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Vanessa (Señoritas Americanas 4) - Scarlett O'Connor M?

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©Lune Noir, 2019

ISBN:9781799197638

©Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del
copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
Por todas ellas, las valientes que no se rinden y persiguen sus sueños,
Gracias por inspirarnos.
Preludio
Inglaterra, primavera 1954

No podía dormir. Una vuelta, otra vuelta. El edredón que la cubría cayó al
piso y ella apretó una maldición entre los dientes. A su lado, Cameron se
quejó, abrió los ojos soñolientos y los fijó en ella.
—¿Estás bien? —le preguntó la joven de Virginia con voz rasposa.
—Sí. ¿Tú?
—Bien, solo te escuché refunfuñar…
—Vuelve a dormir —le ordenó en un tono de demanda, propio de ella
—, tienes que juntar energías.
Cameron no se lo iba a discutir. Cerró los ojos y en pocos segundos
regresó a los brazos de Morfeo. Vanessa Cleveland, en cambio, contempló
con desgano el cielorraso de la habitación que compartían en la casa de
campo de Lady Thomson e intentó no moverse. Cameron Madison
necesitaba descansar, había sufrido, en las últimas semanas, dos intentos de
asesinato, uno en forma de accidente y otro, de envenenamiento. Eso,
sumado a su estado de gestación… bueno, se podía decir que no dejaría esa
cama por bastante tiempo.
¿Valía la pena?
La maldita pregunta que resonaba una y otra vez en la mente de
Vanessa. ¿Valía la pena tanto por amor?
Se puso de pie con sigilo, dispuesta a no incordiar más a su compañera
de alcoba. Junto a la virginiana habían desarrollado una increíble capacidad
de vestirse solas, esconder un embarazo tenía esas ventajas y, tras ajustar un
corsé frontal, abrochó con ágiles movimientos la interminable fila de
botones delanteros de su afortunada elección de vestuario: una falda amplia
color ladrillo y una camisa de seda de un blanco impoluto con amplias
mangas hasta las muñecas y cuello alto. El cabello, negro y lacio, fue
trenzado y llevado a la coronilla en un moño ligero que, para desgracia de la
muchacha, dejó caer mechones libres con rapidez.
Una vez fuera de la habitación, no supo qué hacer. Apenas era el alba,
y el único movimiento que existía era el de los sirvientes. Deambular sola
no era apropiado, sin embargo, el intento de homicidio contra Cameron
había vaciado la casa de campo a una velocidad pasmosa, y Vanessa pensó
que nadie tenía por qué enterarse de que daba un paseo por los jardines para
despejarse.
Avanzó por el corredor hasta la planta baja, y de allí, sin escala, se
dirigió al lugar que más le gustaba: el lago artificial. Se preguntó si en
invierno se congelaría y les permitiría a los habitantes patinar, como solía
hacer ella en Boston. Extrañaba su tierra, extrañaba no sentirse extraña.
Demasiadas cosas habían sucedido desde que llegó a Inglaterra, y se sentía
abrumada.
Tenía amigas por primera vez en la vida, tenía a su tutor, Sir Johnson, y
a su madre, la señora Henriet Johnson, que en esos meses se habían vuelto
como su familia… y había divisado, de lejos, algo que hasta el momento
estaba segura de que no existía: amor.
Caminó por los cuidados senderos de los jardines de Sameville hasta
que llegó a un punto preciso que le traía serenidad, miró a ambos lados y
decidió que se sentaría ahí a mirar los patos hasta que llegara la hora del
desayuno. Un poco de soledad no venía mal, no podía pensar con tanto
barullo a su alrededor y, sobre todo, le costaba analizar lo que sucedía
cuando todo carecía de sentido.
Miranda había sufrido, al igual que Cameron, de un intento de
asesinato. Solo que en su caso no había estado dirigido a ella, sino a su
marido. Y antes de eso, el matrimonio había vivido altibajos por sus
caracteres fogosos y orgullosos. Ahora parecían felices, pero ¿había valido
la pena tanto dolor?
Cameron recuperaba el corazón de Sean tras una ruptura, engaños,
llantos, dolor y sangre. Lucía radiante pese a eso, brillaba en brazos de su
amor, pero ¿había valido la pena?
Y Emily… oh, Emily era su ejemplo más fuerte, porque aún no tenía su
momento feliz, solo el corazón dividido por un amor no correspondido,
lleno de trabas, que si no llegaba a buen puerto la dejarían hecha trizas por
el resto de sus días… ¿Había valido la pena?
No lo sabía, no podía siquiera imaginarlo, porque para ella, tal
sentimiento le era ajeno. Se había sacrificado por estudiar, por hacerse un
lugar, por ganarse el respeto de sus pares… y con ello también había
recibido dolor a cambio. Si le preguntaban si había valido la pena, por
desgracia, su respuesta sería no lo sé.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la visión de un hombre que
se acercaba a ella. Los pocos rayos de sol se proyectaban a su espalda
convirtiéndolo en una sombra. Cuando la figura se detuvo ante el lago y
miró a ambos lados antes de sacarse las botas para cruzarlo a pie, cualquier
duda de Vanessa sobre la identidad del extraño fue evacuada. Lord William
Witthall, Conde de Dorset, mejor conocido como el conde Loco.
Ese hombre conseguía exacerbarla, no pudo contener sus palabras por
lo que las alzó para que llegaran al otro lado del lago artificial.
—¡Allí está el puente! —Le señaló para que cruzara como un ser
humano normal.
—Ya lo he visto, soy loco, no ciego —bromeó él, y con las botas al
hombro, cruzó el agua. Para sorpresa de Vanessa, la profundidad del mismo
le llegó solo hasta las rodillas y sus anhelos de que se ahogara quedaron en
nada. A los pocos segundos, estaba a unos pasos de ella llevándose consigo
los nubarrones de malos pensamientos.
Debía reconocer que Witthall lograba sacarla de cualquier trance, para
ser honesto, la sacaba de las casillas. Su aire soñador, su falta de raciocinio,
su manía de exponer la locura de la cual lo acusaban, como si quisiera
demostrar algo.
—Buenos días, señorita Cleveland. —Una vez frente a ella, Vanessa
pudo ver el rostro sonriente y, debía reconocer, apuesto, del conde.
—Buenos días.
—¿Qué la trae por aquí tan temprano?
La excusa que iba a esgrimir, cual dama en aprietos, fue acallada por el
desafío.
—Lo mismo podría preguntar yo —rebatió en cambio.
—Oh, pues… salí a caminar y pensar cuando no hay miles de voces a
mi alrededor. La gente puede ser bastante molesta.
—Coincido —agregó ella con un deje de malicia, y con la esperanza de
animarlo a alejarse, como hacían todos. No lo consiguió.
—¿Puedo? —preguntó él indicando el césped a su lado, para sentarse.
Vanessa dudó por varios segundos que podían interpretarse de
irrespetuosos, o incluso de una negativa disfrazada. No era eso y Witthall
no era un hombre dado a sacar falsas conclusiones.
—Sí, claro —accedió. No había nadie cerca, nada indecoroso de lo que
se le pudiera acusar. William, que leyó el motivo de recelo, agregó:
—No se preocupe, si preguntan diremos que los duendes nos hicieron
de carabina.
—¿Los duendes?
—Claro, los duendes. —Abrió los brazos exponiendo el entorno,
haciendo que Vanessa rompiera en risas.
—Y los patos, milord, no olvidemos que los patos son grandes
chaperones.
La broma espontánea, justo de labios de la señorita Cleveland, tomó
por sorpresa al conde que le regaló una mirada de soslayo. Sus ojos
castaños brillaban con humor, y con un dejo de inteligencia que ponía en
jaque por completo su mote. ¿Estaba loco o jugaba a serlo?, y por encima
de todo eso, un destello de algo difícil de reconocer para la bostoniana.
—¿En qué pensaba, señorita Cleveland? —indagó él.
—En nada…
—Eso dice la gente que piensa en muchas cosas. Realmente me
interesa saber qué puede tener a una muchacha como usted tan
ensimismada.
—¿Una muchacha como yo? —No le gustaba el tono, no le agradaban
los halagos, las zalamerías.
—Tan racional y práctica —fue la respuesta que la descolocó. No se
conocían, apenas si habían compartido un par de saludos y un paseo forzado
para concretar un plan de cazar un asesino. Que Witthall acusara conocerla
tan bien, descifrarla con facilidad, la incomodó.
—De hecho, no pensaba en nada racional ni práctico. Por eso, antes de
que a los dos nos acusen de locos, prefiero callar.
—Ha cometido un terrible error. —La voz de William, gutural, le
provocó un escalofrío. Él había cometido un terrible error, había sonreído.
Oh, maldición, esa sonrisa. Le formaba hoyuelos en las mejillas y le
confería a su rostro un dejo aniñado entre tanto rasgo masculino. El conde
de Dorset era poseedor de una mandíbula definida, que contaba con un
dulce hueco en el mentón, una nariz recta y una barba que pujaba por
abrirse camino aun cuando no llevaba ni una hora de afeitado. Sus ojos
castaños rodeados de espesas pestañas, combinados con su sonrisa, era lo
que conseguía darle un aire de niño pícaro que se divertía con sus
jugarretas.
—¿C… Cuál? —Vanessa maldijo su tartamudeo. ¡Qué demonios!, ella
no tartamudeaba. Esa era Emily, Emily junto a Colin Webb.
—El de despertar mi curiosidad. Oh, vamos, nadie nos oye.
—¿Cómo no? ¡Los duendes! —exclamó, para que ambos rompieran en
risas—. Lo sabía, no cree en los duendes.
—Claro que sí, creo en muchas cosas que no puedo ver. —Vanessa ya
no estaba tan segura. ¿Loco él o loca ella, que le seguía la corriente?
—Por favor, no se ría. Si se ríe, lo golpearé, lo juro. —Tomó aire al ver
la promesa en los ojos de William y expresó—: en el amor.
—Eso no es para tomarlo a la ligera, me encantaría saber a qué
conclusión ha llegado.
—A ninguna, ese es el problema. No he llegado a ninguna… ¿usted
conoce a mi tutor, Sir Johnson?
—Sí, por supuesto, fue profesor mío en Cambridge.
—¿Fue a Cambridge? —inquirió ella, y fue William quien quedó
obnubilado por el brillo infantil en los ojos de Vanessa. Esa muchacha,
siempre fría y cínica, se mostraba ante él como una niña entusiasmada y el
conde tuvo que carraspear antes de contestar.
—Un par de años, antes de que mi padre muriera. Tuve que dejar mis
estudios cuando heredé el condado.
—Oh, cuánto lo siento. —En un acto reflejo, la mano de Cleveland se
unió a la de Witthall, hasta que la apartó de un abrupto movimiento.
William supo que la bostoniana no lamentaba tanto el fallecimiento del
anterior conde como el destino que había arrastrado a un estudiante lejos de
los libros. Para ella, eso era el peor de los infiernos. La ternura y la
comprensión azotaron el pecho del hombre—. Bueno —continuó ella, quizá
como compensación por haber sacado un tema doloroso a relucir—, el tema
es que una vez he hablado con Sir Johnson del asunto, ¿sabe lo que me
dijo?
—No se me ocurre…
—Que el amor es la conjunción de arte y ciencia… —William se
irguió, de modo de poner toda la atención en ella. Las palabras de Vanessa
lo habían descolocado, y como ella lo percibió, se apuró a explicarse, algo
sonrojada—. Es que… oh, creo que le ganaré la competencia de locura —
musitó, y él rompió a carcajadas.
—Que sea una apuesta ¿quién está más loco?
—Estoy preocupada por mis nuevas amigas —expresó y sintió que le
quitaban un peso de encima—, todas se han enamorado y todas han sufrido
mucho por eso… el tema es… ¿qué podemos hacer para que no sufran las
personas que queremos? —La pregunta era retórica, y la respuesta
demasiado clara. Nada, nada podía hacerse, y eso, a un ser racional como
Vanessa, la agobiaba—. Sir Johnson me dijo que si uno quiere a alguien lo
deja cometer sus propios errores, así sufra…
—Claro.
—¿Usted está de acuerdo? —El enojo de Cleveland era evidente—,
¿dejaría sufrir a sus seres queridos?
—No me agradaría, pero ya lo dijo usted ¿qué se puede hacer?
Vanessa ahogó un grito de frustración. No podía con los románticos.
Para ella, muchas cosas se podían hacer: ayudar a que abrieran los ojos,
realizar una apuesta para que dejaran el orgullo de lado, gritarles si era
necesario para hacerlos recapacitar…
—Entonces, el amor no existe —determinó la muchacha—, y esa será
mi conclusión de esta mañana. Pues, una cosa no puede ser dos opuestas a
la vez. No puede ser ciencia y arte, o racionalidad e irracionalidad. Posible
o imposible…
—¿Eso le ha dicho Sir Johnson?
—Sí, según él, lo aprendió de alguien más. —Recordaba la
conversación en el despacho del hombre.
«De ser así, el amor no existe. Porque algo no puede ser racional e
irracional. Posible e imposible… », había expresado.
«No, de ser así lo único que es el amor es incomprobable, y por eso te
niegas a creerlo, a entenderlo. Pero si usas la lógica, lo verás. Sabes que es
posible porque lo has visto, sabes que es imposible porque lo has probado
con retórica. Por lo tanto… el amor es posible e imposible. Ahora solo
debes comprobar que es racional e irracional. Y luego que es arte y
ciencia… y, cuando lo hagas, verás que, en estas lides, el amor es también
acierto y desacierto. Porque solo equivocándote te saldrás con la tuya»,
respondió Sir Johnson.
—Interesante —fue lo único que pudo susurrar William, con la mirada
en la muchacha que comenzaba a obnubilarlo. Si no fuera porque ya
cargaba con el mote de loco, estaba seguro de que lo acusarían de perder la
razón ahí, frente a ella, frente a esa señorita de cabellos oscuros y rostro
delicado, de ojos negros llenos de inteligencia y entrecejo fruncido por el
desconcierto ante uno de los enigmas más grandes de la humanidad: ¿qué es
el amor? No era el debate lo que a él le resultaba tan interesante, era ella,
era Vanessa Cleveland.
Vanessa se sintió cohibida ante la intensa mirada del conde. No podía
creer que hubiera dicho tanto, cuando en general se manejaba con pocas
palabras y más acciones. Jamás dejaba entrever lo que de verdad pasaba en
su cabeza, porque de ser así, quizá ella compartiría el apodo con ese
hombre. ¿Acaso no había cometido locuras? ¿Tantas que la llevaron
derecho y sin escala a Inglaterra, donde su padre no pudiera avergonzarse
más de ella? Las mejillas se le tiñeron de pudor y de enojo, de furia hacia sí
misma.
Se convencía, una vez más, que el amor no existía, pero Sir Johnson
tenía razón, lo había visto, en Miranda, en Cameron, en Emily…
¿Entonces? ¿Cómo podía ser ella, justo ella, la que desconociera el asunto?
—¿Y ahora, en qué piensa? —insistió él. Las mejillas de Vanessa
ardieron aún más. ¿Se atrevería a decirlo? Miró a ambos lados, para
comprobar que seguían solos. Iba a cometer una locura. ¡Oh, no!, la última
vez terminó mal, esa no sería distinta. Y mientras se lanzaba al abismo de la
demencia, pensó que, al menos, William parecía el hombre correcto para
acompañarla. Dos locos de remate.
—En que creo que mi problema es la falta de prueba empírica. —
Witthall intentó no largar una carcajada, siempre tan racional ella. Sin
embargo, consiguió contener la diversión por completo cuando cayó en
cuentas de a qué se refería.
—¿P…prueba empírica? —La señorita Cleveland había conseguido
sacar de su eje al conde Loco.
—Un beso… —Era una propuesta y un desafío—. Solo por la ciencia,
claro.
—Claro. Por supuesto… —El conde no se movió, estaba pasmado.
Vanessa en cambio se molestó, ¡con lo que le había costado pedirlo!
—¿Y bien? —exigió, y su tono de demanda logró divertir a William al
punto de sacarlo de su estado de estupor.
William acortó la distancia que los separaba y tomó aire. La fragancia
fresca de Vanessa le inundó las fosas nasales, olía a flores silvestres y a
libro nuevo, olía a sueños y fantasías. Llevó la mano derecha a la nuca de la
joven para poder sentir un poco de piel y los mechones sedosos que se
soltaban del improvisado peinado.
Vanessa no quería cerrar los ojos. Sabía que la gente solía hacer eso
cuando besaba, algo que le parecía absurdo. ¿Por qué alguien querría
perderse un detalle? La respuesta resonó en su cerebro, asustándola un
poco: porque no besaban a William Witthall. El rostro masculino del conde
estaba a milímetros del de ella, le permitía ver la sombra que proyectaban
las espesas pestañas sobre sus pómulos, los labios llenos, entreabiertos
apenas para dejarlo respirar. El aliento tibio que se unía al de ella, quien, sin
pensarlo, había abierto la boca, necesitada de aire.
Los labios se unieron en un roce suave, un leve contacto que hizo sentir
a ambos una corriente que les empezaba en el lugar exacto en el que se
tocaban y les recorría por completo la anatomía. William quería más, quería
todo, y Vanessa, no iba a reconocerlo jamás, también lo anhelaba. Tenía su
maldita respuesta: sí, valía la pena. Ahora solo restaba que lo asumiera, algo
que, por supuesto, de cara a ese demente hombre no iba a hacer.
Puso fin al contacto antes de dejarse llevar por completo. Segundos
previos a que el hechizo se rompiera, con los rostros tan cerca que sus
narices se chocaban, ambos tuvieron el impulso natural de relamerse, de
saborear los restos de ese beso en sus labios, y cuando lo hicieron, las
lenguas se rozaron.
Vanessa se alejó, asustada, aunque sin demostrarlo. Y para destruir el
momento, como broche final, dijo:
—¿Quién ganó la apuesta? ¿quién está más loco?
—Pues… no lo sé, dejemos que el jurado de duendes lo determine. —
Siguió la humorada para no ser él el único en mostrarse alterado por los
sentimientos que un simple beso le habían despertado. No podía darle
ventaja a Cleveland.
—O el de patos…
—Eso va a ser una batalla encarnizada… todos lo saben, los patos son
enemigos naturales de los duendes. —Y ambos dejaron escapar las
carcajadas llenas de tensión, quitando así el peso del asunto.
Vanessa se puso de pie con lentitud, se permitió mirar a William una
última vez. Lo halló bello, y se asombró al no temerle a ese descubrimiento.
Sabía que no volvería a verlo, ella regresaría a Boston tal y como tenía
planeado, y antes de eso, volverían al trato distante que supieron tener hasta
el momento. Un trato que evidenciaba que no había dos personas más
opuestas que ellos dos en el mundo.
—Muchas gracias, milord, por su aporte a la ciencia. —Dicho eso, hizo
una educada reverencia y huyó con un fingido porte de dignidad. Cuando se
perdió en el sendero, William se atrevió a responder:
—No, gracias a usted, señorita Cleveland, por su aporte al arte —y una
sonrisa le iluminó el rostro.
Capítulo 1
Inglaterra, otoño 1954.

El cielo se veía gris plomizo, con las nubes bajas y espesas que anunciaban
una lluvia helada en las próximas horas. Vanessa Cleveland tuvo que
acercar más la vela a sus notas para poder leer.
El frío no la afectaba, estaba acostumbrada a los inviernos de Boston.
Apenas reparó en el lacayo que se acercó a avivar el fuego. Estaba absorta
en su próximo trabajo y la pila de libros no dejaba de crecer frente a sus
narices.
Le había prometido a Simon Patinson que antes de regresar a América
le dejaría un par de artículos más para que publicara como el Doctor C, de
manera de que no desapareciera el mismo día que ella y las sospechas se
alzaran contra su nombre. O peor, contra el de Sir Philips Johnson, su tutor.
Le debía mucho a Sir Johnson, y había sido imposible para ella no
desarrollar un fuerte cariño por aquel hombre que la recibía bajo su techo y
le daba alas para continuar con sus estudios. Sin ir más lejos, había sido el
mismo tutor quien la presentara a Patinson luego de leer algunos de los
trabajos de la muchacha.
Vanessa debía reconocer que la idea de firmar con pseudónimo, y más,
que éste sugiriera que era un hombre, le molestaba. Pero era un inicio, era
algo, era más de lo que había conseguido en Boston producto de su
rebeldía.
Esa indocilidad era la que la había subido a un buque con la idea de que
Inglaterra la ayudaría a madurar. La imagen de Robert Cleveland, con los
ojos inyectados en sangre y la mandíbula apretada sin un mínimo deseo de
decir adiós, era un recuerdo que cada tanto se hacía vívido en ella.
Quizá se había extralimitado. De lo que sí estaba segura era de que su
padre había reaccionado de manera desmedida. Esperaba que ese año de
distancia hubiera calmado las aguas entre los dos y, sobre todo, los ayudara
a encontrar un punto medio, como había sucedido con Sir Johnson.
Por eso, supuso, por la nostalgia y la influencia de sus emociones, era
que en esos momentos la pluma se desplazaba sobre el papel exponiendo su
mayor malestar: roles sociales. ¿Qué era lo que podía o no podía hacer una
dama?, y cómo esa jaula femenina se extendía también a los hombres,
delimitando su libertad.
Desde que había arribado a Londres a inicios de año que se había
nutrido de los males femeninos de su alrededor para inspirarse en sus
artículos. Miranda Clark, actual Lady Bridport, había puesto en manifiesto
la hipocresía social; Cameron Madison, señora de Walsh desde hacía unos
meses, la desigualdad, y Emily Grant, Lady Webb si las noticias de su boda
no eran erróneas, los estereotipos… había ahondado, navegado, bebido de
los sucesos a su alrededor para no centrarse en la espina que tenía clavada,
en el fallo que la sociedad le reclamaba a ella: ser mujer y querer estudiar.
Ahora que sabía que un océano la separaría de Inglaterra, se sintió libre de
exponerlo, como la cereza del postre, como su cierre de ciclo.
Sí. Volvería madura, nutrida, decidida. Volvería a Estados Unidos para
estudiar, y no lo haría como un hombre, tal y como había intentado en el
pasado, sino como una mujer.
—Señorita Cleveland —La voz del ama de llaves interrumpió su labor
—, la señorita Amy Brosman ha llegado.
—Muchas gracias. —Vanessa alzó la vista y al ver el desorden reinante
de libros, plumas y papeles, agregó—: Lleven el té a la sala, la recibiré allí.
La bostoniana no era dada a sonrisas y emociones, por lo que su gesto
se mantuvo impávido, todo lo contrario a lo que le sucedía por dentro, ahí
se ponía feliz ante la visita. Claro, si descartaba la interrupción que dejaba
su artículo por la mitad.
Amy Brosman era la tutelada del marqués de Shropshire, Anthony
Richmond, y su esposa Katherine. Unos adinerados e influyentes nobles
que desde que la vida los había unido se dedicaban a tiempo completo a
mejorar la vida de los huérfanos de Inglaterra. Amy era uno de ellos. Una
luchadora que jamás se rendía, y fue ese fuego, esa determinación lo que
llevó a los Richmond a acogerla bajo su techo y brindarle la misma
educación que a sus hijos. Sin embargo, la señorita Brosman no había dado
por sentada su suerte, ni se había dispuesto a hacer lo esperado: encontrar
un buen marido gracias a las relaciones del marqués. Por el contrario,
anhelaba continuar los estudios para convertirse en maestra, siguiendo la
línea propuesta por Horacio Mann en América.
Era por esa hambre de saber y esa ambición en el progreso que Vanessa
había congeniado de inmediato. Sin contar con que, para llevar a cabo su
sueño, Amy debía viajar a Boston, y a la señorita Cleveland le hacía ilusión
saber que esta vez no haría las semanas de travesía en compañía de una
dama rígida y malhumorada como había sucedido en el pasado.
—Amy, por fin coincidimos —saludó Vanessa, poco dada a las normas
de cortesía. Eso a Brosman le alegraba, puesto que a ella también le
agobiaba el exceso de protocolo.
—Lo siento, los preparativos me tienen a mal traer y Kath… Lady
Katherine —se apuró a corregirse—, está algo nerviosa por mi partida.
—Te has ganado su cariño. —La sonrisa que le brindó fue sincera. Ella
se había ganado el cariño de su tutor y de su madre, Henriet, y le costaba
contemplar la vida sin ellos. Lamentó no haber sido más fría y distante,
como siempre se comportaba, de ese modo el vínculo hubiera sido más fácil
de romper. Al igual que con las señoritas americanas.
—Sí, me han brindado tanto que por momentos siento culpa… pero han
sido ellos mi inspiración. Han cambiado muchas vidas para bien, y creo que
más que retribuirles a ellos con… —La emoción la embargó, llevándose las
palabras. Vanessa aprovechó el momento para servir el té, alcanzarle un
pastelillo y abrir las cortinas con la leve esperanza de que el sol invadiera la
habitación.
—Con cursilerías —completó por ella—. Y tienes razón, Amy —se
permitió tutearla, como habían acordado en confianza—, los abrazos de
nada sirven. En cambio, si sigues con su labor, desde el lugar en el que te
encuentras ahora, entonces sí que los harás sentirse orgullosos.
—Eso espero…
—No tengo dudas. —La animó—. En este año he conocido nobles
perezosos, esnobs, estirados… El marqués y la marquesa no lo son, y con
semejante título, déjame decirte que es una odisea.
Amy rio ante el desparpajo de su compañera de té. No tenía pelos en la
lengua. Si bien acababa de «elogiar» en sus términos a los Richmond, sin
duda acababa de insultar a todos los demás.
—Gracias por tus palabras, creo que las necesitaba. Si soy honesta,
estoy asustada. Mil cartas de recomendación, mil nombres de personas que
le deben favores a tal o cual…
—Tranquila. Lo dije y lo repito, intentaré viajar contigo, pero si no lo
consigo, en unos meses estaré allí y todo será más sencillo. Ya lo verás…
Las mujeres se están abriendo camino en América, es algo más relajado que
aquí. No mucho —agregó en un murmullo.
—Tu inspiración. —Sonrió Amy, y a Vanessa se le iluminó la mirada.
Su inspiración era Elizabeth Blackwell, la primera mujer en recibir el título
de medicina en Estados Unidos. Había sido ella, sin saberlo, quien había
empujado a la joven Cleveland a cometer la locura que la había puesto de
patitas a Inglaterra.
—Ya lo verás, mientras más seamos, más fácil será —prometió Vanessa
—, ahora, deja de lamentos que al igual que los abrazos no sirven de nada y
ve a empacar. Recuerda que este frío no es nada en comparación al de
Boston…
—Así lo haré, en cuanto me confirmen el buque te enviaré una nota
para saber si coincidimos.
—Perfecto.
—Déjale mis saludos a Sir Johnson y a su madre, que espero que estén
ambos bien de salud.
—Oh, perfectamente. Henriet nos enterrará a todos, ya lo verás —dijo
en alusión a la madre del Sir, una mujer entrada en años y con algunos
achaques menores que no hacían más que darle excusas para comportarse
de manera agria con las personas que le caían mal. A Vanessa le divertía
tanto la señora Johnson que casi anhelaba la vejez para poder ser como ella.
Se saludaron con dos besos y Vanessa se giró, sin perder un segundo,
para regresar al improvisado despacho y terminar la pila de trabajo que allí
la aguardaba. La casa de Sir Johnson le parecía encantadora en su desorden,
el hombre tenía tanto material de estudio que una biblioteca no bastaba. Por
donde iba, improvisadas estanterías sostenían tomos y más tomos de los
temas más variados.
Johnson era un prestigioso filósofo de Cambridge, cuyos estudios y
ejercicio de la docencia lo había llevado a la admiración de la misma reina
Victoria y, por consiguiente, al nombramiento de Sir. Todos los nobles que
contaban con un cerebro, además de con un título, lo respetaban y
admiraban, y de allí que esos contactos la hubieran llevado a ella, su pupila,
a codearse en sociedad con la aristocracia británica.
¿El fin de Johnson y de su padre? Hallarle un marido. El de ella,
observar a la sociedad de cerca como grupo de estudio. ¡Y vaya si le habían
dado material!
Con la temporada finalizada y ella libre, sin compromiso, ni
pretendientes, ya no tenía nada en esas tierras que la retuviera. Podría
ponerle fin a ese paréntesis en su vida y regresar para ser la primera mujer
aceptada en Harvard. Sonaba bien. Una sonrisa, esta vez completa y con un
brillo diabólico, se le dibujó en el rostro y allí quedó mientras avanzaba por
los corredores de la casa londinense de los Johnson.
Su lugar de estudio estaba al final del pasillo, en la sala que debió de ser
de juegos para niños, pero como el catedrático jamás había formado familia,
ahora se convertía en el despacho de la bostoniana.
Antes de arribar, las voces de Philip y Henriet le llegaron ahogadas
desde la biblioteca —la oficial, no la improvisada—, y el sonido de su
nombre en labios de la mujer mayor la hizo detenerse.
Adoraba a Henriet y lamentaba que sus huesos le impidieran las
andanzas por los salones de la nobleza. Hubiera sido un espectáculo digno
de ver, la lengua venenosa de la mujer aleccionando a estiradas damas sin
neuronas.
Se acercó para preguntar si la necesitaban, por Henriet era hasta capaz
de hacer un hueco en sus estudios. Cuando las palabras de la mujer le
llegaron claras, Vanessa se paralizó.
—¿Cuándo piensas decírselo, Philip? Vanessa es una muchacha lista, no
podrás engañarla por mucho más tiempo.
—No pretendo hacerlo, madre, solo necesito que la engañemos por unas
semanas más. Solo unas semanas más. Y me prometiste tu ayuda…
—Y comienzo a lamentarlo, Philip. Comienzo a lamentarlo… Unas
semanas —sentenció Henriet—, si en unas semanas no lo consigues, le
dirás la verdad. O lo haré yo.
—Sí, madre —fue la angustiosa respuesta del hombre ante la
reprimenda maternal. Vanessa supo que debía huir antes de que la
descubrieran in fraganti en el corredor, solo que se debatía entre
enfrentarlos y exigirles la verdad o esperar a que la misma se develara.
Eligió, por esa tarde, la segunda opción. No por cobardía, sino porque
comenzaba a conocer a Sir Johnson. Lo mismo que respetaba de él lo
convertía en un rival temible, en algunas cosas se parecían. Si se presentaba
ante él sin armas ni herramientas, el hombre la enredaría con su lógica y sus
mentiras hasta que quedara más confundida que en esos momentos.
Debía esperar, lo iba a hacer. Y mientras regresaba a su despacho, el
sabor amargo de la traición le agrió la garganta.
—¿Aún lo buscas, Vanessa? —se mofó de sí misma con acritud. Pues si
la gente creía que ella era cruel con los demás, exigente, letal, no sabían
cuán dura podía ser consigo—. ¿Todavía esperas que las personas sean
honestas, buenas? ¿Aún crees que alguien te querrá a su lado?
Un nuevo engaño, una nueva decepción. Ahora marcharse no dolería
tanto. Ya casi no dolía, no… no dolía.
Y se secó la única lágrima que se permitió derramar.
Capítulo 2

Que Vanessa invirtiera la mayor parte de su tiempo dentro de las cuatro


paredes de su improvisado salón de lectura y trabajo era lo más habitual del
mundo. Si hasta había que recordarle algo tan esencial como la
alimentación; si fuese por la muchacha, se salteaba todas las comidas y
sobrevivía con tentempiés a la luz de las velas.
La vida social en Londres decaía a pasos agigantados, la temporada ya
era una olvidada anécdota, y los nobles no podían rehuir de sus
responsabilidades sin excusas sustentables. Para colmo de males, las
amistades que la bostoniana había forjado comenzaban a perder el
protagonismo en su vida por fuerzas mayores; una de ellas estaba dedicada
por completo a la maternidad, y la otra, además de cumplir con las
funciones que su título demandaba, había hecho pública la noticia de su
reciente embarazo. La tercera de ellas se encontraba en su hogar, al otro
lado del mundo, felizmente casada. La señorita Cleveland no contaba más
que con Amy Brosman que partiría rumbo a américa a la brevedad, y lo
haría sin su compañía.
Henriet sospechaba que algo más motivaba a la jovencita de Boston al
encierro, no era su común enfrascamiento en escritos y lecturas lo que la
llevaba a esa actitud ermitaña desde hacía días, no, ocurría algo más. Tal
vez era la culpa, pensó la anciana mujer. No de Vanessa, sino de ella. Culpa
de saber que sus deseos, aquellos que Vanessa compartía a viva voz desde
hacía semanas, se estrellarían contra el piso para hacerse añicos. Lo que
más le apretujaba el pecho a la mujer era saber que, cuando eso sucediera,
la testarudez y rudeza emocional de la muchacha no permitiría ayuda
alguna, Vanessa recogería sus propios fragmentos, en silencio, sin lágrimas,
como lo había hecho toda su vida. Y eso no estaba bien, para eso estaba
ella, para eso estaba la... Se mordió los labios víctima del repentino mal
humor y se aferró a la empuñadura de plata de su bastón para descargar el
sentimiento ahí. Se mantuvo frente a la puerta por unos segundos hasta
recuperar la calma, luego golpeó para anunciarse. El cerrojo no estaba
colocado, por lo que el golpe, leve pero potente, hizo que la puerta se
abriera un par de centímetros, los suficientes para brindarle la imagen que
buscaba: una Vanessa sentada en canastilla en el piso, rodeada de libros
abiertos. A pesar de ser mediodía, la bostoniana hacía uso y abuso de las
velas, el día gris no acompañaba, y por lo visto, el cansancio tampoco.
—¡Por todos los cielos, niña... vas a quedarte ciega! —Sin más que
decir, se encaminó a la ventana para abrir las cortinas de par en par.
—En todo caso —rebatió Vanessa desde su lugar en el piso—, Londres
va a dejarme ciega con su condenado clima.
El sol era un vago recuerdo, había sido reemplazado por una extensa
cadena de días grises, plagados de chaparrones y noches frías.
—El mal de Londres... —resopló la anciana—, tómalo o déjalo.
—La respuesta ya la sabe, señora Johnson.
Henriet se giró para enfrentarla, cuando utilizaba el «señora» era
porque se traía algo entre manos, un par de meses y la conocía del derecho
y del revés.
—Me recuerdas a una jovencita que conocí décadas atrás —dijo como
si estuviese dispuesta a contar una anécdota.
Vanessa le ofreció toda su atención, le agradaban las historias pasadas
de la mujer, pero la anécdota no fue tal, las palabras no fueron más que
esas, se detuvo sin motivo alguno.
—¿Cuál jovencita? —Vanessa temía por la memoria de Henriet, Sir
Johnson había compartido con ella su preocupación al respecto.
—¿Cuál jovencita? —repitió la mujer con una expresión de duda
indescriptible en el rostro—. ¿De qué hablas, niña?
Vanessa se incorporó para ir junto a ella, las lecturas y sus
pensamientos se hicieron a un lado, Henriet era más importante; la mujer le
regalaba, día tras día, la idea de familia que nunca había tenido. Por
supuesto que todavía estaba furiosa con ellos luego de haber oído aquella
conversación al pasar, aun así, esa furia podía quedar en pausa en pos del
bienestar de la anciana mujer.
—Tú, Henriet, tú hablabas de una jovencita que conociste.
—¿Yo? ¿Cuando?
—¡Recién, Henriet!
—¡Vaya! No lo recuerdo... —rio restándole magnitud al asunto e
intentó cambiar de tópico de conversación—. ¡Dios, niña, cómo puedes leer
con esta luz, vas a quedarte ciega! —Vanessa tragó saliva, quiso disimular
su reacción ante ella, estaba preocupada—. Mírate, además, estás pálida...
demasiado encierro, necesitas aire fresco.
El doctor de la familia había dejado bien en claro su recomendación,
caminatas cotidianas para la anciana mujer de la casa, unas caminatas de las
que se libraba a diario con absurdas excusas.
—Tienes razón, Henriet... creo que un paseo al parque me sentaría
bien. —Esbozaría cualquier mentira por el bien de esa mujer —. El
problema es que detesto hacerlo sola...
—¡No se diga más, si se trata de tu bienestar... una caminata será! —
Golpeó el piso con el bastón a modo de motivación personal—. Abrígate
que en un par de minutos partimos.
Afuera la temperatura calaba huesos, y la humedad brindaba el desastre
final, a pesar de ello era un riesgo que debían correr. Tan solo un par de
calles y Henriet volvía a ser ella, sin repeticiones ni lagunas mentales.
—Dime, ¿cuáles son tus planes ahora?
La partida de Amy Brosman se convirtió en la conversación central, y
eso llevó a la realidad del momento, ese sabor amargo que ambas
compartían.
—Seguir sus pasos... mejor dicho, volver sobre los míos.
Deseaba volver a Boston, para bien o para mal, era su hogar, no se
imaginaba echando raíces en ningún otro lado.
—¿Y privarme de tal gloriosa compañía?
—Aunque lo lamente, sí... el fiasco que fue mi primera temporada
augura un único final para mí: regresar a casa.
—La mayoría de los primeros debuts resultan un fracaso, no pierdas la
esperanza... —Hizo presión en el brazo de Vanessa como un gesto de
consuelo afectuoso.
—No se puede perder algo que nunca se ha tenido, Henriet. —Era
verdad, lo que ella confesaba fiasco de la boca para fuera, hacia dentro no
era más que un éxito, había logrado su cometido. Intentar o, mejor dicho,
fingir el intento. Se sentía satisfecha consigo misma—. Debo reconocer
que, en parte, los nobles me han sorprendido, ninguno ha caído tan bajo
como para casarse conmigo.
El bastón de Henriet Johnson se clavó, a propósito, en una de las
rajaduras de la acera. La mujer se detuvo en seco para enfrentarla.
—Guarda esas palabras para ti, tú y yo sabemos que de fiasco no hubo
nada... obtuviste lo que quisiste. Sí, engañaste a todos, menos a los que
debías engañar. —Se refería a Robert Cleveland, y por supuesto, a ellos—.
Con tamaña inteligencia que tienes imaginé que te darías cuenta... —dijo
retomando la caminata.
Extraña selección de palabras, las alarmas de Vanessa resonaron en lo
alto.
—¿Que me daría cuenta de qué?
—De que un cordero no puede enfrentarse a un lobo... y nosotras,
Vanessa, somos eso: corderos en un mundo de lobos.
Henriet Johnson no tenía lagunas mentales, ni se extraviaba en
pensamientos, era la más cuerda de los mortales, el exceso de canas, la piel
arrugada y la espalda arqueada no eran más que una armadura que el paso
del tiempo le había obsequiado.
—¿Y debo conformarme con eso? ¿Aceptar ese rol?
Jamás, aunque tuviese que invertir su último suspiro en ello. Jamás
aceptaría el rol tejido por otros para ella, quería el suyo, el que ella
construía.
—No, solo tienes que abrir los ojos para contemplar las alternativas,
algo que no vas a conseguir encerrada junto a los libros a la luz de las velas.
En esa ocasión, la que interrumpió la caminata fue ella, sus ojos
interrogantes se posaron en los de la señora Johnson. La mujer continuó:
—Entiendo tu estrategia, tu disfraz de lobo feroz te sienta de
maravillas, para tu decepción, no te va a servir de mucho.
—Me ha servido lo suficiente... —acusó al sentirse atacada en su ego.
—Cree lo que quieras creer, solo acepta la sugerencia de esta anciana,
¿acaso es mucho pedir?
No lo era, confiaba en la mujer, la respetaba y, en ciertos aspectos, la
reverenciaba. Asintió en silencio para controlar esa mala costumbre suya de
rebatir todo.
—En vez de utilizar un disfraz, aprende a distinguir el de los otros...
por allí hay corderos disfrazados de lobo.
—¿Qué quieres decir, Henriet?
Vanessa había colocado el punto final de su historia en Londres, sin
embargo, Henriet Johnson exponía lo opuesto, para la mujer era cuestión de
dar vuelta la hoja, escribir un nuevo capítulo desde una perspectiva
diferente. No, ella estaba decidida.
—En palabras más acordes para ti, no juzgues a un libro por su tapa.
—No entiendo tu comparación —mintió, sabía bien a qué se refería, lo
que la hizo pensar: ¿A qué libro se refería? No importaba, le pareció más
acertado cambiar de tema—. Tus mejillas están sonrojadas —Puso en
evidencia la consecuencia del frío en la mujer—, creo que lo mejor es
regresar, este clima no es tan bueno para ti.
—¡No! —Henriet fue rotunda en su negativa, y las sospechas hicieron
de lo suyo en Vanessa—. Me agrada el frío, es parte de la naturaleza de la
vida, hay que aprender a lidiar con él.
¿Con la naturaleza de la vida? ¿Con el clima? ¿El invierno? Algo
estaba escondiendo Henriet, sus palabras exponían el inminente estallido de
lo inesperado.
—Ven, vamos... —continuó—, quiero disfrutar del lago antes de que
llegue la primera nevada. —Exageraba, se valía de cualquier excusa para
extender un paseo que ya debía de dar por finalizado.
—El invierno se encuentra bastante lejos, tenemos varias semanas
antes de la llegada de la primera nevada.
—¿Disculpa, cuánto tiempo llevas viviendo en Londres? —El
sarcasmo se sumó al paseo. Vanessa no pudo evitar reír. Henriet degustó el
triunfo—. Cuando alcanzas mi edad comienzas a valerte de algo que se
llama intuición...
—¿Y qué te dice esa intuición?
—Que vienen vientos de cambio...
—¿Eso es malo o bueno? —preguntó solo para seguir desenredando la
madeja de pensamientos de Henriet, la intuición también acompañaba a
Vanessa, y no era por ego, como otros pensarían, sino por esa extraña
habilidad que sabía que el vaticinio de la anciana la involucraba de manera
directa.
—La respuesta ya la sabe, señorita Cleveland. —Utilizó las palabras
que ella le había dado una hora atrás.
Vanessa no tuvo que ahondar mucho en esa respuesta, esos vientos de
cambio traían una nueva condena para ella; solo esperaba que la nueva
sentencia la llevara de regreso a casa o, en su defecto, al lugar del
mapamundi más alejado de Londres.
***
El regreso al hogar Johnson se hizo eterno, Henriet encontraba las más
excéntricas excusas para demorar el arribo, al punto tal que, Vanessa
comenzó a barajar la posibilidad de que la mujer pretendía ocultar algo, o
evitarle un encuentro desafortu...
¡Lo último, definitivamente, lo último! ¿Acaso Henriet estaba al tanto
de lo que había ocurrido en la casa de los Thomson la primavera pasada?
¡No, imposible!
Entonces, ¿cómo la señora Johnson pudo llegar a suponer que ese
hombre la incomodaría? A menos que él...
No, él no sería capaz de... ¿O sí? Le había prometido guardar lo
ocurrido bajo llave, un secreto entre dos. ¡Maldito desgraciado! Debió
suponer que un hombre como él, que se había ganado el apodo de demente
—con gran acierto, dicho sea de paso— era incapaz de guardar un secreto.
—Lord Witthall —clamó Henriet con entusiasmo desde el descanso
que le brindaba el primer peldaño de la escalera de la puerta principal.
Subir esos seis escalones era el desafío cotidiano de la mujer, se
tomaba su tiempo, aunque en esa oportunidad, Vanessa hubiese deseado
arrastrarla, cargarla en brazos, lo que fuese con tal de no extender ese
momento más de lo necesario.
—¡Qué inesperada sorpresa tenerlo por aquí! —finalizó, y la intuición
de Vanessa estalló en una carcajada. ¡De inesperado, nada!
—Señora Johnson —saludó él con una delicada reverencia cuando
estuvo a un peldaño de distancia—. ¿Cómo se encuentra usted?
Ni una mirada. Nada. Para William Witthall la presencia de Vanessa no
era un hecho relevante sobre el cual recaer, ella era invisible para él, y esa
sensación entró en conflicto dentro de ella, le agradaba y la irritaba por
partes iguales. Se separó de Henriet para darle espacio al hombre, y de
inmediato, la bostoniana gozó del privilegio de su espalda. ¡Maldito
desgraciado!
—Disfrutando de un paseo a media mañana, o media tarde... la verdad
es que con estos días apenas lo sabe uno —bromeó Henriet.
—Verdad, puedo dar fiel testimonio de ello... estas épocas del año me
desconciertan.
Lord Witthall no era adepto a la utilización de relojes, se valía de las
posiciones del sol y las estrellas para establecer tal determinación, por
desgracia eso le granjeaba unos cuantos improperios cuando de reuniones
se trataba. A la cámara de lores le importaba muy poco las cuadraturas del
sol y la luna, y menos aún las andanzas de Lord Witthall, que eran más de
las deseadas. Poseía la titularidad de las tierras Dorset, y eso hacía que se
guardaran la mitad de las opiniones con respecto a él. Solo eso.
—Lo que me recuerda... —agregó echando un vistazo al cielo—, debo
marcharme para poder cumplir con otras responsabilidades. —Volvió a
efectuar un saludo reverencial—. Ha sido un gusto, señora Johnson, se la ve
radiante.
—Gracias —masculló Henriet nadando en su habitual vanidad.
Giró sobre sí para continuar el descenso, olvidando por completo la
otra presencia femenina detrás de él, y su cuerpo chocó por completo con el
de Vanessa. Los labios de la bostoniana se tensaron en una sonrisa tan
forzada que apenas se percibían.
—Oh, lo siento, señorita... —dijo él evaluándola de la cabeza a los pies
como una forma de...
¡Recordarla! ¿En serio no recordaba su nombre? ¡Que el cielo se
abriera y la partiera en dos con un rayo!
—Cleveland —gruñó ella.
—¡Cierto! ¡Señorita Cleveland! —dijo él coronando el
redescubrimiento de su nombre con una sonrisa que iluminó el día.
Si alguien observara la situación desde el afuera podría llegar a
compararlos con luminarias, los dos brillaban, Lord Witthall por razones
incomprensibles, propias de su cotidianidad; Vanessa por sobresaturación
de ira. ¡Sin lugar a dudas, eran un dúo encantador!
Henriet sonrió, ella era justamente ese «alguien» que los observaba
desde ese cercano «afuera».
—Si mal no recuerdo, Philip me ha dicho que ya han sido
presentados...
—¡Sí! —respondieron al unísono sin quitar la mirada el uno del otro.
—En Sameville, la residencia de los Thomson —continúo Henriet
dispuesta a mantener el hechizo entre ambos o a romperlo. No lo sabía.
Bueno, en realidad los estaba poniendo a prueba.
—¡Sí! —volvieron a responder.
—Entonces las presentaciones están de más —finalizó.
—¡Sí!
Si se consideraba la repetición de ese monosílabo afirmativo como
resultado de la prueba, Henriet tendría que catalogarla como superada.
¿Vanessa Cleveland sin palabras? ¡Alabado sean los cielos!
Y Vanessa quería abofetear al conde, borrarle la sonrisa del rostro con
la fuerza de su palma. ¡No podía sonreír como si nada hubiese sucedido!
¿Cómo podía haber olvidado su nombre? ¿Cómo? Habían compartido un
momento, era verdad, solo uno, pero había sido en nombre de la ciencia —
era necesario recordarlo, muy necesario—, lo que lo hacía aún más
importante como para olvidarlo.
Así como Witthall no requería de una pieza de relojería para adivinar el
huso horario en el que se encontraba, tampoco necesitaba de gran
interpretación para reconocer que acababa de encestar un golpe perfecto en
el ego de la señorita americana. No había sido su intención, menos que
menos había pretendido cruzarse en su camino. ¡Mal momento, William,
mal momento! Se repitió en el silencio de su mente. Tendría que hallar una
solución.
Con toda la fuerza de voluntad que poseía, y como último reto del día,
se obligó a romper el contacto visual con ella. Estaba claro que Vanessa lo
mantenía por pura competencia, no iba a ser la primera en ceder. Él estaba
dispuesto a hacerlo por ella, aunque si le dieran a elegir, se quedaría ahí,
prendido al intenso color café de sus ojos. Su mirada era una invitación
directa al abismo, no había nadie lo suficientemente loco como para
lanzarse a él. Eso había oído tras las bambalinas de la nobleza.
Para desgracia de la señorita Cleveland, «loco» era el segundo nombre
de William.
—Ahora sí, debo marcharme... —puso fin haciéndose a un lado—, por
favor, continúen con su camino.
Vanessa no respondió, no quería verlo, no quería saber nada más de él.
¡Es más, en ese instante, dictaminó que olvidaría para siempre aquel
encuentro al amanecer... olvidaría todo, a él, su beso y su irresponsable
forma de ser! ¡Porque lo era! Era un irresponsable, carente de sentido
alguno, había oído hablar a otros lores de la pésima administración de sus
tierras. ¡Vaya caja de sorpresas era el Conde!, pensó al verlo partir. Con
razón continuaba soltero, nadie en su sano juicio entregaría a su hija a un
demente irresoluto como él.
¡Nadie!

Era necesario repetir la expresión completa: Nadie... en su sano juicio.


Lo último descartaba, sin duda alguna, a Robert Cleveland, pero no a
Sir Johnson. ¿Sir Johnson? ¿Qué demonio lo había poseído? ¡El mismo que
había poseído a Lord Witthall al pedir su mano en matrimonio!
—¡No puedo creerlo! De mi padre ya nada me sorprende, pero de ti...
¡No! Me niego a creer que estés de acuerdo con esa locura. —Cuando
perdía el control, el tuteo se le escapaba.
—Su petición no es una locura. —Sir Philip había asumido la
responsabilidad de ser su tutor, y eso implicaba tomar decisiones, aunque
ella estuviese en desacuerdo.
—¡Todo es una locura con Lord Witthall, tengo que recordarte cómo lo
apodan!
Vanessa echaba chispas, su solo respiración quemaba y, cada vez que
hablaba, una llamarada acompañaba a sus palabras. El matrimonio no
estaba en sus planes, Lord Witthall tampoco, y la combinación le resultaba
exasperante.
—De ti, Vanessa, puedo esperar muchas cosas, menos esa, desde
cuando te importa la opinión ajena...
Johnson estaba en lo cierto, no estaba siendo objetiva por una simple
razón, la desbordaban las emociones, y no estaba acostumbrada. No podía
con ellas, perdía el eje de su pensamiento.
—En este caso no me valgo de la opinión ajena, tengo la propia, y me
es suficiente para decir: no.
A Sir Johnson le dolía ser el brazo ejecutor de la sentencia de Vanessa,
odiaría a Robert por ello hasta el último día de su vida.
—Lo siento... —murmuró Philip, tenía las manos cerradas en puño.
Luchaba, él también contenía la furia, una que nada tenía que ver con
Vanessa, sino con sus decisiones equivocadas, unas que se extendían como
una plaga sin solución.
Vanessa consideró el «lo siento» como una victoria. Alzó el mentón
satisfecha, decidida a dar por finalizada la incómoda conversación,
dominaba a la perfección el arte de reconocer el instante propicio para la
huida. Era preferible dejar a Sir Johnson a solas, en la tranquilidad de su
despacho. Ella se refugiaría en su pequeño mundo...
—Lo siento... —repitió Johnson antes de que Vanessa pudiera cruzar el
umbral de la puerta—. Si no es Witthall, otro será... solo demoras lo
inevitable.
—¿Lo inevitable? —Ni siquiera pudo girar hacia él, en ese momento lo
odiaba tanto o igual que a su padre. Debió imaginarlo, el lazo que unía a los
hombres era más grande de lo que suponía, al fin de cuentas, Johnson se
comportaba como una extensión de Cleveland—. ¿Forzarme a una vida que
no deseo es inevitable?
Meses puliendo su temple, avivando el fuego apasionado de su mente,
motivando a su corazón esquivo a batallar contra el peor enemigo: un
mundo construido a base de segregación ¿Para qué? Para ser él su
destructor, para arrasar con su espíritu sin piedad.
—¡Vanessa, tú no sabes lo que deseas! ¡Hoy, aquí, se termina el
juego... es hora de enfrentar la realidad de tu vida!
¡Cómo se atrevía! La tempestad de años contenida en su pecho hizo su
primer estallido, en un par de zancadas estuvo de nuevo ante el escritorio.
Una vez más le arrancaban las alas, la limitaban a una vida sin vuelo. No,
peor, la asesinaban ahí mismo, porque él, Sir Johnson, había sido su
maestro, le había enseñado a desplegar sus alas dañadas, y ahora la
derribaba de un hondazo.
—¡No, no, no! ¡No voy a permitirlo de nuevo! —Y el segundo
estallido se sumó al primero, barrió con sus brazos parte del escritorio.
Libros, papeles, pluma y tintero fueron a decorar el suelo—. Voy a
escribirle una carta a mi padre... sí, eso voy a hacer. —Tenía que valerse de
todo, inclusive de la escasa misericordia de su padre. Suplicaría... sí,
suplicaría—. Entrará en razones.
Recogió el tintero y la pluma del piso, tomó una hoja de papel de carta
que todavía reposaba indemne en el escritorio y, con mano temblorosa,
hundió la pluma en el escaso líquido oscuro...
—No lo hará, Vanessa, ya no hay razones para él... entiéndelo —dijo
interceptando su mano antes de que la pluma rozara el papel.
—Está enojado conmigo, lo sé... solo eso, enojado. Cuando regrese a
casa...
—No regresarás a casa —finalizó él quitando los elementos de
escritura de su mano—. Robert así lo ha solicitado.
—¡Mientes!
Segundos, en segundos la verdad de lo oído le partió en dos el corazón.
—¡Mientes! —repitió golpeando la madera del escritorio con sus
puños.
Y golpeó otra vez... y otra. Sir Johnson intentó contenerla tomándola
por los hombros. No había lágrimas en la muchacha, nada que indicara
dolor alguno, pero el sentimiento abundaba en su corazón, en su alma, la
hacía mutar.
—Este es tu hogar ahora —le susurró sin intenciones de ser consuelo,
sino un paliativo.
—¿Hogar? ¡No, este es el mismo infierno vestido con los colores del
paraíso!
Vanessa Cleveland, desde ese instante en adelante, se prometió no
volver a creer. Lo único que la vida podía darle eran decepciones y cadenas
que la ataran hasta el fin de sus días. Odiaba a su padre, a Sir Johnson, al
maldito mundo. Se odiaba a sí misma por haber nacido mujer en un mundo
de hombres.
—No, no lo es, tienes que confiar en mí, Vanessa. —Johnson sentía
cómo el hilo invisible que los unía se rompía. El dolor de la bostoniana era
compartido en silencio por él.
—La confianza está sobrevalorada, Sir Johnson...
Esa fue su respuesta de despedida. No había nada más que decir, el
veredicto había sido proclamado, quedaba apelar. Lo haría, encontraría la
manera de hacerlo. Se aferraría con uñas y dientes a sus valores, no la
doblegarían...
Al abandonar el despacho, se topó con el débil cuerpo de Henriet, la
anciana mujer se tambaleó ante el inesperado impacto, y Vanessa apenas le
brindó su asistencia. Estaba enceguecida por el dolor, por lo rabia y el
desencanto.
Henriet alcanzó a oír el último intercambio de palabras entre ambos, el
revuelo de la discusión la había llevado hasta ahí. Una mirada de
desaprobación fue directa a su hijo.
—No me mires de esa manera, madre, no tuve otra alternativa.
—Sí, tenías y siempre tendrás otra alternativa, Philip.
Sir Johnson se aferraba al presente, porque el pasado era un arma
peligrosa, una que no debía desenterrar. Su madre, sin embargo, abogaba
por el derramamiento de sangre bajo la premisa de que las heridas, tarde o
temprano, sanaban; mientras que el dolor, el dolor se hacía crónico, y nos
transformaba. Estaba en lo cierto.
—¿Acaso quieres perderla? —Henriet no tuvo que responder, la
expresión en su rostro habló por sí sola—. Perfecto, yo tampoco... ponte en
mi posición.
—Lo hago, por eso no puedo evitar preguntarme: ¿Qué lugar ocupa
Lord Witthall en todo esto?
—¿Tiempo? —Dios, ni siquiera él lo sabía. Se sentía atado de manos y
pies cuando de Vanessa se trataba.
—¿Me lo dices o me lo preguntas?
—No lo sé...
—¡Vaya! Eso se reduce a una sola cosa entonces: estás en problemas.
—Así es, siempre le aciertas en todo, madre, y por eso necesito de tu
ayuda.
***
Las lágrimas no servían de nada. Al igual que los abrazos o las
palabras cariñosas. Lo único que le interesaba era la verdad, era saber que
no podía confiar en nadie y que eso incluía a Sir Johnson.
Se sentía devastada. No lo demostraba.
En su relación con Robert Cleveland nunca halló la figura paterna, y
llevaba una vida buscándola. Un par de meses con los Johnson le bastó para
desarrollar esos lazos con ellos. Unos lazos que ahora se rompían por el
engaño. Quiso culpar a su padre a la distancia, quiso hacerlo, no pudo.
Philip había sido cómplice y Vanessa se preguntó cómo pudo ser tan idiota
de no verlo. ¿Acaso no eran amigos Johnson y su padre? ¿Acaso no eran tan
cercanos que Cleveland le había dado la tutela al catedrático británico?
Debió de suponer que estaban cortados por la misma tijera.
Se lamentaba por los hechos, y más se lamentaba por su estupidez, por
su ingenuidad. No iba a llorar, lo que iba a hacer era recomponerse y salir
de allí más fuerte que antes. Más fría, más distante, más…
Un golpe en la puerta interrumpió su diatriba mental, también su ir y
venir por la habitación. Había buscado los baúles y maletas, dispuesta a
hacerlas para marcharse sin importarle las palabras de su padre. Ese hombre
no la limitaría más, no le quitaría sus raíces en Boston.
—Vanessa, querida. —La voz de Henriet hizo eco en la habitación. No
le había dado permiso a entrar. De todos modos, no la pudo echar. Era cierto
el cariño que esa mujer le había despertado, y aunque el enojo fuera muy
fuerte, no lograba borrar del todo los demás afectos. Al contrario, los
intensificaba. Por eso dolía más, dolía mucho la traición de esa mujer que
fue la única guía femenina en su vida desde que su madre murió—. ¿Qué
estás haciendo?
—Empaco, Henriet. Me marcho con Amy.
—Pero…
—¿Pero si mi padre no me quiere? Ya lo sé, no me importa. Boston es
mi lugar, lo intentaré sola.
—Vanessa…
—¡No me he rendido!
—Por favor, querida, no te enfades con nosotros. Queremos lo mejor
para ti y… —Henriet se valía de su salud para dar un poco de pena, para
romper el muro de contención de Vanessa. Sin embargo, pronto comprendió
que la estrategia debía ser la opuesta, tenía que permitirle que se quebrara,
que dejara salir el dolor. Por lo que, como un eximio jinete, cambió el
rumbo de la carrera hacia otra dirección—. ¿No decías tú que cuando
queremos a alguien no deseamos que sufra? ¿Que incluso podemos tensar
los hilos un poco aquí, otro poco allí? ¿No fue eso lo que dijiste cuando
corriste ese rumor sobre… sí, sobre Lady Bridport?
—¡Oh, mis propias palabras! —rio con sarcasmo—. Sabes que no es lo
mismo. Lo sabes… ella estaba atrapada en su orgullo y… —La sonrisa de
Henriet la puso de peor humor—. No sé para qué me esfuerzo en explicar,
no lo haré. No estoy tan enojada con ustedes como conmigo misma, por
creer en ustedes. Me marcho —sentenció.
—Ese es el problema, te enojas contigo cada vez que alguien intenta
acercarse.
—Es la experiencia…
—Vanessa… —Henriet tomó asiento en la cama de la muchacha y de
manera mecánica se dispuso a acomodar las prendas que Cleveland sacaba
del armario y arrojaba allí. Robert no había escatimado gastos en la belleza
de su hija, era lo único que deseaba que desarrollara. Había querido que su
Vanessa se convirtiera en una muñeca de porcelana, en un adorno para el
brazo de un caballero. Había fallado de manera estrepitosa—. Sabes que no
quiero ir en contra de tus deseos, por lo que te pido que me los expliques.
En un momento crees que ayudar a tus afectos es algo bueno, luego que es
algo malo. Te lamentas que nadie te aprecia, y te enfadas cuando lo
hacemos.
—¡Me engañaron! Los oí, los oí cuando conversaban en la biblioteca.
¡Sabías de esto!
—Sí, lo sabíamos desde el inicio. Creo que lo sabíamos desde antes de
que sucediera. Nos llegaban misivas de América… sobre los detalles de…
—De mi comportamiento díscolo —completó la muchacha. Y al fin, se
rindió sobre el colchón—. Solo quería demostrar que podía, Henriet. No
pensaba seguir con la mentira por siempre…
—Ese fue el problema, querida, que cuando la mentira cayó los dejaste
a todos como idiotas. ¿Y sabes qué no soportan los intelectuales del
mundo? Quedar como idiotas.
—Entonces, que no lo sean —espetó—, pues pensar que una mujer
solo por ser mujer no puede estudiar… —Se silenció por un momento. Solo
los ruidos ahogados de algunos carruajes rompían la armonía del lugar—.
Pensé que me perdonaría —se lamentó—, pensé que se le pasaría el enfado
y me perdonaría.
Los ojos de Vanessa se cristalizaron por las lágrimas no derramadas.
No soportaba haberle fallado una vez más a su padre. ¿Cuántas veces había
escuchado de los labios de Robert que ella era una decepción? Miles, y cada
día se esforzaba más, para fracasar y fracasar.
Intentó ser mejor que todos, sin sospechar que eso era lo que la
arrojaba a la marginalidad. Había estudiado con más ahínco que los demás
Cleveland, que sus primos y tíos. Se había abocado a más de un tema, leído
infinidad de libros, experimentado con varios asuntos, escrito cientos de
artículos… todo eso antes de llegar a los dieciocho.
El año anterior había sido la gota que derramó el vaso. Para empezar,
su primo, Robert II —porque todos los primeros hombres de la familia
repetían el nombre Robert— había escrito un artículo sobre el
comportamiento de los nativos Cherokee que había resultado un desastre.
La comunidad científica había derribado cada punto de ese bestial estudio y
había catalogado a Robert II de un niño ignorante que jugaba con el
prestigio del apellido familiar; eso había llevado a Vanessa a querer
reivindicar el apellido, por lo que, tras meses de exhaustivo trabajo,
presentó bajo pseudónimo la verdadera labor sobre el trato a los nativos
americanos y el impacto social de la marginalidad.
Lo que no tuvo en cuenta fue que el secreto sobre la identidad de la
autora saliera a la luz, y en lugar de limpiar el nombre familiar, lo embarró
aún más. Por último, pese a todo, Robert II entró en Harvard gracias a las
puertas que ser un Cleveland abrían en Boston, y ese giro terminó por
golpear el pecho de Vanessa.
No lo pensó, y en esos instantes, mientras acomodaba los pliegues de la
falda que empacaría para regresar, tuvo que dar la razón a su padre. Se
había excedido, había puesto su nombre en boca de toda la ciudad y no para
bien. Nadie hablaba de la joven señorita Cleveland capaz de escribir un
gran informe antropológico ni que había pasado el examen de ingreso de
Harvard como becada. No. Todos hablaban de la osada y desvergonzada
señorita Cleveland que había falsificado documentos para hacerse pasar por
hombre, vistió prendas masculinas y se burló de todos los directivos de la
universidad más prestigiosa del país.
Logró el cometido de ser la mejor Cleveland, el problema era que su
cerebro había llegado en la cabeza de una mujer, y eso, para la rígida
sociedad en la que vivían, era inaudito.
—Ya lo sabes, sabes que no lo hizo ni piensa. No te perdonará, Vanessa
—le dijo Henriet, al tiempo que doblaba una prenda. Lo hacía para ocupar
sus manos, pues no tenía intenciones de dejarla marchar—. Porque no
puede permitir que tú seas la mejor Cleveland. No estuve de acuerdo con mi
hijo en ocultarte esto, pero acepté su palabra de que lo hacía por tu bien.
Comienzo a sospechar que, por desgracia, lo hacía por su propio bien.
—Ahora ya lo sé —dijo con amargura.
—Sabes una parte, sí. Y la verdad es buena para poder elegir nuestro
camino. Sabes que Robert Cleveland te subió a un buque preso de una furia
que nace de la envidia…
—¡Henriet! —La reprendió. Hablaban de su padre, de… quiso
encontrarle una arista buena, un recuerdo noble con el cual defenderlo
como el lazo de sangre demandaba. No lo consiguió, era su familia, era el
único miembro que quedaba vivo y era incapaz de hallar el argumento para
rebatir a la señora Johnson.
—Sabes que tengo razón. Quisiste ganar su admiración, demostrar tu
valía, y aunque en él no haya tenido el efecto que buscabas, sí lo tuvo en
nosotros, Vanessa. ¿Por qué piensas que Philip te puso en contacto de
inmediato con Patinson?
—Si me respeta, ¿por qué me mintió?
—Tienes dos opciones, Vanessa, o preguntárselo de frente y prepararte
para una batalla verbal con uno de los catedráticos más importantes de
Inglaterra, o…
—¿O?
—O descubrirlo por tus propios medios. En ambos casos, demostrarás
que eres más lista que él, ya sea por ganarle en una discusión de igual a
igual como por desbarajustar sus planes.
—Estás jugando sucio —se quejó Vanessa al comprender lo que
Henriet hacía: lanzarle un desafío imposible de resistir.
—Nunca prometí lo contrario. Yo sí hablaré con franqueza. Quiero que
te quedes en Inglaterra, me agrada tu compañía, y siento que estas tierras te
pueden dar lo que no pudieron darte aquellas.
—¿Y si no me casara? ¿y si me niego al cortejo de Lord Witthall?
—Aun así, te querría aquí, como una amarga solterona sabelotodo que
se burla de los nobles. Aunque me temo que eso te sacaría canas tempranas
y en tu cabello negro se van a revelar demasiado rápido. —Vanessa no pudo
más que reír, una risa que limpiaba parte del dolor y la decepción—. Dicho
esto…
—No has terminado de manipularme. Comienzo a sospechar que es
cierto lo que dices de estas tierras, aquí haré un estudio profundo sobre la
manipulación…
—¡Por supuesto! Es a lo que nos dedicamos. Ven —la instó a ponerse
de pie y dejar la lúgubre habitación que recordaba en su desorden lo cerca
que habían estado de perder a la señorita Cleveland.
—¿A dónde?
—A tomar el té, ¿dónde más? Mientras la doncella ordena este caos.
La hora del té es el único descanso que nos tomamos los británicos en la
tarea de salirnos con la nuestra…
Vanessa le regaló una carcajada cínica, compartida por Henriet.
—El té es solo una excusa para hacerlo con el estómago lleno —
rebatió ella.
—Sí que has llegado a conocernos. —Henriet avanzó hasta su salón
personal, una habitación que daba al jardín interior y por el que se colaba
apenas un poco de luz. Siempre estaba más caldeado que el resto de las
habitaciones y, al igual que las demás, estaba plagada de libros. Solo que
Henriet tenía una afición por las novelas de folletines y las románticas.
La mujer ordenó el té y lo acompañaron de un budín de frutos secos y
glasé que otorgaba las calorías necesarias para superar las bajas
temperaturas. También ayudaba con su dulzura a reanimar el espíritu de
ambas tras una charla amarga.
—Vanessa, incluso si desearas marcharte, regresar a Boston y enfrentar
al señor Cleveland… —Henriet hizo una pausa, pues la idea le dolía, y
como había decidido ser honesta en cuanto a sentimientos, dejó traslucir su
pesar. De todos modos, solo en sentimientos sería franca, porque en
intenciones le quedaba un as más debajo de la manga—, incluso así deberás
esperar unos meses, los peores en Londres.
—¿A dónde quieres llegar?
—A que es muy aburrido aquí, sin la temporada de fiestas y reuniones.
Y tus amigas tienen sus obligaciones y… No lo sé, pensé que una
muchacha como tú, sin distracciones… no es bueno para tu salud.
—Oh, ya veo, con que el té es el descanso ¿eh? —dijo y sorbió de la
infusión.
—Es una propuesta de cortejo, no tienes por qué aceptar. Solo digo que
pasar el tiempo con un hombre al que todos llaman loco es, al menos,
estimulante ¿no lo crees?
—¡No!
—Además —continuó la anciana con una sonrisa que se apuró a
esconder tras el ribete dorado de la taza—, es evidente que logra
desquiciarte.
—Henriet, ¿a quién no desquicia Lord Witthall? ¡Habla de duendes!
Atraviesa lagos sin utilizar los puentes y… —Y besa de un modo que te
hace olvidar de todo, quiso agregar. En cambio, se llenó la boca de budín
para silenciarse.
—Lo de los lagos no lo he visto. —El rubor se apoderó de las mejillas
de la señorita Cleveland—. ¡Oh, vamos!, será divertido. Ya has escrito
sobre todas las señoritas americanas, ya has analizado a los Thomson y a
los Richmond…
—Dilo —exigió Vanessa—, dilo sin rodeos.
—Pienso que aceptar el cortejo de Lord Witthall puede ser un desafío
intelectual para ti, puedes estudiar su comportamiento irracional, entender
cómo se maneja en sociedad… y, de paso, matar el aburrimiento del
invierno británico.
—No hablas de romance… —se aseguró la joven, a quien la idea de
volver a generar un vínculo afectivo tras tantos engaños le resultaba
abrumador.
—¡No, por supuesto que no! Romance con el conde Loco… ¡Ja! —
Henriet la atravesaba con la mirada, en ese momento, Vanessa pudo
asegurar que tenían los mismos ojos, casi negros, penetrantes y perspicaces
—. Hablo de estudio.
—De ciencia… —musitó ella. Y Henriet sonrió.
Sí, caviló Vanessa, ciencia. Recordaba su «estudio» anterior. Sin duda
la ciencia junto a William Witthall era más que interesante… y tentadora. Y
le daba algunas excusas para explorar asuntos que habían quedado en el
tintero. ¡No!, no eso de besarlo, claro que no… ¿O sí?
Y mientras la mente de Vanessa viajaba a los días cálidos de Sameville
y a un momento de demencia compartida, Henriet brindaba con su taza de
té. Oh, las cuatro de la tarde era la hora de las brujas en Inglaterra.
Capítulo 3

Philip y Henriet se debatían en cuál era el mejor escenario para enfrentar a


esos dos. ¿Un paseo en el parque? No, lo más probable era que no
compartieran ni una palabra. ¿Un té?, demasiado breve para que pudieran
conocerse. La ausencia de bailes y veladas debido a las bajas temperaturas
acortaba las posibilidades. Por fin, se decantaron en una cena informal.
Invitarían al conde como tantas veces en el pasado, cuando solo era un
alumno más de Cambridge que gustaba de charlas amenas con un
reconocido profesor.
Vanessa se evadía en el estudio y en el desarrollo de algunos artículos
más. Tras firmar varios como el Doctor C, tenía la intención de que su
pseudónimo saltara de los folletines para dama a las entregas de ciencia
para caballeros. Patinson solía renegar de que eso era demasiado peligroso,
que su identidad podía ponerse en jaque, pero la señorita Cleveland estaba
decidida.
¿De qué valía su buen nombre? Había intentado limpiarlo en ese viaje
con el único fin de ganarse el perdón de su padre, como eso no ocurriría, de
nada servía ser cautelosa. Su ambición era que al fin se la reconociera, y
aunque no fuera por su verdadero nombre, ella sabría la verdad. Con eso
bastaba.
Patinson se propuso mover los hilos y asegurarse de los pagos. Las
notas para Lady and society eran bien remuneradas, y creía que sería capaz
de conseguir duplicarlo de lograr una publicación oficial.
Ojalá eso la ayudara a pensar en algo más que en los secretos de Sir
Johnson y en la inminente llegada de William Witthall. El conde la
desconcertaba como nadie antes, en su mirada brillaba la inteligencia y en
su comportamiento, la demencia. Era un rompecabezas que la tentaba a
descifrarlo, que la desafiaba y la llamaba. ¿Por qué se alejaba entonces?
¿Por qué no podía verlo como Henriet, como un entretenimiento?
La respuesta estaba oculta allí donde ella la había enterrado: porque le
asustaba. El beso la había trastocado, no esperó sentir en sus labios esa
corriente, esa tentación de ir más lejos de lo apropiado. A veces, cuando lo
pensaba, imaginaba sus ojos castaños rodeados de espesas pestañas, el
hoyuelo de su mentón y sentía el calor de la palma del hombre en la nuca,
como si la hubiera marcado a fuego allí, en el único rincón de piel que
había tocado.
No quería sentir atracción por ningún hombre, menos que menos, por
ese loco que hablaba de duendes y espantaba a la gente con conversaciones
sobre arte griego. Recordar cómo se había deshecho de los nobles para darle
espacio a Cameron y Sean la hizo sonreír a su pesar, y le hizo cavilar la
posibilidad de que ser demente era mucho más fructífero que ser arisca. Al
parecer, conseguía su cometido con mayor éxito, el de espantar a las
personas.
La cena se presentaba como una buena oportunidad para conocerlo más
a fondo, para estudiarlo científicamente. ¡Oh, Henriet, eres más peligrosa
que yo! La mujer se salió con la suya, sembró en ella la semilla de la
curiosidad. Y la curiosidad y el saber eran hermanos.
Vanessa estaba algo agotada, las emociones la superaban, sobre todo
porque ella no era de darle rienda suelta. Y negar todo el tiempo lo que le
sucedía, luchar contra esas sensaciones de apremio, era una tarea que
requería de todas sus fuerzas. Por ese motivo, cuando Melanie, la doncella,
golpeó dispuesta a prepararla para la noche, la joven Cleveland decidió no
analizar el porqué de la elección de vestuario.
—Este —dijo sin más, tomando un vestido de noche color crema con
detalles en piel gris y algunos bordados de plata. Era el más bonito de su
guardarropa, y usó de justificativo que a la vez era el más abrigado.
—Excelente elección, si me permite… creo que un tocado sencillo
resaltará más la belleza del vestido.
—Lo dejo en tus manos, no sé mucho de moda. —¡Y un demonio!,
claro que sabía de moda, sabía de todo, y los años entre personas
influyentes de América la había dotado de un excelente gusto. No era
vulgar como los que querían ostentar, ni aburrida como los más
conservadores. Era atractiva, inteligente y elegante, y solo su actitud la
llevaba a agriar el cuadro.
Melanie estaba entusiasmada por la tarea, pocas veces Vanessa le
permitía utilizar su talento para realzar los atributos, tan ensimismada por
pasar desapercibida o, incluso, desmerecerse. Esa noche era la oportunidad
de reivindicarse, y si la joven regresaba a Boston, ella podría marcharse del
techo de los Johnson con una halagüeña carta de recomendación.
Ajustó las cintas del corsé con esmero para delimitar la ya estrecha
figura de la muchacha, sin excederse de modo de que su rictus no se viera
afectado por la asfixia. Los senos de Vanessa quedaron elevados, mostrando
el nacimiento como una promesa de delicias. El vestido no era acampanado,
ni lleno de volados. Se trataba de un corte romano, ajustado a la moda
victoriana. Con mangas largas pero finas, que se aferraban a los brazos, y
un escote bajo disimulado por la piel gris que la abrigaba. Un collar
quedaría demasiado cargado en el delgado cuello de la joven, por lo que
optaron por un par de pendientes largos y nada más. El cabello fue llevado
hacia la coronilla en un moño sencillo que dejaba suelto apenas algunos
mechones para enmarcar el rostro de ángulos definidos, de pómulos altos,
boca ancha y llena, nariz pequeña y ojos almendrados.
Estuvo lista en el mismo instante en que la campañilla de ingreso
sonaba y Lord Witthall era anunciado. Las mariposas en el estómago de
Vanessa fueron confundidas con hambre, y así, mientras el mayordomo
recibía de William el sombrero y el abrigo, la joven Cleveland descendió
por las escaleras hasta quedar frente a frente con su invitado.
En ese segundo, pareció que el mundo se detenía y que solo estaban
ellos dos, atrapados en un divertido recuerdo de verano. Vanessa quería
romper el embrujo, pero se sentía incapaz. Si se acercaba a él sería peor, si
se quedaba ahí demostraba el impacto y si huía probaría que, en el fondo, le
temía.
Sus miradas quedaron unidas, y ella quiso creer que provocaba en él el
mismo efecto. No entendía sus motivaciones, era capaz de desenredar los
hilos mentales de los demás, y nunca los suyos. No quería admitir que se
sentía ofendida, porque eso era asumir que William le despertaba
emociones. Algo que apenas si lograban sus allegados, jamás un completo
extraño.
Sin embargo, la ofensa estaba. La ofensa ante el olvido de su nombre, o
el simulacro de tal descuido. La ofensa ante la petición de matrimonio
directo a su tutor, sin preguntarle a ella, como si fuera un objeto de
intercambio. La ofensa ante el despertar de cosquilleos en su cuerpo, sin
que ella le hubiera otorgado tal derecho.
—Milord, ¡qué alegría! Pase, pase… —La voz de Sir Johnson cumplió
la función de romper el encantamiento, y la sonrisa casi satisfecha y
victoriosa que le brindó al verla paralizada en el descanso de las escaleras
terminó por convencer a Vanessa de que no eran mariposas lo que sentía en
el estómago, sino la más profunda ira—. Vanessa, querida, estás radiante.
¿No lo cree así, milord?
—Sin duda, favorecedor —comentó de manera escueta, desestimando el
esfuerzo de la doncella y de la misma señorita Cleveland. La muchacha se
sintió aún más ridícula cuando terminó de presentarse en el salón principal
donde aguardarían con algunas bebidas a que anunciaran la cena.
William tenía un modo extraño de llevar un cortejo. Y aunque la
agresividad de Lord Bridport en la caza de Miranda le había parecido
excesiva, en esos momentos Vanessa pensó que lo prefería antes que el
comportamiento demente del conde. ¿Cómo esperaba que ella aceptara la
propuesta si no hacía más que ignorarla?
Se acomodó en un sofá individual, cerca de donde Henriet descansaba
con una pequeña copa de licor, y se sumió en el silencio a rumiar el
malestar de manera mental. Tan concentrada en su enojo estaba que fue
incapaz de dilucidar el verdadero efecto que tenía en Lord Witthall.
El conde debatía con atención dividida sobre la última propuesta de
Richmond en la cámara de lores. El tema de la contaminación del aire en las
inmediaciones de Londres parecía ser un tópico que los nobles no querían
tratar. Siempre que la contrapartida del progreso recayera en los pobres, no
sería un tema central para los ricos. De todos modos, William era lo
suficientemente humanista como para entender que algo debía hacerse, y las
propuestas del marqués parecían lógicas. Al igual que en el pasado, no
podía mostrar su apoyo de manera directa, o el rumor de locura que lo
rodeaba alcanzaría Lord Shropshire y con ello, les daría motivos a los
opositores. En cambio… si volvía a jugar a ser opositor…
Intentó que su mente pudiera completar su plan demencial en torno a la
proposición, por desgracia, la muy maldita estaba demasiado concentrada
en la señorita Cleveland. En su ceño fruncido, en el rictus que tensaba sus
labios, en las curvas que se lucían debajo de la pesada tela de su vestido y
en la suavidad de la piel que lo llamaba. Quería que fuera su esposa, no
recordaba anhelar tanto algo en años. De hecho, hacía décadas que los
deseos para él eran asuntos vedados. Todos ellos. Hasta un amanecer de
primavera, un beso robado que le recordó de qué estaban hechos los sueños.
De obstáculos, sin duda.
Otra muchacha hubiera accedido ante el título de conde, y no
cualquiera, uno de los más antiguos de Inglaterra. También ante el atractivo
del portador de dicho título, que no era un vejestorio, sino un apuesto joven
próximo a la treintena. Otra muchacha… no Vanessa, no la que él quería. A
ella debía darle algo más que apariencias y reliquias empolvadas.
—La cena está lista —anunciaron y los cuatro se pusieron de pie para ir
al salón comedor.
Ante la disputa entre el protocolo del anfitrión y el del rango, la primera
muestra de excentricismo de la noche tuvo lugar frente a la disposición de
platos que dejaban al conde en la cabecera de la mesa.
—No es necesario —insistió William, cohibido. Vanessa lo observó de
soslayo, desde su lugar a la izquierda de Witthall.
—Por favor —insistió Sir Johnson—, esta noche es nuestro invitado de
honor.
El conde comenzaba a incomodarse, y la demostración fue tan evidente
que Vanessa maldijo el retorcijón en el estómago que eso le produjo. Las
mejillas del hombre se tiñeron de escarlata, y su cuerpo alto y esbelto se
volvió pesado y torpe. Podía observarse en él la falta de práctica en temas
sociales y el deseo de huir que la situación le despertaba.
—Eh, sí… gracias… —La tensión crecía, al tiempo que el conde no se
decidía. La señorita Cleveland se apiadó de él, a su modo.
—Oh, vamos, no sé para qué hacemos tanto alboroto. Ni que uno, tan
solo uno, de los aquí presentes estuviera tan cuerdo como para seguir las
normas.
Sir Johnson quiso reprenderla por su muestra de desfachatez, fue
acallado por un codazo para nada sutil de su madre. Como el lado derecho
estaba ocupado por los Johnson, solo quedaba situar al hombre junto a ella.
Sin más dilataciones, comenzó a reacomodar los platos y varios cubiertos,
las dos copas y las servilletas en la nueva ubicación, hasta que una de las
sirvientas, horrorizada ante lo que veía, se apuró a reemplazarla en la tarea.
—Listo —sentenció Vanessa con satisfacción—, los dementes de la
mesa redonda. ¿Empezamos?
La luminosa sonrisa que le brindó William quitó lo incómodo del
momento, y fue la bandera que marcaba el inicio de la velada.
—Claro que sí. Muchas gracias —susurró solo para ella, y Vanessa
simuló restarle importancia con un gesto. Lo cierto era que no había
contado con la cercanía del hombre ni con el efecto que tendría en ella la
sincera sonrisa.
Un beso no podía bastar como prueba, se dijo mientras traían la sopa
como primer plato, un solo experimento… podía ser fallido. Debía de
repetirlo si quería conseguir una conclusión confiable. Ciencia, se repitió
con la vista puesta en Henriet, ciencia e investigación. Eso era lo que la
carcomía, le sensibilizaba la piel, la electrizaba y tentaba. Tenía que ser eso.
—Dígame, milord —interrumpió Henriet ya en el segundo plato. La
mujer comenzaba a preocuparse por el mutismo de la pupila de su hijo y se
inquietaba ante un posible fracaso. Philip y William habían debatido
historia, arte, filosofía, política y hasta mecánica, sin que nada de eso
despertara el interés de Vanessa… o su apetito. El plato se iba intacto y
llegaba uno que parecía compartir el mismo destino—, tengo entendido que
en el pasado solía componer unos bellos poemas. Que sus letras han
conquistado infinidad de corazones…
La risa de William, divertida, hizo que la joven Cleveland mascara la
ración de pato que estaba frente a ella.
—Eso ha sido siempre un juego, algo de rebeldía juvenil, no más.
—¿Rebeldía? —Vanessa se atrevió a mostrar interés. Ella conocía muy
bien de actos rebeldes, y Sir Johnson comenzó a sudar pese a las bajas
temperaturas. Sabía que se estaba jugando una muy grande con esos dos, no
deseaba que nada saliera mal.
—Sí, es… —William dejó la servilleta en su regazo y se giró hacia ella
para brindarle su total atención. También una magnífica vista de sus labios
y de esa mandíbula definida que comenzaba a mostrar los indicios de barba.
Estaba segura de que solo alcanzaba un día para que el vello facial cubriera
por completo esa zona de su rostro—. Me temo que solo intentaba ser un
quebradero de cabeza para mi padre, sin que eso trajera consecuencias en
personas que nada tenían que ver. Me pareció que los poemas cumplían esa
función… era joven, señorita Cleveland.
—Ni que ahora fuera viejo —musitó la joven, sin poder contenerse, y se
mordió para castigarse por idiota. ¡Cómo iba a decir eso!, temía alzar la
mirada hacia los Johnson y ver en ellos sus gestos de reprobación. Aunque,
pensó con cierta esperanza, si los avergonzaba a ellos también, entonces la
dejarían marchar sin más.
Si hubiese comprobado en lugar de especular, hubiera visto que la
mandíbula de Johnson caía presa de la gravedad, mientras que Henriet
estaba a punto de aplaudir presa de un arrebato de dicha. Y si bien la
anciana quería concretar esa unión, que esos dos se besaran con el fuego
que mostraban en sus miradas, allí, como si no hubiese testigos, era por
demás inapropiado. Por lo que intervino con una nueva indagación:
—¿Escribir sobre el amor era un acto de rebeldía?
—¡Oh, no! —contradijo divertido, y Vanessa largó el aire cuando no
tuvo los ojos del hombre sobre ella—, cobrarlos, venderlos. Hacer una tarea
«burguesa» —remarcó—. Mi padre tenía una idea algo… conservadora
sobre las tareas de un conde.
—Entonces, si era por algo tan básico como el dinero —prosiguió
Henriet, con la vista clavada en la muchacha en lugar de su interlocutor—,
¿cómo conseguía inspirarse? Permítame decirle que tuve el gusto de leer
uno, y fue magnífico. Tanto que no tuve el corazón de decirle a mi buena
amiga que su marido no lo había escrito.
Vanessa se mordió la lengua para impedir que de ella brotara el
entusiasmo por leer la prosa del conde Loco. Para estudio, claro. ¡Ciencia,
Vanessa, ciencia!, oh, ese día estaba más olvidadiza que la señora Johnson.
—Mal me temo que mintiendo, inventando y tergiversando las palabras
—confesó el falso poeta—, verá, señora Johnson…
—Henriet —lo corrigió, invitándolo al tuteo, con la esperanza de que
esa confianza fuera la puerta que le diera ingreso a la familia.
—Henriet… verá, muchas veces deseamos la ilusión del amor, del amor
romántico, ya me entiende. —En esa ocasión, fue la señorita Cleveland la
que se giró para contemplarlo con plena atención—. Es fácil vender esa
idea, pues es perfecta, exacta, es casi… matemática. Y uno puede escribir
versos y versos hablando del sacrificio, del amor después de la muerte, de la
desesperación ante la ausencia del otro…
—¿Y no se supone que eso es el amor romántico? —se atrevió a
indagar Vanessa, olvidando que se adentraba en un tema peligroso de tratar
con William. La última vez habían zanjado el asunto con un beso que hasta
ese día la asaltaba en sueños.
—Usted misma lo dice, señorita Cleveland, se supone. Pero no siempre
lo es, y uno no pone en un poema con el que quiere ganar algunos peniques
que el amor a veces es egoísta, que no siempre se trata de altruismo. Que, si
no lo domamos, de alguna manera, puede volverse un arma de doble filo,
una que lastima a quien ama y a quienes amamos. Que no solo es ciego a
las infidelidades y a los defectos, que nos enceguece de nuestros errores o
que nos convence de los ajenos… El amor es algo bello pero imperfecto…
Es…
—Como el arte —completó ella.
—Y cuando al fin se eleva por sobre lo mundano, por sobre lo que se
supone que debe ser, para ser lo que en realidad es, entonces comprendemos
que estuvimos observándolo como hacían los hombres con el Universo
antes de Galileo, desde un punto de referencia falso, subjetivo,
egocentrista…
—Ciencia —susurró ella, ya sin ánimo de rebatir. Bajó la vista al plato
y simuló comer, a la espera de que a su alrededor cambiaran de tema.
Lo sabía, en ese momento se ponía en evidencia. William Witthall era
ese quien le había hablado de amor a Johnson. El origen de esas palabras
que a ella la habían atormentado y llevado al alba a su encuentro. La
vergüenza le teñía las mejillas y quería volverse ira. William sabía de qué
hablaba esa mañana, se había reconocido en su propia conclusión, ¡y ella le
había reclamado un beso!
El postre llegó, y con él la determinación de poner fin no solo a la
velada sino también al cortejo. No permitiría que Henriet, Sir Johnson y
Witthall jugaran a ese macabro juego.
—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó William en un murmullo.
—Sí, perfectamente. Es más, por fin hallo la respuesta…
—¿A qué?
—A quién de los dos está más loco. No necesitamos duendes o patos…
—¿Y cuál es el veredicto?
—Usted, por supuesto. Al fin de cuentas cree en los duendes, y la
diatriba del amor con la que yo creía desquiciarme en realidad es de su
autoría. Así que… si me permite. Si me permiten —dijo en esa ocasión en
dirección a todos—, me gustaría retirarme a descansar. Fue un día agotador.
Debía esperar a la aprobación, por pura cortesía. Si no se la daban, se
marcharía sin ella. No quería soportar un segundo más de ese falso
espectáculo.
—Por supuesto, querida —concedió Henriet.
—Si no es mucha molestia —intervino William antes de darle el éxito
deseado—, me gustaría conversar con usted. Le prometo que no será más
de un par de minutos.
Se sintió acorralada, y no le agradó en lo absoluto. Claro que, si se
retiraba de la mesa, le daba la invitación a Witthall de hacerlo con ella. Y un
par de minutos no se le negaba a nadie. Decidió que los aprovecharía para
dar su respuesta definitiva.
—Bien, claro. Si no le molesta que sea con un té en la biblioteca… —
sugirió—, creo que empieza a dolerme la cabeza.
Witthall miró derredor, solicitando el permiso, y Johnson asintió al
tiempo que Henriet se ponía de pie para cumplir la función de carabina.
Fueron conducidos a la biblioteca, la habitación más extensa de la casa, y
mientras la anciana se acomodaba en el sofá cerca del hogar, la pareja se
distanció un par de metros para contar con la intimidad necesaria.
Una vez a solas, las palabras se hicieron aire. A ambos los asaltaba el
recuerdo del único momento compartido, y el modo inocente, y a la vez
trascendental, en que los había afectado. Vanessa era incapaz de no sentirse
tentada por esos labios y eso acrecentaba el sentimiento de burla, de saberse
en desventaja. Por eso, cuando Witthall comenzó el discurso con esa misma
premisa, le fue imposible interrumpirlo pese a desear poner fin al asunto
con premura.
—Creo que he sido deshonesto con usted, señorita Cleveland.
—Yo creo lo mismo —replicó de mal modo, y cruzó los brazos en un
porte molesto. Ojalá no lo hubiera hecho, porque los ojos de William
bajaron por el escote como si de allí lo llamaran, y el impulso le costó una
mirada de puro fuego infernal en los ojos café de Vanessa.
—Conozco sus intenciones de volver a Boston y proseguir con sus
estudios. Sir Johnson me lo ha confesado cuando hablé con él sobre este
asunto…
—Tendría que haber hablado conmigo…
—Ya tenía su respuesta. ¿O acaso hubiese recibido algo distinto a un
no?
—Ni lo recibirá, milord. Mi respuesta a su propuesta no hecha
correctamente es no —rectificó la joven.
—Antes, permítame expresarme, porque creo que nos estamos
malinterpretando.
—¿Ah, sí? —El sarcasmo inundó el ambiente.
—Sí. Como dije, conozco sus intenciones y motivos, y entiendo el
porqué de su respuesta, pero le contaré mis razones… —Tomó aire antes de
proseguir, y Vanessa se deleitó un poco ante el nerviosismo. Lamentó haber
salido a su rescate durante la cena, tendría que haberlo dejado sufrir el rol
de conde y ampararse en los protocolos que tan incómodo lo ponían—. Si
bien poseo uno de los títulos más prestigiosos, estoy en la bancarrota —
confesó.
—Escuché eso, pero bueno, también escuché que cree en duendes. No
suelo hacer caso de los rumores.
—Ambos son ciertos —intentó bromear—. En definitiva, necesito
casarme y necesito dinero. Y usted cumple ambos requisitos.
—Muy halagador, milord. Perdón si no me sonrojo y sufro un vahído,
es que el invierno me quita las ganas de caer al piso. —Apretó los dientes
ante la furia, y más aún cuando William, en lugar de sentirse tocado,
continuó con su para nada romántica propuesta.
—Desde hace unos meses —explicó sin especificar que era desde el
beso en casa de los Thomson—, que he pensado mucho el asunto, y he
llegado a la conclusión de que sí existe algo que le puedo ofrecer a cambio
de casarse, que es algo que no quiere hacer, con un noble británico, que la
obliga a vivir en Inglaterra, y encima a medio fundir.
—¿Sí? —se mosqueó la muchacha—, ¡con lo alentador que lo hace
sonar! No se me ocurren más motivos.
William se puso de rodillas ante ella, sacó una alianza familiar y la
presentó como una ofrenda.
—Señorita Vanessa Cleveland, ¿acepta ser el onceavo conde de Dorset?
Capítulo 4

Lord Witthall se merecía un aplauso popular por la propuesta matrimonial


más desquiciada de todos los tiempos. ¿Conde de Dorset?
La respuesta más apropiada hubiese sido apelar a su tan reconocida
locura, pero Vanessa estaba hasta la coronilla de esa redundancia, debía de
explorar otros territorios con nuevos adjetivos, porque intuía que iba a
necesitarlos a todos.
Tal vez era embriaguez. No, lo descartó, el hombre apenas había tocado
su copa de vino. ¿Intoxicación alimentaria? No, de ser así todos
sucumbirían al mismo delirio, y Vanessa seguía aferrada a su cordura. ¿Otro
tipo de intoxicación? Había leído sobre los efectos de determinadas plantas
y flores, algunas hasta podrían llegar a ocasionar alucinaciones. Si indagaba
en la idea todo cuadraba, él, su conducta... ¡Dios, los duendes!
—Levántese, Lord Witthall... por favor. —Si ella continuaba navegando
en el mar de posibilidades que justificaran el comportamiento del tal
William, el pobre sufriría de un calambre de un momento al otro.
—No hasta que me dé una respuesta.
—Pues de ser así, caemos de cabeza a un conflicto, porque hasta que no
se levante no voy a darle respuesta alguna.
No iba a llevarle la contra en la circunstancia actual, Witthall sabía la
clase de fiera que era la mujer a la que se estaba enfrentado, se incorporó
hasta recobrar la verticalidad total, el anillo familiar, que todavía era
exhibido en su mano, quedó en línea directa con los ojos de Vanessa.
—¡Guarde eso de una vez por todas! —demandó la señorita Cleveland,
no podía negarlo, había tenido una vida de lujos, reconocía algo bello
cuando lo veía, y no quería pecar de vanidosa.
—Imposible, es un protagonista más en el presente acto.
Tenía que reconocer que la determinación del conde era un suceso
inesperado, todavía no decidía si le agradaba o la fastidiaba. El diamante
central del anillo brillaba en complicidad con las velas provocando un
molesto reflejo en sus ojos, a modo de alivio momentáneo, Vanessa lo
capturó con un movimiento ágil y delicado. Witthall sonrió, y el destello en
sus ojos suplantó al del diamante. ¡Estaba condenada!
—¿Eso quiere decir que acepta mi proposición?
—No —dijo extendiendo el anillo para que él lo recuperara.
—Pues eso es lo que se presta a interpretación. —Él dio un paso atrás.
No iba a aceptar una devolución, estaba claro. Volvió a sonreír.
Sí, estaba condenada. Lo que Witthall tenía de demente, ella lo tenía de
sumisa, o sea: nada.
—Lord Witthall, terminemos con esta puesta en escena, lo que sea que
busque o necesite no va a hallarlo conmigo.
—En eso se equivoca, sé que mi fama me precede, y contrario a lo que
se cree, no tomo decisiones a la ligera... —Vanessa resopló para enmascarar
el profundo deseo de quebrarse en una carcajada. William torció los labios
en una mueca. Sinceridad, tenía que ser sincero con ella—, algunas sí —se
corrigió ante la provocadora mirada de la bostoniana—. Bueno, la mayoría
de mis decisiones pueden serlo... pero no esta, no usted, señorita Cleveland.
—Su convicción me abruma, Lord Witthall —se burló. Henriet tenía
razón, William era un individuo digno de experimentación.
—¿Abrumarla? ¡Vaya, eso ya es un paso hacia adelante!
Con esa delicadeza, entre delirios, halagos y deseos, guiaba a la señorita
Cleveland al camino de su elección. ¡Quién hubiese imaginado que detrás
de esa fachada de conde caído en desgracia se encontraría un ser tan...
dulcemente manipulador!
—No, ningún paso, es más, seguimos en el mismo lugar...
—Yo no lo veo así —la interrumpió.
Él estaba decidido a convertirla en su esposa. Ella, a negarse. Así hasta
el infinito.
—Mayor motivo para rechazar su propuesta, tenemos perspectivas muy
diferentes, Lord Witthall. —Ni ella se creía eso, cada segundo que pasaba
junto a él en esa habitación confesaba lo opuesto—. Usted busca una
esposa, y yo no tengo la materia prima para serlo.
—¿Esposa? Perdón, creo que malinterpretó mi proposición. Yo no
busco una esposa.
—¿Y qué busca entonces? —Debía oírlo, registrar esas palabras en su
memoria para valerse de ellas en el futuro.
¿Futuro? ¿Desde cuándo pensaba en un futuro junto a él? Tal vez había
descartado demasiado rápido la hipótesis de intoxicación alimenticia. Sí,
ese pensamiento fuera de lugar debía ser uno de sus primeros síntomas,
estaba intoxicada.
De él, sin dudas.
—Ya se lo he dicho... un conde para mi condado.
—¡Deje de bromear conmigo, Lord Witthall! —Comenzaba a
inquietarse, había alcanzado su límite minutos atrás, en consecuencia,
estaba utilizando todas sus reservas de buena voluntad.
—Reemplacemos la palabra «conde» por «compañera». —Se apretujó
la barbilla sumido en una pasajera incertidumbre—. ¡No! ¡Compañera, no!
—La duda se evaporó para dar lugar a una de sus tan comunes sonrisas
luminosas—. ¡Una socia! Eso es... Y no puede negarse a tal empresa, no
una mujer como usted, señorita Cleveland.
¡Maldito encantador! ¡No, encantador no! ¡Desgraciado! ¡Maldito
desgraciado! Cómo se atrevía a utilizar esas palabras: «una mujer como
usted».
—¿Qué le hace pensar que sé sobre la administración de condados,
milord?
William rio con picardía. Se iría de ahí con una esposa, bueno, una
socia. Si algo lo caracterizaba era la paciencia, y por Vanessa, esperaría
todo el tiempo que fuese necesario.
—Lo mismo que me hace pensar que es pésima en las manualidades del
bordado.
Que le recordaran que era «pésima» en algo no era para nada adulador,
pero viniendo de él, y considerando que el bordado era su mayor enemigo,
le obsequió una sonrisa como respuesta. Pequeña, casi imperceptible,
aunque sonrisa al fin.
—No es solo cuestión de dinero, señorita Cleveland —continuó
sintiéndose en la gloria, una sonrisa de Vanessa era un buen augurio—, el
condado necesita una reestructuración, innovarse para estar a la altura de
otros; cuento con las tierras, en extremo ricas y provechosas, con ganado en
cantidad, y todo ello no me sirve de nada si no tengo a mi lado una mente
brillante que me ilumine. Verá —Sonrió, no quería que la sonrisa de
Vanessa desfalleciera—, mis conversaciones con los duendes, a veces...
solo a veces, tienden a llevarme a la dispersión.
¡Benditos duendes! Hasta comenzaba a sentir celos de ellos. Las
conversaciones con Lord Witthall venían cargadas de puro entretenimiento,
podía acostumbrarse.
El repentino silencio de Vanessa abrió una ventana que William estaba
dispuesto a aprovechar.
—No puedo brindarle lo que otros lores podrían ofrecerle, una vida de
comodidades y lujos, pero puedo ofrecerle algo que ningún otro está
dispuesto a entregarle...
—¿Qué? —lo interrumpió. El anillo, que todavía se encontraba en su
poder, se fundía con el calor de la palma de su mano. Ya eran uno, se
pertenecían.
—Libertad, señorita Cleveland... —Era el momento indicado para hacer
la jugada magistral, dio un paso para tomar su mano, esa que atesoraba el
anillo—, y un esposo que jamás se va a sentir intimidado por su mujer.
—¿Intimidar, milord? —lo provocó, era la última prueba para ella.
—Por favor, señorita Cleveland, los dos sabemos que las faldas son un
simple accesorio para usted. Ahora, vuelvo a repetir: ¿acepta ser el onceavo
conde de Dorset?
No había necesidad de conquistar a su corazón, había conquistado a su
razón, y con eso era más que suficiente. Tomaría lo que William Witthall le
ofrecía. Tenía que confiar en él, confiar en que el viento no se llevaría sus
palabras. Abrió la mano para liberar al anillo de la prisión de su piel y de su
testarudez, y con esa acción tan simple, no solo la joya fue libre, ella
también lo fue.
Antes del «sí» definitivo establecieron las pautas del contrato
matrimonial, o como ella prefería llamarlo: nueva sociedad. Por supuesto
entraron en discordancia de pareceres en menos de lo que cantaba un gallo.
En dos puntos en particular, solo en dos, Witthall se mostraba no dispuesto
a ceder, ella tendría el control de todo, de ser necesario podría tomar
decisiones radicales con respecto a la administración de las tierras, pero...
—en situaciones como estas el «pero» deja de ser una conjunción
adversativa para convertirse en un auténtico quebradero de cabeza— no
podía dejar sirvientes sin empleo, lo que ya se planteaba como un absurdo,
considerando que el condado estaba en bancarrota. En contraposición a ello
se encontraba ese otro punto, uno que Vanessa no sabía ni siquiera cómo
argumentar en contra: el lecho matrimonial. Witthall se negaba a las
habladurías, en su defensa alegaba que ya poseía bastantes como para
cargar una más sobre sus hombros. La espalda comenzaba a dolerle, eso
había manifestado ¡Patrañas!
Cuatro días. Sí, cuatro días tardaron en alcanzar el mutuo acuerdo. En lo
referido a los empleados, la cláusula de no despido, dada su falta de
conocimiento —debía visitar el condado para hacer un análisis correcto—,
fue puesta en pausa para futura revaluación. La otra era apremiante y
deseaba tenerla resuelta antes de poner un pie en la cama, perdón, en las
tierras. Compartirían habitación y lecho matrimonial, lo único puesto al
margen fue la intimidad de la pareja. William juró —y perjuró, demás
estaba decir— que no le reclamaría su deber marital, salvo que ella así lo
deseara.
Lord Witthall era todo un estratega cuando de romance se trataba, la
mitad de los matrimonios de Londres habían construido sus bases
sentimentales gracias a su poética manipulación. El amor era un arte para
él, y aunque ella se alzara ante él con las armas de la lógica y la ciencia, en
ese terreno, perdía. Todavía no lo sabía, pero perdía. Era hermosa, ansiaba
recorrer su piel, explorar más allá de su cuello, vencer la barrera de sus
labios, y eso haría que, cuando los cuerpos se rindieran, cuando el deseo los
consumiera, el disfrute sería mayor, sería único, sublime, porque sería
compartido.
***
La respuesta afirmativa que Vanessa le había dado a Witthall pendía de
un dudoso hilo, había asuntos que la joven de Boston debía resolver antes
de comprometerse, en especial porque ninguno de los dos deseaba
arrepentimientos tardíos, ni ser la comidilla de la ciudad. No tenían
intenciones de adjudicarse un apodo como el de Lord y Lady Escándalo,
aunque siendo sinceros, el más acorde a ellos sería: Lord y Lady Demente.
Con más razón entonces apelaban al anonimato. Ni siquiera Henriet estaba
al tanto del posible desenlace de la propuesta, la anciana mujer, aunque
demostrara ser una aliada, no era más que una espía de Sir Johnson.
Vanessa debía reconocer que, con el pasar de los días, la fidelidad de
Lord Witthall había sido puesta a prueba en más de una oportunidad, la
promesa de mutismo absoluto había sido cumplida al punto tal de
enloquecer a Johnson. El hombre estaba en la más completa oscuridad,
desde aquella primera cena de cortejo que no habían vuelto a tener noticias
de él. Cualquiera diría que un hombre como el conde que se jactaba de su
cualidad poética y de su gran historial de románticas misivas se
desenvolvería de una manera más atenta, más...
—No quiero ser el pajarillo torturador en tu cabeza, Philip, pero la has
liado con Witthall.
A Henriet le agradaba el joven conde; cuando de un debate filosófico se
trataba, él era un ingrediente fundamental para asegurar un buen resultado,
ni hablar en el ámbito artístico, una palabra podía llevarlo a un monólogo
eterno.
—No, madre... —La duda le atenazó las manos, apenas pudo sostener la
taza de té—. O tal vez sí, no puedo confirmarlo aún.
El silencio era compartido entre la muchacha y el conde, y si Sir
Johnson se valía de ello, el fracaso todavía no era un hecho, Vanessa
continuaba ahí, bajo su techo y cuidado. Prefería el silencio antes que la
despedida, por eso se sentía en deuda con Witthall y con su maravillosa
sincronía. Había golpeado a su puerta en el momento perfecto, si no hubiese
sido por la inesperada propuesta, Vanessa, terca, rebelde y aventurera como
era, se hubiese marchado. Estaría en algún lugar del atlántico camino a una
vida de la que ya había sido exiliada.
—Quiero equivocarme, Philip, en verdad quiero, por desgracia, todo
queda en manos del conde, y no quiero ser una aguafiestas, pero no creo
que tengan la fuerza suficiente para retener a Vanessa.
—Disculpa si estoy en desacuerdo contigo, madre —Le puso fin a la
travesía que estaba llevando a cabo, la taza de té nunca llegaría hasta sus
labios. La dejó reposar sobre el plato—, William es un hombre de
recursos...
—¿Recursos? —Henriet sí disfrutaba de su templada infusión, y tuvo
que hacerla a un lado para evitarse un posible bochorno protocolar, casi
escupe la bebida ante lo oído—. Me imagino que no te refieres a «recursos
financieros», porque si «loco» es su segundo nombre, «bancarrota» es su
segundo apellido.
—Si quieres abordarlo desde ese punto, está cumpliendo con el
cometido de Robert, darle uso a su dinero con un fin particular.
—Un fin muy particular —replicó Henriet con el fastidio a flor de piel,
el nombre de Robert Cleveland la sacaba de sus casillas—, deshacerse de
ella.
—No caeremos de nuevo en esa discusión.
Philip estaba dispuesto no solo a abandonar el té, sino también el lugar
en la mesa junto a su madre, prefería aislarse en su despacho, encerrarse en
pensamientos, mantenerse lejos de Vanessa. Eran dos arbustos podados por
la misma tijera, dos piezas de relojería iguales.
—Por supuesto que no caeremos en esa discusión, qué sentido tiene
ahora, lo hubiese tenido años atrás si me hubieses oído, debiste haber ido
por ella el mismo día en que su madre murió. —Una vida de lamentaciones
no alcanzaba, ni para ella ni para su hijo, por eso era que Henriet había
pactado una longeva vida con su diablo personal, más años significaban
más amargos arrepentimientos. Siempre hallaba el hueco perfecto en la
herida de su hijo. Le dolía hacerlo sangrar, por supuesto que sí, pero a veces
se necesitaba de ese rojo carmesí para comprender la naturaleza de la lesión
—. Robert no hizo más que dinamitar su espíritu.
—Y ya hemos comprobado que no lo consiguió —interrumpió él con
un extraño tono de orgullo en la voz—, al contrario, la motivó a ser todo
aquello que le prohibió.
—¿Y te parece que eso es digno de enaltecer? A los ocho años de edad
se necesita cariño, Philip, contención, no una biblioteca plagada de libros
como único sostén.
—¿Acaso crees que yo le hubiese dado una vida mejor? —Sir Johnson
había entregado su vida a los estudios con la intención de convertirse en lo
que en el presente era: un catedrático de renombre reconocido en cada uno
de los continentes.
—¿Tú? Por supuesto que no, si hay algo en lo que te comparas con
Robert es en el maldito egoísmo. —Fue un golpe certero y compartido, la
influencia Johnson había tatuado en la piel de Philip el excesivo amor en
desmedro de los demás, y ella no había podido luchar en contra de ello—.
Nunca pudieron ver más allá de la hoja de un libro. Pero esta familia no está
compuesta solo por ti, aquí estoy yo, siempre lo estuve, podría haber sido la
diferencia en su vida.
—Podrías, madre, tú misma lo has dicho... lamentablemente eso forma
parte del tiempo pasado, en el presente solo cuento con Witthall.
—No, en el presente sigues siendo una marioneta de Robert.
La actitud de Philip, desde minutos atrás, indicaba una clara intención
huida. No había sucedido, y Henriet decidió valerse de la oportunidad
desaprovechada por él para hacer más notorio su desacuerdo. Capturó su
bastón, golpeó la cerámica bajo sus pies, y de un solo movimiento
abandonó la silla. Su dramática partida se vio impedida por el delgado
cuerpo femenino que reposaba contra el marco de la puerta del salón.
—Una vez más, Henriet, coincidimos en pensamiento.
Sir Johnson se sobresaltó, comenzaba a no sentirse a gusto bajo su
propio techo, a la mirada asesina de Vanessa se le sumaba la de su madre.
Demasiado fuego a combatir para un hombre especializado en letras.
—Ya que todos nos hallamos sumidos en la misma consonancia llamada
«Robert Cleveland», y viendo y considerando que mi intención de enviar
una epístola a mi padre fue coartada días atrás, me veo obligada a
encomendar la tarea a usted, Sir Johnson. —El nombre atravesó los labios
de Vanessa como si fuese un rayo decidido a impactar en la copa de un
árbol en particular—. ¿Cree que podría concederme ese último favor?
Henriet se dejó caer de nuevo en la comodidad de la silla, por el bien de
esos dos debía de actuar como silenciosa mediadora.
—Lo que necesites, Vanessa, solo tienes que pedirlo. —Philip pretendía
poner un paño frío entre ellos.
—¡Vaya discurso contradictorio! —se mofó ella dejando escapar más
que un resoplido—. Mis necesidades han sido puestas a un lado desde el
mismo día en que mi padre me envió aquí, y usted, Sir Johnson —Otro
rayo, impactando sin piedad—, se lo ve muy comprometido a llevar a cabo
la misma función.
Traición, esa palabra definía a la emoción que sentía con respecto al
hombre que ocupaba el rol de su tutor. La admiración y el nacimiento de un
afecto sincero habían caído en un pozo ciego, y con el tiempo, perecerían
ahí gracias a los eventos naturales de la vida. No tenía un hogar al cual
regresar, no tenía un hogar en ese rincón del mundo, solo tenía a William
Witthall, el hombre que, sin demandar nada, le ofrecía todo, le ofrecía lo
suficiente; y lo que, segundo a segundo, desestabilizaba la balanza
colocándola a su favor era que lo había hecho valiéndose del traje de la
honestidad.
¡Honestidad! ¿Era mucho pedir? No, no lo era. Sin embargo, su padre se
la había negado, y el hombre que se encontraba frente a ella flameando la
bandera de la protección también lo había hecho.
—Algún día entenderás mis razones —murmuró por lo bajo Philip a
sabiendas de que no poseía herramienta de defensa a su favor.
—No, no lo haré, y si soy sincera... la única sincera aquí —agregó con
una intensa dosis de sarcasmo—, razones más, razones menos, no me
interesan. Cumpla con su labor, Sir Johnson, tenga a bien informarle a mi
padre que, de aquí a unos días, dejaré de ser su «responsabilidad» para
convertirme en la de otro.
La reacción ante lo dicho fue inmediata, tanto para Johnson como para
Henriet. Combinaron en miradas y luego, juntos, acecharon a la bostoniana.
—¿Has aceptado la propuesta matrimonial de Lord Witthall? —Alguien
tenía que preguntarlo, y Philip se encomendó a la peligrosa tarea.
—Sí, y el enlace se llevará a cabo a la brevedad.
—Querida, no tienes que apresurarte. —Henriet intervino con la voz a
pasos de quebrarse.
Vanessa atravesó el salón comedor en un par de zancadas, se aferró a las
manos frías y delgadas de la mujer, las acarició como un intento de
otorgarle calor y afecto.
—Agradezco cada instante que me has brindado, Henriet, cada taza de
té, cada caminata a tu lado... —La angustia de la primera despedida le
anudaba la garganta—. Sin duda, has hecho de mi estadía algo memorable,
y siempre estaré agradecida, por fuera de ello... no deseo pasar ni un minuto
de más en esta casa.
Besó sus manos, luego su frente y le obsequió una pequeña sonrisa.
Retomó el andar para abandonar el salón, ya los había anoticiado de su
decisión.
—¿Vanessa? —Johnson no deseaba ese punto final entre ambos.
Ella se detuvo. La imagen de su erguida espalda fue lo único que
Henriet y Philip pudieron contemplar.
—Lord Witthall se hará presente para coordinar con usted los últimos
detalles de la unión. Ahora, si me disculpan, debo poner en orden mis
pertenencias...
La repentina soledad fue comparable a una puñalada para los Johnson.
Henriet se aferraba a la entereza que la edad le había dado para no
quebrarse en lágrimas y maldecir a su hijo en todos los idiomas aprendidos.
Se incorporó con la ayuda del bastón y, ni bien estuvo en posición vertical,
se enfrentó a su hijo:
—¿Satisfecho?
No, Sir Johnson se desangraba por dentro, pero contenía la hemorragia
gracias a las lecciones protocolares que tanta mella habían hecho en él.
—Al menos la tenemos en Inglaterra con nosotros.
Con su cercanía le bastaba, era más de lo que podía reclamar, más de lo
que merecía. Pensó en Witthall. Era el correcto, se repitió.
Sí, era lo correcto para su niña.
Capítulo 5

No debía alzar la voz, no era propio de una dama. No debía enfadarse,


llevaba días de ese modo y hasta le había salido un grano que Henriet acusó
a su mal humor. No… pero…
—¡Witthall! —exclamó e hizo retumbar las paredes de la casa de Sir
Johnson.
El nombrado estaba en el despacho de Philip ultimando detalles, aunque
en lugar de hacer eso, se concentraban sobre un debate relacionado a la
economía de Las Indias.
—Creo que la señorita Cleveland se ha enterado de las buenas nuevas
—comentó William, tranquilo, sin mostrar indicios de que la voz de
Vanessa acababa de romper su tímpano—, si me permite…
—¿No desea esperar a que se le tranquilice un poco y vuelva a ser la
Vanessa racional que todos conocemos? —La enigmática sonrisa del conde
fue la única respuesta. Sir Johnson asintió ante la siguiente exclamación de
su pupila, que, por el volumen, indicaba que se aproximaba a ellos, a su
presa.
Los cuerpos de los prometidos impactaron en el medio del corredor.
Vanessa por poco cae sobre sus nalgas producto del rebote, solo los brazos
de William se lo impidieron. El calor del contacto los afectó, y fue ella
quien permitió que la furia ganase una vez más sobre la pasión.
—¡Witthall! ¿Qué dem… qué significa esto? —inquirió con un papel
entre sus manos. El conde la observó desde los centímetros que la
diferencia de altura le otorgaba. Vanessa era un huracán de temperamento y
belleza, tenía las mejillas sonrojadas que resaltaban aún más los pómulos
altos, y sus labios, tensos, invitaban a ser besados.
—Nuestro permiso de boda.
—¡Ya lo sé!
—¿Entonces?
—No te pases, Witthall, no te pases —amenazó la muchacha—, me
refiero a la fecha de emisión. Me refiero a que no es un permiso especial
expedido en estos días, sino…
—Un permiso tradicional, soy un hombre cauteloso.
—¡Eres un maldito manipulador! —Los puños de Vanessa se cerraron a
los lados de su cuerpo. El maldito papel indicaba que William Witthall
había solicitado el permiso de matrimonio hacía tres meses, como
correspondía. Se suponía que ese tiempo se utilizaba para el cortejo, emitir
las noticias del compromiso y preparar la boda. Solo aquellos que movían
los hilos del poder podían acortar los plazos, como sucedió con sus amigas
Miranda y Cameron.
—Es solo un papel, Vanessa —murmuró William, y los ojos de la
muchacha ardieron por el uso del tuteo lleno de confianza—, puedes
romperlo si así lo deseas. Solicitaremos otro, con sus respectivos tres meses
de compromiso y…
El gruñido de la señorita Cleveland lo interrumpió. Claro que tenía
ganas de hacer pedazos ese maldito permiso, gritarle que no fuera tan
engreído y que ella jamás se casaría con él. Pero la realidad era otra, y ahora
ese documento se le presentaba como un salvavidas en mitad del océano.
—Bien, si no hay que esperar ningún documento oficial, no veo el
motivo de dilatar el asunto —sentenció.
—Lo mismo pienso, he sido práctico, ¿no?
—Oh, sí, tan práctico que has solucionado todo. Lo demás son detalles,
y mi dote estará en tu cuenta mañana a primera hora ¿cierto?
—Nuestra cuenta, serás conde…
—Nuestra cuenta. Bien —y con un tono triunfal agregó—: Witthall, ya
que eres tan eficiente, busca un sacerdote, nos casaremos esta noche.
—¡¿Qué?! —Las voces de Henriet y Philip, que oían tras las puertas se
hicieron oír.
—Vamos, un, dos, un, dos, que tenemos un par de horas para terminar
con esto —y se marchó con la misma furia, pero con la determinación de
tomar el toro por las astas. Las cosas se iban a hacer a su modo o no se
harían.
***
—Hace mucho frío —se quejó Lord Bridport—, no deberías haber
aceptado esta reunión. Podrían haberse reunido en nuestro salón.
—Si hace frío para mí —señaló Miranda—, más lo hace para Nala. Y
Cameron no va a ningún sitio sin su niña. De todos modos, exageras, Elliot,
es un hermoso día. ¡Si hasta hay sol!
El cochero se detuvo a pedir indicaciones, y Bridport bufó. La
enigmática nota de Vanessa los había empujado fuera del resguardo de su
hogar, y Miranda, que estaba muerta de aburrimiento con la ausencia de
bailes y tés, y con su estado de gestación que la limitaba, insistió a su
marido en que la acompañara a ver, según palabras de la misma señorita
Cleveland, cómo cometía la mayor locura de su vida.
¿Saltaría de un puente?, ¿se haría maquinista de tren?, con Vanessa
nunca se sabía, y la ansiedad la estaba carcomiendo. Más a cada minuto que
se alejaban del centro de Londres hasta dejar la ciudad.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si su plan era llevarte a algún lugar donde te
pueda secuestrar…?
—Elliot, ¡qué imaginación!, ya que deseas ponerla en práctica,
conjetura sobre qué puede ser lo más demencial para Vanessa, porque ya no
se me ocurre.
Media hora más tarde, el carruaje se adentraba en un pueblo a pocas
millas de Londres. El cochero solicitó indicaciones una vez más, y le
señalaron el camino.
—Es aquí, milord —dijo tras abrir la portezuela. El vizconde y la
vizcondesa descendieron del coche para mirar hacia ambos lados,
desconcertados. Era un terreno baldío, salvo por una humilde capilla entre
la arboleda y un par de casas sencillas dispuestas sin ton ni son sobre la
calle de tierra.
—Lo dije, intenta secuestrarte —dictaminó Elliot—, nos vamos de aquí.
—Aguarda, ¿esa no es…?
—¡Miranda… digo, Lady Bridport! —La voz de Cameron llena de
alivio rompió la armonía del lugar y viajó por el viento y el vacío.
—¿A ustedes también los intentan secuestrar? —preguntó Elliot, y
consiguió que su esposa le diera un codazo en las costillas.
—Recibimos una nota muy extraña de Vanessa, algo de que iba a
cometer una locura… —Antes de que pudiera terminar, Miranda le quitaba
a Nala de los brazos para darle besos y arrumacos. Elliot se la arrebató a los
pocos segundos, con la excusa de que necesitaba práctica antes de que
llegara el suyo y nadie lo discutió. Lo cierto era que Nala los tenía a todos
locos, y a Bridport en especial, tanto que olvidó su paranoia y se centró en
acribillar a Sean Walsh a preguntas sobre la paternidad.
—¿Piensan quedarse ahí todo el día? —Vanessa hizo su espectacular
entrada a escena dejando a todos con las bocas abiertas—. Se supone que la
novia es la última en entrar, ¡vamos!
—¡¿La novia?! —Las cuatro voces resonaron al unísono, y Nala
respondió con un balbuceo. Vanessa, pese a todo, fue atraída por la criatura
y se acercó. Sin más, se la quitó de las manos a Bridport.
Al acercarse, sus amigos pudieron notar que la señorita Cleveland
llevaba lo que se adivinaba como un sencillo vestido de novia color blanco,
con un delicado encaje. Parecía más los que usaban las debutantes, porque
no llevaba cola ni velo, y supusieron que eso se debía a lo apresurado del
evento.
—Vanessa, ¿te casas? —Cameron se atrevió a poner en palabras la duda
general.
—Sí, ya les dije, mi mayor locura.
—¿Con quién? —Miranda se sumó.
—Con ese que espera en el altar. Terminemos con esto. —Cleveland le
entregó la niña a la madre, y avanzó hasta la puerta de la capilla. La única
que había aceptado celebrar una boda con tan poca antelación.
—Aguarda. —Miranda la detuvo de un tirón e hizo uso de sus modos
francos para poner orden a la situación—. Ustedes —Señaló a los hombres
—, entren. Nosotras hablaremos con… la novia.
Los caballeros le hicieron caso, pero antes de que Lady Bridport pudiera
desprender los labios, su marido reapareció con el rostro desencajado.
—¡¿No sabes quién es el futuro esposo?!
—¡Bridport, adentro! —le ordenó a fuerza de voluntad, porque se moría
de ganas de saber quién era el hombre. Elliot le guiñó un ojo, y Vanessa
bufó.
—Me estoy helando, ¿podemos entrar? —pidió la flamante novia.
—No, no hasta que nos expliques esto. ¿Nos llamaste para que te
acompañemos o para que te rescatemos?
Vanessa no supo qué contestar, y le dio el pie a Cameron para
entrometerse.
—Cuéntanos, ¿cómo es que te casas? Nunca hablaste de ningún
hombre, aunque las dos sabemos que eso no implica que no hubiera
ninguno…
—Oh, claro —siseó Cleveland—, me olvidé de contarles mi bella
historia de amor. Resulta que lo conocí bajo un arcoíris, supimos que
éramos almas gemelas, pero un vil enemigo nos quiso separar, hasta anoche
que vino a rescatarme en su blanco corcel y decidimos casarnos.
—¿En qué momento esperamos que Vanessa dejara de ser Vanessa? —
inquirió Miranda con la vista puesta en Cameron. Sarcasmo, cómo no.
—En el mismo en que la vimos vestida de blanco.
—Bien, muchachas, entiendo que todas ustedes con eso del romance y
demás hayan olvidado cómo es la vida. Mis felicitaciones —largó con
bastante malestar—. Por si no recuerdan, vinimos aquí a comprar con el
dinero de nuestros padres un título fundido sin importar si el portador era un
viejo, un leproso o un loco. ¡Oh, vamos!, cambien esas caras de sorpresa,
que no fue hace tantos meses.
—Vanessa… —las expresiones cargadas de pena la pusieron a la
defensiva.
—No las llamé para que vinieran a rescatarme, ni a sentir pena. Las
llamé para que me acompañaran en este momento, ¿sí?, pero si es tanta
molestia o mi «suerte» les genera tanto malestar, pueden irse. —Para su
total bochorno, una lágrima humedeció sus pestañas. Solo apenas, hasta que
se apuró a secarla con el guante—. No se preocupen, no serán las únicas.
—¿Sabes, Cameron? —Miranda le tomó el brazo izquierdo a Vanessa y
la instó a hacer lo mismo con el derecho. Nala descansaba sobre el pecho de
su madre, como una agregada, una embajadora de Emily en esos momentos
—. ¿Para qué están las amigas si no es para darte ese empujoncito?
—¿Hasta cuando es al borde del abismo? —inquirió Vanessa.
—Si tú elegiste el abismo… porque, lo elegiste, ¿verdad?
—Tanto como puede elegir una mujer en estos tiempos.
—Entonces, vamos. Salta.
Y las tres muchachas entraron a la capilla, aunque se paralizaron en el
umbral. Dos de ellas por la sorpresa, la novia… por el impacto de ver a
William aguardar por ella como un niño nervioso que temía que su
prometida huyera. Esa vulnerabilidad, ese destello en él, la mezcla de
vigorosa masculinidad con infantil inseguridad le despertó algo en su
interior. Una pequeña llama tibia, que parecía resguardarla del frío de la
capilla. Los brazos de sus amigas fueron reemplazados por el de Sir
Johnson, que la entregaba al altar, y Henriet esperaba en el primer banco
con el rostro oculto tras un velo para no demostrar lo emocionada que
estaba por aquello.
Vanessa solo podía pensar en que el efecto «boda» debía ser analizado
en detalle, ¿cómo podían estar todos tan sensibles cuando conocían los
pormenores de esa farsa? Allí no había amor, ni pasión. Eran negocios, y,
sin embargo, sus amigas se secaban las lágrimas, Sir Johnson tenía un nudo
en la garganta y Henriet sonreía mientras estrujaba un ramillete de flores.
¿Y ellos? Los novios parecían ajenos a todo, con una terrible ansiedad
porque la ceremonia terminara, por empezar esa vida juntos, aunque fuera
carente de amor. Anhelaban el desafío, quizá, la ruptura de una rutina que
los había dejado vacíos de sueños y aspiraciones. No, no había amor, pero
tenían un plan y un objetivo. No eran marido y mujer, eran equipo. Y
Vanessa intentó convencerse de que eso era algo bueno, más de lo que
tenían muchos. Que con eso le alcanzaría.
Cuando el beso llegó, y los obligó a unir sus bocas sellando un
juramento, ambos volvieron a sentir la corriente por la piel, el deseo de no
separarse, la necesidad de profundizar y olvidarse del mundo. Y Vanessa
comprendió su mentira, supo que con William no le bastaría ese frío
acuerdo de pares.
***
Huir. No había opción si no querían que su matrimonio fracasara a las
horas de celebrado. Como prófugos que se respeten, lo hicieron al alba, tras
pasar un par de horas bajo el techo de los Johnson.
Philip solicitó que se les preparara una habitación marital para esa
noche. Los empleados lo hicieron con bastante ilusión y el decorado
romántico se sintió una burla ante los ojos de Vanessa.
Sábanas blancas, edredones verdes inglés, a juego con el empapelado y
las cortinas, el hogar encendido y una rosa roja entre las dos almohadas. Un
lecho que llamaba a la consumación, esa que no tendría lugar salvo que ella
lo reclamara. Y no pensaba hacerlo.
No, no pensaba. La incomodidad la llevó detrás del biombo, y se sintió
una chiquilina al no querer salir de allí hasta que William no hubiera
terminado la tarea de desvestirse. Una a una las prendas que cubrían el
cuerpo del hombre fueron dejadas en la silla, y la piel que se revelaba la
llamaba a la inspección. Tenía el torso firme, de pectorales marcados y
abdomen plano. La contextura de un hombre dado al trabajo más que al
estudio. Poseía un pecho salpicado de vello, del mismo tono castaño que el
de los rebeldes bucles de su cabello. El cuadro no terminaba ahí, se extendía
en unas piernas largas y torneadas que los pantalones no lograban disimular,
todo ello en compañía de un rostro que a cada minuto hallaba más bello. No
poseía el encanto de un Lord Webb, con cara de ángel, ni el de Elliot
Spencer, que prometía pecado. No, William Witthall lucía como un simple
ser terrenal, que invitaba a sensaciones humanas. A sensaciones que ella
quería experimentar. ¿Por la ciencia? Sí, para descubrir los secretos de la
unión de los cuerpos, para entender los anhelos de su piel que no
respondían a la razón, el deseo de estar en sus brazos, de ser besada,
acariciada, abrazada por ese quien era su esposo y, a la vez, un completo
extraño. Por ese al que ella no se cansaba de recordar que era loco, un loco
que la arrastraba a la locura.
William se mantenía firme en su convicción, no la obligaría a nada. No
quería eso, someterla a algo que sentiría como la lucha de dominación de un
hombre sobre una mujer. Y es que así los habían educado, con la creencia
de que el deber marital era eso: un deber. Algo que les correspondía hacer
quisieran o no. Él deseaba mostrarle que entre ellos sería de otro modo, que
lo bueno de su supuesta demencia era derribar los convencionalismos. Si
romper las normas era ser loco, entonces le agradaba el mote. Deseaba que
Vanessa fuera igual de loca, de libre. No la quería suya, la anhelaba a su
lado.
¡Qué difícil resultaba!, la sabía al otro lado del biombo. Ahora que él
estaba en ropa interior, ella se había permitido la tarea. Una leve sonrisa le
curvó los labios y le remarcó los hoyuelos. Vanessa jamás le hubiese
brindado la ventaja de su desnudez en primera instancia, y no lo haría esa
noche tampoco. Los movimientos se adivinaban tras la tela del biombo, las
llamas del hogar proyectaban las sombras del cuerpo perfecto de su esposa
y a William comenzaron a picarle los dedos por la necesidad de tocarla, de
inmortalizarla.
La joven Cleveland, desde algunas horas, Witthall, era una maestra en el
arte de la eficiencia. Podía vestirse y desvestirse, al igual que él, sin ayuda
externa. Al parecer, una habilidad desarrollada en compañía de Cameron
Madison, el mismo verano en que él la conoció.
Le agradaba la intimidad que les brindaba el acto de hacerlo sin otros
testigos, solo ellos. De todos modos, tuvo que admitir que en esos
momentos lo llevaba al borde de la pasión. No existía mayor impedimento
que un endeble biombo. Tuvo que obligar a su cuerpo a ocupar la posición
horizontal en la cama y a sus ojos a fijarse en el cielorraso. Su erección,
bueno, esa tenía vida propia.
A los pocos minutos, Vanessa se hizo presente con su recatado camisón
y corrió a la cama con una ansiedad que a William le hubiera gustado que se
basara en la mutua compañía. No era eso, sino el hecho de que la muchacha
se había percatado del resultado de las llamas en su cuerpo y lo delator de
su camisón.
—Buenas noches —susurró, dándole la espalda de inmediato. Había
reparado en el efecto en el cuerpo del hombre y la mezcla de pudor con
curiosidad dejaba su impronta en la piel hipersensible, y en una horrible
humedad que por fortuna no era tan evidente como el deseo de él.
—Buenas noches, Vanessa. —Su nombre, dicho con esa voz, terminó
por provocar el cosquilleo que sería su compañero de vida desde esa noche
en adelante. Se mordió los labios y se ovilló para resguardarse.
¿Qué había hecho?, se preguntó hasta dormirse, presa de un terror que
ni su tempestuoso carácter podía aplacar. De todas las locuras impulsivas
que había cometido, de todos los problemas en los que se vio envuelta, ese
era el más delicioso y tortuoso de sus errores.
El viaje lo hicieron sumido en el silencio. Se escondieron detrás de las
tapas de los libros, y así, sin mirarse, recorrieron las millas que separaban
Londres del condado de Dorset. Vanessa quiso sumar ese punto a la lista de
«cosas en común», y sonrió con algo de esperanza. Hasta ahora, dicho
listado tenía algunos ítems de lo más interesantes:
Ambos odiaban a la gente, William se refugiaba en su locura y ella, en
su acritud.
Odiaban las normas sociales. Por tal motivo escapaban de la gran
ciudad tras dejar en manos de Sir Johnson el aviso en The Times sobre la
nueva condesa de Dorset.
Amaban leer y debatir sus lecturas. William tenía en manos «La
república» de Platón y ella, «La Odisea».
En la intimidad del carruaje, con las horas de viaje de por medio, se
atrevió a cavilar sobre la posibilidad de que no saliera todo tan mal como
había pensado en un inicio. Las horas de sueño le habían sentado bien, y la
distancia impuesta por ella por un «pequeño desliz» le parecía exagerada a
esas horas.
¡Claro que había sido un desliz despertar en sus brazos, acurrucada
sobre su pecho, con su mano sobre el corazón de él, acompasando el ritmo
de sus respiraciones en un reparador descanso!, es que nunca había dormido
en compañía de nadie, solo se había volteado en sueños, olvidando por
completo que no estaba sola.
Porque William era muy fácil de olvidar. Al igual que su matrimonio, y
las consecuencias.
De modo que se permitió bajar una vez más las defensas ante él para
observarlo de soslayo.
Viajaban en los asientos enfrentados. Compartían la misma posición. La
espalda contra la portezuela, los pies descalzos sobre el tapizado, el libro en
las manos y la mente en Grecia.
Iba a hacer que funcionara, se prometió con esperanza. Enfrentaría
aquello como el mayor de los desafíos y demostraría, no solo que era capaz
de realizar las tareas asociadas a los hombres, sino que además podía con
cualquier cosa que se le interpusiera.
Problemas económicos, un matrimonio sin cimientos, un esposo loco…
Con fe inquebrantable en sí misma, algo que en los últimos días con
tantos tropezones emocionales había menguado, dio un salto fuera del
carruaje al llegar a la casa de campo de Dorset.
Tomó aire al contemplar el notorio deterioro exterior, se lo esperaba, no
era gran problema, se dijo infundiéndose ánimos. Usaría el dinero de su
dote para los arreglos y asunto resuelto.
—¿Entramos? —El brazo de William se extendió hacia ella—. Los
sirvientes fueron informados con poca antelación, pero de seguro aguardan
para conocer al onceavo conde.
Vanessa rio ante la mención del falso título. Empezaba a acostumbrarse
a la idea, y quizá hasta podía encontrarle la gracia si comenzaban a llamarla
«milord».
—No se va a hacer más fácil, ¿verdad? —Se dio ánimos.
—No, además aquí hace más frío que en Londres. —Era cierto, el
viento helado golpeaba la gran casa destartalada y pegaba los abrigos sobre
sus cuerpos.
—¡Ni se te ocurra! —exclamó la muchacha entre carcajadas nerviosas
cuando su esposo la levantó en alzas y la obligó a cruzar el umbral como la
tradición indicaba—, ya veo que solo reniegas de algunas costumbres.
Su broma murió en los labios una vez en el interior. Cientos de ojos se
posaron en ellos, cientos que parecieron miles aglomerados en el hall. Eran
tantos que se pegaban unos a los otros y, aun así, el frío se abría camino por
las rupturas de las ventanas y paredes.
—¡Qué demonios! —exclamó entre dientes apretados—. ¿Quién es el
mayordomo? ¿Y el ama de llaves? —preguntó en un intento de poner orden
a la situación, al tiempo que sus pies tocaban el piso de manera literal y
simbólica. Volvía a la realidad del compromiso asumido, era la condesa de
esos cientos de empleados que dependían de ella y de la economía de un
condado en ruina.
Siete mujeres pasaron al frente y nueve hombres.
—¿Qué…? —Vanessa ahogó el resto del insulto. A su lado, William,
con su infantil sonrisa de siempre y los ojos llenos de una extraña felicidad,
explicó:
—Pues… tenemos siete amas de llaves y nueve mayordomos. Es que…
—La mano de la nueva condesa se alzó para acallarlo.
—Lo hablaremos luego. Eh… —se dirigió hacia el centenar, trató de
abarcar a todos con la mirada, carraspeó y dijo—: Señoras, señores, un
gusto en conocerlos. Mi nombre es Vanessa Cle… Vanessa Witthall, la
nueva Lady Dorset.
Los presentes hicieron una descoordinada reverencia. Vanessa, en
cambio, volvió a tomar una bocanada de aire. Estaba segura de que podría
mantener el temple hasta llegar a la intimidad de su recámara y allí, oh, allí
sí, desataría la tormenta con su marido.
«No dejarás a nadie sin empleo», ¿cómo demonios esperaba que
pudiera cumplir eso?, le había arrebatado una promesa descabellada sin
poner en manifiesto la dimensión del problema a tratar.
Aguanta, Vanessa, soporta un par de minutos.
Alzó el mentón y se abrió camino entre la multitud. A su paso, no solo
la cantidad de personas que dependían de ella se manifestaban, sino
también la infinidad de daños en la casa, la falta de velas, las chimeneas sin
leños, las alfombras que faltaban y dejaban los fríos suelos de piedra al
desnudo…
—Si me disculpan, el viaje ha sido agotador. Me retiraré hasta la cena, y
mañana, con más calma, iremos conociéndonos mejor y delimitando las
tareas a realizar. ¿Podría algún lacayo y una doncella acompañarme para
acomodar mis pertenencias en la… recámara principal? —Creyó haber
conseguido una actuación de calma bastante aceptable, incluso al final,
cuando accedía al otro punto de su contrato matrimonial, el de compartir
lecho.
Se dio media vuelta y comenzó a subir los escalones como la lady que
los acontecimientos la habían llevado a ser. Espalda recta, respiraciones
profundas, mente serena… sí, iba a poder llegar a resguardo antes de
estallar. Sí… Sí… Sí… un paso a la vez. Solo no debía voltear.
Pero lo hizo, lo que consiguió que sus ojos se posaran en la decena de
sirvientes que le seguían los pasos. Once doncellas, quince lacayos para
arrastrar sus baúles que no eran muchos. Una de las muchachas llamó su
atención, la reconoció de inmediato, era la joven que Lady Thomson había
despedido en el verano tras descubrir que le pasaba información a la tía de
Cameron a cambio de unos peniques.
Su primer fracaso como condesa se dio en ese instante. Al demonio las
formas, el carácter de una dama, el temple de acero. Al demonio su marido.
—¡Witthall! —clamó desde el descanso de la escalera. Iban a
renegociar los malditos términos, y ese endemoniado y demente
manipulador aprendería con quién se había casado.
Capítulo 6

En menos de una semana, el apellido familiar se había convertido en la


melodía cotidiana. Bueno, tal vez no sea apropiado comparar los sucesos
diarios con una melodía, sino más bien con el primer estallido de una
tormenta, un trueno lejano que anuncia lo peor, y lo peor era la reciente
condesa. ¿O Conde? Nadie entendía bien el asunto, era demasiado
complicado. Si la lady de la casa era la que, simbólicamente hablando,
llevaba los pantalones, qué quedaba para el lord. Era mejor continuar con
las labores sin preguntas, sin murmuraciones, ni sobresaltos...
—¡Witthall!
Imposible. O Lady Witthall tenía un temperamento muy exigente y
demandante, o estaba tan fascinada con su nuevo rol que repetía el apellido
hasta el hartazgo como un macabro placer.
Vanessa tenía más de una justificación para actuar de la manera en que
lo hacía, la palabra «bancarrota» no le hacía justicia al verdadero estado en
el que se encontraba el condado. Completa ruina era la correcta expresión.
El condado de Dorset no precisaba de un buen administrador, esa instancia
ya había quedado atrás, se requería de un prestidigitador. Estaban al borde
de ese abismo, necesitaban de magia, o, de ser posible, de un milagro. El
pensamiento lógico de Vanessa, como es de esperarse, desplazaba esas
posibilidades, ella se aferraba al recurso material, uno que incluía una
moneda de pago. Su dote cubriría los gastos de los próximos tres meses,
solo gastos, ni mención hacer de refacciones o nuevas inversiones con el fin
de obtener mayor productividad.
Deudas y más deudas, una parte de ellas estaban vinculadas a
proveedores en los alrededores del condado. Vanessa confiaba en su
capacidad de persuasión, podría hallar un punto intermedio, un intercambio
de servicios o saldar la deuda en especies. Algo se le ocurriría, debía
pensarlo con tranquilidad, lo que le preocupaba era el nombre que estaba
vinculado a una deuda en particular: Sebastian Dunne. Juraría que lo había
oído nombrar, y no de buena manera. Por la cifra adeudada que desfilaba
ante sus ojos intuía que el hombre debía de ser un prestamista. Solo William
podía cometer tal acto desesperado, y el estado de los libros contables lo
confirmaba, había sido el último recurso, el último recurso antes de ella.
Las lamentaciones no harían que desapareciera, una vez, hizo cuentas
mentales. ¡Diablos! La venta del ganado y la cosecha saldarían la deuda
original, pero los intereses generados por los pagos atrasados se devorarían
todo lo demás.
—¡Witthall! —gritó en esa ocasión.
En esa ocasión y en otras tantas más, aunque ese era su segundo grito
del día, y eso ya era un avance en opinión de la servidumbre.
Esperó a que el bello y despreocupado rostro de su esposo se asomase
por la puerta de la biblioteca. Había elegido ese lugar para llevar a cabo las
labores administrativas diarias, y cuando la frustración y el agotamiento
mental la atacaban, hallaba la calma entre las páginas de algún libro.
La sombra de un cuerpo se proyectó sobre la alfombra, era un día
soleado, y la mansión se encontraba iluminada a fuerza de luz natural, algo
que se agradecía, el consumo de velas se había reducido, debían prepararse
para el invierno. El rostro no fue el esperado.
—Milady... —Rosalie se apiadó de ella y del resto de la servidumbre.
Los gritos de la Lady comenzaban a causar jaquecas—, Lord Witthall no se
encuentra en la casa.
—¿Y dónde se encuentra Lord Witthall? —Exhaló para relajarse, la
pobre muchacha no tenía culpa de las pésimas decisiones de su empleador.
—Lamento decepcionarla, milady, pero no poseo esa información.
¡Sí que era funcional la muchacha! Vanessa volvió a largar el aire
haciendo notorio su fastidio.
—¿Y quién posee esa información? Si se puede saber.
—¿El señor Atwood? —respondió con otra pregunta. La pobrecilla no
sabía cómo satisfacerla.
—¡Pues ve por el señor Atwood, entonces! —Le ordenó de mala
manera y al instante se arrepintió.
Rosalie actuó de inmediato, abandonó el resguardo que la puerta le
brindaba dispuesta a atravesar los corredores a la velocidad del rayo para
cumplir con la demanda de su señora. Vanessa logró alcanzarla a mitad del
recorrido.
—¡Rosalie, Rosalie! —Consiguió detenerla, le sonrió para compensar el
momento anterior, no quería convertirse en aquello que solía repudiar—.
Deja, yo me ocupo de hallar al señor Atwood, tú continúa con tus labores.
—Como usted desee, milady. —Hizo una reverencia y se alejó de ahí
con una rapidez digna de una gacela.
Recorrió los salones y el hall principal sin éxito. Le había consultado el
destino de su esposo y del señor Atwood a cada uno de los sirvientes con
los que se había topado, y la información obtenida era comparable a un
encogimiento de hombros. ¡Nadie sabía nada, nadie veía nada! Al llegar al
vestíbulo y comprobar el lugar que ocupaban las manecillas del reloj,
cambió de estrategia de búsqueda; se acercaba la hora del almuerzo, y era
muy posible que parte de los empleados se encontraran en el salón
destinado a ellos, ahí descansaban y recibían su ración de alimentos, eran
tantos que debían organizar un cronograma para que ninguno se salteara el
plato de comida.
La suposición fue correcta, estaban almorzando, algunos solo
descansando, otros disfrutando de un cigarro y el periódico. Una suma total
de veintitrés empleados, incluyendo doncellas, ayudantes de cámara,
asistentes, auxiliares de cocina y demás, se incorporaron de un salto en
cuanto la vieron, los que fumaban ocultaron la evidencia como pudieron.
¡Milady! ¡Lady Witthall! Los saludos, puramente protocolares, se
compararon a un eco eterno.
Dios, el estómago se le dio vuelta al pensar que los hombres y mujeres
presentes eran apenas un tercio del personal.
—Por favor, continúen.
Los instó a que regresaran a sus asientos. No lo hicieron. Parecían
estatuas. Había llegado a sus oídos el rumor, temían que la nueva condesa
los despidiera, en consecuencia, Vanessa se sentía como el diablo mismo
ante ellos. La incomodidad era compartida.
—Estoy buscando al señor Atwood —habló para romper el repentino
hielo.
—Lo siento, milady —La señora Garret, una de las amas de llave
atravesó el silencio al ingresar al salón—, el señor Atwood ya ha finalizado
sus tareas del día, pero si necesita de ayuda puedo ir en busca del señor
Hirsch que ya se encuentra en su reemplazo.
—En realidad estoy buscando a mi esposo ¿sabe usted dónde puedo
encontrarlo?
—Oh, milady, lo siento, acabo de reempla...
Ya conocía el final de esa oración. ¡Dios! La interrumpió:
—No se preocupe, señora Corwin...
—Garret —la corrigió la mujer con una sonrisa en los labios.
¡Perdón, perdón por no recordar el nombre de todos!, quiso gritar.
Luego de volver a gritar: ¡Witthall!
Vanessa sonrió, no deseaba ser ese diablo odiado. Recordó a sus amigas
americanas, la voz de Miranda resonó en su cabeza: ¡A quién engañas, te
encanta ser ese diablo! Sonrió, no porque disfrutara ser el objeto de temor
en otros, sino por la agradable sensación de la rememoración. Extrañaba a
sus amigas, a Henriet, extrañaba ser Doctor C. Caía en cuenta de que
apenas tenía tiempo para sí, para sus pensamientos racionales, para sus
experimentos sociales. Es más, comenzaba a sentirse como víctima de uno.
Un carraspeo forzado la regresó a ese instante de realidad, se había
perdido en esos fugaces pensamientos. Giró sobre sus talones para ir hacia
el origen del sonido: un muchacho, de no más de dieciséis años, con una
mirada esquiva y las mejillas ardidas a causa de la vergüenza.
—¿Tú sabes dónde se encuentra mi esposo?
Era la primera vez que la nueva condesa se dirigía a él, y eso parecía
aterrarlo. Su sola presencia en el lugar ya era por demás inusual para todos,
no era un comportamiento habitual dentro del protocolo de la nobleza.
—¡Habla de una vez, Rupert! —demandó la señora Garret al tiempo
que otro de los empleados, el que se encontraba junto a él, lo motivó con un
sutil golpe en su talón.
—Salió a recorrer los campos, señora Garret...
—Dirígete a la condesa, Rupert, como corresponde —lo interrumpió
para regañarlo.
Rupert tragó saliva, tomó coraje y alzó la mirada hacia Vanessa. Cuando
hizo contacto con sus ojos, el jovencito se tranquilizó. La condesa tenía un
brillo particular... no era un ángel, se notaba a la legua, pero tampoco era un
demonio. La vergüenza se puso en pausa.
—Owen Perkins sufrió de una lesión en su espalda cuando estaban
realizando las labores del arado, milady, y Lord Witthall fue a asistirlo.
Había invertido más de un cuarto de hora en la búsqueda de su esposo,
y en cada segundo había elaborado en su mente un discurso no muy
amoroso, pretendía hacerle ver todos sus errores, sus comportamientos
irresponsables... y ahí estaba él, comportándose como el perfecto buen
samaritano. Mientras él socorría a los empleados, ella gritaba con furia su
nombre.
¡A quién engañas, te encanta ser ese diablo! La voz de Miranda volvió a
resonar.
—¿Milady, quiere que envíe a alguien en su búsqueda? —La señora
Garret intentó ser funcional.
—No, no se preocupe, yo voy en su búsqueda...
Lo dicho causó un pequeño revuelo entre los presentes, murmuraron, se
miraron entre ellos.
No iba a dejar la conversación para después, no. El asunto del préstamo
debían solucionarlo lo más rápido posible.
—Giddeon —ordenó Garret—, ensilla un caballo para Lady Witthall.
Otro muchacho, que sin duda era un auxiliar de cuadras, se preparó para
cumplir la orden de inmediato.
—No es necesario, no requiero de un caballo...
¡Tenía dos piernas, podía valerse de ellas!
—Pero, milady... —las murmuraciones crecieron, por fin dejaban de ser
estatuas—, ¿conoce los campos de Dorset?
Llevaba... ¿cuánto? ¿Seis días? No, cinco. Cinco días en su rol de
condesa y apenas había asomado la nariz por fuera de la puerta principal.
Tenía su excusa, lo apremiante eran los números. Ahora comprendía que, si
deseaba cumplir su función de la manera correcta, debía de salir de entre
esas condenadas paredes.
Ni un segundo más de tiempo perdería ahí.
—No, pero estoy a pasos de conocerlos —dijo, y abandonó el salón.
La reina de las apuestas caía en su propia trampa, ya no era la que las
orquestaba y originaba, no, ahora formaba parte de ellas. Unos apostaron a
que daría un par de pasos y regresaría. Otros eran más arriesgados, sugerían
la mitad del trayecto. Solo Rupert se atrevió a más, mejor dicho, a casi todo,
invirtió el pago de la quincena: llegará a destino.
¿Dónde demonios estaba la ventisca fría que recorría los pasillos de la
mansión a diario? ¿Cómo podía ser que los campos de Dorset se
comparasen con el desierto en ese momento? ¿Dónde estaban las nubes?
¡Dios! ¿Acaso estaba caminando en círculos?
Perecería ahí, esa misma mañana, de lo único que se arrepentía era de
no haber sido precavida, de no haber dejado un escrito indicando las
demandas para su entierro. Mientras caminaba bajo el rayo del sol de
mediados de otoño, se distrajo pensando en los detalles de su muerte: una
gran lápida de piedra con una sola inscripción: ¡Witthall!
Y luego de su muerte, se encargaría de acecharlo hasta el último día de
su vida.
Se detuvo por unos instantes para respirar en calma y acomodar el
corsé, la enérgica caminata lo había exiliado de su lugar. ¡Si tan solo
pudiese aflojarlo! Apoyó las manos sobre las rodillas, y ahí descansó. Unas
voces, no muy lejanas, llegaron hasta ella. Se enderezó, y llevó la mano
derecha a su frente para cubrirse del sol, divisó a un par de hombres,
aunque ninguno parecía William.
Con el aliento recuperado, retomó el ritmo y fue directo a ellos, estaban
desarrollando sus tareas en medio de tanta alharaca que apenas notaron su
cercanía. Dos caballos con ruedas de arado, y cuatro hombres redirigiendo
la labor sobre la tierra, uno de ellos con el torso desnudo, expuesto al sol
como si fuese un bárbaro, su cabello, húmedo por el intenso sudor, parecía
fundirse con su rostro, y su abdomen, gobernado por unos músculos que...
¡Un momento! Reconocía ese abdomen. ¡Sí, reconocía ese abdomen!
Había amanecido dos veces abrazada a él. Dos, y no por deseo, cuando
dormía perdía el control de su cuerpo.
—¿Lady Witthall, es usted? —William detuvo el andar del caballo, y
clavó el arado en la tierra.
Vanessa no respondió, esperó a que él se acercara.
—Me atrevo a preguntar lo mismo... —Una vez ante ella, murmuró
entre dientes—. ¡Pareces un salvaje, William!
—¡Alguien debía de ayudarlos!
—Puedes ayudarlos vistiendo decentemente —continuó con la
murmuración, no pretendía ofender a nadie, y con el afán de ser el incordio
mental que pretendía ser para su marido, a veces denostaba a otros.
—Ese estilo de decencia al que apelas no es aplicable aquí, menos en un
día con una temperatura tan inusual como esta.
Era un calor atípico para el otoño, debían aprovecharlo, renovar la
tierra, extraer los últimos brotes y dejar el sembradío preparado para
soportar las heladas del invierno.
—¿Inusual? Gracias al cielo, pensé que yo estaba exagerando. —
Vanessa también sudaba, el corsé se hacía piel con ella.
William hizo un recorrido visual rápido sobre su esposa, tenía el rostro
perlado por la transpiración y las mejillas encendidas por el ataque
despiadado del sol. ¡Oh, la delicada piel de porcelana de su esposa! Sonrió,
la luz natural realzaba su belleza. Lucía agotada... sedienta.
A un par de pasos se encontraba una improvisada mesa con troncos y un
trozo de madera desvencijada, ahí reposaban unos recipientes con bebida.
—Ten... bebe algo.
La desesperación hizo que capturara el improvisado vaso sin comprobar
el contenido. Bebió, y en cuanto el líquido llegó a su garganta, lo escupió.
—¡Witthall... ¿qué es esto? —Por suerte no había almorzado aún, de ser
así, hubiese devuelto a la tierra el resultado de sus frutos.
—Una bebida que prepara Owen con granos de cebada.
—¡Pues que deje de prepararla, es espantosa!
—Eso porque no has degustado el agua de los alrededores...
—Verdad, y no pienso entrar en ese debate —cortó en seco la
conversación para cambiarla por otra, la que la había llevado hasta ahí—,
sino en otro.
—¿Viniste hasta aquí para debatir conmigo? Lo encuentro halagador. —
Bebió la espantosa bebida de cebada de un solo trago, y le sonrió. Era un
dulce provocador.
—Si hablar de Sebastián Dunne te resulta halagador, allá tú. —Pensar
en el prestamista la regresaba a su eje, ese que la apartaba de las emociones
que experimenta al estar junto a William, con el torso desnudo, brillando
como una joya única y preciosa bajo el sol de Dorset.
—¿Sebastián Dunne? —Witthall frunció el ceño. Era toda una
actuación, Vanessa comenzaba a detectar cuando fingía, por supuesto que
recordaba el nombre.
—Sí, Dunne, el hombre al que recurriste por un préstamo que nos
llevará directo a la...
—¡No lo digas! —dijo cubriendo su boca con delicadeza—, no seas
portadora de malos augurios. Todo se solucionará.
Cómo se podía ser tan... tan... hermoso y demente. ¡Tenía deseos de
abofetearlo!
—¿Cómo, con la ayuda de los duendes? —sarcasmo. Vanessa solo
podía recurrir al sarcasmo.
Él se echó a reír. Desde su perspectiva, el matrimonio funcionaba de
maravillas.
—No, con la ayuda de Lord Sutcliff y la cámara de lores. Aunque la
comparación no fue tan desacertada —bromeó.
¿William tenía un plan? ¿Estaba oyendo bien o era una alucinación a
causa del calor?
—¿Qué quieres decir?
—Te lo explicaré durante la cena... —No pretendía evadirla, se
preocupaba por ella, había caminado hasta ahí bajo el sol del mediodía, y el
trayecto era demasiado para sus piernas, no estaba acostumbrada—. Me
imagino que sabes montar, ¿no?
El giro en la conversación la desestructuró.
—Por supuesto que sí...
Antes de que pudiese manifestar desacuerdo, William se alejó para ir en
busca de su corcel, que se encontraba pastando a un par de metros de ahí.
Regresó con él, y Vanessa comprendió lo que pretendía.
—No, no estoy vestida para cabalgar, y la montura no es acorde.
Prefiero caminar...
—Y yo prefiero lo contrario... —Se apeó al caballo, y de su solo
movimiento, se acomodó en la montura. Le extendió la mano para ayudarla
a subir.
Podía tolerar el calor. Podía tolerar el agotamiento... lo que no podría
tolerar era el contacto de su pecho desnudo contra ella, no sin la excusa del
estado del sueño de por medio.
—Ya he dicho que prefiero caminar... —gruñó furiosa consigo misma y
su terquedad. Estaba agotada, y el camino de regreso se perfilaba como
eterno.
Se aferró a su falda y emprendió la marcha sin preámbulos, si dudaba,
sucumbiría. Para su mala suerte, William también se abrazaba a su
terquedad, la suya era más empática y solidaria, pero era terquedad al fin. A
paso lento, avanzó detrás de ella. Se convertiría en su sombra.
—¿Qué haces?
—Te sigo...
—¿Por qué?
—¡Por si te desmayas en el camino, cariño!
¡Oh, no! ¿Cómo se atrevía a utilizar la carta «cariño»? Eso no estaba
pactado.
Tendrían que reformular los términos del matrimonio. Nada de «cariño»
nada de torsos desnudos bajo el sol... En especial lo último.
Había dicho: «te lo explicaré durante la cena». Y así sería. No le
obsequiaría un segundo de dispersión de su parte, porque él se valía de ello.
La enredaba en palabras, con anécdotas, peor aún, se las ingeniaba para
desembocar en un tópico de conversación del cual ella no podía escapar.
—Estoy llegando a pensar que el sol fue creado solo para otorgarle a tus
mejillas ese color. ¡Estás...
—No te atrevas —lo interrumpió.
¡Imposible, William Witthall era imposible!
—¿Atreverme a qué?
—A hacer eso que tú haces...
Torcían el protocolo a su gusto, por eso se sentaban frente a frente, con
varios metros de madera como separador, de esa manera, las piernas no se
rozaban y las manos se hallaban a salvo de cualquier caricia robada.
El sudor, el torso desnudo y los restos de tierra eran un recuerdo, su
imagen era casi inmaculada; lo único que desentonaba era su cabello
revuelto, todavía húmedo, y la sombra de una barba que pretendía dejar de
ser sombra para convertirse en un rasgo distintivo.
—Lo siento, milady, no logro interpretarla. —Bebió un sorbo de vino
para ocultar la pícara sonrisa.
—Permíteme disentir contigo... —No iba a jugar el mismo juego de
cada noche.
—Por favor, disienta conmigo todo lo que quiera, lo encuentro...
altamente gratificante.
Era un león, dispuesto a atacar, sabía cuándo hincar los dientes en su
presa, el problema no era ese, sino que se presentaba ante el mundo como
un indefenso gatito.
—¡William! —gruñó por lo bajo.
—¿Sí, Vanessa?
¡Era insufrible! No creía en poderes supremos, ni en conceptos
religiosos, pero estaba llegando a pensar que algo existía más allá, y ese
algo había decidido hacerla pagar por pecados pasados. ¡Vaya condena,
vivir atada a ese hombre! Que la atravesaba con la mirada. ¡Sí, la
atravesaba! Aunque eso era científicamente imposible. ¡Las miradas no
atraviesan, señorita Cleveland! Se repitió.
El ingreso de los sirvientes con la cena puso una pausa entre ambos.
Desplegaron las fuentes del menú de la noche sobre la mesa. Los ojos de
Vanessa parpadearon desconcertados. Pero... ¿qué rayos era eso?
—Helen... —convocó a la muchacha que cumplía el rol de asistencia
esa noche—. Por favor, dile a Beatrice que necesito hablar con ella, por
favor.
Beatrice era una de las cocineras, había hablado con la mujer esa
mañana para indicarle el cambio en el menú de la semana.
—Milady, lo siento —la pena en la voz de Helen era auténtica—.
Beatrice se encarga de los almuerzos de los días martes, jueves, y de las
cenas de los lunes y los miércoles.
Por instinto, los ojos de Vanessa fueron en busca de su esposo, que
ahora rehuía del contacto visual.
—Y dime, Helen, ¿quién se encarga de las cenas de los jueves?
Tal vez el concepto de «atravesar con la mirada» no era tan ilógico
después de todo, la expresión de William le decía que estaba sufriendo de
algún malestar repentino.
—Martha, milady... ¿quiere que vaya por ella?
—No, Helen, gracias, no tiene mucho sentido ya... el pastel de carne y
sesos ya ha sido servido.
«Sesos», el estómago se le revolvía con el simple hecho de decirlo.
¡Jamás se acostumbraría al estilo alimenticio de Inglaterra! No entendía esa
afición por los órganos internos de los animales. Un buen trozo de carne de
res, solo eso quería, en su defecto cerdo. ¿Era mucho pedir?
—Helen... —William intervino—. Por favor, dile a Martha que prepare
una bandeja con queso, pan y fruta. Creo que con eso será suficiente por
esta noche.
—Como desee, milord.
La reformulación de la cena motivó a Vanessa a recuperar el lugar
perdido en la conversación.
—William, tenemos una conversación pendiente.
—Tenemos muchas cosas pendientes, esposa mía.
¡Sinvergüenza! El rojo de sus mejillas se extendió o todo su rostro.
Ardía en furia.
—¡Witthall!
—¿He vuelto a ser Witthall? ¿Dónde ha quedado el «William»?
—Oh, no quiere averiguarlo, milord.
—Sí, quiero. ¡Por supuesto que quiero!
La vida de William había cambiado junto a esposa, él se redescubría
cada día a su lado. Vanessa era una fuente de inagotable inspiración, y beber
de ella era una cuestión de necesidad.
El cansancio comenzaba a devorar a la señorita Cleveland, su mente
estaba extenuada de tanto pensamiento, y su cuerpo, que había
experimentado una aventura inesperada explorando los terrenos Dorset, le
recordaba que no estaba preparada para tanto. Le dolía cada uno de los
músculos de las piernas, ni mención hacer de los pies. A duras penas, se
incorporó, en verdad estaba agotada.
—Pues tendrás que esperar, porque de momento prefiero retirarme a la
recámara.
La preocupación atormentó a William, su esposa nunca daba por
finalizada una discusión sin antes luchar con uñas y dientes, y esa apenas
había dado inicio.
—¿Te encuentras bien?
William se reprochó su exigencia, porque de una u otra manera, así
debía de llamarse. Le estaba exigiendo demasiado, lidiar con un condado
como el de Dorset, con todos sus sinsabores y desaciertos era mucho para
Vanessa.
—Sí, solo quiero descansar.
Unos minutos en soledad le hicieron replantearse las formas con sus
infantiles evasivas. Debía de ponerle fin a esa luna de miel de juegos y
recursos esquivos, por el bien del condado, por el bien de los empleados y,
sobre todo, por la salud física y mental de su esposa.
Se apropió de la bandeja de quesos y fruta ni bien Helen estuvo de
regreso. No cenaría solo, su lugar era junto a su esposa.
Vanessa ya llevaba puesta su ropa de cama y se encontraba recostada
contra el respaldar, por lo visto, sus pensamientos no le daban respiro.
—Debes comer algo —dijo ni bien ella le dedicó su atención.
—Los dos debemos hacerlo —agregó Vanessa.
William había pasado la mayor parte del día trabajando bajo el sol, ante
la ausencia de recursos financieros, utilizaba el único recurso que tenía: él
mismo. Si no podía brindarle buenas condiciones de trabajo a sus
empleados, los reemplazaba para que no sufrieran lesiones.
Vanessa se levantó, fue hasta él, tomó la bandeja para colocarla sobre la
cama a modo de invitación y tregua. De inmediato, William ocupó el lugar
que le correspondía en el lecho matrimonial, se descalzó, se apoyó contra el
respaldar y estiró las piernas. Trozó el pan, el queso, y se lo entregó a su
esposa. Hizo lo mismo para él. No era una cena digna de la nobleza, pero
era la clase de cena sin pretensiones que ambos amaban. Una vez saciado el
apetito, William se propuso a cumplir con su implícita promesa.
—Unos días antes de la boda, gracias a la intervención de Lord Sutcliff,
tuve una reunión en la cámara de Lores. No fue necesario exponer mi
situación financiera, ya estaban al tanto... algo que pareció no molestarles
hasta que oyeron el nombre de Sebastian Dunne.
Las tierras de los condados debían quedar en manos de la nobleza, eso
no se discutía. No era la primera vez que un lord caía en una desgracia
financiera, ocurría más a menudo de lo que se pensaba, y no todos los lores
estaban dispuestos a hacer beneficencia, menos cuando se trataba de buenos
para nada como Witthall, dedicados al estudio de las letras y al arte. Pero el
asunto tomaba otro matiz cuando «esos buenos para nada» recurrían a
hombres como Dunne que solo pretendían hacerse con las tierras gracias a
los bestiales intereses que reclamaban. Desmantelar un condado como
Dorset y fraccionarlo para su venta era un negocio muy redituable.
—Fue una decisión arriesgada… me refiero al préstamo, con ella
conseguí la atención que deseaba. Sé que es difícil confiar en mí, Vanessa...
Ni una palabra. Había dicho su nombre y no había obtenido resultado
alguno. ¿Su esposa se reservaba la opinión?
Una profunda respiración fue su respuesta, se giró a ella, estaba
profundamente dormida. Debió contenerse para no reír a carcajadas,
roncaba, y un diminuto trozo de queso se había quedado prendido a la
comisura de sus labios. De no ser porque él se encontraba en igual situación
de cansancio, hubiese corrido en busca de papel y lápiz para retratarla.
Sí, ese rostro debía de ser retratado, aunque no esa noche...
Esa noche era de él, le pertenecía. Se acomodó de lado para observarla,
y ahí se quedó, disfrutando de su esposa hasta que sus ojos se cerraron.
***
—¡Witthall!
Vanessa se hallaba ante una muy difícil dicotomía, si le daba tregua a
William, no podía darles tregua a sus pensamientos, y así a la inversa. En
ese balance, su esposo llevaba las de perder.
El asunto del prestamista había ocupado un segundo plano, los lores
habían asumido el compromiso de la deuda, el pago total se haría efectivo
en unas semanas. Tal acto de piedad traía sus pormenores, las ganancias del
condado irían a la cuenta bancaria directa de la cámara, y la mayor
concesión que le habían otorgado a Witthall era la nulidad de intereses. La
completa ruina todavía no estaba descartada, sin embargo, ya había dejado
de ser el único resultado posible.
Si eso fuese todo, Vanessa no tendría que desgarrar sus cuerdas vocales
clamando por su marido cada vez que se hallaba ante una situación
apremiante. Ya se había habituado al hecho de levantar una alfombra y
hallar debajo de ella a un empleado, hacer a un lado una cortina, y que se
develara otro empleado, así de inaudito era el asunto; solo dos personas
vivían en la mansión Dorset, el otro centenar de habitantes correspondía a la
servidumbre. ¿Estaba en desacuerdo? Ni hacía falta hacer mención. ¿Lo
aceptaba? No tenía alternativa, había hecho una promesa y la cumpliría, así
como él respetaba su parte del trato. Aceptaba todo... pero tenía un límite, y
un cordero corriendo por el pasillo principal lo traspasaba. ¡Eso era otro
cantar!
—¡Meredith, no lo dejes ingresar a la biblioteca! —le gritó a la doncella
que se encontraba del otro lado del corredor.
—Sí, milady.
Las dos corrían detrás del pequeño animal que parecía un niño
dispuesto a enloquecerlas con sus travesuras. Es más, acababa de burlarse
de ellas cambiando de recorrido, ya no iba en dirección a la biblioteca, sino
al salón de baile.
—¡Señor Atwood, es todo suyo! —El lejano balido del animal se alzó
con un confirmado triunfo. Desde donde se encontraba no podía ver lo
ocurrido, sin importar la certificación visual, sonrió—. ¿Lo tiene, señor
Atwood? —Silencio rotundo—. ¿Señor Atwood?
El pequeño diablo blanco de cuatro patas atravesó el corredor una vez
más, Atwood lo seguía por detrás rengueando.
—No se preocupe, milady... ya será mío —masculló cuando pasó junto
a ella.
El cordero se encontró con su primer obstáculo, el gran ventanal cerrado
que se comunicaba a los jardines. Frenó antes de impactar contra el cristal,
resbaló, y al hacerlo, enredó sus pezuñas en el cortinado. El terror poseyó al
animal, se retorció hasta liberarse, golpeó con una de las patas una pequeña
mesa de exhibición, y el jarrón que cumplía su función decorativa sobre el
mueble cayó al piso. Atwood, con una destreza inconcebible para su edad
—debía de rondar los cincuenta años— se lanzó a la captura aérea de la
pieza de porcelana.
Pobre hombre, no lo logró. No solo el jarrón se estampó contra el piso,
también lo hizo su rostro y todo su cuerpo. Vanessa y Meridith
compartieron un gemido de dolor.
—No se preocupe, milady, ya será mío —repitió Atwood sin moverse
—, en cuanto descanse unos segundos, será mío.
***
—¡No quiero oírlo, William! Mejor dicho, no me interesa oírlo.
Vanessa estaba decidida, el animal regresaría al corral junto al resto de
los animales. William le seguía los pasos a sabiendas de que se dirigía a un
destino en particular, la cocina secundaria que se hallaba en el ala oeste,
quedaba relegada para realizar las conservas y preparar los almuerzos para
los empleados externos a la casa. Vanessa nunca había puesto un pie en el
lugar, hasta ese día, ese momento, y lo hacía porque le habían informado
que Berta Gordon, otra de las tantas cocineras de la mansión, la que
gobernaba en ese territorio, había conseguido capturar al cordero.
—Permíteme tomar la responsabilidad, cariño.
—¿Tú? ¿Tomar la responsabilidad? —bufó con enfado—. Si fueses
responsable el cordero no hubiese entrado a la casa en primer lugar.
Un jarrón roto, una cortina dañada y un diente menos en la mandíbula
de Leonard Atwood, ese había sido el desenlace final.
—Tienes razón...
¿William dándole la razón? Eso sí era una sorpresa única.
A pasos del ingreso a la cocina, la detuvo.
—Espera, por favor, espera.
—¿Qué sucede?
—No te enfades...
Cuando iniciaba una oración de esa manera, nada bueno le seguía a
continuación. Y su hipótesis nunca fallaba, lo que encontró dentro de esa
cocina fue, nada más ni nada menos, que una réplica del arca de Noé dentro
de la condenada mansión: gallinas, gansos, ovejas, un caballo enano, el
cordero rebelde y un cerdo que parecía ser el inquilino con más antigüedad.
Entre ellos, Berta y Jocelyn, su ayudante, llevando a cabo las labores sin
problema alguno.
El hedor que perfumaba el ambiente era digno de un establo, no de una
cocina anexa. Vanessa se cubrió la nariz hasta que pudo acostumbrarse. Las
venas de su cuello cobraron notoriedad, esa sería la gota que rebalsaría su
copa. Estallaría.
A William, el silencio de su esposa le sentó fatal. Debía de regresarla en
sí, estaba perdida en el limbo de la decepción, lo notaba.
—Dilo, te hará bien, cariño... vamos, grita: ¡Witthall! —Era requisito
fundamental para Vanessa exorcizar el negativo sentimiento.
Nada. No se movía. ¿Acaso respiraba? Sí, respiraba, su pecho se
hinchaba.
Berta y Jocelyn se giraron para brindarle atención a los presentes. No
preparaban conservas, eso había sido una piadosa mentira, se encargaban de
la limpieza y la alimentación de los animales convertidos en mascotas.
El amo y señor de la cocina, con sus más de ciento cincuenta kilos,
abandonó su cama de heno para ir a inspeccionar a la recién llegada.
Lo que faltaba, un cerdo embistiéndola.
—¡Jocelyn! —Berta puso en aviso a la muchacha, ella reaccionó, sabía
qué hacer. Tenía una hermosa amistad con el cerdo.
—Ven aquí, Weymouth... —El cerdo modificó la dirección de su andar
y fue en busca de Jocelyn.
«Weymouth», ¿había oído bien?
—¿Cómo lo ha llamado?
William agradeció a los cielos la reacción de su esposa. No estaba
preparado para la viudez.
—Weymouth...
—¿Weymouth como Lord Weymouth, el padre de Elliot Spencer?
—Sí, míralo caminar...
La cabeza de Vanesa se movió de un lado al otro, de un lado al otro,
imitaba el andar del cerdo... Contuvo sus ganas de reír. Odiaría a William
por eso, no podría volver a mirar al padre de Elliot sin pensar en el cerdo.
—¿Y cómo llegó Weymouth a este lugar? —Quería comprender la
razón de tal locura animal.
—Una infección en sus ojos lo dejó ciego hace un par de años, en aquel
entonces no me pareció correcto dejarlo a la intemperie.
—¿Y cuál es la excusa para él? —señaló al caballo enano.
—¿Villiers?
Lord Villiers apenas alcanzaba el metro sesenta de altura, los caballeros
solían burlarse de su altura a sus espaldas.
—Sí, él.
—No se lleva bien con el resto de los caballos.
—¡Mira tú!
Vanessa no sabía si llorar o reír. En realidad, si sabía qué hacer. Reír, al
fin de cuentas se había casado con el conde loco. ¿Qué se podía esperar?
Observó al resto de los animales, una de las ovejas mostraba una muy
notoria cojera, la otra tenía la cicatriz de una profunda herida en la cabeza, a
una de las gallinas le faltaba un ojo, a otra, plumas...
El ganso, que se pavoneaba a lo largo y ancho del lugar, decidió
presentarse, picoteó los botines de Vanessa consiguiendo su atención.
Parecía en perfecto estado.
—¿Cuál es la historia triste de este ganso?
—Es un «ella».
—Ah, ya veo... —No cedía con sus picotazos ¡Vaya carácter! —. ¿Cuál
es su historia?
—Es otra excluida social como Villiers, el resto de los gansos la
rechazan.
—¡Ya me imagino por qué! ¿Cómo se llama? —Le intrigaba saberlo, la
creatividad de William la tenía anonadada.
—No tiene nombre aún...
Vanessa se agachó para enfrentarla sin temor a recibir un picotazo. El
efecto Witthall finalmente hacía efecto en ella. Lo absurdo dejaba de serlo,
y la lógica, poco a poco, perdía su sentido.
—Tendremos que solucionarlo entonces. ¿Qué te parece... Eleanor?
Le recordaba a la tía de Cameron. Se sonrió ante su picardía.
—Me agrada —respondió William feliz de la disposición de su esposa.
—No te lo pregunté a ti, sino a ella.
El graznido no se hizo esperar.
—Definitivamente le agrada —confirmó William. Compartieron una
mirada de satisfacción.
—¿Y el cordero? —recordó Vanessa de repente.
—¿Qué hay con él?
—Necesita de una buena excusa, rompió un jarrón... y se burló de
Atwood.
Tenía una buena excusa, William no tomaba decisiones movido por
frágiles emociones, no, siempre existía un motivo. Fue en busca del animal
que, luego de la intensa aventura, descansaba junto al fuego. Lo cargó en
brazos y regresó junto a Vanessa.
—Nació antes de tiempo y su madre lo rechaza... solo no pasará el
invierno.
Los oscuros ojos del animal hicieron contacto con los de ella, o así lo
creyó Vanessa. ¿Estaba enloqueciendo? Sí, lo estaba haciendo. Lo acarició.
—¿Cómo lo nombraremos? —preguntó William consciente de que
acababa de convertir a su esposa en cómplice.
Se miraron, miraron al cordero... era bello, a simple vista perfecto,
blanco inmaculado y si lo mirabas por más de unos segundos, te robaba un
suspiro.
—¡Webb! —dijeron al unísono y se sonrieron.
La historia de Lord y Lady Demente daba inicio.
Capítulo 7

Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Ese era el lema por el que Vanessa
se rigió en los días siguientes con un éxito bastante aceptable.
Como no podía echar a los animales al único y destartalado corral que
tenía el condado de Dorset, decidió que al menos se llevaría a cabo la tarea
bajo el techo de la casa, pero con todas las normas de higiene posibles. El
gran problema: que día a día se encariñaba con esos animales que debieron
ser comida y pasaron a ser mascotas.
El segundo punto en el que Vanessa logró imponerse fue en el orden del
centenar de sirvientes y empleados. Cansada de intentar entender cómo se
habían manejado hasta el momento, diseñó su propio sistema de tareas y
asignaciones, el cual colgó en una vieja pizarra que supo ser de William
cuando tenía institutrices, y allí designó fechas, horas y actividades. Por
supuesto que no salía todo a la perfección, la mayoría de los empleados no
sabían leer y si hubiera tenido un segundo para algo más que no fuera
detener la catástrofe, hubiese dedicado un par de horas al día para enseñar.
—Oh, Amy, si supieras… tú tampoco necesitabas viajar a América,
aquí podrías dictar clases como una maestra. —Descartó de inmediato el
segundo de nostalgia y regresó a la vorágine que le consumía dieciséis
horas al día.
De modo que la única lección impartida fue la de reconocer sus
nombres en la pizarra, luego de eso, más o menos cada uno podía adivinar
qué tarea les correspondía.
En última instancia, se había abocado a la refacción de la casa. Nada de
diseño o buen gusto, con que no se les lloviera el techo y no se generaran
corrientes heladas en el invierno bastaría.
Tenía una ventaja a su favor: la biblioteca. La gran biblioteca de Dorset
era un tesoro, nada tenía que envidiar a la de Johnson o a la de Cleveland.
Allí, colgada de los estantes, halló lo que buscaba.
—¡Eureka!
Meridith y Hirsch la observaron con asombro, confirmando lo evidente:
la nueva Lady había caído en el embrujo de locura que tocaba al condado.
Allí, con el cuerpo pendiendo de la escalera de la biblioteca, con las
faldas llenas de polvo, el cabello en una trenza que le llegaba a mitad de la
espalda y una camisa que ya no era blanca, sonreía de modo demencial.
—¿Milady? —se atrevió a preguntar Meridith.
—¡Carpintería! —Vanessa descendió de la escalera en un salto que no
le hizo doler, pues la moda lejos quedaba de Dorset. Lady Witthall se había
rendido a vestir como campesina, con zapatos cómodos, faldas amplias y
ropajes que no dieran pena cuando no sirvieran ni para trapos.
—Pero… ninguno de nosotros es carpintero —musitó Hirsch.
—Para eso están los libros, mi querido señor Hirsch —Era el día libre
de Atwood según las indicaciones de la pizarra—. Para eso están…
¡Vamos!, aprendamos juntos cómo arreglar esa viga antes de que se nos
caiga en la cabeza. ¿Will… el conde?
—El conde se encuentra con las ovejas, comentó algo sobre arriarlas.
No le sorprendía. Se habituaba a las andanzas de su marido, tanto que
ella se había convertido en una aliada. ¿Acaso no planeaba arreglar una viga
con sus propias manos? Bueno, quizá no «con sus manos», pero sí guiaría
las de Hirsch según las instrucciones de «Manual de carpintería industrial
de Cosme Dylanson».
Salieron de allí hacia el pasillo, donde los cientos de sirvientes llevaban
a cabo sus nuevas asignaciones. Giddeon estaba feliz con el cambio, pues le
tocaba cambiar el heno de los animales, y aunque la tarea podía ser
asquerosa a veces, le permitía estar cerca de ellos y jugar un poco. Él quería
ser jefe de cuadras, pero ya había seis.
—Bueno, señor Hirsch —empezó Vanessa—, lo primero que debemos
hacer es cortar la parte podrida de la viga. Sube aquí —Señaló un banco de
metal que parecía lo suficientemente firme como para sostener el cuerpo del
hombre—, y con el hacha corta allí y allí… con cuidado de que no se te
caiga en la cabeza. Llamaremos a… —Los nombres aún le eran esquivos.
Meredith se encargó de salir al rescate.
—Ernest… Ernest está libre hasta las cuatro.
—Bien, gracias, Meredith. Ve a buscarlo…
A los pocos minutos, Ernest y Hirsch hachaban una vieja viga para
poder reemplazarla.
—Luego, según esto —explicó la condesa—, necesitamos unir con la
madera nueva. —Indicó con el mentón el leño que esperaba contra la pared
—. Necesitamos clavos… —Meredith asintió contabilizando los materiales
—, martillo y cola.
—Falta cola —se lamentó la mujer.
—Oh, pero la cola es muy fácil de hacer. Ustedes sigan aquí, iré a
hablar con Garret para que me ayude a prepararla.
La joven salió disparada, ansiosa por terminar con su primer
experimento de carpintería. Le agradaba, si bien siempre se había dedicado
al estudio de filosofía, política e historia, las tareas prácticas la enriquecían
para ver el mundo de manera simple y sencilla, como era la vida en
realidad. Todas esas personas que dependían de ella se encontraban a
merced de la suerte del condado por la simple razón de que nadie los había
educado. Los mantuvieron ignorantes para que dependieran de un hombre
culto, y ahora que ese hombre culto no podía proveerles una vida a cambio
de sus servicios, quedaban desamparados.
No quiso detenerse en el sentimiento que le provocaba saber que
William no se había desentendido como hicieran tantos otros antes de él.
Como ella misma había pensado en hacer ni bien puso un pie en el condado.
Esos hombres y mujeres dependían de ella, y no les fallaría. Encontraría el
modo, se dijo, y la demencial esperanza que embargaba a su marido se le
contagió, haciéndola sonreír.
—Garret, harina, agua, un cuenco viejo… ¡haremos cola! —exclamó
feliz como una niña.
En medio del proceso de fabricación, se percataron de que necesitaban
algo para revolver y luego aplicar. Debía ser desechable, y por desgracia,
todo allí servía y mucho. No se podían dar el gusto de desperdiciar ni un
cucharón.
—Iré al altillo a ver qué encuentro que nos sea de utilidad. Tú deja ese
mejunje aquí hasta mi regreso —ordenó.
Su cuerpo se movía con energía inagotable. Atrás habían quedado los
días en que su anatomía no respondía producto de la vida calma de estudio.
Notaba los cambios que su nueva condición marcaba en ella, brazos firmes,
piernas torneadas y un vientre plano que parecía no tener fondo por la
cantidad de alimentos que ingería. Por las noches, por fortuna, caía en un
profundo sueño que le permitía no pensar en el deseo que William le
despertaba, ni en que cada vez era más frecuente que se acurrucara junto a
él buscando su respiración y su calor.
Avanzó por los corredores, los veía con cierto encanto pese al deterioro.
La mansión supo ser hermosa antaño, y Vanessa deseaba poder devolverle
el esplendor. Pero antes… antes los empleados, antes las familias que
dependían de ellos, los campos que tenían que ser redituables, las
inversiones, el progreso. Demasiadas cosas que pese a todo no le quitaban
las ganas de soñar. Ya era toda una Witthall.
Solo una cosa restaba para que eso fuera cierto al cien por cien: la
consumación. Un asunto que posponía con excusas como el cansancio, los
nervios y la falta de tiempo. La realidad era que, al igual que el primer beso,
no sabía cómo abordar el tema. No sabía nada del asunto, y para su total
bochorno, lo poco que aparecía en los libros no era de ayuda. O era de
demasiada ayuda, caviló al recordar el tomo ilustrado hallado en los
estantes de la biblioteca de Dorset. Sus mejillas ardieron por completo.
¡Maldito saber teórico que invita a la práctica!, maldijo mentalmente
mientras las imágenes con sus respectivas explicaciones se dibujaban de
manera difusa en su cabeza con dos actores por demás de conocidos:
William y ella.
Llegó al fin a las puertas del altillo. Sin pensar demasiado, porque su
traicionera mente se enfocaba en el cuerpo de su esposo desnudo, sudado,
musculoso y con la piel brillante, se dio de lleno con la madera que no
cedía. Exclamó un ahogado «auch» mientras se frotaba el hombro. Era la
primera vez que encontraba algo cerrado en esa casa. Nada estaba vedado
allí, ni para los sirvientes, ni para los animales. Webb era una prueba de eso,
recordó con una sonrisa.
—¡Witthall! —lo llamó para no perder la costumbre. Luego recordó que
estaba en mitad del campo. ¿Cómo se llamaba el ama de llave de turno?,
Lisa, Louisa, Lena, Lara… No, no lo recordaba.
Sin detenerse a pensar en los motivos de que la puerta estuviera cerrada,
se dispuso a abrirla con la ayuda de lo que tuviera a mano. Luego se
preocuparía por explicarle a William el motivo y hallar al ama de llaves de
turno para que volviera a cerrar. Era prioridad hacer la cola para terminar de
arreglar la viga y poder empezar con las refacciones del techo.
—Una cosa a la vez —se recordó mientras movía una horquilla dentro
de la cerradura—, un paso pequeño, obstáculo por obstáculo. Y ahora es el
altillo… —Dos movimientos más, y listo. Vanessa se aplaudió por su nueva
habilidad adquirida, pues no había día que no aprendiera algo junto a
William.
Sin embargo, la euforia se esfumó de un plumazo cuando sus ojos se
habituaron al paisaje ante ellos. El altillo no era tal, sino un improvisado
estudio de arte… de un magnífico arte. Unos cincuenta cuadros
impresionantes, uno más bello que el otro. Colores, vida y sentimientos
atrapado en los lienzos.
Quien quiera que los hubiera hecho era el artista más talentoso que ella
hubiese conocido jamás, y las sospechas le arrojaban un nombre, un
hombre, una única persona capaz de convertir todo en arte… William
Witthall.
Avanzó a paso lento, a sabiendas de que, sin proponérselo, se adentraba
en terrenos íntimos. Allí, su esposo era más él que en cualquier otro lugar,
no era el conde, no era el loco, era tan solo William. Con su horquilla,
sabía que no solo se abría paso al estudio sin ser invitada, sino también al
corazón de su marido, a ese lugar en el que se negaba a entrar por miedo,
por el miedo a salir herida como en el pasado y por el pavor de que el efecto
Witthall terminara por cambiarla por completo, por hacer de ella la
verdadera Vanessa Cleveland, la mujer que no se atrevía a ser y se escondía
en los libros y en los estudios.
Entre todas las pinturas, una pareció llamarla, invitarla a la
contemplación. Se acercó, y la impactó. Era ella, era más ella que la imagen
que le devolvía el espejo cada mañana, porque era Vanessa a través de los
ojos de él. Se encontraba en un bosque, parecía el de los Thomson solo que
la rodeaba la niebla. Su mirada era triste, transmitía tanta pena que sin darse
cuenta los ojos se le anegaron. Parecía mirar el paisaje sin ver, pero lo más
curioso de ese cuadro era que pese a eso, brillaba, Vanessa era el único
toque de color entre la niebla.
Cuando pudo romper con el hechizo, observó la fecha, databa de unas
semanas después del encuentro en Sameville, y efectivamente lo firmaba
WW. Lo volteó, detrás, el título de la obra le anudó la garganta: «La ninfa
de los duendes».
Otros lienzos la volvían a mostrar, no era el único. «Filosofía» era uno
en que se la veía amando el saber, con un libro en manos bajo la tenue luz
de una vela. En cada pintura se exponían dos cosas con demasiada fuerza, la
tristeza de Vanessa, el dolor que ella cargaba, y el amor de William al verla,
el modo en que siempre, a como diera lugar, la iluminaba. Con un
resplandor, con un rayo de sol, con un trueno, una vela, una fogata. Cerca
de diez cuadros la tenían de musa.
Vanessa tomó el palo que usaba su esposo para diluir la pintura y dejó el
lugar. Tenía lo que buscaba, arreglaría la viga…
Entonces, ¿por qué demonios no podía dejar de llorar?
***
La actitud distante de Vanessa lo inquietaba. Mentiría si dijera que no
extrañaba los ¡Witthall! en boca de su esposa. Los reclamos, las locuras, las
disertaciones y las miradas.
En resumen, extrañaba a Vanessa Cleveland, a la muchacha que había
elegido por esposa.
No sabía cuál había sido el detonante, pero la distancia entre ellos era
agobiante. Lady Witthall buscaba las excusas para no almorzar con él, ni
cenar, y aunque el pacto entre ellos era el de compartir lecho, Vanessa
llevaba algunas noches «quedándose dormida» en la biblioteca.
William había ahondado en sus actitudes extravagantes con el fin de
llamar su atención sin conseguirlo. El único remedio era la franqueza, algo
que con su esposa se podía convertir en un arma de doble filo.
La conocía, llevaba meses observándola, era su musa, su inspiración.
Había descubierto las emociones que Lady Witthall escondía tras su
fachada de mujer distante, fría y cínica, y enfrentarla podía costarle perder
el terreno ganado. Sin embargo, cada día de distancia era un metro
retrocedido.
—Cariño —Hizo uso del apelativo—, creo que por hoy terminamos.
—Tengo que ver unos libros más, y enseguida finalizo —fue la excusa
esgrimida. William la observó desde el umbral de la biblioteca. Vanessa
estaba en el sillón que ya había usado para dormir un par de noches, con los
libros en el regazo, el tintero en una mesa auxiliar y la pluma danzando en
sus dedos. No alzaba la vista hacia él, no lo miraba, y eso dolía un poco.
—Entonces pediré té y te haré compañía —propuso. Antes de que la
protesta abandonara los labios de su esposa, él ya se dirigía a la cocina para
prepararlo. No se molestó en solicitar asistencia, era completamente capaz
de preparar el té con sus manos. Además, quería aprovechar la intimidad de
esas horas en las que ni los grillos cantaban. Volvió a la biblioteca para
encontrarse a una Vanessa ensimismada. Ya no leía los libros contables ni
anotaba cosas. Tenía la vista puesta en la llama de la vela que se daba el
gusto de desperdiciar solo para mantenerse alejada de su marido.
Ella lo sintió regresar, y su corazón salió disparado dentro de su pecho.
No quiso cortar el hechizo, siguió con el rostro hacia un lado mientras
recordaba la imagen del lienzo. A los pocos segundos, William le colocaba
en las manos la taza y la instaba a beber.
La sensación de calidez no se la dio solo la infusión, sino también la
cercanía de su marido, los cuidados de él. No se atrevía a preguntar, no
podía, se sentía confundida y eso era nuevo para Vanessa. No tenía
respuestas a lo que le sucedía, ni explicaciones, William despertaba en ella
sentimientos, y no sabía cómo manejarlos. ¿Se manejaban o eran ellos los
que tomaban el timón?, parecía ser lo segundo, y estar a merced de eso la
aterraba.
Su madre había muerto cuando ella tenía ocho años, los recuerdos que
conservaba de la mujer la mostraban como tímida y reservada, como si no
quisiera demostrarle demasiado cariño en público. Los momentos más
dulces fueron a su lado en soledad, sin la presencia de Robert. Su padre…
su padre era una astilla clavada en algún lado, a veces se olvidaba que dolía,
otras, no podía pensar en otra cosa. Toda la vida buscando su aprobación, su
cariño, para chocar una y otra vez con un muro. Y el último golpe lo había
dado Johnson, una herida que aún sangraba. Porque Philip pareció ser
distinto, celebraba sus logros, la motivaba a estudiar, le permitía ser … y le
había mentido.
Algo le decía que, si William le fallaba, si él lo hacía… no podría
sobrevivir a eso. ¿Cuándo se había vuelto tan importante para ella? ¿en el
mismo momento en que ella se convertía en una musa para él?
—Vanessa… —la llamó Witthall—. Bebe, te hará bien. Y luego…
luego dime qué ocurre. Sé mejor que nadie que las tareas del condado son
abrumadoras, las llevé de manera pésima por años. Conozco el peso, y la
idea es compartirlo, no ponerlo solo en tus hombros.
—No es eso… —William esperó a que se abriera. Vanessa bebió un
sorbo de té y al fin se atrevió a alzar la mirada y fijarla en los ojos castaños
de su esposo. La transparencia la llamaba, le parecía el hombre más honesto
del mundo y eso la relajaba. Sentía una inmensa necesidad de pasar las
manos por los bucles oscuros de sus cabellos, por la incipiente barba que
dibujaba su mentón, por los labios llenos que extrañaba besar—. Espero que
no te enojes, quiero que sepas que no fue adrede.
—Dudo que puedas hacerme enojar…
—Entré al altillo —confesó—. Buscaba algo para arreglar la viga del
corredor, y entré por más que tenía llave.
—Veo.
—No quise violar tu intimidad, William. Es…
—No lo hiciste, no pongo llave por ti, Vanessa, no te estoy ocultando
nada. Es solo la costumbre, del mismo modo que hago esto —remarcó, y
Vanessa siguió el movimiento de la cuchara dentro de la taza. Una sonrisa
asomó por la comisura de sus labios, lo había notado, Witthall revolvía el té
siempre con tres giros hacia un lado y tres hacia el otro—. No recuerdo
cuándo empecé a hacerlo, solo lo hago. Lo mismo con la llave.
—No recuerdas cuándo, pero recuerdas por qué. —La curiosidad se
abrió camino en Vanessa, y en esa ocasión fue William quien sonrió. La
recuperaba, volvía a ser Vanessa, la muchacha en quien las ganas de saber
vencían sobre los miedos y la cautela.
Lady Witthall dejó los libros aparte, la pluma en el tintero y se sentó en
canastita sobre el sillón, dejando el espacio de su lado libre para que
William lo ocupara. Lo llamó con un movimiento de mano, y su esposo no
dudó en dejar el lugar enfrentado para acercarse más. Lo hizo llevando
consigo el cobertor de lana, pues el hogar comenzaba a consumirse y el
otoño mostraba indicios de invierno. Se cubrieron ambos, dándose calor
mutuamente, y en lugar de ahondar en el pesar de Vanessa, Lord Witthall
abrió la puerta de su altillo, del único lugar que aún no era de su esposa, no
por negárselo sino por costumbre.
Tampoco sabía cuándo había cerrado esa habitación de sí mismo, solo
sabía cuándo la había abierto: En Sameville, cuando la conoció. Desde el
beso compartido era consciente de que estaba incompleto, de que se había
privado de ser él mismo por mucho tiempo. Esa certeza que Vanessa le
había dado sin imaginarlo, al recordarle sus palabras sobre el amor, sobre el
arte y el saber, fue la que lo hizo comprender que la necesitaba en su vida,
que era la indicada para él en todos los sentidos posibles. Era la razón que
le faltaba, la ciencia que lo equilibraba, la frialdad tantas veces necesaria.
Era su complemento. Necesitaba que lo viera tan claro como él, ya
conocían sus opuestos, era tiempo de sus semejanzas.
—¿Sabes cómo se inició el rumor de mi locura? —preguntó William.
—Hmmm, supongo que te encontraron hablando con duendes. —
Ahogaron las risas para no romper la quietud de la noche.
—No, eso fue después. El rumor comenzó con mi madre, la anterior
Lady Witthall. —William rellenó las tazas antes de seguir—. Mi madre sí
estaba loca, o por lo menos eso dijeron los médicos, yo, en cambio, ando
sin diagnóstico por la vida. —Se sonrieron, y Vanessa se permitió apoyar la
cabeza en el hombro de él. Dejaron que la vista se acostumbrara a la
ausencia de luz. La llama de la vela se consumía a la par de las del hogar—.
Pasaba de momentos de completa euforia a momentos de tristeza absoluta.
Cuando los arrebatos de alegría llegaban, era vivaz, arriesgada y
escandalosa. Llamaba mucho la atención, hasta que todos se horrorizaban
de su comportamiento. Luego, cuando la tristeza arremetía, se encerraba a
llorar por días, no comía y a veces se lastimaba. Mi padre solo tenía una
solución para el problema, vigilarla con los empleados y sirvientes, pero no
era suficiente. Cuando lograba hacer algo que lo avergonzaba, el correcto
conde de Witthall hacía lo que correspondía: culpar a la servidumbre y
despedirlos sin referencias. Hasta que mi madre en uno de sus momentos de
baja anímica pasó de solo lastimarse a terminar con su vida.
—Cuánto lo siento, William. —La voz de Vanessa salió cortada. No
esperaba semejante confesión, no imaginaba una vida de dolor detrás del
conde loco. Parecía tan entero, tan feliz.
—Yo también lo hago. —Las manos se unieron bajo el cobertor—. Sé
que ella sufría, que fue su forma de terminar con eso. Y desde entonces, la
mancha de la locura me roza, me acaricia. Al principio me molestaba,
porque sentía que se burlaban del recuerdo de mi madre con sus
comentarios maliciosos, después comprendí que podía sacar provecho. Se
alejaban de mí, me dejaban en paz, y cuando aprendí a ignorar los
comentarios, entonces todo se hizo más fácil. A veces me divierto,
mucho…
—¿Cuando hablas de duendes en la cámara de lores? —Las carcajadas
sonaron en la biblioteca.
—¡Tendrías que ver sus caras! De todos modos, milady, le reitero que es
cierto que creo en los duendes.
—Eres imposible. —Vanessa remarcó sus palabras con un suave golpe
en el pecho de su marido y aguardó a que continuara. Aún no habían
llegado a la puerta del altillo.
—Sin mi madre, mi padre tuvo demasiado tiempo para atender todos
mis defectos. —William prosiguió con su relato—. Lo que dije en casa de
Johnson es cierto, el anterior conde era un hombre conservador, él empezó
con el deterioro que hoy ves. Se negaba a invertir, a industrializar… Su idea
de lo que son un condado y un conde era algo retrógrada, y quiso
inculcármela.
—¿Cómo? —Vanessa fijó sus ojos cafés en los de él y leyó allí la parte
de los golpes a modo de castigo, de los gritos y las penitencias. No le pidió
que se explayara, no era necesario, conocía esos modos de «educación» tan
arraigados en la cultura.
—Creía que un conde debía ser un hombre racional, frío, de nervios de
acero, capaz de impartir disciplina a los empleados e imponerse ante
cualquiera. Nada que no fuera la administración de las tierras era permitido,
ni ir al teatro, ni pasear por los parques, ni asistir a las carreras… solo el
condado. Detestaba a los burgueses, a la clase media que comenzaba a
crecer con las industrias, detestaba todo lo que no fuera nobleza y su idea de
tal cosa.
—Por eso vendías tus poemas —comprendió Vanessa.
—Sí, porque era un modo de rebelarme sin que mis acciones recayeran
en los demás. Antes de descubrir ese medio, y el de permitir que me dijeran
loco, mi padre solía castigar a los sirvientes por mis pecados. Igual que
hacía con mi madre. De modo que no me quedó más remedio que ingeniar
un método novedoso, como ser un burgués. —Sonrió y los dientes, blancos,
destellaron en la oscuridad de la biblioteca.
Vanessa tenía todas las piezas del rompecabezas Witthall. El condado
destruido no era algo de esa generación, no se trataba de un daño
ocasionado por él. Y por encima de eso, la necesidad de proteger a los
empleados, a aquellos que dependían de él. Los había visto pagar los platos
rotos de sus señores injustamente, y prefería la bancarrota que repetir la
historia.
—Tenías el arte prohibido ¿verdad?, esa era otra de las absurdas normas
del odioso Lord Witthall. —Sí, Vanessa ya lo había apodado odioso, y nada
le quitaría el mote en su mente. Un hombre que había mutilado de ese modo
el espíritu de su hijo no se merecía contemplaciones. No pudo evitar pensar
en su propio padre y en el modo en que también había dejado cicatrices en
ella.
—Sí, no solo a su ver era indigno de un conde, sino también, de un
hombre. Solo los afeminados se dedican al arte…
—¡Patrañas! —Vanessa se incorporó en el sillón, presa de la furia—.
Dime que no le has creído, William. Dime que no te dejaste vencer por ese
esnob, ese… ese… —Las palabras se esfumaron, porque «ese» era el padre
de su esposo y no quería herir los sentimientos de Witthall más de lo que su
antecesor había hecho.
—Por un tiempo lo hice, no voy a mentirte. Por varios años, de hecho, y
cuando heredé el condado, el peso del legado estaba en mí. ¿Has visto las
pinturas, verdad? —inquirió.
—Sí… —Vanessa tembló. No quería abordar el tema, no podía, su
habitación permanecería con llave un tiempo más.
—Entonces conoces el resto de la historia. —La mano de Witthall se
posó en su mejilla, la acarició con suavidad. Vanessa era su obra de arte, la
que él intentaba inmortalizar para que otros tuvieran el placer de observarla
como él lo hacía—. Sabes hasta cuándo creí en las palabras de mi padre,
sabes el momento exacto en el que yo exclamé ¡Patrañas!, y volví a tomar
el pincel. Y si me preguntas por qué, te lo diré, pero solo si tú lo pides.
Y allí, un nuevo desafío lanzado al aire, uno cargado de verdades. Al
igual que la consumación, la declaración de amor de William esperaba de su
equilibrio en el platillo de Vanessa. Porque para que las cosas funcionaran
se debían dar así, de igual a igual. Por fin la señorita Cleveland conseguía lo
que toda la vida había buscado, cosechaba lo que había sembrado con tanto
esfuerzo, en tantos campos áridos y en tierras infértiles. Solo debía verlo, el
velo estaba por caer.
No sería esa noche, aunque el momento se presentaba para dar un paso
adelante. Uno pequeño, del mismo modo que sortearon todos los obstáculos
a los que se enfrentaron en esas pocas semanas de matrimonio.
Se pusieron de pie, tomaron la vela que apenas alumbraba y caminaron
juntos, envueltos en la cobija, hasta la habitación conyugal.
—William… —La ilusión tiñó la mirada del hombre, y aunque las
palabras en labios de Vanessa no fueron las esperadas, sonaron a la bella
melodía en sus oídos—. ¿Puedes abrazarme hasta que me duerma?, tengo
frío —fue la tierna excusa que lo hizo sonreír. Por supuesto que la
abrazaría, a él le sobraban los motivos.
Capítulo 8

El condado de Dorset era una realidad aparte, los días rompían su lazo con
el tiempo, transcurrían sin necesidad de ser marcados por las manecillas de
un reloj; para lo único que servía el calendario era para el cronograma de
organización de labores semanal, nada más. La llegada de la primera helada
fue lo que puso en alerta a Vanessa de las fechas actuales. Las festividades
golpeaban a la puerta para recordarle que la vida junto a su esposo en la
calidez del hogar —metáfora utilizada para exponer la relación creciente
entre ellos, porque demás estaba decir que el frío del infierno se colaba por
cada hueco de la mansión convirtiéndola en un palacio de hielo— debía ser
puesta en pausa. Por supuesto que estaba deseosa de encontrarse con sus
amistades, ansiaba ver cuánto había crecido Nala y el vientre de Miranda.
También quería comprobar con sus propios ojos el estado de Henriet, la
mujer confesaba en sus cartas estar en perfectas condiciones de salud, lo
dudaba, tenía espías en Londres que le decían lo contrario. Por sobre esto,
otra responsabilidad se elevaba, cumplir su nuevo rol junto a William, y no
era por simple exposición social, ni camaradería, sino por imperiosa
necesidad, debían exhibir la imagen perfecta, demostrar que el condado
finalmente se recuperaba para iniciar una nueva y provechosa etapa. Ni
mención hacer que, en breve, debería pujar por obtener el mejor precio por
sus semillas y el ganado en el mercado. El desprestigio era un manto que
cubría a Dorset desde hacía más de una década, y extirpar ese concepto
sería la labor más difícil de todas.
No tenían alternativa, debían atravesar los muros del exilio que habían
construido por propio deseo. Amaban ese exilio, ahí el trabajo era duro, y te
llevaba a la cama a última hora del día con el sueño colgando de las
pestañas. En Dorset, el olor a pan recién horneado te levantaba mucho antes
de que el sol se dignase a aparecer. En ese lugar, la vida de la nobleza
formaba parte de un cuento de hadas, porque en Dorset no existían condesas
aburridas ni condes ociosos, no, existían mujeres y hombres dispuestos a
trabajar de sol a sombra con una sonrisa en los labios.
Pero esa historia, la real, no debía contarse, quedaba como un dulce
secreto compartido puertas adentro. Fuera, la pantomima debía ser
representada. William Witthall era un experto interpretando papeles, y se
había asegurado de unirse en matrimonio con una mujer poseedora de la
misma maravillosa habilidad.
El regreso a Londres fue lo opuesto a su partida, el silencio había sido
desterrado entre ellos, siempre existía un tópico de conversación, cuando la
administración del condado quedaba en segundo plano, era suplantada por
debates socio-culturales, por lecturas compartidas en voz alta o por los
divagues trascendentales de William.
Ya no contaban con una casa familiar en la ciudad, años atrás había sido
ofrendada en sacrificio para evitar la decadencia. Por tal motivo, debieron
de recurrir a las amistades, unas que llevaban semanas esperando por la
confirmación de la visita. Las invitaciones de hospedaje fueron muchas, y
aunque Vanessa se vio tentada a aceptar la de su amiga Cameron, William,
con esos encantos que se multiplicaban como flores en primavera, la
convenció de corresponder a la invitación con mayor relevancia
sentimental: los Johnson.
Desde la boda que Vanessa y Sir Johnson no habían vuelto a
intercambiar palabra alguna, cualquiera diría que el paso de los meses
menguaría el desacuerdo entre esos dos. Cualquiera. No ocurrió. Philip no
era un terco, solo respetaba la terquedad de la muchacha, o esa era su
excusa, ni Henriet ni él lo sabían. Lo único que reconocían era que la
mediación era la herramienta de supervivencia, era cuestión de días, nada
más, la visita se extendería mucho, pero para Vanessa y Philip eso podía ser
una eternidad de sinsabores y silencio. Planearon una estrategia que les
permitiría a todos convivir en simulada armonía. William se encargaba de
Philip, generaba conversaciones hasta con el vuelo de una mosca y, cuando
podía, lo llevaba fuera de la casa o improvisadas reuniones con sus pares,
una disertación por aquí, otra por allí.
Henriet cumplía con su parte de la emboscada.
—Sé lo que traman, Henriet... —la instó Vanessa con la confianza
todavía fresca entre ellas.
—¿Tramar? ¿Quiénes?
Estaban preparándose para un paseo matutino, el enfado que Vanessa
demostraba contra Sir Johnson no solo involucraba la decepción del pasado
no muy lejano, también incluía ese presente de Henriet. ¿Cómo podía ser
que no la obligara a caminar, a salir en busca de una bocanada de aire
fresco? La mujer tenía el cuerpo entumecido por la falta de ejercicio.
—Tú y William... no me engañan. Y, además, no necesitan hacerlo. —
Ajustó el cuello del abrigo de Henriet y le entregó el bastón—. Ya estamos
listas. —Le sonrió, y le tendió el brazo para que se sostuviera.
¡Vaya que le hacía falta ejercicio, debía descansar a cada peldaño de la
escalera!
—Dime, qué quieres decir que con eso de que «no necesitamos
hacerlo». —Retomó lo anterior en el resguardo del cuarto escalón.
—William inventa excusas para mantener a Sir Johnson lejos de mí, tú
también, y yo no requiero de excusas o disimulos, me basta con el
propósito. —No iba a negarlo, prefería evitar cualquier momento frente a su
tutor.
—¿Cuándo vas a ponerle un punto final a todo este asunto? —La
energía que parecía ajena al cuerpo de Henriet, apareció de repente, utilizó
el bastón como elemento de desacuerdo, y golpeó la piedra bajo sus pies.
—¿A mentirme, a ese asunto te refieres? —No pretendía ser Vanessa
Cleveland con ella, pero no pudo controlarse, con un par de palabras
Henriet había abierto el corral de cosas pendientes.
—¡Protegerte es lo correcto aquí! Hay verdades que duelen demasiado.
—Las verdades siempre duelen, créeme, Henriet, lo he aprendido a la
fuerza.
Ya se arrepentía del viaje. ¿Por qué estaba ahí? Podría estar en su
biblioteca, organizando la remodelación del granero, disfrutando de un
emparedado junto a su esposo, con el calor anexo de Webb en su regazo.
—Ponte en su lugar, niña... ¿Cómo iba a recibirte? ¡Bienvenida a
Inglaterra, acostúmbrate, porque tu padre no te quiere de regreso! —Henriet
se desprendió de su brazo dispuesta a descender los últimos peldaños sin
asistencia. Estaba enfadada.
—Tienes razón, no era la bienvenida más correcta, pero tú misma lo has
dicho: «bienvenida». ¿Cuál fue su excusa a lo largo de los meses? —Ya que
Henriet parecía ser el oráculo de la sabiduría familiar, podía darle el
argumento que ella llevaba tiempo reclamando.
—¿Acaso no es evidente? —respondió ni bien se halló a salvo al final
de la escalera—. Tu sonrisa, niña... tu sonrisa. Puede que Philip se haya
equivocado, de ser así, los dos lo hicimos, no estábamos dispuestos a perder
el privilegio de verte sonreír.
—Prefiero la verdad antes que a las sonrisas. —Eso fue una defensa
ofensiva. Se había propuesto mantener la compostura con Henriet, que sus
ánimos furiosos no vencieran. Estaba fallando.
—Bien por ti —su mofó la mujer, le dio la espalda para emprender la
caminata, no la esperaría y no reclamaría el soporte de su cuerpo. De un
paso a la vez, primero el bastón, luego una pierna, la otra—. Volveremos a
tener esta conversación de aquí a un par de años, si es que el condenado
invierno me lo permite —murmuró esto último entre dientes. El mayor
desafió de Henriet era sobrevivir el invierno.
—¿Qué te hace pensar que un par de años hará la diferencia?
¿Quién hubiese imaginado que Henriet tendría una caminata tan veloz?,
Vanessa requirió de unas cuantas zancadas para alcanzarla. Interpretaba a la
perfección lo dicho, se refería a los futuros niños del matrimonio. Vanessa
no se imaginaba como madre, posiblemente porque, en primera instancia,
jamás se había proyectado a sí misma como esposa. A pesar de ello, ahí
estaba, siendo la esposa de Witthall. La consumación sería un hecho,
ocurriría, lo sabía, como también sabía que su función como condesa
incluía la de perpetuar el nuevo legado en Dorset, ese que estaban
construyendo con William.
—Llegará el día en que priorizarás las sonrisas, la felicidad por encima
de todo.
—¿A costa de la verdad? —Elucubrar la posibilidad de ser madre era un
pensamiento arriesgado para la mente de Vanessa. Pensarse ya como una,
con todo lo que eso abarcaba, era demasiado.
—A costa de todo.
Vanessa no tenía comprobación empírica con respecto a ese asunto.
Contradecir a Henriet por el solo hecho de ganar la discusión no tenía
mucho sentido, como tampoco lo tenía llevar al terreno familiar su
fragmentada relación con Sir Johnson. El hombre no era más que su tutor,
ningún lazo real los ataba. Les estaría en deuda por el afecto, los cuidados,
que sin duda habían sido brindados gracias a la relación entre Philip y su
padre.
Sin que la mujer lo solicitase, Vanessa enredó su brazo al de ella para
caminar a su par.
—Sabes, te encantaría Dorset —le murmuró al oído.
Henriet hizo un alto con su bastón. Era imprescindible comprobar el
estado de la muchacha; la joven de Boston, aquella que siempre estaba
decidida a ganar cualquier discusión, abandonaba los aires de conflicto de
un instante a otro.
—Por supuesto que me encantaría conocer Dorset —proclamó Henriet
con ánimos renovados—. Me sentará de maravillas un cambio como el
tuyo.
—¿Cambio? ¿Qué cambio?
Vanessa reconocía la diferencia de tonalidad en su piel, el sol brillaba
con sus propias reglas en el condado, también estaba al tanto de las
variaciones en su figura, poseía nuevas formas, más torneadas y marcadas.
Solo eso.
La anciana mujer ocultó la sonrisa. ¿Dónde estaba Vanessa Cleveland?
Oh, cierto, esa jovencita ya no era tal, ahora era otra... Lady Vanessa
Witthall. Muchos habían pensado que lo que esa muchachita americana
soberbia y altanera necesitaba era una cucharada de su propia medicina,
algunos hasta sugirieron una que otra buena bofetada.
Todos se equivocaron, todos menos Philip Johnson. Esa muchachita
necesitaba un título de nobleza, uno que trajera consigo a Lord William
Witthall por supuesto.
***
Tenía muchas visitas en su lista de pendientes y pocos días para invertir,
tendría que priorizar alguna y desestimar otras con una buena nota de
disculpas; la única que fue considerada impostergable fue la visita a la
familia Walsh.
El afecto no menguaba a pesar de la distancia, y hacía que los
reencuentros fueran...
—Ya suéltame, Cameron... —La actual señora Walsh se negaba a
abandonar el abrazo compartido.
—Te he extrañado.
—Yo no —dijo mientras trataba de hacerla a un lado con delicadeza—.
Ya sabes el motivo que me trajo hasta aquí.
Ahí estaba Nala, en brazos de su padre, balbuceando lo que para
Vanessa fue el mejor de los recibimientos.
—¡Oh, por los cielos, has triplicado tu tamaño, pequeña! —Su objetivo
era bien claro, deseaba cargar a Nala, Walsh colocó a la niña en sus brazos
sin rechistar.
—Milady... —saludó con picardía.
—No tú, Sean —le reprochó—, dejemos el bendito protocolo fuera de
esto —dijo disfrutando de la presión de la mano de Nala en su dedo—.
Tengo un sinfín de anécdotas para contarte... —le habló en confidencia a la
bebé— de Webb, de Weym...
—¿Webb? —preguntaron al mismo tiempo Sean y Cameron.
¡Maldición, ella y su bocaza! Tendría que reservarse las travesuras del
cordero para cuando estuviese a solas con la pequeña.
—¿Tienes noticias de Emily y Colin? —Cameron estaba ansiosa,
finalmente volverían a estar reunidas las cuatro.
No tenía noticias, tenía un secreto que ocultar. Inventó en base a lo que
había oído en casa de Lady Mariana.
—Parece que el arribo del barco se ha demorado, pero aun así lograrán
a tiempo para nochebuena.
—Esos dos, en los últimos meses, han pasado más tiempo en mar que
en tierra —agregó Sean, todos los presentes habían vivido en primera
persona la tortura que significaba cruzar el atlántico.
—Supongo que la buena compañía hace tolerable todo, inclusive dos
meses en altamar —sugirió Lady Witthall, para Vanessa Cleveland otra
hubiese sido la apreciación.
Cameron y su esposo intercambiaron un par de miradas, mantuvieron
una silenciosa conversación que derivó en:
—Voy a solicitar que les sirvan el té... —Su esposa lo quería lejos, era
tiempo de charlas femeninas—. Si me necesitan, estaré en mi despacho.
Ni bien estuvieron a solas, Cameron guio a Vanessa al cómodo sofá, y
juntas, tomaron asiento. Nala disfrutaba y reía con las morisquetas con la
bostoniana le brindaba.
—Cuéntame —demandó Cameron sin piedad.
De un momento a otro la vida de Vanessa había dado un giro de ciento
ochenta grados, había pasado de ser la joven americana sin éxito social a
convertirse en esposa de un conde —las condiciones financieras del hombre
no hacían diferencia para la señora Walsh—, y de ahí en adelante, la
información que recibía de ella era a través de breves epístolas.
—¿Qué deseas que te cuente?
—¡Todo! ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo te sientes? —Por dónde
empezar y dónde terminar—¿Cómo te hace sentir tu esposo?
El corazón de Vanessa se aceleró... ¿Cómo te hace sentir tu esposo?
No encontraría las palabras para responder. Tal vez ese tipo de
preguntas no debían de hacerse porque no tenían respuestas. No las tenían.
¿Se le podía poner un calificativo al fuego que le recorría la piel cada vez
que la abrazaba bajo las sábanas, cada vez que rozaba sus manos con una
infantil excusa? ¿Existía una palabra que le hiciera justicia a su sonrisa?
Una sonrisa que se había transformado en la medicina que ella necesitaba
para afrontar el día. ¿Estaba enferma? Sí, lo estaba. Él le había contagiado
la peor de las enfermedades...
—¿Vanessa? —Cameron habló para traerla de regreso junto a ella.
—¿Qué? ... Lo siento —Vanessa se disculpó por su dispersión, y con
ello consiguió el tiempo suficiente para elaborar un discurso acorde a sus
costumbres—. Contrario a mis expectativas, me encuentro bien, diría... más
que bien. —Se sorprendió a sí misma confesado parte de la verdad—. Pensé
que la vida de casada sería aburrida.
—La vida de casada tiene sus momentos aburridos y sus momentos... —
Se tomó la pausa necesaria para recoger el énfasis necesario— para nada
aburridos, los últimos generalmente suelen darse en espacios privados.
—¡Vaya, vaya... señora Walsh! Si su tía Eleanor la oyera.
Las dos rieron. Vanessa tuvo una dosis más de risas al recordar a la
gansa de la mansión. La presencia del mayordomo las obligó a recobrar la
compostura, una vez que el hombre se disculpó por la intromisión, le indicó
que el servicio de té ya había sido dispuesto en el salón. Nala se había
dormido en brazos de Vanessa, y su madre consideró oportuno extender el
descanso de la pequeña en su canastilla.
La segunda invitada de la tarde, Miranda, coincidió con ellas en el
momento perfecto, antes de que el primer pastelillo fuese devorado.
Lady Bridport lucía de maravillas con su casi quinto mes de gestación.
Estaba radiante, enérgica, las náuseas matutinas habían remitido al igual
que los vómitos, y se daba el permiso de regresar a las actividades sociales.
Elliot Spencer no coincidía con ella, si fuese por él, la vizcondesa pasaría la
totalidad de su embarazo bajo el techo del hogar, bajo su cuidado
exhaustivo, y como no lograba encontrar un punto intermedio con su esposa
con respecto a las actividades, recurría a la única opción que le quedaba,
acompañarla. ¿Cómo si eso lo molestara? Por momentos, Elliot parecía una
señorita americana más, ansiosa de cotilleo.
—Lady Witthall —saludó Elliot con las cejas en lo alto, voz en extremo
protocolar y un sutil movimiento de cabeza.
El diablo de cabellos rojizos llevaba planeando el tono de su saludo
desde hacía semanas. ¡JA, la señorita Cleveland, desertora confesa de la
nobleza, convertida en una! Eso sí que era una buena broma del destino.
—Lord Bridport... —correspondió ella imitando su actitud, y luego se
dirigió a Miranda—. Lady Bridport.
Miranda participó de la jugarreta de burla protocolar.
—Lady Witthall.
—¡Por los cielos, termínenla de una vez por todas! —Cameron le puso
fin al juego. Solían bromear con ella sobre el asunto de que era la única ex
señorita que no había conseguido un título de nobleza sino un «Walsh»—.
Lord Bridport, mi esposo estará encantado de recibirlo en su despacho... —
Fue una directa invitación a la despedida—. Y ustedes, miladies, por favor,
el té nos espera.
—Y los pastelillos —agregó Miranda sabedora de que gozaría de cada
uno de ellos—, y de un buen descanso, debo confesar que mis pies me están
torturando sin piedad.
Miranda se unió a Cameron en un abrazo, y juntas se adentraron al
salón comedor.
Elliot aprovechó la cercanía de Vanessa para indagar un poco más en el
estado conyugal de la pareja, tenía aprecio por el conde loco.
—Nunca pensé que iba a decir esto, pero se ve radiante, Lady Witthall,
cualquiera diría que el matrimonio fue hecho para usted.
—Verdad... «cualquiera», menos tú, Elliot.
Él rio.
—No te pregunto por William porque ya he gozado del placer de su
compañía. —Habían intercambiado una agradable charla en el salón de
caballeros.
—¿Y también le has dicho que lo veías radiante?
—No precisamente... —dijo entre risas. ¡Vaya a saber qué picardía
recordaba!
Vanessa había puesto un pie en la ciudad con una doble intención, no
solo era cuestión de festejos navideños con seres queridos, tenía otro plan,
uno que había elaborado con calma: intentar reubicar a parte de los
empleados del condado en otros hogares. Era la alternativa que había
encontrado para cumplir con la promesa hecha a William, nadie quedaría
sin empleo, solo cambiarían de empleador, y ella se aseguraría de que estos
fuesen lo mejor de lo mejor.
—Bueno, ya que mencionamos mi buen estado, déjame decirte que el
tuyo dice todo lo contrario...
Ir tras los pasos de su esposa y, a la vez, cumplir con las
responsabilidades que su título demandaba estaba diezmando sus energías.
—Ser esposo, futuro padre y vizconde no es una tarea sencilla. Tú, más
que nadie, debería de saberlo.
Elliot estaba al tanto de las funciones que Vanessa llevaba a cabo en el
condado, los rumores viajaban rápido en Londres.
—Tienes razón, lo sé y, aun así, aquí me tienes... radiante. ¿Quieres
conocer mis secretos?
La necesidad combinó con las ansias de cotilleo.
—Soy todo oídos.
—Louise, ese es su nombre... una doncella de ensueño, con una
habilidad muy poco común.
—¿Qué habilidad? —Elliot Spencer era la víctima perfecta.
—Fabrica unos preparados de aceites y flores que utiliza para realizar
unos masajes increíbles... cuando mi espalda está rígida por la tensión de
día, o mis piernas se agarrotan por el exceso de actividad, ella hace su
magia y todo desaparece. —La semilla ya había sido sembrada, y era hora
de la cosecha—. Miranda la amaría... me imagino que sus malestares
cotidianos la tienen a mal traer.
—Te imaginas bien... — Lord Bridport torció los labios en una mueca,
dudaba, pensaba, tenía una conversación silenciosa consigo mismo—.
¿Crees que podrías compartir a la tal Louise?
—Mmm... ¿compartir? No sé si le agradará a la muchacha.
—Es una forma de decir, si pudiese, la contrataría, pero...
—Yo odiaría despedirla —lo interrumpió sabiendo que estaba por
salirse con la suya—. No pretendo hacerlo.
—Lo sé, me imagino...
Elliot quería gritar: ¿Cuánto quieres por esa empleada?
—Pero por Miranda… —Abrió la pequeña puerta de la trampa caza
Elliots.
—Por Miranda, por ella y el bebé. —Spencer estaba apelando a toda su
capacidad manipuladora en vano, él estaba siendo manipulado sin saberlo.
—De ser así, con gusto... —fingió detenerse, la segunda parte de su
plan debía efectuarse—. Oh, espera, hay un inconveniente.
—¿Cuál?
—Dudo mucho que Louise quiera marcharse sin su madre...una de
nuestras cocineras.
No era cuestión de dinero para Spencer, en lo absoluto, una doncella
hacedora de milagros con sus manos no se ponía en duda, pagaría lo que
fuese por ella, pero una cocinera. ¿Qué sentido tenía?
—Ya tenemos cocinera, de hecho, tenemos dos.
—Y ninguna de ellas es Martha.
—¿Quién es Martha? —El pobre Elliot ya estaba confundido, y esa
confusión podría solo podría desaparecer con una buena copa de coñac en
compañía de Walsh.
—La madre de Louise...
—Ah, ya veo... ¿y que tiene de maravilloso esta mujer?
—Hace deliciosos pasteles, y...
—Una de nuestras cocineras es francesa —la interrumpió sin deseos de
competencia, aunque sabía que los pasteles de su cocinera eran los mejores.
—Déjame terminar... y ha traído al mundo a la mayor parte de los niños
del condado. ¡Es una magnífica partera!
Lo era, no mentía. Llevaba semanas indagando en las cualidades de sus
empleados para ubicarlos de manera estratégica en aquellos lugares que los
necesitaran sin saberlo.
Los ojos de Elliot brillaron, parecía que Vanessa le había leído la mente,
hacía días que albergaba la idea de contratar una partera de tiempo
completo para que asistiera a Miranda ante cualquier situación, con los
embarazos nunca se sabía, así de imprevistos eran. Spencer era un hombre
precavido y obsesivo cuando de su esposa y de su futuro hijo se trataba.
—¡Las quiero a ambas! ¡Es más, las exijo como requisito de amistad!
Vanessa tomó nota de su primera victoria, Louise y Martha quedarían en
buenas manos.
***
Los Thomson volvían a abrir las puertas de su mansión para darle la
bienvenida a las amistades, y a las no tan amistades. Como siempre, los
eventos del matrimonio convocaban a la nobleza y a los miembros más
adinerados de la ciudad. No se hacía distinción por nadie en particular,
todos eran recibidos en pos de una velada que daría que hablar por semanas.
Una pareja en particular se robó todos los comentarios de la noche: Lord y
Lady Webb. Casi le ganaban en radiantes a Vanessa y William, y eso no
hubiera sido de importancia para la bostoniana si no tuviera como fin que
todos los nobles de la fiesta le robaran empleados.
¿Qué bello tocado?, halagaba una, y allí la reciente lady Witthall
aprovechaba para hablar de una de sus doncellas y simular que lo peor que
podían hacerle era robársela. ¡Oh, qué haría yo sin ella! Empezaba a
sacarle provecho a uno de los rasgos más odiosos de la sociedad británica:
la envidia. Ella era incapaz de tal sentimiento, lo que Emily le provocaba
era malestar. ¡Le estaba arruinando el plan de ser radiante!, si hasta había
vuelto a usar su vestido color crema con piel, ese que solo le traía recuerdos
de la ausencia de miradas de William la noche de la propuesta. Al menos,
en esa ocasión, los ojos de su marido sí se fijaban en ella, y pese a las bajas
temperaturas, se debía abanicar para disimular sus mejillas ardidas. En
cambio, Emily llevaba uno azul noche, combinado con pequeños diamantes
que destellaban a la luz de las velas. Ahora que era lady y una mujer casada,
los colores oscuros estaban permitidos, al igual que un poco de ostentación.
Lo que daría Vanessa por esos diamantes, los vendería y techaría el ala
oeste. Fantaseaba despierta con tejas… tejas rojas, tejas que cubrieran las
goteras, oh, bellas tejas más lindas que los diamantes.
—Hemos comprobado que tu capacidad para generar murmuraciones no
ha mermado ¡Felicitaciones, Lady Webb! —Vanessa dio el primer paso,
dejando de lado sus cotizaciones mentales sobre el presupuesto que la
californiana llevaba encima.
Emily la correspondió con el segundo paso. El reencuentro no era
reencuentro sin esos falsos roces.
—Y tu capacidad para ser odiosa, tampoco... Vanessa —respondió
Emily.
La californiana no se aferraba a sus raíces, al diablo el protocolo, no
saldría de sus labios un «Lady Witthall».
—Eso podría discutirse. —Cameron aportó su opinión, la joven de
Virginia conocía ambos lados de la bostoniana: el oscuro y el luminoso.
Este último ganaba siempre.
—¿Desde cuándo sales en su defensa?
Cameron pensó su respuesta. No era fácil encontrar ese punto de
quiebre en su pensamiento.
—Desde que se convirtió en esposa —mintió, la amistad entre ellas y la
mutua reciprocidad habían nacido tiempo atrás.
—Esposa... —repitió Emily—. Jamás pensé que esa palabra combinaría
con Vanessa.
—Nadie lo pensó, de eso puedes estar segura. —Vanessa tenía la
grandilocuente capacidad para bromear consigo misma.
—Si les soy sincera, crucé el océano solo para conocer al hombre
desquiciado, víctima de la desesperación, dispuesto a casarse con Vanessa
Cleveland.
Cameron fingió ofensa.
—También por la pequeña Nala —agregó de inmediato. El matrimonio
Webb había traído un sinfín de regalos para la bebé, y eso dejaba implícito
el afecto hacia la niña—. Pero debía comprobarlo con mis propios ojos...
Las tres se hallaban tomando un descanso junto a la salida a los
jardines, el invierno golpeaba fuerte en la intemperie, pero ahí dentro, ante
el intenso calor que desprendían los cuerpos, no era suficiente. Al otro lado
del salón se encontraba William, junto a Sir Johnson, Arthur Sutcliff y
Colin Webb. Platicaban con notorio esmero, gesticulaban y reían en partes
iguales.
—¿Y qué te dicen tus ojos ahora? —indagó Cameron.
—¡Que debí imaginarlo! Estuvo frente a nuestras narices y no lo vimos.
¿Cómo no lo vimos, Cameron?
Vanessa hizo uso del abanico para ocultar su sonrisa de satisfacción, y
también, para qué negarlo, disfrutar de su marido con mirada indiscreta.
—No lo sé, creo que yo estaba pendiente de mi embarazo, de Sean...
¡De James Seward! —recordó y la acidez le subió por la garganta.
—Y yo de Colin... —Emily hizo una pausa adrede—, y también de
Colin... y si no me equivoco, sí, más Colin. —Eso tenían en común con la
bostoniana, la capacidad de burlarse de sí mismas.
—Te estás olvidando de Lady Anne —intervino Vanessa.
¡Esa maldita arpía de cuerpo perfecto y cabello moreno! Era imposible
de olvidar por todas ellas.
—¿Qué habrá sido de ella? —La intriga invadió a Emily.
—Yo no la he vuelto a ver... —comentó Cameron.
—Nadie la ha vuelto a ver, según mis fuentes, partió rumbo a Escocia
con su hermana... —Tenía el nombre en la punta de sus labios—. Su
hermana...
—Thelma. —Emily le quitó la duda.
—¡Esa misma! Pobre muchacha... ¡Escocia! —A Vanessa le hubiese
gustado hacer lo mismo que hacía con las americanas, un par de bofetadas a
fuerza de comentarios sarcásticos para hacerla entrar en razones y que
reconociera que tenía el control de su vida. Tarde, no pudo. Esperaba que el
destino fuese piadoso con ella.
Emily suspiró, el lugar de Thelma era otro, al otro lado del océano, en
los brazos de su hermano. Guardó silencio, esa era una historia que no le
correspondía contar.
—Como sea... —continuó Cameron—, William Witthall pasó
desapercibido para nosotras.
Vanessa sonrió, no había pasado desapercibido para ella, no desde aquel
beso junto a la laguna artificial de Lady Thomson. El sabor a sentimiento
inesperado inundó su boca. Podía con las sensaciones de su cuerpo, tenía la
respuesta para eso, era ciencia, era química. Los cuerpos, por propia
naturaleza, se convocaban, reaccionaban. En lo referido al corazón, el suyo
en particular era un territorio inexplorado en términos teóricos y prácticos...
—Es solo un matrimonio, uno conveniente, eso es todo. No hubo
señales previas, ni mariposas revoloteando en mi estómago. —Lo dijo para
convencerse, era afecto, compañerismo.
—Si tú lo dices. —Emily no creía ni una sola palabra.
El centro del salón se llenó de parejas dispuestas al primer baile,
William atravesó los cuerpos dispuesto a ir por ella.
—Lo digo... —afirmó sin poder quitar los ojos de su marido.
—Pues deberíamos confirmarlo con él —sentenció Emily al comprobar
que el conde iba por su condesa.
Cameron y Emily se miraron con entusiasmo, nunca, en todo el tiempo
juntas, habían visto bailar a Vanessa. Solo el demente de su esposo podía
arriesgarse a esa locura.
—Lady Webb... Señora Walsh.
La sonrisa del demente las eclipsó, apenas pudieron responder, parecían
niñas que acababan de enamorarse por primera vez.
—Lady Witthall, sería tan amable de bailar conmigo.
—¿Tengo alternativa? —masculló por lo bajo.
Vanessa Cleveland no bailaba. ¡Diablos, ya no era Cleveland! Pequeño
detalle.
Él murmuró a su oído:
—Conmigo siempre las tienes...
Era libre, todo lo libre que se podía ser en una sociedad rígida y frívola
como en la que vivían, William, a su manera, le había devuelto las alas.
Extendió su mano a él. Un baile, solo era un baile.
Fue mucho más. El mundo lo supo, lo presenció. La mentira de ese
matrimonio era la más hermosa y pura de las verdades.
Y Vanessa... a su tiempo, lo descubriría también.

En un rincón de la velada, Sebastian Dunne los observaba. En él no


brillaba la alegría ni la sorpresa. Solo la codicia. Vanessa Cleveland había
sido un impasse, un respiro para Dorset antes de ahogarse en el océano de
deudas. Y él, pensó riendo de su propia ocurrencia, era el Poseidón de ese
océano. Lo hundiría, lo asfixiaría, y se quedaría con las provechosas tierras
del condado. ¿Qué era un noble sin sus tierras?, pronto William Witthall lo
sabría.
Capítulo 9

De haber sabido que las reuniones sociales eran tan provechosas, no


hubiera esquivado la temporada londinense con tanto ahínco. Lo hecho,
hecho estaba, solo quedaba observar a su esposa hacer un magistral trabajo
e inspirarse con su imagen.
El rumor de que estaba radiante corría en boca de todos, y más de un
odioso lord lo había felicitado con su libidinosa mirada puesta en Vanessa.
Se sorprendió al descubrir que, en su vida, un hombre tan dado a
experimentar y probar sentimientos, jamás había sentido celos. Hasta el
momento. Era algo bastante desagradable, a decir verdad. Un impulso
primitivo de arrancar los ojos que se posaban sobre Vanessa, golpear esos
rostros sonrientes y desprender dientes con tenazas. ¿Cuándo se había
vuelto tan… tan él?
La muchacha de Boston no era la única que cambiaba con esa unión, o,
mejor dicho, que sacaba a relucir su verdadera esencia. Esa que él había
observado con su instinto de artista. Allí, en los salones de la nobleza, se
ponía en manifiesto lo que él ya sabía, la luz de su esposa era propia. El
anhelo de pintarla lo frustraba, porque no tenía en Londres su material, y en
Dorset cada vez encontraba menos tiempo para dedicarse a ello.
Su estado de contemplación constante hacia su musa lo hacía percatarse
de más cosas de las que un ojo puede captar, las reacciones, las
apreciaciones y los sentimientos despertados a su alrededor le llegaban
como si fueran imágenes nítidas que pudieran capturarse. Y así como
percibía la lujuria de un par de nobles de mala muerte que la habían tratado
a ella como arpía en el pasado, y a él, como loco —aún lo hacían—,
también era testigo de un anhelo único y distinto a todos los demás. Un
amor que no competía con el que él le profesaba a Vanessa, el de Sir
Johnson.
Philip era invitado a los mismos eventos y recibía en primera instancia
las felicitaciones por el éxito social de su pupila, felicitaciones que
desestimaba con un enorme orgullo, relegando los méritos a la joven en
quien siempre había confiado. William sabía de las mentiras, los engaños y
la falta de información. Sabía del daño ocasionado en Vanessa, y quería
detestar a Johnson, porque esa última espina clavada en el pecho de la
muchacha era lo que le impedía terminar de abrirse a él. Su esposa no
quería sufrir un nuevo desengaño, y él lo entendía, claro que sí. Un padre
que te desprecia, una madre muerta en la juventud, una sociedad que te
margina… tenían mucho en común. Pero él había caído rendido a los pies
de la actual Lady Witthall, le había otorgado a esa muchacha de carácter
agrio, modales francos y temple frío la posibilidad de sanarlo, y eso se
debía a algo que tenía claro. Allí, mientras observaba al tutor de la joven
Cleveland, lo comprendía.
Él tenía su etapa de dolor cerrada. No más padre, no más madre, y si no
lograba su cometido con Dorset, no más nobleza. Solo quedaba construir de
cero, y quería hacerlo junto a ella. En cambio, Vanessa no tenía su etapa
cerrada, porque ese hombre, su tutor, la quería demasiado. Y en lugar de
pasar página con él, se requería reescribirla. Palabra por palabra con la más
cruda verdad.
¿Cómo no había podido verlo antes?, pensó con malestar hacia sí
mismo. Él, que era tan observador, cómo se le pudo pasar semejante
«detalle». Que Vanessa no lo viera era normal, se trataba de la negación
absoluta, esa a la que nos aferramos cuando el mundo se nos cae a pedazos.
Como él, creyendo que podía salvar el condado solo. Ya no se aferraba a
sueños absurdos, existían demasiados sueños plausibles para abocarse,
como hacer de su matrimonio uno de verdad. Era tiempo de que Vanessa
dejara caer la venda, por su bien, era tiempo de que Philip la liberara.
—Sir Johnson —lo saludó la mañana siguiente al despertar. El
desayuno estaba dispuesto, y William se sirvió té, un huevo y unas tostadas.
Philip le alcanzó el Times, que él finalizaba de leer. Sonrió al ver que estaba
separado en la sección de sociales, donde se comentaba la aparición del
conde y la condesa, al igual que el regreso de Lord Webb con una esposa
americana.
—Lord Witthall, espero que hayan descansado bien.
—Perfectamente, gracias. No recordaba lo que era despertar sin el
sonido de un gallo.
El ambiente se volvió tenso, algo que rara vez sucedía entre ellos dos.
Su relación databa de los pocos años en Cambridge que William había
cursado, desde entonces, siempre se centraban en debates filosóficos por
demás de enriquecedores. A Johnson no parecía molestarle el juego de
Witthall, al contrario, se unía a él y mientras disertaban como solo dos locos
pueden hacerlo, llegaban a increíbles conclusiones, esas que escapaban a las
mentes cuadradas. ¿Acaso no habían acusado a Galileo de loco y hereje?,
pensar distinto, permitirse analizar lo que no se veía tenía esas
consecuencias.
Sin embargo, el debate de esa mañana no era sobre cosas lejanas, era
sobre asuntos personales. Y esos costaban más.
—Sir Johnson, lo siento si soy en extremo franco. Y más siento hacer
esto de este modo, bien sabe usted que no suelo aferrarme a las normas, y
que muchas de ellas me resultan absurdas… sobre todo la de considerar
que, al casarme, mi mujer pasa a ser mi prioridad.
—Lo sé, por eso consideré su propuesta, Vanessa no soportaría un
hombre que la utilizara de objeto.
—Y usted estaba demasiado preocupado en hallarle un buen marido
porque… —lo incitó a que hablara.
—Porque es mi pupila, es… es lo que le prometí a mi amigo cuando
acepté ser su tutor, que la protegería y…
—Soy loco, no estúpido. —La interrupción de William mostró una
faceta de su carácter pocas veces vista.
—¿Perdón?
—Ambos sabemos que a Cleveland no le importa Vanessa, ambos
sabemos que no le pidió un favor de amigo, sino una responsabilidad
asombrosa. También sabemos que no es su amigo, Sir Johnson. Usted
desprecia a Robert Cleveland casi tanto como adora a su hija. Como dije,
Vanessa no es mi propiedad en términos emocionales, pero sí en los
sociales… y si tengo que hacer uso de esa herramienta, lo haré.
—¿De… de qué habla? —Philip palideció, su plan inicial parecía irse al
granete, William mostraba un comportamiento inesperado.
—Hablo de alejarla de usted, de distanciarla de la persona que la
lastima.
—¡Yo jamás lastimaría a Vanessa! —Sir Johnson golpeó la mesa, la
porcelana sonó y amenazó con hacerse añicos. Los empleados escuchaban
la disputa, por fortuna, las mujeres de la casa aún dormían. Lady Witthall
había estado hasta el alba escribiendo cartas de recomendación para los
empleados «robados».
—¿Por eso le miente? ¿Porque cree que así no la hiere?, lo siento, Sir
Johnson, es tiempo de terminar con esto, con lo que le oculta a mi esposa y
con lo que se niega a sí mismo.
—No se atreva a sugerir que sabe más que yo, no lo hace.
—¿Entonces, me equivoco? —La mirada de William se unió a la de
Philip, exigiéndole la verdad.
—No, no lo hace —confesó el hombre, derrotado—. Ya lo sabe, ya lo
ha descubierto, y supongo que pronto se lo dirá a Vanessa.
William dejó de lado su porte desafiante, volvió a la imagen de loco. Se
sirvió otra taza de té, y rompió la cáscara del huevo con el borde de la
cuchara. Nada indicaba que hacía unos segundos se habían enfrentado a los
gritos. Johnson estaba desconcertado, temeroso. Sudaba, temblaba, y el
maldito Witthall seguía como si nada.
—¿Witthall? —se atrevió a inquirir.
—¿Quiere que se lo diga yo?
—¡No!
—Entonces, hágalo usted. Philip… usted no es el único que la ama.
Pero si no tiene el valor de hacerlo bien, hágase a un lado. Vanessa creció
junto a un cobarde pusilánime, y lo sabe. No se vuelva como él. Es mi
esposa ahora, prometí protegerla… Le daré algo de tiempo. Úselo como le
venga en ganas, ambos sabemos que no lo necesita. Tuvo veinte años para
decir la verdad, un par de meses no lo hará más fácil.
—Eso intenté decirle, Witthall. —La voz de Henriet sonó como un
susurro desgastado—. Es usted un buen hombre, y solo por eso es que
perdono a mi hijo. Puede que no siempre haya sabido qué era lo mejor para
nuestra Vanessa, pero con usted acertó.
La mujer se sirvió el té y se unió al desayuno, colaborando en la
incomodidad de Philip. Su madre se aliaba con el invitado para demostrarle
que estaba acorralado, que su tiempo de huir había finalizado.
***
El regreso a Dorset los llenó de paz. Sonrieron llenos de energía
mientras se metían en el carruaje, con los ladrillos recién calentados en el
hogar, dispuestos a pasar las horas de nevada lo más caldeados que les fuera
posible.
—Ven —propuso él, abriendo su abrigo para darle cobijo a su esposa.
Vanessa dudó un instante, sabía que estaba cruzando líneas imaginarias que
la acercaban más y más a William. Quería que un comentario mordaz
naciera de sus labios, una broma que quitara lo emocional del momento.
Optó por bufar, y el bufido dibujó vapor en el aire. Las risas de ellos
llenaron el carruaje y la llevaron a Vanessa a aceptar la invitación de un
abrazo.
—Bienvenido, invierno —dijo desde el pecho de su marido. Se recostó
sobre él, y el alivio alcanzó a William—. Estaba pensando que tenemos que
priorizar los animales, porque el corral no está en buen estado, las semillas
podrán sobrevivir en el granero, pero los animales no…
—El año pasado pasaron las nevadas en el salón de baile.
—¡Witthall! —exclamó entre carcajadas.
—No recuerdo haberle dado un uso mejor —se defendió el aludido—,
¿pensabas organizar un baile de campo?
—Sabes que en la época de cosecha es lo que se espera… de solo
imaginarlo. —Esas tareas del condado no le agradaban para nada.
—No te agobies, ahora el rol de condesa me pertenece, si quieres una
fiesta, me encargo yo.
—¡No quiero ninguna fiesta! —La sonrisa le curvó los labios—. Mi
primer baile fue apenas hace unas noches. —Recordar el momento en sus
brazos le despertó sensaciones, como si la mano de su marido estuviera en
su cintura, y sus cuerpos se movieran al compás de un vals.
—Vanessa, no te preocupes por esos asuntos, de verdad. Nunca quise
una condesa convencional…
—Eso me ofende, ¿qué tengo de malo? ¿es por lo bostoniana? —La
ironía lo golpeó de frente, y William la miró con adoración. No le cambiaría
ni un cabello de su oscura melena.
—Nuestros empleados y sirvientes saben que no hay dinero, y valoran
que los prioricemos. No quieren un festejo, con saber que han pasado un
invierno más bajo techo les basta. Al igual que a nosotros, ¿verdad?
—El techo es otro asunto… —Ella se giró en brazos, unió su mirada
café a la castaña de él y con entendimiento mutuo comenzó a relatar todas
sus ideas para sobrevivir a los tres meses que se avecinaban.
***
Los martillazos retumbaban por toda la casona. De más estaba decir
quién había ganado la disputa: el salón de baile se convertiría en corral
durante el invierno. No todo el día, en las horas de sol, las pocas ovejas con
las que contaban pastarían al aire libre, entre la nieve, y por las noches,
cuando las temperaturas bajaran por debajo de cero, dormirían hacinadas
dentro de la casa.
En otro de los puntos en los que Witthall se había impuesto era en
Bridport. No, no el vizconde, el perro ovejero cruza con Collie que William
había adoptado. El endemoniado cachorro tenía el pelaje rojizo y el
temperamento díscolo, no cupo duda de su nombre en cuanto se dispuso,
divertido, a saltar alrededor de los animales marginados. Si hasta había
congeniado con Webb, la oveja y el perro estaban listos para sus andanzas
en Eton.
Vanessa quería mostrarse firme, no podía. Su marido siempre le ganaba
con su mirada de ojos dulces y su cuerpo de deseos infernales. Cada día se
le hacía más difícil mantener la distancia, y el único motivo de la falta de
consumación era que ella no encontraba cómo abordar el tema. Sí, quería
hacerlo, deseaba hacerlo, y comprendía que William también. Algunas
noches le costaba tanto mantener la distancia que ella anhelaba que
rompiera su palabra y la tomara sin más; no se lo negaría. Pero Witthall no
quebraba jamás una promesa, por lo que tensaba la mandíbula, la besaba en
la frente y la instaba a dormir en sus brazos. Los descansos se volvían
noche a noche menos reparadores, y Lady Witthall aprendía de manera
empírica las desventajas de la falta de vida sexual. De hecho, caviló con la
frustración erizándole la piel y la imagen del cuerpo de William fija en su
retina, podría escribir un artículo sobre la falta de sexo en las féminas y su
impacto en lo estirado de la sociedad londinense. Si los rumores que ahora
le llegaban como mujer casada eran ciertos, no se trataba de la única dama
que no recibía la atención de su marido. Era un trato frecuente en la
nobleza, los hombres se desahogaban con sus amantes, y las esposas tejían
y bordaban en los salones. ¡Al demonio si permitía que William tuviera una
amante!, pero para eso necesitaba encontrar la forma de tratar el asunto con
él, y le daba pudor ser franca. Sí, ella tenía pudor, vergüenza de confesar
que en esos aspectos tampoco era una condesa convencional, una dama
recatada. Que deseaba hacer cosas que, al parecer, les correspondían a las
queridas.
Y a eso se le sumaba que Bridport era un pésimo ovejero, pero un
excelente compañero; no pudo deshacerse de él. Mientras las manos le
dolían de escribir tantas cartas de recomendaciones para los empleados que
le fueron «robados», y alterar un sinfín de veces la pizarra de asignaciones,
lo único que le daba algo de sosiego era acariciar el pelaje rojizo y reír con
los intentos del muy maldito de robarle besos.
—Voy a hacer como que no vi que me eres infiel con Bridport —rio
William al encontrar a su esposa en un revuelto de faldas, en el piso, riendo
a carcajadas mientras el cachorro buscaba lamerle el rostro.
—Puedo explicarlo —se defendió entre más carcajeos—, pero por
favor, no se lo digas a Miranda.
—¡Bridport, deja a mi esposa en paz, vamos pequeño! —el Collie le
movió la cola al recién llegado y fue directo a su encuentro. Al parecer no
tenía preferencias, quien quiera que le mostrara un poco de atención era
digno de sus besos.
—Menos mal que me salvas de sus avances, porque aún no termino con
las cartas de referencias…
William se sentó en el suelo junto a su esposa, cerca del hogar. Bridport
hizo lo mismo junto a ellos, y no tardó en dormirse al calor de las llamas.
—A ver, vamos a dividirnos. Yo escribo las de los empleados de fuera
del hogar, y tú los de dentro. Para mantener las apariencias —propuso el
hombre.
—Las apariencias son todo.
Se abocaron a la tarea en silencio, solo se escuchaba el sonido de la
pluma al rozar el papel. Uno a uno los sobres fueron sellados, lacrados y
acomodados en una pila. William pensó en que debía insistir en que
Vanessa usara el despacho en lugar de la biblioteca, que esa posición en el
suelo no era buena para su cuerpo, aunque verla tan relajada y feliz, como
una niña concentrada en sus deberes, le robaba las ganas de ser correcto.
Vanessa no lo sabía, pero ella era la única fuente de locura de él, era su
ninfa de los duendes, la que lo hacía creer en cosas que no se veían.
La observaba de soslayo mientras trabajaban para darle a sus empleados
una vida mejor, tenía el cabello recogido en una trenza suelta que no
lograba sostener los rebeldes mechones oscuros y lacios. Sus pómulos altos
de piel lozana parecían capturar la luz del hogar y magnificarla, como hacía
la luna con el sol, y los labios invitaban a ser besados. Se los mordía por el
esfuerzo al concentrarse, consciente del escrutinio al que era sometida.
—Creo que por hoy terminamos. Los martillazos me están dando dolor
de cabeza —dijo Vanessa, para poner distancia.
—Bien, dejemos esto por allí y… —William puso los sobres con el
sello Dorset a un lado—, pondremos esto por… aquí. —Antes de que lady
Witthall pudiera reaccionar, su marido la había tomado en alzas y colocado
sobre su regazo.
—¿Witthall?
—Oh, ¿Ya no son mis tan queridos ¡Witthall!?
—Si sigues haciendo eso, regresarán —amenazó la muchacha, al verse
atrapada entre las piernas del hombre. Su espalda estaba sobre el pecho de
él, y las piernas de William la cobijaban.
—¿Y si hago esto? —Las manos del conde fueron al cuello de Vanessa
y comenzaron a masajearlo. El placer fue inmediato, y un gemido nació de
su garganta. William tuvo que tragar saliva por el arrebato de lujuria, y
pudo serenarse lo suficiente. Aunque una parte de su anatomía cobraba vida
propia. La muchacha podía sentir el deseo de él, y tendría que haber huido,
en lugar de quedarse allí, experimentando los cambios en el cuerpo de su
esposo y en el de ella.
El masaje no era suave, pues cumplía una función. Nada entre ellos era
menos que funcional, y esas caricias tenían como fin mitigar los dolores
musculares de tantas horas de mala posición, de tantas responsabilidades
sobre sus hombros. Y mientras aliviaba esa tensión, generaba una nueva.
Los pezones de Vanessa respondían bajo el corsé, una cárcel de tela y
ballenas que William comenzaba a aflojar con sus dedos ágiles. Las palmas
del hombre le calentaron la piel a través de la fina camisola que usaba
debajo. Una risa tenue se escuchó en la biblioteca cuando los huesos de la
muchacha crujieron apenas al ser enderezados por los certeros movimientos
de William.
—Sí que sabes lo que haces —fue la confesión que salió de sus labios al
notar que caía en un placentero letargo.
—Harás que me roben, como hiciste con Louise —bromeó, sin
imaginar que eso tiraría por la borda el trabajo realizado. La muchacha se
tensó de inmediato ante las palabras oídas y quiso poner distancia de
inmediato—. Ey, Vanessa, fue solo una broma.
—¿Eso quieres? —se atrevió a preguntar, aunque fue incapaz de alzar la
mirada. Temía ver el engaño en los ojos de William, hacía días que lo sabía,
pero recién en ese instante lo admitía en su interior. No soportaría un
engaño de él, no… ya llevaba demasiados engaños en su vida.
—No, Vanessa, por supuesto que no. —Antes de que pudiera huir a
lamerse las heridas en soledad, como siempre hacía, Witthall la detuvo—.
No te vayas aún, no te escapes. Mírame —le exigió—, mírame. —Vanessa
alzó los ojos hacia él y juntó el valor para mantenerlos—. No así, hazlo de
verdad, atrévete a mirar lo que no quieres ver.
Sí, estaba allí y era tan real como las cosas tangibles, como esas que ella
podía palpar u oler u oír. William no le fallaría, él no. Ahora, la necesidad
de escapar no era del conde, sino de ella, y de lo que los ojos castaños de su
esposo provocaban. Witthall se lo impidió, en cuanto notó que comprendía
lo no dicho, unió su boca a la de ella para sellar la promesa muda.
La corriente desatada en Vanessa la paralizó por completo, para luego
dotarla de una energía renovada. Con sus labios unidos, se acercó de nuevo
a él, y en el piso, lo montó con las piernas a ambos lados de las de él, tal y
como había visto en ese maldito libro de sexualidad que se encontraba
oculto entre los tomos de la biblioteca. William la recibió sin vacilar, y
exploró con su lengua la cavidad de la boca de su esposa, al tiempo que sus
manos hacían lo mismo bajo la tela del vestido. El beso se volvió intenso,
fogoso. Una invitación a saldar la deuda entre ambos, y Witthall lamentó el
momento exacto en que Vanessa tomaba conciencia de eso y se alejaba con
la respiración agitada y la mirada café vidriada por el deseo no satisfecho.
—Vanessa… —la convocó—, no te alejes, por favor.
—No, no lo hago. Solo… —Tuvo la necesidad de ponerlo a prueba, su
corazón lo clamaba con la inseguridad que lo embargaba. Ella era segura en
todos los aspectos superficiales, las emociones, en cambio, eran un terreno
lleno de baches y obstáculos—. Me prometiste que lo haríamos cuando yo
lo pidiera, y no lo pedí. No aún.
Quería saberlo de modo certero, comprobar, como santo Tomás
poniendo los dedos en las llagas de Jesús, que lo que creía ver era verdad,
que William Witthall era un hombre de palabra, incluso cuando la promesa
hecha les generara dolor a ambos, un dolor físico que se asemejaba a las
hogueras en las que ardían las brujas.
—Entonces no pasaremos de un beso. Ven… —Le extendió la mano—,
terminemos con ese masaje.
La muchacha volvió a darle la espalda, y compartió con él la tortura de
tocarse a sabiendas de que no conseguirían alivio. En su afán de pensar en
cualquier cosa que no fueran las manos de su marido, se centró en los
problemas del condado, y agradeció mentalmente que fueran tantos.
—Puede que pasemos el invierno, pero si queremos que no sea el
último, necesitamos cambiar el arado y extender los sistemas de riego y
drenaje. Consulté la biblioteca de Johnson mientras estaba en Londres, le
robé un libro… No se lo digas.
—No, no le debo lealtad a Sir Johnson, sino a mi esposa —prometió él,
y Vanessa no preguntó sobre lo enigmático de esa confesión. A William no
le agradaba guardarle el secreto a Philip, no quería que su esposa pensara
que él también le fallaba.
—El tema es que el libro habla de la industrialización de los campos,
los modos de hacerlos más redituables. Ya sabes que Inglaterra no puede
competir con las tierras americanas, con sus extensiones. Ellos, o nosotros
—se corrigió recordando su nacionalidad— podemos darnos el lujo de
desperdiciar un par de acres. Aquí no.
—Lo sé, solo que en su momento antepuse a los empleados. No quería
reemplazarlos por una máquina, menos cuando eran tantos los que
dependían de mí.
—Los reorganizaremos en otras tareas, y además los podremos
capacitar en el trabajo con maquinarias. No podemos cometer los errores de
tu padre, de cerrarnos al progreso.
—Eso intento… pero si no tenemos el dinero para el corral, menos para
un nuevo arado. —El lamento de William era genuino. Los canales los
podían hacer ellos mismos, trabajando de sol a sol como hacían desde
algunos años, iba a tener que estudiar y conseguir que algún que otro
sabedor del asunto compartiera sus conocimientos solo por amor al saber.
Pero de allí a construir un arado moderno…
—A ese punto quería llegar. Sé que mi rol es el de conde, te lo prometí
y no quiero fallarte. De verdad, solo… ¿Alguna vez escuchaste hablar del
Doctor C.?
—¿El que escribe en el folletín de damas?
—Ese mismo. —Vanessa se giró para quedar de frente antes de su
confesión—. Soy yo, o, mejor dicho, era. Me pagaban algunas libras al mes
por los artículos. ¡Libras!, no peniques. Podría volver a trabajar, y tú
también.
—¿Qué? —preguntó, atónito—. ¿Como los burgueses?
Sonrieron ante la idea. Progreso y tareas burguesas, el anterior conde se
levantaría de su tumba solo para volver a morir si el rumor llegaba al más
allá.
—Sí. No leí tus poemas, William, pero sí vi tus cuadros y valen una
fortuna. No un par de libras como mis artículos, tus cuadros son dignos de
las mejores galerías de arte. Nuestra mayor riqueza está escondida en un
altillo, no podemos permitirnos desperdiciarla. Además, el arte se debe a la
humanidad, esconderlo es egoísmo.
—Lo segundo lo dices solo para endulzarme —la reprendió él.
—¡Sabes que tengo razón!, ¿qué piensas de las obras de arte que
esconde el Vaticano? —lo desafió, y William rompió en carcajadas. Claro,
¿qué podía esperar de su hermosa esposa que no fueran golpes bajos?
Acusarlo de ser igual que los católicos, siendo él un noble británico y, por
supuesto, protestante, era desleal—. ¡Trabajemos, William!, ganemos
dinero, compremos el arado, salvemos el condado y sus habitantes, y
seamos felices burgueses. ¿No querías una condesa poco convencional?
—Condiciones —alzó la mano él, y Vanessa se entusiasmó. Sí, así eran
las cosas entre ellos, un equipo que trabajaba codo a codo, un dar y recibir
en igualdad de condiciones.
—Lanza, Witthall. Negociemos.
—Uno, al igual que el Doctor C., firmaré con pseudónimo. No quiero
que esto impacte en mi imagen de conde loco, que bastante esfuerzo me
costó forjarme.
—Hecho, Patinson se encargará de representarte como hizo conmigo.
—¿Patinson?, oh, ¡cómo no me di cuenta que eras tú!, Patinson es un
aliado de Johnson desde Cambridge.
—Y lo suficientemente listo para sacar dinero del saber. Vamos, tu
segunda condición.
—Me dejarás pintarte a ti, no para vender, solo para mí. —La idea la
hizo estremecerse.
—¿Te… te refieres a posar?
—Sí, llevo demasiado tiempo pintando lo que recuerdo de ti, la imagen
que retengo en mi mente. Te quiero frente a mí, quiero sentir lo que siento
ahora cuando tenga el pincel en la mano, no sabes lo mucho… mucho que
me inspiras. —Eso que se leía en sus facciones era puro deseo, un clamor
que pedía ser inmortalizado—. Sin mis condiciones, no hay trato.
—Promete que ese no lo venderás…
—¡Jamás! —La idea pareció ofenderlo. No, Vanessa y los sentimientos
que ella le generaban le pertenecían solo a él. Podía pensar que esconder el
arte era un delito de egoísmo, pero ya lo había dicho él cuando se
conocieron, el amor, a veces, tenía aristas oscuras.
—Bien, acepto. Consigamos ese maldito arado —y en lugar de pactar
con un apretón de manos, Witthall le robó un nuevo beso.
Capítulo 10

Cuanto más rápido finalizaran con el asunto de la condenada pintura, más


rápido pondrían las energías en lo que demandaba real necesidad. Aceptaba
el rol de ser su musa, William podía hacer lo que deseara con su imagen
dentro de su cabeza, ella hacía lo mismo con él. En el resguardo de su
pensamiento, Vanessa se atrevía a la entrega total, tanto en cuerpo como en
emociones. Los que conocían en verdad a la bostoniana comprenderían que
la labor silenciosa que estaba llevando a cabo —propia de un alienista
hurgando en los intrincados corredores de la mente— era por demás
agotadora. Dos décadas de vida al servicio del distanciamiento emocional
era mucho, desenredar esa mente, separar las emociones con el fin del
análisis en primera persona, requería de mucho tiempo. Con Witthall, esos
tiempos parecían acelerarse. Vanessa estaba al borde del abismo personal,
no hallaba respuestas en los libros, ni en las experiencias pasadas, estaba a
ciegas, y eso la hacía sentir débil.
No le agradaba la sensación, no era débil. Robert, su padre, así lo había
querido, es más, lo había demandado, y se había llevado el peor fiasco de su
vida. No, no era débil. No podía permitirse tal lujo en un mundo de
hombres, no podía permitirse eso con William.
Promesas y promesas. De eso se trataba. Cumpliría con su parte del
trato, juntos regresarían a Dorset al buen camino, a la prosperidad, y para
lograrlo debía mantener los pies sobre la tierra...
—Eleva tus piernas.
La decimoquinta indicación de la mañana. Vanessa estaba perdiendo su
condición de ninfa para ganarse la de estatua. El concepto «posar» tenía una
interpretación muy diferente en ella.
—¿Dónde quieres que las eleve? —Se sentía incómoda ante la
situación, por no decir «tonta». Había tantas tareas pendientes, y ella ahí,
perdiendo el tiempo para satisfacer a su marido.
William había acondicionado el altillo para lograr un espacio cómodo
para su esposa, un diván junto a la ventana, en perfecta comunión con los
rayos de sol que se filtraban por el cristal. Era un día espléndido para
retratarla, la divina providencia también estaba dispuesta a colaborar con el
arte.
—Sobre los cojines... —le indicó asomando el rostro desde detrás del
bastidor. El lienzo vacío esperaba. El cuerpo de Vanessa estaba rígido.
—¿Así? —Se contorsionó sobre el mullido sofá, intentó acomodar las
piernas a lo largo. No lo consiguió, cambió de posición. Fue peor, sintió un
leve tirón en uno de los muslos. No resistiría mucho—. ¿Cuánto crees que
vas a demorar?
—No lo sé... ¿cuánto tarda una mariposa en batir sus alas?
—Nunca me lo he preguntado. —Vanessa se tomó esa pregunta como
un desafío personal, abandonó la dolorosa pose dispuesta a ir en busca de
una respuesta—. Ahora necesito alejar esa duda, creo que contamos con un
libro en la biblioteca...
¡Vaya que era escurridiza su esposa!
—No, tú no te vas a ningún lado. —La interceptó a mitad de camino, y
con delicadeza, tomándola de la cintura, la regresó al sofá—. Tenemos un
trato, Lady Witthall.
Ella se dejó caer como si de un costal de harina se tratase. La bella
gracia que solía acompañar a sus femeninos movimientos había
desaparecido, parecía una muñeca de trapo inexpresiva.
—¡Cómo olvidarlo! —Resopló, y los mechones rebeldes alrededor su
rostro danzaron gracias a esa ventisca de fastidio. Llegó a una resolución
inmediata, no deseaba extender ese fastidio más de lo debido—. Lo siento,
William, no sé hacerlo.
—He ahí la cuestión, esposa mía, tú no tienes que hacer nada... solo
relajarte, yo me encargo del resto.
Los dedos de William jugaban con el carbón, estaba impaciente, se
sentía como un niño frente a un dulce prohibido, lo veía, lo tenía al alcance
de su mano y, sin embargo, no podía tocarlo ni saborearlo. ¡Maldito mundo
cruel!
—¿Relajarme? ¿Cómo puedes pretender que me relaje sin hacer nada
útil?
Witthall se dobló en una carcajada. ¡Esa era su esposa, por todos los
cielos, era un encanto!
La risa de William le resultó ofensiva. En ese momento, todo le
resultaba ofensivo.
—No encuentro motivo para tu risa, William.
—¡Pues yo sí, cariño! —No podía detenerse—. Esa es, justamente, la
función de la relajación... descanso físico, descanso mental, permitirle un
momento a la nada misma.
—Entonces retiro lo dicho, no es que no sé hacerlo, no puedo hacerlo
—dijo como cierre final retomando la verticalidad.
Por segunda vez en minutos, se separó de esa extensión de su cuerpo
que era el lienzo, para ir hasta ella. La forzó a sentarse, luego a recostarse.
—Puedes... no quieres. Y aquí, de querer no se trata, sino de deber. —
Sabía presionar los puntos débiles de su esposa. Ella jamás faltaba a su
palabra—. Requiero de una gran dosis de arte, una que compense el
desapego.
Todo marchaba de maravillas, Patinson había hecho un reconocimiento
de las obras de William, y las creaciones del conde loco ya tenían
potenciales compradores, así de eficiente era el hombre. Pronto, aquellas
pinturas abandonarían el nido, y aunque la satisfacción de reconocer que
gracias a ellas se obtendrían grandes beneficios para el condado, cortar el
cordón umbilical le dejaba un agrio sabor en los labios.
Para Witthall, vender sus obras bajo pseudónimo era comparable a
vender su alma al diablo. Otra era la historia para Vanessa con los artículos
del Doctor C, sus escritos nacían del desprecio, del hartazgo social al que
sucumbía. Espabilar a sus amigas, las señoritas americanas, había sido el
primer paso, el segundo no tuvo límites: abofetear a toda una sociedad. Un
artículo significaba solo una maldita raya más en el tigre, pero para
William, no; parte de su espíritu se iba con sus pinturas. ¿Y qué solicitaba a
cambio de esa dolorosa entrega? Un retrato... uno.
Por él, lo haría por él.
—Dime qué debo hacer... Y no me digas «relajarme», sabes que eso es
imposible salvo que el peso del día me cierre los ojos.
Era una verdad incuestionable, el cansancio a finales del día rompía
todas sus barreras, Vanessa solo se rendía cuando la luna estaba en lo alto.
Debía de hallar las palabras perfectas, unas que no la llevasen a
comparaciones ni a búsquedas infructuosas en los estantes de la biblioteca.
Algo tan simple como:
—Piensa en algo que te haga feliz.
La felicidad, al igual que muchas otras tantas cosas, estaba
sobrevalorada para Vanessa.
—¿Algo que me haga feliz? —Fue lo más creativa posible— ¡Una
herencia que nos libre de las deudas!
Su esposa requería de un trabajo de artesano. De todas maneras, se
permitió reír.
—No me refería a esa clase de felicidad, pero... la comparto —bromeó
solo para poder retomar el camino—. Déjame hacer una reformulación...
—¿Tengo que pensar en algo que no me haga feliz? —rebatió Vanessa
para eludir su responsabilidad de musa.
—No, no, no... —Otra carcajada nació en su pecho y cobró vida—. Eso
es demasiado sencillo para ti. Piensa en un momento de tu vida, uno en el
que te sentiste feliz...en el que fuiste plenamente feliz.
¿Podía asignarle tarea más difícil? No, porque no existía. Ni muriendo y
volviendo a nacer Vanessa podía encontrar tal experiencia. Momentos
alegres, de agradable distracción en buena compañía, ¿podrían considerarse
felices?
Estaba tomando el giro equivocado, la pregunta que se alzaba por sobre
todos sus cuestionamientos personales era otra, una superior. ¿Cuál era el
verdadero significado de la felicidad? Porque sin duda no era el que se
creía, o el que se narraba en las novelas de folletín. La felicidad requería de
un debate filosófico eterno, y no tenía tiempo para iniciar esa empresa. Ni
siquiera tenía deseos de compartir con su esposo ese vacío argumental en
torno a la experiencia.
Fingir, ahí sí que era una experta maestra. Cargaba a cuestas con una
vida de simulación, había aprendido de su padre el magnífico arte de la
apariencia. William no tendría que saberlo, sería su secreto, uno que
quedaría retratado demostrando que la felicidad no era más que una ilusión.
Las comisuras de sus labios se ampliaron tensando su boca, recostó la
cabeza en uno de los cojines, y se dio el permiso de invertir el tiempo en
pensamientos provechosos: debían reparar los cristales rotos del ala este,
asegurar una protección a la cosecha, el techo del granero, además de
dañado, no proveía un refugio asegurado. En cuanto a los animales, su
bienestar, en parte, ya estaba resuelto... ¿qué más? Estaba pensando en
improvisar un comedor en los establos para brindarle a los empleados
externos un plato de comida caliente decente al día, estaba al tanto que gran
número de ellos solo contaban con esa ingesta diaria. Con un par de
maderas y troncos bastaría, tendrían una comida caliente bajo un techo... de
momento era lo único que podían hacer. Ya vendrían tiempos mejores, y no
lo pensaba porque confiaba en la buenaventura, confiaba en ella, en sus
decisiones. También en las de William, aunque a veces tenía deseos de
despellejarlo vivo.
La ventisca característica de la tarde le erizó la piel, el sol se despedía...
¿Cuánto tiempo había pasado? Rompió el embrujo de sus pensamientos
funcionales. No había prestado atención a su esposo hasta el momento, el
lienzo era su escondite.
—¿Has terminado?
—No… pero creo que podemos dar por finalizado el día.
¿Dar por finalizado el día? ¿Por cuánto tiempo se extendería esa
tortura? Lo comprobaría...
—Déjame ver —dijo más que nada a modo informativo.
—La verás cuando termine con ella —intentó convertirse en un escudo
para impedirle el paso.
Negarle algo a Vanessa era una directa invitación a lo contrario. Lo
esquivó con la destreza digna de un eximio boxeador del White.
Los ojos de Vanessa se abrieron hasta alcanzar el límite tolerable. Ni un
trazo, nada, el lienzo estaba en blanco.
—¿Qué significa esto, William?
Le estaba tomando el pelo. Horas, horas recostada como una estúpida
exhibición de feria ¿para qué?
—Te dije que pensaras en un momento en el que fuiste feliz...
—Sí, ¿y? —demandó, esa no era una respuesta. Estaba furiosa, el frío
que le había erizado la piel segundos atrás había sido reemplazado por un
fuego inesperado, la sangre le hervía.
—Todavía lo espero.
—¡William, eres un estúpido niñato! ¡Me has hecho perder la tarde sin
sentido alguno!
—Me parece que el que debería reclamar eso soy yo... ¿no lo crees así?
—Le sonrió.
Estaban ahí por un motivo en particular, y William no lo había podido
llevar a cabo debido a su falta de colaboración. Vanessa gruñó, porque de
alguna manera tenía que liberar la furia que le atenazaba el cuerpo. Él
continuaba sonriendo, parecía feliz, y esa felicidad que ella no podía fingir
la convertía en un animal rabioso. Lo dejó solo, con su sonrisa, con sus
infantiles juegos.
Volvió a gruñir. Lo odiaba...
Lo odiaba porque reconocía que no podía engañarlo. Si no podía fingir
más con él, ¿qué recurso le quedaba?
Lo odiaba, y ese sentimiento solo se justificaba con su opuesto. La vida
la espabilaba, la abofeteaba por primera vez. ¡Y vaya que no estaba
preparada!
***
Contrario a lo que William hubiese pensado, su esposa no buscó refugio
y soledad en la biblioteca, sino que optó por la recámara matrimonial. La
decisión hablaba por sí sola, las necesidades mutaban en Vanessa. Las
necesidades emocionales, por supuesto. Después de años de vida, la razón y
la emoción se ponían de acuerdo estableciendo momento y lugar. La razón
prefería quedarse junto al fuego del hogar en compañía de los libros; la
emoción prefería otro calor, el que nacía bajo las sábanas como
consecuencia de los abrazos en plena medianoche.
Acorralada, así se sentía, como el pequeño Webb cuando era cercado
por los sirvientes. La diferencia —por sobre las lógicas— se hallaba en que
su obstáculo era uno y nada más que uno: ella.
Todo ella era una gran farsa. Peor aún, construía esa farsa para sí. Se
engañaba para negar la realidad. ¿Cuál era esa realidad? William, lo que le
hacía sentir.
Piensa en un momento de tu vida, uno en el que te sentiste feliz...en el
que fuiste plenamente feliz.
Y todo se reducía a él.
Aquella madrugada al borde del alba junto a la laguna. Su beso, el
primero... el único. Porque no deseaba la habilidad de otros labios, estaba
condenada a su boca.
¿Felicidad? La vida en Dorset, a su lado, era el sinónimo perfecto para
esa palabra.
Fingía, mentía, y lo hacía por estúpida necesidad, por pura costumbre.
Estaba tan dañada, tan vacía, que se le hacía imposible creer que sanar, o
sentirse completa era algo tan... hermosamente sencillo.
¡Maldito William Witthall! ¡Maldito conde loco!
Una lágrima se escapó de su ojo y le recorrió la mejilla. Se deshizo de
ella con la yema de su dedo. Fue en vano, otra más se escabulló ansiosa de
emprender el mismo camino. La dejó ser... ¿cuánto mal podría hacer una
lágrima? ¿O cuánto bien?
Cerró los ojos, y en su propia oscuridad, la tormenta se desató.
Ahogó las lágrimas en la almohada. Comprobar el efecto reparador que
el llanto tenía fue sorpresivo. ¡Increíble, la opresión en su pecho, la que
había cargado por décadas, desaparecía!
¿Por qué lloraba?
Porque lo que había creído desear durante toda su vida, aquello que
había esgrimido como su bandera de batalla, perdía sentido. ¿Cuál era el
sentido de la vida? ¿Acaso tendría que darles la razón a sus amigas? Se
trataba del amor y nada más que del amor. ¿El auténtico vacío existencial
solo podía ser repleto por ese supremo sentimiento? ¿Lo demás era un
elemento decorativo, un aporte para la supervivencia cotidiana?
Estaba perdida, condenada. Descubría que el lado oscuro de ese
sentimiento traía consigo la dependencia, la necesidad.
¡Una vida de soledad, de independencia absoluta! De eso se jactaba, si
hasta de pequeña se había valido sola. Se recordaba de niña, limpiando sus
propias heridas luego de una torpe caída. Se recordaba sola luchando contra
los monstruos que invadían sus pesadillas. Sola, siempre sola.
—¿Vanessa?
No quería que William la viese así, convertida en un simple mortal.
—¡Vete! Deseo descansar...
Lidiar con el dolor era una prueba superada por Witthall, en Vanessa,
otra sería la historia, ese era tan solo el principio.
—¿Deseas descansar o llorar a solas?
A Vanessa, la calma en su voz le resultó agobiadora.
—¡¿Acaso importa?!
—¡Sin lugar a dudas! Si deseas descansar, hazlo, yo no voy a
incomodarte, de hecho, pretendo hacer lo mismo. —De un paso a la vez.
Vanessa era como un animalillo herido, había que acercarse con cautela, un
movimiento equivocado y el terror la dominaría—. Ahora, si lo que deseas
es llorar... que imagino, es el motivo por el que abrazas con tanto esmero a
esa almohada, no me queda más alternativa que marcharme...
El velo que cubría los ojos de la bostoniana cedía, le permitía ver un
nuevo fragmento de su realidad. Eran marido y mujer, y lo serían hasta que
la muerte pusiera un punto final. Habían disfrazado esa unión con el ropaje
de una funcional sociedad. ¿Cuánto tiempo podía huir de lo inevitable?
¿Cuánto?
—No, quédate... por favor, quédate. —Se enjugó las lágrimas para
voltearse a él. Lo invitó a tomar asiento en la cama.
—Lo siento —dijo William dejándose caer sobre el colchón—. Si el
origen de esas lágrimas soy yo, lo siento.
—Entonces no lo sientas... a menos que tu ego se sienta dañado —
bromeó ella, no podía estar enfadada con él, el asunto del cuadro ya era
historia pasada. La historia presente, la que había abierto las compuertas de
sus lágrimas, lo hacía responsable solo en parte.
—Hace tiempo me desligué de esa amistad, no es muy beneficiosa que
digamos...
—¡Dímelo a mí! —Las lágrimas les dieron lugar a las risas—. ¡Mira en
lo que me ha convertido!
—¡Te ha convertido en mi esposa! Ahora que lo pienso, en tu caso, el
ego es una amistad adecuada.
Vanessa palmeó su hombro a modo de reprimenda, rieron por unos
segundos, y luego fueron prisioneros del silencio.
El sismo de sensaciones que le impedían el equilibrio hizo que Vanessa
reclamara el verdadero relato en su esposo.
—William... ¿por qué te casaste conmigo?
—Ya te expuse mis motivos cuando te propuse matrimonio.
—No son motivos suficientes para unirte a alguien de por vida.
—Coincido contigo, por desgracia, la sociedad opina lo contrario... la
conveniencia es el único requisito.
La maldita sociedad se colaba por la ventana, cual fantasma los acosaba
desde las sombras. Normas, protocolo, lo correcto y lo incorrecto. ¿Qué
demonios eran ellos?
—¿Tú y yo somos un matrimonio conveniente?
—Sí, lo somos... —Los ojos de Vanessa, desesperados, fueron en busca
de los suyos. Estaban enrojecidos por las lágrimas derramadas, y brillaban a
causa de las nacientes—, pero nuestra conveniencia nada tiene que ver con
la de ellos.
—¿Y en qué nos diferenciamos?
Con encontrar un argumento que rebatiera el sentimiento y que
justificara la dinámica entre ellos bastaba para Vanessa.
—Tenemos un rebaño de ovejas en nuestro salón de baile...
—Un cerdo por mascota —agregó ella.
—Y podemos bromear de ello sin problema alguno... ¿no te parece
suficiente?
¿Era suficiente? Ya no. William Witthall tenía que responsabilizarse,
todo era su culpa. Su perfecta propuesta matrimonial, su adorable locura, su
sincero altruismo... su bella sonrisa.
—No, no es suficiente, William.
Él le había devuelto las alas, y ella había volado demasiado alto, caería
a sus pies sin piedad, lo sabía, se rompería en mil pedazos y no podría
evitarlo, lo que sí podía hacer era prepararse para el golpe. ¿Cómo?
Descubriendo el origen de las sensaciones que la atormentaban.
—Creo que deberíamos consumar nuestro matrimonio esta noche.
Una risa ahogada, casi incrédula, salió despedida de la garganta de
William.
—¿Crees?
—Sí, llevo un par de días meditando sobre este asunto.
—¿Asunto? —Volvió a reír, y en esa oportunidad, abandonó el lugar en
la cama junto a ella— ¡Lady Witthall, me veo en la obligación de declinar
tal romántica propuesta!
—No es una propuesta romántica, sino... sino... —No encontraba las
palabras, tenía que ofrecer un discurso imposible de desestimar.
—Yo te ayudo, cariño... es una propuesta con base científica, casi ética
diría, somos marido y mujer. Tarde o temprano esto debía de suceder ¿no?
Lucía enfadado. ¿Enfadado? ¿En verdad? ¿Qué clase de hombre era?
—Cito tus palabras: el día que estés preparada y desees consumar
nuestro matrimonio, solo tienes que pedirlo. ¡Eso estoy haciendo, William!
—Gracias por citarme y por recordarme mis exactas palabras. Las
memorizaré de camino a la biblioteca. ¡Buenas noches, milady!
Buenas... ¿qué? Vanessa no hizo a tiempo de reaccionar, estaba perdida
en la nebulosa de un deseo que había confesado de manera equivocada y
conseguido el inaudito desprecio de su esposo.
Ego herido, deseo insatisfecho y un vacío en la cama que vestía a la
noche de solitaria y aterradora. ¡Hermoso resultado, uno digno de Vanessa
Cleveland!
***
La biblioteca le recordaba a Vanessa, todo allí tenía su impronta. Su
esencia había invadido Dorset para llenarlo de luz, de esperanza. Escuchaba
los comentarios de sus empleados, habían pasado del temor ante el carácter
de la muchacha y el miedo a que los despidiera a todos, a una completa
admiración y una fe inquebrantable de que los salvaría.
Orden, objetivos, una visión. Su esposa era más condesa que la mayoría
de las mujeres que ostentaban ese título. Aun así existía algo que le dolía en
el pecho a William, y era que el condado la estaba convirtiendo en una
Witthall de pura cepa, en esa clase de persona que él llevaba una vida
luchando por no ser.
Y dolía. Dolía porque la amaba demasiado para hacerle eso.
Se mordió los labios con la frustración que cargaba encima, odiando el
silencio impuesto, detestando a quienes lo obligaban a ello. Robert
Cleveland y Sir Johnson. Uno le impedía declarar su amor, porque había
mutilado a su hija hasta hacerla desconfiar de la existencia de dicho
sentimiento. Si se lo confesaba, los muros de Vanessa volverían a crecer en
torno a ella para aislarla de manera definitiva. Solo proponerle pensar en un
momento feliz la había desbarajustado, hablar de amor la desarmaría por
completo. ¡Era incapaz de reconocer el deseo!, ¿cómo pretendía que
ahondara en algo más?
Johnson, en cambio, tiraba de otro hilo, uno casi tan peligroso como el
primero: la confianza. Violaba la confianza con su silencio y ponía en
manifiesto algo peor que la ausencia del amor, la capacidad que tenía éste
de infringir heridas mortales.
Su Vanessa, su bella esposa, caminaba por un sendero lleno de trampas
afectivas, y él se hallaba recién al final de ese camino.
Se cubrió los ojos con el antebrazo e ignoró el malestar de su cuerpo
insatisfecho. ¡Por Dios, cómo la deseaba!, llevaba meses de anhelos, de
imaginar besos. Desde Sameville, desde su encuentro fortuito. La había
observado mientras maquinaba planes maquiavélicos para ayudar a sus
amigas, para descubrir a un asesino y brindarle a quienes quería su felices
por siempre. ¿Y aún desconfiaba de la existencia del amor?, ¿justo Vanessa,
que a su modo daba tanto?
Ese verano se vio reflejado en ella de una forma que, al igual que su
esposa en esos momentos, creyó que era pura filosofía. El banquete de
Platón, las mitades separadas para disminuir sus fuerzas, el destino de
regresar el uno con el otro como una necesidad de volver a ser uno. Sí, y
con ello llegó en cadena el resto de su descubrimiento. Se había olvidado de
ser él mismo. Pasó demasiado tiempo aislado en el rumor de su locura, lejos
de la pintura que tanto sentido le daba a su vida, intentando ser lo que su
padre quería de él, mientras se dividía entre el ser y el deber. Hasta ella…
Y la amó de inmediato, primero con egoísmo. La amó porque le mostró
sus errores, la amó por reconectarlo con lo olvidado, con él mismo. La amó
porque ella le enseñó a amarse primero.
Los meses que tardó en hacer la propuesta no se trataron de
manipulaciones ni especulaciones, sino de que fue el tiempo que le llevó
reconstruirse, aparecer entero ante sus ojos. Ahora le correspondía devolver
el favor, y de momento, había fracasado.
Bridport se acercó a él, y acomodó su peludo cuerpo junto al del
hombre al verlo abatido.
—¿Tienes la respuesta? —le preguntó al cachorro—, porque me vendría
bien el consejo de un amigo.
Vanessa también había olvidado su esencia por culpa de su padre. Así
como él amaba el arte, su esposa amaba el saber. Lo hacía, por eso su
cuadro «filosofía», fue una de las primeras cosas que observó de ella. Era su
pasión, los libros, descubrir conocimientos, ponerlos en práctica,
compartirlos. Lo sucedido en el altillo demostraba que se impedía vivirlo de
ese modo, por eso podía venderlos sin más, porque llevaba demasiado
tiempo sin poner el corazón. ¿La razón?: Robert Cleveland. Su esposa ya no
hacía nada por ella, hacía todo por impresionar a ese hombre que jamás la
había querido. Anhelaba hacerlo sentir orgulloso, sin sospechar que eso era
imposible.
Había subastado su vida en la búsqueda de cariño. Se había subastado
ella. Necesitaba volver a amarse tal cual era, del mismo modo que hizo él,
para entonces poder conseguir eso que tanto buscaba sin saber: cariño.
A William le salía por los poros, la amaría por el resto de sus días. Lo
que le estaba faltando era paciencia, y un poco de fe… la fe de ser capaz de
darle lo que necesitaba por sus medios.
Vanessa lo había salvado a él como hombre, y era la clave para salvarlo
como conde, ¿sería él capaz de retribuirle?
Lo intentaría, una y mil veces, hasta que la muerte los separara.
Con esa determinación, regresó a la habitación junto a su esposa.
Tendrían que volver a Londres en breve, se debían ese resto de la vida para
sanar.
Capítulo 11

La vista de Witthall estaba perdida en el lienzo blanco que aguardaba por


la promesa de Vanessa. No había insistido, porque ambos necesitaban
tiempo.
Se concentró en otro atril, el que tenía ante él. La inspiración nunca le
faltaba, aunque nada se igualaba a lo que le generaba su esposa. De todos
modos, en el mar de sentimientos con los que lidiaba a diario era fácil hallar
uno en el cual centrarse para plasmarlo. En esa ocasión, Webb lo
representaba. No Colin, el cordero.
—Al menos sirve de algo —bromeó Vanessa en el momento en el que
irrumpió en el altillo con el almuerzo. Se sentaron juntos a comer algo de
pan, unas gachas y maíz—. Aunque lo preferiría en el estofado.
—¡Eres una insensible! Con lo que me paguen por este cuadro
compraremos otros corderos…
—¡Oh, por cierto!, llegó el secretario de Patinson con buenas noticias.
—¿Noticias en libras? —se entusiasmó el hombre.
—Sí, ha conseguido un editor para mi libro, un americano bastante
enigmático y controversial, dispuesto no solo a publicar mis artículos, sino
también a apoyarme si decido firmar como mujer.
La ilusión se traslució en la mirada de Vanessa, y William tuvo que
mover los dedos para quitar de allí la sensación de inspiración. ¡Webb,
céntrate en Webb!, se dijo.
—¡Qué gran noticia!, debemos celebrar, ¿tenemos algo para celebrar?
—Si te refieres a whisky, sí, pero hay que reservarlo por las dudas, en
caso de hipotermia. Queda solo una botella… —se lamentó—. Pero
podemos brindar con eso. —Señaló la horrible bebida de cebada.
Comenzaba a encontrarle el gusto. William sirvió dos vasos y los hicieron
chocar a modo de festejo—. La otra parte de la buena noticia no la leí —
dijo y extendió el sobre dirigido a él.
Witthall sonrió. Le había dado a Vanessa todos los derechos sobre él y,
así y todo, era incapaz de tomarse atribuciones. Jamás violaría su intimidad,
incluso en temas de negocios. Abrió el sello lacrado y extendió el papel. En
su interior se encontraba a su vez un bono bancario.
—¿Y? —clamó Vanessa, ansiosa por las buenas nuevas.
—Y… ¡Tenemos arado! —El monto de las pinturas vendidas se
elevaban a varias libras, y no solo eso, el nombre W.Wallace, con el que
firmaba sus trabajos, comenzaba a circular entre los amantes del arte.
Patinson aseguraba en su misiva que la próxima entrega dejaría un monto
mayor.
Vanessa se lanzó a sus brazos, olvidando la tensión de los días
anteriores, nada importaba más que compartir la felicidad y el éxito de
William. La confesión de amor quedó ahogada por un nuevo brindis, y la
necesidad de sus cuerpos quedó postergada por las labores pendientes.
—Will —dijo Lady Witthall, y él no se atrevió a remarcar el modo
cariñoso en que el diminutivo escapaba de sus labios. Llevaba un par de
días haciéndolo de modo inconsciente—, cuando termines con ese bello
cordero, deberás escribir el informe a la cámara de lores. ¿Recuerdas?, esa
tarea no me corresponde.
—¡Maldición!
—Lo siento, si te sirve de incentivo, en esta ocasión será para dar
buenas noticias. —Alzó el sobre de manera victoriosa y le regaló una
radiante sonrisa—. Sabes que antes corramos el rumor de la recuperación
de la economía del condado, antes mejorarán las cosas. Debemos vender las
semillas, y lo haremos a mejor precio si piensan que no estamos
desesperados.
—Entendido, milady. Webb, te liberas hasta nuevo aviso —le dijo al
cordero, y se encaminó junto a su esposa al despacho.
***
El ánimo del condado estaba en contraposición con el clima. Nevaba,
los días eran grises, las ventiscas heladas asaltaban la mansión destartalada
y los animales apenas podían pastar. Sin embargo, los muchos empleados y
sirvientes realizaban las tareas con sonrisas en los labios, silbaban
canciones y bromeaban sin parar.
Todavía eran muchos, y las tareas rotaban día a día. Algunas, de manera
impostergable, debían realizarse en el exterior. Vanessa intentaba que las
mismas se asignaran siempre en las horas de sol, aunque eso limitara el
trabajo.
Witthall era uno más de ellos, como antes. El matrimonio se levantaba
al alba, desayunaban en la cocina sin mantener las formas amo-sirviente y
emprendían sus tareas diarias. Remodelaciones con horas de pintura para
William. Libros contables con escritura de artículos para Vanessa.
No habían vuelto a tratar algunos asuntos, que comenzaban a tomar la
forma de un gran elefante dentro de un escobero. De todos modos, se
buscaban. Lady Witthall usaba la excusa del almuerzo o de la buena
iluminación del altillo y el ahorro de velas para hacerle compañía mientras
pintaba. Lo necesitaba, y William era incapaz de negarse, aun cuando su
cuerpo respondía a esa cercanía hasta hacerlo sufrir.
Vanessa no era inmune, solo que no sabía cómo retomar la conversación
anterior, y el fracaso conseguido le disminuía el valor. Gustaba de estar
junto a él, de observarlo. La intimidad del hogar les permitía dejar las
formas, y allí, con la luz del sol que resplandecía en la nieve, William lucía
como un hombre debía lucir. No se molestaba en afeitarse todas las
mañanas, y la barba crecida le brindaba a su rostro un estilo aún más varonil
que de costumbre. Sombreaba la mandíbula cuadrada y disimulaba el
hoyuelo del mentón, resaltando los carnosos labios que la tentaban a un
beso. En contrapartida, sus ojos castaños de largas pestañas parecían más
aniñados y pícaros, como si siempre estuviera tramando su próxima
travesura, y los cabellos ondulados, llenos de rebeldes bucles, la invitaban a
las caricias íntimas.
A veces, por las noches, la tentación era tanta que se permitían unir sus
labios, acariciar un poco de piel, pero cuando William se detenía, dándole la
oportunidad de pedir su recompensa, Vanessa no encontraba las palabras
para expresarse. Por las mañanas, mientras trabajaba en su libro, y las
mismas fluían a una velocidad mayor que la que su mano podía imprimir en
el papel, se odiaba a sí misma.
Lo peor era que Witthall no enfurecía, ni se enojaba, ni volvía a
recluirse en la biblioteca. No, la abrazaba, le brindaba su calor corporal por
las noches y la acunaba hasta que el sueño los alcanzaba. Al día siguiente,
la rutina de morir de deseo se reiniciaba, y la felicidad que afloraba en la
casona los alcanzaba para darle a su vida un manto de paz.
Vanessa sentía que casi estaba por llegar a una meta que no sabía que
tenía, la de posar para William. Le alcanzaba cualquiera de esas tardes a su
lado para abstraerse en un momento alegre y relajar su expresión, y su
esposo parecía compartir esa idea. Él también disfrutaba la sensación de
éxito, uno que iba más allá del dinero.
—¡Witthall! —Exclamó como un divertimento cuando apareció con la
bandeja de té en el altillo y la correspondencia—. Respuesta de algunos
lores, el rumor de nuestra mejoría está en boca de todos. Lord Villiers
acepta postergar la deuda adquirida con él hasta luego de la cosecha, y Lord
Shropshire promete que cuando comiencen las actividades en la cámara
concretará una reunión para tratar el asunto de sanidad que hablaron.
—Excelentes noticias. —William la abrazó y la hizo girar con él. Las
risas sonaron en altillo, y Vanessa se dejó caer en el diván en el cual supo
posar. Él la observó, y su sonrisa confirmó lo que ambos sabían: eran
felices.
Tenían mil problemas financieros que atender. La prórroga de Villiers
les quitaba la soga del cuello, y la promesa de negocios con Shropshire
abría puertas a futuro. Sin embargo, aún no se había concretado el pago a
Sebastián Dunne, tenían otros acreedores que esperaban pagos menores y
además de los salarios, se debían demasiadas refacciones e inversiones.
—Pasaremos el invierno, y estoy convencida de que no será el último.
Además —agregó con la mirada puesta en Webb—, siempre nos lo
podemos comer en caso de crisis.
—Deja de amenazar a mi muso, ven aquí, Webb, sé un chico bueno…
La pintura titulada cordero entre lobos era bastante inquietante, y
Vanessa comprobó que, pese a no posar, ella seguía siendo su inspiración.
Era una gran obra con crítica social, en la que no en vano, William resaltaba
lo desvalido del animal.
La excusa del té no fue suficiente, y la joven esgrimió el frío para
conseguir la cercanía de su marido en el diván. Se sentaron juntos, con la
ropa como única barrera y compartieron un par de besos que se
intensificaron con el pasar de los minutos.
Entre sus brazos, con los labios unidos, Vanessa supo la respuesta, tuvo
las palabras. Cuando llegara el momento en que William lo exigiera, se lo
confesaría. No más buscar pretextos.
Enredó los dedos en los mechones del hombre y se recostó sobre el
diván llevando a Witthall sobre ella. ¿Se podía hacer eso allí, lejos de la
recámara, a la luz del día?, de nada valía ya aparentar ser una recatada
dama, su cuerpo la delataba.
—Will… —Reclamó sus labios, al tiempo que acunaba su cintura entre
las piernas. Podía sentir el deseo de él unirse al de ella, comprendía la
dinámica del asunto sin necesidad de libros, de conocimiento, ni normas.
Era el instinto el que guiaba, en comunión con el sentimiento que le gritaba
que era él, el indicado, el único capaz de generar todas esas sensaciones.
La humedad se abría paso, y las manos de Witthall parecían ser el
detonante necesario. Conocía cada rincón, y lo reclamaba con caricias y
besos. Ardían… eran puro fuego…
—¿Vanessa? —El momento de la verdad llegó, ella abrió los ojos para
decirlo: Quiero hacerlo, William, y quiero hacerlo contigo, no hay más
motivos.
Las palabras quedaron ahogadas por otra expresión. Su pasión podía ser
abrasadora, pero no tanto, no como para reducir a cenizas el condado.
—¡Fuego! ¡Fuego! —Las voces de Meredith, Atwood, Garret,
resonaron por toda la mansión—. El granero se incendia.
Solo pudieron compartir una mirada de horror antes de correr
desesperados. El momento de felicidad se les había sido arrebatado.
***
—¡Agua! ¡Traigan más agua!
A simple vista, el granero se había convertido en una hoguera, un gran
círculo de fuego lo cercaba a causa del heno ardiente apilado a su alrededor,
sus llamas flameaban contra un viento que no hacía más que estimularlo,
empujarlo al interior del recinto.
Si hasta ese día, el exceso de empleados se había considerado una
pésima decisión administrativa, digna de crítica, esa noche se alzaba como
una bendición. En Dorset sobraban brazos y manos dispuestos a luchar por
lo que tenían, voluntad férrea que no le temía a la muerte y, menos que
menos, a las llamas. Lo que los condenaba al fracaso era la falta de agua,
las bombas de riego eran manuales, lentas, y el intenso invierno, a esas
horas del día, cristalizaba el suministro.
La mayor riqueza del condado se encontraba tras esas paredes de fuego,
cientos y cientos de costales con semillas listas para la venta que
asegurarían el bienestar hasta la próxima cosecha. Todos sabían que la
prioridad era preservarlas, y esa misma premisa fue lo que los condenó.
Con el afán de salvar la mayor cantidad de costales, vencieron el peso
tolerable de la vieja carreta, dejándola atascada en la arcada principal del
granero generando un obstáculo insalvable. No había acceso al interior.
William y Vanessa llegaron a la carrera, el camino se les hizo eterno a
causa de la espesa capa de nieve que lo recubría. El aire se hacía
irrespirable, el humo negro se convertía en un enemigo más.
—¡Vanessa, regresa a la casa! —El bienestar de su esposa primaba por
encima de todo.
Corrió hasta donde se encontraba Jefferson, el capataz, el hombre estaba
cubierto de hollín, sudado, y apenas podía contener la tos. No paraba de dar
instrucciones.
—Milord... —En cuanto lo vio, el hombre se dirigió a él—, estamos
haciendo lo posible, pero no podemos contenerlo.
—¿Dónde se originó el fuego, en su interior o en su exterior?
Era un dato por demás importante, la respuesta dejaba abierta la puerta
a la esperanza de que la cosecha aún no estaba perdida.
—Creemos que el inicio fue externo, milord.
Era la respuesta que esperaba, la cosecha aún podría no ser una víctima
rendida al fuego.
—Necesitamos contenerlo lo antes posible...
Antes que el futuro del condado se hiciera cenizas.
—El agua, milord... no hay suficiente. —Sus palabras sonaron a
condena, y William se sintió derrotado.
Todos se sentían derrotados, luchaban contra un demonio imposible de
vencer.
Jefferson y William contemplaron las llamas, cuando el fuego no
tuviese más alimento, se devoraría a sí mismo.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —Una voz perdida entre las llamas puso en acción a
William.
Uno de los empleados había perdido el conocimiento a causa de la
sofocación, y otros dos lo arrastraban lejos del epicentro del terror. Witthall
se apropió de uno de los baldes que pasaban de mano en mano, el recipiente
apenas estaba lleno hasta la mitad, el agua era un lujoso recurso en ese
momento. Se quitó la pañoleta, la hundió en el líquido y le empapó el rostro
al muchacho desmayado. Era Rupert, sin los rastros de suciedad podía
reconocerlo.
—¡Vamos, muchacho, regresa... vamos!
Otros tantos comenzaban a desfallecer víctimas del agotamiento y de la
asfixia.
¿Cuántas vidas estaba dispuesto a perder?
Ninguna.
Si se relegaban al fuego perderían todo, y ese todo podía reemplazarse,
una vida no. William debía de tomar una decisión, sus empleados le eran
fieles, a él y a Vanessa, tan fieles que estaban dispuestos a sucumbir junto al
fuego.
Vanessa había pasado por alto la indicación de su esposo, no podía
marcharse, refugiarse mientras la labor de meses y los nuevos sueños se
consumían. Lo que estaba aconteciendo era la clase de situación que
reclamaba la ausencia de emociones, si uno se entregaba a la desesperación,
la tragedia triunfaba. Lady Witthall que cargaba consigo una vida cerrada a
cal y canto cuando de sentimientos se trataba puso en juego el recurso que
más atesoraba, su capacidad de análisis y su maravillosa mente… El
alrededor ardía, y sus pies se helaban hundidos en la nieve.
¡Nieve! ¡Sí, bendita nieve!
—¡Jefferson, Miles... vayan para más palas! —les ordenó a los hombres
más cercanos. Los dos la miraron perplejos—. ¿Quién necesita de agua
cuando se tiene a toda la condenada nieve del condado a los pies?
Jefferson sonrió de par en par con energías renovadas.
—Miles, ya has a oído a Lady Witthall, ve por más palas... trae todas las
palas de Dorset aquí, muchacho.
Sin dar un segundo de tregua, valiéndose de las herramientas que ya
poseía, Jefferson repartió las nuevas órdenes. La acción fue inmediata,
atacaron las llamas cubriéndolas con pequeñas montañas de nieve. El
resultado era lento, pero el fuego se reducía en contacto con la masa
húmeda.
El cambio de escenario desfiló ante los ojos de William, los hombres
corrían, paleaban nieve, la arrojaban sobre las llamas y construían una
barrera para que el fuego no avanzara. ¡Y funcionaba!
¡Funcionaba!
Rupert recobró la conciencia, tosió, respiró una y otra vez.
—Eso es muchacho, respira... respira profundo. —Lo cargó en brazos
—. Isaac, ayúdame... —Se dirigió al hombre que había rescatado a Rupert
de las llamas—. Ve en busca de un caballo. —Isaac cumplió de inmediato
con lo solicitado, y juntos acomodaron al muchacho sobre la montura—.
Llévalo a la casa, la señora Garret se ocupará de él.
La voz de su esposa, no muy lejana, lo distrajo. Continuaba ahí, y
paleaba nieve a la par que los hombres.
—¡Vanessa! —gruñó. No estaba enojado porque lo había desobedecido,
estaba preocupado—. ¿Te he dicho que regresaras a la casa?
—¿Y desde cuando tú me das una orden? —No pretendía iniciar una
discusión, fue más que nada un recordatorio.
—No fue una orden, fue una sugerencia en pos de tu bienestar.
—Exacto —resaltó ella, y luego clavó la pala en la nieve una vez más
—. Fue una sugerencia que consideré y desestimé...
El recurso de la nieve olía a perfume Vanessa, la reorganización en la
labor de extinción del fuego tenía como sello distintivo a la condesa.
—Lo bien que has hecho, esposa mía —intentó sonreír a pesar de que la
situación no estaba controlada. Su sonrisa no alcanzó su esplendor, se vio
aniquilada por la revancha del fuego—. ¡Maldición, no el techo... no el
techo!
De alguna manera, el fuego había conseguido el modo de llegar al
cobertizo del granero, un hueco cubierto en llamas sobre el tejado a dos
aguas. Si se extendía, todo el techo ardería, la madera y las viejas tejas se
vencerían cayendo directo sobre la cosecha, lo que parecía haber sido el
principio del final junto a la estrategia de la nieve, ahora recuperaba su
lugar de principio.
—¡Jefferson, consígueme una escalera! ¡Jack, Ivor, Miles, necesito que
me abran camino entre las llamas!
—¡¿Qué?! —La locura debía de tener un límite, al diablo su apodo, no
aceptaba que su marido pusiese su vida en riesgo.
—Debo subir a ese techo y detener el fuego antes de que se expanda.
La explicación no era lo que buscaba, sino hacerlo entrar en razones.
Tendría que trepar la escalera entre medio de las llamas y el humo.
—No, William, no… deja que otro lo haga. —Le sentó fatal lo dicho.
Valorar la vida de su esposo por sobre la de otros fue la demostración más
egoísta de su amor.
—¿Es una orden o una sugerencia? —dijo capturando un balde de agua
para volver a humedecer la pañoleta. Se cubrió boca y nariz, y la anudó a su
nuca como un salvaje bandolero del oeste. Para finalizar, vació el contenido
del recipiente sobre su cabeza, y quedó empapado hasta el torso.
—Ten cuidado —murmuró con el temor de la pérdida oculto en la voz.
—No se preocupe, Lady Witthall, no va a librarse de mí con tanta
facilidad. —Acarició su rostro a modo de fugaz despedida y se lanzó a la
carrera camino al centro del conflicto.
Jack y Miles, junto a otros hombres cuyos nombres Vanessa no
recordaba, apaciguaron las llamas a fuerza de palazos con nieve, cuando
consiguieron una brecha entre las llamas, Ivor colocó la escalera para que
William iniciara el ascenso. Llevaba consigo una azada, una de las
herramientas que se utilizaba para el arado y la excavación, pretendía
romper las tejas para exiliarlas del resto y coartar el avance del fuego.
Una vez arriba golpeó con fuerza consiguiendo aflojar la estructura, las
llamas, en un principio, se violentaron, como si las desgraciadas quisieran
defenderse. La manga de la camisa de William fue la primera víctima, por
suerte, la humedad de la tela no estimuló el crecimiento del fuego, y un par
de palmeadas bastaron para apagarlo, más tarde lidiaría con la quemadura
en su mano. Sin darse un respiro, clavó la azada en una de las tejas y la
apartó de la brasa. Hizo lo mismo con las restantes, el trabajo le demandó
más esfuerzo del esperado, pero lo consiguió; la pequeña y rebelde hoguera
había sido asediada hasta el destierro definitivo. Agotado, se recostó sobre
el tejado para recuperar fuerzas hasta que su cuerpo no pudo resistir más el
calor, respiró profundo, y se deshizo de la incomodidad de la azada
lanzándola desde la altura. El incendio remitía, poco a poco lo hacía, desde
el privilegio que le daba la altura pudo comprobarlo. Habrían perdido una
pequeña parte de la cosecha, y necesitarían de un nuevo granero, por fuera
de ello, debía sentirse victorioso, ninguna pérdida humana.
Descendió con calma, recuperando la respiración a cada peldaño y
tratando de no dañar más la piel de su mano chamuscada.
Vanessa fue la primera en recibirlo, le quitó la pañoleta para gozar del
privilegio de su rostro intacto y cubierto de hollín. La quemadura en su
mano no pasó desapercibida para ella, y la necesidad de revisarlo de pies a
cabeza la dominó.
—Mírame, William... gírate. —Indicación tras indicación—. Vuélvete a
mí... levanta tus brazos.
William rio, ya se podía permitir el atrevimiento.
—Me encuentro en óptimas condiciones, Vanessa.
—Tu mano dice lo contrario... Levanta el mentón, por favor.
—Mi mano asumió el único riesgo de esta noche. —Sonrió satisfecho,
soportar ese dolor no sería gran cosa.
—Eso está por verse... —No quería borrarle la sonrisa de los labios al
recordarle que la mano dañada era aquella que hacía danzar su pincel—.
Ven, vamos a la casa así puedo brindarte los cuidados que esa herida
merece. —Lo tomó del brazo para emprender la caminata juntos. No
avanzaron, él no estaba dispuesto a marcharse.
—No, no hasta que el fuego sea un recuerdo.
Demoraría horas, el alba sería el encargado de despedir a los últimos
rastros del incendio.
—Entonces, me quedo contigo.
Juntos, siempre juntos. Eran una extensión el uno del otro. Matrimonio,
sociedad o equipo eran tan solo nombres referenciales. Vanessa y William
trascendían eso y más.
—Y a mí me encantaría que te quedaras aquí, conmigo...
—¿Pero?
—Pero alguien debe llevar las noticias de calma a la casa, y organizar a
las empleadas para asistir a quienes lo necesiten, en especial a...
—Rupert... —finalizó Vanessa con triste aceptación—. Prométeme que
si requieres de mi ayuda me lo harás saber.
—Prometido.
—Prométeme que regresarás la más rápido que puedas a la casa.
El único fuego no extinguido ahí era el que recorría las venas de
Vanessa. ¿Era esto el amor? Desesperación mezclada con anhelo. Pasión
combinada con tortuosa dulzura. La sensación de desgarrarse por dentro al
separarse del objeto amado.
Debería tomar notas al respecto para comprender mejor al sentimiento,
de momento...
—Eso no tengo ni que prometerlo, me he mal acostumbrado a ti, no
puedo...
De momento, solo podía besarlo.
Así le robó las palabras, sorprendiéndolo por primera vez con esa
audacia, porque un beso originado en los labios de Vanessa era eso, la más
hermosa de las audacias.
¡Vaya espectáculo dieron ante los empleados!
El beso fue el inicio, el contacto de cuerpos fue el siguiente paso, un
contacto que se fundió en un intenso abrazo —intenso como calificativo
que sugiere una actividad que debería de realizarse en la intimidad—. Las
risas cómplices no se hicieron esperar, tampoco los aplausos. Había muchos
motivos para festejar.
Las mejillas de Vanessa se enrojecieron por la vergüenza, y sin decir o
hacer nada más, emprendió la vuelta a casa.
—¡Suficiente, muchachos! —demandó Jefferson ocultando su risa—.
¡Esto no ha terminado!
William tomó una pala, la hundió en la nieve y sonrió.
***
A Rupert se le sumaron otros tantos más con heridas superficiales,
quemaduras, laceraciones y malestares respiratorios. Cada uno de ellos fue
atendido bajo el cobijo de la mansión. Nadie dormiría esa noche.
La señora Garret ponía orden, establecía las prioridades en la atención,
y en aquel momento, Lady Witthall lo era. Llevaba horas en pie, ni mención
hacer que había ayudado a contener el fuego en el granero. Su estado era
deplorable, y no por su vestimenta, sino en general. Cabello arremolinado,
rastros de hollín por todos lados, manos agrietadas y un tambaleo corporal
que exponía la realidad de su agotamiento, uno que negaba con extrema
terquedad.
—Milady... —Olivia Garret había pensado muy bien su estrategia.
—¿Sí, señora Garret?
—Requieren de su presencia en la cocina.
—¿Qué ha sucedido?
—La verdad, milady, con tanto alboroto, no sabría decirle... —La mujer
justificó su falta de información.
—No se preocupe, señora Garret, con que no sea una mala noticia, me
basta —masculló luego de emprender el recorrido a la cocina junto a la
mujer.
Al llegar se encontró una Beatrice corriendo de un lado al otro, asistida
por Meridith y Joan, preparaban infusiones y mezclas de hierbas para
aliviar las heridas.
—¿Beatrice? —La interrumpió. La mujer giró con brusquedad hacia
ella—. ¿Me has llamado?
—Sí, milady... la hemos mandado a llamar. —Hizo que las muchachas y
Garret formaran parte de lo dicho. Las cuatro mujeres presentes la
atravesaron con la mirada.
—¿Qué necesitan? —No pudo ni elevar las cejas, ni fruncir el ceño del
cansancio, lo habría hecho de ser posible.
—Nosotras nada, usted, milady. —La señora Garret continuó mientras
las otras tres mujeres la asistieron, colocaron una taza de té, leche, galletas,
pan y lonjas de jamón frente a ella—. Necesita descansar, beber y comer
algo, está a punto de desfallecer, en breve, vamos a tener que recostarla
junto a los jornaleros en el salón.
—No puedo beber ni comer con todo lo que está sucediendo.
—Sí puede... —alegó Beatrice con un tono amenazante.
Meridith y Joan respondieron a una extraña indicación de la señora
Garret, fueron hasta ella y la sentaron a la fuerza.
—¡¿Pero qué rayos es esto?! —balbuceó sin entender bien lo que
estaban haciendo.
Confirmado, la locura se extendía a lo largo y lo ancho del condado.
—Una medida extrema —respondió Garret con los brazos cruzados
sobre el pecho.
—¡Esto es causal de despido, lo saben, ¿no?! —amenazó sin mucha
convicción. Las mujeres se echaron a reír.
—Beba su té, milady. —Meridith colocó la taza con la caliente bebida
en sus manos, al hacerlo comprobó su temperatura corporal—. ¡Por todos
los cielos, está helada!
Joan fue en busca de un cobertor para abrigarla, le envolvió los
hombros con él. Beatrice colocó leños encendidos en un pequeño caldero y
lo acercó al cuerpo de Vanessa para ayudarla a templar sus extremidades.
—¡Deténganse, no soy yo quién necesita de sus atenciones! —bebió un
sorbo de té, y el calor recorriendo su garganta le sentó glorioso. Volvió a
beber, Joan le acercó el plato con galletas de avena, su estómago
hambriento reaccionó, se apoderó de una. Un mordisco, y cayó en la
trampa, la devoró ante la expectante mirada de las mujeres. Sonrieron—.
¡Quiten esas sonrisas de sus rostros, el asunto del despido todavía está
pendiente!
Lo analizaría, por supuesto lo haría... después de otra galleta.
Misión cumplida, Beatrice y las muchachas regresaron a las tareas de
elaboración de emulsiones; la señora Garret, en cambio, se permitió ser más
que compañía.
—¿Puedo ser franca, milady? —Vanessa se burló de la pregunta, tras la
maniobra del improvisado secuestro, tal pedido no tenía sentido—. Tiene
razón, la franqueza ya se encuentra en la mesa, posiblemente junto al jamón
—bromeó—. Milady, sé lo que intenta... mejor dicho, lo que el conde y
usted intentan, y se agradece —Los rostros de las otras tres mujeres se
voltearon por unos segundos para sumarse al sentimiento—, pero si usted y
el lord perecen antes de tiempo por pura necedad —Señaló el tentempié de
madrugada—, todos estamos condenados. Muchos de nosotros, de una u
otra manera, sobrevivimos a las reprimendas del padre de su marido, no fue
el caso de mi madre, ella perdió su lugar por no haber colocado las cadenas
de la forma correcta en la puerta de la habitación de la anterior condesa.
A través del relato de la señora Garret, Vanessa viajó a un pasado que
no conocía y que, a pesar de ello, le resultaba igual de repulsivo.
—Lo siento —se responsabilizó.
—No tiene por qué hacerlo, milady, ni usted ni su esposo... es más,
estoy en deuda con él, en cuanto su padre falleció, me otorgó el puesto que,
antaño, había sido de mi madre, y a la vez, contrató a mis hijos y a mis
hijas...
Vanessa sonrió, su esposo abogaba por una redención que no le
pertenecía.
—Suena a William. —A su William.
—Entonces, en resumidas palabras, si el condado se hunde, nosotros
nos hundimos con él, y somos los suficientemente inteligentes...
—Aunque a algunos no nos vaya tan bien con el asunto ese de la lectura
—murmuró Beatrice por lo bajo.
—Como para darnos cuenta de que los capitanes de este barco son dos...
—continuó Garret— y contamos con ustedes para llegar a buen puerto.
—¿Buen puerto? —balbució con tristeza. Todavía no sabía cuánto daño
había conseguido el fuego—. Puede que hayamos perdido parte de la
cosecha y los brotes para la próxima siembra.
—Usted misma lo acaba de decir: «puede», y esa palabra siempre viene
acompañada de otra cosa, un «sí» y un «no». Como sea, la necesitamos en
pie, no al punto del colapso. —Le acercó el jamón, dos galletas no eran una
cena adecuada—. Por favor, milady...
Luchar contra esas mujeres le resultó más agotador que el incendio en
sí. Bebió y comió hasta que las complació, luego, Meridith la acompañó
hasta la recámara.
—Meridith, por favor, trae toallas limpias, recipientes con agua... y una
de esas emulsiones que han preparado, mi esposo va a necesitarla.
No podía exigir más, un baño sería lo ideal para ambos, desechó la idea
ante la escasez de agua, conservar las reservas era fundamental.
Contempló su imagen en el espejo, apenas se reconocía. ¿Dónde había
quedado la muchacha de los salones de baile londinenses? ¿Dónde se
encontraba la señorita Cleveland? No, no había rastros de ninguna, se
hallaba ante una nueva Vanessa, tal vez, la auténtica. Le agradaba lo que
veía, sin el hollín y los rastros de sudor, por supuesto.
La llegada de William la distrajo de su introspectiva observación, la
expresión en su rostro barrió de un plumazo la sensación de calma recién
adquirida.
—¿William, te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido ahora? —Leía en los
ojos de su marido las malas noticias.
Él se dejó caer en la cama, si el estado de Vanessa era deplorable, el de
él no tenía calificativo alguno. A la quemadura de su mano se le sumaba
otra a la altura de su hombro derecho. Vanessa intentó actuar rápido, quitar
los restos de tela fundida con la piel chamuscada.
—Una viga cedió... —explicó para que ella pudiera visualizar el origen
de la herida.
—¿Algún otro herido?
—No, bueno... sí —se corrigió. Los ojos de Vanessa fueron en busca de
los de él—, mi estúpida credulidad y mi maldita ciega confianza.
—William, explícate, por favor.
—El incendio no fue accidental... fue premeditado.
Capítulo 12

—¿Premeditado? —La pregunta abandonó sus labios en un susurro


apenas audible—. ¿Cómo, por qué?
—No lo sé, solo encontramos material de combustión entre los fardos.
No tenía sentido, nada lo hacía. ¿A quién beneficiaría la quiebra del
condado?, a los empleados imposible, la señora Garret había sido por demás
de clara. Todos habían corrido a apagar el fuego con el afán de salvar su
sustento. Confiaban en ellos, y ellos confiaban en sus empleados. No…
El rumor de su mejoría económica en Londres había traído alivio en
lugar de malestar. Lo sabía por Lord Villiers y Shropshire. Y no eran los
únicos. Todos anhelaban su pago, de ser posible con sus intereses, ¿por qué
destruir la única fuente de ese dinero?
—Ya nos ocuparemos de eso —imperó Vanessa, con tantas ganas de
llorar que tuvo que tomar una gran bocanada de aire. Sí, se estaba
derrumbando, nadie podía ser tan fuerte, ni siquiera ella. Lo único que la
mantenía de pie estaba ante sí, con heridas, hollín y una expresión tan
devastadora como la suya—. Primero solucionemos esto…
—Vanessa…
—No, Will, no te permitiré ser terco, no más. ¡Suficiente! —Sacó a la
señorita Cleveland que dormía en su interior, con ese temperamento que no
se doblegaba jamás—. No hay excusas… —Se adelantó a los pretextos de
su marido. Los conocía, porque ya no había secretos entre ellos. William
diría que Rupert estaba primero, y luego Jeff, y luego éste y aquel… hasta
que no quedara uno en el condado sin ser priorizado. Y ella no lo permitiría,
porque cuando de luchas de voluntades se trataba, existía una única
vencedora.
Con manos firmes pero suaves, se dedicó a quitar la camisa de su
marido. William se dejó hacer, tenía sus razones. El hombro le escocía
demasiado para quitarse la prenda por sus propios medios, la mano otro
tanto, estaba cansado y el único placer del día se lo daban las caricias de su
esposa. Vanessa tenía todo dispuesto para la sanación, el ungüento de
Garret, los paños limpios y la nieve que al hervor se había convertido en
agua relativamente potable. Con esas herramientas comenzó la sanación.
—En este momento me vendría bien Emily —susurró—. Porque tiempo
de buscar un libro de curaciones, leerlo, practicar e implementarlo… no
tengo.
William rio ante la ocurrencia, sobre todo porque la sabía capaz.
—Eres eficiente, además, prefiero tus manos —confesó él, y vislumbró
los celos en su esposa.
—No te pases, aún puedo torturarte.
—¿Lo harás?
—No lo sé, lo mereces. —Sonrió con picardía, una curvatura que pasó a
ser de concentración cuando se aseguró de quitar todos los restos de tela de
la herida del hombro. La de la mano no era grave, aunque sí difícil de sanar.
La piel se movía a la par de las acciones de William y arrancaba pequeñas
capas superiores, cuando ampollara, cosa que iba a suceder, las mismas se
reventarían antes de tiempo y expondrían la piel virgen propensa a la
infección. Necesitaba ser cautelosa, por ese motivo, se sentó a su lado,
sobre el colchón, y retiró la capa superior que estaba chamuscada y sucia.
Luego lavó la piel con agua y por último colocó el ungüento y la venda—.
Necesito que me ayudes con el resto de las prendas.
—No tengo otras quemaduras… —prometió, y su esposa lo miró con su
mejor expresión señorita Cleveland. William rio, y acató a la demanda. Le
resultaba algo graciosa la situación, con la sobreprotección de ella. Quizá
era la contraposición de la desesperación con la gloria, con ese momento en
que la desgracia había puesto en manifiesto el amor. Porque estaba allí,
frente a sus ojos. El cuidado, los celos infantiles y el deseo… el deseo que
se revelaba en la mirada café de su esposa a medida que su piel quedaba al
desnudo. Y, por último, esa batalla interna era la prueba final, la pasión la
abrasaba como el incendio pasado y, sin embargo, era la necesidad de
cuidarlo la que primaba. Tuvo que tragar para deshacer el nudo de su
garganta.
Vanessa lo contempló desnudo, y pudo jurar que William Witthall era su
mejor obra de arte. Hundió el paño en el agua, lo escurrió y se abocó a la
tarea de lavar el cuerpo de su marido, centímetro a centímetro. El deseo del
hombre se puso en evidencia, y en esa ocasión no sintió pudor, sino la
respuesta natural de su propio ser. Con movimientos suaves, terminó de
lavar el cuerpo, de quitar los restos de desgracia en él. El sol comenzaba a
clarear el cielo y a colarse por las ventanas. El sueño los llamaba, sin
embargo… aún quedaba un incendio por apagar.
William se quitó la última prenda, dejando al descubierto la única
porción de él que su esposa desconocía, y le sonrió cuando notó que ella no
rehuía ni se incomodaba. No su Vanessa, ella siempre llegaba al examen
práctico con toda la teoría estudiada.
Aun así, había algo que solo se aprendía al final, y él se sentía dichoso
de ser el maestro de esa lección.
—Ahora tú —demandó, obligándola a darle la espalda. Le quitó el
vestido sucio y en parte chamuscado, la camisa, el corsé y la camisola
inferior. Las medias, los pololos, todo fue a parar a un nido en el rincón.
—No te humedezcas el vendaje —advirtió Vanessa, preocupada, y se
granjeó una nueva risa seductora de su marido.
—Shh. —La silenció con el índice en la boca, y terminó por acariciar
los carnosos labios. Hundió el paño en el agua limpia, y con la mano sana
se encargó de quitar la suciedad del cuerpo de Vanessa al tiempo que se
permitía la contemplación. Era perfecta, más que perfecta, era única… su
musa, su esposa, su salvación.
Muchos artistas buscaron su versión de Venus, él la tenía ante sí. Los
senos le cabían en las manos y estaban coronados por rosados pezones que
se erguían por el frío y el placer. La piel color crema, salpicada con algunos
lunares perdidos, que él, ansioso, profanó con besos. La cintura estrecha, las
caderas redondeadas y las piernas firmes, largas y torneadas, hechas para el
trabajo y para él… para hacerlo prisionero.
Terminó la labor en el cuello, allí donde depositó un par de besos más.
Volvió a trenzar el cabello castaño oscuro, y con los dedos aún enredados en
los mechones, reclamó la boca de su mujer.
El beso no fue gentil, habían dinamitado esa barrera. Fue un choque de
labios, una lucha de lenguas… una guerra con dos victoriosos y ningún
derrotado. Cayeron en la cama, y William la hizo rodar hasta quedar debajo
de él. Con su boca, ambiciosa de su premio, recorrió cada centímetro de su
musa, adorándola y marcándola en fuego.
—William…
—¿Sí?
—Sé que está de más —susurró, presa de la pasión—, pero quiero que
sepas que sí, lo estoy pidiendo... deseo esto.
Se lo debía, y la sonrisa de satisfacción de Witthall iluminó más que el
sol de ese trágico enero.
—¿Por la ciencia? —Volvió a unir sus labios, para robarle la respuesta.
—Porque te necesito —y esa fue la más dulce de las confesiones.
Vanessa Cleveland admitía al fin necesitar a alguien, y no a cualquiera, a
él… Pactó con sus caricias ser digno de esa confianza, con las manos
ansiosas le brindó lo que pedía.
No había libros que explicaran esas sensaciones, intentar atrapar en tinta
lo vivido era imposible. Los labios de Witthall viajaban por todos los
rincones, hasta centrarse en el punto exacto en que el deseo de Vanessa latía
sin piedad. Cuando la lengua del hombre lo acarició, la exclamación de
deleite se hizo oír en la habitación. Abrió sus piernas de modo instintivo,
invitándolo a una honda exploración y enredó los dedos en los bucles
castaños que se perdían en el centro de su deseo. El nombre de su esposo se
escapaba en susurros, en gemidos y en gritos.
Quiso decirle que lo estaba haciendo mal, hasta que comprendió algo
peor: lo estaba haciendo adrede. La llevaba a la cima una y otra y otra vez
sin dejarla caer nunca. ¿Qué buscaba?, ¿qué más quería de ella?
—William, por favor —clamó cuando los dedos del hombre la abrían y
la humedad de ella brotaba a la par de sus súplicas. Para su total sorpresa,
en lugar de darle lo que reclamaba, se giró y se acostó a su lado. Unió su
mirada a la de ella, y le permitió vislumbrar el amor, el deseo y la
desesperación… Entonces, ¿por qué no la tomaba?
—Si existe un modo, uno, de pertenecerle a otra persona, es este,
Vanessa. Soy tan tuyo como un hombre puede ser de una mujer. —Vanessa
sintió la tibieza de esas palabras y lo que él le ofrecía. El control en esa
primera vez, el permiso para conocerse a sí misma en el placer, algo que
también en demasiadas ocasiones se le prohibía a la mujer.
Vanessa dudó un instante, los primeros movimientos fueron vacilantes,
pero la mirada ardiente de William le decía que iba en buen camino. Pasó
sus piernas a ambos lados de la cadera del hombre, hasta montarlo a
horcajadas. Él la guio los primeros centímetros, y permaneció inmóvil
mientras ella se habituaba a la invasión. La posición le permitía manejar las
sensaciones, por lo que el dolor no formó parte de la experiencia, la tortura
fue otra, la de la lentitud.
Cuando sintió que las pelvis se unían, que tenía a William por completo
en su interior, el grito de placer se mezcló con el de gloria. Las sensaciones
se intensificaban con cada vaivén, con cada embiste. Sus cuerpos se
rozaban en el lugar exacto, y danzaban acompasados el baile más antiguo
del mundo.
—William… —fue el pedido hacia el final, el agotamiento y la novedad
le impedía llegar a la cima y lanzarse. En ese instante, con las miradas en
comunión, Vanessa le otorgaba más que el mando, le daba su confianza, el
control del cuerpo y los sentimientos, y William se apropió de ese tesoro.
Tomó de las caderas a su esposa, y arremetió con violencia en su
interior, asegurando que cada movimiento le brindara el alivio que el cuerpo
de la muchacha clamaba. Los sonidos emitidos le dieron la señal, y
mientras Vanessa se rompía en mil pedazos confesando su nombre, él se
derramaba victorioso en su interior.

William apenas pudo dormir un par de horas. Las preocupaciones eran


muchas, al igual que las tareas por abordar. Pese a ello, en el preciso
instante en que los rayos de sol del mediodía se colaron por las ventanas,
dejó de lado todo mal y se enfocó en Vanessa que dormía plácidamente
junto a él.
El agotamiento que profesaba era tal que apenas si se movía para
respirar. Tras las puertas de la habitación, los empleados comenzaban las
labores cotidianas, como si quisieran embeber la casa de una rutina que
borrara el daño del incendio. Él necesitaba lo mismo, unos segundos de paz
mental antes de que la catástrofe mostrara su verdadera forma, la de las
consecuencias.
Mientras tanto, tenían ese momento, y no permitiría que nadie se lo
quitara. Se escabulló fuera de la cama, se cubrió con su bata y se dirigió al
altillo en busca de algunos materiales, regresó tan silencioso como se había
marchado, y acercó la silla a la cama para observar en detalle la imagen
ante sus ojos. Una Vanessa sin barreras de ningún tipo, tan desnuda en
cuerpo como en alma.
El fuego se consideraba purificante en algunas culturas, en otras, como
un renacer de cenizas. Allí era ambas, había dejado su impronta en ellos
permitiéndoles ser quienes debían.
La mano le dolía un poco, por lo que tuvo que tomar aire antes de cerrar
los dedos alrededor del carbón y comenzar el bosquejo. La posición de
Vanessa era perfecta sin necesidad de órdenes de él, con su mano debajo de
la almohada, su rostro vuelto hacia el sol, su espalda desnuda y unos pechos
erguidos que apenas rozaban el colchón. Las sábanas la cubrían desde la
cintura, y el cabello caía en parte sobre su rostro y en parte sobre sus
omóplatos. William se encontró a sí mismo señalando en el papel el lugar
puntual de sus lunares, el cielo estrellado de la espalda de su mujer.
Con la carbonilla, volvió a hacerle el amor. Caricias de papel y pincel,
caricias inmortales. Se detuvo solo cuando los ojos de Vanessa se abrieron y
se fijaron en él. Confundida por la mezcla de sueños y realidades, le costó
orientarse y asociar la languidez de su cuerpo y la felicidad de su espíritu
con la tragedia acontecida.
—Buenos días, mi musa —la saludó en un susurro.
—Will…
—No te apures en despertar —propuso él—, lo bueno de los problemas
es que son tan pacientes que aguardan por nosotros. Nunca se van, ni
aunque los echen.
Vanessa se atrevió a sonreír. William volvía a ser él, un demente que
confiaba y se aferraba a la esperanza. El de la noche anterior, derrotado ante
la terrible noticia de que se trataba de algo premeditado, no le gustaba. Ella
quería a su loco soñador, a su artista que agregaba color a la vida con
pinceladas de cariño.
—Accedo a no salir de la cama por unos minutos, aunque lamento tener
que romper tu cuadro, mi cuerpo lo demanda, me duele todo. —Vanessa se
giró hasta quedar boca arriba. Se apuró a cubrirse con las sábanas hasta los
pechos, y en esa posición se estiró tanto como pudo. La expresión delató las
molestias de sus músculos, y William dejó sus herramientas de dibujo para
acercarse a ella.
—Permíteme que te ayude con eso. —Lady Witthall volvió a
acomodarse y permitió que las gentiles manos de su esposo le brindaran un
masaje. Se sentían cálidas y delicadas, salvo por el vendaje que cortaba con
la armonía de su piel. Un recuerdo de que los problemas esperaban al otro
lado de la puerta.
—Will, ¿Quién puede querer tu ruina? Lo pienso y no se me ocurre. Lo
lógico sería que los acreedores se alegraran de cobrar al fin.
—No lo sé, pero tengo una sospecha… hay otra cosa de la que debemos
hablar, y ambas conducen a un único lugar.
Se volteó para mirarlo, el tono usado por el hombre le indicaba que era
algo serio. William le acomodó un mechón detrás de la oreja y le robó un
breve beso antes de hablar.
—En el último viaje a Londres descubrí algo acerca de Sir Johnson. —
La mención de su tutor puso de mal humor a Vanessa. Si bien, en ese
instante, mientras compartía el lecho con Witthall podía llegar a agradecerle
la intervención, las mentiras aún dolían.
—Creo que Sir Johnson es el menor de nuestros problemas ahora.
—No, no lo es. Vanessa… —Le tomó el mentón con suavidad y le alzó
el rostro hacia él. Tan perfecta… tan hermosa…—. Vanessa, te amo. Llevo
un tiempo queriendo compartir mis sentimientos hacia ti, pero siempre hay
un nuevo obstáculo por sortear. Esta mañana me di cuenta de mi error… no
hay obstáculos en mis sentimientos, sino en mis miedos…
—¿Cuál miedo?
—Este —Señaló con una agridulce sonrisa—, el silencio.
Vanessa quiso bajar la mirada, y William se lo impidió. No necesitaba
esconderse ni avergonzarse por no poder pronunciar las mismas palabras. Él
lo sabía, como también entendía los motivos.
—William…
—Quiero que entiendas —la interrumpió—, que si guardé silencio este
tiempo fue porque preferí que te enteraras de todo por él, creo que es lo
mejor. Yo no conozco los pormenores…
—No sé de qué hablas.
—De los motivos de tu padre, y de las mentiras dichas.
—¿Lo sabes? —Vanessa se incorporó, exponiendo su desnudez ante él.
La vulnerabilidad de ella en ese momento le hizo maldecir a todo el mundo.
—Lo deduje. Vanessa, cariño, tenemos que volver a Londres, tienes que
hablar con Sir Johnson…
—¡No!, solo conseguiré más mentiras, más secretos, no quiero eso… —
William la abrazó, para que descargara su furia y frustración. Eran
demasiadas cosas en pocos días, muchas emociones, altibajos y
revelaciones. Muchos cambios.
William reconocía que las tormentas eran necesarias, pues daban como
resultado los cambios de aire. Y ellos saldrían de esa tormenta y de mil
más.
—No podrá mentirte de nuevo, sabe que, si no te lo dice él, te lo diré
yo. —La acunó con cariño contra su cuerpo—. Él no desea que te lo cuente
porque no quiere que sufras, y le di este tiempo para que juntara valor, no lo
hice por ocultarte nada…
—Lo sé, Will… De verdad, confío en ti. —En labios de Vanessa, esa
era la más dulce de las declaraciones.
—Yo tampoco quiero que sufras, solo que…
—No puedes impedirlo. —El círculo se cerraba con esa conclusión. Su
primera charla de amor tomaba sentido ese mediodía, mientras se
encontraban uno en brazos del otro. Uno no desea el dolor del otro e intenta
evitarlo, solo que es imposible conseguirlo siempre. William se encontraba
en ese punto, en el más álgido de los sentimientos, en el de permitirle a
Vanessa encontrarse a sí misma, incluso cuando las heridas que ella sufriera
le partieran a él el corazón.
—No, solo puedo prometerte que estaré allí para ti, que no te soltaré, y
que en mí siempre encontrarás un refugio…
Vanessa lo besó, las palabras sobraban, y las únicas que debían ser
dichas no podían salir de su pecho aún. Quizá la respuesta a su incapacidad
de confesarse la tenía Sir Johnson, o tal vez era el temor de darle al destino
las herramientas para rematarla. Estaban al borde del abismo, su
matrimonio podía fracasar junto a las finanzas del condado y ella no quería
hacer de la derrota algo tan definitivo.
Cuadró los hombros con determinación de no dejarse vencer. Un
objetivo a la vez…
—Está bien, viajemos a Londres, de todos modos, necesitamos comprar
semillas para la próxima cosecha.
—Y descubrir a un conspirador. —Una sonrisa pujó en labios de
William—. Ahora que recuerdo, creo que mis poemas han enamorado a la
mujer de Peter Hanson.
—¿Y quién es Peter Hanson?
—El jefe de Scotland Yard.
—¡Witthall! —exclamó ella en un falso reproche—, si tan solo hubieras
empezado la conversación por allí… Partiremos a Londres tras evaluar los
daños y reacomodar las tareas —sentenció—. Y luego…
Con una renovada energía, Vanessa se puso de pie y comenzó a vestirse.
Y luego… cazarían al maldito desgraciado que prendió fuego su granero.
No sabía quién podía ser, pero de algo estaba segura: ese criminal no
sabía con quién se había metido.
Capítulo 13

El destino parecía haberse puesto de lado de Sir Johnson, y entre una de


sus tantas tretas, lo había llevado fuera de la ciudad, la vida del hombre se
limitaba a Cambridge y a conferencias alrededor del mundo en nombre de
la universidad.
Para William, su ausencia fue un agradable respiro; los ánimos de
Vanessa estaban un tanto explosivos, por lo que una pausa forzada antes del
encuentro podría ser más que beneficiosa. Henriet jugaba una última vez el
papel que llevaba manteniendo desde hacía meses, y lo hacía con aires
renovados, sabedora de que estaba a pasos de desenmascarar el verdadero
vínculo que las unía. Estaba de acuerdo con William, en su demanda, en la
presión que había ejercido en su hijo, ella no contaba con las fuerzas
suficientes para lograrlo, y por eso le estaría agradecida hasta el día de su
muerte. Por eso y por la felicidad que expresaba el rostro de Vanessa. La
vida daba vueltas y vueltas, y más tarde o más temprano, terminaba
colocando a todos en su sitio. El de la jovencita de Boston había sido en los
brazos del conde loco. ¡Vaya locura! El mundo necesitaba más de ella.
—¿W. Wallace? No… no es posible. ¡Te estás pasando de lista
conmigo! —Henriet disfrutaba de las nuevas anécdotas de Vanessa, aunque
a algunas las pusiese en duda.
Disfrutaban del sol del mediodía en el pequeño jardín trasero. Vanessa
prefería estar de incógnito en la ciudad, no tenía deseos de visitas
protocolares, salvo que fuese a casa de sus amigas.
—¿Por qué habría de tomarte el pelo, Henriet? W. Wallace es el
pseudónimo de William...
Confiaba en la mujer, Henriet era una tumba cuando de secretos se
trataba; además quería compartirle las buenas noticias, en la balanza de los
actuales sucesos, las malas nuevas pesaban más. No deseaba deprimirla,
sino convencerla de que todo estaba de maravillas.
¡Esperen... eso no estaba tan fuera de lugar! Las deudas les llegaban
hasta la cabeza, cierto. Habían perdido parte de la cosecha y los brotes para
la siguiente siembra, también era cierto. Pérdidas materiales, nada más; en
compensación eran ricos en otras áreas. Sonrió. Recordó los besos de
William, sus caricias... los «te amo» que hallaban cualquier excusa para
convertirse en palabras en su boca.
—¡Pues no puedo creerlo! Lady Merlbourne está obsesionada con él, ha
reemplazado todas las obras de su salón de té por las de ... —rio, recordaba
la conversación con la mujer: un artista extranjero. ¡Patrañas!— las de tu
esposo. ¡Por los cielos, no me creo capaz de poner un pie en la casa de esa
mujer ahora!
—¡Por supuesto que eres capaz de hacerlo, es más, irás y te fascinarás
con las obras!
—¡Tienes razón, apelaré a la falsa envidia! La envidia mueve montañas
en la nobleza británica.
—Con que mueva un par de libras nos es suficiente. ¡Requerimos de
toda la publicidad habida y por haber! Así que deja de aburrirte en esta
casa, y sé productiva, Henriet.
—Lo seré, no lo dudes... creo que comenzaré con Lady Clarence, que
está obsesionada con Lady Merlbourne, que a la vez está obsesionada con
tu esposo... —Tosió, víctima del malestar típico de invierno—, perdón, W.
Wallace.
—Ten... bebe más té —dijo capturando su taza para llenarla con la tibia
bebida que descansaba en la tetera.
—No —Henriet cubrió la taza con la mano—, mi té es especial, deja
que llame a Edith. —Sacudió la campanilla de asistencia.
¿Especial? La preocupación la llevó a indagar. ¿Estaría bebiendo alguna
clase de infusión medicinal? De ser así, ¿qué problema la agobiaba? Amén
de la vejez, por supuesto. Capturó la taza para olfatear los restos de la
bebida. La compañía de Bridport la estaba convirtiendo en un sabueso más.
—¡Henriet! —reclamó ante la sorpresa—. ¡Esto es coñac!
—Shhh... No es necesario que todo Londres se entere.
—¿Hace cuánto disfrutas de estos «tés especiales»?
—Desde que tengo memoria, ¿cómo crees que llegué a esta edad? —
Vanessa rio a carcajadas, ella continúo—: Décadas atrás descubrí la clave
de la inmortalidad, y lo hice observando a los lores... ellos, whisky por aquí,
coñac por allá; nosotras, té... y más té. ¡Al diablo el condenado té!
Edith sabía con exactitud cuál había sido el motivo de su llamada, traía
consigo otra tetera, de seguro, «especial».
—¿Más té, señora Johnson? —preguntó en complicidad.
—Sí, por favor, Edith.
Vanessa bebió el contenido de su taza de un solo sorbo decidida a
vaciarla, una vez logrado el cometido, la acercó a la de Henriet.
—Que sean dos, Edith.
La mujer buscó aprobación en Henriet, una vez recibida, sirvió la
bebida en la taza.
—Y deja la tetera aquí, Edith, así no volvemos a importunarte.
Henriet iba un paso adelante de todo, y Vanessa la adoraba por ello.
Ojalá el asunto de la inmortalidad fuese tal, para el bien del mundo, Henriet
no debía de morir jamás.
Se tomaron unos segundos de deleite, saborearon la exquisita bebida, el
invierno era más tolerable con coñac corriendo por sus venas.
—¿Puedo inmiscuirme en uno de tus asuntos? —Unas palabras habían
quedado retumbando en la cabeza de Henriet.
—¿Solo en uno? —bromeó Vanessa. ¿A quién engañaba Henriet?
—Has dicho «un par de libras» ¿A cuántas libras haces referencia? —
Quería ayudar, deseaba hacerlo.
—Si te soy sincera, ya he perdido la cuenta. —No podía ocultarle esa
triste realidad.
—¿Han perdido todo en el incendio?
—No todo, pero hemos perdido lo suficiente como para regresar casi al
inicio. Solo espero que la noticia no llegué a la cámara de lores. —La
expresión de Henriet le recordó a Vanessa que esa parte de la historia no era
conocida por ella—. William recurrió a un prestamista, un maldito usurero
que reclama unos intereses impagables, los lores tomaron la decisión de
saldar esa deuda siempre y cuando las ganancias y el crecimiento del
condado lo justificaran.
—Y esas ganancias no lo justificarán —sentenció Henriet elaborando su
propio análisis.
—No ahora, perdimos un gran porcentaje de la cosecha, y eso no es
todo, también perdimos los brotes de la cepa. Gracias a ello, un gran
porcentaje del dinero obtenido de la venta de la cosecha tendrá que ser
invertido en nuevas semillas para la próxima siembra... como he dicho,
estamos de nuevo en el mismo lugar.
—Ese lugar se reduce a «dinero», ¿verdad?
—Por desgracia, sí...y la ayuda de W. Wallece y Doctor C ya no bastan.
A Henriet se le estrujaba el corazón, eran una familia acomodada,
tenían una buena vida.
—Dime... ¿cómo puedo ayudarte?
—Ya lo has hecho —dijo alzando la taza con el «té especial».
William le había contagiado algo más que su locura. ¿Cómo era que se
llamaba eso? Vanessa era nueva en el asunto. Ah, sí... se llamaba esperanza.
***
—¿Enemigo? ¿Tú? Pues ahora sí, me rindo, el mundo no tiene
salvación.
A Peter Hanson le era difícil creer el relato de William, el conde de
Dorset era esa clase de hombre que pasaba desapercibido o, en su defecto,
se hacía inolvidable. Esto último le ocurrió al tal Peter, tiempo atrás, cuando
lo conoció en un club clandestino para hombres. En aquel entonces la
rebeldía se invertía en ese tipo de antros, aunque la rebeldía de Witthall
siempre se había diferenciado a la de la mayoría. La palabra egoísmo no
existía ni en el vocabulario ni en el espíritu del joven conde, siempre
dispuesto a ayudar, en especial cuando de corazones no correspondidos se
trataba.
—No creo que «enemigo» sea el término adecuado.
—¡William, han incendiado tu maldito granero!
El encuentro se estaba llevando a cabo en la intimidad de la casa de
Hanson, utilizar las instalaciones citadinas de Scotland Yard levantaría una
alarma innecesaria.
—Lo sé, por eso he contemplado todas las posibilidades, y solo me he
encontrado una con sentido, y nada tiene que ver con odio o enemistades.
—Si no es asunto de odio o enemistad, es... dinero. —La genialidad no
era necesaria para elaborar esa hipótesis, el estado de las finanzas del
condado era de conocimiento popular—. ¿Le debes dinero a alguien?
—Técnicamente hablando, todavía no debo nada, el plazo de pago aún
no ha llegado.
—¡Mierda! —balbuceó Hanson, y aspiró su cigarro. El asunto olía a
problemas—. Intuyo que la deuda iba a ser saldada con la producción del
condado. —William asintió, no lo acompañaba con el cigarro, aunque no le
despreció el whisky—. Por favor, dime que no recurriste a un prestamista.
Confirmado, ya no olía a problemas, los problemas estaban al otro lado
de la puerta dispuestos a derrumbarla en el momento menos oportuno.
—¡No tuve alternativa! —se defendió sin mucho sentido, en realidad,
Hanson no lo atacaba, solo lo trataba de imbécil con una delicada indirecta.
—Dime su nombre.
—Sebastián Dun...
—¡Dunne! —William no tuvo ni que finalizar, Hanson se incorporó de
un salto al decir el nombre—. ¡De todas las sabandijas posibles, tú recurres
a esa!
—Una vez más... ¡no tuve alternativa! —Todos le habían dado la
espalda, a excepción de Dunne.
Hanson resopló para librarse del reciente fastidio, regresó a la silla,
volvió a aspirar su cigarro, exhaló los residuos con lentitud, y retomó la
palabra:
—Si fuese por mí, con el nombre que me has dado, doy por cerrado el
caso. Lamentablemente, hay pasos a seguir, pruebas que conseguir...
tenemos que abocarnos a eso en primera medida.
Dunne ya tenía un historial conocido tras las oficinas de la entidad, las
maquinaciones y jugarretas del hombre habían dejado a unos cuantos en la
ruina definitiva, el problema era que hallar pruebas que lo demostraran no
era una tarea tan simple.
—¿Cuento contigo entonces?
—Te debo un favor, ¿no es así? —El favor pendiente tenía nombre de
mujer y acababa de sumar un tercer integrante a la familia—. Además, la
idea de contribuir a erradicar la escoria en este mundo siempre me motiva.
En resumidas palabras: sí, cuentas conmigo.
***
El retorno de Philip fue un acontecimiento esperado para todos, menos
para él. No entendía el motivo de tanto alboroto, si hasta los sirvientes se
hallaban en un estado de extraño frenetismo. ¿Qué ocurría? ¿Acaso su
madre...?
No, Henriet estaba ahí, en el sillón del salón principal a su espera, y no
estaba sola.
¿William? ¿Qué estaba haciendo ahí Witthall?
El nombre lógico resonó en su cabeza: Vanessa. Fue rápido para pensar
lo peor.
—Madre... William... ¿Dónde se encuentra Vanessa? —Una punzada en
su corazón acompañó a la pregunta.
—Aquí... aquí estoy. —La voz de Vanessa lo sorprendió a sus espaldas.
Philip giró para enfrentarla—. Y esa respuesta nos lleva a otra pregunta:
¿Por qué estoy aquí?
—William, ¿qué has hecho? —gruñó entre dientes enfadado.
—Hice lo que dije que haría, le di tiempo, y usted no supo
aprovecharlo.
Henriet se mantenía firme junto a Witthall, estaba harta de la mentira,
quería la verdad, deseaba abrazar a su nieta.
Vanessa no se arriesgaba a suposiciones, las tenía, por supuesto que sí,
contaba con la inteligencia que se requería para unir las piezas del
rompecabezas, y si no lo había hecho hasta ese momento, era porque no se
había sentido preparada. William cumplió con esa labor, como un paciente
maestro, le enseñó la más difícil de las lecciones: abrir su corazón, sentirlo,
oírlo.
Aceptar que las personas que debieron amarla no lo hicieron, dolía
demasiado.
En su corazón, Vanessa ya sabía la verdad, solo necesitaba oírla de él.
—Mi cabeza lleva días viajando al pasado, no pude evitarlo... William,
con ese secreto inconfesable que no le pertenecía, me obligó a ese
inesperado paseo. —Avanzó hacia el interior del salón pasando junto a él.
Quería hacer partícipes a Henriet y a William de ese enfrentamiento, o tal
vez... tal vez los necesitaba ahí para sentirse menos débil y más amada—.
¿Sabe con qué me encontré en ese recorrido, Sir Johnson? ¡A usted y a mi
padre! A usted y a mi padre en una amistad que de amistad no tenía ni un
ápice. Lo que me hizo pensar, ¿por qué mi padre elegiría como mi tutor a un
hombre que detesta? —Philip se mantuvo inmutable, no iba a responder, y
la furia de Vanessa, contenida por años, rompió la primera de sus cadenas
—. Sir Johnson, esa pregunta fue dirigida a usted, no al aire...
Silencio, más silencio. William quería golpearlo, y Henriet también, con
su bastón. La anciana mujer mantuvo a raya sus deseos de violencia y tomó
partido ante el asunto. Abandonó el sillón, fue hasta Vanessa y se enfrentó a
su hijo. Dos contra uno. Nada bueno saldría como resultado.
—Si no respondes tú, lo haré yo...
Era el fin para Sir Johnson, pagaría por sus errores.
—¿Por qué mi padre elegiría como mi tutor a un hombre que detesta,
Sir Johnson? —repitió con el primer matiz de furia en la voz—. ¡¿Por qué?!
—gritó cansada del silencio del hombre.
—¡Porque amaba a tu madre, y tu madre me amaba a mí! —Se
derrumbó ahí mismo, dejándose caer en el sillón cercano—. ¡Le pedí que se
hiciera a un lado, pero no… todo era una maldita competencia con él!
—¿Y yo, qué papel jugué en esa competencia?
—El dinero Cleveland pudo más que el apellido Johnson, la obligaron a
casarse con él...
Vueltas y más vueltas como un condenado carrusel. Vanessa no lo
permitiría.
—Sinceramente, la historia de amor entre mi madre y usted me tiene sin
cuidado, Sir Johnson.
—Pues debería, porque todo se reduce a eso... —Se incorporó para
enfrentarla de nuevo—. ¡La vida de los Cleveland siempre ha sido una gran
mentira, la construcción perfecta de una realidad ficticia que se presume de
puertas para afuera!
Ella era una Cleveland, así la habían criado, como un becerro recién
nacido se había alimentado de esa influencia paterna. Reconocer que estaba
en lo cierto fue la bofetada final para Vanessa.
—Fueron el perfecto matrimonio —Philip se arrancaba el pasado de la
piel, escupía el veneno atragantado por años—, a pesar del desprecio y la
manipulación que se escondía debajo de las sábanas, y cuando esa imagen
de perfección se vio atacada, él... él recurrió a mí, valiéndose del
sentimiento que albergaba por tu madre.
El relato daba un giro demasiado veloz. William se incorporó de un
salto, había hecho hipótesis, pero ninguna había bordado el límite de la
complicidad.
—¡Philip! —Henriet le puso un alto a su hijo, las palabras inadecuadas
romperían más de un corazón.
—¿Eres mi padre? —Era justo demandar esa respuesta.
—Sí...
—¿Siempre lo supiste? —Se había prometido no llorar. Fue en busca de
la mirada de su esposo para tolerar la respuesta.
—Sí —confesó Johnson sintiéndose tan miserable como libre.
Rompió su promesa, y la primera de muchas lágrimas se escapó de sus
ojos.
—Mi padre... ¿él, lo sa…?
—Sí, Robert lo sabía, por supuesto que lo sabía... no había intimidad
entre ellos, nunca la hubo. Robert... Robert no podía, tenía un
inconveniente...
Ciertos detalles no valían la pena ser oídos, porque no compensaban ni
justificaban nada, solo ponía sobre la mesa la retorcida historia que la había
condenado.
—No, no quiero saberlo.
—Caí en su juego, y le di lo que necesitaba, una familia que mantuviera
las apariencias...
La furia desatada tomó control del cuerpo de Vanessa, lo abofeteó. El
impacto de su mano en el rostro resonó por todo el ambiente.
—Es agradable conocer mi origen, algunos nacen fruto del amor, otros
de la infidelidad... yo nací fruto de las apariencias. ¡Eso sí que debe ser una
novedad!
—¡Vanessa, niña! —La mano de Henriet fue en busca de la suya, y
Vanessa, contrario a rechazarla, se aferró a ella.
—Cuando naciste intenté hacerlo entrar en razones, me marcharía de
ahí contigo y tu madre... sabía que deseaba un heredero.
—¡Por supuesto que deseaba un heredero que luciera el apellido
Cleveland! —Ese era el estigma con el que Vanessa cargaba. Nunca había
sido suficiente, sin importar el esfuerzo—. ¡Y tú, Johnson, fallaste en la
única tarea que se te encomendó engendrando una condenada niña! ¡Una
inservible niña!
William fue hasta ella, la tomó de la cintura. Era un huracán, lo sentía,
tendrían que contenerla para que no generara múltiples destrozos.
—¡No, no… no digas eso! Tú fuiste y eres más de lo que esperaba, más
de lo que deseaba, por eso...
—¡Por eso me odió y despreció toda mi vida!
—Sí, te odió y despreció por ser mejor que él, mi niña.
—¡No, tú no tienes permitido llamarme así! —Quiso abofetearlo de
nuevo. William la contuvo—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste dejarme a su
merced sabiendo que lo único que obtendría a cambio sería puro desdén?
Comprendía la naturaleza de los matrimonios y las malditas normas
sociales, huir con su madre no hubiese sido una alternativa, la condena
social hubiese sido brutal, en especial para su madre, pero una vez
fallecida...
—Y esa es la parte de historia que todos queremos oír, Philip. —Era su
hijo, lo amaba, y sus errores también pesaban en su espalda. Henriet
también quería ser libre de amar a su nieta sin culpa, sin fragmentos
silenciados—. ¿Por qué? Su lugar era aquí...
Podía suavizar sus palabras, inclusive mentir.
No, ya la había dañado demasiado.
—Amé a Elizabeth... pero con ella solo tuve momentos, nada más que
momentos. Nunca fui un esposo, y ser padre era una tarea que no sabía
cómo afrontar. Fui lo único que pude ser para ti...
—Mi tutor... —murmuró Vanessa, víctima del más profundo dolor.
¿Cómo amar? ¿Cómo creer en el amor? Si aquellos que deberían de
haberte amado no lo hicieron. Un padre que la detestaba al ser consciente
de sus orígenes, y otro, un cobarde que no estuvo dispuesto a asumir su rol.
Entre medio de ellos, una mujer débil de carácter, de deseos, de sueños, que
se rindió a una vida orquestada por otros. Una mujer que murió de la misma
manera que vivió, sola. ¿Debía de sentir pena por su madre? En otro
tiempo, uno no muy lejano, la respuesta hubiese sido «no». En ese presente,
uno junto a William, la respuesta era lo opuesto. Ahora lo comprendía, una
vida sin amor no era vida en lo absoluto. La historia de amor que Philip le
había narrado era tan solo un espejismo, eso no había sido amor, no podía
serlo. El amor rompe barreras, es paciente, se hace fuerte; el amor no
abandona, se queda ahí, haciendo compañía en silencio.
—¿Y ahora, Sir Johnson? ¿Ahora qué puede ser?
Robert Cleveland la había desterrado, y no por sus errores, sino por los
de ellos.
—Lo que quieras, estoy aquí para ti.
—Supongo que mi padr... —se corrigió, extirparlo de ella sería difícil y
doloroso, demasiados recuerdos. Amargos recuerdos—, que Robert no le ha
dejado otra alternativa, ¿verdad?
—Vanessa, he velado por ti y tu bienestar todos estos años... tenerte
aquí, conmigo, fue lo mejor que me ha sucedido.
El sarcasmo afloró en ella. No le creía ni una sola palabra.
—¡Me lo imagino! Tan grata y anhelada le ha resultado la experiencia
que, en cuanto pudo, le concedió mi mano a este desquiciado... —Los ojos
de William la observaron de soslayo, al tiempo que sus dedos se hundían en
su cintura a modo de suave reprimenda. Vanessa se permitió sonreír, él era
lo mejor que le había sucedido—. Dulce desquiciado.
La sombra de una sonrisa decoró el rostro de William.
—No es lo que piensas. —Philip quiso justificar su decisión—. William
se presentó ante mí y yo lo vi como una oportunidad...
—Sir Johnson —Witthall finalmente habló—, sus palabras solo arrojan
más tierra al pozo, yo que usted meditaría antes de utilizarlas.
Philip comenzó a sentir el frío del acero en la garganta, tenía los
minutos contados, la guillotina le rebanaría el cogote sin piedad.
—Necesitaba tiempo —continuó—, estabas encaprichada en desafiar a
Robert, no te quería de regreso, y yo, yo no sabía cómo explicarte que él
había decidido romper ese falso lazo entre ustedes.
—¡Y prefirió dejarme creer que el enfado de mi padre hacia mi
comportamiento era la razón de todo!
—Sí, bueno... no… ocurrió todo muy de repente, y luego, para sorpresa
de todos, aceptaste a Witthall. —Hizo una pausa, William estaba en lo
cierto, tenía que meditar sus palabras. Respiró y exhaló—. Lo siento, fui
egoísta, acepté que William te cortejara porque no quería perderte...
—No se puede perder lo que nunca se ha tenido, Sir Johnson.
Esa había sido la prerrogativa de la vida para Vanessa.
El perdón no estaba hecho para todos, debía ganarse, y muy pocos
tenían el valor para ir en su conquista. El tiempo expondría la verdadera
naturaleza de Johnson; mientras tanto, debía juntar los fragmentos de una
historia que no le pertenecía para enterrarla bien en lo profundo. Robert
Cleveland nunca demostró afecto alguno, y esa ausencia de cariño tenía una
justificación. El error de Vanessa fue su deseo de sobresalir, brillar para que
él la viera, para que él recordara que existía. Ni siendo la perfecta hija
sumisa lo hubiese conseguido. Fue solo un accesorio, uno socialmente
necesario, y cuando se convirtió en una molestia, se deshizo de él.
Debía de reconocer que el temple de Cleveland la seguía sorprendiendo,
la confesión hubiese sido una perfecta estocada. Existieron un sinfín de
episodios de furia repentinos, ideales para rasgar el velo de la verdad: «No
eres mi hija». No lo hizo, y por eso no le pagaría con la misma moneda. No
habría odio y desprecio, solo olvido, porque esa era la peor venganza que
podía llevar a cabo, olvidarlo en el sentido puro de la palabra. No era una
Cleveland, y jamás sería una Johnson, era tarde para serlo. Entonces, ¿qué
le quedaba?
—¿Quién soy ahora, William? —preguntó una vez a solas.
Huir, esa había sido su primera reacción. ¿Dónde irían? Rentar una casa
por unos días era un lujo que no podían permitirse. ¿Amistades? No estaba
preparada para compartir su nueva historia. Quería huir. O tal vez no, y se
convencía con esas excusas para no abandonar la casa Johnson.
—Eres Vanessa... simplemente Vanessa. —La tenía entre sus brazos, no
la soltaría jamás, se lo había prometido.
—¿Será suficiente?
¿Dónde albergamos nuestra verdadera identidad? ¿Quiénes somos?
¿Somos lo que pretendieron hacer de nosotros o somos la consecuencia de
ese fracaso? ¿Somos el resultado de nuestra rebeldía? ¿o el resultado de la
absoluta sumisión? ¿Quiénes somos en realidad?
—No puedo darte esa respuesta, tú debes hallarla.
—Si no puedes darme la respuesta, dame tu experiencia...
—¿Mi experiencia siendo William? —Deseaba alejarla de la tristeza,
comenzaba a extrañar su sonrisa—. ¡Oh, ha sido, y es una maravillosa
experiencia! Witthall fue solo un elemento decorativo estos últimos años,
libre de obligaciones y decepciones.
—¿Fue?
—Sí, fue... hasta que llegaste tú y tus: ¡Witthall! —imitó sus gritos —.
Ahí cobró otro significado.
Lo consiguió, Vanessa sonrió. Se giró en sus brazos, deseaba mirarlo a
los ojos.
—¿Cuándo te diste cuenta de... de esta verdad?
—La última vez que estuvimos aquí, los ojos de Johnson brillaban con
una extraña combinación cada vez que te miraba —El ceño de Vanessa se
frunció con tanto esmero que sus cejas se rozaron—. Orgullo y amor... —
finalizó.
Ella resopló, la dulce incredulidad de su esposo alcanzaba su mayor
límite. ¿Orgullo? ¿Amor? ¡Por favor!
—Sir Johnson es un perfecto mentiroso, eso ha quedado más que claro.
—Estás en lo cierto, aunque discrepo en algo contigo... los sentimientos
no pueden ocultarse. ¿Cometió muchos errores? Por supuesto que sí. ¿Esos
errores impactaron en otros? Por supuesto que sí. ¿Debemos condenarlo por
eso?
—¡Por supuesto que sí! —Vanessa se adelantó al final de su discurso.
El gesto de desaprobación en William fue más que evidente. Torció sus
labios en una mueca. Vanessa adoraba esa mueca. No pudo resistirse,
necesitaba de él, no solo del calor de sus brazos y de sus palabras, también
requería de una dosis del fuego de sus labios. Invadió su boca con un beso,
recorrió su humedad con la lengua hasta que él le dio la bienvenida con la
suya.
Desafiando el deseo que le gobernaba el cuerpo, William tomó distancia
de sus labios. Acarició su rostro, lo sostuvo firme con sus manos para poder
gozar de su mirada.
—Cleveland, Johnson... Witthall, nada de eso importa, importa Vanessa,
y yo estoy aquí para ella.
El lazo que los unía se elevaba por sobre todas las cosas. Eran dos
almas dañadas que estaban aprendiendo a sanar juntas. Volvió a abrazarla,
los latidos del corazón de William reclamaban a los de su esposa. Vanessa
se refugió en su pecho.
—¿William?
—¿Qué?
—Llévame a casa, por favor —le susurró con la voz temblorosa, ahí,
entre sus brazos, se permitía llorar.
—Si eso es lo que quieres, eso haremos.
—Es lo único que quiero... tú, tú y los duendes son mi familia.
Los sentimientos de Vanessa llegaron a un acuerdo, confesaron su
primer «Te amo» utilizando esas palabras, y para William, esa fue la
confesión de amor más hermosa del mundo.
Capítulo 14

Le quedaban un par de días en Londres y el ambiente en casa de Sir


Johnson era agobiante. De todos modos, debían aparentar. La palabra
apariencia comenzaba a atragantarse en la garganta de Vanessa y ni los tés
especiales de Henriet lograban apaciguarla.
Tenía ganas de salir a gritar la verdad: Soy bastarda, el que dijo ser mi
padre es impotente; mi verdadero padre, un cobarde, y mi marido y yo
estamos completamente fundidos.
La presión podía con ella, y el carácter que antes creyó Cleveland, pero
que comprendió que era por completo Johnson, salía a flote. Como William
estaba ocupado, y lo hacía en completo secretismo —en vano, porque ella
sabía que trataba de encontrar al culpable del incendio—, decidió que las
señoritas, perdón, señoras americanas debían de cumplir la función de
consuelo.
El lugar de reunión en esa ocasión fue la mansión Bridport, pues el
vientre de Miranda le permitía poca movilidad, sin contar con que la
sociedad consideraba de mala educación mostrar a una mujer en estado de
gestación, sin corsé y con sus curvas maternales.
Durante el trayecto, utilizó la furia que llevaba dentro para escribir un
nuevo artículo del Doctor C. relacionado a las apariencias en torno a la
maternidad y paternidad, y cómo eso parecía ser considerado éxito o
fracaso, como si los seres humanos se limitaran a la procreación. Robert
podía no haberla gestado, pero eso no era excusa para no ser padre, pues
Johnson era un claro ejemplo de que se podía gestar y no ser padre.
También podía recurrir al ejemplo de Amy, huérfana, que había hallado esa
figura en los Richmond y de ese modo, convertido en una mujer más abierta
a los sentimientos que ella, que tenía dos padres a falta de uno.
Llena de tinta —escribir en el carruaje no era tarea fácil—, con ojeras y
vestida con poco esmero se presentó en la residencia de su amiga. Antes de
que alguna de ellas dijera algo, alzó la mano, se dejó caer en un sofá y
expresó:
—Ya lo sé, me veo fatal. Por favor, Miranda, dime que el embarazo te
antoja tanto como a Cameron y esta casa está repleta de pasteles… necesito
pasteles en cantidades obscenas.
—Hay pasteles… —Hizo sonar la campañilla. Cameron y Emily la
miraban en silencio, el mutismo fue roto por la californiana.
—También hay rumores, y por tu aspecto, deben ser ciertos.
—¡Demonios!, ¡maldición y más demonios! —exclamó Vanessa—, con
el esfuerzo que hago. Grrr…
—¿Entonces, son ciertos? —preguntó Cameron—, ¿están en la
bancarrota?
—Tanto como eso no… todavía. Es… complicado. Hemos perdido
parte de las semillas en un incendio. Pero no se preocupen, los duendes lo
están solucionando.
—¿Los qué? —Miranda dejó que sus ojos verdes mostraran el estupor.
—Oh, nada, una tontería de Will…iam —se apresuró a corregirse, tarde,
sus amigas habían oído. Emily, una vez más, fue quien rompió la armonía.
—Vanessa, ¡Por Dios!, si es dinero…
—Ni se le ocurra, Lady Webb. —Vanessa se enderezó como si le
hubieran ajustado el corsé de golpe—. No vine a recibir limosnas ni penas,
solo a comer inmensas cantidades de pastel y a buscar un poco de paz. De
verdad…
—¿Por qué no dejas que te ayudemos? —preguntó Miranda.
—Porque… porque… ¡No! Y punto. —Cruzó los brazos sobre su pecho
en un gesto algo chiquilín, que zanjaba el asunto. Sus amigas sabían que, si
presionaban, se volvería un puercoespín y lastimaría a todos a su alrededor.
La verdad quedaría oculta por un tiempo más, hasta que la palabra
«confianza» se afianzara en ella junto a «amor». Dos términos que William
le inculcaba a diario con paciencia y contención. Su orgullo no aceptaba la
ayuda de sus amigas, necesitaba hacerlo por sus medios, con sus atributos.
Necesitaba sentirse útil, creer que ella bastaba, para William, para el
condado y para sí misma. Tenía que rehacer a Vanessa, a la muchacha que
ahora no llevaba apellido, y quería hacerlo con las bases de lo que creía
eran sus mejores dones: la inteligencia y el trabajo duro. No volvería a
recibir migajas de los demás, no volvería a deber ni dinero, ni afecto, ni
apariencias.
—Bien —dijo Emily, con un claro ademán de reproche—, yo sigo
disfrutando de los pasteles, no voy a quejarme, me deleito tanto de lo dulce
como de las historias de amor inesperadas. Así que, si no piensas contarnos
de tus deudas, entonces tendrás que hacerlo de tu romance…
—No me presiones, Grant…
—Webb, Lady Webb para usted, Lady Witthall.
—¡Oh, altamar la ha cambiado por completo!, sabía que tantas horas
sobre un barco no le harían bien —intentó bromear.
—Vamos, Vanessa. —La sonrisa de Emily demostraba que comenzaba a
disfrutar de esos intercambios. Con un poco más de experiencia en los
sentimientos, amores y desamores, comprendía mejor a la bostoniana y
cualquier rencor por sus modos había quedado en el pasado. En el mundo
existían las Lady Anne, arpías manipuladoras que hacían de todo por dinero
y poder, y luego… luego estaban las Vanessas, que ponían ese don al
servicio de muchachas inocentes como había sido ella, que se comían a las
arpías malas y que solo el orgullo desmedido era capaz de despedazarlas.
Pero ese era el secreto de la naturaleza, la cadena alimenticia se replicaba
en la sociedad, y el rol de las muchachas como ella era comerse el orgullo
de Vanessa para que no la matara y así mantener el bello equilibrio de las
cosas—. Las dos sabemos que no me cambió el viaje en barco, sino la
compañía. ¿Será el efecto de los lores?... mmm, no, porque también lo veo
en Cameron. ¿De los hombres?, mmm, creo que he conocido a muchos y
no… no es cualquier hombre. Creo que es… ¿Miranda? —pidió que se
sumara. La sonrisa de la neoyorquina era brillante.
—¿Esposos?
—No —intervino Cameron—, muchas mujeres casadas y pocas así…
yo creo que es…
—¡Pasteles! —gritó Vanessa al unísono de sus amigas:
—¡Amor!
***
Lo único que los retenía en Londres era el precio de las semillas. Como
bien habían dicho las muchachas americanas, el rumor había corrido como
pólvora y empujado a los lores a la especulación financiera. La
desesperación se veía plasmada en el costo del producto, y Vanessa maldijo
a todo el mundo. Los muy sinvergüenzas, cuando les convenía, se podían
convertir en los más letales burgueses.
—Eso es una estafa, Will —se quejó Lady Witthall en la intimidad de la
recámara asignada en casa de los Johnson.
—Sabíamos que esto podía suceder.
—Sí, pero… ¿Otra esposa conquistada con tus poemas?, ¿otro favor?,
¿algún noble que haga honor al título con nobleza?
—No, mi querida condesa. Hasta donde pude averiguar, su «nobleza»
llega a aceptar que siga ejerciendo mi lugar en la cámara de lores aun sin
tierras.
—¿Qué?, ¿eso es todo lo que harán para salvar su aristocracia? Estoy a
un paso de volverme napoleónica, si ese maldito no hubiera perdido la
guerra —espetó, molesta. William le sonrió.
—Ya encontraremos el modo, por lo demás, Peter Hanson cree que es
Sebastián Dunne el culpable, aunque aún no poseemos pruebas. Lo está
manejando en total discreción, a modo de favor…
—Y Hanson resultó más noble que los nobles.
—Es un buen hombre, muy correcto y moral. No lo hace por mí, lo hace
porque cree en la ley y en la justicia.
—Por desgracia, los Sebastián Dunne existen porque los amorales son
más que los éticos —se quejó la muchacha. Le dio la espalda a William
para que la ayudara con el corsé, la camisa ya había sido dejada a un lado,
al igual que la falda. La tarea de desvestirse mutuamente se volvía una de
las más placenteras rutinas nocturnas. Se trataba del condado con más
sirvientes que no hacía uso de ellos. Vanessa contaba todavía con dos
doncellas, que terminaban haciendo cualquier otra labor, pues la condesa ni
se gastaba en sujetar su cabello con algo más elaborado que una simple
trenza o un poco rebuscado moño en la nuca.
Una vez en camisola, se encargó de la tarea de desnudar a su marido.
Sonrió con picardía al notar el deseo en él, y el modo en que pese al
cansancio y a que la novedad de los primeros encuentros quedaba en el
pasado, sus cuerpos reaccionaban a la cercanía de un modo natural que no
menguaba. Le sucedía lo mismo, y William pudo comprobarlo cuando las
caricias se volvieron osadas.
Hicieron el amor hasta sentir que parte del pesar remitía. Desnudos,
abrazados bajo las sábanas, retomaron la conversación.
—Nosotros también somos buenos —le dijo a su esposo mientras
acariciaba su pecho firme—, somos morales y éticos, y queremos justicia.
Tenemos que hacer algo.
—Según Hanson, todo se limita a conseguir pruebas.
—Lo haremos —prometió con esa luz a la cual se hacía cada día más
adicta, la de la fe—. Lo haremos y conseguiremos lo mejor para todos los
que dependen de nosotros. Ya lo verás. —El sueño la venció en el momento
en que los labios de William le prometían que sí y le repetían que la
amaban.
A falta de gallos, Vanessa se despertó con el sonido de un carruaje y su
cochero que maldecía la helada. El trajín de Londres le ponía los pelos de
punta, extrañaba el campo, los animales que alojaban en su salón de baile,
el sonido de los gallos y el andar de todas esas personas a las que ya
recordaba por nombre. No solo eso, también tenía presente a sus familias,
sus pesares, las historias, las enfermedades y males que los aquejaban, hasta
alguna que otra confesión de amor entre ellos.
Abrió los ojos para encontrar la cama vacía, y se lamentó de inmediato.
Empezar un día sin William significaba que debía reemplazarlo con café,
una infusión que le daba energía, la despabilaba y la ayudaba a pensar…
solo que no le brindaba felicidad. Por lo que estaría el resto de la mañana de
un humor de perros, algo que se potenciaba bajo el techo de Sir Johnson.
Philip no la esquivaba, solo respetaba la distancia impuesta. Se acercaba
a comprobar si su hija estaba dispuesta al diálogo, y al notar el muro de
piedra que la rodeaba, se refugiaba en la biblioteca o en su despacho. Era lo
mínimo que podía hacer, brindarle su techo en Londres y no presionarla.
Los pesares de la muchacha corrían todos por su cuenta, los afectivos, por
el abandono, los económicos, por insistir en que se casara con Witthall
cuando sabía el estado de sus cuentas. El egoísmo, siempre el egoísmo lo
había regido.
Antes de escabullirse para dejar el salón comedor a disposición de
Vanessa —había desayunado en compañía de Witthall— su yerno fue
franco, como solo él podía ser.
—¿Recuerda mi cena aquí, cuando comencé con el cortejo? —preguntó
el hombre, dotando a su voz de un tono casual.
—¿Se refiere a la del amor?
—A esa misma. En ese entonces lo dije por Vanessa, fue en ella en
quien noté esa carencia. Ahora me doy cuenta de que es usted quien
necesita verlo con más claridad… —Sir Johnson no quería consejos del
conde loco, ¿o sí?, ese hombre hacía feliz a su hija, había conseguido lo que
nadie antes, que abriera su corazón. ¿Podía su orgullo permitirle lo mismo?,
creía que por Vanessa valía la pena intentarlo.
—El amor es posible e imposible, todo eso…
—No, no esa parte, la de mis poemas. Nos han sembrado una idea de
amor que es fácil de repetir y difícil de hallar. Vamos por la vida buscando
mariposas en el estómago, sacrificios mortales, pieles que se erizan, dolores
eternos… —Tras un silencio que William llenó con té y pan tostado,
prosiguió—: Se cree que el taoísmo buscaba crear la fórmula de la
inmortalidad, ¿sabía?
—Leí poco de taoísmo —coincidió Sir Johnson, tratando de recordar
sus conocimientos de cultura China y a la vez seguir con los divagues del
conde.
—Pues bien, parece que mientras perseguían ese fin altruista y superior,
mezclaron carbón, azufre y nitrato de potasio…
—E inventaron la pólvora —completó Johnson, reconociendo la
fórmula.
—Exacto, inventaron o descubrieron, vaya uno a saber. En definitiva,
tuvieron en sus manos el poder de algo grandioso, algo que marcó un punto
de inflexión en la humanidad, algo que se puede utilizar para excavar y
encontrar riquezas, para propulsar motores, para activar movimientos
mecánicos y…
—Y para crear armas y matar.
—Eso es lo malo de las cosas poderosas, Sir Johnson. Dígame, ¿conoce
algo más poderoso que la pólvora?, ¿algo que bien usado pueda ser
grandioso y mal usado, peligroso?, ¿algo que debemos manejar con
altruismo para no herir? —Sin esperar la respuesta, exclamó—: ¡Pero mire
la hora que es!, y yo divagando. Lo dejo con algo en qué pensar, yo tengo
cosas mundanas a las cuales atender con urgencia —y se marchó dejándolo
en la soledad de sus pensamientos.
Ensimismado, con la idea de que su amor por Vanessa la había
lastimado, se marchó del salón comedor en el preciso instante en que
Henriet se hacía presente. Era la señal de que su hija también lo haría en
breve.
Su presunción fue acertada. La muchacha solicitó café negro en lugar de
té, y se sentó junto a Henriet, quien leía el último artículo del Doctor C.
—¿Quién será este ocurrente doctor? —bromeó la mujer—, al parecer
no se cansa de generar revuelo. Ha sacado a la luz uno de los peores trapos
sucios de la sociedad: la bastardía.
—¿En qué se inspirará? —masculló.
—Difícil de saber, querida, son tantos los que se esconden en las
apariencias.
—Ni que lo digas, pero la nobleza no deja de sorprenderme para mal. Si
te contara la última… —Ante el asentimiento de la mujer, Vanessa se
explayó en la determinación de la cámara de lores de sostener a un conde
sin tierra. No harían nada por las personas que dependían del condado, por
las familias sin empleo. No, solo les preocupaba su maldita aristocracia y el
título empolvado de su marido.
Henriet acompañó el relato con sus propias exclamaciones de malestar.
Al fin de cuentas, ella no era de la nobleza. Sabía que le habían abierto las
puertas gracias a la admiración de la Reina Victoria por los logros
académicos de su hijo, sin embargo, en su vejez, no podía evitar cavilar en
el peso de los mismos, que le habían dado una condecoración y le habían
quitado una hija.
El vínculo familiar roto tiraba más de Henriet que los esnobs, y hacia
allí quería apuntar.
—Querida, según mis palabras con tu esposo antes de que se marchara,
él se iba a encargar de Patinson, de buscar un par de libras más. Me gustaría
que tú me acompañaras a otro lugar…
—¿A dónde?
—A comprar las semillas.
—Henriet, no quiero acusar a tu vejez de los delirios, así que recurriré a
la locura Witthall y su alto contagio —expresó Vanessa. Temía que la edad
le impidiera a la mujer entender el precio de la semilla y lo impagable que
resultaba para ellos.
—Vanessa, ahora que somos francas y no hay secretos entre nosotras…
¿no notas el parecido que nos une?
—Si no es la demencia, ni la edad, entonces…
—Tengo un plan. Ven, ayúdame a abrigarme, que debemos salir antes
del cierre del mercado.
Se dejó arrastrar por la anciana producto de la sorpresa y la
desconfianza. Creía que Henriet era muy capaz de meterse en problemas
graves, porque, como bien había dicho, se parecían demasiado. ¿Acaso ella
no había tejido mil maquinaciones por las personas a quienes quería?, claro
que sí, hasta le había dado un tónico a Miranda para que adormeciera a su
marido la noche de bodas con el fin de ayudarla. Ella, que nada sabía de
relaciones, había sabido lo mejor para su amiga. La respuesta estaba allí,
porque si abrimos el corazón, si elevamos el amor a algo superior y no lo
descendemos hasta el egoísmo, entonces siempre sabremos qué es lo mejor
para nuestros seres queridos.
Con la incógnita en su rostro, subió al carruaje junto a Henriet que
llevaba una carpeta y un bolso tan firme en sus manos que pensó que le
dejaría las articulaciones duras.
—Ahora, pequeña —ordenó al llegar al mercado—, cúbrete con el velo
este. —Extrajo dos paños negros, como los que llevaba para ir al servicio
religioso, y ambas taparon sus rostros para pasar desapercibidas—. No
digas una palabra y no delates tu identidad.
Dicho eso, descendieron del carruaje y se encontraron de inmediato con
otras dos mujeres mayores, de aspecto elegante, a quienes saludaron con
una reverencia.
—Querida Henriet, los años no pasan para ti.
—Ni para ustedes, se ven radiantes.
—Son los aires de campo, desde que dejamos Londres, abandonamos el
paso de los años. Esta ciudad nos quita la vida…
—No puedo estar más de acuerdo, aquí, esta bella muchacha, me ha
prometido unas merecidas vacaciones en el campo, pero antes…
—Antes debemos salvar ese campo, ¿no es así… milady? —Las tres
mujeres le sonrieron enigmáticas, y Vanessa no supo qué contestar. Por
primera vez en la vida, se había quedado sin palabras.
—Oh, lo siento, es que no han sido presentadas. Lady Witthall, ella es
Lady Victoria Richmond y la señorita Cornelia Spark, su dama de
compañía.
—U…Un gusto —repitió la reverencia, y clavó los ojos en los de
Henriet, exigiendo una explicación. Conocía los rumores sobre esas dos
mujeres, la madre del actual marqués de Shropshire y su pareja de toda la
vida. Un escándalo que databa de varios años antes de su llegada a Londres
y que no se comparaba con nada de lo que las díscolas americanas pudieran
hacer. Las admiraba por el valor de amarse, y cuando comprendió que peor
que los obstáculos financieros eran los del corazón, se sintió feliz y dichosa
de contar con su esposo: William Witthall.
—Pues bien, querida. Al parecer las semillas tienen un coste distinto
para el conde de Dorset que para el marqués de Shropshire —explicó la
marquesa madre—, por lo que lo compraremos a nuestro nombre.
—Lo siento, milady, de verdad agradezco su ayuda, pero el condado no
está en condiciones de afrontar ninguna deuda. Me temo que entre nuestros
acreedores está su hijo, y si bien nos ha dado un plazo…
—Oh, querida, no nos deberás nada, lo pagaremos con tu dinero.
—¿Con qué dinero? —Miró a ambos lados, como si de pronto pudieran
materializarse los malditos duendes en los que creía William y trajeran sus
ollas llenas de oro del final del arcoíris.
—Con este… —Henriet alzó su bolso lleno de joyas. Vanessa miró con
los ojos fuera de sus cuencas.
—No. De ninguna manera, no puedo aceptar…
—Tendrá que hacerlo —intervino Lady Victoria—, pues llevo tres
décadas envidiando el brazalete de Henriet Johnson, ese de las esmeraldas,
y no pienso saborear mi tesoro e irme sin él.
—Nunca quise decirlo, porque su vanidad no merece ser alimentada —
alzó la disputa la señora Johnson—, pero es que las esmeraldas son su
piedra.
—¿Henriet? —Vanessa apenas podía emitir un sonido por el nudo en la
garganta.
—Querida, ¿para qué quiero yo un par de joyas viejas e inservibles?,
deja que Lady Victoria luzca las esmeraldas de mi brazalete, que a mí ni
siquiera me agrada, y permíteme hacer algo bueno con los años que cargo,
como ayudar a la nueva generación.
A Vanessa le hubiese gustado discutir un poco más, no le fue posible.
La subasta se abrió, los carteles se alzaron y pronto, los murmullos
disminuyeron cuando una voz se alzó en la multitud: La marquesa viuda de
Shropshire a la una… a las dos…
Lady Victoria alzaba su propio cartel de puja, con Cornelia a su lado,
sonrientes ante la idea de sacarle las semillas a esos sátrapas. Sin duda,
darían mucho de que hablar en la sección de sociales de The Times. Como
siempre. Y al igual que siempre, no les importaría. Se refugiarían en
Shropshire House, en mutua compañía y con el corazón contento al saber
que habían colaborado con una de las tantas personas que no le dieron la
espalda cuando el escándalo se desató.
—Vendido a Lady Victoria Richmond…
Tras el alboroto, las cuatro mujeres se acercaron a realizar el pago y
dictaminar los pormenores. El hombre de la subasta se veía nervioso y
cohibido, al punto de apenas notar a las otras dos señoras que se cubrían el
rostro con un velo.
—Bien… eh… entonces usted firma aquí y… eh…
—Sí, sí, conozco los pormenores. —Plasmó su nombre en el final del
documento de pertenencia.
—La entrega…
—Aguarde un segundo, antes del asunto de la entrega. Con esto las
semillas ya son mías, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto.
—¿Y puedo hacer con ellas lo que me plazca?
—En general se reservan hasta el tiempo de siembra, pero… sí, son
suyas, puede tirarlas al Támesis si quiere. —El hombre la miraba cada vez
con más asombro, y evaluaba la posibilidad de que la marquesa madre
estuviera loca de remate. ¿Para qué quería semillas si no era para sembrar?
—Pues bien… —Extrajo de su bolso otro documento—, Lady Witthall,
¿podría hacer el honor de firmar aquí?, no sé, creo que he comprado esas
semillas en un arrebato sin sentido. ¿Para qué quiero yo semillas?
—¿Lady Witthall? —El hombre palideció al comprender la treta ante
sus ojos. El rumor en nombre del condado de Dorset había sido regado por
Sebastián Dunne y todos sabían que podían especular con la venta. Quiso
pensar en una forma de cancelar la transacción, y comenzó a sudar al
percatarse de que tenía un documento firmado, y no por cualquiera, por la
madre del marqués de Shropshire.
—Sí, oh, claro, no la he reconocido por el velo. Yo diría, querida, que te
lo quites, puede que yo me llame Victoria, pero si alguien tiene el rostro
para dicho nombre esta mañana, esa eres tú.
En los labios de Vanessa se dibujó una grande y radiante sonrisa. ¡Tenía
sus semillas!, y las habían pagado a un precio razonable. Claro que le debía
a Henriet el valor de un par de joyas, pero estaba segura de poder pagárselo.
Plantó su firma en el documento de Lady Victoria, Henriet entregó la bolsa
con las joyas, y el rematador extendió, rendido, el documento de
pertenencia de las semillas a la marquesa que ya no las poseía.
—A esto le llamo un negocio redondo, ¿no es así, mi querida Henriet?
—Claro que sí.
—Por cierto, señor, de más está decirle que las semillas se entregarán en
el condado de Dorset. ¿Qué despistada?, menos mal que me pude deshacer
de ellas a tiempo, que, si mi hijo se entera, me reduce la asignación… —
fingió lamentarse. Unió su brazo al de Cornelia, le brindó una sonrisa
satisfecha y llena de amor, y emprendió a paso lento la retirada—. Lady
Witthall, Henriet, si no les molesta, ¿acompañarían a estas aburridas damas
a un té?, Londres es agradable solo con buena compañía.
—Sin duda —accedió Henriet y empujó a Vanessa—, y les puedo
asegurar que Lady Witthall es lo mejor que hallarán para conversar, en
cuanto recupere el habla, claro.
Vanessa rio con la emoción aleteando en su pecho. Era cierto, esas
mujeres le habían quitado la palabra, pues sus acciones valían mil veces
más que millones de vocablos sueltos al azar. Sin embargo, ella poseía un
as, uno que era tiempo de utilizar.
—Mi abuela tiene razón, siempre y cuando no les horrorice hablar de
política en la hora del té.
La pareja sonrió complacida. Henriet, en cambio, se secó una lágrima
de emoción. No había joyas que pudieran comprar eso… ser abuela al fin.
***
—Promete que en cuanto mejore el clima viajarás —demandó Vanessa
a Henriet. La oferta de pasar una temporada en el campo seguía en pie.
Sabía que a la mujer no le molestaría lo excéntrico de la casa de Dorset ni
de las curiosas asignaciones de sirvientes—. Además, tu presencia
justificará el exceso de doncellas que aún tengo.
—Oh, creo que he convencido a Lady Helen de que necesita a una de
tus doncellas. Me temo que te robarán otra empleada…
—Mientras sea con toda su familia.
Henriet volvió a brindarle un abrazo, más emocionada de lo que le
hubiera gustado a su edad. Desde que Vanessa le decía abuela que la
palabra familia la hacía lagrimear como una tontuela.
—Los vamos a extrañar —confesó e incluyó a Philip. Vanessa alzó la
vista hacia él y asintió con la cabeza, distante. Se sentía con fuerzas de
llegar alguna vez al perdón, pero no incluía tal objetivo en sus prioridades.
Sir Johnson no se lo merecía, ella lo hacía. Y si le brindaba tal oportunidad
era por la necesidad personal de sanar, de aceptar su pasado y forjarse un
futuro con cimientos fuertes.
—¿Quién dice? —intervino William—, quizá la próxima cosecha nos
encuentre con un baile en el salón de Dorset.
—¡Si sacamos a los animales de allí!
—Y los reemplazamos por otros…
—¡Menos mansos! —agregaron a coro, y rieron de su propia
ocurrencia. Philip y Henriet los miraban como lo que eran: Lord y Lady
Demente.
Los preparativos estaban listos, el carruaje esperaba, las semillas
viajaban en un vagón camino a Dorset y entre sus pertenencias acarreaban
con el último pago de Patinson. Con eso llegarían a la primavera, a la nueva
temporada social y a la posibilidad de renovados negocios.
Un lacayo intervino antes de que terminaran de subir los baúles.
—Lord Witthall, una nota para usted.
—Muchas gracias.
El sobre no llevaba remitente, ni sello. Era apenas un papel plegado
escrito con trazo desigual.

Sé que eres W. Wallace, al igual que sé que tu esposa es el Doctor C.


Si no quieren que toda Inglaterra conozca su secreto, y se corra el
rumor de que uno de los condados más antiguos se sostiene apenas y
gracias a las tareas propias de la clase burguesa, entonces pagarán mil
libras cada seis meses a este servidor.
No dejen Londres aún… las instrucciones del pago llegarán a la
residencia de Sir Johnson.

Sin firma, sin evidencias… solo con la certeza irrefutable de su autor:


Sebastián Dunne.
Capítulo 15

Las instrucciones llegaron al día siguiente, Dunne sabía lo que hacía, no


les daba respiro, solo así conseguiría su meta final, apropiarse del condado.
La extorsión y el dinero demandado eran nada más que la cereza del pastel.
Alegaron un malestar repentino en Vanessa para justificar la
interrupción de la partida, la pequeña mentirilla tenía como motivo no
alertar a Henriet del problema, no así a Johnson, que ya estaba al tanto de
los hechos de la boca de William. Estaba decidido a colaborar como fuese.
—No cuento con la totalidad del dinero, pero puedo aportar una buena
parte.
Los Witthall no contaban con mil libras, ni siquiera para orquestar un
pago que no se llevaría a cabo.
—No, obtendremos el dinero de otra manera —sentenció Vanessa, no
estaba dispuesta a aceptar nada más de él. No le permitiría esa falsa
redención.
—Creo que no me han entendido —intervino Hanson.
El despacho de Philip se había convertido en una improvisada guarida
en la cual planear el golpe perfecto para la captura del maldito depredador.
—No se realizará ningún pago, solo lo simularemos. —Los presentes
parpadearon ante lo dicho. ¡Dios, estaba ante principiantes!—. ¡ Y no
necesitamos de las condenadas libras para hacerlo!
—Me parece un plan arriesgado —balbuceó Johnson preocupado por el
bienestar de Witthall.
—No, no lo es. —Hanson sabía lo que hacía.
William visualizaba el escenario del intercambio en su cabeza, trazaba
las líneas de los posibles desenlaces.
—¿Y si Dunne descubre la treta? —La preocupación de Philip no era
nada comparada a la de Vanessa. No podía mantenerse quieta, recorría el
despacho de un lado al otro—. ¿Si toma represalias contra William?
—Yo estaré ahí, puedo adelantarme a cualquier treta de Dunne. —Una
vez más, Hanson confiaba en sí mismo, llevaba años en la fuerza policial de
Scotland Yard. Timadores como Dunne eran moneda corriente. Era difícil
apresarlos, no por su violencia o ferocidad, sino por la destreza en sus
estafas.
—Además... —William hizo uso de su instinto; muy pocas veces le
fallaba, de hecho, con Dunne había manifestado sus quejas, unas que
desoyó por necesidad—: La peligrosidad de Dunne no es más que una
fachada.
—¿Fachada? —Vanessa emitió una burla nerviosa—. ¡Incendió nuestro
granero!
Si eso no era ser peligroso, qué lo era.
—William está en lo cierto, usted también, milady... Dunne es el
cerebro detrás de todo esto, solo eso, no tiene lo necesario para trasladarlo
en acción, sin duda utiliza a otros para el trabajo sucio, y es a ellos a los que
pretendo llegar.
Tenían un lugar y un encuentro pactado, y estaban a horas del mismo.
—¿No crees que él se haga presente para la entrega del dinero? —
William contaba con la presencia de Dunne, ver su rostro una última vez.
—¡Por los cielos que no! —rio Hanson.
Principiantes e inocentes. Motivo más para odiar a la escoria de Dunne,
el cobarde buscaba víctimas como los Witthall, buena gente, y disfrutaba
arruinándolos. Claramente, lo del hombre no era personal. William era un
bocadillo más que masticar, a pasos de la ruina y con la nobleza dándole la
espalda. Por desgracia, el muy idiota no contó con los otros factores, una
esposa dispuesta a arrancarle la cabeza con los dientes, empleados que
daban todo por su señor y amistades pasadas vinculadas a Scotland Yard
deseosas de saldar amorosas deudas.
Ah, y el factor más importante de todos. El conde loco, era eso... loco.
La imbecilidad no formaba parte sus cualidades.
—¡Qué pena! —masculló William con decepción latente.
—No te preocupes, no soy egoísta, lo compartiré contigo cuando lo
tenga en mis manos.
—¡Y conmigo! —Vanessa no controló su deseo, se escapó de sus labios
dejando a todos los hombres estupefactos—. ¿Si es posible? —le preguntó a
Hanson. Ella también tenía que ponerle unas cuantas cosas en claro al
maldito desgraciado.
—Si lo desea, lo haremos posible, milady... —Chequeó la hora en su
reloj—. Es hora, William.
Contaban con dos horas para el intercambio, organizarse era
fundamental, requerían de otros oficiales de incógnito para que los
asistieran y no dejaran nada librado al azar. Peter Hanson estaba motivado,
sería una buena jornada laboral si lograban meter tras las rejas a un
extorsionador más.

El encuentro se llevaría a cabo en Berthnal Green, un barrio en extremo


pobre, ubicado al este de la ciudad. Allí, el hambre y la miseria eran los
compañeros de vida diarios de sus habitantes. El maltrato a las mujeres y
los niños, el alcoholismo y la prostitución te recibían en cada esquina.
El olor era nauseabundo, en lugares como Berthnal Green no existía ni
agua corriente ni cuarto de baño. Las necesidades se hacían en recipientes,
cuyo contenido se arrojaba a la calle, provocando un hedor insoportable.
William no se cubrió la nariz, aunque esta lo reclamara, no pretendía
ofender a sus habitantes, ni expresar un repulsivo desagrado ante una
realidad que para otros era la única alternativa de vida.
A un par de minutos, existía otro Londres, uno plagado de elegancia y
opulencia radicalmente opuesto al que allí se encontraba, un lugar olvidado,
despreciado por la nobleza, en donde la esperanza de vida de un niño
trabajador no alcanzaba la pubertad.
¡Tanto trabajo por hacer! Prefería ser quién era, un conde loco... es más,
si el paquete que llevaba envuelto en hojas de periódico albergase en su
interior mil libras, las desparramaría entre los habitantes sin dudar ni un
segundo.
Caminó entre restos de podredumbre, sorteó cuerpos de niños que
pedían monedas a sus pies. Dio las que pudo, dio hasta que sus bolsillos
quedaron vacíos. Llegó a la intersección indicada, y esperó. Reconoció los
rostros de los hombres enviados por Hanson, él mismo le seguía los pasos,
se mimetizaba con los residentes del lugar, era uno más.
Unos agitados pasos resonaron al instante, se giró, era un niño, de no
más de diez años, con ropa andrajosa y rostro sucio. ¡Diablos, no tenía más
monedas!
—¿Es usted Lord Witthall? —El pequeño fue directo.
—Sí.
—Esto es para usted —dijo entregándole otro sobre.
Igual al anterior, sin remitente, sin sello. Lo abrió. La misma letra que
en el anterior.
Entrégale lo pactado al muchacho. Si cumpliste con tu parte del trato,
no volverás a saber de mí hasta el siguiente pago. De lo contrario,
prepárate a asumir las consecuencias junto a tu esposa.
—¿Lo ha leído ya? —El pequeño era cauteloso, comprobaba su
alrededor una y otra vez. No era un principiante como William.
—Sí.
—Pues entrégueme el maldito paquete —masculló con un tono no muy
cortés.
Antes de que William lo extendiera, se lo quitó de las manos, lo colocó
bajo su brazo y se marchó en la dirección opuesta de la que había arribado.
Fue uno más entre la multitud, y en segundos, William lo perdió de vista.
Hanson se acercó a Witthall, que forzaba la vista para hallar al niño y el
paquete. La oscuridad de la tarde, mezclada con el smog, la suciedad y la
sobrepoblación, se lo impidió. Le preocupaba el infante, llegaría a destino
sin lo esperado, tal vez Dunne se desquitaría con él.
—¿Lo ves?
—No… pero mis hombres fueron tras él. No te preocupes, no lo
perderán de vista.
—Lo siento, no puedo evitar preocuparme... es un niño.
—Un niño que nos llevará a su maldito jefe.
—¿Qué harán con él?
—Depende...
—¿De qué depende?
—De la ayuda que nos pueda brindar. —Peter Hanson fue sincero. La
misericordia no existía en un barrio tan marginal como ese.
—¡Peter... es solo un niño!
—No, William... es un ratero de diez años. Mira a tu alrededor, por si no
te has dado cuenta, la niñez no habita en Berthnal Green. —Palmeó su
hombro, Hanson convivía con esa marginalidad, con esa realidad excluida,
Witthall, aunque fuese un altruista filántropo de primera línea, no llegaba a
contemplar el cuadro completo, uno que no tenía fin—. Ven, vamos a las
oficinas, esperaremos ahí, y te tomaré declaración para adelantarnos en
pasos.
Dos días demoró la detención de Sebastián Dunne, el hombre tenía un
ejército de esbirros que cumplían con su labor, él solo se dedicaba a los
números y a los planes maestros de extorsión, los demás hundían sus pies
en el barro e incendiaban graneros por un par de peniques, aunque no los
suficientes para aceptar una condena tras las rejas. El niño los había guiado
hasta otro hombre, uno decidido a confesar con tal de evitar una segunda
sentencia, ya había pasado parte de su juventud en prisión, lo que lo hizo
ideal para Peter Hanson. Pactaron una libertad a cambio de información que
colocara a su auténtico ejecutor bajo la lupa policial, incluyendo la
evidencia que apremiaba. La lista de delitos de Dunne se extendía con el
pasar de los días.
—Resulta que lo extorsión no era más que uno de sus pasatiempos... —
bromeó Peter con la satisfacción del cazador que ha conseguido a su presa
—, la estafa y la falsificación de pagarés eran su verdadera profesión, con
eso basta para encarcelarlo hasta que la fuerza vital se escape de su cuerpo.
Su objetivo era tu condado, lo sabes, ¿no?
William y Vanessa habían ido en busca de lo prometido por Hanson,
encontrarse con Dunne, comprobar con sus propios ojos que recibiría su
merecido.
—Sí... y casi lo obtiene.
—¿Qué hay con la deuda? —Vanessa quería saber en qué condiciones
se encontraban.
—Por lo que hemos chequeado, no tiene socios que reclamen lo
adeudado. Todo se reduce a él... —¡Ay, la moral de los Witthall! Hanson
contribuyó a alejar el fantasma de la deuda en ellos—. Dunne envió a
alguien a que les incendiara el granero, si a su reparación le sumamos las
pérdidas que enfrentaron, llegamos a la conclusión de que el que debe
dinero es él, y se lo debe a ustedes. ¿No lo creen así?
La perspectiva de Peter Hanson era interesante y adecuada. ¡Tenía
razón! William y Vanessa entrelazaron las manos en un gesto de festejo.
Un oficial golpeó la puerta del despacho de Hanson.
—Señor, tal como lo solicitó, le informamos que el prisionero Sebastián
Dunne será trasladado a la prisión del condado.
—¿Se encuentra con ustedes?
—Sí, señor.
—Pues ingresen con el detenido, por favor.
William y Vanessa se incorporaron a la par que Hanson. Así le dieron la
bienvenida, los tres de pie.
—¡Vaya, vaya... si son el Doctor C y William Wallace! —rio con sorna.
—Ría, señor Dunne, aproveche ahora que puede... —Vanessa no pudo
contenerse. William la tomó de la cintura para retenerla, las ganas de
abofetearlo eran por demás obvias.
—No se preocupe, seguiré riendo tras las rejas, no es mi primer... Mmm
¿cómo es que le dicen ustedes, los americanos? Ah, sí, ya recuerdo... no es
mi primer rodeo, milady, continuaré sonriendo. —Se dirigió a William—.
Lamento lo del granero, era un bello granero... en cuanto a lo otro, repito
mis palabras escritas: Prepárate a asumir las consecuencias. Yo tengo mi
condena, ustedes tendrán la suya.
—No se preocupe, Dunne —La calma inundaba a William, su bendita
intuición lo envolvía con buenas vibraciones—, tampoco es nuestro primer
rodeo, ¿no, cariño?
—Ni será el último...
Podrían enfrentar cualquier tormenta, saltar obstáculos, podrían
sucumbir a la noche con la seguridad de que renacerían junto al alba, y lo
sabían porque estaban juntos. Mientras se tuviesen el uno al otro, lo demás
sería reparable, soportable... posible.
***
Ni bien pusieron un pie en Dorset, se sintieron libres para respirar. El
viaje a Londres había sido épico: confesiones, verdades, mentiras,
extorsiones. ¡Por los cielos, volverían a pensárselo dos veces antes de
organizar otra visita!
William retomó de inmediato su lugar en el altillo, W. Wallace tenía
encargos pendientes, y Witthall también, su musa estaba siendo bondadosa,
y él se aprovechaba a gusto.
—¡Tengo dos noticias!
Hablando de musa... Traía consigo el periódico y la correspondencia del
día.
—¿Buenas o malas? —William hizo a un lado la carbonilla, se limpió
las manos, y se giró para recibirla.
—No sabría decirlo... —Observó la nueva pintura, era ella. Ya no tenía
que posar para él, y en cierta forma lo agradecía, aunque no podía negar que
su vanidad se retorcía satisfecha cada vez que se contemplaba a través de
sus trazos—. ¿Cómo piensas nombrarlo?
—Conversaciones con Doctor C, por W. Wallace. ¿Qué opinas?
—Considerando los hechos actuales... ¡maravilloso! —La mirada de
William demandó más información—. Y he aquí la primera de las noticias.
Desplegó la sección social de The Times, en un pequeño apartado se
encontraban sus nombres, las falsas identidades de ambos habían sido
descubiertas. La sombra de la burguesía cubría con su espeso manto al
condado de Dorset. ¡Herejes!
¡Felices herejes!
—¡Desgraciados, nos merecíamos la primera plana!
—Coincido con usted, milord —dijo tomando asiento en una banqueta a
su lado—. Como sea, creo que Patinson podrá sacarle provecho a esta obra.
—¿Esta obra? —Las pestañas de William se agitaron con frenesí. Le
había prometido no vender jamás sus retratos—. ¿Quieres que comercialice
esta obra? —No, no podía creer lo oído.
—Sí, el Doctor C ha salido muy atractivo, ¿no te parece? Wallace ha
sabido captar su esencia.
—Wallace reconoce la belleza en cuanto la ve... —Aprovechó la
cercanía para besarla—. Lo que me recuerda que Wallace es muy celoso
con su arte... y dudo que quiera compartir esta —le murmuró sobre los
labios—, haré otra, detallando sus bigotes y verrugas.
—¿Verrugas? No, el Doctor C tiene un límite, y finaliza en los bigotes,
pero ya nos pondremos de acuerdo... mientras tanto, prepárate para la
segunda noticia del día.
William se acomodó sobre la banqueta, espalda recta y mentón en
ángulo perfecto.
—Soy todo oídos.
—Oficialmente... ¡somos pobres! —festejó con las manos en lo alto—
¡Pobres y sin deudas!
—Y a eso le llamo yo una buena noticia... merece un festejo —dijo
levantándose para ir en busca de unos tragos de whisky—. Un auténtico
festejo. —La besó en la mejilla, y le murmuró—, ya regreso.
Se merecían un verdadero brindis, aunque eso significara consumir los
recursos atesorados. Eran pobres, se habían quedado sin un solo penique a
costa de saldar las deudas, no le debían a nadie, y eso era un logro
compartido. Tenían las semillas para la nueva cosecha y, en breve, parte del
ganado sería vendido al mercado, se enfrentarían al final del invierno con
poco, a sabiendas de que la llegada de la primavera traería consigo aires de
esperanza y oportunidades.
Dunne había dado ese batacazo final con la intención de hundirlos, no
lo había conseguido, estaban en boca de todos, eran criticados; sin embargo,
la demanda de las obras de William iba en aumento, y Doctor C estaba a
pasos de firmar el contrato editorial. Así funcionaba la nobleza británica,
criticaba y alababa al mismo tiempo. Criticar era lo correcto, alabar era un
acto de rebeldía y ... ¿a quién no le gusta una dosis de rebeldía en su vida?
Hizo a un lado el periódico para ahondar en la correspondencia, nada
relevante, a excepción de una que iba dirigida a ella.
William regresó con una bandeja de quesos, pan, uvas y dos vasos con
una medida de whisky.
—Me encontré a la señora Garret en el camino...
La mujer siempre se adelantaba a sus necesidades. Colocó la bandeja en
la mesa de las pinturas, le entregó el vaso y, cuando ella no reaccionó, cayó
en cuenta del estado en que se encontraba. Más blanca que el papel que
sostenía entre sus manos, paralizada, con la mirada fija en la misiva.
—Cariño, ¿qué ha ocurrido? —La parálisis parecía haberse extendido a
su lengua, dejó el whisky en la mesa para sacudirla con suavidad por los
hombros—. ¿Vanessa?
—Es el abogado de mi pad... —No, no volvería a llamarlo así—, el
abogado de Robert.
—¿Cleveland? —Esa sí que era una sorpresa inesperada—. ¿Qué hay
con él?
Vanessa extendió el brazo hasta capturar su vaso de bebida. Un solo
trago y ...voilá, el whisky desapareció. Respiró y exhaló con lentitud.
—Ha muerto... y al parecer, yo soy su única heredera.
***
Debía meditar sobre la noticia recibida, y para hacerlo requería de la
intimidad de su recámara, de la calidez de su cama y de los brazos de su
esposo.
El destino, si en verdad existía, era un ser maquiavélico. La herencia
Cleveland era una fortuna que le robaría unos cuántos suspiros a los nobles.
La herencia Cleveland tenía que, por lógica, caer en manos de otro
Cleveland. Ella no lo era.
—La muerte lo debe de haber sorprendido...
—La muerte nos sorprende a todos... estás pensando demasiado, cariño.
No había tristeza. Es más, no sabía qué sentir. ¿Libertad? ¿Libertad
completa y definitiva? Ya no tenía que complacerlo, ya no tenía que
demostrar ser digna de su cariño. Ya no… su muerte era como el
maravilloso punto final necesario.
—No puedo evitar pensar... Dudo mucho que su intención haya sido
dejarme su fortuna. Tal vez no llegó a cambiar su testamento. —Tenía que
existir un porqué—. O… tal vez, no tenía testamento alguno.
—O tal vez quiso dejarte el dinero a ti. ¿Por qué no puede ser esa una
alternativa?
—Tú sabes por qué.
Nunca la había amado en verdad, fue una muñeca de exhibición, nada
más. Fue lo que necesitó para evitar habladurías.
—Sabes, el amor no tiene una única receta... basta con mirar a tu
alrededor para darte cuenta de ello. —Ella se giró entre sus brazos.
—No quieras convencerme, Robert estaba imposibilitado para amar, es
más, pensaba que el amor era un sentimiento insípido e irracional.
William rio. Ella lo pellizcó como reprimenda.
—Conozco una muchacha que, tiempo atrás, tenía el mismo concepto.
¡Atrapada contra las cuerdas!
El camino que Vanessa había transitado era muy diferente al de Robert.
Había intentado eludir al amor, esquivarlo, inclusive bastardearlo, sin
embargo, el sentimiento se había empecinado consigo, primero se le había
presentado bajo la extraña forma de Miranda Clark y Elliot Spencer. Un
amor un tanto explosivo, inmediato, pero intenso y puro. Luego, para
reforzar el concepto, le había restregado en sus narices a Cameron Madison
y Sean Walsh. Un amor sin fronteras, de profundas raíces y anhelos
compartidos. Por último, para espabilarla de manera definitiva, la había
torturado con la historia de amor más dulce de todos los tiempos, Emily
Grant y Colin Webb. Un amor único, nacido de la inocencia que muy pocos
conservaban, un amor que revelaba la verdadera esencia del sentimiento,
para amar al otro, primero hay que aprender a amarse a sí mismo. Y
después de ese aprendizaje, la puso frente a William, su conde, su adorado
demente.
—Puedo reconocer tu juego, William.
—¿Cuál juego?
—Convencerme de que Robert, a su manera, me amó...
—No deseo convencerte de nada, en tu corazón lo sabes.
¿Lo sabía? No podía reconocerlo aún. Todavía necesitaba tiempo para
sanar las heridas que tanto Robert como Philip le habían provocado.
Sanaría, de eso estaba segura, tenía motivos para sanar.
—Con respecto a la herencia. —William fue a ese detalle que, presentía,
la incomodaba—. Puedes rechazarla si quieres... o donarla.
Rechazarla, sí. Su orgullo —ese orgullo partes iguales de Cleveland y
de Johnson— le susurraba a su consciencia que se desentendiera de ese
dinero. Por suerte, el orgullo se vio abatido por la maldita lógica.
—No, sería una imbécil si lo hiciera, los dos lo seríamos...
—¿Me estás tratando de imbécil, cariño? —bromeó él.
—Si piensas que rechazarlo es una mejor opción que invertirlo en un
nuevo granero, sí... eres un imbécil.
—No quiero ser un imbécil.
—¡Entonces, construyamos un nuevo granero en nombre de Robert
Cleveland! Ahora que lo pienso. —Se incorporó en la cama y se apoyó
sobre los codos—. Siempre soñó con que nombraran un edificio en su
nombre en la universidad.
—Pues no nos limitemos a un granero nada más, tenemos una yegua a
punto de parir... bautizaremos a su cría...
—¡Cleveland! —clamaron al unísono. Vanessa continuó proyectando a
futuro—. Pero eso no es suficiente, no para Robert... también destinaremos
su dinero en pos del progreso y compraremos esa nueva maquinaria que
necesitamos.
—También podemos reconstruir los canales de riego... —William
contribuyó con ideas.
—Y arreglar el ala este de la casa...
—El corral...
—Mmmm, no sé, si arreglamos el corral tendremos un salón de baile
desocupado. ¿Qué sentido tiene un salón de baile sin uso?
—Tienes razón... arreglaremos el corral y, luego, le hallaremos uso al
salón de baile. —William abandonó la cama con una secreta intención, sus
ojos confesaban picardía.
Le extendió la mano invitando a hacerle compañía. Vanessa entrelazó
sus dedos a los de él y se incorporó de un salto.
—¿Uso? ¿Qué uso le daremos?
—No lo sé, supongo que no nos quedará más alternativa que bailar en
él, es más, creo que deberíamos hacer eso en este preciso momento. —La
hizo girar, hasta hacerla caer en sus brazos.
—¿Bailar, milord? ¿Está usted loco?
—Sí, y usted también lo está, milady.
—Tiene razón... bailemos.
Danzaron, recorrieron la habitación y atravesaron la puerta hasta llegar
al corredor.
Danzaron entre besos, entre caricias. Danzaron frente a sus empleados.
Lord y Lady Demente le confesaban al mundo su más grande locura...
¿Cuál?
Amarse.
Epílogo

Cabellos rojos, ojos verdes y un carácter endemoniado. Así era el nuevo


heredero del ducado de Weymouth, el pequeño Lord Davon Spencer.
Los invitados se aglomeraron junto a la criatura que no paraba de
berrear. Elliot lo mostraba orgulloso, contándole a todos las grandes
hazañas de su hijo de un mes. ¿Cuáles?, nadie lo sabía, al parecer el
próximo vizconde era el mejor a la hora de nacer, de babear, de beber su
leche, de despertarlos en la noche, de llorar. Todo era digno de elogios, y el
que no estaba de acuerdo con él podía irse al demonio.
—Bridport —dijo el duque con malestar—, no es propio del heredero
que se relacione con ciertas personas.
Esas ciertas personas eran, ni más ni menos, que Lord y Lady Witthall,
quienes, pese a la herencia recibida, haber salvado el condado y superado
las deudas, continuaban con sus labores burguesas. Tanto así que Lord
Webb y Lady Thomson habían acordado hacer llegar de América una tirada
completa del libro de Vanessa: La mujer y la sociedad, firmado sin
pseudónimo y publicado por un enigmático editor americano tan esquivo
como controversial, para distribuirlo en librerías británicas. A su vez, la
marquesa viuda, Lady Victoria Richmond, estaba organizando una subasta
benéfica de obras de W. Wallace, que ya todos sabían que se trataba del
famoso Conde Loco.
Escándalo y más escándalo. Un apelativo que en el pasado había
recaído sobre los Bridport.
—Pienso lo mismo —coincidió Elliot con su padre, el sarcasmo se hizo
uno con él—, no queremos que el próximo Spencer sea un ser que piense
que un título vale más que una persona, que una familia y que el cariño de
los buenos amigos. De modo que, por el bien del ducado, le voy a pedir que
se marche.
—Elliot…
—La puerta. Hurt… —pidió a su mayordomo que lo acompañara.
El desplante de Lord Bridport a su padre no sorprendió a nadie, aunque
sí consiguió un manto de silencio en el íntimo grupo.
—Milord, sabemos que nuestra presencia puede incomodar —rompió el
momento Vanessa. En sus meses como condesa, había aprendido a
imponerse en los modos británicos, con ese porte tan propio de Lady
Thomson, o incluso, Lady Victoria—. Las apariencias no nos pueden
importar menos, pero eso no quiere decir que no sean importantes y…
—Oh, por favor… —La interrumpió Miranda—. Todo eso lo haces para
alardear de habernos robado el mote. Elliot, ¿qué debemos hacer?
—Besarnos en Hyde Park es de la temporada pasada…
—Nadar en el Támesis ya lo he hecho yo —agregó Lord Webb con
humor, y Emily, a su lado, contuvo la carcajada. Las miradas, con mucha
picardía se posaron en Cameron, que aprovechó la ocasión para llenar su
boca de masas, su escándalo era el más picante de todos: Embarazarse antes
del matrimonio. Walsh, a su lado, silbaba con la vista puesta en las
monturas del cielorraso.
—Supongo que solo nos queda compartir el escándalo —concluyó el
hombre y le preguntó a su hijo con balbuceos tontos—, ¿no es así, Davon?,
¿no es para eso que están los amigos?, ¿para no abandonarnos cuando
hacemos cosas bochornosas como hablar con este tono de voz?
—Y para guiarnos cuando el orgullo nos ciega —agregó Miranda, en
recuerdo a la ayuda prestada por Vanessa cuando, por poco, dinamita su
felicidad junto a Elliot.
—Y para ayudarnos a abrir los ojos cuando el dolor nos vuelve tontos y
no podemos ver que el amor lo tenemos delante nuestro. —Cameron apoyó
su mano en la de Vanessa con cariño—. Sin contar con otra clase de
ayuda… —aludió al encubrimiento del embarazo.
—Y para recordarnos que debemos querernos tal cual somos antes de
intentar querer a otro —completó Emily, con la mirada puesta en su amado
Colin Webb.
—Oh, ya veo que el plan es ¡Hagamos llorar a Vanessa! —se quejó
Lady Witthall al notar que sus ojos se aguaban por las confesiones de sus
amigas. Sí, antes siquiera de saber lo que era el amor, las había querido, y
había hecho todo a su alcance para que obtuvieran su felicidad.
Porque antes de luchar con las siembras y cosechas del condado, lo
había hecho con su corazón. Consiguió sembrar amor, ese que no sabía que
tenía, y en esa tarde en que se hacía la presentación formal de Davon
Spencer, lo cosechaba a raudales. Era mil veces más rica de lo que jamás
hubiera imaginado.
—No, cariño —contradijo William, a su lado—, el plan es ¡Hagamos a
Vanessa tan feliz como nos hizo ella! —y selló sus palabras con un suave
beso en los labios, uno que prometía un sinfín de momentos como esos.
Próximamente

Ya conocimos lo que cuatro señoritas americanas consiguieron al cruzar el


océano.
¿Están dispuestos a saber qué pasará cuando la balanza se equipare?
Scarlett O'Connor promete contarnos las historias de Nora, Thelma, Amy y
Chelsea. Cuatro señoritas británicas que pondrán de cabeza a los
americanos.

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nuestros autores y sus próximas obras.
Nuestro catálogo
Melanie Rogers y Scarlett O'connor se reúnen para escribir una novela erótica que no podrás
dejar de leer.

"Recuerda siempre leer la letra pequeña".

Xaviera Fontaine estaba desesperada, día a día, su marido se distanciaba de ella. Por eso,
cuando Alice le habla del mejor amante de la ciudad, no duda en recurrir a él para descubrir los
placeres del sexo y reconstruir su matrimonio.

Pero nadie le advirtió...

Una vez pasas por la cama de Leonard, no vuelves a ser la misma mujer.
¡Scarlett lo ha hecho de nuevo! «Tú, mi deuda pendiente» es una novela llena de sensualidad y
erotismo que te volverá a hacer creer en el amor.

-Melanie Rogers
Una traición ha llevado a la ruina a su familia. Anthony Richmond desea que el traidor pague
con sangre, pero cuando Lady Katherine se presenta sola en su casa de soltero a clamar por la vida
de su hermano, los planes de venganza tomarán otro rumbo. Uno mucho más placentero para el
marqués de Shropshire:

Seducirla, mancillarla y pasar por el lodo el apellido Aldridge, como ellos hicieron con
Richmond.

Pero nadie le advirtió. Lady Katherine puede ser tan buena contrincante como él en el juego de
seducción.
Melanie regresa golpeando fuerte. Peleas clandestinas, mafia, odio y, por supuesto, AMOR con
todas las letras. Una historia adictiva. -Lizzy Brontë

Una mujer. Un pasado. Y la pelea de su vida.


Vince "The Stone" Flynn sobrevive en las sombras. La noche es su fiel compañera, en ella
oculta los fragmentos de una vida que quiere dejar atrás. Por desgracia, la presencia de Katrina,
una mujer que oculta un pasado igual de oscuro que él, lo arrastrará directo al infierno del cual
escapó tiempo atrás.

Golpe a golpe, así recordará quién es.

Puño contra puño, así reclamará lo que es suyo.

No hay reglas. No hay piedad. Solo... ganar o morir.


Un sinfín de emociones. Eso es lo que promete Lizzy Brontë con esta novela de romance gótico.
Miedo, misterio y amor se entremezclan para crear una historia adictiva.
-Scarlett O’Connor.
¿Quién estaría tan desesperada como para casarse con el Demonio de Dankworth?

Diane Mayer, la huérfana del Barón de Tavernier, está atrapada en una vida que no tiene buen
presagio. Los avances de su libidinoso tío son cada día más osados, y la única salida que es capaz de
evaluar se le presenta en el abismo ante ella.

Una tormenta, un cambio de planes y una nueva opción: Morir o casarse con el Demonio de
Dankworth. Cambiar un monstruo por otro.
Andrew Lawrens, conde de Dankworth, lleva el disfraz por fuera. Las cicatrices en su cuerpo son
reflejo de las que porta en su interior. Tiene en sus manos la posibilidad de salvar a Diane de su
infortunio…
¿O será Diane quien lo salve a él?
Personajes inolvidables. Romance como Scarlett nos tiene acostumbrados y un final que te
dejará con ganas de saber más de esta serie. Ansiosa por más entregas de «Señoritas americanas».
Para la sociedad inglesa, Miranda Clark es sinónimo de escándalo. Todo en ella resulta
repudiable, sus costumbres americanas, su falta de decoro y su deshonroso pasado.

Por desgracia para ellos, Elliot Spencer, el futuro duque de Weymouth, especialista en el
escándalo local, piensa lo contrario. Hacerla su esposa se convierte en una necesidad.

No enamorarse, ese es el plan de Elliot.

No caer en la red de sus encantos, ese es el plan de Miranda.

Las apuestas se abren... ¿Quién ganará?


Una serie que no defrauda, con personajes femeninos fuertes que luchan por su lugar, y
hombres que están a la altura.
-Melanie Rogers.

Un homicidio, un secreto, un peligro...

Cameron Madison había crecido entre algodones, protegida y alejada de todos, hasta que Sean
Walsh llegó a su vida y le robó el corazón.

El empresario de Chicago ve más allá de su apariencia, ve su espíritu indómito, sus ansias de


vivir y de experimentar.

Ambos se aman, ambos tienen planes juntos, hasta que el asesinato de una esclava lo apunta a
él como único autor, y a ella, como único testigo.

Un océano de distancia no bastará para acallar la verdad, para romper con su amor… para
poner fin al peligro que asecha a Cameron.

Ella se había llevado más que su corazón, se había llevado la prueba de su inocencia. Debe
recuperarla antes de que sea demasiado tarde.
Emily Grant debía casarse. El estatus de su familia dependía de que consiguiera un buen
marido, cualquiera con un título nobiliario o buenas relaciones bastaría. Pero... Si todos los
hombres eran iguales, ¿por qué no podían ser iguales a Lord Colin Webb?
Colin Webb es el heredero del condado de Sutcliff, un dandi que parece tener a todas las
mujeres a sus pies. Su secreto lo lleva a mantener una fachada de perfecto amante, una farsa que
está agotado de mantener.

¿Podrá una díscola americana ser la respuesta que lleva años buscando en sus compañeras de
alcoba?
Ava Monroe tiene un don, el de ayudar almas atrapadas. Su vida nómade y excéntrica le brinda
todo lo que necesita, libertad y ausencia de lazos afectivos. No desea echar raíces, conoce mejor que
nadie el dolor de la pérdida.
Una voz susurrante, un pedido de auxilio en medio de la noche la llevan a las tierras de
Durstfall.

Entre las sombras de la olvidada mansión habitan Luke Skyller y su sobrina Rose. Ambos viven
una existencia de exilio; en el caso de la niña, por sus sentidos perdidos, en el caso del conde, por su
afán de no volver a sentir. Sortear esos muros emocionales será un desafío para Ava Monroe, uno
que pondrá en peligro su tan bien resguardado corazón.

¿Podrá Ava sacarlos de su encierro, o será ella la que caiga en la trampa de los brazos de
Luke?
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CONTENTS
Preludio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
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