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La Profecia Del Desierto - Ana Ballabriga - 240626 - 150453

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Una misteriosa carta, escrita por un maestro sufí.

Un hombre y una mujer dispuestos a poner en riesgo sus vidas para


desentrañar un misterio milenario.
Mahmed, un cetrero que trabaja para un príncipe saudí, y Nur, una famosa
bailarina árabe, serán obligados por la organización secreta de los cármatas a
unir su ingenio y sus conocimientos para descubrir qué oculta una antigua
carta escrita por el maestro sufí, Ibn Arabi. Para ello, deberán seguir los pasos
señalados por el filósofo a lo largo de un peligroso viaje por Oriente Próximo,
perseguidos por el sádico príncipe saudí que pretende arrebatarles el ansiado
tesoro: un arma muy poderosa que convertirá a quien la consiga en el Mahdi,
el nuevo mesías que gobernará sobre todos los musulmanes.
La profecía del desierto supone la renovación de las novelas de aventuras
sobre búsqueda de reliquias históricas. En este caso, los misterios versan
sobre sociedades secretas árabes y sobre el islam.

Página 2
Ana Ballabriga & David Zaplana

La profecía del desierto


ePub r1.0
Titivillus 24-09-2021

Página 3
Título original: La profecía del desierto
Ana Ballabriga & David Zaplana, 2021

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
A Carmen y a Héctor,
porque gracias a vosotros todo tiene más sentido.

A Paqui y a Jesús, a Diego y a Concha,


por ser un ejemplo de lucha.

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Página 6
«La libertad no es escoger entre dos opciones sino tener la oportunidad
de avanzar hacia una tercera que no conocemos».
Hannah Arendt

«No llegarán los días y las noches a su fin, sin que Dios envíe un hombre
de mi descendencia, cuyo nombre es como el mío, para colmar la Tierra
con justicia».
Ibn Arabi

«Si se acuesta una noche ignorante, avaro, cobarde, se levantará a la


mañana siguiente siendo el más sabio, generoso y valiente. Dios le
pondrá en su punto en una sola noche».
Ibn Maya

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Capítulo 1
Una dura resaca

Riad, Arabia Saudí

Toc, toc, toc.


Los golpes precedieron a la consciencia, que estalló acompañada de un
dolor de cabeza punzante y agudo, como el pico de un buitre que desgarra el
último aliento de su presa.
¿Qué había pasado la noche anterior? Debió de obsequiarse con una buena
cogorza para merecer ahora esa penitencia.
¡Pon, pon, pon!
Tres golpes de nuevo, esta vez más fuertes, más encrespados, más
violentos.
Se presionó las sienes con los índices, como si estuvieran rematados con
agujas hipodérmicas dispuestas a inyectar un analgésico, sin embargo, el
contacto de sus robustos dedos resultó frío y pegajoso.
¡Por mil djinns! ¿Qué es esto?
¡Pon, pon, pon!
Un escalofrío le sacudió los músculos. Notó su cuerpo húmedo y un hedor
desagradable y empalagoso. ¿Había vomitado en la cama? No recordaba nada
de la noche anterior. ¿Había salido de juerga por Baréin?
—¡Astagfirullah! —con la boca seca, pidió perdón a Allah por beber
tanto.
Sus párpados parecían lacrados por el alcohol y el cansancio. Con un
nuevo esfuerzo, consiguió separarlos y descubrió sus manos rígidas,
desdibujadas contra la luz de la ventana. El dolor de cabeza se acentuó y con

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suaves caricias masajeó los ojos para adaptarlos a la claridad. Poco a poco,
distinguió la forma de unas manos recias, llenas de callos y cicatrices que
delataban una vida aventurera. El color no era el tostado de su piel, sino un
bermellón, el color encendido de la sangre.
¡Por cien mil djinns!
Incorporado en la cama, miró alrededor. Era la habitación de un hotel y la
cama le recordó a un remanso de las aguas del Nilo después de la primera
plaga de Egipto.
¿Aquella sangre era suya?
De forma automática se palpó el cuerpo buscando un corte, un agujero, la
falta de algún miembro. Deslizó la mano hasta la entrepierna y espiró
aliviado. Lo más importante seguía en su sitio.
¡Pon, pon, pon!
—¡Abra la puerta!
Se puso en pie y entonces la vio, un rostro angelical, pálido como una
estatua griega, con los párpados tan abiertos que parecían escupir dos ojos
azules agostados, sin vida; su cuerpo era una montaña rusa del erotismo, con
pronunciadas curvas que modelaban los pechos y las voluptuosas caderas. La
sensualidad desapareció al llegar a su vientre rajado y abierto, que todavía
derramaba las últimas gotas de sangre sobre un órgano extirpado y
escabrosamente colocado a su lado, el corazón.
¡Por un millón de djinns!
Mahmed retrocedió un paso y estudió con incredulidad sus presuntas
manos asesinas. Una idea horrible le pasó por la cabeza.
¿Quién es esta chica? ¿La he matado yo? ¿Qué ha pasado esta noche?
¡Pon, pon, pon!
—¡Policía! ¡Abra ahora mismo!
La identificación de quien aporreaba la puerta le causó otro escalofrío.
Daba igual quién la hubiera matado, si lo encontraban allí, bañado en sangre y
con un cadáver en la cama, lo acusarían de asesinato. Y en Arabia Saudí no se
andaban con tonterías, la pena por robo era cortar las manos; por asesinato, la
cabeza.
Su esmoquin, tirado sobre la silla, representaba la piel de un cuerpo vacío,
sin forma ni esperanza. De un salto se enfundó los pantalones, buscó los
zapatos y deslizó los brazos en la camisa y la chaqueta.
El dolor de cabeza no remitió, aunque el miedo hizo que su mente
funcionara a toda velocidad. La noche anterior estuvo en una fiesta
organizada por el príncipe Abdul-Rahman, el ministro de la Guardia

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Nacional, el mismo que pagaba sus servicios desde hacía casi dos años.
Aunque el alcohol y las drogas estaban prohibidos en el país, nunca faltaban
en esas fiestas; tampoco las mujeres, todas extranjeras, actrices y modelos
dispuestas a adjudicar sus caricias al mejor postor.
¿Sería la chica de la cama una prostituta contratada por el príncipe?
¡Pon, pon, pon!
—¡Abra o tiraremos la puerta abajo!
—Me estoy vistiendo —respondió—. ¡Ya voy!
Se lavó la cara y las manos, mientras forzaba su cerebro para buscar una
salida de aquella situación desesperada. Observó su rostro curtido por el sol,
casi oculto tras una espesa barba negra; su nariz aguileña le confería un aire
aristocrático y sus ojos verdes, heredados de su madre, contrastaban con el
pelo largo azabache enmarañado y sucio de sangre.
Escuchó un golpe fuerte en la entrada de la habitación. Otro más. Al
tercero, la puerta cedió y golpeó la pared. Estaban dentro.
Echó la mano a la cintura en busca de su cuchillo, que no encontró, claro,
no iba a juego con el esmoquin. Pegó la espalda a los azulejos. Un revólver
atravesó el umbral del baño, como remate de un brazo enfundado en un
uniforme gris. Mahmed no lo pensó, tiró con tanta fuerza del brazo que lo
partió contra el marco de madera. El crujido y el grito estallaron a la vez. La
mano soltó el arma, que él recogió al vuelo. Arrastró al policía, que sollozaba
de dolor, lo sujetó por el cuello y abandonó el aseo encañonándole el mentón.
Otros dos agentes le apuntaban sin saber qué hacer.
—¡Tirad las armas o le vuelo la cabeza! —gritó él.
—¡Tírala tú o no saldrás de aquí con vida! —respondió uno de los
invasores.
Entonces escucharon un estruendo en el mirador. Tras los cristales
apareció una moto voladora con otro policía, ataviado con casco en vez de
boina. Alguien que no conociera el país pensaría que estaban rodando una
película futurista, pero Mahmed sabía que a los árabes les gustaba mucho la
tecnología y siempre querían estar a la última. Emiratos Árabes fue el primer
país en poner motos voladoras al servicio de sus fuerzas de seguridad en
2018. Arabia Saudí compró otras más modernas, equipadas con turbinas en
lugar de hélices, capaces de alcanzar más velocidad y altura.
El agente aéreo desenfundó su arma y lo encañonó.
—¡Tire el revólver! ¡Está rodeado!
Mahmed apuntó a la moto y apretó el gatillo. El cristal de la ventana
estalló en mil pedazos y el vehículo descendió, evitando el impacto. El viento

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caliente invadió la habitación y dejó sin efecto el aire acondicionado.
—¡Tirad las armas o lo mato! —repitió él y para demostrar que no
bromeaba, disparó contra la oreja de su rehén. Los trozos de lóbulo y la
sangre salpicaron a los otros dos policías que soltaron las pistolas y
levantaron las manos.
Mahmed empujó al rehén contra sus compañeros, que trastabillaron,
mientras él corría hacia la salida. El agente volador recuperó su posición y
comenzó a practicar su puntería. Mahmed respondió al fuego enemigo en su
mismo idioma. Uno de los policías aprovechó el descuido y le tiró el arma de
un puñetazo. Mahmed le propinó un cabezazo en la nariz y el otro retrocedió
aturdido. Él se situó a su espalda y lo atrapó por el cuello. El jinete del Pegaso
disparó de nuevo, dos balas impactaron contra el pecho del guardia que le
servía de escudo, y le arrancaron la vida con un grito de horror. Mahmed lo
sujetó para que no se desplomara y, con el cuerpo al hombro, corrió hacia el
mirador y lo lanzó contra la moto voladora. El piloto, enredado con el cadáver
de su colega, se despeñó y quedó colgado de un cable de seguridad. La moto
permaneció unos segundos en el aire antes de descender de forma automática.
Cuando Mahmed se dio la vuelta, los dos policías del interior le apuntaban
con sus revólveres.
—¡No te muevas! —le ordenó el que quedaba indemne.
Mahmed estaba pegado al mirador del último piso, a su espalda había una
caída que le rompería todos los huesos. Observó a los policías. Uno de ellos
lucía el uniforme manchado de sangre y su brazo derecho colgaba
desmadejado; le apuntaba con la izquierda, una mano temblorosa que
difícilmente daría en el blanco. Su compañero, sin embargo, estaba sereno y
lo encañonaba con precisión. Mahmed no lo alcanzaría antes de que le abriera
dos o tres nuevos orificios en el cuerpo.
Solo tenía una salida posible. Saltó a la moto voladora, que había
descendido un par de metros. Sus piernas resbalaron sobre el asiento y sus
manos consiguieron aferrarse a los puños para no caer. La moto avanzó hacia
el edificio; iba a estrellarse. Tensó los músculos y de un empujón consiguió
subir el cuerpo y acostarse en la posición ergonómica para la que fue
diseñada. Giró el manillar y apretó el puño, evitando chocar contra las
cristaleras en el último segundo. Sonaron varios tiros; la moto perdió potencia
y descendió. El policía que colgaba del cable disparaba contra él y había
destruido una o más de las turbinas. La moto cayó sin control, describiendo
una espiral.

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Su vida pasó ante sus ojos como escenas de una película, su infancia en
Irak, la adolescencia en España, los viajes por África, América del Sur,
Asia…
Cuando decidió sentar cabeza, Mahmed compró una granja cerca de un
lago en el barranco Mostallón, en el Pirineo español. Montó una escuela de
cetrería donde ofrecía además sus servicios como veterinario a los pueblos de
alrededor. Ganó varios premios importantes con sus rapaces y logró un
nombre en ese mundillo, sin embargo, los tentáculos de la crisis alcanzaron al
valle de Tena y tuvo apuros para pagar la hipoteca. No quería pedir dinero a
sus padres ni vender la granja, por eso aceptó la oferta de empleo que recibió
a través de la Asociación Española de Cetrería. Nunca había estado en Arabia
Saudí y le producía rechazo por lo poco que conocía, pero las condiciones
económicas eran muy interesantes. En cinco años tendría la granja pagada y
regresaría a España sin preocupaciones por el dinero.
Un graznido lo sacó de la ensoñación con esperanzas renovadas. La moto
caía cada vez con más velocidad. En cuclillas sobre el sillón, emitió un silbido
estridente. Cuando estaba a unos diez metros de altura, saltó en el aire y dobló
los brazos sobre la cabeza. Unas alas surgieron de su espalda y batieron con
increíble potencia; unas garras poderosas aferraron sus antebrazos y le
destrozaron la camisa al clavarse sobre los brazaletes de cuero que siempre
llevaba puestos.
Era Mitra, su toghrol, una rapaz de alta alcurnia conocida a través de los
escritos de los antiguos persas. Fue un regalo de su abuelo, cinco años atrás,
en un intento de hacer las paces. La curiosidad le obligó a aceptar el huevo
que llegaba desde Kufa dentro de una incubadora. Aunque había oído hablar
de los toghroles, nunca los había visto, eran un mito en el mundo de la
cetrería. Decían que el toghrol era un águila tan grande como la real, pero
mucho más noble. Las águilas son muy agresivas, poco adecuadas para
colaborar con el humano. Al principio, el toghrol también lo era, pero cuando
establecía el vínculo con una persona, se convertía en un compañero tan fiel
como un perro.
El golpe de sus pies contra el suelo lo devolvió a la realidad. Mitra lo
soltó y él dio una voltereta para no dañarse las piernas. Las largas y anchas
alas del toghrol le habían salvado la vida.
La moto y el policía se estrellaron a poca distancia y la explosión derribó
a Mahmed sobre el asfalto. Mitra aprovechó la columna de aire caliente para
elevarse.

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Mahmed corrió con el móvil en la mano y pronunció el nombre de un
contacto:
—Alberto, embajador. —El teléfono marcó el número y no tardó en
escuchar la conocida voz al otro lado de la línea—. ¡Estoy metido en un lío
muy grande! —gritó—. Necesito que me saques de aquí.
—Está bien —contestó el embajador español—. ¿Dónde estás?
—Muy cerca de la Torre del Reino.
—Perfecto, dirígete a la torre. En cinco minutos un helicóptero te recogerá
en la azotea del centro comercial.
—Recibido.
El calor era agobiante y sudaba a chorros. Algunos hombres sentados en
las aceras, a la sombra, grababan la escena con los móviles; otros estaban de
pie para tener mejor perspectiva. No había ni una mujer.
Dos motos voladoras aparecieron en el aire y las sirenas de varios coches
de policía sonaban cada vez más cercanas. Los agentes aéreos dispararon,
mientras los mirones se escondían en los portales.
Estalló un graznido y Mitra cayó como una exhalación sobre uno de los
pilotos. Agarró su casco y le hizo perder el control, arrastrándolo contra la
otra moto. Chocaron en el aire y se estrellaron cerca del Kingdom Center.
El diseño futurista del centro comercial estaba rematado con dos cuernos
unidos por un puente panorámico, que lo asemejaba a la Torre Oscura de El
Señor de los Anillos. Aquel edificio era el símbolo del poder de un país muy
rico, anclado en tradiciones medievales, uno de los países más opacos y
represores del mundo.
Mahmed atravesó la puerta cuando los coches de policía estaban a punto
de alcanzarlo. Sintió un gran alivio al disfrutar del aire acondicionado,
mientras accedía a un espacio diáfano, con tiendas, terrazas y pasarelas. Era
uno de los pocos lugares donde las mujeres disfrutaban de un mínimo de
libertad. Todas parecían iguales, cubiertas con la abaya y el niqab,
convertidas en fardos oscuros, siempre vigiladas por un acompañante
masculino. Aun así, algunas jóvenes lograban darles esquinazo e intercambiar
los números de teléfono con los chicos.
—¡Alto, policía!
Mahmed ignoró los gritos y corrió como alma que lleva el diablo hacia las
escaleras mecánicas. Avanzó entre la muchedumbre asustada. Alcanzó el
segundo piso y agarró un extintor, mientras los policías lo perseguían a pocos
metros de distancia. Buscó la salida de emergencia que conducía a la azotea y
reventó la puerta con el extintor. Lo lanzó contra los agentes y derribó a uno

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de ellos. Al salir, Mahmed descubrió con satisfacción el helicóptero que
descendía lentamente. El torbellino de aire de las aspas lo empujaba hacia
atrás y le obligaba a cerrar los ojos para avanzar.
—¡Alto, policía! —los gritos retumbaron a pocos metros de su espalda,
tensó los músculos y saltó sobre una de las patas del helicóptero. Frente a él
estaba sentado Abdallah, un beduino de casi dos metros, el jefe de la Guardia
Nacional y la persona de confianza del príncipe Abdul-Rahman. Abdallah
extendió la mano con una sonrisa y Mahmed la aceptó, agradecido. Los
policías alcanzaron la terraza y sonó un disparo. Un graznido precedió a un
rayo que cayó del cielo en forma de águila y le arrancó el arma al policía.
Mitra remontó el vuelo, pero un halcón la atacó por sorpresa y la derribó por
el lateral del edificio convertida en un ovillo de plumas. En circunstancias
normales, ningún halcón era rival para un águila, su única oportunidad era
golpearla en algún punto crucial para partirle el cuello o un ala. En esta
ocasión la había pillado desprevenida. ¿Estaría muerta?
Abdallah lo miró con una sonrisa perversa. Además del jefe de la Guardia
Nacional, era el halconero mayor del príncipe. Mahmed le había enseñado
muchas cosas y había aprendido otras de él, heredadas de las tradiciones de
los beduinos. Ante aquella sonrisa, Mahmed comprendió que era suyo el
halcón que había atacado a Mitra y que el príncipe Abdul-Rahman le había
tendido una trampa. Lo habían emborrachado o quizás drogado en la fiesta,
para después trasladarlo al hotel donde habían dispuesto la escena del crimen
con la chica.
Solo quedaba una incógnita. ¿Quién era la muerta? ¿La habían asesinado
solo para inculparlo a él?
Miró a Abdallah con resignación, mientras este abría la mano y lo tiraba
del helicóptero de una patada. No lo culpaba, al fin y al cabo, solo cumplía
órdenes.
Un grupo de policías lo esperaba con los brazos en alto; sus manos férreas
le aprisionaron el cuello, los hombros y las piernas. Lo tumbaron bocabajo y
notó en la cara el golpe del suelo abrasador, a la vez que los grilletes sellaban
sus extremidades, inmovilizándolo por completo.

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Capítulo 2
La darbuka y el nay

Granada, España

El suave tul acariciaba la cintura desnuda de Nur. La percusión de la darbuka


marcaba el ritmo de sus movimientos, suaves al principio, con más intensidad
al comenzar la melodía aflautada del nay. La música evocaba la época remota
cuando los musulmanes eran dueños de las casas y los negocios del Albaicín,
evocaba recuerdos antiguos y exóticos, ecos de otras tierras y otras épocas.
La música y su cuerpo se fundieron para convertirse en un velo tan ligero
y brillante como la escasa tela que la cubría.
Ella era una mutasawwif, una estudiante de sufismo. Algunos maestros,
como el poeta y místico Yalal ad-Din Muhammad Rumi, habían demostrado
el poder de la danza para alcanzar el éxtasis religioso.
No sentía las miradas fijas en ella, en sus caderas cantarinas gracias al
cinturón de monedas, en sus pechos palpitantes dentro del sujetador de
pedrería, en sus manos que serpenteaban como llamas de una hoguera. Los
hombres la deseaban, enajenados por los movimientos sensuales de su cuerpo
esbelto y musculoso; las mujeres la observaban con envidia y admiración,
estudiando con interés cada vibración, cada giro, buscando el truco que le
permitía realizar aquellos movimientos imposibles para ellas.
Nur, la mejor bailarina árabe del mundo según varias publicaciones
internacionales, vibraba con su danza sumida en un estado hipnótico; su alma
ascendía en busca de Allah, mientras su cuerpo reaccionaba al mandato de
cada nota.

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Un hombre corpulento, de pelo rubio cortado al cepillo, entró en la sala y
aprovechó la ventaja de su altura para clavar en Nur su mirada azul glacial,
como un tigre al acecho. Avanzó con pasos enérgicos en dirección al
escenario, golpeando algunas mesas que regó con la bebida. El guardia de
seguridad abandonó el rincón y gritó para detenerlo, pero el gigante alcanzó el
escenario con un par de zancadas. Los músicos desafinaron al intuir el
peligro. Nur, de espaldas, con los brazos ondeando como dos serpientes
encantadas y su cuerpo vibrando con cada golpe de percusión, representaba
una metáfora de la propia música.
Una mano férrea se ciñó sobre su muñeca. La música murió en un silencio
turbador mientras intentaba zafarse de las tenazas que la apresaban. Estaba
molesta, aunque no preocupada. Le había ocurrido en otras ocasiones, cuando
algún borracho creía que los billetes que rebosaban su cartera le daban
derecho a tomarse licencias con ella, solo por bailar con ropa sensual, solo por
moverse de manera insinuante.
El guardia sujetó al intruso con pocos miramientos, pero al retorcerle el
brazo para reducirlo, una pistola le encañonó el pecho. El guardia retrocedió
con las manos en alto y un grito rasgó el silencio desde el fondo de la sala. El
público intentaba discernir si aquello formaba parte del espectáculo. Habían
pagado mucho dinero para presenciar el baile, algunos habían viajado desde
países lejanos y esperaban algo que los dejara sin aliento.
Nur había preparado una de sus mejores coreografías, aunque nada tenía
que ver con el intento de secuestro del que era protagonista.
El guardia desenfundó la porra y golpeó el brazo que sujetaba la pistola.
Sin inmutarse, el gigante apretó el gatillo. La bala atravesó la cara del guardia
que cayó sobre el escenario como una piltrafa desmadejada.
Los gritos de los clientes dieron paso al caos.
El mastodonte echó a Nur sobre su hombro como si fuera una muñeca y
salió por la puerta trasera que usaban para el atrezo de los espectáculos. Nur
veía una y otra vez la imagen del guardia, como un escabroso grabado sobre
el cristalino de sus ojos, una marca de agua impresa por el fuego de un
disparo que ya no borraría nunca. Y por si lo olvidaba, una truculenta
salpicadura de sangre ensuciaba la falda de seda rosa palo, una prueba
irrefutable de su presencia en aquel asesinato.
El frío de la noche granadina le traspasaba la piel hasta los huesos. Nur
rezaba para que alguno de aquellos ricachones hubiera avisado a la policía.
Un turismo negro los esperaba. El gigante abrió la puerta trasera y la tiró
dentro sin miramientos, se llevó un golpe en la cabeza con el marco de metal.

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El dolor la dejó aturdida y la bestia aprovechó para atarle las muñecas con
una brida. El conductor descendió con rapidez por las costanas serpenteantes
y estrechas del Albaicín, dormido a aquellas horas. Entre algunos edificios,
destacaban las torres rojas de la Alhambra como una postal majestuosa frente
a las cumbres nevadas de las montañas.
—¡Tengo el sida! —exclamó Nur con toda la seguridad que fue capaz, por
si hubieran pensado violarla.
—¡Tómalo con calma! —respondió el conductor con un acento americano
muy marcado—. Él es mariquita y yo me reservo para el matrimonio. —Rio
hasta que el gigante le dio un palmetazo en el hombro para que se centrara en
salir de allí.
Nur estaba encogida en el sillón, presa del miedo y el desasosiego. El
sonido lejano de una sirena de la policía arrastró una brizna de esperanza
hasta su cerebro ofuscado.
El coche se desvió por una carretera secundaria en dirección a las afueras
de la ciudad. Avanzaron envueltos en una oscuridad intermitente, en el más
desolador de los silencios. Aunque Nur temblaba, sus sentidos se habían
agudizado. Solo necesitaba una oportunidad. Las bridas no suponían un
problema para su cuerpo extraordinariamente flexible. El gigante no había
contado con eso, ni con la sorpresa que incluía su número de danza.
—Get out!
—¡Baja! —repitió el conductor.
El coche se detuvo en un aparcamiento de las afueras. Nur sintió miedo y
esperanza. Quizás alguien la ayudara allí.
El empellón del gigante la tiró fuera del coche. Iba descalza y el suelo
estaba frío. La condujeron hasta una furgoneta gris de aspecto destartalado. Se
sentó entre el conductor y el gigante. La parte trasera estaba vacía y olía a
algún producto industrial. Nur cerró los ojos para hacer dikr, para repetir los
nombres de Dios y dejar la mente en blanco, alejando su alma de aquella
horrible realidad.
Llegaron a un desguace de coches y aparcaron cerca de la entrada. Los
secuestradores la miraban con cara de pocos amigos.
—¿Dónde está?
Nur pensó aliviada que se habían equivocado de persona.
—No entiendo.
—¿Dónde está la carta de Ibn Arabi? —precisó el conductor.
Las dos últimas palabras lo cambiaban todo.

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Solo ella conocía dónde estaba la carta de Ibn Arabi, el filósofo y poeta
nacido novecientos años atrás en el Reino de Murcia. Sí, ella había
encontrado el misterioso manuscrito del místico sufí, el viajero incansable que
partió de Al-Andalus para atravesar el norte de África y establecerse en La
Meca, continuó por los actuales Irak y Turquía, y murió en Damasco. El
hallazgo de aquella carta fue un golpe de suerte, aunque ahora parecía más un
castigo que una bendición.
El islam era la religión de los padres y los abuelos de Nur, con ella había
crecido y con ella, como mujer, había sufrido. En un momento de su vida dejó
de creer y encontró en el sufismo la respuesta a muchas dudas. La base de
esta doctrina le parecía simple y hermosa: todos los seres forman parte de
Allah en una unión directa, sin que la palabra de Dios interfiera en cuestiones
políticas ni sociales. Por eso, tras graduarse como filóloga árabe, decidió que
su tesis doctoral versara sobre el gran maestro Ibn Arabi. En su investigación,
accedió al archivo de Jacinto Bosch Vilá, el primer titular de la cátedra de
Historia del Islam en la Universidad de Granada. Y allí, entre cientos de libros
antiguos, entre pergaminos y papeles polvorientos, halló la carta que conservó
como un gran tesoro, sin decir nada a nadie excepto a Rocío, su hermana
española, la persona en quien más confiaba.
—¿Dónde es la carta, bellydancer? —la azuzó el gigante.
—Solo queremos el documento, después podrás seguir con tu vida en paz.
Simple, fácil. Ok?
Sus palabras sonaban amables, pero la salpicadura de sangre oscura que
ensuciaba su vestido le recordó que aquel asesinato no había sido un sueño,
que aquellos tipos no eran admiradores, no eran sus amigos, no eran personas
razonables.
—No tenemos tiempo. —El chófer comenzaba a perder la paciencia.
Nur no comprendía la razón de tanta prisa, eso que los había llevado a
raptarla a ella y a matar al guardia de seguridad frente a decenas de testigos.
Aquellos tipos debían de estar muy seguros de sí mismos y de su inmunidad.
Había algo más que no comprendía, ¿cómo conocían la existencia de la carta?
—Toma. —El conductor sacó una navaja de hoja ancha y afilada y se la
entregó al gigante.
Nur, estremecida ante el brillo amenazante del metal, decidió arriesgar.
—Espera, está en mi mochila, en el camerino.
El conductor torció la sonrisa, agarró una bolsa negra de basura y sacó la
mochila. Nur, sorprendida, tuvo que seguir con la pantomima. Colocó la

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mochila sobre el regazo y, con las manos atadas por la brida, revolvió sus
cosas. Allí no estaba lo que buscaban y ellos también lo sabían.
—No… no la encuentro —titubeó—. Estaba aquí.
—Quizás la usaste para el baño. —El conductor rio con su chiste—. Mira,
bellydancer, vas a tener una última oportunidad. Si engañas otra vez, te
cortaremos las orejas; te clavaremos agujas para reventar el tímpano, mucho
dolor, horror, ¿entiendes? Te cortaremos la lengua, que a mi amigo se le da
bastante bien, y también la nariz. Te arrancaremos los párpados y los ojos se
secarán como pasas, bellydancer. Por último, y aunque nos hayas dado la
carta, te arrancaremos la piel a tiras. Pero tranquila, no te mataremos, te
dejaremos convertida en un monstruo apestoso, privado de los cinco sentidos.
Entonces será un espectáculo ver cómo mueves esas caderas —rio.
Nur se tapó la cara con las manos, aterrada con aquella visión.
—Si tú hablar ahora —el gigante se llevó el cuchillo al cuello—. Muerte
rápida. No dolor.
—Si nos dices la verdad, no sufrirás.
Nur creía estar preparada para cualquier destino que Allah le impusiera,
no obstante, aquella descripción era tan horrible que le entraron ganas de
llorar.
Si su hermana estuviera allí, sabría qué hacer. Nur le había hablado de la
carta para que la ayudara a desvelar el secreto que ocultaban los versos de Ibn
Arabi. Las dos se compenetraban muy bien. Rocío era la aventurera, la
valiente, de pensamiento rápido y recursos infinitos. Nur daba el contrapunto
de conocimiento y paciencia, era la tímida, la precavida, la reflexiva. Sin
embargo, Rocío no se encontraba en aquella furgoneta que apestaba a
productos químicos y a testosterona. Esta vez, tenía que apañárselas sola.
Guíame por el camino recto, suplicó a Allah.
—En la Facultad de Filosofía y Letras —dijo, haciendo acopio de su
esquiva seguridad.
El conductor salió de la furgoneta y abrió la puerta lateral trasera. El
gigante empujó a Nur para que lo siguiera. El conductor colocó un fajo de
papeles grandes sobre el suelo. Al ver los finos trazos cuadrados, ella
comprendió que eran planos. El tipo buscó el de la Facultad de Filosofía y
Letras y la miró esperando una respuesta. Con un escalofrío, Nur señaló el
despacho de Esther, la directora de su tesis.
El chófer se alejó para hacer una llamada. Al cabo de diez minutos,
estaban aparcando frente a la facultad. Ahora todo dependía de su habilidad y

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su suerte. A esas horas, la universidad estaba desierta y la luz mortecina de las
farolas acentuaba el efecto de desolación.
A Nur le encantaba ser bailarina del vientre. Siendo una niña, descubrió
con sorpresa que era capaz de doblar los dedos hasta tocar el dorso de la
mano. Un día, saltando la tapia de una chabola con sus amigos, cayó en una
mala postura y sus piernas se doblaron hacia los lados. Nur comenzó a llorar,
creía que se las había partido. Sin embargo, las pantorrillas volvieron a
encajar en su sitio y se enjugó las lágrimas, sorprendida de moverlas con
normalidad. A partir de entonces, investigó las extraordinarias capacidades de
su cuerpo. Fue en la adolescencia, en España, cuando la vieja Paquita le dio el
folleto de una academia de danza árabe. Nur asistió a las clases y la profesora
quedó maravillada por la capacidad de su cuerpo para llegar a extremos
insospechados. Con el tiempo, hizo sus propios espectáculos y su fama
recorrió el mundo, llegando hasta Hollywood, donde le ofrecieron un
contrato. Pero a ella le gustaba su ciudad y, si alguien quería disfrutar de su
arte, tendría que venir a Granada.
Cuando Nur terminó Filología Árabe, siguió vinculada a la universidad.
Le encantaba la danza, aunque fantaseaba también con dedicarse a la
enseñanza, un trabajo alejado de los estigmas de las bailarinas, que le
permitiría volver a su casa con la cabeza en alto para demostrar a sus padres
que había merecido la pena quedarse en España con su familia de acogida.
Por eso, hacía la tesis y se ofrecía para escribir los artículos que su
directora presentaba en conferencias y congresos; por eso la suplantaba en
algunas clases sin cobrar nada, sin poner pretextos o excusas.
Ahora todos sus sueños parecían abocados al fracaso. Su familia biológica
sabría de ella a través de un periódico con la foto de un cadáver en una bolsa
negra. Eso si encontraban el cadáver; si no, en el campamento saharaui de
Guelta en El Aaiún, el destino de Nur sería para siempre un misterio sin
resolver.
Bajaron de la furgoneta y el conductor cubrió a Nur con su chaqueta por
encima de los hombros. Ella intuyó que aquel gesto caballeroso obedecía a la
necesidad de ocultar su escasa y llamativa indumentaria, una precaución
innecesaria porque no había nadie. Avanzaron hasta la puerta de emergencia,
que estaba abierta. Nur deseó que hubiera algún profesor sobrecargado de
investigaciones que terminar o, algo más probable, algún becario
sobrecargado con las investigaciones de algún profesor.
El tiempo se acababa. El conductor iba delante y abría las puertas sin
necesidad de llave. Nur intuyó que el guardia de seguridad colaboraba con

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ellos, quizás fuera a quien llamó antes de dejar el desguace. El gigante
atenazaba su cintura con manos firmes, las mismas que la matarían antes de
finalizar la noche, si no lo remediaba. En el ascensor, apretaron el botón del
cuarto piso. Avanzaron por el largo pasillo oscuro y solitario, como los
protagonistas de una película de terror. Se detuvieron frente al despacho.
—No tengo llave —anunció ella con un atisbo de esperanza.
Pero el pomo de la puerta giró dócilmente en la mano del matón. El
despacho era pequeño, apenas cabían una estantería y dos mesas oscuras y
desportilladas en forma de L, repletas de papeles y libros amontonados sin
orden aparente. El mastodonte empujó a Nur y cerró la puerta. La estancia
olía a tabaco rancio.
Nur vomitó sobre los zapatos del secuestrador.
—Fuck you! —El titán hizo temblar el suelo al sacudirse el vómito.
El conductor rio. Nur aprovechó para desencajar las articulaciones de su
mano derecha y sacarla de la brida. Con una sacudida, los huesecillos
volvieron a su sitio, como si un elástico tirara de ellos.
—¿Dónde está la carta? —Las carcajadas del conductor dieron paso a la
impaciencia. Su compañero la amenazó con golpearla.
—En el cajón de la mesa —respondió ella y miró al gigante—. Hay
pañuelos para limpiarte detrás de las cajas.
Sus dos captores estaban entretenidos. Había llegado el momento de
actuar.
No podía salir corriendo, la atraparían antes de que abriera la puerta.
Reparó en el viejo radiador eléctrico que más de una vez les había dado un
calambrazo al encenderlo. Aunque ahora desempeñaba el papel de estantería,
su cable raído y pelado seguía conectado al enchufe de la pared. En realidad,
aquella estufa era la causa de que hubiera decidido ir allí.
Ahora o nunca.
Apretó el interruptor con cuidado para no tocar la parte metálica y, con
una caja de plástico transparente, le dio un fuerte empujón. El gigante, que
seguía limpiando sus zapatos, lo detuvo de un manotazo con unos reflejos
envidiables. La sonrisa de triunfo se borró de su cara cuando la descarga
eléctrica le atravesó el brazo, provocando un cortocircuito en sus nervios, su
cerebro y su corazón. Convulsionó como si estuviera helado de frío y
enrojeció como si muriera de vergüenza. Y, en realidad, se moría, pero
quemado por dentro.
El conductor lo observaba atónito, sin comprender por qué su compañero
temblaba de aquella manera y expelía humo por cada poro de su piel. Nur

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pensaba en el riesgo que habían corrido con ese trasto en el despacho.
—¿Qué has hecho, puta?
Saltó sobre la mesa y una chispa del cable prendió la caja de pañuelos que
el gigante tenía en la mano. La llama alcanzó la manga de su camisa y voló
como aliento del infierno sobre su cuerpo y los papeles amontonados en el
rincón. El conductor, ante la bola de fuego que envolvía a su secuaz,
retrocedió incapaz de ayudarlo.
Nur, bloqueada, destrozada, tenía ganas de llorar. Un hombre ardía vivo
por su culpa.
—¡Te voy a matar, puta! Te voy a matar.
La tremenda bofetada del conductor la desplomó en el suelo. La agarró
del pelo y la arrastró hasta la mesa.
—¿Dónde está? —gritó.
—En el cajón.
Otro bofetón le partió el labio.
—¡Busca! —le ordenó.
Nur tenía los ojos anegados. Con manos trémulas, apartó los papeles. El
gigante cayó al suelo y las llamas pasaron a la estantería junto a la puerta,
mientras el humo cubría el techo. Si no salían rápido, morirían asfixiados o
abrasados.
El conductor estaba fuera de sí. La quitó de en medio de una patada y sacó
papeles y carpetas a toda velocidad.
—En el pasillo hay un extintor —titubeó ella.
La estantería cayó y obstaculizó la puerta. El americano apartó algunos
libros, pero ya era tarde, las llamas devoraban los diplomas y los recortes que
decoraban las paredes.
En ese momento, sonó la alarma de incendios. Asustado, el conductor
lanzó contra la puerta una silla que abrió un pequeño agujero en el
contrachapado, bajo la estantería en llamas. El humo les irritaba los ojos. El
fuego saltó a la tela de la silla y él la apartó de una patada. El hueco era
demasiado pequeño para pasar. Furioso, agarró a Nur por el cuello.
—¿Está la carta en este despacho?
Ella solo podía boquear. Negó con la cabeza.
—Vamos a morir los dos aquí, pero tú primero.
Le apretó el cuello. Había llegado el momento de recurrir al discreto
objeto que sujetaba su moño, una daga que integraba en el número de baile
con un juego de malabares. Liberó su pelo y se la clavó en el hombro. El tipo
retrocedió, desconcertado. Nur recogió la chaqueta y se lanzó de cabeza hacia

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el escaso agujero producido por la silla. Debía ser rápida para que las llamas
no se cebaran en ella. Contaba solo con su flexibilidad, con la capacidad de
serpentear, con el don concedido por Allah para bailar y que ahora debía
salvarle la vida. Soportó el calor asfixiante, el escozor en los ojos y las
pequeñas astillas que arañaban su piel. El aire fresco del otro lado le supo a
esperanza. Rodó por el suelo para ahogar las llamas prendidas a la chaqueta y
una mano fuerte le atenazó el tobillo desde el otro lado de la puerta. El fuego
le quemaba el muslo. Con el otro pie, le propinó una patada en la cara. Su
captor no la soltó y ella insistió con desesperación, hasta que un golpe en la
nariz actuó como un resorte que abrió la mano. Se arrastró por el suelo,
llorando, a la vez que un brazo con una pistola surgía por el agujero en
llamas. Los tiros estallaron a su espalda, acompañados de maldiciones y gritos
de dolor.
Nur corrió por el pasillo de hormigón, descalza, magullada y tiznada,
hasta alcanzar el ascensor que la esperaba con la puerta abierta. Apretó el
botón de la planta baja y respiró. Cerró los ojos con alivio y rezó por el alma
de aquellos hombres que habían muerto por su culpa. Tendría que vivir con
ello, que Allah la perdonara. El pitido de la puerta la arrancó de sus plegarias
y corrió hacia la salida.
—¡Eh, eh! —Unos gritos la increparon por la espalda.
Era el guardia de seguridad. Nur salió por la puerta y llegó hasta la
furgoneta, cerrada con llave. El guardia la perseguía con aspecto amenazante.
Ella palpó su cuerpo y descubrió que quizás Allah no había planeado que
muriera esa noche, en un bolsillo de la americana estaban las llaves de la
furgoneta. Abrió con el mando y arrancó rápidamente. El guardia golpeó el
cristal con las manos, mientras ella aceleraba.
Al cabo de un rato, aparcó en una calle desierta y revisó el contenido de la
furgoneta. Aquellos planos señalaban los lugares donde no podía acudir en
busca de ayuda. Los dos hombres estaban muertos, pero Nur intuía que
trabajaban para alguien muy interesado en la carta, que no iba a reparar en
medios ni en matones, hasta verla en sus manos.
Al ver el plano de su casa, el primer lugar donde habrían buscado, se le
erizó la piel. Pensó en la puerta destrozada, en sus cosas tiradas por el suelo,
los cajones abiertos, los colchones rajados… toda su intimidad violada.
También estaban los planos de la casa de sus padres españoles. Cuánto
tiempo sin visitarla. Cuando ellos murieron en un accidente de coche, la casa
pasó a ser de Rocío, aunque ella no vivía allí. Hacía años que deambulaba por
Oriente Medio.

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Debía abandonar cuanto antes la furgoneta, porque no sabía si tenía algún
rastreador. Abrió la guantera en busca de información sobre sus perseguidores
y solo halló el contrato de alquiler a nombre de Benjamin Arabic, un tonto
juego de palabras.
El móvil también delataría su ubicación. Tenía que deshacerse de él, pero
antes haría una llamada. Presionó sobre la foto de Rocío y marcó un número
con prefijo internacional, 966.
Nadie contestó al otro lado.
No podía acudir a la policía, si lo hacía, tendría que dar muchas
explicaciones y perdería el control sobre lo más importante para ella en ese
momento, más incluso que su propia vida: la carta. Si había gente dispuesta a
matar, es que se trataba de algo más importante de lo que ella había pensado
en un primer momento. Tenía que averiguar quiénes eran aquellos hombres y
cómo habían descubierto la existencia de la carta. Y esa respuesta solo la
conocía Rocío.
Tenía que irse. Dejó el móvil sobre el salpicadero, tomó su mochila y
abandonó la furgoneta con las llaves puestas.
Temblaba por el frío y por el horror de lo vivido. Caminó a paso rápido,
notando en los pies las chinas del suelo, el tacto blando de las colillas y la
humedad resbaladiza de la escarcha de la noche. Repitió los nombres de Allah
para alejar sus temores, mientras sus piernas ejecutaban el familiar recorrido
de forma automática.
Con el corazón en un puño llegó al kiosco Paquita, en un paraje solitario
del barrio de Haza Grande. La dueña estaría durmiendo porque abría al punto
de la mañana y no apuraba la tarde. Sus humildes parroquianos echaban el
Costa al amanecer, un pacharán de Sierra Nevada después de comer, un
Pálido Montero a media tarde y una cerveza Alhambra a cualquier hora.
Aquel kiosco no era solo un bar, sino una institución benéfica a la que
acudían operarios, funcionarios, jubilados y delincuentes en busca de
compañía o del consejo oportuno.
Nur apartó las tiras de plástico de las cortinas y golpeó el cristal.
Paquita montó aquel kiosco con ayudas oficiales después de quedarse
viuda muy joven, con cuatro niños a su cargo. Era una construcción barata de
los años 50, de ladrillo y chapa, al lado de un paraje ensuciado por la luz
mortecina de las farolas.
Nur volvió a insistir.
—La vin, ¿quién va?
—Paquita, soy Nur.

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Al cabo de un minuto infinito, descorrió el cerrojo y apareció la dueña con
los brazos en jarras, vestida con una bata. Desde el otro lado de la cortina,
miró a Nur de arriba abajo con sus inmensos ojos grises, dos gotas de mar en
medio de un terreno arado por la vejez.
—La vin, ¿qué ta pasao?
Le hizo un gesto para que entrara, echó un vistazo fuera y cerró la puerta
con llave. El bar era pequeño, decorado con viejos carteles de espectáculos de
flamenco, corridas de toros y algún calendario pasado de año; los pimientos
secos colgaban de una cuerda del techo de uralita, acompañados por
muñequitos infantiles; el suelo era de cemento recubierto con un plástico
desconchado. A pesar de todo, el lugar olía a limpio y tenía un aire acogedor.
Nur se desplomó en una silla y rompió a llorar. Paquita le sirvió un
chupito de licor.
—Niña, ¿ta tocao algún hombre? —Su mirada se enturbió.
—Dos. Han intentado matarme, pero no me han violado, si es a lo que te
refieres. —Nur señaló la bebida enjugándose las lágrimas—. ¿Qué es esto?
—La vin, qué más te da. Bebe y deja de llorar.
Ella obedeció a las dos cosas.
La relación con aquella mujer se remontaba a su infancia, a sus primeros
años en España. Sus padres vivían en una urbanización nueva con vistas al
monte, muy cerca de Haza Grande y el kiosco de Paquita. Rocío siempre
acababa metida en líos y Nur la acompañaba a aquel kiosco en busca de una
solución.
Recordaba la vez que encontraron una perra suelta, una labradora joven de
pelo blanco. A pesar de parecer abandonada y algo famélica, ellas sabían que
tenía dueño, el Vitri, un gitano de diecisiete años especializado en robar
reventando las vitrinas de los negocios. Así había conseguido a su perra
Karanka en una tienda de animales.
Rocío decidió que la misión de aquel día era encontrar un hogar digno
para la perra. Nur intentó disuadirla, no quería enfrentarse a un chico mayor
que ellas y con antecedentes delictivos. Sin embargo, cambió de idea cuando
Rocío le mostró que la pequeña Karanka estaba plagada de garrapatas.
Su madre no quería animales en casa y su padre no entró en la discusión.
Frustradas, le hicieron fotos y las llevaron al instituto para convencer a algún
incauto. Un compañero les dijo que el Vitri buscaba a su perra. Nur intentó
persuadir a su hermana para devolverla, pero Rocío se negó. Si el Vitri no la
cuidaba, no la merecía. Al final, una chica la adoptó y la rebautizó como
Reina.

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La noticia llegó a oídos del Vitri. Ese día, cuando ellas estaban en el
recreo, él las amenazó con una navaja desde el otro lado de la reja del patio.
Nur rompió a llorar y el otro se fue satisfecho, deslizando el dedo por su
garganta como una certera amenaza. Rocío consoló a Nur y, al terminar las
clases, corrieron al kiosco. Paquita escupió cuatro o cinco maldiciones y
llamó al padre del Vitri, que lo trajo a guantazos desde la chabola donde
vivían. Ante la presión de los adultos, Rocío, Nur y él se estrecharon la mano
y zanjaron el conflicto.
Paquita conocía a cada vecino del barrio, tenía ojos y oídos en todas
partes y un sexto sentido envidiable. Fue ella quien le entregó a Nur aquel
folleto de clases de danza oriental, pues intuyó que esa disciplina estaba hecha
para ella.
—Te buscan por lo que te guardé el otro día, ¿verdá?
El licor tenía un cierto regusto a higos. Sospechó que sería de elaboración
propia e ilegal. Lo apuró de un trago.
—Rocío no responde al teléfono.
—Ay, la vin, esa cabesica loca de la mala follá de tu hermana. Pechá de
líos en los que se mete y te mete, desde chicas.
—Pero siempre me saca —apuntó, con la esperanza de que todo volviera
pronto a la normalidad. Nur le pasó la información de la carta y Rocío debió
de compartirla con alguien más—. Tengo que hablar con ella, Paquita.
La vieja se levantó con agilidad para volver con una pequeña bolsa de
plástico, reutilizada tantas veces que las letras de publicidad se habían
emborronado.
—Toma, lo que me diste —le entregó una hoja de pergamino envuelta en
celofán—. Ay, la vin, no sé qué demonios es esta cosica, pero desházete de
ella cuanto antes. —Le levantó la barbilla con la mano—. ¿La Rocío no te
contó ná?
—Me pidió que se lo entregara a un hombre, que él se lo haría llegar a
ella. —Las lágrimas volvieron a anegar sus ojos—. Pero no he tenido tiempo,
Paquita, y ahora…
—Tu hermana es una metejaleos. Mi nariz me dice que la policía no es
buena cosa en este asunto. Busca al chavea ese.
—Solo me dio una dirección de Madrid y me dijo que se lo entregara en
persona.
—Está bien. Ahora te saco una mantica y duermes aquí una mijilla. A ver
qué tengo por ahí de alguno de mis zagales para que te cambies esas pintas de
esfaratá. Pero antes te das una ducha. Y mañana a las cinco todo el mundo en

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pie porque mis feligreses engurruñíos no perdonan su copica de primera hora.
¿Necesitas un teléfono?
Vació otra bolsa sobre la mesa, que contenía cinco o seis móviles. Nur
eligió el smartphone que parecía más moderno.
—El Tirita estará aquí na más abrir. Hablaré con él pa que te lleve a ver al
apollardao ese que ta dicho la Rocío. A ver en qué follón ta metío esta vez.
—Ay, Paquita, creo que esta vez es culpa mía.
Paquita la miró sin creer del todo sus palabras. Rocío era la alocada, la
follonera, la que irrumpía como un terremoto y sonaba como una darbuka.
Nur siempre era dulce y calmada, como la música del nay. Sin embargo,
Paquita sospechó que aquel nay comenzaba a explorar nuevas melodías.

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Capítulo 3
Mucha sal y muchas especias

Granada, España

La primera vez que Nur pisó España tenía siete años y el tamaño de una niña
de cuatro. Y estaba enfadada, muy enfadada. No comprendía por qué tenía
que dejar a su familia para ir a España unos meses.
Entendía un poco de español pero no estaba dispuesta a practicarlo con
aquellos dos desconocidos que se deshacían en sonrisas y gestos cálidos.
Entró en el coche y permaneció con el rostro turbio y la boca bien cerrada.
Una vocecita sonó a su lado.
—Mamá, ¿nos la podemos comer ya?
Nur observó la cara dulce de la niña con quien compartía el asiento trasero
del coche. Era tan blanca que deslumbraba.
—¡Rocío! ¿Por qué dices eso?
—Tú me dijiste que era una niña de caramelo.
Su escaso español le bastó para comprender las palabras de la niña rubia
de edad similar a la suya, y soltó una carcajada. Sí, su color de piel se
asemejaba al del caramelo.
Rocío tomó su mano y no la soltó en todo el trayecto. Aquella noche y las
siguientes durmieron las dos abrazadas.
Durante una semana, Nur gruñó en vez de hablar, se duchó vestida y
apenas probó bocado porque la comida era insípida. En alguna ocasión,
escuchó a la madre de Rocío llorar tras la puerta del dormitorio mientras el
padre trataba de consolarla.

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Quería volver a su casa, nadie le había explicado qué diantres hacía allí
cuando ella quería estar con su familia y sus amigos.
Una tarde, Rocío la sacó de casa y la arrastró por las calles llenas de
coches y de gente hasta lo que a Nur le pareció la tienda más grande y bien
abastecida que había visto nunca.
—Ya verás, esto te va a gustar y te vas a poner gorda como mi profesora
de gimnasia. ¡Señora Paquita! —llamó Rocío a la señora vieja como las
tormentas que estaba al otro lado de la barra—. Queremos todas las chuches
que pueda comprar.
Soltó unas monedas sobre la barra, a la que apenas llegaba.
—La vin, si tienes aquí el tesoro de Alí Babá. Toma, el botón te lo puedes
guardar.
La señora Paquita llenó una bolsita de plástico transparente de puñados de
gominolas de todos los colores.
—¿Y esta quién es?
—Es Nur, mi hermana saharaui.
—Pos está mu delgá.
—Vino así, pero yo la voy a curar. Es que allí solo comen arena —dijo
Rocío muy seria.
Nur iba a decirle que aquello no era verdad. Que, en el campamento,
comían pollo, la única carne que se podían permitir, y también mucho arroz y
lentejas que les entregaban en cajas con grandes letras en idiomas que ella no
sabía leer.
Rocío le ofreció la bolsita llena a rebosar y Nur sacó una de aquellas
piezas de colores chillones sin saber qué hacer. Rocío se llevó una a la boca y
Nur la imitó. El sabor dulce y afrutado le pareció lo más maravilloso que
había probado nunca. Comió otra gominola y otra más.
—¡Sabía que te iba a gustar!
—La vin, no querrás que sobreviva con estas porquerías —la señora
Paquita la observaba—. Anda, venid pacá.
Las dos niñas se sentaron en una mesa. La señora Paquita les sirvió dos
platos colmados y un pan entero. A Nur, el olor del guiso le recordó a su
hogar, pero seguía enfadada con los adultos y no probó bocado. La señora
Paquita cortó un trozo de pan, lo introdujo en el plato y se lo llevó a la boca.
—¡Ay, qué placer, chavea! —exclamó y se chupó los dedos.
Rocío mojó otro pedazo de pan y lo alargó hacia Nur. La barriga le rugía
y la boca le salivaba. Nur lo engulló de un bocado. Cortó trozos de pan hasta
que el plato estuvo cubierto y comenzó a comer con las manos.

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Rocío y la señora Paquita no le quitaban la vista de encima. Cuando
terminó, Nur mojó un trozo de pan en el plato de Rocío y lo alargó hacia ella.
Rocío abrió la boca y se lo comió.
—¡Ay! ¡Está salado! ¡Pica! ¡Sabe raro!
—Claro, chavea —contestó la señora Paquita—. Dícele a tu madre que, si
quiere que esta escuchimizá engorde, eche sal a puñaos a la comida, mucha
pimienta y toas las especias que tenga en casa.
Cortó una guindilla de las cuerdas que colgaban sobre la barra y la alargó
hacia Nur.
—Toma, pa tu madre española, pa los guisos.
—Gracias.
Aquella fue la primera palabra que pronunció ese verano.

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Capítulo 4
Chop chop Square

Riad, Arabia Saudí

Mientras aguardaba en una celda del juzgado, Mahmed pensaba en su futuro


inmediato. Le dolía todo el cuerpo y las venas de la cabeza palpitaban como si
un halcón emitiera gañidos estridentes dentro de su oído. Sin embargo, ni
siquiera el dolor desviaba sus pensamientos de lo que vendría a continuación.
Cuando uno sabe con certeza que va a morir, es imposible concentrarse en
otra cosa.
Hacía dos años que vivía en Riad y nunca había asistido a una ejecución
pública. ¡Cómo imaginar que la suya sería la primera!
Las historias que había oído le permitían recrear con detalle lo que le
esperaba. Eran las diez, a esa hora debía comenzar el espectáculo. Los árabes
nunca se habían caracterizado por la puntualidad. En cualquier momento, los
guardias entrarían en la celda, le taparían la cabeza con una bolsa de tela
negra y lo arrastrarían al interior de un furgón para trasladarlo a Chop Chop
Square. La plaza estaría llena de gente y la policía acordonaría la zona para
que nadie se acercara más de lo debido. Le obligarían a arrodillarse junto al
canasto de mimbre, dispuesto para recoger su cabeza, evitando así que rodara
por el suelo y alguien jugara al fútbol con ella. La gente gritaría: «¡Allah es
grande!», mientras un verdugo de marcados músculos y cara de pocos amigos
elevaría un afilado sable y, tras la orden de la autoridad pertinente, «Chop!»,
el canasto engulliría la cabeza. El carnicero limpiaría el sable sobre la ropa de
su cuerpo inerte y un médico le tomaría el pulso para certificar que no podía

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seguir vivo sin cabeza. Sin embargo, él estaba condenado a la pena máxima y
esta no terminaba con la muerte.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Cerró los ojos. Los rayos de sol, a
través del ventanuco enrejado, arañaban su cerebro como las afiladas garras
de un águila.
Había sido una noche muy larga. Después de capturarlo, lo trasladaron a
la prisión de Ulaysha, para encerrarlo en una sala diáfana, de paredes níveas,
con un escalofriante sumidero en el centro. Que estuviera preparada para
limpiarla con un simple manguerazo, no podía presagiar nada bueno.
Pidió hablar con el embajador, pero nadie atendió sus demandas. Le
obligaron a desnudarse y engancharon los grilletes de sus manos a una cadena
que se deslizaba por una argolla del techo. La tensaron para que apenas
alcanzara el suelo de puntillas. En esa posición incómoda lo dejaron varias
horas hasta que un guardia regresó para interrogarlo. Llevaba un látigo de
cuero en una mano, en la otra, una barra de hierro. Mahmed no lo dudó,
firmaría una confesión de inmediato. No tenía sentido hacerse el duro, todo
ser humano tiene un límite de resistencia al dolor, algunos pueden aguantar
minutos; otros, horas; los más valientes, días. Pero, al final, la entereza se
rompe con el sufrimiento. Sabía de gente que había perdido un ojo, la lengua
o que habían muerto después de varios días de torturas. Él prefería una muerte
rápida, «¡Chop!», la cabeza al canasto. Punto y final.
Le liberaron las manos para que firmara el papel en blanco donde
escribirían la confesión. Gracias a su buena predisposición, el carcelero
abandonó las herramientas que traía y se dedicó a practicar boxeo con su
abdomen y sus riñones. De vez en cuando, dejaba escapar algún golpe al
pecho o las costillas. Mahmed gemía con cada puñetazo, resignado, y echaba
un vistazo al látigo y la barra de hierro olvidados en el suelo. Sabía que podía
ser mucho peor. Intentó aislar el dolor, pero cada golpe era la acometida de un
ariete que intentaba reventar aquel cofre protector. Cuando estaba a punto de
desmayarse, el guardia le propinó una salvaje patada en los testículos. El
dolor escapó de su encierro, arrasando cualquier residuo de coraje. Vomitó
hasta la primera papilla, como una rapaz echando la plumada después de un
gran festín. Y por fin, perdió el sentido.

Despertó al cabo de varias horas. No sentía los brazos y su pecho se elevaba


con dificultad, obligándolo a efectuar exiguas inspiraciones; su corazón

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palpitaba a un ritmo desbocado, que marcaba los lacerantes redobles de su
cabeza. Estaba solo y no sabía el tiempo que llevaba colgado de aquel gancho.
Intentó evadirse pensando en su granja de España, donde había criado a
Mitra. ¿Seguiría viva? Ahora daba igual, él estaba muerto.
Pensar en la granja y en Mitra le hacía sentir bien. Recordaba la emoción
mientras esperaba a que aquel huevo eclosionara. Tardó veinte días y él
mismo alimentó al polluelo con jirones de carne fresca. Poco después, le
entregaba piezas muertas para que las desgarrara y ejercitara la musculatura
del cuello, las patas y el pecho. Al cabo de un mes, tenía el plumaje completo
y estaba lista para volar. Mahmed dejó de alimentarla, tenía que perder peso y
el hambre le haría emprender el vuelo. Fuera de la granja, soltó a una paloma
con un ala rota. Cuando le quitó la caperuza, Mitra fijó la vista en ella y erizó
las plumas de la cabeza. Dudó unos segundos sobre su brazo hasta que
extendió las alas y se dejó llevar por el viento. En cuanto mató a la paloma,
Mahmed se la quitó y le entregó la cortesía, el mejor bocado, el que grabaría
en el cerebro de Mitra que eran un equipo y que juntos nunca pasarían
hambre. A partir de entonces, Mitra cazó para él, tanto pluma como pelo. Era
la principal ventaja de un ave de vuelo bajo.
Mientras recordaba aquellos tiempos felices, unas alas surgieron en la
espalda de Mahmed y echó a volar junto a su toghrol. Sobrevolaron valles,
montañas y lagos, hasta alcanzar un río que los condujo al mar, el agua
infinita, el horizonte sin final fundido con el cielo en un único color de
distintos matices.
Su mente volvió a la celda de castigo con el chasquido de la puerta. Dos
guardias le enchufaron una manguera a presión, lo descolgaron y lo llevaron a
otra sala donde le esperaba un raído thawb.
—Vístete —gruñó uno de ellos.
Mahmed intentó mover los brazos, insubordinados, como las alas rotas de
un ave. Poco a poco notó un cosquilleo en la punta de los dedos que se
extendió por las palmas y el antebrazo. Dobló los codos, giró las muñecas y,
por último, abrió y cerró las manos. Entonces, se vistió.
Lo metieron en un camión blindado y lo llevaron al juzgado, en el centro
de Riad. La audiencia fue un paripé, a puerta cerrada y sin abogado defensor.
El juez expuso los cargos y dictó sentencia:
—A la vista de las pruebas irrefutables aportadas por la policía, lo
condeno a cuatro penas de muerte consecutivas, una por el crimen de una
mujer extranjera y otra por cada uno de los policías asesinados durante su

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detención. La condena se llevará a cabo de forma inmediata en la plaza
pública.
Mahmed se preguntó cómo ejecutarían las cuatro penas de muerte
consecutivas. ¿Le cortarían la cabeza cuatro veces? ¿Le dirían al verdugo que
golpease con moderación para no cortarla de cuajo, sino poco a poco, en
cuatro certeros y controlados golpes?
El juez lo aclaró:
—Debido a la gravedad de los delitos, se le aplicará la pena máxima: lo
condeno a ser decapitado y su cuerpo crucificado expuesto durante una
semana, para sufrir la vergüenza y el escarnio público.
Lo trasladaron a una celda del propio juzgado y le anunciaron su
ejecución para las diez.
Allí esperaba ahora y eran las diez y media. Aquella demora era
insoportable.
Los guardias volvieron a la celda y le cubrieron la cabeza con una tela
negra, como la caperuza que tranquiliza a una rapaz en ambientes extraños. A
él le invadió el desasosiego.
Siempre había pensado que sería capaz de afrontar la muerte con valentía,
pero ahora le flaqueaban las piernas y sentía ganas de vomitar. Mientras lo
metían en el furgón, sus miembros se volvieron pesados como un avión sin
alas y su cabeza comenzó a dar vueltas.
Cuando el furgón arrancó en dirección a la plaza, sin poder evitarlo, sin
querer evitarlo, perdió el sentido.

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Capítulo 5
Adiós, Granada

Granada, España

Paquita le prestó una vieja camiseta con el logotipo de Mirinda y Nur se


acostó en un hueco del diminuto almacén, sobre un catre improvisado con
unas mantas. Al otro lado de las cajas, escuchaba el ronquido de Paquita. Nur
no pegó ojo, tenía la certeza de que en cualquier momento aparecerían otros
gigantes dispuestos a rematar la misión inconclusa. Las imágenes del día
anterior la envolvían una y otra vez, como los velos de tul lo hacían con sus
piernas durante la danza. A las cinco menos cuarto, Paquita se levantó
dispuesta a emprender una nueva jornada. Nur realizó sus oraciones.
—Un café cargado, chavea. —Dejó una taza grande sobre una mesa—.
Desayuna aquí, que no quiero que te vean.
—No, gracias, Paquita, no tengo hambre.
—La vin, hoy va a ser un día mu largo. Sabré yo de eso. —Y plantó ante
ella un croissant algo reseco—. Si lo sopas en la leche, ni notas que es de
ayer, que el panaero no ha pasao aún.
Paquita salió y abrió las puertas del bar. Al poco, llegaron los primeros
parroquianos.
—Ya he hablao con el Tirita. Date prisa que te va a llevar. —Y bajó la
voz para susurrar—: Han visto a un apollardao extranjero merodear por el
barrio.
Nur dio un sorbo al café caliente.
—Toma. —Sacó un hatillo de una caja—. Creo que es de alguna de mis
nietas, igual tajusta.

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Nur se vistió con el vaquero negro y un jersey azul marino. También
había unas zapatillas de deporte grises. Ninguna prenda combinaba y, quizás
por eso, parecía ir a la moda. Los zapatos eran otra cosa, le iban grandes y
caminaba con miedo a que salieran disparados en cualquier momento.
Paquita regresó acompañada por un tipo menudo con la cara picada y ropa
desaliñada.
—Este es el Tirita. Ya le dao la dirección.
Nur la miró y después al supuesto taxista.
—Paquita, yo… podría ir en un autobús.
—La vin, no digas chorrás. El Tirita te llevará. Es de la casa de toa la
vida.
Nur también estaba preocupada por el dinero. Andaba algo escasa de
efectivo y no quería utilizar un cajero.
—No sé si puedo pagarlo —murmuró.
—¡La vin! Que no te preocupe eso ahora. Anda, anda. Ten cuidao, hija.
—Le dio un fuerte abrazo y se dirigió al taxista—: Tú la dejas en la mismica
puerta y tesperas hasta quella te diga.
Nur acompañó al taxista hasta un coche desvencijado, con tantos años
como la camiseta de Mirinda con la que había dormido. No dijo nada. Contar
con alguien de confianza era mucho más importante que un buen motor.
—Si te ven detrás, pensarán que es un taxi ilegá. Y no me conviene que
me pare la pasma.
Nur pensó que a ella tampoco. Subió al asiento delantero con la mochila
donde guardaba sus escasas pertenencias, entre ellas, la polémica carta.
El motor rugió como un tambor de juguete, mientras avanzaban por la
antigua carretera de Murcia. Nur contempló las cumbres de Sierra Nevada,
perfiladas contra el cielo azul oscuro que ya comenzaba a clarear. Un dolor
intenso en el pecho le avisaba que quizás no las volvería a ver.
El Tirita era un conductor excelente y respetuoso con las normas y
aprovechó el trayecto para contarle su vida y lo bien que la señá Paquita se
portaba con él, con su señora madre y con sus cuatro churumbeles de tres
mujeres distintas. La de veces que había dormido en casa de la señá Paquita
cuando la policía lo buscaba, la de veces que había pasado allí el mono y la de
tiritas que le había prestado para disimular los picos.
Nur lo escuchaba sin intervenir. Sentía ganas de llorar por el enorme
embrollo donde estaba metida. Había matado a dos hombres y, en ese
momento, otros debían de perseguirla para hacer lo mismo con ella. Su única

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opción era llegar a Madrid y entregar la carta al contacto de su hermana, con
la esperanza de que él solucionara las cosas.
El viaje fue largo. Avanzaban despacio y cada hora el Tirita paraba para
«echar una meá», aunque Nur sospechaba que era más bien para echar un
trago. En una de aquellas paradas, el taxista sacó del maletero una bolsa de
plástico.
—La señá Paquita ma echao un par de bocadillos, el mío de jamón del
bueno, de las Alpujarras. Toma. —Nur abrió los ojos como platos ante una
barra entera envuelta en papel de aluminio—. ¿Y tú no llevas pañuelo?
La pregunta no era nueva para ella y podía haberle dado una larga
explicación. Cuando tenía trece años llevó pañuelo y creía que reafirmarse
como buena musulmana resolvería su crisis de identidad como saharaui y
española. Sin embargo, cuando volvió a España ese verano, su madre de
acogida le prohibió cualquier símbolo discriminatorio mientras viviera en su
casa. Nur respondió con unas palabras grabadas a fuego en su cerebro de
tanto escucharlas en el campamento: «Si te vas a comer un caramelo,
¿elegirías el que está envuelto o el que no lleva papel?». Su madre española la
miró con paciencia y respondió: «Eres una muchacha, no un caramelo. Debes
tenerlo claro, Nur. No permitas que te traten como un objeto que se guarda
para agasajar a un hombre».
Al principio, Nur no lo entendió, pero aquellas palabras plantaron una
semilla que le hizo replantearse muchas cosas.
—No llevo pañuelo —respondió con sequedad al Tirita.
—Pues casi toas las moras que conozco lo llevan. Las marroquinas no
suelen ir por ahí así, su pelo es un secreto o un tesoro. En fin, si fuera el pelo
del chocho, todavía… —se rio—. Y que conste que no soy racista, que
cuando la señá Paquita me dijo que te llevara, yo, sin problema. A mí me da
igual moro que cristiano.
—El Corán solo indica que la mujer debe cubrir sus senos con un velo. En
ningún momento dice la cabeza.
—¿Y entonces por qué lo llevan casi toas las moras? —se sorprendió él.
—Algunas porque les han enseñado que lo dice el Corán, aunque sea
mentira; otras porque es una forma de identificarse como musulmanas; unas
pocas, porque así ahorran en peluquería; y la mayoría, por la presión social,
porque el velo les da libertad para moverse solas en un espacio dominado por
hombres. —Hizo una pausa y miró al Tirita—. Yo soy saharaui, no marroquí.
—Eh, que a mí me la trae al pairo que no seas mora de verdad.

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Nur sonrió e intentó relajarse, aquel tema le afectaba bastante. Recordaba
con horror las primeras semanas en España, no entendía bien el idioma y su
madre de acogida la llevaba de aquí para allá, sometiéndola al escrutinio de
hombres y mujeres con batas blancas, que le examinaban los ojos, los dientes
o le sacaban sangre con una jeringuilla. Al principio, Nur era reacia a aquel
país, a aquella familia y a aquella cultura tan alejada de la suya. Hasta que
descubrió que allí nunca faltaban los juguetes, ni la comida en el plato. Probó
el cerdo, engordó diez kilos y se olvidó de rezar. Al final del verano, se
defendía en español y el apego que sentía por su pueblo había desaparecido.
Ahora no entendía por qué tenía que volver, en lugar de que sus padres
vinieran a España, donde todo era más limpio, más abundante y más cómodo.
Entraron en Madrid en plena hora punta y les costó llegar a la dirección
que buscaban. Ignacio Fernández, ese era el nombre que Rocío le había dado
a Nur.
—Mientras haces tus cosas, voy al bar de enfrente a echar una meá.
Nur bajó del coche con la mochila. Comprobó la dirección y escrutó el
viejo edificio madrileño. No sabía quién era aquel hombre ni qué relación
tenía con Rocío. Por un momento, fantaseó con la idea de que fuera su
hermana la que esperaba al otro lado de la puerta. La llamó con el móvil que
le había dado Paquita.
Nada.
Guíame por el camino recto, suplicó a Allah, mientras alcanzaba el portal.
Buscó el tercero B en el telefonillo. No había nombres. Apretó el botón
sin ningún resultado. Tuvo un mal presentimiento. Sabía que los
presentimientos eran los mensajes que enviaba el verdadero yo, eran la forma
que tenía el alma de hablar con el cuerpo, de conectar el mundo espiritual con
el terrenal; debía escucharlo, darse la vuelta y salir corriendo; aunque también
sabía que Rocío no se habría detenido por una simple intuición después de
recorrer media España.
Una mujer salió del edificio y Nur aprovechó para entrar. El zaguán
oscuro olía a humedad. Apretó el interruptor y una luz mortecina se derramó
desde un plafón casi opaco. El ascensor brillaba por su ausencia en el hueco
de la escalera. Subió pegada a la pared, para no apoyarse en la desvencijada
barandilla metálica. Estaba en buena forma y no le costó alcanzar el tercer
piso, a pesar del ambiente tétrico, de la incomodidad de sus zapatillas y de la
humedad que le traspasaba el jersey como pequeñas serpientes escurridizas.
Nur temblaba, sin ser consciente de ello. En el rellano encontró la puerta que
buscaba, identificada con una placa: Ignacio Fernández de Leja, abogado.

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Tocó el timbre, pero ningún sonido interrumpió el silencio opresivo. Golpeó
la puerta con suavidad y, para su sorpresa, se abrió, dejando una delgada
rendija vertical. ¿La estaría esperando? Empujó con mano trémula y ante ella
se abrió un largo pasillo, cuya oscuridad era violada por la luz intermitente
que escupía una habitación a la izquierda. Todo permanecía en silencio.
—Hola. —Su tímido saludo murió a unos pocos pasos de distancia.
Cruzó el umbral. El interior de aquel piso apareció ante ella como una
serie de fotografías irreales, impresas en su retina a golpe de flash, bajo el
ritmo frenético que marcaba la luz parpadeante de la habitación.
El piso tenía el toque impersonal que dan los muebles baratos de estilo
nórdico. En el perchero había una chaqueta colgada. Entornó la puerta y se
llevó las manos a la cara con horror. Varios arañazos rasgaban de arriba abajo
la pintura blanca de la madera y uno de ellos moría en una uña partida,
ensangrentada.
Estuvo a punto de salir corriendo. Sabía que debía huir de allí, pero no
tenía adónde ir. La estaban persiguiendo para matarla. Su única opción era
deshacerse de la carta cuanto antes y que sus perseguidores lo supieran. Y
para ello necesitaba a ese tal Ignacio.
Guíame por el camino recto, repitió como un mantra mágico que le
inspiraba fuerzas para seguir.
Cerró los ojos para evitar el mareo de la luz parpadeante y sus inmensos
zapatos resbalaron sobre el suelo de tarima barata. Con el nuevo flash,
descubrió que había pisado un reguero de sangre. Nur dio un paso atrás.
Guíame por el camino recto.
Un hacha de carnicero la esperaba en el umbral del despacho, lanzando
vehementes destellos de color rubí desde el suelo. Dudó. No podía irse ahora,
no sin saber si el tal Ignacio estaba allí, vivo o muerto.
Alcanzó la puerta. Los flashes de luz caían sobre ella desde un tubo
fluorescente, como puñetazos de gigante, arrancándole cualquier atisbo de
esperanza. Los escasos adornos se esparcían por el suelo, reducidos a
fragmentos desiguales de vidrio y cerámica. Frente al balcón cegado por la
persiana, había una mesa y varias sillas de escritorio tumbadas de lado, solo
una permanecía en pie, vacía, al lado de unas tenazas y un taladro que
flotaban en un charco de sangre.
Tenía que salir de allí. Aquella mancha oscura, de superficie brillante e
hipnótica, debía ser lo único que quedaba del tal Ignacio. Y aquellas
herramientas auguraban que los asesinos no andaban lejos.

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Nur, mareada, a punto de desmayarse, se dio cuenta de que hacía un buen
rato que no respiraba, que había avanzado por el pasillo con los pulmones
paralizados por el miedo. Agarrada a la pared respiró lenta y profundamente.
Entonces escuchó un ruido desde una estancia anexa al despacho, como si
alguien arrugara una bolsa de plástico. Las alarmas saltaron en su cerebro. Se
abrió la puerta del baño y un tipo ocupó el umbral, rozando el marco de
madera con su pelo castaño al cepillo. Iba enfundado en un traje de plástico
teñido de rojo. Nur bajó la vista hasta su mano, donde una sierra aún goteaba
sangre.
—¡Bienvenida! —Tras el acento americano, le dedicó una sonrisa
perversa.
Ella corrió por el pasillo hacia la salida. Tiró del pomo, mientras
escuchaba un fuerte chasquido. ¡Clonc! El hacha de carnicero se clavó en la
madera, a unos centímetros de su cabeza. Sin mirar atrás, corrió a la velocidad
que le permitían sus zapatillas y la barandilla desvencijada la salvó de caer
rodando. Escuchaba a su espalda las pesadas zancadas del mastodonte.
—¡Para!
Un cuchillo se clavó en la pared delante de ella. Nur aceleró el paso y
salvó los escalones de dos en dos o de tres en tres. Cuando llegó a la planta
baja, corrió hacia la calle. Gracias a Allah, se encontró con el Tirita, que en
ese momento abandonaba el bar.
—¡La vin! ¿Estás bien?
—¡Tenemos que irnos!
Nur miró hacia la puerta del edificio. Ni rastro del matón. Tal vez su
atuendo resultara demasiado llamativo a plena luz del día. Quizás se estaba
quitando el traje de plástico antes de salir a buscarla.
Subieron al coche. La puerta del edificio se abrió y el mastodonte oteó a
ambos lados de la calle.
—¡Arranca!
El ruido del motor llamó la atención del asesino. El Tirira apretó el
acelerador y, con un chirriante derrape, abandonó el aparcamiento. El tipo
sacó una pistola.
—¡Agáchate! —gritó Nur.
El Tirita se puso de lado dejando solo un ojo por encima del volante. Se
alejaron a toda velocidad y escucharon el ¡clonc! de las balas al agujerear la
chapa y el ¡crash! al atravesar la luna trasera.
De nuevo, le sorprendió la seguridad que mostraba el asesino, disparando
contra ellos en plena calle, sin ningún pudor. ¿Quién estaba detrás de las

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acciones de aquellos hombres?
—Ay, la vin, no pensaba yo que fueras tan peligrosa. —El Tirita se
santiguó—. ¿No serás talibana o algo asín?
—Los talibanes son suníes y yo soy sufí.
—Suní, sufí, Rasputí… A mí me suena lo mismo.
Nur respiró hondo.
—El ochenta por ciento de los musulmanes son suníes y un quince por
ciento chiíes. Los sufíes somos una minoría que no llega al cinco por ciento.
—¿Y qué deferencia hay? ¿No creéis tos en Allah?
—Eso es como decir que los cristianos coptos y los Testigos de Jehová
son lo mismo. La diferencia entre suníes y chiíes es más política que religiosa.
Cuando murió Mahoma, parte de sus seguidores creían que el nuevo Califa
debía ser designado por una señal divina, por ejemplo, un parentesco familiar
con el profeta. Otro grupo defendía la elección del sucesor por votación,
basándose en extractos de la Sunna, el libro que recoge las palabras del
profeta y sus seguidores. A este bando se lo denominó suní y al otro, chií.
El Tirita la miraba con cara de desconcierto. Nur quería explicarle que los
cuatro primeros califas fueron elegidos entre los seguidores más allegados al
profeta, Abu Bakr, Umar, Uthman y Alí. Para los sunníes son conocidos
como los «bien guiados» o «cuatro califas justos». Sin embargo, los chiíes
solo reconocen a Alí, que era primo y yerno de Mahoma.
Alí murió asesinado y se instauró el califato Omeya, de origen suní, que
impuso la sucesión hereditaria. Los chiíes nunca los reconocieron.
En la actualidad, los suníes dominan la mayor parte de los países árabes,
excepto raras excepciones como Irán, Irak o Bahréin. Arabia Saudí está
gobernada por wahabíes, una de las ramas suníes más extremistas, lo que
provoca enormes tensiones con Irán.
Nur comprendió que el Tirita no estaba interesado en conocer los orígenes
del islam, así que zanjó el asunto con una frase que sí podría comprender.
—Los sufíes nos mantenemos al margen de la política, a nosotros solo nos
interesa la espiritualidad.
—Pos sí que es peligrosa la espiritualidá mora —rio el Tirita.
—¿Y ahora adónde vamos? —preguntó Nur con preocupación.
—Chocho, nos volvemos pa Graná. La señá Paquita ma llamao cuando
estaba en el bar. Un apollardao la estao molestando. Ma decío que creía que
sabían ande ibas. Estoy preocupao por ella.
Nur se sintió culpable por si le ocurría algo a Paquita, aunque si había
llamado al Tirita, debía encontrarse bien. Estaba metida en un buen lío y

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ponía en peligro a todas las personas que le ayudaban.
Volvió a llamar a su hermana. No obtuvo respuesta.
Cerró los ojos en actitud de plegaria. Guíame por el camino recto. Al
abrirlos, descubrió una marquesina digital que mostraba el cartel de una
película. Le llamó la atención el rótulo impreso, «Hoy estreno», junto a una
fecha que parpadeaba con grandes números. Aquella fecha, la fecha del día
actual, se grabó en su mente arropada de esperanza.
—Yo me quedo. —Miró al Tirita, mostrando una seguridad que no sentía.
—¿Estás loca? Acaban de intentá convertirnos en un colaó. La señá
Paquita te ayudará, tiene un escondrijo secreto pa emergencias. Eso sí,
tendrás que fregar los platos y limpiar los baños.
—Necesito que me hagas un último favor.
El Tirita movió la cabeza con resignación.
—Ay, la vin, a ver qué es, que con un agujero en el culo voy sobrao.
—Necesito ropa y zapatos.
Al cabo de dos horas, lucía unas cómodas zapatillas de deporte de su
número. Compró también un pantalón negro, un jersey ceñido, ambos de lana,
y ropa interior. Se resistía a utilizar la tarjeta por miedo a que la encontraran.
Así que le ofreció al Tirita el dinero que le quedaba.
—Ná —insistió el taxista—. La señá Paquita ya ma pagao.
—No puede ser. Además, tendrás que arreglar esos agujeros de bala.
Yo…
—Que sí, la vin, que si sentera que taceptao las perras me corta los
huevos.
Nur guardó la cartera, agradecida.
—Chocho, vente pa Graná. ¿Qué vas a hacer aquí tú sola?
—Tengo que probar una última cosa.
—Tú verás —se encogió de hombros—. Yo me vuelvo pal pueblo,
Madrid no me trae buenos recuerdos.
—Gracias, Tirita. —Nur le dio un fuerte abrazo que a él lo pilló por
sorpresa.
—Lleva cuidao.
El Tirita subió a su destartalado y agujereado coche y se perdió entre el
denso tráfico madrileño.
Nur caminó un buen rato hasta la Gran Vía. El Tirita la habría acercado,
pero ya había abusado bastante de él. Estaba muy cansada, física y
mentalmente. El ruido del tráfico y la gente caminando en todas direcciones la
aturdían.

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Tenía que hablar con su hermana, saber quiénes eran aquellos extranjeros
que querían matarla, cómo conocían la existencia de la carta y qué hacer para
escapar.
Era probable que aquel hombre, Ignacio Fernández, estuviera muerto y no
tenía pinta de haber sido una muerte agradable.
Su hermana seguía sin responder al teléfono. Cuando vio la fecha en la
marquesina, había decidido tomar al toro por los cuernos. Si no daba
resultado, acudiría a la policía para confesar que había matado a los dos
hombres que la secuestraron, además de provocar el incendio de la facultad y
ocultar un importantísimo documento histórico. Si no acababa entre rejas,
tendría antecedentes penales que le impedirían ser funcionaria y, por lo tanto,
profesora. Además, tenía la sensación de que ni la policía, ni la cárcel la
protegerían de aquellos asesinos.
Para comenzar con su plan, que podía fallar en cualquier momento, se
dirigió a la sección de cosméticos de un supermercado. No quería gastar los
escasos sesenta euros que le quedaban, así que, con el estómago encogido por
la vergüenza, se acercó a las muestras gratuitas de las estanterías. Se miró en
el espejo, su piel de caramelo, dorada y brillante, aparecía ahora ajada por el
cansancio y la preocupación. Necesitaba recuperar su luz natural. Se limpió
con una toallita y aplicó la base de maquillaje antes de mostrarse muy
generosa con el corrector de ojeras; cubrió los párpados con una tenue sombra
dorada y delineó los ojos para alargarlos; se aplicó una modesta cantidad de
polvos de sol y, por último, destacó sus labios con un intenso rojo mate.
Contempló el resultado. Sus grandes ojos oscuros brillaban ahora con luz
propia y los labios rojos contrastaban con la ropa negra. Antes de abandonar
la tienda, aprovechó el perfume más intenso y caro que había en el probador.
De forma rutinaria, marcó el número de su hermana. ¿Los asesinos
habrían ido también a por ella? Eso no tenía sentido, Rocío no tenía la carta…
Pero era la única que sabía de su existencia.
Nur estaba hecha un lío y necesitaba hablar con su hermana para aclararlo.
Si no contestaba al teléfono tenía que buscar otra salida que además le serviría
para huir de los matones. No obstante, esa oportunidad de salvación pasaba
por algo que había evitado mucho tiempo: viajar a Arabia Saudí.
Cuando Rocío le anunció entusiasmada que la ONG donde trabajaba le
había ofrecido desplazarse a Arabia Saudí, Nur intentó disuadirla: «Arabia
Saudí es uno de los países más represivos con la mujer, allí no podrás salir a
la calle sola, tendrás que ir siempre acompañada por un hombre. Incluso un
niño, por tener pene, tiene más derechos que tú».

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«Por eso tengo que ir», respondió Rocío. «La mejor forma de pelear
contra el mal es desde dentro».
El semáforo cambió a verde y cruzó la avenida para entrar en un hotel de
la cadena Vinci. Esperaba encontrarlos allí. Hacía un par de semanas que la
habían llamado por última vez y que ella había repetido su escueta negativa,
sin arroparla con excusas ni explicaciones. A pesar de todo, ellos le habían
dado una fecha y una suculenta oferta económica. «Es mucho dinero, bella»,
le dijo Valeria. «Llámame si entras en razón».
Llegó a la recepción del hotel acentuando el recorrido de sus caderas,
caminando como una mujer atractiva y sofisticada. Su cuerpo
extraordinariamente flexible generaba unos movimientos hipnóticos. El
recepcionista la acogió con una amplia sonrisa y ella preguntó por Valeria
Luccini. El hombre miró el registro. Nur estaba nerviosa, sentía cada latido en
sus sienes como si le fuera a estallar la cabeza.
—Habitación seiscientos uno.
Estuvo a punto de saltar sobre el mostrador para borrar con un beso la
sonrisa del hombre empaquetado con el uniforme de la cadena.
Cuando abandonó el ascensor en el sexto piso, el sonido animado de
voces femeninas la condujo hasta la habitación que buscaba. Llamó con
suavidad a la puerta y le abrió una chica preciosa que le sacaba un palmo de
altura. En la suite, había otras cinco muchachas de físico impactante.
—Yo llevo casi una hora esperando y tengo un casting dentro de poco en
la otra punta de Madrid —explicó su improvisada anfitriona—. Van con
retraso. Ahí tienes cava y zumos.
La chica se acomodó en el sofá con resignación; Nur permaneció de pie.
Los aromas de perfumes caros y densos se convirtieron en una amenaza,
temblaba y cruzó los brazos sobre el pecho para disimular el nerviosismo.
—Dicen que pagan casi dos mil euros por una fiesta, pero si hay que
follar, yo paso —su anfitriona volvió a la carga—. Mi novio me mata si
descubre que estoy aquí.
El nerviosismo de la chica era palpable. Parecía demasiado joven y
demasiado vulnerable, cualidades que se ajustaban a los gustos del príncipe.
Nur sintió lástima por ella. No era consciente de dónde se estaba metiendo. Su
cuerpo sería su propia trampa.
Escuchó unas voces animadas desde la puerta del dormitorio. Salió una
jovencita alta y delgada con unos inmensos ojos verdes y, tras ella, Valeria
Luccini.
—Prepara ropa bonita y muchos bikinis.

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Valeria forzaba una sonrisa. Quizás no estaban teniendo suerte con la
cosecha. Los ojos de Nur se cruzaron en su mirada.
—¿Nur?
Sorpresa, alegría y suspicacia se alternaron en un rostro que quebrantaba
las leyes de la genética. Arqueó las finas cejas, delineadas con lápiz marrón.
—Hola, Valeria.
Todas las chicas examinaron con curiosidad a Nur.
—Pasa.
Se escuchó una queja general.
Valeria cerró la puerta. Dentro estaba Narciso, un cubano de piel morena
y ligero sobrepeso, vestido de blanco impoluto y Dolce & Gavanna desde los
zapatos hasta las gafas de sol que cabalgaban sobre su cabeza.
—¿Nur Hammadi? —Se levantó de la silla para darle la bienvenida con
un par de besos—. Vaya, vaya.
Nur estaba intimidada, como si se encontrara frente al mismísimo diablo,
dispuesta a firmar un pacto que pagaría con su alma. Dio un paso atrás, a
punto de salir corriendo.
—Cuánto nos alegramos de verte, bella. ¿Quieres tomar algo? ¿Un zumo
de naranja? —Valeria se disfrazó de nuevo de mujer sofisticada y
encantadora.
—No, gracias. Quiero saber si el príncipe sigue interesado en mi trabajo.
—Bueno, bella, no sabría decirte, es posible que esté cansado de esperar.
—Hasta hace quince días me estuviste insistiendo.
—Ya sabes lo caprichosas que son las personas de poder.
Nur suspiró. Su esperanza se desvanecía en el aire, como la última nota de
una canción.
—Entonces, ¿por qué me has hecho pasar?
—Porque queríamos ver tu cara al decirte que te fueras por donde has
venido, cariño —intervino Narciso, con su marcado acento cubano—. El
príncipe se enfadó con nosotros por no conseguir tu presencia en la última
fiesta y habíamos asumido que en esta sucedería lo mismo. No te gustaría
conocer al príncipe enfadado, eso te lo digo yo. Es una pena, lo tienes todo,
sensual, educada y nadie puede imitar los movimientos celestiales de tu baile,
como una auténtica diosa hindú.
—¿Por qué quieres conocer al príncipe ahora? —Valeria abrió los ojos
todo lo que el bótox le permitió.
Estaban jugando con ella y no le quedaba más remedio que entrar al trapo.
Las dos víboras eran su única esperanza de huir de España y reunirse con

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Rocío.
—Quiero vivir la experiencia.
—Oh, bella, esa es la excusa que dan las chicas que están fuera, todas
quieren vivir la experiencia, disfrutar de unas vacaciones de lujo, conseguir el
dinero que tardarían varios meses en ganar España e intentar cazar al príncipe.
Nosotros les permitimos que fantaseen con eso. Pero tú, Nur, no eres de las
que buscan un príncipe.
—Quizás te equivocas. En esta ocasión, busco un príncipe que me salve.
—¿De qué, bella?
—Has sido como una serpiente de arena entre sus dedos —intervino
Narciso.
Nur reparó en la mirada agresiva que Valeria le lanzó a su colaborador.
Había muchos papeles sobre la mesa de escritorio y varias tazas de café
sucias. Decidió ser temeraria.
—Me da la impresión de que el casting no os va bien. Imagino que el
príncipe se alegrará de que al fin me hayáis convencido. Mis motivos no
importan. Lo importante es que su alteza tendrá lo que quiere y vosotros
cobraréis por ello. —Miró fijamente a Valeria.
—¿Tanto se nota? —preguntó Narciso, divertido—. La mayor parte de las
chicas son preciosas, pero no saben ni hablar. Modelos y exmisses que
piensan que son unas divas porque los hombres caen rendidos a sus pies
cuando salen de fiesta. Una diva es mucho más que un cuerpo bonito, cariño.
Hay que saber estar, mantener una conversación y, sobre todo, saber que no
eres el centro del universo.
—No quiero que venga —sentenció Valeria.
—¿Por qué? —insistió Narciso.
—Porque no me fío de ella y porque nadie me toma el pelo. —Miró a Nur
con severidad—. ¿Por qué has cambiado de opinión?
Nur supo que era su última oportunidad.
—Mi hermana se encuentra en Arabia Saudí y necesito verla. Una mujer
no puede viajar sola a ese país. Vosotros sois mi única opción.
Un tenso silencio tomó la habitación. Valeria miró a Narciso que esperaba
su respuesta con impaciencia.
—Está bien, bella, aunque te pagaremos lo mismo que a las otras chicas,
nada de extras por ser la diosa del baile de los velos.
—De acuerdo. —El dinero era lo que menos le importaba.
Valeria se relajó y esbozó una amplia sonrisa.

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—No olvides que estarás allí por el príncipe. Te quedará poco tiempo para
tus asuntos particulares, que jamás podrán interferir con los deseos de su
alteza.
—No seas tan dura con ella —dijo Narciso—. Tratará al príncipe como se
merece. —Nur asintió—. Yo mismo te acompañaré a visitar a tu hermana
cuando hayas terminado el trabajo. —Narciso le rodeó los hombros con el
brazo, en una actitud cariñosa—. Ahora te conviene dormir y prepararte para
la fiesta. Ya sabes, limpieza de cutis, depilación a fondo, peluquería,
manicura y pedicura. Vestidos bonitos de cóctel y bikinis. Y olvídate de esa
manía tuya de vestirte con ropas de pastor, nada de lanas, solo sedas, tules,
brocados y transparencias; maquillada hasta para ir a la piscina.
Nur se sintió embargada por sentimientos contradictorios de alivio y
miedo, de esperanza e incertidumbre, de ilusión y desánimo. En pocas horas,
viajaría a Arabia Saudí, el reino del desierto, el país de las mujeres fantasmas,
el lugar donde participaría en la fastuosa fiesta del príncipe Abdul-Rahman y
donde, por fin, encontraría a su hermana.

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Capítulo 6
La decepción del hach

Granada, España

Nur nunca agradecería bastante el esfuerzo que hizo su madre natural, Aziza,
para que su padre le permitiera estudiar en España, en vez de casarla con un
pariente mayor. Tenía quince años y lo único que consiguió disuadir a Hafid
fue un problema de corazón inventado, avalado por un certificado médico de
un amigo de Concha, su madre española, que prescribía de por vida una
medicación que Nur solo conseguiría en España. Su padre no tuvo más
remedio que aceptar a regañadientes.
Para celebrar la victoria, sus padres de acogida, Concha y Diego, le
regalaron el viaje a La Meca. El hach, la peregrinación a la Ciudad Santa, es
uno de los cinco pilares del islam y Nur se sintió emocionada de cumplirlo tan
joven. Sus padres españoles prepararon el viaje con mucha antelación y ella
soñó durante meses con Arabia, el lugar donde nació la Reina de Saba, el país
recorrido por las rutas legendarias de la mirra, del incienso y las especias.
Lo planificaron como una escapada familiar, un momento muy especial
para Nur, que compartirían todos. Solo los musulmanes podían entrar en la
Mezquita Sagrada, por eso, lo hicieron coincidir con la peregrinación de un
amigo marroquí que viajaba con su familia. Juntos visitaron la ciudad de
Medina, antes de las tres jornadas de actos que Nur debía realizar en La
Meca. Cuando llegó el gran día, Nur fue a la Mezquita Sagrada con la familia
de su amigo. Las dimensiones del templo y el reguero de gente la intimidaron,
todos buscaban una buena posición alrededor de la Kaaba, el cubo de granito
que custodiaba la Piedra Negra en una de sus esquinas, la casa de Dios, el

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lugar donde lo terrenal alcanzaba a lo divino. El tawaf consistía en dar siete
vueltas alrededor de la Kaaba en sentido contrario a las agujas del reloj. Nur
tomó la mano de la mujer que la acompañaba y, a pesar de los empujones, de
casi no poder respirar, cerró los ojos con emoción cuando la masa de gente
avanzó para dar la primera vuelta. Esperaba sentir la presencia del profeta
Mahoma, la presencia divina y mágica de Allah. Sin embargo, sus
sensaciones no tuvieron nada que ver con la espiritualidad. La temperatura
subió, el olor se tornó desagradable y la presión de la multitud, insoportable.
Nur abrió los ojos sobresaltada y giró la cabeza. A su espalda, varios hombres
reían como niños. Ella no tuvo valor para quejarse por las manos que
apretaban y masajeaban su trasero sin ningún pudor. Quiso decírselo a la
mujer que la acompañaba, pero las palabras no le salían de la boca, a sus
quince años no supo reaccionar. Sus sentimientos eran encontrados. Quizás
Allah, en una de sus innumerables pruebas, tanteaba su capacidad de
concentración; quizás fuera una pésima musulmana por centrarse en aquellas
manos sucias en vez de sentir a Dios. Cuando terminaron el recorrido, Nur no
tuvo valor para besar la Piedra Negra. Acompañó a la familia en el resto de
actos y oraciones, alejada del misticismo.
Pensó dejar los rituales de los dos días que quedaban, pero sus padres
habían invertido mucho dinero, esfuerzo e ilusiones para que ella estuviera
allí. Selló sus labios y cumplió con las ceremonias.
Cuando volvieron de La Meca, Nur sufrió terribles pesadillas. Se sentía
culpable y pedía continuamente perdón a Allah por provocar a esos hombres.
Fue entonces cuando una amiga del instituto le pasó un libro escrito por una
feminista árabe. Hablaba de los abusos que sufría la mujer en el mundo
islámico y que los partidos políticos justificaban a través de la obediencia a
Dios y al Corán. «Todas las religiones monoteístas son patriarcales, clasistas,
todas mantienen una opresión de clase», decía la autora. «La religión es una
ideología política, la religión no es moral, no tiene nada que ver con la ética».
Aquellas palabras hicieron que Nur comprendiera que había sido víctima
de un abuso y dejó de culpabilizarse. Sin embargo, la nueva perspectiva
también resquebrajó sus creencias. Si esos abusos ocurrían en el lugar más
sagrado del islam, ¿dónde estaba Allah?
Sufrió una crisis de fe que duró varios años y los invirtió en estudiar el
pensamiento de las mujeres árabes que pelearon por sus derechos a través del
feminismo.
Una mañana, al regresar de la universidad, sus padres españoles la
esperaban en casa. Por sus caras, Nur adivinó que no eran portadores de

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buenas noticias. «Nur, tu madre ha muerto», le dijo Diego sin más
preámbulos, «probablemente de una enfermedad del hígado». Nur sabía que
su madre, igual que muchas saharauis, tomaba DRGH, un corticosteroide
destinado al engorde del ganado. El ideal de belleza de su pueblo exigía a las
mujeres unos kilos de más, una meta difícil para un pueblo hambriento.
Cuando Nur asimiló la noticia, se derrumbó. Comprendió que nunca más
vería a aquella mujer fuerte y decidida, bajo la apariencia de esposa sumisa.
Aziza había sido la mujer más importante de su vida. La educó de pequeña, la
liberó de las argollas de un matrimonio concertado e hizo posible que
permaneciera en España y tuviera un futuro alejado de la dureza del desierto.
Nur dejó de asistir a las clases y se encerró en su cuarto. Hasta que Rocío
la rescató de su dolor.
Aquel día, su hermana llegó entusiasmada porque unos amigos le habían
hablado del valle de Ricote, en Murcia, el lugar de nacimiento de Ibn Arabi.
Le propuso ir juntas y no paró de insistirle hasta que ella aceptó. Allí, entre
montañas de tierra blanca y valles cultivados de vid y almendros, visitaron
una comunidad sufí. Y Nur descubrió un nuevo islam que hablaba de la unión
con Dios y del Amor incondicional. Allí escuchó por primera vez los versos
de Ibn Arabi.

«Mi corazón puede adoptar todas las formas.


Es pasto para las gacelas.
Y monasterio para monjes cristianos.
Y templo para ídolos, y la Kaaba del peregrino.
Y las tablas de la Torá y el libro del Corán,
porque yo sigo la religión del amor».

El guía de la cofradía era un anciano que la recibió en una sala modesta,


postrado entre cojines. Era marroquí y había heredado la baraka o «secreto
espiritual» de su padre, aunque no era lo habitual. Nur percibió que aquel
hombre desbordaba energía, desprendía sabiduría y verdad en su pose y sus
palabras. Dijo una frase que le hizo creer de nuevo, que le abrió las puertas
para recuperar la fe y la convenció para convertirse en sufí: «La religión se
ocupa de tus relaciones con Dios. Corresponde al Estado y no a la religión
estructurar la vida de la gente».
La esperanza abrazó de nuevo el corazón de Nur. Sus viejas creencias
volvieron con más fuerza que nunca, liberadas de leyes, de convenciones y de
normas sociales. Nur comprendió que la muerte no era el final, sino el

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principio. Y supo que un día se reencontraría con su madre natural, con
Aziza.

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Capítulo 7
El péndulo de la muerte

Arabia Saudí

La consciencia volvió a Mahmed como una ráfaga de preguntas. «¿Van a


ejecutarme? ¿He muerto? ¿Estoy en el Paraíso prometido?».
El dolor de cabeza había remitido. Intentó llevarse una mano a la frente.
No pudo mover el brazo. En realidad, no podía mover ninguna de sus
extremidades.
Los párpados sí respondieron y descubrió que estaba en el interior de una
atalaya, cuatro paredes construidas con sillares de piedra ascendían hasta una
cubierta de madera; debajo, un mecanismo ideado con ruedas dentadas y
cuerdas, impulsaba una media luna de metal tan larga como una persona,
acabada en un filo resplandeciente. ¿Qué es esto? La inquietante cuchilla,
como el hacha de un gigante, amenazaba con partirlo en dos.
No estoy en el Paraíso, quizás en el Infierno. Sin embargo, no hacía calor.
Los gruesos muros de piedra mantenían una temperatura agradable.
El péndulo se movía con furor, cortando el aire con un sonido brusco y
estridente, escoltado por los turbadores chasquidos del engranaje que le
erizaban la piel: ¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
Sentía presión en el abdomen, elevó la cabeza y descubrió a Mitra atada
sobre él, con las alas desplegadas a ambos lados, inconsciente o quizás
muerta. Entonces notó su respiración, incluso los acelerados latidos del
corazón. Estaba viva y las plumas en buen estado. Podría volver a volar.
O no.

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Mahmed estaba debajo de la cuchilla gigante y Mitra sobre él. Se
preguntó si el objetivo de aquella maquinaria sería descender despacio para
rebanar sus cuerpos como un bistec. «Hoy cenamos rodajas de ave con filete
de humano». Su propio chiste no le hizo ninguna gracia.
—Has acertado, la cuchilla desciende a la vez que se balancea. —
Descubrió a un hombre con una espesa y larga barba negra, cubierto con un
turbante beduino, en lugar de la kufiya saudí—. El movimiento descendente
es casi imperceptible en comparación con el oscilatorio, pero si nadie lo
remedia, tardará un cuarto de hora en alcanzaros y partiros por la mitad a ti y
al águila.
Mahmed intentó explicarle que no era un águila, pero tenía la boca tan
seca que no pudo articular palabra.
El hombre le acercó una calabaza con agua y él bebió, agradecido.
—Este mecanismo lo inventamos nosotros. Poe lo descubrió en algún
manuscrito árabe y lo adaptó a la Inquisición española en su relato El pozo y
el péndulo.
—¿Dónde estoy? —Su voz ronca retumbó entre aquellas paredes como el
aullido agónico de alguien enterrado vivo.
—Estamos en una fortaleza a un día de viaje de Riad.
—¿Llevo un día inconsciente?
—Un día en camello. —El tipo sonrió—. En coche nos costó unas tres
horas.
—Estoy vivo, entonces.
—Eso parece. Al menos, de momento. —Y señaló el péndulo que se
balanceaba emitiendo sonidos amenazantes. ¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—¡Por mil djinns! ¿Cómo es posible? —Mahmed necesitaba respuestas
—. Iban a ejecutarme… Creo que me desmayé.
—Preguntas demasiado, teniendo en cuenta las circunstancias. Estás bajo
una cuchilla gigante que desciende poco a poco hacia ti.
El hombre se situó a los pies de la mesa de madera. Mahmed escuchó un
fuerte crujido, ¡crack!, y apreció cómo aquella guillotina ralentizada
descendía varios centímetros de golpe. Se le erizó el vello de todo el cuerpo.
—Como habrás intuido, es un instrumento de tortura, pensado para
interrogar al reo y obtener una confesión rápida. Si no tienes prisa, yo
tampoco, así que contestaré a tus preguntas. La capucha que te colocaron para
la ejecución iba impregnada con cloroformo. —Mahmed comprendió por qué
se había mareado y perdido el sentido—. Te subimos en un furgón que te trajo
aquí, mientras llevábamos a la plaza a otro hombre en tu lugar. Por supuesto,

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nos las apañamos para que el verdugo no le quitara la capucha antes de
cortarle la cabeza. Estás oficialmente muerto.
A Mahmed se le revolvieron las tripas.
—¿Quién era el otro hombre?
—No te preocupes por él. Era un asesino. Lo iban a ejecutar de todas
maneras.
—¿Y quién eres tú? —Forcejeó en la mesa, mientras intentaba liberarse.
—Mi nombre es Ahmad. Y ahora que ya sabes que te he salvado la vida,
podrías darme las gracias.
—Te las daría si no estuvieras intentando matarme.
—También rescatamos a tu águila —señaló a Mitra—. La encontramos
tirada sobre el césped de la avenida del rey Abdullah.
—Eso sí lo agradezco. ¿Qué quieres de mí?
—Soy un cármata.
—Ah —se sorprendió Mahmed—. Eso lo explica todo.
—¿Has oído hablar de nosotros?
—No.
Ahmad le dedicó una mirada de resignación.
—Nuestra sociedad surgió al final del siglo II A. H.[1] como un
movimiento ismailí promovido por nuestro fundador, Abu Said Al-Janaby.
Llegamos a ser una república independiente, una sociedad utópica basada en
la igualdad, como comanda la verdadera palabra de nuestro señor. En nuestra
comunidad, no existían los esclavos ni la propiedad privada. Nos regíamos
por el amor a Allah y nuestro único objetivo era la búsqueda del Camino.
»Nuestras creencias más puras y firmes suponían una amenaza para los
estados que sustentaban su fe en el falso Corán. Durante casi dos siglos,
fuimos perseguidos y mantuvimos una guerra abierta con los califatos que
desvirtuaron la verdadera palabra del profeta, la paz sea con él. Al final, nos
masacraron, aunque no desaparecimos del todo. Ahora somos una
organización secreta que lucha por recuperar las verdaderas creencias del
islam.
—Sois un grupo terrorista.
—Claro que no. —Ahmad se mostró molesto con esa definición—.
Utilizamos la violencia solo en ocasiones puntuales y como última opción
para cambiar las cosas. La verdadera batalla la libramos en el interior de cada
uno de nosotros.
—Entonces, ¿por qué me encuentro debajo de una cuchilla que amenaza
con partirme en dos? —Mahmed volvió a ser consciente de los estridentes

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sonidos.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
La guillotina se acercaba a él.
—Es una prueba, nada más. —Y asintió—. Si eres quien creemos, no
debería preocuparte.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora me toca preguntar a mí, el tiempo se acaba.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—Está bien —aceptó él.
—Según nuestras fuentes, trabajas como cetrero para el príncipe Abdul-
Rahman desde hace un par de años. —Hizo una pausa para que la imagen del
péndulo reforzara sus palabras—. Y como espía para la inteligencia española
desde hace ocho meses.
—Aunque así fuera, no podría confirmarlo.
—Nos consta que te reclutaron como espía porque el príncipe está
preparando un atentado contra Europa.
—Estás muy bien informado. —La cuchilla descendía cada vez con más
velocidad.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—Y nos consta que has descubierto la fecha del atentado y la has
comunicado a tu gobierno a través de la embajada. Sin embargo, siento
decirte que tu embajador te ha traicionado.
—Eso es una tontería…
—¿Cómo explicas tu situación?
Mahmed pensó en Alberto, su amigo. Cuando descubrió la fecha del
atentado se la comunicó a él y, al día siguiente, amaneció en un hotel, al lado
del cadáver de una chica. Además, cuando intentaba escapar y lo llamó para
pedirle ayuda, Alberto envió un helicóptero donde Abdallah lo esperaba con
siniestras intenciones.
—Tenemos espías infiltrados en posiciones cercanas al príncipe —
continuó Ahmad—. Tu embajada te ha traicionado, tu país te ha abandonado.
Estás solo. Y ahora nosotros somos los únicos que podemos ayudarte.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—¿Qué quieres de mí?
—Queremos evitar ese atentado, como tú. Y, sobre todo, queremos acabar
con el wahabismo, queremos detener su expansión por los países árabes y
volver a la verdadera esencia del islam. Y para ello necesitamos tu ayuda.
—¿Cómo puedo ayudaros?

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—Según la información que tú conseguiste, queda una semana para el
atentado. Mientras tratamos de descubrir dónde planean cometerlo, hay otro
camino para explorar.
—Continúa. —Mahmed volvió a forcejear con las ataduras. La cuchilla
estaba a menos de dos metros sobre su cuerpo.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—Hay una chica, una española de origen saharaui, que encontró una carta
muy interesante de Ibn Arabi. En ella, el santo sufí habla de una Perla tan
poderosa que obligará a todos los creyentes a mirarse en el Espejo.
—¿Hablas del Juicio Final? —preguntó Mahmed sorprendido.
—Es posible. La carta menciona al Mahdi, que vendrá al final de los
tiempos para unir y gobernar a todos los creyentes.
—El Mahdi es solo una leyenda absurda —protestó Mahmed—. A lo
largo de la historia, muchos se han proclamado Mahdis y ninguno cambió
nada.
—Esta vez es distinto. Este atentado desencadenará acontecimientos
desastrosos que nos llevarían a padecer una Tercera Guerra Mundial.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
El péndulo seguía su ritmo aterrador.
—La carta de Ibn Arabi habla de esa Perla tan poderosa que emana de
Allah y que solo el Mahdi encontrará. Creemos que la Perla es algún tipo de
arma mágica que debe empuñar el Mahdi para erigirse nuevo mesías, para
detener al anticristo, para acabar con el falso islam y dar comienzo a una
nueva era regida por la verdadera fe.
—Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo?
—La chica que encontró la carta de Ibn Arabi se llama Nur Hammadi y
está en peligro. Queremos que la ayudes.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—Es hermana de una colaboradora nuestra, una espía infiltrada en el
palacio del príncipe Abdul-Rahman. La descubrieron y la mataron. De hecho,
te acusaron a ti de su asesinato.
Mahmed recordó el cuerpo mutilado de la muchacha de ojos azules, que
yacía a su lado en el hotel. Los descubrieron a los dos, a ella la destriparon y a
él lo acusaron del crimen. Así eliminaban dos pájaros de un tiro. Ahora todo
cuadraba excepto un detalle.
—Esa chica no parecía saharaui.
—Nur Hammadi fue adoptada. Ella escribió a su hermana, explicándole el
contenido de la carta que había encontrado. Conscientes de su importancia, le

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pedimos que la entregara a un contacto en España, pero también ha caído.
Como su hermana no le respondía al teléfono, la chica decidió venir a Arabia
Saudí. Es una bailarina del vientre famosa y el príncipe Abdul-Rahman hace
mucho tiempo que tiene interés en verla actuar. Ha contactado con una
agencia que organiza fiestas para el príncipe y ahora se encuentra en su
palacio. Saben que ella tiene la carta. Sigue viva porque el príncipe quiere
verla bailar. En cuanto lo haga, le robarán la carta y la llevarán a la zona
reservada. ¿Sabes qué significa eso?
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—Sí, la violará, la torturará y la matará. —Mahmed observó la cuchilla
con inquietud—. ¿Cómo descubrió el príncipe el contenido de la carta?
—Con la tecnología Big Data. Los príncipes saudíes saben que el petróleo
tiene las horas contadas y llevan años invirtiendo en empresas del sector
tecnológico: Uber, Apple, Amazon, Tesla y, por supuesto, Facebook y
WhatsApp. Con la tecnología Big Data espían los mensajes enviados en el
mundo entero y buscan ciertas palabras relevantes. La carta de Ibn Arabi, que
Nur envió a su hermana por WhatsApp, contenía alguna de esas palabras y
saltaron las alarmas. Quizás fue la palabra Mahdi, no lo sabemos. Cuando le
intervinieron el teléfono a Rocío, descubrieron que era nuestra infiltrada y se
deshicieron de ella.
Pensó que Rocío era un nombre precioso y que era una pena que hubiera
muerto de aquella manera, tan lejos de su hogar.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
La cuchilla estaba a menos de un metro de distancia.
—¿Y qué tengo que ver yo con todo eso?
—Queremos que vayas al palacio y rescates a la chica. Esta noche se
celebra la fiesta donde ella actuará. Sabemos que la matarán en cuanto
termine. Tu misión será sacarla de palacio antes de que eso suceda. Pase lo
que pase, no debe bailar.
—¿Mi misión? —se sorprendió Mahmed—. A mí me conocen. No me
dejarán entrar en palacio.
—Para ellos, tú estás muerto. Te cortaremos el pelo y la barba y te harás
pasar por el sobrino del embajador de Irak, que está invitado a la fiesta.
Nosotros nos encargaremos de que él no asista.
—¿Por qué yo?
—Porque creemos que tú eres el Mahdi. Los vídeos de tu huida del hotel
se han hecho virales en internet. Tu salto desde la moto voladora,

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desplegando las alas como un pájaro, fue increíble. Solo el Mahdi haría algo
así. Lo confirma la carta de Ibn Arabi.
—Yo no creo en el Mahdi, ni siquiera soy un buen musulmán.
—No te preocupes por eso. El Mahdi no descubrirá que lo es hasta que
llegue el momento.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
Mahmed observó la cuchilla que descendía peligrosamente. Tenía que
hacer algo si no quería morir allí.
—Está bien, lo haré —pronunció con resignación.
—Claro que lo harás. No tienes más remedio.
Ahmad se separó de él, en dirección a la puerta. La cuchilla bailaba en el
aire, cada vez más cerca.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—Espera, ¿no me quitas estas cuerdas?
—En realidad, nosotros tampoco estamos seguros de que seas el Mahdi —
puntualizó Ahmad—. Tendrás que demostrarlo.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
La noticia sobrecogió a Mahmed.
—¡Suéltame! ¡Estás loco!
—Aguardaré el desenlace al otro lado de la puerta. Confío en que no nos
decepciones.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
—¡Espera!
Ahmad salió y cerró a su espalda.
La cuchilla se balanceaba con furia, a escasos centímetros de Mitra.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
Respiró intentando mantener la calma para analizar la situación con
frialdad. Solo había dos opciones: detener el péndulo o liberarse de las
cuerdas que lo ataban. Lo primero parecía imposible, eligió la segunda
opción. No contaba con su cuchillo y el tiempo se agotaba.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
Inspira, espira.
¡Claro! La misma cuchilla que amenazaba con matarlo podía liberarlo. El
péndulo pasaba a la altura de su abdomen y él estaba atado por manos y
piernas. Sin embargo, la cuerda que sujetaba a Mitra caía en la vertical de la
cuchilla. Si arqueaba un poco la espalda y elevaba la barriga, liberaría a Mitra
sin que sufriera daño. O eso creía.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!

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Tensó los músculos y levantó el abdomen. La cuchilla pasó a un
centímetro del plumaje de su toghrol. La desplazó hacia abajo y la subió un
poco. Las sogas tiraban de sus extremidades y le costaba mucho esfuerzo
arquear la espalda. Las muñecas le dolían tanto que parecía que se iban a
desencajar. Por fin, se situó en el lugar correcto y el péndulo regresó con un
efusivo silbido.
¡Fiuuuuu!
Rozó la cuerda, aunque solo superficialmente. Mantuvo la tensión de los
músculos, inmóvil. El péndulo subió hasta casi besar la pared y volvió hacia
ellos. Un calambre le atenazó el hombro hasta el cuello, un dolor afilado e
intenso, similar al que producen las garras de un águila al atravesar la carne
de su presa.
¡Fiuuu!
La cuchilla pasó sin rozar la cuerda. El calambre le hizo perder la
posición. A pesar del tormento, intentó colocarse en el lugar correcto. No lo
logró.
¡Fiuuu!
Cuando la cuchilla pasó sobre ellos, relajó los músculos y se desplomó
sobre la mesa. Levantó el cuello para aliviar el dolor.
El péndulo regresó de nuevo y, guiado por el instinto, elevó el abdomen
en el momento que pasaba sobre él.
¡Fiuuu! ¡Raasss!
Esta vez el sonido fue distinto. ¿Habría matado a Mitra? Levantó la
cabeza. Mitra estaba intacta y la cuerda cortada. Mahmed inclinó el cuerpo a
un lado y empujó con todas sus fuerzas. Quebró las últimas hebras de la soga
y el toghrol cayó al suelo como un fardo inerte.
Mitra estaba a salvo. Ahora solo faltaba liberarse él.
Recursos, piensa, ¿qué recursos tienes?
¡Mitra! Ahora su toghrol era un nuevo recurso, pero estaba inconsciente.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
El tiempo se acababa, tenía que despertarla.
Una rapaz es una maquinaria diseñada para la caza y su motor es el
hambre. Mitra llevaba un día inconsciente, lo único que la despertaría sería el
olor de la sangre fresca.
Era una solución muy arriesgada teniendo en cuenta su problema: la
visión de su propia sangre le provocaba un fuerte mareo que podía acabar en
desmayo. No le pasaba con la de los animales, ni siquiera con la de otras

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personas. Era una debilidad que tenía desde niño y le bastaba una pequeña
gota en un arañazo para perder la consciencia.
Debía arriesgar. Si no hacía nada, sus piernas irían por un lado y su
cuerpo, por otro. Elevó el abdomen cuando el péndulo descendía a toda
velocidad.
¡Fiuuu! ¡Raasss!
Notó el corte limpio que seccionó su carne y un chorro de sangre cayó
sobre Mitra.
Se desmoronó en la mesa, con el entendimiento nublado.
¡Fiuuu! ¡Crack! ¡Fiuuu!
Mahmed notaba sobre su abdomen el aire desplazado por el péndulo a
punto de alcanzarlo.
Si perdía la consciencia, dejaría de sufrir mientras esperaba la muerte.
¡Iiiiiihhh!
El estridente gañido del toghrol le rasgó los tímpanos y le hizo recuperar
la esperanza.
Estaba muy mareado, no podía abrir los ojos.
Escuchó el batir de unas poderosas alas, seguido de un nuevo gañido.
¡Iiiiiihhh! Notó el pico de Mitra rasgando las cuerdas que lo mantenían sujeto.
Y, entonces, perdió el sentido.

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Capítulo 8
La elegida del príncipe

Arabia Saudí

Nur temblaba como las gotas del rocío al amanecer. No le apetecía volver a
Arabia Saudí y menos aún bailar para el príncipe. Aquel país estaba
gobernado por la misoginia y el clasismo, y el príncipe Abdul-Rahman tenía
fama de ser un depredador sexual. Esperaba manejarlo con tacto y que Valeria
y Narciso no la dejaran en la estacada.
Parecía que había pasado una eternidad, aunque apenas hacía dos días que
había abandonado Granada para volar hasta Arabia Saudí. Viajaron en
primera clase y, cuando aterrizaron en el lujoso aeropuerto Rey Fahd, Valeria
les dio una holgada abaya negra y un niqab y las instrucciones para cubrirse
con ellos. A las chicas les pareció exótico. Nur se sintió humillada. Volvía a
las cadenas que consiguió romper hacía mucho tiempo. Respiró hondo, la
causa lo merecía.
Sin pasar por ningún control de seguridad, las condujeron a una zona
reservada donde los esperaban varios todoterrenos de gama alta. Los chóferes
de origen indonesio nunca verían el rostro, ni intuirían el cuerpo de las
mujeres que trasladaban.
Atravesaron el monótono desierto de Najd hasta el centro del país. Las
compañeras de coche de Nur parloteaban bajo su niqab sobre la ropa que
llevaban en las maletas o sobre las historias que habían oído contar a otras
que ya habían vivido la experiencia. Ella permanecía en silencio.
Llegaron a su destino y las impresionantes vistas deslumbraron a Nur. En
mitad de aquellos terrenos yermos, cerca de Riad, se alzaba un pequeño

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montículo coronado por una réplica de la Alhambra de Granada. Había
recorrido miles de kilómetros para reencontrarse con el símbolo de su tierra
de adopción.
El ladrillo rojo de los imponentes muros les dio la bienvenida. Algunas
modificaciones en la arquitectura original permitieron que los coches
aparcaran en el Patio de los Leones. Al bajar, el frío del aire acondicionado
quedó relegado por un calor abrumador que escoltaba un frondoso mosquerío.
—Por la noche refresca y las moscas desaparecen —dijo Valeria a modo
de disculpa.
Varias ayudantes esperaban a las chicas para ubicarlas en las habitaciones.
Aunque estaban agotadas del largo viaje, debían lucir perfectas para los
destacados invitados del príncipe. Esa noche sería la primera fiesta. Valeria
las había aleccionado muy bien por el camino: «Son hombres tímidos, debéis
ser amables y no caer en la vanidad. No tenéis que hacer nada que no
queráis».
Un olor denso, dulce y ligeramente picante recorría cada una de las
estancias. Era mirra, el perfume de la inmortalidad. Nur sabía que en la
antigüedad era un producto muy valioso; se sacaba de la resina aromática de
un árbol del sur de Arabia y decían que tenía propiedades afrodisíacas.
La ilusión de las chicas vencía al cansancio. Nur sentía desasosiego.
Había evitado esa actuación durante dos años, desde que Valeria Luccini
consiguió su contacto y le pidió un baile privado para el príncipe. Nunca
había aceptado, a pesar de que las llamadas se repitieron con suculentas
mejoras de la oferta económica. Y ahora estaba allí, en el país donde fue
humillada como mujer por primera vez, en el país que originó su crisis de fe y
al que juró que jamás volvería.
El palacio incorporaba mejoras que lo hacían más habitable que la
Alhambra original. Apenas tuvo tiempo para acomodarse en la habitación.
Valeria la apremió porque los primeros invitados llegarían pronto. Se quitó el
engorroso niqab y tomó una frugal ensalada antes de dirigirse al camerino, en
el Peinador de la Reina. Nur, extasiada, elevó la cabeza esperando descubrir a
través del mirador el Albaicín de su añorada ciudad.
—Ahí solo hay arena —exclamó Valeria, adivinando sus pensamientos.
Y tenía razón. El atardecer caía sobre un inmenso desierto.
La estancia era alargada y estrecha. Frente a un espejo había una mesa con
afeites y un perchero con la ropa para la actuación.
Antes de salir de Madrid, Valeria le había prometido que localizaría a su
hermana a través de un contacto de la embajada española en Riad. A cambio,

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ella tenía que darlo todo en el baile del príncipe. Al día siguiente, abrazaría a
Rocío de nuevo.
—No te retrases, Nur.
Valeria la dejó sola y los recuerdos de su infancia en España la asaltaron.
Rocío era la persona más cariñosa y más tozuda que había conocido. Y la
persona en quien más confiaba.
Escuchó voces animadas a través de la puerta. Los primeros invitados
estaban llegando. Se quitó la abaya y la ropa de lana que llevaba debajo.
Valeria le había preparado un top color violeta, a gusto del príncipe. Se lo
ajustó y se miró en el espejo. Era una situación curiosa. La danza del vientre
no era una invención árabe. Había surgido de la imaginación de los viajeros y
colonizadores del siglo XIX, que fantaseaban con lo que ocurría en el interior
de las misteriosas jaimas. Sin embargo, ella estaba allí para bailar frente a un
príncipe árabe que deseaba recrear aquellas fantasías colonialistas.
Se abrochó la falda de tul con un ancho cinturón de piedrecitas
multicolores.
—¡Date prisa! —Valeria le dio un susto con su grito nervioso—. El
príncipe ha preguntado tres veces por ti.
Y volvió a salir de la estancia. Nur la imaginaba paseando inquieta por la
zona porticada de los palacios Nazaríes, pastoreando a las jóvenes que
agasajaban a los hombres árabes y occidentales.
Adornó su frente con una cinta dorada. Eligió el fucsia para resaltar sus
labios y destacó los ojos con unas pinceladas de color. Por último, tenía que
calentar antes de la actuación. Estiró los brazos hacia atrás y dobló la espalda
haciendo el puente, hasta tocar el suelo. Repitió la operación hacia delante,
metiendo la cabeza entre las piernas.
—¡Por mil djinns! ¡Vaya elasticidad!
Mahmed observaba el trasero de Nur desde la puerta. Ella se incorporó
ruborizada, mientras él contemplaba con veneración su abdomen firme, su
cintura estrecha y el escote voluptuoso como los montes Sarawat. Su pelo era
ondulado como la superficie del mar embravecido, negro y brillante como los
ojos de un cárabo. La ropa escasa y llamativa le confirmó que era la bailarina
que buscaba.
—¿Quién eres tú? —preguntó ella con desconcierto.
—No te preocupes, he venido a salvarte.
¿Quién era aquel imbécil? Quizás algún borracho perdido por los pasillos
del palacio.

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Vestía un esmoquin. Era alto, de aspecto atlético y pelo corto aplastado
por la gomina; resultaría atractivo si no fuera por las ridículas gafas de pasta
que descansaban sobre su nariz aguileña.
—Será mejor que te vayas, me estoy preparando para un espectáculo.
—Ah, no. Pase lo que pase, no puedes bailar. Tenemos que irnos.
La fotografía que le entregaron los cármatas no le hacía justicia, era
mucho más atractiva.
—¿Quién eres? —repitió Nur.
—Mahmed, tu salvador —respondió sin pensar, desarmado por los ojos
de la chica, tan oscuros y llamativos como su pelo.
—¿Salvador de qué?
—De una muerte segura en las mazmorras de este palacio. Si no nos
vamos ahora, te violarán y torturarán antes de matarte. ¿No has oído hablar de
las perversiones sexuales del príncipe? —Nur había oído rumores, aunque
confiaba en que Narciso y Valeria la mantuvieran a salvo—. Y no te olvides
de traer ese documento tan importante.
Ella sintió un escalofrío. Si aquel hombre conocía la existencia de la carta,
era probable que intentara robársela y hasta matarla.
Él se acercó al tocador y rebuscó entre los cosméticos.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—He visto que luces una piel muy bonita y, ahora que me he afeitado,
quería ver qué maquillaje me iría bien —respondió sin inmutarse.
—La carta no está ahí.
—Ah, por lo menos seré un cadáver con una piel envidiable.
Nur estuvo a punto de salir corriendo y llamar a la guardia. Sin embargo,
si bloqueaba sus pensamientos y se dejaba guiar por su instinto, aquel hombre
le daba seguridad y le transmitía sentimientos gratos.
—¿Por qué debo confiar en ti?
—El príncipe también está buscando la carta.
—¿Qué? —Las piernas le temblaron como la cuerda de un rebab.
—¡Por cien mil djinns! Le has puesto en bandeja todo lo que desea de ti,
la carta y tu cuerpo.
Nur dudó. Estaba hecha un lío.
—En unos minutos, vendrán a buscarme para salir a bailar.
—Escúchame con atención. —Él le puso las manos en los hombros. De
cerca, ella le pareció aún más guapa—. Pase lo que pase, no debes bailar.
Nur pensó en Rocío. Si quería volver a verla, tenía que hacer un baile que
dejara al príncipe muy satisfecho.

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—Bailar es mi trabajo, para eso he venido aquí. Será mejor que me dejes
en paz.
—He estado a punto de morir dos veces en los últimos días y lo único que
me separa de una tercera y definitiva es salvarte. Si quieres vivir, ven
conmigo.
—Busca otra manera de poner tu pellejo a salvo y de reafirmar tu
masculinidad con frases sacadas de Terminator. —Nur se volvió hacia el
espejo—. Déjame tranquila o llamaré a la guardia.
Mahmed maldijo su suerte, aquellos locos le habían encargado una misión
muy complicada porque a quien tenía que salvar no sabía que estaba en
peligro.
La tomó del brazo.
—Mira, niña, tu vida me interesa menos que la de un damán, pero si no
huimos ahora, moriremos los dos. Yo tendré una muerte rápida, mientras que
tú rezarás a Allah durante días para que termine la agonía.
A Nur le entraron ganas de llorar. ¿Y si tenía razón aquel tipo? A Narciso
y Valeria les importaría un comino lo que le sucediera, no se enfrentarían al
príncipe en su palacio, custodiado por sus guardias. Allí, la única ley era la
que Abdul-Rahman dictaba.
Guíame por el camino recto, rezó.
—¿Quién te manda? —preguntó ella con un atisbo de esperanza.
—Una panda de pirados del desierto que primero intentaron matarme y
después me encargaron que te rescatara. Suena raro, pero es la verdad.
La decepción transformó la cara de Nur.
—Será mejor que te vayas.
Mahmed hizo un último intento.
—Me dijeron que eran amigos de tu hermana.
Los ojos de Nur brillaron por primera vez.
—¡Nur! ¡No podemos esperar más! —El grito de Valeria dejó claro que
tenía los nervios a flor de piel.
—Recuerda que no puedes bailar —exclamó Mahmed y se escondió tras
un cortinaje, confiando en que ella no lo delatara.
Valeria arrastró a Nur hacia fuera. Mientras salía, buscó los ojos de su
supuesto salvador. No los encontró.
Mahmed abandonó su escondrijo y registró el camerino. En un taburete
cerca de la puerta, estaba la mochila que contenía ropa y una cartera con unos
pocos euros. Ni rastro de la carta. De todas formas, se la llevó.

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Cuando abandonó el Peinador de la Reina, seguía pensando en Nur, la de
cabello brillante como la crin de un purasangre Saqlaui, la de pómulos
realzados como una jirafa, la de cuerpo cimbreante como una cobra.
Mahmed había estado varias veces en aquel palacio, incluso había
practicado la cetrería en sus jardines. Aunque no tenía mazmorras, sí contaba
con un ala reservada para las esclavas que Abdul-Rahman elegía. Una vez
trasladadas allí, solo podían esperar sufrimiento. No todas acababan
muriendo, una de ellas logró convertirse en consejera del príncipe. Cómo lo
había conseguido era un gran misterio.
Aquella área reservada estaba en el palacio del Partal, muy cerca de los
aposentos del príncipe. Era una zona cerrada al público y lo último que Nur
vería si no la sacaba de allí cuanto antes.
El todoterreno había dejado a Mahmed en la Puerta de los Carros y, antes
de contactar con Nur, dedicó un tiempo a estudiar la seguridad del palacio.
Los centinelas hacían guardia a lo largo del perímetro amurallado, además
había uno o dos en cada sala y otros tantos que hacían ronda de aquí para allá.
Tras pasar los tediosos controles de la entrada, los invitados se movían con
relativa libertad. En cada estancia, techada o no, había suntuosas mesas de
comida y bebida.
Pasó por el Patio de los Arrayanes, donde algunas chicas en bikini se
bañaban en la fuente, mientras los hombres rivalizaban por llevarles una copa.
Llegó al Patio de los Leones y escuchó un revuelo en la Sala de los Reyes.
Era la zona con más vigilancia porque allí esperaba el príncipe a que Nur
realizara su espectáculo. Dos guardias sujetaban a un invitado, mientras Nur
lo acusaba de propasarse con ella. El tipo intentaba desmentir las acusaciones,
pero uno de los guardias lo hizo callar de un puñetazo y lo arrastraron a la
salida. Aquellos matones no se andaban con tonterías. Si quería salir de allí
con vida, necesitaba un buen plan.
El incidente retrasó un poco el baile, pero también aumentó la crispación
del príncipe, que permanecía impertérrito sentado en su trono. Mahmed sabía
que la cara de Abdul-Rahman nunca era espejo de sus emociones.
Volvió al Patio de los Leones. Había varios coches aparcados, grotescos y
extravagantes, símbolos del poder de sus dueños. Aquellas plazas estaban
reservadas para la familia real y los más allegados al príncipe. Identificó un
Rolls Royce descapotable, un Ferrari 4×4, un Monster Truck con ruedas más
altas que una persona y dos Lamborghinis de oro puro.
Un estruendo invadió el patio y un vehículo negro se detuvo con un
chirriante frenazo. Era una réplica del Batmóvil de la película El caballero

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oscuro, la última adquisición del hermano pequeño de Abdul-Rahman. La
parte delantera del coche se levantó y bajó una chica con un vaporoso y
escotado vestido de fiesta, que reía como una niña. A su lado, el dueño
soltaba también carcajadas bajo su kufiya de cuadros blancos y rojos. Era
bastante más joven que el anfitrión de la fiesta y el único, además de su
chófer de confianza, que podía poner en marcha el vehículo con su huella
dactilar.
Los invitados se acercaron con curiosidad y el dueño enumeró con orgullo
todos los accesorios, armas y gadgets que incluía aquel vehículo futurista,
dejando caer varias veces que le había costado más de dos millones de euros.
Mahmed lo conocía y nunca le había caído bien. Tenía fama de poner
cámaras en los baños de mujeres de la zona de invitados de su palacio.
Las primeras notas del nay sonaron en el interior de la Sala de los Reyes.
¡Por cien mil djinns!
Se giró para ver si Nur había encontrado algún pretexto que la eximiera de
bailar. Sin embargo, se topó con un muro de carne del que surgió una
profunda voz varonil.
—¡Mahmed!
—¡Abdallah!
Aquel tipo era peor que la enfermedad de Smadel para una rapaz. ¿Cómo
lo había reconocido? El capitán de la guardia desenfundó un cuchillo con la
intención de clavárselo en el cuello. Mahmed sujetó el brazo de su adversario
y le mordió la mano. Abdallah forcejeó sin poder evitar que Mahmed le
arrebatara el cuchillo. Cuando el beduino alargó la otra mano para sujetarlo,
él se escabulló con la gracia de un halcón y corrió en dirección al Batmóvil.
Al verlo, el dueño del coche puso el índice sobre el lector de huellas para
cerrarlo. Mahmed llegó hasta él y le lanzó una certera tajada que le amputó el
dedo de cuajo, lo recogió en el aire y saltó al asiento del conductor antes de
que se cerrara. Los disparos rebotaron sobre los cristales blindados, que lo
mantuvieron a salvo. Mahmed se quitó las ridículas gafas que le colgaban de
la nariz. Puso el dedo del príncipe sobre el lector de huellas y el vehículo
rugió, lanzando fuego por la turbina trasera. Apretó el acelerador y el freno de
mano para derrapar dando media vuelta y encarar el coche hacia la entrada de
la Sala de los Reyes; soltó el freno y el coche salió despedido como un
proyectil que atravesó la puerta y derribó varias columnas de la majestuosa
estancia. Nur dejó de mover las caderas y se apartó. Varios guardias rodearon
al príncipe a la vez que disparaban contra él. En el cristal del coche apareció
sobreimpresa, en un botón iluminado, la palabra «Armamento». Mahmed lo

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pulsó sin resultado. Probó con el dedo del príncipe. En el panel de mando
apareció una consola con un joystick. Apretó el gatillo. Dos ametralladoras
dispararon desde los bajos del coche, destrozando el pedestal del trono. Los
guardias arrastraron al príncipe al fondo de la sala y lo cubrieron con sus
cuerpos.
Mahmed abrió la puerta del coche.
—¡Sube! —le gritó a Nur.
Ella dudó un momento y saltó al asiento del copiloto. Mahmed salió
marcha atrás, derrapando y destrozando parte de la puerta y la decoración de
la sala.
—¡Toma el joystick y dispara! —le ordenó a ella.
—¡No sé hacerlo!
—Es como en los videojuegos. Aprieta el botón rojo, las balas salen solas.
—¡No puedo!
Mahmed la miró con resignación.
—¡Pues, sujeta esto!
—¡Ah! ¿Qué es? —El dedo se le escurrió a Nur entre las manos y cayó al
suelo.
Los guardias llegaron corriendo y le entregaron una bazuca a Abdallah.
—¡Lo necesitamos! —gritó Mahmed—. ¡Recógelo!
El beduino se echó el arma al hombro y apretó el gatillo. Mahmed pisó el
acelerador a tiempo. La bomba estalló junto a las ruedas traseras y levantó el
coche medio metro del suelo con una tremenda sacudida. Condujo hacia la
salida y vio que las rejas de acero estaban bajando para bloquear las puertas.
—¡No atravesaremos esas rejas! —indicó Mahmed—. Tenemos que
volarlas.
Sobre el cristal apareció la frase impresa «¿Desea lanzar un misil?» y dos
botones. Mahmed presionó el «Sí», pero no funcionó.
—¡Recoge el maldito dedo! —le gritó.
Con un movimiento brusco giró el volante hacia los jardines del convento
de San Francisco, donde se encontraban las habitaciones de invitados.
¡Boom! Otra bomba estalló al lado del coche y lo zarandeó como una caja
de cerillas.
—¿Este es tu plan de fuga?
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Preferiría una muerte digna a una ridícula en un coche de juguete.
—¡Pues recoge el dedo y nos salvaremos!

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—Le has cortado el dedo a una persona. —Nur se echó las manos a la
cabeza—. Es grotesco que nuestra salvación dependa de eso.
—Más grotesco es lo que habría hecho contigo esa alimaña para la que
has bailado. Debí dejar que te devorase.
—Me tenías que salvar para que no te ejecuten los locos del desierto,
¿recuerdas?
—Es verdad, y espero que cumplan su palabra, porque me sacas de quicio.
¡Busca el maldito dedo!
Nur palpó el suelo.
—¡No lo encuentro!
—Pues esmérate o no saldremos con vida.
Dos todoterrenos negros les cortaron el paso. Mahmed aceleró y el
Batmóvil los embistió y los hizo volar por el aire, dando varias vueltas de
campana.
Condujo hacia la Puerta de Siete Suelos. Cuatro o cinco coches se
acercaban por detrás y dos tanques por los lados.
—¡Encuentra el maldito dedo! ¡Nos vamos a estrellar!
Mahmed pisó el acelerador a fondo. Si tomaba suficiente velocidad,
quizás aquel coche atravesaría la reja.
O quizás no.
Tenía que frenar.
Se iban a matar.
—¡Lo encontré! —anunció Nur—. ¡Qué asco!
—¡Rápido! ¡Presiona el botón de sí!
Disparó un misil que explotó en la puerta. Dos segundos después, el
Batmóvil atravesó las llamas y salió al exterior.
—¡Guau! ¡Por qué poco!
El coche escupió fuego por la turbina trasera mientras Mahmed aceleraba
y se sumergían en el oscuro desierto.
—Me gustan los juguetitos de los príncipes. —Sonrió, aliviado.
Nur respiró despacio para relajarse. Su vida se transformaba en una
agitada melodía.
—¿Cuál es el siguiente paso?
—Sobrevivir hasta llegar a Diriyah.
«¿Navegar a Diriyah?», apareció impreso en la pantalla.
—Presiona el sí.
Nur obedeció con expresión de desagrado. Un mapa apareció
sobreimpreso en el cristal, indicando el camino. La luz de la luna revelaba

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trazos de un paisaje de tierras blancas y colinas pedregosas que los acompañó
durante los veinte kilómetros que les separaban de su destino.
—Diriyah es la ciudad originaria de la tribu de los Saud.
—¿Ah, sí? —respondió él con ironía—. No sabía que las bellydancers
estudiaran historia.
—No me llames así. Soy licenciada en Filología Árabe y estoy haciendo
el doctorado.
—Sí que piden títulos ahora para ser bailarina. —Mahmed la miró con
sorpresa—. Cosas de la precariedad laboral, supongo.
Los disparos sonaron detrás de ellos y algunas balas rebotaron contra el
coche.
—¿Tienes un plan para escapar? —preguntó Nur asustada.
—Correr más que ellos.
—No te tomas nada en serio, ¿verdad?
—Déjame disfrutar de mis últimos momentos de vida. —Mahmed se
dirigió al Batmóvil—. ¿Hay algo para disparar por detrás?
«¿Activar ametralladoras traseras?», apareció en la pantalla.
Nur recogió el dedo y presionó el sí. Sobre el parabrisas se imprimió la
imagen de una cámara trasera con visión nocturna y un punto de mira
controlado con el joystick. Mahmed apretó el gatillo.
—¿Quieres jugar un poco?
—¿Tienes un plan o no?
—Los locos del desierto me esperan con un avión cerca de Diriyah.
Aunque da igual, si no me matan tus amigos lo harán los míos.
—¿Por qué dices eso?
—Porque solo he conseguido rescatar la mitad del pedido.
—Te refieres a la carta.
—Ahí tienes tu mochila, pero no está dentro.
—¿Has registrado mis cosas? Te mereces que te maten esos locos del
desierto.
—Sin esa carta, tú tampoco vales mucho.
—Tengo la carta —confesó ella, sin saber muy bien por qué.
—¿De verdad? —Por una vez, la alegría de Mahmed estaba exenta de
sarcasmo—. Entonces me puedo tomar la huida en serio.
Mahmed apretó el acelerador, mientras disparaba con la ametralladora.
Disfrutaba como un niño. En el horizonte, se intuía la tenue silueta de un
poblado sobre la colina.
—Diriyah.

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Nur tenía los nervios a flor de piel. Acababa de huir con un tipo alocado
porque le había dicho que conocía a unos amigos de su hermana. Habían
destrozado el palacio del príncipe, convirtiéndose en proscritos en un país
donde la pena de muerte se dictaminaba con demasiada facilidad. Estaba
metida en un buen lío y acababa de perder la oportunidad de que Valeria y
Narciso la ayudaran a encontrar a su hermana. A pesar de lo disparatado de la
situación, Nur tenía el pálpito de que había hecho lo correcto. El sufismo le
había enseñado a fiarse más de los presentimientos que de la razón.
La ciudad de laberintos de adobe se alzó ante ellos.
—No veo el avión. —Mahmed frenó en seco, a unos metros de las
primeras casas—. Tenemos que subir a lo alto del pueblo para divisar los
alrededores; el coche no pasará por esas calles estrechas.
«¿Pasar a modo de moto?», apareció en la pantalla.
—¿Presiono el sí? —preguntó ella, sujetando el dedo.
—No me gustan las motos. —Mahmed se encogió de hombros, como si le
hubiera dado un escalofrío.
—A mí me encantan —confesó ella, con cierta emoción.
—Está bien, ponte detrás.
Nur recogió su mochila y se sentó a la espalda de Mahmed. Presionó el
botón. El sillón salió eyectado por la parte delantera del coche, unido a las dos
ruedas y al volante, que se partió por la mitad para hacer las veces de
manillar. La moto no tenía puño, ni freno, la velocidad variaba en función de
la inclinación del cuerpo. Los disparos llovieron sobre ellos mientras subían
por las empinadas calles y Mahmed trataba de controlar el vehículo. El paso
se estrechaba entre las ruinas y giraba a la derecha. Tomó la curva sin frenar y
chocó con la pared, perdió el control y se estamparon contra la casa de
enfrente. Cayeron sobre la arena blanda que colmaba la calle.
—Las motos no son lo mío. ¿Estás bien? —preguntó él, preocupado.
—Sí. —Nur parecía un poco aturdida.
—¡Pues corre!
Las callejuelas eran todas iguales, muros de ladrillo y barro, que
mostraban un color homogéneo de tierra seca; algunos apuntalados, otros
desmoronados; casi todas las puertas estaban abiertas y los techos hundidos.
La electricidad no había llegado a aquella ciudad fantasma y apenas
vislumbraban el suelo de tierra bajo la tenue luz de la luna.
Nur escuchaba su respiración agitada y podía oler su propio miedo.
Centró la atención en no perder de vista el esmoquin de Mahmed. Era la única
oportunidad de salir viva de allí.

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—¿Sabes por dónde vas?
—Sí, hacia arriba.
Cuando llegaron al punto más alto, Mahmed entró en una casa. Parte del
techo estaba derruido y la arena había inundado el interior. La oscuridad era
inquietante. Nur iba a encender su móvil cuando él le sujetó la mano, la
empujó contra la pared y le tapó la boca.
Escucharon unos pasos acelerados y la sombra de dos hombres armados
pasó por delante de la puerta. Si aquellos guardias hubieran sido beduinos, los
habrían descubierto. Los beduinos eran expertos rastreadores, capaces de
identificar y distinguir las huellas de diferentes personas, incluso bajo aquella
luz tenue.
—Vamos —apremió Mahmed.
Subieron por unas escaleras muy erosionadas que desembocaban en una
terraza inexistente y, desde el último peldaño, estudiaron los alrededores.
Había varios coches con los faros encendidos junto al Batmóvil. Por la parte
de atrás de la montaña, un par de luces parpadeantes marcaban el lugar al que
debían dirigirse.
Descendieron la colina pasando del interior de una casa a otra, bajo la luz
azulada de la luna y las estrellas. Un par de veces, tuvieron que parar y
ocultarse contra la pared sin hacer ruido para evitar a los guardias que
peinaban la zona.
Llegaron al final de aquel poblado que albergaba el origen de la historia
de Arabia, donde se asentaban los palacios de los ancestros de los Al Saud,
ahora convertidos en ruinas. Una prueba más del poco sentimentalismo que
caracterizaba a los árabes.
—Tenemos que correr muy deprisa.
Ella asintió.
—Ahora.
Abandonaron la seguridad de los muros de las casas para trotar como
camellos desbocados. Al instante, los disparos rompieron el silencio y la
magia de la noche.
El piloto puso el motor en marcha y las hélices giraron, y se unieron al
estruendo de los disparos.
—¡Rápido! ¡Rápido! —gritó Mahmed.
Las balas caían sobre ellos como una lluvia ácida. La puerta de la avioneta
estaba abierta y, en ese momento, arrancó y comenzó a alejarse. Mahmed la
alcanzó, subió de un salto y extendió la mano para ayudarle a ella. Nur se

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apoyó en el ala del avión, se impulsó, chocó contra él y ambos cayeron al
suelo.
—Sabía que deseabas saltar sobre mí. Supongo que es tu forma de
agradecerme que te haya salvado la vida.
Nur se sentó sobre las piernas de Mahmed.
—Podía subir yo sola.
—Y también dirás que podías escapar tú solita del palacio, ¿verdad?
—Vivía muy tranquila hasta que te conocí. —En realidad, Nur sabía que
eso no era verdad—. Si tú no me hubieras metido en este lío, no habría tenido
que escapar de ningún lugar.
Varios disparos arrancaron estridentes restallidos del fuselaje. Nur se
arrastró por el suelo y cerró la puerta a la vez que el avión despegaba en
dirección al estrellado cielo de Arabia.

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Capítulo 9
La carta del santo sufí

Desierto de Ad-Dahna, Arabia Saudí

La avioneta se elevó en el aire como un pájaro herido, ante la frustración de


los guardias que quedaron en las ruinas de Diriyah. El motor funcionaba a
trompicones y escupía una hebra de humo blanco y espeso, como la chimenea
de una fábrica.
Mahmed y Nur, aún agitados, ocuparon los asientos traseros.
—Soy Mufîd —el piloto se presentó y les estrechó la mano a los dos—.
Nos han dado en el motor, no sé cuánto aguantará.
—¿Y Mitra? —preguntó Mahmed con preocupación.
—Detrás de ti.
Mahmed sacó al toghrol de la jaula. Llevaba la caperuza puesta.
—Hola, Mitra, estoy aquí.
—Si se para el motor, ¿podríamos aterrizar? —preguntó Nur con
inquietud.
—Tendríamos unos cinco minutos para tomar tierra antes de que el avión
entre en pérdida y se desplome.
—Tiempo de sobra, supongo —continuó Mahmed mientras dejaba a
Mitra dentro de la jaula abierta. Mufîd no contestó.
—Esperemos que aguante. —Nur juntó las palmas de las manos, en un
signo de plegaria—. ¿Adónde nos dirigimos?
—A un lugar seguro. —Mahmed parecía relajado.
—Vamos a Damasco —respondió el piloto, que se colocó los auriculares
y se concentró en su tarea.

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—¿A Damasco? Siria está en guerra… —exclamó Nur, asustada.
—Como yo decía, un lugar seguro, el último sitio donde nos buscaría el
príncipe. Por cierto, nunca he estado en Damasco. —Mahmed le dedicó una
sonrisa paternal—. Y no te preocupes por la guerra, Mitra y yo cuidaremos de
ti. —A Nur le entraron ganas de borrarle la sonrisa de un puñetazo, le
molestaba su condescendencia.
Estaba abrumada, asfixiada, como un pez fuera del agua. En los últimos
días, habían intentado matarla varias veces y ahora se dirigía a una ciudad que
era el epicentro de una guerra civil dominada por intereses internacionales.
—Vamos allí por la carta de Ibn Arabi —comprendió Nur en un susurro.
Ella deseaba conocer el secreto de aquella carta, aunque no quería llevar a
cabo la investigación en persona. No pasaban ni cinco minutos sin que se
jugara la vida y no estaba preparada para eso. Su hermana era la aventurera,
no ella. Nur quería volver a su vida de ratón de biblioteca, centrada en el
estudio y la meditación. Las emociones que necesitaba las satisfacía con el
baile, cuando ofrecía su arte y su alma a un público que aplaudía con
entusiasmo o guardaba un silencio de admiración. Era suficiente para calmar
la poca vanidad que le quedaba y le proporcionaba dinero para vivir bien.
Su hermana haría buena pareja con ese tipo que estaba sentado a su lado,
un hombre de rostro curtido y aspecto duro, siempre dispuesto a entrar en
acción, un caballero andante en busca de una princesa a la que salvar. Era
cierto que a ella la había salvado, aunque desde que llegó a Arabia, no había
sentido peligro hasta que lo conoció a él.
—Me llamo Mahmed —explicó él en español, por si el piloto estaba
escuchando. Alargó la mano y ella la estrechó—. Como te dije, me envían
unos amigos —hizo el signo de las comillas con los dedos, mirando de reojo a
Mufîd— que están muy interesados en el documento que llevas. Lo tienes,
¿verdad? —Un atisbo de duda cruzó por sus ojos verdes al examinar, no sin
cierto deleite, la escasa ropa que la cubría.
—No puedo ir a Damasco. Antes tengo que encontrar a mi hermana.
El ruido de la avioneta era muy molesto y les obligaba a elevar la voz.
—Ah, tu hermana. —Mahmed sintió una punzada de remordimiento, no le
podía decir la verdad. Su misión no había terminado. Los cármatas le habían
ordenado que, una vez rescatada, resolviera con ella el secreto de aquel
manuscrito. La necesitaba—. Respecto a tu hermana, tengo una noticia buena
y otra mala.
—No me gustan los juegos.
—A mí tampoco. De hecho, escucho la palabra juego y me pongo a llorar.

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—Oh, por favor, habla de una vez.
—¿La buena o la mala?
—Eres irritante. La buena.
—Tu hermana está prisionera —respondió Mahmed, forzando una
sonrisa.
—¿Esa es la buena noticia?
—Oh, sí, muy buena. La tiene prisionera el príncipe.
Se sentía fatal por tener que mentirle sobre algo tan importante. Si se lo
hicieran a él, jamás lo perdonaría.
—¿Y por qué no la has rescatado también a ella? —La mirada de Nur
tenía la intensidad de un águila acechando a su presa.
—Hoy no tenemos la oferta de dos por uno en rescates. ¿Crees que es
fácil? —Mahmed improvisaba—. Según la información que me han pasado,
ella no estaba allí. Y esa, aunque no lo creas, es otra buena noticia. Dos por
una.
Mahmed pensó en el pabellón que el príncipe Adbul-Rahman tenía en la
réplica de la Alhambra, un lugar sin ventanas, con una sola puerta de
seguridad que daba acceso a varias habitaciones donde encerraba a sus
víctimas para violarlas y torturarlas antes de matarlas. Decían que habían
pasado por allí mujeres de todas las edades, desde niñas a ancianas, y también
hombres. El apetito sexual del príncipe era tan insaciable como sus ansias de
poder.
Al menos, la chica había tenido una muerte rápida. O eso creía.
—Entonces, quiero ir a la embajada. —Nur parecía decidida.
—Por experiencia, sé que allí no te ayudarán.
—Tengo que rescatar a mi hermana. —Su cara se iluminó—. ¡Ayúdame!
Te pagaré.
—Te ayudaré, aunque no como tú piensas.
—¿Cómo, entonces? No entiendo por qué han secuestrado a mi hermana.
—¿Quieres saber ya la mala noticia?
—Habla de una vez, Mahmed, o te juro que te tiraré de este avión en
marcha con una patada en el trasero. —Nur intentaba parecer segura de sí
misma, pasar por una mujer dura y despiadada, aunque la sonrisa torcida de él
constató que no lo había conseguido—. Te advierto que en los últimos días
me he enfrentado a hombres más grandes que tú. Y de dos en dos.
—Tus palabras son caricias para mis oídos.
Mahmed le mostró los moratones y la cicatriz de doce puntos, aún
reciente, que ornamentaban su abdomen, esculpido con los deportes que

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practicaba en plena naturaleza: natación, escalada, equitación… Su granja de
España estaba en un valle de los Pirineos, cerca de un lago perdido al que se
accedía por una pista de tierra, tras atravesar un barranco. Un lugar idílico que
echaba mucho de menos. Nada tenía que ver con los inmensos desiertos de
Arabia.
—¿Te han torturado? —preguntó, afligida—. ¿Qué quieren de nosotros?
—Esta es la respuesta a la mala noticia. Quieren la carta de Ibn Arabi a
cambio de liberar a tu hermana.
El motor del avión se revolucionó con un sonido estridente y comenzó a
petardear.
¡Pom, pom, pom!
Nur lo miró con preocupación.
—Tus amigos y los secuaces del príncipe buscan lo mismo, la carta.
—Que debe llevar a un lingote de oro del tamaño del Sahara.
—¿Cómo piensas rescatar a mi hermana sin que nos maten tus amigos?
—Tu hermana trabajaba para mis presuntos amigos. Creo que lo mejor es
colaborar con ellos. Mientras lo buscamos, tenemos tiempo de pensar cómo
salimos de esta.
—¿Ese es tu plan?
—Un gran plan.
Nur cruzó los brazos, enfadada.
—Mi hermana trabajaba para esos hombres. ¿Quiénes son?
—Yo los acabo de conocer —explicó él—. Primero me salvaron la vida y
después amenazaron con matarme si no te ayudaba. El piloto es uno de ellos.
—El aludido seguía ajeno a la conversación y al ruido, gracias a los
auriculares—. Se hacen llamar cármatas.
—He leído sobre ellos, aunque hay muy poca información. Fueron
masacrados hace siglos, creía que ya no existían.
—Me contaron que ahora funcionan como una sociedad secreta que lucha
contra la rama más radical del islam, el wahabismo saudí, para defender la
verdadera fe. Tu hermana los ayudaba, infiltrada en el palacio del príncipe.
—Mi hermana colabora con una sociedad secreta —apuntó Nur—. No me
lo creo.
—La gente que nos rodea guarda secretos que ni siquiera podemos
imaginar. Incluso la gente más cercana.
—¡Rocío no! —exclamó Nur—. Ella es valiente y apasionada, y no oculta
nada, al menos, a mí. Es buena persona, nos queremos mucho. Ella solo

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quiere ayudar, presta asistencia psicológica en una ONG a trabajadoras del
hogar inmigrantes y a mujeres que sufren abusos.
—Quizás conoció a los cármatas y pensó que podría ayudar a muchas más
mujeres colaborando con ellos.
Nur intentaba digerir la noticia. Siempre había sentido admiración por
Rocío, por su capacidad de sacrificio. Ella, en cambio, no fue capaz de
estudiar Derecho, como había querido de jovencita, para luchar a favor de su
pueblo saharaui, un pueblo masacrado, maltratado y olvidado por los
españoles, los marroquíes y la comunidad internacional. Cuando llegó el
momento, Nur decidió estudiar Filología. Se sentía culpable por dejar a su
pueblo en la estacada y, a la vez, incapaz de hacer algo diferente.
Aún no había asimilado que, esta vez, sería ella la que ayudara a Rocío y
no al revés.
—¿Qué le pasó a mi hermana?
—Creo que la descubrieron cuando le enviaste la carta de Ibn Arabi por
WhatsApp.
—¡Oh, Dios! —Nur se echó las manos a la cabeza—. La han atrapado por
mi culpa.
—No fue culpa tuya, no pienses eso. Interceptaron el mensaje con la
tecnología Big Data y detectaron que la destinataria estaba en el palacio. Le
requisaron el móvil y descubrieron sus relaciones con los cármatas. Fue un
poco imprudente por su parte.
—¿Y tú qué tienes que ver con todo esto?
—¿Has oído hablar de Dabir Kozame?
—No sé quién es.
—¿De qué cueva has salido? —se extrañó él—. Estuvo varios meses en
todos los informativos internacionales.
—Apenas veo la televisión.
—Era un periodista que trabajaba para el gobierno saudí —explicó
Mahmed— y era muy crítico con él. Lo amenazaron varias veces, hasta que
huyó a Estados Unidos para que no lo mataran. En su país, conservaba
contactos cercanos al poder, que le revelaron que uno de los príncipes estaba
organizando un atentado contra algún líder europeo. Él lo transmitió al
embajador francés y, al poco, lo asesinaron en su casa. —Hizo una pausa—.
Lo descuartizaron. Contactaron conmigo porque trabajaba como cetrero para
el príncipe. —Pensó en la información que estaba dando, si su país lo había
traicionado, no les debía ninguna lealtad—. Me ofrecieron unirme al servicio
secreto español.

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—Eres un espía.
¡Pom, pom, pom!
La hélice giró a trompicones, como si fuera a detenerse, pero por suerte,
continuó funcionando. Se miraron con cierto alivio.
—Me reclutaron para evitar el atentado. Hemos descubierto que quieren
culpar a Irán para poner en su contra a los países de la OTAN.
—¿Por qué?
—Cuestión de poder. Irán es uno de los últimos reductos chiíes, mientras
que el régimen de Arabia Saudí es wahabí, una de las ramas más radicales de
los suníes. Están en continuo conflicto y utilizan, incluso, organizaciones
terroristas para atacar al otro país. Abdul-Rahman quiere presentar el atentado
como una excusa para acabar con el régimen chií, pero su verdadera intención
es eliminar al príncipe heredero y al rey de Arabia Saudí. Ha trazado un plan
para derrocarlos y erigirse como nuevo líder. Si las potencias occidentales
invaden Irán, creará allí un nuevo gobierno wahabí dirigido por una persona
de su confianza. Se está fortaleciendo antes de dar un golpe de estado en
Arabia Saudí.
—Y la carta de Ibn Arabi, ¿qué tiene que ver con todo esto?
—Los cármatas creen que la carta oculta un arma mágica que hará que el
Mahdi se presente como nuevo mesías.
—Algo así es lo que creo yo. —Nur sonrió por primera vez—. Aunque no
puede ser un arma, sino algo simbólico.
—Me temo que el príncipe Abdul-Rahman sí espera encontrar un misil
mágico dirigido con la mente —afirmó él.
—¿Crees que quiere presentarse como Mahdi? —Nur se mostró
horrorizada.
—Pensándolo bien, tiene sentido.
—Eso sería terrible —exclamó ella—. El Mahdi debe unir a todos los
musulmanes bajo su gobierno. Si la umma creyera que él es el Mahdi y lo
siguiera…
—Un psicópata al frente del ejército más grande del mundo. Me imagino
a Abdulito de niño, maltratando lagartijas y pegándole fuego a los juguetes de
sus hermanos. La culpa es de sus padres, que no lo llevaron al psicólogo y
ahora el tipo quiere comenzar la Tercera Guerra Mundial.
—¡El Apocalipsis! —exclamó ella—. El fin de los tiempos.
—Así suena más poético. Tenemos que evitar que la carta llegue a sus
manos.

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Sin saberlo, Nur había entrado en la guarida del lobo, había estado a punto
de permitir que aquel villano se saliera con la suya.
—Y la mejor forma de evitarlo —comprendió ella—, es adelantarnos.
Debemos descubrir el secreto antes que él.
Sin embargo, si no le entregaban la carta, no soltaría a su hermana.
¡Pom, pom, pom!
La columna de humo se intensificó, el motor no aguantaría mucho.
—¿Y cuál es el secreto que contiene la carta? —preguntó Mahmed.
—Gírate un momento.
Él obedeció intrigado.
—Ya puedes mirar.
Nur tenía en la mano una bolsita de plástico transparente con la carta.
—¿Dónde la tenías escondida?
—En el conchero. —Él sonreía con expresión divertida—. Ya sabes, es
como un tanga con una tira metálica para que no se note la ropa interior en los
espectáculos. —Nur estaba avergonzada—. La guardé entre las dos capas de
tela, no se me ocurrió un sitio mejor. He respetado los dobleces que tenía.
Aunque con tanta carrera, espero que no se haya estropeado por el calor.
—Estoy seguro de que la carta se ha puesto muy caliente.
—¡No seas grosero!
—Y la llevas guardada ahí desde que la encontraste.
—Solo desde que estoy en Arabia.
Mahmed abrió mucho los ojos verdes.
—Lo siento, aún estoy asimilando que no se te cayera al bailar o al correr.
—Tengo el trasero muy duro.
Mahmed se rascó atónito la frente, ella extrajo la carta de la bolsa y se la
entregó. Era guapo, de mentón prominente, nariz ilustre y ojos apasionados.
Una belleza agreste, muy alejada del perfil intelectual al que ella estaba
acostumbrada. Le resultaba atractiva esa fortaleza indómita que desprendía;
esa parte bárbara, con un punto heroico, despertaba en Nur un deseo animal,
ligado al instinto de supervivencia de la especie.
Sacudió la cabeza, desconcertada e incómoda por los pensamientos que la
asaltaban.
Se sorprendió cuando él desgranó la carta en voz alta. Hasta ese momento
dudaba de que supiera leer. Menos aún había imaginado que fuera capaz de
recitar bien, con una voz serena, grave y acogedora:

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Mahmed la releyó en voz baja, intentando comprenderla, y se detuvo en la
frase: «Solo el Mahdi, con su espíritu alado, será capaz de devolvernos al no
ser». Ese era el texto al que se refería Ahmad cuando dijo que la carta
confirmaba que él era el Mahdi. «El Mahdi, con su espíritu alado». Por eso
mencionó los vídeos de su huida del hotel, cuando caía de la moto voladora y
descendía sano y salvo hasta el suelo gracias a las poderosas alas de Mitra.
Ahora comprendía las pesquisas de los cármatas. Le costaba creer que
tuvieran razón porque él no era un buen musulmán. Por supuesto que
compartía la doctrina, que creía en la existencia de un único Dios, pero hacía
mucho tiempo que vivía alejado de las mezquitas, de los ritos y de la
disciplina de los buenos creyentes. ¿Cómo podría él guiar a la umma hacia la
verdadera fe?
Levantó la vista del pergamino y miró a Nur.
—¿Por qué está escrita con esta forma tan peculiar?
—Ibn Arabi era sufí. Los sufíes son poetas y utilizan símbolos implícitos
y explícitos en sus escritos. El círculo representa el mundo, que es de forma

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esférica, ansía volver a su principio, una vez que ha llegado a su fin, a Dios,
que fue quien nos sacó del no ser al ser y a Él hemos de regresar.
—Espero que tengas otra explicación para ignorantes.
Nur sonrió con resignación. Al menos, sabía leer.
—«En verdad, somos de Dios y a él regresamos» —recitó con la mirada
perdida y aire místico—. Esta frase resume todo el pensamiento sufí. Los
sufíes son musulmanes y creen en la existencia de un solo Dios, el mismo que
el judío o el cristiano; creen que todos los seres tienen su principio en Dios y
que la vida es una circunferencia, un Camino o Tariqa de búsqueda de la
verdad, cuyo único objetivo es regresar al origen, a Allah.
¡Pom, pom, pom!
La hélice se detuvo un instante y volvió a girar. El piloto continuaba a lo
suyo, sin inmutarse.
—¿Y qué significa la carta? —Mahmed necesitaba comprender dónde se
estaba metiendo.
—Ibn Arabi escribe en lenguaje críptico, como tantos sabios, y explica
que ha encontrado «una Perla tan poderosa, que obligará a todos los creyentes
a mirarse en el Espejo» —recitó Nur.
—Entiendo que el Espejo es el Juicio Final, cuando cada uno será juzgado
por sus pecados.
—Todos partimos de Dios, todos somos Dios y, el día del Juicio final,
cada uno se mirará en el Espejo para juzgar sus propios pecados.
—¿Y qué crees que es esa Perla?
Nur se encogió de hombros.
—La Perla es un símbolo recurrente en el pensamiento sufí. Representa
un tesoro, un secreto, quizás la única Verdad, escondida dentro de una concha
en el fondo del mar.
—¿Y Luz Negra?
—Es otro símbolo, Mahmed. Hace referencia al período de oscuridad en
que estamos sumidos. Al auge del wahabismo, por ejemplo, que impone unas
creencias radicales y alejadas de la palabra del profeta, la paz sea con él.
Mahmed releyó la carta.
—También habla de la granada.
—La Granada es una sola fruta formada por cientos de semillas.
Representa la fragmentación de Allah en los seres vivos. Todos somos Dios y
debemos encontrar el Camino para volver al Origen, para reconstruir la
Unidad. —Nur lo miró con intensidad—. Y ahí es donde entra el Mahdi. Él
debe enseñar el Camino a la umma.

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—Y para eso necesita la Perla —comprendió él—. Aunque aún no me ha
quedado claro qué es la Perla.
—Nadie lo sabe. Yo tengo cierta idea de qué podría ser, pero eso no es lo
más importante. Lo importante es que esa Perla hará surgir al Mahdi, el
salvador de la umma, el que peleará contra el anticristo para restituir la
verdadera fe, la unidad de creencias y de espíritu.
Mahmed se estremeció ante aquellas palabras. El Mahdi debía cargar con
una responsabilidad muy grande.
El motor volvió a emitir un molesto petardeo.
¡Pom, pom, pom!
¿Cuánto aguantaría? Mahmed intentó centrar la conversación. Si iban a
morir, al menos, le gustaría saber por qué lo hacían.
—No me has dicho qué piensas que es la Perla —le recriminó, molesto.
—Creo que aún no estás preparado.
Él la miró intensamente y se resignó a esperar.
Releyó una frase de la carta.
—«Hasta entonces, el secreto me acompañará al Paraíso». ¿Crees que Ibn
Arabi se llevó esa Perla a la tumba?
—Creo que en su tumba arranca el camino para encontrarla —respondió
Nur.
—Los cármatas también lo creen —afirmó Mahmed—. Por eso nos llevan
a Damasco.
¡Pom, pom, pom!
¡Boom!
El motor del avión explotó y escupió una llamarada que tiznó los cristales,
dando paso a una columna de humo negro. La hélice se paró.
—Será mejor que os agarréis. —Mufîd los miró con expresión
compungida—. Vamos a realizar un aterrizaje de emergencia.
A través de la ventanilla no se veía nada. Los colores y las formas estaban
velados por la oscuridad de la noche. La pantalla del GPS solo mostraba
debajo de ellos una inmensa extensión de desierto.

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Capítulo 10
El dargah

Desierto de An-Nafud, Arabia Saudí

La avioneta descendió con rapidez. Mufîd les había explicado que, para que el
avión no entrara en pérdida, tenía que ganar velocidad y estabilizarlo para el
aterrizaje. El principal problema era que estaban en medio de la nada, a
oscuras y no sabían qué les esperaba al acercarse al suelo: arena, rocas, dunas,
una pequeña colina… Si aterrizaban a ciegas era muy probable que se
estrellaran.
Nur cerró los ojos y respiró profundamente, ajena al peligro. ¿Estaría
rezando? Ya que no podía hacer otra cosa, Mahmed pensó que rezar era una
buena opción.
Inclinó la cabeza, juntó las palmas de las manos y pidió ayuda a Allah
para afrontar el nuevo peligro.
La sangre le subió a la cabeza con el aumento de la velocidad de caída y
se sintió un poco mareado. Aun así, continuó con sus plegarias.
Oh, Allah, el clemente, el misericordioso, soberano en el día de la
retribución. A ti es a quien adoramos, de ti es de quien imploramos socorro.
¡Pom, pom, pom!
El motor comenzó a petardear de nuevo. Mahmed, impasible, repetía sus
oraciones como un mantra mágico.
Un ruido estridente siguió al petardeo, el sonido de un motor
revolucionado que, poco a poco, se estabilizó. El avión reducía la velocidad
de descenso y volvía a subir para ganar altura. La presión en su cerebro
disminuyó.

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Mahmed abrió los ojos, agradecido y sorprendido. La ladera de una colina
apareció frente a ellos. Mufîd empujó los mandos para girar el avión a la vez
que se elevaba. Pasaron a escasos metros de la cima con un suspiro de alivio.
—El motor se ha recuperado y ahora está más estable —aclaró Mufîd—.
Será mejor que descanséis, nos quedan cinco horas para llegar a nuestro
destino.
Mahmed cerró los ojos y dio las gracias a Allah. Se preguntó si el motor
había vuelto a funcionar gracias a sus plegarias. Recordó que la leyenda decía
que el Mahdi podía controlar algunos fenómenos atmosféricos como el
viento, los rayos o la lluvia. ¿Había conseguido con sus plegarias arreglar el
motor de la avioneta? Mahmed se estremeció. Era una idea descabellada. Él
no quería ser el nuevo profeta, el nuevo mesías, el dirigente de toda la umma.
Ahora que había terminado su trabajo en Arabia, soñaba con volver a su
granja en los Pirineos para llevar una vida apacible, en un lugar idílico, junto
a su familia y sus animales. Nada de poder ni de responsabilidad, nada de
baños de masas.
Observó un fardo en el suelo. Los cármatas habían recogido la ropa de su
casa en Riad. Su teléfono móvil se había quedado en la cárcel, pero le
entregaron otro para estar comunicados.
—¿Te vas a cambiar? El esmoquin te sienta bien.
—La fiesta a la que nos dirigimos requiere otro tipo de etiqueta.
—A mí también me vendría bien cambiarme.
Nur abrió su mochila y descubrió, aliviada, que contenía la ropa que había
comprado en Madrid.
—¿De lana?
—Te recuerdo que soy sufí.
Mahmed se quitó la chaqueta.
—Espero que no te desnudes aquí.
—Si quieres, me quito la ropa fuera. —Señaló la ventanilla.
—No quería decir eso. Si te parece, me giro.
—Como quieras. —Mahmed tiró la camisa a un lado—. A mí me da
igual. Supongo que no seré el primer hombre que ves desnudo —insinuó con
picardía—, porque, si soy el primero, te advierto que todos los que veas
después te decepcionarán.
—Oh, Mahmed, pones a prueba mi paciencia. Todo lo tomas a broma.
—Te equivocas. —Él sonrió con cinismo—. El humor me sirve como
válvula de escape en las situaciones que me desbordan. Ahora mismo podría
presentarme al Club de la Comedia.

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Se puso una camiseta caqui lisa y un chaleco verde con varios bolsillos y
enganches para guardar o colgar cosas. Reemplazó los pantalones de vestir
por unos de tipo militar, anchos y prácticos, que sujetó con un cinturón del
que colgaban su cuchillo, una gorra y el morral con los artículos de cetrería:
una caperuza de repuesto, pihuelas, tornillo, lonja, una cuerda y el señuelo.
—He terminado. Tu turno.
Ella se volvió hacia él.
—Date la vuelta, por favor.
—Pero ¡si te he visto casi desnuda!
—Uy, Mahmed, te sorprendería lo que puede esconder tan poca tela. —Y
le hizo un gesto para que se volviera.
—Si en el conchero guardabas la carta de Ibn Arabi, en el sujetador podría
caber el tratado de cetrería de Moamín.
—Muy gracioso. Anda, date la vuelta.
Mahmed obedeció con una sonrisa.
—Mufîd tiene razón —continuó—. Deberíamos aprovechar para
descansar. No sabemos cuándo volveremos a hacerlo.
Convirtieron la ropa que se acababan de quitar en una suerte de almohada
que emplearon para apoyar la cabeza contra las ventanillas. El cansancio los
venció y los dos se quedaron dormidos.

Damasco, Siria

Una explosión los despertó de golpe.


—¡Nos atacan! —exclamó Mufîd.
—¿Dónde estamos? —preguntó Nur, sobresaltada.
—Llegando a Damasco, me disponía a preparar el aterrizaje.
¡Boom!
Otra bomba explotó a su lado y arrancó buena parte del ala derecha,
abriendo un boquete en el fuselaje, muy cerca de Nur.
—¿Estás bien? —Mahmed la examinó con preocupación.
—¡Sí! —gritó ella, con el pelo erizado por la corriente de aire que
escapaba del agujero.
La avioneta comenzó a caer, inclinada hacia un lado.

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—Tenemos que saltar —dijo Mufîd a través del estruendo—. Hay un
paracaídas debajo de cada asiento.
—Nunca he saltado en paracaídas. No sé cómo funciona. —Nur estaba
asustada.
Mahmed sacó el suyo. Era una mochila con correas que se ajustaban a las
piernas y el cuerpo.
—Es muy fácil —exclamó—. Solo hay que tirar de esta anilla.
Le quitó la caperuza a Mitra y la acercó al agujero del fuselaje. El toghrol
se lanzó al vacío y extendió las alas para planear en actitud vigilante.
Nur aferró su paracaídas con manos temblorosas y buscó la anilla que,
según Mahmed, era lo más importante. El paracaídas se le escapó de las
manos y salió por el agujero, arrastrado por la corriente de aire.
—¿Qué has hecho? —le gritó él.
—No lo sé. —Ella estaba muy nerviosa, a punto de perder los papeles.
—¡Tenemos que saltar! —los apremió Mufîd.
—Está bien. —Mahmed se puso en pie y tomó a Nur de la mano—.
Saltaremos juntos. ¿Confías en mí?
—Claro que no —contestó ella, temblando como los adornos de su cadera
lo hacían durante el baile—. Apenas te conozco.
—Pues no tienes muchas opciones. Abrázate a mí.
Nur se colocó su mochila a la espalda y lo abrazó con resignación.
—Cuando tire de la anilla, notaremos una fuerte sacudida al desplegarse
el paracaídas. Agárrame con todas tus fuerzas. ¿Entendido?
—Sí —afirmó con poca convicción.
Abrieron la puerta de la avioneta y Nur se apretó contra él, notando su
calor corporal y los acelerados latidos de su corazón.
Mufîd también se dispuso a saltar después de ellos.
—¿Preparada? —preguntó Mahmed.
Y antes de que ella pudiera contestar, saltó. Sus cuerpos giraron en el aire
y cayeron a toda velocidad, convertidos en una rígida pelota de acero.
—¡Estírate! —le ordenó Mahmed—. ¡Intenta estirar el cuerpo!
Nur estaba agarrotada. Se concentró para que las órdenes llegaran a sus
músculos y extendió las piernas. Él tiró de la anilla, el paracaídas escapó de
su encierro y los frenó con brusquedad. Nur no esperaba una sacudida tan
fuerte, sus manos resbalaron y ella cayó en el aire como un saco de arena.
En el último instante, Mahmed la atrapó por el brazo. Nur lo miró
aterrorizada. Él intentó subirla para sujetarla con la otra mano, pero fue
imposible. Se resbaló entre sus dedos.

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Mahmed la vio caer a cámara lenta, con el rostro contorsionado en una
mueca de terror, moviendo los brazos y las piernas desesperadamente, en
busca de un apoyo que no existía.
—¡Por un millón de djinns!
No lo pensó, no tenía tiempo. Cortó el arnés que lo unía al paracaídas y se
dejó caer detrás de ella. Inclinó el cuerpo, adoptando una posición
aerodinámica que le permitió ganar velocidad. Sacó una cuerda de su morral y
se la ató al cinturón. No tardó en alcanzarla. Sus cuerpos chocaron en el aire y
la sujetó por debajo de las axilas, posando las manos sobre su mullido pecho.
Le obligó de nuevo a estirar el cuerpo para dejar de girar, le pasó la cuerda
alrededor y la ató a su cinturón. En ese momento, Mitra se acercó volando a
gran velocidad. En las garras llevaba el paracaídas que Nur había dejado caer.
Mahmed se lo colocó a la espalda y cerró el enganche del pecho. El suelo se
acercaba a ellos o, más bien, ellos se acercaban al suelo. Tiró de la anilla y el
paracaídas los frenó con una sacudida violenta. Nur estuvo a punto de
escaparse otra vez de sus brazos. Aguantó gracias a la cuerda. Él la sujetó por
la cintura, preparado para el aterrizaje.
—¡Dobla las piernas! —le gritó.
Chocaron contra el suelo y rodaron uno sobre otro, como un halcón que
ataca a una serpiente, que se enrosca sobre él y acaban hechos un ovillo de
escamas y plumas.
Él se levantó para no aplastarla. Sus caras quedaron a escasos centímetros,
los cuerpos rozándose, atados aún por la cuerda.
—¿Estás bien? —preguntó Mahmed.
—Sí, ¿y tú?
—También.
—Pues te agradecería que me soltaras.
—Primero podrías agradecerme que te haya salvado otra vez la vida.
—Gracias por salvarme otra vez de los líos en que me metes. —La
suavidad de su voz hizo que Mahmed se estremeciera.
La soltó y se desprendió del paracaídas. Al poco, llegó Mufîd, empuñando
un fusil de asalto.
—Vamos —los llamó—. Me acaba de escribir Ahmad. Grupos rebeldes
están a punto de atacar la ciudad. Tenemos menos de una hora para salir de
aquí antes de que empiecen a llover bombas.
Estaban en lo alto de una colina. A sus pies se extendía Damasco, como la
alfombra mágica de los cuentos de Las mil y una noches. Algunos barrios

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conservaban las farolas, aunque en la mayoría la única fuente de luz eran los
edificios que ardían como antorchas gigantes.
—Nos hallamos en el monte Qasioun. El barrio de Al Salihiyya está en la
ladera. —Mufîd lo señaló con la mano—. Allí encontraremos el dargah de
Ibn Arabi.
—¿Qué es el dargah? —preguntó Mahmed.
—Un dargah es un mausoleo de un santo sufí —explicó Nur—. Deriva de
una palabra persa que significa «portal» o «umbral».
—Yo esperaba un nicho o una tumba en mitad de un cementerio. —
Mahmed acarició su barbilla.
—Tenemos que irnos —insistió Mufîd—. Hay que ser muy precavidos.
Recordad que Siria está en guerra.
Echaron a andar por un sendero estrecho que descendía hacia la ciudad.
Aunque la noche era cerrada, la claridad que llegaba de abajo era suficiente
para ver dónde ponían los pies. Un graznido les recordó que Mitra volaba
sobre ellos.
—Los dargah forman parte de un complejo más grande conocido como
khanqah —continuó Nur—. Son lugares sagrados, utilizados para el retiro
espiritual o reuniones de la hermandad sufí. A veces, los utilizan también
como albergues.
Descendieron hasta una calle dibujada por los primeros edificios. La
devastación había arrasado la ciudad, montones de escombros por todos
sitios, coches quemados, las casas venidas abajo… Y las que quedaban en pie
parecían espectros desfigurados por las bombas y tatuados con los estragos
del fuego. Por suerte, no se cruzaron con nadie. Caminaron sigilosamente
entre la basura y tuvieron que saltar un par de barricadas construidas con
sacos de arena. La temperatura era agradable y la calma de la noche,
inquietante.
—Allí está el dargah. —Mufîd señaló un minarete que destacaba intacto
entre los esqueletos de un par de edificios.
Llegaron a una plaza ornamentada con el agujero de una bomba. El
minarete se elevaba sobre un pórtico de piedra que protegía una puerta de
madera, encajada sobre una fachada de líneas horizontales blancas y negras,
que recordaba la decoración de la mezquita de Córdoba.
—El dargah está en el sótano —explicó Mufîd—. La puerta siempre
permanece abierta para que los peregrinos visiten la tumba. Os esperaré fuera.
Daos prisa, queda menos de media hora para que empiece el bombardeo.

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Mahmed empujó la puerta de madera y accedió a un patio con una fuente,
que distribuía el acceso a otras estancias a través de arcos apuntados,
decorados también con las bandas blancas y negras. La entrada principal los
condujo a la mezquita. Era pequeña y varios hombres dormían sobre la
alfombra bajo la luz de las lámparas de araña.
Nur dudó, no tenía nada para cubrirse la cabeza. Miró la gorra que
Mahmed llevaba al cinto y él se la entregó. Se recogió el pelo, mientras él
tiraba de ella. Dejaron los zapatos en la zona habilitada para ello y avanzaron,
intentando no hacer ruido. Un hombre abrió los ojos cuando pasaron a su
lado, se dio la vuelta y continuó durmiendo.
Tomaron las escaleras que conducían al semisótano. Nur lo siguió de
cerca. Los nervios le atenazaban la barriga. Seguramente aquellos hombres
irían armados y, si alguno se sentía amenazado, los atacaría.
La escalera desembocaba en una puerta de madera y cristal que daba
acceso al dargah. Era una sala estrecha y alargada, coronada por una cúpula
con infinidad de lámparas y ventiladores. En el centro, destacaba una
llamativa urna de cristal, una vitrina que custodiaba un sarcófago blanco.
Detrás había otros sepulcros de piedra, ricamente decorados con azulejo verde
e inscripciones de textos sufíes.
—He leído mucho sobre este lugar —susurró Nur—. La tumba de Ibn
Arabi es la que está protegida por el cristal. Hay otros sufíes enterrados aquí,
entre ellos, dos hijos del santo.
Nur clavó las rodillas en el suelo y comenzó a rezar.
—¡Por mil djinns! —exclamó Mahmed molesto—. ¿No has oído que
están a punto de bombardear la ciudad? Tenemos que salir de aquí.
Ella no contestó y él se acercó a la urna. Había una puerta en un lateral.
Estaba cerrada. Miró alrededor y vio un jarrón de adobe muy grande. Lo
levantó y lo estrelló contra el cristal.
—¿Te has vuelto loco? —Nur corrió hacia él, indignada—. ¡Es un lugar
sagrado!
—Para mí no son más que un puñado de tumbas. Y si no nos damos prisa,
tendrán que hacernos un hueco en ellas, por muy sagradas que sean.
—Este dargah permanece intacto después de diez años de guerra. Quizás
sea por algo.
—Sí, creo que ha sido por suerte —afirmó él—. Y a mí no me gustan los
juegos de azar.
—Deberías de tener más fe. Si no confías en Allah, nunca concluiremos
esta misión con éxito.

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Mahmed se detuvo y reflexionó un momento.
—Tienes razón, lo siento. Ahora ya está hecho y debemos darnos prisa.
Nur volvió a arrodillarse para rezar. Él entró en la urna de cristal. Una
rejilla metálica cubría el sarcófago a modo de jaula protectora, rota en algún
punto, como si los peregrinos hubieran metido las manos para tocar el
sarcófago y la comunidad, cansada de repararla, hubiera puesto la urna de
cristal sobre ella.
Le dio una patada y la rejilla cedió sin problemas. Alcanzó el sarcófago de
mármol blanco. La tapadera no era demasiado gruesa, sin embargo, empujó
con todas sus fuerzas y no consiguió moverla ni un centímetro.
—Serías más útil si me echaras una mano —le recriminó a Nur.
—Puedes romper el sarcófago de una patada —exclamó ella con
sarcasmo.
—No me quiero romper el pie.
—Pues utiliza la cabeza —respondió con ironía. Nur se levantó y se puso
a su lado—. «El ser humano siempre tiene prisa por crecer y después se
lamenta de la infancia perdida» —recitó con los ojos cerrados y los abrió para
mirarlo—. La prisa nunca es buena compañera, menos aun cuando tienes que
hacer algo importante.
—¿Te ha poseído el espíritu de Ibn Arabi? —bromeó él.
—Algunas veces, cuando te detienes a rezar, aparece ante ti una
perspectiva distinta.
Nur alargó la mano y sacó un pasador de la parte de abajo del reborde de
la tapa. Quitó otro de cada lado del sarcófago.
—Ahora podrás moverla. —Lo miró con una sonrisa en los labios.
Él le devolvió la sonrisa y empujó. Esta vez la tapadera se deslizó sin
problemas hacia los pies del ataúd, dejando a la vista el interior. El cuerpo del
santo estaba momificado, su barba blanca, indiferente al paso del tiempo, y su
piel acartonada y ennegrecida. Llevaba un turbante en la cabeza y un jerqah
blanco cubría su cuerpo. Una cuerda hacía las veces de cinturón y de ella
colgaba una calabaza. A los lados del cadáver había un bastón de madera y
una flauta. En una mano llevaba un anillo que lucía una piedra negra con una
inscripción: «Nada perdura excepto Dios». A sus pies, había varios
pergaminos enrollados.
Nur permaneció quieta, abrumada por encontrarse con los restos de un
hombre al que tanto admiraba.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Mahmed—. ¿Los pergaminos?

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—«Solo el Mahdi es transparente sin ser agua, gaseoso sin ser aire, luz sin
ser fuego y alma sin tener cuerpo» —recitó Nur—. ¿Por qué utilizó Ibn Arabi
esa descripción para el Mahdi?
En ese momento sonó un ruido similar al de un trueno a varios kilómetros
de distancia. Después lo siguió otro y otro, acercándose.
—Ha empezado el bombardeo. —La inquietud de Mahmed era evidente
—. Tenemos que irnos. Déjate de acertijos.
—¿No lo ves? —insistió ella—. «Es transparente sin ser agua, gaseoso sin
ser aire, luz sin ser fuego y alma sin tener cuerpo». Esa es la descripción del
vino que hace Umar ibn al-Farid, otro maestro sufí. Me pregunto por qué la
usó Ibn Arabi para describir al Mahdi.
—¿Crees que es una pista?
Ambos miraron la calabaza que colgaba del cinturón de Ibn Arabi.
Mahmed la agarró y cortó la cuerda con su cuchillo. Le quitó el tapón de
madera y la puso bocabajo. Estaba vacía. La acercó a su nariz, olía a vino
rancio.
—¿Estás segura? —Volvió a cerrarla y la alargó hacia ella.
—¿Es posible estar seguro de algo?
—Nos lo llevamos todo.
—Toma solo aquello que necesites.
—¿Y si te equivocas?
—Allah así lo habrá querido. —Nur apretó la calabaza.
—Está bien. Tenemos que irnos.
Taparon el sarcófago y salieron del arca de cristal en dirección a la puerta.
Entonces entró un tipo empuñando un fusil de asalto. Tras él, bajaban tres
más. Mahmed reconoció a los hombres de Abdul-Rahman.
¿Cómo los habían encontrado? El príncipe conocía el texto de la carta que
Nur envió por WhatsApp a su hermana y pudo llegar a la misma conclusión
que ellos.
—Veo que habéis profanado la tumba del santo. —El que parecía el jefe
señaló la calabaza que llevaba Nur en la mano. Uno de los hombres se la
arrebató—. Registrad el ataúd y haceros con todo lo que encontréis.
Dos hombres caminaron hacia el sarcófago, mientras el jefe y otro
permanecían junto a ellos.
—También quiero la carta de Ibn Arabi —le dijo a Nur.
—No la llevo encima.
Las bombas sonaban cada vez más cerca.
—Eso ya lo veremos. Ahora será mejor que salgamos de aquí.

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Los hombres volvieron con los pergaminos, el bastón, la flauta y el anillo.
Los empujaron hacia la escalera en dirección a la salida. Atravesaron la
mezquita, el patio y, por último, la puerta de entrada. Tuvieron la deferencia
de dejar que se calzaran antes de salir. Mufîd no estaba allí.
¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!
Las explosiones se acercaban cada vez más. Los hombres que llevaban los
objetos del sarcófago se dirigieron a un jeep parado en la puerta de la
mezquita.
Un avión pasó sobre ellos con un sonido estrepitoso, seguido de un
inquietante silbido.
¡Fiuuuuuu! ¡Boom!
La bomba cayó sobre la cúpula y la mezquita estalló como una sandía con
un petardo dentro. Una llamarada inundó el cielo y los cascotes salieron
despedidos en todas direcciones. La onda expansiva los tiró al suelo y
escucharon un crujido escalofriante, el minarete, partido en dos, se
derrumbaba sobre ellos. Mahmed tomó a Nur de la cintura y la arrastró
rodando. La torre cayó sobre el secuaz que llevaba los pergaminos. Su grito
quedó aplastado bajo una montaña de escombros.
¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!
El sonido de las bombas se alejaba. Los mercenarios, en pie, les apuntaron
con los fusiles.
—Estamos vivos de milagro —exclamó el jefe.
—No todos. —Su subordinado señaló el montón de escombros que había
sepultado a su compañero.
El otro esbirro recogió la calabaza, el bastón y la flauta. Un chasquido
seco y rotundo sonó en mitad de la noche. El tipo abrió las manos y dejó caer
todos los objetos antes de desplomarse con un agujero en la cabeza.
—¡Un francotirador! —gritó el único secuaz que quedaba y buscaron
protección tras la montaña de escombros.
Mahmed y Nur también lo hicieron. El jefe les apuntó con su arma.
—Hay que recoger los objetos. ¿Quién lo va a intentar primero? —Mostró
una sonrisa de placer.
—Yo iré —se ofreció Mahmed. Al fin y al cabo, si él era el Mahdi, no le
pasaría nada malo. Aunque sería mejor confiar en su destreza y en la ayuda de
Mitra.
Asomó la cabeza y un nuevo disparo estalló en mitad de la noche.
Mahmed escuchó el silbido de la bala muy cerca y se escondió detrás de las
piedras.

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¡Por cien mil djinns!
El jefe apretó el cañón del fusil contra el pecho de Mahmed.
—Si corres rápido, puede que tengas alguna oportunidad. Si te quedas
aquí, yo no fallaré.
Antes de que Mahmed reaccionara, Nur dio un salto y corrió haciendo
cabriolas sobre el montón de piedras. Sonó otro disparo. Mahmed, con los
dedos en la boca, silbó tan fuerte como le permitieron los pulmones. A
continuación, siguió a Nur. Si iban los dos, el francotirador dudaría de a quién
disparar. Eso les daría algunos segundos. Nur rodó por el suelo, dio volteretas
y se acercó al cadáver del secuaz. Agarró la calabaza y corrió hacia el
socavón que había en mitad de la plaza. Otro disparo profanó el aire con una
bala. ¡Pum! Nur se detuvo en seco, soltó la calabaza y se llevó una mano al
cuello. Estaba sangrando. Mahmed corrió hacia ella y la sujetó entre sus
brazos antes de que cayera.
El francotirador estaba en la azotea de un edificio frente a la mezquita.
Accionó el cerrojo del fusil para preparar una nueva bala. Acababa de darle a
la chica y ahora el tipo la sostenía, inmóvil en mitad de la plaza. Era un
blanco muy fácil. Buscó la cabeza y la colocó en el centro de la mira
telescópica. Su pulso era perfecto. La cruz quedó clavada sobre el cogote. Su
dedo acarició el gatillo. Lo difícil era apretarlo. El más ligero movimiento
podía errar el tiro, pero él lo tenía controlado después de diez años de guerra.
Contrajo el índice con un movimiento seco y ¡pum! En ese momento, una
corriente de aire le sacudió la cara y una fuerza desconocida le arrebató el
fusil de las manos. Abrió el ojo que cerraba para apuntar. Un águila
remontaba el vuelo con su arma entre las garras. La maldijo. Sacó una pistola
y le disparó, pero el pájaro ya había ganado altura y soltó su fusil en la
lejanía.
Mahmed escuchó un ruido entrecortado que ganaba intensidad
rápidamente. Notó la tromba de aire que se desplomaba sobre él, mientras
intentaba taponar la herida del cuello de Nur con una gasa que llevaba en el
morral. Un helicóptero descendía sobre ellos. Reconoció al piloto y recuperó
la esperanza, era Mufîd. La aeronave se posó y él subió raudo y colocó a Nur
en el asiento de al lado. Sonaron varios disparos. El jefe les apuntaba desde
detrás de la montaña de escombros. Mufîd despegó y Mahmed reparó en la
calabaza que había quedado en el suelo. Saltó del helicóptero y cayó a su
lado. La recogió. Mufîd descendió para que subiera a bordo, mientras los
disparos restallaban sobre la chapa del aparato.

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Mahmed volvió a apretar el cuello de Nur para cortar la hemorragia. Silbó
con fuerza. Mitra descendió como un meteorito y atravesó la puerta del
helicóptero para posarse en su brazo. La colocó sobre el respaldo del asiento,
le puso la caperuza y le ató las pihuelas.
Ganaron altura sobre la ciudad devastada, sobre los restos de la mezquita
de Ibn Arabi, uno de los pocos edificios que había sobrevivido intacto hasta
que ellos lo visitaron, hasta que se adueñaron de la calabaza y hasta que,
quizás, el Mahdi cumplió su cometido.

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Capítulo 11
El secreto de la calabaza

Desierto de Sham, Siria

La herida de Nur dejó de sangrar cuando Mahmed le aplicó una crema


cicatrizante de caléndula que elaboraba él, excelente para curar quemaduras o
cualquier afección de la piel. Siempre llevaba en su morral un pequeño kit de
primeros auxilios. Gracias a Allah, la herida no era profunda, ni había
afectado a ninguna arteria importante. Solo le quedaría una llamativa cicatriz.
Nur se despertó confundida en el interior de un helicóptero parado.
Mahmed observaba con interés la calabaza de Ibn Arabi.
—¿Dónde estamos? —preguntó ella, mientras se incorporaba—. ¡Ah,
cómo escuece!
—Te dolerá un tiempo. Estamos en algún lugar del desierto sirio. Mufîd
robó un helicóptero en Damasco y gracias a él conseguimos huir.
Nur miró por la ventanilla y quedó deslumbrada por el intenso brillo de
las estrellas.
—¿Y Mufîd?
—Ha salido a dar un paseo. Nos quería dar un poco de intimidad.
—Oh, Mahmed, no estoy para bromas. ¿Qué hacemos aquí?
—Esperar a que despertaras para que te ganes el pan. Tenemos que
averiguar dónde ir ahora.
Nur se tocó el cuello y una mueca de dolor cruzó su cara.
—No te preocupes, no es grave.
—Debo llevar mucho tiempo inconsciente.

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—Un par de horas. Tenemos que darnos prisa. Dentro de poco saldrá el
sol y, si seguimos aquí parados, nos coceremos en el helicóptero como en una
olla al fuego.
—¿Has averiguado algo? —Ella señaló la calabaza.
—Que está vacía y que huele a vino rancio. No tiene ninguna inscripción.
Creo que nos hemos equivocado. —Mahmed se la entregó.
—Será porque Allah así lo ha querido, aunque yo no lo creo —discutió
ella—. «El agua adopta el color de su recipiente».
Él la miró sin comprender.
—Es una frase de Ibn Arabi y de otros maestros sufíes. El agua representa
el conocimiento místico, el conocimiento de Dios; el recipiente es cada una de
las personas, con su particular forma de creer. Hay un único Dios, pero los
caminos para acercarse a él son infinitos.
—¿Quieres decir que para Ibn Arabi el cristianismo o el judaísmo eran
religiones tan válidas como el islam? —preguntó Mahmed.
—Cada religión da un color distinto a la única verdad, pero esa verdad es
inmutable. Los sufíes son muy tolerantes con otras religiones, porque en el
fondo saben que todas tienen un objetivo común: acercarse al Dios único.
—Esas ideas poco tienen que ver con el wahabismo, que prohíbe
cualquier otra religión en Arabia Saudí.
—El wahabismo es una perversión del islam —afirmó ella con
rotundidad.
Nur rememoró los textos que le entregaba su imán cuando era joven. Los
publicaba la mezquita madrileña de la M30, construida y financiada por
Arabia Saudí, y enseñaban que ser un buen musulmán equivalía a abrazar el
wahabismo. Aquellos pasajes la impulsaron a utilizar el velo para ser una
musulmana ejemplar. Menos mal que su madre española puso fin a todo
aquello.
—¿Y qué tiene que ver esa frase con la calabaza? —Mahmed la señaló.
—«El agua adopta el color de su recipiente» —repitió ella.
—La calabaza es un recipiente, un recipiente opaco. El agua no puede
adoptar su color.
—Pero sí la forma.
—¿Crees que en el interior hay alguna inscripción? —Mahmed abrió los
ojos verdes, con sorpresa—. Eso es imposible, la calabaza está entera. Nadie
podría escribir por dentro.
—Te sorprenderías de lo que se puede hacer con una aguja larga y un
poco de concentración.

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—He visto lo que se puede hacer con un conchero —bromeó él—.
Pareces muy segura.
—Yo confío en Allah.
Las estrellas desaparecían del cielo devoradas por el tono azulado que
reemplazaba el negro de la noche. Los primeros rayos de sol no tardarían en
conquistar el horizonte.
Nur bajó del helicóptero y se arrodilló para orar. Cuando terminó,
Mahmed se acercó a ella.
—Ejerces una profesión poco adecuada para ser una musulmana tan
creyente.
—No creo que bailar sea incompatible con ser buena musulmana.
Confundes machismo con religión. Para ti, ser bailarina es equivalente a
prostituta, ¿verdad? Y llevar poca ropa me resta credibilidad. La danza es un
arte y el arte es uno de los caminos más explorados por los maestros sufíes
para transmitir sus enseñanzas. Todos los maestros eran poetas y algunos,
como Rumi, también danzaban. Ese comentario es una prueba de que en el
fondo eres más wahabí de lo que crees.
—Está bien, lo siento. Golpearé siete veces mi cabeza contra la primera
palmera que encontremos para conseguir tu perdón.
Su tono irónico molestó a Nur, que no perdió la calma.
—La mayor parte de los hombres musulmanes piensan como tú. Por
desgracia, el machismo ha infectado a la religión como un virus y ha hecho
sufrir sin sentido a muchas mujeres. —Cuando Mahmed iba a responder ella
continuó—: Mi tía se quedó embarazada con quince años y el chico no quiso
casarse con ella. A él no le pasó nada, pero mi tía se convirtió en la vergüenza
de la familia y la habrían matado si mi madre no la hubiera llevado a un sitio
seguro entre Smara y Auserd. Era más bien una cárcel donde jóvenes como
ella daban a luz y criaban a sus hijos. Solo salían de allí si algún hombre las
pedía en matrimonio. Y daba igual si era pobre o rico, viejo o joven, ellas no
podían decidir y la familia aceptaba cualquier propuesta. A mi tía la pidió un
viudo de cuarenta años, padre de tres niños, al que no había visto en su vida.
Por suerte, era una buena persona.
La boda fue una fiesta sencilla, solo duró un día, en lugar de siete, porque
su tía no era virgen, pero a Nur le pareció impresionante. Los niños
correteaban por la jaimat arrag, una jaima construida fuera del campamento
para no molestar a los vecinos, mientras las mujeres preparaban la comida.
Las mesas bajas ofrecían bandejas con cuscús, tajín, pescados con chermoula
y nunca faltaba el té con hierbabuena. Recitaron poemas en hasaniya. Su tía

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llevaba un pañuelo negro que le tapaba el rostro como símbolo de su estado
de casada, y su nuevo tío era el único de los dos que parecía feliz.
—El día de la boda contrataron a músicos y bailarinas —continuó Nur,
recordando las melhfas de colores vivos, que marcaban las poderosas caderas
de las chicas y que dejaban ver sus gruesos brazos desnudos; llevaban
maquillajes untuosos, que las convertían en diosas para los hombres. Ellas
representaban el ideal de belleza y felicidad. Bailaban con movimientos
sensuales y Nur las observaba hipnotizada. Los invitados acabaron bailando
también al ritmo de los tambores. Los novios debían permanecer sentados—.
Cuando terminó el espectáculo, todas las mujeres se lanzaron a criticar a
aquellas chicas; unas las llamaban rameras por contonearse medio desnudas
con movimientos provocativos, otras las tildaron de infelices, porque todos
los hombres querían divertirse con ellas, pero ninguno se casaría para
convertirlas en mujeres decentes.
»Sin embargo, lo que yo vi allí fue que aquellas mujeres disfrutaban con
su trabajo, eran libres y, sobre todo, muy felices. Mi tía y mi madre llevaban
vidas penosas, sometidas a los deseos de los hombres que las rodeaban.
Entonces, decidí que no quería parecerme a mi tía ni a mi madre, sino a
aquellas bailarinas. Y si el precio de la libertad era que te llamaran puta, yo
estaba dispuesta a pagarlo.
»Mahmed, puedes golpearte la cabeza siete veces o no, la verdad es que
me importa poco —repuso Nur—. Hace mucho que logré que esos
comentarios no influyan en mi felicidad.
—Reitero mis disculpas. —Mahmed estaba serio, arrepentido de sus
palabras—. La libertad no es escoger entre dos opciones…
—… sino tener la oportunidad de avanzar hacia una tercera que no
conocemos. —Ahora fue Nur la que abrió los ojos con sorpresa—. ¿Conoces
a Hannah Arendt?
—Me gusta leer y no solo libros de cómo sobrevivir a una muerte segura.
—Sonrió con sinceridad—. Si salimos de esta, te invitaré a la biblioteca de mi
granja en los Pirineos.
—¿Y quién cuida de tu granja ahora?
—Tengo a alguien esperando allí. —Mahmed cambió de tema—.
Deberíamos centrarnos en lo que nos urge.
—Sí, tienes razón. —Nur desvió la mirada, decepcionada.
—Si hay una inscripción dentro de esta calabaza, tendremos que
romperla. —Y empuñó su cuchillo. El mango de madera resultaba muy
agradable al tacto.

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—¡Espera! La calabaza tiene ocho siglos. Estará fosilizada. Me temo que,
si la cortamos, se romperá en mil pedazos, como una vasija de cerámica.
—¿Entonces? —Guardó el cuchillo.
—El color o la forma del agua, es el color o la forma de su recipiente —
insistió ella—. Tenemos que meter algo que adquiera la forma de la calabaza,
yeso o algo así.
—Como si fuera un molde.
—Exacto. Si hay alguna inscripción en el interior, quedará en relieve
sobre el yeso después de romperla.
—Tengo una idea.
Mahmed rodeó el helicóptero.
—¡Mufîd! —El guía estaba sentado en el suelo, lejos de ellos, fumando en
pipa—. Llévanos a un uadi.
Mahmed subió a su asiento y Nur lo siguió. El piloto puso el aparato en
marcha.
—¿Qué es un uadi? —se interesó ella.
—El cauce seco de un río, una rambla del desierto que recoge agua de
lluvia. El suelo es arcilloso —explicó Mahmed.
El helicóptero se elevó en el aire, a la vez que los primeros rayos de sol
encendían el cielo de un rojo intenso.
Mitra engrasaba su plumaje, extendiendo con el pico el producto aceitoso
que ella misma segregaba. Formaba parte de su rutina diaria y debía de ser
muy agradable, porque cerraba los ojos y se le erizaban las plumas de la
cabeza con una excitación evidente. Cuando terminó, regurgitó la plumada.
—¿Está enferma? —se preocupó Nur.
—Cada mañana expulsan las plumas, huesos y restos indigeribles de los
animales que comió el día anterior —explicó Mahmed.
—¿Puedo tocarla?
—Claro. No te hará daño.
Ella acarició las suaves y mullidas plumas, y el toghrol estiró el cuello,
agradecido.
En diez minutos, el helicóptero aterrizó sobre una lengua de tierra marrón
que discurría entre el suelo amarillento del desierto. El sol atravesaba el
horizonte, tintando de naranja las pocas nubes que surcaban el cielo.
Mahmed le quitó la caperuza a Mitra y la soltó para que saliera a cazar.
Las matas secas salpicaban el cauce muerto sobre la tierra agrietada. Empuñó
su cuchillo y lo clavó en el suelo. Extrajo un tormo de tierra y le asestó unas
cuantas puñaladas que lo desgranaron en un montón de polvo. Mufîd le

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entregó una botella de agua. Echó un chorro y la amasó para convertirla en
una pasta fina casi líquida. Una vez que consiguió la textura adecuada,
alimentó la calabaza con ella, hasta que estuvo saciada.
—Hay que esperar a que seque, pero no tenemos tiempo.
El sol había abandonado el color de las brasas para transformarse en un
vivo fuego amarillo. Sudaban, el calor era insoportable.
—Mufîd, pon en marcha el helicóptero. Tengo una idea.
El aparato arrancó con un chasquido y agradecieron la corriente de aire
que las hélices derramaban sobre ellos. Mahmed le pidió el fusil a Mufîd y ató
la calabaza en la punta. De pie sobre la puerta del aparato, apoyó el arma
debajo de las aspas, con la punta en el tubo de escape del motor, para que
bañara con el calor a la calabaza.
Mahmed volvió al interior y cerró la puerta, agradeciendo el abrazo del
aire acondicionado.
Esperaron una hora antes de recuperar la calabaza.
—¿Crees que se ha secado? —preguntó Nur.
—Eso espero. Hemos gastado mucho combustible sin avanzar un metro.
—Está bien. Rómpela.
Mahmed golpeó el pitorro contra el suelo. Era duro, repitió la operación
con más energía. El cuarto golpe lo partió y abrió una grieta. Metió la hoja del
cuchillo y la separó. La calabaza crujió con un chasquido que la desmenuzó
en pequeños trozos que cayeron al suelo. En su mano, quedó una esfera de
arcilla.
—Acabamos de destruir ocho siglos de historia —dijo Nur apenada.
—En este momento, la arqueología es el último de mis intereses. Está
húmeda todavía. Si la golpeamos perderemos la información.
—El motor se está recalentando —anunció Mufîd—. Tenemos que irnos.
—Necesito un bolígrafo y papel —pidió Nur.
Mufîd les entregó un boli y un pequeño bloc de notas.
—Necesitamos un papel más grande.
Mahmed comprendió lo que quería hacer. Se quitó el chaleco y la
camiseta y la extendió en el suelo. Nur, un poco agitada, desvió la mirada de
su torso perfecto. Rompió el bolígrafo y utilizó la tinta para embadurnar la
esfera de arcilla. La colocó sobre la camiseta y la hizo rodar, dejando su
relieve tatuado como una imprenta.
Apareció un círculo, unos números, símbolos y una frase en árabe.

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La cuenta atrás ya ha comenzado, dijo el águila en su nido.
Mahmed hizo una foto con el móvil y recogió la camiseta manchada para
vestirse.
—¿Qué crees que significa? —Miró a Nur con interés.
—Tenemos que partir —insistió Mufîd—, corremos el riesgo de que se
queme el motor.
—Despega —respondió Mahmed—, ahora te decimos adónde nos
dirigimos. —Eso esperaba, al menos.
Abrió la puerta y silbó. Mitra se posó en su brazo. Le colocó la caperuza y
la dejó sobre el respaldo del asiento.
Mientras el helicóptero ganaba altura, interrogó a Nur con la mirada.
—Son números árabes del siglo XIII. Van del 0 al 6.
—¿Y por qué están colocados de esa manera?
—Ni idea. —Nur se encogió de hombros—. Otra vez aparece el símbolo
del círculo, como en la carta.
—Es posible que estén relacionados. «La cuenta atrás ya ha comenzado,
dijo el águila en su nido» —leyó despacio Mahmed—. Es una cuenta atrás,
aunque no entiendo qué significa la referencia al águila.
—Tú tienes un águila, quizás puedas responder a eso.

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Nur cerró los ojos y colocó las manos sobre las rodillas, en posición de
meditación.
Mahmed se preguntó si la referencia al águila tendría algo que ver con él.
Si era el Mahdi, con su espíritu alado, sería una referencia a su nido, a su
casa, a su granja en España…
—Es posible que nos indique dónde debemos ir —aventuró ella.
—¿Adónde?
Nur abrió los ojos.
—Lo primero que me viene a la cabeza es el Nido del Águila.
—Supongo que no te referirás a la casa de Hitler en Los Alpes —repuso
Mahmed.
—Claro que no, me refiero a la fortaleza de los nizaríes en Alamut. —Nur
sonrió—. Tal vez te suene más la secta de los assassins.
Aquella palabra hizo brotar recuerdos olvidados por Mahmed mucho
tiempo atrás, raíces secas que volvían a florecer con el riego adecuado. Eran
las historias que le contaba su abuelo durante su infancia en Irak. Algunas de
ellas trataban sobre los assassins, guerreros valerosos, entrenados duramente
en el arte de la lucha y sin miedo a morir. La leyenda decía que habían
logrado tal control de cuerpo y mente, que eran capaces de hacerse invisibles
y hasta de volar.
—Han salido en algunas películas —concluyó, sin más explicaciones.
—Los assassins tenían una fortaleza en lo alto de una montaña, conocida
como el Nido del Águila, al sur del mar Caspio, muy cerca de la actual
Teherán.
—¡Mufîd! —gritó Mahmed, para que el otro lo escuchara a través del
ruido del motor—. ¡Dirígete a Teherán!
El piloto levantó el pulgar y cambió el rumbo hacia el sol.
—Las películas cuentan muchas tonterías —explicó Nur—, como que los
assassins trabajaban para el rey de Persia. En realidad, los nizaríes crearon un
estado independiente, porque no les gustaba la religión politizada que
impusieron los primeros califas y sus sucesores. Se rebelaron contra los
sultanes de la dinastía turca de los selyúcidas y basaron su estrategia en
asesinatos selectivos de políticos, militares y reyes.
—Buena estrategia —convino Mahmed—. Debilitaban al enemigo
atacando en lo más alto.
—Los dirigía un hombre conocido como el Viejo de la Montaña. Algunos
dicen que era agnóstico, que solo buscaba el poder. Yo no lo creo. Los
nizaríes procedían del califato fatimí y eran ismailíes. Cuando murió en El

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Cairo el califa fatimí al-Mustansir en el año 1094, estalló una guerra de
sucesión entre Al-Musta’li y Nizar. Los ismailíes de Irán, dirigidos por el
Viejo de la Montaña, tomaron partido por este último, que fue derrotado.
Quedaron aislados y crearon una república independiente, tomando el nombre
de nizaríes.
—Cuánto estoy aprendiendo en este viaje —reconoció Mahmed.
—El ismailismo era una rama más mística del islam, algunos creen que
muy influenciada por el pensamiento sufí y la filosofía griega. Eran gnósticos,
buscaban el verdadero conocimiento. Se rebelaron contra la religión
politizada impuesta por los sucesores de Mahoma, la paz sea con él, y se
independizaron del califato abasí. Fue entonces cuando crearon el califato
fatimí, que dominó todo el norte de África.
Mahmed recopiló.
—Si los assassins eran ismailíes y, por lo tanto, bebían del pensamiento
sufí, tiene sentido que Ibn Arabi tuviera relación con ellos. Y que en su
fortaleza encontremos aquello que estamos buscando.
—Los ismailíes son los principales defensores de la leyenda del Mahdi.
Piensan que el Corán es una alegoría, que contiene un mensaje oculto que
conduce a la única verdad. Este mensaje es accesible solo a unos pocos, a
través de la meditación y la espiritualidad, pero el Mahdi vendrá para
difundirlo a todos los creyentes, para compartirlo con toda la umma.
—¿Nos estamos jugando el cuello porque los creyentes no meditan lo
suficiente y tenemos que traer al Mahdi para que les regale el acceso a la
verdad? —bromeó él—. Mi abuelo me inculcó que las cosas había que
ganarlas con esfuerzo.
—Algunos historiadores —continuó Nur— consideran a los assassins
descendientes directos de los cármatas, después de que los masacraran.
—Los cármatas son los que nos han encargado esta misión —exclamó
Mahmed con sorpresa—. ¿Me estás diciendo que Mufîd es un assassin?
Mufîd parecía una persona tranquila, aunque era evidente que sabía
buscarse la vida. Había robado un helicóptero en medio de una zona de
guerra.
—Le puedes preguntar a Mufîd.
—Quizás más tarde, mientras le doy un abrazo y vemos el atardecer —
bromeó Mahmed.
—Centrémonos ahora en la inscripción.
—Está bien. Hemos deducido que hay una cuenta atrás y que tenemos que
ir a Alamut. ¿Por qué están los números dispuestos de esa forma en el interior

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del círculo?
—No lo sé.
—Quizás sea un mapa —aventuró él—. Si Ibn Arabi escondió un tesoro,
tuvo que dejar un mapa para buscarlo. «La cuenta atrás ya ha comenzado» —
leyó—. Tal vez cada número corresponde a una ciudad o una posición a la
que tenemos que ir.
—Puede ser. —Nur se sorprendió de que Mahmed tuviera alguna idea
interesante. No parecía una persona muy reflexiva.
—La cuenta atrás comenzó cuando encontramos el mapa, en Damasco. —
Mahmed pensaba en voz alta—. Y los números van del 6 al 0.
—Consideramos entonces que Damasco es el número seis —comprendió
Nur.
—Y Alamut el 5 —afirmó él—. Si superponemos estos números sobre un
mapa, el resto, del 4 al 0, nos indicarán las siguientes ciudades a las que ir.
Mahmed abrió Google Maps y apareció un mensaje indicando que no
tenía conexión.
—¡Por diez mil djinns! No lo podemos mirar ahora.
—Quizás sea una señal de Allah —indicó Nur—. Aprovechemos para
descansar.
Mahmed le tocó el hombro a Mufîd.
—Vamos a descansar un poco. ¿Estás bien?
El piloto levantó el pulgar. Ellos buscaron una posición cómoda en los
asientos y, a pesar del ruido, del traqueteo y de la preocupación por resolver
el enigma de Ibn Arabi, se quedaron dormidos.

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Capítulo 12
La bruja en su guarida

Cerca de Riad, Arabia Saudí

La sala, en la zona este de la Alhambra saudí, estaba inspirada en la que


utilizaba el rey para sus audiencias en el palacio de Riad. A diferencia de
aquella, esta era más pequeña y Abdul-Rahman había elegido tonos rojos y
negros para la tapicería de los sillones que recorrían la estancia, para los
cortinajes que velaban los ventanales y la seda de la gran alfombra central.
Abdul-Rahman ocupaba el sillón presidencial y permanecía con el rostro
sereno ante las malas noticias de Abdallah y su soldado; el primero
impecable, con kufiya y túnica blanca, el segundo, sucio y angustiado.
—Solo han regresado dos de los cuatro hombres que envié —se disculpó
Abdallah—. No pudieron hacer nada para capturarlos, mi señor.
—Solo dos habéis sobrevivido —el príncipe se dirigió al soldado—. ¿Y tú
eras el responsable de la misión?
—Así es, mi señor. Capturamos a los fugitivos, pero las balas y las
bombas llovieron del cielo como un castigo divino —se justificó—. Parecía
que Allah estaba de su parte, mi señor.
—Allah nunca está de parte de los infieles y de las rameras —zanjó
Abdul-Rahman, sin transmitir ninguna emoción en el rostro.
El príncipe mantenía bajo control sus sentimientos, mostrarlos era la
grieta que aprovechaba el enemigo para clavar su puñal. Y sabía por
experiencia que cualquiera podía tornarse en enemigo. Aun así, su abanico de
emociones contaba con pocos matices. Solo liberaba su esencia más salvaje

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en un lugar señalado del palacio, allí mostraba su verdadero ser, sin máscaras
ni convencionalismos, y allí recargaba las fuerzas para mantener el control.
—Está bien, soldado, puedes irte.
El hombre levantó por primera vez la mirada como si no creyera lo que
acababa de oír.
—Gracias, mi señor.
Entonces, estalló una voz ponzoñosa de mujer, un sonido difuso y grave,
como un graznido, tamizado por la tela oscura de un burka.
—Sois demasiado benevolente, mi príncipe.
Ella había permanecido durante toda la audiencia detrás de Abdul-
Rahman, mimetizada con el negro de las sedas de la pared, silenciosa como
una noche en el desierto.
—Será el cansancio.
—Señor —Abdallah intervino en defensa de su subordinado y le puso una
mano en el hombro—, Malek es un buen soldado.
—Un soldado que no ha cumplido su misión no es un buen soldado. Ni
siquiera tiene heridas graves.
Abdallah retiró la mano, resignado. Luchar contra los consejos de aquella
figura encogida y negra, aquella urraca salida del mismísimo infierno, nunca
lo había llevado a un buen oasis. Ella acompañaba a Abdul-Rahman como la
sombra tenebrosa de un infame aristócrata. Abdallah dirigió una mirada de
rencor a la tela oscura bajo la que se escondía Fawzia al Awsat. Desde que
estaba en palacio, nadie la había visto. El halconero mayor no imaginaba qué
encantos escondía aquella mujer encorvada y menuda para convertirse en la
principal consejera del príncipe. La única respuesta posible era que lo había
hechizado y, si Abdallah conseguía demostrarlo, la mataría como a una
cucaracha. El papel que ella desempeñaba era inconcebible y humillante, las
mujeres eran seres sin importancia, como un animal de compañía o un mueble
de una casa, solo podían tener contacto directo con su marido, su padre o sus
hermanos. ¿Cómo había aceptado el príncipe de consejera a una ramera con la
que ni siquiera estaba casado? Abdallah no lo sabía y cada vez que la veía se
descomponía por dentro. Allí estaba ella, susurrando al oído del que debía ser
el siguiente rey de Arabia.
—¡Guardián! —llamó el príncipe. El hombre que custodiaba la puerta se
volvió—. Procede.
Desde un lateral, arrastró algo similar a una camilla de madera. Abdallah
se estremeció. El soldado, roto por la angustia de la incertidumbre, no movió
un músculo, mientras el guardia colocaba el pesado utensilio en el centro de

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la habitación. Era un soporte que se mantenía en pie mediante una pata
trasera, concebido para atar al reo durante la tortura.
El guardia arrebató de un tirón la camisa polvorienta del soldado, dejando
a la vista su torso magullado. El otro no suplicó, sabía que solo serviría para
poner en entredicho su virilidad. Mientras el guardia le ataba las manos y las
piernas, dedicó una mirada de reojo a la mujer.
Rumoreaban que Fawzia al Awsat era la hija mayor de un diplomático
iraquí, una joven hermosa que, para su desgracia, había atraído el interés del
príncipe. Este la había tentado para venir a palacio y convenció a sus padres
con la promesa de que estudiaría el islam en la magnífica biblioteca, de la
mano de los teólogos árabes más importantes. Cuando la chica se trasladó allí,
nunca llegó a vivir en el harem, ni sacó un libro de las colmadas estanterías de
la biblioteca. Decían que era inteligente y tenaz, y que logró escapar de su
encierro y volver a casa con sus padres. Sin embargo, después de ser violada,
la familia la repudió y no le quedó más remedio que regresar a la Alhambra y
al príncipe. Habían pasado ya cinco años desde que se trasladó a palacio,
cinco largos años de torturas y violaciones que habían terminado hacía poco,
cuando aquella bruja, la que en su día fue la brillante hija de un diplomático,
utilizó sus malas artes para convertirse en la sombra del príncipe.
Abdul-Rahman hizo una señal al guardia, que tomó la vara para azotar al
soldado con una cadencia lenta y feroz. Abdallah no soportaba ver sufrir
inútilmente a sus hombres, sobre todo, si la culpable era aquella maldita bruja.
Con cada golpe, Abdallah notaba las terminaciones nerviosas atravesándole la
piel, como las afiladas espinas de la lengua del diablo. La vara descansó al
décimo golpe y él respiró aliviado. Las gotas de sudor caían por la frente del
soldado, las gotas de sangre, por su espalda.
—¿Solo unos latigazos, mi príncipe? —El bulto negro se estiró, como si
sacudiera su plumaje.
—La mano que da está por encima de la mano que recibe.
El príncipe le hizo una señal al guardia para que continuara y se dirigió a
Abdallah:
—Quiero la carta y quiero la cabeza del cetrero en una bandeja. A la
ramera la quiero viva, ella aún tiene que bailar para mí. —Sintió un atisbo de
anhelo.
—Mi señor —intervino Abdallah—, escaparon de Damasco en
helicóptero, desconocemos su destino. Vuestra… —Estuvo a punto de
pronunciar la palabra bruja y aquello le habría costado la cabeza, porque en el

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reino del desierto la magia estaba prohibida y castigada—. Vuestra asesora
quizás nos pueda orientar.
Sonrió para sí. Odiaba a aquella mujer por ser mujer y por ocupar un lugar
que no le correspondía.
—¿Estás segura de la importancia de esa carta? —El príncipe se giró
hacia su sombra.
—Sí, mi príncipe, muy segura.
Abdallah no sabía por qué Abdul-Rahman necesitaba aquel trozo de papel
viejo, aunque era evidente que la furcia le había hecho creer que ocultaba
alguna suerte de magia estúpida que lo convertiría en rey.
Abdul-Rahman era uno de los hijos del actual regente, pero nunca había
sido el favorito. Eran más de veinte hermanos y él nunca fue dócil ni
obediente, al contrario del elegido como heredero. Él no estaba dispuesto a
renunciar al poder, por eso buscó otras fórmulas y aprendió a moverse muy
bien en los entresijos de las relaciones internacionales. Países como Estados
Unidos ofrecían estabilidad y respeto a Arabia Saudí a cambio de suculentas
inversiones en compra de armas. Abdul-Rahman era el principal enlace en
estos pactos y había aprendido a sacar partido de ellos. El atentado que
preparaban permitiría a Estados Unidos invadir Irán, y él aprovecharía para
tomar el control del país vecino.
—Dime, mujer, ¿adónde deben dirigirse mis hombres ahora? —El tono
del príncipe resultaba inquietante, desprovisto de emoción—. De nada me
sirven tus profecías si no me das unas coordenadas para enviar a mis
hombres. El mundo es grande.
—Ten fe en Allah…
—Ten fe en Allah, pero en el zoco ata fuerte tu camello.
Abdallah volvió a sonreír. La bruja estaba en un buen aprieto, ahora sería
ella la que descubriría su espalda ante la lengua áspera del látigo. Al menos,
se llevaría esa pequeña victoria.
—Yo… —la voz femenina rasgó el ambiente con un graznido—. Os lo he
dicho, mi príncipe, unos cuantos latigazos no son suficientes.
A Abdallah se le congeló la sonrisa. Aquella mala hembra no cejaba en su
empeño.
—¡Habla sin eufemismos! Ninguno de estos hombres se irá de la lengua o
me encargaré yo mismo de cortársela.
—Sí, mi príncipe. —El bulto se contrajo—. Sufrimiento, mi príncipe, ya
sabéis que el sufrimiento alimenta mis capacidades.
—¿Ahora? —Abdul-Rahman parecía divertido.

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—Ahora, mi príncipe.
Una sonrisa torcida suprimió los labios de Abdul-Rahman y dejó a la vista
sus afilados dientes. Se puso en pie y apartó al guardia de un empujón. Tras
colocarse detrás del prisionero, le bajó los pantalones.
—¡Por favor! —el pánico traspasaba la voz del soldado.
—¡Señor! —gritó Abdallah. Ante la mirada impasible del príncipe,
guardó silencio. Sus nervios estaban tensos como cuerdas de arco y se
arrepintió de tentar a la suerte con aquella bruja.
La cara del príncipe se inundó de rabia y de deseo, de irritación y
demencia, de entusiasmo y delirio. Alargó las manos y arañó los glúteos
blancos y redondeados, surcados por hematomas y cortes.
—¡Mi señor! ¿Qué hacéis? —El halconero se retorcía las manos,
amenazado por el cuchillo del guardia, que parecía acostumbrado a su rol en
aquel juego.
—Sufrimiento, mi príncipe —mascullaba la voz tras el burka—. El
sufrimiento alimentará mi conocimiento.
El príncipe se subió la túnica y acercó su cadera a la del soldado. Abdallah
bajó la mirada. Él no era un barbudo como los mutawain, no era un fanático
religioso, pero aquello no estaba bien. Las mujeres venían al mundo para
atender las necesidades de los hombres, jamás otro hombre. Aquello era
antinatural, iba contra las leyes de Dios. Abdallah levantó la cabeza hacia la
bruja, con una mirada asesina. Era ella la que debía estar allí debajo,
aguantando las embestidas. Sin embargo, calló y esperó. La sala tembló con
los gritos y los desgarros, con los gemidos y los golpes.
—Sufrimiento, mi príncipe —graznó de nuevo el fardo negro—, quiero
sufrimiento.
Mientras embestía como si quisiera partirlo por la mitad, mientras le
golpeaba la espalda y la cabeza con los puños cerrados, Abdul-Rahman
acercó su rostro al cuello del soldado y le mordió.
Los gritos eran aterradores.
El tiempo se detuvo para Abdallah, aquello era lo más trastornado que
había presenciado en su vida. Se dispuso a marcharse, pero el guardia lo
detuvo con el cuchillo. Inmóvil, rezó para que terminara de una vez.
Abdallah sabía que al príncipe le gustaban las mujeres, que le gustaba
dominarlas, sabía que las encerraba en su pabellón privado y disfrutaba con
ellas, haciendo barbaridades. Lo que ocurría allí dentro, quedaba allí dentro.
Nunca imaginó que hiciera lo mismo con los hombres.

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El soldado se retorcía y gritaba con una cadencia cada vez más rápida y
un sonido cada vez más débil.
—Oh, sí, mi príncipe, sigue así, me estoy acercando, casi los veo. —La
hechicera parecía disfrutar tanto como su amo.
En ese momento, Abdallah creyó ver figuras grotescas de demonios
danzando, surgidos de las profundidades del averno, atraídos por la mezcla de
éxtasis, delirio, sufrimiento y hechicería. Las piernas le temblaban y,
aterrorizado, cerró los ojos.
—¡Sí, mi príncipe, sí! —gritaba la bruja, como si ella experimentara
también el placer del éxtasis.
Estalló el último gemido del príncipe y, después, solo la respiración
entrecortada del soldado, reducido a un montón de carne ensangrentada y
deshonrada.
—¿Fawzia? —Adbul-Rahman se giró hacia la bruja mientras se bajaba la
túnica.
—Sé adónde se dirigen los fugitivos, mi príncipe.
Abdallah sintió un estremecimiento e intuyó la sonrisa bajo el velo negro.
¿Sería verdad?
—Al Nido del Águila —graznó la hechicera.
El príncipe se mostró contrariado al tratarse de Irán, el país al que querían
acusar del atentado.
—Ordena a tus hombres que los encuentren —gritó el príncipe a Abdallah
—. Quiero un operativo discreto, pocos hombres y muy efectivos. El factor
sorpresa será crucial.
El halconero mayor elevó la mirada.
—Sí, mi señor.
Abdul-Rahman le dedicó una sonrisa inquietante.
—Espero que no quieras ser el próximo en alimentar el conocimiento de
mi consejera.
Abdallah observó al soldado. Estaba vivo, aunque apenas se movía.
Después observó al guardia, que aún lo amenazaba a él. Con un movimiento
rápido, le arrebató el cuchillo y, de una patada, lo tiró al suelo a varios metros
de distancia. El guardia sacó una pistola y le apuntó. El príncipe elevó la
mano para que se detuviera. Abdallah se acercó al soldado malherido y le
rebanó el cuello. Sabía que nunca superaría la humillación que había sufrido.
Dejó caer el arma al suelo y abandonó la estancia. Mientras caminaba,
solo pensaba en liquidar a aquella maldita bruja. Era la única forma de liberar

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a su señor, de acabar con su demencia, de transformar aquella habitación
oscura, cual guarida de alimaña, en el verdadero salón real.

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Capítulo 13
El mapa al revés

Región de Kirkuk, Irak

Mahmed se despertó sobresaltado. Había tenido unas pesadillas horribles,


unos demonios de feroz aspecto, dotados de garras alargadas y puntiagudos
colmillos, danzaban a su alrededor. Después, saltaban sobre él, poseían su
cuerpo y devoraban su alma con atroces dentelladas.
—Yo también he tenido sueños inquietos —confesó Nur—, como si el
mismísimo diablo tratara de penetrar en mis pensamientos. Aunque después
he dormido profundamente.
El helicóptero tomó tierra cerca de una gasolinera. Una llanura verde, más
agradable y acogedora, había reemplazado al desierto.
—Estamos cerca de la ciudad de Kirkuk. —Mufîd apagó el motor—.
Apenas queda combustible.
—¿Lo vas a rellenar en la gasolinera? —preguntó Nur con asombro.
—Claro, y el tercer depósito te sale gratis —bromeó Mahmed.
Mufîd les entregó unos cuantos dinares iraquíes.
—Comprad algo de comida y bebida. Yo buscaré un coche para continuar
el viaje.
—¿Cómo ha conseguido dinero iraquí? —Nur estaba atónita.
—Ni idea, pero me encanta este tipo.
Mahmed soltó a Mitra para que se alimentara. En la tienda, Nur compró la
comida y un pañuelo, quizás la salvara de algún apuro, como en la mezquita
de Ibn Arabi.
Cuando salieron, Mufîd los esperaba con un todoterreno.

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—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Nur con mezcla de alegría y
sorpresa.
—No creo que quieras saberlo —intervino Mahmed. A Nur se le congeló
la sonrisa.
Mahmed silbó para avisar a Mitra de que se ponían en marcha. Seguiría al
coche volando.
—Conduzco yo, Mufîd, tú también tienes que descansar.
—Estoy acostumbrado a pasar días enteros sin dormir. —Subieron al
coche—. Tenemos que darnos prisa para cruzar la frontera. —Mufîd puso el
GPS y salió derrapando—. No creo que pasen más de dos horas antes de que
el dueño del coche despierte, consiga liberarse y denuncie el robo a la policía.
—Pisó el acelerador hasta los ciento ochenta kilómetros por hora—. Y
necesitamos unos pasaportes falsos para la frontera.
Comieron algo, Mahmed abrió Google Maps en su móvil e hizo una
captura de Oriente Medio. Con un programa de edición de imágenes,
superpuso sobre el mapa la foto del círculo con los números de Ibn Arabi.
Colocó el número 6 en Damasco, pero el 5 quedaba a la izquierda, en
dirección contraria a Alamut.
—El número 5 no coincide. —Se lo mostró a Nur.
—Claro —exclamó ella con una sonrisa—. Los mapas árabes medievales
tenían el sur arriba, para que La Meca quedara encima.
Mahmed giró la captura del mapa.
—No te servirá de nada, en esa época no había satélites. Las distancias se
calculaban a ojo, teniendo en cuenta las jornadas a caballo de un lugar a otro.
Necesitamos un mapa del siglo XII.
—¿Y dónde vamos a encontrar ahora un mapa del siglo XII? —se
impacientó él.
—Podemos probar en internet. El más conocido es el Kitab Ruyar o Libro
de Roger de Al-Idrisi.
Mahmed lo buscó en el móvil. El Kitab Ruyar no era un mapa en realidad,
sino un libro de texto que describía las principales ciudades y la distancia
entre ellas. En 1929, el cartógrafo alemán Konrad Miller dibujó un mapa
basado en los datos del Libro de Roger. Mahmed encontró un archivo de
imagen de buena calidad para descargar. El mapa tenía el sur arriba y recogía
Europa, el norte de África y parte de Asia, aunque las proporciones estaban
bastante distorsionadas. Superpuso los números de la calabaza de Ibn Arabi.
Al principio, le costó identificar los nombres de las ciudades, porque no eran
los mismos que los actuales. Damasco aparecía como Dimask.

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Hizo coincidir el 6 y el 5 con los puntos que conocían y los números
revelaron las posiciones de las otras ciudades: el 4, El Cairo; el 3, Al Hasa; el
2, Kufa; el 1, Medina y el 0, La Meca.
—Creo que nos queda un largo viaje por delante —afirmó Nur.
—Podemos ir directamente a La Meca y saltarnos los otros pasos —
propuso Mahmed—. Si La Meca es el 0, la Perla estará allí.
—No creo que sea tan sencillo. La Meca es muy grande.
—Podemos ir a la Kaaba o quizás a la cueva donde Mahoma, la paz sea
con él, tuvo la primera revelación.
—Supongo que en cada uno de esos sitios encontraremos alguna pista
para la siguiente ciudad. Es como en las películas. ¿Te gusta el cine?
—No demasiado, y menos las historias de búsqueda de tesoros.
—Pues te pareces a Indiana Jones.
—¿Indiana Jones? —Intervino Mufîd con tono serio, para sorpresa de sus
pasajeros—. ¿El aventurero que consigue salir victorioso de todas las
situaciones imposibles? A ese me parezco yo.
Nur y Mahmed soltaron una carcajada.
—Eh, Mufîd, tienes sentido del humor.
Quedaban unos veinte kilómetros para la frontera cuando sonó una sirena
de policía y un coche se situó detrás de ellos dando las luces.
—Nos han denunciado —se incomodó el guía—. No podemos cruzar la
frontera con la policía en los talones. Tengo que parar. —Miró a Nur—.
Cubre tu cabeza.
Ella obedeció. Mufîd colocó el fusil en el suelo y detuvo el coche.
Del vehículo policial salió un tipo con uniforme gris de camuflaje, boina
negra y una ametralladora en la mano. Más que un policía parecía un militar.
Caminó hacia ellos con calma, con parsimonia. Mufîd bajó la ventanilla
manteniendo la mano derecha sobre el arma escondida. El agente se detuvo a
su lado y lo miró a través de las gafas de sol.
—Iban a ciento sesenta kilómetros por hora —dijo, impasible—.
Suficiente para meterlos en la cárcel una buena temporada. —Echó un vistazo
al asiento trasero. Se recreó en Nur, que se había ajustado el pañuelo dejando
solo los ojos a la vista.
»Está bien —dijo el policía—. Podemos arreglarlo con una pequeña multa
de cien mil dinares.
Mufîd sacó los billetes y pagó sin quejarse. Al cambio, eran menos de
ochenta dólares. El agente les dio los buenos días y los dejó marchar.

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—Apostaría a que Rockefeller ganó su primer millón de dólares
trabajando como policía —bromeó Mahmed.
Continuaron el viaje. El tráfico de camiones cisterna era cada vez más
intenso, como un reguero de hormigas gigantes que volvían a su refugio
cargadas con su ración de petróleo. Mufîd los adelantó, sorteando los que
venían en dirección contraria. Tomaron un desvío por una carretera
secundaria que los condujo a una pequeña granja. Allí había quedado con su
contacto, un tipo vestido de pastor, que les preparó un pasaporte iraní en
menos de media hora.
Se despidieron y llegaron enseguida a la frontera. El trámite fue más
sencillo de lo previsto. El pasaporte iraní con el sello de Irak actuó como una
llave maestra que les abrió las puertas del país.
Mahmed y Nur se recostaron en los asientos traseros. Ella, con las manos
en las rodillas y los ojos cerrados, dejó la mente en blanco y comenzó a
meditar. Él le daba vueltas a una idea, si Kozame vivía en Estados Unidos,
¿por qué pasó la información del atentado al embajador francés, en vez de
hablar con el gobierno americano?
Le pidió a Mufîd que parara en una gasolinera. Quería hacer una llamada
y lo más seguro era utilizar un teléfono público. Samuel era profesor en la
Universidad de Huesca y amigo suyo desde que estudió la carrera. Él lo
reclutó para los servicios secretos y era la única persona de la que se fiaba en
esos momentos.
Cuando volvió al coche, su rostro estaba ensombrecido.
—He informado a mi país de la fecha del atentado —explicó a Nur y a
Mufîd mientras arrancaban—. Ellos siguen investigando para detenerlo. El
embajador español no les transmitió la información, he comunicado también
su traición. —Hizo una pausa—. Me dicen que el asunto es más complejo,
tenemos que andar con pies de plomo. El príncipe no está solo, cuenta con la
colaboración de un país occidental.
—¿Estados Unidos? —aventuró Nur.
—Estados Unidos —confirmó él—. ¿Cómo lo sabes?
—En España intentaron robarme la carta y matarme. Los hombres que me
atacaron eran americanos.
—Y acabaste con ellos tú sola. Entre esto y el conchero, resultas una
mujer fascinantemente peligrosa. —Mahmed sacudió la cabeza para liberarla
de las fantasías que la inundaban—. Si acusan a Irán del atentado, Estados
Unidos tendrá un motivo para invadir uno de los países árabes con más
recursos naturales. Han hecho un pacto, estoy seguro. El príncipe Abdul-

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Rahman controlará el nuevo gobierno wahabí colocando en el poder a alguno
de sus esbirros; a cambio, venderá a los americanos el petróleo y el gas iranís
a precios más que razonables, como ocurría en tiempos del Sha, antes de la
revolución islámica que llevó a Jomeini al poder.
»Además de controlar Irán, el príncipe trata de fortalecer sus relaciones
con Estados Unidos. Está buscando apoyos para rebelarse contra el rey de
Arabia Saudí.
—Hay algo que no me cuadra —dudó Nur—. Estados Unidos y Europa
firmaron un acuerdo nuclear con Irán.
—Sí, pero Estados Unidos abandonó el acuerdo. Desde que Irán consiguió
la independencia de los ingleses y americanos y nacionalizó el petróleo, ha
adquirido mucha fuerza y ha invertido muchos dólares en armamento. Esto no
les gusta a las potencias de occidente, que buscan desestabilizar a los países
árabes.
—El atentado contra un alto dirigente europeo es la excusa perfecta para
justificar la invasión ante la comunidad internacional. Y Abdul-Rahman está
dispuesto a ofrecerla en bandeja.
Nur comprendió la estrategia del príncipe. Estaba jugando todas las cartas
para conseguir sus objetivos: controlar Irán, fortalecer las relaciones con
Estados Unidos y erigirse como el nuevo Mahdi. Eran armas muy poderosas
que utilizaría para derrocar al rey y ocupar su lugar.

Montes Elburz, Irán

Pasaron cerca de Qazvín cuando estaba anocheciendo, llevaban más de diez


horas encerrados en aquel coche y solo habían parado tres veces, para comer
o ir al baño. Mufîd puso en el GPS la dirección de un hotel en las montañas
de Elburz, cerca de Alamut.
Era un acogedor hotel de madera, aunque los detalles de las terminaciones
revelaban acabados chapuceros motivados por las prisas o la escasez de
presupuesto. Cenaron un abgusht, un estofado de garbanzos, alubias blancas y
verduras, y se fueron a dormir. Nur se dio una ducha en el baño del pasillo y
sintió un gran alivio en el cuerpo entumecido por el largo viaje. Se acostó en
la mullida cama y rezó por su hermana, con el deseo de que la trataran bien
allá donde estuviera.

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A las seis de la mañana, quedaron para desayunar. Aunque hacía fresco,
salieron a la terraza con vistas a un lago de aguas cristalinas donde disfrutaron
de una ensalada, huevos fritos, pan árabe y mermeladas. El camarero les
indicó que la fortaleza de Alamut quedaba cerca en coche, aunque no merecía
la pena subir a verla, solo encontrarían ruinas.
Ellos esperaban encontrar algo más.
Se dirigieron al coche. Mahmed llevaba al toghrol sobre el brazo.
—Mitra está inquieta hoy. ¿Qué te pasa, pequeña? ¿Algún mal
presentimiento?
Le quitó la caperuza y Mitra emprendió el vuelo. En menos de una hora,
llegaron a la posición que indicaba el GPS y encontraron una pequeña
explanada con un par de coches aparcados.
Frente a ellos se elevaba el imponente farallón sobre el que se asentaba la
fortaleza, una roca lisa de aspecto inexpugnable. Bajaron del coche y
disfrutaron de las vistas de los verdes valles que se abrían paso entre los picos
nevados de las montañas.
—Yo vigilaré aquí —manifestó Mufîd estoico.
—Prefiero que te quedes tú —sugirió Nur a Mahmed—. Mufîd sería
capaz de robar el Air Force One si hay problemas —bromeó, intentando
disimular su nerviosismo.
—¿Y quién te rescató del palacio del malvado príncipe? —Mahmed
señaló su pecho con los pulgares, con aspecto gallardo.
—Tienes razón —aceptó ella, mientras caminaban hacia la cima de la
colina.
—¿Quién te salvó de morir aplastada contra el suelo cuando saltaste sin
paracaídas? —Mahmed mostró su encantadora sonrisa—. ¿Y quién te salvó
del francotirador en Damasco?
—Está bien, de ti también me fío —rio Nur y se tocó la herida.
—¿Te duele?
—No mucho. —Nur lo miró—. Estoy muy nerviosa. ¿Y si no
conseguimos encontrar la pista y rescatar a mi hermana?
—Lo conseguiremos. —Mahmed tragó saliva. Sentía unos enormes
remordimientos cada vez que tenía que mentirle sobre Rocío.
—¿Y si nos atrapa Abdul-Rahman antes?
—Tranquila. —Mahmed la tomó de la mano y forzó su mente en busca de
una broma que le aliviara el malestar—. Los malos no pueden saber dónde
estamos… Salvo que nos hayan puesto un chip localizador en alguna parte
íntima de nuestro cuerpo.

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Nur sonrió y se relajó un poco. Avanzaron por unas escaleras de piedra
que rodeaban el peñón y conducían a la cima. Cuando ya les faltaba el
resuello, un reconfortante olor a guiso caliente les inundó la nariz. Dos chicos
habían montado un pequeño bar en una cueva natural, servían té, café y un
menú único: sopa de ajo con garbanzos y harina. Aunque era muy temprano
para comer, la olla bullía al fuego.
—Lo siento por Mufîd, pero vamos a gastar algunos de sus riales en un
plato de sopa —exclamó Mahmed.
—¿Estás loco? —Nur estaba ofendida—. Acabamos de desayunar y
tenemos prisa. —Tiró de él—. Vamos.
—No te pongas quisquillosa, pensé que te gustaría.
—Pues pregunta en vez de adivinar mis pensamientos. —Nur lo miró con
indulgencia—. No te preocupes, sé que necesitas tu dosis diaria de
reafirmación masculina.
—Ya salió la feminista. —Mahmed, molesto, se defendió con un certero
ataque—. Las mujeres que vais de feministas solo buscáis vuestro propio
interés.
—Eso no es cierto —discutió Nur—. El feminismo busca la igualdad.
—Huda Sha’arawi se convirtió en un símbolo del feminismo cuando, en
el año 1923, al regresar de un congreso en Europa, se quitó el velo ante los
centenares de mujeres que la recibieron en la estación central de El Cairo.
—Nunca pensé que estuvieras tan puesto en la historia feminista. —Nur
estaba francamente sorprendida.
—Hay que estudiar al enemigo para derrotarlo —bromeó él.
—Las mujeres no somos enemigas de los hombres. Pretendemos
conseguir la igualdad, no invertir los roles, ni humillaros.
—Como te decía, Huda Sha’arawi peleó por los derechos de la mujer y
consiguió mejorar las condiciones de vida de las egipcias de clase alta como
ella. Sin embargo, cuando algunas campesinas le pidieron ayuda para que
apoyara el movimiento feminista de las clases bajas, Huda les dio la espalda.
—Eso es cierto —admitió Nur.
—Luego, Huda no buscaba una igualdad universal. Era una persona
egoísta, que peleó por sus propios derechos y no apoyó las luchas de otras
clases sociales, porque no se identificaba con ellas. Era una clasista.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Nur—. Pero el feminismo no es un
movimiento aislado, sino uno más de los que buscan la igualdad de todas las
personas, independientemente de su sexo, etnia o religión. Todos los seres
humanos debemos tener los mismos derechos.

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—Eso suena muy bien. Yo también fui un idealista que pensaba que podía
cambiar el mundo, que la igualdad y la justicia eran posibles.
—¿Y qué hizo que abandonaras esos ideales?
—Maduré. Los seres humanos somos egoístas por naturaleza.
—Y fue entonces cuando compraste la granja en los Pirineos.
Mahmed compró la granja para huir de la sociedad corrupta donde le
había tocado vivir, para huir del control de sus padres y del estrés de la
ciudad. Pero, sobre todo, compró la granja por Muna.
Un anciano, tan viejo como la tierra rojiza que pisaba, se les acercó.
—Dios os dé protección y seguridad.
—La paz y la misericordia sean contigo —respondió Mahmed.
—Hermosa pareja, ¿de viaje de novios? —aventuró con mirada pícara.
—Recién casados y enamorados como tortolitos —siguió el juego
Mahmed.
—Si quieren saber de la magnífica fortaleza de Alamut, yo soy su
hombre. Soy el único y actual Viejo de la Montaña. —Nur y Mahmed
sonrieron—. Guía oficial, certificado. —Y les mostró de refilón un carné que
llevaba en el bolsillo del chaleco—. Todas estas cuevas fueron cisternas para
almacenar el agua en caso de asedio. Vamos, yo les enseño. Vamos, vamos,
ahora es un buen momento, no hay gente.
Nur y Mahmed se miraron divertidos y siguieron al viejo hasta las ruinas.
—Los mongoles fueron los causantes de este destrozo. A mediados del
siglo VI A. H.[2] arrasaron esta y todas las fortalezas de los nizaríes. Todas, no
dejaron ni una.
El castillo era mucho más pequeño de lo que esperaban, ya que la leyenda
de Alamut había dado la vuelta al mundo.
—En sus orígenes se accedía por una escalera de caracol secreta que unos
pocos hombres defendían de todo un ejército. Sí, señor, solo dos o tres, era
una fortaleza inexpugnable. Estos son los restos que quedan de los muros que
daban forma a las estancias, un pabellón para dormir, una zona de
avituallamiento, una mezquita y un patio de armas.
»Y aquí tenemos la joya de la corona. —Era un saliente de roca, un
trampolín natural abierto al vacío—. El lugar desde donde los nizaríes
realizaban sus famosos saltos de fe. —El acceso estaba cortado por una
simple cuerda que delimitaba el perímetro.
Le dieron una propina y le dijeron que les gustaría quedarse un rato
visitando las ruinas.

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—Si quieren saber más, pregunten, pregunten, yo lo sé todo. Soy el único
y actual Viejo de la Montaña, guía oficial certificado.
Le dieron las gracias y el hombre volvió contento a la entrada, a la espera
de nuevas visitas.
—Hace rato que no veo a Mitra. —Mahmed oteó el horizonte.
—Llámala.
Nur se acercó a las ruinas. Mahmed silbó y continuó oteando.
—Tenemos que encontrar la siguiente pista —le apremió ella.
Mahmed se volvió y sus miradas quedaron entrelazadas un segundo
eterno. No sabían qué buscaban exactamente y tampoco había muchos lugares
para indagar. La fortaleza estaba arrasada, no quedaba nada. Nur tomó asiento
sobre los restos de un muro de piedra y, con las manos sobre las rodillas,
meditó en busca de inspiración.
Mahmed había leído información por internet sobre los assassins. Decían
que el nombre venía de hass-a-si, que quiere decir «adicto al hachís». El libro
Los viajes de Marco Polo cuenta cómo el Viejo de la Montaña manipulaba a
sus seguidores. Según su relato, el maestre drogaba a los iniciados con hachís
hasta que perdían la consciencia y los despertaba en un jardín secreto, copia
del paraíso descrito en el Corán, donde les esperaban vírgenes dispuestas a
satisfacer sus deseos hasta que caían exhaustos. Cuando despertaban de
nuevo, estaban en la fortaleza y el Viejo de la Montaña les explicaba que
Allah les había permitido visitar el Paraíso para que no temieran a la muerte, y
que solo podrían volver a él si morían en combate, peleando por una causa
justa.
Una leyenda contaba la historia de un forastero que amenazó con
conquistar Alamut, afirmando que sus hombres eran los más valientes del
mundo. El Viejo de la Montaña ordenó a uno de los suyos que se lanzara al
vacío desde el trampolín de piedra. Este obedeció al instante, sin un atisbo de
duda. El extranjero quedó tan impresionado que abandonó sus ansias de
conquista.
El entrenamiento de los nizaríes era muy duro. Aprendían a moverse con
sigilo, a utilizar todo tipo de armas y a matar de cualquier forma posible, sin
contemplaciones. Una de las pruebas que debían superar era el salto de fe.
Mahmed se acercó al trampolín de roca, desde donde el guía les había
explicado que realizaban los saltos. Pasó por debajo de la cuerda y la mantuvo
sujeta para acercarse al borde. Experimentó el vértigo al mirar hacia abajo.
Ante él, se abría un vacío de más de cien metros terminado en un suelo
rocoso. ¿Cómo sobreviviría alguien a una caída así?

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Mitra apareció ante él con las alas extendidas, inmóvil, aprovechando la
fuerza de una corriente de aire ascendente.
—Eh, Mitra, espero que hayas disfrutado la mañana y que no hayas tenido
que soportar sermones ideológicos, como yo.
El toghrol plegó un poco las alas y cayó hacia la pared del acantilado.
Parecía poseída por el espíritu suicida de los assassins. Mahmed sintió terror,
se iba a estampar. Con los dedos en los labios, emitió un fuerte silbido. Era
demasiado tarde, sin embargo, cuando el águila desapareció debajo de él, no
escuchó un golpe, sino el eco de un graznido amortiguado. Mitra salió
batiendo las alas con vehemencia y emitió otro graznido.
¿Por qué no se había estrellado contra la roca?
Pensó en el eco del graznido. Quizás había una cueva con la entrada
disimulada por la pared de la montaña, invisible y solo accesible
despeñándose por el acantilado.
¿Sería ese el truco de los nizaríes para realizar los saltos de fe?
Mahmed palpó la parte de abajo del saliente de piedra. Su mano tropezó
con una argolla de metal, un punto seguro para atar una soga. Sacó el cuchillo
y cortó un buen trozo de la cuerda que rodeaba el perímetro, ató una punta a
la argolla y preparó un lazo para amarrárselo a la cintura.
Nur seguía inmersa en sus meditaciones. La llamó para contarle lo que
había descubierto.
—Tenemos que bajar con esta cuerda —sentenció.
—Puede estar quemada por el sol. —Ella no parecía muy convencida.
Mahmed dio un par de tirones.
—Parece segura.
—¿Esa es tu comprobación? —preguntó Nur, atónita.
—Puedo llamar a un técnico en prevención de riesgos laborales.
Sonó un disparo. Él soltó la cuerda y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
¿Cómo nos han encontrado de nuevo?
Aunque no llevaban los típicos uniformes, Mahmed reconoció a los
soldados beduinos de la guardia nacional. Eran seis y uno de ellos tiró al suelo
al viejo guía, convertido en una piltrafa inservible.
Avanzaron hacia ellos.
—Quiero la carta de Ibn Arabi y lo que encontrasteis en su tumba. ¡Ya! —
exigió el que parecía el jefe.
Mitra cayó sobre ellos, alargó las garras afiladas y las clavó en la cara y
los ojos de uno de los hombres que, despavorido, gritó, mientras trataba de
quitársela de encima. Mahmed agarró la cuerda, dispuesto a bajar por el

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acantilado. El jefe de los beduinos elevó su arma hacia el toghrol, a unos
pocos metros de distancia. Mahmed observó la escena a cámara lenta.
—¡Noooooo! —gritó, a la vez que una ráfaga de disparos atravesaba el
cañón del arma, el aire y, por último, las plumas del toghrol, rasgando su
carne, rompiendo sus huesos y reventando sus órganos.
¡Por un millón de djinns!
Mitra batió las alas con un movimiento agónico que le permitió ganar un
poco de altura, después las extendió, inmóvil. Cayó planeando hacia el borde
del acantilado.
Mahmed echó a correr hacia ella.
—¡Mitra!
El cuerpo del toghrol se precipitó al vacío, sus alas se encogieron con un
espasmo y cayó dando vueltas hasta que se estampó contra las rocas.

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Capítulo 14
La distracción del espejo

Fortaleza de Alamut, Irán

Mahmed permaneció unos segundos al borde del abismo. Estaba triste y


furioso, dispuesto a matar a aquellos hombres.
El secuaz al que Mitra había atacado, sollozaba en el suelo con la cara
ensangrentada. Parecía que había perdido un ojo. El jefe apuntó a Mahmed.
Un cuchillo apareció en su cuello y, con un movimiento firme, seccionó la
yugular que se convirtió en un surtidor. El tipo cayó muerto, Mufîd estaba a
su espalda.
Dos soldados le apuntaron, mientras los otros se giraban hacia Mahmed.
Mufîd rodó por el suelo y Mahmed les lanzó su cuchillo que acertó en el
pecho a uno de ellos. El otro le disparó. Mahmed notó un fuerte golpe en el
hombro y cayó arrastrado por una tremenda embestida. Nur había saltado
sobre él, lo había salvado de morir acribillado.
Desde el suelo, observó cómo Mufîd le atravesaba el corazón a uno de los
beduinos, le arrebataba el fusil y disparaba contra los dos que quedaban en
pie. Después, con absoluta indiferencia, remató al herido por Mitra.
Mufîd se llevó una mano al costado izquierdo y la elevó hacia la cara. La
tenía llena de sangre.
Mahmed y Nur corrieron hacia él.
—¿Estás herido?
—Nada importante.
Mufîd presionó con un pañuelo para cortar la hemorragia.
—Tenemos que llevarte a un hospital —exclamó Nur con inquietud.

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—Nada importante —reiteró él, aunque la mancha de sangre se extendía
ya por todo el abdomen y parte de los pantalones—. Lo primero es la misión.
—Lo primero son las personas —insistió Nur.
—Estoy de acuerdo —la apoyó Mahmed—. Iremos a un hospital.
Mufîd lo agarró del chaleco, enfadado.
—Se acaba el tiempo. —Señaló al viejo guía que en ese momento se
ponía en pie—. Debemos irnos antes de que llegue la policía.
—No te vamos a dejar morir aquí.
—No voy a morir. Terminad rápido la misión y después buscaremos
ayuda. Os esperaré en el coche.
—Está bien —aceptó Mahmed con resignación.
Tomó a Nur de la mano.
—¿Y si muere?
—Nos daremos prisa. Cuanto más discutamos, más tiempo perderemos.
Mahmed tiró de ella hacia el trampolín de piedra, le colocó la cuerda en la
cintura y le ayudó a bajar por el precipicio. Enseguida, Nur vio la cueva en la
pared de piedra y alcanzó un saliente que le ayudó a entrar. Se desató.
Mahmed no lo pensó, con la cuerda entre las manos corrió hacia el
acantilado y saltó al vacío. Sus pies abandonaron la seguridad del suelo firme
y la soga lo arrastró hacia la cueva en la pared de piedra. Nur lo sujetó con
fuerza para frenar el retroceso que tiraba de él como un péndulo. La cuerda se
partió y Mahmed cayó sobre Nur. Se había salvado por los pelos.
Permanecieron en esa postura unos segundos, mirándose sin decir nada.
Un par de lágrimas cayeron de los ojos de Mahmed sobre las mejillas de Nur,
que percibió su dolor y le acarició el rostro.
—Siento mucho la muerte de Mitra. —Nur tenía los ojos anegados.
Mahmed pensó en la hermana de Nur.
—Gracias. —Él se incorporó y se enjugó las lágrimas—. Teníamos una
conexión muy especial, nos cuidábamos mutuamente. —Escupía aquellas
palabras cargadas de amargura—. Ella era mis ojos en el cielo y yo, los suyos
en la tierra; ella acogía mi espíritu en el mundo de los sueños, ella
representaba mis ilusiones, mis utopías y mi libertad. Mitra era una parte de
mí.
Mahmed pegó una patada contra la roca. Después otra y otra.
—¡Mierda, mierda, mierda!
Apoyó la mano contra la pared y respiró. Poco a poco, se iba
tranquilizando.

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—Gracias por salvarme la vida —musitó él al fin. Pasó delante de ella
hacia el interior de la cueva, sin mirarla—. Tenemos que darnos prisa. Mufîd
nos necesita.
Mientras avanzaba por el túnel, Mahmed sintió que la mitad de su alma se
descosía y quedaba adherida a las rocas de la montaña con la forma de un
toghrol caído, un toghrol valiente, fiel, incondicional, que había dado su vida
para salvar la de él. Nunca había tenido una conexión tan especial con una
persona, excepto con Muna.
Encendieron las linternas de sus móviles como un arma eficaz contra la
oscuridad que los engullía. La cavidad se ensanchó para dar forma a una gruta
amplia. Descubrieron con asombro una sala repleta de estanterías de madera,
colmadas de libros encuadernados en piel.
—La biblioteca de los nizaríes —exclamó, fascinado—. ¿Cómo es posible
que haya perdurado tanto tiempo?
—Por obra de Allah.
—Creía que la destruyeron los mongoles.
—La fortuna quiso que no la encontraran. —Nur estaba también
impresionada—. ¡Qué hallazgo! Dedicaría mi vida a investigar estos libros.
Había varias antorchas en las paredes. Mahmed sacó un mechero de su
morral y, tras varios intentos, encendió una. Nur se acercó a una estantería y
tocó un libro, con temor a que se desintegrara después de tantos siglos. Por
suerte, la cubierta de piel los había protegido bien. Lo abrió y leyó el título en
árabe: Aventuras de nuestro Señor. Era la autobiografía de Hassan ibn
Sabbah, el primer maestre de los nizaríes, el primer Viejo de la Montaña, el
fundador de la orden de los assassins.
Había muchas traducciones de filósofos griegos; libros espirituales, como
el Corán, la Biblia y la Torá; esotéricos, de botánica, astronomía, astrología,
medicina, ingeniería, química y alquimia. Aquella biblioteca era una fuente de
conocimiento antiguo importantísima. Allí había libros desconocidos y otros
perdidos hacía siglos. Encontraron uno que hablaba de los cármatas. Nur lo
tomó y lo hojeó con avidez. Había muy poca información sobre esa sociedad
secreta.
—¿Qué tenemos que buscar? —preguntó Mahmed.
Nur estaba tan entusiasmada por el descubrimiento que había olvidado su
objetivo.
—No lo sé. —Levantó la vista del libro que la mantenía atrapada—. Sin
embargo, me pregunto por qué el príncipe y los suyos tienen tanto interés en
conseguir la carta de Ibn Arabi. Si interceptaron el mensaje que le envié a mi

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hermana… —Hizo una pausa con preocupación—. ¿Crees que matarán a mi
hermana porque hemos matado a sus hombres?
Mahmed desvió la mirada. Sintió los ojos de ella clavados en su rostro,
esperando una respuesta.
—No lo creo —consiguió reaccionar antes de que Nur pudiera sospechar
—, negociarán con ella cuando lleguemos al final del camino.
—Espero que tengas razón. Si interceptaron el mensaje, conocen el texto
de la carta. ¿Por qué tienen tanto interés en conseguir la original?
—Puede que la carta contenga algo más que no hemos descubierto —
aventuró él—. ¿Has oído hablar de la esteganografía? —Nur negó con la
cabeza, mientras abría los ojos en una mueca de sorpresa que le confería el
aspecto sabio del mochuelo de Atenea—. Es una técnica utilizada desde
tiempos ancestrales para esconder un mensaje dentro de otro.
—¿Estás hablando de un mensaje oculto?
—La esteganografía ha evolucionado mucho. Yo la he utilizado para
enviar información oculta en los dos bits menos significativos de un archivo
de imagen. Cuando se recupera la imagen secreta, está muy pixelada, pero se
distingue perfectamente y es imposible de detectar. También funciona con los
mensajes de voz.
—No creo que Ibn Arabi hiciera fotos digitales ni que supiera lo que es un
bit.
—Tienes razón. —Mahmed le dedicó una sonrisa cínica—. En esa época
utilizaban otras técnicas, como la tinta invisible.
—¿Te refieres a escribir con zumo de limón?
—La del zumo de limón es la más popular.
—¿Calentamos la carta a ver qué pasa? —Nur sacó el pergamino doblado
y lo elevó en el aire—. Habrá que tener cuidado de no quemarla —le advirtió,
antes de dársela con recelo.
Mahmed movió la carta delante de la antorcha. Percibió el calor en sus
manos, no era tan intenso como para quemar.
Poco a poco, el pergamino adquirió un color tostado que reveló unos
símbolos al lado de algunas palabras.

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—¡Mira! —exclamó Mahmed, emocionado—. Son números, como los de la
inscripción de la calabaza.
—Creo que pueden estar relacionados. —Nur también estaba excitada y
nerviosa—. Cada número acompaña una palabra.
Mahmed señaló la carta.
—7, Círculo. 6, Vino. 5, Espejo. 4, Perla. 3, Luz Negra. 2, Rosa. 1,
Granada. 0, Mujer.
—Son símbolos habituales del pensamiento sufí —explicó Nur, abstraída
—. En el mapa de la calabaza, los números iban del 0 al 6 y aquí llegan hasta
el 7.
—Recuerda que es una cuenta atrás —indicó él—. El 7 es el primer paso
y se corresponde con el Círculo.
—El Círculo es la carta —comprendió Nur—. Por eso no aparece en el
mapa. El mapa es de Oriente Medio, pero Ibn Arabi envió la carta a Aberroes,
en Al-Andalus.
—Exacto. El 6 corresponde al Vino y, según el mapa, con Damasco.

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—Hace referencia a la calabaza, aunque la carta ya incluía una pista para
encontrarla.
—Todo cuadra —afirmó Mahmed—. El 5 corresponde con Alamut,
donde estamos ahora, y su símbolo es el Espejo.
—¿Tenemos que buscar un espejo? —Nur extendió las manos, como si
sostuviera un interrogante en cada una.
—Quizás un libro que hable de espejos o que incluya la palabra espejo en
su título.
—Tengo la sensación de que no es un libro lo que buscamos. Deberíamos
seguir adelante, aún queda cueva por explorar.
Mahmed tomó una antorcha y abrió paso hacia el túnel que partía desde el
final de la sala. Reparó en otra abertura que había al lado, desde la que
arrancaba una escalera de caracol labrada en la roca. Introdujo parte del
cuerpo y las iluminó.
—¿Crees que es una salida?
—O una entrada secreta —opinó ella—. No creo que se despeñaran con
una cuerda cada vez que quisieran consultar la biblioteca.
—Es probable. ¿Subimos o seguimos por el túnel?
—El túnel primero.
Avanzaron por el estrecho pasadizo que desembocó en un pequeño valle
rodeado de montañas. Les llamó la atención el olor floral embriagador.
Inspiraron, disfrutando del momento. Había árboles frutales, manzanos,
naranjos, almendros, olivos… También arbustos de frutos rojos parecidos a la
uva. Nur se llevó uno a la boca.
—¿Y si es venenoso? —la detuvo él.
—No lo creo. —Nur lo masticó y se deleitó con su sabor agridulce. No le
recordaba a nada que hubiera probado antes—. Está muy bueno.
Mahmed probó uno.
—Esto es un jardín artificial —explicó ella—, concebido a imagen y
semejanza del Paraíso descrito en el Corán. No creo que haya frutos
venenosos.
—Aunque el ángel jardinero debe estar de vacaciones. Creo que era aquí
donde el Viejo de la Montaña traía a sus hombres después de drogarlos para
que no temieran a la muerte.
—En aquella época estaría más cuidado, con más vegetación…
—¿Y dónde están las vírgenes? —bromeó él.
—Quizás seas tú una de ellas —atacó Nur con cierta malicia.

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—No tiene gracia. —Mahmed se puso serio—. Sabes lo que dice el Corán
sobre la homosexualidad.
—Hay muchas cosas que no me gustan del Corán —repuso ella—.
Algunos de los poetas árabes más importantes eran homosexuales, como Abu
Nuwas, por ejemplo.
—No sé quién es. —Mahmed sacudió la cabeza—. No será tan
importante.
—Supongo que tampoco conocerás una recopilación medieval de cuentos
persas llamada Las mil y una noches —se mofó Nur.
—Hasta la he leído.
—Entonces, habrás reparado en que está llena de referencias
homosexuales.
Él pensó en sus palabras. El Corán era el libro sagrado del islam, la
palabra de Allah, transmitida directamente a través del profeta. ¿Cómo podía
un musulmán cuestionar su contenido? Sin embargo, él mismo tenía dudas de
fe. Por eso abandonó los rituales y las mezquitas para convertirse en un
creyente silencioso, adaptando la religión a sus necesidades. El Corán
también prohibía beber alcohol, aunque socialmente estaba mejor aceptado
que la homosexualidad.
—Hay que darse prisa. La herida de Mufîd tenía mal aspecto. Mira. —
Ella señaló hacia un ciprés igual de alto que un edificio, situado en el centro
del valle.
Al acercarse, apreciaron las dimensiones de su tronco, que habría
necesitado más de diez personas para rodearlo con los brazos. Era un árbol
milenario y desprendía una energía reconfortante que les levantó el ánimo; su
corteza áspera y dura los llenó de vigor.
Cerca había una fuente de cuatro caños; solo uno de ellos funcionaba y
debajo se distribuían cuatro pequeñas pozas, una llena de agua, otra de miel y
las dos últimas secas.
—Debe de ser la fuente del Paraíso, por un caño fluye el agua, por los
otros, miel, leche y vino.
—Es una interesante obra de ingeniería para la época. —Nur se situó a su
lado—. Aquí podríamos montar un grupo de estudio interdisciplinar, seguro
que conseguiríamos dinero para la investigación.
—Me temo que si Abdul-Rahman se sale con la suya…
—Mira.
Mahmed levantó la vista hacia donde ella señalaba y descubrió una suerte
de espejo sobre el suelo.

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—Parece un pequeño lago. —Nur echó a andar hacia allí.
Se detuvieron al borde, sorprendidos. Más que un lago era una charca,
pero no de agua. Tenía forma circular y un diámetro similar a la altura de dos
personas.
Él se arrodilló y tocó la superficie con el índice. Unas gotas de color
plateado y una densidad considerable quedaron adheridas a su piel. Lo
restregó con el pulgar.
—Parece mercurio.
—Este debe de ser el espejo al que se refiere la carta.
—Decías que el Espejo es un símbolo sufí. —Mahmed quedó atrapado
por su reflejo sobre la superficie plateada, como un Narciso moderno,
esperando descubrir algo, sentir una revelación, que los trazos de su imagen
se descompusieran para dar forma a una nueva pista.
—Ibn Arabi dice: «El sujeto que recibe la revelación esencial, no verá
sino su propia forma en el espejo de Dios —recitó Nur—; no verá a Dios,
aunque sabe que no ve su propia forma más que en virtud de ese espejo
divino».
Mahmed sacudió la cabeza y levantó la vista hacia ella.
—Cuando contemplamos las formas, no vemos el espejo, aunque sepamos
que las vemos gracias a él.
—La forma reflejada se interpone entre la vista del que contempla y el
propio espejo —confirmó Nur.
—El reflejo es solo una distracción, lo importante es el espejo. —Hizo
una pausa—. ¿Crees que hay algo escondido en este lago?
—Puede que sí —ella se encogió de hombros—. Me pregunto si será muy
profundo.
—Lo comprobaremos. Necesitamos una cuerda o hilo fuerte. —Mahmed
señaló la ropa de ella—. Quizás lo podamos sacar de tu jersey de lana.
Mahmed se acercó a ella con el cuchillo en la mano, dio un corte en la
parte de abajo del suéter y tiró del hilo. Nur levantó las manos, sorprendida.
No le hacía gracia que la dejara sin ropa, y, aunque le molestaron sus formas
bruscas, sabía que disponían de poco tiempo.
Ató una piedra a la punta del hilo y la dejó caer dentro del mercurio. Tiró
poco a poco, observando de reojo cómo la ropa se consumía para dejar a la
vista una cintura estrecha que enmarcaba un vientre perfecto, en el que una
ligera capa de grasa disimulaba el ordinario dibujo de los abdominales.
La piedra se detuvo cuando el jersey había quedado reducido a un top.

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—Hay unos dos metros de profundidad. Me temo que vamos a tener que
nadar.
—El mercurio es muy tóxico —advirtió ella.
—Solo si lo ingieres, tanto en su forma líquida o gaseosa. Aquí no hace
suficiente calor para que se evapore, intentaré no darme un trago —explicó,
asumiendo que le tocaba meterse dentro.
—Yo sigo creyendo que es tóxico.
—A mí me preocupa más la presión. Una atmósfera equivale a la presión
ejercida por una columna de diez metros de agua o de setenta y seis
centímetros de mercurio.
—Entonces, la presión del mercurio es más de diez veces superior a la del
agua.
—Sumergirte en dos metros de mercurio, sería como bajar de golpe
veinticinco metros de agua. Una persona no entrenada se desvanecería en
menos de un minuto por el aumento de presión.
—¿Y tú estás entrenado? —Nur se mostró preocupada.
—He practicado buceo, aunque no es uno de mis deportes favoritos.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Seguir los pasos que Allah sugiere —bromeó él.
Agarró un par de piedras grandes y muy pesadas y sacó un ovillo de hilo
bramante de su morral.
—Me has destrozado el jersey y llevabas ahí ese cordel —exclamó Nur
indignada.
—En realidad, ha sido una decepción —bromeó él, mientras ataba las dos
piedras con el hilo.
La indignación de Nur se transformó en enfado. Mucha gente, incluso
famosos, habían pagado para verla bailar. Intentó controlar sus emociones
negativas, relegando su ego a la celda donde trataba de mantenerlo a raya.
—Me alegro de que no te guste mi cuerpo, las dosis de humildad nos
convierten en mejores personas y nos acercan a Allah.
—Quería decir que ha sido una decepción que esta poza no fuera más
profunda.
Nur sintió una sacudida de excitación que estuvo a punto de volver a
desatar su ego. Se esforzó por mantenerlo enjaulado.
—Sí, qué pena que no sea más profundo. Así te explotaría la cabeza al
bajar.
Mahmed sonrió mientras dejaba a un lado el chaleco y la camiseta,
exhibiendo su marcada musculatura como un pavo real.

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—Supongo que no te importará que me desnude —acompañó la disculpa
con una sonrisa—, tú ya vas medio desnuda.
—Haz lo que quieras. —Ella desvió la mirada al lago.
—Es que no llevo calzoncillos.
Nur notó la indignación subir por su garganta, como la lava de un volcán.
Consiguió controlarse antes de vomitar los insultos que se agolpaban en su
lengua.
—No me extraña, supongo que no habrá mucho que sujetar.
—Era una broma.
Él se quedó en ropa interior. Ató el hilo a su muñeca y le entregó a ella la
otra punta.
—Mantén esta cuerda tensa y cada veinte segundos, da un par de tirones.
Yo responderé de la misma forma si sigo consciente. Si no lo hago, sácame de
ahí abajo.
—No llevo reloj.
—Pues cuenta hasta veinte. —Él la miró con intensidad—. ¿No me deseas
suerte?
—Suerte.
—Esperaba algo más efusivo. —Se acercó a ella—. Quizás un beso
apasionado.
—¿Qué tal un rodillazo en los testículos?
—Creo que me conformaré con tus buenos deseos.
Mahmed sacó de su morral un trozo de algodón que se puso en los oídos.
Sentado en el borde de la poza, metió las piernas y respiró profundamente.
Nur observó su cara de preocupación y comprendió que el objetivo de sus
bromas era, en gran parte, liberar tensión.
Mahmed saltó dentro y quedó flotando en la superficie, la densidad del
mercurio no le permitía sumergirse. Comenzó a hiperventilar y, con la última
inspiración, tiró de las dos piedras que había atado para que lo arrastraran a
las profundidades. Notó el aumento de presión en el cuerpo y un pinchazo
agudo atravesó su frente, como si le clavaran un cuchillo entre los ojos. Las
piedras tocaron fondo. Estaba mareado y su mente quedó en blanco. Dos
tirones en la muñeca le recordaron cuál era su objetivo. Respondió de forma
automática y tiró de la otra cuerda para acercarse al fondo. Lo palpó, como un
ciego que explora un lugar desconocido. La roca era suave y dura, sin tierra ni
piedras sueltas, parecía excavada a golpe de pico. Advirtió otro tirón en la
muñeca y envió la respuesta acordada. El pinchazo de la frente se extendió a
los dos ojos. Arrastró las piedras hacia el centro del lago, palpando con la otra

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mano cada centímetro de la roca. El dolor avanzó por el cuero cabelludo, a la
vez que fluía por la nariz y la boca para anidar en los dientes como una caries
negra, profunda e infectada. Un espasmo le recorrió el pecho y estuvo a punto
de abrir la boca en busca de una bocanada de aire; gracias a Allah, recordó
que solo encontraría un trago letal de mercurio. Dos nuevos tirones en la
muñeca. Le costó coordinar sus movimientos para contestar y avanzó un poco
más por el suelo. El dolor era insoportable, creía que se iba a desmayar de un
momento a otro. Golpeó algo con la mano, que se deslizó sobre el fondo
rocoso. ¿Sería lo que buscaba? Le dolían los ojos y los dientes, la cabeza le
iba a explotar y le faltaba el oxígeno. Otro espasmo le sacudió los pulmones y
le obligó a expulsar parte del aire. Se esforzó por mover la mano en busca de
aquel objeto. Su dedo rozó algo metálico. Un nuevo tirón en la muñeca. Los
espasmos eran tan seguidos que no los controlaba. Volvió a expulsar aire.
Alargó la mano para alcanzar el objeto, pero lo detuvo un tirón aún más fuerte
en dirección contraria. No había contestado y Nur trataba de sacarlo. Con un
último esfuerzo, lanzó la mano y cerró el puño sobre algo alargado. Soltó las
piedras y se dejó arrastrar hacia la superficie mientas los espasmos le
obligaban a vaciar los pulmones.
Sacó la cabeza con desesperación y tomó el aire a mordiscos. Nur lo
acercó a la orilla y lo ayudó a salir. Cayó bocarriba, respirando agónicamente,
mientras ella le limpiaba la cara con ternura. Entonces, Nur lo besó en la
boca. Él abrió los ojos y la miró sorprendido, llevó una mano a su pelo y la
acarició con suavidad. Nur se separó de él, avergonzada.
—¿Es la recompensa por jugarme la vida?
—Creía que te estabas muriendo —mintió ella—. Solo intentaba hacerte
la respiración boca a boca.
Mahmed se incorporó y Nur le señaló la cara con preocupación. Él llevó
una mano a su bigote y los dedos le revelaron que sangraba por la nariz. La
cabeza comenzó a darle vueltas y cayó sin sentido.

—¿Estás bien? —Nur había mojado su pañuelo en el agua de la fuente y le


lavaba la cara.
—Creo que sí. —Mahmed se incorporó despacio, paladeando el recuerdo
del beso. La miró a los ojos, buscando algún indicio que le revelara si había
sido real o un simple sueño—. Siempre me pasa cuando sangro. No tengo
ningún problema con la sangre de los demás, pero si veo una gota de la mía,

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caigo fulminado. No lo puedo evitar. —Él se tocó la nariz—. Si no hay
hemorragia, no hay problema.
—Mira. —Nur le acercó una daga que parecía de oro—. Es lo que has
encontrado en el fondo del lago. —La desenvainó y le mostró la afilada hoja
—. Tiene una inscripción en árabe: «Aightial 411».
—Magnicidio 411 —tradujo él.
—¿Crees que se utilizó en un magnicidio?
—Estamos en la casa de los nizaríes, que dieron origen a la palabra
magnicidio en inglés: assassination. —Las palabras salían con dificultad de
su boca, todavía le faltaba el resuello.
—Tal vez el número haga referencia a un año.
—El 411 del calendario musulmán corresponde al 1021 del gregoriano.
—Según la cuenta atrás y el mapa de la calabaza, el siguiente lugar al que
debemos ir es El Cairo —anunció Nur—. Y sé muy bien quién murió allí,
asesinado, en el año 1021.

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Capítulo 15
Cómo resolver un asesinato histórico

El Cairo, Egipto

Desayunaban en la terraza de un hotel con vistas al Nilo, en la ciudad de El


Cairo. La Biblia y el péplum[3] habían hecho que Nur imaginara aquel río
serpenteando entre palmeras y pirámides, plagado de letales cocodrilos. Sin
embargo, las pirámides de su imaginación habían sido reemplazadas por un
hervidero de edificios modernos y ajados, y los cocodrilos, por barcos
turísticos y todo tipo de basura. Aquel no era El Cairo histórico, sino la parte
nueva de la ciudad; por desgracia, desde allí no podían ver las pirámides ni la
Ciudadela de Saladino.
Habían llegado al hotel a las tres de la madrugada, después de un viaje de
siete horas en avión de línea regular.
Cuando salieron del jardín secreto por la escalera de caracol de la
biblioteca de Alamut, aparecieron en la parte trasera de la cueva que
albergaba el improvisado restaurante de menú único. Tuvieron que mover una
pesada piedra, que, con sigilo, colocaron de nuevo en su sitio y escaparon del
restaurante mientras los chavales los miraban sin comprender de dónde salían.
El viejo guía tomaba un reconfortante plato de guiso, mientras esperaba a la
policía. Por suerte, aún tardarían un rato en llegar a aquel paraje perdido.
En el coche, Mufîd puso el GPS para dirigirse a una dirección de Teherán,
y se acomodó en la parte trasera. Mahmed condujo rápido y, en el camino, le
contaron los descubrimientos. Cuando llegaron a la casa que buscaban, un
hombre tan delgado como un sable les abrió la puerta. Dedicó una mirada de
desaprobación a Nur y le entregó una abaya que guardaba en el armario de la

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entrada. Ella se la puso sin rechistar. El silencio, la oscuridad y la rigidez
reinaban en aquella casa. De otra habitación, llegaban algunas voces
susurrantes de mujeres y niños, pero no salieron en ningún momento.
Acompañaron a Mufîd a un dormitorio y el hombre les dijo que no se
preocuparan, que sabía lo que debía hacer. Mufîd les entregó dinero y les
previno de utilizar tarjetas de crédito. Un coche les esperaba en la calle y los
llevó al aeropuerto.
Aunque habían llegado a El Cairo casi a las tres de la madrugada, Nur se
había levantado temprano para realizar sus oraciones. Sobre la mesa del
desayuno había pan de pita con huevos fritos y falafel, todavía sin tocar.
—He preguntado en el hotel y he llamado a la oficina de turismo. —
Mahmed parecía agotado como un halcón después de una jornada de caza—.
Nadie conoce dónde está enterrado el califa Al-Hakim. La historia oficial
cuenta que lo asesinaron mientras paseaba por las colinas de Mokattam y
tiraron su cuerpo a un pozo. Nunca apareció el cadáver. Los drusos creen que
su cuerpo lo escondió Dios y volverá al fin de los tiempos para convertirse en
el Mahdi.
—Según la carta de Ibn Arabi, el símbolo sufí que corresponde a El Cairo
es la Perla. ¿Te dice algo?
—No. —Mahmed se mostró pensativo.
—«Fuera del océano, como nube de lluvia, ven y viaja, pues, si no viajas,
nunca llegarás a ser perla» —recitó Nur—. Es del poeta sufí Farid al Din
Attar.
—Supongo que habla de la importancia de conocer otras culturas, otras
personas, otras formas de vida.
—En parte sí —confirmó ella—, para los sufíes era muy importante
recorrer mundo. —A pesar de ser una iniciada en el sufismo, hasta ahora
nunca se había decidido a viajar—. Sobre todo, sus palabras hacen referencia
a la tariqa, a la senda sufí, al viaje espiritual.
—«Llegarás a ser Perla» —repitió él—. ¿La Perla representa entonces la
pureza de espíritu?
Nur cerró los ojos, recordando una poesía del poeta persa Mahmoud
Shabestari.
—«El Ser es el mar; el habla, la orilla; la concha, las letras; la perla, el
conocimiento del corazón». —Abrió los ojos, Mahmed permanecía con la
mirada atrapada en su rostro—. Shabestari cuenta en una fábula que pequeñas
ostras suben a la superficie del mar con las primeras precipitaciones de la

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primavera. Allí abren las valvas para recibir la gota de lluvia, que transportan
a las profundidades del mar y la convierten en Perla.
—La gota de lluvia representa el conocimiento divino —entendió
Mahmed.
—Vas progresando —sonrió ella y él asintió—. La ostra hace referencia a
los viajeros en la Senda sufí y la subida a la superficie del mar simboliza el
ascenso espiritual. El poeta sufí, como la ostra, adquiere el conocimiento
divino y lo convierte en arte tangible a través de la poesía.
—La perla representa lo valioso oculto en el interior —comentó Mahmed.
—Es un símbolo de la perfección, tanto por su forma esférica, como por
su color blanco.
—Eso significa que tenemos que buscar la perfección en esta ciudad de El
Cairo.
Un almuecín llamaba a la oración desde los altavoces de algún minarete
cercano.
—¿Cómo sabían los hombres del príncipe dónde estábamos? —Nur
llevaba un buen rato dándole vueltas a aquella pregunta.
—Mufîd los mató a todos, no puede ser un traidor. Solo quedamos tú y
yo. O nos han puesto un localizador o uno de los dos trabaja para el príncipe.
—¿Dudas de mí? —Ella lo observó con suspicacia.
—Cumples todos los requisitos para ser una mujer fatal —bromeó él,
mientras la miraba a los ojos, con intensidad—. Guapa, culta, encantadora, de
conversación fascinante y movimientos seductores; de cuerpo tentador y
mirada cautivadora. Una hechicera capaz de embrujar a cualquier hombre,
capaz de despojarlo de la razón y obligarlo a seguir tus pasos como una
graciosa mascota desprovista de voluntad. Y, además, feminista.
—Si no fuera por lo de feminista, pensaría que intentas ligar conmigo.
—No digas tonterías, intentar ligarme a una feminista sería como intentar
comerme a un león hambriento.
Ella se rio. Otra vez seria, tomó la mano de Mahmed.
—No va a ser fácil negociar con los cármatas, ni con el príncipe. —
Parecía preocupada—. Mi hermana tiene pocas posibilidades de salir viva de
esto… Y nosotros también. Quizás, ahora que hemos dejado atrás a Mufîd,
podríamos escapar.
—Nos acabarían encontrando unos u otros. Además, creo que no es eso lo
que deseas.
—Estoy asustada, todas las noches tengo pesadillas horribles y cada día
pienso que va a ser el último. Sin embargo, tienes razón, quiero saber qué

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oculta esa carta y quiero liberar a mi hermana. Pero a ti no te retiene nada
aquí.
—Bueno, nunca he probado la carne de león.
—Eres incorregible. Es imposible mantener una conversación seria
contigo.
—Está bien. —Él estiró la espalda y comenzó a desayunar—. Todavía no
me has dicho qué crees que oculta la carta ni qué buscamos —le reprochó—.
¿Aún no estoy preparado para saberlo?
—No. —La respuesta de ella fue seca y cortante.
—Lo más probable es que sea una tontería —él no se amilanó—, algo
simbólico, otro poema, quizás. Puede que no encontremos nada porque se
haya destruido con el paso del tiempo.
—Algo me dice que no es así.
—Entonces, sigamos con la búsqueda. Quedan tres días para el atentado.
El tiempo se acaba.
—Sí —admitió ella con tristeza—. Debemos centrarnos en el asesinato de
Al Hakim. Quizás nos conduzca a la Perla.
—Lo único que sabemos es que murió en las colinas de Mokattam.
Pidieron un taxi en el hotel y le indicaron que los llevara al pueblo de
Mokattam.
—¿Quieren ir a la ciudadela? —preguntó el taxista, mientras arrancaba.
—A las montañas —respondió Mahmed.
—¿A la iglesia de la cueva? —preguntó sorprendido.
—No lo sé. —Mahmed reflexionó. Una cueva podía simbolizar una ostra
que guarda un secreto en su interior, una perla.
—San Simeón es la iglesia cristiana más grande de Oriente Medio. La
construyeron en los años setenta, como lugar de reunión para los cristianos
coptos. Lo más espectacular es su anfiteatro dentro de una cueva, con
capacidad para más de quince mil personas.
Nur pensó que aquello era un ejemplo de justicia poética. El califa Al-
Hakim había perseguido a los cristianos durante su reinado y ahora, en el
lugar donde murió, se levantaba la iglesia más grande del territorio islámico.
—Es la principal atracción turística en la Ciudad de la Basura.
—No pensaba que hubiera turismo en la Ciudad de la Basura —exclamó
Mahmed.
Un coche se cruzó en mitad de la calle, el taxista dio un volantazo, golpeó
el claxon y escupió unos cuantos improperios. Nur se sujetó al asiento
delantero con cara de preocupación.

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—Los turistas buscan curiosidades y experiencias distintas —continuó el
taxista, como si nada—. Los Zabbaleen son los recolectores de basura más
eficaces del mundo. Reciclan más del ochenta por ciento de los residuos,
mientras que las empresas occidentales no alcanzan ni el veinticinco. Y todo
ello, sin la ayuda del gobierno. Descienden de familias de granjeros que
perdieron sus tierras en los años treinta y llegaron a la ciudad en busca de un
medio de vida. Y lo encontraron, vaya si lo encontraron. Recogen la basura
puerta por puerta, la llevan a su poblado y la clasifican. Con los residuos
orgánicos alimentan a los animales y el resto lo venden como materiales
reciclados. —El chófer dio otro volantazo y pitó a un peatón que cruzaba por
un paso de cebra—. Miren a su izquierda. —Golpeó el cristal de la puerta con
los nudillos—. La mezquita del sultán Hassan. Eso sí que es una obra de arte.
La mezquita más grande y más bonita del mundo. Déjense de iglesias y vayan
a la mezquita.
El templo tenía un color dorado que parecía resplandecer con luz propia,
reflejando los rayos de sol en la cúpula y el minarete. Si no tuvieran tanta
prisa por evitar un atentado y que un príncipe sádico se convirtiera en el
Mahdi, a Nur le habría encantado visitar la mezquita, la Ciudadela y las
pirámides. Siempre había sentido miedo a viajar, a salir de España, miedo de
no poder volver.
—¿Es peligroso ir a la Ciudad de la Basura?
—Es desagradable porque apesta como el culo de un camello, pero
peligroso no. Por suerte, no tiene nada que ver con la Ciudad de los Muertos.
Al escuchar ese nombre, Nur sintió un escalofrío.
—La Ciudad de los Muertos. —Y sin saber por qué, comprendió que era
allí donde tenían que ir.
«Déjense de iglesias y vayan a la mezquita».
La frase del taxista se repitió en su mente. Tenía razón. No encontrarían el
secreto que buscaban en una montaña dominada por cristianos ni en una
iglesia del siglo XX. Otra cosa diferente era el cementerio más grande de todo
Egipto.
—Llévenos a la Ciudad de los Muertos.
Mahmed la miró sin comprender.
—¡Ah, no! —exclamó el taxista. Frenó en seco y los coches que venían
detrás lo esquivaron y le pitaron con indignación—. Yo no me meto en la
Ciudad de los Muertos. Como mucho, los dejo cerca de la entrada.
—De acuerdo —aceptó Nur—. Déjenos en la entrada.

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El taxista arrancó de nuevo. Mahmed miró a Nur, esperando una
explicación.
—Acabo de entenderlo —dijo ella—. Estábamos obsesionados con
encontrar el lugar donde murió Al-Hakim. Sin embargo, Ibn Arabi nos dejó el
arma del crimen, la primera pista para resolver un asesinato. Y resolver un
asesinato consiste en encontrar al asesino.
—¿Y quién mató a Al-Hakim?
—Su hermana, Sitt Al-Mulk —respondió Nur—. Es un personaje que me
fascina. Aunque no es muy conocida, debería ser un símbolo del feminismo
árabe. Al-Hakim fue un gobernante excéntrico y caótico. Tomó medidas
drásticas y sin sentido, obligó a la gente a trabajar por la noche y dormir
durante el día y eliminó a todos los perros de Egipto. Prohibió a las mujeres
salir de casa y persiguió sin descanso a los judíos y a los cristianos, mató a
muchos de sus visires, incluso a su tutor. La iglesia del Santo Sepulcro, en
Jerusalén, estaba en esos tiempos en poder del califato fatimí y él la destruyó.
—Un califa encantador.
—Su hermana intentó que cambiara la política, consciente de que daría
lugar a una rebelión que acabaría con su dinastía. En lugar de escucharla, Al-
Hakim la acusó de adulterio, que estaba castigado con la pena de muerte. Pero
ella fue más rápida y, antes de que la ajusticiara, contrató a un asesino. Y ya
sabes cómo acabó la historia. Al-Hakim desapareció mientras daba un paseo
por las colinas Mokattam. Solo encontraron el burro que montaba, cubierto de
sangre.
—¿Eso es para ti el feminismo? —atacó Mahmed—. Matar a los hombres.
—Si es en defensa propia, sí —afirmó ella—. Mahoma, la paz sea con él,
fue a la guerra para defender a la umma. La violencia debe ser siempre la
última opción, pero es una buena opción cuando no te queda otra. Tras la
muerte de su hermano, Sitt Al-Mulk gobernó como regente de su sobrino,
algo insólito en el mundo islámico. Dicen que fue una gobernanta justa y
querida por el pueblo, que restableció los derechos de las mujeres y la
aceptación de la diversidad religiosa.
—Entonces, debemos buscar la tumba de Sitt Al-Mulk y crees que se
encuentra en la Ciudad de los Muertos.
—La Ciudad de los Muertos es el principal cementerio en El Cairo. Allí
se aglutinan las tumbas de importantes políticos, generales o familiares de
califas, con las de gente del pueblo llano. Sitt Al-Mulk fue gobernadora
regente, no califa. Su tumba estará allí.

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A pesar de que cada vez había más turistas interesados en visitar la
Ciudad de los Muertos, Nur sabía que no existía una guía de mausoleos,
panteones o tumbas importantes. La gente que la habitaba, había llegado allí
tras la guerra árabe-israelí de 1967. A diferencia de los recolectores de basura,
encontraron un refugio más práctico en el interior de las construcciones
funerarias, muchas de ellas techadas, incluso lujosas, y sus ocupantes no se
quejaban por la inesperada compañía. Sin embargo, los nuevos residentes de
la Ciudad de los Muertos no hallaron un medio de vida que los sacara de la
extrema pobreza. Vivían en condiciones penosas, de hambre y falta de higiene
que, acompañados por el miedo al desalojo, los convirtieron en personas
agresivas y peligrosas.
El taxista detuvo el coche al inicio de una calle.
—Hasta aquí es donde puedo llegar. Y no les aconsejo que continúen más
allá sin un guía que conozca la zona.
Le dieron las gracias por la información y pagaron la carrera. Observaron
un muro medio derruido que, en otros tiempos, debía de marcar los límites del
cementerio, separando el espacio de los vivos y los muertos.
—Que Allah nos ayude.

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Capítulo 16
La ciudad de los muertos

El Cairo, Egipto

Avanzaron por la calle de tierra, flanqueada por los muros de las casas
construidas con piedras o bloques de cemento, al lado de hileras de tumbas y
lápidas, como un espeluznante aviso de lo que esperaba a los visitantes
fortuitos.
—A mi hermana le encantaría adentrarse en este lugar. A mí, me da
pánico —susurró Nur.
—No es tu hermana la que está aquí. —Mahmed no tuvo fuerzas para
hacer alarde de su humor. Deseaba acabar la misión de una vez para poder
decirle la verdad sobre Rocío.
Escucharon unas risas inquietantes detrás de unas estelas funerarias. A
Nur se le encogió el corazón. Después de Damasco y Alamut, comenzaba a
aceptar el peligro, aunque no a acostumbrarse a él.
Un par de niños corrieron desde detrás de una lápida a la siguiente, uno a
cada lado de la calle, como si jugaran al escondite. Sus risas infantiles tenían
un punto siniestro, amenazador, una declaración de diabólicas intenciones.
Mahmed se acercó a uno, que cruzó la calle corriendo para huir de él y
reunirse con el otro.
—¡Espera! —exclamó Nur y le mostró unas monedas como reclamo—.
Necesitamos vuestra ayuda.
Los chicos sacaron la cabeza con desconfianza por encima de la lápida.
Iban despeinados y sucios, como alimañas salvajes en mitad del desierto. Uno

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de ellos abandonó la seguridad de su escondite con cierto recelo, le arrebató
las monedas a Nur y volvió a toda velocidad a su refugio.
—Tengo más —los tentó Nur.
Los niños se plantaron uno a cada lado de la lápida, a cuerpo descubierto.
—Buscamos la tumba de Sitt Al-Mulk —explicó ella—. ¿Os suena?
Negaron con la cabeza.
—Una perla —intervino Mahmed—. ¿Sabéis qué es una perla?
—Claro. Si tenéis perlas, no queremos monedas. —El chico alargó la
mano con cara inocente.
—No tenemos perlas —continuó Mahmed—. Estamos buscando algo
parecido a una perla. —Los chavales lo miraban sin comprender—.
Buscamos algo valioso, dentro de un recipiente.
—Ah, ya. —Uno de los chicos le dio un codazo al otro y le susurró al
oído.
Corrieron hasta el siguiente cruce, levantando polvo con sus pies
desnudos, y les hicieron un gesto para que los siguieran. Mahmed y Nur
caminaron tras ellos a paso ligero.
—Atenta, también nos pueden llevar a una emboscada.
La ropa tendida velaba las tumbas, como cuerpos espectrales colgados en
cuerdas que iban de una lápida a otra; los andamios improvisados con tubos
de hierro suponían enclenques apoyos para paredes que amenazaban con
derrumbarse; varios coches destrozados, sin ruedas ni cristales,
desempeñaban el papel de contenedores de basura. Pasaron junto a algunas
casas de dos plantas, de aspecto tétrico y fachadas oscuras, parecían réplicas
de mansiones encantadas.
Los chicos cruzaron la puerta de un muro de piedra que rodeaba un
macabro jardín, las lápidas crecían junto a los árboles, como flores siniestras.
Uno de ellos subió la exigua escalera de un panteón, mientras que el otro los
vigilaba desde la entrada. Ellos pasearon entre la colorida ropa tendida, las
bicicletas sin ruedas y los trozos de chatarra, leyendo los nombres de las
tumbas.
El chico salió acompañado por un hombre con barba y turbante que
llevaba en la mano una cesta de mimbre y una flauta.
—La perla —anunció el niño, señalando la cesta. El hombre se sentó
delante de ella con las piernas cruzadas y comenzó a arrancar animadas notas
de aquel instrumento de madera.
—Es un encantador de serpientes —explicó Mahmed, divertido—. He
visto algunos en la India, aunque están en decadencia desde que prohibieron

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tener serpientes en cautiverio.
—No me gustan las serpientes. —La cabeza de una cobra emergió del
interior del cesto y Nur sintió un escalofrío.
—No dirás que son la representación del demonio, porque eso sería
equivalente a pensar que las mujeres sangráis por la regla como castigo por el
Pecado Original.
—No es eso —ella se estremeció—. Simplemente no me gustan. Me dan
repelús.
—A mí me encantan todos los animales —exclamó él—. Son mucho más
predecibles que las personas.
La serpiente se elevaba en el aire y se balanceaba al son de la música del
encantador.
Mahmed notó un roce en la pierna y vio a los dos chicos huir de su lado.
Se echó las manos al morral, temiendo lo peor.
—¡Por mil djinns! —exclamó—. Me han robado el pasaporte y la cartera.
Nur buscó en los bolsillos de su túnica.
—A mí también.
—¡Y la daga de oro!
Los persiguieron por la calle, levantando nubes de polvo del suelo
desnudo. Los chavales intentaban despistarlos y entraron en el patio de otra
casa, también decorado con lápidas y algún sarcófago, aunque con una
vegetación más seca y descuidada. Un hombre, que asaba un gato en la
hoguera, les dedicó una mirada desconfiada y furibunda. Arrancó una pata del
animal y la mordió con fruición, anunciando que pelearía hasta la muerte por
el estupendo manjar. Los chicos subieron a una estela funeraria y saltaron el
muro. Ellos los siguieron. El nuevo jardín rodeaba un solemne mausoleo
construido con sillares de piedra. En la entrada, un arco de herradura
enmarcaba un ventanuco sobre una desvencijada puerta de madera que apenas
se sostenía en las bisagras. Los niños corrieron al interior y ellos se
detuvieron al escuchar un gruñido y varios ladridos rabiosos y amenazantes.
Tres perros marrones, de orejas puntiagudas y aspecto famélico, caminaban
hacia ellos con el lomo erizado y los dientes desenfundados.
—¡Corre! —gritó Mahmed y se dirigieron al panteón.
Los animales los persiguieron, lanzando espeluznantes dentelladas al aire.
Nur cruzó el umbral del mausoleo y Mahmed cerró la puerta, cuando los
perros metían el morro entre las hojas de madera. Mahmed empujó con las
manos, mientras buscaba el cerrojo, pero no había. La puerta crujió con las
embestidas, la madera podrida y resquebrajada no aguantaría mucho.

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—¡Mira! —exclamó Nur a su espalda.
Un rayo de sol se derramaba desde la ventana y, como una señal divina,
envolvía una sepultura de mármol blanco con un resplandor mágico.
Mientras detenía las embestidas de los animales, Mahmed miró a Nur
emocionado. ¡Aquel féretro tenía forma de ostra!
—Creo que es lo que estamos buscando.
—Algo me dice que sí. —Ella dibujó una amplia sonrisa.
Los ladridos aumentaron en intensidad, reforzados por los atroces
gruñidos y los arañazos en la madera. La puerta crujió y el listón de abajo
cayó al suelo.
—¡Date prisa! —gritó él—. ¡No creo que aguante mucho!
—Guíame por el camino recto —suplicó ella a Allah y se arrodilló frente
al sepulcro para meditar.
¡Guau! ¡Guau! ¡Grrrrr! ¡Zasss! ¡Pummm! ¡Guau!
—¡Por mil djinns! —Mahmed estaba agobiado—. ¡Abre esa maldita
tumba!
Nur bloqueó los sonidos, los olores y los miedos, y dejó la mente en
blanco.
¡Guau! ¡Grrrrr! ¡Zasss!
Los sonidos le llegaban amortiguados, como notas lejanas de una flauta
amordazada con la sordina.
En su interior, caminó en dirección al Uno. Conforme avanzaba, la
respuesta a sus pesquisas se moldeaba en su cabeza con los materiales que
componen los sueños. Nur nadaba en el fondo del mar como una sirena,
ganando velocidad con el movimiento cimbreante de sus brazos y piernas, tan
efectivos como las aletas y la cola de un delfín. Una ostra gigante abrió sus
valvas frente a ella, dispuesta a engullirla, pero Nur desenfundó un cuchillo y
atravesó el corazón del molusco.
—¡Date prisa!
¡Guau! ¡Grrrrr! ¡Guau! ¡Zasss! ¡Grrrrr!
Nur abrió los ojos. La tumba con forma de ostra se elevaba frente a ella,
como un presagio de su macabro destino. A la vez, le ofrecía la esperanza de
avanzar en la investigación.
—Necesitamos la daga —explicó—. Creo que es una llave.
—¡Busca a los niños!
Uno de los muchachos surgió de detrás del féretro, desenvainó la daga y
le apuntó.
¡Guau! ¡Zasss! ¡Guau! ¡Grrrrr!

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—No tengas miedo. —Nur levantó las manos en son de paz—. No te voy
a hacer daño. —Aquel chico parecía un animal acorralado, armado con un
aguijón mortal—. Puedes quedarte la daga si quieres, solo necesito que abras
el sarcófago.
El chaval blandió el cuchillo con movimientos fieros.
—¿Que lo abra cómo? —preguntó.
Nur señaló al niño un orificio en la parte delantera de la ostra de mármol.
—Tienes que meter aquí la daga.
La obligó a retroceder con movimientos amenazadores y, sin quitarle los
ojos de encima, introdujo el puñal en el agujero.
—Intenta girarlo, como una llave —le indicó ella con expectación.
Un chasquido liberó la parte superior de la ostra. El chico sacó la daga y
la dirigió hacia ella.
—¿Me la puedo quedar?
—¡No, no te la puedes quedar! —gritó Mahmed—. ¡Esa daga debe estar
en un museo!
—Sí, te la puedes quedar. —Nur ignoró el comentario de su compañero
—. Pero nos tenéis que devolver los pasaportes.
—Los hemos tirado —confesó el chico y corrió hacia la puerta del fondo,
que daba acceso a otra estancia.
—¡Esa daga está maldita! —gritó Mahmed.
El chico paró en seco y los miró.
—Si quieres librarte de la maldición tendrás que devolvernos los
pasaportes —improvisó Nur.
—Los hemos quemado. —El chico miró la daga, dudando.
—No pienso decirte cómo librarte de la maldición —amenazó Mahmed.
—Los pasaportes son para viajar, ¿no?
—Sí.
—Tengo otra idea. —El chaval desapareció en la habitación contigua.
Nur meneó la cabeza con resignación y levantó la valva de la ostra.
Dentro solo encontró polvo. Si era el féretro de Sitt Al-Mulk, el cadáver se
había desintegrado. Extendió la mano como un rastrillo para remover los
restos. Un anillo surgió a la superficie, rodeando un pequeño y alargado palo
negro. ¡Era un dedo humano! Sintió una arcada y dio un paso atrás.
¡Guau! ¡Guau! ¡Zasss!
La puerta crujió de nuevo.
—¡Por cien mil djinns! ¡Date prisa!

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Nur recordó el jueguecito con el dedo del príncipe en el Batmóvil y
contuvo las náuseas. Si fue capaz de manejar un dedo recién cortado, no se
iba a amedrentar ahora por otro de varios siglos. Hundió la mano en el polvo.
Esta vez, arrastró hasta la superficie una lámina fina y suave. Era un círculo
de piedra negra que cabía en la palma de la mano y dejaba pasar la luz, como
los filtros de los focos que iluminaban sus espectáculos. Tenía algo especial,
desbordaba energía.
—Creo que lo he encontrado —anunció.
Mahmed sudaba, haciendo fuerza contra la puerta.
¡Guau! ¡Zasss! ¡Grrrr!
—Es un círculo de piedra negra pulida. —Lo elevó hacia él.
—¡Tenemos que salir de aquí! Lo estudiaremos después.
¡Guau! ¡Guau! ¡Zasss!
La puerta crujió y cayó un trozo de madera, dejando un agujero. Uno de
los perros metió el morro y enseñó los dientes, rabioso.
—¿Y cómo vamos a salir? —preguntó ella.
—Busca por dónde ha salido el niño.
En la otra estancia, Nur encontró un par de sarcófagos de mármol más
modestos, de formas rectas y simples. Solo había una ventana estrecha por
donde cabía un niño y quizás ella, pero no Mahmed. Se preguntó si los chicos
habrían escapado por allí.
Volvió a la sala principal.
—Esta es la única salida.
¡Guau! ¡Zasss! ¡Grrrrr!
Mahmed la miró preocupado, sudando.
—Está bien. Escóndete detrás de la ostra. Voy a abrir.
—Esos perros están rabiosos. Nos matarán.
Él no quería ser el Mahdi. Hacía tiempo que había renunciado a mejorar el
mundo. Ahora, su única ilusión era regresar a su granja, con sus animales y
las pocas personas en las que aún confiaba. Mahmed fantaseó por un
momento con ser el elegido. El protagonista de la profecía no podía morir
devorado por unos perros.
—Debemos confiar en la voluntad de Allah —exclamó.
Su seguridad reconfortó a Nur, que seguía en pie cerca de la ostra.
Guíanos por el camino recto, suplicó a Allah.
Mahmed desenfundó su cuchillo y, de un salto, se situó delante de ella.
Los perros embistieron contra la puerta y entraron con el lomo erizado, en
posición de ataque.

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¡Grrrrr!
Mahmed, de rodillas, dejó el cuchillo en el suelo, como una ofrenda a
cambio de sus vidas. Las bestias avanzaron, con la boca abierta, babeando.
¡Grrrrr!
Mahmed siempre había tenido una conexión especial con los animales.
Por eso, estudió veterinaria y se dedicó después al mundo de la cetrería. Los
animales eran nobles, fieles, no decepcionaban. No podía decir lo mismo de
las personas.
La cara de su abuelo ocupó su pensamiento. Movió la cabeza para
borrarla.
¡Grrrrr!
Los perros, cada vez más cerca, necesitaban descargar su rabia antes de
tranquilizarse. Mahmed sacó del morral el señuelo que hizo para Mitra con las
alas disecadas de una paloma. Aunque hacía mucho que no lo utilizaba,
siempre lo llevaba encima, como la caperuza, las pihuelas o el resto de
material básico.
Sintió un pinchazo en el estómago al pensar en su toghrol, al recordar que
dio la vida por él.
Lanzó el señuelo hacia los perros, que ladraron y se enzarzaron en una
pelea para ganar el trofeo. Uno de ellos mordió la pata de otro y lo lanzó a un
lado, gimiendo y sangrando, mientras el tercero huía con el rabo entre las
patas. El perro ganador sujetó el señuelo con las garras y lo devoró con
satisfacción. Cuando concluyó el festín, se acercó a Mahmed, moviendo el
rabo a ambos lados.
—¿Cómo lo has hecho? —La sonrisa de Nur iluminaba su cara, como una
estrella brillante en mitad de la noche.
—Ya te lo he dicho. Me entiendo bien con los animales.
Acarició al perro por última vez y salieron a la calle.
Su alivio fue breve. Quedaba poco tiempo para el atentado y estaban
atrapados en Egipto.
—Sin los pasaportes, no sé cómo vamos a viajar —anunció ella—. El
siguiente destino es Al Hasa, en Arabia Saudí.
—Tengo una idea, debemos ir al Valle de los Reyes, en Luxor.
Necesitaremos un coche.
Un rugido inundó la calle y una moto entró en el jardín derrapando con un
chirriante frenazo. Los dos chicos desmontaron y la señalaron con una
reverencia.
—¿Ya no hay maldición? —preguntó el que conducía.

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Nur no supo qué contestar. Mahmed hizo un gesto teatral con los brazos.
—Ya no —confirmó Mahmed—. Gracias.
Los chavales la dejaron allí, con el motor en marcha.
—¡Eh! —gritó Mahmed—. ¿Y la daga?
—No está maldita, nos la quedamos. —Y se perdieron entre las tumbas
que eran su hogar.
—¿Crees que será robada? —comentó Nur.
—No lo sé y tampoco vamos a preguntar. Allah nos protege.
Mahmed subió a la moto y giró el puño, haciéndola rugir.
—Nunca me han gustado las motos —confesó él y ella recordó su
desastrosa actuación en Diriyah.
—Pues a mí me encantan. —Nur elevó una pierna en el aire y la pasó
sobre el manillar para sentarse delante de él—. Yo conduzco.
Mahmed dudó y le cedió el sitio. Nur apretó el acelerador y la moto salió
levantando una nube de polvo a su paso. Mahmed la agarró por la cintura.
—Eso que has hecho con los perros ha sido impresionante —lo felicitó
Nur.
Abandonaron la Ciudad de los Muertos, mientras esquivaba la basura y
los coches con giros suaves y rápidos.
—¿Por qué crees que te eligieron los cármatas para esta misión?
—Porque quieren detener el atentado que está preparando el príncipe, lo
mismo que yo.
—Creo que hay algo más que no me has contado.
Mahmed pensó en la conversación con Ahmad bajo la cuchilla gigante,
una prueba para demostrar que era el elegido.
—Los cármatas creen que yo soy el Mahdi.
Nur no se sorprendió.
—La profecía dice que el nombre del Mahdi será el mismo que el del
profeta, la paz sea con él. Tú llevas su nombre, aunque utilices el diminutivo
de Mahmed.
—Muhammad[4] es el nombre más común en el mundo islámico.
—La profecía dice: «El Mahdi, solo por agradar a Dios, toma a pecho el
trabajo y la misión de salvar a la humanidad» —recitó ella—. Tú eres
valiente, darías tu vida sin dudarlo por las personas que te importan, por llevar
a buen puerto esta misión. Ya lo has demostrado.
—Sí, soy valiente, guapo, inteligente, ágil, amable, sabio, sencillo,
honesto, humilde… Pero hay dos requisitos que no cumplo.
—¿Cuáles? —preguntó ella con interés.

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—En primer lugar, ser un buen creyente.
—Comprendo que te hayas separado de la religión —continuó Nur—. Le
sucede a mucha gente con buen criterio. El concepto de religión actual está
desvirtuado y corrupto. Quizás por eso Ibn Arabi ideó este periplo. Es tu
Tariqa, es el camino que debes recorrer para volver a la fe. ¿Cuál es el otro
requisito que no cumples?
—Que yo no quiero ser el Mahdi.
Nur, en silencio, reflexionaba.
—Quizás por eso seas el mejor candidato.
Tomaron la autopista de cuatro carriles que abandonaba la ciudad
bordeando el Nilo. El tráfico disminuía y Nur puso la moto a más de
doscientos por hora. Mahmed, sujeto a su delgada y firme cintura, pensaba en
sus últimas palabras.

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Capítulo 17
El diablo en el paraíso

La Meca, Arabia Saudí

Los caballos árabes son conocidos por su resistencia y su fuerte carácter. Para
evitar cualquier atisbo de rebeldía, los dueños deben establecer unas normas
muy claras desde el principio y así grabar a fuego el respeto y la fidelidad en
el cerebro del animal.
Por ello, Abdul-Rahman propinó una brutal paliza a Alanoud el mismo
día de la boda y la montó sin descanso durante dos horas. Después le expuso
la regla más importante de su matrimonio: ella viviría en el palacete de La
Meca y él volaría desde Riad cada viernes para visitarla. Le prohibió hacer
preguntas y omitió explicarle que su verdadero hogar estaba en la Alhambra,
donde disponía de todas las comodidades, incluso las destinadas a satisfacer
sus perversiones más truculentas.
Había pasado una década desde entonces y la boca de Alanoud jamás
moldeó una interrogante en su presencia.
El palacete de La Meca era una pequeña fortaleza de dos plantas,
delimitada por un alto muro y un agradable jardín con palmeras. Dos guardias
vigilaban la puerta principal con órdenes de que nadie entrara ni saliera sin su
consentimiento. El recibidor lo acogió con un fresco aroma a violetas, la flor
preferida de su mujer.
Mientras sus guardaespaldas eran agasajados por dos criadas indonesias,
Abdul-Rahman entró en el amplio salón para las visitas y se acomodó en un
sillón. Al rato, llegó Alanoud seguida de sus tres hijas, como un vistoso cisne
conduciendo a sus polluelos. Abdul-Rahman contempló los grandes ojos

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rematados con cejas gruesas, la nariz roma, los pómulos altos y los labios
generosos. Tenía un rostro perfecto. Su cuerpo, sin embargo, había perdido
firmeza después de los partos y eso le desagradaba.
Las niñas se acercaron para que las besara en la frente y tomaron asiento
en el sofá, con su madre.
—¿Qué tal se han portado? —preguntó él.
—Nabiha ha suspendido varios exámenes; Mawiya es trabajadora y se
porta bien; y Anaan… —Un toque de resignación acompañó a sus palabras.
Abdul-Rahman observó a la niña regordeta de cinco años, que bajó la
mirada al regazo.
—¿Qué ha hecho esta vez?
—Esta mañana le ha quitado un peluche a Mawiya y se lo ha roto.
—¡Lo ha destrozado, papá! —La niña estaba a punto de llorar.
—Solo es un peluche, yo te traeré otro mejor el próximo viernes. Y tú,
Anaan, eso no está bien, has disgustado a tu hermana y a tu madre. Si te
portas mal, te dejaré en medio del desierto para que el monstruo de Qutrub te
devore con sus dientes de lobo. —La niña se estremeció—. Y ahora,
dejadnos.
—No, papá, un poco más —suplicó la mayor.
—No me gusta repetir las cosas. —Su tono frío les heló la sangre con la
intensidad de una nevada en las montañas.
Las niñas agacharon la cabeza y una a una se despidieron.
—Nabiha, estudia mucho —le dijo él con tono cariñoso y continuó cerca
de su oído—. O aprende a copiar en los exámenes. —La niña asintió con una
sonrisa.
—Mawiya, cuida más de tus cosas. Y ten siempre presente que cuando
alguien te muerde, te ayuda a recordar que tú también tienes dientes.
La niña miró al suelo, con sumisión.
—Sí, papá.
Llegó la más pequeña de sus hijas.
—La próxima vez —le susurró—, procura que no te atrapen. —Y le
golpeó el trasero con una carcajada—. Marchad, quiero hablar con vuestra
madre.
Alanoud tocó una campanita y una sirvienta entró para recoger a las niñas.
—Supongo que no te quedarás a cenar.
—Tengo cosas que hacer.
—Tus hijas te echan de menos.
—Las hijas son de las madres —zanjó él rotundamente.

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—Lo siento.
Abdul-Rahman se acercó a ella y le levantó la barbilla con suavidad para
que lo mirara a los ojos.
—Y tú, ¿deseas pasar tiempo conmigo?
La pregunta la sorprendió. Hacía tiempo que las visitas de su marido eran
de cortesía y poco tenían que ver con el amor o el afecto.
—Quiero un varón —soltó Abdul-Rahman a bocajarro.
—Después de la cesárea de Anaan, el médico dijo… —suplicó Alanoud.
El príncipe frunció el ceño. No quería escuchar las cuestiones médicas de
su mujer.
—Si quieres seguir siendo la única esposa, dame un hijo.
La rabia de Alanoud pudo más que su miedo.
—Por mí, puedes casarte con la zorra esa que te acompaña a todas partes.
—Como puedes ver, hoy no ha venido. —Intentó suavizar el tono—. Y no
deseo casarme con ella.
Había gozado de Fawzia durante varios años y las secuelas de cada
encuentro estaban escritas en su cuerpo, como el hierro al rojo sobre el lomo
de una oveja. No, Fawzia ya no le proporcionaba placer carnal. Ahora tenía
otras funciones.
Recordó el hijo que no tuvo. Él llevó a Fawzia a la sala de curas de
palacio, donde un médico de origen europeo certificaba que las chicas
recluidas estaban sanas y eran vírgenes; también practicaba algunos abortos,
siempre en las primeras fases de gestación.
Sin embargo, Fawzia era lista y taimada, y le ocultó el embarazo hasta que
estuvo de cinco meses. El doctor le aconsejó que lo diera en adopción y se
negó a practicar el aborto, pero la mirada de Abdul-Rahman hizo que
cambiara de opinión y en menos de media hora lo tuviera todo preparado.
Fawzia suplicó piedad y gritó como una posesa, tanto que hicieron falta
cuatro hombres para sujetarla. El médico la durmió y le sacó el bebé.
«Vacíala», ordenó Abdul-Rahman y le extirpó también el útero y los ovarios.
Cuando la operación terminó, el príncipe miró sin pestañear el cuerpo
ensangrentado del pequeño: era un niño.
Permaneció en la estancia blanca y luminosa hasta que Fawzia despertó e
intentó soltar las correas que le inmovilizaban las muñecas y los tobillos. El
príncipe disfrutó con la decepción de sus ojos al comprobar que el volumen
de su vientre había desaparecido. Fawzia entró en shock y convulsionó como
una palmera sacudida por el Shamal. Cuando paró, tras unos inquietantes
segundos de calma, comenzó a reír, lanzando graznidos que helaban la

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sangre. Aquella fue la segunda y última vez que Abdul-Rahman había sentido
miedo.
Fawzia lo miró y él se hundió en el vacío de sus ojos.
—El dolor despierta nuestra verdadera esencia, mi príncipe. —Su voz era
áspera, como la lengua de un camello—. He comprendido que estoy aquí para
serviros.
Escupía las palabras, desprovistas de emoción.
—Hasta ahora, no os he servido bien, mi príncipe.
Abdul-Rahman pensó en las veces que la había golpeado, mordido y
flagelado.
—Soy vuestra sierva, la que verá y os guiará. El sacrificio de vuestro hijo
varón no será en vano.
Abdul-Rahman elevó la mano para abofetearla, pero la curiosidad lo
contuvo.
—¿Cómo sabes que era un niño?
—Yo haré que seáis proclamado Mahdi.
Abdul-Rahman pensó que se había vuelto loca. Sin embargo, ella le contó
la historia de un mensaje secreto en la carta de un místico antiguo. Le dijo que
debían encontrar lo que velaban aquellas palabras: una parte debería ser usada
y otra, destruida.
—Os ayudaré, mi príncipe. Así lo dicta el Universo, porque, sin quererlo,
ya habéis hecho vuestro sacrificio. Nunca más tendréis un hijo varón. A
cambio, si seguís mis consejos, el Universo os dará la inmortalidad.
Abdul-Rahman escuchó con recelo las palabras que escupía aquella boca
desfigurada. Esa fue la última vez que vio su rostro surcado de cicatrices.
Salió de la habitación y le indicó al guardia que la matara al amanecer y tirara
su cuerpo en la fosa común, con aquellas que lo desafiaron con su belleza y
perdieron la batalla.
Esa tarde, le comunicaron que la palabra Mahdi había aparecido entre los
millones de datos de mensajes que procesaban y formaba parte de una carta,
la misma que Fawzia le había anunciado. Comprendió que había subestimado
a aquella ramera loca y ajada. Y, tras ponerla a prueba, la erigió como su fiel
consejera, siempre oculta bajo un burka, unida al príncipe como una parte
visible de su espíritu oscuro.
A pesar de todo, Abdul-Rahman no renunciaría a engendrar un varón.
Aunque consiguiera la inmortalidad, los hijos son el papel del escriba, la
piedra del cantero, la bala en el arma de un soldado. Y, sobre todo, a él nadie
le negaba nada. Ni siquiera el Universo.

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Miró a su mujer con hastío. A pesar de los pechos grandes y las caderas
anchas, había resultado más inútil que un purasangre con la pata rota.
Engendrar hijos era su obligación. Si moría cumpliendo con ella, debería
sentirse orgullosa.
—Para adiestrar a un halcón, no hay nada mejor que hacerle pasar hambre
y someterlo a la oscuridad de la caperuza. —La amenaza de Abdul-Rahman
hizo que Alanoud rompiera a llorar. Él notó crecer la excitación.
—Señor —lo llamó un guardia tras la puerta de la sala—, tiene una visita
importante.
Abdul-Rahman dirigió una mirada de rabia a su esposa y caminó hacia la
entrada para abrir.
—Déjanos, mujer.
Alanoud salió con la cabeza gacha. El guardia bajó la vista, no era
apropiado mirar a una mujer a la cara, mucho menos, a la mujer del príncipe.
Aun así, sus zapatos y sus tobillos deleitaron su imaginación.
—¿Quién es?
El guardia salió de la ensoñación.
—El embajador de Estados Unidos.
Abdul-Rahman desató su ira.
—Este es el hogar de mi familia, es una falta de respeto.
El embajador era un hombre irritante. Solo habían quedado un par de
veces para negociar el acuerdo, siempre alejados de miradas curiosas.
Cerraron los detalles con intermediarios de confianza. Presentarse en la casa
de su familia era una imprudencia.
Tardó unos segundos en recuperar la calma y la sonrisa de dientes
perfectos, enmarcada por una cuidada barba. Ahí radicaba su encanto, en
camuflarse tras la máscara de un joven y educado príncipe.
—Está bien, que pase.
Michael Meigs atravesó la puerta con paso altivo bajo su traje occidental
impecable. A pesar del calor asfixiante del exterior y su ligero sobrepeso, no
sudaba. Pasaba ya los cincuenta y su perpetua sonrisa rivalizaba con la del
príncipe.
—Estimado Abdul-Rahman, no me contesta al teléfono y me he visto
obligado a volar desde Riad para localizarlo.
—Tú sabes que soy un hombre muy ocupado y que los viernes los reservo
para visitar a mi amada familia.
—Por supuesto, yo echo mucho de menos a la mía. —Una risa de hiena
escapó de sus labios—. ¿Cómo está Alanoud? ¿Y las pequeñas Anaan,

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Mawiya y Nabiha?
Abdul-Rahman sintió la ira explotar en sus entrañas. El tipo sabía que no
era correcto conocer ni mencionar el nombre de la esposa de otro. Contuvo la
rabia. Mostrar los sentimientos era un signo de debilidad, el fin del poder de
un hombre.
—Me sorprende tu visita.
—Y a mí me sorprende que su alteza aún no haya acabado con el
problema que nos preocupa a ambos.
—Tus hombres no fueron capaces de atraparla en España, no me culpes
de errores que no me corresponden.
—Nada más lejos de mis intenciones, alteza. Mis hombres no cumplieron
la misión y su sacrificio hizo que la serpiente llegara a vuestro territorio.
Ahora son vuestros hombres los que no logran cazarla, los mismos que
dejaron escapar al águila. El destino ha hecho que la serpiente y el águila
unan sus fuerzas, sin que vuestros hombres les den caza. No entiendo la
relevancia de la serpiente ni de esa carta, y no me importa. Lo que sí me
preocupa es la información del águila, que pone en riesgo el juego que nos
compete. Ruego a su alteza que solucione el problema de una vez. —Miró
desafiante al príncipe—. Es una súplica y una recomendación. La fecha de
nuestro divertido juego se acerca y mi país podría cuestionar si hemos elegido
bien a nuestro aliado.
—Sabes que has elegido bien —contestó con una sonrisa de
autosuficiencia.
—¿Quiere decir su alteza que mienten mis confidentes y ya los ha
atrapado?
—Lamentablemente, todavía no.
—Si yo me hundo, su alteza se hundirá conmigo. Y mi país buscará otro
príncipe a quien pagar las facturas.
—No hará falta, embajador. Sé dónde están. Pronto tú cazarás al águila y
yo aplastaré a la serpiente. Tú tendrás tu atentado, y yo seré el nuevo rey de
Arabia.
—Su alteza debería contener la lengua —dijo molesto—. Nunca sabemos
quién puede estar escuchando.
—Este es mi reino, Meigs, no lo olvides. —Abdul-Rahman extendió los
brazos—. Es mi hogar y mi templo sagrado, aquí solo imperan la ley de Allah
y la mía. —Miró al embajador a los ojos, a pocos centímetros de su cara—.
La próxima vez que sientas el impulso de amenazarme en mi propia casa, será
mejor que busques a un negro que te tape la boca con su verga, porque si no

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reprimes tus deseos, yo mismo te sodomizaré con la espada más larga y
afilada de mi palacio.
El embajador empequeñeció dentro de su traje. Abdul-Rahman tuvo una
erección bajo la túnica y le hizo un gesto para que se marchara.
Faltaba poco para dar el zarpazo definitivo a los fugitivos y alcanzar su
destino. Se apretó el pene abultado. Ahora mismo iba a celebrarlo dejando
embarazada a su mujer, en espera de un varón con quien compartir sus
triunfos.

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Capítulo 18
A lomos de un jet stream

Valle de los Reyes, Egipto

Mahmed accionó el quemador del globo para elevarse en el aire, mientras las
maldiciones del guardia se clavaban en sus oídos. Le habían prometido
mucho dinero por un paseo al anochecer y, cuando estuvo todo preparado, lo
despistaron y le robaron el aerostático. A cambio, le dejaron lo único que
tenían: la moto, una humilde compensación.
El horizonte cortaba al sol por la mitad, convirtiéndolo en una naranja
exprimida que derramaba su jugo y bañaba el paisaje con un color de leyenda.
Los gritos del guardia cesaron conforme ganaban altura y descubrían las
impresionantes vistas del templo de Hatshepsut, a los pies de un acantilado de
piedra; a la izquierda el Valle de los Nobles y, un poco más allá, entre
montañas, el de las Reinas. Más cerca del río, destacaban los Colosos de
Memnón y los obeliscos que desafiaban al cielo entre las ruinas de los
templos religiosos de Karnak.
El globo ascendía rápidamente y las formas se desdibujaban para ofrecer
una curiosa perspectiva del territorio. El Nilo era la columna vertebral de una
culebra esmeralda, cuyo cuerpo lo formaban los campos de cultivo que
flanqueaban el cauce. Más allá solo había tonos ocres, devastación,
desolación y muerte; el terreno inhóspito y estéril del desierto.
—He mirado las corrientes de aire en el móvil —explicó Mahmed—.
Desde aquí parte un jet stream que atraviesa el mar Rojo, Arabia Saudí y pasa
muy cerca de Al Hasa.

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—¿Qué es un jet stream? —murmuró ella, casi paralizada por el miedo a
las alturas y los remordimientos del robo.
—Son corrientes de aire que pueden superar los doscientos kilómetros por
hora. Los aviones comerciales los utilizan para ganar velocidad. —Mahmed
accionó el quemador que escupió una llama de un par de metros—. Lo bueno
es que si usamos el jet stream llegaremos a Al Hasa en menos de ocho horas.
Lo malo es que tenemos que subir a cinco mil quinientos metros de altitud.
—¿Y eso es peligroso?
—A partir de los cinco mil metros sufriremos mareos por la falta de
oxígeno y aumentará el riesgo de embolia por acumulación de fluidos en los
pulmones y el cerebro. Además, el globo se puede romper o pinchar, aunque a
ti no debe preocuparte, te dará tiempo de recitar el Corán antes de
estamparnos contra el suelo. La parte buena es que tendremos que apretarnos
mucho uno contra otro para no morir de frío.
—¿Sería menos peligroso volar a la altura normal para un globo?
—No disimules, sé que te mueres de ganas de acurrucarte conmigo. —
Nur permaneció impasible ante su broma y él borró la sonrisa—. Si no
utilizamos el jet stream tardaremos varios días en llegar, ya habrán realizado
el atentado y el príncipe malvado será el nuevo rey de Arabia.
—Y mi hermana habrá muerto. —Nur apretó el quemador para que el
globo ascendiera.
Mahmed sintió de nuevo la culpabilidad. No sabía cómo contarle lo de su
hermana sin que se enfadara con él por mentirle, sin que se derrumbara, sin
poner en peligro la misión.
—Hay que preparar la cesta para estar cómodos.
La barquilla estaba dividida en nueve compartimentos para albergar al
piloto y a cada uno de los turistas. Mahmed sacó su cuchillo y cortó los
paneles de junco que dividían la canasta y la tela que los recubría. Nur soltó el
quemador y lo ayudó. Comenzaba a hacer frío. Emplearon los paneles para
protegerse del viento y se arrebujaron en el suelo con las telas y la bandera de
Egipto que decoraba la cesta por fuera.
—Tenemos siete horas para averiguar cuál es nuestro próximo destino.
—Según el mapa de Ibn Arabi, el número 3 corresponde al oasis de Al
Hasa —recordó ella.
—Y la carta indica que su símbolo es la Luz Negra. Pero el negro es la
ausencia de luz, la Luz Negra es un oxímoron.
—El negro tiene un doble simbolismo en la tradición sufí —explicó Nur
—. Representa la naturaleza egoísta del hombre, es la ausencia total de luz, la

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sombra que proyecta su ego y que cubre su espíritu como una nube de
ignorancia. También el negro es el color supremo que simboliza la unión
amorosa con Dios. Como dice Shabestari: «El color negro, si comprendes, es
luz de la pura Ipseidad. En el interior de esta tiniebla, está el Agua de la
Vida». El negro simboliza la esencia de la divinidad, y la luz negra que emana
de Él no puede ser vista porque es lo que hace ver. Cuando un maestro sufí
alcanza el séptimo valle, el de la perfección, no necesita ver, porque todo está
en el Uno.
Mahmed la miró sin comprender, intentando dar sentido a aquellas
palabras. Se notaba un poco mareado y un incipiente dolor de cabeza
acometía en su frente.
—¿Quieres decir que tenemos que alcanzar la perfección espiritual para
superar la siguiente prueba?
—Quizás esto nos dé alguna pista. —Nur sacó el disco de piedra negra
que había encontrado en la tumba de Sitt Al-Mulk—. Siento la energía que
desprende. —Hizo una pausa. Le pitaban los oídos con los sonidos estridentes
de un nay desafinado—. Yo diría que es un trozo de la Piedra Negra de la
Kaaba.
Según la tradición, la Piedra Negra es un meteorito que representa el
poder divino de Allah. Antes de aparecer el islam, los árabes eran politeístas y
adoraban a muchos ídolos que guardaban en la Kaaba, un santuario de piedra
con forma de cubo situado en La Meca. Estos ídolos eran la base de la
economía de la ciudad, porque fomentaban el peregrinaje y el comercio.
Cuando el profeta Mahoma tuvo sus revelaciones, denunció la falsedad de los
ídolos y proclamó la existencia de un Dios único, Allah. Mahoma fue
perseguido por la tribu de los Quraysh, que no estaban dispuestos a perder sus
ingresos por el comercio, y huyó a Medina con sus seguidores. Años después,
cuando el profeta conquistó La Meca, destruyó todos los ídolos de la Kaaba
excepto uno, la Piedra Negra. Hoy está incrustada en una esquina del cubo
sagrado y los musulmanes hacen cola para besarla durante el ritual del hach.
Mahmed guardó silencio. Un intenso pinchazo en la frente le recordaba su
inmersión en el lago de mercurio.
—Según la leyenda —continuó Nur—, los cármatas robaron la Piedra
Negra en el siglo X y la devolvieron veintidós años después a cambio de un
suculento rescate. Pero estaba partida en dos trozos.
—No tenía ni idea —se asombró Mahmed.
—Creo que los cármatas cortaron la Piedra Negra para sacar este disco.
Después, por caminos que desconocemos, llegó a las manos de Sitt Al-Mulk o

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de Ibn Arabi.
—Te escucho. —Cada vez le costaba más concentrarse.
—Durante los veintidós años que los cármatas tuvieron la Piedra Negra en
su poder, la custodiaron en la mezquita Jawatha.
—Y esa mezquita está en el oasis —comprendió él.
—Así es. Creo que tenemos que ir allí.
El ascenso fue rápido y suave hasta que, pasados los cinco mil metros de
altitud, el globo sufrió una sacudida que inclinó la cesta cuarenta y cinco
grados.
—Creo que hemos alcanzado el jet stream —explicó él.
—No dejas de sorprenderme con todo lo que sabes.
—Me gusta mucho leer y aprendo a la velocidad de un jet stream —
bromeó.
Les costaba respirar y estaban cansados, como si un camello se hubiera
tumbado encima de ellos.
—Estoy un poco mareada. —Nur apoyó la cabeza en su brazo.
—Es normal, por la altitud. —El rugido del viento les obligaba a elevar la
voz.
—Es tan normal como que me dé una embolia.
—Por mil djinns —exclamó Mahmed, con voz débil—. Este viaje está
lleno de peligros, no es la primera vez que nos jugamos la vida.
—Ni la primera vez que estamos a punto de perderla. —Nur se tocó la
cicatriz del cuello.
—Sé que no es la luna de miel que esperabas. No hay barra libre, ni
palmeras, ni playas idílicas.
—Cuando aterricemos, pido el divorcio —bromeó ella.
—Antes de divorciarnos tienes que venir a mi granja en España. Te dejaré
escoger un libro de mi biblioteca para leer en el porche al amanecer, con un
zumo de naranja y unas tostadas de pan recién hecho.
—¿Y qué pasa con la persona que cuida la granja ahora?
—¿Muna? No debes preocuparte por ella. Puede que sienta celos al
principio, pero terminará aceptándote.
—¿Pretendes convertirme en tu segunda esposa? —Nur le siguió la broma
con una punzada de indignación.
A Mahmed le hizo gracia su conclusión, aunque ella no podía saber por
qué acabó viviendo en los Pirineos.
—Muna es mi hermana pequeña —explicó él y Nur sintió alivio por la
noticia.

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Mahmed dudó unos segundos antes de continuar. Le costaba mucho
hablar de asuntos personales.

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Capítulo 19
Una granja para Muna

España

Cuando terminó la universidad, Mahmed pasó cinco años viajando por el


mundo, trabajando como veterinario en diversas granjas a cambio de comida
y alojamiento.
Un día, recibió una llamada desde el teléfono de su madre. Al aceptarla,
no escuchó la voz que esperaba, sino un escueto y feroz grito, que entendió
como una llamada de auxilio. Mahmed supo que debía volver, pero no a
Barcelona.
Compró una granja en el Pirineo aragonés y, una vez asentado, les
comunicó a sus padres que Muna viviría con él. Sus padres lo miraron como
si estuviera loco. Mahmed le preguntó a Muna:
—¿Quieres vivir aquí con los papás o quieres venir a Huesca conmigo?
Su hermana saltó sobre él y lo abrazó.
Muna sufrió una encefalopatía hipóxica-isquémica al nacer, una parálisis
cerebral por falta de oxígeno. No podía hablar, solo emitía sonidos estridentes
y gestos bruscos y descontrolados. A pesar de todo, a Mahmed le encantaba
estar con ella. Se llevaban dos años y Muna comprendía perfectamente lo que
él decía. Ella se tranquilizaba cuando estaba con él, cuando escuchaba su voz,
cuando jugaban a las damas o a las tres en raya y él le movía las fichas con
sus indicaciones. Tan solo los animales la sosegaban tanto como él. Mahmed
había visto muchas veces cómo se iluminaban sus ojos cuando encontraban
un perro por la calle, la sonrisa que dibujaba su cara cuando un pájaro

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aterrizaba frente a ellos en el parque y las carcajadas gozosas que estallaban
en su boca cuando una hormiga le hacía cosquillas en la mano.
Un compañero de carrera le habló a Mahmed de la equinoterapia, un
tratamiento que utilizaba a los caballos para mejorar el desarrollo cognitivo y
emocional de personas con necesidades especiales. Mahmed propuso a sus
padres probarlo con Muna, pero ellos ni siquiera lo valoraron. Cualquier
pequeño cambio en la rutina de Muna era una fuente de estrés tan importante
que le hacía perder el control.
Muna iba a un colegio especial, un colegio caro donde trataban de
enseñarle a desempeñar un trabajo sencillo. Pero Mahmed sabía que no era
feliz.
Y cuando recibió aquella llamada, comprendió que había llegado el
momento de enfrentarse a sus padres y liberar a su hermana del encierro.
Muna disfrutó la vida en la granja desde el primer día. Colaboraba en el
cuidado de los animales y era feliz cepillando a los caballos. Poco a poco,
como un pequeño milagro, comenzó a controlar sus manos y a realizar tareas
más precisas, recogía los huevos del gallinero, ordeñaba a las vacas y ponía y
quitaba las caperuzas a las aves de presa. Su felicidad fue absoluta cuando
aprendió a montar a caballo.
El día que vio nacer al primer potrillo, Muna se tiró al suelo y lo abrazó,
ensuciándose de sangre y barro, riendo y gritando como una niña dichosa,
radiante, afortunada. Después Mahmed la condujo al lago y se bañaron
desnudos en sus frías aguas.
Muna era especial. Mahmed aprendió mucho de ella y de su forma de
relacionarse con los animales. Era capaz de comprenderlos, de comunicarse
con ellos como si tuviera una conexión telepática. Gracias a ella, Mahmed
aprendió a leer en los ojos oscuros de las bestias, a interpretar sus
movimientos, a sentir sus miedos y necesidades.
Mahmed contactó con un pastor de Hoz de Jaca para que pasara por la
granja con el rebaño y llevara a las ovejas a pastar. Algunas veces, Muna se
iba con él y pasaban todo el día juntos. Ella no podía hablar, pero ya hacía
una vida casi normal. Un día, el pastor le preguntó a Muna si quería casarse
con él y ella le saltó encima y lo abrazó.
Fue uno de los días más felices de la vida de Mahmed.

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Capítulo 20
La luz negra

Oasis de Al Hasa, Arabia Saudí

—La mezquita Jawatha fue construida en el séptimo año de la hégira, a las


afueras de la ciudad que creció alrededor del oasis de Al Hasa —declamó
satisfecha Zareen, que estudiaba para ser guía turística—. En ella, celebraron
los musulmanes la segunda oración del viernes, la Yumu’ah, por lo que se
considera el tercer templo más importante del islam. Es un lugar de
peregrinaje, convertido en un complejo turístico con amplios parques
alrededor de un lago, bares, restaurantes de comida rápida y juegos para
niños.
El viaje en globo transcurrió sin ningún incidente reseñable. A pesar de la
temperatura inhóspita, del ruido del viento y de los movimientos bruscos, a
pesar de las emociones y del peligro, el sueño los atrapó en su pegajosa
telaraña y durmieron la mayor parte del viaje. Sin embargo, las pesadillas
inquietas y desagradables le provocaron espasmos a Mahmed mientras
abrazaba a Nur en el fondo de la canasta.
—No sé qué me pasa últimamente —dijo él al despertar—. No consigo
descansar, solo sueño con monstruos y engendros del infierno.
—A mí también me pasó al principio. Deberías probar la meditación —le
aconsejó Nur.
Siguiendo las indicaciones de Mufîd, aterrizaron en mitad del desierto,
cerca de un poblado beduino próximo a Al Hasa. Allí los esperaba Zareen,
cubierta con abaya y niqab, en un todoterreno.

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—Sorprendidos, ¿eh? No esperabais que la hermana del soso de Mufîd
supiera conducir un coche como este. Vamos, subid.
El todoterreno avanzó por el camino de tierra, traqueteando como el
cascabel de una serpiente.
—Tenemos que darnos prisa, el príncipe sabe que os dirigís a la mezquita.
—¿Cómo puede saberlo? —Nur frunció el ceño.
—Magia —Zareen susurró la palabra prohibida—. Mi hermano me ha
dicho que ha enviado un ejército de trescientos hombres. Debéis ser
importantes —dijo, satisfecha—. Os he traído algo de comer. Y no os
preocupéis, estáis en buenas manos, conduzco desde los quince años y ya
tengo dieciocho.
—Tres años conduciendo por caminos pedregosos —bromeó Mahmed—,
supongo que te habrá llamado el presidente de la escudería Ferrari.
Nur le dio un codazo.
—Si lo conoces, puedes darle mi teléfono —respondió Zareen con alegría.
—No sabía que, en Arabia, las mujeres condujeran desde hace tanto
tiempo —comentó Nur.
—En el desierto hemos conducido siempre, incluso cuando estaba
prohibido. Aquí la única ley que impera es la supervivencia.
—¿Nunca te ha parado la policía?
—Una vez, y el pobre no sabía cómo actuar con una mujer. Lo único que
dijo fue que me quedaría estéril si seguía conduciendo y que no me casaría.
Me da igual, como si no tuviera bastantes chivos apestosos en mi vida. Por
cierto, Mufîd estuvo a punto de casarse con una prima. ¿Os lo ha contado? La
dejó plantada para unirse a los cármatas. Si mi padre se entera de que lo estoy
ayudando, me dará una buena tunda. Pero yo no se lo voy a decir y espero que
vosotros tampoco —bromeó.
Cuando llegaron al complejo de la mezquita, había amanecido. Nur se
cubrió con el niqab y siguieron a Zareen. No entendía cómo las mujeres
podían hacer sus tareas vestidas así. Aquello era como estar dentro de un
saco, una cárcel de tela que, en un par de horas, se volvería asfixiante bajo el
sol despiadado del desierto.
No tuvieron que caminar mucho, la mezquita estaba cerca del
aparcamiento. ¿Encontrarían allí la siguiente pieza del puzle?
—Solo se ha conservado una pequeña sala del edificio original —explicó
Zareen, mientras accedían a la explanada de la mezquita—. El resto fue
reconstruido para dar servicio a los fieles.

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La mezquita era pequeña y sencilla, levantada con adobe encalado sobre
una base rectangular. En lugar de minarete, presentaba dos torreones en las
esquinas, a los que se accedía por unos peldaños de piedra que no alcanzaban
la categoría de escalera. Parecía más un fuerte militar que un templo religioso.
—Por suerte, no hay que pasar por la sala principal para llegar a la antigua
—dijo Zareen—. Espero que el imán no ponga pegas para que tú entres, Nur.
Voy a hablar con él. Si no quiere atenderme, tendrás que ir tú, Mahmed.
Cuando volvió, les indicó que la siguieran. Dejaron los zapatos en la
entrada y caminaron sobre el suelo alfombrado a través de un austero arco. El
pasillo que bordeaba la sala principal los condujo a otra estancia diáfana, más
reducida y en penumbra.
—Esta es —confirmó Zareen—. No hay nada, cuatro paredes de piedra
peladas.
Mahmed y Nur se miraron decepcionados.
—Nos gustaría quedarnos un poco —dijo ella.
—Yo esperaré fuera —la joven no parecía muy convencida—. Por favor,
daos prisa, un ejército viene hacia aquí, para acabar con vosotros.
—Si tienes alguna idea… —Nur le entregó a Mahmed el disco de piedra.
Se liberó del niqab y, arrodillada en el centro de la estancia, recordó a Dios.
El seker era la forma que tenían los sufíes de llegar al Uno. En realidad, ella
solo era una mutasawwif, una iniciada que aspiraba a rectificar su conducta
siguiendo el ejemplo sufí. Aún le quedaba mucho para alcanzar el séptimo
valle.
El seker comienza con la vocalización de un nombre divino que sosiega la
mente. Después, mediante la concentración, el corazón acompaña a la lengua,
hasta conseguir que el recuerdo elimine cualquier otro pensamiento. El
objetivo final es que Allah, el recordado, sustituya en el corazón a su propio
recuerdo.
Mientras Nur meditaba en busca de inspiración, Mahmed observaba el
disco de piedra con interés. Encendió la linterna del móvil y examinó las
paredes de la mezquita. Eran de piedra lisa tallada, sin ningún tipo de
decoración, ni pintura.
Volvió a examinar el disco negro bajo la luz de la linterna. Si Ibn Arabi
los había enviado hasta El Cairo para conseguirlo, la clave tenía que estar en
él.
¿Y si se habían equivocado? Las pistas de Ibn Arabi no eran claras ni
unívocas. Podía ser que las hubieran interpretado mal, incluso que aquella
carta solo fuera una metáfora de los pensamientos místicos del santo y no

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condujera a ningún tesoro. Hasta era posible que la carta fuera falsa, que no la
hubiera escrito Ibn Arabi.
Mahmed estaba agobiado. Los cármatas confiaban en que él era el Mahdi,
hasta Nur lo creía. Pero él no estaba preparado para esa responsabilidad. El
Mahdi debía revelar las verdades ocultas de la religión, iniciando así una era
de conocimiento espiritual puro. Algunos de los que se proclamaron Mahdis
en el pasado abolieron ritos islámicos esenciales que formaban parte de los
cinco pilares, como el ayuno y la peregrinación a La Meca. Cuando murieron,
sus enseñanzas desaparecieron con ellos. ¿Por qué iba a ser diferente ahora?
Él no podía ser el auténtico Mahdi, si ni siquiera era un buen creyente. Los
cármatas se equivocaban. Si la leyenda era cierta, el Mahdi debía encarnarse
en otra persona; quizás en Mufîd, un guerrero valiente, disciplinado e
incansable, como Mahoma; o quizás en Ahmad, el cerebro y el guía espiritual
de los cármatas.
—Mira la pared. —Nur lo sacó de sus pensamientos con un sobresalto.
Mahmed dirigió la linterna hacia el muro de piedra.
—¿Qué quieres que vea?
—Haz lo mismo que antes.
—Estaba examinando el disco de piedra.
—Ilumina el disco.
Él lo colocó bajo la luz de la linterna. Nur no miraba el disco, le empujó
las manos para que las levantara. El haz de luz atravesó la piedra negra y
dibujó un tenue círculo azul sobre la pared. En su interior, una inscripción
brillaba con un color morado fluorescente. Incrédulo, Mahmed retiró el disco
y la luz blanca engulló las palabras. Al colocarlo delante de la linterna,
aparecieron de nuevo.
«Cuando el rey beba su agua, los pecados serán puestos en la balanza».
—¡Por diez mil djinns! —exclamó Mahmed.
—¿Cómo es posible? —Nur estaba asombrada.
—La piedra actúa como un filtro de rayos ultravioleta —explicó él—.
Este tipo de luz hace brillar los fósforos, es lo que utiliza la policía para
buscar restos ocultos de sangre.
—Pensaba que era una técnica moderna.
—¿Cómo no hemos caído antes? La luz ultravioleta también es conocida
como luz negra.
—Ah —exclamó Nur—. Pensaba que la Luz Negra era un estado del
sufismo, el séptimo valle, la unión verdadera con el Uno. Y resulta que solo
aludía a un procedimiento científico.

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Sin embargo, gracias a la meditación, había abierto los ojos en el
momento preciso para descubrir la inscripción. Quizás ciencia y religión no
eran tan distintas, quizás buscaban el mismo secreto por caminos separados,
ambos correctos y necesarios: experimentación y fe.
—«Cuando el rey beba su agua, los pecados serán puestos en la balanza»
—leyó Mahmed, pensativo—. El siguiente número del mapa de Ibn Arabi es
el 2 y corresponde a la ciudad de Kufa, en Irak. El agua del rey —repitió con
las manos extendidas—. Lo primero que me viene a la cabeza es el aqua
regia, el único ácido capaz de disolver el oro. Lo inventó Geber en el siglo
VIII.
—Imagino que te refieres al alquimista, aunque apenas conozco su
historia.
—Era alquimista entre otras muchas cosas. Sus descubrimientos superan
con creces a los de Da Vinci y, sin embargo, es mucho menos conocido. Jabir
ibn Hayyan, latinizado en occidente como Geber, era científico, matemático,
filósofo, astrónomo, astrólogo, teólogo y místico. Fue el padre de la química
moderna. Inventó instrumentos de laboratorio y procedimientos que siguen en
uso hoy; y sintetizó algunas sustancias muy importantes como el ácido
sulfúrico o el aqua regia.
Nur lo miró con admiración.
—¿Cómo sabes tanto sobre Geber, hiciste un trabajo en el colegio?
Mahmed permaneció serio.
—Lo más importante es que Geber vivía en Kufa.
—¿Crees que tenemos que buscar su casa? Eso es imposible. La mezquita
Jawatha es un lugar sagrado y solo se conservan unas cuantas piedras. No
creo que una casa particular haya sobrevivido después de trece siglos.
—Te sorprenderías —afirmó él.
En ese momento, entró Zareen por la puerta y Nur se colocó apresurada el
niqab.
—¡Tenemos que irnos! —Tiró de Nur hacia la salida—. El ejército se
acerca. Están a punto de llegar.
Corrieron hasta el aparcamiento. A Nur le costaba respirar y se quitó el
niqab. Subieron al coche y Zareen salió derrapando. Los jeeps militares
venían de frente, por la única pista asfaltada que conducía al complejo de la
mezquita. Zareen abandonó la carretera y avanzó a través del desierto. Los
disparos estallaron tras ellos.
—¡Agachaos! —gritó la joven, justo cuando una bala atravesaba la luna
trasera del coche.

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Zareen apretó el acelerador y el todoterreno avanzó dando saltos bruscos
sobre el suelo de piedras y arena. Poco a poco, ganaron distancia a los jeeps y
los disparos cesaron.
—¿Qué querías decir en la mezquita? —preguntó Nur a Mahmed.
—No sé a qué te refieres.
—Cuando dijiste que me sorprendería de que una casa particular haya
sobrevivido después de trece siglos.
Mahmed la miró con resignación.
—Me refería a que sé dónde está el laboratorio de Geber. Yo he estado
allí. Y lo último que desearía en este mundo es volver.

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Capítulo 21
La calma antes de la tempestad

Oasis de Al Hasa, Arabia Saudí

El todoterreno encalló en la arena como un navío al acercarse a la playa. Por


suerte, la caravana de camellos los esperaba a menos de cien metros.
—Rápido —gritó Zareen—, ellos os ayudarán. —Nur y Mahmed bajaron
del coche—. Cuando veáis a mi hermano, dadle un fuerte abrazo y una colleja
aún más fuerte. No está hecho para cuidar ovejas. Decidle que padre lo echa
de menos.
Nur la abrazó a través de la ventanilla. Se preguntó cómo sería el rostro de
aquella muchacha con espíritu de oryx salvaje. Nunca lo sabría.
Zareen salió derrapando marcha atrás y ellos corrieron hasta la caravana
de beduinos.
—Llegáis tarde —les recriminó el jefe—. Cúbrete, mujer, mantén el
decoro de tu condición —increpó a Nur, sin mirarla a la cara y ella, resignada,
se colocó el niqab.
Los ayudaron a subir a los camellos. Cuando el animal se levantó, Nur se
abrazó temerosa al cuello para mantener el equilibrio. Mahmed disfrutaba
como un niño, él no tenía ningún problema. A ella nunca le había gustado
montar, temía hacerle daño al animal. Las motos no sufrían.
Los jeeps que los perseguían quedaron atascados en la arena uno tras otro.
Les habían sacado ventaja, pero la Guardia Nacional estaba formada también
por beduinos que conocían el desierto. Tenían contactos en la zona y no
tardarían en conseguir camellos y estar preparados para darles caza.

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El viento arrastraba la arena del desierto como las olas de un mar
embravecido que amenazaba con sepultarlos, golpeándoles la cara y los ojos.
Mahmed se anudó detrás de la cabeza el pañuelo que le entregó un beduino y
lo enrolló para cubrir su rostro. También les dieron unas gafas de sol para
proteger los ojos del viento y de los rayos reflejados en la arena.
El viaje en camello resultó emocionante al principio. Nur había empezado
a acostumbrarse a aquellas peripecias, a disfrutar con la dosis de adrenalina de
cada peligro y sentirse feliz cada vez que salvaban sus vidas. Conforme
pasaban las horas, la novedad del camello se convertía en un castigo. Estaba
cansada del azote del Shamal, del traqueteo y el fuerte olor de los animales.
Tenía las piernas y los glúteos entumecidos, pero no podían parar, un ejército
les pisaba los talones.
El jefe de la expedición, tan viejo como los cactus del desierto, se acercó a
Mahmed. Parecía preocupado y no era para menos. El príncipe Abdul-
Rahman era uno de los descendientes directos de Abdulaziz bin Saud, el
unificador de la Península Arábiga en 1932, el que había dado nombre al
reino. Se enfrentaban a un enemigo muy poderoso.
Acamparon al anochecer y montaron las jaimas en círculo, creando la
ilusión de que las telas hechas a mano con pelo de camello eran murallas
infranqueables que les protegían del peligro.
Mientras algunos beduinos preparaban la cena, Mahmed y Nur subieron a
la duna más alta para disfrutar de la puesta de sol, cerca del vigía que oteaba
el horizonte. Aunque era un comportamiento inapropiado a los ojos de
aquellos hombres, se mostraron permisivos porque eran extranjeros.
A pesar de las incomodidades, a pesar del polvo y del calor, en el desierto
se vivía la naturaleza de forma más cercana e intensa que en cualquier otro
lugar. El ulular del viento transportó a Nur a su infancia en el campamento
saharaui, recuerdos agridulces aderezados por la melancolía.
Recordaba las largas caminatas hasta el colegio, el frío que les calaba
hasta los huesos y el miedo que pasaban con los perros salvajes que
acechaban por allí. En el campamento, el viento era tan fuerte que, a veces, la
ropa se soltaba de los tendederos y se perdía entre la arena del Sáhara.
Cuando iba a viajar a España por primera vez, su padre la aleccionó con
todo tipo de maldiciones. «Si comes cerdo, arderás por dentro y morirás». Sin
embargo, su madre le susurró «lo que pasa en España se queda en España».
En la celebración de un cumpleaños de una amiga de Rocío había perritos
calientes. Temerosa, dio el primer bocado. Le encantó el sabor y se comió

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cinco salchichas más. Al contrario de lo que predijo su padre, no ardió, jamás
lo contó en el campamento y no volvió a probarlas.
Mahmed la tomó de la mano mientras disfrutaban de los últimos rayos de
un sol todopoderoso y, a la vez, incapaz de evitar que sus llamas se apagaran
en la inmensidad del mar de arena.
Cenaron un guiso de camello, de carne dura y acartonada, aliñada con
algunos inevitables granos de arena. No era un manjar, pero mataba el
hambre. Después los beduinos cantaron canciones que todos bailaban al ritmo
de un rebab artesanal, un instrumento parecido al violín, con una caja de
resonancia más pequeña y un mástil más largo. Nur se emocionó. Era la
primera vez que veía a alguien tocar el rebab desde que abandonó el
campamento saharaui. Más tarde, junto al fuego, les contaron historias de
aventuras y supervivencia en el desierto.
Nur estaba fascinada con el firmamento cuajado de estrellas, como un
manto negro bordado con diamantes y piedras preciosas que representaban los
astros. Mahmed señaló algunos planetas, la Estrella Polar y las
constelaciones. Ella lo miraba embelesada, alternando la vista entre el mapa
del cielo y su rostro seductor.
—Al noreste de Sagitario está la Serpiente —explicó Mahmed—. En la
mitología griega, la Serpiente tenía un significado positivo, porque reveló el
secreto de la medicina a Asclepio.
—La danza del vientre también es conocida como «la danza serpiente» —
repuso Nur con complicidad.
—Creía que te daban miedo las serpientes.
—Así es, quizás porque conozco el efecto hipnótico de los movimientos
con los que atraen a las víctimas antes de devorarlas.
—¿Es lo que haces tú en los espectáculos? —bromeó Mahmed.
—Sí, devoro a los hombres y me quedo con su alma.
—Eso lo harás con quienes la tengan. En mi caso, llegas tarde. —Mahmed
sonrió y señaló al cielo—. Encima de la Serpiente vuela el Águila. —Sintió
un pinchazo en el corazón al pensar que quizás Mitra formaba parte ahora de
esa constelación—. El águila era un animal fiero y noble al servicio de Zeus,
encargada de recuperar los rayos que lanzaba sobre la Tierra. Un día, el rey
del Olimpo se enamoró de Ganímedes, el hijo más bello del rey Tros, que dio
nombre a Troya. Envió al águila a secuestrarlo y lo convirtió en copero de los
dioses y en su amante. Hera enfureció de celos y, para evitar represalias, Zeus
ascendió a Ganímedes a la bóveda celeste donde se transformó en la
constelación de Acuario. —Señaló un grupo de estrellas al este del Águila,

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que representaba la forma de un hombre vertiendo una jarra—. El agua que
vierte sobre la Tierra es el agua de la inmortalidad.
Nur se sorprendió mucho de que Mahmed relatara una historia clásica que
ensalzaba el amor homosexual, sobre todo, después de la discusión en
Alamut.
En ese momento se acercó uno de los beduinos.
—El ejército del príncipe ha acampado al otro lado de las dunas. No creo
que ataquen esta noche, las previsiones no son buenas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mahmed con cierto temor.
—Esta noche va a ser complicada. Se avecina una tormenta de arena,
quizás la peor que haya visto en mi vida. Deberíais descansar.
Nur estaba inquieta.
—Las jaimas son fuertes, pero el simoon puede arrasar cualquier cosa que
encuentre en su camino. Tomad. —Les alargó un odre de cuero a cada uno—.
Es shubat, una bebida elaborada con leche de camello. Es lo único que
aplacará vuestra sed durante el simoon.
Y se marchó en dirección a su tienda.
—¿Qué es el simoon? —preguntó Nur.
—Es la peor tormenta del desierto, la más temida por los beduinos. Es una
nube de polvo que arrastra un viento muy fuerte y seco, que puede superar los
cincuenta grados de temperatura. Si te pilla al aire libre, morirás de un golpe
de calor, porque el cuerpo no es capaz de sudar para enfriarse.
—¿Y en las jaimas estaremos a salvo?
—En principio, sí. Si tienes sed bebe shubat, te aliviará y te sentirás
mejor. El único problema es que el simoon viene acompañado de torbellinos
de arena muy agresivos, los zauba’ah.
—Viento venenoso —repitió ella asombrada.
—Los zauba’ah pueden volar por los aires las jaimas y todo el
campamento.
Llegaron a la tienda de Nur. Era la única mujer, y le habían preparado una
para ella sola.
—Buenas noches —se despidió Mahmed.
Nur descubrió en el cielo una nube negra que avanzaba hacia ellos
engullendo las estrellas.
—¿Es el simoon? —preguntó con miedo.
—Me temo que sí.
Ella le sujetó la mano.

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—No quiero dormir sola esta noche. —Sus ojos se mostraron desvalidos y
suplicantes—. Quédate conmigo.
—¿Qué pensarán nuestros anfitriones?
—Que consuelas a una pobre mujer asustada.
—¿Dejamos de lado el feminismo?
—¿Es que tú no tienes miedo?
Mahmed entró con ella al interior de la jaima. Una pequeña lámpara de
aceite derramaba su luz sobre la alfombra que cubría el suelo. Colgaron los
odres en el mástil central de la carpa y tomaron asiento uno frente al otro, con
las piernas cruzadas. Nur sirvió el té que le habían dejado preparado.
Encontraron también un plato con dátiles maduros.
—Aún no me has explicado cuándo estuviste en el estudio de Geber y por
qué no quieres volver.
Mahmed le sostuvo la mirada y tomó un sorbo de té.
—¿Me estás pidiendo que me desnude?
—¿Qué? —ella desvió los ojos a un lateral, un poco desconcertada.
—Desnudarme metafóricamente —aclaró él con socarronería—. Es un
asunto muy personal.
—Lo siento, no pretendía incomodarte. —Nur estaba decepcionada, pero
entendió sus reticencias. Por más peligros que hubieran superado juntos, eran
dos desconocidos.
—No es culpa tuya. Hay recuerdos que dejan cicatrices más profundas
que el pico de un águila. —Mahmed observó el brillo de la desilusión en los
ojos de Nur—. Mi padre es iraquí y mi madre española. Cuando se casaron,
decidieron vivir en Kufa porque mi abuelo es un hombre muy rico y tenía
trabajo para ellos en el negocio del petróleo. Yo nací allí. Vivíamos en la casa
familiar y tuve una infancia feliz hasta los ocho años, cuando mi abuelo me
arrastró al sótano para enseñarme el estudio de Geber.
—¿El estudio de Geber está en el sótano de tu abuelo?
—Así es. Mi abuelo siente pavor a la muerte y está obsesionado con
encontrar la fórmula de la inmortalidad. Cuando supo que había aparecido el
laboratorio de Geber en una excavación, compró el terreno y construyó allí su
mansión. Desde entonces ha intentado descifrar sus libros y repetir sus
experimentos en busca de una fórmula magistral que le permita burlar a la
muerte.
—¿Y ha conseguido algún avance? —preguntó Nur con cautela.
—Que yo sepa, no —dijo con desánimo—. Aunque te aseguro que ha
puesto todo su empeño.

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Capítulo 22
Un festín para un vampiro

Kufa, Irak

Mahmed era un niño aplicado, le gustaba la escuela, le gustaban los libros y le


gustaba el deporte. También era un niño travieso que disfrutaba haciendo
rabiar a su hermana. Al principio, buscaba bichos de todo tipo para colocar
sobre su hombro o su regazo. Probó con hormigas, con saltamontes, con
arañas y alacranes, pero Muna no se asustaba. Sonreía agradecida y alargaba
la mano para tomar al bicho y estudiarlo de cerca. Lo más curioso es que
nunca le había picado ninguno, parecían tranquilos en su compañía, libres de
cualquier peligro. Así que Mahmed tuvo que probar otras técnicas.
Un día, arrastró a su hermana por las escaleras del sótano, en penumbra,
hasta la puerta de acero que custodiaba la habitación secreta de su abuelo.
Muna confiaba en él y caminaba a su lado con tranquilidad. Sobre la puerta,
Mahmed hizo un dibujo con tiza y le dio otra a Muna para que dibujara
también. Ella hizo varias rayas y círculos de trazos irregulares. Mahmed
aprovechó la distracción para subir las escaleras corriendo y sentarse en el
salón, a la espera. Al cabo de diez minutos, comenzaron los gritos. Muna no
soportaba estar sola en sitios que no conocía, solo Mahmed la tranquilizaba.
Y, en ese momento, él reía disfrutando de las consecuencias de su travesura.
Su madre corrió al auxilio, tomó a Muna en brazos y la subió al salón,
abrazándola para tranquilizarla, pero no funcionaba. Disimulando una sonrisa,
Mahmed se acercó a ella y le acarició la mano. Muna dejó de gritar. Abrió el
puño y le devolvió la tiza con una sonrisa.

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Aquella tarde, mientras su padre trabajaba, su madre llevó a Muna a
terapia. Su abuelo se acercó a él.
—Mahmed, ya tienes ocho años, tienes edad para conocer el secreto más
importante de la familia.
Igual que él hizo con Muna por la mañana, su abuelo lo acompañó por las
escaleras hasta la puerta de acero. Cuando introdujo la llave para abrirla,
Mahmed se emocionó. Él nunca había estado allí. Era la habitación secreta de
su abuelo y la mantenía cerrada a cal y canto. Ni siquiera sus padres podían
entrar, tampoco el personal de servicio, solo algunos amigos que traía de vez
en cuando, expertos en esoterismo, que intentaban descifrar con él los
secretos del maestro alquimista.
Olía a humedad. En el interior, los esperaba un médico con bata blanca.
Su abuelo los presentó y le enseñó el estudio totalmente restaurado. Mahmed
observó con fascinación las probetas y otros materiales científicos originales
que habían encontrado en la excavación. Con curiosidad, tomó una pipeta y la
introdujo en un líquido amarillo.
—Tienes que tapar arriba para que el líquido no caiga.
Mahmed presionó con el pulgar y sintió fascinación al subir la pipeta y
comprobar que el líquido seguía dentro.
—Ahora, échalo en ese otro recipiente. —Indicó un vaso con trozos de
metal.
Levantó el dedo y el líquido se derramó en el vaso, provocó
inmediatamente una pequeña explosión y una nube de humo.
—¡Guau! —exclamó—. Quiero hacerlo otra vez.
Su abuelo le arrebató la pipeta con cuidado.
—Ahora vamos a probar otros juegos más interesantes con este señor.
—Si eres tan amable. —El médico señaló una camilla y Mahmed subió,
encantado de participar en el siguiente experimento.
El médico le ató una mano con una correa de cuero.
—¿Qué hace? —se sorprendió él—. Esto no me gusta.
—Será tan divertido como el experimento de antes. —Su abuelo le
acarició la frente—. Confía en mí.
Receloso, Mahmed permitió que el médico le atara la otra mano y las
piernas. Su abuelo se tumbó en otra camilla, a su lado, y el tipo de la bata
blanca le clavó una vía en cada brazo. Su abuelo no se quejó, pero Mahmed
estaba muy asustado. El médico empuñó otra vía y miró a Mahmed. Sus
gritos murieron ahogados en una mordaza de esparadrapo, mientras dos
agujas monstruosas atravesaban la piel de sus brazos.

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En ese momento, pensó que era un castigo por lo que le había hecho a su
hermana por la mañana.
—Es solo un juego, no te preocupes —murmuró su abuelo, mientras él
forcejeaba como loco—. Es una suerte que seamos compatibles, después de
esto nos sentiremos más cerca y más unidos que nunca, nieto y abuelo
convertidos en un único ser.
Aquellas palabras quedaron grabadas a fuego en la cabeza de Mahmed,
que observaba con horror cómo la sangre abandonaba su cuerpo a través de
un tubo de plástico, caía en una botella y continuaba por otro conducto que
terminaba en el brazo izquierdo de su abuelo. Del brazo derecho, partía un
sistema similar que retornaba a su organismo la sangre por la otra vía.
Su abuelo sonreía, con los ojos cerrados y cara de placer.
Mahmed se desmayó.

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Capítulo 23
Polvo y arena

Desierto de Ad-Dahna, Arabia Saudí

—Ahora entiendo por qué te mareas cuando ves tu propia sangre —murmuró
Nur.
—Aquello me marcó para siempre. —Mahmed parecía afectado—. Yo
confiaba en él.
—¿Y por qué lo hizo? —Nur le tomó la mano.
—Mi abuelo es un vampiro-come-niños —desenfundó los dientes con una
mueca amenazante—. Se quedó sin comida y, claro, a mí no me iba a morder
el cuello…
—¡Mahmed! —Nur no entendía cómo podía bromear con un tema que lo
había traumatizado.
—Nunca me dio una explicación. Supongo que formaría parte de sus
experimentos en busca de la inmortalidad, pensaría que la sangre de un niño
podía devolverle la juventud. Mis padres se enteraron. No me preguntes
cómo, porque yo nunca lo había compartido con nadie hasta ahora. —Ella lo
miró con agradecimiento—. Después de eso, nos mudamos a España y
rompimos la relación con mi abuelo. No volví a saber de él hasta hace unos
años, cuando recibí una carta de disculpa y un regalo muy especial, un huevo
de toghrol del que nació Mitra.
—¿Lo perdonaste?
—No contesté a su carta.
—Pero cuidaste de Mitra.
—Y ella cuidó de mí.

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—¿Estás preparado para volver?
—No me vendría mal una sesión de terapia. —Se acercó lentamente a
ella, como si fuera a besarla—. Quizás hoy sea nuestra última noche.
Nur le acarició la mejilla y, con una sonrisa de complicidad, se puso en
pie y caminó hasta el fondo de la tienda. Mahmed bebió su té. Ella metió los
brazos debajo de la abaya y dejó caer al suelo el jersey y el pantalón de lana.
De espaldas, bajó la túnica hasta la cintura, insinuando el nacimiento de sus
caderas, y la anudó sobre su muslo derecho, dejando a la vista una pierna
recta y musculosa. Los ojos de Mahmed recorrían la suave piel de su espalda
arqueada. Ella tomó una bolsita con un polvo amarillo que había sacado de las
especias de los beduinos, y lo restregó de manera ceremonial por su cuello,
axilas y la parte interna de los muslos.
El olor a sésamo inundó las fosas nasales de Mahmed e incrementó su
deseo. No podía apartar los ojos de ella, como un animal salvaje.
Nur se colocó el niqab sobre el sujetador, a modo de top. Estiró los brazos
a ambos lados y movió las caderas en círculos, con movimientos sensuales
que acompañaba con la gracia zigzagueante de su cuerpo. Como música,
contaban con el silbido del viento y la percusión de sus corazones
desbocados.
—Flaubert se enamoró de los encantos de una ghawazee egipcia llamada
Kutchuk Hanen —explicó Nur, mientras se contoneaba de espaldas—.
Escribió mucho sobre ella. De los bailes que interpretaba, el que más le
impresionó fue la «danza de la abeja». Yo he hecho mi propia versión, llevo
años practicándola, y hasta ahora no la había representado ante nadie. Si hoy
es nuestra última noche, me gustaría que la vieras.
Nur estiró el brazo derecho hacia un lateral y después hacia arriba, como
si una abeja tirara de él. Su mano se movía con vida propia, arrastrando a su
cuerpo con movimientos elegantes y divertidos. El brazo describió una ola,
que continuó a través de su cuerpo hasta la otra mano, como si la abeja
cambiara de lado. Dio varias vueltas sobre sí misma, moviendo las caderas a
una velocidad imposible. El insecto provocaba movimientos bruscos y
espasmódicos en su cuerpo, mientras ella giraba y se agachaba en un intento
de sacarlo de su ropa. En uno de esos giros lanzó el velo que cubría su pecho
sobre Mahmed, que sintió crecer el deseo al inspirar el olor a sésamo. El
sencillo sujetador marcaba un ritmo hipnótico con los movimientos rápidos y
voluptuosos de su turgente pecho. Las vibraciones descendieron por su
abdomen hasta las caderas, que agitó tratando de librarse de la lasciva abeja.

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Sin embargo, lo que cayó fue la falda, deslizándose por sus largas y brillantes
piernas. Nur parecía en trance y Mahmed recorría su cuerpo con fascinación.
Nunca había visto nada igual.
Nunca había sentido un deseo tan fuerte, tan intenso, tan incontrolable.
Mahmed saltó sobre ella como un águila que busca su presa en un vuelo
bajo. Sus fuertes garras se cernieron sobre el cuerpo escurridizo de la
serpiente que se revolvió contra él y le enroscó las piernas alrededor.
Cruzaron los ojos en una mirada llena de deseo animal y sus bocas se
abalanzaron contra el otro. En lugar de morder, en lugar de arrancar vida y
carne, se unieron en un beso lleno de ansia y deseo. El águila alargó las garras
para despojar a la serpiente de la muda de piel, que cayó al suelo en forma de
sujetador y unas sencillas bragas. La serpiente se retorció sobre las patas del
águila y la tiró al suelo. Con sus afilados colmillos, le arrancó las plumas a
mordiscos. Sus cuerpos desnudos se fundieron sobre la alfombra, con
movimientos firmes y sincronizados.
Entonces, el viento sacudió la jaima con un tremendo rugido. La
temperatura subió y comenzaron a sudar, pero no les importó. Mahmed tomó
un odre, derramó el shubat sobre el cuerpo de ella y lo lamió con ansiedad.
Después, ella bebió sobre él. Aquel líquido mágico los aliviaba del calor
insoportable.
El viento azotó la jaima. El mástil tembló como el palo mayor de un barco
de vela y la lona de pelo de camello amenazó con salir volando. Pero ellos ya
no oían nada, ya no podían ver. Su cerebro estaba colmado por la suavidad de
la piel del otro, por el olor del sésamo, por el sabor del sexo, sin espacio para
nada más. Sus cuerpos se enlazaron sobre la alfombra mojada, sus bocas se
encontraron y jugaron con sus lenguas que buscaban cobijo, como viajeros
desvalidos.
Cuando los remolinos de arena alcanzaron el campamento, arrasando todo
lo que encontraban a su paso, ellos ni siquiera los oyeron. Habitaban otra
dimensión libre de problemas, de miedos y de temores. Sus espíritus habían
trascendido las fronteras terrenales para alcanzar el Paraíso.

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Capítulo 24
Dieciocho mil pétalos de rosa

Desierto de Ad-Dahna, Arabia Saudí

Despertaron al amanecer, con la algarabía de los beduinos en el campamento.


Nur y Mahmed se miraron con una sonrisa y se besaron. Estaban contentos de
seguir vivos. Los beduinos cantaban alrededor del fuego mientras preparaban
el desayuno.
—Los zauba’ah han acabado con el ejército del príncipe. —El jefe de la
caravana, emocionado, le hizo una reverencia a Mahmed—. El simoon ha
respetado nuestro campamento y ha destruido el suyo. Los pocos
supervivientes han huido despavoridos, pidiendo clemencia a Allah.
—Es como la batalla de la Trinchera —murmuró Nur y observó a
Mahmed con admiración—. Después de varias escaramuzas fallidas contra
los nuevos musulmanes, los Quraysh enviaron un ejército de diez mil
hombres y seiscientos caballos sobre Medina, con el objetivo de asegurarse la
victoria de una vez por todas. El desaliento embargó a Mahoma, la paz sea
con él, pues contaba con poco más de tres mil hombres para hacer frente a sus
enemigos. Aisha, la esposa más joven del profeta y una de sus principales
consejeras, propuso la idea de cavar un foso alrededor de la ciudad. La
estrategia funcionó muy bien y el asedio se alargó dos semanas, durante las
que no avanzaron en ningún sentido. Un día, una terrible tormenta de arena,
gobernada por remolinos devastadores, arrasó el ejército enemigo y dejó
intacta la ciudad. Este episodio, uno de los más importantes de la vida de
Mahoma, hizo que muchos árabes abrazaran la fe del islam.
Mahmed la miraba con una sonrisa condescendiente.

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—¿Por qué me miras así?
—Todos conocemos la historia de la batalla de la Trinchera.
—¿Y por qué no lo has dicho antes? —preguntó, avergonzada.
—Me encanta escucharte y sé que te gusta ser el centro de atención.
—Eso no es verdad… —Se dio cuenta de que Mahmed bromeaba, no
merecía la pena discutir.
Nur se preguntó si aquel episodio confirmaba que Mahmed era el Mahdi.
Según la leyenda, el elegido sería capaz de hacer magia, de controlar el
tiempo y los fenómenos meteorológicos. Que el simoon hubiera rodeado el
campamento para destruir el de sus enemigos, no podía ser una casualidad.
Nur recordaba la energía que había percibido la noche anterior en la tienda.
Fue una experiencia mágica, no había sentido nada igual en su vida.
Los beduinos, congregados alrededor de ellos, les hicieron una reverencia.
—Ahora estamos seguros, el salvador ha llegado —exclamó el jefe—. Y
cualquiera de nosotros estará feliz de dar su vida para que cumplas con tu
destino.
—Yo no… —Mahmed iba a hablar, pero Nur le apretó la mano para que
guardara silencio. Ambos imitaron a los beduinos con una reverencia.
Ella tenía razón, la fe mueve montañas, y la fe de aquellos hombres era el
arma más poderosa con la que contaban en ese momento.

Mufîd los esperaba en una carretera que cruzaba el desierto, con un


todoterreno y dos pasaportes falsos. Se alegraron mucho de verlo recuperado
y le dieron un fuerte abrazo.
—Tu hermana te echa de menos —le dijo Nur.
—Espero que esté bien.
—Claro, ya la conoces, correteando por el desierto como una liebre —
intervino Mahmed.
El orgullo arropó el semblante de Mufîd.
Con sumo agradecimiento se despidieron de los beduinos y comenzaron la
marcha. Nur se quitó el velo y le contó a Mufîd el episodio de la tormenta de
arena. El chófer miró a Mahmed con admiración a través del espejo
retrovisor.
Después de comer, Mahmed hizo una llamada.
—He hablado con mi abuelo —dijo, nervioso—. Nos espera para cenar.
—¿Estás bien? —Nur le apretó la mano.

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Mahmed asintió con preocupación y subieron al coche. Pasaron los
controles de la frontera y tomaron la carretera del desierto en dirección a
Samawah.

Kufa, Irak

—Según la carta de Ibn Arabi, Kufa corresponde al símbolo de la Rosa —


recordó Mahmed.
—La Rosa es el símbolo del amor en muchas culturas y civilizaciones. —
Nur disfrutaba transmitiendo sus conocimientos—. Los médicos persas
revelaron las primeras analogías entre la rosa y el corazón cuando
descubrieron que, al cortarlo al bies, guardaba un extraordinario parecido con
las ondulaciones de esta flor. El amor procede del corazón, por eso la rosa se
convirtió en el símbolo del amor, como ya lo había sido en Grecia gracias al
mito de Afrodita y Adonis.
»La Rosa es uno de los símbolos más importantes para los sufíes. Está
presente en la danza del derviche, donde cada discípulo es un pétalo que gira
engarzado a la luz del maestro. Además, representa todo el proceso del viaje
místico. El iniciado parte de la oscuridad de las raíces para recorrer el
Camino, compuesto por algunos tramos suaves y otros espinosos; al final del
viaje, está la flor, que simboliza la belleza de las creaciones de Dios en los
dieciocho mil universos visibles e invisibles. El objetivo del salik es alcanzar
la Rosa para convertirse en su esencia, para transformarse en Perfume.
—Entiendo —repuso Mahmed—. Hay que aceptar las alegrías y los
dolores de la vida. Tanto lo bueno como lo malo forma parte del aprendizaje
que conduce a Allah. Convertirse en Perfume significa alcanzar la pureza
espiritual.
Nur lo miró, complacida.
Llegaron a Kufa por la tarde. Abandonaron la carretera 70 en una rotonda,
en dirección al Éufrates.
—Muchos piensan que el estudio de Geber estaba en el lugar que hoy
ocupa la facultad de medicina que lleva su nombre, pero se equivocan. Estaba
un poco más adelante, antes del desdoblamiento del río que deja en su interior
una amplia lengua de tierra convertida en isla.

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Entraron en la ciudad a través de un puente moderno. Por suerte, Mahmed
había abandonado el país varios años antes de la invasión de Irak. La ciudad
estaba muy cambiada, aunque ya no quedaba rastro de la devastación de la
guerra.
El GPS los condujo hasta la entrada de un parque que los acogió con la
puerta abierta. Siguieron la carretera flanqueada por una valla amarilla y
maceteros de colores, a través de una vasta extensión de terreno con cultivos
de flores diversas.
Una avenida de césped con columpios, toboganes y juegos para niños,
anunciaba que la residencia estaba cerca. Mahmed se preguntó si su abuelo
los utilizaría como reclamo para atraer a los pequeños a la tela de araña y
realizar experimentos con ellos, como el que hizo con él. Una profunda
congoja le invadió.
Aparcaron en la puerta de la mansión, tras rodear una fuente presidida por
la estatua de un hombre con barba y turbante. Era Yabir ibn Hayyan, Geber.
El mayordomo les dio la bienvenida y los invitó a pasar. Mahmed
avanzaba con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo, como un reo en
dirección al patíbulo. Nur quedó fascinada cuando entraron en la biblioteca,
una habitación de paredes altas, forradas con estanterías de grandes libros
encuadernados en piel. Una espléndida claraboya iluminaba toda la estancia y
creaba un ambiente cálido que invitaba a la lectura. A un lado, había un par de
sofás y una mesa de estudio que sostenía vistosos volúmenes con miniaturas
pintadas a mano. En el centro de la sala, varias vitrinas velaban los secretos
de antiguos papiros y pergaminos enrollados.
—Es lo que queda de la Casa de la Sabiduría.
Mahmed se sobresaltó con la voz de su abuelo. Aunque tenía más de
ochenta años, sus movimientos eran ágiles y fuertes, exhibiendo una salud de
hierro. Su nariz aguileña, sobre la barba nívea, constituía un inequívoco
distintivo familiar.
—Antes de que los mongoles invadieran Bagdad —continuó su abuelo—,
Nasir al-Din al-Tusi rescató todos los manuscritos que pudo y los llevó a Irán.
Cuando los invasores lo alcanzaron, Tusi se unió a ellos con el fin de proteger
lo que quedaba de la Casa de la Sabiduría. Según dicen, participó de forma
activa en la rendición de Alamut, aunque no consiguió salvar la impresionante
biblioteca de los nizaríes.
—En eso discrepo —repuso Mahmed, encantado de poder rebatirle—. Sé
de buena tinta que la biblioteca de Alamut sobrevivió a los mongoles.

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—Bueno, hijo, esa es tu opinión. Si alguno de esos manuscritos hubiera
sobrevivido, hoy formaría parte de esta biblioteca.
Mahmed prefirió omitir su aventura en Alamut, también que habían
estado en la biblioteca y en el jardín que crearon los nizaríes a semejanza del
Paraíso.
—Las opiniones son como los culos —convino Mahmed, con ironía—,
serán más o menos acertadas, pero todos tenemos una.
—Vaya, ¿a qué filósofo se le adjudica tal adagio? —Sonrió con
displicencia.
—A una muy sabia, a mi madre.
Se estudiaron durante unos segundos. A Mahmed le llamó la atención que,
a pesar del calor, su abuelo cubriera la dishdasha con un besht, una capa
ceremonial que denotaba la dignidad o la riqueza de la persona.
—Te has convertido en un hombre —extendió los brazos a ambos lados
—. Dame un abrazo, pequeño Mahmed.
Por un instante, sintió terror ante la figura de su abuelo y le entraron ganas
de salir corriendo. Sin embargo, sus piernas se rebelaron y lo arrojaron entre
sus brazos. Mahmed recibió el apretón sin mover un músculo.
—Es increíble cómo has crecido. En mi imaginación seguías teniendo el
aspecto de un niño. ¿Cómo está la pequeña Muna?
—Feliz, la granja en los Pirineos cambió su vida.
—Cuánto me alegro. ¿Y tus padres?
—Bien —afirmó él. Hacía un mes que no hablaba con ellos, pero cada
mañana contestaba de forma automática al «buenos días» que su madre
enviaba en el grupo familiar de WhatsApp.
La relación con sus padres nunca había sido fluida. Cuando les comunicó
que quería ser veterinario, objetaron que sería más fácil encontrar trabajo en
Barcelona si estudiaba una ingeniería. Su propósito de viajar por el mundo al
acabar la carrera abrió una nueva brecha entre ellos. El disgusto definitivo
vino con el desafío de llevarse a Muna a la granja. Sus padres nunca los
visitaron hasta que Mahmed los invitó a la boda de su hermana. No podían
imaginar lo mucho que había avanzado Muna.
—¿Esta joven es tu esposa?
Nur se ruborizó por la pregunta. Mahmed hizo aspavientos con las manos.
—Es solo una amiga. Una buena amiga —rectificó al observar cierta
decepción en la cara de ella—. Él es Mufîd, un buen amigo, también.
—Estaréis cansados después de todo el día viajando. Os han preparado el
hamam antes de la cena. Os sentará bien.

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Aquel anciano vivía con todo tipo de lujos. El hamam era un baño
público, solo los árabes ricos lo tenían en su casa para no mezclarse con la
plebe. Sin embargo, en la intimidad de un hogar, el hamam perdía la parte de
rito social.
Los condujeron a las habitaciones, las de los hombres en un ala y las
mujeres en otra. Igualmente, el hamam tenía dos entradas distintas y áreas
independientes para cada sexo. Nur cambió el albornoz por una toalla antes de
entrar en la sala principal, llena de vapor. Agradeció el calor sofocante que le
relajó los músculos y la transportó al bochorno del simoon en el desierto. Las
gotas de sudor germinaron a través de los poros abiertos de su piel,
recordando la textura del shubat, aquella bebida viscosa que Mahmed
perseguía sobre su cuerpo con sus carnosos y delicados labios…
Una punzada de culpabilidad cruzó su pensamiento. Ella estaba
disfrutando de un momento muy agradable mientras Rocío podía estar
esperando la muerte en algún agujero mugriento. Lo bueno era que ya estaban
muy cerca, a solo dos pasos de descubrir el secreto que Ibn Arabi había
ocultado con tanto celo.
Una sirvienta se acercó para embadurnarla con un jabón negro que
restregaba por su cuerpo con un guante de crin. La enjuagó con agua limpia y
le pidió que se tumbara sobre un banco de mármol, donde le aplicó un masaje
que le estiró todos los músculos, le crujió la espalda y le desentumeció las
articulaciones. Por último, la chica le secó el pelo y le ofreció un vestido largo
azul, que Nur rechazó. Prefería volver a sus ropas de lana y solo aceptó una
abaya limpia para cubrirse durante la cena.
Mahmed la esperaba en el comedor, vestido con una túnica de lino que lo
favorecía. Nur, aunque muy cansada, se sentía rejuvenecida, como si acabara
de salir del gimnasio o de un espectáculo de danza.
—¡Estás aún más guapa que de costumbre! —La admiración de Mahmed
era honesta.
Nur se sonrojó.
—Me siento feliz, falta poco para el final de nuestra misión y quiero
abrazar a mi hermana.
Mahmed disimuló la mueca de frustración que le provocaba continuar con
aquel engaño. Si en lugar de Rocío, fuera Muna la muerta, él…
—Qué diferente te veo desde nuestra conversación en El Cairo —susurró
Mahmed—, entonces tenías miedo.
—Hay algo más que me hace feliz.
—Me intrigas.

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—Me he sentido culpable durante años porque cuando llegó el momento
de decidir mis estudios universitarios, no tuve fuerzas para matricularme en
Derecho y ayudar a mi pueblo. Preferí seguir mi vocación por el
conocimiento del mundo árabe. Ahora sé que tomé la decisión acertada,
porque mis conocimientos están ayudando al Mahdi a cumplir su destino.
—Y crees que el Mahdi ayudará a tu pueblo. —Mahmed, convertido en
una diminuta réplica del titán Atlas, sentía el peso del cielo sobre sus
hombros.
—Tú traerás la justicia al mundo, Mahmed, acabarás con las
desigualdades.
—Yo no soy el Mahdi —insistió él.
—La tormenta del desierto lo confirmó. —Nur hablaba con pasión—.
Todos lo vieron, no puedes seguir negándolo.
—Cada persona se enfrenta a su destino de forma diferente. Algunos lo
acatan sin más, otros se rebelan, la mayoría ni siquiera están preparados.
—Tú estás preparado.
—Vosotros queréis que lo esté. —Un abismo de tristeza apareció en sus
ojos—. La vida de Mûfid, la de Ahmad, incluso la de mi abuelo o la tuya
propia, tendrán sentido si yo asumo que soy quien queréis que sea.
—Podrías haber abandonado la misión y no lo has hecho.
—Quizás porque quiero vengarme de Abdul-Rahman.
—Más bien creo que quieres ayudar a tu pueblo.
—Mi pueblo son los animales de mi granja. Es lo único que me importa.
—Eres como Mitra, te gusta volar solo y no dudas en dar tu vida por lo
que crees justo.
—No me escuchas. Yo no quiero esa responsabilidad.
—Solo un frívolo o un malvado la desearía. Entiendo tus reticencias,
porque para ser el Mahdi debe morir la persona que eres ahora.
En ese momento, llegó su abuelo. Mahmed sonrió, tratando de relajarse.
—¿Dónde está vuestro compañero?
—Prefiere cenar algo rápido y salir fuera —explicó Mahmed—. Es
beduino y no soporta los sitios cerrados.
Se sentaron alrededor de una mesa redonda dispuesta con generosas
fuentes de fruta. La luz tenue de los candelabros creaba un ambiente
acogedor. Un camarero con frac sirvió un asado con verduras que olía a ras el
hanut.
—El cordero nunca falla —bromeó el anfitrión y empezó a comer para
que los invitados se sintieran libres de hacerlo. Miró a su nieto—. Estoy

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contento de que al fin hayas venido a verme, aunque me temo que esta visita
improvisada no es de cortesía.
—Tienes razón —admitió sin más rodeos—. Necesitamos ver el estudio
de Geber.
Sorprendido, su abuelo apoyó los codos en la mesa y entrecruzó los
dedos.
—¿Qué estáis buscando?
Mahmed dudó, no se fiaba de su abuelo.
—Nur trabaja para la Universidad de Granada. Está escribiendo una
biografía de Ibn Arabi, y Mufîd y yo le ayudamos con la documentación. La
investigación apunta a que el sabio sufí estuvo en el estudio de Geber antes de
la invasión de los mongoles y queremos averiguar cómo influyó esta visita en
su pensamiento místico.
—Eso es imposible. —Su abuelo levantó las manos con vehemencia—.
Geber es cuatro siglos anterior a Ibn Arabi.
—He dicho que estuvo en su estudio, no que lo conociera en persona —
rebatió Mahmed—. Después de su muerte, el estudio de Geber continuó en
manos de sus discípulos. Con la invasión de los mongoles le perdieron la
pista, hasta que en la segunda mitad del siglo XX apareció su laboratorio en
una excavación. Y tú lo compraste.
—Y lo restauré con mi dinero y mis propias manos. El trabajo dignifica
—afirmó con orgullo.
—¿Podemos verlo? —insistió Mahmed.
—Claro —aceptó su abuelo—. Mañana por la mañana estará a vuestra
entera disposición.
—Tiene que ser esta noche.
—Pequeño Mahmed, ¿por qué tanta prisa? —Su abuelo lo observaba con
suspicacia.
—Hay otro equipo de investigación haciendo un trabajo similar. No
queremos que nos tomen la delantera, nos jugamos una subvención muy
importante.
Nur presenciaba la conversación con el corazón en un puño, sentía que
estaba en la primera fila de un emocionante partido de tenis.
—Entonces, tampoco lo podéis ver mañana. Si me tomas por tonto, no
esperarás que sea hospitalario. —Le dedicó una sonrisa cínica y tomó un
bocado.
—Es cierto que estamos inmersos en una investigación relacionada con
Ibn Arabi —intervino Nur—. Aunque el objetivo no es escribir su biografía.

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—Mahmed le lanzó una mirada fiera que ella ignoró—. Creemos que Ibn
Arabi escondió algo muy importante que hará aparecer al Mahdi. Y las pistas
nos han traído al estudio de Geber.
—Eso suena mejor —convino el anfitrión— y estaré encantado de
disfrutar de tu compañía en el estudio de Geber después de cenar. —Miró a su
nieto—. También de la tuya, si me cuentas esa historia con detalle.
Entre los dos le relataron el descubrimiento de la carta y todas las
aventuras que habían vivido desde entonces, incluida la muerte de Mitra.
—Era un ave muy especial. Me alegro de que hoy estés aquí gracias a
ella, sentado a mi mesa y compartiendo conmigo una cena exquisita y una
historia excepcional. —Dio un sorbo a su vaso de shinēna, la bebida gaseosa
a base de yogur que tanto le gustaba—. Hace años que di por perdida la
investigación de la obra de Geber —confesó su abuelo—, aunque nunca la he
descartado del todo. Conseguimos descifrar muchos de sus escritos, incluso
llegamos a averiguar la fórmula que Geber atribuía a la Piedra Filosofal, sin
embargo, creemos que esa fórmula nunca funcionó. Hay un ingrediente que
Geber llama Azufre alquímico, pero ni él mismo llegó a identificarlo. Hemos
perdido años buscándolo, haciendo pruebas y experimentos sin resultados. —
Hizo un aspaviento con las manos—. Ahora me dedico a algo más práctico,
experimentos genéticos con animales. La ciencia moderna es mucho más
avanzada y fiable.
Mahmed frunció el ceño con desagrado.
—No me mires así. ¿Sabías que los animales más longevos habitan en el
mar? Con modificaciones genéticas, hemos logrado alargar la esperanza de
vida de una mosca de un mes a cuatro años. No está mal, ¿eh?
—¿Le habéis puesto branquias? —se mofó Mahmed con indignación—.
Jugar a ser Dios solo puede traer la ira divina.
—«Aquel que no desarrolla trabajo práctico, ni realiza experimentos,
jamás alcanzará el menor grado de maestría» —su abuelo citó a Geber—. Yo
seré el primer humano que encuentre la inmortalidad con modificaciones
genéticas. La técnica está en experimentación y no tenemos resultados
concluyentes con animales más grandes, pero tengo poco que perder. El día
que enferme de algo grave, me someteré al tratamiento.
Mahmed imaginó a los niños en jaulas, sufriendo los experimentos
genéticos. O quizás, en este caso, fueran ancianos.
La puerta se abrió de golpe y Mufîd irrumpió en la estancia.
—¡Se acerca un coche! —exclamó.

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—¿Son ellos? —Mahmed se levantó con brusquedad y la silla cayó al
suelo.
—Yo no espero visita —confirmó el anciano.
—Tenemos que apresurarnos, no podemos fallar ahora —intervino Nur,
asustada.
El anfitrión los invitó a que lo siguieran.
—Yo vigilaré fuera. Intentaré entretenerlos. —Mufîd salió.
—El estudio tiene una puerta de seguridad —anunció el anciano—. Nos
dará algo de tiempo.
—El personal de servicio debe ponerse a salvo. Esa gente es peligrosa.
—Casi todos son sirios, saben cómo lidiar con la guerra.
El anfitrión pidió a los sirvientes que se retiraran y bajó con Mahmed y
Nur por una cascada de estrechos peldaños que desembocaba en la gruesa
puerta metálica del sótano. Para Mahmed, aquella visión fue como recibir un
tremendo puñetazo en las entrañas. Controló las arcadas, mientras su abuelo
abría y les apremiaba para entrar. No había ningún médico con bata blanca
esperando, tampoco parecía que fuera allí donde practicaban los experimentos
genéticos. Quizás había construido un laboratorio en las afueras de la ciudad,
quizás más lejos, en otro país.
El estudio era amplio y bien conservado gracias a los sillares que
componían las gruesas paredes de piedra. Sobre los bancos de trabajo de
adobe, descansaba el diverso instrumental de laboratorio, buena parte original
y otros reconstruidos por su abuelo a partir de las descripciones de los libros
del Corpus Jabiriano.
En el suelo, descubrieron varias tallas de piedra de escorpiones que les
llegaban por la rodilla y cobras enroscadas en posición de ataque.
—Son los conatos de Geber de crear vida artificial —explicó el anciano
—. Nosotros también lo intentamos, pero ya os he dicho que la fórmula de la
Piedra Filosofal está incompleta. —Señaló un cubo de vidrio en el que unas
aspas removían una pasta anaranjada. Varios goteros dejaban caer de forma
alterna pequeñas dosis de líquido en su interior y una canalización conducía la
mezcla hasta las estatuas, bañando su parte delantera antes de acabar en un
desagüe—. Aún seguimos probando distintas esencias naturales y artificiales,
aunque hace años que perdí la esperanza.
Un grabado en el suelo junto a las figuras llamó la atención de Mahmed.
—Nur, la Rosa.
El abuelo los observó con curiosidad.

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Arrodillados, estudiaron el grabado. En el interior de los pétalos había
cinco pequeños círculos dorados. Un surco superficial partía de cada uno de
ellos hasta un destino común en el interior del dibujo de una corona.
Nur cerró los ojos unos segundos.
Guíame por el camino recto, rezó a Allah en busca de inspiración.
—Creo que debemos echar aqua regia dentro de esta corona.
—«Cuando el rey beba su agua, los pecados serán puestos en la balanza».
—Mahmed recordó la inscripción que descubrieron en la mezquita y miró a
su abuelo—. ¿Tienes aqua regia?
—El aqua regia no es estable. Hay que prepararla en el momento para
utilizarla. —Examinó uno de los bancos de trabajo—. Tengo ácido nítrico y
clorhídrico, que mezclados en la proporción de uno a tres producen aqua
regia.
En un vaso de decantación hizo la mezcla. Mahmed vertió el líquido
amarillo sobre la corona grabada en el suelo y la fuerza de la gravedad lo
condujo a los círculos dorados a través de los surcos. El ácido burbujeó y
disolvió el oro que taponaba los cinco agujeros.
—Un poco de agua —pidió Mahmed.
—Eso es más sencillo.
Su abuelo le acercó otro vaso que él vertió sobre el grabado de la rosa
para limpiarla. Colocó la mano encima.
—Parecen hechos para meter los dedos.
Los suyos, sin embargo, eran demasiado gruesos y no cabían en los
agujeros.
—¡Ah! —exclamó Mahmed y se mareó al descubrir un corte en el índice.
—Déjame ver. —Nur le miró la mano. Tenía algo clavado e intentó
quitárselo.
—¡Um! —La afilada esquirla de piedra le cortó también a ella. La sangre
de ambos formó una única gota que cayó sobre la canalización de la pasta
amarilla. Nur sacó la astilla con las uñas y se chupó el corte. Mahmed
permanecía sentado. Su abuelo le vendó la herida con un esparadrapo.
—Voy a probar yo. —Los dedos de Nur se deslizaron sin problema en el
interior de los agujeros. Hizo fuerza con la muñeca para girar el grabado de la
rosa y el mecanismo liberó una compuerta secreta que se elevó unos
centímetros sobre el suelo.
En ese momento, alguien golpeó la puerta, golpes sordos que pronto
fueron reemplazados por las embestidas de un contundente objeto metálico.
—Ya están aquí.

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Mahmed se encontraba mejor. El anciano levantó la losa de piedra con la
ayuda de Nur y extrajo un instrumento con un pie metálico que sostenía una
larga varilla horizontal con una pesa móvil y un platillo redondo. Era una
antigua romana grabada con palabras árabes. La pesa, con forma de cabeza
alada, representaba a un ángel o un djinn.
—Es una balanza —exclamó Mahmed con cierta decepción.
—Fíjate bien, no es una balanza cualquiera. —Su abuelo le dedicó una
mirada de reproche mientras examinaba el artilugio con admiración—. Por la
decoración mística de la pesa, solo puede ser la Balanza de los Elementos de
Geber. Ha estado aquí tanto tiempo y yo sin saberlo. —Mahmed y Nur
esperaban una explicación—. Es una herramienta muy codiciada por los
alquimistas, el único medio para pesar la «energía espiritual» de un objeto.
—¿Quieres decir que esta balanza, en lugar del peso del cuerpo, mide el
peso del alma? —preguntó Nur.
—Así es —confirmó el anciano—. Geber tenía la teoría de que los
números pertenecen al plano espiritual, mientras que las letras forman parte
de la realidad material. Creía también que todos los objetos tienen una parte
física y otra espiritual. La primera solo depende del volumen y la densidad del
cuerpo; la segunda indica la cercanía del objeto a Allah. Os aseguro que en
esta balanza pesará mucho más un pequeño colgante de una Hamsa que un
lingote de plomo.
La puerta tembló bajo los golpes y el polvo saltó de los sillares de la
pared, como pequeñas explosiones a punto de reventar las bisagras.
—«Tu madre es tu maestra. En la escuela obtendrás la respuesta». —
Mahmed leyó la inscripción sobre el brazo largo de la romana—. Parece una
nueva pista.
—Si es lo que buscabais, vámonos —advirtió su abuelo—. Hay una salida
secreta al fondo. Ordené que la construyeran cuando reformé el laboratorio.
Estaban rodeados por las serpientes y los escorpiones de piedra.
—¡Qué es esto! —El anciano dio un respingo.
La puerta tembló de nuevo, a punto de saltar de la pared.
Las estatuas de los animales se acercaban a ellos con movimientos
mecánicos, mostrando sus feroces aguijones y colmillos.
—Es increíble —el anciano se llevó las manos a la cabeza—. Lo habéis
hecho, lo habéis conseguido. —Tomó la mano de Nur y miró el corte del
dedo—. ¡La sangre! ¡Cómo no se me había ocurrido! El último ingrediente, el
Azufre alquímico, es la sangre humana.

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Saltaron varios trozos de pared, la puerta no aguantaría mucho más. Las
estatuas vivientes se acercaban a ellos con actitud amenazante.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Mahmed con preocupación.
—Son gólems —explicó el abuelo—, solo obedecen las órdenes de su
creador. Vosotros les habéis dado la vida, están esperando que les digáis qué
hacer.
Mahmed y Nur gritaron a la vez:
—¡Atacad a los que entren por esa puerta!
Las patas de los escorpiones se movieron en la dirección indicada y las
serpientes reptaron, arrancando del suelo un sonido estridente.
Mahmed se hizo con la Balanza de los Elementos y corrieron hacia el
fondo de la sala. Su abuelo apretó una piedra para liberar un panel de la pared
y apareció un túnel estrecho y tenebroso. En ese momento, la puerta metálica
saltó de sus goznes y cayó al suelo deshecha por las embestidas. Los animales
de piedra atacaron a los invasores. Dos serpientes mordieron las piernas de un
soldado y lo tiraron al suelo antes de saltar sobre su cuello. Un escorpión
clavó el aguijón en la barriga de otro y lo elevó en el aire para estamparlo
contra la pared. Los beduinos hicieron rugir sus fusiles, arrancaron trozos de
piedra de los gólems, destrozaron el instrumental y redujeron el laboratorio de
Geber a un montón de escombros.
Ellos avanzaron por el túnel, agachados, iluminados con los móviles.
Alcanzaron una reja metálica que su abuelo abrió con una llave y salieron al
exterior, en busca del aire fresco. A pesar de las farolas, estaba oscuro. El
anciano cerró la reja tras ellos.
—Seguidme —les apremió—. Huiremos en mi pantera.
Corrieron hacia un almacén en la parte trasera de la casa. Allí los esperaba
un ultraligero de líneas redondeadas y modernas, tatuado en la cola con la
estilizada silueta de una pantera negra.
—Tiene capacidad para cuatro pasajeros, motor híbrido con autonomía de
hasta mil ochocientos kilómetros y alcanza una velocidad de crucero de
cuatrocientos kilómetros por hora.
Abrió la ventanilla de la avioneta e invitó a Nur a que se sentara detrás. Él
entró al asiento del piloto, puso el motor en marcha con una caricia y elevó la
otra ventanilla para que subiera su nieto. Antes de que pudiera hacerlo, una
ráfaga de disparos descuajó estrepitosos crujidos del techo de chapa del
almacén. Tres beduinos les apuntaban con cara de satisfacción, paladeando su
inminente victoria. Eran otros distintos a los del laboratorio, se habían

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quedado fuera, olfateando los alrededores de la casa como hambrientos
sabuesos en busca de una presa.
—Esa romana —exclamó uno de ellos—, dámela.
Mahmed dudó hasta que el otro levantó el fusil y colocó el dedo sobre el
gatillo. No necesitó hacer alarde de su elocuencia para que Mahmed avanzara
hacia él. Entonces, Mufîd apareció a la espalda del soldado y, repitiendo su
actuación estelar en Alamut, le cortó el cuello. El beduino cayó muerto y los
otros lo miraron sorprendidos. A continuación, sonó un disparo. Solo uno,
certero, efectuado por alguien que había esperado el momento oportuno. Un
chorro de sangre brotó de la cabeza de Mufîd, como si estallaran sus
pensamientos y una nueva boca se abriera en su frente para vomitar su valor,
su tenacidad, su fuerza, su capacidad para sorprender y su sentido del humor.
Abdallah apareció empuñando un rifle con mira telescópica. Esta vez,
Mufîd no los había sorprendido.
Mientras su jefe se acercaba, los beduinos encañonaron a Mahmed. Su
abuelo bajó del avión.
—Soy un hombre muy rico —gritó, intentando destacar sus palabras sobre
el ruido de la hélice—. Os daré mucho dinero si nos dejáis marchar.
Abdallah se detuvo en la puerta del almacén, proyectando su sombra en el
interior como la figura sibilina de un malvado gigante. Las luces del jardín
perfilaban su cuerpo con un resplandor siniestro, confiriéndole el atractivo de
la fuerza, la belleza del poder y la capacidad de perdonar o quitar la vida.
—No nos interesa el dinero.
Sin más explicaciones, elevó el rifle hacia Mahmed y apretó el gatillo.

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Capítulo 25
La vida después de la muerte

Kufa, Irak

Cuando Mahmed abrió los ojos, su abuelo estaba delante de él. El anciano le
mostró las manos ensangrentadas y se tambaleó. Mahmed lo sujetó y se sentó
con él en el suelo.
—Tenías que vivir para siempre —le reprochó con los ojos anegados.
—Pequeño Mahmed, gracias a ti lo he entendido: la verdadera
inmortalidad está en la descendencia, en la sangre que corre por las venas de
los hijos y los nietos, en el recuerdo que vive en sus cabezas. —Le puso la
mano en el pecho, sobre el corazón—. Espero que aún quede un hueco para
mí ahí dentro.
Con esas palabras, escapó el último aliento de vida entre sus labios.
Mahmed le besó la frente y lloró sobre su cadáver.
—Qué despedida tan emotiva —rio Abdallah—. No te preocupes, te
reunirás con él de inmediato.
Le apuntó con el rifle, pero entonces el avión avanzó hacia ellos. En el
asiento del piloto, Nur probaba suerte con los mandos. La hélice atrapó a uno
de los beduinos que estaba más cerca y lo convirtió en una papilla
sanguinolenta que saltó sobre el cristal. El otro se tiró al suelo y la rueda
delantera le pasó por encima.
Mahmed lanzó la balanza contra Abdallah y aprovechó la distracción para
arrebatarle el rifle con una patada. Abdallah dejó la balanza en el suelo y lo
esperó con la cabeza inclinada, con los puños cerrados y caídos a ambos
lados, como un gorila preparado para aplastar a su adversario. Mahmed

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intentó darle una patada. Abdallah la desvió con un manotazo y saltó sobre él.
Lo agarró por el hombro y lo arrastró como a un muñeco, para obsequiarlo
con el efusivo abrazo del oso.
El avión salió al exterior, mientras Nur trataba de detenerlo sin chocar con
nada.
Un fuerte dolor atenazó la espalda de Mahmed. No podía respirar, le iba a
partir la columna vertebral en cualquier momento.
Nur tiró de una palanca y el avión se detuvo al fin. Bajó de un salto y
corrió hacia el interior del almacén. Mahmed gemía entre los brazos del
beduino gigantesco, que lo aplastaba como a una frágil hogaza de pan.
Lo iba a matar.
Mahmed intentó controlar el dolor para que los engranajes de su mente
rodaran de nuevo. Con gran esfuerzo, bajó el brazo hasta el cuchillo y se lo
clavó a Abdallah en el cuello. El gigante retrocedió varios pasos con sorpresa
y soltó a Mahmed, que trataba de respirar y relajar la espalda. Abdallah se
arrancó el cuchillo, liberando un borbotón de sangre y todavía le quedaron
fuerzas para atrapar a Mahmed por el cuello con su descomunal mano. Con la
otra, empuñó el cuchillo, dispuesto a atravesarle las entrañas.
Sonó un disparo y después otro, y otro. El gigante se zarandeó bajo los
impactos de bala y soltó a Mahmed. Volvió la mirada hacia Nur, que le
apuntaba con el fusil de uno de los esbirros.
—Deberías matarlo a él —gruñó Abdallah con una sonrisa macabra—. Él
asesinó a tu hermana.
Nur se quedó petrificada ante aquellas palabras. Entonces, una bala
atravesó el ojo del gigante, que cayó de espaldas, sacudiendo la tierra como
un terremoto.
Mahmed le había disparado con su propio rifle, mientras intentaba
devolver la vida a los pulmones. Se ahogaba por el apretón del cuello y,
también, por la revelación que Abdallah acababa de hacer. En parte, era un
alivio que Nur lo supiera, era un alivio librarse al fin de los secretos y las
mentiras. Sin embargo, podía ser un gran contratiempo para concluir la
misión con éxito.
Nur corrió hacia él.
—Tenemos que irnos.
Por suerte, no hizo ningún comentario. Quizás no le diera ninguna
credibilidad a aquel asesino.
—Espera. —Mahmed miró los cadáveres de su abuelo y Mufîd—. Si esa
pasta dio vida a las serpientes y los escorpiones de piedra, podría devolvérsela

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a ellos.
—La Piedra Filosofal puede dar la vida eterna, pero no resucitar a los
muertos —puntualizó Nur—. Aunque devolviera la vida a los cuerpos, su
alma ya los ha abandonado. Crearíamos gólems, cuerpos vacíos, dispuestos a
obedecer órdenes.
Nuevos disparos cayeron sobre ellos desde la reja del túnel por el que
habían salido del laboratorio. Los soldados habían acabado con los animales
de piedra.
Nur recogió la Balanza de los Elementos y tiró de Mahmed hacia el
ultraligero. Él subió al asiento del piloto.
—¿Sabes conducirlo? —preguntó ella.
—Mi abuelo me sacaba a pasear en avioneta cuando era niño —explicó
con poca convicción—. Me enseñó para qué servían los mandos, aunque
nunca me dejó pilotar. —Algunos disparos acertaron sobre el fuselaje—. Este
avión es mucho más moderno. No sé por dónde empezar.
—¿Te encuentras bien? —Mahmed aún parecía mareado.
—Mejor será que lo esté.
Nur empujó la palanca para avanzar. Mahmed agarró el timón y rodearon
la casa hasta llegar a la carretera de entrada. Nur aceleró de golpe y sus
cuerpos se aplastaron contra los sillones. Cuando pasaron los cien kilómetros
por hora, Mahmed tiró del timón. El avión se elevó en el aire durante un par
de segundos y volvió a caer.
—Necesitamos más velocidad.
Puso la mano sobre la de ella y empujó la palanca a fondo. La aguja del
velocímetro subió tan rápido como el avión se acercaba al final de la
improvisada pista de despegue.
—¡Elévate! —gritó Nur—. Nos vamos a estampar.
Mahmed esperó un par de segundos, solo tendrían esa oportunidad. Tiró
del timón en el último instante y un fuerte golpe sacudió el ultraligero cuando
pasó rozando la valla.
—¡Por los pelos! —gritó Nur con alivio.
—Creo que me he cargado el tren de aterrizaje —exclamó él.
—¿Y eso nos puede dar problemas?
—No nos hace falta —respondió Mahmed con ironía—, hasta que
vayamos a aterrizar, claro.
Mahmed volaba bajo para evitar los radares. Por la noche, era bastante
peligroso, aunque habían corrido ya tantos peligros…
—Siento la muerte de tu abuelo.

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—El precio de este viaje está resultando demasiado elevado. —Mahmed
estaba afectado—. Primero, Mitra, y ahora, mi abuelo y Mufîd.
—¿Y qué pasa con mi hermana? —Nur tragó saliva antes de continuar—.
¿Está muerta?
Mahmed apretó con fuerza el timón entre las manos. Estaban cerca del
final de la investigación, no era el mejor momento para decirle la verdad. Pero
no le quería volver a mentir.
—Es cierto, está muerta. —La miró de reojo.
—¿Cómo lo sabes? —La dureza conquistó la cara de Nur.
—Yo la he visto. Vi su cadáver.
—¡Eso no es verdad! —gritó y comenzó a llorar—. ¡Rocío no está
muerta! —Le golpeó el hombro con rabia, mientras él intentaba controlar los
mandos—. Has estado conmigo todo el tiempo. No es posible que la hayas
visto.
Nur dejó de golpearlo y sollozó en silencio. Cerró los ojos en un intento
de relajarse.
—Fue antes de conocerte. Una mañana desperté en un hotel de Riad con
el cadáver de una joven a mi lado. Me acusaron de su asesinato, me torturaron
y me condenaron a muerte. Entonces me rescataron los cármatas para que te
ayudara. Ellos me contaron que aquella joven era tu hermana.
Nur estaba muy alterada y lo golpeó de nuevo, como si fuera la puerta de
una celda que acababa de confinar todas sus esperanzas.
—¡El beduino tenía razón! —gritó—. ¡Tú la mataste!
—Me tendieron una trampa. —Mahmed levantó el brazo para detener los
golpes y perdió el control del avión. Sujetó el timón con ambas manos y,
aguantando estoicamente las bofetadas, tiró de él para remontar el vuelo—.
¡Para! ¡Nos vamos a matar!
—¡No, no, no, no! —Nur dejó de golpearlo y descargó su rabia sobre el
panel de control.
—Descubrieron que yo era un espía y tu hermana una infiltrada de los
cármatas. La mataron y montaron el teatro para acusarme de su asesinato.
—¿Por qué debo creerte? —Nur dejó de golpear el avión y elevó la mano
hacia él—. Antes de morir, el beduino dijo que tú la mataste. Nadie mentiría
en esas circunstancias.
Mahmed le clavó los ojos verdes, dos afiladas esmeraldas.
—¿Vas a creer a esa mala bestia, a ese asesino que nos ha perseguido para
matarnos, antes que a mí?
Nur inspiró, bajó la mano y apretó la espalda contra el sillón.

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—Aunque fuera como dices, me has mentido. —Ya no gritaba, ahora
hablaba con desprecio, con rabia—. Sabías desde el principio que Rocío
estaba… —Su voz se quebró, a la vez que acentuaba los sollozos—. Lo sabías
y no me dijiste nada. Ni siquiera cuando estuve a punto de morir en Damasco,
ni cuando te salvé la vida en Alamut, ni cuando nos amamos en aquella jaima
del desierto… Lo sabías y no me dijiste nada.
—Lo siento. —Su disculpa era sincera—. No fue algo premeditado. Lo
hice sin pensar. Intuí que si te decía la verdad te vendrías abajo y no podría
contar contigo. Pensé que te asustarías y te necesitaba. Nos necesitábamos
para llevar a cabo la misión que nos había encomendado Allah.
Las lágrimas de Nur rodaban por sus mejillas.
—Mi hermana ya estaba muerta cuando salí de Granada. Debiste
decírmelo —sollozó—. Tenía derecho a elegir con todas las consecuencias.
—Lo siento.
—Para el avión —pidió Nur de repente—. ¡Que pares el avión! ¡Que
aterrices! —gritó alterada—. Necesito bajarme, caminar, necesito respirar y
pensar.
—No puedo parar. Nuestra única opción es hacer un aterrizaje de
emergencia y aunque salga bien, no podríamos volver a despegar.
—¡Mierda! —Golpeó el panel de mando.
Con un salto ágil, pasó a la parte de atrás y se tumbó. Al principio, solo
veía la cara ensangrentada de Rocío, con los ojos abiertos, vidriosos y secos.
Forzó la respiración y comenzó a hacer dikr, repitiendo los nombres de Dios
para dejar la mente en blanco, para eliminar los malos pensamientos, para
recordar a Allah y recorrer el camino que conducía a él.
Mahmed estaba muy cansado. Sacó un dátil de su morral y lo masticó
hasta quedarse con el hueso. Jugó con él en la boca, un entretenimiento
sencillo que le ayudaba a mantenerse despierto. Se sumió en un duermevela
inquietante en el que los sueños se mezclaban con la realidad, sueños
vulnerados por demonios, convertidos en pesadillas que le provocaron un
fuerte dolor de cabeza. Aquellas terribles pesadillas que llevaba sufriendo
durante todo el viaje.

Medina, Arabia Saudí

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Tardaron cuatro horas en llegar a Medina y no hablaron hasta que Mahmed le
avisó:
—Siéntate y ponte el cinturón, vamos a aterrizar.
Mahmed redujo la velocidad y empujó el timón para descender. La luz de
las estrellas era suficiente para identificar una gran extensión de arena en el
desierto de Medina. Levantó un poco el morro y el avión rebotó como una
pelota de goma sobre el suelo y volvió a elevarse en el aire. Iba demasiado
rápido. Tiró de la palanca de freno y, esta vez, cayó a plomo, describiendo un
largo y profundo surco. La arena saltó sobre el cristal y cubrió la cabina, eso
impidió la visión. El avión se zarandeaba con violencia. Mahmed rezó para
que no hubiera rocas. El ala derecha se hundió en el suelo y lo hizo girar hasta
que se detuvo.
—¿Estás bien? —le preguntó a Nur.
Ella no contestó. Soltó su cinturón, empujó el sillón delantero y abrió la
ventanilla con dificultad. La arena la envolvió con un seco y áspero baño.
Saltó al exterior.
Mahmed bajó por su lado. El viento soplaba con rabia, acompañando los
sentimientos convulsos de sus corazones. Se protegió la cara con el pañuelo y
corrió en busca de Nur, que había desaparecido en la oscuridad. La descubrió
enseguida, alejándose a paso ligero.
—¡Espera! Tenemos que hablar.
—¡Déjame! —bramó Nur y le lanzó un puñetazo a la cara con intención
de noquearlo. Mahmed le sujetó el brazo.
—¿Te has vuelto loca?
—Quizás aquel beduino tuviera razón, debería matarte.
Mahmed desenfundó su cuchillo y lo alargó con el puño hacia ella.
—Si eso es lo que quieres, hazlo ahora.
Nur agarró el cuchillo y saltó sobre él. Mahmed cayó de espaldas y ella lo
montó a horcajadas, levantó el cuchillo en el aire y lo descargó con todas sus
fuerzas. Lo clavó en la arena, junto a su oreja derecha. Nur le dio otra
bofetada, estaba fuera de sí. Mahmed le sujetó las manos.
—No eres la única que ha perdido a alguien —gritó—. Yo he perdido a
Mitra y a mi abuelo, ha caído Mufîd, y los dos hemos estado a punto de morir
varias veces.
—Era mi hermana —sollozó ella, mientras forcejeaba—. La quería más
que a nada en el mundo. ¿Qué voy a hacer sin ella?
Nur rompió a llorar y Mahmed la abrazó. Entonces, ella lo besó en la
boca. Él no entendía nada y se resistió al principio. Nur volvió a besarlo y,

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poco a poco, se dejó llevar por el deseo salvaje y la atracción animal que
sentían el uno por el otro. Con un ansia feroz, casi enfermiza, ella lo cabalgó
como una amazona indómita, utilizando el sexo, la lujuria y la pasión
desenfrenada para paliar el dolor. El viento y la arena azotaban sus cuerpos
desnudos, aunque ninguno era consciente. Cuando llegaron al clímax, Nur le
golpeó el pecho y los hombros, canalizando la rabia a través del intenso
placer que le hizo temblar las piernas.
Como una estatua de sal, permaneció quieta sobre él, llorando de nuevo,
liberando su dolor con las últimas lágrimas que le quedaban.
—¿Estás bien?
Un vacío amargo inundaba el pecho de Nur. Era un dolor tan profundo
que la había matado y había renacido convertida en una persona diferente. Y
al regresar de la muerte, vio la luz y comprendió cuál era su objetivo en la
vida. Ahora sabía que ese dolor penetrante no desaparecería nunca, pero
también sabía que la nueva Nur podría vivir con él.
—¿Sufrió?
—Fue una muerte rápida, estoy seguro —mintió Mahmed.
—Debemos honrar la memoria de mi hermana, de tu abuelo, de Mitra y de
Mufîd. Que el sufrimiento de todos aquellos que nos han ayudado adquiera
sentido y que su recuerdo no se desvanezca en el desierto como las notas de
un rebab.

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Capítulo 26
La unidad de la multiplicidad

Medina, Arabia Saudí

Volvieron al avión para recoger sus cosas, entre ellas, la Balanza de los
Elementos.
—¿Dónde tenemos que ir? —preguntó Mahmed, confiando en que ella ya
habría descifrado la pista.
—«Tu madre es tu maestra. En la escuela obtendrás la respuesta». «Tu
madre es tu maestra» —repitió Nur—. Aisha es la Madre de los Creyentes.
—Aisha es la esposa más joven del profeta.
—Y su favorita —matizó ella—. Aisha era una mujer culta y una de sus
principales consejeras, tanto en temas políticos como militares. Ella le
aconsejó cavar el foso que detuvo a las fuerzas enemigas en la batalla de la
Trinchera. Después de la muerte del profeta, la paz sea con él, Aisha
transmitió su mensaje y fue una de las fuentes más fiables de los hadices,
aunque muchos sabios cuestionaron su validez por ser mujer. Ella era la que
más tiempo había pasado con el profeta y la que mejor conocía su
pensamiento. Participó en la vida política durante el reinado de los cuatro
primeros califas. Su padre, Abu Bakr, fue el primero y tuvo muy en cuenta su
opinión. Aisha se rebeló en muchas ocasiones durante los califatos de Umar y
Uthman, porque creía que habían desviado su camino de las directrices del
islam original. Su carrera política terminó cuando se enfrentó a Alí, el cuarto
califa y yerno de Mahoma, en la batalla del Camello. Aisha fue derrotada y
abandonó para siempre la vida pública. A partir de entonces, dedicó todo su

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tiempo a transmitir sus enseñanzas a mujeres y niñas, incluso a algunos
hombres que asistían a las clases desde detrás de una cortina.
—Y su madrasa estaba en Medina —confirmó Mahmed—, como indica el
mapa de Ibn Arabi.
—Aisha estaba versada en el Corán, en leyes, en poesía, literatura árabe,
historia, genealogía y en medicina general. Era la mujer más culta de su
tiempo. Cuando abandonó la política, estableció la madrasa en su casa. Hasta
entonces, el papel de la mujer estaba limitado al ámbito familiar, tener hijos,
educar a los jóvenes y proveer confort y paz en el hogar.
—Así lo definen el Corán y la sunna —señaló Mahmed.
—El Corán que conocemos.
—El único que hay.
—Si Mahoma, la paz sea con él, hubiera pensado que el lugar de la mujer
estaba en la casa, ¿por qué iba a permitir que Aisha participara en la vida
política? Jamás habría escuchado sus consejos y opiniones.
—¿Crees que el profeta deseaba otro papel para la mujer?
—No lo creo, estoy segura —afirmó con rotundidad—. Antes del islam, la
mujer no tenía derechos. Muchas veces enterraban a las niñas al nacer, porque
su vida no tenía ningún valor y suponían una carga para las familias. Mahoma
peleó por los derechos de las mujeres y modificó las leyes para que pudieran
heredar. Sus numerosos matrimonios le sirvieron para establecer pactos
políticos con tribus del desierto, alianzas que le ayudaron a derrotar a los
Quraysh y unificar a todos los árabes en una única umma, bajo el amparo de
un único Dios. A cambio del apoyo tuvo que ceder en muchos aspectos, como
la imposición del velo a sus esposas. Umar despreciaba a las mujeres y Alí
siempre tuvo celos de la relación íntima y de especial confianza que mantenía
el profeta con Aisha.
—Tiene sentido. Nunca lo había pensado desde ese punto de vista —
reflexionó Mahmed.
—El profeta fue un revolucionario. Buscaba la igualdad de las personas,
con independencia de su sexo, raza o religión. Él decía: «No hay superioridad
de un árabe sobre un no árabe, ni de un no árabe sobre un árabe, ni del blanco
sobre el negro, ni del negro sobre el blanco, salvo en la piedad».
—Sin embargo, no abolió la esclavitud —planteó Mahmed.
—No lo dejaron.
—Tenía que hacer concesiones para mantener las alianzas políticas.
—Sus principales aliados y posteriores califas no estaban dispuestos a
renunciar a sus privilegios. Mahoma dio a su pueblo todo lo que tenía y vivió

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en la pobreza. Él y sus mujeres pasaban hambre y tenían que remendar su
ropa. Mientras tanto, sus aliados disfrutaban de la opulencia. Uthman era muy
rico y jamás habría renunciado a sus esclavos; Umar nunca habría aceptado
que sus mujeres salieran de casa. El profeta creó un mundo más justo, aunque
sus aliados le impidieron hacer todo lo que deseaba. —Nur miró a Mahmed
con intensidad—. Esa misión la dejó para el Mahdi, el elegido que llegaría al
final de los tiempos para descubrir su verdadero mensaje.
—¿Crees que la misión del Mahdi es revelar el verdadero mensaje del
profeta?
—Ibn Arabi habla de la palabra del Uno, escrita de su propio puño y letra.
Creo que ahí está la clave.
Llegaron a lo alto de una duna y admiraron el paisaje que se extendía a
sus pies. Las luces de Medina brotaban en la oscuridad de la noche como la
vida de un oasis en mitad del desierto. Una gran mezquita blanca destacaba en
el centro, con sus fastuosos minaretes realzados por varios focos. Una cúpula
se distinguía del resto por su color verde, indicando que bajo ella estaba la
habitación del profeta.
Nur señaló el recinto con cierta indignación.
—La majestuosidad que presenta la mezquita hoy es una prueba de la
corrupción de su mensaje. Mahoma, la paz sea con él, vivía en una mezquita
sencilla y humilde. Esto es una aberración.
Mahmed asintió.
—Necesito rezar —dijo Nur—. Pronto amanecerá.
El cielo clareaba.
—Te acompaño.
Cuando terminaron, descendieron por la duna en dirección a la ciudad.
—Decías que la clave está en las palabras que escribió Ibn Arabi —
retomó él.
—En la carta, Ibn Arabi habla de la palabra del Uno, escrita de su puño y
letra. Mahoma, la paz sea con él, creía que Adán, Noé, Abraham, Moisés y
Jesús eran profetas como él, mensajeros encargados de transmitir la palabra
de Dios. Sin embargo, ninguno de ellos dejó su revelación por escrito. Sus
palabras se transmitieron de forma oral hasta que años o siglos después las
recopilaron personas que ni siquiera los conocieron. Mahoma afirmaba que
esto había desvirtuado el mensaje, imponiendo dogmas falsos, como que
Jesús era hijo de Dios.
—Jesús, como Mahoma, era una persona normal, un elegido para
transmitir el mensaje de Allah —dijo Mahmed.

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—Y a pesar de estas ideas, lo más curioso es que a Mahoma le ocurrió lo
mismo. El Corán que ha llegado hasta nosotros es una recopilación de
Uthman, el tercer califa, a partir de revelaciones escritas por los seguidores
del profeta en hojas de palmera, trozos de cuero o huesos. —Nur hizo una
pausa.
—Si Mahoma creía que la palabra de los otros profetas estaba corrompida
por el boca a boca, lo lógico es que hubiera tomado medidas para no caer en
el mismo error —comprendió Mahmed—. ¿Crees que escribió su propio
Corán?
—Creo que lo escribió alguien de confianza, bajo su supervisión.
Recuerda que Mahoma, la paz sea con él, era analfabeto.
—Pero todas las revelaciones incluidas en el Corán fueron verificadas por
los ulemas y están respaldadas por los hadices de la sunna. Y cada uno de
estos hadices viene avalado por una lista de autoridades que atestigua la
cadena de transmisión oral.
—El Corán y la sunna son las fuentes principales de la ley sharía, que
gobierna los estados islámicos. Los primeros califas desvirtuaron la palabra
del profeta, igual que los gobernantes posteriores, que la utilizan para
controlar a la población en su propio beneficio. —Nur estaba indignada.
Mahmed entendió que llevaba años estudiando este tema—. No creo que esa
fuera la intención de Mahoma. Él siempre buscó la unión de la umma y
defendió la igualdad de todos sus miembros.
—¿Estás diciendo que los primeros califas hicieron la recopilación del
Corán que les interesaba para su propio beneficio?
—La misión de Mahoma, la paz sea con él, era transmitir la palabra de
Allah, un mensaje espiritual para ayudar a las personas a descubrir a Dios.
Esto nada tiene que ver con leyes que hablan de herencias, de la infidelidad de
la mujer o que establecen normas de conducta para controlar a la población.
Política y religión son conceptos opuestos, la sharía es un oxímoron. La
política impone leyes que rigen el comportamiento de las personas dentro de
una sociedad. La religión, sin embargo, es algo personal e intrínseco que
regula las relaciones con Dios.
—Y crees que Mahoma dejó por escrito cómo deben ser esas relaciones
con Allah, un tratado religioso que nada tiene que ver con la política, ni con
leyes, ni con normas sociales.
—Es más, estoy segura de que los primeros sufíes conocieron ese texto y
basaron su doctrina en él. Los sufíes son los verdaderos musulmanes, los que

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siguen el Camino. Ellos buscan a Allah en su interior a través de la
meditación y el conocimiento del espíritu.
—Ibn Arabi era sufí. —Mahmed estaba sorprendido, ahora todo adquiría
sentido—. Nur, estás diciendo que Ibn Arabi encontró ese primer Corán
escrito por Mahoma y lo escondió hasta que llegara el momento de que el
Mahdi lo sacara a la luz.
—El viaje que hemos hecho lo demuestra. —Algo había cambiado en
Nur. Ahora veía la verdad como un fogonazo en su pensamiento—. Aisha se
enfrentó a los tres califas que sucedieron a su padre porque habían
abandonado el camino del profeta. Cuando ella murió, el primer Corán quedó
en manos del califato Abasí y quizás le encargaran a Geber que buscara en él
la fórmula de la Piedra Filosofal. Como no lo consiguió, es posible que se
deshiciera de él y llegara a manos de Abu Said Al-Janaby, el fundador en Al
Hasa de los cármatas, que gobernó por la igualdad y la libertad. Aunque
masacraron a los cármatas, alguno logró escapar con el Corán original, dando
lugar a los ismailíes que surgieron como un movimiento de rechazo a la
política impuesta desde Bagdad y desembocó en la rebelión fatimí, que
instauró su califato en El Cairo. Es posible que el asesino que mató a Al-
Hakim le pidiera a su hermana, Sitt al-Mulk, su bien más preciado como
pago. Este asesino pudo ser el abuelo de Hassan ibn al-Sabbah, que con el
Corán original fundó la secta de los assassins en Alamut, con la intención de
derrocar al poder establecido y corrupto.
—Y después de eso, el Corán original inspiró la Revolución francesa y la
rusa —bromeó Mahmed.
—Eres un payaso.
—¿Cómo puedes saber todo eso?
—Lo sé —afirmó ella, sin más explicaciones.
Pasaron cerca de unas casas dispersas y Nur tomó un niqab de un
tendedero.
—Te pueden cortar una mano por robar.
—«Allah proveerá a las necesidades de su siervo, en tanto que este provea
a las necesidades de su hermano» —recitó ella—. Necesito el niqab para
entrar en la mezquita.
—Entonces, crees que cármatas, assassins, ismailíes y demás conocieron
el Corán original y trataron de defenderlo —retomó él—, oponiéndose a las
leyes represivas y poco igualitarias que imponían los sucesivos califas.
—Hasta el día que llegó a las manos de Ibn Arabi. Posiblemente el santo
sufí pasó por Alamut en uno de sus viajes y, tras visitar la biblioteca,

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descubrió el Corán original. Sin embargo, comprendió que aún no era el
momento de sacar la verdad a la luz, el mundo no estaba preparado. Por eso lo
escondió, con la certeza de que el Mahdi revelaría la verdad y reuniría de
nuevo a la umma bajo un gobierno justo e igualitario, bajo una única fe, bajo
un único Dios.
Avanzaron en dirección a la ciudad, mientras pensaban en la conversación
que acababan de mantener.
—¿La madrasa de Aisha está en la mezquita del profeta? —preguntó
Mahmed.
—Cuando acabó la vida pública, Aisha se retiró a las afueras de la ciudad,
donde aprovechó el recinto de una pequeña mezquita. Mira. —Nur señaló un
minarete cuadrado, muy sencillo—. He leído que está bien conservada y
siempre permanece abierta para los visitantes.
En ese momento, salía el sol.
—Según el mapa de Ibn Arabi, Medina corresponde al símbolo de la
Granada —dijo Mahmed.
—La Granada brota de uno de los árboles del paraíso y es el símbolo más
potente de la igualdad de todas las personas, sin importar el sexo, el color de
piel o las creencias. Uno de los pilares del misticismo sufí es el Tawhid, la
idea de unicidad con Allah: «No hay más Dios que Allah». La Granada
representa la perfecta unidad de la multiplicidad.
—Todos somos Allah y Allah es todos nosotros —comprendió Mahmed
—. Igual que la granada está compuesta por la unión de sus semillas, todos
los seres de este mundo somos la multiplicidad de Dios. Por lo tanto, todos
somos iguales. No puede haber nadie más importante, ni con más derechos,
porque todos somos Dios.
Al entrar en la ciudad, Nur se cubrió con el niqab. En la puerta de la
madrasa, había varios bancos de piedra frente a unos grifos incrustados en la
pared. Era la entrada de la ablución, donde los fieles se lavaban los pies, las
manos y la cara antes de las oraciones. En la misma fachada, estaban las
letrinas que daban servicio a los peregrinos.
A través de una cancela, los recibió una mujer oculta tras un niqab.
Aquella era una de las pocas instituciones de Arabia Saudí gestionada
íntegramente por mujeres. Le preguntaron si podían visitar el recinto y ella los
invitó a pasar.
—Además del papel principal de institución de enseñanza, hace la función
de mezquita de barrio —les explicó la anfitriona—. La lonja adjunta nos
ayuda con la financiación y el mantenimiento.

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Avanzaron por un pasillo alargado que bordeaba la zona de la mezquita.
—Aquí acuden mujeres y hombres, tal y como Aisha deseaba, y
comparten los espacios separados por unas simples cortinas. La Haia —
policía religiosa— ha tratado de impedirlo en numerosas ocasiones, hasta
detuvieron y azotaron a algunas de nuestras compañeras. Nosotras siempre
nos hemos mantenido firmes en nuestras creencias y, al final, nos han tenido
que respetar por orden del rey.
El pasillo desembocaba en un gran patio central, rodeado por las aulas
destinadas a las clases. A través de la puerta, escucharon golpes y vieron que
unos soldados cavaban a los pies de un árbol.
—¿Quiénes son? —preguntó Mahmed, con precaución.
—Soldados de la Guardia Nacional, llegaron de madrugada —aclaró la
guía.
¡Por un millón de djinns!, maldijo Mahmed.
¿Cómo era posible? Los habían vuelto a encontrar y esta vez se habían
adelantado.
—¿Qué hacen aquí?
—Cumplen órdenes del príncipe Abdul-Rahman. Están cavando a los pies
del granado.
—Ese granado parece muy antiguo.
—Es el más antiguo de Arabia Saudí. Tiene más de mil años. Es un
crimen lo que hacen, pero no podemos oponernos —se lamentó.
Mahmed y Nur intercambiaron una mirada de resignación. Habían llegado
tarde. Ellos solos no podían enfrentarse a los soldados.
—Nos gustaría conocer el aula donde Aisha impartía las clases —dijo
Nur.
—Seguidme.
La mujer caminó hacia el patio y Nur la detuvo.
—¿Podemos llegar al aula por otro camino?
La guía la observó con suspicacia y asintió.
Continuaron por un pasillo luminoso y subieron a la primera planta. Una
sencilla puerta de madera daba acceso a una sala diáfana, cubierta por una
bóveda de cañón. Una cortina dividía la sala para separar a los alumnos por
sexos. A la derecha, había una pizarra negra y, enfrente, una hilera de
ventanas daba al patio e inundaba la estancia con una luz potente y agradable.
Sobre la pared de la entrada, descubrieron un colorido mural que representaba
un árbol con el tronco dividido en dos, en forma de V. Cada extremo

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terminaba en una frondosa copa verde y, entre las hojas, destacaban los frutos
rojos y redondos.
—Es un granado. —Nur temblaba de emoción.
—Este mural es posterior a Aisha —explicó la guía—. Pertenece a la
reforma del siglo VI A. H.[5] cuando ampliaron el edificio con la lonja y las
letrinas. Es el único elemento decorativo que añadieron a la madrasa original,
quizás para distinguirla del resto de aulas.
Al acercarse, Nur descubrió que las hojas del granado eran trozos
metálicos incrustados en la pared. Parecía bronce que había adquirido el color
verde por la oxidación y cada hoja presentaba el tatuaje de un número.
Nur se giró hacia la guía.
—Si es posible, nos gustaría quedarnos un poco más en esta sala.
Sentimos gran admiración por Aisha y nos encantaría meditar donde impartió
su conocimiento, para acercarnos más a su recuerdo.
La mujer aceptó.
—Acaba de sonar el timbre, es posible que haya otros visitantes. Sean
respetuosos. Cuando suba con ellos, continuaremos el recorrido todos juntos.
Cerró la puerta y Nur se quitó el niqab con alivio, como si se liberara de
una molesta congestión nasal.
Mahmed observó por la ventana a los soldados que seguían cavando a los
pies del granado.
—Nur, tenemos que despistarlos.
—No creo que haga falta. —Le indicó con la mano que se acercara—.
Este mural lo pintaron en el siglo XIII, en los tiempos de Ibn Arabi. Fíjate en
las hojas. Cada una tiene un número grabado.
—¿Estás segura? —Mahmed sacó su cuchillo—. ¿Quieres que
destrocemos un mural de más de ocho siglos?
—Y tenemos que darnos prisa. —Nur estaba decidida.
Mahmed clavó la punta del cuchillo en el borde de una de las hojas y lo
movió hasta que la chapa saltó de la pared. Estaba pegada solo por los bordes
y la parte de atrás tenía una inscripción en árabe. Eran unas pocas palabras
sueltas, escritas con tinta marrón sobre el óxido verde.
—Parece escrito con café.
—No es café —dijo ella con seguridad—, es sangre.
—¿Crees que es el Corán? —Los ojos de Mahmed brillaron con emoción
—. Ha estado aquí, a la vista de todos, a lo largo de tantos siglos.
—Sigue quitando hojas.

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En el envés de cada una había unas pocas palabras escritas con sangre.
Los números iban del uno al ochenta y cada uno estaba repetido diez veces,
un total de ochocientas hojas.
—Es un rompecabezas —exclamó Mahmed—. Creía que los números nos
ayudarían a montarlo, pero si están repetidos tantas veces no nos servirán de
nada. No tenemos tiempo.
Nur sacó La Balanza de los Elementos de la bolsa.
—Creo que ha llegado el momento de utilizarla.
—¿Tenemos que pesar las hojas?
—De cada número, solo una pertenece al Corán original.
—La que mayor peso espiritual tenga —comprendió Mahmed.
Colocaron en la romana las hojas con el número uno. Su peso era
despreciable, hasta que una inclinó la balanza y tuvieron que mover el
contrapeso para equilibrarla.
Repitieron la operación con el resto. De cada número, solo una destacaba
por su peso espiritual.
Ordenaron en el suelo los ochenta trozos de metal seleccionados que, al
unirlos, formaron cuatro chapas rectangulares. Las palabras en árabe dieron
sentido a un texto que comenzó a resplandecer con un brillo mágico,
transformando el color tostado en el rojo vehemente de la sangre fresca.
¿Estarían ante el primer Corán, el que contenía la verdad revelada por
Mahoma?
—Mira. —Nur estaba fascinada—. Cada lámina corresponde a una azora
y solo hay cuatro. La primera habla sobre la igualdad de las personas: «Lo
que está más abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo
que está abajo. Todos somos el Uno» —levantó la vista hacia Mahmed—.
Todos somos Dios y Dios es todos nosotros, como simboliza la Granada.
«Mujeres y hombres, niños y adultos, negros y blancos, todos somos el Uno.
Velad para no estar atados a una creencia concreta que niegue las demás, pues
os veréis privados de un bien inmenso. El Uno es demasiado grande para estar
encerrado en un credo con exclusión de los otros».
—La segunda habla del Apocalipsis —continuó Mahmed—. «Cuando el
sol oscurezca, cuando las estrellas pierdan su brillo, cuando las montañas
estén en marcha, cuando los mares se desborden, cuando la tierra se sacuda y
el hombre se pregunte: ¿Qué es lo que pasa? Ese día, la Verdad será
revelada».
—Apocalipsis no significa destrucción —intervino Nur—, sino revelación
de la verdad, un cambio, el inicio de una nueva era.

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—«Dios enviará al mundo a alguien de mi comunidad y de mi sangre. Su
nombre será igual al mío, llenará la Tierra con equidad y justicia del mismo
modo que estuvo llena de opresión y tiranía».
—El Mahdi —apuntó Nur.
—«Será el final del hambre y la pobreza, pues revelará la única verdad
que deslumbrará al mundo, iluminará el corazón de los fieles y enviará al
infiel a las tinieblas».
Nur examinó la siguiente azora.
—Esta habla de la vida eterna. «Muchos lo buscan, pero pocos lo
encuentran. Se le cree lejos, pero está muy cerca. Cuanto más busques, menos
encontrarás. La respuesta está presente en cada cosa, en cada lugar y en todo
tiempo». —Nur levantó la cabeza para mirarlo—. Está hablando de la
meditación. Es el único camino que conduce a Allah y está dentro de cada uno
de nosotros. —El texto que seguía era aún más críptico—: «Su padre es el Sol
y su madre, la Luna. Es la Tierra su nodriza. De las Tres partes de las
filosofías esenciales soy poseedor, vierte tus lágrimas sobre la Tierra, el aceite
sagrado germinará en tu sangre sin color. El Ser obtiene la fuerza del Fuego
llamado Trismegisto. Usa tu Ser por completo y después desciende a la
Tierra, en secreto vuelve al Cielo. Es poder en el mundo, creado sin
oscuridad. Lo que tuve que decir sobre el funcionamiento del Sol ha sido
clausurado por la Palabra del Uno».
—Es un texto cifrado —aseguró Mahmed—. Y diría que la última frase es
la clave para descifrarlo.
—La Palabra del Uno. Quizás se refiera a alguno de los nombres de Dios.
—Debe ser el texto del que Geber sacó la fórmula de la Piedra Filosofal.
—Mahmed sintió que el recuerdo de su abuelo le atravesaba el corazón—.
Aunque había un ingrediente que no supo descifrar.
—El Azufre alquímico.
—Que ahora sabemos que es la sangre.
—La sangre humana —puntualizó ella—. Aunque me parece raro que
Geber probara con todos los elementos posibles y no se le ocurriera hacerlo
con sangre. ¿Y si no vale cualquier sangre y es algo más concreto? —Nur
estaba excitada.
—¿Como qué?
—La sangre del Mahdi —aventuró ella—. Puede que la Piedra Filosofal
esté reservada a los profetas, los elegidos por Dios para transmitir su palabra.
Abraham vivió casi doscientos años y Noé casi mil. Jesús realizó numerosos
milagros de curaciones, incluso devolvió la vida a los muertos. Si Jesús había

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tomado la Piedra Filosofal y se había convertido en inmortal, no pudo morir
en la cruz. Seguramente, simuló su muerte durante tres días y después su
resurrección.
—Si todos esos profetas eran inmortales, seguirían vivos hoy.
—Si no pudieran morir, sería una maldición —aclaró Nur—. No creo que
sea así. Creo que la Piedra Filosofal permite decidir cuándo quieres morir.
—Mahoma murió por enfermedad a la edad de 62 años. ¿Por qué no
alargó su vida con la Piedra Filosofal?
—Mahoma reunió a la umma bajo un único Dios, logró que todas las
tribus de Arabia abandonaran los ídolos paganos y abrazaran la verdadera fe.
Quizás pensó que había cumplido su objetivo y comprendió que el Mahdi
terminaría lo que él había empezado. Recuerda que en temas de igualdad no
contaba con el apoyo de sus más allegados.
—Puede que tengas razón. —Mahmed bajó la cabeza hacia la última
plancha metálica—. La cuarta azora habla de la yihad. «El deber hacia Dios,
la obra hacia Dios, se llama yihad. Todo guerrero deberá poner su virtud y su
fortaleza en la gran yihad, pues santo es el guerrero que está en guerra
consigo mismo. Su vida se fundamentará en el esfuerzo para obtener una
moral virtuosa, difundiendo el islam, luchando contra la injusticia y la
opresión en su interior, trabajando duro para promover la paz, la armonía y la
cooperación, para asistir a los demás y dejar que los demás le asistan».
—La verdadera yihad es la lucha contra el ego —confirmó Nur—. Los
sufíes lo transmitieron así hace siglos.
—«La pequeña yihad es una guerra extrínseca y, como última opción,
puede recurrir a la violencia. El guerrero usará la fuerza verbal o física en
defensa propia, cuando esté en peligro su vida o la de la umma, cuando el
infiel lo avasalle para despojarlo de sus derechos o su fe, para imponer el
terror o desatar el Mal. Solo entonces, la pequeña yihad será necesaria».
—La pequeña yihad puede ser pacífica —aclaró Nur—. Un ejemplo es la
Satyagraha, la «insistencia en la verdad» que llevó a cabo Ghandi por la
independencia de la India. También las mujeres tenemos nuestra pequeña
yihad. El feminismo es la lucha para conseguir la igualdad.
—No hay nada más —concluyó Mahmed.
—Nada de leyes, ni modelos de conducta. —Nur observó el texto,
satisfecha—. Un tratado sencillo que establece la única verdad, todos somos
iguales, y el camino para llegar a ella, a través de la gran yihad. El
sometimiento del ego nos permite conocer nuestra verdadera esencia.
Además, habla de la revelación de la verdad que hará el Mahdi y le ofrece una

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poderosa herramienta para librar la batalla, la fórmula de la Piedra Filosofal,
de la vida eterna.
—¿Crees que Aisha escribió el Corán?
—Estoy segura —confirmó Nur—. Y creo que el profeta, la paz sea con
él, le pidió que lo hiciera con su sangre para que el Mahdi pueda demostrar su
autenticidad.
—En aquella época no había análisis de ADN.
—Pero ahora sí.
Mahmed asintió.
—En el palacio Topkapi de Estambul están las reliquias de Mahoma,
pelos de su barba, incluso un diente.
—Debemos irnos antes de que descubran este destrozo.
Mahmed hizo una foto con el móvil a cada lámina. Nur metió las piezas
en su mochila y se cubrió con el niqab. Bajaron las escaleras a paso ligero.
Mahmed iba delante y avanzó por el pasillo hasta el umbral de la puerta.
—¡Corre! —gritó Nur, detrás de él.
Ella estaba aún cerca del patio. A su espalda, un soldado la sujetaba por
ambos brazos.
—¡Corre! —repitió ella.
El soldado sacó la pistola y apuntó a Mahmed. Él dudó. Había muchos
más militares en el patio. El tipo apretó el gatillo a la vez que Nur le golpeaba
la mano. La bala hizo un agujero en la pared, junto a la cabeza de Mahmed.
—¡Por un millón de djinns! ¡Corre! —gritó Nur con todas sus fuerzas.
Mahmed reaccionó y corrió como si una harpía mitológica lo persiguiera
para arrancarle las entrañas.

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Capítulo 27
El Ave del desierto

Medina, Arabia Saudí

Mahmed abandonó la madrasa y deambuló perdido por las concurridas calles


de Medina. Musulmanes de todo el mundo, cachemires, pakistaníes,
nigerianos…, llenaban de colores las amplias avenidas.
Poco a poco, los delgados y frágiles hilos de sus pensamientos tejieron un
plan, una salida al laberinto de emociones en que estaba sumido.
Cambió el dinero iraquí por riyales y tomó un taxi hasta el Taybah
Shopping Centre. Pasó bajo la ostentosa lámpara de lágrimas del hall, avanzó
entre joyerías que vendían la mercancía a granel, como si fueran gominolas, y
evitó desmayarse con los intensos perfumes que utilizaban obsesivamente los
árabes. Buscó una tienda de deportes y, en la sección de material de escalada,
compró unos crampones con clavos y un pico. Tras consultar Google Maps,
otro taxi lo llevó a un puente en los límites de la ciudad.
Habían encontrado el Corán de Mahoma, la Perla de Ibn Arabi. Quedaba
un último destino, La Meca, donde se revelaría la identidad del Mahdi.
Mahmed no sabía si él era el elegido, pero tenía claro que debía evitar que lo
fuera el príncipe Abdul-Rahman.
El Ave del desierto volaba sobre los raíles y era el medio más rápido para
viajar entre Medina y La Meca. Lo construyó un consorcio de empresas
españolas, con una flota de treinta y cinco trenes que daban servicio a dos
millones y medio de musulmanes durante la peregrinación. Uno de estos
trenes estaba destinado al uso exclusivo de la familia real.

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Mahmed consultó los horarios en la página web. En temporada alta, los
trenes salían cada cuatro minutos, sin embargo, encontró dos salidas
espaciadas el doble de tiempo. Entre ellas debía de partir el tren real y no
aparecía en la web porque era privado.
Miró la hora. El tren avanzaba por la vía, como una perdiz alzando el
vuelo en un campo yermo. Desconocía si lo que quería hacer era posible. Si
era el Mahdi, saldría bien. Si no, nada importaba. Su prioridad era recuperar a
Nur. Tenía que protegerla.
El tren avanzaba con lentitud porque aún no había salido de la ciudad.
Mahmed acopló los crampones a sus botas y subió a la barandilla del puente.
Saltó cuando el tren pasó por debajo. Los clavos se incrustaron en el techo del
vagón como las garras de un águila y clavó el pico para mantener el
equilibrio. La arena del desierto le golpeó la cara, mientras el tren aceleraba
para dejar la ciudad atrás. Caminó hacia el vagón de cola y, de pie al borde,
golpeó el parabrisas trasero. Consiguió hacer un pequeño agujero. Se
acercaban a otro puente, tenía que darse prisa. Descargó el pico sobre el
cristal repetidas veces, con cada golpe solo conseguía abrir un boquete del
tamaño de un puño. El puente estaba muy cerca, se iba a estampar. Describió
un círculo con los agujeros, hasta que golpeó en el centro y el cristal cayó al
interior. Saltó en el mismo momento que el hormigón del puente volaba sobre
su cabeza.
Por suerte, la estancia estaba vacía. Anduvo hasta la puerta para acceder al
siguiente vagón. Un tipo con uniforme negro y boina se puso de pie y
desenfundó la pistola. Mahmed le lanzó el pico que le atravesó el pecho. Era
el guardaespaldas de los dos príncipes saudíes que lo miraron aterrados bajo
su característica kufiya blanca y roja, que a él siempre le recordaba a un
mantel. Mahmed recuperó la pistola del suelo y obligó a uno a caminar
delante de él. El otro se escondió tras el sillón. En el siguiente vagón, viajaban
ocho mujeres, quizás las esposas, madres o hermanas de los príncipes. Al
verlos, gritaron con desesperación y cubrieron sus rostros.
Mahmed avanzó empujando al rehén. Pasaron por otro vagón vacío y, en
el siguiente, encontró a los soldados beduinos que rodeaban a Nur.
Se pusieron en pie todos a la vez y le apuntaron con sus armas.
—¡Soltadla o mataré al príncipe! —gritó.
—Estás atrapado aquí dentro —rio uno de ellos—. ¿Cómo piensas escapar
del tren en mitad del desierto?
Improvisando, pensó él.

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Nur se puso en pie y caminó hacia Mahmed con la mochila en las manos.
Los soldados la observaron con atención, pero no la detuvieron. Nur estaba
bien, podrían escapar los dos juntos. Mahmed notó que su corazón volvía a
latir.
Nur se detuvo a su lado y apartó al príncipe, que salió corriendo del
vagón. Lentamente, agarró el cuchillo que Mahmed llevaba al cinto, lo elevó
hasta su cuello y amenazó con rebanarle el pescuezo.
—Tira la pistola —le ordenó con tono frío y seco.
Él recordó la escena del desierto, cuando ella intentó matarlo. Sin
embargo, intuía que esta vez la discusión tendría un desenlace menos feliz.
—¿Qué estás haciendo?
—Ellos no me atraparon en la madrasa —confesó Nur—. Yo me entregué.
—¡Por cien mil djinns, no entiendo nada! —Mahmed sintió un antiguo
dolor en el corazón, el dolor de la traición, la decepción profunda y mortal del
engaño de alguien en quien confías, de alguien a quien amas.
—Te dije que corrieras, que huyeras, que me dejaras en paz.
—¿Esto es por tu hermana?
Ella le arrebató la pistola y lo obligó a sentarse en un sillón. Con el paso
grácil y cimbreante que describían las curvas de su cuerpo, volvió con los
soldados y se acomodó a su lado.

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Capítulo 28
El último baile

La Meca, Arabia Saudí

—Tu amigo interrumpió nuestro último encuentro de forma irritante. Y, a


pesar de todos los asuntos que durante estos días han ocupado mi mente, he
pensado mucho en ti, mujer. —Abdul-Rahman exhibía una sonrisa torcida a
través de la barba—. Prepárate y baila para mí.
Una criada había dispuesto sobre el sofá la ropa de baile, un top decorado
con auténticas piedras preciosas, un cinturón de oro y una falda de velos de
seda azul.
Abdul-Rahman estaba sentado en su sillón favorito, en el salón del
palacete de La Meca donde vivían su mujer y sus hijas. Hacía cuatro horas
que le habían comunicado la detención de los fugitivos. Al fin, tenían en su
poder el secreto oculto en la carta de Ibn Arabi, un primer Corán escrito por
Aisha con la sangre de Mahoma, que vaticinaba la venida del Mahdi y
desvelaba la fórmula de la Piedra Filosofal. Abdul-Rahman estaba gozoso y
había convocado una reunión del consejo de ministros para esa tarde.
Después, tomó su avión privado y voló con Fawzia hasta La Meca.
Tras estudiar el secreto de aquel texto sagrado, Fawzia exigió el sacrificio
de otra muchacha para profanar de nuevo la mente del cetrero. Así descubrió
la clave de la fórmula mágica y el ingrediente misterioso que Geber nunca
encontró, la sangre del Mahdi.
—¿Dónde está Mahmed? —preguntó Nur, con la mirada impasible en los
ojos del príncipe.

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—Será mejor que te preocupes por ti. El cetrero está en otra sala, vigilado
por veinte guardias. —Abdul-Rahman sonrió con malicia—. Está a salvo,
hasta que concluyamos el ritual.
Fawzia le había pedido que torturara a la bailarina delante de ella, que
sufriera tanto que la sangre brotara de su garganta desgarrada por los gritos.
«Tiene una energía única, mi príncipe. Me ayudará a prepararme para el
ritual». Él todavía no había decidido qué hacer con aquella belleza. Primero
quería verla bailar, deleitarse con los movimientos imposibles de sus curvas
zigzagueantes. Después probaría su carne, deslizando la lengua por aquella
piel jugosa y tostada, los dientes por aquellos labios gruesos y sedosos, los
dedos por aquel pelo negro y lascivo.
—Quiero ver a Mahmed —insistió Nur.
—Lo verás cuando bailes para mí, cuando saldes la deuda que tienes
conmigo. No te preocupes por el cetrero, estarás presente durante el ritual.
Ahora, vístete.
Nur dudó. Era mejor obedecer para ganar tiempo. De espaldas,
lentamente, dejó caer la abaya.
—Gírate, mujer —gruñó él—. Quiero ver cómo te cambias. Quiero verlo
todo.
Nur se volvió con los ojos clavados en el suelo. Si aquella situación
hubiera ocurrido un día antes, le habría dado un ataque al corazón. Ahora
estaba tranquila.
—No sé a qué ritual te refieres. —Elevó una mirada ingenua.
—Te creía más lista —rio Abdul-Rahman—. Me refiero al ritual que me
convertirá en Mahdi.
—Tú no eres el Mahdi.
—Claro que lo soy. —Le costaba reprimir el impulso de abalanzarse
sobre la bailarina para saciar la crecida de aquel uadi que desbordaba su
cuerpo y arrasaba a su paso cualquier otro pensamiento—. Tú me has
conseguido todo lo necesario. El Corán de Aisha y la sangre del cetrero me
convertirán en el nuevo mesías.
A Nur le dio un vuelco el corazón. Comprendió que el plan del príncipe
era matar a Mahmed y, con su sangre, ser inmortal. Así, podría pasar por el
nuevo mesías. ¿Cómo tenía tanta información? ¿Cómo sabía que el último
ingrediente de la fórmula era la sangre del Mahdi?
Magia.
La respuesta apareció en su mente.
Magia negra.

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Nur dejó caer al suelo el jersey de lana y el príncipe observó complacido
la curvatura de su cadera, suave y peligrosa como el filo de una cimitarra.
Cubrió su pecho con el top antes de quitarse el sujetador, privándole de una
visión completa de su delicada piel. La excitación de Abdul-Rahman creció
ante la argucia. No tardaría mucho en pellizcar, arañar y morder aquella zona
que le era velada con un insustancial desafío.
—El Mahdi debe aparecer en una revelación pública, ante un gran número
de espectadores que avalen su veracidad. —Nur se enfundó la falda de seda
antes de bajarse el pantalón—. Si realizas un ritual privado en tu palacio,
nadie te creerá.
—Esta tarde he convocado una reunión del consejo de ministros. Allí
demostraré que soy el Mahdi y ocuparé el lugar del rey.
—No me parece muy inteligente afirmar ante el rey que eres el Mahdi.
—No lo afirmaré, mujer, lo demostraré. Nadie más que el Mahdi puede
ser inmortal.
—Quizás no sea suficiente, alteza. Estamos hablando de la venida del
Mahdi, de la revelación del elegido. Si quieres convencer al pueblo
musulmán, la puesta en escena es lo más importante.
—¡Cállate! —le gritó el príncipe—. Y baila de una vez.
—Necesito música, alteza.
El príncipe hizo un gesto a un guardia y la melodía del nay y el ritmo de la
darbuka inundaron la estancia. Nur comenzó a moverse, pero entonces
Abdul-Rahman saltó sobre ella con la mirada de un lobo hambriento.
—Vas a bailar para mí, aunque no como habías imaginado.
La sujetó por un brazo y tiró del top. Las piedras tintinearon sobre el suelo
de mármol, aportando notas discordantes. Nur se cubrió los pechos, mientras
Abdul-Rahman, desbocado, le arrancaba la falda de un tirón. Ella le propinó
una bofetada que le giró la cara. El príncipe se volvió hacia ella con los
colmillos desenfundados. Le sujetó ambos brazos en la espalda, mientas con
la otra mano le apretaba los pechos y los pezones, provocándole un intenso
dolor. La arrastró hasta la mesa central y la sujetó por el cuello. Se subió la
túnica, dispuesto a penetrarla con el vigor y la aspereza del viento del
desierto.
En ese instante, otro guardia entró en la sala y se cuadró antes de hablar.
—Mi señor, el embajador de Estados Unidos está aquí y desea verlo.
Abdul-Rahman se detuvo antes de penetrarla.
—¿Crees que eso me importa ahora?

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—Dice que es muy urgente, señor. —El soldado bajó su tono, como un
niño amedrentado—. Tiene que ver con el asunto de esta tarde.
El príncipe dudó. La espalda desnuda de Nur era lo único importante en
ese momento. Le propinó un cachete en las nalgas redondeadas, antes de
separarse de ella.
—Parad la música y llevad a la ramera a la estancia contigua hasta que me
deshaga del embajador.
Nur recogió la ropa del suelo y se cubrió con la abaya. Dos guardias le
taparon la boca con manos de hierro y la arrastraron fuera de la habitación. En
unos instantes, la estancia estaba ordenada.
El diplomático entró con paso lento, casi ceremonial.
—Siempre tan oportuno, embajador —saludó Abdul-Rahman, sentado de
nuevo en su sillón.
—Estimado príncipe —Michael Meigs parecía contento—, vengo a darle
la enhorabuena. Acaban de informarme de que ha conseguido dar caza al
águila y a la serpiente.
—Te dije que sabía dónde estaban, que solo era cuestión de tiempo.
—Es una pena que, a estas alturas, ya no nos sirva de nada.
—¿Qué quieres decir, Meigs? —el príncipe frunció el ceño con
desconfianza.
—Acabo de recibir una llamada directa del vicepresidente de mi país. Me
ha ordenado cancelar el juego que teníamos entre manos.
—¡Te has vuelto loco! —Abdul-Rahman, con furia, golpeó los brazos de
su sillón. Hacía tiempo que no perdía el control en público—. El atentado es
esta misma tarde. Los efectivos ya ocupan sus puestos.
—Su alteza no me ha contado la verdad, pero no debe preocuparse,
porque nosotros siempre nos enteramos de todo. —El embajador liberó una
estridente risotada de hiena—. Nos pidió nuestra colaboración para conseguir
aquella carta histórica en España y en ningún momento nos informó de su
importancia.
—Soy coleccionista —mintió Abdul-Rahman—. No tiene ninguna
importancia.
—Sí la tiene —continuó el embajador—. Esa carta esconde un secreto
relacionado con el Mahdi, el nuevo mesías que pretende unificar a todos los
musulmanes bajo su mando.
—¿No creerás en la magia, Meigs? Pensaba que vosotros, los
occidentales, erais más prácticos.

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—Por supuesto que no creo. Lo que me da pavor son los millones de
musulmanes que sí creen en ella. —Sonrió con cinismo—. Ha estado jugando
conmigo. Su alteza sabía que jamás habríamos apoyado un teatrillo para
proclamar al Mahdi. La unión de todos los musulmanes bajo un mismo líder
religioso supondría una amenaza muy seria para occidente.
—Los musulmanes siempre hemos estado divididos, suníes y chiíes nos
odiamos a muerte. La verdad suní se ha extendido con más vigor por casi
todos los países árabes, pero aún quedan muchos chiíes que se han hecho
fuertes en países como Irán o Irak.
—Ustedes son wahabíes, alteza, no solo suníes.
—Lo dices como un reproche, Meigs —rio el príncipe—. Nosotros
seguimos las enseñanzas de la sunna, somos fieles al legado del profeta.
Vosotros nos llamáis islamistas y radicales, pero ¿acaso es tolerante el líder
chií de Irán? —Abdul-Rahman se levantó—. A vosotros, los infieles, os dan
igual los derechos humanos, solo os interesa mantener esta tensión continua,
¿verdad, embajador? Mientras sigamos entretenidos con nuestros propios
conflictos, no volveremos la mirada hacia occidente. Son preferibles miles de
bajas musulmanas a una sola occidental.
—No entiendo a qué viene esa crispación. —El embajador dejó escapar
otro alarido de hiena—. Usted ha sacado tanto beneficio de la situación como
nosotros.
—Fuiste tú quien vino a pedirme ayuda, Meigs. Irán está tomando mucho
poder en Irak. Eso fortalece a los chiíes y es un problema a ojos de occidente.
Había que pararles los pies, mantener el equilibrio y, de paso, recuperar los
derechos sobre el petróleo y el gas que tanto Reino Unido como vosotros
perdisteis con la subida al poder del ayatolá. El atentado contra el canciller
alemán justificaría de sobra el derrocamiento de Jamenei ante la comunidad
internacional. Vuestra segunda jugada era colocar en su lugar a una persona
de mi confianza. Un líder suní en un país chií crearía inestabilidad, revueltas
internas, incluso una posible guerra civil.
—Tiene una visión muy negativa de occidente, alteza —murmuró el
embajador—. Nosotros queríamos apoyar su causa, pero usted no es fácil de
domar. Por eso, nunca ha entrado en la lista sucesoria de Arabia Saudí.
Aquel comentario atravesó el corazón de Abdul-Rahman con mucha más
vehemencia de lo que el americano había calculado. Su madre lo educó para
ser rey, ella confiaba en sus capacidades y depositó en él todas sus
esperanzas. Sin embargo, llegado el momento, su padre nombró heredero al
primogénito de su esposa más joven.

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Esa fue la primera vez que Abdul-Rahman sintió miedo.
Descubrió que la fortuna no existía, el destino había que conquistarlo a
base de tenacidad y esfuerzo. También, que las enseñanzas de su madre eran
dudosas fantasías, delirios de una vieja con aires de grandeza que no supo
jugar sus cartas en los entresijos de palacio.
Y una mala pareja de juego era una carga. Por eso, cuando Abdul-Rahman
terminó su réplica de La Alhambra a las afueras de Riad, decidió que su
madre estrenara la habitación secreta. Dos meses después, su cuerpo
magullado, retorcido y mutilado, apareció a los pies de la Torre del Reino,
simulando un espantoso suicidio.
—Mi falta de aceptación familiar también os convenía —continuó Abdul-
Rahman—. Si yo ponía a un hombre de confianza en el gobierno iraní, el rey
de Arabia nunca uniría sus fuerzas con él. Muy astuto, Meigs. Pero mi
intención no era unir fuerzas con el rey de Arabia, sino ocupar su lugar.
—Me sorprende que su alteza crea que la venida del Mahdi le ayudará a
lograrlo. Según tengo entendido, es una superstición chií.
El príncipe le sostuvo la mirada con una sonrisa cínica.
—Oh, Meigs, ¿un estadounidense me da lecciones de coherencia y
moralidad?
—Solo digo que pretende utilizar una tradición chií para convertirse en
líder y unificar a los musulmanes.
—Te equivocas, embajador, aunque este mito tiene más importancia en la
tradición chií, los suníes también creemos en la venida del Mahdi. Por eso, el
Mahdi reunirá a todos los musulmanes bajo su mandato.
—Reitero mi mensaje, alteza. Nos vemos obligados a rescindir nuestras
relaciones hasta que este asunto quede aclarado.
Abdul-Rahman aplaudió.
—¡Bravo! —vitoreó con sorna—. Supongo que llevas todo el día
ensayando el discurso.
—Se equivoca —repuso el embajador—, ha sido improvisado. Y ahora, si
me disculpa. —Hizo una reverencia y retrocedió con intención de marcharse.
Dos guardias desenfundaron las espadas y le cortaron el paso.
—Vosotros los diplomáticos sois como los políticos, esgrimís una lengua
viperina sin llegar a entender cómo funciona el mundo. Toda acción tiene su
correspondiente reacción. ¿No estudiáis a Newton en las escuelas
norteamericanas, Meigs?
—Esto es solo política, príncipe Abdul-Rahman. —Su voz temblaba.

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—No, Meigs, mi reacción no va a ser porque hayas frustrado el atentado,
ni por la falta de apoyo de tu país. Eso ya no importa. Esto es un asunto
personal.
—¿Qué quiere decir?
—Te dejé claro una vez que no eras bien recibido en mi casa. Y yo solo
digo las cosas una vez.
Le arrebató el sable a uno de los guardias. El embajador temblaba como la
lona de una jaima bajo el viento.
—¿Qué va a hacer? Si me pasa algo, provocará un conflicto internacional
con mi país. Y no creo que eso le interese. Además, mis escoltas esperan
fuera.
—Te tienes en demasiada estima, Meigs. —El príncipe desenfundó los
afilados dientes tras su hocico de lobo—. Todos los días hay desgracias que
lamentar. Por ejemplo, un accidente de helicóptero deja un cuerpo tan
despedazado que es imposible identificar cualquier otra causa de muerte. Tu
país y el mío comparten intereses económicos y logísticos muy poderosos.
Dime, Meigs, ¿crees que alguno de los dos renunciaría a ellos por una mierda
como tú?
El embajador quiso echar a correr, pero los guardias lo sujetaron por los
brazos. Tenía el rostro enrojecido y su frente era una cascada de agua salada.
—Bajadle los pantalones.
Uno de los guardias le cortó el cinturón y le bajó los calzoncillos Versace
hasta el suelo.
—No, por favor —suplicó el embajador, mientras sacaba su teléfono de la
chaqueta con manos trémulas—. Puedo llamar al vicepresidente ahora mismo
y pedirle que se replantee la decisión. Por favor, estoy seguro de que lo
convenceré.
—No te preocupes. Ese atentado ya es agua pasada. Esta tarde me
presentaré como el Mahdi y controlaré todos los países árabes, incluido Irán.
Los guardias empujaron al embajador, que cayó a cuatro patas,
encarnando con esa postura su alma de hiena. El príncipe acercó el sable a su
trasero.
—No, por favor —suplicó llorando—. Por favor, tengo mujer e hijos.
En ese momento, otro guardia entró en la sala, se cuadró en la puerta y
saludó al príncipe con una reverencia. Parecía tenso.
—Mi señor, están atacando el palacio.
Abdul-Rahman elevó el sable hacia él, con rabia.

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—¿Quién demonios? —Miró al embajador, desconcertado—.
¿Americanos?
—No, mi señor. Han estallado revueltas similares por todo el país. Dicen
que son los cármatas y que pelean por el Mahdi. Hay más de quinientos
hombres rodeando el palacio, no podremos contenerlos hasta que llegue la
ayuda. Tenemos que ponerlo a salvo de inmediato.
—Preparad el helicóptero —ordenó Abdul-Rahman—. Y subid en él a mi
consejera y a los dos prisioneros. Yo iré enseguida.
—Mi señor —el soldado tragó saliva, antes de continuar—. No cabe tanta
gente. ¿Subimos primero a su mujer y a sus hijas?
—Mis órdenes son claras, soldado —gruñó el príncipe—. Solo mi
consejera y los dos prisioneros.
—Sí, mi señor.
El soldado salió y Abdul-Rahman miró al embajador.
—Hoy empieza una nueva era, Meigs. —El príncipe apuntó con el sable a
las posaderas del rehén—. Hoy se revelará la identidad del Mahdi, el elegido
que acabará con el anticristo.
Empujó la espada con todas sus fuerzas y las paredes temblaron con el
grito de dolor del último aliento del embajador de los Estados Unidos.

Desde el aire, Abdul-Rahman observaba los disparos y las explosiones que


caían sobre la casa de su familia en llamas.
En los asientos traseros del helicóptero, viajaban Fawzia, el cetrero, la
ramera y un guardia. Habían tenido que escapar sin poder disfrutar de su
esperado baile, ni completar su ansiado ritual. Sin embargo, Abdul-Rahman
pensó que sería beneficioso para él, una señal divina. La bailarina tenía razón.
Haría el ritual delante del consejo de ministros y se convertiría en el Mahdi
frente al mismísimo rey. Lo más importante era la puesta en escena.
Abdul-Rahman miró a Nur, cubierta con la abaya y el niqab. Al recordar
la escena interrumpida en su palacio, tuvo una erección. Era una auténtica
belleza. Aunque Fawzia no lo aprobara, ahora que se había librado de su
mujer y sus hijas, ahora que iba a mudar su piel por la del Mahdi, quería un
hijo varón.
Y deseaba convertir a aquella belleza en la madre de sus futuros hijos. Ni
siquiera tendría que dar explicaciones, porque gracias a la abaya y el niqab
nadie se daría cuenta de que había cambiado de esposa.

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Capítulo 29
La revelación del Mahdi

La Meca, Arabia Saudí

El Palacio Real de La Meca era el más grande de todo el país y estaba en el


mismo lugar que la casa de Mawlid, donde nació el profeta. El edificio
original lo habían destruido sin contemplaciones, igual que todo el patrimonio
histórico de la ciudad, reemplazado por centros comerciales y hoteles de lujo.
El palacio se extendía sobre la ladera de la montaña y la sala del gobierno
ofrecía unas sensacionales vistas de la Mezquita Sagrada. Ese mirador
permanecía oculto tras unos visillos de seda y unas pesadas cortinas de
terciopelo. Las paredes eran de mármol blanco y un colosal óleo del rey en su
trono presidía una de ellas. Dos lámparas de pedrería con cientos de
diamantes derramaban su luz en la estancia, respaldadas por apliques a juego,
distribuidos por las paredes. Una mesa redonda ocupaba toda la sala, y dejaba
un círculo hueco en su interior. El monarca presidía bajo su propio retrato en
un sillón con ruedas y mullidos cojines acoplados a una estructura de oro. A
su derecha, el príncipe heredero, y a continuación, los más de treinta ministros
que formaban el consejo, casi todos de la familia real.
Dentro del ruedo, estaban de pie Nur y Mahmed, cubiertos con niqab y
kufiya respectivamente. Dos guardias los vigilaban detrás y otros veinte
rodeaban la estancia, con espadas al cinto y fusiles en la mano, garantizando
la seguridad de los miembros del consejo.
El príncipe Abdul-Rahman comenzó su discurso mirando al rey.
—He convocado este consejo extraordinario porque las circunstancias son
extraordinarias.

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—Espero que tus prisas estén justificadas, hermano —le reprochó el
príncipe heredero.
La interrupción de aquel petimetre hizo crecer la ira de Abdul-Rahman,
pero mantuvo la compostura.
—Lo están, querido príncipe. La paciencia es una gran virtud y la
impertinencia, el vicio de los insensatos. —Abrió las manos y continuó
hablando antes de que nadie replicara—. El islam nació aquí, en La Meca, y
desde aquí se expandirá al resto del mundo, como única fuente de luz y de
verdad. Habíamos preparado una acción militar para eliminar al falso guía
que gobierna Irán y poner a un seguidor de la sunna en su lugar. —Los
ministros murmuraban—. Esta acción requería de pactos con potencias de
occidente y los pactos con los infieles no son buenos para nuestra causa. A
ellos no les interesa difundir la palabra de Dios, solo el dinero y el poder.
—¿Estás hablando de un atentado? —interrumpió el rey—. ¿En
colaboración con quién?
—Con nuestro aliado, majestad. —Abdul-Rahman le hizo una reverencia.
—¿Y por qué no me has informado hasta ahora?
—Su majestad solo debe preocuparse de los asuntos más elevados. Para
los mundanos, estamos los ministros.
—No quiero deudas políticas con Estados Unidos ni con ningún otro país
occidental —manifestó el rey.
—Yo tampoco, majestad, por ello hemos cancelado la acción militar y me
he centrado en buscar otros medios de expandir el verdadero islam de una
forma mucho más rápida y efectiva.
—Continúa —le apremió el rey.
—La verdadera palabra del profeta Mahoma, la paz sea con él, ha sido
revelada a través de un texto sagrado escrito con su propia sangre. —Un
soldado de la Guardia Nacional entró en el círculo que formaba la mesa y
avanzó hacia el rey para mostrarle las cuatro tablillas metálicas. El príncipe
heredero las examinó con interés—. Este documento habla del fin del tiempo
de oscuridad y de la aparición del Mahdi, el elegido para traer la luz sobre la
Tierra y gobernar a todos los musulmanes. —El rey se removió incómodo en
su sillón, intuía las malas intenciones de Abdul-Rahman—. Este hereje —
señaló a Mahmed—, con la ayuda de su concubina, ha tenido la osadía de
profanar templos sagrados, tumbas de santos y hasta la casa de la Madre de
los Creyentes, con el único objetivo de presentarse como el falso Mahdi.
Ahora pagará por sus pecados y su sacrificio revelará la identidad del
verdadero elegido.

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Un guardia abrió la enorme puerta de madera tallada y entró Fawzia
cubierta con el burka, con un cuenco en las manos. El murmullo de los
ministros volvió a recorrer la sala. La mujer caminó lentamente hasta el
centro de la mesa, junto a Mahmed.
—El texto del profeta, la paz sea con él, contiene la receta de un brebaje
que revelará la identidad del verdadero Mahdi —continuó Abdul-Rahman—.
También dice que, si lo bebe la persona equivocada, su cuerpo se pudrirá de
inmediato y su alma arderá en el infierno.
—Eso no es cierto —gritó Nur—. Solo la sangre del verdadero Mahdi
hará funcionar el brebaje. Majestad, el príncipe trata de…
Fawzia le dio una bofetada y Nur cayó al suelo con tanta violencia que el
niqab salió despedido, dejándole al descubierto el rostro y la boca llena de
sangre. Un nuevo murmullo invadió la sala.
—A pesar del riesgo que supone, me ofrezco voluntario para probar el
brebaje el primero. —Abdul-Rahman miró a Fawzia—. Adelante con el ritual.
La bruja comenzó a recitar una letanía ininteligible. El silbido de un
viento implacable y varios truenos hicieron temblar el ventanal con tremendas
sacudidas. Fawzia elevó el cuenco en el aire y el cristal reventó en mil
pedazos, arrastró con él las cortinas y descubrió un cielo cegado por nubes
negras, que descargaban su rabia con rayos que anunciaban una tormenta
eléctrica. Los ministros, asustados, se encogieron en los sillones. Solo el rey y
el príncipe Abdul-Rahman mantenían la compostura.
Fawzia sostuvo el cuenco en una mano y con la otra sacó una daga que,
sin más contemplaciones, clavó en el vientre de Mahmed.
—¡No! —Nur alargó un brazo desde el suelo, sintiendo la puñalada como
propia.
Un nuevo murmullo revoloteó entre los ministros.
Mahmed abrió los ojos, sorprendido y resignado a su destino. La bruja
extrajo la daga de un tirón, la soltó en el suelo y acercó el cuenco para recoger
la sangre. Él cayó de rodillas, mientras Fawzia elevaba el recipiente y recitaba
las palabras que completaban sus conjuros.
—¡Esto es brujería! —exclamó uno de los asistentes.
—Esto es la llegada del Mahdi —concluyó Abdul-Rahman.
Nur se arrastró hacia Mahmed, que presionaba la herida con ambas
manos.
Guíanos por el camino recto, imploró ella a Allah.
—Aguanta.

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Nur le acarició la cara y él lo agradeció con una sonrisa humilde,
conformista. Se sentía muy débil, pero esta vez no se había mareado, a pesar
de la abundante sangre. Quizás su alma había alcanzado la paz.
—¿Por qué me traicionaste? —preguntó él.
—Tú no deberías estar aquí.
Él la miró sin comprender.
La bruja avanzó hacia Abdul-Rahman con paso lento y ceremonioso. Con
una reverencia, le entregó el cuenco.
Mahmed estaba cada vez más débil. Se apoyó en el codo, mientras Nur
continuaba.
—Nuestro viaje no terminaba en Medina. El mapa de Ibn Arabi anunciaba
que el desenlace se produciría en La Meca y la forma más rápida de llegar era
entregándome.
—Pudimos venir juntos.
—No quedaba tiempo, el atentado estaba a punto de producirse. —Nur
sacudió la cabeza—. Tú no lo entiendes. Yo lo vi en el desierto de Medina,
allí murió una parte de mí y nació la nueva Nur.
Mahmed le sostuvo la mirada y, a través de aquellos ojos oscuros y
sinceros, lo comprendió todo. Agradecido, sonrió.
—Nur, Nur —él repitió su nombre, paladeándolo, como el más sublime
manjar—. Nur es uno de los nombres del profeta que aparecen en los libros
sagrados.
—Más de doscientos nombres se atribuyen al profeta. Nur significa «la
luz sagrada».
El príncipe elevó el cuenco hacia el rey, como un brindis, y bebió. Dejó el
recipiente sobre la mesa con una sonrisa de satisfacción.
—He tomado la bebida de Allah y sigo vivo. —Estiró los puños, sintiendo
su poder—. Es la prueba indiscutible de que yo soy el Mahdi, el elegido, el
verdadero y único soberano de todo el pueblo musulmán.
—¡Eso es una blasfemia! —El rey golpeó la mesa enfurecido y gritó—.
¡Guardias, detened al príncipe Abdul-Rahman! No sé si por brujería, por
traición o por majadería. ¡Detenedlo!
Los soldados no se movieron. El príncipe heredero se dirigió a uno de
ellos.
—¡Obedece a tu rey!
Al no obtener resultado, le arrebató la espada del cinto y le atravesó el
vientre. El soldado cayó al suelo con el rostro desencajado y el príncipe elevó
la espada ensangrentada para atacar a Abdul-Rahman. Entonces, Fawzia

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alargó las manos y él se quedó inmóvil, petrificado, y su rostro se encendió de
un rojo vehemente. Soltó la espada para gritar con las manos en la cara, como
si lo poseyera un ifrit. Un relámpago inundó la estancia, seguido por el
correspondiente trueno que hizo temblar la mesa. El príncipe heredero cayó al
suelo sangrando por la nariz, los ojos y las orejas, hasta que, un espasmo
brusco y un ronco estertor anunciaron el fin de sus días.
Los ministros murmuraban bajo la mesa, aterrorizados. Los guardias
permanecieron inmóviles en su sitio.
El bulto negro bajó las manos y volvió a respirar.
—Yo soy el ministro de la Guardia Nacional, majestad, yo soy el Mahdi,
yo soy el elegido —se rio Abdul-Rahman—. Los soldados solo obedecerán
mis órdenes o sufrirán la ira de Allah.
—¡Esto no tiene nada que ver con Allah! ¡Esto es magia negra! —El
monarca se puso en pie, enfurecido—. ¡Soldados! ¿Vais a ignorar una orden
directa de vuestro rey?
Abdul-Rahman soltó otra carcajada siniestra y desenvainó la espada de
uno de los guardias apuntando al soberano.
—Majestad, aceptad la autoridad del Mahdi o reuniros ahora mismo con
Allah.
—¡Yo desafío al príncipe Abdul-Rahman a que demuestre que es el
verdadero Mahdi! —Nur se puso en pie y toda la sala quedó en silencio. Los
ministros asomaron la cabeza por encima de la mesa—. El verdadero Mahdi
será inmortal después de beber la pócima de Allah. ¡Demuestra tu poder! ¡Yo
te desafío a un duelo a muerte!
Fawzia elevó los brazos hacia ella y Nur notó cómo intentaba entrar en su
mente. Reconoció la sensación agobiante y opresiva que padeció varias veces
durante el viaje, la impresión de que alguien trataba de acceder a sus
pensamientos, a sus pasiones y a sus miedos. Ahora entendía cómo habían
sabido en cada instante adónde se dirigían. La bruja no consiguió controlarla a
ella en ningún momento, pero Mahmed había soñado varias veces con
demonios que asaltaban su cabeza, demonios que devoraban su mente y su
alma.
Una daga voló en el aire y atravesó el corazón de Fawzia. Tras la rejilla
del burka, los ojos de la bruja buscaron a Mahmed, que había reunido la
fuerza suficiente para ponerse de pie y lanzarle el mismo puñal que ella había
utilizado contra él. Fawzia se desplomó muerta, y él cayó de bruces sobre el
suelo.
Los ministros se ocultaron debajo de las mesas.

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Mahmed estaba muy pálido, sin fuerzas. Se moría.
Nur arrancó la daga del pecho de la bruja y la dirigió contra Abdul-
Rahman.
—No pienso humillarme peleando con una mujer —rio él—. Si me
desafías, te cortaré la cabeza con la primera estocada.
Nur avanzó hacia él y se puso en guardia delante de la mesa. Abdul-
Rahman elevó el sable en el aire y lo descargó con exasperación contra el
cuello de ella, que lo detuvo con la daga. Que una mujer tuviera tanta fuerza y
consiguiera desviar el golpe hacia el suelo enfureció aún más al príncipe.
Saltó sobre la mesa y lanzó un nuevo ataque que Nur volvió a bloquear.
Enajenado, Abdul-Rahman la maldijo mientras ella detenía un golpe tras otro.
Nur era experta en malabares con armas que incorporaba a sus
espectáculos. Sin embargo, ahora no ponía en práctica los movimientos
ensayados en sus coreografías. Nur había visto la luz y sentía la verdadera
esencia del ser humano, de todos los seres: todos somos iguales, todos somos
Uno. Gracias a eso, había accedido a un plano superior, el espiritual, donde
todas las esencias estaban conectadas, donde se compartían las emociones, la
memoria y los pensamientos, donde podía conocer y anticiparse a cada
movimiento del príncipe.
La temible tormenta eléctrica desgarraba la oscuridad. El Mahdi controla
los fenómenos meteorológicos, pensó ella y elevó un puño en el aire. Un
nuevo resplandor inundó la sala, seguido de un trueno capaz de reventar los
tímpanos. El príncipe saltó a tiempo para salvar la vida y el rayo estalló en el
suelo, haciendo un enorme boquete. Abdul-Rahman brincó sobre la mesa y,
desde el otro lado, la observó con sorpresa. Por primera vez, Nur descubrió la
palabra «miedo» entre las cejas espesas de aquella alimaña.
—¡Matadla! —ordenó a los guardias inútilmente—. ¡He dicho que la
matéis!
Le clavó la espada en el pecho a un soldado, pero los demás no se
movieron.
Nur caminó hacia la mesa con paso tranquilo, elevó la daga y se hizo un
corte en la mano. Dejó que la sangre cayera en el cuenco preparado por la
bruja y bebió de él.
Abdul-Rahman la observaba aterrorizado.
—¡Matadla! —gritó de nuevo y, de un sablazo, cortó la cabeza de otro
soldado.
Fuera de sí, se volvió hacia ella y la embistió con todas sus fuerzas. Esta
vez, ella no se defendió y la espada le atravesó el abdomen de lado a lado.

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Nur soltó un grito de dolor y las lágrimas anegaron sus ojos. El príncipe
empujó la espada con satisfacción, hasta que la empuñadura chocó contra la
carne. Asombrado aún por su éxito, soltó una tremenda carcajada.
—Ahí tenéis la prueba. La furcia ha muerto, yo soy el verdadero Mahdi.
Nur levantó la mirada, sujetó el puño de la espada con ambas manos y
lentamente la arrancó de su vientre. La cara del príncipe se transformó en la
de una lechuza de grandes ojos colmados por el desconcierto.
—Yo te perdono, porque no sabes lo que haces. —Nur se quitó la abaya,
quedando vestida con la ropa de lana y el vientre al descubierto. La herida que
la atravesaba de lado a lado no sangraba y todos los presentes exclamaron con
admiración cuando comenzó a cerrarse.
—A partir de hoy reinará la paz, perdonaremos las afrentas y nos
amaremos como lo que somos en realidad, la multiplicidad de la unidad, las
distintas manifestaciones de Allah.
El príncipe le arrebató la espada a uno de los guardias, corrió hacia ella y
le atravesó el pecho. Nur sujetó la hoja para que no pudiera moverla, mientras
Abdul-Rahman tiraba con fuerza para sacarla y asestarle otro golpe.
—No puedes pelear contra Allah —dijo Nur.
Otro relámpago inundó la sala. La cabeza de Abdul-Rahman cayó hacia
delante y rodó por el suelo. Un segundo después se desmoronó su cuerpo,
dejando escapar la vida y sus deseos de grandeza por el surtidor de su cuello.
A su espalda, el rey de Arabia Saudí empuñaba un sable ensangrentado.
Con admiración, la miró y dejó caer el arma al suelo.
Un nuevo murmullo de alivio recorrió la sala.
Nur tomó el cuenco y corrió hacia Mahmed. Estaba casi inconsciente y
ella le dejó caer el brebaje en la boca. La herida de su vientre dejó de sangrar
y Mahmed abrió los ojos.
—Tú eres el Mahdi —exclamó él con admiración.
—Lo descubrí en el desierto de Medina —admitió Nur—. Sentí que había
muerto y el Camino se abrió ante mí de forma clara e inequívoca. Mi alma
estaba conectada con todas las almas y tenía acceso a toda la Verdad. Allí
comprendí lo que debía hacer.
—El último símbolo sufí —continuó Mahmed—, el que correspondía a La
Meca, era la Mujer.
—Esa fue la clave que me hizo comprender. Para Ibn Arabi, la belleza
divina está representada en la mujer, que es objeto de veneración para los
sufíes. Ellos consideran el amor a las mujeres un paso previo para amar a
Dios. Sin embargo, las mujeres han estado oprimidas durante siglos en el

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mundo y en los países árabes, utilizando la religión como excusa para
privarlas de todos los derechos. Solo una mujer nacida en el seno de un
pueblo desahuciado podía revelar un Corán que defiende la igualdad de todas
las personas como un valor primordial.
El rey los observaba con admiración.
—Ha llegado el momento de reunir a la umma —exclamó ella—, de
pelear juntos para detener al anticristo. Ha llegado la era de la igualdad y la
espiritualidad, el instante en el que todos los fieles comprenderán que Allah
está en nuestro interior y que el conocimiento es el único camino para llegar a
Él.
El rey se acercó a Nur, le tomó la mano y se arrodilló.
—Respetaré y obedeceré los mandatos de Allah —manifestó.
A continuación, todos los presentes en la sala se arrodillaron alrededor de
ella, incluido Mahmed.
—Contactaré con todos los representantes de los países árabes —anunció
el rey—. Les comunicaré que el Mahdi ha aparecido y ha revelado la verdad
de Allah. Enviaremos como prueba el vídeo de lo sucedido hoy aquí. —Y
señaló las cámaras utilizadas para grabar los consejos.
—Las rebeliones cármatas que han estallado por todo el país cesarán —
explicó Nur.
—Todos los musulmanes se unirán bajo el mandato de la elegida —
continuó el rey.
—Los musulmanes y los no musulmanes —rectificó ella—, hombres y
mujeres, niños y ancianos. Ha llegado el momento del Apocalipsis, el fin de
la pobreza, del hambre, de las injusticias y de las desigualdades. Muchos
cuestionarán esta máxima divina, pero tendrán que rendir sus fuerzas ante un
ejército de paladines inmortales. —Alargó su mano hacia Mahmed y lo invitó
a ponerse a su lado—. El Mahdi reinará durante siete años, tiempo suficiente
para marcar el inicio de la nueva era, para establecer unas bases sólidas que
perdurarán a lo largo de los siglos. —Miró a Mahmed y sonrió—. Tú me has
ayudado a recorrer el Camino, a descubrir la Verdad. Durante ese tiempo, me
gustaría que estuvieras a mi lado.
Mahmed dudó unos instantes. Pensó en Muna. Sabía que estaba bien.
—¡Por mil millones de djinns! —exclamó—. Si voy a ser inmortal,
supongo que mi granja en los Pirineos puede esperar siete años.
—Me alegro de que vuelvas a confiar en la humanidad —sonrió Nur.
—De momento, confío en ti.

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Nur notó la energía de todos aquellos que habían hecho posible que la
profecía se cumpliera, todos los que la habían acompañado en aquel viaje
místico. Algunos habían dado su vida para que ella llegara hasta allí. Recordó
a su hermana Rocío, a Mufîd y los beduinos, a Zareen, al abuelo de Mahmed,
a Paquita, al Tirita, a Mitra. Y, sobre todo, percibió la energía de Mahmed
como una parte esencial de su propia energía.
Nur se acercó a él y selló el compromiso con un beso apasionado. Todos
apartaron la mirada, ruborizados. Entonces, el rey elevó la cabeza y los
observó con veneración. El resto también lo hizo. Aquel beso se convirtió en
algo natural y sincero, algo hermoso que todos disfrutaban contemplando.
Nur abrazó a Mahmed y sus cuerpos se estrecharon buscando el calor
seductor y acogedor de la patria, que no se encuentra en un lugar, sino en el
interior de un gemelo, en una de las muchas astillas que dan forma a Allah,
que modelan el Uno, para componer el Todo.

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Guía de personajes

Nur: joven de origen saharaui pero criada en España con una familia de acogida. Es estudiosa del
sufismo, doctoranda y bailarina árabe.

Mahmed: aventurero y amante de los animales. Se dedica a la cetrería y ha sido contratado por el
príncipe Adbul-Rahman.

Rocío: hermana de Nur.

Abdul-Rahman: príncipe saudí muy poderoso. Intentará arrebatar la carta de Ibn Arabi a Nur.

Fawzia: asesora de Abdul-Rahman a la que muchos consideran bruja.

Mufîd: cármata y beduino que ayuda a Nur y Mahmed.

Mitra: toghrol, ave rapaz mítica que acompaña a Mahmed.

Abdallah: jefe de la Guardia Nacional y halconero mayor del príncipe Adbul-Rahman.

Muna: hermana de Mahmed.

Michael Meigs: embajador de Estados Unidos en Arabia Saudí.

Dabir Kozame: periodista crítico con el gobierno saudí.

Ahmad: líder de los cármatas.

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Glosario de términos

Abaya: Capa larga y negra que cubre todo el cuerpo.

Allah: Dios.

Aqua regia: mezcla de ácido nítrico y clorhídrico. El único ácido capaz de disolver el oro.

Azora: cada uno de los capítulos en los que se divide el Corán.

Baraka: es una especie de bendición, de continuidad de presencia espiritual y revelación que


comienza con Dios y fluye a través de Él y a lo más cercano a Dios.

Besht: capa ceremonial que solo se utiliza en ocasiones especiales o para denotar la dignidad o la
riqueza de la persona.

Chermoula: marinada muy típica de algunas cocinas del Magbreb, empleada para proporcionar
sabor a los platos que contienen como ingrediente pescado o marisco.

Darbuka: Instrumento de percusión (un tambor de copa) de origen árabe.

Dargah: mausoleo de un santo sufí.

Dishdasha: nombre del thawb en Irak.

Dikr: repetición de los nombres de Allah. En sentido literal, dikr se refiere a recordar, mencionar
y meditar.

Djinn: genio. Según la tradición semítica, son seres invisibles, aunque pueden adoptar diferentes
formas, y tienen la capacidad de influir espiritual y mentalmente en el ser humano.

Ghawazee: bailarina egipcia.

Haia: también conocida como Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio
(CPVPV) o Mutaween, es la policía religiosa de Arabia Saudí, cuya misión es velar por el
cumplimiento de la ley sharía.

Hiyab: velo que cubre el pelo dejando el rostro al descubierto.

Hadiz: en la religión islámica, dicho o hecho de Mahoma de transmisión tradicional, relatados por
sus compañeros y compilados por aquellos sabios que les sucedieron. Los hadices son el
pilar fundamental de la sunna, la segunda fuente de la ley musulmana después del Corán y
que significa, literalmente, «conducta, manera de comportarse» o «costumbre».

Hach: peregrinación que realizan los fieles musulmanes a La Meca, en Arabia Saudí.

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Hamam: baño árabe.

Hasaniya: dialecto del idioma árabe magrebí.

Hamsa: mano de Fátima: los cinco dedos, dispuestos de forma simétrica, representan los cinco
pilares del islam.

Ifrit: son los genios más poderosos y odian a los humanos.

Jerqah: Túnica de lana, también conocida como manto. Es la vestidura típica de los sufíes.

Kaaba: es una construcción cuya forma es la de un prisma rectangular que está dentro de la
mezquita Masjid al-Haram en La Meca. Representa el lugar sagrado y de peregrinación
religiosa más importante del islam. Es considerada como la «casa de Dios», donde lo divino
toca lo terrenal, y hacia ella orientan su rezo los musulmanes de todo el mundo.

Khanqah: es un edificio concebido específicamente para las reuniones de una hermandad sufí, o
tariqa, y es un lugar para el retiro espiritual y la reforma del carácter. Normalmente se
orquesta alrededor de un Dargah, o tumba de un santo sufí.

Kufiya: Tocado beduino masculino formado por un paño cuadrado doblado en forma de triángulo
y a veces sujeto por una banda o aro. En Arabia Saudí el más típico es de cuadros blancos y
rojos.

Madrasa: escuela.

Melhfa: tela de cuatro metros de largo por un metro de ancho. Es un símbolo del patrimonio
saharaui, de belleza y resistencia.

Mutasawwif: iniciado en la doctrina sufí, que trata de buscar el Camino, siguiendo el ejemplo de
los maestros.

Mutawain: policía religiosa de Arabia Saudí.

Nay: Flauta típica de oriente medio.

Niqab: velo que cubre toda la cabeza a excepción de los ojos.

Ras el hanut: su nombre significa literalmente «la cabeza de la tienda», hace referencia a la mejor
mezcla de especias que el mercader puede ofrecer.

Rebab: instrumento de cuerda frotada, parecido a un violín.

Salik: viajero místico.

Seker: término utilizado para definir a los sufíes que buscan el Camino.

Shamal: viento del noroeste que sopla sobre Irak y los estados del golfo Pérsico.

Sharía: o ley islámica. Constituye un código detallado de conducta, en el que se incluyen también
normas relativas a los modos del culto, los criterios de su «moral» y de su vida, las cosas que
los musulmanes tienen permitidas o prohibidas y las reglas separadoras entre lo que
consideran el Bien o el Mal. No es un dogma ni algo indiscutible (como pudiera ser el texto
del Corán), sino objeto de sus interpretaciones.

Shinēna: bebida gaseosa a base de yogur.

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Shubat: bebida elaborada con leche de camello.

Simoon: tormenta de arena muy fuerte, que arrastra un viento seco, muy caliente, y que puede ir
incluso acompañada de remolinos.

Sufí: persona que profesa el sufismo.

Sufismo: es la rama más mística del islam.

Sunna: conjunto de preceptos que se atribuyen a Mahoma y a los primeros cuatro califas
ortodoxos. Es una recopilación de todas las cosas que Mahoma dijo e hizo y que marcan el
comportamiento de los musulmanes. El Corán y la sunna son las dos fuentes primarias de
revelación de Dios y definen las bases de la religión musulmana: su teología y legislación.

Tariqa: el Camino. También se llaman así cada una de las órdenes sufíes, entendiendo que son
distintos Caminos para llegar a Allah.

Tawaf: ritual que se realiza en la mezquita Masjid al-Haram de La Meca y consiste en dar siete
vueltas alrededor de la Kaaba en sentido contrario a las agujas del reloj.

Tajín: plato tradicional en la cocina árabe: guiso de carne y verduras, cocinado en un recipiente
de barro.

Thawb: túnica blanca que visten los hombres musulmanes.

Toghrol: ave rapaz parecida a un águila. Por algunos, considerada como un ave mitológica.

Uadi: cauce seco de un río, una rambla del desierto que encauza el agua de lluvia.

Ulema: doctor de ley islámica, persona que se dedica al estudio del islam y la sharía.

Umma: comunidad de musulmanes.

Yihad: en español, se traduce literalmente como «esfuerzo» y se interpreta como «esfuerzo en el


camino de Dios».

Yumu’ah: es una oración de los musulmanes que se celebra cada viernes, poco después del
mediodía. Reemplaza la oración Dhuhr efectuada los otros días de la semana. Es una
obligación para los hombres (y una recomendación para las mujeres) efectuar la Yumu’ah
junto con otros musulmanes en la mezquita.

Zauba’ah: torbellinos de arena que acompañan al simoon.

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Nota de los autores

La profecía del desierto es una novela de ficción, un thriller de acción y


aventuras, cuyo único objetivo es entretener y dar un paseo por la cultura
musulmana, cuyas creencias, en realidad, tienen mucho que ver con las
cristianas.
La primera vez que Alfonso nos habló de Arabia Saudí, nos quedamos
embobados y supimos que teníamos que ambientar una historia en ese país de
príncipes millonarios, caprichosos y despiadados, un país que combina los
últimos avances tecnológicos con leyes y tradiciones medievales que nada
tienen que ver con los derechos humanos. Anécdotas que parecen un chiste o
sacadas de una película de ciencia ficción son reales: hace años que Emiratos
Árabes compró motos voladoras para la policía de Dubái y se pueden ver
vídeos de su entrenamiento en YouTube. También es real la noticia de un
príncipe saudí detenido en Bruselas, conduciendo una réplica del Batmóvil
que le había costado más de dos millones de euros.
Nosotros no hemos viajado a Arabia Saudí, pero Alfonso vive allí desde
hace varios años y a través de sus videos, fotos y comentarios hemos
conocido de primera mano el día a día de la vida en el país.
Aparte, nos hemos documentado a través de internet, vídeos, películas y
numerosas lecturas. Si alguien quiere profundizar más sobre este país,
recomendamos algunos libros que nos han ayudado mucho, tanto novelas
como Buscando a Nouf o La ciudad de los velos, de Zoe Ferraris, como
ensayos: El reino del desierto, de Ángeles Espinosa.
El feminismo árabe era otro tema que nos interesaba mucho y que estaba
muy relacionado con la trama. Hemos asistido a varias conferencias, hemos
visto vídeos y escuchado podcasts de feministas, tanto musulmanas como
laicas, que cuentan su propia experiencia y analizan la situación actual del
mundo árabe. Un ensayo de referencia es El himen y el hiyab, de Mona
Eltahawy, una activista que fue violada y torturada durante las
manifestaciones de las primaveras árabes en El Cairo. Algunas anécdotas del
pasado de Nur, como el pasaje de la peregrinación a La Meca donde unos
hombres la manosean en mitad del ritual sagrado, están sacadas de
experiencias reales que Mona cuenta en su libro. También Siempre han

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hablado por nosotras, de Najat El Hachmi, nos ayudó a cambiar algunas
ideas preconcebidas y aclarar algunas dudas.
El arte de la cetrería, de Félix Rodríguez de la Fuente, ha sido la obra de
referencia que nos ha servido para documentarnos y entender esta disciplina
ancestral. Hay muy poca información sobre el toghrol. En algún sitio hemos
leído que es un tipo de águila originaria de Oriente Medio, en otros, que es un
ave mitológica. Al final, decidimos tomar esta última opción e inventarnos un
tipo de águila que podía ser tan fiel como un perro. Es una licencia que
creemos que encaja en una novela de aventuras.
Conocimos a María Dolores Tena en un museo de Ibiza,
documentándonos para otra historia. Nos llamó mucho la atención cuando nos
contó que había estudiado Historia del Arte y que además era bailarina árabe
y había actuado para gente importante de la isla, como los dueños de una
conocida discoteca. Su historia fue la semilla que dio lugar al personaje de
Nur y su tesis doctoral, Danza oriental, género y políticas coloniales: del
cabaret moderno al mercado global de la cultura, nos sorprendió con algunos
descubrimientos como que la danza del vientre no era de origen árabe, sino un
invento colonialista. Después descubrimos por internet a Sara Guirado, a la
que algunos califican como la bailarina del vientre más famosa del mundo,
que afirma haber actuado para grandes estrellas de Hollywood, como Sean
Penn.
El sufismo es la rama más mística del islam y está prohibido en los países
islamistas más radicales. Uno de sus principales representantes fue Ibn Arabi,
que nació en Murcia y recorrió todo Oriente Medio hasta morir en Damasco.
Una de sus principales biografías es Ibn Arabi o la búsqueda del azufre rojo,
de Claude Addas. Este santo sufí dejó una prolífica obra que refleja su
pensamiento, en la que se pueden encontrar muchos de los símbolos sufíes
que aparecen en esta historia. Un libro que puede ser esclarecedor en este
sentido es El simbolismo sufí, del doctor Nurbakhsh.
Hay muchas biografías de Mahoma, películas y novelas. Una de las que
más nos ha gustado es La joya de Medina, de Sherry Jones, que relata su vida
desde el punto de vista de Aisha, su esposa más joven y que también tiene un
papel relevante en nuestra historia. En la segunda parte, Aisha y Alí, la autora
relata la relación de Aisha con los cuatro califas ortodoxos o «bien guiados»
que sucedieron al profeta y que fueron la causa de la escisión entre suníes y
chiíes.
La profecía del desierto es una novela fruto de la curiosidad que nos
generó un país como Arabia Saudí, fruto del desconocimiento que nosotros

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teníamos sobre el islam y la cultura árabe, fruto de la amabilidad de los
musulmanes que hemos conocido en nuestro país o en algunos viajes a países
extraordinarios como Turquía, Kazajistán o Marruecos. Los musulmanes
siempre nos han sorprendido con su amabilidad, su simpatía y su hospitalidad,
que nada tiene que ver con la generalizada visión negativa que se tiene de
ellos en España y en casi todos los países occidentales.
Esperamos que, si has llegado hasta aquí, esta novela también te haya
servido para aclarar algunas dudas sobre esta cultura tan desconocida para la
mayoría de los occidentales, para darte cuenta de que, en realidad, nuestras
creencias no son tan diferentes y, sobre todo, para pasar un buen rato con esta
historia de aventuras que esperamos que te haya resultado entretenida.

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Agradecimientos

A Alfonso Campillo y a su hija Marta, por descubrirnos el inquietantemente


atractivo mundo de Arabia Saudí y ayudarnos a adentrarnos en la cultura
árabe y el día a día del país.
A Pilar Garrido, por su inestimable asesoramiento en historia árabe y
cuestiones islámicas y sufíes.
A Jesús Miguel López Gómez, por hablarnos de su abuela Paquita y de su
kiosco en Granada, y hacernos de guía turístico por esta maravillosa ciudad
junto a su mujer, Paqui, y sus hijas, Mari Paz y Luisa. También por
asesorarnos con los localismos de esta zona.
A Serafín Zaplana, Blanca Eulogio Blázquez, Paco Marín y Ana León,
imprescindibles lectores cero que sacan a la luz los errores que no vemos.
A Ana Escarabajal, por la confianza puesta en esta historia y todo el
tiempo, la ilusión y el trabajo invertido para ayudarnos a pulir el diamante en
bruto.
Y, por supuesto, a nuestra agente, Laura Santaflorentina, y nuestros
editores, Joaquín Sabaté y Leo Teti, que se entusiasmaron con esta historia y
la hicieron realidad.

Página 244
ANA BALLABRIGA (Candasnos, Huesca, España en 1977) y DAVID
ZAPLANA (Cartagena, Murcia, 1975), se conocieron en Valencia, cuando él
estudiaba una ingeniería y ella psicología. Su compartida pasión por el arte de
contar historias los llevó a hilar y escribir su primera novela. Unos años más
tarde se adentraron también en el ámbito de la creación audiovisual y en 2006
fundaron su propia productora, ADN Visual. Después de recibir varios
premios por cortometrajes y relatos, en 2007 se editó su novela Tras el sol de
Cartagena, y en 2010 Morbo gótico.
Aunque continuaron escribiendo, sus siguientes obras permanecieron sin
publicarse hasta 2015, cuando Tras el sol de Cartagena encontró una segunda
vida en Amazon. En 2016 presentaron también en esta plataforma la primera
novela que habían escrito, Cruzados en el tiempo, y la última, Ningún escocés
verdadero, ganadora del Premio Indie de Amazon en 2016.
En la actualidad ambos viven en Cartagena y compaginan el trabajo y la
crianza de sus dos hijos con la escritura.

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Notas

Página 246
[1]A. H. (Anno Hegirae). El calendario musulmán comienza en el año 622 del
calendario gregoriano, año en que Mahoma tuvo que huir de la ciudad de La
Meca hacia Medina (Hégira). Por lo tanto, el siglo II A. H. equivale al siglo IX
d. C. <<

Página 247
[2] Siglo VI A. H. equivale al siglo XIII d. C. <<

Página 248
[3]Cine histórico de aventuras, también conocido como cine de espadas y
sandalias. <<

Página 249
[4]Muhammad es el nombre del profeta islámico, aunque en España se ha
castellanizado como Mahoma. <<

Página 250
[5] Siglo VI A. H. equivale al siglo XIII d. C. <<

Página 251

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