Navarrete - Cuerpo y Heterotopía en Los Cuentos de Virgilio Piñera
Navarrete - Cuerpo y Heterotopía en Los Cuentos de Virgilio Piñera
Resumen:
En el presente trabajo examino los cuentos “Las partes” (1944), “Cosas de cojos” (1956),
“La cara” (1956) y “Oficio de tinieblas” (1961), recogidos en la edición argentina El que
vino a salvarme (1970) del escritor cubano Virgilio Piñera (1912-1979). Centro el análisis
en un conjunto de condicionamientos físicos como la ceguera, la cojera y la desagregación
corporal que, como sostengo, posibilitan la figuración de espacios diferenciados y
protegidos, esto es, formas de insularidad que configuran una gramática física y social
que se desfasa del sentido cronológico del tiempo y el curso cotidiano de las cosas. Me
interesa leer estos cuentos como la edificación de heterotopías (Foucault, 1994), esto es,
sitios reservados que sostienen cierta relación con la realidad pero se resisten a ésta.
Quienes los habitan forjan vínculos mediados por el cuerpo, entendido éste como
reducto radical de semejanza que se abre a la alteridad hasta construir formas de
comunidad (Nancy, 2001).
Palabras clave: Cuerpo, Ceguera, Cojera, Heterotopia, Heterocronía.
1
Cuerpo y heterotopía en los cuentos de Virgilio Piñera
Abstract:
In this paper I aim to examine four short tales written by cuban writer Virgilio Piñera
(1912-1979): “Las partes” (1944), “Cosas de cojos” (1956), “La cara” (1956), and “Oficio
de tinieblas” (1961), all collected in El que vino a salvarme (1970). Mi reading focuses on
a set of physical conditions, such as blindness, lameness and body disaggregation. I
analyze how these conditions create protected spaces, insularities that differentiate,
physical and socially from crhonological time and cotidianity meaning. I’m interested in
how these universes build hetherotopia (Foucault, 1994), in other words, reserved places
that resist to external logic and where characters use their bodies to construct new kinds
of relationships, in terms of otherness and community (Nancy, 2000).
Keywords: Body, Blindness, Lameness, Heterotopia, Heterochrony.
Los volúmenes Cuentos fríos (1956) y El que vino a salvarme (1970) compendian la
cuentística más representativa del autor cubano Virgilio Piñera. Ambos fueron
publicados en Argentina, país de adopción que eligió para legitimarse como escritor de
cuentos. Cuando en 1970 ve la luz El que vino a salvarme en una edición argentina de
Sudamericana, a Piñera le precedía una trayectoria de casi tres décadas, tiempo en el
que también había incursionado en ensayo, dramaturgia, novela y poesía.
Desde 1942 el autor de La isla en peso comenzó a preparar el terreno para buscar suerte
en Buenos Aires, 1 donde residió durante tres largos periodos entre 1946 y 1958 (Virgilio
Piñera, 1990, s/p).
Previo al periodo argentino, escribió y publicó El Conflicto (1942) y los 14 relatos que
conforman Poesía y prosa (1944), donde se manifiesta una prosa ficcional que se
abstrae de marcas identitarias y despliega un universo constreñido y agobiante, pero
1 En 1942 Piñera comenzó su relación epistolar con Adolfo de Obieta, hijo de Macedonio Fernández, a quien remitió su
primer relato, El Conflicto, escrito entre 1940 y 1941 y publicado en 1942 bajo el sello de Cuadernos de Espuela de Plata
(Piñera, 2011, p. 41).
también lúdico. Se trata de una poética que se aparta del proyecto teleológico y la
catolicidad del grupo con el que emergió a fines de la década del treinta, cuando Juan
Ramón Jiménez radicó brevemente en la isla en el contexto de su exilio republicano,
convocó a un concurso de poesía 2 y entabló una relación estrecha con el poeta José
Lezama Lima. Derivado de esta experiencia se fundó, primero, la revista Espuela de
Plata (1939-1941), y después Orígenes (1944-1956). En ambas se involucró Piñera,
quien había conocido a Lezama cuando ambos estudiaban en la Universidad de La
Habana. En estas revistas, animadas por el autor de Muerte de Narciso, se hace
ostensible el deseo de edificar una mitología poética capaz de forjar una sensibilidad
insular. Nuestro autor participa de manera relativamente afiliativa durante la etapa
temprana, la de Espuela, aunque desde 1941 y 1944 ya cifra su disenso, periodo en el
que consolidó una escritura que privilegia la experiencia del encierro, la repetición del
presente y la ausencia de devenir histórico 3. Aunque el periplo porteño terminó por
distanciarlo ideológicamente del grupo que se daría a conocer mejor como Orígenes,
continuó relacionándose heterodoxamente con éste hasta 1949, tiempo en el que
fungió como corresponsal.
En el país de adopción concretó su deseo de ruptura con el ambiente del que provenía.
El campo cultural que se le presentaba era distinto: estaba más profesionalizado, 4
además de que la narrativa que por entonces incursionaba era relativamente afín al
canon promovido por la revista más importante de la época, Sur (Calomarde, 2010, p.
227), esto es, la ficción imaginativa y la raíz policial-fantástico, sintetizadas en las obras
de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Como señala Calomarde, “el Piñera narrador
2 El fruto de dicha convocatoria es La poesía cubana en 1936 (1937), donde figura “Grito mudo” uno de los primeros poemas
de Piñera.
3 El autor señala sobre sus cuentos de Poesía y prosa y Cuentos fríos que “parecen ubicarse en la irrealidad, que, a simple
vista, se confundirían con lo fantasmal” puesto que “han sido concebidos partiendo de la realidad más cotidiana, es decir, de
la vida que yo hacía en la época en que los escribí. ¿Qué vida llevaba yo allá por los años 1942, 43, fecha de redacción de mis
Cuentos fríos? La de un desarraigado, la de un paria social, acosado por los dioses implacables: el hambre y la indiferencia
del medio circundante” (Piñera en Espinosa Domínguez, 2011, p. 182).
4 En carta a Lezama Lima del 22 de diciembre de 1946, Piñera escribe: “En relación con las colaboraciones quisiera decirte
algo. Aquí todos están acostumbrados a que se les pague; yo puedo obtener con los muy íntimos que lo hagan gratuitamente
(Obieta, Peyrou, Sábato, Gombrowicz, etc.) pero hay otra gente que podría solicitarle algo y no me atrevo porque no sé si
Uds estén en condiciones de poder pagar alguna pequeña cantidad. Aquí generalmente se cobra de 10 a 15 dólares por
artículo” (Piñera, 2011, p. 81).
5 Ninguno de sus cuentos se publicaron en Orígenes. En Anales de Buenos Aires, dirigida por Borges, aparecieron los relatos
“En el insomnio”, “El señor ministro” en 1946 y 1947, respectivamente. En Sur vieron la luz “El enemigo”, “La carne”, “La
caída”, “El infierno” y “La gran escalera del palacio legislativo” entre 1955 y 1958. Asimismo “En el insomnio” figuró en la
antología Cuentos breves y extraordinarios (1955), dirigida por Borges y Bioy Casares.
6 Sus amistades eran más bien satelitales respecto del grupo dominante: Adolfo de Obieta, Graziella Peyrou, Carlos Cordaroli,
el cubano Humberto Rodríguez Tomeu y el escritor polaco Witold Gombrowicz (Calomarde, 2010, pp. 157-248; Kanzepolsky
2004, pp. 81-147) conformaban el círculo de amigos más cercano. Con el autor de Ferdydurke defendió especialmente una
trinchera para poder ejercer una crítica mordaz en relación a las dinámicas literarias porteñas y habaneras.
7 Reinaldo Laddaga sostiene que Piñera forma parte de un conjunto de escritores “raros” de la literatura hispanoamericana,
Su exclusión de cánones, cursos e historias de la literatura tiene que ver con su tendencia a desviarse de las formas que la
literatura ha cobrado con frecuencia (2000, pp. 9-29).
Los cuatro cuentos que aquí estudio tienen como denominador común la falencia física:
la ceguera, la cojera y la desagregación corporal. Estos condicionamientos permiten la
ficcionalización de mundos que configuran una lógica propia, una heterotopía, al decir
de Michel Foucault, donde los sujetos se resisten a una exterioridad. Como sostengo,
Piñera despliega una escritura que articula ciertas formas de autarquía y resistencia
respecto del estado cotidiano de las cosas. El despliegue imaginativo que estos cuentos
manifiestan es resultado de lo que suscitan tales condicionamientos somáticos.
Michel Foucault afirma que las heterotopías son impugnaciones, imaginarias o reales,
del espacio en el que se desarrolla la vida. Si las utopías carecen de lugar, las
heterotopías, por su parte, son lugares privilegiados, reservados a individuos
específicos, generalmente incompatibles con los espacios cotidianos y su espacio-
tiempo suele ser depositario de imaginación (1994, p. 30). Su condición es ser “lugar sin
lugar” cerrado sobre sí, “lugar irreal que virtualmente se abre detrás de la superficie”
(p. 70). En “Las partes”, “La cara”, “Cosas de cojos” y “Oficio de tinieblas” los personajes
se desplazan por espacios cerrados y aceptan felizmente las reglas que ellos han creado
para habitar un mundo en los confines de lo normativo. No se trata de individualidades,
sino de singularidades que tienden puentes con otros desde una dimensión corporal, y
disponen una gramática otra a la que le es inherente la falencia. Propongo, también,
que estas extrañas singularidades edifican ciertas formas de comunión, esto es, formas
de vinculación que trascienden lo cultural porque se anclan en socialidades otras,
desnudas de domesticación. En este sentido, recupero la noción de Jean-Luc Nancy
sobre la comunidad, quien plantea que “no hay ser singular sin otro ser singular, y que
entonces, dicho en un léxico poco apropiado hay lo que se llamaría una ‘socialidad’
originaria u ontológica, que desborda ampliamente en su principio el motivo único de
un ser-social del hombre (el zoon politikon es segundo en relación con esta
comunidad)” (2001, p. 56).
El inicio permite inferir que el espacio donde se encuentra el narrador es una vecindad
cerrada o casa de huéspedes. “Al abrir la puerta de mi cuarto vi que mi vecino estaba
de pie en la puerta del suyo” (1970, p. 34), 8 dice; después observa que “una larga capa
de magníficos pliegues” (1970, p. 34) le cubre el cuerpo a su vecino, lo que a su vista le
“chocó” por “esa parte de su cuerpo que correspondía a su brazo izquierdo”, pues “en
aquella región, la tela de la capa se hundía visiblemente y establecía una ostensible
diferencia con la otra, es decir, con la región de su brazo derecho”. Pero, confiesa, “la
cosa no era como para pedirle explicaciones” (1970, p. 34).
domesticación visual e instaura un juego de ilusionistas: todo debe verse para que
acontezca y, sin embargo, queda velado para poder interpretarse: “Miré rápidamente
su hombro izquierdo”, señala el narrador, “y en seguida, como es natural, el derecho”,
donde “ahora se hundía […] visiblemente la tela” (p. 34). Espera, entonces, ver un tórax
completo, “como es natural”, pero rápido se adapta a lo que el vecino le muestra, o
mejor dicho, esconde. Su vista, plenamente facultada, es sometida a una forma de
ceguera, a una dislexia visual que el narrador acepta de buena gana, instaurando una
semejanza corporal que posibilita la edificación de un espacio-tiempo otro.
Michel Foucault señala que las heterotopías son “contra-emplazamientos”, esto es, que
“todos los emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de una cultura
están a la vez representados, cuestionados e invertidos” (1994, p. 70). El primer indicio
de un contra-emplazamiento en el relato es el cuerpo concebido como totalidad y
continuidad en el tiempo. La advertencia inicial: “Miré rápidamente su hombro
izquierdo, y en seguida, como es natural, el derecho” (id.), patentiza la predisposición a
percibir el cuerpo integrado. Pero éste se convierte muy pronto en instancia de
experimentación. Cada portazo implica una alteración del cuerpo, y se edifica así un
entorno íntimo de absoluta complicidad. Cito en extenso:
La paradoja que presenta esta minuciosa descripción recae en el hecho de que la vista
está condicionada por la inferencia, también por la experimentación corporal. El
narrador debe mirar para deducir qué parte del cuerpo ya no está detrás de la capa. La
alteración somática es requisito para que después se instaure un “contra-mundo” en el
que, al decir de Foucault, “el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el
producto de sus propias fantasías” (1994, p. 15).
Asimismo, el relato despliega formas rituales y repetitivas: ciclos en los que sólo tiene
cabida el performance del cuerpo. “Y como ya la capa no le sería de ninguna utilidad,
me cubrí con ella para salir como un rey por la puerta” (p. 36), dice el narrador hacia el
final cuando se dispone a asumir el rol del vecino, sellando, entonces, un destino
secretamente compartido. En este sentido el performance tuerce el “virtuosismo
histriónico” del que habla Benítez Rojo respecto de la literatura caribeña; se desfasa
porque no apunta a representar formas rituales de la cultura caribeña, esto es, a
construir un “discurso supersincrético” que reverbere de un conocimiento tradicional.
La finalidad del espectáculo en “Las partes” es sellar una complicidad.
La cita de arriba revela, también, otra alteración: la del tiempo lineal. La sexta vuelta
¿no debía ser la quinta?, y la séptima ¿la sexta? Las disrupciones corporales instauran
una temporalidad autónoma. Si el cuerpo está en el espacio y en el tiempo, sólo cobra
sentido en su transcurrir; si el tiempo se define por la duración de los objetos, entonces
el tiempo es de algo –premisa ontológica que establece que el ser sólo es en el espacio-
tiempo. Desplazarse y moverse significa estatuir las condiciones de posibilidad de un
determinado mundo. “El Tiempo como categoría es la duración, el flujo incesante de
sucesos, un continuo fusionado a un cambio perpetuo”, plantea Guadalupe Valencia
(2002, p. 3). Múltiples formas pueden adquirir los sucesos, “incluso pueden aparecer
como tramas temporales eternas o inamovibles. Pero aún estas últimas deben ser
consideradas en el marco de la duración, del movimiento, pues sólo con respecto a la
mutación es posible hablar de lo que aparece como inmutable y como sempiterno” (p.
3). Sólo en el fluir, en la particularidad de sus ritmos “fundan su existencia los mundos
conocidos e imaginados” (p. 3).
9 En “Espacios diferentes” (1967) Foucault plantea que las heterotopías establecen su propia temporalidad o, mejor dicho,
sus propios cortes temporales: “la heterotopía se pone a funcionar a pleno cuando los hombres se encuentran en una suerte
de ruptura absoluta con su tiempo tradicional” (en 1994, p. 76).
Al principio, aquél sugiere hablar dos veces por semana. Posteriormente, ante el temor
de que las “conversaciones tengan que ser suspendidas por falta de tema” (p. 88), éste
solicita que asistan por separado “a diferentes espectáculos para [después] cambiar
impresiones” (p. 88). Sin embargo, al narrador comienza a inquietarle muy pronto el
deseo de mirar lo que se le niega: cuando volvían de las funciones a las “conferencias
por teléfono y yo le contaba estas rebeldías, él me suplicaba, con voz llorosa, que ni por
juego osase nunca verle la cara. […] Que si yo le importaba un poco como desvalido ser
10 Para Glissant la Historia con mayúscula participa de una obsesión totalizadora. Este deseo que concibe el progreso
histórico de la humanidad como condicionante de las acciones de la sociedad, tiene como sustento a la literatura, misma que
refuerza el sentido épico de una huella primordial, cuyo lugar está en el Occidente pero se concreta en la identidad ideológica
de un origen común o nacional-teleológico. La Historia, de concepción hegeliana, es, para Glissant, hegemónica, mientras
que el cuento antillano revela sus fisuras debido al sentido que ocupa “la palabra retenida” de la voz antillana, su capacidad
para delimitar “un paisaje no poseído” y urdir la “anti-Historia” (2010, p. 145). Por otro lado, sostiene que “las Antillas son el
lugar de una historia hecha de rupturas y cuyo inicio es un arrancamiento brutal: la trata de negros”, de ahí que la conciencia
histórica antillana no pueda sedimentarse “de forma progresiva y continua, como en los pueblos que engendraron una
filosofía de la historia a menudo totalitaria –los europeos- sino agregarse, por efectos del impacto, de la contradicción, de la
negación dolorosa y de la explosión” (2010, p. 124). El énfasis es mío.
humano, que nada intentase con su cara” (p. 89). Todo tenía que suceder “como si no
existiese esa prohibición terminante” (p. 93).
Si en “Las partes” el narrador se mimetiza a cabalidad con las condiciones que propone
el vecino, en “La cara” persiste el deseo de traspasar las fronteras impuestas. El poder
de las tinieblas depende de una complicidad que siempre está bajo amenaza.
Finalmente, lo que el protagonista desea es mitigar la soledad y procurarse compañía:
“[…] [Y]o también sufro. No es a usted solo a quien su cara juega malas pasadas, a mí
también me las juega […] Quiere obligarme a que yo la vea; quiere que yo también lo
abandone” (pp. 89-90).
¿Qué hay en ese rostro que necesita de las penumbras para atemperar su peligrosidad?
“La historia de mi cara”, advierte el protagonista a su amigo, “tiene dos épocas. […] En
la primera época, juntos cometimos más horrores que un ejército entero. Por ella se
han sepultado cuchillos en el corazón y veneno en las entrañas” (p. 92). En el pasado,
el protagonista supo que se estaba quedando solo: “Mientras yo aspiraba, con todo mi
ser, a la posesión de la ternura humana, ella multiplicaba sus crímenes con saña
redoblada” (pp. 92-93). La disociación entre la voluntad y la autarquía de un mal,
recurrente y tormentoso que lo habita, disocia el deseo de autoafirmarse no sólo desde
el “yo”, sino sobre todo a partir de una alteridad frente a la que pierde humanidad.
[…] ido a remotos países a hacerse matar en lucha desigual, otros se han
tendido en sus lechos hasta que la muerte se los ha llevado. […] [T]odos estos
infelices expiraban bendiciendo mi cara. ¿Cómo es posible que una cara, de la
que todos se alejaban con horror, fuese, al mismo tiempo, objeto de postreras
bendiciones? (p. 92).
Pero, ¿qué lógica rige la heterotopía en este relato? Todo parece que el deseo de
unificar las almas (p. 95) queda en suspenso: “la cara” difícilmente deja de ejercer
seducción en su amigo: “Mi próxima visita sería quedarme definitivamente a su lado; a
su lado, sin tinieblas, con su salón lleno de luces, con las caras frente a frente” (p. 95).
La obsesión deja ver que no es posible asegurar una guarida donde imperen las
limitaciones visuales.
Pero el espacio cobra otro sentido al atender una breve frase del protagonista en la que
señala haberse “reducido a la soledad de mi casa” y sólo se trata “con lo menos humano
del género humano” (p. 86). En medio de este estado radical de aislamiento y soledad
autoimpuestos está, paradójicamente, acompañado por “la servidumbre” (p. 86). No
está solo aunque así lo conciba y, sin embargo, quienes habitan con él no tienen
agencia: apenas los considera humanos.
Universidad de La Habana y sólo podía costearse una pieza en la casa de una familia de
color.
¿Podría yo convivir con esos negros, yo, que en los parques provincianos
ocupaba la fila de los blancos? ¿Y no se situaba dicha fila junto a la estatua del
prócer de turno como indicando que, por nuestra condición de blancos,
estábamos con la majestad, santidad y blanquedad? […] Y la tía era blanca pero
me echaba de su casa, los blancos eran senadores y representantes, pero
hacían todo lo posible para verme perecer por hambre […]. De pronto recordé
a mi criandera, que era negra, que me había puesto el pezón en la boca, que
había limpiado, sin protestar, mis caquitas. Me sentí tan niño, tan lejos de todo
color y de todo prejuicio […]. (2012a, pp. 323-324).
Las notas parecen esclarecer el embrollo alegórico. Primero, al revelar una realidad que
para comprenderla es necesario situarnos desde la subjetividad criolla en un contexto
en el que el negro no tiene cabida en la memoria colectiva ni en el espacio público. La
historiadora Consuelo Naranjo Orovio plantea que el negro era sinónimo de
peligrosidad social a lo largo de la República (2003, p. 156). Glissant, por su parte,
sostiene que los negros son un pueblo heterogéneo al que se le ha negado el derecho
a participar en la Historia (2010, p. 124). En segundo lugar, la alegoría permite asociar
la pureza y la bondad con los sujetos racializados que, inferimos, son la servidumbre
confinada en el relato. En las antípodas de una mezquindad blanca que despliega
inhumanidad y violencia, están los negros y los siervos ahí donde, paradójicamente, el
poseedor de la cara sólo puede ampararse.
Tal parece que la heterotopía no se resuelve entre los personajes principales, al menos
no como edificadores de un espacio autónomo y resguardado. Es probable que la
servidumbre explique la inestabilidad propia del universo que desea construirse el
protagonista y no consigue del todo, en virtud de que el narrador se obsesiona con
verle. Como huella apunto de ser borrada de la historia, quizás la servidumbre permita
comprender la porosidad existente en esta hetorotopía.
En el poema “Vida de Flora” (1944) Piñera manifiesta una voz poética empática con una
mujer de “grandes pies que ocupan todo el espacio”, que “no caben en el río que te ha
de conducir a la nada, al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni
ahorcados” (2012b, p. 110). Como señala Jesús Jambrina, nuestro autor asume “el
compromiso de una voz con cierto tipo de personajes, de sujetos reales en la medida
en que pertenecen al mundo diario, pero que al mismo tiempo no existen en el
imaginario heroico de las (re)producciones hegemónicas” (2012, p. 95). El escritor apela
a identificarse con estas alteridades para comprender literariamente una realidad que
no puede ser mitificada y sólo es revelada desde los misterios del margen.
En “Cosas de cojos” el narrador inicia diciendo que “los cojos, a pesar de su cojera, van
y vienen por las calles. […] [P]ero […] apenas si obtienen que el público repare
distraídamente en su cojera” (p. 52). Aunque marcharan pidiendo que “se les devolviera
la pierna perdida […], está visto que un cojo evita la compañía de otro cojo”, pues la
soledad y el “recato” son “inherentes a la cojera” (p. 52): van por el mundo
desarticulados y relativamente invisibles a los ojos de los demás.
En Los anormales, Michel Foucault señala que la disciplina de los cuerpos se manifiesta
en acciones, en formas sutiles de ejercicios del poder que están relacionadas con el
surgimiento de los discursos del saber sobre las “anomalías” de quienes son
considerados “incorregibles” o “monstruos”: sujetos con deformaciones físicas,
enfermedades corporales e inversiones a las normas (2007, pp. 64-67). El tratamiento,
incluso moral, del “anormal” supone volverlo funcional, esto es, eliminar o atenuar su
falla. Pero mientras esto ocurra, el lisiado queda fuera de los marcos de la ley como
exigencia de un uso racional de la administración de la vida social y económica. Bien
señala José Bianco sobre los cuentos de Piñera que “es como si el mundo estuviera
enfermo de cordura” y, entonces, los personajes se empeñan “en devolver salud
ponderando hasta el delirio ese rigor lógico que permite a los hombres entenderse y
buscar el camino de la verdad” (1970, pp. 8-9). Significa que la anormalidad en estos
relatos supone la antítesis de la domesticación correctiva y, por lo tanto, la fundación
de un mundo autónomo.
El brevísimo relato narra la historia de un cojo que “tenía que comprar un zapato para
su pierna buena”, motivo por el cual decide apostarse “frente a una zapatería en espera
de otro cojo que tuviera necesidad de un zapato para su pierna derecha”, pues ¿por
qué razón “iría a comprar dos zapatos si con uno le bastaba? […] ¿por qué perder
tontamente la mitad de esta suma?”. Pero “como la vida no es tan sencilla como
parece”, continúa el narrador, “ocurre que ese cojo, que él aguardaba, anhelosamente,
había tenido su misma ocurrencia, pero, en cambio, no había escogido la misma
zapatería” (p. 52).
La “proverbial tenacidad” (p. 53) de estos cojos hace que permanezcan varios años
fuera de su respectiva zapatería sin que suceda el encuentro. El tiempo se encapsula y
relativiza: ningún ritual de subsistencia tiene cabida y lo único relevante es esperar: la
vida circundante no se impone porque se han empeñado en encontrarse. La vidriera,
los cojos expectantes, aunque distantes, confeccionan una dinámica regida por la
templanza y una temporalidad que se sostiene en el deseo de mitigar la soledad. La
ruptura con el tiempo tradicional instaura una heterocronía que agrieta la normalidad
en la que los cojos no tienen cabida y tampoco son percibidos.
Hacia el final de la historia ocurre el anhelado encuentro, pues “no todo es rigor y drama
en esta vida. Un buen día, dos cojas (no por avaricia, sino por malparada economía)
tuvieron la misma idea que nuestros dos cojos, y quiso el azar que vinieran a apostarse
frente a las zapaterías donde estaban apostados desde hace años los cojos de nuestra
historia” (p. 53). La pobreza material que los había mantenido a la espera, se traduce,
irónicamente, en un final feliz: “Un día, los cojos y las cojas acabaron por mirarse
amorosamente, y apoyándose en sus muletas se estrecharon para escuchar el latido de
sus corazones” (p. 53). Entonces las parejas procedieron a entrar a “sus respectivas
zapaterías, pues ¿se ha visto alguna vez que un cojo y una coja marchen al altar con el
Por otra parte, “Oficio de tinieblas” fue escrito en el contexto de la enfermedad que
acabó con la vista del padre de Piñera. Cuando José Bianco visitó a su amigo en Cuba
en 1961, conoció al señor “de mucha edad, frágil, de facciones acusadas” (1970, p. 17).
Le llamó “la atención sus ojos apagados, su aspecto tenue, casi fantasmal”, dice el
escritor argentino, y Piñera “se refirió a su padre con tristeza: ‘No ha hecho sino luchar
en la vida, como todos nosotros. A los ochenta y pico está ciego, o casi ciego” (id.). El
relato puede leerse como una celebración de la vida del padre, en aquel entonces ya
senil e invidente.
En este relato el narrador en primera persona comienza describiendo las vivencias que
su familia ha experimentado desde que la ceguera del padre ha sido confirmada por un
médico. “Se ha quedado ciego sin remedio”, razón por la que enseña a su esposa “el
arte de la ceguera”, aunque ésta parece fracasar en su intento de ser buena ciega. En
cambio, con la nieta está encantado: “Hay que ver sus manos: palpan, tantean las
paredes como abriendo camino al resto del cuerpo, que, victoriosamente, atraviesa el
dédalo de cuartos” (p. 29). Las relaciones familiares ya no están condicionadas por la
normalidad; la historia dispone un conjunto de significados en los que la falencia visual
posibilita en adelante las relaciones familiares, mismas que se extienden al círculo social
más cercano.
La ceguera no se impone sino como juego; es el “oficio de tinieblas” que los demás
aceptan y normalizan con prontitud. A su vez, dispone otro tiempo, manifiesto en el
hecho de que la familia decide festejar con júbilo el primer aniversario de ceguera, en
sustitución del cumpleaños. El tiempo calendárico deja de regirse por las efemérides
tradicionales para ser pautado por las “tinieblas”. Vecinos y familiares acuden al festejo
y se les entregan anteojeras para no ver. Los lentes cumplen su función a la inversa: se
trata de apelar a una máscara que anula la facultad para ver. Hacia el final todo
transcurre sin torpezas, cuenta el narrador: “se brindó con champaña y hasta se bailó”
(p. 20).
Como en “Las partes” y “La cara”, los personajes pueden ver, pero la ceguera infligida
constituye el medio idóneo de vinculación con el otro. El enmascaramiento que provee
la oscuridad abre paso a formas de resistencia y soberanía que emanan, esencialmente,
del cuerpo falente como espacio utópico y autárquico capaz de solidarizarse lejos de
los tiempos y espacios tradicionales.
Balance provisorio
sociedad que ha dejado sin agencia ni historia a cierta clase de sujetos que, no obstante,
han sido capaces de idear y habitar un universo autárquico.
Por otra parte, el espacio-tiempo que aquí hemos concebido como heterotópico, no
puede pensarse sin las adecuaciones corporales. No hay guarida, no hay espacio y
temporalidad otros sin que los personajes intervengan sus cuerpos en complicidad con
otros que comparten su falencia. Los relatos confirman que el espacio no es depósito,
ni el tiempo mera sucesión. “No vivimos en un espacio homogéneo y vacío”, dice
Foucault, sino “en un espacio que está totalmente cargado de cualidades, un espacio
que está tal vez también frecuentado de fantasía” (1994, p. 67). Las formas insulares,
volcadas hacia un adentro en estas historias permiten que se cumplan, también, ciertas
formas de utopía en las que no se busca ninguna clase de trascendencia, sino imaginar
y resistir desde y para el cuerpo, en íntima y secreta solidaridad.
Esto último se engarza con las formas radicales de socialidad que Piñera propone. El
lugar primordial que cobra el cuerpo y sus facultades somáticas me hace pensar en lo
que Nancy denomina la angustia por el “ser-en-común”, que no es sino la extensión de
un cuerpo en otro para devenir “comunidad”. En la comunidad las individualidades se
desintegran cuando prevalece una alteridad radical que, como señala el pensador, es
“inclinación”, apertura y “disposición del uno hacia el otro” (2001, p. 17). Los cuerpos
falentes de Piñera son, en síntesis, reducto de utopía, fragmento de una no-historia,
por decirlo en términos de Glissant, en el sentido que construyen formas contra-épicas
que se apartan del devenir histórico, que no desean ni proponen ser individuos en
devenir, ni tampoco participar de la búsqueda de una identidad.
Referencias
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