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El Grito de Las Tierras de Hielo

Tras la muerte de su padre en el campo de batalla, la princesa Thirrin se convierte, a los catorce años, en soberana de las Tierras de Hielo, un pequeño reino que vive bajo la permanente amenaza de los pueblos vecinos.
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El Grito de Las Tierras de Hielo

Tras la muerte de su padre en el campo de batalla, la princesa Thirrin se convierte, a los catorce años, en soberana de las Tierras de Hielo, un pequeño reino que vive bajo la permanente amenaza de los pueblos vecinos.
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Agradecimientos
El presente documento ha sido elaborado sin fines de lucro para fomentar la
lectura en aquellos países en los que algunas publicaciones no se realizan,
cabe destacar el trabajo de las transcriptoras, correctoras, revisoras,
moderadora y diseñadora de SO.

2
Índice
Sinopsis ......................................................................................... 5

Capítulo 1 ...................................................................................... 6

Capítulo 2 ...................................................................................... 17

Capítulo 3 ...................................................................................... 25

Capítulo 4 ...................................................................................... 34

Capítulo 5 ...................................................................................... 51

Capítulo 6 ...................................................................................... 60

Capítulo 7 ...................................................................................... 69

Capítulo 8 ...................................................................................... 87

Capítulo 9 ...................................................................................... 101

Capítulo 10 .................................................................................... 115


3
Capítulo 11 .................................................................................... 133

Capítulo 12 .................................................................................... 145

Capítulo 13 .................................................................................... 155

Capítulo 14 .................................................................................... 169

Capítulo 15 .................................................................................... 180

Capítulo 16 .................................................................................... 186

Capítulo 17 .................................................................................... 199

Capítulo 18 .................................................................................... 209

Capítulo 19 .................................................................................... 221

Capítulo 20 .................................................................................... 238

Capítulo 21 .................................................................................... 248

Capítulo 22 .................................................................................... 260

Capítulo 23 .................................................................................... 273

Capítulo 24 .................................................................................... 282


Capítulo 25 .................................................................................... 291

Capítulo 26 .................................................................................... 297

Capítulo 27 .................................................................................... 309

Capítulo 28 .................................................................................... 321

Capítulo 29 .................................................................................... 330

Capítulo 30 .................................................................................... 337

Capítulo 31 .................................................................................... 345

Capítulo 32 .................................................................................... 355

Capítulo 33 .................................................................................... 363

Capítulo 34 .................................................................................... 376

Sobre el autor ................................................................................ 387

4
Sinopsis
T
ras la heroica muerte de su padre en el campo de batalla, la princesa
Thirrin se convierte, a los catorce años, en soberana de las Tierras de
Hielo, un pequeño reino que vive bajo la permanente amenaza de los
pueblos vecinos. Entre ellos, allende las montañas, se encuentra el próspero
Imperio del Polipontus, cuyo formidable ejército de esclavos, comandado por
el invencible general Scipio Bellorum, protagonizará la peor invasión que el
reino ha soportado en su historia. Así pues, la joven princesa deberá
demostrar que es capaz de plantar cara al invasor antes de que cesen las
nevadas invernales, para lo cual, con la ayuda del aprendiz de brujo Oskan,
reúne a su ejército y se alía con extrañas criaturas como los malhumorados
vampiros, los hombres lobo o los legendarios leopardos gigantes, capaces de
hablar y de comportarse con extrema nobleza. Además del valor, el deber y el
sacrificio forjados en el campo de batalla, la historia de Thirrin incluye
buenas dosis de humor e intriga en una lectura apasionante.

5
Capítulo 1

T
hirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo llevaba sus apellidos con
toda naturalidad. Tenía trece años, y era alta para su edad y capaz de
montar su caballo con la misma destreza que el mejor de los soldados
de su padre. Además, era la heredera del trono de las Tierras de Hielo. Su
tutor podría añadir que prestaba atención cuando quería, que era lista
cuando se molestaba en intentarlo y que tenía el genio de su padre. Pocos la
comparaban con su madre, muerta cuando ella nació. Pero quienes
recordaban a la orgullosa joven del fiero pueblo de los hipolitanos decían que
Thirrin era su vivo retrato.

Al guardia montado que le escoltaba todo aquello no le importaba en


absoluto. Llevaban desde el amanecer cazando en el bosque y estaba aterido y
agotado, pero Thirrin no daba muestras de querer volver a casa. Iban tras
unas huellas que, según insistía ella, eran las pisadas de un hombre lobo, y el
soldado temía que pudiera estar en lo cierto. Había aflojado las lanzas en su
funda y durante la última hora había cabalgado con el escudo en ristre.

Los hombres lobo habían sido desterrados de las Tierras de Hielo tras las
6
Guerras de los Fantasmas, en las que el padre de Thirrin, el rey Redrought,
derrotó al ejército de los reyes de los vampiros en la batalla de las Rocas del
Lobo. Lo más seguro es que el hombre lobo tras el que andaba Thirrin fuese
un ejemplar solitario en busca de presas fáciles en los pastos del ganado, pero
toda precaución era poca con esas criaturas. Ella pensaba que, con un poco
de suerte, podría capturarlo y llevarlo a la ciudad como trofeo. Y tal vez antes
de ejecutarlo lograrían sonsacarle información acerca de lo Tierra de los
Fantasmas.

—¡Escucha! —dijo Thirrin con apremio, despertando de una agradable


ensoñación en la que se veía ganándose el respeto y la gratitud de su padre—.
Ahí adelante. ¡Un gruñido!

El soldado puso la lanza en posición horizontal.

—Ponte detrás de mí —ordenó, dejándose de formalidades ante el peligro.

Pero antes de poder moverse, el tupido sotobosque que flanqueaba el sendero


se abrió de golpe y de él saltó un animal enorme. Tenía forma vagamente
humana, pero era muy peludo y la cara era una extraña mezcla de lobo y
hombre. Los miró fijamente un instante, con los ojos llenos de odio, y luego
atacó. Esquivó con facilidad la torpe lanzada del soldado y fue derecho por
Thirrin, pero el caballo de ésta estaba entrenado para la batalla y brincó hacia
delante para responder, extendiendo en el aire sus patas herradas con acero.

Pillada por sorpresa, la bestia recibió de lleno el impacto de la coz, pero no


llegó a perder el equilibrio; se tambaleó solo un segundo antes de rugir con
furia y arremeter de nuevo. Thirrin había desenvainado ya su largo sable de
caballería y con un limpio movimiento giró su montura, se inclinó a un lado,
bien sujeta a la silla, y asestó un golpe a la fiera, dejándole un profundo tajo
en el brazo.

Para entonces, el soldado se había recuperado; cargó de nuevo y derribó al


hombre lobo. Antes de que pudiese incorporarse, los dos caballos se
dispusieron a volverse en redondo, resoplando con fiereza y pateando el aire
con los cascos.

La criatura logró escurrirse entre los espesos matorrales, por donde las
monturas no podían seguirlo. Durante unos instantes se lamió las heridas
con una larga lengua roja, luego emergió de nuevo del espinoso seto para, sin
previo aviso, lanzarse contra el caballo de Thirrin, a la que derribó de la silla.
El corcel trastabilló, relinchando aterrado, y ella quedó tendida en medio del
sendero, aturdida y sin aliento. Por un momento le pareció estar
contemplando desde arriba, desde afuera de sí misma, un cuadro de un 7
mundo diminuto y silencioso. Sentía vértigo y, aunque no lograba recordar
exactamente de qué se trataba, era consciente de halarse en una situación de
peligro. Veía a un soldado atacando a un enorme hombre lobo, pero éste le
partía la lanza y el caballo reculaba y salía galopando con un jinete asido a él
desesperadamente. La bestia se dio la vuelta y se encaminó despacio hacia
ella.

Thirrin regresó de golpe a la apremiante realidad y con un sobresalto recordó


dónde estaba. El hombre lobo se acercaba a paso lento deliberadamente como
disfrutando del instante previo al ataque mortal, cual gato con un ratón
indefenso.

La espada de Thirrin estaba de su lado, tirada en el suelo. La empuñó y se


puso en pie de un brinco. La criatura se detuvo y unos enormes dientes le
asomaron por la boca, como si sonriera de oreja a oreja. Thirrin no vaciló.
Lanzando el grito de la Casa del Escudo de Tilo, atacó.

Antes de que la bestia pudiese reaccionar, la espada le hizo un corte profundo


en el hombro y se derrumbó de espaldas, sorprendida por la ferocidad de
aquella muchacha. Pero entonces Thirrin resbaló en la hojarasca húmeda y
cayó aparatosamente. De inmediato el hombre lobo se abalanzó sobre ella y,
quitándole la espada de un manotazo, se le sentó encima a horcajadas. Los
pulmones de la chica, aplastados por aquel peso enorme, apenas lograban
aspirar aire. Sin embargo, el espíritu combativo de Thirrin seguía rugiendo en
su interior, y cuando la fiera le acercó las fauces a cuello, ella le asestó un
puñetazo en la nariz. La criatura sacudió la cabeza y estornudó,
desconcertada.

—Hazlo rápido, hombre lobo, y asegúrate de que todas las heridas sean
delante. No quiero que nadie diga que morí mientras huía —le espetó Thirrin,
logrando que no se le notase el espanto en la voz.

La bestia bajó de nuevo la vista, pero esa vez sus ojos rezumaban una
perplejidad casi humana. Permaneció casi un minuto en esa posición,
examinándola, de repente echó atrás la cabeza y aulló. Su voz fue subiendo
hasta alcanzar una escalofriante nota aguda, antes de desvanecerse poco a
poco en el silencio. Volvió a mirarla. Sus ojos eran tan humanos que Thirrin
tuvo la sensación de que casi podría hablar con él. Entonces se incorporó de
un brinco y la chica pudo recobrar el aliento, liberada de aquel enorme peso.

Se sentó con gran esfuerzo, lentamente, y observó cómo el hombre lobo


agarraba la espada y la lanzaba al tupido lecho de matas. A continuación hizo
algo que la dejó atónita: le dedicó una reverencia, doblando uno de los brazos
por delante del torso mientras extendía el otro al frente, en un delicado gesto,
como el más elegante de los cortesanos.

A pesar del peligro, Thirrin estuvo a punto de reír. El hombre lobo echo atrás 8
la cabeza otra vez y un sonido bronco, una mezcla de carraspeo y rugido,
brotó de su boca como si estuviese riendo. Luego se marchó corriendo entre
los árboles, sin dejar tras de sí otra cosa que el estremecimiento de unas
ramas.

Thirrin se puso en pie y recogió la espada. Temblaba del susto, pero estaba
maravillada. ¿Por qué no la había matado? ¿Podía ese tipo de criatura pensar
y tomar decisiones? De ser así ¿aquella había decidido realmente dejarla
vivir? Estaba estupefacta. Aquello hacía tambalear todo lo que le habían
contado y todas sus creencias e ideas acerca del pueblo de los hombres lobo.
Siempre había creído que eran seres asesinos, con tan poco seso como
cualquier otra criatura primitiva y malvada allende las fronteras
septentrionales de las Tierras de Hielo. Sin embargo, aquel hombre lobo había
demostrado… ¿Qué? ¿Piedad, tal vez?

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por un estruendo procedente de los


árboles. Al punto levantó la espada en posición de defensa ante un nuevo
ataque. Pero solo era su escolta, que había recobrado el control de su caballo
y se volvía dispuesto a morir para protegerla. Mejor que morir como castigo
por no haber cumplido su cometido debidamente.

Thirrin tuvo que aguantar un largo examen del soldado en busca de heridas y
una larga y de tallada descripción de su imposibilidad de dominar a su
caballo cuando se había encabritado. Al final la dejó montar y emprendieron
el lento camino de regreso. Ella iba meditando sobre todo lo acontecido,
ensimismada. ¿De verdad podía desechar sin más todo lo que siempre había
tenido por cierto sobre los hombres lobo? Mientras avanzaba hacia casa, su
rápida mente seguía cavilando la asombrosa posibilidad de que aquellas
criaturas espantosas poseyesen la facultad de pensar, o incluso sentir.

Tras unos minutos cabalgando ambos en la misma montura, ella detrás del
soldado, su caballo salió al trote entre los árboles y relinchó de alivio al verlos.

—¡Pues sí que me has servido de mucho! —le reprochó Thirrin—. Debería


haber dejado que te atrapase el hombre lobo.

Tomaron la ruta más directa para volver casa. La tupida maraña de árboles
acabó abriéndose en pequeños claros y campamentos de leñadores conforme
se acercaban a las lindes del bosque. Al final se acabaron los árboles y ante
ellos se extendió el ancho territorio. Detuvieron sus monturas y contemplaron
la llanura que rodeaba Frostmarris, la capital de las Tierras de Hielo, la tierra
era un mosaico hecho de setos y en el corto verano del país, mientras la
ciudad, justo delante de ellos, se alzaba en medio de los terrenos de labranza
como un gigantesco barco de piedra en un mar de trigo dorado.

Cada una de sus cuatro descomunales puertas estaba orientada a uno de sus 9
cuatro vientos, y en lo alto de la cuarta colgaba la enorme campana del
Solsticio, cuyo bronce pulido lanzaba destellos al sol brillante, como dando la
bienvenida a casa a Thirrin y su escolta. En el centro de la población divisó la
fortaleza de su padre, que dominaba las calles desde lo alto de la colina. El
pendón real, con un oso blanco en actitud de combate sobre fondo azul, se
veía perfectamente, pues una brisa fresca lo estiraba y lo sacudía en el aire
como si estuviese encabezando una carga de la caballería del rey Redrought.

Thirrin espoleó su caballo, recuperándose ya de la conmoción de la lucha y


ansiosa por contarle a su padre lo que había pasado con el hombre lobo.
Atravesaron la llanura al galope, levantando una polvareda en las pistas
resecas por el calor del verano, y en poco tiempo ella y su escolta estaban
cruzando las puertas de la ciudad y subiendo por la calle mayor. Era día de
mercado, y campesinos llegados de los pueblos y granja de los alrededores
flaqueaban el recorrido con sus puestos, en los que se vendían toda clase de
mercancías, desde verduras y quesos hasta huevos y carne recién obtenida de
la matanza. Hacía calor, y la sangre y los despojos habían atraídos a nubes
enteras de moscas que incordiaban al caballo de Thirrin, el cual resoplaba y
se movía esquivamente mientras avanzaban poco a poco entre la
muchedumbre.

—¡Dejad paso a la princesa! —gritaba el escolta al tiempo que espoleaba a su


corcel para adelantarse un poco y obligar a la gente a apartarse.
Poco acostumbrados a la visión de miembros de la realeza, algunos de los
campesinos que rara vez iban a la ciudad se quedaron atónitos al ver a
Thirrin. Varios hasta se abrieron camino como pudieron para tocar el
dobladillo de su túnica y sus botas de montar como si fuese una especie de
reliquia sagrada. Eso azoró muchísimo a la muchacha, que inmediatamente
se quitó el escudo del hombro y prosiguió con él en ristre, ocultando sus
sentimientos tras una máscara de impávida.

—¡Es la princesa! ¡Es la princesa!

El murmullo corrió como la pólvora por delante de ellos propagándose entre el


gentío. Thirrin deseó haber llevado el casco, en vez del sencillo casquete de
hierro que solía ponerse para salir a cazar. Al menos con su atuendo de
guerra tenía una protección para la nariz que le tapaba parte de la cara. Su
única esperanza era que aquella multitud de pueblerinos tomase el rubor de
sus mejilla por lo colores encendidos típicos de los guerreros.

Por fin llegaron a las puertas de entrada de la puerta alta de la ciudad, y los
guardias apostados allí les cerraron el paso como era su deber.

—¿Quién pide paso para presentarse ante el rey? —preguntaron en tono


grave.
10
—Su hija y heredera, la princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte. Escudo de Tilo.

Los guardias se cuadraron y Thirrin cruzó las puertas y penetró en el castillo.


Nada más atravesar el amplio patio, desmontó y soltó las riendas de su
caballo, que se arrastraron por el suelo. Sabía que un palafrenero acudiría
raudo y veloz para llevarse el animal. Luego entró a grandes zancadas en el
Gran Salón de la fortaleza de su padre.

Al pasar el arco inmenso del pórtico, se detuvo un instante para que se le


acostumbrase la vista a la penumbra reinante. Poco a poco fueron emergiendo
de la oscuridad los escudos abollados de housecarls (guerreros profesionales)
muertos hacía décadas y los estandartes de antiguas batallas, y Thirrin
reanudó la marcha.

Delante de ella el suelo de losas parecía perderse entre las sombras. Pero por
los respiraderos horadados en el altísimo techo se colaban haces de luz del
sol, que formaban acá y allá charcos luminosos en la vetusta piedra que el
paso del tiempo había sembrado de marcas y señales. Al fondo del vestíbulo
divisó la tarima elevada en que estaba el trono de oscura madera de roble.
Habían tallado los brazos del trono en forma de patas de oso, y los pies en
forma de patas de dragón. Sobre el estrado pendía el estandarte de guerra de
las Tierras de Hielo: un oso polar erguido, enseñando los dientes con una
mueca maliciosa y las zarpas hacia delante. El padre de Thirrin portaba ese
mismo estandarte cuando derrotó definitivamente a las huestes de los reyes
de los vampiros, en la batalla de las Rocas del Lobo.

El trono estaba vació; cuando Thirrin llegó hasta la tarima, se metió


rápidamente por detrás y agachó la cabeza para pasar por una puerta baja. Al
otro lado había una pequeña estancia caldeada y acogedora en que el rey
Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del Septentrión, poderoso guerreo
y sabio monarca, tenía los pies en remojo en una enorme palangana, sentado
en una silla repleta de gruesos cojines, con la espalda apoyada en ellos y los
ojos cerrados. Thirrin sabía que no estaba dormido porque no roncaba, y
porque un hombrecillo arrugado como una pasa acababa de mover pieza en
un tablero de ajedrez.

—¡Grimswald, estás haciendo trampas otra vez! —dijo de pronto el rey.

—¿Ah, sí? Seguro estoy que no era mi intención. Lo habré hecho por
equivocación. Vuelvo a poner el alfil donde estaba, ¿no? —respondió el
viejecito con voz atiplada.

Redrought abrió un ojo inyectado en sangre y miró fijamente a Grimswald.

—Sí, pongo el alfil donde estaba —concluyó el anciano.

En ese momento el rey vio a su hija.


11
—¡Ah, Thirrin! ¡Pasa, pasa! Lléname la palangana hasta arriba, ¿quieres? Hoy
me duelen muchísimo los callos.

Indicó con la cabeza una tetera que humeaba suavemente encima de un


hornillo de alcohol, y la niña, obediente, fue al otro lado de la estancia, tomó
la tetera y vertió el contenido en la palangana.

—¡Ponle antes agua fría! —bramó Redrought, al tiempo que sacaba los pies
del agua y derramaba gran parte de ella en el suelo.

—Perdón —se disculpó Thirrin dócilmente, y mezcló agua fría y caliente en un


cántaro grande antes de echarla en la palangana.

—¡Ah, eso está mucho mejor! —tronó de nuevo Redrought.

De hecho, se diría que el rey solo bramaba, tronaba o gritaba, estuviese del
humor que estuviese. Sin embargo, a nadie parecía molestarle demasiado. Al
menos así no tenía que decir las cosas dos veces.

Cuando el monarca se recostó de nuevo en sus almohadones, Thirrin se fijó


en que su poblada barba pelirroja, que le tapaba todo el pecho como la
llamarada de un fuego en las montañas, había empezado a moverse y
retorcerse, y vio, fascinada, una cabecita atigrada asomando por las barbas y
pestañando en dirección e ella.
—¡Ah, Primplepuss, estás ahí! —exclamó el rey, y agarró a la gatita con sus
manazas endurecidas de tanto empuñar la espada en las batallas—. Ya sabía
yo que te había visto antes. He de acordarme de peinarme la barba antes de
irme a dormir. No vaya a aplastarte, ¿eh?

Primplepuss respondió con un maullido muy cortito y Redrought la observó


cariñosamente mientras ella procedía a limpiarse una zarpa.

—Padre, tengo una noticia que comunicarte —anunció Thirrin cuando


consideró que ya podía desviar su atención de la gata.

—Vaya, debe de serlo, Grimswald —le dijo Redrought al anciano—. Solo me


llama «padre» si ha hecho alguna trastada o se avecina algún desastre.

—No he hecho ninguna trastada, padre.

—Entonces ¿qué ha pasado?

—Que esta mañana he luchado contra un hombre lobo en el bosque.

—Conque un hombre lobo, ¿eh? No estarás herida, ¿eh? —preguntó, mientras


la sujetaba por los brazos y la miraba muy de cerca. Ella negó con la cabeza,
y tras unos minutos de meticulosa inspección, el rey asintió—. Bueno, no
podemos tratar a ningún miembro del pueblo lobo como si fuese nuestro 12
invitado de honor, ¿no te parece? ¿Y dónde lo has visto exactamente? ¿Lo has
matado?

—Justo al pasar el Punto de la Península, cerca del Risco Negro, y no, no lo


he matado. Solo le he hecho una herida en el hombro izquierdo y el brazo, y
los caballos le han dado también unas buenas coces.

—Eso no es nada para un hombre lobo. Mandaré una patrulla.

—Buena idea —aprobó Thirrin alzando la vista—. Pero antes quiero


preguntarte una cosa, papá. —Hizo una pausa para ordenar sus ideas—. ¿Los
hombres lobo pueden… pueden sentir y pensar? Quiero decir como las
personas. ¿Y son capaces de… comprender que nosotros tenemos… pues, no
sé, pensamientos, sentimientos y una vida que vivir?

Redrought guardó silencio mientras reflexionaba. Se había pasado casi toda la


vida luchando contra el pueblo lobo, amén de contra otras criaturas allende la
frontera norte de su reino. Y nunca había tenido tiempo de plantearse si eran
seres pensantes, ni le había dado por sentarse a reflexionar sobre algo así.
Pero era un buen rey, y lo bastante astuto como para saber que las preguntas
de su hija escondían algo importante.

—¿Por qué lo mencionas? ¿Qué ha sucedido?

Thirrin respiró hondo.


—Ese hombre lobo podía haberme matado, pero no lo hizo. Me desarmó y
podría haberme cortado el cuello de un zarpazo. Pero cuando le propine un
puñetazo en el hocico y le dije que acabase lo antes posible, me soltó. Hasta
clavó mi espada en el suelo, dejándola allí para que yo la recogiese. Y no
entiendo por qué. Si los lobos no pueden sentir ni pensar, ¿por qué me
perdonó la vida?

Redrought no lo sabía, y en ese momento no le importaba. Solo sentía una


inmensa sensación de alivio. De repente le dio a su hija un enorme abrazo,
que le cortó la respiración casi tanto como cuando el hombre lobo se le había
sentado encima.

—¡No volverás a correr semejantes riesgos! ¿Me has oído? —ordenó, al


comprender con espanto que Thirrin podría haber perecido fácilmente.

—Pero, papá, si no he corrido ningún riesgo. Los hombres lobo no suelen


meterse en el bosque. ¿Cómo iba yo a saber que estaría allí?

Redrought sabía que eso era verdad, pero no por ello se sintió mejor. La soltó
y se sentó de nuevo, dejándose caer con todo su peso.

—Mandaré de inmediato una patrulla entera.

—Y yo iré al frente de ella.


13
—Ah, no señorita. Mi hija y heredera se quedará aquí en el castillo, lejos de
todo peligro. Que otros valientes demuestren su valía —dijo Redrought,
tajante.

—Pero necesitarán que alguien los lleve hasta el sitio correcto, nadie más
conoce el camino.

—Aparte de tu escolta —repuso el rey con un atisbo de triunfo.

—Aparte de mi escolta, claro —se vio obligada a admitir Thirrin.

—¡Bien! Grimswald, llama al capitán de la guardia. Puedes darle todos los


detalles, Thirrin, y después irás corriendo a ver a tu tutor. Hoy toca Geografía,
si no me equivoco.

Desde la puerta, Grimswald llamó con su voz de pito al guardia, que apareció
armando gran estrépito al andar con su armadura.

—Capitán Edwald. La princesa me informa que hay un hombre lobo


merodeando por los alrededores de la ciudad. ¡Escuchad los detalles y enviad
una patrulla! —rugió el rey mientras acariciaba suavemente a Primplepuss.

La gatita cerró los ojos con fuerza al oír el tremendo bramido de Redrought.
Después, mientras Thirrin y el capitán se apartaban para hablar en voz
queda, restregó su carita atigrada contra el grueso dedo del rey, que le frotaba
la mejilla.

Thirrin estaba furibunda. ¡En vez de ese patán de soldado, debería haberse
puesto ella al frente de la patrulla! Pero eso no era todo: la patrulla
probablemente acabaría con el hombre lobo en cuanto lo encontrase, y no
estaba muy segura de los sentimientos que eso le producía. No podía olvidar
que la criatura habría podido matarla en un santiamén, y tampoco cómo se
había inclinado ante ella, haciéndole aquella ridícula reverencia, ni que justo
antes de salir corriendo le había parecido que se reía. Thirrin iba echando
chispas por el oscuro pasillo, dando grandes zancadas en dirección a la
habitación de su tutor como una vengativa diosa de la guerra, iluminada solo
al cruzar los hace de luz que se colaban por las ventanas.

Al llegar a la puerta de su tutor, la abrió de un puñetazo con la mano


enguantada en malla e irrumpió en la estancia. Maggiore Totus, que en ese
momento estaba bebiendo una refrescante copa de agua, se llevó tal susto
que escupió y se le derramó casi toda encima de la toga negra. Iba decir que
hasta las princesas debían tener modales, pero un vistazo a los centellantes
ojos de Thirrin le bastó para concluir que no debía decir nada. En vez de 14
soltarle una reprimenda, sonrió amablemente y le indicó con un gesto que se
sentase en la silla que había cerca de la ventana.

—¿No estaría su majestad más cómoda con un vestido que con cota de malla?
—sugirió Maggiore Totus, valiéndose del tono formal como un escudo para
protegerse del mal genio de Thirrin.

—¡No! —replicó ella.

Pero, cediendo un poquito, se quitó el cinturón de la espada y lo colgó del


respaldo de la silla. El cometido de Maggiore Totus era asegurarse de que
recibiese la educación que correspondía a la heredera al trono de las Tierras
de Hielo. Pero lo único que a la muchacha le interesaba de verdad eran las
lecciones de los maestros de equitación y de uso de las armas. Para ella, todo
lo demás hacía que el tiempo trascurriese con una lentitud insoportable, así
que ejecutaba a la perfección el arte de clavar la mirada en sus libros
mientras en sus fantasías galopaba por las praderas o navegaba por los grises
mares de las Tierras de Hielo.

Mientras Maggiore Totus organizaba sus papeles, Thirrin dejó volar la


imaginación una vez más y se vio a sí misma al lomo de uno de los
gigantescos búhos níveos que tenían su morada en las banquisas invernales.
Desde allí arriba, montada en el ancho lomo blanco del búho, podía ver las
empinadísimas montañas de la Roca del Lobo alzándose en mitad de la
llanura norte, con sus picos irregulares cual dientes recortados sobre el fondo
del frío cielo azul, mientras al sur la cordillera conocida como las Doncellas
Danzantes se elevaba y ondulaba suavemente a los largo del horizonte, para,
a continuación, descender poco a poco hacia las tierras del Imperio del
Polipontus, convertida en unas colinas verdes y chatas. Maggiore le había
explicado que el nombre de ese imperio significaba «muchos puentes» y
reflejaba la gran cantidad de ríos que regaban aquel rico y verde país.

Montada en su imaginario búho níveo, volando a gran altura, podía ver la


multitud de ríos que discurrían por aquellas tierras imperiales cual finas
hebras de plata cosidas en una fabulosa tela verde, cuyo bordado no era otro
que el dibujo regular de los campos de cultivo y las manchas oscuras de
bosques, pantanos y pastos.

Luego sobrevoló las ciudades de ese próspero reino meridional; a sus pies se
expandía su inmensa telaraña de calles grises. Las poblaciones habían
crecido tanto que habían rebosado los recintos amurallados y amenazaban las
verdes tierras alrededor con sus negras factorías, que escupían humo a miles
de metros de altura mientras llenaban de oro el Tesoro del país. Con esa
riqueza, el Polipontus había creado un ejército descomunal. Y esté, a lo largo
de los años, había formado un vasto imperio que se extendían en todas las
direcciones, hasta más allá de lo que Thirrin conocía. El ejército estaba 15
capitaneado por el aterrador general Scipio Bellorum, que no había perdido
ninguna de sus guerras de conquista y había vencido en todas las batallas,
dirigidas por él en persona.

El búho de Thirrin voló un poco más bajo, pasando sobre las calles de las
ciudades imperiales, donde la princesa vio al pueblo. Unos iban ricamente
ataviados, y caminaban con tal seguridad en sí mismos que el gentío que
abarrotaba as aceras se apartaba para dejarlos pasar. Muchos iban vestidos
de Imperio. Pero la mayoría llevaba harapos, y un gran número de ellos eran
esclavos destinados a las fábricas en que se hacían las armas que necesitaba
el ejército para librar sus combates en tierras lejanas.

Ésa era la realidad del Imperio. Las personas solo eran un utensilio más en
manos de los pocos que gobernaban sobre aquellos vastos territorios. Y si
Thirrin se hubiese preguntado si se diferenciaba verdaderamente en algo la
vida de los campesinos de su propia sociedad, podría haber alegado que en
las Tierras de Hielo no se llamaba esclavo a nadie ni se forzaba a nadie a
trabajar en factorías que envenenaban el aire y corrompían la tierra. No le
habría planteado ningún problema el hecho de que la vida de los «siervos» que
habitaban en las propiedades de su padre difiriese poquísimo de la vida de los
esclavos. Por lo menos la gente de su reino vivía en su propia casa y se comía
parte de los alimentos que con tanto esfuerzo cultivaba.
Entonces, en su visión imaginaria, el búho viró hacia el norte y entraron de
nuevo en las Tierras de Hielo, y vio los bosques y los pastos, como un mar
verde alrededor de las amuralladas islas de las ciudades. El invierno era la
única época en que el reino hacía honor a su y de verdad se transformaba en
una tierra de hielo toda blanca y helada durante siete meses al año, desde las
Rocas del Lobo hasta las Doncellas Danzantes.

Maggiore Totus se quedó observando a Thirrin, que tenía la mirada perdida,


fija en un punto invisible a media distancia, y suspiró. Era la alumna más
difícil a la que le había tocado educar, pero al mismo tiempo era también una
de las más listas. Esa certeza era la razón de que siguiese en palacio
trabajando como tutor real. En lo más hondo de su brillante mente albergaba
la esperanza de despertar en esa princesa guerrera el amor por el aprendizaje,
para que algún día las Tierras de Hielo tuviesen como reina a una mujer
cultivada. Además de luchadora.

Pero de momento toda esperanza en ese porvenir se hallaba lejos, y mientras


aguardaba a que se hiciese realidad tenía por delante la tarea de intentar
recuperar la atención de la muchacha.

—Creo que pospondremos nuestra lección sobre la fuente primaria de 16


ingresos del Continente Sur, y nos centraremos mejor en la topografía de los
lugares donde se han librado batallas famosas.

Thirrin gruñó y asintió en silencio. Estaba ligeramente de mejor humos, y se


sorprendió a sí misma al disfrutar de verdad con la lección.
Capítulo 2

E
sa noche, Redrought celebraba uno de sus banquetes de Estado.
Todos los barones y las baronesas sabían que tres veces al año, como
mínimo, los convocarían a la capital Frostmarris para comer
con el soberano. En realidad, lo de comer y beber era lo de menos. La
auténtica finalidad de esos encuentros con el rey era que este pudiera vigilar
de cerca a los aristócratas que quisieran volverse excesivamente ambiciosos.
Pero, a pesar de sus preocupaciones con los miembros de la nobleza,
Redrought era un monarca muy querido. No era demasiado autoritario y, aún
más importante, había demostrado su destreza como general. No solo había
derrotado a los reyes vampiros de la Tierra de los Fantasmas, sino que,
además, había rechazado muchas incursiones piratas en las costas de las
Tierras de Hielo.

De hecho, el banquete de aquella noche se había organizado para celebrar


oficialmente su victoria ante una de las peores amenazas a las que se había
enfrentado el país en los últimos diez años. Justo un año antes, Redrought
había conducido a su ejército al campo de Puerto del Mar, donde se libró una
17
batalla contra las fuerzas combinadas de los corsarios del Sur y los bucaneros
de la Isla. La flota del enemigo estaba compuesta por más de doscientos
navíos, y de ellos bajó a tierra un ejército de veinte mil soldados. Pero tras
una sangrienta lucha que duró un día entero, el enemigo acabó retirándose
de nuevo al mar y los victoriosos housecarls, la guardia real de Redrought,
prendieron fuego a sus barcos.

Y ahora el Gran Salón del rey resonaba con el bullicio de la celebración.


Aquellos mismos soldados comían y bebían en las mesas más bajas y se
contaban unos a otros lo bien que habían peleado en el campo de Puerto del
Mar. La galería de los trovadores, que ocupaba todo el muro sur, estaba
repleta de los mejores músicos de la ciudad, que tocaban una sucesión
interminable de canciones de taberna y marchas militares. Y entre las mesas
dispuestas en largas hileras, los saltimbanquis brincaban y hacían piruetas,
en una curiosa combinación de payasadas y acrobacias.

Thirrin lo observaba todo desde su sitio, en la mesa principal. El Gran Salón


bullía como el mar en plena tormenta. Pero la espesa humareda que
desprendían las llamas del hogar central limitaba su visión de los detalles
más pequeños. Ni siquiera se distinguía casi el brillo de los inmensos
estandartes de los regimientos de la guardia real, que pendían de las vigas del
techo, por culpa de las volutas de humo que subían de la gran sala y
acababan escapando por los respiraderos de la cubierta. Un oso bailaba y
avanzaba entre las mesas, en medio de la sala; al verlo moverse así entre el
humo, a Thirrin le pareció una montaña en miniatura dotada de un poco
afortunado sentido del ritmo. Y de tanto en tanto uno de los saltimbanquis
salía despedido hacia arriba, cual delfín que saliese disparado de un mar
negro y cubierto de niebla.

Al final volvió a centrar su atención en la mesa principal y a prestar oídos a lo


que su padre decía, o más bien vociferaba, a uno de sus barones en tono
alegre. En los banquetes de Estado ella siempre se sentaba al lado del rey.
Convenía que las damas y los señores de las Tierras de Hielo se
acostumbrasen a ver a la heredera, y como sabía lo importante que eso era,
Thirrin se esforzaba mucho por estar a la altura de las circunstancias. Ponía
gran empeño en aplacar su timidez natural bajo una fachada de joven
encantadora e inteligente a la vez. Procuraba reír siempre en el momento
adecuado y hablar solo cuando estaba totalmente segura de lo que iba a
decir, pero de lo que no estaba nada segura era de si lo conseguía.

La baronesa Aethelflaed, una anciana de largas trenzas y ojillos brillantes, se


inclinó sobre la mesa en dirección a ella.

—Me han dicho que hace poco la princesa se encontró con un hombre lobo —
dijo, animando amablemente a Thirrin a participar en la conversación. 18
—Sí, esta misma mañana. Lo he herido en el hombro y al final se ha ido
corriendo.

La baronesa se giró hacia el rey.

—Opino que tal vez haya que vigilar la Tierra de los Fantasmas, Redrought.

Él se encogió de hombros y asintió para indicar que estaba de acuerdo, pero


que no se trataba de un asunto demasiado grave.

—Sí, supongo que sí. Pero ninguno de los vigías de la frontera ha informado
de que está pasando algo raro. —Mientras ponderaba la cuestión, enroscó
distraídamente el dedo en una de sus trenzas especiales de fiesta—. Reforzaré
las guarniciones fronterizas y enviaré más espías —dijo al cabo de unos
segundos—. De momento bastará.

—Siempre y cuando no debilitéis con eso las defensas meridionales —replicó


la anciana—. Me fío tan poco del Polipontus y su Imperio como de los reyes de
los vampiros. Sospecho que el general Scipio Bellorum ambiciona añadir las
Tierras de Hielo a sus conquistas.

Redrought lanzó una risotada.


—¡Os inquietáis en exceso, Aethelflaed! Bellorum ambiciona añadirlo todo a
sus conquistas, y en estos momentos está muy ocupado en el sur. Así pues,
dejad de inquietaros y bebed algo.

—Yo creo que la baronesa tiene razón —dijo Thirrin en voz queda y muy
concentrada en el asunto, un problema que le preocupada desde hacía
tiempo—. Si prestamos demasiada atención a una de las fronteras, las demás
quedarán en peligro. Necesitamos más aliados.

El rey asintió.

—Muy cierto. Pero aquí en nuestras tierras septentrionales estamos aislados.


Al sur está el Imperio del Polipontus y al norte, la Tierra de los Fantasmas.
Tampoco es que tengamos mucho donde elegir, ¿no te parece?

—No, pero a veces puedes encontrar amigos donde menos te lo esperas. —


Inexplicablemente, se había acordado del hombre lobo, y cómo la había
mirado antes de soltarla.

El rey guiñó un ojo a su hija y sonrió.

—Tienes razón. Quizá deberíamos ponernos a buscar aliados lo antes posible.

Dicho eso, se repantigó en la silla, se desperezó sin ningún recato y apoyó los 19
pies en la mesa. Thirrin se quedó mirándolo; le hacía gracia verlo maniobrar
con sus enormes zapatillas mullidas entre los platos y las copas del banquete
hasta encontrar sitio suficiente para cruzarlas cómodamente. Un rato antes,
cuando su chambelán ponía objeciones al calzado que pensaba llevar a la
fiesta, el rey había dicho que sus pantuflas amarillas eran mucho más
cómodas para sus callos que las lustrosas botas del traje de gala. Y su
manera de apretar la mandíbula había servido de aviso al chambelán para no
añadir nada más.

Una vez que se hubo acomodado, el rey introdujo la mano por el cuello de sus
vestiduras, adornado con un tieso bordado, sacó cuidadosamente a
Primplepuss, la gatita real, y se la puso encima de su colosal barriga.

—¡Grimswald! —bramó—. ¡Grimswald!, ¿dónde te has metido?

El chambelán de la Parafernalia Real apareció de repente junto a él y Thirrin


se preguntó si había estado escondido debajo de la mesa.

—¿Sí, señor? —respondió el arrugado hombrecillo.

—Trae un poco de leche para Primplepuss. Tiene sed, ¿verdad que sí,
chiquitina? —dijo el rey, frotándole suavemente la mejilla y diciendo a
todo el que tenía alrededor que la minina estaba ronroneando, aun cuando
con el jaleo del banquete no se hubiera podido oír ni a un tigre macairodo.
Cuando la gata empezó a juguetear con la barba trenzada de Redrought,
Thirrin supo que en lo que quedaba de velada ya no habría ni la menor
oportunidad de obtener de su padre palabras con sentido. Así pues, decidió
unirse a los housecarls, en la zona inferior de la sala.

Bajó de un salto de la tarima real y se dirigió al lugar del que procedía un


sonido de hachas lanzadas contra un blanco, y llegó en el preciso instante en
que una de ellas partía por la mitad una manzana colocada en el centro de la
diana. El estruendo del estallido de vítores estuvo a punto de tirarla al suelo.
Aun así, se abrió paso entre los gigantones sudorosos y pidió que la dejasen
participar. Por tímida que pudiera ser en compañía cortesana y cuando se
enfrentaba a las exigencias de la conversación bien educada, entre guerreros
como ella se le quitaban todos los miedos. En ese ambiente no debía ser
cortés ni tener cuidado con lo que decía. De hecho, los miembros de la
guardia real solían pasarse los primeros cinco minutos pidiéndole disculpas
por ser tan toscos y malhablados. Pero en cuanto las cosas empezaban a fluir,
todo eso se les olvidaba y la trataban casi como a los demás jóvenes
guerreros, si bien en ningún momento dejaban de dirigirse a ella como
correspondía a su categoría.

—¡La princesa va a tirar! —gritó uno de los concursantes a voz en cuello.

Y uno de los guerreros le puso en la mano, con mucho respeto, una de las
20
hachas más pequeñas.

—Dadme algo del tamaño adecuado —exigió ella, indignada, y asintió cuando
le pasaron una de guerra de tamaño natural.

Ya habían vuelto a colocar la manzana en el blanco. Con un esfuerzo


inmenso, Thirrin levantó el hacha, apuntó, la llevó hacia atrás y la lanzó con
tal ímpetu que cayó de rodillas. Cuando osó alzar la vista para mirar al
blanco, vio la manzana limpiamente partida en dos a los pies del grueso
tablero. Riendo de alivio, aceptó con agrado los vivas de los soldados y se dejó
llevar a hombros entre las mesas.

Sentada encima de sus hombros, Thirrin podía ver todo el gran Salón entre
las volutas de humo. Entonces, el instinto la impulsó a mirar hacia las
inmensas puertas de la sala justo cuando estas se abrían de par en par, y
una ráfaga de aire fresco rasgó el espeso banco de niebla como un carbón al
rojo horada la nieve. La sala se quedó en silencio y Thirrin respiró hondo
mientras la corriente de aire limpio llegaba hasta ella. El humo se había
disipado casi por completo y pudo ver perfectamente a los soldados que
entraban arrastrando a un ser peludo de grandes dimensiones.

Los hombres vestían el uniforme de la guardia de palacio, y resultaba evidente


que su misión era importante, por lo que algunos housecarls se apresuraron a
apartar las mesas de caballete. Enseguida apareció un amplio pasillo que iba
directo al estrado real, y la extraña comitiva inició la marcha hasta él.

—Bajadme —ordenó Thirrin.

Los hombres que la llevaban a hombros la dejaron en el suelo, y ella se abrió


paso entre el gentío para llegar a la mesa más elevada justo a la vez que los
soldados. Fue entonces cuando vio exactamente qué era ese bulto del que
tiraban: el hombre lobo. Lo habían atado con gruesas cuerdas por las
muñecas a un palo puesto entre sus hombros, y lo rodeaban apuntándolo con
las lanzas, formando un aro de afilado acero. Todos los soldados estaban en
guardia, listos para atacar al a menor provocación.

Saludaron al rey.

—Mi señor, traemos al intruso de la Tierra de los Fantasmas para que emitáis
vuestra sentencia.

Siguieron unos tensos segundos durante los cuales el rey trató de


desengancharse de la barba a Primplepuss, que estaba aterrada. La respuesta
del Redrought fue corta y hosca:

—¡Deberíais haberlo matado in situ! Traerlo aquí ha sido una pérdida de


tiempo. —Acarició suavemente a la gata, intentando calmarla—. ¡Vais a
21
poner el suelo perdido de sangre!

Thirrin se acercó a su padre.

—¡Reclamo el derecho de emitir sentencia! —exclamó, y su voz resonó por


todo el salón.

El hombre lobo se giró para mirarla. En su rostro descomunal empezaron a


distenderse las cejas, hasta entonces fruncidas en una expresión feroz, como
si percibiese el aroma de una lejana esperanza, pero sin atreverse a creer en
ella.

Se hizo el silencio y al final el rey acabó rompiéndolo.

—¡Tú! ¿Por qué? —preguntó, todavía de mal humor por el acceso del pánico
de Primplepuss.

—Porque yo soy la primera que ha derramado su sangre. Según las leyes


antiguas, su vida me pertenece.

Redrought meditó unos instantes y luego dijo:

—Tienes razón. ¿De qué forma quieres que lo maten?


Thirrin sonrió para expresar su gratitud a su padre, y él, como de costumbre,
aplacó su ira y le devolvió la sonrisa.

—No quiero que lo maten. Quiero escoltarlo hasta la frontera y liberarlo —


respondió. Y no dejó de sonreír mientras todos los presentes abucheaban su
petición.

—¡¿Qué?! —rugió el rey con su mejor voz de monarca indignado—. Es un


monstruo, un bicho de la Tierra de los Fantasmas. El mundo será un lugar
mejor sin esta criatura. Colgadlo y abridlo en canal, y luego que continúe la
fiesta.

Thirrin aguardó a que amainasen los vivas subsiguientes y se arrodilló,


suplicante.

—Mi señor Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del Septentrión,


Guardián del Pueblo, otorgad a vuestra hija, a vuestra única hija y heredera
del trono de las Tierras de Hielo, este favor. Yo encabezaré la escolta hasta la
frontera y allí liberaré a la criatura, para que viva y cuente a los suyos todo lo
acontecido esta noche.

En cuanto Thirrin adoptó el lenguaje ceremonioso de la corte, los ojos de su


padre se entrecerraron, mirándola con recelo. En ocasiones la muchacha era 22
casi igual que su madre, que había sido una mujer tan lista como un saco de
monos. Con todo, él siempre había amado a su esposa y lo cierto es que ella
jamás aplicó su inteligencia a nada que no tuviese una buena finalidad.

—Si voy a otorgarte ese favor, antes debes explicarme por qué quieres
que el hombre lobo siga con vida —dijo por fin, en un tono de voz que, en él,
era sosegado.

—Por lo que hemos estado hablando antes. Sabes que ni los parapetos de los
escudos de toda tu guardia real ni los atronadores cascos de toda tu
caballería bastarán para repeler a nuestros enemigos si decidieran atacarnos
todos a la vez. Ni siquiera si Scipio Bellorum y el Imperio Polipontano
atacasen solos, sin apoyo de ningún otro de nuestros enemigos, podríamos
contenerlos. Tú mismo has dicho que los ejércitos imperiales son imparables.
Por decirlo de una forma sencilla, necesitamos aliados.

—¡Ja! ¿Y crees que el pueblo lobo sería un buen amigo nuestro?

—Sí.

—¿Y que un hombre lobo sarnoso conseguirá que se alíen con nosotros?

—Mírale el cuello, padre. Lleva el collar de metal que usan los jefes de su
pueblo. No es un hombre lobo cualquiera.
De repente se oyó una voz profunda, semejante a un gruñido.

—Llevo el collar de oro del rey del pueblo lobo. ¡No subestiméis a vuestro
prisionero!

Se quedaron todos mudos de asombro. Muy pocas personas sabían que los
hombres lobo podían hablar, y menos aún emplear palabras con inteligencia y
orgullo.

Redrought miró al prisionero.

—Entonces eres un rehén idóneo para la paz.

—¡No, padre! ¡Es mío!

—Mi hija quiere devolverte la libertad. Si se sale con la suya: ¿me prometes
que serás aliado de las Tierras de Hielo?

—Lo prometo —gruñó de nuevo la criatura.

—¿Y tu pueblo?

—Y mi pueblo.

—¿Cómo sabemos que eres de fiar? 23


El cautivo emitió un extraño sonido, mezcla de gemido y resoplido, y Thirrin
se dio cuenta de que estaba riendo.

—No lo sabéis. Tendréis que confiar en mí.

—¿Y qué pasa si vuestros aliados nos declaran la guerra? ¿Podréis dar la
espalda a los reyes de los vampiros?

—Escuchad, si estáis pensando en buscaros problemas, matadme ahora


mismo y acabad con todo esto —respondió él desdeñosamente.

Redrought asintió.

—A veces hay que correr riesgos. Thirrin, el prisionero es todo tuyo.

Ella lanzó un gritito de alegría, se subió de un brinco a la tarima y abrazó a


su padre.

—Gracias, papá —le susurró al oído. A continuación, recuperando la


compostura, se arrodilló delante de él y dijo—: Os doy las gracias, padre mío.
Que vuestra decisión demuestre ser acertada y verdadera.

—Más vale —replicó el rey ásperamente. Y se puso a acariciar otra vez a


Primplepuss, que ya se había recobrado del ataque de pánico y se estaba
acicalando.
Thirrin se giró hacia el guardia.

—Soltad al prisionero.

De nuevo la sala estalló en exclamaciones de protesta. Pero el rey asintió para


indicar que estaba de acuerdo con su hija, y los soldados cortaron las
cuerdas.

El hombre lobo se frotó un buen rato las muñecas, mirando en derredor con
recelo y asombro. La princesa le había salvado la vida, devolviéndole así su
gesto de misericordia.

Se había arriesgado mucho al depositar su confianza en una especie que era


enemiga de su pueblo desde hacía siglos. Aquel acto de valentía conmovió
súbitamente a la descomunal criatura. Había algo en el ardor y la fragilidad
de la joven que lo emocionaba en lo más hondo, y como monarca con más de
veinte años de experiencia en el gobierno de su pueblo, reconocía el carácter y
la presencia de ánimo en cuanto los veía. Esa princesa del pueblo humano iba
a tener una enorme importancia en las luchas venideras.

Sintiendo un súbito impulso por corresponder el gesto de coraje de Thirrin, el


hombre lobo dio unos pasos al frente y se arrodilló ante ella.

—Por las siempre cambiantes fases de la Bendita Luna, yo, Grishmak


24
Bebedor de Sangre, rey del pueblo lobo, prometo mantener toda mi vida la
amistad con las Tierras de Hielo y su corona, en especial con Thirrin Maslibre
Brazofuerte Escudo de Tilo. ¡Tú dolor es mi dolor, tu alegría es mi alegría, tu
guerra es mi guerra!

El eco de su voz resonó en el Gran Salón, extrañamente sumido en el silencio.


A continuación la criatura echó atrás la cabeza y emitió un largo aullido capaz
de helar la sangre, que fue descendiendo poco a poco por toda la escala
musical hasta enmudecer por completo.
Capítulo 3

T
hirrin encabezaba el grupo que recorría el bosque. Llevaban toda la
mañana cabalgando para que algunos corceles de las caballerizas reales
hicieran un poco de ejercicio. En realidad no había necesidad de que
ella acompañase a los soldados y los mozos de cuadra, cuyo cometido era
mantener en plena forma a los caballos de batalla. Pero era una excusa
fantástica para escapar del aula.

Se incorporó en los estribos y espoleó a su montura para que pasase a un


trote ligero. Fue sorteando los árboles, colocándose poco a poco en cabeza de
la partida. Respiró hondo, inhalando el delicioso aroma que desprendía la
hojarasca cuando la sacudían los cascos, y notó cómo el aire fresco iba
librándola del polvo de la estancia donde recibía sus lecciones. Por encima de
su cabeza, los cuervos y grajos posados en los árboles graznaban a su paso,
refiriéndose unos a otros la presencia de los jinetes, y a sus pies, en el suelo
del bosque, repentinos crujidos indicaban animalillos escabulléndose. Thirrin
se alegraba de estar fuera del castillo, de montar a caballo, de poder
contemplar el bosque teñido de la llamarada de colores otoñales y aspirar el
25
aroma de la tierra húmeda. Entre los árboles hacía una temperatura
inusualmente cálida y la luz del sol lo bañaba todo, colándose por el tupido
dosel de ramas, corno si los últimos posos del corto verano de las Tierras de
Hielo hubiesen formado allí estanques de luz antes del advenimiento del duro
invierno del norte.

Sin embargo, justo delante de ellos, hacia el norte, el cielo estaba de un gris
oscuro similar al del carbón, y un trueno retumbó presagiando temporal.
Habían estado formándose nubarrones toda la mañana y ahora parecía que
por fin iba a romper a llover. Los relámpagos iluminaban las nubes conforme
la tormenta avanzaba lentamente por el cielo, y a través de las rendijas del
denso follaje Thirrin veía a lo lejos una borrosa cortina de lluvia. Así pues, no
le quedó más remedio que decidirse a regresar, muy a su pesar.

Dio media vuelta, tiró de las riendas para parar el corcel y se quedó frente a
los demás, que avanzaban hacia ella. De repente un animal gigantesco saltó
de los árboles. Iba a cuatro patas, pero aun así era tan alto como un caballo.
Elevó el tronco sobre los cuartos traseros, descollando por encima de todos
ellos. Era un oso Greyling, descomunal, poderosísimo y sumamente irascible.
La bestia dio un zarpazo al jinete que tenía más cerca y lo derribó de su silla,
mientras los demás caballos se desbocaban y relinchaban de pavor.
Thirrin controló su montura y sacó una lanza de la funda que colgaba de la
silla. Empuñándola en posición de ataque, cargó contra el oso. Éste se volvió
hacia ella, que le clavó la lanza en el pecho. El animal rugió y se abalanzó
sobre la princesa, pero el caballo hizo un quiebro esquivándolo ágilmente, y
Thirrin desenvainó su pesado sable.

Desesperada por alejarlo del jinete malherido, reculó despacio para apartar a
la bestia, que aún llevaba la lanza clavada. Sin embargo, parecía no notarla
mientras daba zarpazos. Tenía unas garras afiladas como cuchillos. Thirrin se
defendió con el sable, pero el oso apenas reparaba en las heridas que recibía y
seguía debatiéndose, tratando de alcanzarla. Thirrin empezó a dudar de que
fuese posible aplacarlo. Entonces los jinetes volvieron al claro. Habían
recuperado el control de sus caballos, y estos, entrenados para la batalla, se
lanzaron contra el oso. Al acometer, los soldados gritaron para distraer al
animal. Thirrin aprovechó la distracción para sacar otra lanza de la funda.
Otras dos se hincaron en el pecho del oso, y mientras los hombres daban
media vuelta, Thirrin atacó con su corcel y le asestó un lanzazo en el costado.

El oso se irguió al máximo y soltó un rugido que reverberó por todo el bosque.
Luego cayó lentamente hacia delante y se derrumbó en el suelo, sin vida. Se
hizo un profundo silencio y todos contemplaron la bestia caída. Y cuando iban
a felicitarse mutuamente por su éxito, un gemido les recordó que uno de sus 26
compañeros estaba herido.

Desmontaron deprisa y acudieron a socorrerlo. El oso le había desgarrado un


brazo, desde el hombro hasta el codo, y sangraba con profusión.
Rápidamente, los soldados le hicieron un torniquete alrededor de la herida
con jirones arrancados de sus uniformes. No se podía hacer nada más hasta
llegar a Frostmarris, por lo que, después de ayudar al herido a subirse a su
caballo, iniciaron el camino de vuelta.

Soplaba un viento frío, adelantándose a la tormenta que proseguía su avance


por el cielo, como la vanguardia de un ejército enemigo. A continuación
comenzó a llover con fuerza. La lluvia silbaba entre los árboles como un nido
de serpientes furiosas. Los chuzos helados caían con tal fuerza que
arrancaban hojas de las ramas y el sendero quedó convertido enseguida en
un río.

Thirrin decidió adelantarse, esperando encontrar un refugio para el herido, y


al poco rato había dejado atrás a los demás. Se preguntaba qué más podría
pasarles durante un paseo tan accidentado, y elevó en voz baja una rápida
plegaria a la Diosa para que la guiase. El sendero que serpenteaba entre la
espesura del bosque no daba señales de ofrecer más protección que el follaje
de los árboles. Cuando ya se disponía a dar media vuelta, una repentina
explosión hizo caer de bruces a su caballo. Thirrin rodó por el suelo para
evitar que la aplastasen los cascos del animal y desenvainó la espada. Pero el
enemigo no era más que un relámpago que había hecho pedazos un viejo
roble.

El corcel trataba de levantarse, en vano, y ella lo sujetó por las riendas e


intentó calmarlo, mientras el animal relinchaba sin parar de agitarse. Un
trueno retumbó encima de ellos y ensordeció sus palabras. En ese momento
el resto de la partida apareció galopando por el camino. Uno de los hombres
desmontó y la ayudó a poner de pie al caballo.

—¡Estaremos más seguros en el claro, lejos de los árboles! —dijo Thirrin, y


rápidamente condujo a los soldados al lugar que acababan de dejar. Mejor
calarse hasta los huesos que ser alcanzados por un rayo.

Pero mientras cabalgaban en dirección al espacio despejado del bosque, una


nueva sorpresa los obligó a detener sus monturas. Delante de ellos había una
figura alta, con capa, los brazos doblados sobre el pecho y la cabeza
encapuchada y gacha. Todos desenfundaron la espada, pero la figura no se
inmutó. Pasados unos segundos, Thirrin venció sus temores y se acercó con
su caballo a paso lento.

—Tienes delante a la princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo,


heredera del trono de Hielo. ¡Identifícate!
27
La figura se inclinó, haciéndole una reverencia, volvió a erguirse y se quitó la
capucha. Thirrin estuvo a punto de dar una carcajada de alivio. Solo era un
chaval. Alto para su edad (unos quince años), pero un chaval igualmente.
Durante un instante, apabullados por la increíble potencia de la tormenta,
todos habían creído que otra criatura de la Tierra los Fantasmas había
cruzado la frontera. Pero aquel muchacho era humano, como quedó claro
cuando se enjugó la cara empapada y sonrió.

—Mi nombre es Oskan Hijo de la Bruja. Venid conmigo, yo puedo daros


cobijo.

Sin decir más, echó a andar por el claro y tomó un estrecho sendero que se
metía entre los árboles y que ellos no habían visto antes. Thirrin pensó que
aquel muchacho no podía hacerles ningún daño y que, tras los
acontecimientos de la mañana, ella y sus hombres necesitaban hacer un alto.
Así pues espoleó su caballo y el resto de la partida la siguió. El sendero era
empinado y cada vez tenía más piedras, por lo que los caballos avanzaban con
dificultad. Al cabo de unos minutos, un alto afloramiento de rocas les cortó el
paso.

Parecía como si el camino muriese en aquella pared de granito. Sin embargo,


Oskan Hijo de la Bruja les indicó que continuasen. Thirrin estaba calada
hasta los huesos y la tormenta había ganado aún más fuerza, así que decidió
seguir confiando en el chico y obligó a su caballo a ir hasta las rocas.
Entonces vio la amplía boca de una cueva que se abría en un ángulo invisible
desde el sendero.

El grupo entró en la gruta y desmontó. Era un lugar limpio y seco, y junto a


una pared había montones de hojas y hierba, como si el chico hubiese
esperado invitados y se hubiese dedicado a recoger forraje para sus caballos.

—Podéis dejar aquí los animales. Seguidme.

Condujo a Thirrin y los soldados, que llevaban medio a cuestas al herido, por
un angosto pasadizo. La penumbra tornándose cada vez más negra, hasta
quedar rodeados da la más absoluta oscuridad.

—Esperad un momento. No os mováis —dijo Oskan, y se oyó el leve


chasquido de una caja de yesca.

De pronto se produjo una llamarada. Era el fuego que acababa de encender


en un brasero, colocado en el centro de una espaciosa cueva interior, cuyas
paredes se llenaron de sombras danzarinas cuando el muchacho fue
encendiendo a toda prisa más lámparas y braseros.

Enseguida la caverna estuvo totalmente iluminada. Thirrin miró alrededor


con mucho interés. El suelo de tierra apisonada estaba cubierto de helechos
limpios y había varias mesas a lo largo de unas paredes asombrosamente
28
rectas. Las mesas estaban llenas de tarros apilados con esmero. Un fuerte
aroma a hierbas y especias hacía que el lugar oliese igual que las cocinas de
palacio.

—Tumbadlo ahí —dijo Oskan a los soldados, señalando un camastro pegado a


una pared.

Todos miraron en silencio al muchacho, que arrimó una mesa al camastro y


después fue por la estancia recogiendo una serie de objetos. Una vez hecho
eso, tomó un taburete, se sentó y desató la capa que habían utilizado para
vendar el brazo del herido.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Thirrin con cierto recelo.

El chico apenas levantó la vista del vino tinto y la sal que estaba mezclando
en un cuenco.

—Me dispongo a coser el brazo de este hombre —dijo.

—¡Coserle el brazo! —exclamó Thirrin—. ¡Ni que fuera un trapo rasgado!

—No lo es —repuso Oskan—. Pero sí que tiene rasgadas la piel y parte del
músculo, y si se lo coso, podrá curarse en mucho menos tiempo.
Thirrin se planteó desenvainar la espada y apartar del herido a aquel joven
chiflado, pero uno de sus soldados dijo:

—Mi señora, conozco a este muchacho. Es el hijo de Blanca Annis, la bruja


buena que vivía por estos pagos.

—¿Y qué? —replicó ella—. ¿Eso le da derecho a torturar a mi sirviente?

—Su madre era curandera, entre otras cosas. Y recuerdo que hizo esto mismo
cuando un guardia real resultó malherido durante un entrenamiento en
palacio. Dio un paso equivocado cuando debía haber esquivado a su
contrincante, y el hacha le arrancó un trozo de músculo de una pierna.
Sangraba terriblemente y habría muerto seguro, pero Blanca Annis detuvo la
hemorragia y después le cosió la pierna.

—¿Y no se le llenó la herida de putrefacción verde? —preguntó Thirrin,


intrigada con esa historia.

—No, mi señora; la bruja la limpió con un líquido y el hombre se curó.


Cuando se recuperó del todo, ni siquiera cojeaba.

Ella asintió. El soldado era un veterano al que conocía muy bien, y confiaba
en su experiencia.
29
—De acuerdo. Entonces cósele el brazo —le dijo a Oskan, como si él no
hubiese querido hacerlo.

Observó cómo el chico se lavaba las manos con más vino tinto. A
continuación tomó una aguja extrañamente curvada y, sosteniéndola con
unas tenazas, la tuvo un rato en la llama de una lámpara de alcohol hasta
que se puso al rojo vivo. Thirrin volvió a preguntarse si el muchacho estaba
en sus cabales, sobre todo cuando introdujo la aguja en la mezcla de sal y
vino.

—Tus soldados habrán de sujetarlo fuerte —apuntó Oskan—. No tengo


amapolas.

—¡Amapolas!—exclamó Thirrin de nuevo, azorada—. ¿Qué pintan esas flores


en todo esto?

El chico observó educadamente la ira de Thirrin y contestó:

—Con las amapolas se hace un remedio que mata el dolor. Pero se me


acabaron hace un año.

Thirrin miró al veterano, que asintió para tranquilizarla. Pero su sosiego se


esfumó en cuanto vio a Oskan enhebrando la curvilínea aguja y atravesando
con ella un gran diente de ajo.
—Ayuda a detener la putrefacción verde —explicó él.

Ella agitó las manos.

—Empieza ya y no me cuentes nada. No quiero saber nada más.

La sutura de la herida no resultó fácil. Era profunda, y, aun limpiándola con


sal y vino, el mozo de cuadra no paró de gritar y revolverse. Cuando Oskan
hubo dado la última puntada, estaban todos agotados del esfuerzo hecho para
inmovilizar al herido. Pero al final la herida quedó perfectamente cerrada y
vendada.

—Ahora, dejadlo. La naturaleza, con su poder de sanación, hará el resto —


dijo Oskan—. Mirad, ya se está quedando dormido. Pronto se le habrá
olvidado el dolor.

Thirrin lo miró fijamente, como si estuviese loco.

—Bueno, pues me alegro por él. Pero va a pasar mucho tiempo antes de que
yo pueda olvidar este incidente.

De regreso en la cueva principal, Thirrin se sentó aparte de los demás, con la


mirada fija en el fuego. Entraban los ricos olores del bosque a tierra mojada y
vegetación. Los hombres estaban callados y agotados después de los 30
acontecimientos del día. La princesa había enviado a uno de ellos a
Frostmarris con la misión de contar al rey lo ocurrido, y ahora se contentaba
con esperar a que pasase la tormenta antes de volver a caballo a la ciudad. Al
parecer, los relámpagos y truenos se habían alejado por las llanuras, pero
seguía cayendo una copiosa lluvia que silbaba al atravesar el tupido techo de
árboles.

Al cabo de un rato apareció Oskan por el pasadizo que llevaba hasta la


caverna interior. Thirrin lo miró mientras él se lavaba las manos y se giraba
hacia el fuego, donde removió el contenido de un gran caldero que había
estado burbujeando discretamente sin que nadie se ocupase de él. El aroma
que salió del recipiente provocó que a Thirrin le crujiese el estómago; también
los hombres parecían interesados.

—En la mesa de la entrada encontraréis unos cuantos cuencos —dijo Oskan.

Fueron por ellos armando cierto barullo, y a continuación Oskan sirvió el


espeso guiso. Uno de los hombres, recordando sus modales y su deber sirvió
primero a Thirrin: con gestos torpes, dejó al lado de la princesa un cuenco
lleno, una vasta cuchara de madera y un pedazo de pan. Cuando Thirrin
adoptaba la pose de princesa los hombres sabían que más les valía no
tomarse libertades. Era evidente que quería impresionar al joven curandero.
Así pues, de momento habría que seguir al pie de la letra las normas del
protocolo. Todos sabían que volvería a ser la de siempre en cuanto tuviese que
ejercitarse de nuevo con las armas.

Thirrin suspiró. Los hombres que la acompañaban eran soldados y mozos de


cuadra, así que no podía esperar que se comportasen con la finura de
chambelanes de la corte. Asintió con la cabeza y el soldado se retiró al otro
lado del fuego, donde estaban los demás comiendo ruidosamente. Probó con
cuidado el guiso. En contra de lo que se imaginaba, estaba delicioso; Oskan lo
había sazonado con hierbas y especias que no supo identificar, y el pan era
comparable en calidad a cualquiera de los preparados en las cocinas de
palacio. Al cabo un rato, al levantar la vista del guiso, vio que Oskan
avanzaba hacia ella. Eso la sorprendió y molestó. Como princesa heredera,
esperaba que ese desconocido la dejase comer en digna soledad. No solo eso.
Además, tendría que conversar con él, y no estaba segura de cómo hacerlo sin
ruborizarse. Cuando se veía en una situación nueva y comprometida, aunque
solo fuese remotamente, se sentía perdida. Su tez pálida, casi translúcida, y
sus cabellos color caoba parecían delatar todas sus emociones. Ya podía
levantar el mentón con gesto de altivo desdén, e incluso hacer un mohín de
impaciencia con los labios, que no engañaría a nadie si las mejillas se le
encendían con el color de un atardecer de verano.

Sin siquiera fingir esperar a que le diese permiso, Oskan se sentó en el 31


taburete bajo que había junto al de ella.

—¿Está bueno el estofado? —preguntó, en el mismo tono que si se dirigiese a


uno de los soldados.

—Pasable —respondió Thirrin con fría altivez.

Él asintió en silencio.

—Supongo que las cocinas de palacio hacen todos los días platos dignos de
un banquete.

Thirrin optó por suponer que el muchacho era demasiado palurdo para darse
cuenta de que estaba hablando con ella en un tono excesivamente familiar.

—No todos los días —replicó—. Pero es verdad que preparan la mejor comida
de las Tierras de Hielo.

Él volvió a asentir.

—Por supuesto.

Thirrin lo miró fijamente, para ver si hablaba con sarcasmo, pero lo único que
vio fue que aceptaba con toda inocencia sus palabras.
—Mis hombres me han dicho que eres el hijo de la bruja Blanca Annis.
¿Dónde está? Hasta las mujeres que tienen el Poder deben rendir pleitesía a
la heredera de las Tierras del Hielo.

Oskan le dirigió una extraña mirada antes de contestar.

—Eso es verdad pero ni siquiera la princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte


Escudo de Tilo puedo ordenar que los muertos se presenten ante ella. Tienden
a ser sordos a las exigencias de pleitesía.

—¡Oh! —exclamó ella, sonrojándose—. No lo sabía.

Oskan masticó y tragó antes de añadir:

—No pasa nada. Sé que no era tu intención ser maleducada.

Thirrin se enervó. ¡Maleducada, ella! Los miembros de la realeza no podían ser


maleducados. Decían lo que sentían y el resto de la sociedad debía aceptarlo.
Pero en secreto estaba irritada consigo misma; en el fondo no quería ofender a
ese joven desconocido que los había cobijado de la tormenta, había curado a
su mozo herido, y ahora les daba de comer de su propio puchero. Como le
decía siempre su padre, la realeza tenía un deber con las personas inferiores.
Mostrar enfado ante un campesino no estaría a la altura de su dignidad, y sin
duda se rebajaría si sentía vergüenza.
32
—¿Cuándo murió? —preguntó, decidida a no dar la menor importancia a sus
mejillas encendidas y a mostrar el adecuado interés distante por los
problemas de un chico que algún día sería súbdito suyo.

—Hace dos años.

—¿Y has vivido solo todo este tiempo?

El chico se encogió de hombros.

—No ha supuesto ningún problema. Mi madre sabía que se estaba muriendo


y me enseñó todo lo que necesitaba saber antes del final.

—¿Qué clase de curandera era que no pudo salvarse a sí misma? —repuso


ella impulsivamente, y se le encogieron los dedos de los pies.

Oskan la miró en silencio y ella se puso roja como un tomate, pero al final él
respondió:

—Solo la Diosa es capaz de curar todas las enfermedades.

Thirrin sintió como si la hubiesen abofeteado, pero lo cierto es que la voz y el


tono del chico no habían cambiado un ápice. Hasta se puso a rebañar
discretamente su plato con un trozo de pan, sin dar muestras de disgusto.
Después de aquello, Thirrin dejó de hacer esfuerzos por comportarse como
una princesa y se quedó sentada en su sitio sin más, guardando lo que
esperaba fuese un digno silencio, mientras los hombres se zampaban una
segunda ración de guiso y fuera la lluvia seguía cayendo con fuerza. Después
Oskan recogió los cuencos y los apiló perfectamente encima de la mesa.

—Pronto anochecerá. Puede que tengáis que quedaras esta noche.

—¡Imposible!—respondió Thirrin, horrorizada, por alguna razón, ante la idea


de pernoctar allí con aquel extraño muchacho—. No tenemos camas.

—En la caverna del fondo hay mantas de sobra. Podrías mandar a uno de tus
hombres a traerlas, ¿no?

—El rey cuenta con que vuelva esta noche —dijo Thirrin con voz firme, y
suspiro de alivio al oír el sonido de caballos que se aproximaban. Acudió a
toda prisa a la boca de la cueva: el soldado al que un rato antes había enviado
a palacio avanzaba por el camino al frente de una partida de diez hombres.
Era evidente que había dicho la verdad. Redrought la esperaba esa noche en
casa.

—Recoged vuestras cosas y ensillad los caballos —ordenó a sus hombres,


repentinamente dueña de sí misma otra vez. Y a Oskan—: Dejaremos al 33
herido contigo y después enviaremos a un médico para que se encargue de él.
Capítulo 4

T
hirrin tenía por delante todo un día de estudio. Matemáticas, Geografía,
el mundo natural y lo que Maggiore Totus denominada «ciencia
alquímica». Deseó que su padre no hubiera decidido en su día darle una
educación, que simplemente le hubiese permitido recurrir a los escribas y
otros miembros de la comunidad de los «listos», como él los llamaba. Al fin y
al cabo, Redrought ni siquiera sabía escribir su propio nombre y, aun así, se
las había arreglado para gobernar su reino con inteligencia y astucia durante
más de veinte años. Entonces, ¿por qué debía ella aprender a escribir, sumar
y hacer todas esas cosas que no la dejaban ser ella misma?

«¡Porque los tiempos están cambiando y quiero una hija que conozca su lugar
en el mundo y sepa conservarlo!», resonó la atronadora voz de su padre en su
recuerdo.

Bueno, quizá el mundo estuviese cambiando, pero ¿de verdad le valía de algo
conocer las principales exportaciones del Continente Sur? ¿O cómo calcular el
área de un cilindro, o preparar un remedio universal contra la hidropesía? 34
Ella no lo creía, pero su padre estaba empeñado en que aprendiese, así que
debía estudiar para ser como los listos del pueblo llano que habían recibido
una educación.

—Bien, alteza, ¿puedo suponer que habéis hecho los deberes de


matemáticas? —preguntó Maggiore Totus.

Thirrin le entregó un fajo de hojas sin mediar palabra. No soportaba que


aquel hombrecillo consiguiese siempre que se sintiera culpable, incluso
cuando había hecho los deberes. Sabía que podía matarlo con mil y un
métodos sangrientos en menos tiempo de lo que él tardaba en ajustarse los
extraños spectoculums que descansaban en la puntita de su nariz. ¡Pero ni
esa distracción le sirvió de ayuda!

Su tutor chasqueó la lengua mientras leía aquellas hojas llenas de borrones y


tachaduras.

—Bueno, la respuesta está bien, pero cómo llegasteis a la conclusión sigue


siendo un misterio.

—Si la suma está bien. ¿Qué importancia tiene? —replicó Thirrin, irritada.

—Importa porque me demostraría que no habéis acertado por casualidad.


En secreto, Thirrin opinaba que en el caso de las matemáticas lo único
importante era obtener el resultado correcto, pero no dijo nada.

—Y ahora decidme, ¿qué es este revoltijo de letras que habéis escrito aquí? —
preguntó el maestro, señalando con el dedo unos garabatos ininteligibles.

Thirrin se encogió de hombros y Totus se puso a calcular hasta dónde podría


presionarla sin que ella estallase y se marcharse del aula hecha un basilisco.
Como comprendió que su alumna estaba a punto de abandonar el mundo del
aprendizaje para pasarse el resto del día junto a la guardia real de su padre,
decidió aflojar las riendas con decoro:

—Muy bien, daremos por supuesto que habéis llegado al resultado por medios
convencionales y lógicos, ¿de acuerdo?

Ella volvió a encogerse de hombros. El tutor regresó a su mesa y miró por la


ventana el jardín que tanto le había sorprendido cuando llegó a palacio para
educar a la princesa. Por alguna razón, uno no esperaba un remanso de paz
tan hermoso en medio de la lúgubre fortaleza de Frostmarris. El aire
resplandecía con los ricos y vivos colores de los espléndidos rosales, y los
setos, esmeradamente podados, enmarcaban pequeños grupos de flores
ordenadas a la perfección. Sin embargo, algunas de esas plantas tan
bellamente cuidadas empezaban a marchitarse, y ya se habían vuelto rojas 35
las hojas de los arbolillos y arbustos más delicados. De repente se dio cuenta
de que el crudo invierno de las Tierras de Hielo no podía estar muy lejos, y se
estremeció de horror.

—Dedicaremos toda la jornada a estudiar Geografía —informó—. Nos


centraremos en el Continente Sur —añadió, y Thirrin emitió un gruñido—. En
concreto, analizaremos la armada y su papel en la derrota de los corsarios y
los céfiros en la gran batalla del Mar Intermedio.

A la muchacha se le iluminó la cara, y Maggiore Totus trató de convencerse de


que no estaba traicionando cada día más sus exigencias de maestro. Para
retener la atención de su alumna, casi todas las lecciones tenían que hacer
alguna referencia a temas militares. Pero se consolaba pensando que, de
todos modos, algún día ella sería reina de las Tierras de Hielo y
probablemente también habría de dirigir sus tropas en la batalla. No podía
esperar que la hija del rey Redrought fuese otra cosa que una joven guerrera
sin el menor interés en las bellas artes del estudio. Se daría por satisfecho si,
cuando completase su educación, Thirrin sabía escribir una frase con sentido,
leer una carta sin ayuda de nadie y hablar sobre las cuentas con su
intendente. Entretanto, él apuntaba a las estrellas con la esperanza de poder
llevarla, por lo menos, hasta la cima de una montaña razonablemente alta.
Dibujó en el encerado las posiciones de batalla de las flotas enemigas y miró a
Thirrin, que ya las estaba copiando alegremente en su cuaderno. Pero de
nuevo desvió la mirada hacia el jardín que se veía por la ventana y a las
señales que anunciaban la cercanía del invierno. Deseó poder marcharse
antes de que llegasen los terribles vientos y las nevadas, antes de que las
penetrantes heladas dejasen en las ventanas gruesos cercos congelados en
forma de diminutos helechos de hielo. En su tierra, en la costa meridional del
Mar Intermedio, el invierno descargaría algunas lluvias suaves, y los días, en
vez de calurosos, serían templados. Pero el vino maduraría y oiría el cantarín
idioma de su pueblo, que lo mecería imaginariamente y le haría sentir un
sosiego que casi había olvido allí, en el frío norte.

—¡Señor Maggiore Totus —exclamó Thirrin, irrumpiendo así en sus


pensamientos—. ¿No os habréis dejado llevar por ensoñaciones, verdad? —Y
le dedicó una sonrisa tan esplendorosa que el hombre no pudo evitar
sonreírle a su vez.

Cuando Thirrin se olvidaba de su condición de princesa, podía ser una niña


encantadora. Pero últimamente eso solo pasaba muy de vez en cuando, y
Totus estaba empezando a preguntarse qué le ocupada el pensamiento. Creía
saberlo, pero no podía estar seguro. Además, ¿cómo se le preguntaba a una
princesa heredera si temía tener que gobernar el país antes de estar 36
preparada, o si la aterraba que su padre pudiese morir antes de haber tenido
tiempo suficiente para experimentar la vida como es debido? Redrought era
un hombre fuerte, muy fuerte, pero la historia de las Tierras de Hielo estaba
llena de violencia, y a través del estudio Maggiore había aprendido que de los
ocho monarcas anteriores solo dos habían muerto en la cama, y solo uno
había durado más de veinte años en el trono. ¡Y ése era Redrought!

Casi sentía lástima de Thirrin, hasta cuando se ponía insoportable de tan


repelente. Por mucho que estuviese recibiendo la mejor preparación para su
futuro papel de reina, la posibilidad, muy real, de ocupar el trono de las
Tierras de Hielo antes de cumplir dieciséis años debía de ser una carga
terrible, sobre todo teniendo en cuenta que el reino lindaba con la Tierra de
los Fantasmas, al norte, y con el formidable Imperio polipontano y su general
Scipio Bellorum, al sur. Gobernar un país diminuto a tan temprana edad es
suficiente presión para cualquiera, pero, además, las Tierras de Hielo tenían
en sus fronteras nada menos que a los enemigos más sanguinarios y lindaba
por el este y el oeste con el mar más despiadado, plagado de piratas y
asaltantes.

Durante el resto del día Maggiore trató a su alumna con mucha amabilidad y
la dejo descansar un rato antes de que la llamase el maestro de armas o la
maestra de equitación. Y no es que esas dos clases fuesen especialmente
duras para ella. Cuando después le tocaba levantar junto a la guardia real
una pared de escudos o ejercitar a alguno de los fieros caballos de batalla,
Thirrin salía de las estancias de su tutor con tal cara de feliz alivio que casi
resultaba insultante. Maggiore Totus suspiraba. Si no estuviese seguro de que
Thirrin tenía todo lo necesario para llegar a ser una buena alumna, hacía
mucho tiempo que se habría marchado a casa. Pero, a la vez, era consciente
de que Thirrin jamás emplearía su agudeza de ingenio para indagar en los
complejos datos y cifras de los que era posible extraer verdades nuevas y
emocionantes, o teoremas nunca imaginados hasta entonces.

De repente alguien aporreó la puerta. Maggiore se llevó tal susto que soltó un
gritito. Acto seguido, irrumpió en la habitación un housecarl corpulento y
barbudo.

—¡Tengo órdenes de llevarme a la princesa al patio de armas! —bramó.

Maggiore se quedó mirándolo fijamente. ¿Por qué habían de hablar siempre a


voz de grito? ¿Y de verdad tenían que ir siempre cargando con el escudo y la
lanza?

—Me parece que la princesa Thirrin no ha terminado aún sus tareas —


respondió, decidido a defender su autoridad de tutor real.

—Sí que he terminado…Bueno, casi. ¿Puedo llevarme lo que falta, como 37


deberes?

Se le veía tan ansiosa por salir que Maggiore suspiró, resignado.

—Oh, muy bien. Pero cuento con que los traigáis mejor presentados que la
última vez.

—Descuidad —respondió ella, y al levantarse para salir disparada por la


puerta, se detuvo de repente y le plantó un beso en la calva—. ¡Gracias,
Maggie! —exclamó, y echó a correr por el pasillo.

El regimiento de los Panteras Blancas llevaba más de un mes marchando


hacia el norte. Pisar las soberbias calzadas militares del Imperio polipontano
significaba que habían recorrido más de mil doscientos kilómetros. El
regimiento, los Panteras Blancas de la provincia de Asteria, había estado
peleando en el sur hacía menos de seis semanas, y tras la victoriosa
conclusión de aquella campaña se les había concedido una semana de
descanso, y a continuación habían iniciado la marcha hacia el norte.

Ningún soldado sabía exactamente adónde se dirigían. Tampoco los oficiales.


Sin embargo, había rumores para todos los gustos. Unos decían que por fin
iban a atacar las Tierras de Hielo, el vecino más inmediato del Imperio por el
norte. La mayoría consideraba que ya era hora de hacerlo. Por alguna razón,
el general Scipio Bellorum había dejado tranquilas las Tierras de Hielo, y eso
que había declarado la guerra a todos los demás reinos fronterizos. El por qué
seguía siendo un profundo misterio. Pero también en ese asunto los rumores
daban algunas pistas. El más extendido decía que en las Tierras de Hielo se
practicaba la brujería, algo que amilanaba hasta al formidable Bellorum. Pero
había quien lo ponía en duda, pues el general no tenía miedo de nada. Incluso
se decía que viviría eternamente, porque ni la muerte se atrevía a llevárselo.

En ese momento, el regimiento se acercaba a la zona de la frontera. Iban a


sumarse al inmenso ejército que se estaba reuniendo allí. La ancha y suave
llanura ondulante que se abría al pie de la cordillera de las Doncellas
Danzantes apreció cubierta de campamentos militares, fraguas, arsenales,
patios de armas y pistas de entrenamiento para la caballería. Los Panteras
Blancas conocían muy bien todo aquello. Los barracones de tela y los patios
de armas se montaban siempre en la misma posición, de modo que allá donde
estuviesen, ya en el Imperio, ya en alguna campaña militar, se sentían
siempre como en casa.

Y entonces pudieron ver a su magnífico general, el mismísimo Scipio


Bellorum, mitad hombre, mitad dios. Despiadado y distante, pasó revista a 38
caballo a sus huestes, y éstas esperaron sus órdenes.

Thirrin pasó el resto del día disfrutando del entrenamiento en compañía del
elitista cuerpo de la guardia real. Al rato de haber empezado a lanzar el hacha
contra la diana, ya se sentía feliz y relajada y se había sacudido de encima el
polvo del aula de estudio. Los soldados, todos ellos escogidos por su
corpulencia y fuerza, se tomaban con mucho respeto las dotes guerreras de la
muchacha. Ella era no solo su futura reina, sino también su mascota y su
talismán. La vitoreaban cada vez que daba en el blanco con la jabalina, y
cuando fallaba hacían la vista gorda, muy amablemente. Pero en los tres años
que Thirrin llevaba entrenándose con el maestro de armas, habían tenido
muchas más ocasiones de ovacionarla que de guardar un cortés silencio.

Al anochecer, cuando finalizó la sesión, Thirrin inició el camino de vuelta a su


habitación, feliz, agradablemente cansada y pensando en la cena. Luego
cambió de idea y decidió presentarse a los aposentos de su padre. Esa noche
no había ningún banquete oficial, por lo que las cocinas de palacio estarían
menos atareadas, hasta que tuviesen que preparar la siguiente ronda de
cenas diplomáticas para alguno de los barones de Redrought. Y el rey cenaría
en su habitación, más tranquilo que otras veces. Thirrin había decidido
acompañarlo, sabiendo que a él le agradaría pasar la velada junto a su hija.
Además, había reflexionado sobre ciertos asuntos que quería comentarle.

Cruzó el Gran Salón. No había ni una antorcha encendida. Mientras lo


atravesaba, iba oyendo el eco de sus botas en las altas vigas del techo,
embadurnadas de hollín y sumidas en la penumbra. Algunos de los antiguos
estandartes de combate ondearon perezosamente a su paso, como si una
espectral ráfaga de viento de algún campo de batalla del pasado remoto
acariciase todavía los gastados pendones de los regimientos. Delante podía
ver el trono de su padre, encima de su alta tarima, elevándose en medio de la
creciente oscuridad como una montaña hecha de madera tallada de roble.
Llegó a él y lo rodeó rápidamente para meterse por la puerta entreabierta que
había justo detrás, en el muro.

—¡Grimswald! ¡He dicho que quería cerveza, no agua marrón de río! —La
atronadora voz de Redrought fustigó al chambelán de la Parafernalia Real.

—Disculpad, pero estoy seguro de que procede de la misma barrica de la que


ayer bebió su majestad sin ningún reparo —respondió una voz que sonaba a
cuero viejo y polvo.

—¡Pues hoy sabe a agua de río! ¡Y en los ríos, los peces hacen cosas
innombrables, así que traedme otra! 39
—Como desee su majestad.

Thirrin entró justo en el momento en que el anciano chambelán llamaba con


la mano a uno de los sirvientes, que aguardaba entre las sombras del fondo
de la confortable estancia. El chambelán le entregó una jarra y, guiñándole
exageradamente un ojo, le dijo que la llenase de cerveza de otro barril.

—¡Thirrin! —exclamó el monarca en cuanto la vio en el umbral—. ¡Pasa, pasa!


Grimswald, pon otro servicio; mi hija ha venido a cenar con su anciano padre.

Inmediatamente, el hombrecillo fue por toda la estancia recogiendo cubiertos


y platos, y acercó una silla a la sencilla mesa de madera en que comía
Redrought cuando no tenía que agasajar a ningún dignatario.

—Me he enterado de que hoy has empatado con mi mejor housecarl en el


lanzamiento de hacha —dijo, sonriendo muy orgulloso a su hija.

—Sí. Y si el maestro de armas no hubiese dado por terminada la sesión, le


habría ganado —repuso Thirrin.

Redrought lanzó una sonora carcajada. A menudo, cuando otras personas


solo habrían esbozado una sonrisa, él lazaba sonoras carcajadas.
—¡Yo también apuesto que le habrías ganado! Sigmund está empezando a
hacerse viejo. Voy a tener que pensar en jubilarlo. Su gente procede de las
provincias del norte; estoy seguro de que con un trozo de tierra y una pensión
será feliz.

—Sigue siendo el mejor lanzador de hacha que muchos hombres la mitad de


jóvenes —repuso Thirrin en defensa del viejo soldado—. Sería una lástima no
contar con su experiencia en funciones de escolta.

—Oh, no te preocupes. Todavía podrá servir otros cinco años más. Solo
pensaba en el futuro —bramó Redrought de buen humor.

El sirviente volvió con la jarra de cerveza y Grimswald llenó la del rey, que dio
un largo trago.

—¡Esto está mejor! ¡Siempre detecto cuándo ha perdido calidad una barrica!

—Sí, señor —dijo el chambelán y sonrió para sí como un chiquillo travieso.

—¡Y no te olvides de Primplepuss! ¿Dónde está su cuenco de leche?

—Lo tengo yo, señor —respondió, y se sacó un platito de la manga.

Redrought sonrió de oreja a oreja. Rebuscó por debajo de su túnica y 40


encontró a la minina en el pecho.

—¡Ah, aquí estás, chiquitina! —dijo, no tan fuerte esa vez, y ella maulló para
corroborar sus palabras.

Los enormes dedos del rey, encallecidos de tanto empuñar armas, tomaron
cuidadosamente a la gatita y la depositaron sobre la mesa, delante de su
cuenco. Mientras ella lamía la leche, el rey le sonrió unos instantes con cara
de no poder resistirse a ninguno de sus caprichos, y a continuación se volvió
hacia su hija.

—¿Y por qué has decidido cenar conmigo?

—¿Es que necesito un motivo?

—No, pero cuando decides cenar conmigo, suele ser porque deseas pedirme
un favor. De lo contrario, cenas en el comedor de la guardia o en los establos
con los mozos de cuadra.

Thirrin se sintió repentinamente culpable. Tenía que haber otras razones para
cenar con su padre, aparte de pedirle favores de vez en cuando, ¿no?

—No quiero pedirte nada —acabó respondiendo, a la defensiva.

—Solo vienes por el placer de mi compañía, ¿eh?


Justo en ese momento llegó la comida, y, antes de seguir, ella esperó a que los
sirvientes repartiesen todo en los platos y se retirasen.

—Eso, por el placer de tu compañía… y para preguntarte unas cosas.

—¡Ja! —exclamó el rey, como si sus sospechas se hubiesen visto confirmadas.


Pero luego sonrió—. ¿Qué deseas saber?

Thirrin masticó un trozo de pollo mientras ordenaba sus ideas. Desde que
conociera a Oskan en el bosque, estaba intrigada con sus padres. Luego cayó
en cuenta de que en ningún momento nadie había dicho nada del padre del
muchacho, y decidió preguntar al rey —después de satisfacer su curiosidad
respecto de otros asuntos— si alguien sabía quién había sido aquel hombre.

—¿Por qué no desterraron a las brujas después de la guerra con la Tierra de


los Fantasmas? —preguntó finalmente.

—A las malvadas sí. Pero las buenas eran, es decir son, demasiado útiles.

—¿Para qué?

—Son curanderas y comadronas, saben eliminar plagas de las cosechas y son


una brillante línea defensiva contra cualquier mal procedente de los reyes de
los vampiros. No solo eso… —dijo, e hizo una pausa para apurar su jarra de 41
cerveza—. Además, se han mantenido incondicionalmente leales y siempre
han sido las primeras en ofrecer ayuda en los momentos necesarios. Harás
bien en recordarlo cuando accedas al trono.

Thirrin asintió en silencio mientras digería la información.

—¿Cómo era Blanca Annis?

—¡Una de las mejores! —tronó Redrought—. Poderosa. Yo la vi recuperar a un


crío del filo de la muerte después de que se hubiese probado de todo en vano.
Y una vez en que había salido a cazar, la vi obligar a retroceder a un jabalí
que quería atacarme, solo con la fuerza de su mirada amenazante.

Padre e hija comieron en silencio un rato mientras se representaban la


imagen de la bruja.

—¡Y te diré más! —añadió Redrought, señalando a su hija con un nabo en la


mano—. Era hermosa. ¡Un pelo negro como azabache pulido y unos ojos como
el mar bajo un cielo de tormenta!

Thirrin miró atónita a su padre. Nunca había oído nada ni remotamente


poético salir de sus labios, y ahora allí estaba, describiendo a Blanca Annis
como un bardo cantando alabanzas.

Él se ruborizo y carraspeó.
—Por supuesto, al final de su vida se volvió algo andrajosa. Es lo que les pasa
siempre a las brujas. Pero sus poderes jamás perdieron fuerza.

—Aun así, esa gran curandera no supo salvarse a sí misma.

Redrought se encogió de hombros.

—Le llegó su hora. Las brujas lo detectan siempre y dejan esta vida con
dignidad.

Thirrin hizo una señal al sirviente, que se acercó y le sirvió una copa de vino
con tres partes de agua, como correspondía a una joven de su edad.

—Ahora su hijo vive en su cueva.

—Sí, Oskan, lo sé. Está curando al mozo herido.

—¿Habrá heredado los poderes de su madre?

Redrought se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? No abundan los hechiceros, es decir, los brujos. Por lo


general, los hombres tienen más poderes de carácter matemático que mágico.
Pero no se quedan cortos a la hora de atraer rayos cuando así lo requieren, o
de hacer que las piedras caminen si ello sirve a sus propósitos. 42
—Él es curandero —dijo Thirrin, como si eso confirmase sus poderes
sobrenaturales.

—Bueno, sí. Por eso, tal vez posea los demás dones de su madre. Pero ¿quién
puede saberlo? No es seguro.

—¿Ya ha traído el médico a la cuidad al soldado herido? —preguntó Thirrin.

Redrought se encogió de hombros por tercera vez.

—No lo sé. Pregúntale a Grimswald. ¡Grimswald!

—¿Sí, mi señor? —El hombrecillo dio un paso al frente para salir de la zona
en sombra de detrás de la silla del rey.

—Oh, estás aquí. ¿Ya ha traído el médico…?

—No, mi señor. Consideró que era más conveniente dejarlo descansar un par
de días.

—¿Cuándo irá a buscarlo? —preguntó Thirrin, sabiendo que Grimswald


conocía todos los detalles de los planes del médico.

—Mañana, creo, mi señora.


—Bien. Iré con él. A mi caballo le sentara bien hacer ejercicio.

Redrought miró de reojo a su hija. Seguramente a su caballo le iría mejor


descansar que hacer ejercicio. Pero se encogió de hombros en su imaginación;
que tuviese un amigo si quería. Thirrin estaba acercándose a la edad en que
se casaban las hijas de los reyes, pero ya era demasiado lista para permitir
que nada se interpusiese en la consecución de algo ventajoso para la Casa del
Escudo de Tilo que pudiese sellarse por medio de una boda.

—¿Qué se sabe de su padre? —preguntó Thirrin, interrumpiendo las


reflexiones de Redrought.

—¿Del padre de quién? ¿Del médico?

—¡No! Del de Oskan. ¿Quién era?

El rey se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe a ciencia cierta. —Casi añadió que ni siquiera Blanca Annis lo
sabía con seguridad, pero decidió que ese tipo de historias no eran muy
apropiadas para los oídos de su hija—. Por supuesto, corren infinidad de
rumores. Que sí duendecillos del bosque, que si espíritus… Hasta se habla de
vampiros. Pero lo más seguro es que fuese algún viajero humano que… esto…
en fin, ya sabes, que acertó pasar por allí.
43
—Entonces, ¿no estaba casada?

—No. Las brujas escogen a quien ellas quieren durante el tiempo que ellas
quieren. Prácticamente no hay nada formal en sus relaciones.

—O sea que el padre de Oskan pudo ser cualquier hombre o cualquier cosa,
¿no?

—En efecto. Pero el que se lleva la palma en los chismorreos del momento es
un duendecillo del bosque —respondió Redrought, y añadió—: ¡Fíjate, es tan
pálido que seguro que le corre sangre de vampiro por las venas! Pero ¿quién
sabe?

Thirrin asintió en silencio. Desde luego, su nuevo amigo era un misterio de lo


más interesante.

El caballo de Thirrin la aguardaba ensillado en el patio de palacio. Su aliento


formaba volutas de vaho en el gélido aire de la mañana. Hacía un tiempo
idóneo para cabalgar: una intensa helada había cubierto los tejados de las
casas con una película cristalina, blanca y brillante, como un aviso de las
nevadas que llegarían con el invierno, y se oía el eco de los sonidos de los
hogares al despertar, resonando con la pureza de un repicar de campanas en
medio del aire helado.

Thirrin había dejado que el médico saliese una hora antes para poder darle
alcance al galope. Y mientras descendía por las callejas serpenteantes de la
ciudad en compañía de su escolta, formada por dos jinetes, sus corceles iban
resoplando y dando tirones, ansiosos por echar a corres. En cuanto hubieron
traspuesto las puertas, espolearon a sus monturas y cruzaron galopando el
rico llano agrícola que abastecía a la capital. A los pocos minutos llegaron a
las lindes del bosque y a la Gran Calzada, que se abría paso entre los árboles
en su viaje hacia las provincias del norte.

Alcanzaron al médico y su ayudante justo cuando estaban a punto de salir del


camino para meterse por la maraña de sendas forestales, y tiraron de las
riendas para obligar a sus monturas a seguir al paso. Thirrin tenía la cara
colorada del frío helador, y como no quería que se le congelasen los caballos,
aguijó a las tranquilas mulas del médico y su ayudante para que continuasen
al trote hasta la cueva de Oskan.

El bosque estaba teñido de un brillo oscuro, con negras sombras y vetas de


luz del sol, que formaban charcos luminosos entre los ricos tonos marrones y 44
rojos encendidos de las hojas otoñales. Por las ramas se oía el eco de las
afanosas ardillas, que estaban haciendo acopio de provisiones para el
invierno. Thirrin puso tanto empeño en ver alguna de esas pequeñas criaturas
de rojo pelaje que se escabullían por la tupida cubierta del bosque, que casi le
pilló por sorpresa que los caballos empezasen a subir por el empinado
sendero que conducía a la cueva.

Se obligó a centrar toda su atención en el intermitente y pedregoso camino,


pues no quería llegar a la casa de Oskan con un corcel renco. Cuando
estaban cerca del final de la senda, alzó la vista y vio al alto muchacho
esperándolos en la entrada de la gruta.

Oskan levantó la mano para saludarlos, pero al ver a Thirrin inclinó la cabeza
en un gesto formal.

—Bienvenidos a mi hogar —dijo cortésmente mientras ellos desmontaban—.


Vuestro hombre se está reponiendo muy bien.

—Eso ya lo decidiré yo, gracias, joven —replicó el médico, altivo—. ¿Dónde


está?

Oskan los condujo al interior. Olía a intenso y agradable aroma de hierbas


puestas a secar y especias. El paciente estaba tendido en un catre bajo, junto
al fuego. Al verlos entrar, se incorporó y se apoyó en un codo, y si el médico
no lo hubiese obligado a echarse de nuevo, se habría puesto en pie.
—Antes de que vayas a ninguna parte, quiero examinar tus heridas. —Le
quitó las vendas limpias y miró horrorizado los puntos de sutura que unían
los bordes del profundo corte—. ¡Me habían llegado rumores de que lo habías
cosido! ¿Quién te da derecho a poner en peligro la vida de este hombre?

—Nada ni nadie —respondió Oskan. Parecía perplejo—. Le he cosido la herida


para que pueda curarse mejor.

—¿Crees que puedes curar añadiendo más heridas?

Thirrin presenció el encontronazo sin decir nada, pues sabía que sucedería. Al
fin y al cabo, ella misma la habían horrorizado los métodos de Oskan, hasta
que el viejo soldado le contó que había visto a Blanca Annis aplicar el mismo
remedio. Miró al soldado y se quedó sorprendida al notar la diferencia.
Saltaba a la vista que el hombre ya no sentía dolor, y desde donde ella estaba,
la herida parecía estar sanando limpiamente. Además, no había señales de
fiebre. En definitiva, tenía que reconocer que el tratamiento de Oskan estaba
dando resultado.

—Yo creo que tiene muy buen aspecto —le dijo al médico.

Éste le lanzó una mirada cargada de resentimiento apenas disimulado.

—Disculpad, mi señora, pero eso no podéis saberlo, como tampoco puede


45
saberlo este… niño. —Espetó la última palabra con desprecio—. Yo estudié
cinco años con los mejores maestros de anatomía y cirugía del Continente
Sur. ¡Trabajé otros cuatro años en sus hospitales, y después de diez más
como médico altamente respetado, antes de que vuestro real padre me
llamase a Frostmarris para confiarme el puesto de médico jefe de la casa real!
¿Qué puede saber este joven hijo de una bruja, en comparación con mi
experiencia y pericia?

—Lo suficiente para curar con destreza uno de los cortes más profundos que
he visto en mi vida —respondió Thirrin con descaro.

La mirada del médico habló por sí sola.

—¡En mi vasta experiencia de médico, las he visto muchísimo peores y las he


sanado!

—¿Por pura casualidad o aplicando el entendimiento? —preguntó Thirrin, que


empezaba a perder los estribos ante la petulancia del doctor.

Lo único que mantuvo a raya la ira del hombre fue que Thirrin era la hija de
su real patrón.
—El juicio de mi señora se halla nublado por su carencia de conocimientos en
mi terreno. Una carencia equiparable a la de este niño. —Se volvió hacia
Oskan con exagerado desprecio—. ¿También lo has sangrado?

—Me pareció que el oso ya lo había desangrado bastante —respondió el chico


con toda la calma del mundo.

—¿Y cómo esperas purgar su cuerpo de los humores malignos que han podido
inyectarle las zarpas del oso?

—Yo de humores no sé nada. Solo le limpié la herida y se la cosí. —Era


evidente que ahora Oskan estaba tratando de controlar su irritación.

—¡Entonces se le infectará y morirá! ¡Y tú lo habrás matado con la misma


seguridad con que lo habría hecho el animal que lo atacó!

Thirrin se acercó al mozo de cuadra y echó un vistazo a la herida, cosida con


gran limpieza.

—Pues a mí me parece que está perfectamente bien. Se está curando sin el


menor rastro de infección. —Se volvió hacia los dos soldados de su escolta,
ambos veteranos de mediana edad que contaban con mucha experiencia en
heridas de guerra—. ¿Qué opináis vosotros?
46
Ambos coincidieron en que parecía estar sanando perfectamente bien y
miraron sin pestañear al furibundo médico.

—Ninguno de vosotros sabe nada sobre el proceso que sigue este tipo de
herida. ¡O vuelve ahora mismo a la cuidad y se somete a una sangría a fondo
o morirá!

—Yo preferiría que se quedase por lo menos tres días más —dijo Oskan en voz
baja—. Con permiso de la princesa, claro está.

—Pienso que deberíamos preguntar al paciente qué opina él —propuso


Thirrin—. Al fin y al cabo, es su brazo. —Dicho eso, se giró hacia el hombre y
enarcó las cejas esperando su respuesta.

El mozo de la cuadra se había pasado el rato mirando a los intervinientes,


atónito porque personas tan excelsas discutiesen sobre él. Pero al final
consiguió balbucear.

—Opino que me gustaría que el hijo de la bruja siguiese adelante con su


tratamiento.

—Se llama Oskan Hijo de la Bruja, para que lo sepas —dijo Thirrin en tono
cortante.
—¡Este hombre no puede saber qué le conviene! —protestó el médico—. Si
casi no sabe en qué día vive, menos aún tiene capacidad para tomar una
decisión médica.

—Sí que sé en qué día vivo —dijo el paciente—. Hoy es día de Thor. Y también
sé otra cosa: que el año pasado me caí del caballo y me hice un corte
profundo en la rodilla. Medía más o menos un cuarto de lo que mide esta otra
herida, y aun así se infectó, me dio fiebre y ¡tardó casi un mes es ponerse
como ésta en solo un par de días! —Se interrumpió, de pronto consciente de
que todos estaban mirándolo. Pero reunió ánimos y prosiguió—. Había salido
a cazar para el rey, por lo que su majestad envió a este hombre, a este
médico, a que me curase. Mi mujer me contó que estuvo a punto de matarme
y que ella lo habría hecho mejor con un poco de vino añejo y vendas limpias,
como hacía su madre.

—Oh, esto es ridículo. No tengo por qué defender mis métodos ante un
palurdo.

—En absoluto —lo cortó Thirrin fríamente—. Es obvio que este hombre
prefiere confiar en los métodos de Oskan Hijo de la bruja. Por tanto, sugiero
que dejemos aquí a los palurdos y regresemos a Frostmarris.

—Pero, mi señora, el rey me ha dado órdenes de… 47


—Examinar al paciente, cosa que ya habéis hecho. Habéis cumplido con
vuestro deber. Así pues, ahora yo os doy permiso para regresar a la cuidad y a
vuestros pacientes, que tienen la fortuna de contar con vuestra vasta pericia.

Era la primera vez que una jovencita lo desacreditaba. El médico tardó unos
minutos en recuperar su porte digno, y entonces dio media vuelta y salió de la
cueva rápidamente, llevándose por el camino a su sirviente y su mula.

Thirrin esperó a que se marchase. Luego se volvió hacia el fuego y se calentó


las manos.

—Bueno, ¿llevamos al paciente otra vez a la caverna interior? —preguntó


alegremente, mientras ayudaba al hombre a ponerse en pie—. Y vosotros,
soldados, podéis ocuparos de los caballos —añadió, dirigiéndose a su escolta,
que se cuadró y salió.

Oskan sujetó al paciente por el brazo bueno y lo condujo a la cama por el


estrecho pasadizo que comunicaba el sistema de cuevas.

Solo cuando la hubieron dejado a solas unos minutos, empezó a deshacerse


la máscara tras la que Thirrin se había ocultado. ¿En qué estaba pensando?
De pronto se daba cuenta, horrorizada, de que se había quitado de encima a
todos los demás con mucha eficiencia. A todos excepto a Oskan, que
enseguida volvería al hogar junto al que ella estaba sentada, sola. Cuando
tenía que ocuparse de una situación, como la del médico y el cazador herido,
todo iba bien. Incluso se tornaba dominante. Pero cuando se quedaba sola o
se trataba de algo que la implicaba personalmente, todo salía fatal.

Casi le entró el pánico. ¡Estar a solas con un chico quería decir que
seguramente se ruborizaría, se le trabaría la lengua y haría el ridículo!

Si actuaba con rapidez, podría ir hasta la boca de la cueva y decir a sus


hombres que entrasen de nuevo. Al menos así habría otras personas hacia las
que desviar la atención. Pero Oskan ya volvía de la caverna interior, y
abandonó la idea. Mucho mejor dar la impresión de ser una princesa con todo
bajo control (aunque no se sintiese así) que dejarse sorprender corriendo y
chillando como una chiflada.

Intentó tranquilizarse, y tuvo que recurrir a toda su formación guerrera para


enfrentarse al azotamiento que sentía. Pero al final logró librarse de él
bastante bien. Casi no estaba ruborizada cuando reapareció Oskan. Respiró
hondo varias veces y consiguió hablar con vos relativamente controlada.

—Más te vale confiar en que ahora no le entre fiebre ni desarrolle putrefacción


verde, Oskan. De lo contrario, nuestro amable médico hará todo lo posible
para que te echen del país.
48
El chico arrimó un taburete y se sentó a su lado antes de responder.

—Yo espero que no caiga enfermo de nada —dijo, y con una de las sonrisas
más resplandecientes que Thirrin había visto en su vida, añadió—: pero sobre
todo ahora. Quiero demostrarle a ese pomposo petulante que se equivocaba
de plano.

Thirrin le devolvió la sonrisa y empezó a relajarse de nuevo, poco a poco. Y


decidió perdonarle por no pedir permiso para sentarse a su presencia.

—¿Hay alguna duda?

—Durante una recuperación, las cosas siempre pueden estropearse.

—¿Esperas que se estropeen?

El chico volvió sonreír.

—No.

Había algo en la serena presencia del muchacho que ayudó a Thirrin a


sentirse inusitadamente a gusto, y resolvió, con valentía, preguntarle por
otras habilidades que hubiese podido aprender de su madre.

—¿Sabes hacer magia?


Él tardó tanto en contestar que Thirrin pensó que lo había ofendido de alguna
manera. Pero al final dijo:

—En realidad no sé qué queréis decir al hablar de magia. Sé el tiempo que va


a hacer, pero eso también lo sabe cualquier pastor. Entiendo el
comportamiento de los animales, pero también eso lo sabe cualquiera que
vivía en el bosque…

—¿Puedes ver el futuro?

Él se encogió de hombros.

—¿Os referís a si tengo la Visión? A veces… quizá. Pero nunca a capricho y


nunca la totalidad de una situación. Siempre hay misterio, siempre hay algo
que no nos corresponde saber.

Thirrin asintió. Sus sospechas se veían confirmadas.

—¿Puedes atraer a los rayos?

Oskan guardó silencio unos segundos, sorprendido ante una forma de hablar
tan directa.

—Nunca lo he intentado. Me parece una idea descabellada. Puedes salir 49


herido.

—Nunca lo había pensado.

Thirrin estaba empezando a sentirse tan relajada en compañía del joven que
su naturaleza contradictoria afloró, haciéndola sentir acalorada e incómoda.
Presintió que iba a ponerse en el mayor de los ridículos. Se levantó y se
dispuso a marcharse. Ser princesa, con derecho real a saltarse las
convenciones relativas a las despedidas, solía tener sus ventajas.

—¿Cuánto tiempo retendrás a mi sirviente?

—Tres o cuatro días más —respondió Oskan. Y al verla en aquella altiva pose
de princesa, añadió—: Mi señora. —E hizo una reverencia.

Thirrin salió de la cueva a grandes pasos y, con un solo gesto de la cabeza,


llamó a los soldados que integraban su escolta, quienes al instante le
acercaron su caballo.

—Volveré dentro de cuatro días, pues.

Oskan asintió.

—El convaleciente debería estar listo para cabalgar entonces.


Thirrin montó en la silla con toda facilidad, pasando una pierna por encima
de la grupa de su corcel. Firmemente escondida tras su fachada de princesa,
tuvo el coraje de tender la mano hacia el muchacho. Oskan se quedó perplejo
y la miró como un bobo, y ella pensó que iba a tener que pasar la espantosa
vergüenza de pedirle que se la besase. Pero entonces él se la llevo a sus labios
y la besó, y su boca permaneció pegada a la mano mucho más tiempo de lo
que a ella le pareció estrictamente necesario.

—Hasta dentro de cuatro días, Oskan Hijo de la Bruja.

—Hasta dentro de cuatro días, mi señora. Estaré esperando ansiosamente


vuestra visita.

Ella espoleó a su caballo e inició el regreso delante de su escolta, sintiendo la


repentina necesidad de desatar el escudo de la silla de montar para colgárselo
del brazo.

50
Capítulo 5

T
hirrin estaba sentada en su alcoba, mirando por la ventana el jardín
que se extendía abajo. Se suponía que debería estar haciendo los
deberes de Geografía, pero no podía concentrarse porque iba llenándola
una profunda agitación, cada vez más intensa, a punto de desbordarse.
Estaban en la estación del Solsticio Hiemal. Los sirvientes habían colgado de
las vigas del Gran Salón ramas de acebo, hiedra y muérdago sagrado, y ahora
el lugar semejaba un inmenso bosque interior y el exquisito aroma de
aquellas plantas de hoja perenne lo invadía todo. Los guardias reales habían
escogido el tronco más grande que pudieron encontrar, lo habían llevado por
toda la ciudad y guardado en lugar seguro, en el patio de la fortaleza real,
para sacarlo en la triunfal procesión hasta la hoguera de la noche del
Solsticio. Todas las cosas estaban envueltas en ese ambiente de emoción
expectante que acompañaba siempre la festividad. Las velas ardían con más
brillo, la música sonaba más dulce y hasta los actos más cotidianos se veían
afectados por la ilusión con que todos esperaban la llegada de aquella mágica
estación. 51
Pero Thirrin tenía varios motivos más para estar ilusionada: su cumpleaños
caía el día del Solsticio y ese año cumpliría catorce, es decir, alcanzaría la
mayoría de edad de las jovencitas. Todo el mundo sabía que era la heredera
del trono, pero ese día Redrought la presentaría oficialmente ante los
housecarls, que la proclamarían princesa y le jurarían lealtad. Al cumplir
catorce años se la consideraría con edad para contraer nupcias, y en el
pasado muchas princesas reales habían debido casarse tan jóvenes por
obligación, pues su matrimonio era una manera de sellar alguna alianza o de
confirmar el poder de algún gran señor. Aquellas jóvenes no habían tenido
mucha elección. Pero Redrought era diferente y, en cualquier caso, las cosas
ya no eran como antes. Nadie estaba interesado en sellar ninguna alianza con
aquel pequeño reino situado al norte, que todos los años quedaba paralizado
por el hielo. Durante siglos la supervivencia de las Tierras de Hielo había
dependido del poder de su ejército y del ingenio de sus soberanos. Con
Redrought, el país gozaba de una feliz combinación, una mezcla de astucia
zorruna y la fuerza combativa propia de los jabalíes.

El hecho de que Thirrin supiese que el rey era, además, uno de los padres
más blandos que pudiera desear cualquier chiquilla testaruda constituía un
secreto que muy gustosamente guardaba para sí. Por mucho que fuese el rey
Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del Septentrión, Defensor del
Reino, Descendiente de Thor, para Thirrin solo era papá, un hombre con
debilidad por los gatos, gusto por las pantuflas cómodas y una risotada capas
de abollar el peltre a cincuenta pasos de distancia.

Un movimiento en el jardín, bajo su ventana, atrajo su mirada. Era el soldado


real que montaba guardia ante la puerta, embozado en su enorme capa. Se
cuadró en posición de firmes y a continuación se puso a andar de un lado a
otro con paso militar para entrar en calor. Su aliento formaba nubes de vaho
en el gélido aire invernal de las Tierras de Hielo. Bajo la emoción provocada
por la proximidad del solsticio de invierno y su mayoría de edad, Thirrin
sentía también una leve desilusión. Todo era casi perfecto: velas, acebo,
música; pero el jardín estaba de un gris apagado y soso. En esa época del año
tendría que haber nevado ya y el jardín debería estar resplandeciente con la
cristalina blancura de la nieve recién caída. Pero no había caído ni un copo.
Todo estaba cubierto de una gruesa capa de escarcha sucia, los ríos se
habían helado, como de costumbre, y de los tejados colgaban grandes
estalactitas de hielo cual espadas y dagas de cristal.

Pero no había nada de nieve. Por primera vez en su vida, parecía que Thirrin
iba a tener que celebrar el Solsticio Hiemal y su cumpleaños sin que desde el
Gran Salón, caldeado, lleno de humo y acogedor, se oyese el ulular de la
habitual tormenta de nieve en la negrura de la noche. No era muy
tranquilizador pensar que su mayoría de edad tuviese que coincidir con el año 52
en que las nieves tardaban en llegar. Quizá debería dejar a un lado su
formación intelectual y ver todo aquello una especie de mensaje. Al fin y al
cabo, las Tierras de Hielo estaban rodeadas de enemigos. Quizá se trate de un
tipo de augurio.

Solo los más ancianos de la ciudad de Frostmarris podían recordar una


demora similar en la llegada de las nieves, y entre dientes hablaban de malos
presagios. La última vez que había ocurrido algo así, decían, se había
desatado una epidemia y habían muerto miles de personas en todo el país. Y
la vez anterior, tal como les habían contado sus abuelos, la guerra había
asolado los campos. Había empezado a correr el rumor de que Scipio
Bellorum y su ejército invencible aguardaban una oportunidad para invadir el
país. Thirrin no concedía la menor credibilidad a aquellas habladurías; igual
que Maggiore Totus, su tutor, también ella desdeñó aquel rumor y llegó a la
conclusión de que esa clase de supersticiones eran propias de campesinos.
Como joven instruida, sabía que las nevadas tardías se debían a una serie de
pautas en la climatología y la dirección del viento. De todos modos, en el
fondo no podía evitar sentir desazón.

Para animarse pensó en los preparativos del gran banquete. Esos días acudía
al castillo un reguero incesante de mercaderes de la ciudad, y los sirvientes
iban de acá para allá con cestas llenas de toda clase de alimentos, desde
queso y frutos secos hasta huevos e incluso naranjas importadas del
Continente Sur. A unos cuantos housecarls se los había eximido
temporalmente del servicio para echar una mano, y se los veía pasar de un
lado a otro con sus andares de gigante, cargando sobre los hombros grandes
piezas de tocino o medias reses. Por los pasillos salía el delicioso aroma a
carnes asándose y panes horneándose, y en cuanto cesaba un poco el jaleo, a
los oídos llegaba la lejana melodía de los músicos que ensayaban villancicos
en torres y sótanos.

Pero aparte de la emoción de los preparativos de la noche del Solsticio y su


cumpleaños, Thirrin sentía otra pizca más de secreta ilusión, aunque de
ningún modo quería reconocer, ni a sí misma, su causa: había invitado a
Oskan al banquete. O, más bien, había enviado una orden real en que lo
instaba a presentarse en palacio el vigésimo primer día del mes del hielo. Por
lo menos, la ausencia de nieve implicaba que los caminos estarían
transitables y que él podría llegar sin dificultad desde su cueva del bosque.
Aun así, Thirrin decidió mandar una escolta de caballería para que fuese a
buscarlo. En esa época del año los lobos estaban hambrientos. Además, tenía
que asegurarse de que no se cruzase con el médico, que estaba insoportable
desde que Thirrin había llevado a casa al mozo de cuadra, que había vuelto a
sus obligaciones con una leve cicatriz en el brazo por todo recordatorio de su
herida.
53
Se levantó del asiento de la ventana y tomó la espada. No soportaba estar
sentada mucho rato y sabía que, incluso durante los preparativos de la
festividad del Solsticio Hiemal, siempre había guardias reales dispuestos a
practicar con las armas en la liza o las pistas de entrenamiento. Mientras
recorría el pasillo envuelta en los sonidos de todo aquel trasiego, la vista, el
oído y el olfato se le llenaron del colorido, los aromas y la lejana y mágica
música. Se sintió henchida de felicidad. La guinda que faltaba para que la
estación estuviese completa era la nieve. Pero, aunque el cielo estaba gris y
preñado de nubes plomizas, seguía sin haber el menor rastro de copos.

Al día siguiente se celebraba la noche del Solsticio y Thirrin había decidido


ponerse al frente de la escolta que iría a recoger a Oskan horas más tarde. Le
diría que pasaba casualmente por allí y que por eso se había acercado para
cerciorarse de que llegase sano y salvo a Frodtmarris. Por supuesto, llevar un
caballo extra para que él lo montase iba a poner en evidencia sus verdaderas
intenciones, pero si adoptaba su pose de princesa nadie osaría llamarle la
atención sobre ese detalle. Hasta el momento de salir, pensaba pasar el
tiempo en compañía de Redrought.

Su padre siempre decía que ella solo comía con él o iba a verlo a sus
aposentos cuando quería algo. En parte para demostrarle que no era así,
Thirrin había planeado presentarse en sus habitaciones justo después de la
comida de mediodía y quedarse con él toda la tarde, sin pedirle nada de nada.
Atravesar el Gran Salón de camino a los aposentos del rey fue una divertida
carrera de obstáculos, pues tuvo que ir sorteando los adornos que había por
todo el suelo, preparados para decorar los muros, así como las mesas puestas
en caballetes y colocadas en toda clase de ángulos imposibles, mientras
decenas de sirvientes prendían manojos de hiedra en los bordes y los
atosigados chambelanes pasaban a toda prisa de camino a las cocinas,
bodegas o despensas. Solo faltaba un día para que empezase el gran banquete
y todo tenía que estar preparado. Muchos de los más importantes barones y
baronesas de Redrought estarían unos días en palacio, y encontrar
alojamiento para sus séquitos y escoltas era la habitual pesadilla que se
repetía todos los años. Thirrin pensaba que era curioso: daba igual lo pronto
que empezase el personal palaciego a ocuparse de la fiesta, siempre se
producía esa histeria de última hora para tenerlo todo listo.

Por fin rodeó el trono real y a punto estuvo de caer al tropezar con la
portezuela que se escondía detrás de él y que daba a los aposentos de
Redrought. Cerró al entrar y se apoyó un momento contra la pared revestida
de madera tallada. La emoción de los preparativos casi la superaba. Al cabo
alzó la vista y la inundó la serenidad reinante en la estancia. El rey estaba
sentado en la silla de costumbre, rodeado de mil y un cojines de vistosos
colores, mientras Grimswald, el anciano chambelán de la Parafernalia Real,
ocupaba un taburete bajo a su lado y le leía un libro bellamente iluminado.
54
Thirrin sabía que era una de las tradiciones personales de su padre durante
la época de solsticio: todos los días, a lo largo de las dos semanas previas a la
celebración, pedía que le leyeran un fragmento de El libro de los antepasados.
En esos momentos estaba observando con mucha atención y cara de felicidad
la iluminación con forma de volutas de las páginas del ejemplar. De pronto, al
distinguir a un animal mítico mirándolo fijamente, soltó una risotada, como
era de esperar en él. Redrought había encargado el libro de los Santos
Hermanos del Continente Sur cuando Thirrin era un bebé, y tal había sido el
cuidado que habían puesto en elaborar la rica ornamentación de sus páginas,
que la niña había cumplido ocho años cuando por fin se lo entregaron.

—¡Ah, Thirrin! —bramó su padre al verla en la puerta—. ¡Pasa! ¡Pasa!


Grimswald me estaba leyendo la historia de Edgar el Valiente y su guerra
contra los dragones de la Roca del Lobo.

Era una de sus fábulas predilectas, por lo que Thirrin cruzó rápidamente la
habitación y se apretujó junto a su padre en la amplia silla que ocupaba. Tiró
al suelo unos cuantos cojines para hacerse un poco de sitio. Luego agarró a
Primplepuss, que la estaba saludando con delicados maullidos, y se la colocó
en el regazo. La gata ronroneó audiblemente y se dispuso a acicalarse a fondo
con su lengüecita, mientras Grimswald proseguía con la lectura.
Era uno de los capítulos más largos de El libro de los antepasados. Por eso,
cuando finalmente Edgar acabó con la vida del Rey Dragón en la última
batalla de aquella larga guerra, la tenue luz de la tarde había cedido ya a la
oscuridad de la noche.

—¡Excelente! ¡Excelente! —bramó Redrought—. Lo habéis leído de maravilla,


Grimswald. Debéis de estar sediento. Servíos cerveza, Y ya que estáis,
traedme a mí también una copa. Y un poco de sidra para la princesa.

Thirrin se desperezó. Necesitaba estirar los músculos, entumecidos durante la


larga sesión de lectura.

—Bueno, papá, ¿has hecho ya tu lista para el Viejo Elfo Gordinflón?

—Pues sí. Y si no me trae un par de pantuflas nuevas y un cinto para la


espada, ¡el año que viene no tendrá su ración de aguamiel y pasteles!

Thirrin le sonrió. De repente sintió un amor incontenible por aquel hombre


que, salvo en la época del Solsticio Hiemal, se pasaba la mayor parte del
tiempo recorriendo el país, y aun así sacaba un rato para gastarle a su hija
las viejas bromas tradicionales.

—¿Y tú? —preguntó él a su vez—. ¿Has quemado ya tu carta en el hogar?


55
—Sí. Espero que me traiga una espada nueva y una silla de montar de guerra.

—¿No crees que tal vez es una carga demasiado pesada para sus renos?

—¡Si es así, se verán como relleno de una empanada de carne de venado! No


podemos dejar que el Viejo Elfo Gordinflón se las apañe con renos de mala
calidad.

—Me encantan las empanadas de carne de venado —dijo Redrought,


haciéndosele la boca agua y frotándose la panza, que trazaba una
pronunciada curva—. ¡Grimswald! ¡Comida!

Evidentemente, el chambelán de la Parafernalia Real contaba con que el rey


estaría hambriento y había ordenado que tuviesen lista la cena para cuando
terminase de leer la historia de El libro de los antepasados. En un periquete la
mesa estaba llena de fuentes y platos de pastel de carne, montañas de
verdura y tartas de fruta recién sacadas del horno. No había más que poner
otro plato para Thirrin y pedir unas fuentes más de comida, por si los reales
apetitos conseguían acabar con todo lo que había en la mesa y aún querían
más.

Grimswald aprovechó la coyuntura para retirarse con los sirvientes y dejar a


padre e hija con su cena. En la época de la festividad del Solsticio Hiemal el
día nunca tenía horas suficientes para hacer todo lo necesario si se quería
que las celebraciones se desarrollasen sin percances.

—Este año has invitado a los barones de las Tierras Medias, ¿verdad? —
preguntó Thirrin.

Redrought engulló el portentoso bocado de pastel de carne que estaba


masticando.

—Sí. Lord Athelstan, lady Aethelflaeda y el viejo lord Cerdic. Aethelflaeda es la


única persona que ha superado a Cerdic en empinar el codo, y este año el
viejo lord quiere tomarse la revancha. En previsión de lo cual, he ordenado
que traigan un barril más de cerveza.

—¿Y el barón Athelstan no competirá?

—¿Ese repipi? ¡Ni loco! Dará unos sorbitos a una copa de vino y mordisqueará
una pizca de pavo, si tenemos suerte. Yo habría invitado antes a lady
Theowin, de la Marca de Hierba; en las fiestas del Solsticio Hiemal es
divertidísima, pero en este momento está preocupada con los collados que
lindan con el Imperio del Polipontus.

—¿Ah, sí? —Thirrin prestó toda su atención a la posibilidad de que el


grandioso imperio del sur estuviese dando problemas.
56
—Sí. Algunos espías suyos han informado sobre movimientos de tropas. Nada
serio; seguramente están llevando a cabo maniobras de preparación de su
próxima guerra. Ese general suyo, Scipio Bellorum, no puede estarse quieto, y
han pasado ya tres meses desde su última campaña. Debe de estar
poniéndose nervioso.

—¿Estás seguro de que la próxima guerra que está planeando no va a ser


contra nosotros?

Redrought meditó la cuestión mientras masticaba.

—Sí. Admito que me he planteado esa posibilidad. Pero creo que antes
atacará el sur. Los últimos informes de los espías decían que todo estaba en
calma. Claro que eso fue hace más de dos semanas, y cuando Bellorum
decide pasar a la acción, es más rápido que nadie. Aun así, tenemos que
recibir más informes en cualquier momento y estoy convencido de que los
espías no tendrán nada nuevo que comunicarnos. No obstante, algún día
marchará al norte. De eso también estoy seguro. Y entonces veremos de qué
les sirven las pantallas de escudos y los arcos frente a nuestros arcabuces y
cañones.

—¡La guardia real los aplastará! —exclamó Thirrin.


—Sí —coincidió Redrought, pensativo—. Los aplastarán una y otra vez. Pero
las huestes del Imperio cuentan con un arma secreta que es mucho peor que
cualquier cañón.

—¿Y qué es? —preguntó Thirrin, ansiosa por conocer detalles sobre ese nuevo
método de guerra.

—El tamaño. Puro tamaño. Puedes derrotarlos una y otra vez, pero siempre
vendrán más. Una sola hueste polipontana triplica, como mínimo, nuestra
fuerza regional más numerosa, y hasta en los escasos periodos de paz que se
permiten tienen cuatro huestes preparadas para el ataque. Cuando están en
pie de guerra, suelen tener seis ejércitos totalmente armados, cada uno con
más de cien mil soldados, y otros cuatro en reserva. ¡Además de eso, en caso
de emergencia pueden formar tres ejércitos más con veteranos!

Thirrin se quedó callada mientras asimilaba aquellos datos. Por las clases de
Maggiore Totus, sabía que el Polipontus nunca había sido derrotado en una
guerra. Y apenas había perdido una batalla.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó finalmente.

—Esperar que el próximo país que decidan atacar los tenga mucho tiempo
entretenidos, y que incluso merme tanto sus fuerzas que los haga cambiar de 57
opinión respecto de las alegrías del combate.

—Pero no podemos confiar en eso. Todavía no han perdido ni una sola guerra.
¿Y qué pasa si realmente somos nosotros el siguiente país de la lista?

Redrought estaba zampándose un gran pastel de frutas y se tomó su tiempo


en limpiarse la nata y las migas antes de contestar.

—Solo nos queda la esperanza de que las reformas que inicié hace cinco años
en el ejército basten para contener su ataque. Ahora todas nuestras regiones
disponen de cuerpos de élite, así como de un regimiento de caballería, y se ha
ampliado a cuatro meses el periodo en la milicia. Sabes tan bien como yo lo
que significa: que todos los granjeros y campesinos, todos los tendederos y
empleados están preparados para la batalla, y el nuevo impuesto de guerra
implica que todos tienen un escudo, un casco, una espada y una lanza. ¿Qué
más podemos hacer?

Todos los ciudadanos sanos debían servir en las milicias en caso de


emergencia militar, y para ello debían entrenarse una vez al año. Pero Thirrin
sabía que eso no bastaba. Aun con los mejores métodos de aprendizaje, aun
estando a las órdenes de soldados profesionales, la milicia no dejaba de ser
un ejército de granjeros y tenderos. Los soldados polipontanos habían pasado
toda su vida formándose o luchando. Un miliciano dedicaba cinco semanas al
año a aprender a levantar una pantalla de escudos y a utilizar el hacha.
Frente a los profesionales de Bellorum, no tenían ninguna esperanza.

—Necesitamos conseguir aliados —dijo Thirrin con convicción.

En ese instante Primplepuss despertó de su sueño y se pasó, medio dormida


aún, al regazo del rey. Redrought la arrulló y le hizo carantoñas hasta que la
minina se acomodó satisfecha en sus rodillas.

—¿Y quién sugerirías? —preguntó él a continuación, como si no hubiese


habido interrupción alguna—. Deja que te recuerde que el Polipontus se
interpone entre nosotros y cualquier aliado potencial hacia el sur, que en la
costa solo están los céfiros y los corsarios, que nos odian, y que el Continente
Sur queda muy lejos.

—Siempre está la opción de recurrir a la Tierra de los Fantasmas.

Redrought estampó en la mesa su mano encallecida por las batallas y


Primplepuss dio un bote y volvió a caer en el regazo del rey.

—¡Otra vez con ésas! Los reyes de los vampiros quieren vernos muertos.
¿Cómo iban a acceder a firmar una alianza con nosotros?

Thirrin sin inmutarse un ápice por el estallido de cólera de su padre, 58


respondió tranquilamente:

—Porque nos beneficia a los dos reinos y porque sería una garantía de
seguridad. Si nosotros caemos, la siguiente será la Tierra de los Fantasmas.
Maggiore Totus me ha explicado que los gobernantes del Polipontus creen en
la ciencia y la razón. Para su manera de ver el mundo, los vampiros, los
fantasmas, las brujas y los zombis serían una afrenta. Se verían obligados a
barrerlos del mapa, aunque solo fuera para librar al mundo de unas criaturas
que contradicen todos sus preceptos científicos.

—Puede que los desdeñen, sin más —replicó Redrought en un tono más
calmado, pues las palabras de Thirrin estaban cargadas de verdad y
empezaban a hacer mella—. Tengo entendido que algunos de sus científicos ni
siquiera creen en la piedra imán. Ya sabes, ese metal que siente atracción por
el hierro. Se niegan a concederle crédito, por mucho que vean sus efectos con
sus propios ojos. Es una potente forma de rechazo, tal vez lo bastante potente
como para llevarlos a negar la existencia de un país entero.

—¿Que Spicio Bellorum iba a desdeñar una posible conquista? No lo creo.


Sobre todo si tiene la oportunidad de anexionar al Imperio una tierra más y
todas sus riquezas. Seguro que en cuanto acabara con el problema de las
Tierras de Hielo, se moriría de ganas de invadir la Tierra de los Fantasmas.
El rey guardó silencio para meditar sobre aquel comentario. Redrought era un
hábil gobernante, y los argumentos de su hija resistían un examen riguroso.

—Es posible... solo posible, digo, que tengas algo de razón. —Absorto, acarició
a Primplepuss, que volvió a acomodarse mientras él reflexionaba. Al final tomó
una decisión—. Jamás accederían a aliarse conmigo. Nos aborrecemos
mutuamente. Pero contigo, Thirrin... —Alargó el brazo para tomar otro pastel
de fruta—. No cabe duda de que has dado un primer paso en ese sentido al
hacerte amiga del rey hombre lobo que liberaste. Quizá debieras seguir por
ese camino después de las fiestas del Solsticio.

Thirrin suspiró, orgullosa de haber convencido a su padre de las ventajas de


un plan que llevaba rumiando desde hacía tiempo. Por lo general, su padre
escuchaba en silencio y pacientemente sus ideas acerca del gobierno del país.
Pero a continuación las reducía a escombros. Esa vez, sin embargo, las había
aceptado. Tomó nota de las instrucciones que su padre acaba de darle sobre
la búsqueda de aliados y se decidió por uno de los pasteles de carne.

59
Capítulo 6

E
n el cielo lucía una brillante luna llena cuando Thirrin salió finalmente
con una escolta de diez jinetes para ir a recoger a Oskan. La ciudad
aparecía envuelta en una gruesa capa de escarcha, y mientras los
corceles bajaban desde el castillo y recorrían las calles, se oía en el gélido
silencio la nítida trápala de los cascos herrados. El intenso olor a humo de
leña llenaba las estrechas callejas, pues los habitantes no paraban de echar
troncos y ramas al fuego, y los tejados cubiertos de hielo refulgían de tal modo
que Frostmarris parecía una urbe de cristal negro en que se reflejaba la fría y
resplandeciente belleza de la noche iluminada por la luna. Pero las nieves
seguían sin llegar. Además, en el cielo no quedaba ni rastro de las nubes que
habían encapotado la ciudad, por lo que las temperaturas habían descendido
tan por debajo del punto de congelación que a los caballos se les condensaba
el aliento alrededor del hocico y las riendas, formando una fina gasa de hielo
cristalizado, tan delicada como si estuviese hecha de encaje.

Thirrin y los soldados se habían echado sobre la armadura unas gruesas


pieles, e iban al trote por las calles de la ciudad con la esperanza de que ese
60
paso ligero los hiciera entrar en calor a ellos y sus monturas lo antes posible.
Las calles estaban prácticamente desiertas, pues las viviendas ya habían
cerrado las puertas para protegerse del frío glacial y se preparaban para
celebrar la noche del Solsticio. Hasta las tabernas estaban relativamente
tranquilas esas últimas horas previas al amanecer. Después, con las primeras
luces del alba, se entonarían las cancioncillas tradicionales y comenzarían las
alegres celebraciones. Pero en esos momentos el menor sonido quedaba
magnificado en medio del aire gélido, y la pequeña escolta de Thirrin parecía
más bien un regimiento entero a caballo.

Por fin alcanzaron la puerta principal de la ciudad, donde el centinela les


abrió paso rápidamente. Atravesaron el largo pasadizo de la barbacana
acompañados del chacoloteo de los cascos y al llegar al final se detuvieron
para contemplar la tierra del otro lado de las murallas. Ante ellos se extendía
el llano de Frostmarris, silencioso e inquietante, iluminado por la fría luz
argéntea de la luna. A lo lejos se oyó el aullido de un lobo, dando voz al
silencio, y Thirrin se estremeció. Las manadas de lobos estaban hambrientas
y habían bajado de las montañas para atacar las granjas de los alrededores.
Aunque nunca habían atacado a un ser humano, la gente temía por sus
rebaños, y cuando las manadas aullaban en las frías noches de invierno, todo
el mundo recordaba las antiguas leyendas que hablaban de su fiereza. Thirrin
espoleó su montura para que iniciase el descenso por el empinado caminito
que iba hasta el llano. Al llegar a terreno liso agitó las riendas y su caballo
echó a galopar. El frío glacial de la noche se tornó acero cortante por efecto de
la carrera. Por eso, mientras cruzaban el llano, Thirrin iba inclinada sobre el
cuello del animal. Tras ella, los soldados mantenían su mismo paso
desplegados en un ancho abanico, como si fuesen una capa viviente que
ondease desde el cuello de la princesa. En vez de tirar por la espaciosa
calzada que comunicaba con las ciudades de Pendris y Wearford, al extremo
norte, en la frontera de las Tierras de Hielo, Thirrin optó por ir a campo
traviesa, saltando setos y zanjas en mitad de la noche.

A lo lejos se divisaba el bosque como un oscuro banco de nubes que


amenazara tormenta. Poco a poco, conforme se acercaban cruzando el terreno
a galope tendido, la silueta del bosque fue haciéndose cada vez más grande y
alta, a los veinte minutos aproximadamente, cuando estaban llegando ya a los
primeros árboles de las lindes, Thirrin tiró de las riendas para seguir a medio
galope y después a un trote ligero. Al trasponer el verdadero límite de la
floresta, detuvo el caballo y aguardó a que todos los soldados sacasen las
cajas de yesca para encender sus antorchas empapadas en brea. Ella
permaneció inmóvil en su silla, con la mirada fija en la ancestral melancolía
de los árboles. El bosque era muy diferente por la noche. No todas las
criaturas sobrenaturales de las tinieblas habían sido expulsadas a la Tierra
de los Fantasmas tras la batalla de la Roca del Lobo. De las que se quedaron,
61
muchas se habían hecho un hogar allí, en las negras sombras de la espesura.

Pasados unos minutos, los ojos de Thirrin se acostumbraron a la oscuridad y


pudo percibir el hermoso mosaico blanco y negro de la luz lunar que se
filtraba entre los árboles con delicado brillo. Pero el súbito resplandor de las
antorchas acortó su campo de visión de nuevo y la negrura se aglomeró en
torno al círculo luminoso que formaron.

Encontraron el sendero que serpenteaba hasta la cueva de Oskan y subieron


briosamente. Los hombres entonaron una canción de caballería, pero sus
voces reverberaban entre los árboles con un eco infinito que ponía los pelos
de punta, como si cabalgase con ellos un escuadrón de fantasmas al que no
lograban ver, por lo que dejaron de cantar enseguida. Sin embargo, mientras
se adentraban por la espesura, el bosque no dejó de hacer enigmáticos
comentarios: a lo lejos una rama cayó de un árbol; más cerca chascaban las
ramitas del suelo; y de tanto en tanto se oía el solitario y lúgubre gemido de
un lobo cazador, débil por la distancia pero aun así inquietante.

Thirrin se colgó el escudo del brazo y alzó un poco más su antorcha. Los
soldados la imitaron. Sentir el familiar peso de las teas les devolvió la
confianza, y continuaron avanzando al trote, guiando a los caballos con
enérgicos toques de rodilla, como en la batalla. Al cabo de un rato Thirrin
creyó ver el brillo de unos ojos rojos entre los árboles, pero cuando aguzó la
mirada no encontró nada. Pasó lo mismo varias veces más, y justo cuando
había optado por no decir nada a su escolta, el oficial dijo:

—Creo que algo nos viene siguiendo, mi señora. Sugiero que llevemos los
sables desenvainados.

Thirrin asintió en silencio y, pasándose la antorcha a la mano del escudo,


desenfundó la larga espada.

—¿Qué crees que pueda ser? Los lobos no atacan a las personas.

—Ni idea, mi señora —respondió—. En el bosque hay cosas extrañas, pero,


sean lo que sean, el acero de la caballería no resultará de su agrado.

Ella sonrió, animada por su confianza.

—Pronto llegaremos a la cueva de Oskan Hijo de la Bruja. Tal vez él tenga la


respuesta a nuestros interrogantes.

—Sí, mi señora. Tal vez.

Continuaron adelante. Sin darse cuenta, iban apretando el paso a medida que
aquellos ojos rojos se acercaban. Y cuando llegaron al claro en que Thirrin
había conocido a Oskan en otoño, iban galopando todo lo rápido que se 62
atrevían por aquel traicionero camino. Cruzaron hasta el otro lado de la
hondonada y, a una señal de Thirrin, dieron media vuelta para enfrentarse a
lo que fuera que estaba siguiéndolos.

La luna iluminaba el claro, de modo que vieron emerger con toda nitidez unas
veinte figuras entre los árboles. Eran casi humanas, pero parecían tener el
cuerpo cubierto de relucientes hojas de acebo, casi como una armadura, e
iban todos pertrechados con un escudo y una larga lanza de una madera que
destellaba a la luz de la luna. Thirrin estaba tan cerca que logró distinguir el
color de su piel. Era del mismo tono gris que la madera, un color extraño para
la piel; y sus ojos eran del rojo brillante de las bayas.

Más fascinada que asustada, picó al caballo para que diese unos pasos al
frente, e incorporándose a los estribos dijo:

—Soy la princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, heredera del


trono de las Tierras de Hielo. Identificaos para que pueda saber si sois amigos
o enemigos.

Su voz sonó aguda y fiera en medio del silencio, como el reclamo de un ave de
presa, y la confianza de su escolta en su joven capitana se tornó aún más
férrea.

Sin previo aviso, una figura oscura se emergió del borde del claro y una voz
familiar dijo:
—Éstos son los soldados del rey Acebo, que gobierna los lugares salvajes
durante el invierno.

—¡Oskan! —exclamó Thirrin, sorprendida—. Los conoces. ¿Soldados, has


dicho? ¿Qué están haciendo en las Tierras de Hielo?

—Han estado aquí desde antes de que tu pueblo pusiese nombre a esta tierra,
y el rey Acebo es tan viejo como toda la vida de los árboles, igual que su
hermano el rey Roble, que gobierna en verano.

—¿Reyes? ¿Quiénes son esos gobernantes de los que jamás había…? —Fue
enmudeciendo a medida que a su mente acudían recuerdos de leyendas y
cuentos infantiles—. ¿Quieres decir que los reyes del bosque existen de
verdad?

—Tanto como el bosque que tienes alrededor, y su doble linaje real es mucho
más antiguo que el de la Casa del Escudo de Tilo.

Thirrin guardó silencio mientras reflexionaba sobre aquellas leyendas. De


pronto la embargó su agudo sentido de la solemnidad requerida en las
grandes ocasiones, e incorporándose de nuevo en los estribos, alzó la espada
por encima de su cabeza.

—Os saludo, soldados del rey Acebo, y saludo a vuestro real señor. Idos ahora
63
y comunicadle que Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo lo saluda
cordialmente.

De entre las filas de aquellos extraños soldados cubiertos de acebo una figura
alta dio un paso al frente y levantó su lanza a modo de saludo. Luego
retrocedieron todos y se fundieron con el bosque hasta desaparecer por
completo.

—Bien hecho —dijo Oskan, que de pronto estaba al lado de Thirrin—.


Ganarse la estima del rey Acebo y el rey Roble es ganarse dos amigos muy
poderosos, que serían dos enemigos más poderosos aún.

—Me temo que pronto necesitaremos contar con el máximo de amigos posible
—respondió ella en voz baja, asombrada aún por las criaturas legendarias que
acababa de ver. Después, espabilándose, añadió—: ¿Y de dónde has salido tú,
Oskan? ¡Bastantes sustos he tenido ya, como para que encima surjas de las
sombras como un fantasma huesudo!

Él reaccionó irguiendo su ya de por sí alta y delgada figura, y respondió en


tono muy digno:

—Estaba esperando vuestra llegada. Me pareció que lo mejor era… intervenir


antes de que las cosas se os fuesen de las manos.
Thirrin estuvo a punto de contestar que muchas gracias, pero que las cosas
no se le habían ido de las manos en absoluto. Pero se contuvo. Oskan tenía
razón. ¿Quién sabe lo que habría pasado si él no hubiese aparecido en aquel
momento?

—Has llegado en el instante preciso —afirmó al final.

Sin embargo, de algún modo su tono no fue el correcto. Sonó como una de las
viejas camareras mayores de la corte cuando premiaban graciosamente a un
humilde pinche de cocina dignándose dirigirle la palabra.

Para hacer algo durante el incómodo silencio que siguió, se entretuvo en


colgarse el escudo a la espalda.

—Bien —dijo al cabo—, ¿tienes ya tus bártulos o hemos de subir a tu cueva


por ellos?

—No tardaré nada en recogerlos. Esperad aquí.

Antes de que ella replicase que a la heredera del trono de las Tierras de Hielo
nadie le decía que esperase en ninguna parte, Oskan ya se había esfumado. Y
antes de reconocer que se alegraba de no haberlo dicho, el muchacho ya
estaba de vuelta.
64
Thirrin aguardó a que el chico se subiese patosamente al manso caballo que
habían llevado para él y a continuación le preguntó:

—Dime, ¿por qué hasta ahora nunca había visto a esos soldados de acebo?
He cabalgado por el bosque de noche muchas veces.

Oskan la miró y, con la misma torpeza de antes, espoleó el caballo para que
echase a andar.

—No estás formulando bien la pregunta. Deberías decir: «¿Por qué hasta
ahora los soldados de acebo no se habían dejado ver?» Normalmente yo solo
los veo un par de veces en invierno. Y lo mismo cabe decir de los soldados de
roble en verano. Pero, que yo sepa, es la primera vez que se muestran ante
unos habitantes de la ciudad. Deben de estar preocupados por algo.

—¿Cómo qué?

—¿Quién sabe? Quizá les preocupa que las nieves tarden tanto en llegar.

Thirrin se dio una palmada en el muslo de pura exasperación.

—¿Tú también con eso? Ahora me dirás que habrá una epidemia o una mala
cosecha.

—No. Esta vez probablemente se trate de una guerra.


Thirrin tiró de las riendas con tal brusquedad que su caballo relinchó.

—¡Guerra! ¿Qué quieres decir?

Oskan se encogió de hombros.

—Estas profecías siguen unos ciclos. Mi madre me contó que la última vez
que tardaron en llegar las nieves hubo hambruna, y la vez anterior,
enfermedades. Ahora debe significar que se avecina una guerra.

Thirrin se volvió en la silla, e hizo una seña precipitadamente a su escolta


para que se mantuviese a mayor distancia de ellos. No tenía ningún interés en
que empezasen a correr rumores sobre lo que estaban hablando.

—Pero tú no te creerás esas cosas, ¿verdad?

—Sí que lo creo —respondió Oskan, con tal franqueza que dejó a Thirrin
pasmada y convencida a la vez. Encajaba a la perfección con sus temores,
pero oír a otra persona decir con tanta seguridad que se avecinaba una
guerra resultaba de lo más inquietante.

—¿Cuándo?

—No lo sé con exactitud. 65


—¿En menos de un año?

—Sí. Y puede que antes de que muden las estaciones.

Siguieron cabalgando en silencio. Thirrin iba dándole vueltas a la cuestión.


Maggiore Totus se mofaría de semejante superstición. Pero, en fin, también se
mofaría de la creencia en el rey Acebo y el rey Roble, y ahora ella sabía que
ambos seres existían de verdad.

Oskan y ella iban muy por delante de la escolta, y como ninguno de los dos
llevaba antorcha, podían ver la sencilla belleza blanca y negra de la luz de la
luna que se colaba entre los árboles, los cuales, a su vez, quedaban envueltos
en un misterioso resplandor.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Thirrin.

—No lo sé. No soy ni político ni soldado. Supongo que solo habrá que estar
preparados.

Ella asintió en silencio. De hecho, ya estaban todo lo preparados que podían.


Lo único que ignoraba era por dónde se produciría la invasión.

—Y supongo que no tendrás ni idea de quién nos atacará, ¿verdad? —


preguntó, medio dispuesta a fiarse de los poderes místicos o la intuición que
Oskan hubiera podido heredar de su madre.
—¡Oh, sí! Muy sencillo. El Imperio del Polipontus, claro.

—Claro —repitió ella con cierta ironía—. ¿Y por qué estás tan convencido?

—Por lógica, la verdad. ¿Qué otro pueblo podría ser?

—Los corsarios y los céfiros. Llevan demasiado tiempo sin dar guerra, nunca
mejor dicho.

Oskan reflexionó unos segundos y luego sacudió la cabeza.

—No. El Polipontus, seguro.

Ni siquiera ella misma sabía por qué le creyó. El único problema consistiría
en convencer al rey para que hiciese un llamamiento a la milicia de los
condados del sur y enviase al ejército real como refuerzo o mera medida de
precaución. Tendría que sacar el tema al día siguiente, durante el banquete
de celebración del Solsticio Hiemal. En efecto, tras unas cuantas cervezas su
padre estaba siempre más abierto a tratar temas espinosos.

Mientras cabalgaban, resonó en el bosque el lastimero gemido de un lobo a lo


lejos, y los caballos relincharon nerviosos.

—Puede que no haya nieve, pero hace el frío suficiente para que las manadas 66
de lobos quieran bajar de las montañas —dijo Thirrin.

—Cierto —repuso Oskan—. Pero eso no ha sido un lobo, o mejor dicho, no del
todo.

—¿Otro hombre lobo, aquí en las Tierras de Hielo?

—En realidad, una mujer lobo.

—¿Los distingues? Entonces ¿entiendes su idioma también? ¿Qué está


diciendo?

Volvió a oírse el mismo aullido, que descendía poco a poco por la escala
musical hasta sonar como un quejido grave y extraño.

—Entiendo un poquito, no todo. Está avisando de algo y llamando a… —


Oskan enmudeció de repente y palideció—. ¡Está convocando a todo el pueblo
lobo! ¡No ocurría desde hace generaciones! Debe de estar pasando algo grave.
¡Quizá deberíamos mirar al norte como origen de la invasión!

Thirrin hizo una señal para que la escolta se dispusiese a galopar hasta
Frostmarris. Pero Oskan la agarró del brazo.

—Espera. Hay algo más. —Aguzó el oído. El lejano aullido continuaba,


tejiendo una melancólica red de sonidos por encima del cielo de la noche—.
No, no. Me he equivocado. Los problemas provienen del sur, porque la mujer
lobo piensa que no les dará tiempo a… bueno, ha utilizado la palabra
«juramento» y luego ha dicho «a la princesa».

Thirrin contuvo el aliento, atónita. Luego, a voz en cuello, ordenó a sus


soldados:

—¡Deshaceos de las antorchas! ¡Volvemos a la ciudad!

—Seguramente tiene razón —siguió Oskan, como si estuviese conversando


tranquilamente al calor del hogar acerca del precio del pan—. Es obvio que la
mujer lobo forma parte de una cadena que está trasmitiendo este mensaje
para que llegue a la Tierra de los Fantasmas, pero entonces, lo que ahora está
a punto de pasar, sea lo que sea, ya habrá ocurrido, ¿no? Me gustaría saber
de qué juramento habla. Y quién es esa princesa.

Impaciente, Thirrin le propinó una colleja.

—¡Cierra la boca y dale a las riendas!

Dicho eso, su caballo se lanzó al galope por el bosque. Oskan picó al suyo y
enseguida deseó no haberlo hecho, pues el animal salió disparado tras Thirrin
y su escolta. Se abrazó al cuello del corcel, y mientras volaban por la estrecha
senda forestal, trató desesperadamente de esquivar las ramas y ramitas que
pasaban rozándole la coronilla con la velocidad de un látigo. La fragancia que
67
despedía la hojarasca al removerla los cascos de doce caballos le recordó los
dulces del Solsticio que esperaba probar en breve. Pero al instante prefirió
olvidarse de la comida y concentrarse en permanecer montado sobre aquel
animal, que galopaba como un loco.

Pasado un rato, que a él le pareció increíblemente corto, salieron de los


árboles y se abrieron en abanico para atravesar los ondulantes campos de
cultivo que se extendían hasta las murallas de la ciudad como un mar
acariciado por el viento. Sin la protección del bosque hacía aún más frío, y
Oskan intentó taparse con la capa para resguardarse del gélido aire. Pero fue
en vano, pues en cuanto la agarraba por una punta, jugándose la vida y la
integridad física, el viento que levantaban al avanzar volvía a arrebatársela.
Apretó la mandíbula para detener el castañeo de los dientes y clavó la mirada
en Thirrin y la escolta, que iban por delante de él. Viendo cómo golpeaban las
patas de los caballos y cómo a los jinetes se les hinchaban las capas, se
preguntó si también él tendría ese aspecto salvaje, y llegó a la conclusión de
que así debía de ser.

Frostmarris iba acercándose cada vez más, elevándose imponente en mitad de


la llanura como una disciplinada cordillera montañosa, compuesta no de
picos recortados, sino de ángulos rectos y líneas perpendiculares. A la luz de
la luna, sus muros de granito brillaban tan delicadamente que parecían
hechos de una materia tan poco sólida como unas nubes iluminadas por el
astro de la noche, tan ligeros que en cualquier instante una ráfaga de viento
podría desplazar a la ciudad entera por el llano. La noche era tan clara que
Oskan pudo divisar el brillo de las lanzas de los centinelas que hacían su
ronda por las murallas, y le llamó la atención lo vulnerable que era la capital.
Un ejército podría sitiarla, dejarla sin alimentos hasta matar de hambre a sus
habitantes, entrar y acabar con su pueblo. ¿A eso se refería el mensaje de la
mujer lobo? Pero ¿qué le importaba al pueblo lobo lo que ocurriese en
Frostmarris? Antes de poder seguir con esas elucubraciones, se soltó sin
querer y estuvo a punto de resbalar por un lado de la silla. Con el corazón en
la boca, logró enderezarse, y decidió poner toda su atención en seguir
cabalgando. Ya se haría preguntas después.

68
Capítulo 7

A
Oskan le espantaba la idea de tener que dormir en el gran salón junto
con los demás invitados de menor categoría que abarrotarían el castillo
durante las fiestas del solsticio hiemal. Estaba acostumbrado a la
intimidad de su cueva y la simple idea de compartir el espacio con personas
desconocidas, ya fueran muchas o pocas, le ponía los pelos de punta. Pero no
tendría que haberse preocupado, pues resultó que le habían destinado una
alcoba solo para él. Es verdad que era pequeña; lo justo para que cupiese una
cama estrecha, un arcón para las escasas pertenencias que llevaba consigo y
un taburete donde dejar la ropa. Pero era todo un privilegio contar con
habitación propia. Estaba seguro de que más de un mercader adinerado
tendría que acurrucarse cerca del hogar central del Gran Salón, compitiendo
con los perros lobo por un poco de espacio y tratando de proteger sus bienes
del resto de los huéspedes. Casi se sintió culpable porque un joven campesino
huérfano como él recibiese una alcoba. Casi.
Se estiró a gusto, bien arropado en una cálida cama, y saboreó
la paz y el silencio de su cuarto, muy diferente de la cámara del rey, donde 69
había estado con Thirrin hacía solo una hora y donde el vozarrón de
Redrought lo había llenado absolutamente todo, incluso su propia cabeza.
Nada más llegar al patio del castillo, la princesa había desmontado de un
salto y esperado, impacientemente, a que él descendiese de la silla. Una vez
en tierra, lo llevo por las impresionantes puertas que daban al Gran Salón. Ni
a Thirrin ni a la escolta de soldados pareció molestarles tener que pasar por
encima de varios invitados que se habían instalado alrededor del fuego central
para aguardar el comienzo de las fiestas. Oskan atravesó la sala, iluminada
por el rojo resplandor de las llamas, pidiendo disculpas en voz baja a diestro y
siniestro a las muchas personas que se incorporaban echando pestes. Y la
cosa fue aún más complicada porque la mayoría de los perros lobo, al ver a
Thirrin y los soldados, creyeron que había amanecido y había llegado su hora
de salir a correr, así que se pusieron a ladrar como locos y brincar de un lado
para otro, pisoteando al resto de los durmientes. Cuando llegaron a la tarima
sobre la que se alzaba el imponente trono de roble y la rodearon para entrar
en las cámaras reales, el Gran Salón era una algarabía de perros aullando,
centinelas pidiendo el santo y seña e invitados a los que el jaleo acababa de
despertar y preguntaban qué ocurría.
Thirrin llamó una sola vez a la portezuela que daba a los aposentos privados
de su padre e irrumpió sin más en la habitación. Un centinela apostado junto
al otro lado de la puerta levantó la lanza para impedirles el paso y les
preguntó, a voz en grito, qué querían. Entonces, un pequeño manojo de
cabellos blancos y arrugas, embutido en un camisón rojo, bajó de un catre
lanzando un gritito.
—¿Quién es, Bergeld? ¡Échalos! ¡Llama a la guardia!
—Es la princesa, señor —contestó el centinela, bajando el escudo y la lanza.
—¿La princesa? ¿A estas horas? —El chambelán Grimswald se frotó los ojos y
se quedó perplejo al distinguir a Thirrin, Oskan y los soldados—. No solo la
princesa, por lo que se ve. Podéis ordenar a vuestros hombres que se retiren,
señora.
Thirrin levantó la mano y su escolta se cuadró y salió de la habitación.
Bien arropado en la cama ya, Oskan estaba recordando lo grande que le había
parecido de repente el aposento cuando se hubieron marchado los diez
soldados armados hasta los dientes. Grimswald se había aclarado la voz con
deliberada dignidad para preguntarles qué querían exactamente.
—Traigo noticias urgentes para mi padre —respondió Thirrin.
—¡Bien, pues ya que lo has despertado, podrás decirle lo que sea! —resonó
una atronadora voz en toda la estancia, seguida al instante por un amplio
camisón blanco que salió furibundo de una cámara interior y se dispuso a
cruzar el umbral.
A Oskan casi se le desencajó la mandíbula de lo boquiabierto que se quedó al
ver la descomunal figura del rey. El camisón acolchado y la ensortijada
cabellera roja, igual que su barba, le daban un aspecto de volcán nevado en 70
plena erupción, y el retumbar que se podía oír en las profundidades de su
fornido pecho anunciaba que cabía esperar más fuegos artificiales.
—Padre, hemos oído a una mujer lobo en el bosque…
—¿Eso es todo? ¡Pues ve mañana a cazarla! ¿Me has despertado solo por eso?
—Estaba furioso y la cara se le había puesto casi tan colorada con el pelo.
—No —respondió Thirrin apresuradamente—. Oskan entiende su idioma y al
parecer la mujer lobo formaba parte de una cadena que estaba transmitiendo
un mensaje a la Tierra de los fantasmas.
Al oír aquello, el rey se acercó a la silla que utilizaba durante el día. Se puso a
golpear los cojines para ahuecarlos mejor, pero se detuvo de repente y alzó la
vista.
—¿Y qué decía? —preguntó, entrecerrando los ojos.
—¡Estaba llamando a todo el pueblo lobo a unirse!
—¡Por Odín! —bramo Redrought, asombrado—. ¿Qué más?
Thirrin guardó silencio unos segundos, aumentando con ello la tensión sin
darse cuenta.
—Que pensaba que no les daría tiempo a cumplir el juramento que habían
hecho a la princesa.
El rey se puso en pie de un brinco y se giró hacia Oskan.
—¿Sabes de dónde procedía el mensaje?
Bajo la fiera mirada de Redrought, Oskan se echó a temblar. Pero respondió
enseguida:
—Estaba transmitiendo el mensaje hacia el norte, por lo que debía de venir
del sur.
—Del Polipontus, entonces —dijo, y dejó atónito a Oskan al sonreír a
continuación—. Todo indica que por fin vamos a conocer al general Scipio
Bellorum, ¿eh, Thirrin?
—Sí, papá. Por fin. —Y también ella sonrió.
A Oskan, ya en la calidez de su cama, la escena se le antojaba totalmente
irreal. A una velocidad asombrosa, el rey había enviado a todos los puntos
cardinales la orden de convocar a las milicias y había dado instrucciones para
que los regimientos de la guardia real iniciasen de inmediato la marcha hacia
el sur. Al parecer, Redrought tenía pensado acudir personalmente con la
caballería el día posterior a las celebraciones del Solsticio. Era evidente que
no concedía demasiada importancia a la invasión y que estaba decidido a
disfrutar del banquete del solsticio antes de ir a ninguna parte.
—¿Crees que lady Theowin estará al corriente de lo que ocurre? —había
preguntado Thirrin a Redrought.
—Sin duda. Sus espías vigilan de cerca la frontera todos los días del año. Ella
y su guardia mantendrán ocupada a cualquier hueste invasora hasta que
lleguemos nosotros. Pero a juzgar por lo que decían tus nuevos aliados, el
pueblo lobo, el ataque no ha comenzado aún. Solo estaban preocupados por
no llegar a tiempo para ayudarnos. 71
Thirrin sonrió, rebosante de alegría. Su insistencia en formar una alianza con
parte de las criaturas de la Tierra de los fantasmas ya estaba dando sus
frutos. Lo malo es que Redrought empezó a dudar de los informes que
apremiaban a actuar con urgencia.
—Tú dominas el idioma lobo, ¿no es cierto? —le pregunto a Oskan con su
voz tronante.
—Oh, sí, señor —contestó él, muy seguro. —Me enseñó mi madre antes de
aprender siquiera a leer y escribir.
—¡Sabes leer! —bramó Redrought, sorprendido.
Entonces tomó su precioso Libro de los antepasados, que seguía donde lo
habían dejado, al lado de la silla; lo abrió al azar y pidió a Oskan que leyese el
párrafo que le indicaba con el dedo. El chico así lo hizo. Cuando hubo
terminado, Redrought miro a Grimswald como queriendo preguntarle algo y el
viejo chambelán asintió en silencio, lo que impulsó al rey a sonreír y farfullar
en tono de satisfacción.
—¡Tienes un consejero instruido, hija! Utilízalo bien.
Oskan y Thirrin se ruborizaron, y el rey soltó una sonora carcajada.
—¡Ahora, Grimswald, tráeme la capa y las botas! —añadió—. Vamos a subir a
la torre de vigilancia a ver si los aliados de Thirrin dicen algo nuevo sobre el
general Scipio Bellorum.
Ahora, Oskan se estremeció en la cama al recordar el frío helador del viento
que soplaba en la elevada torre que se alzaba por encima de las almenas de
Frostmarris. A sus pies tenían la ciudad, diminuta y compacta en apariencia,
que a la luz de la luna semejaba un delicado juguete de cristal tallado. Se
había quedado maravillado viendo el intrincado dibujo de las calles y
callejones, que formaban una maraña de intersecciones entre las cuatro
puertas principales de la capital. Pero enseguida había vuelto a tensarse al oír
el lejano gemido del pueblo lobo, que parecía cortar como una cuchilla el
gélido aire la noche.
El viento deshizo en girones aquel sonido y Oskan tuvo que aguardar al
siguiente ciclo de aullidos para entender el mensaje en su totalidad.
—¿Y bien? —había tronado el rey, envuelto en la densa nube que formaba su
aliento—. ¿Qué están diciendo?
—Es una respuesta que viene del norte. El pueblo lobo ha empezado a
congregarse, pero cuentan con que le costará meses reunir a sus guerreros.
Dicen que la invasión se iniciará antes, quizá en menos de una semana, pero
que estarán preparados para ayudar a la princesa… si es que sigue viva.
—Uf, vaya panda de optimistas —repuso Redrought en voz inusualmente
baja.
—Hay algo más. El pueblo lobo dice que podrían haber avisado directamente
a la princesa, pero que consideraron que les resultaría imposible llegar a
Frostmarris sin que los guardias de la ciudad los matasen antes de poder
verla.
—Tiene lógica —reconoció el rey. De todos modos, ahora ya lo sabemos 72
gracias a ti, Oskan. Se ha hecho un llamamiento a las milicias en todo el país.
Mis soldados profesionales partirán en menos de una hora hacia el sur a
marchas forzadas. Y el día posterior a las fiestas del Solsticio, yo mismo me
pondré al frente de la caballería. Al día siguiente deberíamos alcanzar los
housecarls, y llegar todos juntos a la Comarca Meridional un día después.
—En total, cinco días — concluyó
Thirrin en voz baja—. Y el pueblo lobo espera la invasión para dentro de una
semana.
—Bueno, en mi opinión, no creo que se produzca antes de que termine la
semana —afirmó Redrought con seguridad—. Todavía no he recibido noticias
de lady Theowin, y si se hubiera detectado una aglomeración de tropas al otro
lado de la frontera sur, sin duda sus espías habrían informado de ello. Por eso
creo que la movilización de sus tropas solo acaba de empezar. Trasladar un
ejército del tamaño del viejo Scipio Bellorum no es tarea fácil, ¿sabéis? Yo
calculo que hasta dentro de ocho o nueve días no pasara nada.
—Pero tú mismo me has dicho que Bellorum ha ganado prácticamente todas
las guerras gracias a la mera ventaja numérica de sus ejércitos, a su
disciplina de hierro y a que hacen las cosas por sorpresa —señalo Thirrin.
—Eso es cierto. Pero él no sabe que lo estamos aguardando, ¿verdad?
Oskan se arrebujó entre las mantas y siguió repasando la reunión con Thirrin
y su padre. No podía decirse que la amenaza de la invasión no los preocupase
profundamente, pero había otro sentimiento que se imponía incluso a aquella
preocupación: ¡los dos la esperaban con muchas ganas! Oskan estaba seguro
que padre e hija estaban ansiosos por salir al campo de batalla y probar sus
fuerzas contra el poderoso ejército del Polipontus, sobre todo contra la
legendaria pericia y osadía del grandioso general Scipio Bellorum. Oskan
estaba consternado. La amenaza de la guerra lo llenaba de auténtico pavor. Al
contarle a Thirrin la profecía relacionada con la tardanza de las nieves, de
alguna manera todo aquello le había parecido muy lejano y sin conexión
alguna con su realidad. Pero ahora, con el pueblo lobo reuniendo a todos sus
guerreros y el rey llamando a las milicias, casi podía oír el resonar de las
pisadas del ejército imperial en su avance hacia el pequeño país. No obstante,
daba la impresión de que ningún otro miembro de la corte sentía una
inquietud especial. Oskan sabía que todos, desde el barón más importante
hasta el pinche más humilde, estarían ya al corriente de la situación. Con
todo, a sus oídos llegaban los sonidos del castillo al despertar. La corte se
disponía a celebrar el día del Solsticio Hiemal como si no estuviese a punto de
abatirse una guerra, con su consiguiente carga de muerte y caos.
Pero tal vez solo estuviesen ocultando lo que sentían de verdad y tratasen de
seguir adelante con su vida lo mejor posible. Al fin y al cabo, si repasaba los
hechos, tenía que reconocer que no había nada que él pudiera hacer para
detener el curso de los acontecimientos. Los soldados profesionales habían
partido ya y se había hecho la leva, y por mucho que se angustiase, no podría
cambiar nada. Cuando por fin empezó a caer en el sueño, pensó que quizá 73
fuese contagiosa esa relajada actitud frente a situaciones pavorosas.
En el exterior, el pueblo lobo seguía aullando. Sus mensajes iban teñidos de
un matiz de urgencia que cualquiera habría podido reconocer si les hubiese
prestado oídos. Pero Oskan dormía ya, bien calentito y, de momento, a salvo
en su cama. La luna se puso tras el horizonte con una bellísima aureola de
plata, y poco a poco, el amanecer del solsticio empezó a iluminar el cielo por
el sudeste. El castillo bullía de actividad. Los preparativos de la festividad
llenaban todos los pasillos y salones de aromas deliciosos y murmullos de
alegría contenida. Pero Oskan seguía dormido, y no despertó hasta varias
horas después, cuando un guardia de palacio, embutido en su armadura,
aporreó su puerta e irrumpió en la alcoba.
—¡La princesa Thirrin ordena que os presentéis en el gran salón! ¡Dice que si
os veo demasiado adormilado, debo sacaros yo mismo de la cama y
arrastraros ante su presencia tal y como estéis! —El soldado le dirigió una
mirada penetrante y Oskan se incorporó de un brinco, con los ojos como
platos.
—¡Estoy despierto! ¡No tardaré nada en vestirme!
El guardia asintió con gesto marcial y desapareció. Oskan se levantó de la
cama como buenamente pudo y empezó a ponerse la ropa. Estaba tratando de
meterse la camisa por la cabeza cuando a sus oídos llegó el dulce sonido de
una voz que cantaba, llenándolo de ilusión por el mágico día que comenzaba.
¡Era la festividad del Solsticio! La muerte del año viejo y el nacimiento del
nuevo.
Era un día que siempre le había encantado. Se sentó unos instantes en la
cama y rememoró los momentos que había pasado decorando la cueva con su
madre. Ella siempre sabía conseguir el acebo más lustroso, con las bayas más
brillantes. Y siempre lo llevaba con ella cuando salía al bosque a buscar
muérdago. Un día encontraron una arboleda de manzanos silvestres. Eran
viejos, tenían todos el tronco retorcido, y estaban medio vencidos por el peso
de aquella extraña planta de pálidas hojas que crecía a su costa. Aun así, su
madre les hizo una solemne reverencia y les pidió permiso antes de cortar
unas ramas de muérdago con una hoz que lucía una curiosa marca.
Oskan todavía recordaba cómo olía la cueva esos días, como se llenaba del
intenso perfume de aquellas plantas perennes y el delicioso aroma de la carne
asada y los dulces. Además, aquella festividad era una de las escasas
ocasiones en que su madre le hacía algún comentario sobre la identidad de su
padre. Él sabía que lo mejor era no atosigarla con preguntas, y guardaba
celosamente en su recuerdo cualquier mínimo dato que le proporcionara, para
pensar en ello después.
—Fue en esta época del año cuando lo conocí —le dijo un día mientras
recogían acebo—. Era alto, y tan esbelto y blanco como un abedul plateado.
—Pero ¿quién era, madre? ¿Cómo se llamaba?
Ella sonrió misteriosamente y contestó:
—Los que son como él jamás dicen su nombre. Quien sepa cómo se llaman 74
tiene poder sobre ellos, por lo que solo los de su círculo más próximo poseen
esa información.
—¿Y no puedes decirme al menos a qué clase de gente pertenecía?
—Oh, a los más viejos. A los mayores de todos los seres pensantes. ¿No lo
adivinas? ¿No te he dado ya suficientes pistas?
Oskan pensó que quizá sí le había dado suficientes pistas.
—¿Era poderoso? ¿Era bueno?
—Todos los de su clase tienen poder. Y en cuanto a si era bueno, pues quién
sabe. Los de su clase eligen entre la luz y las tinieblas, es una elección que
deben hacer todos ellos. Una elección que también tú tendrás que hacer
algún día.
Tan vívidos eran sus recuerdos que casi podía notar la caricia de la brisa que
estaba soplando en el bosque aquel día, y con ella le llegó el olor de las tartas
y los dulces que su madre cocinaba para la festividad del Solsticio Hiemal.
Pero entonces volvió en sí y se dio cuenta de que aquel aroma provenía de las
cocinas de palacio. Y eso le recordó que Thirrin estaba esperándolo para
tomar juntos el desayuno del Solsticio.
Terminó de vestirse y salió corriendo al pasillo. Había casi tanto ajetreo como
si fuese una calle en pleno día de mercado. Los sirvientes iban de un lado
para otro a toda prisa, con bandejas y cestas de comida, y los invitados, con
suntuosas vestimentas, caminaban lo más rápido que les permitía su
categoría. Oskan había llegado a su habitación gracias a un guardia que lo
había acompañado, en mitad de la noche, cuando se encontraba casi a punto
de desplomarse de puro agotamiento. Por eso no tenía ni la más remota idea
de dónde se hallaba exactamente dentro del palacio. Sin embargo, se fijó en
que todos los invitados iban en la misma dirección, adivinado que el pasillo
llevaba hasta el Gran Salón, se apresuró a seguirlos.
Al llegar al final, estuvo en un tris de entrar de cabeza en la inmensa sala a la
que los ancianos del lugar aún se referían como el salón de Hidromiel. El
ruido, los colores y los aromas eran embriagadores. Había músicos tocando y
coristas cantando; los cortesanos y sirvientes, todos con brillantes galas,
corrían de un lado para otro; y los perros lobo estaban alterados, ladraban y
se perseguían entre las mesas, que empezaban ya a llenarse de invitados. Al
final de la sala se veía a Redrought sentado en su trono colosal, vestido con
un traje de ceremonia de un tono verde oscuro idéntico al de las ramas de
acebo que cubrían las vigas y decoraban los muros. Llevaba puesta la antigua
corona de hierro de la Casa del Escudo de Tilo y, como monarca, era el único
que podía llevar espada debajo de aquel techo impresionante, algo que tenían
prohibido hasta los guardias de palacio, que solo podían llevar lanzas y
cachiporras.
Redrought observaba la escena en silencio, con una pose majestuosa,
mientras los sirvientes iban de acá para allá muy atareados. Poco después de
mirarlos ir y venir un ratito, dejó a un lado el porte señorial y entabló una
conversación a voz en cuello con un comerciante que se hallaba en el extremo 75
de una de las largas hileras de mesas. A juzgar por la manera en que el
monarca se acariciaba una y otra vez el traje y alzaba la manga para poder
admirar el color a la luz, Oskan dedujo que el comerciante debía de
pertenecer al Gremio te Telas y Tejedores y que Redrought estaba más que
contento con sus galas para el Solsticio.
La mesa principal estaba colocando al fondo. Perpendiculares a ella, largas
mesas de caballetes ocupaban por completo el Gran Salón, y como pudo ver
Oskan, que continuaba en la puerta, ya empezaban a llenarse rápidamente de
comensales que iban entrando y buscando sitio lo más cerca posible de la
tarima y del rey. Se seguía un orden establecido: los comerciantes más ricos
se sentaban en la zona más próxima a la mesa principal; los menos
adinerados, en el centro; y los campesinos que habían tenido la fortuna de ser
invitados se apretujaban en el extremo más alejado del trono, junto a las
grandes puertas. La nobleza se situaba con el rey, y al darse cuenta del
detalle, Oskan buscó por allí a Thirrin con la mirada. No estaba, pero se fijó
en que cerca del trono de Redrought había otro de menor tamaño, en el que ni
los barones de la más alta alcurnia habían intentado sentarse.
Así pues, Thirrin aún no había llegado. ¡Pues sí que valían mucho sus
amenazas de sacarlo a rastras de la cama si no se daba prisa! Estaba a punto
de girarse y echar a andar hasta el extremo de una de las mesas cuando se
oyó una ensordecedora fanfarria de trompetas y el salón guardó silencio. En
medio de aquel repentino silencio hizo su entrada la esbelta figura de Thirrin
Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo. Llevaba un sencillo vestido azul celeste y
se adornaba la cabeza con un aro de plata que lucía un enorme zafiro
engastado. Oskan se quedó mirándola sin pestañear. Era la primera vez que
la veía con un atuendo que no fuese el del uniforme de batalla. Sus cabellos,
normalmente recogidos en una trenza y bien tapados por el casco, caían
sueltos en una resplandeciente melena pelirroja dorada. Ella contempló el
salón, a sus pies, y sus ojos brillaron de ilusión. Como ese día cumplía
catorce años, era la invitada de honor, y por ese motivo se la trataría con más
deferencia, incluso, que al rey.
Thirrin se habría llevado una buena sorpresa si hubiese sabido lo que
estaban pensando tanto Oskan como muchas otras personas. «Bella» era un
adjetivo que se dedicaría a las mujeres adultas, a su madre y a una o dos de
las jóvenes nobles que acudían a la corte de vez en cuando. Ella solo era
Thirrin, cumplía catorce años y en esos momentos se sentía cansada tras una
noche no muy buena. Achacaba su inquietud a la inminencia de la guerra.
Sin embargo, en el fondo no lo creía. Un origen mucho más probable de su
nerviosismo era que por fin había llegado la noche del solsticio de invierno, es
decir, la noche previa al día de su cumpleaños, cuando iba a ser presentada
oficialmente ante la corte, que la proclamaría su heredera.
Cuando por fin consiguió quedarse dormida, unos sueños extraños
empezaron a turbarla. En uno de ellos iba cabalgando en su corcel con la
armadura de guerra, y a su lado corría un felino verdaderamente grande; un 76
leopardo, quizá. Pero era un leopardo que no se parecía a ninguno de los que
había visto en los libros de su tutor Maggiore Totus. Tenía un pelaje blanco
brillante, con manchas que iban de un gris plateado al negro más profundo.
Pero lo más extraño de todo es que en realidad Thirrin no estaba cazando a
aquella bestia, ni el felino a ella. En el sueño experimentaba un gran afecto
por aquel animal y se sentía orgullosa de ir con él y, casi, humilde a su lado.
¡Era un sentimiento que no solía experimentar! Maggiore Totus le diría que
trataba de un clásico ejemplo de sueño de angustia. Sin embargo, ella no
había sentido ni la menor angustia. Tan solo orgullo y felicidad.
Dirigió la mirada al extremo más próximo de una de las mesas para ver si
encontraba a Maggiore, cuando en realidad, aunque ella misma no quisiera
reconocerlo, estaba buscando a Oskan. Poco a poco volvieron el jaleo y el
ajetreo propios de la celebración del Solsticio Hiemal, y la gente empezó a
moverse otra vez por el salón, disputándose los sitios libres para sentarse lo
más cerca posible de la mesa principal. Por eso, cuando finalmente Thirrin vio
al hijo de la bruja, se sorprendió de encontrarlo justo delante de ella, con la
boca abierta y una expresión ligeramente atontada.
Verlo así la molestó. Y no solo porque estuviese boquiabierto, sino también
porque en medio del caos que había seguido a la noticia de la guerra, a ella se
le había olvidado enviarle la ropa nueva que le había comprado para lo fiesta,
y llevaba puesta la casaca y las calzas raídas de siempre.
Sin dignarse llamarlo directamente, hizo una señal a un chambelán y le dijo
algo al oído. Oskan siguió al hombre con la mirada: el chambelán se separó
de la joven, bajó de la tarima en que estaba la mesa principal y se acercó a él
a toda prisa.
—Su alteza real sugiere que cerréis la boca antes de que alguno de los perros
lobo haga algo innombrable dentro —le indico a Oskan, que encajó la
mandíbula con un golpe seco—. Además, desea que ocupéis un sitio en el
inicio de la mesa central.
Oskan quería dirigirse a la zona reservada a los campesinos, cerca de las
grandes puertas, pero se abrió paso tímidamente hasta llegar al inicio de la
mesa que quedaba justo delante del trono de Thirrin, el gordo mercader que
se había sentado allí miró su raída casaca, y estaba a punto de decirle a voz
en cuello adónde podía irse exactamente cuando el chambelán le susurró algo
al oído e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mesa principal. El
comerciante se topó entonces con la mirada más fría de Thirrin, clavada ya en
él, y se desplazó por el banco sin decir ni una palabra más.

Enfrente había un hombrecillo moreno que llevaba un par de pequeños


fragmentos de cristal montados en un marco, cada uno delante de un ojo.
Oskan se quedó maravillado al ver el artilugio. El hombre le devolvió la
mirada y el muchacho se fijó en que, tras el cristal, los ojos se le veían
enormes.

—¡Oh, claro! Son para agrandar las cosas, como una gota de rocío agrandaría 77
la visión de la brizna de hierba en que se halla posada.

—¡Exacto, joven! Éstos son mis spectoculums, diseñados especialmente por mí


mismo para corregirme la miopía o «vista borrosa», como podrías llamarla. —
Se puso en pie y le tendió una mano menuda y relimpia—. Permite que me
presente. Soy Maggiore Totus, tutor de la princesa Thirrin.

Oskan le estrechó la mano con semblante serio.

—Yo me llamo Oskan Hijo de la Bruja… esto… un amigo de Thirrin. O tal vez
debiera decir amigo de la princesa Thirrin Maslibre Brazofuer…

—Con «amigo de Thirrin» está bien —lo interrumpió Maggiore con


amabilidad—. Muy bien, ciertamente. Y deja que te diga que me alegra
muchísimo saber que ha conocido a un joven tan inteligente. Es la primera
vez que alguien entiende el funcionamiento correcto de mis spectoculums.
Estoy impresionado de verdad.

Oskan notó que le entraba calor, una mezcla de alegría y azoramiento. Pero
eso no le impidió percatarse del precioso acento de aquel hombrecillo.

—No sois de las Tierras de Hielo, ¿verdad? Vuestro nombre lo revela, pero
también vuestra voz… cantarina.

Maggiore sonrió.
—En efecto, soy de la costa norte del Continente Sur, donde el sol es
enormemente generoso y el hielo solo se encuentra en las bebidas
refrescantes. Y dentro de poco volveré a mi tierra, ahora que la princesa está
llegando al límite de su paciencia con el estudio. —Dijo eso último con
añoranza, mientras sus «spectoculumados» ojos miraban fijos algún punto
lejano de olivares imaginarios y pueblecitos de montaña bañados en la melosa
luz del sol y serenos en medio de esa tierra amable—. Al menos espero
marcharme pronto a casa. Pero tal vez ese rumor sobre una guerra acabe
implicando el cierre de los puertos y sea peligroso viajar por mar. Tendremos
que aguardar a ver qué pasa.

Thirrin miró con aprobación a Oskan y Maggiore, que hablaban


amigablemente. Había algo en ellos, en su naturaleza, que los hacía
semejantes. A los dos parecía fascinarlos el mundo que los rodeaba, y los dos
sabían muchas cosas. Estaba segura de que encontrarían infinidad de temas
de conversación. Así pues, una vez se hubiera cerciorado de que sus dos
invitados favoritos estaban charlando entre sí, podría concentrarse en lo que
se dijese en la mesa principal acerca de la guerra. Pero antes de poder abrir la
boca sonó una fanfarria y todos los presentes llenaron el salón con el dulce
cántico del Solsticio.

El alboroto fue remitiendo y todas las miradas se dirigieron a las dos grandes 78
puertas, por las que iba entrando lentamente un coro formado por niños y
mujeres. Tras ellos llegaron docenas de criados con bandejas y demás tipos de
recipientes con toda clase de platos imaginables. A la cabeza de la procesión
iba Grimswald, el chambelán mayor, con una inmensa hogaza redonda de
pan. A Thirrin no se le escapó la ausencia de las notas graves de los
housecarls, que en circunstancias normales habrían formado parte del coro.
De repente, y casi como si le hubiese leído el pensamiento, Redrought se puso
en pie y se unió a los cantos con su profundísima voz. La procesión pasó por
el centro de la gran sala, rodeó el enorme hogar central en que ardería
después el tronco del Solsticio, y enfiló hacia la tarima en que aguardaba el
rey. En medio del silencio general, la dulce y antigua melodía siguió
resonando unos instantes después de que el coro hubiese enmudecido,
elevándose lentamente hacia las vigas del techo y reverberando al llegar a la
cubierta, como si hubiese dos coros dándose la réplica. Por fin la canción se
desvaneció cual leve suspiro. El rey desenvainó la espada, y mientras
Grimswald sostenía en alto la rueda de pan, la cortó en dos.

El salón entero estalló en un clamor. Los sirvientes se repartieron por toda la


sala y empezaron a servir la comida. No paraban de entrar pinches de cocina
cargados con más bocados deliciosos, y la larga galería de los trovadores,
encima de las grandes puertas, se llenó de pronto de músicos que
interpretaban una rápida melodía de baile.
Thirrin aguardó pacientemente a que los nobles invitados de la mesa principal
terminasen el primer plato del desayuno especial del solsticio de invierno, y
mientras los pinches retiraban las sobras, preguntó:

—¿Qué noticias hay sobre el llamamiento a las milicias? ¿Ha ido todo bien?

—Sin el menor problema en todas partes —respondió Redrought; su poderosa


voz se oía perfectamente, pese al ruido del salón—. Estoy más que contento.
Las fiestas del Solsticio son mal momento para llamar a las milicias, la gente
quiere estar en familia, pero todo va bien y las cosas funcionan como es
debido.

Thirrin se apoyó en el respaldo de su trono y prestó mucha atención a todos


los detalles que fueron añadiendo los caballeros y las damas de la mesa. En
general, todos los informes decían lo mismo: que todo iba bien. Como ya
conocía la disposición y los puntos fuertes de los regimientos que
probablemente tendrían que enfrentarse al enemigo, se acomodó en su
asiento y dejó vagar la mirada por el salón mientras Redrought daba toda
clase de datos a los que no estaban tan al corriente del asunto.

Los saltimbanquis y acróbatas habían empezado ya a brincar


habilidosamente entre las mesas con sus trajes de lentejuelas. Uno de ellos
incluso había saltado desde los hombros de su compañero hasta una de las 79
diez o doce vigas que cruzaban de lado a lado el techo del salón. Y allí estaba
ahora sentado, llamando la atención del gentío que tenía debajo y capturando
con mucha destreza los trozos de comida que le lanzaban.

Thirrin sonrió. Le encantaba esa primera parte de las celebraciones, cuando


todos hablaban a voces y todavía estaban rebosantes de energía. Sin
embargo, a media tarde la mayoría se habrían quedado dormidos, roncando
unos encima de los otros, o bien estarían contando su vida y milagros a
personas a las que quizá acabasen de conocer. Fue repasando el salón con la
vista, hasta que sus ojos se detuvieron en Oskan y en Maggiore Totus, que
parecían haber alcanzado ya ese punto. Estaban los dos medio tumbados en
la mesa que los separaba, conversando con las cabezas muy juntas. Mientras
los observaba, trató en vano de imaginar el tema del que estaban hablando.
“De la esperanza de la vida de la lombriz, seguramente”, pensó con desdén.
Aun así, siguió observándolos unos minutos, sin querer reparar en el
creciente deseo de retirarse de la mesa principal para ir a sentarse con ellos.
No sabía por qué, pero se sentía molesta con Oskan, y después de intentar
encontrar la razón que explicase su irritación, optó por pensar que todo se
debía a que el joven no la había mirado ni una sola vez en el rato que llevaba
observándolo. Como no habría sido muy elegante tirarle un panecillo, llamó
un sirviente y lo mandó a la mesa de Oskan con un recado.
—Su alteza real solicita que recordéis su presencia —anunció el criado al
llegar junto a los dos conversadores.

Oskan alzó la vista, sorprendido. Estaban hablando de la vida salvaje del


bosque, y se había metido tanto en la charla que casi se le había olvidado
dónde se encontraba.

—Hum…di a la princesa que no osaríamos olvidarnos de ella.

El hombre les estaba haciendo una tiesa reverencia cuando Maggiore le puso
suavemente la mano en el brazo.

—No. Di a su alteza real que jamás ha estado ausente de nuestros


pensamientos, y que le estamos muy agradecidos por acordarse de nosotros.

El sirviente se retiró y transmitió el mensaje, y Thirrin les dirigió una fría


mirada. En realidad estaba todo lo feliz y relajada que podía estar teniendo en
cuenta la inminencia de la invasión, pero de ningún modo iba a dejar que
Oskan lo supiese. En cuanto a Maggiore Totus, no le cabía la menor duda de
que estaría observándolos a ellos dos y riéndose para sus adentros. Por
bondadosa y cariñosa que fuese su risa, a Thirrin le molestó igualmente.

A partir de ese momento, tanto Oskan como Maggiore recordaron alzar la


vista de vez en cuando en dirección a la mesa principal y hacer un brindis por
80
Thirrin, quien, pese a ello, siguió manteniendo un semblante impertérrito.

A media mañana, cuando el jolgorio y el alboroto de las celebraciones habían


alcanzado su punto álgido, la doble puerta se abrió de par en par y unos
guardias de palacio entraron en el salón con el enorme tronco del Solsticio a
rastras; fueron recibidos por la concurrencia con una grandiosa ovación. Y
mientras lo desplazaban por el suelo de piedra, para lo cual necesitaron un
buen rato, los invitados entonaron una ruidosa canción de bienvenida y los
músicos acompañaros el tronco hasta la chimenea, donde ardían ya otros de
menor tamaño que acogerían al grande del Solsticio y lo alzarían sobre el
montículo de brasas que llenaba hasta los topes el hogar central.

Diez forzudos de la guardia de palacio izaron el tronco y lo colocaron sobre


unos recios barrotes de hierro para, a continuación, bajarlo poco a poco hasta
posarlo entre las llamas. Se hizo un silencio. Entonces, una voz brindó un
cántico de alabanza al sol, que tras ese día, el más corto del año, iniciaría su
viaje de retorno. Cuando se desvaneció la última nota de la canción, todo el
mundo alzó su jarra, copa o bota de vino a modo de brindis y bebió su
contenido de una sola vez, y un hurra ensordecedor se elevó hasta las vigas.
Los soldados del ejército imperial marchaban, muy erguidos, por el angosto
camino del desfiladero; con el retumbo de sus disciplinados pasos estaban
diciéndole al mundo que en poco tiempo acometerían su nueva conquista sin
que nada pudiera impedirlo. En menos de una hora la pista empezó a
ensancharse y los soldados atisbaron la tierra que se disponían a anexionar al
Imperio.

La baronesa de Theowin, gobernadora de la Comarca Meridional de las


Tierras de Hielo, estaba presenciando el avance y vio al comandante del
ejército polipontano cruzar la frontera. Le sorprendió lo poco que encajaba
con las descripciones que había oído sobre Scipio Bellorum, pero en seguida
dejó a un lado el misterio y se preparó para pasar a la acción. A la baronesa
casi no le había dado tiempo de llamar a la milicia y tendría que enfrentarse
ella sola con todo un imperio. Pero al ver que el ejército invasor avanzaba con
la altivez de quien considera ganada ya la guerra, desechó cualquier otra
preocupación.

El comandante Lucius Tarquinus, de las fuerzas imperiales polipontanas, alzó


la mano, y el ejército paró en seco. También enmudecieron las unidades de
pífanos y tambores que habían estado llenando el aire helador con su
estimulante música militar, y entre los soldados se extendió un silencio
expectante. 81
Tarquinus avanzó unos pasos con su caballo y, poniéndose de pie en los
estribos, exclamó:

—Veni, vidi, vici!

Ésa era la frase que se decía tradicionalmente al empezar todas las invasiones
del Imperio, ya muy numerosas.

Theowin sonrió con tristeza.

—Vine, vi, vencí ¿eh?—dijo, traduciendo para sí aquellas palabras—. Bueno,


ciertamente habéis venido y no cabe duda de que estáis viendo, pero otra cosa
es vencer. —Y alzó la mano para bajarla con ímpetu y saña.

Sobre el ejército polipontano cayó una lluvia de flechas. Varios oficiales que
estaban al lado del comandante cayeron de sus monturas y quedaron en el
suelo, inmóviles, mientras los caballos se encabritaban. Tras unos instantes
de caos, la rígida disciplina de las tropas imperiales se impuso de nuevo entre
los soldados, que se retiraron con orden, protegiéndose la cabeza con el
escudo. El comandante Tarquinus volvió trotando en su cabello con tal
parsimonia que parecía estar dando un agradable paseo, e inmediatamente
recuperó el control de la situación.
Se había percatado de la posición aproximada del enemigo, que estaba
escondido detrás de unas rocas, y envió un destacamento de infantería
pesada en formación de testudo o tortuga, es decir, creando con los escudos
una especie de cubierta que los protegía totalmente por arriba y por los
flancos.

Inmediatamente, la baronesa Theowin ordenó retirarse a los arqueros, que se


ocultaron en las colinas. Entonces, con un leve gesto de la cabeza, inició la
carga al frente de la caballería, lanzando el grito de guerra de las Tierras de
Hielo al tiempo que se abalanzaban sobre la infantería enemiga.

Caballos y jinetes chocaron con los escudos, y un desgarrador estrépito


metálico resonó en todo el territorio, como el sonido de una campana infame.
Durante unos minutos la caballería asestó sablazos a diestro y siniestro,
mientras la infantería, con igual saña, respondió a espadazos. Tarquinus
estaba enviando ya nuevos refuerzos, cuando la baronesa ordenó la retirada
de sus huestes, que se desperdigaron por el llano helado antes de desaparecer
entre los barrancos y cañones de la zona fronteriza.

* * *
82
Al cabo de dos o tres horas sirvieron la comida de mediodía, lo cual solo se
notó por el hecho de que en las mesas aparecieron aún más platos. Los
invitados se dispusieron a engullirlos lanzando grandes suspiros y
sacudiendo la cabeza. No se sabe cómo, lograron acabar con todo, tras lo cual
algunos de los menos capaces empezaron a quedarse discretamente dormidos
en medio del barullo de los cánticos, el griterío y las risotadas.

Thirrin había estado discutiendo con el barón de la Comarca Media sobre las
ventajas y los inconvenientes más importantes del arco frente al arcabuz,
cuando se fijó en que Oskan se había levantado y estaba mirando hacia el
fondo del Gran Salón. Siguió su mirada y vio cómo las inmensas puertas se
abrían de par en par. Se oyó entonces un grito de aviso, y un silencio absoluto
y sepulcral, gélido como el frío en lo más crudo del invierno, se abatió sobre el
recinto. Todos los ojos se volvieron hacia los diez hombres de la guardia de
palacio que, con paso marcial, atravesaron la sala tirando de un hombre lobo.

Éste tenía los brazos atados al palo de una lanza que le habían puesto entre
los hombros, y las piernas impedidas por una gruesa cadena, que lo obligaba
a arrastrar los pies y dar unos pasitos ridículamente cortos. Aun así, los
guardias mantenían la distancia y le clavaban las lanzas con tal fuerza que
Thirrin pudo distinguir regueros de sangre entre su tupido pelaje negro.
Enfurecida, se puso en pie de golpe, y antes de que aquella extraña comitiva
alcanzase la tarima, su voz rasgó el silencio:

—¡Liberadlo!

Los guardias se detuvieron y la miraron asombrados.

—Liberad ahora mismo a mi aliado y dejad que se acerque a la mesa


principal.

La princesa casi parecía envuelta en una llamarada, pues la melena roja le


formaba alrededor de la cabeza una especie de halo de ira. Los soldados se
apresuraron a liberar al hombre lobo, que soltó un suspiro al ver caer las
cadenas y quedar libre de la lanza que le habían colocado entre los hombros.
Permaneció unos instantes frotándose las muñecas luego avanzó en dirección
a la tarima. Inmediatamente, los guardias levantaron las lanzas y formaron
un parapeto delante de la mesa principal.

—¡Bajad las lanzas y apartaos! —les espetó Thirrin.

El comandante de la guardia miró a Redrought, quien asintió en silencio. Los


soldados se separaron lentamente en dos filas y el hombre lobo se acercó a la
mesa e hincó una rodilla en el suelo. El intenso silencio que se había hecho
en la sala solo se vio interrumpido por los resoplidos y gimoteos que emitía la
83
criatura al contraer los músculos de la cara para tratar de articular los
sonidos del habla humana. Tras muchos esfuerzos, por fin salió de su boca
un torrente repentino de palabras:

—¡Ave, princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, heredera del


reino humano de las Tierras de Hielo! Mi señor, el rey Grishmak del pueblo
lobo, os saluda.

Los muros de piedra del salón devolvieron el eco de aquella atronadora y


ronca sucesión de sonidos, a los que Thirrin respondió con un gesto de la
cabeza.

—Saludos a mi aliado el rey Grishmak. ¿Qué noticias tiene que darnos su


enviado?

—¡Mi señora, han invadido vuestra tierra! El pueblo lobo se está reuniendo,
pero tememos no llegar a tiempo. —Aunque había conseguido controlar un
poco la voz y no hablaba tan fuerte, volvió a oírse el eco de sus palabras en
medio del silencio reinante en el salón—. Los ejércitos del Polipontus han
cruzado ya el paso de montaña del sur y vuestra gente está luchando para
detenerlos.

—¡Ya han invadido! —bramó Redrought—. ¿Cuándo? ¿A qué hora? ¿Cuántos


son?
—Al amanecer de hoy, y suman diez veces más soldados que el ejército de
vuestro pueblo que les está haciendo frente.

—¡Diez veces más! —rugió—. Necesito cifras exactas, detalles, clase de


armamento. Pero supongo que los de vuestro pueblo no sabéis contar.

La criatura se irguió al máximo y clavó los ojos en Redrought.

—A mi pueblo no se le escapa nada si quiero ver algo. Advierto que mi noticia


no os resulta del todo inesperada. Debíais de saber que se avecinaba una
guerra, aunque no supierais cuántos soldados tiene el enemigo. Pero sí
sabemos contar, y por eso puedo deciros que los polipontanos son veinte mil a
caballo, treinta mil que portan varas que matan con ruido, y cincuenta mil
con largas lanzas. Además, llevan unos tubos de metal que trasladan encima
de unas ruedas, similares a las varas que matan con ruido, pero más
grandes.

—¡Cañones! —gritó Thirrin—. ¿Cuántos?

—Doscientos.

—¡Cien mil soldados y doscientos cañones! —exclamó Redrought, casi sin


aliento—. Lady Theowin y sus housecarls nunca conseguirán detenerlos. —De
pronto se puso en pie y fue diciendo el nombre de sus comandantes, al tiempo
84
que unas figuran salían a toda prisa de todos los rincones del salón—. Cerdic,
Gunlath, Eobold, Athelstan. Reunid a vuestra caballería y enviad jinetes a las
ciudades más alejadas. Se adelanta la convocatoria de la tropa. ¡Salimos
dentro de dos horas!

—¡Pero mi señor! —protestó el comandante Athelstan—. ¿Cómo podemos


estar seguros de que no se trata de una trampa de los reyes de los vampiros,
un truco para que mandemos al sur a nuestras mejores tropas para que ellos
puedan atacar por el norte?

—¡Porque el rey Grishmak es mi aliado! —exclamó Thirrin—. Y porque anoche


Oskan Hijo de la Bruja oyó y tradujo los mensajes del pueblo lobo. Es
imposible que supieran que podíamos entender sus aullidos.

—Con que así es como os enterasteis —dijo el hombre lobo—. ¿Dónde está ese
humano que conoce mi lengua?

—El hijo de una bruja podría ser perfectamente un aliado de la Tierra de los
Fantasmas. ¿Cómo sabemos que no forma parte de una conspiración? —
insistió Athelstan.

Los ojos azules de Thirrin echaban chispas, pero antes de que pudiese decir
nada más, un multitudinario grito atrajo hacia el fondo del salón todas las
miradas, conforme dos guardias de palacio cruzaban la sala en dirección a la
tarima escoltando a un soldado con la ropa manchada tras un largo viaje. El
soldado se detuvo al llegar frente al rey, lo saludó y dejó una flecha en la
mesa.

—Mi señor, vengo de la Comarca Meridional. Me envía lady Theowin con esta
Flecha de Llamada. El Polipontus ha invadido el reino y nuestros housecarls
se hallan en clara desventaja numérica.

Redrought lanzó una risotada tan estridente que casi parecía un ladrido.

—Creo que ahí tenéis vuestra respuesta, Athelstan. Eso disipa todos vuestros
temores. Y ahora no perdáis más tiempo, ¡convocad a la tropa!

—Pero, mi señor, ¿y qué me decís de las cifras del ejército invasor? Es


imposible que cien mil sea un número correcto. ¿Vamos a esperar que unas
bestias como éstas sepan contar con precisión? —replicó Athelstan, tozudo.

El rey se puso aún más colorado y su voz retumbó peligrosamente:

—Supongo que sí daréis por bueno el informe de este soldado, ¿no es así? —Y
sin esperar respuesta, se volvió hacia el mensajero—: ¿Y bien?

—Mi señor, el ejército del Polipontus es inmenso. Tienen cincuenta mil


piqueros, treinta mil mosqueteros y veinte mil soldados de caballería. Además 85
llevan doscientos cañones. Aventajan a las milicias y los housecarls de la
Comarca Meridional en una proporción de diez a uno.

Redrought clavó en Athelstan un par de ojos inyectados en sangre.

—Creo, comandante, que eso responde a todas vuestras dudas. De alguna


manera, me parece que los ejércitos del Polipontus es lo que menos debería
preocuparos ahora. Os habéis ganado el rechazo de la princesa Thirrin, así
que ¡más os valdrá esfumaros y reunir vuestras fuerzas! —Desenvainó la
espada y se subió encima de la mesa—. ¡El enemigo ha entrado en el territorio
de las Tierras de Hielo! —bramó con la voz de guerra más atronadora—. Mata
a nuestra gente y amenaza nuestras ciudades, quema nuestras granjas y
toma a nuestros hijos por esclavos. ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego!

Los soldados de la guardia de palacio empezaron a golpear los escudos con


las lanzas y a entonar una consigna que fueron repitiendo lentamente, con un
ritmo implacable, cada vez más fuerte, hasta que acabó convertida en un grito
que retumbó en el techo del salón:

—¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

Todos los presentes se sumaron a la salmodia y comenzaron a golpear las


mesas con el puño, los platos o los cuchillos, y el suelo con el pie, de tal modo
que acabó sonando como un grandioso ejército de gigantes en marcha hacia
la frontera, dispuesto a aplastar a unos enclenques soldados imperiales.

—¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

Y en medio de semejante exaltación del espíritu combativo, solo Oskan se fijó


en que el rey Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del Septentrión,
Bebedor de Sangre, con su terrorífica pose de guerrero, llevaba todavía las
mullidas pantuflas de siempre y que la gatita Primplepuss se había asomado a
mirar por el cuello de su camisa para ver de qué iba todo ese jaleo.

86
Capítulo 8

T
hirrin estaba profundamente disgustada. El regalo del Solsticio que le
había hecho Redrought, una silla de montar nueva, estaba donde lo
había dejado, es decir, tirado en un rincón de su habitación. También,
en un ataque de furia, había lanzado el escudo contra la pared, y lo había
hecho con tal maña que le había abollado el tachón. ¡El rey se iba a la guerra
sin ella! Estaba que echaba humo. En un primer momento se lo había tomado
como la peor humillación imaginable, pero pasados los primeros arrebatos de
furia y decepción, había tenido tiempo de pensar y había ido cambiando de
actitud paulatinamente. Puede que Redrought no quisiera llevarla consigo al
campo de batalla para luchar contra el gran ejército del Polipontus, pero la
había proclamado regente ante toda la corte y le había entregado el Gran
Anillo de Estado. En ausencia del rey, la potestad para gobernar recaía en
ella. No solo eso; además, le había dado un nombre de guerra. A partir de ese
momento se la conocería oficialmente como Thirrin Maslibre Brazofuerte
Escudo de Tilo, Lince del Septentrión.

Lince del Septentrión... Le gustaba su nuevo apodo. Le gustaba mucho. Se


87
miró en el espejo importado del Continente Sur y sonrió. Pero no tenía tiempo
para deleitarse en exceso, pues había cosas de las que ocuparse. Redrought
saldría con la caballería en menos de una hora y había que evacuar la ciudad.

El consejo de guerra, reunido a toda prisa, había concluido que como no


había nieve en los caminos, cualquier enemigo victorioso podría avanzas
rápidamente hacia el norte, llegar a Frostmarris y capturar la ciudad y a sus
habitantes antes de que la pequeña guarnición que quedaría en la capital
pudiese reunir las defensas. Convendría mucho más que el pueblo de
Frostmarris se retirase al norte y buscase refugio en la provincia gobernada
por los hipolitanos. Se trataba de un pueblo de fieros guerreros que habitaba
dentro de las fronteras de las Tierras de Hielo y debía fidelidad al rey. La
madre de Thirrin pertenecía a su aristocracia y su matrimonio con Redrought
había fortalecido los ya de por sí estrechos vínculos entre ambas naciones.

En primavera se podría organizar un contraataque desde aquella provincia.


Tal vez las nieves tardasen en llegar, pero en algún momento empezaría a
nevar y entonces ni las numerosas huestes del Polipontus serían capaces de
moverse. Así pues, dispondrían de los largos meses de noche invernal para
urdir la estrategia de guerra.

Mientras Thirrin reflexionaba sobre todo eso, fue armándose con su mejor
panoplia: cota de malla, casco, escudo, el pesado sable de la caballería y un
hacha de guerra de mango corto. Al sentir el reconfortante peso de aquella
indumentaria, con la que tan a gusto se encontraba, se le templaron los
nervios y cobró renovada conciencia de su propósito. Tampoco es que le
hiciese falta mucha ayuda para ello. Ya había enviado sus primeras órdenes a
los burgueses más distinguidos para que comenzasen la evacuación de
Frostmarris. Todas las carretas y caballos estarían esperando en los puntos
de encuentro designados, y estarían reuniéndose los ciudadanos con los
pocos enseres que se les permitiría llevar consigo. Redrought había diseñado
hacía tiempo sus preceptos de guerra, que el ejército y la ciudadanía habían
ensayado ya en innumerables ocasiones. Esa vez la única diferencia es que
iban en serio. Una de las pocas ventajas de ser un país pequeño en un mundo
peligroso y lleno de enemigos era la disposición del pueblo a hacer frente a las
adversidades sin quejarse demasiado.

Thirrin se abrochó el cinto, se apretó la última correa y se dirigió a la puerta a


zancadas. Estaba girando el picaporte cuando le pasó por la cabeza una idea
evidente y devastadora: ¡todos los planes y las evacuaciones implicaban que
Redrought fuese derrotado y muerto! Permaneció inmóvil con la cabeza
apoyada en la madera de la puerta, mientras aquella constatación iba
calándola. Estaba haciendo planes para cuando muriese su padre.

Ese hombre grandullón, cuya voz semejaba una tormenta en una montaña, 88
cuya risa sonaba como un desprendimiento de rocas, tenía un sentido de la
diversión casi infantil. Siempre que pensaba en él como rey, rememoraba sus
victorias de batalla y su capacidad para gobernar un país. Pero si pensaba en
él como «papá», entonces lo veía como el hombre que la había criado, que
jugaba con ella a los osos de montaña cuando era una chiquilla, que la
perseguía por los pasillos de palacio rugiendo y fingiendo que se la comía
cuando la atrapaba. Como papá, era el hombre que adoraba los gatos, se
quejaba de los callos de los pies y tenía una colección de ridículas pantuflas
mullidas. ¿Qué haría si su padre moría en combate?

Durante un momento, el pánico amenazó con apoderarse de ella por


completo. Pero luego se puso derecha y echó la cabeza atrás. ¿Que qué haría?
Pues sería una hija digna de tal nombre, vengaría su muerte y dirigiría a su
pueblo con valentía y estilo. Ella era Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de
Tilo, Lince del Septentrión y si su padre caía batallando, se habría ganado un
sitio en Walhalla, el paraíso de Odín, y podría descansar eternamente, feliz y
seguro de la fuerza de su hija.

Abrió la puerta de un empujón y salió al pasillo. El palacio bullía como un


hormiguero recién pisoteado. Los sirvientes iban de un lado para otro, los
soldados se apresuraban a cumplir encargos de última hora, y los perros lobo,
sensibles al ambiente general, aullaban desconsolados. Casi todos los
invitados del banquete del Solsticio se habían marchado ya a sus casas para
prepararse para la emergencia. Thirrin estaba buscando a Maggiore y a
Oskan. Su primera decisión como regente había sido iniciar el plan de
evacuación de la ciudad, y la segunda, nombrar a su ahora ex tutor y al hijo
de la bruja como consejeros oficiales.

Oskan no había sabido muy bien cómo reaccionar cuando el rey aceptó de
buen grado su nombramiento como consejero de la regente. Y cuando los
housecarls de la guardia de palacio acogieron la decisión prorrumpiendo en
una clamorosa aclamación, el joven cerró los ojos como si temiese que fuesen
a pegarle. Thirrin, pese a la situación, exhibió una amplia sonrisa, sabía que
el hijo de la bruja era capaz de mucho más de lo que aparentaba; tenía algo
fuera de lo común, algo tal vez mágico, aunque todavía no estaba muy segura
de cómo se manifestaría exactamente esa naturaleza especial. Pero, fuese lo
que fuese, estaba decidida a aprovecharlo para un buen fin.

Al llegar a los aposentos de su padre, se encontró con el rey arrellanado en su


silla, mientras Grimswald iba de un lado para otro abriendo baúles y dando
órdenes a los criados. Oskan y Maggiore también estaban allí; el anciano daba
sorbitos de una delicada copa de cristal tallado y el muchacho estaba 89
mordiéndose las uñas. Al entrar en la habitación, Thirrin le apartó las manos
de la boca de una palmada, y él, avergonzado, las escondió detrás de la
espalda.

—Ah, Thirrin, estupendo. Ya casi están reunidas todas las tropas, de modo
que solo nos quedan unos diez minutos para ultimar los preparativos —tronó
Redrought alegremente.

—¿Ultimar los preparativos?

—Sí. Dejo a Primplepuss a tu cargo —dijo, acariciando a la gata con dulzura—


. Asegúrate de que esté bien alimentada y dale mimitos de vez en cuando, que
si no se inquieta.

—Sí, papá —repuso Thirrin. Tenía la sensación de que un momento tan


decisivo en la historia de su país debía ir acompañado de algo más
significativo que las instrucciones para alimentar a la gatita real.

—Ah, y también dejo a Grimswald contigo.

Un repentino estrépito, provocado al caérsele al viejo chambelán un elemento


de la armadura del rey, demostró a las claras que a él nadie le había dicho
nada al respecto.
—¡Pero, mi señor, siempre os he acompañado en vuestras campañas! ¿Quién
mejor que yo para atender vuestras necesidades? ¿Quién mejor que yo para
saber exactamente cómo os gusta tener la alcoba?

—Nadie, Grimmy —respondió el rey muy amable—. Pero voy a emprender una
marcha veloz y tu vieja mula se quedaría rezagada.

—Aun así, el rey debe velar por su categoría y su sentido del Estado —insistió
el hombre—. Yo podría seguiros a mi ritmo y reunirme con vos después,
cuando haya terminado la batalla.

Redrought guardó un silencio poco habitual en él, y a continuación dijo con


delicadeza:

—Probablemente no necesitaré tus servicios después de la batalla, Grimmy.

En el silencio que se hizo tras esas palabras, a Thirrin se le llenaron los ojos
de lágrimas y Grimswald se echó a llorar. Se sonó la nariz de manera ruidosa,
mirando al rey como un crío mira a su padre cuando, inesperadamente, se
dispone a partir para siempre.

—Además —bramó Redrought en un tono más parecido a su nivel


acostumbrado—, estás demasiado viejo. Si fueses un caballo, ten por seguro
que te habría jubilado hace años... o te habría comido.
90
El chambelán sonrió, tal como el rey había pretendido.

—Y ahora asegúrate de que están empaquetados todos los mapas y las cartas
de navegación. Creo que en la cámara del consejo han quedado algunos.

Grimswald hizo una reverencia y, casi con timidez, tomó la mano del rey y la
sostuvo entre las suyas un instante. Luego, ruborizándose por haber roto el
protocolo, salió corriendo para cumplir el encargo. Redrought se giró hacia su
hija.

—Tenlo siempre a tu lado, Thirrin. Nadie como él para organizar un palacio. Y


los actos de Estado son su especialidad. Nunca se sabe, tal vez algún día la
reina de las Tierras de Hielo vuelva a necesitar sus conocimientos sobre orden
y actuación protocolarios. Además, treinta años de servicio no deberían
terminar en un campo de batalla.

—Me ocuparé bien de él, papá —respondió ella en voz baja.

—Bien —dijo Redrought para zanjar el asunto, y añadió—: Hija, las Tierras de
Hielo serán tuyas pronto. Has sido formada y entrenada para ello, así que tú
misma ya sabes lo que debes hacer.

—Sí, papá —susurró Thirrin, que no se fiaba de su propia voz.


—Como los caminos no están bloqueados por la nieve, tendré que aplastar
esa fuerza invasora, si es que puedo. De lo contrario el país entero quedará
desprotegido y nadie podrá prepararse debidamente para intentar detenerlos.
Pero si logro destruirlos, será utilizando a todo nuestro ejército. Así que vas a
necesitar toda la ayuda que puedas reunir, porque el Polipontus enviará más
fuerzas. El viejo Scipio Bellorum no se rinde tan fácilmente. En cuanto caigan
las primeras nieves, estarás a salvo el resto del invierno y podrás prepararte
para la ofensiva de primavera. Has conseguido la alianza del pueblo lobo, y
quizá haya otros dispuestos a unirse a ti.

—¿Cómo quién?

—No estoy seguro... pero se rumorea que en el norte, más allá de la Tierra de
los Fantasmas, existe una especie de pueblo. Yo no lo conozco. Averígualo.
Uno puede encontrar amigos donde menos se lo espera.

—¿Y los reyes de los vampiros?

—Bueno, ellos son los amigos que menos te esperarías. Pero si hay alguien
capaz de ganarse aliados, esa eres tú. Eres diferente. Quizá sea la herencia de
tu madre; cada día que pasa te pareces más a ella. Cuando sonríes, vuelvo a
verla, vuelvo a ver a mi valiente guerrera hipolitana —dijo, y sonrió con
tristeza a su hija. 91
Un súbito barullo al otro lado de la puerta señaló la llegada del mensajero que
comunicaría al rey que las tropas ya estaban reunidas.

Thirrin corrió hacia su padre, lo abrazó con fuerza y lo besó. Era consciente,
con todo el dolor de su corazón, de que quizá ésa fuese la última vez que lo
veía.

—Te quiero, papá —le susurró al oído. Luego se apartó, y mientras el soldado
cruzaba la habitación, mantuvo una expresión de serenidad y firmeza en el
semblante.

Redrought levantó la mano y el soldado aguardó en silencio.

—Maggiore Totus y Oskan Hijo de la Bruja, ambos ocupáis ahora el sagrado


cargo de asesores reales. ¿Estáis en condiciones de desempeñarlo?

—¡No, mi señor! —soltó Oskan de repente.

—¡Bien! —bramó Redrought, recuperando su volumen habitual—. Me hubiera


preocupado que creyeseis lo contrario. Decidle a la princesa lo que realmente
sintáis y no hagáis caso de sus gruñidos; así tendrá que reflexionar más.

—Descuidad, mi señor —dijo Maggiore con su voz dulce y cantarina—.


Cuidaremos de ella lo mejor que podamos.
El rey le sonrió y tomó el escudo.

—Bien, ¡en marcha! —tronó en dirección al joven soldado que esperaba en


silencio—. Nos está aguardando uno pequeña bronca a unas millas de aquí.

Salieron, la puerta se cerró con un golpe, e inmediatamente se hizo un


silencio sepulcral en la habitación, como un vacío que llenase todo el espacio.
Mientras, Primplepuss, que había estado observando a todo el mundo
atentamente desde la silla de Redrought, se puso de pie y miró hacia la
puerta. Pero ésta no se abría y al cabo de un rato se giró hacia Thirrin y abrió
la boquita pare lanzar un maullido silencioso.

Un viento gélido barría del campo de batalla la humareda que producían los
disparos de los mosquetes y los cañones, de modo que Redrought podía ver
con toda nitidez el desarrollo de la contienda. Lady Theowin y él, a caballo los
dos, se encontraban en lo alto de un monte que dominaba la pedregosa
extensión de tierra confinada entre la cordillera de las Doncellas Danzantes y
el río Freme, cuyas aguas se habían congelado, donde los dos ejércitos
luchaban a brazo partido por destruir al contrario. El rey se quedó 92
maravillado unos instantes con la increíble belleza de la batalla. Cada vez que
el viento soplaba en su dirección, les llegaban las notas agudas de los pífanos
del ejército polipontano y el redoble de sus tambores. Y los diversos
regimientos se desplazaban con una precisión y una elegancia casi
emocionantes a ojos de Redrought. Los soldados enemigos formaban un
conjunto de vistosos colores, con sus petos lustrosos encima de las calzas y
los jubones, los cuales, según el regimiento al que perteneciesen, eran rojos,
amarillos o azules, y que junto con las fajas y los penachos formaban parte de
su uniforme y casi parecían resplandecer al lado del ejército de Redrought,
ataviado de cuero y acero.

En el ala izquierda los housecarls del Cuadrante Sur avanzaban hacia una fila
de mosqueteros y piqueros, mientras, en el centro, la infantería miliciana se
defendía asombrosamente bien de la acometida de los espadachines
polipontanos. Viéndolo todo desde la cima del monte, Redrought tenía la
sensación de que uno casi podía olvidarse del dolor físico y la sangre de la
guerra. Sin embargo, cuando el viento soplaba hacia ellos, arrastraba los
gritos de los heridos como ola inmensa que los tapaba por completo, hasta
que volvía a cambiar de dirección y de nuevo la escena quedaba reducida a un
ballet mudo.

Cuando finalmente le pareció que había llegado el momento más idóneo, dio
la señal para que la caballería del Cuadrante Sur de abalanzase sobre el
campo de batalla, y los jinetes desenvainaron los sables como un solo hombre
y los mantuvieron en alto como un grácil arco que destellaba a la luz del sol.
Se oyó entonces el toque de rebato y los caballos se lanzaron al galope,
amagando una carga contra la zona central de la formación polipontana,
cuyos mosqueteros respondieron con una descarga y cuyos piqueros cerraron
filas para recibir el impacto de la acometida. Pero en el último instante la
caballería ejecutó un viraje totalmente controlado y arremetió contra el ala
derecha del adversario cual muro macizo de equinos y acero. Redrought vio
con toda nitidez cómo los corceles, entrenados para la lucha, se abalanzaban
sobre la fila de soldados que tenían delante asestándoles coces con los
cuartos delanteros, mientras sus jinetes repartían sablazos entre las huestes
polipontanas. La línea enemiga flaqueó, cediendo ante la ferocidad del ataque.
Pero enseguida se adelantó hasta allí un regimiento de infantería de reserva, y
con su ayuda salvaron la posición.

Redrought se quedó hondamente impresionado con la disciplina que el


invasor demostraba desde el inicio de la contienda. En un primer momento se
había llevado una decepción al ver que no era el propio Scipio Bellorum quien
comandaba las huestes enemigas. Sin embargo, fuera quien fuera ese otro
general, lo cierto es que era muy astuto y resuelto, aunque le faltase una
pizca de imaginación
93
—Aplica a rajatabla la táctica bélica —le había comentado Redrought a lady
Theowin al ver que el ejército polipontano reaccionaba de una manera casi
mecánica ante los problemas que les planteaban—. Se van a llevar un chasco
espantoso cuando se den cuenta de que han perdido.

Estaban en la segunda jornada de lucha y faltaba muy poco para asestar el


golpe definitivo. Lady Theowin había llevado a cabo una brillante campaña de
retención hasta la llegada del rey, valiéndose de sus reducidas fuerzas para
hostigar a los polipontanos y frenar su avance, con lo que apenas se habían
movido algo más de una milla desde el desfiladero. Evidentemente, en la parte
más próxima a las montañas el terreno era rocoso, lo que, unido a las
empinadas pendientes de piedras sueltas y los cañones, ofrecía puntos ideales
desde los que tender emboscadas y desde lo que Theowin había realizado
acciones relámpago casi suicidas.

Redrought la miró de soslayo. La dama contemplaba serenamente el campo


de batalla desde su silla de montar: «Tiene el perfil de una maliciosa águila
vieja», pensó el rey. La protectora nasal del casco apenas le cubría la nariz,
muy grande y curva, y sus brillantes ojos azules no denotaban otra cosa que
frialdad y cálculo mientras observaban los constantes vaivenes de la
contienda. Se había recogido la larga melena gris acero en dos trenzas y se las
había enroscado encima de las orejas, de tal modo que parecía llevar otros
dos pequeños cascos justo debajo del borde del auténtico. Además, se había
pintado una línea negra debajo de los ojos y masticaba una cosa que le teñía
los dientes, habitualmente blancos y muy fuertes, de rojo sangre. Redrought
se estremeció al preguntarse cuántos soldados polipontanos habrían
contemplado aquel fiero y ajado rostro como última imagen de este mundo,
antes de que se abatiese sobre ellos la oscuridad definitiva. Daba gracias de
tener a lady Theowin en su bando y, no en el contrario.

Volvió la mirada hacia el campo de batalla y dio la señal de acometer los


últimos movimientos. La batería de descomunales ballestas montadas sobre
carros de ruedas empezó a lanzar un aluvión de saetas de acero, que hizo
estragos entre las filas enemigas. Éstas respondieron disparando uno de los
pocos cañones que les quedaban, pero sus balas no llegaban hasta las
posiciones de Redrought. Tras el primer día del enfrentamiento, cuando el rey
había dirigido a su caballería contra las baterías de aquellas grandes
máquinas de guerra, su número se había visto reducido a menos de un
cuarto total. Entonces, Redrought había calculado cuánto tiempo les llevaría
reubicar cada cañón y cargarlo de nuevo, con lo cual no había tenido más que
flanquearlos y lanzar cargas entre cañonazo y cañonazo. Por supuesto, si el
general enemigo hubiese sido algo más imaginativo, los habría colocado en
círculos o cuadrados defensivos y los habría protegido con piqueros, pero por
fortuna ese general no era Scipio Bellorum. Ya había gozado de bastante
ventaja numérica; si, además, se hubiese dado un poco más de maña con la
94
táctica, habría ganado el primer día.

Redrought dio órdenes para que entrasen en acción los regimientos de


arqueros, que comenzaron a lanzar también devastadoras cortinas de flechas
contra las posiciones enemigas. Era una lástima no contar con más arqueros,
pues el alcance efectivo de sus disparos era más del doble que el de los
mosquetes. Además, eran capaces de lanzar hasta seis flechas por minuto,
mientras que las farragosas armas de fuego solo podían disparar una tanda
en ese mismo intervalo. El primer día de la batalla los arqueros solo habían
mantenido un breve, aunque sangriento, duelo con los mosqueteros, durante
el cual aquéllos habían dejado destrozado al adversario sin siquiera ponerse a
tiro.

Sin embargo, no todo había sido favorable al bando de las Tierras de Hielo.
Las fuerzas invasoras eran numerosísimas, soberbiamente disciplinadas, y
actuaban con seguridad y valentía contra las huestes de Redrought. Su
general, aun sin ser un genio, al menos era competente y saltaba a la vista
que tenía mucha experiencia. Las milicias habían sufrido mucho durante las
fases iniciales del combate, y Redrought había tenido que recurrir a toda la
astucia y mano dura de sus veteranos housecarls para mantenerla en su sitio
y evitar una desbandada. Lady Theowin, con su fiereza salvaje, había sido
también una baza inestimable: causaba pavor entre el enemigo cada vez que
hacía acto de presencia, y se había puesto al frente de su caballería para
llevar a cabo cargas feroces que aplastaban hasta las defensas más recias,
para retirarse a continuación a toda velocidad antes de que la caballería
polipontana pudiese contraatacar. Una y otra vez, su aparición en el momento
más preciso había servido para que giraran las tornas a su favor y seguir
mermando paulatinamente las fuerzas del ejército polipontano.

Pero hubo otro factor más que llevó a los soldados de las Tierras de Hielo a
alcanzar unas cotas de valor más altas que nunca: Redrought, declaró que, en
su opinión, Scipio Bellorum no había querido dirigir personalmente esa
invasión porque daba la victoria por supuesta. Conquistar aquella diminuta
nación sería pan comido y su ejército imperial avanzaría imparable por sus
dominios, destruyendo toda oposición y apoderándose de todo lo que le
viniese en gana.

Esclavizarían al pueblo (es decir, a los seres queridos de esos mismos


soldados que ahora combatían contra el invasor), robarían el ganado y
saquearían las propiedades, y después, una vez que hubiesen sangrado la
tierra hasta la última gota, destrozarían lo que no pudiesen utilizar.
Probablemente Bellorum consideraba que anexionarían las Tierras de Hielo al
grandiosos Imperio del Polipontus en menos de una temporada de campaña.

Tal como había esperado Redrought, sus opiniones prendieron entre sus 95
soldados, que entendieron que lo que estaba en juego era el orgullo personal y
nacional, y que los polipontanos pagarían un alto precio por cada palmo de
tierra que tomasen.

Había llegado el momento de que Redrought se jugase la última carta. El


general polipontano no sabía que él estaba dispuesto a sacrificar a todo su
ejército con tal de impedir su avance. Thirrin tenía que contar con tiempo
suficiente para escapar a la provincia de los hipolitanos, y no debía quedar ni
un solo soldado enemigo que pudiera aprovecharse de la tardanza de las
nieves.

—Es la hora, Theowin —le dijo a la valiente y anciana baronesa, que se


mantenía junto a él en su caballo.

—Sí —respondió ella con calma, y adoptando un tono diferente, añadió—:


Pero antes de hacerlo, me gustaría pediros una cosa.

Redrought se extrañó al percibir en sus palabras una ligera nota de pánico.

—Pedid lo que sea, y si puedo concedéroslo, es vuestro.

Ella vaciló, como si estuviese buscando la mejor manera de decirlo, con lo


cual acrecentó aún más la inquietud de Redrought. Al final, dijo:

—Desde que murió el barón, hace veinte años, ningún hombre ha querido
acercarse a mí. Es como si, por alguna razón, los asustase. Por eso… me
gustaría que me besarais, mi señor. Permitid que vuelva a sentir en mi rostro
la caricia de una barba antes de morir.

En el silencio que siguió a sus palabras, pudo oírse el canto de guerra de los
housecarls, que resonaba por todo el campo de batalla:

—¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

La feroz determinación que denotaba aquel sonido explosivo dio al rey el


grado de ardor que necesitaba, y de repente se inclinó y besó la decidida boca
de guerra de la baronesa. Al plantarle firmemente aquel beso, su casco chocó
con el de ella, produciendo un sonido similar al tañido de una campana, lo
cual llamó la atención del regimiento de reserva de la caballería, congregado
detrás del monte, y los jinetes prorrumpieron en una clamorosa ovación.

Redrought lanzó una atronadora carcajada. A continuación, poniéndose de


pie en los estribos, desenvainó la espada y dio la señal de avanzar. La
caballería se desplegó y empezó a bajar despacio, al paso. Redrought podía
ver perfectamente cómo a lo largo de los dos últimos días de su táctica había
debilitado a los polipontanos, obligándolos a actuar a la defensiva. Estaban
estancados, rodeados por el ejército de las Tierras de Hielo, aun cuando
seguían superándolos en número en una proporción de tres a uno por lo
menos. Quizá su general pensaba que ellos acabarían hechos pedazos y que 96
al final él podría ganar aquella guerra de desgaste con solo sentarse a esperar.
Pero lo cierto es que ni iba a tener esa suerte, pues Redrought estaba
dispuesto a poner punto final a la contienda sin más dilatación.

Los arqueros seguían lanzando una lluvia de flechas contra las filas enemigas,
concentrando gran parte de los disparos en el centro, dado que sabían
exactamente dónde asestaría su golpe el hacha de Redrought. Los
polipontanos habían colocado sus últimos cañones en las esquinas de un
cuadrilátero defensivo, y al comienzo de la jornada había destrozado filas de
las Tierras de Hielo. Pero Redrought había reaccionado con rapidez a aquella
amenaza y había ordenado que las ballestas apuntasen sus largas saetas de
acero a las baterías. El duelo había durado dos horas y había acabado en el
silencio de las armas de fuego y de los hombres que las manejaban, todos
ellos muertos. Por su parte, los soldados profesionales habían mantenido un
ataque empecinado contra el ala izquierda del ejército enemigo, soportando
aluvión tras aluvión de fuego de mosquete y abalanzándose a continuación
con los escudos en alto para romper el frente y forzar a los polipontanos a
retirarse. Entretanto, la milicia bullía como un mar que avanzase y
retrocediese, dejando en su vaivén un rastro de muerte a modo de desechos
marinos.

Redrought esperó hasta el último segundo para tomar la decisión, y entonces,


tras doblarse de nuevo para volver a besar a lady Theowin, se puso de pie en
los estribos y exclamó a voz en cuello de grito de guerra de las Tierras de
Hielo:

—¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Sangre, ataque y fuego!

Los soldados de la caballería se unieron al grito con todas sus fuerzas, y todos
a una se lanzaron a la carga con tal ímpetu que la tierra se estremeció bajo
los cascos de sus caballos. Los arqueros intensificaron el ritmo y pronto se
vieron disparando flechas por encima de las cabezas de los jinetes, momento
en que dejaron los arcos y, desenvainando las espadas, iniciaron el avance
para darles apoyo.

Redrought podía oír el cántico de los soldados mientras su caballería se


echaba encima de las filas del ejército polipontano; la velocidad de la carrera
le levantaba la melena, que le ondeaba como una llamarada de lenguas de
fuego alrededor del casco. Incluso asediado por aquella embestida, el enemigo
mantuvo su disciplina de combate y trató de reorganizar sus maltrechas
huestes conforme la caballería de las Tierras de Hielo se abatía sobre ellas
como un mar embravecido. Una salva de disparos de mosquete retumbó en el
frío aire invernal, golpeando sin piedad a la vanguardia de la caballería. Pero
resultó tan poco eficaz como si hubiesen lanzado piedras a una ola inmensa,
y la carga siguió adelante con su galope atronador. Redrought bramó su furia, 97
y su corcel lo emuló con un relincho al abalanzarse sobre la línea de soldados
que tenían delante. Así, abrieron una brecha en el frente enemigo y la
caballería se introdujo hasta lo más hondo de las posiciones polipontanas,
con lady Theowin asestando golpes a diestro y siniestro con una enorme
hacha de guerra, mientras los caballos pateaban a los enemigos que se le
ponían por delante.

También los housecarls del rey rompieron la línea enemiga y se abrieron paso
implacablemente, sin dejar de entonar su canto de guerra. En el centro de las
huestes polipontanas su general observaba el atroz ataque del ejército de
Redrought con serenidad, debajo de su estandarte de guerra, que
representaba un caballo blanco al galope. Entonces desenvainó la espada, se
lanzó a la carga, y los restos de su antes poderosa caballería salieron tras él al
encuentro de los hombres de las Tierras de Hielo.

Muchos mosqueteros utilizaron sus armas de fuego a modo de porra, pues no


les daba tiempo a recargar los mosquetes por la presión de la lucha cuerpo a
cuerpo, y hasta algunos piqueros, los más efectivos soldados del enemigo,
soltaron sus lanzas de seis metros y blandieron los alfanjes. Pegados hombro
con hombro, los polipontanos arremetían contra todo lo que tenían enfrente,
pero los escudos de los contrincantes, firmemente levantados y unidos por los
costados, repelían sus golpes mientras la milicia seguía en su fiero avance,
acompañándolo con su griterío endemoniado.
Redrought y su caballería cargaban sin cesar, empujando al enemigo.
Entonces, el rey divisó el estandarte polipontano e hizo virar a su caballo de
batalla para ir a su encuentro; el animal reculó y lanzó un relincho de
advertencia antes de lanzarse a la carga. Rey y general libraron una lucha a
brazo partido, espada contra espada. Redrought obligó a retroceder a su
adversario con un despiadado despliegue de furia guerrera, que terminó
cuando el Oso del Septentrión partió el brazo del general con su escudo y a
continuación le cortó la cabeza de cuajo. Los polipontanos se replegaron,
consternados, pero incluso entonces mantuvieron su férrea disciplina
mientras se congregaban en torno al estandarte de guerra y se disponían a
preparar un último y desafiante ataque alrededor de una pequeña colina, en
el centro del campo de batalla.

La lucha cesó por completo en unos instantes. Empezaba la fase final del
combate, y Redrought organizó a su caballería para la última acometida. Las
líneas imperiales se erizaron cual puercoespín de acero cuando los piqueros
levantaron las lanzas, mientras los mosqueteros que todavía tenían sus armas
de fuego las cargaban de nuevo y esperaban la señal en medio de un lúgubre
silencio. Lady Theowin se acercó al rey con su caballo, sonriendo a través de
la sangre que le cubría todo el rostro y que le brotaba de una herida en la
cabeza, mientras limpiaba la hoja de su hacha de guerra con un pañuelo de
delicado encaje que había sacado quién sabe dónde.
98
—No se dejarán matar fácilmente —dijo Redrought con calma.

—No —coincidió la dama—. Son buenos, ¿verdad?

—Mucho. Pero casi los hemos destruido ya, y cuando lleguen los refuerzos del
Polipontus, estará esperándolos el mejor general de todas las Tierras de Hielo,
y ni Scipio Bellorum podrá derrotarlo.

—¿El mejor general de las Tierras de Hielo? —preguntó lady Theowin—.


¿Quién?

—Oh, lo conocéis de sobra. Todos lo conocemos: el general Nieve, y su aliado


el mariscal Hielo. Ningún ejército es capaz de abrirse paso por sus ventiscas
ni de recorrer ninguna carretera que ellos hayan bloqueado.

Theowin rio.

—Ningún ejército en absoluto —convino. Luego, señalando con el hacha las


líneas polipontanas, dijo—. ¿Vamos?

Redrought asintió en silencio y, poniéndose de pie en los estribos, clavó su


espada en el vacío, delante de sí, y dio la orden de avance con un rugido
ensordecedor. Los soldados de las Tierras de Hielo, lanzando a su vez un grito
atronador, se abalanzaron contra las líneas enemigas. Los mosquetes
dispararon a bocajarro, dejando en la milicia una franja irregular de hombres
caídos; aun así, los milicianos y todo el ejército siguieron adelante, repitiendo
el grito de guerra de los housecarls:

—¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

Redrought y su caballería se abatieron sobre la línea de piqueros enemigos,


barriéndolos a un lado y otro en medio del fragor y los desgarradores alaridos
de los hombres de ambos bandos al caer mortalmente heridos. Las largas
lanzas dejaron sin ocupantes muchas de las sillas de montar, pero los
soldados profesionales y la milicia se abalanzaron hacia la brecha, abriéndose
paso entre las tropas imperiales hasta llegar a un grupúsculo que luchaba
denodadamente alrededor del estandarte de guerra, que ondeaba primero a
un lado y luego al otro, conforme manos desesperadas trataban de apoderarse
de él; los polipontanos lo defendían con toda su fiereza. Redrought y Theowin
habían caído de sus respectivos caballos y ahora dirigían a pie la lucha por
hacerse con el estandarte de guerra, repartiendo sablazos entre los tenaces
soldados que se les ponían por delante.

Caían a mansalva en ambos bandos, mientras el rey encabezaba una y otra


vez la interminable serie de ataques contra los enemigos, cuya disciplina
conservaron en todo momento mientras reorganizaban constantemente sus 99
líneas y se negaban a ceder el estandarte a las Tierras de Hielo. Al final,
Redrought logró romper sus defensas, pero justo en ese momento lady
Theowin cayó bajo una avalancha de espadazos.

Bramando de furia y dolor, Redrought se lanzó a la carga, barriendo todo lo


que se le ponía delante, trazando círculos con el hacha de guerra que había
tomado de la mano inerte de Theowin. Los últimos polipontanos lucharon
ferozmente, pero acabaron sucumbiendo bajo el hacha del rey, hasta que al
final éste se encontró solo frente al portaestandarte, el último hombre que
quedaba en pie de todo el ejército invasor.

El portaestandarte llevaba puesto el caso con penacho y la elegante armadura


bruñida de su uniforme de oficial, pero su espada estaba manchada de sangre
de tanto haberla usado, y afiladísima, y él luchaba por el honor de sus
compañeros caídos. Redrought y el portaestandarte intercambiaron tajos y
paradas, girando alrededor del mástil de la bandera, que el polipontano había
clavado profundamente en el suelo. Cada espadazo que daba iba impulsado
por su desesperación y su sed de matar al bárbaro rey que había destruido su
ejército, pero, además, era un veterano con experiencia en más de una
veintena de campañas militares y combatía con la destreza que daba tan larga
carrera. Tajo y estocada, parada y finta, su economía de movimientos y la
medida de su táctica eran soberbias. Pero Redrought no tenía ni el tiempo ni
las ganas de detenerse a admirar su finura como espadachín, y al menor
atisbo de un hueco en su defensa, le asestó un profundo hachazo donde se
encuentran cuello y hombro, y el último polipontano cayó finalmente.

Triunfal, Redrought agarró la bandera de guerra y la sostuvo en alto lanzando


un grito exaltado. Pero a sus pies, el portaestandarte sintió un arrebato de
odio, que pudo más que su dolor, y con el último aliento alargó el brazo y
clavó la espada en el vientre de Redrought.

Un extraño silencio fue abatiéndose poco a poco sobre el campo de batalla.


Solo se oían los gemidos de los moribundos y el ulular del viento helador.

100
Capítulo 9

T
hirrin siguió con la mirada la última carreta que salía pesadamente por
las puertas de la ciudad y espoleó a su caballo con suavidad para
emprender la marcha. Asombraba el silencio absoluto en que estaba
sumido Frostmarris. Había desaparecido hasta el habitual olor a humo de
leña, tan típico del invierno, y las calles, en contra de lo que sería natural, no
olían a nada salvo tufo a excrementos allí donde alguno de los numerosos
caballos había depositado una boñiga.

En sus mil años de historia, la capital solo había sido evacuada una vez.
Ahora, despejados como estaban los caminos por la falta de nieve, no había
más remedio que volver a hacerlo. Thirrin tuvo que admitir que si vencían los
polipontanos, Frostmarris quedaría a su merced y resultaría imposible resistir
a un asedio en pleno invierno.

Cerca del arco que daba al largo túnel que acababa en la puerta principal de
la ciudad, detuvo a su caballo con un tirón de las riendas y echó la vista
atrás, a la fortaleza real, encaramada en lo alto de la colina. En la torre del 101
homenaje ondeaba aún en el viento helado el estandarte de batalla de las
Tierras de Hielo, con su oso blanco, alzado sobre los cuartos traseros,
perfectamente visible sobre el fondo del cielo azul inmaculado.

—Regresaré en primavera —susurró—. ¡Y vendré con un ejército que


expulsará a cualquier invasor, incluso a Scipio Bellorum!

Giró de nuevo y se metió por el túnel, donde el frío del mundo exterior
formaba una corriente de aire tan gélido que tuvo que cruzarlo con los ojos
cerrados hasta llegar por fin a la puerta principal y emerger a la brillante luz
del sol de aquel día invernal, limpio y frio. Oskan la estaba esperando junto a
una escolta de diez jinetes de la caballería. Al verlos, Thirrin hizo una señal a
los soldados para que fuesen por delante, y mirando al hijo de la bruja a los
ojos, le indicó imperiosamente que se pusiese a su lado.

Oskan iba montado en una mula mansa que tenía las orejas largas como
espadas y una cara de camello ligeramente divertido. Aunque Thirrin podía
ver que la bestia era fuerte y se dejaba llevar sin problemas, habría preferido
que uno de sus consejeros más importantes hubiese escogido cabalgar a
lomos de un caballo de batalla.

Thirrin contempló la larga columna serpenteante de carretas, caballos y


ganado que avanzaba lentamente por la llanura camino de la calzada norte.
—Vamos a tener que ir más deprisa si queremos llegar a la provincia de los
hipolitanos antes de que empiecen las nevadas.

—Maggiore Totus se está ocupando de eso en estos momentos —respondió


Oskan—. Ha comunicado al comandante de la caballería que debe apretar el
paso y ha colocado jinetes en la retaguardia para espabilar a los rezagados.

La princesa regente asintió en silencio y dijo:

—¿Dónde exactamente encontraste esa mula?

Oskan acarició el cuello del animal.

—Me la dio el mozo mayor. Jenny es dócil y gentil, y tan fuerte como dos
caballos.

Thirrin, cuyo corcel era considerablemente más alto, lo miró desde arriba.

—¿Jenny?

—Sí. ¿A que le pega el nombre? Sabe que no soy muy buen jinete y es
indulgente conmigo.

—¿Ah, sí? —replicó Thirrin, en un tono de voz tan gélido como el viento—. ¿Y
también es capaz de cabalgar a galope tendido? 102
Dicho eso, princesa y corcel se lanzaron a la carrera por el camino de acceso a
la ciudad, directos a la llanura. La mula de Oskan ejecutó un asombroso
cambio de velocidad y su jinete tuvo que agarrarse desesperadamente a ella
para no caer. En un momento dado incluso pareció que iban a adelantar al
alto caballo de Thirrin, cuyos cascos retumbaban con fuerza en la tierra, por
delante de ellos. Y cuando la muchacha tiró de las riendas, apenas pudo
disimular su sorpresa al ver que la mula se ponía a su altura en un periquete,
con un jadeante Oskan abrazado a su cuello.

—Podrá conseguirlo, supongo —admitió Thirrin.

La columna de carretas fue avanzando por el camino a lo largo de la mañana,


a un paso más rápido gracias a que la escolta de caballería iba recorriéndola
de cabo a rabo para instar a los ciudadanos a no quedarse atrás. Thirrin iba a
la cabeza de la columna junto con sus dos consejeros y los comandantes de
los destacamentos reducidos de la caballería y los housecarls. Resonaban por
el llano el llanto de los bebés, el ladrido de los perros y las voces de los
urbanitas cuando lanzaban alguna que otra imprecación, pero en el fondo
todos se sentían de bastante buen ánimo. Redrought siempre había dicho que
las gentes de Frostmarris daban lo mejor de sí en situaciones de crisis, y por
lo visto no se equivocaba. No hubo peleas, hubo muy pocas discusiones, y,
pese a las muchas quejas, nadie se negaba a echar una mano a otro cuando
era necesario.

Las cosas parecían ir tan bien como lo permitían las circunstancias, pero
Thirrin sentía una profunda preocupación. ¿Cómo podía mantener la
esperanza de conducir sano y salvo a su pueblo al territorio hipolitano en lo
más crudo del invierno? Tenía suerte de que no hubiese empezado a nevar
todavía, pero sabía que solo era cuestión de tiempo. ¿Qué haría entonces?
Sus asesores eran un viejo que sabía más de libros que de la realidad de la
guerra y un chico apenas un poco mayor que ella. No contaba con nadie en
quien confiar y con catorce años no se veía preparada para conducir a nadie a
ningún sitio, menos aún a toda la población de una ciudad.

No obstante, como daba imagen de líder fuerte, sus súbditos parecían confiar
mucho en ella y estar de acuerdo con sus planes. Una de las lecciones era que
a veces lo único que la gente quería de sus superiores era una apariencia de
fuerza y seguridad.

Aun así, conforme transcurría el tiempo e iban acercándose a las lindes del
Gran Bosque, empezó a aumentar la inquietud entre los evacuados. La ruta 103
con destino a su refugio hipolitano pasaba por esa gran extensión de árboles,
que muchos contemplaban con el semblante apesadumbrado de temor
supersticioso. Durante generaciones se había asustado a los niños que se
portaban mal diciéndoles que se los llevarían los fantasmas y los monstruos
de aquel bosque, y hasta los mayores veían sus sueños invadidos por esa
terrible imagen y volvían a sentirse como críos atemorizados. Ahora, con las
ramas nudosas y desnudas de los árboles en invierno o alzándose sobre la
línea del horizonte cual nubarrón de tormenta cada vez más voluminoso,
todos esos miedos iban a convertirse en una espeluznante realidad. Solo un
puñado de cazadores se atrevía a adentrarse por sus extrañas sendas, y, si
bien el ejército enviaba patrullas por la calzada norte con bastante
regularidad, para la mayoría aquél seguía siendo un lugar misterioso y
temible. A medida que se aproximaban, el bosque parecía afanarse en hacer
honor a su reputación; el viento gélido recorría sus millas de montes y valles
arbolados, dándole así voz, gimiendo y aullando lúgubremente como una
manada de lobos fantasma. Pronto, incluso el bebé más llorón guardó silencio
y en los rebaños dejó de oírse hasta el más leve balido. Mientras, la sombra
del bosque iba acercándose y ganando en altura.

—Sí están preocupados de verlo nada más, esperad a ver lo que pasa en
cuanto se den cuenta de que van a tener que acampar en él toda una semana
—dijo Thirrin.
—Cierto —replicó Maggiore Totus mientras ajustaba con manos inexpertas las
riendas de su dócil yegua—. Considero que debería recordarse a los
ciudadanos dicha situación, para que después no se lleven sorpresas.

Thirrin estuvo de acuerdo e hizo una señal al comandante de la caballería


para que se aproximase.

—Decid a la gente que compruebe que tiene todo lo necesario para acampar
unas cuantas noches en el bosque.

El comandante saludó y se alejó al trote para transmitir el mensaje a su


tropa.

—Tal vez debería hablar con la gente —propuso Oskan—. La mayoría sabe
quién soy y que vivo en el bosque, y ellos mismos pueden ver que nunca me
ha pasado nada por eso.

—Pero, mi querido Oskan —señaló Maggiore amablemente—, tú eres hijo de


una bruja. De una bruja blanca, de acuerdo pero bruja al fin y al cabo, una
de las criaturas que la gente teme que habiten en el bosque. Me parece que
sería mejor que no aludiesen a tus orígenes.

—Pero mi madre era una buena mujer, una sanadora. Muchos ciudadanos de
Frostmarris se beneficiaron de sus cuidados.
104
—Cierto, pero creo que no tienes en consideración la actitud colectiva de un
numeroso conjunto de personas asustadas. Si se les recuerda que en su día
vivió en el bosque una bruja blanca que las ayudó, podrían recordar también
la posibilidad de que haya brujas negras con poderes para hacer justamente
lo contrario.

Thirrin había estado escuchando la discusión y era consciente de que debía


aprovechar cualquier oportunidad que la ayudase a mantener unido a su
pueblo. Tras reflexionar unos instantes, dijo:

—Creo que los ciudadanos han pensado ya bastante en las criaturas


malvadas que pueden habitar en el bosque y que es hora de recordarles que
también viven en él cosas buenas. Oskan, habla con ellos.

A todos los que estaban lo bastante cerca para oírla les llamó la atención
cuánto se parecía a su padre en su manera de expresarse, lo cual fue un gran
consuelo.

Oskan sonrió a Thirrin y fue con su mula por la hilera de carretas,


deteniéndose acá y allá para hablar con sus conductores o con personas que
avanzaban trabajosamente a pie.
—Ya sé que te parecerá una paparrucha supersticiosa, Maggie, pero voy a
decirle a Oskan que lleve a cabo… —Thirrin se encogió de hombros mientras
buscaba la palabra más adecuada—. Algo… algún tipo de ceremonia antes de
penetrar en el bosque. Algo que ayude a la gente a creer que cuentan con
protección, de alguna manera.

—Todo lo contrario, mi señora, estoy de acuerdo con vuestra idea —respondió


Maggiore, y sonrió—. Es de sabios utilizar todo lo que tengamos a nuestro
alcance para mantener la calma y la serenidad de los ciudadanos. Con mucho
gusto contaré los cánticos que deseéis y agitaré todo el incienso que
consideréis necesario.

Thirrin sonrió.

—Gracias, Maggie. Esperaba que dijeras algo así.

***
La larga hilera de refugiados avanzaba tan despacio que antes de llegar por
fin al borde del bosque había transcurrido ya toda la mañana, y, aunque el
sol todavía brillaba sobre el horizonte, hacia el oeste, la noche se había
formado ya bajo la tupida cubierta de ramas del bosque. La inmensa
congregación humana se detuvo, en medio de un silencio sepulcral, ante los
105
dos grandiosos árboles (un roble y un haya) que cubrían el sendero con sus
ramas, formando así un arco natural de entrada a un mundo totalmente
distinto.

Thirrin hizo una seña a Oskan para que se acercase. El joven acababa de
volver de su misión de tranquilizar a la gente.

—Creo que sería buna idea llevar a cabo algún tipo de ceremonia protectora
antes de que nos adentremos en la espesura —dijo.

—Muy bien. ¿Y quién sugieres que lo haga? —preguntó Oskan.

—Tú, por supuesto. Tienes contactos con brujas blancas y, por añadidura, la
categoría oficial de consejero real. La ceremonia tendrá más peso si la diriges
tú.

—¡Yo! —exclamó Oskan—. Pero si no soy sacerdote, ni tengo poderes


especiales. Además, ¿qué se supone que he de hacer, exactamente? ¿Frotar
dos palitos y farfullar abracadabras?

—Si es preciso, sí —dijo Thirrin con un tono mucho más tajante de lo que en
el fondo sentía—. Me da igual lo que hagas, siempre que parezca convincente
y que a la gente le dé menos miedo cruzar el bosque.
—O sea, me estás diciendo que haga el bufón delante del respetable, ¿no? —
se quejó. Estaba empezando a pensar que Thirrin solo lo utilizaba para
favorecer sus intereses.

—Mira, de verdad me da igual lo que sea, con tal de que estas personas
puedan sentir que no pasa nada por dormir entre los árboles —replicó
Thirrin, que de repente se sintió terriblemente cansada y harta.

—Pues no solo no sé hacer nada, sino que no pienso hacer nada —repuso él
muy enfadado, mientras los miraban con curiosidad los primeros integrantes
de la columna de exiliados—. ¡Me sentiría… idiota!

Maggiore Totus espoleó a su dócil yegua para acercarse a ellos.

—Oskan, mi querido amigo, esta guerra está consiguiendo que hagamos cosas
que en circunstancias normales no haríamos ni en sueños. —Sonrió
dulcemente y al instante su influjo actuó como una corriente apaciguadora
entre todos ellos—. Mírame a mí: he visto más inviernos que Jack Escarcha ¡y
estoy montando a caballo y llevando de un lugar a otro a toda una población
como si lo hubiese hecho toda la vida! Necesitamos tu ayuda, Oskan.

El muchacho se quedó mirando el suelo unos minutos con semblante huraño.


Antes de conocer a Thirrin vivía tan libre como los animales salvajes en el 106
bosque, y ahora todo el mundo le pedía cosas. ¿Ése era el precio de su
amistad? ¿Merecía la pena? No estaba seguro; necesitaría pensar en ello en
cuanto tuviese un poco más de tiempo.

Al final levantó la barbilla y dijo con firmeza:

—No puedo llevar a cabo ningún tipo de rito protector, pero sí creo que
deberíamos pedir al rey Roble y a sus soldados permiso para entrar en sus
dominios con tantísima gente. Podría hacerse en forma de ceremonia y,
además, podría garantizarnos su amparo.

Thirrin soltó un suspiro de alivio. Pero luego, un tanto confundida y


recordando que él había osado llevarle la contraria, le espetó:

—¿Y qué le ha pasado al rey Acebo?

—Evidentemente ya no te acuerdas de nuestras nanas y nuestras canciones


tradicionales. Los dos reyes luchan todo el año por hacerse con el poder. El
rey Acebo gobierna desde el solsticio de verano, cuando empieza a debilitarse
la energía del sol, y el rey Roble ocupa el trono de las estaciones a partir del
solsticio de invierno, cuando el poder del sol comienza su lento retorno. Así
pues, si queremos ser diplomáticos y mantener buenas relaciones con el
actual gobernante del bosque, deberíamos solicitar el derecho a transitar por
sus dominios, especialmente porque hasta ahora solo has comunicado al rey
Acebo tus saludos reales.
Thirrin guardó silencio unos instantes. No le gustaba la idea de que hubiese
otro monarca en las Tierras de Hielo. Pero era consciente de su desesperada
necesidad de ganarse aliados. Además, poco a poco en su cabeza empezó a
cobrar forma una idea.

—¿Puedes pedir a los soldados de ese rey que velen por nosotros mientras
cruzamos sus tierras?

Oskan la miró extrañado.

—Bueno… sí… si quisiera.

—Bien. Hazlo, pues. ¿Qué necesitas?

—Nada… Bueno, tal vez unos cuantos barriles de cerveza e hidromiel, si


tenemos —respondió, sintiendo aún que de alguna manera lo estaban
manipulando.

—La cerveza no será problema. Del hidromiel no estoy muy segura. Ordenaré
inspeccionar las carretas.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontraron cinco grandes barriles de cerveza


y otros dos, más pequeños, de hidromiel. Los colocaron en el centro del
camino, debajo del arco formado por el roble y el haya. La gente empezó a 107
aglomerarse, expectante. Sabían que estaba ocurriendo algo, y corría el rumor
de que Oskan Hijo de la Bruja se disponía a realizar algún tipo de magia.

De haber sabido que todo aquel gentío lo veía como un brujo y esperaba que
se comportase como tal, Oskan se habría negado a seguir adelante. Por suerte
no sabía nada de eso, y al poco rato su silueta alta y delgada pudo verse bajo
el arco que formaban los dos grandes árboles, con los brazos extendidos hacia
el cielo. Thirrin hizo una seña a una corneta de la caballería y una fanfarria
resonó por todo el bosque, extrañamente silencioso. La voz de Oskan retumbó
con un poderío asombroso y Thirrin se sorprendió preguntándose si se
trataba de otro de los trucos que había aprendido de su madre. Pero reprimió
todo pensamiento y se concentró en escuchar sus palabras.

—Saludos de la princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince


del Septentrión, heredera del trono de las Tierras de Hielo y regente del reino
de su padre, el rey Redrought, que se encuentra librando una batalla contra
los invasores del Imperio del Polipontus. Saludos a su majestad el rey Roble,
monarca del bosque y de todos los sitios salvajes. La princesa tiende la mano
de la amistad a su majestad el rey Roble, monarca del bosque y solicita
permiso para entrar con su pueblo en sus dominios, camino del reino
hipolitano, donde buscan refugio frente a los invasores polipontanos y sus
huestes. La princesa ofrece a su majestad estos pocos presentes, como
prueba de amistad. —En ese punto, Oskan hizo una pausa y señaló los
barriles, en un movimiento amplio y circular—. Y solicita no tengáis en cuenta
lo escaso de los mismos, pidiendo vuestra comprensión dada la situación de
crisis. También solicita que su majestad le conceda el favor de que sus
soldados velen por su pueblo mientras cruzan sus dominios, y promete
amistad y alianza eternas con el rey Roble y sus súbditos.

A Thirrin le sorprendió mucho la formalidad del lenguaje que utilizaba Oskan


y supuso que habría encontrado un momento para hablar con Maggiore Totus
mientras ella revisaba las carretas en busca de hidromiel y cerveza. Pero más
sorprendente aún era la imagen imponente que aquel joven delgaducho había
logrado crear con su forma de moverse y actuar, debajo de la cobertura de
ramas. Su largo manto color azul medianoche y su vistosa casaca roja, ambos
regalo de Thirrin con motivo del Solsticio, parecían resplandecer a la luz del
ocaso, mientras su silueta delgada arrojaba una larga sombra hacia el interior
del bosque. Con todo, lo más extraordinario fue la indescriptible aura de
poder que parecía flotar a su alrededor mientras permaneció en silencio,
después de su discurso. Tal vez Oskan se negase a admitir que había
heredado dones de su madre, pero lo cierto es que en ocasiones Thirrin
estaba casi segura de que el muchacho atesoraba muchas más cosas de lo
que él mismo sabía siquiera.

Al cabo de un rato la gente empezó a removerse y un murmullo fue 108


extendiéndose entre la muchedumbre como el sonido del mar. De repente se
levantó un fuerte viento que ululó entre las copas desnudas de los árboles y a
continuación cesó por completo; fue como si alguien hubiese abierto y cerrado
rápidamente una gigantesca puerta un día de tormenta. Se hizo el silencio y
de pronto se vio aparecer un grupo de unas veinte extrañas figuras.

Thirrin se inclinó hacia delante en su silla de montar y observó a los recién


llegados con atención. Eran todos tan altos como el housecarl más alto que
hubiese visto nunca. Su armadura le recordó la que llevaban los soldados del
rey Acebo que había conocido justo antes de las celebraciones del solsticio de
invierno: parecía hecha de hojas bruñidas de diferentes tamaños, y los tapaba
de pies a cabeza. La poca piel que quedaba al descubierto era de color de la
corteza de los árboles y tenían unos ojos verdes tan brillantes como las hojas
de roble nuevas. Thirrin oyó que alguien se movía detrás de ella y supo
instintivamente que un jinete estaba a punto de desenvainar la espada. Por
eso hizo una seña para qué estuviesen todos quietos.

Oskan dio unos pasos al frente y alzó una mano a modo de saludo. Un
soldado de roble respondió levantando la lanza y a continuación la posó
firmemente en el suelo, junto a sus pies. Después quedó inmóvil, mientras un
lento murmullo de asombro se elevaba de la muchedumbre que abarrotaba el
camino y la zona circundante. Thirrin espoleó a su caballo y saludó a los
soldados.
—Soy la princesa Thirrin. Llevad mis saludos personales a vuestro real señor
y agradecedle su paciencia y comprensión, al dejar que lleve a mi pueblo
hasta la tierra de los hipolitanos, allende de la frontera norte del Gran
Bosque. Transmitidle mi sincero agradecimiento y la amistad de la Real Casa
del Escudo de Tilo.

Una vez más, el soldado roble saludó y volviéndose hacia sus compañeros, les
hizo una seña para que recogiesen la ofrenda de cerveza e hidromiel. Los
rayos de sol eran ya horizontales e iluminaban los troncos y las ramas de los
árboles con un resplandor suavemente dorado. Con esa luz, los soldados se
metieron de nuevo por la espesura y desaparecieron sin más. De nuevo, una
ráfaga de viento sopló entre los árboles, levantando con furia la hojarasca y
empapando a los espectadores con el rico aroma a tierra mojada y humus.
Entonces, con la misma rapidez con que se había alzado, el viento cesó y
regresó el silencio.

—¡Vaya, vaya! ¡Que fascinante! —exclamó Maggiore Totus desde su mula,


detrás de Thirrin—. Salvo que estemos todos bajo los efectos de una histeria
colectiva, creo que voy a tener que modificar mis puntos de vista sobre la
historia natural. Al parecer, el rey Roble y su pueblo, así como, por natural
extensión, el rey Acebo y sus súbditos, existen de verdad. Señora, observaros
ha supuesto una importante aportación a mi cultura. 109
—Y no te olvides de los hombres lobo, Maggie —respondió Thirrin.

—No, ciertamente. ¿Cómo iba a olvidarme de ellos?

—Solo has de nombrar cualquier otro animal que consideres que pertenece al
mundo mitológico. Me da la sensación de que en los próximos meses
tendremos bastantes probabilidades de encontrárnoslos frente a frente.

Redrought se recostó lo más cómodamente que pudo. El dolor había remitido


bastante y ya solo se sentía muerto de agotamiento. A su alrededor el
panorama era desolador. Hasta donde le alcanzaba la vista, solo podía ver
soldados muertos o gravemente heridos, tendidos allí donde habían caído, si
bien en las últimas horas habían cesado casi todos los gemidos y solo el
aleteo ansioso de las cornejas perturbaba el silencio.

Empezada a sentirse mareado, probablemente —como razonó a duras


penas— a causa de la pérdida de sangre. Y sin lugar a dudas estaba
disminuyendo su capacidad de ver. Ya no podía estar seguro de si el cielo se
estaba llenando de nubarrones o no. Si de verdad el general Nieve estaba en
camino, entonces podría marchar feliz. Había aplastado al primer ejército
polipontano y Thirrin dispondría de tiempo suficiente para preparar la
ofensiva de primavera. Sonrió gratamente. Su hija era una jovencita
formidable y sería una reina digna de temer; ¡la mezcla de la sangre real de
las Tierras de Hielo con la sangre de las mujeres guerreras del reino
hipolitano había dado como resultado un lince! El joven Oskan iba a tener
que echar mano de todos sus poderes de brujo su quería seguirle el ritmo. Rió
con ganas. De repente se calló. Cuando estaba casi a punto de perder
definitivamente la visión, aparecieron ante él tres siluetas. Eran altas y
llevaban armadura, como los vistosos housecarls, pero cuando se acercaron,
se dio cuenta de que se trataba de tres jóvenes hermosísimas.

—¡Salve, Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del Septentrión! —dijo


una de ellas con una voz fuerte y melodiosa a la vez—. ¡Debes dejar atrás todo
esto y venir con nosotras!

—¿Adónde? —preguntó él, sobrecogido ante la presencia de aquellas jóvenes.

—¡A Asgard! Hay un sitio esperándote en el Salón de Wahalla. Ven, no debe


hacerse esperar al señor Odín.

Redrought se sorprendió al ver que podía ponerse en pie y que no sentía ya


dolor alguno. Las aguerridas jóvenes sonrieron y, tomándolo de la mano, lo
llevaron hacia un hermoso puente hecho de luz y de los colores del arco iris. 110

El paso de montaña de la cordillera Doncellas Danzantes estaba abierto aún,


y el regimiento de la caballería polipontana lo atravesó al trote sin el menor
impedimento. Los había enviado su comandante como esfuerzo del ejército
invasor que había partido tres días antes, y estaban plenamente convencidos
de que habría un cómodo campamento esperándolos, o hasta alojamientos en
alguna de las ciudades capturadas. No había aparecido ningún mensajero
para informar de las previsibles victorias, pero no era raro. Un país pequeño
como el de las Tierras de Hielo no plantearía dificultades a las fuerzas
polipontanas. Y proclamar dicha victoria sería algo así como decir una
obviedad.

El oficial de la caballería, Cassius Brontus, era joven, y se había llevado una


gran decepción al ver que no lo incluían en la primera tanda de fuerzas
invasoras. Pero la disciplina lo era todo y aceptó las órdenes sin rechistar.
Ahora conducía a su tropa de un millar de jinetes hacia una campaña que no
comenzaría propiamente hasta la primavera y estaba feliz de pensar que
podría honrar el nombre de sus antepasados.
La idea de iniciar la invasión en invierno y asegurar un asentamiento para el
año siguiente había sido propuesta por el gran general Scipio Bellorum y sin
duda había pillado totalmente por sorpresa a los ejércitos del pequeño país.
Metido en su alforja, Cassius Brontus llevaba un mapa del Cuadrante Sur de
las Tierras de Hielo que ese mismo año habían dibujado los cartógrafos espías
del Imperio. Todo estaría igual, pero, aunque hubiese cambiado algo,
esperaba encontrar al victorioso ejército imperial tan solo con seguir la senda
de destrucción y muerte que habría dejado a su paso.

Divisó el collado y ordenó a sus huestes detenerse. El manual de


entrenamiento de la caballería dictaba que en todo territorio no asegurado los
soldados debían cabalgar con los sables desenfundados y los escudos en
ristre, y, aunque pensaba que aquellas tierras habían caído ya en manos
polipontanas, ordenó que así se hiciese, pues no había recibido ninguna
confirmación a ese respecto. A medida que avanzaban fue apareciendo ante
su vista el ancho país. Ante ellos tenían una tierra salvaje y fiera de rocas
partidas y pedregales, que bajo el resplandeciente cielo azul, en el que brillaba
un sol deslumbrante, poseía tal indómita belleza que el joven oficial se
estremeció. Si sus pobladores se parecían en algo al país que habitaban,
entonces el Imperio del Polipontus habría de vérselas con un digno
adversario.
111
Los jinetes fueron adentrándose en aquel territorio en formación de batalla.
Bajando por el camino que partía del paso de montaña, enseguida
encontraron muestras de la resistencia al avance del ejército imperial; había
caballos muertos y pertrechos rotos, tirados allí donde habían caído o donde
los habían soltado. Cassius Brontus estaba perplejo. Lo normal habría sido
retirar los restos tras una escaramuza, salvo que, por supuesto, el ejército
estuviese sometido a una gran presión. Sus soldados pasaron junto a los
restos de la batalla sin apenas dedicarles atención. En ocasiones anteriores
los ejércitos habían tenido que luchar a brazo partido, y al final siempre
habían salido vencedores.

Pero al poco rato volvieron a toparse con armas y utensilios rotos, y después
con los restos carbonizados de cuatro carretas de vituallas. Incluso había seis
cañones destrozados, con sus carros quemados y ennegrecidos y los cañones
partidos tras lo que debía de haber sido un ataque asombrosamente feroz a
martillazos. Cassius Brontus detuvo a sus huestes y les ordenó cargar las
armas de fuego. Cada jinete llevaba dos de aquellas pistolas de cañón largo,
metidas en sendas fundas a los lados de la silla de montar. Obedecida la
orden, reanudaron la marcha, pero esa vez el joven oficial envió exploradores
y una avanzadilla a comprobar el terreno.

Cinco minutos después regresaron los exploradores, anunciando que el


campo de batalla estaba justo delante. Cassius Brontus respiró aliviado.
Evidentemente, el ejército polipontano había acorralado al enemigo con
prontitud, y por lo menos él y su tropa no tendrían que recorrer mucha
distancia antes de que se les asignase un cuartel. Pero en ese momento
apareció la avanzadilla a lo lejos, cabalgando con premura y mirando hacia
atrás por encima del hombro, el oficial ordenó inmediatamente a su tropa que
estuviese alerta.

—¡Todos muertos, señor! ¡Están todos muertos! —gritaban los jinetes de la


avanzada sin parar de galopar hacía el regimiento. Con los ojos fuera de las
órbitas, frenaron en seco, lo que hizo que sus monturas levantaran los
cuartos delanteros y creó un pequeño aluvión de piedras sueltas.

—¡Informad con claridad! —les ordenó Cassius Brontus en tono cortante—.


¿Quiénes están muertos? ¿Cuántos son y dónde están?

—La fuerza imperial invasora al completo, señor. A media milla de aquí.

El impacto de sus palabras lo dejó petrificado. ¿Un ejército polipontano,


barrido por entero? ¡Imposible!

—¡Os habéis equivocado! Tal vez haya algunos soldados del Polipontus
mezclados entre los caídos, pero lo que debéis de haber visto son los restos
del ejército de las Tierras de Hielo. 112
—Sí, señor. También el suyo está allí. Hemos visto su estandarte de guerra
tendido en el suelo junto al nuestro.

—¡Nuestro estandarte de guerra, caído!

—Sí, señor. Lo sostiene el cuerpo de un hombre descomunal de barba roja


ataviado con fina armadura. Nuestro portaestandarte está muerto debajo de
él.

En medio del silencio de la conmoción, el joven oficial extrajo la conclusión


evidente. Los dos ejércitos se habían destrozado mutuamente y la descripción
de aquel guerrero descomunal de barba roja encajaba con Redrought, rey de
las Tierras de Hielo.

Al instante, repuesto enseguida del impacto, mandó a dos mensajeros de


vuelta a casa por el paso de montaña para que comunicasen la noticia del
desastre, y a continuación ordenó avanzar a su tropa en formación de
batalla. Su ágil cerebro trabajaba a toda velocidad. Probablemente las Tierras
de Hielo habían arriesgado todas sus fuerzas para tratar de aplastar al
ejército invasor, y casi con toda seguridad no habría sobrevivido ni un soldado
para defender la tierra, que quedaba así al alcance de quien quisiera
apoderarse de ella. Si actuaba con la suficiente celeridad, el nombre de
Cassius Brontus perviviría por siempre en el Imperio del Polipontus. Por lo
menos sabía que el heredero del trono de ese pequeño país no era más que
una niña de unos trece o catorce años. ¿Quién la protegía ahora? ¿Un puñado
de sus bárbaros guardias? ¿Un hate? Él contaba con todo un regimiento de
disciplinados jinetes curtidos en la batalla. Si aprovechaba la situación,
podría llegar al palacio y capturar a la muchacha. Una reina títere puesta en
el trono de un reino vasallo por una simple cohorte del ejército invasor. ¡Con
eso tendría el porvenir resuelto! Ascensos… Quizá hasta poseería su propio
ejército. Y más adelante incluso un escaño en el Senado.

Ordenó pasar al trote. Por el angosto cañón por el que discurría el camino
resonó el eco de la trápala de cascos, hasta que las paredes de roca se
abrieron y la vía desembocó en una amplia meseta, desierta bajo el brillante
sol de invierno. De manera espontánea, los jinetes tiraron de las riendas. Ante
ellos se extendía un panorama que ninguno de ellos había visto en su vida:
un ejército polipontano derrotado y destruido, esparcido por todo el terreno
como los árboles caídos de un bosque arrasado. Por mucho que los informes
de los exploradores los hubieran puesto sobre aviso, fue un impacto terrible.
En más de trescientos años ninguna fuerza armada de su país había sido
vencida, y ahora tenían ante sí a toda una hueste invasora completamente
destrozada.

El primero en reponerse de la impresión fue Cassius Brontus. Tenía un plan


que llevar a cabo, y su poderosa ambición le dio el empuje que necesitaba. 113
Ordenó asegurar la zona y envió más mensajeros a casa para pedir a la
intendencia suministros y las tiendas más recias que hubiese. Era evidente
que aún no se había tomado ninguna ciudad, y si el Imperio del Polipontus
quería conservar un mínimo de presencia en ese país, iban a tener que
prepararse para soportar el invierno más frío y largo que hubiesen conocido
jamás.

Sus soldados recorrieron la zona por grupos para buscar supervivientes y


controlar el lugar. Brontus se disponía a enviar exploradores al norte por la
calzada para prevenir cualquier sorpresa que les tuviesen preparada las
fuerzas de las Tierras de Hielo, y acababa de partir ya un segundo ejército,
cuando de repente divisó a lo lejos unas cinco o seis siluetas que bajaban a
todo correr desde unos montes a la zona del campo de batalla donde más
cadáveres había. En un primer momento creyó que eran seres humanos, pero
enseguida empezó a dudar. Corrían sobre dos piernas, desde luego, pero
incluso desde aquella distancia se veía que eran unas criaturas enormes. Y, o
bien llevaban puestas una especie de pieles, o bien… ¡era su propio pelaje!
Cassius Brontus vio que también los había divisado una compañía de la
caballería, que ejecutó un viraje soberbiamente disciplinado y galopó hacia
aquellas extrañas criaturas. Las cinco siluetas se detuvieron y se dieron la
vuelta para hacer frente a la carga. Los soldados dispararon una lluvia de
balas. Se oyeron entonces unos extraños aullidos. Los caballos recularon y
relincharon y los sables de la caballería resplandecieron al sol, listos para
librar una cruenta lucha. Pero ésta no duró mucho. Antes de que pudiera
unírseles otros soldados, diez caballos salían disparados sin sus jinetes por la
pedregosa llanura.

A la velocidad del rayo, las criaturas corrieron hacia el lugar que habían
quedado los estandartes de batalla caídos, y arrancándolos de sus mástiles,
los metieron hechos una bola en un burdo saco que llevaban consigo. Cassius
Brontus observó la escena en silencio. Era de ese tipo de comandantes nada
proclive a «bailar al son que toca», como rezaba el dicho, y habiendo perdido
ya a diez hombres, no estaba dispuesto a arriesgar la vida de ninguno más.
Las peludas criaturas rebuscaron entre el espantoso montón de cadáveres,
agarraron a dos de los muertos y se alejaron corriendo a una velocidad
asombrosa hacia los montes de los que habían bajado. Varias de las
compañías de caballería repartidas por la zona salieron tras ellos, pero su
comandante hizo una seña a uno de los cornetas y le ordenó que tocase
retreta. Inmediatamente se impuso la estricta disciplina de las fuerzas
polipontanas y todas las compañías dieron media vuelta y galoparon hacia él.

—¡Comandante, esos seres se han llevado el estandarte de nuestro ejército


invasor! —exclamó, sin haber llegado aún a su lado, un oficial que estaba al
frente de unas de las compañías.

—Ciertamente. ¿Y para qué querríamos la mancillada bandera de un ejército


114
derrotado? ¿Para limpiarnos las botas con ellas antes del desfile de mañana
por la mañana?

—Bueno, no, pero…

—¿Pero qué? —pregunto con un deje de ironía.

—Es un estandarte del Polipontus.

—Es un trozo de tela sin valor ya. ¡Reunid a vuestros soldados y esperad
nuevas órdenes!

Las extrañas siluetas habían alcanzado ya la línea montañosa y se perdieron


de vista. Cassius Brontus estaba más que contento con verlas desaparecer.
Había oído curiosas historias sobre los monstruos que poblaban las Tierras
del Hielo y estaba empezando a pensar que acababa de tener contacto de
primera mano con unos cuantos de aquellos monstruos. Viendo lo que le
habían hecho a parte de su caballería, era un alivio que pareciesen no tener
ni el cerebro ni la disciplina necesarios para formar una efectiva fuerza de
combate. Y se estremeció al meditar sobre lo que planearían hacer con los
cuerpos que se habían llevado.
Capítulo 10

E
ra la cuarta noche que los refugiados pasaban en el bosque. Estaban
acampados en el camino principal, con las carretas de enseres
colocadas a guisa de parapeto hacia el sur y hacia el norte del
asentamiento, y habían encendido fogatas de vigilancia entre los árboles, a
intervalos regulares. Al principio la gente se había adaptado bastante bien a
las condiciones del lugar, y después de la ceremonia de Oskan en que se
presentaron los soldados del rey Roble, el terror que les infundía el bosque se
había visto remplazado por simple temor. Sin embargo, después de varias
noches sumidos en la densa tiniebla de los árboles, el miedo empezaba a
amenazar otra vez con descontrolarse en cualquier momento.

Con la esperanza de levantar la moral de la gente, Thirrin había organizado


un gran despliegue con los pocos soldados que tenía, colocándolos, ataviados
de pies a cabeza con su armadura de guerra, a lo largo de los improvisados
muros defensivos de las carretas y alrededor de las fogatas. Pero una vez que
se hubieron repartido por la casi media milla que ocupaba el campamento, los
doscientos guardias parecían no dar más de sí. 115
—¿Qué puedo hacer, Maggie? —le preguntó a su ex tutor. Estaban sentados
junto al fuego, cerca del parapeto sur. Primplepuss se había puesto cómoda
en sus rodillas para disfrutar el cálido resplandor de la lumbre e iba
atrapando delicadamente los trocitos de carne de pollo que Thirrin le daba—.
La gente está más contenta que antes, pero al primer aullido de lobo podría
transformarse en una muchedumbre histérica, loca de pánico.

—En realidad no podéis hacer nada. Solo llevarnos al otro lado de este bosque
lo más deprisa posible —respondió el pulcro hombrecillo—. A veces, hasta el
mejor líder aceptar las limitaciones de una situación y esperar simplemente
que todo salga bien.

—Eso no es lo que deseaba oír —replicó ella, sin querer atender a razones—.
¿Es que no puedes sugerir una solución mágica?

—Me temo que no es ése mi ámbito. Tal vez podríais preguntar a Oskan.

Los dos se giraron hacia el hijo de la bruja, que tenía la mirada perdida en un
punto distante y contemplaba en silencio la impenetrable negrura del bosque.

Thirrin le dio un golpecito con la punta del pie.

—¿Y bien? ¿Qué sugieres tú?


Oskan volvió hacia ella unos enormes ojos que parecían no ver nada.
Pestañeó, y sus dilatadas pupilas recobraron nuevamente el sentido de la
vista.

—Disculpa. ¿Decías algo?

—¡Sí! —respondió Thirrin, muy irritada—. ¿Qué podemos hacer para mejorar
la moral de la gente? Siguen teniendo miedo del bosque, y nos quedan por lo
menos dos días más de viaje hasta alcanzar su frontera norte. Maggie
pensaba que tal vez podrías recurrir a la magia.

—¡Yo no he dicho eso! —protestó Maggiore.

Oskan reaccionó encogiéndose de hombros.

—Ya te lo dije, no sé a qué te refieres cuando me hablas de magia. Mi madre


poseía algunos conocimientos, pero yo no soy ella. Además, la gente no tiene
nada que temer del bosque. Lo que debería darles miedo es la caballería.

—¿Caballería? ¿Qué caballería? —bramó Thirrin, lo que hizo dar un respingo


a Primplepuss, que la miró inquisitivamente.

—Una que viene del sur. Todavía no hay peligro. Están a un día de viaje como
mínimo. 116
—¿Cómo lo sabes? ¿Y qué caballería es? ¿Polipontana?

—Sí, polipontana. ¿Que cómo lo sé? —Volvió a encogerse de hombros—. Lo


sé, nada más.

—Entonces, ¿mi padre ha muerto y han destrozado su ejército?

—Solo veo esa caballería que viene hacia acá. No sé nada más. Lo siento.

Thirrin guardó silencio unos segundos, durante los cuales se permitió ser la
angustiada hija de un soldado que se había marchado a luchar en una
guerra. Pero luego se irguió y enderezó la espalda, mostrando que asumía de
nuevo la responsabilidad del trono.

—Maggie, ¿tú lo crees? ¿Oskan podría estar en lo cierto?

—Mi señora, desde que llegué a esta peculiar tierra del norte he aprendido
que el auténtico sujeto racional ha de tener siempre la mente abierta. Al fin y
al cabo, he visto seres legendarios caminando a plena luz del día y oído a un
hombre lobo avisar de una invasión, de modo que no me resulta difícil creer
en una sencilla muestra de clarividencia que advierte de la proximidad de una
tropa. Como mínimo, deberíamos prepararnos para cualquier eventualidad y
tomar todas las precauciones que podamos. Despachad a un jinete veloz a la
provincia hipolitana para pedir que nos manden ayuda lo antes posible, y
poned en la retaguardia a los pocos soldados que tenemos, mientras la gente
continúa la marcha lo más rápido que pueda.

—Oskan, ¿deberíamos seguir adelante esta misma noche? —preguntó Thirrin,


inclinándose hacia delante y mirándolo como si tratara de comunicarse con
alguien que apenas estuviese consciente.

—No —respondió él en un tono sorprendentemente relajado—. Al comandante


de la caballería lo mueve una gran ambición, pero sabe bien lo importante
que es que su tropa descanse. Además, el rastro que va siguiendo es tan
visible que está seguro de que no nos perderá. Básicamente nos toma por
tontos, y cuenta con capturar a la «princesita» en cuestión de un par de días.

Thirrin se puso lívida.

—¡«Princesita»! ¡No sabe que está persiguiendo al Lince del Septentrión, cuyos
dientes y zarpas están listos para saltarle al cuello! —Se puso en pie de un
brinco, dejando a Primplepuss hecha un lío en el suelo, y estuvo un minuto
andando a zancadas de un lado para otro. Luego volvió a sentarse y dijo para
sí—: ¿Cómo se va a ocultar el rastro de toda la población de una ciudad? ¡Es
imposible! Ya me gustaría ver cómo lo haría él.

—Lo que opine un tarado no tiene ningún valor, señora dijo Maggiore—. 117
Entretanto, aconsejo no decir nada a la gente sobre esta… posible
persecución. Como vos misma habéis señalado, haría falta muy poca cosa
para que cundiese el pánico.

Al frente de su caballería, Cassius Brontus atravesó la puerta principal de


acceso a Frostmarris. Había acudido directamente a la ciudad con su
regimiento montado, más otros quinientos jinetes que habían llegado a las
Tierras de Hielo poco después de haber recibido la noticia de la destrucción de
su fuerza invasora. Sin encontrar oposición alguna, había viajado con toda su
tropa por la calzada principal y en dos días llegaba a la capital.

Se habían acercado a los muros de Frostmarris con mucha cautela, pero


pronto fue evidente que los informes de sus exploradores eran correctos y que
la ciudad había sido abandonada. Con todo, cruzó las puertas principales con
extremo cuidado. Todos sus soldados lo seguían con las pistolas en la mano y
los sables desenfundados, al acecho de cualquier emboscada. Pero la capital
estaba desierta. El viento, frío y cortante, susurraba fantasmagóricamente por
las calles vacías. Acá y allá se cerraba de golpe una puerta y el eco invadía la
intensa quietud del lugar. Para la encendida imaginación de la joven cohorte,
todas las ventanas los observaban al pasar. En los muros de las casas
rebotaba sin cesar el eco de los cascos, y en todos los callejones se escondía
un ejército de sombras. Casi daba la impresión de que los fantasmas de
Frostmarris hubiesen acudido para enfrentarse a la invasión. El viento
portaba mil susurros y en un momento dado Cassius Brontus creyó oír una
risilla malévola. Pero al mirar hacia el lugar del que parecía proceder, cesó de
repente; allí no había absolutamente nada.

Pronto los caballos empezaron a asustarse y resoplar nerviosos. Uno de ellos


reculó y casi tiró a su jinete, y Cassius Brontus creyó ver una sombra de
contorno irregular escabulléndose por un callejón. Pero el comandante era el
producto de la mejor formación disponible en las academias y los
campamentos de entrenamiento del Polipontus, y estaba empapado de ciencia
e imbuido en la creencia en un universo racional. Si había algo que no
pudiese medirse, estudiarse con el microscopio o disecarse en una tabla de
mármol, entonces tal cosa no existía. Estaba seguro de ello. Al recordarlo,
relegó todos sus temores al ámbito de la mera imaginación y rápidamente se
desvanecieron. De pronto soltó una carcajada; ante sí la calle se enderezaba y
pudo ver cómo ascendía hasta la puerta abierta de la ciudadela. ¡La capital
estaba en su poder! Espoleó a su caballo y siguió adelante al trote ligero.

Pero detrás de la caballería las sombras se espesaron como hechas de humo


viviente. Quizá los temores de los soldados no llegaran a darles alcance ese 118
día, pero los estaban aguardando en algún lugar no lejos de allí.

Enseguida los soldados estaban cruzando el Gran Salón del palacio. Cassius
Brontus dio la orden de hacer trizas la insignia del oso blanco de las Tierras
de Hielo y él mismo trepó hasta la inmensa viga transversal de roble y puso
en su lugar el águila imperial del Polipontus.

Dejó en la fortaleza una guarnición simbólica compuesta de cincuenta


hombres y partió por la princesa. Confiaba plenamente en su éxito. Contaba
con más de mil quinientos jinetes bien entrenados y con un rastro ancho
como un río que podría seguir con toda facilidad. Partieron al trote ligero; los
cascos de sus caballos resonaron por las calles vacías, acompañados del
sonido estridente de las cornetas, que entonaban el toque de guerra del
Imperio. La ciudad les devolvió el eco de su arrogante presencia, pero en
cuanto el último caballo hubo desaparecido por el largo túnel de salida y
emergido al otro lado de la muralla, donde el sol radiante dominaba el llano.
Frostmarris volvió a quedar sumido en el profundo silencio de una ciudad
fantasma. El abanderado del regimiento que se había quedado al frente de la
guarnición ocupante supo, de alguna manera, que el invierno sería largo y
que iba a necesitar de toda su vasta experiencia para mantener la disciplina.
Por el contrario, Cassius Brontus estaba casi entusiasmado. Se sentía como
un chiquillo en un día de excursión a su lugar lo favorito de recreo. Estaba
convencido de que no lejos de allí lo aguardaba su destino, y no podía evitar
pensar que sería glorioso. El gran general Scipio Bellorum había dado
muestras de esa misma gallardía al inicio de su carrera, y tal vez… solo tal
vez, algún día se pronunciaría el nombre de Cassius Brontus con la misma
reverencia con que se pronunciaba el del comandante en jefe del ejército. Para
sus adentros, reconocía que aún le quedaba un largo trecho para igualar al
general que había anexionado tres países y cinco provincias al Imperio del
Polipontus. Pero él, Cassius Brontus, era un hombre joven todavía, y si
lograba capturar a la princesa de las Tierras de Hielo, habría iniciado su
carrera militar aún más brillantemente que el propio Scipio Bellorum.

Con esos felices pensamientos, hasta el viento gélido de las Tierras de Hielo le
resultaba más llevadero. Cassius Brontus miró al frente con intensidad, en
dirección al inmenso bosque que empezaba a cobrar un amenazante volumen
en el horizonte. Pero la floresta no representaba temor alguno para él. A sus
ojos de militar, el gigantesco organismo viviente que era el Gran Bosque no
suponía más que una estupenda fuente de materia prima para fabricar
barcos, torretas de asedio y demás equipamiento para los triunfales ejércitos
del Polipontus. El Imperio consumía inmensas cantidades de materias primas
para mantener en funcionamiento su maquinaria de guerra, para la que el
119
árbol más grande y viejo no era más que una pieza más de combustible.

Desde su posición, a la cabeza de la tropa, Cassius Brontus podía ver


claramente que la calzada se adentraba en el bosque y que con ella iba el
rastro de la princesa y su pueblo. Sus exploradores, originarios de una región
de cazadores del extremo sur del Imperio, le aseguraron sin género de dudas
que las huellas tenían mucho menos de una semana de antigüedad, y dado el
paso lento al que avanzaría un convoy tan numeroso, calculó que lo
alcanzarían en menos de dos días.

Llegaron a las lindes del bosque y se adentraron en él sin hacer la menor


pausa. El brillo del día invernal quedo reducido, de pronto, a una penumbra
verdosa. La trápala de los cascos en el adoquinado de la calzada resonó con
un eco espeluznante en medio de la quietud de templo de los árboles. Pero los
soldados avanzaron sin preocuparse del sobrecogimiento que pudieran sentir,
pues sabían que en la espesura de un bosque siempre se oían ecos,
simplemente porque las ondas sonoras rebotaban en los troncos de los
árboles. Todo parecía contener la respiración, pues el denso follaje y el
sotobosque impedían en general el paso del viento y el movimiento del aire.
Igual que Cassius Brontus, los soldados creían en la ciencia y en la razón, y
estaban decididos a cumplir su misión imponer la lógica y el orden en un
mundo atrofiado por las supersticiones. Hasta entonces el Imperio
polipontano había llevado el progreso a más de cincuenta países y provincias
y había acabado con las creencias irracionales de sus poblaciones, tanto si
habían querido como si no.

Pero de momento todos esos ideales filosóficos pasaron a un modesto segundo


plano. Estaban tan decididos como su joven oficial a ganarle a su presa todo
el terreno que pudiesen antes de que oscureciera. En el bosque anochecía
muy pronto; de hecho, los días de invierno eran ya bastante cortos. Por eso,
poniéndose de pie en los estribos, Cassius Brontus dio la señal de avanzar
más deprisa y sus soldados espolearon a los caballos para seguir a medio
galope. Era un paso que animales y jinetes podrían mantener durante horas,
lo que les permitiría acortar rápidamente la distancia que los separaba de la
columna de refugiados, como si tuviesen una cita con la diosa Fortuna, en la
que probablemente creería su supersticiosa presa.

En los dos últimos días habían progresado mucho. Maggiore Totus se las
había ingeniado para instilar en la columna de exiliados una sensación de
urgencia sin causar pánico, diciéndoles que por fin iba a empezar a nevar y
que si no se daban prisa, la nieve los atraparía antes de que llegaran a la
provincia de los hipolitanos. De todos modos, no iban a poder dejar atrás a la
caballería enemiga, que les pisaba los talones. Oskan, de un humor sombrío y 120
meditabundo, seguía transmitiendo información sobre los progresos de la
hueste polipontana, y lo hacía con tal tono de serena autoridad que hasta
Maggiore daba por buenos sus poderes de vidente sin cuestionarlos.

—¿A cuánto están ahora, Oskan? —preguntó Thirrin por cuarta vez en una
hora.

—A un día más o menos.

—¿No puedes ser un poco más preciso? —le espetó—. Necesito saberlo con
exactitud.

Iban al final de la columna, junto con los doscientos soldados que formaban
la retaguardia. Ese día el bosque estaba particularmente inmóvil, como
conteniendo el aliento, y Oskan era un reflejo exacto del ambiente
premonitorio que reinaba en la espesura, similar al que se respira en un salón
desierto de una gran fortaleza en plena noche.

Cuando hablaba, lo hacía en voz tan baja y retraída que Thirrin tenía que
estirar el cuello para oírlo. Pero por fin pareció despertar de aquel extraño
humor, y mirándola con unos ojos repentinamente brillantes, dijo:

—Nos alcanzarán justo dentro de un día. Tú nos defenderás junto con la


guardia real en un lugar estrecho del camino, donde ellos no podrán utilizar a
todos sus hombres contra vosotros. Pero no sé cómo acabará. No puedo ver
nada más. La visión viene y se va. No puedo controlarla a mi antojo.

Ella se quedó mirándolo, y no se dio cuenta de que estaba aguantando la


respiración hasta que de repente la soltó con un fuerte suspiro.

—Díselo a Maggie —le ordenó—. Yo hablaré con el capitán de la guardia.


Oskan asintió en silencio y a continuación, pasmosamente, sonrió. Al
comunicar los últimos avisos que le habían llegado a través de su don para la
videncia, era como si se hubiese disipado la oscuridad que le nublaba la
mente, y el muchacho que ella conocía regresó para ayudarla.

—¿Crees que me hará caso?

—Por supuesto que sí. Nuestro dócil maestro de lo racional tiene, en secreto,
mucha más fe que nadie en tus poderes... aparte de mí. Ahora vete.

Cuando el chico se alejó al galope con su reacia mula, Thirrin siguió


cabalgando sola, sumida en sus pensamientos. Sin duda, Oskan acertaba de
lleno en cuanto al tipo de lugar que elegiría para plantar cara a la caballería
polipontana, pues era evidente que lo mejor sería encontrar un tramo
estrecho del camino, con densos matorrales bajo los árboles para proteger los
flancos de sus housecarls. El enemigo no podría utilizar su ventaja numérica 121
de manera eficaz, por muy aplastante que fuese, y los hombres de Thirrin
podrían enfrentarse a formaciones de diez, dependiendo de lo angosto que
fuese el camino. Ahora lo único que tenía que hacer era estar ojo avizor por si
aparecía ese lugar idóneo, y decírselo a los soldados.

Lo encontraron una hora después. Por alguna razón que solo sabrían los
antiguos ingenieros que diseñaron la calzada, ésta se estrechaba
abruptamente conforme ascendía hacia un altozano, y los árboles se
apiñaban a la vera formando una pantalla muy tupida, sembrada de arbustos
y zarzas. Ningún caballo podría abrirse paso por semejante maraña para
atacar por el flanco, y la cresta del montecillo otorgaría a Thirrin y a sus
housecarls una ligera ventaja frente al enemigo.

Trató de sacudirse el sentimiento de desesperación que había ido


apoderándose de ella a lo largo de la jornada. La caballería del Imperio
polipontano tenía fama de ser la mejor del mundo conocido, y ella solo
contaba con doscientos soldados de infantería para luchar contra ella. ¿Qué
esperanzas tenían? El enemigo los superaba en número y tenían muy pocas
probabilidades de recibir ayuda o refuerzos. Por tanto, resistir parecía
absurdo. ¿Por qué no rendirse sin más? ¿Dejarse capturar y suplicar
clemencia para su pueblo?

Durante un instante, ese argumento casi la convenció. Pero luego recordó las
terribles historias de las masacres y atrocidades que llevaban a cabo los
soldados del Imperio. Por supuesto, no había manera de saber si eran ciertas
o no. Ese tipo de historias se agrandaban al contarlas y siempre las narraban
los derrotados en las muchas batallas que había librado el Imperio. Y eso era
de lo más natural, pues los polipontanos no habían perdido aún ni una sola
guerra. La gente aborrecía al Imperio. Y con razón: les había quitado la
libertad y aplastado su individualidad, de modo que era lógico que circulasen
relatos negativos sobre su manera de tratar a los pueblos vencidos. Tal vez en
realidad fuesen exagerados y el Imperio tratase bien a las poblaciones
conquistadas. Pero, aunque fuesen verdaderas todas esas historias, ¿qué
podía hacer ella? ¿De verdad le preocupaba que el Imperio hiciese esclavos a
los habitantes de ciudades enteras y los trasladase a trabajar en sus minas o
fábricas? ¿De verdad le importaba que aniquilasen, en un mortífero acto de
eficacia, a los ancianos que no eran de utilidad a los dueños de esclavos del
Imperio? Mientras ella estuviese a salvo y la dejasen conservar por lo menos
los símbolos de la realeza, ¿por qué seguir luchando con todo en contra? Se
imaginó transfiriendo al Imperio la responsabilidad de las Tierras de Hielo y
sintió en lo más hondo una secreta y chocante sensación de alivio. Podría
convertirse en una reina títere y hacer exactamente lo que se le ordenara, a
cambio de vivir en paz y cómoda en Frostmarris. Y tal vez su pueblo
entendiese que solo habían canjeado un sistema de gobierno por otro.

Pero entonces, con un bramido de furia, despertó en Thirrin la sangre del clan
122
de los Brazofuerte, y el espíritu combativo de los hipolitanos, el pueblo de su
madre, le enderezó la columna vertebral, y un cosquilleo de emoción y
entusiasmo le recorrió las venas. Era la heredera del trono de las Tierras de
Hielo y nunca podría saber si eran ciertas o no las historias que se contaban
sobre la crueldad de los polipontanos. ¡Su deber era defender su tierra y a su
pueblo! Ése era su papel y el sentido de su vida. Traicionar la confianza de su
gente, aun frente a unas posibilidades de triunfo tan magras, representaría la
más terrible de las traiciones. Por encima de todo era la hija de su padre, y
debía luchar junto a sus soldados y dar a la columna de exiliados una mínima
opción de escapar. O morir en el intento. Con todo, se estremeció al sentir la
terrible carga de la responsabilidad. Por primera vez en su joven y orgullosa
vida, se sorprendió envidiando a las muchachas de su edad, jóvenes
campesinas o hijas de ricos mercaderes y artesanos. De lo único que debían
preocuparse era de sí mismas y de sus parientes directos. ¿Tendrían sus
jóvenes hombros fuerza suficiente para soportar el peso de un país entero?

Para entonces su caballo había llegado a lo alto del montecillo, y Thirrin tiró
de las riendas. El capitán de su guardia había ido detrás de ella todo el
tiempo, imperturbable, pero al ver que su señora se detenía, alzó la mano, y
su regimiento de infantería se paró dando un rotundo pisotón.

—Montaremos aquí la resistencia, capitán Eodred —dijo Thirrin.


El capitán asintió en silencio y se volvió hacia sus hombres para ordenarles
romper filas, tras lo cual se giró de nuevo hacia la princesa.

—¿Cuándo será la lucha, señora?

—En poco menos de un día. Nos enfrentaremos a una caballería que nos
supera en número.

El capitán asintió de nuevo, aceptando el dato sin hacer preguntas.

—Una buena posición —dijo, mirando a su alrededor—. Desde aquí


podríamos combatir contra un ejército diez veces mayor que nuestras fuerzas.

—Sí, pero ¿durante cuánto tiempo, capitán?

Él se encogió de hombros.

—Eso solo los dioses lo saben.

Esa misma noche Oskan, Maggiore y Grimswald acudieron al galope a


consultar con Thirrin. La columna de refugiados se encontraba en esos 123
momentos varias millas por delante y continuaría el viaje toda la noche,
tratando de dejar atrás el mal tiempo que Maggiore les había hecho creer que
estaba a punto de llegar. Los tres aparecieron ataviados con sendas
armaduras prestadas, y Thirrin tuvo que hacer esfuerzos para no
desternillarse al ver a Grimswald de esa guisa. El casco le quedaba tan
grande que la protección nasal le llegaba hasta la barbilla y, si él giraba la
cabeza de repente, tardaba unos segundos en rotar para ajustarse de nuevo a
la cara a la que supuestamente protegía. Maggie y Oskan también tenían un
aspecto algo ridículo, como si fuesen dos niños grandes que se hubiesen
puesto la ropa de su padre. Después de unos segundos de intentar contener
la risa, Thirrin controló los movimientos del rostro y les preguntó:

—¿Por qué vais los tres con armadura, si puede saberse?

—Porque al menos queremos tener la oportunidad de sobrevivir a la primera


carga de mañana —respondió Oskan con brusquedad.

—Bien, pero no debéis preocuparos, porque os garantizo que sobreviviréis.


Estaréis los tres con las carretas. —Thirrin esperó tranquilamente a que ellos
terminasen de protestar y quejarse, y a continuación dijo—: Ninguno de
vosotros está preparado para combatir ni es un luchador nato. Moriríais los
tres. En un periquete. Maggie, tú apenas puedes utilizar una navaja de fruta
sin cortarte; Grimswald, admiro tu valentía, pero me resultas mucho más útil
si te encargas de comprobar que tengo todo lo que necesito cuando lo
necesito; y, Oskan... —Suspiró, exasperada por tener que señalar algo que
resultaba evidente—. Oskan, tú eres sanador, entre otras cosas. Se supone
que tu misión es mitigar el daño que pueda ocasionar la lucha en la gente, no
causarlo tú.

—Pero Maggie y yo somos tus consejeros, como nos nombró el propio rey. ¡No
podemos abandonarte al primer signo de batalla! Redrought esperaría de
nosotros que estuviésemos a tu lado —repuso Oskan, y su voz se tiñó de
desesperación al notar que Thirrin estaba decidida.

—El rey esperaría de unos consejeros que aconsejasen, no que luchasen. La


mejor manera en que Maggie y tú podríais ayudarme es llevando a mi gente
sana y salva hasta la provincia de los hipolitanos —respondió Thirrin
serenamente. Se daba perfecta cuenta de que en esos momentos no solo se
trataba de lealtad y sentido del deber, sino también de una cuestión de
orgullo masculino. Oskan era un chico a punto de convertirse en un hombre,
y dejar que una muchacha de catorce años fuese a combatir mientras él se
marchaba debía de resultarle difícil de soportar—. Oskan, has de ayudar a
Maggie a conducir las carretas hasta un lugar seguro. Te has convertido en
un símbolo de esperanza y poder mágico para la gente. Cuando estás con
ellos, tienen menos miedo, y eso, combinado con la autoridad de Maggie, es
justo lo que necesitan ahora. Si los abandonas en mitad del bosque, cundirá 124
el pánico y saldrán despavoridos. Tu deber es estar con ellos.

Oskan clavó la vista en los pies, pero al final asintió. Sabía que Thirrin tenía
razón, pero su amor propio le exigía intentar al menos echar una mano en la
lucha que se avecinaba. Maggiore asintió también, pero para él era más una
forma de afirmar que Thirrin estaba a la altura del papel que la guerra la
había obligado a asumir. Era ya toda una reina, con dotes de mando y un
espíritu combativo, pero, además, había desarrollado tacto y diplomacia, con
los que acababa de manejar a las mil maravillas el tierno orgullo de un
muchacho. De pronto se sintió inmensamente orgulloso de ella, e
inclinándose hada delante, le besó la mano.

—No os preocupéis por vuestra gente, señora. Cuidaremos de ella.

—Gracias, Maggie —replicó Thirrin sin más, y sonrió. Luego añadió—: Una
cosa más. Mi pariente más próxima entre los hipolitanos es la basilea. Es mi
tía. La nombro ahora heredera mía. Si mañana caigo en la batalla, la serviréis
con tanta lealtad como a mí.

Nadie dijo nada. Oskan y Maggiore hicieron una reverencia, mientras


Grimswald rebuscaba aparatosamente por debajo de la armadura y sacaba
un pañuelo con el que se secó la nariz.
* * *

El día siguiente amaneció límpido y frío otra vez. Un tiempo magnífico para
luchar, como había dicho el capitán Eodred. Durante la cena de la noche
anterior Thirrin había preguntado a Oskan si podía decirle con exactitud
cuándo llegaría la caballería enemiga, pero la Visión no proporcionó respuesta
alguna y el muchacho negó con la cabeza, apesadumbrado. Poco rato
después, el chico salía con Maggiore y Grimswald para reunirse con la
columna de refugiados. Pese a la presencia de los doscientos housecarls,
Thirrin se había quedado con una honda sensación de soledad e incluso
había creído enfermar de miedo. Pero, ahora que había amanecido, tenía
demasiadas cosas de que ocuparse como para sentirse sola o nerviosa
siquiera. Había que repasar el equipamiento, realizar alguna que otra
reparación, dar órdenes y enviar a un grupo de exploradores a averiguar
dónde estaban las huestes polipontanas. Una vez hecho todo eso, Thirrin
dispuso el orden de batalla: en primera línea colocó a los más fuertes y aptos,
en grupos de diez, en la parte estrecha del camino.

En esos momentos lo único que les quedaba por hacer era esperar. Thirrin
ocupó su posición en el centro de la primera hilera de escudos, mientras el
capitán Eodred controlaba el ala izquierda, y su número dos, la derecha. Los 125
soldados reaccionaron con un clamor al ver a Thirrin encajando su escudo en
la línea defensiva, y el abanderado del regimiento enrolló el estandarte y lo
depositó a los pies de la princesa, afirmando que ahora ella era su estandarte
de guerra y que estaban todos dispuestos a dar la vida antes de que alguien la
capturase. Esa declaración fue recibida con otro clamor, y luego los hombres
empezaron a golpear los escudos con las hachas y las espadas, creando una
cadena de sonidos rítmicos que fue poco a poco aumentando de fuerza,
extendiéndose como una ola por los árboles de alrededor hasta resonar por
todo el bosque.

Thirrin levantó el hacha como respuesta al reconocimiento de sus soldados,


pero en el fondo de su alma deseó que ninguno de ellos pudiese notar su
miedo a fallarles. Una cosa era dominar la técnica en el campo de
entrenamiento, pero ¿qué tal le iría llegado el momento de la verdad? Todos
aquellos militares la miraban como a su líder y esperaban ver en ella un
ejemplo de fiereza y valentía. ¿Y si no lograba cumplir sus expectativas?
Durante un instante una llamarada de pánico le abrasó las entrañas y le
recorrió el cuerpo con un estremecimiento.

Pero entonces se coló entre los árboles una finísima cadena de sonidos. ¡Era
un cuerno, que emitía el toque de batalla de las Tierras de Hielo! ¡Uno de los
exploradores había avistado al enemigo! Inmediatamente los housecarls se
pusieron firmes y juntaron aún más los escudos.
—Soldados de las Tierras de Hielo, ¡antes que rendimos, la muerte! —La voz
clara de Thirrin resonó en el aire frío de la mañana, y al decir aquellas
palabras, todos sus temores se desvanecieron. La suerte estaba echada; ahora
su destino se hallaba en manos de los dioses.

Pero durante los siguientes minutos no pasó absolutamente nada. Thirrin


tenía la mirada fija en el punto en que el camino se perdía de vista al girar en
un suave recodo. Todo estaba en calma. La brillante luz del sol caía como una
cascada de rayos entre las ramas desnudas de los árboles, bañando el suelo
del bosque y el adoquinado de la vía con un asombroso despliegue de luz y
sombra. Un pájaro se puso a cantar y el silencio reinante amplificó de tal
modo su dulce melodía que su canto les inundó los sentidos.

Todo lo demás estaba inmóvil. El viento se había convertido en un mero


susurro que apenas lograba mover las ramillas más delgadas, y en medio de
la quietud, el frío sol de invierno empezaba a calentar la gruesa alfombra de
humus, haciendo que un penetrante aroma a tierra y hojarasca envolviese a
los soldados.

Entonces, cual cristal que se rompe en mil pedazos, el enemigo apareció ante
sus ojos. Por la calzada avanzaba la caballería enemiga, hilera tras hilera, al
trote ligero. Todos los jinetes llevaban los sables desenfundados y las pistolas 126
preparadas. Un murmullo se extendió entre los soldados de Thirrin, que
enseguida enmudecieron de nuevo y quedaron sumidos en un silencio
sepulcral. Thirrin lanzó una mirada ávida a la caballería enemiga; eran los
primeros soldados polipontanos que veía en su vida y su aspecto le resultó
exótico y, a la vez, extrañamente hermoso.

Llevaban todos peto bruñido y casco con rejilla protectora. Pero lo que más
raro lo pareció fueron los vistosos penachos y las fajas de seda que rutilaban
a la luz moteada del sol. Hasta los gruesas casacas de invierno lucían ricos
bordados, y los oficiales llevaban, además, cuellos y puños de encaje. Si no
hubiese sabido que eran los fieros guerreros que habían levantado el imperio
más grande de la historia, se habría echado a reír.

Al frente de sus huestes, Cassius Brontus vio el muro de escudos de los


housecarls de Thirrin cortándoles el paso y, tranquilamente, dio la orden de
parar. No estaba nada sorprendido, ya que las llamadas de aviso de los
exploradores de Thirrin lo habían preparado para tal eventualidad y sus
jinetes llevaban más de dos millas cabalgando en alerta máxima. Los dos
bandos se miraron durante casi cinco minutos. Luego, Cassius Brontus llamó
a sus oficiales con el brazo.

Se daba cuenta, a su pesar, de que el comandante de las Tierras de Hielo


había escogido muy bien su posición. El tupido lecho de matorrales le
garantizaba que sus flancos no se verían atacados, y la estrechez del camino
en esa parte implicaba que podría utilizar muy provechosamente su escaso
número de soldados. Para colmo, los caballos polipontanos tendrían que
cargar cuesta arriba. Evidentemente, el comandante de las Tierras de Hielo
era un astuto pajarraco por el que tendría que pagar con la muerte de
algunos de sus hombres. Pero lograría abatirlo, y entonces él, Cassius
Brontus, daría alcance a los fugitivos, mataría a los ancianos, haría esclavos a
los demás y los vendería a buen precio, siendo como eran individuos tan
recios y fuertes. Pero lo más importante era la princesa. Ella era la clave de
todo su futuro y estaba esperando simplemente a que él la capturase.

La consulta con los oficiales fue muy breve. Solo tenían una opción: atacar y
apartar del camino a aquella pequeña banda de soldados de infantería.
Rápidamente, los oficiales regresaron con sus huestes y Cassius Brontus se
puso a un lado.

Se hizo entonces un silencio tan profundo y tenso que Thirrin pudo oír el
bombeo de su propia sangre. Pensaba que de un momento a otro un heraldo
de la caballería polipontana se aproximaría para exponer ritualmente sus
exigencias, a las que ella se negaría del mismo modo, y una vez cumplido el
rito, comenzaría la lucha. Sin embargo, no pasó nada de eso. Una nota aguda
y estridente salió de las hileras de jinetes polipontanos, que se lanzaron a la
carga. 127
Thirrin se quedó petrificada. Sobre todo al ver que el comandante enemigo, el
que llevaba el penacho más grande y se ceñía la cintura con la faja más
ancha, se había apartado para observar el desarrollo de la lucha. Pero
enseguida reaccionó y se dispuso a recibir la acometida mientras la caballería
enemiga empezaba a subir por la pendiente a galope tendido.

Ante ella y sus soldados se levantó un muro de carne de caballo a punto de


abalanzarse sobre su delgada línea de escudos con la fuerza de una ola que lo
barre todo. Sin duda acabarían con ellos en poco tiempo. Pero en ese
momento la furia combativa de las Tierras de Hielo, mezclada con la del
pueblo hipolitano, le recorrió las venas como una marabunta salvaje, y su voz
aguda se impuso con un poderío increíble sobre el estruendo de la carga. Sus
soldados izaron los escudos y se lanzaron hacia delante como un solo hombre
para responder.

El estruendo que acompañó el inicio de la pelea fue tan ensordecedor que a


Thirrin la cabeza le dio vueltas, pero enseguida se recuperó y miró a derecha e
izquierda rápidamente. La línea había resistido la primera arremetida.
Delante de ellos, los caballos trataban de no caerse y los jinetes derribados
formaban una maraña de cuerpos humanos y equinos que se agitaba como el
mar en plena tormenta. Los que seguían montados asestaban sablazos a los
soldados de a pie, mientras disparaban a diestro y siniestro con sus largas
armas de fuego. Thirrin blandió con furia el hacha al ver que los polipontanos
intentaban desesperadamente avanzar por encima de los cuerpos caídos y el
parapeto de escudos, y sus hombres entonaron una explosiva sucesión de
gritos y amenazas que fue transformándose poco a poco en el familiar cántico
de guerra:

—¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

Pero en ese momento los jinetes dieron media vuelta con una celeridad
pasmosa y Thirrin los vio alejarse al galope pendiente abajo.

Cassius Brontus observó la retirada con calma. El enemigo formaba una piña
en su angosta posición defensiva, y necesitaría mandar varias cargas de su
caballería antes de poder desmembrarlo del todo. Pero las huestes
polipontanas eran muy superiores en número y Cassius Brontus podría
utilizar hordas nuevas de jinetes para cada arremetida. El final era inevitable;
solamente tardaría un poquito más do lo que había esperado. Hizo una seña
para que saliese el siguiente escuadrón y se quedó contemplando, impávido,
su arranque cuesta arriba en dirección a los soldados de las Tierras de Hielo.
Una vez más, éstos alzaron su pantalla de escudos para recibir la acometida y
el fragor del combate volvió a llenar con su estrépito el bosque circundante. El
sonido metálico de los sables contra los escudos y de las hachas contra la
pesada armadura de los caballos se combinaba con el de los disparos de las 128
armas de fuego. Aun así, la línea defensiva resistió el ataque y la caballería
hubo de retirarse de nuevo.

Thirrin vio alejarse a la segunda oleada de jinetes y rápidamente comprobó el


estado de la pantalla de escudos. A esas alturas, los polipontanos tuvieron
que pasar ya por encima de muchos housecarls muertos y heridos para
despejar el campo, pues en las distancias cortas las pistolas de la caballería,
con sus largos cañones, causaban un efecto devastador. Mientras animaba a
su tropa alabando su labor, Thirrin calculó con su mente rápida que
bastarían tres cargas más como las anteriores para romper el muro defensivo.
Estaba furibunda. Con otros quinientos soldados habría podido mantener
indefinidamente su posición en el camino y agotar al enemigo. Pero por lo que
se veía, su primera batalla iba a terminar en derrota. Durante un instante, la
cruda realidad la hizo desesperar y tuvo que realizar un gran esfuerzo para
evitar que se le saltasen lágrimas de rabia y frustración. Inmediatamente, los
soldados que tenía más cerca notaron su estado de ánimo y la miraron con
semblante alarmado.

Su reacción fue rápida. Asiendo con más fuerza el escudo y el hacha, lanzó
una carcajada que la llenó de fuerza solo con oírse a sí misma, y al instante
volvió a sentir que la recorría de nuevo el júbilo terrible de la batalla.

—¡Housecarls de las Tierras do Hielo, hemos conseguido que al Imperio le


cuesten caros sus ataques, pero me parece que ya basta de calentamiento y
que debemos hacerlos sufrir de verdad! ¡Después de la siguiente carga,
regresarán los caballos solos, y sus jinetes quedarán tendidos en la tierra
como tributo a nuestro rey Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del
Septentrión!

Los soldados recibieron aquellas palabras con una fogosa ovación y una voz
más el apabullante entrechocar de hachas y escudos se extendió entre los
árboles a modo de tributo. Muchos de los guardias reales veteranos pudieron
oír un eco de la voz del mismísimo Redrought en los tonos agudos de esa
jovencita. Su fiereza combativa les había infundido ánimos en una situación
de abrumadora desventaja. Sin embargo, al pie del montecillo, Cassius
Brontus miraba fijamente el muro de escudos con perplejidad y emoción. Por
la voz clara y aguda que acababa de oír, comprendió que solo había una niña
en todas las Tierras de Hielo que pudiese estar al frente de una unidad de
infantería. ¡Nada menos que la heredera al trono se encontraba a unas pocas
yardas de distancia! ¡Casi a su alcance! Espoleó a su caballo para adelantarse
un poco y convocó a sus oficiales para consultar acerca de la situación.

Desde la cima del altozano, Thirrin vio a Cassius Brontus hablando con los
comandantes de sus unidades. Supo que estaba a punto de pasar algo
diferente e imaginó que se trataría de una carga a gran escala con todos los
jinetes disponibles. Echó un vistazo a su magra línea de soldados y dudó de 129
que pudieran soportar algo así. ¡Ojalá tuviese unos cuantos guardias más!
Entonces, de manera espontánea, recordó la imagen de Oskan invocando a
los soldados del rey Roble justo antes de cruzar las lindes del bosque. ¡Por
supuesto! Había que llamar a los aliados. Que las fuerzas de una potencia
amiga interviniesen en una guerra sin ser invitadas se consideraba el colmo
de la mala educación diplomática. Estuvo a punto de soltar una carcajada,
pero volvió a ponerse sería enseguida. No debía dejarse llevar por las
emociones. Tal vez careciera de poder para convocar a los soldados del rey
Roble, o bien no tuviese derecho a hacerlo.

Cerca de ella había un soldado con un cuerno de caza y le ordenó que tocase
la señal de llamada. Luego, ante la mirada de todos sus hombres, dio un paso
al frente desde la muralla de escudos y levantó los brazos, diciendo:

—Saludos a su majestad el rey Roble, señor del bosque y de todos los lugares
salvajes, de parte de la princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo,
Lince del Septentrión, heredera del trono de las Tierras de Hielo. Oíd mi
llamada de socorro. Los soldados del Imperio polipontano han cruzado
vuestras fronteras sin autorización y amenazan ahora a mi pueblo y a mi real
persona. ¡Os pedimos ayuda gentilmente para defendernos de nuestro
adversario y damos las gracias a su majestad por su amistad y alianza!

Sola delante de las maltrechas filas de su guardia real, Thirrin parecía


increíblemente frágil y vulnerable. Sin embargo, los housecarls sabían de su
fuerza en el combate y confiaban de manera incondicional en su juicio y
liderazgo. Muchos estaban ya pendientes de ver aparecer en cualquier
momento a los soldados de roble. Pero no pasó nada. Thirrin permaneció en
silencio varios minutos. Desde las huestes enemigas les llegó de repente un
estruendo de cornetas que les sonó sospechosamente burlón, sobre todo
porque fue acompañado de una carcajada general. Pero entonces se levantó el
viento, que fue creciendo en intensidad, ululó y rugió entre las ramas de los
árboles. Luego cesó igual de rápido y solo se oyó un fantasmagórico susurro.

Cassius Brontus se había colocado al frente de la caballería. Su plan era


dirigir personalmente la acometida y prender él mismo a la princesa. Era su
mayor oportunidad política y militar, y no tenía la menor intención de dejar
que una ceremoniucha supersticiosa se la arrebatase. Hizo una señal al
corneta y el toque de carga resonó en el bosque.

La caballería entera se lanzó al ataque, tronando colina arriba en dirección a


la línea de housecarls, que aguardaban bien plantados en el suelo. Pero por
encima del fragor de los caballos al galope se oyó la voz de Thirrin entonando
el grito de guerra de la Casa del Escudo de Tilo:

—¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Resistid, guerreros de


las Tierras de Hielo! 130
Y sus soldados respondieron con su cántico de guerra:

—¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

Entonces, con un rugido atronador, saltaron hacia delante para recibir la


acometida. Por todo el bosque resonó el eco del estrépito metálico de los
escudos al recibir el impacto de la caballería. Se oyó también el estallido de
una lluvia de balas de las armas de fuego enemigas. La pantalla de escudos se
distorsionó peligrosamente y Thirrin dio la orden de resistir, a voz en cuello.
Entonces, en medio del terrible fragor de la batalla, estalló un sonido
diferente, semejante al de una avalancha en las montañas. Y a la cacofonía se
unieron los relinchos aterrorizados de los caballos y los gritos de los hombres.
Para pasmo de Thirrin, los mismos árboles del bosque parecieron avanzar y
estrechar el cerco en que estaba atrapada la caballería. Los soldados de roble
habían llegado y estaban echándose encima del enemigo. Los housecarls
prorrumpieron en un grito de victoria y volvieron a formar la línea defensiva,
mientras repartían hachazos entre los jinetes que tenían delante y los
derribaban de sus monturas.

Cassius Brontus miró a su alrededor con los ojos fuera de las órbitas. ¡No
podía ser verdad! ¡Los árboles no luchaban! ¡Unos trozos de madera con
forma de soldado no podían cargar contra su caballería! Era un disparate.
Aun así, eso era lo que estaba pasando. Estaban flanqueando a sus hombres.
Al advertir el peligro que corrían, dio la orden de batirse en retirada; sus
palabras se tradujeron en una sucesión de toques de corneta que resonó por
encima del estrépito de la batalla. Pero a medida que los corceles daban
media vuelta, se encontraron con que cada vez más de aquellos imposibles
soldados bloqueaban su vía de escape.

Thirrin aprovechó el momento y, lanzando el grito de guerra de las Tierras de


Hielo, dirigió a su guardia en una carga aplastante que se abalanzó sobre la
caballería atrapada. Los polipontanos lucharon con furia contenida, buena
muestra de su soberbia disciplina; durante más de media hora siguieron
batallando, pero ya a la defensiva, contra las fuerzas aliadas de las Tierras de
Hielo y el rey Roble.

Las ambiciones políticas habían dejado de tener importancia para Cassius


Brontus y lo único que quería era salvar a sus hombres de la aniquilación. En
unas circunstancias muy diferentes, la situación le habría resultado casi
graciosa: en menos de dos horas había pasado de la arrogante certeza de su
triunfo a una lucha desesperada por conservar la vida. Pero no tenía tiempo
para meditar sobre ironías así. Desesperado, gritó una última orden, y su
caballería lanzó una incesante lluvia de proyectiles con sus armas de fuego,
mientras él encabezaba un ataque contra la parte del cerco que más
debilitada había quedado tras los primeros encontronazos. Sin embargo, 131
Thirrin le había leído perfectamente el pensamiento y sus soldados los
estaban esperando ya para recibirlos.

Espoleada por la desesperación, la carga del ejército polipontano parecía un


torbellino de furia disciplinada. Los jinetes se echaron encima del parapeto de
escudos y empujaron a los soldados de las Tierras de Hielo hasta dejar la
línea doblada cual arco deformado. Pero en el centro mismo, como una figura
incandescente, estaba Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del
Septentrión, exhortando a sus hombres con una voluntad de hierro que se
tornaba aún más fuerte cuanto más recurría a ella. Su voz aguda se elevaba
por encima del estruendo como el grito de un halcón y sus soldados
recuperaban sus puestos una y otra vez, obedeciendo sus órdenes de resistir
y no romper la línea defensiva. Thirrin tenía el hacha de guerra llena de
muescas y el escudo partido y rajado por varios sitios por culpa de los sables
de la caballería enemiga, pero siguió defendiendo firmemente su terreno y sus
guardias permanecieron a su lado.

Entonces se oyó un extraño grito entrecortado procedente de las filas


enemigas, seguido de un aullido de desesperación. Cassius Brontus había
caído. Su caballo, exhausto, había trastabillado, y los soldados de las Tierras
de Hielo no habían perdido ni un segundo para lanzarse sobre él y hacerlo
pedazos en el sitio mismo en que había caído derribado. Los hombres de
Thirrin respondieron con un clamor victorioso y volvieron al ataque con
renovada determinación. La caballería acabaría claudicando al fin, una vez
desaparecida su última esperanza.

Durante otra hora más estuvieron los polipontanos luchando contra Thirrin y
sus aliados. Cuando se acercaba el final, desmontaron y formaron un
cuadrado defensivo. Habían agotado la munición de sus pistolas, por lo que
continuaron con los sables, defendiendo hombro con hombro su estandarte
hasta el final.

Tres veces les ofreció Thirrin unas condiciones favorables si se rendían, pero
las tres veces las rechazaron. Los soldados del Imperio jamás se habían
rendido. Así pues, mientras los últimos rayos del atardecer invernal bañaban
los árboles desnudos con una gloriosa luz roja y dorada, acabaron todos ellos
degollados alrededor de su estandarte.

Los soldados de Thirrin y los del rey Roble se retiraron y miraron en silencio a
todos los caídos. Al final Thirrin se quitó el casco, se apoyó el escudo en las
piernas y, durante un instante, se permitió ser de nuevo una chiquilla de
catorce años. Así, lloró por los muertos que la rodeaban, lloró por la gente que
se había visto obligada a abandonar su hogar y salir al crudo invierno de las
Tierras de Hielo, y lloró por el joven polipontano que estaba tendido a sus
pies, desangrándose por la profunda herida que ella misma le había abierto 132
con el hacha.

Y mientras le brotaban las lágrimas, una franja de nubes gris acero descendió
sobre la tierra y descargó la primera nevada del invierno, una cortina trémula
de motas blancas que cubriría como una mortaja los cuerpos de los caídos y
los conservaría intactos durante meses.
Capítulo 11

L
a primera tormenta del invierno cesó durante la noche. Al despuntar el
alba, un manto de nieve virgen devolvió al sol su reflejo brillante. Las
gentes de Frostmarris tenían un aspecto aún más andrajoso y sucio de
lo habitual, en contraste con el color níveo del nuevo día. Pero ahora que la
tormenta había pasado, estaban de buen ánimo. La tardanza de las nieves no
presagiaba nada bueno, pero como por fin había empezado a llegar, tal vez
podrían esperar que no se cumpliesen los malos augurios.

Oskan y Maggiore iban a la cabeza del nutrido grupo, como de costumbre, y


enseguida se dieron cuenta de que la densidad de la floresta iba
disminuyendo poco a poco. Estaban aproximándose al final del bosque. A
mediodía alcanzaron las lindes y aparecieron ante una gran llanura cubierta
de nieve, resplandeciente bajo el sol invernal. El camino solo se discernía
como una leve hondonada en medio de la superficie suavemente ondulante, y
en cuanto cayese la siguiente tormenta, la vieja calzada desaparecería por
completo hasta el deshielo de primavera.
133
Después de hacer un pequeño alto para contemplar el panorama que se
extendía ante ellos, el pueblo de Frostmarris reanudó la penosa marcha.

Maggiore se giró en la silla de montar para echar un vistazo a los refugiados, y


a continuación dijo con fingido tono despreocupado:

—¿No te dan ganas de volver atrás para ver cómo le están yendo las cosas a la
princesa?

Oskan lo miró y sonrió.

—No. Sé que está a salvo. Ha ganado su primera batalla, Maggie. Ha


demostrado ser la guerrera que todos sabíamos que era. Además, no me
apetece que su lengua me despelleje vivo por dejar a los peregrinos a merced
del tiempo, y eso que hasta dentro de dos días no nevará más.

—Cierto. Supongo que tienes razón —respondió distraído el hombrecillo.

La mente y la atención se le habían ido de pronto a otra cosa. ¡Thirrin había


ganado la batalla y tenían por delante un par de días más sin otra tormenta
de nieve! Tras unos cálculos a toda velocidad, concluyó que llegarían a la
principal ciudad hipolitana antes de que regresase el mal tiempo. Tan
contento se puso que picó a su yegua y echó a galopar por la nieve, al tiempo
que lanzaba por los aires el sombrero y soltaba una carcajada ante la mirada
de la gente, que reaccionó con una aclamación.
Luego tiró de las riendas y se detuvo a pensar cuánto había cambiado en las
últimas semana: ¡el racional hombre de ciencia aceptaba ahora con bastante
facilidad, y sin cuestionárselo, el juicio de un muchacho campesino de
dudosa formación! ¡Y lo curioso es que en el fondo no le molestaba en
absoluto! Hasta el momento, Oskan siempre había acertado, ¿y qué clase de
racionalidad rechaza las pruebas de algo solo porque resulten un tanto…
llamativas?

Maggiore se pasó el resto del día tarareando alegres canciones del folklore del
Continente Sur. En medio del denso silencio de aquellos parajes cubiertos de
nieve, su voz sonaba totalmente plana, pero parecía no importarle. La gente
se sumó a los cánticos, que acabaron formando una maraña incomprensible
de canciones y tonadillas mezcladas. La columna de refugiados semejaba una
bandada de alborotados pájaros.

Oskan fue el primero en divisar la mancha de vivos colores que avanzaba a


paso firme en dirección a ellos, atravesando la blancura de la tierra. Su
avezada vista les anunció enseguida que se trataba de una especie de
regimiento de caballería que provenía del norte por la calzada principal.

Llamó a Maggiore para que se acercase y señaló hacia el frente.

—Los hipolitanos nos han encontrado —dijo sin más. 134

***

Thirrin encabezaba la marcha a través del bosque a un ritmo constante y


resuelto que podrían mantener durante horas. Quería dejar atrás los árboles
lo antes posible. Les quedaban raciones para tres días, pero si se les echaba
encima una nevada realmente intensa, tal vez se verían obligados a parar
durante una semana o más. A decir verdad, había creído que ninguno de
ellos sobreviviría al combate con la caballería imperial y por eso solo había
pensado por encima en la idea de llevar provisiones para llegar sanos y salvos
hasta la provincia hipolitana. Pero Oskan, la noche previa a la batalla, antes
de ir a reunirse con la columna de refugiados, había insistido en que
comprobase y volviese a comprobar los víveres. Ahora se alegraba de haberle
hecho caso. Sin embargo, pese a la conmoción de su primera experiencia
bélica, seguía conservando suficientes trazas de princesa altiva para sentirse
enfadada con él por no haberle dicho que debía quedarse con más comida.
Con todo, al final reconoció que los dos eran novatos en lo tocante a
provisiones y raciones; había sido un error perfectamente comprensible.
Puestos a pensar en ello, lo cierto es que ¡eran unos novatos en todo!
Se había recuperado del trauma de la lucha antes de lo que habría
imaginado y ahora sabía que era capaz de dirigir a sus soldados en la batalla
con seguridad y pericia. Como decía su propia guardia real, había pasado la
«prueba de sangre» y los veteranos de su primer combate se vanagloriarían
para toda la vida de haber participado en él.

Media hora después de que cayese el último polipontano, Thirrin había


recobrado la compostura lo bastante para acordarse de dar las gracias a los
soldados del rey Roble e incluso les había hecho entrega del botín de guerra:
varias armas y armaduras de los caídos. Ellos lo habían recibido con una
profunda reverencia y se habían fundido nuevamente con el tejido del
bosque, desapareciendo entre los árboles y la tierra como por arte de magia y
dejando a Thirrin y sus housecarls a solas en mitad del camino.

Desde entonces había transcurrido más de un día y habían caído las


primeras nieves, que incitaron a Thirrin a dar la orden de avanzar a marchas
forzadas toda la noche para intentar alcanzar a la columna de refugiados.
Pero si nevaba antes, su primera victoria sería la última.

Pasado el mediodía se toparon con un montículo de piedras apiladas en


medio del camino. Thirrin dio la orden de desmontarlo y dentro encontraron
varios sacos de nueces, bayas y otros frutos secos del bosque. El rey Roble 135
les había dejado víveres. Los soldados lanzaron hurras y golpearon los
escudos con las espadas y las hachas en gesto de salutación. Thirrin
simplemente exclamó hacia el bosque que los rodeaba:

—¡Gracias! ¡Nunca lo olvidaremos!

La noche siguiente fue todavía más fría de lo habitual en los inviernos de las
Tierras de Hielo. Aun teniendo encendidas unas fogatas enormes, el gélido
viento conseguía penetrar con sus dedos helados en las pequeñas cúpulas de
calor y luz que envolvían las llamas. Esa noche murieron diez de los soldados
más mayores; amanecieron con sus barbas grises blancas de escarcha,
asiendo con las manos congeladas la empuñadura de la espada. Con una
desesperación soterrada, Thirrin pensó que no tardarían en empezar a morir
también los jóvenes y que no podría hacer nada para evitarlo. Supuso que si
no llegaban a un refugio en menos de dos días, podría perder hasta un
cuarto de los hombres que habían sobrevivido a la batalla. Con esa idea en la
cabeza, les impuso un ritmo extenuante y los exhortó recordándoles que un
buen militar no solo se destacaba por la ferocidad en el campo de batalla,
sino también por su aguante y resistencia.

Una vez más, marcharon durante toda la noche. Pero cada vez caminaban
más despacio, hasta acabar casi gateando en las horas más oscuras. A lo
lejos se oía el eco de extraños reclamos y bramidos, como si los siguieran
unas bestias gigantes. En un momento dado, a Thirrin le pareció oír aullidos.
Pero eran casi imperceptibles y no había forma de saber si se trataba del
sonido habitual de los lobos cuando el hambre los obliga a bajar de las
montañas o si eran las voces del pueblo de los hombres lobo, sus aliados.
Luego, justo antes del amanecer, se hizo un silencio absoluto. Mientras ellos
continuaban arrastrando los pies, el único sonido audible era el del leve
crujir de sus pisadas al quebrar la fina corteza de nieve congelada y llegar
hasta la nieve en polvo que había debajo. Thirrin estaba al límite de sus
fuerzas. También sus soldados. Iban a tener que parar, aunque solo fuese
una hora, para comer y calentarse las manos y los pies helados con un
fuego.

Acababa de dar la orden de detenerse cuando captó el ruido de unos cascos


de caballo aproximándose. Sin mediar palabra, volvió a formarse el parapeto
de escudos y Thirrin ocupó su sitio en el centro. Todos sus soldados miraban
fijamente ante sí, a una curva del camino en que este se perdía de vista
debajo de los árboles. Thirrin se preguntó si podrían hacer frente a un
combate en las condiciones en que estaban. Pero en ese momento vio
aparecer unos caballos y se olvidó de todo. Estaban a unas quinientas yardas
de distancia y Thirrin vio perfectamente, gracias a la gélida nitidez de la
mañana, que se trataba de dos columnas, una formada por bestias nervudas
de pequeña estatura y otra formada por caballos más grandes. Y en las dos
iban montados unos soldados ataviados de vivos colores.
136
Encabezaba ambas columnas uno de los caballitos. Su jinete lucía una gorra
escarlata con protectores para las mejillas que a Thirrin le resultó
curiosamente familiar. Al ver la pantalla de escudos ante sí, el cabecilla dio la
orden de parar y se acercó con uno de los soldados que iba en uno de los
caballos grandes. Al aproximarse, Thirrin advirtió que el comandante de
aquella caballería era una mujer, que había alzado la mano para mostrar que
iban en son de paz.

—¿Quién sois, que cabalgáis armada por el bosque en estos tiempos de


guerra? —preguntó Thirrin.

La mujer no respondió. Se apeó y avanzó a pie hasta quedar a unos metros


de la pantalla de escudos de los soldados de Thirrin. Tenía un semblante
severo, de una belleza fría, y Thirrin calculó que sería aproximadamente de la
edad de Redrought. De repente la mujer hincó una rodilla en la tierra.

—Salve, princesa Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo. Soy tu vasalla


Elemnestra Celeste, basilea de los hipolitanos, y éste —añadió, señalando al
grandullón que aguardaba a unos pasos de ella, muy respetuosamente— es
mi consorte Olememnón.

Los soldados de Thirrin prorrumpieron en gritos de júbilo, pero ella los


mandó callar con un gesto de la mano. Había algo en aquella mujer que la
incitó a no comportarse con otra cosa que no fuese una dignidad suprema en
su primer encuentro.

—Saludos, Elemnestra Celeste, basilea de los hipolitanos. Quisiera


informaros de que no habéis mencionado la toldad de mis títulos, pues
habéis olvidado añadir mi apelativo de guerra: Lince del Septentrión,
otorgado por mi padre Redrought, rey de esta tierra —explicó, henchida de
orgullo.

La mujer le sostuvo la mirada firmemente varios segundos, y luego,


inclinando la cabeza, dijo:

—Perdonadme, mi señora. No nos habían informado sobre este añadido a


vuestra lista de títulos, pero diré que es un apelativo perfecto para quien
acaba de conseguir su primera victoria de una manera tan gloriosa. —Alzó la
vista de nuevo y sonrió; su rostro era ahora de una belleza cálida y luminosa.
Se levantó y añadió—: Y ya que hablamos de títulos, vos habéis olvidado
nombrar uno de los míos, mi señora. El de «tía»; vuestra madre era mi
hermana pequeña.

Por supuesto que Thirrin sabía que la basilea, o gobernadora de los


hipolitanos, era su tía. Pero nunca había conocido a los parientes de su
madre, y pensó que después de los acontecimientos de los últimos días, bien 137
podrían perdonarle aquel fallo involuntario.

—Saludos, pues, tía Elemnestra. Y éste debe de ser mi tío Olememnón —


respondió Thirrin, bajando la barbilla para saludar al descomunal
hombretón que aguardaba en silencio.

—Bueno, sí... supongo que sí —respondió Elemnestra, como si nunca se


hubiera parado a pensar que un hombre podía ocupar tal posición—.
Olememnón, acércate a saludar a tu... sobrina.

El consorte de la gobernadora dio unos pasos al frente y sonrió mientras


apoyaba una rodilla en el suelo. Era un hombre muy corpulento, con una
espalda anchísima y un pecho enorme, pero curiosamente no tenía barba.
Thirrin se preguntó si se debería a algún horrible accidente, pero entonces
reparó en que ninguno de los soldados que iban en los caballos grandes,
todos ellos hombres, llevaba barba. Al final el sentido común le dio la
respuesta: iban afeitados, claro. Casi se quedó pasmada. Resultaba raro ver
hombres sin barba en las Tierras de Hielo. Era casi como estar ante una
versión mayor de Oskan, salvo por el detalle de que esos soldados teman la
estatura propia de hombres adultos.

Los que iban en los caballos menudos eran mujeres, todas igual de altas y
esbeltas que su basilea. Llevaban pequeños arcos compuestos, lanzas y unos
escudos en forma de medialuna, hechos de mimbre reforzado. Los hombres,
por su parte, llevaban escudos redondos y hachas, como los housecarls. Sin
embargo iban vestidos todos igual, con pantalones, abrigos y gorros escarlata
con protectores para las mejillas, todo bordado ricamente.

Thirrin volvió a mirar a Olememnón, que seguía con una rodilla en tierra
delante de ella. Se desmarcó de la pantalla de escudos, se acercó a él, lo tomó
de la mano y lo ayudó a ponerse en pie.

—Saludos, tío —dijo con mucha formalidad, y le dio un beso en la rasurada


mejilla.

—Saludos, mi señora —respondió él con una voz profunda y serena, y le


devolvió la sonrisa.

Thirrin se giró entonces hacia su tía y, dando un paso al frente, la abrazó.


Los soldados de las Tierras de Hielo prorrumpieron nuevamente en vítores y
aclamaciones y esa vez Thirrin no intentó detenerlos.

Maggiore echó un vistazo a su alrededor. Las habitaciones estaban bien


iluminadas y eran espaciosas. Las paredes, enlucidas, estaban decoradas 138
con murales de montañas y árboles que le recordaron su tierra natal. Solo
que esas montañas eran más altas, por supuesto, y se hallaban en él norte,
no lejos de las tierras cubiertas de hielo permanentemente en que era de día
durante la mitad del año y de noche la otra mitad. Entonces, ¿cómo era
posible que los artistas de esa tierra gélida conociesen los montes y las
diferentes especies arbóreas del sur? ¿Cómo podían conocer el aspecto de los
países en que el sol calienta más y en que las lluvias se organizan de tal
modo que solo caen en determinadas épocas del año, permitiendo así a la
gente prepararse para su llegada? Era un misterio. Supuso que simplemente
habrían copiado cuadros que habían visto en sus viajes. Con todo, había
murales como aquéllos en todo el palacio de la basilea, y eran tan vividos y
de tan alta calidad que Maggiore estaba casi seguro de que representaban
una especie de conexión entre los hipolitanos y las regiones sureñas.

De buen grado dejó a un lado el misterio de aquella decoración. El lujó


inusual de sentir calor seguía produciéndole regocijo. En el centro de la
habitación había una canasta de troncos junto a la que ardía un fuego
enorme, y las ventanas. Perfectamente selladas, no dejaban pasar ni un
ápice de la silbante ventisca que azotaba la ciudad de Bendis, el principal
emplazamiento hipolitano. Ese calor y las abundantes raciones de comida
eran justo lo que necesitaba después de aquel viaje infernal. Pero tuvo que
reconocer que las cosas habrían podido salir mucho peor.
—Gracias a los dioses en los que un agnóstico como yo pueda creer, por
haber hecho que la basilea recibiese nuestros mensajes y llegase para
socorrernos —murmuró Maggiore para sus adentros.

En cuanto los soldados hipolitanos los hubieron encontrado en la calzada,


dieron de comer a la gente. Después, al enterarse de la lucha de Thirrin en la
retaguardia, la propia basilea se metió en el bosque con víveres. Cuando la
princesa y su escolta llegaron a las murallas de la ciudad, los refugiados
llevaban ya más de un día instalados. Por eso, casi todos se habían unido a
la muchedumbre que flanqueaba la calzada principal de acceso a la
ciudadela.

El recibimiento de Thirrin fue verdaderamente espectacular: los hipolitanos


consideraban a la princesa como si fuese de su propio pueblo, lo cual no era
ninguna sorpresa, como hubo de admitir Maggiore, teniendo en cuenta que
su madre había formado parte de su aristocracia gobernante. La acogieron
con aclamaciones y con el curioso gesto de tender pieles a los pies del caballo
que la basilea le había entregado, para que las pisase al pasar.

Maggiore estaba maravillado con las costumbres hipolitanas, y, aunque solo


llevaba un par de días en la ciudad, ya había averiguado muchas cosas.
Como forastero que había pasado casi toda la vida en Frostmarrís, le 139
sorprendió mucho oír palabras que no entendía y que tachonaban el habla
de los hipolitanos. Contaba con que hablarían algún tipo de dialecto, pero
aquellas palabras sonaban como si fuesen los restos de un idioma casi
perdido. También la religión era diferente. Por lo que había podido ver en su
breve investigación, los dioses locales eran principalmente femeninos y por
encima de todos ellos reinaba la Diosa Madre. Entre los mortales, eso se
reflejaba en el hecho de que muy pocos hombres ocupaban cargos de poder.
Al principio Maggiore so había sentido ofendido en su orgullo varonil, pero
enseguida analizó la cuestión con su brillante cerebro de erudito y se quedó
fascinado. Al final tuvo que reconocer quo aquel sistema de gobierno era
ordenado y que todo el pueblo parecía bastante satisfecho.

Sentado delante del fuego en su confortable alcoba, había llegado a la


conclusión ineludible de que los hipolitanos eran un pueblo inmigrante, tal
vez de refugiados, como ellos, que en algún momento del pasado se había
asentado en aquellas tierras. Hasta los nombres propios eran diferentes;
abundaban los exóticos Casandra e Ifigenia, que resplandecían cual gemas
contra un fondo gris de Aethels y Cerdics. Todo aquello despertaba su
curiosidad de erudito, y había husmeado todo lo que había podido para
conocer más datos.

Un golpe en su puerta interrumpió sus cavilaciones. Alzó la vista y vio entrar


a Oskan y Thirrin. Era evidente que habían estado discutiendo sobre algo
mientras acudían a verlo y siguieron conversando después de saludarlo con
la mano.

—¡De ningún modo podemos permitirnos el lujo de quedarnos aquí durante


los meses de invierno y esperar que los polipontanos se marchen sin más! —
espetó Thirrin con su habitual tono irritado, lo cual demostraba que se había
recobrado del todo de la marcha y la batalla.

—Nunca he sugerido eso —replicó Oskan con el mismo brío—. Si me


escuchases en vez de dar por hecho que voy a decir algo que va a molestarte,
habrías entendido lo que pienso. He dicho que era bueno que la gente
tuviese ahora la oportunidad de recuperarse antes de que llegue la
primavera y empiece la siguiente campaña. No cuento con que tú hagas
nada ni remotamente parecido a tomarte un descanso.

—¡No! Hay que llamar a la milicia del norte y hay que equiparla, entrenarla y
suministrarle caballos. ¡Hay que asegurar los víveres y repartirlos, hay que
fabricar armas, reparar las que tenemos y prepararlas para la lucha!
¡Descansar es un lujo que ni puedo ni quiero permitirme!

—Pero tal vez mi señora y su joven consejero podrían, al menos, tomar


asiento de momento —propuso Maggiore con calma, y señaló un par de sillas
arrimadas a la pared.
140
Thirrin y Oskan las acercaron al hogar y se sentaron.

—He convocado una reunión para esta noche con la basilea y su concejo.
Oskan y yo solo estábamos preparándonos, intercambiando puntos de vista.
¿Qué opinas tú, Maggie?

—¿Sobre qué aspecto en particular?

—¡Sobre cualquiera! ¡Sobro todo en general!

—Al parecer, tenéis bajo control los preparativos militaros. Pero ¿qué pasa
con la diplomacia y las alianzas?

—Ah, sí. He decidido...

De repente Oskan se puso de pie, se acercó a la ventana y abrió los postigos.


El vendaval entró con furia en la habitación y se coló una fuerte ráfaga de
nieve en dirección al hogar, donde chisporroteó al contacto con las llamas. El
humo y el vapor hicieron toser y escupir a Thirrin y Maggiore, que empezaron
a regañar a Oskan a gritos para que los oyese por encima del rugido del
viento.

—¡Escuchad! —los cortó Oskan en tono autoritario—. ¿No lo oís?

—¿El qué? —preguntó Thirrin.


—¡Esos aullidos!

Los tres se sentaron de nuevo y escucharon en silencio en medio de la nieve y


el viento. Poco a poco distinguieron el fino hilo de un aullido mezclado con el
estruendo de la tormenta.

—Lobos. ¿Y qué? ¡Están hambrientos y han bajado de las montañas!

—¡No! No son lobos. Son hombres lobo. Te están llamando —dijo Oskan con
mucho ímpetu.

Thirrin se puso en pie de un brinco.

—¿Qué están diciendo?

Oskan se levantó también y aguzó el oído durante casi un minuto, con la


mirada desenfocada, muy concentrado. Thirrinn apenas podía contener la
frustración que sentía. Pero no se atrevió a decir nada hasta que él estuvo
preparado. Al final, Oskan parpadeó y dijo:

—Quieren un salvoconducto para entrar en la ciudad. Quieren que te


encuentres con ellos en las puertas de acceso.

—¡De acuerdo! —exclamó Thirrin, y salió disparada hacia la salida—. Oskan, 141
da la orden a todos los guardias para que los dejen pasar. ¡Que nadie les
haga daño, so pena de muerte! Maggie, comunica a la basilea lo que está
sucediendo y dile que se reúna con nosotros en el salón principal.

Mientras Thirrin y Oskan bajaban desde la ciudadela a caballo, el viento


seguía ululando con fuerza. La nieve caía convertida en un granizo punzante,
como una cortina de flechas de hielo por las que era casi imposible ver nada.
Oskan se preguntó cómo alguien, o algo, podía sobrevivir en semejantes
condiciones. Aun así, el pueblo lobo había viajado en plena tormenta de nieve
y aguardaba al otro lado de las puertas.

Los guardianes habían recibido la orden y estaban ya lisios para dejar que
Thirrin y Oskan saliesen a la ventisca del otro lado. Sin embargo, al abrir
entraron cuatro figuras cubiertas de nieve que llevaban algo parecido a una
larga camilla. Los guardias desenvainaron las espadas, pero Thirrin les
ordenó que volviesen a guardarlas. La criatura más alta dio un paso al frente
e hincó una rodilla en el suelo. Alzó hacia ella su horripilante rostro y la
princesa pudo distinguir perfectamente la mezcla de rasgos humanos y
lobunos.

—Mi señora, debemos subir a la ciudadela de la basilea hipolitana. Hemos


venido para devolveros algo que os pertenece. —La voz de la bestia se impuso
fácilmente al ulular del viento.

—¿De qué se trata?

—Aquí no, mi señora. No sería... adecuado.

Thirrin lanzó una mirada a la camilla y asintió enseguida.

—Seguidme.

Cuando llegaron al salón principal, la basilea Elemnestra y su consorte


Olememnón estaban aguardándolos en sus tronos reales y ataviados con el
traje oficial, como si supiesen que iban a recibir la visita de unos dignatarios
extranjeros. A su lado esperaban en silencio los diez miembros del Alto
Concejo del pueblo hipolitano, así como un Maggiore de semblante
angustiado.

Al entrar en el salón, Thirrin no pudo evitar fijarse en que Maggiore y


Olememnón eran los únicos hombres presentes, pero estaba tan ocupada
tratando de dar una imagen de serenidad que no tenía mucho tiempo para
pensar en nada más.

Elemnestra se puso en pie cuando ella llegó hasta la tarima y le ofreció su 142
trono, pero Thirrin le hizo una seña con la mano para indicarle que volviera a
sentarse. Entonces, los hombres lobo se acercaron también y depositaron su
carga en una mesa cercana. Los miembros del concejo murmuraron al verlos
y los guardias que rodeaban el salón se dispusieron a desenfundar las
espadas.

Thirrin miró en derredor, consciente del recelo que se rastraba en el salón, y


sintió que empezaba a bullirle la sangre.

—Estas gentes son mis aliadas y hasta ahora me han dado muchas y grandes
muestras de lealtad y confianza. ¡Si alguien de los aquí presentes las tratase
mal de palabra u obra, recurriré a mi potestad de heredera del trono de las
Tierras de Hielo y ordenaré que lo ahorquen al instante! —Volvió a pasear a
su alrededor una fiera mirada; ninguno de los presentes osó mirarla a los
ojos—. Bien. Entonces ruego que el pueblo lobo hable ahora. ¿Qué nos
habéis traído?

Como la vez anterior, el más alto de los hombres lobo dio un paso al frente.

—Mi señora, nuestra carga es pesada y la traemos desde lejos, desde el


campo de batalla del sur. —Por todo el salón se extendió un rumor, al
comprobar por primera vez los hipolitanos que aquellas criaturas sabían
hablar—. Pero su peso no ha supuesto ninguna dificultad de orden físico. El
pueblo lobo podría acarrear sin esfuerzo un peso diez veces mayor, el doble
de distancia. No; la carga que traemos es de tristeza y pesar, por saber el
dolor que causaríamos a nuestra aliada.

Thirrin los miraba fijamente. A la luz de las antorchas prendidas en las


paredes, su rostro brillaba muy pálido.

—¿Qué es?

El hombre lobo agachó la cabeza, se giró hacia la camilla y retiró la tela que
la tapaba. Al descubierto quedaron los cuerpos sin vida de Redrought y lady
Theowin, perfectamente conservados gracias a la nieve.

Una exclamación ahogada recorrió el salón entero, y se hizo un silencio


absoluto mientras Thirrin se acercaba a la camilla. Redrought tenía aún la
armadura puesta, si bien los hombres lobo le habían dejado el casco encima
del pecho. Además, se habían tomado la molestia de limpiar los cuerpos de
cualquier resto de sangre, de modo que parecían estar sumidos en un sueño
profundo y señorial.

Thirrin se quedó mirando a su padre y le acudieron a la mente recuerdos de


aquel hombre grandullón al que le encantaban los gatos y las pantuflas
mullidas, que jugaba con ella de niña y le contaba cuentos al irse a dormir.
Le tomó entonces la mano congelada entre las suyas y los ojos se le llenaron 143
de lágrimas.

—Papá —susurró—. Te quiero, papá. —Diciendo esto, se inclinó y le besó la


mejilla. A continuación se irguió de nuevo y se giró el hombre lobo—. ¿Qué
noticias tenéis de la batalla?

—El rey derrotó a sus enemigos y les arrebató el estandarte, que está ahora a
sus pies. Pero su ejército quedó destruido mientras destruía al contrario. El
enemigo contaba con un número inmenso de soldados, pero creemos que
Redrought sabía lo que estaba haciendo y que sacrificó a todo su ejército
para daros tiempo a formar otro y pedir ayuda a vuestros aliados. Nosotros,
el pueblo lobo, no estamos listos aún, ya que se tarda varios ciclos lunares en
congregar a toda nuestra gente, pero yo fui con un pequeño grupo para
observar lo que estaba ocurriendo y poder informaros, mi señora. Vimos caer
a la baronesa Theowin y después mataron al rey Redrought justo cuando
acababa de apoderarse del estandarte enemigo, y corrimos a recoger sus
cuerpos del campo de batalla antes de que lo hicieran los soldados que se
aproximaban ya a caballo después de la lucha. Aquí están ahora, ante vos,
nuestra aliada. También os traemos los saludos de nuestro rey, Grishmak
Bebedor de Sangre. Dice que la congregación está ya en marcha y que estará
terminada para la primavera, cuando contamos con vuestra llamada para
acudir a la batalla.

Con el rostro pálido y los ojos relucientes, Thirrin contempló en silencio el


cuerpo de Redrought. Pero después pareció recobrar el sentido, y alzando la
vista, dijo:

—Devolved el saludo a su majestad Grishmak Bebedor de Sangre,


transmitidle nuestra amistad y aseguradle que la llamada a la batalla le será
enviada en cuanto comience la nueva campaña. —Luego miró de nuevo a su
padre y añadió con una voz que empezó siendo débil pero que poco a poco
fue llenándose de fuerza—: Antes que eso, hay piras que debemos construir y
un odió que debemos ir acumulando hasta que alcance la altura de un fuego
abrasador que arrasará el Imperio del Polipontus. Se extenderá con furia
imparable por todas sus calles y llegará al palacio mismo del emperador
transformado en un estallido de llamas. ¡Que nuestro impulso sea la sed de
venganza! ¡Que nuestras armas sean dignas de odio! ¡Que nuestra furia sea
la potencia que aplaste ni Imperio!

Al instante se extendió por todo el salón un clamor inmenso. Los guardias


empezaron a golpear los escudos con las espadas, los hombres lobo se
pusieron a aullar y todo el mundo lanzó hurras y vítores. Maggiore se quedó
muy intrigado al sorprenderse a sí mismo dando voces junto con todos los
demás y se fijó, con un punto de ironía, en que la fuerza de las emociones
podía hasta con la más objetiva de las mentes.
144
Capítulo 12

C
ientos de personas se apiñaban alrededor de la amplia plaza que había
delante del palacio de las basilea. En el centro se había montado un
pira con gruesos leños de roble, apilados en tantos niveles que la
montaña subía hacia el cielo cual pirámide de madera. Unos soldados vertían
aceita y otros líquidos inflamables en los troncos, ya empapados en
combustible desde hacía buen rato. Otros colocaron el estandarte de guerra
de las Tierras de Hielo encima de dos plataformas que se habían construido
en los alto de la pira. Una de ellas quedaba aproximadamente un metro por
debajo de la otra, y tenía delante el llamativo halcón de la insignia de la
baronesa Theowin. La plataforma más elevada estaba adornado con el pendón
personal de Redrought, que representaba un oso en plena lucha.

El cielo era un manto pesado y oscuro que amenazaba con descargar más
nieve, y un viento cortante soplaba entre las calladas filas de gente,
obligándola a ceñirse mejor las capas de invierno. Los housecarls de Thirrin
habían formado delante de la muchedumbre. A la luz de las antorchas que
portaban, brillaban las armaduras con un resplandor rojizo, y en los edificios
145
que daban a la plaza se habían colgado unos largos pendones de duelo de
color púrpura oscuro, casi negro en contraste con el brillo de la nieve, que el
viento agitaba y sacudía.

La gente llevaba esperando una hora y, pese al frío helador, no daban


muestra de impacientarse.

Todos eran conscientes de que estaban a punto de presenciar uno de los


acontecimientos más importantes de la historia de las Tierras de Hielo. Un
gran rey guerrero y su leal vasalla iban a ser incinerados en la ceremonia más
espectacular que había podido organizar la heredera al trono, teniendo en
cuenta el estado de guerra y la invasión.

En circunstancias más normales habrían incinerado al difunto monarca en la


llanura que había delante de Frostmarris, y en cuanto se hubiesen apagado
las llamas, habrían elevado un túmulo sobre las cenizas. Pero en este caso la
Princesa Thirrin había decretado que las cenizas de su padre mezcladas con
las de lady Theowin, se depositasen en una urna y que no se construyese
ningún túmulo hasta haber regresado a la capital del reino a la cabeza de un
ejército libertador.

Lentamente empezaron a caer copos de nieve, que se posaron en la gran pila


de madera del centro de la plaza, añadiendo así capas nuevas a la película de
hielo compacto que cubría ya todas las superficies visibles. Oskan Hijo de la
Bruja había dicho que nevaría un poquito, pero sin llegar a interrumpir el
funeral, de modo que la gente se puso la capucha y encorvó un poco la
espalda para protegerse mejor del frío.

De repente sonaron las notas graves de una fanfarria de cuernos, y los


guardias reales se pusieron firmes. Entre la multitud se extendió el zumbido
de un murmullo y todos los cuellos se estiraron para intentar ver la calzada
principal que subía hasta la ciudadela. A lo lejos las puertas de la fortaleza se
abrieron despacio y empezó a salir una larga procesión. En ese momento
tenían ventaja los ciudadanos del fondo, los que estaban donde la calzada
desembocaba en la plaza, porque pudieron ver perfectamente a la princesa
Thirrin ataviada de pies a cabeza con la armadura, marchando al frente de
una escolta de housecarls y guerreros hipolitanos. A su lado bajaba la basilea
y justo detrás de ellas iban el hijo de la bruja y Maggiore Totus. Los soldados
caminaban en formación cuadrada, rodeando un gran féretro que diez
hombres lobo portaban sobre los hombros.

Al ver a los hombres lobo la gente contuvo el aliento en una exclamación


ahogada. Hasta la alianza entre Thirrin y el rey Grishmak, el pueblo lobo
había sido enemigo declarado de las Tierras de Hielo, y a la mayoría de los
habitantes del reino su presencia en el recinto de una ciudad seguía dándoles 146
miedo y pareciéndoles extraña. Sin embargo, los espectadores pudieron ver a
aquellas enormes criaturas bajando en procesión junto a los soldados,
llevando el paso a la perfección, y su aire de ferocidad contenida añadió al
funeral una dignidad mayor incluso que la que pudieran transmitir las tropas
más disciplinadas.

Se hizo el silencio. Lo único que se oía era la cadencia de les pisadas. Nadie
derramó una sola lágrima. En lo que afectaba directamente a la vida de los
ciudadanos, Redrought había sido un buen rey. No había creado nuevos
impuestos ni había amenazado con cobrar más diezmos, y sus gustos e
intereses no habían supuesto nuevas cargas para la sociedad de las Tierras
de Hielo. Es más: había muerto cumpliendo su trabajo, tratando de defender
al país de los invasores. En eso había sido muy eficiente.

Pero para la mayoría de los ciudadanos era un personaje lejano y les costaba
tomarse su muerte de una manera emotiva. Les interesaba más ver cómo se
desenvolvía su sucesora. ¿Sería capaz de defender el país, y por tanto la vida
de sus súbditos, de los invasores polipontanos? Hasta el momento lo había
hecho muy bien: había llevado a cabo la evacuación de Frostmarris con
habilidad y control, y después había derrotado a la caballería enemiga que los
perseguía. Además, había dado muestras de una asombrosa capacidad para
sellar alianzas con la... gente más inverosímil.
En muchos sentidos, a los ciudadanos de a pie les resultaba más fácil que a
la aristocracia gobernante aceptar la idea de una alianza con el pueblo lobo.
Eran gente realista y aceptaban de buen grado cualquier amistad que sirviese
para salvar el pellejo. Solo quienes sabían que la cosecha de una estación era
lo único que los separaba de la hambruna entendían verdaderamente que el
que ayer había sido tu enemigo declarado podía estar trabajando a tu lado en
los campos de labranza al día siguiente. Solo un tonto se pondría a pelear con
el vecino en el patio trasero de su casa cuando la guerra estaba a su puerta.

Entretanto, observaban atentamente el lento avance del cortejo fúnebre.


Aquel acontecimiento no solo representaba oportunidad de distraerse gratis
en lo más crudo del invierno, sino que, además, les daba la posibilidad de
calibrar cómo estaban los ánimos de la gobernante. Si se la viese preocupada,
la gente se asustaría con todo el derecho.

La procesión entró lentamente en la plaza y fue recorriendo todo su perímetro.


Thirrin tenía el rostro petrificado en una expresión solemne. Por su parte,
Oskan y Elemnestra, la basilea de los hipolitanos, parecían abstraídos con
otras cuestiones. Solo Maggiore, movido por su curiosidad de erudito, miraba
a un lado y otro con mucha atención, maravillado por las costumbres
funerarias de aquel pueblo. Las gentes de las Tierras de Hielo estaban
sumidas en una especie de distensión colectiva, y por parte de la gobernante 147
tampoco se percibían signos de angustia.

Conforme el féretro pasaba ante el gentío, muchas cabezas se alzaban para


ver mejor los cuerpos del rey Redrought y lady Theowin. La nieve con que los
hombres lobo habían cubierto los cadáveres los había conservado de
maravilla, y ambos tenían un aspecto grave y belicoso, muy apropiado para la
ocasión. Como, además, daban la impresión de estar dormidos, se
acrecentaba la distancia emocional que sentía la gente, que rompió a
aplaudir, añadiendo un curioso toque de carnaval. Durante un instante,
aquello perturbó la rígida compostura de Thirrin, que lanzó una mirada
molesta a la multitud. Pero se relajó enseguida. Probablemente su padre
habría preferido que la gente aplaudiese y jalease en vez de llorar. Al fin y al
cabo, era una muestra de cariño.

La procesión se acercó entonces a la pira y la escolta de soldados se detuvo en


seco. Los lobunos portadores del féretro siguieron con el mismo paso de
marcha y ascendieron lentamente por la escalera que habían dispuesto en la
montaña de leña. La muchedumbre contempló la escena en absoluto silencio,
mientras los hombres lobo depositaban los cuerpos del rey y su vasalla en sus
respectivas plataformas y los cubrían con sus estandartes personales. Al
retirarse, la guardia real empezó a golpear suavemente los escudos con el
puño de las espadas y las hachas. Poco a poco, con suavidad, el sonido fue
creciendo en intensidad hasta convertirse en un estrépito impresionante que
llenó por completo la plaza y rebotó con un eco atronador en las nubes bajas
y en los edificios de piedra. A continuación fue disminuyendo igual de
paulatinamente, y antes de desvanecerse del todo, los hombres lobo volvieron
a ocupar su puesto entre los soldados.

Thirrin no había preparado ningún discurso y tampoco había encargado


hablar a nadie. Su dolor quedaba recogido en aquel silencio. La pérdida que
había sufrido el pueblo quedaba plasmada en aquella ausencia de discursos.
La princesa dio un paso al frente y, sin girarse, levantó una mano. La basilea
se acercó a ella y le entregó un arco compuesto hipolitano y una flecha, cuyo
extremo estaba envuelto en una tela embadurnada de brea. Thirrin ajustó la
saeta en la cuerda y tensó el arcó. Asintió en silencio y la basilea prendió la
punta y se apartó. La princesa izó el arco y disparó la flecha encendida, que
surcó el aire como un diminuto cometa contra el fondo gris de las nubes de
tormenta.

La muchedumbre siguió con la mirada el vuelo de la flecha hacia el cielo y


luego, dibujando una delicada parábola, hacia la montaña de leña de la pira.
De inmediato, en la madera empapada de combustible se encendió una
llamita, que fue creciendo cada vez más. La basilea dio entonces la señal y las
mujeres soldado del pueblo hipolitano levantaron sus arcos y dispararon en
dirección a la pira una lluvia de flechas en llamas. Después, la guardia real de 148
Thirrin se adelantó y lanzó a su vez las antorchas encendidas, y la pira se
convirtió en una inmensa bola de fuego que despidió una ráfaga de intenso
calor hacia la muchedumbre.

Los housecarls regresaron a su puesto y contemplaron, inmóviles, cómo el


fuego se transformaba en una hoguera uniforme. Los hombres lobo echaron
atrás la cabeza y lanzaron los espeluznantes y lúgubres aullidos propios de su
especie, primero subiendo poco a poco de octava y después descendiendo
nuevamente hasta desvanecerse en el silencio.

Thirrin observó también las llamas, que rugían, eran altísimas e iluminaban
con su llamarada color oro y rojo salvaje la invernal ciudad gris y blanca.
Mientras, trató de mantener despejada la cabeza, conforme aquel calor
increíble deshacía el cuerpo del hombre que había sido su maestro y su guía
desde los tiempos de sus primeros recuerdos. Intentó convencerse de que
estaba presenciando los ritos funerarios de un hombre que no tenía más
importancia para ella que cualquier otro gran guerrero. Pero la imagen de un
rostro sonriente y de pobladas barbas se empeñaba en colársele en la mente.
Su candor, campechano unas veces y gruñón otras, la había consolado
durante las muchas rabietas y desilusiones que salpicaron su infancia. Pero
fue el recuerdo de sus ridículas pantuflas mullidas lo que finalmente le
arrancó las lágrimas.
Ver a aquella joven doncella guerrera, de semblante tan serio, con las mejillas
empapadas de lágrimas sería la imagen que más recordarían muchos de los
que integraban la muchedumbre de espectadores del funeral de Redrought
Brazofuerte Escudo de Tilo, Oso del Septentrión, rey de las Tierras de Hielo.

La cámara del Consejo estaba llena solo hasta la mitad, lo cual no dejaba de
ser sorprendente teniendo en cuenta la relevancia de la reunión que había
convocado Thirrin. Solo estaban sentados en la mesa la basilea, las diez
mujeres que integraban el Consejo de Gobierno y cinco comandantes. Por
parte de Thirrin estaban Oskan, Maggiore Totus, ella misma todos los oficiales
que habían ido con ella al norte.

La nueva reina de las Tierras de Hielo no se había hecho aún a la idea de


tener en sus manos todo el mando y todo el poder, y antes de que empezase
propiamente la junta había estado discutiendo casi media hora con su tía la
basilea.

—¡Quiero que en la asamblea estén presentes todos mis comandantes,


incluidos los del ejército hipolitano! —dijo Thirrin fríamente—. No solo los que 149
autoriza la tradición hipolitana —remató, y se agarró las manos detrás de la
espalda en un intento de aplacar sus temblores.

Elemnestra sostuvo unos segundos la furibunda mirada de su sobrina y a


continuación dijo con malevolencia contenida:

—¡Pero nuestros hombres no están entrenados para participar en reuniones


de esta naturaleza!

—En vuestro ejército los hombres ocupan cargos de poder, ¿no es así?

—Sí. Y cualquier cosa que necesiten saber les es transmitida por sus
superioras inmediatas.

Thirrin siguió hablando en voz baja y comedida. La más mínima flaqueza por
su parte delataría el temor inmenso quo le infundía su tía.

—Es decir, han de enterarse por otros de cualquier novedad o plan, sin poder
acceder a ellos de manera inmediata. No me parece bien, basilea. Quiero que
mis órdenes se oigan directamente, no que las transmitan terceros que tal vez
no las comuniquen con el suficiente énfasis o la carga exacta que deseo.

—Pero nuestros oficiales no pueden estar presentes en toda conferencia o


reunión del Consejo. Habrá comandantes que siempre reciban la información
a través de intermediarios —se defendió la basilea.
—Cierto. En el caso de ejércitos muy numerosos es inevitable. Pero queréis
marginar a diez comandantes de rango medio, como mínimo, que bien
podrían estar en esta reunión informativa. Solo porque son hombres. Y no
pienso permitirlo. Es injusto, ridículamente anticuado y, sobre todo, una
manera muy poco eficaz de ocuparse de temas militares. ¿De verdad creéis
que el general Scipio Bellorum dejaría que unas tradiciones tan atrasadas
pusieran en peligro el funcionamiento de su maquinaria de guerra?

—Bellorum es un bárbaro y un asesino. Yo no puedo saber lo que haría él.

Thirrin inspiró profundamente. Estaba decidida a aparentar que la basilea no


la preocupaba lo más mínimo.

—¡Es el general más exitoso que haya visto el mundo conocido! Tomó un
monstruo militar inmenso y aparatoso y en menos de cinco años lo
transformó en una fuerza de combate mortífera y eficiente. Y en los últimos
diez años de mandato ha añadido al Imperio polipontano tres países y cinco
provincias nuevas. Si no queremos ser el cuarto estado soberano que el
general convierte en otra área administrativa más de sus ambiciones
imperialistas, más nos vale aprender a pensar y actuar como él. ¡Y eso quiere
decir ser eficaces y saber cuándo el peor enemigo está dentro de nosotros
mismos! Pues bien, como reina de las Tierras de Hielo, os ordeno que llaméis 150
a vuestros comandantes. De lo contrario, haré uso del poder que me otorga mi
cargo y os sustituiré como basilea por otra persona que atienda a razones,
¡sea tía mía o no!

Maggiore Totus miraba a su antigua discípula con la profunda satisfacción


que había empezado a ser previsible. Desde el estallido de la guerra Thirrin lo
había sorprendido ya en varias ocasiones, al dar muestras de una capacidad
cada vez más rápida de enfrentarse a situaciones que superaban cualquier
coyuntura que hubiese experimentado anteriormente. Sin embargo, aquélla
era bien delicada. Thirrin no podía permitirse el lujo de distanciarse de
ningún estamento en tiempos de crisis extrema, y su forma de solucionar ese
conflicto podría afectar al resultado de la guerra.

La basilea guardó silencio unos instantes. Evidentemente, estaba sopesando


el contenido de la amenaza de su sobrina. Al final asintió con la cabeza y
ordenó a una guardia que fuese a buscar a los comandantes varones.

Thirrin suspiró aliviada. Durante diez minutos reinó en la sala un incómodo


silencio hasta que comenzaron a llegar los primeros oficiales. Thirrin los
saludó con una sonrisa, y como entendía que era la primera vez que
participaban en una reunión de ese estilo, les indicó personalmente que
tomaran asiento. A continuación les explicó por qué estaban allí.
—Esta reunión es un consejo de guerra. Tenemos cinco meses antes de que la
primavera despeje de hielo y nieve las calzadas. En este tiempo pretendo
formar una fuerza de combate como no se ha visto jamás en las Tierras de
Hielo. Debe ser eficiente, disciplinada y estar bien equipada. He dado órdenes
a los arsenales de incrementar la producción, y he llamado a la milicia. En
cuestión de unos días empezarán a llegar los reclutas rasos, y el cometido del
ejército regular consistirá en entrenarlos.

El más seguro de los oficiales hipolitanos levantó la mano y Thirrin le dio la


palabra.

—Imagino, pues, que habrá que modificar de algún modo los métodos de
entrenamiento de la milicia, Alteza.

—No. Solo hay que añadirlos a la tropa. El período y el método de


entrenamiento básico seguirán siendo los mismos. Pero quiero que se dé a
todos los miembros de la milicia la misma formación que a los regimientos de
la guardia profesional. ¡En mi ejército no quiero élites; todos los soldados
forman parte de una élite!

151
Durante la hora siguiente Thirrin presentó el esbozo de sus planes y
respondió a preguntas sobre todos los aspectos de su estrategia, desde la
instrucción hasta los acuartelamientos y la intendencia. No sin temor; era
plenamente consciente de la ardua tarea que tenían por delante y de que todo
el mundo confiaba en ella para que los dirigiese. Por fortuna, había dedicado
mucho tiempo a meditar sobre esas cuestiones y había preparado una
solución para casi todos los problemas que podrían presentarse.

Al terminar después de haber repasado todas las opciones, se recostó en la


silla y sonrió.

—Hay algo más que debemos abordar. Tengo la intención de acudir con una
comitiva real a la Tierra de los Fantasmas para hablar con los vampiros. —
Aguardó en silencio a que cesase el estallido de protestas y objeciones, y
prosiguió—. Quiero hacerlo por una sencilla razón: necesitamos aliados.

—Pero si ya hemos sellado alianzas con el pueblo lobo y con los reyes Acebo y
Roble —señaló Elemnestra—. ¿Para qué arriesgar la vida yendo al Palacio de
Sangre de los reyes de los vampiros?

—He tratado ya este tema con mis asesores, Maggiore Totus y Oskan Hijo de
la Bruja, y estamos de acuerdo los tres en que si queremos que las Tierras de
Hielo sobrevivan al ataque del Imperio polipontano, debemos conseguir más
aliados. De hecho, cuantos más, mejor. No debemos olvidar que estamos
intentando defender nuestro pequeño país del ejército más numeroso y eficaz
que haya conocido el mundo. Y todos sabéis que a su cabeza está el general
de mayor éxito de la historia. Aun con la ayuda de los reyes de los vampiros,
no podemos estar seguros de sobrevivir. Pero sin ellos estamos perdidos, sin
duda.

—Entonces, enviad a un embajador de confianza que os represente. No


podemos arriesgarnos a perder a nuestra reina en estos momentos —propuso
la basilea.

Maggiore Totus carraspeo como disculpándose por intervenir, y se levantó.

—Ya hemos considerado esa posibilidad, pero hemos decidido que dado que
las relaciones con las Tierras de los Fantasmas se encuentran en un... punto
muerto, sería necesario enviar una misión diplomática del más alto nivel para
reparar las relaciones y restablecer unas apropiadas. Especialmente porque lo
que queremos pedirles es ayuda militar.

—¿Podéis garantizar la seguridad de la reina? —preguntó Elemnestra.

—Señora, ninguno de nosotros puede garantizar que mañana desayunará


otra vez, y menos aún la seguridad de la reina de un país atormentado por la
guerra. Pero hay ocasiones en que es preciso asumir ciertos riesgos por el 152
bien de todos.

—Entonces, llevad un ejército para que os escolte.

—¿Y que los reyes de los vampiros crean que queremos invadir su territorio?
—replicó Thirrin—. No. Llevaré una reducida escolta de diez soldados de
caballería y veinte de infantería.

—¿Cómo podemos saber que la Tierra de los Fantasmas no intentará


invadirnos ahora que tenemos toda la atención puesta en el sur? —preguntó
una de las comandantes hipolitanas.

—Por dos razones —respondió Thirrin con toda soltura—. En primer lugar,
ninguna fortaleza fronteriza ha informado de nada raro en cuanto a
movimiento de tropas, y en segundo lugar, nuestra región hace de barrera
entre ellos y el Imperio. A eso hay que añadir que los polipontanos son gente
de ciencia y razón. Los reyes de los vampiros serían objeto de absoluto
escarnio para ellos, que los considerarían seres a los que hay que aniquilar y
barrer de la faz de la tierra. Si las Tierras de Hielo cayesen en sus manos, su
reino ocuparía el siguiente puesto en la lista de Scipio Bellorum, y en los
inmensos dominios imperiales sus… súbditos no tendrían la menor opción de
ser considerados ciudadanos. Ese detalle será nuestra mejor baza en las
negociaciones. —Echó un vistazo por toda la mesa para ver si alguien más
quería hacer preguntas, y prosiguió—. Llevaré conmigo a Oskan Hijo de la
Bruja, pero Maggiore Totus se quedará aquí. El viaje puede ser duro y estar
lleno de peligros y no quiero bajas entre mis asesores.

Otro de los comandantes varones hipolitanos levantó la mano y Thirrin se giró


hacia él.

—¿Qué haréis para que los reyes de los vampiros estén al corriente de
vuestras intenciones? Sin duda, no podréis cruzar la frontera sin más y
esperar que os reciban con los brazos abiertos.

—Nuestros aliados los hombres lobo nos allanarán el terreno en ese sentido.
Me he puesto en contacto con el rey Grishmak y está de acuerdo en enviar
emisarios al Palacio de Sangre. Cuando llegue a la frontera, Sus Vampíricas
Majestades sabrán ya que me dispongo a visitarlas —respondió Thirrin, más
confiada de lo que se sentía en realidad.

—Pero también podríais caer en una trampa que vos misma os habríais
tendido —señaló la basilea.

—Podría, efectivamente —concedió Thirrin—. Pero, como hemos dicho ya, hay
momentos en que os necesario correr riesgos. Y como éste es uno de ellos, he
decidido tomar todas las precauciones posibles. —Se puso en pie y alzó la voz
para que todos pudieran oírla perfectamente—: Ante todos vosotros nombro 153
aquí a la basilea Elemnestra, mi tía y fiel vasalla, como heredera. En caso de
que yo muera o desaparezca, ella será declarada reina y os dirigirá en la lucha
contra el imperio polipontano. Le hago entrega en este momento del Gran
Anillo de Estado, que me será devuelto a mi regreso de la misión.

Thirrin se quitó el anillo y lo entregó a la basilea, que lo tomó con una


expresión de desconcierto. El gesto de la muchacha había sorprendido a
Maggiore tanto como a todos los demás, pero, sonriendo para sí, el anciano
tuvo que reconocer que era la forma perfecta de limar las asperezas que había
provocado la insistencia de Thirrin en tener presentes a todos los oficiales
varones. Pensó que la joven ya casi había rematado su acceso al papel de
reina de las Tierras de Hielo. Y tal vez su misión real a la Tierra de los
Fantasmas le añadiese el toque final, desconocido por el momento, que haría
de ella una soberana verdaderamente formidable.

Scipio Bellorum miraba, muy pensativo, a sus huestes desde el punto


privilegiado de la cima de la colina. Desde allí podía seguir perfectamente el
esquema táctico, conforme su caballería avanzaba hacia los disciplinados
grupos compactos de la infantería. Había ordenado emplear municiones de
verdad en las maniobras de práctica, y se había permitido a sí mismo un
porcentaje del diez por ciento de bajas, lo cual no dejaba de ser un pequeño
desperdicio. Pero sabía que no había nada coma el peligro real para agudizar
la atención de un soldado, sobre todo si lo que estaba en juego era su propia
sangre.

Estaba enterado del contratiempo que había sufrido su primer ejército


invasor, y ahora que había empezado a nevar, pasarían varios meses antes de
poder enviar refuerzos de cierta importancia. Toda la operación había sido un
riesgo calculado: las nieves habían tardado en llegar y había tenido la
posibilidad de establecer una fuerte cabeza de puente antes de la primavera.
En fin, aquella posibilidad se le había escapado entre los dedos, y ahora tenía
que sacar el mejor partido a la situación.

El único problema real, tal como él lo veía, consistía en mantener a la tropa


en perfecta disposición a lo largo de los meses invernales. Una unidad bélica
podía irse abajo con toda facilidad. Pero si los mantenía ocupados con juegos
de guerra y permitía que los cañones y mosquetes empleasen munición real,
habría creado unas condiciones lo más parecidas posible a las de la guerra
sin necesidad de combatir de verdad contra el enemigo por el dominio de unas
tierras. Por supuesto, era un espantoso derroche de vidas y munición, pero su
ejército podía permitírselo. Y se justificaría fácilmente en cuanto llegase la
primavera y penetrase en las Tierras de Hielo al frente de una nueva fuerza 154
invasora lista para el combate.

Sonrió para sí al pensar que cuando llegase el deshielo, estaría perfectamente


preparado. No tendría que aguardar a que los regimientos recorriesen las
calzadas recién despejadas de nieve. Estarían todos en posición, esperando
nada más sus órdenes de avanzar.

Al poco rato notó una agradable sensación de hambre; nada como las
maniobras para abrir el apetito. Pensó que le apetecía un poco de ternera
para cenar, poco hecha, acompañada de uno de esos deliciosos vinos tintos de
la última de sus conquistas. Se complementarían a la perfección.
Capítulo 13

T
hirrin fingió no haber visto las largas orejeras de lana que Oskan
acababa de colocarle cuidadosamente a su mula Jenny. Ni siquiera los
chillones pompones amarillos y rojos que lucían en la punta la
arrancaron el más mínimo comentario. Estaba decidida a no fijarse en ellas ni
en las bridas de vivos colores que le había puesto, pero estaba llegando a la
conclusión de que había momentos en que Oskan intentaba molestarla
adrede. Seguía negándose a usar un caballo que ella consideraba más
apropiado para uno de sus asesores más destacados, y ahora le daba por
adornar un animal cuyo aspecto era naturalmente ridículo ¡de modo que
pareciera aún más absurdo con prendas de colores llamativos!

La escolta de diez caballeros hipolitanos y veinte housecarls había


reaccionado con una estúpida sonrisa al ver aparecer a Oskan con la mula, y
Thirrin asumió que cualquiera que se cruzase en su camino haría lo mismo.
Aquello estaba totalmente fuera de lugar y no encajaba en absoluto con lo que
debía ser la dignidad monárquica o diplomática.
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—¿Estás listo?—le pregunto, mirándolo desde el alto lomo de su caballo de
batalla con lo que ella esperaba que fuera una expresión de altiva dignidad.

Oskan sonrió de oreja a oreja y asintió con la cabeza.

Los refugiados de Frostmarris abarrotaban ambos lados de la calle principal


que salía de la ciudad hipolitana, y los vieron pasar en un silencio casi
absoluto. Sabían que su joven reina se disponía a correr un terrible peligro, y
que si fracasaba, casi con toda certeza estarían abocados a la derrota en
manos del Imperio polipontano. Ni siquiera la visión de la mula de Oskan, con
sus divertidas orejeras, sirvió para mejorar los ánimos. Algunos les dijeron
adiós con la mano, y uno o dos pidieron a los dioses que los bendijesen y
pronunciaron frases de buena suerte para que hicieran el viaje sin percances.
Pero, por lo demás, estaban tan callados como un lago helado.

Thirrin se sintió aliviada cuando por fin salieron por las puertas de la ciudad
y tuvieron ante sí la calzada desierta. Oskan había dicho que podían contar
con al menos tres días sin tormenta. Se suponía que para entonces estarían a
punto de cruzar la frontera. Y ciertamente hacía un día nítido y despejado, las
mejores condiciones para viajar en invierno cuando no se tenía más remedio
que hacerlo. La nieve helada reflejaba el fulgor del sol y el cielo mostraba esa
tonalidad de azul brillante del esmalte recién pintado. Thirrin tomó aire por la
nariz, encantada. Más allá del fuerte aroma a caballo y el cuero del
equipamiento de los soldados solo se percibía el olor limpio y frío de la nieve.
De repente se sintió libre, y si hubiese estado sola habría salido galopando en
medio de aquel aire que le hacía cosquillas en la nariz, espoleando a su corcel
para que fuese cada vez más deprisa. Pero ahora era la reina de las Tierras de
Hielo, y el sentido de la responsabilidad la dominó por completo y detuvo su
arrebato. La constatación de que a partir de ese momento ese sentido
matizaría todas sus decisiones y todos sus actos cayó sobre ella como un
mazazo y ensombreció su alegría inicial.

—Deduzco que tienes frío, ¿eh? —le dijo a Oskan en tono gruñón.

—Claro. Es invierno —replicó él sin mucho énfasis.

—Tenía que haber imaginado que tú lo notarías más que el resto.

Oskan la miró, comprobó que realmente no estaba de buen humor y repuso:

—Señora, he vivido toda mi vida en una cueva y hasta los siete años anduve
desnudo tanto si llovía como si lucía el sol. Sí, tengo frío es evidente…
Cualquiera que se aparte del hogar durante un invierno en las Tierras de
Hielo pasa frío. Pero no estoy quejándome. Estoy tan helado y despajado como
cualquiera que acabase de zambullirse en un lago de montaña.

Thirrin refunfuñó entre dientes, pero hubo de reconocer para sus adentros
156
que de verdad se le veía bastante bien abrigado, con ese tipo de chaqueta
acolchada confeccionada con telas de vivos colores y la calzas que solían usar
los hipolitanos. De hecho, Oskan iba perfectamente a juego con Jenny. Solo le
sorprendió no verlo con orejeras debajo de la gorra escarlata.

Tampoco el humor de Oskan estaba a tono con las circunstancias. Casi todos
los habían despedido con semblante sombrío, conscientes de la situación que
había empujado a la nueva soberana a tratar de sellar una alianza con un
enemigo ancestral del reino. Sin embargo, el hijo de la bruja daba la
impresión de estar de excursión.

—¿Por qué estás tan contento? —preguntó Thirrin en tono acusador—.


Todo el mundo está aterrorizado con esta guerra, y tú pareces un gatito al que
acaban de ponerle un plato de leche.

—Estoy contento —respondió él con otra sonrisa de oreja a oreja— porque de


momento no hay que entablar ninguna batalla. El sol arranca destellos a la
nieve y el cielo esta azul como el ala de un martín pescador.

—¿Y crees que esa actitud es apropiada? Han muerto personas y morirán
muchas más antes de que acabe la lucha, ¡y tú sonríes como si tu boca
estuviera empeñada en llegarte a las orejas!
—¿Y cómo puede un rostro triste y sombrío contribuir al esfuerzo bélico, si se
puede saber? —replicó él en tono cortante, empezando a perder el buen
humor—. ¿Acaso fruncir el entrecejo devolverá la vida a los difuntos o servirá
para fortificar una ciudad? Si me permito reír frente a las desgracias,
descanso la mente frente a la tensión, y así puede trabajar mejor para vos y
vuestra guerra. Y si de verdad soy uno de vuestros consejeros, Alteza, aceptad
este consejo: tomad la felicidad donde y cuando la encontréis, porque en los
próximos meses vais a disponer de muy pocas ocasiones para estar feliz.

Colérica, Thirrin tiró de las riendas y le lanzó una intensa mirada.

— ¡No me gusta nada vuestro tono, señor consejero real! Tal vez mi padre se
equivocó y estaríais más feliz en otro cargo.

—¡Tal vez! ¡Tal vez! No tenéis ni idea de lo que siente la gente, ¿verdad? —
repuso Oskan con brusquedad y con una furia extrañamente desproporcional
para la situación—. Yo nunca he querido hacer de «voz de la razón» para su
majestad la Sorda. ¿De verdad pensáis que esa advertencia de mal agüero
sobre mi posible destitución supone una amenaza real? Nada me agradaría
más que regresar a mi cueva y vivir como me dé la gana.

—¡Ja! ¿Y cómo ibas a regresar a tu cueva con las tropas del Imperio
apisonando el Gran Bosque como una rueda de molino? 157
—Puedo garantizaros que en el bosque solo me dejo ver cuando quiero ¿Por
qué Thirrin Maslibre Brazofuerte Levantoalosmuertos Conmisalaridos cree
que nunca me había visto hasta este año, cuando yo la he observado a ella
desde la primera vez que se aventuró por el bosque a caballo con una escolta?

Thirrin podría haber gritado, de lo enfadada que estaba. Pero aplacó su ira y
dijo entre dientes con tono gélido:

—Entonces tal vez Oskan Hijo de la Bruja estaría más contento si pudiera
emplear sus conocimientos en silvicultura trabajando como explorador de las
milicias. En cuanto haya finalizado su entrenamiento básico, claro está.

—¿Y exactamente cuál de todos vuestros regimientos de garrulos pensáis que


estaría a mi altura? —preguntó él a su vez sonriendo con maldad. De pronto
Thirrin se fijó en lo felinos y feroces que podían llegar a ser los rasgos de
Oskan cuando se encolerizaba—. Los curanderos podemos ser el enemigo más
temible, Hija de la Casa de los Brazofuerte. Los conocimientos que sirven para
salvar vidas se pueden utilizar también para hacer justamente todo lo
contrario. Sobre todo cuando corre por sus venas la sangre de los sabios.

Thirrin lo observó un instante y se quedó atónita con su transformación.


Oskan tenía los ojos enormes y la miraba de una manera salvaje; por los
labios le asomaban unos dientes blanquísimos y extrañamente afilados, y ella
pensó que si lo tocaba, la piel se la haría pedazos de pura rabia. Pero había
algo más, emanaba un aura de poder casi tangible. Era como si el aire se
condensara a su alrededor, ondulándose como cuando se forma calima, pero
retrayéndose en cuanto la vista pretendía fijarlo.

Realmente sería un enemigo temible, y, aunque estaba lívida y nada le habría


gustado más en aquel momento de furia que desenvainar la espada y obligarlo
a pedirle perdón, la cautela resonó en sus oídos como cantinela insistente: «Lo
necesitas, y el país entero también. No lo empujes a tomar sendas tenebrosas
solo por tu orgullo. Ahora eres la reina y no puedes permitir que tu ira ponga
en peligro el país.»

De alguna manera supo que aquel era un instante transcendental. Ignoraba


cómo y de dónde había surgido; pero supo que si perdía a Oskan, entonces
algo oscuro ganaría con ello.

Respiró hondo, luchando contra sus propias emociones, y poco a poco se


impuso a ellas. Cuando volvió a mirarlo, tenía los ojos extrañamente
desenfocados, pero seguían lanzando chispas de furia, de una furia que ella
misma había provocado sin darse cuenta. En sus manos estaba poner fin a la
situación y recuperarlo.

Se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos. 158


—Oskan Hijo de la Bruja. No nos abandones. Te necesitamos ¿Nos habría
dejado tu madre, Blanca Annis, en un momento de apuro como este? Vuelve,
Oskan.

Poco a poco, el muchacho enfocó la vista, pero siguió contemplando a Thirrin


como si no la conociese de nada.

Hacía mucho tiempo Blanca Annis le había hablado de su padre y de que a la


especie que pertenecía siempre tenía que escoger entra la Luz y la Oscuridad.
Pues bien, ahora le había llegado a él la hora de elegir. La furia descontrolada
que había brotado en su interior, surgida aparentemente de la nada, lo había
puesto en la tesitura de escoger: o bien podría utilizar sus poderes para su
propio beneficio, dejándose llevar por el más absoluto egoísmo, o bien podría
emplearlos para ayudar a los demás, a menudo a cambio de muy poca cosa,
quizá ni siquiera un «gracias». Tan sencillo como eso.

La decisión era evidente, por supuesto, y su sonrisa se ensancho hasta


quedar casi convertida en la mueca feroz de un lobo. Pero entonces reconoció
a la muchacha que lo miraba desesperadamente y sacudió la cabeza. ¿Qué le
había dicho ella? ¿«Vuelve»? ¿Por qué tenía que volver? ¿Por qué debía poner
sus poderes y su fuerza al servicio de los demás? Pero ya sabía la respuesta.
Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo lo necesitaba, y también su
diminuto país de locos valientes. Poco a poco fue alejándose de la tentación de
la Oscuridad y miro a su alrededor.

—Vuelve, has dicho. ¿Adónde demonios crees que me he ido? ¿Y quién dice
que vaya a abandonarte?

—Me estabas amenazando con regresar a la cueva.

—¿Ah, sí? No… Creo recordar que aquí la única que estaba amenazando eras
tú.

—Estaba haciendo uso de un derecho real. Considera olvidadas las amenazas.

Oskan parecía algo confundido, pero al instante sonrió con la calidez de


siempre.

—¿Qué demonios nos ha pasado?

—¿Quién sabe? Pero ya está. Olvidémoslo.

—No. Recordémoslo —replicó él misteriosamente. Pero volvió a sonreír con tal


candor que Thirrin se quedó más tranquila, como si se hubiese quitado un
enorme peso de encima.

Durante la discusión, la escolta de soldados se había detenido y se había 159


quedado mirándolos con angustia, mientras ellos se peleaban por algo que
ninguno de ellos entendía. Pero al ver que la reina y su consejero se relajaban
y empezaban a hablar otra vez en tono normal, reanudaron la marcha.

El cortísimo día invernal de las Tierras de Hielo implicaba que tendrían que
seguir avanzando después del anochecer si querían recorrer una buena
distancia. Pero podían hacerlo sin necesidad de encender las antorchas, pues
solo faltaba un día para el plenilunio y cuando la luna subió por un
firmamento sembrado de rutilantes estrellas, su suave luz plateada se reflejó
en la nieve, que la magnificó hasta el punto de que el mundo entero pareció
resplandecer como una perla en la oscuridad.

Pero el frío era insoportable y a la caída de la noche las bajas temperaturas


descendieron tanto que dolía respirar y hasta el cuero se volvió quebradizo.
Aguantaron cuatro horas más de marcha. En cuanto Thirrin dio la orden de
detenerse los soldados se pusieron manos a la obra para montar los refugios:
descargaron los largos mástiles flexibles de los caballos de carga y los fueron
encajando hasta formar varias estructuras abovedadas, que a continuación
cubrieron con gruesas mantas de lana y pieles de animales. También
en el suelo extendieron gruesas esteras. Por último prendieron unos braseros
en cada entrada y al poco rato las tiendas habían alcanzado una temperatura
que por lo menos era más alta que la del punto de congelación. Los caballos
contaban también con su propio refugio, cuya construcción seguía las
mismas líneas solo que con un techo de paja más alto. Al tener que cargar
con el equipamiento suficiente para poder viajar en lo más crudo del invierno,
Thirrin había preferido ir con una escolta reducida. Pero parecía que todos se
habían adaptado bastante bien a las condiciones del viaje y cumplían sus
respectivos cometidos con eficacia.

Seguía preocupada por las posibles tormentas de nieve. Oskan había dicho
que las ventiscas que estaban produciéndose al sur del bosque llegarían al
norte cuando ellos estuvieran ya cerca de las Rocas del Lobo, y Thirrin
esperaba que para entonces les quedara poco para alcanzar el Palacio de
Sangre de los reyes vampiros.

Cenó con Oskan en la tienda real, en silencio, escuchando los canticos de la


guardia real en su refugio montando un poco más allá. Había entre ambos
una tensión incómoda desde la extraña discusión que habían mantenido unas
horas antes, pero al final Oskan quitó importancia al incidente y lo achacó a
la «contaminación mágica» que arrastraba el viento desde la Tierra de los
Fantasmas. A partir de ese momento la tensión se disipó.

—¿A qué otra cosa podía haberse debido, si no? Surge de repente, de la nada,
160
va subiendo hasta rozar el absurdo más absoluto y desaparece en cuanto ha
de vérselas con nuestro sentido común —dijo el muchacho con toda la lógica
del mundo.

—Dirás «con mi sentido común» —puntualizo Thirrin—. Tú estabas en un tris


de largarte a la cueva, como un crío en plena rabieta.

—Sí, bueno, pero casi sería mejor no resucitar el cadáver del conflicto —
repuso Oskan. Y añadió dulcemente—: Tal vez las dotes diplomáticos de la
reina necesiten pulirse un poco antes de nuestro encuentro con Sus
Vampíricas Majestades en el Palacio de Sangre. No nos interesa una guerra
con dos enemigos a la vez.

Thirrin respiró hondo antes de contestar y fue soltando el aire lentamente.


Oskan tenía razón. Debía comportarse como la mejor diplomática que hubiera
visto el mundo si quería hacer las paces con la Tierra de los Fantasmas, así
que más le valía empezar a practicar.

—¿Te apetece un poco más de guiso?—preguntó gentil, y llamó al sirviente


con un gesto.

Comenzaron a analizar con detenimiento la misión que tenían entre manos.


Fueron repasando los obstáculos y dificultades que podrían encontrarse,
hasta agotar todas las posibilidades que pudieron imaginar.
—Tienen fama de ser tan escurridizos como las anguilas embadurnadas de
grasa —apunto Oskan—. Te recomiendo que selles cualquier pacto que hagas
con ellos de la única manera digna de respeto para los reyes vampiros.

—¿Y cuál es?

—Con sangre, claro está.

—Ah, sí. Claro.

—Cualquier otra firma no le importará nada y te verás librando un aguerra


creyendo que puedes fiarte de ellos, cuando lo único que tendrás será una
alianza tan vacía de contenido como un odre de vino después de un banquete.

—¿Y con qué sangre hay que sellar los acuerdos?

—Con la suya… y con la tuya. De ese modo estarás firmando un contrato, que
en la Tierra de los Fantasmas tiene el mismo peso legal que el juramento más
firme.

—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Thirrin—. Casi parece que hubieses
estado en tratos de Sus Vampíricas Majestades.

Oskan negó con la cabeza. 161


—Maggiore y yo pasamos un tiempo muy provechoso en los archivos
hipolitanos mientras tú diseñabas los planes de la reorganización del ejército.
Maggiore pensó que tal vez encontraríamos datos interesantes, dada la
proximidad de la provincia a la frontera, y lo cierto es que dimos en el clavo.
—Se giró para llamar al sirviente y, una vez que éste hubo rellenado sus tazas
prosiguió—: En la cripta más profunda del archivo hayamos un arcón con
una etiqueta en la que estaba escrito el nombre del rey Theobad el Valiente,
de las Tierras del Hielo. El contenido del arcón tenía que ver con la llegada de
los hipolitanos a las Tierras de Hielo hace más de cuatrocientos años. Como
bien sabrás, hubo una guerra. Maggi estaba maravillado con el hallazgo y no
paraba de decir cosas como «Ah, eso lo explica todo» o «Por eso la cultura
hipolitana es tan diferente, porque proceden del continente sur», cosa que yo
desconocía ¿Lo sabías tú?

Thirrin negó con la cabeza. Lamentaba que su madre hubiera fallecido


cuando ella era muy pequeña. Si hubiese vivido más años, tal vez le habría
transmitido ese tipo de información.

—No. No lo sabía. Pero los nombres son diferentes, y las mujeres son las que
gobiernan, así que supongo que deben de proceder de un lugar muy distinto.

—Exacto. Todas las leyendas épicas antiguas hablan de la guerra entre el rey
Theobad y los hipolitanos, que duró tanto tiempo y se libró con tal fiereza que
ambos pueblos acabaron admirándose y respetándose mutuamente. Pero
ninguna de esas historias menciona el hecho de que Theobad hubiese firmado
un tratado de no agresión con la Tierra de los Fantasmas, por el que se
aseguró no tener más que un frente abierto mientras luchaba con los
hipolitanos. Tiene su lógica, si te paras a pensarlo. De no haber firmado un
acuerdo con ellos de antemano, seguramente Sus Vampíricas Majestades
habrían invadido las Tierras de Hielo al saber que el rey estaba distraído con
esa guerra.

—¿Por qué no me habías dicho nada? Llevo todo este tiempo convencida de
estar intentando conseguir un imposible, ¡y ahora resulta que ha habido
tratados anteriores con la Tierra de los Fantasmas! —replicó Thirrin, irritada.

—Iba a contártelo esta noche —respondió Oskan al instante—. Quería


habértelo dicho antes, pero con tantos planes y preparativos para el viaje, se
me pasó.

—¡Se te pasó! ¡Uno de los datos más importantes que podría utilizar para
persuadir a Sus Vampíricas Majestades, y dices que se te pasó!

Oskan se encogió de hombros.

—Sí. Esas cosas ocurren. Soy humano... principalmente. 162


Thirrin contó hasta diez y se recordó a sí misma cuán necesaria era la
diplomacia en su caso.

—Prosigue con tu relato. ¡Y que no se te vuelva a pasar nada más!

Oskan dio un trago a su taza para templar los nervios y continuó:

—Bueno, por lo que sabemos de las leyendas épicas, Theobad y la basilea de


los hipolitanos hicieron finalmente las paces cuando ella accedió a reconocer
al rey de las Tierras de Hielo como su señor, a cambio de la tierra que se
convirtió en la provincia de Hipólita. Y desde aquel día la basilea siempre ha
respondido a la llamada del monarca de las Tierras de Hielo cuando ha
habido una guerra. Son nuestros mejores aliados. Pero los archivos también
contienen información sobre el tratado que firmaron Theobad y la Tierra de
los Fantasmas, y dicen que se redactó y se firmó con la sangre del rey
mezclada con la de Sus Vampíricas Majestades.

—¿Y no dicen nada sobre cómo los convenció exactamente el rey Theobad? —
preguntó Thirrin con mucho interés.

—Hum... no.

—¡¿No?!
—No. Solo decían que se llegó a un pacto de no agresión y que ambas partes
lo firmaron. —Oskan se encogió de hombros otra vez, incómodo.

—¡Bueno, fantástico! —estalló Thirrin—. ¡O sea, que sabemos la forma legal


precisa que debemos emplear si es que alguna vez llegamos a un acuerdo con
los reyes de los vampiros, pero no tenemos ni idea de cómo conseguirlo! ¡Pues
sí que ayudan las lecciones de la historia!

—Sí, pero por lo menos podremos recordarles que hay precedentes de pactos,
para que se den cuenta de que no pretendemos hacer nada nuevo ni vulnerar
ningún tabú —señaló Oskan.

—Cierto —concedió Thirrin, que estaba empezando a ver cierta utilidad en


aquella información—. Pero sobre todo les estaremos diciendo que sabemos
que ha habido acuerdos anteriores. Sin duda, tienen que recordar la
existencia del pacto que firmaron con Theobad, pero han dejado que se
perdiese con el paso de los siglos. La memoria de las criaturas inmortales es
muy larga, seguro, pero no por eso van a revelar fácilmente todos sus secretos
a seres de corta existencia como tú y yo, Oskan.

Estuvieron conversando hasta bien entrada la heladora noche. Al final Oskan


se marchó a su tienda y durmió unas cuantas horas. Tenía la cabeza llena de
problemas y posibilidades, pero estaba tan cansado que enseguida se quedó 163
dormido. Y justo cuando empezaba a sumergirse en las profundidades del
sueño, por su mente pasó el recuerdo de la extraña discusión que había
mantenido con Thirrin esa tarde. Había sido algo muy raro, había surgido de
repente como las tormentas en la montaña, y lo había dejado con la sensación
de ser una persona... diferente, aunque no sabía muy bien en qué sentido. De
todos modos, antes de poder analizarlo más, se quedó profundamente
dormido.

Cuando salió el sol, llevaban ya dos horas de camino. Mientras desmontaban


las tiendas y reanudaban la marcha habían notado más frío que antes, si eso
era posible, y Thirrin había empezado a preguntarse si Oskan no llevaría un
par de orejeras de sobra para ponérselas a su corcel. Pero se contuvo las
ganas de averiguarlo. Antes de otorgarle esa pequeña victoria, tenía que verse
en inminente peligro de congelación.

Pararon a desayunar cuando el sol lucía ya como una inmensa bola de fuego.
El casero olor a panceta frita y tortitas parecía totalmente fuera de lugar en
medio de la austera belleza del amanecer de aquel día de invierno. Pero para
Thirrin era la comida más deliciosa que podía recordar. Estaba hambrienta.
Mientras masticaba en silencio, contemplaba los campos levemente
ondulados, cubiertos de blanco; acá y allá los rayos casi horizontales del sol
naciente quedaban convertidos en brillantes arco iris al rebotar en la nieve.
De un extremo a otro del horizonte el cielo estaba de un prístino azul pulido, y
casi le resultaban increíbles las predicciones de Oskan sobre la llegada de
ventiscas y tormentas de nieve al final del día siguiente. Pero no hizo caso de
su recién estrenado escepticismo y en un periquete estaba marchando otra
vez junto a su escolta camino de la frontera, que quería alcanzar antes de que
se estropease el tiempo.

Mantuvieron un buen ritmo todo el día. Con frecuencia se detenían unos


minutos para descansar y comer algo, y volvían a reunir fuerzas para
enfrentarse al frío cortante y las empinadas pendientes. En un momento dado
cruzó por delante de ellos una manada de bisontes de ajada pelambre, que se
detuvieron a escarbar en la nieve para comer algún que otro puñado de
líquenes y hierbas, mientras miraban a los soldados con ojos ausentes y
curiosos. Pero, salvo eso, no hubo ningún otro signo de vida en aquellas
tierras congeladas.

El breve día entró pronto en la tarde, y conforme el sol se hundía por la línea
del horizonte, se hundieron también las temperaturas. Pero para Thirrin la
extrema incomodidad del frío se veía casi compensada por la hermosura de la
luna, que asomaba ya por encima de los campos nevados. Pareció que del 164
cielo se derramase una tinaja de luz plateada en forma de llovizna brillante,
que transformaba hasta los objetos más cotidianos en delicadas obras de arte
que encandilaban la vista. Sin embargo, Thirrin no quería perder tiempo
contemplando el esplendor que la rodeaba, y tras un rápido vistazo a la nieve,
que parecía devolver al cielo esa misma lluvia luminosa, ordenó que se
montase el campamento.

Aquella noche empezaron a llegar nubes desde el sur. Thirrin y Oskan


observaron su avance desde la entrada de la tienda; el descomunal banco de
vapor fue engullendo lentamente el titilante campo de estrellas. El extremo del
banco de nubes, con sus colinas infladas y sus valles delicadamente bañados
en la luz de la luna, parecía elevarse varias millas en el cielo.

—Estoy segura de que mañana no nos resultará tan bonito, cuando empiece
la ventisca —dijo Thirrin.

—No. Pero cuando caiga la primera nevada, deberíamos estar divisando la


frontera —respondió Oskan, girándose para mirar la cordillera de las Rocas
del Lobo, cuyos picos irregulares se alzaban al cielo cual murallas rotas de
una fortaleza gigantesca.

—¿Y entonces, qué? ¿Sabes a cuánto queda exactamente la frontera de los


dominios del Palacio de Sangre? Podríamos morir congelados antes de tener el
gusto de ver a Sus Vampíricas Majestades en persona.
—No pasará nada de eso. —Oskan tenía los ojos extrañamente empañados,
su voz se había tornado más grave, y sus palabras habían adquirido el timbre
de un himno o un cántico—. Los veremos, y después veremos unos seres más
fabulosos y temibles incluso que los vampiros. Un aliado, Thirrin, el mayor
aliado que podamos imaginar...

Thirrin reconoció las señales de la Visión en su consejero y contuvo el aliento


mientras esperaba que dijese algo más. Pero los ojos volvieron a enfocarse y el
chico sonrió:

—Nada más, me temo. Solo un pequeño atisbo...

—¿Qué has visto? ¿Quién es ese aliado? —preguntó ella, muy intrigada.

Él se encogió de hombros.

—No lo sé. Alguien poderoso y feroz, pero leal amigo. Aunque no es ni un


hombre ni una mujer,.. —Sacudió la cabeza—. No puedo decirte nada más.
Quizá regrese la Visión dentro de poco y añada algo más.

Pero esa noche no tuvo ninguna visión más, y por la mañana lo único que
preocupaba a Thirrin era el manto bajo y pesado de nubes que cubría todo el
cielo. Como si llevasen sobre los hombros una carga enorme, reanudaron la
trabajosa marcha bajo aquellos cielos plúmbeos. En esos momentos estaban
165
subiendo por una de las laderas de la cordillera que constituía la frontera. A
su alrededor empezaban a elevarse unas rocas enormes cubiertas de nieve,
cual borregos gigantes.

Pero ni siquiera esos indicios de la cercanía a su destino final pudieron


distraer a Thirrin, que seguía muy preocupada con el cielo, cada vez más bajo
y cargado de nubarrones. La luz tenía un extraño matiz parduzco, casi
marrón, y se percibía en el ambiente la inminencia de algo, como si la tierra
estuviese conteniendo la respiración. De un momento a otro tenía que
empezar a nevar. Pero no caía ningún copo y eso se sumó a la creciente
tensión. De pronto Jenny, la mula de Oskan, lanzó un rebuzno fortísimo, que
sonó casi amortiguado bajo aquel cielo gris oscuro. Y siguió rebuznando de la
misma extraña manera durante casi un minuto, hasta que al final se calló.

—¿Qué ha querido decir eso? —preguntó Thirrin en tono reprobatorio desde lo


alto de su corcel.

—Que el viento está cerca —respondió Oskan simplemente.

—¿Nada más?

Su consejero la miró, pero no dijo nada. Entonces tiró de las riendas de


Jenny, desmontó y hurgó en sus alforjas hasta que encontró el abrigo de
repuesto, con una gran capucha, y se lo puso. A continuación desenrolló una
gruesa manta, tapó con ella el lomo de la mula y la aseguró atándola delante
y detrás.

Thirrin captó la indirecta y ordenó a su escolta de soldados que se abrigasen


con toda la ropa extra que llevasen, tras lo cual echó a su vez una manta
sobre su corcel con ayuda de Oskan. No estaba segura de lo que se avecinaba.
Los vientos invernales de las Tierras de Hielo eran legendarios, y desde
pequeña había oído historias sobre aves que se quedaban petrificadas en las
ramas y animales en el suelo a causa del viento helador. Pero, a pesar de
haber cabalgado y cazado en la naturaleza desde que aprendió a andar, jamás
había viajado tan al norte como esa vez, ni había estado a la intemperie
cuando habían empezado a soplar.

Al cabo de una media hora aproximadamente Thirrin comenzó a preguntarse


si Oskan y su mula no podrían estar equivocados, cuando de repente una leve
brisa revolvió las crines de su corcel y se oyó un sonido parecido al de un mar
tempestuoso abalanzándose sobre la orilla. Se giró en la silla de montar. Pero
no se veía nada. La nieve se había congelado, de modo que el viento no
levantaba nada de polvo, y en esa zona de las Tierras de Hielo no había
árboles que denotasen con el movimiento de sus ramas la llegada de una
tormenta.

Pero aquel sonido fue acercándose cada vez más y transformándose en un


166
ulular agudo. De repente, con la misma brusquedad de un portazo, el viento
les dio alcance. Si Thirrin hubiese tenido aliento que contener, lo habría
contenido boquiabierta. La temperatura bajó como un peso de plomo y no
hubo forma de protegerse del viento, por mucha ropa que llevaran. Thirrin se
puso la capucha y se agazapó en la silla de montar. Mientras avanzaban, le
pareció que el cuero de las riendas casi se tornaba quebradizo, y por nada del
mundo se habría quitado los guantes para tocar el acero de la armadura o la
espada, pues sabía que, de hacerlo, dejaría en él unas huellas dactilares tan
gruesas como su carne.

El terrible viento siguió soplando el resto del día. Uno de los caballos de carga
se desplomó y se negó a ponerse en pie otra vez, así que tuvieron que repartir
el peso entre los demás y abandonarlo a su suerte. En condiciones tan
extremas no había sitio para la compasión. Con una pizca más que se
añadiese a las adversidades reinantes, morirían todos congelados. Thirrin
aguardaba con pavor la noche. Si no conseguían llegar o la frontera o se
perdían, tendrían que acampar otra vez, y solo pensar en intentar montar las
tiendas en medio de aquella ensordecedora tormenta de nieve le producía
pesadillas.
En esos momentos estaban subiendo trabajosamente por un sendero
bastante bien definido que serpenteaba por las empinadas laderas rocosas de
las estribaciones. Justo delante, las Rocas del Lobo se erguían imponentes
hacia el cielo cual dentadura mellada. Thirrin solo podía rozar para no
saltarse la desviación hacia el collado. En esa parte, la nieve se había ido
desprendiendo de las rocas, esparcidas por toda la cuesta como unas bolas
informes, negras y hendidas, entre las que ninguna forma de vida podría
echar raíces. El paraje parecía tan muerto y yermo como un desierto. A
Thirrin todo aquello le resultó espantosamente premonitorio, además de muy
apropiado para una frontera con una tierra gobernada por seres de
ultratumba. Pero si hubiera conocido la zona en pleno verano, habría sabido
que en los huecos más profundos de las grietas, donde no podían llegar los
vientos, dormían lagartos, ratones y otras muchas criaturas que esperaban
así el retorno del sol.

De pronto, tan súbitamente como un derrumbamiento de rocas en las


montañas, empezó a caerles encima una intensa nevada. El viento soplaba
con tal furia que la nieve dibujaba a su alrededor torbellinos frenéticos. Al
instante quedaron atrapados en medio de un mundo blanco y claustrofóbico
en el que ya no tenía sentido ningún punto de referencia. No había norte ni
sur, este ni oeste, y solo la fuerza de la gravedad les indicaba por dónde
debían seguir subiendo. Thirrin había intentado prepararse para la situación,
167
e iban todos atados entre sí con una cuerda para que no se perdiese nadie, o
al menos solo se perdiese tanto como el grupo en conjunto. Pero de nada
sirvieron las precauciones y los planes. Avanzaban totalmente a ciegas. Cada
uno iba envuelto en su particular nube de nieve, que reducía la visibilidad
hasta prácticamente no ver nada. Thirrin ni siquiera podía distinguir a
Oskan, que iba justo detrás de ella con su mula, y no podía oír nada más que
el silbido del viento.

Se detuvo. Por la tensión de la cuerda, supo que todos hacían lo mismo. Pero
esa vez no tenía ningún plan que proponerles. Nadie podía hacer nada. Si
seguían hacia delante, podrían extraviarse. Si se quedaban parados, morirían
congelados. Además, la ventisca era tan fuerte que ninguno habría podido
encontrar siquiera las tiendas de campaña, y menos aún montarlas.

Permanecieron inmóviles en los caballos varios minutos, esperando a que


cesase el viento. Pero continuó soplando y ensañándose con ellos cual látigo
de seda blanca, mientras su frío mortal les arrebataba el poco calor que
todavía conservaban sus cuerpos. Thirrin sabía que en cuestión de minutos
podrían morir todos, y la desesperación se apoderó de ella. Pensó en su tía
Elemnestra como reina de las Tierras de Hielo. La había nombrado heredera
suya como un medio para cerrar la brecha que se había abierto al romper con
la tradición hipolitana e insistir en que hubiese hombres en los consejos de
guerra. Pero no dudaba de que si Elemnestra se convertía en reina, trataría
de imponer el sistema hipolitano a todas las Tierras de Hielo. Thirrin se
figuraba perfectamente una guerra civil, pues los barones y baronesas
tomarían las armas para defenderse de la imposición de una cultura
extranjera. Cuánto se reiría Scipio Bellorum mientras sus huestes aplastaban
aquel pequeño reino, tan estúpido que sus habitantes se peleaban entre sí
mientras él invadía sus tierras.

Thirrin gritó de pura desesperación. Su voz se mezcló con el ulular del viento,
que respondió con un eco burlón. «Es el sonido que produciría una garganta
muerta y fría», pensó de repente, con una calma pasmosa. Aguzó el oído y casi
creyó percibir varias palabras y una cruel melodía en el viento. Pero a
continuación tuvo la sensación de que el sonido adquiría un tono diferente...
más terrestre por así decir, dotado de una pizca más de calor de ser vivo, y
giró la cabeza hacia el lugar del que parecía proceder aquel extraño sonido.
Volvió a oírlo; ululaba contra las subidas y bajadas del viento y se expandía a
derecha e izquierda.

Entonces apareció ante su vista un rostro inmenso y peludo.

—¡Seguidme! —bramó una voz poderosa, y su caballo reanudó la marcha a


bandazos.

Avanzaron como pudieron, en medio de la confusión, durante varios minutos. 168


Luego pareció que dejaba de nevar y fueron a parar a un lugar espacioso, que
olía a humo y estaba lleno de luz, hogueras y un calor divino. Thirrin se frotó
los ojos para quitarse la nieve de las pestañas y miró a su alrededor. Se
encontraban en una cueva llena de criaturas peludas y enormes que, al verla,
echaron hacia atrás la cabeza y prorrumpieron en aullidos.

El pueblo lobo los había encontrado.


Capítulo 14

L
os hombres lobo comían mucha carne. Y no les importaba gran cosa si
estaba cruda o cocinada. Pero rápidamente adivinaron que Thirrin y su
comitiva la preferían si no chorreaba sangre, y al poco rato les pusieron
delante unas inmensas montañas de filetes humeantes en unas toscas
fuentes hechas de piedra.

Todos devoraron la comida, mientras el calor de la cueva iba penetrándolos y


devolviendo la sensibilidad a los dedos y las extremidades congeladas. En
cuanto sintió que la sangre le bombeaba con fuerza por las venas, Thirrin se
puso en pie y comprobó el estado de su escolta. Asombrosamente, ninguno
había sufrido daños irreparables, salvo un par de casos muy leves de
congelación.

Entre los soldados reinaba un nerviosismo inevitable; puede que los hombres
lobo fuesen sus aliados, pero aquella amistad era muy reciente y había toda
una historia de siglos de conflicto entre ambas razas. Pero, aparte de alguna
que otra mirada recelosa y de que sus hombres mantuviesen bien a mano las 169
armas, la escolta de Thirrin se comportó como es debido.

Hasta los caballos se encontraban en buena forma, pacientemente instalados


en un establo que los hombres lobo habían improvisado con ramas en el
fondo de la cueva. Estaban comiendo un tosco forraje compuesto de hierbas
secas, nueces y el mismo tipo de liquen que Thirrin había visto comer a los
bisontes al inicio del viaje. Al principio los caballos habían estado nerviosos
por la proximidad de los hombres lobo, y habían relinchado y resoplado cada
vez que se les acercaban, pero en cuanto ellos esparcieron el forreo por el
suelo del establo y los dejaron tranquilos, se serenaron.

Thirrin se tomó unos minutos para echar un vistazo a la cueva. Era inmensa.
Casi tan grande como el Gran Salón de Frostmarris, salvo porque allí había al
menos ocho fogatas, en vez del fuego solitario que ardía en el centro mismo
del salón de palacio. El fuego crepitaba en unos hogares que parecían hechos
para usarse constantemente, y a su alrededor había tropas de hombres lobo
que Thirrin supuso formaban grandes grupos familiares. Pero el mayor de
todos era el que ardía en el hogar central, junto al que estaba sentado un
hombre lobo especialmente corpulento que lucía un collar de plata. A su
alrededor había docenas de individuos a los que iba dando órdenes o que le
llevaban selectos trozos de carne.
Aquél era evidentemente el centro del poder de la cueva, y tomando una
bocanada de aire para templar los nervios, Thirrin se dirigió al grupo, no sin
antes acompañarse de Oskan. En cuanto el descomunal hombre lobo se dio
cuenta de que se acercaban, se puso en pie y, sorprendentemente, les hizo
una reverencia.

—Saludos, mi señora Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del


Septentrión, reina de las Tierras de Hielo. Soy la baronesa Lishnok Calavera
Sonriente, de los Calaveras Sonrientes de las Rocas del Lobo. Tal vez hayáis
oído hablar de mi familia.

Thirrin estaba recuperándose todavía del impacto que le había producido ver
a semejante criatura haciéndole una reverencia. Estuvo a punto de echarse a
reír, lo cual habría sido muy peligroso. Pero rápidamente recuperó el control y
respondió con extrema cortesía:

—Saludos, baronesa Calavera Sonriente. Toda mi comitiva y yo misma os


debemos la vida, y la Casa de los Brazofuerte Escudo de Tilo os estará
agradecida por siempre jamás. Si no conozco en profundidad a vuestra familia
es solo culpa mía, y no puedo achacarlo más que a las hostilidades que en su
día existieron entre nuestras respectivas razas. Pero de ahora en adelante la
Casa de la Calavera Sonriente será conocida en todas las Tierras de Hielo. 170
La baronesa reaccionó con una sonrisa bobalicona al oír aquella gentil
contestación, y extendiendo una zarpa que lucía unas garras impresionantes,
invitó a Thirrin a sentarse a su lado. Thirrin aceptó de buen grado otro pedazo
más de carne cocida, que la mismísima baronesa le ofreció de su plato. A
continuación, hizo sitio para que Oskan se sentase a su lado. Los dos
empezaron así a poner en práctica sus dotes diplomáticas.

—Decidme, baronesa, ¿esta... morada pertenece a vuestra familia desde hace


mucho tiempo?

La descomunal mujer lobo paseó una orgullosa mirada por toda la cueva.

—Más de diez generaciones de Calaveras Sonrientes han nacido en esta sala.


Fue aquí donde la baronesa Zarpamullida Peloblanco fundó la dinastía de los
Calaveras Sonrientes después de combatir contra los reyes de los vampiros en
las Guerras de la Sangre, hace más de tres mil lunas. Escogió este nombre
para su nueva estirpe para conmemorar el instante en que ella misma
despellejó el rostro del portaestandarte vampiro, y desde entonces lo hemos
llevado con orgullo.

—Una génesis muy digna de un nombre tan ilustre —dijo Oskan, sirviéndose
otra tajada de carne—. Pero ahora vuestro pueblo es un aliado de Sus
Vampíricas Majestades, ¿no es así?
—El rey Grishmak Bebedor de Sangre, señor del pueblo lobo, ha sellado una
alianza y un pacto de colaboración en pie de igualdad con los reyes de los
vampiros, sí. Y mientras los intereses de nuestros dos pueblos sigan la misma
senda, sobrevivirá el pacto, sin duda.

Thirrin buscó las palabras más atinadas mientras echaba un vistazo a la


cueva y trataba de no dejarse abrumar por el hecho de que el futuro de las
Tierras de Hielo dependiera únicamente de ella y de cómo se comportase en
los días siguientes. Pero al final logró sacudirse el miedo de encima y dijo:

—Debo suponer que vuestros aliados estarán al corriente de la nueva alianza


establecida entre el pueblo lobo y las Tierras de Hielo, ¿es así?

—Oh, sí. Y el rey Grishmak ha estado allanándoos el terreno para que podáis
llegar hasta Sus Vampíricas Majestades. Os esperan mañana por la noche en
el salón del trono del Palacio de Sangre.

Thirrin estaba empezando a percatarse de que la diplomacia significaba que a


veces había que fingir sorpresa y alegría ante cosas que uno ya sabía. Por eso,
se puso en pie para dar las gracias a la baronesa por los esfuerzos de su rey.

—Que la Sagrada Luna brille siempre en la piel de su majestad Grishmak


Bebedor de Sangre —dijo, empleando acertadamente la bendición que usaban 171
los hombres lobo en ocasiones como ésa—. Si no tengo el placer de ver a su
real excelencia antes de salir de estas tierras, os ruego le transmitáis mi
agradecimiento por preparar mi encuentro con los reyes de los vampiros.
Verdaderamente, solo a un genio se le puede atribuir el haber sido capaz de
superar una enemistad centenaria para obtener semejante concesión de parte
de Sus Vampíricas Majestades.

—El rey Grishmak es un ser excelente en todas las cosas —afirmó la leal
baronesa—. Pero vos misma podréis agradecérselo en persona, pues su
majestad estará presente en el Palacio de Sangre mañana por la noche para
ayudaros a defender vuestro caso.

Thirrin pensó que solo los delincuentes tenían que «defender su caso», pero le
mostró su gratitud con una sonrisa y masticó la carne mientras ejercitaba su
recién estrenada habilidad para callarse lo que pensaba.

Oskan, que había estado escuchando con mucha atención, se lamió los dedos
como los hombres lobo y preguntó:

—¿Hay alguna... indicación de lo que opinan los vampiros sobre nuestra


inminente visita?

—Me han dicho que les despierta mucha intriga y curiosidad conocer a la
reina de las Tierras de Hielo —contestó la baronesa. A continuación, bajando
la voz, se inclinó hacia delante y dijo—: Haréis bien en mostraros lo más
interesantes y animados que podáis. Vivir como un ser de ultratumba es una
carga terrible, por lo que me han contado. Los años van pasando sin que se
produzca nada realmente novedoso que pueda llamarles la atención. ¿Podéis
imaginar lo que debe de ser vivir eternamente sin esperanza de llegar algún
día a una muerte serena, sin esperanza de liberarse del esfuerzo de vivir?

—Siempre y cuando nadie les clave una estaca en el corazón, los decapite o
los achicharre en el fuego —puntualizó Oskan.

—Bueno, sí, supongo que son opciones posibles —admitió la baronesa—.


Pero se trataría de una muerte a duras penas serena, y saber que solo un
final violento los liberará de la vida debe de añadir más peso a la carga de su
inmortalidad.

—Supongo que sí —convino Oskan—. Así pues, deberíamos mostrarnos


animados e interesantes para contribuir a mitigar su aburrimiento; ¿es eso?

—Será también beneficioso para vosotros. Es más fácil que consigáis un


acuerdo si les resultáis divertidos.

—Suena como si fuésemos una compañía ambulante de cómicos, o unos


niños que se supone que tienen que hacer gracia a sus abuelitos —repuso
Thirrin. Todo lo vivido aquel día, con aquel frío y las ventiscas, estaba 172
empezando a poder con ella, y su habilidad para la diplomacia comenzaba a
flaquear.

—Bueno, prácticamente sois unos niños, incluso para la longevidad de


vuestra especie —replicó la baronesa. Pero entonces, recordando que debía
comportarse con la dignidad propia de su categoría, añadió—: Sin embargo,
ningún niño ha conseguido nunca vuestro grado de pericia en la batalla ni
vuestra madurez política. Pero recordad que hasta el mortal más anciano es
un crío al lado de los reyes de los vampiros. Ellos son viejísimos. Puede que
en su día fuesen un hombre y una mujer, pero hasta ellos mismos han
olvidado cuánto tiempo hace de eso y de qué raza fueron.

—O sea, que básicamente lo que nos estáis diciendo es que seamos


respetuosos con ellos y los ayudemos a superar un día más de su aburrida
existencia —concluyó Oskan.

—Exacto. El respeto siempre es algo muy recomendable cuando se está


tratando con una potencia extranjera, y más si os interesa mucho obtener su
ayuda —respondió la baronesa en tono de indirecta—. Por supuesto, digo todo
esto con la mayor consideración. Todos necesitamos ayuda en determinados
momentos. La cuestión es dejarlo bien claro a los reyes de los vampiros.

Thirrin y Oskan asintieron a la vez, mostrando que aceptaban de buen grado


su consejo. Luego, como poniéndose de acuerdo tácitamente, cambiaron a
temas de conversación menos peliagudos, como el linaje de la familia y las
hazañas de los antepasados.

Al final, tras otra hora de educada conversación, la baronesa se puso en pie,


les hizo una profunda reverencia y solicitó permiso a sus invitados para
retirarse a dormir. Thirrin asintió graciosamente, de acuerdo con su papel de
reina de las Tierras de Hielo. Entonces Oskan y ella se retiraron a su vez al
hogar que les habían asignado.

Por toda la cueva, cada familia estaba colocando alrededor de las hogueras un
montón de pieles de animales. Evidentemente, la decisión de la baronesa de
irse a dormir fue la señal para que toda su corte hiciese lo mismo, no sin
antes repartir unas toscas pieles curtidas entre los soldados de la escolta. A
Thirrin y Oskan les entregaron, por el contrario unas preciosas pieles
mullidas, absolutamente blancas y suntuosas.

Al poco rato estaban todos dormidos, agotados tras la larga marcha y la


ventisca. Alguien apagó las antorchas que iluminaban toda la cueva, y
enseguida la única luz que brilló fue la de las trémulas llamas. Pero a medida
que avanzaba la noche, también fue apagándose conforme el fuego se
transformaba en unas ascuas refulgentes. Cada hogar adornaba con su tenue
resplandor las tinieblas de la caverna, como una multitud de galaxias en la 173
inmensidad del espacio.

Thirrin y su escolta despertaron con un sobresalto cuando los hombres lobo


comenzaron a aullar para saludar el nuevo día. Las pesadas pieles que
tapaban la entrada de la cueva estaban recogidas a ambos lados, y penetraba
en la negrura del interior la luz brillante y cristalina de un soleado día inver-
nal. Con ella entraron también el olor a nieve nueva y un aire fresco que se
abrió paso como un cuchillo afiladísimo entre el ambiente viciado y lleno de
humo de la gruta.

El desayuno, como era de suponer, consistió en más carne. Mucha más


carne. Al pueblo lobo no se le había ocurrido pensar que los humanos
comiesen otra cosa. Por eso, cuando una de las soldados encontró en una de
sus bolsas una manzana que tenía guardada desde el inicio del invierno,
algunos hombres lobo se arremolinaron a su alrededor para mirarla.

—Hay veces en que pienso que los humanos simplemente sois nuestros
primos sin pelo. Pero otras veo que las diferencias son mucho más profundas
—comentó con un dejo de tristeza un hombre lobo mayor y de pelo cano.

La soldado le ofreció un trozo de manzana. Él lo olisqueo, y a continuación


lanzó un estornudo impresionante y se escabulló a toda prisa para ir a buscar
una pieza de carne bien sanguinolenta que llevarse a la boca.
Después del desayuno, Thirrin y Oskan fueron a rendir pleitesía a la baronesa
Calavera Sonriente y se la encontraron zampándose a bocados una pata de
res que lucía bien visible la marca de los rebaños hipolitanos. Thirrin enarcó
una ceja en dirección a Oskan, pero ambos se comportaron con la suficiente
diplomacia como para no decir nada de aquella pieza de carne robada y se
acercaron al hogar. La baronesa se puso en pie, les hizo una reverencia y los
invitó a sentarse con ella.

—Buenos días, majestad y consejero Oskan. Como podéis ver, las nieves se
han trasladado más al norte y mi hocico me dice que no volverán hasta dentro
de otra semana.

—Seis días —la corrigió Oskan.

La descomunal mujer lobo agachó la cabeza.

—Veo que me encuentro en presencia de un humano versado en


meteorología... y tal vez con otras habilidades. —Se quedó unos instantes
observándolo, pensativa—. Con permiso de su majestad, enviaré un guía y
una guardia de veinte de los míos para que se sumen a vuestra comitiva.

—Agradezco la amabilidad a la baronesa —respondió Thirrin con formalidad—


. Con el añadido de vuestros súbditos, mi escolta va a ser una verdadera 174
escolta real.

Oskan y ella aceptaron un segundo desayuno mientras se hacían los


preparativos de la partida. Mientras comían, pudieron ver cómo la cueva
bullía de actividad como un hormiguero.

—¿Qué noticias tenéis de la reunión de las fuerzas del pueblo lobo? —


preguntó Thirrin.

—Que va lenta, como de costumbre. Pero deberían estar reunidas para


cuando las necesitemos —respondió la baronesa, de tal modo que pareció que
el pueblo lobo era una especie de cosecha viviente que había que recoger.

—Bien. Cuando estén listos, nos enfrentaremos a Scipio Bellorum y sus


hordas delante de las murallas de Frostmarris, y vamos a necesitar a todos
nuestros aliados si queremos sobrevivir.

—Tenéis razón al describir el ejército del Imperio polipontano como


compuesto de «hordas». Verdaderamente son numerosísimos. Pero, señora...
—La baronesa se inclinó hacia ella y su enorme cara peluda adoptó una
expresión de profunda sinceridad—. No caigáis en el error de pensar que la
única baza militar del Imperio es su tamaño. Desde que se forjó la alianza
entre nuestros dos pueblos y fue evidente el peligro que representa Scipio
Bellorum, nuestros espías han estado observando hasta más allá de las
fronteras, y en estos momentos podemos aseguraros que el Imperio es capaz
de llamar a un número más alto de soldados que la población de nuestras dos
naciones juntas. Pero todavía hay algo más que temer, más aún que sus
cañones y mosquetes. En el centro y en el corazón de su inmensa fuerza hay
inteligencia. Scipio Bellorum y sus oficiales están en condiciones de dirigir a
su tropa con una disciplina y una perfección táctica que nadie ha conseguido
vencer jamás.

—Entonces debemos esperar que el frente unificado de nuestra alianza los


sorprenda tanto que los empuje a cometer errores —replicó Thirrin, haciendo
esfuerzos por parecer valiente y desafiante.

—Scipio Bellorum no es solo un bravucón que se apodera de pequeños países


sueltos que no cuentan con ayuda de nadie. No penséis que vuestras
alianzas, por astutas que sean, bastan por sí solas para salvamos de la guerra
que se nos avecina —la advirtió la baronesa—. Nuestros espías han hablado
con muchas fuentes, no solo con los limitados ojos y oídos de la humanidad,
circunscritos a sus pequeños territorios particulares, sino también con el
águila que todo lo ve y con otras aves que habitan en muchos países
diferentes y con animales que atraviesan varios continentes durante sus
movimientos migratorios. Y ellos hablan de una guerra entre el Imperio
polipontano y una potencia sita mucho más al oeste, cuyos ejércitos igua-
laban a los de Bellorum en tamaño y disciplina. Durante tres años lucharon 175
por hacerse con una tierra rica en bosques, esclavos y hierro, y el fragor de la
batalla se parecía al de dos gigantes que se pelean por los derechos de caza en
los campos helados del norte. Aun así, Bellorum y sus oficiales aplicaron una
astucia digna de una manada de lobos hambrientos, y engañaron y
acorralaron de tal modo a su adversario que éste hubo de rendirse a sus
ejércitos imperiales batalla tras batalla.

—Entonces, ¿qué esperanza nos queda? —preguntó Thirrin, consciente de su


juventud e inexperiencia, y con la voz casi apagada por la desesperación.

—Debemos lograr que paguen un precio altísimo por las Tierras de Hielo. Que
los ejércitos que destrocemos y el hierro que obliguemos al Imperio a gastar
en esta guerra les salgan más caros que la tierra que podrían comprar con
ellos.

—Administración eficiente de los recursos —dijo Oskan, y al darse cuenta de


que se habían quedado mirándolo, se explicó—. Dicho de otro modo, debemos
buscar la manera de conseguir el máximo efecto con los medios disponibles.
Que no se dispare ni una sola flecha, que no se movilice ningún ejército,
hasta que llegue el momento preciso de hacerlo. Nuestra tropa debe ser más
disciplinada que la suya y estar mejor entrenada, y nuestra táctica debe
superar a la suya con diferencia.

—De lo contrario, sucumbiremos —añadió Thirrin sin más.


—Sí —convino la baronesa.

Thirrin y su comitiva salieron una hora después. La escolta había dedicado


parte de la noche anterior a adecentar las armaduras y otros elementos del
equipamiento, que destellaban al sol de primera hora de la mañana. Al
colocarse cada uno en su puesto del batallón, Thirrin los miró henchida de
orgullo. Con sus sobrevestes y sus sombreros ricamente bordados, los diez
soldados de la caballería hipolitana parecían diez preciosos faisanes, y los
veinte housecarls de las Tierras de Hielo semejaban las lustrosas piezas de
una poderosa maquinaria. Y cuando los veinte hombres lobo de la corte de la
baronesa se sumaron a la escolta, cualquiera los habría tomado por un
ejército capaz de conquistar al mundo entero. Al menos eso pensó su joven
reina.

Dado que el Palacio de Sangre quedaba a menos de un día de allí, se había


acordado dejar en la cueva los caballos de carga y las tiendas de campaña.
Así pues, la embajada de las Tierras de Hielo emprendió la marcha en medio
de la delicada luz de la mañana, con los pendones y el estandarte particular
de la Real Casa del Escudo de Tilo, que restallaban orgullosos al acariciarlos 176
el leve viento.

Ante ellos se erigían imponentes las montañas de las Rocas del Lobo. Iban por
un sendero que el viento del día anterior había limpiado de nieve. Thirrin
miraba hacia el frente, a lo lejos, donde el camino desaparecía entre dos
riscos de la cordillera que semejaban dos hombros. Era el collado por el que
se entraba en la Tierra de los Fantasmas, y de aquel lugar parecía emanar
una especie de miedo frío, como el aliento que brota de las fauces abiertas de
una criatura de ultratumba.

Solo los hombres lobo no se inmutaban ante la proximidad de aquel país


gobernado por seres sobrenaturales. Los soldados de Thirrin avanzaban casi
en silencio absoluto, y hasta Oskan parecía nervioso.

—En la Tierra de los Fantasmas hay brujas, ¿verdad? —le preguntó Thirrin.

—Malas sí —respondió él—. Tu padre las expulsó cuando ganó la batalla de


las Rocas del Lobo. Pero a las brujas buenas, como mi madre, las dejó
quedarse.

Thirrin asintió en silencio.

—Recuerdo que me lo contó. Me dijo que eran útiles y leales.


—Y lo son. Durante todos estos años se han dedicado a vigilar las fronteras.
No olvides que Sus Vampíricas Majestades no reinan sobre todo el mal de este
mundo. Hay espíritus y criaturas retorcidas que todavía hoy merodean por los
alrededores de las Tierras de Hielo, y solo el poder de las brujas los mantiene
a raya.

—He oído a la gente del pueblo hablar de trasgos y criaturas de la noche. Pero
si las brujas son tan eficaces, ¿cómo es que esos seres siguen apareciendo en
los relatos que hablan de rebaños destrozados o bebés robados?

Oskan la miró, contrariado.

—También se supone que el ejército de las Tierras de Hielo es el más fuerte


del mundo conocido, sin contar el del Imperio, y aun así tu padre tuvo que
librar batallas en las fronteras constantemente para proteger su reino. Si todo
el mundo adoptase tu misma actitud, nos estaríamos preguntando por qué tu
ejército no acaba con todas las incursiones piratas en todos esos pueblos
costeros y con todos los ataques de vampiros en las fronteras. El poder no
conoce límites.

Thirrin tuvo que admitir la lógica do aquella argumentación, y sonrió.

—Bueno, espero que las brujas sepan que les estamos agradecidos. 177
—Descuida. La gente llana y los campesinos se la reconocen a su manera. Los
únicos que se olvidan de ellas son los que están en la élite social.

—Entonces me ocuparé de que las recuerden de ahora en adelante —replicó


Thirrin con vehemencia.

Siguieron cabalgando en silencio, viendo acercarse poco a poco el paso


fronterizo, que ya se distinguía perfectamente. La brecha semejaba una herida
abierta. Thirrin se estremeció, y al instante esperó que ninguno de los
integrantes de su escolta se hubiese dado cuenta de su escalofrío. No debían
ver que estaba asustada. Pero no tenía de qué inquietarse, pues los soldados
estaban demasiado ocupados con sus propios temores como para fijarse en
los demás.

Algo menos de una hora después, el sendero empezó a empinarse y los


caballos tuvieron que hacer duros esfuerzos por ascender, pero al final se
hallaron en el umbral mismo del collado. A ambos lados se alzaban
imponentes los picos de las Rocas del Lobo, agrestes y cubiertos de nieve,
destacando contra el fondo brillante del cielo azul. Y ante ellos se abría el
paso de montaña, con una amplitud suficiente para que cruzase una tropa de
una anchura de veinte jinetes. El sendero serpenteaba entre espolones y
afloramientos que sobresalían de las laderas, y acababa perdiéndose de vista.
«Buena tierra para tender emboscadas», pensó Thirrin. Pero para no arries-
garse a que nadie malinterpretase sus intenciones, ordenó que todos llevasen
las armas envainadas.

Los hombres lobo se adelantaron y, echando hacia atrás la cabeza, lanzaron


un aullido colectivo que rebotó en las rocas formando un eco infinito. Los
caballos se tensaron y relincharon, pero sus jinetes los mantuvieron bajo
control. Tenían todos la vista puesta en el angosto collado. Ahora era cuando
podría producirse alguna traición, si de verdad había de ser así. Sin embargo,
al percibir que eso mismo era lo que estaban pensando los integrantes de su
escolta, Thirrin espoleó a su caballo para dirigirse al paso e hizo una señal a
los cornetas, que entonaron la fanfarria de la Casa Real de las Tierras de
Hielo para anunciar a los cuatro vientos la presencia de la reina. Con ella al
frente, la tropa se internó en el desfiladero.

Al poco de entrar en el collado dejaron de ver la abertura que había quedado


tras ellos. Las angostas paredes de roca se alzaban muchos metros por
encima de sus cabezas, y tenían la sensación de que había ojos mirándolos
desde detrás de los peñascos. De tanto en tanto se desprendían lascas del
muro rocoso, como si algo los hubiese movido, y el viento que había empezado
a soplar lúgubremente entre los afloramientos parecía enmascarar unas voces
discordantes.

Unos minutos después aparecieron en el cielo, justo encima de la escolta,


178
unas siluetas negras. No era fácil calibrar su tamaño, pero desde luego eran
demasiado grandes para ser pájaros. Thirrin llamó al capitán de los hombres
lobo y le preguntó qué eran aquellas criaturas.

—Vampiros, señora —respondió, confirmando así sus temores—. Vampiros


metamorfoseados para poder ver cómo van las cosas y, sin duda, para
mantener informadas a Sus Vampíricas Majestades.

—Sin duda.

De vez en cuando una de aquellas criaturas descendía tanto que podían


distinguir perfectamente sus alas correosas y su cara de murciélago, pero la
mayor parte del tiempo volaban muy alto, cual puñado de nubes negras sobre
ellos.

Varios de los soldados dijeron haber visto unas siluetas revoloteando por
encima de las rocas; habían notado su presencia por el rabillo del ojo, pero en
cuanto quisieron mirarlas directamente, habían desaparecido de su vista.

Al oír aquello, Oskan se encogió de hombros.

—Era de esperar que hubiese fantasmas en la Tierra de los Fantasmas.

Cuando estaban en la mitad del desfiladero surgió ante ellos un inmenso trol
de roca que, cual leve desprendimiento de piedras, se dejó caer desde lo alto
de un afloramiento rocoso y se interpuso en su camino. Thirrin ordenó parar
a la tropa. Sus soldados desenvainaron las espadas y formaron una pantalla
con los escudos, a lo que ella reaccionó con gestos furibundos. La tropa
enfundó de nuevo las armas, a regañadientes, y aguardó nuevas órdenes. El
trol rugió, levantó en volandas una roca descomunal y dio varios pasos al
frente. Los hombres lobo formaron rápidamente una sólida falange y
avanzaron aullando y enseñando los dientes. La inmensa criatura de piedra
se quedó mirándolos con unos ojillos bobalicones. Luego soltó el pedrusco de
mala gana y volvió a encaramarse al afloramiento, donde pareció fundirse con
la pared. El capitán de la guardia loba hizo una seña a Thirrin para indicarle
que podían proseguir, y ella reanudó la marcha al frente de su pequeña tropa.

No sufrieron más incidentes de ese tipo y cruzaron el paso a buen ritmo. Una
hora después aproximadamente alcanzaron el otro lado, casi por sorpresa:
estaban rodeando un espolón cuando de repente el desfiladero se ensanchó y
ante sí vieron, como si se hubiesen asomado a un ventanal inmenso, un
paisaje formado por un tupido bosque de pinos y unos montes rocosos que
iban escalonándose desde las Rocas del Lobo hasta perderse de vista a lo
lejos. Aunque fuese invierno, olía a pino. Y la mezcla de su aroma con el frío
olor de la nieve creó un perfume increíble que les subió el ánimo a todos.

Pero al instante volvió a abatirse sobre ellos el miedo. En lo alto de un risco 179
desde el que se dominaba el angosto collado vieron una atalaya de piedra, alta
y negra, y casi todos los vampiros que sobrevolaban la zona viraron hacia
aquella torre y, tras dibujar varios círculos a su alrededor, acabaron po-
sándose en sus almenas como una bandada de gigantescas aves negras.

Una vez más, la tropa de hombres lobo echó atrás la cabeza y aulló al pisar la
Tierra de los Fantasmas. Del mismo modo, Thirrin hizo una seña a los
cornetas para que entonasen su fanfarria real. E imbuida de un profundo
sentido del deber, espoleó a su caballo y entró así en el país cuyos gober-
nantes habían sido los enemigos más encarnizados de las Tierras de Hielo
desde hacía siglos.
Capítulo 15

D
esde que se fueran Thirrin y Oskan, Maggiore Totus había pasado
gran parte del tiempo ocupándose de alojar convenientemente a las
gentes de Frostmarris. En lo posible, se les había buscado sitio
dentro de la ciudad hipolitana. Mas, por mucho que se apretujasen, no hubo
manera de meter a todos los habitantes de una gran población dentro de las
murallas de otra mucho menor, sobre todo si estaban en ella sus propios
habitantes.

Se había tenido que montar un campamento adicional al lado de las murallas.


Maggiore se había encargado de supervisar personalmente su construcción, la
anchura de sus calles, la cantidad de letrinas excavadas en la tierra, y había
instado a los ciudadanos a mantenerlo todo bien limpio. Se quejaba y
lamentaba de la ingente tarea que tenía entre manos, pero en el fondo
disfrutaba mucho. Era casi como diseñar y construir una ciudad nueva desde
la nada, lo que le permitía comprobar en la práctica una serie de teorías que
había desarrollado a lo largo de los años, y estaba feliz de poder decir que casi 180
todas sus ideas habían funcionado.

Hubo dos cosas desastrosas. La primera fue que nadie se apuntó a los coros
que Maggiore Totus había organizado en los diferentes barrios como medio
para alentar y desarrollar rápidamente el espíritu comunitario en el nuevo
asentamiento. Y la segunda fue la formación espontánea de una liga de fútbol
entre los barrios, fenómeno que Maggiore acabo tomándose con bastante
filosofía. Al fin y al cabo, se había dado cuenta de que el campamento
comenzaba a funcionar como una especie de ciudad aparte, y lo cierto es que
se alegró mucho cuando vio que abrían varias tiendas y comercios.

Ahora el campamento había empezado a marchar él solo. Se había elegido


una comisión compuesta por varios ciudadanos para velar por el correcto
funcionamiento de los diversos servicios, y Maggiore había dejado el puesto de
planificador de la ciudad. Durante un tiempo se mantuvo ocupado buscando
alojamiento a la inmensa cantidad de gente que iba llegando a montones a la
ciudad en respuesta a la leva. Pero enseguida el ejército se encargó de ello y
se añadieron varias zonas más al campamento adicional.

En un momento dado deseó haber ido con Thirrin. Además, él era el único
que tenía la experiencia y los modales necesarios para llevar a buen puerto
una misión diplomática. Sin embargo, en el fondo sabía que de ningún modo
habría podido soportar el frío de un viaje invernal por las Tierras de Hielo.
Maggiore tenía frío aun en la ciudad hipolitana, sentado al lado de una
chimenea encendida, y por eso estaba casi seguro de que una travesía por
aquellos parajes inhóspitos lo habría matado. Por otra parte, había
encontrado un proyecto que finalmente había conseguido llamar la atención
de su mente despierta.

Ahora estaba sentado en su habitación. Había cerrado bien las


contraventanas para protegerse de la tormenta de nieve que ululaba por toda
la ciudad, y había metido un montón de leños en el fuego para que ardiese
bien. Con una copa de vino a mano, se había puesto a ordenar sus últimos
apuntes. Primplepuss estaba acurrucada en su regazo; Maggiore la acariciaba
distraídamente mientras escribía en una hoja. Tenía la esperanza de poder
usar todas esas notas cuando terminase la guerra y elaborar con ellas un
estudio acerca de los orígenes del pueblo hipolitano. Suponía que nadie lo
leería. Pero por lo menos aquel ejercicio lo mantenía intelectualmente activo y
listo para cuando Thirrin volviese de la Tierra de los Fantasmas y el deshielo
de la primavera permitiese reanudar la guerra.

Estaba esperando al tío de Thirrin, Olememnón, con cuya ayuda había estado
recopilando los datos que necesitaba para su estudio. Hasta el momento,
Olememnón se había revelado como una fascinante fuente de información.
Además, Maggiore descubrió que disfrutaba mucho en compañía de aquel
hombre grandullón y tranquilo. Tenía un sentido cáustico del humor, y su voz 181
profunda y suave era capaz de decir las cosas más descabelladas con tal
seriedad que muchas veces Maggiore necesitaba varios segundos para
comprender lo que acababa de oír. Por otra parte, como consorte de la
basilea, Olememnón disfrutaba del estatus más elevado de todos los hombres
de la provincia, y, salvo el deber de combatir en las guerras de las Tierras de
Hielo, no tenía ninguna otra obligación, por lo que para Maggiore Totus había
sido un magnífico aliado en su búsqueda de documentos oficiales y
manuscritos que lo ayudasen en sus investigaciones. Podía acceder a todos
los rincones del palacio y todos sus archivos, de modo que Maggiore no tenía
más que mencionar que contaba con la aprobación de Olememnón para que
cualquier objeción se esfumase como por arte de magia.

Hasta el momento, las pesquisas del sabio hombrecillo habían confirmado un


hecho conocido por todos: que los hipolitanos no procedían originariamente
del norte. Ese día esperaba ver los documentos más interesantes de toda la
investigación y hallar el lugar preciso del Continente Sur del que había
emigrado aquel pueblo encantador. Estaba precisamente paladeando la idea
de sus estudios cuando alguien llamó con suavidad.

—¡Pasad! —dijo con su mejor tono de profesor, y la puerta se abrió.

En la habitación entró entonces Olememnón, uno de los hombres más


descomunales que Maggiore había visto en su vida. Era incluso más grande
que el difunto rey Redrought, y seguro que igual de ancho que aquél. Aun así,
su rostro afeitado le daba la apariencia de un muchacho talludo. A Maggiore,
cuya barba de sabio casi le llegaba por la cintura, seguía extrañándole ver a
un hombre rasurado, sobre todo porque todos los que habitaban en el resto
de las Tierras de Hielo se dejaban crecer la barba en cuando podían. Era una
diferencia más entre los hipolitanos y los demás ciudadanos de las Tierras de
Hielo.

El gigantón lo saludó con una sonrisa y se le iluminaron la cara y los ojos al


acercarse.

—¡Ah, Olememnón! Sentaos, sentaos. ¿Una copa de vino?—le preguntó


Maggiore, y se lo sirvió sin esperar la respuesta—. ¿Estáis preparados para
nuestra conversación? ¿Os habéis acordado de más cuentos y leyendas
populares que aún no haya registrado?

—No estoy seguro. Quizá. Depende de lo que queráis oír —respondió, y su voz
suave y profunda llenó por completo la espaciosa cámara de Maggiore.

—Bien, veamos —dijo el pequeño sabio recogiendo sus notas y poniéndose los
spectoculum en la punta de la nariz—. ¡Ah, sí! Nos disponíamos a tratar la
cuestión de la génesis del pueblo hipolitano. Su tierra de origen y la causa de
su migración.
182
—Ah, pues eso es muy fácil. Todo se debió a la guerra, y a la necesidad de
escapar de una potencia que no nos permitía vivir como queríamos —dijo
Olememnón entre sorbito y sorbito de vino. Después se acomodó bien en su
enclenque silla. Primplepuss había alzado la cabeza al ver entrar al grandullón
en la estancia, y ahora saltó al suelo desde el regazo de Maggiore y cruzó para
sentarse en las rodillas del invitado. Tal vez el consorte de la basilea tuviera
algo que le recordaba a otro hombre especial que había llenado una
habitación como él, y era su manera de honrar su recuerdo. Olememnón la
acarició en cuanto se hubo acurrucado en su regazo y, acompañado por su
ronroneo, miró con gesto expectante a Maggiore, que aguardaba en silencio y
con la pluma lista para seguir escribiendo.

—Estupendo, estupendo. En fin, contadme lo que sepáis desde el principio,


mientras yo tomo nota —dijo Maggiore, que sabía que aquel grandullón era
un narrador nato.

—Veamos... —empezó Olememnón—. Hubo un tiempo en que los hipolitanos


habitaban las montañas del Continente Sur, hace muchos cientos de años. Ya
entonces era un pueblo fiero que vivía de la caza y la lucha. Pero los pueblos
vecinos lo respetaban y aprendieron a venerar también a la Gran Diosa
Madre. Incluso enviaban ofrendas a las sacerdotisas guerreras que la servían
en los santuarios de las cumbres.
— ¡Ajá! —exclamó Maggiore sin dejar de escribir. Algunas de sus suposiciones
eran correctas. En su país de origen circulaban unas leyendas sobre mujeres
guerreras que habían servido a la diosa de la Luna.

—Durante muchas generaciones los hipolitanos llevaron una buena vida, pero
un día surgió la amenaza de la guerra, y del este llegó un gran movimiento de
gente. Tenían ejércitos inmensos. Después de muchas batallas, los
hipolitanos se refugiaron en los santuarios de las montañas.

»Nuestros soldados libraron una guerra larga y cruenta pero sabían que no
podrían vencer. El enemigo era enorme y enviaba contra nuestros fuertes un
ejército tras otro. Pero la basilea de aquel entonces, la reina Athenestra, ideó
un plan. Cuando la Bendita Luna oscureciese, las sacerdotisas guerreras y los
hombres de nuestro ejército tenían que excavar una zanja muy ancha que
atravesaría el terreno en que se encontraban los sitiadores y así nuestro
pueblo podría escapar a otro lugar y recuperar la paz.

»Y así lo hicieron. Tomaron al enemigo por sorpresa y cruzaron con una fuerza
arrolladora el territorio ocupado. Así comenzó un viaje larguísimo que nos
llevaría por muchas naciones diferentes hasta acabar en una tierra que
sentimos como nuestro hogar. Ese país tenía montañas e inviernos tan duros
como los que habíamos conocido en las ciudadelas que construimos entre las 183
nubes.

»Ese país era, por supuesto, las Tierras de Hielo. Pero sus gentes eran las más
fuertes que habíamos conocido desde la guerra contra el invasor del este.
Luchamos mucho y durante mucho tiempo; nunca vencíamos, pero tampoco
nos derrotaban del todo; ninguno de los dos bandos lograba la victoria
definitiva. Hasta que el rey de aquella época, que se llamaba Theobad,
convocó una tregua, y después de largas conversaciones se alcanzó un
acuerdo. La reina Athenestra reconocería al rey de las Tierras de Hielo como
señor suyo, y a cambio nosotros podríamos quedarnos en la región que ahora
ocupamos. Y desde aquel día los hipolitanos han sido fieles súbditos de las
Tierras de Hielo y su mayor aliado en tiempos de guerra.

Olememnón guardó silencio y dio otro sorbo a su copa, mientras Maggiore


anotaba fielmente sus palabras gracias al especial método abreviado que
había inventado para recopilar datos para sus estudios. Cuando terminó, dejó
la pluma un lado y sonrió.

—¡Vaya! ¡Eso sí que es una historia! Claro que en parte ya la había adivinado.
Pero los detalles son increíbles. Tendré que verificar y corroborar algunos de
los puntos más delicados, pero en general me habéis proporcionado un marco
maravillosamente conciso a partir del cual podré expandir mis estudios.
—Una cosa, Maggiore —dijo Olememnón mientras estiraba en dirección al
fuego las largas y musculosas piernas. Primplepuss saltó delicadamente al
suelo y empezó a acicalarse—. Al pensar en esas historias tan viejas, se me ha
ocurrido una cosa... Hay una semejanza entre las descripciones del pueblo
invasor que echó a los hipolitanos de nuestra patria y el Imperio del
Polipontus.

—¿De verdad? ¿En qué sentido?

—Bueno, sobre todo en su método de lucha. En su manera de apabullar al


enemigo con el tamaño del ejército. En su facilidad para reemplazar cada
fuerza al contrario que caía derrotada, una tras otra, hasta debilitar por
completo al contrario.

—Sí, ya veo lo que queréis decir. Pero probablemente solo sea una
coincidencia. Al fin y al cabo, aquí no estamos hablando de táctica sutil,
¿verdad? No es más que el método que emplearía cualquier matón que es más
grande y fuerte que los demás y que se vale de su fuerza bruta para conseguir
lo que se propone. En el pasado fueron vuestros invasores y hoy son los
polipontanos.

—Tal vez. Pero, por lo que sé, el Imperio empezó en el sur y fue expandiéndose
hacia el norte con el paso de los años. Sobre todo en los últimos veinte años 184
aproximadamente, los que lleva Scipio Bellorum como comandante en jefe de
sus ejércitos. Pero ¿de qué lugar exacto del sur salieron? ¿De cuán al sur?
¿Lo sabéis?

Maggiore tuvo que reconocer que no lo sabía. Era una cuestión interesante
que lo intrigó sobremanera.

—Y en cuanto a la idea de que los polipontanos no dejan de ser unos matones


—siguió Olememnón—, en fin, tenéis razón. Con eso les bastaba para crear
un Imperio. Pero con el general Scipio Bellorum, su fuerza bruta se ha aliado
con un magnífico cerebro táctico. Y ésa es una difícil combinación contra la
que luchar.

—Sí, ya lo sé —replicó el sabio hombrecillo. Las palabras de Olememnón le


habían recordado brusca y dolorosamente la guerra que los aguardaba en
cuanto llegase el deshielo de primavera.

—Si hubiésemos de luchar contra su ejército pero sin el general, podríamos


tener una posibilidad de ganar. Pero estando él... —El gigante se encogió de
hombros y se puso en pie para marcharse—. En fin, hablar así es de
derrotistas. Y ahí fuera me espera una milicia a la que tengo que instruir. Os
veré esta noche en la cena, Maggie.
Así, tan rápido como cambia de dirección el viento Olememnón salió de la
estancia. Aunque Maggiore se había acostumbrado a los rápidos cambios de
ritmo y humor de su enorme amigo, cualquier habitación en la que hubiese
estado se tornaba insoportablemente desierta durante unos instantes como si
dejase un vacío al marcharse. Primplepuss lo notó también y lanzó unos
maullidos lastimeros. Pero acto seguido se adaptó a la ausencia con la
elegancia y el equilibrio típicos de los mininos y volvió a maullar para
recordarle a Maggie que había llegado la hora de su cena.

Maggiore dejó las notas a un lado y se puso en pie para tomar el cuenco de la
gatita. Al hacerlo, se dio cuenta de que Primplepuss había dejado de ser una
gatita. Le habían crecido las patas y la cabeza estaba perdiendo la redondez
propia de los cachorros para desarrollar las elegantes líneas de una gata
adulta. Thirrin notaría la diferencia cuando regresara de su viaje.

Sus pensamientos volvieron a la joven reina y su misión diplomática. Había


tantas cosas que dependían de su éxito... Y había tantas que fácilmente
podrían salir mal... No es que no tuviese suficiente confianza en ella. En las
últimas semanas había madurado a una velocidad pasmosa (las
circunstancias no habían permitido que las cosas fueran de otro modo). Pero
pretendía sellar una alianza con el enemigo más antiguo de las Tierras de
Hielo. Tendría que superar siglos de acritud y odio. Si no lo lograba, morirían 185
todos. Maggiore se encogió de hombros: él no podía hacer nada para
ayudarla. Lo único que le quedaba era mantener viva la fe y aguardar como
todos los demás.
Capítulo 16

T
hirrin y su escolta de soldados y hombres lobo llevaban más de una
hora atravesando aquel bosque de oscuros pinos. Habían tardado toda
la mañana en bajar con los caballos desde el collado y llegar hasta las
lindes del bosque, a cientos de metros de distancia, y cuando por fin se
metieron por debajo de los primeros árboles, lanzaron un suspiro de alivio.
Por lo menos allí podían protegerse un poco del viento gélido que había
empezado a soplar. Sin embargo, los soldados iban nerviosos. El bosque que
los rodeaba estaba lleno de extraños ruidos que resonaban como un eco. De
repente se oían alaridos y aullidos distantes, y al momento volvía el silencio.
De tanto en tanto se adivinaba a los lejos, en las sombras, una mancha
grisácea y reluciente que los acompañaba unos instantes antes de
desvanecerse como la bruma al contacto con el sol.

Pero en el bosque no había sol. Solo de vez en cuando divisaba Thirrin el cielo
entre las tupidas ramas; la luz que había en la espesura parecía proceder de
un insano resplandor que subía de la nieve que, inexplicablemente, había
conseguido abrirse paso entre los árboles para llegar al suelo. Aquel lugar no
186
se semejaba en nada a los bosques de casa, donde los árboles rezumaban
vida, llenos de criaturas que correteaban por las ramas y los troncos en busca
de alimento. Hasta en invierno, cuando casi todos los árboles se habían
despojado de las hojas, había una sensación de vida en reposo, y los muchos
animales que no habían hibernado salían a buscar frutos secos o se
perseguían los unos a los otros con un afán intensificado por el hambre. Pero
allí, en ese inmenso bosque de pinos donde ningún árbol dormía durante los
fríos meses del invierno, solo se percibía una sensación de alerta. Hasta los
aullidos y alaridos que surgían de repente acá y allá, en medio de la
penumbra, parecían no tener nada que ver con la vida animal. Era todo
demasiado frío, desprovisto de una auténtica necesidad de comunicarse con
otros seres vivos. Thirrin pensó que sonaba a cuchillos afilados y relucientes
con los que alguien estuviese rascando la pulida superficie del hielo. Se
estremeció, se arrebujó más aún en la capa, y fijó la vista en la distancia todo
lo que permitía la densidad del bosque. Era como si el mundo entero
estuviese invadido por los troncos, las raíces retorcidas y las tiesas ramas
cubiertas de agujas de aquellos pinos oscuros, negriverdosos.

Por fin llegaron a un claro y los soldados casi echaron correr de alegría al ver
todo aquel espacio abierto. Pero luego contuvieron las prisas y se pararon a
mirar lo que había justo en el centro del claro: sobre un tocón había un
enorme búho níveo. Era al menos tres veces más alto que los búhos blancos
que vivían en los campos nevados del norte de las Tierras de Hielo, y sus
vívidos ojos azules denotaban una aguda inteligencia. El capitán de los
hombres lobo dio unos pasos al frente y saludó a la criatura, que lo miró
fijamente y luego parpadeó muy despacio. A continuación mantuvieron una
extraña conversación: el búho ululaba y el hombre lobo movía la boca
enseñando los dientes. Al cabo de un rato el capitán saludó de nuevo y volvió
sobre sus pasos. Se detuvo delante de Thirrin y antes de poder decir nada, el
búho desplegó las enormes alas blancas y alzó el vuelo en silencio. Su silueta
resplandeciente brilló en medio de la oscuridad, rebasando ya los árboles y
cobrando cada vez más altura en dirección a cielo.

—Sus Vampíricas Majestades han enviado a su heraldo para saludaros, reina


Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del Septentrión. Y quieren
que sepáis que sois tan bienvenida como merecéis y os aconsejan que os deis
prisa, pues pronto regresará el mal tiempo y antes de que se haga de noche
nevará de nuevo —dijo el capitán, empleando el tono formal de la corte para
transmitir el mensaje del búho.

Thirrin se giró hacia Oskan.

—¿Es eso cierto? ¿Va a nevar?

Oskan asintió. 187


—Dentro de un par de horas más o menos. —Era el único de todo el grupo de
humanos al que se veía tan relajado como los hombres lobo en aquel oscuro
bosque.

—Entonces debemos apresurarnos. Capitán, ¿existe alguna ruta más directa


hacia el Palacio de Sangre?

—No, majestad. Pero si nos damos prisa, deberíamos llegar antes de que
nieve, si el hijo de la bruja está en lo cierto.

—El hijo de la bruja está en lo cierto —respondió ella, y espoleó a su caballo


para cruzar el claro.

Al cabo de otra hora de ardua marcha, los árboles empezaron a menguar en


densidad y al final su ominosa presencia fue dando paso a una ancha ladera
que bajaba hasta un valle. Para entonces ya se habían formado nubarrones
grises como el hierro, y la luz se había debilitado hasta quedar convertida en
un extraño resplandor apagado que parecía brotar de la capa de nieve virgen.
Por lo menos el viento helador había cesado, y la escolta avanzó encogida por
aquella tierra congelada sin tener que sacar más ropa de abrigo.

Al poco rato se apagaron las últimas luces del día y comenzó una noche negra
como el pez. Thirrin ordenó encender las antorchas a un soldado sí y otro no,
y prosiguieron la marcha. Pero los hombres lobo parecían no necesitar ese
tipo de ayuda en la oscuridad; su visión nocturna era tan potente que iban a
la cabeza del grupo y encontraron un sendero en lo que a los humanos se les
antojó una zona desierta que no llevaba a ninguna parte. Al cabo de un rato
los hombres lobo se pusieron a gruñir y hablar a su manera, muy nerviosos, y
el capitán se acercó al caballo de Thirrin.

—Majestad, el Palacio de Sangre.

Thirrin miró hacia donde señalaba el dedo del capitán, y allí, a lo lejos, en una
hendidura de las montañas, pudo distinguir una forma alargada cuyo
contorno quedaba perfilado gracias a unas lucecitas que parpadeaban en la
noche.

—Lo veo —respondió rápidamente, mientras luchaba por aplacar el miedo que
amenazaba con apoderarse de ella por completo—. Oskan. ¿Sientes... algo?

Él clavó la vista al frente y guardó silencio unos instantes, antes de decir:

—Nada que no me esperase: maldad, longevidad, un odio hacia todo lo


mortal. —Se encogió de hombros—. El típico nido de vampiros.

Thirrin asintió.

—¿Ninguna tragedia a la vista, pues? ¿Ninguna muerte repentina? 188


—Vuestra muerte está en otro lugar, Thirrin Escudo de Tilo —respondió él sin
más.

Ella le lanzó una mirada intensa para ver si había pretendido insultarla al
llamarla de esa manera. Luego preguntó:

—¿Dónde? ¿En la gloria?

—Oculta —respondió él, y sonrió.

—Oculta, majestad —lo corrigió ella con su ardor habitual, y la sonrisa de


Oskan se convirtió en una mueca lobuna.

Continuaron a paso aún más rápido, hasta que el castillo se irguió,


imponente, ante ellos. Incluso en la oscuridad de la noche nublada, se
distinguían fácilmente los detalles de la construcción; los cientos de ventanas
emitían una especie de resplandor verdoso, y había antorchas encendidas en
los muros a lo largo del tejado, a intervalos regulares. El palacio se elevaba en
medio del paraje como si fuese una montaña en miniatura. Sus docenas de
chapiteles y torres, de un tono un poco más oscuro que el entorno, se
recortaban sobre el fondo de nubarrones. Los arcos apuntados de sus
ventanas y puertas formaban una maraña arquitectónica que parecía haber
crecido de la tierra misma cual hongo pétreo y perfectamente disciplinado.
Pero a medida que se acercaban, Thirrin y su comitiva se dieron cuenta de
que lo que habían tomado por piedra oscura común y corriente, era en
realidad una piedra pulida de una tonalidad roja oscurísima. Casi negra, a
decir verdad, como el color de la sangre seca.

La inmensa doble puerta estaba abierta y la luz verdosa se derramaba sobre


la nieve como formando un charco de un líquido pringoso. A Thirrin no le
habría sorprendido que hubiese empezado a borbotear y sisear, corno si fuese
una poza de aguas fétidas y estancadas; pero aquella ilusión se esfumó en
cuanto los hombres lobo, que iban a la cabeza del grupo, pasaron por encima
del charco luminoso, proyectando hacia la princesa sus enormes sombras
desgarbadas. Thirrin tiró de las riendas de su caballo e hizo una señal a los
trompeteros para que tocasen una fanfarria. Y en medio de la noche negra
resonaron las notas metálicas de las trompetas. Al enmudecer, se produjo un
silencio sepulcral.

Se quedaron inmóviles unos segundos, esperando. Entonces empezaron a


caer los copos de nieve pronosticados. Fue como si alguien hubiese tomado la
decisión por ellos: tras inspeccionar el lugar, encontraron un establo enorme 189
y vacío en que dejaron los caballos, y todo el grupo regresó a pie hasta la
entrada del palacio.

Todos estaban aguardando a que Thirrin diese el primer paso. Sabiéndolo, se


puso derecha y comenzó a subir la pulida escalinata de piedra que conducía a
los portones abiertos. Arriba, una amplia terraza precedía a la entrada
propiamente dicha, con su altísima doble puerta. Por encima de ésta, los
muros ascendían hacia las alturas como las paredes de un acantilado, y las
ventanas, con su verdoso resplandor, parecían estar mirándolos desde allá
arriba como unos ojos malvados. Thirrin dedicó unos segundos a asimilar
todo aquello y entró con paso firme y seguro, sin parar de respirar hondo para
tratar de controlar el miedo y la aversión que la recorrían por dentro y le
pitaban en los oídos.

Al llegar al umbral, se detuvo y se volvió hacia Oskan, que iba justo detrás de
ella.

—Imagino que no podemos contar con que nos reciba un comité de


bienvenida, después de todos estos siglos de guerras.

—No —coincidió él—. Será mejor que entremos ya y nos pongamos a cubierto
de la nevada.
Thirrin asintió y, tras una breve pausa, accedió a un vestíbulo altísimo y
anchísimo. El damero blanco y negro del suelo cubría una extensión inmensa,
imposible de creer, y estaba iluminado en todas partes por el mismo
resplandor verdoso, aun cuando no se veía ninguna antorcha, ningún farolillo
ni ningún otro medio de iluminación.

El resto del grupo la siguió y al instante resonó en aquel espacio vacío el


estrépito metálico de sus botas y piezas de armadura. Thirrin divisó a lo lejos,
en la penumbra del extremo del vestíbulo, una tarima elevada. Al ir
aproximándose, distinguió dos tronos, ambos esculpidos con aquella misma
piedra de color rojo oscuro. Sin embargo, seguía sin haber rastro de los
moradores del palacio, vivos o muertos.

Estaba a punto de ordenar a los trompeteros que tocasen otra fanfarria,


cuando la luz verdosa cobró fuerza y se transformó en un fulgor brillante. El
vestíbulo se llenó de figuras altas, pálidas y susurrantes que los miraban sin
pestañear. Al momento, los soldados de Thirrin levantaron a su alrededor un
parapeto de escudos y apuntaron con las lanzas.

En medio del tenso silencio que se hizo en la sala, se oyó una voz liviana y
sepulcral:

—No es la primera vez que veo este tipo de formación y sé lo efectiva que es. 190
Mantenéis a vuestra guardia tan bien adiestrada como vuestro padre.

Thirrin ordenó a sus soldados que bajasen los escudos, y cruzó el cerco de
lanzas enhiestas, colocadas aún en forma de anillo defensivo. Miró extrañada
en dirección a la tarima; ahora había dos personajes sentados en los tronos
rojos. Como todos los demás, eran pálidos y delgados. Y aun estando
sentados, Thirrin advirtió que eran altos. En algún momento habían sido un
hombre y una mujer, pero ahora poseían una belleza antinatural y terrible
que los tornaba absolutamente inhumanos. Ambos tenían una piel blanca
como la nieve y los labios de colores rojo oscuro, húmedos, como de hígado
crudo.

—Mi padre siempre me insistió en la necesidad de mantener la disciplina y la


preparación de los soldados profesionales del ejército. De este modo, hasta los
mortales podemos hacer frente a los seres de ultratumba y luchar con ellos.

Los reyes de los vampiros la observaron sin decir nada, y Thirrin prosiguió:

—Pero cuando hay peligro, la necesidad de hallar aliados es igualmente


grande y las posibilidades de vencer se multiplican si tienes amigos al lado.

Se apartó para que Sus Vampíricas Majestades viesen bien lo que ella sabía
que debían de haber visto ya perfectamente: los hombres lobo por instinto se
habían colocado en círculo alrededor del parapeto de escudos de los hombres
de Thirrin, mirando hacia fuera, listos para reaccionar de inmediato ante
cualquier ataque de los vampiros.

—No tenéis ninguna necesidad de hacer alarde aquí de vuestra capacidad


para la lucha —dijo la reina de los vampiros—. Esto es un palacio, no una
fortaleza. Aquí no hay soldados, excepto los vuestros.

Thirrin asintió y dio una nueva orden. Las lanzas descendieron y la escolta
entera se cuadró en posición de firmes.

—Tengo entendido que los mortales sienten el frío —dijo el rey de los
vampiros, y lanzó una mirada hacia la inmensa chimenea que había en el
centro del vestíbulo.

Al instante se prendió un fuego inmenso en medio del frío helador del lugar,
que poco a poco se convirtió en una potente fogata que caldeó el ambiente en
un periquete. Thirrin no habla visto nada parecido en toda su vida. En
Frostmarris, el Gran Salón se calentaba con un inmenso hogar central, y el
humo se escapaba por los respiraderos del techo. Pero de ningún modo quiso
comportarse como una palurda ante aquellas criaturas frías y sofisticadas, así
que simplemente bajó el mentón un poco para agradecerles la cortesía.

—Bien, creo que venís en visita diplomática. Así pues, ¿entramos en materia? 191
—dijo al rey.

A Thirrin le recordó fugazmente a Maggiore Totus, pero cuando alzó la vista y


vio sus dientes afiladísimos, se esfumó toda semejanza con su tutor.

—Sí, por supuesto. He venido para advertiros de que el Imperio del Polipontus
ha invadido las Tierras de Hielo y que mi padre ha muerto mientras destruía a
su ejército.

—Oh, bien hecho —dijo la reina—. Entonces, es evidente que no necesitáis


nuestra ayuda, si ya lo habéis derrotado.

—Por desgracia, han ocupado la mitad sur de las Tierras de Hielo, por lo que
en cuanto llegue la primavera, estarán en condiciones de enviar otro ejército
para atacarnos.

—Al que estoy segura de que también destruiréis.

—¡Por supuesto que sí! —replicó Thirrin fogosamente.

—Entonces vuelvo a preguntar: ¿por qué venís a pedirnos ayuda si es obvio


que podéis hacer frente a cualquier ataque del Imperio?

Thirrin trató de sostener la gélida mirada de la reina de los vampiros, pero de


pronto se percató del inmenso peso del tiempo y de la experiencia que había
en las horrendas profundidades de los fríos ojos azules de la vampira.
Seguramente, aquella mujer pálida existía desde hacía cientos de años,
durante los cuales había cometido infinidad de asesinatos para conservar
aquella existencia inhumana gracias a la sangre de todas sus víctimas. Era
aborrecible, espantosa y profundamente malvada, y Thirrin sintió la poderosa
necesidad de salir y alejarse del Palacio de Sangre. De estar en cualquier sitio
menos en aquel lugar iluminado por esa mórbida luz verde, rodeada de
aquellos cortesanos pálidos de ultratumba.

—Bien —insistió la reina—, ¿seguís diciendo que necesitáis nuestra ayuda?


¿Sí o no?

—Bueno, sí —respondió Thirrin, temerosa de que su misión diplomática


hubiese fracasado antes de comenzar propiamente—. Hemos acabado con
uno de sus ejércitos, pero mandarán más... Es su manera de luchar…
enviando huestes y más huestes… sin parar. Hasta que nos hayan
destrozado. ¡Entonces vendrán por vosotros! Os matarán a todos, quemarán
el palacio, exorcizarán vuestros espectros... —Ahí se detuvo. Sentía todos y
cada uno de sus inexpertos catorce años de vida y trató de no ponerse
colorada.

—O sea, que no los habéis derrotado. Solo los habéis frenado un poco —dijo
la reina con una voz dulce y maliciosa—. Y ahora pretendéis que olvidemos 192
casi mil años de hostilidades y que nos hagamos amigos vuestros. Qué
conveniente… para vosotros.

—Y también para Vuestras Majestades —intervino Oskan, saliendo en auxilio


de Thirrin—. La reina de las Tierras de Hielo está en lo cierto cuando dice que,
si sucumbimos, los vampiros seréis los siguientes. El Imperio se vanagloria de
ser una sociedad moderna, científica y racional. Los monstr... las personas
como vosotros y vuestros súbditos son justo lo contrario de los ideales en los
que ellos creen. Para ellos no sois más que unos seres abominables,
antinaturales, y acabarán con vosotros, aunque solo sea para eliminar algo
que se opone a su idea del mundo.

—¿Qué es eso de «científico»? ¿Qué quiere decir? —preguntó la reina de los


vampiros.

—Quiere decir creer solo lo que la lógica diga que es verdad. En algunos casos
significa creer solo aquello que se puede ver, medir o pesar. Negar la
existencia de algo a no ser que la ciencia haya demostrado lo contrario, y en
la mayoría de los casos eso solo se consigue si se puede medir, pesar o ver el
objeto en cuestión —le explicó Oskan, dejando a Thirrin impresionada con su
manera clara y serena de exponerlo.

—¡Eso es absurdo! —Replicó la reina—. ¿Es que nunca se han parado a


pensar que hay cosas que no se pueden medir ni pesar?
—Sí, supongo que así es. Pero en ese caso probablemente crean que su
ciencia aún no ha desarrollado los medios necesarios para lograrlo.

—Entonces, según esa lógica, joven mortal, su ciencia habrá de admitir


nuestra existencia porque a nosotros, como queda patente, se nos puede
pesar y medir. Ergo, tendrán que aceptar nuestra realidad y nuestro derecho
a existir —replicó el rey de los vampiros, con una sonrisa triunfal que puso al
descubierto toda su dentadura, afilada y reluciente.

—Podría decirse —respondió Oskan, como si estuviese manteniendo una


interesante conversación—. Pero olvidáis la espantosa capacidad de los
mortales para incurrir en la injusticia. Mirad: no les caéis bien. Ni siquiera les
gusta la mera idea de existáis. Y cuando a unas personas racionales y de
ciencia no les gusta algo y no consideran que no deberían existir, o bien
hacen caso omiso de ello o bien tratan de aniquilarlo. En vuestro caso, os
aniquilaran. Y no solo porque no les gustéis, sino simplemente porque
ocupáis un territorio rico y rebosante de riqueza que ellos quieren para sí. —
Se encogió de hombros—. En mis quince años de vida y de experiencia, me
temo que he tenidos que llegar a la conclusión de que a veces las personas no
son justas.

Sus Vampíricas Majestades los observaron en silencio unos instantes, y 193


después empezaron a reírse entre dientes, primero bajito y a continuación
cada vez con más ganas hasta que el eco de sus fría carcajadas reboto en el
alto techo del salón.

—¡Oh, querido, pero qué monos son! ¡Qué delicia de criaturitas! —exclamó la
reina—. Estoy muy contenta de que los hayamos dejado entrar. ¡Diles que
vuelvan a hablar! ¡Podría pasarme la noche entera escuchándolos!

—Cálmate, querida —dijo el rey, fingiendo enfado—. Estás siendo de lo más


injusta. Te ruego que no olvides su categoría de embajadores. ¡Tienen todo el
derecho a que los tratemos con respeto y bueno modales!

Sus Vampíricas Majestades se miraron seriamente unos instantes y volvieron


a soltar una carcajada incontrolable. Esa vez se les unieron los cortesanos de
ultratumba, hasta que el salón entero se llenó con aquellas espantosas
risotadas burlonas y los reyes acabaron apoyados el uno con el otro,
enjugándose las lágrimas.

Thirrin y Oskan se sintieron como dos niños torpes que hubiesen querido
impresionar a unos adultos sofisticados, con el único resultado de parecer
tontos de remate. Cuanto más duraba la risa, pero se sentían ellos, hasta que
al final en lo único que podían pensar era en salir de allí para escapar de
tanta humillación. Thirrin estaba colorada como tomate y Oskan permanecía
encorvado como vencido por el peso de la vergüenza.
—¡Basta! —bramó de repente una voz grave y gutural, que se elevó
poderosamente por encima de las risas y mofas como si la llama de una vela
se tratase—. ¡La reina Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del
Septentrión, es mi aliada y mi amiga, y no toleraré que nadie se ría de ella!

Thirrin se giró hacia el lugar del que había salido aquella voz y vio a unos de
los hombres lobo, descomunal, caminando hacia la tarima desde la otra
punta del salón. Inmediatamente la guardia de hombres lobo echó atrás la
cabeza y aulló para saludar a su rey.

Grishmak I, apodado el Bebedor de Sangre, levantó una zarpa para saludar a


los suyos al pasar entre ellos y se detuvo frente a Thirrin. Ella hubo de doblar
hacia atrás el cuello para alcanzar a mirarlo a los ojos; se le había olvidado lo
altísimo que era, y estuvo a punto de cerrar los ojos del susto que se llevó
cuando el rey lobo le tomó la mano con aquella zarpa inmensa y se la acercó a
los labios para saludarla con cortesía.

—Majestad, permitid que sea el primero en daros correctamente la bienvenida


al palacio de Sus Vampíricas Majestades, las cuales parecen haber olvidado
las normas de la buena educación y el decoro que habría que observar en
compañía de otros gobernantes. Pero hay gente tan estúpida que cree que la
mera inmortalidad de la derecho de comportarse de forma maleducada y 194
grosera. —Grishmak se volvió hacia los dos de los vampiros—. Ciertos
gobernantes cometen el error de creer que los largos años que llevan sentados
en el trono jamás tocaran a su fin y que nada ni nadie los derrocara. Yo a
esos monarcas les recordaría que se han librado guerras por razones mucho
más mínimas que un insulto a un amigo apreciado, y también les recordaría
que perdieron dicha guerra y que, inmortales o no, ¡a punto estuvieron de
desaparecer de la faz de la tierra!

La ira de Grishmak procedía de un aprecio genuino hacia Thirrin, nacido en el


instante en que había sellado su alianza con ella. Por supuesto, en aquel
momento, aceptar su oferta; sobre todo porque negarse a ellos habría
significado que los housecarls de Redrought lo colgaran, arrastraran y
descuartizaran. Pero junto a la sensatez política y militar que implicaba el
haber sellado una firme alianza para defenderse juntos del Imperio
polipontano, Grishmak sentía, además un afecto sincero hacia Thirrin.

Lanzó una mirada fulminante a los reyes de los vampiros, como retándolos a
decir algo más que meros insultos a la joven reina de los humanos.

Por su parte, Thirrin sintió un aprecio inmenso hacia el rey lobo y le encantó
ver a Sus Vampíricas Majestades desviando la vista como si estuviesen
mirando atentamente algo en la otra punta de la sala.
—Creo que debería recordarse —siguió Grishmak Bebedor de Sangre— que la
dignidad de un auténtico monarca nace. Y que a veces se puede encontrar
hasta en la reina más joven. Por el contrario, hay otros soberanos que han
reinado durante siglos y aún tienen que adquirirla. Incluso puede que no la
consigan nunca.

Thirrin le sonrió. Había recobrado ya por completo su pose regia y su


confianza.

—Cuánto me alegra veros, rey Grishmak Bebedor de Sangre. La Baronesa


Calavera Sonriente me dijo que vendríais, y estoy feliz de comprobar que no se
equivocaba.

—¡Ah, la baronesa! ¿Cómo está? Debería visitar sus grutas la próxima vez
que organice una marcha real.

—Está bien, y fue de lo más gentil al ofrecernos refugio a mí y a mi comitiva


en medio de una ventisca terrible. Sus hombres lobo nos salvaron de una
muerte segura y nos llevaron a sus cuevas. Nos trató con hospitalidad cálida
y profundamente cortes —respondió Thirrin, sin dignarse a mirar siquiera de
reojo a los reyes vampiros—. También me contó el interesante origen del
nombre de su familia. Ojala hubiera podido ver con mis propios ojos a la
joven baronesa Zarpamullida despellejando al portaestandarte tras la derrota 195
del ejército de los vampiros.

—Ocurrió antes de mi época. ¡Debió de ser algo digno de verse!

—Ahora que os habéis hecho mil y un halagos, opino que quizá podríamos
pasar al tema que nos ocupa —interrumpió la voz gélida de la reina de los
vampiros.

El enorme hombre lobo guiñó un ojo a Thirrin disimuladamente y volvió la


cara hacia los dos tronos idénticos.

—¿Qué tema? ¿No estaba ya zanjado? No cabe duda de que para ninguno de
los aquí presentes hay otra opción. Si nos aliamos todos, tendremos una
probabilidad de vencer al Imperio. Por separado, no tendremos esperanza
alguna.

—Antes hay que tratar ciertas cuestiones, rematar ciertos detalles —insistió el
rey vampiro.

—Eso es cosa de los escribanos —espetó Grishmak, enseñando los dientes—.


Redactad un trato y nosotros lo firmaremos. Y ahora —dijo, girándose hacia
Thirrin—, venid conmigo. Dispongo de unas cuevas muy agradables y cálidas,
lejos de este laberinto de muerte. Hay sitio de sobra para toda vuestra
comitiva, además de un montón de carne roja. Oh, sí, ya sé que vuestro
pueblo le gusta quemada… digo, cocinada. También puedo ocuparme de eso.
—Tenéis mucha razón, por supuesto —dijo la reina vampira, sonriendo
ladinamente—. La alianza entre nuestros pueblos es la solución obvia. Sobre
todo considerando que la reina de las Tierra de Hielo cuanta con un asesor de
máxima categoría que tiene más que ver con nuestro pueblo que con el suyo.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Thirrin, molesta.

Sus vampíricas Majestades sonrieron al ver que se habían anotado un tanto,


y la reina prosiguió:

—El chico, Oskan Hijo de la Bruja creo que lo llamáis. En nuestra tierra hay
muchas brujas, así que el prácticamente es un súbdito más.

—Su madre era una bruja blanca. ¡Las brujas blancas lucharon contra
vosotros y siguen protegiendo nuestras tierras de vuestro mal!

—Oh, debo de admitir que hay unas cuantas rebeldes que se oponen a
nosotros. Pero el poder mágico no deja de ser poder mágico y él tiene el mismo
origen que nuestro poder. Él está estrechamente relacionado con ese origen;
cualquiera puede notarlo.

—¡Yo no soy ningún mago de la necromancia! —estalló Oskan, rojo de ira y


echando chispas por los ojos.
196
—¿Mago? ¿Quién ha dicho que seáis un mago? —preguntó la reina en un
tono cargado de desprecio—. Yo no estoy hablando de esas cuentas, cálculos
y todo ese de galimatías al que se dedican los varones. Vuestro poder os viene
de vuestra madre, por la línea femenina. Y en cuanto a vuestro padre…
Bueno, no se puede decir exactamente que fuese mortal, ¿verdad que no?
Pero aparte de todo eso, mi querido Oskan Hijo de la Bruja… poseéis un
poder que procede de una fuente muy femenina. Sois un hechicero, un brujo.

Esa vez le tocó a Thirrin salir al rescate de su consejero, al que veía zozobrar
en un mar de emociones contrapuestas.

—¿De verdad creéis que esa noticia representa una revelación impactante? —
preguntó, con una voz tan cargada de desprecio como la de la reina de los
vampiros—. Cualquiera que haya visto a mi consejero mayor ayudar en
nuestra lucha a lo largo de las últimas semanas habrá de observar con toda
facilidad como funciona su poder. Pero debo de agradecer a Sus Vampíricas
Majestades que le hayáis dado un nombre —dijo con una voz firme e
inquebrantable—. Si de verdad Oskan Hijo de la Bruja es un hechicero,
entonces estamos seguros de que sus dones actúan por el bien y en contra del
mal, y todos tenemos motivos para sentirnos agradecidos por sus poderes.

Se hizo un silencio. Mientras el aire chisporroteaba de puro odio y


resentimiento, el rey Grishmak miró fijamente hacia los dos trono gemelos.
—¿Hemos terminado ya de anotarnos puntos? Porque me está entrando una
hambre de lobo, y francamente, vuestro gusto para la decoración palaciega
me resulta frio y mórbido. Cuanto antes esté en mi cueva, mejor.
Reconozcamos todos que nos necesitamos mutuamente y digamos que a los
escribanos que se pongan manos a la obra con la redacción del tratado, para
que podamos firmarlo y perdernos de la vista los unos a los otro lo antes
posible. ¿De acuerdo?

Tras reflexionar unos segundos, Sus vampíricas Majestades asintieron en


silencio, Grishmak lanzó un suspiro de agotamiento.

—Bien. Ahora, Thirrin… quiero decir, su graciosa majestad, mi invitación


sigue en pie. ¿Querrías acompañarme a cenar?

Thirrin sonrió.

—Me encantaría.

El descomunal hombre lobo la tomo del brazo y, apartándola suavemente de


los tornos, cruzó con ella todo el vestíbulo en dirección a las puertas dobles.

—Por cierto, lo que he dicho sobre perdernos de vista los unos a los otros no
iba por vos. Me refería a Sus Regios Mamarracho de ahí atrás.
197
—Lo sé —repuso ella—. Y coincido plenamente con vos sobre la decoración del
palacio. Es tan alegre como un iceberg.

El hombre lobo y la joven reina pasaron delante de los apiñados cortesanos


vampiros, quienes enseguida se apartaron para dejar paso a aquella pareja
sin igual, su escolta de soldados y hombres lobo, y Oskan en la retaguardia.
El muchacho iba sumido en sus pensamientos, pues por fin había encontrado
respuesta a alguna de sus preguntas que llevaba años haciéndose. Lo que
había dicho la reina de los vampiros sobre su naturaleza de hechicero
explicaba muchas cosas. No obstante, iba a necesitar algo de tiempo para
acostumbrarse a la idea. Ahora entendía por qué a veces podía ver el futuro,
comunicarse con animales salvajes, e incluso curar sin medicinas y
pronosticar el tiempo con tanta precisión. Poseía, además, otras muchas
habilidades y ahora sabía que tal vez tuviesen origen en la magia. Todos
aquello requería un poco de reflexión.

Thirrin y el rey Grishmak llegaron a la puerta y salieron del Palacio de Sangre,


seguidos por su escolta y por Oskan. Nada más salir todos, las gigantescas
puertas dobles se cerraron de golpe con un profundo estruendo. El susto sacó
a Oskan de sus ensoñaciones, las puertas se habían cerrado rozándole la
espalda. Enfurecido, dio media vuelta y clavó la vista en la madera tallada y
reforzada con tachones. Y lo hizo con tal furia que de repente las puertas
volvieron a abrirse de par en par, chocaron con los muros del interior del
palacio y se desportillaron.

—Estoy seguro de que no era vuestra intención actuar con mala educación —
bramó por encima de las cabezas de los acobardados cortesanos situados
justo al otro lado de las puertas—. Al parecer, se os han cerrado las puertas
de golpe por culpa de alguna corriente de aire. Yo en vuestro lugar las
mandaría a revisar.

Grishmak sonrió de oreja a oreja enseñando todos los dientes.

—Muy útil tener a mano tipos como vuestro hechicero —comentó. Acto
seguido, encabezó la marcha escalinata abajo y rumbo al bosque de los
alrededores.

198
Capítulo 17

T
hirrin y Oskan aceptaron con gusto el plato de carne selecta,
compuesto por unos trozos (más bien arrancados de cuajo que
propiamente cortados) que, de haberlos puesto a asar de cualquier
modo en el fuego, habían tomado sabor a ahumado, el rey Grishmak comió la
suya con sorprendente delicadeza: sujetaba las tajadas de carne cruda entre
el pulgar y el índice, daba un mordisco comedido y volvía a depositar la pieza
en la losa de piedra que servía de plato.

Las cuevas estaban caldeadas y secas y, como había asegurado el rey lobo,
tenían espacio más que suficiente para cobijarlos cómodamente a todos. De
hecho, eran tan espaciosas que se habían tomado la decisión de trasladar a
los caballos de los establos de palacio, para alojarlos en una de las cavernas
contiguas, en lugar de dejaros en las inciertas manos de los vampiros.

Las cuevas se encontraban en un afloramiento rocoso a una milla


aproximadamente del Palacio de Sangre, y mientras cenaba, Thirrin contó por
lo menos seis fuegos encendidos en aquel espacio enorme. Saltaba a la vista 199
que el rey Grishmak iba acompañado de una nutrida corte con motivo de su
visita a Sus Vampíricas Majestades. Y, aunque ni Thirrin ni Oskan eran
capaces de entender exactamente qué cometido tenía cada uno de los
numerosos hombres lobo que la integraban, lo cierto es que todos parecían
estar muy ocupados, curiosamente, yendo sin parar de un fuego a otro y
acercándose una y otra vez a Grishmak para decirle cosas al oído.

—Mañana debería estar listo el tratado para que lo firméis —dijo el rey,
mientras lamía delicadamente la sangre que había quedado en el plato.

—¿Tan pronto? —preguntó Oskan—. Pensaba que antes habría que pelearse
por infinidad de detalles y cuestiones legales.

—No. Puedes estar seguro de que Sus Reales Mamarrachos tienen a sus
secretarios trabajando en la redacción del texto desde hace ya semanas.
Mañana por la mañana se pre-sentarán sus enviados para que lo rubriquéis.
Pero una cosa quiero pediros —añadió, y los miró de cerca—. Dejad que antes
lo lean mis secretarios. Estoy casi seguro de que intentarán colaros algo entre
líneas, y acabaréis viéndoos obligados a ceder una provincia aquí o una
ciudad allá, si no os andáis con ojo.

Thirrin asintió.
—Estaremos encantados de que vuestro equipo lo lea primero. Os agradezco
mucho vuestra ayuda.

—Y yo me alegro de poder serviros en algo —respondió el rey con seriedad—.


Os habéis portado extraordinariamente para ser tan jóvenes. Sus Vampíricas
Majestades son tan difíciles de tratar como un pez en un tonel lleno de sebo,
hasta para un hombre lobo que peina canas como yo. Pero cuando la Sagrada
Luna haya completado su ciclo unas cuantas decenas de veces más, seréis
tan duros de pelar como ellos, o más, aun sin haber vivido mil años.

—¿De verdad llevan tanto tiempo vivos? —preguntó Thirrin con un hilo de
voz, asombrada.

—Bueno, supongo que técnicamente deberíamos decir que «existen» —


respondió Grishmak—. Y en realidad existen desde hace aún más tiempo.
Algo así como mil doscientos años. Pero están en el trono desde hace mil.

—Ellos dicen que su reino se extiende hasta lo más alto del mundo, allí donde
nunca se derrite el hielo —dijo Oskan—. ¿Es eso cierto?

—No. Ya les gustaría. Pero al norte de estas tierras hay otro pueblo mucho
más poderoso de lo que ellos llegarán a ser jamás, aunque esté formado por
mortales y su vida no dure más que la de cualquier otra criatura que camina 200
bajo el cielo.

—¿Quiénes son? —preguntó Thirrin, atónita al pensar que Maggiore nunca le


había mencionado nada de ese pueblo desconocido en las clases de
Geografía—. ¿Son gente?

—¿Gente? Bueno, claro que sí —repuso Grishmak, sorprendido—. Pero si os


referís a si son humanos, entonces la respuesta es «no».

—¿Y qué son?

Grishmak parecía reacio a contestar, pero al poco rato dijo:

—Son criaturas reservadas y tranquilas. No tienen contacto con otros


pueblos, salvo si los forasteros entran primero en contacto con ellos. Si no les
gusta tu aspecto, eres lobo muerto.

—Bueno, ¿pero qué son? —insistió Oskan, frustrado porque el rey les diese
pistas y les hablase con acertijos.

El inmenso hombre lobo clavó la vista en el fuego que tenían cerca y cuando
respondió, habló con una voz tan baja y queda como si todavía estuviese
dando vueltas al asunto.

—Son los seres más fuertes que conozco y serían un aliado formidable para la
guerra que se nos avecina. Tal vez... solo digo «tal vez», Thirrin podría entablar
amistad con ellos y convencerlos para que participen en la lucha. Si hay
alguien capaz de lograrlo, es ella. Podría hacer las paces entre la noche y el
día, entre las tinieblas y la luz, si quisiese. —Grishmak pestañeó y volvió la
cara hacia la joven reina de las Tierras de Hielo—. Thirrin Maslibre
Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del Septentrión, os encomiendo una tarea.
Vuestro reto consiste en establecer una alianza con lord Táraman, el Tar, o
rey, de las Placas de Hielo, que es tan blanco como las nieves, tan fuerte como
una roca, tan alto a cuatro patas como un hombre, tan sabio como un
erudito, tan gentil como una pluma, y tan fiero como la tormenta de nieve
más salvaje. Convencedlo para que se comprometa a ayudamos, y hasta
Scipio Bellorum nos rendirá un respeto reverencial. Con Táraman-Tar de
nuestra parte, tendremos una posibilidad de frenar incluso al Imperio... al
menos durante un tiempo.

—Con mucho gusto. Haré todo lo que esté en mi mano para que se ponga de
nuestra parte. Pero ¿dónde vive, y cómo llegó hasta allí? ¿Y qué clase de...
criatura es exactamente?

—Es el invierno con forma animal. Él y su pueblo son los leopardos de nieve.
Son tan altos como vuestros caballos, tienen unos dientes que semejan
estrellas partidas y unas zarpas como sables de caballería. ¡Con ellos como
aliados, podríamos expulsar al Imperio y vivir libres! 201
—¡Leopardos de nieve! —exclamó Oskan, asombrado—. ¿Y cómo podemos
comunicarnos con ellos?

—Igual que conmigo; utilizan el idioma de los humanos.

—¿Saben hablar?

—Oskan Hijo de la Bruja, ¿es que te has paseado sordo por tus bosques y tus
cuevas? —preguntó, irritado, el rey Grishmak—. ¿De verdad crees que solo los
humanos usan el habla entre sí?

—Por supuesto que no —replicó Oskan en tono cortante—. Conozco el


lenguaje de las aves y las criaturas que caminan a cuatro patas. Si me
concentro, soy capaz hasta de entender las cosas que dicen los insectos y los
peces. Pero vos no estáis diciendo que esos leopardos emplean el lenguaje de
los animales, sino que utilizan las palabras del habla humana. ¿Cómo es
posible?

El rey se encogió de hombros.

—Tú has conversado muchas veces con los hombres lobo y nunca te ha
parecido extraño. ¿Qué te resulta tan diferente en este caso?
—Pero vuestro pueblo es mitad humano mitad animal. Vuestro lenguaje
procede de la parte de humanidad que lleváis en las venas. ¿También son
medio humanos esos leopardos?

—No. Son puros felinos. Pero sus leyendas cuentan que cuando el Único creó
el mundo, amó tanto su poder y belleza como la mente y la capacidad de
adaptación de los humanos, y por eso les concedió el don de la palabra, para
que sus dos creaciones predilectas pudiesen hablar entre sí algún día. ¿No lo
entendéis? Ha llegado ese día. Thirrin, llevad esa leyenda a los leopardos de
nieve y conseguid que se hagan aliados vuestros.

—Pero ¿nos obedecerán?

—No! ¡Jamás! —aulló Grishmak—. Son un pueblo libre y pensante, que no


obedece a nadie más que a su propio rey, lord Táraman-Tar. Pero puede que
accedan a apoyaros.

Mientras asimilaba toda esa información acerca de aquel pueblo desconocido,


Thirrin no apartó la mirada del rey lobo.

—¿Dónde viven exactamente? ¿Y cómo llego hasta allí?

—Moran en la montaña que hay en el Centro del Mundo. El palacio de


Táraman-Tar está hecho de hielo natural y roca, y su gente vive de cazar
202
morsas y los grandes osos polares que merodean por su territorio. En cuanto
a la manera de llegar allí, necesitaréis ayuda. Ningún caballo podría viajar por
las nieves y las Placas de Hielo, que se desplazan y cambian de posición y
forma día tras día. Y si os alcanza una tormenta, moriréis si no tenéis los
conocimientos que solo unos pocos poseen. ¿Estáis segura de querer
emprender semejante travesía?

Thirrin respondió al instante.

—No. Pero no tengo otra elección. Un aliado como ellos podría cambiar la
situación y ayudarnos a echar al Imperio ¿Quiénes pueden guiamos?

—Hay tribus de hombres lobo mucho más al norte. Ellos cazan en las Placas
de Hielo y a veces viajan durante semanas antes de volver a casa. Si los
convoco ahora mismo, podrían estar aquí dentro de dos o tres días.

Thirrin contempló el fuego en silencio y dijo:

—Mandadlos llamar, Grishmak. Tengo una alianza que sellar.


La noche siguiente se presentaron en las cuevas un heraldo y una escolta de
vampiros con un documento inmenso redactado en vitela curtida. En un
primer momento, pidieron que se firmase inmediatamente. Pero Grishmak se
rio de ellos, de modo que accedieron a dejar que lo examinasen y a volver por
él la noche siguiente. Unos hombres lobo de pelaje gris se encargaron del
documento y se metieron al fondo de las cuevas con él, desde donde se los oyó
farfullar y discutir sobre su contenido hasta bien entrada la noche.

Ese mismo día el rey Grishmak envió a unos mensajeros al norte, para que
buscasen a las tribus de hombres lobo que habitaban en las Placas de Hielo.
Thirrin se quedó muy pensativa mientras los miraba alejarse a la carrera, con
el característico ritmo de los hombres lobo cuando sabían que los esperaba
un viaje de muchas millas. Y con ese mismo movimiento veloz y constante,
repasó mentalmente todo lo que había acontecido en los últimos meses.

En menos de medio año su vida había sufrido una sacudida tan fuerte que se
había transformado por completo en algo a lo que aún le costaba
acostumbrarse. Las Tierras de Hielo habían sido invadidas, su padre había
muerto y ella se había convertido en la reina de un país que muy
probablemente caería en poder del Imperio en cuestión de meses. Solo sus
soldados y el entramado de alianzas que con tanto esfuerzo estaba tratando
de forjar podría salvar a su gente. Y ella debía coordinar todo eso; ella, que no 203
era más que una muchacha, que aún no había cumplido quince años y que
tenía muy poca experiencia, o ninguna, sobre nada excepto las lecciones de
clase y la pista de entrenamiento.

La mayoría de las veces el puro ímpetu de la situación de emergencia bastaba


para que concentrase en ella todas sus energías. Pero había veces en que se
veía obligada a esperar a que los acontecimientos siguiesen su curso, y
entonces se apoderaba de ella la sensación de que casi era imposible vencer
en aquellas circunstancias. ¿Cómo podrían ganar la batalla? ¿Qué
posibilidades tenía el ejército de un diminuto reino del norte, apoyado por
unos aliados de lo más variopinto, frente al poderío aplastante del Imperio
polipontano? ¿Por qué no cortar por lo sano y huir al exilio, donde al menos
podría vivir con las comodidades y la seguridad que le proporcionaría el rico
Tesoro Real?

Luchando contra la oleada de pánico que la recorría por dentro, dio media
vuelta bruscamente para regresar a la cueva. Oskan la siguió.

—Ya que has acabado de meterte miedo a ti misma, me gustaría comentarte


algo —dijo él en voz baja.

—¿Qué quieres decir con que estaba metiéndome miedo a mí misma?


—Por el Imperio. ¿Cómo era la cantinela? Ah, sí: «No tenemos ninguna
posibilidad de vencer. El año que viene por estas fechas podríamos estar
todos muertos.»

—¿Cómo sabes lo que yo...? —Su pregunta quedó sin terminar porque se
abatió sobre ella una sensación, ya familiar, de asombro.

Oskan sonrió de oreja a oreja.

—Oh, no te preocupes, no te estaba leyendo el pensamiento. Es que me he


visto en la misma situación que tú: en ese momento no tenía nada que hacer
y de repente disponía de todo el tiempo del mundo para inquietarme y
angustiarme. Por eso creo que lo mejor es que nos mantengamos ocupados.

Thirrin echó mano como pudo de su dignidad real.

—¿Y qué sugiere mi asesor? —pregunto en un tono altanero, aliviada al saber


que no le había estado leyendo el pensamiento.

—Bueno, en primer lugar creo que lo mejor es devolver a la provincia


hipolitana a la mayor parte de nuestra escolta. No cabe duda de que los
caballos no pueden ir con nosotros a las Placas de Hielo, y supongo que
tendremos que llevar encima todos los víveres, por lo que cuantos menos
seamos, mejor.
204
—Sí, tienes razón. Díselo al capitán de la escolta, mientras yo hablo un
momento con el rey —dijo Thirrin, y se marchó en busca de Grishmak,
pasando por alto la reverencia que le hacía Oskan y que le resultó una pizca
demasiado burlona para su gusto.

Encontró al rey lobo reunido en asamblea alrededor de la inmensa hoguera


central de la cueva. Ante él había unos veinte cortesanos, todos enseñando
los dientes y aullando, como era habitual en ellos para comunicarse entre sí.
Pero nada más verla, adoptaron amablemente el habla humana. El rey se
puso en pie para saludarla y quitó los huesos que había desperdigados en la
piedra que tenía al lado, para que Thirrin pudiera tomar asiento.

A Grishmak le pareció buena idea enviar a parte de la escolta a casa, y ordenó


a un grupo de hombres lobo que los acompañase hasta la provincia
hipolitana.

—De hecho, yo los mandaría a todos a casa. Sería infinitamente mejor que
fueseis sola con el hijo de la bruja al Centro del Mundo. Lord Táraman-Tar se
quedará mucho más impresionado ante la valentía de una comitiva reducida
que ante el relumbrón de toda una escolta.

—¿Y no parecería que la Casa Real de las Tierras de Hielo es menos


importante si solo vamos Oskan y yo? —preguntó Thirrin, al tiempo que
aceptaba con educación la enésima fuente de carne asada que le tendía el
chambelán de Grishmak.

El rey soltó una risotada corta.

—Puede que este nido de vampiros se haya quedado deslumbrado ante la


visión de un montón de hombres armados. Al fin y al cabo, vuestro padre los
derrotó en una batalla. Pero los leopardos de nieve no son así. Entienden lo
que es un corazón valiente y consideran que eso da más gloria a un
gobernante que cualquier cantidad de soldados.

—Oh. Entonces, ¿Tara... Táraman-Tar no tiene muchos soldados?

Grishmak le dio cariñosamente unos golpecitos en la rodilla con su peluda y


enorme zarpa.

—De eso no os preocupéis. Puede que sus leopardos de nieve no superen en


número a los soldados del Imperio, pero cuando él los llama a la lucha,
forman una poderosísima avalancha, una ventisca de fiereza. Creo que hasta
Scipio Bellorum se quedaría de piedra al verlos.

Thirrin asintió en silencio. Ya podía ver al ejército más extraño jamás


imaginado combatiendo contra las huestes polipontanas. ¡Contra ellas no solo
pelearían seres humanos, sino también hombres lobo, vampiros y quizá hasta
205
leopardos de nieve! Si ella fuese Scipio Bellorum, echaría un vistazo a los
voraces monstruos que aguardaban para batallar contra él, daría media
vuelta y saldría corriendo a toda prisa en dirección al Polipontus.

Pero eso no iba a pasar. El general Bellorum era un soldado brillante y


sanguinario; se adaptaría a la situación, y lo mismo haría su ejército. Ningún
milagro lo derrotaría, solo la lucha tenaz y una táctica que Thirrin esperaba
fuese genial. Se sintió repentinamente exhausta, así que en cuanto se terminó
el plato de carne, se retiró y fue a sentarse en un rincón tranquilo, al fondo de
la cueva, donde se quedó dormida al instante.

Despertó al oír el batir de unas alas inmensas. Abrió los ojos y vio al rey
Grishmak en la entrada de la cueva, esperando pacientemente junto a sus
cortesanos. Se levantó del suelo y acudió a su lado a toda prisa.

—Ah, Thirrin, estáis aquí. Estaba a punto de mandar a un chambelán que


fuese a buscaros.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó ella, mientras seguía resonando el batir de


alas.
—Los vampiros. Bajo apariencia de murciélagos. Creo que son los reyes, que
han venido a firmar el tratado junto con la mayor parte de su corte, a juzgar
por cómo suena.

Del cielo de la tarde, cada vez más oscuro ya, descendieron unas cuantas
criaturas correosas de gran tamaño que dejaron de revolotear dando un paso
hacia delante, literalmente, cual damiselas que bajasen con elegancia de un
carruaje. Los vampiros se quedaron quietos en la entrada de la cueva, donde
plegaron sus inmensas alas con pulcritud meticulosa, y miraron en derredor.
Eran de un extraño color gris, similar al del cielo del amanecer un día de
lluvia, y su cara era como la de unos perros de grandes colmillos. Poco a poco
se les desfigurando los rasgos del rostro, cual retratos que la lluvia estuviese
desfigurando, y el cuerpo pareció derretírseles como si estuviesen hechos de
cera de vela, hasta cobrar poco a poco su forma humana.

—Ah, rey Grishmak y reina Thirrin —dijo la reina de los vampiros mientras se
alisaba las arrugas de su precioso traje de seda—. Mi consorte y yo hemos
venido a probar vuestra hospitalidad... y ya que estamos aquí, podríamos
firmar ese tratado que tanto os interesa.

—Sus Vampíricas Majestades son bienvenidas a la embajada del pueblo lobo.


Por favor, pasad y tomad asiento —dijo Grishmak, y los acompañó hacia el 206
fuego más grande de la cueva, donde habían colocado cuatro grandes piedras
en semicírculo a modo de burdos tronos. Escoltó a los vampiros hasta sus
asientos, y a continuación, tomando a Thirrin de la mano, la condujo a la roca
que había al lado de la suya. Una vez aposentados todos, Thirrin no pudo
evitar fijarse en que tanto ella como Grishmak estaban más altos que Sus
Vampíricas Majestades. Y en que éstas tenían las largas extremidades
estiradas hacia delante, de tal modo que parecían dos escolares a los que se
les hubiesen quedado pequeños los pupitres. Thirrin sonrió para sí;
evidentemente, había momentos en que podía anotarse tantos incluso dentro
de los encorsetados límites de la diplomacia.

Oskan se colocó detrás del trono de Thirrin, y se hizo el silencio en la cueva.


Todos se miraban. Al final, el rey vampiro dijo:

—Bien, dado que es patente que no vais a ofrecernos ni un bocadito,


podríamos pasar a firmar ese acuerdo.

—No tengo sangre para brindares —les explicó Grishmak—. Y por alguna
razón, nadie se prestó voluntario cuando solicité la colaboración de algún
donante.

—La sangre de hombre lobo está manchada de sangre animal —replicó la


reina de los vampiros con un escalofrío—. Sin embargo, la humana...

—... no está en oferta —la interrumpió Thirrin con frialdad.


—Entonces pasemos a la cuestión que nos importa —dijo el rey vampiro al
tiempo que suspiraba, agotado.

Grishmak levantó la pata y se acercaron cinco hombres de pelaje gris. El que


iba en cabeza sostenía la vitela enrollada del tratado. Hizo una profunda
reverencia a los ocupantes de los tronos y, tras un gesto afirmativo de
Grishmak, dijo:

—Mis colegas y yo hemos estudiado detenidamente el documento y, hemos


encontrado una serie de... errores en su composición.

—¿Errores? —preguntó la reina de los vampiros con voz de aburrimiento.

—Sí. Por alguna razón, se ha colado una cláusula según la cual la reina
Thirrin ha de ceder a Sus Vampíricas Majestades un tercio de sus tierras y
pagar un diezmo consistente en veinte mancebos y veinte doncellas al mes.

—¿En serio? ¿Cómo habrá ocurrido? —repuso el rey vampiro con inocencia
fingida, poniendo los ojos como platos—. Habrá sido un fallo de la pluma.

—Como ésa debe de ser la explicación, estoy seguro de que Sus Vampíricas
Majestades no tendrán nada que objetar al hecho de que mis colegas y yo nos
hayamos tomado la libertad de borrar dicha cláusula, así como la que exigía a
las Tierras de Hielo reconocerse vasallas de las Tierras de los Fantasmas.
207
Los vampiros carraspearon y desviaron la mirada.

—Claro, claro. ¡De acuerdo en todo! —dijo la reina tras un silencio sepulcral—
. Firmemos ya el tratado, para que podamos volver a nuestro palacio y acabar
con este… rústico idilio.

Grishmak chasqueó los dedos, y apareció un chambelán con un cojín en el


que descansaban cuatro dagas y cuatro plumas de ganso. Después de ver lo
que hacía el rey lobo, Thirrin lo imitó: eligió una de las dagas y una de las
plumas y esperó, casi conteniendo el aliento, a que el chambelán pasase por
delante de los monarcas vampiros. Ellos también tomaron su correspondiente
daga y pluma y, sin la menor vacilación, se hicieron un corte en el antebrazo
y empaparon la punta de la pluma en la sangre.

A continuación, el hombre lobo de pelaje gris les tendió el documento y Sus


Vampíricas Majestades estamparon sus nombres. Grishmak también se
realizó un corte en el antebrazo, pero sin el teatro ni la hondura de
sentimiento con que lo habían hecho los vampiros, y mojó la pluma. Rubricó
el tratado y se lo pasó a Thirrin, sonriendo. Ella inspiró hondo, se armó de
valor y se cortó el brazo. La hoja de la daga estaba muy afilada y la sangre
manó fácilmente. Al instante, añadió su nombre a los otros tres. En la tenue
luz de la cueva la sangre se le antojó negra, y casi tembló al ver su reguero,
brillante y espeso, en la vitela.
Grishmak bajó del trono de un salto y, echando atrás la cabeza aulló con una
fiereza capaz de helar la sangre en las venas, hasta el punto de que no se oyó
ningún otro sonido. Luego, la profunda voz del rey del pueblo lobo dijo:

—¡Que las diosas y los dioses de la tierra y el cielo, que todos los espíritus de
la sangre y la muerte, que todos los observadores y los cumplidores de
juramentos contemplen este acto y tomen nuestros nombres escritos como
lazos que nos vinculan! ¡Y que todo aquel que vulnere este pacto desaparezca
de la faz de la Madre Tierra y viva una vida sin final, despellejado, bajo la
infinita mirada del sol abrasador, ya sea mortal o inmortal, vampiro, humano
o humano lobo! —Volvió entonces sus ojos inyectados en sangre hacia Sus
Vampíricas Majestades—. ¡Que así sea, por las ristras de ajo, la madera y el
fuego purificador!

Los reyes de los vampiros se levantaron también de sus tronos y silbaron


entre dientes, separando los labios, rojos y húmedos, para dejar ver sus
dientes afilados.

—¡Vais demasiado lejos, Grishmak!

—Tal vez —concedió él. Su voz había recobrado la dulzura y la serenidad—.


Pero ahora os habéis comprometido y ni siquiera vosotros osaréis romper este
pacto. 208
Los reyes de los vampiros silbaron de nuevo entre dientes y se dirigieron a
zancadas hacia la salida de la cueva. Una vez allí, ellos se transformaron en
unos enormes murciélagos negros que alzaron el vuelo chillando.

—Bien. El trabajo se ha hecho de maravilla —dijo Grishmak, muy cante—.


¿Soy yo el único que tiene hambre?
Capítulo 18

L
levaban viajando casi todo el breve día invernal. Hacía un frío helador y
a la brillante luz del sol se veían flotar en el aire diminutas y refulgentes
partículas de hielo, de modo que era como si estuviesen atravesando un
mundo hecho de cristal pulido. Thirrin y Oskan iban arrebujados bajo un
montón de gruesas capas de piel, mientras se deslizaba por su lado aquel
mundo albo y lleno de destellos. Iban en un trineo largo y chato, tirado a
velocidad de vértigo por seis enormes hombres lobo blancos; sus patas
resonaban incansables en el paisaje nevado, y movían los brazos doblados por
el codo como si fuesen los pistones de una máquina viviente. Junto a ellos iba
un segundo trineo repleto de comida y combustible, así como otros pertrechos
necesarios para sobrevivir en los agrestes parajes del extremo norte. También
lo tiraban seis hombres lobos blancos, que al correr levantaban
constantemente el hocico como si olisqueasen la ruta que los llevaría a la
Cima del Mundo.
209
Todos ellos habían llegado el día anterior a la cueva del rey Grishmak.
Anunciaron su presencia con un clamor y unos aullidos que hasta para el
oído no adiestrado de Thirrin sonaron diferentes del lenguaje habitual de los
hombres lobo. Con ellos estaba una de las mensajeras de Grishmak, que
había partido tres días antes para ir a buscarlos y que al acercarse a la gruta
saludó a su líder con gesto orgulloso.

—Estaban muy lejos, hacia el norte y hacia el este, mi señor —explicó la


mensajera usando el idioma de los humanos—. Pero respondieron a vuestra
llamada al instante.

El rey asintió y se volvió hacia los recién llegados, que aullaron para
saludarlo.

—Hombres lobo de las placas de Hielo, tengo una importante tarea que
encomendaros. Esta humana es Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo,
Lince del Septentrión, reina de las Tierras de Hielo y aliada de nuestro pueblo.
Además, es mi amiga amada, cuya seguridad y cuyo bienestar valen más que
el de todos los demás.

Los descomunales hombres lobo blancos se giraron para mirarla. Durante un


instante, mientras olisqueaban el aire para percibir el olor de Thirrin y
memorizar su forma, sus rostros adoptaron una expresión serena. Luego,
todos a una, echaron atrás la cabeza y aullaron.
—Vuestra tarea, súbditos míos, es llevar a la reina Thirrin y su asesor a la
corte de los leopardos de nieve, en el Centro del Mundo, donde ella invitará a
su rey a unirse a nuestra alianza contra el Imperio polipontano. Os
responsabilizo de su seguridad y bienestar. No debe derramarse ni una gota
de sangre, a no ser que sea la vuestra, ni detenerse ningún aliento, salvo el
vuestro propio. Le clavaréis el diente a la muerte y seréis el enemigo de la
derrota. Y en la mitad de lo que dura un ciclo completo de la Sagrada Luna
regresaréis aquí con la reina. ¿Comprendido?

La capitana del grupo de hombres lobo blancos, Grinelda Dientedesangre, dio


unos pasos al frente. Aquella mujer lobo sacaba una cabeza incluso al rey, y a
Thirrin y Oskan les pareció que tenía las fauces tan llenas de dientes como lo
estaba de árboles un bosque.

—Lord Táraman-Tar y sus leopardos de nieve son un pueblo temible, rey


Grishmak Bebedor de Sangre —dijo Grinelda sin andarse con rodeos—. Pero
la reina humana regresará a vuestro lado sana y salva, o moriremos
defendiéndola.

—Gracias, Grinelda Dientedesangre. Más no puedo pediros —repuso


Grishmak al cabo de un breve silencio. Luego, volviéndose hacia Thirrin,
añadió—: Ya veis lo peligrosa que es vuestra misión. Los leopardos de nieve 210
no tienen que rendir cuentas ante nadie. Si no les gusta tu aspecto, te matan.

Ahí estaba el deber que constituía el núcleo del poder de Thirrin. En ese
momento nada le habría gustado más que pasarle a otro toda esa
responsabilidad, pero sabía que no tenía elección. Había nacido para afrontar
esa clase de presión y peligro, por eso se limitó a asentir en silencio y trató de
dar la impresión de que vérselas con unos leopardos asesinos era lo más
natural del mundo para ella.

—Antes de iniciar este viaje, rey Grishmak, quisiera pediros que cuidéis de
Oskan el Brujo hasta que yo regrese o... hasta que no regrese.

Aquella variación de su nombre dejó a Oskan momentáneamente mudo, pero


se recobró al instante y exclamó, enfadadísimo:

—Si osáis prescindir de mí, os seguiré a pie. Y cuando muera en mitad de la


nieve, volveré de la muerte y no os dejare en paz. Me encargaré de que vuestra
vida sea insufrible. Ningún fantasma habrá sido más ingenioso que yo a la
hora de hacer travesuras: tornaré rancia la comida, transformaré en sangre lo
que vayáis a beber, aullaré y gemiré la noche entera, no podréis huir de mí a
ningún sitio. Y no creáis ni un segundo que no sería capaz de hacerlo,
Thirrin, reina de las Tierras de Hielo, porque os puedo asegurar que sí que
podría.
Thirrin miró a su joven asesor, que la observaba con unos ojos desorbitados
que echaban chispas de rabia apenas contenida. Había veces en que la
amistad de aquel muchacho le ponía los pelos de punta. Pero esa sensación
quedó eclipsada enseguida por otra de inmenso alivio y gratitud. Por lo menos
no tendría que enfrentarse ella sola a los leopardos de nieve.

—Creo, rey Grishmak, que no vamos a abusar mucho más de vuestra


hospitalidad. Nos iremos los dos al palacio de lord Táraman-Tar.

El rey lobo asintió.

—Como gustéis, mi señora —dijo él, que en el fondo se había quitado un peso
de encima al ver que no habría de contener el poder de un brujo furioso—.
Estaremos pendientes de vuestro regreso.

Debido a un pequeño bache en el camino, el trineo dio un saltito, y la mente


de Thirrin regresó al presente. Oskan parecía absorto en el paisaje que los
circundaba, y los hombres lobo seguían corriendo a una velocidad increíble.
El joven levantó la cabeza para seguir con la mirada las ramas de un pequeño
pinar que estaban atravesando, y se retorció en el asiento para continuar
211
observándolas cuando hubieron dejado el bosquecillo y prosiguieron su
atronadora carrera en pos del reino de los leopardos de nieve.

—Esos árboles que acabamos de pasar eran los últimos que veremos, los más
septentrionales —dijo, casi para sí—. A partir de aquí acaban las tierras de la
humanidad y empiezan los dominios de la naturaleza salvaje.

Delante de ellos la tierra era blanca y uniforme, sin nada que destacase, sin
rasgos; un manto ondulante de nieve. El breve día del invierno septentrional
había terminado y el sol se había ocultado ya, dejando el cielo teñido del
resplandor rosa do de su luz. Y mientras moría el día, justo encima de la línea
del horizonte refulgió el Lucero del Crepúsculo.

Thirrin miró a Oskan, que estaba contemplando el astro.

—¿Por qué estabas tan empeñado en venir conmigo al reino de los leopardos
de nieve, Oskan?

Él se volvió con el entrecejo ligeramente fruncido.

—Thirrin, si fracasas en tu empresa y mueres en el intento de sellar una


alianza con Táraman-Tar, las Tierras de Hielo estarán perdidas. Gobernarán
nuestro territorio Scipio Bellorum y todo lo que él representa: el raciocinio, la
ciencia, la industria, el progreso. Todas esas cosas están muy bien en sí y
cuando cumplen su adecuado papel en la vida de una nación. Pero, por lo que
sé, en el Imperio todo eso se impone a lo demás. La magia y el misterio no
tienen sitio ni valor. Hasta la Naturaleza es solo una suerte de inmenso
almacén que está ahí para aportar a la ciencia y la industria la materia prima
que necesitan. ¿Qué lugar podría ocupar alguien como yo en semejante
mundo? Quedaría convertido en un resto inservible, un trozo de madera
varado en la orilla cuando baja la marea. Lo cual, a su modo, tiene su interés,
pero carece de valía auténtica, más allá del valor que pueda tener un pequeño
objeto curioso. —Se giró para dirigir la mirada al frente, hacia el cielo, que
estaba empezando a desplegar lentamente el manto de estrellas de la noche—.
Antes preferiría morir de forma rápida bajo la zarpa de un leopardo de nieve, o
ser víctima de alguna fuerza irrefrenable de la Naturaleza, a languidecer como
un candil falto de aceite.

Thirrin asintió. Lo entendía perfectamente.

—Sin duda llevas tiempo reflexionando sobre esto. Suponía que dirías algo
así. —De repente le sonrío—. Míranos, aquí a los dos. Casi no hemos salido de
la niñez y ya estamos demasiado anticuados para este mundo cambiante. ¿Es
posible nacer viejo? Porque yo, desde luego, me siento vieja a veces, ¿cómo
podemos tener la esperanza de alzarnos contra el imparable y supuesto
progreso? ¿Cómo vamos a ganar una guerra contra las fuerzas de la ciencia? 212
Oskan resopló.

—¿Qué pregunta quieres que conteste primero? ¿La de nacer viejos? Pues sí,
yo ahora mismo me siento como si tuviera noventa años. En cuanto a las
demás, te diré que no estamos luchando contra el progreso ni contra la
ciencia, pues son ideas que pertenecen a todos los pueblos, y que deberían
ayudarnos a entender la belleza de nuestro mundo y a mejorar la vida de todo
lo que existe en él. Pero el Imperio las tiene secuestradas. El progreso tal
como ellos lo entienden significa eliminar todo lo que no sea nuevo, tanto si es
malo como si es bueno. Y para ellos la ciencia solo es un medio de crear
formas más eficaces de matar a la gente.

—¿Piensas que todos los científicos son malos?

—Maggiore Totus es un científico.

—Sí —dijo, recordando los experimentos y las pruebas que a ella tanto
esfuerzo le había costado aprender hacía solo un año... en otra vida—. Él
usaría la ciencia para hacer feliz a la gente.

—Así es. Y estoy seguro de que hay muchos más como él.

Se quedaron callados. Solo se oía el roce silbante de las patas de los tiradores
del trineo, que avanzaban a toda velocidad por la nieve. Se había extinguido la
última luz del día y ahora las estrellas titilaban fríamente por encima de sus
cabezas, lanzando destellos aquí y allá cual cristales de hielo en medio del
gélido aire.

Los hombres lobo seguían corriendo, aparentemente infatigables; olisqueaban


el viento y de vez en cuando corregían la dirección de la carrera, seguros del
camino que los conduciría al Centro del Mundo. Entonces, se elevó por
encima del horizonte un gajo de luna y todos aullaron para saludar a la
sagrada proveedora de luz. Poco a poco fueron ralentizando el paso, hasta
quedar detenidos.

Oskan y Thirrin se quedaron mirando mientras los hombres lobo se afanaban


en sacar casi todo el contenido del segundo trineo y en montar una tienda
baja, lo bastante grande para cobijar a todos. Cuando todo estuvo preparado,
Grinelda Dientedesangre les hizo una reverencia y les preguntó si querían
unirse al grupo y meterse en aquel refugio.

Thirrin asintió, moviendo la cabeza con la adecuada dosis de dignidad propia


de una reina, y aceptó agarrarse a la velluda mano que Grinelda le tendía
para ayudarla a salir del trineo. La tienda estaba hecha de gruesas capas de
pieles curtidas: era espaciosa, en el suelo habían apilado un montón de pieles
y por todo el recinto habían encendido braseros a intervalos regulares. En la 213
entrada habían montado una hoguera enorme, ante la que se hallaban
sentados dos de los hombres lobo con sendas tajadas de carne pinchadas en
palos; estaban intentando asarlas para sus invitados humanos. Después de
observarlos unos segundos, y de ver que en ese breve lapso la carne se
quemaba primero y caía a las cenizas después, Oskan tomó educadamente los
palos y explicó que él y la reina preferían cocinarse ellos mismos la comida.

La pareja lobuna reaccionó con alivio, hizo una reverencia y salió pitando a
ayudar con el resto de las tareas necesarias para montar un campamento. Sin
embargo, enseguida quedó claro que Thirrin no era mejor cocinera que ellos y
Oskan le dijo que le permitiera encargarse de la cena.

—De todos modos, estoy bastante harta de comer carne —susurró ella,
aprovechando que los demás parecían estar demasiado atareados para oírla—
. Mataría por una hogaza de pan o un cuenco de zanahorias.

—¡O por una manzana, aunque fuese! —musitó Oskan, dándole la razón.

Thirrin asintió con energía.

—Nunca hubiera creído que me vería soñando con repollos y nabos. Pero en
estos momentos se me antoja comida celestial. Me duelen las mandíbulas de
tanto masticar esta carne medio cruda.
—Supongo que cabe esperar más de lo mismo de parte de menú los leopardos
de nieve siempre y cuando, claro está, conviertan a nosotros en parte del
menú.

—Bueno, si la cosa se pone así, haré todo lo posible para que se atraganten
conmigo —replicó Thirrin, encorajinada, y se quedó atónita al ver que Oskan
estaba riéndose por lo bajo sin poder contenerse. «Hay veces—pensó—. Que es
sencillamente imposible entender a los chicos.»

* * *

La comitiva al completo (doce hombres lobo blancos y dos humanos) se


apretujó en la tienda para tomar la cena, y nada más acabar, los lobos se
echaron a dormir. Sin ninguna ceremonia. Tampoco había mucho espacio,
pero los braseros, el fuego y aquellos cuerpos peludos generaban suficiente
calor para que las condiciones del lugar resultasen bastante agradables.
Hasta al frío intenso de la madrugada le fue imposible penetrar en aquel
capullo de calor que habían creado los hombres lobo. Thirrin y Oskan se
quedaron dormidos enseguida, y despertaron, asombrados, con la brillante 214
luz de la mañana y los aullidos de los hombres lobo al saludar el nuevo día.

Estaban tan al norte que la luz diurna solo duraría algo más de tres horas,
por lo que, antes de llegar a su destino, tendrían que proseguir el viaje en
plena oscuridad. Grinelda Dientedesangre los apremió a comer, desmontar el
campamento y reanudar la marcha lo más deprisa posible. Al poco rato ya
estaban corriendo otra vez por el hielo, camino del Centro del Mundo.

En esa zona la tierra era totalmente uniforme. De tanto en tanto pasaban al


lado de formas extrañamente retorcidas, allí donde el viento había creado
fabulosas esculturas con la nieve. Pero en su mayor parte el terreno
ondulaba, subía y bajaba hasta el horizonte sin nada que les sirviese de
orientación o de confirmación de estar llegando a algún sitio.

Al aproximarse a los dominios de los leopardos de nieve, el tiempo empezó a


cambiar. Thirrin pensó que era imposible que hiciese más frío. Pero lo cierto
es que la temperatura bajó, y una gruesa escarcha comenzó a cubrirlo
absolutamente todo. Las capas superiores de pieles se quedaron rígidas, y
hasta el pelaje de los hombres lobo relucía, lleno de cristales helados. El aire
quemaba de frío, un frío espantoso que congelaba la piel a los pocos segundos
de exponerla a él, y el reflejo del sol en el mundo blanco que los rodeaba les
causaba dolor en los ojos al colarse hasta por las gafas protectoras, hechas de
hueso de ballena, por cuya rendija solo entraba una rajita de luz.
Pero el intenso fulgor del sol dejó de ser un problema cuando, una mañana,
ya no volvió a amanecer y penetraron en el mundo de la perpetua noche
invernal. Para Oskan, aquel viaje al Centro del Mundo contenía la verdadera
magia de la Naturaleza. El firmamento, salpicado de estrellas, iba estallando
lentamente a lo largo de la jornada; las constelaciones se elevaban desde la
línea del horizonte e iban recorriendo poco a poco la bóveda celeste hasta
ocupar su lugar, mientras el trineo en que viajaban se deslizaba por aquel
manto infinito de nieve. Muy de tanto en tanto una estrella fugaz dibujaba
una pincelada de luz en el cielo, y entonces se sorprendía a si mismo
formulando un deseo, como un niño. El deseo de ganar la guerra y de que no
muriese nadie. Pero enseguida se decía, cínicamente, que la primera parte del
deseo era poco probable, y la segunda, imposible.

Cada vez que salía la luna, los hombres lobo la saludaban. Detenían la
carrera y aullaban al ver su llamarada de plata, pues gracias a su luz se
tornaba visible el horizonte. Incluso en cuarto menguante llegaba a iluminar
las nieves con un resplandor impresionante que, de alguna manera, se
antojaba a la vez más brillante y más sutil que la del sol.

Oskan y Thirrin empezaron a perder la noción del tiempo y, con ella, la noción
de la realidad. Al no experimentar la sucesión regular del día y la noche, se
sintieron a la deriva, en un mundo fríamente bello, viajando sin cesar, de una 215
eternidad a otra, de ninguna parte a ninguna parte. A ninguno de los dos le
molestó gran cosa. Una travesía infinita por la belleza era preferible a
cualquier guerra, y poco a poco fue escapando toda impresión de urgencia.

Pero un día, mientras los trineos susurraban al deslizarse por las inacabables
nieves, Oskan percibió que algo había cambiado en el esquema del aire. Se
enderezó y enfocó la mirada para divisar el horizonte por encima de la
extensión nevada. Pero no se veía nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Thirrin.

—Está cambiando el tiempo —contestó, sin apartar la vista de la lejana línea


en que se unían cielo y tierra.

—¿A peor?

—A muchísimo peor, diría yo.

Al instante Thirrin dio una voz a los hombres lobo, y los trineos se detuvieron.
Grinelda Dientedesangre se quitó el arnés, retrocedió para acercarse a los dos
humanos y les hizo una reverencia.

—¿Algún problema, mi señora?

—Oskan el Brujo dice que se avecina muy mal tiempo.


La criatura se quedó mirando al chico unos segundos, olisqueó el aire y llamó
a los demás en su lengua. El grupo se puso a deliberar con sus gruñidos
característicos, salpicados de resoplidos. Vistazos fugaces al horizonte y
pequeños escupitajos de saliva para comprobar la dirección del viento. Al
final, la capitana de giró de nuevo hacia el trineo y dijo:

—El Brujo tiene razón, pero aún es poca cosa. Antes que nos dé alcance
pueden pasar tres días.

—Dos y medio —dijo Oskan con decisión.

—Entonces montaremos nuestro propio refugio. Aún quedan cuatro días de


viaje para llegar a la frontera de las tierras de los leopardos de nieve.

—¿Se tarda mucho en construir esos refugios? —preguntó Thirrin.

Grinelda Dientedesangre sacudió la cabeza.

—No. Como mucho, una hora. Todavía tenemos por delante un par de días de
viaje, por lo menos.

—Entonces hagamos todo lo posible por no desperdiciarlos —replicó Thirrin


con su mejor voz de reina.
216
Grinelda volvió a hacer una reverencia, regresó a su posición, a la cabeza del
equipo de arrastre, y lanzando un aullido feroz, reanudaron la marcha por
aquellos parajes nevados a una velocidad asombrosa.

Pero por muy rápido que corriesen los hombres lobo por las Placas de Hielo,
de ningún modo podían dejar atrás al mal tiempo. A lo largo del día siguiente
las estrellas fueron desapareciendo poco a poco, a medida que un descomunal
banco de nubes avanzaba por el cielo. Y con él llegaron también unos
extraños gemidos y aullidos, que se oían como un lejano hilillo de voz
entrecortado, como una manada de lobos cazadores que hubiese captado el
olor de una presa. Era la voz del viento lejano, gélido, sepulcral, que aborrecía
todo lo vivo y dejaba todo lo que tocaba sin su calidez vital.

En el transcurso de los días y las horas siguientes el viento fue ganando


terreno, acortando la distancia entre su aliento capaz de helar la sangre y las
recuas de hombres lobo que avanzaban a todo correr, incansables, por la
noche ártica. Al poco tiempo Thirrin y Oskan divisaron una sombra gris
oscuro danzando y dibujando remolinos en la línea del horizonte. Era la
ventisca, que cada vez se acercaba más, acompañada de aquellos gemidos y
lamentos.
Al final, los dos grupos de hombres lobo se detuvieron y colocaron los trineos
de cara a la tormenta, en forma de V, con la parte delantera bien atada con
unas cuerdas hechas de pellejo. Rápidamente cortaron unos bloques de hielo
de las placas que tenían alrededor, valiéndose de unas cuchillas de hueso de
ballena que habían afilado y endurecido a costa de escupirles saliva para que
ésta se congelase. Mientras un grupo serraba los bloques, el otro iba
colocándolos a modo de muro. Al poco rato los trineos estuvieron rodeados
por una barrera con forma de barco, que les llegaba por el hombro y se
curvaba ligeramente hacia dentro. La «proa» puntiaguda de la barrera
apuntaba directamente al vendaval, y a sotavento su cola iba estrechándose
del mismo modo.

En esos momentos la ventisca estaba solo a unos minutos de distancia, y


Thirrin y Oskan observaron, asombrados, cómo esas criaturas medio
humanas, medio lobunas se afanaban a una velocidad increíble para cubrir
los dos trineos con las gruesas pieles de las tiendas y atarlas firmemente para
levantar un refugio seguro. El suelo helado también quedó cubierto de pieles,
como tenían por costumbre, y se encendieron varios braseros mientras iban
apretujándose todos dentro y se acomodaban para aguardar la tormenta.

En menos de una hora los hombres lobo habían construido una guarida a
prueba de inclemencias atmosféricas. La tuvieron terminada en el momento 217
preciso, porque de repente se abalanzó sobre ellos el vendaval, ululando y
chillando cual ejército de vampiros gigantes. El techo de piel del refugio se
agitó y se estremeció como un loco. Thirrin y Oskan temieron que el viento lo
destrozase, pero al instante quedó demostrado que las cuerdas de pellejo
resistirían el embate, así que empezaron a tranquilizarse.

Hasta pudieron disfrutar de la situación: la temperatura en aquel recinto de


paredes de hielo alcanzó un nivel agradable, y descendió sobre todos ellos la
sensación de estar totalmente a salvo en aquel lugar. Incluso la carne que les
sirvieron los hombres lobo, sacada de sus propios víveres, les supo mejor que
en mucho tiempo. De todos modos, seguían añorando el sencillo placer de
comer un mendrugo de pan o una fuente de verdura hervida.

Después de cenar, los hombres lobo se pusieron a contar cuentos y leyendas


de su tribu norteña, donde siempre aparecían osos gigantes y ballenas
mágicas a los que daban caza en las tierras heladas y los mares. Les narraron
la batalla que libró su gran héroe Ukpik contra el demonio de las tinieblas,
una batalla que duró medio año y que finalmente ganó, gracias a lo cual se
había devuelto el sol al cielo para que iluminase el mundo. Y les contaron
también que el demonio de las tinieblas que las ingeniaba para robar el sol
año tras año, sumiendo así al mundo en el invierno, y que año tras año Ukpik
tenía que repetir su hazaña y rescatar la luz justo a tiempo para el inicio del
estío.
En el breve silencio que se hizo al término de la leyenda épica, Thirrin se
decidió a contarles el relato de Edgar el Valiente y su guerra contra el pueblo
de los dragones, que moraba en las montañas de la Roca del Lobo. Los
hombres lobo se quedaron impresionadísimos, y cuando ella terminó la
historia, le demostraron su admiración con sus típicos gruñidos. Solamente
Oskan se percató de la tristeza de Thirrin. Nadie más sabía que la reina
estaba en realidad rememorando la última vez que había oído aquel cuento,
sentada junto a su padre en los cálidos y confortables aposentos del rey, una
tarde previa al Solsticio, mientras Grimswald, el chambelán de la Parafernalia
Real, les leía el episodio de El libro de los antepasados. Aquello fue cuando
ella todavía era una niña.

Dos días enteros duró la tormenta con sus alaridos, que, según Oskan,
sonaban como «un saco de monos escaldados». Pero al cabo el viento fue
amainando, y por fin se desvaneció en el paraje helado su último gemido y
volvió a reinar el silencio. Grinelda Dientedesangre apartó la piel que servía de
portezuela y salió a gatas. Alrededor del parapeto de bloques de hielo se había
acumulado la nieve formando una estela larguísima en el sentido hacia el que 218
había soplado el viento, tan larga que se perdía de vista en la oscuridad. Pero
en el lado de barlovento, le pared de hielo estaba lisa y pulida como si una
mano gigante se hubiese dedicado a sacarle brillo.

Los demás salieron también gateando y se quedaron un rato estirándose,


desperezándose y llenándose los pulmones de tanto aire como osaron aspirar,
un aire cortante y helador pero maravillosamente fresco. Dos días enteros en
la prieta compañía de doce enormes y velludos hombres lobo no era
precisamente la más fragante de las experiencias, y la prístina belleza de
aquel universo congelado era un contraste chocante con la visión del interior
de la tienda. Tras unos minutos disfrutando de aquella libertad de
movimientos y todo aquel espacio, los hombres lobo empezaron a preparar
algo de comer. Al poco rato ya estaban todos engullendo el inevitable menú a
base de carne.

Cuando hubieron terminado, desmontaron y guardaron las tiendas y demás


equipamiento en cuestión de minutos, y partieron de nuevo hacia el reino de
los leopardos de nieve. Thirrin y Oskan ocuparon su sitio en uno de los
trineos y se dejaron llevar a toda velocidad por la superficie de hielo, mientras
el mundo iba tornándose cada vez más y más frío.

Los hombres lobo parecían decididos a recuperar todo el tiempo perdido, por
lo que estuvieron corriendo sin parar durante horas. Las estrellas iban
desplazándose lentamente por la negra cúpula del firmamento. De pronto,
mientras Thirrin y Oskan contemplaban el majestuoso teatro de la noche, un
estallido de color formó de punta a punta del horizonte una larga serpentina
ondulante. Ambos lanzaron un grito ahogado de puro asombro, y los hombres
lobo redujeron el ritmo hasta detenerse para echar la cabeza atrás y ponerse a
aullar.

—¿Qué es eso? —les preguntó Thirrin—. ¿Qué son esas luces tan extrañas?

—Son los Velos de la Sagrada Luna, mi señora —le explicó Grinelda, mientras
una cascada de llamaradas rojas y amarillas destellaba y refulgía en el cielo—
. Presagian muy buena fortuna.

La inmensidad visual de aquel despliegue de fogonazos contrastaba


asombrosamente con el absoluto silencio con que iba desarrollándose. Thirrin
pensó que semejante manifestación de fulgor y belleza debería haber ido
acompañada del chisporroteo y el fragor de la mayor de las hogueras. Sin
embargo, cada nueva cascada de colores y cada nueva franja henchida de luz
eran tan extrañamente silenciosas como un salón vacío.

—Creo recordar que Maggiore me habló de este fenómeno en una de nuestras


clases de Geografía.

—Entonces, ¿sí que le prestabas atención de vez en cuando? —susurró 219


Oskan, como si no quisiera perturbar a la figura luminosa y ahuyentarla.

—Tenía un nombre muy raro… aurora boreal, me parece… ¡Sí, eso es! Aurora
boreal.

—¿Y qué es? ¿Por qué se produce?

—No me acuerdo bien. Tiene que ver con la luz del sol en las capas altas de la
atmosfera, o algo así.

—Eso es lo malo de la ciencia. Que siempre se empeña en explicar la belleza.


No puede dejarla en paz.

—Pero tampoco le impide seguir siendo hermosa.

—No, pero le quita todo el misterio. Le quita toda la magia. Yo prefiero el


nombre que le dan los hombres lobo: los Velos de la Sagrada Luna.

—Bueno, tú me has preguntado qué era. Tú querías saberlo.

—Vale, pues la próxima vez no me lo digas. Solo por saber qué son
exactamente las cosas mi vida no mejora ni un ápice.

—Eso no te lo crees ni tú. Solo lo dices porque es tu manera de reaccionar


contra el Imperio y sus científicos. Pero tú mismo has dicho que la ciencia se
puede usar para el bien.
—Bueno, sí, supongo que sí —concedió Oskan a regañadientes—. Pero deja
un poco de magia en el mundo. Deja que haya un poco de misterio para que
podamos disfrutarlo.

Los hombres lobo empezaron a tirar nuevamente de los trineos y reanudaron


el viaje bajo la majestuosidad colosal y silenciosa de las luces del septentrión.
Al final, en el horizonte comenzó a divisarse una leve elevación del terreno
helado. Poco, a poco, a lo largo de la siguiente hora, las colinas se convirtieron
en montañas que se alzaron con una majestuosidad asombrosa, blancas y
refulgentes, contra el fondo de la noche perpetua. La aurora boreal bañó sus
riscos blancos en un arrebol intenso, mezcla de azul y carmesí, y una estrella
fugaz surcó el firmamento justo sobre la cima más alta.

—El reino de los leopardos de nieve —anunció Grinelda, y los trineos se


lanzaron hacia delante a una velocidad aún mayor, camino de las montañas.

220
Capítulo 19
L
os hombres lobo se habían detenido y estaban mirando fijamente algo
en la distancia. Thirrin y Oskan se pusieron de pie en el trineo e
intentaron distinguir qué era exactamente eso que se les aproximaba.
En un primer momento no pudieron ver nada, pero cuando preguntaron a
Grinelda, la mujer lobo les hizo una señal para que guardasen silencio, sin
apartar la vista del horizonte.

Al cabo de unos minutos, todos los hombres lobo se quitaron los arneses
y formaron un corro de protección alrededor de los dos humanos. Oskan abrió
la boca, atónito, y agarró a Thirrin de la mano.

—¡Allí! —exclamó, señalando con el dedo—. ¡Un leopardo! ¡Un leopardo


enorme!

Ella siguió con la mirada hacia donde él apuntaba, entrecerró los ojos y por
fin lo divisó. Estaba más cerca de lo que pensaba. Su pelaje, casi totalmente
blanco, con manchitas negras, lo camuflaba a la perfección contra el fondo de
nieve, hielo y sombras. Y Oskan no había exagerado: era enorme. Un caballo
de batalla le habría llegado por el omóplato, más o menos, y en la cabeza, 221
gigantesca, brillaban unos ojos color ámbar intenso.

Mientras lo veía avanzar parsimoniosamente, Thirrin se fijó en que, a pesar de


su evidente gran peso, tenía unas zarpas enormes y de aspecto mullido que lo
transportaban por la nieve más fina sin hundirlo ni una sola vez. Pero lo que
más le llamó la atención fue la boca de la fiera. Al ir aproximándose, el
leopardo alzó la cabeza y enseñó la dentadura de una manera tan similar a
Primplepuss que Thirrin supo que estaba olfateándolos. Aquel gesto dejó al
descubierto una fila de dientes que la hizo temblar de pies a cabeza. Parecían
más blancos aún que la nieve circundante; el menor era más largo que los
dedos de su mano y los colmillos semejaban tan mortíferos como sables de
marfil.
Thirrin apretó una vez la mano de Oskan en busca de protección, pero al
instante se soltó y levantó la cabeza, altivamente, para adoptar su pose más
regia.

La criatura se detuvo a unos metros del hombre lobo más adelantado y se


sentó. Después de observarlos unos instantes, se lamió una zarpa y bostezó
abriendo las fauces al máximo y mostrando con ello su impresionante
dentadura. A continuación, para pasmo de los dos humanos de la comitiva,
habló:
—¿Quiénes sois, que osáis entrar en los dominios de lord Táraman, el Tar de
los leopardos de nieve?

Aunque Thirrin y Oskan habían oído que los leopardos sabían hablar,
esperaban que lo hiciesen al estilo de los hombres lobo, es decir, emitiendo
los gruñidos propios de un animal de una manera que más o menos semejase
un lenguaje. Pero aquella criatura sonó absolutamente humana, hasta
refinada, y un tanto aburrida.

—Sabes bien que somos los hombres lobo de la tribu de Ukpik —respondió la
jefa del grupo—. Y traemos a la reina Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de
Tilo, Lince del Septentrión, monarca de las Tierras de Hielo. La acompaña su
consejero Oskan el Brujo. Son humanos y solicitan audiencia con lord
Táraman, el Tar de los leopardos de nieve.

De inmediato, la criatura dejó de lamerse la zarpa y alzó la vista.

—¡Humanos! ¿Aquí? Quiero ver a esos seres de leyenda.

Al oír aquello, Thirrin se bajó del trineo de un salto y avanzó hacia el


leopardo, mientras Oskan hacía lo mismo, no con tanta agilidad sino a cuatro
patas y tratando de disimular el miedo.

El felino gigante se quedó mirándolos unos segundos y a continuación dijo:


222
—¿Estos bichos tan enclenques son seres humanos? Pues vaya chasco. No
puedo creer que unos bichitos tan pequeños hayan sido bendecidos con el
uso del mismo lenguaje que los leopardos. Diles que se marchen al sitio del
que han venido.

Thirrin se enfureció tanto que se olvidó de sentir miedo. Desenfundó la


espada y avanzó hacia el leopardo.

—¡Bichito pequeño o grande, no pienso dar marcha atrás, señor Morrongo! A


no ser, claro está, que me lleve tu cabeza a modo de trofeo para decorar la
pared.

Patidifusa, la criatura echó las orejas hacia atrás.

—¡No solo hablan nuestro lenguaje, sino que, además, tienen una dicción
clarísima!

Thirrin se había plantado debajo de la barbilla del leopardo, apuntando con la


espada su ancho gaznate.

—Yo diría que eres tú el que habla nuestro lenguaje, gatito. Y bastante bien,
por cierto, para ser un animal. Pero si deseas que de tu boca sigan saliendo
palabras, y no sangre, ¡te sugiero que te comportes con mucho más respeto!
El leopardo gigante la miró desde arriba, levantó una zarpa distraídamente y
sacó sus largas y afiladas garras.

—Yo diría que este ser humano va un poquito mal armado y que es un
poquito demasiado pequeño para que sus amenazas surtan efecto. Con todo,
debo reconocer que es valiente... Casi sería una lástima matarlo.

—Oh, sí, podrías matarme, don Minino —replicó Thirrin con los dientes
apretados, rezumando rabia—. ¡Pero te aseguro que antes de que pudieras
frotarte las patas de gusto, morirías malherido!

Dicho eso, le asestó un par de sablazos a la velocidad del rayo, y los dos
ramilletes de bigotes del leopardo, así como la punta de sus barbas, quedaron
tendidos en la nieve.

El gatazo blanco soltó un rugido que casi tumbó a Thirrin y se levantó sobre
los cuartos traseros, alcanzando una altura descomunal, como un gigantesco
monolito de hielo viviente. Las enormes garras delanteras lanzaban destellos y
sus fauces abiertas eran como una gruta adornada de estalactitas blancas e
irregulares. Thirrin esperó el ataque. Sin embargo, en lugar de abalanzarse
sobre ella, el leopardo de nieve dio unos pasos atrás y miró los bigotes
cortados.
223
—Ay, madre mía. ¿Qué van a decir los demás? —Lanzó una mirada a
Thirrin—. ¿Estoy muy ridículo?

Entonces hizo algo que a punto estuvo de que ella soltara la espada: se echó a
reír. Y sonó tan humano y divertido que Thirrin casi se unió a él.

La tremenda tensión que se había acumulado en el ambiente se esfumó


como por arte de magia. Oskan soltó un suspiro de alivio. De alguna manera,
a pesar del mal genio de Thirrin, habían sobrevivido al primer encuentro con
un leopardo de nieve.

—Señora, me llamo Táradan, segundo al mando de los ejércitos de Táraman,


Tar de los leopardos de nieve. Creo que hemos empezado con mal pie. Culpa
mía, por completo. Por haber subestimado la gallardía de los seres humanos,
¿Os parece si empezamos de nuevo?

—Me parece bien —accedió Thirrin.

—Os estaré agradecido eternamente, mi señora. En primer lugar, como


heraldo del Tar de los leopardos, ¿me permitís que os pregunte qué os trae a
nuestra tierra?

—Solicito audiencia con Táraman-Tar, momento en que explicaré mi


propósito, alto y claro, para que todos me oigan.
—Ya veo... Entonces, ¿no sois la vanguardia de un ejército invasor?

Thirrin soltó una risa.

—No. Vengo a ofrecer mi amistad y mi alianza al pueblo de los leopardos.


Pero no diré nada más hasta que esté en presencia del Tar.

—Muy bien. He formulado las preguntas que decreta la tradición. Y dado


que no formáis parte de ningún ejército invasor, como salta a la vista, os
escoltaré al palacio real de lord Táraman, el centésimo Tar del pueblo de los
leopardos. —Luego echó a andar por la nieve y, levantando la cabeza, emitió
una sucesión de fufos que resonaron en la cúpula celeste.

A los pocos segundos, Thirrin creyó oír a lo lejos unos sonidos de respuesta,
seguidos de otros dos procedentes de otras direcciones. Cuando reinó otra vez
el silencio, el leopardo de nieve se giró hacia ellos y dijo:

—Subid al trineo, Thirrin-Tar, y que vuestros hombres lobo me sigan. Todavía


nos queda por delante un largo viaje.

Los hombres lobo volvieron a ceñirse los arneses y Thirrin y Oskan se


acomodaron de nuevo bajo las capas de piel. Al instante ya iban zumbando
otra vez por aquellas extensiones heladas, detrás del leopardo gigante, que
corría delante de ellos con tal elegancia y belleza que parecía una musculada
224
criatura hecha de agua.

Unas horas después divisaron las montañas del Centro del Mundo. Conforme
se aproximaban a sus faldas, pudieron admirar las altas cimas y laderas de
una capa uniforme de nieve, a la que la luz de las estrellas y de una luna
llena en sus tres cuartas partes dotaba de una luminosidad como cincelada.

—Es bonito —dijo Oskan con toda naturalidad, como anunciando qué día
de la semana era—. Bonito y terrible. Como nuestro amigo el leopardo.

—Sí —coincidió Thirrin—. Casi se diría hecho del mismo material que la
montaña.

Oskan miró al frente, hacia Táradan, que seguía avanzando por la nieve.

—Sí, cuesta creer que por ese cuerpo tan hermoso corra sangre caliente. Yo
me esperaría encontrar mercurio en sus venas. O tal vez icor, la sangre de los
dioses.

—¿Crees que moriremos, Oskan? —preguntó Thirrin de repente, con toda la


calma del mundo.
Él se encogió de hombros.

—No lo sé. A lo mejor sí. Pero Táradan parece estar de nuestra parte... de
momento.

—Cierto. Pero tengo la sensación de que es pura fachada, y de que si


rascamos la superficie, podríamos descubrir un salvajismo increíble.

—Seguramente. Al fin y al cabo son animales salvajes. Solo porque hablen


como Maggiore Totus no quiere decir que compartan sus mismos puntos de
vista con relación a la vida. Si al final deciden que no les gustamos, puedes
estar segura de que el leopardo que nos atrape primero nos convertirá en un
bocadito más.

—Ya, supongo que sí. Aun así, había que intentarlo, ¿verdad?

—Había que intentarlo —concedió Oakan.

Al poco rato Thirrin y Oskan sintieron que por fin llegaba final de aquel largo
viaje. Ante sus ojos apareció un ancho valle y la comitiva empezó a lentificar 225
el paso. Los riscos que flanqueaban el valle fueron cobrando altura poco a
poco, a medida que se estrechaba el camino. Había rocas desperdigadas al
pie de aquellas paredes casi verticales, como si sus caras de piedra fuesen
cataratas congeladas, y las rocas, las gotas glaciales que hubiesen caído por
ellas en algún pasado inimaginable. Fue entonces cuando Thirrin advirtió que
había unas figuras sentadas o tendidas encima do las rocas. ¡Leopardos de
nieve! Eran casi tan grandes como caballos de batalla, pero como su pelaje
blanco se fundía perfectamente con el fondo de hielo, solo logró distinguirlos
cuando los trineos estaban pasando justo debajo de ellos.

—¡Oskan, fíjate!

El muchacho miró hacia donde señalaba el dedo de Thirrin y abrió la boca,


atónito.

—¡Hay docenas!

—Que nosotros podamos ver. Probablemente haya centenares o incluso miles


más, y en este momento nos estén observados sin que nosotros los veamos a
ellos.

Los hombres lobo continuaron la carrera, siguiendo a Táradan muy de


cerca. El leopardo gigante estaba aproximándose a una pared de pura roca
que había al fondo del valle. Thirrin distinguió entonces una amplia
plataforma, una especie de bancal, al pie de aquella pared imponente. En el
centro mismo había una roca enorme cubierta de destellos cristalinos y
adornada de carámbanos inmensos que refulgían y brillaban a la luz de las
estrellas cual diamantes tallados. Sin embargo, aquel espectáculo pasó a un
segundo plano cuando la muchacha se dio cuenta de que la plataforma entera
estaba repleta de centenares de leopardos de nieve.

—¡Oskan, están por todas partes!

—Ya lo sé, yo también puedo verlos —respondió él con un hilillo de voz.

Los dos contemplaron asombrados aquellos gatos gigantes, sentados en


perfecto orden alrededor de la roca central, que alcanzaba una altura de unos
tres metros. Entonces, Thirrin se fijó en que había otro aposentado sobre la
roca. Era el leopardo más grande que había visto hasta el momento. Tenía un
pelaje blanco muy brillante, salpicado de manchas, motas y rayitas, tan
negras que parecía que el firmamento nocturno hubiese goteado sobre aquel
pelo tan fino. Sin embargo, al acercarse, lo que realmente les llamó la
atención fue la magnífica cabeza de la bestia; tenía unos ojos mezcla de rojo y
ámbar, como las ascuas de un fuego, y unos bigotes cual finos husos de
marfil. El animal bostezó, y entonces pudieron ver que el rojo de su boca era
el decoro perfecto para la panoplia de dientes, que relucían y destellaban
como si los hubiesen pulido. 226
Táradan se detuvo y los trineos que lo seguían lo imitaron. Retrocedió
lentamente para ponerse al lado de Thirrin y Oskan y dijo:

—Bienvenidos a la corte de lord Táraman-Tar. Como podéis ver, estaban


esperándoos. Y el mismísimo Tar escuchará vuestra petición.

—¿Querrías presentarnos? —preguntó Thirrin.

—Será un honor. —Agachando la cabeza como si estuviera haciendo una


reverencia, susurró—: Mostradme el mismo ardor que antes. Esconded el
miedo y sed tan altivas como una emperatriz.

—Cuando quiera tus consejos, don Gatito, te lo comunicaré debidamente


—contestó ella con una mirada heladora.

—Así, así —aprobó Táradan, y le guiñó un ojo.

Thirrin y Oskan se bajaron del trineo y siguieron al heraldo hasta la alta


plataforma. Fue un paseíto de nada, pero les resultó de lo más incómodo al
sentirse observados por tantísimos leopardos gigantes. Pese a ello, los dos
lograron disimular el miedo y fueron con la cabeza bien alta.

A la tarima natural se accedía por un tramo de escalones hechos de


piedras, colocadas de mayor a menor tamaño, Thirrin y Oskan subieron por
ellas y los leopardos fueron apartándose, formando así un camino hacia
donde se hallaba Táraman-Tar.

Mientras avanzaban entre la multitud de gigantescos gatos, fue alzándose un


murmullo de pequeños gruñidos y susurros. Por lo demás, todos guardaban
silencio y no dejaban do lanzar miradas a la roca central, como si estuviesen
esperando a que el Tar estableciese el tono en que debían darles la
bienvenida.

Por su parte, Táraman-Tar seguía tumbado cómodamente, lamiéndose una


zarpa. Parecía no haberme percatado en absoluto de la presencia de los
humanos, y también un poco aburrido. Por fin, Thirrin y Oskan llegaron al pie
de su roca-trono y aguardaron en silencio.

Táradan, el heraldo, lanzó un rugido tremendo que rebotó en las paredes de


roca circundantes y proclamó:

—Saludad todos a lord Táraman, gran Tar de los leopardos de nieve y señor
de las Placas de Hielo. Por su voluntad, retorna el sol a los cielos y el invierno
recibe permiso para reinar en su estación. Él es señ...

—Sí, sí. Ve terminando, Táradan. No quiero pasarme el día entero aquí.


¿A quién me has traído? —preguntó Táraman-Tar con una voz grave y 227
refinada.

Thirrin desenfundó la espada, se plantó firmemente entre los pies y apoyó


las manos en la empuñadura. Le habían advertido que el rey de los leopardos
de nieve solo le mostraría respeto si se comportaba con valentía y seguridad,
por lo que, tomando aire profundamente, dijo:

—No os ha traído a nadie. Pero si le dejarais hacer su trabajo como es


debido, podría anunciar quién soy y así os enteraríais de que lo que ha hecho
es escoltar ante vuestra presencia a otro monarca. —Su voz resonó
nítidamente en el aire gélido, y los descomunales leopardos la miraron
pasmados—. Soy la reina Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince
del Septentrión, señora de las Tierras de Hielo. Mi voluntad no tiene poder
sobre los cuerpos celestes, ni ninguna estación aguarda mi permiso para
comenzar. Aun así, exijo un poco de respeto de parte de mis iguales y
deferencia de parte de los muchos que están por debajo de mí.

Táraman-Tar giró su inmensa cabeza para verla. Sus ojos ambarinos tenían
un brillo intenso.

—Entonces son ciertas las leyendas. De verdad existen los seres humanos y
saben hablar nuestro lenguaje. Qué divertido. —Dicho eso volvió a ocuparse
de su zarpa—. No acababa de decidirme a creer las informaciones que me
llegaban. Pero ahora veo que era cierto todo lo que decían. Hasta el detalle de
que sois enclenques, ¿eh?

Thirrin controló su furia y la concentró en la voz.

—Por mi parte, hasta hace unos días no había oído hablar de la existencia de
los leopardos de nieve. Al parecer, su fama se circunscribe a una pequeña
zona de los páramos helados. Sin embargo, en estas últimas horas me han
advertido de que su señor es arrogante y no sabe comportarse de manera
civilizada cuando tiene visita.

Los cortesanos lanzaron al unísono una exclamación ahogada. Táraman-tar


dejó de lamerse la pata y miro fijamente a Thirrin; Táradan clavó la vista en el
suelo.

—Sois vos quien ha rebanado los bigotes y la barba de mi heraldo, ¿no es


cierto? —preguntó Táraman-Tar.

—Sí, he sido yo. Me parecía que necesitaba mejorar sus modales. Pero
ahora veo que no era culpa suya.

Al oír aquello, el Tar se puso a cuatro patas y lanzó un rugido fortísimo. Pero
Thirrin apretó los dientes para contener el miedo y, volviéndose hacia
Táradan, dijo:
228
—Te ruego que aceptes mis disculpas, maestro heraldo. Ahora veo que no
era culpa tuya. Tu sociedad está casi sin civilizar y nadie tiene derecho a
esperar de un sujeto una conducta mejor de la que su patria puede enseñarle.

Táraman-Tar rugió de nuevo y se acercó al borde de la roca-trono con actitud


amenazante.

—¡Un lemming no debería dar grititos cuando se encuentra ante una


asamblea de gatos!

—No tengo ni idea de lo que es un lemming, mi señor Táraman-Tar, pero


apuesto a que muy pocos están entrenados para la guerra, son recios como el
cuero curtido, ¡o van armados con una espada capaz de abrir de un tajo la
garganta de un gato antes siquiera de haberle dado tiempo a pensar en saltar
desde una roca! —Con la velocidad de una garza al ataque, giró sobre sí
misma y metió la espada en la boca abierta de un leopardo que se había
movido a su espalda—. Tal vez no apreciéis a este sujeto, mi señor. Pero si
realmente no deseáis que le ensarte el cerebro con mi espada, os sugiero que
le ordenéis que se retire.

El Tar de los leopardos asintió casi imperceptiblemente en dirección al


inmenso felino, que retrocedió con cuidado.
—¿A qué habéis venido? ¿Qué queréis de nosotros?

Thirrin se giró de nuevo para mirar hacia el trono y dijo con tono iracundo:

—¡Ésas deberían haber sido vuestras primeras preguntas, después de


saludarme cortésmente!

—No puedo menos de daros las gracias por las valiosas lecciones de etiqueta
que nos estáis prodigando —repuso el Tar con sarcasmo—. Pero ahora
¿querríais ser tan amable de responder a mis preguntas?

—Por descontado. He venido a ofreceros mi amistad.

El leopardo gigante soltó una carcajada.

—¡Bonita manera de demostrarlo! Y decidme, ¿por qué íbamos a querer o


necesitar vuestra amistad?

—Porque el día que los humanos conozcan vuestra existencia, vendrán


muchos, y no en son de paz y amistad, sino ¡solo de guerra!

—¿Y para qué querrían venir al Centro del Mundo?

―Para adueñarse de él. Para esclavizar a vuestro pueblo, mataros a vos y 229
quedarse con vuestras pieles.

―¿Quedarse con nuestras pieles? ―preguntó Táraman-Tar sin dar crédito a lo


que estaba oyendo―. ¿Por qué querrían hacer eso? ¿Es que ellos no tienen
piel?

―Oh, sí, pero los humanos tienen frío, y vuestras pieles son tan hermosas que
querrán convertirlas en prendas de vestir para exhibir un aspecto tan señorial
y magnífico como vosotros.

El enorme leopardo guardó silencio, con la mirada perdida en las extensiones


de hielo iluminadas por las estrellas.

―¿Cómo puedo creer algo así? Vos misma, tan menuda e insignificante,
apenas me parecéis una amenaza. Además, sois los únicos humanos que he
visto en mi vida. Para el pueblo de los leopardos solo sois una leyenda. ¿Cómo
puedo saber que existen muchos como vosotros?

―Los humanos habitan casi todos los rincones del mundo. Me han explicado
que hablamos muchas lenguas diferentes, que tenemos diferentes colores de
piel y que creemos en dioses diferentes. Pero, en un sentido, somos todos casi
iguales: libramos batallas, ansiamos el poder y la riqueza y queremos dominar
todo lo que vemos a nuestro alrededor. Somos realmente terribles y
aterradores. Puede que nuestro aspecto sea de enclenques, pero somos tantos
que resultamos apabullantes, y nuestras armas de guerra nos tornan más
fuertes que los guerreros más feroces de cualquier otra especie. Temed a los
humanos, Táraman-Tar. Temed por vuestros leopardos de nieve, pues en
cuanto los ojos de la humanidad se posen en vosotros, poco podréis hacer
para salvaros y para conservar vuestros dominios. Os darán caza y os
matarán, os despojarán de vuestras moradas, vuestra dignidad, incluso
vuestra piel, y os abandonarán a las tinieblas de la muerte para que os
olviden las tierras que un día gobernasteis.

Táraman-Tar se quedó mirándola en silencio durante mucho rato, con


intensidad. A continuación, dijo en voz queda:

―Si realmente os creyera, Thirrin-Tar, ¿qué motivos tendría para fraguar una
alianza con monstruos tan horribles?

―Os he dicho que somos casi iguales. Algunos humanos somos honrados y
convivimos con nuestros vecinos sin hacernos daño, o al menos haciéndonos
el mínimo daño posible. Cazamos para alimentarnos, igual que vosotros, y
tomamos de la Naturaleza aquello que necesitamos. Pero incluso algunos
tomamos lo mínimo necesario y siempre tratamos de devolver el favor en
cuanto se nos presenta la ocasión. Sin embargo, ahora hasta nosotros
mismos nos vemos amenazados por nuestra propia especie. Y si caemos
nosotros, caeréis vosotros también. Se avecina una gran guerra contra un 230
imperio despiadado… y yo estoy intentando crear una alianza de pueblos
libres de muchas especies diferentes para combatirlo. El pueblo lobo se nos
ha unido ya. También los reyes de los vampiros. Pero necesitamos más
aliados, o perderemos. Os ofrezco amistad y muerte, os ofrezco desesperación
y un rayo de esperanza, os ofrezco una larga lucha sin modo de saber cómo
acabará. Pero solo seréis derrotados, seguros. Este año, el próximo o al otro,
pues no cabe duda de que terminaréis cayendo. Con nosotros, al menos
tendréis una posibilidad de sobrevivir.

En el silencio que hubo a continuación, Táraman-Tar levantó la cabeza como


si quisiera olisquear el viento y cuando bajó la vista de nuevo, dijo:

―Huelo vuestra alma, reina Thirrin. Es joven pero fuerte, y no dirá otra cosa
que la verdad. Pero vuestras palabras son extrañas y terribles. ¿Cómo
podemos creer que un imperio al que jamás hemos visto, y del que ni siquiera
habíamos oído hablar hasta hoy, representa una amenaza para nosotros y
tiene un poder tan fabuloso? ¿Y por qué querríamos formar una alianza con
otro pueblo cuando hemos vivido solos desde que el Único nos creó mezclando
el hielo de la tierra, la luz de la luna y el fuego del sol?

Thirrin se quedó callada mientras ordenaba las ideas. Luego, cuadrándose de


hombros, respondió:
―Leopardos del Centro de la Tierra, estoy segura de que hasta el Gran
Creador está conteniendo el aliento esta noche. El Único nos creó con formas
diferentes, pero en nuestra garganta depositó el mismo lenguaje y en nuestra
cabeza los mismos pensamientos, para que algún día sus dos criaturas
favoritas pudiesen comunicarse. ―El eco de su voz resonó en el aire gélido,
rebotando en las paredes de roca que formaban aquel anfiteatro natural, que
la proyectaron hacia lo lejos hasta perderse en el valle. Thirrin esperaba que
al recordar a los leopardos su mito de la creación (que ella conocía gracias a lo
que le había contado el rey Grishmak) podría hacer que reaccionaran. Sin
embargo, ninguno dijo nada. Al confrontar la mirada fija de aquel millar de
ojos de ámbar, estuvo a punto de caer presa del pánico. Pero luchando por
mantener la calma, respiró hondo y siguió―: Táraman-Tar, habéis preguntado
quién es ese pueblo que amenaza mis dominios y vuestra vida, así que trataré
de explicároslo. El Imperio polipontano es inmenso; se extiende desde el Mar
del Sur hacia el este y hacia el oeste, hasta más allá de donde tenéis
conocimiento. Sus dirigentes son crueles, imparables y lo arrasan todo a su
paso.

―Eso decís vos ―intervino una voz que surgía de las filas de leopardos―.
¿Cómo sabemos que no son más que un enemigo personal vuestro, al que
queréis destruir?
231
―Buna pregunta ―dijo el Tar, volviéndose hacia Thirrin―. Y bien, ¿cómo lo
sabemos?

―No lo sabéis; no podéis saberlo ―respondió ella, al tiempo que notaba cómo
empezaba a hervirle la sangre guerrera―. Tendréis que creer en mi palabra, la
palabra de una criatura que hasta hoy solo existía en vuestros mundos de
leyenda y que se ha hecho realidad. Pero si no logro convenceros de que lo
que digo es la verdad, entonces moriremos todos, así de simple. Las ciudades
de mi reino serán pasto de las llamas, mi gente se convertirá en esclava y el
Imperio polipontano desplazará sin piedad sus fronteras casa vez más hacia el
norte, hasta que descubra otra tierra, el Centro del Mundo, fantástica,
hermosa y sin conquistar aún. Tendréis que combatir solos contra un
enemigo poderosísimo. Y no os hagáis ilusiones: perderéis y moriréis a
millares. ―De repente, dentro de sí prendió una llama inmensa de cólera, y
acercándose a la roca-trono del Tar a grandes pasos, trepó por ella y se
encaramó a lo alto para contemplar a todos los congregados. Desenfundó la
espada y gritó―: ¡Pero si los leopardos de nieve del Centro del Mundo no
quieren colaborar en su propia guerra, mi pueblo y sus aliados morirán
luchando por proteger las fronteras de esta tierra que vosotros consideráis tan
a salvo! ¡Debería daros vergüenza no hacer nada para defender al norte!

Táraman suspiró y se acercó parsimoniosamente a Thirrin.


―¿Tendríais la amabilidad de responder a mis preguntas sin caer en tanta
retórica ni insultar a nadie? Este Parlamento de Leopardos solo requiere datos
antes de tomar una decisión. Vuestras opiniones personales y vuestras pullas
solo sirven para añadir confusión.

Thirrin notó que le ardía la cara, pero se calmó pensando que tal vez los
felinos gigantes no entendiesen los signos de vergüenza humana.

―Estoy dispuesta a responder a cualquier pregunta que me haga el


Parlamento, pero me reservo el derecho a manifestar mi opinión sobre el tema
que sea.

―Muy bien. Entonces contestad a esto. Habéis mencionado nuestro mito de la


creación, así que estoy en lo cierto al suponer que una de las razones por las
que esperáis contar con la ayuda de mis leopardos es que nuestros dos
pueblos fueron amados por el Gran Creador; ¿es así?

―Sí, es una de las razones.

―¿Y me equivoco al pensar que el pueblo del Imperio polipontano también


está compuesto por humanos, como el vuestro, y que por lo tanto han
recibido igualmente el amor del Gran Creador?

―Bueno, sí, son humanos, pero…


232
―Pero ellos son una amenaza y, por eso, nosotros deberíamos ayudaros.

―Exacto.

―Pero ¿por qué hemos de imaginar que el Único quiere que los matemos?
Compartimos con todos los seres humanos el don del habla, no solo con los
de las Tierras de Hielo. Algún día quizá nos encontremos hablando con
emisarios del Imperio; solo contamos con vuestra palabra para creer que esa
conversación sería cualquier cosa menos amigable.

―Pero… pero es que la gente del Imperio polipontano tiene otro idioma. No
podríais comunicaros con ellos. ¡De ningún modo! ―repuso Thirrin, y su voz
sonó cada vez más triunfal al darse cuenta de lo importante que era lo que
estaba diciendo.

―¿Otro… idioma? ―preguntó el Tar, como si aquel término le sonase


extraño―. ¿Queréis decir que los humanos del Imperio usan palabras
diferentes al hablar?

―Totalmente diferentes. De hecho, solo los pueblos de las Tierras de Hielo y


de las Placas de Hielo comparten el lenguaje que estamos empleando ahora.
El pueblo lobo lo usa para comunicarse con otras especies, y lo mismo hacen
Sus Vampíricas Majestades. ―Thirrin percibió el aroma de la victoria, aun
cuando todavía era tenue y lejano. ¡Lo único que tenía que hacer era
presentar sus argumentos con lógica y precisión, y tal vez así podría ganar!

Pero aún quedaba mucho para convencer al Tar.

―Reina Thirrin, casi parece que queréis que luchemos contra esa gente
simplemente porque hablan otro idioma, como habéis dicho, y porque
proceden de una parte diferente del mundo ―dijo Táraman-Tar con serena
determinación.

Thirrin hizo esfuerzos por aplacar un sentimiento de frustración. Daba la


impresión de que ella solita lo estaba liando todo.

―No, gran Tar. ¡Las Tierras de Hielo no han librado nunca una guerra ni han
acabado nunca con un ser vivo por otra razón que no haya sido la defensa
propia! Nosotros juzgamos a las personas por su comportamiento y por su
espíritu personal; el idioma que utilicen y el lugar donde hayan nacido no
tienen ninguna importancia para nosotros. Nuestros pueblos son solo dos
pueblos con vínculos fuertes que se enfrentan a un enemigo común, un
enemigo que ha decidido salir a conquistar el mundo recurriendo al mal y la
agresión.

Intervino entonces otra voz: 233


―¿Cómo sabemos que las gentes del Imperio utilizan otras palabras?
Decidnos alguna, para que oigamos cuán distintas son.

―Es que no sé ninguna ―repuso ella, sintiéndose horriblemente hundida al


ver cómo se desvanecía de nuevo su oportunidad de convencer a los
leopardos.

―Ejem… Yo conozco una expresión, creo ―dijo una vocecilla que salió de la
sombra que proyectaba la roca-trono.

Thirrin escudriñó la oscuridad desde lo alto y exclamó entre dientes:

―¡Pues sube aquí y dila! ¡Deprisa!

Oskan trepó como pudo por la roca y se quedó inmóvil, pestañeando sin parar
bajo la brillante luz de la luna. La imagen de aquella inmensa congregación de
leopardos que abarrotaba la parte baja del valle helado parecía haberlo dejado
mudo, y permaneció aún unos instantes mirándose los pies como un chiquillo
vergonzoso.

―Estamos esperando ―le espetó el Tar, impaciente―. Di ya esas palabras,


para que oigamos cuán diferentes son de nuestro lenguaje.

Oskan alzó la vista y se sintió tan poco brujo que le entraron ganas de llorar.
De hecho, a punto estuvo de hacerlo, pues un espantoso miedo escénico
amenazó con embargarlo por completo. Pero luego, poco a poco, fue
prendiendo una diminuta chispa de valentía dentro de su cerebro, y
respirando hondo exclamó a voz en cuello:

―Veni, vidi, vici!

El sonido agudo de su voz aterrada cortó el aire helado, y desató entre los
leopardo un bronco murmullo.

―Sí, eso es ―afirmó el muchacho, recobrando la confianza segundo a


segundo―. Veni, vidi, vici. Maggiore Totus, uno de los consejeros de la reina
Thirrin, me contó una vez que los generales del Imperio dicen esa frase cada
vez que invaden una tierra. Es una especia de cántico ceremonial.

―Todo eso es muy interesante, estoy seguro ―dijo Táraman-Tar―. Pero ¿qué
significa?

―Significa: «Vine, vi, vencí.» Maggiore me explicó que los polipontanos están
siempre tan seguros de la victoria cuando entran en un país, que la
proclaman nada más poner el pie en tierra extranjera. ―Un segundo
murmullo bronco recorrió la inmensa muchedumbre de leopardos. La
arrogancia del Imperio parecía enfurecerlos.

―Ya veo ―dijo lentamente el Tar―. ¿Y siempre vencen? Pareces insinuar que
234
son invencibles.

―Si lo creyese, en estos momentos no estaría preparándome para la guerra


―replicó Thirrin―. Yo sé que es posible derrotarlos. Justo después del solsticio
de invierno mi padre, el rey Redrought Brazofuerte Escudo de Tilo, destruyó a
todo un ejército polipontano. Pero no os equivoquéis: por una victoria contra
el Imperio se paga un precio muy alto. En la contienda, el ejército de las
Tierras de Hielo también fue aniquilado y mi padre murió.

Quedó en silencio. Un extraño rumor fue convirtiéndose en un sonido cada


vez más fuerte: aquellos gatos gigantes estaban profiriendo un sinfín de fufos
y bufidos que rebotar contra las paredes de roca y se extendieron por todo el
valle, hasta que poco a poco el eco fue perdiéndose y cesando.

Thirrin miró a Táraman-Tar sin entender nada.

―Es el saludo del guerrero a los valientes que han muerto ―le explicó él―.
Ciertamente, el rey Redrought y su ejército debieron luchar con denuedo
poderío.

―Así es ―respondió ella muy orgullosa, y de repente se dio cuenta de que ese
sacrificio, unido a su propio coraje, estaba causando mayor impresión en los
leopardos que todos los argumentos juntos que había expuesto hasta el
momento―. La hazaña de mi padre no puso fin al empeño invasor. Solo nos
dio un poco de tiempo. De hecho, aunque la fuerza enemiga era muy
numerosa, mi padre solo derrotó a la tropa de vanguardia que habían enviado
a nuestra tierra para poner a prueba nuestras defensas. De haber podido,
habrían invadido todo nuestro reino y habrían añadido las Tierras de Hielo al
Imperio en ese mismo instante. Pero gracias a mi padre han tenido que
reorganizarse y esperar a la primavera. Si el Imperio hubiese conseguido su
objetivo, no habría dado ni la menor muestra de piedad. Cuando el Imperio
conquista, mata a los soldados vencidos, saquea y quema sus hogares, y del
resto de la población, ejecuta a los que son demasiado jóvenes y a los que son
demasiado viejos, y hace esclavos a los más fuertes. Ésa es la gente con la
que os enfrentaréis, tanto si os unís a nuestra alianza, que al menos tiene
una pequeña esperanza de triunfar, como si vosotros solos os veis las caras
con el Imperio en algún momento del futuro, sin la menor esperanza de
vencer.

―Reina Thirrin, veo que habéis sido totalmente sincera con nosotros ―dijo
Táraman-Tar―. Nos habéis advertido que si no combatimos, hay muchas
posibilidades de que el Imperio acabe por encontrarnos y nos destruya. Pero
también nos habéis avisado de los terribles peligros a los que nos
enfrentamos si escogemos adherirnos a vuestra alianza. Como Tar de los
leopardos del Centro de la Tierra, podría dar la orden a mi pueblo de
participar en esa guerra, pero no lo haré. La decisión está en sus manos.
235
―Miró entonces hacia la multitud de leopardos de nieve, todos los cuales
habían escuchado atentamente sus palabreas. A continuación volvió a mirar a
Thirrin y a Oskan―. Por mi parte, creo que deberíamos agarrarnos a la débil
esperanza que nos brinda la alianza con vosotros, y defender las Tierras de
Hielo en la ofensiva de primavera. Pero no quiero imponer esa opinión a mi
gente. ―Hizo una pausa―. Además, hay un elemento que debemos tomar en
consideración y del que no sabéis nada, reina Thirrin.

―¿Y es…?

―Que nosotros estamos ya librando una guerra.

―¿Estáis librando…? ―Thirrin no pudo seguir, al percatarse de lo desesperada


que volvía a tornarse la situación.

―Incluso si el Parlamento de los Leopardos accede a unirse a vuestra alianza,


no podríamos enviar a un ejército totalmente preparado, porque necesitamos
defender las fronteras orientales del ataque de los trolls de hielo.

―¡Trols de hielo! ¿Quiénes son, exactamente? ―preguntó Thirrin en voz baja,


al comprender que quizá su misión con los leopardos de nieve podría ser una
absoluta pérdida de tiempo.
―Son nuestros archienemigos. Odian a toda criatura de sangre caliente e
invaden nuestras fronteras todos los inviernos. Hasta ahora siempre los
hemos echado de nuestras tierras, pero si debilitamos demasiado nuestras
fuerzas, podrían invadirnos del todo, destruir nuestros refugios y matar a
nuestra gente.

Thirrin asintió, resignada. Acababan de confirmarse sus temores. Aun así,


escuchó educadamente a Táraman-Tar, que siguió diciendo:

―Sin embargo, creo que podríamos dejar a nuestras guarniciones en las


fronteras orientales, si yo acudiese a la guerra contra los polipontanos al
frente de mi guardia personal y pido voluntarios de las milicias de la parte
occidental. Ninguno de esos soldados ha formado parte del ejército de las
fronteras orientales, por lo que nuestras fuerzas defensivas no se verían
mermadas en modo alguno.

―¿Cuántos soldado creéis que podríais llevar? ―preguntó Thirrin, ansiosa y


con renovadas esperanzas.

―La guardia real está formada por mil leopardos. Y tal vez podría reunir a
otros mil más de las milicias.

Thirrin estuvo a punto de lanzar un grito de alivio. Pero entonces recordó que 236
los leopardos tenían que votar primero.

―Lord Táraman-Tar, las Tierras de Hielo y todas las tierras del norte estarán
eternamente en deuda con vuestro pueblo si decide aliarse con nosotros.
¿Seríais tan amables de pedirle que tome una decisión?

De pronto, el inmenso leopardo se levantó sobre las patas traseras, alzándose


imponente sobre todos ellos como la amenaza viva de una avalancha, y lanzó
tres rugidos en dirección al firmamento helado.

―Leopardos del Centro de la Tierra, escuchad lo que tengo que decir y tomad
después una decisión. No hay pueblo capaz de enfrentarse solo a dos
enemigos. Y nosotros quedaríamos aplastados entre el martillo del Imperio y
el yunque de los trols de hielo. Pero nos están brindando una amistad y una
alianza con seres humanos que lucharán juntos a nosotros en una clase
nueva de guerra contra un pueblo que nos supera de manera apabullante en
número que tiene un poderío terrible. Así pues, sopesad las opciones: una
alianza y posible muerte con la reina Thirrin de las Tierras de Hielo, o el
aislamiento y una muerte segura cuando los ejércitos de los aliados queden
destruidos y no haya nadie para luchar a nuestro lado. ―Hizo una pausa para
mirar a los felinos gigantes que abarrotaban el Valle de Hielo cual alfombra
viviente. El silencio que reinaba entre ellos era absoluto. Solo se oía el suave
gemido del viento y los tenues chasquidos y crujidos de la gruesa capa de
hielo. A continuación, Táraman-Tar tomó aire y bramó―: ¡La decisión, pueblo
mío, está en vuestras manos!

De nuevo volvieron a oírse fufos y bufidos de respuesta, cuyo estruendo se


elevó hacia el cielo como un volcán de sonidos que rezumase por todo el valle.
En medio de aquel jaleo ensordecedor, Thirrin y Oskan no lograron entender
ninguna respuesta ni ninguna opinión. Al final, todos guardaron silencio y
Táraman-Tar asintió.

―El Parlamento ha hablado, Thirrin-Tar. ¿Tenéis algo que decir?

―Lo tendría si supiese cuál es la decisión que se ha tomado ―replicó ella, con
una mezcla de angustia e irritación.

―Habéis ganado. Los leopardos del Centro de la Tierra lucharán en vuestra


alianza.

237
Capítulo 20

D
esde lo alto de la montaña la basilea de los hipolitanos estaba
contemplando, sobre su caballo, las maniobras de las tropas en la
pradera que se extendía a sus pies. Se sentía contenta. Pero se cuidó
mucho de disimular la alegría frente a los oficiales que tenía cerca. Antes de
que su sobrina la reina Thirrin partiera en busca de aliados, se había
acordado dar a todos los soldados la misma formación e instrucción que a los
housecarls. Así pues, se procedió a hacer la leva, y después del entrenamiento
con armas básicas se pasó a los juegos de guerra, marchas forzadas y otras
pruebas de resistencia.

Los housecarls, en un intento por mantener su posición de élite militar, se


habían impuesto voluntariamente su propio régimen de entrenamiento:
marchaban más horas, luchaban con más encarnizamiento y resistían más
que la milicia. Todo iba muy bien y la basilea Elemnestra tenía que
agradecérselo a su consorte. Pero, desde luego, en público jamás lo haría.

Se giró en la silla de montar. Su mirada se cruzó con la de su esposo, al que 238


dirigió un levísimo movimiento afirmativo con la cabeza para mostrarle su
contento. Olememnón mantuvo su gesto imperturbable, pero cuando nadie lo
miraba, le guiñó un ojo. Después de treinta años juntos, ya no necesitaban
hablar mucho para entenderse.

También las otras secciones del ejército estaban entrenándose a conciencia.


Día tras día la caballería había estado practicando diferentes formaciones, y si
los muñecos de madera con que se enfrentaban hubiesen sido soldados
polipontanos de carne y hueso, los ejércitos imperiales tendrían ya varios
miles de hombres menos, decapitados por los sables de la caballería y
ensartados por las lanzas.

Los regimientos de arqueros pasaban casi todas las horas del día practicando
en los campos de tiro, disparando contra dianas dibujadas en la nieve tandas
y tandas de flechas, como si de una lluvia devastadora se tratase. Algunos
incluso se enorgullecían de haber practicado tanto que les sangraban los
dedos. Pero cuando la basilea en persona castigó a varios arqueros por
«descuido de su integridad personal», los demás se cercioraron de llevar
siempre puestas las protecciones de cuero en las manos.

Como basilea, Elemnestra no supervisaba personalmente los progresos del


entrenamiento militar con frecuencia. Bastante tenía con encargarse de la
administración de la provincia y los preparativos de la campaña de primavera.
Pero había llegado la noticia de que Thirrin había iniciado por fin el viaje de
regreso, junto a los aliados. Había que reconocer que las informaciones eran
un tanto confusas, y la basilea había ordenado castigar al mensajero por
haberlas transmitido borracho, estando de servicio. En cualquier caso, Thirrin
volvía ya a casa, y Elemnestra no solo estaba decidida a tener todos los
preparativos bajo control para cuando regresase la reina, sino también a dar
la imagen de tenerlo todo bajo control.

Mientras observaba a los regimientos del campo de entrenamiento del pie de


la colina, formando pantallas de escudos y atacándose con espadas romas,
repasó mentalmente las palabras exactas que había pronunciado el
mensajero. Llegó a la conclusión de que estaba dispuesta a creer que de
verdad dos decenas de hombres lobo blancos conducían a la reina en un
trineo. Tampoco tuvo ningún reparo en aceptar que el consejero de su sobrina
era un brujo. En el fondo, no suponía ninguna sorpresa, pues Oskan siempre
le había parecido sospechoso, y que fuese brujo explicaba perfectamente ese
aire suyo de chico astuto y retorcido. Pero de ningún modo podía creer que
Thirrin hubiese entablado una alianza con una especie de leopardos blancos
gigantes que moraban en el Centro del Mundo. Era evidente que el mensajero
estaba borracho como una cuba y seguramente habría visto unos regimientos
de caballeros a lomos de caballos blancos o pintos. Lo cual ya era de por sí
bastante asombroso, y no había ninguna necesidad de añadirle adornos. En
todo caso, Elemnestra esperaba que el mensajero no se hubiese equivocado
239
en lo tocante a la cantidad de refuerzos: tres mil caballeros supondrían un
añadido muy útil para sus ejércitos.

Siguió dando vueltas a los preparativos y a los problemas que planteaba la


campaña venidera. Pero al cabo de un rato se sorprendió mirando absorta las
maniobras de simulacro que se desarrollaban en la llanura. Las huestes
defensivas estaban integradas por unidades de milicia, mientras que las
atacantes estaban formadas por housecarls. Los soldados de la leva se las
habían ingeniado para mantener a raya a los profesionales durante más de
veinte minutos, mientras resonaban los tambores en el aire helado, lo cual
confería ritmo y cohesión a los esfuerzos de los defensores por conservar el
terreno. Lo de los tambores había sido idea de Maggiore Totus. Les había
explicado que el Imperio utilizaba esos instrumentos para intimidar al
enemigo. Pero él había añadido mejoras al sistema, como el uso de golpes y
ritmos diferentes para transmitir órdenes e instrucciones en el fragor de la
batalla. Así, un oficial podía enviar un mensaje a los tamborileros y éstos
podían transmitir a los regimientos la orden de moverse hacia la izquierda, la
derecha, mantenerse firmes en el terreno, avanzar o retroceder.

Elemnestra debía reconocer que a veces el pequeño sabio tenía instantes de


verdadero ingenio. Sin embargo, su natural discreto y amante del estudio era
tan ajeno al temperamento enérgico de ella, que le resultaba casi imposible
comunicarse con él. De todos modos, se daba perfecta cuenta de que
Olememnón y él se habían hecho muy amigos, y muchas veces se preguntaba
de qué demonios hablarían cuando, por las noches, se pasaban horas enteras
sentados los dos junto al hogar central. Por supuesto, podría haberse unido a
ellos para averiguarlo. Pero era la basilea, y de ningún modo se rebajaría
tanto como para buscar abiertamente la compañía de unos simples hombres.

De pronto reparó en que su consorte se había acercado a caballo y aguardaba


en silencio a que ella se percatase de su presencia.

—¿Y bien? —preguntó ella con un tono de indiferencia impostada.

—Hay una mensajera que solicita audiencia con la basilea —respondió


Olememnón, en absoluto ofendido por la frialdad de su esposa.

—Permiso otorgado.

Olememnón hizo una seña a una soldado y ésta se acercó, apoyó una rodilla
en el suelo y esperó a que la basilea le diese permiso para hablar.

—¿Qué tienes que decir? —preguntó Elemnestra.

—Mi señora, la reina ha cruzado ya la frontera de las Tierras de Hielo. Antes


de que caiga la noche, ella y su comitiva habrán llegado.
240
—Bien. Y sobre los aliados que la acompañan, ¿coincidís en el cálculo anterior
de tres mil caballeros?

—Sí, mi señora. Su rey en persona viene a la cabeza de su guardia, integrada


por mil individuos, y a ellos hay que sumar dos mil voluntarios de sus
milicias.

—Excelente. Olememnón, habrá que dejar los mejores establos para sus
caballos. Encárgate de que todo esté dispuesto.

Pero antes de que él pudiese ir a dar las órdenes, la soldado carraspeó


discretamente y dijo:

—Disculpad, señora, pero los aliados no traen caballos…

—¡Son tropas de infantería! Entonces el primer mensajero estaba más


borracho de lo que yo pensaba. ¡Olememnón, que aumenten su castigo a
veinte latigazos!

Una vez más, la soldado carraspeó y Elemnestra se volvió hacia ella muy
enfadada:

—Jovencita, ¿te pasa algo en la garganta?


—No, mi señora —respondió ella casi en un susurro—. Pero creo que
deberíais saber que nuestros nuevos aliados tampoco son tropas de
infantería.

—Entonces, ¿qué son?

—Leopardos, señora.

La basilea clavó en ella sus glaciales ojos azules y preguntó:

—¿Los has visto tú misma?

—Sí, señora. Y he hablado con el segundo al mando, Táradan. Es él quien me


ha comunicado el número exacto.

—¿Has hablado con él? Entonces, ¿llevan a humanos a su servicio?

—No, mi señora. Táradan es un leopardo también.

—¿Has hablado con un…? —Elemnestra no terminó la pregunta. Miró a su


consorte, que se encogió ligeramente de hombros sin decir ni una palabra. La
basilea reflexionó unos instantes, movió la cabeza como para sacudirse de
encima toda suposición imposible y dijo—: Olememnón, libera al primer
mensajero y págale un día extra. Es posible que me precipitase un poco con 241
él.

Maggiore Totus se encontraba en sus caldeados aposentos, dando sorbitos a


su taza de ponche caliente de vino y especias. Estaba al corriente de las
últimas novedades sobre el regreso de Thirrin y acababa de completar sus
informes sobre el entrenamiento militar y los preparativos de los que era
responsable en ausencia de la reina. Pero a diferencia de la basilea
Elemnestra, él no debía mantener ninguna imagen ni estaba desesperado por
conservar ningún puesto de importancia, por lo que en general su aspecto era
mucho más relajado que el de la hipolitana. Y se entretuvo en repasar
mentalmente, con su sabiduría de erudito, algunos de los elementos más
disparatados de las informaciones que había transmitido el mensajero. Unas
semanas atrás las hubiera tachado de pura fantasía. Pero desde que se
exiliara en el norte junto a la corte real, no solo había visto con sus propios
ojos a miembros de los pueblos lobo y vampiro, sino que incluso había
hablado con ellos. Si esas criaturas de leyenda podían existir de verdad, ¿por
qué no también unos leopardos gigantes que sabían hablar? Siendo como era
un auténtico científico, su mente estaba siempre abierta a cualquier
posibilidad, y optó por no adelantarse a los acontecimientos.
El viento hizo vibrar las contraventanas de su alcoba, y un puñado de nieve
en polvo se coló por una rendija y se posó en el suelo, donde se derritió al
instante. Casi se había acostumbrado a los inviernos del norte e incluso había
aprendido a apreciar la agradable sensación de hallarse en una cálida
estancia mientras el mundo exterior estaba congelado. Suspiró, satisfecho, se
colocó bien los spectoculums en el puente de la nariz y se puso a mirar entre
los papeles que tenía encima de la mesa. Albergaba la esperanza de poder
presentar a Thirrin, en algún momento, en un futuro más pacífico, su historia
del pueblo hipolitano, que había estado compilando con ayuda de
Olememnón. Al fin y al cabo, la madre de Thirrin había formado parte de la
aristocracia hipolitana, por lo que el legado que recogía aquella crónica era
tan suyo como el de las Tierras de Hielo.

Pero su relato histórico estaba aún en fase de borrador. Además, había por
delante una guerra que librar. Sin duda, pasaría mucho tiempo antes de que
Thirrin pudiese sentarse a leer otra cosa que no fuesen informes de campaña
y listas de bajas. Maggiore suspiró y notó que una tristeza familiar le recorría
todo el cuerpo, al pensar en la joven reina y la carga que llevaba sobre los
hombros.

De repente sonó un golpe en la puerta que anunciaba la llegada de su amigo


Olememnón, y al instante la alcoba se llenó de la serena energía que 242
desprendía aquel hombretón, mientras se quitaba la nieve de las botas a
pisotones y sonreía como disculpándose. El pequeño sabio soltó una risilla y
dijo, andando de un lado para otro:

—¡Dichosas botas! Fíjate, lo has puesto todo perdido de nieve y se van a


formar un montón de charcos en cuanto se derrita.

—Bueno, llama a un sirviente para que la recoja. Para eso están —replicó
Olememnón. Su voz era tan profunda que nunca tenía que elevar el volumen
por encima de su ya fuerte tono habitual.

—Sí, supongo que debería hacerte caso. Pero es que están todos muy
ocupados. No quisiera molestarlos.

—Entonces dame un trapo, que yo lo haré.

—¡De ninguna manera! Siéntate y sírvete un poco de vino.

El consorte de la basilea se acomodó en una silla, junto al hogar central, y se


sirvió una taza del vino que Maggiore tenía metido entre las brasas para
mantenerlo caliente.

—Parece que por fin regresa la reina.

Maggiore dejó de secar la nieve, ya fundida, y miró a Olememnón por encima


del hombro.
—Sí, y si hemos de creer lo que dicen las informaciones, viene acompañada de
unos leopardos blancos gigantes.

El hombretón asintió lentamente.

—Una noticia extraña, ¿eh? Pero conozco a los dos mensajeros, y sé que son
bastante de fiar.

El pequeño erudito terminó de enjugar el agua y devolvió el trapo a su sitio.

—Yo me lo estoy tomando con toda la apertura mental que puedo. Desde que
salí de mi patria para ir a vivir a las Tierras de Hielo, he visto demasiados
seres de leyenda caminando por su propio pie en pleno día como para no
creerme algo y suponerlo un mero cuento de hadas.

Su amigo asintió en silencio y esperó a que Maggiore se sirviese otra taza de


vino caliente y se sentase de nuevo.

—Cuidado con la salud, Maggie.

—Lo mismo digo, Oli.

Los dos hombres dieron un trago largo y estuvieron un ratito en amigable


silencio, hasta que Olememnón dijo: 243
—Supongo que habrás leído las informaciones que llegan del sur.

—Sí. Un hombre fuera de lo común, ese Scipio Bellorum. ¿Cuántos generales


conoces que hagan una campaña militar en invierno?

—Solo él. Pero no le está yendo como él quisiera. La asediada ciudad de


Inglesby no ha caído aún en sus manos, y perdió casi un ejército entero
cuando intentó recorrer la Gran Calzada.

—Cierto. Supongo que la tan cacareada ciencia del Imperio no incluye la


disciplina de la meteorología. De lo contrario, Bellorum no habría ordenado
marchar a sus tropas cuando se avecinaba una ventisca tan fuerte. ¿Cuántos
sobrevivieron?

—El último informe de los hombres lobo decía que menos de un millar
consiguió volver al campamento de la frontera.

—Se puede decir que hemos tenido suerte. Seguramente iban por
Frostmarris. Si llegan a la capital antes de que regresemos nosotros, nuestro
esfuerzo bélico sufrirá un mazazo terrible desde el punto de vista psicológico.

—Bueno, todavía no podemos arriesgarnos a mandar una guarnición. Sigue


haciendo muy mal tiempo al sur del bosque, y las tropas que se vean
sorprendidas a la intemperie, ya sean de las Tierras de Hielo o del Imperio,
morirán.

—¿Cuánto queda para que mejore?

—Las brujas blancas que llegaron del sur la semana pasada calculan que
queda, por lo menos, un mes más. Dicen que el bosque y la región de
Frostmarris están padeciendo unas condiciones meteorológicas únicas, algo
que ellas son habían visto hasta la fecha. Pero es evidente que saben lo
bastante del tema como para afirmar que todavía falta para que mejore la
situación.

—Bien. Eso nos da tiempo para preparar una guarnición y mandarla a la


capital.

. . .

Thirrin y su comitiva llevaban más de una semana viajando hacia el sur. La


muchacha iba tan sucia y desastrada que se sentía incomodísima. No
conseguía recordar la última vez que se había puesto ropa limpia. Y, aunque 244
llevaba la melena pulcramente trenzada, no quería ni pensar en el tipo de vida
salvaje que podría haber anidado en ella. Miró a Oskan con la esperanza de
calibrar, a juzgar por las trazas del muchacho, hasta qué punto iba ella
despeinada y sucia. Pero, salvo por unos pocos tramos irregulares de vello
adolescente, Oskan tenía un aspecto bastante aseado, lo cual no dejaba de
resultar irritante. El pelo muy corto y una ropa negra sencilla suelen pasar
con mejor nota, por mucho que lleven tiempo sin cuidarse adecuadamente.

Miró entonces a un lado, a Táraman-Tar, que marchaba a la cabeza de su


ejército de leopardos de nieve. Era un espectáculo majestuoso. Todos los
felinos gigantes lo eran, y lo único que necesitaban para mantenerse
perfectamente limpios era una rápida sesión de aseo a base de lengüetazos y
caricias con el dorso de una zarpa. Pero, pese a que envidiaba su aspecto
hermoso y pulcro, sintió también una cálida oleada de entusiasmo al pensar
que los estaba llevando a reunirse con el ejército que defendería las Tierras de
Hielo. Con aliados tan formidables, por fin tenía la impresión de que había
una pequeña posibilidad de devolver a los polipontanos a sus propios
dominios. O, a falta de eso, quizá de mantener un estado independiente en el
norte, al otro lado del Gran Bosque.

Se giró en el trineo para mirar atrás, a la doble hilera de leopardos que


prácticamente se perdía de vista a lo lejos. Su pelaje los camuflaba tan bien
en la nieve, que era imposible saber dónde acababa la fila. Y ahora que
habían llegado a latitudes en que brillaba un poco el sol de invierno, sus
capas resplandecían y lanzaban unos destellos tan delicados que
maravillaban a cualquiera que los viese. Era como si los dioses del invierno
hubiesen moldeado a esos soldados de las Placas de Hielo y los hubiesen
dotado de unos increíbles sables de marfil y garras de acero helado.

Táraman-Tar se dio cuenta de que los estaba mirando y corrió a colocarse


junto al trineo.

—Percibo unos olores extraños, Thirrin-Tar, como ninguno que tenga


registrada la memoria de mi hocico.

—Describídmelos.

—Un olor a sangre que no es sangre. Penetrante, como olería la nieve si


estuviese viva. Despeja la cabeza y quita toda idea de dormir.

Thirrin puso cara de extrañeza. Pero Oskan dijo:

—Estáis oliendo la savia de los árboles, mi señor. El aroma penetrante


procede de los bosques de pinos. La Tierra de los Fantasmas tiene muchos
bosques y los vientos han atravesado millas y millas pobladas de árboles, que
empiezan a solo un día de marcha desde aquí.
245
—¿Qué son «árboles»?

—Unas cosas que crecen del suelo, unas plantas que alcanzan mayor altura
que algunos cerros. Son inmóviles y firmes.

—¿Plantas? —repitió Táraman-Tar, muy pensativo—. Las únicas que conozco


son los líquenes que crecen en las regiones más meridionales de mis
dominios, en los meses de estío. Pero apenas se despegan del suelo. ¿Cómo
puedo creer que haya árboles más altos que algunos cerros?

—Solo cuando los veáis, supongo —respondió Oskan—. Y eso lo haréis dentro
de unas pocas horas.

—Quizá pidas demasiado a mi capacidad de creer.

—Quizá. Pero ¿no es cierto que los seres humanos han dejado de pertenecer
solo a vuestras leyendas? ¿Y no estáis ahora marchando hacia el sur, como
aliados de una reina humana? ¿Habríais creído algo así hace solo un mes?

—No. Pero tampoco estoy seguro de creer en su existencia en estos


momentos. Mis sueños pueden parecer extraordinariamente reales.

—Ah, ¿acaso somos producto de una pesadilla? —preguntó Oskan con una
sonrisa.
El leopardo gigante lo miró con unos incandescentes ojos de ámbar.

—No tengo ni la menor duda de que algunos de vosotros lo sois, Oskan el


Brujo. No puedo sino alegrarme de teneros de nuestra parte.

. . .

El sol se escondió a primera hora de la tarde y siguieron avanzando cual


ejército de fantasmas bajo los cielos estrellados. Los leopardos corrían con el
mayor de los sigilos, y solo el leve roce de los patines al deslizarse por la tierra
cubierta de nieve delataba la presencia del trineo de Thirrin y Oskan. A lo
lejos, en el horizonte, vieron aparecer un conjunto de figuras alargadas.
Después de tantos días por placas de hielo suavemente ondulantes y de
extensiones llenas de nieve, casi fue una conmoción ver aquella imagen.
Oskan hizo una seña a Táraman-Tar y el rey leopardo se acercó, veloz y ágil,
al trineo.

—Decidme, ¿qué veis en el horizonte? —preguntó el brujo.

—Unas figuras altas, como barrotes, que se despliegan por arriba. Recuerdan 246
a esos dibujos congelados que quedan en la superficie lisa de la roca, pero en
vez de ser blancos, parecen oscuros.

Oskan asintió.

—Son árboles —dijo—. Los que crecen en las lindes mismas de su parte norte.
Estáis a punto de entrar en los dominios de los seres humanos. Estad
preparados para ver crueldad y gentileza, amistad y odio. Hay personas de
todas las clases y condiciones posibles.

—Brujo, tus palabras no son nada tranquilizadoras.

—No. Pero os servirán de aviso.

Cuando Thirrin y la comitiva alcanzaron los primeros árboles, hicieron un alto


para que los leopardos de nieve se acercasen a ellos, olisqueasen su extraño
aroma y observasen sus ramas.

—Dentro de poco llegaremos a los bosques, unos agrupamientos enormes de


árboles que se extienden durante millas —dijo Thirrin a uno de los felinos del
ejército—. En ellos viven muchos animales; algunos son peligrosos, pero
ninguno debería representar un problema para vosotros. Mientras
atravesemos los bosques, podréis cazar, y poco después entraremos en las
Tierras de Hielo, donde os alimentaréis de los rebaños de ganado que criamos
en nuestras granjas. Pero antes tenemos que cruzar la Tierra de los
Fantasmas. Sus monarcas, los reyes de los vampiros, son aliados nuestros,
así que no serán ninguna amenaza para nosotros.

—Eso esperamos —apuntó Oskan por lo bajo.

—Aquí empieza la última etapa de nuestro viaje —siguió Thirrin, haciendo


caso omiso del comentario—. Adelante.

Enseguida, los leopardos de nieve formaron de nuevo su hilera doble y se


reanudó la marcha en medio de la noche.

247
Capítulo 21

T
hirrin y los leopardos de nieve llevaban medio día en las Tierras de
Hielo. Después de un breve descanso en las cuevas del rey Grishmak y
una visita de cortesía al Palacio de Sangre de Sus Vampíricas
Majestades, que no había sido precisamente muy cortés, habían reanudado el
viaje justo antes del amanecer, y a mediodía ya habían atravesado el
desfiladero de las montañas de la Roca del Lobo y descendido a las Tierras de
Hielo. Thirrin seguía contando con su guardia de hombres lobo blancos y su
trineo, pues el rey Grishmak había accedido a que continuasen a su servicio
todo el tiempo que los necesitara.

Enseguida descubrió que había corrido la noticia de su regreso. Por el camino


había recibido ya a dos mensajeros procedentes de la patria de los
hipolitanos, por lo que estaba segura de que en esos momentos estaría
circulando por las calles de la ciudad la noticia de que la acompañaban unos
leopardos de nieve. Pero, además, empezaban a aparecer curiosos a la vera de
la calzada. No tenía ni idea de cómo habían podido enterarse de su regreso ni
de qué remoto lugar de los helados parajes más septentrionales de las Tierras
248
de Hielo procedían. Pero allí estaban. Y al ver al ejército de leopardos blancos
gigantes, se quedaban mirándolos atónitos o bien echaban a correr
despavoridos.

Y conforme se acercaban a la capital de la región, más gente se agolpaba al


borde del camino. A los hipolitanos se les unieron enseguida los exiliados de
Frostmarris, que habían viajado desde las poblaciones vecinas que los habían
acogido. Primero miraban asombrados a los leopardos, y acto seguido
prorrumpían en vítores hasta quedar roncos al ver regresar a casa a su joven
reina.

Táraman-Tar trotaba al lado del trineo de Thirrin y observaba atentamente al


gentío que flanqueaba la ruta. En un momento dado, se volvió hacia ella y
dijo:

—Ahora empiezo a comprender y creer lo que me dijisteis sobre los seres


humanos. Hasta ahora he visto ya una cantidad equivalente a la nación
entera de los leopardos de nieve, y todavía no hemos llegado a la ciudad.

—Sí, y nosotros somos un país pequeño, mi señor Tar. Así que imaginad a la
población del Imperio polipontano, cuyos dominios alcanzan hasta más allá
de donde sabemos y se expanden hacia todos los puntos del horizonte.
El leopardo gigante guardó silencio un momento. Luego levantó la cabeza y
lanzó un rugido tan potente y fiero que hizo estremecer a la muchedumbre
que abarrotaba los lados de la calzada. Respondieron tres mil soldados con
un rugido ensordecedor, y muchas personas salieron corriendo o se tiraron al
suelo, convencidas de que estaban a punto de atacarlas.

—Thirrin-Tar, ahora entiendo del todo el peligro al que os enfrentáis. Ésta


será una larga guerra.

—O muy corta, si somos capaces de expulsar al enemigo —replicó Oskan en


tono grave.

—Oh, sí, claro que los expulsaremos —repuso Táraman—. Pero me pregunto
si el final será el que nos gustaría.

Por fin se divisaron las murallas de la capital hipolitana. La luz del sol
destellaba en la nieve, con la que solo se alcanzaba a ver el contorno de las
cosas. Sin embargo, al ir acercándose, comenzaron a distinguir una
muchedumbre inmensa que se extendía cual mancha oscura sobre la prístina
capa blanca. La basilea los esperaba delante de las puertas principales, junto
249
a una guardia de honor formada por soldados de la caballería y housecarls. Y
ocupando gran parte de la llanura que había a sus pies, la población de la
ciudad, casi al completo, los aguardaba agitando los brazos y lanzando vivas.

A medida que Thirrin y su comitiva se aproximaban a la ciudad, algunos de


los caballos, al notar el insólito olor de los leopardos, relincharon nerviosos.
Pero sus jinetes los controlaron y la caballería permaneció en posición de
firmes mientras veía acercarse el trineo tirado por los hombres lobo por la
ancha llanura que subía hasta las murallas de la ciudad. Entonces, cuando el
grupo de hombres lobo estuvo a tiro de arco desde la guardia de honor, fue
frenando poco a poco hasta detenerse y se hizo un silencio absoluto. Todas
las miradas estaban puestas en el ejército de leopardos de nieve, que seguían
en sus filas, disciplinados y callados. Thirrin bajó del trineo y Táraman-Tar se
puso a su lado. Y los dos juntos avanzaron con semblante solemne hacia la
basilea.

Elemnestra desmontó de su caballo y clavó una rodilla en el suelo para


esperar a que llegase su sobrina.

—Saludos, reina Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del


Septentrión. Vuestro regreso, sana y salva, llena de alegría mi corazón y el de
vuestros súbitos.

—Saludos, basilea Elemnestra. ¿Qué noticias tenéis de la guerra?


—Todo tranquilo de momento. Pero vuestros ejércitos están preparados para
el contraataque, cuando el cambio de estación despeje los caminos.

—Bien. Pasaremos revista a la tropa dentro de unas horas —respondió Thirrin


en tono muy formal. Luego, más relajada, añadió—: Tía, ¿podrías pedir que
trajesen una hogaza de pan y una fuente de manzanas?

La basilea la miró extrañada y, al ver que no hablaba en broma, hizo una


seña a una soldado para ordenarle entrar de nuevo en la ciudad. En el
silencio que hubo a continuación, Elemnestra desvió la vista hacia la
descomunal figura de Táraman-Tar. A una distancia tan corta, el imponente
poderío que parecía manar de aquel animal de forma rítmica resultada casi
abrumador. Y pese al frío reinante, el labio superior de la basilea se cubrió de
una fina capa de sudor.

Al notar cómo lo observaba, el Tar de los leopardos de nieve posó sus


brillantes ojos en Elemnestra, y la guerrera tuvo que echar mano de todo su
espíritu combativo para sostenerle la mirada. Thirrin era plenamente
consciente de la lucha que estaba librando su tía, pero antes de decir nada la
dejó sufrir unos minutos más.

—Elemnestra, basilea de los hipolitanos, os presento a lord Táraman,


Centésimo Tar de los Leopardos de Nieve, monarca de las Placas de Hielo, 250
Azote de los Trols de Hielo, y ahora amigo y aliado nuestro en la guerra que
libraremos contra el Imperio polipontano.

Con su habitual sentido de la etiqueta y el protocolo, Elemnestra apoyó una


rodilla en el suelo para mostrar al Tar que lo reconocía como superior suyo
dentro de la jerarquía de mando, y dijo:

—Salve, Táraman, Tar de los Leopardos de Nieve, os doy la bienvenida a mi


pequeña provincia. Será un honor ofreceros refugio a vos y a vuestro ejército.

Táraman siguió mirándola en silencio unos segundos más. Era como si sus
grandes ojos de ámbar penetrasen su rostro y estuviesen contemplando su
alma misma. Al final, resonó en el aire helado su bella y refinada voz:

—Saludos, Elemnestra de los Hipolitanos, aceptamos vuestra hospitalidad


con gratitud y amistad.

Entre la muchedumbre que se encontraba lo bastante cerca para oír aquellas


palabras se desató un rumor nervioso. Era cierto lo que se decía: ¡la reina
Thirrin había fraguado una alianza con unos leopardos que hablaban!

Durante un momento, la basilea lo miró con una expresión casi


conmocionada. Pero enseguida recobró la compostura y sonrió a modo de
respuesta. Thirrin saludó entonces a su tío Olememnón con un caluroso
abrazo, olvidándose ya de la formalidad del protocolo real, e intercambiaron
unas cariñosas palabras sobre el largo viaje y los preparativos del ejército.
Pero en ese momento los interrumpió un delicado personajillo que aguantaba
educadamente a un lado y que carraspeó con delicadeza para llamar la
atención.

Thirrin se giró hacia él, y su regia compostura se deshizo aún más al


reconocerlo.

—¡Maggie! —chilló, loca de alegría, y abrazó cariñosamente al consejero real—


. Tengo que contarte un montón de cosas. Siempre habíamos creído que las
tierras del norte estaban yermas y vacías, pero resulta que rebosan de vida y
maravillas. Oh, ojalá hubieras podido venir con nosotros. Te habrías quedado
pasmado de asombro.

Maggiore Totus sonrió afectuosamente a su antigua alumna.

—Estoy casi seguro de que así habría sido. Pero parece que os habéis traído
unas cuantas de esas maravillas. ¿Tendríais la amabilidad de presentarme al
rey de los leopardos de nieve?

Thirrin le apretó la mano y se volvió hacia el Tar, que había estado


observando en silencio.

—Lord Táraman, éste es Maggiore Totus, un gran sabio del Continente Sur y
251
mi apreciado consejero real.

El leopardo lo saludó al educado estilo de los felinos: cerrando y abriendo


lentamente sus ojos. Y Maggie se dobló todo lo que le permitieron sus
anquilosadas articulaciones para hacerle una reverencia.

—Salve, Táraman, Centésimo Tar de los Leopardos de Nieve, Señor de las


Placas de Hielo, Azote de los Trols de Hielo —dijo el viejo erudito en tono
solemne, demostrando así que había estado escuchando con atención todos
los saludos anteriores—. Permitid que os manifieste la gratitud de todas las
gentes de las Tierras de Hielo por vuestra ayuda en momentos de grandísima
necesitad.

—Recojo vuestra gratitud, Maggiore Totus, y os digo que la nobleza de las


gentes de las Tierras de Hielo ganará siempre amigos y aliados para su causa,
por desesperada que pueda ser su situación.

Thirrin empezaba a preguntarse si alguna vez el sabio y el rey leopardo serían


capaces de dejar a un lado las formalidades propias de la corte, cuando
Maggie dijo:

—¿Sabéis que en las altas montañas del sur de mi país existe una especie de
leopardo de las nieves? Pero infinitamente inferiores a vuestro poderoso
pueblo.
—¿De verdad? —preguntó a su vez el Tar, muy intrigado—. ¿En qué sentido?

—Bueno, para empezar son mucho más pequeños. Deben de llegarme a mí


por la cintura. Y lo curioso de todo es que no saben hablar.

—Entonces supongo que se nos parecerán en otros aspectos.

—Oh, sí, tienen exactamente el mismo pelaje y las mismas manchas que las
vuestras, y, salvo por el tamaño, su anatomía es idéntica a la vuestra. Pero
también hay otras diferencias. Por ejemplo, ellos son animales solitarios,
mientras que salta a la vista que vuestro pueblo habita en grandes grupos.

Del pecho de Táraman brotó un sonido bronco y grave de gusto al oír aquellas
detalles y mantener una conversación tan interesante.

—Y hay otra cosa —siguió Maggie—. Tampoco pueden ronronear.

—Entonces, ¿estáis seguro de que se trata de leopardos de nieve? —preguntó


el Tar, ya con una risa.

—Oh, sí. Solo que tal vez se os parezcan nada más que como se asemejan a
nosotros los primates de las tierras cálidas.

—¿Y a esos primates se los considera seres humanos? 252


—Bueno, no —reconoció Maggiore—. Pero algunos estudiosos del Continente
Sur están empezando a presentar teorías sobre la posibilidad de que sean una
especie de parientes nuestro de algún tipo, que no están tan evolucionados.

—Entonces, si los primates no son seres humanos, por esa misma regla de
tres tampoco vuestros gatos de montaña son leopardos de nieve. Tal vez
deberían considerarse un primer intento por parte de los dioses de crear una
especie nueva, que se ha visto superada por modelos posteriores.

—¡Justo, justo! —convino Maggie, entusiasmado—. Si me permitís que añada


algo más…

Pero tuvo que dejarlo ahí, pues ya volvía la soldado a la que Elemnestra había
enviado a la ciudad por pan y manzanas. La basilea entregó a Thirrin un par
de hogazas grandes de pan y una bolsa de manzanas, y la reina dio media
vuelta con ellas e hizo una señal a Oskan para que se acercase.

El muchacho, que había estado presenciando toda la ceremonia desde el


trineo, corrió por la nieve y, después de una rápida reverencia a todos los
dignatarios, agarró uno de los panes y empezó a darle grandes bocados. Todos
se quedaron mirándolo, asombrados. Pareció que Elemnestra quería decir
algo, pero Thirrin comenzó entonces a devorar también su trozo de pan, y la
basilea guardó silencio. Cuando los dos jóvenes hubieron acabado cada uno
con media hogaza, tomaron sendas manzanas, se las comieron a toda
velocidad y siguieron con el pan hasta terminárselo por completo.

Thirrin alzó entonces la vista y vio los atónitos semblantes que la rodeaban.

—Desde hace semanas no hemos comido otra cosa que carne —les explicó.

—Más bien desde hace meses —añadió Oskan—. ¡Creo que ni siquiera puedo
ver ya otro filete u otra chuleta más, y menos aún comérmelos!

Thirrin asintió, totalmente de acuerdo con él, y Elemnestra hizo una discreta
señal a Olememnón, que comprendió al instante lo que quería decirle y
mandó a un jinete al palacio con la orden de cambiar el menú del banquete de
la noche.

La comitiva aguardó educadamente hasta que la reina y Oskan se hubieron


comido cada uno otra manzana, y entonces la basilea pasó a ocuparse de la
situación.

Hacia la izquierda del comité de bienvenida había un nutrido grupo de


mujeres con uno o dos hombres entre ellas. Las había de todas las edades, e
iban vestidas con toda clase de vestimentas, desde las más ricamente
bordadas hasta los andrajos más malolientes. Sin embargos, los soldados y el
gentío que las rodeaba parecían tratarlas a todas con sumo respeto. Al frente
253
del grupo destacaba una figura menuda y arrugada, tan vieja que casi estaba
doblada por la cintura. Se apoyaba en un bastón tan delgado y retorcido como
ella, y su larga melena de fino cabello blanco se movía y alborotaba a la suave
brisa, como si estuviese en medio de un huracán. Era Wenlock la Bruja
Madre, la más anciana y respetada de las brujas blancas de las Tierras de
Hielo.

La basilea le hizo un gesto para que se acercasen, y el grupo entero avanzó


hasta rodear por completo a Thirrin y su comitiva.

—Saludos, reina Thirrin —dijo la Bruja Madre con una voz


sorprendentemente fuerte—. Damos las gracias a la Gran Diosa por vuestro
retorno a salvo de la Tierra de los Fantasmas, y os prometemos nuestra
lealtad en la lucha venidera.

Thirrin las miró con una mezcla de asombro y respeto. Ésas eran las brujas
blancas de las que le había hablado su padre. Cuando Redrought derrotó a
los reyes de los vampiros en la batalla de las Rocas del Lobo y expulsó de las
Tierras de Hielo a todas las criaturas mágicas, permitió que se quedasen las
brujas blancas, las cuales le habían devuelto el favor con una lealtad y un
espíritu de servicio inquebrantables. Thirrin saludó a la Bruja Madre con una
leve inclinación de la cabeza y le dio las gracias por su apoyo constante.
—No tenéis por qué agradecérnoslo, mi reina —dijo la anciana—. Pero el
motivo principal de nuestra presencia aquí es saludar a uno de los nuestros:
Oskan el Brujo.

Oskan dio un paso al frente y saludó a la anciana con una reverencia. A


continuación esperó en silencio a que ella siguiese hablando.

—Recuerdo a tu madre, Blanca Annis. Si hoy estuviese viva, sería ella la que
tomase mi bastón de Bruja Madre cuando me llamen de las Tierras del Estío.
Pero la Diosa tenía otros planes para ella, que volvió a casa antes que yo. La
Madre conoce sus propios designios y nosotras debemos aceptarlos. Pero
tengo algo que decirte, Oskan el Brujo: tu camino no será fácil. Gran parte de
él está oculto, como lo estuvo el destino de tu madre. Sin embargo, se me ha
mostrado que, como salvador de vidas, no matarás nunca, salvo quizá una
vez. Y si eso sucede, pagarás un alto precio. Se me ha dicho que te comunique
que tu muerte vendrá de los cielos, y tu curación, de la tierra.

Oskan frunció el entrecejo.

—¿Qué significa todo eso?

La anciana rio.

—La Diosa te lo dirá cuando esté preparada, ni un minuto antes. Conténtate


254
con saber esto, Oskan el Brujo. Gozas del favor de la Madre. Posees los
poderes más fuertes que yo haya conocido jamás. Puedo percibir su presencia
como si fuesen tormentas en el aire del estío. —Hizo una pausa para posar la
mirada desdeñosamente en la basilea y sus soldados—. Hay quien cree que la
Diosa es solo para las mujeres y que no tiene tiempo para los hombres. Pues
bien, se olvidan de que tiene un esposo al que ama profundamente. Y también
olvidan que es la madre de todos nosotros, y el amor de una madre por sus
hijos es un amor especial y muy fuerte. No son muchos los hombres que
llevan los poderes de la Diosa. Eso es algo que ella les concede a modo de
gracia Sus dones pesan mucho y ella se alegra de verlos libres de toda
preocupación. Pero a veces escoge a un varón de espíritu fuerte. Puedes verlos
entre nosotras —dijo, e indicó con un gesto de la cabeza a los pocos que
integraban el grupo que tenía detrás—. Y cuando la Diosa elige a algún varón,
sus poderes son dignos de admiración. Sin embargo, ninguno, ninguno, se
iguala contigo, Oskan el Brujo. Y digo esto ahora para que lo oigan todos los
oídos: ¡te nombro mi sucesor! Llevarás el bastón de la Bruja Madre cuando yo
reciba al fin la llamada a las Tierras del Estío. Serás entonces Oskan el Brujo
Padre, el segundo de tu clase en usar este bastón.

El grupo de brujas lanzó una exclamación ahogada y la anciana rio.


—Vivimos momentos históricos, ¿no es así? Pero todavía no estoy muerta, ni
lo estaré en los próximos años. La Diosa te tiene reservadas antes otras
tareas, Oskan, hijo de Blanca Annis, amado de la Madre.

Él se hincó de rodillas y bajó la cabeza.

—¿Tendré la fuerza suficiente para llevarlas a cabo?

—La Diosa te escogió —resopló la anciana—. Y ella nunca se equivoca. Ahora


me voy a casa ya. Hace frio. —Dicho eso, dio media vuelta y empezó a andar
hacia la ciudad.

—Creo que ya podemos retirarnos —dijo Thirrin, agachándose para ayudar a


Oskan a ponerse de pie—. Vamos, me parece que estoy oyendo que nos
llaman unos quesos y un trozo de pan.

Al brujo se le iluminaron los ojos:

—¡Y unas cebollas en vinagre!

—Antes tendrás que vértelas conmigo, a ver quién gana. —Thirrin hizo una
seña con la mano hacia Grinelda y su recua de tiradores de trineo, que se
acercaron al trote por la nieve y esperaron a que Oskan y ella montasen otra
vez. 255
Mientras el trineo entraba por las puertas de la ciudad con su escolta de
leopardos de nieve, Thirrin saludó a la muchedumbre con la mano, al tiempo
que discutía con Oskan sobre la posibilidad de encontrarse un plato de guiso
de verduras para cenar esa noche y hacía esfuerzos por no babear demasiado
visiblemente.

El banquete fue una «celebración de verdura y fruta almacenadas antes del


invierno», como lo describió Maggiore. Algunos de los housecarls que estaban
sentados en la mesa más alta se quedaron un poco decepcionados al ver que
no aparecían las fuentes de carne, pero en cuanto los encargados de servir la
cerveza y el vino hubieron hecho un par de rondas entre ellos, empezaron a
animarse. Aun así, uno o dos miraban con envidia las montañas de carne
cruda que se estaban zampando los leopardos de la nieve y los hombres lobo
en la zona central del salón, y un veterano de las guerras del rey Redrought,
muy curtido y lleno de cicatrices, se sorprendió a sí mismo observando con
atención cada bocado de carne que Táraman-Tar seleccionaba delicadamente
del enorme cuenco que habían puesto en su mesa, delante de él.
Thirrin había sentido curiosidad por ver la reacción de los leopardos al
hallarse en un banquete, rodeados de seres humanos. Pero no había de qué
preocuparse, pues, pasados los primeros momentos de cautela, los soldados
del salón comprendieron enseguida que aquellos felinos gigantes eran
guerreros, igual que ellos, y pronto estaban contándose los unos a los otros
sus hazañas en el campo de batalla o escuchando las historias sobre la
guerra de los leopardos de nieve contra los trols de hielo en la tierras más
septentrionales.

También le preocupaba la mezcla de fuerza bruta y alcohol, y había albergado


la esperanza de que a los leopardos nos les gustase la cerveza ni el vino. Pero
lo cierto es que se estaban bebiendo las copas de un trago, literalmente, y
habían empezado a sumarse al coro de housecarls, que entonaban ya sus
canciones más picantes, o ronroneaban de modo tan sonoro que el salón
entero retumbaba como una benévola tormenta de truenos.

Por supuesto, en la sala no cabían todos los soldados, ya fuesen leopardos o


humanos, y se habían encendido unas hogueras enormes en el patio de
palacio, alrededor de las cuales habían colocado unas mesas para que
pudiesen sumarse al festín los muchos guerreros que no estaban de guardia.

Thirrin se daba perfecta cuenta de que aquel banquete no era solo una fiesta 256
oficial de bienvenida a la reina a sus dominios, sino también la manera ideal
de presentar a los nuevos aliados a su ejército y sus oficiales. Tenía que
reconocer que su pueblo jamás habría imaginado ver unos leopardos que
hablasen, pero hasta el momento las presentaciones iniciales marchaban de
maravilla. Se había fijado en que la reacción de la gente ante Táraman-Tar y
sus soldados atravesaban tres fases, como mínimo: primero, miedo, seguido
al instante por asombro y admiración, rematados por una especie de orgullo
posesivo, pues los humanos acababan compitiendo por demostrarse los unos
a los otros que cada cual conocía mejor que los demás a los leopardos.
Todavía no había observado muestras de absoluta familiaridad, pero apenas
le sorprendía. Con el tiempo, estaba segura de que sus avispados súbditos
empezarían a hacer gala de ello.

La basilea Elemnestra estaba conversando con Táraman-Tar sobre qué táctica


seguir durante la guerra, mientras su consorte Olememnón trataba de
contarle chistes hipolitanos a Táradan, que durante la primera hora había
actuado de valiosísimo puente para el entendimiento entre los dos pueblos.
Una risotada repentina fue la demostración de que el humano y el felino
compartían el mismo sentido del humor. Táradan le contó entonces un chiste
al hombretón, pero tan subido de tono que Thirrin notó cómo se ponía
colorada cuando el heraldo soltó la frase final. Sin embargo, la sonora
carcajada de Olememnón desvió la atención y nadie reparó en su rubor.
—Mi señora, ¿cómo sugerís exactamente que el ejército de Tar se integre en
vuestra estrategia? —le preguntó Elemnestra.

Aliviada al verse en terreno conocido, Thirrin respondió:

—Táraman y yo hemos estado tratando ese asunto en el viaje desde las Placas
de Hielo, y hemos decidido probar una serie de ideas, que pondremos en
práctica los próximos días.

—¿En qué grupo los clasificaríais: caballería o infantería?

—Caballería —respondió Thirrin con firmeza. Pero ni ella ni Táraman dirían


nada más sobre el asunto.

A lo largo de los días siguientes, la cabeza le estuvo dando vueltas sin parar:
reuniones, sesiones de entrenamiento, debates sobre la logística, debates
sobre movimientos de tropas… Apenas pasaba una hora sin verse metida de
lleno en un problema militar o en otro, desde supervisar la construcción de
las nuevas ballestas gigantes hasta el mejor método para transportar
catapultas lanzadoras de rocas. Pero, en general, el entrenamiento marchaba 257
con una precisión casi perfecta.

Una fría y soleada mañana, Thirrin y el Tar salieron de la ciudad y bajaron a


la llanura. Los esperaban ya el ejército de los leopardos de nieve y un largo
contingentes de los mejores soldados de la caballería, escogidos de los
regimientos hipolitanos de las Tierras de Hielo. Los hombres, muy
sabiamente, habían dejado los caballos bien lejos de los leopardos, en
dirección contraria al viento. Aun así, muchos relinchaban y estaban
nerviosos.

Como de costumbre, Thirrin llegó montada en el trineo, tirada por su guardia


personal de hombres lobo. Pero cuando Táraman y ella hubieran alcanzado
un punto equidistante entre los dos conjuntos de guerreros, la reina se bajó el
trineo y ordenó que se lo llevasen a la ciudad.

Luego dio la señal y un escudero le acercó su corcel. Thirrin avanzó


lentamente a su encuentro, llamándolo por su nombre y tranquilizándolo,
mientras el caballo andaba por la nieve hacia ella. Al llegar a su lado, Thirrin
tomó las riendas que le tendía el escudero y el magnífico corcel frotó el hocico
contra su ama, que le dio de comer una manzana y lo condujo hasta
Táraman-Tar. El rey de los leopardos los miraba en silencio.

—Así pues, éstas son las criaturas a las que llamáis caballos —dijo—. Me
parecen poco estables y demasiado asustadizas.
Thirrin, acariciando el cuello orgullosamente arqueado de su montura,
respondió:

—Éste es Osdred, mi corcel. La caballería de las Tierras de Hielo descompuso


las prietas filas de los hombres lobo en la batalla de las Rocas del Lobo, y fue
capaz de echar a los cosarios al mar otra vez. Pero, sí, es verdad que estos
animales pueden asustarse con facilidad, y a veces se encabritan y salen
despavoridos. Pero un corcel entrenado de la caballería es otra cosa. Esperad,
os lo mostraré…

Montó con toda la agilidad en la silla y, poniéndose de pie en los estribos,


desenvainó la espada y lanzó el grito de guerra de la Casa del Escudo de Tilo.
De inmediato, el corcel soltó un fiero relincho y se levantó sobre los cuartos
traseros, golpeando el aire con las patas delanteras.

El Tar asistió en silencio, moviendo la cabeza lentamente, pero sin decir nada.

—Gruñidle, retadlo —lo animó Thirrin—. Simulad que vais a atacarlo.

Táraman lanzó un rugido ensordecedor y se puso de pie sobre las patas


traseras. El corcel dio un salto hacia delante, resopló y siguió sin ningún
temor las órdenes que iba transmitiéndole Thirrin, mientras giraba sobre sí
mismo muy cerca del leopardo y su ama fingía atacar a la fiera con el sable. 258
Luego Thirrin retrocedió un poco y aguardó la reacción del Tar. Éste se quedó
sentado unos instantes, muy pensativo, y dijo:

—Extraña bestia, llena de contradicciones. Amables guerreros que comen


hierba, pero que a la vez poseen el corazón de un cazador. Dejad que vea qué
más cosas saben hacer.

Thirrin asintió y regresó al trote al regimiento de la caballería, que había


observado con mucho interés el primer encuentro entre un corcel y un
leopardo de nieve. Al unirse al regimiento, profirió un grito fortísimo y los
soldados se abalanzaron al ataque, cruzando la extensión nevada que los
separaba de los leopardos. Éstos, firmemente plantados en su terreno,
rugieron al ver acercarse a la caballería, pero en el último instante los
caballos viraron, siguiendo la dirección que marcaba el sable de Thirrin, que
los dirigía dibujando un largo arco hacia donde estaba el Tar, que los miraba
todo en silencio.

—Suficiente —dijo el rey de los leopardos—. No cabe duda de que vuestros


corceles son guerreros, y para mi ejército y para mí será un orgullo llamarlos
camaradas.

Thirrin asintió y sonrió. A continuación se bajó del caballo y el Tar y ella


iniciaron una larga conversación sobre los métodos de entrenamiento.
El resto del día se dedicó a presentar a cada corcel de la caballería a los
leopardos. Siguiendo órdenes de Thirrin, los felinos echaron el aliento
directamente al hocico de los caballos, como muestra de amistad. Después,
mientras el breve día invernal iba tocando a su fin, Thirrin empezó a llevar a
la práctica su plan, consistente en crear una larga fila con la caballería
intercalando félido y équido. El enemigo contra el que cagasen tendría que
vérselas con una mortífera combinación de lanzas, sables, colmillos y garras.

Cuando el sol comenzó a teñir la nieve de un intenso carmesí, Thirrin y el Tar


ordenaron por primera vez a la nueva caballería un avance al trote. Poco a
poco, fueron aumentando el paso hasta acabar tronando por los campos
nevados a galope tendido. Los leopardos de nieve emitían unos extraños
bufidos retadores, mientras los caballos relinchaban y los soldados entonaban
el cántico de guerra de las Tierras de Hielo.

Thirrin soltó una carcajada de pura alegría.

—¡Acabaremos con ellos, aunque solo sea por el ruido que hacemos! —dijo a
voz en grito en dirección a Táraman, que corría a su lado. 259
—¡Espero que no! —respondió él—. ¡A mí me gusta más cuando el enemigo
presenta batalla!

Un rato después, mientras la luna se elevaba por encima de los campos


helados, la columna mixta de caballos y leopardos regresó a la ciudad al trote
ligero. Felinos y humanos unidos, entonando cancones de marcha, sin hacer
el menor caso de toda la gente que abarrotaba la vera de la calzada hasta la
ciudadela y que los contemplaba con admiración y esperanza.
Capítulo 22

L
os meteorólogos imperiales habían prometido que haría una semana,
como mínimo, de tiempo estable. Y como Scipio Bellorum los había
amenazado con veinte latigazos por cada día que se equivocasen, se
sentía inclinado a creer en la bondad del pronóstico. Desde luego, hacía buen
tiempo, se podría decir que buenísimo, con altos cielos azules y una escarcha
crujiente. Un tiempo perfecto para cabalgar.

Detrás de él marchaban veinte mil soldados de caballería y ochenta mil de


infantería, entre piqueros, portadores de escudos y regimientos de
mosqueteros. Al conjunto se sumaba una batería de cien cañones y toda una
cohorte de ingenieros, carpinteros y la habitual chusma de chamarileros que
iba allá donde se montase un campamento. Esa vez no se cometerían errores.
La debacle de la invasión anterior era una de las poquísimas derrotas que
había sufrido el ejército imperial desde que Scipio Bellorum accediera al
mando militar, hacía veinte años, y estaba decidido a impedir que se repitiese. 260
Sus espías le habían informado, fielmente, de que en toda la región no había
ni un solo ejército defensor y de que la ciudad más cercana solo contaba con
una milicia popular. Así pues, la decisión estaba clara. Tomaría la población y
la utilizaría como campamento base para la campaña de primavera. Sus
tropas imperiales, perfectamente preparadas y equipadas, asaltarían la
muralla y se harían con el control de la ciudad en cuestión de un par de días,
tres como mucho. A partir de ese momento, podrían empezar a recibir
caravanas con víveres y suministros y estarían listos para comenzar la guerra
propiamente dicha en cuanto llegase el deshielo de primavera.

Cabalgaba con soltura, apoyando una mano en la cadera y sin ejercer presión
alguna en los dorados estribos con sus botas relucientes. Llevaba el pelo, gris
y cortísimo, al descubierto; como creía que sus hombres debían poder
reconocerlo fácilmente, no se había puesto nada en la cabeza para protegerse
del frío reinante. De todos modos, ninguno de sus soldados habría confundido
con nadie más aquella figura delgada y tiesa. Aquel hombre de ojos azul claro
y fina nariz aguileña los había guiado a conseguir una victoria tras otra. Y ese
mismo hombre había mandado ahorcar, dar de latigazos o vender en el
mercado de esclavos a algunos de ellos cuando le parecía que no habían dado
lo máximo de sí mismos. Así era Scipio Bellorum, comandante de los ejércitos
imperiales. Y nadie, ni el mismísimo emperador, le negaría nada que él
pidiese, siempre y cuando estuviese en sus manos.
Resultó que los cálculos de Bellorum para la caída de la ciudad de Inglesby
fallaron por una semana de diferencia. La milicia y los habitantes de la ciudad
habían resistido diez días, a pesar de que los proyectiles habían destrozado
las murallas en más de seis sitios. En esos momentos estaba viendo cómo
salía a toda prisa por una de las grietas la última fuerza atacante. Era la
tercera vez en tres horas que los defensores echaban a sus soldados, y estaba
empezando a perder la paciencia.

A eso hay que añadir que el tiempo había empeorado considerablemente en


los últimos tres días y que Bellorum, actuando de manera precipitada, cosa
poco habitual en él, se había quedado sin un numeroso contingente de
soldados, al que había enviado a Frostmarris como guarnición y al que había
sorprendido una ventisca. El general, uno de cuyos aspectos más célebres era
la buena suerte que solía acompañarlo, había perdido la apuesta.
Normalmente se ocupaba de asegurar todos los flancos antes de reanudar el
avance. Sin embargo, en aquel caso la calzada estaba despejada y la presa era
demasiado tentadora como para esperar. Si hubiera podido apoderarse de la
ciudad sin tantos reveses, habría dado lo guerra por ganada.

Pero por una vez en su vida se había equivocado. Y a su ira se unía ahora el 261
hecho de que las temperaturas habían bajado drásticamente y había
comenzado a nevar, con lo que su campamento se había convertido en un
lugar de congelación y muerte. Era imperativo tomar la ciudad de Inglesby, no
solo por amor propio polipontano, sino por pura supervivencia. Si no se
cobijaban pronto debajo de algo más consistente que la lona de las tiendas
imperiales, morirían todos por culpa de aquel frío increíble.

—Coronel Marcelus, ese de ahí es vuestro regimiento, creo —dijo Bellorum al


ver salir a las tropas imperiales por la muralla de la ciudad.

Su tono de voz era tan cortante como el viento que soplaba por aquellos
parajes helados. Los hombres que oyeron el comentario estaban temblando, y
no solo de frío.

Uno de los oficiales del grupito que tenía detrás dio unos pasos al frente,
arrastrando los pies.

—Sí, señor. Pero es que están en desventaja porque desconocen la disposición


de las calles. Y los housecarls de las fuerzas defensoras son duros como el
cuero helado.

—¿Más duros que las huestes imperiales? —preguntó en voz baja el general.

—Bueno, no, señor. Pero están luchando por proteger su hogar y a sus seres
queridos. Y eso basta para darles un incentivo añadido.
—Coronel Marcelus, entre nuestros incentivos se cuenta el sobrevivir para
llegar a la primavera y no morir ahorcados por falta de fervor militar.
Reagrupad a vuestro regimiento y dirigidlo personalmente al interior de la
ciudad. Y no os batáis en retirada. Espero volver a veros, ya sea cadáver o
como victorioso comandante al frente de una tropa que os admire.
¿Entendido?

Marcelus saludó y se alejó para unirse a sus hombres, que aún no habían
terminado de salir por la brecha abierta en la muralla. Bellorum ordenó
entonces otro bombardeo de la ciudad, para que los defensores estuviesen
ocupados mientras mandaba refuerzos.

A los quince minutos el regimiento se había reagrupado e iniciaba la entrada


en tromba por la brecha, coincidiendo exactamente con el instante en que
otro batallón imperial atravesaba las puertas principales y otras tres
aberturas en las murallas que rodeaban la ciudad.

En esa ocasión los atrincherados se vieron obligados a retroceder poco a poco,


batallando calle a calle y casa por casa. La desesperada lucha duro más de
cinco horas, durante las cuales el propio general contribuyó a mantener en
funcionamiento las estiradas líneas de comunicación. Al final, los defensores
quedaron acorralados tras una barricada montada en el patio de armas de la 262
ciudadela. Allí los últimos housecarls que seguían con vida levantaron una
pantalla de escudos y lucharon hombro con hombro junto a los
supervivientes de la ciudad.

Las tropas imperiales disparaban una descarga tras otra de proyectiles contra
la barricada de carretas volcadas y viejas armazones de camas. En un
momento dado, se abalanzaron contra una prieta hilera de lanzas que los
defensores sostenían en horizontal, listas para recibirlos, y en ellas quedaron
empalados los soldados imperiales por culpa del ímpetu del ataque y la
presión de sus compañeros que los empujaban por detrás. Arremetieron una
y otra vez, como si fuese parte de un mar embravecido que rompiese contra
un cabo rocoso. Pero en cada ocasión se veían obligados a retroceder,
incapaces de romper las líneas defensivas.

Bellorum estuvo observado el desarrollo del combate durante casi una hora
desde la derruida garita de la entrada la ciudad. Su rostro era una máscara
impertérrita, hasta que decidió desmontar del caballo y desenfundar la
espada. Había llegado el momento de dar ejemplo. Caminó hasta ponerse a la
cabeza de sus exhaustos soldados, que ya volvían a retirarse, y los miró
fijamente en silencio. Entonces, alzando la espada, se giró para quedar frente
a la última de las barricadas. El breve día invernal había tocado a su fin y de
nuevo empezaba a nevar, mansamente, de modo que los copos se pasaban
despacio en los despojos y en los cadáveres de la ciudad sitiada.
Los defensores esperaron en silencio. Ya no podían hacer nada más. Antes, su
comandante había intentado negociar con Bellorum bajo una bandera de
tregua, con el fin de poder evacuar a los no combatientes, pero después de
escucharlo durante unos minutos, el general había hecho un leve gesto de la
cabeza en dirección al mosquetero que el hombre tenía detrás, y el
comandante había recibido un disparo en la cabeza. Hasta los reyes de los
vampiros respetaban la bandera de la tregua durante la Guerra de los
Fantasmas. Al parecer, Bellorum era el único que imponía sus propias
condiciones.

El sonido seco de los escuderos al juntarme para formar la pantalla fue el


único que surgió de la línea defensiva cuando las tropas imperiales iniciaron
el avance. Esa vez, en lugar de lanzarse al ataque, echaron a andar
lentamente detrás del brutal Bellorum, como una ola imparable de un mar en
plena subida de la marea. Los supervivientes de la ciudad agarraron piedras y
tejas partidas y las lanzaron, formando un granizo mortal, contra los
polipontanos; aun así, éstos siguieron avanzando sin inmutarse ante los
gestos de resistencia. Bellorum alcanzó la barricada y empezó a trepar con el
escudo en alto para protegerse la cabeza de los hachazos y espadazos. Su
semblante permanecía en calma, impasible, como si estuviese dando un
paseo por un jardín. Por fin llegó a lo alto y asestó un golpe con la espada
contra la línea de housecarls; la fina cuchilla se abrió paso entre los escudos
263
con una precisión mortífera y atravesó el ojo y el cerebro del soldado que tenía
justo delante. Luego, resplandeciendo a la luz de las antorchas, su espada dio
varios mandobles más a izquierda y derecha, abriendo una garganta de un
tajo, sajando una yugular. La línea defensiva comenzó a plegarse y las tropas
imperiales se abalanzaron al frente, repartiendo cortes y tajos en una
tormenta sanguinaria. Mientras, Bellorum seguía adelante, matando a todo el
que encontraba a su paso.

En quince minutos casi toda la defensa había quedado destrozada, y


Bellorum ordenó a sus tropas victoriosas acabar con los últimos
supervivientes. Primero desarmaron y decapitaron a los soldados y después
colocaron a los habitantes de la ciudad contra un muro, y varias tandas de
mosqueteros los fusilaron sistemáticamente. Bellorum se marchó de allí con
una sonrisa inexorable para ir a dirigir la operación de montaje de su cuartel
general en la ciudadela. Pero al llegar al centro del patio de armas, se detuvo
al ver el cadáver de un oficial polipontano. Era el coronel Marcelus, apenas
reconocible bajo la sangre que le manaba de una herida enorme en la cabeza.
Bellorum levantó la espada a modo de saludo y continuó caminando.

Esa noche hubo aullidos en el exterior de los muros de la ciudad. Algunos de


los soldados que vigilaban la entrada los oyeron y dieron por hecho que se
trataba de bestias carroñeras que habían acudido a alimentarse de los
cadáveres. Pero en realidad los aullidos de aquel hombre lobo solitario eran el
eslabón inicial de la cadena que transmitiría la noticia de calda de Inglesby a
lo largo de las extensiones heladas hasta la ciudad de los hipolitanos.

Thirrin andaba de un lado para otro en los aposentos de Maggiore Totus,


mientras éste la miraba en silencio. Sabía que acabaría parando y le diría qué
pensaba hacer, le pediría consejo y luego haría justo lo que ella había
pensado. Al lado de Maggiore estaban sentados Olememnón, con cara seria, y
Oskan, con cara de sueño. La única que, estaba de pie, además de Thirrin,
era Elemnestra, que movía suavemente el cuerpo de un lado a otro conforme
su sobrina se acercaba a ella y volvía a alejarse.

Por su parte, Táraman-Tar compartía la alfombra próxima al fuego con


Primplepuss, que se había hecho un ovillo entre sus enormes zarpas. De tanto
en tanto, el leopardo levantaba la cabeza para mirar a Thirrin; luego
bostezaba abriendo la boca de par en par y volvía a apoyar la cabeza en el
suelo, con el hocico hacia las llamas.

—¡El propio Bellorum está atacando! ¡Atacando en pleno invierno! ¡Inglesby


ha caído, Maggie! Por cierto, ¿dónde está Inglesby? 264
—En el mismo sitio que cuando lo preguntasteis la última vez. A diez millas
del paso meridional que conecta con la tierra de los polipontanos y a tres
millas de la Gran Calzada.

—¡Entonces Bellorum podría avanzar hasta Frostmarris y plantarse allí en


cuestión de días!

—No hasta dentro de otra semana, como poco. Los informes de Oskan son
fiables, y pronostican ventiscas hasta entonces. Estoy seguro de que ni
siquiera iniciará la marcha cuando cesen. Antes necesitará refuerzos. Los
hombres lobo nos han dicho que en la toma de la ciudad perdió a muchos
hombres, y aún más por culpa del mal tiempo.

—¡Pero, Maggie, nos enfrentamos a un hombre totalmente impredecible! No


solo ha iniciado la invasión en pleno invierno, sino que, además, al fracasar
su primer intento, ni siquiera ha tenido el detalle de sentarse a esperar la
primavera. ¡Oh!, no, Scipio Bellorum nunca haría nada parecido; tan solo
reuniría otro ejército y atacaría de nuevo, y eso que quedan como mínimo dos
meses de mal tiempo!

—Bueno, si es tan brillante como dice todo el mundo, habrá aprendido la


lección y esperará. A una tormenta de nieve no la impresiona ni la disciplina
del ejército polipontano. Puede que estén en pie de guerra, pero morirán si
intentan ir a alguna parte en algún momento de la próxima semana —replicó
Oskan, y las últimas palabras de su parlamento quedaron engullidas por un
enorme bostezo.

—No estoy tan segura —dijo Thirrin con semblante sombrío—. Empiezo a
preguntarme si ese general no tendrá un talento secreto o algo parecido.

—Solo es un hombre, y lo sabes. No es ningún vampiro —repuso Oskan, que


le había leído el pensamiento—. Algún día morirá como todos los mortales, y
si no es prudente, será antes de lo que cualquiera de nosotros se atrevería a
esperar. —Dicho eso, se hundió de nuevo en su asiento como si el esfuerzo de
hablar lo hubiese dejado sin una gota de energía.

—El arma más potente de ese general polipontano está surtiendo efecto
incluso aquí —apuntó Táraman-Tar, levantando su enorme cabeza para
mirarlos fijamente.

—¿Y de qué arma se trata? —preguntó Thirrin.

—Del miedo. Todos le tenemos miedo, o al menos a su reputación. Es evidente


que es un tipo muy listo. Las historias que me habéis contado son propias de
un hombre frío y despiadado, que se ensaña con crueldad. Aun así, ninguno
me ha dicho que sea un bárbaro. Se las ha ingeniado para cultivar, incluso
más allá de las fronteras de su imperio, una imagen de impiedad sofisticada, 265
de implacabilidad inteligente. —El descomunal leopardo hizo una pausa para
ordenar las ideas—. Es obvio que se trata de un verdadero genio. Sus armas
son físicas, encarnadas en su ejército, y psicológicas, representadas por el
espanto que lo precede. Y cuando a esto se une su fama de hombre
inteligentísimo, realmente parece invencible.

—Vuestro análisis es impecable, mi señor Táraman —dijo Maggie en voz


queda—. Pero me temo que vuestro razonamiento tiene un fallo si estáis
insinuando que las historias que circulan sobre él no son del todo ciertas.
Veréis, los hechos confirman su fama. Es despiadado, es cruel y hasta ahora
ha sido invencible.

—Pero sus ejércitos han sido derrotados en ocasiones anteriores.

—Sí, pero nunca cuando él estaba al mando —puntualizó Maggie—. Incluso


cuando se veía superado en número por el enemigo, lograba imponerse con su
brillante táctica.

—Entonces va siendo hora de que aprenda las lecciones de los vencidos —


musitó Táraman en tono sombrío.

—Lo secundo —dijo Oskan.

Thirrin permaneció en silencio y volvió a caminar a un lado y otro. De repente


se paró en seco.
—¡Exacto! —exclamó. Todos se giraron hacia ella sabedores, por su tono de
voz, de que acababa de tomar una decisión—. Los hombres lobo nos han
dicho que Frostmarris parece desierto. Hasta dentro de una semana va a
hacer muy mal tiempo. Así pues, tenemos tiempo para prepararnos para la
partida. Cuando cesen las ventiscas, Táraman y yo encabezaremos la marcha
con la caballería rumbo a Frostmarris y defenderemos la ciudad. Elemnestra
vendrá detrás con la infantería. ¿Alguna pregunta? ¿No? Bien. Entonces,
¡adelante! ¡Quiero a la caballería entrenando en los establos cubiertos, y lo
mismo digo de la infantería! Maggie, convoca a todos los oficiales de logística y
a los tácticos. Oskan... quédate en la cama dos horas más. ¡Pero después
cuento con que estés alerta y participes haciendo aportaciones con sentido!

La habitación se vació tan rápidamente como si de una jarra volcada se


tratase, quedando solo Maggie con Primplepuss.

—Bueno, supongo que más me vale hacer lo que me han ordenado e ir a


llamar a los oficiales —dijo el sabio a la minina, que había dejado de ser una
cría y se había convertido en una adolescente de patitas largas. Pero antes el
hombrecillo se acabó la copa de jerez y a continuación encargó a Grimswald
que le llevase otra. Mientras soplasen las ventiscas de las Tierras de Hielo,
nadie iría a ninguna parte, así que diez minutitos de paz acá y allá no
afectarían en absoluto. 266

Hacía un día brillante y despejado, y el más frío desde que empezara el


invierno. Oskan había desaconsejado firmemente partir ese día, pero Thirrin
estaba decidida. Las calles se habían llenado de gente que desafió el frío para
salir a despedir a la reina y su asombrosa caballería, que marchaba hacia
Frostmarris. Lo muchedumbre observaba, maravillada, la doble columna de
jinetes y leopardos que resplandecía a la luz del sol invernal, adornada por las
volutas de vapor que desprendía su aliento al aire helado, inmóviles todos, a
la espera de que Thirrin y Táraman-Tar diesen la orden de echar a andar.

Oskan iba a lomos de su mula Jenny; había declinado con gallardía el confort
del trineo de los hombres lobo, por lo que ahora se lo veía en su montura
igual de cómodo que si estuviese sentado sobre un saco de cristales rotos,
mientras escuchaba las vehementes recomendaciones de Maggiore Totus, de
pie junto a su estribo:

—Acuérdate de usar con regularidad la cadena de transmisión de mensajes de


los hombres lobo. Debo estar informado de todo lo que vaya pasando. Si no sé
con precisión qué necesitáis y cuándo, no podré manteneros adecuadamente
abastecidos y conseguir que la logística funcione sin problemas.
—Mandaré un mensaje todas las noches tres horas después del anochecer.

—Bien. Y por supuesto, esta misma noche cuento con recibir el primero.

—Por supuesto —respondió Oskan, resignado.

Thirrin se giró en la silla de montar y echó un vistazo a la columna doble de la


caballería. Detrás estaban la infantería de los hipolitanos y los housecarls de
las Tierras de Hielo; ahora que el intenso entrenamiento y los equipos nuevos
dotaban a todos los soldados de la misma apariencia, le resultaba imposible
diferenciar a los de la guardia profesional de los de la milicia.

La joven reina lanzó una mirada a Táraman, quien guiñó un ojo lentamente
para indicarle que estaba de acuerdo. Luego, Poniéndose de pie en los
estribos, la reina dio la orden de iniciar la marcha, y los timbales, montados a
lomos de cuatro magníficos caballos, marcaron el ritmo de los pasos con un
retumbar profundo que resonó en las calles de toda la ciudad.

Elemnestra esperó a que la caballería se alejase al trote para ordenar a la


infantería emprender la marcha. También estaba al mando de su regimiento
personal de arqueras montadas. Las quinientas guerreras iban ataviadas con
su gorra característica y la chaqueta y los pantalones de vivos colores del
atuendo oficial hipolitano, y cada una llevaba su arco compuesto y cuatro 267
carcajes de flechas colgados a ambos lados de la silla de montar. El único
miembro de la infantería que iba a caballo era Olememnón, y solo porque la
basilea Elemnestra había insistido en ello. Él le había expuesto la
estrambótica idea de que, como comandante de infantería, tenía que viajar en
las mismas condiciones que sus hombres. Elemnestra pensaba que a veces el
pobre no se enteraba de que debía mantener cierta dignidad como consorte
suyo que era. Desde luego, no estaba dispuesta a poner en entredicho su
estatus a ojos del populacho. Bastante vergonzoso había sido que su esposo
se hubiese pasado casi toda la mañana con el consejero de la reina, ese
hombrecillo extranjero, despidiéndose de él y seguramente bebiendo
demasiado de aquel jerez del sur. A veces la elección de sus amistades
resultaba deplorable.

Ahora iba ligeramente por detrás de ella, montado en un caballo lo bastante


forzudo como para soportar el peso de su musculoso jinete y el del escudo y
las armas, también terriblemente pesados. La mirada de Elemnestra se cruzó
con la de su esposo y le sonrió, pero él se limitó a saludarla con gesto marcial.
«Bueno, que esté de mal humor si quiere —se dijo ella—; pronto bajará la
guardia, en cuanto el frío se le meta en los huesos por la noche y no haya
cantidad suficiente de mantas y pieles para mantenerlo caliente.» No había
nada como otro cuerpo humano para apretujarse contra él en las noches en
que el frío era capaz de helarlo a uno la sangre.
La caballería estaba saliendo ya al trote por las puertas de la fortaleza y
cruzando la ciudad. La gente que abarrotaba los lados del recorrido
prorrumpió en vítores. Thirrin iba haciendo leves inclinaciones de la cabeza a
derecha e izquierdo. Oskan se mostraba más fervoroso a la hora de devolver
los saludos a la multitud enfervorecida, e iba diciéndoles adiós con las manos,
acompañado por los gestos también efusivos de Jenny, que echaba hacia
atrás las largas orejas, abrigadas con sus calientes orejeras de lana, y lanzaba
fuertes y prolongados rebuznos, lo que le valió una mirada reprobatoria de
parte de Thirrin. Aun así, la mula siguió rebuznando como si nada.

En un intento por mitigar aquel guirigay, Thirrin empezó a entonar el himno


de la caballería, y al instante los jinetes y los leopardos se le habían unido
también con ganas. Pero Jenny, imponiéndose con fuerza al cántico militar,
prosiguió con su propia melodía. En cuanto hubieron salido por las puertas
de la ciudad y Thirrin pudo abandonar la compostura real, se giró en la silla.

—¿Tenías que dejarla que hiera eso? —le preguntó a Oskan.

—¿El qué?

—Sabes perfectamente a qué me refiero. ¡Qué manera de rebuznar! Y ahora


que lo pienso, creo que ya tuvimos unas palabritas respecto a las orejeras de
tu mula. ¡Con esa pinta y ese escándalo, debíamos de parecer un maldito 268
circo!

—En cuanto a sus rebuznos, no conozco ninguna manera de hacerla callar


cuando está en pleno ataque —replicó Oskan en tono digno—. Y las orejeras
son absolutamente necesarias para un animal que tiene las orejas tan
grandes como Jenny. Imagínate el retraso que causaría si empezase a sufrir
de congelación.

—Te aseguro que los síntomas de congelación en alguna parte de la anatomía


de ese animal no nos retrasaría ni un segundo. Si no estuviese en condiciones
de viajar, yo personalmente la dejaría tiesa —respondió Thirrin con puro
veneno en la lengua. Y como si se le hubiese ocurrido de repente, añadió—: ¡Y
qué bien que me lo pasaría!

Oskan y Jenny se sumieron en un silencio ofendido, muy digno, y


prosiguieron el viaje, Táraman se puso a hacer animados comentarios y
observaciones, tratando de mejorar un poco el ambiente. Pero ni los chistes
de Táradan lograban causar efecto en el silencio cortante que se impuso, y él
y el Tar se vieron obligados a continuar su solitario dialogo con un hilo de voz,
hasta que la tropa hizo un alto a medio día para comer.

Pero al poco rato Thirrin y Oskan ya se habían perdonado y conversaban


como si no hubiera ocurrido nada. Táraman-Tar los observaba desde su
altura descomunal y llegó a la conclusión de que no había manera de
entender a los humanos jóvenes, y menos aún a los que todavía no se habían
apareado nunca.

La caballería llevaba una delantera de varias millas respecto de la infantería,


tal como se había acordado. Si todo iba bien, Thirrin llegaría a Frostmarris y
en cuestión de un par de días la tendría bajo control; la infantería tardaría
aproximadamente cuatro o cinco días en unirse a ella, dependiendo de las
condiciones. Hasta el momento, las noticias de los espías lobo eran buenas: la
ciudad seguía sin ser ocupada y había rastro de tropas imperiales en las
calzadas de acceso. Todo indicaba que Scipio Bellorum estaba actuando con
cordura y quería consolidar su posición antes de lanzarse al norte. Quizá
hasta esperase la llegada de la primavera, como habría hecho cualquier ser
humano con dos dedos de frente. Pero Thirrin no contaba con ello.
Tratándose del general polipontano, prefería prepararse para lo inesperado.

Esa noche acamparon bajo un rutilante paisaje estelar que titilaba y brillaba
como si el firmamento mismo se hubiese congelado y estuviese cubierto de
cristales helados. Los soldados humanos disponían de tiendas hechas de
gruesas pieles en las que cabían hasta tres personas; cada una de las tiendas
tenía su fuego encendido a la puerta. Thirrin, Oskan, Táraman y Táradan se
acomodaron alrededor de su propia fogata, mientras disfrutaban de la
aromática mezcla del penetrante humo de madera y el olor limpio de la nieve. 269
Como ya habían tratado y analizado los planes que iban a seguir, de una
manera tan pormenorizada que el propio Maggiore Totus habría quedado
satisfecho, ahora se relajaban conversando amigablemente cerca del fuego.
Pero mientras charlaban, a Thirrin se le ocurrió una idea.

—Oskan, el rey Roble gobierna los bosques en estos momentos, ¿verdad?

—Sí, hasta que llegue el solsticio de verano, que es cuan-do lo sustituye el rey
Acebo. ¿Por qué?

—Quiero dar las gracias a Sus Duales Majestades por su apoyo durante
nuestra retirada de Frostmarris, y creo que sé cómo hacerlo. ¿Te ves capaz de
llamar otra vez a sus soldados?

—Sí, yo diría que sí.

—Bien. Mañana por la mañana, a primera hora, alcanzaremos las lindes del
bosque. Estate preparado para entonces.

Y no quiso decir nada más sobre el tema. Al poco rato a fue a dormir, ante la
mirada extrañada de todos los demás.

—Da la impresión de que a las humanas les gusta cultivar el misterio tanto
como a las hembras del pueblo de los leopardos —comentó Táraman-Tar, y
ronroneó como si le hiciese gracia todo aquello.
***

Al día siguiente emprendieron la marcha antes del alba. El de la nieve helada


bajo las pezuñas y las zarpas parecía amplificado por el silencio de la
madrugada, mientras el tintineo aterciopelado de las armaduras se elevaba
por encima de la columna de seis mil jinetes y leopardos cual suave brisa que
soplase entre árboles de acero.

Estaban empezando a dejar atrás el paisaje agreste y rocoso de las Tierras de


Hielo septentrionales, y se veían en el horizonte pequeños grupos de árboles.
En primavera y verano había campos de trigo y cebada a ambos lados de la
calzada, pero el invierno lo había ocultado todo bajo su manto monocromo.

Conforme avanzaban, el sudeste comenzó a palidecer y poco a poco la negrura


de la noche fue cediendo ante el rosa y el azul del amanecer. Entonces el sol
asomó y ascendió por el cielo, bañando la nieve en un fulgor de oro, de modo
que era como si estuviesen atravesando un fuego helado. Lentamente, la
calzada fue descendiendo hacia un ancho valle. Por fin divisaron el bosque a
lo lejos. La noche conservaba bajo sus lindes un puesto de avanzada, 270
mientras el viento, al rozar sus ramas, arrancaba a los árboles un sonido de
mar que llegó a los oídos de todos ellos.

—Oskan —dijo Thirrin—, prepárate para llamar al rey Roble en cuanto te


avise.

Él estaba detrás de la reina y el Tar, y espoleó a Jenny para que se adelantase


un poco.

—Estaré preparado. Pero ¿qué es exactamente lo que quieres que diga?

—Tú solo llámalos. Me encargaré de ser mi propio heraldo en cuanto llegue el


momento.

Todavía tardaron dos horas más en alcanzar los primeros árboles. Una vez
allí, Thirrin ordenó parar. Oskan se apeó esperó a que dos cornetas tocasen
una fanfarria cuyo eco resonó por todo el bosque. A continuación, dando un
paso al frente, dijo:

—Saludos a su majestad el rey Roble, monarca del bosque y de todos los


sitios salvajes a partir del solsticio de invierno. Saludos también a vuestro':
hermano, el rey Acebo, monarca del bosque y de todos los sitios salvajes a
partir del solsticio de verano. La reina Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de
Tilo, Lince del Septentrión, os envía sus felicitaciones, al igual que su aliado
lord Táraman, Centésimo Tar de los Leopardos de Nieve, Señor de las Placas
de Hielo y Azote de los Trols de Hielo.

El eco de su voz se desvaneció entre las sombras de los árboles y se hizo el


silencio más absoluto. Hasta el viento paró, y todo quedó sumido en una
calma sobrenatural. Pero justo cuando Oskan tomaba aliento para repetir la
llamada, se desató en todo el bosque un furibundo vendaval, como si alguien
hubiese abierto la puerta a un huracán que ululó y rugió por todo el lugar.
Luego volvió a cesar por completo. De la oscura maraña de arbustos salió una
división de soldados. Tenían la piel del color gris verdoso de la corteza de los
árboles, los ojos del verde brillante de las hojas de roble recién abiertas y la
armadura tan lustrosa como las bellotas tiernas.

Entre las tropas humanas y los leopardos se extendió un murmullo, y los


caballos relincharon, nerviosos. Thirrin levantó la mano para exigir silencio y
desmontó de su corcel.

—Bienvenidos, soldados del rey Roble. Transmitid a vuestro soberano mis


saludos amistosos y mi gratitud, así como este mensaje: la reina Thirrin de
las Tierras de Hielo cede de buen grado a Sus Duales Majestades el valle que
abarca desde las tierras altas hasta las lindes de su bosque. Con toda
cordialidad, les propone que lo llenen de árboles y vida salvaje, y que de ese 271
modo extiendan las fronteras de sus dominios a perpetuidad. Comunicadles
que la reina Thirrin se le ofrece en gesto de gratitud por la ayuda que le
brindaron contra sus enemigos y por el socorro que dieron a su pueblo
durante su retirada al norte.

Tras un silencio, un soldado de roble dio unos pasos si frente y levantó la


lanza a modo de saludo. El resto de la división empezó a golpear las lanzas
contra los escudos y el bosque entero resonó con un estruendo ensordecedor.
Luego, conforme se desvanecía el sonido, el viento volvió a soplar hasta llenar
el bosque y los soldados de roble retrocedieron para ocultarse de nuevo entre
los arbustos. El viento cesó. En la quietud posterior, se oyó la hermosa y
refinada voz de Táraman-Tar:

—He tenido la suerte de vivir para ver maravillas con las que no habrían ni
soñado nuestros poetas. Me encuentro ahora debajo de unas plantas gigantes
que arañan el cielo con sus ramas, he aliado a mi pueblo con los humanos
que pueblan nuestras leyendas, y he visto soldados hechos y moldeados con
la materia de la tierra. ¡Qué época está en que me ha tocado vivir! ¡Qué vida
he tenido la suerte de disfrutar! Si muriese en esta guerra, no habría motivos
para entristecerme. ¡He tenido más riqueza de la que se puede medir, y lucho
por unos amigos que son mejores que los mejores de todos y que se cuentan
entre los favoritos del Único!
Dicho eso, echó atrás la cabeza y emitió un rugido que retumbo entre los
árboles y subió hacia el cielo cual estandarte de sonidos, que ondeó al viento.
Al instante respondieron sus leopardos. El grandioso rugido hizo alzar el
vuelo a millares de cuervos en varias millas a la redonda.

272
Capítulo 23

F
rostmarris se elevaba en medio de la llanura que se extendía ante ellos,
prístina en su manto de nieve. Los hombres lobo blancos que habían
tirado del trineo de Thirrin en el viaje a las tierras del norte actuaban
ahora como exploradores; la reina los había enviado a examinar el terreno
para confirmar que realmente la ciudad no estaba ocupada. Mientras, la
caballería aguardó escondida en el bosque. Hacía más de una hora que se
habían ido los hombres lobo, y Thirrin empezaba a plantearse que tal vez
debiera enviar algunos jinetes para ver qué estaba pasando cuando de
repente, en el aire gélido, se oyó a lo lejos un aullido casi imperceptible.

—¿Qué dicen? —preguntó Thirrin a Oskan con impaciencia.

Pero él levantó la mano para hacerla callar y poder concentrarse mejor.

Al final dijo:

—Frostmarris no está ocupada por humano alguno.


273
—¿Qué significa eso? —preguntó Thirrin, contrariada.

Él se encogió de hombros.

—Solo repito sus palabras exactas. Supongo que significa que no hay ningún
batallón del Imperio y que no se ha producido ninguna invasión.

Táraman-Tar estaba olisqueando la brisa procedente de Frostmarris, y al cabo


de un ratito, dijo:

—Por su olor, la ciudad está vacía. No huelo a humanos ni a caballos, ni a los


amigos canes ni a los compañeros gatos. Solo a ratas, ratones y criaturas
pequeñas. Frostmarris está esperando que vuelvan a habitarla.

Thirrin asintió.

—Entonces adelante. Mi capital nos aguarda.

La caballería se lanzó hacia la llanura en formación de hilera doble de


caballos y leopardos. Los jinetes cabalgaban a paso ligero, con las lanzas en
alto y los pendones agitándose al viento, mientras Thirrin y el Tar avanzaban
con porte señorial. Justo detrás iba trotando Jenny, que no paraba de sacudir
las orejas forradas de lana y emitir de tanto en tanto rebuznos como hipidos,
que Oskan procuraba interrumpir al instante tirando con fuerza de las
riendas.
A aquel paso ligero, pronto recorrieron la distancia que separaba el bosque de
la ciudad. La tensión iba en aumento conforme se acercaban a las puertas
principales. El sol del atardecer parecía una llamarada al reflejarse en la gran
campana del Solsticio, que colgaba encima de la barbacana. Thirrin iba
inclinada hacia adelante, y solo haciendo grandes esfuerzos logró dominar el
impulso de echar a galopar. De pronto apareció en la puerta Grinelda, la
capitana de los hombres lobo blancos; levantó la cabeza y lanzó un aullido a
modo de saludo. La caballería subió en un periquete el sendero de acceso al
rastrillo y allí se detuvo.

Las puertas de Frostmarris estaban abiertas de par en par. Por el largo túnel
de entrada soplaba un viento helado. En circunstancias normales, la ciudad
habría olido (o, más bien, apestado) a humo de leña, boñigas, ganado,
caballos, tahonas, carne asándose, cerveza y humanidad en general. Pero
ahora solo olía al aroma del invierno: nieve, hielo y vacío.

Oskan miró a Thirrin, pensando que se disponía a soltarles un largo discurso


enardecedor sobre la necesidad de reclamar sus derechos y sobre el
simbolismo de una Frostmarris reocupada. Pero no fue así. Thirrin estaba
pálida y miraba fijamente el túnel de acceso, y solo pasado un rato dijo:

—Adelante. Entremos. 274


Mientras iban cruzando el túnel y emergían al otro lado, fue rodeándolos el
eco de la trápala de las herraduras al pisar el adoquinado de la ciudad. Las
calles, cubiertas de un manto inmaculado de nieve virgen, tenían un aspecto
impecable. Oskan nunca las había visto tan limpias. Solo acá y allá se veían
las huellas de los exploradores lobo, casi humanas, delatando qué
construcciones y calles habían inspeccionado en busca de alguna señal de
invasión. No habían encontrado nada; en la ciudad no había ni un alma.

Thirrin encabezó la columna doble de la caballería por la calle principal, que


ascendía suavemente hacia el palacio. También allí las puertas estaban
abiertas. Desmontó y cruzó a pie el ancho patio, tirando de las riendas de su
caballo. Luego dio media vuelta y gritó unas cuentas órdenes a sus
comandantes, que se apresuraron a guardar a los caballos en los establos,
comprobar el estado de los barracones y colocar centinelas en las murallas de
la ciudad y la fortaleza. A continuación se encaminó a la doble puerta el Gran
Salón y, seguida por Oskan y Táraman-Tar, las abrió y entró en el palacio.

Después del resplandor del brillante día invernal, el salón parecía tan negro
como la noche. Poco a poco fueron acostumbrándose a la penumbra, hasta
ver bien el interior de aquel espacio enorme, oscuro y cavernoso. El tejado, de
vigas ensambladas, seguía decorado con sus viejos estandartes de antiguas
batallas, y al fondo se veía el enorme trono de madera de roble, en su tarima.
Thirrin se dirigió al trono; sus pisadas resonaron con fuerza contra el suelo de
piedra. Al llegar al estrado, subió con agilidad y presteza, e imbuida de una
sensación inconsciente de ceremoniosidad, tomó asiento.

—¡Traed luz y vida a este lugar tenebroso! —exclamó, y su voz retumbó en


todo el recinto, que se llenó al instante de soldados y sirvientes prestos a
encender las antorchas que recorrían las paredes.

Un grupo de housecarls metió a rastras un tronco enorme y lo depositó en el


hogar central. Después le hicieron una reverencia a Thirrin y echaron unas
antorchas encendidas y trozos de carbón a la lumbre, creando al instante una
fuerte llamarada.

—¡Traed comida! ¡Traed pan y carne, cerveza e hidromiel! ¡Traed sal y dejadla
en una mesa delante de mí! —siguió ordenando Thirrin, sin saber de dónde le
llegaban a la mente todas esas palabras, pero feliz de dejarlas salir.

Iban entrando cada vez más criados. Unos colocaron rápidamente una mesa
delante del trono, otros corrían por los pasillos de más allá del Gran Salón
para ir a buscar todos los elementos y utensilios propios de un hogar con
vida. A toda prisa, abrían puertas y armarios, contraventanas y ventanas,
haciendo correr el aire, dejando entrar la luz del día.
275
Los soldados, tanto humanos como leopardos, fueron pasando del patio al
salón. Ante ellos vieron a la reina sentada en el trono de las Tierras de Hielo, y
a su lado la poderosa figura de su aliado lord Táraman, Tar de las Placas de
Hielo, mientras en la escalinata de la tarima estaba sentado el consejero real,
Oskan el Brujo. Los soldados guardaron un silencio de admiración al ver a la
joven reina guerrera, al descomunal leopardo y al poderoso y joven brujo. Pero
a los pocos minutos todos prorrumpieron en ovaciones ensordecedoras,
mezcladas con rugidos felinos y aullidos lobunos.

—¡Hemos vuelto! ¡Hemos vuelto, soldados míos y estimados aliados! ¡Y


mientras estemos con vida, nunca más volveremos a abandonar la ciudad! —
dijo Thirrin a la concurrencia; su voz sonó tan aguda y fiera como el grito de
un halcón en el momento de la caza—. ¡Cerrad las puertas al invierno y a
nuestros enemigos, y preparémonos para defender las Tierras de Hielo cuando
llegue la primavera!

Una vez más resonaron los vítores, llenando todo el espacio hasta las vigas
del techo. Y por encima de ellos pudieron oírse, procedentes del patio, los
agudos rebuznos de Jenny, que también quería participar en la celebración.
Fuera, entre las sombras de la ciudad, en las casas y los sótanos, en secretas
alcobas y desvanes cerrados con llave, se podía notar una extraña agitación.
Eran los fantasmas y los duendes, que susurraban y murmuraban de manera
casi casi inaudible, y se deslizaban y flotaban de forma casi casi invisible. Se
alegraban del giro que habían dado los acontecimientos, pues eran ellos
quienes habían expulsado a la pequeña guarnición de soldados polipontanos,
la cual había acabado pereciendo en la nieve. Eran ellos quienes habían
rondado los movimientos de los ocupantes de la ciudad. Y quienes los habían
acompañado en la oscuridad de la noche durante los turnos de vigilancia,
llenándoles a fuego lento la cabeza de miedo, que al final se había convertido
en auténtico pavor y los había vuelto locos.

Varios de ellos habían muerto por los disparos de sus propios camaradas, que
habían llegado a la acertada conclusión de que estaban poseídos. Otros se
habían tirado de las almenas de madrugada, prefiriendo el suicidio a hacer
frente a eso tan espeluznante que creían tener a la espalda. Y cuando,
finalmente, los supervivientes de la guarnición decidieron arriesgarse a
buscar refugio en el bosque, los fantasmas los siguieron hasta las puertas de
la ciudad, susurrando, riéndose al oído y viendo cómo salían despavoridos a
la tormenta que aullaba sin cesar y lo arrasaba todo al otro lado de la
barbacana.
276
Los fantasmas y los duendes estaban contentos con la nueva situación. La
reina había regresado, y la acompañaban unos cuantos de los suyos; algún
día volverían todos los habitantes y ellos podrían colarse otra vez en sus
pensamientos y recuperar su papel de trama y urdimbre de leyendas y
cuentos, hacerles compañía en las largas noches de invierno, al calor del
hogar, revivir de nuevo en la mente de las criaturas que respiraban, en la
sangre que todavía fluía, en los sentimientos que seguían alborotando unos
nervios capaces aún de sentir.

Durante una o dos noches, los fantasmas se pasearon por las calles con
cuidado de no asustar a esos soldados compatriotas ni a sus aliados. Durante
una o dos noches, los guardianes apostados en las murallas solo pudieron
percibir aquí y allá una lucecita fugaz o un sonido semejante a una risa
flotando en el viento. Pero después los fantasmas volvieron a recogerse en sus
sombras y a guarecerse en la oscuridad de la ciudad, a esperar en los
sótanos, desvanes y recónditas alcobas secretas. Allí aguardaron el regreso de
sus moradores para devolver toda la fuerza a sus leyendas.

Elemnestra llegó a la ciudad dos días después. Así, los soldados acuartelados
en los barracones y en las viviendas de todo Frostmarris sumaban un total de
treinta mil. La calzada norte se transformó en una ruta de abastecimiento de
víveres procedentes de la provincia de los hipolitanos, y la caballería se
encargaba de vigilarla a diario. En el transcurso de las siguientes semanas se
pusieron en práctica los planes defensivos; se había decidido no aguantas un
asedio atrapados en Frostmarris, así que se procedió a cavar unas trincheras
profundas y a formar muros de contención, labor ardua y penosa teniendo en
cuenta que el terreno estaba helado. También se formaron unos círculos
concéntricos en torno a la ciudad que llegaban hasta las lindes del bosque,
hasta el punto en que la calzada penetraba en él. En algunas zonas los treinta
mil soldados quedaban un poco demasiado distanciados entre sí, pero se
esperaba que para la primavera contaran con los refuerzos de las milicias
procedentes de distintas regiones del país. Seguían juntándose hombres lobo,
tal como rezaban las informaciones, pero el proceso era lento. Sin duda, hasta
la primavera no se habría completado la agrupación. En cuanto a los reyes de
los vampiros, continuaban tan escurridizos y enigmáticos como de costumbre.
Iban por su cuenta y no se ajustaban a las normas de los demás, así que
acudirían a ayudar cuando a ellos les pareciese oportuno.

Entretanto, los exploradores del pueblo lobo proseguían con la misión de


espiar a Scipio Bellorum, y transmitieron el mensaje de que estaban
produciéndose grandes movimientos de tropas a través del paso fronterizo del
Imperio. En Inglesby, al sur del país, donde Bellorum había montado su
277
cuartel general, podía notarse ya el primer soplo de la primavera. No es que
hubiese comenzado el deshielo, pero por las noches ya no se oía
resquebrajarse la piedra de las casas por culpa del frío helador, y en los ratos
más tibios del día daba la sensación de que el hielo y la nieve solo
necesitaban un empujoncito más para empezar a derretirse en cualquier
momento.

Bellorum, como todo general brillante, estaba muy atento a su entorno y


percibió enseguida el cambio atmosférico. Sonrió con su mueca sombría y
mandó más mensajeros a echar un vistazo al otro lado del paso fronterizo.
Estaba reuniendo a sus huestes y pronto estaría listo para lanzar el ataque.
Por delante tenía cuatro días de marcha para llegar a la capital de ese
pequeño reino. Sin embargo, era demasiado prudente como para iniciar el
avance hacia el norte sin haberse asegurado antes la retaguardia. Había
aprendido la lección aquel invierno, al perder a miles de soldados en una
ventisca por haberlos enviado precipitadamente a apoderarse de la capital.
Ahora había recuperado por completo el control de sus instintos. En esa
Comarca Meridional, como la denominaban sus zafios habitantes, había dos
ciudades y tres poblaciones grandes, a las que era absolutamente preciso
capturar y ocupar antes de avanzar hacia Frostmarris. Esa vez no quería
dejar nada al azar. Las Tierras de Hielo requerían una guerra que siguiese un
plan preciso y se llevase a cabo sin la menor muestra de piedad, y ambas
cosas —la precisión y la falta de piedad— eran su punto fuerte.

Estiró las elegantes piernas hacia el fuego que ardía ante él en el hogar, y
pidió vino a su sirviente. Antes de ponerse realmente manos a la obra,
tendrían que esperar unos diez días más, como mínimo, y, al igual que
muchos veteranos guerreros, estaba decidido a saborear el lujo del descanso
mientras pudiera. Sus oficiales del alto mando podrían ocuparse de las
labores logísticas básicas; él, como verdadero artista de la guerra, aguardaría
a que el lienzo estuviese preparado para la mano del maestro.

Thirrin y Oskan contemplaron la llanura desde el punto más elevado de las


almenas de la ciudad. La luna estaba en cuarto creciente y bajo su suave luz
la tierra helada brillaba cual bandeja llena de diamantes escarchados.

—¿Te acuerdas del viaje al Centro del Mundo? —preguntó Thirrin—. Qué
curioso: es como si hubiese sido ayer mismo y, a la vez, en otra vida.

—Sí —coincidió Oskan—. Como si hubiese pasado ayer y hace años. En ese
momento no lo habría dicho, pero ahora siento que ha sido uno de los
278
mejores episodios de mi vida. Nada en que pensar, salvo en el viaje que
teníamos por delante. Nada más que temer, salvo el hecho de poder morir por
el camino, lo cual de alguna manera contribuyó a que todo lo demás dejase de
tener importancia.

Thirrin se arrebujó en su capa y dijo:

—¿Sabes?, hubo un momento en que habría deseado que el viaje durase toda
la eternidad. Acabábamos de ver las luces del septentrión, el cielo parecía en
llamas y los hombres lobo corrían en medio de aquella oscuridad casi total. Y
yo me sentí completamente… en paz. No encuentro otra manera de
expresarlo. Estoy segura de que si hubiésemos muerto en ese instante,
habríamos entrado directamente en la eternidad….

Oskan la miró.

—¡Eh! ¿Y mi reina guerrera, dispuesta a pelear por su sitio en el Walhalla?

—Solo está un poco cansada, Oskan. Y asustada.

A Oskan no se le descolgó la mandíbula de milagro; se contuvo en el último


instante y recobró la compostura.
—Bueno, apuesto a que el más curtido de los housecarls está orinándose
encima. Nos enfrentamos a Scipio Bellorum y sus disciplinados chalados.
Tienes derecho a estar asustada; todos lo tenemos.

Thirrin no dijo nada durante un rato. Cuando finalmente habló, había


retornado a su voz un poco del acero habitual que la caracterizaba.

—No quiero que creas que me asusta morir. No es eso. En absoluto. Más bien
me asusta fracasar, dejar en mal sitio a la Casa del Escudo de Tilo. Llevo
sobre los hombros siglos de expectativas y responsabilidad. Todo el mundo
quiere que le diga lo que tiene que hacer, y al mismo tiempo quieren que esté
a la altura del legado de los Hombres de Hierro, los Osos del Septentrión y las
Doncellas de la Lanza. Y, simplemente, a veces es demasiado…

Incapaz de pensar en nada constructivo que decir, Oskan le rodeó los


hombros con el brazo y susurró:

—Para mí basta con que seas Thirrin.

En aquel momento sonaron a sus espaldas las fuertes pisadas de un soldado


de la guardia real, y los dos jóvenes se separaron de un brinco como si
alguien los hubiese reprendido. Por la angosta pasarela avanzaba el capitán, y
tras él iba Táraman-Tar. 279
—Decid, capitán Osgood —le ordenó Thirrin con cierto exceso de celo en la
voz.

—Todo tranquilo, mi señora. Aparte de un imbécil que ha resbalado en la


escalera y seguramente se ha roto la muñeca. Si mi señor Oskan pudiese ir a
echarle un vistazo…

—Mi señor Oskan tiene bastantes cosas que hacer como para cuidar a todo
soldado de la guardia medio beodo que dé un traspié en el hielo.

—En realidad se trata de un soldado de la caballería, señora —replicó el


capitán Osgood.

—¡Bueno, lo mismo da! Mi consejero está demasiado ocupado.

El capitán se cuadró sin decir nada más y prosiguió con la ronda. Táraman-
Tar miró a su aliada inquisitivamente.

—He estado meditando acerca del aspecto curativo de las cosas, Thirrin.
Acaba de recordármelo el capitán Osgood —dijo Oskan—. Lo tenemos casi
todo listo, pero todavía no han llegado las brujas con sus habilidades
curativas y aún queda mucho para tener totalmente preparada la enfermería.
Convertir un viejo establo en un recinto dedicado a sanar a la gente requiere
mucho trabajo. Y yo no he aportado mi granito de arena a la empresa. Creo
que será mejor que vaya a echarles una mano.

—Si lo consideras necesario, adelante —respondió Thirrin, advirtiendo la


sensatez del comentario, pero todavía un poco confusa tras el abrazo de
Oskan.

—Bien. Pues me encargaré de ello enseguida. Y mientras tanto echaré un


vistazo a la muñeca de ese soldado —dijo, y se fue a toda prisa, como si se
sintiese culpable de algo.

—La reina y su brujo parecen algo incómodos —observó Táraman-Tar en


cuanto Oskan los hubo dejado a solas.

Thirrin lo miró, irritada.

—Ya es bastante malo tener solo catorce años, como para, además, haber de
participar en una guerra y dirigir al mismo tiempo un país entero. ¿Y os
extraña que «la reina y su brujo parezcan incómodos»?

—No, supongo que no. Pero a veces hasta los guerreros han de reconocer que,
antes que nada, son solo personas. Y las reinas que todavía son unas niñas y
los brujos que todavía son unos niños deberían permitirse de vez en cuando
comportarse como los jóvenes que son.
280
—No tenemos tiempo para eso, Táraman.

—Supongo que no. Hay muchos que están pensando en el momento en que
pase la guerra para empezar a vivir de nuevo la vida.

—Si eso es un burdo intento por decirme que hay gente en peor situación que
yo, ahorraos la energía. Soy perfectamente consciente. Pero no por ello resulta
más fácil ocuparme de mis propios problemas —replicó Thirrin, molesta—. Si
os soy sincera, creo que si alguien se consuela al pensar que siempre hay
otros en peor situación que uno mismo, esa persona tiene que ser de lo más
triste e insufrible. ¡Si me tuerzo la muñeca, pensar que otro se ha partido la
pierna no hace que me sienta más feliz!

—Bueno, con eso ya me ha quedado todo claro —dijo Táraman de buen


humor—. Ahora que me habéis puesto en mi sitio, ¿podría sugerir
humildemente que entremos y tomemos un poco de ese ponche caliente de
vino y especias que bebimos con Olememnón?

De repente, Thirrin sonrió y abrazó al leopardo gigante.

—¡Oh, lo siento, Táraman! Llevo unos días muy impertinente con todo el
mundo. Supongo que estoy harta de esperar a que empiece a pasar algo. Me
muero de ganas por ponerme manos a la obra y llegar al final que me esté
destinado.

—Bueno, lo mismo digo. Pero mientras podamos respirar tranquilos, tratemos


de disfrutar del momento. —Un ronroneo profundo vibró en su pecho y el
leopardo soltó una risa—. Olememnón me ha desafiado a una competición: el
primero que caiga dormido de tanto beber pierde. Creo que ha llegado el
momento de recoger el guante.

—¿Os parece una buena idea? A Elemnestra no va a hacerle ninguna gracia.

—¿Ah, no? Mejor. Venid, vos podríais hacer de árbitro.

281
Capítulo 24

L
a primavera fue despertando lentamente de su sueño invernal,
expandiendo su verdor y su nueva vida desde el sur. Con el deshielo,
los ríos y arroyos empezaron a correr, y la tierra a emerger de debajo de
la gruesa capa de hielo, a medida que el frío iba aflojando la mano de hierro
que lo hacía todo desde hacía meses.

Cuando el viento soplaba en la dirección correcta, los centinelas podían oler


ya desde las almenas de Frostmarris el rico aroma de la tierra del bosque o
del verdor de los brotes nuevos. Por todas partes las flores silvestres alzaban
al sol sus delicadas cabezas coronadas de pétalos. Al principio, la neblina
blanca y resplandeciente que formaban las flores de la nieve tornaba borrosos
los contornos de la tierra, pero poco a poco, conforme subían las
temperaturas, otros colores calaron la superficie: azules frescos, amarillos
brillantes y rojos intensos. Pronto, los bosques y las praderas de alrededor de
Frostmarris, teñidos de color, parecían sacados de la cesta de labores de una
tejedora, expuestos al sol cual página de algún manuscrito bellamente
iluminado. Los soldados de la guardia real se divertían mirando desde las 282
murallas a los leopardos de nieve, que al no estar acostumbrados a un mundo
sin hielo, corrían y brincaban por los campos de vivos colores. Vistos de lejos
y desde tan arriba, semejaban gatitos jugando en una alfombra ricamente
tejida.

En la llanura, los ingenieros podían levantar los muros de contención y cavar


las trincheras con mucha facilidad, ahora que la tierra se reblandecía con el
calor. Y los círculos defensivos de alrededor de la capital dibujaban ya tres
hileras que iban desde la Gran Calzada y las lindes del bosque, al sur,
recorrían un amplio arco ininterrumpido hacia el este, y se enroscaban sobre
sí mismos para seguir por el oeste hasta un punto al norte de la ciudad, por
encima de la Gran Calzada. Los ingenieros, siguiendo las instrucciones de la
reina Thirrin, solo se habían adentrado unos metros en el Gran Bosque con
las trincheras y los muros de contención, pero, curiosamente, los arbustos
que rodeaban y se intercalaban entre los extremos finales de los anillos
defensivos crecieron con una densidad increíble en cuestión de días.

Ahora que se podía viajar mucho más fácilmente, empezó a acudir la milicia
desde la ciudad y los pueblos cercanos, con casi sesenta mil soldados. La
ciudad y la fortaleza se llenaron enseguida de voces que daban órdenes y
pasos de marcha, pues había que entrenar a la milicia para que se pusiese al
nivel que se esperaba de ella. Y una vez más los leopardos de nieve tuvieron
que acostumbrarse a que los mirase con la boca abierta toda la gente que no
había visto en su vida criaturas tan asombrosas.

Pero con la nueva estación y las renovadas esperanzas, llegaron también


funestos recordatorios de Scipio Bellorum. En efecto, la calzada sur se llenó
enseguida de refugiados que llegaban huyendo de sus soldados. Había
emprendido su guerra y estaba asolando ya los dominios de las Tierras de
Hielo. Había caído la primera ciudad de la recién iniciada campaña. Entre
civiles, había varios contingentes de housecarls que se habían batido en
retirada ante una situación desesperada y así habían podido actuar como
fuerza de retaguardia para proteger a los fugitivos y poder luchar de nuevo en
el futuro junto con las huestes de la reina. Esos soldados proveyeron de
valiosas informaciones a los comandantes de la fuerza defensora. Al oír las
novedades, Thirrin llamó a los arqueros, en especial a los que empleaban arco
largo.

Después de dejarlos descansar unos días, mandó a los refugiados al norte, a


la provincia de los hipolitanos, lejos del peligro inminente, mientras los
defensores fijaban toda su atención, seriamente, en el sur. Los espías lobo
prosiguieron con su transmisión de información en cadena; las noticias que
llegaban eran desazonadoras. Las tropas polipontanas estaban cruzando la
frontera masivamente y, pese a que las ciudades asediadas resistían con 283
denuedo, pronto hubo noticias de su caída, una tras otra.

Para Thirrin, ésa fue la peor fase. Ella quería llevar a sus huestes al sur, a
luchar contra del invasor, pero el sentido común le decía que la única
esperanza de vencer era combatir desde su fuerte posición defensiva y esperar
a sus aliados. Y ése era otro problema; entre los soldados empezaba a circular
el rumor de que los hombres lobo y los vampiros no llegarían nunca, que su
odio a los humanos era demasiado grande y que de buen grado verían cómo el
enemigo destruía las Tierras de Hielo. Thirrin y Oskan hicieron todo lo posible
por acallar las voces alarmistas, recordando a todos que los leales hombres
lobo blancos estaban trabajando de exploradores e integraban también la
cadena informativa. Pero no sirvió de nada; la mayoría pensaba que no eran
más que un señuelo enviado por el rey lobo, que los había entregado como
sacrificio en aras de un bien mayor: el de ver por fin caer a las Tierras de
Hielo. Si los defensores creían que los aliados se encontraban realmente en
camino, aguatarían y lucharían con más seguridad y eficacia.

Pero, a pesar de aquella oleada de pesimismo, la mayor parte del ejército no


solo estaba resignada a luchar, sino incluso ansiosa por hacerlo. Querían
infringir todo el daño posible a la máquina de guerra polipontana. Era un
orgullo plantar cara valerosamente al mejor ejército que pudiera albergar el
mundo conocido, y si conseguían dejarlos bien cubiertos de sangre, lo
recordarían mucho tiempo después de finalizada la contienda.
Thirrin y sus consejeros llegaron a la conclusión de que ésa era la mejor
actitud que cabía esperar, y se esforzaron por suscitar entre sus soldados un
deseo de venganza, algo que pudiese añadir fiereza a la resistencia.
Elemnestra fue especialmente hábil a la hora de instilarles sed de sangre. Se
ponía al frente de sus escuadrones de arqueras montadas, y todo el que las
veía las jaleaba y animaba como si estuviesen presenciando una carrera. Las
arqueras viraban y se abalanzaban sobre la línea de estacas clavadas en la
tierra a modo de blancos, guiando a los caballos solo con las rodillas y
disparando una lluvia de flechas al acercarse a la hilera, momento en que
giraban para avanzar en paralelo a ellas y descargar otra lluvia de flechas sin
dejar de galopar como locas. Entonces, el escuadrón giraba otra vez para
arremeter en sentido contrario y, al galope, se ponían de lado en la silla de
montar para disparar otra tanda más de saetas. ¡Así se detenía a los
polipontanos! ¡Así se les enseñaba que el territorio de la Tierra de Hielo
costaba caro! Los soldados que presenciaban aquellas demostraciones se
marchaban enardecidos, ardiendo en deseos por asestar un duro golpe al
Imperio y obligarlo a retirarse a sus dominios, al otro lado de las montañas.

Pero el regimiento de las hipolitanas, bajo el mando de Elemnestra, no


reconoció ni una sola vez la adoración con que las observaban los soldados.
Cuando volvían a la ciudad y atravesaban las calles a trote, iban siempre muy
serias y no miraban a derecha ni izquierda camino de la ciudadela. Eran la
284
élite del ejército hipolitano. Habían consagrado su vida a servir a la Diosa en
el campo de batalla, y solo su comandante, la basilea de la provincia, tenía
derecho a contraer matrimonio.

La mitad del ejército hipolitano, como mínimo, estaba compuesto por mujeres.
Por lo general combatían junto a los hombres en regimientos mixtos, o bien
en compañías hermanadas con las divisiones masculinas que
complementaban sus habilidades guerreras. Pero únicamente las integrantes
de los escuadrones de arqueras montadas se consideraban las mejores entre
las mejores. Ellas habían preservado la pureza de la cultura hipolitana y
vivían igual que vivió su pueblo en los refugios de la montaña de su patria
primigenia. Eran orgullosas y poderosas, y su uniforme de pantalones
ricamente bordados, chaqueta acolchada y gorra escarlata con protectores
para la cara había permanecido inmutable desde hacía cientos de años. Y
cuando los housecarls de las Tierras de Hielo las veían pasar, muchos podían
distinguir los rasgos familiares de su propia reina en el semblante serio de
aquellas jóvenes de pómulos altos y gláciles ojos grises.

Pero, a pesar de la sombría euforia que sentían los soldados al prepararse


para la contienda, muchos seguían murmurando que los aliados no
aparecerían y que las fuerzas polipontanas los aplastarían. Y como para
confirmar la destreza militar del enemigo, los refugiados que llegaban del sur
seguían llenando las calles de Frostmarris de historias de crueldad y ejércitos
numerosísimos.

El día en que llegaron los últimos exiliados, al límite de sus fuerzas, fue un
día de finales de primavera especialmente soleado. Provenían de Barrowby, la
última ciudad de la Comarca Sur que había resistido el ataque de Scipio
Bellorum. Antes de que los soldados imperiales se adjudicasen la victoria, el
gobernador de la ciudad había abierto una portezuela secreta que había en
las murallas, y los civiles, junto con una escolta de housecarls, habían salido
aprovechando la oscuridad de la noche. Aun así ninguno habría salvado el
pellejo de no haber sido por un grupo de exploradores lobo, que los había
acompañado sanos y salvos hasta Frostmarris.

Thirrin habían pasado la mañana con Oskan, hablando con los exiliados y
tratando de secarles hasta el último detalle sobre los ejércitos imperiales. Pero
poco averiguaron que no supiesen ya, así que retornaron decepcionados e
inquietos del campamento temporal de los refugiados.

—Ahora Bellorum tiene el control de todo el sur. Se ha asegurado la


retaguardia y puede marchar hacia aquí en cuanto le plazca —señaló Thirrin
amargamente.

—Entonces no hay nada nuevo de lo que debamos preocuparnos —replicó 285


Oskan, determinado a contrarrestar el pesimismo de Thirrin con la actitud
más positiva posible.

—Supongo que no. Solo de la habitual desventaja apabullante que supone


enfrentarse a un general que no conoce la derrota y a un ejército muy bien
entrenado y motivado, contra el que mandaremos la milicia a medio entrenar.
Vamos, que no tenemos realmente nada de lo que preocuparnos.

De pronto, llevado por la frustración, Oskan dio una patadita en los costados
de Jenny, que hipó del susto.

—¡Oye, los soldados de la guardia real y los hipolitanos a duras penas son
una «milicia a medio entrenar», como tú dices! La única batalla que se ha
librado entre el Imperio y los ejércitos de las Tierras de Hielo terminó en
tablas cuando tu padre acabó con ellos, justo después de las fiestas del
Solsticio de Hiemal. ¡Y las milicias verdaderamente a medio entrenar que han
defendido las ciudades de la Comarca Sur lo han hecho tan bien que han
demorado la campaña de Bellorum varias semanas! ¡Así que imagínate lo que
podemos hacer con nuestro ejército entrenado y nuestros nuevos aliados!

Thirrin guardó silencio mientras su caballo y la mula del brujo se acercaban a


paso lento a Frostmarris. Pero al cabo de un rato, dijo:
—Sé que tienes razón. Por lo menos tenemos media oportunidad. Solo
necesitaba decirle a alguien lo que están diciendo todos los demás. Y ése eras
tú, me temo. Pero si alguna vez repites una sola palabra que yo te haya dicho,
me encargaré personalmente de arrancarte la lengua. —Miró entonces al otro
lado de la pradera, en dirección a la Gran Calzada—. Ahí llega otra caravana
de suministros del norte. ¡Vamos, te echo una carrera!

Su corcel de guerra salió disparado. Oskan se quedó dónde estaba, pero de


repente Jenny dio un brinco hacia delante, pillándolo por sorpresa, y echó a
galopar detrás de Thirrin. La tozuda mula casi había dado alcance al corcel de
la reina cuando los dos jinetes frenaron al llegar a la calzada. Thirrin iba a
sonreír a Oskan, muy satisfecha de su actuación, pero entonces lo vio
agarrado penosamente a las crines de Jenny, apretando los ojos de puro
susto.

—Iba a felicitarte por tu brillante manera de cabalgar, pero ahora veo que
todo el mérito ha sido de tu mula.

Jenny rebuznó con todas sus ganas como aceptando el cumplido y se puso a
pastar en la alfombra de florecillas silvestres.

Thirrin recibió los saludos de la escolta de caballería que dirigía la caravana


de suministros hacia Frostmarris y los siguió con la mirada. Entonces reparó 286
en un hombrecillo que iba sentado en una de las carretas.

—¡Maggie! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Espoleó a su caballo y se colocó al lado de la carreta, que al parecer llevaba


un cargamento de nabos para el ganado. El anciano sonrió y la saludo con la
mano.

—¿Que qué estoy haciendo? Bueno, he venido para aportar mi granito de


arena en los preparativos. A juzgar por los informes de los lobos, la llegada del
temido Scipio Bellorum se producirá cualquier día de estos.

—¿Y qué piensas hacer exactamente cuando llegue?

—Observar, tomar notas y prepararme para escribir la historia de la guerra de


mi puño y letra. Alguien tiene que poner los datos por escrito para la
posteridad.

—O sea, ¿qué estás convencido de que no lo hará un estudioso polipontano?

—Bastante convencido, sí. ¡La alianza conseguirá echar una de nuestras


tierras al Imperio!

—Maggie, si no me equivoco, te lo has tomado muy enserio —intervino Oskan


con una sonrisa burlona.
—Claro que me lo he tomado en serio —repuso el anciano, briosamente—. ¡Si
tuviese veinte años menos, estaría peleando al lado de Olememnón y
saboreando un momento tan glorioso!

—Matar a los hombre y a las mujeres jóvenes de un país no tiene nada de


glorioso, Maggie —señaló Thirrin en voz baja, al recordar la batalla del bosque
contra la caballería imperial.

—No —convino Maggiore—. Pero hay momentos en que quizá sea mejor fingir
lo contrario. Sobre todo cuando ya ha comenzado una guerra y el general de
mayor éxito y más despiadado que el mundo haya conocido está decidido a
destruir tu pueblo y arrebatarte la tierra.

—Tienes razón, como de costumbre, Maggie. Me alegro de que estés entre


nosotros —dijo Thirrin.

Y siguieron adelante, camino de la ciudad, atravesando aquel mar multicolor


de flores de primavera. Las carretas, cargadas hasta los topes, se
bamboleaban y cabeceaban en las rodadas cual navío de tierra adentro.

287
Al día siguiente llegó por la Gran Calzada uno de los últimos convoyes
procedentes del norte. Los ingenieros, que estaban a punto de empezar a
cavar y levantar muros de contención justo en el pavimento y cerrar así el
anillo defensivo, esperaron a que pasase, maravillado ante aquella imagen.
Muchos hasta saludaron a las personas que ocupaban las carretas
haciéndoles reverencias y pidiéndoles la bendición, y desde arriba, las más
jóvenes sonreían y les devolvían los saludos agitando las manos. Eran las
brujas de las Tierras de Hielo, que acudían a la petición de socorro de Oskan
el Brujo. A la cabeza de la procesión iba Wenlock la Bruja Madre, doblada
como siempre por la cintura y ayudándose del bastón, pese a lo cual
avanzaba a una velocidad increíble. Llevaban varios carros bamboleantes en
que transportaban hierbas, plantas y sustancias medicinales, y utensilios
necesarios para la parte de curanderismo propia de su profundo y complejo
oficio.

En la ciudad fueron recibidas por calles flaqueadas de soldados, que se


quedaban mirándolas en silencio. En muchos sentidos, la llegada de las
brujas era el auténtico broche final del plan defensivo ideado contra el
enemigo, que no cesaba en su avance. Normalmente, la gente las trataba
como mujeres sabias, o, en su caso, hombres ingeniosos, que desempeñaban
su trabajo con toda discreción en el seno de la sociedad, curando a los
enfermos y aportando soluciones en casos de plagas de los cultivos o
esterilidad del ganado. Eran las encargadas de llevar a cabo las importantes
ceremonias del cambio de año, y actuaban como intermediarias entre el
mundo físico y el mundo espiritual. Pero el mero hecho de haber sido
convocadas a Frostmarris confirmaba, de alguna manera, la terrible
emergencia a la que se enfrentaba el pueblo de las Tierras de Hielo y sus
aliados.

Un par de soldados reunieron el coraje suficiente para dar un paso al frente y


ofrecer a las brujas más bellas y jóvenes un ramillete de flores de primavera,
cortado a toda prisa; a cambio, recibieron sonrisas deslumbrantes y cariñosos
besos. Pero el ambiente en general era de pesadumbre. Se había llamado a las
brujas para que ayudasen a los heridos y moribundos que produciría la
guerra venidera, y muchos de aquellos soldados no podían evitar preguntarse
si ellos mismos se contarían pronto entre sus pacientes.

Cuando llegaron a la ciudadela, Oskan las estaba esperando junto a Thirrin y


Táraman-Tar para darles la bienvenida. Pero Wenlock la Bruja Madre solo
pareció interesarse en el joven brujo, quien pasados unos breves instantes ya
estaba guiando a la comitiva a sus nuevos aposentos: una espaciosa cuadra
que habían limpiado y convertido en una enfermería.

—Me siento totalmente prescindible —confesó Thirrin en cuanto hubieron


salido, y su voz estaba teñida de irritación—. ¿Habrá muchas más reinas a las 288
que su propio pueblo dé de lado de esta manera?

—Son un poquito... independientes estas brujas, ¿no? —apuntó Táraman—. A


mí se me ha antojado que la Bruja Madre me miraba como si no fuese más
que un gatito de palacio excesivamente crecido al que hubiesen dado permiso
para descansar un rato de su cometido de cazar ratones en las cocinas.

—Gracias a la Diosa, son mejores curanderas que diplomáticas. Vamos,


Táraman, vayamos a un sitio donde sí se nos aprecia. Creo que la unidad
necesita acción. Y galopar a campo través nos servirá para quitarnos algunas
telarañas de encima. Además, cuanto mejor conozcamos el terreno en que
libramos batalla, mayores serán nuestras posibilidades de conseguir la
victoria.

En menos de media hora la caballería atravesaba ya las calles de la ciudad;


jinetes y leopardos marchaban cantando el himno de batalla, mientras
Táraman, Thirrin y Táradan conversaban sobre la táctica.

Al llegar a la llanura y cruzar las defensas, el Tar dio la orden de lanzarse a la


carga. La caballería rompió a galopar; en medio del estruendo se oían los
curiosos fufos de los leopardos, su particular grito de las líneas, virando una y
otra vez, rompiendo y volviendo a formar filas, Thirrin y Táraman se sintieron
mucho más animados. Puede que las brujas no les concediesen mucha
importancia dentro del esquema supremo de los planes de la Diosa, pero lo
cierto es que sus leopardos y sus soldados los adoraban, y hasta la guardia
profesional y el ejército hipolitano los consideraba su mejor baza militar.

—¡Mariscal de campo Táradan! —voceó el Tar para llamar a su lugarteniente,


quien, aprovechando la quietud que siguió a las maniobras militares, se
dedicaba a revolcarse gustosamente en el colorido y la fragancia de las flores
primaverales—. ¿Te parece que semejante comportamiento es un buen
ejemplo de conducta militar para nuestros guerreros?

Táradan se puso de pie al instante.

—¡No, mi señor! ¡Lo lamento, mi señor!

El Tar se irguió al máximo y empezó a caminar a paso lento ante la formación


de leopardos y jinetes montados, mirándolos con unos ojos de ámbar que
echaban chispas.

—Caballería de las Tierras de Hielo y de las Placas de Hielo. ¡En todo


momento obedeceréis las órdenes de vuestros oficiales superiores, humanos y
felinos, acataréis sus órdenes sin rechistar y las ejecutaréis con buena
disposición! ¿Entendido?

—¡Sí, Lord Táraman! —respondieron al unísono seis mil voces.


289
—¡Bien! Entonces, cumplid esta orden. ¡Caballería! ¡A jugar!

Dicho eso, salió corriendo por el campo de flores silvestres seguido de cerca
por Táradan. Los demás leopardos se pusieron a retozar y a rodar por la
alfombra de hierba, mientras su Tar y el mariscal de campo jugaban a
pelearse y los soldados humanos se tronchaban de risa ante aquel
espectáculo.

Thirrin lo miraba todo desde lo alto de su caballo de guerra, completamente


incapaz de relajarse tanto como para unirse a la fiesta. La dignidad
monárquica de los humanos no se dejaba de lado tan fácilmente, así que miró
con cierta envidia al Tar dando brincos alrededor de Táradan como un gatito
juguetón. Pero de repente, algo desvió su atención de los leopardos: a sus
oídos llegó un sonido débil, lastimero, fantasmagórico. Al oírlo se irguió en la
silla. Era un mensaje de algún hombre lobo, y lo estaba comunicando a plena
luz del día, cuando el sonido no viajaba tan bien como por la noche. ¡Debía de
ser increíblemente urgente! Además, como todos los demás hombres lobo
habían salido a patrullar, el único que podía interpretarlo era Oskan.

Desenfundó la espada, se puso de pie en los estribos y lanzó un agudo grito


de guerra que resonó por todo el campo. De inmediato se hizo el silencio y se
pudo oír con un poco más de nitidez aquel débil sonido de llamada.
—¡Tú! —dijo, señalando con el dedo a un soldado leopardo que estaba cerca—
. Deprisa, vuelve a la ciudad y di al brujo Oskan que está llegando un
mensaje.

El leopardo salió disparado por la pradera. La caballería formó filas y


emprendió el regreso a paso ligero. Cuando Thirrin y Táraman entraron a todo
correr en el Gran Salón de la ciudadela, encontraron a Oskan y Maggiore
deliberando.

—¿Y bien? —inquirió Thirrin nada más verlos.

—Bellorum está en marcha. Llegará dentro de dos días —respondió Oskan


con calma.

—¿Cuántos soldados lleva? —preguntó Tar.

Oskan agitó la cabeza y se encogió de hombros.

—Un ejército inmenso, gigantesco, incontable. Cualquier cantidad imaginable.


Los hombres lobo dicen que es por lo menos cinco veces más numeroso que la
fuerza invasora original con que se enfrenté al rey Redrought, y no paran de
venir más por el paso fronterizo.

Thirrin se sentó en el trono en silencio y dejó caer las manos apoyadas en las 290
inmensas zarpas talladas de los brazos del asiento.

—Entonces, quinientos mil soldados como mínimo. ¿Cómo vamos a luchar


contra semejante fuerza? ¡Eso no es un ejército, es un país entero!
¡Necesitamos a nuestros aliados ya, desesperadamente!

—Es cierto —convino Maggie—. Pero no hay ni rastro de ellos por ninguna
parte. Vamos a tener que resistir nosotros solos al ejército de Bellorum, hasta
que lleguen.

—Pero ¿llegarán alguna vez, Maggie?

—Sí —respondió el sabio simplemente—. Llegarán.


Capítulo 25

E
nseguida se puso a la ciudad en pie de guerra. Oskan no creía que
Frostmarris pudiese prepararse mejor de lo que ya estaba, pero se
equivocaba. Varios regimientos salieron a paso ligero por las calles
para dirigirse a una serie de puntos designados desde hacía tiempo, en las
zanjas y almenas de los anillos defensivos. Por otra parte, una y otra vez tenía
que esquivar a las recuas de mulas que tiraban de unas ballestas gigantes
montadas sobre ruedas, que se estaban llevando a diferentes puntos de las
murallas o bien al otro lado de las puertas, a la pradera, para integrar las
baterías exteriores. También se movían por las calles unas inmensas
catapultas lanzadoras de rocas, cuyos brazos eran más altos que las casas de
la ciudad y que se estaban colocando en sus posiciones respectivas de
defensa. De las armerías salía un estrépito de martillazos y el rugido
incesante de los fuelles, pues había que aumentar la producción, y por todas
partes había mensajeros que entraban y salían de la llanura al recinto
amurallado y del recinto amurallado a la pradera.

El brujo se acercó a la enfermería y ayudó a las brujas a prepararse para la


291
inminente ofensiva. Antes de su llegada se había procedido a limpiar las
largas alas de la cuadra, que habían quedado como los chorros del oro, y en
los cubículos laterales se habían instalado unas grandes mesas que
aguardaban la llegada de ocupantes; a su lado había mesas de menor
tamaño, llenas de una siniestra colección de cuchillos y sierras. Oskan estuvo
enrollando lo que se le antojaron kilómetros de vendas limpias, y fue por
tantos cubos de agua que le pareció que darían como para que navegara una
flota entera de galeras de guerra. Después todo quedó sumido en el silencio
Ya estaba todo listo, y lo único que podían hacer era esperar la llegada de
Scipio Bellorum.

Después de pasarse más de dos horas dando vueltas por las alas de la
enfermería y charlando con las brujas, decidió acercarse a la ciudadela, donde
un silencio absolutamente inesperado y espeluznante lo dominaba todo. Los
guardias de la puerta le dieron el alto por primera vez en todo aquel tiempo, y
no le permitieron entrar hasta que un oficial comprobó su identidad. Y al
llegar ante la doble puerta que daba al Gran Salón, otra patrulla de guardias
le pidió el santo y seña; pero al ver la cara de malas pulgas que puso, lo
dejaron pasar. No había por qué buscarle las cosquillas a un brujo sin
necesidad...

Al otro lado de las puertas, el inmenso espacio estaba totalmente vacío. Hacía
solo un día que los leopardos de nieve, las jaurías de dogos, podencos, perros
lobo y lebreles habían dormido allí todos juntos, enroscados entre sí, al calor
del hogar central. Ahora, sin embargo, habían quitado las esteras que solían
cubrir todo el piso, y el fuego había quedado reducido a un montón de ascuas
brillantes. Presa de un repentino arrebato supersticioso, Oskan echó a las
brasas unos cuantos leños y esperó a que empezasen a arder. A continuación
se puso a llamar a voces hasta que apareció una sirvienta, y le dio órdenes de
vigilar que nunca se apagase el fuego.

Hecho eso, cruzó el suelo de losas, llegó a la tarima del trono y se escabulló
por detrás para entrar en los aposentos reales. Al atravesar la puertecita, el
entrechocar de unas armas resonó en todo el Gran Salón; lo producían
Thirrin, Táraman, Elemnestra y Olememnón, que acababan de ponerse en pie
después de acordar los últimos planes y se disponían ya a ocupar sus puestos
en las murallas y las líneas defensivas. Maggiore estaba al fondo de la
habitación, tomando notas a toda prisa, mientras varios sirvientes iban de un
lado para otro con las últimas piezas del equipamiento recibiendo encargos y
mensajes.

—¡Ah, Oskan! —exclamó Thirrin—. ¡Ven, sube con nosotros a las murallas!

La reina encabezó el grupo, seguida por Táraman, mientras Elemnestra y


Olememnón partían en otra dirección para reunirse con sus divisiones. Oskan 292
acabó caminando al lado de Maggie, que seguía a todo correr a los dos
monarcas como un ratoncillo avejentado.

—¿Sigues preparando tu tratado de historia? —le preguntó, con una sonrisa


burlona.

El erudito lo miró con sus spectoculums de cristal de lupa; le brillaban los ojos
de pura emoción.

—¡Sí! Imagínate, Oskan, mi obra será la fuente en que se documentarán tal


vez miles de obras especializadas a lo largo de siglos. Si me parase a pensar
en lo que estoy recogiendo, creo que me pondría tan nervioso que no podría
seguir adelante.

—Pues entonces no le des muchas vueltas. Escribe y nada más.

En esos momentos habían llegado ya a la larga escalera de piedra que llevaba


a las almenas, y la subieron corriendo. Una vez arriba, contemplaron la
amplia llanura que se extendía ante sus ojos, bañada en la brillante luz del
sol y rebosante de color con sus millones de flores silvestres bajo el cielo azul.
Desde allí se podía ver perfectamente el amplio dibujo circular de la triple
hilera de zanjas y muros de contención de la línea defensiva, desde el bosque,
que protegía el acceso por el norte y el oeste, hasta perderse de vista al girar
alrededor de la ciudad. También, a lo largo de todas las murallas, se veía a
miles de soldados que iban de un lado para otro, diminutos cual granos de
arena en movimiento.

Hacia el este se elevaba el terreno alto y pedregoso que lindaba con la zona de
granjas de los alrededores de Frostmarris, y a dos millas de allí el límite sur
de la llanura quedaba señalado por unas montañas que querían arañar el
cielo. Era el lugar en que tomaría posición Scipio Bellorum cuando llegase, y
desde donde ordenaría avanzar a su gigantesco ejército por la calzada que
conducía hasta Frostmarris y sus fuerzas defensoras. Para ocupar el resto de
las Tierras de Hielo, el general del Imperio polipontano debía derrotar antes a
Thirrin, sus soldados y los aliados que había conseguido reunir hasta
entonces.

Mientras contemplaba la llanura, Oskan sintió una extraña mezcla de euforia


y miedo. ¿Cuánto tiempo tendrían que resistir hasta que llegasen los demás
aliados? Se lo había preguntado varias veces a los exploradores lobo, pero lo
único que pudieron (o quisieron) decirle era que se tardaba mucho tiempo en
reunir a todo el pueblo lobo. En cuanto a los vampiros… en fin, ellos dictaban
sus propias leyes.

Fue repasando con la vista la línea de la calzada en dirección al sur, y de


pronto, en el horizonte divisó un destelló minúsculo. Tomó aliento 293
bruscamente. En ese mismo momento los exploradores lobo, que habían
vuelto ya a Frostmarris empezaron a aullar como locos para anunciar el
avistamiento del enemigo.

Un extraño clamor fue extendiéndose entre los soldados al ver cómo aquel
leve brillo metálico del horizonte adoptaba poco a poco la forma reconocible de
un ejército ingente. Enseguida se distinguieron las hileras de la falange de
piqueros, integradas por soldados que portaban unas lanzas de casi cinco
metros de longitud. Detrás iba una cantidad incalculable de mosqueteros; los
soldados rasos de la infantería, armados con escudo y espada, caminaban
detrás, y aún más allá, apenas visible, iba la caballería.

Al poco rato empezó a oírse un sonido de caramillos y tambores, cada vez con
más fuerza, que comenzó vibrando tímidamente en el viento y acabó
resonando hasta el punto de que el aire mismo palpitaba con el ritmo de la
banda militar. El objetivo de aquella música era intimidar al adversario, pero
Thirrin tenía preparada una respuesta. Se volvió hacia un soldado, le dio una
orden y al instante se oyó una corneta.

Oskan se asomó por las murallas a ver qué pasaba. En un primer momento
se llevó una decepción, pues lo único que veía era a los soldados de la defensa
con la mirada fija en las tropas polipontanas. Pero entonces divisó a
Elemnestra y a su regimiento de arqueras montadas, que bajaban a toda
prisa por el camino que zigzagueaba entre las barreras defensivas y llegaba a
la llanura. Cuando la última de las arqueras salió al otro lado del angosto
pasadizo excavado junto a un altísimo muro de contención, un grupo de
soldados volvió a colocar en su sitio la barrera de afiladas estacas que lo
cerraba.

A una señal de Elemnestra, el regimiento se lanzó al galope. Oskan pudo ver


cómo, en un solo movimiento fluido, cada una de las arqueras sacaba del
carcaj una flecha y tensaba con ella la cuerda del arco compuesto. Los
soldados defensores, al observarlas, prorrumpieron entonces en gritos
enardecidos mientras ellas se alejaban al galope en dirección al ejército
invasor, y pronto los vivos colores de sus chaquetas y gorras bordadas
crearon la ilusión de que un campo florido hubiese tomado las armas en la
lucha contra el Imperio.

Al acercarse a la vanguardia del enemigo, viraron con toda agilidad y rapidez


y siguieron cabalgando en paralelo a la falange de piqueros, mientras
soltaban una primera descarga de flechas que dejaron huecos en las filas
enemigas al caer al suelo varios soldados polipontanos. Sin embargo, antes de
que a ellos les diese tiempo a reaccionar, recibieron un segundo aluvión de
flechas y cayeron derribados más hombres.

Elemnestra ordenó a sus arqueras que variasen la dirección de la carrera, y el 294


regimiento entero se abalanzó contra la banda militar, haciendo enmudecer a
tambores y pífanos de una sola pasada. Los mosqueteros respondieron
entonces con disparos de sus armas: una tras otra, las filas de mosquetes
fueron liberando una lluvia de balas de plomo contra el regimiento de
arqueras montadas. Pero éstas se habían alejado al galope y estaban ya fuera
de su alcance. A toda prisa, las hipolitanas volvieron a girar y se lanzaron
contra los mosqueteros, a los que sorprendieron ocupados en cargar las
armas después del primer disparo, y sobre ellos se abatió otra tanda salvaje
de flechas que mató a casi trescientos hombres.

Una y otra vez, Elemnestra y sus arqueras atacaron al ejército invasor, que
avanzaba a paso firme y constante. Una y otra vez, caían soldados enemigos.
Pero los polipontanos continuaban igualmente, imparables como el mar. Los
soldados del cerco defensivo de la ciudad las animaban a gritos. Sin embargo,
poco a poco las voces fueron dando paso al silencio, al ir dándose cuenta de
que ni siquiera un arma tan efectiva como las arqueras hipolitanas sería
capaz de detener el avance del Imperio. Simplemente, los polipontanos eran
demasiados. Y eso, unido a su soberbia disciplina y a un valor inquebrantable
ante semejante puntería mortífera, los convertía en un ejército formidable.

De nuevo la llanura se llenó de estridente música militar: se había enviado a


una segunda banda a reemplazar a la que las arqueras habían matado.
Elemnestra encabezó la carga siguiente, destinada a acabar con aquélla
también. Pero de repente hizo una señal para abortar el ataque y viró
rápidamente para descargar las flechas en dirección a las filas de la
infantería, que iba detrás. Al haberse acercado tanto a los músicos, había
podido ver que la mayoría de los tambores eran unos críos, serios y decididos
a entregar la vida en la guerra de su Imperio.

Durante casi una hora las arqueras estuvieron atacando la vanguardia del
ejército polipontano. Pero al final Elemnestra dio media vuelta y alejó al
regimiento de las filas enemigas; se habían quedado sin flechas y los caballos
resoplaban y echaban espumarajos de puro agotamiento. La primera sangre
la habían causado los defensores, pero Scipio Bellorum nunca tenía reparos
en dejar que el enemigo provocase algunas bajas entre los suyos, siempre y
cuando él diese el golpe final. Los soldados que habían estado observando la
primera carga desde las líneas defensivas vitorearon a las mujeres cuando
éstas volvieron a la ciudad, pero aquel griterío sonó hueco. Lo que debía
haber sido un triunfo para ellos y un mazazo devastador contra el Imperio no
había sido ni lo uno ni lo otro. Los polipontanos habían dado rotundas
muestras de su apabullante poderío y, a la vez, habían demostrado a las
Tierras de Hielo lo fútiles que eran en realidad todos sus esfuerzos por
conservar su pequeño reino.

Desde las almenas de los altos muros, Thirrin reflexionó. Ésa era la realidad
de la guerra contra el Imperio, que podía permitirse perder a miles de 295
hombres, literalmente, porque siempre podía mandar más y más. Durante la
primera hora Elemnestra y sus arqueras habían matado a un número de
soldados casi equivalente a un cuarto de todo el ejército de Thirrin, lo cual
solo representaba una minúscula fracción de la vanguardia polipontana. En
esos momentos pudo ver que el enemigo izaba su estandarte en las montañas
del sur. Mientras, sus ingenieros se afanaban ya en cavar trincheras para
proteger el frente y colocar planchas de madera a modo de bases estables
desde las que sus cañones pudiesen disparar.

—La prueba de fuego será mañana —dijo Thirrin en voz baja.

—Probablemente, la gran prueba de fuego —puntualizó Táraman-Tar—. Si


luchan como los trols de hielo, pondrán toda la carne en el asador esperando
así acabar pronto con nosotros. Si sobrevivimos a semejante ataque, pasarán
a un combate más regular y sostenible, y podremos albergar la esperanza de
resistir hasta que lleguen los aliados.

Thirrin percibió los primeros murmullos de duda sobre la aparición de los


hombres lobo y los vampiros, pero, por mantener alta la moral, no dijo nada.
Dio media vuelta y llamó con la mano a un oficial del mando supremo.

—Dad la orden de desmontar a la caballería. Lucharán en las murallas bajo el


mando conjunto del Tar y nuestro.
El oficial saludó y se alejó a toda prisa.

—Sugiero que descansemos un poco todos —propuso Táraman—. ¿Quién


sabe cuándo podremos volver a dormir serenamente?

—Una de las pocas ventajas que le veo a la vejez es que uno necesita menos
horas de sueño —apuntó Maggie, que estaba por allí cerca—. Creo que bajaré
a los establos, a ver si puedo conseguir que alguna de las adustas jóvenes
guerreras de Elemnestra me cuente algo. Nada como una crónica de primera
mano para dotar de claridad una narración histórica.

—Como queráis —dijo Thirrin. Y haciendo una seña a Oskan para que los
siguiese, ella y Táraman regresaron a los aposentos reales.

296
Capítulo 26

S
cipio Bellorum llegó a la mañana siguiente. El campamento
polipontano estaba completamente instalado, con sus calles de tiendas
de lona dispuestas en la típica cuadrícula y con cada regimiento en su
lugar asignado. Allá donde el general hiciese una campaña, el campamento se
montaba siempre siguiendo el mismo modelo. El procedimiento también era
siempre el mismo: primero llegaba a la mitad del ejército para establecer la
posición y eliminar cualquier brote inicial de resistencia. En caso de que el
enemigo fuese tan suicida que intentase atacar, unas cuantas unidades
formaban puestos defensivos avanzados. Mientras, el resto desfilaba con sus
mejores galas para dar la bienvenida al general, que solía acudir cuando todo
estaba ya listo.

Así pues, como de costumbre, Bellorum en persona entró en el campamento


al frente de la segunda mitad del ejército. Cabalgaba junto a sus oficiales del
mando superior, perfectamente identificable gracias a que era el único que no
usaba el morrión con rico penacho, sino que lucía al sol primaveral su pelo
gris rasurado, que refulgía como acero. Llevaba una armadura dorada,
297
decorada con unos complicados grabados de helechos y aves en pleno
combate. Pero calzaba las mismas botas negras y sin adornos de los soldados
de la caballería. Ese era el signo distintivo del general: una mezcla entre lo
exuberante y lo sencillo.

Los vítores de los militares que flanqueaban la avenida principal de la ciudad


de lona eran entusiastas y sinceros. Estaban ante el hombre cuya táctica
había salvado incontables vidas polipontanas en las guerras del Imperio. A
todos los soldados les caía bien un general que les hacía la vida más fácil y
segura. Pero, además, cuando Bellorum llegaba a un campamento, era
prudente brindarle una demostración adecuada de afecto. Él tenía muy buena
vista y concedía mucha importancia a los detalles, de modo que cualquier
descuido en la imagen personal podría significar un castigo de veinte
latigazos, y la más mínima falta de veneración hacia su mando podría
implicar que el regimiento se viese metido en la zona más peligrosa de la
contienda o abalanzándose contra los muros más fieramente defendidos.

Bellorum también gozaba de una memoria bárbara. En cierta ocasión,


durante una campaña especialmente dura en las cálidas tierras del sur del
Imperio, un soldado tardó un poquito en hacerle un saludo cuando él pasó
por delante. No ocurrió nada, hasta que se ganó la batalla y se completó la
campaña con una victoria más. Entonces. Bellorum preguntó por el
regimiento, el rango y la insignia exactos de aquel soldado, y quiso saber si
había sobrevivido a la guerra. Cuando le dijeron que sí, lo obligó a desfilar
delante de su unidad y ordenó darle de latigazos, degradarlo y transferirlo a
otro regimiento.

A Bellorum le procedía su reputación de severidad en lo tocante a la más


estricta disciplina y su fama de lograr siempre la mayor victoria imaginable.
Sus hombres lo amaban y lo temían casi a partes iguales, pero lo que se
llevaba la palma era el temor. Se decía que por él sus soldados harían lo que
fuese, pero también que no osarían no hacerlo.

Después de pasar revista las tropas, ordenó romper filas, mas no sin haber
azotado antes a dos de sus hombres por falta de pulcritud en la vestimenta y
recompensado a otros tres con sendos ascensos por su gallardía en la
campaña de invierno. Desmontó y fue lentamente hacia su tienda, situada,
como de costumbre, en el filo del campamento mirando al enemigo. Los
oficiales del alto mando iban apiñados a su alrededor cual niños ansiosos y
asustados. Pero, de todos, el que más preocupado parecía era el comandante
Titus Aurelius.

Bellorum entró en su tienda, se sentó ante la mesa que habían colocado en el


centro del piso alfombrado y levantó el índice de la mano derecha. Al instante,
sus sirvientes recogieron la pared de lona que daba a la llanura de delante de 298
Frostmarris, y todos observaron atentamente el objetivo de la nueva campaña.

—Caballeros, la capital de las Tierras de Hielo. Cuando caiga, toda esta tierra
será nuestra. —Hablaba despacio, en tono que parecía indicar que estaba a
punto de echarse a reír—. Comandante Aurelius, me han dicho que os
opusieron resistencia cuando llegasteis para montar el campamento.

—Sí, señor. Unas arqueras a caballo. Muy buenas, por cierto.

—¿Bajas?

—Tres mil, señor. Dos mil mosqueteros y mil piqueros. ¡Oh!, y una de las
bandas de música.

—Bueno, es algo que podemos permitirnos, ¿no es así? Tendremos que


estudiar la manera de acabar con ellas.

—Sí, señor

—¿Y cuantas bajas sufrió el enemigo?

—Hum, ninguna, señor.

—¡¿Ninguna?!

—Exacto, señor —repuso el comandante Aurelius; unas finas gotitas de sudor


le brillaban sobre el labio superior.
—Entiendo. ¿Qué hizo contra ella?

—Los mosquetes respondieron al ataque con disparos, pero las amazonas


quedaban siempre fuera de su alcance.

—¿Y luego volvían a acercarse para matar a más de mis hombre?

—Sí, señor.

—¿No enviasteis tras ellas a ninguno regimiento de la caballería?

—El balance de aciertos con las flechas era fabuloso y no quise arriesgar más
vidas de las necesarias.

—Muy encomiable, comandante Aurelius. Así pues, ¿qué fue exactamente lo


que las impulsó a despejar el campo?

—Hum… pues por lo visto se les terminaron las flechas, señor.

—Es decir, que la falta de munición resultó más efectiva que cualquiera de
nuestros entrenadísimos soldados. ¿Estoy en lo cierto, comandante?

Aurelius parecía terriblemente incomodo, y al final contesto:

—Si hubiésemos estado atrincherados convenientemente, no se habrían 299


atrevido a atacarnos. Aprovecharon que no estábamos preparados para
enfrentarnos a ellas.

—Vaya, vaya, que concepto tan revolucionario. Un enemigo que aprovecha la


debilidad de un ejército. ¿Qué será lo siguiente? A lo mejor intentan
matarnos. ¿Qué haremos entonces?

El tono del general era ligero y burlón, pero los oficiales que rodeaban la mesa
se habían quedado completamente mudos. Ninguno pensaba en otra cosa que
en lo que fuera a decir el comandante Aurelius, pues, al fin y al cabo, podría
mencionar algunos fallos cometidos por ellos.

Bellorum se puso de pie. Hizo un gesto a los oficiales del alto mando para que
permanecieran sentados y se acercó al espacio abierto de la tienda para
contemplar Frostmarris, que se erigía cual gigantesco buque de piedra en
medio de un mar de brillantes flores silvestres.

—Quizá esté siendo un poco injusto, Aurelius. Todos nosotros sabemos que
estas gentes son duras como el cuero curtido. Hasta ahora las bajas que
hemos sufrido al tomar las ciudades de las Tierras de Hielo no han sido tan
elevadas, ni los asedios, tan prolongados e interminables. Por otra parte, aquí,
en esta llanura, no nos enfrentamos a una milicia a medio entrenar, sino a las
huestes reales de la Casa de los Brazofuerte. ¡Qué gran aportación haremos a
las filas de las fuerzas imperiales! En cuanto hayamos matado a su reina, por
supuesto.

Los oficiales del alto mando se distendieron visiblemente al comprobar que su


general parecía haber olvidado ya la tasa de bajas del día anterior.

—He ordenado el envío de otros cuatro ejércitos más al completo desde el


Polipontus. —Su anuncio fue recibido con murmullos de asombro, y el
general se volvió hacia sus oficiales—. Oh, sí, ya lo sé. Tres ejércitos
imperiales suelen ser más que eficientes para conquistar nuevos territorios,
por extensos que sean. Pero, caballeros, me temo que este pequeño reino nos
haya puesto ya al límite de nuestra capacidad. Así pues, observen y
aprendan; el orgullo no debe impedir jamás a un buen general reconocer la
fuerza del enemigo. Nuestros tácticos y expertos en logística han subestimado
a las Tierras de Hielo, pero me encargare de corregir su error.

Dicho eso, regresó a la mesa y tomó asiento de nuevo.

—Con este objetivo en mente, tengo la intención de iniciar mañana las


acciones con un asalto a gran escala por parte del Ejército Rojo, respaldado
por el Ejercito Negro. —Bellorum aguardó a que cesasen los comentarios que
desató ese otro anuncio—. Sí, ya sé que es un tanto anticonvencional y que
normalmente los ejércitos Blanco y Azul adquieren más experiencia bélica en 300
este tipo de asaltos iniciales. Pero como he dicho, nos enfrentamos a gentes
reacias. Y, aun a riesgo de quedarme solo en esta valoración, no pienso
infravalorarlos de ningún modo. Los rojos tienen la experiencia necesaria para
enfrentarse a semejante destreza marcial. Entérense bien, caballeros: quiero
haber atravesado esas defensas exteriores mañana por la tarde y estar
asediando las murallas de Frostmarris al anochecer. Y vos, comandante
Aurelius, encabezareis el primer asalto.

El comandante se cuadró e hizo el saludo militar.

—Será un honor, mi general.

—¡Cuánto me alegro de que lo veáis así! —replicó Bellorum con exquisita


amabilidad. Y añadió—: Bien, pasemos a los informes. ¿Qué podéis decirme
sobre sus posiciones?

Rápidamente, la mesa quedó cubierta de mapas y diagramas. Aurelius se


puso de pie para ir señalando los detalles.

—Bien, señor, han dispuesto la artillería en diversas ubicaciones a lo largo del


perímetro. Nada preocupante; unas simples ballestas gigantes y catapultas
rudimentarias. Por otra parte, han repartido a housecarls y varias unidades
de la milicia popular alrededor de los muros de contención. Pero hay un
detalle extraño: nuestros exploradores han informado de la presencia de unos
leopardos gigantes en las defensas. Deben de estar amaestrados, ya que al
parecer van totalmente sueltos. Y el más grande de todos ellos acompaña en
todo momento a la joven reina.

—¿Con que leopardos gigantes, eh? Bueno, no creo que mañana participen en
la contienda. A lo mejor cuando capturemos la ciudad, podemos enviar
algunos al Zoo Imperial —dijo Bellorum, sonriendo levemente mientras sus
oficiales recibían el comentario con risas.

Al amanecer, Thirrin y Táraman-Tar llevaron a la caballería desmontada a las


líneas defensivas establecidas en la llanura. Antes de salir de la ciudad
habían podido presenciar el bullicio de las calles de Frostmarris, animadas
con las preparativos, las voces que daban ordenes, las pisadas rítmicas de los
grupos de soldados, los sonidos metálicos de las armas y las armaduras. A
muchos de los housecarls se los veía casi felices, hasta entusiasmados; reían
y bromeaban como si estuviesen de excursión. Thirrin, por el contrario, se
sentía enferma de miedo, y cuando decía algo, lo hacía en voz baja por temor
a que cualquier temblor o falta de firmeza la traicionase.
301
Había dejado a Oskan y a Maggiore en el patio de armas de la ciudadela.
Thirrin incluso se había permitido darles un abrazo en el momento de la
despedida, pero con el semblante impertérrito y rígido propio de la férrea
determinación marcial. Oskan le había sostenido la mano unos segundos más
de lo estrictamente necesario y ella había tenido que armarse de valor para no
retirarla de manera apresurada en presencia de los soldados. Luego se habían
dado la vuelta para emprender el recorrido por las calles hasta las puertas de
la ciudad.

Táraman percibió su agitación emocional y le susurró:

—No os dejéis engañar por el entusiasmo que demuestran los housecarls.


Simplemente están contentos de poder hacer algo después de tanto tiempo
esperando y entrenándose. Si alguno de ellos se parase a pensar un instante,
probablemente se quedaría petrificado de miedo.

Thirrin asintió en silencio. Pero hundió los dedos en el tupido pelaje del
leopardo.

—Supongo que estarán aplicando el viejo truco de repasar mentalmente los


ejercicios de entrenamiento y recordar las órdenes de ataque. A mí siempre
me calma —siguió el Tar.

—¿Y lo necesitáis? —preguntó ella, incrédula


—¡Oh, sí! Todo el que vaya a una guerra sin sentir miedo tiene que estar mal
de la cabeza o borracho como una cuba.

Thirrin sonrió, a pesar de sí misma.

—¿Y ahora estáis repasando mentalmente vuestros ejercicios?

—«Cerrad filas; preparaos para el ataque; llevad la lucha hacia la derecha;


llevad la lucha hacia la izquierda; avanzad; en pie; retirada.» Me los sé de
memoria

—¡Pero qué cuento tenéis! —exclamó Thirrin, y se echó a reír. Toda la tensión
acumulada se esfumó milagrosamente conforme su risa se elevaba por
encima de los tejados de la ciudad y se perdía por las callejas.

De manera espontánea, los soldados que caminaban cerca de ellos se


pusieron a golpear las espadas y las hachas contra los escudos a modo de
reconocimiento de aquel buen presagio, y los hombres y los leopardos que
integraban la caballería desmontada prorrumpieron en vítores.

Cuando llegaron a la llanura, Thirrin y Táraman llevaron al regimiento a


donde habían calculado que tendría lugar el primer ataque. Los hombres lobo
blancos, a las órdenes de su enorme capitana, estaban ya colocados en sus
puestos y saludaron a la reina con una cacofónica sucesión de aullidos.
302
Thirrin sonrió para mostrarles su agrado y dirigió entonces la mirada al
campamento imperial. Era evidente que algo estaba a punto de pasar, pues se
podía oír el sonido de unas cornetas y se veía a batallones inmensos de
soldados arremolinándose de una manera caótica que Thirrin sabía que
estaba meticulosamente organizada.

Al cabo de unos minutos, una pequeña comitiva de jinetes polipontanos salió


del campamento con una bandera de tregua. Los defensores se limitaron a
esperar a que se acercasen. Los uniformes oscuros de los soldados imperiales
relucían al brillante sol de la mañana; parecían gotitas de sangre que rodasen
por encima del campo florido. Al llegar a una distancia que consideraron
suficiente para que oyesen desde las empalizadas, detuvieron a los caballos.
Un jinete se adelantó un poco más. Entonces dos cornetas tocaron una
fanfarria. En cuanto terminaron, la potente voz del heraldo imperial resonó en
la llanura:

—En nombre del emperador Tristus Angellius Licurnum de la Casa de


Cicerón, os traigo aquí los términos de vuestra rendición, tal como los ha
elaborado el general de los ejércitos imperiales, Scipio Bellorum. Depondréis
las armas y os someteréis a los designios del Imperio. Nos entregareis a
Thirrin Escudo de Tilo, llamada «reina» de estas tierras insignificantes. Ha
llegado el fin de la esclavitud a que está sometida vuestra independencia, y el
comienzo de la libertad que supondrá para vosotros servir al Imperio. Aceptad
ahora vuestro destino. De este modo, vuestros guerreros podrán luchar en las
futuras guerras del emperador y vuestros vasallos vivirán como ciudadanos
dentro de estas fronteras recién delimitadas. Si rechazáis estos términos,
moriréis, arrasaremos vuestras tierras y esclavizaremos a vuestro pueblo, y el
nombre de las Tierras de Hielo quedará borrado de la faz de la Tierra para
siempre.

El heraldo guardó silencio y esperó a la respuesta con serena arrogancia.


Thirrin miró a su alrededor hasta que dio con el chiquillo más pequeño y
sucio de los que tocaban el tambor. Le hizo una seña para que se acercase. El
niño obedeció y se cuadró ante ella. Entonces Thirrin se encorvó y le susurró
algo al oído. El tambor le brindó el saludo militar y se volvió para mirar
directamente al heraldo.

—Mi reina dice que no malgastará su voz en contestaros, y me encarga que os


comunique su respuesta. —El niño hizo entonces una pausa teatral, se puso
el dedo pulgar en la punta de la nariz y le soltó una sonora pedorreta con la
lengua.

El heraldo bajó levemente la barbilla, con ademán cortante, dio media vuelta
con sus jinetes, y todos regresaron al trote a su posición. Una vez finalizadas
las formalidades, la lucha podía empezar. 303
En el campamento enemigo todo estaba inmóvil. Los regimientos habían
ocupado sus puestos y esperaban las órdenes en silencio. De repente, varios
escuadrones de la caballería se lanzaron al galope por la llanura, en dirección
a la ciudad.

La batalla de Frostmarris había comenzado finalmente. Thirrin respiró hondo


y con semblante serio esperó junto a los suyos la llegada de los jinetees.
Conforme se acercaban, vieron que tiraban de varios cañones. Thirrin ordenó
a la artillería que los detuviese. Para ello estableció un cambio en la posición
de la batería, y las ballestas gigantes empezaron inmediatamente a disparar
un aluvión de enormes saetas de acero en dirección a los cañones
polipontanos. A continuación, atacaron las catapultas con un bombardeo de
rocas de diferentes tamaños, que salían volando por los aires y dibujaban una
parábola descendiente, para acabar aplastando las carretas de los cañones. El
bombardeo duró unos diez minutos. Entonces, los capitanes de las armas
gigantes ordenaron el cese del fuego. Antes de que los cañones enemigos
pudiesen disparar una sola bala, habían quedado destrozados, lo que los
defensores festejaban con un estallido de vítores.

Pero no pudieron celebrarlo mucho tiempo. Scipio Bellorum ordenó avanzar a


las expertas tropas del Ejército Rojo, que bajaron por el llano entonando
cánticos. Miles de mosquetes, picas y portadores de escudos marcharon en
formación. Los arqueros de la Comarca Oriental de las Tierras de Hielo
esperaron a tener al enemigo a unas cuatrocientas yardas del primer muro
defensivo, para recibirlo con una lluvia flechas, que cayó del cielo cual cientos
de halcones lanzándose en picado sobre presas y acabó con una cantidad
estremecedora de soldados imperiales. Aun así, siguieron avanzando y
cantando, sin flanquear un solo instante, pese al ataque combinado de las
ballestas gigantes y las catapultas. Sus tambores tocaban a un ritmo
enardecedor y los estridentes caramillos marcaban el paso. El oficial que iba
en cabeza, tocando con un morrión profusamente adornado de plumas,
levanto la espada, y las filas de mosqueteros se detuvieron. Por fin estaban lo
bastante cerca; presentaron armas y dispararon una salva que causo las
primeras bajas de los defensores al alcanzar sus filas las macizas balas de
plomo de los mosquetes. Sin embargo, el enemigo no dispuso mucho tiempo
para festejarlo, pues la tasa de aciertos de los arqueros de las Tierras de Hielo
se vio favorecida por la cercanía de los mosqueteros, en quienes más se
centraron.

El oficial polipontano levantó la espada de nuevo y reanudaron el avance. Las


altísimas lanzas de los piqueros fueron bajando horizontalmente para
colocarse en posición de lucha; relucían maliciosas sus afiladas puntas de
metal al sol de la primavera. Entonces, el comandante enemigo echó atrás la
cabeza y dio un grito potentísimo; sus soldados le contestaron a su vez con
más gritos y se abalanzaron hacia delante.
304
También la voz de Thirrin se pudo oír por encima del estrépito. Y a ella
respondieron los niños de los tambores repartidos por las líneas defensivas,
que se pusieron a tocar su propio ritmo guerrero. Táraman-Tar retrocedió
unos pasos y rugió, y sus guerreros rugieron también formando una
grandiosa pantalla de sonidos de animales. En ese momento el enemigo se les
echó encima.

Las líneas polipontanas vacilaron una milésima de segundo al darse cuenta


de que los leopardos de nieve estaban peleando junto a los defensores de
Frostmarris. Pero enseguida los oficiales imperiales levantaron las espadas y
se lanzaron hacia delante para enfrentarse a aquella nueva amenaza,
arrastrando con ellos a todas sus huestes. Los polipontanos habían luchado
contra hileras de colmillos y trompas, tan altas como casas. Así pues, pelear
ahora contra unos leopardos sería una maravilla más que añadir a su larga
experiencia.

Los housecarls levantaron su parapeto de escudos y el crescendo de la


contienda se extendió por toda la llanura. Thirrin avanzó blandiendo la
espada a un lado y otro en un zigzag demoledor, mientras el Tar atacaba una
y otra vez con sus zarpas enormes. Entretanto, los arcos largos, unidos a los
arcos compuestos del regimiento de Elemnestra, continuaban descargando
lluvias devastadoras de flechas sobre el enemigo. Por su parte, Olememnón y
su infantería sajaban y cortaban en pedazos a todo el que se pusiera delante
de sus hachas. Algunos de los defensores más valientes se abrieron paso
entre la amenazante barrera de picas para acabar con los soldados que las
empuñaban.

Durante media hora la lucha prosiguió sin que ninguno de los dos bandos
cediese un palmo de terreno. Pero al cabo empezó a notarse la aplastante
superioridad numérica del ejército imperial, y los defensores se vieron
obligados a retroceder paulatinamente. Paso a paso, el enemigo los fue
empujando sin que pudiesen resistirse, forzándolos a bajar la zanja del primer
muro de contención y luego a subir por la pendiente del segundo. Los
defensores se mantuvieron una hora entera en lo alto del segundo muro, pero
una vez más la pura superioridad numérica se hizo notar y hubieron de
ceder, no sin pelear antes por cada palmo de tierra. Desesperada, Thirrin
ordenaba a la voz en cuello que resistieran. Pero el enemigo seguía
avanzando, destrozando y matando a todo el que se encontraba a su paso.

De pronto Thirrin se agarró del tupido pelaje de Táraman, se encaramó en su


lomo y, blandiendo la espada en lo alto, profirió el grito de guerra de la Casa
Brazofuerte con una voz aguda y fiera como la de un halcón en plena caza:

—¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Paradlos, soldados de 305


las Tierras de Hielo! ¡Paradlos, moradores de la provincia hipolitana!
¡Paradlos, leopardos de las Placas de Hielo y hombres lobo bancos del rey
Grishmak! ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego!

Su voz se elevó, aguda y pura por encima del fragor de la batalla, y al instante
sus soldados clavaron bien los pies en su sitio, acoplaron unos con otros los
escudos y se resistieron con denuedo a perder una sola pulgada más de
terreno. El Tar y sus leopardos guerreros lanzaron un reto al invasor en forma
de rugido feroz y la emprendieron a zarpazos con todo lo que tenían delante,
con un salvajismo atroz, mientras que los hombres lobo aullaban al unísono
cual coro capaz de helar la sangre al enemigo, y atacaban las líneas de lanzas.
Poco a poco, con un gran movimiento de avance apenas perceptible, la línea
defensiva empezó a enderezarse. Y muy lentamente los soldados de las Tierra
de Hielo y los hipolitanos retomaron la posición anterior, mientras los
jovencitos, empapados de sudor, tocaban los tambores a un ritmo incesante.
Poco a poco, los estandartes de la guardia real fueron ganando terreno al
tiempo que sus porteadores entonaban un nuevo cántico guerrero:

—¡Thirrin-Tar! ¡Thirrin-Tar! ¡Thirrin-Tar!

De tan mojado de sangre, el suelo que pisaban resbalaba. Por eso cayeron
unos cuantos housecarls, a quienes los asaltantes mataron allí mismo. Pero la
marea iba cambiando poco a poco y los experimentados guerreros del Ejército
Rojo se estaban viendo obligados a retroceder. Thirrin seguía combatiendo a
lomos del Tar, repartiendo espadazos a diestro y siniestro, mientras el
gigantesco leopardo atacaba con el devastador poderío de sus garras o se
echaba encima del enemigo para emplear con él sus enormes dientes.

Al cabo de otra hora más de lucha, los aliados recuperaron la cima del primer
muro de contención. Delante seguían teniendo un enjambre de soldados
enemigos que no dejaban de empujar y empujar, mientras cantaban sus
himnos de guerra. Sin embargo, ya no eran tantos. Más allá, en la llanura,
parecía que el Ejercito Negro se disponía a acudir en su ayuda, pero lo cierto
era que de momento no se movía. Y ahora que las arqueras hipolitanas
disfrutaban de una buena plataforma desde la que disparar, empezaron
nuevamente a descargar sucesivamente lluvias de proyectiles contra las
tropas imperiales. El enemigo estaba sufriendo terribles bajas, pero aun así
continuaban atacando, hasta que al final su oficial al mando levanto la
espada y empezaron a retirarse ordenadamente.

Las arqueras, y ahora también las ballestas gigantes y las catapultas,


siguieron bombardeándolos. Cuando los defensores desviaron la atención al
Ejercito Negro, el enemigo claudicó finalmente y se batió en la retirada,
acompañado del brioso sonido de sus tambores y pífanos.

Thirrin se bajó lentamente del lomo de Táraman y se abrazó a él, aliviada y 306
exultante al ver al enemigo regresar a su campamento. Sin embargo, en
cuanto su mirada se posó en los muertos y los heridos, se le escaparon las
lágrimas.

—No podemos permitirnos este número de bajas otra vez, Táraman.

—Tampoco ellos, querida. Tampoco ellos —respondió el leopardo, agotado,


mientras se lamía la sangre de las inmensas zarpas—. Y puedo aseguraros
que, además, no volverán a arriesgarse de esta manera. Si en algo se parecen
a los trols de hielo, seguramente esperaban que nos doblegásemos ante la
ferocidad de su primer ataque. Pero al ver que no sucumbimos, la próximas
vez nos mostraran mucho más respeto. A partir de ahora el general Bellorum
será más prudente, y sin duda echará mano de sus mejores dotes tácticas.

—Entonces más nos valdrá estar preparados, Táraman.

Scipio Bellorum siguió la evolución de la batalla con su catalejo. Todavía no


se le había pasado el ataque de ira que le entró al contemplar como lo que el
comandante Aurelius había tildado de «artillería rudimentaria» destrozaba sus
cañones. Pero estaba seguro de que el Ejército Rojo se impondría rápidamente
y lo vengaría. Podía ver avanzar perfectamente a sus tropas con su habitual
ímpetu abrumador, y también divisaba a la joven reina entre los soldados del
primer muro de contención. En un primer momento le extrañó. Pero entonces
recordó que se las estaba viendo con una banda de bárbaros acostumbrada a
que sus cabecillas luchasen codo con codo con los guerreros. También le
asombró ver tantos de esos leopardos gigantes de lo que hablaban los
informes, así como una o dos criaturas que se le antojaron una especia de
osos horriblemente deformes, peleando entre los defensores. Pero seguía sin
poder creer del todo que aquellos seres fuesen a combatir de verdad. Y si la
reina de los bárbaros pensaba que podía intimidar a las tropas imperiales con
unos animales salvajes, entonces la chica tenía una dura lección que
aprender.

El fragor de la contienda le llegó a los oídos un segundo después de


contemplar el inicio del ataque a través del catalejo. Al instante, se vio
obligado a revisa su creencia de que aquellos animales no iban a guerrear.

—¡Qué cosa más absolutamente fabulosa! —exclamó en voz alta—. ¡Qué


maravillosa aportación voy a hacer al ejército imperial cuando los venzamos!

El general estuvo viendo la batalla durante las tres horas que duró,
impaciente porque sus tropas asentasen el golpe de gracia que forzara a los
defensores a huir despavoridos y refugiarse en su ciudad. Pero no llegaba 307
nunca. Estaba a punto de dar orden de enviar al Ejercito Negro, es decir, la
flor y nata de todas sus fuerzas, cuando algo lo frenó. Al ver a los defensores
obligando a sus hombres retroceder por la llanura, tuvo la repentina
premonición de que si comprometía a sus unidades de apoyo, las derrotaría
también, y semejante pérdida resultaría fatídica para la moral de sus
hombres. Mucho mejor retirarse a tiempo y prepararse para la batalla del día
siguiente. Bellorum se tenía por un hombre paciente, y estaba dispuesto a ir
minando poco a poco las defensas de las Tierras de Hielo hasta que
estuviesen listas para el golpe final. Así pues, procurando esconderse tras un
semblante de indiferencia, dio la orden de batirse en retirada.

Casi se engañaba a sí mismo, pero no del todo. En el borde mismo de su


mente revoloteaba una sombra de duda que no dejó de incordiarlo todo el
tiempo, incluso cuando montó en su caballo y se dispuso a recibir a sus
hombres, que regresaban del campo de batalla. Tras él iban sus oficiales, a
una prudente distancia, igual de impertérritos. Los soldados desfilaron ante la
temible figura del general, mientras sus compañeros heridos eran trasladados
al hospital de campaña. Sobre ellos se abatió un silencio casi absoluto; solo la
respiración entrecortada de los exhaustos guerreros desafiaba la temerosa
quietud.

—Soldados del Imperio, habéis luchado bien contra un enemigo decidido y,


podría añadir, desesperado —dijo Bellorum en un tono de voz cálido y
alentador—. Sin embargo, estabais capitaneados por unos incompetentes, con
escaso espíritu marcial y nada dotados para el liderazgo. Comandante
Aurelius, un paso al frente.

El oficial se adelantó en medio de aquel silencio sepulcral, y se puso en


posición de firme.

—Explique sus acciones.

Aurelius alzó la vista hacia el general, justo cuando una repentina ráfaga de
viento le llevaba el aroma de las flores silvestres aplastadas. Tomó aire, se
relajó un poco, sorprendentemente y dijo con toda claridad.

—He perdido una batalla contra unos soldados soberbios y un ejército de


leopardos gigantes.

—¿No tiene nada más que añadir? —inquirió Bellorum en tono


peligrosamente sereno.

Aurelius había oído al general interrogar a otros que habían fracasado en


alguna batalla y conocía exactamente el tono de voz con que condenaba al
pelotón de fusilamiento. Era el mismo que acababa de oír. Al darse cuenta de
que ya no necesitaba mostrarse cauteloso, dijo lo que pensaba sin tapujos.

—He perdido una batalla por primera vez en mi vida, pero no me avergüenzo. 308
Los soldados de las Tierras de Hielo son dignos oponentes que han superado
a uno de nuestros ejércitos más fuertes. Comprendo que seré condenado a la
pena máxima por mi fracaso, pero antes quisiera advertir al general: si seguís
ejecutando a vuestros oficiales, pronto no os quedara ninguno que dirigir a
vuestros hombres o para cumplir vuestras órdenes —declaró. Una
exclamación ahogada recorrió las filas de agotados guerreros. Nunca nadie
había osado hablar así a Bellorum—. También añadiría que creo
verdaderamente que si el general hubiese encabezado el ataque, el resultado
habría sido el mismo. Y quisiera preguntar, con todo el respeto, ¿quién sería
entonces el verdugo?

El silencio que reinó a continuación fue tan absoluto que se podía oír
perfectamente el movimiento de tropas en las defensas de alrededor de
Frostmarris.

Al final Bellorum respondió:

—Sois un hombre valiente, comandante Aurelius. Por ello, vuestra familia


recibirá todas las compensaciones y derechos del veterano caído, y vuestra
ejecución será rápida.

Entonces extrajo las pistolas de las fundas de su silla de montar y lo mató a


tiros.
Capítulo 27

E
l ruido era espantoso. Los soldados heridos aullaban de dolor, y las
brujas hablaban a voz en grito para hacerse oír. Pero lo peor de todo
era el olor a sangre y a ciertas partes del cuerpo que uno no va
enseñando por ahí, rematado, por si no fuera suficiente, con el hedor a orina
y heces debido a que, ante un miedo y un sufrimiento inimaginables, muchos
soldados perdían el control de sus funciones fisiológicas. Oskan ayudó a una
de las sanadoras a impedir que la arteria seccionada de la pierna de un
soldado derramase a chorro su valioso contenido por todo el suelo. Cerca de
ellos, un joven tambor, con una herida grave de lanza en el estómago, lograba
sonreír gracias a que había comenzado a hacer efecto la pasta de amapola que
le había suministrado una de las brujas. Un rato después, Oskan la ayudó a
elaborar suficiente cantidad como para tenerlo inconsciente hasta que
finalmente el chiquillo falleció.

También habían leopardos y hombres lobo heridos, ante cuyo gran tamaño
era necesario calcular de nuevo la dosis de medicamentos y pociones, unas
para limpiarles las heridas y cosérselas, y otras para aliviar su dolor antes de
309
entrar en la paz de la Diosa.

En el centro de la cuadra habilitada como enfermería principal, Wenlock la


Bruja Madre vigilaba todo lo que sucedía a su alrededor e infundía ánimos a
su gente mientras la veía luchar para salvar el máximo de vidas posible.
Entretanto, en las salas laterales menores se afanaban las cirujanas, que,
gracias a que la fuerte morfina de amapola mantenía a raya el dolor y los
nervios, amputaban a una velocidad increíble cientos de extremidades
irremediablemente dañadas. Había sangre por todas partes, encharcando el
suelo y brillando en las paredes y hasta el techo con sus manchurrones color
carmesí. Sin embargo, en medio de aquel caos se estaban salvando vidas. Y a
los que ya ningún tratamiento podía servir de nada se les ayudaba a
encontrar la paz con las hierbas y los medicamentos que las hechiceras
habían preparado.

Durante más de diez horas las brujas, los brujos y los escasos médicos con la
suficiente preparación para echar una mano trabajaban para recomponer
cuerpos y vidas maltrechos tras el primer enfrentamiento con los
polipontanos. Al final, cuando se terminó todo lo que era posible hacer, el
improvisado hospital quedó sumido en la paz y el sosiego. Los heridos
ocupaban colchones limpios colocados a lo largo de las paredes, bajo la atenta
mirada de las sanadoras, que se paseaban en silencio entre ellos, mientras en
las zonas destinadas a las operaciones quirúrgicas varios equipos de
limpiadores habían empezado a limpiar los excrementos del suelo y a dejarlo
todo listo para los que, inevitablemente, llegarían más adelante.

Oskan se marchó al fin; se despidió de Wenlock y le dijo que volvería al día


siguiente, a lo que la bruja respondió con un simple movimiento de cabeza,
sin mediar palabra. El muchacho salió del establo reconvertido en enfermería
y casi echó a correr por el patio de la ciudadela.

En el exterior del recinto una multitud de jubilosos housecarls, leopardos y


otros soldados celebraban la victoria. El adoquinado estaba salpicado de
fogatas, y Oskan tuvo que ir de un grupo a otro; todos querían contarle sus
experiencias de la batalla. Por fin llegó a las puertas del Gran Salón, vigiladas
por varios soldados profesionales que enseguida lo dejaron pasar. Oskan
sabía que Thirrin y Táraman habían salido ilesos, pero, aun así, quería verlos
y hablar con ellos, de modo que se apresuró a cruzar las grandes losas de
piedra del salón y se coló a toda prisa por detrás del trono y por la portezuela
que daba a los aposentos reales. Al otro lado de la puerta se encontró a
Thirrin sentada tranquilamente con Primplepuss en el regazo y a Táraman
tumbado apaciblemente delante del fuego cual felpudo gigante y abultado.
Maggiore Totus estaba también allí, muy atareado con sus apuntes,
añadiendo datos y más datos a su crónica de la guerra y tratando de
conseguir que Thirrin oyese sus preguntas en medio de los cavernosos 310
ronquidos y gruñidos de Táraman.

Nada más ver a Oskan, Thirrin se levantó de la silla y dejó a Primplepuss


entre los peludos pliegues del rey de los leopardos de nieve.

—¿Dónde te habías metido? —le espetó—. Llevo horas esperándote y ni


siquiera he recibido un mensaje de tu parte.

—Lo siento —contestó Oskan en voz queda—. Pero suele pasar que cuando
termina el trabajo de un soldado, el del médico no ha hecho más que
empezar. Los que han podido salvarse ya están descansando en estos
momentos, y a los que no, los hemos ayudado amorosamente a llegar al final
del camino.

—¡Oh! —repuso Thirrin—. Lo siento, Oskan, se me había olvidado. ¡Qué


egoísta soy!

—No. Simplemente estás cansada, como todos. Tal vez deberíamos hacer
como Táraman y tumbarnos junto al fuego.

Thirrin sonrió.

—Me temo que no tenemos sitio.

Primplepuss quiso entonces bajarse de la gruesa manta que era el pelaje de


leopardo de nieve, y éste despertó lanzando un enorme resoplido.
—¡Ah, Oskan! ¿Qué tal están mis guerreros heridos?

—Bien, la mayoría. En realidad solo han sufrido heridas profundas en la


carne. Dentro de una semana deberían estar listos para volver a luchar. Solo
ha muerto uno. Y hay otro que nos preocupa mucho. Túradon, ha dicho que
se llamaba, antes de dejar que le suministrásemos pasta de amapola. Tiene
un pulmón perforado y varias costillas rotas, pero creo que conseguiremos
apartarlo del peligro.

—¡Bien! ¡Bien! —exclamó el Tar, al tiempo que se desperezaba a gusto y


llenaba la habitación con su inmenso corpachón.

—Táraman. Ahora que estáis despierto, me gustaría conocer vuestras


impresiones de batalla —dijo Maggiore con mucho interés y con la punta del
estilo cerca de las planchas cubiertas de cera en que escribía su crónica.

—Hum… mejor después, Maggie. En estos momentos tengo tanta hambre que
podría comerme un rebaño entero de caribúes. —Y volviéndose hacia Thirrin,
añadió—: ¿Vamos a ver si está lista la cena?

—Me parece que todavía no estará, pero podemos ir al salón y meterles un


poco de prisa.

—¡Buena idea! —replicó el leopardo con ganas, y salió.


311
Una vez fuera de los aposentos reales, pudieron ver que los sirvientes estaban
colocando ya las mesas en que se sentarían a cenar los soldados profesionales
y los leopardos que no estuviesen de guardia en las defensas de la ciudad.
Todo era bullicio y jaleo. Pero cerca del hogar central se veía a dos personajes
sentados en silencio, aparentemente ajenos al trajín que los rodeaba. Al
acercarse, Thirrin y sus acompañantes distinguieron a Elemnestra y
Olememnón, el uno junto al otro en un sencillo banco, muy callados los dos;
la Basilea estaba apoyada en su consorte y él tenía una de sus grandes
manos en la rodilla de ella.

Maggie carraspeó discretamente. Elemnestra se levantó de un respingo y


Olememnón retiró la mano.

—Disculpadnos, majestad. Estábamos un poco cansados.

—No tenéis por qué disculparos, tía. Todos estamos cansados —respondió
Thirrin en voz baja.

—Veo que traes los apuntes, Maggie —comentó Olememnón, y sonrió de oreja
a oreja—. ¿A quién le toca ahora someterse al interrogatorio?

—Pues a ti, si no tienes inconveniente.

—Es que hablar contigo da mucha hambre. Mejor después de la cena.


—Oh, muy bien. —El pequeño sabio suspiró y se sentó al lado de su amigo.

—No lo tengáis despierto hasta muy tarde, Maggiore Totus —dijo


Elemnestra—. No cabe duda de que mañana lo espera otra batalla, y si por
falta de sueño se vuelve lento en el combate, habréis de rendir cuentas ante
mí.

—En lugar de arriesgarme a ganarme vuestra enemistad, señora, dejaré que


vuestro consorte disfrute de una noche en paz —dispuso Maggiore, haciendo
una profunda reverencia.

Elemnestra la miró fijamente sin saber si lo decía con sarcasmo o no. Al final
decidió que el hombrecillo no estaba a su nivel y no se merecía tanta atención
por su parte.

—El vino es bueno, Maggie —dijo Olememnón, y alzó una botella que tenía a
los pies—. Toma, prueba un poco. Vos también Táraman. Tomad un cuenco.

Un sirviente les llevó una copa y un cuenco y al instante estaban los tres
bebiendo.

—No te excedas —dijo Elemnestra, apoyando la mano en la de su consorte—.


Mañana tendrás que estar despejado y no quiero… heridas porque estés
embotado a causa del vino.
312
Él le dedicó una cariñosa sonrisa y, pese a sus quejas, la besó en la mejilla.

—No me pasará nada. Dentro de nada vamos a cenar, y pienso zampar


comida suficiente para absorber hasta una barrica entera de cerveza.

Cuando empezó a servirse la cena, el salón estaba a rebosar de guerreros de


las tres especies, si bien en total no eran tantos como otras veces debido a
que la mayor parte del ejército estaba de guardia, patrullando las barricadas
montadas por toda la llanura. Tal como había prometido, Olememnón cenó
una cantidad enorme de comida, solo superada por la que ingirió Táraman-
Tar, que se zampó un buey entero, con huesos y todo. Al final acabó
repantigado en su silla, con la panza hinchadísima y emitiendo leves
gruñidos. Pero fue capaz de encontrar aún sitio suficiente para tomarse otros
tres cuencos de vino, que lo hicieron ronronear sonoramente.

—¡Qué pena que en la nieve no se pueda cultivar arbustos de uvas! —exclamó


con tristeza—. Me encantaría tener un campo de vino en las Placas de Hielo.

—De viñas, Táraman, los arbustos de uvas se llaman viñas —lo corrigió
Maggie con su mejor tono de maestro.

—Pues de viñas, entonces. ¿Y estáis seguro de que no existe ninguna variedad


resistente a las heladas y al frío?
—Completamente seguro.

—Vas a tener que montar una empresa de exportación, Maggie —apuntó


Oskan—. Solo con Táraman de cliente podrías vivir de maravilla.

—A lo mejor lo hago. Amasaría una fortuna en muy poco tiempo.

—Con Olememnón no contéis —intervino Elemnestra—. Ya ha bebido


bastante y está a punto de irse a la cama.

—¿Ah, sí? —preguntó él sorprendido.

—Sí —respondió su esposa.

Entonces lo tomó de la mano, hizo una reverencia a Thirrin y Táraman,


ninguneó a Maggie y Oskan, y salió del salón junto a su marido, que iba
diciéndoles adiós con la mano sonriendo. Táraman farfullo algo entre dientes
al llevarse el cuenco de vino a la boca.

—¿Qué habéis dicho? —preguntó Thirrin.

—He dicho que esa mujer tiene tanta gracia como un dolor de muelas. Y trata
a Olememnón como si fuese su lacayo.

—Oh, creo que a él no le importa mucho. De hecho, creo que es el hombre 313
más feliz de la Tierra —replicó ella.

—Pues no entiendo por qué —insistió Táraman, lamentando las últimas gotas
de vino que quedaba en el cuenco.

—¿No? Yo pensaba que era evidente. Porque se aman.

—¡Ah, por eso! Sí, bueno, admito que se aman. Pero no es razón para que ella
lo trate como si no fuera capaz de pensar por sí mismo.

—Es su manera de demostrarle que lo quiere —dijo Thirrin—. Oskan, creo


que va siendo hora de que te vayas a dormir. Mañana nos espera un día muy
largo.

Una vez más, Scipio Bellorum siguió los progresos de la batalla con su
catalejo. Como de costumbre, sus huestes estaban ejecutando sus órdenes al
pie de la letra; atacar las defensas en tres puntos diferentes a lo largo de un
frente de dos millas de largo. Llevaban ya más de una hora combatiendo, y
Bellorum creyó percibir cierto debilitamiento en el centro, exactamente como
había ordenado que se hiciese. Sonrió para sí, desplazó el catalejo hacia el ala
izquierda y luego hacia la derecha, y constató con agrado que el ímpetu de la
lucha había aumentado en ambos lados.

A lo largo de las dos horas siguientes el punto central siguió debilitándose,


mientras los flancos izquierdo y derecho fueron añadiendo presión
paulatinamente el ejército defensor. Tal como Bellorum esperaba, Thirrin se
vio obligada a enviar remesas de sus mejores soldados del centro a los lados,
para tratar de reforzarlos.

—Ésa es mi niña, qué buena táctica está hecha —murmuró para sí mientras
veía a la guardia real de las Tierras de Hielo y a la infantería hipolitana
acudiendo a toda prisa a socorrer los extremos de la línea defensiva—
¡Comandante Antonius y Adriano, preparen su tropa y aguarden mis órdenes!
—dijo con autoridad en dirección a los oficiales del alto mando, que estaban
arremolinados cerca de él; los dos hombres hicieron el saludo militar y
salieron a toda prisa—. ¡Vamos, ¿Dónde se han metido ese diablo de mujer y
sus arqueras montadas?! Te estoy esperando, querida, todo está preparado.

La batalla era cada vez más dura. Y cada vez salían más soldados
polipontanos para mantener la presión en los flancos, mientras los mejores
guerreros aliados se veían obligados a desplazarse del centro a los lados para
socorrer a los suyos. 314
En el punto donde parecía debilitarse el ataque de las huestes imperiales solo
quedaron tres unidades de soldados profesionales, junto con diez mil
inexpertos milicianos. Más que suficientes para resistir el asalto polipontano,
que parecía flaquear por minutos. Sin embargo, el veterano comandante de la
guardia real que se hallaba al mando del grupo no estaba tranquilo con la
situación. Empezaba a sospechar que había algo raro en la forma de luchar
de los regimientos de piqueros y mosqueteros que abarrotaban la pendiente
del largo muro de contención, incapaces de avanzar ni un palmo. Dio la orden
de no ceder ni un ápice. A continuación ordenó a su segunda al mando que
reforzase, junto con algunos de sus mejores housecarls, la parte derecha de
su tramo defensivo, integrada principalmente por milicianos. Gunhilda era la
mejor lugarteniente que había tenido en su vida. En cierta ocasión resistió el
ataque de más de quinientos hombres lobo con la mitad de los soldados de la
guardia real, y regresó a casa con casi toda la tropa sana y salva. Pero aquello
había pasado en los malos tiempos de antaño, y esta vez parecía que las
huestes imperiales estuviesen preparándose para salir corriendo.

—¡Manténgase en sus puestos! —gritó el comandante.

Pero apenas se le oyó, pues las tropas polipontanas que tenía delante dieron
media vuelta y pusieron pies en polvorosa. Los soldados de la milicia
prorrumpieron en un griterío salvaje, rompieron filas y se lanzaron por ellos,
dejando al millar de housecarls con su parapeto de escudos.
El comandante no pudo por menos de soltar una retahíla de insultos y
maldiciones. A continuación, ordenó a la escasa tropa que quedaba que se
extendiese al máximo para tratar de tapar el hueco que había quedado en la
línea defensiva, y envió un mensaje urgente a Thirrin.

***

Bellorum estaba encantado. Hasta el momento todo iba según el plan


previsto. Ahora necesitaba un poco de buena suerte y fortuna, las dos mejores
amigas de todo general.

—Capitán Eneas, preparad a vuestros batallones y esperad mis órdenes —


dijo.

Se giró en la silla de montar e hizo una seña, tranquilamente, a dos jinetes


que esperaban cerca. Una vez que les hubo comunicado sendos mensajes, los
jinetes se alejaron al galope y al poco tiempo empezaron a avanzar por la
llanura dos lenguas de tropas imperiales, mientras en el centro los soldados
de las milicias seguían persiguiendo al ejército polipontano que se batía en
retirada e iban derechos a la trampa que les había tendido.
315
—Adelante, querida, reaccionad como deberíais, como toda una reinecita —
murmuró Bellorum, mientras repasaba con la vista las posiciones defensivas
de las Tierras de Hielo—. Vuestros soldados están en peligro, habrá que
rescatarlos con algo que sea rápido y mortífero... como vuestras arqueras
montadas.

El estridente chillido de los pífanos y el estrépito metálico de los tambores que


iban a la cabeza de los dos brazos del movimiento de tenaza cumplían la
función de indicar por dónde estaban avanzando los soldados, por si Thirrin y
su ejército no se hubiesen dado cuenta. Bellorum se estaba preguntando,
irónicamente, si no le haría falta añadir también unos cuantos fuegos
artificiales, cuando de repente algo le hizo enfocar el catalejo hacia los
terraplenes que constituían las defensas.

—¡Ajá! ¡Ahí está, justo al toque! Y si no me equivoco, va con ese mendrugo


que tiene por consorte —dijo Bellorum muy contento, al divisar a la basilea al
frente de sus arqueras montadas y la infantería hipolitana, que acudían al
rescate de los milicianos—. Veamos, ¿qué ala escogerá? —De repente las
amazonas se alejaron al galope en una dirección y Olememnón guió a su
infantería a paso ligero en la contraria. Bellorum asintió—. ¡La derecha!
¡Capitán Eneas, llevad a vuestros batallones al ala derecha!
Abajo, en la llanura, Elemnestra envió a una amazona a avisar a los
milicianos del peligro que estaban corriendo, y condujo al resto de las
arqueras a interponerse en el camino del ala derecha del enemigo. Pensaba
entablar combate con éste antes de que Olememnón y su infantería
alcanzasen el brazo izquierdo del avance en tenaza. Así, si acababa pronto
con su presa, podría cruzar la llanura al galope para ir en su ayuda.

A una señal de su capitana, las arqueras colocaron las primeras flechas en


las cuerdas de los arcos con un solo movimiento. Justo delante de ellas,
Elemnestra podía ver perfectamente al enemigo y oír los pífanos y tambores
de su banda de música. Mientras las hipolitanas se abalanzaban sobre ellos,
los soldados imperiales levantaron los mosquetes y las esperaron con
semblante serio. Elemnestra viró con su caballo para pasar por delante de
ellos a toda velocidad, y los mosqueteros abrieron fuego. Varios caballos
perdieron a sus ama-zonas, pero ahora el enemigo era vulnerable y las
arqueras dispararon las flechas. Cayeron cientos de ellos. Las mujeres
prepararon la siguiente tanda de saetas sin dejar de galopar, entonces,
guiando a sus monturas con las rodillas, dieron media vuelta y pasaron a
toda velocidad ante los mosqueteros, que no tuvieron tiempo de cargar otra
vez las armas, y de nuevo cientos de polipontanos cayeron bajo el aluvión de 316
flechas. Sin embargo, ninguno salió huyendo; al contrario, siguieron cargando
una y otra vez los mosquetes, obstinada-mente, aplicando las órdenes al pie
de la letra.

De repente Elemnestra advirtió que bajaban a lo lejos seis carretas


bamboleantes, perfectamente tapadas con lonas; eran larguísimas y tiraban
de ellas unos caballos enormes. Era evidente que llevaban una carga muy
pesada. Pero en lugar de distraerse con aquella imagen, centró toda su
atención en los piqueros enemigos, cuyas filas se estaban viendo cada vez
más mermadas a causa de la lluvia incesante de flechas. Con todo, los
piqueros no claudicaban y seguían adelante entonando el himno de guerra del
Imperio. La basilea se sorprendió maravillándose ante la bravura de esos
sol-dados, que se resistían a dejarse intimidar por las flechas de sus
arqueras.

Cuando volvió a fijarse en las pesadas carretas, éstas habían cruzado la


llanura y se habían colocado en paralelo al movimiento de sus arqueras, en
sentido contrario. No se fiaba, pero tampoco podía pasar por alto algo que
constituía una amenaza posible. Así pues, decidió atacar. Cuando sus
mujeres quedaron a tiro, los flancos tapados de las carretas se abrieron de
repente y dejaron al descubierto su carga: cañones. Los hombres que los
manipulaban estaban preparados para entrar en acción, y justo cuando
Elemnestra y sus hipolitanas levantaban los arcos, el oficial de la primera
carreta desenvainó la espada y gritó una orden. Los cañones dispararon todos
a la vez, escupiendo una andanada de balas unidas por cadenas y trozos
sueltos de metal, que hicieron estragos entre las arqueras y causaron una
explosión carmesí de patas mezcladas con cuerpos de amazonas. Cayeron
trescientos caballos.

Las tropas imperiales lanzaron un grito triunfal. Habían acabado con aquellas
endiabladas mujeres.

En lo alto de los terraplenes defensivos, Thirrin gritó de espanto al ver la


carnicería que habían hecho con sus arqueras. Dio media vuelta y salió
disparada, mientras llamaba a su caballería. A su lado corrían Táraman y
Táradan, ambos convocando con rugidos a sus guerreros. En un periquete, se
reunió a los corceles de la caballería, montaron los jinetes y los leopardos se
colocaron en posición. Entonces, con Thirrin a la cabeza, las caballerías de las
Tierras de Hielo y las Placas de Hielo se lanzaron en dirección a la llanura,
llevadas por una furia irrefrenable. Táraman-Tar corría al ritmo del corcel de
Thirrin, y sus leopardos iban emitiendo el extraño fufo que constituía su grito
de guerra. 317
El enemigo se dio cuenta de su aproximación y aguardó en silencio, con los
cañones cargados de pares de balas unidas por cadenas. Sabían que se
cobrarían la mejor pieza: la reina guerrera de las Tierras de Hielo y sus
leopardos adiestrados. Mientras Thirrin y su caballería galopaban hacia ellos,
los soldados empezaron a entonar cánticos de guerra, convencidos de que su
acción marcaría el final de aquella encarnizada guerra.

Pero entre los cuerpos desmembrados y esparcidos de las arqueras


hipolitanas, Elemnestra, gravemente herida, logró apoyarse en el cadáver de
su caballo y empezó a dar órdenes a la treintena de mujeres que quedaban
con vida de las quinientas originales y que todavía estaban en condiciones de
disparar. Sabiendo que debían destruir los cañones antes de que Thirrin y
Táraman-Tar estuviesen a tiro, las exhortó a darse prisa. Sus amazonas
ataron rápidamente trozos de tela a sus flechas, los prendieron fuego y las
dejaron con mucho cuidado en la alfombra apisonada de flores silvestres
manchadas de sangre. Entonces, en cuanto Elemnestra pudo ponerse de
rodillas, las mujeres levantaron los arcos y cumplieron su orden de disparar
una primera tanda de flechas. Treinta proyectiles en llamas cayeron sobre los
barriles de pólvora de los cañones. El oficial polipontano gritó varias órdenes
a sus mosqueteros y éstos levantaron las armas. Con los seis mil soldados de
la caballería de Thirrin a punto de echárseles encima, el oficial no podía
desperdiciar más balas en las arqueras supervivientes, pues no le daría
tiempo a cargar los cañones y volver a dispararlos antes de que sus hombres
cayesen hechos trizas por los sables y las garras enemigas. Pero en esos
momentos acababan de aterrizar entre los barriles de pólvora dos tandas más
de saetas en llamas. Los equipos de los cañones trataban, como locos, de
agarrar los jirones y apagarlos a pisotones, pero cada vez les caían más
encima y tan deprisa que no daban abasto.

Al final los mosqueteros dispararon, pero las mujeres se habían puesto ya a


resguardo y se disponían a lanzar de nuevo su mortífera lluvia. Un joven
soldado soltó un grito de desesperación al intentar apagar con su propio
cuerpo un barril que había prendido. De repente se oyó un crujido
desgarrador y la carreta saltó por los aires. Casi simultáneamente, una
llamarada altísima engulló a las otras cinco carretas, convirtiéndolas en una
especie de bosque de fuego y escupiendo en todas direcciones los cañones
hechos pedazos y la metralla que contenían, formando una lluvia mortífera
que mató o dejó gravemente heridos a los cientos de soldados que se
encontraban cerca. Las arqueras supervivientes de Elemnestra también se
vieron empujadas de forma salvaje por una mano asesina de fuego, que acabó
definitivamente con el regimiento de élite del pueblo hipolitano.

Thirrin aulló de dolor y furia al ver lo que había pasado y poniéndose en pie
en la silla de montar, desenfundó el sable y entonó a voz en grito el cántico de 318
guerra de las Tierras de Hielo. Respondieron los seis mil guerreros de su
caballería, humanos y felinos, con la voz teñida de fiereza y sed de muerte.
Entonces se abalanzaron sobre las descompuestas filas soldados imperiales y
fueron matándolos uno a uno, queriendo así vengar la pérdida de Elemnestra
y sus arqueras montadas. Al final lograron resquebrajar la férrea disciplina
polipontana y los enemigos salieron huyendo a todo correr, perseguidos sin
piedad por espadas y garras.

Cuando los pocos cientos que habían sobrevivido a su ataque se pusieron a


salvo tras las líneas enemigas, Thirrin condujo a su caballería por la llanura
para lanzarse a la carga contra las unidades imperiales que habían engañado
a las milicias con su falsa retirada. Los soldados de las Tierras de Hielo
habían recordado todo lo aprendido durante el entrenamiento y habían
formado una pared de escudos para retroceder ordenadamente hasta las
zanjas y murallas defensivas.

La caballería se abrió paso entre los polipontanos con la facilidad con que una
guadaña corta el rastrojo, y, causando estragos entre sus filas, dio media
vuelta para rematarlos. Al poco rato también habían acabado con la
resistencia enemiga, y esa vez su retirada no fue ninguna parodia. La
caballería persiguió a los últimos polipontanos por todo el campo y Thirrin
regresó con los milicianos, que observaban atónitos cómo huía el adversario.
—¡Volved a vuestros puestos y no os mováis! —les ordenó Thirrin, echando
chispas de furia—. Si hubieseis acatado las órdenes y hubieseis seguido las
pautas que os dieron en los entrenamientos, nada de esto habría ocurrido.
¡Os mantendréis en vuestro sitio hasta que vuelva! Y no cederéis, por mucho
que tengáis que esperar. ¡El que desobedezca esta orden morirá ahorcado!

Entonces, espoleando a su corcel para virar, encabezó una carga hacia donde
Olememnón y su infantería hipolitana libraban combate contra el ala
izquierda del fallido movimiento de tenaza del enemigo. Habían progresado
mucho, deteniendo primero el avance de los soldados imperiales y
obligándolos después a retroceder poco a poco a sus líneas. Thirrin y
Táraman-Tar atacaron los flancos del ejército imperial. Acompañados por los
fufos de los leopardos de nieve y por el cántico de guerra de los soldados
humanos, arremetieron contra las huestes enemigas. Los regimientos de
piqueros intentaron hacer frente a la furia que se les echaba encima,
hincando los extremos de las picas en el suelo y sosteniéndolas con una
inclinación que debería volverlos inexpugnable frente a la caballería. Sin
embargo, Táraman-Tar y Táradan dirigieron a sus leopardos directamente
contra las largas lanzas y las destrozaron a zarpazos, para colarse a
continuación entre ellas y despedazar a los soldados a los que supuestamente
protegían.
319
Al final, la disciplina y el coraje de los polipontanos cedieron a la presión y los
hombres huyeron despavoridos. Muchos murieron bajo los sables y las garras
de aquella implacable caballería. No obstante, todavía no se había agotado la
furia de Thirrin, que galopó hasta quedar justo fuera del alcance de los
cañones enemigos y allí aguardó unos instantes, retando claramente al resto
del ejército polipontano a salir a luchar.

Desde detrás de las líneas, Scipio Bellorum había presenciado el desarrollo de


la contienda, y su entusiasmo inicial al acabar con Elemnestra y sus arqueras
montadas había dado paso a la frustración al ver a Thirrin y sus «leopardos
adiestrados» destruir a sus ejércitos Amarillo y Naranja. Solo el elitista
Ejército Negro estaba totalmente intacto. Con apoyo de lo que quedaba del
Rojo, Bellorum los mandó a toda prisa a defender, al precio que fuese, la línea
del frente contra aquella reina bárbara.

Miró atentamente a Thirrin y su caballería. Nunca, en toda su larga carrera


militar, se había sentido tan cerca del pánico, pero al fin lanzó un suspiro de
alivio. La joven reina se había encorvado en su silla de montar y uno de sus
leopardos tenía la cara pegada a la suya, como si —¡por todos los dioses!—
estuviese hablando con ella, ilusión aún más creíble por cuanto la joven
realmente parecía estar manteniendo una conversación con la fiera, que la
miraba, la escuchaba y luego respondía con toda normalidad.
Bellorum entrecerró el ojo para ver mejor por el catalejo. Así pudo observar
que la joven movía los labios, y deseó desesperadamente poder saber de algún
modo lo que estaban diciendo. Luego la reina abrazó a la bestia y,
deslizándose desde la silla de montar, se subió a lomos del leopardo y juntos
regresaron a Frostmarris, seguidos por el resto de la caballería Bellorum,
aliviado, relajó su postura de jinete.

La crisis había terminado. Con suerte, dos de los cuatro ejércitos de refuerzo
se encontraban a menos de medio día de marcha. Bellorum se volvió hacia los
oficiales del alto mando que continuaban en sus caballos con semblante
cuidadosamente impertérrito, e hizo una seña para que se acercase el más
joven de ellos.

—¿Cuánto calculáis que tardaríais en llegar al paso fronterizo de la cordillera


de las Doncellas Danzantes?

—¡Dos días, señor! —respondió con rotundidad el joven oficial.

—O sea, tres, como mínimo. Quiero que vayáis a donde están los ejércitos de
reserva, que encontraréis acampados justo al otro lado de la frontera, y les
digáis que vengan aquí a toda velocidad. Ha llegado la hora de aplastar a esta
reinucha y su pequeño país. Su arrogancia está empezando a molestarme.
320
Capítulo 28

E
n el patio de la ciudadela había cien soldados, cada uno atado a una
estaca: uno por cada cien de los diez mil integrantes de los regimientos
de la milicia que habían roto filas y abandonado sus puestos. Los
habían seleccionado a suertes, e iban a ser azotados.

También se había escogido a los cien housecarls que ejecutarían la sentencia


de veinte latigazos a cada hombre. Los elegidos aguardaban a que Thirrin
diese la orden de empezar. Era el primer día realmente cálido de la primavera
y solo se oían los cantos de los pájaros en medio del silencioso patio en que se
apelotonaban caso dos mil milicianos para presenciar el castigo.

Thirrin iba a lomos de su caballo de batalla. Lo espoleó para dar unos pasos
al frente y dijo con fuerza suficiente para que todos pudiesen oírla:

—Soldados de las milicias, estáis aquí para presenciar el castigo de vuestros


camaradas por desobedecer órdenes. —Lanzó entonces una mirada a las filas
de guerreros que tenía ante sí, mientras seguía hablando, notó como volvía a
prender en su interior la furia que había sentido durante la batalla—: ¡Todos
vosotros sois culpables! ¡Al romper filas, no solo pusisteis en peligro a 321
vuestros camaradas, sino también al conjunto de defensas de Frostmarris y,
por ende, al país entero y a las gentes de las Tierras de Hielo!

Al percibir la rabia que teñía la voz de Thirrin, su corcel empezó a moverse y


resoplar, listo para entablar combate.

—¡Pero, aún peor, sois culpables de la muerte de la muerte de Elemnestra, la


basilea del pueblo hipolitano, y de sus arqueras montadas! Fue su valiente
sacrificio lo que os salvó de una muerte segura. ¡Un sacrificio que no habría
sido necesario si hubieseis obedecido las órdenes y normas más elementales
de todo conflicto armado! ¡Jamás se rompen filas! ¡Jamás se persigue al
enemigo, a no ser que se dé la orden! Quien vuelva a cometer un delito
semejante, sea el rango militar que sea, morirá en la horca y su cuerpo se
dará a los cuervos. —Dicho eso, se volvió para hacer una seña con la cabeza a
un tambor solitario, que empezó a tocar un ritmo lento que marcaría el
compás de los latigazos—. Espero que sintáis todos el dolor que van a sentir
vuestros camaradas. Que sintáis todos la vergüenza del delito que habéis
cometido.

Repitió la seña y los housecarls alzaron los látigos e iniciaron el castigo.

Los chasquidos de los latigazos al segar la carne resonaron en todo el patio,


mezclados con los gritos de los soldados. Pero los regimientos mantuvieron un
silencio sepulcral. En menos de dos minutos finalizó el castigo. Se cortaron
las cuerdas que ataban a los soldados y se los trasladó al hospital de
campaña, donde las sanadoras estaban ya listas para recibirlos. Entonces, a
una seña de Thirrin, la milicia recibió permiso para retirarse y regresar a las
defensas, donde retomaron sus obligaciones.

Cuando la última fila hubo salido por las puertas, Thirrin se bajó de su corcel
y lo entregó a un mozo de cuadra. Luego cruzó las inmensas puertas que
daban al Gran Salón, tenebroso, oscuro y totalmente desierto, se apoyó unos
instantes en la fría piedra de sus muros y cerró los ojos. Entonces, el débil
sonido de unas pisadas que se acercaban la hizo abrirlos de nuevo y
enderezarse.

Por alguna razón, no le sorprendió ver a Oskan andando lentamente hacia


ella.

—¿Qué crees que has conseguido con esa horrenda demostración de


crueldad? —preguntó el muchacho en voz baja y serena.

—¡Infundir disciplina y enseñar una buena lección!

—¿Y tú no crees que esos soldados llevan ya una carga lo bastante pesada
como para añadir, además, la amenaza de unos latigazos si cometen un
error? —Su tono de voz seguía siendo neutro y calmado, pero Thirrin podía
ver que temblaba por efecto de la rabia contenida, que parecía vibrar en el
aire que lo rodeaba.

—Oskan, ¿de verdad piensas que no sé con toda exactitud lo que están
pasando mis soldados? ¿De verdad crees que no entiendo de cargas? —Casi 322
soltó una carcajada, de lo amargamente absurdo que era todo aquello. Pero se
contuvo, pues sabía que si empezaba, no podría parar—. Tienen suerte, solo
han de preocuparse por unos latigazos si rompen filas y vuelven a poner en
peligro su vida. ¡Pero si yo cometo un error, podrían morir miles de personas,
podría perderse un país entero, y quién sabe qué más podrían sufrir los que
tuviesen la mala fortuna de sobrevivir! —Su voz había ido subiendo de tono a
medida que hablaba, y de repente se dejó llevar por un irrefrenable arrebato
de emoción—. ¡No me hables a mí de cargas! ¡Yo diseñé los planes por ellos!
¿A cuántas niñas de catorce años conoces que gobiernen un reino en guerra,
que dirijan un ejército, que fragüen una alianza entre más especies de las que
ella misma puede recordar, que haya matado a más personas de las que es
capaz de contar, que aguarde desesperadamente, día tras día, durante todos
lo benditos segundos de vida, la llegada de unos aliados que teme que la
hayan dejado en la estacada? Dímelo, Oskan, por favor, dime cómo se llama
esa niña. ¡Me encantaría tener una conversación con ella e intercambiar
impresiones! ¡Me gustaría bastante, porque a lo mejor así me siento menos
aislada y un poquito menos asustada de pensar que en cualquier momento
todo éste lío espantoso, lamentable, absurdo y mortífero vaya a derrumbarse
a mi alrededor y al final todo el mundo descubra que no sé lo que estoy
haciendo y que voy improvisando sobre la marcha!

Respiró hondo, temblando, y guardó silencio. Pero su voz reverberó en el


inmenso espacio vacío del Gran Salón como si estuviesen dentro de una
campana gigantesca que acabase de repicar.

Oskan pestañó. Estaba asombrado ante el vehemente estallido de Thirrin.


Casi fue a sonreír, pero se lo pensó mejor y al final le dio un abrazo tan fuerte
que le vació los pulmones. Tras unos momentos de duda, Thirrin le devolvió el
abrazo, primero suavemente, pero luego cada vez con más ansia, buscando en
él ayuda y consuelo. Permanecieron allí un buen rato, meciéndose a un lado y
otro, mientras proseguía la guerra, y el mundo y sus tribulaciones
continuaban sin ellos. Pero luego Thirrin se separó y Oskan sonrió al ver que
tenía las mejillas coloradas.

—Lo siento, pero tengo que irme —dijo él—. Hay unos cuantos soldados
malheridos que esperan mis atenciones.

Thirrin asintió.

—Y yo he de encontrar a un comandante de infantería al que he perdido —


repuso. Oskan la miró con perplejidad, pero ella sacudió la cabeza—. Te lo
explicaré después.

Se quedaron unos segundos callados, vacilantes, y al final echaron a andar


cada uno en una dirección.

Las botas de Thirrin resonaron en el silencio reinante. Cruzó el suelo de


piedra del Gran Salón y se metió por la maraña de pasillos que serpenteaban
y zigzagueaban por el interior del palacio real cual venas y arterias. Mientras
andaba, respiró hondo varias veces para sosegarse y poco a poco fue
recobrando la compostura. Cuando llegó al primer cruce entre el pasillo y una
pasarela, había vuelto a ser la reina Thirrin. Y concentró toda su atención en
la tarea que tenía entre manos. 323
Sabía exactamente adónde iba y a quién encontraría allí. Esa mañana había
enviado a un puñado de los chambelanes más sigilosos a averiguar con la
máxima discreción dónde se había metido el hombre al que buscaba, y
cuando le comunicaron su paradero, decidió ir a hablar personalmente con él.

Llegó a una puertecita baja. Al abrirla, la luz del sol y el aroma a flores la
envolvieron como formando una cálida ola. Ante sus ojos se abría el jardín
interior de la ciudadela. Salió al pequeño recinto rodeado de murallas
almenadas y cerró los ojos. La breve primavera de las Tierras de Hielo estaba
ya convirtiéndose en verano, y el zumbido de las abejas llenaba el aire
mientras pululaban cual motitas vivientes entre las plantas recién floridas
que teñían de brillantes colores la escena.

Thirrin inspiró hondo para llenar su cuerpecillo extenuado de la


embriagadora mezcla de aromas, y durante el más fugaz de los instantes casi
fue capaz de olvidarse de la guerra. Pero entonces una ráfaga de viento cálido
le llevó a los oídos unas voces que daban órdenes a gritos y pasos
acompasados de unas botas al marchar. Abrió los ojos y volvió a la realidad y
a la tarea que había ido a hacer.

En el centro del jardín unos crecidos rosales estaban empezando a dar flores;
sus rojos intensos, sus blancos de hielo y sus rosas delicados formaban un
tapiz intrincado de pigmentos y texturas aterciopeladas en la cálida urdimbre
del aire. Guiada por el instinto, Thirrin se dirigió hacia ellos. Y encontró a
Olememnón sentado en un banco rodeado de flores y abejas. No la había oído
llegar. Tenía los ojos cerrados. Le habían caído unos pétalos en el pelo y tenía
una mariposa posada en el hombro. Parecía uno de los muchos dioses
menores de la Naturaleza, agotado por el esfuerzo de crear la primavera,
descansando en medio de su propia creación antes de iniciar las labores del
estío.

Thirrin estuvo a punto de marcharse sin decir nada, de dejarlo a solas con la
pizca de paz que pudiese haber hallado. Pero en ese momento Olememnón se
movió y abrió los ojos. Sonrió a modo de saludo, y aquel gesto hizo aún más
evidente la pena y la tristeza que rezumaba su mirada.

—Hola, tío Oli —dijo Thirrin en voz baja—. ¿Puedo sentarme contigo?

Por toda respuesta, él se apartó a un lado y dio unas palmaditas en el hueco


que había dejado en el banco. Thirrin se sentó, cerró los ojos y levantó la cara
hacia el sol.

—No sé qué decir, tío Oli. Solo soy una niña e ignoro qué se siente al perder a
alguien a quien has elegido amar, no a alguien a quien amas de nacimiento,
como un padre o una madre. —Abrió los ojos y lo miró—. Pero cuando murió
papá, sentí que me habían robado tiempo… que me habían robado todos los
momentos que habría podido compartir con él.

Olememnón le tomó la mano y se la apretó cariñosamente.

—Pero luego están los demás… en especial alguien…sin los que no creo que
pudiera seguir adelante —continuó ella—. Es decir, supongo que el mundo, 324
mi mundo, seguiría adelante, pero si lo matasen a él, no sé bien como podría.

—Es que no parece posible —respondió Olememnón al fin. Su voz tenue se


mezclaba delicadamente con el zumbido de las abejas—. Hasta la luz se ve
más oscura.

—A veces creo que es demasiado arriesgado hacer que tu felicidad dependa de


otra persona —prosiguió Thirrin—. Pero si no compartes al menos una parte
de tu vida, todo lo demás parece que tiene menos importancia, que de alguna
manera vale menos.

—Merece la pena correr ese riesgo, Thirrin. Incluso cuando el destino te pone
en evidencia y pierdes a ese ser querido, el riesgo ha merecido la pena.

Thirrin asintió como si su tío acabase de confirmar lo que ya sospechaba.


Entonces añadió:

—Por supuesto, no puedo decir nada que te sirva de ayuda. Absolutamente


nada. Pero te necesito, tío. No puedo seguir yo sola. Vuelve con nosotros al
frente de la infantería hipolitana, por lo menos hasta que la nueva basilea se
acostumbre a su función.

Casi se quedó petrificada ante su propia falta de sensibilidad, y le entró tal


vergüenza que se le puso la cara de un carmesí intenso. Pero Olememnón se
llevó su mano a los labios y la besó.

—No sufras, Thirrin. Soy perfectamente consciente de que la Asamblea de las


Mujeres ha elegido a una nueva gobernante. Pero el poder que yo tenía se lo
debía a Elemnestra. Era comandante de la infantería solo por ser su consorte.
Sin ella, soy un soldado más del ejército hipolitano.

—¡Qué época tan extraña nos ha tocado vivir, tío! Pero por eso mismo
podemos comportarnos también de manera extraña. Así pues, yo, la reina de
las Tierras de Hielo, te nombro comandante de la infantería hipolitana. Y no
tienes nada de qué preocuparte, pues la nueva basilea es una mujer sensata y
estará de acuerdo con mi decisión. No podemos prescindir de uno de nuestros
mejores oficiales justo cuando más lo necesitamos.

—Pero ¿y si ya no me queda nada más que dar? ¿Cómo voy a dirigir a la tropa
durante la batalla si ni siquiera tengo la fuerza precisa para pensar con
sentido? Casi he de recordarme a mí mismo que debo respirar; pestañar se ha
convertido para mí en algo que debo sopesar; ¿pestañeo ahora o espero a que
me escuezan los ojos? En esto me he convertido ahora que ya no tengo a mi
lado a Elemnestra.

Thirrin lo miró, perpleja. ¿Era eso lo que la pena podía hacer: transformar tu
vida prácticamente en una comedia? ¿Reducir a gente adulta al estado de un
bebé desamparado? De no ser por lo grave de la situación, casi hubiera
podido echarse a reír.

—Pero los vivos seguimos necesitándote, tío Oli. Ayúdanos, por favor. Si no, la
población entera podría padecer lo que estás padeciendo tú ahora, o al menos
los que sobreviviesen. 325
Olememnón sonrió con tristeza.

—Pasarán por ello de todos modos, en algún momento de su vida. Mejor


rendirse ya. Al fin y al cabo, la causa está perdida. ¿Y los demás aliados?
¿Dónde están? En el fondo, los vampiros y los hombres lobo nos odian, no
vendrán. Y sin ellos, ¿cuánto tiempo podemos resistir la embestida de los
vastos ejércitos que el Imperio seguirá enviándonos, uno tras otro? Sí, hemos
saboreado un poco de éxito. Pero con cada victoria, hemos visto mermadas
nuestras huestes. Y con cada derrota, las de Serpio Bellorum ganan fuerza,
pues el general continúa pidiendo refuerzos, la lucha ya no merece la pena.

De repente, una oleada de furia recorrió a Thirrin de pies a cabeza. Se levantó


del banco y dijo, casi encendida de rabia:

—Olememnón Stagapoulos, Hijo de la Madre, en su día consorte de la basilea


de los hipolitanos, comandante de la Infantería de la Luna, tu deber te
aguarda. No te corresponde a ti entender las decisiones de la Diosa. Tú solo
puedes cumplir tu cometido todo lo bien que te permita tu capacidad mortal,
y si tienes que morir, entonces ¡lo harás sabiendo que tu pequeña tragedia
formaba parte de un plan divino que escapa a tu entendimiento! —El eco de
su voz resonó por todo el jardín y ahuyentó a una bandada de gorriones, que
alzó el vuelo hacia el cielo. Además, consiguió librar del letargo al enorme
hombretón que tenía delante y que ahora la miraba con el entrecejo
ligeramente fruncido de desconcierto, como si estuviese intentando recordar
algo—. ¡Olememnón Stagapoulos, vendrás conmigo ahora mismo y asumirás
tu papel en el diseño de la Madre, o tu nombre quedará mancillado por
siempre jamás en todo mi reino!
—Para los que queden para recordarlo —respondió él en tono desafiante. Pero
su manera de hablar había cambiado y su corpachón inmenso parecía estar
llenándose de una energía nueva.

—Quedarán muchos que lo recuerden, y que lo asocien con la misma gloria


que envolverá el nombre de Elemnestra Celeste, basilea de los hipolitanos y
comandante del Sagrado Regimiento, que murió defendiendo a su reina. La
Diosa ha decidido que debes vivir, comandante Olememnón. Es evidente que
sigues formando parte de su plan divino y que tu deber sigue siendo cumplir
tu cometido. —Poco a poco fue remitiendo la oleada de furia y Thirrin miró al
soldado que permanecía sentado delante de ella, cabizbajo. Se encorvó y lo
tomó de la mano—. Vamos, tío Oli, tu pueblo te necesita y también yo.

Mientras lo miraba, se le antojó que los hombros descomunales de su tío casi


se inflaban al tomar aire profundamente. A continuación lo soltó con un
suspiro explosivo. A los pocos segundos se puso en pie y sonrió, primero
tímidamente, y luego, poco a poco, luciendo una sonrisa cada vez más
deslumbrante que pareció dividirle la cara en dos.

—De todos modos, Elemnestra no me dejaría descansar. «Hay cosas que


hacer, y nosotros tenemos que hacerlas», habría dicho. Vamos a ver qué es lo
que hay que hacer.

Thirrin lo abrazó con todas sus fuerzas, y notó como la recorrían por dentro el
alivio y la dicha. Luego lo agarró de la mano y lo llevó hacia la puertecilla del 326
jardín. Cada paso que daban parecía infundir fuerza al consorte de la difunta
basilea.

Habían llegado ya los dos primero ejércitos de refuerzo. Scipio Bellorum se


había ocupado personalmente de supervisar su instalación en el
campamento. Si los soldados hablaban entre sí, pronto los nuevos se
enterarían de lo difícil que estaba siendo esta fase de la guerra, y él quería
imprimirles el sello de su autoridad y personalidad antes de que la moral
pudiese bajar demasiado.

Acababa de anunciar dos días de descanso, tiempo suficiente para que


apareciesen los otros ejércitos. Además, había dejado que sus hombres se
recobrasen y bebiesen a gusto, regalándoles un día para recuperarse antes de
proseguir la campaña a pleno rendimiento. De esa manera se transmitía
también a los soldados la impresión de que el Imperio tenía la guerra lo
bastante controlada como para dictar el ritmo de la contienda. La lucha
proseguiría cuando ellos lo decidiesen, ni un minuto antes. Y los bárbaros
habrían de esperar a que las tropas imperiales se encontrasen bien, listas
para continuar.

De todos modos, el ejército no había estado totalmente inactivo esos días.


Bellorum había interrogado a varios de los supervivientes de los ataques
iniciales a las defensas de las Tierras de Hielo, y al parecer había indicios de
que el sistema de zanjas y muros de contención no se adentraba demasiado
en el bosque. Incluso era posible que hubiese algún que otro hueco sin cubrir
en las defensas. Con todo eso en mente, había enviado varios grupos de
exploradores armados. Pero de momento no había regresado ninguno. Ahora
estaba sentado en su tienda de campaña, con la pared de tela levantada, y
observaba con el catalejo un equipo de escaramuzas mucho más numeroso
que en esos momentos cruzaba las lindes del bosque.

El grupo había recibido órdenes de mandar mensajeros al campamento a


intervalos regulares para mantener informado al general. Con el catalejo vio
cómo se perdía de vista finalmente el último de los soldados y durante la hora
siguiente aguardó con paciencia cualquier novedad, mientras se distraía
picando de una fuente de plata llena de fruta exótica enviada desde todos los
rincones del enorme Imperio polipontano.

Entonces oyó el inconfundible sonido de una salva de mosquetes, seguida de


los disparos sueltos y esporádicos de unos soldados sometidos a presión. Era
evidente que tenían que ser robustas las defensas que hubiese dentro del
bosque. Bellorum pasó toda la hora siguiente escudriñando los árboles. En
un momento dado creyó divisar a unos guerreros ataviados con unas
armaduras de diseño y colorido curiosos, verdes y marrones, como el follaje
circundante. Pero seguía sin aparecer ninguno de los integrantes del equipo
de escaramuzas.

—Así pues, ahí no hay un punto débil —dijo para sí, y cerró con ímpetu la
mirilla del catalejo. 327
A continuación, envió a una ordenanza a convocar una reunión de los
oficiales del alto mando para empezar a planear el siguiente paso.

El resto del día lo dedicó a diseñar la táctica de la «fase final», como insistió en
denominar la etapa de la guerra en que estaban a punto de entrar.

—He decidido obligar a ese pueblo atrasado a emplear consigo mismo su


propia barbarie —anunció a sus oficiales, que lo miraban con mucha
atención, y paseó la vista por toda la mesa con una sonrisa encantadora—.
Esa gente prácticamente no conoce las ciencias racionales y su vida se rige en
todo momento por las leyes de la superstición. Así pues, para los soldados de
las Tierras de Hielo la noche estará plagada de terrores, y mi idea es sacar
partido de ese tipo de estupideces. —Se acercó a un caballete en el que
habían prendido un gran diagrama lleno de complicadas ecuaciones y
croquis—. Quizá se hayan dado ustedes cuenta de que en estos últimos días
la luna estaba casi llena y de que en estas latitudes es considerablemente
grande y brillante. —Un murmullo afirmativo recorrió la mesa—. Bien,
caballeros —siguió, señalando el dibujo—, dentro de dos días la luna estará
en su momento más pleno y resplandeciente; para los bárbaros y atrasados,
es un momento de poder y magia, un tiempo de temor y espanto… ¡y el
momento en que nosotros los atacaremos!

El murmullo dio paso a un barullo de voces, que enmudeció bruscamente al


oírse la risotada del general.

—Sí, atacaremos con la luz de la luna. Las noches son ya casi tan luminosas
como el pleno día, y cuando la luna esté llena del todo, aún se verá mejor.
Nuestro mayor aliado ha sido siempre el miedo. Pero como soldados de la
noche, realmente infundiremos terror. ¡Esos salvajes sin educación saldrán
corriendo delante de nuestras narices como una pandilla de niños asustados!

Los oficiales estallaron en aplausos espontáneamente y Bellorum sonrió.

—Permiso para hablar, señor —pidió un joven comandante, sorprendiendo a


todos.

—Por supuesto —contestó el general, recobrándose al instante.

—Quisiera dar noticias de un rumor que he oído entre los hombres. Como
mínimo, resulta interesante. Y podría ser importante.

—¿Bien? —dijo Bellorum. Su tono amable tenía un ribete de hielo finísimo.

—Varios piqueros y portadores de escudos han comentado que... en fin, que


los leopardos gigantes utilizan el lenguaje humano. De hecho, hablan el
mismo idioma que los soldados enemigos.

Se hizo un silencio de asombro, hasta que Bellorum echó atrás la cabeza y


soltó una carcajada. Al instante, los oficiales se sumaron a él y solo dejaron
de reír cuando se detuvo su general.

—Sugiero que arrestéis a esos hombres por emborracharse estando de


servicio.
328
El joven comandante sonrió nerviosamente, pero añadió.

—En ese caso tendría que arrestar a más de quinientos hombres.

Bellorum se quedó mirándolo unos segundos, pero el oficial le sostuvo la


mirada con una expresión de franco respeto.

—¿Y creéis esos rumores?

—Yo creo que los hombres que los han dicho creen que son verdad.

—Jóvenes reclutas. Sin duda, inexpertos y fácilmente impresionables ante el


ardor de la batalla.

—No, señor. Se trata de veteranos del Ejército Rojo, algunos con más de
veinte años de servicio a sus espaldas.

Bellorum se sentó. Tenía la mirada fija en algún lugar indefinido. Recordaba


haber visto con el catalejo a Thirrin y al leopardo más grande de todos, al caer
la basilea. En aquel momento le había parecido que estaban hablando entre
sí, pero había desechado la idea por absurda. Pero de repente comprendió que
no se había equivocado, y lo embargó una terrorífica sensación de furia. ¡El
hombre era la cumbre del universo racional! ¡Solo el ser humano empleaba un
lenguaje coherente! ¡Solo él usaba el pensamiento lógico! ¡Cualquier cosa que
pusiese en duda ese orden era una abominación!
—Eso no se puede tolerar —dijo con voz controlada y fría—. Las fieras
parlantes son un insulto al Cosmos. Caballeros, tenemos el deber de destruir
a esos engendros de la Naturaleza en nombre de todo lo que es racional.
Dentro de dos días estaremos en plenas facultades otra vez, ¡y entonces
acabaremos con esa reinucha de tres al cuarto y con su circo de fieras
guerreras y parlantes!

329
Capítulo 29

T
hirrin contemplaba las posiciones enemigas desde las almenas. Era
evidente que estaban recibiendo refuerzos. Además, Grinelda y su
equipo de hombres lobo blancos habían alertado sobre más
movimientos de tropas en la Gran Calzada, al sur. Pero lo que realmente la
tenía preocupada era que había dejado de llegar información de los otros
espías lobo. Unas semanas antes recibían mensajes diarios sobre los avances
de los ejércitos imperiales y demás novedades. Ahora lo único que había era
silencio, y Thirrin estaba empezando a preguntarse si al fin y al cabo eran
ciertos los rumores que decían que los aliados no acudirían nunca. ¿Habían
mentido Sus Vampíricas Majestades y el rey Grishmak del pueblo lobo
cuando juraron ayudarlos frente a Bellorum?

¡No! ¡Grishmak, no! Él no había mentido, estaba casi segura. Pero los reyes
de los vampiros eran otro cantar. Odiaban a los seres humanos y quizá
tuviesen la esperanza de que los ejércitos de las Tierras de Hielo dejaran a las
huestes de Bellorum lo suficientemente maltrechas como para quitarles de la
cabeza la idea de seguir hacia el norte.
330
Apoyada en las almenas, Thirrin repasó con la mirada las defensas de la
capital. Saltaban a la vista los puntos débiles. El número de soldados
menguaba por días, las bajas aumentaban con cada nuevo ataque, y no
disponían de reservas de las que echar mano. Si no recibían ayuda pronto,
Bellorum se impondría simplemente por pura superioridad numérica, como
de costumbre.

—Vendrán —dijo una voz a su espalda, y al darse la vuelta vio a un sonriente


Oskan.

—¿Es que no puedo estar tranquila en ninguna parte? ¿Ni siquiera dentro de
mí cabeza?

—¡Oh!, no hace falta tener poderes mágicos para saber en qué estabas
pensando. Pero vendrán, me da en la nariz —afirmó, poniendo voz grave y los
ojos en blanco como si fuese una pitonisa de feria.

—No bromees con esto, Oskan. La situación está volviéndose desesperada.

—¡¿Cómo que se está volviendo desesperada?! ¿Es que en algún momento no


lo ha sido? De todos modos, voy a decirte una cosa: le hemos hecho pupa a
Bellorum. Apuesto lo que quieras a que estaba convencido de acabar en un
periquete esta pequeña guerra, y de que a estas alturas estaría tan ricamente
en su villa de la costa de Océano Sur. ¡Ja! ¡Así aprenderá ese maldito asesino
hijo de perra! Quizá la próxima vez se lo piense dos veces antes de decidirse a
anexionar otro pequeño reino al Imperio.

Thirrin sonrió a su pesar. La extraña mezcla de análisis maduro y lenguaje


infantil de Oskan tenía algo reconfortante.

—Sí, pero ¿podremos contenerlo hasta que lleguen los aliados?

Por alguna razón, Oskan no quiso mirarla a la cara y desvió la vista a la


llanura.

—Oh, sí. Estoy seguro.

—Brujo, ¿sabes algo que yo debería saber? ¿Algo malo? —le preguntó en tono
arrogante, asumiendo la personalidad altiva de una reina.

—No —contestó él al cabo de unos segundos de silencio—. No sé nada de


nada. Así de simple. Lo he intentado, pero no consigo ver nada. De todos
modos, resulta obvio que nosotros no tenemos que saber nada.

—Fabuloso —replicó ella, alicaída—. Bueno, la intriga está matando a mis


soldados, literalmente.
331
De pronto el sonido de unas cornetas le hizo dar un respingo, y miró por
encima de las almenas. Era la incursión diaria de Bellorum. Thirrin era
plenamente consciente de que el general pretendía agotar a sus tropas al
tenerlas siempre en vilo, mientras él se permitía el lujo de recurrir a un
sistema de rotación para sus soldados gracias al cual la mayoría podía
descansar. Lo malo era que estaba dando resultado. Los defensores estaban
agotados, física y mentalmente, y una y otra vez, con cada nuevo ataque,
debían luchar contra un enemigo reposado y fresco.

—Tengo que irme. ¿Has visto a Táraman?

—Estaba en la puerta de la ciudad —respondió Oskan, que también se


apresuró a acudir a la enfermería para prepararse ante la inminente llegada
de heridos.

Scipio Bellorum observó la carga de sus soldados. A estas alturas todo


aquello se estaba volviendo un tanto rutinario. Los regimientos designados
para entrar en acción cada día salían del campamento y mantenían ocupado
al enemigo, mientras el resto del ejército descansaba y se preparaba para el
asalto final, previsto para un par de días después.
Casi tenía la sensación de poder dejar en manos de sus lugartenientes esa
fase de la guerra. Casi. Pero no del todo, pues los guerreros de las Tierras de
Hielo eran imprevisibles. Dando un suspiro, destapó la mirilla del catalejo y se
plantó junto a la pared enrollada de tela de su tienda de campaña para seguir
desde allí los progresos. Como de costumbre, los defensores estaban
resultando difíciles de doblegar y respondían al ataque de los portadores de
escudos y los piqueros. Entonces percibió movimientos en otra zona del
sistema de zanjas y terraplenes. Rápidamente, enfocó el catalejo hacia allí y
vio a Thirrin y Táraman-Tar a la cabeza de la caballería enemiga. Podía ver
con claridad a la reinecita de pie en los estribos, desenvainando la espada, y a
aquel antinatural leopardo gigante echando atrás la cabeza y lanzando ese
extraño fufo. Entonces la caballería de la reina rompió a galopar y se abalanzó
sobre sus huestes por un flanco.

—¡Ciertamente, el general Fortuna y el comandante Suerte son mis mejores


aliados! —exclamó Bellorum para sí, y soltó una carcajada. Mandó llamar a
su ordenanza, le dio órdenes precisas y volvió a contemplar febrilmente la
lucha en la línea defensiva. Enseguida una oleada de soldados imperiales
estaba cruzando la llanura en dirección a Thirrin y su caballería—. ¡La tengo!
¡La tengo! —gritó entusiasmado, al ver dibujar a sus tropas un amplio arco
hacia la reina de las Tierras de Hielo, cortándole así el paso si quisiera
retirarse hacia la puerta por la que había salido—. Ni siquiera esa bárbara y
332
sus leopardos pueden abrirse camino ante cien mil hombres polipontanos. —
Rápidamente calculó la proporción numérica. Y dijo muy ufano—: ¡Los
superamos en más de dieciséis contra a uno, demasiado hasta para esa niña!

Desde lo alto de las almenas de Frostmarris, Oskan veía lo que estaba


sucediendo en la llanura. Todavía no estaban llegando heridos en cantidades
excesivas, así que había aprovechado para subir otra vez al punto más
elevado y despejarse un poco. Observaba a los soldados polipontanos atacar
las defensas en la zona próxima al bosque cuando advirtió que Thirrin y su
caballería atravesaban el hueco del sistema de zanjas y muros de contención.
Salieron todos y enfilaron directamente hacia las huestes imperiales. Al poco
rato, Oskan oyó el himno de la caballería y los fufos y bufidos de los
leopardos, seguidos del estrépito de la batalla.

Pronto empezarían a llegar heridos a la enfermería. Estaba a punto de dar


media vuelta para bajar de las murallas y dirigirse a la ciudadela, cuando
percibió unos movimientos en el campamento polipontano. Espantado, se
quedó mirando cómo miles y miles de soldados enemigos se echaban a la
llanura cual riada. En las defensas, nadie estaba lo bastante arriba como
para divisar el peligro que se les avecinaba. Oskan se agarró con fuerza a la
piedra de las almenas, presa del pánico. ¡Estaban intentando aislar a Thirrin
y Táraman! Antes de poder evitarlo, quedarían atrapados.

—¡No! —gritó desesperado hacia el cielo sordo e indiferente. Y su vocecilla se


perdió en medio del fragor de la batalla.

¿Qué se podía hacer? Cuando los defensores recibiesen las instrucciones y


hubiesen empezado a reaccionar, ya sería demasiado tarde. La velocidad
máxima de un ejército es siempre la que marca su componente más lento.
Pero entonces, poco a poco, creció en su interior una determinación y una
certidumbre. ¡Debía actuar él! ¡Y hacerlo ya! Se apartó a toda prisa de la
muralla y bajó corriendo la escalera de piedra. Gritando por el camino, se
dirigió a la ciudadela. Corrió a los establos y allí encontró a Jenny mascando
tranquilamente una saca de zanahorias. La mula hipó del susto cuando su
amo se le subió de un salto, sin silla de montar ni riendas.

Agarrándose a sus crines, el muchacho le obligó a girar la cabeza y salir de la


cuadra, y ella trotó obedientemente en dirección a las puertas de la fortaleza.
De pronto percibió la terrible urgencia que desprendía el cuerpo de Oskan y
lanzó un rebuzno espeluznante que rebotó en las murallas. Echó atrás las
largas orejas, estiró el cuello hacia delante y bajó las callejas de la capital a
galope tendido, sin parar de rebuznar en todo el trayecto. En un periquete 333
estaban cruzando las puertas de la ciudad, donde la partida de hombres lobo
blancos se disponía a unirse a la batalla que se libraba en las defensas.

—¡Venid conmigo! ¡Venid conmigo! ¡La reina está en peligro! —les gritó Oskan
al pasar ante ellos, abrazado desesperadamente al cuello de Jenny.

De inmediato, los hombres lobo salieron corriendo tras él y enseguida se


pusieron a la altura de la mula, que seguía galopando como una loca. Al
llegar abajo, enfilaron hacia la puerta de las defensas; los hombres lobo iban
por delante y atravesaron como una exhalación la hilera de centinelas que les
habría impedido pasar. Ya estaban fuera, en la llanura. Oskan vio al enemigo
ganado terreno a la retaguardia de la caballería de Thirrin. Por fin alguien
hizo sonar las alarmas en los muros de contención. Olememnón salió en esos
momentos al frente de su infantería por las puertas de la ciudad, tratando
frenéticamente de dar alcance a la mula y la pequeña manada de hombres
lobo que se alejaban a toda velocidad.

Pero el ejército polipontano estaba ganando la partida. En poco tiempo


Thirrin y Táraman quedarían rodeados, Oskan gritó y chilló, intentando
avisar a la caballería, pero aun con ayuda de los rebuznos de Jenny y los
aullidos de los hombres lobo, no oían nada.

No paraban de galopar hacia la zona de la llanura que se estaba cerrando a


toda prisa, entre las tropas imperiales y las defensas. Enseguida Oskan y los
hombres lobo estuvieron luchando a brazo partido contra los soldados
enemigos para abrirse paso. Jenny coceaba como un caballo de batalla
entrenado, y los hombres lobo repartían golpes y zarpazos a diestro y
siniestro. Tal era su fiereza que apenas bajaban el ritmo, pese a lo cual
seguían aullando y gritando.

Por fin pareció que Táraman se percataba del peligro; echó la vista atrás y
soltó un rugido ensordecedor. La caballería dio media vuelta y formó de
nuevo. Thirrin blandió en un círculo la espada por encima de la cabeza y se
lanzaron a la carga en dirección a Oskan y su grupo. Pero era demasiado
tarde. Los soldados enemigos bloquearon la vía de escape y Jenny y los
hombres lobo lograron abrirse paso solo para unirse a la caballería en una
muerte segura.

—¡No! —chilló Oskan totalmente desesperado.

De pronto todo se volvió negro, y cayó al suelo de un golpe. Recuperó la


conciencia unos segundos después. Jenny estaba encima de él, repartiendo
coces con sus poderosos cuartos traseros y haciendo volar por los aires a los
enemigos. Grinelda, la gran capitana de los hombres lobo blancos, se agachó
para recogerlo y se alejó con él en brazos a una zona más despejada, mientras
sus guerreros le cubrían las espaldas. Dejó a Oskan en el suelo. El chico pudo 334
ver cómo el enemigo les comía terreno. Al fondo, el estruendo de los cascos de
la caballería se oía cada vez más cerca, conforme Thirrin y Táraman se
aproximaban al galope. Pero era demasiado tarde, las tropas imperiales los
tenían acorralados.

Oskan se echó a llorar de impotencia; el cuerpo entero se le agitaba con la


fuerza del llanto. Estaban acabados. Pero de pronto, extrañamente, un par de
voces resonaron en el interior de su cabeza. Era una conversación que Thirrin
y él habían mantenido tiempo atrás.

—¿Puedes atraer los rayos?

—Nunca lo he intentado. Me parece una idea descabellada. Puedes salir


herido.

¿No podía atraer los rayos? ¿Bastaría con eso? Wenlock la Bruja Madre había
dicho que era el brujo más poderoso desde hacía generaciones. Había llegado
el momento de averiguarlo. Extendió los brazos en cruz y echó atrás la cabeza
para clavar la vista en el cielo azul. Entonces reunió todas sus fuerzas y
obligó a su mente a abrirse al máximo, a sondear en busca de poderes.
Recorrió los reinos de los cuatro vientos, y poco a poco fueron congregándose
iones y acumulándose en las alturas, encima de él. El cielo pareció espesarse
y rizarse como hecho de agua dotada de vida y músculos. Luego empezó a
bajar del cielo la energía, que chisporroteaba y chascaba conforme descendía
hacia la figurilla diminuta de aquel muchacho que la convocaba desde la
llanura, a miles de pies. La energía lo penetró con una fuerza impactante,
pero su delgada estructura resistió; Oskan temblaba y vibraba mientras la
energía lo llenaba hasta el máximo de su capacidad. Abriendo aún más los
brazos, levantó las manos por encima de la cabeza y dirigió las palmas hacia
los soldados enemigos. Entonces, con un crujido increíble, de las manos le
salió un rayo que cayó sobre las tropas que tenía delante, y las separó a los
lados abrasando a los soldados, chamuscándoles la piel y prendiéndoles la
ropa, el pelo y la pólvora de las armas.

Oskan dio media vuelta muy despacio y dirigió aquella terrible fuerza
segadora hacia otro grupo de tropas imperiales, para abrir otra brecha entre
ellas hasta dejar libre una vía de escape. Después se derrumbó. Se le había
quemado hasta el último trozo de tela y hasta el último pelo. Le salía un hilillo
de humo de la nariz y de la boca y tenía la piel renegrida. Por fin llegó la
caballería. Thirrin gritó de espanto al ver el cuerpo de Oskan. Táraman se
agachó y lo recogió con las fauces con la delicadeza de una madre con su cría.
Táradan rugió y la caballería se lanzó hacia delante, acompañada por los
hombres lobo y por Jenny. Atravesaron el pasadizo que había creado Oskan y
se dirigieron al galope hacia la puerta de las defensas. Aun así, el enemigo los
siguió pisándoles los talones.
335
Avanzando a un paso ligero constante, Olememnón y su infantería
levantaron los escudos y, mientras Thirrin y su caballería se alejaban a toda
prisa, los infantes hipolitanos chocaron contra las tropas imperiales al tiempo
que prorrumpían en un griterío ensordecedor. El impacto resonó por toda la
llanura. Sin embargo, los hipolitanos tuvieron que retroceder ante el peso de
la imbatible superioridad numérica del enemigo, al que se unía su ansia por
capturar y matar a la reina de las Tierras de Hielo.

Olememnón gritó a pleno pulmón la orden de no ceder ni un ápice. Los


soldados hipolitanos clavaron bien los pies en la tierra y plantaron cara a una
situación en que estaban en clara desventaja, y poco a poco el avance del
ejército imperial empezó a perder fuerza. A esas alturas, Thirrin y la caballería
habían alcanzado las puertas y estaban cruzándolas. Pero en ningún
momento redujeron la velocidad, sino que continuaron al galope hasta llegar a
la ciudad, donde enseguida se dirigieron a la enfermería para que las
sanadoras los atendiesen sin pérdida de tiempo.

En las defensas, las ballestas gigantes y los arqueros lanzaban sin parar
proyectiles y flechas contra las filas enemigas, de modo que la intensidad del
ataque fue debilitándose paulatinamente, permitiendo así a Olememnón y sus
soldados continuar luchando mientras iban retirándose hacia las defensas.

Al darse cuenta de que habían perdido definitivamente la ventaja inicial y de


que la reina niña había logrado escapar, los comandantes del Imperio
ordenaron regresar al campamento a sus soldados. Así pues, las huestes
imperiales se retiraron por la llanura, arrogantes y fanfarronas, sin querer
inmutarse ante las flechas y los proyectiles de ballestas gigantes, que seguían
cayéndoles encima como un aguacero.

336
Capítulo 30

T
hirrin entró corriendo en la enfermería delante de Táraman-Tar,
apartando sin miramientos a todo el que se interponía en su camino y
llamando a gritos a Wenlock la Bruja Madre. Pero la jefa de las brujas
la estaba esperando ya, apoyada silenciosa en su bastón. Dos sanadoras
aguardaban a su lado.

―¡Está muerto, Madre! ¡Está muerto! ―chilló Thirrin nada más verla.

La anciana dio unos pasos al frente e hizo un ademán para que Táraman-Tar
depositara a Oskan en el suelo, delante de ella. Y mientras contemplaba su
cuerpo quemado y desfigurado, fue asintiendo en silencio.

―Ha pagado un precio muy alto para salvarte, Thirrin Escudo de Tilo.

―¡Lo sé¡ ¡Ha pagado con la vida!

―¡Deja de decir tonterías, niña! Si de verdad lo creyeses, ¿para qué me lo


habrías traído? ¿De verdad piensas que puedo resucitar a los muertos? 337
Aquellos que son llamados a la paz de la Diosa no regresan hasta que Ella
decide lo contrario. ―Se volvió hacia una de las sanadoras―. Espejo ―pidió, y
esperó con la palma de la mano extendida hasta que la ayudante le entregó
un trocito redondo de metal pulido. Entonces se inclinó hacia delante y lo
sostuvo muy cerca de la abertura renegrida que era la boca de Oskan. La
superficie brillante del espejo se empañó levemente―. Está vivo, por supuesto.
Aún tiene que llevar a cabo otros cometidos en esta vida. Trasladadlo al sitio
previsto.

―¿Está vivo? ―preguntó Thirrin, atrapada entre el asombro y la certidumbre


de haberlo creído así desde el instante en que Táraman-Tar lo recogiera del
campo de batalla―. Pero, aunque haya sobrevivido, quedará horriblemente
desfigurado. ¿Querrá vivir así?

―El cómo sobreviva es designio de la Madre. ¿Acaso piensas que está tan
ciega como para no ver el alma intacta de su hijo debajo de las quemaduras
de su cuerpo? ―replicó Wenlock en tono cortante―. Da gracias porque su vida
esté destinada a proseguir al mismo tiempo que la tuya.

Thirrin bajó la mirada al cuerpo ennegrecido del muchacho que había vivido
junto a ella momentos tan duros. Tenía la cara irreconocible, se le habían
quemado totalmente las manos, las muñecas eran dos muñones humeantes y
tenía el resto del cuerpo chamuscado y tan desfigurado que era imposible
reconocerlo. Por el olor que desprendía y por su aspecto, parecía un esqueleto
de cordero que alguien se hubiese dejado demasiado tiempo en el asador.

Lloró en silencio, y las lágrimas le rodaron por las mejillas sin alterar ni una
piza su semblante serio y tenso.

―¿Adónde os lo lleváis?

―Al sótano más profundo. A un lugar que hemos preparado para él


―respondió la Bruja Madre. Entonces dio unas palmadas y se acercaron dos
celadores a toda prisa con una camilla en la que tumbaron a Oskan.

―¿Teníais un lugar preparado para él? ¿Es que ya sabíais lo que iba a pasar?
―preguntó Thirrin, atónita.

―Sí, y en el fondo de su corazón él también lo sabía. ¡Oh! no conocía los


detalles concretos, pero sabía que caería por defenderte. No todos los
valientes son soldados o guerreros. Thirrin Brazofuerte.

―¡Ya lo sé, vieja! ―le espetó Thirrin, recobrando de golpe su espíritu


luchador―. Puede que sea una niña, pero no soy tonta. No me des lecciones.
En estos últimos meses he visto probablemente más veces que tú en todas tu
vida de bruja, y aquí sigo. Y si sobrevivo a esta guerra, ¡aquí seguiré para
cuando la Diosa tenga la desgracia de que La acompañes en las Tierras del
338
Estío!

―¡Eso es decisión de la Madre, no tuya! ¡No te las des de conocer Sus


designios!

―¡Oh!, te aseguro que no los conozco. ¿Cómo iba yo a competir con una mujer
que parce que acaba de mantener una charla con Ella? A lo mejor deberías
llamarla para que podamos preguntárselo personalmente. ¡Ah, no! Se me
olvidaba que tú debes de ser Su secretaria particular, así que tal vez podrías
echar un vistazo a su diario persona para ver si le va bien.

―¡Eso es una blasfemia terrible! ―silbó Wenlock la Bruja Madre, muy


enfadada.

―¡Oh, no, de ninguna manera! Solo lo decía para insultarte a ti y a tu


arrogancia. ¿Piensas que eres la única a la que ha creado la Madre? Tal vez ni
siquiera tú puedas ser tan engreída como para creerlo. ¡Pero a la mejor te
crees el ser más importante de su creación!

Las dos furias se quedaron mirándose durante unos instantes cargadas de


odio, en presencia de Táraman-Tar y todos los demás. Luego el rey de los
leopardos carraspeó educadamente.
―Tal vez no sea este el momento más oportuno para semejante… discusión.
El muchacho se nos está muriendo aquí mismo.

Entonces, asombrosamente, la Bruja Madre dobló sus articulaciones de todo


su cuerpo con un sinfín de crujidos y chirridos y se hincó de rodillas delante
de la joven reina.

―La Diosa ha elegido con su habitual sabiduría. Este pequeño país ha sido
bendecido con una reina muy poderosa, no hay duda.

Los dos celadores aprovecharon la ocasión para alzar a Oskan y enfilar hacia
la puerta, desde la que arrancaba un ancho tramo de escaleras que llevaba a
los sótanos. Los siguieron todos los demás, ayudados por las antorchas
encendidas de las sanadoras.

A medida que bajaban al subsuelo los fue envolviendo el aroma a tierra


húmeda. Cuando llegaron al final de las escaleras, los celadores no se
detuvieron, sino que continuaron a toda prisa hasta una portezuela casi
escondida detrás de una pilastra. Desde ella descendía otro tramo de
escalones, más estrecho que el anterior, hasta las profundidades tenebrosas
de los sótanos, donde el intenso olor a tierra lo dominaba todo. Los peldaños
estaban húmedos y a su alrededor se oía el eco de unas gotas de agua; con
mucho cuidado, bajaron hasta el final. Una vez al pie de la escalera, se 339
encontraron en medio de una cueva natural, cuyo suelo estaba hecho de un
barro rojo y fértil que brillaba a la luz de las antorchas. Se había colocado un
camastro junto a una de las paredes irregulares de la gruta, sin colchón,
mantas o sábanas de ninguna clase, y en él depositaron el cuerpo quemado y
fracturado de Oskan el Brujo.

Quedó, así, suspendido sobre la tierra húmeda en aquella sencilla urdimbre


de cuerdas. Thirrin vio que empezaban a caerle gotitas de agua en la piel
renegrida. Nunca había estado allí abajo, ni siquiera conocía la existencia de
aquel lugar, pero supo que lo recordaría todos los días que se le permitiese
vivir.

La Bruja Madre se acercó al camastro y, después de murmurar algo para sus


adentros, dijo con voz clara:

―Recuerda lo que se te dijo, Oskan, Amado de la Madre. Que la muerte caería


del cielo y la curación manaría de la tierra. Invoca a la Diosa y permite que te
sane. ―Luego, volviéndose hacia los demás, añadió—: Debemos dejarlo ahora.
Que se cumpla a voluntad de la Diosa.

―¿Cuánto tiempo tenemos que dejarlo en este estado? ―preguntó Thirrin con
un hilo de voz, mientras hacía esfuerzos por controlarse.

―Hasta que salga de aquí por su propio pie.


―Entiendo ―repuso sin más, y tomó la antorcha de uno de los celadores para
ver mejor el cuerpo desfigurado de su amigo. Después se inclinó y lo besó en
la frente―. Debemos volver a la guerra, Táraman― dijo, y enjugándose las
lágrimas, dio media vuelta y encabezó el ascenso a la superficie.

Las pérdidas polipontanas de ese día habían sido mínimas en términos reales
(dos mil soldados aproximadamente, de total de cien mil que habían atacado),
pero habían causado estragos. Los hombre decían sin tapujos que sería
imposible ganar la guerra contra las Tierras de Hielo, que el joven brujo
volvería acompañado de cientos más como él para echarles encima la fuerza
de los cielos. Aun cuando en esos momentos el ejército imperial estaba
compuesto por más de quinientos mil soldados, y esperaban la llegada de
otros dos ejércitos enteros, los hombres creían verdaderamente que serían
incapaces de aplastar a la pequeña fuerza defensiva que se interponía entre
ellos y la victoria. Para poder recuperar algo del orden habitual, Scipio
Bellorum había ordenado ahorcar a más de trescientos de los amotinados
más escandalosos y había hecho azotar a otros mil más. Al final, los soldados
acabaron teniéndole más miedo a él que a un enemigo que empleaba rayos 340
para defenderse. Era la manera de Bellorum de controlar a sus ejércitos. Sus
hombres tenían que convencerse de que las consecuencias de sus errores
eran mucho más nefastas que cualquier cosa que pudiera hacerles el
enemigo. Solo así marcharían de cabeza al peor infierno imaginable y
lucharían con denuedo para vencer, en vez de enfurecer a su general.

En cuanto Bellorum hubo restablecido el control de la situación, organizó un


desfile militar. Fue con su caballo hasta un altozano y desde allí contempló la
impresionante concentración de soldados. Las picas formaban una extensión
erizada que recordaba a los bosques en pleno invierno, mientras los pendones
y estandarte chascaban y ondeaban a la brisa y las armaduras resplandecían
como chispas en la fragua de los dioses. En toda la historia, nunca se había
reunido un ejército tan grandioso y disciplinado. ¡Y eso que aún no estaban
todos!

Bellorum sabía que había alcanzado la cúspide de poder. Aun así, aquel
diminuto ejército de bárbaros no daba su brazo a torcer. Todos los
movimientos que había dirigido contra ellos se habían visto contrarrestados
con una destreza y una fiereza que, a su pesar, le parecían dignas de
admiración. Y ahora sus huestes se hallaban al borde del motín. Las
contempló desde lo alto del montecillo; sabía que si querían, podrían
derrocarlo y acabar con él antes de que le diera tiempo siquiera a expresar
una pizca de sorpresa. De todos modos, sabía también que nunca se atrevería
a hacer nada en su contra. Él era el general, y los soldados sabían cuál era su
sitio.

―¡El brujo ha muerto! ―gritó de repente, sin previo aviso―. Su propia arma lo
ha matado. He visto cómo se llevaban del campo su cuerpo chamuscado.

El ejército imperial escuchó en medio de un silencio sepulcral.

―No tiene a ninguno más que posea el don de invocar al rayo. De lo contrario,
¿no creéis que ya los habrían utilizado? ¿No os parece que los habrían usado
antes para salvar a las amazonas arqueras? ¡No! Era el único que tenían, y ha
muerto por proteger a su reina. Un hombre valiente, que ha encontrado una
muerte digna.

Seguía reinando un silencio absoluto, cargado de tensión. Bellorum supo que


había llegado el momento de hacer un gesto grandilocuente para levantar la
moral de sus soldados.

―Pero me he propuesto convertir su sacrificio en un acto baldío. Yo


personalmente dirigiré a la caballería entera contra esa pequeña reina y sus
desastradas huestes y leopardos amaestrados. ¡Somos cien mil de los mejores
jinetes del mundo contra seis mil elementos de un número circense!

Una alondra alzó el vuelo y cruzó el cielo. Su cántico triunfal prorrumpió en


341
medio del silencio y llenó los oídos de los soldados. Todo eso era nuevo para
Bellorum; sus hombros sentían compasión, hasta admiración, por el enemigo.
Al entenderlo de repente, estuvo a punto de atragantarse de puro rabia.

―¡El ejército seguirá formado para contemplar la destrucción de la reina de


los bárbaros!

Su voz rasgó el silencio circundante con una contundencia mortífera. Luego


giró con su caballo y se dirigió al punto de reunión para esperar a la
caballería. En cuanto lograsen la victoria, todo gritarían de alegría, y una vez
más la alta moral del ejército sería un arma más para seguir adelante con sus
planes. Los polipontanos ganarían esa difícil guerra y el Imperio se expandiría
por el norte, hacia donde los recursos naturales (la madera y el hierro),
combinados con la labor de unos soldados magníficos, contribuirían a las
futuras campañas militares que Bellorum ya tenía en mente.

¡Dolor! Un dolor profundo, desgarrador, palpitante, agudo como la punta de


una aguja, romo como la cabeza de un martillo… Un dolor que le destrozaba
el cuerpo por dentro y le atravesaba la mente, que le retorcía las entrañas y le
rebanaba la piel en cuchillas y cristales rotos. Oskan quería gritar, pero se le
habían quemado las cuerdas vocales. Estaba desesperadamente sediento y
podía oír cientos de gotera a su alrededor, pero su lengua abrasada solo
encontraba dentro de la boca ampollas y carne quemada. Estuvo horas
tendido en las cuerdas del camastro, incapaz de moverse, y la presión del
cáñamo contra su piel destrozada aumentaba el martirio al que estaba
sometido.

Por fin halló fuerzas para obligar al cerebro a apartarse de aquel dolor
insoportable, y rezó a la Diosa para que lo liberase. Y, poco a poco, fue
sumergiéndose mentalmente en la oscuridad, alejándose cada vez más del
suplicio de las quemaduras, hasta abandonarse a la maravillosa distensión
del coma que hasta ese momento su sobrecargado sistema nervioso le había
negado.

El olor de su cuerpo llenaba la caverna, como las cenizas de una hoguera que
se hubiesen enfriado con el rocío de la mañana. De la piel le brotaban pus y
suero claro, que goteaban por las cuerdas del camastro hasta el barro
húmedo del suelo, formando unos zarcillos como de enredadera, largos y
viscosos, que iban enrocándose y estirándose en dirección a la tierra
empapada y pegajosa. Al final, después de largar horas de crecimiento,
aquellas estalactitas colgantes hechas de secreciones corporales tocaron el
rico y espeso barro, y justo en ese momento una diminuta chispa de 342
conciencia retornó al cerebro del brujo.

Oskan se encogió de dolor, pero antes de poder huir de él, una vocecilla
resonó dentro de su cabeza: «Recuerda lo que te han dicho, Oskan, Amado de
la Madre. Que la muerte caería del cielo y la curación manaría de la tierra.
Invoca a la Diosa y permite que te sane.»

Su mente se abrió paso desde el abismo de su cuerpo torturado. Intentó mirar


a su alrededor, pero tenía los párpados sellados sobre las cuencas rellenas de
gelatina en que habían quedado convertidos sus ojos, abrasados hasta la
ceguera. Gritó sin emitir sonidos, y reuniendo las escasas fuerzas que le
quedaba, tensó los músculos y logró sentarse, de modo que la carne
chamuscada se le rasgó y agrietó al tiempo que su mente chillaba en la
oscuridad absoluta de la cueva: «¡DIOSA!»

Luego se desplomó en el lecho, boca arriba, y perdió el conocimiento.

Pero ascendiendo por los zarcillos colgantes de suero y mucosidad, una nueva
fuerza empezó a fluir desde la tierra, transportando a su cuerpo nutrientes y
minerales, cual flujo de oxígeno y demás sustancias esenciales que circulan
entre la madre y el feto a través del cordón umbilical.

Lentamente, su cuerpo inició el proceso de recomposición. Conforme pasaban


las horas, el ritmo de la recuperación fue en aumento. Así se formaron células
de piel nueva, y las capas dañadas de forma irrecuperable fueron
desprendiéndose para mezclarse con el barro del suelo de la cueva.

***

Encima de él, en la enfermería, Maggiore Totus se encontraba en esos


momentos en lo alto del primer tramo de escalera que bajaba a la cueva.
Wenlock la Bruja Madre acababa de oponerse a que fuese a ver a Oskan, por
lo que el viejo sabio había decidido quedarse lo más cerca posible del chico, al
que había llegado a querer como a un sobrino, si no como a un hijo. Estaba
seguro que Oskan moriría; sus heridas eran tan graves que resultaba
prácticamente imposible que se recuperase. Pero también estaba convencido
de que dejarlo solo en una caverna húmeda y fría aceleraría el proceso.
Maggie sacudió la cabeza, apesadumbrada. Oskan era tan joven… y tenía un
potencial fabuloso, que ya no podría desarrollarse nunca. ¿Y qué haría Thirrin
sin su amigo, sin el muchacho que probablemente se habría convertido en su
343
consorte?

Maggiore suspiró de manera audible, y se llevó un susto al oír como el sonido


hacía eco en el sótano vacío. Solo entonces se dio cuenta de que estaban
completamente solo. Las brujas y los demás curanderos estaban muy
ocupados, asistiendo a sus pacientes en los pisos de arriba. Por eso
aprovechó la oportunidad y se escabulló escalera abajo. Lo cierto es que no
tenía ni idea de lo que se proponía, excepto decir adiós al muchacho de los
extraños poderes y la preciosa sonrisa con la que había conquistado el
corazón de todos.

Los escalones eran muy altos. Además, la antorcha que llevaba quemaba fatal
e iluminaba muy tenuemente los peldaños que tenía delante. Pero por fin
llegó al último sin ningún percance y avanzó por el piso de barro de la cueva.
El frío y el olor a tierra le causaron una fuerte impresión.

Olía tan fuerte que tosió un par de veces. No es que oliese mal, exactamente;
solo muy fuerte, como huele un bosque después de una tormenta, pero con
más intensidad aún y con un penetrante matiz mineral.

Maggiore levantó la antorcha. Apenas distinguía el camastro pegado a la


pared de la cueva. Avanzó tímidamente hacia él, y entonces, como una súbita
oleada de asco y pena, vio los hilillos de mucosidad que habían chorreado de
la piel destrozada de Oskan. Se detuvo y escudriñó la imagen a través de los
spectoculums, incapaz de creer lo que estaba viendo. Se quitó las lentes, las
limpió con la manga a toda prisa, y volvió a mirar.

Oskan tenía las manos apoyadas en el pecho y le brillaban los huesos a través
de una fina capa de piel nueva, así como los labios, húmedos y relucientes a
la luz de la tea. Maggiore cayó de rodillas y rompió a llorar. Ahora estaba del
todo seguro. Sabía que estaba presenciando un milagro. Cuando metieron al
chico en la cueva, tenía las manos totalmente consumidas por el fuego y su
rostro era una máscara de piel negra sin labios, nariz ni ningún otro rasgo.

El viejo erudito posó las manos en el barro y trató de dar con las palabras que
buscaba. Hacía muchos años que no rezaba, pero finalmente las encontró.

―Gracias, Diosa ―dijo sin más, y agachó la cabeza hasta tocar el suelo con la
frente y notar cómo el barro fresco y húmedo le enfriaba la piel.

344
Capítulo 31

F
uera, en la llanura, el general Scipio Bellorum cabalgaba al frente de la
caballería imperial. En Frostmarris habían empezado a sonar las voces
de alarma al divisarse las hordas polipontanas, integradas por más de
cien mil jinetes, que bajaban al paso por la extensa pradera. Vistas desde las
murallas de la cuidad, parecían una mancha oscura que se extendiese por
una rica tela antaño teñida de un verde inmaculado y ahora hecha jirones por
la guerra. Por las calles se oían una y otra vez los toques de corneta, y las
tropas que aún no se encontraban en sus puestos, en las defensas, se
apresuraban ya a ocupar sus posiciones. No había cundido el pánico
exactamente, pero sí se notaba cierta tensión en el ambiente, así como una
histeria soterrada que afectaba a todos.

¡El general en persona había salido al campo de batalla!

¡El general Scipio Bellorum había salido a luchar!

En las defensas, Thirrin, Táraman-Tar y Táradan observaban el lento avance 345


de la caballería enemiga.

—Viene por mí, Táraman. Quiere que me enfrente a él en combate.

—Creo que estáis en lo cierto, querida. ¡Desde luego, habéis debido de


enfurecerlo bastante! —replicó el rey-leopardo, con su manera de hablar
precisa y refinada—. Pero no hace falta que respondáis al reto. Que espere
hasta que se aburra. O, mejor aún, que se acerque hasta quedar a tiro de las
ballestas gigantes y los arcos. Entonces veremos cuánto rato espera sentado
en su alto corcel con la mano apoyada elegantemente en la cintura.

—No; debo acudir al encuentro, Táraman. Dedo aceptar su invitación a


luchar. Él quiere poner fin a la guerra ya. Hemos forzado a su ejército al
máximo y está decidido a derrotarnos y borrarnos del mapa. ¿Y qué mejor
forma de hacerlo que matándome a mí en combate? —Mantenía un tono
sereno y neutro, pero por dentro la abrasaba el ardo del odio—. Ese hombre
es el único responsable de esta guerra. Todo soldado muerto, todo civil
muerto, toda ciudad quemada ha sido responsabilidad suya, y quiero que
pague por ello.

Los profundos ojos ambarinos de Táraman la miraron fijamente unos


segundos. Sabía que la reina estaba pensando en su padre y en Oskan.
—Pero vuestro pueblo ha de tener un motivo para seguir adelante con la
lucha, y si morís ahora, se perderá la guerra y las Tierras de Hielo se
convertirán en una provincia más del Imperio.

—Táraman, podría haber muerto en cualquiera de las batallas en que he


participado. Es el destino de la Casa del Escudo de Tilo, el destino de todo
monarca guerrero, como bien sabéis. Pero si no respondo al reto de Bellorum,
perderé mi autoridad y mi prestigio, como bien sabe él. Debo acudir a la
llamada.

Táraman entendió lo que decía y agacho la cabeza.

—¡Entonces la caballería os secundará! ¡Táradan, da la orden a las líneas!

Pero antes de que el lugarteniente del Tar pudiese moverse, Thirrin alzó la
mano.

—Esperad. —Se quedó callada un momento, para ordenar mentalmente las


ideas, y añadió—: No puedo pediros que os unáis a mí en esta batalla. Ya
habéis hecho bastante en esta guerra y ha llegado el momento de asumir que
no voy a recibir más ayuda, ni de los vampiros ni del pueblo lobo. Da igual
que muera hoy o que muera mañana. —Se irguió y, con lágrimas en los ojos,
dijo—: Os libero de la alianza que pactasteis conmigo; sois libre de regresar a 346
las Placas de Hielo. Marchad con mi agradecimiento y mi amistad.

Táraman-Tar la miró un momento, antes de ponerse de pie repentinamente


sobre los cuartos traseros y convertirse, así, en una torre viviente de
esplendor y fiereza. Emitió entonces un rugido inmenso de desafío en
dirección al cielo, que resonó con un eco interminable por toda la llanura. Al
instante, tres mil leopardos de nieve respondieron.

Se dejó caer suavemente sobre las patas delanteras y dijo:

—Permitid que os recuerde, reina Thirrin de las Tierras de Hielo, que soy
vuestro igual, como Tar de las Placas de Hielo. Y que no tenéis ni la potestad
ni el derecho de decirme que ya puedo romper con la alianza. Según las leyes
de los leopardos de nieve, los pactos vinculan para toda la vida. ¡Llamad a
vuestros guerreros, amiga y aliada! ¡Vamos a la guerra!

Thirrin dio un paso al frente y abrazó al inmenso leopardo hundiendo la cara


en su peludo pecho, y dejó que su ronroneo la sacudiese de pies a cabeza
unos segundos.

—Gracias, Táraman —dijo sencillamente. Luego, volviéndose al lugarteniente


del Tar, añadió—: Táradan, llama a la caballería.
Él asintió con la cabeza y se puso en pie para llamar a los suyos a las armas
con su bufido característico. Tras las defensas, los soldados humanos y los
leopardos se prepararon para entrar en acción.

Scipio Bellorum observó las defensas que había delante de él con actitud
confiada y segura. La reinecita saldría a librar la batalla. En realidad no tenía
alternativa. Y él acabaría con ella y con su caballería de circo. Estaba seguro
de que esos engendros de la Naturaleza que habían adoptado la forma de
leopardos parlantes serían incapaces de sobrevivir al aluvión de balas
procedentes de las doscientas mil pistolas y carabinas de su caballería. En
efecto, cada uno de sus jinetes llevaba dos armas de cañón largo, y a una
orden suya abrirían fuego contra las filas enemigas. Con eso bastaría para
aniquilar a la fuerza combinada de miles de soldados y leopardos de las
Tierras de Hielo, y los felinos que sobreviviesen darían media vuelta,
probablemente, y saldrían huyendo con el moteado rabo entre las piernas.

Las acciones que Scipio Bellorum había dirigido personalmente habían sido
siempre un éxito, por lo que estaba del todo convencido de que la batalla que
estaba a punto de librar sería cuestión de minutos. A su espalda, tras las 347
líneas, el ejército polipontano miraba atentamente a su general, que estaba
listo para destruir a la caballería enemiga. Muchos de sus soldados habían
participado en esa larga campaña con un sentimiento cada vez mayor de
admiración hacia las huestes de las Tierras de Hielo y su joven reina. En
privado, algunos de los oficiales habían empezado a comentar que deberían
plantearse una alianza con aquel reino, en lugar de luchar contra él, y que
habría que otorgarle el título de Reino Cliente, bajo protección del emperador
y el Senado. Pero su general estaba decidido a derrotarlos en el campo de
batalla.

Se le veía perfectamente contemplando las defensas de Frostmarris con su


catalejo, esperando a que apareciese la caballería enemiga. De pronto señaló
al frente, y todas las miradas se dirigieron a la puerta del sistema de zanjas y
terraplenes. La reina Thirrin y su fuerza combinada de humanos y leopardos
estaban saliendo a la llanura lentamente.

Iban en formación doble hilera. Los soldados imperiales siguieron con


atención su movimiento de despliegue, que acabó ofreciendo un frente de
combate en el que se alternaban caballos y felinos. A la cabeza iban la reina
niña y el leopardo más grande. Entre los polipontanos se extendió un
murmullo, y Bellorum dio a su tropa la orden de avanzar. Mientras ambos
bandos iban al encuentro del otro, un jinete de las Tierras de Hielo desplegó
un estandarte. El dibujo mostraba un caballo al galope y un leopardo en
plena carrera, y por encima de los dos se erguía el oso blanco de la Casa del
Escudo de Tilo en actitud de combate.

Scipio Bellorum cabalgaba con una mano apoyada en la cadera y una sonrisa
fija en los labios. En poco tiempo la pequeña reina estaría muerta y la guerra
habría acabado. Levantó la mano. Sus jinetes sacaron de las pistoleras de las
sillas sus armas de cañón largo, sin dejar de trotar, guiando a sus monturas
con toques de rodillas.

Thirrin se puso de pie en los estribos, desenvainó la espada y la blandió


dibujando un círculo por encima de la cabeza. Al instante, la caballería de las
Tierras de Hielo rompió a galopar ordenadamente. Soldados humanos
entonaban su fiero himno de guerra, mientras los leopardos emitían los fufos
con que incitaban a la lucha. Por su parte, Bellorum mantuvo el paso ligero y
apuntó con sus armas. Los cien mil jinetes polipontanos hicieron lo mismo y
aguardaron su orden de abrir fuego.

La voz de Thirrin, aguda y salvaje, resonó de nuevo en toda la llanura. Los


leopardos agacharon la testuz, ancha y poderosa, y los jinetes se encorvaron
tras los escudos. Bellorum seguía trotando, firme y tranquilo, mientras veía
cómo se abalanzaba hacia ellos la impresionante caballería de Thirrin. Luego,
conforme el estruendo de las patas de los leopardos y los caballos iba 348
llenando el aire, abrió fuego, e inmediatamente después se oyó el estrépito de
otras doscientas mil armas al disparar al unísono. El multitudinario disparo
dio de lleno a la caballería que se les echaba encima, pero esta apenas se
tambaleó un poco, mientras Thirrin lanzaba a pleno pulmón el grito de guerra
de las Tierras de Hielo:

—!Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego!

Los leopardos levantaron la cabeza. Los soldados humanos de la reina


respondieron con su grito de guerra. Las balas polipontanas habían rebotado
contra el tupido pelo de los leopardos y sus resistentes cráneos, así como
contra los escudos y las sobrecotas de los jinetes. Y la fuerza aliada se
incrustó en la polipontana como una cuña maciza, abriéndose paso entre el
enemigo, repartiendo zarpazos y espadazos a diestro y siniestro.

El fragor del combate resonó en toda la llanura. Desde el campamento


polipontano y desde las defensas de Frostmarris salió un griterío de júbilo
como si de las gradas de un hipódromo se tratase. Maggiore Totus iba
siguiendo el enfrentamiento desde las murallas; así, vio cómo Thirrin y si
caballería avanzaban entre los jinetes imperiales y a continuación dibujaban
un amplio arco al galope para gritar y lanzarse de nuevo a la carga.

Scipio Bellorum dio las órdenes a gritos y su caballería se volvió para hacer
frente a la embestida enemiga. Los polipontanos desenfundaron los sables, se
encajaron bien los escudos en el antebrazo y arremetieron. Una vez más, el
estruendo del choque lo llenó todo. Los flancos izquierdo y derecho de la
caballería imperial se cerraron en la retaguardia para rodear por completo a la
de las Tierras de Hielo.

Thirrin y sus guerreros lucharon con denuedo, entregados en cuerpo y alma a


la lucha despiadada, y así fueron abriendo poco a poco un camino en medio
de las huestes enemigas. Thirrin repartía sablazos entre los polipontanos que
se le ponían delante, mientras su corcel los atacaba con las patas y Táraman-
Tar derribaba caballos y jinetes con los demoledores zarpazos de sus garras
descomunales. Cerca de ellos, el estandarte de las Tierras de Hielo y las
Placas de Hielo ondeaba al viento, dotando así de energía, concentración y
fiereza a los leopardos y los humanos por igual. Luego, con un último
empujón, los aliados lograron finalmente rebasar las filas enemigas, que se
habían cerrado sobre sí, y una vez más dibujaron un amplio arco para
regresar despacio y lanzarse al ataque.

Al divisar a su joven reina zafándose del enemigo a la cabeza de la división


aliada, junto a Táraman-Tar, los soldados de las defensas que rodeaban
Frostmarris prorrumpieron en gritos de alegría. Pero también pudieron ver
que la caballería había quedado algo mermada, pues se habían producido
bajas tanto entre los humanos como entre los felinos, y eran pocos los que 349
seguían ilesos.

Scipio Bellorum estaba furibundo. Era la segunda vez que la caballería


polipontana no lograba contener un ejército infinitamente inferir en número,
el cual se disponía ya, ante sus ojos, a cargar de nuevo. El general exhortó a
sus hombres y galopó directo hacia el enemigo.

Para Maggiore Totus, desde el privilegiado mirador que eran las murallas de la
ciudad, la tropa de las Tierras y las Placas de Hielo semejaba la mortífera púa
de un estilete que se clavase en una patosa criatura policéfala que estaba
quedándose poco a poco sin fuerzas. Por todo el campo de batalla había
jinetes caídos de la caballería imperial, y donde más cadáveres había era
precisamente allí por donde discurría la ruta que Thirrin había abierto.

Sin embargo, estaba ocurriendo otra cosa. Maggie se fijó en que los
polipontanos pasaban del galope al trote y en que empezaron a oírse cornetas
por toda la llanura. Sus notas metálicas se perdían a lo lejos, convertidas en
un gemido solitario y nostálgico. La caballería de las Tierras de Hielo continuó
con la embestida, pero Maggiore vio que también ella comenzaba a frenar. Al
poco rato, ambas fuerzas se habían detenido por completo y se miraban la
una a la otra. Entonces se vio a Thirrin y a Táraman-Tar andando despacio
hacia el frente, al tiempo que dos hombres se distanciaban a su vez de las
filas enemigas y avanzaban a su encuentro.
Thirrin miró atentamente al hombre que se acercaba con su imponente corcel.
Tenía el pelo de color gris acero y los ojos de un azul mortífero y gélido, pero
cabalgaba con una elegancia que reflejaba refinamiento y civilización. Lo
acompañaba un joven oficial que la saludó con un limpio gesto marcial en
cuanto se detuvieron todos, mirándose de frente. Ella le devolvió el saludo y
aguardó en silencio.

—Veo que os traéis a uno de vuestros leopardos parlantes —dijo Bellorum, en


cuya forma de hablar se percibía solo un dejo muy débil del acento del
Imperio. Eran las primeras palabras que Thirrin le oía decir. Evidentemente,
había estudiado su lengua a conciencia.

—No me «traigo» a nadie. Lord Táraman, Centésimo Tar de las Placas de Hielo,
ha tenido la amabilidad de acompañarme a esta reunión.

—Oh, con que tiene título —dijo Bellorum en tono sarcástico—. ¿Y sabe hacer
numeritos también?

—Solo hago uno, general. El de matar soldados polipontanos. Y se me da


bastante bien, ¿no os parece? —replicó Táraman.

Thirrin sintió un regocijo inmenso al ver que el general abría ligeramente los
ojos al comprobar que los rumores eran del todo ciertos. Sí, esos animales 350
hablaban. Bellorum se quedó patidifuso ante la naturalidad con que aquellas
palabras salieron de la boca llena de dientes descomunales del leopardo.

El joven oficial del Imperio estaba visiblemente conmocionado. Pero enseguida


recordó las normas de la etiqueta y saludó también a Táraman como había
que hacer en presencia de un monarca, por muy enemigo que fuese. El
enorme leopardo inclinó un poco la cabeza para contestar al saludo y dijo:

—¿Tiene esta reunión otro propósito que el intercambiar insultos? De no ser


así, ¿podría sugerirles que prosiguiésemos con la contienda? Nuestra
caballería ha de acabar un asuntillo, y como son ustedes tantos, le llevará su
tiempo.

Bellorum recobró la compostura lo suficiente como para contestar:

—Sí, tiene otro propósito. Propongo que la reina Thirrin y yo entablemos, aquí
y ahora, un combate a dos.

—Acepto —respondió ella de inmediato.

—Esperad, no estáis obligada a aceptar el reto, Thirrin —dijo Táraman en voz


baja—. Estamos haciendo trizas a sus mulos y a los granjeritos disfrazados
que tienen por jinetes. ¿Por qué, si no, creéis que os ofrece librar un combate
a dos? Su caballería está perdiendo, y lo sabe. Su esperanza es que giren las
tornas si os vence en un duelo. Ordenad que la caballería cargue
inmediatamente y veréis como los echamos del campo.

—He dicho que acepto, Táraman —insistió ella sin apartar la mirada del
general. Luego se giró hacia su aliado y añadió—: No me llevéis la contraria en
este asunto. ¡Quiero batirme en duelo con él! ¡Puedo matarlo y vengar a todos
los que han muerto! —Echaba chispas de furia, casi incapaz de controlarse;
ansiaba ardientemente que el único hombre responsable de todas esas
muertes y toda esa destrucción pagase con su vida.

Bellorum soltó una carcajada.

—Vamos, vamos, mi querido leopardo. Comportaos como una mascota buena


y no cuestionéis las decisiones de vuestra ama. ¿No veis que está deseando
morir?

Táraman clavó unos ojos encolerizados y abrasadores en el general, y le


sostuvo la gélida mirada.

—Si la reina de las Tierras de Hielo no acaba con vos, me tomaré como una
tarea personal el salir a buscaros para mataros yo mismo. Sería muy
entretenido vaciaros las entrañas poquito a poco, lo cual serviría de pequeño
desagravio por vuestra impertinencia. ¿Sabéis cantar, general? Porque a mí 351
me chifla oír a mis víctimas entonar cancioncillas mientras juego con ellas.

La mirada de Bellorum no flaqueó ni un ápice, pero tampoco contestó nada al


leopardo. Lo que hizo fue desenvainar el sable y decir:

—¿Debo entender que se acepta el uso de la espada en nuestro duelo? Por lo


general, el retado tiene derecho a escoger el arma, pero eso es lo que se estila
en las tierras civilizadas, así que comprenderéis por qué en este caso no tengo
tal deferencia.

—¿Cuáles son los términos del duelo? —preguntó Thirrin fríamente.

—¿Términos? ¡Cuáles van a ser! Que si morís, finalizará la resistencia de las


Tierras de Hielo y se anexionará una nueva provincia al Imperio. Y si muero
yo, el ejército se batirá en retirada… por lo menos hasta la siguiente
temporada de campañas y hasta el nombramiento del nuevo general.

—O sea, que como mucho obtendremos un respiro.

Bellorum se encogió de hombros.

—Pues claro. Ese es el papel de todas las víctimas.

—Luchemos, general.
Las dos fuerzas enemigas se retiraron para formar una especie de ruedo para
los combatientes, dejando a Thirrin y Bellorum en el centro. Se hizo el
silencio. Los contrincantes, montados en sus respectivos caballos, se miraron
fijamente. Luego el general empezó a avanzar despacio en círculo, y el corcel
de Thirrin fue girando poco a poco para no perderlo de vista. Durante un
buen rato, Bellorum estuvo desplazándose alrededor de ella en un amplio
círculo. Hasta que, de repente, atacó: su caballo se pegó al de Thirrin, y
Bellorum blandió su sable como si fuese un rayo hecho de acero.

Thirrin cortó la embestida con el escudo y estiró el brazo apuntándole al


cuello, pero la espada del general la detuvo y la empujó a un lado. Los
caballos se daban patadas y trataban de morderse mientras sus jinetes
proseguían con el intercambio de cortes y embestidas. El choque de sable
contra escudo resonaba por toda la llanura como el tañido de unas campanas
discordantes. Los oponentes seguían dibujando círculos sobre sí mismos y
atacándose, ambos mortíferamente certeros en sus golpes, ambos agilísimos a
la hora de defenderse y parar al contrario.

Bellorum miraba a Thirrin con unos ojos encendidos, como a punto de soltar
una risotada. Era fuerte y seguro de sí. Su destreza natural se había visto
perfeccionada tras años de experiencia en el campo de batalla, mientras que
la niña que tenía delante no era más que una novata con talento. De pronto, 352
el general se echó hacia delante y la golpeó en la cara con la empuñadura de
la espada. Pero ella apenas pestañeó, y replicó a su vez haciéndole sangre en
el labio con el filo del escudo. Entonces, él amagó un ataque en dirección al
diafragma de la muchacha para, en el último momento, hacerle un gancho
salvaje que le dejó la barbilla ensangrentada. Ella quiso responder con un
golpe contundente en la cabeza, pero él esquivó el mandoble. Entonces,
sonriendo de oreja a oreja, clavó la espada hasta el puño en el caballo de
Thirrin.

El animal lanzó un alarido, reculó y se desplomó. La caballería de las Tierras


de Hielo soltó un grito desesperado, pero Thirrin rodó por la tierra para
apartarse del corcel muerto y se levantó justo a tiempo para resguardarse con
el escudo de una lluvia de sablazos. Desde su ventajosa posición, a lomos del
caballo, Bellorum la presionó y acosó al máximo, obligándola a defenderse de
sus ataques y también de las maliciosas patadas y mordeduras del corcel. Las
tropas imperiales prorrumpieron en un clamor jubiloso. El final estaba cerca;
seguramente la joven reina moriría.

Thirrin mantuvo una férrea defensa durante unos minutos interminables.


Pero empezaba a agotarse. Se le metían las gotas de sudor en los ojos, mas no
podía arriesgarse a perder la concentración ni un solo instante para
secárselos. Casi gritó de frustración y furia. Si caía, caerían también las
Tierras de Hielo. Le habría fallado a su pueblo. Táraman-Tar y el resto de la
caballería contemplaban su paulatina pérdida de fuerzas con temor creciente.
El enorme leopardo se moría por saltar al recinto de la lucha y hacer de
Bellorum una papilla de huesos partidos y carne despedazada. Pero se
contuvo por respeto a las reglas del duelo. Además, era la pelea personal de
Thirrin, y si intervenía, ella lo aborrecería tanto como a su contrincante, sin
duda.

Una vez más, el caballo del general pateó con fuerza hacia delante. En esa
ocasión, dio de lleno en el escudo de Thirrin y la derribó de espaldas.
Bellorum notó que tenía el triunfo al alcance de la mano. ¡Había llegado el
momento definitivo! ¡El fin de las Tierras de Hielo! Levantó la espada, sonrió
en dirección a sus soldados, y la abatió sobre Thirrin, que había logrado
poner una rodilla en tierra. Justo en el último instante, la joven se hizo a un
lado y esquivó el golpe, y el sable descendió sin alcanzarla, dejando a
Bellorum excesivamente estirado para no soltar el arma. De inmediato,
Thirrin le dio un tajo a la altura de la muñeca y la mano del general cayó al
suelo, asiendo aún la espada.

Bellorum lanzó un grito y estuvo a punto de caer de la silla de montar. De la


muñeca le manaba hacia el cielo un chorro de sangre. Thirrin se puso en pie
de un salto, agarró las riendas del caballo y trató de dar al general en la
cabeza con la espada. Pero, aun en semejantes condiciones, él conservaba 353
fuerzas suficientes para desviarla con el escudo, y el filo solo le hizo un tajo
en la mejilla. Con un grito salvaje, la caballería imperial se abalanzó al frente,
vulnerando las normas de los duelos y amenazando con pisotear a Thirrin.
Pero los jinetes y los leopardos de las Tierras de Hielo reaccionaron a tiempo y
detuvieron la embestida, mientras Táraman-Tar se colocaba a su lado para
protegerla y mataba a todo el que osaba acercarse.

Los soldados imperiales rodearon a Bellorum y lo ayudaron a salir del campo


de batalla. Entonces Thirrin saltó a lomos de Táraman y se lanzó por ellos al
frente de toda la caballería. Miles de soldados polipontanos cayeron bajo los
sables y las zarpas de la tropa de las Tierras de Hielo antes de ponerse a
salvo, cuando los cañones imperiales tuvieron a tiro al enemigo. Entonces,
encabezando el desfile, Thirrin cruzó la llanura tranquilamente, recogió la
mano y el sable de Bellorum y, tras atarlos a una lanza, pasó con su
caballería delante de las líneas polipontanas en una procesión victoriosa.

La fiera sangre de la Casa del Escudo de Tilo, mezclada con la de las mujeres
guerreras del pueblo hipolitano, le recorría las venas y las arterias con una
fuerza arrolladora. Había derrotado a su enemigo, que había escapado a la
muerte gracias únicamente a la intervención de toda su caballería. Al fin
saboreó la sensación de haber devuelto el golpe al Imperio de una manera que
iba a escocerle de verdad. Táraman-Tar percibió su emoción y rugió con todas
sus fuerzas. Entonces Thirrin se dobló hacia delante y hundió la cara en el
grueso pelaje de su cuello.

—!Le hemos ganado, Táraman! ¡Le hemos ganado!

—Vos le habéis ganado, querida. ¡Y de qué manera!

Los polipontanos dispararon salvas de advertencia mientras ella se paseaba


por delante de ellos junto a sus huestes. Casi parecían salvas de salutación,
unidas al griterío de júbilo que resonó en toda la llanura. Y Thirrin se quedó
atónita al notar que no todo ese clamor procedía de las defensas de
Frostmarris.

Pero entonces, al girarse para contemplar las murallas de la ciudad, se


impuso el recuerdo omnipresente de Oskan y no pudo por menos de agachar
la cabeza.

—Volvamos a Frostmarris, Táraman —dijo en voz baja.

Y dicho eso, la caballería inició el regreso a casa.

354
Capítulo 32

M
aggiore Totus estaba sentado delante de su mesa, en silencio. Tenía
a un lado una copa de vino, y, pese al día cálido y resplandeciente,
junto a sus papeles ardía una vela y en el hogar danzaban las
llamas de un fuego. Grimswald, el viejo chambelán de la Parafernalia Real,
había «adoptado» a Maggie como si de un deber personal se tratase, y se
ocupaba de que el viejo erudito tuviese siempre todo lo que necesitara,
aunque en ocasiones se ponía un poco pesado. Esos días, Maggie estaba
pasando a limpio las notas que había tomado mientras observaba la batalla
de la caballería desde las murallas de Frostmarris, y estaba añadiendo la
información de primera mano de testigos presenciales del duelo entre Thirrin
y el general Bellorum.

—Ha quedado de maravilla, Primplepuss, con buenas dosis de emoción —


murmuro en dirección a la gata, que estaba tendida justo en un charco de luz
del sol, encima de la mesa. Ella maulló bajito y se aseó rápidamente a
lametazos—. La reina estuvo en un tris de matar al viejo diablo. Desde luego,
lo ha dejado fuera de combate hasta dentro de un tiempo. Aun así, lo que más
355
debemos temer no es tanto su destreza guerrera como su cerebro, y supongo
que seguirá igual de sagaz y despiadado que siempre.

El ejército polipontano continuaba sin moverse de los terrenos altos del sur de
la llanura, en las inmediaciones de Frostmarris, y no daba señales de ir a
marcharse de allí, pese a la derrota y la grave herida de su general. De hecho,
cada día recibían refuerzos, según las informaciones que transmitía la
guardia de hombres lobo blancos, que proseguían actuando de espía para
Thirrin.

—Creo que cabe esperar un nuevo ataque en cualquier momento. Y si no


aparecen pronto los demás aliados, cuando lleguen solo van a poder dedicarse
a enterrar a nuestros muertos.

Maggie reflexionaba en voz alta ante un auditorio formado únicamente por la


gatita. A diferencia de Thirrin y Táraman, el todavía creía que Grishmak y sus
hombres lobo serían fieles a la palabra dada, y que incluso los vampiros
cumplirían las obligaciones que habían contraído firmar el tratado con las
Tierras de Hielo. Pero resultaba vital que llegasen a tiempo. Y era posible que
el Imperio diese el toque final antes de que pudieran prepararse.

—Solo podemos esperar un milagro, Primplepuss. Por cierto hablando de


milagros, acabo de recordar que tengo una cita.
Se puso en pie trabajosamente, acaricio a la gata hasta que ronroneó, salió de
sus aposentos y enfiló por los serpenteantes pasillos del palacio. Iba
caminando de la enfermería.

En los dos últimos días había aprendido a evitar muy bien a las brujas y bajar
sin que lo viesen al sótano del edificio de la enfermería. Ellas casi siempre
estaban demasiado atareadas para percatarse de la presencia de un anciano
que paseaba por allí sigilosamente, de modo que le resultaba sencillísimo
llegar al sótano, tomar una antorcha de los apliques de la pared y descender
con cuidado por la escalera húmeda y agrietada hasta la cueva.

Alumbrándose con la tea bien alta, podía ver sin problemas las pisadas
desgastadas y horadadas de los peldaños, que descendían como una cerrada
espiral hacia la derecha conforme la escalera desparecía hacia el fondo oscuro
de las profundidades del sótano. El aroma a tierra húmeda, tan familiar ya,
ascendió a su encuentro, así como el goteo incesante del agua. Mientras
bajaba cuidadosamente, iba sonriendo para sí. En el trascurso de sus visitas
había ido observando la evolución del milagro. Por eso contaba con quedarse
aún más perplejo que la vez anterior en cuanto alumbrase a Oskan con la
antorcha. Sin embargo, pese a tratarse de un acontecimiento increíblemente
dichoso que estaba sucediendo en una época de tanto miedo y tanta
destrucción, no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Thirrin, quien 356
seguramente tenía más derecho que nadie a conocer la noticia. No sabía muy
bien por qué lo había guardado en secreto. Y, aunque si mente científica y
lógica analizaba los motivos que lo habían llevado a callar, en el fondo rehuía
extraer la conclusión más evidente: Maggiore Totus tenía un miedo
supersticioso a que, si se enteraba demasiada gente, el milagro cesara y
Oskan muriese.

Por fin llegó al pie de la mellada escalera de piedra, y empezó a cruzar la


cueva de suelo embarrado. A esas alturas, conocía el camino a la perfección y
casi no necesitaba de la antorche; su luz servía puramente para observar la
maravilla. Al fondo, justo a la pared, divisó al fin el camastro y apretó el paso.
Luego se detuvo en el fango empapado ante el cuerpo malherido del brujo y
levantó la tea para verlo mejor; cuando las sombras se apartaron, Maggiore
lanzó una exclamación ahogada. Los largos zarcillos de mucosidad y suero
que colgaban del cuerpo de Oskan se habían transformado en hilachas de piel
humana que se hundían en el barro espeso y rico del suelo de la gruta, y
palpitaban ligeramente ante sus ojos. Pero lo más asombroso de todo era el
aspecto del propio Oskan. Estaba casi perfecto. Se le había desprendido ya
casi toda la piel quemada, sustituida ahora por una carne rosa y sana que
parecía resplandecer a la luz de la antorcha. Tenía las manos apoyadas
encima del pecho, con su forma reconocible, tersas, y los rasgos de la cara se
habían reconstruido por completo, de modo que nuevamente el mundo podía
contemplar la expresión de leve sorna tan propia del muchacho. No solo eso:
además, daba la impresión de que Oskan hubiese crecido; las piernas le
sobresalían del camastro más que cuando los celadores lo habían depositado
allí. Y hasta estaba volviendo a crecerle pelo, apenas una pelusa oscura aún
encima de la piel, como una cría recién saluda des cascarón.

Maggiore rio de pura felicidad. Entonces los párpados de Oskan se arrugaron,


y pareció a punto de despertar. Maggiore se llevó la mano a la boca. El viejo
sabio sabía que su sueño reparador todavía no había concluido, por lo que se
retiró sigilosamente para no despertarlo. Y solo se detuvo un instante para
tocar aquel suelo de rico barro mineral y dar gracias a la Diosa por su regalo,
la curación del chico. Hecho eso, recogió la antorcha y subió los peldaños a
toda prisa.

***

Scipo Bellorum estaba sentado en su silla en lugar de permanecer tumbado 357


en la cama, como deseaban los cirujanos. El muñón de la muñeca le estallaba
de dolor allí donde habían cauterizado las arterias con unos hierros al rojo
vivo y sellado la herida metiéndola en una tinaja de brea hirviendo. Al dolor
que le había subido por el brazo desde las segadas terminaciones nerviosas
había reaccionado sin emitir ni el más mínimo lamento; más bien había
canalizado la agonía para alimentar la rabia y la determinación de vengarse. Y
en cuanto los mejores médicos que el Imperio pudo poner su disposición
terminaron con su carnicería, quiso levantarse y acercarse por su propio pie a
la puerta de la tienda de campaña, donde se presentó ante el ejército, que lo
aguardaba expectante.

Los soldados no se mostraron precisamente jubilosos ante semejante muestra


de valor y fuerza de voluntad en estado puro. Solo se oyó murmullo
respetuoso. Todos sus hombres sabían ya que era el más rudo y fuerte de
todo el ejército; aquella pequeña demostración no hacía más que confirmarlo.
Pero al mismo tiempo, fue inicio de la paulatina constatación de que Scipio
Bellorum estaba más bien loco. Sus muchos enemigos lo sabían desde hacía
años, pero la suya era una locura felizmente aceptada y reconocida por el
mismísimo Bellorum. La ocultaba tras una fachada de racionalidad y
equilibrio, gracias a la cual había podido aprovechar toda la energía que le
proporcionaba para alcanzar la cumbre de sus ambiciones. ¿Había otro
psicópata en el mundo que hubiese matado a tanta gente como él durante sus
largas campañas militares, o que hubiese acaparado tanto poder como él, un
poder que lo convertía en la segunda persona más poderosa del Imperio más
grande de la tierra, por detrás únicamente del emperador? Solo cuando una
persona era incapaz de controlar los disparates de la locura, esta se convertía
en un problema. Pero si, como en el caso de Bellorum, el afectado sabía
controlarlos, el potencial que ofrecía era casi ilimitado.

Tras su presentación ante el ejército, regresó a la tienda de campaña con la


certeza de contar aún con el respeto de sus hombres (no con su afecto, que no
le habría servido para nada); y para reforzar su prestigio personal, ordenó
azotar en presencia de sus respectivos soldados a los oficiales cuyos
escuadrones habían rendido poco o mal en la batalla. Sin decir nada, todo el
mundo era consciente de que los fallos del propio general habían quedado
suficientemente castigados con la pérdida de la mano.

A las pocas horas, Bellorum empezó a entrenar con el maestro armero para
aprender a usar el sable con la mano izquierda. Montar a caballo sería pan
comido; al fin y al cabo, los corceles de la caballería se dirigían principalmente
a toque de rodilla. En cuanto al escudo, podía pedir que le adaptasen uno.
Regresó del entrenamiento muy ilusionado ante las buenas perspectivas.
Todos los métodos defensivos y de lucha se orientaban a un contrincante
diestro. ¡Qué maravillosa confusión podría provocar ahora! Esa noche se fue a
dormir sin la menor pesadumbre. Al contrario, estaba exultante. El ejército 358
seguía estando a sus órdenes para dominar y manipular a su antojo, y en
poco tiempo hasta el excelso ejército defensivo de las Tierras de Hielo
quedaría borrado del mapa. Ni siquiera ellos podrían resistir el ataque de más
de medio millón de soldados, Era, sencillamente imposible.

Sus experiencias los llevaron también a extraer una conclusión clara respecto
de los habitantes de las Tierras del Hielo. Era evidente que se trataba de un
pueblo ingobernable, por lo que, en cuanto a ganase la guerra, convencería al
emperador para que le permitiese «limpiar» personalmente aquellas tierras y
reprobarlas con ciudadanos modélicos de allende la frontera, del sur. Así, se
podría sacar todo el partido aquel nuevo país y se podrían explotar
plenamente las inmensas reservas minerales y madereras en beneficio del
Imperio. Y cuando acabase con esa interminable campaña, dejaría descansar
seis meses al ejército y luego emprendería una nueva acción en algún lugar
del sur, donde no encontrase una resistencia tan dura, una campaña que
devolviese el orgullo a sus soldados.

Solo el dolor insoportable de la muñeca herida le recordó el fracaso del día.


En lo más profundo, en algún rincón de su mente, brillaba el resplandor de
su locura, cual fogata poco alimentada que aguardarse la oportunidad de
renacer y arder con toda sus fuerzas. Pero, de momento. Scipio Bellorum la
mantuvo bajo control y se dedicó a esperar con paciencia.
***

Thirrin no había vuelto a la enfermería desde que llevaron a Oskan a la cueva


del sótano. Tenía miedo de lo que pudieran decirle. Sabía que si le pasaba
cualquier cosa, se lo comunicarían inmediatamente. Pero suponía que serían
malas noticias. En los últimos días, todo sirviente o housecarl que se le
acercaba debía padecer su mirada de hielo hasta que se retiraba con corteses
reverencias o terminaba de transmitirle el mensaje que fuese, y que,
invariablemente, no tenía nada que ver con Oskan.

Estaba sentada en el Gran Salón sacando brillo al sable de Bellorum, con


Táraman-Tar dormido junto al fuego al lado de Primplepuss. En el exterior de
la ciudad los polipontanos seguían dando la lata con sus incursiones, que
mantenían ocupados constantemente a los defensores. Pero no había ningún
peligro inmediato. Se sabía que el enemigo estaba preparándose para el asalto
final, y que cuando llegase el momento, todo el mundo se enteraría.

Thirrin se había resignado a la derrota. Pero ni uno solo de sus soldados


359
sospechaba que su reina estuviese convencida de que el ataque polipontano
que se les avecinaba iba a acabar con ellos y con la nación de las Tierras de
Hielo y la Casa del Escudo de Tilo. Por fuera, Thirrin daba la impresión de
sentirse segura y fuerte como siempre. Pero por dentro estaba desesperada
porque llegase la ayuda del resto de los aliados. Solo le quedaba una
ambición: vivir lo suficiente para matar a Bellorum, el hombre responsable de
todos los desastres de los últimos meses. Su padre había muerto, su reino
prácticamente estaba perdido y su mejor amigo se había abrasado hasta
quedar irreconocible y lo más probable es que estuviese muriéndose en esos
instantes, si es que no había muerto ya. Solo la disciplina de su formación
militar, su orgullo y su profundo odio hacia Bellorum la empujaban a seguir
adelante.

Dio un último repaso al reluciente sable y rezó por poder utilizarlo algún día
para clavárselo al general Scipio Bellorum en el corazón. Lo guardó en la
funda que le había encontrado en el arsenal; el sonido metálico de la hoja
despertó a Táraman-Tar, que levantó su poderosa cabeza y lanzo una rápida
mirada por el salón en busca de enemigos. Como no vio a nadie, bostezó
abriendo la boca al máximo, y sus dientes brillaron a la luz de las antorchas.

—¿Ha empezado el ataque? —preguntó.


—No; aún hay tiempo para comer algo, si tenéis hambre —contestó Thirrin,
sabiendo que así sería.

—Bueno, quizá con un bueyecito tendría suficiente —replicó el leopardo, y


con una inclinación de la cabeza llamó a un atento chambelán, que se acercó
a toda prisa—. Tráeme carne, buen hombre. Y tal vez también algo para la
reina… ¿queréis? —dijo, mirando a Thirrin.

—¿Por qué no? —repuso ella con decisión—. Una empanada y pan.

El chambelán salió en dirección a las cocinas. Táraman asintió


favorablemente.

—Eso está bien, querida. Debéis manteneros fuerte.

Ella sonrió a pesar de la desesperada situación en que se encontraba. Había


momentos en que el leopardo gigante le recordaba a su padre, solo que con
una forma de hablar más refinada.

—No temáis, no pienso morirme de hambre. Quiero estar en forma para


cuando vuelva a vérmelas con Bellorum.

—Si es que se atreve a asomar a la batalla otra vez.


360
—Más le vale. De lo contrario, iré a buscarlo personalmente. Tenemos cuentas
pendientes.

—Sí —coincidió Táraman, y agachó la cabeza para echar una mano a


Primplepuss con su aseo—. Pero debéis pensar que quizá muera a causa de
las heridas. El Imperio carece de la ventaja que supone la brujería para
ayudar a curarse a los heridos. —Se puso en pie para ir a recoger a
Primplepuss, que había ido a parar a la mitad del Gran Salón después de que
él la lanzase por los aires de un lametazo—. Disculpa, preciosa mía —le dijo a
la gatita, y se inclinó para alzarla delicadamente con sus gigantes fauces.

—Podríamos mandar a Wenlock la Bruja Madre al otro lado de las líneas


enemigas, previa concesión de una tregua —sugirió Thirrin, medio en broma.

—Sería una crueldad inaceptable —repuso el leopardo, después de pensárselo


un ratito.

La llegada de la comida interrumpió la conversación pero en cuanto los


pinches les hubieron servido y se retiraron, dijo Thirrin:

—Los hombres lobo creen que el enemigo atacará esta noche.

—¿En serio? ¿No es un poco raro, entre los humanos, atacar de noche? —
preguntó Táraman, acostumbrado a las guerras contra los trols del hielo, que
se libraban en medio de la interminable noche del invierno septentrional.
—Sí, muy raro. Creo que con ello esperan ponernos nerviosos.

—¡Qué ingenuo por parte de Bellorum! ¡Qué candor! Pero al menos hay una
esperanza.

Thirrin sonrió con tristeza.

—No, no la hay.

Un barullo tremendo en la inmensa doble puerta del salón desvió su atención.


Y vieron entrar a Olememnón, que cruzó la sala en dirección a ellos.

—¡Ah, comida! —exclamó, y sonrió—. Podría comerme un buey entero. Y veo


que Táraman lo está haciendo ya.

Thirrin hizo un gesto al chambelán con la mano. El hombre asintió y salió


corriendo en dirección a las cocinas.

—¿Cómo están las defensas? —preguntó de manera mecánica.

—Bien, bien. Bellorum ha enviado a la partida habitual de piqueros y


mosqueteros para tenernos entretenidos, pero no hay nada preocupante en
exceso. La Basilea me ha dado permiso para venir a cenar algo y descansar
un poco antes de que empiece el ataque de esta noche. 361
Thirrin lo miró con gesto inquisitivo, pero su tío reaccionó con una sonrisa.

—No te preocupes, no sufriré un ataque de nervios por que la nueva Basilea


me esté dando órdenes. Llevo días trabajando con ella. Es buena. Además,
conozco a Ifi desde que era una cría. Aunque ahora tengo que llamarla
Ifigenia… y cuando hay cerca soldados, me dirijo a ella llamándola «señora».
Hay veces en que casi no se aguanta las ganas de reír.

—¿Qué tal la moral? —preguntó Táraman.

—Bien. Al menos en la superficie. ¿Habéis advertido que ya ningún soldado


dice nada sobre la llegada de los demás soldados aliados?

—Sí —respondió Táraman en voz baja—. Es como si se hubiese llenado de


fuerza y dignidad en medio de la desesperación.

—Yo creo que nos ha pasado a todos —confesó Thirrin, que estaba tan segura
de que su tío se había recuperado de la reciente pérdida de Elemnestra que se
atrevió a hablar de sus propios sentimientos.

—¿A ti también? —preguntó Olememnón, sorprendido—. Es curioso, pero lo


únicos que seguimos creyendo que aparecerán somos Maggie y yo. —Alargó
entonces el brazo y le dio unas palmaditas en la rodilla—. No te preocupes,
están de camino. Solo que han debido salir con el tiempo un poquito justo,
nada más.

El chambelán volvió con la comida de Olememnón, y él dedicó toda su


atención a las tajadas de carne y las rebanadas de pan.

362
Capítulo 33

E
l general Bellorum estaba sentado a horcajadas en su alto corcel y
llevaba el muñón apoyado en la cadera, con su estilo característico y
arrogante de montar. El dolor le subía por el brazo y le recorría el
cuerpo entero a oleadas martirizadoras. Pero era muy importante que sus
hombres creyesen que la grave herida no le había afectado en absoluto. Así
pues, espoleó a su caballo y trotó ante sus huestes en compañía de los
oficiales de alto mando.

La luna saldría en menos de una hora, momento en que sus soldados habrían
atravesado la llanura de Frostmarris cual marea creciente y habrían subido y
bajado por los terraplenes y las zanjas defensivas, imparables igual que el
mar. Había reclamado refuerzos desde todos los rincones del Imperio, y
cuando se diese la orden de avanzar, habría de repetirse en más de veinte
idiomas diferentes.

Unas horas antes se habían colocado varias baterías de cañones


aprovechando la oscuridad, con las ruedas envueltas en trozos de tela para
amortiguar el sonido y, los equipos de cañoneros iban vestidos de negro y con
363
la cara embadurnada de hollín. En ese momento, antes de que el ejército
iniciase el avance, los cañones comenzaron el bombardeo. Ráfagas
deslumbrantes de luz naranja y roja emergieron hacia el cielo de la noche al
tiempo que la artillería pesada disparaba sus salvas de balas, sueltas o de dos
en dos, unidas por cadenas, que caían en las zanjas y los terraplenes,
levantado altos chorros de arena y abriendo boquetes en las empalizadas.

Pero la artillería de las defensas empezó a responder a su vez. Las ballestas


gigantes lanzaron proyectiles de acero en dirección a las ráfagas luminosas,
que delataban la posición de los cañones. Tras el grave rasgueo de las
cuerdas de las ballestas al soltar su carga, se oía el silbido de seda de los
proyectiles volando hacia sus objetivos. Y un poco más atrás, las catapultas
dispararon un aluvión de rocas que salió por los aires y cayó sobre los
cañoneros mientras estos se afanaban valerosamente en mantener el ritmo de
bombardeo.

Durante más de una hora la artillería polipontana intentó destruir las


defensas de Frostmarris, mientras la mayoría de los soldados de las Tierras de
Hielo se cobijaba tras los terraplenes. Pero los equipos encargados de las
ballestas gigantes y las catapultas respondían con una precisión mortal. Al
final, los cañones quedaron en silencio y se dio la orden de retirarse a los
supervivientes. Del cielo siguieron cayendo rocas y piedras, y los proyectiles
de acero que alcanzaban a los cañoneros, en ocasiones ensartando a la vez a
dos o tres hombres, eran un recordatorio macabro de las típicas cadenetas de
papel de los niños.

Cuando cesó el bombardeo, hubo casi un minuto de silencio sepulcral. A


continuación, un clamor jubiloso salió de las defensas y al poco se le fueron
uniendo más y más voces, hasta que el griterío rebasó los muros de
contención y se extendió por la llanura. Los soldados de las Tierras de Hielo
salieron de sus refugios y ocuparon sus puestos otra vez. En pocos minutos
empujaron unos barriles llenos de rocas para meterlos en los agujeros y
cráteres que habían dejado las balas de cañón, y varios grupos de ingenieros
se arremolinaron alrededor de las empalizadas para reparar con cuerdas los
maderos rotos y rellenar los huecos con troncos inmensos del bosque.

Bellorum tomó nota mentalmente de llamar, tras la victoria, al comandante de


la artillería para pedirle explicaciones por lo sucedido. Después ordenó iniciar
la siguiente fase de la batalla. No se debía dar más tiempo al enemigo para
que se recuperase de los bombardeos. Desenvainó el sable y, sosteniéndolo en
alto con la mano izquierda, repasó con la mirada la oscura masa de su
ejército y notó que le crecía dentro del pecho un orgullo cruel. Tenía delante a
soldados de más de veinte naciones, unidos bajo la dirección y la guía del
Imperio con el fin de aplastar y destruir la resistencia de las Tierras de Hielo,
y él era quien poseía la fuerza que blandiría aquella fabulosa arma. Sonrió 364
para sí, mientras el acero del sable lanzaba destellos a la luz de las estrellas,
por encima de su cabeza. Luego bajó el brazo con ímpetu malicioso.

―¡Adelante, soldados del Imperio! ¡Por la victoria!

Los oficiales y comandantes de campo de todos los batallones recibieron la


orden, y la gigantesca máquina de guerra polipontana inició al avance en
dirección a la llanura de Frostmarris.

Desde las defensas, Thirrin observó junto a Táraman-Tar el comienzo de la


batalla final. Cada soldado enemigo portaba una antorcha encendida, y
conforme avanzaban hacia las murallas, daba la sensación de que un
universo de estrellas hubiese tomado las armas; los regimientos se
distinguían perfectamente unos de otros, cual galaxias del vasto firmamento
del ejército.

―¡Qué maravilla, Táraman! ―susurró.

―Sí. Casi es posible olvidar para qué estamos aquí.

―Casi. Pero no del todo ―replicó Thirrin, y se volvió para dar las órdenes a
los oficiales.

Por las defensas empezaron a sonar los tambores, encendiendo los ánimos de
los combatientes, y los housecarls se pusieron a entonar su cántico de guerra:
―¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera!

El ritmo resonó por todas las líneas defensivas y fue aumentando de volumen
a medida que iban uniéndose más y más soldados. Los leopardos y los jinetes
de la caballería estaban con Thirrin y el Tar, así como los hombres lobo
blancos, que habían superado tantos momentos difíciles junto a la reina de
los humanos que habían llegado a considerarla reina suya también. Un poco
más allá, los hipolitanos, bajo el mando de la nueva Basilea, se preparaban
para el combate; se oía a Olememnón dando órdenes con su voz grave e
infundiendo ánimos a la línea de ataque. Los housecarls, mientras tanto,
seguían gritando «¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡FUERA!
¡Fuera! ¡Fuera!», y sus voces se mezclaban con el estruendo acompasado del
cuerpo de tambores, integrado por niños y niñas, que tocaba un ritmo de
combate como preludio del ataque.

En la llanura, el enemigo seguía bajando del campamento, acompañado por


sus propias bandas de pífanos y tambores, cuyo sonido producía un eco
espeluznante en medio de la oscuridad. En cuanto se puso a tiro, las ballestas
gigantes y las catapultas de las Tierras de Hielo lanzaron un ataque contra la
horda polipontana; pero su avance no flaqueó ni un instante. Al poco empezó
el siseo de las flechas disparadas hacia el negro cielo por los arcos largos, que
hicieron bailar, agitarse y hundirse a la primera fila de antorchar, conforme 365
caían los soldados imperiales bajo aquella mortífera lluvia. Aun así,
prosiguieron; bajaban a millares, imparables, y los que iban detrás
empujaban a los que marchaban delante.

En poco rato estaban ya al alcance de las jabalinas de los regimientos de


guerreras hipolitanas, que llevaban unos escudos con forma de medialuna y
tenían una puntería mortal. Como respuesta, se oyó el agudo estruendo del
primer aluvión de balas de mosquetes, cuyo plomo macizo hizo mella en las
líneas defensivas y provocó las primeras bajas en el bando de las Tierras de
Hielo.

Thirrin desenvainó entonces la espada y lanzó el grito de guerra de la Casa


del Escudo de Tilo:

―¡El enemigo está aquí, sobre nosotros! ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Sangre!
¡Ataque! ¡Y fuego!

Sus soldados respondieron con un clamor ensordecedor, y se abalanzaron


hacia delante para iniciar la lucha cuerpo a cuerpo con las primeras filas
enemigas. El fragor de la batalla se oía hasta en el otro extremo de la llanura.
Enseguida, la superioridad numérica del ejército imperial obligó a los aliados
a retroceder y subir la pendiente del segundo terraplén de la triple línea
defensiva. Thirrin entonó a voz en grito las primeras notas del himno de la
caballería, y al instante sus jinetes y los leopardos respondieron cantando el
himno de guerra con una fiereza cada vez mayor, al tiempo que hincaban los
pies en la tierra y se negaban a retirarse más. La guardia de hombres lobo se
apiñó alrededor de la reina, aullando y enseñando los dientes maliciosamente,
mientras lanzaban zarpazos a los soldados imperiales o les saltaban encima
para degollarlos.

Más allá, Olememnón y los hipolitanos estaban siendo empujados por una
falange impresionante de piqueros, cuyas enormes lanzas se clavaban con
saña por encima y entre los escudos del parapeto humano, sajando
gargantas, perforando ojos y partiendo cráneos. Una y otra vez, los guerreros
esquivaban las largas picas para atacar a los soldados que las empuñaban,
pero en cuanto los derribaban, otros los sustituían. Las hipolitanas no
cesaban de lanzar jabalinas contra la avalancha de enemigos y la nueva
Basilea encabezaba los contraataques contra la falange, obligando a los
polipontanos a retroceder unos pasos y replegándose ordenadamente
mientras los regimientos imperiales volvían a la carga con una superioridad
abrumadora.

Entretanto, a lo largo de todo el frente defensivo los integrantes de las milicias


luchaban con la misma entrega que los soldados profesionales, pero carecían
de su experiencia y aguante y poco a poco su muro de escudos empezó a
ceder bajo el enorme empuje del enemigo. Thirrin les mandó a todos los 366
housecarls de los que pudo prescindir para reforzar sus líneas, pero al poco
su propia posición se vio sometida a tal presión que le fue imposible enviarles
más ayuda, por lo que el frente de la milicia flaqueó aún más.

Bellorum trataba de seguir el desarrollo de la lucha lo mejor que podía con el


catalejo, pero la luz de las antorchas solo iluminaba de manera intermitente y
lo único que veía era una masa confusa e ingente. Exasperado, se giró para
escrutar el horizonte, por donde estaba a punto de asomar la luna. No cabía
duda de que aquel tenue resplandor estaba empezando a intensificarse.
Entonces, mientras lo miraba, se levantó hacia el firmamento una fina línea
de luz brillante. Bellorum sonrió levemente; ahora sus tropas podrían ver a la
perfección a quién mataban.

Poco a poco, el refulgente disco lunar se desplazó por el campo de estrellas.


Era tan luminoso que Bellorum pudo ver sin esfuerzos las agujas del
cronómetro cuando quiso consultar la hora y guardar aquel instante en su
recuerdo para la posteridad. Después se volvió de nueva hacia la llanura y vio
cómo se retiraba la oscuridad ante la fuerza de aquel resplandor. El campo de
batalla quedó iluminado casi como a plena luz del día. El general levantó otra
vez el catalejo y pudo divisar perfectamente a su ejército abriéndose paso
entre las defensas.

Mientras observaba lo que iba ocurriendo, vio de repente a la reina de los


bárbaros izando un estandarte hecho de jirones, que acaba de desenrollar
delante de su caballería, y oyó su grito agudo y fiero por encima del estruendo
de la batalla, dando aliento a los suyos.

―Demasiado tarde, querida niña. Me parece que tu muro de escudos se ha


roto por completo ―dijo en voz baja, regocijándose.

―¡A mí! ¡A mí! ―gritaba Thirrin a su tropa, al tiempo que desenrollaba el


estandarte de la caballería y contemplaba, impotente, cómo una avalancha de
enemigos estaba separando y aislando a los regimientos hipolitanos y de la
guardia real, mientras la línea de las milicias sucumbía definitivamente.

Táraman-Tar se levantó sobre las patas traseras, irguiéndose como una torre
sobre la escena de la batalla, y rugió hacia el cielo.

―Rápido, Thirrin, subíos al lomo. ¡Tenemos que ayudarlos a volver!

Sin dudarlo un segundo, Thirrin se montó en el leopardo gigante de un salto y


lanzó el rito de guerra al tiempo que Táraman salía disparado hacia las líneas
enemigas. Con ellos fueron también los jinetes de la caballería, que siguieron
su ejemplo y se montaron de un salto en el lomo de sus compañeros
leopardos. También iban los hombres lobo blancos, que se abalanzaron con
367
fiereza sobre los soldados imperiales. Thirrin y su caballería abrieron una
brecha en la masa enemiga, repartiendo sablazos y zarpazos a diestro y
siniestro, y fueron acercándose a los hipolitanos y a los housecarls. Enseguida
alcanzaron a los asediados, y luchando unidos fueron volviendo todos juntos
al punto más elevado de las defensa con ayuda de una pared de escudos que
os protegía por todos lados. Pero el enemigo los rodeó y los dejó totalmente
aislados de la capital. La diminuta guarnición que había quedado en
Frostmarris para preservar las murallas cerró las puertas de la ciudad y se
preparó para defenderla hasta el final.

Abajo, en lo que quedaba de las barricadas, la nueva Basilea y Olememnón


daba órdenes a voz en grito a sus soldados y los guardias reales para guiarlos
y que pudieron avanzar con su parapeto de escudos, mientras Thirrin y sus
jinetes tomaban posiciones alrededor del estandarte.

―Aquí nos quedamos y aquí daremos la vida, Táraman ―dijo Thirrin.

―Aquí nos quedamos. Pero ya veremos qué nos tiene reservado el destino. Yo
no diría aún que vayamos a dar la vida.

Sobre el campo de batalla se abatió un silencio sepulcral que ponía los pelos
de punta. Los defensores, perplejos, vieron que el enemigo se retiraba y se
quedaba mirándolos. El ejército imperial se extendía hasta donde alcanzaba
la vista a la luz gris plateada de la luna, y durante un instante dio la
sensación de que se trataba de un ejército de fantasmas, incorpóreos e
impotentes, tan insustanciales que una ráfaga de viento podría hacer que
desaparecieran. Pero la ilusión no duró mucho, pues al poco empezaron todos
a cantar una melodía descarnada, conmovedora, que fue llenándolo todo,
desparramándose por la llanura, a medida que, uno tras otro, iban
sumándose todos los regimientos.

―¿Qué hacen? ―preguntó Thirrin, desconcertada.

―Creo que están cantando vuestras alabanzas ―contestó Táraman―. Sí, si


escucháis con atención, podréis distinguir de vez en cuando vuestro nombre
entre palabras extranjeras.

―¡Vaya, qué agradable! ―comentó ella en un tono sarcástico. Por dentro, en lo


más hondo, sintió que aquel extraño saludo resultaba curiosamente
emocionante—. ¿Quiere eso decir que van a marcharse de aquí y nos dejarán
en paz?

El Tar soltó una amarga carcajada.

―No sé por qué, pero lo dudo.

De súbito, cesó el cántico. Luego empezó a oírse una especie de toque de


tambor, tenue al principio. El ejército entero estaba entrechocando las lanzas,
368
espadas y hachas con los escudos. El sonido fue aumentando a ritmo
constante hasta convertirse en un estruendo atronador. Entonces comenzó a
debilitarse de nuevo y acabó cesando por completo. En ese momento los
oficiales de cada uno de los muchos regimientos imperiales se pusieron a
vocear órdenes, y los hombres se reorganizaron, dejando un pasillo despejado
por el que se podía ver a una masa negra de soldados. No llevaban antorchas
y sus armaduras y uniformes eran totalmente negros. Al marchar, fueron
desplegando varios estandartes de tela negra carentes de símbolos o dibujos
de alguna clase. Se trataba del Ejército Negro, la élite de la fuerza invasora de
Bellorum. Era conocido como «El Invicto e Invencible», y nadie osaba
interponerse en su camino.

―Allá vamos, pues, Táraman ―susurró Thirrin. Luego, alzando la voz al


máximo para lanzar un agudo grito de guerra, exclamó―: ¡Preparaos para
recibir a unos invitados no deseados!

En las profundidades de la tenebrosa caverna empezó a cobrar forma una leve


insinuación de conciencia de sí mismo. Una semilla que se abría. Un
fragmento de personalidad que se depositaba con seguridad en su cabeza. El
chico se incorporó para acudir a su encuentro, al encuentro de esa cosa que
era él mismo. Y al acercarse, aquella gota inicial se expandió y fue llenando
cada vez más el espacio que él había dejado vacío. Enseguida, su propio ser
colmó la bóveda entera de su cráneo, empezó a llenar el resto del cuerpo y,
después, a través de los sentidos, se derramó hacia el espacio que rodeaba.

Se le ocurrió un nombre, «Oskan», que parecía encajar perfectamente, por lo


que no le dejó escapar y se apropió de él. De alguna manera, supo que era la
clave para recuperar la memoria. Pero antes de poder usarlo, se le coló otro
pensamiento, uno que tiraba de él y lo desasosegaba desde el filo mismo de su
recién hallada mente: «¡Están aquí!»

«¿Quiénes están aquí?», se preguntó. Entonces, dándose cuenta de que no


podría saberlo si no recobraba la memoria, lo dejó revolotear, y el
pensamiento lo recorrió por dentro como una cabriola, como una cadeneta:
infancia, adolescencia, madre, Thirrin, guerra, dolor. ¡Un dolor terrible!

Gritó y se sentó en el camastro. Esperaba ver carne abrasada, pero lo que se


encontró fue una piel tersa, un cuerpo entero. Conmocionado, se agarró las
manos. ¡Tenía manos! Exploró todo su cuerpo como loco: ¡tenía cara, piernas
y todos los demás miembros que había tenido antes de que el dolor se
abatiese sobre él! Pero no podía ver. ¡Estaba ciego!

No; estaba a oscuras. En un lugar a su derecha vio una luz muy tenue que se 369
recortaba nítidamente: la rendija de una puerta cerrada. Plantó los pies en el
suelo; estaba hecho de barro húmedo. Al levantarse se le soltaron del cuerpo
unos extraños tubos de carne que cayeron al suelo mojado. Echó a caminar.
No sentía debilidad alguna. Aun así, se derrumbó de rodillas y gritó, jubiloso:

—¡Diosa! ¡Estoy curado! ¡Estoy sanado!

Arrodillado aún, ofreció en silencio a la Diosa una oración de agradecimiento,


balanceándose hacia atrás y hacia delante.

Entonces volvió a oír en el filo mismo de su mente jubilosa aquellas mismas


palabras: «¡Están aquí!»

De repente, espantado, recordó la guerra.

—¡Están aquí! —gritó a pleno pulmón.

Se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la puerta. Al cruzarla,


encontró una escalera. Y poco a poco fue subiendo hacia la luz.

Ascendía despacio, pues los peldaños estaban desgastados y rotos, y a


menudo se veía obligado a ir a gatas, palpando la piedra. Por fin emergió,
pestañeando, junto a la tenue luz de una antorcha solitaria.
Su resplandor parecía abrasarle los ojos, y le corrieron lagrimones por las
mejillas, pero lentamente consiguió despegar los párpados y echar un vistazo
a su alrededor. No tenía ni idea de dónde estaba. Sin duda se trataba de un
sótano abovedado, probablemente en algún lugar de la ciudadela. Pero su
ubicación exacta era un misterio. Al fondo vio más peldaños que llevaban a
otro piso, así que se dirigió hacia allí. Mientras ascendía, le llegó un murmullo
de voces y se detuvo un instante. No podía permitirse el lujo de que alguien lo
entretuviese. Como para corroborar esa sensación, aquella voz interior dijo:
«¡Están aquí! ¡Díselo a Thirrin, ya!»

Rápidamente tomó una determinación, y en cuanto notó que se alejaban las


voces, subió los últimos peldaños a toda prisa y, gracias a que iba descalzo,
sin hacer el menor ruido. Una vez arriba, se encontró en una de las salas de
operaciones de la enfermería. Ya sabía dónde estaba exactamente. Se orientó
y salió corriendo por la puerta más próxima, continuó por un pasillo y salió a
la fresca noche iluminada por la luna. El patio estaba desierto; los pocos
soldados que integraban la guarnición estaban todos en las murallas,
siguiendo la lucha en las defensas.

Echó a correr por las callejas de la ciudad en dirección a la puerta sur. Muy
pocos lo vieron, y esos pocos creyeron que aquella silueta pálida que habían
vislumbrado a la luz de la luna sería alguno de los espectros que poblaban 370
Frostmarris, perturbado por el desastroso giro que estaba dando la guerra.

Llegó al rastrillo, encontró la escalerita que subía hasta las almenas y corrió
hasta lo alto. Ante sus ojos se extendía la llanura, hermosa y resplandeciente
bajo la luna llena. Pero al instante toda su atención se centró en un punto, el
lugar donde estaban Thirrin, Táraman y lo que quedaba de los soldados
defensores, rodeados por el gigantesco ejército imperial. Los sonidos del
campo de batalla llegaron a sus oídos, extrañamente tenues e irreales, como
si estuviese ante un espejismo especialmente vívido.

En las almenas gritaban y se lamentaban los soldados; algunos hasta


arrojaban las lanzas en un vano intento por ayudar a los defensores, a los que
el enemigo superaba de modo abrumador. Entonces Oskan miró a su
alrededor, mientras notaba cómo se apoderaba de él una extraña sensación
de poder. En el cielo empezaron a juntarse iones, formando una franja que
bullía y se retorcía como cuando convocó al rayo la primera vez para salvar a
Thirrin. En esta ocasión la fuerza era benigna, no haría daño a nadie; su
propósito era solo el de magnificar.

Oskan posó la mirada en la gran campana del Solsticio, que pendía en su


andamiaje sobre la puerta de la ciudad. «¡Están aquí! ¡Díselo a Thirrin, ya!»

Corrió hacia la campana, agarró la cuerda que colgaba de ella y, con un


esfuerzo sobrehumano, tiró. La campana se balanceó lentamente, pero no
llegó a sonar. Tiró con más fuerza, y por fin el badajo chocó con el borde de
metal y se oyó una nota grave y serena que resonó en medio de la noche. Tiró
nuevamente de la cuerda, y dirigió una mirada fiera a la llanura: la energía
que se retorcía y bullía en el firmamento por encima de él descargó desde las
alturas, como un relámpago que quebrase las tinieblas, y lo alcanzó de pleno.
Esa vez no sintió dolor. Solo una sensación impresionante de potencia, que lo
colmó hasta los topes. Era como si se le ensanchase la glotis, como si le
empujase a los lados la carne hasta el punto que creyó que se le rompería el
cuello. Abrió la boca, tomó aliento, se llenó de aire los pulmones y, mientras
la campana seguía repicando con su bramido grave y hondo en mitad de la
noche, gritó:

—¡Están aquí! —El alarido fue tan fuerte que parecía que tuviese un centenar
de voces en la garganta—. ¡Están aquí! ¡Thirrin! ¡Están aquí!

En las defensas, Thirrin oyó su grito y se volvió para mirar hacia la campana.

—¿Oskan? —susurró, incapaz de creer lo que veían sus ojos—. ¡Oskan! —


chilló—. ¡Táraman, mirad, es Oskan!

El Tar de los leopardos de nieve miró hacia el lugar que señalaba Thirrin.

—¡Sí... sí! Pero ¿qué grita? 371


—¡Están aquí, Thirrin! ¡Están aquí!

—¿Quiénes están aquí? —preguntó el Tar.

La campana seguía tronando en la quietud de la noche, y al hacerlo, iba


llenando de esperanza a los soldados defensores, una esperanza que no
lograban entender. Lo único que rompía el silencio reinante era la nota grave
y sonora de la campana.

Entonces, a lo lejos, se oyó un aullido, un único aullido, débil y lastimero, que


el viento transformó en cintas de sonido.

Una alegría inconmensurable embargó a Thirrin, que gritó:

—¡Están aquí! ¡Los aliados!

Entonces ascendió al cielo una explosión de aullidos, millares de aullidos, y


todas las miradas se dirigieron a las montañas que se erguían al oeste de la
llanura. A la luz de la luna se las veía con toda nitidez. Mientras las
contemplaban los exhaustos defensores, una sombre gigantesca las cubrió.
Aquella extraña oscuridad poseía millares de ojos rojos, brillantes, y estaba
formada por un enjambre inmenso de hombres lobo, espectros y zombis
procedentes de la Tierra de los de los Fantasmas. Al frente se distinguía al rey
Grishmak del pueblo lobo, con su collar de oro.
Junto a él bajaban docenas de barones y baronesas de collar de plata, y
detrás iban las hordas del ejército lobo. Grishmak echó la cabeza hacia atrás
y aulló otra vez, a lo que respondieron todos sus guerreros al unísono.

—¡Están aquí! ¡Los aliados están aquí! —exclamaba Thirrin, llorando,


mientras la campana seguía repicando sin cesar.

Entonces se añadió una nota nueva a los sonidos: unos cuernos graves, que
resonaron en el aire de la noche. Los defensores se giraron y vieron que de las
lindes del bosque emergía una hueste impresionante. A la cabeza iban el rey
Acebo y el rey Roble, cabalgando a lomos de altos ciervos con vistosa
cornamenta. Thirrin contempló, anonadada, a los dos monarcas del Gran
Bosque. Parecían tan viejos como unos árboles centenarios, y tan fuertes y
fabulosos como ellos. Llevaban en la cabeza sendas coronas de bellotas y
bayas de acebo; la armadura que los protegía relucía como hojas recién
abiertas; y sujetaban un enorme mazo cada uno. Detrás de ellos bajaban los
soldados, todos con sus espadas y lanzas hechas de lo que parecían unas
espinas inmensas, retorcidas y ligeramente curvas, de aspecto siniestro, como
si fuesen las espinas inmensas, retorcidas y ligeramente curvas, de aspecto
siniestro, como si fuesen las espinas de unas zarzas gigantes.

Los acompañaban unos seres silvestres: hombres y mujeres verdes que iban 372
desnudos e infundían un miedo espantoso con sus colmillos de madera
pulida. Entre ellos estaban también los criaturas guerreras del bosque: osos,
ciervos, jabalíes, lobos... Todos habían acudido en respuesta a la llamada de
sus soberanos.

Táraman-Tar se levantó sobre los cuartos traseros y lanzó un rugido a modo


de bienvenida guerrera. Thirrin se enjugó las lágrimas y rio de alegría.

—¡Están aquí! ¡Los aliados están aquí! ¡Ahora, lucha, pueblo mío! ¡Y limpia de
enemigos esta tierra!

Pero aún no habían terminado las maravillas. El rostro luminoso de la luna


pareció apagarse levemente y cobrar una tonalidad más oscura. Y todos los
presentes observaron en silencio cómo se formaba poco a poco una nube que
se agitaba y resplandecía, hasta que fue posible distinguir otras siluetas. Se
podían ver infinitas filas de figuras voladoras de inmensas alas negras y
correosas, que se recortaban contra el fondo lejano y hermoso de la luna.
Eran los vampiros, que acudían también. Y con ellos llegaban asimismo los
búhos níveos gigantes, procedentes de los campos nevados del norte.

—¡Adelante, pueblo mío! —gritó Thirrin en medio del silencio, en el que aún
reverberaba el sonido de la campana—. ¡Sangre! ¡Ataque! ¡Y fuego! ¡Sangre!
¡Ataque! ¡Y fuego!
Los comandantes del ejército imperial observaron horrorizados la aparición de
los aliados de las Tierras de Hielo. ¿Cómo podrían luchar contra semejantes
engendros, semejantes abominaciones de la Naturaleza? ¡Lo que se acercaba
eran unos seres de ultratumba! ¡Hasta las criaturas de los bosques se habían
organizado en forma de ejército para luchar contra ellos! Era dolorosamente
obvio que la batalla iba a dar un vuelco. Aun así, los polipontanos estaban
decididos a arrebatarles la victoria a los bárbaros. Se dieron órdenes a voces,
la soberbia disciplina imperial se reafirmó y los soldados se fueron a la lucha.

En el flanco izquierdo los hombres lobo se abalanzaron sobre sus oponentes


con un aullido ensordecedor y comenzaron a causar estragos, arrancando
brazos y piernas al abrirse paso entre ellos. Unos monstruos con escamas y
colmillos curvos, armados con zarpas afiladas como cuchillas, y que aullaban
y rugían por igual, despedazaron, literalmente, a los polipontanos que se les
ponían por delante mientras se metían por las filas enemigas. Por su parte,
los zombis avanzaban imparables, sin que les importase la cantidad de tajos
de espadas ni balazos de mosquetes que recibiera su cuerpo. Solo el
desmembramiento total lograba detenerlos. Ni siquiera bastaba con que los
decapitasen, pues ellos recogían la cabeza, se la colocaban debajo del brazo
como si tal cosa seguían luchando, aplastando a los invasores con unas
porras capaces de descoyuntar los brazos que levantaban escudos
protectores.
373
En el ala derecha, el rey Acebo el rey Roble, enormes y amenazadores, se
dirigían también hacia las tropas imperiales montados en sus ciervos de
imponentes cornamentas, mientras los seguía su ejército del bosque. Iban
todos armados con los mismos mazos pesados y no cesaban de repartir
martillazos entre las huestes polipontanas, que cerraban filas
desesperadamente contra ellos.

Entonces llegaron los vampiros. Descendieron del cielo emitiendo sus


horripilantes chillidos y se lanzaron por los enemigos, a los que mordían en el
cuello y sorbían la sangre. Y con ellos bajaron también los búhos níveos
gigantes, que se posaban en los hombros de los soldados del Imperio y los
destrozaban con las garras.

Thirrin se encaramó al lomo de Táraman-Tar. Alzando la espada, entonó la


primera frase del himno de guerra y encabezó la carga de la caballería,
integrada por jinetes humanos montados en sus compañeros leopardos. Y allá
que fueron, directamente hacia las filas enemigas, abriéndose paso con fiereza
como una cuña viviente que se clavó hasta lo más profundo del ejército. Este
seguía combatiendo con denuedo; todos los polipontanos eran conscientes,
para su horror, de que si rompían filas, daban media vuelta y salían
corriendo, los esperaba una muerte segura. Sin embargo, detrás de la carga
de Thirrin iban los hipolitanos y los housecarls, que se toparon con las filas
enemigas con tal furia que a estas no les quedó más remedio que ir
retrocediendo a un ritmo contante.

Muchos vampiros habían adoptado forma humana y se veía cual soldados


ataviados con armadura negra, provistos de unas largas espadas también
negras, que se movían y se retorcían en el aire siguiendo un curioso y
complicado dibujo de ataque. Tenían la tez blanca como la nieve y los labios
rojos como la sangre, y conforme mataban a sus víctimas, se les echaban al
cuello. El pavor empezó a hacer mella en los horrorizados soldados del
Imperio. Estaban luchando contra unos seres de leyenda y de pesadilla, no
contra simples seres humanos. A su alrededor solo veían monstruos, y solo se
oían los espeluznantes gemidos de los fantasmas y otras aterradoras criaturas
de ultratumba.

Poco a poco comenzaron a ceder terreno, pese a mantener su férrea disciplina


frente a los horribles vampiros, menudos y amanerados, que se retorcían y
danzaban ante sus ojos, y frente a los descomunales hombres lobo que los
despedazaban sin miramientos. Pero entonces la reina de los bárbaros en
persona se les echó encima con su caballería, cuyas monturas no eran
caballos sino leopardos gigantes. Y con ellas llegaron más de aquellos terribles
hombres lobo blancos.

Al final, la disciplina polipontana acabó claudicando y un grito


374
multitudinario, un grito de desesperación, se alzó hacia el firmamento cuando
de repente, el ejército imperial se descompuso y huyó, despavorido. Tras él se
lanzó aquella terrible alianza de criaturas de pesadilla, que siguió destrozando
soldados y mordiéndolos mientras ellos corrían; los derribaban al suelo y les
sajaban la garganta, se bebían su sangre y les arrancaban las extremidades
de cuajo. En los últimos minutos de la desbandada, murieron a millares. Y
mientras la noche iba dando paso al día, más de la mitad del ejército invasor
cayó muerta al tratar de alcanzar la Gran Calzada y ponerse a salvo en el sur.

***

Desde las montañas que daban a la llanura, Scipio Bellorum contempló,


atónito y cada vez más enfurecido, la llegada de los terroríficos aleados. ¡No
podía ser! Esa clase de criaturas no cabía en su universo racional. Y, aun así,
su ejército estaba cediendo ante ellas. Ahora la propia reina niña se había
puesto al frente de un ataque que estaba arrasando con todo lo que pillaba a
su paso. Lentamente Bellorum bajó la cabeza. Aquello constituía una
experiencia nueva para el gran general del Imperio polipontano. Claro que
antes había perdido alguna que otra batalla, aunque nunca tantas como en
aquella terrible lucha. Y jamás había perdido una guerra. Era una experiencia
amarga y terrible. Sin embargo, era un hombre de recursos, y ese rasgo se
impuso enseguida. Sabía que no tenía más remedio que reducir al máximo las
pérdidas. Así pues, tiró con más fuerza de las riendas, hizo girar el caballo y
se alejó al trote.

Los oficiales del alto mando se quedaron asombrados al verlo.

—Pero, mi señor, ¿qué hacéis? —preguntó uno de ellos.

—Me parece que se dice «huir antes de que sea imposible» —respondió Scipio
Bellorum sin mirar atrás—. Sugiero que hagan ustedes lo mismo.

Luego dio un latigazo en la grupa del caballo, que salió disparado a galope
tendido. Tenía que llegar a la Gran Calzada antes de que las huestes
imperiales la congestionasen con su huida.

375
Capítulo 34

O
skan vio cómo Thirrin expulsaba junto a sus aliados al ejército del
Imperio polipontano del campo de batalla. Mientras, estuvo tocando
sin parar la inmensa campana del Solsticio, cuyo grave sonido se
extendía por doquier en mitad de la noche, como un melodioso contrapunto al
horroroso fragor de la noche, como un melodioso contrapunto al horroroso
fragor de la batalla. En un momento dado, dejó que la campana fuese poco a
poco parando y echó un vistazo a la llanura. Se sentía pequeño, innecesario.
Hasta los soldados que permanecían en la ciudad como guarnición habían
bajado corriendo a unirse a la batalla, y su sensación de soledad se vio
incrementada por el melancólico suspiro de una suave brisa que le revolvía el
pelo recién crecido y le llevaba el aroma del bosque.

Entonces se fijó en una figura oscura que volaba a lo lejos y se divisaba


perfectamente en medio de la negrura de la noche. Dibujó varios círculos,
despacio, como buscando algo, y luego se lanzó en dirección a la ciudad. Al
poco estaba ya sobrevolando las murallas, emitiendo un sonido espantoso.
Era uno de los vampiros, que había decidido hacerle una visita por alguna
376
razón. Oskan se estremeció, pese a que la noche era cálida. La criatura plegó
las correosas alas y se posó a unos palmos de él.

En tierra, el murciélago gigante parecía bastante torpe. Daba pasitos


amanerados aferrándose a la piedra del parapeto con sus garras, y trataba de
mantener el equilibrio batiendo sonoramente las alas. Tenía rasgos afilados,
una boca ancha con unos dientes puntiagudos como agujas y dos colmillos
enormes, que lanzaban destellos a la luz de la luna.

—Oskan el Brujo —dijo una voz femenina en tono burlón.

—¿Te conozco?

—¡Oh, sí! Espera un momento, ahora mismo aclaro la situación —replicó el


murciélago.

Y ante la mirada de Oskan, el malicioso rostro zorruno del bicho se deshizo


como se derrite la cera al contacto con el fuego. Las orejas encogieron y el
vello desapareció entre la piel, y poco a poco empezaron a aparecer unos
rasgos nuevos. En un periquete tuvo delante a una mujer alta y odiosamente
hermosa, vestida con una elegante armadura negra.

—¿Me reconoces ahora, Oskan el Brujo?


—Majestad —dijo él en tono de saludo, inclinando a la vez la cabeza en
dirección a la reina de los vampiros.

—¡Vaya, cuánto has crecido! —exclamó ella mirándolo de arriba abajo,


admirada, relamiéndose los colmillos—. Aun así, soy mucho más fuerte de lo
que parezco. Podría llevarte fácilmente.

—¿Llevarme?

—Hasta tu amada. Ha llegado al campamento del enemigo y está


manteniendo una reunión con sus aliados. ¿No querrías estar allí?

—Bueno... sí.

—Bien. —Entonces su vampírica majestad le volvió la espalda y, dirigiéndose


a él por encima del hombro, añadió—: Adelante, pues, móntate.

La reina recobró su forma de murciélago: la armadura negra se transformó en


las correosas alas y su larga cabellera se metamorfoseó en las orejas
puntiagudas. Tras dudarlo unos instantes, Oskan dio un paso al frente y le
echó los brazos al cuello.

—¡Oh, qué fuerza para ser tan joven! ¡Qué promesa más deliciosa deben de
atesorar los años! —exclamó ella con voz burlona, y saltó al vacío batiendo 377
con vigor las alas.

Juntos alzaron así el vuelo. Tomaron altura y viraron por encima de la


planicie. Las almenas de Frostmarris se alejaron tras ellos, inclinándose de
una manera vertiginosa, mientras el suelo se deslizaba y fluía debajo de ellos
conforme ganaban velocidad en dirección al campamento enemigo.

Después del despegue, Oskan casi no se atrevía a abrir los ojos. Pero al final
contempló el firmamento; el denso campo de estrellas titilantes parecía
apagado al lado del poderío de la luna llena, que empapaba la noche con su
majestuosa y suave luz. Entonces echó un vistazo por encima del hombro de
su vampírica majestad, hacia el suelo. La visión era siniestra. Allá donde
mirara solo se veían cuerpos amontonados; era la zona en que el ejército
imperial había sucumbido, donde había estallado la desbandada. A la luz de
la luna, las armaduras y las armas relucían y lanzaban destellos al paso de
Oskan y el murciélago gigante, y los soldados muertos, tendidos en montañas
enmarañadas, semejaban los trazos abstractos que adornaban las páginas de
los libros iluminados. Casi daba la impresión de que la noche se burlase del
espanto de Oskan con una belleza inesperada, y acabó cerrando los ojos ante
tanto horror.

En poco tiempo habían cruzado toda la llanura y estaban descendiendo ya en


amplias espirales. La reina de los vampiros se posó suavemente junto a la
tienda de Bellorum, recuperó su forma humana, tomó a Oskan de la mano y
cruzó la puerta con paso elegante para adentrarse en el amplio recinto en que
el general había mantenido sus debates sobre táctica militar. Thirrin estaba
sentada ante una gran mesa, junto a Táraman-Tar, la Basilea Ifigenia, el rey
Grishmak del pueblo lobo, y su vampírica majestad, el monarca de los
vampiros. Detrás de ellos, en pie, se veía a Olememnón, a la guardia personal
de Thirrin, integrada por los hombres lobo blancos, y otros oficiales de alto
rango.

La reina de los vampiros dio unos pasos al frente y sonrió, para esperar
tranquilamente a que todos la mirasen.

Nada más verlos, Thirrin se puso en pie de un brinco.

—¡Oskan! —exclamó con un hilo de voz.

La dramática batalla la había tenido tan absorta que no había vuelto a


recordar que era el brujo quien había avisado de la llegada de los aliados. Y
ahora miraba perpleja su figura intacta, sin rastro de heridas. Cruzó la tienda
a zancadas y lo abrazó.

—¡Oh, qué dulzura! Si pudiese recordar cómo se hacía, estoy segura de que
podría echarme a llorar —dijo la reina de los vampiros.

Thirrin soltó a su amigo y, sujetándolo con los brazos estirados, lo miró de


378
arriba abajo.

—Pero ¿cómo...?

—Por bendición de la Diosa —respondió Oskan, y sonrió.

—¡Estás perfecto! —exclamó.

—¿Verdad que sí? —dijo la reina de los vampiros, mientras lo repasaba con
los ojos, absolutamente maravillada.

Solo entonces reparó Thirrin en que su amigo estaba desnudo. Había salido
corriendo de la cueva sin pararse a pensar en vestirse, y sin tiempo para ello.
Rápidamente, Thirrin se quitó la capa y se la echó por los hombros.

—Tápate. Recuerda quién eres —dijo, y dedicó una mirada ceñuda a la


vampiresa.

—Oh, descuidad, querida. Es un poquito joven para mi gusto —replicó ella,


sonriendo y enseñando los colmillos.

—¡Ah, el brujo! —bramó Grishmak desde la mesa—. ¡Siéntate aquí con


nosotros!
Thirrin lo acompañó hasta el grupo. Táraman-Tar se frotó cariñosamente
contra él y ronroneó.

—Bienvenido al mundo de los vivos, Oskan. La vida de todos nosotros habría


estado más vacía sin ti.

Oskan le dio un abrazo y hundió la cara en su tupido pelaje.

—Evidentemente, la Diosa no me quería aún a su lado.

De pronto Thirrin recobró la compostura de reina y le informó sobre todos los


detalles de la batalla que se había perdido.

—El enemigo se ha batido en retirada. El rey Acebo y el rey Roble lo están


persiguiendo aún, así como todos los demás aliados, bajo el mando de los
oficiales de campo. Sin embargo, al parecer Scipio Bellorum ha conseguido
escapar.

—Nuestros vampiros están sobrevolando la Gran Calzada, pero de momento


no lo han visto —intervino el rey vampiro con una voz sedosa y fatigada—. Y
para seros sincero, tenemos la intención de retirar pronto nuestras fuerzas.
Estamos todos absolutamente ahítos, ¿verdad que sí, querida? —añadió,
volviéndose hacia su compañera de trono, y eructó con suma discreción
tapándose la boca con una mano enguantada.
379
—Oh, estoy segura de que podría seguir con un par de regimientos más —
respondió ella—. Algunos de esos soldados del sur tienen una sangre
deliciosamente exótica. ¡Muy sabrosa!

Thirrin hizo esfuerzos para que no se le notase la repulsión, y casi lo


consiguió.

—¿Hasta cuándo dispondremos de vuestras fuerzas, Majestades?

—Solo hasta dentro de una hora más o menos, a pesar de la tentación


culinaria. ¿No te parece, corazón? —respondió la reina de los vampiros, y se
giró hacia su consorte en busca de confirmación—. Es que tenemos que
regresar pronto a casa. Estas noches de verano son cortísimas y la verdad es
que no soportaría que el sol nos sorprendiese por el camino.

—¿Y las vuestras, Grishmak? ¿Cuánto rato se quedarán vuestros hombres


lobo?

—Todo el que nos necesitéis. Quizá se tarde meses en agrupar a todo el


ejército lobo, pero, una vez que está reunido, es tan firme y leal como
cualquier milicia.

Thirrin sonrió, aliviada.


—No tenéis idea de lo bien que suena eso, Grishmak. Podría llevarnos casi un
año volver a dotar al reino de unas condiciones aceptables desde el punto de
vista defensivo.

—Lo único que os pedimos a cambio es comida y techo —puntualizó


alegremente el rey lobo—. Por cierto, ¿se puede comer algo? Puede que los
vampiros se hayan puesto las botas, ¡pero yo sería capaz de zamparme un
caballo ahora mismo! No habrá alguno de sobra por aquí, ¿verdad?

Mientras los ordenanzas salían corriendo con el recado de buscar comida, los
comandantes y los monarcas debatieron sobre lo que habría que hacer en los
días siguientes. A lo largo de la reunión, Thirrin dirigió operaciones y
transmitió órdenes con la habilidad de toda una veterana, mientras, por
debajo de la mesa, sujetaba la mano de Oskan, tan maravillosamente
regenerada.

En los dos días posteriores se estuvo persiguiendo al enemigo hacia el sur,


hasta que por fin, en la boca misma del desfiladero que daba al Imperio
polipontano, se vieron obligados a librar batalla. El ejército de los hombres 380
lobo había tomado una ruta que atravesaba las montañas y los bosques, y se
las había ingeniado para adelantar a los soldados del Imperio, una fuerza que
seguía siendo peligrosamente numerosa. Y les había cortado el paso del
desfiladero, de modo que no les quedó más remedio que luchar. Al darse
cuenta de que los guerreros y los aliados de un reino al que habían
masacrado no tendrían clemencia con ellos, los soldados imperiales no la
suplicaron, y lucharon con disciplina y valentía hasta el final, antes de verse
definitivamente superados por Thirrin y sus tropas.

De todo el ejército invasor, solo unos cuantos miles de hombres lograron


escapar y regresar a casa. Eran, sobre todo, los que integraban las
guarniciones que habían quedado en las ciudades del sur, los cuales pusieron
pies en polvorosa nada más enterarse de la derrota de Bellorum. En cuanto a
este, nadie logró capturarlo.

Maggiore Totus dejó la pluma en la mesa y se quitó los spectoculums. Había


puesto el último punto en la última i y el último palito en la última t de su
historia. Había trabajado a una velocidad que lo había sorprendido incluso a
él mismo, y estaba muy satisfecho con el resultado. Por supuesto pasarían
meses antes de que alguien pudiese leer aquel texto. Al fin y al cabo, había
que enviar el manuscrito a los Santos Hermanos del Continente Sur, que se
encargarían de copiarlo e iluminarlo con letras y motivos decorativos.
Además, Thirrin quería que en todas las ciudades del reino hubiese, como
mínimo, un ejemplar de la Historia de la guerra, así como mandar copias a los
gobernantes aliados. Por tanto, el proceso llevaría aún más tiempo.

De todos modos, él ya había cumplido con su trabajo. Se sirvió una copa


grande de jerez, se levantó de la mesa y se acercó al fuego. Ese año estaba
haciendo un invierno particularmente frío, y había nevado tanto que Thirrin
se había visto obligada a asignar de manera permanente a un regimiento
entero de la guardia real la tarea de despejar las calles de la urbe. Maggie
escogió su silla favorita, levantó a Primplepuss, que se había quedado dormida
en ella, y depositó a la gata en su regazo al sentarse. La minina maulló en
sueños y volvió a quedarse tranquila en cuanto él la acarició.

Al otro lado de la puerta podía oírse a los chambelanes y a otros sirvientes


yendo de un lado para otro a toda prisa, ocupados con los preparativos de las
celebraciones.

—Otra vez la fiesta del Solsticio Hiemal, Primplepuss. ¡Qué deprisa pasa el
tiempo!

La gata maulló otra vez sin abrir los ojos. 381


—¡Y cuánta gente magnífica va a venir a celebrarlo con nosotros! La Basilea y
Olememnón, Táraman y Táradan… Sin olvidarnos del rey Grishmak, si bien
últimamente se ha convertido en una especie de elemento permanente del
palacio.

El delicioso aroma a pasteles del Solsticio se coló en la habitación y el viejo


erudito lo notó y se deleitó oliéndolo.

—Bueno, me pregunto si en las cocinas no andarán buscando catadores para


la última hornada. Sí... sí. Podría presentarme voluntario y ofrecerles mis
servicios.

Apuró la copa de jerez, dejó a Primplepuss en la silla al levantarse y salió en


busca de dos o tres de esos deliciosos bocaditos de la temporada festiva. Nada
más salir al pasillo se vio inmerso en una avalancha de gente que iba como
loca con cestos, barriles, cajas y sacas de toda clase de alimentos.
Suponiendo, correctamente, que todos se dirigían a las cocinas reales,
Maggiore se dejó arrastrar encantado.
El pequeño grupo formado por Thirrin, Oskan, Grimswald y la guardia
personal de hombres lobo blancos guardó un respetuoso silencio junto al
recién erigido túmulo que se había levantado en la llanura de Frostmarris. Se
hallaba totalmente cubierto de nieve congelada, y bajo el prístino fulgor de
aquella cáscara helada, la tierra estaba todavía virgen, desprovista de hierba.
Pero en cuanto llegase la primavera, tendría un aspecto increíble, salpicada
de los colores de las flores silvestres. Cuando se depositó la urna funeraria del
rey Redrought en la cámara central, Thirrin esparció, personalmente, un
puñado de semillas de flores sobre la tierra suelta.

La construcción del túmulo funerario de su padre había sido para Thirrin el


acto con que se ponía punto final a la guerra contra el Polipontus. Había
cumplido su promesa de llevar de la provincia hipolitana las cenizas de
Redrought, y ahora los restos de su difunto padre descansaban en paz junto a
sus antepasados, cerca de la ciudad que tanto había amado.

Grimswald se sonó la nariz estruendosamente con un pañolón enorme, y


sonrió con pena. Hacía casi un año que el Imperio había entrado en el reino y
que Redrought había salido junto a sus huestes para destruir al primer
ejército invasor. Y ahora que acababan de conmemorar aquella fecha fatídica,
el anciano chambelán sintió que su señor podía descansar definitivamente en
paz. 382
Thirrin alzó la cabeza al fin y miró a su alrededor, examinando con atención
hasta el último detalle de los muros defensivos, antes de pasear la vista por
las anchas lindes del bosque. A su lado aguardaba Oskan, impaciente; estaba
aprovechando para colocarle bien las orejeras a Jenny y darle en secreto una
zanahoria. En los últimos meses, Thirrin había repetido ese gesto un montón
de veces. Era como si no acabara de creer que la guerra había terminado y
que las tierras seguían libres de invasores, y por eso tenía que convencerse a
sí misma una y otra vez observándolo todo con detenimiento, solo para
asegurarse de que no había soldados polipontanos merodeando por las
murallas, las calzadas o el lugar al que estuviese dirigiendo la mirada.

—¿Todo bien? —inquirió Oskan al final, al ver que ella se quedaba absorta
más rato de lo habitual.

—Sí. ¿Por qué?

—Oh, por nada. Solo me preguntaba si estabas buscando algo en concreto.

—No. Solo... miraba.

—Muy bien. ¿Vamos? —dijo Oskan, indicando el bosque con un movimiento


de la cabeza. Allí era adonde tenían planeado ir.
Por toda respuesta, Thirrin espoleó a su caballo y se alejó al trote, seguida por
la caballería y por su guardia personal de hombres lobo blancos.

—¿Lo llevas todo? —preguntó.

—Bueno, no, yo no —respondió Oskan—. Lo llevan los hombres lobo.

Y señaló a la guardia personal de su amiga la reina; cada hombre lobo


cargaba con un barril o una caja.

—Bien. ¿Crees que responderán a nuestra llamada? Al fin y al cabo, estamos


en invierno.

—Oye, que ellos no hibernan. No son como los osos. Si me oyen, estoy seguro
de que acudirán. Siempre ha sido así.

Thirrin asintió en silencio y siguió trotando. Poco a poco, la masa de árboles


fue creciendo hasta llenarlo todo. Y sus colonias de cuervos alzaron el vuelo
como motas de ceniza negra, dotando de voz al invierno con sus ásperos
graznidos.

Por fin cruzaron las lindes del Gran Bosque. El sonido seco y metálico de los
cascos de los caballos al chocar contra el suelo helado resonó en toda la
espesura. 383
—Aquí valdrá —dijo Oskan cuando salieron a un pequeño claro donde dormía
un roble gigante y resplandecía un arbusto de acebo con sus brillantes hojas
lustrosas y sus bayas de color rojo intenso.

Thirrin hizo una señal hacia los guardias lobo. Estos depositaron en el suelo
las cajas y los barriles, formando un montículo ordenado, y fueron a reunirse
con los soldados de la caballería, que se habían quedado un poco retirados.
Uno de ellos tocó una fanfarria; las notas metálicas rebotaron en los troncos
del bosque y su eco fue remitiendo hasta quedar todo en silencio. Oskan
desmontó y permaneció inmóvil unos segundos. Encima de su atuendo
habitual de prendas negras llevaba una vistosa capa escarlata con forro
verde, regalo anticipado de Thirrin por la festividad del Solsticio; la reina se
había empeñado en dar un toque de color a su vestuario.

En contraste con la nieve, el joven brujo resplandecía como una llamarada.


Levantó las manos y dijo en dirección al oscuro bosque:

—Saludos a Sus Altezas Reales el rey Acebo y el rey Roble, Gobernantes del
Bosque Silvestre, Monarcas de las Bestias. Os transmite sus felicitaciones la
reina Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del Septentrión,
monarca de las Tierras de Hielo.
El sonido de su voz se perdió en la espesura, y solo rompió el silencio el
gemido de una suave brisa que empezó a soplar entre las ramas desnudas.
Esperaron así casi cinco minutos. Thirrin estaba a punto de proponer que el
corneta tocase otra fanfarria cuando estalló entre los árboles una repentina
ráfaga de viento, tan fuerte que levantó una nube de nieve que cubrió todo el
claro, y que hizo que las ramas se agitasen y retorciesen sobre el fondo del
cielo gris.

De repente el vendaval cesó. Cuando la nieve se posó de nuevo en el suelo,


vieron una hilera de veinte soldados formados justo delante de ellos,
mirándolos. Diez llevaban una armadura que parecía hecha de brillantes
hojas de acebo, y los otros diez, una hecha de roble; cada rey había enviado
una guardia para saludar a sus aliados.

Thirrin espoleó a su caballo para que avanzase un poco y los miró con
atención. Seguían pareciéndole fascinantes, pese al tiempo que habían estado
ayudándola en su lucha contra el Imperio. Ante sus ojos tenía a unas
criaturas sacadas de un mundo de leyenda. Esos soldados la habían
acompañado a lo largo de toda la infancia en forma de nanas y canciones.
Pero existían de verdad, y habían respondido a su llamada de socorro cuando
Scipio Bellorum invadió su reino. Se obligó a sí misma a concentrarse en la
tarea que tenía por delante, a volver al presente, y dijo a los soldados del Gran 384
Bosque:

—Expresad mi más sincero agradecimiento y mi más cordial saludo a


vuestros soberanos, el rey Acebo y el rey Roble, monarcas como yo.
Transmitidles mi amistad constante y pedidles que compartan nuestra
celebración del solsticio de invierno con estos presentes de vino, hidromiel y
cerveza. Llevadles también esta caja —añadió, señalando un estuche fino y
pulido—. Contiene la espada del general Scipio Bellorum del Imperio
polipontano, cobrada por mí junto con su mano tras un combate cuerpo a
cuerpo. Recibidla en reconocimiento por la ayuda que me brindaron vuestros
monarcas durante la guerra por la libertad, recién ganada. Habría sido
imposible asegurar la victoria sin la gente y las criaturas del bosque salvaje.
Asimismo, sabed que los seres humanos de este reino no cazarán ningún ser
vivo mientras se halle dentro de los límites del bosque, y que no se llevarán
madera ni ningún otro material sin el debido agradecimiento.

Thirrin guardó silencio. La suave brisa susurró entre las ramas de los árboles.
Luego un soldado de roble y otro de acebo salieron de la hilera, la saludaron y
recogieron la espada de Bellorum. A continuación, otros se acercaron por los
barriles. Y en cuanto volvieron a formar la fila, la fortísima racha de viento
atravesó el bosque con la misma potencia de antes y desaparecieron.
—Bueno, me parece que ha salido bastante bien —dijo Oskan, sacudiéndose
el polvo de nieve de la capa nueva—. ¿Regresamos? Me está entrando un poco
de hambre.

Thirrin le lanzó una mirada. Había momentos en que no le cabía la menor


duda de que su amigo tomaba las situaciones a la ligera solo para sacarla de
quicio. Pero supo contenerse y asintió cortésmente.

Su mal humor ya había remitido cuando cruzaban de nuevo la llanura.


Sonriendo, exclamó:

—¡Me encanta el solsticio de invierno! Me muero de ganas de que llegue la


mañana del gran día; todas esas canciones, y toda esa comida tan deliciosa...
Táraman habrá llegado con Táradan, y nos contarán mil y una anécdotas de
las guerras contra los trols de hielo. Y por supuesto, habrá regalos. Sobre
todo me encantan los regalos. ¿Qué vas a regalarme? Más te vale que sea algo
bueno.

—¿Qué puedo darte que no tengas ya? —replicó Oskan—. Es misión


imposible. Así pues, he reconocido mi derrota y te regalaré una hogaza de
pan. Es un obsequio que tiene su simbolismo, porque el pan representa la
vida, y tú podrás ser lo que quieras, pero sin duda estás llena de vida.
385
—¡Oh, Oskan, qué encanto! —exclamó ella, en broma—. ¿Quiere eso decir que
estarás conmigo toda la vida?

Él no respondió; se había quedado mudo y tenía la mirada perdida en algún


punto intermedio, como si pudiese vislumbrar cosas que el ojo humano no
podía ver. Thirrin conocía los síntomas y contuvo el aliento. Estaba a punto
de hacer una profecía.

—Thirrin Maslibre Brazofuerte Escudo de Tilo, Lince del Septentrión,


Ganadora de la Mano de Bellorum... —Su voz sonaba extrañamente hueca y
el aliento le raspaba las cuerdas vocales—. Preguntas a los Viejos por tu
siervo Oskan el Brujo. ¿Estará contigo toda la vida?

—¡Sí, sí! —exclamó ella casi sin aire, instándolo a seguir.

—Los Viejos te responden, pues... No te queda otra que esperar a saberlo por
ti misma —concluyó Oskan, y remató la frase con una sonrisilla tan maliciosa
que Thirrin no se reprimió y le dio un pescozón.

Entonces, en el silencio gélido se oyó un aullido, y todos se quedaron


inmóviles para prestar atención. La guardia de hombres lobo respondió con
una cascada de aullidos y reanudaron la marcha.

—¿Y bien?
—Táraman-Tar y su escolta araban de cruzar la frontera norte. Llegarán
mañana por la noche —anunció Oskan.

Thirrin asintió y sonrió, contenta. Ese Solsticio Hiemal iba a ser fabuloso.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Que el último en llegar tiene una cara como el trasero de Jenny —dijo, y
echó a galopar en dirección a Frostmarris, con Oskan, los hombres lobo y la
escolta de la caballería siguiéndola a todo correr.

Fin
386
Sobre el autor
S
tuart Hill nació en 1958 en Leicester, Inglaterra,
donde aún reside. Si bien puede decirse que en el
colegio no era un modelo de alumno, tuvo la
fortuna de tener un maestro que le inculcó el amor a la
lectura. Fue así como, mientras ejercía oficios tan
variados como tapicero, jardinero de cementerio,
profesor o arqueólogo, escribió varias novelas
desestimadas por las editoriales y relegadas al cajón de
su escritorio. Finalmente fue Barry Cunningham, el
editor que descubrió a J.K. Rowling, quien decidió
publicar El grito de las Tierras de Hielo, y los resultados confirmaron su
acierto: en 2005 obtuvo el Premio Ottakar de Literatura Infantil en su primera
edición, y un año más tarde el Premio Highland. Así dio comienzo la serie El
reino de las Tierras de Hielo.

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