¿El fin de la antropología?
ILÁN SEMO
A
principios de siglo XX, los antropólogos se enfrascaron en una discusión sobre el lugar
que ocupaba su disciplina en la nueva geografía de las ciencias humanas. Una corriente
la veía como una rama de la sociología. Otra la entendía de manera más general como
una extensión de las ciencias sociales que no debía prescindir de los préstamos de la
sicología, la filosofía y la historia. Definición que más tarde sería sustituida por el
extinto concepto de ciencias del hombre. La tercera, surgida en gran parte en torno a las
obras de Franz Boas, Malinowski y muchos otros, encontraría en ella una disciplina
autónoma dedicada a explorar la diversidad de las culturas del ser humano. Esta última,
definiría en gran medida su derrotero a lo largo del siglo XX.
Sin embargo, vista desde la perspectiva de dos siglos de producción de saberes,
categorías e ideologías sobre ese conspicuo concepto llamado hombre, ninguna de estas
correspondencias parece desentrañar lo que mueve realmente a esa compleja y cada día
más diversa disciplina. Temo, en principio, que por mucho que se avenga como una de
las aproximaciones más fenomenológicas para conocer el mundo que habitamos y nos
rodea (cómo poner en duda el escrupuloso trabajo de antropólogos que pasan su vida
entera en prácticas de campo para adentrarse en el mundo de los otros), la antropología
es, en última instancia, una rama de la metafísica moderna. Acaso su rama más
heurística y, por ello, su variante más oculta. Y es este principio el que parece darle su
auténtico brío y aliento.
Es un equívoco ver en los cronistas españoles del siglo XVI un antecedente del
antropólogo moderno. Su misión no residía en la producción del conocimiento en sí. Su
tarea era, primero, de orden militar y político; y después, de índole teológica. Y, sin
embargo, ejercían dos operaciones que serían distintivas de las prácticas antropológicas
a partir del siglo XIX. La primera consistía en recaudar información para facilitar los
mecanismos de la conquista. (Por cierto, la antropología siempre ha sido una rama de
los saberes que requieren las intervenciones y las conquistas militares. La reciente
invasión estadunidense en Afganistán fue precedida por una legión de antropólogos
dedicados a estudiar las costumbres de esos pueblos, es decir, acopiar información
disponible para la intervención militar.)
Una segunda labor de los cronistas españoles radicó en comprobar si los pobladores
de Anáhuac tenían alma o no. Es aquí donde entra la parte metafísica. Esa demostración
refería tan sólo una de las metáforas que sancionaban la posibilidad de ejercer técnicas
efectivas de gobierno y dominación. A la filantropía de Bartolomé de las Casas se debe
que los pueblos originarios hayan quedado incluidos en los rubros
de personas y humanos, mientras los afroamericanos fueron reducidos a la calidad
de bestias e inhumanos. La denominación de bestia equivalía a seres esclavizables. No
casualmente, De las Casas no es de la simpatía del mundo afroamericano en el Caribe y
Estados Unidos.
Y esta es la segunda operación que desde entonces ha distinguido a la antropología:
subdividir una y otra vez a la especie en humanos, subhumanos, infrahumanos y,
finalmente, inhumanos. Siempre en aras de legitimar prácticas coloniales. Ya sea las
que requieren las potencias expansivas o las que se multiplican en el colonialismo
interno, ejercido por los estados nacionales a lo largo de su formación desde el siglo
XIX. Nociones como las de la sociedad primitiva, las comunidades autóctonas,
los hombres antiguos, los procesos de aculturación, piezas claves en los lenguajes de
exclusión y discriminación, han sido parte de las arduas labores de la antropología. No
debe, por supuesto, pasarse por el alto, el esfuerzo de cientos de antropólogos de forjar
una percepción crítica que ponga en entredicho las premisas de esa antropología
dominante. Precisamente, para dar un ejemplo, el término de colonialismo interno
proviene de esta crítica.
Ya lo explicó Foucault con detalle en Las palabras y las cosas. Partir
del hombre como sujeto del conocimiento conduce al nudo de las metacronías
universales. Por esto decretó con razón la muerte del hombre. Es decir, el advenimiento
de un mundo que no aceptaría más ese callejón sin salida. El problema consistiría en
construir el principio de los saberes multiversales.
En último lugar, la separación entre la antropología y la lógica general del bios,
distintiva de toda la racionalidad moderna, y basada en la máxima del antropocentrismo.
Léase: el ser humano convertido en el depositario del derecho a la vida y la muerte de
todas las demás especies naturales. Sobre esta máxima se han fundado principios hoy
inadmisibles: la bestialización del otro para someterlo o explotarlo; la idea, muy
cartesiana, de que el cuerpo es un sistema enlazable con otros sistemas; la legitimación
de las lógicas de reproducción social que han desembocado en el actual colapso
ecológico. Si la antigua antropología fuera sustituida por la ecología social y la zoología
política, tal vez se daría un paso, así sea semántico y cultural, para allanar una
percepción de la realidad que deje de dividir al mundo entre el ser humano y el resto.
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