cosas así el consenso se hace imposible y el
acuerdo deviene quimera. La situación internacional posterior a la Gran Guerra, que empeoraría
una década después por la Gran Depresión, generó un escenario que bien se puede asimilar a la
situación descrita por Pizzorno. Tanto a escala nacional, como internacional, como se verá a
continuación.

Navajas Zubeldia, Carlos e Iturriaga Barco, Diego (eds.): Coetánea. Actas del III Congreso Internacional de 43
Historia de Nuestro Tiempo. Logroño: Universidad de La Rioja, 2012, pp. 43-54.
POLARIZACIÓN, CLASES SOCIALES Y GRANDES POTENCIAS EN EL FINAL DEL MUNDO
OLIGÁRQUICO

A todo ello remite también el primer término que se va a analizar en este texto, el de
polarización. Este concepto se toma prestado de las ciencias físicas, donde alude a la alteración de la
refracción y reflexión de los rayos lumínicos, y aquí se utiliza para designar la radicalización de las
actitudes, las ideas y los métodos de acción de los partidos, de los grupos sociales y de los gobiernos
europeos entre 1919 y 1939. También se ha utilizado a menudo como variable independiente para
dar cuenta de la reedición de la carnicería europea que comenzó en el otoño de 1939. Según la
versión más extendida de la tesis a la que da fundamento, la crisis financiera internacional abierta
por el jueves negro neoyorkino de 1929, la humillación sufrida por Alemania, así como el
vertiginoso crecimiento de la influencia soviética, empujaron a los europeos hacia el abismo del
partidismo extremo y la ruptura de amarras con los tibios. Las cuentas pendientes se sumaron a las
cuentas sin saldar en una mecánica de afirmación-agresión-destrucción donde no había sitio para
componendas ni paños calientes.
A los motivos expuestos habría que sumar el auge imparable de la conciencia y las
organizaciones de clase. La clase obrera, tras haber pagado su cuota en sangre entre 1914 y 1919, se
vio crecientemente incorporada a la vida pública y política. Los obreros conscientes fueron
encuadrados y disciplinados por partidos y sindicatos de clase que abogaban, en mayor o menor
medida, por la implantación de sistemas sociopolíticos más justos que coadyuvaran a superar las
aporías del capitalismo con liberalismo que tantos estómagos y almas vacías estaba dejando.
La sensación generalizada era, por lo tanto, que el liberalismo oligárquico prebélico habían
fracasado estrepitosamente en los campos de batalla de la Gran Guerra y que sus clases dirigentes
habían perdido su legitimidad y capacidad rectora en la época de política de masas. La Gran Guerra
movilizó más de cincuenta millones hombres, provocó ocho millones de muertos y dejó veintiún
millones de heridos y mutilados (Mazover 1998, p. IX). Tan alto grado de devastación generó un
amplio abanico de consecuencias aunque, en un primer momento, el foco del análisis se centrará en
las de carácter sociopolítico. En este sentido, las nuevas formas de organización y movilización de
intereses colectivos y de clase llegaron a romper el estrecho molde parlamentario dominado por
unas clases medias atemorizadas e incapaces de liderar las naciones a las que decían representar, en
su momento más delicado. Peor aún, a juicio de muchos observadores contemporáneos las habían
llevado al mayor desastre desde la era napoleónica.
La amenaza bolchevique, por otra parte, no podía ser conjurada con mecanismos
anticuados. Nuevo era el peligro y nuevas también debían de ser las respuestas. El descrédito de la
política de los notables dio paso a la aparición de diversas variantes de las llamadas religiones
políticas: principalmente bolchevismo y fascismo. Ubicadas también en esos extremos de los que
habló Eric Hobsbawm aparecieron dictaduras autoritarias de corte más tradicional durante la
década de 1920 como la portuguesa, la polaca, la húngara, la italiana, la griega y la yugoslava
(Hobsbawm, 1993).
Como bien pone de relieve el profesor Francisco Romero en su contribución a este
volumen, la situación española no fue en absoluto ajena a dicha tendencia global. La dictadura de
Primo de Rivera, con sus claras resonancias fascistoides, constituyó junto con el régimen de
Antonio Salazar la respuesta ibérica a la crisis posbélica europea y obtuvo, al menos en sus cuatro
primeros años, un discreto registro de éxitos. Al menos si reducimos el análisis al crecimiento de la
inversión pública, a la expansión de la actividad estatal y a un moderado aumento de la
alfabetización fruto del incremento de número de escuelas. Aquella modernización reaccionaria y
antidemocrática bebía directamente de fuentes italianas. Ahora bien, como también señaló con
acierto Alejandro Quiroga, la situación era equiparable a las vividas en varios países de la Europa
Central y del Este en la década de 1920, que no fueron en absoluto ajenos a las tensiones
acumuladas tras la guerra iniciada en 1914 (Quiroga, 2007, p. 1). No obstante, el objetivo aquí no es
ahondar en el caso español sino esbozar líneas maestras de interpretación de fenómenos político-
sociales que sacudieron a Occidente en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales del
siglo XX. Dos largas décadas en las que progresivamente patronos y obreros, vencedores y
vencidos, antiguos imperios y nuevas naciones, además de millones de desplazados, buscaron
definir su lugar y su papel en un mundo que fue acercándose de nuevo a la confrontación de la
mano de intensa propaganda, militarización y dialéctica belicista. La desigualdad rampante, la

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GREGORIO ALONSO

inestabilidad política, la inflación y la carestía con la se iniciaron la segunda de esas dos décadas
poco hicieron para evitar la repetición de la carnicería.
No obstante, esta visión de lo sucedido deja fuera importantes realidades que también
tuvieron lugar en el continente europeo en aquellos mismos años. Si fijamos la atención más de
cerca en lo sucedido en los años 1930, la visión en blanco y negro se tiñe de gris. Principalmente
por dos motivos esenciales: por la existencia de pactos y alianzas entre clases sociales que
desdibujan los trazos firmes de la teoría de la polarización y, en segundo lugar, por la emergencia y
aplicación de una política exterior basada en pragmáticos principios realistas que dedicó sus
esfuerzos al apaciguamiento de las potencias nazi-fascistas y a su contención.
Los trabajos anteriormente mencionados de Edward Carr y de Gregory Leubbert, desde
perspectivas distintas y momentos distantes entre sí, han hecho una contribución sustancial a una
comprensión más sofisticada de la Europa de entreguerras. Carr, en primer lugar, describió el
cambiante mundo de las relaciones internacionales en un periodo crucial de delimitación de esferas
de influencia en Europa y en el mundo colonial desde el lugar privilegiado de los círculos
diplomáticos. Leubbert, por su parte, calibró en su magistral contribución la influencia de la
cooperación o la hostilidad entre clases sociales como variables determinantes a la hora de
conservar sistemas de democracia liberal o en la instalación del fascismo. Su alambicado expediente
analítico le permitió establecer claras diferencias entre los países centroeuropeos, escandinavos y
mediterráneos a la hora de explicar los cambios de gobierno y de régimen que padecieron en el
periodo de entreguerras (Leubbert, 1991).
En cuanto a la alta política internacional, las viejas potencias europeas, y sobre todo el
Reino Unido, desterraron la idea utópica de una supuesta y natural harmonía de intereses entre los
miembros de la comunidad internacional que inspiró la creación de la Sociedad de Naciones
(Leubbert, 1991, pp. 71-75), del mismo modo que hubieron de hacerlo con la supuesta armonía de
intereses entre clases. Aun así, tanto Francia como el Reino Unido, pero incluso la Rusia de Stalin,
trataron de apaciguar a Hitler y a Mussolini, ya fuera dejándoles invadir Etiopia, intervenir
libremente en la guerra civil española, o bien repartiéndose con Hitler las esferas de influencia en la
Europa nórdica, central y oriental. Aun así, hoy sabemos que todos aquellos intentos de contención
fueron a la postre vanos. El miedo al comunismo fue mucho mayor que su cacareado desprecio del
nazi-fascismo. Es ese realismo sobre el que teorizó Carr pero que, por desgracia, ofreció pocas
respuestas para preguntas claves del momento tales como ¿sobre qué argumentos racionales se
podía sostener que metrópolis y colonias, agresores y agredidos, compartieran la voluntad de
sostener un sistema internacional de desigualdad que hacía poderosos a unos y desposeídos a los
otros?, o ¿cómo podían integrarse y hacerse compatibles la satisfacción de las demandas de los
obreros, de una parte, y de los patronos, de otra?
Tratando de resolver similares interrogantes el profesor Enzo Traverso (2009 [2004]) ha
llegado a la conclusión de que la cadena de masacres, genocidios y guerras civiles que atraviesa el
periodo que va de 1919 a 1939 fue el reflejo de una lucha que sólo podía ganarse a sangre y fuego.
En el “todo vale” de la política absoluta de entreguerras la moralidad, el derecho internacional, los
derechos humanos y las ficciones políticas liberales saltan por la ventana, sustituidos por el espíritu
revanchista que caracteriza al ajuste de cuentas generalizado que impregna el conflicto de guerra
civil que se inició en Europa en distintos frentes durante la violenta década de 1930. El proceso que
llevó a esta situación encuentra varios puntos de inflexión vinculados a conflictos nacionales
posbélicos, el auge de los autoritarismos por todo el continente y al crack bursátil, la inflación y el
desempleo galopantes que pusieron de rodillas al capitalismo exhausto posterior de la segunda y la
tercera revolución industrial. Todo ello sumado a los ecos de la revolución bolchevique que tanto
terror, y esperanzas, inspiraba dentro y fuera de las fronteras de Rusia. En este vertiginoso reajuste
se vieron implicados viejos y nuevos actores, se sacudieron asentadas instituciones y se
transformaron las relaciones sociales, familiares e internacionales de forma irreversible.
Ya durante la guerra la sindicación de trabajadores se amplió en más de un 50% en un país
como Inglaterra comparativamente tan poco afectado por el radicalismo. En concreto se paso de
algo más de cuatro millones a seis millones y medio de trabajadores sindicados entre 1914 y 1918
(Stevenson, 1984, p. 85). La polarización afectó no sólo a partidos, sindicatos y grupos políticos
clásicos, sino también a movimientos profesionales, corporativos, juveniles, femeninos, académicos,

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POLARIZACIÓN, CLASES SOCIALES Y GRANDES POTENCIAS EN EL FINAL DEL MUNDO
OLIGÁRQUICO

regionalistas, de excombatientes y religiosos. La movilización corporativa de dichos colectivos


adquirió dimensiones inéditas y el repertorio de acción colectiva se diversificó sustancialmente. En
este sentido, los años 20 y 30 del siglo pasado se convertirían en un laboratorio de prácticas y
discursos que dio cuerpo a la llamada “edad de oro de las ideologías”. En este sentido, las
reflexiones de Alessandro Pizzorno resultan especialmente enriquecedoras al menos en dos
aspectos. Por un lado, la dimensión identitaria de la política traspasó los límites de lo colectivo para
asentarse en el corazón mismo de la subjetividad individual. Las etiquetas de fascista, comunista o
socialista dotaban de sentido, racionalidad y pertenencia a quienes así se denominaron. La militancia
abarcaba todo y abolía la diferencia entre lo personal y lo político, como también diría Hanah
Arendt. En segundo lugar, Pizzorno también enfatiza la necesidad de implantar desde el estado el
control del conocimiento y la producción de certezas para lograr la implantación exitosa de una
“política absoluta” donde la diferencia entre lo espiritual y lo material también se borra y la
disidencia es deslealtad y la crítica, herejía (Pizzorno, 1987, p. 56).
Pese a que también se dieron altas dosis de pragmatismo y oportunismo, como se ha
señalado anteriormente, el espíritu de los tiempos forzaba a revestirlas con los ropajes de la raza, la
patria, el imperio o la clase. Así pues, el consenso limitado que se consolidó en regiones como el
norte de Europa estuvo también atravesado de ese espíritu militante, lo cual no imposibilitó el
alcance de acuerdos al servicio de intereses colectivos y partidistas. La incorporación de nuevos
actores políticos y sociales que vertebraron la llamada política de masas vino acompañada también
de una profunda renovación de las estrategias de movilización y de las prácticas de politización. Las
oligarquías liberales europeas habían organizado mítines y actos para recaudar fondos sólo al final
del siglo XIX, y la participación en ellos se circunscribió a grupos reducidos de damas y caballeros
influyentes. Serían primero los partidos y sindicatos obreros y luego los de extrema derecha, estos
últimos desde el poder, los principales renovadores en este sector y los pioneros de la agitación y
propaganda. El repertorio de acciones, movilizaciones y rituales colectivos alcanzaría su cenit bajo
las dictaduras totalitarias de Hitler, Mussolini y Stalin. La mezcla de squadrismo, vanguardias y
juventudes armadas y militarizadas, y los rituales de culto al líder, a la patria y al partido,
constituyeron elementos esenciales de lo que se ha dado en llamar “religiones políticas” (Gentile
1990, 1993). Sobre esta cuestión, Alejandro Quiroga ha subrayado las líneas maestras y capacidad
explicativa del concepto (Quiroga, 2010), de modo que aquí se prescindirá de abordar la cuestión en
profundidad. Sólo un breve comentario respecto al hecho de que la secularización de la política
conviviera con su sacralización autoritaria (mediante el pleno uso de ritos, ceremonias, conceptos y
coreografías parareligiosas a cargo de las autoridades civiles y organizadas por partidos
monopolísticos que no aceptaron competencia). La emergencia de esas cosmovisiones vinculadas al
antiliberalismo militante con ropajes religiosos apunta hacia la desesperada búsqueda de dos de los
principales pilares de las religiones organizadas: la generación de certidumbre a través del
cumplimiento de la misión colectiva, y la conexión de los creyentes con la dimensión transcendente
de la existencia humana. Certidumbre y transcendencia que debían de ganarse a través de la
imposición de una determinada visión del mundo, del exterminio del enemigo y la
institucionalización de las prácticas y valores de aquellos hombres nuevos de los que tanto hablaron
tanto fascistas como soviéticos. Por otra parte, certidumbre y transcendencia eran principios bien
necesarios para aquellos europeos que vieron como sus sueños pasaron de la ruina a la devastación.
Por otro lado, las religiones políticas vinculadas al nacionalismo extremo, como señalaba con
acierto Quiroga, jugaron un papel central de la estrategia de integración negativa desplegada por las
atemorizadas clases medias europeas tras la revolución soviética, y con su creación y extensión se
pretendió transcender los límites de clase para encuadrar y disciplinar a las masas en valores
conservadores y antirrevolucionarios.
Todo ello vino acompañado por la exaltación del hombre nuevo con tonos nitzscheanos o
danunzzianos y de la violencia como razón última, como sana expresión de energía y virilidad a
disposición de altos ideales. La fuerza como manifestación defensiva de la identidad de clase y de
patria tuvo su correlato en la multiplicación de grupos armados, sobre todo en las juventudes de
partidos de extrema derecha y de la izquierda revolucionaria; y, por supuesto, en la expansión del
rearme de los estados y el crecimiento de número de reclutas. Esta preparación para la guerra, como
señala Ian Kershaw, no logró alcanzar los niveles deseados por los estados mayores de ninguno de
los combatientes en la Segunda Guerra Mundial (Kershaw, 2007). Con todo, el clima prebélico que

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GREGORIO ALONSO

fue extendiéndose a partir del estallido de la guerra civil española, con las correspondientes
transformaciones de alianzas que se abordarán en la segunda parte de este texto, se fue
construyendo con declaraciones, ceremonias cívicas y militares, así como con procesiones y desfiles,
que reflejaron la doble polarización de la que hemos dado cuenta.
En este contexto se afianzó una nueva corriente de corte comunista dentro del movimiento
obrero que aspiraba a la unidad sindical que hiciera valer la fuerza de la clase obrera gracias a una
mayor presencia en los órganos directivos de empresas e instituciones públicas, y dotada de una
ampliada capacidad de negociar las condiciones de trabajo y los salarios. Unidad sindical como
medio de desarrollo de la conciencia de clase y de la capacidad de presión y negociación.
Autonomía respetando las esferas que le son propias respecto a los partidos políticos. Pluralidad,
porque la clase obrera así lo era, y además, como refrendo de su convicción en la libertad. Todo ello
con un carácter transformador por su capacidad de presencia socio-política y mensaje propio y
emancipador como objetivo y con una perspectiva informada por reivindicaciones transformadoras
que resultaban inasumibles sin realizar profundos cambios en aquella sociedad. Un nuevo
movimiento obrero constituido como una necesidad para defender los intereses obreros en unas
nuevas condiciones históricas. La revolución científico-técnica, que estaba cambiando el papel del
trabajador, sin eliminar las bases objetivas de su explotación suponía un nuevo reto, así como una
oportunidad. Un movimiento renovador de inspiración soviética que frente a la quiebra del
sindicalismo tradicional (los sindicalismos socialdemócrata y anarquista) necesitaba centrarse en la
capacidad de dar alternativas. Para decepción del recién creado Partido Comunista de España y de
la Confederación Nacional del Trabajo, que se unieron a la Tercera Internacional dirigida desde
Moscú, aquellos objetivos quedarían muy lejos de cumplirse. Ni siquiera se obtendrían cuando la
Unión Soviética decidiera apoyar la estrategia de los Frentes Populares tanto en Francia como en
España para frenar el auge del fascismo a partir, sobre todo, de 1933.
Los gobiernos respondieron a la crisis económica con medidas que incluían la mayor
implicación del estado en la producción industrial y en la reconstrucción del tejido productivo, y un
mayor grado de planificación estatal de la producción, la distribución y el consumo de bienes y
servicios (Hobsbawm, 1993, p. 85-109) Tanto en los sistemas social demócratas, como en los
liberales, fascistas y soviéticos, el corporativismo quiso ser la respuesta oficial a la fragmentación y
creciente radicalización de los actores políticos y productivos. Además, la Europa sacudida por la
crisis financiera internacional albergaba identidades de clase que se vieron afectadas de forma muy
distinta por ella. La expansión del movimiento obrero y la amenaza de la Tercera Internacional
dirigida desde el Moscú soviético provocaron pesadillas entre unas burguesías que se fueron
sacudiendo el miedo con la declaración de estados de emergencia y el aumento de las prácticas
represivas. Pero las clases medias desplegaron otras estrategias para aplacar en su propio beneficio
la polarización y alcanzar consensos cuando no se pudieron imponer. En concreto, entre las
medidas puestas en práctica por los diferentes gobiernos autoritarios para minar al movimiento
obrero, empezando por los casos italiano y español, destaca el ya mencionado auge del
corporativismo estatal, la creación de canales privilegiados de arbitraje entre patrones y obreros, y la
creación de sindicatos únicos. Bien fuera mediante la negociación directa con la Unión General de
Trabajadores en España, a costa del aislamiento y persecución de la Confederación Nacional del
Trabajo, o mediante la integración de obreros en el partido único primorriverista, la Unión
Patriótica, el autoritarismo español de los años 20 quiso atraerse a la clase obrera consciente para así
mejor desactivarla y domarla políticamente.
Mussolini, por su parte, partía de una plataforma mejor asentada y, por lo tanto, contó con
mayores y más variados recursos para cumplir su tarea de imposición de la hegemonía fascista. En
primer lugar los excombatientes, como nos recuerda Procacci, habían poblado las filas del renovado
movimiento obrero italiano, se vincularon a varias facciones ultranacionalistas y también se afiliaron
a las filas del Partito Popolare católico encabezado por Luigi Sturzo (1965). Al mismo tiempo, el
movimiento socialista italiano también se vería sujeto a intensas y profundas luchas internas que
derivaron en la escisión por la izquierda del Partido Comunista de Italia tras el congreso de Livorno
de 1921. Por tanto, no sólo el liberalismo sino también el socialismo entraban en una larga crisis en
Italia y en Europa. En segundo lugar, el Duce contaba con el apoyo de los muchos socialistas que
impregnados del resentimiento y bajo las penurias que trajo la participación italiana en la Primera
Guerra Mundial se habían hecho paulatinamente más nacionalistas y formaron el grueso de los fascii

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OLIGÁRQUICO

di combatimento y del Partito Fascista también fundado en 1921 (Musiedlak, 2003). Pero los apoyos
sociales del fascismo fueron tan variados como su abigarrada mezcla de propuestas ideológicas e
institucionales que pretendían lograr la revolución desde arriba y la toma del poder por la parte más
sana de la sociedad italiana (Cassese, 2010 y Melis, 2008). Para lograrlo y consolidar el fascismo en
el poder, debían de lograr alcanzar el sueño corporativo (Perfetti, 2010). Los sindicatos de clase se
verían reemplazados por una extensa alianza de la pequeña burguesía, la aristocracia terrateniente,
parte del campesinado meridional, amplias capas del clero y los sectores desafectos al izquierdismo
de la clase trabajadora, que convergerían en movimientos verticales encuadrados por actividad,
localidad y profesión. Fenómenos similares se dieron en la Alemania nazi y en países como Hungría
y Polonia donde también habían quedado frustrados los tímidos intentos de liberalización y
democratización previos. Pero se dio una importante excepción: en Italia desde 1925 todo
funcionario público debía de convertirse en miembro del Partido Fascista (Di Nucci, 2010), algo
que generó una pugna universitaria con Norberto Bobbio liderando la rebelión y el definitivo
abrazo al fascismo del también profesor y filósofo Giovanni Gentile (Gentile, 1929). Conviene aquí
recordar que Hitler nunca llevaría a cabo esa partidización de la función pública.
También se debe recordar que además de los mecanismos correctores legales que se
desplegaron para evitar el potencial subversivo de las clases trabajadoras, las clases dominantes
participaron y se embarcaron en iniciativas y movimientos de otro tipo. Amplios sectores de las
clases medias agrarias, con la complicidad de muchos pequeños propietarios y fracciones de las
clases medias urbanas, proporcionaron el nervio y la savia a los diferentes movimientos
contrarrevolucionarios que estudió hace más de cuarenta años el profesor Arno J. Mayer (1971). Al
hablar de contrarrevolución Mayer se refiere a movimientos específicos que abrazaron discursos,
prácticas, técnicas organizativas y estrategias de acción que desbordaban las empleadas por el
conservadurismo tradicional o el legitimismo. En las filas de los movimientos fascistas o
parafascistas se encontraron antiguos reaccionarios pero la retórica y los objetivos de los nuevos
grupos fueron específicamente diferentes y novedosos, como lo también fueron sus medios de
acción y de asociación. Mayer explora las relaciones entre ambos grupos de antiliberales y señala
que se dieron alianzas entre ambos, tanto en la oposición como en el gobierno, siempre con la
intención de destruir la amenaza revolucionaria al margen de su existencia real o de la gravedad de
la misma. Y es que tanto Hitler como Mussolini, a diferencia de los bolcheviques, llegaron al poder
desde arriba, ya que les fue entregado por el presidente y por el rey, respectivamente. Mayer
examina en detalle las mecánicas de los partidos de masas y los grupos paramilitares que
controlaron esos líderes carismáticos tanto para auparse al poder como para conservarlo una vez
tomado. Y es que esos grupos contrarrevolucionarios no llegaron a extinguirse una vez alcanzado el
objetivo de tomar las riendas del gobierno sino que fueron absorbidos en algunos casos por el
propio estado como se ha comentado para el caso italiano, aunque en otros se mantuvieran fuera de
él. Con ello, sus líderes pudieron emplearlos tras ocupar la cima del poder dentro y fuera de la
legalidad.
Ahora bien, como también señaló António Costa al evaluar los fascismos y neofascismos
europeos en un artículo publicado de 1995, la contrarrevolución fascista fue algo más que una mera
estrategia radical de las viejas elites reaccionarias y ultras. Se trato de un movimiento de masas que,
apoyado en el ultranacionalismo populista como apunta Roger Griffin (1991) y con una agenda
claramente anti-bolchevique basada en una mistificación utópica, supo movilizar y encuadrar a
amplios sectores de las clases medias y del proletariado, principalmente en las ciudades pero
también en el medio rural. A juicio de Griffin, en la aparición del fascismo se dieron cita unas
condiciones socioeconómicas marcadas por la inestabilidad y la desesperación, por un lado; y por el
otro, unas condiciones histórico-sicológicas de incertidumbre, temor y liderazgos incendiarios. En
su opinión, esta combinación se hizo cada vez más común en la mayor parte de los países de
Europa entre 1929 y 1939 y es por ello que se puede hablar de la emergencia de un “fascismo
genérico” (Griffin, 1991, Ibid. esp. 182-238).
Estos factores indican que una mirada informada a los fenómenos culturales, políticos y
sociales que atraviesan la guerra civil europea no debería pasar por alto las dimensiones
internacionales de la misma y no exclusivamente las relaciones internacionales lideradas por estados.
En este sentido, las guerras de clases, de nacionalidades y de sexos que se solapan en los años 20 y
30, desbordaron ampliamente el marco puramente estatal y cruzaron fronteras. La polarización no

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GREGORIO ALONSO

diferenció entre vencedores y vencidos. Las potencias vencedoras vieron como la confianza en las
instituciones liberales y capitalistas se desmoronaba a partir de 1929. A una década de recuperación,
crecimiento y cierto optimismo como fueron los Happy Twenty de la consolidación de las
vanguardias y de la extensión del fantasma del comunismo soviético prosiguió otra bien distinta,
que acabaría guiándose por la dialéctica de los puños y las pistolas, por tomar prestada la expresión
del José Antonio Primo de Rivera, hijo del primer dictador español del siglo XX.

El sistema europeo de estados


Las diversas naciones que habían combatido en la Gran Guerra experimentaron
turbulencias políticas e ideológicas internas que alteraron sustancialmente el concierto del sistema
europeo de estados. A partir de Versalles las potencias europeas, como denunciaron autores tan
reputados como Arnold Toynbee, actuarían guiadas “por el orgullo, la ambición o la avaricia” (Carr
2001 [1939], p. 38). En opinión de uno de los principales actores e inspiradores de la política
internacional de entreguerras, el ministro inglés de Asuntos Exteriores, el conservador Anthony
Eden, aquella actitud fue resultado del desato de “fuerzas imponentes y huracanadas” que
inspiraban temor por el peso de la responsabilidad y la gravedad de las consecuencias(Carr 2001
[1939], p. 39). Habida cuenta de la complejidad de los factores implicados, la ultima parte de este
capítulo analizará específicamente los rasgos y las estrategias más destacadas de la llamada política
de apaciguamiento seguidas por las naciones democráticas frente al auge de las potencias
totalitarias, o políticas de contención del nazismo y el fascismo. De forma paralela se indicarán las
supuestas amenazas a las que decían responder. Es decir, se presentan los elementos implicados en
el trayecto diplomático que caracterizaron la crisis que se extiende desde el tratado parisino de 1919
a la claudicación que supuso el Pacto de Múnich de 1938.
Las valoraciones de Toynbee se hicieron realidad ya en la conferencia de Génova de 1922.
En ella 34 países, incluidos Alemania y la Unión Soviética pero sin los Estados Unidos, se debatió
sobre la reconstrucción material de Europa tras la guerra y se trató de poner las bases de una paz
duradera basada en la cooperación entre gobiernos y estados. Sus resultados fueron decepcionantes.
La ausencia de Estados Unidos de la conferencia y las crecientes presiones que ejerció para
recuperar las deudas derivadas de la guerra, la miopía británica respecto a las virtudes de su alianza
con Francia y su lenidad con Alemania, así como el ambiente de conspiración y secretismo que
antecedió a sus sesiones plenarias, fueron los principales motivos de su fracaso.
La reconstrucción de Francia e Inglaterra fue posible, en parte, gracias a las elevadas
reparaciones de guerra impuestas sobre los derrotados, especialmente Alemania. En este sentido, las
condiciones establecidas por los 14 puntos del presidente estadounidense Wilson fueron más
generosas de lo que podrían haberlo sido cualquiera otras impuestas por Francia o Inglaterra.
Además de imponer la absoluta libertad de navegación y el desmantelamiento de cualquier tipo de
barrera económica, el presidente estadounidense ofreció acuerdos territoriales que afectaban
específicamente a Rusia, Bélgica, Francia, los antiguos imperios otomano y austrohúngaro, Polonia
y Alemania. Algunas de estas disposiciones, sobre todo las relativas a Francia, Bélgica, Alemania y
Polonia serían ratificadas por el tratado de Locarno de 1925. Por otra parte, la propuesta
estadounidense abogaba por la reducción general del armamento hasta los límites mínimos para
garantizar la seguridad de las naciones. Bien es sabido que todas esas limitaciones tuvieron en
Alemania su principal objetivo. Más que la evacuación de Serbia, Rumania y Polonia, fueron la
desmilitarización del Rhin, la anexión de los Sudetes a Checoslovaquia así como la devolución de
Alsacia y Lorena a Francia, las que provocaron un profundo resentimiento en los círculos
diplomáticos y periodísticos alemanes. Una frustración que sería bien aprovechada por el
nacionalsocialismo para legitimar su contundente plan de rearme a partir de 1933. Asimismo, el
derecho de autodeterminación de los pueblos quedaba recogido en el punto quinto establecía:
“Reajuste, absolutamente imparcial, de las reclamaciones coloniales, de tal manera que los intereses
de los pueblos merezcan igual consideración que las aspiraciones de los gobiernos, cuyo
fundamento habrá de ser determinado”

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POLARIZACIÓN, CLASES SOCIALES Y GRANDES POTENCIAS EN EL FINAL DEL MUNDO
OLIGÁRQUICO

Pese a la novedad y relevancia de semejantes principios, las relaciones entre gobiernos en la


esfera internacional cambiaron relativamente poco y a la postre las cuestiones coloniales se
resolverían por otros canales tras la segunda guerra mundial.
Además de su encendida defensa del derecho de autodeterminación de las naciones sin
estado y, hasta entonces controladas por los imperios otomano y austro-húngaro, la principal
aportación práctica del Plan Wilson fue la creación de la Sociedad de Naciones. Esta nueva
institución internacional dedicada a la colaboración interestatal, la conservación de la paz y la
resolución pacífica de los conflictos entre estados se vio desprestigiada por los manejos
diplomáticos bilaterales que impidieron que desplegara su potencial efectividad. Tampoco la ayudó
la actitud oportunista, revanchista y ambiciosa de sus principales subscriptores. Por desgracia, la
Sociedad de Naciones pronto empezó a mostrar su verdadero rostro y pronto se convirtió en una
sociedad de vencedores: a la negativa a aceptar el ingreso de Alemania y la Rusia soviética, se le unió
la negativa estadounidense a participar en el gran proyecto que había diseñado su propio presidente.
Sólo Gran Bretaña y Francia se mantuvieron en aquella institución que fue incapaz de alcanzar sus
nobles objetivos. Las importantes ausencias ya mencionadas y la carencia de medios militares y
económicos para hacer aplicar sus resoluciones nos explican la escasa incidencia práctica de las
acciones de la Sociedad en las relaciones internacionales.
Las relaciones entre estados en este tumultuoso periodo fueron por otros derroteros. La
contención de las potencias autoritarias emergentes, Alemania e Italia, se convirtió en la prioridad
primera de las cancillerías aliadas, sobre todo a partir de 1933. Esa estrategia se denomino
apaciguamiento. Según el Diccionario de Relaciones Internacionales, el “apaciguamiento” consiste en “la
reducción de las tensiones entre dos estados mediante la eliminación metódica de las principales
causas de conflicto y de desacuerdo entre los mismos y que en caso contrario podrían desencadenar
una guerra” (Evans y Newham, 1998, p. 39). Eso precisamente fue lo que pretendieron hacer
Anthony Eden y Neville Chamberlain a la hora de dirigir las relaciones del Reino Unido con la
Alemania nazi y con la Italia fascista. Aun así, los debates recientes sobre la naturaleza del
apaciguamiento han subrayado importantes matices en cuanto a sus orígenes y objetivos.
Tradicionalmente la necesidad de apaciguar a las potencias fascistas se había interpretado como un
ingenuo intento de evitar una nueva guerra europea mediante la concesión de las peticiones
alemanas en la segunda mitad de la década de 1930. Una ingenuidad voluntarista que, según esos
análisis, contemplaba la posibilidad de poner fin al expansionismo alemán a cambio de permitir el
rearme alemán y de ceder a Hitler los territorios checos.
La política exterior nazi violó los artículos de Versalles y de Locarno desde poco después
de la llegada a la Cancillería alemana de Adolf Hitler. En 1935 Alemania abandonó la Sociedad de
Naciones, reconoció la existencia de una fuerza aérea alemana, reintrodujo el servicio militar
obligatorio y anunció un espectacular aumento de efectivos militares. En 1936 movilizó 50000
soldados para ocupar la zona desmilitarizada del Rhin. Estas acciones fueron interpretadas por el
Foreign Office de Londres como síntomas de inseguridad política debidos a la exclusión de las
minorías germanas del estado alemán y su incorporación forzosa en los Sudetes checoslovacos y a
las dificultades económicas que atravesaba el país debido al efecto combinado de la crisis mundial y
las reparaciones de guerra. Para la diplomacia británica la inseguridad económica y el
expansionismo alemanes eran temas completamente relacionados. El pacto de no-intervención en
la guerra civil española de 1936 sólo puede entenderse en este clima, como explicó con su habitual
solvencia el profesor Moradiellos (1996). Además de la activa participación nazi-fascista en la guerra
española, la anexión de Austria en 1938, el anhelado Anchluss, puso fin a cualquier sueño de alcanzar
un acuerdo de normalización de las relaciones internacionales de alcance europeo.
La primera gran crisis colonial había tenido lugar un poco antes, en la guerra de Etiopia,
donde Mussolini decidió mostrar al mundo en 1935 que la regeneración italiana conllevaba el
expansionismo militarista, armas químicas y la integración de colonias. (Del Boca, 1996 y De Felice,
1965) Conviene recordar que los sectores más nacionalistas en el poder juzgaban que Italia tampoco
había salido bien parada de Versalles y habían esperado un reajuste de fronteras que dictaminara
que la Tracia jónica se incorporara al estado italiano. En esta ocasión la política de apaciguamiento
también ayuda a entender la maniobra fascista en África oriental. En el mes de enero de 1935 Pierre
Laval, el ministro francés de Asuntos Exteriores, viajó a Roma, y en un intento desesperado por

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GREGORIO ALONSO

separar al Duce del Führer accedió a dar apoyo diplomático a Italia ante la eventual anexión de
Etiopia al Reino de Italia. El interés de Francia era, como es bien sabido, evitar que Alemania
contara con apoyo italiano en sus planes de anexión de Alsacia y Lorena. Pero la ambición de
Mussolini, por otra parte, ya había provocado tensiones el año antes, en forma de dos crisis
diplomáticas con Austria en abril y agosto de 1934. No obstante, después de la pírrica victoria de
1935 en la colonia africana el nuevo escenario de intervención fascista sería la guerra civil española.
El apoyo a las derechas antiparlamentarias del Duce había empezado años antes. Tanto la CEDA
como Falange recibieron ayuda económica y asesoría organizativa fascistas. En este sentido también
conviene recordar que el líder la CEDA, José María Gil-Robles había visitado en setiembre de 1933
el rally nazi de Núremberg donde confesó haber aprendido mucho. Dadas esos precedentes, y
como señalará a continuación el profesor Romero, la ayuda fascista y nazi fueron decisivas para que
el frustrado alzamiento militar se convirtiera en una sangrienta y larga guerra civil. La decisión de
abandonar la Sociedad de Naciones en 1937 y su adhesión al Pacto Anti-Kommitern con Japón y
Alemania en 1938 completaron el giro autoritario de la Italia de Mussolini en el campo de las
relaciones internacionales.
Esta deriva hacia la emergencia de dos bloques encabezados por las principales potencias
rojas y negras se vería interrumpida por el secretísimo y difícil de calificar pacto germano-soviético
de agosto de 1939 que precedió a la invasión el mes siguiente de Polonia a cargo de las tropas
alemanas que daría pie al estallido de la segunda guerra mundial (Read y Fisher, 1988). Dicho pacto
se vio precedido, y hasta cierto punto favorecido, por la desconfianza y las sospechas que levantaba
la Rusia soviética en los círculos diplomáticos del imperio británico, que lucharon por apaciguar al
Führer y al Duce incluso después de conocer el pacto entre el primero y Stalin (Doerr, 2001).
Ante el yermo terreno dejado por la guerra, tan desgarradoramente analizado por Tony
Judt (2005), y desde Buenos Aires, la orteguiana filósofa María Zambrano publicaba en 1945 su
Agonía de Europa. En esta colección de ensayos escritos durante la segunda guerra mundial se ofrece
un análisis trufado de nostalgia e idealismo que no deja de constituir un buen punto de llegada para
cerrar las breves reflexiones que he presentado en esta ponencia. La pensadora malagueña achacaba
a la deshumanización y al exceso de confianza en su propio potencial la destrucción y constante
recreación del continente europeo. La deshumanización habría sido resultado de los errores del
liberalismo decimonónico, que Zambrano caracteriza como progresista.
Pero una falta destacaba entre todas los demás: “No se supo poner en evidencia, ni por los
propios liberales, y mucho menos por sus enemigos, el contenido del liberalismo. (…) El principio
cristiano del liberalismo, la exaltación de la persona humana al más alto rango entre todo lo valioso
del mundo, quedó oculto bajo la hinchazón, bajo la soberbia” (Zambrano, 2007 [1945], p. 27). En
su opinión el ciego culto al éxito y la prepotencia humana habían condenado al fracaso el proyecto.
Y esa conducta se reflejaba muy especialmente en su incapacidad para remitirse al Ser Supremo que
lo sostenía. Dice Zambrano: “Esa fatuidad fue engendrada por quienes fueron liberales sin sentir
viva, dentro de su pecho, la secreta raíz cristiana de confianza en el hombre, sí, mas no todo lo del
hombre, sino en aquel punto por el cual es imagen de alguien que al mismo tiempo le ampara y le
limita”. (Zambrano, 2007 [1945], pp. 28-29). En el cristianismo residía pues la esperanza para
Europa. Y algo de cierto debió de haber si juzgamos la militancia demócrata cristiana de los
fundadores del movimiento europeísta, con Jeanne Monet , que darían origen tiempo después a la
Comunidad Económica Europea. La esperanza y la unidad en Europa estaban rescatadas.
Pero si se fija la atención en interpretaciones más recientes sobre lo sucedido en la memoria
colectiva europea de la Segunda Guerra Mundial, queda menos sitio para el optimismo y las
lecciones de aquel trauma parecen empezar a ser desaprendidas. Sergio Luzzatto hace ya casi una
década puso de relieve como para el caso italiano, con la muerte de los últimos partisanos, el
consenso constituyente antifascista de 1948 ha entrado en crisis definitiva (Luzzatto, 2004). Es
decir, la idea de que el pluralismo democrático que aún pervive en Europa hunde sus raíces en la
lucha contra los totalitarismos nazi y fascista es hoy parte del pasado. Con ello, una parte
importante de los valores democráticos asociados al antifascismo podría estar en riesgo. El
descrédito del comunismo, así como la equiparación e identificación entre los crímenes del
estalinismo y los del fascismo, que los hacen ser las dos caras de una misma moneda, se encuentra
entre las principales razones de este sorprendente resultado. Aparte de la desmemoria y el error

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OLIGÁRQUICO

heurístico y categorial que supone equiparar antifascismo y anticomunismo, dada la crucial y


determinante aportación humana y material soviética al resultado de la segunda guerra mundial, esta
transformación tiene claros tintes ideológicos. Este cambio de la cultura política posterior al final de
la guerra fría muestra quizás un perfil poco amable del desarrollo de la vida pública europea en
tiempos menos postmaterialistas y solidarios de lo que se pudiera pensar hace una década (Judt,
2010). Las nuevas demandas sociales, sean de los colectivos sociales y cívicos más militantes, o de
los sectores desfavorecidos de la sociedad como los inmigrantes, pierden con ello un eje
fundamental que había hecho posible la convivencia del capitalismo con la democracia bajo el
estado de bienestar. Esa equiparación suma sus fuerzas a la imposición de un pensamiento único
neoliberal donde mercado y estado representan el bien y el mal, respectivamente. Eso, pese a que
haga falta estado para rescatar mercados. Pero eso ya sí que es otra historia. Demasiado cercana
para tener la distancia crítica necesaria para contarla con el sosiego y la ecuanimidad necesarios. O
quizás las palabras de Carr con las que se abre este capítulo sean también aplicables a la década de
2010.

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