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El Hombre Que Amaba A Los Perros

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UNIVERSIDAD DE CHILE

Facultad de Filosofía y Humanidades


Departamento de Literatura

El hombre que amaba a los perros:


La fragilidad de lo humano

Seminario de Grado: Literatura perruna y filosofía animal:


textos latinoamericanos

Informe de Seminario de Grado para optar al grado de Licenciado en


Lengua y Literatura Hispánicas.

IGNACIO CORNEJO WETTLING

Profesor tutor: Bernardo Subercaseaux


Santiago, enero de 2019.
Índice

Dedicatoria.
1. Introducción:

1.1. Preámbulo.

1.2. El perro en la cultura.

1.3. Lo animal y el perro en la literatura.

1.4. Antecedentes filosóficos.

1.5. Actualidad del debate.

1.6. Jacques Derrida.

2. Acerca de El hombre que amaba a los perros:

2.1. Leonardo Padura.

2.2. Argumento y Estructura.

2.3. Novela Policial.

2.4. Nueva Novela Histórica.

3. Análisis:

3.1. Los perros.

3.2. Amor al prójimo.

3.3. Perros e infancia.

3.4. Deberes directos e indirectos.

3.5. Seres con valor inherente.

4. Conclusión:

4.1. La fragilidad de lo humano.

5. Bibliografía.
Dedicatoria.

En memoria de Patricia Cornejo, mi tía, quien siempre me recibió con una sonrisa
en su rostro y un apretado beso. Jamás la olvidaré.
A Pelusa, Kity y Lazy, gatas asesinadas por la CNI en amedrentamiento a Marta San
Martín, perseguida y torturada por la dictadura de Pinochet.
A mi madre Angélica y mi a mi padre Javier, quienes desde pequeño me adentraron
en el maravilloso mundo de la literatura y por su apoyo incondicional en cada decisión que
he tomado.
A Laura, por supuesto, mi compañera, por su abnegado apoyo, amor y paciencia en
este proceso. Cada desvelo valió la pena.
A mi abuela Teresa, mi segunda madre, por su entrañable amor, preocupación, largas
conversaciones y su perseverancia al enseñarme a leer siendo niño.
A mi abuelo Federico por su inmenso amor, consejos y respaldo en mis travesuras de
niño.
A mi abuela Laura por su amor, enormes sacrificios, preocupación y su infatigable
ánimo en mis estudios.
A mi abuelo Gilberto, el jornalero gañán colchagüino, que se vio obligado a trabajar
siendo un niño. Sin su sacrificio nada de esto sería posible.
A mis tías y tío, Claudia, Maite, Liliana, Bárbara e Ignacio, por todo su amor, consejos
y el cariño y respeto hacia los animales que me transmitieron desde niño.
A mi tío Jorge por su permanente preocupación y su fascinación por la filosofía.
A Daniel, Lía y Simón por abrirme las puertas de su casa y hacerme sentir parte de su
familia.
A Omar, amigo incondicional y compañero de mil aventuras, quien constantemente
me motivó para terminar este Informe.
A Gabriel y Felipe, grandes amigos, que con quienes disfruté de largas
conversaciones políticas, existenciales y literarias.
Al profesor Bernardo Subercaseaux, gran motivador en el estudio de la cuestión
animal, por su paciencia y apoyo en la realización de este Informe.
A Bronco, Coca, Kira, Pequeñita, Alaska, Chata, Pola, Canita, Pinky, Lobo, Pupi,
Chú, Carli-Carli, Caruso, Proceso, Cuqui, Cachorro, Beto, Shakira, Paywoket, Carcuro,
Akane, Poli, Romi, Amelie, Señora Mittens, Mapi, Fígaro, Luna, Oliver, Ray, Benito, Noah,
Omarcito, Meilín, Paywi, Bony, Sofi, Sakura, Perla, Negro Alberto, Inés, Aquiles, Ezio,
Minicha, Dulce, Silvestre, Dante, Ulises Lima, Sinco, Petruccio y Rufo.
Aquí hay un hombre que debería aullar
para convocar a su manada perdida.
“Donde quiera que estén
vengan, vengan a reunirse conmigo.
Hay grandes cosas por hacer
esperando por nosotros’’.
Pasan cosas inexplicables,
Hernán Miranda.
A Daenerys, mi fiel compañera.
A Polo, mi mejor amigo perro, a quien nunca olvidaré.

1. Introducción:

1.1. Preámbulo.

Nuestro objetivo de estudio es examinar la novela El hombre que amaba a los perros

(2009) del autor cubano Leonardo Padura en el contexto del debate contemporáneo respecto

a las relaciones entre condición humana y condición animal. En esta perspectiva, partiremos

relatando una anécdota en que se pone en juego, desde el punto de vista paródico, en un

contexto dictatorial, el vínculo entre lo humano y lo animal: una mañana de marzo de 1984,

en medio de una dictadura represora y sanguinaria, el poeta chileno Hernán Miranda, luego

de haber convencido al director del Zoológico Metropolitano de Santiago, es puesto en

cautiverio dentro de la jaula de los chimpancés, argumentando realizar una manifestación en

defensa de los derechos de los animales. Vestido de oficinista, junto a un escritorio y una

máquina de escribir, un letrero informaba: “Hombre. Nombre científico: Homo sapiens.

Hábitat: En todo el mundo”. Su amigo, Enrique Lihn, vociferaba: “el hombre es el único

animal que usa lentes oscuros. El hombre es el único animal que posa para las cámaras...”.

Nicanor Parra, otro amigo del poeta, manifestó ante la asombrada prensa: “esto es un espejo

de la realidad” (García 2005). Si bien, la performance de Miranda abre un importante abanico

de interpretaciones, sobre todo en relación con su contexto sociopolítico, no buscamos

realizar una reflexión contextual, al contrario, invitamos a reducir la acción performativa a

su esquema mínimo. Al hacer este ejercicio de reducción, queda al descubierto un simple

hecho: un hombre toma el lugar de un animal cautivo y se expone a sí mismo como una

curiosidad ante un grupo de atónitos espectadores. En el marco de lo aceptado como


representable en Occidente, las antropomorfizaciones y animalizaciones circulan en el

imaginario en distintos ámbitos: en la mitología, en las costumbres de los pueblos, en las

artes plásticas, en la literatura y en el cine. No obstante, no todas las representaciones,

antropomorfizaciones y animalizaciones, se corresponden con la red imaginaria occidental

de lo considerado representable, esto es, representaciones estéticamente coherentes con el

imaginario. De esta suerte, la performance de Miranda, contrario a lo esperable por un

público colonizadamente occidental, pero, a fin de cuentas, parte de Occidente, perturba las

fronteras de lo representable, puesto que traspasa el ámbito de lo imaginado como congruente

en relación con la red de imágenes que componen nuestra subjetividad, generando en el

espectador la sensación de extrañamiento ante un mundo que pierde su habitual coherencia.

Ahora bien, cabe cuestionarse el por qué causa extrañeza el observar a un hombre ocupando

el lugar de un chimpancé enjaulado para ser exhibido como atracción. La respuesta, si es que

llegase a existir, engloba una variedad de posibles lecturas, sin embargo, una arista esencial

del problema, la cual exploraremos a lo largo de esta reflexión, es el vínculo que como seres

humanos entablamos con respecto a los animales que, tristemente, en la generalidad de los

casos, es de una disparidad que asombra, aunque existen quienes, como queda de manifiesto

en la obra que nos ocupa, El hombre que amaba a los perros, que ven en los animales, no a

una criatura inferior, sino a un igual, con el mismo valor inherente de un ser humano.

La acción de arte performativa de Miranda se adelanta al debate filosófico

contemporáneo, surgido en las últimas décadas del siglo XX, relativo a la condición humana

y a la condición animal, en que se confrontan la corriente filosófica antropocéntrica,

hegemónica desde la Antigüedad, y otra vertiente de pensamiento filosófico ocupada de

descentrar la figura del ser humano como medida y centro del universo, reivindicando la
presencia y ontología de otras formas de vida, no solamente de las pertenecientes al reino

animal, sino en una perspectiva global ecosistémica. Volviendo a la performance de Miranda,

podemos darnos cuenta de que el arte y la literatura entendidas como una forma de pensar

que no posee propósitos cognitivos definidos, es una manera de aprehender el mundo que no

funciona en base a conceptualizaciones, como el pensar filosófico, y está más allá de las

causalidades, a diferencia de las ciencias, puesto que no hay ninguna causa o efecto que

explicar. En palabras de Bernardo Subercaseaux, el pensar literario es una aventura

lingüística e imaginaria que nos abre perspectivas que otros discursos, el filosófico y el

científico, cierran por no ajustarse a sus parámetros (Subercaseaux 53). De esta manera, el

lenguaje artístico-literario, desde su especificidad, así como la performance de Miranda, se

anticipa temporalmente a las reflexiones filosóficas que más tarde cuestionarán las fronteras

entre humanos y animales.

1.2. El perro en la cultura.

Teniendo en cuenta la capacidad del lenguaje artístico-literario de anticiparse a los

diversos pensamientos filosóficos, entre ellos el relativo al vínculo humano-animal, es de

esperar que exista un corpus de producciones artístico-literarias, que den cuenta de la

problemática de la condición animal desde una perspectiva que, a diferencia de la mirada

filosófica y científica, nos abra la posibilidad de ahondar en distintos discursos y repensar

nuestro rol frente a los animales. Como nuestro objeto de análisis es la novela El hombre que

amaba a los perros, obra perteneciente a las llamadas novelas perrunas, nos abocaremos a

realizaciones artísticas-literarias que tengan a perros como su eje temático.

Culturalmente las representaciones de animales abarcan un periodo de tiempo que se

extiende desde las primeras representaciones simbólicas, metáforas del mundo, del hombre
primitivo de la Edad de Piedra. Lo dicho, trae consigo el planteamiento de que la relación

humano-animal, contra todo pensamiento antropocéntrico, durante la prehistoria es de una

codependencia total, esto es, ambos estaban ubicados en el centro del universo. El animal fue

la primera temática tratada por el ser humano primitivo en el arte rupestre. A este respecto,

vale la pena mencionar el documental Cave of Forgotten Dreams (2011) del cineasta y

documentalista alemán Werner Herzog, quien registra en la cueva de Chauvet,

representaciones animales, arte rupestre, de más de 30.000 años de antigüedad. El académico

John Berger, intelectual inglés ligado a las artes, en el ensayo “¿Por qué miramos a los

animales?”(1998), sostiene que la diferencia entre seres humanos y animales, casi

exclusivamente, es su capacidad de pensar simbólicamente, parte de la evolución del lenguaje

humano, sin embargo, como ya dijimos, los primeros símbolos fueron animales.

El uso simbólico, o metafórico, del lenguaje relativo a animales es rastreable en La

Ilíada, canto épico fundante de la cultura occidental. Por ejemplo, el “Canto XVII” inicia con

Menelao, líder del ejército aqueo, de pie sobre el cuerpo de Patroclo, recién muerto a manos

de Héctor, impidiendo que los troyanos despojen su cadáver. Homero emplea referencias

metafóricas basadas en animales para transmitir las cualidades, que de otra manera hubiera

sido imposible, del momento narrado: “Como la vaca primeriza da vueltas alrededor de su

becerrito, mugiendo tiernamente, como no acostumbra a parir, de la misma manera bullía el

rubio Menelao cerca de Patroclo” (Cit. en Berger 19). En la misma línea de la cultura

grecolatina y su simbología animal, en su mitología, el perro Cerberos, más conocido como

Cancerbero, con frecuencia fue representado como un monstruo de tres cabezas al cuidado

de las puertas del Érebo con la misión de impedir que las sombras de los muertos salgan y

los vivos entren. La figura de Cancerbero fue actualizada literariamente por Dante Alighieri
en el “Canto VI” del Infierno en La divina comedia, repercutiendo hasta hoy en día en el

imaginario occidental. Argos, el perro de Ulises, u Odiseo, caracterizado en La Odisea, por

su inquebrantable lealtad, es la contraparte de Cancerbero, siendo el único perro al que

Homero reconoce como personaje y quien recuerda a Ulises tras veinte años sin poder

retornar a su natal Ítaca. En la Grecia antigua, donde la imagen del perro como guardia estaba

muy arraigada, se acostumbrada a confiarles la custodia de casas, templos y fortalezas. En

este aspecto, las fábulas de Esopo refuerzan la imagen del perro como protector: El ladrón y

el perro y El lobo y el perro son dos breves historias en las cuales el lugar asignado a los

perros es la protección de hogares (Andrade 63). Otra referencia del mundo griego, respecto

al papel de protectores asignado a los perros, la hallamos en la conocida historia, al menos

por los griegos, del perro Soter, “salvador” en griego, quien junto a otros cuarenta y nueve

compañeros perrunos tuvo la misión de defender las explanadas de Corinto de los naupolios,

enemigos ancestrales de los corintios, en mayo de 581 A.C durante las fiestas en honor a

Afrodita, ya que los habitantes de la ciudad se encontraban embriagados y en plena

celebración. El único sobreviviente de la batalla contra el ejército naupolio fue Soter, quien,

comprendiendo que la única manera de detener a los enemigos era avisando a los soldados,

corre a la ciudad y avisa del ataque a sus ciudadanos, salvando a Corinto de un inminente

desastre. A Soter, por su valentía, fidelidad y compañerismo, se le honró asignándole la

protección de la ciudad y los habitantes de Corinto le regalaron un collar de plata con la

inscripción: “A Soter, salvador de Corinto”.

En Roma, durante el imperio, los perros continuaron desempeñando su rol, así como en

Grecia, de animal doméstico, presente en el cotidiano de la sociedad romana, ejerciendo

funciones de guardianes, guerreros y fieles compañeros del ser humano. Grecia y Roma,
señala Andrade, comparten una parte importante de su imaginario cultural, siendo posible

rastrear un sustrato mitológico común en obras de Ovidio como las Metamorfosis o en la

Historia de los animales (s. III D.C) de Claudio Eliano, donde, el retórico e historiador

romano, nos muestra a través de sus impresiones del reino animal, fábulas, narraciones

míticas e historias populares, las ideas e imágenes que se tenían del perro en Roma. De esta

suerte, dice José María Díaz-Regañón, prologuista de la Historia de Eliano, que el retórico

romano en su obra pretende mostrar que los animales son capaces de tener sentimientos

elevados, aún más que el propio ser humano, y están dotados de una gran generosidad,

espíritu de sacrificio y amor hacia el prójimo. En el capítulo XXV del libro IV, titulado “El

afecto del perro a su amo”, Eliano presenta el caso de una mujer cuya fidelidad a su esposo

era muy admirada por poetas y mucha gente en los templos, contrastando el relato con una

serie de ejemplos del desmesurado amor que los perros son capaces de profesar, superando

el amor de una esposa devota. Por otro lado, Eliano, reforzando la concepción de perro como

guardián y guerrero, mucho más marcada que en Grecia, advierte en el capítulo “Perros

sagrados custodios del templo de Ádrano” que tales perros guardianes tenían la habilidad de

identificar, en su tarea de defensa, a los visitantes de los ladrones, asistiendo amablemente a

los borrachos que no podían llegar hasta su propia casa e infringiendo un severo castigo a

aquellos borrachos que se aprovechaban de su gentileza, escarmentándolos de tal manera que

quienes intentaban volver a robar eran despedazados con ferocidad (Andrade 73). Por otro

lado, siguiendo con el tema de ferocidad canina, en Roma existía la superstición de que la

famosa inscripción latina “cave canem”, “cuidado en perro”, mosaico o pintura escrita en las

puertas de las casas, además de servir como una advertencia para los posibles ladrones, se

utilizaban para alejar el mal de los hogares. La superstición descrita se vincula con la figura

mitológica griega de Cancerbero, bestia guardiana encargada de impedir que los muertos
traspasen las puertas de Érebo en el inframundo, reforzando la concepción del perro como

guardián, pero esta vez, como un guardián frente a la muerte. La noción del perro como

guardián, incluso ante lo inmaterial, se debe, cree Andrade, al instinto de ahuyentar a

cualquier cosa que se acerca a su amo, o compañero, ya sea un ser humano u otro animal.

Recurriendo nuevamente a la imagen de Soter, el perro héroe de Corinto, el perro posee una

fuerte carga simbólica como una especie que es el emblema de la protección a costa del

sacrificio personal para espantar cualquier tipo de mal.

Avanzando unos cuantos siglos en el tiempo, en lo que respecta al arte del Renacimiento,

especialmente a través de la pintura, indica Andrade, podemos dar cuenta de la importancia

de los perros para el arte occidental. Ya vimos la notoria presencia de lo perruno en las dos

más grandes civilizaciones de la antigüedad grecolatina, evidenciando la fluida participación

en la vida cotidiana del perro. A pesar de que en la cultura grecolatina el perro figura como

una criatura vital en su configuración como sociedad, no deja de sorprender la notoriedad

con la que el arte del Renacimiento asume la imagen del perro como parte relevante de un

sinnúmero de obras, ya sea como motivo central o como imagen secundaria. A este respecto,

señala Ernst Gombrich en su Historia del arte (1999) que, hacia fines de la Edad Media, el

trabajo del artista, comienza por un dilatado estudio de la naturaleza para posteriormente

plasmarlo en la pintura. Antonio Pisanello, utilizaba cuadernos de apuntes en los cuales,

cuidadosamente, anotaba sus apreciaciones y realizaba bocetos de plantas, animales y objetos

naturales: conocidas son sus representaciones caninas, por ejemplo, Pisanello, en la pintura

La visión de San Eustaquio, probablemente pintada a fines del siglo XIV, interpreta la

conversión de San Eustaquio al cristianismo, quien fuera un caballero romano, al toparse

durante una cacería con un ciervo que portaba un crucifijo en la cornamenta. La temática
religiosa de la escena representada, no quita el cuidado con que Pisanello retrató los

elementos distintivos de las diferentes razas de perros utilizados en la caza. La importancia

de Pisanello, y de los demás artistas renacentistas, es que, a través de la pintura, en su afán

por retratar el mundo, tuvieron la perspicacia de retratar no solo a seres humanos, sino que al

perro, imagen esencial en la configuración del imaginario occidental, que siempre ha estado

a nuestro alrededor.

En lo que respecta a la conquista de América, podemos apreciar que la imagen del perro

como guardián y fiel compañero del ser humano no ha desaparecido: desde el segundo viaje

de Colón a América, los perros peninsulares comenzaron a llegar a nuestro continente como

fieles compañeros de los conquistadores. Los perros llegados desde España, comúnmente

llamados “alanos”, calificativo con el que era común referirse a los perros utilizados para

combatir a los indígenas, eran animales muy robustos y fieros. A diferencia del perro

“americano”, que, como describe Gonzalo Fernández de Oviedo en sus relaciones, son

“animalillos” incapaces de ladrar y que solo emitían leves gruñidos. Pese a lo narrado por

Oviedo, y otros cronistas, existió la controversia, arqueológica e historiográfica, acerca de si

realmente hubo perros en la América prehispánica: las crónicas señalan que existió un tipo

de perro prehispánico, descrito como un animal de proporciones pequeñas, desprovisto de la

capacidad de ladrar, doméstico y, en ocasiones, criado en manadas y dispuesto para la

alimentación humana. Investigaciones arqueológicas refrendan lo relatado por los cronistas

a partir del hallazgo de restos óseos caninos que datan de diez mil trecientos años de

antigüedad, con lo cual, tal controversia quedó prácticamente zanjada (Andrade 84).

Richard Lewinsohn plantea, controversialmente, en su Historia de los animales (1952),

que desde la Antigüedad hasta fines de la Edad Media el perro, si bien tuvo bastante cercanía
con el ser humano, habría mantenido una condición de “proletario” entre los animales. Para

comprobar su hipótesis, Lewinsohn, acude, a modo de ejemplo, a la figura de Argos, el fiel

perro de Ulises, a las batallas que los “molosos”, nombres que se les daba a los perros de

guerra en Roma, sostenían en las arenas romanas y su fuerte participación en labores de

cacería, de pastoreo y de guardián de la propiedad privada, como hogares o granjas. El

estatuto del perro como “proletario”, para Lewinsohn, termina junto con la Edad Media,

época en que comienza a ser admitido en la sociedad e inicia su aparición en retratos de

príncipes y personajes ligados a la aristocracia, así podemos observar en Las Meninas de

Diego Velásquez, obra pictórica en que, echado junto a Mari Bárbola, en una evidente

posición de relajo, incluso con sus ojos cerrados, podemos apreciar a un perro cortesano que

disfruta de los beneficios de estar vinculado a la familia real. El perro al incorporarse a la

vida de la alta sociedad como compañía, va adquiriendo cada vez más popularidad y

presencia en la vida cotidiana, más de la que había tenido hasta entonces. Peter Bowron, en

la misma línea de Lewinsohn, escribe Andrade, advierte que a partir del siglo XVI la función

de los perros, en lo que se refiere a retratos, es reflejar el carácter, la fuerza y nobleza de sus

dueños. Además, con relación al género, en los retratos femeninos, con tal de enfatizar la

femineidad de la mujer retratada, se la acompañaba de perros falderos. A partir del siglo XV,

es habitual que los perros en retratos femeninos sean empleados como símbolo de virtud y

fidelidad. Por su parte, el retrato masculino, acompañaba a los hombres de perros grandes y

robustos que resaltan por la masculinidad de sus rasgos. Sin embargo, no es si no hasta el

siglo XVIII que el retrato junto a perros, considerados un “objeto” de prestigio social,

comienza a masificarse entre la aristocracia y la burguesía. Hasta el día de hoy los perros

siguen acompañando al ser humano en retratos, ya sea como accesorio o haciendo

discursivamente ostentación de los atributos del ser humano retratado. En relación con lo
expuesto, en nuestro país, tenemos el ejemplo del perro Ulk, el gran danés del ex presidente

Arturo Alessandri Palma, que adquiere gran notoriedad en su segundo mandato (1932-1938).

No es casual que, tras la muerte de Ulk, su cuerpo haya sido embalsamado y puesto, primero,

en el Museo Nacional de Historia Natural, y luego, en el Museo Histórico Nacional,

resaltando, con su imponente imagen, el carácter fuerte y dominante del estadista de la

constitución de 1925, que busca imprimírsele al ex presidente Alessandri Palma.

Los alcances de la domesticación, principalmente el cambio de “proletario” a “animal

de alta sociedad” que sufrió el perro, siguiendo a Lewinsohn, se ha ido acrecentando

profundamente con el paso de los siglos. De esta manera, será en la ciudad moderna,

consecuencia de la revolución industrial, en que, paulatinamente, el perro, deja ser un animal

de compañía de la clase alta y se populariza dentro la clase proletaria, convirtiéndose en la

mascota por excelencia, transversal a toda clase social: “Datos de 2006 indica que en Estados

Unidos había en ese año 74 millones de perros y Europa otros 70 millones; Donna J. Haraway

habla de una industria globalizada del animal mascota de un mercado de alimentos para

perros y gatos en USA de 15 billones de dólares anuales […] Un estudio de la Universidad

Iberoamericana de Ciencias y Tecnología indica que en Santiago, en 2010 había 1.346.871

perro domésticos, 500 mil más de los que había doce años atrás” (Subercaseaux Perros

literarios 22). La gran diferencia entre países considerados desarrollado, o de primer mundo,

y los países latinoamericanos, entre ellos Chile, es la abrumadora cantidad de perros

callejeros, los cuales, o fueron abandonados por sus dueños, o nacieron siendo perro de calle,

sin hogar, a diferencia de los países desarrollados, en que las cifras de perros callejeros es

considerablemente menor. Con todo, lo que una a Latinoamérica y a Estados Unidos y

Europa, son los millones de perros en viviendas urbanas y rurales que funcionan como un
integrante más del núcleo familiar. La constante y creciente interacción, en todos los

continentes, entre seres humanos y perros, ha subsumido a los animales domésticos, perros

entre ellos, dentro la máquina antropocéntrica. Así, los perros ejercen oficios que practican

seres humanos o colaboran como apoyo en determinadas tareas: “Hay perros que funcionan

como guardias, perros-policías que se pasean por los aeropuertos olfateando drogas o

artefactos explosivos. Perros enfermeros que guían y facilitan la vida a personas no videntes.

Perros entrenados para detectar las bajas de glicemia en persona diabéticas. Perros terapeutas

que ayudan a curar las depresiones y que avisan de ataques epilépticos, que guían a niños y

a adultos con impedimentos físicos” (Subercaseaux Perros literarios 22).

Por otro lado, en el contexto de la antropomorfización de la población perruna, al igual

que en las sociedades humanas, a modo de réplica, también existen fenómenos de exclusión,

segregación, estamentos, marginalidad, diferencias y desigualdades. Hay perros de raza que

poseen un árbol genealógico y pedigrí, que comen alimentos cocinados especialmente para

ellos y que participan en certámenes de belleza o de adiestramiento, compitiendo contra otros

perros de igual estatus. Empero, la mayoría de los perros, son animales hogareños que forman

parte del núcleo familia que los acoge, independiente de su genealogía o pedigrí. En vista de

lo dicho, existe un enorme mercado destinado a satisfacer las necesidades de los perros

hogareños y de elite: hospitales, restaurantes, hoteles, cementerios, dentistas, sicólogos y

hasta terapias de reiki. Otros, desgraciadamente, perros callejeros, habitantes de las distintas

capitales latinoamericanas, y de unas pocas europeas, viven excluidos del sistema,

deambulando hambrientos y enfermos, sin ningún tipo de control sanitario destinado a su

esterilización con tal de reducir el aumento exponencial de perros vagabundos. También es

posible ver programas de televisión y series con perros como protagonistas: El encantador
de perros, programa destinado a domesticar perros de difícil carácter a través de sicología

canina; Comisario Rex, la serie televisiva de un perro policía que, capítulo a capítulo, se

encarga de combatir el crimen; Amigos caninos, serie documental producida por Netflix, en

que se relatan emotivas historias de apego entre seres humanos y perros, resaltando la crónica

de un refugiado sirio en Alemania, quien huyó del servicio militar obligatorio, que encuentra

la manera de sacar a su perro de Damasco, a través de una fundación encargada de sacar

clandestinamente a perros del país, para reunirlos con sus amos. En definitiva, como

revisamos, el mercado y los medios de comunicación, se han abierto sustancialmente a la

dimensión perruna de la realidad. Por su parte, en las letras contemporáneas, así como en la

televisión, lo cual revisaremos en el apartado siguiente, también abundan narraciones en que

se relatan las estrechas relaciones entre seres humanos y perros.

1.3. Lo animal y el perro en la literatura.

Julieta Yelin, crítica literaria argentina, y pionera en tratar la cuestión animal desde los

estudios literarios, en el artículo “El animal biográfico” se pregunta si es posible escribir

biografías de animales. Si nos detenemos a pensar respecto a la pregunta de Yelin, es evidente

que las biografías de animales no existen, y más aún, es imposible que existan, a menos que

en algún futuro lejano la tierra sea dominada por simios no humanos, así como en la película

Planet of the Apes (1968), dirigida por Franklin Schaffner, e inspirada en la homónima novela

distópica del escritor francés Pierre Boulle. No obstante, mientras no vivamos en el universo

distópico de la película y la novela, la posibilidad de que exista una biografía animal es nula,

sencillamente, porque los animales, utilizando conceptos de Giorgio Agamben, difícilmente

sean capaces de convocar la grafía, la capacidad de poner palabras a nuestra propia

existencia. Desafortunadamente para los animales, el bíos, la manera en que el mundo se nos
presenta, establece una relación de mutua necesidad con la grafía. En definitiva, la

cosmovisión antropocéntrica, establece que la vida del ser humano, en detrimento de los

animales, debe ser protegida por su aptitud para poner su existencia en palabras. Queda claro,

entonces, que toda creación literaria refrenda que el ser humano posee la habilidad de

relatarse a sí mismo, a diferencia de los animales, a decir de Heidegger, los “pobres de

mundo”. El ser humano, quien está abierto al ser de los entes, puede plasmar su existencia a

través de biografías, o autobiografías, dando cuenta de que posee mundo.

Como examinamos a través de la crítica de Derrida al sistema filosófico de Heidegger,

sabemos que los animales, independiente de la corriente filosófica que trabaje la problemática

animal, han sido catalogados como seres “pobres de mundo”, aquellas criaturas que no

pueden acceder a la realidad humana, debido a su aturdimiento, es decir, están atrapadas

dentro de sí mismos, inmersos en un ecosistema que no es un mundo, sino que un conjunto

de señales perceptibles por sus sentidos (Yelin El animal biográfico 32). La vida del animal,

tristemente, como revisamos, está determinada por su falta de lenguaje, razón, alma, espíritu,

inteligencia, sensibilidad y mente. Sin embargo, la relación entre el animal y su entorno que

describió Heidegger, siguiendo a Yelin, está cargada de ambigüedades, puesto que, si bien

los animales no tienen acceso al ser de los entes, al mundo, tampoco permanecen ajenos a él.

Dicho de otra manera, los animales están en el mundo de un modo contrario al Dasein

humano, se hallan en un no-estar: “La ambigüedad señalada es crucial para el devenir

filosófico y literario de las concepciones y representaciones de los animales; y, por supuesto,

se vuelve muy relevante si el objetivo es analizar las posibilidades de una biografía animal,

es decir, las chances que tiene el animal -un animal- de que su vida […] alcance cierta

dignidad literaria” (Yelin El animal biográfico 39). Para Yelin, el peso del pensamiento
antropocéntrico, y del sistema heideggeriano, es tan grande, que se ha llegado a imaginar un

género biográfico para objetos inertes, pero no se ha considerado, o en muy escasas

ocasiones, la posibilidad de dar forma narrativa a las vidas de los animales. Quizá, es más

fácil dar vida, personificar, a las cosas en tanto no generaran, hasta el momento,

problemáticas éticas y políticas en nuestras sociedades occidentales.

En suma, la vida de los animales no es biografiable, ya que, aunque sea imposible negar

que tengan una vida, ésta no ha sido conceptualizada como bíos, la manera propia de vivir

de un individuo, sino que como zoé, es decir, el simple hecho de vivir como cualquier otro

ser vivo: el animal es catalogado como una criatura sacrificable, incapaz de expresarse a sí

mismo, lo que deviene en su falta de protección política. Ahora bien, se pregunta Yelin:

¿cómo es que una vida desprovista de protección política puede merecer un relato? ¿Le

podría interesar a alguien, por ejemplo, la historia de un perro vagabundo o el relato de los

paseos de un perro perdiguero y su amo? ¿Un perro es una vida sacrificable o posee bíos?

Dentro del total de narraciones que tratan la vida de un animal es difícil encontrar relatos

que genuinamente relaten la vida de un animal. Existe una gran variedad de novelas, dentro

de la tradición moderna anglosajona, en que prima la voluntad por representar y examinar la

sensibilidad del comportamiento animal o el comportamiento de un animal, un perro o un

gato, en relación a un sujeto concreto (Yelin El animal biográfico 40). El fenómeno que se

produce en novelas del tipo descrito, sostiene Yelin, es que ocurre un deslizamiento desde el

relato biográfico al autobiográfico, esto es, la intención etológica, retratar la emocionalidad

de un perro o el cotidiano de un gato, esbozada en los títulos de tales obras, termina siendo

una excusa para hablar de una vida considerada más valiosa, la del propio autor o del

protagonista humano del relato. Ejemplos de tales novelas son: Flush (1933) de Virginia
Woolf, Mi perra Tulip (1956) de John Ackerley o Todos los perros de mi vida (1936) de

Elisabeth Von Armin. Aclara Yelin que su intención no es minusvalorar tales novelas, sin

embargo, son obras que, más bien, son el producto de experimentaciones literarias en busca

de nuevas representaciones de la conciencia, pasando la vida del animal, su bíos, a un

segundo plano.

A diferencia de lo que opina Julieta Yelin de las obras señaladas, pretendemos en esta

reflexión, abarcar las distintas miradas de lo perruno en la literatura, independiente del fin

estético con el que se utilice la imagen del perro. De acuerdo con esto, la literatura perruna

nos permite indagar, por un lado, en la condición humana, y por otro, en la condición animal,

quizá como ningún otro tipo de literatura, revelándonos aspectos aún no analizados por la

filosofía. No obstante, no podemos perder de vista la condición literaria de las narraciones

perrunas, por consiguiente, más que abocarnos a una lectura enfocada en el desocultamiento

de una verdad respecto a lo humano y a lo animal, debemos prestar atención a las estrategias

narrativas con que se construyen las novelas del corpus perruno, lo cual, no implica

discriminar entre novelas auténticamente perrunas y experimentales, como lo hace Yelin,

sino que valorar las novelas por la configuración de los personajes, el carácter de éstos y los

logros de las representaciones simbólicas por encima de las características formales

(Subercaseaux Perros literarios 39) que, si bien, son un aspecto relevante, no nos aportan lo

suficiente para profundizar en las particularidades del corpus de novelas perrunas.

La modernidad literaria, se postula, que surge con la primera parte de Don Quijote de la

Mancha (1605) de Miguel de Cervantes, por lo que, no es de extrañar, que sea el mismo

Cervantes quien de voz a personajes perrunos, aunque no sea el primero en hacerlo, es a partir

de la novela El casamiento engañoso y El coloquio de los perros (1613), que las voces
perrunas adquieren una presencia sostenida en la literatura, dando lugar a una tradición de

narradores perrunos con rasgos o elementos de la picaresca. Así, en la línea de la tradición

picaresca de Cervantes, en Chile, encontramos novelas en que los personajes son perros

parlantes que oscilan entre la condición humana, a través de su pensamiento, y la condición

animal, mediante su comportamiento, como en Las aventuras de Cuatro Remos (1883) de

Daniel Barros Grez y Memorias de un perro escritas por su propia pata (1893) de Juan

Rafael Allende. Casi un siglo después, también en Chile y en clave picaresca, tenemos a

Pastas de perro (1965) de Carlos Droguett, novela en que Bobi, el protagonista, un niño

cuyas piernas son de perro, también en clave picaresca, representa el constante sufrimiento

de un niño que es discriminado violentamente por los distintos dispositivos de control de la

sociedad –la familia, el barrio, la escuela, la policía- con tal de excluirlo a causa de su

indeterminación de especie, no se sabe si es un ser humano o un perro. Finalmente, se

desengaña de su lado humano y decide vivir como perro. Por otro lado, a comienzos del siglo

XX en Estados Unidos, Jack London, convencido de las teoría de la evolución de Darwin y

cultor de una narrativa de corte realista, publica El llamado de la selva (1903), un viaje de

ida y vuelta desde un perro doméstio a lo salvaje, su ancestro el lobo. Del mismo, Eva

Hornung, en El niño perro (2009), traspasa la frontera de lo que es considerado

arbitrariamente como condición humana para crear un relato, basado en hechos reales, de la

historia de un niño huérfano que es adoptado por una manada de perros y crece creyendo ser

un perro. Otro recurso de la literatura perruna es la sátira política y humana, “registro

magistralmente logrado en Corazón de perro, novela de Mijaíl Bulgakov (1925), relato en

que “el hombre nuevo” que propone el socialismo es caricaturizado en la figura de un perro

manipulado por el bisturí de un cirujano y por el “Glorioso Partido”” (Subercaseaux Perros

literarios 17)
1.4. Antecedentes filosóficos.

La acción poética de Miranda hace eco en el debate filosófico contemporáneo, surgido

en las últimas décadas del siglo XX. Tal debate se alza a partir de las críticas al

antropocentrismo y al especieísmo, es decir, a la idea de que el ser humano es el centro y

medida del universo, y la culminación biológica y espiritual de las especies, y también una

crítica al discurso clásico del humanismo en su perspectiva de un optimismo sin fin. La

discusión filosófica, principalmente, gira en torno a la idea de que los animales son seres

carentes de razón, de entendimiento, de voluntad y de lenguaje, interpretación que se

encuentra en el pensamiento aristotélico, los cimientos de la filosofía antropocéntrica, el cual

percibe a los animales como capaces solo de sensaciones y apetitos. En la misma línea

aristotélica, el humanismo renacentista, concibió a los animales de la misma manera;

Descartes los veía tan solo como máquinas y no los diferenciaba de un artefacto hecho por el

hombre; Kant solo le concedía la mayoría de edad a los ser humanos y el materialismo

histórico no consideraba a los animales como parte de la sociedad sin clases a la que aspiraba.

De esta suerte, entendemos que el ser humano, preso su narcicismo característico, se erige a

sí mismo como la única especie a la que le corresponde el derecho de ser protagonista de la

historia. En suma, el concepto de lo animal, opera negativamente con relación a lo humano.

Otro aspecto del debate filosófico referido, además de la crítica al antropocentrismo, es la

idea de que existe una frontera absoluta, construida por el pensamiento antropocentrista, entre

la condición humana y la condición animal, que supone la superioridad de la especie humana

por sobre otras (Subercaseaux Perros y literatura 45). Desde esta preponderancia del ser

humano, es que la cuestión animal supone tomar posición frente al discurso filosófico

antropocéntrico, y todo lo que ello involucra, y así, enarbolar un contra-discurso que implique
la deconstrucción de los fundamentos antropocéntricos de la cultura. En este debate han

participado, entre otros, Michael Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y Félix Guattari,

Peter Singer, Giorgio Agamben, Mathew Calarco, Kelly Oliver, Cary Wolfe, Cora Diamond,

Clare Palmer, J.M Coetzee y, desde la academia latinoamericana, Sandra Baquedano y Julieta

Yelin. Destacable, para la significancia de este debate, es que la academia estadounidense

haya adoptado como un tema relevante en su agenta la cuestión animal y que la revista

francesa Philosophie publicó en 2011 un número destinado por completo a la filosofía

animal.

2.5. Actualidad del debate.

Como ya mencionamos, desde las últimas décadas del siglo XX, y cada vez con mayor

fuerza hasta la actualidad, gran parte del debate filosófico, y político por extensión, se ha

enfocado en el estatuto del animal en la sociedad contemporánea. Tal debate utiliza de marco

histórico-cultural la agudización de la crisis de los discursos humanistas occidentales que han

establecido fronteras infranqueables entre la condición humana y la condición animal.

Diversos pensadores, provenientes de distintas disciplinas científico-humanistas: literarias,

antropológicas, biológicas y sicológicas, por mencionar solo algunas, han puesto su empeño

en derribar las fronteras culturales e históricas que el pensar antropocéntrico ha erigido entre

la condición humana y la condición animal. Autores como John Berger (¿Por qué miramos

a los animales?), Giorgio Agamben (Lo abierto), Gilles Deleuze y Félix Guattari, Jacques

Derrida (El animal que luego estoy si(gui)endo) y Michael Foucault, por mencionar solo

algunos, quienes, pese a estar ligados a distintas líneas filosóficas, coinciden en señalar la

necesidad de replantear filosóficamente la problemática de la animalidad, esto es,

reconsiderar la mirada antropocéntrica que caracteriza al pensamiento occidental a la hora de


abordar la condición animal, según ya indicamos, valorada o desvalorada, conforme a las

carencias de lo animal respecto a lo humano, planteando realizar un recorrido a través de las

sucesivas transformaciones históricas que ha sufrido la relación entre animales y seres

humanos. Julieta Yelin expone que algunas de las más trascendentes transformaciones surgen

a partir de fenómenos como: “la migración masiva de la población rural a las grandes urbes;

la desaparición del animal doméstico útil y el surgimiento de la mascota sin fines prácticos;

el desarrollo de la industria del alimento y la reducción del animal a mera materia prima; la

creación y reorganización de jardines zoológicos; la experimentación científica con animales

y el desarrollo de disciplinas inéditas, como la etología, la ecología, la ética y el derecho

centrados en el animal, y la desaparición de otras, como la historia natural” (Yelin Kafka y el

ocaso 82). Las reconsideraciones filosóficas relativas a la relación humano-animal,

desarrolladas por los pensadores mencionados, han influenciado en la intelectualidad más

actual, impulsándola a ser la vanguardia de un pensamiento que invita a replantear la

preponderancia del discurso filosófico antropocéntrico dominante, y así, enarbolar un contra-

discurso que implique la deconstrucción de los fundamentos antropocéntricos del

humanismo. Como parte de esta prolífica ornada de intelectuales, podemos mencionar a

Mathew Calarco, Kelly Oliver, Cary Wolfe, Cora Diamond, Clare Palmer, J.M Coetzee y,

desde la academia latinoamericana, a Sandra Baquedano y a Julieta Yelin. En efecto,

respaldando la actualidad del debate filosófico relativo a la problemática de la animalidad, la

editorial de la Universidad de Minnesota, desde el año 2007, ha publicado regularmente una

colección de ensayos sobre lo que puede denominarse como “la cuestión animal”: un espacio

interdisciplinario centrado fundamentalmente en los intercambios que las diversas disciplinas

científicas y artísticas realizan con la filosofía de cuño posthumanista (Yelin Breve estado

30), la cual se propone examinar la historia del pensamiento antropocéntrico en relación con
las transformaciones técnicas, ideológicas y culturales de Occidente (Yelin Kafka y el ocaso

82). Cary Wolfe, desde su posición de vanguardista de las posthumanidades, es quien edita

Posthumanities, revista que da cuenta de los dos sentidos que tiene el estudio del problema

de la animalidad. En primer lugar, es posible entender la idea de “poshumanidad” como un

tiempo y un espacio en el que se desarrollan una serie de conceptos para intentar aprehender

los devastadores efectos de la crisis de los grandes discursos humanistas en el pensamiento

occidental, no solo en el campo de la filosofía, sino que también en lo que respecta a los

saberes políticos, científicos y estéticos. Dicho de otro modo, como un proceso histórico en

el que el descentramiento de lo humano, producto de los avances tecnocientíficos y del

fracaso del capitalismo, es cada vez más evidente. En este contexto, las humanidades,

entendidas como campos del saber, pierden valor progresivamente. Una de las tareas de las

posthumanidades, señala Yelin, es contribuir a resignificar el rol de las humanidades en

nuestras sociedades, desplazándolas de su función meramente conservadora, y crear un

nuevo abanico de conceptualizaciones que superan las ya gastadas dicotomías que moldean

nuestro pensamiento: animal-humano, hombre-mujer, cuerpo-alma, razón-instinto,

civilización-cultura y sus numerosas derivaciones (Yelin Breve estado 31). En segundo lugar,

y relacionado con lo anterior, la idea de posthumanidades se vincula con la búsqueda de

nuevas prácticas críticas, ya sean intelectuales o artísticas, es decir, formas de intercambios

transdisciplinares que no se limiten a compartir perspectivas o metodologías, sino que

cuestionen los límites que separan a un campo de otro. Interrogar los límites de las

disciplinas, responde a la búsqueda inherente al pensamiento posthumanista que se revela

reacio a aceptar los límites disciplinares establecidos a priori por el razonamiento moderno,

en su afán de reforzar la distinción entre humano y animal, a través de la exaltación de la

racionalidad humana. No obstante, es importe mencionarlo, aclara Wolf, que el


cuestionamiento a los límites disciplinares, y a nuestra propia especificidad disciplinar, no

significa crear un “megacampo” interdisciplinar de estudios animales, sino que reconocer

que mediante nuestra propia especificidad podemos realizar un aporte a la cuestión animal

(Yelin Breve estado 31).

Definidos los parámetros teórico en que los que se desenvuelven las posthumanidades y

los estudios animales, tributarios de estas, queda ocuparnos del lugar que ocupan las

investigaciones referentes a la cuestión animal en lo relativo a la crítica literaria. Ante todo,

debemos vincular la problemática de las relaciones humano-animal con los estudios

culturales o posmodernos. Julieta Yelin, en el artículo “La vida crítica. Literatura y

pensamiento posthumanista en la ensayística argentina reciente” (2016), reflexiona sobre lo

dicho por Miguel Dalmaroni, crítico literario argentino, en el ensayo “Resistencias a la

lectura y resistencias a la teoría. Algunos episodios en la crítica literaria latinoamericana”

(2015), donde se propone que la crisis de la teoría literaria, en el ámbito académico

latinoamericano, durante la década de 1990, fue propiciada por los llamados estudios

poscoloniales, o posoccidentales, parte importante de los estudios culturales, que clausuraron

la exaltación teórica, cuyo punto cúlmine fue la deconstrucción derrideana, y saturaron las

escrituras críticas con su jerga. Dalmaroni afirma que las corrientes “post” despojaran a la

crítica literaria de su “especialidad”, aquello que la constituía como un objeto teórico, dando

paso a los tiempos en que la especialidad de la literatura, en un sentido prácticamente

aristocrático, había terminado, y que, finalmente, comenzaba la hora de la democratización

de la cultura. Yelin, no obstante, se pregunta si es posible identificar el pensamiento

posthumanista con las corrientes “post”. La respuesta de Yelin a su interrogante consiste en

suponer lo que pensaría Dalmaroni respecto al posthumanismo: “el posthumanismo podría


ser una nueva máscara -coqueta y vistosa, sí, pero una más al fin- de los ahora también

declinantes estudios culturales” (Yelin La vida crítica 226). La respuesta, contrario a lo que

podría esperarse, no es desalentadora, puesto que le sirve a la autora para considerar lo

valioso de las perspectivas filosóficas no-antropocéntricas, y además, determinar qué

características tienen en común, y cuáles no, los estudios culturales y el posthumanismo. De

este modo, tenemos que, como primer punto en común, ambos estudios comparten el

cuestionamiento a la autoridad metafísica de la estética, considerándola un modo anquilosado

de establecer los confines de lo artístico, jerarquizar las prácticas artísticas y arbitrar la

rigurosidad de los juicios sobre ellas. El posthumanismo, refleja lo dicho, a partir de su

voluntad de escapar a las interpretaciones que invisten a la literatura con ciertos valores: la

belleza, el potencial interpretativo de la realidad, el poder de revelar la verdad del lenguaje,

entre otros. En este sentido, el rechazo a las morales de la forma que derivan en morales del

contenido, contribuye a sacralizar las artes como vías regias de expresión de lo humano. En

otro orden de ideas, Yelin hace hincapié en que no existen teorizaciones filosóficas recientes

dedicadas a la cuestión animal que, así como en los estudios culturales, se propongan borrar

las fronteras disciplinares y estar en contacto con el núcleo de la cultura. A este respecto, el

objetivo de la crítica posthumanista es, en cambio, que cada disciplina, desde su campo de

estudios, enriquezca su universo conceptual mediante la incorporación de saberes concebidos

por otras disciplinas, transgrediendo los resistentes límites que separan a las llamadas

ciencias “duras” de aquellas consideradas “humanistas”. El posthumanismo apuesta por

devolver la “especialidad” a la literatura, arrebatada por los estudios culturales, pero, de un

modo en que sea capaz de abandonar la seguridad del universo metafísico humanista. Para

Yelin, lo sustantivo de un análisis literario posthumanista es que la obra en cuestión presente

todas las resistencias posibles a las categorías que defienden el entendimiento tradicional de
la literatura, es decir, una defensa a partir de nociones antropocéntricas, y con ello,

desestabilizar las seguridades, constructos culturales humanistas, que posee el ser humano

por pertenecer a su especie.

Recapitulando, el objetivo de las posthumanidades es crear un pensamiento que no se

limite a reproducir las retóricas y los métodos de conocimiento disciplinar de distintas

materias, sino promover el replanteamiento de las teorías, metodologías y éticas con las que

se genera tradicionalmente el pensamiento crítico. Dicho replanteamiento no es casual, al

contrario, está motivado “por la percepción de que la pregunta por lo humano ha desbordado

el estrecho marco al que la había confinado la filosofía moderna, volcándose al más vasto y

complejo ámbito de lo “viviente”” (Yelin Breve estado 32). Son evidentes las consecuencias

éticas de descentrar al ser humano de nuestro pensamiento, como examinaremos en el análisis

de El hombre que amaba a los perros.

2.6. Jacques Derrida.

En el plano de la relativización de la seguridad que le otorga el discurso

antropocéntrico hegemónico al ser humano, en el presente apartado, con el objetivo de dar

cuenta del tal discurso desestabilizador, lugar común de los estudios posthumanistas, nos

centraremos en los planteamientos que despliega Jacques Derrida en su libro El animal que

luego estoy si(gui)endo (2008), donde realiza un análisis crítico de los planteamientos de

Martin Heidegger, quien elabora el concepto de “lo abierto” y “pobreza de mundo” para

describir la diferencia ontológica entre humanos y animales, pues, considera Heidegger, que

éstos últimos están incapacitados de preguntarse por el ser de los entes, pero sí, son capaces

de responder a estímulos que reciben del mundo que los circunda. En contraposición a las

tesis de Heidegger, Jacques Derrida critica el concepto de “mundo” heideggeriano: considera


que la idea de mundo en sí misma no ha sido concebida, pues esta surge desde la relación

que el humano posee con el mundo y de cómo la conciencia es capaz de percibir y de

percibirlo. La crítica de Derrida traspasa las tesis de Heidegger y hace surgir la pregunta de

qué tan reales sean los vínculos configuradores de mundo: ¿Cómo podemos hablar de

‘pobreza de mundo’, o de un carecer, respecto a los animales, de algo que no conocemos en

sí mismo? Si bien las tesis de Heidegger poseen una explicación de la noción de mundo, ésta

ha sido construida por el humano y en conformidad con él mismo. El humano es quien

implica a los animales en la pobreza de mundo a partir de su pensamiento. Derrida propone

que la relación del animal con el mundo, en comparación al ser humano, es solo diferente, en

ningún caso inferior, no realiza ningún juicio respecto al tipo de acceso que tengan los

animales no humanos al mundo.

Para Derrida la tradición filosófica antropocéntrica ha establecido máximas

incuestionables respecto a los animales desde su propio punto de vista antropocéntrico. En

este sentido, el ser humano es quien observa, y analiza, el comportamiento que tiene el animal

con el mundo, idea que se concibe sin tomar en cuenta la experiencia del animal,

calificándolo, a través de teorías que él mismo elabora, descartando toda posibilidad de

preguntarnos si el animal puede mirarnos o si posee la capacidad de establecer vínculos con

el mundo más allá de lo observado. La tradición filosófica, de manera premeditada, no ha

querido otorgar relevancia a la perspectiva experiencial del animal, propiciando el olvido de

su mirada, y se ha cerrado a recibir cualquier tipo de respuesta por parte del animal, objeto,

examinado. Así, el discurso humanista antropocéntrico dominante, legitima la anulación del

animal como sujeto, considerándolo como un ser incapaz de generar vínculos fuera de su

anillo desinhibidor, el entorno que lo rodea, basándose en la certeza de que solo son criaturas
capacitadas para reaccionar mediante impulsos mecánicos, es decir: si un animal gime de

dolor, es solo una reacción mecánica ante un estímulo, no una reacción ante la sensación de

dolor. Resulta imposible negar, debido al olvido premeditado de la mirada, que los animales

viven en una constante vulneración de su integridad, tanto síquica como corporal, lo que es

una realidad conocida por la humanidad, pero jamás, o muy pocas veces, discutida en el

ámbito público con la real intención de producir cambios sustanciales en la situación de

marginalidad del animal.

Cuando asistimos a espectáculos, como circos o zoológicos, en que los animales son

objetualizados como una atracción, estamos en presencia de una visión falsa del animal. Cada

jaula es un marco que aloja a un animal en su interior y los visitantes pasan de jaula en jaula

de una manera no muy diferente a como lo harían en una galería de arte. Sin embargo, la

imagen que el espectador se lleva de la condición animal es falsa, puesto que no se puede

llegar a conocer verdaderamente a un animal, en este caso, considerado una cosa, mientras

que su mirada esté suprimida. El resultado es una civilización en que la especie dominante,

el ser humano, predica unilateralmente, en todas las dimensiones imaginables, respecto al

animal y no toma en cuenta la experiencia de éste. De este modo, volviendo a la imagen del

zoológico, el ser humano es capaz de crear un hábitat ficticio en que el animal es forzado a

representarse a sí mismo, pero no se obtiene más que un simulacro en que el animal se

comporta de acuerdo a lo que el discurso antropocéntrico establece respecto a lo que debe

ser su naturaleza, anulándolo completamente: anular la mirada, significa negar la posibilidad

de revelarse a un animal no humano como un sujeto con conciencia de sí mismo y voluntad.

Derrida, absteniéndose de realizar un juicio respecto a la forma en que los animales

acceden al mundo, propone que su relación, en comparación a la del humano, no es en ningún


caso inferior, si no solo diferente. La filosofía antropocéntrica hegemónica, a través de sus

máximas incuestionables, se ha encargado de incubar en nuestras subjetividades la idea de

que los animales están incapacitados de recoger conocimiento experiencial del mundo a partir

de sus propias percepciones sensoriales. Así, el ser humano es quien observa y califica,

mediante teorías formuladas por él mismo, la relación que el animal posee con su entorno,

cerrándose a la posibilidad de preguntarse si el animal puede mirarnos, o si es capaz de

entablar nexos con el mundo que van más allá de lo observado. En definitiva, Derrida,

propone su concepto de “negación de la mirada”, a causa de la legitimidad que encuentra la

filosofía antropocéntrica en la anulación del animal como un sujeto con perspectiva y

conciencia de sí mismo. En consecuencia, y en concordancia con Derrida, un análisis literario

abocado a la cuestión animal, debe, entendiendo nuestras limitaciones epistemológicas como

seres humanos respecto a otras especies, poner atención al descentramiento de las lógicas de

la mirada humana en correspondencia con la valoración de las perspectivas animales en tanto

son configuradoras del universo narrativo desplegado en la obra analizada. Manuel Mujica

Lainez, reconocido narrado argentino, en su novela Cécil (1962), escribe una suerte de

autobiografía en voz de su perro Cécil, un celoso whippet homosexual, quien está

profundamente enamorado de su dueño, el escritor, alter ego de Mujica Lainez. Productivizar

teóricamente esta obra desde la “pérdida de la mirada” derrideana, es un aporte a los estudios

animales, puesto que proporciona un nuevo tipo de lectura en concordancia a las exigencias

de los numerosos movimientos sociales en defensa de los derechos animales, o derechos de

tercera generación, que han surgido en las últimas décadas. El centrar nuestra atención en la

voz de Cécil, supone, entre otras cosas, aunque se trate de una ficción, legitimar el punto de

vista del animal como sujeto y, al mismo tiempo, resquebrajar las seguridades

epistemológicas del ser humano que conoce el mundo antropocéntricamente.


3. Acerca de El hombre que amaba a los perros:

3.1. Leonardo Padura.

Hasta aquí hemos revisado algunas ideas y autores del debate sobre la filosofía

animal, lo que opera como una introducción a nuestra lectura y análisis de la novela objeto

de nuestro estudio. Leonardo Padura Fuentes, escritor, crítico literario, guionista y periodista

cubano, autor de El hombre que amaba a los perro, nace en La Habana, precisamente en la

localidad de Mantilla, un nueve de octubre de 1955, cuatro años antes de la Revolución

Cubana y doce años antes de la muerte del revolucionario argentino-cubano Ernesto Guevara

en La Higuera, Bolivia. Realizó sus estudios preuniversitarios en La Víbora, una zona

residencial de La Habana, donde conoce a la guionista Lucía López Coll, quien actualmente

es su esposa. Padura en 1980 obtiene su licenciatura en Literatura Latinoamericana en la

Universidad de La Habana y comienza su carrera periodística en la revista literaria El Caimán

Barbudo, fundada en 1965 y aún en circulación; también colaboró con el periódico Juventud

Rebelde, perteneciente a la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) y llegó a ser jefe de

redacción en La gaceta de Cuba, revista publicada seis veces al año por la Unión de

Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), donde se escribe acerca de temas relacionados con

la cultura, la política y los retos que enfrenta la Revolución de cara al futuro.

La experiencia que obtuvo Padura como escritor de reportajes sobre historia y cultura

mientras trabajó como periodista, son el impulso que necesitaba para darse a conocer como

novelista, ensayista y guionista cinematográfico. En 1988 publicó su primera novela, Fiebre

de caballos, y desde entonces ha desarrollado una prolífica carrera literaria abocada

principalmente al género policial y a la sociedad cubana. Las novelas más reconocidas de

Padura son las protagonizadas por el detective Mario Conde, sobresaliendo la tetralogía
conocida como Las cuatro estaciones: Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1995),

Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998). También destacan Adiós Hemingway (2001),

protagonizada por Mario Conde; La novela de mi vida (2002), novela acerca del poeta cubano

José María Heredia; La neblina del ayer (2005), la sexta publicación de la serie policial de

Mario Conde y El hombre que amaba a los perros (2009), objeto del presente estudio, novela

histórica y policial que trata del asesinato de Liev Davídovich, Trotski, a manos del español

y republicano Ramón Mercader del Río, obra que deslumbra por el particular tratamiento que

reciben los personajes perrunos insertos en el relato. Con posterioridad Padura ha publicado

las novelas La cola de serpiente (2011), Herejes (2013) y La transparencia del tiempo

(2018): séptima, octava y novena publicaciones de la serie policial de Mario Conde. De esta

forma, Leonardo Padura es considerado por la crítica literaria especializada, tanto en Cuba

como en el extranjero, como uno de los más importantes novelistas latinoamericanos de la

actualidad, siendo reconocido con una inmensa cantidad de premios literarios, entre lo que

destacan: Premio UNEAC por Vientos de cuaresma en 1993; Premio Hammett en 1998 por

Paisaje de otoño, creado en honor al escritor de novelas policiales Dashiell Hammett que

premia a la mejor novela del género policial escrita en español; premio a la mejor novela

policial traducida en Alemania por Máscaras; premio a la mejor novela policial en Austria

por Vientos de cuaresma en 2004; nuevamente ganador del Premio Hammett en 2006 por La

neblina del ayer; Premio Francesco Gelmi di Caporiaco en 2010 por El hombre que amaba

a los perros; finalista del premio Libro del Año organizado por el Gremio de Libreros de

Madrid por El hombre que amaba a los perros en 2010; Premio de la Crítica en 2011

entregado por el Instituto Cubano del Libro por El hombre que amaba a los perros; el premio

francés Prix Initiales en 2011 por El hombre que amaba a los perros; Premio Carbet del

Caribe otorgado por la revista Carbet & Institut du Tout Monde en 2011 por El hombre que
amaba a los perros y el Premio Nacional de Literatura de su natal Cuba en 2012, recibido

principalmente por el éxito y la profundidad literaria que alcanza su novela El hombre que

amaba a los perros.

No obstante, a Padura, su reconocimiento como un escritor importante dentro la

literatura mundial no le ha sido fácil de obtener, principalmente por las ácidas críticas a la

Revolución que éste realiza en sus obras, ya sean novelas, cuentos o guiones. En una

entrevista realizada por Manuel Campirano en el año 2007, mientras Padura visitaba la

Dalhousie University en Canadá, frente a la pregunta “¿Qué es para ti la literatura y cuál es

su función?”, éste responde: “Creo que la literatura es un arte que cumple una función. Sobre

todo respecto a la memoria. En el caso cubano tiene la función de rescate y de establecimiento

de la memoria, pero también tiene una función social activa” (Campirano 1). Para Padura, su

obra, lejos de reproducir el discurso ortodoxo y oficial del gobierno cubano, se instala como

una visión alternativa de la realidad cubana. Así es como, explica Padura, sus novelas buscan

rescatar episodios de la memoria colectiva cubana que saquen a la luz las injusticias y el

ostracismo al que fueron sometidos muchos intelectuales por estar “poco comprometidos”

con la Revolución o por su homosexualidad, como es el caso de autores de la talla de Virgilio

Piñera y Lezama Lima, a quienes se les llegó a negar la edición de sus obras. El punto que

marca el inicio del “quinquenio gris” o el “decenio negro” de la producción cultural cubana,

señala Padura, es el caso de Heberto Padilla en 1971, poeta cubano que fue encarcelado por

cuarenta días, a raíz de un recital que dio en la Unión de Escritores, y que es inducido a hacer

una confesión en la que acusa a varios compañeros escritores de actos que, si bien no son

delitos, en la vida pública, dentro del contexto de la Revolución, eran invalidantes, y por ello,

catalogados como contrarrevolucionarios. Lo ocurrido con Padilla desemboca en un


congreso de educación y cultura en 1971, donde se establecen estrictas normas de lo que será,

de ese momento en adelante, la producción cultural y la educación en Cuba, las cuales

seguirán los estándares exigidos por la URSS a los países de su órbita. La novela de Padura,

Máscaras, toca el tema de las consecuencias que tuvieron que sufrir muchos escritores,

excluidos de la vida pública y cultural, debido a sus opiniones políticas, creencias religiosas

u orientaciones sexuales. De igual modo, en El hombre que amaba a los perros, se relata la

historia del hermano homosexual de Iván Cárdenas, William, quien, pese a ser un joven

brillante y haber “terminado su primer año en la Escuela de Medicina con notas tan elevadas

como inusuales para ese periodo, el más arduo de la carrera. Pero recién comenzando el

segundo curso, en septiembre, mi hermano y su profesor de anatomía, con el que mantenía

relaciones íntimas desde el año anterior, fueron acusados de homosexuales por otro profesor,

en una reunión del núcleo del Partido en el cual militaban ambos maestros”. El Partido, la

Juventud Comunista y el Sindicato de Profesores insistieron en una persecución contra el

maestro y William, quien, pese a su constante negativa ante las acusaciones de ser

homosexual, pocas semanas después, echando mano a su coraje “se rebeló contra un

ocultamiento agotador y represivo, y dijo que sí, él era homosexual, desde los trece años”.

Desafortunadamente para William y su maestro, si bien no fue posible relacionar su

orientación sexual con sus notables desempeños como académico y estudiante, ambos ya

habían sido sentenciados de antemano: “el profesor sería expulsado indefinidamente del

Partido y del sistema nacional de enseñanza, mientras que William era separado dos años de

la universidad, pero definitivamente abandonó sus estudios de medicina”. Finalmente,

William intenta huir en una balsa junto a su novio, muriendo en su empresa de escape, y

desapareciendo para siempre. Iván Cárdenas, respecto a la desaparición de su hermano,

reflexiona acerca de la “persistencia de una homofobia institucionalizada de un


fundamentalismo ideológico extendido, que rechazaba y reprimía lo diferente y se cebaba

con los más vulnerables, en quienes no se ajustasen a los cánones de la ortodoxia. Entonces

comprendí que tanto mis padres como yo habíamos sido juguetes de prejuicios ancestrales,

de presiones ambientales del momento y, sobre todo, víctimas del miedo, tanto o más (sin

duda más) que William” (Padura El hombre que amaba a los perros 238).

En total, como bien expresa Padura, su obra tiene la función de rescatar la memoria

silenciada por el discurso oficial del gobierno revolucionario y reflexionar abiertamente

acerca de las injusticias que, en su opinión, deben salir a la luz. Todo lo anterior, claro está,

se encuentra bajo el envoltorio de la profusa novela negra que lo ha hecho descollar en el

ambiente literario mundial. Leonardo Padura explica su comportamiento disidente, aunque

en su juventud fue un hombre profundamente revolucionario que participó de la zafra de los

diez millones, como una característica propia de la generación de creadores cubanos a la que

pertenece: “La generación mía empieza a ver la realidad desde otra perspectiva. El momento

en el que todo el mundo se dio cuenta de que estaba pasando algo distinto […] fue en el año

1981, cuando un grupo de pintores hace una exposición que llaman Volumen 1, en la cual se

quiebran los códigos de la pintura realista que se habían tratado de establecer en Cuba.”. Los

escritores coetáneos a Padura, como no participaron del circuito cultural de los años sesenta

y setenta ni habían sido directamente castigados y, en consecuencia, expulsados de la vida

cultural cubana, obligados a desaparecer, convirtiéndose en lo que Antón Arrufat, destacado

escritor cubano, llama “muertos civiles”: “existían, nadie les hacía nada, no iban a la cárcel,

no pasaba nada, pero era transparentes. No existían para las editoriales, para las

universidades, no se hablaba de ellos en las revistas (Campirano 4). De esta manera, los

escritores de los ochenta, lejos de continuar reproduciendo la literatura de carácter épico de


la generación anterior -la lucha revolucionaria, los héroes de la Revolución y los macheteros

que iban a cortar caña- comienzan a ver desde otra perspectiva la Revolución y los fenómenos

que produjo en la sociedad cubana, comenzando a producir una literatura de carácter más

“íntimo, en donde los conflictos de los individuos eran más importantes que los grandes

conflictos sociales.” (Campirano 4). El hombre que amaba a los perros, entonces, se enmarca

dentro de la novelística producida por el cambio de paradigma de la década de 1980, en lo

relativo a la mirada crítica que una generación, de la cual Padura es miembro, comienza a

tener de la Revolución y sus políticas. Así, Iván Cárdenas, es un personaje eminentemente

crítico y metafórico, puesto que en él se conjugan el sentimiento, el espíritu y la experiencia

de una generación que dejó atrás las ataduras del pasado, convirtiéndose en la voz de esa

generación.

3.2. Argumento y Estructura.

La historia central El hombre que amaba a los perros, recrea la antesala del asesinato

de Liev Trotski, héroe de la Revolución de octubre, a menos del español y republicano

Ramón Mercader del Rio, y reconocido por la marginación política y exilio, a partir de 1929,

del que fue víctima por parte de Iósif Stalin, secretario general del Comité Central del Partido

Comunista de la Unión Soviética, producto del encono que éste último tuvo en contra del

fundador del Ejército Rojo. Y, por otro lado, representa la relación que tiene Ramón

Mercader, tras asesinar a Trotski y pasar veinte años preso en México, durante sus últimas

meses de vida en Cuba con el periodista y escritor frustrado, Iván Cárdenas, quien sufre, por

ser, en términos de Antón Arrufat, un “muerto civil” por haber escrito en su juventud un

cuento que no agradó a las autoridades del Partido, perdiendo completamente su voluntad de

volver a escribir.
La figura de Liev Trotski y la de su misterioso asesino, Ramón Mercader, no es la

primera vez que son objeto de representación, ya sea literariamente, historiográficamente o

cinematográficamente. Joseph Losey, cineasta estadounidense, autoexiliado el año 1952, tras

ser acusado por los servicios de inteligencia estadounidenses de mantener actividades

antiamericanas, estrena The Assassination of Trotsky (1972), película en la cual Richard

Barton, célebre por interpretar a Marcellus en El manto sagrado (1953), interpretó a Liev

Trotski. Literariamente, Jorge Semprún, escritor y cineasta español, aborda la oscura vida de

Ramón de Mercader en su novela La segunda muerte de Ramón Mercader (1969). También,

como es de esperar, no solo la ficción se ha preocupado de los entretelones del asesinato de

Liev Trotski, sino que ha sido un tema recurrente en los estudios historiográficos, basta

referir, como ya hemos mencionado, a Isaac Deutscher, historiador y biógrafo polaco de

Trotski, cuya obra fue utilizada por Leonardo Padura, durante los diez años que duró la

investigación que realizó personalmente, con el fin de dar vida literaria a El hombre que

amaba a los perros.

El hombre que amaba a los perros , si bien encaja dentro de las categorías genéricas

de la novela policial y la nueva novela histórica, temas que revisaremos en extenso

posteriormente, destaca, como hemos señalado, por el particular tratamiento que reciben los

personajes perrunos en el desarrollo de la historia, es decir, la dignidad literaria que el autor

otorga a los perros, pese a no ser protagonistas, va más allá de lo que podríamos calificar

como un procedimiento narrativo común en la producción literaria de Padura. De esta suerte,

como el objeto de nuestro estudio, son las relaciones que entablan los personajes perrunos

con los tres protagonistas, nos limitaremos, por el momento, solamente a referir a la

estructura gruesa de la novelas, esto es, la forma en que se compone y las relaciones entre los
protagonistas. Los demás personajes, perros y niños, a nuestro juicio, quienes poseen un

significado especial y común, serán abordados directamente en el análisis de la novela de

Padura. Aunque, vale la pena destacar, en relación a la estructura de la novela, tema de este

apartado, que, los personajes perrunos, como plantea Subercaseaux, funcionan como un

amarre ficticio que abrocha la novela, es decir, a nuestro juicio, son agentes narrativos que

otorgan a momentos de reposo, pequeños oasis en la narración, en que la interioridad de los

protagonistas, reprimida por la convulsionada vida política que llevan, encuentra un espacio

de quietud y encuentro consigo mismos.

Ahora bien, la creación del autor Leonardo Padura, genéricamente más cercana a El

hombre que amaba a los perros, es La novela de mi vida (2002), puesto que se trata a la vez

de una novela histórica y una novela policial respecto a la vida del poeta cubano José María

Heredia: Fernando Terry, expulsado de su cargo en la universidad, tras ser delatado a la

policía, después de dieciocho años en el exilio, decide volver por un mes a La Habana,

seducido por la oportunidad de encontrar la autobiografía perdida, La novela de mi vida, del

poeta José María Heredia, a quien dedicó su tesis doctoral. A la historia del regreso de Terry

a Cuba en busca del manuscrito perdido de Heredia, se suman, intercaladamente, dos planos

temporales: la historia de la vida de Heredia a comienzos del siglo XIX, en tiempos de la

Colonia, y el plano de los últimos días de vida del hijo de Heredia, el masón José de Jesús

Heredia, a principios del siglo XX. Paulatinamente, así como en El hombre que amaba a los

perros, la vida de los personajes y sus andanzas van creando paralelismos: delaciones, exilios

e intrigas políticas que parecen ineludibles para todo creador que destaca por su talento.

Para explicar el argumento de El hombre que amaba a los perros, nos valdremos de

lo expuesto en el artículo “Perros, estalinismo y utopía” (2014) de Bernardo Subercaseaux,


puesto que, a nuestro parecer, logra comentar la obra y proponer una perspectiva de análisis

de manera clara y sucinta. Subercaseaux señala que la novela realiza un recorrido por las tres

grandes utopías del siglo XX para el progresismo latinoamericano: la Revolución de Octubre

(1917), la Guerra Civil Española (1936) y la Revolución Cubana (1959). El asunto

estructurante de El hombre que amaba a los perros es la vida de Trotski, Liev Davídovich

Bronstein, desde su exilio en 1929 hasta su muerte en México, en su casa del barrio

Coyoacán, asesinado por Ramón Mercader del Río, el 21 agosto de 1940.

La novela se compone de treinta secciones, o subcapítulos, que saltan de un tiempo y

un espacio geográfico a otro, repitiéndose el procedimiento narrativo de intercalación

espacio-temporal, visto en La novela de mi vida, aunque esta vez, las tres historias paralelas

ocurren en el siglo XX y no en siglos distintos, produciéndose encuentros entre los

protagonistas. La primera y la última sección se localizan en La Habana en los años 2004 y

2006-2009, respectivamente. La primera sección es narrada en primera persona por Iván

Cárdenas, cubano desencantado del gobierno revolucionario de su país y escritor frustrado

que trabaja en la clínica veterinaria de la Universidad de La Habana. Iván se convierte en una

especie de detective histórico al ir descubriendo poco a poco que el individuo que conoció

por azar un día en la playa de Santa María paseando a dos hermosos galgos rusos, o borzois,

“rápido” en ruso, es Ramón Mercader, el asesino de Liev Trotski, quien, con la identidad

falsa de Jaime López reside en Cuba. En la última sección, titulada “Réquiem”,

cronológicamente ubicada entre los años 2006 y 2009, Daniel Fonseca, amigo y albacea

literario de Iván, recibe el manuscrito de la historia de Ramón Mercader, como narrador en

primera persona, da cuenta de cómo encuentra a Iván, junto a su perro Truco, muertos,

aplastados por el techo de su departamento, como consecuencia de un huracán que azotó la


isla. Finalmente, Daniel, o Dany, será quien publique el manuscrito donde Iván escribió lo

que Jaime López, realmente Ramón Mercader, le fue relatando durante sus encuentros en la

playa de Santa María.

Como bien indica Subercaseaux, las secciones primera y treinta, constituyen el

envoltorio de la novela, y cumplen la función de darle verosimilitud al texto, siguiendo el

viejo artificio del manuscrito encontrado, y el testimonio vivo de los últimos años de vida de

Trotski, así como la historia que le relata el propio Mercader a Iván Cárdenas (Subercaseaux

Perros, estalinismo 185). La segunda sección sitúa la acción en 1929, cuando Liev Trotski,

recién exiliado por la dictadura burocrática de Iósif Stalin, es conducido por agentes de la

GPU1, policía secreta de la URSS durante los años 1923 y 1934, a Kazajistán y luego a

Odessa y Turquía, donde se instala en la Isla de Prínkipo como asilado. La tercera sección

resitúa la acción en Barcelona, en la década de 1930, precisamente en la Sierra de

Guadarrama, en plena guerra civil, donde nos encontramos con la enigmática figura de

Ramón Mercader, en ese entonces, un joven comunista, y de Caridad del Río, la conflictiva

madre de Ramón, quien le propone abandonar todo lo que posee, incluida su identidad y lazos

afectivos, para servir a la Unión Soviética en una misión secreta encargada por el mismo

Stalin: asesinar a Trotski, el mayor enemigo de la URSS. De esta manera quedan dispuestos

los tres hilos conductores de la novela: el periplo en el exilio de Trotski; la formación y

pérdida de identidad de Ramón Mercader, su asesino; y, por último, la acción desarrollada

en torno a Iván Cárdenas, su mujer Ana y su amigo Daniel Fonseca. Las tres líneas temáticas,

poco a poco se van juntando narrativa y temporalmente, hasta el punto en que coinciden:

primero, en el asesinato de Liev Trotski, donde éste conoce a Ramón, oculto bajo el nombre

1
El aparato de inteligencia de Unión Soviética pasó por distintos nombres: GPU, NKVD y KGB
del periodista belga Jacques Mornard, y luego en Cuba, donde Ramón, tras la identidad de

Jaime López, le relata su historia en tercera persona, como si el protagonista fuese un amigo

suyo, a Iván. También, desde el punto de vista geográfico, la novela en cada subcapítulo

cambia la localización donde ocurre la acción: La Habana, Rusia, Turquía, España, Noruega,

Francia y México (Subercaseaux Perros estalinismo 186).

Se pregunta Subercaseaux, respecto a qué hay detrás de la composición de la novela:

treinta secciones que saltan de un tiempo y un espacio geográfico a otro intercaladamente.

Es altamente probable que la composición de la novela se deba a la necesidad de mantener

la intriga respecto a la muerte de Trotski. Si bien cualquiera que tenga nociones de historia

del siglo XX, sabe que Trotski fue asesinado por Ramón Mercader en su casa de Coyoacán,

la novela es capaz de producir y mantener la tensión dramática respecto a cómo y cuándo

sucederá, narrativamente, el asesinato. Además, en paralelo, se desarrolla el misterio acerca

de la identidad de Jaime López que Iván debe desentrañar, recurriendo incluso a consultar la

extensa, y prohibida por el régimen revolucionario, biografía de Trotski, escrita por el

historiador polaco Isaac Deutscher, la misma biografía que utilizó Leonardo Padura para

informarse acerca de la vida de Trotski mientras escribía la novela. Por otro lado, la tensión

dramática de la novela, responde a la calidad de autor de novelas policiales de Padura, que,

inclusive, bautizó a la novela en cuestión, a modo de tributo, con el mismo nombre de un

cuento del destacado autor estadounidense del género policial, Raymond Chandler, a quien

Padura señala como una importante referencia en su formación como escritor: “los escritores

norteamericanos me enseñaron a contar una historia. Y por eso digo que Mario Conde es

nieto de Phillip Marlowe, el protagonista de las novelas de Chandler, e hijo de Pepe Carvalho,

el detective de Vázquez Montalbán” (Campirano 2). Siguiendo esta línea, Padura, como
admirador de las técnicas narrativas de Chandler, debió estructurar El hombre que amaba a

los perros utilizando, como centro de gravedad, al enigma (Subercaseaux Perros, estalinismo

186). No obstante, a diferencia de la novela policial tradicional, Padura da mayor importancia

al proceso que conduce al lector hasta la resolución del enigma que al enigma en sí mismo.

Prueba de ello es que el principal desenlace de la novela, el asesinato de Trotski, sea conocido

de antemano por cualquier lector con conocimientos acerca de la historia del siglo XX y que

la novela, una vez muerto Trotski, aún disponga de una última sección, “Réquiem”, en que

se relata qué ocurrió con Mercader durante su estadía en la cárcel y qué es de su vida en

Rusia, así como la de Caridad, Eitingon y Luís Mercader, y el desenlace de la historia de

Iván, quien, sin previo aviso, recibe una misteriosa carta, escrita hace ya varios años, enviada

por Ramón, a modo de disculpa por no asistir a su último encuentro en la playa de Santa

María, y la visita del antiguo guardaespaldas de Ramón, aquel misterioso hombre negro que

desde la lejanía observaba a Iván mientras conversaba con Mercader, y, por último, una vez

muerta Ana, la decisión de Iván de entregar sus manuscritos a Daniel Fonseca, y su posible

suicidio junto a su perro Truco al dejar que, por consecuencia de una tormenta, cayera el

endeble techo de su departamento, sobre sí mismo y su Truco.

De este modo, siendo el enigma conocido desde un principio por la mayoría de los

lectores, al estilo de una película acerca de la vida de Jesucristo, donde Ramón Mercader

sería Judas Iscariote, lo que el narratario ignora “es el cerco progresivo (en Rusia, Turquía,

Noruega, Francia, Alemania y México) que va hilando el régimen de Stalin, liquidando a los

dos hijos de Trotski, a algunos de sus excolaboradores que lo visitan en el exilio, penetrando

en su entorno con espías, hasta dejar finalmente caer la araña con el piolet [Ramón Mercader]

en la casa de Coyoacán” (Subercaseaux Perros, estalinismo 186). Así, El hombre que amaba
a los perros se configura como una novela que privilegia la alta capacidad de perspectiva,

principalmente de la realidad social cubana, que nos otorga el género negro por sobre el

objetivo de descifrar el enigma: el mismo Padura señala, en referencia a sus novelas de Mario

Conde, que la novela es un excusa para adentrarse en lo social, puesto que la novela negra es

un género capaz de revelar una sociedad contemporánea. De este modo, en el caso de la

novela, Iván Cárdenas, al no ser un personaje histórico y la alegoría de una generación de

cubanos, de la cual Padura es parte, es quien, por un lado, detectivescamente, devela la

identidad de Jaime López, y por otro, en su calidad de “muerto civil”, evidencia las

oscuridades de la Revolución: como es el caso de su propia marginación y miedo a volver a

escribir; la muerte de William, su hermano homosexual, en su intento de escapar en balsa

junto a su profesor y novio; y la masiva huida de cubanos a causa de la crisis económica

desatada tras el desmantelamiento de la Unión Soviética.

Aun así, la tensión principal, el homicidio de Trotski a manos de Mercader, más allá

de que, en estricto rigor, no sea un misterio, está cruzada por otras tensiones secundarias, que

sí funcionan bajo el parámetro del enigma, en las que hay pequeñas intrigas que el lector se

interesa por conocer. Por ejemplo, “¿en qué terminará el amor de Ramón Mercader y África

de la Heras?; ¿los deslices de Trotski con Frida Kahlo?; ¿es acaso un relación puramente

instrumental la de Ramón Mercader con Sylvia Ageloff (la trotskista norteamericana,

secretaria de Trotski, a la que Mercader enamora?); ¿en qué finalizará la labor detectivesca

de Iván Cárdenas que va conociendo la historia y la verdadera identidad de Ramón Mercader,

al mismo tiempo que su conciencia moral va creciendo como una serie de reflexiones sobre

la libertad, la opresión y el genocidio en que han terminado algunas de las grandes utopías

del siglo XX?” (Subercaseaux Perros, estalinismo 186). En suma, se trata de una serie de
enigmas secundarios distribuidos intercaladamente que aumentan la intriga del lector y sus

ansías por terminar una novela de gran extensión, 633 páginas. La novela de Padura, por su

estructura de capítulos intercalados, tiene mucho que ver con la disposición del montaje

cinematográfico, es decir, una arquitectura literaria que deshace la tradicional secuencia

narrativa al introducir la intercalación de planos como la técnica con la que se ensambla una

novela. Esta secuencia no lineal, similar a la que despliega Mario Vargas Llosa en La ciudad

de los perros, tiene la misión de contribuir a la tensión “y a mantener en vilo al lector a lo

largo de la toda la novela. Un vilo que no se tranquiliza leyendo anticipadamente las últimas

páginas, sino que es parte -como en las mejores novelas del género negro- de la tela de araña

que se va gestando en el propio ensamblaje de la novela.” (Subercaseaux Perros, estalinismo

186)

Otro factor importante a tener cuenta en la estructura de El hombre que amaba a los

perros, en lo relativo a la elaboración estética, es el punto de vista narrativo que diferencia a

las tres líneas temáticas principales: Iván Cárdenas, Liev Trotski y Ramón Mercader. De esta

suerte, Iván, el frustrado escritor cubano, se diferencia de los otros dos protagonistas en tanto

la narración de su relato es en primera persona, lo que nos permite obtener antecedentes de

su vida sin la necesidad de un narrador intermediario, transmitiendo su desengaño de la

Revolución de primera fuente. Explica Subercaseaux que sería distinto que un narrador en

tercera persona nos informara la razón que tiene Iván para negarse a escribir la historia del

asesinato de Trotski, contada por el mismo Ramón Mercader en los estertores de su vida en

Cuba. En efecto, es significativo para la novela, le otorga tensión dramática, que el mismo

Iván sea quien revela a su mujer, Ana, después de que ésta le preguntara por qué no había

escrito un libro con la historia, el homocidio de Trotski, que la vida puso en su camino: ““No
lo escribí -le responde Iván- por miedo”. Respuesta con que concluye el subcapítulo, y que

apunta a una política cultural de larga data en la Revolución…” (Subercaseaux Perros,

estalinismo 187)

3.4. Novela Policial.

Como señalamos en el apartado anterior, El hombre que amaba a los perros, encaja,

aunque con matices, sello de la narrativa de Leonardo Padura, en la novela negra, o como

denominaremos en este análisis para evitar ambigüedades terminológicas, novela policial.

Willard Huntington Wright, novelista estadounidense y maestro creador de novelas

policiales, conocido en el ambiente literario como S.S Van Dine, autor de una serie de

exitosas novelas protagonizadas por Philo Vance, emblemático personaje detectivesco

exhibido por primera vez en la novela El crimen de Benson (1926), logró trascender lo

literario, llegando a ser interpretado cinematográficamente por Basil Rathbone, famoso actor

británico de la década de los cuarenta, recordado por haber personificado, en más de catorce

ocasiones, a Sherlock Holmes, el arquetipo de investigador cerebral por excelencia. No

obstante, más allá de Vance, Rathbone y Holmes, queremos destacar a S.S Van Dine,

precisamente, por ser quien estableció, exegéticamente, en la revista “American Magazine”

veinte reglas ineludibles para escribir correctamente una novela policial. De este modo, por

ejemplo, en la regla número cuatro, S.S Van Dine determina que a lo largo de una novela

policial debe estar presente el enigma, entendido como el misterio que sirve de motor del

relato hasta su desenlace; o bien, como disponen las reglas número quince y diecinueve: “El

detective, ni ninguno de sus ayudantes en la investigación, puede ser el culpable. Esta

estratagema es un timo, un engaño” y “Los motivos que induzcan al delito en las historias

detectivescas deben ser de tipo personal. Conspiraciones internacionales y políticas


pertenecen a una categoría diferente de la ficción, por ejemplo, a las novelas del servicio

secreto.” (Van Dine). En efecto, como ya anticipamos, queda de manifiesto que la novela de

Padura no califica, en términos de S.S Van Dine, como una novela policial, sino más bien,

como una reformulación de ésta, ya que no cumple con ninguna de las tres normas citadas.

De esta suerte, en este apartado, nos proponemos dar cuenta de los factores, tanto narrativos

como historiográficos, que tornan la novelística de Padura en una reconfiguración del modelo

tradicional de novela policial. El mismo Leonardo Padura que, además de autor de El hombre

que amaba a los perros, es un estudioso de la literatura, y en particular, de la novela policial,

lo cual implica que la reformulación que imprimió sobre la clásica novela policial, no fue

una alteración ingenua.

Padura en el ensayo “Modernidad y postmodernidad: la novela policial en Iberoamérica”

(1999), asevera que la novela policial, como producto de la modernidad industrial inglesa,

cuna de Sherlock Holmes, arribó tardíamente al continente americano, incluida España, lo

que provocó consecuencias en las formas que ésta iría adoptando al ir siendo asimilada por

las sociedades hispanoamericanas. El anquilosamiento de los sistemas semifeudales de

producción y el prácticamente inexistente conocimiento de los avances y beneficios de los

adelantos científicos desarrollados en las sociedades industrializadas, influyó

determinantemente en el rezago de Hispanoamérica. En efecto, el poco contacto de las

policías con los avances científicos criminológicos y la poca disposición política de los

sucesivos gobiernos dictatoriales, más preocupados de reprimir que de reformar las viejas

instituciones policiales, dan como resultado un terreno yermo para cualquier intento de

florecimiento de un tipo de narrativa como la policial, hija de la modernidad y de la ciencia.

No es hasta la década de 1930, y sobre todo la de 1940, según indica Padura, que naciones
como Argentina, España, México y Chile, comienzan a producir un tipo de narrativa que

sienta las bases para una posterior producción de una expresión hispánica dentro de la novela

policial2. La literatura policial que se comienza a cultivar en los países mencionados, sugiere

Padura, puede ser englobada en algunas proposiciones básicas: por un lado, como primera

proposición, tenemos al acto mimético, es decir, el planteo de una aspiración por medio de

la copia más o menos fiel al original; por otro lado, como segunda proposición, está el

ejercicio paródico, ya veremos que tal idea encaja en la obra novelística de Padura, que

siempre implica una sabiduría, una negación y una mueca hacia el prototipo modélico

policial. Como es esperable, en un primer acercamiento a la literatura policial, los autores

hispanoamericanos optan por desarrollar el género desde la práctica mimética de los grandes

cultores angloamericanos, es decir, acatan disciplinadamente las normas emitidas varias

décadas atrás por el modelo detectivesco o por los populares folletines de aventuras policiales

(Padura 38). Será en 1940 que comience a gestarse, principalmente en Argentina, beneficiada

por el crecimiento económico vivido tras la Segunda Guerra Mundial, una novela policial de

lengua castellana que no recurre al ejercicio mimético, sino a la parodia. Jorge Luís Borges

y Adolfo Bioy Casares, dos sublimes autores ligados a la vanguardia hispanoamericana, dan

un giro en la construcción narrativa clásica de literatura policial al crear la figura de H. Bustos

Domecq, autor ficticio de Seis problemas para don Isidro Parodi (1942): “Al colocar a Isidro

Parodi en una celda, desde la cual debe develar intrincados misterios, los autores toman lo

esencial del modelo creado por Poe […], magnificado por Conan Doyle y llevado a alturas

filosóficas por Chesterton, y lo asumen, deformándolo: Parodi está en la cárcel. De este

modo, al dotar sus textos de una proposición lingüística que acude a la expresión porteña,

2
La literatura policial argentina llegará a contar con cultores de la talla de Borges, Bioy Casares,
Rodolfo Walsh, Silvina Ocampo, entre otra gran cantidad de autores.
comienzan a darle vida al cadáver que ellos mismos están matando, y lo hacen, como

corresponde, en el idioma argentino de Buenos Aires” (Padura Modernidad 39). La solución

dada por Borges y Bioy Casares al problema de la pertenencia de la novela policial al

universo hispanoamericano, cómo hacerla propia, es a través de la parodia, esto es, la

deformación de la estructura tradicional de un formato de novela.

Para explicar contextualmente el origen de la novela policial que cultiva Padura,

acudiremos al artículo de Clemens Franken “Leonardo Padura Fuentes y su detective

nostálgico” (2009), en el cual da luz a la problemática de cómo clasificar la obra de Padura

en la tradición del género policial. En primer lugar, debemos tener en cuenta que Padura,

pese a ser un autor que cultiva un género eminentemente anglosajón, es un escritor inserto

en el contexto latinoamericano, y en lo particular, en el contexto cubano. Cuenta Padura en

una entrevista realizada por Manuel Campirano, que la novela policial “anglo” era

considerada una literatura de segunda categoría, a pesar de existir nombres como Raymond

Chandler y Kirk Hammett, autores que dieron toda una dignidad al género: “Por lo tanto, en

Cuba no existía una tradición de novela policial. De pronto, en el año 1971, se publicó una

novela también muy en el estilo hardboiled3 de las novelas norteamericanas, escrita por un

ingeniero de nombre Ignacio Cárdenas Acuña. Era una novela interesante que se desarrollaba

en el barrio chino de La Habana…” (Campirano 3). Lo expuesto, ocurre en un tiempo crítico

de la cultura y la vida en Cuba, el cambio de década del sesenta al setenta: “es, para decirlo

rápido, el cambio de una Revolución silvestre a una Revolución institucionalizada; la

Revolución entrando en el camino que dictaba la ortodoxia soviética para la revoluciones

3
El hardboiled se distingue de la novela negra por presentar una gran cantidad de escenarios en los
que intervienen componentes lascivos como la extrema violencia, asesinatos y distintos contextos
eróticos que normalmente derivan en el sexo explícito.
socialistas” (Campirano 3). Así, la novela policial angloamericana de Cuba, después de

Enigma para un domingo (1971) de Ignacio Cárdenas, por influjo de la corriente de

pensamiento marxista que llegó en 1959, experimentó una asimilación única: como la

antropología del marxismo considera al ser humano como un producto de las circunstancias

políticas, sociales y económicas, rechaza al detective privado, figura central en la tradicional

novela policial, por situarse al margen de los órganos policiales institucionales y resolver los

problemas gracias a su inteligencia personal (Clemens 30). Siguiendo a Rodríguez Coronel,

expone Clemens, tenemos que los novelistas cubanos optan por reemplazar al clásico

detective privado por un investigador que: “pertenece a un cuerpo policial, lo representa, y

su sagacidad y astucia no actúan de manera independiente, apoyadas solo por su experiencia

e intuición, sino en coordinación con las organizaciones políticas y de masas,

fundamentalmente con las Comités de Defensa de las Revolución” (Cit. en Franken 30).

Rodríguez, desarrollando aún más el tema, plantea que en las novelas policiales cubanas, el

origen del crimen se encuentra en la realidad prerrevolucionaria, es decir, persiste como un

remanente que debe ser combatido por las instituciones revolucionarias: “El delito, más que

un atentado a la moral, es un reto a la nueva sociedad, de ahí que, en gran parte de las novelas,

se vincula la delincuencia común a la contrarrevolución” (Cit. en Franken 30). Este tipo de

literatura policial, vinculada a la delincuencia común y a la contrarrevolución, es fomentada

a través de concursos literarios en las décadas de 1970 y 1980, de gran éxito entre la

población, organizados por el Ministerio del Interior de Cuba: estadísticas registradas por

Fernández Pequeño, indican que entre los años 1971 a 1978 se publicaron doce novelas

policiales, números que contrastan con la producción ofrecida entre 1980 y 1983, donde se

publicaron veintidós novelas del género. Sin embargo, como no todo lo que brilla es oro, la

sostenida producción novelística policial, devino en la falta de rigor editorial a la hora de


seleccionar qué novelas se imprimirían, otorgando la posibilidad de circular en el mercado a

novelas que en otras circunstancias no lo hubieran hecho, desencantando a sus lectores y

empañando un proceso literario que en la década de 1970 alcanzó su nivel más alto (Clemens

31). Leonardo Padura destacada las novelas policiales, precisamente de la década de los

setenta: El cuarto círculo (1976) de Luís Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez, Y si

muerto mañana (1978) del mismo Nogueras y Joy (1977) de Daniel Chavarría. Con todo, el

descrédito de la novela policial en Cuba, no puede endosarse solamente a una mala política

editorial, sino que debe agregarse la excesiva ideologización y esquematización con que se

escribía el género policial.

En consonancia al auge y caída del género policial, en el ámbito editorial y a la progresiva

desilusión del público lector debido a la baja calidad de las novelas publicadas en la década

de los ochenta, la novela policial de Padura también se nutre del desencanto de la utopía

socialista en los países de la órbita de la Unión Soviética, y especialmente en el contexto

cubano, de los escándalos de corrupción que desembocaron en los procesos de juicios y

encarcelamiento de altos oficiales de las Fuerzas Armadas y el Ministerio del Interior. Así,

Cuba, a causa de la caída del muro, además de verse en una profunda crisis económica,

enfrenta el masivo éxodo de sus ciudadanos en improvisadas balsas hacia EE.UU, suceso

relatado en El hombre que amaba a los perros por Iván Cárdenas, y el aumento de la

desconfianza en un sistema que se creía inmune a los vicios de la sociedad capitalista. Padura,

al igual que parte de la sociedad cubana, pese a haber sido revolucionario en su juventud y

aún en la actualidad residir en Cuba, reacciona elaborando una literatura que se nutre de su

desilusión y desconfianza de un proyecto revolucionario que, a su ojos, había sido pervertido,

resaltando los aspectos negativos de un sistema por el que trabajó su juventud.


Leonardo Padura, a la hora de crear novelas policiales, recurre a la parodia que, como él

mismo definió, siempre implica una sabiduría, una negación y una mueca hacia el prototipo

modélico escogido: “Una parodia no es necesariamente cómica -ha escrito Josefina Ludmer,

pero toda parodia es un modo de entablar combate contra una tradición; en realidad es el

golpe de gracia a lo ya muerto, su lápida. No debe leerse como disolución de una estructura

en otra, sino como su transformación” (Padura Modernidad 38). Testimonio de la

reconfiguración que Padura imprime en el género policial, es la publicación de la serie de

novelas policiales, protagonizadas por Mario Conde, titulas en conjunto Las cuatro

estaciones: Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1995), Máscaras (1997), Paisaje

de otoño (1998). Padura en su tetralogía policial, en consonancia a lo que Ludmer entiende

por parodia, abandona los presupuestos estructurales con lo que se componían las novelas

policiales cubanas en décadas anteriores, esto es, novelas basadas en una fuerte confianza en

las instituciones revolucionarias. Tal confianza y certidumbre son dejadas de lado,

advirtiendo las falencias y la falta de efectividad de los órganos policiales de la Revolución.

De este modo, Padura se incorpora con su novelística a la tradición “anti-detectivesca”, ya

de larga data, cuyos representantes, como examinamos, son: José Luís Borges con La muerte

y la brújula (1941); Umberto Eco con El nombre de la rosa (1986), Robbe-Grillet con El

mirón (1965), en otras publicaciones. Sin embargo, el mismo Padura, prefiere ubicar su obra

policial dentro de la nueva narrativa policial hispanoamericana, o más bien, del “neopolicial

iberoamericano” (Clemens 34). Clemens, refiriendo al trabajo de Sara Rosell “La

(re)formulación del policial cubano: la tetralogía de Leonardo Padura Fuentes” (2000),

argumenta que el “neopolicial iberoamericano” es una tipo de novela caracterizada por una

fuerte conciencia de su función social, es decir, como hemos mencionado, un tipo de narrativa

enfocada en representar los problemas de la realidad actual de los países, Cuba en el caso de
Padura, como la corrupción, el arribismo político y la marginalidad, Al mismo tiempo, el

policía de Padura se configura como un personaje posmoderno por su intencionalidad irónica

y paródico, como vimos con

Sobresale del título, El hombre que amaba a los perros, como ya advertimos, la

intertextualidad que establece Padura, probablemente a causa de su admiración por Raymond

Chandler, con el homónimo cuento del escritor estadounidense. Conforme al Diccionario de

retórica, crítica y terminología literaria (2013) de Marchese y Forradellas, la

intertextualidad es un conjunto de relaciones en el interior de un texto determinado que lo

acercan tanto a otros textos del mismo autor como a los modelos literarios expliciticos o

implícitos a los que se puede hacer referencia. En primer lugar, el término intertextualidad

es puesto en circulación por Julia Kristeva en su ensayo “Bajtín, la palabra, el diálogo y la

novela” (1963) a partir de lo teorizado por Bajtin respecto a la obra de Fiódor Dostoievsky,

la cual define como una heteroglosia, esto es, un cruce de varios lenguajes. Kristeva, como

ya señalemos, innovando lo propuesto por Bajtin, introduce en la teoría literaria la noción de

intertextualidad: “Todo texto se construye como un mosaico de citas, todo texto es absorción

y transformación de otro texto” (Cit. en Marchese y Forradellas 127). Otro destacado autor,

Roland Barthes, separa el concepto de intertexto de las ideas de fuente o influencias: “Todo

texto es un intertexto; otros textos están presenten en él, en estratos variables, bajo formas

más o menos reconocibles: los textos de la cultura anterior y los de las culturas que lo rodean;

todo texto es un tejido nuevo de citas anteriores” (Cit. en Marchese y Forradellas 127). En

base a lo expuesto, para efectos de este análisis, entenderemos intertextualidad, como un

término empleado para designar las relaciones que se producen entre textos literarios.
Resuelto esto, en relación con la obra de Padura, tenemos que el título, El hombre que

amaba a los perros, posee un vínculo intertextual con el cuento, valga la redundancia, “El

hombre que amaba a los perros” de Raymond Chandler. La marca textual, además del título,

que vincula a ambos relatos explícitamente, se encuentra en el capítulo cinco de la primera

parte del libro, en el momento en que Iván Cárdenas, mientras se dirigía en una guagua, bus,

a la playa de Santa María a contemplar la puesto del sol, como salía hacer regularmente,

decide extraer de su mochila un volumen de relatos de Raymond Chandler, autor por el que

profesaba una profunda devoción, adquirido de los sitios más inimaginables, como asevera

Iván, probablemente por tratarse de un autor estadounidense objeto de la censura del régimen

revolucionario. El compilado de relatos contenía varios libros de cuentos de Chandler, entre

ellos uno titulado Asesino en la lluvia, de la edición de Bruguera, impreso en 1975, el cual

comprendía “El hombre que amaba a los perros”.

Iván Cárdenas considera que no hay ninguna razón específica para haber escogido

justamente ese libro durante su trayecto a la playa, solo, tal vez, se sintió atraído por el título

a raíz de su predilección por los perros: “Creo que había escogido Asesino en la lluvia con

tal inconciencia de lo que podía significar y simplemente porque incluía algún relato donde

se narra la historia de un matón profesional que siente una extraña predilección por los

perros…”

3.5. Nueva novela histórica.

Una vez examinados los rasgos de novela policial que se advierten en El hombre que

amaba a los perros, corresponde, como ya anticipamos, referirnos a la denominada “nueva


novela histórica” y a su manifestación en la novela. Magdalena Perkowska, teórica literaria

argentina, en su libro Historias híbridas (2008), texto en que se teoriza acerca de la nueva

novela histórica latinoamericana, señala que Ángel Rama, a principios de la década de 1980,

dio luz sobre las nuevas tendencias literarias que, aunque tímidamente, comenzaban a

proliferar en el ambiente literario latinoamericano. De este modo, tenemos que, por un lado,

se torna evidente que la literatura vive un proceso de recuperación del realismo, el testimonio

y la novela de no-ficción, es decir, se vive un “reingreso a la historia”, entendida como la

realidad o condición social y política inmediata de los “novísimos”. Por otro lado, el discurso

histórico, interpretado como la reconstrucción del pasado, entraba en un periodo de crisis. La

crisis del discurso histórico en la ficción latinoamericana, advertida por Rama, supone dos

fenómenos: por una parte, refleja la manifestación de una crisis “histórica” en las novelas

publicada después de 1973, vale decir, la producción de novelas históricas es muy escaza,

siendo, en su mayoría, cultivada por autores consagrados: Concierto Barroco (1974) y El

arpa y la sombra (1970) de Alejo Carpentier; Conversación en La Catedral (1970) de Mario

Vargas Llosa; y Yo el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos. Son pocas las novelas

históricas publicadas por nuevos autores que logran trascender: Una sombra donde sueña

Camila O’Gorman (1973) de Enrique Molina; Moreira (1975) de César Aira; y Lope de

Aguirre, príncipe de la libertad (1979) de Miguel Otero Silva, por mencionar solo algunos

títulos que se han divulgado masivamente (Perkowska 20). Por otra parte, Rama explica que

el discurso ficcional sobre la historia pasaba por un cambio que “abandonaba el modelo

historicista romántico de la reconstrucción de periodos pasados” (Cit. en Perkowska 21). De

esta forma, el discurso histórico en la literatura latinoamericana ya no implica una

reconstrucción de hechos pasados, sino que una construcción e interpretación de

macroestructuras donde hallamos una visión panorámica del destino de Latinoamérica,


evidenciando el advenimiento de una nueva novela histórica. En consonancia con Rama,

señala Perkowska, Tulio Halperin Donghi, historiador, advierte que en Latinoamérica se vive

un proceso de agotamiento de la visión histórica. El historiador atribuye el cambio de la

percepción de la realidad, síntoma de la crisis de la visión histórica, a dos factores: el primer

factor, histórico y político, se trata del nuevo contexto creado por la Revolución Cubana y

marcado por la convicción de que con ella la “tormentosa historia [del subcontinente] había

entrado en su etapa resolutiva” (Cit. en Perkowska 22). La Revolución Cubana suponía para

la sociedad latinoamericana que su desdichado pasado se cancelaba en favor de un nuevo

comienzo. El entusiasmo de los escritores, siempre y cuando respaldasen la Revolución, que

despertó la promesa de dejar atrás las viejas estructuras, generó una narrativa que se

reconocía a sí misma con relación a las nuevas tendencias literarias 4, tanto europeas,

angloamericanas o locales, que acarrean la subjetivación de la historia.

Los años de la Revolución Cubana, están marcados por el profundo descreimiento de

la historia comprendida como cambio y progreso constante: el arresto del poeta Heberto

Padilla en 1971, como revisamos, desmiente la promesa de un nuevo comienzo por parte de

las nuevas instituciones cubanas, situación que se refleja en la novela Máscaras (2002) y El

hombre que amaba a los perros (2009) de Leonardo Padura. Sin embargo, no solo en Cuba

se pierde la confianza en el porvenir, sino que en prácticamente todo el continente

latinoamericano: “la masacre de Tlatelolco (1968) extiende sobre México la nube negra de

la represión estatal; en 1972 comienzas las acciones guerrilleras y el terror en El Salvador;

4
María Cristina Pons, indica Perkowska, reflexiona que las décadas de 1920 y 1930, suponen el
cultivo de ciertas ciencias y disciplinas: sicología sicoanálisis, antropología, sociología y economía,
por mencionar solo algunas, que centran su objeto de estudio en el presente. Consecuencia de lo
anterior es que, a partir de 1940, se observa la subjetivación de la historia, y con ello, un cambio en
las formas de narrar. (Perkowska 23).
1973 irrumpe en Chile y Uruguay como “el año negro de la democracia sudamericana” (Cit.

Perkowska 25). La represión y el terrorismo de Estado institucionalizado en Latinoamérica,

no así en Cuba, que si bien se cometieron abusos, recuérdese el caso de Lezama Lima, no se

incurrió en asesinatos ni se hizo desaparecer a ningún intelectual, escritor o artista como en

otras zonas de Latinoamérica. La imposición de la historia oficial que protege y legitima a

los Estados criminales, en gran medida, definen la producción literaria de la época,

especialmente en lo que se refiere a la ficción histórica. Siendo así, como explica Rama, se

gesta un “retorno a la historia” en la literatura. No obstante, tal retorno no supone una vuelta

hacia el pasado, sino que al presente, es decir, a la condición social y política inmediata a la

que responde la creación de los “novísimos” (Perkowska 26). Por consiguiente, la función

que comienza a cumplir la literatura es testimonial y de denuncia a través de la reapropiación

del realismo: la novela testimonial, el testimonio y la novela de no-ficción, son un

instrumento imprescindible en la resistencia política fraguada en la década de 1970.

El fenómeno que estamos describiendo, en la perspectiva de Rama, constituye la

cancelación del discurso histórico tradicional, puesto que la nueva novela histórica, propia

de los ochenta, se distingue por su marcada resistencia al discurso histórico oficial de las

dictadura Latinoamericanas, lo que la configura como una narrativa “diferente”. De acuerdo

con lo anterior, cobra sentido el segundo factor enunciado por Halperin Donghi, esta vez

estético, el cual, de acuerdo con las nuevas tendencias literarias, implica “la búsqueda de una

nueva forma de narrar que quiere ser a la vez un nuevo modo de explorar la realidad y de

traducirla con fidelidad que se espera creciente” (Cit. En Perkowska 23). Como adelantamos,

a partir de la década de 1980, surgen títulos que encajan con lo que entendemos por novelas

históricas “diferentes”, o nuevas novelas históricas, las que con el tiempo formarían parte del
canon continental: Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia; La guerra del fin del

mundo (1981) de Mario Vargas Llosa; Los perros del paraíso (1983) y La pasión de Eva

(1994) de Abel Posse; Gringo viejo (1985) y Los años con Laura Díaz (1999) de Carlos

Fuentes; El general en su laberinto (1989) de Gabriel García Márquez, entre otras novelas

destacadas. Es esta vertiente corresponde instalar la producción narrativa de Padura.

4. Análisis.

4.1. Los perros.

En Medellín, Colombia, un 24 de junio de 1935, cinco años con un mes y veintiocho

días antes de que Jacques Mornard, verdaderamente Ramón Mercader, tras penetrar en la

fortaleza de Coyoacán, creada por Natalia Sedova, clavara un piolet en la cabeza de Liev

Davídovich, asesinándolo, Carlos Gardel y Alfredo Le Pera Sorrentino, la dupla de tango

más exitosa del siglo XX, morían trágicamente en el punto más alto de su carrera musical, a

causa del choque entre dos avionetas, sobre la pista del Aeródromo "Las Playas". Ambos se

encontraban a bordo de una de las avionetas accidentadas. Un año antes del fatal accidente,

Gardel, Le Pera y Terig Tucci, destacado músico argentino, compusieron en Nueva York el

famoso tango “El día que me quieras” (1934). En enero de 1935, siendo Gardel el

protagonista y una consagrada estrella de internacional de cine, se comienza a filmar el

largometraje musical El día que me quieras (1935), bajo la dirección del austriaco John

Reinhardt, siendo estrenado, póstumamente a la muerte de Gardel y Le Pera, el 5 de julio de

1935 en La Habana. Ahora bien, ¿qué relación existe entre lo recién relatado y El hombre

que amaba a los perros? La respuesta se encuentra en el viaje que realiza, años antes de su

muerte, Alfredo Le Pera a Europa con el objetivo de comprar vestuarios y decorados para

una obra que estaba próximo a entrenar en Buenos Aires. Le Pera, una vez en Francia, al ver
cómo paseaba la sofisticada oligarquía francesa junto a sus perros, entre ellos galgos rusos,

o borzoi, “rápido” en ruso, perros por los que Trotski, Mercader y Cárdenas, tienen una

especial debilidad; decide llevarse consigo treinta de estos perros con tal de venderlos a un

buen precio en Argentina. Lamentablemente, las inclemencias del viaje y el cambio

climático, terminaron por matar a la mitad de los cachorros. Le Pera, triste por lo ocurrido,

resuelve obsequiar dos hermosos borzoi a su entrañable amigo, “el zorzal criollo”, Carlos

Gardel, quien ostentó la belleza de sus dos borzoi en la película musical El día que me quieras

(1935), estrenada, coincidentemente, en el país en que Iván Cárdenas conoce a Ramón

Mercader y a sus dos majestuosos galgos Ix y Dax.

Del mismo modo que Gardel amaba a sus galgos, Trotski, Mercader y Cárdenas,

también son admiradores de los galgos rusos. Aunque, en lo general, son personajes que

demuestran una gran empatía por los animales y demás perros, independiente de su raza.

Sobre este respecto, a grandes rasgos, Liev Trotski, es un gran criador de borzoi y amante de

su perra Maya; en el último periodo de su vida, se dedicó a la crianza de conejos en el patio

de su casa de Coyoacán y a compartir con Azteca, el perro mestizo adoptado por su nieto

Sieva; Iván Cárdenas trabajó como veterinario voluntario durante la crisis económica cubana

y estableció una fuerte relación afectiva con su perro Truco hasta las muerte de ambos,

presumiblemente un suicidio, tras la muerte de Ana, al dejar que el endeble techo de su

departamento cayera sobre sí mismo y Truco; y Ramón Mercader, simulando ser Jacques

Mornard, mientras investigaba la rutina de la casa de Liev Trotski, conoce a Azteca y siente

una afinidad inmediata que lo llevó, por unos segundos, a volver a ser el viejo Ramón que

disfrutaba de la convivencia con sus dos perros, Santiago y Cuba, regalo de su abuelo

materno ante la evidencia de que Ramón sentía una debilidad especial por los perros.
Como establece Bernardo Subercaseaux en “Perros, estalinismo y utopía” (2014), en

este caso, los perros, son personajes pasivos, sin embargo, funcionan como una compuerta

hacia aspectos de los protagonistas que van más allá de la violenta contingencia política que

envuelve a la novela: el exilio, persecución y posterior asesinato de Trotski y de sus hijos por

parte de la inteligencia soviética; las purgas orquestadas por Iósif Stalin en base a juicos

corruptos, testimonios bajo tortura y simulados atentados con tal de eliminar toda oposición

política a su régimen burocrático; la frustrada carrera de escritor de Iván Cárdenas a causa de

ser, en términos de Arrufat, un “muerto civil”, que cometió el error de escribir un cuento

sobre un boxeador que cuestionaba la Revolución y su posterior traslado a regiones ignotas

de Cuba como castigo por su falta de compromiso con el régimen; y sumado a lo anterior, la

presión sicológica y violencia, tanto física y emocional, que sufre Ramón Mercader por parte

de Caridad, su madre, y de Kotov, agente de la inteligencia soviética, durante todo el proceso

en que tuvo que fingir ser Jacques Mornard con tal de acceder a Liev Trotski y asesinarlo,

para que décadas después, se enterara por boca de Eitingon, nombre que Kotov asume en la

Unión Soviética, que nunca estuvo en los planes de Stalin que Ramón saliera vivo de la

fortaleza de Coyoacán, salvo que sucediese alguna eventualidad casi imposible.

De este modo, los personajes perrunos, al ser pasivos, se constituyen como sujetos

no-políticos, refrendando la idea de Aristóteles de que exclusivamente el ser humano es un

animal político, “zoon politikón”, capaz de vivir en comunidad. Así, y sin querer entrar en la

discusión de que los animales no humano son, en efecto, igual, o más políticos que los seres

humanos, basta solo observar el comportamiento de ciertas especies de chimpancés como los
bonobos5 para comprobarlo. No obstante, retomando la novela El hombre que amaba a los

perros, a pesar de no estar narrativamente representada la conciencia de los personajes

perrunos, la novela se emparenta con Niki o la historia de un perro (1956) de Tibor Déry,

debido a la técnica narrativa similar con la que Déry compuso su novela, empero, se distancia

de otras novelas perrunas que sí dan voz a la conciencia de los personajes perrunos, como es

el caso de Corazón de perro (1968) de Mijail Bulgákov o Memorias de un perro escritas por

su propia pata (1893) de Juan Rafael Allende. Sin embargo, El hombre que amaba a los

perros, a pesar de la falta de voz de los personajes perrunos, logra transmitir el sentir de los

perros a través del cariño recíproco que expresan al entrar en contacto con los tres

protagonistas, Liev Trotski, Ramón Mercader e Iván Cárdenas, además de los personajes

infantiles, Luís Mercader, hermano menor de Ramón, y Sieva Volkov, nieto de Trotski e hijo

de Zina, con quienes los perros desarrollan una especial simbiosis que abordaremos en

extenso en un apartado posterior.

Los personajes mencionados, Trotski, Mercader e Iván, comparten la convicción de

que los perros poseen la capacidad de experimentar amor y otra clase de sentimientos, lo

cual, como hemos expuesto, es una teoría desestimada por la filosofía tradicional, puesto que

cataloga a los animales como criaturas que actúan únicamente a través de instintos atávicos

y son incapaces de entregar y sentir amor. Siendo así, se abren temas con respecto a los

límites de la condición humana en relación a la condición animal, categorías cuyas fronteras

son difusas según hemos estudiado. Con todo, en este análisis, nos enfocaremos en tratar

algunos temas, desprendidos de nuestra lectura de El hombre que amaba a los perros,

5
Los bonobos son una especie de chimpancé que resuelve sus conflictos pacíficamente mediante
relaciones sexuales.
relativos a la constitución de los personajes perrunos como seres capaces de sentir y entregar

amor, y a su “valor inherente” en tanto seres emocionalmente sensibles que merecen el

respeto de los seres humanos.

El hombre que amaba a los perros, revela, a través de la gran intensidad emocional

que se despliega en las relaciones entre seres humanos y perros, que los vínculos entre

animales y humanos, no son relaciones, al menos en lo que respecta a los protagonistas y a

los personajes infantiles, que funcionen verticalmente, bajo el principio de autoridad

piramidal, sino que, por el contrario, son relaciones que operan horizontalmente, puesto que

el tipo de conexión que se advierte entre seres humanos y perros se da en el plano de un

cariño recíproco, respeto, igualdad y hasta gratitud.

Los protagonistas, Liev Trotski, Ramón Mercader e Iván Cárdenas, no son héroes, la

novela no los presenta como tales, al contrario, son personajes desprovistos de épica y

representados con las contradicciones del hombre moderno. Más bien, estimamos que el

término antihéroes calza mejor con el perfil de los protagonistas. Ejemplo de su calidad de

antihéroe, en el caso de Liev Trotski, quien hasta el final está convencido de su utopía

socialista, pese a las evidencias de su fracaso, es en el tiempo en que éste, durante su estadía

en México, mantiene una secreta relación amorosa con Frida Kahlo, a espaldas de su esposa

Natalia Sedova, hasta que, a causa de la suspicacia de Natalia, es descubierto en su

infidelidad. La mujer de Trotski, motivada por el dolor que significó tal traición después de

décadas de fuerte compañerismo, incluso durante la Revolución de Octubre, decide

abandonar la casa de Diego Rivera, el primer asilo mexicano del matrimonio Bronstein-

Sedova. Trotski, abstraído por la tristeza, comenzó a enviar cartas a Natalia en las que

imploraba su perdón. Este hecho, además de configurar a Liev Davídovich como un


antihéroe, da cuenta de su concepción acerca de los perros y de la función de compañerismo

que cumplen en su vida al firmar sus cartas como “Tu viejo perro fiel”:

“Liev Davídovich había entendido el sentido del mensaje: que aquella vejez llegaba
al cabo de treinta años de vida común, a lo largo de los cuales Natasha había vivido por él y
para él. En ese instante, empezó a escribir unas súplicas a menudo firmadas como <<Tu viejo
perro fiel>>, a manera de toques cada vez más quejumbrosos en las puertas de un corazón al
que trataba de reconquistar con recuerdos del ayer y urgencias sentimentales y física del
presente, expresadas a veces en un lenguaje tan directo que a él mismo le asombraba.”
(Padura El hombre que amaba a los perros 398)

Lo vivido por Liev Trotski y Natalia Sedova, no deja de recordarnos al Soter, el perro

héroe de Corinto, símbolo de fidelidad y compromiso irrestricto con su pueblo, y a Argos, el

viejo perro fiel de Ulises, el único que fue capaz de reconocerlo tras de su derruida apariencia.

Liev Davídovich, de esta manera, entiende las relaciones de compañerismo, al menos en lo

que respecta a su relación con Natalia, bajo el conjunto de ideas que han englobado

tradicionalmente lo que caracteriza en el imaginario colectivo al comportamiento perruno:

fidelidad a toda prueba, compañerismo y sumisión. Liev Trotski al firmar como “Tu viejo

perro fiel”, identitariamente, se configura a sí mismo ante Natalia, como un esposo sumiso,

adoptando características perrunas, aunque simbólicas, que él mismo admira, ante la mujer

con la que compartió más de treinta años, despojándose de la armadura emocional de

revolucionario que lo caracteriza, exponiendo su interioridad, celosamente custodiada, a la

camarada que lo ha seguido y amado incondicionalmente. En esta perspectiva, el

comportamiento de Natalia Sedova frente a su esposo, se subsume dentro de la pasividad de

los personajes perrunos. Así, Natalia, acompaña a Liev Trotski a lo largo de todo su periplo

en el destierro, al igual que su perra Maya, hasta su muerte en la isla Prínkipo, mientras que

el resto de los personajes, sus hijos Liova, Seriozha, Nina, amigos de la familia y

guardaespaldas, van desapareciendo por distintas razones, principalmente por traiciones y


asesinatos, sumergiendo a Liev Davídovich en un océano de soledad y desconfianza de todos

los que lo rodeaban, menos, y esto es esencial, de su querida Natalia y Sieva quienes, en

nuestra interpretación, se incorporan al espectro de personajes perrunos, por su compromiso

con Trotski, no solo en el plano político, sino que también en el afectivo, constituyéndose a

sí mismos como el único escape emocional de Trotski, particularmente en el caso de Natalia,

con quien puede expresar hasta lo más íntimo de su ser, y revelar sus temores

desentendiéndose de su coraza de fundador del Ejército Rojo. Ambos, tanto Trotski como

Natalia, tras el perdón de ésta última por la infidelidad con Frida, contraen un nuevo

compromiso, pero esta vez, en términos perrunos, es decir, basado en la horizontalidad,

respeto y preocupación mutua. Lo anterior, nos invita a plantear en este análisis, que Trotski

profesa una gran admiración por las simbólicas virtudes perrunas, como examinamos en su

compromiso con Natalia, que se complementa, y a su vez explica, la devoción y el amor que

siente por los perros, particularmente por su perra Maya y luego por Azteca, el perro mestizo

de su nieto Sieva.

Ahora bien, los protagonistas, y el resto de los personajes, como ya sabemos, están

inmersos en el torbellino de violencia que suponen las revoluciones de las que son, o fueron

parte, como es el caso de Iván Cárdenas, quien, decepcionado de la Revolución Cubana, deja

de creer en ella. No obstante, como ya mencionamos, tal clima de violencia, excluye a los

personajes perrunos que pueblan la novela, ya que ninguno de ellos tiene la capacidad de

urdir algún intrincado plan para asesinar a Stalin u organizar el primer congreso de la IV

Internacional en Francia, tan solo, como ha quedado de manifiesto, son personajes pasivos

que se arriman, en una genuina demostración de afecto, a las atribuladas conciencias de sus

amos, provocando, momentáneamente, la cancelación de la persistente atmósfera de


violencia o angustia existencial, dando tranquilidad o transportando a otro sitio la conciencia

de los protagonistas. Lo expuesto, tiene su correspondiente proyección en la triste y solitaria

vida de Ramón Mercader en la URSS, antes de partir a Cuba a vivir sus últimos días, quien,

pese a estar casado, haber adoptado a dos hijos, residir en un acomodado departamento y

haber sido condecorado con la Orden de Lenin, no deja de darle vueltas a la idea de qué

hubiese sido de su vida si en vez de aceptar la propuesta de Caridad de abandonar su identidad

para siempre y comprometerse con la absurda misión de asesinar a Liev Davídovich, hubiera

muerto junto a sus compañeros en la Sierra de Guadarrama. Tal reflexión, claro está, la hizo

en compañía de sus dos amados galgos, Ix y Dax:

“Aliviados, Ix y Dax comenzaron a correr por la nieve, como dos niños que la pisan
por primera vez. Todavía caían copos aislados y Ramón subió la capucha de su chaqueta.
Con las correas de los perros en las mano izquierda y un cigarrillo en los labios cruzó, seguido
por sus perros, la avenida del malecón Frunze y descendió por las escaleras que bajaban
desde la acera hacia una plataforma casi al nivel del río. […] Ramón Mercader del Río
imaginó cómo habría sido su vida si aquella madrugada remota, en una ladera de la Sierra de
Guadarrama, hubiese dicho que no. Seguramente pensó, como le gustaba hacerlo, que quizás
habría muerto en la guerra, como tantos de sus amigos y camaradas” (Padura El hombre que
amaba a los perros 742)

La cita referente a Ramón Mercader, confirma a los perros, personajes pasivos,

como sujetos que desconectan a los protagonistas de su conflictiva y angustiosa realidad,

otorgándoles un espacio de reflexión en soledad, únicamente a través de su compañía. En el

mismo sentido, Liev Davídovich, una vez que es notificado por un agente de la GPU de su

irrevocable exilio, oprimido por sentimientos de rabia e impotencia, sale intempestivamente

del refugio en el que se encontraba, junto al resto de su familia, acompañado de su perra

Maya, su fiel y querida borzoi, con el objetivo de encontrar la calma que necesitaba en un

momento tan tenso como el que vivía:

“La certeza de la derrota le oprimía el pecho, como si lo aplastara la pata de un


caballo, y lo asfixiaba. Por eso recogió las sobrebotas y las galochas de fieltro y avanzó con
ellas hasta el comedor, donde Liova organizaba archivos, y comenzó a calzarse, ante el
asombro del joven, que le preguntó qué se proponía. Sin responder, tomó las bufandas
colgadas tras la puerta y, seguido de su perra, salió al viento, la nieve y la grisura de la mañana
[…] y fue como su hubiese abrazado la nube blanca hasta fundirse con ella. Silbó, reclamando
la presencia de Maya, y se sintió aliviado cuando la perra se acercó. Apoyando la mano en la
cabeza del animal, había notado cómo la nieve empezada a cubrirlo” (Padura El hombre que
amaba a los perros 36).

En el caso del cubano Iván Cárdenas, uno de los tres protagonistas, y quien descubre

la verdad identidad de Jaime López, Ramón Mercader, conoce a Ana, su segunda esposa y el

amor de su vida, a quien acompañó hasta el día de su muerte. Iván, se encontraba solo en la

Escuela de Veterinaria, su lugar de trabajo, una tarde lluviosa, mientras trabajaba de asistente

en la Escuela de Veterinaria de la Universidad de La Habana, después de que todos los

veterinarios se habían marchado, inesperadamente, recibe a una joven, Ana, que cargaba

entre sus brazos a un poodle bastante desastrado y le suplica que salve a su perro aquejado

de una obstrucción intestinal. Iván, compungido, tuvo que explicar a Ana, sin saber que esa

mujer sería su esposa, que, desgraciadamente no podía realizar el procedimiento, puesto que

no era veterinario y los doctores ya se habían ido. Ana, sollozando, le implora a Iván que

atienda a Tato, su perro enfermo, ya que, de no hacerlo con prontitud, éste moriría

irremediablemente. Ante esta situación, Iván, sin una motivación clara de su acción, mientras

Ana rezaba, sintió que debía hacer algo por el desgraciado poodle. Así, Tato se convirtió en

el primer paciente quirúrgico de Iván.

4.2. Amor al prójimo.

El título de la novela, si bien, como revisamos, corresponde a una intertextualidad

con el cuento El hombre que amaba a los perros de Raymond Chandler, también encierra la

posibilidad de ser analizado, en base al contenido de la novela, en consideración al

significado del pretérito imperfecto de indicativo “amaba”. El filósofo Zygmunt Bauman en


su libro Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos (2003), reflexiona

acerca de la dificultad que supone respetar el mandamiento “ama a tu prójimo como a ti

mismo”, quizá el fundamento más importante de la vida civilizada. Ante todo, el precepto

solo puede ser aceptado, adoptado y practicado si uno se somete a la exhortación teológica

“credere quia absurdum”: “créelo porque es absurdo”. Es fácil advertir el absurdo del

mandamiento si nos cuestionamos respecto al beneficio que nos reportaría amar a otro, a

cualquier otro prójimo, solo por ser nuestro prójimo. Lo razonable es amar a alguien que

merezca ser objeto de nuestro amor, todo lo contrario a lo que establece el precepto, es decir,

amar a otro sin ninguna evidencia de que el sentimiento de esa otra persona extraña sea

recíproco.

Bauman, a partir de El malestar en la cultura (1930) de Sigmund Freud, concluye

que el sentido de obedecer un mandamiento tan poco razonable, responde a la necesidad de

poseer una norma que contrarreste intensamente la violencia intrínseca de la naturaleza

humana. Hasta este punto, la reflexión de Bauman está en sintonía con la horizontalidad de

las relaciones entre seres humanos y animales presente en El hombre que amaba a los perros.

No obstante, y aquí diferimos del análisis de Bauman, éste expone que aceptar el precepto

“ama a tu prójimo como a ti mismo”: supone “un salto de fe, un salto decisivo, por el cual un

hombre se despoja de la coraza de impulsos y predilecciones “naturales”, adopta una postura

alejada y opuesta a su naturaleza y se convierte en un ser “no natural” que, a diferencia de

las bestias (y, por cierto, de los ángeles, tal como señaló Aristóteles), es lo que distingue al

ser humano” (Bauman 106). Es manifiesta la perspectiva antropocéntrica de Bauman, puesto

que considera a la condición humana como un estado superior y artificial del ser humano que

ha dejado atrás los impulsos primigenios de su propia condición de animal.


Así, contrario a lo planteado por el giro animal, Bauman ve en la animalidad, los

impulsos e instintos de una criatura no racional, reivindicando la línea tradicional de la

filosofía occidental que aprecia en la condición animal a un ser definido negativamente con

relación a su carencia de atributos respecto al ser humano: su falta de lenguaje, razón, alma,

espíritu, inteligencia, sensibilidad y mente. La aceptación del mandamiento de amar al

prójimo es la entrada del ser humano a la vida civilizada. Así, el salto de fe que da el ser

humano al aceptar amar a su prójimo incondicionalmente, desafía la lógica de la

sobrevivencia animal y convierte la moralidad en una condición esencial para la

sobrevivencia de sí mismo y de su propia humanidad. En este sentido, la novela El hombre

que amaba a los perros se erige como una narrativa que asume y acepta el mandamiento de

amar al prójimo, empero, lo hace cambiando uno de los términos de la ecuación teológica,

esto es, transgrede la obligatoriedad de que el prójimo amado sea un ser humano, más bien,

en el marco de la horizontalidad de la relaciones entre humanos y animales, es perfectamente

posible que el prójimo sea un animal, o en el caso específico de la novela, uno de los tantos

perros que aparecen en la narración. Si ser considerado civilizado significa estar moralmente

dispuesto a amar a otro extraño, siempre y cuando éste sea un ser humano, la novela, plantea

un nuevo tipo de civilización y de moralidad en que los animales no humanos estén

contemplados como sujetos merecedores de nuestro respeto y consideración. Liev Trotski, a

modo de ejemplo de lo expuesto, durante su asilo en México, mientras se encontraba en La

Casa Azul, casa de Diego Rivera y Frida Kahlo, en conversaciones con André Bretón, le

confiesa a éste último cuánto amaba a los perros:

“Se lamentó ante Bretón de que su vida errante le hubiera impedido volver a tener uno desde
que despidió de su galgo ruso en el muro del cementerio de Prínkipo y le habló de la bondad
de Maya, y de la devoción que, en general, sienten los perros de esa raza por sus dueños”
(Padura El hombre que amaba a los perros 468)
Para sorpresa de Liev Trotski, pudo comprobar, muy a su pesar, que el padre del surrealismo

era un hombre profundamente lógico, incluso insensible, cuando le advierte que no se deje

llevar por sus afectos, explicándole, desde la posición filosófica tradicional respecto a los

animales, que él intentaba atribuir a las bestias sentimientos exclusivos de los seres humanos,

como el amor y la bondad. Trotski, de inmediato, rebate tal idea de Bretón, con argumentos

más pasionales que racionales:

“¿se podría negar que un perro sintiera amor por su amo?, ¿cuántas historias de ese amor y
esa amistad no habían escuchado? Si Bretón hubiera conocido a Maya y visto su relación con
él, tal vez su opinión hubiera sido otra” (Padura El hombre que amaba a los perros 469)

Ahora bien, para Bauman, “ama a tu prójimo como a ti mismo”, de manera tácita,

incluye el amor propio, como factor primario, para poder amar a otro sin reservas. Siendo

así, Bauman establece que un ser humano que no profese amor hacia sí mismo, no puede

sobrevivir humanamente, sino que lo hace desprovisto de este sentimiento, amor propio,

como el resto de los animales no humanos, esto es, la supervivencia física y corporal que

puede conseguirse sin el amor a uno mismo, al contrario, quizá sea más sencillo sobrevivir

sin la moralidad que encierra amar al prójimo. Con todo, el amor a uno mismo puede

rebelarse contra la prolongación de una vida que no está a la altura del amor que uno siente

por sí mismo. Lo dicho abre un amplio espectro de debates con respecto a temas como la

eutanasia, suicidio asistido, o la ortotanasia, término empleado para hacer referencia a una

muerte digna, consistente en dejar morir, sin mediar tratamientos médicos, a quienes sufren

de alguna enfermedad incurable o en fase terminal. Sobre este respecto, es sugerente lo

ocurrido entre Ramón Mercader y su perro Dax en Cuba, quien fue sacrificado por Ramón,

en un gesto de compasión, debido a que padecía una enfermedad cerebral incurable.


Como ya dijimos, creemos, en oposición a Bauman, que los animales, ya sean

domésticos o silvestres, también son seres con la capacidad de sentir amor por sí mismos y

por su prójimo y que su afirmación se ubica en una línea de pensamiento filosófico tradicional

que no ha sido capaz, por conservadurismo o contumacia, de cuestionar el marco ideológico

totalizante que se impone en la forma en cómo es definido el ser humano: el pináculo de la

evolución, dotado de capacidad lingüística, razón y sentimientos. No obstante, la forma en

que Bauman plantea la cuestión del amor al prójimo, nos invita a hacer extensivo su

razonamiento a la vida de los animales no humanos. De esta manera, proponemos, en

conjunto con los estudios animales, que no existe una frontera, entre las condiciones del

humano y del animal, que delimite y zanje una diferencia ineludible entre la especie humana

y el total de las demás especies no humanas que permita afirmar que los animales están

impedidos de abrigar sentimientos de amor hacia otros y hacia sí mismos. Cristian Montes,

académico e investigador, en el artículo “Patas de perro de Carlos Droguett o la

deconstrucción narrativa de la binariedad animal/humano” (2014), proyecta, como una

sensibilidad posthumanista común entre los diversos pensadores que han reflexionado acerca

de la condición animal, la existencia, tanto humana como animal, como una multiplicidad de

zonas fronterizas y dinámicas. Por ejemplo, Derrida señala que la noción de animal oculta y

oscurece la inmensa heterogeneidad de lo viviente no humano ni vegetal. En consecuencia,

advierte Montes: “habría que pensar en una multiplicidad de animalidades y en vez de un

límite que separa para siempre lo humano de lo animal, una multiplicidad dinámica de líneas

divisorias que están siempre en constante tensión y flujo” (Montes 115). Frente al

reconocimiento de la heterogeneidad y las diferencias que configuran la multiplicidad de

relaciones del mundo animal, hay que reconocer la idea del desvanecimiento de los límites

fijos entre especies y la idea de “devenir animal”, propuesta por Deleuze y Guattari en Mil
mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (1972), que supone la constatación de un flujo

incesante que habita en toda entidad vital, ya sea humana o no humana. Bajo esta perspectiva,

la nueva civilización y la nueva moral que bosqueja El hombre que amaba a los perros,

trastoca el ordenamiento teológico cuya génesis la hallamos en el mandamiento “ama a tu

prójimo como a ti mismo”, y da como resultado un nuevo tipo de humanidad, esto es, un

conjunto de seres humanos que adoptaron una forma diferente de sobrevivir, que va más allá

de amar a un prójimo similar, y que se encuentra en directa confrontación con el principio de

identidad y fijeza sostenido en un esencialismo que Deleuze y Guattari se empeñan en

desbaratar a través del planteamiento del concepto de “devenir”. Así, desde el inmanentismo,

que Deleuze recoge de Nietzsche y de Spinoza, niega el orden de lo trascendente para afirmar

que el ser “se define” del devenir: “Estamos atrapados en segmentos de devenir, entre los

que podemos establecer una especie de orden o de progresión aparente: devenir-mujer,

devenir-niño, devenir-animal, vegetal o mineral” (Deleuze Esquizofrenia 274). Para la nueva

civilización, en la que el prójimo es un animal no humano, el “devenir animal”, es solo un

caso entre otros, el cual no tendría una importancia exclusiva. Se trata de segmentos que

ocupan una especie de “región media”; más allá identifica devenires-mujer, devenires-niño,

entre una inmensidad de devenires, que llegan, incluso, a devenires-imperceptibles. El

devenir, afirma Deleuze, no se entiende como una imitación, semejanza, o identificación,

sino que se cree en la existencia de devenires animales muy especiales que atraviesan y

arrastran al ser humano, afectando, tanto al animal como al humano. De esta forma, Deleuze

rechaza toda visión estructuralista afirmada en una correspondencia de relaciones. Deleuze,

con respecto al devenir animal, señala: “Pues si devenir animal no consiste en hacer el animal

o imitarlo, también es evidente que el hombre no deviene “realmente” animal, como tampoco

el animal deviene realmente otra cosa. El devenir no produce otra cosa que sí mismo. Es una
falsa alternativa la que nos hace decir: o bien se imita, o bien se es. Lo que es real es el propio

devenir, el bloque de devenir, y no los términos supuestamente fijos en lo que se

transformaría el que deviene”. De acuerdo con lo expuesto, mediante los distintos devenires

se establecen relaciones con lo otro, pero sin dejar de ser uno mismo, en otras palabras, el

“devenir animal” no consiste en imitar a los animales o convertirse en uno, sino que, supone,

recuperar los aspectos, partículas o fragmentos, que de animal poseemos todos y, a partir de

ese instante, entablar una relación.

Subercaseaux, con relación a la cercanía de Trotski y Maya, miembro de su familia,

destaca que, antes de partir a su exilio, el revolucionario, se niega tajantemente a abandonar

a su perra en la URSS: “Maya formaba parte de su familia y se iba con él o no se iba nadie”

(Padura). Maya, tristemente, termina por morir en la isla de Prinkipo, Turquía. Liev, tras

sepultar a Maya junto al muro del cementerio de Büyük Ada, siente que una buena parte de

su vida se ha ido:

“Kharálambos se encargó de abrir el hoyo, y el nuevo secretario, Jean van Heijenoort,


preparó una pequeña lápida de madera. Al depositarla en la fosa, Liev Davídovich sintió que
se desprendía de una parte buena de su vida. Cumpliendo con su estilo para las despedidas,
lanzó un puñado de tierra sobre el manto persa que le servía de sudario al cadáver y dio media
vuelta, para refugiarse en la soledad ahora más patente y opresiva de la casa de Büyük Ada.”
(Padura El hombre que amaba a los perros 179)
Al igual que los perros, los niños, como veremos extensamente un posterior apartado,

si bien poseen una intensa participación en la obra, en relación a los perros, son personajes

pasivos, esto es, ajenos a las tres grandes revoluciones que narra la novela: “son activos pero

solo en su pasividad: como seres admirados, queridos, paseados, regaloneados y enterrados”

(Subercaseaux Perros, estalinismo 190).


4.4. Perros e infancia.

Platón en La República establece que “la divinidad no es autora de todas las cosas,

sino únicamente de las buenas”. En consecuencia, el origen de las cosas es el lugar donde

hallamos la verdad y la pureza, esto es, una identidad primera que se tendrá por cierta y

anterior a todo lo que consideramos histórico. En efecto, en atención a lo expresado por

Platón, realizando un paralelo entre la configuración de los personajes infantes de El hombre

que amaba a los perros y el catecismo cristiano, tenemos que, como en la caída del ser

humano en el pecado original, coincidentemente, todos los personajes de edad adulta,

imbuidos en la violencia sistemática de la que da cuenta la obra en las tres grandes

revoluciones o cismas históricos del siglo XX, han perdido la inocencia originaria y

ahistórica que poseen todas las criaturas, independiente de su especie, a causa de las

coyunturas que los han forzado a ir en contra de la moralidad cristiana, comprendida no como

una actitud beata, sino que como la voluntad de respetar el valor inherente de los seres vivos,

sin la posibilidad de redimirse y retornar a su estado primigenio de inocencia. Resulta

ilustrativo, respecto a la idea de la imposibilidad de redención, el análisis retrospectivo que

realiza Liev Trotski en relación con el actuar despiadado que tuvo frente a la Rebelión de

Kronstadt mientras perteneció al politburó del partido bolchevique:

“<<Cierto es que en Kronstadt hubo víctimas inocentes y el peor exceso fue el fusilamiento
de un grupo de rehenes. Pero aun cuando murieran inocentes, lo cual es inadmisible en todo
tiempo y lugar […] no puedo admitir una equiparación entre el sofocamiento de una rebelión
armada contra un gobierno endeble y en guerra con veintiún ejércitos enemigos, con el
asesinato frío y premeditado de camaradas cuyo único cargo fue pensar…” (Padura El
hombre que amaba a los perros 394)

Más allá de cualquier intento de justificación contextual de su propio actuar, Trotski, es

consciente de su situación moral. Desde la perspectiva del debido respeto por el otro, no tiene
salvación, puesto que su identidad originaria ya fue perturbada por el devenir histórico y la

violencia que supone un proceso revolucionario, lo han situado en un punto de no retorno:

“Pero Liev Davídovich sabía que Kronstadt iba a quedar siempre como un capítulo negro en
la revolución y que él mismo, lleno de vergüenza y dolor, cargaría siempre con esa culpa”
(Padura El hombre que amaba a los perros 394)

Retomando el tema que nos compete en este apartado, el ejemplo de la “vergüenza y dolor”

que siente Trotski por su accionar, contrasta con la inocencia, o pureza en términos

platónicos, que los niños despliegan a lo largo de la obra con relación al vínculo innato que

generan con los distintos personajes perrunos. Por ejemplo, cuando Sieva y su madre Zina,

hija del viejo revolucionario, arriban a la isla de Prinkipo, la atención de Sieva se centra

inmediatamente en Maya:

“Natalia, Liova, Jeanne, las secretarias, los guardaespaldas y hasta Maya bajaron tras Liev
Davídovich hacia el embarcadero a darles la bienvenida. El ánimo de cada uno de ellos era
todo lo festivo que permitían las circunstancias y fue recompensado por la sonrisa de una
mujer delgada, exultante y expansiva, y por la mirada escrutadora de un niño, intensamente
rubio, que había despreciado mimos de abuelos y tío para fijar su atención en la perra Maya”
(Padura El hombre que amaba a los perros 124)

De manera homóloga al ejemplo referido, el hermano pequeño de Ramón Mercader,

Luís, cuando junto a Caridad, lo visita en la Sierra de Guadarrama, su reacción, además de

alegrarse por ver a su hermano tras un largo tiempo, es compartir, nuevamente de forma

innata, con el perro Churro: “Ya bajo el árbol, Ramón volvió a sonreír al observar el retozo

de Luís y el pequeño Churro” y “Como si fuera algo casual, Ramón escupió […] Avanzó

tras Caridad hacia el auto, del que Luís bajó con Churro entre sus brazos”.

Interpretar dicotómicamente a los personajes en edad adulta y a los que aún viven su

niñez, nos brinda la posibilidad de distinguir, a partir de la noción de simulacro de Gilles


Deleuze, a aquellos personajes que se configuran solo como un simulacro. Así, Deleuze es

capaz de construir una comprensión de la dialéctica, no como una contrariedad, sino que

como una dialéctica de la rivalidad, “amphisbetesis”: “La finalidad de la división no es dividir

un género en especies, sino, más profundamente, seleccionar linajes: distinguir pretendientes,

distinguir lo puro y lo impuro, lo auténtico y lo inauténtico” (Deleuze 180). En atención a lo

dicho, la primera determinación del platonismo es distinguir la esencia y la apariencia, lo

inteligible y lo sensible, la idea y la imagen, el original y la copia, el modelo y el simulacro.

Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, poseedores de

semejanza con la Idea primigenia; los simulacros, al contrario, son pretensiones mal

fundadas, construidos sobre una disimilitud y detentan una perversión y desviación esencial

(Deleuze Lógica del sentido 182). Podemos, entonces, seleccionar a los pretendientes,

distinguiendo, las copias siempre bien fundadas, de las malas copias o, siendo más

específicos, de los simulacros sumidos en la eterna desemejanza (Deleuze Lógica del sentido

182). La dualidad, copias semejantes y simulacros, no debe entenderse como una relación de

semejanza meramente exterior, al contrario, ya que es la Idea, la cual comprende las

relaciones y proporciones constitutivas de la esencia interna de lo copiado: la copia no se

parece verdaderamente a algo más que en la medida de que se parece a la Idea de la cosa. En

otras palabras, el pretendiente, lo copiado, se adapta al objeto copiado en tanto se modela,

interior y espiritualmente, sobre la Idea originaria, por ejemplo, la idea, cualidad de ser justo,

no merece ser comprendida como tal si no se erige sobre la esencia de la idea de justicia. En

contraste, los simulacros, más que pretensiones, son insinuaciones que recubren una

desemejanza con un marcado desequilibrio interno: la diferencia entre simulacro y copia, las

dos mitades de una división, radica en que la copia es un imagen dotada de semejanza,

mientras que el simulacro es una imagen sin semejanza. (Deleuze Lógica del sentido 183).
Efectivamente, como esbozábamos, el catecismo cristiano, inspirado intensamente en el

pensamiento platónico, nos ha acercado a la noción de que Dios hizo al ser humano a su

imagen y semejanza, pero, a raíz del pecado original, perdió la semejanza, conservando tan

solo la imagen. El catecismo, como es de esperar, pone énfasis en el carácter demoniaco del

simulacro, el cual, sin duda, que aún produce un efecto de semejanza, pero es un efecto

solamente exterior y producto de la degeneración del ser humano.

Los perros, al igual que los niños, si bien poseen una intensa participación en la obra,

son personajes pasivos: “son activos como solo en su pasividad: como seres admirados,

queridos, paseados, regaloneados y enterrados” (Subercaseaux Perros, estalinismo 190).

Tanto niños, como perros, son protagonistas configurados en la lejanía, tanto para el lector,

que no llega a inmiscuirse en su consciencia de la manera en que lo hace con los demás

personajes adultos, y para la historia, de la cual terminarán por desaparecer.

“…la clave fue la forma en que trataba a sus perros y cómo miraba el mar. Era Mercader
buscando la felicidad que sintió en Sant Feliu de Guíxols. Su paraíso perdido... Cuba fue un
placebo” (Padura El hombre que amaba a los perros 752)

Mercader busca volver a ese tiempo originario de la infancia. Para ellos utiliza de puente a

los perros y la vista del mar de su infancia. Además de la rabia que siente por Caridad al

recordarla asesinando a Churro. Ramón Mercader, bajo la identidad de Jaime López,

mientras permanecía en Cuba, solía pasear con sus dos galgos rusos, Ix y Dax, a orillas del

mar en la playa Santa María. Iván Cárdenas, gracias a su predilección por los perros, y a su

conocimiento de los galgos rusos a propósito de su trabajo en el hospital veterinario, toma

contacto con Ramón y entabla una relación, en la que éste, le relata la historia del asesino de

Trotski, como si fuera un amigo de Ramón y no el verdadero protagonista. Relativo a la

relación de Mercader con los perros, sobresale como marca textual, que Iván descubre la
verdadera identidad de Jaime López por el modo cariñoso en que trataba a los perros: “…la

clave fue la forma en que trataba a sus perros y cómo miraba el mar. Era Mercader buscando

la felicidad que sintió en Sant Feliu de Guíxols.” (Padura El hombre que amaba a los perros

752).

4.5. Enfoque de deberes indirectos y directos.

Comprenderemos el concepto de “agente moral”, como aquel sujeto que posee la

capacidad de aplicar principios morales imparciales, es decir, determinar lo que debe hacerse

moralmente: escoger el acto, a partir de sus propias convicciones, que demandan las

circunstancias a las que están sujetos. Así, los agentes morales son merecidamente

considerados responsables de sus actos, dado que, en una última instancia, son quienes

deciden qué hacer, o no hacer, y deben cargar con la responsabilidad moral de sus actos. Los

humanos adultos, con la excepción de aquellos con limitaciones siquiátricas o sometidos a

algún tipo de coerción, aunque solo se trate de una presunción, son quienes están sujetos a

las implicancias de ser un “agente moral”. Ahora bien, los agentes morales no solo pueden

hacer lo que es correcto o incorrecto, también cabe la posibilidad de que sean receptores de

los actos que ejecuten otros agentes morales. En tal caso, tenemos la necesidad de hablar de

una cierta reciprocidad que se da entre los mismos “agentes morales”, por consiguiente,

utilizaremos la noción de “comunidad moral”, propuesta por Regan, entendida como una

colectividad de individuos compuesta exclusivamente por agentes morales (Regan 183).

Por otro lado, los “pacientes morales”, en contraste a los “agentes”, carecen de la

capacidad de controlar su propio comportamiento, por lo que no es factible hacerlos

moralmente responsables de sus actos en tanto son incapaces de deliberar, ante una

determinada situación, cuál sería la manera moralmente apropiada de actuar, es decir, no


pueden hacerse cargo de algo correcto o incorrecto, puesto que no lo pueden diferenciar; los

animales, los niños, las personas mentalmente perturbadas o deficientes de todas las edades

son casos paradigmáticos de pacientes morales (Regan 184). Es posible agregar más casos

de “pacientes morales”, pero, para nuestra reflexión, basta con los ya enunciados. Respecto

al concepto de “pacientes morales”, antes de continuar, es sustancial advertir que, al emplear

el término, nos estamos refiriendo a los animales, específicamente a los perros, seres

consientes y sintientes que gozan de irrefutables capacidades cognitivas y volitivas (Regan

184). Si bien, un “paciente moral” no puede incurrir en actos moralmente incorrectos, se

acerca al estatuto de los “agentes morales”, ya que pueden ser afectados por actos de éstos.

Por ejemplo, cuando Caridad Mercader dispara a Churro, perro adoptado por Ramón en el

frente de batalla en la Sierra de Guadarrama:

“…Caridad, con arma en la mano, colocaba a Churro en el punto de mira y, sin dar tiempo a
que su hijo reaccionara, le disparaba en la frente. El animal rodó, empujado por fuerza del
plomo, y su cadáver comenzó a congelarse en la alborada fría de la Sierra de Guadarrama”
(Padura El hombre que amaba a los perros 55)
El fragmento citado, nos interesa para dar cuenta de la no reciprocidad en las

relaciones entre agentes y pacientes morales. De esta manera, tenemos, que existen dos tipos

de deberes: “directos” e “indirectos”. Lo común a ambos tipos de deberes es que ninguno,

desde una óptica marcadamente antropocéntrica, considera que se tengan deberes

directamente con los animales. Así, por ejemplo, el compromiso con la comunidad que asume

Iván Cárdenas durante la crisis económica que asoló a Cuba tras la aplicación de las políticas

Glasnost y Perestroika que acabaron definitivamente con la URSS:

“Si unos meses antes yo parecía un canceroso, el nuevo esfuerzo me convirtió en un fantasma
pedaleante y elemental, y todavía hoy ni yo mismo me explico cómo salí vivo y lúcido de
aquella guerra por la supervivencia, que incluyó desde operar de las cuerdas vocales a cientos
de cerdos urbanos para evitar sus chillidos hasta protagonizar una pelea a trompadas (en la
que llegaron a destellar los cuchillos) con un veterinario que trataba de robarme los
clientes…” (Padura El hombre que amaba a los perros 536).
El pasaje referido, nos ayuda a advertir que ambos tipos de deberes, directos e

indirectos, son dos formas de obligaciones que involucran a los animales, pero que no

suponen un compromiso con éstos en sí mismos en tanto “agentes morales”, sino que, por un

lado, volviendo al ejemplo, Iván tiene un deber directo con su comunidad moral, puesto que

extirpar las cuerdas vocales de los cerdos es un beneficio para quienes sufren con sus

constantes chillidos y, por otro lado, operar a los cerdos supone un deber indirecto con su

comunidad, ya que se anticipa a las molestias que puedan ocasionar los chillidos a los

vecinos. En definitiva, Iván Cárdenas, en ningún momento detentó un deber directo con los

cerdos, al contrario, su labor siempre fue en beneficio de la “comunidad moral”.

De acuerdo a los enfoques examinados, deberes “directos” e “indirectos”, califican

como “agentes morales”, solamente aquellos que se ubican en el tipo de relación recíproca

en la que los agentes morales se ponen uno frente al otro como miembros de la “comunidad

moral” (Regan 186). Lo dicho, explica Regan, no significa que no existan limitaciones

morales en lo que podemos hacerles a los animales, sino que, los fundamentos para tratarlos,

de algunas maneras y no de otras, no residen en el beneficio o daño que recibirá un

determinado animal, al contrario, tales fundamentos yacen en cómo afectarán nuestros actos,

respecto a los animales, a otro “agente moral”.

4.6. Seres con un valor inherente.

Aristóteles, filósofo griego de la antigüedad, y Friedrich Nietzsche, pensador alemán

de las postrimerías del siglo XIX, tienen en común un pensamiento “perfeccionista” de la

justicia, esto es, una teoría que sostiene que lo que merecen los individuos, como asunto de
justicia, está determinado por las virtudes, talentos intelectuales y artísticos, y por el

desempeño en hazañas heroicas o magníficas que posean (Regan 269). En este sentido,

aquellos que detenten virtudes en abundancia, merecen más que los agentes morales

desprovistos de talentos. Por lo tanto, expresa Regan, hay un paso muy corto entre aceptar

una teoría perfeccionista de la justicia y permitir un trato sumamente desigual entre sujetos

de una misma comunidad moral, e incluso ajenos, como es el caso de los “pacientes morales”

(269). Por ejemplo, para Aristóteles, algunos seres humanos son esclavos por determinación

natural, puesto que nacen carentes de las aptitudes necesarias para ocupar una posición

preponderante en escala social, en consecuencia, su función es servir a los miembros más

virtuosos de la sociedad, desahogándolos de tareas que les impedirían desarrollar su intelecto

superior. Bajo la óptica de los cultores de la justicia perfeccionista, los esclavos del ejemplo,

tienen lo que merecen, dado que una sociedad equitativa genera acuerdos que promueven el

perfeccionamiento de los individuos más virtuosos (Regan 269). Sin duda que, según lo

dicho, las teorías de la justicia perfeccionista son apreciablemente perniciosas para la

sociedad, puesto que promueven distintas formas censurables de discriminación: social,

política y legal. No obstante, tales teorías son reprobables en un sentido aún más trascendente,

esto es, aquellos que han nacido favorecidos por virtudes que sobrepasan las del resto, no lo

han hecho deliberadamente, está más allá de su control, debido a lo cual, ninguna teoría de

la justicia que se funde sobre una base tan fortuita como la lotería genética, no puede ser

adecuada, en vista de que se le niegan beneficios esenciales para su bienestar a quienes nacen

carentes de talentos socialmente admirados. Podemos señalar, entonces, a partir de lo dicho

que, los tres protagonistas de El hombre que amaba a los perros, Lev Trotski, Ramón

Mercader e Iván Cárdenas, funcionan en la obra como agentes morales que plantean la

posibilidad de ver al prójimo, concretamente a los perros, como individuos poseedores de


valor en sí mismos, de manera contraria a las teorías perfeccionistas de la justicia. En

términos teóricos, la forma de justicia defendida por los tres protagonistas es referida como

“igualdad de los individuos”, lo cual implica, en efecto, ver a determinados individuos, como

poseedores de “valor inherente”.

4. Conclusión:

4.1. La fragilidad de lo humano.

Con respecto a la novela de Padura y a la lectura desde la filosofía animal que hemos

realizado, la fragilidad de lo humano se hace patente en los tres momentos históricos que se

interconectan en la obra, en el destino de sus protagonistas, en utopías que fracasan

estrepitosamente, y en perros o animales que terminan siendo casi lo único que se puede

amar. Pero si vamos a la vida real y al mundo contemporáneo, el asunto va más allá. Nos

resulta extraño, o al menos curioso, en este siglo, escuchar acerca de la “deshumanización”

de una determinada persona. Aunque, quizá no debería sorprendernos, considerando la

cantidad inimaginable de horrores que suceden día a día en nuestras narices, pero no somos

capaces de verlos, o evitamos hacerlo pensando en nuestra propia comodidad. Estadísticas

del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), establecieron que en los dos

primeros meses de 2018, un millar niños murieron o fueron heridos a causa del conflicto

armado en Siria; otras 86.000 personas perdieron extremidades y los niños con

discapacidades corrían el riesgo de ser abandonados en medio de ciudades constantemente

bombardeadas (Alkhshali y Qiblawi). Más atrás en el tiempo, en la Alemania nazi, una

investigación llevada a cabo por el Museo del Holocausto de Washington, no hace muchos

años, estableció, superando las expectativas de los propios investigadores, que el número de

“centros de concentración” asciende a 42.500; número que incluye 30.000 campos de trabajo
forzado, 1150 guetos, 980 campos de concentración, alrededor de 1.000 centros de detención

de prisioneros de guerra, unos 500 burdeles con esclavas sexuales y miles de lugares donde

se exterminaba a ancianos y se realizaban abortos forzados (Infobae). Sobre este respecto, el

documental Shoah (1985) realizado por Claude Lanzmann, ofrece una genuina relación de

los horrores del holocausto a partir de testimonios directos de los afectados. Por otra parte,

casi una década antes del holocausto nazi, entre 1932 y 1933, años en que Iósif Stalin

comenzó su purga en la Unión Soviética, relatada en El hombre que amaba a los perros,

acaece un hecho particularmente brutal, más conocido como “holodomor”, literalmente

“matar de hambre” en ucraniano, que se gesta en la Ucrania soviética, causando, según la

historiadora Anne Applebaum en Red Famine: Stalin's War on Ukraine (2017), la muerte

por inanición de aproximadamente cuatro millones de personas en los dos años señalados

(Barnés). Ahora bien, refiriéndonos a una realidad más cercana en el aspecto emocional, en

nuestro país, Chile, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión

Valech), reconoce un número de 27.255 personas, solo declarantes voluntarias, detenidas por

razones políticas; el 94% de los declarantes señala haber sido víctima de torturas en más de

una ocasión. No obstante, el número de torturados debiera ser aún mayor, puesto que en los

primeros años de la dictadura militar no fue posible realizar ningún tipo de denuncia o

catastro. Luego de algunos años, cuando las violaciones a de los derechos humanos dejaron

de ser masivas, fue posible, solo en localidades urbanas, contactar a las víctimas e interponer

denuncias, las que, como es de esperar, fueron desestimadas en la época. El panorama es aún

más desolador cuando se tiene en cuenta que solo un reducido número de chileno no conoce,

o sabe, de personas que fueron despojadas de su humanidad en el periodo que va desde 1973

a 1989; llegando al punto en que vivimos en una sociedad repleta de víctimas, tanto directas
como indirectas, sin ningún tipo de reparación moral y exiguas compensaciones económicas

otorgadas por el Estado.

La historia de la humanidad, tristemente, está atiborrada de brutalidades del calibre

de las señaladas, incluso nuestro propio continente americano, se funda a partir del genocidio

de su población autóctona. En este aspecto, con intención de proseguir ahondando en la

fragilidad de lo humano, Bartolomé de Las Casas, fraile dominico y el principal defensor de

los “indios” frente a los abusos de los conquistadores españoles, en la Junta de Valladolid

(1550-1551), polemiza acerca de cómo concebir la conquista de América en vista de los

excesos cometidos por los soldados españoles. En dicho debate, Juan Ginés de Sepúlveda,

sostuvo que los “indios” se corresponden con lo que Aristóteles reconoce como “esclavos

por naturaleza”, siendo, por consiguiente, los españoles, los “amos por naturaleza”,

proponiendo la violencia y esclavitud como un medio legítimo para civilizar e instruir en el

dogma cristiano a la población originaria de América. Las Casas, en el lado opuesto, a partir

de un discurso humanista, tributario de la filosofía tradicional, sin negar la teoría aristotélica

de la esclavitud natural, sino que, más bien, reinterpretándola, da cuenta de su inaplicabilidad

en América, tanto porque los “indios” son seres perfectamente racionales y libres, como

porque los españoles están lejos de la virtud que se supone debe tener aquél que por

naturaleza está llamado a ser “amo”. De este modo, cambia el estatus jurídico de los “indios”,

recibiendo, aunque solo teóricamente, un trato acorde a su racionalidad, característica que,

como sabemos, solo le pertenece al ser humano, es decir, a partir de las teorizaciones de Las

Casas, la población nativa de América, obtiene la condición ser humano. Sin embargo, tal

condición humana de los “indios”, no fue tenida en cuenta en la realidad cotidiana,


persistiendo el dominio violento sobre los pueblos originarios, aunque bajo distintas formas

jurídicas (García-Huidobro y Pérez 185).

Lo expuesto respecto al debate de la Junta de Valladolid, principalmente el acceso a

la condición humana, negado en la práctica, de los habitantes autóctonos de América, revela,

sin ambigüedades, que la condición humana no es exclusiva de todos los seres de la especie

humana, más bien, es un construcción discursiva antropocéntrica con un limitado número de

seres humanos que pueden acceder a ella, relegando al resto a un espacio deshumanizado

junto a las bestias pertenecientes a la condición animal, la cual, sostenemos, también es una

construcción discursiva, que abarca todo lo que no calza en los paradigmas de la condición

humana, siendo, entonces, una suerte de pozo sin fondo en que caben todas las criaturas,

independiente de su especie, que han sido marginadas deliberadamente por el discurso

antropocéntrico que utiliza la coerción para conservar su vigencia, no así su legitimidad, en

las subjetividades de quienes creen ser parte de una especie superior por gracia divina. Así,

el concepto de “deshumanización”, en efecto, lejos de sorprendernos, debiera parecernos

perfectamente normal y coherente con el discurso antropocéntrico que expulsa a todo aquel

que cuestione el ordenamiento que ha creado. En consecuencia, no es vano recordar que el

discurso antropocéntrico, relega a la condición animal al ámbito de irracionalidad, un terreno

constantemente en sombras. Sin embargo, lo que es considerado racional, o humano, muchas

veces a lo largo de la historia, no ha incluido a todos los miembros de la especie humana,

prueba de ello es la humanización de los “indios” que logró Las Casas, aunque en sentido

inverso.

Casos paradigmáticos de humanos que no han sido admitidos en la dimensión de lo

racional son los discapacitados. Los deficientes mentales, por ejemplo, hacían dudar a John
Locke de su humanidad, considerándolos por su aspecto como una especie intermedia entre

el animal y el hombre. De los sordos se decía que eran parecidos a las bestias o al humano

prehistórico por su incapacidad de hablar, teniendo en cuenta que la capacidad lingüística es

esencial en el paradigma de la condición humana. Incluso la comunidad científica, la nobleza

del reino de la racionalidad, discutió largamente, a fines del siglo XIX, respecto a la

pertinencia de enseñar el lenguaje de signos en escuelas especiales para sordos. La resolución

de la comunidad fue que no era posible enseñar un lenguaje basado en señas a humanos, ya

que comunicarse a través gestos es propio de las bestias. No fue hasta la segunda mitad del

siglo XX que comenzó a enseñarse el lenguaje de signos institucionalmente.

Para terminar con esta reflexión, queremos proponer, en lo general, a la zooliteratura,

y en lo particular, a la literatura perruna, como creaciones literarias que despiertan fuertes

cuestionamientos respecto a la propia condición humana del lector. Si bien El hombre que

amaba a los perros, es una obra que caracteriza pasivamente a los personajes perrunos, abre

un espectro de valoraciones acerca de la condición animal, como la capacidad de amar

recíprocamente de los perros, que ponen en jaque la hegemonía del discurso antropocéntrico,

tornando una obra que, como examinamos, puede ser comprendida como una novela policial

o como una nueva novela histórica, en una novela que diluye, de manera imperceptible, las

fronteras en lo animal y lo animal que sirve de soporte para indagaciones filosóficas y

existenciales. Ahora bien, cabe cuestionarnos: ¿Puede sostenerse hoy día que la especie

humana es la culminación racional y espiritual de la especie?


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