Democracia Micro y Macro
Democracia Micro y Macro
Advertencia: Este ensayo es breve -y provisorio- anticipo de un libro que tal vez algún día escribiré, acerca
del cotidiano en Buenos Aires durante los años más represivos del régimen que hoy se derrumba. En las
páginas que siguen no oculto su carácter subjetivo y testimonial, a la vez que no renuncio -cientista social
al fin- a sugerir algunas relaciones que me parecen importantes, tanto práctica como teóricamente. Tanto
en uno como en otro aspecto no ignoro, ni pretendo atenuar, polémicas implicaciones.
Esto no se debe solo a las características del tema. También surge - como tema de reflexión que aquí solo
puedo dejar apuntado - de la particular problematicidad del conocimiento de lo social bajo un régimen
decidido a suprimir, brutal y sistemáticamente, buena parte de la información disponible, u obtenible, en
condiciones de razonable libertad. Entre muchas otras consecuencias, en mi experiencia al menos, tales
circunstancias plantean cruciales preguntas acerca de los modos y posible validez de los intentos de
descubrir situaciones y procesos para los cuales los modos habituales de investigación han sido de hecho
impracticables. Asimismo, situaciones límites como las vividas durante esos años muestran a cualquier
estudioso razonablemente atento y autocrítico, si no la inutilidad, la insuficiencia de los conceptos con que
uno se maneja habitualmente en las ciencias sociales -incluso, por cierto, los relacionados con la
problemática del autoritarismo-. Por lo menos, en situaciones extremas como las vividas recientemente en
la Argentina, en parte por imposibilidad de acceder a datos más agregados, pero también, obedeciendo a
una auténtica necesidad intelectual, no solo a mí se me ha ocurrido prestar mucha más atención a los
contextos "micro" de la vida social -las texturas celulares del cotidiano- para, a partir de ellos, intentar
trazar sus relaciones con los grandes escenarios de la política y el Estado. El presente ensayo es un
primer esbozo en esa ardua pero -me parece- indispensable dirección.
Otra consecuencia es que, tratando de trabajar en tales circunstancias uno no puede sino hacer, y hacerse
a sí mismo, mucho más explícitos los valores en base a los cuales, y por los cuales, aún parece
reivindicable (aunque por un tiempo solo pueda serlo en los pequeños círculos que de alguna forma
sobreviven a la represión) la legitimidad de una práctica intelectual como ésta. En estos días de
celebración del derrumbe de ese régimen maldito, tal vez no esté de más también- compartir preguntas
acerca de las marcas, no todas ellas fácilmente visibles, que han dejado aquellos años, y las
consecuencias que ellas pueden tener para la consolidación de la democracia en la Argentina. Con esa
intención publico estas páginas.
(I) En estas notas discuto algunos aspectos de la vida cotidiana de la Argentina entre 1976 y 1980.
Como ya señalé, los que vivimos en esa Argentina lo hicimos de manera que la situación imperante hacía -
y, me temo, hace- imposible reconstruir globalmente de forma razonablemente fehaciente. Aunque por eso
-porque, por ejemplo, las encuestas que supongo se tomaron fueron y siguen siendo, como tanta otra
cosa, SECRETO DE ESTADO- no puedo aducir datos suficientes como para corroborar mis
impresiones(1), creo que vale la pena discutir algunos temas que pueden tener sutiles, pero
probablemente importantes consecuencias para el futuro. Algunas características del período inaugurado
en marzo de 1976 ya han sido señaladas y analizadas. Una, su fenomenal represividad, no sólo en
términos de la cantidad de horrores que infligía sino también por su carácter terrorista y clandestino. Otra,
el sentido político, e históricamente vengativo contra la Argentina "plebeya-populista e inmigrante" de las
últimas décadas, que tuvo la política económica y social de esos años(2). Estas son, por cierto,
características cruciales de lo que hizo y se intentó desde ese régimen. Hay, por lo menos, una tercera
que me parece no menos importante. Pero, tal vez porque transcurrió en planos menos espectaculares
que los anteriores, ha merecido menos atención. Esta es el sistemático, continuado y profundo intento de
penetrar capilarmente en la sociedad para también allí, en todos los contextos a que la larga mano de ese
gobierno alcanzaba, implantar el ORDEN y la AUTORIDAD; ambos calcados de la visión radicalmente
autoritaria, vertical y paternalista con que el propio gobierno -y el régimen que se intentó implantar en sus
1
momentos más triunfales se concebía a sí mismo. Este intento, no menos que la particular destructividad
de la política económica, es lo que acerca la Argentina a Chile y Uruguay contemporáneos, y lo que
distingue nuestro 1pasado cercano con autoritarismos mas mitigados, como el de Brasil post-1964 e
incluso Argentina 1966-1972. La perversa combinación entre lo que pasó antes de marzo de 1976 y la
furiosa paranoia de los entonces ganadores, llevó al diagnóstico de que era todo el "cuerpo social", aún en
sus "tejidos" mas microscópicos, que había sido "infectado" por la subversión (sospecho que pocas veces
en la historia la extrema derecha ha machacado tanto como durante esos años con sus típicas metáforas
organicistas). El "caos", la "subversión" y la "disolución de la autoridad" no sólo habían ocurrido en los
grandes escenarios de la política y en las acciones de las organizaciones guerrilleras; esa enfermedad
también existía, y desde allí había alimentado aquellos "síntomas" más visibles, en casi cada rincón de la
sociedad. De ese diagnóstico nació un pathos microscópico, apuntado a penetrar capilarmente la sociedad
para "reorganizarla" en forma tal que quedara garantizada, para siempre, una meta central: que nunca
más sería subvertida la AUTORIDAD de aquéllos que, a imagen y semejanza de los grandes mandones
del régimen, tenían en cada microcontexto, según esta visión, el derecho y la obligación de MANDAR.
Si desde el aparato estatal se nos despojó de nuestra condición de ciudadanos y se nos quiso reducir, por
los mecanismos del mercado, a la condición de obedientes y despolitizadas hormigas, en los contextos del
cotidiano -el de las relaciones sociales y los patrones de autoridad que tejen la vida diaria- se intentó llevar
a cabo una similar obra de sometimiento e infantilización: los que tenían "derecho a mandar", mandando
despóticamente en la escuela, el lugar de trabajo, la familia y la calle; los que "debían obedecer",
obedeciendo mansa y calladamente, uniformados en la aceptación de que aun el mando mas despótico
estaba hecho, igual que el del Estado, para bien de los que así obedecían -porque si no era así, no se
podría separar el trigo de los mansos de la cizaña de los subversivos y porque, además, había quedado
fehacientemente demostrado que la insolencia de los "inferiores" sólo llevaba al caos. Esta visión de la
autoridad no podía ser más vertical, autoritaria y negadora de la autonomía de los que pretendió someter
ni, a pesar del tono paternalista con que revestía sus argumentos, podía ocultar la inmensa violencia no
sólo física- en que se sustentaba. Así casi perdimos el derecho de caminar por la calle si no vestíamos el
uniforme civil -pelo corto, saco, corbata, colores apagados- que los mandones -militares y civiles-
consideraban adecuado. Así pasó a ser altamente aconsejable no ser diferente ni dar opiniones poco
convencionales aún sobre los temas aparentemente más triviales. Así, también, fue anatema en las
instituciones educativas preguntar, dudar y hasta reunirse por parte de los que sólo tenían que aprender
pasivamente, y en muchos lugares de trabajo (incluso, por supuesto, pero no sólo en las fábricas), entre
esa coacción y la del creciente desempleo, fue perseguido todo lo que no fuera, igual que en los otros
contextos, la obediencia del sometido. Incluso en la familia: en parte porque, como argumentaré abajo, ese
pathos autoritario encontró ecos importantes, en parte porque muchos padres sintieron que "retomando el
mando" para garantizar la despolitización de sus hijos los salvarían del destino de tantos otros jóvenes,
nuestras entrevistas con psicoanalistas y psicólogos sugieren que se acentuaron los rasgos más
represivos e infantilizantes de muchas familias (modelo patriarcal sobre el cual, por otra parte, machacaron
la propaganda oficial y la comercial(3)). No vale la pena siquiera mencionar lo que se hizo con todo lo que
sonaba a "hippie", la droga (comenzando por la marihuana, esa terrible arma de la subversión contra la
civilización occidental y cristiana) y a "perversiones sexuales"(4).
(II) No quiero ni vale la pena hacer aquí un inventario particularmente horrible. El punto al que quería llegar
es que todo indica que en esos intentos el gobierno logró considerable éxito. Ese éxito no consistió sólo de
que muchos nos sometimos, callamos, disfrazamos y disimulamos frente a esa enorme presión para que
pareciéramos infantes obedientes, uniformados y callados, dispuestos a dejar a los que "sabían" (en la
economía y en la administración terrorista de la violencia y también en la calle y en tantos microcontextos)
ocuparse de lo que, a la larga, iba a ser el bien de todos y que tenía que comenzar por colocar todo "en su
lugar'', desde la mujer en la casa y los ex-ciudadanos trabajando afuera, hasta militares y cadavéricos
oligarcas mandando. El problema -y a esto apunta mi argumento- fue que la presión para aceptar tamaña
infantilización fuera tan enorme. Pero no bastaba, no hubiera bastado jamás, con los militares o los
1
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funcionarios de ese gobierno; ni aún con su fenomenal pathos autoritario éstos hubieran llegado a
controlar tan capilar, prolija y detalladamente tantos comportamientos. Para que eso ocurriera hubo una
sociedad que se patrulló a sí misma: más precisamente, hubo numerosas personas -no se cuántas, pero
con seguridad no fueron pocas- que, sin necesidad "oficial" alguna, simplemente porque lo querían, porque
les parecía bien, porque aceptaban la propuesta de orden que el régimen victoriosamente- les proponía
como única alternativa a la constantemente evocada imagen del "caos" pre-1976, se ocuparon activa y
celosamente, de ejercer su propio pathos autoritario. Fueron kapos(5) a los que, asumiendo los valores de
su (negado) agresor, no pocas veces los vimos yendo más allá de lo que ese muy autoritario régimen
demandaba. No es fácil ni simpático plantear esta cuestión, pero me parece que la cuestión de la
democracia -en la Argentina, como en todo caso pasado y futuro donde semejantes atrocidades han sido
cometidas- también pasa por el doloroso momento de reconocer que no hubo sólo un gobierno
brutalmente despótico, sino también una sociedad que durante esos años fue mucho mas autoritaria y
represiva que nunca -y que no fueron pocos los que determinaron que así fuera-. Igual que con los
muertos y los desaparecidos, estos microhorrores sólo pueden ser ignorados pagando el precio -individual
y colectivo- de toda negación: no poder mirarnos en el espejo de lo que somos y, por lo tanto, fugarnos de
la posibilidad, dolorosa pero creativa, de reformular identidades y valores que eviten la repetición de
nuestros lados mas destructivos. Tal vez sea exageración. Tal vez me haya callado demasiadas veces
durante nuestras entrevistas, por obligación metodológica y por temor, y tal vez haya odiado demasiado el
sadismo de los kapos que encontramos en nuestra proto investigación y con los que tropezamos cada día,
porque así era el cotidiano durante esos años.
Tal vez sea exageración, pero sería aún mas exagerado -y mucho peor- que, proyectando todo hacia ese
régimen maldito, nos excusáramos de mirar, y tratar de entender, lo que sucedió en la sociedad argentina.
Durante esos años se me presentaba recurrentemente una metáfora que creo sigue siendo válida: que la
implantación de aquél despiadado autoritarismo en la política soltaba los lobos en la sociedad; no era sólo
lo que el gobierno expresamente incitaba sino también -más útil y poderosamente- el "permiso" que daba
para que no pocos ejercieran sus mini-despotismos frente a trabajadores, estudiantes y toda otra clase de
"subordinados" incluso transeúntes e hijos, para no hablar de lo que mas tarde, siguiendo una lógica
terrible, se mostró que podía hacerse con soldados. Los que no quisimos -o no pudimos- ejercer ese tipo
de poder aprendimos, por la elocuencia brutal de la inversión, lo que significaba la ausencia de un contexto
general razonablemente democrático: quedar a merced de los lobos porque no teníamos ningún derecho,
y si alguno teóricamente nos quedaba, no teníamos ante quién recurrir para hacerlo valer. A partir de eso,
y del pathos mandón y omnipotente que exudaba el régimen, nuestra sociedad, puntuada por kapos en
sus contextos y por el patrullaje de comportamientos que muchos "voluntarios" hicieron en los lugares
públicos, se sometió al despotismo estatal, algunos asumiéndolo como propio y otros sufriéndolo en
rabioso silencio. Jamás sabremos cuántos fueron unos y otros, pero seguramente no fueron pocos, ni
unos ni otros.
(III) Ahora que, finalmente, ese régimen ha entrado en vertiginoso colapso, es que tantas voces calladas
vuelven a oírse, y que se recomienza a ejercer la libertad de ser diferente, es importante reconocer el nada
despreciable éxito que el régimen logró en este plano -y, me temo, el grado tampoco despreciable en que
esos éxitos no han sido revertidos-. No es sólo ni tanto que tantos kapos, esos microdéspotas, continúan
en su lugar. Tampoco es sólo que muchos se negaron absolutamente a saber lo que estaba pasando con
la represión, o de atribuirla a malevolentes rumores, o -cuando no había posibilidad de negar ciertos
horrores de culpar a las víctimas con esa terrible condena implicada por el "Algo habrán hecho..." que
tantas veces se dijo durante esos años- ecos todos éstos de cosas que uno se permite creer, hasta que
una dura realidad obliga a confrontarlos, que sólo ocurren en otras partes del mundo. Tampoco se trata de
que no pocos de aquellos kapos y esos negadores, con la apasionada sinceridad de quien necesita
inconscientemente no haber tenido nada que ver con lo que ya nadie puede defender, hoy sumen su furia
contra el régimen por el desastre económico, por las Malvinas y por la corrupción de los militares -como si
sólo eso hubiera ocurrido-. Además se trata, y para nuestro futuro creo que mas fundamentalmente, de la
persistencia de patrones extremadamente autoritarios en nuestros microcontextos, de la actitud mandona
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y omnipotente que en muchos de ellos se conserva, de la fuerte intolerancia subsistente respecto de la
vestimenta, la sexualidad y los gustos de otros, y hasta de la negación del derecho de preguntar, exigiendo
razonable fundamentación, por el sentido de las órdenes del "superior" entre muchas otras cosas, y como
cápsula de ellas cargada, además, de consecuencias para el futuro, creo que no se advierte
suficientemente el grado en que la concepción prevaleciente de la autoridad en la educación es
insólitamente represiva, disciplinaria y -finalmente- violenta contra los pobres "educandos", desde la
escuela primaria hasta la universidad. Lo dicho hasta ahora genera dos preguntas importantes, que aquí
quedarán sólo planteadas. La primera se refiere al por que del no insignificante éxito logrado en hacer
tanto más autoritaria nuestra sociedad. Sobre esto -como en su momento lo fueron similares preguntas
respecto de la desfacistización en Europa- nos cabe la responsabilidad de no lanzarnos a respuestas
fáciles; la respuesta mas obvia, y más escapista, sería proyectar toda la responsabilidad hacia los
gobernantes de los últimos años (lo cual no implica dejar de atribuirles la inmensa responsabilidad que
también en este plano les cabe). Por otro lado, por unos cuantos años la victoria ideológica de ese
régimen fue encerrar a muchos en el dilema de aceptar el "orden" que ofrecía, o el regreso al "caos"
anterior al golpe de 1976(6). En la medida en que así fue, en un contexto en el que además se habían
suprimido todos los mecanismos de formulación y reconocimiento de identidades políticas alternativas,
quedó desarticulada en muchos la posibilidad de oponerse, y de reconocer con otros en su común
oposición, a la lógica autoritaria con que desde el aparato estatal se intentaba penetrar y "reorganizar" la
sociedad. No parece quepa duda que, luego de los años de gran movilización e hiper-politización de la
primera mitad de la década del 70, muchos estaban predispuestos a lo que la represión y la propaganda
post-1976 tanto apuntaron a lograr: un fuerte viraje hacia la privatización de las vidas, una generalizada
aspiración a la reducción de incertidumbre en la vida diaria (para lo cual, por supuesto, quedó claro que
había que marcar el paso según lo querían los gobernantes) y, también, la sensación de que durante los
años precedentes al golpe los patrones de autoridad -no sólo en la política sino también en innumerables
micro-contextos- habían llegado a un punto de personalmente intolerable y socialmente suicida
anarquización. De estas predisposiciones hay numerosas señales en lo que se dijo, y en lo que se calló y
se decidió ignorar, a partir de 1976. La pregunta, entonces, acerca de por que en no pocos sectores y
contextos de la sociedad el régimen tuvo éxitos importantes en su vocación autoritaria, podría responderse
desplazando buena parte del peso de la explicación a esos violentos, y en no pocos sentidos realmente
locos y caóticos años que precedieron al golpe de marzo de 1976. Mi impresión es que esos años hicieron,
efectivamente, una importante contribución a lo que pasó después, incluso en este plano micro,
socialmente intersticial, que estoy discutiendo. Esa contribución no fue sólo, me parece, la brutal violencia
reaccionaria que engendró. También pesó, mas sutilmente, pero con profundas consecuencias para que
más allá del miedo que provocaba con su represión, que aquél régimen hiciera lo que hizo con tan poca
oposición por unos cinco años. Esto es, parece haber operado la tendencia psicológica y políticamente
regresiva, frecuentemente manifestada en nuestras entrevistas pero que el ojo atento también podía
detectar en innumerables signos de la vida diaria, después de un período vivido como la suma del caos, la
violencia y la incertidumbre, de aspirar a la emergencia de un poder supremo que garantizara algún orden.
Esta problemática, que Hobbes y algunos analistas del fascismo entendieron bien, sugiere algunos de los
costos menos visibles -pero no menos graves- que un período como el anterior a 1976 puede generar.
Con lo dicho hasta aquí la cuestión podría quedar centrada en discusiones acerca de si es al pre o al
post-1976 que debe ser atribuido el peso principal en relación al problema que aquí planteo. No creo que
tal discusión tenga mayor sentido (aunque es fácil imaginar que el énfasis sobre uno u otro período estaría
fuertemente influido por las posiciones políticas de cada uno), no sólo por la obvia razón de que no
sabemos como adjudicar pesos relativos a fenómenos tan complejos, sino también porque todavía la
cuestión está insuficientemente planteada. Sin pretender una infinita regresión, lo recién dicho plantea por
qué nuestro país llegó a infligirse los daños, y los tremendos costos de mediano plazo, de esos años pre-
1976 que nuestros entrevistados recordaban como tan intolerables.
Tenemos trabajos que permiten entender parte de esa cuestión, desde el ángulo de lo que hicieron y
dejaron de hacer los actores de la política y ciertos grandes agregados sociales. Pero, insistiendo en el
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nivel en que estoy colocado en este ensayo, falta plantear otro interrogante. Esto es el grado y las posibles
correspondencias temporales con que las concepciones y patrones de autoridad en los contextos del
cotidiano fueron influidos por, y a la vez pueden haber influido a, una ya larga historia que, en términos de
dichos actores políticos y grandes agregados sociales, es la de un reiterado fracaso en lograr formas mas
democráticas y -finalmente- más humanas de articulación de la vida societal.
(IV) Está lejos de las posibilidades de este ensayo (y de su autor) intentar respuesta a dicho interrogante.
Pero aunque, no sepamos como responderlo me parece que no podemos dejar de plantearlo. No es un
tema de arqueología cultural; al contrario, tal vez sea la pista para reconocer viejas tendencias
escasamente democráticas en nuestra sociedad, que nos permitirían entender lo ocurrido recientemente
como acentuación (brutal, es cierto) de esas mismas tendencias, y no como novedad causada
unilateralmente desde el nivel macro por el pre y/o el post-1976. Aún reconociendo nuestras ignorancias
sobre los diversos niveles y temporalidades implicados por una visión histórica más larga e interactiva, las
consecuencias de plantear o no esta cuestión no me parecen triviales. Por un lado si es cierto que en los
últimos años parecen haberse extendido, y probablemente profundizado, numerosos micro-despotismos
en los más variados contextos sociales, y si las principales causas de ello pueden hallarse en la política y
en el estado de los años, inmediatamente precedentes o posteriores al golpe de 1976, entonces el
problema de la democracia en la Argentina puede ser resuelto exclusivamente desde una política y un
Estado democratizados. En tal supuesto, las flechas causales irían desde lo macro hasta lo micro y,
además, solo abarcarían un estrecho período de tiempo. Desgraciadamente el problema, como acabo de
insinuar, me parece bastante más complicado y de largo alcance. No pretendo negar la crucial importancia
de la "gran política" -aquélla que se hace en los grandes escenarios de la vida nacional- por parte de
actores, "políticos" o no, organizados para ello. Pero creo que la interpretación recién delineada implicaría
caer en un peligroso politicismo. Con esto quiero decir que, por un lado, se cargaría demasiado a la cuenta
de lo que la democratización de la política y el estado pueden realmente hacer y que, por el otro, se
negaría la posibilidad -práctica y teórica- de explorar la mutua realimentación que la difusión de valores y
prácticas democráticas en ambos niveles -macro y micro- podría generar. Desde los más antiguos clásicos
hasta hoy, se podría llenar una biblioteca con textos relevantes para la problemática de las relaciones
entre diversos planos de acción social. A pesar de que tras ese esfuerzo seguramente concluiríamos que
no es mucho lo que podemos decir con razonable certidumbre, algunas proposiciones de interés para
nuestro tema parecen arriesgables. Una es que esas relaciones micro-macro no son tan directas ni tan
lineales como para que un grado significativo (que por otra parte no sabemos cuál sería) de
democratización de la sociedad sea condición necesaria o suficiente para la implantación de un régimen
político democrático. Una segunda proposición es que, sin embargo, como la práctica de la democracia,
incluso al nivel estrictamente político, pasa por un largo aprendizaje entre actores envueltos en complejas
interacciones y esa práctica entraña una concepción de ciudadanía en la que el individuo aparece como un
sujeto portador de derechos que debe aprender a usar y a hacer valer. Por lo tanto, tal aprendizaje
(aunque sólo fuera -que no lo es- en vistas al reclutamiento del personal que habrá de jugar el juego de la
política democrática) solo puede darse, en la cantidad e intensidad intuitivamente necesarias, si diversos -
y numerosos- contextos del cotidiano, desde la niñez hasta la vida adulta, no sólo son congruentes sino
también refuerzan positivamente dichas prácticas.
(V) Luego de haber creído no pocas veces, parece que esta vez en verdad hemos llegado al fondo del
pozo que desde hace varias generaciones venimos cavando. Que allí no estaba la "bolivianización" sino la
cara llena de cicatrices de esta Argentina tan destruida, tan violenta y tan al costado de la historia, entraña
la posibilidad de derivar, después de un período tan terrible, un aprendizaje que por primera vez -sutil pero
inmensa novedad- sea congruente con una articulación societal -para llamarla con el nombre más
contundente que se me ocurre- mas civilizada. Que lo mas catastrófico incluye ese lado de esperanza
puede sentirse, no sólo ni tanto en el colapso del régimen y en la condena ahora casi unánime de los
horrores cometido en tantos planos, sino mas aún en que nunca ha habido en la Argentina tantas voces
tan sinceras proponiendo la conquista de la democracia que se nos ha venido escapando en tantos
meandros de la historia. Pero para ello, para que ese camino sea recorrido dejando jalones que los
eternos mandones no puedan arrancar, y para que con la consiguiente democratización del poder se
pueda gobernar haciendo pagar esta vieja crisis a los que demasiado y desde hace demasiado tiempo se
vienen aprovechando de ella, para todo eso conviene que nos miremos a nosotros mismos. Podemos
fugarnos una vez más, colocando en "ellos" toda la responsabilidad de lo que ha ocurrido y de lo que
ahora hay por hacer. Esto no sería difícil porque, efectivamente, la generalizada de la violencia pre-1976
tanto daño causó, y tanto preparó el terreno para lo de poco después; porque, sin duda, nada podrá eximir
jamás al régimen post-1976 y sus personeros de lo que hicieron; y, también, porque hoy es claro que
corresponde a los políticos la responsabilidad principal de navegar los remolinos que aún faltan hasta la
inauguración de un gobierno democráticamente electo. Pero siendo todo eso cierto, insisto en mi
argumento: desde hace tiempo somos, y últimamente fuimos más aún, una sociedad fuertemente
autoritaria, antagónica, intolerante, llena de mini-despotismos y particularmente propensa -como podría
volver a ocurrir, si todo lo desplazamos hacia “ellos"- a explicaciones paranoides de nuestros infortunios.
En el combate microscópico de esas tendencias, en la lucha tesonera de ciudadanos democráticos que lo
son también en sus micro-contextos, y en la recontextualización del inmenso potencial igualitario y
autoconsciente de la sociedad argentina -incluso y principalmente de su sector popular- se juega, no
menos que en otros planos más visibles, el inmenso desafío que hoy confrontamos.
Notas
7
(1) Los que estábamos realmente en contra de lo que estaba ocurriendo (por "realmente" quiero decir incondicional y globalmente,
no sólo descontentos por tal o cual aspecto de ese régimen) adoptamos curiosas maneras de, primero, sobrevivir y, segundo, de
no volvernos -creo que literalmente- locos frente al extremado aislamiento a que uno se autocondenaba con tal oposición: una de
esas formas fue la que adoptamos mi mujer -Cecilia Galli- y yo: hacer una protoinvestigación sobre diversos aspectos del cotidiano
en Buenos Aires. Digo que fue una "proto" investigación, porque realizamos entrevistas con personas de diversos sectores y
actividades sociales que bajo las circunstancias sentimos que podíamos entrevistar, sin pretensión de "representatividad" de esa
muestra -simplemente, entrevistamos a aquéllos que no nos asustaba demasiado entrevistar-. Hicimos además otras cosas: nos
asomamos, "con debida discreción," a diversas instituciones educativas y organizaciones profesionales; leímos (y, colmo del
masoquismo, nos impusimos ver y oír por televisión) los discursos y gestos de los personajes del régimen, y la autovisión de éste
en su propaganda. También condenados a una micro-fenomenología del cotidiano, simplemente miramos, con la lupa de nuestra
preocupación por encontrar allí ciertos impactos de los horrores y terrores del régimen, la calle y diversas actividades
profesionales. Además, Cecilia, con su condición de mujer y con su obvio acento extranjero, se permitió hacer "preguntas
inocentes" sobre lo que había pasado y estaba pasando en nuestro país, a mozos de bar, taxistas, empleados de almacén,
kiosqueros y esa miríada de pequeños-grandes personajes del cotidiano de Buenos Aires. (2) Entre los trabajos publicados sobre
el tema me parece particularmente iluminante el de Jorge Schvarzer, Martínez de Hoz: la lógica política de la política económica.
Ensayos y tesis, CISEA, Buenos Aires 1982. Un intento temprano de discutir estos temas lo hicimos con Roberto Frenkel en "Los
Programas de estabilización convenidos con el FMI y sus impactos internos", Estudios CEDES, Buenos Aires 1978; algunas de
esas discusiones las retomo en "Fuerzas Armadas y Estado Autoritario" en Norbert Lechner, comp., Estado y Política en América
Latina, Siglo XXI, Mexico DF, 1981.
(3) Con Cecilia nos llamó la atención la frecuencia con que ambas publicidades reproducían una escena típica, que tal vez destile
mejor que ninguna otra la autoimagen preferida de ese despotismo. Esto es, un hombre "perfectamente vestido" según los
cánones que se impusieron en la época, volviendo a su casa después del trabajo, cansado, pero feliz, recibido tiernamente por su
esposa, no menos feliz de haberse quedado en casa, limpiando, atendiendo a los niños y cocinando. Otro personaje de esa
escena es algún anciano/a, abuelito/a, buenísimo y reverenciado, portador de la imagen de un pasado más antiguo que el
reciente, y en el cual esa deliciosa familia entronca su sentido de continuidad. Y, hacia abajo, absolutamente ningún joven -imagen
subversiva cuidadosamente eliminada-. Sólo niños de corta edad, sonrientes, limpísimos y, por supuesto, totalmente obedientes.
Suponiendo que la reiteración de esa imagen prototípica en la publicidad comercial tenía que obedecer a instrucciones del
gobierno, entrevistamos a algunos publicitarios. Mediante ellos, aparte de las prohibiciones "moralizantes" impuestas a la
televisión que no obligaban a restringirse a aquella imagen nos enteramos con sorpresa, y profunda preocupación, que las propias
empresas pedían esa escena social y psicológicamente regresiva; según ellas, asistidas por sus investigaciones de mercado, era
la situación que mas ayudaba a vender sus productos. Irónicamente, la publicidad que más frecuentemente rompía ese esquema -
y hasta mostraba jóvenes- era la de algunas filiales de empresas multinacionales, que reproducían los paquetes publicitarios
importados de sus matrices. (4) Sobre este punto cf. Néstor Perlongher, "La represión a los homosexuales en la Argentina", San
Pablo, mimeo, 1982. Este trabajo es notable no sólo por los horrores que el autor muestra se cometieron en esta materia a partir
de 1976 sino también, sugiriendo continuidades de una fenomenal intolerancia antes de esa fecha.
(3) Con Cecilia nos llamó la atención la frecuencia con que ambas publicidades reproducían una escena típica, que tal vez destile
mejor que ninguna otra la autoimagen preferida de ese despotismo. Esto es, un hombre "perfectamente vestido" según los
cánones que se impusieron en la época, volviendo a su casa después del trabajo, cansado, pero feliz, recibido tiernamente por su
esposa, no menos feliz de haberse quedado en casa, limpiando, atendiendo a los niños y cocinando. Otro personaje de esa
escena es algún anciano/a, abuelito/a, buenísimo y reverenciado, portador de la imagen de un pasado más antiguo que el
reciente, y en el cual esa deliciosa familia entronca su sentido de continuidad. Y, hacia abajo, absolutamente ningún joven -imagen
subversiva cuidadosamente eliminada-. Sólo niños de corta edad, sonrientes, limpísimos y, por supuesto, totalmente obedientes.
Suponiendo que la reiteración de esa imagen prototípica en la publicidad comercial tenía que obedecer a instrucciones del
gobierno, entrevistamos a algunos publicitarios. Mediante ellos, aparte de las prohibiciones "moralizantes" impuestas a la
televisión que no obligaban a restringirse a aquella imagen nos enteramos con sorpresa, y profunda preocupación, que las propias
empresas pedían esa escena social y psicológicamente regresiva; según ellas, asistidas por sus investigaciones de mercado, era
la situación que mas ayudaba a vender sus productos. Irónicamente, la publicidad que más frecuentemente rompía ese esquema -
y hasta mostraba jóvenes- era la de algunas filiales de empresas multinacionales, que reproducían los paquetes publicitarios
importados de sus matrices.
(4) Sobre este punto cf. Néstor Perlongher, "La represión a los homosexuales en la Argentina", San Pablo, mimeo, 1982. Este
trabajo es notable no sólo por los horrores que el autor muestra se cometieron en esta materia a partir de 1976 sino también,
sugiriendo continuidades de una fenomenal intolerancia antes de esa fecha.
(5) "Kapos" fueron, en los campos de concentración nazis, prisioneros que, en plena identificación con el agresor, eran
encargados de diversos aspectos de la "disciplina" del campo. Los estudios y memorias de sobrevivientes insisten que aquéllos
fueron no pocas veces aún más crueles que los S.S., y aplicaban aún con más rigor que éstos los reglamentos del campo.
(6) 90% mostró un gancho subjetivo en el cual el discurso estatal se apoyó para, por varios años, imponer ese falso pero eficiente
dilema. Entrevistados de las más diferentes posiciones y actividades sociales, así como opiniones políticas, escogieron
espontáneamente los años inmediatamente precedentes a 1976 como el período que los invitábamos a establecer para
compararlo con sus sensaciones de cómo vivían, y cómo estaban las cosas en nuestro país, en 1979 (año en que condujimos la
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mayor parte de esas entrevistas). La elección de aquel período fue hecha, en la mayoría de los casos, como recuerdo de lo que
esas personas consideraban había sido un período de caos, violencia e incertidumbre insoportables, contra los cuales cualquier
alternativa de orden les parecía preferible. Esto no impedía que muchos de esos entrevistados estuvieran descontentos con
diversos aspectos de la política gubernamental (la gran mayoría de esas críticas estaban referidas a la política económica; las
referencias a represión, censura y similares fueron bastante más escasas). Pero esos descontentos, en la medida que la visión de
los sujetos continuaba atrapada en aquel dilema "caos-orden" (o, dicho en otras palabras, en la medida en que desde el régimen
se había logrado suprimir alternativas que rompieran aquella disyuntiva con una propuesta de orden sujeta a otra lógica política y
valorativa), no llegaban a modificar la extremada extremada privatización de la vida diaria (incluyendo una marcada caída en
actividades asociativas alejadas de toda connotación política) en que encontramos a esos entrevistados. Esto llegaba
frecuentemente al punto de declararnos que, hasta que nuestra entrevista los forzaba a hacerlo, hacía mucho tiempo que no
pensaban o se preocupaban por cuestiones públicas o "políticas"; para discutirlo en otra oportunidad, cabe anotar que esto
también era cierto -y nada casualmente- de personas fuertemente politizadas antes de 1976. Por cierto, tal aprisionamiento de la
visión general (correspondiente a la des-ciudadanización operada en todos los planos) sonaba ya entonces precario y,
efectivamente, todo indica que,como tantas otras cosas de ese período, comenzó a explotar con la transición presidencial de
Videla a Viola en 1981 y acabó de hacerlo con las Malvinas. Mucho me sorprendería si para esos entrevistados el referente
negativo organizador de su visión del presente y de sus expectativas para el futuro (el predicado del "cualquier cosa antes que
volver a eso", que oímos tantas veces) no fuera hoy el período posterior a marzo de 1976, no ya el anterior.
(7) No fue accidental, por cierto, que desde 1976 rudos militares y elegantes economistas coincidieran en el propósito (que tuvo
mucho que ver con los avances del autoritarismo en la sociedad) de poner, de una vez por todas, como alguien me dijo durante
memorable pelea familiar, "todo el mundo en su lugar". Es decir, aquéllos "arriba", sabiendo todo lo que había que hacer y
mandando, los de "abajo" -desde niños hasta obreros-, abajo y obedeciendo sin chistar; y los del medio, en su eterna
esquizofrenia de mandar y obedecer, sabiendo clarito a quién obedecer y a quién mandar, y -"modernización económica"
mediante deslumbrados con cuanto gadget se importaba y con la admiración del estilo de vida oligárquico suntuoso y fariseo- que
los medios de comunicación se esmeraban en transmitir.
(8) Sobre el tema ver los excelentes trabajos recientes de Marcelo Cavarozzi, esp. Autoritarismo y Democracia en la Argentina,
Centro Editor, Buenos Aires, 1983.