Schonberg, Susan - La Princesa de Hielo
Schonberg, Susan - La Princesa de Hielo
La princesa de hielo
Susan Schonberg
Argumento:
Olivia Wentworth ignoraba que a una temprana edad había sido casada con el
marqués de Traverston y su tortuoso pasado había hecho de ella una mujer fría e
inexpresiva. Pero el encuentro con su esposo, muchos años después de la boda,
pondría fin al modo de vida que se había construido como defensa.
John Markston, el cuarto marqués de Traverston, reclamó a su mujer finalmente,
tras pasar mucho tiempo de su inusual boda. Sin embargo, los problemas de su
Capítulo 1
Norwood Park, Surrey 1808
Pero aquel recuerdo fue como una sacudida. Se sirvió otro brandy y lo engulló
con vehemencia. Necesitaba ver la luz del sol.
Se aproximó a la ventana y apartó los harapos de terciopelo que colgaban como
un intento de cortina. Pero el gesto fue en vano. La maleza impedía el paso de rayo
alguno. No entendía por qué el jardín se había convertido en aquello. Sin embargo, él
mismo había permitido que todo se viniera abajo.
Apretó los ojos y se tocó las sienes. ¿Por qué hoy le importaba tanto aquello?
Era la primera vez que tomaba conciencia de la situación en que se hallaba.
Él mismo había generado una ola de destrucción a su alrededor. Pero, ¿era
realmente vivir así lo que quería? Con un brusco movimiento lanzó la copa contra la
chimenea fría y sucia.
No.
En un momento dado, había querido acabar con todo, con su vida y con sus
posesiones. Y no había sido capaz.
El marqués soltó una sonora carcajada que resonó en la sala casi vacía.
Gateland Manor era la mansión que colindaba con las posesiones del marqués
de Traverston, Norwood Park.
Traverston se detuvo frente a la casa y, no sin cierta complacencia, confirmó los
rumores que había escuchado. Gateland Manor estaba en unas condiciones sin duda
no menos penosas que las de su propio hogar. Traverston sonrió. Si el estado de la
casa por dentro era como por fuera, tenía posibilidades de obtener lo que necesitaba.
Tocó al timbre. La puerta se abrió y un viejo encorvado vestido con un aún más
viejo uniforme dejó asomar su cansada cabeza. No esbozó ni tan siquiera un saludo y
se limitó a esperar como si en algún lugar estuviera escrito que era el visitante quien
debía preguntar. El marqués tomó la iniciativa.
—Desearía ver al señor Wentworth. Infórmele de que el marqués de Traverston
está aquí.
Un extraño graznido fue todo lo que obtuvo por respuesta. Incapaz de
comprender lo que decía se decidió por seguirlo. El hombre iba abriendo con pesadez
y cansancio puertas que dejaba de par en par. Finalmente llegaron a la biblioteca.
Seguramente, aquélla era la única sala utilizable en toda la casa. Sin duda, la penuria
de los Wentworth era tan grave como la suya.
La puerta de la biblioteca se cerró con un portazo. El marqués recorrió la
habitación con detenimiento y, así, confirmó lo que ya era patente.
La mayor parte de los muebles habían desaparecido y la única diferencia real
era la limpieza y el fuego que ardía con fiereza. Se acercó instintivamente a la
chimenea. Cuando estaba a punto de calentar sus huesos húmedos y fríos, apareció
su anfitrión.
—Siento decirle, señor, que no creo que haya modo alguno de que pueda
convencerme para que le dé la mano de mi hija.
La rabia se apoderó de Traverston, pero cerró la boca y contuvo la bocanada de
ira.
—Por favor, permítame que continúe. Hace cinco años mi vida se convirtió en
algo intolerable. No voy a ir a los detalles, pero digamos que aproveché todas las
oportunidades que se me brindaban para degradarme a mí, mi nombre y mi familia.
Mi mayor deseo era entonces morir, pero no sin antes arrastrar a cuantos pudieran
estar vinculados con mi apellido —hizo una pequeña pausa y se aproximó a la
ventana—. Pero ahora, todo ha cambiado.
Wentworth no había notado hasta ese momento las marcas que la vida había
infringido en su contertulio. Sin embargo, de pronto, las líneas de su rostro
mostraban su tortuosa existencia. El marqués se inclinó hacia Wentworth y continuó
hablando.
—Cuando pensé que había tocado fondo, que podía beber hasta caer muerto,
voy y descubro que no es así. Mi abuelo, desde su tumba, me ha mostrado el camino.
Esto puede sonar extraño, pero yo le aseguro que es así. Él sabía que no podía acabar
con dos fortunas. No tengo fuerzas ya —Traverston se limpio la frente con la manga
y se dejó caer en un sillón. Parecía que, de pronto, había perdido la capacidad de
mantenerse en pie—. Me está obligando a casarme por dinero.
Wentworth lo miró confundido.
—No lo haga. No veo el motivo.
Como si hubiera desatado un tornado, Traverston se levantó y con el rostro
encendido por la ira.
—Porque, de otro modo, mi odiado hermanastro lo heredaría todo —tan rápido
como apareció la furia, también se disipó—. Eso sería intolerable.
Wentworth lo miró con detenimiento.
—Señor, por mucho que pueda compadecerme de sus circunstancias, no estoy
dispuesto a darle a mi hija.
Traverston insistió.
—Verá, no puedo ir a ningún otro lugar en busca de ayuda. Mi reputación es
peor que mala y ninguna mujer me aceptaría como esposo. Por mucho empeño que
yo pusiera, no lograría casarme en menos de dos semanas. Por eso, debo casarme con
Olivia.
—Realmente me deja perplejo. Su argumento es la peor carta de presentación
que se pueda ofrecer a quien se supone debería cederos la mano de su hija.
Traverston estaba preparado para darle una respuesta.
—Aunque originalmente venía con el propósito de pedir a su hija Margaret, veo
que la opción de tener a Olivia es perfecta.
—Me temo que no lo entiendo.
—Necesito una mujer de inmediato. Sin embargo, sólo por escrito. Si su hija
tiene sólo diez años, esperaré a que cumpla los dieciocho para hacer de ella mi
verdadera esposa. Entre tanto, se quedará con usted, que la educará y la cuidará
hasta que esté en situación de venirse conmigo. Para serle sincero, no me siento
capaz, en mis actuales circunstancias, de contar con la presión de una mujer en mi
vida. Por supuesto, usted recibirá la cantidad necesaria para mantener, educar y
vestir a mi esposa, tal y como se merece, aparte de una cantidad cuando la aparte de
su lado. Eso le asegurará que ha conseguido para ella un título y una fortuna. Y,
quién sabe, tal vez yo ya esté muerto para cuando llegue el momento de su partida.
Wentworth se quedó inmóvil, pensativo. Los sonidos del campo resonaban con
eco en el silencio de la biblioteca.
Era tan confusa la situación. Por un lado, la sola idea de vender a su hija le
ponía a la altura de un tratante de esclavos. Incluso peor, pues era su propia hija.
Sin embargo, Wentworth estaba totalmente arruinado. Su casa había estado a
punto de ser embargada dos veces y no podía ni con mucho pagar la fortuna que
debía.
Sin pensar, formuló la pregunta.
—De cuánto estamos hablando.
—Treinta mil libras —respondió Traverston.
Wentworth emitió un chasquido involuntario. La cantidad de cosas que podría
hacer con ese dinero. Era una auténtica fortuna, mucho más de lo que nunca habría
soñado tener.
Pero era un acto de traición a su propia sangre. No podía vender a su hija ni por
todo el dinero del mundo. Sin embargo, ¿era realmente una venta cuando la primera
beneficiada sería ella?
En su presente estado financiero, no podía permitirse una educación, casi ni
ropa ni comida. En siete años, cuando alcanzara la edad de casarse, su posición social
y económica sería aún peor. No podría ni ofrecer una modesta dote. Eso le cerraría la
posibilidad de elegir por sí misma.
Pero, ¿llegaría a entender Olivia que aquello era por su bien? Tal vez, el ansia de
dinero lo cegaba y lo incitaba a engañarse. El dinero y los títulos, ¿serían de verdad
tan importantes para la felicidad de su hija? Después de todo, nunca podría soñar
con una fortuna como ésa. Además, la herencia del marqués debía de ser ciertamente
grande, pues hacía semejante ofrecimiento.
Traverston observaba a su anfitrión, su lucha interna. Pero sabía que sólo había
una respuesta posible.
El marqués guardó silencio. Finalmente, Wentworth se volvió hacia él.
—Usted gana, señor —dijo en un tono de voz quebrado y oscuro. Suspiró
profundamente y el pecho se le hundió como si un gran peso lo presionara. No se
atrevía a mirarlo directamente a la cara—. ¿Cuándo quiere que tenga lugar la
ceremonia?
Un brillo intenso se reflejó en los ojos del marqués.
Capítulo 2
—¡Imposible! —exclamó Wentworth. Que se atreviera a llegar a su casa y
hacerle una propuesta de aquellas características, ya era en sí bastante insultante.
Pero además, tener que sacrificar a su hija de inmediato, era mucho más de lo que se
le podía pedir—. Imposible.
—Le ruego que se lo replantee, señor —replicó el marqués con toda la calma y
la frialdad que las circunstancias requerían—. Ya ha aceptado mi propuesta. ¿Qué
más le da cuándo ocurra? —Traverston observó a su vecino, sin poder ocultar del
todo su propia impaciencia y temor—. No creo que quiera volverse atrás en lo
apalabrado.
Wentworth no podía incumplir su palabra. Era un hombre de honor. El marqués
sabía que era la trampa perfecta.
—¡Por supuesto que no! —afirmó Wentworth. Se recolocó el chaleco, como si la
acción pudiera ayudarlo a recolocarse emocionalmente—. Pero es tan precipitado…
¿A qué hora queréis que se lleve acabo la ceremonia?
El marqués contuvo una sonrisa satisfecha que estuvo a punto de precipitarse
en sus labios.
—A las diez, en Norwood Park. Tengo una capilla privada.
Wentworth asintió tan levemente que el gesto fue casi imperceptible. Se quedó
sentado, absorto en sus pensamientos.
Traverston se encaminó hacia la puerta, se volvió y miró a su anfitrión. Pero su
estatismo lo empujó a mostrarse a sí mismo el camino de salida.
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Wentworth levantó los ojos.
—Supongo que tendrá usted una licencia.
La triste expresión en el rostro de su vecino lo hizo recapacitar unos segundos.
Iba a conducir a una inocente a un destino incierto. ¿No había causado ya suficiente
mal? Sin embargo, su padre había decidido por ella. Cegado por la avaricia había
aceptado un pacto con el diablo. ¿Qué podía importarle a él eso? Después de todo, no
sería él quien habría de vivir con las consecuencias de sus actos.
Traverston inclinó la cabeza con fingido respeto y luego soltó una carcajada
satisfecha.
Wentworth sintió la ira crecerle dentro y se hundió aún más en su propia
miseria. Agarró con fuerza la copa de brandy y tragó con avidez hasta la última gota.
La puerta de entrada se cerró, dejando constancia de la marcha del marqués.
¿Qué acababa de hacer? Debería haber sabido que la presencia de Traverston lo
llevaría a un lugar oscuro del que no podría salir. Lo había intuido y, a pesar de todo,
había caído en su tela de araña. Wentworth se sintió perdido, perdido y desesperado.
—Maddie, ¿has visto al pirata? —le preguntó Olivia aquella misma tarde a su
niñera.
—Ya sabes que no existen los piratas —respondió Maddie y la señaló con el
dedo en una señal de advertencia—. Te he dicho mil veces que no se come con la
boca llena.
Olivia se quedó absorta en sus propios pensamientos. Era una pena que no
hubiera visto al pirata. Pero su padre sí lo había visto, como ella. Aunque no actuara
como tal, no cabía duda de que tenía aspecto de ser uno de los más fieros corsarios
que había imaginado nunca.
Como siempre que pensaba en su padre, una sonrisa se le dibujó en los labios.
Había prometido contarle aquella noche algunas historias sobre la antigua Grecia. Tal
vez, cuando hubiera terminado, podría preguntarle sobre el pirata.
Olivia, sola como de costumbre, se dedicó a deambular por la casa, hasta que
unas voces llamaron su atención. Se acercó a la puerta de donde procedían y sin el
menor recato asomó la cabeza.
Allí estaba su padre. Discutía acaloradamente con un hombre que solía traer
vino y brandy a la casa. No era la primera vez que veía a su padre en aquel trance.
Olivia cerró la puerta y subió sigilosamente hacia su habitación. Se sentía triste.
Sabía que no había mucho dinero. Desde siempre, había sido educada para ahorrar y
hacer los menos gastos posibles. Pero cada vez había más escasez. Quería ayudar a su
padre. No sabía lo que podría hacer, pero iba a encontrar un modo. Tenía que
hablarlo con Maddie.
una cinta que conjuntaba con el resto. Su rostro de una palidez cremosa destacaba
sobre el negro de sus cabellos.
La imagen de tanta inocencia lo ofuscó y lo satisfizo a un tiempo. Traverston iba
a enfrentarse a su propia conciencia al ver tanta pureza.
Aunque Norwood Park estaba realmente cerca, el carruaje tardó quince
minutos en llegar ante la puerta. Para Olivia los minutos se hicieron horas. La
presencia de su padre, lejos de tranquilizarla, le había provocado un auténtico
tormento. Sus actos habían sido tan extraños que no sabía cómo encajarlos.
Cuando llegaron ante la mansión, Olivia se quedó sorprendida de la visión que
se alzaba ante ella. La casa era de una belleza y un encanto inusuales. La luna se
reflejaba sobre el lago plateado y un gran roble se alzaba majestuoso en la orilla.
Al entrar, Olivia pudo apreciar lo que antaño debía de haber sido aquel sitio.
Absorta en su admiración, tardó un rato en darse cuenta de que había recorrido gran
parte de la casa. No comprendía lo que ocurría, pero iban hacia una parte del edificio
poco frecuentada. Olivia se sintió aliviada cuando el mayordomo se detuvo frente a
una puerta que abrió sin demora. Atravesaron el vano. Estaban en la capilla.
Wentworth no frecuentaba las iglesias y había llevado a Olivia en muy raras
ocasiones. Ella no recordaba que esa noche hubiera algún tipo de celebración que
motivara su presencia allí.
Olivia levantó la vista hacia su padre, como buscando una explicación. Pero no
la obtuvo, sólo frialdad y silencio.
El mayordomo los dejó y Olivia se internó lentamente en la oscura sala,
mirando con detenimiento el techo y las paredes.
La capilla era un bonito ejemplo de arquitectura gótica.
Sin mediar palabra, Wentworth la empujó suavemente hacia el ábside.
Fue entonces cuando Olivia tomó conciencia de la presencia de dos hombres
más. Había uno, vestido con un atuendo religioso. Junto a él, aunque de espaldas,
estaba él, el pirata.
Al llegar al altar, Wentworth colocó a su hija junto al extraño. Ella alzó los ojos y
se encontró con su rostro. Algo la sorprendió. Aquel individuo era guapo,
extrañamente guapo. Su mirada se perdía en un horizonte inexistente. La nariz,
perfectamente esculpida, se disponía como un montículo imponente entre los
pómulos. Tenía un noble porte y una dignidad natural poco corrientes.
Pero su expresión seguía siendo solemne y triste. No es que estuviera llorando,
nada de eso. Los hombres no lloran, ya se sabe. Pero estaba triste y daba miedo.
De pronto, Olivia se dio cuenta de que el hombre religioso llevaba un rato
hablando. No le era fácil seguirlo, pues no estaba familiarizada con aquel tipo de
lenguaje. De pronto, el religioso hizo un silencio. ¿Le habría dicho algo? Tal vez, tenía
que responder. Normalmente, cuando había un silencio como aquél, los fieles
contestaban. Con la única palabra que conocía trató de enmendar el entuerto.
—Amén —respondió.
Capítulo 3
Olivia se sentó frente al abogado, con las manos cruzadas sobre el regazo. El
austero vestido negro que llevaba, más propio de una viuda que de una niña,
proclamaba públicamente el luto que la aturdía.
Olivia era una criatura muy hermosa, de eso no cabía duda. Pero había en ella
una ausencia, una carencia: no había fuego. Parecía no tener espíritu. Tampoco era
como cualquier otra niña de su edad.
El señor Pots continuó analizando a la niña, escrutándola. Sus ojos lo sacaban
de quicio. Parecía no haber nada detrás. Fuera cual fuera el pensamiento que
ocultaban, eran fríos como un témpano. Lo recogían todo y no daban nada.
El resto de su cara, igualmente inexpresiva, era menos turbadora.
El señor Pots carraspeó nerviosamente y se aclaró la garganta. Había pensado
que la entrevista sería bastante sencilla. Pero, al enfrentarse a tan impenetrable
silencio, las perspectivas de obtener lo que quería, se volvían cada vez menos claras.
Gracias a que Olivia comenzó a sentirse impaciente y tomó la incitativa, la
conversación empezó a fluir.
—Ha encontrado un sitio al que puedo ir —dijo con una voz heladora y un tono
excesivamente adulto.
—¡Sí! —respondió el señor Pots, gratamente sorprendido por su repentina
intromisión.
Ahora que el tema había salido a la luz, podía entrar en materia. Se colocó las
lentes en el puente de la nariz.
—Como ya sabes, hace ya un mes que tu padre murió —levantó la cara y fingió
una sonrisa compasiva—. Lo has hecho muy bien, pequeña, lo has llevado con una
entereza envidiable.
Olivia continuó impasible. Consideraba a aquel hombre tremendamente
pomposo y aburrido, pero lejos de hacerlo patente, se limitaba a una inexpresividad
turbadora.
—¿A dónde voy a ir? —la pregunta fue directa y concisa. No importaba que se
sintiera perdida. Maddie también había muerto hacía unos meses y no le era fácil
pensar que alguien se podría responsabilizar de ella. De hecho, prefería estar sola.
El señor Pots aprovechó de inmediato la oportunidad que le acababa de brindar
y respondió.
—Tu abuela, lady Raleigh, la duquesa de Stonebridge, se ha ofrecido
amablemente a acogerte. A pesar de las diferencias que en su día tuvo con tu madre,
está dispuesta a olvidar ese pasado tormentoso y responsabilizarse de ti.
Se hizo un pesado silencio. Pots esperó a que Olivia asintiera ante la propuesta,
pero no lo hizo. Debía haberlo esperado, era una niña muy extraña y jamás iba a
aceptar hacer lo que debía.
—Lady Raleigh te espera en Three Crowns. Ya está hablado —le anunció sin
más demora. Olivia abrió los ojos con sorpresa, lo que provocó un Pots una sonrisa
de satisfacción. Al menos había sacado una reacción de aquel extraño ser—. Sí, ha
sido todo una especie de sorpresa. Estábamos cenando la señora Pots y yo, y se nos
presentó en casa. Nunca pensé que respondería a la carta viniendo en persona.
Olivia se quedó paralizada. No podía ser, no podía ir a casa de su abuela.
Recordaba que su padre jamás había podido mencionar al duque y la duquesa
sin ponerse pálido. El modo en que lo habían tratado a él y a su madre era
imperdonable. ¿Para qué querían tenerla con ellos ahora?
Olivia observó la satisfacción que le producía al señor Pots su intranquilidad.
De nuevo, había dejado que sus sentimientos se transparentaran y, como le había
ocurrido con su padre, le había dado poder al hombre que tenía frente a ella. Nunca
jamás nadie podría leer sus emociones de nuevo.
Su rostro perdió todo atisbo de emoción y recobró toda la frialdad de su
compostura.
—¿Me espera ahora?
Desconcertado por su abrupta resolución, el señor Pots respondió sin firmeza.
—Bueno, sí, en Three Crowns, como ya he dicho antes —la miró e hizo una
pausa, para reafirmarse en el hecho de que Olivia no era más que una niña, que no
tenía por qué intimidarlo—. ¿Quiere que la escolte?
—Como gustéis, señor Pots.
Olivia y el señor Pots llegaron a Three Crowns media hora después. La nieve
que había en el suelo crujía bajo sus pies. Al llegar junto a la entrada, Olivia se volvió
hacia el abogado. Con una dignidad poco corriente en una persona tan joven, le
ofreció su mano.
—Gracias por haberme acompañado, señor Pots. Ha sido usted de gran ayuda.
Pots se quedó atónito, mirando a la joven que tenía ante sí. Antes de que
pudiera formular una respuesta, la puerta se había cerrado y lo había dejado fuera.
Una vez dentro, la dueña de la posada se aproximó a Olivia a toda prisa. Era
una mujer grande cuyo tamaño era suficiente para aterrorizar a cualquiera. Pero
Olivia no lo hizo patente.
Momentáneamente confusa, la mujer miró a su alrededor.
—Bien, pequeña. Tú debes de ser la niña que viene a conocer a su abuela —le
dio un ligero apretón amistoso en los hombros—. Pero, ¿dónde está el otro? Que me
aspen si no fue él, en persona, el que me dijo que preparara algo para ambos. No
entiendo nada. Debería haber venido contigo.
Olivia respondió sin alterarse.
—El señor Pots tuvo que entretenerse en unos asuntos de suma importancia. He
venido sola.
—Ya, se ha ido a por un trago para calentarse, ¿no? —el ama de llaves la miró
de arriba a abajo y luego se encogió de hombros—. Bueno, la señora te está
esperando. Ven conmigo. Es por aquí.
La agarró de los hombros y la condujo hacia una de las puertas que salían al
recibidor.
La mujer abrió la puerta y le indicó que entrara. La sensación en su interior era
reconfortante. Un pequeño fuego caldeaba toda la estancia.
En el centro estaba lady Raleigh. Su presencia era mucho más imponente de lo
que la niña había imaginado. Estaba de espaldas al fuego y miraba, desde el otro lado
de la habitación, a su única nieta con una mirada tan inexpresiva como la de Olivia.
Su vestido de terciopelo gris no hacía sino enfatizar el inusual color de sus ojos. La
combinación de su piel marmórea con la profusión de perlas en cuello y brazos,
daban la sensación de que carecía de color.
Tenía la constitución de un pájaro. Si pesaba algo, lo que Olivia dudaba
francamente, no era más de lo que lo hacía una paloma. Pero, a pesar de la dureza de
su expresión, era una frágil y delgada anciana. Ese pensamiento resultaba
extrañamente reconfortante.
Olivia se había quedado tan hipnotizada por la visión que le costó asimilar que
fuera capaz de pronunciar palabra.
—Déjanos —ordenó lady Raleigh.
La dueña de la posada la soltó sin demora y desapareció.
—¿Te vas a quedar ahí todo el día o vas a acercarte para que te vea mejor?
Obedientemente, Olivia se aproximó a ella. Lady Raleigh la examinó
detenidamente.
—¿Quién te ha vestido? Pareces más vieja que yo.
El comentario de la dama le pareció tan divertido que le concedió a su abuela
una ligera sonrisa. O lo que ella pensó que era una sonrisa, pues no pasaba de ser
cierta calidez en la mirada.
—Yo misma lo elegí —afirmó.
Lady Raleigh asintió pensativa.
—Ya veo.
Algo le decía que, pasado un tiempo, ella y la niña acabarían llevándose bien.
Aunque sólo la hubiera visto unos minutos era fácil adivinar cuantas cosas tenían en
común.
Le indicó que se sentará y tomó asiento.
—¿Qué has oído de mí?
Olivia miró a la anciana con candor.
—No demasiado.
—¿Qué significa «no demasiado»?
—No demasiadas cosas buenas.
Lady Raleigh se inclinó hacia ella desde su asiento, como si estuviera a punto
de obtener una confesión comprometida.
—No voy a fingir que sienta ni haya sentido aprecio alguno por Edgar. Me robó
a mi hija y la privó de su herencia. No puedo perdonarlo por todo ello. Y tampoco
puedo perdonarla a ella.
Olivia la miró con gravedad.
—Papá te culpaba de su muerte.
La condesa no estalló en furia, ni se mostró arisca. Se quedó inmóvil, como
conmovida por semejante idea.
—No dudo que mi hija y yo nos causamos mucho pesar en su momento. Pero
no creo que eso haya motivado su muerte. Tu padre nunca quiso llamar a las cosas
por su nombre, ni ver la realidad como tal. Por eso mi marido y yo lo rechazábamos.
Además, de la otra razón.
—¿La otra razón?
—Sí. Olivia, tu madre ya estaba comprometida cuando se escapó con tu padre.
Los papeles de la boda estaban completos, sólo les faltaba ser firmados. Se comportó
como una estúpida.
Olivia nunca había oído la otra versión de los hechos y era curioso ver las dos
caras de la moneda.
Sin embargo, no sabía por qué, sentía que nada de aquello la afectaba.
Sin transición, lady Raleigh cambió de tema.
—Te vas a venir conmigo a Londres —afirmó sin dejar lugar a discusiones—.
Mi marido murió hace algunos años. Nuestras posesiones en Sussex pasaron a mi
sobrino, un pomposo joven al que odio. Sin embargo, fue lo suficientemente amable
como para cederme una parte de la casa. Pero no me gusta el campo, de modo que
me he trasladado a Londres. Tengo una casa en la calle Wimpole. No es muy grande,
pero adecuada para nosotras dos —miró a Olivia expectante.
La niña no quiso ofender a su abuela en modo alguno.
—Estoy segura de que será perfecta.
Lady Raleigh asintió.
—Bien. Nos marcharemos dentro de tres días. Aunque supongo que no tienes
tanto que empaquetar como para necesitar ese tiempo, quiero ver si todos los asuntos
de Edgar están en orden. Seguro que hay cientos de facturas por pagar. Pero me
quedaré aquí, en la posada. No quiero que ni Edgar ni mi esposo se remuevan en sus
tumbas. Respecto a tus cosas, la señora Pots se ofreció a ayudarte. Estará esperándote
en tu casa. Durante estos tres días podrás venir a visitarme cuando quieras. Mi
cochero te llevará ahora.
Olivia se levantó de su asiento. Atravesó la sala y llegó a la puerta. Estaba
dudosa. Se dio la vuelta y miró a la dama.
—¿Sí? —le preguntó la dama.
—A usted… —comenzó a decir Olivia. Pero no encontraba la forma adecuada
ni las palabras precisas. Si preguntaba, le daría un arma con la que dañarla. Sin
embargo, tenía que hacerlo. El futuro de lo más preciado que había en su vida
Capítulo 4
Londres, 1816
—Es maravilloso.
Lady Raleigh asintió con vehemencia.
—Vas a estar hermosísima —le anunció la anciana y enfatizó la expresión
golpeando el suelo con su bastón.
La muchacha bajó la mirada como en un intento de ignorar el halago. Si Olivia
hubiera sido cualquier otra mujer de su edad, se habría sentido feliz de tener su
belleza. El pelo negro que enfatizaba su piel perfecta y unos inmensos ojos azules en
los que cualquier hombre ansiaría perderse. Pero Olivia no prestaba atención a su
físico. Siempre le pedía a su abuela que eligiera sus vestidos y cuando el tema de la
moda y la estética en general aparecía en una conversación, ella se mantenía al
margen. No cabía duda de que para ella su belleza era más un motivo de descontento
que de alegría. Olivia no quería ser atractiva. Su abuela estaba convencida de ello.
Por alguna razón, su hermosura le había causado más dolor que otra cosa. Al oír la
voz complacida de lady Raleigh, Olivia se había visto transportada a su pasado.
Recordaba la gran casa en la que vivía. Había llegado un momento en que
Maddie no podía ni limpiarla. Sufría de artrosis y sus huesos doloridos no eran el
mejor aliado para su trabajo. Y su padre no habría permitido que nadie la limpiara.
Le había tomado el gusto a ese estado desastroso y oscuro. Ya nadie iba a visitarlos, a
excepción de algún que otro comerciante que iba a cobrar.
Olivia se quedó confinada a su casa. No se le permitía salir ni al descuidado
jardín que la rodeaba.
A estas alturas podía mirar al pasado y darse cuenta de que su padre estaba
enfermo y que la enfermedad lo había ido debilitando. Llegó un momento en que ni
siquiera podía verlo. Pero lo que aún hoy se escapaba a su compresión era por qué no
le había permitido que viera a nadie.
Recordaba vívidamente una ocasión en la que su padre, con lágrimas en los ojos
y en un extraño estado de agitación se había arrodillado ante ella. Le había espetado
algo sobre que era una muerta en vida y se disculpaba al mismo tiempo porque él la
había matado. No quería hacerlo, pero lo había hecho. Sólo deseaba su felicidad.
Otras veces la acusaba de haberse vendido al diablo. Ella se tapaba los oídos
para no oír las vejaciones a las que la exponía. Pero no podía evitar que las palabras
resonaran en su cabeza como un artefacto de tortura.
La enfermedad de su padre habría sido llevadera, si ella no se hubiera sentido
responsable de su estado mental. Además, los momentos en que él se percataba del
parecido que la niña tenía con su madre, eran sin duda los más duros.
Olivia construyó un duro muro para defenderse. Nunca intentó perseguir su
afecto. Tampoco trataba de hacerlo feliz.
Pero, algunas veces, su padre mostraba cierta lucidez. Entonces le ofrecía sus
brazos, la acurrucaba entre ellos y le pedía perdón. No quería herirla, ni decir las
cosas que decía. Ella se dejaba llevar y dejaba correr un río de lágrimas, le prometía
ser paciente y comprenderlo. Sin embargo, siempre, después de mostrar sus
sentimientos, la situación empeoraba.
Olivia tuvo que luchar contra todo aquello sola. Consiguió entender que la
enfermedad de su padre no era culpa suya, pero nada alivió el sentimiento de
pesadumbre que tenía dentro.
—Ese gato está muy malcriado —dijo lady Raleigh.
La voz de la anciana la devolvió a la realidad. Sintió el tacto de la suave piel de
Isis bajo la palma de la mano. ¿Cuánto tiempo había estado sumergida en un oscuro
pasado? Miró a su abuela y comprobó con alivio que sólo había un ligero reproche en
su rostro, no preocupación. Entonces, no debía haber estado ausente demasiado
tiempo.
Agarró al siamés y lo miró a los ojos. «Sólo tú sabes que estuve a punto de
perderlo todo, Isis», pensó ella. «Eras el único que estaba conmigo».
—Ya lo sé, abuela.
Olivia sirvió el té en las delicadas tazas de porcelana china.
insistencia era más fruto de sus maquinaciones que de un verdadero interés. ¿Qué
estaría tramando?
Se acercó a ella y agarró el cepillo. Agarró una silla y se sentó con las rodillas
tocando su espalda. Lentamente comenzó a cepillar la mata de pelo.
Beatrice cerró los ojos y se dejó llevar por el juego seductor, dando pequeños
gemidos.
Traverston se inclinó hacia ella y comenzó a besarle el cuello, un cuello
precioso, había que admitirlo. Pero no era sólo eso. Su perfume era de esos que
invaden los sentidos de un hombre. Otra invitación para quedarse.
Beatrice ronroneaba como un gato. Se dio la vuelta. Sus labios se encontraron en
un beso largo.
—Trav, estamos tan bien juntos…
Finalmente, había aparecido el motivo de aquel despliegue de artimañas.
«Demasiado pronto», pensó el marqués. No había habido suficiente juego. Ni
siquiera le había dado la oportunidad de llevársela a la cama otra vez antes de que
todo saliera a la luz. La observó durante unos segundos. Ella permanecía con los ojos
cerrados, pero claramente complacida de ser objeto de admiración.
Él volvió a poseer sus labios. Un largo intercambio de jugos comenzó a tener
lugar. Sus lenguas se encontraban y se perdían, jugaban por los rincones húmedos y
exploraban cavidades insondables. Él agarró sus labios y los soltó lentamente.
—Me siento tan sola sin ti, mi amor —le murmuró ella con pasión—. Todas esas
largas noches sin tu presencia —lo besó una vez más antes de continuar—. He estado
pensando que, tal vez, podríamos hacer nuestra unión… más permanente…
Beatrice estaba tan absorta en su propio deseo que le tomó unos segundos darse
cuenta de que el marqués se había apartado de ella. El espacio que los separaba se
había vaciado de repente.
Confusa, lo miró a los ojos. Su expresión heladora la había tomado por sorpresa.
Instintivamente se enroscó el pañuelo de gasa alrededor del cuello, como para
sentirse protegida.
El marqués tardó unos segundos en contestar. Luego su rostro dibujó una
sonrisa burlona.
—No deberías pensar, Beatrice. No estás acostumbrada.
—No entiendo por qué tienes que ser tan ofensivo. Me parece que no es una
idea tan nefasta.
Él soltó una carcajada hiriente.
—¿Sabes por qué nunca nos casaremos? —le preguntó él—. No, no lo sabes.
Nunca ves nada que no quieras que exista. Y es precisamente por eso por lo que has
fallado el disparo esta vez.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con cierta desesperación en la voz.
—Somos amantes, querida, nada más —tomó su reloj del bolsillo y lo miró—. Y
dentro de cinco minutos ya no seremos ni eso. Eres demasiado predecible para mí.
Aquella noche, como siempre, Monquefort había elegido su ropa con extremo
cuidado y estaba impecable.
Traverston, aunque se vestía con los mejores sastres, nunca se molestaba en
comprobar a lo largo del día el estado de su atuendo. Su aspecto descuidado, su pelo
negro largo y mal cortado, no hacían sino añadir algo a su atractivo. La demacración
de antaño había desaparecido. Sólo quedaban huellas en sus pronunciadas arrugas a
los lados de la boca y en la dureza de su mirada. Muchos habrían dicho que era un
hombre que parecía haberse batido con el diablo y había ganado.
—Ya veo que te has fijado en la reina de hielo.
Traverston levantó una ceja, en un gesto de desinterés.
—Vamos, hombre —insistió el conde—. No trates de convencerme de que no te
has fijado en ella. Te he visto tragar saliva con dificultad. De hecho, casi te atragantas.
—Monquefort, tus intentos de hacerte el gracioso están muy lejos de obtener
éxito alguno. Si te quieres divertir, busca otro lugar en el que ejercitar tus dotes. No
estoy de humor.
Con su habitual falta de respeto hacia las reglas de cortesía, el conde respondió
con desenfado.
—Pero si es por eso por lo que te gusto. Soy divertido y, sobre todo,
repugnantemente sincero.
—Está claro que hay algo que quieres decirme.
Monquefort le guiñó un ojo.
—Sólo quería darte la información que buscas. ¿Qué menos podría hacer yo por
un amigo?
Aunque el marqués no emitió palabra ni sonido alguno, Monquefort consiguió
mantener una sonrisa cómplice y esperó, sin desmayo, a la demanda del marqués.
—¿Y qué se supone que quiero saber? —inquirió el conde con fingida
impaciencia.
Monquefort sonrió.
—Su nombre, claro está —respondió el conde—. La dama en cuestión se llama
Olivia Wentworth. Es la nieta del duque de Stonbridge.
Traverston no esbozó ni el más mínimo gesto. Estaba absolutamente
anonadado.
Allí estaba, de pie, enfrascada en una conversación con una de las grandes de la
sociedad británica, lady Jersey. Cualquier otra muchacha habría temblado al percibir
la mirada del marqués. Pero ella no. Se mostraba impasible.
La impecable figura de Olivia tenía un aire majestuoso y la belleza perfecta de
una escultura griega. Su cuello, largo y delgado le conferían el porte de una diosa.
De improviso, Traverston agarró a su amigo y lo obligó a descender la escalera,
hasta llegar a un rincón apartado de la multitud.
—¿Qué diablos te pasa, Traverston? ¿Te has vuelto loco?
Capítulo 5
Traverston tomó entre sus brazos el cuerpo inerte de su mujer y la condujo,
seguido de lady Raleigh y el conde, a un salón contiguo.
La dejó cuidadosamente sobre un sofá de terciopelo rojo. Con una calma que
contrastaba con su anterior impaciencia, atravesó la habitación y cerró la puerta. Se
dirigió de nuevo a la viuda y a su amigo.
—¿Es ésta realmente Olivia Wentworth? —preguntó bruscamente.
Lady Raleigh respondió casi con rabia.
—Por supuesto que lo es. ¿Qué le hace dudarlo?
—No lo dudo. Pero la última vez que vi a mi esposa la llevaban a su casa en
Gateland Manor.
La mirada hostil del marqués desarmó momentáneamente a lady Raleigh. Pero,
en seguida, se repuso. Pareció crecer y fortalecerse físicamente, preparándose para un
enfrentamiento a muerte con el hombre que la amenazaba.
—Señor, creo que éste es un tema que deberíamos discutir a solas —dijo ella—.
Señor conde, le agradecería que se quedara cuidando a mi nieta. No creo conveniente
que se despierte estando sola.
El conde asintió y ella se encaminó hacia la habitación contigua, seguida del
marqués. Entraron en la biblioteca y lady Raleigh cerró la puerta.
Esbozó una sonrisa.
—No creo que ni la peor de las cabezas mal pensantes pueda malinterpretar
nuestro encierro aquí —la sonrisa desapareció sin dejar rastro, como si no hubiera
existido nunca—. Tenemos que hablar. Señor…
Lady Raleigh no sabía qué decir. Estaba totalmente perdida. El marqués pudo
apreciar su estado de confusión y, al principio, se compadeció de ella. Sin embargo, él
tenía todo el derecho del mundo a exigir, lo primero, una explicación. ¿Por qué había
osado presentar a su mujer en sociedad sin habérselo consultado?
—Señor —dijo finalmente la anciana, con un tono autoritario—. Durante los
últimos seis años mi nieta ha vivido conmigo y nunca jamás oí su nombre.
Con un aire triunfante se quedó esperando una respuesta.
A Traverston no le extrañaba aquella afirmación. Tenía el convencimiento de
que el padre de Olivia jamás la había informado de su matrimonio y de que la niña
había asistido a aquella lejana ceremonia sin comprender lo que estaba ocurriendo.
—Supongo que eso ha ocurrido porque ella desconoce mi nombre.
Lady Raleigh miró al marqués atónita.
—Pero… pero eso es absurdo.
Ante la indignación de la dama, él se mostró impaciente.
—Durante este mes deberá usted cortejarla. Pasado ese tiempo se marcharan de
Londres para contraer matrimonio, supuestamente, con una licencia especial, con mi
aprobación, claro está. Ni usted ni Olivia se mostrarán interesados en una boda
lujosa.
Traverston sonrió. La reina de hielo era el ingrediente perfecto para apaciguar
su tempestuosa existencia. Sería divertido conseguir arrancar de ella esa pasión
inherente a todo ser humano. Su objetivo, a partir de aquel momento, estaba claro:
derretir el corazón helado de su esposa.
Monquefort estudiaba los rasgos de aquella hermosa mujer que reposaba ante
él. Exenta de su habitual frialdad y sumergida en una especie de sueño reparador, su
rostro era de una dulzura y una inocencia enternecedoras.
De pronto, sus ojos se abrieron e intentó levantarse. El conde le colocó una
mano reconfortante sobre el hombro. Ella la agarró con fuerza y lo miró con
ansiedad.
—¿Quién era él? —preguntó con los ojos llenos de temor.
Monquefort le dio una respuesta tranquilizadora.
—Se llama John Markstone. Es el marqués de Traverston. No es un mal tipo.
Olivia recorrió la habitación con la mirada y se sintió aliviada al no verlo allí.
—No tengo ni idea de qué es todo esto. Por eso, no puedo salir en su defensa.
Pero insisto en que no es malo.
Olivia cerró los ojos. Sin quererlo, se vio transportada por un recuerdo: la
última vez que había visto al marqués, después de su encuentro en Norwood Park.
Una mañana, cuando Olivia tenía dieciséis años, su abuela le había propuesto
salir a comprar unos lazos que necesitaba para actualizarle un sombrero. Ella, como
siempre contenta de complacer a su abuela, había aceptado. Acababan de bajarse del
carruaje cuando Olivia lo vio, acompañado de una llamativa pelirroja que colgaba de
su brazo.
Olivia no pudo evitar que un torbellino se le despertara dentro. Aquél era el
pirata.
Su padre había tratado de hacerle creer que había sido sólo producto de su
imaginación y allí estaba.
Recordaba la mañana siguiente de su viaje a Norwood Park. Olivia le había
preguntado a su padre qué había sucedido la noche anterior, lo de la ceremonia y lo
de aquel extraño hombre. Pero su padre, agresivo y testarudo, le había respondido
que lo había soñado, que era todo producto de su imaginación. Se le prohibió
rotundamente hacer más preguntas.
En lo más profundo de su corazón ella sabía que no lo había soñado, que era
verdad, aunque a veces lo llegara a dudar.
Cuando lo vio aquel día, le pareció más guapo incluso de lo que lo recordaba.
Pero, su imagen no dejaba de ser la de una niña de diez años.
Olivia había sufrido horriblemente desde aquella vez en que lo vio. La perfidia
de su padre la quemaba. Aquel que un día había sido un padre bueno y amoroso se
convirtió, de pronto, en un ser detestable que repudiaba su presencia.
Olivia cerró los ojos y trató de apartar los recuerdos que la atacaban. No iba a
llorar. No lo había hecho desde los doce años y no iba a hacerlo ahora. Respiró
profundamente y se concentró en el movimiento de sus pulmones.
Lentamente levantó los párpados. Ya estaba más calmada. Se dio cuenta de que
había agarrado la mano del conde y la apretaba con vehemencia. Rápidamente la
soltó.
—Le pido disculpas. No era mi intención apretarle la mano con tanta fuerza.
—No se preocupe, es tal el placer de tener su mano que un poco de dolor no lo
enturbia —dijo él entre risas—. Es una broma, señorita. Tiene aspecto de necesitar
que alguien la haga reír.
Olivia, sin casi darse cuenta, se permitió esbozar una sonrisa.
—Es usted muy amable, señor. Nunca podré pagarle lo que hace por mí.
Su mirada era amable, pero no permisiva. Aquélla era una experiencia nueva
para Olivia. Nunca antes había tenido la oportunidad de conversar con un hombre
que no tratara de conquistarla.
—Claro que puede, con llamarme Alex.
—Alex —repitió ella y con una media sonrisa le ofreció una mano—. Olivia.
De improviso, lady Raleigh hizo su entrada.
—Olivia, mi niña, ¿estás bien?
—Sí, abuela, estoy perfectamente. No entiendo cómo me he podido desmayar.
La próxima vez tendré en consideración cenar más antes de dedicarme a actividades
como la danza.
Lady Raleigh miró al conde con cierta ansiedad. Sabía que Olivia estaba
haciendo un gran esfuerzo.
—Te voy a llevar a casa de inmediato. Has hecho demasiados esfuerzos
últimamente. Necesitas descansar.
—Tiene usted razón, señora —afirmó el conde, siguiendo la farsa—. Lo mejor
que puede hacer es dormir.
Olivia se incorporó y le extendió una mano al conde.
—Muchas gracias, lord Monquefort. Espero que la próxima vez que me
desmaye haya un caballero tan galante como usted que venga en mi ayuda.
Él sonrió.
—Espero, por mi bien, que sea yo mismo.
Lady Raleigh frunció el ceño y se apresuró hacia la puerta.
Era todo tan precipitado. Iba a perder a su ser más querido sin ni siquiera tener
la certeza de que valía la pena. Lady Raleigh miró a su nieta, intrigada. Parecía tan
fría. ¿Realmente sabía en lo estaba embarcada? Lo dudaba.
De pronto, como si le hubiera leído el pensamiento, hizo una pregunta.
—No te gusta el marqués, ¿verdad abuela?
La mujer dudó unos segundos. No sabía qué responder. Finalmente, sin poder
evitar su voz trémula, contestó.
—Me da miedo.
Capítulo 6
El sonido de unos golpes en la puerta descompuso a Olivia. En cualquier otra
circunstancia, no se habría alterado por algo tan habitual.
Pero, esta vez, era algo más que una llamada ejecutada por un conocido.
Anunciaba la llegada de su nuevo marido.
No, no era su nuevo marido. Por extraño que resultara, aquél había sido su
esposo durante ocho largos años.
La puerta del salón se abrió. Con una solemnidad perfectamente adecuada para
la ocasión, el mayordomo anunció:
—El marqués de Traverston ha venido a verlas, lady Raleigh, señorita
Wentworth —hizo una reverencia y dio paso al visitante.
Lady Raleigh se levantó del asiento y se encaminó a su encuentro.
—Bienvenido a nuestra casa, señor.
El marqués tomó la mano de la anciana e hizo una reverencia.
—Lady Raleigh —sin esperar más se dirigió hacia Olivia—. Señorita Traverston.
—Señor —respondió ella—. No imaginábamos que vendría a visitarnos tan
pronto.
Durante toda la tarde, su abuela y ella habían esperado con una mezcla de
disgusto y ansiedad la llegada de Traverston. Pero Olivia quería dejar constancia
verbal de su indiferencia.
—Necesito subir a mi alcoba para recoger algunas cosas —dijo Olivia y, sin dar
opción a que le sugirieran que una criada lo hiciera, corrió escaleras arriba.
Se aproximó al espejo. Necesitaba comprobar que su turbación no se había
hecho patente.
Era absurdo el efecto que aquel hombre causaba en ella. Después de todo, no lo
conocía. Aunque lo conocería demasiado bien muy pronto. Tenía la certeza de que el
marqués no era un hombre capaz de casarse sólo por escrito.
Se colocó el sombrero y el chal con las manos frías y sudorosas y trató de
calmarse. Todo iría bien.
Descendió la escalera. Traverston la observó con detenimiento durante todo el
trayecto. No podía dejar de sentirse extraño ante la idea de que aquella criatura fuera
su esposa.
Olivia llegó abajo, se detuvo y lo miró fijamente.
—Mi padre me aseguró que usted no existía —aquellas palabras salieron
espontáneamente de su boca, sin pensar.
El marqués dejó que sus labios esbozaran una sonrisa ambigua.
—Tal vez tenía razón —respondió.
Ella lo miró con frialdad.
Olivia miró, no sin desmayo, la bestia que se removía, inquieta, frente a su casa.
—Querías montar, ¿no es así? —dijo el marqués con insolencia.
Al menos se había dignado a proporcionarle una silla para montar de lado.
Olivia se acercó lentamente hacia el enfurecido animal. Extendió la mano con
precaución y le acarició la cabeza. El caballo se tranquilizó ligeramente.
Traverston desmontó su cabalgadura y, para sorpresa de Olivia, le ofreció su
ayuda.
La agarró de la cintura y le dio un ligero impulso hacia arriba. Pero, de algún
modo, las manos del marqués se habían deslizado por debajo de la chaqueta de
montar y se dejaban notar sobre la fina tela de la camisa. Un escalofrío recorrió a
Olivia de arriba a abajo. Esperaba fervientemente que él no hubiera apreciado
semejante reacción.
Sin embargo, la había notado y sentido, sí, sentido. Y ese sentimiento que ella le
había provocado lo desconcertaba. Olivia era una mujer hermosa. Pero, después de
todo, su vida había estado llena de mujeres hermosas y ninguna le había causado
aquel efecto. No cabía duda de que hacía demasiado tiempo que no le daba un
merecido placer a su cuerpo. Había que poner remedio a aquello.
Olivia agarró las riendas con seguridad. No cabía duda de que Traverston no
había elegido para ella un caballo, sino un desafío. Si no lograba salir airosa, acabaría
humillada o, incluso, muerta.
Traverston montó y se abrió paso hacia Hyde Park. Habían recorrido pocos
metros, cuando el rocino de la dama atentó contra su seguridad. Pero la maestría de
la amazona lo puso bajo control. Sin duda, el marqués habría deseado que su
protegida se viera en circunstancias tales que su ayuda fuera indispensable.
Emprender el galope tras ella y rescatarla como un caballero habría sido, sin duda, la
jugada perfecta.
Pero Olivia tenía la situación bajo control.
Ambos trotaban plácidamente por el parque. Olivia se divertía con el reto que el
marqués le había impuesto.
—¿Sabe, señor? —le provocó Olivia—. Sus intentos de incomodarme me
resultan cada vez más divertidos.
—¡Vaya! —exclamó el marqués, sin poder esconder su descontento.
—Sí. No recuerdo haberme divertido tanto.
—Si es diversión lo que buscáis, vamos a tenerla en demasía —respondió el
marqués, al divisar las figuras de lady Chisolm y David Hamilton que se
aproximaban a caballo.
—¡Trav! —la voz acaramelada de lady Chisolm resonó desde una considerable
distancia—. ¡Qué coincidencia! Es una verdadera sorpresa encontrarte en Hyde Park
a la hora del paseo.
Capítulo 7
Habían pasado varios días desde el accidentado paseo por Hyde Park y, desde
entonces, Olivia no había visto a su marido.
Aquella tarde, lady Raleigh había mandado a Traverston la notificación de que
aquella tarde asistirían a una fiesta que los Merriweather ofrecían en su mansión. Al
no obtener respuesta, asumieron que el marqués tenía otros compromisos que
atender.
Algunas horas después de su llegada a la fiesta, Olivia lo vio aparecer. Un
coronel la acompañaba desde hacía un rato, con más entusiasmo que talento. El
marqués avanzó hacia ella. La multitud se apartaba a su paso. Como siempre, estaba
devastadoramente guapo.
Ella trató de apartar la mirada pero, como si su magnetismo se lo impidiera, no
pudo. Se aproximaba con una majestuosidad casi temeraria. Al llegar a la altura de
su acompañante, le dio en el hombro con soberbia y tomó posesión de su esposa sin
mediar explicación alguna.
Las manos del marqués descendieron por su espalda. La miró fijamente a los
ojos e inició un vals. Su poder sobre ella era infinito y tenía que combatirlo. Olivia,
llevada por su instinto de supervivencia, apartó la vista de él y se distanció.
Traverston, consciente de esa actitud se dispuso a ganar la batalla. Sabía lo que
ocurría dentro de ella. Sabía qué armas debía utilizar y no iba a tener escrúpulos.
Quería ver el color en sus mejillas, quería que fuera una mujer y se mostrara como
tal.
—Estás realmente hermosa esta noche —Traverston apreció el nerviosismo que
recorrió el cuerpo de Olivia. Buscó sus ojos sin éxito y volvió al ataque—. Eso te
perturba, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere —respondió ella.
Él se apartó ligeramente de ella para observar su rostro.
—Siempre respondes lo mismo, Olivia. Pero sabes perfectamente a qué me
refiero.
La intimidad necesaria para bailar un vals se le hizo a Olivia insoportable. No
quería permanecer ni un segundo más cerca de aquel hombre. Sentía el calor de sus
manos a través del vestido, la fuerza de los dedos contra su carne. Por un momento,
creyó que no podía continuar, que si lo hacía tropezaría y caería al suelo. Pero
Traverston la sujetaba con firmeza.
—¿Por qué te molesta tanto ser tan bella? —le susurró él. Sintió un escalofrío en
el cuerpo de ella.
Sin previo aviso, Olivia se detuvo en mitad de las parejas que continuaban el
baile. Su rostro reflejaba una extraña mezcla de miedo y dignidad. Sus ojos tenían un
brillo intenso.
—Lléveme junto a mi abuela, señor —aunque habló en voz baja, la fuerza de su
petición no podía ser ignorada.
Traverston se dio cuenta de que eran el centro de atención de la fiesta. Con una
falsa sonrisa y una aún más falsa reverencia, escoltó a su pareja hasta donde se lo
había solicitado.
—Parece que algo te ha molestado.
—Es usted realmente odioso, señor —dijo Olivia y se apresuro al encuentro de
su abuela.
Lady Raleigh estaba en aquel instante conversando con la pomposa señora
Silvia Fitzwater, una viuda con tres hijas, felizmente casadas y tan pomposas como
ella.
En cuanto notó la presencia de la joven Olivia, rompió la retahíla desenfrenada
de cotilleo desmedido, en pos de una adecuada bienvenida.
—Olivia, querida, ¿cómo estás esta noche? Tu abuela y yo estábamos teniendo
una agradable conversación. Le estaba diciendo, que tenéis que venir a visitarnos la
próxima semana. Annabelle y Christine estarán allí. Sé que no os habéis visto desde
hace siglos.
Olivia esbozó una sonrisa en respuesta a tan efusivo saludo. Lady Raleigh, que
no había perdido detalle de lo sucedido mientras bailaban, salió en su ayuda.
—Estás muy pálida. Creo que deberías descansar. ¿Por qué no te sientas aquí,
junto a mí? —cuando Olivia ya se había sentado a su lado, se dirigió de nuevo a su
contertulia—. Lo siento, qué maneras las mías, permíteme que te presente a John
Markston, el cuatro marqués de Traverston.
La señora Fitzwater miró al marqués con cierto horror. Luego se volvió hacia
lady Raleigh con una pregunta patente en su rostro: «¿Cómo demonios has
establecido ningún tipo de relación con este hombre?».
Pero, en lugar de eso, extendió la mano y agitó las pestañas.
Lady Raleigh consideró oportuno librar a su nieta, al menos
momentáneamente, de la presencia del marqués.
—Silvia, ¿no te he oído decir que te atreverías con una copa de champán? Yo te
acompañaría gustosa.
La señora Fitzwater se dio cuenta, rápidamente, de que algo ocurría, y lanzó la
petición al marqués.
—Sin duda, un poco de champán nos vendría bien.
El marqués hizo una reverencia.
—Permítanme que se las proporcione.
Le lanzó una explícita mirada a Olivia y se alejó.
Lady Raleigh se inclinó hacia ella.
—Pareces demudada, querida. ¿Estás bien?
Horrorizada ante la idea de que su turbación se había hecho patente, Olivia se
ruborizó.
La palabra sonó extraña a sus propios oídos. Durante seis años se las había
arreglado por sí misma. Jamás había pedido ayuda a nadie, ni siquiera a su abuela.
Pensaba firmemente que confiar en la gente lo convertía a uno en una presa accesible.
Su padre se lo había demostrado.
Sin embargo, allí estaba ella, pidiendo ayuda. Y, no tenía más remedio que
aceptar que la necesitaba. Alex le había ofrecido su amistad y ella se estaba
agarrando a él como una tabla de salvamento. No tenía más remedio. Sólo esperaba
que apreciara la confianza que había puesto en él y no abusara.
—De acuerdo —respondió—. Ahora deja de hablar o me veré forzado a pisarte
una vez más. Sólo me puedo concentrar en una cosa cada vez.
Poco después, pudo sentir cómo el esbelto cuerpo de Olivia se relajaba y su
rostro lo regaló con algo que sólo él pudo ver: una sonrisa de agradecimiento.
Capítulo 8
La luz de la mañana se filtraba por entre las cortinas de la sala en la que se
encontraba Olivia. A pesar de las atenciones de Alex, el desafortunado encuentro de
la noche anterior le había dejado un profundo dolor de cabeza. Las palabras de
Traverston le habían resultado profundamente dolorosas.
Sin embargo, sabía que todo era culpa suya. No tenía a nadie que culpar más
que a sí misma. Había deseado que Traverston sintiera algo por ella. Aunque también
había luchado contra esa necesidad, se había dejado llevar y había pagado las
consecuencias. Había bajado las defensas y se había convertido en una presa fácil. Tal
y como le ocurría con su padre.
¿Por qué todos los hombres de su vida actuaban de ese modo? ¿Por qué
después de todos esos años aún era vulnerable?
A pesar de los esfuerzos por evitar que los sentimientos la afectaran, aquel
hombre provocaba en ella algo que no podía controlar. Por un lado la desquiciaba y,
por otro, era capaz de despertar en ella una pasión que desconocía.
Y también podía hacer que se sintiera triste, tanto que llegó a pensar que podía
hacer peligrar incluso esa pequeña parte de su infancia que había quedado intacta.
La entrada de lady Raleigh la sacó de su ensimismamiento.
—Mi niña, te has levantado muy pronto esta mañana —dijo mientras entraba en
la habitación. Levantó su bastón de ébano y señaló a la muchacha—. Y sigues
estando muy pálida.
Olivia respondió con ciertas reservas.
—Tengo un fuerte dolor de cabeza, abuela. Me gustaría descansar un poco.
—Sí, eso es lo que debes hacer.
La puerta del salón se abrió. El mayordomo entró con un gran ramo de lilas. Le
hizo una reverencia a Olivia.
—Esto acaba de llegar para usted, señorita Wentworth —anunció con
solemnidad y un tono extremadamente correcto—. ¿Dónde desea que las ponga?
Lady Raleigh, al ver a su nieta incapaz de responder, tomó la iniciativa.
—Sobre la mesa, Bates. Será lo mejor. Gracias.
Olivia se levantó como si la acción supusiera un verdadero esfuerzo, se
aproximó al ramo y tomó la tarjeta que portaba.
—Vamos, muchacha —dijo lady Raleigh—. Cualquiera diría que es la primera
vez que te mandan flores. Abre el sobre y salgamos de dudas.
Lentamente deslizó los dedos dentro del sobre y sacó una pequeña nota.
—Es del señor Hamilton. Quiere pedirme disculpas, una vez más, por el
comportamiento de su hermano.
La anciana frunció el ceño.
—No veo razón para que insista en excusarse por las acciones de tu marido. No
es de su incumbencia.
—Pero el señor Hamilton no sabe que es mi marido. Aunque sí, es un poco
extraño. ¿Qué sabes sobre ese hombre?
Lady Raleigh hizo un pequeño ruido y se sentó en la silla.
—No demasiado. Pero, aunque te mandé a bailar con él ayer, trata de evitarlo
en el futuro.
—Me dijo que era el hermano bastardo de Traverston.
—¿Te dijo eso?
—Sí, ¿lo sabías?
La mujer miró a su nieta con una expresión indescifrable.
—Sí.
—Por qué se odian?
Miró de nuevo a Olivia, esta vez con una expresión cansada.
—Eso es algo que sólo ellos pueden responder.
—¿Cómo te enteraste de quién era el verdadero padre de Hamilton?
—Esa es una larga historia que no tengo la libertad de poderte contar. Me voy a
preparar para unas cuantas visitas matinales. ¿Me acompañas?
Olivia recordó repentinamente su dolor de cabeza, pero también se dio cuenta
de que no se quería quedar sola.
—Dame unos minutos y estaré lista para acompañarte.
Si Olivia estaba triste aquella mañana, el estado de ánimo del marqués habría
que haberlo descrito como absolutamente patético.
Sentado en la biblioteca, con la botella de brandy medio vacía en una mano y la
copa llena en la otra, su imagen no distaba mucho de la de un lejano día hacía ocho
años. Tan sólo el marco parecía haber cambiado, pues donde entonces sólo había
suciedad y telas de araña, ahora lucían ricas telas y hermosos brocados.
Los sirvientes habían optado por ni tan siquiera aproximarse a la puerta, pues
ya había echado con cajas destempladas al mayordomo, que había intentado traerle
el desayuno.
Traverston se encontraba sumido en su propia miseria, cuando lord
Monquefort, que llevaba un rato observándolo desde el vano de la puerta, carraspeó
para llamar su atención.
Traverston levantó la cabeza y miró a su amigo.
—¿Qué diablos haces aquí? No tienes ningún otro pobre diablo al que molestar
esta mañana, Alex.
Olivia estaba más que hermosa con aquel atrevido traje de montar. La torera, de
color beige, se ajustaba a la cintura, exagerando aún más, si cabía, la estrechez de la
misma. Una camisa de seda roja dejaba intuir la redonda turgencia de sus pechos.
David Hamilton se quedó admirado ante semejante visión. Pocas jóvenes
podían vestir con tanto atrevimiento y no resultar atrevidas.
Con una sonrisa estratégicamente dibujada en los labios, se acercó a ella en su
cabalgadura.
—Permítame que le diga que está resplandeciente.
Olivia hizo una pequeña reverencia con la cabeza.
—Buenas tardes, señor Hamilton. ¿Cómo está?
Sin esperar una respuesta se alejó ligeramente del jinete.
—¿He hecho algo para ofenderla, señorita Wentworth? Tal vez no le gustaron
las lilas. Pensé que eran una hermosa representación de su esbelta figura. Después de
todo, tendría que haber recurrido a las rosas.
Ella detuvo el caballo. Estaba claro, aquel hombre quería algo más que una
charla.
—¿Por qué tengo la sensación de que estaba usted esperándome, señor
Hamilton?
Capítulo 9
El marqués de Traverston estaba de mal humor aquella mañana. En dos
ocasiones había ido a recoger sus guantes a una pequeña tienda de Picadilly, y el
dueño le había dado extravagantes excusas para justificar el que no estuvieran
terminados.
Esta vez no habría nada que evitara la catástrofe del pequeño comerciante, si no
los tenía dispuestos y perfectos para él.
Generalmente, el marqués no daba excesiva importancia a su apariencia y, en lo
que a guantes de montar respectaba, había que decir que tenía ya diez pares
guardados en el armario.
La realidad de su estado anímico tenía más que ver Olivia. Las últimas semanas
habían sido un auténtico tormento. Aquella mujer se había convertido en un
alimento indispensable y no lo podía soportar. Era como la luz de una vela para una
mariposa. Pero si se acercaba demasiado, terminaría por abrasarse.
Su alma estaba atormentada por ese deseo que lo devoraba.
Sin embargo, los guantes eran un buen chivo expiatorio.
Hizo sonar la campana de la tienda con fuerza.
—Traverston —una voz familiar sonó desde el fondo del local. De entre las
sombras apareció la espectacular figura de lady Chisolm—. ¡Qué sorpresa!
El marqués dudó unos segundos antes de entrar.
—Lady Chisolm —respondió con frialdad y una ligera inclinación de cabeza.
Inmediatamente dirigió su atención al dueño de la tienda, un hombre gordo y
tímido, que parecía encogerse ante la presencia del marqués.
—Tiene algo para mí, seguro —le gruñó Traverston, sin ningún tipo de cortesía.
—Sí… sí, señor —le aseguró el hombrecillo y, acto seguido, se dirigió a la
condesa con la mirada de un conejillo asustado—. Será sólo un minuto, condesa.
—No se preocupe —respondió ella, en un tono muy distinto al del marqués.
Una vez que el tendero había desaparecido, Beatrice se volvió hacia Traverston—.
Por la razón que sea, tienes a ese hombre absolutamente aterrorizado. Parece que
para cierta gente eres un auténtico monstruo.
—Tú sabrás si tienen razón —respondió el marqués.
Beatrice lanzo una sonrisa seductora.
—Lo eres, pero te perdono.
—¿Estás segura?
Con la delicadeza de un gato se aproximó a él y colocó una mano sobre su
brazo. Sus ojos felinos lo miraron por debajo del sombrero.
—Sí, lo estoy. Incluso estoy dispuesta a olvidar lo de la otra noche y a continuar
como hasta entonces. Me interesas Traverston. Me gustan los retos y tú, sin duda,
eres uno de los más difíciles.
—Dígame, señor Hamilton, ¿cómo es que sabe usted tanto de parques? —le
preguntó Olivia, después de oír los sabios comentarios del caballero sobre Vauxhall.
—Vengo aquí con frecuencia —respondió él. Miró a la muchacha con un brillo
elocuente en las pupilas. Formulaban la eterna pregunta: qué había detrás de esa
perfecta máscara de mármol—. El aire aquí es más fresco que en otros lugares. Me
gusta, además, observar a la gente que viene a pasar la tarde.
Ella levantó ligeramente una ceja, con cierta sorpresa.
—¿Le gusta observar a la gente? Nunca me lo habría imaginado.
—Me sorprende ese comentario. Pensé que se había dado cuenta de que no dejo
de observarla a usted.
Ella apartó el rostro con indignación velada. Su expresión permanecía
congelada pero, en el pecho, el corazón le estallaba de rabia. No entendía a qué juego
intentaba conducirla aquel hombre pero, sin duda, no tenía intenciones de participar.
Volvió la mirada hacia él y le habló con firmeza aunque sin emoción.
—Me temo que me he excedido en el tiempo que llevo en su compañía. Es hora
de que me acompañe a casa. Mi abuela debe de estar preocupada.
—Señorita Wentworth, le ruego que no se lo tome de ese modo. Estoy poco
habituado a disfrutar de la compañía de damas tan virtuosas como usted y, a veces,
olvido mis modales. Prometo no volver a expresar mi admiración de forma tan
primitiva —con elegancia, la agarró del brazo.
Dos días más tarde, David Hamilton esperaba impaciente detrás de una
inmensa planta, mientras escuchaba, muy a su pesar, a una gigantesca soprano que
desafinaba con todo cuidado.
Hamilton estaba escondido, lo que lo eximía de ocultar su opinión sobre la
soprano. Se sentía a salvo, oculto entre la frondosidad de aquel tremendo ser vegetal.
Quizás, por eso, los pequeños golpecitos en el hombro que llamaron su
atención, le resultaron tan tremendamente alarmantes.
Se dio la vuelta, sin poder evitar mostrar el sobresalto.
—Bueno, David —dijo una voz femenina—. No podía imaginar que éste era el
tipo de diversión que te gustaba. Parece que encuentras la verdura más entretenida
que los invitados. ¿O es que estás celebrando una fiesta en el jardín?
Hamilton le lanzó una mirada devastadora.
—Lárgate de aquí, Beatrice. Se te ve como si fueras una bandera roja. Por si no
te habías dado cuenta, estoy escondido.
—No sin que antes me digas qué te ha confinado a ese patético espacio.
—Estoy tratando de ver, sin ser visto, insisto, si mi adorado hermano está en
esta encantadora fiesta. Algo que, por cierto, te interesa mucho.
Beatrice, para sorpresa propia y de su acompañante, se ruborizó. Miró a
Hamilton a los ojos y continuó como si nada hubiera sucedido.
—Por supuesto, sabes que me interesa cualquier cosa que tenga que ver con el
marqués.
Hamilton la miró con desdén.
Lo único que había hecho de ese período algo soportable, eran las ocasionales
visitas de Alex. Sin embargo, la gran cantidad de amigos que tenía, así como su
actividad para el gobierno, le impedían verla más dos o tres veces a la semana.
Las visitas de David Hamilton la habían ayudado también, tenía que
reconocerlo, aunque no sin sentir cierta culpabilidad. Ese hombre podía ser muy
agradable cuando quería y, por alguna razón, intentaba serlo con ella. Pero su
presencia incomodaba a lady Raleigh, que no se esforzaba en absoluto por ocultar ese
sentimiento.
Los aplausos del auditorio sacaron a Olivia de su ensimismamiento. La tortura
parecía haber terminado. La horrorosa soprano acompañada de un aún más
horroroso pianista se levantaron para recibir los aplausos. Olivia se dio la vuelta para
mirar a su abuela. La anciana continuaba en su silla, con toda la compostura intacta.
Realmente era admirable su capacidad de soportar lo insoportable.
Lady Raleigh miró a su sobrina a los ojos.
—Esto es un verdadero alivio. Pensé que ese pito no cesaría jamás.
Olivia miró de un lado a otro para comprobar que nadie había escuchado tan
osado comentario. Si alguien lo había hecho, estaba sin duda de acuerdo, pues nadie
esbozó ni la más mínima mirada de protesta.
Olivia se levantó y le ofreció la mano.
—Vamos, abuela, bebamos algo.
—Eso también será un alivio.
Olivia acompañó a su abuela a la sala contigua. El salón estaba decorado con un
gusto y estilo exquisitos. La paredes, habían sido revestidas de madera y el suelo,
adornado con delicadas orquídeas, cuyo aroma impregnaba todo el espacio. Las dos
mujeres cruzaron una mirada de complicidad. Tal profusión de buen gusto no era,
desde luego, obra de la dueña de la casa.
Cuando se dirigían hacia la mesa, la anfitriona se cruzó en su camino.
—Ruego que me disculpen por no haber sido capaz de ofrecer un lugar más
apropiado para esta pequeña reunión. Estoy redecorando toda la casa y preferí
utilizar algunas salas pequeñas en lugar de cancelar la fiesta.
—Es perfecto —la interrumpió lady Raleigh—. Dudo de que nadie haya tenido
la capacidad de apreciar a dónde les llevaban después de tan particular concierto.
La mujer alzó la cabeza con orgullo.
—La señorita Elizabeth tiene una hermosísima voz, ¿verdad? Me gusta invitarla
cuando hay una reunión de estas características.
—Una técnica muy particular la suya, de eso no cabe duda —comentó la
anciana—. Mi nieta y yo estábamos admirando la belleza de esta sala. ¿Cómo se os
ocurrió esta elegante decoración?
Olivia no tenía intenciones de esperar a la respuesta. Sus ojos se perdieron en
una búsqueda infructuosa entre la multitud. Sin embargo, encontró un rostro que le
resultaba familiar.
El señor Hamilton, al darse cuenta de que lo había visto, abandonó sin demora
a la insípida dama con la que conversaba y se en caminó al encuentro de Olivia. Se
puso a su lado y la apartó ligeramente de su abuela y de lady Sommerby.
—Siento pena por lady Raleigh. Atender al derroche de felicidad de la
anfitriona debe ser una tarea complicada. No me gustaría estar en sus zapatos. ¿Qué
le parecería si saliéramos de tan concurrida estancia? Tengo la impresión de que le
agradarían unos minutos alejada de conversaciones vacías y halagos.
—No sé, señor Hamilton, eso no me parece totalmente correcto —respondió
ella.
—Vamos, señorita Wentworth —le respondió él—. Es usted un patrón de
respetabilidad. Puede hacer una pequeña excepción por una vez, ¿no le parece?
Podríamos visitar la galería de retratos que lady Sommerby tiene en una de sus salas.
Olivia podía pensar en cientos de cosas más interesantes que ir a ver un
aburrido repertorio de rostros enmarcados, pero permanecer en la fiesta no era una
de ellas.
Él la agarró del brazo y, juntos, se encaminaron hacia la galería. Hamilton
comprobó que nadie los veía.
La sala estaba bastante alejada. A penas si tenía unos pocos candiles para
iluminar y escasas sillas. Era evidente que no estaba preparada para que los invitados
se aventuraran a acercarse a ella.
Olivia carraspeó, incomodada por la situación y el lugar.
—Mi abuela debe de estar preocupada por mí.
Hamilton la miró directamente a la cara sin ocultar su descontento.
—No me diga que ha cambiado de opinión, señorita Wentworth —dijo en un
tono casi desafiante.
—No, por supuesto que no —le respondió ella, algo ofendida por la
insinuación.
—Entonces tiene miedo de estar aquí a solas conmigo.
Algo en su voz le produjo un escalofrío.
—¿Cómo se le puede ocurrir pensar eso? —dijo ella, haciendo un gran esfuerzo
por ocultar su turbación. Sonrió ligeramente—. Puesto que usted es el experto aquí,
¿por dónde deberíamos empezar, señor Hamilton?
Él continuó sin detenerse, con su brazo firmemente sujeto.
—¿No cree que ya puede empezar a llamarme David, Olivia?
Se detuvieron frente a uno de los retratos. Por la vestimenta, Olivia pudo
apreciar que se trataba de uno de los ancestros de la anfitriona. Su atuendo
pertenecía a la época isabelina. Con nerviosismo se aproximó al cuadro, haciendo
que estudiaba la técnica con la que había sido pintado.
—¿Sabe quién es, Olivia? —su voz sonó demasiado cercana. Olivia pudo sentir
su aliento en el cuello y se estremeció. Se apartó del cuadro lentamente. Al darse la
vuelta se encontró su rostro demasiado próximo.
Su mirada era la de un depredador preparado para cazar una gacela. Olivia
tenía los labios resecos por los nervios e instintivamente se los mojó con la lengua. Él
siguió el movimiento con los ojos. Y se aproximó hasta susurrar las últimas palabras
contra su boca.
—Es el primer duque de Emery. Obtuvo su título de la reina Isabel por haberle
salvado la vida a su primo. Las malas lenguas decían que eran amantes.
Olivia se quedó inmóvil, paralizada, como si hubiera formulado un
encantamiento.
Aproximó sus labios calientes a los de ella y depositó un beso. Un beso muy
distinto al del marqués, fuerte pero no desesperado. Estaba intentando seducirla,
pero aquel gesto la dejó fría, casi como si estuviera contemplando el abrazo desde la
distancia.
—¿Qué diablos es esto?
La interrupción tomó a Hamilton por sorpresa. Se apartó repentinamente de su
víctima. Una mano fuerte lo obligó a volverse. Pero no tuvo tiempo de ver más que
un gran puño sobre su nariz. Se levantó poco después y se tocó la boca. Tenía sangre.
Olivia miró con distancia la agresión del marqués a su hermano. Tenía los ojos
fijos en Traverston. No se podía creer que su presencia allí fuera real. ¿Es que su
pensamiento lo había traído hasta allí? No, eso era ridículo. Cerró los ojos un
momento para tratar de aclarar su cabeza.
Hamilton se enfrentaba a su oponente con los ojos encendidos por la ira y se
tocaba la boca ensangrentada, mientras con la otra mano se retiraba, repetidamente,
un mechón de pelo que le caía sobre la frente. Movió la mandíbula hasta comprobar
que estaba en su sitio.
—Hola, hermano —dijo finalmente, con un tono de mofa—. ¿Algún problema?
Traverston, sin mediar palabra, lo agarró de las solapas y lo lanzó contra el
suelo.
Cuando Hamilton había recuperado la capacidad de hablar se dirigió a
Traverston con un tono vengativo.
—Me lo vas a pagar.
Se levantó y, a toda prisa, salió de la estancia.
Traverston, entonces, se encaró a Olivia, que ya había recobrado la compostura.
Se quedó frente a él y lo miró desafiante. Él entendió el desafío. Con un movimiento
rápido, la agarró del brazo. Su rostro mostraba la furia de los titanes.
—¿Te has divertido? Supongo que te ha dado un placer infinito saber que me
estabas desafiando, que incumplías la petición explícita de que te alejaras de él —al
no obtener respuesta se enfureció aún más—. ¿Qué te ha parecido? ¿Ha conseguido
encender el fuego que escondes desde hace tanto tiempo? ¿Ha conseguido lo que no
quieres darme a mí? En nuestro último encuentro interpreté que lo último que
querías era hacer el amor. Parece que estaba equivocado.
Con vehemencia, capturó su boca en un beso apasionado y desesperado que a
ella le removió el estómago. Hamilton no era capaz de aquello. No podía mantenerse
a distancia. Aquel beso amenazaba con destruirla.
Con la fuerza de la desesperación trató de apartarse de Traverston. Pero sus
brazos eran fuertes como las ramas de un roble.
De pronto, con brusquedad, el marqués se apartó de ella. Se quedó con la
mirada fija en las lágrimas que caían por el rostro de Olivia. Sus ojos eran dos lagos
rebosantes, que pedían misericordia, que pedían una explicación de por qué quería
dañarla. La compasión dio rápidamente paso a la rabia.
La empujó con tanta fuerza que la lanzó contra el cuadro que había estado
admirando.
Una última lágrima se deslizó por el rostro de ella y se cubrió en pecho con los
brazos.
El marqués disparó contra ella unas palabras llenas de ira.
—Vete a casa y recoge tus cosas. Nos vamos a Surrey mañana por la mañana.
Dicho esto, desapareció por el largo corredor.
Capítulo 10
Olivia oyó los gemidos como si salieran de algún lugar lejano y profundo. El
sonido era espeso y reptaba lentamente por el corredor, hasta quebrarse en una nota
larga y mortecina.
Escuchó con más detenimiento. El llanto se movía patéticamente por la sala y le
traía la imagen de alguien completamente solo. Las lágrimas imploraban una piedad
informe. Eran la muestra errante de un alma atormentada.
Horas o minutos más tarde, Olivia comenzó a recuperar la calma. El llanto
empezó entonces a morir despacio. La pequeña mano fría de Olivia se acercó a su
rostro. Con horror, la muchacha comprobó que estaba húmedo. Miró el agua
depositada en su dedo para certificar el hecho.
Trató de agarrarse a algo, para apaciguar el vértigo que la sumergía por
momentos en un caos impreciso. Surgía de muy atrás, lo sabía.
Volvió a tocarse la cara. Esta vez el río de lágrimas fluía aún más rápido, con
una fuerza inusitada. Aquel llanto lejano era suyo. Surgía de un lugar tan hondo que
no lo reconocía. Hacía además tanto tiempo que no había llorado que le era una
experiencia ajena.
Recordó el día que se prometió a sí misma no volver a llorar. Lo había
incumplido.
En aquella ocasión, el día en que cumplía doce años, la mañana había
amanecido soleada, anunciaba todo tipo de preciosas sorpresas. Sorpresas que el día
anterior le había prometido su padre. Como por arte de magia, había aparecido
radiante la noche anterior, feliz como antaño. Había mirado a Olivia como lo hacía
años atrás, con esa dulzura infinita de la que eran capaces sus hermosos ojos pardos.
Olivia, se había levantado e, impacientemente, se había lavado y vestido con
aquel vestido azul que le regalaron cuando tenía diez años, demasiado pequeño e
infantil para su porte. Pero quería demostrarle a su padre cuánto lo amaba.
Se sentó a la mesa, dispuesta a desayunar con él. ¡Había llegado la primera!
Estaba tan excitada, demasiado para poder comer. Esperaría a que su padre llegara.
Así es que esperó y esperó y esperó y esperó.
Varias horas más tarde su rostro estaba ensombrecido, reflejaba la desesperanza
y la desesperación.
Atravesó el recibidor y pasó por delante de la biblioteca, mientras se
encaminaba hacia el dormitorio. En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Una
gran mano se apoyó en el hombro de la pequeña. Su padre, tambaleándose, y con
una sonrisa beatífica, la saludó.
—Olivia —dijo—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Has venido a ver a tu viejo padre?
Eres una buena chica.
Olivia advirtió que estaba empapado de alcohol. Aunque reacia a entrar, no
pudo evitar que la empujara al interior de la habitación. Sabía cómo se comportaba
cuando estaba bajo los efectos del brandy.
El estudio tenía una atmósfera densa. Las cortinas estaban echadas y sólo la luz
de una vela lo iluminaba. Había un olor agrio pues, desde hacía tiempo, ni siquiera
permitía la entrada a Maddie.
Pero su aspecto personal era aún peor. Toda la ropa parecía envejecida y sucia,
con manchas de grasa y brandy. La camisa tenía un color indefinido y la corbata no
lograba describir una forma concreta. No llevaba chaleco, simplemente porque había
olvidado ponerse uno. Toda su apariencia daba la impresión de ser la de un
vagabundo.
—Olivia —la voz de su padre le hizo volver la mirada hacia su rostro—. ¿Para
qué querías ver a tu padre hoy?
La niña lo miró con total seriedad.
—Hoy es mi cumpleaños. Me prometiste una sorpresa.
Él la observó anonadado durante unos segundos, como si le costara entender lo
que le decía. Luego reaccionó.
—¿Una sorpresa? —una carcajada estruendosa siguió a dichas palabras—. Por
supuesto.
Tambaleándose, emprendió un rumbo definido, no sin antes abalanzarse contra
una mesa que estuvo a punto de caer, una silla que finalmente cayó y un armario
que, de haber caído, habría acabado con su cabeza.
Agarró una copa inmunda y echó un poco de brandy en ella. Miró la copa a
muy corta distancia, como para comprobar si había puesto la cantidad adecuada.
Luego volvió sobre sus pasos, casi con el mismo ritual de tropiezos, hasta llegar junto
a su hija.
—Aquí tienes la sorpresa —dijo él—. Tu primera copa de brandy.
Olivia miró con tristeza al supuesto regalo que tenía frente a ella. Incapaz de
contener el llanto, las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas.
De pronto, sin aparente explicación, Wentworth explotó de rabia.
Lanzó la copa con desesperación a tan corta distancia de la niña, que a punto
estuvo de romperla contra su cara. Su cuerpo se sacudía de ira y tenía el rostro
congestionado.
—¿No te gusta lo que te he dado? Los regalos que tu padre elige no son
suficientes para la damisela. ¡Para que te enteres, pequeño demonio, todo lo que he
hecho siempre ha sido por tu bien! No te atrevas a mirarme de ese modo nunca más.
Olivia se dio media vuelta y salió huyendo, no sin escuchar las últimas
increpaciones de su padre.
—¿Por qué te pones ese maldito vestido? ¡Quémalo, bruja! Si te vuelvo a ver
con él, seré yo mismo el que te queme.
Olivia corrió escaleras arriba, tropezando con todo. En cuanto llegó a su alcoba
cerró la puerta y se lanzó sobre la cama, con las palabras de su padre resonando aún
por los pasillos de la mansión.
Se sentía desgraciada, muy desgraciada. Pero aunque la causa debían ser las
palabras de su padre, aún se sentía peor por haberse dejado ofender por ellas. Nunca
más iba a permitir que nadie la dañara. Nada ni nadie en el mundo la haría llorar
otra vez. Su padre quería destruirla. Pero no se lo iba a permitir.
En su tortuosa imaginación, una idea comenzó a tomar forma. Traverston
quería destruirla del mismo modo que lo hacía su padre. Por algún motivo, había
llegado a averiguar cómo se agarró a su imagen desde la primera vez que lo vio. Por
algún motivo, aquel pirata significó para Olivia la tabla de salvamento, el héroe que,
un día, vendría a rescatarla del horror de su existencia. Sólo el que él supiera eso,
explicaba su comportamiento.
La última lágrima hizo su estudiado recorrido. Olivia miró de un lado a otro de
la habitación para cerciorarse de que nadie había sido testigo de su desazón. Aunque
su atuendo no había sufrido con el percance, sabía que su cara tenía las marcas del
llanto, la hinchazón de ojos y el enrojecimiento de la piel. Se tocó el labio y comprobó
que estaban inflamado por la presión desmesurada del beso del marqués.
No podía aparecer en público de aquel modo. Incluso bajo la tenue luz de las
velas, sería patente su estado. Tenía que salir de allí sin ser vista, aventurarse a la
calle y llegar a su casa. Su doncella recogería gustosa su chal más tarde, a cambio de
una moneda de oro.
No sin temor, se puso de pie, desconfiando de sus músculos. Se colocó la ropa y
comprobó que no había marcas, manchas o arrugas intolerables. Comenzó a caminar
en dirección a la salida, apoyándose en los paneles barnizados de la pared. Estaba
segura de que una casa de aquellas dimensiones tendría numerosas salidas al
exterior. Tenía que evitar el encuentro con los invitados.
Después de un largo recorrido, dio con una de las puertas de servicio. La
atravesó sin ser vista. Ningún peatón pareció reparar en ella o en su aspecto. Detuvo
un coche, al que convenció con el brillo del dinero que mostró en la mano, para que
la llevara a su destino.
Al llegar, hizo caso omiso de las miradas del mayordomo y se encaminó
directamente a su dormitorio.
Una vez allí, escribió una nota para su abuela y se la dio a la doncella para que
la entregara y recogiera su chal.
Se cambió de ropa, se cepilló el pelo y se lo recogió en un pequeño moño bajo.
En ese instante, su abuela abrió la puerta.
La anciana miró a su nieta unos segundos. Luego se apresuró a su lado y la
abrazó.
—¡Mi niña! ¿Qué ha pasado?
Olivia bajó la cabeza y se apartó suavemente de ella. Su rostro no mostraba
señal alguna de tormento. Aparecía calmado e impasible. Pero en su mirada se intuía
una profunda tristeza.
—Viene a por mí mañana.
—¡No puede ser! —exclamó lady Raleigh. Sin pensar, volvió a abrazar a la
muchacha. Olivia cerró los ojos para sentir el cariño que aquella vieja mujer le
transmitía. Se necesitaban.
Lady Raleigh se apartó ligeramente de su nieta pero sin soltarle las manos. Las
arrugas de la frente parecían más profundas que nunca.
—¿Cómo ha ocurrido este desastre?
Olivia se dio la vuelta y se encaminó al tocador. Agarró el peine de plata y lo
volvió a soltar antes de hablar.
—Estaba allí esta noche, en la fiesta.
—¡Pero yo no lo vi!
—Yo tampoco, al principio —respondió ella. Lo había buscado durante todo el
concierto, incluso había esperado verlo. Sin embargo, apareció cuando menos
deseaba que lo hiciera—. Tuvimos un altercado y me comunicó que mañana a
primera hora vendría a recogerme.
Lady Raleigh emitió un extraño sonido que alarmó ligeramente a Olivia. Pero
no fue más que efecto de la tristeza.
La muchacha se acercó a ella y le agarró las manos.
—No te preocupes, abuela. Estaré bien.
Lady Raleigh apretó las manos de su nieta con fuerza. Las lágrimas que habían
fluido de sus ojos comenzaban a recorrerle las mejillas.
—Ojalá pudiera creerme eso.
Pero el verdadero examen llegó cuando le prohibió a Olivia llevar consigo a Isis.
Lo había mirado con intolerancia cuando la muchacha se disponía a entrar el carruaje
con él en brazos. Pero había ignorado su gesto y había intentado meterlo en el coche.
Él, entonces, la detuvo con frialdad.
—Mete eso en mi carruaje y os sacaré a los dos con los peores modales que
conozco.
Ella se detuvo ante él y lo miró desafiante. Se aproximó lentamente y, evitando
las palabras que realmente le venían a la mente se limitó a decir:
—¿Es eso una promesa o una amenaza, señor?
Él la miró con una frialdad absoluta.
—Ninguna de las dos cosas —tras decir esto le arrancó la pequeña bola de pelo
blanco y se la puso a su doncella en los brazos.
El marqués, sin decir más, se dio la vuelta y se encaminó hacia donde estaban
sus criados. Olivia se dio cuenta de que, sin haber podido opinar, el asunto estaba
zanjado.
—Tienes que llevar a Isis durante el viaje, Bess —le dijo a la doncella—.
Cuídalo, por favor.
Olivia subió al carruaje con toda dignidad, sin cruzar ni una sola mirada con su
esposo.
Afortunadamente, Traverston no viajó en el coche, sino en su blanco corcel, lejos
de su perturbadora mujer.
Olivia, apoyada sobre el respaldo de su asiento, veía pasar por la ventana del
carruaje el hermoso paisaje. Londres había quedado lejos hacía ya algún tiempo.
Aunque sabía que Traverston no se aproximaría al carruaje por la cantidad de
polvo que levantaba, no dejaba de buscarlo con la mirada.
Cerró los ojos. Sería difícil dormir en aquellas circunstancias, pero iba a
intentarlo. Se sentía débil y sabía que iba a necesitar toda la fuerza del mundo para
afrontar su nueva vida con el marqués.
Algunas horas después, Olivia se despertó. Había logrado un sueño profundo,
no exento de imágenes tortuosas pero reparador. Todavía adormecida, retiró las
cortinas y comprobó que se habían detenido.
La puerta se abrió bruscamente. Olivia se apartó instintivamente al ver la
inmensa figura de su marido, con una sonrisa muy poco reconfortante en los labios.
—¿A qué estás esperando para bajar? ¿Una invitación?
Su tono de voz, a la vez que suave, era tremendamente intranquilizante.
—Si te apartaras de la puerta, podría esforzarme por salir —respondió ella.
Con una reverencia burlona, la invitó a bajar.
Con un movimiento grácil, Olivia inició el descenso. Pero no se había dado
cuenta de que la escalera de bajada no había sido colocada en su sitio. De pronto,
comenzó a caer al vacío. A más velocidad de lo que era apreciable para el ojo
humano, Traverston la agarró. En lugar de encontrarse con el duro suelo, Olivia topó
con el cuerpo de su esposo.
Pasaron un par de segundos antes de que Olivia se repusiera del susto. Lo
primero que advirtió fue que el marqués estaba más que cerca de ella. Lo segundo,
fue el rápido batir del corazón de Traverston y del suyo.
La agarraba con fuerza, como si la idea de que se hubiera podido dañar le
pareciera insoportable. Cuando sintió que la presión de sus brazos disminuía, se alejó
de él.
Las arrugas en el rostro de Traverston eran profundas. Estaba poseído por la
rabia. Pero en este caso, se adivinaba un sentimiento de alivio. Olivia bajó los ojos,
temerosa de decir demasiado con su mirada.
Traverston la agarró del brazo y, contradiciendo lo que toda su expresión
acababa de comunicar, obligó a la muchacha a caminar de prisa, obviando el
incidente que acababa de tener lugar.
Pero no se había equivocado esta vez, Olivia lo sabía. El marqués se había
asustado, había temido que algo malo pudiera sucederle. Sin embargo, si así era, ¿por
qué se empeñaba en torturarla?
Se aproximaron a un edificio que, por su aspecto, parecía un mesón y una
posada. Traverston abrió la pesada puerta de roble. Olivia se levantó la falda un poco
más de lo que era indispensable para poder subir los dos peldaños que conducían al
interior del local.
El mesonero los recibió con agasajos múltiples y les ofreció un lugar privado en
el que atenderlos con toda la dedicación que requerían. Traverston y Olivia hicieron
caso omiso a sus múltiples halagos y se instalaron, sin más, en la sala que les había
destinado. Olivia se acercó de inmediato al fuego para calentarse, mientras
Traverston ordenaba la cena.
La cabeza de la muchacha era un tumulto incesante. Seguía sin comprender que
Traverston hubiera dado tales muestras de turbación tras su caída y acto seguido la
tratara tan mal como de costumbre. No tenía sentido.
La entrada de Traverston en el comedor la sacó de su ensimismamiento. No
sabía cuánto tiempo había estado absorta en las llamas. La confusión de su mente era
fácilmente legible en sus ojos. Miró a Traverston, como esperando una respuesta.
Pero no halló ninguna.
Como si la pregunta tuviera que salir inevitablemente, la formuló.
—¿Por qué? —preguntó con dulzura.
El, con la mirada bañada por el rojo intenso del vino de su copa, pareció no
inmutarse.
—¿Por qué, qué?
Ella se aproximó lentamente.
—¿Por qué me atormentas?
Él levantó la vista. Había levantado un muro infranqueable.
—No —la respuesta de Traverston fue urgente y más áspera de lo que él mismo
habría deseado. Más suavemente, repitió—. No. No hay razón para que tú viajes en
malas condiciones. Además, tardaremos mucho más en llegar todos juntos, que si
emprendo el camino a caballo.
Olivia se levantó y se acercó a su marido. Según se aproximaba, el aire entre
ellos se espesaba, se impregnaba de una emoción que ninguno de los dos se habría
atrevido a definir.
Al ver su mirada bajo la luz de las velas, reconoció la mirada que había leído
ocho años atrás: «Por favor, sálvame».
Sin dilación, Olivia se brindó a él.
—John —susurró ella—. Llévame contigo.
Él la miró con la extraña sensación de haber perdido las riendas de su destino.
El cuerpo de ella parecía vibrar con la proximidad del de él. Imágenes de besos
enredando sus bocas lo asaltaron por sorpresa. Como llevado por una fuerza
invisible se aproximó a ella.
Pero, de pronto, su rostro cambió. La ira tomó posesión y sustituyó toda calidez
que su gesto hubiera podido esbozar.
—No recuerdo haberte dado permiso para pronunciar mi nombre.
Olivia recibió la respuesta como una cuchillada. Como una ola de rabia, su
respuesta barrió todo atisbo de ternura.
—Por supuesto… Gracias por recordarme que este matrimonio no es más que
una farsa insufrible.
Como un torbellino, él atravesó toda la habitación y salió sin dirigirle ni una
mirada.
—Buenas noches.
Su voz resonó como un eco helador en el vacío.
Capítulo 11
18 de Abril de 1816
Querida Felicity:
Nunca te he reprochado el haber escogido un camino singular, haber preferido ser feliz a
sufrir las vejaciones que tu destino te guardaba aquí. Jamás te he sugerido que regresaras a tu
país. Hasta ahora.
Si esta carta te resulta demasiado abrupta, exenta de las cortesías y maneras que se
acostumbran, es por la situación que me ha impulsado a escribirla.
Mi querida amiga, requiero desesperadamente tu ayuda.
Esta misma mañana, tu hijo se ha llevado al ser que más quiero en el mundo: mi nieta.
Aunque jamás te negaría nada mío, sé que tú tampoco me obligarías a sacrificarlo.
¿Conoces a tu hijo, Felicity? ¿Sabes en lo que se ha convertido? Es un hombre
atormentado, sin espíritu. Temo por él y temo lo que pueda hacerle a Olivia.
Le dije que estabas viva cuando vino a llevarse a mi nieta hace unas semanas. Nunca te
habría traicionado de no haberme resultado imprescindible hacerlo.
Vino a reclamar la que, sin yo saberlo, le había sido entregada en matrimonio cuando no
era más que una niña.
Conseguí que pospusiera su decisión de llevársela algún tiempo. Pero hoy mismo me la
ha arrancado y se la ha llevado a Norwood Park Tengo miedo. Me recuerda demasiado a tu
marido.
Sé que sólo tú estás en disposición de salvarla y, por eso, te ruego que vengas con toda la
urgencia de la que seas capaz.
Por favor, Felicity, te lo pido con todo mi corazón. Vente a Inglaterra antes de que sea
demasiado tarde.
Un abrazo,
Leticia
Después el baño, Olivia paseó sola por toda la casa. No se cansó de los placeres
que aquel lugar le brindaba. Tanto los inmensos cuadros, como las deliciosas piezas
de porcelana de Sevres, eran un regalo para los sentidos. Ni en sueños, podría haber
imaginado una casa tan hermosa. Era como recorrer Versalles. Tenía la sensación de
que jamás llegaría a conocer cada rincón de aquel increíble lugar, aunque fuera a
vivir allí.
Sólo había una habitación a la que no tenía acceso: la biblioteca. Había sido
cerrada con llave. Pero no importaba, había muchas otras que visitar. Mientras se
dirigía hacia la siguiente estancia decidió que, antes de que acabara la semana le
pediría la llave al mayordomo.
A eso de las seis, Olivia volvió a su estancia. Su doncella vino a ayudarla a
cambiarse de ropa. Olivia deseaba desesperadamente que Traverston estuviera allí a
la hora de la cena.
No lo había visto durante todo el día y, aunque el recorrido que había realizado
por la casa la había ayudado a mantenerse entretenida, lo echaba de menos.
Abrió la caja de las joyas y Bess le recomendó un bonito conjunto muy acorde
con el vestido que había elegido para aquella noche.
Olivia rogó a su doncella que la dejara terminar los preparativos a solas.
Isis comenzó a acariciar las piernas de su dueña. En ese instante, Olivia reparó
en una caja adornada con terciopelo azul, cuyo contenido había sido un misterio
hasta aquel día. Se colocó unos zarcillos de perlas, sin dejar de mirar de reojo a la
tentadora caja azul. Cuando ya tenía el convencimiento de que podía resistir a la
tentación, extendió la mano y la acarició.
La tomó con mucho cuidado y la observó. Como si fuera un gran tesoro abrió
lentamente una tapa. Ante sus ojos surgió un hermoso anillo de diamante y zafiro.
Olivia sacó el anillo de la caja y se lo colocó. Nunca antes había llevado un
anillo. Se preguntó por la misteriosa procedencia de aquella preciosidad. Su padre
jamás se habría podido permitir una pieza de tanta categoría. Lo observó con
detenimiento unos segundos más y luego terminó de arreglarse. Una vez hubo
finalizado, cerró el joyero, se levantó y se dirigió al comedor en que la cena sería
servida.
Un sirviente la condujo a una especie de recibidor previo al comedor en sí.
Mientras observaba la decoración y el extraordinario estilo de la pequeña sala, notó
la presencia de alguien.
Se dio la vuelta y allí estaba él. Traverston vestía un traje negro con camisa
blanca impecable. Estaba realmente atractivo y Olivia se sintió halagada de que su
esposo se hubiera tomado la molestia de vestir de aquel modo sólo para estar con
ella.
Miró el rostro de Olivia y comprobó que aún estaba triste. Los recuerdos eran a
veces tan dolorosos… Se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña llave de
latón. Se la ofreció a su esposa.
—Toma. Esta es la llave. Puedes entrar en la biblioteca siempre que quieras.
Ella extendió su mano temblorosa y la agarró.
Traverston bajó los ojos, tomó su tenedor y continuó comiendo.
Capítulo 12
Las llamas ardían con fuerza e iluminaban con un juego vivaz el hogar de la
chimenea. Traverston cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación que le producía
el calor en la piel. Sentía los párpados pesados y densos.
Abrió los ojos y dejó la mirada sobre las llamas. Tenía las manos sobre los
brazos del sillón, pero a pesar del calor, estaban frías y sudorosas.
Se retiró un mechón de pelo de la cara, con una lentitud casi imposible.
Parecía perdido en sus pensamientos. Imágenes perturbadoras lo cegaban.
Había un niño, sí, un niño que era él. Estaba jugando con los soldaditos de plomo. Su
tutor acababa de enseñarle algo sobre la independencia americana y él se imaginaba
una gran batalla, con el general Washington al frente.
Voces impregnadas de ira llegaron hasta su rincón lejano. Se quedó inmóvil
durante unos segundos y, enseguida, se apresuró a la habitación de su niñera. Por
una pequeña rendija, se podía ver el pasillo, vacío hasta aquel momento.
De repente, pudo ver a su madre, cómo caía al suelo, con su hermoso vestido
malva de flores. Su padre se abalanzó sobre ella y comenzó a pegarla
despiadadamente. No era la primera vez que presenciaba una escena así, pero sabía
que, lejos de poder evitarla, lo único que conseguiría interviniendo era que su ira
fuera aún mayor.
El niño cerró la puerta de la habitación con todo el cuidado posible. Las
lágrimas le caían a raudales. El pánico le impedía pensar en su madre, en la paliza
que estaba recibiendo.
Lentamente, Traverston recobró una visión nítida del fuego que ardía en la
chimenea. Miró alrededor. Aquella habitación había sido en tiempos el dormitorio de
su padre. En la penumbra que producía el fuego casi extinguido, podía reconocer
cada familiar detalle. Con satisfacción comprobó que ninguno de los muebles había
pertenecido a su padre. Lo primero que hizo tras recibir la inmensa fortuna de su
padre fue redecorar toda la mansión, como si de ese modo arrojara su espíritu fuera
de ella. Quería que Norwood Park fuera su hogar. No quería nada que le recordara a
su familia.
Cinco años después, podía decir que la empresa había sido un éxito. El lugar
tenía su marca inconfundible. Le pertenecía en cuerpo y alma.
La casa no tenía nada que ver con esos recuerdos repentinos que lo acababan de
asaltar. Era Olivia, su tristeza y sus oscuras memorias.
Extendió la mano, agarró la copa de brandy y miró su contenido, como si en su
interior estuviera la respuesta a todos los enigmas. Tomó un último trago y la dejó
sobre la mesa.
Se levantó de la silla. Estaba cansado, pero tan intranquilo que le resultaría
difícil conciliar el sueño. Ansiaba dormir, pero su mente no se lo permitiría.
Se quitó la bata y, al dejarla sobre el bastidor, la visión de una puerta capturó su
mirada. Aquella pequeña pieza de madera era lo único que lo separaba de Olivia.
Como movido por una fuerza que no podía controlar, llegó hasta ella y giró el
pomo. No sabía muy bien por qué hacía aquello, pero no podía volver atrás.
Abrió la puerta. Con pasos silenciosos se aproximó a la cama. Y allí estaba ella.
Era como un hermoso sueño, su rostro plácido, sus emociones sumergidas en
un letargo reconfortante. La luz de la ventana proyectaba un pequeño rayo sobre sus
pechos. El ligero camisón que la cubría, dejaba adivinar la tersura de sus senos.
El deseo de tocarla, de tomarla en sus brazos era casi incontrolable. Sin
embargo, no podía. Se quedó allí, observándola unos minutos, antes de apartar los
ojos con agonía.
Con aún más cuidado del que había puesto para entrar, deshizo lo andado y
volvió a su alcoba.
Después de que la puerta se cerró, Olivia abrió los ojos y giró la cabeza, para
verificar que su marido había abandonado la habitación.
¿Por qué había entrado? ¿Qué quería? ¿Estaría enfadado por algo o había otro
motivo?
No podía entender qué sucedía en la mente de Traverston. En su cabeza se
desató una tormenta, que la confundía aún más. Luego, una pregunta muy sencilla
detuvo el caos: ¿Qué sentía ella por él?
¿Cómo podía saberlo? Primero recordó las fantasías que le había despertado
durante su niñez. Luego vinieron las imágenes de sus sucesivos encuentros. Había
sido tan cruel con ella al principio. Sin embargo, ahora se mostraba amable y
complaciente. No podía responder a esa pregunta. Era demasiado peligroso.
—De acuerdo —respondió ella, sin poder ocultar el alivio que le provocó la
nueva propuesta.
Después de cabalgar un rato, se aproximaron a una pequeña granja. Traverston
desmontó y ayudó a su compañera a hacer lo mismo.
—Uno de mis vasallos vive aquí. Quiero preguntarle sobre un nuevo método de
cultivo que le ha funcionado muy bien. Creo que la idea se puede aplicar en otras
tierras. No hay motivo para que los demás no puedan beneficiarse de ello.
Olivia miró a su marido con curiosidad.
—¿Y serás tú quien se encargue de comunicárselo a los demás?
—¿Quién mejor?
La puerta de la casa se abrió mientras se aproximaban. El granjero y su mujer
salieron a saludar al marqués. Olivia se sentía como una reina más que como un
miembro de la nobleza. Luego se dio cuenta de que para esta gente el marqués era
como su rey.
Traverston se dirigió hacia los campos cultivados, mientras Olivia entraba en la
casa, por invitación de la dueña.
La mujer se disculpó repetidas veces por la humildad de su hogar.
—Por favor, no se disculpe. Crecí siendo muy pobre. Su casa es muy confortable
y le agradezco que me la ofrezca.
La mujer sonrió.
—Es usted muy agradable, señora —dijo la granjera.
Olivia se encogió de hombros y se ruborizó.
—Perdóneme, pero mi esposo no me ha dicho su nombre…
La mujer se quedó atónita. No entendía que una dama como Olivia quisiera
saber su nombre.
—Soy la señora Parks —respondió con la mirada hacia el suelo.
Con aún mayor sorpresa, la señora recibió la mano de Olivia.
—Encantada de conocerla —dijo Olivia.
La señora Parks señaló la mesa del salón y le ofreció asiento.
—Mi casa no tiene excesivas comodidades, pero sí puedo ofrecerle una taza de
té.
Aunque no tenía el lujo de la mansión del marqués, aquella casa era,
claramente, la de un hombre en buena situación económica.
Olivia se sentó a la mesa.
—Se lo agradezco. La verdad es que estoy algo cansada. Hacía mucho que no
montaba —aquella era una pequeña mentira que sólo trataba de hacer que su
anfitriona se sintiera más cómoda—. Pero, por favor, siéntese usted también.
La mujer pareció escandalizarse.
—La verdad es que no conocí al marqués anterior —Olivia vio que su anfitriona
se sentía aliviada por la confesión.
—Dígame, ¿qué opinión tenían del padre de mi marido?
La mujer no tenía, lo que se dice, una opinión muy elevada de aquel hombre.
—El marqués era un bruto —resumió—. Venía siempre después de haber
acabado una botella de brandy. No le importaba la gente más que por la cantidad de
dinero que le reportaba. Con la guerra con los Bony, los agricultores pasamos mucha
hambre. Si no hubiera sido por el actual señor, seguiríamos mal. Al principio con él,
las cosas fueron igualmente difíciles. Pero hace ocho años todo cambió.
—¿A qué se refiere? —preguntó Olivia con creciente interés.
—¿No lo sabe? —preguntó la señora Parks realmente sorprendida—. Lo siento,
pero asumí que, al ser su mujer, tendría usted noticias de todo esto. Bueno, su padre
murió de un ataque al corazón, o eso es lo que nos dijeron. Todos pensamos que el
nuevo marqués haría que las cosas cambiaran de inmediato. Pero no fue así. Se gastó
todo el dinero que su padre le había dejado, hasta tener que vender cuanto tenía en la
casa. Jugaba día y noche. Al final era tan pobre, que no podía ni pagar las pensiones
de sus criados retirados.
—¿Qué ocurrió para cambiar eso?
—Pues la herencia que recibió de su abuelo materno. Lejos de malgastarla, le
sirvió para enmendarse y comenzar una nueva vida. Así es como son las cosas ahora.
Un silencio reflexivo se hizo entre las dos mujeres.
El señor Parks apareció por la puerta impidiendo que cualquier nueva
confidencia tuviera lugar.
—El marqués requiere su presencia, señora.
La señora Parks se levantó y, en seguida, lo hizo Olivia.
—Gracias por su hospitalidad, señora Parks.
Olivia salió de la casa y se encontró con su marido.
Montaron sus correspondientes caballos y se aventuraron en la espesura del
bosque.
Olivia fue la primera en romper el silencio.
—¿Te has enterado de algo útil?
—Sí, creo que sí.
Miró a su esposo con curiosidad. ¿Qué sería lo que lo había cambiado tan
radicalmente?
—¿Vamos a ver a alguien más? —le preguntó.
—Me gustaría hacerlo, si a ti no te importa —respondió.
—Lo haré encantada.
Capítulo 13
Olivia admiraba la luna desde el balcón de su alcoba. Respiró profundamente y
se llenó del aroma de aquella noche de primavera.
La cena había sido muy agradable. Habían hablado sobre la visita a los
granjeros y Traverston le había contado algunos detalles del nuevo método aplicado
por el señor Parks. Olivia había mostrado tanto interés en conocer los detalles que el
marqués había tenido que explicárselo con detenimiento.
Después de la cena, Olivia se excusó, alegando que necesitaba acostarse pronto.
Había sido un día agotador.
Pero una vez en su habitación, el cansancio había remitido.
Desde el balcón se percibía, entre penumbras, el jardín. Como si hubiera
recibido una invitación ineludible, decidió dar un paseo por él.
Descendió la escalera principal en silencio. No quería despertar a los criados.
Salió por la puerta de una de las salas.
Cuando la fina tela de sus zapatillas se humedeció con el contacto de la hierba
húmeda, Olivia suspiró reconfortada. El olor de las rosas empapaba el aire y el brillo
de la luna lo iluminaba todo.
De pronto, se dio cuenta de que estaba contenta y no sabía por qué.
La aparición de Traverston no la tomó por sorpresa. De algún modo, sintió
como lo más natural que su marido se uniera a ella. Se volvió hacia él y le sonrió
cálidamente.
—Estaba pensando en ti.
—Creí que querías irte a dormir pronto —dijo él sin reproche.
Ella volvió los ojos hacia la luna, dejando al descubierto la suave línea de su
cuello.
—Estaba cansada pero, de algún modo, sentí la llamada del jardín y no pude
vencer la tentación. ¿No es maravilloso este lugar?
—Sí, lo es —respondió él, sin apartar los ojos de ella.
—¿Te apetece dar un paseo conmigo?
—No estoy seguro de que la noche sea el momento idóneo para contemplar las
flores.
Ella sonrió.
—Yo creo que es el más adecuado.
Traverston siguió a su esposa que ya había iniciado el paseo. Ella se detuvo y lo
miró.
—Estás muy callado, mi señor.
Él lanzó la mirada al cielo.
—Tal vez, como te ocurre a ti, no quiero malgastar palabras innecesarias.
A las ocho de la mañana del día siguiente, Olivia se encontró el comedor vacío
cuando bajó a desayunar.
Se podría decir que ya sabía que Traverston no estaría allí, pero le quedaba la
esperanza.
Olivia recorrió la mesa repleta de comida. Nada parecía apetecerle. Agarró una
tostada, que devolvió a su lugar repetidas veces, hasta que finalmente se decidió a
colocarla en su plato y dirigirse a la mesa.
El mayordomo entró con una tetera humeante. Pero el aroma de la infusión no
le infundió ninguna energía. Le dio un pequeño sorbo y, luego, otro mayor. Acababa
de dejar la taza sobre el plato cuando apareció Traverston, con un periódico en la
mano.
—Olivia… —empezó a decir él, pero una voz familiar le impidió continuar.
—Shipley, sé un buen chico y apártate de mi camino —le dijo la voz al
mayordomo—. El marqués nunca se andaría con ceremonias.
Los pasos del visitante sonaron cada vez más próximos, hasta que la rubia
cabeza de Monquefort se asomó por la puerta, contra la firmeza que el mayordomo
tenía de no dejarlo pasar sin anunciarlo antes.
—¡Monquefort! —exclamó el marqués con verdadera alegría—. ¿Qué te ha
traído hasta Surrey?
—¿Lo ves, Shipley? ¿Qué te dije? Tráeme una buena taza de café, por favor —le
dijo al mayordomo.
Se dirigió hacia Olivia.
—¡Olivia! —se acercó a ella y, sin más ceremonias, la besó en la mejilla—.
Permíteme en ser el primero en felicitarte. Y a ti también, perro viejo.
La superficie del piano reflejaba los rayos de sol que se filtraban por la ventana.
La melodía fluía por el aire como un río armonioso.
Olivia nunca habría imaginado que las manos del conde estuvieran tan bien
dotadas para la música. Recorrían las teclas con agilidad y les arrancaban notas
matizadas con la delicadeza de los ángeles.
Olivia se había visto arrastrada por Monquefort hasta aquella sala. El conde
insistía en oír alguna pieza tocada por ella. Sin demasiado entusiasmo, la muchacha
le había regalado con un intento. Intento era la palabra perfecta pues, aunque Olivia
había tomado algunas clases por insistencia de su abuela, no era lo que se dice una
gran pianista. Más bien no era una pianista en absoluto.
Después de maltratar una pieza de Bach, el conde le pidió que lo dejara probar.
El sonido que surgió cuando sus dedos agitaron las pequeñas piezas blancas y
negras, la dejó sin sentido.
El Claro de luna de Beethoven era una de esas piezas no excesivamente
complejas en cuanto a técnicas, pero imposibles en cuanto a interpretación.
Monquefort la tocaba con esa sensibilidad imprescindible.
Olivia se quedó perpleja, observándolo mientras ejecutaba la pieza. Parecía
transportado a otro lugar donde el sonido de la música lo era todo. Ella se había
inclinado hacia adelante y tenía los codos en las rodillas y la cara entre las manos.
Al terminar, el conde dio su última nota con una sutileza inigualable. Ella,
entonces, abrió los ojos que había cerrado sin darse cuenta.
—Si sigues así sentada, voy a derretirme ante la delicia de la visión. Pareces una
niña embobada ante el bote de una pelota.
Ella se incorporó. No podía borrar la sonrisa de sus labios.
—Ha sido maravilloso, Alex. Me siento como si me pudiera ir a la cama ahora y
disfrutar de los sueños más placenteros.
—Seguro que tus noches están llenas de sueños placenteros.
Ella bajó los ojos.
—Como las de todo el mundo —respondió, tratando que sus palabras no
sonaran atormentadas. Pero el conde intuyó cierta tristeza.
—¿Eres feliz, Olivia?
—¡Por supuesto! —respondió ella, con un excesivo entusiasmo que no
correspondía al momento. Se levantó rápidamente de la silla y se dirigió hacia el
piano. Miró con impaciencia las partituras—. Toca algo más. Me encanta cómo lo
haces.
—Olivia —el nombre vibró en su garganta.
Ella se detuvo en seco. Sintió la mano del conde en la barbilla, un tacto suave y
reconfortante. Volvió el rostro hacia él y se encontró con su mirada interrogante.
Alex era demasiado perspicaz.
Por tercera vez en muy pocos días, Olivia sintió que su rostro se humedecía.
—No había llorado desde hacía ocho años y, ahora, no puedo dejar de hacerlo.
Ojalá que todos los hombres del mundo me dejarais en paz.
Ella se dio la vuelta y se apartó del conde. Él la siguió y le puso una mano sobre
el hombro para reconfortarla. Ella giró y él la abrazó con fuerza. Uno o dos minutos
después, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció.
—¿Ya te sientes mejor?
Ella sonrió por entre las lágrimas.
—Bien, ahora cuéntamelo todo.
—¡Oh, Alex! —dijo Olivia y se sentó—. ¡Me siento tan mal! Y al mismo tiempo
tan bien. Ese es el problema. Mis sentimientos han entrado en un torbellino desde
que me encontré con el marqués. No sé lo que hacer.
—¿Qué quieres decir?
Olivia se levantó.
—No lo sé ni yo. Traverston es tan cruel conmigo a veces… Por ejemplo,
cuando me lo presentaste en la fiesta de los Eddington y me dijo: «Su marido, según
creo» ¿Qué persona con un mínimo de humanidad se presenta ante otra de ese
modo? Pensé que estaba viendo un fantasma, Alex, llegado directamente de mi
pasado.
—¿Qué quieres decir con lo del fantasma? ¿Es que estabais casados desde hace
tiempo?
Ella lo miró con incredulidad.
—¿No te lo ha contado?
—¿Contarme qué? Olivia, Traverston no es una persona que cuente mucho
sobre su vida privada. Le oí decirte eso en la fiesta, pero como lo conozco, no me
sorprendió. Pensé que era una nueva forma de presentación. Cuando lady Raleigh se
lo llevó a la habitación contigua para hablar con él, asumí que le estaba pidiendo
explicaciones por su rudo comportamiento. No me podía imaginar que aquella
palabra correspondía con algo real.
—Bueno, ahora ya lo sabes.
Él la miró desconcertado durante unos segundos. Luego buscó las palabras
apropia das.
—¿Cómo sucedió?
Olivia lo miró extrañada. No sabía con exactitud a qué se refería con aquella
pregunta. En seguida, su gesto se aclaró y le respondió.
—No lo sé muy bien. Puede parecer ridículo, pero mis imágenes son borrosas.
Por supuesto, recuerdo la ceremonia. Es algo que no podría haber olvidado nunca.
Pero, en aquel momento, no comprendí lo que estaba sucediendo. Sólo sé que cuando
interrogué a mi padre sobre lo ocurrido, trató de hacerme creer que me había vuelto
loca, que todo lo había imaginado. Después de algún tiempo, pienso que me lo llegué
a creer. No sé, Alex, de verdad. Es todo muy confuso.
—Pero Traverston debe saberlo.
—No me he atrevido a preguntárselo… Cuando vino a por mí, algo me dijo que
tenía razón, que lo que decía era cierto. No parecía tener mucho sentido discutir
sobre ello…
—¡Olivia! ¿Un desconocido asegura ser tu esposo y a ti te parece que no tiene
sentido discutir sobre ello?
—Vamos, Alex, no vengas ahora a reprocharme algo de lo que no soy
responsable. Toda la situación es confusa y complicada. No me resulta fácil pensar
con claridad. Traverston es muy cruel algunas veces. Sin embargo, otras me
demuestra que realmente le importo. Por ejemplo, con lo de la biblioteca.
—Dime algo más, porque sólo con eso me dejas perplejo.
—Hace unos días estaba yo paseando por la casa, cuando descubrí que la
puerta de la biblioteca estaba cerrada.
El conde asintió.
—No le gusta que nadie entre en su templo.
—Ya, por eso. Le pedí que me dejara entrar y lo hizo. Me dio la llave.
—¡Increíble!
Ella bajó la mirada.
—Lo sé.
—Olivia, Traverston no es una persona fácil. Sé que su niñez fue muy dura. Su
padre era una bestia que solía destrozar todo cuanto se interponía en su paso.
Siempre estaba borracho. El marqués nunca habla de su pobre madre, quien, según
dicen, fue asesinada por su marido antes de que pudiera huir con su amante.
—¡Pobre John! —exclamó ella en un susurro.
—Sí. Creo que se esconde en la biblioteca porque era el lugar de la casa que su
padre detestaba. Su vida, como verás, ha sido complicada. Luego está por medio
Hamilton. Es medio hermano de Trav.
—Lo sé.
Monquefort decidió no ahondar en el tema, ante la respuesta de Olivia.
—Por eso, algunas veces se comporta de un modo extraño.
Olivia lo miró con un gesto de agradecimiento.
—Creo que es hora de que vayamos a cenar. La cocinera estaba preparándote
algo especial.
—La encantadora señora Wilshire. Tiene un corazón de oro y unas manos de
plata para la cocina. ¿Por qué no has mencionado la comida antes?
Monquefort la agarró y comenzaron a girar por toda la habitación mientras
entonaba una canción popular. Olivia comenzó a reír a carcajadas y se tropezaba
continuamente, incapaz de seguir a su amigo. De pronto, el conde la soltó y ella salió
disparada al otro extremo de la habitación.
Olivia continuó riéndose.
—Alex, eres un demonio.
—Para servirla, señora —dijo y, acto seguido, continuó girando con una pareja
invisible.
Traverston escuchó el melodioso sonido de aquella risa femenina y su corazón
comenzó a agonizar. Hasta entonces jamás había oído a Olivia en una explosión de
júbilo y habría deseado más que nada en el mundo ser la causa.
Capítulo 14
Habían pasado ya tres semanas desde la llegada de Monquerfort a Norwood
Park.
Su visita había causado en Olivia un efecto milagroso. El color había aparecido
en sus mejillas y estaba de muy buen humor. Además, el marqués tenía la impresión
de que sonreía cada vez con más frecuencia, especialmente durante la cena, cuando
los tres se reunían.
Traverston rememoró con una sonrisa su encuentro de la noche anterior.
El conde había insistido, desde el principio, en que dejaran a un lado las
formalidades durante esa comida.
Se situaban los tres en el mismo extremo de la inmensa mesa.
Después de que la señora Wilshire llenara los platos de cada uno de ellos,
Monquefort comenzaba a narrar historias sobre Londres.
Durante toda la velada, Traverston no había apartado los ojos de su esposa.
Había sentido a la vez un placer y dolor infinitos al ver la alegría de su rostro y el
brillo de su mirada mientras escuchaba al conde. Pero el dolor procedía de no ser él
la causa de tal contento.
Traverston trató de concentrarse en la lectura del libro que tenía entre las
manos. Sin embargo, las imágenes de la cena lo atacaban sin piedad.
No podía sino estar agradecido por el cambio que su amigo había provocado en
Olivia. Él nunca podría mantener una relación como ésa con ella. Ni siquiera podría
aproximarse tanto a ella.
El marqués maldijo una vez más su historia familiar. La personalidad de su
padre era una maldición que tendría que soportar. Durante generaciones, los
Traverston se habían caracterizado por su locura. Todos habían acabado cometiendo
crímenes espantosos y él sabía que, tarde o temprano, acabaría por enloquecer. Con
ese legado, Traverston no podría nunca dejarse llevar por sus sentimientos hacia
Olivia, pues sabía que acabaría por torturarla.
El que Olivia llegara a sentirse realmente atraída por el conde sería una
bendición para los tres, probablemente su salvación.
Pero aunque ésa era la única conclusión lógica a la que podía llegar, su corazón
le decía que la quería para él.
Unos suaves golpes en la puerta sacaron a Traverston de sus tortuosos
pensamientos. De no haber sido por ellos, el ansia de posesión habría terminado por
arrastrarlo, hasta lanzarse a la búsqueda de los dos furtivos amigos.
El marqués hizo pasar a su mayordomo.
Después de un extraño silencio, impropio del sirviente, éste le anunció que una
dama lo esperaba.
Sin darle tiempo a preguntar de quién se trataba, Shipley se apresuró a
mostrarle el camino.
—Eso carece de importancia ahora —dijo él. Se aproximó a las dos mujeres y
agarró a su madre por el codo—. La señora Markston, o como quiera que se llame
ahora, estaba a punto de marcharse.
—¡Pero John! —exclamó Olivia horrorizada.
—Esto no te incumbe.
—Estás muy equivocado. Esta es mi casa ahora y todo lo que ocurra en ella me
incumbe. No voy a permitir que trates de ese modo a una huésped.
Él se quedó paralizado.
—¿Qué acabas de decir?
Olivia se tragó el nudo que tenía en la garganta y continuó con firmeza.
—Se queda aquí.
—No sabes lo que estás haciendo —le advirtió él con un tono glacial.
—Sólo yo puedo juzgar eso —respondió ella con igual frialdad.
Traverston soltó el brazo de la mujer y le lanzó a su esposa una mirada
intimidatoria.
—Si insistes, me veré obligado a marcharme.
—Bien —respondió ella—. Actúa según tu criterio te dicte que lo hagas. Es lo
correcto.
Traverston la miró durante unos segundos más. Después, se dio media vuelta y
se encaminó hacia la puerta. Salió y dio un violento portazo.
Las dos mujeres se quedaron sorprendidas y descompuestas por la escena que
acababan de protagonizar.
—Siento mucho todo esto —dijo la anciana dama—. Quizás deberías haberle
permitido que me echara.
Olivia se recompuso de inmediato.
—Por favor, eso habría sido impensable —Olivia se sentó en el sillón cercano al
de la dama—. ¿Desea un té o algo que nos ayude a calmarnos un poco?
La mujer asintió y Olivia hizo sonar la campana para llamar al mayordomo.
Cuando éste atendió a la llamada, Olivia le solicitó algo de comer y un té. Luego
volvió a su asiento y trató de apaciguar su tormenta interior.
—Tiene razones para estar enfadado —dijo la mujer—. Lo abandoné cuando no
era más que un niño. Si yo fuera él, también estaría furiosa.
Un extraño silencio se hizo entre las dos. Ambas parecían tener que reflexionar
antes de poder entrar en más detalles.
El mayordomo entró en la sala con una bandeja repleta. Olivia la agarró y
esperó impaciente a que el mayordomo se fuera.
—Perdone pero, aunque parezca extraño, no sé su nombre…
—En estos momentos soy la señora Nottingham. Me casé hace algunos años ya.
Pero preferiría que me llamaras Felicity.
Olivia sonrió y asintió.
—Sé que todo esto puede resultar muy confuso —comenzó a decir la madre de
Traverston—. Pero todo empezó cuando era muy joven. A los dieciséis años me
enamoré locamente de un hombre sin fortuna que vivía en mi barrio. Mi padre era
un hombre rico y hambriento de títulos. Por eso, cuando el marqués le pidió mi
mano, él se la dio si más preámbulos. Cuando mi padre me contó cual sería mi
suerte, me rompió el corazón. El tercer marqués de Traverston era un hombre brutal
y, además, yo amaba a otro. Traté de huir, pero mi padre me encontró y me arrastró
de vuelta a casa. Cuando el marqués se enteró de todo aquello vino en mi busca. Pero
lejos de actuar como un hombre cruel y despiadado, se comportó como un caballero
comprensivo y amable. Prometió a mi padre cuidarme y hacerme feliz. Y yo lo creí.
Tres meses más tardes, nos casamos y comenzó la pesadilla. Me gustaría poder
explicar qué tipo de persona era el marqués y lo que me hacía. Pero me resulta difícil.
No era sólo el tormento físico, que lo había. Abusaba de mí y me golpeaba con
frecuencia, sino además, la tortura psíquica. Me amenazó varias veces con matar a
Thomas, el hombre al que amaba. Pero eso no fue lo peor. Lo peor vino cuando le
nació un hijo bastardo. Le dijo a todo el mundo que el niño era mío y de Thomas, que
su mujer era una zorra. Comenzó a darle dinero para demostrar lo extraordinario
que era, a pesar de la mujer que tenía.
—¡Pero eso debió de ser terrible! —exclamó Olivia horrorizada.
—Sí, lo fue. A partir de ahí, decidí que nada me obligaría a tener un hijo de
aquel hombre, por mucho que necesitara un heredero. Estaba loco y era una locura
hereditaria. Toda su familia la había padecido durante generaciones. Creo que el
marqués se dio cuenta de que trataba de evitar quedarme encinta. Comenzó a pasar
cada vez más y más tiempo en Londres. Entonces fue cuando conocí al que ahora es
mi marido.
—El señor Nottingham.
—Sí. Era un hombre maravilloso, amable y gentil. Nos enamoramos. Los años
pasaban y lo único que nos importaba era nuestro amor. No parábamos de decirnos
lo triste que era no poder tener un hijo juntos. Y eso me dio una idea. Tuve a John,
pero no con el marqués, sino con Solomon. Era la única forma de darle al marqués un
heredero y a Solomon un hijo. Pero los malos tratos de aquel salvaje sobrepasaron el
límite. Necesito contarte todo esto, porque quiero que comprendas mis razones para
abandonar a John, Olivia. Solomon y yo decidimos escaparnos y llevarnos al niño. El
marqués estaba en Londres y yo le informe de mi decisión de ir a visitar a mi padre.
En lugar de eso, el carruaje se encaminó a Dover. Pero nos descubrió. Mi marido no
me quería, nunca lo había hecho. Pero necesitaba a su heredero. Me amenazó con
matar al niño en aquel mismo lugar si no se lo entregaba. Cuando lo tuvo en su
poder, me aseguró que si alguna vez en mi vida intentaba contactar con mi hijo, lo
mataría. Yo sabía que era perfectamente capaz de hacerlo. ¿Qué podía hacer yo? Se
inventó la historia de un naufragio y me hizo desaparecer de la faz de la tierra.
Olivia se quedó en silencio, observando pensativa a su suegra. Finalmente
habló.
Capítulo 15
La cena, aquella noche, fue el momento más difícil del día, muy diferente de lo
que había sido la reunión nocturna de las últimas semanas. Se suponía que se
celebraba en honor de la recién llegada. Sin embargo, Olivia muy pronto se arrepintió
de haber propuesto una cena formal. La distancia entre los comensales y la presencia
de los criados, no hacía sino aumentar la tensión y sólo permitía una conversación
superficial, donde se necesitaba más intimidad.
Estaba, además, el vacío dejado por la ausencia de Traverston.
Al finalizar, todos estuvieron de acuerdo en retirarse temprano.
Olivia se despidió de sus invitados y se dirigió, de inmediato, a la biblioteca.
Pero, al aproximarse a la puerta cerrada, dudó unos segundos. Si el marqués había
ido allí, tal y como solía hacer después de la cena, no debía perturbarlo.
Continuó su camino y llegó a su dormitorio. Solicitó la ayuda de su doncella
para desvestirse. Se despojó del aparatoso vestuario y lo sustituyó por un ligero
camisón.
Una vez que Bess se había marchado, sin esperar más, se abrió paso entre las
sábanas de su cama. El día había sido intenso y perturbador. Pero se sentía agotada.
Sin darse cuenta, cayó en un sueño profundo.
El denso silencio que la rodeaba la despertó varias horas después. No era un
silencio normal, sino ése que no permite ni a una partícula de vida emitir un sonido.
Se incorporó y respiró profundamente.
De entre las sombras, surgió una figura monumental. Las pupilas del marqués
se clavaron en ella. En una mano, llevaba una copa de brandy.
—Me has asustado —le dijo ella, mientras se levantaba un tirante caído.
Él se sentó en una silla a los pies de la cama, con la mirada fija en ella. De
pronto, dijo una frase incomprensible.
—Quiero que salgas de mi mente.
Ella inhaló sus palabras como un gas venenoso.
—¿Qué quieres decir?
Traverston se levantó y Olivia se echó hacia atrás instintivamente. Él apoyó las
dos manos sobre el colchón y aproximó el rostro al de su mujer.
—Lo que quiero decir, mi dulce esposa, es que te quiero fuera de mi cabeza.
Olivia se sintió como un ratón que está a punto de ser devorado por un gato.
—De verdad que no te entiendo.
—¿No? ¿No te has dado cuenta de que me has poseído? ¿De que te has
agarrado a mi cerebro y no consigo hacer que te desprendas de él? A todas partes
que voy, ahí estás tú. Trato de mantenerme a distancia, pero no me lo permites. Tus
ojos me suplican que me mantenga alejado y, al mismo tiempo, que te ame. Oigo tu
voz, tu risa por todas partes, cuando me voy a la cama por la noche y cuando me
levanto por la mañana. Si no estás junto a mí, me siento miserable y si estás conmigo,
es un auténtico tormento. Quiero que salgas de mi cabeza.
El olor a brandy golpeó los sentidos de Olivia. No le gustaba aquella sensación.
—Estás borracho —le dijo ella.
Se levantó de golpe y soltó una carcajada.
—Sí, tienes toda la razón. De no ser así, te aseguro que no estaría aquí.
—Creo que deberías volver a tu habitación.
Se volvió hacia ella con vehemencia.
—¿Por qué? ¿Es que no eres mi mujer? ¿Esta habitación no es el lugar donde tu
esposo debe estar? —se dio una vuelta por la habitación, con un talante agitado—.
¡Claro está! Tú consideras que ésta es tu habitación. Nunca hemos consumado
nuestro matrimonio. ¿Es eso? ¡Qué tonto he sido! Se me había olvidado por completo.
Olivia agarró la sábana y se cubrió con ella.
Traverston recorrió su cuerpo con los ojos. Parecía estar desnudándola con la
mirada. Ella se ruborizó. Tan discretamente como pudo se acurrucó en el extremo de
la cama más lejano a su marido.
—No habría una cama en todo el mundo que te mantuviera a salvo de mí si
deseara tu cuerpo.
—Entonces, ¿no lo deseas? —preguntó ella en un tono ambiguo.
—No he dicho eso —respondió él y, en ese instante, se aproximó
peligrosamente a Olivia.
Ella se levantó de la cama. Él la siguió, mientras retrocedía de espaldas, hasta
acorralarla contra la pared.
—¿Mi tacto te parece tan repugnante que la sola idea te hace huir?
—¿Qué vas a hacerme?
Sus ojos la devoraban con avidez. Él agarró la sábana y se la quitó con un tirón
seco. En segundos, estaba allí, ante él, sólo con su camisón ligeramente transparente.
El escote, ribeteado con un lazo, dejaba al descubierto gran parte de su abundante
pecho.
Él comenzó a acariciarle el brazo.
—No te voy a permitir que te escondas detrás de un muro esta noche. Cuando
te haga el amor, quiero que te comportes como una verdadera mujer, no como una
muñeca de porcelana.
Olivia sintió un tumulto de lágrimas que luchaban por brotar. Pero no, esta vez
no se lo iba a permitir. Cerró los ojos con fuerza.
Como si hubiera adivinado su pensamiento, Traverston la incitó a llorar.
—Déjalas salir, Olivia. Llora. Prefiero que llores a que me muestres una vez más
tu indiferencia.
Ella abrió los ojos con rabia y la primera gota brotó.
—No me deseas. Lo único que quieres es hacerme daño. ¡Por favor, déjame en
paz! —se apartó con vehemencia y esperó a la explosión del marqués.
Pero nunca llegó. Olivia miró el rostro del marqués.
La rabia había desaparecido, incluso parecía totalmente sobrio. Las líneas de su
rostro dibujaban una expresión de incredulidad. Y sus ojos, sus ojos mostraban
tristeza y dolor.
Le había tocado tan profundamente, que ya no podía ocultar más lo que
realmente sentía.
—¿Cómo puedes decir eso? —dijo él con los ojos brillantes—. ¿Aún no te has
dado cuenta? Eres toda mi vida.
Aquella declaración de amor había surgido como un manantial, limpia y
espontánea. Ella se quedó boquiabierta. Lo miraba incrédula.
Él aproximó una mano hasta la mejilla de Olivia y la acarició con una ternura
infinita. La sorpresa había sacado a Olivia de ese letargo eterno en que ella se
esforzaba por permanecer.
El momento era mágico. Ya no hacían falta más palabras.
Traverston se inclinó lentamente sobre ella y bebió de sus labios todas las
sustancias de su boca.
Aquel beso fue devastador.
Olivia cerró los ojos y sintió que las rodillas le cedían. Sentía tantas cosas a un
tiempo que su cabeza no podía más que dejarse llevar.
Él la besó aún con más fuerza y comenzó a juguetear con su lengua. Olivia dejó
escapar un gemido involuntario. Una cálida sensación la invadió por completo. Ella
le respondió con ansiedad. Quería más, quería todo de él.
Traverston ascendió la mano desde su cintura, hasta atrapar uno de sus pechos.
Olivia creyó perder el sentido durante unos segundos, ante un placer infinito que
jamás había experimentado.
Casi con desesperación ella inició un juego de caricias por su espalda. Movía las
manos a un ritmo creciente desde sus hombros hasta su cintura y, de nuevo, hasta sus
hombros. Dejó que sus dedos se enroscaran en la abundancia de su cabellera y volvió
a sentir la firmeza de sus músculos.
Un grito de placer se le escapó involuntariamente al sentir su pezón atrapado
por unos labios cálidos. Bajó la mirada y encontró su escote abierto y su lengua
revolviendo el pequeño botón con destreza. No sabía cómo había ocurrido. Pero,
antes de preguntarse nada más allá, perdió toda capacidad de hablar. Sólo sabía que
necesitaba más, lo necesitaba cerca.
Como si hubiese escuchado su petición, Traverston la apartó de la pared y la
atrajo hacia sí. Luego hizo que giraran y ambos cayeron sobre la cama. Él se hizo a un
lado. Desató con lentitud cada botón del camisón y dejó al descubierto toda la
hermosura de Olivia. Con cuidado infinito, comenzó a deslizar la mano por todos los
rincones, por todos los accidentes de su cuerpo. Guiada sólo por su instinto, ella
desató el cinturón de la bata de seda. La visión fue espectacular. El cuerpo de
Traverston estaba esculpido con tanta perfección que parecía irreal. Su mano tímida
se aproximó a la piel ansiosa de su marido. Pero no se atrevía a descender. Él tomó su
mano y la guió. La excitación lo revolvió como a un gato salvaje. Se puso sobre ella y
con ternura se abrió paso entre sus piernas. Sus ojos estaban llenos de amor,
rebosaban agradecimiento. Olivia descubrió que ella sentía lo mismo, un amor que
nunca había sentido.
Ella se relajó y él comenzó a humedecer su feminidad con caricias sugerentes.
Muy pronto, Olivia le reclamó con ansiedad que aliviara el dolor de su pubis. Con
toda la delicadeza del mundo, él se abrió paso entre los jugos y atravesó la pequeña
muralla de carne. El dolor fue breve. Olivia le clavó las uñas, pero enseguida pudo
dejarse llevar por la deliciosa sensación de tenerlo dentro.
Poco a poco, el ritmo se fue incrementando y ambos entraron al unísono en una
danza frenética. De pronto, ella sintió ese placer intenso tan cercano al dolor. Se
arqueó y no pudo evitar un grito cálido que anunció el final del juego. Él se dejó
llevar hasta liberar junto a su esposa la fuerza de un deseo brutal y alcanzar el
éxtasis.
La calma siguió a la tempestad.
Traverston abrió los ojos y miró a su esposa. Todavía sentía miedo del efecto
que aquella frágil mujer causaba en él. La miró, sus ojos cerrados, su pelo esparcido
por la almohada. No sabía qué esperar de su mirada.
La transición fue rápida. Abrió los ojos. Miró el rostro taciturno que la
observaba y, sin esperar más, lo acarició con una deliciosa sonrisa en los labios. Él se
sintió aliviado. Agarró su mano con fuerza y la besó casi con desesperación. Ella le
ofreció una sonrisa aún más amplia y comenzó a acariciarle el pelo con la otra mano.
Él se acostó a su lado y se quedó pensativo, como calibrando la grandiosidad de
lo que acababa de suceder. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.
Olivia habría deseado preguntar tantas cosas. Pero, en segundos, las suaves
caricias de Traverston la disuadieron de la necesidad de formularlas. Se dejó llevar.
Sería maravilloso tenerlo junto a ella cada noche. Después de este pensamiento,
cayó en un sueño profundo.
La Olivia que bajó las escaleras a las nueve de la mañana del día siguiente, no
era sino una sombra de la que había hecho su aparición en la sociedad londinense
hacía poco más de dos meses.
Atravesó el recibidor con aire preocupado. El color rosa claro del vestido no
hacía sino destacar su palidez.
Monquefort se levantó de inmediato, cuando la vio aparecer en el comedor. La
madre de Traverston hizo lo mismo.
Olivia saludó a los dos e hizo de inmediato la pregunta que le interesaba.
—¿Traverston ha desayunado ya?
Capítulo 16
La conversación en el coche que los conducía al Teatro Real le resultaba a Olivia
opresiva y agobiante. La atmósfera, húmeda y cálida a un tiempo, no ayudaba a
aliviar la sensación de ahogo.
Una expresión de interés se dibujó en el rostro de Olivia mientras escuchaba a
las otras dos parejas que Alex había invitado a la ópera.
Entre aquella masiva congregación de voces que disparaban nonerías, Olivia no
podía por menos que sentir unos deseos irrefrenables de huir.
La entrada y la espera en el teatro no fueron mejores. El continuo cacareo la
abrumaba.
Cuando el concierto dio comienzo las voces se fueron desvaneciendo, pero no
se apagaron por completo ni cuando el señor Firruzzi hizo su aparición.
Trató de dejarse llevar por la belleza de lo que había ido a ver. Pero no podía.
Sólo había una cosa en su cabeza: su marido.
Cientos de preguntas la abrumaban. Preguntas sin respuesta o con una
respuesta nefasta. ¿Dónde estaría? ¿Habría decidido ir al club? ¿O estaría jugando en
algún local en St. James Square?
Olivia se removía en la silla sin parar. Hacía un calor insoportable. Habría
jurado que la temperatura había subido considerablemente en los pocos minutos que
llevaban allí.
Las dos damas que los acompañaban continuaban su alegre charla, haciendo
caso omiso a la pieza musical que se interpretaba en aquel momento. Los maridos,
aparentemente inmersos en la obra, no perdían detalle de la retahíla de cotilleos que
las dos intercambiaban.
Alex, sin embargo, no perdía detalle de cada reacción de Olivia.
—¿Estás bien? —le preguntó el conde.
Ella sonrió como pudo. Había sido tan amable llevándola allí y, sin embargo,
ella se mostraba inquieta y molesta.
—Estoy perfectamente.
—Perdóname que insista, pero tu aspecto indica lo contrario.
—Querido Alex, ¿no hay ninguna otra dama que llame tu atención?
—Ninguna que valga la pena.
Ella bajó la mirada y abrió delicadamente su abanico.
—Insisto en que me digas qué te ocurre.
Estaban pisando terreno peligroso. Ella no quería darle una impresión
equivocada y, sin embargo, su amistad era muy importante para ella.
El conde estudiaba con detenimiento a su joven acompañante. Una ola de ira
comenzó a inundarlo. Sentía rabia contra Traverston, porque era la causa del
descontento de Olivia. Aquella criatura era tan hermosa, tan adorable. El vestido que
lucía aquella noche, ribeteado con una cinta de plata, le daba el aspecto de una
princesa de cuento.
Su pelo, abundante y sedoso. Su piel era de alabastro, sus ojos del color del
amanecer. Era encantadora. No merecía ser tratada del modo en que lo hacía el
marqués.
No era una reina, como la llamaban, sino una flor, delicada y frágil.
Olivia merecía que la amaran que la cuidaran.
—Es por Traverston, ¿verdad?
Ella lo miró suplicante. No podía soportar aquello. Si formulaba lo que sentía,
las lágrimas volverían a inundarlo todo.
Olivia apartó la mirada, temerosa de seguirle el juego, de escucharlo. Dejó que
sus ojos recorrieran los palcos.
De pronto, lo vio. Estaba allí, era inconfundible para ella. Su cabello negro, su
porte. Había venido a la ópera después de todo.
Y entonces, el brillo plateado de un cabello de mujer la deslumbró. Una mujer
estaba entrando en el reservado de su marido.
Olivia se echó de golpe hacia atrás, lo que llamó la atención del conde que miró
en la dirección que ella lo había hecho.
—¡Maldito sea ese perro! —exclamó entre dientes el conde y se levantó
bruscamente.
—Alex, no —le suplicó ella.
Él la miró. Sus ojos le rogaban paz, aún en aquellas circunstancias, no podía
soportar la violencia.
—Voy a matarlo —dijo él casi para sí mismo.
—No —insistió ella con firmeza—. Llévame a casa, por favor.
En el momento en que salían del palco, el primer acto tocó a su fin.
Todas las puertas se abrieron y la multitud comenzó a moverse por todo el
edificio.
Una vez en el recibidor, justo antes de que pudieran salir del teatro, un
desdichado encuentro tuvo lugar. Pero Olivia no estaba dispuesta a dejar que aquella
pérfida mujer se burlara de ella.
—Esta es mi batalla, Alex —le advirtió a su acompañante.
Por supuesto, Beatrice fue la primera en hablar.
—¡Olivia querida! —dijo dejándose literalmente caer en brazos de Traverston.
Con un volumen desmesurado que llamaba la atención de todos los que les rodeaban
continuó hablando—. Es una verdadera sorpresa encontrarte aquí. Trav no me dijo
nada de que pensaras venir. Claro que, seguramente, no lo sabía.
Como un acto reflejo, Olivia alzó la cabeza.
sabía que sí. El modo en que la trataba, en que lo había mirado durante el encuentro
de los cuatro lo certificaba. El conde sentía algo muy profundo por su esposa.
Su rostro se ensombreció. Miró a la condesa. Aquélla era sólo una serpiente fría
y peligrosa.
—Buenas noches, Beatrice —se despidió con una pequeña reverencia.
—Siempre supe que podías ser muy cruel, David. Lo que no sabía era hasta qué
extremo.
Él se acercó lentamente a ella.
—¿De verdad piensas que soy cruel? Realmente no tienes ni la más ligera idea
de lo que soy capaz. Durante años he estado planeando hundir a mi hermano. Y,
ahora que tengo la oportunidad, tú lo has estropeado todo. No te atrevas a
reprocharme nada. ¿Piensas que yo soy cruel? Crueldad es tener que escuchar tu
estúpida charla, tus quejas, tu idiotez permanente. Pensé que podía utilizarte, pero
eres demasiado necia hasta para ser utilizada. Tu cabeza está completamente vacía.
Lo único que tienes que hacer es apartarle de mi camino.
Beatrice retrocedió. Algo en la mirada de él la alertó.
—Estás loco. No me había dado cuenta hasta ahora, pero lo estás.
—Sí, puede que tenga gusanos en el cerebro. Pero es más de lo se puede decir
de ti —sonrió con crueldad—. Buenas noches, Beatrice. ¿A la misma hora mañana?
Soltó una carcajada y se marchó.
—Sería un placer.
—¡Lo ves! Entonces, hagámoslo. Podemos encontrarnos mañana al amanecer.
Traverston apretó la copa.
—No me provoques, Hamilton. He tenido un mal día.
—Y está a punto de ser mucho peor.
El marqués se tensó.
—¿Qué quieres decir?
Hamilton se rió una vez más. Se recostó en el respaldo.
—Tengo a Olivia —dijo, con una sonrisa complacida.
A Traverston se le paralizó el corazón. Apoyó las dos manos en los brazos del
sillón y se levantó. Lentamente se acercó a su hermano con la palabra furia escrita en
todos los músculos de su cara. Levantó un puño y se lo colocó muy cerca de la cara.
Hamilton permaneció inalterable.
—Hermanito, por favor, no perdamos la compostura. No podemos olvidar
quiénes somos.
—¿Qué demonios quieres?
—Sólo lo que te he pedido: un duelo.
—¿Y si no acepto?
—¿Recuerdas lo que le ocurrió a Alice? No será exactamente lo mismo, porque
Olivia no es virgen. Pero puedo conseguir que sea igual de doloroso.
—Si tocas un solo centímetro de su cuerpo, te mato.
Hamilton se encogió de hombros.
—Bueno, al fin y al cabo te estoy dando una oportunidad. Mañana al amanecer.
Los dos hombres mantuvieron la mirada fija el uno en el otro.
—No tenías que haberla metido en esto. Sabías que me batiría contigo sin
problemas.
—Sí, pero esto le añade mucha más sustancia. Además, nunca se sabe. Ahora
que te has vuelto un marido respetable, tal vez seas más reacio a perder la vida.
Tienes alguien en quien pensar. Alguien que te importa mucho, ¿verdad?
El marqués volvió a levantar el puño.
—No, por favor, no te molestes en disimular. Sé, además, que llevas casado
mucho más tiempo del que decís. Te recomendaría que no le confiaras ningún secreto
a lady Chisolm. Está ansiosa por traicionarte.
—No deberías tentar tanto a la suerte, David. No me conoces.
Hamilton sonrió.
—Somos iguales, querido hermanito, hechos de la misma materia. ¿O acaso has
olvidado quién era nuestro padre?
—Te aseguro que no tengo nada que ver con todo esto —la respuesta de la
condesa finalizó con un pequeño grito, al sentir la mano del marqués sobre su
brazo—. Lo vi justo después de que te marcharas, pero no me hizo partícipe de sus
planes.
—Maldita mujer —gruñó el marqués, con un tono amenazante—. Ya me has
mentido demasiadas veces.
—Es verdad lo que te digo —insistió ella con desesperación—. No sé dónde
tiene a tu esposa.
El marqués la miro con una furia inaplacable.
—Señora condesa, si a Olivia le sucede algo…
Ella apartó el brazo de entre sus manos y se lo restregó para aliviar el escozor.
—Si hay alguien que va a sufrir algún daño, eres tú, no yo —le dijo sin
sentimiento alguno.
—En este momento, lo único que importa es Olivia.
—¿No me digas? —la condesa se carcajeó suavemente—. ¿Es por eso que te
diste tanta prisa en volver a mí?
Él se volvió bruscamente hacia ella.
—No tienes ni idea de lo que sucede, Beatrice.
—¿De verdad que no, Trav? Yo creo que es bastante obvio. Estás perdidamente
enamorado de ella.
Él se apartó inmediatamente de lady Chisolm.
—¡No seas ridícula!
—¿Ridícula? He visto a demasiados hombres atormentados por el amor. En este
momento, eres el retrato exacto de un enamorado. La quieres con todo tu cuerpo y
toda tu alma y eso te aterra.
Él se aproximó a ella amenazante. Pero la condesa vio el miedo y al ira en un
mismo gesto.
—Claro como la luz de la mañana. Y, sí, tienes motivos para estar aterrado —la
condesa se alejó de él riéndose a carcajadas—. El todo poderoso marqués se rinde
ante una mosquita muerta. Nunca pensé que te vería caer tan bajo. Es increíble que la
reina de hielo haya conseguido hacerte el daño que yo no logré. Pero me alegro.
—¿A qué te refieres?
Ella abrió los ojos con fingida inocencia.
—Pero, Traverston, ¿no te has dado cuenta?
—Habla, maldita seas.
Ella se mantuvo implacable, una fría son isa y los ojos llenos de fuego.
—Ama a otro, querido. Tu esposa, a la que adoras con desesperación, no te
corresponde. Está loca por el conde.
Traverston trató de hacer caso omiso a sus palabras. Pero no pudo. La miró con
desprecio.
—¿Dónde está Olivia?
—No tengo ni idea. Pero te aseguro que no está a salvo con David.
La risa burlona de Beatrice lo siguió hasta el corredor.
Capítulo 17
Cuando el coche se detuvo frente a la puerta de la mansión de los Markston, el
conde abrió la puerta con brusquedad. Ayudó a Olivia a descender. Su rostro,
iluminado por el candil de la entrada parecía el de un ángel. Ante semejante visión,
la rabia que el marqués sentía se desvaneció.
Olivia fue la primera en subir las escaleras hacia el interior de la casa. El conde
la ayudó a quitarse el chal con demasiada gentileza. Ella sonrió, pero sin ocultar su
tristeza.
—¿Te quedas un minuto conmigo, Alex? —le preguntó—. Le pediré Shipley que
nos traiga un té.
—La verdad es que preferiría algo más fuerte —respondió el conde.
Olivia bajó la mirada, avergonzada por no haberse dado cuenta por sí misma.
—Claro, cómo no lo he pensado.
Se dirigieron al salón azul, como ella lo había dado en llamar, que estaba al final
del corredor principal.
Al entrar, Olivia se sentó frente al conde, no junto a él.
—¿Es que me tienes miedo, Olivia? —le preguntó con una sonrisa seductora.
El primer impulso de Olivia fue responder con humor a su insinuación. Pero no
era momento para juegos. Tenía que aclarar aquella situación.
—¿Alguna vez te he contado algo sobre la primera vez que vi a mi marido?
—Olivia observó cómo el gesto del conde cambiaba. Él dijo que no con la cabeza—.
Yo tenía diez años. Vino a la casa de mi padre para tener una conversación privada
con él. Sólo lo vi un momento, pero me pareció el hombre más guapo del mundo.
Pensaba que era un pirata. Aquel mismo día, me llevaron Norwood Park. La casa
tenía un aspecto extraño, pero a mí no me llamó la atención entonces. En lo único que
me fijé fue en él y en la amabilidad con la que me trató. Mi padre murió dos años
después de aquello. Pero desde aquella visita hasta su muerte, convirtió mi vida en
un infierno.
—Creo que entiendo lo que quieres decir —dijo el conde.
—No, no lo sabes. Verás, durante aquellos dos años, lo único que me mantenía
viva era la esperanza de que aquel pirata me rescatase de mi sufrimiento. Alex, tú no
puedes competir contra eso.
—Te he preguntado antes si amabas a Traverston.
Ella recapacitó unos segundos. Se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
—Es mucho más que amor. Necesidad puede sonar feo. Pero eso es lo que
siento. Necesito a John. Es mi marido. Puede que sea absurdo este sentimiento. Pero
no lo puedo cambiar. Tampoco lo puedo explicar.
Monquefort dejó caer los brazos. Olivia pudo sentir su decepción.
—Lo amas a pesar de que te hace daño.
como una afrenta personal y juró matarlo. Esta noche, en la ópera, Traverston salió
detrás de usted para aclarar la situación y ella se lanzó sobre él y lo hirió.
A Olivia se le cortó la respiración.
—No puede ser —susurró ella.
—Me temo que sí. Y no nos queda mucho tiempo. Está en mi casa.
Olivia se levantó de inmediato.
El coche de Hamilton había recorrido ya unos cuantos kilómetros, cuando
Olivia se dio cuenta de que no se dirigían a casa de Hamilton.
—¿No vive usted en Mayfair, señor Hamilton?
Él la miró con sorna.
—Sí, señora, efectivamente.
Confusa, Olivia retiró la cortina de la ventanilla. Luego miró a su acompañante.
—No estamos dirigiéndonos hacia allí.
Él se rió suavemente.
—No —ella esperó. Al comprobar que no tenía intención alguna de darle más
información, preguntó de nuevo—. ¿Podría decirme a dónde me lleva?
La cara de satisfacción de Hamilton era repulsiva. Su voz sonó aceitosa.
—A una posada.
—¿Señor Hamilton se va a explicar o me va a obligar a rebajarme y preguntar
continuamente?
Los ojos de él tenían un algo diabólico.
—¿Rebajarse? Puede ser. Pueden ocurrir muchas cosas en las próximas horas.
Aún no he decidido lo que voy a hacer.
La miró con hambre, un hambre voraz.
—¿Qué quiere de mí?
—Por supuesto, ya habrá adivinado que su marido está perfectamente. Pero
espero que no por mucho tiempo.
Olivia mostró toda su indignación.
—¡Explíquese!
—Al amanecer, nos enfrentaremos en un duelo.
—¿Va a matarlo? —dijo Olivia sin poder ocultar su terror.
—No lo sé. Tal vez, sólo lo deje inválido de por vida. Cualquiera de las dos
cosas me resultarían igualmente satisfactorias. Respecto a usted, sabe que me resulta
deliciosa.
Ella apartó el rostro.
Durante las siguientes horas, Olivia tuvo que escuchar a Hamilton. Contaba,
con un brillo inusual en los ojos, cómo lo había planeado todo. No dejó de comer. Se
—No sé qué otra cosa puedo hacer. Sé de lo que es capaz y sólo pensar que está
con él me revuelve el estómago. A pesar de lo que parece, Olivia me importa mucho.
Si pudiera, la rescataría al instante. Pero no puedo. Me quedan tres horas antes del
duelo. Es imposible saber dónde se la habrá llevado y, de encontrarla, temo que sería
peor. No sé lo que haría para evitar que me la llevara.
Monquefort digirió el repentino silencio con dificultad. Sabía que Traverston
tenía razón, pero lo abrumaba sentirse tan impotente.
—¿Me permites que sea tu testigo?
—Por supuesto, para eso he venido.
—Creí que habías venido a buscar a Olivia.
Al marqués no le pasó por alto la acusación implícita en las palabras del conde.
—Tenía esa esperanza. Al menos, lo esperaba por su bien. Por el mío, prefería
que no fuera así.
El conde le dio la espalda a su amigo y se dirigió a la ventana. Tragó saliva con
dificultad.
—Estabas con Beatrice en la ópera.
Traverston suspiró.
—Sí. Quería ver qué ocurría con vosotros dos. Además, sabía que Beatrice y
Hamilton se traían algo entre manos y pensé que así podría averiguarlo. Lo que no
me imaginaba es que incluían a Olivia en sus planes.
—¡Maldita sea! Si me hubiera quedado con ella…
El marqués se apretó las sienes y los ojos con los dedos.
—No era tu lugar, Alex, sino el mío —dijo Traverston. Pero el reproche no iba
dirigido a su amigo, sino a sí mismo.
Monquefort contuvo una respuesta. No era momento para entrar en ciertas
disquisiciones. Lo único que importaba era Olivia.
—¿Qué hacemos ahora?
—Localiza al doctor e infórmale de que va a haber un duelo. Dudo que David
se haya preocupado de eso. Desearía ver cómo me desangro y muero lentamente. He
de admitir que la idea de que le ocurriera a él me parece sugerente. Pero alguno de
los dos tendrá que comportarse como un caballero. Yo voy a buscar a Seinheart, para
que sea mi otro testigo.
Monquefort se dirigió inmediatamente hacia la puerta. Se detuvo un instante y
se dirigió al marqués sin mirarlo.
—¿Tú crees que ella estará bien?
—Eso espero —respondió Traverston.
La espesa niebla humedecía el interior del coche. Olivia tembló de frío, a pesar
de la manta que le cubría las piernas. Sentía que la niebla le había calado hasta los
huesos.
Miró por la ventanilla del carruaje.
La luz del amanecer confería un aspecto irreal al paisaje. A penas si podía
diferenciar las figuras que se movían a cierta distancia del coche. Estaban de pie,
bastante juntos entre sí.
Hamilton parecía relajado y despreocupado. Estaba escuchando lo que los otros
dos decían.
Olivia movió la cabeza ligeramente para mirar a la carretera, pero no vio nada.
Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos. Sentía una silenciosa desesperación.
No podía hacer nada. Sólo esperar.
De pronto el ruido de caballos aproximándose, le anunció la llegada del
marqués. Pocos minutos después de que el ruido cesara, pudo ver a Traverston
descender rápidamente del vehículo que lo transportaba y dirigirse hacia el coche en
que ella se encontraba.
En mitad del camino, fue interceptado por Hamilton. Intercambiaron unas
palabras, pero Traverston se mostró implacable. Finalmente, Hamilton se apartó y
Traverston llegó hasta el carruaje.
Olivia estaba justo al lado de la puerta cuando su marido la abrió. Sin
pensárselo un momento, la agarró en sus brazos. Ella se apretó contra él y escondió la
cabeza en su pecho.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Ella asintió y trató de sonreír. Él la miró con una ternura inmensa.
—Quiero que te quedes aquí —le dijo, mientras le sujetaba la barbilla—.
Prométemelo. Pase lo que pase, te quedarás en el coche.
La miró esperando la promesa. Ella dudó, pero al final asintió.
Él se alejó de ella, sin apartar la mirada de aquel rostro angelical y cerró la
puerta.
Olivia lo vio encaminarse hacia el lugar del enfrentamiento. La niebla había
cedido ligeramente y la luz del día iba ganando poco a poco a la noche.
Cuando los hombres se encontraron, hubo un corto diálogo. Luego se hicieron
dos grupos. Uno de los que había llegado con Hamilton, sacó una caja de uno de los
vehículos. Luego se dirigió a Traverston y a Hamilton y la abrió. Traverston fue el
primero en tomar una pistola. Luego lo hizo su hermano.
El hombre de la caja se retiró a su coche otra vez.
El marqués y el señor Hamilton se dirigieron al lugar donde iba a dar comienzo
el duelo. Se pusieron espalda con espalda. Olivia pudo ver cómo su marido se alejaba
paso a paso de David Hamilton. El tiempo pareció ralentizarse. Matizada por la
niebla, la escena tenía algo onírico.
De pronto, Hamilton se dio la vuelta. Antes de que Olivia pudiera gritar para
avisar a su esposo, ya había disparado. Olivia pudo ver que la bala le había dado a
Traverston en el hombro.
Entonces, el marqués apuntó y disparó.
Poco después, ambos hombres caían sobre la arena.
Capítulo 18
Olivia había abierto la puerta del coche y se había precipitado sobre el suelo. Sin
esperar a que el cochero la ayudara, se había levantado y antes de darse cuenta
estaba junto a su esposo.
La gran mancha de sangre que tenía su esposo en el hombro no la dejó
impertérrita. Pero Olivia no era el tipo de persona que se debilita en las situaciones
de crisis.
Rápidamente, se inclinó sobre él, rasgo su ropa para ver el estado de la herida.
La tapó de nuevo antes de que sus lágrimas empaparan la piel ensangrentada.
Alguien trató de apartarla de su marido pero no pudo. Una voz familiar la
persuadió.
—Por favor, Olivia, deja que el doctor lo examine —dijo la voz desesperada del
conde.
Pasaron unos segundos antes de que reaccionara, pero finalmente se apartó.
Uno de los hombres que habían venido con Traverston se acercó para
examinarlo. Era un hombre de mediana edad, con más aspecto de rico comerciante
que de médico. Sin embargo, en cuanto puso sus manos en él, lo hizo con la destreza
del que conoce su trabajo.
Después de un rato, Monquefort se atrevió a preguntar.
—¿Cómo está?
Sin apartar los ojos del herido, el doctor respondió.
—Creo que va a estar bien. Parece que la bala sólo ha atravesado la carne, sin
tocar el hueso. Pero tenemos que levantarlo cuanto antes de este suelo húmedo.
Podría agarrar una infección.
El conde y Seinheart intercambiaron una mirada y, acto seguido, lo levantaron
del suelo y lo llevaron a su carruaje.
—¿Es usted lady Traverston? —le preguntó el doctor a Olivia.
—Sí, la misma —le respondió ella con determinación, como dispuesta a
escuchar cualquier cosa.
—Señora, los próximos días serán de vi tal importancia. Va a tener que
atenderlo día y noche. Le recomendaría que buscara una enfermera profesional.
—No será necesario. Me encargaré de todo personalmente.
Él la miró con desconfianza.
—¿Ha cuidado alguna vez a un herido?
Ella dudó un instante.
—No…
—No es una tarea fácil y, menos aún, para una dama. Tendrá que limpiar la
herida y vendársela, alimentarlo y asearlo. Lo más oportuno será que consiga a
alguien que la ayude.
vida, del universo. Necesitas que te protejan, que alguien levante una barrera que te
defienda del mundo. Yo podría hacer eso. Creo que soy la persona que tú necesitas.
Olivia se quedó pensativa unos segundos, antes de retirar la mano. Se levantó
lentamente y caminó en dirección a la chimenea. ¿Cómo podía explicarle al conde lo
que ni siquiera podía explicarse a sí misma?
De espaldas a él, comenzó a hablar con una calma infinita.
—Dices que necesito alguien que me defienda del mundo, Alex. Pero, en
realidad, lo que necesito es alguien que me haga vivir de nuevo —se dio la vuelta y
su gesto expresaba el deseo de que la comprendiera—. La vida que he llevado
durante los últimos ocho años no ha sido más que una mentira. Me he estado
escondiendo del mundo, de la alegría, de la tristeza. Yo misma me aparté de todo, me
alejé de la realidad, para que nada me afectara, para poder pasar por la vida sin
sufrir. No fue una elección consciente, sino una forma de autodefensa contra mi
padre. Tenía la sensación de que todo el mundo quería hacerme daño, de modo que
me escondí para que no pudieran encontrarme. Y funcionó. Hasta que me encontré
con John.
Se acercó al conde y se sentó a su lado.
—John fue capaz de ver lo que me sucedía, mucho antes de que yo misma me
diera cuenta. Para él se convirtió en un desafío sacarme de mi letargo. Creo que, al
principio, no pensó que terminaría importándole. Sin embargo, sucedió. No puedo
convencerte de que John es la persona adecuada para mí. Pero creo que entiendo lo
que le está sucediendo, lo que pasa en su mente. No puedo tener la certeza, pero
intuyo algo y me quiero dejar llevar por esa intuición. Creo que este terrible accidente
puede aportarnos algo bueno. Él no puede huir de mí en este momento y yo no
puedo dejarlo.
El conde volvió a llenar la copa y dio un trago.
—Supongo que tienes razón —dijo el conde—. Pero, ¿pensarás en mi oferta? Si
las cosas no funcionan, ¿me darás una oportunidad?
Ella sonrió con pesadumbre.
—Pensaré sobre ello.
El conde se levantó y suspiró pesadamente.
—Creo que debemos dejarlo aquí —miró de un lado a otro de la habitación,
como si buscara algo. Pero no encontró ninguna excusa para quedarse—. ¿Necesitas
algo antes de que me vaya?
—No. El servicio se encargará de todo —respondió ella.
El conde se dirigió hacia la puerta.
—Estaremos en contacto. Hazme saber cómo evoluciona.
Ella asintió. La miró una vez más antes de abrir la puerta y marcharse.
Olivia se quedó sola menos de un minuto. En seguida, sonaron unos golpes en
la puerta. Era el doctor.
—No puedo explicártelo exactamente. Estaba allí, sentada, justo después de que
os marcharais y, de repente, sentí que tenía que venir. Aún sabiendo que, lo más
probable era que me echara de su casa una vez más —miró a la cama—. Parece ser
que el instinto materno todavía me funciona.
Aquella noche, apareció la tan temida fiebre. Olivia se sentó durante toda la
noche. Le cambió continuamente el paño frío que mantenía en su frente. Consiguió,
con mucho esfuerzo y paciencia, que se tomara las hierbas que el médico había
recomendado. Incluso trató de que comiera, pero fue en vano. Le refrescó el cuerpo
varias veces para conseguir que la temperatura no subiera en exceso y le cambió el
vendaje dos o tres veces. Su ayuda de cámara retiró en varias ocasiones las sábanas
empapadas y las sustituyó por otras.
Durante todo el proceso, en ningún momento recobró la conciencia.
Al amanecer, Felicity vino a sustituir a su nuera. La mandó a la cama con la
promesa de que, si había algún cambio, la llamaría.
Cuando Olivia se levantó de un inquieto descanso cinco horas después, todo
seguía igual.
La rutina establecida entre las dos mujeres, continuó así durante dos días más.
Monquefort apareció en dos ocasiones por la mansión, pero fue atendido por un
sirviente que lo informó de que no había cambios.
Pero la mañana del cuarto día, el círculo se rompió. Cuando Felicity entró a
hacer el relevo, Olivia la miró con una sonrisa.
—No ha tenido fiebre —le anunció triunfante.
La anciana le puso a su hijo la mano sobre la frente y sonrió a Olivia.
—Lo hemos conseguido.
La visita del doctor, a primera hora de la mañana, confirmó lo que las mujeres
ya sabían: el marqués estaba en vías de recuperación.
Cuando el doctor ya se había marchado, Felicity le rogó a Olivia que se fuera a
descansar. Olivia protestó, porque Traverston se podía despertar en cualquier
momento.
—Te despertaré si así ocurriera. Te lo prometo.
Olivia obedeció a su suegra. Habría querido permanecer allí hasta ver a su
marido consciente. Pero estaba agotada. No había podido dormir durante tres días,
pues temía que la pudiera necesitar en cualquier momento.
A eso de las diez, Traverston abrió los ojos.
Recorrió la habitación con la mirada, tratando de identificar las sombras como
objetos conocidos. Vio una figura sentada en la silla pero la pasó momentáneamente
por alto. Pero rápidamente volvió a ella. No se había confundido, ni era un sueño.
Era su madre la que estaba allí, sentada, observándolo con curiosidad.
—¿Qué…? —comenzó él. Se dio cuenta de que tenía la garganta seca y de que
no podía hablar.
—Puede que no. Pero me vas a tener que escuchar. No ya por tu bien, sino
también por el de esa criatura que tienes como esposa y que te adora. Sé que no te
atreves a amarla, por miedo a terminar haciéndole daño. Por eso creo importante que
sepas algo sobre tu nacimiento.
—No sé lo que estás tratando de hacer, pero no lo vas a conseguir, no vas a
conseguir confundirme.
La madre de Traverston dio un golpe en el brazo del sillón con rabia.
—Eres un obstinado. ¿De verdad, piensas que he venido hasta aquí para
contarte una estúpida mentira? Pero claro que lo crees. No tienes la sangre del
marqués, pero eres un millón de veces más cabezota que él.
Felicity se levantó y se dirigió a la puerta. Cuando estaba a punto de salir,
Traverston la detuvo.
—Espera. Has dicho que no tengo la sangre del marqués. ¿A qué te refieres?
—Tu padre era Solomon Nottigham, mi segundo marido.
—Te pido disculpas —dijo Traverston, cambiando por completo su actitud—.
Me interesa lo que dices. Por favor, siéntate y cuéntamelo todo.
Felicity lo miró con una mezcla de indignación y ternura, se aproximó a la silla
y se sentó.
—Bien —dijo ella—. Todo comenzó cuando yo era muy joven…
Entre sueños, Olivia escuchó que alguien corría las cortinas. Escondió la cara
entre las almohadas. Después de unos segundos, se volvió. La luz que inundaba la
habitación la tomó por sorpresa. Se sentó, con los ojos medio cerrados antes de
reconocer a la persona que estaba en su alcoba.
Felicity se acercó a ella con una gran sonrisa.
—¿Cómo estás, mi niña?
—¡Felicity! —exclamó ella. Miró de un lado a otro de la habitación y, de pronto,
reaccionó—. Tengo que ir a ver a John.
La señora Nottingham la detuvo.
—Está bien, Olivia. Está durmiendo y puedes perturbar su sueño.
Olivia se detuvo.
—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?
—Veinticuatro horas —respondió Felicity con una sonrisa—. Estabas agotada.
—Creo que tienes razón. ¿Se despertó?
Felicity se sentó en la cama, junto a su nuera.
—Sí, a eso de las diez.
Olivia la miró dolida.
Capítulo 19
Una brisa suave, cálida, acariciaba la piel de Olivia. Sus faldas se abrían paso
entre la hierba. Olivia iba sonriendo mientras se aproximaba a su esposo, que estaba
sentado bajo un árbol.
Traverston alzó la vista y se encontró el brillo de sus hermosos ojos. Con el ceño
fruncido volvió la mirada hacia el tablero de ajedrez que tenía frente a él.
—¿Cómo me puedo concentrar si no dejas de distraerme? —dijo él con fingida
frustración.
—¡Oh, cielos! —dijo ella con sorna—. Pero si vas a perder te concentres o no. Te
sugeriría que dejaras de fingir lo contrario.
—¡Mujeres! —exclamó aparentemente enfadado, pero sus ojos brillaban
encantados de ver a la mujer que tenía ante él.
Olivia se sentó al otro lado del tablero. Una pequeña risa se le escapó al verlo
ejecutar el siguiente movimiento.
Con más fuerza de la necesaria, Traverston movió su reina.
—Jaque mate —le dijo Olivia y puso la reina junto a las otras piezas que había
capturado.
—¡Maldita sea! —exclamó el marqués y alzó la mirada.
Sus ojos se encontraron y, como si hubieran sido víctimas de un encantamiento,
ambos se quedaron encandilados.
Desconcertada por lo que sentía, Olivia fue la primera en romper el estatismo.
—Olivia —empezó a decir el marqués—. Quiero darte las gracias por todo los
que has hecho durante estas tres semanas. Quería decirte que me ha complacido
mucho tenerte a mi lado.
Ella le sonrió.
—Me encanta ganarte al ajedrez.
Traverston extendió una mano y agarró la de ella.
—Te hablo con toda sinceridad.
Ella apartó la mano sin dejar de sonreír.
—Creo que deberíamos ir a comer. Además, el doctor querrá reconocerte ahora.
Olivia se levantó y se adelantó ligeramente. Él se quedó unos segundos, para
poder apreciar los gráciles movimientos de su esposa. Ella se dio la vuelta.
—¿Vienes?
Él se levantó y la acompañó.
Después de la comida, el doctor reconoció al marqués.
Olivia se unió a Felicity y a su abuela que esperaban en el salón azul. Pero la
animada charla de ambas en la que rememoraban viejos tiempos, dejó a la muchacha
fuera de la conversación.
Olivia:
Sería un placer para mí poder cenar contigo en mi alcoba.
T.
¿Para qué querría cenar con ella a solas? A pesar de que había decidido
quedarse con él, no estaba dispuesta a que siguiera torturándola.
Pero a las siete de la tarde, impaciente y bellamente ataviada, ya esperaba en su
habitación a que su marido reclamara su presencia.
Un ruido en la puerta que comunicaba su dormitorio con el de él le anunció que
venía en su busca.
Su imagen imponente se dibujó en el vano de la puerta. Ella no pudo evitar
sonreírle complacida.
—Buenas noches, mi señor.
Traverston devoró a su mujer con los ojos. Luego se acercó a ella, la tomó de la
mano y la condujo a su estancia.
—Estás preciosa, Olivia.
Se ruborizó y miró al marqués algo confusa. Observó que la mesa estaba
preparada para una cena íntima.
—¿Vamos a comer aquí?
Traverston sonrió.
—Si te parece bien…
—Sí, muy bien —dijo ella, sin saber realmente qué pensar.
La cena transcurrió entre risas e historias que los dos se contaban. Cuando llegó
el postre, la atmósfera era totalmente relajada.
Traverston consideró que aquél era el momento. Se acercó a su esposa y la
condujo al sofá. Se sentó a su lado. Durante un largo rato no fue capaz de decir nada,
pero finalmente sacó fuerzas de flaqueza y se dispuso a hablar.
—Olivia, no sé muy bien cómo empezar. Tengo tantas cosas que decir. Me
gustaría contarte una historia.
—Estaría encantada de escucharla —dijo ella con un brillo especial en la
mirada.
—Es sobre un niño al que abandonó su madre. Él no sabía cuáles habían sido
las circunstancias reales. Su padre le dijo que la mujer era malvada y que se había
escapado con su amante. Castigados por su mala acción, el destino había hecho que
su barco naufragara. Cuando el muchacho creció, se dio cuenta de que su padre era
un hombre cruel. Pero lejos de intentar reconfortarlo, el muchacho lo que hizo fue
evitarlo, huir. Permanecía en la escuela interno la mayor parte del año y, durante las
vacaciones, procuraba pasar el verano con su abuelo materno. Sin embargo, se aisló
de toda compañía. Por eso, cuando conoció a Alice, se enamoró desesperadamente
de ella. Alice era una muchacha pobre, hija de un pastor protestante. Era dulce y
amable y tremendamente inocente.
Se detuvo unos instantes, como rememorando viejos tiempos.
—Conocí a Alice en mi último año en Oxford y le propuse matrimonio. Ella
accedió. Después de graduarme quise presentarle a mi familia la mujer con la que
había decidido casarme. Pero mi padre no quiso aceptar a Alice. Temeroso de lo que
le pudiera ocurrir en casa de mi padre, la dejé en una posada, bajo el cuidado de una
doncella. Pero una noche, mi hermano, siguiendo las instrucciones que le había dado
mi padre, la asaltó en su habitación. La violó brutalmente. A la mañana siguiente, la
encontré magullada y ensangrentada. Su desesperación fue tal, que se suicidó.
Olivia miró a su esposo horrorizada.
—Lo siento, John, debió ser espantoso.
—Mi padre me dijo que él había sido el artífice de todo el plan, que David era
para él su único hijo y que me desheredaría. Murió antes de poder cambiar el
testamento. Pero las posesiones que pasaron a mis manos, las sentí como una
maldición. Era no sólo la herencia material sino la sangre que me había transmitido.
Durante años traté de destruirlo todo y de autodestruirme. No podía soportar la idea
de que tarde o temprano yo también enloquecería y me convertiría en un monstruo
como todos mis ancestros.
—Lo sé, he sabido durante mucho tiempo que tenías miedo de ti mismo. ¿Qué
paso después?
—Mi abuelo materno murió, dejándome una gran fortuna. Pero las condiciones
fueron estrictas: sólo la recibiría si me casaba. En caso contrario, pasaría a David.
—Ya lo entiendo.
Fin