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Schonberg, Susan - La Princesa de Hielo

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

La princesa de hielo
Susan Schonberg

La Princesa de Hielo (1997)


Título Original: The Phoenix of love (1997)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Internacional 155
Género: Histórico
Protagonistas: John Richard Markston y Olivia Wentworth

Argumento:
Olivia Wentworth ignoraba que a una temprana edad había sido casada con el
marqués de Traverston y su tortuoso pasado había hecho de ella una mujer fría e
inexpresiva. Pero el encuentro con su esposo, muchos años después de la boda,
pondría fin al modo de vida que se había construido como defensa.
John Markston, el cuarto marqués de Traverston, reclamó a su mujer finalmente,
tras pasar mucho tiempo de su inusual boda. Sin embargo, los problemas de su

Escaneado por Sandra-Mariquiña y corregido por Paris Nº Paginas 1-136


Susan Schonberg – La princesa de hielo

familia eran un impedimento para conseguir la felicidad. Sólo una revelación


inesperada le permitiría entregarse a la mujer que amaba, su esposa.

Escaneado por Sandra-Mariquiña y corregido por Paris Nº Paginas 2-136


Susan Schonberg – La princesa de hielo

Capítulo 1
Norwood Park, Surrey 1808

—Maldita sea —exclamó el marqués—. Tiene que ser un error.


John Richard Markston, el cuarto marqués de Traverston, paseaba inquieto de
un lado a otro de la habitación. Se atusaba mecánicamente los mechones de pelo no
demasiado limpio, que volvían a caerle sobre los ojos repetidamente. Unos ojos grises
enturbiados por la inquietud decían demasiado de lo que pasaba en el interior de su
cabeza. Se sentía atrapado.
El marqués había sido un hombre muy atractivo antaño. Pero no quedaban ya
ni retazos de su antiguo esplendor. Su aspecto descuidado, sus amplias ojeras, su
delgadez extrema que mermaba lo que se intuía como una hermosa figura no eran
sino restos de una vida tumultuosa.
Su abogado, el señor Babcock, se mostró al principio reticente a aceptar que el
hombre que tenía frente a él era efectivamente el marqués. Había conocido a su
abuelo y, por fin, se encontraba con su famoso nieto.
La habitación no presentaba un aspecto menos patético. La chimenea llevaba
mucho tiempo sin usar y sin limpiar. Y lo mismo se podía decir del resto de la sala en
que se encontraban. El señor Babcock no se habría sentado aunque se lo hubieran
sugerido. Habría puesto en serio peligro la pulcritud de su traje inmaculado.
El pequeño hombrecillo respondía con todo cuidado a lo que el marqués le
preguntaba. No tenía intención alguna de alterar más a su ya alterado cliente. Se
contaban historias sobre la desaparición de una joven relacionada con él. Algo que
había ocurrido mucho tiempo atrás y que estaba sepultado en la memoria popular,
pero que, en aquellas circunstancias, brotaba como una advertencia en la mente del
abogado.
—Tenga la certeza de que cuanto digo se corresponde con lo que su abuelo
expresó explícitamente —se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente con el
pañuelo, evadiendo, así, la mirada hiriente del marqués—. No hay error alguno.
Habrá de heredar las quinientas mil libras, sólo si ha contraído matrimonio antes de
dos semanas. De lo contrario, su primo, David Hamilton, recibirá toda la fortuna.
Un hombre observador habría sabido retirarse a tiempo, pero el señor Babcock
no tenía, lo que se dice, una gran rapidez de reflejos. Sin a penas tiempo para darse
cuenta de lo que ocurría, se vio suspendido en el aire y con el rostro amenazante del
marqués a unos pocos milímetros de su nariz.
—Sospecho que no ha sido capaz de encontrar la llave que ajusta la cerradura
—dijo el marqués con un tono peligroso—. Le sugiero que la encuentre.
Cuando las plantas de los pies del señor Babcock tocaron el suelo, sus pies lo
condujeron, a una velocidad inusitada, hasta el otro extremo de la habitación. Se
recolocó el traje y trató de enmendar su error.
—Señor —dijo con total corrección y excesiva amabilidad—. Perdonadme, pero
no llego a comprender la gravedad de lo que esto representa. Pensé que estaría
contento de recibir…

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

Se detuvo. El marqués se acercó peligrosamente a su reducido cuerpo y él no


tuvo por menos que extender sus manos enfrente. Pero Traverston se paró delante de
él sin tocarlo.
—Mi muy estimado señor Babcock —dijo Traverston—. Usted no tiene que
comprender y, menos aún, conocer mis motivos para nada. No lo olvide nunca.
—Sí, señor —respondió una voz temblorosa.
Traverston intensificó su andar. Paseaba frente a la chimenea con un gesto
denso. De pronto, se detuvo. De su rostro se fue borrando la dureza y todo rastro de
antipatía desapareció. Su cuerpo recuperó la entereza y sus ojos la frialdad.
—Lo quiero aquí, mañana a las ocho de la mañana. Me dará cuentas de todos
los progresos que haya hecho.
—Sí, señor.
El pequeño abogado dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Antes de
girar el pomo, dudó unos segundos y luego se dispuso a formular una pregunta.
Pero, en vista de lo ocurrido tras su último intento de averiguar algo, prefirió abrir la
puerta y ponerse a salvo.
El trote de caballos que se alejaban ratificó su marcha y el marqués se dejó caer,
abatido, sobre el único sillón utilizable.
Era muy joven para sentirse tan cansado. Cerró los ojos y trató de aclarar su
mente. Pero no podía. Sin abrirlos, tanteó la pequeña mesa dispuesta junto al sillón y
encontró la inevitable botella de brandy. Se sirvió una copa sin derramar nada y dio
el primer trago. Sus músculos sintieron en calor relajante del brebaje. De un trago
terminó con lo que quedaba y se sirvió otra. Cuatro era el número mínimo requerido
por el marqués para alcanzar el estado mental que necesitaba en semejante situación.
Después de unas cuantas incursiones más a su copa, Traverston abrió los ojos.
Con cierta sorpresa se dio cuenta, por primera vez en mucho tiempo, del estado en
que se encontraba la estancia.
La biblioteca estaba inmunda. Había telas de araña por todas partes, el polvo
cubría todas las superficies con una capa blanca. La alfombra, ajada y sucia, era más
un recuerdo que una realidad y el espejo que colgaba sobre la chimenea daba sólo un
reflejo turbio.
Se levantó del sillón y se sirvió otra copa. Mecánicamente, se aproximó a las
únicas posesiones que había conservado: los libros que se disponían en desorden
polvoriento sobre los estantes. A pesar de las penurias, aquél era el único tesoro del
que no se habría podido deshacer. La lectura y el brandy eran las señas de identidad
de un caballero. Ni tan siquiera había podido conservar un caballo.
Recorrió la librería con la mirada, de Shakespeare a Aristóteles, hasta dejarla
reposar sobre una colección de cuentos. Como una ráfaga de aire fresco, su infancia
se le coló entre la tristeza de sus pensamientos oscuros.
La suya no había sido una niñez feliz, pero antes de la muerte de su madre sí
había vivido momentos entrañables. Durante un momento, le pareció escuchar su
dulce voz que narraba historias interminables, le pareció sentir el suave tacto de su
mano sobre el rostro.

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Pero aquel recuerdo fue como una sacudida. Se sirvió otro brandy y lo engulló
con vehemencia. Necesitaba ver la luz del sol.
Se aproximó a la ventana y apartó los harapos de terciopelo que colgaban como
un intento de cortina. Pero el gesto fue en vano. La maleza impedía el paso de rayo
alguno. No entendía por qué el jardín se había convertido en aquello. Sin embargo, él
mismo había permitido que todo se viniera abajo.
Apretó los ojos y se tocó las sienes. ¿Por qué hoy le importaba tanto aquello?
Era la primera vez que tomaba conciencia de la situación en que se hallaba.
Él mismo había generado una ola de destrucción a su alrededor. Pero, ¿era
realmente vivir así lo que quería? Con un brusco movimiento lanzó la copa contra la
chimenea fría y sucia.
No.
En un momento dado, había querido acabar con todo, con su vida y con sus
posesiones. Y no había sido capaz.
El marqués soltó una sonora carcajada que resonó en la sala casi vacía.

Gateland Manor era la mansión que colindaba con las posesiones del marqués
de Traverston, Norwood Park.
Traverston se detuvo frente a la casa y, no sin cierta complacencia, confirmó los
rumores que había escuchado. Gateland Manor estaba en unas condiciones sin duda
no menos penosas que las de su propio hogar. Traverston sonrió. Si el estado de la
casa por dentro era como por fuera, tenía posibilidades de obtener lo que necesitaba.
Tocó al timbre. La puerta se abrió y un viejo encorvado vestido con un aún más
viejo uniforme dejó asomar su cansada cabeza. No esbozó ni tan siquiera un saludo y
se limitó a esperar como si en algún lugar estuviera escrito que era el visitante quien
debía preguntar. El marqués tomó la iniciativa.
—Desearía ver al señor Wentworth. Infórmele de que el marqués de Traverston
está aquí.
Un extraño graznido fue todo lo que obtuvo por respuesta. Incapaz de
comprender lo que decía se decidió por seguirlo. El hombre iba abriendo con pesadez
y cansancio puertas que dejaba de par en par. Finalmente llegaron a la biblioteca.
Seguramente, aquélla era la única sala utilizable en toda la casa. Sin duda, la penuria
de los Wentworth era tan grave como la suya.
La puerta de la biblioteca se cerró con un portazo. El marqués recorrió la
habitación con detenimiento y, así, confirmó lo que ya era patente.
La mayor parte de los muebles habían desaparecido y la única diferencia real
era la limpieza y el fuego que ardía con fiereza. Se acercó instintivamente a la
chimenea. Cuando estaba a punto de calentar sus huesos húmedos y fríos, apareció
su anfitrión.

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El señor Wentworth se quedó en la puerta y dudó unos segundos antes de


entrar. Finalmente, extendió una mano y se aproximó al marqués.
—Señor, es una sorpresa verlo en mi humilde casa. Es un honor del que hace
mucho no disfrutábamos.
El énfasis que puso en la palabra honor no le pasó desapercibido. Estaba claro
que el vecindario sabía de las nada honorables actividades que el señor había
desarrollado en los últimos años. Pero el marqués decidió ignorar la insinuación y
esbozó una sonrisa cortés.
—Sí, hace mucho tiempo.
Wentworth estudió la situación con detenimiento. Parecía estar sopesando los
contras de mantener una conversación con un individuo de tan dudosa reputación.
Finalmente, se decidió a entablarla.
—Por favor, siéntese.
—Gracias, pero prefiero estar de pie.
Wentworth lo miró con cierta reticencia y luego se encogió de hombros. Se
aproximó a la campana que había al otro lado de la habitación y la hizo sonar varias
veces. Se dirigió al sillón que había ofrecido a su invitado y se sentó a esperar una
explicación. Pero el silencio le obligó a iniciar la conversación.
—Me temo que la requerida presencia de mi mayordomo Bentley se hará
esperar. Si es que ha oído la campana. Hace ya tiempo que debería haberle concedido
una pensión. Estaría mejor en su casa. Pero no me lo puedo permitir.
Traverston se sorprendió de la sinceridad de aquella declaración. Además, le
abría una puerta.
Antes de que el marqués pudiera fabricar una respuesta, el sirviente apareció
con dos copas y una botella de brandy. Atravesó la habitación con una lentitud casi
imposible y dejó la bandeja de plata sobre una pequeña mesa. Luego recorrió todo el
camino de vuelta. Aunque su intervención en escena no había durado más de cinco
minutos, al marqués le pareció eterna. Al menos, eso le había dado tiempo para
decidir el modo de plantear la cuestión.
Cuando la puerta de la biblioteca se cerró y se encontraron de nuevo a solas,
Traverston fue directo y conciso.
—¿Qué le parecería tener la oportunidad de pagarle su pensión?
Wentworth abrió los ojos con sorpresa.
—¿Perdón?
Traverston contuvo su impaciencia y repitió la propuesta.
—He dicho que qué le parecería poder pagarle la pensión a su mayordomo.
Wentworth estaba anonadado. Lo miraba atónito y confuso, sin saber si debía
preguntar o simplemente irse. Se enderezó y se decidió por lo primero.
—Señor, le rogaría que se explicara.

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Traverston dio un trago a su brandy y comenzó a pasear de arriba a abajo por la


habitación. Pensamientos contradictorios lo asaltaban. De pronto, temió una
respuesta negativa. Si no era él, no podría ser nadie. Sus circunstancias lo hacían el
colaborador adecuado. No iba a permitirle un no. Tenía que lograr su objetivo a la
primera.
Se detuvo. Dejó el vaso sobre la mesa y se situó delante de su anfitrión.
—Señor, quiero pedirle la mano de su hija.
Hubo un silencio. De pronto, Wentworth dejó los ojos en blanco y el marqués se
apresuró en su ayuda. Aquél lo detuvo, respiró profundamente y abrió los ojos.
—¿Esto es una broma? —preguntó Wentworth con una sonrisa burlona en el
rostro.
El marqués se inclinó hacia él y lo miró fijamente.
—Le aseguro que no, señor.
Wentworth se quedó lívido. Se levantó de improviso y Traverston se apartó de
su camino. Wentworth se acercó a Traverston y se quedó frente a él, amenazante.
—Permítame que tenga mis reticencias. Pero no veo el modo de que contraiga
matrimonio con una niña de diez años.
—¿Cómo dice? —preguntó Traverston, sorprendido por la revelación—. Calculé
que vuestra hija tendría dieciocho años a estas alturas.
Wentworth bajó los ojos, enturbiados por la tristeza.
—Margaret, a quien asumo se refiere usted, murió en un accidente. Trató de
saltar un obstáculo con su caballo y se partió el cuello —miró al interior de su copa y
removió el líquido con pesadumbre—. Fue mi culpa. No supe manejar su
temperamento salvaje.
De nuevo un pesado silencio se adueñó del espacio. Traverston no podía dejar
de pensar. ¿Qué podía hacer? La hija que había planeado tomar como esposa estaba
muerta. Pero había dicho que tenía otra.
Traverston rompió la quietud de aquel instante tortuoso.
—Siento haber traído a su memoria recuerdos pocos gratos. Pero mi petición
sigue tal cual. Deseo la mano de su hija.
—¡Qué! —exclamó Wentworth conmovido por tan insensible propuesta—.
¿Qué demonio lo impulsa a pedir por esposa una niña de tan temprana edad?
—Le ruego señor que me escuche con paciencia —dijo Traverston y le pidió con
el gesto que tomara asiento—. Comprendo la confusión que lo embarga. La realidad
es que hasta este mismo instante, nunca pensé que me vería en la circunstancia de
pedir la mano de ninguna dama y, menos aún, de una de tan corta edad.
Wentworth se dispuso a responder, pero el marqués lo detuvo.
—Sin embargo, necesito una esposa —continuó—. Y estoy dispuesto a hacer lo
que sea preciso a fin de asegurar que la tendré.
Wentworth sonrió con sorna.

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—Siento decirle, señor, que no creo que haya modo alguno de que pueda
convencerme para que le dé la mano de mi hija.
La rabia se apoderó de Traverston, pero cerró la boca y contuvo la bocanada de
ira.
—Por favor, permítame que continúe. Hace cinco años mi vida se convirtió en
algo intolerable. No voy a ir a los detalles, pero digamos que aproveché todas las
oportunidades que se me brindaban para degradarme a mí, mi nombre y mi familia.
Mi mayor deseo era entonces morir, pero no sin antes arrastrar a cuantos pudieran
estar vinculados con mi apellido —hizo una pequeña pausa y se aproximó a la
ventana—. Pero ahora, todo ha cambiado.
Wentworth no había notado hasta ese momento las marcas que la vida había
infringido en su contertulio. Sin embargo, de pronto, las líneas de su rostro
mostraban su tortuosa existencia. El marqués se inclinó hacia Wentworth y continuó
hablando.
—Cuando pensé que había tocado fondo, que podía beber hasta caer muerto,
voy y descubro que no es así. Mi abuelo, desde su tumba, me ha mostrado el camino.
Esto puede sonar extraño, pero yo le aseguro que es así. Él sabía que no podía acabar
con dos fortunas. No tengo fuerzas ya —Traverston se limpio la frente con la manga
y se dejó caer en un sillón. Parecía que, de pronto, había perdido la capacidad de
mantenerse en pie—. Me está obligando a casarme por dinero.
Wentworth lo miró confundido.
—No lo haga. No veo el motivo.
Como si hubiera desatado un tornado, Traverston se levantó y con el rostro
encendido por la ira.
—Porque, de otro modo, mi odiado hermanastro lo heredaría todo —tan rápido
como apareció la furia, también se disipó—. Eso sería intolerable.
Wentworth lo miró con detenimiento.
—Señor, por mucho que pueda compadecerme de sus circunstancias, no estoy
dispuesto a darle a mi hija.
Traverston insistió.
—Verá, no puedo ir a ningún otro lugar en busca de ayuda. Mi reputación es
peor que mala y ninguna mujer me aceptaría como esposo. Por mucho empeño que
yo pusiera, no lograría casarme en menos de dos semanas. Por eso, debo casarme con
Olivia.
—Realmente me deja perplejo. Su argumento es la peor carta de presentación
que se pueda ofrecer a quien se supone debería cederos la mano de su hija.
Traverston estaba preparado para darle una respuesta.
—Aunque originalmente venía con el propósito de pedir a su hija Margaret, veo
que la opción de tener a Olivia es perfecta.
—Me temo que no lo entiendo.

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—Necesito una mujer de inmediato. Sin embargo, sólo por escrito. Si su hija
tiene sólo diez años, esperaré a que cumpla los dieciocho para hacer de ella mi
verdadera esposa. Entre tanto, se quedará con usted, que la educará y la cuidará
hasta que esté en situación de venirse conmigo. Para serle sincero, no me siento
capaz, en mis actuales circunstancias, de contar con la presión de una mujer en mi
vida. Por supuesto, usted recibirá la cantidad necesaria para mantener, educar y
vestir a mi esposa, tal y como se merece, aparte de una cantidad cuando la aparte de
su lado. Eso le asegurará que ha conseguido para ella un título y una fortuna. Y,
quién sabe, tal vez yo ya esté muerto para cuando llegue el momento de su partida.
Wentworth se quedó inmóvil, pensativo. Los sonidos del campo resonaban con
eco en el silencio de la biblioteca.
Era tan confusa la situación. Por un lado, la sola idea de vender a su hija le
ponía a la altura de un tratante de esclavos. Incluso peor, pues era su propia hija.
Sin embargo, Wentworth estaba totalmente arruinado. Su casa había estado a
punto de ser embargada dos veces y no podía ni con mucho pagar la fortuna que
debía.
Sin pensar, formuló la pregunta.
—De cuánto estamos hablando.
—Treinta mil libras —respondió Traverston.
Wentworth emitió un chasquido involuntario. La cantidad de cosas que podría
hacer con ese dinero. Era una auténtica fortuna, mucho más de lo que nunca habría
soñado tener.
Pero era un acto de traición a su propia sangre. No podía vender a su hija ni por
todo el dinero del mundo. Sin embargo, ¿era realmente una venta cuando la primera
beneficiada sería ella?
En su presente estado financiero, no podía permitirse una educación, casi ni
ropa ni comida. En siete años, cuando alcanzara la edad de casarse, su posición social
y económica sería aún peor. No podría ni ofrecer una modesta dote. Eso le cerraría la
posibilidad de elegir por sí misma.
Pero, ¿llegaría a entender Olivia que aquello era por su bien? Tal vez, el ansia de
dinero lo cegaba y lo incitaba a engañarse. El dinero y los títulos, ¿serían de verdad
tan importantes para la felicidad de su hija? Después de todo, nunca podría soñar
con una fortuna como ésa. Además, la herencia del marqués debía de ser ciertamente
grande, pues hacía semejante ofrecimiento.
Traverston observaba a su anfitrión, su lucha interna. Pero sabía que sólo había
una respuesta posible.
El marqués guardó silencio. Finalmente, Wentworth se volvió hacia él.
—Usted gana, señor —dijo en un tono de voz quebrado y oscuro. Suspiró
profundamente y el pecho se le hundió como si un gran peso lo presionara. No se
atrevía a mirarlo directamente a la cara—. ¿Cuándo quiere que tenga lugar la
ceremonia?
Un brillo intenso se reflejó en los ojos del marqués.

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—Esta noche —dijo con firmeza.

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Capítulo 2
—¡Imposible! —exclamó Wentworth. Que se atreviera a llegar a su casa y
hacerle una propuesta de aquellas características, ya era en sí bastante insultante.
Pero además, tener que sacrificar a su hija de inmediato, era mucho más de lo que se
le podía pedir—. Imposible.
—Le ruego que se lo replantee, señor —replicó el marqués con toda la calma y
la frialdad que las circunstancias requerían—. Ya ha aceptado mi propuesta. ¿Qué
más le da cuándo ocurra? —Traverston observó a su vecino, sin poder ocultar del
todo su propia impaciencia y temor—. No creo que quiera volverse atrás en lo
apalabrado.
Wentworth no podía incumplir su palabra. Era un hombre de honor. El marqués
sabía que era la trampa perfecta.
—¡Por supuesto que no! —afirmó Wentworth. Se recolocó el chaleco, como si la
acción pudiera ayudarlo a recolocarse emocionalmente—. Pero es tan precipitado…
¿A qué hora queréis que se lleve acabo la ceremonia?
El marqués contuvo una sonrisa satisfecha que estuvo a punto de precipitarse
en sus labios.
—A las diez, en Norwood Park. Tengo una capilla privada.
Wentworth asintió tan levemente que el gesto fue casi imperceptible. Se quedó
sentado, absorto en sus pensamientos.
Traverston se encaminó hacia la puerta, se volvió y miró a su anfitrión. Pero su
estatismo lo empujó a mostrarse a sí mismo el camino de salida.
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, Wentworth levantó los ojos.
—Supongo que tendrá usted una licencia.
La triste expresión en el rostro de su vecino lo hizo recapacitar unos segundos.
Iba a conducir a una inocente a un destino incierto. ¿No había causado ya suficiente
mal? Sin embargo, su padre había decidido por ella. Cegado por la avaricia había
aceptado un pacto con el diablo. ¿Qué podía importarle a él eso? Después de todo, no
sería él quien habría de vivir con las consecuencias de sus actos.
Traverston inclinó la cabeza con fingido respeto y luego soltó una carcajada
satisfecha.
Wentworth sintió la ira crecerle dentro y se hundió aún más en su propia
miseria. Agarró con fuerza la copa de brandy y tragó con avidez hasta la última gota.
La puerta de entrada se cerró, dejando constancia de la marcha del marqués.
¿Qué acababa de hacer? Debería haber sabido que la presencia de Traverston lo
llevaría a un lugar oscuro del que no podría salir. Lo había intuido y, a pesar de todo,
había caído en su tela de araña. Wentworth se sintió perdido, perdido y desesperado.

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El sonido de aquellos pasos que se aproximaban los delataba como firmes a la


vez que inestables. No pertenecían a nadie que Olivia conociera, sin embargo, podía
imaginar de quién eran. Con toda la calma del mundo, se aproximó a su gato y lo
tomó en brazos. Entre ronroneos escuchó la duda de las pisadas. Era extraño. No
podía imaginarse a aquel hombre dudando.
En seguida, él llegó junto a ella. Se dio la vuelta y lo miró con una curiosidad
serena.
Traverston se quedó inmóvil, sorprendido. Lo que esperaba, no lo sabía con
certeza. Pero, desde luego, no a aquella niña silenciosa que lo miraba con tanta
intensidad. Su piel era blanca y pura como la porcelana, pero su pelo era de un negro
azulado. Sin embargo, lo que realmente llamó su atención no fue aquella hermosa
cabellera que se deslizaba hasta su cintura, ni su rostro limpio. Lo más excepcional de
aquella cara eran los ojos: azules, con un azul tan claro que parecían trasparentes.
Al hablar su voz salía clara y suave. A pesar de la cualidad infantil de su
timbre, tenía una serenidad adulta.
—Ha venido a ver a mi padre —afirmó ella.
El extraño sentimiento de irrealidad que Olivia le había provocado, se
intensificó al escuchar su propia respuesta.
—Sí.
Ella lo observaba con la frialdad y la distancia de un autómata.
Sus ropas estaban ajadas, pero pertenecían indudablemente a un caballero.
Pero no era la ropa lo que a ella le interesaba de él, sino su rostro. Tenía el pelo
negro, como el de ella, pero había perdido todo su brillo. Algunos mechones
desordenados le caían sobre la cara, y llevaba un corte irregular. Sin embargo, no era
eso lo que llamaba su atención. Eran sus rasgos duros, la mandíbula potente, la
barbilla pronunciada. Las cejas bien dibujadas, oscuras, carecían de piedad. La nariz
romana, no era la nariz de un hombre amable y generoso.
Pero había algo más.
Las profundas hendiduras de sus mejillas delataban el hambre que lo había
alimentado. Era grande; sin embargo, la ropa colgaba sobre su cuerpo consumido.
Las bolsas que tenía bajo los ojos eran la clara prueba de los excesos del alcohol
y la falta de sueño.
Y en todo había una pregunta a la que no podía responder. ¿Sería aquel hombre
capaz de sonreír?
Olivia buscó la respuesta en la única parte que se la podía dar: sus ojos.
«Oscuros y peligrosos», pensó. Unos ojos llenos de horribles promesas, que habían
visto demasiado, repletos de secretos terribles que podían aterrorizarla en la
oscuridad. Ojos que pedían ayuda.
Sin darse cuenta, Olivia respondió a su ruego.
—Si quieres puedes acariciarlo —dijo y le ofreció la pequeña bola de pelo que
tenía entre las manos.

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Un escalofrío recorrió al marqués con tanta intensidad que, durante un


momento, Olivia pensó que se iba a caer. Pero, cuando estaba a punto de ocurrir, el
temblor cesó. Se agachó lentamente y se sentó en el suelo. Una mano insegura se
aproximó al pequeño cachorrillo y lo acarició.

—Maddie, ¿has visto al pirata? —le preguntó Olivia aquella misma tarde a su
niñera.
—Ya sabes que no existen los piratas —respondió Maddie y la señaló con el
dedo en una señal de advertencia—. Te he dicho mil veces que no se come con la
boca llena.
Olivia se quedó absorta en sus propios pensamientos. Era una pena que no
hubiera visto al pirata. Pero su padre sí lo había visto, como ella. Aunque no actuara
como tal, no cabía duda de que tenía aspecto de ser uno de los más fieros corsarios
que había imaginado nunca.
Como siempre que pensaba en su padre, una sonrisa se le dibujó en los labios.
Había prometido contarle aquella noche algunas historias sobre la antigua Grecia. Tal
vez, cuando hubiera terminado, podría preguntarle sobre el pirata.
Olivia, sola como de costumbre, se dedicó a deambular por la casa, hasta que
unas voces llamaron su atención. Se acercó a la puerta de donde procedían y sin el
menor recato asomó la cabeza.
Allí estaba su padre. Discutía acaloradamente con un hombre que solía traer
vino y brandy a la casa. No era la primera vez que veía a su padre en aquel trance.
Olivia cerró la puerta y subió sigilosamente hacia su habitación. Se sentía triste.
Sabía que no había mucho dinero. Desde siempre, había sido educada para ahorrar y
hacer los menos gastos posibles. Pero cada vez había más escasez. Quería ayudar a su
padre. No sabía lo que podría hacer, pero iba a encontrar un modo. Tenía que
hablarlo con Maddie.

Aquella noche, Wentworth, como todas, cenó en compañía de su hija. Pero


estaba tan taciturno y entristecido que la niña apenas podía probar bocado.
Todos los intentos de Olivia por sacar a su adorado padre de aquel estado
fueron en balde. Nada parecía poder tranquilizar el alma atormentada de
Wentworth.
Después de un rato, Olivia se sintió incapaz de soportar la densidad del aire
que lo envolvía. Sin ser consciente de lo que hacía lanzó una pregunta.
—¿Quién era el hombre que ha venido a visitarte esta mañana?
Wentworth sintió que sus músculos se paralizaban. Tenía los ojos fijos en el
plato, y no podía levantar la mirada. No podía afrontar la mirada transparente de su

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hija. Al levantar la cabeza, la cara de Olivia se le asemejó a la de su difunta esposa.


Estaba allí, interrogante, con tanta pureza en unos ojos tan acusadores.
Olivia pudo percibir el tenor y la ofuscación de su padre. De repente, parecía
enfadado, triste y aterrorizado.
Como si tratara de traerlo de nuevo al mundo de los vivos, formuló una vez
más la pregunta.
—Papa, ¿quién era ese hombre?
Wentworth bajó los ojos incapaz de sostener la mirada interrogante de su hija.
Partió un trozo de carne y se lo metió en la boca. Pero se atragantó. No podía afrontar
aquello. Sin mediar palabra se levantó y salió de la habitación.
La larga sombra de su padre reptando por la habitación fue la única respuesta a
una pregunta sin respuesta.
Pocas horas después, Olivia dormía ya plácidamente en su habitación. Una voz
suave resonó en sus oídos como un eco lejano. Aunque indefinido al principio, el
sonido se fue convirtiendo en voces.
—Cariño, despierta —le susurró la niñera—. Sé que estás muy cansada, pobre
mía. Pero tienes que prepararte para un viaje.
—¿Un viaje? —preguntó confusa la niña.
Maddie retiró las mantas en que la niña estaba envuelta. La vieja mujer tenía
sus dudas sobre viaje que se hacía en mitad de la noche y de aquel modo clandestino.
Pero se las calló.
—Sí, mi niña. Tu padre y tú vais a Norwood Park.
Olivia se quedó mirando fijamente a su niñera. ¿Qué era Norwood Park?
¿Dónde estaba? Finalmente, una imagen le dio una respuesta.
Olivia se había escapado de Gateland Manor una tarde y había visto la casa de
Norwood Park entre el ramaje desmesurado. La idea de ir a aquella vieja mansión,
llena de telas de araña y que encerraba misterios insondables le resultó inquietante.
—No te preocupes mi niña. No tienes nada que temer. Estoy segura de que
todos esos rumores de que está embrujada no son ciertos. Además el señor irá
contigo y sabes que él siempre te protegería de cualquier daño.
Olivia digirió las sabias palabras de su niñera y llegó a la conclusión de que lo
que le decía era cierto.
—Además, mira lo que te he traído.
Un bonito vestido azul pálido con lazos más oscuros y un hermoso cuello de
encaje era el anzuelo perfecto. La niña se lo puso, con unos calcetines blancos.
—¡Maddie! ¿De verdad que esto es para mí?
—Sí mi niña, lo es.
Wentworth estaba al pie de la escalera cuando su hija apareció. Nunca había
visto un ángel tan perfectamente aderezado, con una pulcritud y una delicadeza
semejantes. El azul del traje enfatizaba el color de sus ojos. Llevaba el pelo sujeto con

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una cinta que conjuntaba con el resto. Su rostro de una palidez cremosa destacaba
sobre el negro de sus cabellos.
La imagen de tanta inocencia lo ofuscó y lo satisfizo a un tiempo. Traverston iba
a enfrentarse a su propia conciencia al ver tanta pureza.
Aunque Norwood Park estaba realmente cerca, el carruaje tardó quince
minutos en llegar ante la puerta. Para Olivia los minutos se hicieron horas. La
presencia de su padre, lejos de tranquilizarla, le había provocado un auténtico
tormento. Sus actos habían sido tan extraños que no sabía cómo encajarlos.
Cuando llegaron ante la mansión, Olivia se quedó sorprendida de la visión que
se alzaba ante ella. La casa era de una belleza y un encanto inusuales. La luna se
reflejaba sobre el lago plateado y un gran roble se alzaba majestuoso en la orilla.
Al entrar, Olivia pudo apreciar lo que antaño debía de haber sido aquel sitio.
Absorta en su admiración, tardó un rato en darse cuenta de que había recorrido gran
parte de la casa. No comprendía lo que ocurría, pero iban hacia una parte del edificio
poco frecuentada. Olivia se sintió aliviada cuando el mayordomo se detuvo frente a
una puerta que abrió sin demora. Atravesaron el vano. Estaban en la capilla.
Wentworth no frecuentaba las iglesias y había llevado a Olivia en muy raras
ocasiones. Ella no recordaba que esa noche hubiera algún tipo de celebración que
motivara su presencia allí.
Olivia levantó la vista hacia su padre, como buscando una explicación. Pero no
la obtuvo, sólo frialdad y silencio.
El mayordomo los dejó y Olivia se internó lentamente en la oscura sala,
mirando con detenimiento el techo y las paredes.
La capilla era un bonito ejemplo de arquitectura gótica.
Sin mediar palabra, Wentworth la empujó suavemente hacia el ábside.
Fue entonces cuando Olivia tomó conciencia de la presencia de dos hombres
más. Había uno, vestido con un atuendo religioso. Junto a él, aunque de espaldas,
estaba él, el pirata.
Al llegar al altar, Wentworth colocó a su hija junto al extraño. Ella alzó los ojos y
se encontró con su rostro. Algo la sorprendió. Aquel individuo era guapo,
extrañamente guapo. Su mirada se perdía en un horizonte inexistente. La nariz,
perfectamente esculpida, se disponía como un montículo imponente entre los
pómulos. Tenía un noble porte y una dignidad natural poco corrientes.
Pero su expresión seguía siendo solemne y triste. No es que estuviera llorando,
nada de eso. Los hombres no lloran, ya se sabe. Pero estaba triste y daba miedo.
De pronto, Olivia se dio cuenta de que el hombre religioso llevaba un rato
hablando. No le era fácil seguirlo, pues no estaba familiarizada con aquel tipo de
lenguaje. De pronto, el religioso hizo un silencio. ¿Le habría dicho algo? Tal vez, tenía
que responder. Normalmente, cuando había un silencio como aquél, los fieles
contestaban. Con la única palabra que conocía trató de enmendar el entuerto.
—Amén —respondió.

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Traverston comprendió rápidamente que la criatura que tenía frente a él no


sabía lo que estaba ocurriendo. Su padre la había llevado allí sin tan siquiera
brindarle una explicación.
Por primera vez en aquella extraña noche, el pirata se dignó a mirarla. Con
mucha delicadeza, tomó una de sus manos.
—Lo único que tienes que decir es «sí, quiero». Después tu padre te llevará a
casa y podrás seguir durmiendo.
Como inducida por aquella voz profunda, formuló la respuesta.
—Sí, quiero.
Traverston premió a la niña con una sonrisa y volvió el rostro hacia el sacerdote.
Olivia miró a su padre, cuya expresión era la de una estatua de piedra.
La ceremonia terminó pronto. Antes de dejar la capilla, se firmaron unos
papeles. Se le ofreció a Olivia una pluma y se la instó a que hiciera lo mismo.
Finalmente, Wentworth firmó un papel con mano temblorosa.
Sin decir ni una sola palabra a su anfitrión, agarró a su hija y la arrastró hacia la
puerta. Olivia miró hacia atrás para ver si el pirata los seguía. Pero no. Se limitó a ver
cómo se alejaban.
Al llegar al recibidor, Olivia consiguió liberarse de las fuertes manos de su
padre. Cansada y frustrada le preguntó con fuerza.
—Papá, ¿qué es todo esto?
Wentworth no se molestó en responder, se limitó a agarrar de nuevo a su hija y
encaminarse hacia la puerta. En su cabeza había un único pensamiento: salir de aquel
lugar cuanto antes.
Cuando estaban a punto de llegar al carruaje, una voz les rogó que se
detuvieran.
—Tú entra en el carruaje —dijo Wentworth a su hija.
La inmensa figura del marqués apareció en la puerta enmarcada por la jambas.
—Bien, todavía está aquí —tenía una irónica sonrisa de triunfo. Sacó una
pequeña caja del bolsillo—. Sé que es un poco grande para ella ahora, pero espero
que lo lleve en el dedo cuando vaya a buscarla dentro de ocho años —lentamente
abrió la caja y mostró, en su interior, un fabuloso anillo de zafiros y diamantes—.
Ésta es una de las pocas cosas que no he podido vender. De otro modo, no habría
tenido nada que ofreceros el día de hoy.
Sin decir nada, Wentworth tomó la caja, la cerró y la puso en el bolsillo. La
rapidez con que descendió las escaleras en dirección hacia el carruaje era inadecuada
para un caballero. Satisfecho con la reacción de su suegro, el marqués sonrió. Parecía
que lo persiguiera el diablo. Eso era, el diablo. La sonrisa se expandió aún más en su
rostro.

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Capítulo 3
Olivia se sentó frente al abogado, con las manos cruzadas sobre el regazo. El
austero vestido negro que llevaba, más propio de una viuda que de una niña,
proclamaba públicamente el luto que la aturdía.
Olivia era una criatura muy hermosa, de eso no cabía duda. Pero había en ella
una ausencia, una carencia: no había fuego. Parecía no tener espíritu. Tampoco era
como cualquier otra niña de su edad.
El señor Pots continuó analizando a la niña, escrutándola. Sus ojos lo sacaban
de quicio. Parecía no haber nada detrás. Fuera cual fuera el pensamiento que
ocultaban, eran fríos como un témpano. Lo recogían todo y no daban nada.
El resto de su cara, igualmente inexpresiva, era menos turbadora.
El señor Pots carraspeó nerviosamente y se aclaró la garganta. Había pensado
que la entrevista sería bastante sencilla. Pero, al enfrentarse a tan impenetrable
silencio, las perspectivas de obtener lo que quería, se volvían cada vez menos claras.
Gracias a que Olivia comenzó a sentirse impaciente y tomó la incitativa, la
conversación empezó a fluir.
—Ha encontrado un sitio al que puedo ir —dijo con una voz heladora y un tono
excesivamente adulto.
—¡Sí! —respondió el señor Pots, gratamente sorprendido por su repentina
intromisión.
Ahora que el tema había salido a la luz, podía entrar en materia. Se colocó las
lentes en el puente de la nariz.
—Como ya sabes, hace ya un mes que tu padre murió —levantó la cara y fingió
una sonrisa compasiva—. Lo has hecho muy bien, pequeña, lo has llevado con una
entereza envidiable.
Olivia continuó impasible. Consideraba a aquel hombre tremendamente
pomposo y aburrido, pero lejos de hacerlo patente, se limitaba a una inexpresividad
turbadora.
—¿A dónde voy a ir? —la pregunta fue directa y concisa. No importaba que se
sintiera perdida. Maddie también había muerto hacía unos meses y no le era fácil
pensar que alguien se podría responsabilizar de ella. De hecho, prefería estar sola.
El señor Pots aprovechó de inmediato la oportunidad que le acababa de brindar
y respondió.
—Tu abuela, lady Raleigh, la duquesa de Stonebridge, se ha ofrecido
amablemente a acogerte. A pesar de las diferencias que en su día tuvo con tu madre,
está dispuesta a olvidar ese pasado tormentoso y responsabilizarse de ti.
Se hizo un pesado silencio. Pots esperó a que Olivia asintiera ante la propuesta,
pero no lo hizo. Debía haberlo esperado, era una niña muy extraña y jamás iba a
aceptar hacer lo que debía.
—Lady Raleigh te espera en Three Crowns. Ya está hablado —le anunció sin
más demora. Olivia abrió los ojos con sorpresa, lo que provocó un Pots una sonrisa

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de satisfacción. Al menos había sacado una reacción de aquel extraño ser—. Sí, ha
sido todo una especie de sorpresa. Estábamos cenando la señora Pots y yo, y se nos
presentó en casa. Nunca pensé que respondería a la carta viniendo en persona.
Olivia se quedó paralizada. No podía ser, no podía ir a casa de su abuela.
Recordaba que su padre jamás había podido mencionar al duque y la duquesa
sin ponerse pálido. El modo en que lo habían tratado a él y a su madre era
imperdonable. ¿Para qué querían tenerla con ellos ahora?
Olivia observó la satisfacción que le producía al señor Pots su intranquilidad.
De nuevo, había dejado que sus sentimientos se transparentaran y, como le había
ocurrido con su padre, le había dado poder al hombre que tenía frente a ella. Nunca
jamás nadie podría leer sus emociones de nuevo.
Su rostro perdió todo atisbo de emoción y recobró toda la frialdad de su
compostura.
—¿Me espera ahora?
Desconcertado por su abrupta resolución, el señor Pots respondió sin firmeza.
—Bueno, sí, en Three Crowns, como ya he dicho antes —la miró e hizo una
pausa, para reafirmarse en el hecho de que Olivia no era más que una niña, que no
tenía por qué intimidarlo—. ¿Quiere que la escolte?
—Como gustéis, señor Pots.
Olivia y el señor Pots llegaron a Three Crowns media hora después. La nieve
que había en el suelo crujía bajo sus pies. Al llegar junto a la entrada, Olivia se volvió
hacia el abogado. Con una dignidad poco corriente en una persona tan joven, le
ofreció su mano.
—Gracias por haberme acompañado, señor Pots. Ha sido usted de gran ayuda.
Pots se quedó atónito, mirando a la joven que tenía ante sí. Antes de que
pudiera formular una respuesta, la puerta se había cerrado y lo había dejado fuera.
Una vez dentro, la dueña de la posada se aproximó a Olivia a toda prisa. Era
una mujer grande cuyo tamaño era suficiente para aterrorizar a cualquiera. Pero
Olivia no lo hizo patente.
Momentáneamente confusa, la mujer miró a su alrededor.
—Bien, pequeña. Tú debes de ser la niña que viene a conocer a su abuela —le
dio un ligero apretón amistoso en los hombros—. Pero, ¿dónde está el otro? Que me
aspen si no fue él, en persona, el que me dijo que preparara algo para ambos. No
entiendo nada. Debería haber venido contigo.
Olivia respondió sin alterarse.
—El señor Pots tuvo que entretenerse en unos asuntos de suma importancia. He
venido sola.
—Ya, se ha ido a por un trago para calentarse, ¿no? —el ama de llaves la miró
de arriba a abajo y luego se encogió de hombros—. Bueno, la señora te está
esperando. Ven conmigo. Es por aquí.

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La agarró de los hombros y la condujo hacia una de las puertas que salían al
recibidor.
La mujer abrió la puerta y le indicó que entrara. La sensación en su interior era
reconfortante. Un pequeño fuego caldeaba toda la estancia.
En el centro estaba lady Raleigh. Su presencia era mucho más imponente de lo
que la niña había imaginado. Estaba de espaldas al fuego y miraba, desde el otro lado
de la habitación, a su única nieta con una mirada tan inexpresiva como la de Olivia.
Su vestido de terciopelo gris no hacía sino enfatizar el inusual color de sus ojos. La
combinación de su piel marmórea con la profusión de perlas en cuello y brazos,
daban la sensación de que carecía de color.
Tenía la constitución de un pájaro. Si pesaba algo, lo que Olivia dudaba
francamente, no era más de lo que lo hacía una paloma. Pero, a pesar de la dureza de
su expresión, era una frágil y delgada anciana. Ese pensamiento resultaba
extrañamente reconfortante.
Olivia se había quedado tan hipnotizada por la visión que le costó asimilar que
fuera capaz de pronunciar palabra.
—Déjanos —ordenó lady Raleigh.
La dueña de la posada la soltó sin demora y desapareció.
—¿Te vas a quedar ahí todo el día o vas a acercarte para que te vea mejor?
Obedientemente, Olivia se aproximó a ella. Lady Raleigh la examinó
detenidamente.
—¿Quién te ha vestido? Pareces más vieja que yo.
El comentario de la dama le pareció tan divertido que le concedió a su abuela
una ligera sonrisa. O lo que ella pensó que era una sonrisa, pues no pasaba de ser
cierta calidez en la mirada.
—Yo misma lo elegí —afirmó.
Lady Raleigh asintió pensativa.
—Ya veo.
Algo le decía que, pasado un tiempo, ella y la niña acabarían llevándose bien.
Aunque sólo la hubiera visto unos minutos era fácil adivinar cuantas cosas tenían en
común.
Le indicó que se sentará y tomó asiento.
—¿Qué has oído de mí?
Olivia miró a la anciana con candor.
—No demasiado.
—¿Qué significa «no demasiado»?
—No demasiadas cosas buenas.
Lady Raleigh se inclinó hacia ella desde su asiento, como si estuviera a punto
de obtener una confesión comprometida.

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—¿Qué opinas de mí ahora?


La expresión de Olivia reflejaba cierto recelo, a pesar de la frialdad.
—No estoy segura.
—Bien —respondió la anciana, mientras se recostaba en el respaldo de su
silla—. Yo voy a ser sincera contigo. Tú no eres lo que yo esperaba.
Lady Raleigh esperó alguna reacción pero no la obtuvo, de modo que continuó.
—No eres la monstruosidad que esperaba que Edgar hubiera educado. Actúas
como una auténtica dama. Me has impresionado.
Olivia no podía apartar la mirada de su abuela, totalmente poseída por ella.
—Gracias —respondió.
Unos golpes en la puerta anunciaron la entrada de la posadera que, con su
desparpajo característico, apareció portando una bandeja. Sin dejar de hablar un
momento, colocó la comida sobre la mesa.
Esta interrupción le dio tiempo a Olivia para pensar sobre sus impresiones.
Lady Raleigh no era lo que ella esperaba tampoco. A juzgar por lo que su padre
contaba de ella, había imaginado un terrible dragón. Estaba claro que solía ladrar, de
eso no cabía duda. Pero no creía que llegara a morder.
Se hallaba sumida en estos pensamientos cuando, de pronto, se dio cuenta de
todo cuanto había sobre la mesa. Su expresión la delató. No había visto tantos dulces
juntos desde hacía mucho tiempo.
Lady Raleigh se dio cuenta enseguida de la ansiedad contenida de la muchacha.
—Vamos, toma algo. Agarra uno de esos deliciosos pasteles antes de que se
enfríen.
Olivia estiró una impaciente mano y, de pronto, recordó cierta norma de
cortesía.
—¿Querría usted uno, abuela?
La anciana dama se sintió satisfecha ante las buenas formas de la niña, pero lo
que realmente la conmovió fue el nuevo nombre que le había asignado.
—No te preocupes por mí. Adelante.
Mientras Olivia terminaba el pastel, lady Raleigh continuó con la conversación.
—¿Echas de menos a tu padre? —le preguntó.
No sabía cómo responder a aquella pregunta. Se tomó su tiempo y finalmente
con testó.
—Acepto la pérdida.
—Esa es una actitud muy madura para alguien tan joven.
Olivia se encogió de hombros con mucha delicadeza.

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—No voy a fingir que sienta ni haya sentido aprecio alguno por Edgar. Me robó
a mi hija y la privó de su herencia. No puedo perdonarlo por todo ello. Y tampoco
puedo perdonarla a ella.
Olivia la miró con gravedad.
—Papá te culpaba de su muerte.
La condesa no estalló en furia, ni se mostró arisca. Se quedó inmóvil, como
conmovida por semejante idea.
—No dudo que mi hija y yo nos causamos mucho pesar en su momento. Pero
no creo que eso haya motivado su muerte. Tu padre nunca quiso llamar a las cosas
por su nombre, ni ver la realidad como tal. Por eso mi marido y yo lo rechazábamos.
Además, de la otra razón.
—¿La otra razón?
—Sí. Olivia, tu madre ya estaba comprometida cuando se escapó con tu padre.
Los papeles de la boda estaban completos, sólo les faltaba ser firmados. Se comportó
como una estúpida.
Olivia nunca había oído la otra versión de los hechos y era curioso ver las dos
caras de la moneda.
Sin embargo, no sabía por qué, sentía que nada de aquello la afectaba.
Sin transición, lady Raleigh cambió de tema.
—Te vas a venir conmigo a Londres —afirmó sin dejar lugar a discusiones—.
Mi marido murió hace algunos años. Nuestras posesiones en Sussex pasaron a mi
sobrino, un pomposo joven al que odio. Sin embargo, fue lo suficientemente amable
como para cederme una parte de la casa. Pero no me gusta el campo, de modo que
me he trasladado a Londres. Tengo una casa en la calle Wimpole. No es muy grande,
pero adecuada para nosotras dos —miró a Olivia expectante.
La niña no quiso ofender a su abuela en modo alguno.
—Estoy segura de que será perfecta.
Lady Raleigh asintió.
—Bien. Nos marcharemos dentro de tres días. Aunque supongo que no tienes
tanto que empaquetar como para necesitar ese tiempo, quiero ver si todos los asuntos
de Edgar están en orden. Seguro que hay cientos de facturas por pagar. Pero me
quedaré aquí, en la posada. No quiero que ni Edgar ni mi esposo se remuevan en sus
tumbas. Respecto a tus cosas, la señora Pots se ofreció a ayudarte. Estará esperándote
en tu casa. Durante estos tres días podrás venir a visitarme cuando quieras. Mi
cochero te llevará ahora.
Olivia se levantó de su asiento. Atravesó la sala y llegó a la puerta. Estaba
dudosa. Se dio la vuelta y miró a la dama.
—¿Sí? —le preguntó la dama.
—A usted… —comenzó a decir Olivia. Pero no encontraba la forma adecuada
ni las palabras precisas. Si preguntaba, le daría un arma con la que dañarla. Sin
embargo, tenía que hacerlo. El futuro de lo más preciado que había en su vida

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dependía de la respuesta de aquella mujer. Finalmente, se decidió—. ¿A usted le


gustan los gatos?
Lady Raleigh observó el rostro impertérrito de la muchacha. Escondía tantas
cosas, tantos miedos. Sin embargo, era una persona segura y determinada. La
respuesta no iba a hacerse esperar.
—Los adoro.

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Capítulo 4
Londres, 1816

—¡Olivia! No me estás escuchando.


Olivia salió de su ensimismamiento.
—Lo siento abuela. Últimamente me cuesta mucho concentrarme. Estoy
cansada, eso es todo —se disculpó.
Lady Raleigh sabía que aquélla era una verdad a medias, pero no tenía más
remedio que contentarse con aquella excusa.
—Marie —le dijo a la costurera—. Olivia está agotada y, para ser franca, yo
también. Será mejor que continúes ajustándole el vestido mañana. ¿Te parece bien a
las cuatro?
La pequeña francesa se levantó de inmediato y ayudó a Olivia a quitarse el
vestido. En pocos minutos, toda huella de la sesión de costura había desaparecido.
Las dos damas se quedaron solas. Lady Raleigh se levantó lentamente y se dirigió
hacia la campana, con intención de llamar al servicio.
—Tomaremos el té aquí, si te parece —le dijo a su nieta.
—Muy bien, abuela —la voz de Olivia sonó distante y sin convicción.
Inmediatamente se quedó de nuevo absorta en la contemplación de uno de los
cuadros de la sala.
Aún después de tantos años en compañía de su abuela, Olivia nunca mostraba
sus sentimientos. Nunca la había visto feliz ni tampoco triste, enfadada o frustrada.
Su rostro era hermoso, pero parecía haber sido esculpido en mármol, pues su
expresión nunca variaba.
Lady Raleigh habría deseado más que nada ver a su nieta sonreír. Sabía, que
debajo de esa aparente impasibilidad, se escondía el sufrimiento. Deseaba que
aquella muchacha fuera feliz.
La anciana había visto, en contadas ocasiones, un inicio de mueca que se
dibujaba desde la comisura de los labios. Era como un anuncio de algo más grande,
pero que nunca aparecía.
Había escondido con tanta maestría todos sus sentimientos durante años, que
ya jamás sería capaz de dejar escapar el más mínimo atisbo de amor, odio, tristeza o
alegría.
Sin embargo, a pesar de tenerlos sepultados en algún rincón oscuro, lady
Raleigh sabía que esos sentimientos existían.
Olivia necesitaba desesperadamente algo que la sacara de esa cerrazón, algo
que la incitara a romper su silencio, que la librara de aquellos pensamientos que la
atormentaban y que la alejaban de su abuela.
—¿Qué te parece el traje de fiesta? —le preguntó la dama, con la esperanza de
sacar a Olivia de su nuevo estado de obnubilación.
Olivia volvió la cabeza hacia su abuela.

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—Es maravilloso.
Lady Raleigh asintió con vehemencia.
—Vas a estar hermosísima —le anunció la anciana y enfatizó la expresión
golpeando el suelo con su bastón.
La muchacha bajó la mirada como en un intento de ignorar el halago. Si Olivia
hubiera sido cualquier otra mujer de su edad, se habría sentido feliz de tener su
belleza. El pelo negro que enfatizaba su piel perfecta y unos inmensos ojos azules en
los que cualquier hombre ansiaría perderse. Pero Olivia no prestaba atención a su
físico. Siempre le pedía a su abuela que eligiera sus vestidos y cuando el tema de la
moda y la estética en general aparecía en una conversación, ella se mantenía al
margen. No cabía duda de que para ella su belleza era más un motivo de descontento
que de alegría. Olivia no quería ser atractiva. Su abuela estaba convencida de ello.
Por alguna razón, su hermosura le había causado más dolor que otra cosa. Al oír la
voz complacida de lady Raleigh, Olivia se había visto transportada a su pasado.
Recordaba la gran casa en la que vivía. Había llegado un momento en que
Maddie no podía ni limpiarla. Sufría de artrosis y sus huesos doloridos no eran el
mejor aliado para su trabajo. Y su padre no habría permitido que nadie la limpiara.
Le había tomado el gusto a ese estado desastroso y oscuro. Ya nadie iba a visitarlos, a
excepción de algún que otro comerciante que iba a cobrar.
Olivia se quedó confinada a su casa. No se le permitía salir ni al descuidado
jardín que la rodeaba.
A estas alturas podía mirar al pasado y darse cuenta de que su padre estaba
enfermo y que la enfermedad lo había ido debilitando. Llegó un momento en que ni
siquiera podía verlo. Pero lo que aún hoy se escapaba a su compresión era por qué no
le había permitido que viera a nadie.
Recordaba vívidamente una ocasión en la que su padre, con lágrimas en los ojos
y en un extraño estado de agitación se había arrodillado ante ella. Le había espetado
algo sobre que era una muerta en vida y se disculpaba al mismo tiempo porque él la
había matado. No quería hacerlo, pero lo había hecho. Sólo deseaba su felicidad.
Otras veces la acusaba de haberse vendido al diablo. Ella se tapaba los oídos
para no oír las vejaciones a las que la exponía. Pero no podía evitar que las palabras
resonaran en su cabeza como un artefacto de tortura.
La enfermedad de su padre habría sido llevadera, si ella no se hubiera sentido
responsable de su estado mental. Además, los momentos en que él se percataba del
parecido que la niña tenía con su madre, eran sin duda los más duros.
Olivia construyó un duro muro para defenderse. Nunca intentó perseguir su
afecto. Tampoco trataba de hacerlo feliz.
Pero, algunas veces, su padre mostraba cierta lucidez. Entonces le ofrecía sus
brazos, la acurrucaba entre ellos y le pedía perdón. No quería herirla, ni decir las
cosas que decía. Ella se dejaba llevar y dejaba correr un río de lágrimas, le prometía
ser paciente y comprenderlo. Sin embargo, siempre, después de mostrar sus
sentimientos, la situación empeoraba.

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Olivia tuvo que luchar contra todo aquello sola. Consiguió entender que la
enfermedad de su padre no era culpa suya, pero nada alivió el sentimiento de
pesadumbre que tenía dentro.
—Ese gato está muy malcriado —dijo lady Raleigh.
La voz de la anciana la devolvió a la realidad. Sintió el tacto de la suave piel de
Isis bajo la palma de la mano. ¿Cuánto tiempo había estado sumergida en un oscuro
pasado? Miró a su abuela y comprobó con alivio que sólo había un ligero reproche en
su rostro, no preocupación. Entonces, no debía haber estado ausente demasiado
tiempo.
Agarró al siamés y lo miró a los ojos. «Sólo tú sabes que estuve a punto de
perderlo todo, Isis», pensó ella. «Eras el único que estaba conmigo».
—Ya lo sé, abuela.
Olivia sirvió el té en las delicadas tazas de porcelana china.

Los labios delicadamente pintados de un rojo incandescente, destacaban sobre


aquel rostro blanco. Un lunar estratégicamente situado sobre el labio superior
enfatizaba el encanto. Los ojos gatunos lucían espectaculares con aquel ligero toque
de raya negra.
Beatrice Chisolm se miró en el espejo. Sabía que era hermosa, en todo: sus
pechos turgentes, sus largas piernas bien contorneadas, su piel suave como los
pétalos de una magnolia. Aquella era la noche. Nunca había estado más bella.
La puerta se abrió lentamente y la imagen del marqués de Traverston se reflejó
en el espejo. Atravesó la habitación lentamente, sin dejar de admirar la excelsa figura
de su amante, vestida con aquel vaporoso traje. Los zapatos de tacón era lo más
recatado de su atuendo o, al menos, lo que más parte de su cuerpo cubría.
—No me digas que te tienes que ir, amor —la condesa dejó que las palabras
salieran de su boca como una caricia erotizante—. Acabo de pedir que nos traigan
una cena ligera. No puedes dejarme sola.
Posó la yema del dedo entre los dientes, luego lo introdujo en la boca mientras
miraba al marqués a través de unas largas y oscuras pestañas. Una sonrisa seductora
se esbozaba prometedora.
Traverston conocía aquel juego incluso mejor que ella misma. Se apartó.
—Te las arreglarás sin mí.
Ella agarró el cepillo y comenzó a cepillarse el largo cabello dorado. El
movimiento de sus brazos le daba a Traverston la ocasión de ver, a intervalos, sus
pechos casi desnudos.
—Sería una pena que tuviera que mandar toda la bandeja de vuelta a la cocina.
Muy a pesar suyo, el marqués estaba intrigado. Ella parecía más empeñada que
de costumbre en que se quedara. Lo había pasado bien, no cabía duda. Pero aquella

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insistencia era más fruto de sus maquinaciones que de un verdadero interés. ¿Qué
estaría tramando?
Se acercó a ella y agarró el cepillo. Agarró una silla y se sentó con las rodillas
tocando su espalda. Lentamente comenzó a cepillar la mata de pelo.
Beatrice cerró los ojos y se dejó llevar por el juego seductor, dando pequeños
gemidos.
Traverston se inclinó hacia ella y comenzó a besarle el cuello, un cuello
precioso, había que admitirlo. Pero no era sólo eso. Su perfume era de esos que
invaden los sentidos de un hombre. Otra invitación para quedarse.
Beatrice ronroneaba como un gato. Se dio la vuelta. Sus labios se encontraron en
un beso largo.
—Trav, estamos tan bien juntos…
Finalmente, había aparecido el motivo de aquel despliegue de artimañas.
«Demasiado pronto», pensó el marqués. No había habido suficiente juego. Ni
siquiera le había dado la oportunidad de llevársela a la cama otra vez antes de que
todo saliera a la luz. La observó durante unos segundos. Ella permanecía con los ojos
cerrados, pero claramente complacida de ser objeto de admiración.
Él volvió a poseer sus labios. Un largo intercambio de jugos comenzó a tener
lugar. Sus lenguas se encontraban y se perdían, jugaban por los rincones húmedos y
exploraban cavidades insondables. Él agarró sus labios y los soltó lentamente.
—Me siento tan sola sin ti, mi amor —le murmuró ella con pasión—. Todas esas
largas noches sin tu presencia —lo besó una vez más antes de continuar—. He estado
pensando que, tal vez, podríamos hacer nuestra unión… más permanente…
Beatrice estaba tan absorta en su propio deseo que le tomó unos segundos darse
cuenta de que el marqués se había apartado de ella. El espacio que los separaba se
había vaciado de repente.
Confusa, lo miró a los ojos. Su expresión heladora la había tomado por sorpresa.
Instintivamente se enroscó el pañuelo de gasa alrededor del cuello, como para
sentirse protegida.
El marqués tardó unos segundos en contestar. Luego su rostro dibujó una
sonrisa burlona.
—No deberías pensar, Beatrice. No estás acostumbrada.
—No entiendo por qué tienes que ser tan ofensivo. Me parece que no es una
idea tan nefasta.
Él soltó una carcajada hiriente.
—¿Sabes por qué nunca nos casaremos? —le preguntó él—. No, no lo sabes.
Nunca ves nada que no quieras que exista. Y es precisamente por eso por lo que has
fallado el disparo esta vez.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con cierta desesperación en la voz.
—Somos amantes, querida, nada más —tomó su reloj del bolsillo y lo miró—. Y
dentro de cinco minutos ya no seremos ni eso. Eres demasiado predecible para mí.

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La dama estaba indignada.


—¿Qué quieres decir?
Traverston se rió de nuevo.
—Vamos, Beatrice. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que cayera rendido a tus pies
y te rogara que fueras mi esposa? —soltó una carcajada insultante—. Seguro que me
conoces lo suficiente como para no esperar semejante cosa.
Beatrice lo miró con rabia.
—No tienes por qué hacer que suene como algo ridículo. Después de todo,
necesitarás un heredero algún día. Y, ¿con quién te vas a casar? ¿Con alguna
mosquita muerta que haga el papel de la perfecta esposa? No eres de esa clase.
Repentinamente, cambió de actitud. Recobró el ritmo cadencioso y seductor. Se
acercó lentamente a Traverston y se fundió en sus brazos, como si tuviera todo el
derecho del mundo para hacer eso.
—Podrías casarte conmigo. Soy una condesa y respetable. Tengo, además, mi
pequeña fortuna… No digo que la necesites… ¿No te gusta estar conmigo?
El marqués se levantó bruscamente y la empujó sin cortesía.
—¿Sabes una cosa, Beatrice? Cada día me aburro más de ti. Por eso llevas un
brazalete y no un anillo. Conocías las reglas del juego tan bien como yo y te he
permitido que te salieras de ellas demasiado a menudo. Pero has llegado muy lejos.
Ha sido un placer haberte conocido, querida.
Mientras ella trataba de recomponerse él le lanzó su última pieza de artillería.
—Por cierto, Beatrice —le lanzó Traverston como un pensamiento repentino—.
Ya estoy casado.
La puerta se cerró de golpe.

Debería haber sido una escena hermosa. Pero no lo era.


El inmenso salón de mármol verde y oro estaba repleto de lo mejor de la
sociedad londinense. Los más ricos y los más guapos enrarecían el aire de aquel lugar
con esa mezcla nefasta de olores a cuerpo y perfumes caros.
El marqués, apoyado en una columna delicadamente labrada, observaba a la
multitud con desprecio. Si la condesa no hubiera insistido en hacerle aquella
estúpida propuesta la noche anterior, se encontraría con ella en la opera, en lugar de
tener que soportar aquel hedor.
Traverston no solía atender a fiestas ni eventos sociales, lo que era un alivio
para la mayoría de las anfitrionas. Era un rico soltero al que había que enviarle la
invitación ribeteada con oro. Pero todo el mundo sabía que el marqués era un
hombre complicado.
Mientras estaba absorto en sus pensamientos, una voz le bombardeó los oídos.
—¿Señor Traverston? ¡Qué sorpresa encontrarlo aquí!

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Con reticencia, Traverston reconoció la presencia de su interlocutor. Era sir John


Whetmore, un conocido del club.
—¿No me recuerda? Soy sir John Whetmore —dijo y estrechó la mano del
marqués que permaneció, inmóvil e inalterable, apoyado en la columna.
—¿Qué le ha traído a una fiesta tan aburrida? —preguntó el marqués.
—Vaya, yo la encuentro deliciosa. Una de las mejores que se han dado
últimamente. Un gran éxito para lady Eddington.
Traverston no pareció en absoluto impresionado por las palabras de Whetmore,
lo que obligó a éste a hacer una aclaración conveniente.
—Es mi sobrina.
—¡Ah! —dijo el marqués que se incorporó. Ya había tenido bastante de aquella
pomposa conversación. Hizo una reverencia—. Entonces esta fiesta es, sin duda, lo
más extraordinario que he presenciado. Si me disculpa.
Se alejó sin esperar respuesta. Si había algo que no estaba dispuesto a soportar
era el intercambio de melifluas frases que no era sino la exhibición de cuán vacuo se
puede ser pretendiendo ser inteligente.
El marqués se abrió camino entre las escaleras y comenzó a descender en busca
de algo que saciara su sed.
Pero no consiguió bajar más de dos peldaños. Una excelsa visión le impidió
continuar. Aquella mujer era absolutamente impactante. A diferencia de la mayoría
de las debutantes, que lucían sus vestidos blancos con menos que gracia, aquella
divinidad tenía luz propia. Parecía no alterarse ni por el calor ni por el ruido del
lugar. Tenía un aspecto calmado, frío y era muy hermosa. La gente se apartaba con
sólo hacer un amago de la dirección hacia la que se encaminaba.
—Es fantástica, ¿verdad?
La voz que resonó en el oído de Traverston le pareció la de su propia conciencia.
Pero pronto se dio cuenta de que alguien las había pronunciado. El marqués se
volvió. Tardó unos segundos en identificar al individuo que estaba apostado frente a
él. Finalmente, lo reconoció.
—Monquefort —dijo sin ocultar su alegría—. No entiendo cómo te las has
arreglado para encontrarme entre tanta gente. Me alegro. Esta reunión estaba
empezando a ser insufrible.
Como el marqués, lord Buxley, el conde de Monquefort, era alto, guapo y bien
proporcionado. Pero a diferencia de Traverston, que tenía un aspecto oscuro y
peligroso, el conde tenía una sonrisa embaucadora que traía locas a todas las damas
de la alta sociedad. Su cabello era rubio, mientras el del marqués era oscuro y
abundante.
La diferencia de carácter podría haber hecho a más de uno preguntarse cómo
dos individuos tan antagónicos podían ser amigos. Ni tan siquiera el conde y el
marqués habrían podido responder a esa pregunta. Pero, sin embargo, no cabía duda
de que había un lazo que los unía.

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Aquella noche, como siempre, Monquefort había elegido su ropa con extremo
cuidado y estaba impecable.
Traverston, aunque se vestía con los mejores sastres, nunca se molestaba en
comprobar a lo largo del día el estado de su atuendo. Su aspecto descuidado, su pelo
negro largo y mal cortado, no hacían sino añadir algo a su atractivo. La demacración
de antaño había desaparecido. Sólo quedaban huellas en sus pronunciadas arrugas a
los lados de la boca y en la dureza de su mirada. Muchos habrían dicho que era un
hombre que parecía haberse batido con el diablo y había ganado.
—Ya veo que te has fijado en la reina de hielo.
Traverston levantó una ceja, en un gesto de desinterés.
—Vamos, hombre —insistió el conde—. No trates de convencerme de que no te
has fijado en ella. Te he visto tragar saliva con dificultad. De hecho, casi te atragantas.
—Monquefort, tus intentos de hacerte el gracioso están muy lejos de obtener
éxito alguno. Si te quieres divertir, busca otro lugar en el que ejercitar tus dotes. No
estoy de humor.
Con su habitual falta de respeto hacia las reglas de cortesía, el conde respondió
con desenfado.
—Pero si es por eso por lo que te gusto. Soy divertido y, sobre todo,
repugnantemente sincero.
—Está claro que hay algo que quieres decirme.
Monquefort le guiñó un ojo.
—Sólo quería darte la información que buscas. ¿Qué menos podría hacer yo por
un amigo?
Aunque el marqués no emitió palabra ni sonido alguno, Monquefort consiguió
mantener una sonrisa cómplice y esperó, sin desmayo, a la demanda del marqués.
—¿Y qué se supone que quiero saber? —inquirió el conde con fingida
impaciencia.
Monquefort sonrió.
—Su nombre, claro está —respondió el conde—. La dama en cuestión se llama
Olivia Wentworth. Es la nieta del duque de Stonbridge.
Traverston no esbozó ni el más mínimo gesto. Estaba absolutamente
anonadado.
Allí estaba, de pie, enfrascada en una conversación con una de las grandes de la
sociedad británica, lady Jersey. Cualquier otra muchacha habría temblado al percibir
la mirada del marqués. Pero ella no. Se mostraba impasible.
La impecable figura de Olivia tenía un aire majestuoso y la belleza perfecta de
una escultura griega. Su cuello, largo y delgado le conferían el porte de una diosa.
De improviso, Traverston agarró a su amigo y lo obligó a descender la escalera,
hasta llegar a un rincón apartado de la multitud.
—¿Qué diablos te pasa, Traverston? ¿Te has vuelto loco?

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—Preséntamela —le ordenó el marqués.


—Pero, demonios, ¿cómo quieres que haga eso? Si yo apenas la conozco.
Traverston le apretó el brazo con fuerza y se acercó a él hasta quedar a pocos
centímetros de su amigo.
—Preséntamela —repitió masticando cada sílaba.
La mirada del marqués escondía algo, una urgencia, una necesidad a la que el
conde no pudo resistirse. No sin reticencia, se encaminó hacia el lugar donde la
hermosa reina de hielo se encontraba.
Pasaron un par de minutos antes de que Olivia y su abuela advirtieran la
presencia de los dos hombres. Las dos damas se volvieron ligeramente hacia ellos,
para facilitar el que se presentaran sin necesidad de ser ellas las que tomaran la
iniciativa.
El conde permaneció, sin embargo, a la espera de un pequeño intervalo en la
conversación de las damas. Un ligero pisotón por parte del marqués le recordó de la
repentina urgencia de su amigo.
—Lady Raleigh, señorita Wentworth, espero que me recuerden —empezó a
decir el conde no sin reparos.
Olivia fue la primera en responder.
—Por supuesto, señor, lo recordamos perfectamente.
Sus palabras fueron un verdadero alivio.
—Es usted muy gentil. Ahora, permítame que le presente a mi amigo. Está
ansioso por conocerla.
La mirada de Olivia pasó del conde al rostro oscuro y peligroso del marqués. La
visión de aquel hombre la tomó por sorpresa y la dejó sin habla.
El marqués hizo una pequeña reverencia, le agarró la mano y le besó los
delicados dedos. Al encontrarse con su mirada el extraño color de sus ojos lo
desconcertó. ¡Cómo podía haberse olvidado de ellos!
Con la mano de ella aún sujeta, sonrió e hizo su presentación.
—Soy su marido, según creo.
Al escuchar las palabras de Traverston, la fría inexpresividad de Olivia dio paso
a la venganza. Sin mediar palabra, se desvaneció y quedó tendida en el suelo.

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Capítulo 5
Traverston tomó entre sus brazos el cuerpo inerte de su mujer y la condujo,
seguido de lady Raleigh y el conde, a un salón contiguo.
La dejó cuidadosamente sobre un sofá de terciopelo rojo. Con una calma que
contrastaba con su anterior impaciencia, atravesó la habitación y cerró la puerta. Se
dirigió de nuevo a la viuda y a su amigo.
—¿Es ésta realmente Olivia Wentworth? —preguntó bruscamente.
Lady Raleigh respondió casi con rabia.
—Por supuesto que lo es. ¿Qué le hace dudarlo?
—No lo dudo. Pero la última vez que vi a mi esposa la llevaban a su casa en
Gateland Manor.
La mirada hostil del marqués desarmó momentáneamente a lady Raleigh. Pero,
en seguida, se repuso. Pareció crecer y fortalecerse físicamente, preparándose para un
enfrentamiento a muerte con el hombre que la amenazaba.
—Señor, creo que éste es un tema que deberíamos discutir a solas —dijo ella—.
Señor conde, le agradecería que se quedara cuidando a mi nieta. No creo conveniente
que se despierte estando sola.
El conde asintió y ella se encaminó hacia la habitación contigua, seguida del
marqués. Entraron en la biblioteca y lady Raleigh cerró la puerta.
Esbozó una sonrisa.
—No creo que ni la peor de las cabezas mal pensantes pueda malinterpretar
nuestro encierro aquí —la sonrisa desapareció sin dejar rastro, como si no hubiera
existido nunca—. Tenemos que hablar. Señor…
Lady Raleigh no sabía qué decir. Estaba totalmente perdida. El marqués pudo
apreciar su estado de confusión y, al principio, se compadeció de ella. Sin embargo, él
tenía todo el derecho del mundo a exigir, lo primero, una explicación. ¿Por qué había
osado presentar a su mujer en sociedad sin habérselo consultado?
—Señor —dijo finalmente la anciana, con un tono autoritario—. Durante los
últimos seis años mi nieta ha vivido conmigo y nunca jamás oí su nombre.
Con un aire triunfante se quedó esperando una respuesta.
A Traverston no le extrañaba aquella afirmación. Tenía el convencimiento de
que el padre de Olivia jamás la había informado de su matrimonio y de que la niña
había asistido a aquella lejana ceremonia sin comprender lo que estaba ocurriendo.
—Supongo que eso ha ocurrido porque ella desconoce mi nombre.
Lady Raleigh miró al marqués atónita.
—Pero… pero eso es absurdo.
Ante la indignación de la dama, él se mostró impaciente.

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—¿El qué? ¿Que no sepa el nombre de su marido? Estoy completamente de


acuerdo con usted —dijo con ira—. Supongo que su padre nunca se lo dijo. Dudo,
incluso, que le dijera que estaba casada. ¿Dónde está su padre ahora?
Aunque trató de reprimirlo, un sentimiento de temor se apoderó de ella. Había
oído innumerables rumores sobre el oscuro pasado de aquel hombre. ¿De qué
crímenes sería capaz aún entonces?
Sin dar muestras de su agitado estado, lady Raleigh le respondió.
—Está muerto, gracias al cielo. Murió cuando Olivia tenía doce años y, desde
entonces, ha vivido conmigo.
El rostro de Traverston era tan inexpresivo que parecía estar hecho de piedra.
—Entonces estoy en lo correcto cuando pienso que nadie informó a la niña de
su estado civil.
Lady Raleigh lo miró durante unos segundos, sus ojos llenos de dudas.
—Pero, ¿cómo pudo pasar por una ceremonia como ésa y no darse cuenta de lo
que ocurría?
—Si hubiera estado allí, lo comprendería.
Se hizo un pesado silencio. La anciana buscaba desesperadamente una tabla de
salvamento para su nieta.
—Supongo que tendrá usted pruebas de ese matrimonio.
—Aquí no, pero no tardaría menos de un minuto en conseguir que mi abogado
se las proporcionara.
Lady Raleigh ocultó su turbación y se agarró a su dignidad.
—Señor, ese matrimonio debió ocurrir cuando la niña era aún muy joven.
Traverston se apartó de ella y se encaminó hacia la chimenea. Dejó la mirada
perdida entre las llamas.
—No tenía elección.
—¿No tenía elección? ¿Y es por eso que la ha ignorado todos estos años? ¿No
tenía intenciones de llevársela en ningún momento?
—Sí, las tenía. Y por eso estoy aquí.
—Pero éste ha sido un encuentro casual.
—Tal vez, pero ha ocurrido.
La anciana estaba perdiendo la batalla. Aquella situación era confusa y difícil.
—¿Tiene este matrimonio algo que ver con treinta mil libras?
Él hizo una pausa antes de responder.
—Sí.
—Entonces, son suyas de nuevo. Yo tengo mi propia fortuna que pasará a
Olivia. No necesita su dinero. Déjela en paz.
Lentamente se volvió hacia la mujer.

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—Creo que no es tan sencillo.


—¿Por qué no? No le ha importado mi nieta hasta este preciso instante.
—Eso es cierto.
—¿Entonces? Encontraremos el modo de que esto no sea más que un mal
recuerdo. Olvídese de ella.
El marqués se quedó en silencio y esbozó una ligera sonrisa. Olivia, la reina de
hielo, era un reto demasiado tentador.
—Las cosas han cambiado.
—Señor —le suplicó—. Si no puedo disuadirlo para que la libere de una carga
de la que no es merecedora, al menos, deje que pase algún tiempo. Hay varias
razones para ello. La primera soy yo. No puede apartarla de mí tan bruscamente. Ha
sido mi luz durante todos estos años. Por otro lado, sería un auténtico escándalo que
todo esto se hiciera público tan de repente.
El marqués se revolvió como un león enjaulado.
—No me importa el escándalo. He vivido con él durante mucho tiempo.
—Sí, pero desde hace algún tiempo ha tratado de limpiar su imagen. Además,
no creo que le gustara que su madre sufriera por causa de una imprudencia como
ésta.
—Mi madre hace mucho que murió, señora.
La mirada de la anciana se iluminó.
—No. Eso no es cierto.
El marqués respondió con vehemencia.
—Murió ahogada junto con su amante.
El rostro de lady Raleigh mostró su contento. Tenía un as bajo la manga.
—Su madre está viva y reside en Italia. Mantengo correspondencia con ella.
Éramos compañeras de colegio.
La expresión de Traverston se hizo peligrosa.
—Puede que eso me hubiera importado en algún momento, pero ahora me es
indiferente.
—Entonces, hágalo simplemente porque yo se lo pido, por Olivia y por esta
anciana que no podría soportar ver a su nieta pasar por todo eso. Le pido un mes,
sólo un mes. Usted podrá conseguir que el conde no diga nada de este matrimonio y,
desde luego, Olivia no hablará.
El marqués la miró y no pudo evitar sentirse compadecido. Suspiró, levantó
una mano y se tocó las sienes.
—¿Qué sugiere? —le preguntó.
Lady Raleigh cerró los ojos, aliviada. Sus oraciones habían sido escuchadas.
Abrió los ojos y respondió clara y concisamente.

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—Durante este mes deberá usted cortejarla. Pasado ese tiempo se marcharan de
Londres para contraer matrimonio, supuestamente, con una licencia especial, con mi
aprobación, claro está. Ni usted ni Olivia se mostrarán interesados en una boda
lujosa.
Traverston sonrió. La reina de hielo era el ingrediente perfecto para apaciguar
su tempestuosa existencia. Sería divertido conseguir arrancar de ella esa pasión
inherente a todo ser humano. Su objetivo, a partir de aquel momento, estaba claro:
derretir el corazón helado de su esposa.

Monquefort estudiaba los rasgos de aquella hermosa mujer que reposaba ante
él. Exenta de su habitual frialdad y sumergida en una especie de sueño reparador, su
rostro era de una dulzura y una inocencia enternecedoras.
De pronto, sus ojos se abrieron e intentó levantarse. El conde le colocó una
mano reconfortante sobre el hombro. Ella la agarró con fuerza y lo miró con
ansiedad.
—¿Quién era él? —preguntó con los ojos llenos de temor.
Monquefort le dio una respuesta tranquilizadora.
—Se llama John Markstone. Es el marqués de Traverston. No es un mal tipo.
Olivia recorrió la habitación con la mirada y se sintió aliviada al no verlo allí.
—No tengo ni idea de qué es todo esto. Por eso, no puedo salir en su defensa.
Pero insisto en que no es malo.
Olivia cerró los ojos. Sin quererlo, se vio transportada por un recuerdo: la
última vez que había visto al marqués, después de su encuentro en Norwood Park.
Una mañana, cuando Olivia tenía dieciséis años, su abuela le había propuesto
salir a comprar unos lazos que necesitaba para actualizarle un sombrero. Ella, como
siempre contenta de complacer a su abuela, había aceptado. Acababan de bajarse del
carruaje cuando Olivia lo vio, acompañado de una llamativa pelirroja que colgaba de
su brazo.
Olivia no pudo evitar que un torbellino se le despertara dentro. Aquél era el
pirata.
Su padre había tratado de hacerle creer que había sido sólo producto de su
imaginación y allí estaba.
Recordaba la mañana siguiente de su viaje a Norwood Park. Olivia le había
preguntado a su padre qué había sucedido la noche anterior, lo de la ceremonia y lo
de aquel extraño hombre. Pero su padre, agresivo y testarudo, le había respondido
que lo había soñado, que era todo producto de su imaginación. Se le prohibió
rotundamente hacer más preguntas.
En lo más profundo de su corazón ella sabía que no lo había soñado, que era
verdad, aunque a veces lo llegara a dudar.

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Cuando lo vio aquel día, le pareció más guapo incluso de lo que lo recordaba.
Pero, su imagen no dejaba de ser la de una niña de diez años.
Olivia había sufrido horriblemente desde aquella vez en que lo vio. La perfidia
de su padre la quemaba. Aquel que un día había sido un padre bueno y amoroso se
convirtió, de pronto, en un ser detestable que repudiaba su presencia.
Olivia cerró los ojos y trató de apartar los recuerdos que la atacaban. No iba a
llorar. No lo había hecho desde los doce años y no iba a hacerlo ahora. Respiró
profundamente y se concentró en el movimiento de sus pulmones.
Lentamente levantó los párpados. Ya estaba más calmada. Se dio cuenta de que
había agarrado la mano del conde y la apretaba con vehemencia. Rápidamente la
soltó.
—Le pido disculpas. No era mi intención apretarle la mano con tanta fuerza.
—No se preocupe, es tal el placer de tener su mano que un poco de dolor no lo
enturbia —dijo él entre risas—. Es una broma, señorita. Tiene aspecto de necesitar
que alguien la haga reír.
Olivia, sin casi darse cuenta, se permitió esbozar una sonrisa.
—Es usted muy amable, señor. Nunca podré pagarle lo que hace por mí.
Su mirada era amable, pero no permisiva. Aquélla era una experiencia nueva
para Olivia. Nunca antes había tenido la oportunidad de conversar con un hombre
que no tratara de conquistarla.
—Claro que puede, con llamarme Alex.
—Alex —repitió ella y con una media sonrisa le ofreció una mano—. Olivia.
De improviso, lady Raleigh hizo su entrada.
—Olivia, mi niña, ¿estás bien?
—Sí, abuela, estoy perfectamente. No entiendo cómo me he podido desmayar.
La próxima vez tendré en consideración cenar más antes de dedicarme a actividades
como la danza.
Lady Raleigh miró al conde con cierta ansiedad. Sabía que Olivia estaba
haciendo un gran esfuerzo.
—Te voy a llevar a casa de inmediato. Has hecho demasiados esfuerzos
últimamente. Necesitas descansar.
—Tiene usted razón, señora —afirmó el conde, siguiendo la farsa—. Lo mejor
que puede hacer es dormir.
Olivia se incorporó y le extendió una mano al conde.
—Muchas gracias, lord Monquefort. Espero que la próxima vez que me
desmaye haya un caballero tan galante como usted que venga en mi ayuda.
Él sonrió.
—Espero, por mi bien, que sea yo mismo.
Lady Raleigh frunció el ceño y se apresuró hacia la puerta.

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Un silencio tenso las acompañó hasta casa.


Una hora después de haber llegado, Olivia permanecía frente al espejo,
cepillándose el pelo. No podía poner en orden su cabeza.
Cuando alguien llamó a la puerta no se sorprendió. Su abuela abrió la puerta y
entró en la habitación. Ella dejó de cepillarse, se dio la vuelta y la miró directamente a
los ojos.
—Es cierto, ¿verdad? —dijo Olivia con un tono de voz mortecino.
La anciana se detuvo en mitad de la habitación, con el rostro inundado por la
tristeza.
—¡Mi niña! —dijo con una voz agitada por las lágrimas contenidas.
Olivia bajó los ojos.
—Mañana me iré con él.
—¡Olivia! ¿Qué dices? No puedes hacer eso. No puedes correr a encontrarte con
un hombre que proclama ser tu marido y que no ha mostrado prueba alguna de
serlo. No entiendo lo que ha sucedido en las últimas horas. No puedes decirme de
improviso que me vas a abandonar por un desgraciado que no ha tenido ni la
decencia de escribirte. ¿No os habréis estado carteando en secreto?
Olivia miró a su abuela con ternura.
—No, no temas. No lo había visto desde que tenía diez años —era una pequeña
mentira que facilitaba las cosas.
Lady Raleigh volvió a su anterior beligerancia.
—Entonces, ¿por qué es más importante que yo?
—Nadie es más importante que tú para mí. Sólo que es mi marido.
Eso lo explicaba todo. Olivia escondió la cabeza entre sus brazos.
Se hizo un largo silencio que rompió la muchacha.
—Has hablado con él, ¿verdad?
—Sí —asintió lady Raleigh.
—¿Qué ha dicho?
—Qué está dispuesto a esperar un mes.
Olivia levantó la cabeza.
—¿Un mes? ¿Por qué?
—Se ha dado cuenta del escándalo que provocaría. Está dispuesto ha actuar en
la farsa. Te llevará a la ópera, al teatro, a fiestas. Dentro de un mes os casaréis con una
licencia especial y él te llevará a su casa en Surrey.
—¿Norwood Park?
Lady Raleigh asintió con la cabeza.

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Era todo tan precipitado. Iba a perder a su ser más querido sin ni siquiera tener
la certeza de que valía la pena. Lady Raleigh miró a su nieta, intrigada. Parecía tan
fría. ¿Realmente sabía en lo estaba embarcada? Lo dudaba.
De pronto, como si le hubiera leído el pensamiento, hizo una pregunta.
—No te gusta el marqués, ¿verdad abuela?
La mujer dudó unos segundos. No sabía qué responder. Finalmente, sin poder
evitar su voz trémula, contestó.
—Me da miedo.

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Capítulo 6
El sonido de unos golpes en la puerta descompuso a Olivia. En cualquier otra
circunstancia, no se habría alterado por algo tan habitual.
Pero, esta vez, era algo más que una llamada ejecutada por un conocido.
Anunciaba la llegada de su nuevo marido.
No, no era su nuevo marido. Por extraño que resultara, aquél había sido su
esposo durante ocho largos años.
La puerta del salón se abrió. Con una solemnidad perfectamente adecuada para
la ocasión, el mayordomo anunció:
—El marqués de Traverston ha venido a verlas, lady Raleigh, señorita
Wentworth —hizo una reverencia y dio paso al visitante.
Lady Raleigh se levantó del asiento y se encaminó a su encuentro.
—Bienvenido a nuestra casa, señor.
El marqués tomó la mano de la anciana e hizo una reverencia.
—Lady Raleigh —sin esperar más se dirigió hacia Olivia—. Señorita Traverston.
—Señor —respondió ella—. No imaginábamos que vendría a visitarnos tan
pronto.
Durante toda la tarde, su abuela y ella habían esperado con una mezcla de
disgusto y ansiedad la llegada de Traverston. Pero Olivia quería dejar constancia
verbal de su indiferencia.
—Necesito subir a mi alcoba para recoger algunas cosas —dijo Olivia y, sin dar
opción a que le sugirieran que una criada lo hiciera, corrió escaleras arriba.
Se aproximó al espejo. Necesitaba comprobar que su turbación no se había
hecho patente.
Era absurdo el efecto que aquel hombre causaba en ella. Después de todo, no lo
conocía. Aunque lo conocería demasiado bien muy pronto. Tenía la certeza de que el
marqués no era un hombre capaz de casarse sólo por escrito.
Se colocó el sombrero y el chal con las manos frías y sudorosas y trató de
calmarse. Todo iría bien.
Descendió la escalera. Traverston la observó con detenimiento durante todo el
trayecto. No podía dejar de sentirse extraño ante la idea de que aquella criatura fuera
su esposa.
Olivia llegó abajo, se detuvo y lo miró fijamente.
—Mi padre me aseguró que usted no existía —aquellas palabras salieron
espontáneamente de su boca, sin pensar.
El marqués dejó que sus labios esbozaran una sonrisa ambigua.
—Tal vez tenía razón —respondió.
Ella lo miró con frialdad.

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—¿Qué quiere decir con eso?


—Que las criaturas diabólicas no existen en el mundo real.
Olivia no pareció inmutarse, aunque la presencia de aquel hombre no le pasaba
desapercibida.
—¿Quiere usted asustarme?
—Sería una estúpida si no sintiera cierto temor.
Olivia hizo caso omiso a tan arrogante respuesta. Se dio media vuelta y se
encaminó hacia la puerta abierta.
—Hace un día precioso.
Él la agarró del brazo con fuerza y la arrastró hacia el carruaje. Sus ojos se
encontraron. El marqués tenía una mirada inquietante.
—Piensa que esto es un juego, ¿verdad? Cree que puede ignorarme como
ignora al resto del mundo —le apretó el brazo con más fuerza aún—. Pues está
equivocada. Olivia, nadie osa ignorarme. No descansaré hasta liberar al ser humano
que esconde. Va a tener que enfrentarse a la realidad. Esto no es un sueño del que se
puede escapar con pellizcarse.
Ella sintió un mareo cuando su mano la soltó. La violencia física no la asustaba,
pero aquellas palabras… Se sentía vulnerable. Aquel extraño parecía saber lo que se
movía dentro de ella. Sabía lo que se escondía en su corazón. ¿Cómo podía
amenazarla con dejar suelto aquel torrente de emociones que tenía encarcelados? Ella
sabía que la destruirían.
El marqués era un gran jugador de cartas y aquello no era más que un farol
ejecutado con gran maestría. No podía tener la certeza de que dentro de ella hubiera
algo más que vacío. No, no podía. Y jamás le daría la ocasión de averiguarlo, jamás le
daría las armas que buscaba.
Traverston se subió al carruaje sin ocuparse de su esposa. La abundancia de
telas y encajes impedían a Olivia subir por sí misma al vehículo. Pero él la ignoró por
completo. Quería humillarla.
Sin dar muestra alguna de alteración, Olivia rogó a un transeúnte que la
ayudara. Traverston no tenía capacidad de hacer que se sintiera rebajada. No era más
que un insecto bajo su suela.
Apenas si Olivia se había acomodado en su asiento, el marqués agitó las riendas
y comenzó una carrera desenfrenada. Olivia estaba aterrorizada. Su pequeño
sombrero salió volando y gran parte de sus aderezos se mostraban anárquicamente
descolocados. Ella se agarraba con vehemencia, pero su expresión facial permanecía
inalterable.
Poco después de su partida, se dio cuenta de que no se dirigían a Hyde Park,
sino a una zona de Londres que a ella le resultaba por completo desconocida.
Olivia no quería dejar de pensar que, después de todo, el marqués no podría
hacerle daño, pues sabía que no se negaría a sí mismo el placer de poseerla cuando
llegara el momento.

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Finalmente el carruaje se detuvo frente a un local de dudosa reputación.


—Supongo que, después del paseo, le apetecerá algo de beber.
Casi de reojo, pudo observar la fachada sucia y descuidada de la posada. Dos
individuos de aspecto repugnante flanqueaban la puerta, mientras una mujer que
exhibía la mitad de sus pechos desnudos estaba asomada a una de las ventanas.
Se volvió hacia el marqués, el rostro inalterable como el mármol pero los ojos
ardientes como dos llamas.
—No voy a entrar a ese lugar.
—¿No? —dijo él y continuó preguntando con un tono intrascendente—. ¿Y por
qué no?
Con la frialdad del hielo respondió sin reparos.
—Señor, puede que le parezca divertido ponerme en situaciones
comprometidas, abusar de mí. Pero todo tiene un límite. Sé exactamente qué clase de
lugar es éste y no estoy dispuesta a que mi reputación se vea dañada.
—¿De verdad? —dijo él con una mirada irónica—. ¿Y qué tipo de lugar es éste,
si puede saberse?
—Un burdel.
El soltó una carcajada hiriente y, enseguida, sus ojos se enfriaron como los de
ella.
—¿Y qué sabe mi adorada Olivia de los burdeles?
—No tiene usted derecho a someterme a un interrogatorio —de pronto su voz
se hizo eco de una fortaleza inesperada—. ¿Quiere humillarme por mi ignorancia? ¿O
simplemente se siente desilusionado porque su mujer tiene cierto conocimiento del
mundo del que carecen la mayoría de las muchachas de su edad? ¿Por qué me está
poniendo a prueba, señor?
Él se sintió repentinamente desconcertado ante semejante pregunta, pero ocultó
su sorpresa.
—Tan sólo trato de averiguar qué tipo de mujer es mi esposa.
Dicho esto, dio la vuelta a su carruaje y emprendió la vuelta a un trote ligero.
Ambos permanecieron en silencio durante todo el trayecto, sumidos en sus
pensamientos.
Al llegar a Wimpole Street, el marqués detuvo el carruaje frente a la casa de
Olivia.
—Mañana vendré a recogerla a la misma hora. Daremos otro paseo en mi
carruaje —aseguró el marqués como una imposición.
—Me temo que no va a ser así —Olivia descendió sola, sin esperar la ayuda de
nadie—. Si desea que vaya con usted mañana, habrá de procurarme un caballo.
Prefiero elegir mi suerte y cabalgar bajo mi propio criterio.
Una risa insoportable se fundió con el viento, mientras el carruaje iniciaba de
nuevo un vuelo desenfrenado.

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Olivia miró, no sin desmayo, la bestia que se removía, inquieta, frente a su casa.
—Querías montar, ¿no es así? —dijo el marqués con insolencia.
Al menos se había dignado a proporcionarle una silla para montar de lado.
Olivia se acercó lentamente hacia el enfurecido animal. Extendió la mano con
precaución y le acarició la cabeza. El caballo se tranquilizó ligeramente.
Traverston desmontó su cabalgadura y, para sorpresa de Olivia, le ofreció su
ayuda.
La agarró de la cintura y le dio un ligero impulso hacia arriba. Pero, de algún
modo, las manos del marqués se habían deslizado por debajo de la chaqueta de
montar y se dejaban notar sobre la fina tela de la camisa. Un escalofrío recorrió a
Olivia de arriba a abajo. Esperaba fervientemente que él no hubiera apreciado
semejante reacción.
Sin embargo, la había notado y sentido, sí, sentido. Y ese sentimiento que ella le
había provocado lo desconcertaba. Olivia era una mujer hermosa. Pero, después de
todo, su vida había estado llena de mujeres hermosas y ninguna le había causado
aquel efecto. No cabía duda de que hacía demasiado tiempo que no le daba un
merecido placer a su cuerpo. Había que poner remedio a aquello.
Olivia agarró las riendas con seguridad. No cabía duda de que Traverston no
había elegido para ella un caballo, sino un desafío. Si no lograba salir airosa, acabaría
humillada o, incluso, muerta.
Traverston montó y se abrió paso hacia Hyde Park. Habían recorrido pocos
metros, cuando el rocino de la dama atentó contra su seguridad. Pero la maestría de
la amazona lo puso bajo control. Sin duda, el marqués habría deseado que su
protegida se viera en circunstancias tales que su ayuda fuera indispensable.
Emprender el galope tras ella y rescatarla como un caballero habría sido, sin duda, la
jugada perfecta.
Pero Olivia tenía la situación bajo control.
Ambos trotaban plácidamente por el parque. Olivia se divertía con el reto que el
marqués le había impuesto.
—¿Sabe, señor? —le provocó Olivia—. Sus intentos de incomodarme me
resultan cada vez más divertidos.
—¡Vaya! —exclamó el marqués, sin poder esconder su descontento.
—Sí. No recuerdo haberme divertido tanto.
—Si es diversión lo que buscáis, vamos a tenerla en demasía —respondió el
marqués, al divisar las figuras de lady Chisolm y David Hamilton que se
aproximaban a caballo.
—¡Trav! —la voz acaramelada de lady Chisolm resonó desde una considerable
distancia—. ¡Qué coincidencia! Es una verdadera sorpresa encontrarte en Hyde Park
a la hora del paseo.

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La condesa no pudo ocultar su turbación al ver a la hermosa Olivia cabalgando


junto a su ex amante. Su rostro palideció, aunque mantuvo una sonrisa falsa, de falsa
complacencia. Traverston no habría querido jamás aparecer junto a ella en aquel
lugar ni en aquellas circunstancias.
El marqués saludó a su primo con una ligera inclinación de cabeza y se dirigió a
la condesa.
—Sabe usted que no es frecuente verme aquí. Lady Chisolm, permítame que le
presente a la señorita Wentworth —el marqués no hizo ademán alguno por presentar
a su primo, lo que no desanimó al caballero.
—David Hamilton, a sus pies, señorita Wentworth.
Olivia sonrió ligeramente.
—Soy el primo de John.
Olivia miró a Traverston, antes de dirigirse a Hamilton.
—No su primo favorito, según parece.
Hamilton se rió sinceramente.
—No, creo que no.
El caballo de Olivia comenzó a removerse, inquieto por una parada que no le
parecía oportuna.
—Es un monstruo ese animal que cabalgáis. Poco apropiado para una dama
—dijo la condesa.
La respuesta de Olivia se hizo esperar pues trataba, sin todo el éxito que
necesitaba, de apaciguar al caballo.
—Lord Traverston lo eligió para mí.
—¿De verdad Trav? ¿Cómo has sido capaz de poner a la señorita Wentworth en
ese trance? Esta bestia se asustaría de cualquier cosa —para hacer una demostración
práctica de lo que acababa de afirmar, agitó el látigo delante de la cabeza del rocín.
Como llevado por el diablo, se puso de patas y emprendió un galope
desenfrenado. Olivia perdió las riendas y se agarró con desesperación a su cuello.
David Hamilton y Traverston miraron con odio a la condesa que sonreía
abiertamente.
El marqués, sin dudarlo un segundo, salió al galope tras la agredida amazona.
La gente se apartaba ante el vuelo descontrolado del frisón. El marqués, no sin
esfuerzo, consiguió alcanzarlo. Tomó la rienda caída y lo detuvo. Aún le llevó unos
minutos apaciguarlo. Desmontaron y Traverston ató ambos caballos. Olivia tuvo
tiempo, en ese corto intervalo, de recomponer su gesto y ocultar su turbación.
—El gran héroe rescata a la pobre doncella de una muerte segura. Una escena
sacada de la peor novela de Radcliffe.
Incapaz de apreciar ningún tipo de aturdimiento en su talante, el marqués se
mostró contrariado.

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—Pero usted no es una pobre doncella, ¿verdad?


El tono y la pregunta sorprendieron a Olivia. Alzó la mirada y respondió antes
de que él pudiera apreciar su desconcierto.
—Por supuesto que no.
—Siempre tomas el camino fácil, ¿verdad Olivia? —el marqués se aproximó
peligrosamente hacia ella. Su cuerpo no la rozaba pero vibraba contra el suyo.
—No entiendo lo que quiere decir —respondió ella impasible.
Él la miró a los ojos e, inmediatamente después, deslizó los ojos hasta
depositarlos en sus labios.
—Claro que lo sabes.
—Me temo que no —dijo ella, pero sus ojos la contrariaban.
Muy a pesar suyo, su vulnerabilidad acababa de hacerse patente. El marqués
sonrió sin dejarla escapar.
—Siempre tomas el camino más fácil: el de evitar el conflicto.
Un ligero color sonrosado se depositó en las mejillas de la muchacha.
—Señor, no sabéis nada de mí —dijo, tratando desesperadamente de mantener
la calma.
Él insistió.
—Sí, sí lo sé —se aproximó aún más—. Sé que no puedes dormir por las noches.
¿No pensabas que alguien podía entenderte como yo? Pero es así. Sé lo que ocultas.
Sé que cuando ves a otras muchachas de tu edad te preguntas cómo pueden reír,
llorar sin que el torbellino las arrastre. Te preguntas día a día si las otras sienten lo
mismo que tú y llegas a dudar si eres real, si las cosas que te rodean son reales.
También sé que tienes un grito contenido en el pecho, tan intenso que a veces sientes
que lo vas a dejar escapar. Pero no lo haces, porque crees que acabaría contigo. No
trates de ocultarme nada. No puedes.
Olivia lo miró con terror. Él estaba tan próximo a ella que podía sentir su aliento
en la cara. Alzó las manos y las interpuso entre los dos.
—Apártese de mí.
Permanecieron inmóviles. Ella podía ver, a través de sus ojos, una tormenta
capaz de arrasarlo todo. Él trataba de atraparla con su torbellino, pero se encontró
con algo inesperado.
Aquella mirada ocultaba desesperación y desamparo. Le estaba pidiendo
ayuda. Lo necesitaba. Su miedo a sucumbir lo atraía con tanta fuerza que no le dejaba
armas para luchar. Se quedó allí, paralizado, incapaz de reaccionar.
Pudieron pasar minutos u horas. Después, con una fuerza que no creía tener,
Olivia consiguió apartarse de él.
Se aproximó a su caballo y se apoyó en él. Cerró los ojos y trató de reponerse.

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El sonido de unos pasos aproximándose la obligó a levantar la cabeza. El


marqués se acercó a ella y con una frialdad inusitada después de lo que acababa de
ocurrir simplemente le ofreció su ayuda.
¿Cómo podía comportarse de aquel modo, cambiar de aquella forma?
Lo miró un segundo. Luego, le ofreció su mano.
Cuando comenzaron a trotar, todo pareció apaciguarse lentamente. Y, por
primera vez, Olivia tomó conciencia de dónde estaba. ¿Desde cuando el parque era
tan hermoso?
Cabalgaron lentamente y en silencio hasta Wimpole Street.

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Capítulo 7
Habían pasado varios días desde el accidentado paseo por Hyde Park y, desde
entonces, Olivia no había visto a su marido.
Aquella tarde, lady Raleigh había mandado a Traverston la notificación de que
aquella tarde asistirían a una fiesta que los Merriweather ofrecían en su mansión. Al
no obtener respuesta, asumieron que el marqués tenía otros compromisos que
atender.
Algunas horas después de su llegada a la fiesta, Olivia lo vio aparecer. Un
coronel la acompañaba desde hacía un rato, con más entusiasmo que talento. El
marqués avanzó hacia ella. La multitud se apartaba a su paso. Como siempre, estaba
devastadoramente guapo.
Ella trató de apartar la mirada pero, como si su magnetismo se lo impidiera, no
pudo. Se aproximaba con una majestuosidad casi temeraria. Al llegar a la altura de
su acompañante, le dio en el hombro con soberbia y tomó posesión de su esposa sin
mediar explicación alguna.
Las manos del marqués descendieron por su espalda. La miró fijamente a los
ojos e inició un vals. Su poder sobre ella era infinito y tenía que combatirlo. Olivia,
llevada por su instinto de supervivencia, apartó la vista de él y se distanció.
Traverston, consciente de esa actitud se dispuso a ganar la batalla. Sabía lo que
ocurría dentro de ella. Sabía qué armas debía utilizar y no iba a tener escrúpulos.
Quería ver el color en sus mejillas, quería que fuera una mujer y se mostrara como
tal.
—Estás realmente hermosa esta noche —Traverston apreció el nerviosismo que
recorrió el cuerpo de Olivia. Buscó sus ojos sin éxito y volvió al ataque—. Eso te
perturba, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere —respondió ella.
Él se apartó ligeramente de ella para observar su rostro.
—Siempre respondes lo mismo, Olivia. Pero sabes perfectamente a qué me
refiero.
La intimidad necesaria para bailar un vals se le hizo a Olivia insoportable. No
quería permanecer ni un segundo más cerca de aquel hombre. Sentía el calor de sus
manos a través del vestido, la fuerza de los dedos contra su carne. Por un momento,
creyó que no podía continuar, que si lo hacía tropezaría y caería al suelo. Pero
Traverston la sujetaba con firmeza.
—¿Por qué te molesta tanto ser tan bella? —le susurró él. Sintió un escalofrío en
el cuerpo de ella.
Sin previo aviso, Olivia se detuvo en mitad de las parejas que continuaban el
baile. Su rostro reflejaba una extraña mezcla de miedo y dignidad. Sus ojos tenían un
brillo intenso.
—Lléveme junto a mi abuela, señor —aunque habló en voz baja, la fuerza de su
petición no podía ser ignorada.

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Traverston se dio cuenta de que eran el centro de atención de la fiesta. Con una
falsa sonrisa y una aún más falsa reverencia, escoltó a su pareja hasta donde se lo
había solicitado.
—Parece que algo te ha molestado.
—Es usted realmente odioso, señor —dijo Olivia y se apresuro al encuentro de
su abuela.
Lady Raleigh estaba en aquel instante conversando con la pomposa señora
Silvia Fitzwater, una viuda con tres hijas, felizmente casadas y tan pomposas como
ella.
En cuanto notó la presencia de la joven Olivia, rompió la retahíla desenfrenada
de cotilleo desmedido, en pos de una adecuada bienvenida.
—Olivia, querida, ¿cómo estás esta noche? Tu abuela y yo estábamos teniendo
una agradable conversación. Le estaba diciendo, que tenéis que venir a visitarnos la
próxima semana. Annabelle y Christine estarán allí. Sé que no os habéis visto desde
hace siglos.
Olivia esbozó una sonrisa en respuesta a tan efusivo saludo. Lady Raleigh, que
no había perdido detalle de lo sucedido mientras bailaban, salió en su ayuda.
—Estás muy pálida. Creo que deberías descansar. ¿Por qué no te sientas aquí,
junto a mí? —cuando Olivia ya se había sentado a su lado, se dirigió de nuevo a su
contertulia—. Lo siento, qué maneras las mías, permíteme que te presente a John
Markston, el cuatro marqués de Traverston.
La señora Fitzwater miró al marqués con cierto horror. Luego se volvió hacia
lady Raleigh con una pregunta patente en su rostro: «¿Cómo demonios has
establecido ningún tipo de relación con este hombre?».
Pero, en lugar de eso, extendió la mano y agitó las pestañas.
Lady Raleigh consideró oportuno librar a su nieta, al menos
momentáneamente, de la presencia del marqués.
—Silvia, ¿no te he oído decir que te atreverías con una copa de champán? Yo te
acompañaría gustosa.
La señora Fitzwater se dio cuenta, rápidamente, de que algo ocurría, y lanzó la
petición al marqués.
—Sin duda, un poco de champán nos vendría bien.
El marqués hizo una reverencia.
—Permítanme que se las proporcione.
Le lanzó una explícita mirada a Olivia y se alejó.
Lady Raleigh se inclinó hacia ella.
—Pareces demudada, querida. ¿Estás bien?
Horrorizada ante la idea de que su turbación se había hecho patente, Olivia se
ruborizó.

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—Ahora que se ha alejado, podré recuperarme —respondió ella, tratando de


calmarse.
Antes de que lady Raleigh pudiera responder, la conversación fue interrumpida
por la presencia de David Hamilton. Saludó correctamente a todas las damas
presentes y, finalmente, se dirigió a Olivia.
—Miss Wentworth, no he podido por menos que notar los incorrectos
ademanes de mi primo. Querría resarciros de ello con el ofrecimiento de una pareja
que promete no pisaros: yo mismo.
Olivia se quedó confundida. Lady Raleigh reaccionó a tiempo y respondió por
ella.
—Olivia estará encantada de ser su pareja.
Aceptó la mano de Hamilton y se encaminaron a la pista de baile.
—Permítame que me disculpe por la incorregible actitud de Beatrice el otro día.
Aunque no es lógico que la escogiera a usted como diana, todo el mundo sabe
que era ella la acompañante, más o menos oficial, de Traverston hasta hace poco. Eso
no justifica su acción pero, al menos, la explica.
Olivia no pudo evitar que un nudo le apretara el estómago. Inexplicablemente
sentía celos.
—Estoy segura de que usted no tiene control alguno sobre las acciones de la
condesa —respondió Olivia casi distante.
Él inició un ligero acercamiento, sin romper las leyes de la cortesía.
—Sólo quiero que sepa que, aunque el marqués y yo no tenemos una buena
relación, siempre podrá considerarme su amigo. No sé lo que le habrá dicho de mí.
Sea lo sea, es mentira.
—No mucho de nada ni de nadie.
—Bueno… en ese caso. Somos medio hermanos, ¿sabía eso? Todo el mundo
piensa que somos primos. Sin embargo, nuestro padre era común.
Olivia lo miró con cierta sorpresa.
—Señor, no comprendo por qué me cuenta esto.
Él se encogió de hombros.
—Intuición, supongo. Algo me dice que se va a casar con usted. John no se
había relacionado con jovencitas como usted jamás en su vida. Quiero decir,
doncellas de reputación impecable. No sé si me comprende…
Antes de que pudiera continuar, el brazo de Hamilton sintió la presión de una
mano de hierro. La cara del marqués apareció de improviso tras esa mano.
Traverston se dirigió a él entre dientes.
—Estoy seguro de que tienes muchos otros compromisos que cumplir, David.
Traverston le soltó el brazo y Hamilton se sacudió con dignidad la manga
arrugada por la presión.

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—Por supuesto, primo —respondió, dando énfasis a la última palabra y le lanzó


una mirada desafiante. Luego sonrió y se dirigió a Olivia—. A sus pies, señorita
Wentworth.
Traverston tomó a Olivia del brazo con velada brusquedad y la condujo hacia la
terraza.
—¿Adónde dónde me lleva, señor?
Él mantuvo la mirada al frente.
—A tomar un poco de aire fresco.
Olivia no entendía por qué se permitía tratarla de ese modo. No había hecho
nada malo.
Casi a paso militar, se abrieron paso y salieron al exterior de la casa. El aire
transportaba un suave aroma a rosas. Se adentraron en jardín, hasta llegar a un lugar
apartado. Sin ceremonia, empujó a Olivia sobre un banco.
—Nunca, jamás en tu vida, oses hablar con él otra vez.
Confundida, pero altiva, Olivia se enfrentó a su esposo.
—No tienes ningún derecho a decirme lo que puedo o no puedo hacer.
—Estás muy equivocada. Tengo todo el derecho. En este momento llevas mi
apellido y, si quieres que se haga público sin más dilaciones, no tienes más que actuar
según tu criterio.
Ella lo miró con odio.
—Eso es chantaje.
El marqués sonrió con malicia.
—Sí, es chantaje.
Olivia se levantó e intentó alejarse. Pero él la tomó de la mano y la atrajo hacia
sí. La agarró con tanta fuerza que no le permitía moverse.
—Es hora de que comprendas una cosa: en este juego el ganador voy a ser yo.
Sin decir más, y sin darle tiempo a reaccionar, Traverston capturó sus labios con
maestría. De pronto, la pasión se adueñó de Olivia. Por primera vez en toda su vida,
sentía algo que no podía controlar, que la dejaba incapaz de pensar. Sin poder de
elección, enroscó los brazos alrededor de su cuello. Traverston, entonces, inició un
juego sensual, recorrió con la lengua toda su boca. Olivia sintió que las rodillas le
cedían y todo su cuerpo se apoyó sobre el de Traverston. Vibraba con una sensación
nunca experimentada, más fuerte que nada en el mundo. Y, de pronto, sintió que
aquel contacto, no era suficiente. Necesitaba más, necesitaba tenerlo tan cerca que se
fundieran.
Traverston la acariciaba con la urgencia del fuego y dibujaba trazos febriles
sobre todo su cuerpo. Besó su boca, sus párpados, su cuello. Y no podía apartarse de
ella. Aquella mujer lo enloquecía. Envueltos en aquel juego desmedido, Olivia había
perdido toda noción de lo que ocurría. Sólo podía sentir.
Pero las palabras de Traverston la despertaron.

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—Olivia —le susurró—. Admite que esto te gusta, Olivia.


Como un cubo de agua fría, las palabras de Traverston la sacaron del ensueño.
Se apartó de él con furia.
La estaba manipulando, eso era todo. No le importaba nada ella. Una vez más,
perseguía un fin.
—Apártate de mí —le espetó con rabia.
Traverston no pudo ocultar su sorpresa. No sólo por su reacción, sino ante lo
que él mismo había sentido.
—Eres como todos los demás —le susurró con una ira infinita—. Usas a la gente
y, cuando se ha cumplido tu propósito, te mofas de ellos. No significo nada para ti.
Lo único que quieres es destruirme. Pero no te lo voy a permitir, jamás.
Tras estas palabras, pronunciadas sin pasión, Olivia se dio la vuelta y huyó.
Sólo tres personas advirtieron el estado emocional en que se hallaba a su vuelta.
Dos de ellas unieron sus cabezas para conspirar tras su entrada en el salón.
—A la señorita Wentworth parece haberla alterado en demasía el paseo con el
marqués —dijo lady Chisolm, con un brillo diabólico en los ojos—. ¿Qué crees que ha
podido suceder ahí fuera?
David Hamilton esbozó una mueca irónica.
—Algo que habrías deseado te ocurriera a ti.
Beatrice soltó una sonora carcajada y echó la cabeza para atrás, en un gesto
estudiado que dejaba al descubierto su cuello blanco y su gargantilla de diamantes y
esmeraldas.
—Me conoces a la perfección, querido David —le dijo y lo miró de soslayo—.
Pero me consta que a ti te interesa tanto como a mí saber lo que ha ocurrido allí.
Él sonrió.
—Sólo en la medida que esa información pudiera serme útil. Sé que la reina de
hielo significa algo para él. Pero todavía no sé qué exactamente.
Beatrice observaba con detalle a su acompañante. No cabía duda de que era
atractivo: su espeso pelo negro, con el que ella jugueteaba siempre que tenía ocasión,
sus pómulos prominentes, marca indiscutible de la familia Markston. Pero aunque
tenía una figura bonita, no era nada comparada con la del marqués. Lo que más
apreciaba de David Hamilton era esa capacidad para la maldad que con tanta
maestría ocultaba a ojos de la sociedad londinense. Sus labios, demasiado finos para
resultar una boca sensual, eran posiblemente la parte de su rostro que más reflejaba
su personalidad oculta.
Esa escondida crueldad atraía y repelía a las mujeres de una forma curiosa. Se
sentían, en principio, atraídas por él. Pero les provocaba un pánico que acababa por
alejarlas.
De repente, David Hamilton volvió sus diabólicos ojos grises hacia Beatrice y
esbozó una sonrisa malévola.

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—Vamos Beatrice. Concédeme el honor de este baile —sin esperar respuesta, la


tomó en sus brazos y se unió a las demás parejas de baile.
La tercera persona que se había percatado de la turbación de Olivia era Alex
Buxley, el conde de Monquefort. No le había pasado desapercibido el pequeño
detalle de que el traje de la dama no estaba pulcramente colocado, como tenía por
costumbre.
El conde no había podido dejar de observar a la joven desde su encuentro en la
fiesta de los Eddington. Sin duda, no había tenido ocasión de verla con frecuencia
desde aquel día, pero era como si un hilo invisible lo uniera a ella. Explicar en
palabras o nominar aquella vinculación le resultaba demasiado doloroso. Lo único
que sabía es que aquella a la que llamaban, equivocadamente, la reina de hielo, era la
más delicada flor y parecía triste.
Sin pensarlo dos veces, fue a su encuentro. Con toda la frialdad que la cortesía
imponía trató de dirigirse a ella.
—Olivia, ¿qué sucede? —dijo mientras le agarraba la mano y se la ponía en su
brazo.
Durante unos segundos no pudo ocultar el estado en que se hallaba. Pero, con
poco esfuerzo, sus ojos echaron una cortina que ocultó cuanto ocurría en su interior y
tanto su rostro como su porte recuperaron la calma y la majestuosidad de una reina.
—Lord Monquefort, me alegro de verlo. Perdóneme, pero estoy buscando a mi
abuela.
Monquefort la observó desconcertado. Parecía realmente que nada ocurría. Pero
su última mirada la traicionó.
Sin darle opción a una protesta, agarró su mano y la invitó a bailar con él.
—Habíamos quedado en que me llamarías Alex.
Ella dudó unos segundos.
—Claro, por supuesto, Alex. Por favor, perdóname.
—No hay nada que perdonar, Olivia —dijo él, aliviado—. Somos amigos y eso
incluye no tener que pedir disculpas. ¿De acuerdo?
Él sonrió y ella le respondió con otra sonrisa.
—¡Alex! —exclamó ella—. Me estás pisando.
—Lo sé —respondió él sin dejar de sonreír—. Pero, ¿estás de acuerdo?
—Por supuesto.
—Bien. Entonces dime qué te sucede.
Ella permaneció en silencio unos instantes. Cuando volvió a hablar, la calidez
de su voz había desaparecido.
—Te agradezco que te intereses por mí, pero ahora no quiero hablar de eso —se
tropezó ligeramente, como si un inesperado mareo la hubiera desestabilizado. Él la
sujetó y la ayudó a incorporarse. Con una voz trémula formuló una petición
desesperada—. Por favor.

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La palabra sonó extraña a sus propios oídos. Durante seis años se las había
arreglado por sí misma. Jamás había pedido ayuda a nadie, ni siquiera a su abuela.
Pensaba firmemente que confiar en la gente lo convertía a uno en una presa accesible.
Su padre se lo había demostrado.
Sin embargo, allí estaba ella, pidiendo ayuda. Y, no tenía más remedio que
aceptar que la necesitaba. Alex le había ofrecido su amistad y ella se estaba
agarrando a él como una tabla de salvamento. No tenía más remedio. Sólo esperaba
que apreciara la confianza que había puesto en él y no abusara.
—De acuerdo —respondió—. Ahora deja de hablar o me veré forzado a pisarte
una vez más. Sólo me puedo concentrar en una cosa cada vez.
Poco después, pudo sentir cómo el esbelto cuerpo de Olivia se relajaba y su
rostro lo regaló con algo que sólo él pudo ver: una sonrisa de agradecimiento.

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Capítulo 8
La luz de la mañana se filtraba por entre las cortinas de la sala en la que se
encontraba Olivia. A pesar de las atenciones de Alex, el desafortunado encuentro de
la noche anterior le había dejado un profundo dolor de cabeza. Las palabras de
Traverston le habían resultado profundamente dolorosas.
Sin embargo, sabía que todo era culpa suya. No tenía a nadie que culpar más
que a sí misma. Había deseado que Traverston sintiera algo por ella. Aunque también
había luchado contra esa necesidad, se había dejado llevar y había pagado las
consecuencias. Había bajado las defensas y se había convertido en una presa fácil. Tal
y como le ocurría con su padre.
¿Por qué todos los hombres de su vida actuaban de ese modo? ¿Por qué
después de todos esos años aún era vulnerable?
A pesar de los esfuerzos por evitar que los sentimientos la afectaran, aquel
hombre provocaba en ella algo que no podía controlar. Por un lado la desquiciaba y,
por otro, era capaz de despertar en ella una pasión que desconocía.
Y también podía hacer que se sintiera triste, tanto que llegó a pensar que podía
hacer peligrar incluso esa pequeña parte de su infancia que había quedado intacta.
La entrada de lady Raleigh la sacó de su ensimismamiento.
—Mi niña, te has levantado muy pronto esta mañana —dijo mientras entraba en
la habitación. Levantó su bastón de ébano y señaló a la muchacha—. Y sigues
estando muy pálida.
Olivia respondió con ciertas reservas.
—Tengo un fuerte dolor de cabeza, abuela. Me gustaría descansar un poco.
—Sí, eso es lo que debes hacer.
La puerta del salón se abrió. El mayordomo entró con un gran ramo de lilas. Le
hizo una reverencia a Olivia.
—Esto acaba de llegar para usted, señorita Wentworth —anunció con
solemnidad y un tono extremadamente correcto—. ¿Dónde desea que las ponga?
Lady Raleigh, al ver a su nieta incapaz de responder, tomó la iniciativa.
—Sobre la mesa, Bates. Será lo mejor. Gracias.
Olivia se levantó como si la acción supusiera un verdadero esfuerzo, se
aproximó al ramo y tomó la tarjeta que portaba.
—Vamos, muchacha —dijo lady Raleigh—. Cualquiera diría que es la primera
vez que te mandan flores. Abre el sobre y salgamos de dudas.
Lentamente deslizó los dedos dentro del sobre y sacó una pequeña nota.
—Es del señor Hamilton. Quiere pedirme disculpas, una vez más, por el
comportamiento de su hermano.
La anciana frunció el ceño.

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—No veo razón para que insista en excusarse por las acciones de tu marido. No
es de su incumbencia.
—Pero el señor Hamilton no sabe que es mi marido. Aunque sí, es un poco
extraño. ¿Qué sabes sobre ese hombre?
Lady Raleigh hizo un pequeño ruido y se sentó en la silla.
—No demasiado. Pero, aunque te mandé a bailar con él ayer, trata de evitarlo
en el futuro.
—Me dijo que era el hermano bastardo de Traverston.
—¿Te dijo eso?
—Sí, ¿lo sabías?
La mujer miró a su nieta con una expresión indescifrable.
—Sí.
—Por qué se odian?
Miró de nuevo a Olivia, esta vez con una expresión cansada.
—Eso es algo que sólo ellos pueden responder.
—¿Cómo te enteraste de quién era el verdadero padre de Hamilton?
—Esa es una larga historia que no tengo la libertad de poderte contar. Me voy a
preparar para unas cuantas visitas matinales. ¿Me acompañas?
Olivia recordó repentinamente su dolor de cabeza, pero también se dio cuenta
de que no se quería quedar sola.
—Dame unos minutos y estaré lista para acompañarte.

Si Olivia estaba triste aquella mañana, el estado de ánimo del marqués habría
que haberlo descrito como absolutamente patético.
Sentado en la biblioteca, con la botella de brandy medio vacía en una mano y la
copa llena en la otra, su imagen no distaba mucho de la de un lejano día hacía ocho
años. Tan sólo el marco parecía haber cambiado, pues donde entonces sólo había
suciedad y telas de araña, ahora lucían ricas telas y hermosos brocados.
Los sirvientes habían optado por ni tan siquiera aproximarse a la puerta, pues
ya había echado con cajas destempladas al mayordomo, que había intentado traerle
el desayuno.
Traverston se encontraba sumido en su propia miseria, cuando lord
Monquefort, que llevaba un rato observándolo desde el vano de la puerta, carraspeó
para llamar su atención.
Traverston levantó la cabeza y miró a su amigo.
—¿Qué diablos haces aquí? No tienes ningún otro pobre diablo al que molestar
esta mañana, Alex.

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El conde chasqueó la lengua y agitó la cabeza de un lado a otro, sin dejar de


sonreír.
—Ahora tengo la certeza de que algo anda mal, Trav. Acabas de llamarme Alex.
He tenido que venir solo hasta la biblioteca. Ningún sirviente quería mostrarme el
camino. Me han dicho que si venía lo hacía bajo mi responsabilidad. Por cierto, pensé
que habías dejado de beber por las mañanas.
—Lo había hecho.
El conde se apoyó sobre la pared tapizada de terciopelo verde.
—Tienes el mismo aspecto descompuesto que tenía Olivia ayer noche.
Traverston levantó una ceja.
—O sea que andas tras Olivia ahora.
—No lances tu ira contra mí, Traverston —dijo Monquefort y sonrió—. Sé que
la consideras tuya. Aunque no sé porqué. No parece que os entendáis demasiado
bien. Olivia y yo sólo somos amigos.
—Tú no me preocupas, Alex.
El conde sintió que lo habían herido en su orgullo masculino. Era un hombre de
mucha fama entre las mujeres.
—¡Vaya, hombre! No hay necesidad de que me insultes.
Traverston se rió amargamente.
—Me malinterpretas. Sólo me refería a que tu sentido del honor te impediría
intentar nada con una mujer por la que yo estoy interesado.
—Pero sólo si supiera que tus intenciones hacia ella son honorables.
Traverston miró el fondo de su copa.
—Las más elevadas.
Traverston se había dado cuenta la noche anterior de que realmente sentía algo
por Olivia. Reconocer eso le había desconcertado. A pesar de que había abandonado
su vida pasada, no quería atarse a nada y menos aún a una mujer.
La última década, la había pasado con gente de la que podía obtener algo o que
podían obtener algo de él. Nunca un intercambio que no fuera mercantil. Incluso
Beatrice era ambiciosa, una loba en busca de dinero y poder.
La única excepción era Monquefort, quien se había aproximado sin más y le
había ofrecido su amistad.
Traverston, bien necesitado de afecto o por soledad, había aceptado, hasta
establecer la relación que ahora tenían.
Pero Olivia era un ser vulnerable. No quería contaminarla con su vida pasada,
con sus errores.
Por un lado quería mantenerla alejada de él, evitar el daño que podría causarle.
Por otro, su ausencia lo atormentaba.

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También lo atormentaba que Olivia no pudiera soportarlo. Sabía que él había


motivado aquello. Desde el primer momento había actuado con la intención de
mantenerla alejada. Y lo había conseguido.
Pero un deseo desenfrenado lo impulsaba a ser parte de ella.
Se encontraba ante una dicotomía que lo atormentaba. La quería
desesperadamente, pero también quería mantenerla a distancia.
El sufrimiento interior se reflejaba en cada línea de su cara. Monquefort había
sabido desde el principio que aquél era un hombre atormentado.
Se había unido a él porque le apasionaba su vida aventurera. Pero donde el
conde se lanzaba con alegría a la búsqueda de nuevas experiencias, el marqués lo
hacía con un afán desmesurado de autodestrucción.
Reconocía aquel gesto en su cara. Tenía que ayudarlo. Tal vez un poco de aire
fresco.
Monquefort se levantó de la silla.
—¿Por qué no salimos a cabalgar? Tengo un nuevo caballo que compré la
semana pasada y estoy deseando montarlo. ¿Qué me dices?
Un pequeño silencio precedió a la respuesta. Traverston se levantó lentamente,
como si la gravedad se hubiera incrementado repentinamente.
—De acuerdo, Alex. Vuelve a buscarme en una hora.

Olivia estaba más que hermosa con aquel atrevido traje de montar. La torera, de
color beige, se ajustaba a la cintura, exagerando aún más, si cabía, la estrechez de la
misma. Una camisa de seda roja dejaba intuir la redonda turgencia de sus pechos.
David Hamilton se quedó admirado ante semejante visión. Pocas jóvenes
podían vestir con tanto atrevimiento y no resultar atrevidas.
Con una sonrisa estratégicamente dibujada en los labios, se acercó a ella en su
cabalgadura.
—Permítame que le diga que está resplandeciente.
Olivia hizo una pequeña reverencia con la cabeza.
—Buenas tardes, señor Hamilton. ¿Cómo está?
Sin esperar una respuesta se alejó ligeramente del jinete.
—¿He hecho algo para ofenderla, señorita Wentworth? Tal vez no le gustaron
las lilas. Pensé que eran una hermosa representación de su esbelta figura. Después de
todo, tendría que haber recurrido a las rosas.
Ella detuvo el caballo. Estaba claro, aquel hombre quería algo más que una
charla.
—¿Por qué tengo la sensación de que estaba usted esperándome, señor
Hamilton?

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Él soltó una carcajada poco reconfortante.


—Creo que como posible esposa de mi hermano, sería interesante que nos
llegáramos a conocer.
Aquella afirmación le hizo bajar las defensas. Parecía sincero.
—Si eso es así, señor Hamilton, disculpe si mi actitud ha sido un poco arisca.
—Señorita Wentworth, creo que eso se puede remediar, si me concede un paseo
a caballo mañana por la mañana a primera hora. Después de haberla visto manipular
a Chestnut el otro día, sospecho que le divertiría poder galopar a través del parque.
¿Las siete de la mañana le parece bien?
Olivia dudó unos segundos. Luego asintió con la cabeza.
—Mañana a las siete, señor.
Él se dio media vuelta y se alejó.
No sabía por qué, pero se arrepentía profundamente de haber aceptado.

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Capítulo 9
El marqués de Traverston estaba de mal humor aquella mañana. En dos
ocasiones había ido a recoger sus guantes a una pequeña tienda de Picadilly, y el
dueño le había dado extravagantes excusas para justificar el que no estuvieran
terminados.
Esta vez no habría nada que evitara la catástrofe del pequeño comerciante, si no
los tenía dispuestos y perfectos para él.
Generalmente, el marqués no daba excesiva importancia a su apariencia y, en lo
que a guantes de montar respectaba, había que decir que tenía ya diez pares
guardados en el armario.
La realidad de su estado anímico tenía más que ver Olivia. Las últimas semanas
habían sido un auténtico tormento. Aquella mujer se había convertido en un
alimento indispensable y no lo podía soportar. Era como la luz de una vela para una
mariposa. Pero si se acercaba demasiado, terminaría por abrasarse.
Su alma estaba atormentada por ese deseo que lo devoraba.
Sin embargo, los guantes eran un buen chivo expiatorio.
Hizo sonar la campana de la tienda con fuerza.
—Traverston —una voz familiar sonó desde el fondo del local. De entre las
sombras apareció la espectacular figura de lady Chisolm—. ¡Qué sorpresa!
El marqués dudó unos segundos antes de entrar.
—Lady Chisolm —respondió con frialdad y una ligera inclinación de cabeza.
Inmediatamente dirigió su atención al dueño de la tienda, un hombre gordo y
tímido, que parecía encogerse ante la presencia del marqués.
—Tiene algo para mí, seguro —le gruñó Traverston, sin ningún tipo de cortesía.
—Sí… sí, señor —le aseguró el hombrecillo y, acto seguido, se dirigió a la
condesa con la mirada de un conejillo asustado—. Será sólo un minuto, condesa.
—No se preocupe —respondió ella, en un tono muy distinto al del marqués.
Una vez que el tendero había desaparecido, Beatrice se volvió hacia Traverston—.
Por la razón que sea, tienes a ese hombre absolutamente aterrorizado. Parece que
para cierta gente eres un auténtico monstruo.
—Tú sabrás si tienen razón —respondió el marqués.
Beatrice lanzo una sonrisa seductora.
—Lo eres, pero te perdono.
—¿Estás segura?
Con la delicadeza de un gato se aproximó a él y colocó una mano sobre su
brazo. Sus ojos felinos lo miraron por debajo del sombrero.
—Sí, lo estoy. Incluso estoy dispuesta a olvidar lo de la otra noche y a continuar
como hasta entonces. Me interesas Traverston. Me gustan los retos y tú, sin duda,
eres uno de los más difíciles.

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El marqués se mostró impasible.


—¿Y el hecho de que esté casado no te molesta?
—No. He estado con hombres casados. No soy escrupulosa. De cualquier
forma, permíteme que dude lo de tu matrimonio. Si no, es que tu esposa debe de ser
un ser horroroso, que ni siquiera te dignas a presentar en sociedad.
Bajó los ojos lenta y ceremoniosamente.
Aquella era una oferta tentadora. La condesa era, sin duda, una mujer apetitosa,
bella y sensual. Sabía además cuidar de sí misma. No tenía que preocuparse por sus
sentimientos y, de hecho, no lo hacía. Esperaba siempre obtener algo material a
cambio de sus favores y eso facilitaba las cosas.
Pero no podía. Realmente, la única mujer a la que ansiaba poseer era a Olivia.
Con una dulzura inusitada en el conde, respondió con generosidad.
—Lo pensaré.
El tendero apareció con los guantes, se los entregó al marqués y recogió el
dinero del pago.
El marqués hizo una pequeña reverencia a la condesa y desapareció por la
puerta.

—Dígame, señor Hamilton, ¿cómo es que sabe usted tanto de parques? —le
preguntó Olivia, después de oír los sabios comentarios del caballero sobre Vauxhall.
—Vengo aquí con frecuencia —respondió él. Miró a la muchacha con un brillo
elocuente en las pupilas. Formulaban la eterna pregunta: qué había detrás de esa
perfecta máscara de mármol—. El aire aquí es más fresco que en otros lugares. Me
gusta, además, observar a la gente que viene a pasar la tarde.
Ella levantó ligeramente una ceja, con cierta sorpresa.
—¿Le gusta observar a la gente? Nunca me lo habría imaginado.
—Me sorprende ese comentario. Pensé que se había dado cuenta de que no dejo
de observarla a usted.
Ella apartó el rostro con indignación velada. Su expresión permanecía
congelada pero, en el pecho, el corazón le estallaba de rabia. No entendía a qué juego
intentaba conducirla aquel hombre pero, sin duda, no tenía intenciones de participar.
Volvió la mirada hacia él y le habló con firmeza aunque sin emoción.
—Me temo que me he excedido en el tiempo que llevo en su compañía. Es hora
de que me acompañe a casa. Mi abuela debe de estar preocupada.
—Señorita Wentworth, le ruego que no se lo tome de ese modo. Estoy poco
habituado a disfrutar de la compañía de damas tan virtuosas como usted y, a veces,
olvido mis modales. Prometo no volver a expresar mi admiración de forma tan
primitiva —con elegancia, la agarró del brazo.

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Olivia se aseguró de que su criada la seguía a una distancia razonable antes de


hablar.
—Señor Hamilton, quiero agradecerle el que haya sido tan amable estas últimas
semanas, pero creo justo informarle de que, efectivamente, su hermano y yo vamos a
contraer matrimonio. Por esta razón, no creo oportuno el que sigamos viéndonos.
Siento no habérselo comunicado antes, pero no tenía la libertad para hacerlo.
Pasaron unos segundos antes de que él rompiera el silencio.
—Le agradezco su sinceridad. Pero me gustaría poder seguir teniendo la
oportunidad de visitarla ocasionalmente, como un hermano, se entiende.
Olivia bajó la mirada al suelo y observó sus propias pisadas.
—Por supuesto, señor Hamilton.
Él le agarró las manos y se las apretó.
—Gracias por haberme regalado con su presencia —dijo Hamilton y se dirigió a
su criado—. Trae el carruaje, muchacho. Nos vamos a casa.

Dos días más tarde, David Hamilton esperaba impaciente detrás de una
inmensa planta, mientras escuchaba, muy a su pesar, a una gigantesca soprano que
desafinaba con todo cuidado.
Hamilton estaba escondido, lo que lo eximía de ocultar su opinión sobre la
soprano. Se sentía a salvo, oculto entre la frondosidad de aquel tremendo ser vegetal.
Quizás, por eso, los pequeños golpecitos en el hombro que llamaron su
atención, le resultaron tan tremendamente alarmantes.
Se dio la vuelta, sin poder evitar mostrar el sobresalto.
—Bueno, David —dijo una voz femenina—. No podía imaginar que éste era el
tipo de diversión que te gustaba. Parece que encuentras la verdura más entretenida
que los invitados. ¿O es que estás celebrando una fiesta en el jardín?
Hamilton le lanzó una mirada devastadora.
—Lárgate de aquí, Beatrice. Se te ve como si fueras una bandera roja. Por si no
te habías dado cuenta, estoy escondido.
—No sin que antes me digas qué te ha confinado a ese patético espacio.
—Estoy tratando de ver, sin ser visto, insisto, si mi adorado hermano está en
esta encantadora fiesta. Algo que, por cierto, te interesa mucho.
Beatrice, para sorpresa propia y de su acompañante, se ruborizó. Miró a
Hamilton a los ojos y continuó como si nada hubiera sucedido.
—Por supuesto, sabes que me interesa cualquier cosa que tenga que ver con el
marqués.
Hamilton la miró con desdén.

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—Escuche, lady Chisolm, quiero que desaparezca inmediatamente. No me he


pasado semanas persiguiendo a Olivia para que lo estropees todo. Lo que quiera de
mi hermano es asunto mío y de nadie más. Así es que, fuera.
La rabia encendió las mejillas de la condesa. Aquel miserable se atrevía a
despreciarla. Pero pronto se dio cuenta de que, si se dejaba llevar por su juego, habría
perdido la baza. No, no se iba a librar de ella tan fácilmente. Tenía demasiados
intereses en aquel negocio.
Beatrice colocó una mano sobre el hombro de Hamilton y con decisión lo obligó
a girar hacia ella. Sin dejarle expresar su descontento, atacó con dignidad y
arrogancia.
—No tengo intención alguna establecer una pelea a muerte contigo David.
Ahora, me vas a escuchar con atención. Puedo serte mucho más útil de lo que crees.
¿Quién se va a encargar de Traverston mientras tú ejecutas tu plan con la princesita
ésa? El marqués ha estado ausente durante las últimas semanas. Pero no creas que
eso va a continuar así durante mucho tiempo. Tampoco pienses que ignora lo que te
traes entre manos. Todo el mundo sabe que has estado viendo a su prometida. Puede
incluso que decida aparecer esta misma noche. Y si así ocurriera, tu plan quedaría
frustrado.
Hamilton la miró atónito. Luego sonrió con malicia.
—¿Qué puedes hacer para ayudarme?
—Mucho. Un hombre como el marqués debe sentirse bastante frustrado a estas
alturas. Lleva mucho tiempo alejado de su bella princesa. No hará falta demasiado
para arrastrarlo a mi lecho. Eso te dará tiempo.
Hamilton la miró con admiración.
—Realmente no eres tan estúpida como creía.
—Te aseguro que será para mí un placer apartarla del marqués. No es adecuada
para él —dijo la condesa.
—¿Es que estás pensando en casarte con él? —le insinuó Hamilton.
Lady Chisolm soltó una sonora carcajada.
—Cuando empiezo a pensar que tienes algo parecido a un cerebro en esa
cabeza, me dices algo así. No seas ridículo —respondió ella y le lanzó una mirada
heladora—. No es mi tipo.
Olivia permanecía entre la multitud que, con fingida atención, seguía los
progresos de un aria destrozada.
No pudo evitar bostezar varias veces y se ocultó tras el abanico de marfil.
Durante todo el recital, había estado buscando algo con la mirada por toda la
sala.
Ella se decía que sólo evitaba el aburrimiento, pero la realidad es que buscaba a
alguien en particular: a su marido.
Durante las últimas semanas, tres semanas y cinco días, para ser exactos, no
había tenido noticias suyas.

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Lo único que había hecho de ese período algo soportable, eran las ocasionales
visitas de Alex. Sin embargo, la gran cantidad de amigos que tenía, así como su
actividad para el gobierno, le impedían verla más dos o tres veces a la semana.
Las visitas de David Hamilton la habían ayudado también, tenía que
reconocerlo, aunque no sin sentir cierta culpabilidad. Ese hombre podía ser muy
agradable cuando quería y, por alguna razón, intentaba serlo con ella. Pero su
presencia incomodaba a lady Raleigh, que no se esforzaba en absoluto por ocultar ese
sentimiento.
Los aplausos del auditorio sacaron a Olivia de su ensimismamiento. La tortura
parecía haber terminado. La horrorosa soprano acompañada de un aún más
horroroso pianista se levantaron para recibir los aplausos. Olivia se dio la vuelta para
mirar a su abuela. La anciana continuaba en su silla, con toda la compostura intacta.
Realmente era admirable su capacidad de soportar lo insoportable.
Lady Raleigh miró a su sobrina a los ojos.
—Esto es un verdadero alivio. Pensé que ese pito no cesaría jamás.
Olivia miró de un lado a otro para comprobar que nadie había escuchado tan
osado comentario. Si alguien lo había hecho, estaba sin duda de acuerdo, pues nadie
esbozó ni la más mínima mirada de protesta.
Olivia se levantó y le ofreció la mano.
—Vamos, abuela, bebamos algo.
—Eso también será un alivio.
Olivia acompañó a su abuela a la sala contigua. El salón estaba decorado con un
gusto y estilo exquisitos. La paredes, habían sido revestidas de madera y el suelo,
adornado con delicadas orquídeas, cuyo aroma impregnaba todo el espacio. Las dos
mujeres cruzaron una mirada de complicidad. Tal profusión de buen gusto no era,
desde luego, obra de la dueña de la casa.
Cuando se dirigían hacia la mesa, la anfitriona se cruzó en su camino.
—Ruego que me disculpen por no haber sido capaz de ofrecer un lugar más
apropiado para esta pequeña reunión. Estoy redecorando toda la casa y preferí
utilizar algunas salas pequeñas en lugar de cancelar la fiesta.
—Es perfecto —la interrumpió lady Raleigh—. Dudo de que nadie haya tenido
la capacidad de apreciar a dónde les llevaban después de tan particular concierto.
La mujer alzó la cabeza con orgullo.
—La señorita Elizabeth tiene una hermosísima voz, ¿verdad? Me gusta invitarla
cuando hay una reunión de estas características.
—Una técnica muy particular la suya, de eso no cabe duda —comentó la
anciana—. Mi nieta y yo estábamos admirando la belleza de esta sala. ¿Cómo se os
ocurrió esta elegante decoración?
Olivia no tenía intenciones de esperar a la respuesta. Sus ojos se perdieron en
una búsqueda infructuosa entre la multitud. Sin embargo, encontró un rostro que le
resultaba familiar.

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El señor Hamilton, al darse cuenta de que lo había visto, abandonó sin demora
a la insípida dama con la que conversaba y se en caminó al encuentro de Olivia. Se
puso a su lado y la apartó ligeramente de su abuela y de lady Sommerby.
—Siento pena por lady Raleigh. Atender al derroche de felicidad de la
anfitriona debe ser una tarea complicada. No me gustaría estar en sus zapatos. ¿Qué
le parecería si saliéramos de tan concurrida estancia? Tengo la impresión de que le
agradarían unos minutos alejada de conversaciones vacías y halagos.
—No sé, señor Hamilton, eso no me parece totalmente correcto —respondió
ella.
—Vamos, señorita Wentworth —le respondió él—. Es usted un patrón de
respetabilidad. Puede hacer una pequeña excepción por una vez, ¿no le parece?
Podríamos visitar la galería de retratos que lady Sommerby tiene en una de sus salas.
Olivia podía pensar en cientos de cosas más interesantes que ir a ver un
aburrido repertorio de rostros enmarcados, pero permanecer en la fiesta no era una
de ellas.
Él la agarró del brazo y, juntos, se encaminaron hacia la galería. Hamilton
comprobó que nadie los veía.
La sala estaba bastante alejada. A penas si tenía unos pocos candiles para
iluminar y escasas sillas. Era evidente que no estaba preparada para que los invitados
se aventuraran a acercarse a ella.
Olivia carraspeó, incomodada por la situación y el lugar.
—Mi abuela debe de estar preocupada por mí.
Hamilton la miró directamente a la cara sin ocultar su descontento.
—No me diga que ha cambiado de opinión, señorita Wentworth —dijo en un
tono casi desafiante.
—No, por supuesto que no —le respondió ella, algo ofendida por la
insinuación.
—Entonces tiene miedo de estar aquí a solas conmigo.
Algo en su voz le produjo un escalofrío.
—¿Cómo se le puede ocurrir pensar eso? —dijo ella, haciendo un gran esfuerzo
por ocultar su turbación. Sonrió ligeramente—. Puesto que usted es el experto aquí,
¿por dónde deberíamos empezar, señor Hamilton?
Él continuó sin detenerse, con su brazo firmemente sujeto.
—¿No cree que ya puede empezar a llamarme David, Olivia?
Se detuvieron frente a uno de los retratos. Por la vestimenta, Olivia pudo
apreciar que se trataba de uno de los ancestros de la anfitriona. Su atuendo
pertenecía a la época isabelina. Con nerviosismo se aproximó al cuadro, haciendo
que estudiaba la técnica con la que había sido pintado.

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—¿Sabe quién es, Olivia? —su voz sonó demasiado cercana. Olivia pudo sentir
su aliento en el cuello y se estremeció. Se apartó del cuadro lentamente. Al darse la
vuelta se encontró su rostro demasiado próximo.
Su mirada era la de un depredador preparado para cazar una gacela. Olivia
tenía los labios resecos por los nervios e instintivamente se los mojó con la lengua. Él
siguió el movimiento con los ojos. Y se aproximó hasta susurrar las últimas palabras
contra su boca.
—Es el primer duque de Emery. Obtuvo su título de la reina Isabel por haberle
salvado la vida a su primo. Las malas lenguas decían que eran amantes.
Olivia se quedó inmóvil, paralizada, como si hubiera formulado un
encantamiento.
Aproximó sus labios calientes a los de ella y depositó un beso. Un beso muy
distinto al del marqués, fuerte pero no desesperado. Estaba intentando seducirla,
pero aquel gesto la dejó fría, casi como si estuviera contemplando el abrazo desde la
distancia.
—¿Qué diablos es esto?
La interrupción tomó a Hamilton por sorpresa. Se apartó repentinamente de su
víctima. Una mano fuerte lo obligó a volverse. Pero no tuvo tiempo de ver más que
un gran puño sobre su nariz. Se levantó poco después y se tocó la boca. Tenía sangre.
Olivia miró con distancia la agresión del marqués a su hermano. Tenía los ojos
fijos en Traverston. No se podía creer que su presencia allí fuera real. ¿Es que su
pensamiento lo había traído hasta allí? No, eso era ridículo. Cerró los ojos un
momento para tratar de aclarar su cabeza.
Hamilton se enfrentaba a su oponente con los ojos encendidos por la ira y se
tocaba la boca ensangrentada, mientras con la otra mano se retiraba, repetidamente,
un mechón de pelo que le caía sobre la frente. Movió la mandíbula hasta comprobar
que estaba en su sitio.
—Hola, hermano —dijo finalmente, con un tono de mofa—. ¿Algún problema?
Traverston, sin mediar palabra, lo agarró de las solapas y lo lanzó contra el
suelo.
Cuando Hamilton había recuperado la capacidad de hablar se dirigió a
Traverston con un tono vengativo.
—Me lo vas a pagar.
Se levantó y, a toda prisa, salió de la estancia.
Traverston, entonces, se encaró a Olivia, que ya había recobrado la compostura.
Se quedó frente a él y lo miró desafiante. Él entendió el desafío. Con un movimiento
rápido, la agarró del brazo. Su rostro mostraba la furia de los titanes.
—¿Te has divertido? Supongo que te ha dado un placer infinito saber que me
estabas desafiando, que incumplías la petición explícita de que te alejaras de él —al
no obtener respuesta se enfureció aún más—. ¿Qué te ha parecido? ¿Ha conseguido
encender el fuego que escondes desde hace tanto tiempo? ¿Ha conseguido lo que no

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

quieres darme a mí? En nuestro último encuentro interpreté que lo último que
querías era hacer el amor. Parece que estaba equivocado.
Con vehemencia, capturó su boca en un beso apasionado y desesperado que a
ella le removió el estómago. Hamilton no era capaz de aquello. No podía mantenerse
a distancia. Aquel beso amenazaba con destruirla.
Con la fuerza de la desesperación trató de apartarse de Traverston. Pero sus
brazos eran fuertes como las ramas de un roble.
De pronto, con brusquedad, el marqués se apartó de ella. Se quedó con la
mirada fija en las lágrimas que caían por el rostro de Olivia. Sus ojos eran dos lagos
rebosantes, que pedían misericordia, que pedían una explicación de por qué quería
dañarla. La compasión dio rápidamente paso a la rabia.
La empujó con tanta fuerza que la lanzó contra el cuadro que había estado
admirando.
Una última lágrima se deslizó por el rostro de ella y se cubrió en pecho con los
brazos.
El marqués disparó contra ella unas palabras llenas de ira.
—Vete a casa y recoge tus cosas. Nos vamos a Surrey mañana por la mañana.
Dicho esto, desapareció por el largo corredor.

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Capítulo 10
Olivia oyó los gemidos como si salieran de algún lugar lejano y profundo. El
sonido era espeso y reptaba lentamente por el corredor, hasta quebrarse en una nota
larga y mortecina.
Escuchó con más detenimiento. El llanto se movía patéticamente por la sala y le
traía la imagen de alguien completamente solo. Las lágrimas imploraban una piedad
informe. Eran la muestra errante de un alma atormentada.
Horas o minutos más tarde, Olivia comenzó a recuperar la calma. El llanto
empezó entonces a morir despacio. La pequeña mano fría de Olivia se acercó a su
rostro. Con horror, la muchacha comprobó que estaba húmedo. Miró el agua
depositada en su dedo para certificar el hecho.
Trató de agarrarse a algo, para apaciguar el vértigo que la sumergía por
momentos en un caos impreciso. Surgía de muy atrás, lo sabía.
Volvió a tocarse la cara. Esta vez el río de lágrimas fluía aún más rápido, con
una fuerza inusitada. Aquel llanto lejano era suyo. Surgía de un lugar tan hondo que
no lo reconocía. Hacía además tanto tiempo que no había llorado que le era una
experiencia ajena.
Recordó el día que se prometió a sí misma no volver a llorar. Lo había
incumplido.
En aquella ocasión, el día en que cumplía doce años, la mañana había
amanecido soleada, anunciaba todo tipo de preciosas sorpresas. Sorpresas que el día
anterior le había prometido su padre. Como por arte de magia, había aparecido
radiante la noche anterior, feliz como antaño. Había mirado a Olivia como lo hacía
años atrás, con esa dulzura infinita de la que eran capaces sus hermosos ojos pardos.
Olivia, se había levantado e, impacientemente, se había lavado y vestido con
aquel vestido azul que le regalaron cuando tenía diez años, demasiado pequeño e
infantil para su porte. Pero quería demostrarle a su padre cuánto lo amaba.
Se sentó a la mesa, dispuesta a desayunar con él. ¡Había llegado la primera!
Estaba tan excitada, demasiado para poder comer. Esperaría a que su padre llegara.
Así es que esperó y esperó y esperó y esperó.
Varias horas más tarde su rostro estaba ensombrecido, reflejaba la desesperanza
y la desesperación.
Atravesó el recibidor y pasó por delante de la biblioteca, mientras se
encaminaba hacia el dormitorio. En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Una
gran mano se apoyó en el hombro de la pequeña. Su padre, tambaleándose, y con
una sonrisa beatífica, la saludó.
—Olivia —dijo—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Has venido a ver a tu viejo padre?
Eres una buena chica.
Olivia advirtió que estaba empapado de alcohol. Aunque reacia a entrar, no
pudo evitar que la empujara al interior de la habitación. Sabía cómo se comportaba
cuando estaba bajo los efectos del brandy.

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

El estudio tenía una atmósfera densa. Las cortinas estaban echadas y sólo la luz
de una vela lo iluminaba. Había un olor agrio pues, desde hacía tiempo, ni siquiera
permitía la entrada a Maddie.
Pero su aspecto personal era aún peor. Toda la ropa parecía envejecida y sucia,
con manchas de grasa y brandy. La camisa tenía un color indefinido y la corbata no
lograba describir una forma concreta. No llevaba chaleco, simplemente porque había
olvidado ponerse uno. Toda su apariencia daba la impresión de ser la de un
vagabundo.
—Olivia —la voz de su padre le hizo volver la mirada hacia su rostro—. ¿Para
qué querías ver a tu padre hoy?
La niña lo miró con total seriedad.
—Hoy es mi cumpleaños. Me prometiste una sorpresa.
Él la observó anonadado durante unos segundos, como si le costara entender lo
que le decía. Luego reaccionó.
—¿Una sorpresa? —una carcajada estruendosa siguió a dichas palabras—. Por
supuesto.
Tambaleándose, emprendió un rumbo definido, no sin antes abalanzarse contra
una mesa que estuvo a punto de caer, una silla que finalmente cayó y un armario
que, de haber caído, habría acabado con su cabeza.
Agarró una copa inmunda y echó un poco de brandy en ella. Miró la copa a
muy corta distancia, como para comprobar si había puesto la cantidad adecuada.
Luego volvió sobre sus pasos, casi con el mismo ritual de tropiezos, hasta llegar junto
a su hija.
—Aquí tienes la sorpresa —dijo él—. Tu primera copa de brandy.
Olivia miró con tristeza al supuesto regalo que tenía frente a ella. Incapaz de
contener el llanto, las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas.
De pronto, sin aparente explicación, Wentworth explotó de rabia.
Lanzó la copa con desesperación a tan corta distancia de la niña, que a punto
estuvo de romperla contra su cara. Su cuerpo se sacudía de ira y tenía el rostro
congestionado.
—¿No te gusta lo que te he dado? Los regalos que tu padre elige no son
suficientes para la damisela. ¡Para que te enteres, pequeño demonio, todo lo que he
hecho siempre ha sido por tu bien! No te atrevas a mirarme de ese modo nunca más.
Olivia se dio media vuelta y salió huyendo, no sin escuchar las últimas
increpaciones de su padre.
—¿Por qué te pones ese maldito vestido? ¡Quémalo, bruja! Si te vuelvo a ver
con él, seré yo mismo el que te queme.
Olivia corrió escaleras arriba, tropezando con todo. En cuanto llegó a su alcoba
cerró la puerta y se lanzó sobre la cama, con las palabras de su padre resonando aún
por los pasillos de la mansión.

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Se sentía desgraciada, muy desgraciada. Pero aunque la causa debían ser las
palabras de su padre, aún se sentía peor por haberse dejado ofender por ellas. Nunca
más iba a permitir que nadie la dañara. Nada ni nadie en el mundo la haría llorar
otra vez. Su padre quería destruirla. Pero no se lo iba a permitir.
En su tortuosa imaginación, una idea comenzó a tomar forma. Traverston
quería destruirla del mismo modo que lo hacía su padre. Por algún motivo, había
llegado a averiguar cómo se agarró a su imagen desde la primera vez que lo vio. Por
algún motivo, aquel pirata significó para Olivia la tabla de salvamento, el héroe que,
un día, vendría a rescatarla del horror de su existencia. Sólo el que él supiera eso,
explicaba su comportamiento.
La última lágrima hizo su estudiado recorrido. Olivia miró de un lado a otro de
la habitación para cerciorarse de que nadie había sido testigo de su desazón. Aunque
su atuendo no había sufrido con el percance, sabía que su cara tenía las marcas del
llanto, la hinchazón de ojos y el enrojecimiento de la piel. Se tocó el labio y comprobó
que estaban inflamado por la presión desmesurada del beso del marqués.
No podía aparecer en público de aquel modo. Incluso bajo la tenue luz de las
velas, sería patente su estado. Tenía que salir de allí sin ser vista, aventurarse a la
calle y llegar a su casa. Su doncella recogería gustosa su chal más tarde, a cambio de
una moneda de oro.
No sin temor, se puso de pie, desconfiando de sus músculos. Se colocó la ropa y
comprobó que no había marcas, manchas o arrugas intolerables. Comenzó a caminar
en dirección a la salida, apoyándose en los paneles barnizados de la pared. Estaba
segura de que una casa de aquellas dimensiones tendría numerosas salidas al
exterior. Tenía que evitar el encuentro con los invitados.
Después de un largo recorrido, dio con una de las puertas de servicio. La
atravesó sin ser vista. Ningún peatón pareció reparar en ella o en su aspecto. Detuvo
un coche, al que convenció con el brillo del dinero que mostró en la mano, para que
la llevara a su destino.
Al llegar, hizo caso omiso de las miradas del mayordomo y se encaminó
directamente a su dormitorio.
Una vez allí, escribió una nota para su abuela y se la dio a la doncella para que
la entregara y recogiera su chal.
Se cambió de ropa, se cepilló el pelo y se lo recogió en un pequeño moño bajo.
En ese instante, su abuela abrió la puerta.
La anciana miró a su nieta unos segundos. Luego se apresuró a su lado y la
abrazó.
—¡Mi niña! ¿Qué ha pasado?
Olivia bajó la cabeza y se apartó suavemente de ella. Su rostro no mostraba
señal alguna de tormento. Aparecía calmado e impasible. Pero en su mirada se intuía
una profunda tristeza.
—Viene a por mí mañana.

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—¡No puede ser! —exclamó lady Raleigh. Sin pensar, volvió a abrazar a la
muchacha. Olivia cerró los ojos para sentir el cariño que aquella vieja mujer le
transmitía. Se necesitaban.
Lady Raleigh se apartó ligeramente de su nieta pero sin soltarle las manos. Las
arrugas de la frente parecían más profundas que nunca.
—¿Cómo ha ocurrido este desastre?
Olivia se dio la vuelta y se encaminó al tocador. Agarró el peine de plata y lo
volvió a soltar antes de hablar.
—Estaba allí esta noche, en la fiesta.
—¡Pero yo no lo vi!
—Yo tampoco, al principio —respondió ella. Lo había buscado durante todo el
concierto, incluso había esperado verlo. Sin embargo, apareció cuando menos
deseaba que lo hiciera—. Tuvimos un altercado y me comunicó que mañana a
primera hora vendría a recogerme.
Lady Raleigh emitió un extraño sonido que alarmó ligeramente a Olivia. Pero
no fue más que efecto de la tristeza.
La muchacha se acercó a ella y le agarró las manos.
—No te preocupes, abuela. Estaré bien.
Lady Raleigh apretó las manos de su nieta con fuerza. Las lágrimas que habían
fluido de sus ojos comenzaban a recorrerle las mejillas.
—Ojalá pudiera creerme eso.

A la mañana siguiente, el trote de los caballos no lograba reconfortarla. Sentía la


cabeza pesada y le dolían el cuello y la espalda.
Se recostó contra el respaldo del sillón de terciopelo para tratar de aliviar la
molestia. Pero fue en vano. Su cuerpo le repetía con insistencia lo que su cabeza había
intentado olvidar durante la pasada hora.
Traverston había llegado a las siete de la mañana y había revolucionado toda la
casa. Cuando Olivia bajó las escaleras para encontrarse con su marido, tenía un
aspecto cansado y unos grandes círculos oscuros se dibujaban bajo sus ojos.
No intentó en ningún momento buscar la mirada de Traverston. Pasó por su
lado ignorándolo por completo y se dirigió hacia el carruaje. Al menos se había
preocupado por proporcionarle un transporte digno. Llevaba un carruaje destinado
para ella, además de otros dos vehículos, uno para el equipaje y el otro para los
sirvientes.
La despedida entre Olivia y su abuela había sido breve. Ni la una ni la otra
querían dejarse llevar en exceso delante del marqués. Las preguntas que lady Raleigh
formulaba obtenían siempre una respuesta fría de Traverston.

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Pero el verdadero examen llegó cuando le prohibió a Olivia llevar consigo a Isis.
Lo había mirado con intolerancia cuando la muchacha se disponía a entrar el carruaje
con él en brazos. Pero había ignorado su gesto y había intentado meterlo en el coche.
Él, entonces, la detuvo con frialdad.
—Mete eso en mi carruaje y os sacaré a los dos con los peores modales que
conozco.
Ella se detuvo ante él y lo miró desafiante. Se aproximó lentamente y, evitando
las palabras que realmente le venían a la mente se limitó a decir:
—¿Es eso una promesa o una amenaza, señor?
Él la miró con una frialdad absoluta.
—Ninguna de las dos cosas —tras decir esto le arrancó la pequeña bola de pelo
blanco y se la puso a su doncella en los brazos.
El marqués, sin decir más, se dio la vuelta y se encaminó hacia donde estaban
sus criados. Olivia se dio cuenta de que, sin haber podido opinar, el asunto estaba
zanjado.
—Tienes que llevar a Isis durante el viaje, Bess —le dijo a la doncella—.
Cuídalo, por favor.
Olivia subió al carruaje con toda dignidad, sin cruzar ni una sola mirada con su
esposo.
Afortunadamente, Traverston no viajó en el coche, sino en su blanco corcel, lejos
de su perturbadora mujer.
Olivia, apoyada sobre el respaldo de su asiento, veía pasar por la ventana del
carruaje el hermoso paisaje. Londres había quedado lejos hacía ya algún tiempo.
Aunque sabía que Traverston no se aproximaría al carruaje por la cantidad de
polvo que levantaba, no dejaba de buscarlo con la mirada.
Cerró los ojos. Sería difícil dormir en aquellas circunstancias, pero iba a
intentarlo. Se sentía débil y sabía que iba a necesitar toda la fuerza del mundo para
afrontar su nueva vida con el marqués.
Algunas horas después, Olivia se despertó. Había logrado un sueño profundo,
no exento de imágenes tortuosas pero reparador. Todavía adormecida, retiró las
cortinas y comprobó que se habían detenido.
La puerta se abrió bruscamente. Olivia se apartó instintivamente al ver la
inmensa figura de su marido, con una sonrisa muy poco reconfortante en los labios.
—¿A qué estás esperando para bajar? ¿Una invitación?
Su tono de voz, a la vez que suave, era tremendamente intranquilizante.
—Si te apartaras de la puerta, podría esforzarme por salir —respondió ella.
Con una reverencia burlona, la invitó a bajar.
Con un movimiento grácil, Olivia inició el descenso. Pero no se había dado
cuenta de que la escalera de bajada no había sido colocada en su sitio. De pronto,
comenzó a caer al vacío. A más velocidad de lo que era apreciable para el ojo

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humano, Traverston la agarró. En lugar de encontrarse con el duro suelo, Olivia topó
con el cuerpo de su esposo.
Pasaron un par de segundos antes de que Olivia se repusiera del susto. Lo
primero que advirtió fue que el marqués estaba más que cerca de ella. Lo segundo,
fue el rápido batir del corazón de Traverston y del suyo.
La agarraba con fuerza, como si la idea de que se hubiera podido dañar le
pareciera insoportable. Cuando sintió que la presión de sus brazos disminuía, se alejó
de él.
Las arrugas en el rostro de Traverston eran profundas. Estaba poseído por la
rabia. Pero en este caso, se adivinaba un sentimiento de alivio. Olivia bajó los ojos,
temerosa de decir demasiado con su mirada.
Traverston la agarró del brazo y, contradiciendo lo que toda su expresión
acababa de comunicar, obligó a la muchacha a caminar de prisa, obviando el
incidente que acababa de tener lugar.
Pero no se había equivocado esta vez, Olivia lo sabía. El marqués se había
asustado, había temido que algo malo pudiera sucederle. Sin embargo, si así era, ¿por
qué se empeñaba en torturarla?
Se aproximaron a un edificio que, por su aspecto, parecía un mesón y una
posada. Traverston abrió la pesada puerta de roble. Olivia se levantó la falda un poco
más de lo que era indispensable para poder subir los dos peldaños que conducían al
interior del local.
El mesonero los recibió con agasajos múltiples y les ofreció un lugar privado en
el que atenderlos con toda la dedicación que requerían. Traverston y Olivia hicieron
caso omiso a sus múltiples halagos y se instalaron, sin más, en la sala que les había
destinado. Olivia se acercó de inmediato al fuego para calentarse, mientras
Traverston ordenaba la cena.
La cabeza de la muchacha era un tumulto incesante. Seguía sin comprender que
Traverston hubiera dado tales muestras de turbación tras su caída y acto seguido la
tratara tan mal como de costumbre. No tenía sentido.
La entrada de Traverston en el comedor la sacó de su ensimismamiento. No
sabía cuánto tiempo había estado absorta en las llamas. La confusión de su mente era
fácilmente legible en sus ojos. Miró a Traverston, como esperando una respuesta.
Pero no halló ninguna.
Como si la pregunta tuviera que salir inevitablemente, la formuló.
—¿Por qué? —preguntó con dulzura.
El, con la mirada bañada por el rojo intenso del vino de su copa, pareció no
inmutarse.
—¿Por qué, qué?
Ella se aproximó lentamente.
—¿Por qué me atormentas?
Él levantó la vista. Había levantado un muro infranqueable.

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—No sé de qué estás hablando.


—Parece que nos hemos cambiado los papeles —hizo una pausa que le dio aún
más poder a sus palabras. Su voz sonó suave, pero persistente, sin trazo alguno de
rabia o acusación—. Creo que lo sabes perfectamente.
El corazón de Traverston se aceleró. Sentía que había ojos por todas partes, ojos
que lo seguían incluso durante el sueño. Esos ojos, que lo observaban
incesantemente, absorbían todo cuanto lo rodeaba, la luz, el aire. Lo incitaban a ser
honesto, a jugar limpio con ella. Le pedían sinceridad. Y eso le ahogaba.
Sintió, una vez más, un deseo irrefrenable de tomarla en sus brazos, de
confesarle su amor. Pero no, no lo haría, jamás se atrevería a decírselo.
Los ojos torturados de aquel hombre se encontraron con la mirada limpia, casi
infantil, de Olivia. Traverston abrió la boca para formular aquellas palabras
imposibles, pero la puerta se abrió y él se detuvo en seco.
Se sintió aliviado. Había evitado el desastre.
La entrada del mesonero le permitió imponer de nuevo la distancia oportuna
para seguir haciendo su papel.
Durante la cena, las continuas entradas y salidas del mesonero fueron la excusa
perfecta para permanecer en silencio.
Cuando el último plato ya había sido servido, el marqués despidió al mesonero.
Se recostó en el respaldo de su sillón y se quedó absorto, una vez más, en el líquido
rojo de su copa. Olivia terminó los últimos trozos de pastel y dejó el tenedor sobre el
plato.
—Te he procurado una habitación para esta noche. La mujer del mesonero te
conducirá a ella cuando esté lista.
En sus palabras se adivinaba que él no iba a compartirla con ella. Olivia se
sintió a un tiempo aliviada y contrariada.
—¿Dónde te vas a quedar tú?
Él puso la copa sobre la mesa, se levantó y se dirigió a la ventana.
—Yo continúo el viaje esta misma noche.
Olivia frunció el ceño, confundida por la respuesta.
—¿A dónde?
—Norwood Park —lentamente se dio la vuelta—. Sólo quedan cuatro horas de
viaje. Tengo que estar allí a primera hora de la mañana.
—¿Vas a viajar durante la noche?
—Sí —la respuesta que él habría deseado dar era «porque no puedo soportar la
idea de estar bajo el mismo techo que tú, sin poder hacerte el amor».
El azul transparente de los ojos de Olivia relucía como si una pequeña llama los
iluminara.
—Voy contigo.

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—No —la respuesta de Traverston fue urgente y más áspera de lo que él mismo
habría deseado. Más suavemente, repitió—. No. No hay razón para que tú viajes en
malas condiciones. Además, tardaremos mucho más en llegar todos juntos, que si
emprendo el camino a caballo.
Olivia se levantó y se acercó a su marido. Según se aproximaba, el aire entre
ellos se espesaba, se impregnaba de una emoción que ninguno de los dos se habría
atrevido a definir.
Al ver su mirada bajo la luz de las velas, reconoció la mirada que había leído
ocho años atrás: «Por favor, sálvame».
Sin dilación, Olivia se brindó a él.
—John —susurró ella—. Llévame contigo.
Él la miró con la extraña sensación de haber perdido las riendas de su destino.
El cuerpo de ella parecía vibrar con la proximidad del de él. Imágenes de besos
enredando sus bocas lo asaltaron por sorpresa. Como llevado por una fuerza
invisible se aproximó a ella.
Pero, de pronto, su rostro cambió. La ira tomó posesión y sustituyó toda calidez
que su gesto hubiera podido esbozar.
—No recuerdo haberte dado permiso para pronunciar mi nombre.
Olivia recibió la respuesta como una cuchillada. Como una ola de rabia, su
respuesta barrió todo atisbo de ternura.
—Por supuesto… Gracias por recordarme que este matrimonio no es más que
una farsa insufrible.
Como un torbellino, él atravesó toda la habitación y salió sin dirigirle ni una
mirada.
—Buenas noches.
Su voz resonó como un eco helador en el vacío.

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Capítulo 11
18 de Abril de 1816
Querida Felicity:
Nunca te he reprochado el haber escogido un camino singular, haber preferido ser feliz a
sufrir las vejaciones que tu destino te guardaba aquí. Jamás te he sugerido que regresaras a tu
país. Hasta ahora.
Si esta carta te resulta demasiado abrupta, exenta de las cortesías y maneras que se
acostumbran, es por la situación que me ha impulsado a escribirla.
Mi querida amiga, requiero desesperadamente tu ayuda.
Esta misma mañana, tu hijo se ha llevado al ser que más quiero en el mundo: mi nieta.
Aunque jamás te negaría nada mío, sé que tú tampoco me obligarías a sacrificarlo.
¿Conoces a tu hijo, Felicity? ¿Sabes en lo que se ha convertido? Es un hombre
atormentado, sin espíritu. Temo por él y temo lo que pueda hacerle a Olivia.
Le dije que estabas viva cuando vino a llevarse a mi nieta hace unas semanas. Nunca te
habría traicionado de no haberme resultado imprescindible hacerlo.
Vino a reclamar la que, sin yo saberlo, le había sido entregada en matrimonio cuando no
era más que una niña.
Conseguí que pospusiera su decisión de llevársela algún tiempo. Pero hoy mismo me la
ha arrancado y se la ha llevado a Norwood Park Tengo miedo. Me recuerda demasiado a tu
marido.
Sé que sólo tú estás en disposición de salvarla y, por eso, te ruego que vengas con toda la
urgencia de la que seas capaz.
Por favor, Felicity, te lo pido con todo mi corazón. Vente a Inglaterra antes de que sea
demasiado tarde.
Un abrazo,
Leticia

Mientras el coche recorría el último tramo de carretera, Olivia trató de librarse


de la sensación de ahogo que tenía.
Echó las cortinas, como para esconderse de un destino inevitable.
En su mente, Norwood Park era aún un lugar mágico lleno de príncipes y
princesas, lleno de bellas historias de amor con final feliz.
Pero sabía que aquella no era más que la imagen que una niña de diez años
había elaborado. Temía que la realidad acabara con ese recuerdo infantil.
El coche se detuvo y Olivia cerró los ojos con fuerza. Sabía que aquel era un
esfuerzo inútil, pero cuanto más tardara en enfrentarse a su destino, mejor.
Cuando la puerta del carruaje se abrió, Olivia abrió los ojos.

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Un sirviente cuidadosamente vestido le ofrecía ayuda para descender. La


muchacha dudó unos segundos. Se agachó y miró a través del vano de la puerta el
majestuoso edificio. Le dio una mano al sirviente, se recogió la falda y descendió.
La visión de toda la fachada le produjo un escalofrío. Aquel lugar era mucho
más grande de lo que ella recordaba. Daba la sensación de que aquella masa de
piedra sería capaz de devorarla en cualquier momento.
Después de observar su aspecto exterior, Olivia se dirigió a la entrada. Una gran
puerta se abrió ante ella y Olivia se aventuró a subir los últimos escalones que la
separaban de su destino. El corazón le empezó a latir rápidamente.
Como en una escena sacada de una obra de teatro, los sirvientes la esperaban
alineados, dispuestos a saludarla. Diez minutos duraron las presentaciones tras las
cuales, el ama de llaves, Brigg, le mostró sus aposentos.
Subieron por una hermosa escalera al segundo piso, sin que la muchacha dejara
de observar los detalles del lugar. El recibidor estaba adornado con una bellísima
alfombra persa que cubría el suelo de mármol. El resto estaba decorado con idéntica
delicadeza y un gusto exquisito.
—Todo ha sido perfectamente dispuesto para su llegada. Espero que encuentre
la suite que el señor eligió para usted adecuada y completamente de su agrado.
—Estoy segura de que así será —respondió Olivia.
Briggs condujo a Olivia a través de un elegante corredor, decorado con
elaborados tapices.
Finalmente, el ama de llaves abrió una puerta y dos habitaciones contiguas,
decoradas en blanco aparecieron ante sus ojos. Olivia entró en la habitación. No pudo
evitar una placentera sensación y su rostro se hizo eco de ese sentimiento. Atravesó
la habitación sin dejar de admirar el cuidado con que todo había sido elegido para
reconfortar la vista. En mitad del techo, una hermosa pintura de querubines y flores
daba a la estancia un tono delicioso.
Olivia se dirigió a la sirvienta.
—Es realmente encantadora.
Briggs sonrió complacida.
—Le enviaré una criada con un poco de agua caliente. Supongo que querrá
darse un baño. ¿Desea alguna otra cosa?
—No, eso es todo.
—Muy bien, señora —Briggs hizo una pequeña reverencia e hizo ademán de
retirarse.
—Briggs… —la llamó Olivia. Dudó unos segundos, consciente de lo extraña
que podía resultar la pregunta que estaba a punto de formular—. ¿Sabe dónde estará
mi marido esta mañana?
—Creo que va a estar fuera todo el día.
—Gracias.

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La puerta se cerró y la soledad la golpeó como una maza.

Después el baño, Olivia paseó sola por toda la casa. No se cansó de los placeres
que aquel lugar le brindaba. Tanto los inmensos cuadros, como las deliciosas piezas
de porcelana de Sevres, eran un regalo para los sentidos. Ni en sueños, podría haber
imaginado una casa tan hermosa. Era como recorrer Versalles. Tenía la sensación de
que jamás llegaría a conocer cada rincón de aquel increíble lugar, aunque fuera a
vivir allí.
Sólo había una habitación a la que no tenía acceso: la biblioteca. Había sido
cerrada con llave. Pero no importaba, había muchas otras que visitar. Mientras se
dirigía hacia la siguiente estancia decidió que, antes de que acabara la semana le
pediría la llave al mayordomo.
A eso de las seis, Olivia volvió a su estancia. Su doncella vino a ayudarla a
cambiarse de ropa. Olivia deseaba desesperadamente que Traverston estuviera allí a
la hora de la cena.
No lo había visto durante todo el día y, aunque el recorrido que había realizado
por la casa la había ayudado a mantenerse entretenida, lo echaba de menos.
Abrió la caja de las joyas y Bess le recomendó un bonito conjunto muy acorde
con el vestido que había elegido para aquella noche.
Olivia rogó a su doncella que la dejara terminar los preparativos a solas.
Isis comenzó a acariciar las piernas de su dueña. En ese instante, Olivia reparó
en una caja adornada con terciopelo azul, cuyo contenido había sido un misterio
hasta aquel día. Se colocó unos zarcillos de perlas, sin dejar de mirar de reojo a la
tentadora caja azul. Cuando ya tenía el convencimiento de que podía resistir a la
tentación, extendió la mano y la acarició.
La tomó con mucho cuidado y la observó. Como si fuera un gran tesoro abrió
lentamente una tapa. Ante sus ojos surgió un hermoso anillo de diamante y zafiro.
Olivia sacó el anillo de la caja y se lo colocó. Nunca antes había llevado un
anillo. Se preguntó por la misteriosa procedencia de aquella preciosidad. Su padre
jamás se habría podido permitir una pieza de tanta categoría. Lo observó con
detenimiento unos segundos más y luego terminó de arreglarse. Una vez hubo
finalizado, cerró el joyero, se levantó y se dirigió al comedor en que la cena sería
servida.
Un sirviente la condujo a una especie de recibidor previo al comedor en sí.
Mientras observaba la decoración y el extraordinario estilo de la pequeña sala, notó
la presencia de alguien.
Se dio la vuelta y allí estaba él. Traverston vestía un traje negro con camisa
blanca impecable. Estaba realmente atractivo y Olivia se sintió halagada de que su
esposo se hubiera tomado la molestia de vestir de aquel modo sólo para estar con
ella.

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Una inevitable sonrisa, muy tímida, se dibujó en su rostro y a Traverston el


corazón le dio un vuelco al apreciar tan sincero gesto.
Sus instintos más nobles le habían dictado mantenerse lejos de Olivia aquella
noche, pero los más bajos habían vencido y lo habían traído hasta allí.
Traverston forzó una sonrisa y le ofreció una mano.
—¿Pasamos al comedor?
Olivia asintió y le permitió que la condujera a la sala contigua.
Sólo un extremo de la mesa estaba dispuesto para la cena. No pudo evitar un
profundo sentimiento de emoción al pensar que iba a estar junto a su marido.
Al llegar al lugar asignado, Traverston, con gran cortesía, le ofreció la silla. Era
un gesto realmente apreciable, pues era obligación del mayordomo.
Traverston se sentó y, en seguida, el mayordomo apareció con una bandeja llena
de platos, que fue colocando directamente sobre la mesa.
—Espero que no te importe. En nuestra primera noche, he preferido que nos
sirviéramos nosotros mismos.
Ella dudó unos segundos, pues no sabía con certeza qué significaba eso. En
seguida respondió.
—No, claro que no me importa. Me parece una estupenda idea.
—Bien.
El sonido de las bandejas de plata resonaba con una intensidad excesiva, que les
hacía conscientes del silencio imperante.
Cuando los sirvientes se habían marchado, Olivia buscó desesperadamente algo
con lo que romper ese silencio tenso. Él habló primero.
—¿Qué te parece nuestra casa?
Aunque la pregunta no dejaba de ser convencional, había utilizado «nuestra»
para describirla, lo cual la reconfortó extrañamente.
Olivia dejó el tenedor sobre el plato.
—Es aún mejor de lo que la había imaginado —respondió ella, con total
sinceridad.
—¡Vaya! —dijo él, sin poder evitar un nudo en el estómago—. ¿Cómo es eso?
Ella se mantuvo en silencio hasta que él levantó la cabeza.
—Cuando vine aquí por primera vez, no me fijé realmente en cómo era.
Simplemente me lo inventé. Dejé que mi cabeza creara todo tipo de detalles sobre
este lugar.
—¿Cuando viniste por primera vez? Ya —él bajó los ojos y continuó comiendo.
—La verdad es que no podría decir qué había aquí realmente. He pensado
sobre eso muchas veces y, desde luego, la casa supera con mucho mis expectativas. Y
créeme, tenía muchas.

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Él se mantuvo en silencio, incapaz de hablar sobre el tema.


—¿Por qué no estabas aquí esta mañana, cuando el servicio ha salido a
recibirme?
Él la miró, sorprendido por la ausencia de una mirada acusadora.
—Tenía ciertos asuntos que atender. He estado lejos de aquí durante una larga
temporada.
—Parece que nunca abandonaras este sitio.
—Quiero que la casa esté siempre lista para mi vuelta. Nunca sé cuando voy a
decidir volver aquí.
Se hizo un nuevo silencio.
—¿Por qué la biblioteca está cerrada con llave?
Traverston dejó de comer de repente, se limpio la comisura de los labios con la
servilleta y la miró sin expresión alguna en el rostro.
—¿Por qué quieres entrar ahí?
—Quiero ver toda la casa, si voy a vivir aquí de ahora en adelante.
Él agarró de nuevo el tenedor y siguió comiendo.
—No estoy seguro de que eso vaya a ser así. Pasaremos largas temporadas en
Londres y tengo numerosas casas repartidas por toda Europa. De cualquier forma, la
biblioteca es mi dominio privado. No me gusta que nadie entre allí —su rostro
ocultaba su ira, pero no así el tono de voz.
El silencio que siguió a su respuesta lo obligó a alzar la vista y mirar a su
esposa. Su rostro parecía impasible, pero tenía en los ojos una tristeza profunda.
—Mi padre era así. Tenía una habitación a la que nadie podía acceder. Estaba
siempre hecha un desastre.
Las últimas palabras fueron casi inaudibles, pero dijeron mucho de lo que
Olivia sentía.
Traverston comenzó a sentir unos fuertes latidos en el cuello. El horror que
sentía Olivia era tan intenso que casi se palpaba.
De pronto un pequeño destello lo deslumbró. Bajó los ojos en busca del origen
de tan intensa luz. En el dedo de su esposa, descubrió el anillo de diamantes y
zafiros. Respiró con dificultad.
Era el anillo de su madre.
El tiempo se detuvo para Traverston. ¿Tenía ella la menor idea de a quién había
pertenecido ese anillo?
Comenzó a temblar y el sudor le enfrió el cuerpo. ¡Había olvidado que se lo
había entregado! En su momento, fue un gesto casi obligado. Durante años había
odiado ese anillo y todo lo que significaba. Y, ahora, ella lo llevaba puesto.

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Miró el rostro de Olivia y comprobó que aún estaba triste. Los recuerdos eran a
veces tan dolorosos… Se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña llave de
latón. Se la ofreció a su esposa.
—Toma. Esta es la llave. Puedes entrar en la biblioteca siempre que quieras.
Ella extendió su mano temblorosa y la agarró.
Traverston bajó los ojos, tomó su tenedor y continuó comiendo.

Olivia introdujo la llave en la cerradura y la giró lentamente. No sabía por qué


era tan importante para ella entrar en la biblioteca, pero lo era. En aquel momento, no
podía pensar en la importancia del gesto de Traverston. Lo único que le importaba
era ver aquella habitación.
Respiró profundamente y se preparó para lo que allí pudiera ocultarse.
Abrió la puerta y entró. Encendió unas cuantas velas y, poco a poco, fue
surgiendo la estancia. No había vasos sucios, ni polvo por todas partes, las cortinas
no estaban desgarradas. La habitación estaba decorada con más sobriedad que las
otras estancias de la casa, pero no por ello era menos elegante.
Se aproximó a la chimenea y se arrodilló para encenderla. El olor a pino
quemado la reconfortó. En pocos minutos, el ambiente ya se había caldeado. Se
acercó a las estanterías, en las que filas de libros perfectamente ordenados, se
disponían orgullosos. Recorrió los títulos con detenimiento, hasta llegar a un libro de
poemas. Lo agarró y se sentó en el sillón que había junto al fuego. Lo abrió y sonrió,
reconfortada por la visión de los versos que se le ofrecían como una promesa de
placer.
—¿No hay monstruos en el armario? —la voz de su marido no la sobresaltó.
Traverston se sintió gratificado por la visión de su esposa, sentada con un libro entre
las manos.
Ella le sonrió.
—No sé por qué, pero en esta habitación me siento mejor que en ningún sitio.
Él se aproximó. Olivia pensó que estaba tremendamente elegante y guapo
vestido de aquel modo. Se sintió ligeramente culpable por haberlo abandonado en
mitad de la cena para inspeccionar la habitación.
—¿Te importa que me una a ti? —le preguntó con un tono de voz cálido.
—Por supuesto que no.
Se sentó en un sillón, enfrente de ella. Apoyó la espalda y la cabeza en el
respaldo y cerró los ojos. Olivia lo miró, confiada de que él no la observaba. Así
parecía más alcanzable, casi humano. Bajó la mirada hasta el libro y, entonces, fueron
los ojos de él los que se depositaron sobre ella. Se sintió incómoda. Cerró el libro.
—Yo… bueno, quiero agradecerte que me hayas dado la llave. Ha sido muy
generoso por tu parte.

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Él se encogió de hombros. Trataba de ocultar el torbellino interior que le


producían las palabras de su esposa.
—Este es el lugar perfecto para ti.
La certeza del comentario la conmovió.
—Sí, es verdad. Es tan extraño. Hasta tenía miedo de venir.
Traverston sintió un nudo en la garganta. Pero se las arregló para que su tono
de voz pareciera normal.
—¿Por qué?
Ella mantuvo la cabeza baja.
—No lo sé. Supongo que temía que tú… fueras como mi padre —levantó la
mirada. De pronto, sintió miedo de que el se enfureciera por la comparación. Sin
embargo, la voz de Traverston sonó calmada.
—Mañana voy a dar una vuelta a caballo por mis tierras para comprobar que
todo está en orden. ¿Te gustaría venir conmigo?
El marqués se sorprendió ante sus propias palabras. Un segundo antes, no sabía
que iba a pronunciarlas. Pero había hecho una oferta y ya no se podía echar atrás.
—Me encantaría —respondió ella.
—Bien —él se levantó y se esforzó por reprimir el deseo de tomarla entre sus
brazos. Dejó la copa sobre una pequeña mesa de cerezo—. Te espero a las ocho en los
establos.
Se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo.
—Buenas noches, Olivia.
—Buenas noches, mi señor —respondió ella mientras lo veía alejarse por el
corredor.

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

Capítulo 12
Las llamas ardían con fuerza e iluminaban con un juego vivaz el hogar de la
chimenea. Traverston cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación que le producía
el calor en la piel. Sentía los párpados pesados y densos.
Abrió los ojos y dejó la mirada sobre las llamas. Tenía las manos sobre los
brazos del sillón, pero a pesar del calor, estaban frías y sudorosas.
Se retiró un mechón de pelo de la cara, con una lentitud casi imposible.
Parecía perdido en sus pensamientos. Imágenes perturbadoras lo cegaban.
Había un niño, sí, un niño que era él. Estaba jugando con los soldaditos de plomo. Su
tutor acababa de enseñarle algo sobre la independencia americana y él se imaginaba
una gran batalla, con el general Washington al frente.
Voces impregnadas de ira llegaron hasta su rincón lejano. Se quedó inmóvil
durante unos segundos y, enseguida, se apresuró a la habitación de su niñera. Por
una pequeña rendija, se podía ver el pasillo, vacío hasta aquel momento.
De repente, pudo ver a su madre, cómo caía al suelo, con su hermoso vestido
malva de flores. Su padre se abalanzó sobre ella y comenzó a pegarla
despiadadamente. No era la primera vez que presenciaba una escena así, pero sabía
que, lejos de poder evitarla, lo único que conseguiría interviniendo era que su ira
fuera aún mayor.
El niño cerró la puerta de la habitación con todo el cuidado posible. Las
lágrimas le caían a raudales. El pánico le impedía pensar en su madre, en la paliza
que estaba recibiendo.
Lentamente, Traverston recobró una visión nítida del fuego que ardía en la
chimenea. Miró alrededor. Aquella habitación había sido en tiempos el dormitorio de
su padre. En la penumbra que producía el fuego casi extinguido, podía reconocer
cada familiar detalle. Con satisfacción comprobó que ninguno de los muebles había
pertenecido a su padre. Lo primero que hizo tras recibir la inmensa fortuna de su
padre fue redecorar toda la mansión, como si de ese modo arrojara su espíritu fuera
de ella. Quería que Norwood Park fuera su hogar. No quería nada que le recordara a
su familia.
Cinco años después, podía decir que la empresa había sido un éxito. El lugar
tenía su marca inconfundible. Le pertenecía en cuerpo y alma.
La casa no tenía nada que ver con esos recuerdos repentinos que lo acababan de
asaltar. Era Olivia, su tristeza y sus oscuras memorias.
Extendió la mano, agarró la copa de brandy y miró su contenido, como si en su
interior estuviera la respuesta a todos los enigmas. Tomó un último trago y la dejó
sobre la mesa.
Se levantó de la silla. Estaba cansado, pero tan intranquilo que le resultaría
difícil conciliar el sueño. Ansiaba dormir, pero su mente no se lo permitiría.
Se quitó la bata y, al dejarla sobre el bastidor, la visión de una puerta capturó su
mirada. Aquella pequeña pieza de madera era lo único que lo separaba de Olivia.

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Como movido por una fuerza que no podía controlar, llegó hasta ella y giró el
pomo. No sabía muy bien por qué hacía aquello, pero no podía volver atrás.
Abrió la puerta. Con pasos silenciosos se aproximó a la cama. Y allí estaba ella.
Era como un hermoso sueño, su rostro plácido, sus emociones sumergidas en
un letargo reconfortante. La luz de la ventana proyectaba un pequeño rayo sobre sus
pechos. El ligero camisón que la cubría, dejaba adivinar la tersura de sus senos.
El deseo de tocarla, de tomarla en sus brazos era casi incontrolable. Sin
embargo, no podía. Se quedó allí, observándola unos minutos, antes de apartar los
ojos con agonía.
Con aún más cuidado del que había puesto para entrar, deshizo lo andado y
volvió a su alcoba.
Después de que la puerta se cerró, Olivia abrió los ojos y giró la cabeza, para
verificar que su marido había abandonado la habitación.
¿Por qué había entrado? ¿Qué quería? ¿Estaría enfadado por algo o había otro
motivo?
No podía entender qué sucedía en la mente de Traverston. En su cabeza se
desató una tormenta, que la confundía aún más. Luego, una pregunta muy sencilla
detuvo el caos: ¿Qué sentía ella por él?
¿Cómo podía saberlo? Primero recordó las fantasías que le había despertado
durante su niñez. Luego vinieron las imágenes de sus sucesivos encuentros. Había
sido tan cruel con ella al principio. Sin embargo, ahora se mostraba amable y
complaciente. No podía responder a esa pregunta. Era demasiado peligroso.

A la mañana siguiente, el aire era frío pero agradable. Había llegado la


primavera. Olivia respiró profundamente y se congratuló con el hermoso espectáculo
de aquel amanecer.
Caminó por el largo corredor que conducía a las caballerizas. Se sentía orgullosa
de saberse poseedora de tal tesoro. Le gustaban los caballos y esperaba, impaciente,
el momento de cabalgar sobre un corcel brioso en compañía de Traverston.
Encontró al marqués al final del pasillo. Buscaba con cuidado una cabalgadura
apropiada para ella.
En pocos minutos, ambos habían emprendido ya el camino y trotaban sin
urgencia por las explanadas de Traverston.
Olivia se había percatado del impecable estilo que su esposo tenía la primera
vez que habían montado juntos. Pero no dejó de sorprenderla. Él, aunque no lo
hiciera patente, tenía la misma opinión respecto a Olivia.
Pasó un largo rato antes de que Traverston se dirigiera a su esposa.
—Quiero darte las gracias por haber venido conmigo hoy. Me alegra que te
interese la gente que tengo a mi cargo.

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Ella lo miró con genuina sorpresa.


—Debes pensar que realmente no tengo corazón, pues de otro modo no
comprendo ese agradecimiento. Me parece lo más natural que una esposa muestre
interés por cuanto concierna a su marido.
La respuesta de Olivia lo tomó por sorpresa, tanto por su sinceridad como por
el sentimiento que encerraba, lo que lo dejó sin armas.
—Mis padres no pensaban así —dijo él, sin pensar previamente en lo que iba a
decir.
Olivia preguntó inmediatamente.
—¿De verdad? —se quedó esperando una explicación más extensa. Pero el
silencio del marqués dejó claro que no quería hablar de eso. Ella no insistiría. No
quería perturbarlo sólo por saciar su curiosidad. Si decidía en algún momento
contarle algo sobre sus padres, lo haría.
Traverston rompió el incómodo silencio que se había creado con una sugerencia
bastante más lúdica.
—¿Qué te parece una carrera?
Una sonrisa traviesa se dibujó en el rostro de Olivia. Sin darle a su esposo
tiempo para reaccionar, inició un galope desenfrenado. Traverston agitó el látigo y su
bestia salió tras la pista de Olivia.
Un sentimiento exultante inundó a la muchacha. Era libre. Podía cabalgar a su
antojo, lejos de los ojos críticos de la sociedad londinense. El viento le acariciaba la
cara.
Una figura oscura se le aproximó. Olivia miró sobre el hombro para encontrarse
a Traverston que se disponía a sobrepasarla.
Con vigor renovado Olivia trató de superar a su oponente. Pero pronto se dio
por vencida.
Minutos más tarde se unió a Traverston.
—¡Ha sido fantástico! —exclamó ella, sin tener conciencia del efecto que sus
cabellos al viento, la chispa de su mirada y la sonrisa de sus labios estaba
provocando en el marqués.
—Sí, ha sido bastante divertido —respondió con la sonrisa espontánea de un
escolar.
Olivia se retiró un mechón de pelo de la cara.
—No recuerdo habérmelo pasado tan bien en mucho tiempo. Es una pena no
poder montar así por Hyde Park.
—Aquí no hay restricciones de ningún tipo.
La voz del marqués sonó profunda y seductora. De pronto, Olivia se dio cuenta
del doble sentido de aquellas palabras. Desconcertada, bajó la mirada.
—¿Qué te parece si empezamos nuestra tarea? Tenemos mucha gente a la que
visitar.

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—De acuerdo —respondió ella, sin poder ocultar el alivio que le provocó la
nueva propuesta.
Después de cabalgar un rato, se aproximaron a una pequeña granja. Traverston
desmontó y ayudó a su compañera a hacer lo mismo.
—Uno de mis vasallos vive aquí. Quiero preguntarle sobre un nuevo método de
cultivo que le ha funcionado muy bien. Creo que la idea se puede aplicar en otras
tierras. No hay motivo para que los demás no puedan beneficiarse de ello.
Olivia miró a su marido con curiosidad.
—¿Y serás tú quien se encargue de comunicárselo a los demás?
—¿Quién mejor?
La puerta de la casa se abrió mientras se aproximaban. El granjero y su mujer
salieron a saludar al marqués. Olivia se sentía como una reina más que como un
miembro de la nobleza. Luego se dio cuenta de que para esta gente el marqués era
como su rey.
Traverston se dirigió hacia los campos cultivados, mientras Olivia entraba en la
casa, por invitación de la dueña.
La mujer se disculpó repetidas veces por la humildad de su hogar.
—Por favor, no se disculpe. Crecí siendo muy pobre. Su casa es muy confortable
y le agradezco que me la ofrezca.
La mujer sonrió.
—Es usted muy agradable, señora —dijo la granjera.
Olivia se encogió de hombros y se ruborizó.
—Perdóneme, pero mi esposo no me ha dicho su nombre…
La mujer se quedó atónita. No entendía que una dama como Olivia quisiera
saber su nombre.
—Soy la señora Parks —respondió con la mirada hacia el suelo.
Con aún mayor sorpresa, la señora recibió la mano de Olivia.
—Encantada de conocerla —dijo Olivia.
La señora Parks señaló la mesa del salón y le ofreció asiento.
—Mi casa no tiene excesivas comodidades, pero sí puedo ofrecerle una taza de
té.
Aunque no tenía el lujo de la mansión del marqués, aquella casa era,
claramente, la de un hombre en buena situación económica.
Olivia se sentó a la mesa.
—Se lo agradezco. La verdad es que estoy algo cansada. Hacía mucho que no
montaba —aquella era una pequeña mentira que sólo trataba de hacer que su
anfitriona se sintiera más cómoda—. Pero, por favor, siéntese usted también.
La mujer pareció escandalizarse.

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—Por favor, señora. No podría sentarme junto a usted. No soy merecedora de


tal honor.
Olivia sonrió, en parte sorprendida por tan excesiva reacción.
—Se lo ruego. No me sentiré cómoda hasta tenerla junto a mí —con una voz
que buscaba la confidencia, continuó—. Hay muchas cosas que quiero saber.
La mujer, no sin reparos, se sentó en una de las sillas, con las mejillas
encendidas y los ojos llenos vergüenza.
—¿Tiene usted niños?
—Sí, señora, tengo tres —respondió, no muy segura de por qué la marquesa se
interesaba por su vida familiar.
—¿Le dan algún problema?
—No señora, en absoluto.
La señora Parks estaba confusa y se atrevió a expresarlo.
—¿Por qué desea saber tantas cosas sobre mi familia?
Olivia la miró a los ojos con sinceridad.
—Quiero saber cosas sobre la gente que trabaja para mi marido. Sin caer en la
indiscreción, claro está. ¿Son chicos o chicas?
—Tres varones, señora —dijo la mujer con orgullo.
Olivia sonrió complacida.
—Cuénteme algo sobre ellos.
La señora Parks tomó aire y se dispuso a comenzar, aunque el pudor se lo
impidió durante unos segundos. Al ver que la marquesa estaba esperando con
impaciencia su narración, continuó con una sonrisa.
—Davy es el mayor. Es un hombre hecho y derecho, como su padre. Luego está
Matthew. Es demasiado callado. Nunca sé lo que está pensando. A pesar de eso, es
un hijo extraordinario. Y el tercero es Peter. Es un soñador, pero muy buen chico. Es
usted muy amable por mostrar interés en mi familia. La marquesa anterior nunca
habría hecho eso.
Olivia la miró con sorpresa.
—Sí, la anterior señora Traverston no acompañaba jamás a su marido… las
pocas veces que él se dignaba a aparecer.
Olivia sintió una profunda curiosidad, aunque fingió sólo un ligero interés.
—¿El tercer marqués no solía visitar a sus vasallos a menudo?
La mujer del granjero se inclinó sobre la mesa, como si se tratara de una
conspiración.
—Sólo para recaudar la renta —de pronto pareció recordar con quién estaba
hablando—. Aunque estoy segura de que tenía sus cosas buenas.

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—La verdad es que no conocí al marqués anterior —Olivia vio que su anfitriona
se sentía aliviada por la confesión.
—Dígame, ¿qué opinión tenían del padre de mi marido?
La mujer no tenía, lo que se dice, una opinión muy elevada de aquel hombre.
—El marqués era un bruto —resumió—. Venía siempre después de haber
acabado una botella de brandy. No le importaba la gente más que por la cantidad de
dinero que le reportaba. Con la guerra con los Bony, los agricultores pasamos mucha
hambre. Si no hubiera sido por el actual señor, seguiríamos mal. Al principio con él,
las cosas fueron igualmente difíciles. Pero hace ocho años todo cambió.
—¿A qué se refiere? —preguntó Olivia con creciente interés.
—¿No lo sabe? —preguntó la señora Parks realmente sorprendida—. Lo siento,
pero asumí que, al ser su mujer, tendría usted noticias de todo esto. Bueno, su padre
murió de un ataque al corazón, o eso es lo que nos dijeron. Todos pensamos que el
nuevo marqués haría que las cosas cambiaran de inmediato. Pero no fue así. Se gastó
todo el dinero que su padre le había dejado, hasta tener que vender cuanto tenía en la
casa. Jugaba día y noche. Al final era tan pobre, que no podía ni pagar las pensiones
de sus criados retirados.
—¿Qué ocurrió para cambiar eso?
—Pues la herencia que recibió de su abuelo materno. Lejos de malgastarla, le
sirvió para enmendarse y comenzar una nueva vida. Así es como son las cosas ahora.
Un silencio reflexivo se hizo entre las dos mujeres.
El señor Parks apareció por la puerta impidiendo que cualquier nueva
confidencia tuviera lugar.
—El marqués requiere su presencia, señora.
La señora Parks se levantó y, en seguida, lo hizo Olivia.
—Gracias por su hospitalidad, señora Parks.
Olivia salió de la casa y se encontró con su marido.
Montaron sus correspondientes caballos y se aventuraron en la espesura del
bosque.
Olivia fue la primera en romper el silencio.
—¿Te has enterado de algo útil?
—Sí, creo que sí.
Miró a su esposo con curiosidad. ¿Qué sería lo que lo había cambiado tan
radicalmente?
—¿Vamos a ver a alguien más? —le preguntó.
—Me gustaría hacerlo, si a ti no te importa —respondió.
—Lo haré encantada.

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Capítulo 13
Olivia admiraba la luna desde el balcón de su alcoba. Respiró profundamente y
se llenó del aroma de aquella noche de primavera.
La cena había sido muy agradable. Habían hablado sobre la visita a los
granjeros y Traverston le había contado algunos detalles del nuevo método aplicado
por el señor Parks. Olivia había mostrado tanto interés en conocer los detalles que el
marqués había tenido que explicárselo con detenimiento.
Después de la cena, Olivia se excusó, alegando que necesitaba acostarse pronto.
Había sido un día agotador.
Pero una vez en su habitación, el cansancio había remitido.
Desde el balcón se percibía, entre penumbras, el jardín. Como si hubiera
recibido una invitación ineludible, decidió dar un paseo por él.
Descendió la escalera principal en silencio. No quería despertar a los criados.
Salió por la puerta de una de las salas.
Cuando la fina tela de sus zapatillas se humedeció con el contacto de la hierba
húmeda, Olivia suspiró reconfortada. El olor de las rosas empapaba el aire y el brillo
de la luna lo iluminaba todo.
De pronto, se dio cuenta de que estaba contenta y no sabía por qué.
La aparición de Traverston no la tomó por sorpresa. De algún modo, sintió
como lo más natural que su marido se uniera a ella. Se volvió hacia él y le sonrió
cálidamente.
—Estaba pensando en ti.
—Creí que querías irte a dormir pronto —dijo él sin reproche.
Ella volvió los ojos hacia la luna, dejando al descubierto la suave línea de su
cuello.
—Estaba cansada pero, de algún modo, sentí la llamada del jardín y no pude
vencer la tentación. ¿No es maravilloso este lugar?
—Sí, lo es —respondió él, sin apartar los ojos de ella.
—¿Te apetece dar un paseo conmigo?
—No estoy seguro de que la noche sea el momento idóneo para contemplar las
flores.
Ella sonrió.
—Yo creo que es el más adecuado.
Traverston siguió a su esposa que ya había iniciado el paseo. Ella se detuvo y lo
miró.
—Estás muy callado, mi señor.
Él lanzó la mirada al cielo.
—Tal vez, como te ocurre a ti, no quiero malgastar palabras innecesarias.

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—Tus palabras nunca lo son.


Sus ojos se cruzaron mensajes infinitos.
—¿Qué me dirías, si te pregunto en qué piensas?
Ella trató de leer en su expresión la intención de la pregunta. Pero Traverston le
daba la espalda. Decidió, a pesar de todo, responder con sinceridad.
—Te diría que estoy contenta. Estaba pensando que no había estado tan feliz
desde hace mucho.
—¿Feliz?
—Sí, mucho. Realmente parece extraño: he sido raptada y traída a esta casa
contra mi voluntad, con un hombre que, al fin y al cabo, es un extraño. Y, sin
embargo, siento que estoy a salvo.
Él se quedó en silencio unos segundos.
—¿No te sentiste a salvo siempre?
Ella bajó los ojos.
—No.
—Cuéntame por qué —dijo él, y ella lo sintió muy cercano.
No podía resistirse, tenía que contarle lo que le había ocurrido, lo que sentía. Tal
vez fue el tono de voz que empleó, tal vez la belleza de aquel momento mágico.
—Mi padre nunca me quiso —se detuvo nada más empezar, como si necesitara
reflexionar sobre lo que acababa de decir—. No, eso no es verdad. Recuerdo que
cuando mi hermana vivía, sí me quería. Luego, de repente, dejó de hacerlo. No sé
cómo. Pero fue incluso más allá: empezó a atormentarme. Buscaba mi afecto y,
cuando yo bajaba la guardia y se lo ofrecía, comenzaba a torturarme. Muy pronto
empecé a distanciarme. Le permitía que hiciera lo que quisiera, pero sin dejar que me
afectara. Es lo mejor que se puede hacer con todo el mundo, ¿no lo crees? Si no les
dejas adivinar lo que sientes, no pueden atacarte. Aprendí eso del modo más duro
que existe.
Traverston pudo ver sus ojos transparente que rogaban clemencia. De algún
modo, le estaba pidiendo que se apartara, que no le hiciera daño, no se sentía capaz
de soportar otra traición.
Traverston dio un paso y se acercó a ella.
—Dios santo, eso no es así. No puedes permitir que lo que te ocurriera con tu
padre te dé una visión tan falsa de mundo —después de decir esto, levantó una
mano y, sin poder evitarlo, le acarició la mejilla.
Un río de lágrimas rebosó de sus ojos. A Traverston se le encogió el estómago y
se quedó inmóvil.
—Pero me vendió —susurró las palabras con tan poca fuerza que, de no haber
visto el movimiento de sus labios, habría creído que las traía el viento.

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Lo consumía el deseo de tomarla entre sus brazos y compensarla con su cariño


por todo el daño que hubiera podido sufrir. Habría querido convencerla de que el
amor existía, de que había una esperanza de poder ser felices.
De pronto, recordó su propio pasado. ¿Quién era él para ofrecerle una vida
mejor?
Hacía un momento le había dicho que era feliz y, gracias a él, un torrente de
lágrimas inundaban ahora aquellos lagos cristalinos.
Como si el fuego lo hubiera abrasado, bruscamente apartó la mano de ella.
Olivia bajó la cabeza y se encorvó. Traverston permaneció inmóvil junto a ella.
Quería decir algo, pero ¿qué?
No tenía derecho a interferir en su vida, no importaba cuánto deseara poder
hacerlo.
Se dio la vuelta y, sin mirar atrás, se metió en la casa.

A las ocho de la mañana del día siguiente, Olivia se encontró el comedor vacío
cuando bajó a desayunar.
Se podría decir que ya sabía que Traverston no estaría allí, pero le quedaba la
esperanza.
Olivia recorrió la mesa repleta de comida. Nada parecía apetecerle. Agarró una
tostada, que devolvió a su lugar repetidas veces, hasta que finalmente se decidió a
colocarla en su plato y dirigirse a la mesa.
El mayordomo entró con una tetera humeante. Pero el aroma de la infusión no
le infundió ninguna energía. Le dio un pequeño sorbo y, luego, otro mayor. Acababa
de dejar la taza sobre el plato cuando apareció Traverston, con un periódico en la
mano.
—Olivia… —empezó a decir él, pero una voz familiar le impidió continuar.
—Shipley, sé un buen chico y apártate de mi camino —le dijo la voz al
mayordomo—. El marqués nunca se andaría con ceremonias.
Los pasos del visitante sonaron cada vez más próximos, hasta que la rubia
cabeza de Monquefort se asomó por la puerta, contra la firmeza que el mayordomo
tenía de no dejarlo pasar sin anunciarlo antes.
—¡Monquefort! —exclamó el marqués con verdadera alegría—. ¿Qué te ha
traído hasta Surrey?
—¿Lo ves, Shipley? ¿Qué te dije? Tráeme una buena taza de café, por favor —le
dijo al mayordomo.
Se dirigió hacia Olivia.
—¡Olivia! —se acercó a ella y, sin más ceremonias, la besó en la mejilla—.
Permíteme en ser el primero en felicitarte. Y a ti también, perro viejo.

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—Te agradecemos lo de la felicitación —dijo sarcásticamente Traverston en


referencia al beso robado.
—Alex, me alegra tanto verte.
—Bueno, he venido a ver a mi pareja favorita y compartir el último cotilleo que
circula por Londres.
Traverston se aproximó a la pareja, que parecía charlar en total intimidad. Con
un tono algo cortante se dirigió al conde.
—¿Te puedo ofrecer algo para desayunar?
Monquefort aceptó la oferta y atacó todas y cada una de las bandejas que había
sobre la mesa. Traverston y Olivia intercambiaron una mirada burlona. Cuando el
conde ya estaba dispuesto se sentó. Traverston lo imitó.
—¿Y cuáles son esas increíbles noticias que traes de Londres?
Monquefort agitó una mano en el aire mientras terminaba de masticar el bacon
que tenía en la boca.
—Bueno, supongo que vosotros ya sabéis buena parte de lo que se dice. La
verdad es que no me lo podía creer cuando lo leí en los periódicos.
Olivia miró a su marido y fue él quien respondió.
—No hemos huido de nada ni de nadie. Olivia y yo nos casamos con el
consentimiento y la presencia de su abuela. Pero no queríamos una boda aparatosa.
¿No te lo ha explicado así lady Raleigh?
Monquefort no pasó por alto la mirada de complicidad que surgió entre la
pareja. Estaba claro que en la historia había algo más que no estaban dispuestos a
compartir con él.
—Sí, así lo explicó ella. Pero nadie se lo cree. No os habéis visto durante
semanas y, de repente, huís juntos. Es todo un poco raro. Las malas lenguas dicen
que lady Raleigh no te aceptaba y que te la has llevado contra su voluntad. Aunque
al final tuvo que acceder al casamiento, cuando ya no tenía más remedio.
Olivia lo reprendió, sorprendida por la insinuación.
—¡Alex!
—Te estás excediendo en tus comentarios —le dijo Traverston.
Monquefort dejó el tenedor sobre el plato y levantó los brazos en un gesto
defensivo.
—Yo no he sido el que ha dicho todo. Soy sólo un informador —se quedó
observando la reacción de sus interlocutores y, cuando se sintió a salvo, agarró el
tenedor y se llenó la boca de huevo revuelto.
—¿Qué piensas tú? —le preguntó Traverston.
El conde levantó los ojos y miró a su amigo con satisfacción.
—Que fue un matrimonio como debe ser. Olivia jamás decepcionaría a su
abuela —le respondió el conde. Pero algo en su tono de voz, convertía aquella
respuesta en una pregunta.

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Traverston ignoró la cuestión implícita.


—Dos de vuestros amigos parecen no haberse tomado demasiado bien la
noticia de vuestra boda —continuó Monquefort.
—¿De verdad? No puedo imaginarme de quién se trata.
—¿Recuerdas a lady Chisolm y al señor Hamilton?
Traverston puso la mano sobre la mesa con brusquedad.
—No me interesa nada que esté relacionado con ellos dos.
Olivia miró a Monquefort.
—¿A qué te refieres? —le preguntó.
—Hamilton está furioso, porque asegura que había planeado casarse contigo.
—¡Pero eso es absurdo! —exclamó Olivia con rabia.
Monquefort se encogió de hombros.
—Eso es lo que él va diciendo.
—¡Ese gusano! —lo increpó el marqués.
—Respecto a ella, parece haberse vuelto loca.
—No te estás esmerando mucho en alegrarnos la velada, querido amigo —le
dijo Traverston al conde con una sonrisa amarga.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —le preguntó Olivia, con una clara
intención de cambiar de tema.
Él la miró con una encantadora sonrisa.
—Mientras tu marido me soporte, seré vuestro huésped.
Traverston gruñó ligeramente.
—Eso quiere decir, muy poco tiempo.
Alex soltó una estruendosa carcajada y Olivia no pudo evitar sonreír. El conde
apreció el gesto de la muchacha y se sintió satisfecho.

La superficie del piano reflejaba los rayos de sol que se filtraban por la ventana.
La melodía fluía por el aire como un río armonioso.
Olivia nunca habría imaginado que las manos del conde estuvieran tan bien
dotadas para la música. Recorrían las teclas con agilidad y les arrancaban notas
matizadas con la delicadeza de los ángeles.
Olivia se había visto arrastrada por Monquefort hasta aquella sala. El conde
insistía en oír alguna pieza tocada por ella. Sin demasiado entusiasmo, la muchacha
le había regalado con un intento. Intento era la palabra perfecta pues, aunque Olivia
había tomado algunas clases por insistencia de su abuela, no era lo que se dice una
gran pianista. Más bien no era una pianista en absoluto.

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Después de maltratar una pieza de Bach, el conde le pidió que lo dejara probar.
El sonido que surgió cuando sus dedos agitaron las pequeñas piezas blancas y
negras, la dejó sin sentido.
El Claro de luna de Beethoven era una de esas piezas no excesivamente
complejas en cuanto a técnicas, pero imposibles en cuanto a interpretación.
Monquefort la tocaba con esa sensibilidad imprescindible.
Olivia se quedó perpleja, observándolo mientras ejecutaba la pieza. Parecía
transportado a otro lugar donde el sonido de la música lo era todo. Ella se había
inclinado hacia adelante y tenía los codos en las rodillas y la cara entre las manos.
Al terminar, el conde dio su última nota con una sutileza inigualable. Ella,
entonces, abrió los ojos que había cerrado sin darse cuenta.
—Si sigues así sentada, voy a derretirme ante la delicia de la visión. Pareces una
niña embobada ante el bote de una pelota.
Ella se incorporó. No podía borrar la sonrisa de sus labios.
—Ha sido maravilloso, Alex. Me siento como si me pudiera ir a la cama ahora y
disfrutar de los sueños más placenteros.
—Seguro que tus noches están llenas de sueños placenteros.
Ella bajó los ojos.
—Como las de todo el mundo —respondió, tratando que sus palabras no
sonaran atormentadas. Pero el conde intuyó cierta tristeza.
—¿Eres feliz, Olivia?
—¡Por supuesto! —respondió ella, con un excesivo entusiasmo que no
correspondía al momento. Se levantó rápidamente de la silla y se dirigió hacia el
piano. Miró con impaciencia las partituras—. Toca algo más. Me encanta cómo lo
haces.
—Olivia —el nombre vibró en su garganta.
Ella se detuvo en seco. Sintió la mano del conde en la barbilla, un tacto suave y
reconfortante. Volvió el rostro hacia él y se encontró con su mirada interrogante.
Alex era demasiado perspicaz.
Por tercera vez en muy pocos días, Olivia sintió que su rostro se humedecía.
—No había llorado desde hacía ocho años y, ahora, no puedo dejar de hacerlo.
Ojalá que todos los hombres del mundo me dejarais en paz.
Ella se dio la vuelta y se apartó del conde. Él la siguió y le puso una mano sobre
el hombro para reconfortarla. Ella giró y él la abrazó con fuerza. Uno o dos minutos
después, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció.
—¿Ya te sientes mejor?
Ella sonrió por entre las lágrimas.
—Bien, ahora cuéntamelo todo.

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—¡Oh, Alex! —dijo Olivia y se sentó—. ¡Me siento tan mal! Y al mismo tiempo
tan bien. Ese es el problema. Mis sentimientos han entrado en un torbellino desde
que me encontré con el marqués. No sé lo que hacer.
—¿Qué quieres decir?
Olivia se levantó.
—No lo sé ni yo. Traverston es tan cruel conmigo a veces… Por ejemplo,
cuando me lo presentaste en la fiesta de los Eddington y me dijo: «Su marido, según
creo» ¿Qué persona con un mínimo de humanidad se presenta ante otra de ese
modo? Pensé que estaba viendo un fantasma, Alex, llegado directamente de mi
pasado.
—¿Qué quieres decir con lo del fantasma? ¿Es que estabais casados desde hace
tiempo?
Ella lo miró con incredulidad.
—¿No te lo ha contado?
—¿Contarme qué? Olivia, Traverston no es una persona que cuente mucho
sobre su vida privada. Le oí decirte eso en la fiesta, pero como lo conozco, no me
sorprendió. Pensé que era una nueva forma de presentación. Cuando lady Raleigh se
lo llevó a la habitación contigua para hablar con él, asumí que le estaba pidiendo
explicaciones por su rudo comportamiento. No me podía imaginar que aquella
palabra correspondía con algo real.
—Bueno, ahora ya lo sabes.
Él la miró desconcertado durante unos segundos. Luego buscó las palabras
apropia das.
—¿Cómo sucedió?
Olivia lo miró extrañada. No sabía con exactitud a qué se refería con aquella
pregunta. En seguida, su gesto se aclaró y le respondió.
—No lo sé muy bien. Puede parecer ridículo, pero mis imágenes son borrosas.
Por supuesto, recuerdo la ceremonia. Es algo que no podría haber olvidado nunca.
Pero, en aquel momento, no comprendí lo que estaba sucediendo. Sólo sé que cuando
interrogué a mi padre sobre lo ocurrido, trató de hacerme creer que me había vuelto
loca, que todo lo había imaginado. Después de algún tiempo, pienso que me lo llegué
a creer. No sé, Alex, de verdad. Es todo muy confuso.
—Pero Traverston debe saberlo.
—No me he atrevido a preguntárselo… Cuando vino a por mí, algo me dijo que
tenía razón, que lo que decía era cierto. No parecía tener mucho sentido discutir
sobre ello…
—¡Olivia! ¿Un desconocido asegura ser tu esposo y a ti te parece que no tiene
sentido discutir sobre ello?
—Vamos, Alex, no vengas ahora a reprocharme algo de lo que no soy
responsable. Toda la situación es confusa y complicada. No me resulta fácil pensar

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con claridad. Traverston es muy cruel algunas veces. Sin embargo, otras me
demuestra que realmente le importo. Por ejemplo, con lo de la biblioteca.
—Dime algo más, porque sólo con eso me dejas perplejo.
—Hace unos días estaba yo paseando por la casa, cuando descubrí que la
puerta de la biblioteca estaba cerrada.
El conde asintió.
—No le gusta que nadie entre en su templo.
—Ya, por eso. Le pedí que me dejara entrar y lo hizo. Me dio la llave.
—¡Increíble!
Ella bajó la mirada.
—Lo sé.
—Olivia, Traverston no es una persona fácil. Sé que su niñez fue muy dura. Su
padre era una bestia que solía destrozar todo cuanto se interponía en su paso.
Siempre estaba borracho. El marqués nunca habla de su pobre madre, quien, según
dicen, fue asesinada por su marido antes de que pudiera huir con su amante.
—¡Pobre John! —exclamó ella en un susurro.
—Sí. Creo que se esconde en la biblioteca porque era el lugar de la casa que su
padre detestaba. Su vida, como verás, ha sido complicada. Luego está por medio
Hamilton. Es medio hermano de Trav.
—Lo sé.
Monquefort decidió no ahondar en el tema, ante la respuesta de Olivia.
—Por eso, algunas veces se comporta de un modo extraño.
Olivia lo miró con un gesto de agradecimiento.
—Creo que es hora de que vayamos a cenar. La cocinera estaba preparándote
algo especial.
—La encantadora señora Wilshire. Tiene un corazón de oro y unas manos de
plata para la cocina. ¿Por qué no has mencionado la comida antes?
Monquefort la agarró y comenzaron a girar por toda la habitación mientras
entonaba una canción popular. Olivia comenzó a reír a carcajadas y se tropezaba
continuamente, incapaz de seguir a su amigo. De pronto, el conde la soltó y ella salió
disparada al otro extremo de la habitación.
Olivia continuó riéndose.
—Alex, eres un demonio.
—Para servirla, señora —dijo y, acto seguido, continuó girando con una pareja
invisible.
Traverston escuchó el melodioso sonido de aquella risa femenina y su corazón
comenzó a agonizar. Hasta entonces jamás había oído a Olivia en una explosión de
júbilo y habría deseado más que nada en el mundo ser la causa.

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Se detuvo en seco en mitad del corredor. Consideraba a Olivia como suya, la


había considerado así desde su boda. Le resultaba muy difícil compartirla con nadie.
La amistad de su esposa con el conde lo perturbaba.
Sabía que el conde era un hombre divertido. Eso es lo que le había gustado de él
al principio. Por eso, no debía sorprenderle que Olivia lo hubiera aceptado tan bien.
La pareja que estaba en la biblioteca no lo necesitaba. Su aparición cortaría, de
golpe, la diversión y la alegría. Se detendrían en seco, como si ocultaran algo. No, no
debía entrar. Aunque habría deseado compartir aquel momento con los dos.
Traverston se dio la vuelta y se marchó.

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Capítulo 14
Habían pasado ya tres semanas desde la llegada de Monquerfort a Norwood
Park.
Su visita había causado en Olivia un efecto milagroso. El color había aparecido
en sus mejillas y estaba de muy buen humor. Además, el marqués tenía la impresión
de que sonreía cada vez con más frecuencia, especialmente durante la cena, cuando
los tres se reunían.
Traverston rememoró con una sonrisa su encuentro de la noche anterior.
El conde había insistido, desde el principio, en que dejaran a un lado las
formalidades durante esa comida.
Se situaban los tres en el mismo extremo de la inmensa mesa.
Después de que la señora Wilshire llenara los platos de cada uno de ellos,
Monquefort comenzaba a narrar historias sobre Londres.
Durante toda la velada, Traverston no había apartado los ojos de su esposa.
Había sentido a la vez un placer y dolor infinitos al ver la alegría de su rostro y el
brillo de su mirada mientras escuchaba al conde. Pero el dolor procedía de no ser él
la causa de tal contento.
Traverston trató de concentrarse en la lectura del libro que tenía entre las
manos. Sin embargo, las imágenes de la cena lo atacaban sin piedad.
No podía sino estar agradecido por el cambio que su amigo había provocado en
Olivia. Él nunca podría mantener una relación como ésa con ella. Ni siquiera podría
aproximarse tanto a ella.
El marqués maldijo una vez más su historia familiar. La personalidad de su
padre era una maldición que tendría que soportar. Durante generaciones, los
Traverston se habían caracterizado por su locura. Todos habían acabado cometiendo
crímenes espantosos y él sabía que, tarde o temprano, acabaría por enloquecer. Con
ese legado, Traverston no podría nunca dejarse llevar por sus sentimientos hacia
Olivia, pues sabía que acabaría por torturarla.
El que Olivia llegara a sentirse realmente atraída por el conde sería una
bendición para los tres, probablemente su salvación.
Pero aunque ésa era la única conclusión lógica a la que podía llegar, su corazón
le decía que la quería para él.
Unos suaves golpes en la puerta sacaron a Traverston de sus tortuosos
pensamientos. De no haber sido por ellos, el ansia de posesión habría terminado por
arrastrarlo, hasta lanzarse a la búsqueda de los dos furtivos amigos.
El marqués hizo pasar a su mayordomo.
Después de un extraño silencio, impropio del sirviente, éste le anunció que una
dama lo esperaba.
Sin darle tiempo a preguntar de quién se trataba, Shipley se apresuró a
mostrarle el camino.

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Abrió la puerta de la sala en que la extraña visita esperaba y, en cuanto su señor


entró, cerró la puerta, como si huyera de la peste. Estaba claro que el mayordomo no
quería presenciar lo que estaba a punto de ocurrir.
La invitada no parecía tan peligrosa como para infundir semejante terror a
nadie.
Era una señora de unos sesenta años, correctamente vestida, sin demasiado lujo
en sus ropajes, pero no por ello burda. Por el contrario, su porte le confería una
elegancia natural.
Traverston la observó durante unos segundos. Sin saber muy bien cómo actuar,
se aproximó lo suficiente para que el tono de su voz fuera relajado. Pero no pudo
evitar dirigirse a ella con cierta brusquedad.
—¿Quién es usted y qué desea?
La anciana mujer lo miró sin responder inmediatamente. Tenía una expresión
triste, como si se sintiera arrepentida.
Finalmente, habló.
—¿No me reconoces, John?
Su voz era dulce, pero embebida de esa seguridad que dan los años.
Traverston, de pronto, sintió algo al mirar los ojos profundos, de un gris
ensombrecido que hablaban de sufrimiento, de miedo: el gris de los días nublados de
Londres.
—¿Quién eres?
Ella lo miró como esperando que la respuesta saliera de los labios de él. Pero no
ocurrió así.
—Soy tu madre.
Traverston se quedó paralizado. Todo su cuerpo temblaba y su mente era un
torbellino. Su cabeza no parecía capaz de asimilar lo que acababa de oír.
—No —dijo finalmente. Apartó la mirada. De pronto, como si se hubiera
convertido en un glacial, la miró de nuevo—. No la creo.
Ella bajó la cara.
—Es la verdad.
Traverston sintió dolor, como si el acero de una espada acabara de atravesarle el
corazón.
—No quiero oír ni una sola palabra más. Fuera de mi casa.
Él se dio la vuelta y se apresuró hacia la puerta.
—Sabes que es verdad.
Traverston se detuvo. Era verdad. Había reconocido su voz. Los recuerdos se
agolparon en su cerebro: canciones infantiles, risas y juegos, gritos de horror y
pánico. Traverston cerró los ojos. No podía permitir que aquello lo derrumbase.
Se dio la vuelta como un ciclón y se aproximó ligeramente a ella.

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—¿Qué quieres? ¿A qué has venido?


La mujer suspiró y se encogió de hombros.
—He venido a verte.
La ira se reflejó en el rostro del marqués.
—No te creo. Después de todos estos años, no tiene sentido que hayas venido a
verme. ¿Qué quieres? Sí, claro. Quieres el dinero que tu padre me dejó. ¿Es eso?
Ella se rió.
—No, no quiero dinero.
—Entonces, ¿qué?
—Sólo quería verte —la dama trató de aproximarse un poco.
—No te atrevas —le advirtió él.
Ella se apartó.
—¿Qué quieres que te diga, John? Siento haberte abandonado cuando no eras
más que un niño. Lo siento de verdad, pero no tuve otra elección. He sido una mala
madre. Lo siento.
—Eso no es bastante. Yo no te he invitado a venir.
Con desesperación, la anciana se dejó caer en la silla y bajó la cabeza. La mano
arrugada de la mujer ascendió hasta la frente. Luego levantó los ojos otra vez.
Estaban inundados de lágrimas.
—¿Hay algo que pueda hacer para que me escuches?
—No —respondió él secamente—. Le ruego que agarre sus cosas y se marche de
mi casa lo antes posible.
Un ruido procedente del exterior captó momentáneamente la atención de los
dos. Inmediatamente después, Olivia irrumpió en la habitación.
—Shipley me ha dicho que tu madre estaba aquí. ¿Es eso cierto?
Olivia vio entonces a la mujer que estaba en la habitación. Ignoró la mirada de
su marido y se dirigió hacia ella para darle la bienvenida.
—¿Cómo está usted? Soy Olivia, la mujer de su hijo.
La mujer sonrió.
—Eres tal y como te describió tu abuela.
Olivia se sorprendió del comentario.
—¿Mi abuela? ¿Se conocen ustedes?
—Sí, éramos grandes amigas en la escuela y, a pesar de los años y la distancia,
seguimos siéndolo.
—Pero eso es una casualidad. Trav… ¿lo sabías?
Él se negó a responder.
—Leticia me dijo que sí lo sabía —respondió la mujer.

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—Eso carece de importancia ahora —dijo él. Se aproximó a las dos mujeres y
agarró a su madre por el codo—. La señora Markston, o como quiera que se llame
ahora, estaba a punto de marcharse.
—¡Pero John! —exclamó Olivia horrorizada.
—Esto no te incumbe.
—Estás muy equivocado. Esta es mi casa ahora y todo lo que ocurra en ella me
incumbe. No voy a permitir que trates de ese modo a una huésped.
Él se quedó paralizado.
—¿Qué acabas de decir?
Olivia se tragó el nudo que tenía en la garganta y continuó con firmeza.
—Se queda aquí.
—No sabes lo que estás haciendo —le advirtió él con un tono glacial.
—Sólo yo puedo juzgar eso —respondió ella con igual frialdad.
Traverston soltó el brazo de la mujer y le lanzó a su esposa una mirada
intimidatoria.
—Si insistes, me veré obligado a marcharme.
—Bien —respondió ella—. Actúa según tu criterio te dicte que lo hagas. Es lo
correcto.
Traverston la miró durante unos segundos más. Después, se dio media vuelta y
se encaminó hacia la puerta. Salió y dio un violento portazo.
Las dos mujeres se quedaron sorprendidas y descompuestas por la escena que
acababan de protagonizar.
—Siento mucho todo esto —dijo la anciana dama—. Quizás deberías haberle
permitido que me echara.
Olivia se recompuso de inmediato.
—Por favor, eso habría sido impensable —Olivia se sentó en el sillón cercano al
de la dama—. ¿Desea un té o algo que nos ayude a calmarnos un poco?
La mujer asintió y Olivia hizo sonar la campana para llamar al mayordomo.
Cuando éste atendió a la llamada, Olivia le solicitó algo de comer y un té. Luego
volvió a su asiento y trató de apaciguar su tormenta interior.
—Tiene razones para estar enfadado —dijo la mujer—. Lo abandoné cuando no
era más que un niño. Si yo fuera él, también estaría furiosa.
Un extraño silencio se hizo entre las dos. Ambas parecían tener que reflexionar
antes de poder entrar en más detalles.
El mayordomo entró en la sala con una bandeja repleta. Olivia la agarró y
esperó impaciente a que el mayordomo se fuera.
—Perdone pero, aunque parezca extraño, no sé su nombre…

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—En estos momentos soy la señora Nottingham. Me casé hace algunos años ya.
Pero preferiría que me llamaras Felicity.
Olivia sonrió y asintió.
—Sé que todo esto puede resultar muy confuso —comenzó a decir la madre de
Traverston—. Pero todo empezó cuando era muy joven. A los dieciséis años me
enamoré locamente de un hombre sin fortuna que vivía en mi barrio. Mi padre era
un hombre rico y hambriento de títulos. Por eso, cuando el marqués le pidió mi
mano, él se la dio si más preámbulos. Cuando mi padre me contó cual sería mi
suerte, me rompió el corazón. El tercer marqués de Traverston era un hombre brutal
y, además, yo amaba a otro. Traté de huir, pero mi padre me encontró y me arrastró
de vuelta a casa. Cuando el marqués se enteró de todo aquello vino en mi busca. Pero
lejos de actuar como un hombre cruel y despiadado, se comportó como un caballero
comprensivo y amable. Prometió a mi padre cuidarme y hacerme feliz. Y yo lo creí.
Tres meses más tardes, nos casamos y comenzó la pesadilla. Me gustaría poder
explicar qué tipo de persona era el marqués y lo que me hacía. Pero me resulta difícil.
No era sólo el tormento físico, que lo había. Abusaba de mí y me golpeaba con
frecuencia, sino además, la tortura psíquica. Me amenazó varias veces con matar a
Thomas, el hombre al que amaba. Pero eso no fue lo peor. Lo peor vino cuando le
nació un hijo bastardo. Le dijo a todo el mundo que el niño era mío y de Thomas, que
su mujer era una zorra. Comenzó a darle dinero para demostrar lo extraordinario
que era, a pesar de la mujer que tenía.
—¡Pero eso debió de ser terrible! —exclamó Olivia horrorizada.
—Sí, lo fue. A partir de ahí, decidí que nada me obligaría a tener un hijo de
aquel hombre, por mucho que necesitara un heredero. Estaba loco y era una locura
hereditaria. Toda su familia la había padecido durante generaciones. Creo que el
marqués se dio cuenta de que trataba de evitar quedarme encinta. Comenzó a pasar
cada vez más y más tiempo en Londres. Entonces fue cuando conocí al que ahora es
mi marido.
—El señor Nottingham.
—Sí. Era un hombre maravilloso, amable y gentil. Nos enamoramos. Los años
pasaban y lo único que nos importaba era nuestro amor. No parábamos de decirnos
lo triste que era no poder tener un hijo juntos. Y eso me dio una idea. Tuve a John,
pero no con el marqués, sino con Solomon. Era la única forma de darle al marqués un
heredero y a Solomon un hijo. Pero los malos tratos de aquel salvaje sobrepasaron el
límite. Necesito contarte todo esto, porque quiero que comprendas mis razones para
abandonar a John, Olivia. Solomon y yo decidimos escaparnos y llevarnos al niño. El
marqués estaba en Londres y yo le informe de mi decisión de ir a visitar a mi padre.
En lugar de eso, el carruaje se encaminó a Dover. Pero nos descubrió. Mi marido no
me quería, nunca lo había hecho. Pero necesitaba a su heredero. Me amenazó con
matar al niño en aquel mismo lugar si no se lo entregaba. Cuando lo tuvo en su
poder, me aseguró que si alguna vez en mi vida intentaba contactar con mi hijo, lo
mataría. Yo sabía que era perfectamente capaz de hacerlo. ¿Qué podía hacer yo? Se
inventó la historia de un naufragio y me hizo desaparecer de la faz de la tierra.
Olivia se quedó en silencio, observando pensativa a su suegra. Finalmente
habló.

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—¿Sabe John todo esto?


—Para eso he venido hasta aquí. Pero no quiere escucharme. Su vida debió ser
un auténtico tormento con aquel monstruo. Jamás me perdonará el que lo dejara
atrás.
—Ha mencionado un hijo bastardo del marqués. ¿Se refería a David?
—Sí. ¿Lo conoces?
—Un poco.
—Tengo serias razones para pensar que cualquier hijo del marqués puede
padecer locura. Toda la historia familiar de los Traverston está plagada de historias
terribles.
—¿Está segura de que John no es hijo del marqués?
—Tengo la absoluta certeza. Para Solomon fue muy duro dejar atrás a su hijo. Se
culpó siempre de lo sucedido. Pero sé que la única culpable fui yo.
—Creo que es muy dura consigo misma. Desde mi punto de vista, no tenía otra
elección.
La mujer bajó los ojos con pesadumbre.
—Ya he llevado esa culpa sobre mis espaldas demasiado tiempo. Ahora no me
puedo desprender de ella como si fuera una prenda molesta.
—Todo esto significa que John no es en realidad el heredero del título y de las
posesiones.
La mujer miró con dureza a la muchacha.
—No, legítimamente no lo es. Pero nadie tiene por qué saberlo. Eres la única
que conoce este secreto. Ni siquiera él mismo lo sabe. No creo que sea necesario que
se conozca el hecho. Entonces todas las posesiones pasarían de nuevo a la corona o,
lo que es peor, a manos de David Hamilton. Si me permites, te diré que la sangre de
los Markston estaba contaminada. Con el nacimiento de John le di a la familia un
heredero que podrá engendrar hijos sanos.
Olivia se levantó lentamente. Estaba ofuscada y confusa.
—No sé qué pensar. Todo esto es muy complicado.
La marquesa reparó en el anillo que Olivia llevaba en la mano.
—Esos diamantes que hay en tu dedo representan un horrendo pasado. Sólo tú
puedes hacer que se conviertan en el emblema de un hermoso futuro.
Olivia miró el anillo.
—¿Es suyo?
—Sí. Pero no lo consideré jamás un anillo, sino como una maldición. ¿Qué vas a
hacer?
—No lo sé —respondió Olivia—. Lo único que sé es que John tiene que saber
todo esto.
—Entonces, tienes que decírselo. A mí no me va a querer escuchar.

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La muchacha la miró con tristeza.


—Puede que tampoco me escuche a mí ahora —Olivia suspiró pesarosa, y
recordó la imagen de su marido saliendo de aquella habitación. Se volvió a su
huésped y se dio cuenta de su aspecto cansado—. Acaba de llegar de Italia. Es un
viaje terriblemente largo. ¿Quiere que le muestren su habitación?
—Eso sería estupendo. Olivia, sólo quiero que sepas que mi marido murió hace
algunos meses. Lo único que me queda en este mundo es John.
Olivia le agarró las manos a la anciana y ésta sonrió con amargura.
Pocos minutos después, la madre de Traverston ya se encontraba en su alcoba.
Olivia, que se había quedado en la sala, trataba de aclarar sus ideas. Necesitaba
hablar con el conde. Pero, ¿qué le diría sobre aquella mujer? No lo sabía, pero lo
necesitaba.
Se dirigió a la sala de música, y allí la encontró.
—¡Olivia menos mal! —exclamó al verla.
—¿Qué sucede?
—Traverston se está preparando para marcharse a Londres.
—¿Por qué?
Alex la miró con los ojos muy abiertos.
—Por su madre.
Olivia apartó la mirada.
—¿Te dijo cuándo pensaba regresar?
El conde dudó unos segundos.
—Olivia, ¿qué está pasando? ¿La madre de Traverston no estaba muerta?
—No —le dijo ella sin preámbulos—. Está aquí, en Norwood Park. ¿Qué voy a
hacer, Alex?
Él la miró impotente.
—Realmente no lo sé, Olivia. No lo sé.

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Capítulo 15
La cena, aquella noche, fue el momento más difícil del día, muy diferente de lo
que había sido la reunión nocturna de las últimas semanas. Se suponía que se
celebraba en honor de la recién llegada. Sin embargo, Olivia muy pronto se arrepintió
de haber propuesto una cena formal. La distancia entre los comensales y la presencia
de los criados, no hacía sino aumentar la tensión y sólo permitía una conversación
superficial, donde se necesitaba más intimidad.
Estaba, además, el vacío dejado por la ausencia de Traverston.
Al finalizar, todos estuvieron de acuerdo en retirarse temprano.
Olivia se despidió de sus invitados y se dirigió, de inmediato, a la biblioteca.
Pero, al aproximarse a la puerta cerrada, dudó unos segundos. Si el marqués había
ido allí, tal y como solía hacer después de la cena, no debía perturbarlo.
Continuó su camino y llegó a su dormitorio. Solicitó la ayuda de su doncella
para desvestirse. Se despojó del aparatoso vestuario y lo sustituyó por un ligero
camisón.
Una vez que Bess se había marchado, sin esperar más, se abrió paso entre las
sábanas de su cama. El día había sido intenso y perturbador. Pero se sentía agotada.
Sin darse cuenta, cayó en un sueño profundo.
El denso silencio que la rodeaba la despertó varias horas después. No era un
silencio normal, sino ése que no permite ni a una partícula de vida emitir un sonido.
Se incorporó y respiró profundamente.
De entre las sombras, surgió una figura monumental. Las pupilas del marqués
se clavaron en ella. En una mano, llevaba una copa de brandy.
—Me has asustado —le dijo ella, mientras se levantaba un tirante caído.
Él se sentó en una silla a los pies de la cama, con la mirada fija en ella. De
pronto, dijo una frase incomprensible.
—Quiero que salgas de mi mente.
Ella inhaló sus palabras como un gas venenoso.
—¿Qué quieres decir?
Traverston se levantó y Olivia se echó hacia atrás instintivamente. Él apoyó las
dos manos sobre el colchón y aproximó el rostro al de su mujer.
—Lo que quiero decir, mi dulce esposa, es que te quiero fuera de mi cabeza.
Olivia se sintió como un ratón que está a punto de ser devorado por un gato.
—De verdad que no te entiendo.
—¿No? ¿No te has dado cuenta de que me has poseído? ¿De que te has
agarrado a mi cerebro y no consigo hacer que te desprendas de él? A todas partes
que voy, ahí estás tú. Trato de mantenerme a distancia, pero no me lo permites. Tus
ojos me suplican que me mantenga alejado y, al mismo tiempo, que te ame. Oigo tu
voz, tu risa por todas partes, cuando me voy a la cama por la noche y cuando me

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levanto por la mañana. Si no estás junto a mí, me siento miserable y si estás conmigo,
es un auténtico tormento. Quiero que salgas de mi cabeza.
El olor a brandy golpeó los sentidos de Olivia. No le gustaba aquella sensación.
—Estás borracho —le dijo ella.
Se levantó de golpe y soltó una carcajada.
—Sí, tienes toda la razón. De no ser así, te aseguro que no estaría aquí.
—Creo que deberías volver a tu habitación.
Se volvió hacia ella con vehemencia.
—¿Por qué? ¿Es que no eres mi mujer? ¿Esta habitación no es el lugar donde tu
esposo debe estar? —se dio una vuelta por la habitación, con un talante agitado—.
¡Claro está! Tú consideras que ésta es tu habitación. Nunca hemos consumado
nuestro matrimonio. ¿Es eso? ¡Qué tonto he sido! Se me había olvidado por completo.
Olivia agarró la sábana y se cubrió con ella.
Traverston recorrió su cuerpo con los ojos. Parecía estar desnudándola con la
mirada. Ella se ruborizó. Tan discretamente como pudo se acurrucó en el extremo de
la cama más lejano a su marido.
—No habría una cama en todo el mundo que te mantuviera a salvo de mí si
deseara tu cuerpo.
—Entonces, ¿no lo deseas? —preguntó ella en un tono ambiguo.
—No he dicho eso —respondió él y, en ese instante, se aproximó
peligrosamente a Olivia.
Ella se levantó de la cama. Él la siguió, mientras retrocedía de espaldas, hasta
acorralarla contra la pared.
—¿Mi tacto te parece tan repugnante que la sola idea te hace huir?
—¿Qué vas a hacerme?
Sus ojos la devoraban con avidez. Él agarró la sábana y se la quitó con un tirón
seco. En segundos, estaba allí, ante él, sólo con su camisón ligeramente transparente.
El escote, ribeteado con un lazo, dejaba al descubierto gran parte de su abundante
pecho.
Él comenzó a acariciarle el brazo.
—No te voy a permitir que te escondas detrás de un muro esta noche. Cuando
te haga el amor, quiero que te comportes como una verdadera mujer, no como una
muñeca de porcelana.
Olivia sintió un tumulto de lágrimas que luchaban por brotar. Pero no, esta vez
no se lo iba a permitir. Cerró los ojos con fuerza.
Como si hubiera adivinado su pensamiento, Traverston la incitó a llorar.
—Déjalas salir, Olivia. Llora. Prefiero que llores a que me muestres una vez más
tu indiferencia.
Ella abrió los ojos con rabia y la primera gota brotó.

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—No me deseas. Lo único que quieres es hacerme daño. ¡Por favor, déjame en
paz! —se apartó con vehemencia y esperó a la explosión del marqués.
Pero nunca llegó. Olivia miró el rostro del marqués.
La rabia había desaparecido, incluso parecía totalmente sobrio. Las líneas de su
rostro dibujaban una expresión de incredulidad. Y sus ojos, sus ojos mostraban
tristeza y dolor.
Le había tocado tan profundamente, que ya no podía ocultar más lo que
realmente sentía.
—¿Cómo puedes decir eso? —dijo él con los ojos brillantes—. ¿Aún no te has
dado cuenta? Eres toda mi vida.
Aquella declaración de amor había surgido como un manantial, limpia y
espontánea. Ella se quedó boquiabierta. Lo miraba incrédula.
Él aproximó una mano hasta la mejilla de Olivia y la acarició con una ternura
infinita. La sorpresa había sacado a Olivia de ese letargo eterno en que ella se
esforzaba por permanecer.
El momento era mágico. Ya no hacían falta más palabras.
Traverston se inclinó lentamente sobre ella y bebió de sus labios todas las
sustancias de su boca.
Aquel beso fue devastador.
Olivia cerró los ojos y sintió que las rodillas le cedían. Sentía tantas cosas a un
tiempo que su cabeza no podía más que dejarse llevar.
Él la besó aún con más fuerza y comenzó a juguetear con su lengua. Olivia dejó
escapar un gemido involuntario. Una cálida sensación la invadió por completo. Ella
le respondió con ansiedad. Quería más, quería todo de él.
Traverston ascendió la mano desde su cintura, hasta atrapar uno de sus pechos.
Olivia creyó perder el sentido durante unos segundos, ante un placer infinito que
jamás había experimentado.
Casi con desesperación ella inició un juego de caricias por su espalda. Movía las
manos a un ritmo creciente desde sus hombros hasta su cintura y, de nuevo, hasta sus
hombros. Dejó que sus dedos se enroscaran en la abundancia de su cabellera y volvió
a sentir la firmeza de sus músculos.
Un grito de placer se le escapó involuntariamente al sentir su pezón atrapado
por unos labios cálidos. Bajó la mirada y encontró su escote abierto y su lengua
revolviendo el pequeño botón con destreza. No sabía cómo había ocurrido. Pero,
antes de preguntarse nada más allá, perdió toda capacidad de hablar. Sólo sabía que
necesitaba más, lo necesitaba cerca.
Como si hubiese escuchado su petición, Traverston la apartó de la pared y la
atrajo hacia sí. Luego hizo que giraran y ambos cayeron sobre la cama. Él se hizo a un
lado. Desató con lentitud cada botón del camisón y dejó al descubierto toda la
hermosura de Olivia. Con cuidado infinito, comenzó a deslizar la mano por todos los
rincones, por todos los accidentes de su cuerpo. Guiada sólo por su instinto, ella
desató el cinturón de la bata de seda. La visión fue espectacular. El cuerpo de

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Traverston estaba esculpido con tanta perfección que parecía irreal. Su mano tímida
se aproximó a la piel ansiosa de su marido. Pero no se atrevía a descender. Él tomó su
mano y la guió. La excitación lo revolvió como a un gato salvaje. Se puso sobre ella y
con ternura se abrió paso entre sus piernas. Sus ojos estaban llenos de amor,
rebosaban agradecimiento. Olivia descubrió que ella sentía lo mismo, un amor que
nunca había sentido.
Ella se relajó y él comenzó a humedecer su feminidad con caricias sugerentes.
Muy pronto, Olivia le reclamó con ansiedad que aliviara el dolor de su pubis. Con
toda la delicadeza del mundo, él se abrió paso entre los jugos y atravesó la pequeña
muralla de carne. El dolor fue breve. Olivia le clavó las uñas, pero enseguida pudo
dejarse llevar por la deliciosa sensación de tenerlo dentro.
Poco a poco, el ritmo se fue incrementando y ambos entraron al unísono en una
danza frenética. De pronto, ella sintió ese placer intenso tan cercano al dolor. Se
arqueó y no pudo evitar un grito cálido que anunció el final del juego. Él se dejó
llevar hasta liberar junto a su esposa la fuerza de un deseo brutal y alcanzar el
éxtasis.
La calma siguió a la tempestad.
Traverston abrió los ojos y miró a su esposa. Todavía sentía miedo del efecto
que aquella frágil mujer causaba en él. La miró, sus ojos cerrados, su pelo esparcido
por la almohada. No sabía qué esperar de su mirada.
La transición fue rápida. Abrió los ojos. Miró el rostro taciturno que la
observaba y, sin esperar más, lo acarició con una deliciosa sonrisa en los labios. Él se
sintió aliviado. Agarró su mano con fuerza y la besó casi con desesperación. Ella le
ofreció una sonrisa aún más amplia y comenzó a acariciarle el pelo con la otra mano.
Él se acostó a su lado y se quedó pensativo, como calibrando la grandiosidad de
lo que acababa de suceder. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.
Olivia habría deseado preguntar tantas cosas. Pero, en segundos, las suaves
caricias de Traverston la disuadieron de la necesidad de formularlas. Se dejó llevar.
Sería maravilloso tenerlo junto a ella cada noche. Después de este pensamiento,
cayó en un sueño profundo.

La Olivia que bajó las escaleras a las nueve de la mañana del día siguiente, no
era sino una sombra de la que había hecho su aparición en la sociedad londinense
hacía poco más de dos meses.
Atravesó el recibidor con aire preocupado. El color rosa claro del vestido no
hacía sino destacar su palidez.
Monquefort se levantó de inmediato, cuando la vio aparecer en el comedor. La
madre de Traverston hizo lo mismo.
Olivia saludó a los dos e hizo de inmediato la pregunta que le interesaba.
—¿Traverston ha desayunado ya?

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Monquefort cruzó una mirada preocupada con la dama.


—Se ha marchado al amanecer.
—¿Se ha marchado? —preguntó Olivia con genuina sorpresa. Después de lo
que había sucedido la noche anterior. No había servido para nada. Sin tener en
cuenta sus sentimientos se había marchado. ¿Por qué?—. ¡Claro, es verdad! Lo había
olvidado.
La preocupación en el rostro de Olivia, su aspecto cansado incitaron a
Monquefort a infundirle ánimos.
—Estoy seguro de que volverá muy pronto. ¿Por qué no comes algo? Te hará
sentir mejor.
Olivia sonrió a la sencilla solución que su amigo ofrecía para sus problemas.
—No gracias. No tengo hambre —Olivia buscó de inmediato la mirada de la
madre de Traverston—. Anoche… bueno, su hijo visitó mi alcoba.
Monquefort intervino de inmediato, ruborizado por la declaración.
—Olivia, no hace falta que des más detalles.
Ella continuó.
—En un momento, le dije que quería hacerme daño. Se ha marchado para evitar
la catástrofe. Está convencido de que terminará enloqueciendo, de que acabará
agrediéndome, del mismo modo en que su padre agredía a su madre.
Se hizo un largo silencio que rompió el conde.
—¿Qué vas a hacer?
La pregunta no hizo sino sembrar aún más dudas en ella. Tal vez lo ocurrido la
noche anterior no había significado nada para él. Sólo la había utilizado, como la
utilizaba su padre. Después de todo, no le había dicho ni una sola vez que la amaba.
Pero no podía evitar tener presente su mirada, sus ojos que proclamaban un
amor incondicional. Sí, la amaba. Sólo trataba de protegerla de sí mismo. Y ella lo
amaba a él y lo necesitaba.
Se volvió hacia el conde.
—Me voy a Londres.

El carruaje recorría a gran velocidad la carretera arenosa. Se movía


desmesuradamente, lo que obligaba a sus ocupantes a agarrarse con fuerza.
—¿Estás segura de lo que haces? —preguntó el conde de Monquefort.
—No —respondió Olivia—. Pero es lo único que podía hacer.
El conde dejó que su mirada se perdiera por la ventana.
—Lo quieres, ¿verdad?
—No estoy segura, Alex. No estoy segura de poder amar a nadie.

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—No te creo —respondió él.


—Pues te aseguro que tu certeza es mayor que la mía.
La noche anterior podría haber jurado que sí, que lo amaba con locura. Pero en
aquel momento la confusión la ofuscaba. Temía tanto lo que el sintiera hacia ella, que
no podía permitirse sentir abiertamente nada. Quizás el marqués la rechazara aún
sabiendo que no era un Traverston. ¿Qué haría ella entonces?
Durante el resto del trayecto permanecieron en silencio.
Al llegar a Berkeley Square, Monquefort ayudó a Olivia a descender del coche.
La marquesa de Traverston no prestó atención alguna a la fachada de su nueva
morada. Estaba ansiosa por encontrarse con su marido.
Las noticias del matrimonio tenían en ascuas a todo el servicio que, sin perdida
de tiempo, se reunió para dar la bienvenida a su nueva señora.
Olivia los atendió pacientemente. Una vez que todas las presentaciones habían
sido hechas, el ama de llaves le mostró la habitación de su esposo.
—¿Está mi esposo en su estudio, señora Pool?
El ama de llaves la miró extrañada.
—No, señora. Se marchó nada más llegar. ¿No la esperaba?
Olivia reconoció el tono excesivamente curioso de la mujer.
—No. Quería darle una sorpresa. Me esperaba dentro de unos días.
La señora Pool la miró sin ocultar su incredulidad.
—No nos ha dicho nada.
Olivia sonrió.
—Lo habrá olvidado.
La señora Pool se despidió con un gesto de poco convencimiento.
Una hora más tarde, el ama de llaves le anunció una visita.
—Lord Buxley la espera. Le dije que no quería que la molestaran pero insistió.
—No se preocupe, está bien. Ahora mismo voy.
Olivia prefería la compañía del conde a quedarse a solas con sus pensamientos.
Bajó la escalera para unirse a su amigo.
—¿Cómo puede ser que estés tan espectacularmente bella después de un viaje
tan largo?
—¡Vamos, Alex! —lo reprendió Olivia, sin poder evitar que sus mejillas se
coloreasen—. Eres el mayor zalamero de la ciudad.
Él tomó la mano de Olivia.
—No es mi culpa que seas la mujer más hermosa de Inglaterra.
En ese instante, la puerta principal se abrió. Rápidamente, Olivia apartó su
mano de la del conde. Pero no evitó que Traverston los viera.

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Sin darle importancia al incidente, Monquefort saludó a su amigo.


—¡Trav! Ya estás en casa. Olivia y yo hemos venido hasta aquí para verte.
—Me da la impresión de que no me necesitabais para nada.
Monquefort soltó una carcajada.
—No seas así, hombre. Si quisiera robártela no te la habría traído hasta casa.
Traverston lo miró con ironía.
—¿De verdad?
—¡John! —lo reprendió su esposa.
El marqués la miró con una expresión ininteligible.
—Déjalo, Olivia. Lo he visto demasiadas veces así. No hay quien haga carrera
de él. Ya se le pasará. Yo he venido a preguntarte si quieres ir a la ópera conmigo esta
noche.
—Bueno… yo —miró a su marido como esperando una respuesta—. No creo
que deba.
Monquefort respondió con impaciencia.
—Bueno, no veo por qué no. El marqués no parece tener intención alguna de
entretenerte esta noche.
Ella miró a su marido una vez más. Buscaba un signo, algo que revelara que la
noche pasada había significado algo. Pero no obtuvo nada.
—Tal vez quieras venir con nosotros —le dijo Olivia.
—Tengo otros planes. Haz lo que te apetezca.
Olivia se sintió abatida y todo su cuerpo expresó su desesperación.
Monquefort sabía que su amigo estaba enfadado con él. Pero no podía hacer
nada en aquel momento.
—Te veré a las ocho, Olivia —dijo el conde y se marchó.
Traverston se dispuso a subir las escaleras. Olivia en un impulso irrefrenable
agarró a su marido del brazo.
—Trav —se atrevió a decir—. ¿Estás seguro de que no te gustaría venir con
nosotros?
En aquel momento, no había nada que desease más que compartir con ellos una
velada. Pero no. No podía dejarse llevar por su egoísmo y acabar por destruirla.
—Ya te he dicho que tengo otros planes. Traverston desapareció por el corredor
superior.

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Capítulo 16
La conversación en el coche que los conducía al Teatro Real le resultaba a Olivia
opresiva y agobiante. La atmósfera, húmeda y cálida a un tiempo, no ayudaba a
aliviar la sensación de ahogo.
Una expresión de interés se dibujó en el rostro de Olivia mientras escuchaba a
las otras dos parejas que Alex había invitado a la ópera.
Entre aquella masiva congregación de voces que disparaban nonerías, Olivia no
podía por menos que sentir unos deseos irrefrenables de huir.
La entrada y la espera en el teatro no fueron mejores. El continuo cacareo la
abrumaba.
Cuando el concierto dio comienzo las voces se fueron desvaneciendo, pero no
se apagaron por completo ni cuando el señor Firruzzi hizo su aparición.
Trató de dejarse llevar por la belleza de lo que había ido a ver. Pero no podía.
Sólo había una cosa en su cabeza: su marido.
Cientos de preguntas la abrumaban. Preguntas sin respuesta o con una
respuesta nefasta. ¿Dónde estaría? ¿Habría decidido ir al club? ¿O estaría jugando en
algún local en St. James Square?
Olivia se removía en la silla sin parar. Hacía un calor insoportable. Habría
jurado que la temperatura había subido considerablemente en los pocos minutos que
llevaban allí.
Las dos damas que los acompañaban continuaban su alegre charla, haciendo
caso omiso a la pieza musical que se interpretaba en aquel momento. Los maridos,
aparentemente inmersos en la obra, no perdían detalle de la retahíla de cotilleos que
las dos intercambiaban.
Alex, sin embargo, no perdía detalle de cada reacción de Olivia.
—¿Estás bien? —le preguntó el conde.
Ella sonrió como pudo. Había sido tan amable llevándola allí y, sin embargo,
ella se mostraba inquieta y molesta.
—Estoy perfectamente.
—Perdóname que insista, pero tu aspecto indica lo contrario.
—Querido Alex, ¿no hay ninguna otra dama que llame tu atención?
—Ninguna que valga la pena.
Ella bajó la mirada y abrió delicadamente su abanico.
—Insisto en que me digas qué te ocurre.
Estaban pisando terreno peligroso. Ella no quería darle una impresión
equivocada y, sin embargo, su amistad era muy importante para ella.
El conde estudiaba con detenimiento a su joven acompañante. Una ola de ira
comenzó a inundarlo. Sentía rabia contra Traverston, porque era la causa del
descontento de Olivia. Aquella criatura era tan hermosa, tan adorable. El vestido que

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lucía aquella noche, ribeteado con una cinta de plata, le daba el aspecto de una
princesa de cuento.
Su pelo, abundante y sedoso. Su piel era de alabastro, sus ojos del color del
amanecer. Era encantadora. No merecía ser tratada del modo en que lo hacía el
marqués.
No era una reina, como la llamaban, sino una flor, delicada y frágil.
Olivia merecía que la amaran que la cuidaran.
—Es por Traverston, ¿verdad?
Ella lo miró suplicante. No podía soportar aquello. Si formulaba lo que sentía,
las lágrimas volverían a inundarlo todo.
Olivia apartó la mirada, temerosa de seguirle el juego, de escucharlo. Dejó que
sus ojos recorrieran los palcos.
De pronto, lo vio. Estaba allí, era inconfundible para ella. Su cabello negro, su
porte. Había venido a la ópera después de todo.
Y entonces, el brillo plateado de un cabello de mujer la deslumbró. Una mujer
estaba entrando en el reservado de su marido.
Olivia se echó de golpe hacia atrás, lo que llamó la atención del conde que miró
en la dirección que ella lo había hecho.
—¡Maldito sea ese perro! —exclamó entre dientes el conde y se levantó
bruscamente.
—Alex, no —le suplicó ella.
Él la miró. Sus ojos le rogaban paz, aún en aquellas circunstancias, no podía
soportar la violencia.
—Voy a matarlo —dijo él casi para sí mismo.
—No —insistió ella con firmeza—. Llévame a casa, por favor.
En el momento en que salían del palco, el primer acto tocó a su fin.
Todas las puertas se abrieron y la multitud comenzó a moverse por todo el
edificio.
Una vez en el recibidor, justo antes de que pudieran salir del teatro, un
desdichado encuentro tuvo lugar. Pero Olivia no estaba dispuesta a dejar que aquella
pérfida mujer se burlara de ella.
—Esta es mi batalla, Alex —le advirtió a su acompañante.
Por supuesto, Beatrice fue la primera en hablar.
—¡Olivia querida! —dijo dejándose literalmente caer en brazos de Traverston.
Con un volumen desmesurado que llamaba la atención de todos los que les rodeaban
continuó hablando—. Es una verdadera sorpresa encontrarte aquí. Trav no me dijo
nada de que pensaras venir. Claro que, seguramente, no lo sabía.
Como un acto reflejo, Olivia alzó la cabeza.

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—Condesa —respondió con toda la frialdad del mundo—. Sin embargo, su


presencia no me sorprende en absoluto.
Beatrice soltó una carcajada.
—Mi querida niña, ¿qué quieres decir?
Olivia no pudo mirar a su marido y mantuvo los ojos en el rostro de lady
Chisolm.
—Simplemente que, si la hubiera considerado una amenaza, no estaría usted
aquí esta noche.
La condesa comenzó a farfullar, indignada, palabras ininteligibles.
—Señor —le dijo Olivia al conde—. Os agradecería que me acompañaseis a
casa.
El conde se contuvo de hacer mención de lo ocurrido y se limitó a seguir las
instrucciones de Olivia.
La vuelta a casa transcurrió en silencio.
El conde estaba demasiado furioso para escuchar y ella no podía disimular su
turbación.
Ella lo miró unos segundos. Siguió la línea de su mandíbula, el dibujo que la
rabia ejecutaba en su rostro. Pero aquel hombre, no la perturbaba. Era Traverston
quien le importaba. Era a su esposo a quien amaba, no al conde. El reconocimiento
final de aquella verdad fue devastador.

—Trav —la condesa se acercó seductoramente al marqués—. ¿Por qué no


dejamos esta aburrida obra y nos vamos a mi apartamento? Estoy segura de que
encontraremos un modo más entretenido de pasar el tiempo juntos.
Él la miró a los ojos.
La gente que los rodeaba ya comenzaba a especular sobre el altercado entre las
dos mujeres.
El marqués se apartó de ella.
—Ha sido un error venir contigo aquí esta noche y sería aún mayor si me fuera
contigo.
Ella ignoró la hiriente afirmación y continuó.
—En cualquier caso, Hamilton te está esperando. Quiere arreglar algo contigo.
Aquella afirmación no hizo sino confirmar sus sospechas. Sabía que la condesa
tramaba algo. No se habría dejado invitar tan fácilmente, después de haber sido
rechazada. Además, últimamente, David Hamilton y ella habían aparecido juntos en
demasiadas ocasiones.
De cualquier forma, aquella cita había sido un error. No quería herir a Olivia.
Más bien quería comprobar si sus sospechas respecto al conde eran ciertas. Ahora

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sabía que sí. El modo en que la trataba, en que lo había mirado durante el encuentro
de los cuatro lo certificaba. El conde sentía algo muy profundo por su esposa.
Su rostro se ensombreció. Miró a la condesa. Aquélla era sólo una serpiente fría
y peligrosa.
—Buenas noches, Beatrice —se despidió con una pequeña reverencia.

Beatrice parecía cualquier cosa menos seductora en aquel momento. Su rostro


estaba poseído por la ira y su cuerpo rígido, patoso, se movía con torpeza. Agitaba
los puños en el aire. A David Hamilton el espectáculo le resultaba patético.
Ella se volvió hacia él.
—No has dicho ni una sola palabra, David. Todo esto ha sido idea tuya. ¿Qué
vamos a hacer ahora?
Hamilton la miró con un desprecio infinito.
—No vamos a hacer nada.
—¿Qué demonios quiere decir que no vamos a hacer nada?
Él se apoyó cómodamente en el respaldo.
—La palabra clave es «vamos». Nosotros dos no «vamos» a hacer nada. Lo voy
a hacer yo solo.
Beatrice acercó a él con ganas de abofetearlo, pero se detuvo.
—¿Y qué vas a hacer, puede saberse? ¿Has descubierto si estaba casado ya de
antes?
Hamilton se levantó y se dirigió al espejo. Comenzó a colocarse la corbata, los
puños, a pesar de que todo estaba perfectamente en su sitio, como siempre.
—Lo que yo vaya a hacer no te incumbe. Te sugiero que no olvides eso.
—Pero… eres una bestia, una bestia repugnante. Después de todo lo que he
hecho por ti, me tratas como si fuera tu criada.
—No te enfades, querida. Tus ojos pierden todo su brillo seductor y tus labios
se vuelven demasiado finos.
—Tú… tú —el rostro de la condesa estaba congestionado.
—Sí, lo sé. Soy una bestia —agarró el sombrero, se lo puso y se encaminó hacia
la salida—. Trata de no rebajarte tanto. Traverston no lo vale.
—Si sales por esa puerta, no vuelvas jamás.
Hamilton se detuvo, la miró por encima del hombro y aplaudió.
—Esa ha sido una actuación estelar. ¿No te has planteado nunca regentar un
burdel? Serías mejor que la señora Siddons.
Beatrice no estaba acostumbrada a que se rieran de ella, sino más bien al
contrario. La sensación no le resultaba para nada agradable.

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—Siempre supe que podías ser muy cruel, David. Lo que no sabía era hasta qué
extremo.
Él se acercó lentamente a ella.
—¿De verdad piensas que soy cruel? Realmente no tienes ni la más ligera idea
de lo que soy capaz. Durante años he estado planeando hundir a mi hermano. Y,
ahora que tengo la oportunidad, tú lo has estropeado todo. No te atrevas a
reprocharme nada. ¿Piensas que yo soy cruel? Crueldad es tener que escuchar tu
estúpida charla, tus quejas, tu idiotez permanente. Pensé que podía utilizarte, pero
eres demasiado necia hasta para ser utilizada. Tu cabeza está completamente vacía.
Lo único que tienes que hacer es apartarle de mi camino.
Beatrice retrocedió. Algo en la mirada de él la alertó.
—Estás loco. No me había dado cuenta hasta ahora, pero lo estás.
—Sí, puede que tenga gusanos en el cerebro. Pero es más de lo se puede decir
de ti —sonrió con crueldad—. Buenas noches, Beatrice. ¿A la misma hora mañana?
Soltó una carcajada y se marchó.

Traverston no podía concentrarse en el periódico que tenía en las manos. Eso le


estaba ocurriendo demasiado a menudo. Dejó el periódico en su regazo y le dio un
trago a su brandy.
El problema era muy simple. El estaba en Brooke, mientras el conde consolaba a
su esposa. Aquella idea casi lo hizo atragantarse.
Si al menos pudiera estar con ella, explicarle el porqué de lo que había sucedido
aquella noche. No había otra mujer en su vida más que ella. Pero no podía decírselo.
¿Por qué no? Estaba mejor con el conde. Jamás le haría daño.
El estado de ánimo del marqués no mejoró al ver aparecer a su hermano que
apareció al otro lado del local. Buscaba a alguien. Cuando localizó a Traverston, se
encaminó hacia él y se detuvo a su lado.
—Este juego ha llegado muy lejos. Tenemos que acabarlo de una vez.
Con aparente desinterés, Traverston agarró de nuevo la copa.
—¿A qué juego te refieres?
La carcajada de Hamilton hizo que varias cabezas se volvieran para mirarlo.
—Nosotros.
El marqués le dio un trago, a su brandy y, después, lo miró con calma.
—El único juego que hay está en tu cabeza.
Hamilton se dejó caer en un sillón contiguo al de Traverston y cruzó las piernas.
—No me irrites, hermanito. Te gustaría librarte de mí, ¿no es así?
Traverston ni tan siquiera pestañeó.

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—Sería un placer.
—¡Lo ves! Entonces, hagámoslo. Podemos encontrarnos mañana al amanecer.
Traverston apretó la copa.
—No me provoques, Hamilton. He tenido un mal día.
—Y está a punto de ser mucho peor.
El marqués se tensó.
—¿Qué quieres decir?
Hamilton se rió una vez más. Se recostó en el respaldo.
—Tengo a Olivia —dijo, con una sonrisa complacida.
A Traverston se le paralizó el corazón. Apoyó las dos manos en los brazos del
sillón y se levantó. Lentamente se acercó a su hermano con la palabra furia escrita en
todos los músculos de su cara. Levantó un puño y se lo colocó muy cerca de la cara.
Hamilton permaneció inalterable.
—Hermanito, por favor, no perdamos la compostura. No podemos olvidar
quiénes somos.
—¿Qué demonios quieres?
—Sólo lo que te he pedido: un duelo.
—¿Y si no acepto?
—¿Recuerdas lo que le ocurrió a Alice? No será exactamente lo mismo, porque
Olivia no es virgen. Pero puedo conseguir que sea igual de doloroso.
—Si tocas un solo centímetro de su cuerpo, te mato.
Hamilton se encogió de hombros.
—Bueno, al fin y al cabo te estoy dando una oportunidad. Mañana al amanecer.
Los dos hombres mantuvieron la mirada fija el uno en el otro.
—No tenías que haberla metido en esto. Sabías que me batiría contigo sin
problemas.
—Sí, pero esto le añade mucha más sustancia. Además, nunca se sabe. Ahora
que te has vuelto un marido respetable, tal vez seas más reacio a perder la vida.
Tienes alguien en quien pensar. Alguien que te importa mucho, ¿verdad?
El marqués volvió a levantar el puño.
—No, por favor, no te molestes en disimular. Sé, además, que llevas casado
mucho más tiempo del que decís. Te recomendaría que no le confiaras ningún secreto
a lady Chisolm. Está ansiosa por traicionarte.
—No deberías tentar tanto a la suerte, David. No me conoces.
Hamilton sonrió.
—Somos iguales, querido hermanito, hechos de la misma materia. ¿O acaso has
olvidado quién era nuestro padre?

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No, no lo había olvidado. Jamás lo podría olvidar.

—Te aseguro que no tengo nada que ver con todo esto —la respuesta de la
condesa finalizó con un pequeño grito, al sentir la mano del marqués sobre su
brazo—. Lo vi justo después de que te marcharas, pero no me hizo partícipe de sus
planes.
—Maldita mujer —gruñó el marqués, con un tono amenazante—. Ya me has
mentido demasiadas veces.
—Es verdad lo que te digo —insistió ella con desesperación—. No sé dónde
tiene a tu esposa.
El marqués la miro con una furia inaplacable.
—Señora condesa, si a Olivia le sucede algo…
Ella apartó el brazo de entre sus manos y se lo restregó para aliviar el escozor.
—Si hay alguien que va a sufrir algún daño, eres tú, no yo —le dijo sin
sentimiento alguno.
—En este momento, lo único que importa es Olivia.
—¿No me digas? —la condesa se carcajeó suavemente—. ¿Es por eso que te
diste tanta prisa en volver a mí?
Él se volvió bruscamente hacia ella.
—No tienes ni idea de lo que sucede, Beatrice.
—¿De verdad que no, Trav? Yo creo que es bastante obvio. Estás perdidamente
enamorado de ella.
Él se apartó inmediatamente de lady Chisolm.
—¡No seas ridícula!
—¿Ridícula? He visto a demasiados hombres atormentados por el amor. En este
momento, eres el retrato exacto de un enamorado. La quieres con todo tu cuerpo y
toda tu alma y eso te aterra.
Él se aproximó a ella amenazante. Pero la condesa vio el miedo y al ira en un
mismo gesto.
—Claro como la luz de la mañana. Y, sí, tienes motivos para estar aterrado —la
condesa se alejó de él riéndose a carcajadas—. El todo poderoso marqués se rinde
ante una mosquita muerta. Nunca pensé que te vería caer tan bajo. Es increíble que la
reina de hielo haya conseguido hacerte el daño que yo no logré. Pero me alegro.
—¿A qué te refieres?
Ella abrió los ojos con fingida inocencia.
—Pero, Traverston, ¿no te has dado cuenta?
—Habla, maldita seas.

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Ella se mantuvo implacable, una fría son isa y los ojos llenos de fuego.
—Ama a otro, querido. Tu esposa, a la que adoras con desesperación, no te
corresponde. Está loca por el conde.
Traverston trató de hacer caso omiso a sus palabras. Pero no pudo. La miró con
desprecio.
—¿Dónde está Olivia?
—No tengo ni idea. Pero te aseguro que no está a salvo con David.
La risa burlona de Beatrice lo siguió hasta el corredor.

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Capítulo 17
Cuando el coche se detuvo frente a la puerta de la mansión de los Markston, el
conde abrió la puerta con brusquedad. Ayudó a Olivia a descender. Su rostro,
iluminado por el candil de la entrada parecía el de un ángel. Ante semejante visión,
la rabia que el marqués sentía se desvaneció.
Olivia fue la primera en subir las escaleras hacia el interior de la casa. El conde
la ayudó a quitarse el chal con demasiada gentileza. Ella sonrió, pero sin ocultar su
tristeza.
—¿Te quedas un minuto conmigo, Alex? —le preguntó—. Le pediré Shipley que
nos traiga un té.
—La verdad es que preferiría algo más fuerte —respondió el conde.
Olivia bajó la mirada, avergonzada por no haberse dado cuenta por sí misma.
—Claro, cómo no lo he pensado.
Se dirigieron al salón azul, como ella lo había dado en llamar, que estaba al final
del corredor principal.
Al entrar, Olivia se sentó frente al conde, no junto a él.
—¿Es que me tienes miedo, Olivia? —le preguntó con una sonrisa seductora.
El primer impulso de Olivia fue responder con humor a su insinuación. Pero no
era momento para juegos. Tenía que aclarar aquella situación.
—¿Alguna vez te he contado algo sobre la primera vez que vi a mi marido?
—Olivia observó cómo el gesto del conde cambiaba. Él dijo que no con la cabeza—.
Yo tenía diez años. Vino a la casa de mi padre para tener una conversación privada
con él. Sólo lo vi un momento, pero me pareció el hombre más guapo del mundo.
Pensaba que era un pirata. Aquel mismo día, me llevaron Norwood Park. La casa
tenía un aspecto extraño, pero a mí no me llamó la atención entonces. En lo único que
me fijé fue en él y en la amabilidad con la que me trató. Mi padre murió dos años
después de aquello. Pero desde aquella visita hasta su muerte, convirtió mi vida en
un infierno.
—Creo que entiendo lo que quieres decir —dijo el conde.
—No, no lo sabes. Verás, durante aquellos dos años, lo único que me mantenía
viva era la esperanza de que aquel pirata me rescatase de mi sufrimiento. Alex, tú no
puedes competir contra eso.
—Te he preguntado antes si amabas a Traverston.
Ella recapacitó unos segundos. Se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
—Es mucho más que amor. Necesidad puede sonar feo. Pero eso es lo que
siento. Necesito a John. Es mi marido. Puede que sea absurdo este sentimiento. Pero
no lo puedo cambiar. Tampoco lo puedo explicar.
Monquefort dejó caer los brazos. Olivia pudo sentir su decepción.
—Lo amas a pesar de que te hace daño.

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—No lo hace a conciencia, de eso estoy segura.


El conde bajó la mirada.
—Creo que lo mejor será que me vaya.
Ella se aproximó a él y le puso la mano en el hombro.
—No te enfades conmigo.
Monquefort dudó un segundo. Luego la miró y sonrió, pero no con su simpatía
habitual.
—Nunca podría enfadarme contigo, Olivia —la besó en la mejilla—. Buenas
noches, mi ángel.
El conde se marchó.
Olivia se quedó inmóvil, pensativa, con la mirada fija en el asiento que
Monquefort acababa de dejar vacío.
Todo aquello no debería estar pasando. Ella no debería haberse enamorado de
Traverston y el conde no debería haberlo hecho de ella. ¿Por qué todo tenía que ser
tan complicado?
Unos pequeños golpes en la puerta la sacaron de su ensimismamiento. El
mayordomo entró.
—Disculpe, señora, pero hay un caballero que requiere urgentemente que lo
reciba.
Olivia miró el reloj y se preguntó quién podría hacer una visita a aquella hora.
—El señor dice que es realmente urgente.
Olivia salió del salón y siguió al mayordomo. Se sorprendió al ver a David
Hamilton en su casa.
—Mi querida Olivia —dijo él, tomando sus manos—. Odio tener que
comunicarte lo que vengo a decir.
Olivia se alarmó.
—¿Qué ocurre, señor Hamilton?
—Por favor, disculpe mis maneras, pero el caso es realmente desconcertante.
Siéntese y se lo explicaré.
Olivia se sentó donde él le indicó.
—Es su marido. Ha tenido un accidente.
—¿Qué quiere decir?
Hamilton bajó la mirada.
—Ha sido terrible, realmente inesperado.
—¡Por favor, empiece desde el principio!
—Lo siento, de verdad. Lady Chisolm, a quien usted conoce, mantenía una
relación con su marido antes de estuvieran casados. Parece ser que se tomó la boda

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como una afrenta personal y juró matarlo. Esta noche, en la ópera, Traverston salió
detrás de usted para aclarar la situación y ella se lanzó sobre él y lo hirió.
A Olivia se le cortó la respiración.
—No puede ser —susurró ella.
—Me temo que sí. Y no nos queda mucho tiempo. Está en mi casa.
Olivia se levantó de inmediato.
El coche de Hamilton había recorrido ya unos cuantos kilómetros, cuando
Olivia se dio cuenta de que no se dirigían a casa de Hamilton.
—¿No vive usted en Mayfair, señor Hamilton?
Él la miró con sorna.
—Sí, señora, efectivamente.
Confusa, Olivia retiró la cortina de la ventanilla. Luego miró a su acompañante.
—No estamos dirigiéndonos hacia allí.
Él se rió suavemente.
—No —ella esperó. Al comprobar que no tenía intención alguna de darle más
información, preguntó de nuevo—. ¿Podría decirme a dónde me lleva?
La cara de satisfacción de Hamilton era repulsiva. Su voz sonó aceitosa.
—A una posada.
—¿Señor Hamilton se va a explicar o me va a obligar a rebajarme y preguntar
continuamente?
Los ojos de él tenían un algo diabólico.
—¿Rebajarse? Puede ser. Pueden ocurrir muchas cosas en las próximas horas.
Aún no he decidido lo que voy a hacer.
La miró con hambre, un hambre voraz.
—¿Qué quiere de mí?
—Por supuesto, ya habrá adivinado que su marido está perfectamente. Pero
espero que no por mucho tiempo.
Olivia mostró toda su indignación.
—¡Explíquese!
—Al amanecer, nos enfrentaremos en un duelo.
—¿Va a matarlo? —dijo Olivia sin poder ocultar su terror.
—No lo sé. Tal vez, sólo lo deje inválido de por vida. Cualquiera de las dos
cosas me resultarían igualmente satisfactorias. Respecto a usted, sabe que me resulta
deliciosa.
Ella apartó el rostro.
Durante las siguientes horas, Olivia tuvo que escuchar a Hamilton. Contaba,
con un brillo inusual en los ojos, cómo lo había planeado todo. No dejó de comer. Se

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atiborró de salmón ahumado y de paté. Sin embargo, no se excedió en el vino. Olivia


trató de persuadirlo para que bebiera de más, tomando ella un par de copas. Pero no
hubo forma.
Hamilton tenía su objetivo muy claro y quería cumplirlo.

Los golpes en la puerta resonaron con excesiva violencia en el silencio de la


noche. El conde miró el reloj desde la mesa de su estudio. Eran las dos de la mañana.
Frunció el ceño ante la inesperada interrupción nocturna y se encaminó al recibidor.
Llegó al mismo tiempo que su somnoliento sirviente, quien abrió la puerta sin toda la
ceremonia requerida.
Monquefort sintió un arrebato de rabia al ver al marqués irrumpiendo en su
casa. El conde se disponía a reprenderlo por la inoportuna visita, pero el marqués se
le adelantó.
—¡Alex! ¡Menos mal que estás aquí!
—¡John! —respondió el marqués bastante confuso—. Son las dos de la mañana.
—Lo sé —dijo Traverston. Lo agarró del brazo y se dirigieron hacia la
biblioteca—. Tengo que hablar contigo en privado.
Una vez que Monquefort se había sentado frente a su mesa, Traverston
comenzó.
—¿Está Olivia contigo?
Monquefort lo miró incrédulo y se levantó.
—¿Qué quieres decir? ¿No está en casa, contigo?
El marqués se mostró profundamente decepcionado.
—No. El mayordomo me ha dicho que se marchó con Hamilton poco después
de que tú te marcharas. Creo que David la ha secuestrado.
—¡Hamilton! Pero, ¿por qué se iría con él?
El gesto de Traverston escondía un terror profundo.
—Dudo que haya sido voluntariamente —dudó un segundo antes de
continuar—. Algo después de las doce, me fui al club. David vino a buscarme y me
retó a un duelo al amanecer. Me dijo que tenía a Olivia para asegurarse de que no le
fallaría.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el conde.
Traverston lo miró fijamente.
—Aceptar.
—Pero no puedes dejar a Olivia con él hasta entonces.
El marqués se atusó el pelo con desesperación.

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—No sé qué otra cosa puedo hacer. Sé de lo que es capaz y sólo pensar que está
con él me revuelve el estómago. A pesar de lo que parece, Olivia me importa mucho.
Si pudiera, la rescataría al instante. Pero no puedo. Me quedan tres horas antes del
duelo. Es imposible saber dónde se la habrá llevado y, de encontrarla, temo que sería
peor. No sé lo que haría para evitar que me la llevara.
Monquefort digirió el repentino silencio con dificultad. Sabía que Traverston
tenía razón, pero lo abrumaba sentirse tan impotente.
—¿Me permites que sea tu testigo?
—Por supuesto, para eso he venido.
—Creí que habías venido a buscar a Olivia.
Al marqués no le pasó por alto la acusación implícita en las palabras del conde.
—Tenía esa esperanza. Al menos, lo esperaba por su bien. Por el mío, prefería
que no fuera así.
El conde le dio la espalda a su amigo y se dirigió a la ventana. Tragó saliva con
dificultad.
—Estabas con Beatrice en la ópera.
Traverston suspiró.
—Sí. Quería ver qué ocurría con vosotros dos. Además, sabía que Beatrice y
Hamilton se traían algo entre manos y pensé que así podría averiguarlo. Lo que no
me imaginaba es que incluían a Olivia en sus planes.
—¡Maldita sea! Si me hubiera quedado con ella…
El marqués se apretó las sienes y los ojos con los dedos.
—No era tu lugar, Alex, sino el mío —dijo Traverston. Pero el reproche no iba
dirigido a su amigo, sino a sí mismo.
Monquefort contuvo una respuesta. No era momento para entrar en ciertas
disquisiciones. Lo único que importaba era Olivia.
—¿Qué hacemos ahora?
—Localiza al doctor e infórmale de que va a haber un duelo. Dudo que David
se haya preocupado de eso. Desearía ver cómo me desangro y muero lentamente. He
de admitir que la idea de que le ocurriera a él me parece sugerente. Pero alguno de
los dos tendrá que comportarse como un caballero. Yo voy a buscar a Seinheart, para
que sea mi otro testigo.
Monquefort se dirigió inmediatamente hacia la puerta. Se detuvo un instante y
se dirigió al marqués sin mirarlo.
—¿Tú crees que ella estará bien?
—Eso espero —respondió Traverston.

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La espesa niebla humedecía el interior del coche. Olivia tembló de frío, a pesar
de la manta que le cubría las piernas. Sentía que la niebla le había calado hasta los
huesos.
Miró por la ventanilla del carruaje.
La luz del amanecer confería un aspecto irreal al paisaje. A penas si podía
diferenciar las figuras que se movían a cierta distancia del coche. Estaban de pie,
bastante juntos entre sí.
Hamilton parecía relajado y despreocupado. Estaba escuchando lo que los otros
dos decían.
Olivia movió la cabeza ligeramente para mirar a la carretera, pero no vio nada.
Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos. Sentía una silenciosa desesperación.
No podía hacer nada. Sólo esperar.
De pronto el ruido de caballos aproximándose, le anunció la llegada del
marqués. Pocos minutos después de que el ruido cesara, pudo ver a Traverston
descender rápidamente del vehículo que lo transportaba y dirigirse hacia el coche en
que ella se encontraba.
En mitad del camino, fue interceptado por Hamilton. Intercambiaron unas
palabras, pero Traverston se mostró implacable. Finalmente, Hamilton se apartó y
Traverston llegó hasta el carruaje.
Olivia estaba justo al lado de la puerta cuando su marido la abrió. Sin
pensárselo un momento, la agarró en sus brazos. Ella se apretó contra él y escondió la
cabeza en su pecho.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Ella asintió y trató de sonreír. Él la miró con una ternura inmensa.
—Quiero que te quedes aquí —le dijo, mientras le sujetaba la barbilla—.
Prométemelo. Pase lo que pase, te quedarás en el coche.
La miró esperando la promesa. Ella dudó, pero al final asintió.
Él se alejó de ella, sin apartar la mirada de aquel rostro angelical y cerró la
puerta.
Olivia lo vio encaminarse hacia el lugar del enfrentamiento. La niebla había
cedido ligeramente y la luz del día iba ganando poco a poco a la noche.
Cuando los hombres se encontraron, hubo un corto diálogo. Luego se hicieron
dos grupos. Uno de los que había llegado con Hamilton, sacó una caja de uno de los
vehículos. Luego se dirigió a Traverston y a Hamilton y la abrió. Traverston fue el
primero en tomar una pistola. Luego lo hizo su hermano.
El hombre de la caja se retiró a su coche otra vez.
El marqués y el señor Hamilton se dirigieron al lugar donde iba a dar comienzo
el duelo. Se pusieron espalda con espalda. Olivia pudo ver cómo su marido se alejaba
paso a paso de David Hamilton. El tiempo pareció ralentizarse. Matizada por la
niebla, la escena tenía algo onírico.

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De pronto, Hamilton se dio la vuelta. Antes de que Olivia pudiera gritar para
avisar a su esposo, ya había disparado. Olivia pudo ver que la bala le había dado a
Traverston en el hombro.
Entonces, el marqués apuntó y disparó.
Poco después, ambos hombres caían sobre la arena.

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Capítulo 18
Olivia había abierto la puerta del coche y se había precipitado sobre el suelo. Sin
esperar a que el cochero la ayudara, se había levantado y antes de darse cuenta
estaba junto a su esposo.
La gran mancha de sangre que tenía su esposo en el hombro no la dejó
impertérrita. Pero Olivia no era el tipo de persona que se debilita en las situaciones
de crisis.
Rápidamente, se inclinó sobre él, rasgo su ropa para ver el estado de la herida.
La tapó de nuevo antes de que sus lágrimas empaparan la piel ensangrentada.
Alguien trató de apartarla de su marido pero no pudo. Una voz familiar la
persuadió.
—Por favor, Olivia, deja que el doctor lo examine —dijo la voz desesperada del
conde.
Pasaron unos segundos antes de que reaccionara, pero finalmente se apartó.
Uno de los hombres que habían venido con Traverston se acercó para
examinarlo. Era un hombre de mediana edad, con más aspecto de rico comerciante
que de médico. Sin embargo, en cuanto puso sus manos en él, lo hizo con la destreza
del que conoce su trabajo.
Después de un rato, Monquefort se atrevió a preguntar.
—¿Cómo está?
Sin apartar los ojos del herido, el doctor respondió.
—Creo que va a estar bien. Parece que la bala sólo ha atravesado la carne, sin
tocar el hueso. Pero tenemos que levantarlo cuanto antes de este suelo húmedo.
Podría agarrar una infección.
El conde y Seinheart intercambiaron una mirada y, acto seguido, lo levantaron
del suelo y lo llevaron a su carruaje.
—¿Es usted lady Traverston? —le preguntó el doctor a Olivia.
—Sí, la misma —le respondió ella con determinación, como dispuesta a
escuchar cualquier cosa.
—Señora, los próximos días serán de vi tal importancia. Va a tener que
atenderlo día y noche. Le recomendaría que buscara una enfermera profesional.
—No será necesario. Me encargaré de todo personalmente.
Él la miró con desconfianza.
—¿Ha cuidado alguna vez a un herido?
Ella dudó un instante.
—No…
—No es una tarea fácil y, menos aún, para una dama. Tendrá que limpiar la
herida y vendársela, alimentarlo y asearlo. Lo más oportuno será que consiga a
alguien que la ayude.

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Ella lo miró segura de lo que iba a hacer.


—Tendré su consejo en consideración.
El médico se encaminó hacia el otro cuerpo que yacía en el suelo.
—Iré a su casa, tan pronto como vea a la familia del señor Hamilton.
Olivia miró al hermano de Traverston.
Sus ojos estaban abiertos, mirando al vacío.
—¿Está bien? —preguntó, aunque sabía demasiado bien la respuesta.
El doctor la miró con autoridad.
—Señora, no debería estar viendo esto. Váyase a casa y cuide de su marido.
Olivia miró al suelo, se subió un poco la falda y se apresuró hacia el coche en el
que yacía su marido.
El viaje a casa le pareció interminable. Cada vez que el coche encontraba un
bache, Traverston se retorcía. A pesar de estar inconsciente, estaba claro que sufría
mucho.
La llegada de los Traverston a la mansión, puso en alerta a todo el servicio. Los
criados corrían por todas partes, siguiendo las órdenes de su señora, mientras
Monquefort y Seinheart llevaban al marqués a su habitación. Una vez que Olivia lo
había dispuesto todo, subió al encuentro con su esposo.
Dudó unos segundos antes de entrar, se llenó de todo el valor que la situación
requería y abrió la puerta.
Monquefort estaba con el ayuda de cámara de Traverston. El conde estaba
pálido y miró con alivio a Olivia al verla aparecer. Se aproximó a ella y le susurró
algo que no pudo escuchar. Estaba absorta, mirando el cuerpo postrado en la cama.
Lentamente, se aproximó a él. Le habían cambiado la ropa. Su mano fría se posó
en la frente ardiente de su marido. Aquel tacto arrancó todas las dudas de su cabeza.
Sabía lo que tenía que hacer, ahora sólo debía ejecutarlo. Agarró un paño limpio que
había sobre la mesa y le limpió el sudor.
De pronto, Traverston abrió los ojos. Tenía las pupilas dilatadas y brillantes.
Intentó decir algo, pero no pudo. Se pasó la lengua por los labios secos y lo intentó de
nuevo.
—Aléjate de mí —susurró.
Las palabras fueron como un puñal para Olivia. El conde se apresuró a
sujetarla. Se inclinó sobre ella.
—Está delirando. No sabe lo que dice.
Rápidamente, ella recuperó la compostura y trató de disimular su desconcierto.
—Ya lo sé, no te preocupes —le sonrió con tristeza y se dispuso a preparar lo
que el médico había dejado en la mesilla.
Pero los dos sabían que el marqués había dicho lo que sentía.

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En ese momento, el médico entró en la habitación. Le rogó que se fuera y ella se


marchó sin protestar.
Una vez fuera, se sintió abatida. No la quería a su lado, ni ahora, ni nunca.
La puerta se abrió y Olivia volvió a alzar su muro defensivo. Su rostro era de
hielo y su mirada inexpresiva. El conde se colocó junto a ella y, sin mediar palabra, le
agarró la mano para reconfortarla. Ambos se encaminaron a la sala de estar. Una vez
allí, Monquefort hizo sonar la campana y, en breve, una doncella apareció. El conde
ordenó una botella de brandy que la muchacha trajo enseguida.
—Toma —le dijo el conde a Olivia—. Bébete esto.
La mirada implacable de su amigo la persuadió de hacer ningún comentario.
Simplemente agarró la copa y se la bebió.
—Lo siento, Olivia, pero lo necesitabas —dijo él mientras se sentaba junto a ella.
Ella trató de sonreír.
—Tranquila. Lo que ha ocurrido hoy es, con mucho, más de lo que cualquiera
puede soportar.
Ella miró la copa que aún tenía en la mano, pero se mantuvo en silencio.
El conde alzó su copa, la llenó y vació el contenido en su garganta. Luego la
dejó sobre la mesa contigua.
—Escucha, si estás preocupada por Traverston, te preocupas en vano.
Olivia lo miró con rabia.
—No me digas lo que debo o no debo sentir —respondió ella.
—Lo siento —respondió él—. Sólo intento ayudar.
Inmediatamente, Olivia se arrepintió de su reacción.
—Lo sé. Estoy muy nerviosa, no lo puedo evitar.
Permanecieron callados durante un buen rato.
El conde no podía dejar de pensar en todo lo sucedido. Normalmente no
interfería en los asuntos amorosos de otros. Pero en este caso, lo afectaban
directamente.
—Olivia, sé que no te gusta que yo te lo diga, pero me parece absurdo que te
martirices por él.
Ella lo miró confusa.
—No sé qué quieres decir.
—Sí, sí lo sabes —le respondió él con ira—. Tienes razón, no soy quién para
decirte qué debes o no debes hacer. Pero sí puedo decir lo que pienso. Traverston no
te quiere, lo acaba de decir. Y los dos sabemos que no estaba delirando.
El conde bajó la mirada y le agarró una mano.
—Yo sí te quiero, con todo mi corazón. Nunca podría ignorarte o maltratarte y,
mucho menos, abandonarte por otra mujer. Si fueras mía, serías el centro de toda mi

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vida, del universo. Necesitas que te protejan, que alguien levante una barrera que te
defienda del mundo. Yo podría hacer eso. Creo que soy la persona que tú necesitas.
Olivia se quedó pensativa unos segundos, antes de retirar la mano. Se levantó
lentamente y caminó en dirección a la chimenea. ¿Cómo podía explicarle al conde lo
que ni siquiera podía explicarse a sí misma?
De espaldas a él, comenzó a hablar con una calma infinita.
—Dices que necesito alguien que me defienda del mundo, Alex. Pero, en
realidad, lo que necesito es alguien que me haga vivir de nuevo —se dio la vuelta y
su gesto expresaba el deseo de que la comprendiera—. La vida que he llevado
durante los últimos ocho años no ha sido más que una mentira. Me he estado
escondiendo del mundo, de la alegría, de la tristeza. Yo misma me aparté de todo, me
alejé de la realidad, para que nada me afectara, para poder pasar por la vida sin
sufrir. No fue una elección consciente, sino una forma de autodefensa contra mi
padre. Tenía la sensación de que todo el mundo quería hacerme daño, de modo que
me escondí para que no pudieran encontrarme. Y funcionó. Hasta que me encontré
con John.
Se acercó al conde y se sentó a su lado.
—John fue capaz de ver lo que me sucedía, mucho antes de que yo misma me
diera cuenta. Para él se convirtió en un desafío sacarme de mi letargo. Creo que, al
principio, no pensó que terminaría importándole. Sin embargo, sucedió. No puedo
convencerte de que John es la persona adecuada para mí. Pero creo que entiendo lo
que le está sucediendo, lo que pasa en su mente. No puedo tener la certeza, pero
intuyo algo y me quiero dejar llevar por esa intuición. Creo que este terrible accidente
puede aportarnos algo bueno. Él no puede huir de mí en este momento y yo no
puedo dejarlo.
El conde volvió a llenar la copa y dio un trago.
—Supongo que tienes razón —dijo el conde—. Pero, ¿pensarás en mi oferta? Si
las cosas no funcionan, ¿me darás una oportunidad?
Ella sonrió con pesadumbre.
—Pensaré sobre ello.
El conde se levantó y suspiró pesadamente.
—Creo que debemos dejarlo aquí —miró de un lado a otro de la habitación,
como si buscara algo. Pero no encontró ninguna excusa para quedarse—. ¿Necesitas
algo antes de que me vaya?
—No. El servicio se encargará de todo —respondió ella.
El conde se dirigió hacia la puerta.
—Estaremos en contacto. Hazme saber cómo evoluciona.
Ella asintió. La miró una vez más antes de abrir la puerta y marcharse.
Olivia se quedó sola menos de un minuto. En seguida, sonaron unos golpes en
la puerta. Era el doctor.

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—Espero no molestarla. Monquefort me dijo que la encontraría aquí —se


disculpó él—. Acabo de examinar a su marido con más detalle y, por desgracia, he
descubierto que la bala sí tocó el hueso.
Olivia se puso de pie alarmada.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que la recuperación va a ser más lenta y difícil de lo que esperaba. Es muy
posible que tenga fiebre. Perdone que insista pero, ante la nueva situación, debo
insistir en que alguien debería ayudarla si no…
Olivia lo interrumpió.
—Se lo agradezco señor, pero me las arreglaré. Ahora, si fuera tan amable de
dar me instrucciones precisas sobre lo que he de hacer…
Media hora más tarde el médico abandonó la mansión.
Le había dado a Olivia un paquete de hierbas que debía mezclar con el té, así
como un poco de laurel para el dolor.
Antes de irse, le confirmó a Olivia que Hamilton había muerto, pero que nadie
podía poner en duda que había sido en defensa propia.
Cuando Olivia subió a la habitación de Traverston ya habían pasado las doce
del mediodía. Atravesó la habitación, hasta llegar junto a su cama.
—Puede irse, gracias. Lo llamaré si lo necesito —le dijo a su ayuda de cámara.
Era ya casi la hora de cenar, cuando una visita la sorprendió.
De improviso, apareció la señora Nottingham, la madre de Traverston.
Rápidamente se aproximó a Olivia y le agarró la mano.
—Acabo de enterarme de lo sucedido. ¿Cómo está?
—No lo sabremos hasta dentro de unos días. Creo que está empezando a tener
fiebre.
La señora Nottingham se acercó a la cama sin soltar la mano de su nuera.
Estudió con detenimiento el pálido rostro de su hijo.
Después de un rato, apartó a Olivia y la interrogó sobre lo ocurrido.
Olivia le contó brevemente la historia del duelo, la muerte de Hamilton y la
posibilidad de que la herida se infectase.
—Si lo vas a cuidar, necesitarás ayuda —dijo con determinación, como si
reclamase algo que le correspondía por derecho—. Lo haremos juntas. Puede que a él
no le guste, pero no le queda otro remedio que aceptar. No está en condiciones de
opinar.
Olivia asintió con la cabeza.
—¿Cómo es que ha venido hasta aquí, Felicity? —preguntó Olivia—. Pensé que
había decidido quedarse en Norwood Park.
La mujer sonrió.

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—No puedo explicártelo exactamente. Estaba allí, sentada, justo después de que
os marcharais y, de repente, sentí que tenía que venir. Aún sabiendo que, lo más
probable era que me echara de su casa una vez más —miró a la cama—. Parece ser
que el instinto materno todavía me funciona.
Aquella noche, apareció la tan temida fiebre. Olivia se sentó durante toda la
noche. Le cambió continuamente el paño frío que mantenía en su frente. Consiguió,
con mucho esfuerzo y paciencia, que se tomara las hierbas que el médico había
recomendado. Incluso trató de que comiera, pero fue en vano. Le refrescó el cuerpo
varias veces para conseguir que la temperatura no subiera en exceso y le cambió el
vendaje dos o tres veces. Su ayuda de cámara retiró en varias ocasiones las sábanas
empapadas y las sustituyó por otras.
Durante todo el proceso, en ningún momento recobró la conciencia.
Al amanecer, Felicity vino a sustituir a su nuera. La mandó a la cama con la
promesa de que, si había algún cambio, la llamaría.
Cuando Olivia se levantó de un inquieto descanso cinco horas después, todo
seguía igual.
La rutina establecida entre las dos mujeres, continuó así durante dos días más.
Monquefort apareció en dos ocasiones por la mansión, pero fue atendido por un
sirviente que lo informó de que no había cambios.
Pero la mañana del cuarto día, el círculo se rompió. Cuando Felicity entró a
hacer el relevo, Olivia la miró con una sonrisa.
—No ha tenido fiebre —le anunció triunfante.
La anciana le puso a su hijo la mano sobre la frente y sonrió a Olivia.
—Lo hemos conseguido.
La visita del doctor, a primera hora de la mañana, confirmó lo que las mujeres
ya sabían: el marqués estaba en vías de recuperación.
Cuando el doctor ya se había marchado, Felicity le rogó a Olivia que se fuera a
descansar. Olivia protestó, porque Traverston se podía despertar en cualquier
momento.
—Te despertaré si así ocurriera. Te lo prometo.
Olivia obedeció a su suegra. Habría querido permanecer allí hasta ver a su
marido consciente. Pero estaba agotada. No había podido dormir durante tres días,
pues temía que la pudiera necesitar en cualquier momento.
A eso de las diez, Traverston abrió los ojos.
Recorrió la habitación con la mirada, tratando de identificar las sombras como
objetos conocidos. Vio una figura sentada en la silla pero la pasó momentáneamente
por alto. Pero rápidamente volvió a ella. No se había confundido, ni era un sueño.
Era su madre la que estaba allí, sentada, observándolo con curiosidad.
—¿Qué…? —comenzó él. Se dio cuenta de que tenía la garganta seca y de que
no podía hablar.

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Con calma, Felicity se levantó de la silla y le acercó un vaso de agua. Le levantó


la cabeza para que pudiera beber. Luego se sentó de nuevo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él sin demasiada amabilidad.
Ella le lanzó una mirada un tanto jocosa.
—Te estoy cuidando para que te recuperes.
Traverston frunció el ceño consternado y trató de incorporarse. Un fuerte
pinchazo le impidió hacerlo.
—¡Tú! —exclamó él sorprendido y trató una vez más de incorporarse.
—Tu mujer y yo.
—¡Maldita sea! —dijo el marqués, en parte por la noticia y en parte por el dolor.
—Yo no trataría de sentarme en tu lugar. Acabas de salir del peligro, pero no
estás bien.
Se detuvo un momento y miró a la mujer con rabia.
—Si te dignaras a echarme una mano, tal vez no resultaría tan doloroso.
Con resignación, Felicity se acercó a la cama y le colocó varias almohadas.
—Siempre fuiste un cabezota.
—Me sorprende que todavía lo recuerdes, madre. Fue un período muy corto de
tu vida.
—Lo recuerdo a la perfección —respondió ella haciendo caso omiso de la
insinuación y se sentó de nuevo.
Él la miró con furia.
—¿Es que no hay nadie de quien te puedas ocupar, que no sea yo?
—Sé exactamente lo que intentas hacer —le dijo la madre.
Él frunció el ceño.
—¿Sí? ¿Podrías informarme? —le dijo sarcásticamente.
—Quieres pelea.
—¿Y por qué querría yo pelea?
—Porque estás furioso conmigo. Y tienes todos los motivos del mundo para
estarlo. Pero, siento decirte, que no lo vas a conseguir.
Él apartó la mirada de ella.
—Sin embargo, me voy a aprovechar de las circunstancias.
Traverston volvió la cabeza hacia su madre bruscamente.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Mi querido John, no quisiste escucharme en Norwood Park, pero ahora vas a
tener que hacerlo.
—No creo que nada de lo que puedas decirme sea de mi incumbencia.

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—Puede que no. Pero me vas a tener que escuchar. No ya por tu bien, sino
también por el de esa criatura que tienes como esposa y que te adora. Sé que no te
atreves a amarla, por miedo a terminar haciéndole daño. Por eso creo importante que
sepas algo sobre tu nacimiento.
—No sé lo que estás tratando de hacer, pero no lo vas a conseguir, no vas a
conseguir confundirme.
La madre de Traverston dio un golpe en el brazo del sillón con rabia.
—Eres un obstinado. ¿De verdad, piensas que he venido hasta aquí para
contarte una estúpida mentira? Pero claro que lo crees. No tienes la sangre del
marqués, pero eres un millón de veces más cabezota que él.
Felicity se levantó y se dirigió a la puerta. Cuando estaba a punto de salir,
Traverston la detuvo.
—Espera. Has dicho que no tengo la sangre del marqués. ¿A qué te refieres?
—Tu padre era Solomon Nottigham, mi segundo marido.
—Te pido disculpas —dijo Traverston, cambiando por completo su actitud—.
Me interesa lo que dices. Por favor, siéntate y cuéntamelo todo.
Felicity lo miró con una mezcla de indignación y ternura, se aproximó a la silla
y se sentó.
—Bien —dijo ella—. Todo comenzó cuando yo era muy joven…

Entre sueños, Olivia escuchó que alguien corría las cortinas. Escondió la cara
entre las almohadas. Después de unos segundos, se volvió. La luz que inundaba la
habitación la tomó por sorpresa. Se sentó, con los ojos medio cerrados antes de
reconocer a la persona que estaba en su alcoba.
Felicity se acercó a ella con una gran sonrisa.
—¿Cómo estás, mi niña?
—¡Felicity! —exclamó ella. Miró de un lado a otro de la habitación y, de pronto,
reaccionó—. Tengo que ir a ver a John.
La señora Nottingham la detuvo.
—Está bien, Olivia. Está durmiendo y puedes perturbar su sueño.
Olivia se detuvo.
—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?
—Veinticuatro horas —respondió Felicity con una sonrisa—. Estabas agotada.
—Creo que tienes razón. ¿Se despertó?
Felicity se sentó en la cama, junto a su nuera.
—Sí, a eso de las diez.
Olivia la miró dolida.

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—¿Por qué no me despertó?


—Él me pidió que no lo hiciera.
Olivia bajó la mirada, entristecida por la respuesta.
—No es lo que tu piensas. Le conté que habías estado cuidándolo sin descanso
y quería que descansaras.
Olivia asintió pero siguió con la cabeza bajada.
—Hace un día precioso. ¿Por qué no buscas una buena excusa y te das una
vuelta?
La muchacha sonrió con humor.
—He vivido aquí mucho tiempo. Dudo que haya algo nuevo para mí allá fuera.
Sin embargo, creo que usted sí debería salir.
Felicity la miró pensativa.
—Tal vez siga tu consejo. Bueno, ahora come algo. Debes de estar a hambrienta.
Olivia se levantó y se sentó a la mesa, donde la doncella había dejado una
bandeja con su desayuno.
—Anoche tuve una charla con John —dijo Felicity. Olivia dejó la tostada sobre
el plato y miró a la mujer con preocupación—. No, no te preocupes. No me ha vuelto
a echar de su casa. Por cierto, me dijo que quería marcharse a Norwood Park lo antes
posible, si a ti te parecía bien.
—Me parece muy bien. Pero, ¿él está bien como para viajar?
—Yo creo que no. Sin embargo, tendremos que esperar al veredicto del doctor.
También dijo que, quizás, podrías pedirle a tu abuela que viniera a visitarte.
—¿Dijo eso?
La mujer asintió y se levantó.
—Bueno, hay una serie de cosas de las que me gustaría ocuparme esta mañana.
—Gracias por todo, Felicity —le dijo Olivia—. Me has ayudado mucho.
Felicity sonrió y acarició suavemente la mejilla de la muchacha.
—A veces, tenemos que experimentar lo peor, antes de poder apreciar lo bueno
que nos brinda la vida.

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Capítulo 19
Una brisa suave, cálida, acariciaba la piel de Olivia. Sus faldas se abrían paso
entre la hierba. Olivia iba sonriendo mientras se aproximaba a su esposo, que estaba
sentado bajo un árbol.
Traverston alzó la vista y se encontró el brillo de sus hermosos ojos. Con el ceño
fruncido volvió la mirada hacia el tablero de ajedrez que tenía frente a él.
—¿Cómo me puedo concentrar si no dejas de distraerme? —dijo él con fingida
frustración.
—¡Oh, cielos! —dijo ella con sorna—. Pero si vas a perder te concentres o no. Te
sugeriría que dejaras de fingir lo contrario.
—¡Mujeres! —exclamó aparentemente enfadado, pero sus ojos brillaban
encantados de ver a la mujer que tenía ante él.
Olivia se sentó al otro lado del tablero. Una pequeña risa se le escapó al verlo
ejecutar el siguiente movimiento.
Con más fuerza de la necesaria, Traverston movió su reina.
—Jaque mate —le dijo Olivia y puso la reina junto a las otras piezas que había
capturado.
—¡Maldita sea! —exclamó el marqués y alzó la mirada.
Sus ojos se encontraron y, como si hubieran sido víctimas de un encantamiento,
ambos se quedaron encandilados.
Desconcertada por lo que sentía, Olivia fue la primera en romper el estatismo.
—Olivia —empezó a decir el marqués—. Quiero darte las gracias por todo los
que has hecho durante estas tres semanas. Quería decirte que me ha complacido
mucho tenerte a mi lado.
Ella le sonrió.
—Me encanta ganarte al ajedrez.
Traverston extendió una mano y agarró la de ella.
—Te hablo con toda sinceridad.
Ella apartó la mano sin dejar de sonreír.
—Creo que deberíamos ir a comer. Además, el doctor querrá reconocerte ahora.
Olivia se levantó y se adelantó ligeramente. Él se quedó unos segundos, para
poder apreciar los gráciles movimientos de su esposa. Ella se dio la vuelta.
—¿Vienes?
Él se levantó y la acompañó.
Después de la comida, el doctor reconoció al marqués.
Olivia se unió a Felicity y a su abuela que esperaban en el salón azul. Pero la
animada charla de ambas en la que rememoraban viejos tiempos, dejó a la muchacha
fuera de la conversación.

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

Después de un rato, Olivia se encontró con el doctor en el recibidor.


—Por lo que acabo de ver, su marido puede quitarse la venda hoy mismo —dijo
el doctor.
—¡Eso es maravilloso!
—Sí, es un hombre fuerte y, se puede decir, que ya está recuperado. Ha hecho
un gran trabajo de enfermería.
Olivia se ruborizó.
—Muchas gracias, doctor.
El doctor abandonó la casa poco después, con la promesa de una última visita
de rutina para la semana siguiente.
Cuando se disponía a subir la escalera, uno de los sirvientes le dio un sobre.
—Una nota para usted, señora.
Agarró la nota y reconoció su nombre escrito por la letra de su marido. Hizo un
pequeño gesto al criado y éste se marchó.
Ella rasgo el borde y sacó un papel.

Olivia:
Sería un placer para mí poder cenar contigo en mi alcoba.
T.

¿Para qué querría cenar con ella a solas? A pesar de que había decidido
quedarse con él, no estaba dispuesta a que siguiera torturándola.
Pero a las siete de la tarde, impaciente y bellamente ataviada, ya esperaba en su
habitación a que su marido reclamara su presencia.
Un ruido en la puerta que comunicaba su dormitorio con el de él le anunció que
venía en su busca.
Su imagen imponente se dibujó en el vano de la puerta. Ella no pudo evitar
sonreírle complacida.
—Buenas noches, mi señor.
Traverston devoró a su mujer con los ojos. Luego se acercó a ella, la tomó de la
mano y la condujo a su estancia.
—Estás preciosa, Olivia.
Se ruborizó y miró al marqués algo confusa. Observó que la mesa estaba
preparada para una cena íntima.
—¿Vamos a comer aquí?
Traverston sonrió.
—Si te parece bien…

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

—Sí, muy bien —dijo ella, sin saber realmente qué pensar.
La cena transcurrió entre risas e historias que los dos se contaban. Cuando llegó
el postre, la atmósfera era totalmente relajada.
Traverston consideró que aquél era el momento. Se acercó a su esposa y la
condujo al sofá. Se sentó a su lado. Durante un largo rato no fue capaz de decir nada,
pero finalmente sacó fuerzas de flaqueza y se dispuso a hablar.
—Olivia, no sé muy bien cómo empezar. Tengo tantas cosas que decir. Me
gustaría contarte una historia.
—Estaría encantada de escucharla —dijo ella con un brillo especial en la
mirada.
—Es sobre un niño al que abandonó su madre. Él no sabía cuáles habían sido
las circunstancias reales. Su padre le dijo que la mujer era malvada y que se había
escapado con su amante. Castigados por su mala acción, el destino había hecho que
su barco naufragara. Cuando el muchacho creció, se dio cuenta de que su padre era
un hombre cruel. Pero lejos de intentar reconfortarlo, el muchacho lo que hizo fue
evitarlo, huir. Permanecía en la escuela interno la mayor parte del año y, durante las
vacaciones, procuraba pasar el verano con su abuelo materno. Sin embargo, se aisló
de toda compañía. Por eso, cuando conoció a Alice, se enamoró desesperadamente
de ella. Alice era una muchacha pobre, hija de un pastor protestante. Era dulce y
amable y tremendamente inocente.
Se detuvo unos instantes, como rememorando viejos tiempos.
—Conocí a Alice en mi último año en Oxford y le propuse matrimonio. Ella
accedió. Después de graduarme quise presentarle a mi familia la mujer con la que
había decidido casarme. Pero mi padre no quiso aceptar a Alice. Temeroso de lo que
le pudiera ocurrir en casa de mi padre, la dejé en una posada, bajo el cuidado de una
doncella. Pero una noche, mi hermano, siguiendo las instrucciones que le había dado
mi padre, la asaltó en su habitación. La violó brutalmente. A la mañana siguiente, la
encontré magullada y ensangrentada. Su desesperación fue tal, que se suicidó.
Olivia miró a su esposo horrorizada.
—Lo siento, John, debió ser espantoso.
—Mi padre me dijo que él había sido el artífice de todo el plan, que David era
para él su único hijo y que me desheredaría. Murió antes de poder cambiar el
testamento. Pero las posesiones que pasaron a mis manos, las sentí como una
maldición. Era no sólo la herencia material sino la sangre que me había transmitido.
Durante años traté de destruirlo todo y de autodestruirme. No podía soportar la idea
de que tarde o temprano yo también enloquecería y me convertiría en un monstruo
como todos mis ancestros.
—Lo sé, he sabido durante mucho tiempo que tenías miedo de ti mismo. ¿Qué
paso después?
—Mi abuelo materno murió, dejándome una gran fortuna. Pero las condiciones
fueron estrictas: sólo la recibiría si me casaba. En caso contrario, pasaría a David.
—Ya lo entiendo.

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Susan Schonberg – La princesa de hielo

—Olivia, lo que me atormenta ahora es haberte hecho sufrir. Cuando te vi en


aquella fiesta y supe que tú eras la niña dulce que conocí en extrañas circunstancias,
sentí cosas muy contradictorias. Eras fría y distante y parecías capaz de presenciar los
mayores horrores del mundo sin inmutarte. Luego me di cuenta de que la dulzura y
el desamparo de la primera Olivia que conocí seguían ahí. El descubrimiento me
desconcertó. Desde el momento en que te vi en aquel inmenso salón, me enamoré de
ti. Pero tu indiferencia me mataba. Sabía lo que ocurría dentro de tu cabeza y, poco a
poco, descubrí que no era muy distinto de lo que me ocurría a mí. Sin embargo, me
atormentaba el amor que sentía y que crecía día a día. No podía corresponderte
porque, tarde o temprano, acabaría por destruirte. Era un Traverston.
Olivia no pudo evitar una lágrima.
—¿Qué te ocurre? No quiero que sufras más por mi causa —dijo él con
vehemencia—. ¿Es por Alex? ¿Estás enamorada de él?
—No —exclamó ella.
Traverston la agarró en sus brazos y le besó el pelo.
—Entonces, ¿qué te pasa?
—Yo sabía que no eras hijo del marqués, eso fue lo que tu madre vino a
comunicarte. A veces, el miedo nos impide ver lo que tenemos delante. A los dos nos
ha ocurrido.
Él sonrió.
—Bueno, yo puedo ser tremendamente cabezota algunas veces. ¿Te preocupa
que no sea legítimamente un marqués?
Ella lo miró con los ojos llenos de amor.
—La mayor parte de los hombres heredan sus títulos. Tú te lo has ganado. No
puedo pensar en nadie que se lo merezca más.
Traverston la abrazó con fuerza y no pudo esperar más. Con toda la ternura del
mundo, depositó sobre sus labios un beso apasionado.

Fin

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