Aristoteles - La Gran Moral
Aristoteles - La Gran Moral
Comentario:
La gran moral
Aristóteles
La gran moral Aristóteles
LIBRO PRIMERO
Capítulo primero
De la naturaleza de la moral
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éstos son mucho más tangibles; y he aquí por qué cuando se intenta
explicar el bien no debe traerse a cuento la Idea del bien. Sin embargo, hay
gentes que se imaginan que no se puede hablar debidamente del bien sin
acudir forzosamente a su idea o la Idea del bien. Es preciso, dicen, hablar
de este bien, por que es el bien por excelencia, y como en todas las cosas la
esencia, tiene este carácter eminente, concluyen de aquí que la Idea de
bien es el supremo bien. No niego que este razonamiento tenga algo de
verdadero. Pero la ciencia, el arte político de que aquí se trata, no tiene en
cuenta este bien, porque lo que indaga es el bien relativo a nosotros
mismos. Así como ninguna ciencia ni arte dice que el fin que se propone es
bueno, la política tampoco lo dice del suyo, y por consiguiente no discute ni
habla del bien que sólo se refiere a la idea.
Capítulo segundo
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Una vez sentado esto, ¿qué deberemos hacer para estudiar y conocer
el bien supremo? ¿Será, quizá, suponiendo que haya de estar ligado a los
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Capítulo tercero
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Capítulo cuarto
De la felicidad
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Capítulo quinto
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partes: una racional y otra irracional. En la parte que está dotada de razón
se distinguen la prudencia, la sagacidad, la sabiduría, la instrucción, la
memoria y otras facultades de este género. En la parte irracional es donde
se encuentra lo que llamamos virtudes: la templanza, la justicia, el valor y
todas las demás virtudes morales que son dignas de estimación y de
alabanza. Cuando las poseemos, a ellas debemos el que se diga que
merecemos la estimación y los elogios. Mas con respecto a las virtudes de
la parte racional del alma, jamás se recibe por ellas alabanza, y así sucede
que nunca se alaba a uno directamente por ser sabio, por ser prudente, ni
en general por ninguna de las virtudes de esta clase. Quiero decir que
únicamente se alaba la parte irracional del alma, en tanto que puede servir
y sirve a la parte racional, obedeciéndola.
Capítulo sexto
El exceso y el defecto no son, por otra parte, los únicos límites que se
pueden poner a la virtud, porque también se la puede limitar y determinar
por el dolor y el placer. Muchas veces el placer es el que nos arrastra al
mal, como el dolor nos impide otras hacer el bien; en una palabra, en
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Capítulo séptimo
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que no descubre las cosas. Fingir tener más que se tiene es lo propio del
fanfarrón; fingir tener menos es lo propio del hombre disimulado. Entre
estos extremos están la franqueza y la verdad, que ocupan el término
medio.
Capítulo octavo
De las disposiciones
Capítulo noveno
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Capítulo décimo
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Esto tiene lugar igualmente y con una perfecta semejanza respecto del
hombre. El hombre también puede engendrar substancias, y, en virtud de
ciertos principios y de ciertos actos que ejecuta puede producir las cosas
que produce. ¿Ni cómo podría suceder de otra manera? Ninguno de los
seres inanimados puede obrar en el verdadero sentido de esta palabra, así
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como entre los seres animados ninguno obra realmente, excepto el hombre.
Por consiguiente, el hombre produce actos de cierta especie. Pero como los
actos del hombre mudan sin cesar a nuestros ojos, y jamás hacemos
idénticamente las mismas cosas; y como, por otra parte, los actos
producidos por nosotros lo son en virtud de ciertos principios, es claro que
tan pronto como los actos mudan, los principios de estos, actos mudan
también, como lo hemos hecho ver en la comparación tomada de la
geometría. El principio de la acción, buena o mala, es la determinación, es
la voluntad y todo lo que en nosotros obra según la razón. Pero la razón y la
voluntad, que inspiran nuestros actos, mudan también, puesto que nosotros
hacemos que muden nuestros actos con plena voluntad. Por consiguiente, el
principio y la determinación mudan como mudan aquéllos; es decir, que
este cambio es perfectamente voluntario. Por tanto, y como conclusión
final, sólo de nosotros depende el ser buenos o malos. «Pero, se dirá quizá,
puesto que de mí sólo depende ser bueno, seré, si quiero, el mejor de los
hombres». No, eso no es posible como se imagina. ¿Por qué? Porque
semejante perfección no tiene lugar ni aun para el cuerpo. Podrá cuidarse o
acicalarse el cuerpo cuanto se quiera, pero no por esto se conseguirá que
sea el cuerpo más hermoso del mundo. Porque no basta el cuidado más
esmerado, puesto que se necesita, además, que la naturaleza nos haya
dotado de un cuerpo perfectamente bello y perfectamente sano. Con el
esmero, el cuerpo aparecerá mejor, pero no por eso será el mejor
organizado entre todos los demás. Lo mismo sucede respecto al alma. Para
ser el más virtuoso de los hombres no basta quererlo si la naturaleza no nos
auxilia; pero se será mucho mejor, si hay esta noble resolución.
Capítulo undécimo
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Capítulo duodécimo
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De la preferencia reflexiva
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puede aplicarse hasta a las cosas imposibles; por ejemplo, podemos querer
ser inmortales. Pero nosotros no preferimos esto por efecto de una elección
reflexiva. Además, la preferencia no se aplica al objeto mismo que se busca,
sino a los medios que conducen a él; por ejemplo, no puede decirse que se
prefiere la salud, sino que se prefieren, entre las cosas, las que la procuran,
como el paseo, el ejercicio, etc., y lo que queremos es el fin mismo, puesto
que queremos la salud. Esta distinción nos indica, evidentemente, la
profunda diferencia que hay entre la voluntad y la preferencia reflexiva que
decide de nuestra elección. La preferencia, como su nombre lo expresa
claramente, significa que preferimos tal cosa a tal otra; por ejemplo, lo
mejor, a lo menos bueno. Cuando comparamos lo menos bueno con lo
mejor y tenemos libertad de elección, entonces puede decirse propiamente
que hay preferencia.
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a este fin, y así se pregunta si es bueno para la salud comer o no comer tal
o cual cosa. El placer y la pena son, principalmente, los que en estos casos
nos hacen incurrir en equivocaciones y en faltas, porque huimos siempre de
la última y corremos tras el primero.
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se dirá quizá: ¿no habéis sentado antes que el acto vale más que la virtud
misma? ¿Por qué ahora concedéis a la virtud como su más preciosa
condición, no lo que produce el acto, sino aquello en lo que no cabe acto
posible?» Sin duda, lo dijimos, y ahora repetimos lo mismo. Sí, el acto es
mejor que la simple facultad. Al observar a un hombre virtuoso, sólo
podemos juzgarle por sus acciones, porque es imposible ver directamente la
intención, que pueda tener. Si pudiéramos siempre conocer en los
pensamientos de nuestros semejantes su relación con el bien, el hombre
virtuoso nos aparecería tal como es, sin tener necesidad de obrar.
Del valor
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que sólo arrostran los peligros por efecto de su experiencia, ni ellos mismos
se atreverían a darse este nombre. Por consiguiente, el valor no es una
ciencia. Puede uno hasta ser valiente por lo contrario de la experiencia.
Cuando no se sabe por la experiencia personal lo que puede suceder, puede
uno estar al abrigo del temor, a causa de su inexperiencia; y, ciertamente,
tampoco puede tenerse por valientes a los de esta clase. Hay otros que
parecen valientes por la pasión que los anima: por ejemplo los amantes, los
entusiastas, etcétera. Tampoco son estos hombres de valor, porque si se les
arranca la pasión de que están dominados, cesan en el acto de ser
valientes. El hombre de verdadero valor debe ser siempre valiente. Ésta es
la razón porque no se atribuye valor a los animales. Por ejemplo, no se
puede decir que los jabalíes son valientes, porque se defienden llenos de
irritación a causa de las heridas que reciben. El hombre valiente no puede
serlo bajo la influencia de la pasión.
Hay otra especie de valor que podría llamarse social y político. Vemos
hombres que arrostran los peligros por no tener que ruborizarse ante sus
conciudadanos, y se nos presentan como si tuvieran valor. Puedo invocar
aquí el testimonio de Homero cuando hace decir a Héctor: «Polidamas por
de pronto me llenará de injurias».
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Capítulo vigésimo
De la templanza
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De la dulzura
De la liberalidad
Por otra parte, hay más de una especie de avaricia, y entre las
personas liberales es preciso distinguir los que llamamos cicateros, capaces
de dividir un grano de anís en dos partes; los avarientos, que no retroceden
jamás tratándose de ganancias vergonzosas, y los tacaños, que exageran a
cada momento hasta sus menores gastos. Todos estos matices están
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De la grandeza de alma
De la magnificencia
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De la modestia
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De la amabilidad
De la amistad
Capítulo trigésimo
De la veracidad
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De la justicia
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demás que aquél ha cometido y que ellos han sufrido una injusticia. Si la
injusticia consiste en la desigualdad, es una consecuencia necesaria que la
justicia y lo justo consistan en la igualdad perfecta en los contratos. Otra
consecuencia es que la justicia es un medio entre el exceso y el defecto,
entre lo demasiado y lo demasiado poco. El que comete la injusticia tiene,
gracias a la injusticia misma, mas de lo que debe tener; y el que la sufre,
por lo mismo que la sufre, tiene menos de lo que debe tener.
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su relación con éste es más íntima que la del hijo y la del esclavo, y está
más próxima a ser de igual condición que su marido. Y así, su vida común
se aproxima a la asociación política, y, por consiguiente, la justicia de la
mujer respecto a su esposo es, en cierta manera, más política que ninguna
de las que acabamos de indicar.
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Pero quizá podría suscitarse otra cuestión y preguntar: " ¿Es posible
que se haga uno culpable para consigo mismo?" Por lo menos, si nos
fijamos en el ejemplo del intemperante la cosa es posible; y,
evidentemente, si lo que ordena la ley es justo, el que no la cumple es
injusto, y si la ley prescribe alguna cosa en obsequio de otro y no se hace,
es injusto el que no la ejecuta en favor de ese otro. La ley ordena ser
templado y prudente, conservar sus bienes y cuidar su cuerpo, y dicta otras
prescripciones de este género. El que no hace todo esto es injusto para
consigo mismo puesto que ninguno de estos delitos puede nunca trascender
y alcanzar un tercero. Pero todos estos razonamientos no tienen nada de
verdaderos, puesto que nadie puede ser injusto consigo mismo. Es de toda
imposibilidad que un mismo individuo, en el mismo momento, tenga a la
vez, más y menos; y que obre, a la vez, con plena voluntad y contra su
voluntad. El injusto, en tanto que injusto, percibe más de lo que le
corresponde; la víctima que sufre una injusticia, en tanto que la sufre,
recibe menos de lo que debe recibir; luego, si uno se hiciera una injusticia a
sí mismo, se seguiría que un mismo individuo, en un mismo momento,
podría tener más y menos; pero esto es evidentemente imposible y, por
consiguiente, no puede uno hacerse injusticia a sí mismo. En segundo lugar,
como el que hace una injusticia la comete con voluntad e intención, y el que
la sufre, la sufre contra su voluntad, si uno pudiera ser injusto para consigo
mismo, resultaría que haría, a la vez, una cosa con plena voluntad y contra
su voluntad. Ésta es otra imposibilidad palpable, y, ya valga este
argumento, ya valga el anterior, resulta que no es posible ser injusto para
consigo mismo.
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De la razón
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irracional. A su vez, la parte del alma que está dotada de la razón se divide
en otras dos, que son la voluntad y el entendimiento, que es capaz de
ciencia. Estas partes del alma son diferentes, lo cual se prueba por la
diferencia misma de sus objetos. Así como son cosas diferentes entre sí el
color, el sabor, el sonido y el olor, así la naturaleza les ha designado
sentidos especiales y diversos. Percibimos el sonido por el oído, el sabor por
el gusto, el color por la vista. Debe suponerse que la misma ley se aplica a
todo lo demás, y puesto que los objetos son diferentes, es preciso también
que las partes del alma, que nos los hacen conocer, sean diferentes como
ellos. Una cosa es lo inteligible y otra es lo sensible, y como es el alma la
que nos hace conocer lo uno y lo otro, es preciso que la parte del alma que
se refiere a lo sensible sea distinta que la que se refiere a lo inteligible. La
voluntad y la libre reflexión se aplican a las cosas de sensación y de
movimiento; en una palabra, a todo lo que puede nacer y perecer. Nuestra
voluntad delibera acerca de las cosas que depende de nosotros hacer o no
hacer después de una decisión previa, y en las que la voluntad y la
preferencia reflexiva pueden ejercitarse obrando o no, según nuestra
elección. Pero siempre recae sobre cosas sensibles y que están en
movimiento para mudar de una manera o de otra. Por consiguiente, la parte
del alma que elige y se determina se refiere, al obrar según la razón, a las
cosas sensibles.
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mañoso. He aquí por qué la maña coopera en cierta manera a los actos de
la prudencia. Pero se dice de un hombre malo que es mañoso, y así es la
verdad; como, por ejemplo, Mentor, que parecía mañoso, sin ser por eso
prudente. Lo propio de la prudencia y del hombre prudente es el desear
siempre las cosas más nobles, preferirlas siempre y practicarlas siempre.
Por lo contrario, el objeto único de la maña y del hombre mañoso es
descubrir los medios de realizar las cosas que hay que realizar y saber
proporcionárselas. Tales son los objetos que ocupan al hombre mañoso, y a
los cuales consagra todos sus cuidados.
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justicia, el valor y las demás virtudes son estimables, porque hacen cosas
preciosas, es evidente que la prudencia es igualmente digna de estimación
y que debe colocársela en este elevado rango de virtud, porque la prudencia
se aplica a las acciones que el valor nos inspira instintivamente. En general
el valor realiza su obra por entero según se lo aconseja la prudencia; y por
consiguiente, si el valor es laudable en sí mismo, porque hace lo que la
prudencia le ordena, la prudencia con más razón debe ser absolutamente
laudable Y absolutamente una virtud. ¿La prudencia es o no una virtud
activa y práctica? Esto se puede ver más claramente observando las
diversas ciencias. Tomemos por ejemplo la arquitectura. En este arte hay
por una parte el que llamamos arquitecto, que dirige todo el trabajo, y por
otra parte el que obedece al arquitecto, sirviéndole, y se llama albañil. Este
último es el que hace, la casa, pero el arquitecto, en cuanto el albañil la
construye en vista de sus planos, también hace la casa. Lo mismo sucede
en todas las demás ciencias que producen algo, y en las que habrán de
distinguirse el que guía y el obrero que ejecuta. El jefe produce hasta cierto
punto una cierta cosa, y produce esta misma obra que hace el obrero que
obedece a sus órdenes. Si sucede absolutamente lo mismo con las virtudes,
lo cual parece muy probable y muy racional, se sigue la prudencia es
también una virtud que obra una virtud práctica; porque todas las virtudes
son activas y prácticas, y la prudencia desempeña en medio de ellas, en
cierta manera, el papel de jefe y de arquitecto. Lo que ella prescribe lo
ejecutan fielmente así las virtudes corno los corazones por ellas inspirados;
y puesto que las virtudes son activas y prácticas, la prudencia lo es como lo
son ellas.
LIBRO SEGUNDO
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Capítulo primero
De la moderación
Capítulo segundo
De la equidad
Capítulo tercero
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Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Cuestiones diversas
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sigue de aquí que el hombre que comete una injusticia, el hombre injusto,
sabe perfectamente lo que es el bien y lo que es el mal. Y conocer
precisamente estos matices delicados es lo propio del hombre prudente, es
lo propio de la prudencia. Pero es un absurdo manifiesto creer que este bien
admirable que se llama la prudencia, que es el primero de los bienes, sea
propio del hombre injusto. ¿No deberá decirse, más bien, que la prudencia
no puede ser jamás compañera del hombre injusto? El hombre injusto no es
capaz de juzgar, ni busca lo que es absolutamente bien y ni aun lo que es
especialmente su propio bien y ni aun lo que es especialmente su propio
bien; se engaña siempre en esto, mientras que la función eminente de la
prudencia consiste en discernir con seguridad las cosas de este género. Aquí
sucede lo que en la medicina. No hay nadie que no sepa lo que es sano
absolutamente hablando y lo que mantiene la salud: por ejemplo, todos
saben la utilidad del eléboro, de los purgantes, de las amputaciones, de los
cauterios, y nadie ignora que estos remedios son muy saludables y que dan
la salud. Pero, sabiendo todo esto, no por eso poseemos la ciencia médica;
porque no sabemos cuál será el remedio conveniente en cada caso
particular, como el médico que sabe el remedio que será bueno para tal
enfermo, la disposición en que éste ha de estar para suministrárselo y que
será el oportuno; conocimientos que constituyen la verdadera ciencia de la
medicina. Sabiendo, pues, de una manera absoluta y general lo que es
bueno para la salud, no por eso poseemos la ciencia médica, ni tampoco la
llevamos con nosotros mismos.
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honores y el poder que le hayan cabido en suerte, cesará por esto mismo
de ser hombre de bien. Por consiguiente, ni los honores, ni el poder, podrán
corromper al hombre virtuoso, como no pueden corromper la virtud misma.
En resumen puesto que hemos demostrado al principio de este estudio que
las virtudes son medios, se sigue de aquí que cuanto más grande es la
virtud más medio será; y que la virtud, al aumentarse, lejos de hacer a los
hombres más malos, deberá, por lo contrario, hacerlos mejores, porque el
medio de que hablamos es el medio entre el exceso y el defecto en las
pasiones que agitan al corazón del hombre. Pero no hablemos más sobre
esta materia.
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
De la brutalidad
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Capítulo octavo
De la templanza
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Con estos vicios sucede lo que con aquel a que hemos dado nombre de
brutalidad, el cual es preciso considerar, no en el bruto mismo, sino en el
hombre. ¿Por qué este nombre de brutalidad está reservado a la última
degradación del vicio? ¿Y por qué no se le puede estudiar en el bruto? Por la
razón única de que el mal principio no está en el animal, puesto que sólo la
razón es el principio. ¿Quién ha hecho más mal al mundo, un león o un
Dionisio, un Falaris, un Clearco o cualquier otro malvado? ¿No es claro que
fueron estos monstruos? El principio malo, que esta en el ser, es de la
mayor importancia para el mal que aquél hace, pero en el animal no hay un
principio de esta clase. En el incontinente, por tanto, el principio es el malo,
y en el momento mismo en que comete actos culpables, la razón, de
acuerdo con su pasión, le dice que es preciso hacer lo que hace. Esto
prueba que el principio que está en él no es sano, y en este concepto el
intemperante podría aparecer por encima del disoluto.
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Capítulo noveno
Del placer
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Hay en el alma una parte especial que nos hace experimentar placer, y
que obra al mismo tiempo que tomamos las cosas que son propias para
satisfacer nuestra necesidad; por consiguiente, se debe concluir de aquí que
ningún placer es una generación. Pero se insiste aun y se dice: " El placer
es un retroceso de la sensibilidad del ser a su propia naturaleza, porque hay
placer para los seres cuando no están desviados de su estado natural, y,
para un ser, satisfacer alguna necesidad de su naturaleza es volver a dicho
estado". Pero, como acabamos de decir, se puede experimentar placer sin
sentir necesidad. La necesidad siempre es una pena, y sostenemos que se
puede tener placer sin pena y antes de la pena; de suerte que el placer, en
nuestra opinión, no consiste, como se pretende, en aplicar una necesidad o
cambiar una necesidad en satisfacción, porque no hay rastro de necesidad
en los placeres que hemos citado más arriba. En resumen, si el placer no
pudiera ser un bien únicamente porque ha de ser una generación, como
ningún placer tiene semejante carácter, se puede afirmar que el placer es
un bien.
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es de toda evidencia, puesto que el placer acompaña siempre a los actos del
bien, cualesquiera que ellos sean. Estando el bien en, todas las categorías,
es necesario que el placer sea un bien, y como los bienes y el placer están
en las categorías, y el placer va ligado a los bienes, se sigue que todo placer
es bueno. Pero una consecuencia no menos evidente que de esto se puede
sacar es que los placeres son de diferentes especies, puesto que las
categorías que encierran el placer son diferentes entre sí. No sucede con los
placeres lo que con las ciencias; la gramática, por ejemplo, o cualquiera
otra. Si Lampro posee la gramática, será gramático a causa de este mismo
conocimiento de la gramática, como lo será absolutamente cualquier otro
que la posea, puesto que no hay dos gramáticas diferentes, una para
Lampro y otra para Ileo. Pero no sucede lo mismo con el placer, y así el
placer que procede de la embriaguez y el que nace del amor no son
idénticos, y he aquí por qué los placeres son de muchas especies diferentes.
Por otra parte, del hecho de que hay placeres malos, los filósofos de
que hablamos deducen que el placer no es un bien. Pero esta condición y
esta observación no tocan especialmente al placer, porque lo mismo se
aplican a la naturaleza entera y a la ciencia. La naturaleza, a veces, también
se nos muestra mala, como se ve en los insectos, la langosta y tantos
animales inferiores; y, sin embargo, esto no basta para que se diga que la
naturaleza es una cosa mala. Lo mismo sucede respecto a las ciencias, pues
también las hay de escasa elevación; por ejemplo, todas las mecánicas, y,
sin embargo no por esto la ciencia es mala. Todo lo contrario, la ciencia y la
naturaleza son, generalmente, buenas, porque así como el mérito de un
estatuario no debe graduarse por las obras que ha ejecutado mal, sino por
las que ha hecho de una manera acabada y perfecta, en igual forma, ni la
ciencia, ni la naturaleza, ni las cosas en general, deben apreciarse por los
malos resultados que producen, sino por los buenos. Lo mismo que ellas, el
placer es bueno generalmente, si bien no se nos oculta que hay placeres
malos. La naturaleza de los seres animados es muy diversa; unos la tienen
buena, y otros mala; por ejemplo, la del hombre es buena y la del lobo o de
cualquier animal feroz es mala. También la naturaleza del caballo, la del
hombre, la del asno y la del perro son esencialmente diferentes. Pero si el
placer es un retroceso de un estado contra naturaleza al estado natural
para un ser cualquiera, se sigue de aquí que lo que más agradará a una
naturaleza mala será también un placer malo. El hombre y el caballo no
tienen los mismos placeres, como sucede con los demás seres; y si las
naturalezas son diferentes, no lo son menos los placeres. El placer es un
retroceso, se decía, y este retroceso vuelve al ser a su naturaleza primitiva;
por consiguiente, el estado ordinario de una mala naturaleza es un estado
malo, lo mismo que el estado ordinario de una naturaleza buena es un
estado bueno. Pero cuando se dice que el placer no es bueno sucede lo que
con aquellos hombres que, no sabiendo con certeza lo que es el néctar,
creen que los dioses beben vino porque, para ellos, el vino es la bebida más
agradable. Esto es efecto de la ignorancia, y los que así piensan incurren en
un error semejante al que sostienen los que dicen que todos los placeres
son generaciones y que el placer no es un bien. Como no conocen más que
los placeres del cuerpo, y ven que estos placeres son efectivamente
generaciones, y no son buenos, infieren de aquí que el placer no es bueno
de una manera general.
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que las pasiones, que están las más veces en desacuerdo con ella, no la
siguen, y hasta son contrarias a aquélla. De aquí concluyo que la pasión
regular y bien organizada es el principio que nos conduce a la virtud más
bien que la razón.
Capítulo décimo
De la fortuna
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naturaleza, qué debe ser, a nuestro parecer, el origen más probable y más
sencillo de la fortuna. La prosperidad y la fortuna consisten en cosas que no
dependen de nosotros, de las que no somos dueños, y las cuales, no
podemos hacer a nuestra voluntad. Jamás se dirá del hombre justo, que
como justo ha sido favorecido por la fortuna, como no se dice tampoco del
valiente ni del que es virtuoso en cualquier concepto, porque éstas son
cosas que depende de nosotros el tenerlas o no tenerlas. Pero hay cosas a
que podemos aplicar con más propiedad la palabra buena fortuna; y así
decimos del hombre que tiene un nacimiento ilustre, y, en general, del que
obtiene bienes que no dependen de él, que le ha favorecido, la fortuna.
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Capítulo undécimo
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Capítulo duodécimo
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De la amistad
Será, quizá, lo mejor que indiquemos ante todo las cuestiones que
surgen y las indagaciones que pueden hacerse a propósito de la amistad.
He aquí la primera cuestión: ¿la amistad existe sólo entre seres semejantes,
como sucede al parecer y como suele decirse comúnmente? «El grajo,
según el proverbio, busca el grajo, su igual».
He aquí otra cuestión: ¿es difícil o fácil que dos se hagan amigos? Los
aduladores, que tan presto se familiarizan, no son amigos; sólo tienen
apariencia de tales. Se pregunta, también, si el hombre virtuoso puede ser
amigo del malo, puesto que la amistad sólo puede fundarse en una sólida
confianza, que jamás inspira el hombre malo. ¿Y el malo puede ser amigo
del hombre malo, o esta relación es también imposible?
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Se ve, en efecto, que muchos hombres son amigos por utilidad que
esto les proporciona, porque tienen el mismo interés y nada impide que un
mismo interés aproxime a los hombres malos, sin dejar de ser malos. Pero
la amistad sólidamente establecida, más durable y más bella que todas las
demás, es la que une a los hombres virtuosos, Y es muy natural que así
suceda, puesto que se aplica a la virtud y al bien. La virtud, que engendra
esta amistad, es inquebrantable, y, por consiguiente, esta noble amistad,
que aquella produce, debe ser inquebrantable como ella. Lo útil, por lo
contrario, jamás es lo mismo, y he aquí por qué la amistad que sé funda en
lo útil nunca es estable, y se hunde con la utilidad que la ha hecho nacer.
Otro tanto Podría decirse de la amistad formada por el placer. Así, pues, la
amistad que une los corazones nobles es la que se forma mediante la
virtud; la amistad del vulgo sólo procede del interés; y, en fin, la del placer
es la amistad de los hombres groseros y despreciables.
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nosotros, y desde luego queremos vivir con nosotros mismos, lo cual puede
decirse que es una necesidad de nuestra naturaleza; y no podemos desear
con mayor ardor la felicidad, la vida y la buena suerte para ningún otro con
preferencia a nosotros mismos. Por otra parte, simpatizamos principalmente
con nuestros propios sufrimientos. El menor contratiempo, el más pequeño
accidente de esta clase, nos arranca en el momento gritos de dolor. Todos
estos motivos podrían hacernos creer que es posible la amistad para con
uno mismo. Por lo demás, todas estas expresiones, simpatía, benevolencia
y otras de la misma clase, sólo tienen sentido si se las refiere, ya a la
amistad que sentimos para con nosotros mismos, ya a la amistad perfecta,
porque todos estos caracteres se encuentran igualmente en las dos. Vivir
juntos, desearse una larga existencia y una existencia dichosa, son cosas
que se encuentran igualmente en la una y en la otra.
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alma haya llegado a esta profunda unidad, será cuando pueda existir la
amistad para uno mismo Por lo menos clase de amistad reinará en el
hombre virtuoso, porque sólo en él las diversas partes del alma están de
acuerdo y no se dividen, mientras que el hombre malo jamás es amigo de sí
mismo, y sin cesar se, combate a si propio. Y así el intemperante, cuando
ha cometido alguna falta, arrastrado por el placer, no tarda en arrepentirse
y maldecirse a sí mismo; todos los demás vicios turban igualmente el
corazón del hombre malo, y él es siempre su primer adversario y su propio
enemigo.
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Del egoísmo
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De la independencia
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esta cosa será mejor que él; pero es una impiedad absurda creer que haya
en el universo algo superior a Dios; luego Dios se contemplará a sí mismo.
Pero esto no es menos absurdo, porque echamos en cara al hombre que se
contempla a sí mismo la impasibilidad a que se condena; y por
consiguiente, se dice, el Dios que se contempla a sí mismo es un Dios
absurdo.
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Libros Tauro
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