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S ecc 1ÓN DE O bras de F ilosofía
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
Primer^a edición (Tecnos), 1961
Seg^u^nda edición (f c e ), 1998
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obia
—incluido el diseño tipográfico y de portada—,
sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico,
sin el consentimiento por escribo del editor
O.R. e 1961. E dito^ ^ Tecnos
Calle O'Donnell, 27; Madti^d
o. R. © 1998, F ondo d e C ultura E co n ó m ica
Car’reter^a Pi^acho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F.
IS B N 968-16-5526-5
Impreso en México
ganz1912
EDUARDO N ICO L
EL PROBLEMA
DE LA FILOSOFÍA
HISPÁNICA
Prefacio de
A lb er t o C o n stan te
y R ic a r d o H o r n e f f e r
* e iL>t ¿2 ÁI e X i
fl ^ ^5 . 6 o¿
FONDO DE CULTURA ECONOMldA
M É X IC O I
ganz1912
PREFACIO
A lberto C onstante
y R icardo H o r n effe r
Y haz a la lengua mía tan potente
Que una chispa tan sólo de tu gloria
Pueda dejar a la futura gente
Válida en sí misma como exacerbada y perturbadora expre
sión del proceso y estado del mundo, la obra de Eduardo Nícol
es el desarrollo de un filosofar que se desenvuelve y transfor
ma en un diálogo permanente con la historia del pensamien
to. En su “sistema” el diálogo siempre es necesario para discu
rrir con certidumbre; de hecho, paara Nicol,
la idea de novedad absoluta, de ruptura con el pasado, o sea la creen
cia de que el presente cancela el pasado, queda eliminada en cuan
to se percibe que la ciencia no es, ni podrá ser jamás, un sistema
cerrado de verdades definitivas e inmutables. Es, por el contrario,
un sistema histórico, o sea un sistema abierto, cuyas conclusiones
tienen siempre el carácter de hipótesis. *
Esta noción de la constitutiva historicidad de la filosofía y
del pensamiento y, más aún, de todo lo humano y del ser mis
mo del hombre, es un principio que Nícol incorpora de ma
nera metodológica y crítica a su propio pensamiento. Parte
del hecho de que la historicidad no es una hipótesis o una
simple invención teórica que, por ello, pudiera llegar a dese
charse críticamente. Está claro que las filosofías historicistas
que han surgido después de la hegeliana pueden ser critica
das, pero siempre desde la historia misma; es decir, la críti
ca sólo puede versar sobre la manera como se haya compren
dido la historicidad e integrado, con otros conceptos en un
i Eduardo Nicol, Los principios de la ciencia,, Fondo de Cultura Económica,
1° reimp., México, 1974, p. 26.
7
8 PREFACIO
cuerpo doctrinal. Ninguna crítica de los historicismos puede
negar el fundamento de donde parten todos: que la historici
dad es un componente del ser y el conocer, no un factor ex
trínseco. La existencia efectiva de una estructura en el pro
ceso histórico, que implica la revelación de que el tiempo
mismo posee una estructura, trae consigo innumerables be
neficios respecto de la verdad, el conocimiento, el ser y el ser
del hombre.
La cuestión no es baladí, pues lo que Nicol lleva a cabo a lo
largo de su obra es una revolución en la filosofía que establece
un giro, una vuelta, un cambio de perspectiva en la concep
ción de la historicidad y de su indisoluble nexo con el ser y el
tiempo. Con la historicidad se confirma que es ella la forma
específica que toma en el hombre la temporalidad universal
del ser; con el devenir se comprende que también es un hecho
su estructura racional, cuya objetividad hace posible la cien
cia; y ésta tiene que entenderse desde ahora como transubjeti-
va, pues es algo que atañe a la intercomunicación.
Así entendida, la ntersubjetividad tiene que comprenderse
como intercomunicación a través del tiempo, de manera sin
crónica y diacrónica. Por ello, como señala Nicol, un
historicismo genuino no consiste en afirmar que la verdad es una
expresión del tenor vital de la época en que se formula, y que cada
época, por ser distinta, tiene distintas verdades. Una filosofía his-
toricista tiene que investigar justamente cómo se pasa de una ver
dad a otra verdad, cuál es el nexo entre una época cualquiera y la
época nueva y distinta que le sucede. La investigación ha de versar
sobre la articulación interna, porque el objeto de estudio es un
proceso, no es una serie discontinua de situaciones diferenciadas.
Si cada época o situación histórica se concibe como una unidad
estanca, desaparece justamente la posibilidad de la comprensión
histórica, pues no hay manera de abordar el pasado desde el en
cierro del presente.2
En la estructura de la historicidad no existen preeminencias
temporales: ni del presente frente al pasado, ni de éstos frente
al futuro. Lo que se exige a] pensamiento es subrayar el nexo
que hay, se da, entre estos tres momentos. En la historia, el
2lbidem, p. 56.
PREFACIO 9
pasado no es lo que ya pasó, lo que fue; antes bien es lo que
pervive y sigue proyectándose hacia el futuro. El pasado, para
Nícol, es siempre y en todo caso un legado del cual no podría
el hombre disfmtar si no existiese también, en la actividad del
hoy, el propósito de una legación.
Para Nicol, la historicidad no consiste simplemente en la
capacidad de producir, de dejar en el mundo una huella que se
consigna a la historia porque ya es algo pasado, algo que irre
misiblemente dejó de ser; sino, antes bien, es la capacidad que
posee el hombre de transformarse a sí mismo y de legar al fu
turo algo que pervive cuando ya no vive quien lo creó. La his
toricidad, entendida como condición ontológica del hombre,
no tiene como "destino" la muerte, tal y como lo señalara Hei-
degger en Sein und Zeit, sino, más bien, el de una peivivencia,
el de permanecer metá, más allá de la propia muerte, como
nos lo dijera Platón en el Banquete.
El legado es literalmente sobre-vivencia, la pe^ anencia cam
biante del ser en la historia, porque en todo caso la historia es
tradición y esto, para nuestro tiempo, significa continuidad
consciente, en la medida en que esa historicidad es la fo^ a
específicamente humana de la temporalidad. En la historia no
hay saltos ni rupturas epistemológicas. Lo que hay es conti
nuidad, pero ésta no es homogénea, lineal y progresiva, como
tampoco es irreversible.
La estructura del tiempo histórico es, pues, dialéctica. Con
lleva la presencia del pasado, presencia que se manifiesta
como diálogo constante, nunca acabado, cabal, completo. El
presente no elimina lo que ya pasó: lo que ha pasado es en
todo momento un componente actual del presente. Esto signi
fica que su presencia viva no depende de la evocación del re
cuerdo, como dice Heidegger, sino de un acto genuino de
adopción vital, sin decir con ello que haya una re-producción
literal del pasado. De ser así, tendríamos asegurado el futuro y
cancelado el pasado.
En cambio, nuestra incertidumbre existencial es el resulta
do de la estructura del proceso mismo; ya lo dice Nícol:
El futuro es imprevisible porque no prolonga una línea, sino un
haz de muchas líneas. El presente gesta el futuro; pero no hay
10 PREFACIO
un presente, sino una comunidad de muchos presentes individua
les, que son interdependientes, pero cada uno de los cuales proyec
ta libremente novedades. J
Aquí cabe destacar el factor moral como componente de la
historicidad, pues, como señala Nicol, "sólo un filósofo puede
ser irresponsable en cuanto al ethos filosófico"^ justo porque
uno de los aspectos de la objetividad es el ethos. Pues corres
ponde a la vocación científica una peculiar ''actitud frente al
ser"; la vocación científica es, sin lugar a dudas, una forma de
vida y no sólo una mera actividad profesional. Su crisis, cuan
do el interés pragmático perturba los fines de la ciencia, es
más grave que la crisis epistemológica que puedan producir
los hechos nuevos, o el derrumbe de viejos esquemas teóricos.
Los e^ ^ s son parte de la vida y más de la vida teórica, pero
la desviación del ethos compromete los cimientos de la ciencia
porque lo que se pone en juego es la excelencia humana que
ella se propone. Por ello, la responsabilidad (que no es sino
una forma de dar respuesta de sf mismo ante el otro, y que
es una nota de la esencial eticidad del hombre en tanto ser
comunitario) también es retroactiva, es decir, se da la cara no
sólo al presente y al futuro sino también se responde al pasa
do. El proceso histór^ico consiste en la introducción de nove
dades y éstas son siempre una combinatoria, una alquimia de
lo nuevo con lo viejo, de lo sabido con lo inesperado. Por ello,
dice Nicol, "no hay novedad sin filiación. Tampoco hay una
reproducción literal del pasado".^
El pasado ya fue pero aún es en el presente, actúa en el pre
sente y en dirección hacia el futuro, aunque no de manera de
terminista. Es cierto que el hombre puede ser definido como
una "flecha del anhelo hacia la orilla", como decía Nietzsche,
y que significa una apertura radicalmente humana hacia el fu
turo. Pero ese "éxtasis" (como lo definía Heidegger) es correla
tivo al “éxtasis" hacia atrás de Ja memoria: cuanto más tensa
el sujeto su memoria hacia el pasado, cuanto más afina y se-
3Ibidem, p. 279.
4Eduardo Nicol, El problema, de la filosofía hispánica, 1“ ed.. Editorial Tec-
nos, Madrid, 1961, p. 27.
sE. Nicol. Los principios de la ciencia. op. cit. . p. 279.
PREFACIO 11
lecciona, clarifica o verifica su propio memoiizar, más factible
se le hace ese “salto” hacia la novedad, "mayor posibilidad se le
abre a la perpetuación diferenciada.
Se ha dicho de los pueblos que si no memorizan su propia
historia, están condenados a repetirla. Lo mismo afirma Freud
respecto del sujeto: si éste no carga con si^i propia historia, si
no logra revivirla en el recuerdo, se ve en la fatalidad de repe
tirla. Pero ¿realmente la podemos repetir? Si somos estrictos,
el pasado nunca se repite; sin embargo, y a pesar de lo anterior,
lo que se puede afirmar es que la ausencia de una memoria
hace al sujeto actuante esclavo de su “destino”, pues el pasado
se vuelve programa o "predestinación” que desde un pretérito
indefinido dictamina órdenes respecto de acciones y pasiones
futuras.
El pasado memorizado no es sino la selección producida
por la memoria, de aquello que encierra aún virtualidades de
actualización histórica. La tradición cultural es, entonces, el
fondo virtual de posibilidades de futuro en donde la experien
cia es una trama y un tejido, una labor aitesanal en la que ella
va tejiendo y destejiendo la tela de la vida misma. La experien
cia hace referencia a actos que se repiten según una pauta
interna. Memoria y experiencia son términos que se exigen
mutuamente.
La memoria constituye el suelo nutiicio que guarda y custo
dia un acervo comunal, un legado y una herencia de genera
ciones, un depósito de tradiciones. Esa memoria arraiga en lo
inmemorial, espacio del mito de cuyo fondo extrae sus mo
tivos. Esa memoria marca una pauta de comparecencias de lo
mítico e instaura una ley de recuiTencias, compone por lo mis
mo una suerte de calendario.
Nacemos en un aquí y en un ahora, y es la tradición la que
nos envuelve y abriga; es la tradición, su legado, ese acervo de
leyendas y de costumbres, ese laberinto geográfico de iconos y
símbolos, de señas y signos secretos, los que constituyen nues
tra heredad, nuestra historia; la tradición es nuestro terruño,
la heredad es la incorporación del día de ayer en el de hoy, es
el sordo rumor donde acontece el presente.
El pasado exige tanto como el presente y cuando negamos
la vigencia actual de esta exigencia, ocasionamos la desinte-
12 PREFACIO
gración existencial y cultural que produce la discontinuidad
histórica, la irreversibilidad del tiempo, la cancelación del pa
sado, la nulidad de la tradición. La comunicación interhuma
na de una época a otra, que es la forma de la reversibilidad del
tiempo, es la forma de la tradición, y de la tradición moral.
Ahora bien, no quisiéramos la impresión de que se apues
ta a una posición teórica específica, sino antes bien que se está
procediendo con rigor metodológico y, sobre todo, fenome-
nológico, una constatación de que se está procediendo bajo el
imperativo de "a las cosas mismas” . Por ello, nadie se equivo
caría tanto en la lectura de estas notas como quien leyese en
ellas una "preferencia" de cualquier tipo por el pasado. Es evi
dente que no estamos hablando aquí de una “preferencia", de
una elección, o simplemente de una posición teórica: preferir
el pasado no es mejor, ni siquiera fundamentalmente distinto,
que hipotecar lo presente a lo futuro. La nostalgia y la espe
ranza son dos vicios simétricos del corazón, dos perversiones
teóricas de las que cura la revocación del tiempo, que Nietz-
sche llamó "eterno retomo”.
Por ello, "concebido ya el hombre como un ser histórico
—señala Nícol— la tradición debe tratarse como un concepto
ontológico, el cual corresponde al concepto de filogénesis que
emplea la biología. La tradición es la línea de transmisión de
los caracteres adquiridos, es la continuidad del proceso en la
cual se concreta la ley general de herencia histórica” .6 La tra
dición se forma electivamente, no se produce sola; se recibe,
pero también se transforma e interpreta, y se enriquece o se
empobrece.
Éste no es un proceso representable mediante 'leyes natu
rales”; si acaso, mediante "leyes humanas” que hacen de la his
toria un diálogo. El sentido de una obra pasada se comprende
porque literalmente no ha quedado en el pasado, sino que está
presente todavía, la retribución del presente es así al pasado.
Porque la recepción del pasado no es pasiva, no es total, no es
enteramente forzosa; es, antes bien, en parte forzosa, en parte
selectiva, en parte accidental, como lo es la existencia misma
y como lo es toda forma de comprensión o de comunicación
dialógica,
6Ibidem, p. 200.
PREFACIO 13
En la temporalidad histórica el pasado no se pierde, porque
sus sucesos no son equivalentes, ni su procesión es uniforme.
De esta suerte, la herencia del pasádo no convierte al presente
en una consecuencia de lo que ya fue y ya no es; siempre
existe un juego de claroscuro, de ambigüedad, de ser y no ser,
de pérdida y ganancia, de conservación y retribución, de olvi
do y memoria. En el juego de estos múltiples factores, en esa
combinatoria infinita, se produce el contenido de una particu
lar tradición.
Algo que es necesario destacar y que constituye quizá uno
de los logros fundamentales del filosofar nicoleano es que
esta concepción de la historicidad entraña necesariamente a la
comunidad universal, es decir, el desvelamiento de aquellas
concepciones que se conformaron con advertir la diversidad
humana y que señalaron que cada pueblo tenía su propio des
tino histórico extraño para los demás, ajeno y distinto en sen
tido radical, lo cual traía como consecuencia irremediable la
anulación de la tradición y, más específicamente, la anulación
de los efectos catárticos y ejemplares de la tradición moral.
En estas concepciones, cada una de las épocas precedentes
revocaba a la anterior, porque para ellos el tiempo, su discu-
n ür, era progresivo y por ello absolutamente irreversible e
irrevocable, como el tiempo borgeano.
Pero en estas concepciones, amén de la desesperanza de la
irremisible pérdida del pasado, lo que no existe es el sentido
de solidaridad humana. Cada quien pertenecía a su cada cual,
todos divididos y por siempre insolidarios. Lo paradójico del
caso es que ésta es la forma en la que en la actualidad los
hombres se siguen viendo unos a los otros; el otro me es cons
titutivamente "ajeno", distinto y, por ello, radicalmente sepa
rado de mí, y no "prójimo", que quiere decir próximo, lo más
cercano ontológicamente.
No en vano, en 1946, durante el proceso de Nüremberg se
creó el concepto jurídico de genocidio, concepto que engloba
ba un tipo de criminalidad desconocida hasta el momento.
Este delito hunde sus rafees en el racismo; es su producto
lógico y, en última instancia, necesario.
Habría que destacar que, no obstante que el genocidio anti
semita fue el primero en ser juzgado por la ley, no fue el pii-
14 PREFACIO
mero en ser perpetrado. La historia de la expresión occidental
en el siglo XJX, de la constitución de los imperios coloniales
por las grandes potencias europeas, está jalonada de masacres
metódicas de las poblaciones autóctonas, porque desde 1492
lo que se puso en marcha fue una máquina de destrucción de
los indígenas que aún funciona allí donde subsisten y de ahf el
concepto de etnocidio. Así, si el término genocidio remite a la
idea de raza y a la voluntad de exterminio de una minoría ra
cial, el de etnocidio se refiere ya no a la destrucción ffsica de
los hombres, sino a la de su cultura. El etnocidio es, pues, la
destrucción sistemática de los modos de vida y de pensamien
to de personas diferentes a quienes llevan a cabo la destruc
ción. En suma, el genocidio asesina los cuerpos de los pue
blos, el etnocidio los mata en su espíritu.
En este sentido es comprensible que la idea de nación, lejos
de vincularnos, nos separe y nos diferencie; esta idea del si
glo XVII produjo un verdadero r^ ^ ^ eso o paralización del sen
tido histórico que aconteció en la Edad Moderna y que, como
señalara Foucault, ha sido la estratagema de los diversos dis
cursos que han posibilitado su permanencia hasta nuestros
días.
A pesar de que el concepto de nación no es más que una
idea política y no ontológica, se convierte en el sujeto de la
historia, que produce inevitablemente la disociación de los fi
nes y la pérdida del sentido de la solidaridad humana. No obs
tante, lo que existe ontológicamente en Ja base de las distin
ciones políticas es la noción viva de una comunidad universal.
Es, pues, la conciencia histórica la que nos cura de los sec
tarismos, los racismos y toda clase de distingos meramente
ónticos, lo cual quiere decir políticos, sociales y etnológicos,
pues la historia política no es nunca la historia universal. Ella
es paiticular en un doble sentido: primero, porque el sujeto de
esa historia es siempre una comunidad política determinada;
segundo, porque aunque llegara a constituirse una comuni
dad mundial, su historia política sería aún particular, pues de
jaría al margen otras actividades humanas que son irreduc
tibles a la política.7 De ésta ya estamos persuadidos tal como
1Cfr., p. 221.
PREFACIO 15
el viejo Macbeth dijo del demonio al sentirse traicionado por
la profecía de las brujas: “el poder miente con palabras ver-
daderas“. Con estas notas acerca 'de la historicidad de la fi
losofía y del ser del hombre, como nos lo devela Nicol, cree
mos que resulta relativamente accesible acercarnos y atender
a E l problema de la filosofía hispánica.
Es claro que al señalarse el nexo que existe entre la vida y el
pensamiento se altera la idea de la vida y, a la vez, la idea
del pensamiento. En este sentido, la esencia del hombre no
sería propiamente esencia en el sentido tradicional del tén ni-
no, sino histoiia, y la historia de la filosofía sería la filosofía
misma. Al absorber la realidad hi^imana, la historia absorbería
igualmente el pensamiento, que es una forma existencial de lo
humano. Por consiguiente, la verdad sería histórica también.
Así, la filosofía podría considerarse como el eje histórico de la
expresión humana, al tiempo que las otras creaciones del es
píritu serían como líneas paralelas, igualmente significativas
no sólo por su autenticidad humana, sino por ser ilustrativas
de la filosofía misma y de su curso histórico. Por ello puede de
cir Nicol: “No sé si debo recordarles, antes de entrar a fondo
en la materia, que estas disquisiciones sobre la filosofía hispá
nica no pueden ser otra cosa que 'ideología'. Esto no es cien-
ciá'.s No obstante, estas “disquisiciones", como el mismo Nicol
nos lo advierte, están cruzadas por dos tipos de philía: una, la
de la verdad y, la otra, la philía a los "países de la comunidad
hispánica“, que ya no le permiten ser tan desinteresado en
cuanto él mismo participa “en los esfuerzos que hacen por en
contrarse a sí mismos, por conocer y regular sus destinos“.9
Estos análisis de Nicol se si^imaban a otros que se realizaban
en Hispanoamérica en la búsqueda por encontrar la identidad
de lo que se llamó posteriormente "estudios latinoamericanos“
y que se llevaban a cabo en México, al menos, por Samuel
Ramos, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Octavio Paz, entre otros.
En cierta medida, podríamos decir que esta obra es una lar
ga meditación sobre el exilio, una larga meditación sobre la
visión de un emigrado, que no transte^ado, que ha adoptado
otra tierra y otra lengua, al q^ “el lado bueno de la mala for-
3E. Nicol, El problema de la filosofía hispánica, op. cil., p. 32.
YIdem.
16 PREFACIO
tuna le deparó el privilegio de conocer algunos de esos paí
ses", que buscaban, como él, su propio destino. Como lo ha
señalado otro exiliado, Adolfo Sánchez Vázquez:
El exilio ha marcado la obra de Nicol no sólo al darle la posibili
dad de realizarla, sino también al hacer.se presente en el contenido
de parte de ella [...]. La marca del exilio aparece concretamente en
la franja que ocupa en su fecunda obra su libro El problema de la
filosofía hispánica. Creo que el exilio le ha permitido a Nicol, como
en general a muchos compatriotas suyos en el destierro, no sólo
una visión más entrañable de las relaciones entre España y Améri
ca, sino también una idea más lúcida y equilibrada del proceso de
independización de los pueblos de Hispanoamérica.11
En este libro, Nicol lleva a cabo una reflexión y un análisis
más arriesgado, al tiempo que más lúcido, de los aconteci
mientos que se dieron para conformar ideológicamente los
sucesos de la Independencia y de la Revolución en México, en
particular, y en Hispanoamérica, en general; así como un aná
lisis de la incorporación progresiva de la filosofía a la episte-
me, esto es, la adopción de la filosof a estrictamente académi
ca como instrumento para la formación de la conciencia
nacional, porque, como nos lo hace ver Nícol, “Hispanoaméri
ca sentía como instintivamente la eficacia del poder de la pa
labra, y éste fue y sigue siendo todavía un rasgo ático e his
pánico de su forma de vida” . 12
Así, la meditación de Nícol conlleva todo ese entramado, la
urdimbre de su concepción de la constitutiva historicidad del
hombre al igual que la de sus productos. En este sentido, el fi
lósofo de La metafísica de la expresión intenta rescatar un lado
no visto, un suceso que, como señala Sánchez Vázquez, es
“una separación de estos pueblos que a la vez une” , un vínculo
al parecer indisoluble de hermandad ontológica y de ese nexo
ontológico de la historia acontecida entre los pueblos de His-
10Ibídem, pp. 32-33.
11 Adolfo Sánchez Vázquez, "Palabras de reconocmiento a Eduardo Ní-
c^ol", en EL ser y la expresión. Homenaje a Eduardo Nicol, Juliana González,
Lizbeth Sagols (comps.), Facultad de Filosofía y Letras, unam, México. 1990.
p. 190.
12Ibidem, pp. 34-35.
PREFACIO 17
panoamérica y una España que perdía sus colonias con la In
dependencia, ese movimiento que representó, a los ojos de
Nícol,
una victoria política que se obtiene con las armas ideológicas que
proporciona el vencido. Tal vez por causa de esto, y del carácter
peculiar de discordia intes tina, de guerra civil, que tuvo el movi
miento de Independencia, ésta no destruyó la base de valores tra
dicionales en que se había asentado la vida durante el periodo
colonial.'^
De igual forma, destaca el pensador de La agonía de Proteo,
la asincronía como uno de los rasgos característicos de la eta
pa de la Revolución, en donde el positivismo, ^ tanto teoría
del conocimiento, doctrina social, política y religiosa influyó
grandemente en Hispanoamérica y donde las asincronías se
dejan ver con mucho mayor fuerza en la medida en que, a pe
sar de que existía un ideario de comunidad americana re
forzado por los ensayistas que prosiguen la tradición de los
ideólogos del siglo xix, lo que no pudo darse fue una verda
dera cohesión política y económica entre los países de Hispa
noamérica, porque no coincidieron las fases locales del largo
proceso revolucionario.
Comoquiera, estos movimientos y la reflexión que de sí mis
mo llevaba a cabo el hispanoamericano para encontrar su
propio ser, le dieron una doble ventaja al hombre americano:
primero, que su situación no es tan vulnerable como la de
otros hombres que no tienen tradición de pensamiento y, se
gundo, que al mismo tiempo se encuentra ^ una disposición
vital más abierta que la del europeo, más dispuesta para el
cambio e igualmente dispuesta para pensarlo en términos uni
versales. En este punto Nícol, guiado por su concepción del
ethos filosófico, señala que la meditación sobre el propio ser,
^ tanto que pensar filosófico, no puede quedar sólo ^ una re
flexión local o particular sobre los acontecimientos, sino que
ha de elevarse a materia de reflexión sobre lo que le sucede al
hombre.
Sin entrar en una discusión sobre la percepción que Nícol
'3 Ibidem, p. 45. El subrayado es nuestro.
18 PREFACIO
tiene de la Conquista y de la Independencia (con la que, como
dice Nícol, "comenzó propiamente la hispanidad") de las colo
nias americanas, pues nos llevaría demasiado lejos de este
marco de referencia, baste apuntar que en la mirada histórica
de Nícol existe una referencia que nos conduce irrecusable
mente a una serie de reflexiones más intensas sobre esa mira
da española del exilio y del llanto frente a América y su histo
ria, como aquella extraordinaria afirmación que nos dice que
con la llamada pérdida de las colonias se inicia un renacimiento
vital de España ..], cuando este proceso de Independencia termi
na con el siglo parece como si España se hubiese, ella, liberado
finalmente de sus dominios y quedado en situación de poseerse a
sí misma, suelta y sin compromisos, con una disponibiidad para
eJ futuro más despejada que la que había tenido hasta entonces.
En suma, España se hace independiente ella misma con la Inde
pendencia final de las colonias.’^
Como si la Independencia final hubiera sido no un desga
rramiento, sino un convenio de beneficio común, un beneficio
que conllevó el avivamiento de una hermandad soterrada por
los movimientos ideológicos para convertirla en esa misma
hermandad de los sufrimientos y esperanzas de los exiliados
españoles con los sufrimientos y esperanzas de los pueblos la
tinoamericanos.
España, para Nicol, vivió poco tiempo el ensimismamiento,
pero con ello pudo crear la escuela madrileña y la escuela de
Barcelona, ambas reproductoras de inmensos talentos que
acabaron de florecer y otros florecieron en esa coyuntura de
exilio, un exilio que se tomó existencia, un modo de vida, un
modo específico y desgarrado de estar en el mundo, una for
ma trágica de ser.
Valgan unas últimas palabras de otro insigne exiliado, Ra
món ^ r a u, que pronunciara en el mismo homenaje que se le
hiciera a Nicol:
Vermelles les dreres
Vermell el claustre illuminat
De vides netes. Claredat.
Ibidem, p. l l 3.
PREFACIO 19
El sol, cántic de (oc
Vermelles les cireres—
Tot llum, tot mar,
Tot claustre.
[Rojas las cerezas
rojo el claustro iluminado
de vidas limpias. Claridad.
El sol, cántico de fuego
Rojas las cerezas—
todo luz, todo mar.
todo claustro,]
¿Qué es lo que queda, al final de este periplo? Quizá festejar
y agradecer que se vuelva a publicar esta obra por una casa
editorial que lleva en sus venas esa sangre del exilio.
Enero de 1998
PROLOGO
"El problema de la filosofía hispánica” es el título que lleva la
primera parte de esta obra, y sirve para la obra entera, porque
las otras dos partes (“La Escuela de Barcelona" y “Ensayo so
bre el ensayo”) fueron escritas ex profeso para completarla.
Las tres partes constituyen, pues, una unidad, no sólo por el
título común, sino por el propósito y por Ja ejecución.
Con este mismo título dio el autor unas conferencias en la
Columbia University de Nueva York (febrero de 1959) y en
la Université Libre de Bruselas (enero de 1960). Las notas de
esas conferencias sirvieron de base para la mencionada pri
mera parte.
Existe un problema de la filosofía hispánica (y hay que de
cir "hispánica” ahora, y no “española” , porque se incluye en la
consideración a la de Hispanoamérica). Parece como si no
pudiéramos hacer filosofía en nuestro mundo hispánico sin
debatir previamente la cuestión del caiácter y el estilo de lo
que vamos a hacer, y de la manera como esto pueda avenirse
con el genio autóctono y con los destinos de nuestra comuni
dad. Tal preocupación o selfconsciousness ha rebasado, a veces,
el límite de la discreción. Quiere decirse que no ha favorecido
la ejecución de una obra sobre cuyos caracteres eventuales
meditamos anticipadamente sin término. Éste ha venido a
ser, justamente, uno de los rasgos característicos de nuestra
filosofía. Ella se distingue de otras por su curioso ensimisma
miento: porque se ocupa tanto de sí misma ^ casi más asidua
mente que de los problemas filosóficos. Queremos resolver lo
que somos hablando de ello. Otros son lo que son, sin hablar
tanto, porque hacen lo que hacen.
Por esto, aunque el problema no carece de interés ni de ur
gencia, tal vez no sea conveniente tratar de él antes de haber
hecho algo por la filosofía en sentido estricto; algo que pueda
prestar cierta autoridad a la recomendación de sustituir con el
trabajo efectivo las inacabables discusiones preliminares, Se
21
22 PRÓLOGO
mejante recomendación fomentaría, sin embargo, ella misma
la egomanía, si expresara solamente el vago propósito de eva
dirse de Ja circunstancia propia dando en el futuro un primer
paso hacia el exterior. Por el contrario, tiene que ser un regre
so, una vuelta momentánea a esa circunstancia, que traiga a
ella noticia de lo que acontece más allá de su recinto. No im
porta entonces prolongar ej silencio sobre estos temas, aunque
puedan algunos tergiversarlo y darle peyorativa calificación
de desinterés por el asunto supremo del propio ser.
Por lo demás, cuando se trata de recomendaciones, ía buena
voluntad no basta. La virtud del discreto reclama un saber de
recta intención, como lo llama Gracián. Este saber o experien
cia no puede acumularse sino con paciente perseverancia. De
otro modo, al hablar de los demás, no logramos precisar ni la
intención ni el concepto. De las intenciones dice lo suficiente
el texto de la obra; pero de los conceptos cabe decir que han
de ser preparados con rigor en otro lado, antes de utilizarse
para debatir estas cuestiones del carácter y el estilo del ser pro
pio. Pues estas son cuestiones éticas, y todo lo ético es siempre
muy confuso, si no alcanza alguna depuración teorética.
Como es difícil, pues, darse a entender, juzgó el autor que
debía hablar en griego, para que lo entendieran todos. Para
algunas fórmulas decisivas, las palabras griegas son las únicas
que sirven: todo el mundo las conoce, por fortuna, y las pa
labras castellanas equivalentes ya perdieron ese brillo de las
significaciones desusadas que atrae hacia ellas la atención.
De ahí la frecuencia, que parecerá fatigosa y es deliberada,
con que aparece en el texto la palabra ethos, también apare
cen mucho aristeia y paideia. Pero en el ethos está verdadera
mente el cogollo de la cuestión. Los matices de significado de
esta palabra los irá percibiendo el lector, delimitados por los
contextos respectivos. No estorba, en todo caso, iniciar desde
ahora las aclaraciones.
Cada vocación y profesión tiene su ethos propio. Pero el ethos
no es un sistema convencional de normas que regulen el ejer
cicio profesional. Las normas, si acaso, llegan a formularse
cuando se tiene conciencia de que el ethos es algo intrínseco a
ese ejercicio; de tal suerte que, sin saber lo que es el ethos ni
haber reflexionado sobre ninguna regulación expresa, a cada
PRÓLOGO 23
cual le basta hacer bien su oficio para mantener condición éti
ca. El buen operario se juzga por la bondad de su producto.
Naturalmente, en toda manufactura interviene tm factor que
no es ético, y es la capacidad del operario. El factor ético se
refiere más bien a la disposición del operario frente al objeto
que proyecta ofrecer, se trate de un mueble, de un diagnóstico
médico o de una poesía.
Esto se comprende mejor cuando se recuerda que los grie
gos llamaban areté, que nosotros traducimos por virtud, a la
propiedad específica de cada cosa. No todas las cosas consi
guen rea^^^r con igual excelencia las cualidades distintivas de
su propio ser, sean cosas naturales o producidas. Así, el buen
caballo tiene más virtud que el mal caballo; la buena mesa
tiene más virtud que la mala mesa. Esta especie de bondad es
la areté, y ella permitiría decir que el buen caballo es "más ca
ballo” que el malo, la buena mesa es '’más mesa” que la mala,
el buen hombre es “más hombre" que el hombre malo.
Pero ¿cuándo es bueno el hombre y cuándo es malo? Esto
ya es más complicado; porque el hombre, visto por un lado, es
un ser como el caballo, un ser natural que recibe como heren
cia una limitada dotación de facultades; y visto por el otro
lado es un ser como la mesa, o sea, un producto de elabora
ción. Siendo esto así, juzgaremos al hombre más humana
mente si atendemos no a la parte de su ser que le fue dada,
sino a lo que él haya logrado hacer de sí mismo, consigo mis
mo, sobre la base de aquella dotación heredada. Esto es lo que
q,ueremos decir cuando indicamos que el hombre, a diferen
cia del caballo y de la mesa, es el ser de la vocación. El hom
bre elige él mismo "lo que va a ser”, pero no con entera liber
tad, pues sus capacidades son limitadas. Su libertad es mayor
cuando decide “cómo va a ser”, dentro del campo de esa voca
ción elegida. La vocación, pues, no decide sólo el oficio, sino
el modo de ejercerlo. Lo cual significa, en suma, que hay mu
chas maneras de ser buen hombre y, en cambio, no hay más
que una sola manera de ser buen caballo.
Con eUo se introduce en la existencia humana la cuestión
moral: el ser envuelve el querer ser, y éste es cualificable siem
pre, porque siempre implica una libre elección. En efecto, no
solamente son múltiples las posibilidades existenciales qiie lla
24 PRÓLOGO
mamos vocaciones; son múltiples, además, las modalidades
de existencia dentro de cada vocación. Lo producido por va
rios hombres distintos en un mismo oficio son cosas similares:
todos los albañiles constmyen edificios, todos los profesores
enseñan. Y aunque se puede apreciar la cualidad diferente de
los productos, la cualificación moral del ^ ^ ce no depende sin
más de la cualidad de su trabajo. Depende más bien de esto:
de que el trabajador se hace a sí mismo mientras ejerce su ofi
cio, y es él, como hombre, el producto principal de su trabajo.
Se cualifica entonces lo que el hombre quiere ser, cuando se
dedica a su quehacer. La areté, o la virtud, o la bondad de cada
cosa constituye un elemento existencial de la cosa misma, y se
aprecia examinando si ella sirve para lo que es. De igual modo
se juzga al hombre, ex ^ ^ m ando si él sirve para lo que es. Pero
como el hombre no tiene su ser completo en el momento en
que ya es hombre, sino que tiene que existir haciéndose hom
bre a lo largo de toda su existencia, ocurre que unas veces es
más hombre y otras es menos hombre. En un mismo indivi
duo, el grado de la areié es oscilante, y la oscilación no depende
sino de él mismo, de lo que él hace, del servicio que presta en
su quehacer. Cada quehacer tiene su ethos propio, y por tal
razón ese constitutivo existencial que es la areté adquiere en el
hombre caracteres morales. Lo moral no es algo sobreañadido
al ser, sino algo producido por el ser mismo en su existencia.
Puede señalarse incidentalmente que la filosofía existencial
es defectuosa, en tanto que su análisis de la existencia preten
de eliminar ese factor constitutivo, u olvidarlo; ese elemento
funcional que se descubre bien claro en el hecho de que el hom
bre tiene que producirse a sí mismo, produciendo cosas, para
realizar su específica areté. Insistamos: lo que es depende de lo
que hace y de cómo lo hace. El "cómo" es lo que concierne al
ethos. De que la palabra areté o virtud haya venido a signifi
car por eminencia la virtud moral, y que no llamemos ya virtuo
sas a las cosas, aunque sean de buena factura. Pero no la olvi
demos: al hombre podemos llamarlo virtuoso porque su ser, en
tanto que es moralmente cualificable, es factura de sf mismo.
Elegir una vocación es, por consiguiente, elegir una entre
múltiples maneras de ser, y es adquirir el compromiso de ser
hombre virtuoso, buen hombre, dentro de ese campo de ac
PRÓLOGO 25
ción preferido. Ningún hombre puede ser cualquier cosa, pero
todo hombre puede realizar la específica arete humana cum
pliendo con el ethos de la vocación que para él fue posible.
Esta democracia moral, fundada en la diversidad de posibili
dades de llegar a la arelé humana, funda, a su vez la única au
téntica aristocracia: la que surge de la diversidad en la exce
lencia del ethos.
La filosofía es, entre todas, una vocación muy particular
mente distintiva, porque su ejercicio requiere precisamente
una meditación sobre la areté de lo humano y sobre el ethos
en general. De suerte que una infi'acción del ethos, o una con
ducta olvidadiza de sus compromisos, es aquí doblemente
grave. Ya sabemos que puede haber un mal jinete y un mal
carpintero; mal jinete y mal carpintero son quienes, dotados
para estos ejercicios, no los cumplen como es debido. El mal
filósofo no es el que tiene escaso talento natural, sino aquél
que, a pesar de su talento, no cumple lo que de él cabe esperar
humanamente, dentro de su oficio. Pero, al infringir el ethos
de la filosofía, perturba además el ethos común, del cual tiene
que ser guía, por requerimientos estrictamente profesionales.
De un error técnico de filosofía responde el filósofo sólo ante
sus pares; de una falta contra el ethos filosófico ha de respon
der ante todos.
Ya se percibe entonces que estas son cuestiones de hecho, y
que su planteamiento no responde a una subjetiva predilec
ción, a un prurito de sermonear al prójimo. Sirva Jo dicho de
advertencia, porque a todos nos impacienta el que viene a ser
moneamos, y muchos pudieran impacientarse al descubrir
que nuestra filosofía, la filosofía hispánica, tiene planteado un
problema que concierne al ethos y que está, por lo tanto, si
tuado en un nivel más básico que el nivel en que se plantean
las discrepancias de doctrina.
Cuanto es necesario decir al respecto ha de afectar al ethos
filosófico en nuestra comunidad de manera directa, y al ethos de
esta comunidad en general. Y el momento es oportuno, por
que la marcha de la civilización está produciendo en todas
partes una crisis del ethos de las profesiones. Se está perdien
do la noción de que el hombre puede lograr la excelencia, en
tanto que hombre, mediante la excelencia de su trabajo, y que
26 PRÓLOGO
esta excelencia es el lin u objetivo real de Ja producción mis
ma. Se está cada vez más apreciando cuantitativamente el pro
ceso del trabajo, hasta el punto de quedar casi por completo
descualificado. El número de objetos producidos, y la ganan
cia que reportarán eventualmente, van consti tuyendo el único
criterio. Este amoralismo del trabajo no determina meram en
te una decadencia de la pericia, una baja en la cualidad de los
productos, sino una baja en las cualidades humanas. Si se
sustituye el valor ethos de la profesión por el puro valor eco
nómico se produce una forma de deshumanización que no de
pende sólo del maquinismo, pues se manifiesta igualmente en
actividades que no son mecánicas. Consiste en una devalua
ción progresiva del productor en tanto que productor —o sea,
en tanto que hombre—, la cual es de carácter existencial y éti
co, no meramente económico y político. El hombre se pierde
a sí mismo en el trabajo, el cual fue, desde siempre, el ejerci
cio en que podía encontrarse o salvarse a sí mismo. La diver
sión en que emplea su ocio no ayuda a recuperarlo, pues el
ocio debiera ser descanso de una literal conversión. Cuando
el trabajo no logra concentrar en sí mismo al trabajador, éste
no tiene ya "de qué” divertirse. Si prosigue, como es de temer,
este proceso de enajenación, esta pérdida de la relación vital
entre el trabajador y el producto de su trabajo, había que
reforzar todos los otros medios de recuperación del hombre.
La salvación es ética, y mal podrá contribuir a ella una vo
cación de trabajo tan singular como es la filosofía si no em
pezamos por reforzar el ethos dentro de la filosofía misma. No
es el filósofo quien afirma personalmente que la filosofía ha de
tener virtud de ejemplaridad. La tiene ella por sí misma. La
cuestión es examinar de qué modo responde cada cual a la exi
gencia esencialmente ética de la vocación. En época de crisis
moral, la filosofía "tiene que ser“ excepción. La obra presente
ha sido escrita pensando en la manera cómo nuestra particu
lar filosofía hispánica pudiera ser hoy excepcional en este sen
tido, y no en otro sentido peyorativo, por sus rasgos pinto
rescos.
E . N.
Diciembre de 1960
P r im er a Parte
EL PROBLEM A
DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
I
1. L a PEQUEr'lA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
No es tarea fácil hablar de filosofía ante personas no versadas
en la materia. Si la puntualidad es la cortesía de los reyes, la
claridad —se ha d ic h o - es la cortesía de los filósofos. El es
fuerzo requerido siempre por alcanzar la claridad se reduplica
y se complica cuando no existe un terreno común de enten
dimiento previamente demarcado. El entendimiento sólo se
logra a base de los "sobreentendidos''. Sobre esta base común
pueden montarse las ideas con relativa firmeza. Pero la exi
gencia de rigor en el montaje no disminuye frente a la otra
exigencia situacional, que es la de darse a entender. El rigor
no puede sacrificarse a la claridad, ni siquiera por cortesía.
Este sacrificio no sería solamente una infracción del ethos
profesional; en verdad, el sacrificio es imposible, pues no hay
pensamientos más confusos que aquellos cuya aparente clari
dad sirve para embozar las dificultades y los problemas.
Siendo esto así, cuando el filósofo elige para su discurso un
tema de los llamados técnicos, puede ocurn r que nadie lo en
tienda, y en este caso nadie lo perdona. Pues todo el mundo se
muestra dispuesto a perdonar a un físico, o a un matemático,
si su discurso resulta ininteligible. De hecho, todo el mundo
está ya predispuesto a no entenderlo: su ciencia se considera
legítimamente esotérica, y la exposición se juzgaría acaso me
nos científica si fuera más comprensible. El prestigio vulgar
de muchas ciencias — el correspondiente de quienes las cul
tivan— depende, en gran parte, de que son inabordables para
el vulgo.
Por otra paite, si el tema que elige el filósofo no es técnico,
o bien es técnico pero logra él exponerlo con claridad accesi
ble, gracias a la casi milagrosa conjunción de una inspiración
superior y un esfuerzo diligente, entonces quienes lo^ ^ m n en
tender se sienten casi decepcionados, reducen el valor de lo que
29
30 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
en tendieron, y desde luego se muestran dispuestos a discutir
lo, ansiosos de exhibir opiniones personales sobre el tema.
La clave de esta disyuntiva se encuentra en el hecho que
podemos denominar "Ja universalidad de los problemas” de la
filosofía. Suponiendo, como han creído incluso algunos pen
sadores, que el pensar filosófico consistiera en inventar teo
rías, pueden ustedes tener la seguridad más completa de que
los problemas no los inventa nadie. Los problemas —los gran
des problemas fundamentales— están ahí, presentes ante to
dos, y a todos nos afectan por igual. No todos, ciertamente,
tienen de ellos una conciencia igualmente aguda. Esta agu
deza, si es persistente, puede ser el acicate que impulsa hacia
la vocación profesional de la filosofía, en cuyo ejercicio se ad
quiere la capacidad de meditar técnicamente sobre aquellos
problemas. Pero es inevitable que sienta igualmente el impul
so a hablar de ellos quienquiera que tenga de ellos conciencia,
aunque no tenga vocación, ni disponga de medios técnicos
para conducir su discurso con rigor. Su preocupación es legí
tima, es esencialmente humana; y su discurso, aunque sea
improvisado y pueda parecer petulante, no impüca una falta
de respeto hacia quien hubo de reflexionar con método du
rante largo tiempo antes de atreverse a exponer, a sugerir, una
oplnion.
La interferencia del ”aficionado” exasperaba sobremanera
al “profesional” estricto que era Platón. “De estos problemas
—dijo con Frecuencia— no puede ocuparse el primer venido."
Mucho más exasperado y despectivo, antes que él. se mostró
Heráclito. No piensen ustedes, corno algunos historiadores de
la filosofía griega, que los denuestos de Heráclito contra “quie
nes tienen alma de bárbaro” (contra los necios que, cuando
escuchan, "se parecen a los sordos”) se deban a razones per
sonales de carácter o de situación. Ese filósofo no desprecia el
vulgo porque él sea un aiistócrata. Puede ser también aris
tócrata el que escucha y no entiende. Más bien se dijera que la
filosofía crea una aristocracia: la de quienes aprenden a en
tender. Pero la impaciencia de Heráclito y de Platón tiene ra
zones más hondas y sutiles. La idea de una aristocracia del
saber, que se forma en Grecia y es uno de los pilares de la civi-
Uzación moral de Occidente, es tan sólo, vista por ^ era, un
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 31
fenómeno sociológico derivado. Vista por dentro, la distinción
entre el filósofo y el profano responde a la distinción capital,
constitutiva de la filosofía misma, entre la ciencia y la mera
opinión.
El vulgo —que en este caso quiere decir simplemente el pro
fano— se mostrará siempre dispuesto a aceptar la opinión
científica, a inclinarse ante la autoridad del competente: a
escuchar y callar. Pero sólo cuando se trata precisamente de
la ciencia segunda, como la llamaba Aristóteles: de esta cien
cia o de la otra, de cualquier ciencia particular. Cuando se tra
ta, por el contrario, de la ciencia piimera, de la que fue y sigue
siendo matriz de todas las demás; cuando se trata, en suma,
de la ciencia que forjó el concepto mismo de ciencia en gene
ral, entonces el profano no considera que haya profanación
ninguna en penetrar en su recinto. La autenticidad de su ex
periencia personal del problema j ustifica su denuedo y com
pensa su ignorancia. ¿Por qué habría de tener autoridad ma
yor que la mía, para ocuparse de m i propio problema, un
hombre igual que yo, cuyo problema es el mismoV A quien
hable, por ejemplo, de la mecánica ondulatoria de los sis
temas de corpúsculos, se Je escucha con respeto, porque éste
es, precisamente, su problema: no es un problema que nos
afecte a todos por igual, de manera vital y directa. De donde
resulta la imprevista paradoja de que el vulgo, el profano en
menesteres de la ciencia, concede mayor respeto a lo que le
importa menos. Y aunque la exasperación que hubieron de
sufrir los filósofos del tiempo griego se vaya repitiendo en los
tiempos actuales —porque la situación depende, como hem os
visto, de la naturaleza de las cosas— lo que puede hoy frenar
la impaciencia ante las profanaciones del vulgo es la seguri
dad de que con ellas recibe la filosofía una forma de homena
je, inconsciente y inuy desviado, pero muy sincero. La filo
sofía es lo que más importa —y por ello todo el mundo quiere
"meter baza"—.
Por esto, además, adquiere popularidad mayor el filósofo
cuyos pensamientos son más accesibles, aunque no sean nece
sariamente más valiosos. También está en el orden natural de
las cosas humanas que, así como el filósofo técnico se siente
decepcionado ante unos pensamientos bellamente expuestos,
32 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
pero de estructura endeble, así el profano por su parte se sien
ta decepcionado cuando la filosofía se ocupa de los problemas
comunes en unos táiminos que no están en el nivel común de
comprensión.
Cuanto acabo de decir pudiera intimidailes. Pero no hay
causa de alarma, en esta ocasión. Podrían esperar con recelo
cuanto tengo que decirles si no atinasen en el carácter tran
quilizador de lo que llevo dicho ya. La exposición de un tema
rigurosamente técnico de filosofía no hubiera requerido seme
jante preámbulo. De hecho, no he tratado con él solamente de
tranquilizarles a ustedes, sino de tranquilizarme a mí mismo,
antes de iniciar una tarea que no es habitual. Habitualmente
hablo de filosofía, pero en esta ocasión hablaré —estoy ha
blando ya— sobre la filosofía. No es indebido hacerlo, ni re
presenta ninguna concesión, ninguna renuncia a los princi
pios de la ciencia. La conciencia filosófica más severa no ha
de sentir la mordedura de ningún reparo cuando la reflexión
discurre sobre la filosofía vista por fuera, y no sobre los pro
blemas que solicitan dentro de ella un tratamiento metódico.
Inclusive, algunos pensadores, desde Dilthey, han creído que
el destino de la filosofía tenía que reducirse en el futuro a una
especie de autocontemplación, a una "filosofía de la filosofía".
No me propongo seguir este camino, o mejor dicho, paralizar
me en este punto. Por el contrario, los problemas de la filoso
fía son t.an apremiantes y requieren una consideración tan
cuidadosa y sostenida, que no dejan mucho tiempo para que Ja
atención se distraiga hacia esas cuestiones marginales que pu
diéramos llamar de sociología de la filosofía; y, por ello, no
puedo negar que me siento en este terreno un poco fuera de
ámbito.
Lo que importa — con esto salvo mi responsabilidad, a la
vez que apaciguo su alarma— es no confundir la crónica ex
terna de la filosofía con la filosofía estricta. Podemos adoptar
aquí, mutatis mutandis, una distinción que hacemos en la cien
cia histórica. Hay una crónica de pequeños sucesos, de am
bientes determinados, de cursos biográficos, que constituye
un género específico al cual han llamado los franceses la pelite
histoire. Al lado, o por encima de ésta, se encuentra la gran
de histoíte. La gran historia es sistemática, y más ideológica;
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 33
la pequeña=es anecdótica. Y resulta la pequeña historia más
fácil para quien la escribe, y más divertida para quien la lee,
precisamente porque presenta la materia viva de la acción
humana, los hechos mismos, en su concreción; mientras que
la gran historia requiere ideas, presenta los hechos encuadra
dos por categorías. Pero ningún lector sensato de obras histo-
riográficas podría decir jamás que los escritos de Mommsen,
de Huizinga o de Menéndez Pidal le parecen menos impor
tantes porque los encuentra menos divertidos, que los de otro
historiador cualquiera, muy distinguido también, que haya
estudiado las economías de Palacio en tiempo de Isabel 11, o
las cuitas del rey Bomba en la Corte de las dos Sicilias. Se tra
ta ^ dos géneros distintos, y cada uno tiene su nivel y valor
propios.
Como lo primero que se ha de aprender en filosofía es a no
confundir los géneros, puedo confiar en que no confundan
ustedes, desde ahora, la petite histoire de la filosofía con la filo
sofía misma y con su grande histoire. La filosofía, como toda
actividad humana, tiene su anecdotario, pero no se constituye
a sí misma con anécdotas. En esto tengo la obligación de in
sistir. Pero este es mi problema. ¿Cuál es el problema de Ja fi
losofía hispánica, sobre el cual fui invitado a hablarles en esta
ocasión?
2. ¿P o r qué el problem a?
¡Por qué, realmente! No parece que tuviera sentido ocuparse
del problema de la biología hispánica, o de la filología his
pánica. ¿Qué sentido puede tener entonces tratar del proble
ma de la filosofía hispánica? Por otra parte, ¿resultaría siquie
ra inteligible este otro enunciado: "El problema de la filosofía
inglesa", o bien "El problema de la filosofía alemana"? No se
alcanza a comprender el significado del término problema, en
este contexto, empleado en singular. ¿Es que hay un problema
filosófico, del cual se ocupan con predilección marcada los
pensadores hispánicos? No se trata de esto.
Tal vez el significado de este "problema” se aclare un poco
si no ponemos de momento nuestra atención en él, y la desvia
mos hacia "lo hispánico”. La determinación primaria de his
34 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
panidad de nuestra filosofía no constituye un problema: se
establece por la zona lingüística, o si se quiere precisar mejor,
por la zona que abarca la familia de lenguas hispánicas. Pero
presentimos, desde luego, que hay algo más, algo especial,
peculiar y distintivo. Y esto es lo que constituye un problema:
la distinción. Pues cada zona lingüística se caracteriza por
unas ciertas modalidades culturales. En tanto que el ser es ex
presión, no puede ningún ser humano hablar de una manera
distinta sin ser distinto. Afortunadamente, ésta es una simple
evidencia metafísica, y todos nos apoyamos en ella implícita
mente cuando esperamos encontrar variedades culturales y de
estilo vital, distintas de las propias, si visitamos un pueblo que
se expresa en una lengua que no es la nuestra. Incluso parece
que nos decepcionan las similitudes, cuando aparecen; y si no
somos menguados de imaginación, o fanáticos de la monoto
nía, sentimos que la variedad y las singularidades ajenas nos
enriquecen el espíritu, cuando las aprehendemos, nos alegran
y levantan el ánimo (cosa, por otia parte, bien necesaria en
este mundo de hoy, sobre el que se cierne, como una sombra
de luto espiritual, la prosaica tristeza de la uniformidad). Pero
una cosa es ser distinto —todo ser es d istin to - y otra cosa di
ferente es esta modalidad peculiar de ser, que consiste en "no
ser como los demás”.
La ciencia es igual en todas partes. La ciencia es una lengua
universal y no presenta, en tanto que ciencia, diferencias pecu
liares de un país a otro país. Justamente por ser universal, la
diferencia traspasa aquí la línea de las fronteras políticas: es
la diferencia que su sola presencia ya establece entre ella mis
ma y todas las otras manifestaciones culturales peculiares de
cada lugar. La ciencia no tiene peculiaridades típicas. Por esto,
cuando se habla de la ciencia española, o de la ciencia france
sa, se entiende con esta fórmula la contribución española, o la
contribución francesa, a la ciencia común, universal. No se
alude al carácter personal de quienes cultivan esa ciencia ni al
ambiente en que éstos se desenvuelven ni a una presunta pe
culiaridad de sus creaciones científicas que fuera determinada
por estos factores de carácter y de ambiente.
La estructura molecular del ácido conocido por las iniciales
DNA en química orgánica, es la misma en California, cuando Ja
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 35
analiza Pauling; que en Inglaterra, cuando la analizan Watson
y Crick; que en Nueva York, cuando la analiza Severo Ochoa.
De parecida manera, en física nuclear, la Uamada difracción
de los electrones es exactamente el mismo fenómeno que des
cubren Davisson y Genner en los Estados Unidos y que repro
duce Thomson en Inglaterra. En fin, el problema de la deduc
ción trascendental de las categorías es inteligible para todo
filósofo en cualquier parte del mundo, aunque fuese pensado
por vez primera en Koenigsberg. La comunidad de la ciencia,
y la de los cientficos, está garantizada no sólo por la uni-
fo^ idad del sistema simbólico, sino por la unidad de la reali
dad misma, sin la cual el sistema simbólico jamás pudiera ser
efectivamente universal, es decir, unívoco.
En principio, habría que suponer que la ciencia principal
que es la filosofía procede, a fortiori, de la misma manera. Los
problemas son los mismos para todos; el sistema de catego
rías que empleamos es común. Por consiguiente, al hablar de
la filosofía española, e hispánica en general, aludiríamos tan
sólo a las contribuciones que los países hispánicos hubiesen
aportado a la filosofía universal. Siendo esto así, no habría
problema. Pero hay problema. Existe entre los filósofos hispa
nos una conciencia más o menos vaga de eso que se llama “no
ser como los demás". Unos la tienen porque justamente con
tribuyen a la peculiaridad distintiva; otros la tienen porque
deploran esa peculiaridad.
¿En qué consiste este elemento típico de la filosofía hispáni
ca? Trataremos de indicarlo Pero atendamos p^ mero a esta
cuestión mas fundamental: ¿cómo es posible que se adhieran
los tipismos, como plantas parásitas, al cuerpo limpio de la
ciencia filosófica? Es que la palabra filosofía tiene un alcance
muy vasto; casi tan vasto como el manto de la Virgen, y cubre
todo género de pecados intelectuales. No necesito recordarles
que en griego filosofía si^ ^ ca amor de la sabiduría y que,
para la manera griega de ver las cosas humanas, el amor o la
philía es la atracción que se siente por aquello que no se tiene.
Sí juzgo indicado recordarles que en Grecia existía ya una
sophía antes de la filosofía. Pero el nacimiento de la filosofía
no representó una súbita manifestación de amor por una sa
biduría que ya existiera, sino más bien la creación de una nue
36 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
va forma de sabidur a, cuya esencia consistía precisamente en
la búsqueda, en la phílfa: si quieren ustedes, en el amor.
Peio ¿el amor de qué? El amor de la verdad. Reparen, pues,
en el hecho de que el amor de la verdad lo siente quien no la
posee (por lo menos hablando en griego; peio también en cris
tiano). ¿Podemos decir en rigor que ama la verdad quien está
seguro de tenerla, y ha saciado así el que le movió a buscar
la? La búsqueda se emprende con las manos abiertas, que son
símbolo de penulia y de esperanza; y observen con qué frecuen
cia el que tiene o tener la verdad cierra esa mano para ase
gurar la posesión. A la mano cerrada se Barna puño, y éste ya es
símbolo de agresión. La filosofía es un camino, esto que ahora
se llama investigación. Por esto el filósofo en Grecia no se con
sidera a sí mismo sabio, sophós o sophistés, sino literalmente,
humildemente, filósofo, buscador o amador de la sabiduría.
La nueva sabiduría consste en un conocimiento metódico
de las cosas como son. Esto es lo que se entiende por ciencia.
En su ejercicio encuentran los griegos. y cuantos no se han ol
vidado por completo de su ejemplo, un género singular de vir
tud, o un ideal de virtud humana. Es de todos sabido que el
alma se ennoblece cuando se pone frente a las cosas con el pro
pósito de conocerlas en sí mismas y por sí mismas, desintere
sadamente, sin intención de lucro o beneficio utilitario. Pero
la más honda virtud de la filosofía es un bien común, y deriva
del nuevo concepto de verdad que ella instaura. La verdad, en
ciencia, ya no expresa una opinión personal, sino que expresa
la cosa misma, tal como ella es. Por lo menos aspira a esto, Y la
aspiración —la philía— es suficiente para que queden elimi
nadas desde luego del ámbito de la ciencia, a la vez la mentira
y la arbitrariedad, las cuales son siempre personales. La
veracidad se da por supuesta en la esencia misma de la philía,
del amor de la verdad; la arbitrariedad se rinde ante la ape
lación común a las cosas mismas.
3. V a r io s t ip o s d b f il o s o f ía
Creo que ya he logrado sugerirles que la filosofía es ciencia,
desde su nacimiento. Si fuésemos tan fieles a nosotros mis*
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HJSPÁNIGA 37
mos como es nuestro deber, dijéramos que la filosofía es la
ciencia, la única ciencia real o posible. Pues las llamadas cien
cias particulares no pueden ser otra cosa que particulares ma
nifestaciones de ese único, radical afán de verdad al que se
dio el nombre de filosofía. La philía que promueve el estudio
de los astros no es distinta de la que promueve el estudio de
las plantas, o el de los hombres. La especialización del cono
cimiento ha determinado que llamemos hoy ciencias a esos
estudios particulares, y que reservemos el nombre de filosofía
para los estudios ^ ndamentales. Pero ésta es una convención
de nomenclatura que no debiera preocupamos. Sólo nos preo
cupa porque en el ánimo de las gentes, y de algunos científi
cos también, se ha venido asentando la duda respecto del ca
rácter científico de la filosofía. Según esta inversión de los
términos, parece que las ciencias particulares hayan acaparado
todo lo que de científico pueda producir el intelecto humano,
y que a la filosofía le queden nada más aquellas meras opinio
nes, más o menos arbitrarias, frente a las cuales se alzó pre
cisamente desde su nacimiento.
Semejante subversión de Jos órdenes legítimos no se debe
solamente al auge tardío de esas ciencias particulares, o al en-
candilamiento que ellas producen en el profano. Habrá funda
mento para dudar del carácter científico de la filosofía mientras
haya pensadores que sigan aplicando el título de filosóficas a
ciertas opiniones personales. Y no crean ustedes que el título
se otorga siempre indebidamente. La filosofía es ciencia, pero
no es tan sólo ciencia, y en esto se distingue justamente de las
ciencias particulares Esa antigua sophía, la que existía aun
antes de la filosofía, no caduca con el nacimiento de ésta. Al
contrario, prosigue con fuerza nueva y hasta se incorpora a la
nueva forma de saber que es el cientefico. Encontramos opi
niones científicas y opiniones no científicas en la filosofía, am
bas legítimamente instaladas en su recinto. Pero entonces
¿cómo se distingue Ja opinión sabia de la opinión vulgar? La
distinción es ya una operación filosófica. No hay un criterio
común, al alcance de todos, para efectuarla, y esto sólo revela
ya que la sabiduría no es siempre científica, aunque la ciencia
sí sea una forma de sabiduría. Una forma, no sé si la suprema,
como creyeron los griegos, pero en todo caso no la única. La
38 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
sabiduría no científica es una mezcla sazonada de experien
cia, de previsión y mesura; si quieren ustedes, de justicia,
prudencia, fortaleza y templanza. Este temple humano no se
enseña académicamente. Hay hombres más dispuestos que
otros a adquirirlo, y el camino de su adquisición es el camino
de la vida. Quienes tienen esta sabiduría tienen la capacidad del
buen consejo; y por ello tienen el derecho moral, y hasta el de
ber, de dar consejos, pues, como dice Gracián, ”toda ventaja
en el entender lo es en el ser", y esta ventaja tiene que ser par
ticipada. Sus opiniones, aunque sean meras opiniones desde
el punto de vista de la ciencia, han de ser escuchadas con res
peto, incluso cuando no fuesen compartidas; pues ni buscan
el provecho ni las promueve la ambición ni puede manifestar
las quien no se apoye para hacerlo en la autoridad de una vida
dedicada honestamente a Ja meditación.
No todas las opiniones son sabias, definitiva. No basta
opinar con fuerza, con pasión, ni siquiera con sinceridad, para
ser sabio o amante de la sabiduría. Y esta dstinción, que es
tan elemental para todos nosotros intelectualmente, sin em
bargo no surte entre nosotros, en el mundo actual, los debidos
efectos vitales. Lo cual bastaría para reconocer el ^ carácter crí
tico de este mundo, o de este tiempo; pues en cualquier tiempo
que no sea crítico, anárquico y disolutivo, prevalece el consen
so que otorga autoridad moral a quien supo merecerla. Toda
comunidad depende de estos pilares, para sostenerse, más que
de la autoridad administrativa. En todo caso, la figura ideal del
filósofo reuniría a la vez la sabiduría del sabio y la sabiduría
del científico. En verdad, ¿cómo puede haber ciencia sin sabi
duría? La pregunta no es retórica, porque la ciencia de nues
tros días acusa una efectiva mengua de sapiencia. Esto es po
sible (a pesar de que la sabiduría es esencialmente constitutiva
de la cienca) porque el hombre es un ser tan poderoso que
puede incluso efectuar una barbaridad metafísica como es la
dislocación de las esencias.
Pero lo que me importa ahora es mostrar que puede haber
una sabiduría no científica, y no ha dejado de haberla en nues
tro mundo, desde Homero. Me importa a la vez por lo que
esto ti ene de positivo y por lo que ti ene de negativo. Es cosa
buena para todos que en la historia se mantenga la continui
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 39
dad de una tradición de sabiduría, la cual nos permite sen
timos hermanos de esos hombres del pasado que siguen dan
do buen ejemplo, a pesar de que sus vidas se desenvolvieron
en circunstancias muy dispares. Pero este lado bueno tiene,
inevitablemente, su reverso malo. Como la sabiduría es formal
mente indefinible, puesto que se manifiesta en actitudes y opi
niones personales, su apreciación depende a su vez de la
opinión de los hombres, y éstos pueden incurrir, e incurren de
hecho a cada paso, en confusiones. Hay que ser ya un poco
sabio para aprender a distinguir al sabio —y éste es justamen
te el beneficio de ejemplaridad que produce la sabiduría entre
los hombres—. Pero es cierto que la falsa sabiduría se confun
de con la sabiduría. A la falsa se la llama sofística.
¿Quieren unos ejemplos? Escojamos entre los antiguos, que
el paso de los modelos antiguos a las reproducciones actuales
podrán darlo ustedes sin mi ayuda. "El hombre es la medida
de todas las cosas"; "El poder es el fundamento del derecho".
Estas afirmaciones no son científicas. Esto no quiere decir
que sean falsas. Yo pienso que lo son; pero lo que distingue a
una proposición científica no es el hecho de que sea verda
dera, porque entonces serían falsas todas las proposiciones no
científicas, y por su lado habrían de ser verdaderas todas
las científicas, cosa igualmente inexacta. No: aquella idea del
hombre y aquella idea del derecho son meras opiniones. Y tam
poco, en tanto que opiniones, son esas ideas producto de Ja
auténtica sabiduría. No son ni lo uno ni lo otro. Sin embargo,
se parecen a lo uno y a lo otro: a la ciencia y a la sapiencia, y
este parecido es el que permite incluirlas en la historia de la
filosofía. Son filosofía: esta índole de filosofía enferma a la que
llamamos sofística. La sofística, por consiguiente, no es un
género aparte, ni es un vicio del raciocinio, como el sofisma.
Que si lo fuera, resultana muy fácil identificarla y denunciar
la; no tendríamos que dar tantos rodeos para disponer el en
tendimiento de quienes no están prevenidos, a fin de que in
tuyan aquello que nos proponemos caracterizar. Las ideas
sofísticas son corrosivas del ethos común, y por esto han de
ser juzgadas en el nivel ético, más que en el nivel intelectual.
Los filósofos identifican sin dificultades el estilo peculiar de
pensamiento de la sofística griega; para esto ya les ayudaron
40 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
Sócrates y Platón. Pero es más difícil lograr la coincidencia
cuando se trata de las formas de sofística posteriores; y en
nuestros días, cuando el sofista pasa desapercibido como tal
sofista, disfrazado con el manto de la ciencia o de la filosofía,
me temo que pasaría incluso desapercibido Sócrates redivivo.
Pues no todos los sofistas son charlatanes, cínicos malabaris
tas de la palabra. Éstos, contra quienes se disparan los de
nuestos del buen burgués escandalizado, son en realidad los
más inofensivos. Los peligrosos son los Gorgias y los Protágo-
las de todo tiempo, aquellos a quienes manifiestamente no se
puede excluir del "gremio“ filosófico: los que sólo escandali
zan a filósofos. Tienen ésos su pensamiento propio, además
de glande habilidad intelectual y verbal; no son insinceros ni
necesitan sostener que son igualmente válidas las razones a
favor y las razones en contra de una tesis cualquiera, para ser
irresponsables. Sólo un filósofo puede ser irresponsable en
cuanto al ethos filosófico.
No olvidemos que el vulgo apreciaba en alto grado a los so
fistas griegos, y que solamente unos pocos filósofos se alzaron
frente a ellos y frente a su prestigio vulgar, lo cual no aumentó
precisamente su popularidad. En la actitud del desprestigia-
dísimo Sócrates, por ejemplo, nos basamos hoy paia formar
nos una idea de lo que sea, en general, la sofística; pero no
siempre empleamos esa idea para señalar, y combatir, como él
hizo, a los sofistas contemporáneos. Éstos de hogaño, como
los de antaño, suelen también estar rodeados de una aureola
de prestigio; aureola que no tuvieran, si la sofística fuese un
género aparte y no, como dijimos, una falsa sapiencia y una
ciencia enfermiza. Así, la denuncia del sofista se presta siem
pre a malas interpretaciones. Vean que al mismo Sócrates le
costó bastante darse a entender: !e costó la vida, y se la quita
ron precisamente quienes lo entendieron. Éste es un drama
pe^ anente de la filosofía, aunque se hace más espinoso en
unas épocas, como la nuestra, que en otras.
La filosofía, pues, no ha de combatir a la sofística como se
combate un agente externo, sino como se combate una dolen
cia orgánica en el propio cuerpo dañado. Más que de una lu
cha se trata de una cura. Y como esta cura o "terapéutica del
alma" —así la llama Sócrates—, igual que la cura del cuerpo,
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 41
no es una ciencia exacta, sólo queda el recurso de confiar bue
namente en que el mayor número posible de hom bres poda
mos libramos de tal enfermedad, en que sean muchos los que
tomen contra ella medidas preventivas.
Ya se va comprobando ahora que el nombre de filosofía se
puede aplicar a productos de la inteligencia humana que son
muy variados, y hasta disímiles. Pero todavía hay otros, de los
cuales voy a hacer mención (sin desviarme del tema: déjense
llevar de la mano paso a paso y verán más adelante qué senti
do tienen estas distinciones y enumeraciones). La sapiencia,
por ejemplo, no siempre se expresa en la forma sentenciosa de
los aforismos que fue predilecta de los Siete Sabios de Grecia.
A veces, sobre todo modernamente, es discursiva. "Nada en
demasía", dice Solón; "Conócete a ti mismo", dice Quilón; "No
te traicionen tus palabras ante quienes confían en ellas", dice
Tales. Que estas sentencias son jugosas de sabiduría lo com
probamos cuando, al recordarlas, nos sentimos hoy todavía
incitados a discurrir sobre ellas y a reservarles aplicación en
nuestras vidas. Recordemos, en cambio, este pasaje del estu
dio de Locke Sobre el gobierno civil:
Dios entregó eJ mundo a los hombres en común; pero, puesto que
lo dio para beneficio de ellos, no puede suponerse que, en su inten
ción, hubiera de permanecer siempre común e incuJtivado. Lo dio
que usaran de él Jos industriosos y razonables. Así, la condi
ción propia de Ja vida humana, la cual requiere trabajo y mate-
riaJes con que trabajar, introduce necesariamente la propiedad
privada.
Esto es ideología. Discutible o no la tesis —pues todo es dis
cutible, menos los hechos—, ésta se presenta como un discur
so de ideas que se puede llamar teoría, si se distingue bien de
la teoría científica. Ya no es una idea sola que aparece con la
concisión de un apotegma. Es una opinión que enlaza con
otras y que puede constituir un sistema. No sólo hay sistema
en la ciencia, bien entendido. Y sería superfluo llamar la aten
ción sobre la importancia que han tenido y tienen en el curso
de la civilización ese género de sistemas, más o menos cohe
rentes, que designamos con el nombre de ideología. Toda la fi
42 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
losofía p olítica es ideología. L a pedagogía, los sistem as de d o c
trina pedagógica, tam poco son otra cosa que ideología. E l tér
m ino no m e sirve para indicar una doctrina o escuela d eterm i
nada (com o la escuela francesa de com ien zo s del siglo x ix ,
que procede de Con dillac, y a la cual se llam a precisam ente
idéologie). M odelo form al del gén ero sería la doctrina p edagó
g ica de R ousseau; pero tam bién es m od élico V oltaire, a pesar
de ser an tiped agógico por vocación.
Al lado de estos sistem as elaborados, que form an parte del
tesoro de la sapiencia tradicional, tenem os los otros sistem as
inventados. É stos son los ^ ^ des edificios de pensam iento que
se m antienen com o si fuese en el aire, por la presión de u n a
fuerza cen trifuga que los d ilata y los eleva por en cim a del n i
vel de los hechos. A veces, en sentido m ás bien peyorativo, se
aplica a estos sistem as el cualificativo de m etafísicos o especu
lativos, con lo cual se quiere dar a entender que no se les co n
cede valor cien tífico . Y , sin em bargo, pertenecen a la filosofía,
aun que no les asignem os dentro de ella el m ism o rango que a
los sistem as m etafísicos de Aristóteles o de L eib n iz. Tales sis
tem as no dan cuenta y razón de la realidad, sino que m ás bien
traducen en rasgos arquitectónicos de pensam iento u n a v i
sión y sentim iento p articu lar del universo. Y no deben ser des
deñados desde luego, porque la invención y construcción de
un sistem a así, no sólo requiere u n a fuerza genial de inteli
gencia, sino una experiencia acu m u lada y sazonada; sin la cual
no pudieran form ularse y organizarse estas que se han llam a
do les belles et grandes idées.
Luego h ay los filósofos que son inventores de ideas sueltas.
Un h ech o — un h ech o cualquiera, que puede ser incluso una
idea ajena— sugiere la idea y el afán de expresarla. Pero el
alien to de la idea se agota en la expresión, y la expresión no
tiene secuencia. L a idea no se hilvana con otras ideas en la
con tin uid ad de teoría, de suerte que la ideología literalm ente
deshilvanada que resulta, en el conjunto de una obra producida
en este estilo, no da nu nca la im presión de un tapiz. Tam bién
esto, claro está, es filosofía. L o s grandes ensayistas pertenecen
a este género, y no se puede negar que son filósofos M o n taig
ne y G ra ciá n . E s filósofo H usserl y es filósofo N ietzsche; lo es
P latón , lo m ism o que el conde Keyserling; San to T o m á s, lo
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 43
mismo que Vauvenargues; lord Bertrand Russell, lo mismo
que Heráclito; Calicles, lo mismo que Bergson.
Lo mismo y no lo mismo. Todos ellos son filósofos, pero
¿quiénes representan más auténticamente a la filosofía? ¿Quié
nes se encuentran en el eje mismo de su grande histoire? Con
vengan ustedes en que, después de todas las distinciones an
teriores, no ha de ser difícil discernir quiénes son unos y
quiénes son los otros. ¿Y la filosofía hispánica? ¿Se encuentra
^ el eje o se encuentra en las zonas marginales de esa his
toria?
Si una cultura filosófica es bastante rica y amplia, y tiene
una tradición bien prolongada, es indudable que habrá pro
ducido ejemplares de todos los tipos, géneros o estilos de filo
sofía que se dieron ya en Grecia y que se dan, con muy par
ticular distinción, en la cultura francesa, por no citar otras.
Cuando no hay tradición filosófica en una zona cultural deter
minada, o bien cuando esta tradición se interrumpió, la carac
terización de una filosofía tiene que hacerse por los estilos que
en ella predominan local y temporalmente. Es un hecho his
tórico que en cieitas situaciones lo predominante son los esti
los marginales. No ha de cabernos ya duda ninguna de que
son, en efecto, marginales —respecto de la filosofía central y
principal— la ideología, la sofística, Jos sistemas inventados
y las ideas su eltas, sea cual sea el valor que puedan tener (ex
cepto la sofística, que sólo tiene un contravalor). Si la predo
minancia llega a ser muy señalada, es inevitable que la filoso
fía correspondiente se defina desde afuera —a veces con una
condescendencia injusta— por ese rasgo peculiar antes indi
cado que consiste en “no ser como los demás". Lo típico de tal
filosofía es justamente su tipismo: su situación marginal, en
suma, su falta de universalidad. A ciertas modalidades del pen
samiento marginal las han llamado algunos ensimismamiento;
otros, más severos, las han calificado de provincianismo. En
este caso, el filósofo escribe para el vecindario y los lectores le
importan más que los problemas. El filósofo no alcanza así a
operar como el hombre de ciencia, que escribe con soberana
independencia para quienquiera y dondequiera.
No siempre el localismo es provincianismo, sin embargo.
A veces hay motivaciones legítimas, apremiantes, para pensar
44 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
los problemas de nuestra vida, y no los de la vida en general; los
de nuestra comunidad, y no los de la comunidad en general;
los de nuestro ser y hacer, y no los del ser y el hacer en gene
ral. Pero las distinciones y las nociones genéricas que hemos
expuesto nos habrán situado mejor para disce^ ^ e interpre
tar ciertos rasgos saUentes de la filosofía hispánica. Y aunque
yo quiero considerarla siempre como una unidad, con aver
sión hacia todo resabio provinciano o localista, voy a atender
primero a la situación hispanoamericana, y después a la espa
ñola, por razones que se descubrirán en seguida.
II
4. La situación de Hispanoamérica
No sé si debo recordarles, antes de entrar a fondo en la mate
ria, que estas disquisiciones sobre la filosofía hispánica no
pueden ser otra cosa que “ideología". Esto no es ciencia. Rei
tero la aclaración en este punto, ya no para justificarme, como
al principio, sino para advertirles que no deben otorgar a mis
opiniones la misma autoridad que siempre poseen las teorías
científicas. Estas opiniones versan sobre la pequeña historia
de nuestra filosofía, y no son ni pueden ser ellas mismas otra
cosa que pequeña historia. Es normal, o mejor dicho, es co
mún exponer con mayor énfasis y defender con más ^^mco
las meras opiniones que las ideas científicas. Lo cual se expli
ca porque estas últimas, cuanto más válidas sean para todos,
parece que tanto más se desprenden de quien las pensó; mien
tras que las opiniones, como son siempre personales, perma
necen muy apegadas a nosotros, hasta el grado de que nos
identificamos con ellas y consideramos casi como un agravio
cualquier discrepancia que susciten.
Esto es normal, en el sentido de que es inherente a la flaca
condición humana; pero no lo es dentro de la norma estricta
del comportamiento filosófico. Pues, según ésta, merece me
nos empeño la verdad menos segu-a, y es menos segura por
principio la doxa que la episteme, la opinión que la ciencia.
Faltaría, pues, a esta norma si pretendiese empeñarme a fon
do en unas opiniones como las que voy a exponer, aunque las
crea firmemente verdaderas. También pudiera decirse de ellas
que están inspiradas por una philía de la verdad; pero este
amor se complica con otra suerte de philía o filiación que no
permite ser tan desinteresado. Es la afiliación a esos países de
la comunidad hispánica, es la participación en los esfuerzos
que hacen por encontrarse a sí mismos, por conocer y regular
sus destinos (España inclusive, a pesar de su larga historia).
45
46 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
El lado bueno de la mala fortuna me deparó el privilegio de
conocer algunos de esos países. Y así como en la ciencia bus
camos siempre lo que no tenemos, o sea la verdad, en este
modo o estilo menos ceñido de pensamiento lo que hacemos
es usar de lo que ya hemos logrado, que es un poco de expe
riencia. La experiencia justifica la opinión, aunque no abona
su verdad; pero, en última instancia, ninguna opinión discre
pante estarla mejor abonada, o tendría justificación más firme.
Pues bien, para comprender la situación de la filosofía en
Hispanoamérica me ha resultado útil distinguir tres fases o
etapas históricas. Las dos primeras se caracterizan por la ideo
logía, y en ellas predominan, respectivamente, el ethos de la
Independencia y el ethos de la Revolución. La tercera etapa se
caracten'zaría por la progresiva incorporación de la filosofía a
la episteme.
Me apresuro a conceder que este esquema es convencional
y que las realidades, que en este caso son las ideas y los hom
bres, desbordan de su marco. Pero no conozco ningún esque
ma que no sea convencional, y casi todos pueden ser útiles
cuando se emplean sin rigidez dogmática. Así, por ejemplo, la
ideología de la Independencia ha de entenderse como suscita
da por el hecho de la Independencia que la precede; pero en
algunos casos, en que el hecho es tardío, la ideología se forma
antes, como en Cuba. Y así también, la ideología de la Revolu
ción no se adscribe a un periodo determinado por fechas fijas,
pues lo que debe entenderse aquí por Revolución no es un su
ceso aislado y meramen te político, sino un proceso que toda
vía perdura dentro de esa tercera fase, en la cual se encuentra
ya la filosofía hispanoamericana.
Esto que se ha llamado “la altura de los tiempos" determinó
en América la producción casi simultánea de los movimientos
políticos de Independencia y la reacción filosófica contra el
escolasticismo. Como en otros lugares y ocasiones, los fenó
menos políticos y los filosóficos presentaron aquí una cone
xión de sentido que no es menos ^ r a cterística por ser, algu
nas veces, velada. En este caso, el motivo de un cambio en la
orientación filosófica no era tan sólo el afán espontáneo de en
contrar verdades nuevas, o nuevas maneras de buscarlas. El
movimiento era reactivo y expresaba una necesidad vital que
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 47
no era prim ariam en te teorética. No im porta que se adoptaran
sistem as ya form ulados. Ju a n Crisóstom o Lafin u r, en A rgen
tin a, adopta a principios del siglo x ix el sensualism o de Con-
dillac. E l significado renovador de su pensam iento se descubre
ya en la transform ación que sufre aquella filosofía, a1 ser re
pensada por Lafinur; pero, sobre todo, el hecho m ism o de la
adopción es suficientem ente revelador de esa necesidad que
hem os llam ad o vital, de salirse de los cauces de u n a trad ició n
e in iciar o incorporar una trad ición nueva. E n C u b a , Jo sé de
la L u z y Caballero, ju nto con Jo s é A gustín Caballero y F élix
Varela, tienen el m ism o significado h istórico. A u n q u e, en el
caso de estos últim os, el m ovim iento de Independencia de su
país no se organizó sino más tarde, la idea de una au to n o m ía
cu b an a ya se h ab ía form ulado. L a reacción contra la escolásti
ca, co m o en el caso de Lafinu r, señaló igualm ente en C u b a
una propensión h acia las posiciones em piristas. Con ellas se
establecen las condiciones que más tarde perm itirán la recep
ción y el apogeo tan notable del positivism o en A m érica, con
Jo sé Ingenieros ^ Argentina, L u is Pereira B arrete y Tom ás
B a ^ e to ^ Brasil, G a b in o B arreda en M éxico.
L a bú sq u ed a de u n a nueva orientación filosófica, que se in i
cia a principios del siglo x XIX, prosigue durante el curso entero
de ese siglo, hasta las prim eras reacciones antipositivistas. A un
que el objetivo señalado de esa búsqueda sea u n a posición teó
rica de filosofía, por debajo de la teoría se percibe siem pre u n a
m otivación política. D ecim os p o lítica en el más alto sentido:
la filosofía, incluso la estrictam ente a cad ém ica, se co n cib e ex
presam ente o se adopta im plícitam ente com o instrum ento que
ha de servir para la form ación de la co n cien cia n a cio n al. L a
necesidad de disponer de tal in stm m en to era ya sentida. F ren
te a todos los poderes que se ejercen sobre el cu iso de la h isto
ria, H isp an oam érica sen tía com o instintivam ente la eficacia
del poder de la palabra, y éste fu e y sigu e siendo todavía u n
rasgo ático e h ispán ico de su form a de vida.
Sucede con los pueblos lo m ism o que con los adolescentes:
el afán de liberarse de tutelas se m anifiesta, a veces con vio
lencia reactiva, antes de que la personalidad se haya form ado
y pueda d ar pruebas de sus capacidades de au to n o m ía. N o
obstante, el afán es ya u n in d icio de personalidad; por sí solo
48 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
basta para plantear Ja cuestión de un derecho vital, y por ello
jurídico. El siglo xx, en Asia y en África, nos ofrece ejemplos
variados de esa misma situación que se produce en Hispa
noamérica en el siglo XIX. Las diferencias son muy notables
—ya hablaremos de algunas de ellas—, pero no desdibujan el
esquema, a saber: la anticipación de los derechos no resuelve
la crisis, sino que la acentúa. La Independencia no es una so
lución, sino un problema. E l grito de libertad surge de la con
ciencia de un ser auténtico. El merecer se funda en el ser. Pero
cuando la libertad se obtiene viene la desazón, porque el pro
blema latente del ser queda entonces al descubierto: ya somos,
pero ¿qué somos? ¿Cuáles son los caracteres de esa personali
dad en cuyo nombre se reclamaba el derecho de autonomía?
Si el ser que reclamó y obtuvo libertad se encontraba todavía
en su fase germinal, ¿cómo podrá convertirse en rector de su
propio crecimiento?
La personalidad no tiene rasgos marcados todavía, porque
justamente no puede adquirirlos sino con el ejercicio de la li
bertad. Éste es el drama de todo crecimiento nacional. La liber
tad se reclama en nombre de un ser que sólo puede formarse
con propiedad después de haberla obtenido. Y es que en los
pueblos, lo mismo que en los individuos, el ser no se tiene,
sino que deviene. Ya lo había dicho Hegel: "Jo que se es de
pende de lo que se hace” (no de lo que otros puedan hacer de
uno, o con uno). Ahí tienen el esquema de una situación vital
de estructura dialéctica. La falta de )jbertad es una merma del
ser propio; pero sólo percibe esta falta y esta merma quien tie
ne ya ser propio.
Por lo que se refiere a Hispanoamérica, la situación no se
entiende si no se toma en cuenta la parte eficacísima que tuvo
España misma en el movimiento de Independencia, El mito
es la cara sublime de la verdad histórica. Pero el mito no es el
hecho, sino precisamente la sublimación que sufren los he
chos cuando se advierten sus limitaciones. Tal vez fuera más
acorde con los hechos históricos decir que los pueblos de Amé
rica no reclamaron de España la independencia de sus desti
nos, sino que fueron abandonados por España a sus destinos.
España era un gobierno y un pueblo. El gobierno, por aquel
entonces, era el de los reyes Carlos IV , José Napoleón y Fer-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 49
nando V II — si esto no se olvida, poco más hay que añadir—.
En cuanto a1 pueblo, padecía entonces de una ignorancia de
las cosas de América casi tan estupenda como la de boy día.
A pesar de esto, es manifiesta la solidaridad de los movimien
tos populares de América y de la metrópoli contra la monar
quía impuesta de José Bonaparte. Esta imposición destruyó el
orden interno del Estado, porque dejó en suspenso el título de
legitimidad de todas las autoridades subordinadas, lo mismo
en España que en Hispanoamérica. En estas condiciones, lo
que ahora llamamos movimiento de Independencia se inició
en América más bien como una participación directa en los
asuntos políticos de la metrópoli. No era una desvinculación
de España, sino una vinculación más solidaria. No sabemos lo
que hubiese ocurrido en España si no hubiera sido invadida
por los ejércitos napoleónicos, ni retribuye especular sobre esta
hipótesis. Lo que de hecho ocurrió fue que los españoles de
América pudieron levantarse contra la autoridad ilegítima con
más facilidad y provecho que los peninsulares. La España libre
se encuentra entonces en América. En nombre de esta Espa
ña libre se manifiesta en julio de 1808 el pueblo de Caracas,
como unos meses antes se levantó el pueblo de Madrid, en el
famoso 2 de Mayo, y unos meses después el de Montevideo.
En el mismo año libra varias batallas en el Bruc el pueblo de
Cataluña. Y así en Buenos Aires y en Quito y en otros lugares.
Es una triste paradoja que esos levantamientos se hicieran
en defensa del rey depuesto, exilado e inepto Femando VII. La
legitimidad no es una garantía de buen gobierno. Es evidente
que después de haber ensayado la autonornía,"por fidelidad
jurada a Fernando VII" (Declaraciones de Caracas y Buenos
Aires, "Grito de Dolores" de México), no podían esos pueblos
avenirse a perderla por completo, una vez restablecida en Es
paña la autoridad del rey legítimo. La fidelidad al rey era una
simple expresión de hispanidad; pero en ella iba implicado el
deseo de una reforma política. No se requiere, por tanto, ser
muy sagaz para advertir el paralelo entre el Cabildo de Bue
nos Aires de 1810 y las Cortes de Cádiz de 1812, entre los in
surgentes Allende y Aldama de México y los generales Manso
y Álvarez de Castro que pelearon en Cataluña; entre el español
de México fray Melchor de Talamantes, que murió en la cár-
50 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA ffiSPÁNICA
cel de Veracmz, y el español de Cataluña padre Gallifa, que
murió ahorcado en Barcelona. El movimiento de Independen
cia fue una guerra civil.
Los protagonistas de esa lucha intestina fueron dos idearios
contrapuestos. Quiere decirse que la lucha política no fue nacio
nal. No se enfrentaban una nación dominante y unas naciones
que reclamaran su emancipación. Si no estaban constituidas
estas naciones, ¿podían reclamar como tales su libertad? La
Independencia definitiva no fue entonces sino el resultado
inevitable —dada la distancia entre América y España— de la
victoria del bando que propugnaba el principio del consen
timiento de los gobernados como fundamento del derecho de
los gobernantes. La posibilidad, hasta la facilidad de obtener
una victoria, estimuló entonces los sueños de futuro, porque
España era lejana, y Amén'ca es muy grande, y era legítimo y
noble pensar en una gran familia de naciones hispanoameri
canas. Pero el hecho de que la victoria fuese pasajera o, me
jor dicho, fragmentaria (porque el problema político persistía
en el seno de las nuevas naciones, como persistía en España
misma), este hecho confirma que la lucha había sido ideo
lógica.
Los pensadores de América intervinieron en esa brega con
eJ arma de la palabra. Pero su situación vital era más comple
ja que la de los políticos. La victoria no había producido me
ramente un cambio de régimen, sino el nacimiento de unos
nuevos estados. La simple defensa de un ideario político de
te o r n ado se complica entonces con la necesidad de que este
ideario se convierta en el fundamento de un ethos nacional.
Por esto no hubo una ideología de Independencia anterior al
hecho de la misma, es decir, una doctrina que propugnase tan
sólo el ideal de Independencia. La que llamamos ideología de
la Independencia tuvo que producirse después del hecho con
sumado, y tuvo por misión formar en cada pueblo simultá
neamente la idea y la realidad de un carácter propio, autóc
tono y distintivo. La conciencia de ser distinto sólo pudo venir
después de la separación. El hecho no fue determinado por
una conciencia previa de tal distinción. La búsqueda del ser
propio comienza justamente después de haber logrado la pro
piedad política de este ser, y todavía continúa.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 51
En esta situación, las nuevas naciones de Hispanoamérica
actuaron de una manera que pudiera ser ejemplar para las
que van naciendo por todas partes en nuestros días. Éstas de
hoy parecen surgir con demasiada frecuencia de las ambicio
nes de una pequeña minoría, y guiarse por motivaciones utili
tarias. No falta en muchas de ellas un cierto cinismo político
que cuadra mal con las ilusiones, la ingenua buena fe y el alma
abierta que solemos atribuir a las adolescencias. En cambio,
ante el problema de su ser, las nuevas naciones de Hispano
américa se pusieron a pensar. La palabra filosófica fue el testi
monio más inmediato y más noble de su propio ser que ofre
cieron a la comunidad de las naciones (su política fue confusa,
por no decir más). No la filosofía un recurso externo de
que echaron mano, como de una fórmula anónima, para re
solver sus dificultades. Fue su primera acción propia, autóno
ma y auténtica. Pensar para ser: ésta parece que hubiera sido
su fórmula. La ideología de la Independencia era un acto de
fe. Los pensadores daban fe de su presencia con la palabra, a
la vez que manifestaban con ella su fe en la autenúcidad y la
continuidad de esa presencia.
Para nuestro objeto, no importan entonces las ideas que ex
presara cada uno de esos ideólogos de la Independencia. Aun
cuando a veces disputaban entie ellos ásperamente (como Mon-
talvo y García Moreno en Ecuador, como el chileno Lastarria
y el argentino Sanniento, refugiado en Chile), todos contri
buían a la formación de un elhos nacional particular, y de un
elhos hispanoamericano, por encima de las barreras políticas
creadas por la misma Independencia.
Porque las bañeras, las fronteras, las creó naturalmente la
Independencia. Éste es otro hecho que no debe pasarse por
alto: la base política de la comunidad americana que existía
en la época llamada colonial quedó destmida por la Indepen
dencia, y no ha sido restaurada todavía de manera efectiva.
Subsistía y subsiste la comunidad humana (precisamente por
sus caracteres hispanoamericanos) y por ello se mantuvo y se
ha venido manteniendo en este nivel humano, espiritual, el
sentido de una solidaridad entre los hombres de Hispanoamé
rica, sean del país que sean, y aun cuando sus países respec
tivos se encuentren en discordia o en estado de guerra.
52 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
De ahí el empeño ameiicanista de los ideólogos de la Inde
pendencia. Se esforzaban por marcar el carácter distintivo de
sus respectivas naciones, pero no olvidaban que esas diferen
ciaciones eran compatibles con la unidad sobrepolítica, y que
en realidad emanaban de ella. No inventaban, pues, el nuevo
ideal de la unidad supranacional americana, sino que se esfor
zaban más bien por impedir que la pluralidad de naciones
creada por la Independencia destruyera la unidad que ya exis
tía anteriormente. Esta unidad solidaria importaba mucho
mantenerla, siquiera en el nivel humano, aunque las acciones
políticas interiores y las relaciones exteriores de cada nación
traicionaran en muchos casos los mismos ideales en cuyo
nombre habían peleado sus pueblos por hacerse libres. Pues a
la filosofía no debe reclamársele el éxito pragmático a que as
pira por naturaleza la política. Esos pensadores estaban siem
pre muy cerca de la política, pero la motivación radical y el
objetivo final de sus ideas eran éticos. Pensaban para ser, no
para dominar.
Todo ser tiene forma. ¿Qué forma podía y tenía que darse al
ser nuevo de las naciones hispanoamericanas? Entiéndase que
la cuestión era de urgencia, y que no se trataba de una investi
gación sobre el ser del Estado en general, sino de un plan o
proyecto de vida que permitiese asentar sobre él, institucio
nalmente, cada Estado particular. La cuestión era, en efecto,
vital, no puramente teorética. Y por esto la fiJosofia que aten
día a ella tenía que ser del género ideología, y no del género
científico o "especulativo", como se dice. Podían adoptarse y
se adoptaban de hecho doctrinas ajenas, ya formadas; pero la
preferencia en cada caso no la decidían razones abstractas.
Esas doctrinas representaban un caudal de experiencia políti
ca. Por esto, no se repetían y aplicaban como fórmulas, sino
que tenían que asimilarse y transformarse necesariamente, al
convertirse a su vez en materiales de la incipiente experiencia
propia. Y digo necesariamente, porque esta renovación de lo
adoptado no dependía sólo del grado de originalidad personal
de cada pensador, sino de la situación vital en que se encon
traban todos. Ninguna idea ajena se podía aplicar como una
receta uniforme; ninguna podía permanecer en el nivel que lla
maríamos puramente neutral de la inteligencia, sino que sa-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 53
turaba todo el ser de quien la pensaba, y penetraba hasta las
más recónditas fuentes vitales de la acción.
La originalidad de esos pensadores radicaba, pues, en su
autenticidad: en su acento y en su estilo; en su pasión, y tam
bién en la mesura. La cual no era incompatible con la pasión
que dominaba a quienes actuaban públicamente en política,
pero se concentraba en aquellos cuya sola acción era el pen
samiento. Su universalidad no es la que alcanzan las ideas
sí solas, sino la de una ejemplaridad humana. Así, la materia
de estas naciones iba adquiriendo forma, lentamente. Poco te
nían, al nacer, y ésta era en gran parte una herencia española.
Pero al esfumarse el régimen español surgió precisamente la
hispanidad. El concepto de hispanidad no es un concepto po
lítico. En seguida volveremos a hablar de esto; pero veamos
desde ahora que la realidad espiritual representada por este
término es un nuevo estilo de comunidad que se determina,
como en todo género de vinculación familiar, por unos hechos
y unas posibilidades. Los vínculos existen de hecho, como
quiera que se aprovechen las posibilidades que ellos mismos
deparan. Así puede comprenderse, aunque deba lamentarse,
que a la comunidad integral hispánica no se le haya dado for
ma todavía. Después de atender al problema de la forma de
cada nación, y al problema de formar una comunidad solida
ria con todas las naciones americanas de estirpe común, ese
problema sigue abierto. En general, ni los pensadores espa
ñoles ni los americanos han considerado urgente analizar la
sustancia de esos vínculos permanentes entre España y la Amé
rica que suele llamarse latina, y de señalar sobre esta base de
estudio las líneas directivas de una acción común.
Esta misión no podía cumplirse en el siglo xix. Muy gene
rosos fueron, en verdad, los pensadores de América que no se
empeñaron en desvincularse espiritualmente de España cuan
do, precisamente, contribuían a distinguirse de ella nacional
mente. En cuanto a los españoles que como tales residían en
América, y los que fueron llegando después, es cierto que se
guían considerando esas tierras como suyas, a pesar de haber
se extinguido la "propiedad" política. Tenía entonces y sigue
teniendo otro título más legítimo de propiedad, aunque me
nos definible formalmente. ^ el título que da en el orden mo-
54 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
ral o humano el "ser de la familia"; es la facilidad interior de
integrarse, aparte de las facilidades o dificultades externas, y
la de sumarse sin previo esfuerzo de acomodo al esfuerzo de
los ahí nacidos para todos los fines de la vida. El trabajo com
porta unos derechos naturales para la persona que se encuen
tra en medio extraño; pero cuando el medio no es extraño,
aunque sea administrativamente extranjero, la persona que
participa solidariamente en el trabajo ya no piensa en témii-
nos de derecho.
Sin embargo, la población española de América no tenía
voz. Hablaba con obras, que no es en principio mala manera
de expresarse (acaso la verdadera hispanidad sea trabajo, y no
otra cosa). Y si algún criollo nacía con la vocación de la pa
labra, hablaba entonces en nombre de su país americano y
atendía, claro está, a lo más próximo y lo más urgente, o sea el
problema nacional. Entretanto, la voz de los intelectuales es
pañoles quedó acallada ^ c o mprensiblemente, aunque no di
ría justificadamente— por el sentimiento de una ruptura o de
una "pérdida” que se antojaba integral, aunque sólo había sido
política. Hay que reconocer que entre los intelectuales espa
ñoles se ha llorado demasiado la "pérdida de las colonias”.
Con ello se atribuía retrospectivamente a esas tierras de Amé
rica un carácter de "posesión" o dominio y, por tanto, el ca
rácter de algo extraño al propio ser, que no le habían dado ni
los intelectuales anteriores, durante la época colonial, ni los
mismos pobladores españoles que iban a esas tierras para co
lonizarlas, precisamente, o sea para radicar en ellas. La colo
nización fue algo más, algo sustantivamente diferente de una
empresa de ocupación militar y dominio político y económico.
En un sentido radical, las colonias nunca pudieron perderse,
porque nunca fueron de España. Los Países Bajos fueron de
España, durante un tiempo; por ello mismo nunca fueron tie-
n a hispánica. Cuba no se convirtió en tiena extraña para un
español, al hacerse políticamente independiente. Pero a quien
piensa las relaciones humanas en términos de poder, todas las
nociones y los sentimientos se le trastornan; y es inevitable
que así ocurra, mientras la enseñanza de la historia inculque
en la mente de los hombres, desde la niñez, Ja convicción de
que la gloria de un país se mide por sus gestas militares.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 55
No todos lloraron la pérdida; quiero decir, no todos creye
ron que lo que se perdía era un dominio. Pi y Margal!, Juan
Prim, Rafael María de Labra, se cuentan entre las excepciones.
En todo caso, aquel llanto no siempre era prueba de amor,
sino de ambición defraudada. Las cosas dignas de amor si
guen siendo propias, mientras se sigan amando, aunque ya no
se ejerza sobre ellas potestad. Hubiera sido muy saludable
para el alma española que sus cuidadores ■examinaran con
• toda crueldad de rigor si la libertad ajena puede menguar de
algún modo la dignidad propia. Por lo demás, también la ideo
logía española del siglo estuvo concentrada en los proble
mas nacionales.
El hecho es que hubo más hispanistas en América que ame
ricanistas en España. Ciertos pensadores, como el argentino
Sarmiento, no sentían simpatía por España. Desde su tiempo
al de hoy se ha hablado con finas sutilezas, y se seguirá ha
blando, del proceso de Independencia, para dilucidar si el
movimiento insurgente iba contra España, o contra su gobier
no, o contra los representantes de ese gobierno en América.
La disposición de los ánimos era confusa, y no contribuía a
definirla el estado caótico de la metrópoli. Podemos imaginar
la perplejidad de aquellos hombres que creían defender a
España defendiendo a un Bonaparte, y la de aquellos otros
que, como d jo Blanco White, sentían gran temor ante "el peli
gro en que se hallaba la seguridad de la provincia", y un deseo
de ser bien gobernados y de acabar de una vez con el estado de
duda respecto de su suerte política. Muchos quisieron ser in
dependientes, no para dejar de ser españoles, sino para no ser
franceses. Unos, al principio, querían la Independencia por
que eran liberales; más tarde, los absolutistas de América se
pusieron del lado de los insurgentes para oponerse justamente
a los liberales de la metrópoli. Y en la metrópoli misma no fal
taron españoles que apoyaron la política napoleónica, en tanto
que representaba una posición más liberal que la de Fernan
do V II; mientras que otros, siendo también liberales apoyaban
por patriotismo al rey depuesto, que era absolutista. ¡Qué va
riadas son las motivaciones humanas, incluso cuando las ac
ciones concuerdan en sus fines! Por otra parte, ¿quién negará
que es muy difícil establecer la línea precisa en que termina la
56 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
responsabilidad política de los gobiernos y empieza la respon
sabilidad moral de sus pueblos? ¿Quién dejará de advertir el
daño irreparable que puede causar a una comunidad entera la
desidia de unos cuantos o unos muchos, incluso el acto ais
lado de violencia, un gesto imperioso o una actitud de altane
ría o arrogancia?
No faltaron algunos, como Andrés Bello, que pertenece a
Venezuela y a toda América; como José Enrique Rodó, que
nació en Uruguay y también es de todos, como Eugenio María
de Ostos, de Puerto Rico, que supieron distinguir entre la ne
cesidad política de la Independencia y la necesidad, creada
justamente por ella, de mantener y reforzar los vínculos reales,
no administrativos, con España. De cualquier modo, cumplió
bien su misión histórica ese grupo de pensadores formado por
Juan Montalvo, e] apasionado moralista del Ecuador; por el
profesor y agudísimo periodista José Victorino Lastarria, de
Chile; por los más tardíos José Enrique Varona y José Martí,
de Cuba, y Manuel González de Prada, del Perú; por José Ce
cilio del Valle, de Centroamérica; sobre todo, por los ecuméni
cos Rodó y Bello. La leyenda no necesita aquí deformar los
hechos para preservar el recuerdo de su condición patricia.
5. L a id e o l o g ía d e l a R e v o l u c ió n :
I. E l p o s it iv is m o y l a b u r g u e s ía
La caracterización de esta segunda etapa hemos de reconocer
que es más difícil, no sólo por los indecisos límites de la etapa
misma, y del concepto de Revolución, sino por el hecho de que
algunos pensadores, como Rodó, pueden adscribirse a la pri
mera etapa, por el sentido de su ideario, aunque ya se avecinan
cronológicamente a la segunda. Como no pretendemos ofrecer
aquí una historia en forma siquiera resumida, del pensamien
to hispanoamericano, esas asincronías no perturban nuestro
itinerario. Al contrario. La asincronía es justamente uno de los
rasgos característicos de esta segunda etapa. Constantemente
recae la atención sobre hechos sociales, económicos, cultura
les, que no pertenecen al nivel medio de la evolución históri
ca, y esta asincronía no deja de influir en las ideologías.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 57
Hemos de recordar que en Hispanoamérica, como en tantos
otros lugares y otros tiempos, la Independencia es una victo
ria política que se obtiene con las armas ideológicas que pro
porciona el vencido. Tal vez por causa de esto, y del carácter
peculiar de discordia intestina, de guerra civil, que tuvo el
movimiento de Independencia, ésta no destruyó la base de
valores tradicionales en que se había asentado la vida durante
el periodo colonial. Quiero decir que, al constituirse política
mente las nuevas naciones, no se elaboró también una nueva
idea del hombre: una teoría de su puesto natural en el mundo,
y concretamente en el mundo americano, y un sistema de sus
relaciones vitales —incluidas las económicas— con la tierra y
con los demás hombres. Algunos meditaron sobre el tema,
pero la reaidad social y la práctica política iban a la zaga de
las ideas. El espíritu de "modernidad", representado por esas
filosofías e ideologías de Europa que venían suplantando a la
escolástica, no produjo efectos vitales sino en sus minorías.
La sociedad como tal no sufrió transformaciones, ni en su es
tructura ni en sus usos y costumbres. En suma: la Indepen
dencia no llegó a ser una Revolución. Y como eran escasos los
medios de desenvolvimiento autónomo de las nuevas nacio
nes, junto con las ideas "modernas” de Europa vinieron las
empresas europeas —y norteamericanas— que al parecer re
presentaban la modernidad, las cuales iniciaron en Hispano
américa esa nueva forma de colonialismo económico sin res
ponsabilidades políticas que perdura, con variantes, hasta el
siglo xx.
El positivismo fue una cosa diferente. Esta filosofía si ejer
ció una influencia práctica. Pero el positivismo es una teoría
científica, sistemática. ¿Cómo pudo influir en la política? Éste
es un fenómeno de gran interés, y ya puede imaginarse que
los filósofos americanos de nuestros días que se ocupan de
historia y sociología del pensamiento no han dejado de estu
diarlo cuidadosamente. El positivismo ya sabemos que no fue
solamente una teoría del conocimiento científico, sino tam
bién una doctrina social, política y hasta religiosa. Sus aspec
tos sociales y políticos parecieron singularmente apropiados a
la situación de Hispanoamérica. Sobre todo en México y en
Brasil, esta filosofía se adoptó como base ideológica de una so
58 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
ciedad burguesa inspirada por los ideales de libertad económi
ca y progreso científico. De una parte, el positivismo americano
fue un paso en firme que dio la filosofía l)acia Ja universalidad,
hacia el dominio de las formas sistemáticas del pensamiento.
De otra parte, por el lado sociológico, señalaba la nueva orien
tación producida por el cambio del centro social y económico,
el cual va trasladándose paulatinamente del campo a la ciu
dad. En este sentido tenía el positivismo en América una orien
tación revolucionaiia, aunque de hecho fuera adoptado como
ideología conservadora. La formación de esa misma burgue
sía era ya un fenómeno revolucionario, como lo era la inci
piente industria urbana, con la reorganización de las clases
sociales que ella determinaba.
Fue revolucionaria la situación, además, en otros aspectos
inesperados o incalculados. Me refiero a las asincionías. El ré
gimen de vida en el campo, e incluso en las pequeñas ciudades
de provincia, permanecía inafectado por esa "revolución bur
guesa”. La provincia, se dice siempre, es más tradicionalista.
Pero, sin cam biar las cosas en ella, había cambiado su posi
ción relativa. Esquemáticamente, las ciudades en la época co
lonial y en la primera etapa de la Independencia están al ser
vicio del campo; por el tiempo en que el positivismo empieza
a difundirse, el campo viene a ponerse al servicio de las ciuda
des, sobre todo de las capitales. Éstas empiezan a crecer, a
veces, desmesuradamente. La tecnología, la economía indus
trial, comenzaron a transformar las relaciones humanas en
las grandes urbes, y se acentuó así el contraste entre su forma
de vida y la forma de vida en las zonas rurales. Estas dos for
mas no corresponden a los mismos niveles históricos. Incluso
en las ciudades persistían — persisten— esos contrastes que
saltan a la vista entre estilos de comportamiento, estilos ar
quitectónicos, estilos de organización administrativa, niveles
económicos y culturales, medios de producción y de transpor
te, etc., que corresponden a dos tiempos diferentes.
Era inevitable entonces que el asentamiento social, político
y económico de la primera burguesía, o sea de la primera
fuerza del burgo, fuese en América inseguro. El inicio de la
Revolución lo preparó paradójicamente la burguesía misma,
al producir el contraste entre el burgo y el agro. Este contraste
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 59
subsiste todavía, aunque de manera desigual, en muchos paí
ses de Hispanoamérica. Y aquí tenemos otra faceta de las asin
cronías: no hay uniformidad tampoco en el nivel histórico de
esos países, debido a las diferencias en el caudal y la variedad
de los recursos naturales, en la densidad de población, en la
facilidad de las comunicaciones, en los niveles culturales y los
medios técnicos, en la autonomía económica, etc. Aunque exis
te un ideario de comunidad americana, reforzado por los en
sayistas que prosiguen hoy la tradición de los ideólogos del
siglo XIX, no existe una verdadera cohesión política y econó
mica entre los países hispanoamericanos, porque no coinci
den las fases locales del largo proceso revolucionario. Hay
bastante unidad en los ideales, pero los mismos ideales no re
quieren en cada lugar unas mismas acciones políticas. Los
hombres, los sujetos individuales, se sienten hermanos unos
de otros; pero ni los que hablan un mismo lenguaje llegan
siempre a ponerse de acuerdo. Mucho menos si los regímenes
están en discordancia unos con otros (y aunque no lo estén,
los procesos respectivos de transformación no marchan sin
crónicamente).
Estos procesos de transformación, cuyo modelo es la Revo
lución mexicana, tienden necesariamente en cada Estado a la
supresión de los asincronismos, o si se quiere de los anacro
nismos: a la uniformidad de los niveles históricos. Es modéli
ca esa Revolución mexicana como ejemplar para la compren
sión del proceso general, y por razón de su originalidad, de su
primacía y de su continuidad orgánica. Comienza por tener
un carácter agrarista, por el cual se revela su intención de
equiparar el nivel rural con el nivel urbano. Como esta empre
sa no es solamente ideológica y política, sino además econó
mica y tecnológica, el proceso requiere a la vez una marcha
acelerada de la industrialización, y con ella se refuerza el
asentamiento de la burguesía iniciado en la fase positivista.
La industrialización trae consigo, por un lado, la formación
de una masa obrera, nutrida en parte por el aumento progre
sivo de la población, y en parte por la absorción en las gran
des urbes de la gente del campo que pasa al servicio de la in
dustria. A su vez, esta industria se propaga por la provincia y
transforma la base tradicional de su economía y de sus for
60 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
mas sociales. La prolongación de este proceso —felizmente no
interrumpido por ningún trastorno reactivo— determina una
revolución en el seno de la misma Revolución. Es decir, la
obra es tan vasta y prolongada, que la Revolución tiene que
hacerse permanente y adquiere así caracteres institucionales.
Lo que comenzó presentando, como todas las revoluciones so
ciales, el cariz de una reclamación que hacía una clase a otra
clase, pasa a tener un carácter integral. La empresa es nacio
nal, y mientras subsistan su fuerza renovadora y su método
nadie puede estar excluido de una participación solidaria. Se
percibe, además, que ningún aspecto de la vida puede per
manecer al margen del proceso sin que subsistan o se repro
duzcan esas asincronías o desniveles de situación histórica
que se trató de remediar desde el principio.
Este esquema del proceso que, con variaciones e inciden
cias a veces dolorosas, se reproduce en toda Hispanoamérica,
no lo presentamos por su interés sociológico, sino por la co
rrelación que guarda con la ideología. Sobre todo se observa
una acentuación del nacionalismo, y esto es necesario exami
narlo con algún detenimiento, porque la palabra significa va
rias cosas y las confusiones que produce suelen ir ^ ^ ^ das de
fuerza emocional. No debiera confundirse el nacionalismo con
el patriotismo entendido como amor inofensivo de la tierra y
de los hombres que forman nuestra comunidad. Por otra par
te, la xenofobia no ha de ser consecuencia de una política de
nacionalización económica primaria. En los países de Hispa
noamérica, el plan nacional de transformación económica es
inevitable que se conciba como una nueva Independencia. La
ejecución de este plan requiere la disponibilidad de todos los
recursos propios para unos fines integrales, de los cuales no
siempre se hacen solidarios espontáneamente los intereses ex
tranjeros. De esta manera se va eliminando el colonialismo
económico que vino después del colonialismo político. Por la
fase insoslayable de la acumulación de capitales han de pasar
todos los países que inician o incrementan aceleradamente su
industrialización, sea cual sea su régimen político. Cuando las
instituciones tienen cierta permanencia, y el programa puede
cumplirse orgánicamente y sin interrupciones, los resultados
son ejemplares, como en el caso de México. Cuando los gober
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 61
nantes y los gobernados carecen de prudencia política, o con
vierten en vicio esa virtud hispánica que es el ardor de la pala
bra, los programas se demoran, o se aplican sin sistema y pro
ducen pe^ ^ ^ aciones innecesarias. Pero, de cualquier manera,
la política de autonomía, o de simple solvencia económica
nacional, no es necesario que produzca, en el nivel humano y
en el de la ideología filosófica, efectos de xenofobia.
6. L a id e o l o g ía d e l a R e v o l u c ió n :
II. M e d it a c ió n d e l p r o p io s e r
¿Qué tipo de ideología es la que corresponde a la fase presente
de la Revolución? Hay que observar el hecho de que la filoso
fía de Hispanoamérica no ha producido doctrinarios de la
Revolución. Si no perdemos de vista que por Revolución se
entiende aquí un proceso de transformación muy vasto y pro
fundo, y que el término designa, por tanto, una etapa históri
ca, más que un acontecimiento revolucionario, cabe decir que
esta Revolución es popular en el sentido más auténtico: no es
la traducción en actos políticos de una ideología preconcebi
da, sino un movimiento natural, espontáneo. Los políticos no
convierten en programa de gobierno las directivas generales
de un ideario filosófico; más bien se limitan a articular con
sus programas y a encauzar las fuerzas originales de transfor
mación. Así, la ideología más característica, la más autóctona,
o por lo menos la que más se ha hecho notar en los últimos
años, no versa sobre los aspectos políticos, económicos y so
ciales, ni pone en relación estos aspectos locales con las gran
des doctrinas revolucionarias, sino que se centra en el proble
ma antropológico. Pero este problema suele plantearse dentro
del marco de la nacionalidad, y de hecho acentúa por el lado del
ideario y del sentimiento el n acionalismo que la Revolución
ha tenido que integrar en su programa político por la fuerza
de las circunstancias, como ideal de autonomía económica.
Sin embargo, es necesario, para una comprensión bien clara
de la situación, distinguir los dos conceptos de nacionalismo.
El ideológico no ha de ser, en general, ni causa ni efecto nece
sario del nacionalismo pragmático. Quiero decir que la ideo-
62 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
logia de un país puede muy bien presentar una visión interna
cional o universal de los problemas humanos, mientras la po
ética de ese mismo país ejecuta unos proyectos de recupera
ción integral de sus bienes que están guiados por la necesidad
de alcanzar independencia económica y política.
Se explica, de todos modos, que este ideal de independencia
económica nacional, o la lucha por alcanzarla, venga a repro
ducir para algunos la situación mental de la primera Indepen
dencia. Como si las naciones no llevaran siglo y medio de
existencia, surge nuevamente la pregunta ¿qué somos?, ¿qué
tenemos que ser?, ¿cuál es nuestra posición en el mundo? El
trastorno de la Revolución (y repito que no me refiero a nin-
^ n episodio de lucha revolucionaria, sino a la aventura
de transformar los estilos de vida de los pueblos) remueve los
ánimos, o los pensamientos, y suscita preguntas sobre el ser,
sobre el ser propio. Es un síntoma de crisis.
Sin embargo, la conciencia de esta situación histórica, si es
una conciencia filosófica, no puede dejar de advertir que Ja
crisis es general, que no afecta solamente a los hombres de Jos
países hispanoamericanos. En verdad, éstos se encuentran ya
en una etapa de su vida que les permite, como a los europeos,
plantear el problema en términos universales. Su filosofía ha
adquirido una conciencia histórica que no viene sólo de los li
bros, sino de una real experiencia histórica. En cambio, los
nuevos países independientes, africanos y asiáticos, si tuvie
ran pensadores podrían pensar ahora el problema de su ser en
términos locales, porque la Independencia representa justa
mente para ellos la pérdida de sus tradiciones autóctonas, si
las tenían, o la superación de sus formas de vida primitivas.
En su caso, autonomía significa, irremediablemente, europei
zación u occidentalización. Más claramente aún que para los
hispanoamericanos a comienzos del siglo xix, para los africa
nos y asiáticos del siglo xx Ja liberación política no implica
una liberación o diferenciación cultural, sino al contrario. La
integración cul^^tural es ahora tanto más forzosa cuanto que ya
no obedece a la fuerza de un país dominante, sino a la fuerza
de las cosas mismas. Todo el énfasis que pongan los gober
nantes de esos países nuevos en su afán de ser distintos logra
rá producir solamente una distinción de soberanía política;
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 63
pues inclusive la organización política intema, la economía, la
educación, la administración, habrán de establecerse con las
mismas técnicas de que disponen los viejos países coloniales o
"imperialistas"; incluso con alguno de los mismos idearios
que pertenecen a la tradición occidental (sea cual sea, pues los
hay contrapuestos). Y es que no hay otras técnicas ni hay otros
idearios: el mundo está ^^fficado culturalmente, y el auge de
las nuevas naciones orientales y africanas, aunque se interpre
tara como indicio de una decadencia política o militar de Eu
ropa, es también indudablemente un indicio, relevante y para
dójico, de la decisiva victoria cultural de Europa.
Hispanoamérica se libró de esta profunda crisis interna
cuando logró su Independencia. Su ser había sido ya formado
en la época anterior, y se había integrado efectivamente en la
corporación cultuial europea u occidental. En verdad, no hu
biera podido producir una nueva ideología si no hubiese con
tado ya con una tradición filosófica establecida académica
mente. No es supeifluo recordar en este punto que algunas
universidades hispanoamericanas tienen más de cuatro siglos,
y estas universidades no eran "coJoniales" en el mal sentido
que la palabra ha adquirido en el siglo xx. Eran coloniales en
el buen sentido que la palabra tenía en el siglo xvi: eran insti
tuciones autóctonas, y no instramentos de dominio extraño.
Por esto, en la situación de crisis mundial presente, los pen
sadores hispanoamer canos que plantean el problema del hom
bre en términos locales tal vez no advierten las ventajas de su
situación histórica (recalco bien que estoy aludiendo a los pen
sadores, no a los gobernantes: a la ideología filosófica, no a la
política). Aunque la Revolución se interprete como una nueva
Independencia, este proceso local pudiera y debiera servirle al
filósofo solamente como instancia, como ejemplo inmediato y
por ello vivo, pero particular, del cual recibe el pensamiento
su estímulo para abordar ese problema del ethos humano y de
las relaciones del individuo con la comunidad en sus debidos
términos universales: en los términos que requiere la filosofea
stncto sensu. Asimilar el proceso actual de transformación en
Hispanoamérica a los procesos de independencia en África y
en Asia (por lo demás muy disímiles entre ellos) es una forma
de anacronismo que no puede confundirse con los anacronis-
64 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
mos o asincronismos sociales y económicos que la Revolución
trata de remediar. Ese anacronismo es pensado por los hom
bres, es meramente un producto de su inventiva intelectual.
Es, en suma, resultado de un desenfoque histórico, de una
actitud retrógrada de la mente.
No se pueden saltar las distancias históricas. Pero, aun si
tuando cada fenómeno en las condiciones de su tiempo, sólo
muy levemente pueden considerarse análogas las condiciones
de los nuevos países africanos y asiáticos y las que vivió His
panoamérica a comienzos del siglo xix. Existe ahora lo que no
existía entonces: ese fondo de tribulación universal y de lucha
de ideologías (todas ellas europeas u occidentales, entiéndase
bien. La filosofía no emplea esa cortina política que pretende
dividir a Europa en Occidente y Oriente. Se acepte o no, el
marxismo también es occidental. Por la ideología, es tan occi
dental la revolución china del siglo xx, influida por la U R S S ,
como la revolución cultural del Japón en el siglo xix, influida
por los Estados Unidos). Sobre ese fondo de tribulación uni
versal tiene que desplegarse necesariamente el particular pro
yecto de existencia de los países nuevos. Éstos, ciertamente,
tendrán que pensar sobre su ser, como los amer canos de hace
un siglo y medio, y empeñarse en irlo haciendo al mismo
tiempo. Pero a ellos les será indispensable ir aprendiendo las
reglas de este arte difícil que es el pensar filosófico. De momen
to adoptarán, para las necesidades inmediatas de la política,
ciertas fórmulas esquemáticas de los sistemas ideológicos oc
cidentales, sean de la derecha o de la izquierda, porque la in
dependencia sola, con sus nobles anhelos y con sus recelos, no
constituye programa de gobierno. Si adquieren madurez y lle
gan a pensar por cuenta propia, descubrirán entonces que lo
particular o local tiene que ser el ethos, y que el problema del
hombre no es un problema nuevo, aunque sea nueva la expe
riencia teórica que ellos hagan del problema; pues de él se ha
ocupado la filosofía, sin interrupción, durante más de dos mi
lenios (y seguirá ocupándose en los únicos términos posibles,
que son los tradicionales: universales por el método, y esto es
lo importante, y europeos por el origen, y esto es lo accidental).
En suma: la sophía puede y debe ser autóctona o particular,
^ ^ ue un componente de la sophía es el carácter, y éste siem-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 65
pre es distintivo; pero la philosophia tiene que ser común. El
mundo está ahora unificado y, por otra parte, la ciencia nunca
ha tenido carácter local. Es cierto que la universalidad, como
atributo del conocimiento que por esto llamamos científico,
ha sido un descubrimiento occidental: fueron los griegos los
primeros en adquirir la capacidad de proyectar ^ pensamien
to más allá de las condiciones y motivaciones de su mundo.
Pero la procedencia de las ideas es un hecho histórico o bio
gráfico que no afecta para nada, ni en pro ni en contra, el uso
que de ellas pueda hacerse. Éste es el hecho, y nadie puede ne
garlo, ni tiene por qué sentirse mortificado al admitirlo. ¿Quién
va a ponerle pleito ahora a Solón de Atenas?
Considerando por un solo momento que la meditación del
propio ser tuviese que depender hoy exclusivamente de los da
tos que proporciona a cada pensador el trastorno en la situa
ción local, resultaría de ello que los pensadores de América
habrían de ser los menos introvertidos; los europeos los más.
El trastorno es tanto más profundo para éstos cuanto que re
mueve unos fundamentos de vida más antiguos y firmemente
asentados; y tanto más aún cuanto que un elemento esencial
de ese trastorno es la conciencia que tienen de él quienes lo
sufren. Es evidente que el indígena del Congo que pasa súbita
mente de una forma de vida tribal prehistórica a la que es
propia de la tecnología contemporánea recibe con este salto
histórico una tremenda sacudida, y se encuentra en este mun
do nuevo como un alma en pena. O mejor dicho, como un
alma sin pena ni gloria: la brusquedad del cambio no puede
afectarlo en la intimidad de su conciencia, pues justamente
esta conciencia apenas empieza a formarse. La evolución his
tórica de su individualidad no ha llegado todavía a la fase en
que se produce la persona, es decir, el ser dotado de pensa
miento reflexivo y de autonomía moral.
Por su parte, el hombre de América dispone hoy de una do
ble ventaja, si quiere aprovecharla: su situación no es vital
mente tan vulnerable como la de otros hombres que no tienen
tradición de pensamiento, y a la vez se encuentra en una dis
posición vital más abierta que la del europeo, más dispuesta
para el cambio e igualmente dispuesta para pensarlo en tér
minos universales. Para el europeo, la crisis significa un que-
66 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
branto más íntimo, una mptura de módulos vitales que, por
ser tan añejos, obliga a quien sufre de la crisis a meditar sobre
ella echando la vista hacia atrás, y no sólo hacia adelante. Sin
embargo, no hemos tenido advertencia de que se haya pro
ducido en el siglo xx una particular filosofía del europeo, ni
una más particular filosofía del francés, o del inglés, o del
alemán.
El hombre común de Europa pensará seguramente en lo que
le pasa a él, personalmente, y reducirá con ello la escala de los
acontecimientos a la medida de lo que puede absorber su ex
periencia inmediata. Para el molinero, como dice Goethe, no
hay más trigo que el que muele su molino. Pero el filósofo
europeo, en tanto que 'filósofo, lo mismo que el filósofo de cual
quier lugar, superará su condición de europeo cuando refle
xione sobre los acontecimientos; elevará su escala, en vez de
rebajarla, y cuanto a él pueda pasarle como persona lo conver
tirá en materia de reflexión sobre lo que le pasa al hombre. De
este modo, al integrar conscientemente su experiencia en el
recorrido entero de la historia, esa conciencia histórica viene
a ser un componente del problema mismo, de su experiencia
de él, de su situación en él. Y si no lo hace así no es buen filó
sofo. Filosofía no es autobiografía. No hemos conocido nun
ca una filosofía que fuese nada más el relato de las cuitas de
su autor, o la sublimación de sus pesares, o la mera expresión
de su carácter, o el proyecto de su vida personal, o los sue
ños de ambición que pueda tener para su pueblo. Pero hable
mos del trastorno.
No es necesario que dramatice exageradamente la situa
ción, quien la examina y reflexiona sobre ella, cuando advierte
que el europeo común, el hombre que ha de sufrir del poder
sin ejercerlo en ninguna de sus formas, ha sido víctima en el
siglo xx del más abominable crimen histórico. Otros dirán
que se ha hecho víctima a sf mismo de la más pertinaz volun
tad de suicidio. Esta segunda alternativa, esta comprobación
de la insensatez humana, implica tal vez la convicción de que
en el proceso histórico, visto de lejos y en conjunto, no hay
culpables. Sin decidir ahora la cuestión teórica de si la histo
ria es como una fuerza ciega, y de si hay o no en ella volunta
des protagonistas, y por ello responsables, es manifiesto para
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 67
todos ios efectos prácticos, es decir, los morales, que ciertas
culpas pueden individualizarse, aunque no importe hacerlo
ahora. No se puede educar a los hombres en las artes y las for
mas de la muerte y pretender después que reingresen en las
artes y las formas de vida sin que la mutación peiturbe su
equilibrio interior. Si la educación para la muerte se repite en
masa dos veces en menos de medio siglo, y si después de la se
gunda readaptación persiste todavía, sistemáticamente orga
nizada, la disposición para la guerra, con vistas a la tercera, es
milagroso que no se desintegre la comunidad, que no se pier
da por completo el sentido de solidaridad humana, que no se
produzcan en masa los desatinos de que dan ejemplo los altos
gobernantes y los bajos delincuentes "sin causa” . Pues causas
las hay sobradas, y es evidente que la civilización europea
debía tener raíces muy hondas si ha podido y puede resistir
semejantes temporales de barbarie.
Esta civilización proporciona todavía alguna medida de pru
dencia, y permite contestar con sabios distingos la pregunta:
¿qué diferencia existencial y m oial puede establecerse entre el
hombre que recibe honores por matar de uniforme y el hom
bre a quien se castiga cuando mata de paisano? Pero esta mis
ma sabiduría obliga a reconocer que la pregunta tiene su sen
tido, y que no es enteramente demagógica o ingenua. Con ella
se expresa esa pérdida de la integridad interior, esa falta de
identidad personal que ha de sufrir todo liombre que se haya
familiarizado con la matanza en masa; todo hombre a quien
se haya predicado la doctrina de que los ideales nobles re
quieren el servicio de la violencia.
Se justifican y ensalzan la ambición más descarnada, la fal
sedad más deshonrosa y todo género de atropellos a la vida y
al derecho ajeno, cuando se trata de lo que se Uama el interés
nacional. Pero estos mismos actos reciben sanción severa,
dentro de cada nación, cuando los ejecuta el individuo por su
cuenta. La discordancia entre estos dos órdenes ya no se hace
manifiesta sólo para el filósofo, como antaño. Es el hombre
común quien la percibe. Hace de ella una experiencia personal
directa cuando tiene que pasar bruscamente de la disciplina
de guerra a la disciplina de paz. Sobre todo cuando en la mis
ma paz los magnates del poder envenenan su mente día tras
68 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
día con la propaganda dei odio, a la vez que le exigen manse
dumbre y eficiencia en su comportamiento civil. La conciencia
desgarrada busca resolver de alguna manera esa discordan
cia de los criterios; aspira a "unificar los campos” y restable
cer con la congruencia siquiera la paz interior. Pero es dudoso
que la guerra y la paz puedan unificarse, ni en Europa ni en
los Estados Unidos ni en ningún lugar del mundo.
No vamos a decidir ahora si la guerra puede ser alguna vez
justificable. Hay que indicar solamente que, de manera esen
cial, la guerra significa la renuncia al orden moral común, y la
apelación a la violencia en nombre del interés particular, Pero
la propaganda de guerra en tiempo de paz no sólo destruye la
base moral en que se asienta siempre la convivencia civil, sino
que impide a la vez la descarga, la cátharsis de la violencia que
se produce en e1 estado de guerra auténtica; impide incluso
esa hermandad primaria que surge entre los combatientes, y
de la cual no se excluye a los del bando opuesto: los comba
tientes se resignan a matar, pero la comunidad de la muerte
los ha purificado del odio que promovió la matanza y que si
gue alentándola desde atrás. La sangre es más limpia que la
intriga. En todo caso, no hay mediación posible entre la lucha
y la concordia: la una elimina a la otra necesariamente. Cada
una foim a en el hombre sus hábitos dominantes, de suerte
que, existencialmente, no puede haber una paz atenuada, una
gue1Ta suspendida. Los estados intermedios son también esta
dos de guerra. Y es insensato pretender que los individuos
mantengan a la vez el respeto al orden moral y la disposición
gueirera que implica la negación de este orden.
Nada tiene de extraño entonces que la imposible unificación
se busque por la vía de menor resistencia, y que la búsqueda
produzca monstruosidades, como la de adoptar francamente
para la vida personal el mismo criterio de conducta que se
hace valer para la vida política internacional. Las formas y los
grados nada comunes que ha tomado la delincuencia común,
y que tanto alarman a los gobernantes, son en verdad un in
tento de superación del estado esquizoide en que ha sumido a
cada hombre la ambigüedad de la educación que recibe dia
riamente. No creo que puedan interpretarse los hechos de
otra manera; pues no ha aumentado el número de los delin-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 69
cuentes, el volumen de ese residuo que arroja siempre una so
ciedad, sino que ha aumentado el número de ios delitos come
tidos por los que no son "profesionalmente'' delincuentes. La
difusión de la actitud delincuente es aquí lo sintomático, lo
expresivo de un estado de ánimo literalmente anómalo, o sea
adverso a la ley en cuanto es ley.
El delincuente sin causa encuentra en el delito la paz inte
rior. Esta afirmación podrá parecerles paradójica a los soció
logos y a cuantos no adviertan que esa delincuencia incausada
no representa sino la deformación, la acentuación teratológi-
ca de lo que para todos los demás, no delincuentes, se ha con
vertido en uso habitual, en forma común de comportamiento:
lo que en unos es delito, en otros es malos modales; unos se
afirman a sí mismos negando la autoridad y la ley, otros tra
tan de conseguir lo mismo negando el respeto al prójimo. La
apelación a la violencia se da en unos como en otros; lo que
cambia es sólo el grado de la violencia. Forzados como nos
vemos todos a eliminar uno de los factores discordantes que
se dan en nuestra situación, los delincuentes optan sistemáti
camente por la guerra, y en verdad se ponen así de acuerdo
con el “espíritu” que alienta en las altas directivas de la so
ciedad. Lo que a ellos puede parecerles entonces incongruente
es el castigo que la sociedad les aplica.
Ante este castigo, la actitud displicente, despreocupada del
nuevo tipo de delincuente no es la del profesional ni es la del cí
nico, sino más bien la de quien ha resuelto con una descaiga
de violencia el problema de su conciencia dividida. Para otros,
la descarga no ha de ser necesariamente tan violenta, aunque
sea igualmente necesaria: la descortesía ”sin causa" toma aquí
el lugar del delito "sin causa". En un caso y en otro se han su
primido las reglas del juego. El delincuente llamado común
juega limpio: como todos los profesionales, sabe siempre a qué
atenerse y respeta al adversario. La sanción no le parece in
justa, porque cuenta con ella de antemano, y ni siquiera siente
odio hacia quien se la impone. De parecido modo, las reglas
del juego social imponían, en épocas mejores, sanción inme
diata a quien las infringiera con arbitrariedades o insolencias,
con la rapacidad o el provecho con engaño, con la intriga
malévola o con el atropello. Pero ahora parece que las reglas
70 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
ya no existen, y que la expresión "esto no se hace" haya perdi
do toda virtud coercitiva. Gana el que puede más, el que trepa
más ligero, y éste es un juego sin reglas, es decir, ya no es un
juego, sino una guerra.
Y si proyectamos los términos de esta situación hasta el ni
vel de las leyes, nos encontramos con que el nuevo tipo de de
lincuente ya no es un infractor de las reglas, sino un sujeto
que oscuramente, pero de buena fe, cree, porque así lo ha vis
to y lo ha aprendido, que ya no hay reglas: que aquí todo vale,
que la vida no es un juego limpio y que, por consiguiente, son
hipócritas quienes siguen afirmando esas reglas verbalmente
sólo para imponérselas a él. Al fin y al cabo, él no hace sino lo
mismo que hacen todos los demás: vivir en estado de guerra.
Siquiera para él éste es un estado de guerra abierta, que en
traña ciertos peligros y puede tener, incluso, la aureola román
tica de una divisa como ésta: "la violencia por la violencia",
bajo la cual se forma como una nueva orden de caballería —la
pandilla— opuesta a la masa de quienes viven en gue^ eva
diendo sus peligros y sacando de ella todas las ventajas posi
bles. Este nuevo caballero de la violencia, este guerrero sin
uniforme, se encuentra desplazado porque, como el Cándido
de Voltaire, es más congruente paradójicamente con la situa
ción que quienes lo repudian.
Éste es un problema de educación. Pero no un problema de
educación escolar. Se trata de la educación que recibe cotidia
namente la persona individual, en forma de propaganda béli
ca, difusa e insidiosa, por la cual aprende a identificar el amor
del propio país con la aversión hacia el país ajeno, al interés
propio con el escarnio a los derechos del prójimo. Se viola de
esta manera uno de los derechos más fundamentales del hom
bre, que es el sagrado derecho que tiene a "que lo dejen en
paz", a que lo dejen vivir sin verse forzado a dedicar cada acto
de la vida y cada pensamiento al servicio de la guerra inmi
nente; sin verse sumido en el totalitarismo del odio.
Los hombres más resistentes ante la tentación de la violen
cia no por esto renuncian a ella por completo. La descarga,
como vimos, no toma formas delictivas, pero se descubre igual
mente en la brutalidad de las costumbres, de las cuales han
desaparecido esos frutos de la paz que son la tolerancia, el
EL PROBLEMA DB LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 71
respeto mutuo, los buenos modales y la consideración. Pero
no tiene derecho a escandalizarse de aquella delincuencia de
los que no son profesionalmente delincuentes, y de esas malas
costumbres generales, quien no se escandalice primero, y to
dos los días, a todas horas, de las costumbres políticas nacio
nales o internacionales.
Esa sapiencia tradicional de que hablábamos antes permite
también comprender que estas angustiosas situaciones vitales
encuentren expresión y sublimación en la literatura, y hasta
en la lilosofía. ¿De qué otra manera se explicaría la "populari
dad" de la filosofía existencial? Los temas de la muerte, la de
sesperación y la angustia, la vaciedad interior, el sentido de la
propia nuHdad, o sea la pérdida integral del sentido: estos te
mas, aparte de la base teórica que puedan tener, se hicieron
populares porque representan situaciones comunes. De la pér
dida integral del sentido son muchos los que pretenden sal
varse afirmando el sentido de la arbitrariedad. Siquiera esto
no es pesimista.
Pero una ideología revolucionaria es una ideología opti
mista. En todo proyecto de refo^ n a alienta una ambición;
acaso una mera ilusión, pero en cualquier caso una confianza
en sí mismo y una esperanza de futuro. Por esto no veo bien
de qué manera puedan coquetear, sin reñir, la filosofía exis-
tencialista y la ideología revolucionaria, sea cual sea su direc
ción, sea cual sea la situación, lo mismo en Francia que en
México. La incompatibilidad es radical: es justamente existen
cial. Y si es posible a veces que en Europa algún filósofo o lite
rato existencialista se declare de hecho e1gagé en alguna em
presa de intención revolucionaria, el hecho es signo de esa
crisis de desgarre o dualidad interior que padecen también
quienes tuvieran la misión de superarla o remediarla. Aquí no
hay síntesis posible de la afirmación y la negación: no se pue
de negar teóricamente el sentido de la existencia y a la vez afir
mar el sentido de una particular teoría y de una acción revolu
cionaria. Si algo tiene sentido, todo tiene sentido. En verdad,
estas incongruencias forman también parte del sentido de la
existencia humana, aunque delaten las fallas teóricas de una
particular filosofía que niega el sentido. Pues la existencia es
constitutivamente sentido, de tal manera que incluso quienes
72 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFIA HISPÁNICA
lo niegan vienen a probar con sus mismos actos empeñosos la
inconsistencia de sus ideas. La situación actual es una situa
ción de crisis del sentido; pero los caracteres situacionales
no son los caracteres constitutivos del ser del hombre. Éste no
podría tener siquiera conciencia de la crisis si su ser no fuera,
en su raíz misma, creador de sentido y por ello capaz de sufrir
cuando el sentido se torna dudoso.
Por tanto, ninguna situación vital podría ser menos propi
cia para la adopción del pesimismo existencialista que la si
tuación de Hispanoamérica. Ésta se encuentra en una fase
histórica revolucionaria, es decir, optimista. La violencia que
algunas veces ocasiona el proceso de transformación dijera
incluso que es signo de euforia, de exuberancia vital; no pro
duce una corrosión interior, no proviene de una propaganda
del odio. Dando todos los tumbos que se quiera, los países his
panoamericanos marchan animosos, seguros de un porvenir
mejor. Como los mismos europeos que tienen alguna fe, la
que sea, los hispanoamericanos pueden empeñarse en empre
sas que son valiosas sin discusión, y esto proporciona una gran
firmeza existencial. No necesitan para ello remontarse desde
la honda, triste y decadente conciencia de que su ser en el
mundo no tiene sentido. Han de estar ciegos quienes viven en
Hispanoamérica y no lo ven. Sin emb^ ^ o , esa filosofía exis
tencialista ha logrado penetrar en el ánimo de algunos pen
sadores hispanoamericanos durante los últimos 20 años (y no
sólo en su pensamiento, como tema de cursos académicos).
H a inspirado incluso algunas de esas meditaciones sobre el
propio ser que son características del actual periodo revolu
cionario, y ésta sí es una flagrante contradicción con el senti
do o el tono vital de la Revolución misma (además de ser in
congruente con el sentido nacionalista que se ha querido dar
a tal ideología).
¿Cómo se explica este fenómeno? Es una manifiesta asin
cronía. A esta altura de los tiempos, la filosofía de H ispano
américa dispone ya de los recursos técnicos necesarios para
plantear el problema del hombre en los términos universales
de la episteme, de la filosofía como ciencia rigurosa. De hecho,
no sólo ha planteado el problema, sino que ha propuesto teo
rías muy dignas de atención en cualquier parte —sobre todo
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 73
en esa parte misma donde fueron producidas—. Si no hubiese
algún recodo de resentimiento, parecería que la actitud nacio
nalista habría de favorecer más bien la difusión y el estudio de
tales doctrinas autóctonas. Por otra parte, el nivel a que ha lle
gado la filosofía en Hispanoamérica, por lo menos en cuanto a
la preparación técnica, académica, induciría a situar el tema
en una perspectiva universal.
En todo caso, si este problema del hombre se especifica y se
contrae a los términos de una situación local; si la meditación
del propio ser no aspira sino a discernir los caracteres del tipo
humano nacional, entonces puede prescindir de influencias
doctrinales de la filosofía universal, sean propias o extrañas.
Pero entonces su interés será puramente psicológico o socio
lógico. Por el contrario, si el designio de esa meditación fuera
el de contribuir a la definición del ethos particular del país, y
del hispanoamericano en general, entonces es ineludible, por
necesidad metodológica, que se nutra de todo lo positivo que
hay en esa situación vital particular, y al mismo tiempo que la
proyecte sobre el fondo de la situación general del hombre en
nuestros días. De esta manera, la teoría puede tener un alcance
y valor universal, aunque su motivación sea particular. Y por
el lado práctico, o sea ético, los elementos positivos de esa si
tuación particular pueden inspirar actitudes positivas e influir
en el ethos de aquellos hombres, en otros lugares, cuya situa
ción es más radicalmente crítica.
Yo no he visto, por ejemplo, que los ideólogos de la mexi-
canidad se hayan sentido inspirados por la epopeya contem
poránea de su pueblo, ni que participen con su pensamiento
en esa empresa verdaderamente épica de rescate de unas tie
rras que no habían sido nunca cultivadas, de cultura de unos
hombres que no habían sido educados. Toda Hispanoaméri
ca, pero México muy distinguidamente, se encuentra hoy en
una situación que es excepcional en el mundo. A pesar de
todos los trastornos y dificultades, el tono vital es muy alto y
la ambición de futuro es la nota dominante. Es cierto que hay
desórdenes, errores, imperfecciones; que no faltan las extrava
gancias grotescas, las traiciones del egoísmo y, en suma, todas
las incomodidades inherentes a un proceso de transformación.
Pero estas incidencias son periféricas, y aunque a veces afee-
74 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
tan a la sensibilidad muy mdamente, no se concibe que el filó
sofo no haya de pasar por ellas y captar, incluso con lírica
emoción, el sentido general del proceso. Si la ideología ha de
encontrar sus temas y sus tonalidades en la circunstancia pro
pia, y no en ideas ajenas que fueron pensadas para circuns
tancias extrañas, entonces ahí está una circunstancia ameri
cana cuya Revolución espontánea plantea unos problemas y a
la vez da unas inspiraciones para que la ideología, si le es fiel,
se desenvuelva en un estilo de elevación optimista y fecunda.
Ninguna doctrina puede llamarse extraña si se adopta cuan
do la situación real es propicia. Extraña puede llamarse, aun
que se produzca en suelo propio, cuando no se acomoda a los
hechos, cuando promueve artificialmente actitudes que no
son espontáneas. Y la extrañeza de la doctr na es tanto mayor
cuando, viniendo de afuera y sin encajar con lo de adentro, se
toma como instrumento intelectual para un análisis de lo más
genuino, precisamente, de lo más autóctono, que ^ el propio
modo de ser. En México, sobre todo, pero no solamente ahí,
han sido justamente dos filosofías "extrañas" las que más han
influido en la meditación del propio ser: el circunstancialismo
de Ortega, más o menos acentuado y fielmente adoptado, y el
existencialismo. dos son asincrónicas respecto de la situa
ción real de Hispanoamérica. La primera surge de una si
tuación de crisis caracterizada por el desaliento: del examen
interior que promueve en España su soledad. El hecho de ha
berse quedado a solas "consigo misma", aparentemente privada
de la comunidad de ul ^ m ar, determina un periodo de ensi
mismamiento. El existencialismo, por su parte, resulta de otra
crisis, como ya hemos visto: la crisis de las dos grandes gue
rras, y se caracteriza por algo más hondo que el desaliento,
más negativo, o sea la desesperación.
Pero en Hispanoamérica la crisis es positiva. Está hecha toda
ella de ganancias. No es desaliento por pérdidas o derrotas, ni
es signo de ningún desgarre de la conciencia. Sobre todo, la
crisis que es la Revolución representa un movimiento, no un
estancamiento; un movimiento por el cual se van remediando
eficazmente las tradicionales asincronías en el orden social,
político y cultural. Siendo esto asf, ¿a qué se debe esa peculiar
retracción, esa asincronía que consiste en meditar sobre "el
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 75
hombre de mi país" prescindiendo a ia vez de la situación real
de ese hombre y de lo que la filosofía en general, y hasta la del
propio país, puedan haber dicho sobre “el hombre en tanto
que hombre"?
No puede decirse que responda a una velada conciencia de
"no ser como los demás", porque la meditación del propio ser
lo que busca es justamente la raíz, la sustancia distintiva de
este ser. El atraso económico y tecnológico pueden algunos
considerar que es una forma peyorativa de "no ser como los
demás'1. Pero, en el mundo hispánico, esto no ha sido obstácu
lo para la continuidad de una tradición espiritual autóctona,
ni ha de serlo jamás para el desarrollo de un pensamiento or^^-
ginal con señorío. No todos los señores son ricos. El mismo
atraso económico no es uniforme, y se va remediando más o
menos aceleradamente. Ya las naciones mismas van siendo
"como las demás'^, es decir, desenvuelven su existencia inter
nacional sincrónicamente con las demás, por lo que se refiere
al estilo; en el plano de los derechos, y cada vez más en el
plano de los hechos. Es la ideología la que muestra desconfian
za, la que algunas veces ha parecido expresar dudas de que
fuera humanamente posible esto que ya es real. ¿N o es des
concertante comprobar cómo la filosofía de la autenticidad
puede hacerse inauténtica, cómo puede perder valor represen
tativo del propio ser el pensamiento que aspira a captarlo en
su concreción?
Querer ser significa querer ser diferente. La misma vocación
de ser origina las diversidades. Quiere decirse que la ac
ción produce automáticamente la distinción. Para que una
acción sea fecunda, lo que debe proyectarse es su objetivo, su
nieta, aquella cosa que ha de alcanzarse en su término. Saber
lo que se quiere hacer, y hacerlo, es Ja manera se^ r a de ser
distinto, sin necesidad de anhelar en abstracto la distinción
por sí misma. Querer ser distinto sin saber qué hacer es rasgo
de adolescencia. El ser del adolescente está lleno de ambición
y vacío de propósito. ^ fuerza de vocación es entonces po
derosa, y a la vez está paralizada por la duda o la perplejidad
interior. Pero el filósofo ha de ser más maduro que el tiempo
en que él mismo vive, más maduro que la vida que él piensa,
precisamente porque la piensa y Ja supera con el pensamiento.
76 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
Y si la vida en torno está ya cargada de propósito, ¿cómo pue
de el filósofo que desea representarla adoptar el despropósi
to de la desesperación y el pesimismo? Por esto, cuando se
trata de apreciar la vida ajena, el buen callar es virtud de San
cho en los filósofos jóvenes.
Naturalmente, no basta haber nacido para tener un ser pro
pio. Nacen los países de Hispanoamérica con la Independen
cia, pero no adquieren con ella la propiedad o autenticidad de
su ser. Los pensadores del siglo xix no representan en conjun
to otra cosa que el esfuerzo más esclarecido de esos países por
adquirir, viviendo, la autenticidad de su propia vida, la pro
piedad de su ser. Y como la Revolución es un segundo naci
miento, una especie de nueva Independencia, la cuestión del
ser y de su autenticidad distintiva vuelve a plantearse. Aunque
se plantee en términos asincrónicos, también las asincronías
tienen sentido histórico, y me inclino a pensar que éste es el
sentido de la filosofía o ideología ensimismada: la meditación
del nuevo nacimiento. El contrasentido aparece en el pesimis
mo y en otros caracteres negativos, como a veces una cierta
amargura y un resentimiento que empañan la limpieza de una
ideología del nuevo nacimiento. Pues el nacimiento es un su
ceso optimista. No es como la muerte o la derrota, sino la vic
toria tenaz de la vida.
Así como la ideología del siglo se adelantaba a los hechos,
era más veloz que la política, esta filosofía actual del "hombre
de mi país" ha parecido afincarse intelectualmente en el con
cepto de circunstancia mientras la circunstancia real se alte
ra; paralizarse mientras los hechos corren y la vida política la
desborda. Los países muestran su ser andando, y algunos con
presteza notable, por el camino de su vocación. Ese andar, al
que llamamos progreso, no sólo se produce en el orden eco
nómico, en el demográfico, en el sanitario, en el tecnológico.
Se produce también, y por causa de todo ello, en el orden psi
cológico, o existencial si así quiere llamarse. El sujeto que
anda montado en el burrito no es el mismo que toma el avión
para ir al mercado, aunque ambos puedan ser la misma per
sona. También cambia el sujeto psicológicamente cuando em
pieza a consumir una proporción adecuada de proteínas, o no
sufre de paludismo. El cambio es, aquí, el tema que solicita una
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 77
investigación. El cambio, más que el ser rígidamente determi
nado por unos rasgos que la marcha de la vida trasmuda ante
nuestros ojos. Y el cambio de todos, que la filosofía del ser
nacional no se monta con los datos de una psicología del inte
lectual urbano.
Ese cambio se produce también en el orden de la ciencia.
La realidad de este otro cambio es lo que menos puede pasar
por alto la filosofía. Porque también es una asincronía pre
guntarse cómo y cuándo será posible una filosofía distintiva
mente americana, si esta filosofía existe ya de hecho. Para po
ner un ejemplo de otro dominio: un fisiólogo como Houssay
no necesita paralizar sus investigaciones, o entorpecer las aje
nas, con una interrogación previa sobre las condiciones de po
sibilidad de una ciencia argentina. Estas investigaciones suyas
son la prueba de que existe ya efectivamente la ciencia argen
tina. Como consecuencia de ello, nuestra idea de la nación
argentina y del "ser del argentino" ha de conformarse al dato
de que esa nación ha producido ese hombre de ciencia, con
todo lo que ello implica. ¿Por qué no ha de ocurrir lo mismo
en filosofía?
De hecho ya ocun-e, como veremos en seguida. ¡Ah!, pero a
la filosofía — en esto se distingue ella de las ciencias particu
lares— no le basta hacer, sino que además ha de reflexionar
sobre lo que hace, y sobre cuanto hacen los demás (como es
tamos haciendo aquí, ahora mismo). Lo que todo el mundo
puede reclamar entonces del pensador es que su reflexión
sobre la filosofía no paralice a la filosofía, que sus investiga
ciones sobre el ser propio no frenen la vocación de este ser. No
porque pueda lograrlo en efecto, sino porque el intento, aun
que no fuera deliberado, reduce el valor de la propia medita
ción (que en sí misma no puede ser más legítima, si está bien
conducida).
El fenómeno capital, decisivo, en la existencia del hombre
hispanoamericano es hoy la mutación de su carácter — en
tanto que el ethos es carácter, el problema es esencialmente
ético—. En la medida en que la mutación se produce por la
equiparación progresiva de los niveles de vida de Hispano
américa con los de otros países de más vieja tradición o más
riquezas naturales, la situación media del hombre se va equi-
78 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
p^ ^ ^ do también (no hablemos de las minorías, que siempre
las hubo de gran distinción), y desaparecen paulatinamente las
peculiaridades típicas, con todas las evidentes ventajas y has
ta con los inconvenientes. De estas ventajas e inconvenientes
fuera oportuno hablar, porque el proceso de mutación del ca
rácter significa, desde luego, la pérdida de ciertos rasgos del
ethos tradicional (fenómeno que se observa también en Euro
pa; en verdad, en todo el mundo), y, por consiguiente, la ne
cesidad urgente de reformar el ethos. Hay que evitar que en la
velocidad de la marcha se pierda el norte. Insistamos: la me
ditación del propio ser ha de tener una intención ética, más
que psicológica o existencial, más que puramente descriptiva
o neutral. Aquí, neutralidad es amoralismo. Hay que saber
adónde se va, y para qué, y entrever el tipo de humanidad que
puede salir de todas estas andanzas.
También la filosofía ha venido transformándose. Pero, a ve
ces, ha parecido como si esta evolución se considerase nociva;
como si la episteme fuera una forma extraña, inauténtica, per
turbadora de esa pureza autóctona que se busca y de esa vo
luntad de ser - d e ser d istin to - que inspira y guía la medita
ción del propio sei'. No es mucho atrevimiento sugerir que la
capacidad de pensamiento teórico puede convertirse también
en un rasgo distintivo de este ser, y un rasgo nada desdeñable.
Pero ésta es una situación curiosa. No es que se niegue la uti
lidad de una información técnica de la filosofía; pero algunos
creen implícitamente — a veces han declarado formalmen
te— que el cultivo de esa filosofía puede reservarse a los países
extranjeros: no sería ella consonante con el numen ingénito
de Hispanoamérica, el cual habría de producir, con el nom
bre de filosofía, algo enteramente distinto y propio. Si alguna
obra de filosofía como ciencia ri^ r o sa se produce en Hispa
noamérica, ella no representaría lo auténticamente propio, lo
genuino de esta comunidad. De momento, lo autóctono sería
la pura reflexión sobre lo autóctono. ^ suma, la gran filosofía
no sería extraña cuando se importase del extranjero, pero se
ría extraña cuando se produjese en casa.
Como estas ideas las han patrocinado también algunos pen
sadores españoles, y en verdad proceden de ellos, espero que
más adelante habrá ocasión de comentarlas de nuevo. De mo-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 79
mento, no dijera yo que el pensamiento, en la comunidad his
pánica, esté destinado por naturaleza a las formas ensimisma
das y circunstanciales de la filosofía, a examinar y debatir ex
clusivamente sus problemas locales y a formular sus ideas en
el género específico llamado ensayo. No sé que fuerza de con
vencimiento pueda tener esta opinión. Temo que fuera reduci
da si pretendiera cambiar la de quienes, con gran obstinación,
han ensalzado en España durante muchos años los trabajos
de estilo erasmista, o los ensayos de Quevedo y de Gracián,
corno si en ellos se realizara la potencia del pensamiento ge-
nuinamente hispánico. Era en vano que se recordara la exis
tencia de un contemporáneo de esos como Francisco Suárez,
y la grandeza de su filosofía sistemática, y el carácter genuina-
mente hispánico que había de tener, por el hecho solo de ha
berla producido un hispano auténtico. ¡Qué bizantina, o his
pánica, sería la tarea de averiguar quién de los dos es más
auténtico, Francisco Suárez o Alfonso de Valdés! Sospecho que
se inclinarían por el último todos los que fueran incapaces de
entender al primero. Pero ya es más difícil averiguar la causa
de esa inclinación en quienes son capaces de entender al uno
y al otro.
La filosofía como ciencia se formula en términos universa
les, como se formula cualquier pensamiento teórico en cual
quier ciencia. Esta universalidad temática y sistemática no
disminuye en modo alguno el carácter ingénito, personal o
nacional; no implica una renuncia, sino que es una ganancia
potenciada; no es la mengua de originalidad vital con que
deba pagarse la originalidad intelectual. La filosofía en su más
alto ejercicio carece de couleur lócale.
Cuando el afán de ser distinto ha penetrado incluso en la
filosofía, acaso no se ha advertido que en ella la única manera
de distinguirse consiste en ser igual que los demás. Como la
base de toda formación filosófica es común y universal, el "no
ser como los demás” sí es aquí una situación peyorativa. Real
mente no se ve de qué manera pueda un pensador establecer
de antemano los rasgos peculiares que haya de tener eventual
mente su doctrina, cuando logre resolver con ella un proble
ma cualquiera de filosofía. Parece que lo normal es acometer
el problema, y examinar después la solución propuesta desde
80 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
todos los ángulos posibles de estimación. E l carácter se tiene
de cualquier manera, y es tan superfluo el empeño de mani
festarlo como el de reprimirlo: aparece espontáneamente, sin
deliberación consciente.
Puede parecer, claro está, que es más genuina y autóctona
una filosofía que se ocupa con pasión de los temas nacionales,
con una pasión legítima y noble que mantiene vinculadas las
ideas a su propio suelo de manera expresa. Una filosofía que
estudia los problemas universales puede parecer, en cam bio,
más desinteresada en el mal sentido, más desafectada, o neu
tra, o desarraigada. Pero este parecer no es más que una falsa
apariencia. Basta detenerse un poco a examinar los hechos
para advertir que la vocación científica no requiere el des
arraigo en ninguna de sus direcciones. Y esta evidencia es tan
primaria, que resulta difícil reprimir la sospecha de que pue
da haber factores personales, no filosóficos, en el empeño de
adscribir carácter de autenticidad a una sola de las posibles
formas de la filosofía, y precisamente a una de las formas me
nores, en detrimento de las otras. Todas son legítimas, mien
tras cada una mantiene su nivel; pero no deja de notarse que
es más popular, inevitablemente, la que cultiva los intereses
más inmediatos de la gente. El peligro es que no cultive a la
gente misma, sino sólo sus curiosidades y emociones circuns
tanciales, y que la gente quede desorientada cuando la legiti
midad de las meditaciones circunstanciales se hace pasar como
título de exclusividad.
La fisiología argentina, para volver al ejemplo de antes, vale
como argentina precisamente porque no presenta distintivos
locales: vale porque vale en todas partes. Por lo mismo ha de
valer y vale la filosofía argentina, la mexicana, o la del mundo
hispánico en general. Si una filosofía ha de merecer su título
de hispanoamericana sólo cuando se ocupe de temas locales
hispanoamericanos, entonces su misma autenticidad habría
de disminuir ^ alcance. Por el contrario, si se aspira a que
sea genuinamente hispanoamericana por el tono y el estilo, es
decir, por eí carácter, entonces la aspiración ya está cumphda:
lo será de todos modos, sin dejar de ser por ello universal. En
este caso se incorporará, se ha incorporado ya de hecho, a la
tradición común de la filosofía, como se incorpora a su tradi-
EL PROm^EMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 81
ción cualquier obra científica producida en cualquier lugar y
tiempo.
Filosofía es eso que empieza con Tales de Mileto: es una
investigación metódica y sistemática de las cosas como son,
para la cual el último criterio lo constituye la apelación a las
cosas mismas, y no la persona de quien las piensa. Cuantos
nos dedicamos a ella, sin haber nacido en Ja Jonia, hemos de
conformarnos a no considerarla originariamente autóctona
de nuestros países, y de empeñamos en hacerla autóctona por
nuestras obras. La tradición es irrenunciable, como la heren
cia biológica; y en fin de cuentas no hay merma del ser propio
en el reconocimiento de que los padres de esa tradición fue
ron los griegos. Todas las ideas pertenecen al filósofo, donde
quiera que se hayan formulado.
¿Será posible que el énfasis en la caracterización distintiva
obedezca a una velada renuencia a aceptar esa tradición co
mún, en tanto que proviene de Europa? Pero la renuencia, si
en verdad la hubiera, no sería ella misma filosófica (y dudo que
la haya, o que sea consecuente, si consideramos las influen
cias del existencialismo y el orteguismo), pues también pro
viene de Europa la tradición de las matemáticas, y no se juzga
peligroso para la autoctonía la incorporación de los matemá
ticos a esa tradición. ¿Por qué no ha de ocurrir lo mismo con
la filosofía? Siempre se recae en la misma cuestión. Y hemos
de esforzamos por entenderla, porque si no se entiende la ra
zón de aquello de que se discrepa, mal se puede fundar la dis
crepancia. Puede haber una razón, que sólo es latente para el
profano, pero que ha sido expuesta de manera suficientemen
te explícita, y es la convicción que tienen algunos de los que
patrocinan con más autoridad la doctrina de que la medita
ción circunstancial es la única genuinamente autóctona: ellos
están desengañados de la filosofía como ciencia rigurosa, y
tienen la convicción sincera de que a la filosofía no le resta ya
para el futuro otra misión que la de ocuparse de sí misma, de
sus circunstancias personales, sociales e históricas. Hay aquí,
por tanto, una cierta congruencia sistemática. Pero, como no
corresponde a este trabajo una reivindicación en términos
técnicos de la filosofía y de su misión permanente, podemos
dejar de lado esa razón y atender a otra: con la filosofía no
82 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
ocuiTe entre nosotros lo mismo que con las demás ciencias,
porque el sentido siempre tan particularmente humano de la
existencia que tenemos todos Jos hispanos nos permite adver
tir que la filosofía modela el espíritu de los hombres, y hay
que lograr que éste sea propio, auténtico o autóctono, distinto
en la sustancia vital.
Lo cual es tan cierto y atinado que, en verdad, no puede
caber en este punto la discrepancia. O , si se quiere, la discre
pancia toma aquí solamente la forma de una mera distinción.
La filosofía que medita sobre el propio ser y los problemas del
propio lugar —como la que estamos haciendo ahora m is m o -
no es un género científico de pensamiento. No lo es constituti
vamente; es decir, no por defecto de quienes la cultiven, sino
por definición. No es científica sean cuales sean las orientacio
nes que tome en cada caso y el valor del género mismo en to
dos los casos. Además de ésta, hay en Hispanoamérica otra
filosofía, la cual sí es científica, la cual tiene que ser considera
da por todos tan genuina, por lo menos, como la ideología;
presta igual servicio a la comunidad, aunque no trate específi
camente de sus problemas concretos; realza por lo menos tan
to como Ja ideología ese ^ carácter distintivo y autóctono del
propio ser, sin ocuparse de él temáticamente; en fin, se en
cuentra más a nivel de los tiempos, más a tono con el impulso
creador de este renacimiento o nacimiento nuevo que es la
Revolución para Hispanoamérica.
¿Y qué resulta de esta distinción? Simplemente la eterna
conveniencia que impone la filosofía de no confundir los gé
neros, de no contraponerlos unos a otros, como si fueran in-
compatibJes, cuando ambos son legítimos; y para decirlo todo,
de no perder el sentido de sus respectivos rangos, cuando és
tos son objetivos.
7. L a id eo lo gía de LA R evo lu ció n :
m . I n digen ism o y panam ericanism o
Acaso aquella misma renuencia a aceptar la tradición común
de Occidente haya inspirado en algún caso el propósito de
buscar ^ lo indígena las raíces del propio ser. En esta cues
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 83
tión no es necesario entrar muy a fondo, para los fines de una
comprensión de la filosofía ideológica, pero se puede discurrir
sobre ella en tanto que es un síntoma revelador de sus tenden
cias.
Desde luego, la intención primaria de la búsqueda no puede
ser más plausible. Los llamados indios fueron, al fin y al cabo,
los primeros ocupantes de esas tierras, y su cultura fue en al
gunos casos muy avanzada. Todo lo que contribuya a realzar
estos antecedentes históricos, y los valores de una antigua tra
dición, ha de ser bueno para la comunidad. En la fase histórica
de la Conquista, y en la primera fase de la Colonia, lo español
era evidentemente advenedizo, era un elemento extraño que
se sobreponía al elemento nativo (diría mejor que se entre
mezclaba con él, pero en este matiz repararemos más ade
lante). Y se imponía, a veces, materialmente, por dominio de
armas; otras veces espiritualmente, por dominio de letras y
por caridad. Hubo caridad o amor y hubo ambición de poder,
lo uno y lo otro, porque ambas cosas suelen darse juntas en
las grandes empresas humanas, y no es liviana ventaja que la
ambición quede temperada por alguna virtud: a veces se da
la ambición sola, sin temperancia, sin responsabilidades ni
atenuantes. De cualquier modo, si de lo que se trata es de es
tablecer las raíces, parece incuestionable que lo indígena se
designe como el elemento radical. Pero, aquí también, el pare
cer no es más que una presunción. Para que el factor racial
sea constitutivo del ethos hispanoamericano es necesario: pii-
mero, que sea un factor común, y segundo, que sea espiritual
mente operativo.
(Esta palabra, “espíritu", como sus derivados, no es de las
que pueden emplearse sin precauciones. Es generalmente de
masiado vaga. Cuando, en los textos solemnes de la filosofía,
el Espíritu se presenta aparejado a la Materia o a la Naturale
za, las dos palabras producen una resonancia wagneriana,
acaso más evocadora de los mitos que de un humilde examen
de los hechos. Y cuando no se precisa bien su sentido, en el
lenguaje coniún, la palabra “espíritu" parece convertirse en
el albergue de todas las cursilerías del género exquisito. Es
pero que su aparición en este contexto no se preste a confu
siones, y que el significado de lo espiritual quede delimitado
84 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
por su relación con el ethos y por su contraposición a lo ra
cial, sin necesidad de desvi^ ^ os del camino con otras preci
siones técnicas).
Pues bien, ha de servir para orientamos desde el principio
recordar que la ideología indigenista no tiene tradición en
Hispanoamérica. Es una producción reciente. Puede ocurrir
en general que los filósofos no atinen en un problema viejo
sino cuando hace crisis, cuando ya está maduro para su solu
ción. Pero, en este caso, es dudoso que un problema como el
de la raza hubiese pasado desapercibido a los ideólogos de la
Independencia. Si hubiese habido, para justificar la secesión,
un elemento diferencial primitivo, no cabe duda de que habría
sido invocado por los insurgentes y libertadores, y que ha
brían recalado en él igualmente aquellos pensadores que asu
mieron en cada lugar la misión de formar el ethos nacional.
Sin embargo, no lo hicieron, ni los unos ni los otros. Y creo
que no lo hicieron por una razón muy clara: porque durante
la Colonia no hubo, ni de jure ni de facto, una situación de an
tagonismo racial. La Independencia no fue un movimiento de
liberación del indio frente al europeo. El movimiento fue polí
tico. Ni siquiera fue económico; quiero decir, ni siquiera se
proponía lograr, con la autonomía política, una elevación in
mediata del nivel económico de la población rural, que era la
predominantemente indígena. Pero lo demás, el bajo nivel
económico de los labradores y otros trabajadores rurales, no
era debido al hecho de que fueron indígenas. Ni todos los in
dios o mestizos eran pobres ni todos los pobres eran indios.
Los derechos políticos, pocos o muchos, pero sobre todo los
derechos humanos, eran los mismos para todo el mundo.
Y también era bajo, por aquel entonces, el nivel económico de
la población rural en la Península, como en tantos otros paí
ses europeos. A esto se debía justamente la continuada inmi
gración, la cual no se detuvo con la Independencia. Más bien
la acentuó, porque los habitantes de la metrópoli podían
creer que en las nuevas naciones americanas se gozaría de un
régimen más favorable, de una situación mas abierta a la
esperanza que en la misma metrópoli. La independencia po
lítica ^ alteró la naturaleza de las relaciones humanas. Y si
se piensan las cuestiones de cultura y de carácter nacional en
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 85
términos de pura y simple humanidad, ese flujo inmigratorio,
que no ha cesado, puede explicar por qué la gran parte de
América que no es anglosajona ha de seguir llamándose His-
panoamerica.
El indigenismo ha sido en algunos países hispanoamen'ca-
nos - e n algunos solamente— una doctrina social de la Revo
lución. Pero tampoco esta doctrina ha tenido caracteres pro
piamente raciales. Su designio ha sido promover ahora esa
elevación del nivel cultural y económico de la población indí
gena rural que no se logró, o no se pudo lograr, desde la Inde
pendencia. La situación que se trata de remediar afecta a unos
hombres en tanto que pertenecen a una clase, no a una raza.
Si no hay problema del indio urbano, esto significa que no hay
problema del indio en tanto que indio. La Revolución intenta
subsanar una desigualdad social de facía; pero tampoco ella
tiene que eliminar una desigualdad racial de jure.
En suma, el proceso revolucionario de Hispanoamérica vie
ne logrando la equiparación entre esos niveles de evolución del
burgo y el cuya desigualdad se había acentuado con el ad
venimiento del industrialismo. Y es digno de notarse que, en
general, la formulación de este programa se ha reservado a los
mismos encargados de cumplirlo, o sea a los políticos. Los fi
lósofos que se han ocupado del indígena no se han propuesto
contribuir con sus ideas al proceso efectivo de transformación
social, económica y política, ni analizar los resultados de este
proceso en sus aspectos humanos. Aunque contemporáneos
de la Revolución, es decir, testigos de ese prolongado proceso,
lo que ellos parecen intentar es otro tipo de revolución: una
revolución del eíhos mediante las ideas, la cual permitiría
asentar la vida y la cultura de los hombres en Hispanoamérica
sobre ese elemento originario y común que seria la raza, la raza
indígena. Esta raza, con sus virtudes y sus tragedias, ha sido
enaltecida por las creaciones artísticas durante el siglo xx: la
pintura, la escultura, la literatura y hasta la música. La ideo
logía, por su parte, pareció que adoptaba ante ese tema una
actitud estética también, para, la cual resultaba necesario man
tener inalterables unas ciertas esencias de lo indio, y descui
dar, por lo tanto, la evolución humana que la Revolución esta
ba produciendo en el indio mismo.
86 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
Una visión del futuro establecida en el ethos racial no llega
a ser enteramente plausible sin unos previos retoques del pa
sado. Así como la idea de una reivindicación racial en benefi
cio de los indios se involucra en un programa revolucionario
que es de pura y simple justicia social. así también, para justi
ficar el carácter racial de esta reivindicación se interpretan los
hechos históricos de tal manera que la Conquista, la Colonia y
la Independencia resultan algo parecido a los episodios de
una secular lucha de razas. La Revolución sería entonces el
último episodio; sería la solución diferida de un antiguo pro
blema creado por Ja Conquista, y el acontecimiento histórico
que permitiría finalmente al hombre americano tomar con
ciencia de su propio ser y desenvolver su acción con plena au
tenticidad.
En seguida habrá ocasión de proponer algunas considera
ciones relativas a la veracidad histórica de este esquema. De
momento, parece más urgente indicar que esta ideología, en
la medida en que realza el valor y significado de la Revolución,
disminuye el valor y significado de la Independencia, pues si
el hecho de haberse constituido como estados soberanos no
hubiera sido suficiente para que los países hispanoamericanos
resolvieran un problema tan grave como sería el de la injusti
cia racial, la historia de esos países durante los 150 años de su
autonomía quedaría tan desautorizada como la ideología de
aquellos próceres que durante el siglo x ix se esforzaron por
dotarlos de un ^ carácter nacional distintivo. Esa historia y esa
ideología, lo mismo que la gesta de los libertadores, no ha
brían sido más que una triste prolongación de la Colonia, y la
verdadera Independencia —la más radical: la final reivindi
cación del hombre americano— ^ se lograría sino con la
Revolución (con la filosófica). No creo que ningún pensador
de Hispanoamérica estuviera dispuesto a aceptar estas conse
cuencias de descrédito para la Independencia y la tradición
filosófica del siglo x ix .
Las consecuencias son insoslayables, sin embargo, una vez
aceptados los antecedentes. Pero siempre ha sido más fácil
avanzar animosos en la formulación de unas tesis nuevas que
retroceder ante sus resultados, cuando son embarazosos. Siem
pre nos parece que podremos eludir los corolarios de una idea,
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 87
si la hemos pensado de buena fe, con intención de bien. Esta
misma intención y buena fe es la que permite aceptar espon
táneamente la idea indigenista, si nos guiamos sólo por la sim
patía, y el entendimiento reposa de momento sus facultades
críticas. Muy mezquino sería, en efecto, quien no simpatizase
con el prójimo, quien no sintiese que la privación que algunos
hombres han de sufrir es casi como un pecado de quienes no
Ja sufren, mientras éstos no hagan nada por remediarla. El
remedio sen'a la Revolución. Pero la ideología indigenista no
es ningún remedio: es una teoría. Y nadie puede creer que la
simpatía humana por el indio americano obligue a aceptar
como buena una particular teoría racista —si no se muestra
acorde con los hechos—, aunque la haya inspirado esa misma
simpatía. La simpatía no basta para pensar con método, ni
disminuye cuando se critica lo pensado.
La ideología indigenista, pues, no busca remedios para una
situación humana. De éstos se encarga la política, atendiendo
al presente y sin cogitar sobre el pasado. Lo que pretende esa
ideología es promover una idea del hombre americano funda
da en el componente racial indígena. En este campo no han de
entrar en juego los sentimientos de simpatía, ni las antipatías
que suelen ser su reverso o complemento. Los que entran en
juego son los hechos. El hecho decisivo ha de ser la unidad y
comunidad de la raza. Sin él pierde sustento la"idea de fundar
sobre la raza la consiguiente unidad y comunidad del ethos
americano.
Examinemos, por tanto, esa idea sucesivamente en su as
pecto panamericano y en su aspecto racial. Sin llegar nunca a
decisiones intelectuales bien precisas y tajantes, la ideología
indigenista ha solido entretejer su tesis con la del panamerica
nismo, Este último sería algo así como la expresión, más lírica
que pragmática, de un cierto numen distintivo de América;
como la aspiración a constituir con todas sus naciones una
unidad espiritual, y tal vez política, solidaria a pesar de las dis
cordias pasajeras, que correspondiese a la unidad análoga que
es manifiestamente Europa, a pesar de sus discordias, y hasta
se contrapusiese a ella, cuando fuese necesario. Es cierto que
no se perciben muy bien los motivos de razón por los cuales
hubiera de producirse nunca esa contraposición de continen
88 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
tes. Pero la cuestión es más bien ésta: ¿cuál es la base común
de las 22 naciones americanas?
Las diferencias entre Hispanoamérica en general y los dos
países norteamericanos de estirpe predominantemente britá
nica son marcadísimas en el orden espiritual (además de las
raciales, si éstas han de tomarse en cuenta, como es inevitable
si el panamericanismo y el indigenismo han de estar conecta
dos). Hay todavía otras variantes: la brasileña, que puede lla
marse latina si no se quiere que lo hispánico envuelva a Espa
ña y a Portugal conjuntamente; la haitiana, que es igualmente
latina, pero no hispánica, etc. Sin que sea preciso irlos bus
cando, los rasgos distintivos saltan a la vista en todo género
de expresiones: la tradición y el estilo de la pintura, de la es
cultura y de la música, de la poesía y la literatura en general,
de la jurisprudencia, de las lenguas sobre todo, y hasta de la
filosofía, para no atender sino a las manifestaciones culturales
refinadas, y dejando de lado las artes de cultura popular, que
son, por lo menos, tan expresivas como las otras. La solidari
dad panamericana podrá ser un hecho político y económico, o
un programa, y podrá, si se quiere, tener aspectos positivos;
pero evidentemente carece de virtud eficaz para la fon ación
de un ethos común. En el orden espiritual, no hay comunidad
panamericana.
¿Hay, en cambio, una comunidad hispanoamericana funda
da en el elemento racial? Desde luego, no existía antes de la Con
quista. Por razón de las grandes distancias, de la misma diver
sidad etnológica, del desnivel cultural, de la escasa densidad
media de población, etc., los antiguos pobladores no pudieron
formar una comunidad continental americana, ni tener con
ciencia de su posibilidad. No pudieron siquiera entrar en rela
ción eficaz y constante unos con otros. La comunidad la creó
España: la Colonia fue efectivamente la primera empresa de
unificación humana, cultural y política que se llevó a cabo en
el continente americano. Como consecuencia de esto, al ter
minar el periodo llamado colonial con la Independencia, los
nuevos estados libres no pudieron constituirse automática
mente a base de unos caracteres nacionales bien determina
dos y preexistentes. Por el contrario, se constituyeron después
de muchas vacilaciones y discordias intestinas, y no siempre
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 89
de acuerdo con los planes de los mismos libertadores. Los
límites de las nuevas naciones no correspondieron a los de las
viejas razas y culturas. El sentido de unidad fam iliar hispa
noamericana, formado en la Colonia, se mantiene entonces
como reaidad vital por encima y a pesar de las fronteras polí
ticas artificiales; y se mantiene precisamente porque éstas no
responden a límites nacionales bien caracterizados. Si todavía
hoy se producen disputas sobre límites es porque el instinto
de posesión colectiva no basta para establecer objetivamente
unas fronteras nacionales a las que no abonan casi nunca ra
zones seguras de orden geográfico, etnológico, cultural, eco
nómico, histórico o lingü ístico.
Si hemos de encontrar para toda Hispanoamérica un ele
mento básico o radical, sobre el cual deba establecerse el ethos
de esta comunidad, podemos ir eliminando sucesivamente
todos aquellos caracteres que no sean en realidad comunes, y
que por ello mismo no han de ser operantes. No puede por
esto llamarse en rigor Indoamérica a Hispanoamérica; no
porque a nadie haya de ofenderle el título, sino porque la raza
no es ahora un elemento común, y no es radical porque no fue
común originariamente. Con la marcha del tiempo ha resulta
do que algunos países de Hispanoamérica tienen escasa o
nula población de raza india, y éstos no pueden ser elimina
dos por tal razón de la ecumene hispanoamericana. Tampoco
pueden -eliminarse otros países que tienen muy considerable
proporción de ciudadanos hispánicos de raza negra, la cual
no es aborigen.
Pero la ideología del racismo indigenista no sólo ha de to
par con estos hechos, sino con las ideas mismas. La idea de
raza es bastante confusa, pero desde luego no pertenece cate-
gorialmente al orden ético. Su empleo puede conducim os, por
la pendiente de las buenas intenciones, hacía . una especie de
racismo a rebours. Una idea del hombre, sea cristiana o comu
nista o de cualquier otra filiación, según la cual todos los hom
bres son iguales por su condición originaria y por sus dere
chos básicos, no puede formularse en Hispanoamérica como
guía de un programa revolucionario. Esta doctrina o idea del
hombre ha tenido vigencia desde la Conquista. Las desigual
dades efectivas entre los hombres, hoy como antaño, no afee-
90 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
tan aquí a lo humano como tal; son exclusivamente situacio
nes económicas. Por su misma índole, estas situaciones vita
les son mudadizas, y su mutación depende en particular de la
acción de cada persona, y en general o colectivamente de la evo
lución interna de cada país, de sus recursos naturales y de la
manera como logren arbitrar estos recursos los programas
políticos respectivos.
Siendo las poblaciones de cada país mixtas en cuanto a la
procedencia racial de sus ciudadanos, es manifiesto que el
ethos nacional, y el hispanoamericano, tienen que establecerse
integrando todas las variedades; o mejor dicho, prescindiendo
de todas estas variedades de orden puramente racial. El ethos,
como principio de comunidad y como fundamento vital de la
ley, no puede por su misma naturaleza surgir de las diferen
cias ni acentuarlas. Lo común es lo que se da en todos, cuan
do se trata del ser, y es lo exigible de cada uno, cuando se tra
ta del deber ser.
Por esto, si se medita sobre el propio ser, con un noble afán
de ser, y de ser con distinción, no es buena guía la idea de' una
distinción como ésa, que destiuye la unidad interna, sin la cual
no puede haber comunidad, y que además intenta fundar el
valor del ser humano en una mera condición biológica secun
daria, y no en su acción. La raza puede hacernos distintos ex
ternamente, pero no puede darnos distinción: ésta se gana in
dividualmente, no se recibe genéricamente. Así puede veise
que la noción de raza es peligrosa, como un arma de dos filos,
pues no solamente carece de toda virtualidad espiritual; no
solamente no es aquf materia de ninguna reivindicación jurí
dica o moral, sino que, además, su empleo compromete a la
misma doctrina de la igualdad de los hombres en la cual pre
tende apoyarse el racismo indigenista.
Una raza nunca se ensalza sino para rebajar a otras, implí
cita o explícitamente. Cuando unos hom bres se ven oprimidos
por causa de su raza, el derecho natural de gentes les asiste si
reclaman y si luchan por la igualdad. Pero su aspiración no es
lograr una igualdad de las razas que las siga manteniendo di
ferenciadas, sino la igualdad humana: esa igualdad como per
sonas individuales que impHca justamente la supresión de
todo distingo racial. Ahora bien, los hombres que nunca han
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 91
tenido que sufrir colectivamente por causa de una discrimi
nación racial mal pudieran reclamar esa igualdad que nunca
les fue negada. De hecho, no Ja reclaman, ni jamás la han re
clamado. No ha habido en Hispanoamérica un solo movi
miento indigenista, uno que haya surgido entre los indígenas
mismos con la bandera de una reivindicación racial.
Sin embargo, algunos intelectuales creen percibir en la raza
ciertas virtualidades espirituales, ciertos caracteres germina
les para la floración de un ethos distintivo. ¿Y no es esto, justa
mente, lo que han hecho los racistas en todo tiempo? El racismo
resulta aborrecible porque contraría un sentimiento espontá
neo de respeto al prójimo, porque se opone a un principio na
tural y al derecho de gentes. Pero, filosóficamente, es repudia-
ble sobre todo porque involucra lo biológico en lo espiritual, y
esto es un e^or de método tan grave en filosofía como pueda
ser en la vida la intolerancia racista.
¿Qué hace el racista? N o sólo predica la excelencia física de
la raza superior, sino que funda en esa excelencia física una
pretendida superioridad espiritual; el sentido de una misión
directiva; un derecho a dar la norma moral y la jurídica, y a
asumir la tutela y el gobierno de los “inferiores”. El racismo es
la doctrina que proclama siempre la superioridad de la raza
particular a que pertenece el racista; cosa puerilmente can
dorosa, ^ verdad, como todas las arrogancias, además de ini
cua. Desdichadamente, ha habido en el mundo actual y sigue
habiendo racismos, incluso en algún sector de la supuesta
comunidad panamericana. Por ello es comprensible que la
idea, tan hispánica, de la igualdad de los hombres, se reafir
me a veces en Hispanoamérica con acentos de reivindicación
moral.
El único peligro que entraña la polémica contra el racista es
el de adoptar inadvertidamente sus mismos conceptos y sus
niodos de pensar, aunque invertidos; de tal modo que el orgu
llo del racista se convierta en el resentimiento del antirracista,
y lo que debiera manifestarse como una serena, espontánea
afirmación del propio ser degenere en un secreto afán de que
triunfen “los inferiores". Pero el auténtico antin a cista empie
za por creer que no existe esa inferioridad natural genérica.
Las desigualdades humanas de hecho son individuales, y cuan-
92 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
do son colectivas tienen causas históricas, no nati.irales. Es el
racista el que cree en ia desigualdad natural colectiva e indele
ble de los hombres, por causa de su raza, y el que logra i^nfil-
trar el morbo de esta idea incluso en la mente de sus mismos
adversaros. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se ensalza la
raza propia contra la raza que presume de superior. El proble
ma no es de raza, ni de un lado ni del otro. Si no se percibe
que el problema es de simple humanidad, y que el ethos ha de
fundarse en el ser propio, y no en el modo de ser considerado
por los demás, la polémica puede convertirse en una mera
disputa por la superioridad del uno sobre el otro. Con esto, el
ofendido refuerza implícitamente la posición del ofensor y
mantiene él también unas discriminaciones que lo traban
internamente, y de las cuales se hace víctima muchas veces al
tercero que no entró en la lid.
Sería mejor que ya no se llamara indios a los indios. Mu
chos hispanoamericanos que ponen cuidado en llamar
simplemente "ciudadanos” de los Estados Unidos a todos Jos
habitantes de ese país, prescindiendo de si son blancos o ne
gros o judíos, incurren, sin embargo, en la incongruencia de
seguir diferenciando entre indios y no indios a los habitantes
de sus propios países. ¿Qué sentido puede tener esta diferen
ciación en una comunidad de naciones en que abundan tanto
los negros, y que además ha sabido absorber recientemente,
sin dificultad ninguna, un número de personas de raza semíti
ca que ya es hoy considerable? Sería mejor que todos los que
pertenecemos a la comunidad hispánica, con un título o con
otro, o con los dos a la vez, nos pusiésemos implícitamente de
acuerdo en no hablar más de la raza (sea ésta lo que sea, que
tampoco es necesario preocuparse por averiguarlo). Si ver
daderamente ha logrado encam ar la idea de la igualdad de Jos
hombres, no podemos seguir diferenciándolos por su raza, ni
siquiera para favorecer a los menos favorecidos; porque inclu
so esta disposición benéfica contiene, a veces, ún pequeño
matiz de condescendencia, y p^ ^ ^ túa esa misma discrimi
nación que tanto exaspera cuando la hacen otros. Si hay pro
blema, éste es un problema de justicia que es universal, y con
cierne por igual a todos los hombres y todas las comunidades.
Cuando se advierten sosegadamente las confusiones inhe
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 93
rentes a la actitud racista, ya resulta más fácil comprobar que
no hay relación ninguna entre el problema del ethos que debían
resolver los pensadores de la Independencia y el problema del
ethos que plantea el proceso histórico de la Revolución. Ahora
el problema es interno y se ofrece en una perspectiva univer
sal, mientras que en el siglo xix el problema fue externo y se
presentaba en términos particulares o locales. Entonces se tra
taba de constituir unas naciones nuevas liberando a unos pue
blos de la tutela política de la metrópoli. Ahora las naciones
están constituidas y tienen que liberar a unos hombres de sus
privaciones económicas. Pero estas naciones ya tienen histo
ria. Su historia y su proyecto de vida —no la raza— son en
cada una indicativas de su ser distintivo: elementos espiri
tuales, no biológicos o naturales. La Revolución no se ha en
contrado, pues, con ningún saldo pendiente de la Colonia, con
ninguna cuenta que no hubiesen logrado cerrar los liberta
dores y los ideólogos del siglo x ix .
Por cuanto se refiere a la idea del hombre, ni la Revolución
es el rezago de una empresa iniciada con la Independencia, ni
se puede culpar al siglo xvm de unos males a los que apenas
puede ir aplicando remedio el siglo x x . En verdad, no creo
que pueda culparse a nadie sino a eso que precisamente en el
siglo xv m empezó a llamarse la natuure des choses. En todo
caso, cuando se piensa en los males, es menos saludable para
la higiene mental y para la eficacia de la acción atinar en los
culpables que atinar en los remedios. La libertad nunca es ple
na y efectiva si no se aceptan las responsabilidades que ella
implica. Las nuevas naciones que van surgiendo en el siglo xx
habrán de aprender por su propia experiencia que la libertad
no es algo externo, algo que se consiga ^ ^ p iendo los nexos de
una sujeción ajena, sino el resultado, siempre precario, de una
brega interior. Y si los pueblos de Hispanoamérica, que ya son
más maduros, no lograron en un siglo y medio, después de su
libertad externa, resolver por completo el problema interno de
justicia social en los términos que hoy han de considerar
apropiados todos los hombres de buena voluntad, la solución
no se ofrecerá más propicia descargando las responsabilida
des sobre el régimen que existió hace dos siglos, cuando esos
términos eran muy distintos. Los juicios históricos —si es ne
94 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
cesario hacerlos, lo cual no es muy seguro— tienen que hacer
se por lo menos sin anacronismos, es decir, tomando en cuen
ta las condiciones de la situación en que los hechos juzgados
se produjeron.
Por lo demás, el régimen llamado colonial no se caracterizó
precisamente por una política de discriminación racial. Espa
ña, para desdicha de cuantos la aman, ha producido y mante
nido en su historia política formas muy variadas de desigual
dad; pero no sería razonable siquiera sospechar que hubiese
producido o exportado jamás la idea de una desigualdad en
cuanto a la hombría; una desigualdad que implicase detri
mento de la condición humana, de la dignidad vital de cada
ser. Más bien ha pecado España en el extremo opuesto: por
exacerbar en c^ ada individuo, sea cual sea su nivel social, el sen
tido de una dignidad que a veces toma, tomó y alarma pensar
que siga tomando formas arrogantes que entorpecen la con
vivencia y la concordia.
Pero esta manera de comportarse, con la seguridad implíci
ta en cada uno de ser muy dueño de sí mismo, no es como un
traje de paseo que se luzca fuera de casa. Quien conozca a los
españoles y su historia sabe muy bien que así son ellos —con
abundantes excepciones— y que así se tratan unos a otros:
con una cierta aspereza ingénita que se modera sólo frente a
los extraños y que reaparece, justamente, cuando los extraños
dejan de serlo y pasan a ser amigos, que en español es como
decir he^ anos. La reciprocidad amistosa suele desvanecer
los recelos y prevenciones. Cosa conveniente, porque nada de
sazona tanto al español y lo destempla como ser mal interpre
tado. Al otro, por su lado, posiblemente lo perturbe esa brusca
llaneza que parece una pretensión de dominio desde afuera, y
no es muchas veces sino un deseo de participación desde aden
tro, El español es más modoso cuando trata con extraños.
Esto suele ocun’ir con todos los hombres, pero con Jos espa
ñoles más señaladamente; lo cual, junto al hecho de que en
América hayan de sentirse naturalmente "como en casa", no
deja de producir a veces algún malentendido. Pero es cierto
que los españoles de Hispanoamérica radican en ella; quiero
decir que para vivir ahí no tienen que trasplantarse, o traste-
iTar'Se, porque esa tierra es suya y no pierden en ella sus raí
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 95
ces. Esto lo comprenden bien todos los hispanoamericanos
que han estado en España, porque Ja situación es recíproca:
^ se produciría en un lado si no se produjeia también en el
otro.
Y como esta situación vital no depende de la voluntad ni de
un criterio intelectualmente deliberado, sino que es algo más
hondo, con lo cual uno se encuentra de hecho, tal vez fuera
conveniente acomodar las posiciones intelectuales a las expe
riencias básicas, y examinar qué sentido tienen éstas, si aspi
ramos a conocer cuál es el fundamento común de nuestras
vidas. Yo no creo que, en tiempos de la Colonia, los hispano
americanos oriundos de la metrópoli tuvieran una disposición
mental, por así decirlo, muy distinta de la que tienen hoy los
españoles radicados. No creo que se sintieran entonces más
"en casa", a pesar de la separación política y administrativa
actual. Lo cual significaría que esta separación, siendo como
es definitiva, no cuenta en el orden del sentimiento, de los va
lores aceptados espontáneamente, y no ha destruido, por tan
to, la base de un ethos común.
Aunque los españoles inventaron la colonización, no fueron
en verdad "colonialistas" en el mal sentido que esta palabra ha
adquirido, que es un sentido imperialista. Porque al imperia
lista le falta la llaneza: no se pone en el mismo nivel llano en
que se encuentran los demás, los que para él son “dominados";
no se siente entre ellos como "en casa", sino como en casa aje
na, aunque domine en ella. El imperialista, cuando acepta en
el mejor de los casos las responsabilidades inherentes a su do
minio, las acepta como un extraño, como un derecho de tu
tela, y funda precisamente este derecho en una marcada dife
renciación entre Jos responsables y los nativos. Ahora bien,
sin proponerse realizar ninguna proeza especial, ni alcanzar
una pureza de conducta que le permitiese quedar bien ante sus
eventuales críticos de cuatro siglos después, el español evitó
siempre semejantes distinciones, guiado sin duda instintiva
mente, espontáneamente, por esa misma brusca llaneza y has
ta esa misma altanería, si se quiere, que tanto se le ha repro
chado porque parece indicio de una ambición de predominio
y de un sentido de superioridad.
No fal^ ^ n casos que justifiquen tal suspicacia. Pero pienso
96 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
que, fundamentalmente, los hechos obligarían a una interpre
tación opuesta. Pienso que esos modales bruscos, los que el
español sólo exhibe ante los suyos, o ante quienes considera
como suyos, eran los mismos en América que en la metrópoli;
eran los mismos entonces que hoy. Un cronista de la Casa de
Barcelona ya se quejaba de ese talante en la época de Alfonso
el Sabio. Tal vez las maneras finas los españoles del siglo xvi y
el xva las reservaban para los ingleses, que eran ex^ ñ os, y con
frecuencia enemigos; porque en aquel entonces las labores de
gueria, igual que todas las labores, no eran todavía anónimas
como en nuestros días, sino personales, y requerían ciertas for
malidades, miramientos y cortesías. (Dicho lo cual, no se olvi
de, como suele hacerse en Hispanoamérica, que no todos los
españoles son iguales. Hay más y más agudas diferencias hu
manas en España de las que pueda haber entre ella e Hispano
américa, y desde luego de las que aparecen en ésta, entre sus
distintas naciones. Todo esto parece muy sabido cuando se
recuerda, pero el obrar raramente se acomoda a este saber.)
8. L a h is p a n id a d
Pero, volviendo a nuestro cauce: si lo indígena, como elemen
to racial, no puede ser base común del ethos hispanoameri
cano, ¿no pudiera serlo acaso la cultura indígena, que ya es un
elemento de orden espiritual? La idea viene a la mente, pero no
viene de los hechos. No sabemos cómo hubiese evolucionado
el conjunto —no uniforme— de las culturas indígenas, pero lo
cierto es que su evolución en el siglo xvi se cortó, y ahora la
nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue es algo facticio,
no entra en la cuenta de lo que es y de lo que puede ser.
Yo no sé, y confieso mi ignorancia, si los historiadores de
América han reparado en esta paradoja: que el ocaso de las
culturas indígenas fue más acelerado y decisivo por causa pre
cisamente del respeto ingénito que el español sentía por los
indígenas en tanto hombres; es decir, por causa de la total in
diferencia del español ante el aspecto racial de lo humano. Ese
respeto no siempre impedía las violencias y la explotación,
pero tampoco las impedía en España misma; en verdad, hasta
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 97
ahora no hemos visto en la historia ninguna época ni ningún
lugar en que la convivencia humana hubiese logrado eliminar
por completo los desafueros. Por lo demás, España es el país
en que —haciendo una paráfrasis del poeta— pueden matarse
los hombres unos a otros, pero se matan “con muchísimo res
peto"; y ésta es una suerte de respeto más radical, que abarca
mucho más, y llega más hondo, que los respetos formales o
las garantías del procedimiento jurídico.
El elemento más positivo de la colonización, el elemento es
piritual o educativo, aparece en la intención —deliberada,
programada y cumplida— de remediar una asincronía históri
ca, o sea de elevar al indio cuanto antes al mismo nivel superior
de vida humana que representaba para todo europeo de aquel
tiempo su propia cultura. Comoquiera que hoy piense cada
cual, es evidente que en aquella situación histórica la evange-
lización representaba la base de una cultura humanizada. Sin
ella, la explotación se hubiera producido sin mitigaciones, sin
frenos, sin responsabilidades morales; en suma, sin respeto hu
mano. En esto, pues, no hubo ni pudo haber de dominio,
sentimiento ofensivo de superioridad, pues aunque se trataba
de lograr una elevación, y por tanto el desnivel era evidente, la
intención no era pragmática, la meta era puramente espiritual
y el método era caritativo, no era político.
Así, el amor del hombre como hombre no sólo justificaba,
sino que requería incluso la eliminación de su cultura autóc
tona. Un respeto externo a esa cultura hubiera implicado un
desprecio interno hacia la persona. La idea directriz era la de
universalidad. Y repárese en este punto de qué manera sinto
mática los imperialismos que se fundan en un sentimiento de
superioridad racial, o simplemente en la desnuda superiori
dad de su poder, no tienen la intención democrática de lograr
que todos sean iguales por la cultura y las creencias, y cuidan
por ello muy bien de respetar por fuera las formas de vida na
tivas y las tradiciones religiosas, a las que se considera como
curiosidades exóticas e inofensivas. Con esto se perpetúa la
desigualdad, y con ella la condición básica de predominio so
bre el nativo. Esta especie de respeto es ^ verdad la muestra
más directa de una arrogancia, de una discriminación y una
condescendencia; es como una defensa, una barrera que se
98 E L PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
levanta para impedir la contaminación, sobre todo para impe
dir la igualdad.
Eí español consideró, por el contrario, desde el primer mo
mento, que el indígena era igual que él en potencia, y que lo
era en acto en cuanto se eliminaba justamente lo "exótico“.
Por esto sustituye las pirámides con catedrales. No erige cate
drales para él al lado de las pirámides que seivirían para el
indio. Todos entran en la catedral, todos juntos, todos iguales.
Y con esto se acaban las culturas indígenas, para bien o para
mal, que esto ya es cuestión aparte.
El fin al era inevitable, de todos modos, aun cuando no hu
biera llegado velozmente. Esto nos lo dicen los historia
dores, y es comprensible: el fin de una cultura no lo puede pre
cipitar nadie, si esta cultura no lleva ya sus propios gérmenes
disolventes. Peio debe comprenderse asimismo la manera
mo el final se produjo. Esta manera, paradójica según hemos
visto, creó justamente las bases de una fo^ a de vida común
para el indio y el español (bases que no hubieran existido si se
hubiese mantenido el falso respeto de una diferenciación, y
sin las cuales no sería posible hablar hoy de un ethos común a
toda la fam ilia hispánica). La precipitación del final impidió
que subsistieran juntas, pero sin mezclarse, dos vidas diferen
ciadas: una sometida y la otra dominante, una moribunda y la
otra activa, una pintoresca y la otra universal. La unidad se
logró desde el primer momento. Si no hubiese habido enton
ces eso que la nostalgia sentimental puede hoy juzgar como
violencia impositiva de una cultura sobre otra (y que los ingle
ses de entonces consideraban como impmdente muestra de
liberalismo), la indígena hubiera subsistido, pero bien acota
da en una resetvation; privada de ese ímpetu interior que pro
mueve la evolución renovadora (que promovió, en verdad, el
movimiento de Independencia, y hoy mantiene la fuerza de
la Revolución), degradada al nivel de lo folklórico, destinada
cada vez más a ser un puro atractivo turístico.
Obsérvese bien al respecto que las naciones de África y de
Asia que actualmente reclaman y obtienen su independencia
política, desde la India hasta Ghana, se precipitan a adoptar
todos los medios y recursos de civilización de las naciones “im-
perialistas“ , y abandonan espontáneamente sus propias tradi-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 99
ciones culturales; lamentan incluso que=los dominantes las hu
biesen mantenido, porque esto prolongaba en los dominados
su incapacidad de autonomía. Estas naciones aspiran, claro
está, con la renuncia a sus tradiciones locales, a situarse en el
mismo nivel histórico que los demás, a suprimir los anacro
nismos o asincronismos que el régimen imperialista no había
suprimido, o había incluso contribuido a perpetuar. Hispano
américa, cam bio, gozó de una ventaja excepcional: efectuó
la nivelación histórica desde el primer momento; sobre todo
en el orden humano, pero también en los otros órdenes de la
vida, pues en éstos (por ejemplo, el universitario) no había
disparidad esencial, a fines del siglo xvrii entre la situación de
la Colonia y la situación de España. El atraso se produjo des
pués, y fue relativo, es decir, comparativo: el siglo XIX con el
industrialismo, cambió muy rápidamente los estilos de vida
en Europa y en la zona oriental de los Estados Unidos, mien
tras Hispanoamérica, ya independiente, permanecía notable
mente estancada. Con esto se produjo ese desnivel al cual in
tenta poner remedio justamente el complejo proceso que
llamamos Revolución.
Sería, pues, un error historiológico de magnitud muy grave
interpretar esas parciales situaciones de atraso de tal m anera
que su causa tuviese que remontarse a la época anterior a la
Independencia. Según este criterio, el impedimento del pro
greso seguiría siendo externo, y no interno, y la posición en el
mundo de Hispanoamérica sería equiparable a la de África o
Asia. Lo que pudiera tener de perturbador semejante dislate
es que impide que tengamos conciencia clara de un privilegio
histórico que nos honra a todos. En primer lugar, los países
de Hispanoamérica, junto con los Estados Unidos, fueron los
primeros “coloniales^ que obtuvieron su libertad política. Ca
bría recordar que en los Estados Unidos esa libertad nacional
no representó una equiparación humana de todos sus habi
tantes. En verdad, esta equiparación no se ha logrado todavía;
en el siglo XIX,- el nuevo Estado seguía considerando a los
indios como extranjeros, y hasta firmaba con ellos tratados de
guerra y de paz. Pero esto es incidental, aunque bien significa
tivo de una diferencia de estilo en el gobierno de los hombres;
lo importante es advertir que aquella delantera de un siglo y
100 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
medio permite hoy a los hispanoamericanos, frente a los nue
vos países que comienzan precariamente su vida autónoma,
gozar de todos los beneficios que la madurez proporciona en
las relaciones internacionales.
En segundo lugar, por lo que se refiere a los niveles básicos
de cultura y a la posición del hombre entre los hombres, la de
lantera de Hispanoamérica ya no es de un siglo y medio, sino
de cuatro siglos. Dicho de otra manera: muchas de las nuevas
naciones buscan hoy, con su independencia política, el reco
nocimiento efectivo de la dignidad humana de sus habitantes;
los cuales, por su raza y por su atraso, habían permanecido en
situación peyorativa de tutela. No importa examinar ahora si,
en algunos casos, esa autonomía es prematura, y si los nuevos
dirigentes de esas masas de hombres no los tratan más tiráni
camente que sus antiguos tutelares. De cualquier manera, el
hecho más significativo es el sentido fundamentalmente hu
mano de tal independencia. Pues bien, es igualmente signi
ficativo —y honroso para todos, insistamos— que el movi
miento de Independencia en Hispanoamérica hubiese sido
exclusivamente político, y no necesitara complicarse con un
sentimiento de reivindicación humana. La acción de España
en América, su dominio político en ella, si así quiere decirse,
no representó nunca una opresión del hombre sobre el hom
bre, fundada en una discriminación racial, sino al contrario.
La unidad humana se logró efectivamente desde el siglo xvi.
En verdad, ella fue el signo, la justificación moral y jurídica, el
ideal mismo de la colonización.
Resulta claro entonces que una ideología que aspire a orien
tar filosóficamente la Revolución, o a sintonizar con ella por
lo menos, incurre en un contrasentido si invoca para ello,
como antecedente o fundamento, el elemento indígena, sea en
su aspecto racial o en su aspecto cultural. Manifiestamente, la
base no se encuentra ahí. ¿Cuál es la base entonces? No cabe
duda de que hay en esta base un elemento indígena que es po
sitivo y que debe precisarse. Desde luego no es la raza, ni es la
cultura. Diríamos que es el carácter, el genio nativo, unas cier
tas modalidades de estilo vital. Todo esto anda mezclado con
otros elementos igualmente básicos, que la ideología no puede
pasar por alto. La idea del hombre no puede surgir del román
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 101
tico entusiasmo que produzcan las revelaciones arqueológi
cas; un programa de acción no puede basarse sólo en el legíti
mo orgullo de una antigua tradición precolombina. Resultaría
paradójico que fueran más "modernos" los ^ ministros de obras
públicas, de economía o de relaciones exteriores que los filó
sofos. Las investigaciones arqueológicas que en ciertas zonas
de Hispanoamérica —no en todas— van revelando los testi
monios de un pasado indígena ilustre son, como labor científi
ca, algo vivo y actual, algo activo en el presente. Pero no es
activo, sino reactivo o reaccionario, considerar como vivo en
el presente lo descubierto en tales investigaciones, y pretender
que los demás formen de nuestro ser actual una imagen basa
da en lo que es justamente arqueológico.
La guía intelectual de unos pueblos en proceso de transfor
mación no puede ser como un programa de oficina de turis
mo, en la cual se pone siempre de relieve lo arqueológico, lo
pintoresco, lo folklórico, como un atractivo para los visitan
tes. Lo pintoresco es lo que le interesa al turista, en parte por
un deseo humano de percibir la variedad, de "conocer tierras
extrañas"; y en parte porque la contemplación, y hasta la sin
cera admiración de las peculiaridades folklóricas de otros
países son compatibles con una cierta condescendencia que
apoya el sentimiento de la propia superioridad. Al turista no
le importa ver fábricas modernas, o rascacielos, o seminarios
y laboratorios de investigación, ni descubrir que la legislación
social del país visitado es acaso tan avanzada o más que la del
suyo. Lo insólito, en cam bio, lo pintoresco, le proporcionan
una ilusión de aventura que, si van unidos a un hospedaje pul-
quérrimo, lo compensan del gasto efectuado. Algo parecido le
ocurre al intelectual que, sin necesidad de trasladarse, admira
una exposición de joyas arqueológicas y de artes populares.
Esto lo sabe bien la industria turística en todas partes del mun
do, con un saber al que la ironía no quita cordialidad. Pero la
ideología de la Revolución, la que aspira a fundar el ethos
común de un pueblo para el presente y el poivenir, no puede
ser irónica. En realidad, no puede contraponer, por el sentido
íntimo, los dichos con los propósitos. Si el propósito es el de
recalcar bien que todos somos iguales por la condición huma
na, aunque no todos seamos igualmente ricos, cuanto contri
102 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
buya a realzar facetas pintorescas de nuestra humanidad re
sulta un despropósito y es de mala educación, porque enseña
a perpetuar aspectos de nuestra vida que la Revolución pre
tende y logra de hecho eliminar.
Algo análogo ocurrió en España con algunos miembros de
la generación del 98. Había como una cierta propensión a no
mirar la realidad frente a frente, y a decir: no somos inferiores
o atrasados, somos distintos. Y entonces se elevaban a cate
goría de virtudes distintivas todas las peculiaridades típicas,
aunque fueran signo o causa del atraso. El intelectual más
que nadie, y en cualquier lugar y tiempo, tiene que evitar ese
vago temor que sobreviene a veces de salir al aire libre de las
relaciones internacionales en té^ m os de igualdad, sin la
cobija protectora de un ser "peculiar” que le exime de partici
par en la brega y proporciona sin esfuerzo el beneficio de una
curiosidad indulgente de los demás. É ste es el temor del pre
sente, y el secreto afán de vivir sólo con la protección de un
pasado sublimado, idealizado. Hay que preservar las tradicio
nes, pero sin estancarse en el pasado. Los programas de vida
no se obtienen del museo.
Preguntemos de nuevo entonces: ¿cuál es la base auténtica?
Por lo que se refiere a la idea del hombre — esto es en efecto
lo fundamental para la formación de un ethos común— yo
dijera que la base es esa unidad vital y cultural creada por los
indios y los españoles conjuntamente desde el primer contac
to, y consagrada por la Independencia. Para unos y para otros
comenzó ya entonces algo completamente nuevo, diferencial
y propio, en el más severo sig^nificado de la palabra; algo que
no depende de las vicisitudes políticas; algo que impide en
verdad que un hispanoamericano pueda ser considerado ex
tranjero en España. A esa comunidad del espíritu y de la san
gre, del verbo encarnado (que fue, marquémoslo bien, para
que lo entiendan igualmente los españoles, revelada por la In
dependencia, y no escindida por ella), la llamaríamos hispa
nidad.
Me consta que la palabra levanta polvareda de ideas, y so
bre todo de emociones; acaso porque no suele definirse con
precisión, y con su vaguedad remueve más las pasiones que los
pensamientos. Pero, después de meditar sosegadamente sobre
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA i03
el ethos común, y de vivir el problema durante largos años, re
servando toda opinión que pudiera parecer precipitada o par
cial, no se alcanza a descubrir cuál sea, si no es ése, el compo
nente radical verdaderamente común, autóctono y diferencial
de lo español y lo hispanoamericano. Se han eliminado todos
los que exlibían cierta pretensión plausible a ser considera
dos como tales. Y algo tiene que quedar, porque el carácter
propio de esa realidad está a la vista. Lo que falta es definirlo.
Tal vez esto no sea más que un punto de vista personal, con
tra el cual deberíamos prevenirnos, pues cada uno tiende a
creer que es más amplio y variado el panorama que se divisa
desde su particular punto de vista. Si esto fuera así, no habría
razón para que el tema se debatiera con vehemencias emocio
nales. La discusión debiera ser muy apacible, y todas las opi
niones debieran proponerse o sugerirse con igual cautela, por
que cualquiera de ellas reproduciría, igual que la discrepante,
^ campo que se divisa desde un ángulo de visión necesaria
mente angosto. Este perspectivismo, que es falso en ciencia,
pudiera ser aquí verdadero. Peio sólo en parte. Es cierto que
no puede uno sentirse aquí en teireno tan seguro y firme
como el que nos sostiene en filosofía cuando hacemos un
análisis fenomenológico y que, por tanto, hay que exponer las
ideas con cierta difidencia. Sin embargo, si estas ideas no fue
ron pensadas ligeramente, sino que proceden de una reflexión
madura, prolongada, y de un examen cuidadoso de los he
chos, su grado de verosimilitud puede ser muy considerable.
Incluso, dadas estas condiciones, no disminuye su eficacia,
aunque se trate de "cuestiones disputadas". No todo lo que no
es ciencia es pura arbitrariedad.
Peor que la arbitrariedad sería aquí la falta de higiene inte
lectual, el descuido inveterado que permite la contaminación
del pensamiento con residuos de pasiones turbias y de hostili
dades no conceptuables, con nociones plebeyas recogidas del
suelo callejero. No debiera encubrirse con el prestigio de pa
labras nobles y resonantes esa cosa fea que es el nacionalismo
"chauvinista”: esa tendencia irracional agresiva y recelosa que
lleva a los hombres a ensalzar defectos y a denigrar cualida
des, cuando los primeros son los del propio lugar y las otras
son del lugar vecino. La ruindad de ese género de nacionalis
104 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
mo acaba por astreñir y resecar el alma hasta incapacitarla
para gestar ella misma nada valiosamente original, de tan ce
rrada como queda para recibir Jos beneficios fecundos de
obras "ajenas, Pero lo más ruin es la falsedad de una actitud
que pretende ser expresión genuina del patriotismo, del ino
cente y espontáneo amor de la tierra y del afán de servirla. La
mediocridad del servicio es lo que suele encubrir la hostilidad
chillona del xenófobo.
Un alma de filósofo, o filosóficamente educada, ha de estimar
y de apropiarse todas las virtudes y valores que pueda haber
en el mundo, sin reparo de su procedencia; ha de percibir con
lucidez todos los defectos, los vicios y las inconsistencias que
se den en la patria, pues la verdad y la virtud no tienen patria.
Es bien fácil recordar estos lugares comunes, ante los cuales
todos inclinamos la cabeza, convencidos de antemano. Pero
también suele inclinarse la cabeza cuando se invoca el amor
patrio para justificar las peores prevaricaciones, públicas o
privadas. Lugar com(m o lugar insólito, la verdad es el impe
rativo que ha de actuar en la conciencia del filósofo, con la
misma fuerza con que actúa en la del médico su juramento
hipocrático.
Tal vez fuera conveniente que el ejercicio de la filosofía re
quiriese la previa ceremonia de una especie de juramento so
crático, con el cual quedase formalizado públicamente el ethos
de esta vocación. Pero tal juramento, para el filósofo que no es
sofista, se repite internamente cada vez que es necesario co
municar un pensamiento. El compromiso de conciencia no ha
de ser menos riguroso que si se hubiese contraído solemne y
públicamente. Nadie admite que el médico, el sacerdote, el in
geniero, ejerzan sus profesiones faltando a los deberes éticos
inherentes a sus vocaciones. El respeto que tales profesiones
merecen no depende sólo de las respectivas competencias
especializadas, sino de la confianza que inspira el solo hecho
de tener delante a un hombre moralmente cualificado por sus
capacidades específicas. Es deplorable que esta confianza no
la inspire siempre, espontánea y unánimemente, el ejercicio
de la profesión filosófica. No 1iay motivo ninguno para creer
que esta profesión no entraña deberes éticos tan rigurosos
como los de otras vocaciones, y que, cuando se trata de ideas,
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 105
cualquiera esté autorizado a decir cualquier cosa, simplemen
te porque la idea le cruzó la mente, o porque le sirve de des
ahogo. El deber de madurar los pensamientos; el deber de
perfeccionar con el estudio la competencia técnica, la cual es
el mejor detergente para limpiar las ideas de residuos perso
nalistas; en suma, el deber de decir la verdad, de no callarla
porque sea amarga, es para el filósofo tan sagrado como lo es
el silencio para el confesor, el médico o el abogado.
Los grandes medios técnicos de difusión de ideas no están
hoy al serVicio directo de quienes, por vocación profesional,
han de pensarlas con mayor cuidado. Esto explica y justifica
que el filósofo se valga de la prensa para comunicarlas, si tie
ne ocasión o voluntad de hacerlo, y el tema lo permite. Pero
este recurso entraña un peligro. El periódico se improvisa
todos los días, pero el filósofo que colabora en él no puede, o
no debiera, improvisar igualmente sus ideas, porque éstas no
son del día, como las noticias, sino de siempre y para siempre.
Diría mejor que no son las ideas las permanentes, pues nadie
logra foijar pensamientos definitivos; lo permanente y lo defi
nitivo es la responsabilidad con que se piensan las ideas. Los
efectos públicos de la frivolidad nunca son frívolos. Cuando la
responsabilidad es firme y operante, las ideas cumplen su mi
sión, aunque susciten discrepancias intelectuales, porque su
autoridad y su eficacia es entonces auténticamente moral. E l
ethos de un pueblo se forma con la presencia operante de esa
autoridad filosófica responsable, y se corroe, por el contrario,
cuando la filosofía desciende al nivel de una propaganda na
cionalista. Ésta es la verdadera trahison des clercs; una traición
que es más grave que las otias porque no recibe sanción, sino
aplauso, Lo hemos visto en nuestros días: hemos visto, desde
1914, qué fácil resulta para un intelectual vender su alma por
el precio de una popularidad infalible. Los honores y los bene
ficios se prodigan, cuando las situaciones son difíciles, a quien
cultiva las bajas pasiones "chauvinistas" de la masa, no a quien
canta las verdades, o las grita, o las susurra, o las llora. Y como
hemos podido ver, además, las consecuencias funestas de esta
degradación, creo que debemos prevenimos e impedir que eso
se produzca también o que prospere entre nosotros, en la co
munidad hispánica, si hemos de mantener abiertas algunas de
106 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
las posibilidades que la situación del mundo parece reservar
nos específicamente.
Tratemos, pues, de definir o delimitar tan bien como poda
mos el significado de la palabra hispanidad. Lo que hemos di
cho ya, en términos generales, cabe esperar que haya logrado
esterilizarla un poco. Podríamos recalcar ahora que lo hispá
nico no es equivalente a lo español. No es un eufemismo con
que lo español haya de hacerse más aceptable para los hispa
noamericanos. Me adelanto a reconocer que esto será difícil
que se entienda en España; pero acaso tampoco será fácil que
se entienda en Hispanoamérica. Aunque todos los recelos pro
vienen de esa identificación entre la condición de hispanidad y
la de españolidad, estamos tan habituados a ellos que nos re
sultan más llevaderas las confusiones que las aclaraciones:
éstas no siempre se llevan en la mente con despejo. En todo
caso, una vez que se ha afirmado que España no se identifica
con Ja hispanidad, sino que es sólo una parte de ella, debe
añadirse que Hispanoamérica no es tampoco, en conjunto,
sino una parte de esa misma hispanidad. Pero al hablar de
partes parece que estamos adicionando mentalmente los com
ponentes de una totalidad, los cuales estarían dispersos, sepa
rados unos de otros por los mares. No se trata de una suma,
sino de un fundamento. No se trata de formar un todo con
componentes distintos, sino de advertir que el todo es unitario
porque las modalidades distintas poseen un elemento o cuali
dad común.
La hispanidad es ese elemento com ún. No es el carácter de
lo distintivamente español, que haya dejado su hue!Ja indele
ble en América. Cuando unos y otros lo creen así. los hispanos
de España y los hispanos de América, es comprensible que es
tos últimos rechacen la condición de hispanidad, si piensan
en la autenticidad de su ser. Porque su ser es auténtico y dis
tinto, y no puede asimilarse al ser español. Hay una forma o
especie española de la hispanidad, y hay otra especie o forma
americana. Siendo como son dos especies del mismo género,
ningún individuo que pertenezca a cualquiera de las dos po
ndrá conocer y poseer íntegramente su propio ser si no conoce
y posee también esa mitad de sí mismo representada por la
otra especie. Rechazar la hispanidad equivale, para el hispa
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA H IS P ^ IC A 107
noamericano, a perder algo de su propia identidad por causa
de un mero equívoco verbal. Correspondientemente, el espa
ñol que cree de manera ímplfcita que le basta serlo para tener
suficiencia vital, para poseer condición de hispanidad, vive
ignorando que existe otra parte de su mismo ser: la que com
pleta el ser general, genérico o generador.
Esta ignorancia es difusa. Algunos españoles parece que hu
bieran contraído, con lo que ellos llamarían la ''pérdida del
Imperio", precisamente ese rasgo de la mentalidad imperia
lista que es la indiferencia íntima por el ser del pueblo “colo
nizado”. Esto ya comienza a remediarse, en parte, porque me
jora la disposición, no en cuanto a cordialidad, sino en cuanto
a lucidez; y en buena parte también por la fuerza misma de
las cosas, porque se está revelando que en algunos aspectos
de la vida ciertos sectores de Hispanoamérica van tomando la
delantera. Pero falta todavía mucho camino que andar para
que el español medio avizore las consecuencias de esta ver
dad: que España no es un todo suficiente, solitario, sino un
componente solidario, y organice su entendimiento y su vida
con base en esta percepción. Ya es cosa compleja eso de ser
español, porque no basta ser simplemente castellano, por ejem
plo, para ser íntegra, auténtica y distintivamente español: hay
que ser más, hay que absorber más sustancias nacionales para
esa plenitud. Encim a de esto, hay que absorber y asimilar
nada menos que a toda la América de la hispanidad (lo mismo
cabría decir de los portugueses), con sus variedades muy se
ñaladas también, para existir como español entero, es decir,
con la condición de hispanidad que remata la simple españoli
dad. (Por esto pienso que no debiéramos hablar sin reservas
de '1as Españas”, por generosa que sea la intención que con
tiene esta fórmula. No hay una España en España y otra Es
paña, además, en América. Si hay una España en América es
inevitable que haya una América en España: no puede uno te
ner medio ser albergado en otro sitio sin albergar, uno mis
mo, la mitad del ser ajeno que es el de ese otro lugar.)
Muchas diversidades, pues. Pero no hay que lamentarse por
ellas. Pienso que son más bien estimulantes vitalmente. Por lo
demás, es ventaja de una sapiencia muy antigua la convicción
de que una comunidad es la unidad de lo diverso, y de que
108 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
toda armonía —en música como en política— implica la plu
ralidad. La unificación de los tonos es la monotonía.
Del lado americano, como hemos entrevisto, la animadver
sión hacia la idea de la hispanidad se explicara porque la pa
labra evoca en muchas mentes una especie de predominancia,
más o menos cortésmente recordada, del elemento español en
la composición de la realidad hispanoamericana. El amor pro
pio nacional siempre desvela el amor propio ajeno, y si el pri
mero fue inoportuno o desmedido, desmedida es también la
inevitable réplica. Así, en tanto que aquella predominancia se
discute, de igual modo se tiende a elaborar una idea de Améri
ca de cuyas esencias q j ede lo español tan eliminado como
quedó, políticamente, con la Independencia. Hispanoamérica
sería entonces también una unidad suficiente, independiente
de toda otra comunidad, no sólo en el orden político, sino en
el orden espiritual. Este rescate celoso de la propia personali
dad sería legítimo y benéfico sí existiera de hecho una extran
jería espiritual entre lo español y lo hispanoamericano. Tam
bién es explicable como actitud reactiva contra quienes, al
afijTOar la comunidad, quisieran acentuar la ventaja de un ele
mento sobre el otro. En este último caso, tal vez el equívoco se
desvanece si se recalca bien que no hay ni puede haber depen
dencia, sino interdependencia. Desde luego, en nuestros días,
no hay comunidad ninguna que sea independiente en este
sentido, por vieja que sea su historia y por alto que sea el nivel
de su originalidad vital. Ni España misma, siendo como es
una de las más antiguas comunidades del mundo occidental,
puede considerarse independiente de América. La Indepen
dencia de ésta creó ju stamente la dependencia de España, al
producirse la distinción política entre una y otra, y con ella la
interdependencia.
Pero, además, si se aceptara como viable el proyecto vital de
una Hispanoamérica definible en sí misma y por sí misma,
¿cuáles serían los rasgos o caracteres distintivos de la defini
ción? ¿No es ésta precisamente la búsqueda que hemos estado
efectuando a lo largo de nuestras disquisiciones? Lo que a su
término hemos encontrado ha sido la liispanidad. Malos ser
vidores de ella serían, por consiguiente, quienes la interpreta
ran como programa de una renovación o continuidad de la
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 109
presencia de España en América. No hay conlinui^dad de la pre
sencia porque empezó por no haber presencia. Sólo hay presen
cia de alguien en algún lugar cuando ése se encuentra fuera
de lugar. Si en tiempos de la Colonia Hispanoamérica era efec
tivamente España, ésta no podía estar presente ante sí m isma,
ni puede ahora, como extranjera políticamente, perpetuar ahí
su presencia. Y si en esos tiempos de la Colonia eran tan es
pañoles los de América como los de la metrópoli, no puede de
cirse que unos estuvieran presentes ante los otros. Todos esta
ban en casa.
Tal vez esto se entienda mejor diciendo que, actualmente,
la acción hispánica en América es la que llevan a cabo, no los
españoles que en ella viven, sino los mismos hispanoame
ricanos. No hay acción de presencia de un país en otro sino
cuando el primero domina al otro, o aspira a entrometerse.
Pero, justamente, en el mundo hispánico no puede haber
intromisiones. No las puede haber en derecho, por razón de
la soberanía, ni las puede haber de hecho, pues serían polí
ticamente inconcebibles. Pero tampoco las puede haber en el
orden espiritual, porque los hispanos son todos unos: hagan
lo que hagan, contribuyen siempre al hacer común, aunque
no lo crean.
Pero es mejor que lo crean. Será más fecunda la labor si son
conscientes de sus motivaciones radicales y de sus fines; con
cretamente: si cada español de España es capaz de exhibir
como propias las obras de un hispanoamericano, como si se
hubieran producido en España misma, y si cada hispanoame
ricano es capaz, de verdad, de apropiarse igualmente y de
exhibir ante los extraños, como parte de la riqueza común, las
obras de un español, aunque éste viva del otro lado del mar.
En un lado y en otro esta conciencia seguirá enturbiada, y los
planes de trabajo común serán precarios, mientras no se di
funda la convicción de que la hispanidad no es otra cosa que
el carácter común y distintivo de los hispanoamericanos y los
españoles, aquello que constituye la unidad solidaria de unos
y otros. En definitiva, y a pesar de sus complejidades, la his
panidad se reduce a una variante particular de la unidad lati
na, de la cual, por su historia y por su porvenir, pueden de
cirse todavía cosas bastantes favorables.
110 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁ.NICA
9. L a FILOSOFIA COMO CIENCIA
Quienes no lo supieran, habrán podido ahora columbrar por
lo dicho que los filósofos hispanoamericanos dedicados a la
"meditación del propio sei^' pertenecen casi todos a una ge
neración de jóvenes, especialmente Jos que han aprovechado
ideas y sugerencias ^^^ctas, o indirectas, de Ortega y de Sar-
tre. (En realidad, y aparte de la ideología de los políticos, que
es muy importante, pero de la cual no correspondía tratar en
esta obra, fueron los mexicanos Vasconcelos, Caso y Ramos
los filósofos iniciadores de este género de meditación; es de
cir, los que entroncan con los ideólogos del siglo x ix . Pero
prácticamente nada de lo dicho puede aplicárseles. La autori
dad que tienen sus reflexiones sobre lo americano fue conse
guida primero en otros departamentos de la filosofía.)
Debemos indicar ahora que esos jóvenes no constituyen una
mayoría. En verdad, el dispositivo de la filosofía en Hispano
américa quedaría falseado si no advirtiésemos que en la van
guardia se encuentran otros muchos, cuyos trabajos pertenecen
a la filosofía como ciencia universal. Sus nombres aparecen
entre los autores de obras y los colaboradores de esas publica
ciones especializadas de Chile, M éxico, Argentina, Brasil, Ve
nezuela, etc., cuyo tono elevado es precisamente lo que da el
tono de la filosofía actual en esas tierras. Tampoco puede de
cirse que sea unánime, siquiera entre los jóvenes, la vocación
por la ideología.
Al contrario, como signo histórico —aparte de la edad de
quienes la cultivan— esa "meditación del propio ser" no pre
senta un carácter juvenil. Es una neoideología que reproduce
en parte las actitudes y estilos de la ideología en el siglo x XIX y,
como todos los "neos", es menos nuevo que viejo lo que tiene
de fundamental. En cambio, es muy significativo que los mis
mos cultivadores de esta nueva ideología hayan sido formados
académicamente con métodos rigurosos (no menos que sus
colegas, los otros jóvenes que se orientan hacia la filosofía
científica). No son vocacionalmente periodistas, políticos o es
critores, sino profesores. El hecho mismo de que estos ideólo
gos de la americanidad acepten influencias europeas no es no
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 111
table como paradoja, sino como indicio de madurez en el des-
envol^ vimiento general de la filosofía hispanoameri^ ^ ^ . La obli
gación de "estar al corriente" se da por consabida. Así, pues,
lo verdaderamente característico actualmente es que resulta
imposible en Hispanoamérica expresar ideas que logren alguna
autoridad, sea cual sea su tema filosófico, si no se apoya quien
las formula ^ una disciplina estricta, por lo menos en la dis
ciplina de una formación.
Parecería, claro está, que el problema del ser propio hubie
ra de pensarse con ideas propias, y que la ambición de definir
este ser por sus caracteres radicales y diferenciales pudiera sa
tisfacerse tan sólo con una originalidad de pensamiento igual
mente radical. Pero no creo que haya en el fondo ninguna
incongruencia en emplear métodos, esquemas y hasta concep
tos de quienquiera para pensar cualquier problema, aunque
éste sea el más particular y localmente definido. La incongruen
cia —ya lo vimos— se produce o no según la selección, según
sean o no apropiadas las ideas que se adopten. En todo caso,
lo auténticamente juvenil, el nuevo signo de la época es la ten
dencia general hacia la filosofía científica. (Aclaremos una vez
más que por filosofía científica no debe entenderse solamente
la que trata de cuestiones relativas a la ciencia natural, sino la
que estudia cualquier problema con los métodos propios de
la ciencia primera, y en particular los problemas de piinci-
pio.) Lo que fue durante el primer tercio de siglo ejemplo de
unos pocos se ha convertido ahora en la norma general: aun
que no se cultive después la filosofía teórica, todo el mundo
ha de foc arse en ella.
Dicho lo cual, no dejará de advertirse que la distinción que
establecimos entre la época de la ideología y la época de la fi
losofía en nivel científico es una distinción inadecuada. No se
trata en verdad de dos épocas, sino de dos estilos dentro de
esa misma época que se inaugura con la reacción antipositi
vista. El auge de la filosofía hispanoamericana comienza en
tonces, y comienza brillantemente, con las obras y la enseñan
za académica de una serie de maestros esparcidos por esos
países. Casi todos ellos son aproximadamente contemporá
neos de Ortega y de Eugenio d'Ors. Tomadas con cierta lati
tud, las fechas son aquí importantes para precisar las signifi
112 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
caciones. De momento es significativa la promoción simultá
nea e independiente, en varios países americanos, de unos fi
lósofos que cumplen una misma tarea histórica, aunque sus
ideas no coincidan, ni converjan expresamente en las misio
nes. Enrique Molina, de Chile; Alejandro Korn y Coriolano
Alberini, de Argentina; Carlos Vaz Ferreira, de Uruguay; Ale
jandro Déustua, de Perú; Raimundo Farias Brito, de Brasil;
Antonio Caso, de México, representan, cada uno a su modo, la
superación deJ positivismo. Pero representan unánimemente
algo más. La misma diversidad de sus ideas revela que con su
generación no termina solamente el predominio de una cierta
filosofía, para inaug^ ^ r se la vigencia de otra, sino que empie
za en Hispanoamérica el ejercicio de una capacidad de pensar
con auténtica originalidad y de hacer filosofía con caracteres
a la vez autóctonos y universales. (Un poco posteriores, pero
con una significación análoga, tenemos a Francisco Romero,
de Argentina, y a Honorio Delgado, de Perú.)
Cuando Ortega, en los años veinte, indica la conveniencia
de volver a la filosofía científica y abandonar el estilo periodís
tico, han sido ya publicadas casi todas las obras más impor
tantes de esos filósofos que, con ellas y desde la cátedra, llevan
años laborando en la misma disciplina y formando a los dis
cípulos que iban a ser los maestros actuales. Además de la cro
nología, pues, es tan coincidente el sentido de la misión que
cumplen, que la coincidencia ha de bastar para que el histo
riador reconozca en esos hombres aislados, aparte de sus per
sonales doctrinas, el carácter común de “signo de una época“.
En fin, para que las cronologías y las significaciones acaben
de presentarse bien articuladas, falta añadir que los filósofos
hispanoamericanos que han preferido la ideología y han pro
movido la “meditación del propio ser“ no son los hijos acadé
micos, sino los nietos de aquellos maestros cuya principal la
bor se desarrolla durante el primer tercio de este siglo. No
sería, pues, completamente arbitrario distinguir tres promo
ciones o generaciones de filósofos hispanoamericanos en el
siglo xx: entre la generación de los maestros y la generación
de los jóvenes se encuentra la generación de los discípulos de
aquéllos, los cuales han sido maestros de estos últimos.
(El caso del mexicano José Vasconcelos es singular. Ha de
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 113
ser mencionado por su eminencia; pero, aunque pertenece cro
nológicamente a la generación de los maestros, se distingue
de ellos por no haber cultivado, sino más bien desdeñado, la
filosofía como ciencia rigurosa. En realidad no fue un maes
tro, pues no profesó académicamente; y como creador de un
sistema, que es una concepción personal del mundo y de lo
humano, su monismo estético no ha tenido seguidores, aun
que es bien característico de una mente hispanoamericana
con destellos de genio. Por otros trabajos suyos pertenece al
grupo de los pensadores del tema americano, y debe conside
rarse un consiguiente de los ideólogos del siglo x ix y un an
tecedente de los jóvenes ideólogos del siglo actual. De cualquier
manera, y sea cual sea el valor de su obra, no ha de clasi
ficarse entre quienes han contribuido al auge de la filosofía
científica: la disciplina del concepto no la recibió en los años
de formación, ni la promovió su propio temperamento. Lo
mismo que Unamuno, acaso quedaría bien caracterizado con
la fórmula que se aplicó a sí mismo Kierkegaard: es un ejem
plo típico de lo que se ha llamado "el pensador solitario", el
poeta del pensamiento subjetivo.)
Ya que no puedo analizar ahora sus doctrinas, quisiera por
lo menos evocar el ambiente, el clima intelectual y moral en
que se desenvolvieron los maestros de esa generación, y que
ellos mismos contribuyeron a mantener. Los estilos de vida en
Hispanoamérica han cambiado mucho desde entonces, desde
ese ayer tan próximo. Los cambios en las naciones tienen un
signo general positivo, pero es inevitable que una revolución
profunda —más profunda que la meramente política, o de la
cual ésta no es más que un signo— produzca una disolución
de las formas. Las formas de vida un poco desgarradas que
hoy predominan, y que, por tanto, no son formas, sino defor
maciones, no se hubieran concebido hace apenas 30 o 20 años,
cuando no existía el desaliño moral que la inestabilidad pro
duce en todo el mundo. Las formas implicaban las maneras, y
éstas se manifestaban igualmente en el trato con las personas
y en el trato con las ideas.
Probablemente los europeos, y aun muchos hispanoameri
canos de hoy, no se dan cuenta de que los modales en Hispa-
noamén'ca fueron, sin duda, de los más a f i nados en el mundo
114 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
occidental, de los más naturalmente asimilados. No eran pu
ras fó^ ulas convencionales, sino formas reales del carácter.
En algunos casos, la espontaneidad de esos modales podía apa
recer desfigurada por el énfasis de una ceremoniosídad excesi
va; pero las excepciones de modo personal no alteraban el
tono o estilo predominante, y eran como la ganga, inocua en
verdad, que se obtenía de esa depuración de las costumbres
que permite el señorío y la intimidad respetuosa. Por con
traste, no resulta hoy sedante recordar siquiera aquella suavi
dad de trato, aquella hospitalidad afable y a la vez matizada
de reserva decorosa; aquellos tiempos en que todas las gentes,
cualquiera que fuese su n ivel social, reconocían implícitamen
te ciertos criterios comunes y empleaban incluso las mismas
fórmulas verbales —algunas muy graciosas y castizas— para
acreditar "lo que es debido” y para desacreditar "lo que no se
hace” . En el mundo intelectual, y en la vida universitaria par
ticularmente, la sola presencia de unas personalidades como
las de aquellos filósofos promovía ciertas actitudes e impedía
otras, sin que nadie se diera cuenta reflexivamente de esa efi
cacia tutelar, de esa labor marginal de maestría que cumplían
los maestros.
Esas buenas costumbres, esas maneras, en suma, esas {for
mas obligaban a quienes debían actuar públicamente a man
tenerse siempre "en forma". Un cierto modo de portarse y un
modo de expresarse eran requerimientos que aceptaba sin dis
cusión quienquiera que hubiese de comunicar a los demás sus
pensamientos, cualesquiera que fuesen estos pensamientos.
Y debe entenderse que la cuestión de las formas no es pura
mente formal; no se trata aquí tan sólo de las ceremonias ba
nales de la cortesía —las cuales son, por lo demás, compati
bles con una íntima falta de respeto—, sino de algo que afecta
hondamente al ser y al conocer. Decimos que el hombre educa
do es considerado y atento, porque precisamente presta aten
ción y considera o examina el ser del prójimo y sus expresio
nes. Así, el respeto al pensamiento ajeno no es sino una forma
de respeto anticipado a la verdad posible de ese pensamiento;
la mera cortesía social se traduce, pues, en rigurosa objetivi
dad. Las eventuales discrepancias se mantienen, y hasta se afir
man, pero la afin ación se establece sobre una previa compren
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 115
sión ponderada de la opinión ajena. Hay una forma de dog
matismo que es simplemente la de los malos modales, en la
cual Ja firmeza se pierde cuando se cree lograrla mediante el
rechazo automático y definitivo de toda idea que presente de
lejos un cariz discrepante de la propia (y con el rechazo de la
idea sobreviene el rechazo virulento de su autor). Se trata en
tonces, literalmente, de una mala educación filosófica, porque
es un estado en que ya se extinguieron la primitiva, benéfica
curiosidad intelectual y el simple afán de estudio que no ha de
saciarse nunca. La desconsideración acaba en esterilidad.
Por tanto, si aquellos maestros de filosofía eran unos caba
lleros muy dignos (y algunos, los he conocido bien, dotados de
sentido del humor, rasgo que también se esfuma, significati
vamente, en la desconsideración), el beneficio de su ejempla-
ridad no debe desdeñarse en un momento histórico agitado
como el nuestro, que no prodiga los patricios ni favorece la
eficacia de su labor. Entiéndase, sin embargo, que aludimos al
aspecto filosófico de esa ejemplaridad, aunque sin descuidar
e1 otro, pues la probidad intelectual es virtud que se da por
consabida en el trabajo científico; por tanto, si su presencia
no reclama premio, su ausencia constituye escándalo. Ya sa
bemos que, por la naturaleza misma del género, en la filosofía
de ideología es posible que las opiniones se enconen y tomen
formas polémicas, aun sin faltar a la probidad; pero en la
filosofía de rigurosa teoría los compromisos intelectuales son
mucho más severos, y ha sido una dichosa ventura para los
filósofos hispanoamericanos de hoy haber tenido el privilegio
de formarse con unos maestros que lo eran por el rigor y la
originalidad de su pensamiento, por la dignidad literaria de su
expresión oral y escrita, y por el señorío de sus personas.
Y ahora he de preguntarme, inevitablemente, ¿por qué no
pudo España beneficiarse igualmente de esa enseñanza, sien
do como era de ia familia, y cuando buena falta le hacía? No
voy a investigar las causas; basta señalar el hecho para adver
tir que también esto es un escándalo, cuya gravedad no queda
mitigada por el olvido creciente de aquel magister o entre al
gunos jóvenes filósofos de la misma hispanoamérica. Y la pa
labra olvido es un eufemismo, pues lo que a veces se puede
comprobar es una verdadera negación o renegación: renega
116 E L PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
ción de un magisterio autóctono y negación de la autenticidad
hispánica de quienes prosiguen ese magisterio en nuestros
días. No deja de ser paradójico que en filosofía se pregunten
algunos: “¿cómo tendremos que ser, paia ser nosotros mis
mos con distinción?", siendo así que están a ia vista los ejem
plos distinguidos de una manera de ser propia, humana y fi
losófica, tan bien sazonada, depurada y acreditada. Nadie ha
podido creer que el cultivo de la filosofía sistemática, científi
ca, era algo así como una falta de patriotismo, como un indi
cio de extranjería intelectual (pues a esto se ha llegado), sin
renegar con ello de ia tradición autóctona, la más autóctona
en filosofía, iniciada en el siglo xx por los Vaz Ferreira, los
K om , Jos Molina, los Déustua, los Caso, los Romero, los Pa
rias Brito.
Pero, volviendo a España (y hay que volver a ella tantas ve
ces, por tan variadas razones), es una desdicha que no se di-
vuig^^m y estudiaran en momento oportuno las obras de esos
filósofos hispánicos de América, y que ni siquiera los nombres
de algunos de ellos pudieran ser conocidos de quienes aspiran
a enterarse, más o menos regularmente, del estado de la filo
sofía en nuestra época. La Revista de Occidente, por ejemplo,
¿no hubiera podido formar una colección de filosofía hispá
nica en la que figurasen, entre otras tantas obras, La existencia
como economía, como desinterés y como caridad y E l peligro
del hombre, de Antonio Caso; la Estética general y la Estética
aplicada, de Déustua; la Libertad creadora y El concepto de la
ciencia, de Korn; las Proyecciones de la intuición, de M oli
na; O mundo interior, de Marias Brito; la Lógica viva, de Vaz
Ferreira? Sí mas no, España hubiera podido ser informada
por los viajeros, Ortega sobre todo, que tuvieron oportunidad
de conocer algunos de estos contemporáneos suyos cuando
estaban en su madurez.
Yo no sé qué disposición de ánimo retraído solían llevar al
gunos intelectuales españoles cuando visitaban Hispanoamé
rica, que parecía dejarlos completamente inafectados por todo
lo que hubieran visto. Sospecho que, inconscientemente, era
la actitud del que se da a conocer, y no la del que ansia cono
cer. A este respecto, puede decirse que quedaban mucho me
jor en América, y dejaban en mejor lugar a España, aquellos
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 117
otros españoles, no intelectuales, a quienes suele desdeñarse
porque iban a América "a hacer dinero”; éstos iban simplemen
te a trabajar, y tenían que aprender desde el primer momento
las condiciones de vida del lugar elegido, y que aceptarlas y
respetarlas para integrarse en ellas. Los intelectuales viajeros,
salvo excepciones, no parece que estuvieran en disposición de
aprender nada; iban a enseñar, pero lo uno no es incompati
ble con lo otro, y es menguada enseñanza la que no empieza
por beneficiar al mismo que la da. El beneficio de esos viajes
tenía que haberse producido tanto en España como en H is
panoamérica; no sólo por cortesía de reciprocidad, sino por
razones de puro y simple interés propio, pues si como ha di
cho alguien, el suelo filosófico de España era a principios de
siglo como un yermo, las visitas a estas otras tierras hubiesen
permitido descubrir unas obras y unos hombres de valor fe
cundo, que era de urgencia vital dar a conocer en España.
Esta fórmula castellana, "darse a conocer”, tiene más miga
de la que se masca. Todos solemos darle una significación muy
llana, con la cual expresamos el hecho de ofrecer o presentar
algo para que los demás lo vean; lo cual está bien cuando se
trata de cosas, porque las cosas las mostramos o las damos,
pero no se dan ellas mismas. En cambio, si lo que se ofrece o
se presenta no es una cosa, sino una persona, es un contrasen
tido que ésta se dé a sí misma rehusándose a la vez; que se
ofrezca sin entregarse; en suma, que rechace el pago de su
misma entrega que es la entrega de los demás. No hay manera
de darse a conocer sin darse literalmente. Y si la manera exis
te, ésta no es buena manera, manera de buenos modales. En
los asuntos de comercio humano, como en el otro comercio,
no se recibe sin dar, no se da sin recibir, Y para un intelectual,
el darse a conocer es dar conocimiento y recibirlo; no es como
exhibir un producto que permanece indiferente respecto del
público que lo contempla. La relación de conocimiento es re
cíproca, y excluye la unilateralidad del exhibicionismo.
En suma, para un español entero, es decir, dotado de la
buena condición de hispanidad, Hispanoamérica no puede
ser meramente un público, un auditorio, un mercado para la
exportación de productos intelectuales. Es un productor por
derecho propio. El intercambio regular de estos productos
118 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
puede ser negocio de la diplomacia; pero ningún pacto formal
entre naciones puede establecer que las personas individuales
que intervienen en el intercambio hayan de sentirse obligadas
por lo que ofrecen, y no sólo por lo que reciben. Esto es cosa
del sentir, que presenta ventajas y entraña obligaciones. Las
ventajas son enormes, y no dependen solamente de la cor
tesía hospitalaria de quienes nos reciben; son las ventajas que
im plica para la comprensión inmediata el hecho de hablar un
mismo lenguaje —no sólo un mismo idioma—, un lenguaje
enriquecido por todos los sobreentendidos que ha acumulado
la vida histórica común durante siglos. Las obligaciones son
igualmente manifiestas, y no es de importuno recordarlas,
pues no tienen carácter ingrato: es agradable dar a conocer
a los demás, tanto como darse a conocer uno mismo; hablar de
los amigos cuando son buenos como amigos y buenos como
pensadores. Esto no veo que disminuya el caudal propio de
humanidad, a no ser que uno se sienta realmente muy celoso
de este caudal y tema que vaya a agotarse si se prodiga en
atenciones al prójimo.
El hecho es que, cuando España se desbordó hace años,
como suele hacer de vez en cuando, y las circunstancias lle
varon a América a un grupo de filósofos españoles, éstos que
daron incorporados, por la edad aproximada, a la segunda ge
neración de filósofos hispanoamericanos del siglo xx. Por el
sentido de su actividad en general, como profesores y autores,
se integraron en la tradición iniciada por los maestros más
viejos y contribuyeron de hecho a consolidarla. De esta ma
nera hay que situar y que entender su aportación. Juan David
García Bacca, José Ferrater Mora, Joaquín Xirau, José Gaos.
José Medina Echevarría, Domingo Casanovas, María Zambra-
no, Manuel Granell, Luis Recasens Siches, Eugenio ím az, Juan
Roura Parella, José Gallegos Rocafull: estos pensadores han
tenido oportunidad de prestar a España un servicio muy seña
lado, aparte de otros. Desde luego, han prestado a España el
servicio que consiste en servir a Hispanoamérica como a su tie-
^ de origen; tal vez, en algunos casos, con mayor empeño y
desinterés. Y esta forma dual de servicio es efectiva e irrepro
chable, y ha de constar en el haber de un lado y del otro, si de
una vez nos decidimos a reconocer que la cuenta es común.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 119
Aparte de esto, el servicio consistió en una especie de nuevo
descubrimiento de América, en el cual, por lo que se refiere a
la filosofía, lo que predominaba era un cierto rubor por el re
traso del hallazgo, y un cierto júbilo en reparar la culpa que
pudo haber en la ignorancia anterior. Ya no puede decirse des
de ahora que España ignora la filosofía de Hispanoamérica;
pues, dondequiera que puedan estar, presentes y actuantes, y
para el resto de sus días, a esos cuantos les ha tocado la mi
sión de servir de mediadores entre un sector y otro de la his
panidad común.
111
10. L a situación de E spaña
Con Ja llamada pérdida de las colonias se inicia un renacimien
to vital de España. Ya hemos dicho antes que con la Indepen
dencia de Hispanoamérica comenzó propiamente la hispani
dad; y cuando este proceso de Independencia termina con el
siglo parece como si España se hubiese, ella, liberado final
mente de sus dominios y quedado en situación de poseerse a
sí misma, suelta y sin compromisos, con una disponibilidad
para el futuro más despejada que la que había tenido hasta
entonces. En suma, España se hace independiente ella misma
con la Independencia final de las colonias.
Quienes pensaban sobre el destino de la nación en términos
de poder —^ y entre ellos algunos intelectuales— empezaron
naturalmente a deplorar aquella pérdida y a interpretarla como
una derrota, como un signo definitivo de decadencia. Esto era
cierto, si la gloria de un país depende de las armas y se estima
por la extensión de tien-as y el número de hombres sometidos
a su jurisdicción. Pero los intelectuales, por lo menos ellos, no
debieran haber concebido la situación en términos de poder,
porque suya es justamente la obligación de denunciar esa m a
licia que empaña las mentes y les hace confundir el amor pa
trio con la fuerza y el dominio. En todo caso, el resto de la po
blación tenía otras cosas de qué preocuparse; no se cuidaba
mucho de la vanagloria frustrada e inició lentamente un pro
ceso de recuperación del que fueron en verdad ejemplos noto
rios, y hasta promotores, los mismos intelectuales —^pensasen
como pensasen—, por su numero y por su eminencia.
¿Por qué se producen esas reacciones históricas, esos movi
mientos de recuperación?, creo que ni los mismos sociólogos
podrían explicárnoslo. El hecho es que de repente, o casi de
repente, todos los niveles que han permanecido estacionar os
empiezan a remontarse. Aumenta el número de habitantes y
120
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 121
su estatura media, junto con su tono vital; se inician nuevas
actividades económicas y culturales y se crean nuevas institu
ciones cuya eficacia va penetrando poco a poco, o iluminando
por lo menos, con luz de conciencia culpable, los míseros rin
cones hasta entonces olvidados. En suma, España empieza a
ocuparse de sí misma, y esta forma de ensimismamiento, que
tuvo aspectos fecundos, la deja en una situación equivalente a
la que tenían las nuevas naciones independientes de América
en el siglo xix; como si la Independencia final hubiera sido, no
un desgan e , sino un convenio de beneficio común.
Surgieron entonces las condiciones de lo que pudiera lla
marse una vida familiar, en la cual ningún miembro está so
metido a la tutela de otro, sino que mantiene la autonomía de
la acción y afirma precisamente con ella el vínculo que Ja une
a los demás miembros. Pero como todos estaban de momento
ensimismados, no se procuró en seguida —pero todavía es
tiempo: ahora es el mejor tiempo— restablecer la íntima co
municación y convertir el llamado Imperio en una anfictio-
nía, para obtener todo el provecho de aquel convenio tácito;
es decir, para institucionalizar la hispanidad que de hecho se
había generado en el nivel vital, humano. Tal vez por esta omi
sión, esta inadvertencia de una parte del ser propio, se pro
dujo en España una "meditación del propio ser"; y como si no
tuviese tan largos siglos de historia, España empezó a pregun
tarse por sí misma, igual que las naciones jóvenes, porque sin
tió que se había quedado sola.
De esta soledad, real o presumida, surgió una ideología en
simismada de signo negativo, pesimista y más o menos reca
tadamente quejumbrosa. Hasta algunos de sus aspectos apa
rentemente positivos revelaban un trasfondo perturbado y
negativo. Se exaltó el patriotism o en la autocontem plación;
y si acaso la contemplación recaía en algo que no estaba bien,
se amaba lo que no estaba bien simplemente porque era parte
del ser propio: como si el solo amor redimiera y la exaltación
lírica pudiese hacer buena suplencia de la reforma. La España
de los defectos quedaba de este modo sublimada en la Espa
ña de unas esencias singulares, distintivas, incompartidas.
“Los españoles somos así", y el orgullo buscaba compensación
hasta ^ las taras, con tal de que fuesen típicas. Si los campos
122 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
eran yermos, los yermos tenían una belleza que exaltaba el
alma y abría los horizontes de la aventura. En ellos había que
buscar, acaso, la razón profunda de ese espíritu de empresa
de que dieran prueba los ^ ^ n des descubridores y conqujsta-
dores. Era en vano recordar que en tiempo de las conquistas
aquellos campos no eran tan desolados, y que su desolación
actual no inspiraba gestas parecidas. Lo que debía ser objeto
de cultivo agrícola se transfoimaba, por lo pronto, en objeto de
cultivo poético.
Asf también, en los excesos del ensimismamiento, el tan enal
tecido genio indómito de la raza corría peligro de hacerse sim
plemente refractario; la firmeza del carácter amenazaba con
vertir en virtud la tosca intolerancia, la rutina, la falta de
ductilidad y el fanatismo, pues se habían formado unos refle
jos condicionados que era muy difícil eliminar de la conducta.
Automáticamente se había asociado el prestigio de la nación a
la magnitud de sus dominios. Lo que iba contra el dominio
iba contra la patria. Y como todos los gritos de libertad que
España había escuchado en el siglo xix iban contra el domi
nio, la palabra misma libertad quedó prendida de todo lo que
así parecía adverso a la patria.
No recuerdo que ningún intelectual de la generación del 98,
o de la siguiente, hubiese tratado de ilustrar y educar la mente
de los españoles revelándoles la verdadera tragedia del 98: el
hecho triste de que, con la libertad de las llamadas colonias,
para España la libertad y la patria se presentaban como ideas
incompatibles y adversas. El ejercicio de la libertad no resul
taba normal, apegado a la norma ingénita de la nación; pare
cía brotar de una conciencia de culpa, como si debiera justi
ficarse y en el empeño mismo se excediera y justificara en
cambio a los que de ella desconfiaban. Por su parte, el patrio
tismo encontraba en aquellos excesos fundamento p^ar.a seguir
manteniendo una idea de España asociada a la idea de poder
y de dominio, y se nutría solamente, claro está, del recuerdo
nostálgico de unos dominios perdidos, La ineptitud para el
poder era la contrapartida de la ineptitud para la libertad.
No todos los ideólogos, sin embargo, aunque ensimismados
todos, fueron pesimistas. (Incluso diré que los pesimistas han
de ser incluidos también en la cuenta positiva: la verdadera
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 123
decadencia hubiera consistido en no disponer de nadie que
pensase o hiciese pensar a la gente, nadie que diera esplendor
a las letras y a las ciencias. La decadencia sólo amenaza cuan
do es zafia la expresión de quienes por oficio han de cultivar
su belleza, y cuando es pobre de contenido y corto de alcan
ce su pensamiento. Por el contrario, la generación del 98 y la
siguiente fueron tan nutridas y fecundas que no se puede com
prender cómo surgieron de una derrota; a no ser que la derro
ta, según sugerimos, se interprete positivamente como una li
beración. Fueron inconscientemente positivos los efectos de
tal “derrota“, incluso en quienes tenían de ella una conciencia
desalentada.) Hubo algunos para quienes la soledad de Espa
ña parecía un suceso favorable, como si acrecentara las reser
vas disponibles —cosa que sin duda ocurrió— y ampliara su
eficacia al restringir su campo. ¿Estamos solos? Pues vamos a
ver lo que somos y lo que podemos hacer. Entre los más ani
mosos estaba Ortega. No estaba él sólo; pero entre él y otros
fue posible que la “pérdida” de América produjese un redes
cubrimiento de Europa. Sin embargo, esta transferencia del
centro de interés no era, o no debía haber sido, una especie de
compensación, como el simple cambio de una perspectiva por
otra. Si se considerase de este modo, y algunos consideraron
así el nuevo europeísmo, se mantendría el supuesto de una di
sociación entre América y Europa que pondría a España en
una situación de alternativa. Digo que se mantendría el su
puesto, y no que se mantuvo, porque la cuestión sigue tenien
do actualidad. No era posible entonces, no es posible hoy, que
España resuelva la alternativa con la elección de uno solo de
sus térm inos. Para ser auténticamente lo que es, ha de aceptar
e integrar a los dos, y se encuentra para hacerlo en una posi
ción que no comparte ningún otro país, ni de Europa ni de
América.
Todo lo cual revela que la ideología ensimismada, aun la
europeizante y de signo positivo, no cumplía bien su misión
cuando se volvía de espaldas a América por situarse de cara a
Europa. Con esto reveló que no era suficientemente ensimis
mada, pues no alcanzaba a llegar hasta ese fondo del ser mis
mo que era la hispanidad. Al quedar eliminados los proyectos
políticos no se pensó que hubiera otros, tan amplios y más
124 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
fecundos. Dicho de otra manera: lo que debía eliminarse no
era la perspectiva de América, al adoptarse la europea, sino
alguna parte del propio ser que impedía a la vez adoptar ple
namente la perspectiva europea e integrarla adecuadamente
en la hispanoamen’cana.
Trataré de explicar esto más precisamente. España no ha
dejado nunca, naturalmente, de estar situada en la perspecti
va europea, no sólo por su situación geográfica, sino por par
ticipación vital. No vayamos a engañamos: la cultura europea
es cultura de estirpe y savia mediterránea, Los países más
fríos y más húmedos han podido matizar a su manera el estilo
de esa cultura; pero si alguna vez las excelencias de tal matiz
sugieren la idea de que la europeidad se encuentra hacia el
norte realizada esencial y exclusivamente, la presunción tiene
que corregirse con el hecho de la variedad de esa cultura que
engloba unitariamente a la seca Catania y a la húmeda Co
penhague. Los campos y los montes de Sicilia son secos, como
los campos de Andalucía, porque los castiga ese odioso viento
del desierto africano que trae la miseria. Pero, con calor o sin
él, Sicilia y Andalucía estaban ya sabiamente civilizadas siglos
antes de que el centro y el norte de Europa dejaran de ser una
selva. No es la condición humana la causa de esa miseria. Con
agua y clima favorable no hay gente que no prospere, y la
sophfa, por otra parte, no siempre va unida a la prosperidad.
Comoquiera que sea, el carácter de lo español, de lo italia
no, de lo balcánico, de lo flamenco, de lo británico, entran to
dos en la composición del carácter europeo. Otra cuestión es
la posibilidad o conveniencia de modelar o alterar ese ^ carác
ter de lo español; porque España no ha recibido de Á f -ica sólo
los vientos.
No me acercaré siquiera a la cuestión de las influencias per
durables del carácter árabe en el español, que es espinosa has
ta para los historiadores. La leyenda negra no depende de los
árabes. Y aunque esta. leyenda sea en efecto esto, una falsedad,
ha de tener alguna base. De cualquier pueblo hacen leyenda
los extranjeros, pero la elección del tema legendario no es
completamente arbitraria, y por esto puede la falsedad misma
ser característica, o expresiva del carácter deformado legen
dariamente, como el dibujo de caricatura. Si la leyenda es
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 125
pura invención, ¿por qué se inventó esa, precisamente, y no
otra cualquiera? Lo característico de la leyenda negra dijera
que es la negrura, aunque sin duda la imagen verbal no es bien
apropiada para representar la imagen que se form ^ muchas
veces de España la gente de fuera, en la cual suelen entrar,
junto con e1 inevitable negro de la Inquisición, los colorines
de la fiesta brava y el gris de la picaresca.
Pues bien, a una cierta especie de negrura me refiero cuan
do digo que era y es necesario eliminar del ser propio alguna
parte que resulta estorbosa para que España pueda realizar la
empresa de una europeización de nuevo estilo y a la vez man
tenerse en su natural peispectiva hispanoamericana. Y he de
añadir, pues a esto iba, que después de haberlo meditado bien
me sigue pareciendo defectiva la reforma europeizante que
intentaron algunos intelectuales durante el primer tercio de
este siglo. Estamos tan acostumbrados, nosotros mismos, a
considerar que lo pintoresco de España forma parte de su esen
cia verdadera, que implícitamente, y a veces en forma expresa,
reputamos más auténticamente español a quien más notable
mente exhibe en su obra algunos de esos rasgos pintorescos.
Ciertos aspectos de la filosofía en ese tiempo han sido "muy
españoles”; tanto como "el árida estepa castellana" que cantó
el poeta. Esto no quiere decir que fueran deseables, que no
haya otra manera española de hacer filosofía, o que no vayan
a ser castizamente españoles los campos de Castilla el día en
que lleguen a estar cubiertos de árboles.
No creo que sea cuestión de gustos, sino de normas. Pero si
de gustos fuera, entonces diré sin recato que a mi gusto re
pugna una filosofía que los demás han de considerar exótica,
tanto como a cualquiera le parece deni^ ^ n te de nuestro ser la
frívola imagen que circula por ahí de una España pintoresca.
Pero no lo olvidemos, lo pintoresco subsiste. Tomémoslo como
símbolo y digamos que si no puede, claro está, eliminarse del
ambiente por orden ejecutiva, en cambio sí podemos y debe
mos todos contribuir a que Ja filosofía adquiera definitiva
mente esas cualidades de tono, de estilo y carácter que impi
den identificarla por sus rasgos exóticos, como un signo banal
de su procedencia; podemos procurar que, si llama la aten
ción de los extraños, la llame por el ligor de sus métodos y por
126 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
las verdades que proponga, y no porque sea expresiva, como
el cante jondo en otro plano, de unas ciertas modalidades de
ser puramente locales.
11. L a etapa O R T E G U lA N A
"Están más llenas las historias de casos que de escarmientos",
dice nuestro Gracián. Pero difícil sería lograr los es^ carmientos
si las historias no denunciaran los casos, pues aunque surjan
discrepancias respecto de la denuncia, ya es gran provecho
que el caso se ventile con la discusión. Lo peor fuera dar todos
los casos por descontados.
De hecho, en filosofía no hemos de dar nunca nada por des
contado (ni siquiera en esta filosofía de ideología que estamos
haciendo ahora, la cual no es científica, como ya hemos veni
do advirtiendo). Así, no podemos asimilar sin previa revisión
ese concentrado de significaciones que ha sido el primer ter
cio del siglo xx. Como los pensadores que llegaron a su acmé
en ese tiempo: no pudieron tampoco ellos aceptar sin crítica la
época anterior. En verdad, nuestra crítica se basa justamente
en el hecho de que ellos no atinaron a estimar por completo
los requerimientos de su propia época, y ese defecto en su cri
tica de la época anterior a ellos es lo que nos fuerza a nosotros
a revisar la suya. Sin esto se quebraría el encadenamiento,
que es una manera de decir que se perdería la tradición.
Éste es el peligro actual. Y entiéndase que el peligro no dis
minuye colmando de elogios a las grandes figuras de este p^^-
mer tercio del siglo, para mantener su actualidad (o col
mándolos de improperios). Com o también indicaba Gracián,
"sobras de la alabanza son menguas de la capacidad”. Por
merecidas que sean las alabanzas, el prodigarlas no es lo que
retiene la época actual más firmemente unida a todo lo positi
vo que pudiera haber traído la época anterior. Aunque esto
sea mucho, la ruptura se produce igualmente si no descarta
mos o enmendamos lo que hoy no puede servirnos: si lo acep
tamos como algo consabido. Los errores de los grandes deben
escarmentamos, que los errores chicos no causan mayor tras
torno.
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 127
Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos del pensamiento español,
en ese primer tercio del siglo, que hoy nos parece urgente co-
iregir? Unos son rasgos de estilo o carácter, y por tanto atañen
al ethos de Ja filosofía y al de la comunidad hispánica; otros
son de índole técnica, y atañen a lo interno de la filosofía, a las
ideas de teoría que se proponen como verdades. En esta oca
sión hemos de examinar con preferencia los primeros, y alu
dir solamente a los segundos, en tanto que no son por comple
to independientes de los otros. Esta aclaración es suficiente
para indicar que la revisión no puede est.ar inspirada en una
mera discrepancia de doctrinas; la sugiere más bien un des
contento, un peculiar estado mental de insatisfacción como el
que nos embarga cuando advertimos lo que hubiera podido
ser y no fue. Porque las condiciones de la situación, ta] como
quedan marcadas en el epígrafe anterior, eran propicias para
un género de reformas e innovaciones que no se llevaron a
cabo, y para las cuales la capacidad de los pensadores mismos
no constituía obstáculo. Esta capacidad llegó en algunos a
nivel genial, y es justo la altura de este nivel lo que nos h a :e
sentimos más defraudados. En todo caso, si nuestra crítica de
hoy responde a una impaciencia; si tal vez no debiéramos en
justicia reclamar de esos pensadores lo que su temperamento
no les pe^ itía hacer, hemos de esforzarnos de todos modos
para que esto sea posible en nuestra época, y no veo de qué
manera pueda lograrse esto sin señalar las deficiencias de la
época anterior.
Por lo demás, y aunque uno trate de analizar esa época con
la máxima ecuanimidad, el residuo de insatisfacción no acaba
de desvanecerse, y siempre queda la impresión de que se des
perdició una gran oportunidad. La impresión se hace más viva
cuando se compara el comportamiento de la filosofía con el
de otras ciencias, durante el mismo periodo. Es de todos co
nocido el rápido progreso, durante el siglo xx, de la biología
española; de la arqueología y la historia en general; hasta de
la física matemática y, sobre todo, de la filología y la ciencia
de la literatura. No sólo ha habido en esas ciencias figuras
eminentes; no sólo han podido los maestros formar escuela e
iniciar tradición; además han solido dar personalmente buen
ejemplo de probidad, de tal suerte que la sociedad entera —aun
128 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
que éstos no sean en general hombres populares— ha podido
beneficiarse de su acción de presencia, y no solamente los es
pecialistas. Este género de beneficio, que se da por añadidura,
es el que atañe al e th o s de la ciencia.
Algo análogo cabía esperar de la filosofía; y con mayor ra
zón, pues a ésta no le basta segregar, por así decirlo, casi in
conscientemente su e th o s propio, como cualquier ciencia par
ticular, sino que tiene que abordar la cuestión directamente,
analizar temáticamente los problemas del e th o s en general, y
el de la comunidad a que pertenece el filósofo de manera espe
cial, sobre todo en situaciones de crisis. A la filosofía española
que floreció en el primer tercio del siglo no le faltaron fia r a s
grandes como esas que remontaron el nivel de otras ciencias
en España. Autores como Eugenio d'Ors, Ortega, Unamuno
(sin hablar de Santayana, que se fue y discurrió en lengua in
glesa), son suficientes paia dar categoría a un periodo tan
breve. Y además todos ellos se ocuparon con predilección de
ese tema ético: de la situación de España, del sentido de la
vida y de la vida española en particular. Todos fueron, ade
más, grandes escritores, lo cual no es menguada ventaja, ni
cualidad puramente accesoria. ¿Dónde está la falla entonces?
La falla es de carácter. Ya se entiende que no podemos re
ferimos aquí al carácter psicológico personal y, por tanto, pri
vado, de unas personas determinadas. Por carácter ha de en
tenderse, tratándose de pensadores, el estilo y el sentido, el
"modo de ser" de un pensador en tanto que pensador, sus
intenciones generales y, por ende, el tipo de influencia que
vaya a ejercer. Si una sociedad está en crisis, es decir, descon
certada, la influencia que ha de ejercer en ella un pensador ha
de ser conce^ ante; si no tiene dirección, el pensador ha de ati
nar en la mejor de las posibles; si lo que está fallando es el
sentido de las jerarquías, el pensador ha de contribuir con su
obra a la formación de una nueva a r iste ia ; finalmente, si el
rango más alto de autoridad se alcanza en filosofía cultivando
el estudio científico de los problemas, el pensador promoverá
este estudio sin frivolidades, con austera disciplina, para que
no subsistan las confusiones de género y de rango, por lo me
nos en el seno de la misma filosofía.
¿Fue realmente conce^ ante la filosofía española hasta 1936?
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 129
¿Dio buena guía vital? ¿Promovió una nueva aristocracia es-
piiitual? ¿Aportó grandes ideas nuevas a la filosofía científica?
En suma, ¿de qué manera contribuyó a la reforma del ethos
nacional, y más ampliamente al hispánico? Honradamente,
no se puede contestar de maneia unívoca a estas preguntas,
tomadas en conjunto, con un sí o un no sin cualificaciones.
Pero las dudas son suficientes para invitar a la reflexión, para
que no demos por descontada la gran eficacia de unos hom
bres sólo porque los consideramos grandes a ellos. La prueba
de fuego, cuando se trata del carácter, la imponen los hechos.
No quiero afirmar con ello que las mejores ideas, ni siquiera
los mejores ejemplos, hayan de ser los que triunfen. No cansa
repetir que el éxito pragmático de una filosofía no es buen cri
terio para estimar su valía, pero esos filósofos tuvieron éxito
pragmático, popularidad difundida. Lo que quiero sugerir, sin
embargo, es que cuando la crisis latente se hace manifiesta
para todos en forma explosiva, la gente de recta intención,
pero menesterosa de guía, puede guiarse en su conciencia por
las ideas —sean cuales sean— que hayan tenido buen carácter,
o sea aquellas cuya exposición no haya procurado solamente
una enseñanza intelectual, sino además una ejemplaridad éti
ca implícita. La tragedia del carácter, en una filosofía, se revela
cuando esta filosofía queda al margen de los acontecim ien
tos; cuando no puede servir, con utilidad vital y moral, si la
situación se agrava; cuando todos los hombres descubren sú
bitamente que había sido un producto de adorno cultural, un
juego de refinamiento lujoso, y por tanto desdeñable, por va
lioso que fuera, en el momento en que las decisiones son apre
miantes.
Considerando la situación española a principios de nuestro
siglo, los requerimientos para la filosofía que de ella se des
prenden pueden percibirse con mucha claridad, y podían per
cibirse ya entonces igualmente. De una paite, era deseable que
surgieran hombres de gran talento, capaces de poner al día
los estudios de esta ciencia en España y, eventualmente, de
aportar ideas propias, de rigurosa teoría, a esta brega sem
piterna con los problemas universales que es la historia de la
ciencia primera. De otra parte y —como la situación era de
crisis, pero una crisis que dejaba al país en abierta disponibili
130 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
dad para el fu^^ro—•era necesario que la filosofía contribuye
se, con la ejemplaridad de su ri gor interno, a impedir las arbi
trariedades y las turbulencias de una energía que es tanto más
peligrosa cuanto más aumenta si no se encauza. Para esta ca
nalización no bastan, como es bien sabido, los recursos coer
citivos del Estado. El orden externo sin el eihos interno puede
agotar las energías espirituales de un país: de nada sirve cons
truir canales si el agua no discurre por ellos.
Los programas de acción, sin embargo, corresponde formu
larlos al estadista, no al filósofo. Éste, cuando medita sobre su
circunstan cia, no ha de promover la adopción de sus ideas
personales. Su mensaje no ha de la línea de una acción
concreta, sino que debe más bien dar enseñanza sobre Ja ma
nera de ejecutar cualquier acción. Por decirlo de otro modo:
no es el contenido de la vida lo que se ha de prescribir, sino la
fonna de vida; no una determinada ideología, sino el estilo hu
mano de servirla; no una decisión, sino la manera de tomarla.
Esto es el ethos. Y cuando un ethos común está bien asentado
en el ánimo de todos los hombres de una sociedad —es decir,
cuando existe verdaderamente una com uni^ -d a —, entonces no
se eliminan las discrepancias, ni siquiera se evitan las luchas,
pero no hay riesgo de que toda discrepancia degenere en agre
sión, de que toda lucha produzca odios insaciables y conduz
ca a la sociedad al borde de su desintegración moral.
Pues bien, como ya hemos indicado, no le faltaron a la filo
sofía española los hombres de gran talento, ni a éstos les faltó,
por sagacidad intelectual o por temperamento (creo que fue por
temperamento), la capacidad de advertir que era necesaria en
tonces, para salir de la crisis, una meditación teórica, científi
camente sistemática. Pero sería fácil consolarse de esta caren
cia, si con ella no se hubiese producido la confusión entre esa
filosofía que faltaba y la que se producía efectivamente; entre
la que requiere método y disciplina y la que se improvisa al
vuelo de la pluma. Tampoco esto hubiera sido extremadamen
te grave; la confusión de géneros hubiera podido descontarse
como una mera cuestión formal si las ideas de ideología que
formulaba el pensamiento circunstancial no hubiesen con
tribuido, ellas mismas, a la confusión. Con esas ideas y estas
confusiones era imposible que se constituyese una nueva pai-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 131
deia española y una nueva aristeia. Y la prueba está en los he
chos: no se pudo evitar Ja terrible prueba de fuego que fue la
tragedia de 1936; pero, ¿quié^ s pudieron, de un lado y del
otro, durante la tragedia y después de ella, evocar en común
una filosofía española que tuviese ejemplaridad moderadora;
que permaneciese en lo alto como un vínculo posible; que lo
grase humanizar la lucha por respeto de cada uno a su misma
dignidad; que atenuase las consecuencias de la victoria, fuese
cual fuese el bando que la alcanzara?
De los tres autores que antes he citado, Eugenio d’Ors fue,
sin duda, el más europeo. Menciono esta modalidad de su
obra, dejando al margen otros aspectos, sólo para consignar
que la adquirió sin descastarse, y con el fin de recalcar que la
casta nq depende del tipismo. Unamuno fue típicamente es
pañol, en tanto que pensador y en tanto que ^ pensamiento
acentuaba el relieve de algunos rasgos que se consideran típi
cos del español. Pero Unamuno fue poeta, en el más alto senti
do. Y es curioso advertir que esos rasgos de carácter se dan con
mucha frecuencia en el artista, y los consideramos en lél
con indulgencia, Sin embargo, una cosa es el individualismo
del individuo excepcional que es el artista, y otra muy dife
rente y más seria es el individualismo como carácter difuso de
una sociedad. El poeta, el artista en general, dispone para su
creación de una libertad que .lo exime de dar cuentas a nadie,
sobre el tema y estilo de su obra; pero esta inocente, literal
irresponsabilidad no pueden tomarla como ejemplo los de
más. Normalmente no lo hacen, pero hay peligro de que lo
hagan si un hombre con vocación de artista juega poética
mente con las ideas, y no sólo con imágenes. Entonces la
expresión, privilegiada por un arte de gran alcurnia, hace me
lla en los lectores. Tal vez éstos aspiren confusamente a con
vertir la figura excepcional. y que por serlo no constituye nor
ma, &n un abono para la tendencia ingénita a ponerse cada
uno por encima de la norma, a considerarse cada uno excep
cional, dotado de suficiencia para pensar y decidir sin rendir
cuentas a nadie. Lo que en el poeta es inocuo, y hasta puede
tener visos angélicos —es decir, la inspiración a seguir su pro
pio camino vocacional sin desviarse por lo que piensen y di
gan y hagan los demás—, en la masa social se convierte en
132 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
anarquía; en el filósofo puede muy fácilmente ser orgullo in
telectual.
Y así nos encontramos, frente a un hombre que es poeta y
pensador a la vez, en una posición que resulta embarazosa, si
no la moderamos con ciertos distingos. Es embarazosa por
que una crítica severa de su obra ha de chocar, y choca efecti
vamente, contra la opinión común y justificada de cuantos ad
miran esa obra por su valor. Andaría muy equivocado quien
imaginase que es agradable escribir una sola frase adversa
sobre Ortega o Unamuno, precisamente las dos más grandes
figuras que han producido las letras españolas en el siglo xx.
Yo dudo incluso que tuviesen el ánimo muy tranquilo, el uno
y el otro, cuando se hostigaban mutuamente, cosa que hicie
ron con alguna frecuencia y con acerbia (sobre todo Ortega).
De hecho, el recelo o difidencia que uno mismo siente sólo
puede vencerlo este distingo, que es fácil de pensar, aunque
difícil de adoptar, a saber: que el valor intrínseco de una obra
es en cierto modo independiente de su ejemplaridad y de la
influencia que haya podido ejercer. Para acabar de aclararlo,
insistamos en que la crítica no versa ahora sobre las ideas,
sino sobre la forma de pensarlas y expresarlas. Tal vez Una
muno —pues a él nos referimos en este momento más preci
samente— hubiera podido pensar otras ideas diferentes; en
este caso, habría que decir lo mismo si las liubiera expresado
también con esa indomable fiereza del yo, la cual, no sé por
qué, parece a muchos españoles una cualidad sublime del
carácter.
Por esto, la aventura existencial que es El sentimiento trági
co de la vida debiera leerse corno una pieza de arte mayor, y
hacerse de ella una experiencia puramente estética, como una
tragedia de modelo antiguo cuyos protagonistas son Dios y el
alma del propio autor, y no como una obra de pensamiento,
de la cual debe hacerse una experiencia estrictamente filosófi
ca. Lo mismo que en muchas piezas de Kierkegaard, la uni
versalidad de esa obra es la del arte, no es la del concepto.
Como tal obra de arte, la norma no le es exigible. Si la falla
está en la exigencia, o en la presunta intención normativa del
autor, ya es cosa secundaria. Pero sobre esta cosa secundaria
hemos de concordar, aunque aspiremos de buena fe a salvar
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNlCA i33
todo lo salvable. Diré más: sobre todo si mantenemos esta as
piración, para la cual no es ningún estorbo advertir el error en
que incurren los lectores al reclamar de una obra lo que ella
no puede ofrecer, o el autor al pretender que ella sirva para
fines que no corresponden a su género. (Dicho lo cual, anote
mos también que muchos lectores, a quienes no interesa para
nada el problema de la inmortalidad, o el drama de las rela
ciones entre el alma y Dios, quedan, sin embargo, fascinados
por la “enjundia española" que expresa en la obra el protago
nista humano de esas relaciones.)
En cuanto a los escritos menores, los trabajos periodísticos
que versaban con frecuencia sobre temas de política en gene
ral, tal vez resulten ahora, cuando se releen, menos desconcer
tantes que cuando aparecían, porque ya no tienen actualidad,
y por esto apreciamos en ellos solamente el ingenio y su valía
literaria. Pero entonces eran desconcertantes sobremanera,
por la falta de un criterio uniforme, por la vehemencia con que
formulaban posiciones distintas e incompatibles en un breve
lapso y defraudaban, con su personalismo, a quienes ansiaban
encontrar en ellos guía y consejo.
Pero este periodo tan denso y variado y fecundo que es el
primer tercio del siglo, lo llamamos la etapa orteguiana, ha
blando de filosofía, porque fue Ortega el autor más inequívo
camente filosófico de los tres grandes que hemos mencionado.
Su influjo desbordó incluso el campo estricto de la filosofía, y
la etapa entera está, en cierto modo, dominada por su presen
cia, hasta el punto de que la aparición de ideas nuevas y nue
vas m odaidades vitales es lo que debe servimos para determi
nar cómo y cuándo se produce ese “fin de la etapa orteguiana”
de que hablaremos más adelante.
Del contenido filosófico de la obra de Ortega no voy a ocu
parme ahora. Traté de analizarlo en Historicismo y existencia-
lismo, por Jo menos en aquellos aspectos que eran pertinentes
al tema y propósito de ese libro. Pero hay otros aspectos en la
obra de Ortega: la prolongada secuencia de ideas que va pre
sentando sobre la vida, que es su tema central, no expresa tan
sólo el intento de constituir con ellas una teoría, sino además
el de atender a la vida del contorno en sus modalidades más
concretas: la de vigilarla y enmendarla; en suma, la de influir
134 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
en su marcha. Su filosofía es una didáctica vital, y por ello Or
tega ha de considerarse un moralista, y de incluirse en la tra
dición hispánica del pensamiento moralizante. Éste es el as
pecto de su obra que hemos de examinar ahora.
Como filósofo moralista, como pensador que siempre está
diciendo a los demás lo que hay que hacer, y regañándolos por
lo que no hacen, Ortega presenta desde sus mocedades una
cualidad que luego va perdiendo, pero que en el primer mo
mento resultaba notoria por su contraste con el tono que sole
mos considerar característico de los moralistas, y que era el
predominante en el pensamiento español anterior a Ortega.
Éste es optimista, vital, animoso, y la juvenil confianza en sí
mismo que revelan sus escritos, y a la que estimuló la facili
dad que las circunstancias personales le ofrecieron de llegar al
público desde temprana edad, es como una brisa fresca que
despeja todas las nieblas sombrías de la mente. Ortega fue
siempre un amante de la luz; le incomodaban y desazonaban
temperamentalmente los recovecos, las honduras celadas y los
misterios; si alguna vez parece superficial, no es por falta de
una capacidad intelectual de penetración, sino porque en la
superficie está la luz. Sin decirlo en estas mismas palabras,
parece dirigirse a los españoles y aconsejarles que superen la
tradición barroca del claroscuro —en el que predomina lo os-
c^ ^ ^ y el aspecto triste y recarcomido del ascetismo, para
que aprendan a valorar la vida positivamente y gocen de sus
bienes con entusiasmo. Defiende al teólogo frente al místico; y
si en su pensamiento hay aspectos in acionalistas, en ellos no
se expresa una predilección por las entrañas veladas de la exis
tencia, sino por lo contrario de esto, por el júbilo vital, por la
vida que se justifica a sí misma en su esplendor, por la expan
sión y no por la contracción.
Es infortunado que para tal consejo adoptase Ortega al prin
cipio posturas afectadas, que lo eran porque eran justamente
decadentes: la concepción dionisiaca de Nietzsche, traducida
a términos de donjuanismo (véase El tema de nuestro tiempo),
el vitalismo biológico, el perspectivismo y otros residuos del
fin de siécle, Pero descontando estas influencias de la época, y
la natural susceptibilidad juvenil de Ortega para ellas, lo más
genuinamente suyo era lo más positivo, a saber: la a^ ^ ación
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 135
de la vida y de la posibilidad de vivirla con intensidad, sin que
sea menester fruncir el ceño a cada paso. Ortega no tenía per
sonalmente el sentimiento trágico de la vida, y no quiso enten
derlo como filósofo. Pero resultaba saludable para la comu
nidad recibir a la vez, de dos contemporáneos tan eminentes,
la imagen lúcida de la alegría de vivir y la otra imagen, com
plementaria y no menos lúcida, de la vida trágica.
He señalado la nota de alegría en la obra primeriza de Orte
ga por dos razones. La primera, y la menos principal, es que
me parece conveniente recordar en todas partes, y sobre todo
en España, que la alegría no es incompatible con la intención
didáctica y moralizante. Moralista fue Chesterton; también lo
fue Wells, y aunque uno y otro no lograron ponerse de acuer
do sobre nada, tanto el uno como el otro emplearon para sus
fines morales la ironía, la paradoja, la sátira y hasta la chanza.
Ambos parecían estar siempre de buen humor, sobre todo el
primero, que de los dos parecía también estar más seguro de
su propio terreno ideológico que Wells del suyo.
La segunda razón es ésta: que en términos vitales y morales
la alegría puede ser tan peligrosa como la acidia y la tristeza.
No es que requieran medida igual, porque la alegría es buena
—¿quién va a negarlo?—, pero como no es fundamento, no es
satisfactoria en sí. Expresa la satisfacción, pero no constituye
ella misma un propósito vital. El peligro consiste entonces en
instituirla como el objetivo que ha de lograrse a toda costa, o
sea a costa de los demás propósitos; y esta frivolidad es la ne
gación directa de todo propósito moralizante, sea de estilo
alegre o ceñudo, sereno o severo.
Todos hemos podido contemplar en Europa los resultados
trágicos de la alegría y el entusiasmo vital cuando se toman
como objetivos últimos. Naturalmente, no se puede hacer res
ponsable a un pensador como Nietzsche, ni menos él Ortega,
de los excesos cometidos por una juventud que adoptara de
magógicamente como divisa las nuevas fórmulas del Sturm
und Drang. No hay responsabilidad, pero tal vez sí haya a lg u
na sutil correspondencia entre el talante de la época y el del
pensamiento que por ello la expresa, en vez de corregirla. La
corrección es lo que se ha de proponer el moralista. Proponer
el entusiasmo como objetivo es lo mismo que proponer la vida
136 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
com o valor supremo: es prescindir de la distinción didáctica,
tan pedante y aburrida, pero tan necesaria, entre los medios y
los fines, pues aunque la alegría sea deseable, Jo que en verdad
deseamos son las cosas que nos la producen; éstas son las va
liosas, y la alegría de alcanzarlas se da por añadidura. Cosa
parecida hay que decir respecto de la vida: aunque todo está
radicado en ella,' y todo lo que nos sucede es vida, el hecho de
tener vida no justifica sin más cuanto podamos hacer. El mo-
ralismo que lo aconsejase sería realmente un amoialismo, que
quiere decir: descualificaría todos los fin e s vitales, al concen
trar todas las cualidades o significados en los medios. La vida
es simple “medio de vida”, y ha de ser cualificada por lo que
hagamos d e ella, en vez de ser ella la que preste, indiferente
mente, valor positivo a cuanto sea vital. Vital es todo, lo malo
como lo bueno, lo intenso y lo anodino, lo entusiasta y lo as
cético; por consiguiente, lo vital no constituye criterio.
(Cosa parecida cabe decir de la "razón vital": no se puede
proponer esta razón como un ideal filosófico, por así decirlo, y
contraponerla a la razón pura, como si de las dos razones la
primera fuese el modelo deseable y la segunda fuese un mode
lo caducado. La razón es siempre la misma razón, y si ella es
vital —como en efecto es—, entonces esta propiedad suya tie
ne que aparecer igualmente ^n los productos de la llamada ra
zón pura que en otras obras, para las cuales haya sido nece-
saiio emplear una lógica distinta.)
Desde el principio, declaradamente Ortega concibe su filo
sofía como un instrumento de acción. Las ideas sobre el vita
lismo se ponen al servicio de fines vitales precisos. (Podría de
cirse incluso que no cabe distinguir muy netamente entre los
fines y las ideas, y que tal vez estas ideas de vitalismo expre
san, más que una teoría abstracta, los caracteres de una acti
tud vital.) La contribución original de Ortega ^n esa primera
época no fue del orden teórico. Nos referimos estrictamente a
los trabajos publicados entonces, pues hemos podido compro
bar después que, al margen de esos trabajos, preparaba otros
de carácter más técnico. Pero el hecho de que no persistiera
en ellos y que prefiriese divulgar los otros es indicio suficiente
de una decisión vocacional. En las M e d ita cio n e s d e l Q u ijo t e de
cía que "hemos de buscar para nuestra circunstancia, tal y
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 137
como ella es, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del
mundo". Este programa de Ortega es el que ha influido en el
pensamiento circunstancial de Hispanoamérica. En todo caso.
junto al concepto filosófico de circunstancia aparece una pro
clama relativa a la acción que el filósofo proyecta desairollar
en su circunstancia personal. Y esta palabra ha conservado, en
toda su obra, ambas intenciones significativas: la que apunta
a una teoría universal de las relaciones del yo con el no yo, y
la que apunta a la realidad ambiente en que Ortega mismo
desenvuelve su particular "programa vital".
Se encuentra, pues, patente desde sus primeros escritos, el
sentido de una misión, determinada por la coyuntura de unas
circunstancias históricas y de una conciencia de las propias
facultades y ambiciones. Esto es necesario entenderlo bien,
porque nos revela una característica común a Ortega y a Una-
muno, con la cual no suele contarse de antemano, si se piensa
en las diferencias notorias y hasta en las discordancias. Me
refiero al hecho de que lo mismo el uno que el otro se ponen
siempre a sí mismos, en persona, como protagonistas de su
pensamiento. Podría decirse, sin deformar demasiado la si
tuación vital de Unamuno, que a éste no parece importarle lo
que acontezca al alma del prójimo; le importa la suya, cuan
do afirma que quiere la inmortalidad, y la quiere con querer
de voluntad radical, tenaz, indomable. Y si comunica por
escrito sus meditaciones y los empeños de su voluntad es más
por afán estético —e hispánico— de hablar de sí mismo que
para guiar a los demás. Desde luego, no se propone elaborar
una teoría universal de la inmortalidad del alma, y esto es
consonante con su vocación de poeta: no hay ontología ni hay
prédica.
Ortega es también artista: artista de la palabra, pero es filó
sofo en sentido más estricto que Unamuno. Y, sin embargo, al
examinar filosóficamente la situación histórica nacional no la
convierte a ella en protagonista único de su meditación; ésta
se va formulando como un diálogo, cuyos interlocutores son
la situación y el hombre concreto que la piensa. Involuntaria
mente se desliza por otro camino, un camino de pensamiento
que no es canónicamente filosófico, en el cual es siempre más
apremiante para el pensador situarse a sí mismo en relación
138 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
con su circunstancia que situar la circunstancia local en rela
ción con el problema histórico y teórico de Ja circunstancia en
general. La preeminencia del yo se delata incluso cuando la
meditación filosófica discurre por vías teóricas: son innume
rables los pasajes de Ortega, no sólo juveniles, en que de ma
nera taxativa se establece que no es menos importante que la
verdad de una idea dejar constancia de quién la pensó pri
mero.
Tiene todo esto un cierto aire romántico, de juveniJ desen
fado. En Ja alborada de su pensamiento produce Ortega la im
presión de que su luz es la primera luz, como si las ideas no
hubiesen brillado antes nunca, sino por su ausencia. Todo ^
nuevo, todo es recién descubierto, nada tiene antecedentes.
Esto fue, precisamente, Jo que atrajo y mantuvo el interés del
público. Sobre todo el estilo. Y no sólo el estilo literario, sino
el estilo de pensar, la selección de los temas, la manera per
sonal de presentarlos. Los lectores prestan siempre más fácil
atención a los temas de actualidad; y además es na^^tural que se
sientan halagados cuando un autor prestigioso, profesor de
filosofía, no los reserva para la cátedra, sino que logra hacer
los inteligibles en el periódico. El lector advierte entonces por
primera vez la existencia de un problema; y como el trata
miento periodístico de este problema excluye la pedantería de
las citas y las notas, y Ja referencia erudita y crítica a los ante
cedentes, se forma la impresión de que el problema es nuevo,
de que el autor mismo acaba de descubrirlo. La expresión tan
frecuente en los textos de Ortega: "Es vergonzoso que esto no
se haya pensado antes", contribuye así a crear un vínculo de
intimidad con los lectores, como si éstos participasen, junto
con el filósofo, en la maravillosa aventura de exploración de
una terra incógnita. Con esto subió en España otra vez el nivel
del género llamado ensayo, pues las dotes de Ortega para este
género fueron realmente superiores. Pero acaso no se advirtió
que el trabajo teorético de la filosofía requiere un género dis
tinto. Y así comenzó la confusión.
"Queremos la interpretación española del mundo”, había
dicho Ortega. Esto ya no sería pensamiento circunstancial;
una interpretación del mundo es una obra de sentido univer
sal. Sin embargo, siendo esto así, ¿qué necesidad tendría de
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 139
exhibir como un marchamo la noticia de su procedencia? No
se sitúa en el terreno de la filosofía stricto sensu quien de ante
mano declara el propósito de formular una concepción del
mundo que sea precisamente española. Si esta concepción es
científica, resultará por completo indiferente que sea española
o danesa. Y si no es científica, su valor queda reducido al de
una mera expresión subjetiva: dei sujeto personal que es el
pensador, o del sujeto social que es esa nación de Ja cual él se
hace intérprete. En términos de ciencia rigurosa no existe "una
manera española de concebir” o de producir conceptos. No
por ello debe negarse la utilidad nacional de tal manera de ver
o de interpretar las cosas de este mundo; sólo es necesario re
calcar que esto no constituye ciencia, y desde Ortega es más
a premiante la insistencia, en el mundo hispánico, si hemos de
lograr que resurja y se afiance entre nosotros una auténtica
ciencia de filosofía.
Resulta, pues, que el pensamiento de Ortega no sólo era cir
cunstancial porque tratase los temas de la circunstancia, sino
porque involucraba esta circunstancia en la meditación sobre
los temas que requieren tratamiento "supracircunstancial", si
así cabe decirlo. Este tratamiento es Jo que llamamos método
en filosofía y en toda ciencia particular. Añadiré que esta acla
ración no es un reproche. En todo caso, si lo fuera quedaría
justificado por las declaraciones del propio Ortega. Volviendo
la vista atrás, decía él en 1932:
Las formas del aristocratlsmo aparte han sido siempre estériles en
esta península. Quienquiera crear algo —y toda creación es aris
tocracia— tiene que acertar a ser aristócrata en la plazuela. He
aquí por qué, dócil a la circunstancia, he hecho que mi obra brote
en la plazuela intelectual que es el periódico.
Es muy cierto que toda creación es una aristocracia. Creo
incluso que nadie podrá negar, con buena conciencia, el ran
go aristocrático de Ortega, por su obra de creación y por ia
eminencia comparativa de esta obra entre las de su género.
Pero, ¿cuál es el primer efecto de presencia que produce una
aristocracia? Elevar el nivel de la plazuela. ¿Por qué se empe
ñó Ortega en descender al nivel de lo que el llama, con desdén
^ poco innecesario, la plazuela intelectual del periódico? Fue
140 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
tal vez por un error de cálculo, por imaginar que la fecundi
dad de una obra filosófica puede depender de este descenso.
Pero veamos: cada uno de estos dos niveles, el periodístico y
el de la investigación científica, tiene su razón de ser. Yo no
sé, por consiguiente, si puede hablarse aquí de un descenso.
En el periódico pueden tratarse ciertos asuntos con un estilo
determinado, y quien trate de ellos puede ser un escritor, un
ensayista, un periodista, quien sea. Otros asuntos, como los
propios de la filosofía, no siempre pueden exponerse en estilo
periodístico o ensayístico. Si el filósofo pretende, a pesar de
estas limitaciones formales, tratar en el periódico de asuntos
filosóficos, no puede al mismo tiempo hablar del periódico en
tono condescendiente, porque no queda con ello rebajado el
nivel de lo periodístico en general, sino el nivel del trabajo
filosófico al que se pretende imponer una forma que no le con
viene.
Aclaremos esto un poco más. El filósofo puede legítima
mente ocuparse de ciertos temas actuales y circunstanciales,
para beneficio común, con una claridad de idea y de estilo que
los haga comprensibles para todos; y como el medio más apro
piado que hoy se le ofrece es el periódico, emplearlo no repre
senta un descenso del filósofo al nivel de la plazuela, sino más
bien una elevación del periódico y de la plazuela. Pero la filo
sofía que así se produzca será del tipo ideología, pertenecerá
al género ensayo. Nadie debe imaginar que la ciencia se hace
de esta manera, pues si hablamos del filósofo en esta situa
ción, ya se entiende que nos referimos a quien produce una
obra de creación estrictamente científica, y además, ocasional
mente, escribe en el periódico para hablar de asuntos acaso
más urgentes, en todo caso más fáciles. No nos referimos, evi
dentemente, a quien escribe sólo trabajos periodísticos; éste,
aunque pudiera ser filósofo por su capacidad, no puede inves
tigar o analizar en este género de trabajos los problemas de la
filosofía que requieren un utillaje técnico. El descenso al nivel
de la plazuela se produce, pues, sólo cuando pretendemos de
batir en este nivel intelectual cuestiones que exigen menos pu
blicidad, menos apresuramiento, mayor disciplina de método
y sistema. Es entonces cuando el peligro de esterilidad ame
naza la obra, en tanto que obra científica, y no cuando ésta se
EL PROBLEMA DE LA FTLOSOFfA HISPÁNICA 141
muestra retraída del tumulto popular, aristocráticamente re
catada, concentrada en la severa norma del estudio.
La obra de Ortega no fue estéril, y no hay que decir por qué,
si la contemplamos en su conjunto: res ipsa loquitur. De lo
que se trata es de fijarla en su género propio, por una cuestión
de método, la cual es siempre importante, y sobre todo para
evitar los efectos no científicos que trae en este caso una con
fusión de géneros. La eficacia de esa obra resultó ambigua, y
nada que puedan decir los demás lo revela mejor que esa con
fesión del propio Ortega. En ella queda consignada una deci
sión vocacional, pero a la vez una cierta inseguridad y necesi
dad de justificar la decisión, un resquemor y una duda. No sé
si podemos hablar de un error vocacional, porque tal vez na
die logre desentrañar de una vida pasada lo que pudo haber
sido y no fue; pero no sería desmedido que un filósofo, por
amor de la filosofía, confiese que hubiera preferido que un pen
sador de tan altos talentos como Ortega se concentrara más
en la teoría y se dispersara menos en la expresión de ideas
sueltas. De cualquier modo, la presunción de una posibilidad
efectiva que se frustró por una decisión personal la mantiene
el propio Ortega en esas declaraciones autobiográficas. Ellas
son como las justificaciones que él juzga necesario hacer ante
^ público —¿y ante sus colegas?— porque las hace primero
ante su inquieta conciencia vocacional.
Otra cuestión de interés sería esta: ¿por qué insistió Ortega
en cultivar el mismo género y estilo de trabajos después de su
propia advertencia? ¿Por qué siguió mostrándose "dócil a la
circunstancia", en vez de enfrentaise a ella y reformarla? Se
ría por decisión meditada o por propensión espontánea, ingé
nita, temperamental. Lo que no cambia es el hecho de que
Ortega prefirió las ventajas de todo género que trae consigo la
celebridad, las cuales no siempre se dan como premio de una
austera y auténtica labor científica; no supo renunciar a ellas,
como hicieron otros hombres de ciencia españoles de su tiem
po que no descendieron a la plazuela, aunque él reconociese ín
timamente que, entre filósofos, toutes choses ¿gales d'aiilleurs,
tiene más alto rango el que produce una obra cientifica y sis
temática. Y esto lo reconocen hoy también quienes lo admi-
sin distinciones ni reservas, o sea quienes piensan que la
142 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
admiración excluye la distinción crítica; éstos se empeñan ac
tivamente en atribuir a la obra de Ortega ese carácter siste
mático y científico que él mismo, de hecho, renunció a darle.
En verdad, hubiera sido mejor que Ortega no reconociese la
superioridad de la filosofía científica, pues a ninguna cul^ tura
le estorba un gran ensayista, pero puede resultar pe^ rturbador
el equívoco de un ensayista que no está bien seguro de sí mis
mo cuando escribe sus ensayos, porque a ia vez pretende ha
cer con ellos alta filosofía. La altura de esta filosofía, a que no
puede llegar el ensayo, la reconoció Ortega no sólo íntim a
mente, sino de manera expresa:
No hay mas remedio que irse acercando cada vez más a la filoso
fía, a la filosofía en el sentido más riguroso de la palabra. Hasta
ahora [el pasaje es de "Ni vitalismo ni lacionalismo"] fue conve
niente que los escritores cultivadores de esta ciencia procurasen
ocultar la musculatura dialéctica de sus pensamientos filosóficos,
tejiendo sobre ellos una película con color de c^ ^ e. Era menester
seducir hacia los problemas filosóficos con medios líricos. La es
tratagema no ha sido estéril.
¿Se trató en realidad de una estratagema? Lo único que per
mitiría llamar estratagema a este disimulo público de los tec
nicismos científicos, y a considerarlo justificado, sería admitir
que la filosofía tiene esa misión seductora que Ortega le atribu
ye. Yo no he creído nunca que la filosofía deba seducir. Y no
porque haya formado personalmente esta opinión después de
meditar sobre el asunto, sino porque no lo he meditado: mis
maestros, los que a todos nos lian enseñado a pensar, desde
Heráclito hasta Bergson, no me han hablado nunca de tal cosa;
hasta el punto de que la idea no me había pasado por la mente
y me produce sorpresa verla expuesta por Ortega (como me la
produjo verla expuesta por Kierkegaard). Ésta no es la sorpre
sa de la novedad, sino la de una disonancia inesperada. ¿Quién
es el seductor aquí: la filosofía o el filósofo?
Es posible que la filosofía, lo mismo que las ciencias parti
culares, sea más bien repelente, como toda forma de vida que
exige cierto ascetismo y disciplina, paciente perseverancia y
atención metódica. Pero ocurre con esta disciplina lo mismo
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 143
que con otras de pareja austeridad, y es que sólo parecen re
pelentes a quien no siente vocación por ellas. Y entonces no ati
no a ver la razón por la cual tuviera la filosofía que embozar su
hosco talante y presentarse maquillada de lirismo para cau
tivar con tal artificio a quienes no sintieran espontáneamente
su atractivo. Éstos, en verdad, no quedarían prendados de ella,
sino de su apariencia, y habrían de desdeñarla en cuanto des
cubrieran, debajo de su artificio, esos rigores internos que ellos
considerarán poco atrayentes y que son, justamente, los que
atraen a quienes tienen vocación de filosofía y están dotados
para ejercerla. Para éstos, la filosofía es hermosa desde luego;
los demás nada pueden hacer con ella ni para ella. Ninguna
ciencia prospera gracias al público; ninguna se cultiva de cara
al público o pensando en él.
La soledad de la ciencia filosófica no es altivez. Es pudor o
difidencia. Y si no se quiere hacer de ello una virtud, diremos
que ese retraimiento es sólo resultado de la incompatibilidad
entre el trabajo de investigación y las actividades de publicidad:
materialmente no queda tiempo de hacer otra cosa, ni queda
un rincón mental en que pensar sobre otra cosa. De cualquier
manera, la ejemplaridad de su aristocracia la logra la ciencia
con el recato y no con la exhibición. Ella no ha de convencer
al vulgo, porque el vulgo no entiende estas cosas de la filoso
fía, como no entiende de cristalografía o de numismática. Po
demos añadir (para apurar el empeño de claridad, para que
nadie interprete como arrogancia ese pudor aristocrático que es
inherente al trabajo de la ciencia primera e independiente de
las personas) que en el vulgo entia cualquiera en este caso:
vulgo es el filósofo mismo, cuando se trata de numismática, o
el químico cuando se trata de paleografía. Ahora bien: lo que el
vulgo así entendido ha de aprender de la numismática, de la
química, y sobre todo de la filosofía, no es el contenido de es
tas ciencias, sino la lección de austeridad que Je ofrecen quie
nes las cultivan con vocación auténtica; porqu e tales vocacio
nes comportan una libre renuncia a los beneficios vulgares de
la publicidad.
Dicho de otra manera: hay en efecto una filosofía que puede
hacerse de cara al público; es la que hemos venido llamando
ideología, y en ésta caben las necesarias meditaciones sobre la
144 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
circunstancia y sobre el ethos. Pero quien cultive la forma cien
tífica de la filosofía no puede siquiera acordarse del gran pú
blico, ni descender a la plazuela; porque ni recibirá de ella nin
gún estímulo, ni producirá en ella ningún beneficio. Si hace
filosofía rigurosa o científica ya sabe que no tiene público; y si
para avivar o conservar el interés del gran público disminuye
el rigor de la filosofía, entonces se queda sin ciencia y a la vez
sin el beneficio ético que la ciencia trae para todos, pues ésta
pierde, junto con el rigor, la ejemplaridad inherente a su aris
tocracia intelectual.
12. E l FlN DE LA ETAPA ORTEGUIANA
El fin de la etapa orteguiana lo decreta el propio Ortega con
esas reveladoras confesiones que hemos citado: la relativa a la
plazuela y la relativa a la necesidad de alejarse de ella y culti
var la filosofía científica.
Establecido y caracterizado de esta manera el límite entre
las etapas, nos encontramos ahora forzados a evaluar la etapa
orteguiana. Hemos de saber con qué contamos, para bosque
jar un programa de la tarea posible en nuestra época. El revi
sar las cuentas del pasado es condición necesaria para estable
cer los haberes y deberes del presente. Y el balance conviene
puntualizarlo con tanto mayor esmero cuanto que ya no exis
ten ahora las condiciones excepcionalmente favorables —para
la filosofía— de la época anterior. Todos estamos de acuerdo
en que la situación de entonces era propicia. Por circunstan
cias históricas —las mismas que imprimieron su carácter en
la generación del 98— había un difuso anhelo de guía espiri
tual. Si lo recordamos bien, y el recuerdo se llena de nostalgia,
Ja disposición de la gente a "escuchar” era conmovedora, como
situación vital de una comunidad. Sería difícil encontrar en el
mundo una instancia parecida, Aquella crisis del ánimo, des
pués del 98, no impidió, sino que más bien favoreció la po
sibilidad de una salvación por la palabra. ¡Qué cosa noble, y ci
vilizada, considerar al logos como la última apelación! No
había retracción ante la aventura del espíritu; no había una
evasión, una absorción y aturdimiento en los negocios mate-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA Í45
ríales. Aquella disposición abierta, aquella receptividad para
la idea, se han desvanecido.
Por otra parte, si la misión de la filosofía española —e his
pánica en g e n e ra l- es elevarse al nivel de universalidad que
es propio de la ciencia, hemos de reconocer también que la ta
rea resulta en nuestros días doblemente difícil. Por su índole
misma, este género de filosofía no ofrece unos accesos tan fá
ciles; su influencia ha de ser por ello más restringida y más
lenta, más indirecta. Además, como Ortega no siguió el ^ cami
no que él mismo había señalado, quienes hayan de seguirlo
ahora no encuentran el terreno desbrozado por una gran figu
ra nacional, lo que sería una ventaja importante. Quiero decir
que no bastó afirmar sin más la necesidad de dar temple cien
tífico a la filosofía para que todos percibieran desde luego la
diferencia que hay entre ella y la que efectivamente siguió pro
duciendo Ortega después de su memorable advertencia. Las
ideas seguían apareciendo envueltas en un manto lírico bor
dado de imágenes; la ciencia no mostraba su casta desnudez.
Por tanto, el buen lector no sabría a qué atenerse, si hubiera
de juzgar tan sólo por los escritos de Ortega. En éstos, la di
visoria de los géneros no está bien marcada. Incluso podría
pensar ese lector que si algunos de los trabajos de Ortega pre
sentan ciertos rasgos peculiares que contrastan con los del
género científico producidos en otros lugares, ello no se debe
sino a la incoercible, autóctona vitalidad del genio español:
éste piensa a su manera, los demás que piensen a la suya.
Ésta es la dificultad mayor con que ahora chocamos. En la
cuenta del genio español solemos abonar todo lo que se nos
ocurre hacer, si no lo hace nadie más. Requiere mucho empe
ño lograr que se entienda que no siempre lo genuino figura en
el haber. Una especie de patriotismo desplazado nos impide
percibir que la cuestión del género ^ la filosofía es una cues
tión objetiva, preceptiva. El pensamiento cientffico procede
igual en todas partes, y no es buena cosa para nuestro pen
samiento que la atención recaiga en nuestras obras precisa
mente porque su tipismo las hace diferentes. Lo que podría
parecer en ciertos casos un éxito internacional no es, en ver
dad, sino co ^ ^ ación de nuestra incapacidad de producir en
filosofía ciencia auténtica, y persistencia en los demás de una
146 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
curiosidad peyorativa para nosotros; como si ellos estuvieran
siempre a la expectativa de esos productos exóticos que Espa
ña suele dar. Si los productos son geniales, como en el caso de
Ortega y el de Unamuno, nada se pierde, porque el genio se
saWa solo. Pero se pierden bastantes beneficios de la obra ge
nial si los demás adoptan sus peculiaridades e idiosincrasias
como paradigma de nuestro genio colectivo.
La norma de la ciencia es común, es indiferente respecto de
las peculiaridades locales. Los defectos técnicos de un pensa
miento mal articulado no quedarán salvados afirmando que
este pensamiento es genuinamente representativo del espíritu
de un cierto lugar. Ortega es lo que es y vale lo que vale; pero
no le resta nada a su valía la indicación de que su genio per
sonal no es modelo único de lo que el genio español sea capaz
de producir en filosofía.
La generación de filósofos del mundo hispánico que viene
después de Ortega ha tenido que aprender por sí sola, o en
otro lado, de otros filósofos, las técnicas que requiere el traba
jo científico: la crítica de textos, la investigación histórica, la
formulación de hipótesis de trabajo, el análisis fenomenoló-
gico, la conexión teorética de los conceptos. Todo esto no se
aprende en los ensayos. La filosofía es difícil. Todas las cien
cias son esotéricas. Puede ser benéfica la tarea de divulgación;
puede ser legítimo y honroso en la filosofía el cultivo del géne
ro llamado ensayo, y más cuando en éste aparecen ideas nue
vas o brillantes. Del asunto hablaremos más ampliamente en
la tercera parte de esta obra; pero indiquemos desde ahora que
el ensayo no puede contribuir a la gran filosofía; en él se ha de
omitir cuanto se refiere a la previa labor metódica de inves
tigación, pues esto lo impone preceptivamente el género. Lo
esencial en toda publicación científica no es la consignación
de los resultados, sino la exposición del itinerario metódico
que condujo a ellos. El científico no tiene ocurrencias; y si las
tiene, las toma como hipótesis, o sea con cautela: las somete a
todas las pruebas que constituyen justamente la verdadera ex
ploración científica.
Reconocemos que esto requiere una cierta voluntad de me
sura, porque la tentación es grande de publicar en seguida la
idea fecunda, sin más averiguaciones. en vez de retenerla y ope-
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 147
rar con ella, a veces durante muchos años, hasta que ya pare
ce que de tanto usarla esa idea perdió el brillo, la virtud origi
nal. Pero en el trabajo científico la impaciencia sería frivo
lidad, y por tanto la paciencia, la sobriedad, la continuidad
metódica, son meramente cualidades inherentes a1 ethos mis
mo de la vocación.
Las ideas sueltas no pueden constituir una teoría, ni susti
tuirla. La teoría no es la expresión literaria ^8e un pensamien
to, sino el pensamiento mismo conducido sistemáticamente.
Aquí no hay artificio o estratagema que pueda prevalecer: el
arduo camino de la ciencia no puede ocultarse, cuando se lle
ga a la conclusión, porque la ciencia misma no es sino este
camino, y la conclusión no es sino una mera hipótesis que
habrá de revisarse una y otra vez. Por esto el científico suele
rehusar los ^ mos. Éstos se forman en tomo a las ideas de ideo
logía, o los forman los divulgadores que, con ello, paralizan el
pensamiento en unas conclusiones que debían ser provisio
nales.
Cabría preguntar ahora: si el propósito inicial de Ortega era
el de crear una filosofía española, ¿qué necesidad había de
ocultar su tecnicismo, si el tecnicismo era justamente lo que
le faltaba? ¿Para qué solicitar la atención del público en esta
empresa? La necesidad de irse acercando a la filosofía como
ciencia rigurosa era tan urgente en 1914 como en 1924 o en
1933. Pero el acercamiento tenían que hacerlo los filósofos, no
el público. Para que exista una filosofía no es necesario que el
público la entienda. ¿Quién entendía en los Países Bajos la fi
losofea de Descartes? ¿Quién se ocupaba de la filosofía de Spi-
noza? ¿Qué popularidad tenía en Koenigsberg 1a filosofía de
Kant? En principio, el público tenía que beneficiarse de la filo
sofía española como se beneficiaría de la biología o de la fisio
logía, sin necesidad de ser el destinatario directo de la obra
científica en ningún caso. Así tenía que ocurrir, y cuando ter
mina el primer tercio de este siglo podía adivinarse por nume
rosos signos que así iba a oc^^^r efectivamente. Ya empezaban
a brotar, prometedoras, las vocaciones para la ciencia filosófi
ca cuando Ortega toma, con su declaración, el estandarte de
_ —
esa nueva campaña.
Acaso no puede hablarse de una tragedia en el destino de la
148 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
obra de Oitega, porque esta obra, como no nos ^ cansaremos de
repetir, se salva por sí sola, a pesar del conflicto interno en su
vocación. Pero es indudable, por lo menos, que hubo este con-
üicto: Ortega aspiró a ser otra cosa además de lo que era; qui
so hacer algo distinto de aquello para lo cual sentía predilec
ción natural; quiso producir obras de otro estilo, distintas de
las que tanto placer le producían, manifiestamente, cuando las
escribía. Su tragedia, si la hubiese, consistiría en que la nueva
dirección de la filosofía —de la cual él mismo fue uno de los
primeros en advertir los signos— tenía que rebasar inexora
blemente el nivel en que su misma obra personal quedaba
consignada.
Esto es lo que significa la afirmación de que fue el propio
Ortega quien decretó el fin de la etapa orteguiana. No disminu
yeron ni el valor ni el provecho de su obra, ni desaparecieron
las condiciones que hacen necesaria una filosofía de ideología;
simplemente quedaron delimitados los campos. El fin de la
etapa orteguiana no tiene importancia histórica porque repre
sente el fin de una predominancia del ensayo y la ideología, y
el inicio de una etapa que se ha de caracterizar por el hecho
nuevo de la filosofía científica; tiene importancia porque im
plica sobre todo el desvanecimiento de un equívoco respecto
de la ciencia, y por tanto una mayor facilidad para ejercerla
aceptando todos sus compromisos.
La cuestión de los compromisos es importante. Quiero de
cir que es importante insistir en ella porque no habrá de faltar
quien exclame: ¿Y qué más da?, ¿qué importa, para los asun
tos fundamentales de la vida, que persista una pequeña con
fusión formal en esa zona, más bien frígida, de las discusiones
científicas? Y tendría razón quien exclamase, si la confusión
fuese puramente formal, y el tema debatido perteneciese a la
ciencia y no al ethos de la ciencia. Pero es un hecho que las
necesarias distinciones formales sólo se desvanecen cuando
algo falla en el ethos profesional de la filosofía; ésta nunca pier
de su eficacia pública cuando se trata de discusiones teóricas.
En suma, ese género de confusiones ha de ser tomado como
síntoma de una perturbación que se manifiesta con otros mu
chos síntomas no científicos, no filosóficos.
La perturbación hoy día es general. Pero aquí nos atendre
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 149
mos a los aspectos peculiares que ella puede tomar en el pen
samiento y en el ambiente españoles. Veamos el personalis
mo. Éste es un punto cm cial, porque en él con.fluyen la liínea
ética y la línea teorética de la filosofía. No me refiero ahora a
una particular doctrina de filosofía que haya recibido el nom
bre de personalismo, ni siquiera a alguna de las formas de
subjetivismo que se han adoptado históricamente en filosofía.
De una manera u otra, el subjetivismo siempre produce una
crisis de la verdad. Si todo conocimiento es subjet v o , es decir,
si no puede fundarse nunca objetivamente, entonces de ello
tiene que inferirse la imposibilidad de que ningún sujeto par
ticular considere verdaderos sus propios conocimientos. La
verdad de un conocimiento o de un pensamiento implica por
necesidad su validez objetiva y transubjetiva. Por el contrario,
el personalismo de que ahora hablamos no es una doctrina
organizada, sino que afirma, con gran énfasis, las verdades
subjetivas del pensador. Como estas presuntas verdades per
sonales no han pasado previamente por el tamiz de una críti
ca metódica, tampoco solicitan, ni aceptan luego, la confirma
ción ajena. Son expresiones de un punto de vista personal, y
por tanto irreductible. En ellas no es la ciencia la que habla por
boca del autor: es el autor quien habla por cuenta propia.
Cuando estas posturas las toma un pensador, revela con
ellas, como síntoma, una crisis de la verdad. Esto significa que
hay que ponerse manos a la obra y replantear científicamente
en filosofía el problema del conocimiento. Pero una crisis de
la verdad nunca se produce sólo en el campo aislado —que la
gente cree aislado— de la ciencia. Al lado del subjetivismo
filosófico y de la actitud personalista de algún pensador, en
contraremos también, difusa en el ambiente, una desconfian
za o un desengaño de la verdad, y con ellas una actitud com
pensatoria por la cual cada uno tiende a hacer valer su idea
personal sobre todas las demás. Imagine el lector las posibili
dades de trastorno que contiene una situación como ésta,
cuando se produce en una sociedad cuyos individuos ya tie
nen, como arraigada en el carácter, la propensión a conside
rar que las opiniones sólo son verdaderas "cuando las digo yo,
o porque las digo yo". La crisis puede entonces ser incalcula
ble; tanto más si los propios pensadores parecen abonar, con
150 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
sus mismas ideas de filosofía y con sus personales actitudes
frente a la verdad, ese personalismo ^ n gallardo. Suponga
mos que las opiniones se enconen, o los ánimos de quienes las
patrocinan, y que en esta ocasión la filosofía no tome la pala
bra paia recordar a todos que hay una zona, por lo menos, un
campo que no es de batalla: el campo de la ciencia, donde la
verdad se busca con la razón, que es un instrumento común
del cual nos servimos para investigar una realidad que nos es
común igualmente.
Ésta es la situación del mundo actual. ¿De qué nos extra
ñamos si, para cada cual, la fuerza de las opiniones depende
ahora sólo de ¡a fuerza de quien las defiende?
Es evidente que un pensador que considere la filosofía como
expresión de ideas personales, y no como resultado de un plan
metódico de investigación, reproducible por los demás, mos
trará de una parte afinidad con aquellas doctrinas filosóficas
que puedan reforzar su espontánea postura vital, como el sub
jetivismo, el perspectivismo o el relativismo historicista; de
otra parte pondrá en un serio compromiso el ethos mismo de la
filosofía. Pero, ¿qué tiene que ver el ethos con todo esto? ¿Es
que no puede el pensador adoptar con plena libertad la pos
tura teórica y vital que él solo decida? ¿No es la filosofía, por
su esencia, la más soberana libertad de pensamiento?
En cuanto aparece la palabra libertad las cosas se compli
can demasiado. Así, corremos el riesgo de parecer paradójicos
si afirmamos que la filosofía nace históricamente justo como
un propósito de limitar esa pretendida libertad de pensamien
to que es la arbitrariedad subjetiva o personal. La gran revolu
ción que representa ese nacimiento de la filosofía consiste en
terminar con la soberanía de la doxa, de la mera opinión. La
apelación a las cosas mismas, el freno de la disciplina metó
dica y la responsabilidad científica lograrían desautorizar la
pretensión de validez de exclamaciones como estas: "tú dices
que sf, pero yo digo que no”; "todo es según el color del cristal
con que se mire”; "mi opinión vale tanto como la tuya y no
tienes argumentos que puedan forzarme a abandonarla, pues
yo soy un hombre de creencias firmes; ni siquiera tienes dere
cho a intentarlo, pues esto sería un atentado a mi libertad de
pensamiento”, etc. Quiso acabar la filosofía con esa burda,
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 151
rústica idea que tienen muchos hombres, de que la entereza
del carácter y la hombría dependen de la testarudez con que
se mantengan las opiniones personales, contra todo argu
mento y toda evidencia; de suerte que la opinión se afirma con
tanto mayor énfasis cuanto menos susceptible se muestra de
prueba y de verificación objetiva.
Natu o ralmente, la ciencia no comete ningún atentado contra
la libeitad de nadie, por arbitrarias que sean sus'opiniones. La
ciencia no ejerce autoridad sino en su propio, restringido do
minio. Pero es inevitable que la ciencia, la filosofía, defienda
este dominio cuando alguien trata de perturbar su orden in
terno presentando como filosóficas ciertas doctrinas que con
tradicen la esencia misma de la filosofía; es decir, dando el
realce de doctrinas filosóficas a las actitudes personalistas que
mantienen la predominancia de la pura d o x a , que degradan al
nivel de la mera opinión todo conocimiento que aspire a cum
plir la norma científica.
Ya se comprende que esta contrarrevolución no es cosa tri
vial y que pueda considerarse con indulgencia, pues afecta al
e th o s mismo de la ciencia. Su triunfo anularía el propósito
inicial que tuvo la filosofía, la cual no aspiraba solamente a lo
grar un conocimiento más adecuado de las cosas, sino que
representaba, por ello mismo, el primer intento que hizo el
hombre — el último, en verdad— de lograr una concordan
cia racional mediante un examen metódico de los hechos, y
no mediante una apelación a las potencias irracionales que son
las emociones, la voluntad, las inclinaciones instintivas, las
preferencias o conveniencias personales. Ciencia es negación
del relativismo, del subjetivismo y el perspectivismo, del per
sonalismo entendido como supremacía del yo. La ciencia es
un orden de comunidad racional fundado en principios ob
jetivos. La aceptación de este orden racional (y de cuanto él
representa para el rigor y la validez del pensamiento, para el ^
nocimiento adecuado de la realidad y, en fin, para la concor
dia en la convivencia humana), esto es el e th o s de la vocación
filosófica. Lo reprobable, por tanto, no es profesar opiniones
personales, sino mantener que la filosofía no es, ella misma,
otia cosa que opinión personal, pues esto no representa una
opinión más, sino que implica la muerte de la filosofía.
152 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
Es cierto que hoy no tenemos el heroico optimismo de los
presocráticos. No esperamos que todos los problemas puedan
resolverse mediante análisis científicos. No consideramos si
quiera que sean nunca definitivas las soluciones científicas que
se van proponiendo. Hoy hemos de ser más modestos y reco
nocer que es ilusoria la ambición imperialista o totalitaria de
la ciencia. Su campo es limitado, aunque su ejemplaridad se
mantenga tan noble como antaño. La ciencia no da razón de
todo, y para muchas cosas hay que emplear otros criterios,
Pero ésta es la cuestión, precisamente: hay que emplear siem
pre algún criterio, porque el criterio es instrumento de comu
nidad, y la arbitraria supresión de los criterios en general es la
anarquía. Por esto, sintomáticamente, cada vez que se produce
dentro de la filosofía un intento de anularla a ella como criterio
de conocimiento objetivo y racional, este hecho va acompa
ñado de otros intentos de supresión del criterio en diferentes
órdenes de la vida: el político, el jurídico, el estético, etcétera.
Siendo esto así, cuando la conciencia de las limitaciones
inherentes al trabajo científico amenaza internamente a la cien
cia misma con una crisis de relativismo o de subjetivismo, la
filosofía tiene que apresurarse a restablecer el orden: no sola
mente para arreglar una cuestión doméstica, sino pensando
en que es eí orden general lo que se encuentra comprometido.
Para ello tiene que reforzar su ethos, porque esto es lo ejem
plar, lo permanente, lo que sigue inalterable en medio de la
variedad y la evolución de las doctrinas. La intm sión del per
sonalismo en la filosofía, sea en la forma de un radical subje
tivismo, sea en la forma de una actitud personalista, no puede
tener para todos nosotros el significado de un hecho ocasio
nal; esto no puede ser rebatido como una teoría más, con la
cual no estuviésemos de acuerdo. Si esto prospera, es la cien
cia misma, en su esencia y en su finalidad central, la que se ve
amenazada. Volveríamos entonces a la situación histórica an
terior a Tales de Mileto.
Los griegos, para su vida en común, ya habían encontrado
en la ley, cuando Tales vivía, un recurso de apelación suprema
para dirimir las cuestiones de interés personal. Pero si la ley,
desde Solón de Atenas, regulaba sus acciones, no había nada
todavía que regulase sus opiniones o sus pensamientos. Supe
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 153
rada la fase primitiva e iniciado el proceso histórico de indivi
duación, los hombres empezaban ya a usar de su capacidad
de pensar cada uno por cuenta propia. Ya se estaban liberan
do de una ciega sumisión a las creencias tradicionales. Pero,
sin una ley reguladora, la inevitable variedad de las opiniones
que podemos formar sobre las cosas creaba un estado de inso
lidaridad, de anarquía y de discordia. Discordias en el pensa
miento las ha habido y habrá siempre, y habrá también de vez
en cuando flaquezas de la solidaridad; pero lo grave de estas
faltas es que no se consideren faltas, porque no exista un mo
delo normativo que las defina como excepciones o desviacio
nes reprensibles, o porque la norma se olvide en una época de
crisis. Pues bien, desde el siglo vi a. c. la filosofía viene a ser,
en el plano de las opiniones, lo mismo que la ley era ya en el
plano de las acciones. La filosofía es la ley del pensamiento. El
personalismo no es, por tanto, una infracción de la ley, sino la
negación de la ley misma.
Tampoco se realizó, ya lo sabemos, el ideal de unificar las
opiniones, siquiera dentro de la ciencia. Esto no es humana
mente posible, por razones un poco complejas que ahora no
hemos de exponer. En todo caso, no pudo la filosofía lograr,
fuera de su recinto, una concordia racional que al parecer ella
no conseguía implantar entre los pensadores. N o se acabó en
el mundo !a arbitrariedad subjetiva, no se eliminaron las mo
tivaciones irracionales, personales de la conducta, Pero, den
tro de la ciencia de filosofía, la variedad de las opiniones no
representó nunca una crisis de la ciencia misma, no significó
que lo inacional se hubiese introducido subrepticiamente en
el orden de la razón, porque subsistía la unidad de los crite
rios. La comunidad racional de la ciencia no depende de la
coincidencia textual de las doctrinas, sino del método que se
empleó para formularlas, y del ethos que informó en todos los
casos las investigaciones preliminares: este ethos según el cual
lo que importa es la verdad, y no quien la pronuncia, y la ver
dad se busca en las cosas reales, ante las que debe inclinarse
siempre la razón personal. En la ciencia cabe la discrepancia,
pero ^ cabe la arbitrariedad. Convertir, de manera explícita
o implícita, la arbitrariedad personal en doctrina, y pretender
que esta pseudodoctrina pueda equipararse a las otras que se
154 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
discuten en ciencia, esto es Jo que se ha venido llamando his
tóricamente sofística. La sofística corroe a la filosofía desde
adentro.
Ahora bien: como en la situación presente del mundo pare
ce que prosperan con facilidad los gérmenes de disolución, los
cuales corroen por todos lados la fábrica racional de civili
zación que los hombres han logrado cimentar y erigir desde
Grecia, considero de suma urgencia denunciar y prevenir el
mal, siquiera en la filosofía. Aunque esta sea una tarea ingra
ta, y desde luego mal retribuida moralmente por el público, es
necesario llevarla a cabo, si algo tiene que salvarse, pues como
hemos did ic, el mal no se limita a la filosofía sola, sino que
tiene en ella el significado de un síntoma correlacionable con
los síntomas que se presentan en otros órdenes de la vida.
Más particularmente, por nuestia situación histórica y la
situación en que la filosofía quedó después de la etapa orte-
guiana, es necesaria esta prevención dentro del mundo español
e hispánico en general. En otras culturas modernas de fábrica
más sólida, los gérmenes disolutivos no pueden roer tan có
modamente. Por acción de presencia, la ciencia ejerce en ellas
una vigilancia efectiva. Nosotros hemos de ir levantando el
edificio de una ciencia filosófica y a la vez combatir lo que en
otros lugares amenaza un edificio ya coronado. Por esto dije
antes que la tarea es doblemente difícil. Y lo es, especialmente
en España, porque el personalismo en la filosofía con cuerda
muy finamente con el tono peculiar de lo que se llama el genio
español, y fomenta sus disposiciones espontáneas. Así cabe
decir justificadamente que el personalismo es un tipismo de
nuestra filosofía y constituye para nosotros un problema —el
problema de la filosofía hispánica—, en tanto que para los de
más constituye un exotismo. El personalismo es ya parte del
folklore; figura ya en los términos de la leyenda negra eso de
que "el español habla siempre de sí mismo", hable de lo que
hable. En filosofía, este hablar de sf mismo, y no de las cosas,
representa Ja glorificación de la doxa y la consiguiente sumi
sión de la episteme: la opinión personal frente ai criterio cien
tífico.
En la vida social, los ^ ^ ^ nalismos quedan eliminados por
los buenos modales. En el orden de las ideas han de quedar
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 155
eliminados por el rigor de la teoría. Los métodos son los bue
nos modales del pensamiento. Y lo mismo en 1a vida social
que en la filosofía, los buenos modales predominan tanto más
cuanto menos necesario es hablar de ellos. Por esto debemos
aspirar a que sea superfluo hablar de métodos, a que resulte in
necesario escribir obras como la presente.
rv
13. P orven ir de LA filosofía hispánica
Podemos deplorar que Ortega no tuviera como científico la
eminencia que alcanzó como ensayista. Tal vez ni mereciese
la pena consignar la diferencia, a no ser porque la precipita
ción en bautizar con ismos los esbozos de teoría había de con
vertir las discrepancias de estudio en polémicas de gm po, lo
cual impide, todavía hoy, que aprecien objetivamente su va
lor, y lo sitúen donde se encuentra, muchos que no estuvieron
vinculados a él por la deuda de su formación, o quienes no
sienten contra él ninguna oscura animosidad. La época pre
sente tiene con él una deuda, y creo que ya la va pagando. Es
necesario pagarla, para mantener la continuidad del proceso y
para que no debamos, en cada situación nueva, empezar de
nueva cuenta desde los cimientos.
Es exagerado afiirnar que, antes de Ortega, España se en
contraba como un erial, por lo que atañe a la filosofía. De cual
quier modo, él contribuyó a darle vida nueva con su enseñan
za, con su obra y con su Revista de Occidente. Digamos, pues,
que comenzó a ser posible, y hasta real, una filosofía española
y en general hispánica. Pero en América, como ya hemos vis
to, y aun en España, esa posibilidad se ha cumplido gracias a
diversas influencias, en algunas de las cuales Ortega no inter
vino para nada. Esto no hemos de olvidarlo nunca, y no por
un mezquino regateo en la cuenta de lo que debemos a otros,
sino por Jo contrario: para que el localismo provinciano no
nos haga olvidar precisamente lo que debemos a otros.
El pasado también tiene sus deudas. Quiero decir que algu
nas veces el presente tiene que pagar justo lo que no pagó el
pasado. Si la época anterior no cumplió todo lo que prometía
y estaba en su mano hacer, entonces la herencia que recibi
mos de ella es en parte negativa, y es el presente el verdadero
acreedor. No se cancelan con ello las deudas de gratitud, por
156
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 157
que éstas son de sentimiento o de cortesía. Y no todas son de
gratitud: las hay que son de justicia. Pero unas y otras no se
pueden pagar muchas veces sino ^esde un nivel histórico que
rebasa el nivel del acreedor.
¿Qué reclama de nosotros el presente? Si hemos llevado bien
nuestro examen del pasado, las conclusiones para el presente
han de estar contenidas en las premisas que constituyen el aná
lisis, Ya sabemos, pues, que es deseable incrementar el cultivo
de la filosofía como ciencia rigurosa, elevar el pensamiento a
nivel de universalidad, por los temas y los métodos, y sobre
todo por un estilo desnudo de ese llamativo ropaje que son las
idiosincrasias personales y los tipismos del lugar.
Pero esto no basta. Vimos que para lograrlo hay que vencer
resistencias insólitas en otros lugares. Éste es un problema
doméstico. La situación general del mundo ofrece todavía otras
dificultades. Por razones que nada tienen que ver con el fol
klore, la tarea de la filosofía en plan estrictamente científico
no puede hacerse ahora como antaño, con la serenidad de un
ánimo que se resguarda en el aislamiento contra todos los
vanos clamores de la gente. Estos clamores ya no son vanos, y
han venido a ser tema u objeto de la propia filosofía. Ésta tie
ne que defenderse activamente, y no con la sola reclusión, para
mantener su derecho a la subsistencia. Ingrata situación, por
que su ejercicio requiere la calma, la seguridad y el silencio, y
ahora tiene ella que participar en la brega para poder ejer
citarse.
La civilización es cosa bien hermosa: on se n aperyoit quand
elle {out le camp, como d jo Jules Romains. Cuando gozamos
de ella la damos por descontada. ¿Será posible que llegue un
día en que la gente ya no se percate de que la civHización se
fue? Vea el lector que este vaticinio, o este temor, no es pro
ducto de la fantasía, no es un delirio pesimista. El progreso
inaudito de las ciencias nos engaña, y creemos que nos auto
riza a pensar que la civilización no sólo está presente como
antes, sino que prospera más que nunca. Pero, ¿no es precisa
mente la rapidez de este progreso lo que resulta alarmante?
Porque las ciencias de que se habla son las ciencias particu
lares, sobre todo aquellas que presentan posibilidades de apli
cación técnica; no es la ciencia de las ciencias, que es la filo-
158 EL PROBLEMA DB LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
sofía. Y no dejan de advertirse en aquella aceleración factores
extraños a la sabiduría y al ethos científico, lo mismo en las
motivaciones que en los resultados. El utilitarismo pragmáti
co y la estrategia militar están tomando ahí demasiado incre
mento.
Ya no es el puro afán de saber el impulso que promueve la
investigación, ni es el saber mismo el premio adecuado de esta
labor. El impulso es el afán de poder, y el poder se ha conver
tido en el premio del saber. Siendo esto así, el progreso de las
ciencias puede tener aspectos de auténtica barbarie, de retro
ceso y no de avance de la civilización. Y mientras ésta retroce
de no nos damos cuenta de que la vamos perdiendo, deslum
brados por el falso progreso, si no se deja escuchar la voz de
otra ciencia: la ciencia primera, la que tiene por misión pre
venimos en estos casos.
La advertencia podrá ser directa, como un Ilamado al or
den, pero habrá de ser también indirecta, por ejemplaridad y
acción de presencia. Lo cual ha de lograrse mostrando con he
chos que la sabiduría es el principal objetivo de toda ciencia;
apretando bien la severidad técnica de la filosofía y la austeri
dad de su ejercicio, para que todo el mundo pueda reconocer
que la ciencia principal sigue siendo fundamento de las otras,
y norma ética de todo pensar científico, y creación racional
que sigue —ella por lo menos— manteniéndose pura de in
fluencias mercenarias.
El llamado al orden es incluso necesario para restablecer
las jerarquías inherentes a las gradaciones de la tarea científi
ca. La ciencia constituía por sí misma, dentro de la sociedad,
una aristocracia cuyo sentido se está desvaneciendo ahora
hasta en su propio recinto. Es bueno recordar que, en ciencia
positiva, el técnico que busca nuevos productos utilizables por
la industria es y ha de ser menos que el científico investigador;
el manipulador de cacharros es menos que el teórico, por im
presionantes que sean los cacharros; y en cualquier departa
mento es siempre más el que se ocupa de principios que el que
se preocupa de detalles o de resultados prácticos.
Pero la complejidad de la investigación ha aumentado tan
to, y ha subido de tal modo el costo de esos tremendos cacha
rros que es necesario inventar y manipular en las ciencias de
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 159
Ja naturaleza —sobre todo en física—, que tales investiga
ciones caeián cada vez más bajo el monopolio de las grandes
potencias, y dentro de éstas cada vez más bajo la potestad ofi
cial. El Estado, por la naturaleza misma de las cosas, no po
drá hacer tan cuantiosas inversiones sin el propósito de obte
ner de ellas inmediatas ventajas estratégicas, o por lo menos
un provecho utilitario definido, el cual debe constar ya en el
presupuesto. De esta manera se pierden la libertad de iniciati
va, la necesaria holgura y el sentido desinteresado de la inves
tigación científica. Y esto ocurre independientemente del régi
men político que pueda tener cada una de las grandes potencias
inversoras.
i
Esto es grave paia ellas. Pero, ¿cuál no será la gravedad para
las potencias pequeñas, o sea para las impotentes? La imposi
bilidad de costear grandes investigaciones científicas, ¿repre
sentará para ellas un atraso en cuanto a la civilización? Las
naciones del mundo hispánico son, todas ellas, potencias me
nores, de suerte que la cuestión nos concierne de manera vi
tal, directa y apremiante.
Esta cuestión no la resolverá la política, ni la resolverán la
física ni la oceanografía. Su mismo planteamiento nos sitúa ya
en terreno de la filosofía. Desde la filosofía se ve muy claro que
hoy en día la sabiduría enc^ra.ada en una cierta comunidad
no depende de su avance en el dominio de Jas ciencias natu
rales y la tecnología. Pero esta verdad es trivial y tremenda a
la vez; porque, desde siempre, todas las ciencias constituían
sabiduría, y habremos descendido muy abajo cuando la cien
cia se desvincula de la sapiencia y cuando es necesario recor
dar verdades tan originarias o primitivas con ánimo de refor
ma. ¿Y si resultase que este ánimo es más bien reaccionario, y
que el verdadero progreso conduce a una supresión de la so-
phía y de la philo-sophía a un dominio del universo y nada z
más? Esta sola pregunta, y no es retórica, basta para advertir
que la situación ha planteado el problema de la idea del hom
bre en términos que no pueden ser más radicales. Y recalco
que es la situación misma, no son los filósofos quienes plan
tean el problema, como engendro de mentes ociosas.
No todo es oscuro en la perspectiva del porvenir. Pero la sal
vación depende de nosotros. Dijera incluso que depende más
160 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
de Jos débiles que de los fuertes, y en seguida explicaré por qué.
Desde luego, los gobernantes pueden cooperar eliminando los
esfuerzos onerosos, evitando el inútil dispendio de energía re
querido para imitar a los grandes por pura vanidad y orgullo
impotente. S i son los sabios de los países grandes quienes ha
cen los grandes descubrimientos —pues ellos tienen a su al
cance los medios im prescindibles- esto no significa que estén
necesariamente atrasados Jos sabios de otros lugares, ni que
decaiga en éstos la civilización. Sabio es el que sabe, y basta
con que la información esté al corriente, sea completa y rigu
rosa, para que el nivel se mantenga tan alto, en principio, como
en cualquier lugar.
Además, se ofrece a los gobernantes otra posibilidad de aho-
^ muy considerable: como la potencia militar no depende ya
del soldado —porque las armas decisivas ya no son armas de
uso individual, sino grandes artefactos cuya producción y em
pleo requiere a la vez potencia económica y desarrollo tec
nológico—, el resultado favorable de esto es que los pequeños
ejércitos de las naciones menores han dejado de tener utilidad
estratégica. No es necesario mantener entonces, por rutina y
por un desplazado ideal patriótico, unos conceptos de defensa
nacional que los hechos han invalidado. El atraso consiste
ahora en esforzarse por no estar atrasados en el orden de los
armamentos, porque el esfuerzo arruina a las naciones sin
conseguir su propósito. La energía humana y los medios eco
nómicos empleados en tal propósito pueden aplicarse a otros
fines, cuya consecución sí podrá afirmar el tono civilizado de
una nación, aunque ésta no tenga máquinas grandes; ni má
quinas de guerra ni máquinas de experimentación cientffica.
(Y es confortante recordar a este respecto que Einstein no tocó
un solo aparato en toda su vida. La relatividad no ^ una m a
nufactura que saliera de las manos de Einstein: es una teoría,
no es un artefacto.)
La civilización no depende de las máquinas. Y en el mo
mento en que acabo de escribir estas palabras me percato de
que son tan radiantemente verdaderas que resultan banales.
Pero si a la vez observamos cuán difícil es que los ánimos de
la gente y las acciones de los gobiernos acepten sus conse
cuencias, entonces podremos sospechar que esta trivialidad
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 161
implica una revolución: hay que revolucionar nada menos que
esos ánimos de la gente y las pasiones en las cuales se afi^ a
su sentido del honor nacional. No hay deshonor ^ ser m ili
tarmente impotente. El deshonor, para quien tiene vieja histo
ria, consiste en deshumanizarse en la barbarie tecnológica de
nuestro tiempo.
Este tiempo reserva, por tanto, a las naciones pequeñas
— cuidadosas de su civilización— una misión noble de la
que no hay otro antecedente en la historia que el de Grecia. Es
la misión de civilizar a los poderosos. La idolatría del poder
impele a los hombres a considerar que los grandes son, por
serlo, cabeceras de la cultura. En el momento actual es nece
sario demostrar que esto no es cierto. No quiero decir con ello
que los más ^ ^ n des son por fuerza los más bárbaros, porque
esta falsedad es la que suelen emplear los resentidos, a saber:
aquellos que tienen el mismo ideal de poder que los grandes y
se compensan de no alcanzarlo proclamándose a sí mismos
superiores en otros valores más preciados, aunque no hagan
nada por cultivarlos. Se trata, en cam bio, de examinar si la
inercia del poder y las formas tecnológicas que ha ido toman
do éste, no impiden más bien que los poderosos ejerzan ade
más una función cultural directiva.
Podríamos considerar como una ley histórica, más se^ r a y
exacta que las leyes físicas, que el poder de las naciones tiende
siempre a incrementarse y que, llegado a un cierto grado de
acumulación y de predominancia, cada país tiende a absorber
o a eliminar los poderes que, por ser ajenos, son ya rivales. En
situación de peligro —y la coexistencia de poderes equiva
lentes es siempre peligrosa— cada uno concentra sus esfuer
zos en la defensa. Así se forma una especie de totalitarismo
que no deriva necesariamente de una doctrina política, ni re
quiere la coerción policiaca: es una especie de movilización
total de la inteligencia y de los medios económicos y tecno
lógicos, una concentración o fijación de las mentes en el tema
supremo del peligro nacional.
Esta concentración o totalización favorece hoy en Jos gran
des el desarrollo tecnológico, y hasta el científico (lo cual re
fuerza en los demás, si son ingenuos, la convicción de que el
poder y la civlización van unidos); pero la concentración se
162 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
produce inevitablemente con menoscabo más o menos pro
nunciado de las vocaciones vitales, del arte v^tal de ser hombre
completo, que es un arte de paz. Toda actividad, incluso las pa
cíficas actividades del arte, la literatura, la filosofía, se aprecian
sólo como ventajas logradas en el juego bélico de la rivalidad.
Como esta dinámica del poder es general, inalterable y uni
forme, no vamos a remediar la situación que ella crea, o sea el
peligro que envuelve para la civilización, envidiando secreta
mente el poder ajeno y considerándonos más civilizados sólo
porque somos más débiles. Hemos de contar con los hechos
para decidir ante ellos lo que podemos y debemos hacer. Y me
parece claro ante ellos que hoy corresponde a los menores ha
cer de mayores, es decir, de adultos; porque el poder es siem
pre juvenil. inconsciente y un poco irresponsable. Hemos de
procurar que el poder rinda cuentas de sí mismo. Nuestra m i
sión es convertimos en la conciencia del poder. La opinión y
el buen ejemplo también son una fuerza apreciable, una fuer
za que no requiere máquinas; una fuerza, sin embargo, que
pierde toda su eficacia cuando la dirige una celada envidia de
las máquinas. No podemos moderar a los fuertes imitando su
fueiza. La opinión es logas, el buen ejemplo es ethos. Éstas son
nuestras armas, no tenemos otras. Pero éstas bastan. Sobre
todo, no conseguiremos nada mientras sigamos creyendo im
plícitamente que los protagonistas en la disputa del poder son
también protagonistas de la ideología. Con esta creencia re
nunciamos a nuestra específica facultad, que es la de proponer
ideas desinteresadamente, sin interés de dominio. El grave
problema del mundo actual, el problema de la idea del hom
bre, no se resuelve tomando partido entre los contendientes
por la supremacía del poder. Esta contienda no es más que un
episodio, un aspecto parcial del problema.
¿Cómo puede contribuir a probarlo nuestra filosofía hispá
nica? Las acciones de gobierno se pueden programar: la en
señanza, la salubridad, las obras públicas. El porvenir de la
filosofía no puede programarse. No se puede decir “vamos a
hacer una filosofía española", o "vamos a hacer una filosofía
hispánica", como quien hubiera dicho “vamos a la Guerra de
Treinta Años”. La filosofía no se hace en plural, no es una. ocu
pación colectiva. Habrá filosofía si hay quien la haga, pero el
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 163
que la haga será siempre un sujeto individual. Las condicio
nes del ambiente, esto sí, podrán favorecer las vocaciones, o al
contrario; por tanto, es deseable que no estorben. Pero la su
presión de los estorbos no determina sin más la promoción de
los talentos, ni el carácter de los estilos. Incluso añadiré que
no es necesaria la existencia de una filosofía, original por sus
ideas y autóctona por sus raíces, para que la comunidad lle
gue a tener conciencia de su misión. La autenticidad del filó
sofo no depende de la originalidad de sus ideas: con las ideas
no hay enajenamiento o extranjería: todas son de todos.
No podemos, pues, proyectar nuestra filosofía como se hace
un proyecto de reforma agraria. Pero quienes tienen ya voca
ción de filosofía en nuestro mundo hispánico no dejarán de
advertir que Jas mismas condiciones peligrosas de la situación
delimitan el campo de una acción posible, para la cual esta
ríamos predestinados, por así decirlo, por nuestras capacida
des y propensiones espontáneas y nuestra particular posición
en el mundo.
En efecto, si se logra educarlo, ese personalismo indómito,
soberanamente arbitrario y anárquico que adopta a veces nues
tro genio puede modelarse y convertiise en algo positivo: en
una reivindicación de la persona humana frente al anonimato
y la neutralización que imponen las formas de vida actuales.
Entiéndase bien que no es necesario — no fuera posible en
todo caso— convertir al español o al hSpanoamericano en un
tipo de ser enteramente distinto. Las virtudes de carácter que
conviene realzar están ya presentes, tienen incluso la misma
raíz vital que los defectos. La petulancia del yo frente a la
igualdad de la norma, la insolidaridad del individuo frente a
la comunidad, no son buen remedio para la uniformidad cre
ciente, difusa, que parece irreprimible. El remedio consiste en
una rehumanización del hombre. Pero, en el español sobre
todo, aunque también en el hispanoamericano, aquella sobe
ranía del yo es ya una disposición natural contraria al anoni
mato y a la uniformidad. La falta de respeto por la ley expresa
muchas veces un interés mayor hacia la persona. Este tipo de
hombre prefiere siempre arreglar las cosas “de hombre a hom
bre", y darle a toda gestión, a todo convenio, un tono huma
nizado, personal.
164 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
La soberanía del yo, y esa propensión tan espa.ñola a tras
mudar toda cuestión de ideas en conflicto de personas, no son
sino deformaciones de una cualidad excelente —-que también
encontramos notoriamente entre los italianos—, la cual dijera
que consiste en la ingénita capacidad de abordar directamen
te el prójimo en términos humanos, por los cuales cada uno
queda siempre individualizado desde el principio. Para cada
cual, el yo ajeno es también soberano aunque se ponga como
adversario; y si no es adversario, la disposición espontánea
abierta produce entre uno y otro una relación de simpatía hu
mana. Ésta no viene después de una experiencia de relación,
sino que la inicia y le da su tono desde el principio; no necesi
ta esperar un juicio meditado sobre las cualidades de la per
sona extraña, pues la persona del prójimo nunca es ex ^ ñ a.
El antagonismo puede venir después, y a veces viene con de
masiada facilidad, porque el genio es pronto y la susceptibili
dad es excesiva; pero incluso el antagonismo es una fo^ a
personalizada de la relación. Lo que nunca se produce es la
indiferencia: el "otro" nunca es "uno cualquiera". Inclusive las
relaciones que, por su naturaleza misma, tienen que ser forma
les o impersonales, como las jurídicas o administrativas, lo
gran casi siempre cualificarse o temperarse con incidencias de
comprensión (o con incidencias de incompatibilidad, que son
negativas, pero igualmente humanizadas).
Esta sapiencia común de la vida, que es fruto de una larga
experiencia y se ha expresado tan variadamente en el tradi
cional moralismo español, no brota sino de unas cualidades
nativas de carácter (que el hispanoamericano comparte en bue
na medida). Está fuera de duda que de un lado tan superlati
vamente bueno del personalismo como es ése cabe esperar en
nuestros días una influencia moderadora en las relaciones hu
manas y en las direcciones de la cultura mundial. Pero es in
dispensable prevenir que esta es materia delicada, y ha de lle
var, como los objetos frágiles o las materias inflamables, la
advertencia "manéjese con cuidado” .
Contra la uniformidad, la neutralización y la deshumaniza
ción pero con sentido de comunidad; bajo el imperio de la ley,
para las acciones, y bajo el imperio de la razón, para los pen
samientos: personalización sin anarquía. Las fórmulas no es
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 165
difícil encontrarlas; lo incierto es la eficacia que ellas puedan
tener. La uniformidad proviene hoy de varias causas, y no veo
cómo puedan suprimirse. Las diferencias de cultura y tradi
ción se van borrando por la facilidad de las comunicaciones y
los intercambios, y porque todos los pueblos han de usar los
mismos utensilios y emplear las mismas técnicas. Pierde así
cada lugar su ethos propio, sin adoptar, junto con las técnicas,
el ethos tradicional de Occidente que promovió esta cultura
técnica. Por su parte, el ethos mismo de Occidente está en cri
sis a consecuencia de aquel proceso de difusión universal de
sus formas de vida externas.
Esto se agrava a su vez por el aumento, alarmante en ver
dad, de la población mundial. Los sabios que entienden de
esto debaten sobre las dificultades que presentará la alimen
tación de esa multitud de hombres que va cubriendo la super
ficie de la Tierra y cuya densidad, en algunos sitios, ha devora
do ya el paisaje: ese refugio de soledad, de belleza y de salud
que antes ofrecía la Tierra. Pero los filósofos pueden pensar
ahora mismo en las dificultades que presenta la educación de
esas masas. Obsérvese que el problema no es, como lo entien
den las organizaciones internacionales dedicadas a su estu
dio, el de obtener un alto porcentaje estadístico de hombres
que sepan leer y escribir. El problema es integral. Quiero de
cir que nos afecta a todos, porque no es cuantitativo, sino cua
litativo.
Cuando se llega en el mundo a un cierto nivel de sobrepo
blación, en la medida en que la educación se difunde cuantita
tivamente desciende cualitativamente. La educación es enton
ces como u.n sistema industrial de producción en masa, el
cual satisface la demanda creciente del mercado a costa de la
buena calidad que es inherente a la manufactura individual
del producto. Los vestidos se producen ^ masa y por esto na
die se distingue por el vestido. Sí la educación se produce en
masa, nadie se distinguirá por la educación, nadie será distin
guido, que quiere decir educado. La educación ha sido siem
pre como un traje hecho a la medida. Cada vez más iremos
todos vestidos de la misma manera; cada vez más importará
menos la individualidad de estilo. Quedará suprimida, en el
orden cultural, la cualidad distintiva que en el indumento se
166 EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA
llama elegancia. Quiero indicar, en suma, que la ftierza de las
cosas obligaiá en todos lad^ a rebajar el nivel para resolver el
problema de la masa. Todos quedarán uniformados en un ni
vel mínimo, porque no habrá materialmente tiempo ni espacio
ni dinero para atender, por encima de éste, al nivel superior
en que se fonman las minorías cultivadas: también la enseñan
za superior tendrá que hacerse en masa, y que rec^ ^ r a técni
cas impeisonales, deshumanizadas, las cuales permiten apren
der sin educarse.
Debemos recordar —y da vergüenza y temor tener que ha
cerlo— que el propósito tradicional de la educación era justa
mente el de formar esas minorías que, a su vez, tienen la mi
sión de educar y guiar al resto. Si las minorías desaparecen, la
educación se convierte, incluso en sus grados académicos más
altos, en un puro aprendizaje pragmático, el cual faculta para
atender las necesidades más primarias de la vida: éstas no de
jan de ser primarias porque requieran hoy más instrucción
que antaño. Lo cual significa que se irá desvaneciendo la au
téntica educación, en la medida en que se difunda la mera ins
trucción, y todos acabaremos siendo instruidos y mal educa
dos. Y hemos de repetir también que este proceso, que ya se ha
iniciado y va empeorando aceleradamente —sobre todo en los
países más poderosos, y que los demás juzgan más avanza
dos—, este proceso no depende en ningún caso del régimen
político, como piensan algunos por pasión o para eludir la raíz
del problema. El proceso es mundial y uniforme.
Siendo esto así, poca cosa pueden hacer los pobres filósofos
para detener su marcha. A veces llega uno a sentirse sobreco
gido, como el alpinista cuando mira el alud que se le viene en
cima, paralizado por la evidencia de lo inexorable. Me aterra
pensar qué ocurrirá dentro de 100, 200 años; qué tipo de hu
manidad habremos producido cuando todos los hombres ha
yan perdido su personalidad individual y piensen todos, como
ya hoy muchos piensan, no con conceptos de experiencia viva,
sino con fórmulas prefabricadas; cuando vivan todos mimé-
ticamente, sin iniciativa ni fantasía, en la uniformidad gris sin
misterio, ni poesía, ni aventura del pensamiento; copiando
sin saberlo las rutinas establecidas; creyendo de buena fe que
el hombre ha logrado, al fin, con la máquina calculadora, al
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA HISPÁNICA 167
canzar el paradigma de su propio ser; implícitamente convenci
dos de que el pensamiento discursivo es un anacronismo, como
la conciencia m oial, y de que el pensamiento mecánico dará la
solución para todos los problemas.
No puedo saber, naturalmente, si llegará la humanidad a su-
m iise en ese completo sopor del espíritu. Pero digo que, mien
tras dura nuestra vida, nuestra misión es clara: hemos de ser
re-^ c ^ onarios, adversarios de esa acción tumultuosa y degra
dante de uniformidad, de descualificación o deshumanización,
de devaluación de todas las excelencias. Pase lo que pase, és
tos son los valores que debemos mantener, los productos de
una tradición que hemos heredado, los resultados que se han
venido acumulando de unas acciones que han cumplido mu
chos hombres durante 3 000 años, y que nos han transmitido
una imagen de la nobleza humana. A ésta no renunciamos.
Los españoles, y los hispanos en general (los cuales tienen,
todos, una propensión señalada a considerarse "muy hom
bres”, y a demostrarlo a veces de manera violenta), pueden
sacar provecho de su condición participando en los esfuerzos
que hacen otros, en otros lugares, por mantener bien limpia
esa imagen de la hombría, de la dignidad humana. La renun
cia a la ambición de poder es la primera condición que han de
cumplir; cosa fácil, puesto que el destino histórico eliminó la
posibilidad de que ejercieran poder colectivamente, en la vida
internacional. La segunda condición requiere destronar la so
beranía anárquica del yo. Hemos de mantener la individuali
dad sin caer en el individualismo.
Con estas dos condiciones satisfechas, el genio hispánico está
muy caracterizadamente cualificado para contribuir —incluso
con la filosofía, no sólo con las artes y el arte de la conviven
cia— a la vigilancia del poder, a la paz, al perdurable diálogo
de los hombres de buena voluntad. No veo qué otra cosa me
jor pueda hacerse.
S e g u n d a P arte
LA E SC U E LA DE BARCELONA
Y a sé que no hay una escuela de Barcelona (me refiero a una
escuela filosófica). Sin embargo, se habla de esta escuela, se
ha escrito sobre eBa y sobre sus componentes. También se ha
bla de la escuela de Madrid. No es necesario examinar ahora
el fundamento de esta última denominación. Baste saber que
con ella no se designa el conjunto de los filósofos que hayan
profesado en Madrid, sino el grupo de aquellos que, formados
por Ortega en esa universidad, siguen sus orientaciones ideo
lógicas. La escuela de Madrid quedarla, pues, delimitada por
el pensamiento de su maestro, por el número preciso de los
discípulos de éste, y por las fechas en que su enseñanza co
menzó y su influencia ha venido difundiéndose. No es posible
aplicar a la supuesta escuela de Barcelona ninguna de estas
tres formas de delimitación. La escuela no tiene maestro; no
puede fijarse, por tanto, una fecha precisa de constitución; y
no habiendo unidad de doctrina, no se puede tampoco, según
este criterio, determinar quiénes pertenecen a ella y quiénes no.
A pesar de todo, algo tiene que haber ahí. Porque no sería
posible, ni con escaso fundamento, hablar siquiera de tal es
cuela filosófica si no hubiese un algo de qué asirse. Lo que aho
ra me propongo es justamente averiguar de qué se tiata. No
para entrar en debate sobre la conveniencia o inconveniencia
de aplicar el título de escuela a una serie de filósofos de Barce
lona, pues la cuestión del nombre importa poco, y no creo que
la de fondo pueda aclararse analizando con detalle las diver
sas filosofías y desentrañando afinidades doctrinales recóndi
tas. Las afinidades, si las hay —y creo que sí— no son desde
luego doctrinales. Son más bien de otra índole, y es en ellas
donde puede bailarse ese algo que permite plantear, por lo
menos, la cuestión de si la escuela existe o no como tal. Inclu
so adelanto la sospecha de que ese algo habrá de ser un con
junto de rasgos comunes, acaso más esenciales para la filoso
fía que las teorías mismas en las que nos basamos para la
definición formal de una escuela. Quiero decir que el carácter
"escolástico” de una filosofía no la establece sin más como va
liosa. Puede serlo o no serlo: la formación eventual de una es
17!
172 LA ESCUELA DE BARCELONA
cuela en torno a una doctrina es independiente del valor de la
doctrina y del carácter —estrictamente filosófico— de sus crea
dores y mantenedores. En cambio, es dudoso que ninguna
escuela llegue a tener auténtico valor filosófico si sus maestros
y discípulos no poseen, además de un pensamiento distintivo,
otras cualidades de la filosofía que podemos llamar de ca
rácter.
¿Qué cualidades son éstas? Son cualidades de tono y estilo.
Y a me percato de que esta respuesta es evasiva, pero no qui
siera de momento apretar más la definición. Se comprende
que cada filósofo aislado (como cualquier otro hombre, sobre
todo cualquier hombre cuya actividad profesional consista en
expresarse) ha de tener su estilo personal, e inclusive debe
cultivarlo consciente, metódicamente. Esto es parte del oficio.
Hay, pues, en el estilo o el carácter, en lo que llamamos "la
manera de ver las cosas", un elemento que podría conside
rarse natural, o sea ingénito, y un elemento cultural, resulta
do del cultivo o de la modelación deliberada que lleva a cabo
cada uno sobre sus propias disposiciones naturales. Pero ocu-
ire alguna vez que estas disposiciones se ofrecen con rasgos
similares en varios individuos a la vez, y en una sucesión tem
poral de individuos; de tal suerte que esta especie de com uni
dad caracterológica determina en todos ellos, sin previo acuer
do, una parecida coincidencia en la modelación estilística de
sus disposiciones naturales que efectúa cada individuo ais
ladamente, para sí mismo. Estas coincidencias constituyen
una tradición.
Tradición y escuela son dos cosas diferentes. Una escuela es
una especie de tradición, pero no toda tradia’ón es escolástica.
La tradición escolástica es un fenómeno de adoctrinamiento y
de difusión. Unos cuantos pensadores son influidos por las
ideas del maestro, las adoptan como verdaderas y las trans
miten; las reforman, incluso, eventualmente y añaden otras
nuevas que se inscriben en la misma línea de evolución. En
principio, esta es una forma de tradición puramente intelec
tual: lo que determinaría Ja adopción de esas ideas sería sola
mente una consideración objetiva y desinteresada de su ver
dad, de su adecuación para plantear y resolver esos mismos
LA ESCUELA DE BARCELONA 173
problemas que al discípulo le hubieran inquietado personal
mente y para los cuales el maestro hubiera proporcionado
una clave segura.
Pero he dicho en principio, marcando con ello una salvedad.
Puede ocurrir en filosofía que los discípulos más devotos,
aquellos que más contribuyen al renombre del maestro, no
estén preocupados originalmente por los problemas, sino que
se encuentren desde luego cautivados por Ja personalidad del
maestro, y por ello prendidos en la red de su teoría. En este
caso, no parece que se detengan a media reflexión, al descu
brir la pertinencia de unas soluciones ajenas que ellos se ven
forzados a adoptar, por razones de probidad intelectual, de
simple lealtad con la verdad; parece más bien que defiendan
esas soluciones a toda costa, porque son las del maestro. De
hecho, no han iniciado siquiera una reflexión independiente
cuando ya se manifiesta la fidelidad. La solución entonces es
externa, y viene antes de que la inquietud interna del proble
ma pueda fecundar el pensamiento y reforzar la fidelidad con
la independencia. El problema se debate siempre polémica
mente, desde la fortaleza de unas posiciones ya establecidas, y
en función de su defensa. La lealtad a veces se tiene más con
la persona del maestro que con la idea. A veces se es más ami
go de Platón que de la verdad.
Y es que el factor personal es decisivo en el proceso de cons
titución de una escuela. Los miembros mejor dotados de ori
ginalidad son considerados muy pronto como heterodoxos.
Los mejores para la filosofía son los peores para la escuela.
Éstos son los que, formados por el maestro, no se preocupan
tanto de él personalmente, cuanto de los problemas. Empie
zan analizando los problemas con métodos de la escuela, y en
el nivel teórico que la escuela ocupa; pero pronto llegan a so
luciones diferentes y alcanzan por ello un nivel superior al
que sirvió como de base escolástica. El patriarca de la escuela
no puede aceptar esas conclusiones, porque le obligarían a en
mendar sus premisas. El discípulo que prolonga la tradición
de la escuela, más allá de un cierto límite fijado por el celo del
maestro, tiene que verse entonces proscrito de la escuela, for
zado acaso a constituir una escuela disidente.
El psicoanálisis y la fenomenología ofrecen en los días de
174 LA ESCUELA DE BARCELONA
nuestro siglo ejemplos característicos de esa tramoya de las
escuelas. Toda originalidad es una heterodoxia. Quien repite
unas ideas consabidas mantiene el renombre de quien las pen
só, pero, ¿qué beneficio produce para la tradición de la escue
la? ¿Sería demasiado banal recordar que tradición no es me
ramente continuidad, sino renovación? La fidelidad mantiene
la ortodoxia, y recibe el premio de una gratitud humana, de
masiado humana, de parte del maestro, cuando éste no logra
advertir que nada compromete tanto la fertilidad de su doctri
na como su dogmatización. La fidelidad sólo es buena cuando
se trata de doctrinas dogmáticas. En filosofía y en ciencia cual
quier ortodoxia es perniciosa. ¿Quiénes realzan más la impor
tancia de la fenomenología: Scheler y Heidegger, o los innu
merables, anónimos monacillos que en todo el mundo han
repetido con escolástica puntualidad ortodoxa los dicta del
maestro, cual acusmáticos de un nuevo pitagorismo? Y en el
psicoanálisis, ¿quién se acuerda de los adeptos, familiares dis
cípulos del maestro, sino en tanto que discreparon de él?
En la constitución de una ortodoxia de escuela interviene
algunas veces un factor psicológico profundo —quiero decir
inconsciente— ajeno al desarrollo teórico del pensamiento.
Eso que los psiquiatras norteamericanos (y tras ellos los pe
riodistas y todo el vecindario de la cultura) han dado en lla
m ar the father image, y que según ellos es un factor decisivo en
la formación del sentimiento religioso, sería algo operante del
mismo modo en la formación de un sentimiento devoto liacia
la figura del maestro. Porque la devoción no se limita al natu
ral respeto y gratitud, sino que toma unos visos de amor celo
so, de fanatismo y agresividad doctrinaria enconada contra
cualquier asomo de desviación heterodoxa. En la filosofía y en
la ciencia contemporánea (concretamente en la fenomenolo
gía y el psicoanálisis que hemos citado, y aun en otros casos)
hemos podido observar todos ese fenómeno de fidelidad irra
cional, emocional, que no puede explicarse como expresión de
un simple convencimiento de la inteligencia. Muchos que ata
can o desdeñan a la escolástica medieval han incurrido en vi
cios peores que los que se atribuyen a los propagadores mo
dernos de esa filosofía. Porque, en los términos estrictos de
una sociología de la cultura, el afán de monopolio de la es
LA ESCUELA DE BARCELONA 175
colástica se funda en última instancia en una fe que trascien
de a la doctrina; y es legítimo, aunque no se considere acerta
do, pensar que una determinada- doctrina representa mejor
que cualquier otra los principios de esta fe. Pero cuando no
hay una fe que abone a la doctrina, poique ésta se presenta,
desde luego, en el plano de las reflexiones que están abiertas a
todo el mundo, entonces no deja de ser pasmosa la aparición
de esos fenómenos de dogmatismo ortodoxo.
El propagador de una fe es e) apóstol o el misionero; el pro
pagandista de una teoría no sé qué será, pero desde luego no
es filósofo ni hombre de ciencia. La episteme no requiere apos
tolado. Cuando la novedad de unas ideas y unos métodos es
realmente sensacional, como en el caso de Freud, hay el peli
gro de que su propagación fervorosa por parte de los conven
cidos convierta a la escuela en una secta, y que ésta adopte las
modalidades rituales de una autén tica secta religiosa, sin ex
cluir el sentido mesiánico de la propaganda; la celebración de
congresos que más parecen concilios; los cambios de doctrina
que, una vez adoptados y proclamados, adquieren fuerza dog
mática; los anatemas y las excomuniones. Obsérvese que estas
formas de disciplina dogmática se han infiltrado incluso en la
ideología política, y que aparecen más notoriamente en las
escuelas políticas que de manera más ostentosa afirman haber
superado el ritual propio de las religiones y sus cuerpos de
creencias. Ahora, si las ideas y los métodos no tienen una no
vedad ^ n sensacional, ni un rango tan elevado —sea en políti
ca, o en ciencia natural, o en filosofía—, entonces el sectaris
mo de los acólitos es simplemente grotesco.
Todo lo cual nos invita a confirmar que el fondo de la natura
leza humana no cambia porque cambien las teorías, y que por
ello se siente uno a veces más hermano de quien sustenta una
teoría opuesta que del sujeto feroz que patrocina nuestra mis
ma teoría. Lo común en dos posiciones doctrinales opuestas o
incompatibles puede muy bien ser la manera encelada como
las defienden sus partidarios, como organizan su disciplina
interna y el ataque contra el adversario y el disidente. Acaso la
pasión de fo^ ar escuela —no siempre, pero sí algunas veces—
sea una especie de infiltración en la filosofía del temor de es
i76 LA ESCUELA DE BARCELONA
tar a solas con el propio pensamiento; como una manifesta
ción de la tendencia gregaria y sectaria de los hombres en sus
peores formas. Y las llamo peores, no porque decrete que son
siempre nocivas esas formas de conducta ^ sí mismas, sino
porque aquí perturban el buen orden de la conducta científica
y filosófica; a la cual llamamos desinteresada porque desdeña
los beneficios mundanos, pero sobre todo porque evita los
perjuicios, también mundanos, inherentes a toda coalición de
voluntades que degenere en fanatismo partidista, en recelo, en
egoísmo e intolerancia. En el dominio del pensamiento, el
sectarismo no proviene de una philía o amor de la sophía —ni
siquiera de un amor por el maestro y por los otros afiliados a
la escuela—, sino de un amor o afán de poder, de una ambi
ción de ver realzada la propia personalidad mediante el apoyo
de los demás correligionarios. No se puede, claro está, afirmar
que mediante la filosofía se verán los hombres purificados de
estos vicios (porque las buenas intenciones pueden, ellas tam
bién, degenerar y dar ^ el fariseísmo); pero se puede, por lo
menos, desear que la filosofía no los exhiba ella misma, ya
que no se libran siempre de ellos las personas.
Y a pesar de todo, es cosa buena que una teoría penetre y se
difunda por la acción de una escuela. Es bueno para la teoría
y es bueno para quienes se informan de ella. La teoría filosófi
ca no cumple su cometido salvando a quien la descubrió de
los apuros en que vivía mientras no encontraba solución a su
problema. Como todos los problemas son comunes, cualquier
intento de solución responsable puede y debe ser comunica
do. Pero, además, la filosofía es por su esencia misma discur
siva, dialógica, comunicativa. De suerte que toda expresión de
pensamiento lleva consigo la pretensión justificada de pro
ducir algún efecto, aunque no sea consciente de ello quien ex
presa. Si la teoría pasa desapercibida, su autor se encuentra
frustrado en una de las intenciones radicales de su vocación,
que no es la de obtener partidarios, sino la de tener oyentes.
El diálogo queda cortado, o suspendido, no por una discre
pancia invencible, sino por ausencia de interlocutor. La es
cuela sirve la buena causa de la filosofía en tanto que pro
mueve el diálogo, no porque reclute adeptos.
Lo malo en las escuelas es que la cohesión interior de la ideo-
LA ESCUELA DE BARCELONA 177
logia suele promover una política exterior igualmente compac
ta, y ésta raramente logra mantenerse alejada de la política en
general. Hay quien busca refugio en una escuela de pensa
miento como en un partido, una fraternidad o una organiza
ción cualquiera, pública o secreta. La flaqueza humana resiste
mal el frío de la soledad. Solitario ha de ser el filósofo cuando
piensa porque, en ^ último momento decisivo, y por más que
haya dialogado antes con todos los maestros de la historia, ha
de ponerse a sí mismo frente al problema, ha de vivirlo y no
puede sustituir con ninguna otra experiencia su experiencia
personal. Esta situación se acepta con la decisión vocacional.
Pero es muy humano retroceder ante la otra soledad, la inne
cesaria, la impuesta por el silencio ajeno. De esta soledad tiene
que evadirse el filósofo, no por ambición de fama y de prestigio,
sino porque el silencio es la esterilidad. El peligro de las escue
las, más que la ortodoxia que fija la doctrina y le impide evolu
cionar, más que la extravagante entronización del maestro,
más que la vehemencia polémica contra otras escuelas o doctri
nas, es el silencio estudiado con que se quiere anular a éstas. El
silencio aniquila al adversario con más contundencia que un
argumento. Y esta nulificación puede efectuarse a un costo mí
nimo, pues no requiere ningún esfuerzo de estudio y evita a la
vez el peligro de error o de sofisma, la responsabilidad de un
ataque inmoderado y los efectos de una eventual réplica ajena.
Organizar el silencio contra el discrepante, a quien la escuela
convirtió en adversario, es la gran tentación en que suele caer
la política de las nuevas escolásticas seculares o profanas.
Cuando se trata de una doctrina ideológica, el proselitismo
se comprende mejor, con todas sus tácticas y maniobras, por
que sus finalidades son pragmáticas; pero en una escuela de
filosofía teórica esas maniobras son un contrasentido: la cohe
sión interna de la escuela se ha de mantener ttan sólo por la
convicción de una verdad aceptada en común; por esto, el ad
venimiento de una verdad nueva debiera ser recibido con al
borozo, precisamente porque destruiría aquella cohesión que
se reveló ^^^ndada. La cohesión no vale por sí misma: no tie
ne valor político, sino puramente dialógico, y por consiguien
te es un estorbo para el pensamiento cuando éste rehúsa la re
cepción de toda posible verdad nueva.
178 LA ESCUELA DE BARCELONA
Así como se reproducen en la ciencia natural contemporá
nea algunas foim as míticas y rituales que se consideraban
propias de la religiosidad mágica, así también reaparecen en
la filosofía fo^ as de conducta gregaria que son propias de los
clanes primitivos. Ante lo cual no basta resignarse: admitir
que el hombre sigue siendo bastante primario, y que el más
exquisito refinamiento intelectual no es garantía de su depu
ración espiritual. Esto no deja de ser cierto por ser demasiado
sabido. Pero hay que ir más allá. Tal vez el hombre no podrá
curarse nunca del temor de estar solo; tal vez este temor sea
ingénito, inherente a su condición. Entonces, la filosofía no
podrá hacer otra cosa que observar con cordura esas varia
dísimas maniobras que hacen los hombres para evitar la sole
dad, y tratar de comprenderlas, aunque conste que del miedo
salen todas las agresiones (pues el miedo de la soledad no aca
ba de curarlo tampoco la agrupación).
Externamente, los hombres se agrupan o afilian por philía,
por amistad unos de otros, por el amor común de unas ideas o
unos ideales. Cínicamente, algunos se afilian para obtener pro
vecho particular de la fuerza solidaria de la organización.
Pero, íntimamente, el beneficio que todos buscan a ciegas, por
instinto, de la afiliación es la afiliación misma, es el calor de la
compañía humana. La lucha contra el que pertenece a una
philía diferente viene después. Por la naturaleza misma de las
cosas, toda agrupación aspira orgánicamente a prosperar y a
obtener predominancia. Pero, en el origen, el alivio de cada
afiliado individual, cuando ingresa en la hermandad, es el de
sentirse integrado, el de ser miembro de ese organismo que es
vivo y humano y solidario.
Ésta es la cosa más grave: que no se puede hacer nada va
lioso sin amigos. Ya lo decía Platón en su juventud, cuando
estudiaba precisamente la esencia de esa compleja vincu
lación de amor o de amistad que los griegos llamaron philía; y
lo repite en la vejez, cuando rememora los episodios de su
vida, el fracaso de sus intentos de afiliación. En lo privado,
pueden bastarle a cada uno las amistades privadas; pero la
filosofía es un asunto público, y por tanto está llena de peli
gros. Hay el peligro de que la búsqueda de amigos se convier
ta en un reclutamiento de partidarios; hay el peligro de que
LA ESCUELA DE BARCELONA 179
los amigos privados se pierdan por razones públicas, quiero
decir ideológicas. Este último peligro es el que desazona más,
porque no hay razón ninguna —razón vital de h u m a n id a d -
por la cual deba destruirse entre dos hombres la philía que los
mantuvo unidos, y sin embargo la discrepancia de ideas logra
corroer el vínculo. Inevitablemente, el simple ejercicio del
pensamiento produce entre los hombres diversidad o variedad
de ideas; pero la discrepancia es todavía un diálogo, el inter
cambio de los logoi es todavía vinculatorio. ¿Quién se atreve
ría a afirmar que el logos y la chantas fuesen incompatibles?
No obstante, en España sobre todo, y en el mundo hispánico
en general, el ánimo generoso de las personas podría incli
narlas a tolerar las fallas ajenas, a perdonar magnánimamente
las ofensas; pero la discrepancia es entie nosotros la ofensa
imperdonable, hasta el punto de que no puede un hombre sa
ludar siquiera a un miembro del grupo tal, si quiere ser hon
rado con el saludo de los miembros del grupo cual. Se rehúsa
1a philía si no hay afiliación.
Con influencia de Platón o sin ella, ninguna persona cons
ciente puede ser tan satánicamente orgullosa que se crea su
ficiente. Nadie puede desdeñar la buena compañía, nadie se
basta por sí solo. Este auténtico sentido de humildad se re
fuerza incluso con la fe que uno ponga en la obra propia. Esta
fe no es cosa de vanidad, sino que más bien obliga, por el con
trario, a reconocer 1a insuficiencia de las propias fuerzas y a
recabar-el apoyo de la comprensión ajena. Si ésta no surge es
pontáneamente, si uno se asombra y se alarma de la soledad,
y es consciente de la privación que sufre el propio ser por la
ausencia de los demás, entonces es muy fuerte la tentación de
afiliarse, no importa cómo, no importa dónde. La casuística
puede muy sutilmente sugerir que en ^ medida en que la obra
es sincera y es honrada, y tiene una intención de bien, es le
gítimo ofrecerla a quienes sean más afines y obtener así su
compañía y su cooperación. El deseo de hacer "causa común"
es generoso. Toda causa es causa común, y sólo del egotista
puede decirse que actúa "sin causa".
Ésta es una verdadera situación fáustica de alternativa, y
como tal no ofrece criterio seguro y uniforme para resolverla,
pues por justificada^que fuese externamente la afiliación, ¿no
180 LA ESCUELA DE BARCELONA
resultaría viciada interiormente por un sentimiento de claudi
cación ante el miedo de la soledad? Al buscar la compañía, ¿no
buscaremos también el éxito que ella procura? ¿No vendere
mos e! patrimonio de nuestra independencia personal por ese
menguado plato de lentejas que es la notoriedad? Y ese mie
do, que es de todos y es de siempre, ¿hasta qué punto justifi
caría el riesgo de una prevaricación? Porque el riesgo de una
prevaricación existe incluso cuando se dan las circunstancias
propicias, o sea cuando hay una afinidad manifiesta entre las
opiniones del grupo y las que el individuo mantiene y ha re
servado como asunto privado de su conciencia. También es le
gítimo el recato, y por recato puede impedirse que el negocio
público de la filosofía como ciencia solicite ventajas de una
publicidad de las convicciones íntimas. En esta situación pu^
de quedarse sin amigos quien esté espontáneamente dispues
to o ser amigo de todos, quien no reclame una aceptación de
sus ideas como precio de la amistad.
Esta situación fáustica es característica de nuestra época.
Cuando los problemas se agudizan, también adquieren puntas
agudas las soluciones, de tal modo que es imposible adherirse
a una sin sufrir desgarres por las otras. Todas las alternativas
posibles son beligerantes, y la única que ni cuenta ni vale es la
alternativa de la concordia. La perplejidad en la alternativa es
precisamente lo constitutivo de una situación fáustica.
Toda ganancia se paga con una renuncia y cualquier deci
sión, por empeñosa que sea, ha de sufrir el desmayo de una
nostalgia por la alternativa abandonada. En la situación vital
del Fausto, la buena decisión podía parecer segura y fácil: con
el diablo no hay que tener tratos. Ya era diabólica en sí misma
—o titánica, si se quiera— la nostalgia que sentía Fausto por
todo lo que su misma vocación vital le habm forzado a renun
ciar. Fausto lo quería todo, pero la prudencia común acepta
implícitamente la renuncia inherente a cualquier elección, a
cualquier preferencia. Lo contrario es la hybris, la desmesura.
Pero el diablo busca al hombre y lo encuentra porque le es
afín, y el hombre común considera diabólico a Fausto porque
éste es soberbia, desmesuradamente hum ano.
Sin embargo, en el Fausto de Goethe Dios permite que el
LA ESCUELA DE BARCELONA 181
diablo tiente al hombre, y al final recupera el alma de Fausto a
pesar de su pactada caída. Sale peor librado el diablo que el
hombre. Y esto es así, supongo, por un exceso antidiabólico
de franqueza en que incurre Mefistófeles, al presentarse al
hombre como tal diablo. Cuando la tentación es francamente
diabólica es más fácil evitarla, por alto que sea el beneficio
prometido. Es más diRcil evitar la tentación humana, demasia
do humana. Esta demasía está siempre cercana. Pero la más
difícil de todas es la tentación de Dios. Ésta sí es una situa
ción fáustica com prom eida: cuando el diablo se disfraza de
hombre y tienta al hombre en nombre de Dios, ofreciéndole
ventajas humanas que parecen diabólicamente justificadas en
lo divino. ¡Qué tentador, ganar los dos mundos, y no tener que
"pagar con el alma", como dice Heráclito, lo que se desea! Se
quedaría el hombre en ese trato con el mundo de aquí abajo y
con la garantía del otro par dessus le marché. El pecado de
invocar en vano el nombre de Dios no es, pues, el de los "po
bres diablos” humanos que desahogan a veces sus con^^rie-
dades con denuestos y juramentos. Lo más sutil, lo justam en
te mefistofélico es el embozo del carácter diabólico que tiene
el convenio cuando ofrece ganancia segura sin costo alguno.
La némesis de que hablaban los griegos tal vez no fuera una
vindicta de los dioses, personal, ruda y directa, sino esa retri
bución intrínseca, ese precio que la vida tiene que pagarse a sí
misma, tal vez por orden de los dioses, esto sí. En todo caso,
el hombre puede creer que ha vendido su alma a Dios para
gozar del mundo, y descubrir al final que de su alma se apo
deró el diablo. Se invierte así la situación del Fausto: el chasco
se lo lleva el hombre en este desenlace. Desenlace merecido,
porque esa tentación de Dios sólo puede asomar en la vida de
quienes son a la vez ambiciosos e inteligentes, y su inteligen
cia debió de servirles para advertir que ni el diablo se deja ex
plotar por el hombre, ni el alma es mercancía que pueda
venderse, ni Dios tiene puesto de mercader. Los mercaderes
de almas siempre son los diablos, y siempre cobran su precio.
Estas pequeñas variaciones sobre el tema de la alegoría fáus
tica han de ser transparentes. Quiero decir que sólo pueden
permanecer opacas para quien justamente les atribuya senti
dos o intenciones veladas. Una alegoría no es un acertijo, no
182 LA ESCUELA DE BARCELONA
es un roman á d é. Toda buena alegoría, como la de Fausto,
tiene un sentido universal y expresa una peculiaridad de la
condición humana. Fausto simboliza ahora un tipo de situa-
.::iones vitales en que todos nos encontramos, o podemos en
contramos. Para aclararlo más, habré de ocuparme extensa
mente del mito fáustico en otia obra, que la presente no es
propicia. Sólo he querido aludir a la situación fáustica porque
el desgarre que produce en la conciencia es manifiesto, y lo
vemos expresado en la literatura de nuestros días, y hasta en
la filosofía. Insistiré solamente en que, para el intelectual, el
desgarre es de conciencia. No es un conflicto de intereses, no
impide la decisión, no es necesariamente ese mórbido cultivo
de un drama interior con que muchos pregonan la exquisitez
refinada de su persona y a la vez disimulan su timidez ante la
vida. El intelectual puede tomar decisiones, y aceptar las
responsabilidades inherentes, como ciudadano privado; pue
de, incluso, cuando en el fondo de su conciencia no esté muy
seguro de que la razón se encuentra enteramente en el lado
elegido, pues en este caso es probable que su razón personal
sea inválida para impedir o para resolver el conflicto. La ra
zón es cristalina y no sirve para encubrir un alma timorata.
En otras palabras, esto significa que los miramientos y las
cautelas de conciencia que son inherentes al oficio del intelec
tual no constituyen para él un privilegio que le permita evadir
las adversidades y las responsabilidades comunes. La desazón
y la tristeza tal vez han de permanecer entonces tan privadas
como las razones de dudar. Y aunque la duda no surgiera, o el
desengaño, y aunque él se creyera seguro en su decisión, rehu
sará las ventajas que pudiera traerle —mefistofélicamente—
su servicio, porque éste es obligatorio en general, y él no lo
presta como sujeto privilegiado, sino como hombre, simple
mente. La trahison des clercs la cometen éstos consigo mis
mos, contra su propia vocación. Esta vocación les impone el
deber de dar consejos; pero habrán de ser malos los consejos
de quien reserve para sí mismo el privilegio de la excepción, la
exclusiva de la arbitrariedad.
De cualquier modo, esa reserva de conciencia, esa capaci
dad de buscar la razón, más que el empeño de tener razón, lo
constituyen precisamente en un intelectual. No le impiden
LA ESCUELA DE BARCELONA 183
actuar, pero son lo que le impide actuar a ciegas, aunque deba
hacerlo en compañía de muchos ciegos. Son lo que le permite,
cuando cesó la brega, investigar por dónde andan los que
también tienen ojos abiertos, y buscar el hermano desconoci
do. Amainaron un poco las discordias, y pasarán fácilmente
de la memoria incluso los motivos que las originaron y que
encresparon las pasiones; mientras tanto hay que atender a lo
permanente: hay que cultivar los campos y que cultivar las
almas. Por esto, la misión del intelectual, como la del la
briego, es una misión de paz; no es de un día, sino de todos
los días. Lo es esencialmente, y la esencia no se destruye, cla
ro, aunque la misma persona del intelectual haya aceptado,
como hombre común, como ciudadano privado, los deberes
comunes que le impusieron la ley y sus propias convicciones
privadas. En la paz, las convicciones se mantienen firmes,
inalteradas. Pero entonces, ¿a qué tipo de acción obligan ellas?
La situación fáustica se reproduce en la paz. La actuación del
intelectual es siempre pública, y por tanto el intelectual está
siempre engagé, o sea comprometido; nunca es un espectador.
Pero, ¿qué forma ha de tomar su engagement? El problema es
tan viejo como nuestra historia: fue el drama íntimo de la
vocación platónica, fue el drama de la muerte de Sócrates, el
drama del fracaso en Grecia de la filosofía de Sócrates y la de
Platón. ¿Puede sacrificarse, en tiempo de paz, la obra profe
sional para atender al servicio de una misión pública? ¿No
puede quedar comprometida, por el contrario, la eficacia de
esa misma obra, si nos empeñamos en ella exclusivamente,
olvidándolo todo y olvidados de todos? ¿Y qué se entiende por
tiempo de paz? La alternativa que se Je presenta al intelectual,
y particularmente al filósofo, es la de actuar solitariamente,
empeñado pero sólo en los fines de su misión vocacional; o la
de integrarse en los empeños de una agrupación, sacrificán
dole alguna parte de esas finuras, reservas y distingos que es
capaz de establecer su conciencia. La decisión no es fácil.
Aquí también, como siempre, Ja vida se paga con la vida, y
toda ganancia cuesta una renuncia.
Todo esto me ha venido ahora a la mente porque me parece
advertir que el sentido "pacífico" de la filosofía, si así cabe de-
184 LA ESCUELA DE BARCELONA
cirio, es uno de esos rasgos que, según anuncié, nos permiti
rían caracterizar la escuela de Barcelona; esos rasgos que se
encuentran por debajo de las diversas doctrinas de sus maes
tros, como algo común y formativo de una tradición.
Por muchos motivos, no podría olvidar uno de esos maes
tros, que lo fue mío: Jaim e Serra Hunter; pero su caso es, con
cretamente, una buena ilustración de cuanto he dicho. Un
ji
ejemplo que me dio, póstuma^ e nte, fue ejemplo de cordura y
discreción. A pesar de una convivencia bastante íntima y pro
longada, no me enteré sino después de ^ muerte de que Serra
Hunter era un católico practicante. El hecho no tiene signifi
cación por ei catolicismo, sino por la manera de llevarlo: no
porque se trate de unas determinadas creencias, sino por la
delicadeza en respetar las mías —que éi ignoraba— no exhi
biendo las suyas. Había en ello inconfundiblemente una deli
cadeza. El recato no es una actitud negativa; no es un rehusar
la intimidad, por el temor de que el prójimo interfiera en la
autonomía privada; no es un recelo del prójimo, como diría
Sartre, sino un respeto. Cabe debatir si es mejor maestro el
que graba en sus discípulos la horma de su pensamiento, o
el que emplea su pensamiento para habituarlos a buscar su
propia horma. Pero es indiscutible en todo caso que la paideu-
sis de este último está guiada, y sólo puede estar guiada, por
el respeto a la autonomía del discípulo. Este respeto no ex
cluye la intimidad; más bien 1a favorece, porque no la esta
blece sobre una dependencia.
A Serra Hunter, la firmeza de su afiliación parecía bastarle
en su intimidad; no requería el refuerzo de una declaración
pública. Sin embargo, Serra Hunter llegó a estar públicamen
te engagé en la acción política. Como hombre y ciudadano re
solvió de esta manera una alternativa fáustica en la que se
encontraron otros muchos intelectuales, y para la cual buscó
cada uno su solución personal. Pero, justamente, la catolici
dad de Serra Hunter debió de ser para él una philía tan sus
tantiva e integral, una religatio tan auténtica, que pudo per
manecer desglosada de la otra afiliación, de la pública y
política, lo cual no sólo revela el buen cuidado de un filósofo
qtte sabe mantener separadas las cosas que no han de ir en
tremezcladas necesariam ente; el silencio tomó además en su
LA ESCUELA DE BARCELONA 185
caso unos visos de heroísmo, porque las afiHaciones políticas
de muchos católicos —no todos— solían encaminarse por otras
direcciones, y él quedaba entonces en posición de adversario
externo de aquellos con quienes comulgaba internamente. El
caso no fue excepcional en su tiempo, pero sí lo fue la pa
ciente humildad de su silencio, la templanza de su decisión.
La resolución personal de una alternativa fáustica —actuar o
no actuar públicamente— hubo de crearle, pues, otra nueva
alternativa: declarar o no declarar sus convicciones íntimas.
La primera la resolvió positivamente, con la acción (una ac
ción reducida y moderada, por cierto); la segunda optó por
resolverla negativamente, con el silencio.
No pretendo sugerir que esas decisiones sean paradigmáti
cas, sino que fueron tomadas a conciencia, y por una concien
cia no medrosa, pero sí cuidadosa y recatada; lo cual es sufi
ciente, cuando se trata de ese género de alternativas, para que
una decisión tenga virtud ejemplar, se incline de un lado o del
otro. Esta probidad la mostraba igualmente Serra Hunter en
su enseñanza. La convicción de sus creencias no le indujo a
propagarlas ^ una situación, com o es la académica, tan pri
vilegiada para que el pensador influya en sus oyentes, que en
ella la propagación puede muy fácilmente deformarse en pro
paganda, y ésta en coacción. Y creo que no había ^ su dis
creción tan sólo una viitud puramente metodológica: una
obediencia implícita al deber del filósofo de ser objetivo, de
estudiar y de explicar con fidelidad todas las doctrinas. Había
el reflejo de una virtud que él hubiera llamado cristiana, si se
hubiera podido ver a sí mismo tan favorablemente en un espe
jo interior: la mansedumbre, la cual se manifestaba aunque
no se declararan las creencias que le servían de fundamento.
Y añadiré que, ^ general, parece mejor manifestar en la con
ducta las virtudes que derivan de una doctrina que exhibir
públicamente la afiliación a esta doctrina sin el complemento
necesario de las virtudes. El único peligro aquí, como en
todos los casos de sutileza moral, es el de que la misma dis
creción impida la ejemplaridad y propicie el olvido. Que estas
palabras sirvan, por lo menos, para soslayar este peligro.
Así podía Sen'a Hunter explicar, por ejemplo, la doctrina
kantiana como si estuviera sumergido en ella, impregnado de
186 LA ESCUELA DE BARCELONA
ella —como efectivamente estaba— y dar a la exposición un
énfasis que lograba revelar los problemas con más autentici
dad y claridad que si la exposición la hubiese hecho un es
colástico partidista del kantismo. Pero es que Serra Hunter
era, en efecto, un filósofo auténtico, aunque el volumen de su
obra escrita puedan algunos considerarlo desdeñable. Me
consta, aunque indirectamente, que en los brillantes círculos
de la filosofía española, donde proyectaban su luz estelar Or
tega y Gasset y Eugenio d'Ors, la personalidad filosófica de
Serra Hunter no era muy estimada. No tenía genio, cierta
mente; pero el genio en filosofía no es necesario para la auten
ticidad, y desde Protágoras hemos visto, en cam bio, cómo es
posible que la autenticidad sea justamente eliminada por el
genio.
Serra Hunter no era un maestro solamente porque explica-
^ Ja filosofía de manera magistral. Por motivos circunstan
ciales que no vienen al caso, su información se detuvo y no
llegó a absorber las últimas filosofías de nuestro tiempo, o
sólo parcialmente. Pero todavía recuerdo, de cuando era estu
diante, un curso monográfico que dio sobre la teoría del juicio
con un rigor de tecnicismo que no he podido ver igualado,
años después, en la exposición filosófica de ningún colega en
ningún lugar del mundo. Sin embargo, el beneficio de su en
señanza, aunque fuese también técnico, era de otra índole más
fundamental. Explicando las filosofías, Sena Hunter enseña
ba lo que es filosofía; y no lo hacía elaborando una teoría per
sonal de la filosofía, sino viviéndola y expresando sin deli
beración, con su presencia sola, en qué consiste ser filósofo.
La probidad puede predicarse, pero es más efectiva cuando es
operante, cuando se ofrece como un ejemplo vivo. No recuer
do que Serra Hunter pronunciara nunca la palabra probidad.
N o importa. Pero mientras él fue profesor, y decano, y luego
rector, la Facultad de Filosofía de Barcelona tenía un carácter
que irradiaba del maestro y del cual nosotros mismos, los
jóvenes de entonces, no hubiéramos sabido precisar los ele
mentos, pues Jo dábam os por descontado.
Serra Hunter fue maestro además porque formó discípulos.
(Aunque el tener buenos discípulos es un azar: no depende del
LA ESCUELA DE BARCELONA 187
mérito ni del esfuerzo del maestro, sino del esfuerzo y el méri
to de los discípulos.) Entre los más distinguidos se cuenta Jo a
quín Xirau. No recuerdo si también llegó a ser discípulo suyo
Juan Creixells, porque éste murió muy joven: según la opinión
unánime de cuantos lo conocieron, con él se disolvó en la
bruma del desconsuelo una esperanza que ya tenía perfiles
muy señalados. La Fundación Bernat Metge, antes de ser yo
secretario de ella, había publicado tres volúmenes de una tra
ducción suya de los Diálogos platónicos, con el texto griego,
que se anunciaba completa. Después de su muerte publicamos
una Miscelánnea de homenaje y, en volumen aparte, algunos de
los trabajos que Creixells dejó casi acabados y cuyo manuscrito
revisé para la edición. Todo esto ocunía, creo, en 1928 o 1929.
Joaquín Xirau (cuya muerte prematura también, en plena
madurez, impidió que ft.1era coronándose otra esperanza, una
que él ya venía cumpliendo) tenía un carácter más comple
jo que el de Serra Hunter y muy distinto del de Creixells, por
todo lo que sabemos de éste. El sentido pedagógico de Xirau
era activo y pragmático, diría entrometido o intervencionista.
Él era un reformador, un entusiasta. Sus convicciones no se
rían más enraizadas que las de Serra. Acaso, en algunos pun
tos, coincidieran. Pero el temperamento de ardoroso,
febril a veces, lo impulsaba a buscar las vías de influencia. No
le bastaba la eficacia de esa "acción de presencia” de que él
mismo hablaba. Tenía que completar la simple ejemplan dad
con la prédica, y ésta con la acción directiva, con la creación
de instituciones, con el reclutamiento de adeptos para la bue
na obra. Tenía el poder absorbente de quienes conciben su
vida como servicio de una misión redentora. Xirau hubiera
sido, por todos estos rasgos suyos, un jefe de escuela. Pero su
cacería de almas no la emprendía con las armas de una par
ticular filosofía. Quiero decir que la influencia que trataba de
ejercer era más bien pedagógica que ideológica, y en ta.nto
que la pedagogía y la política, en un sentido amplio, no van
muy separadas, su influencia era política también. Lo mismo
que Serra Hunter, aunque en un estilo muy diferente, la praxis
filosófica le parecía más importante que la teoría, por lo me
nos en su juventud. Y aunque los humanos no podemos siem
pre impedir que el afán de poder se mezcle, con una dosis ma-
188 LA ESCUELA DE BARCELONA
yor o menor, en los proyectos más limpios de intención, si la
intención es interventora o reguladora de las vidas ajenas, esa
praxi s filosófica de Xirau revelaba el carácter ético subyacente
a todos sus proyectos, incluso cuando los procedimientos de
su ejecución podían resultar forzados; y por ello se integra tam
bién Xirau, a pesar de sus contrastes con Serra Hunter y con
Creixells, en la atmósfera y el estilo general distintivo de la lla
mada escuela de Barcelona.
Más acusado todavía es el contraste entre Serra Hunter y
Eugenio d'Ors. En verdad, las actividades de este último mien
tras vivió en Barcelona presentan algunos rasgos de los cuales
las actividades posteriores de ^ Xirau parecen una reproduc
ción. Hay el mismo m mor de iniciativas; la misma pasión in
terventora en la mente de los demás, para influir en ella
educativamente; la misma capacidad de crear nuevos organis
mos; el mismo sentido de una "nueva época", de una misión
cultural en cuyo centro figure el nuevo educador, y cuya irra
diación se proyecte en todas direcciones para beneficio de la
comunidad entera. Al lado de las semejanzas, sin embargo,
hay diferencias notables. Por lo pronto, difería su actitud fren
te a la universidad. La tristeza burocrática, la polvorienta me
diocridad universitaria en los primeros decenios de este siglo
no es difícil imaginarla todavía hoy, y por ello es comprensi
ble que algunos considerasen preferible trabajar fuera de la
universidad, poner frente a ella instituciones más vivas, más
abiertas, menos anquilosadas. Otros juzgaron más eficaz in
tervenir, penetrar en ella para mejorarla desde adentro. Hasta
la "caída" de Eugenio d'Ors en Barcelona, aquella fue la acti
tud predominante. Después de Serra Hunter y otros de su ge
neración (como Tomás Carreras Artau y Pedro Font y Puig),
son Creixells, Xirau y Recasens Siches, en filosofía, los hom
bres de una nueva generación que marcan el regreso a la uni
versidad. Sobre todo los dos últimos, porque Creixells, aunque
se desvinculó pronto de Eugenio d'Ors y hubiera sido proba
blemente profesor, conservó algún tiempo su influencia, por
lo menos en este aspecto, que era el de no considerar la carre
ra universitaria como algo especialmente ansiable, inherente
al ejercicio de la filosofía: como el objetivo espontáneo de la
vocación.
LA ESCUELA DE BARCELONA 189
Ésa era una época romántica, la de Eugenio d'Ors. Román
tica, por lo menos, en los aspectos culturales de la vida barce
lonesa. No faltaban las ilusiones, las ganas y la capacidad de
hacer cosas nuevas. Recuerde el lector que los primeros escri
tos y las primeras actividades de Ortega en Madrid, por los
mismos tiempos, tenían igualmente un vuelo romántico. Es
notable también que los estudios de historia, de filología y de
filosofía tomasen preeminencia en esos movimientos de reno
vación que se iniciaban en Madrid y en Barcelona casi simul
táneamente (podría fijarse hasta una fecha significativa: 1914),
y con rasgos que son muy parecidos, aunque las motivaciones
radicales fuesen independientes. Por ejemplo, y no es más que
un ejemplo, el sentido vital de la filosofía, una cierta idea lúdi-
ca, deportiva, de la existencia, y una predilección por lo que
llamaría "la norma estética", aparecen a la vez, y sin relación
del uno con el otro, en la primera etapa de Ortega y en la eta
pa barcelonesa de Eugenio d'Ors.
Incidentalmente, éste es otro punto de divergencia entre Eu
genio d'Ors y Joaquín ^ m u. La pedagogía estética del prime
ro toma en el segundo los visos muy señalados de una peda
gogía ética. Por lo demás, ya en tiempos de Xirau habían
desaparecido, lo mismo en Barcelona -que en Madrid, las afec
taciones con que se matizó el "europeísmo" de principios de
siglo. Afectaciones que en parte eran debidas al sentido reacti
vo, de protesta contra el medio, que tomaba la adopción de
una postura deliberadamente europea, y en parte se debían al
hecho de que en Europa misma, por los mismos tiempos, pre
dominasen algunos estilos que hoy consideramos afectados.
Son los estilos propios de una "ética estética" muy singular; es
decir, de una estética para Ja cual no es suficiente la vida artís
tica, sino que pretende substituir a la ética, convirtiéndose en
forma y norma de la vida entera. É ste es el tiempo en que
influyen Osear Wilde y las ideas de la etapa wagneriana de
Nietzsche, y en que comienza a cautivar el sabor de Lf:,s nour-
ri.tures te^ rrestres de Gide. Esto pasa pronto: es el fin de
siécle que llega fuera de España hasta 1914, y en España se
prolonga un poco más. En Barcelona, la tesis de Creixells tra
ta de Eucken, la de Xirau trata de Descartes, y las filosofías
que se estudian son ya las de Bergson y Husserl, y en el dere-
190 LA ESCUELA DE BARCELONA
cho el formalismo y la axiología que lo superará. Las ideolo
gías menores no se explican en clase ni se debaten en privado.
Pero en Barcelona la influencia de Eugenio d'Ors dejó una
huella bien marcada. Si no en la ideología y en la dirección de
los estudios universitarios (en éstos tampoco influyó Ortega),
sí, en cambio, en las dilecciones vocacionales. Yo las llamaría
no direcciones sino desviaciones, porque varios hombres de
talento permanecieron alejados de Ja universidad, aun des
pués que d'Ors hubo perdido las posiciones directivas que te
nía en Barcelona, y no dieron en sus actividades dispersas todo
lo que la disciplina del profesorado les hubiera permitido dar.
Algunos lamentaron más tarde esa literal desorientación de su
juventud. Había entre ellos hombres de valor, aunque de ca
rácter muy diverso. El excelente prosista José María Capde-
vila, que escribí a unos ensayos tan agudos y ponderados, tan
serenos y "señores". José Farrán y Mayoral, con una sensibili
dad tan receptiva, tal vez excesivamente cultivada en su deli
cadeza. pero a quien la visión de "las cosas bellas”, como él
decía, las que están platónicamente en lo alto, permitió afron
tar con la cabeza donosamente erguida, como si las mirase a
ellas sin cuidarse del suelo, todas las adversidades que acaba
ron por vencerlo, pues la fuerza física no pudo apoyar su bon
dad y su idealismo. Éste fue un europeo que salió de la inmer
sión en el ambiente del fin de siécle con algunos modismos.
pero sin contraer sus vicios intelectuales, y con una flor de
candor para todas las cosas nobles de la vida (de la cual era
símbolo elegante, infantil, aquella flor que gustaba de lucir en
el ojal) que no llegó a marchitarse ni cuando a él le faltó la vi
talidad para seguir cultivándola, ni cuando la comunidad con
sideró que podía dejar en el abandono a este traductor de
Aristóteles. Juan Estelrich, con su genio indisciplinado, o con
el genio de la indisciplina y la dispersión: otro europeo ro
mánticamente enamorado de Europa, a la que se entregó y de
la que siguió gozando hasta el fin —pues tenía gran capacidad
de goce—, sin admitir que pudiera jamás disolverse en el goce
mismo esa idea de una ecumene europea, como "unidad mo
ral", como sapiencia de vida un poco pagana, que él conservó
inalterablemente.
El hecho es que Eugenio d'Ors quiso ser en Barcelona de-
LA ESCUELA DE BARCELONA 191
masiadas cosas a la vez. Esto es ahí peligroso, porque ese pue
blo conserva del Ática, por lo menos, el recelo de la eminencia
que promovió el ostracismo de Arístides —el cual florece tam
bién, de vez en cuando, sin helenismos, por doquier en Espa
ña—. Ya lo sabía Gracián, cuando hablaba barrocamente del
“criticismo" español. Por esto a Xenius, como firmaba enton
ces Eugenio d'Ors, lo llamaban en Barcelona el Pantarca, en
parte amistosam ente, en parte expresando aquella foim a pro
vinciana de suspicacia que suele darse también en las capi
tales. Cierto es que en él, personalmente, parecía que radica
ban todos los principios, y que todos emanaran de su mente.
Pero no faltaban por aquel entonces poderes moderadores, en
el orden espiritual: Toiras y Bages y Maragall, especialmente,
y con estos próceres hubiera bastado para compensar la in
fluencia de Xenius, sin eliminarla bmtalmente de raíz. Por
esta misma celosa mediocridad se perdió, en la aventura del
extranjero, la obra sabia de un contemporáneo y colaborador
juvenil de Xenius, José Pijoan, quien tenía en efecto vocación
de aventura vital e intelectual, pero no la pudo ejercer en casa.
La influencia espiritual de un Maragall, de un Torras y Ba
ges, se ejerció más o menos directamente sobre José María
Capdevila, quien renunció con ecuanimidad a la de Eugenio
d'Ors; sobre Ramón Rucabado y sobre otros. Meditando más
tarde sobre esa influencia pude advertir que no se dejaba sentir
de una manera específica; quiero decir que no era solamente
religiosa en el caso del obispo Toiras y Bages, o solamente li
teraria en el caso de Maragall. É sta sí era una auténtica “ac
ción de presencia"; una acción que dejaba en libertad a los
demás para programar sus propias acciones, sin necesidad de
aceptar el programa ya hecho de unas ideas, o de inclinarse
ante unas normas precisas. Ha habido, pues, algunos hom
bres que, con todo y su eminencia, no querían “pasar delan-
te“: quedaban detrás, cediendo el paso a las ideas, y tras ellas
igualmente, equitativamente, a quienes las compartiesen y a
quienes no; pues se ve que lo primordial no era tanto el matiz
ideológico, ni la persona, sino la decisión im plícita de ceder el
paso, que es gesto de elegancia moral. En un cierto sentido, o
sea en el nivel de la acción eclesiástica, la tradición de Torras
y Bages la continuaron el padre Miguel d'Esplugues (de cuya
192 LA ESCUELA DE BARCELONA
venerable figura emanaba una santa sapiencia amenizada, hu
manizada siempre, con los destellos de la ironía y agudeza de
ingenio) y con el ilustre traductor de Séneca, el canónigo Car
dó, cuya alta misión .hubo de quedar frustrada.
Joaquín Xirau no llegó a recoger la influencia de Eugenio
d'Ors, ni incorporó después la que se contenía en la ejemplari-
dad de Torras y Bages o de Maragall (a pesar de que a este úl
timo lo citara con frecuencia; pero citaba sus poesías, sobre
todo el Cántico espiritual, como un estimulante lírico, d iéra
mos: la divisa de Xirau era “Ama y haz lo que quieras". Que
daba todavía en él vestigio de esa exaltación romántica que
prevaleció en las generaciones anteriores). Acaso por esto fue
se Xirau, entre todos los citados, uno de los menos castizos,
de casta menos genuina. Las influencias estrictamente filosófi-
que recibió durante su formación, y las que difundió du
rante su magisterio, no parecían uniformemente asentadas
sobre la base difusa, pero sólida, y filosófica en un sentido ge
nérico, que constituyó para otros el apoyo inicial de una tradi-
cion viva.
Los jóvenes de mi generación, cuando ingresamos en la facul
tad, disponíamos todos de esta base. La formación preliminar
podía haber sido diversa, en unos y en otros. Unos habían te
nido más comercio que otros con la literatura, o con los clási
cos, ó con la historia. Pero la tradición común era un factor
inicial de integración. También había unos que eran más re
flexivamente conscientes de ella, pero a todos nos sostenía de
manera efectiva. No teníamos otra, ni la requeríamos, ni creo
que a estas alturas de la vida ninguno de nosotros pudiera
renegar de ella.
Fue por obra del azar —o de una afinidad electiva, si así
cabe decirlo, más poéticamente— que yo pude recoger desde
niño, sin esperar los estudios superiores, los frutos de esa
tradición. Ya en el ambiente de la escuela primaria, y sobre
todo por la enseñanza de ese gran maestro que era y es to
davía Pedro Vergés, llegué a familiarizarme con los nombres
de los próceras y, hasta donde lo permitía mi pueril inteligen
cia, con sus obras. Tendría 11 años, creo, cuando intenté por
vez primera leer la Filosofía crítica del gian biólogo Ramón
LA ESCUELA DE BARCELONA 193
Turró, en una edición de cubiertas rojas que teníamos en la
pequeña biblioteca de la clase. No me sonroja evocar esta
anécdota, porque a esta edad ya no me representa la petulan
cia infantil de explorar los arcanos de una filosofía que no
estaba a mi alcance, sino el hecho de que ya entonces supié
ramos, los escolares de mi tiempo, quién era Ramón Turró,
como sabíamos quiénes eran los hombres de valía en cada
sector de la cultura. No eran éstos como figuras remotas, ig
noradas, sino personas próceres, es decir, muy elevadas y a la
vez cercanas, familiares, de las cuales nos sentíamos e.n cierto
modo dependientes. Ahora es cuando percibo que así se iba
formando en nosotros la costumbre de un respeto espontá
neo, de una admiración y auténtica filiación hacia lo que lla
maría "lo patricio" como tal. No sabíamos entonces que esto
es lo que constituye la aristeia de un país: el poder moderador
y la fuerza incitante, todo a la vez.
Esto explica, además, por contraste, la desilusión que algu
nos hubieron de sufrir, el desengaño y hasta una irreprimible
exasperación, cuando se encontraron después, ya en la juven
tud, con f i a ras y con obras españolas que pretendían ser se
ñeras, pero que defraudaban la disposición admirativa; que
tenían eminencia intelectual, pero desairaban la esperanza,
por no tener auténtica condición patricia.
La prueba, si fuese necesario darla, de que aquella tradición
era efectivamente operante está en el hecho de que jamás nos
propusimos buscar otra cosa diferente de la que ya teníamos.
Inquietud para buscarla, lo que se llama inquietud en los jóve
nes, no faltaba. Si no pensábamos activamente en los patri
cios (y recuerdo que a veces sí hablábamos de ellos), en cam
bio la misma palabra "patricio" no resultaba desusada en
nuestio vocabulario habitual, no era pedante ni juvenilmente
afectada, y al poner unos ejemplos todos hubiésemos recaído
en los mismos (fuesen cuales fuesen nuestras opiniones y nues
tros caracteres, que tampoco eran coincidentes). Pongamos
por caso el de Balmes. He de confesar que no estudiamos en
tonces su filosofía; pero nunca se nos hubiese ocurrido la idea
de que Balmes fuera un extraño, no fuera uno "de los nues
tros", es decir, no formase parte, él también, a pesar de no
haber sido profesor en la universidad, de esa koinonla, de ese
194 LA ESCUELA DE BARCELONA
ambiente indefinido que hoy llamaríamos la escuela de Bar
celona.
Ese ambiente, ese estilo, ese carácter, en fin, ese ethos au
tóctono era aquello con lo cual contábamos ya para empezar
nuestros estudios de filosofía. Estos estudios habrían de ver
sar, claro está, sobre las grandes filosofías magistrales de la
historia, y más particularmente sobre las que presentaban los
clásicos problemas en los té^ m os actuales, los que mejor cap
taba nuestra sensibilidad. Como a todos los jóvenes en todo
tiempo, las novedades nos impresionaban, y nos parecían va
liosas sólo porque eran contemporáneas nuestras, porque na
cían al mismo tiempo que nosotros. Pero quiero indicar que
entre lo uno y lo otro, entre la base tradicional y la filosofía
f f f f f 1 * ^
como ciencia rigurosa, nunca imaginamos que pudiese entro
meterse nada, ninguna otra influencia, ninguna ideología,
ninguna figura extraña. Más tarde nos dimos cuenta de que sí
hubiese podido inteivenir algún otro factor en nuestra foima-
ción, o por lo menos en nuestra información.
Por ej emplo, ya no estaba de moda entonces leer a Eugenio
d^Ors, y creo que esto fue malo, cualquiera que hubiese podido
ser nuestra reacción. Otro caso era el de Ortega. Pero la ver
dad de los hechos es que algunos de nosotros, creo que la ma
yoría, ignorábamos a Ortega casi con la misma integral natu
ralidad con que él ignoraba nuestra tradición. Esto fue un
error perjudicial de ambos lados. Por mi parte, los pocos es
critos que leí de Ortega cuando era estudiante despertaron ya
en mi ánimo algunas aprensiones que sólo llegué a precisar y
a fundar muchos años después, cuando reparé aquel error ju
venil de omisión. Ortega, siento decirlo, nunca llegó a reparar
el suyo. Y lo siento porque, al no dar él buen ejemplo en este
punto, sus discípulos inmediatos han adoptado implícitamen
te su actitud, y a veces no por completo de manera implícita.
Si al hacer la cuenta de la filosofía española se pone en su
haber solamente a la escuela de Madrid, entendiendo por tal
exclusivamente la que forman Ortega y sus cuatro o cinco au
ténticos discípulos, es manifiesto que el volumen de lo que así
queda excluido resulta demasiado considerable para que la
omisión no aparezca forzada, transparente de intención.
De cualquier manera, la cuestión d.e los créditos y de los
LA ESCUELA DE BARCELONA 195
méritos es cosa aparte de la cuestión del ser, y lo que entonces
éramos, cuando empezamos a estudiar, es lo que trato de ir
evocando. No fue una mala ^ oca ésa de nuestros estudios, a
pesar de todo, si se compara con las hecatombres y miserias
de otras épocas. La Universidad de Barcelona seguía, es ver
dad, con el cuerpo sucio, con ese gris humillante que no
parece resultar del uso, sino de una indefinible hostilidad o de
una secreta claudicación, de un desmayo secular o de una vin
dicta administrativa. No sabría cómo definir el carácter de
símbolo que adquieren a veces los colores, y me ha preocupa
do mucho, porque ese aspecto físico del interior del edificio
bastó para repeler algunas buenas vocaciones. Es una lástima,
por las vocaciones y hasta por el propio edificio, al cual no le
falta dignidad. Pero, en fin, ya entonces circulaban por esos
patios algunos aires de renovación. Se escuchaban ideas nue
vas (era el auge de la fenomenología y de la axiología, la albo
rada del existencialismo), y se gestaban proyectos de reforma.
La Facultad de Filosofía era, cual corresponde, el vértice de
todos esos planes. Por lo que se refiere a la enseñanza de la
filosofía, nosotros mismos no éramos conscientes de ser testi
gos de una renovación. La palabra renovación surgía a cada
instante, porque era el de cuanto hacía o proyectaba
hacer Joaquín Xirau, recién nombrado entonces profesor. Sin
embargo, las lecciones de otros profesores más antiguos, y
sobre todo las de Serra Hunter, que era nuestro maestro y ha
bía sido el suyo, no nos parecían ni atrasadas ni carentes de
rigor. (Un curso de Font y Puig sobre Descartes me viene al
recuerdo, entre otros.) A pesar de todas las limitaciones, el ba
lance general cieo que resulta positivo. Si alguna experiencia
hemos de recordar con embarazo es, justamente, la de nues
tras primeras enseñanzas en esa facultad, cuando teníamos,
como jóvenes aprendices de profesor, la cabeza más llena de
proyectos que de ciencia efectiva. Tuvimos que ir aprendiendo
esta lección: que los años más difíciles del profesorado son los
primeros. Esperemos que aquellos alumnos de entonces la
aprendieran también y hayan sabido disculpar nuestras mo
cedades, porque obviamente no puede un joven tener autori
dad madura, y guay del que lo intente. Hubo, por lo menos,
un pecado juvenil que no cometimos: sin damos cuenta de
196 LA ESCUELA DE BARCELONA
ello, la tradición nos salvó de remont^ ^ os en esa arrogancia
que tantas veces pretende ocultar las deficiencias, y de sentir
nos redentores a pesar de nuestra fe y de nuestro entusiasmo.
El estilo de la casa no era pontifical.
Si por negligencia, pues, no estudiamos algunos autores (in
sisto en Balmes, Eugenio d'Ors y Ortega), en cambio nos eran
bastante familiares los maestros antiguos, los que desde la
Edad Media venían jalonando las etapas de nuestra tradición.
Lull y ^ mau de Vilanova, Eiximenis y Turmeda, Sibíude y Au-
zias March, ^ ^ ón Martí y Luis Vives. Quien quisiera apre
ciar el peso histórico de esta tradición debiera tener a la mano
los dos magistrales volúmenes de la Filosofía ctistiana españo
la de los siglos xrn al xv', con los cuales los hermanos Tomás y
Joaquín Carreras Artau completaron la empresa que Menén-
dez y Pelayo dejó inconclusa con los Heterodoxos.
Viene a propósito recordar que Menéndez y Pelayo estudió
en Barcelona con M ilá y Fontanals, el maestro de una escuela
de ciencia de la literatura medieval que se ha venido transmi
tiendo por la estirpe de Joaquín Rubio y y Antonio Rubió
y Lluch hasta nuestros días, con Jorge Rubió y Balaguer, y si
gue con Nicolau d'Olwer y con Martín de Riquer. Aunque es
tos estudios son de letras y no de filosofía. ellos han contribui
do, como los de historia medieval. a formar el carácter de la
escuela de Barcelona. Pues en verdad dicho carácter no pu
diera comprenderse sin advertir su carácter medieval, gótico
dijera, casi irónicamente. Esto es difícil de explicar a quien no
haya podido percibir ese ambiente de manera di ^ ta, a quien
no se haya sumergido en él, aunque pasajeramente. En todo
caso, es un rasgo distintivo de “la manera de ver las cosas", y
por ello de la manera de hacer filosofía que es común a los
miembros de la llamada escuela.
El medievalismo y en particular el goticismo fueron, como
en todas partes, formas típicas de la pasión romántica; pero en
Cataluña se extendieron y penetraron, por afinidades que no
es necesario dilucidar ahora, hasta convertirse en actitudes
normales de la gente, de las cuales aparecen manifestaciones
desde la arquitectura hasta la poesía, desde la política hasta la
fiebre de las restauraciones. Los trabajos científicos de histo
ria medieval no hubieran bastado para producir esas manifes
LA ESCUELA DE BARCELONA 197
taciones; por el contrario, ellos mismos no son, en su auge
sostenido, sino un indicio más de una disposición general.
Esta disposición vista desde fuera parecería un romanticismo
retardado, prolongado fuera de tiempo; y tal vez lo sea, pero
juzgo que es más bien una manera auténtica de ser en el pre
sente, manteniendo alerta la conciencia del pasado; y aunque
pueda algunas veces envolver un cierto elemento de nostalgia
y de sentimentalismo, no es mera literatura, sino que ODnsti-
tuye básicamente una readiness, una aptitud para el futuro.
Lo medieval ya no es aquí sólo una categoría histórica o es
tética, sino un matiz peculiar de la vi.da, que en parte expresa
una evasión, en parte es una afirmación de ilusiones e ideales
presentes, en parte es la conciencia de una continuidad tradi
cional. El seny, por ejemplo, del cual se ha dicho que es un
rasgo notorio del ethos catalán, es una forma medieval y au
tóctona de la sagesse o sapiencia, entendida como capacidad
del hombre mesurado y de buen consejo que rechaza todo lo
extravagante y lo desorbitado; y esta forma, con variaciones e
influencias diversas, podría reseguirse desde el Libre de Savie-
sa del siglo hasta la bondad sin aparato de Serra Hunter,
pasando por el Libre de Blanquerna de Raimundo Lull y las
poesías de Auzias M arch.
Por otra parte, cuando solíamos leer esas obras de nuestros
pensadores medievales, recuerdo bien que no lo hacíamos con
una intención de estudio filosófico; era .más bien una lectura
literaria de la cual sacábamos, ciertamente, un provecho ex
traliterario. Sin duda, no podíamos entonces precisar corno
ahora la índole de este provecho, que es esencialmente ético.
Incluso ahora no encuentro otra palabra para decirlo, y ésta
no es aquí bastante expresiva e inequívoca. Nada exige una
vigilancia más cuidadosa que las palabras y los actos con que
manifestamos nuestra adhesión a la tierra originaria. Esta
adhesión o vinculación puede saltar muy fácilmente desde el
nivel de emociones primarias, irracionales, y por ello mismo
simples e inocentes, hasta la complejidad de los celos políticos
y de las maniobras personales más sutiles, que también son
irracionales, pero ya son culpables. Lo que permanece en me
dio, entre los dos bordes de este salto, es precisamente el ethos
común.
198 LA ESCUELA DE BARCELONA
Son las formas nacionales de la arelé las que deben consti
tuir el víncUlo del hombre con su tierra; es el ethos común el
factor de solidaridad. Si el ethos designa el uso o la costum
bre, hay que entender que se trata, en primer lugar, del buen
uso y la buena costumbre; y en segundo lugar, de una firmeza
de carácter, de esa constancia o perseverancia en la conducta
sin la cual ésta no tiene estilo. Por esto, todavía hoy, Ja lectura
de aquellos autores medievales es evocadora de un estilo vital
y está para nosotros voltada de records i de minúcies, como
dijo el poeta Guerau de Liost. Es decir que esa lectura no trae
a la mente ideas o conceptos, cuanto evocaciones íntimas,
fragmentos de vida propia, rasgos del ser común. Si del texto
leído habían de salir conceptos, no sería por cita directa, sino
a través de una elaboración más honda, menos aparente, la
cual determinaría más bien el estilo o el carácter del pen
samiento: más su numen que su contenido.
De esta manera se comprende que puedan surgir en la escuela
de Barcelona, o adoptarse en ella, las doctrinas más dispares,
sin que por ello se quebrante la unidad de tradición. La comu
nidad no es ideológica (ni personal). Recíprocamente, es ma
nifiesto también que ciertas doctrinas no han de prosperar en
ese ambiente. No podría decir de antemano cuáles habrían de
encontrar ahí un medio propicio para aclimatarse y cuáles no,
porque esta presunción no es cosa de raciocinio, sino de olfa
to: no corresponde al esprit de géométrie, sino al espíritu de su
tileza. Por ejemplo, el krausismo hizo escuela en M adrid, pero
no hizo mella ninguna en Barcelona. Éste es un simple dato
histórico sin mayor importancia; pero cualquiera que se haya
familiarizado con la tradición barcelonesa, y quiera darle al
hecho significado de síntoma o de indicio, podrá exclamar:
“Ya me explico por qué", aunque en verdad no logre explicarlo
con razones.
Tampoco existían razones determinantes, pero es igualmen
te comprensible que hubiera influido en algunos maestros de
la escuela de Barcelona, durante el siglo x XIX, la filosofía llama
da del sentido común. Serra Hunter nos habló, cuando éramos
estudiantes, de Martí d'Eixala y de Llorens y Barba, seguidores
en parte de esa escuela escocesa, Xirau no se ocupaba ya de
LA ESCUELA DE BARCELONA 199
esos maestros catalanes y sentía por la escuela escocesa una
desconsideración intelectual acentuada, no recatada. Sin que
esto influyese decisivamente en nosotros, el hecho es que des
cuidamos por nuestra parte el estudio a fondo de aquella es
cuela y las inlluencias que pudo ejercer en nuestros anteceso
res del siglo pasado. Sólo más tarde, muchos años más tarde,
he llegado a recapacitar, no sobre las ideas básicas de esa fi
losofía del sentido común, sino sobre el hecho mismo de su
adopción en Barcelona. ¿Qué veladas afinidades propiciaron
esa influencia? ¿De qué manera esas mismas propensiones co
munes han podido orientar nuestro pensamiento hacia otros
caminos de exploración y hacia conclusiones diferentes?
Tales cuestiones empezaron a resolverse cuando, al seguir
el camino de mi búsqueda, creí reparar en lo que habían esta
do buscando no sólo aquellos filósofos de la escuela escocesa
y sus seguidores barceloneses del siglo XIX, sino cuantos, an
tes de ellos, han rozado desde la Antigüedad el tema del "sen
tido común". Tal vez se trataba de esto, a:saber: que los prin
cipios no son como las opiniones, a las que nos aferramos
precisamente porque son producto nuestro, y sobre ellas
disputamos; los principios sólo pueden ser del dominio co
mún, y es por ello menester que haya un sentido, común a
todos nosotros, que nos permita reconocer su evidencia pri
maria y fu ndamental. Cuantos filósofos han hablado del senti
do común, desde los estoicos hasta Fénélon, desde Leibniz
hasta Comte y Víctor Cousin, no pretendían en el fondo sino
distinguir entre la simple concordancia de las opiniones, que
es un fenómeno social, y las condiciones de posibilidad del
entendimiento; y acaso barruntaran que este entendimiento
no es la facultad que tenemos de entender las cosas, sino la de
entendernos unos con otros respecto de las cosas, inclinando
nuestros pareceres subjetivos ante su evidencia objetiva.
Aparte de otras dificultades técnicas, lo que impide ver cla
ro en el asunto desde el primer instante es la perturbadora
ambigüedad de esta fórmula: “sentido común". Ocurre con
ella lo mismo que con los “lugares comunes". Los tópica de
Aristóteles y los loci communes de los lógicos no son precisa
mente esas ideas consabidas y banales a las cuales llamamos
lugares comunes en el lenguaje ordinario. De parecido modo,
200 LA ESCUELA DE BARCELONA
por sentido común se entiende habitualmente la capacidad de
juzgar, sumaria y elementa!, de que todos los hombres dispo
nemos, o las opiniones predominantes que recibimos del me
dio y aceptamos sin critica. A todo filósofo este criterio tiene
que parecerle inválido para el trabajo científico. En tanto que
requiere un método riguroso, dicho trabajo no tiene nada de
“común"; y es natural que, si el filósofo es joven y está anima
do por el primer impulso de una vocación científica, desdeñe
perentoriamente una doctrina que se presenta con divisa tan
popular. Sin embargo, ni la koiné aísthesis de Aristót eles, ni el
sensus communis naturae de los medievales, ni el bon sens
cartesiano, ni el sens commun de Leibniz, tienen nada que ver
con la acepción popular del sentido común. Éste es un asunto
un poco técnico, en el que no es legítimo penetrar ahora. Pero
séame permitido indicar que tampoco la filosofía del sentido
común de Reíd, la cual influyó en Eixala y Llorens y Barba,
tiene gran cosa que ver con lo que la gente entiende por senti
do común. No se olvide que los griegos, particularmente Eu-
clides el geómetra, llaman nociones comunes (koinaí énnoiai)
a los principios axiomáticos de la ciencia, a las proposiciones
que poseen precisamente una mayor fuerza de evidencia. Está
ahí im plícita la idea de que los principios supremos han de
ser una posesión común, aunque las ciencias mismas que se
montan sobre ellos mo sean, por la intrínseca dificultad de su
desenvolvimiento, cosa de dominio público.
No es desatinada entonces la presunción de que el enten
dimiento humano, esa razón unitaria que nos permite pensar
y entendernos, fuera efectivamente el locus principiorum, nada
menos que la sede de los principios, y que las buenas gentes,
por influencia remota de la filosofía, hubieran adoptado la
fórm ula para designar con ella simplemente le bon sens du
boulanger. Si las cosas han ocurrido de esta manera, se trata
de una peripecia bastante divertida, pues, en efecto, cabe con
jeturar que la pedantería científica hubiese reaccionado ante
esa apropiación popular del egregio sentido común, y ante su
consiguiente degradación, contraponiéndole el sentido nada
común de una verdad que requiere capacidad especial de in
vestigación teórica, de método y sistema. Con esto se desacre
ditaría el sentido común, y a la vez quedaría convenientemen
LA ESCUELA DE BARCELONA 201
te realzada la eminencia del pensamiento esotérico, como for
jador de las grandes verdades fundamentales o principales.
Pero corno toda ciencia es histórica, ningún filósofo o cien
tífico logra jamás proponer una verdad que sea a la vez crea
ción suya y evidencia universal e inalterable. En esta situación
resulta que a los principios no llega nadie: ni el sentido co
mún, deteriorado por la popularidad, ni la razón científica. El
sentido común del panadero parece que es entonces más sa
gaz, en su ingenuidad, que las precavidas argucias del filósofo:
ese sentido común del panadero ya no es del panadero, si es
efectivamente común, sino de todos nosotros, los panaderos y
Jos filósofos. En el fondo, cuando las buenas gentes dicen "esto
es de sentido común", quieren decir que "esto" no es cosa que
se discuta, no es una mera opinión que pueda defenderse o
criticarse, sino una evidencia ante la cual debe inclinarse todo
el que tenga entendimiento sano y uso de razón. Es decir, que
la opinión discrepante, hasta la más inesperada, no implica la
ruptura de Ja comunidad del sentido. Este quebranto lo pro
duce sólo automáticamente la insensatez, la falta de sentido
que llamamos dislate, esa demencia o dolencia de la mente que
es la pérdida del sent do común; en suma, la privación de la
evidencia. La sede de las evidencias básicas sería, pues, como
un templo: una morada común, y no el rincón privado y privi
legiado del científico.
Según esto, cuantos filósofos se han ocupado de la cuestión
de los principios, o sea todos los filósofos principales, habrían
estado analizando lo mismo que analizaba Reid, y con la mis
ma intención. De suerte que sólo este desdichado título de
"sentido común" habría impedido que su filosofía se entron
case con las de aquellos ilustres predecesores. Unos y otros
habrían estado, en realidad, reafirmando el "principio de co
munidad de la razón" que formulara ya Heráclito y que, a mi
entender, es uno de los cuatro inmutables principios del ser y
el conocer.
Pero, volviendo a la parte anecdótica del asunto, que es la
preeminente en un trabajo de este género: aunque no había
recibido yo influencia alguna de los maestros escoceses, o de
Eixala y Llorens y Barba, no dejo de advertir ahora un cierto
parentesco con todos ellos. Los caminos por los cuales he lle
202 LA ESCUELA DE BARCELONA
gado a la conclusión de que los principios universales y per
manentes de Ja ciencia no pueden ser una creación científica,
sino que han de -manifestarse con total evidencia en el nivel
precientífico del conocimiento, estos caminos no se cruzan
con los que siguieron las meditaciones de Thomas Reíd. Sin
embargo, había en éste una intención declarada de superar el
idealismo, de salvar el aislamiento de la conciencia, de poner
otra vez el mundo de los entes reales en contacto directo con
el ente que los conoce; y, en fin, un propósito metódico de re
vitalizar a la razón. Estas directivas generales de trabajo con
sidero que tienen todavía hoy plena vigencia, aunque pudiera
discrepar de su ejecución específica en la obra de Reíd. El bas
tión de los adversarios ha quedado bastante demolido; pero
no se ha levantado frente a él una construcción que parezca
bastante sólida. En todo caso, la afinidad más próxima la si
tuaría en esta idea, que he tratado de justificar reiteradamen
te, a saber: que la razón es común y es unitaria por debajo de
sus variadas formas y que, por ello mismo, los principios han
de ser fundamento de la existencia, y no sólo de la ciencia:
han de ser evidencias primarias y comunes, y no las conclu
siones que coronan el edificio de una teoría.
No creo equivocarme al afirmar que esta afinidad, descu
bierta por mí tardíamente, es de un género análogo a la que
mostraron con la escuela escocesa (pero ellos de manera cons
ciente y expresa) los maestros de la escuela de Barcelona en el
siglo La idea de una comunidad de la razón, formulada
de una manera u otra, debía despertar ecos armónicos en el
pensamiento de ^aquellos barceloneses, y no por una mera coin
cidencia intelectual. Para explicar mejor la índole de estos pa
rentescos vitales del pensamiento puede servir un ejemplo en
el que juegan ideas diferentes: las disciplinas de formación fi
losófica que eligió Jaim e Bofill, actual profesor en Barcelona,
no pueden estar ideológicamente más distanciadas de la escue
la escocesa. Con todo, y partiendo de bases muy distintas de
las de Reid (y de las mías propias), puede hacer Bofill, hablan
do del conocimiento ontológico, estas capitales ^^m aciones:
La conciencia reclama todavía otro "sí mismo" a un título más
profundo, a saber: como centro de vida interior, con quien lograr
LA ESCUELA DE BARCELONA 203
una “comunión". Hasta que la posibilidad de “comunión" no se
dibuja en la conciencia, la palabra metafísica no alcanza su pleno
sentido; es decir, hasta que el tú irrumpe en nuestro mundo, como
plenamente diferenciado de la cosa.
No recato la placentera sorpresa que me produce ver cómo,
partiendo de la escolástica, pueda llegarse a una temí a de la
comunidad ontológica y de la preeminencia del tú, en las cua
les he recaído yo también. Y quiero pensar que no se trata
aquí tampoco de una mera coincidencia intelectual. La satis
facción que produce esta especial coincidencia no es la de un
simple estar de acuerdo con el otro, lo cual ya es agradable
por sí solo. Para mi pi*opósito de ahora, el estar de acuerdo
tiene el significado de un síntoma, análogo al que descubri
mos en la influencia escocesa sobre los filósofos barceloneses
del siglo pasado; síntoma de una afinidad que es más honda
que la puramente ideológica, pues nos vincula a todos, unos
con otros: a Bofill y a mí y a esos maestros de hace un siglo.
Quiero pensar que ésta es una hermandad que estaría confor
mada por la efectiva presencia de un “sentido común“ a todos
los miembros de la escuela de Barcelona.
Y así como antes cité el krausismo, que es una prueba de lo
que intento mostrar, igualmente, como prueba por contraste,
puedo citar ahora la aversión de Ortega por la escuela escoce
sa. Ortega juzga que es una de las “cosas cómicas de la infor
tunada vida intelectual española durante el siglo pasado" el
hecho de que Menéndez y Pelayo hubiese acogido la influen
cia de aquella filosofía escocesa. (Tal vez la recogió durante
sus estudios en Barcelona y dejó que sedimentara en él, hasta
su madui'ez.) Para Ortega, venir de la escolástica hacia la filo
sofía escocesa es como “salir de M alaguilla para entrar en Ma-
lagón“, Esto lo dice porque la filosofía aristotélico-escolástica
le parece definible como filosofía del sentido común. Y lo es
en efecto, en tanto que ésa es una filosofía de principios, y que
los principios recibieron de los griegos ese título de "nociones
comunes" de que antes hablábamos. Pero hemos de advertir
que Ortega, que conoce bien esta historia, interpreta el senti
do común, y por tanto los principios que en él se hacen pa
tentes, como una “asunción ciega por sugestión relativa". Es
204 LA ESCUELA DE BARCELONA
decir, que a la fórmula "sentido común” prefiere seguirle dan
do el significado que tiene en el lenguaje común, y no el sig
nificado técnico que ha tenido en filosofía; con lo cual revela
su implícita aversión por toda filosofía que trate de fundarse
en evidencias comunes, o a fundar las evidencias en la comu
nidad del sentido o la razón.
Aquí tenemos, pues, un caso de disposición natural, con sus
correspondientes afinidades y aversiones, opuesto a la dispo
sición natural que parece predominante en la escuela de Bar
celona. Si las disposiciones naturales de Ortega determinan
una preferencia de su pensamiento por las ideas del perspecti-
vismo formuladas por Teichmuller y Nietzsche, por Vaihinger
y Sim m el, es evidente que esta afinidad tendrá que completar
se con una aversión fundamental por toda filosofía que aspire
a superar las limitaciones subjetivas de la perspectiva, y a fun
dar la verdad en una evidencia común. (No en una opinión co
mún, colectiva, sugerida o impuesta por los demás, cosa muy
distinta: la captación de una realidad común no es una ope
ración plebiscitaria.) Ortega no podía, pues, mostrar espon
táneamente simpatía intelectual por el ensayo que representa
la filosofía de Reid (aparte de la opinión que formase reflexiva
o críticamente de sus conclusiones).
Las ideas científicas no tienen carácter. En tanto que repre
sentaciones de lo real, ellas son indiferentes, y han de ser ana
lizadas y evaluadas tan sólo por el grado de su adecuación.
Esto no im plica que haya de ser igualmente neutro o indife
rente, privado de carácter y de estilo, el sujeto personal que
piensa las ideas. Naturalmente. Esto es tan natural, en efecto,
que muchos llegan incluso a dudar de que el hombre, que es
el ser del sentido, sea capaz de sacar de sí mismo esos produc
tos sin carácter que serían las verdades. Lo decisivo serían
entonces los factores que influyen en el sujeto cuando piensa:
factores que se llamarán vitales en sentido biológico, o en sen
tido psicológico; factores de perspectiva, de situación econó
mica o histórica en general. Incitados por esa duda —que es
“muy siglo aunque perdure en el x x —, se ponen a inves
tigar entonces el carácter de las ideas, como si pudiera pres-
cindirse de su verdad, de su relación con lo real, o pretendien
LA ESCUELA DE BARCELONA 205
do encontrar la clave de su verdad en el carácter, manifiesto o
velado, de quien las produjo.
Mala cosa ésta, muy desviada del buen criterio, pues el
carácter de un pensador, sea cual fuere, no abona ni compro
mete la verdad de sus pensamientos. El criterio lo dan siem
pre las cosas mismas, y no ha habido otro criterio, para hacer
ciencia, desde que la ciencia comenzó con Tales de M ileto.
Cierto es que los filósofos han imaginado alguna vez que pu
diera haber otro: el criterio subjetivo. Éstos son los filósofos
que llamamos idealistas. Según ellos, es el sujeto del conoci
miento quien tiene la medida del con^ ocimiento mismo. Lo
más curioso es que una postura igual han venido a adoptarla,
con términos distintos, los más acerbos enemigos del idealis
mo: historicistas, marxistas y existencialistas. Pero esto nos
llevaría lejos. Digamos, por ahora, que los hombres son psi-
coanalizables, pero no los conceptos que ellos piensen. Cuan
do hablamos de las circunstancias en que piensa un filósofo, o
de su situación vital, dejamos a un lado el criter o científico de
la verdad y hacemos otra cosa que no es filosofía; algo mar
ginal a ella, en todo caso, algo legítimo, pero no central. Y así
nos damos cuenta de que las ideas de un filósofo expresan en
efecto su carácter, pero lo expresan por las afinidades o pro
pensiones personales que ellas revelan, sean falsas o verdade
ras. Toda acción es expresión, y pensar es actuar. Pero, ¿por
qué siguen algunos ciertos caminos de acción con el pensa
miento, y otros siguen caminos diferentes? La razón de esta
pluralidad puede ser caracterológica. A un pensador se le ocu
rre cierta idea; a otro se le ocurre una idea distinta. Digamos
que ambas son verdaderas. Pero la tendencia que Uevó a cada
uno hacia su idea respectiva no tiene nada que ver con la razón
de la idea misma, con su validez y su verdad. Aquella fuerza o
tendencia es una razón vocacional, la cual p em ite a uno des
cubrir ciertas verdades y pe^ anecer inatento a otras ver
dades que descubre el prójimo. La vocación y el carácter crean,
pues, unas afinidades electivas. En la vida real este esquema
se complica y produce las innumerables variedades (que son
un estímulo para toda existencia que no permanezca en letar
go) y también las afinidades, sutiles y fuertes a la vez, que per
miten no sentirse demasiado solo enmedio de la diversidad.
206 LA ESCUELA DE BARCELONA
Cada cual tiene ideas predilectas. Esto no impide compren
der las ideas ajenas y aceptarlas como verdaderas, pero forma
una hermandad implícita (que por ser implícita no constituye
formalmente escuela) con las predilecciones ajenas que coin
ciden con la propia. No se trata entonces de afirmar solidaria
mente unas mismas tesis: la solidaridad surge espontáneamen
te de una afinidad compartida.
En estas meditaciones y remembr^ ^ s no me he propuesto
otra cosa que hacerme patente a mí mismo, y a los lectores
por añadidura, que la escuela de Barcelona es una variedad de
doctrinas que prospera en una comunidad de afinidades. Re
cuerdo bien, de cuando era estudiante, que esta comunidad
no hubiera existido si sólo hubiera podido existir sobre una
coincidencia de opiniones. Discrepábamos unos de otros, en
tre nosotros los estudiantes, y a veces de los maestros, y mu
chas veces con la natural vehemencia de los años juveniles;
pero había siempre, por debajo de las ideas expresas, un fon
do implícito de concordancias que no guardaban relación con
las ideas mismas, y sin embargo aseguraba que todas ellas se
proponían un mismo fin. Ésta es también una forma del esti
lo. Que esta forma de estilo común promueva además la tole
rancia es cosa aparte. Lo que ahora me importa realzar es la
existencia de una comunidad de estilo vital.
De quienes formaban en aquel tiempo esa comunidad, al
gunos h ^ desaparecido: Serra Hunter, Tomás Carreras Artau,
Joaquín Xirau, Jorge Udina, Francisco Mirabent, Pedro Font
y Puig. Para los demás, la vida, las circunstancias —en suma,
el azar, el destino y el carácter— han determinado en cada
uno el curso de sus trabajos. Juan David García Bacca, Juan
Roura Parella, Ramón Roquer, José Calsamiglia, Domingo
Casanovas, Amalia Tineo, Jorge Maragall, José Ferrater Mora:
de todos debe decirse que la vocación de la filosofía, con las
específicas afinidades de la escuela, ha dado con ellos pruebas
de su carácter; inclusive cuando la libre iniciativa ha tenido
que inclinarse ante la fuerza inexorable del azar, y no ha podi
do revelarse en el ejercicio profesional o público de la voca
ción, sino precisamente como esa íntima integridad del carác
ter que puede ser, y debiera siempre ser, prueba vital de la
LA ESCUELA DE BARCELONA 207
vocación filosófica. En otros casos, las pruebas son escritas, y
su volumen y calidad no son nada desdeñables en nuestro me
dio, ni pueden ser ignorados.
La complacencia de estas evocaciones se matiza entonces
con una cierta intención reivindicadora: con el buen sentido
de la equidad qtte obliga a dar a cada cual lo suyo. Porque en
el orden del espíritu seremos pobres o licos, pero desde luego
seremos muy pobres, muy ruines en nuestra penuria, si des
deñamos parte de nuestro propio haber. Una comunidad
—y hablo ahora de la comunidad entera, de la nacional— no
puede cometer mayor desatino que la mutilación de sí misma,
y la ignorancia es ya una especie de mutilación. ¿No es más
pobre el que ignora sus propios recursos, el que se priva de
invertirlos? España malgasta sus haberes, que no son muchos;
Jos dispersa a los cuatro vientos y no administra bien los que
retiene. Se juzgaría un caso de escándalo que se arrasaran las
cosechas, que son un bien público para beneficio del cuerpo
nacional. No parece importar mucho que se pierdan las otras
cosechas.
Pero sí importa. Quiero decir: sf hay sentimiento de esa im
portancia, pues nunca faltan españoles quejosos, inconfor
mes. Y no por ánimo de rebeldía montaraz, sino por ser más
cumplidos con lo que debe ser que con lo que es. É stos son los
aspirantes a lo mejor, si podemos llamarlos así, con una fór
mula platonizante. Y como eí hombre de ciencia no es reden
tor, pues tiene muchas responsabilidades y pocas ambiciones,
no diré que mi palabra habrá de encontrar eco entre esos
aspirantes (porque, además, ni siquiera sugiero lo que debe
hacerse: indico solamente lo que ya se ha hecho, lo que ahí
está). Pero sí puedo decir que mi palabra aspira a unirse a la de
cuantos hablan ecuánimemente de eso que ahí está, sin ex
cluirlo ni denigrarlo.
Y si en todo esto ha podido todavía infiltrarse el error, a
pesar del buen cuidado, me excusaré ante el lector diciendo
con mi poeta Auziás March:
Perdona m i— si follament te parle;
De passió— parteixen mes paraules.
T e r c e r a Parte
ENSAYO SO BRE E L ENSAYO
E l ensayo es un artificio literario que sirve para hablar de casi
todo diciéndolo casi todo. Ésta es la opinión autorizada de
Aldous Huxley, un artífice del género. Pero cuando él escribe
un ensayo sobre el ensayo, su intención más aparente no es la
de recalcar la bien conocida libertad de elección de que dis
pone el ensayista frente a la infinita variedad de temas posi
bles. Muclio menos es la-de insinuar que el ensayista, por el
hecho solo de adoptar este artificio, quede desligado de todo
compromiso con la verdad; que, por no decir lo último, pueda
decir lo primero que le pase por la mente. Porque el artificio
es literario, pero el producto no es artificial o ficticio, no es
pura literatura, como la novela. El ensayista=requiere inventi
va, pero su ensayo no es pura invención. Feliz el novelista que
puede poner en las palabras y en los actos de sus personajes
todas las arbitrariedades que se le antojen, seguro de que así
no disminuye su realidad humana, pues la vida le ofrece más
variedad y abundancia de situaciones extremosas, inverosí
miles, de las que pueda fraguar su imaginación, y puede ésta
desbordarse comoquiera sin temor de faltar a la verdad. El
compromiso con la verdad que tiene el ensayista no le obliga
a desconfiar de esa fluencia de la imaginación, pero sf a cana
lizarla. Puede decir algo de lo cual no está muy seguro, pero
no debe inventar algo de lo cual no pueda estar seguro nunca.
Es conveniente estar casi seguro. Y creo que la intención prin
cipal de Huxley se acusa en la doble restricción del casi que
aparece en su definición: en forma de ensayo se puede tratar
casi cualquier tema, pero no un tema cualquiera; y cabe decir
sobre el tema elegido casi todo lo que él requiere, pero no
todo.
El ensayo se encuentra, pues, a medio camino entre la pura
literatura y la pura filosofía. El hecho de ser un género híbri
do no empaña su nobleza, como una banda siniestra en el
escudo. Su título es legítimo, pero no es título de soberanía.
Quiero decir que el ensayo no puede ser demasiado literario
sin dejar de ser ensayo, sin dejar fuera mucho más de lo que
en él cabe. El ensayo es casi literatura y casi filosofía. Todos
211
212 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
los intermedios son casi los extremos que ellos unen y separan
a la vez.
Pero, como es un género y un artificio, tiene sus caracteres
propios y debe cultivarse siguiendo las reglas del arte. Una de
las primeras reglas tácitas es la que prohíbe decir algo que no
se entienda en seguida. Cada género delimita el campo de sus
posibles oyentes o lectores. Siempre hay o debe haber una
cierta consonancia entre la forma y el fondo de un género y el
carácter de los lectores. El ensayo se dirige a "la generalidad
de los cultos". Sea cual sea la especialidad de cada uno, la lec
tura de un ensayo no requiere en ninguno la especialización.
A la generalidad de los cultos corresponde "la generalidad de
los temas" que pueden tratarse en estilo de ensayo, y la gene
ralidad ^ el estilo mismo del tratamiento. El ensayista puede
saber, sobre el tema elegido, mucho más de lo que es justo de
cir en el ensayo. La obligación de darse a entender no implica
solamente un cuidado de la claridad formal, sino la elimina
ción de todos aquellos aspectos técnicos, si los hubiere, cuya
comprensión implicaría en el lector una preparación espe
cializada.
Esto significa que en el ensayo no se pueden analizar los
grandes problemas. O mejor dicho: se puede discu ^ r sobre
algunos grandes problemas, pero no sobre todos, y sin llegar a
su fondo, Es porregla de método que el ensayista ha de sosla
yar las dificultades técnicas. Y tiene que hacerlo sin falsear el
tema. Ésta es la dificultad del arte o artificio, pues la evasión
ha de ser deliberada, arüficial: no ha de ser inconsciente. La
evasión involuntaria es indicio de incompetencia. El ensayo es
un género ligero, pero no siempre es ligero el tema, ni ha de
dar muestra de ligereza quien adopte para tratarlo esta forma
de expresión.=Esto quiere decir también que el ensayo tiene su
ethos propio. Hay ethos siempre donde hay norma, aunque sea
norma formal.
Naturalmente, la cuestión ética no insinúa su presencia in
quietante en todo género de ensayos. El ensayo mismo es un
género, pero tiene varias especies. Cuanto podamos hacer es
materia de consideración ética; pero, en fin, se comprende que
un ensayo literario, o estético, o biográfico, o autobiográfico,
o un ensayo sobre ambientes, cosas y personas conocidas en
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 213
viaje, no plantea necesariamente cuestiones graves de respon
sabilidad. Cosa distinta es el ensayo filosófico. El viajero pue
de narrar y comentar lo que ha visto en un país sin adquirir el
compromiso de encerrar en sus palabras una “definición”
esencial y total de ese país (cosa que, por lo demás, dudo que
fuera posible). Otro viajero habrá visto y nairará cosas distin
tas, o reaccionará distintamente ante las mismas cosas, y la
discrepancia no implicará error en uno de ellos, o contradic
ción entre uno y otro. El lector podrá instruirse con ambas
narraciones, porque ninguna de ellas pretende ser, de antema
no, exclusiva y definitiva. El ensayo filosófico requiere en cam
bio más cautelas, lo mismo en el autor que en el lector. Si éste
pertenece realmente a esa comunidad de los cultos, y no sólo
presume de ello, ha de estar ya bien avisado para discernir en
tre aquellos autores que emplean el ensayo como artificio y
método para comunicar ideas filosóficas a quienes no son filó
sofos, y aquellos otros autores que emplean el ensayo para
eludir los rigores del método filosófico. Para el ensayista nato,
el ensayo es una forma de pensar; para el filósofo nato, el en
sayo es una forma ocasional de exponer lo ya pensado con
distinto a^ rtificio. El ensayo, como su nombre indica, es una
prueba, una operación de tanteo. Es como un teatro de ideas
en que se confunden el ensayo y el estreno. En la ciencia, las
ideas se ensayan en privado, antes de representarlas en público.
Así Jo vemos en el ensayo científico, esta nueva especie del
género que ha prosperado en nuestros días. Einstein ha podido
hacer notables esfuerzos y exponer en forma de ensayo, para
las personas cultas, su teona de la relatividad restringida. Ha
empleado imágenes muy vivas y fórmulas ingeniosas, y ha lo
grado efectivamente dar una idea de "lo que se trata" a quie
nes carecen de instrucción especializada. Incidentalmente, su
prestigio popular aumentó en gran medida gracias a estos en
sayos; desde luego, hubiera sido menor si sólo hubiese produ
cido los pequeños trabajos científicos en que se fundan los en
sayos. Pero el hecho es que Einstein no sería Einstein si fuera
solamente autor de unos ensayos. Este hombre de ciencia es lo
que es porque empleó primero una fórmula distinta para co
municar a los otros científicos su pensamiento, a saber: “Las
leyes de la naturaleza son co-variantes con respecto a la trans
214 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
formación de Lorenz". É sta es la fórmula que no puede, según
las reglas del arte, introducirse en un ensayo. Es una fórmula
técnica, destinada sólo a quienes tienen alguna preparación, y
no a la "generalidad de los cultos”.
El ensayo no excluye las ideas generales. En verdad, las
reglas del arte imponen al ensayista la obligación de exponer
algún pensamiento, sea cual sea la modalidad de su tema, in
clusive cuando el tema es personal, o particular y concreto.
Una mera nairación de un viaje o de una experiencia, por ejem
plo, no podría llamarse ensayo; sería más bien una pieza lite
raria de otro género, sin el artificio, que es literario y concep
tual a la vez, que consiste en referir los hechos particulares y
concretos a las ideas generales y abstractas. Hay que lograr
que lo concreto no se pierda nunca de vista, no salga de la es
cena, y sea aquello que, por su vivacidad, mantenga tensa la
atención del lector, Pero las ideas generales son como el telón
de fondo sobre el cual lo concreto adquiere una presencia más
relevante aún. La enseñanza que depara esa relación de lo
particular a lo general acentúa todavía el interés que lo con
creto pudiera ofrecer aisladamente.
No se olvide —y el buen ensayista no lo olvida nunca— que
lo concreto se opone a lo abstracto, pero también se opone a lo
aislado. Exam inar una cosa "en concreto” no significa exami
narla en sí misma y por sí sola, separada del resto de las co
sas. Lo concretus es lo conjunto, lo que crece junto, lo com
puesto, o sea el resultado de una mezcla. Es decir, que lo
concreto no es nunca lo simple. La simplicidad se obtiene por
abstracción, mediante las ideas generales. Si la concreción
nos parece la mayor firmeza posible de la realidad es justa
mente porque es una firmeza compacta, unificada, que ofrece
las cosas reales como condensadas. Por consiguiente, la mera
presentación de un hecho singular, de una experiencia cual
quiera, que puede efectuar el escritor literario, separándolos
del resto de los hechos y experiencias, no es una presentación
concreta, sino un artificio de abstracción. No todas las abs
tracciones contienen ideas generales; no todas las ideas suel
tas son parte de una teoría. La teoría es una concreción de ideas
obtenidas por abstracción de la realidad concreta. Los hechos
aislados están literalmente concretos con otros hechos, y esta
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 215
relación o correlación de unos hechos con otros es la quepo-
nen de manifiesto las ideas abstractas, las concepciones gene
rales. Las ideas generales serían, pues, el concreto de los he
chos: como el cemento que da unidad y resistencia conjunta
al material de piedras sueltas que son los supuestos hechos
aislados.
No despertaran mucho interés las cosas que el bueno de
Saavedra Fajardo tiene que decirnos sobre el Moro Muza y el
Conde Don Julián, y las cuitas de Don Opas en la batalla de
Covadonga; cosas todas ellas que, como hechos aislados o abs
tractos, fueron ya consignados en otras historias de manera
acaso más clara y fidedigna que en la Corona gothica, castella
na y austríaca. Políticamente ilustrrada. Poco interés, digo, si no
fueran precisamente esas ilustraciones morales y políticas que
acompañan y concretan los puros hechos. Como la siguiente:
"Estilo suele ser de la divina justicia castigar a sus enemigos
con sus enemigos, y después a los mismos que eligió por
executores”. Que esta idea del sentido general de los hechos
particulares, o del carácter implacable de la. justicia superior,
sea una moraleja que a su vez ofrezca escaso interés, es hari
na de otro costal. Este otro juicio corre ya por cuenta de los
lectores —^temo que sean hoy escasos— de Saavedra. Tal vez
sea más leído Gracián. También es más gracioso; no menos
precavido que el otro, y con un carácter no menos churrigue
resco, lleno de volutas interiores; pero más tenso, no embota
do por la diplomacia. Y así cuenta Gracián, como se lo con
taron, que el rey Luis X I de Francia, arrebatado una vez por
un frenesí, había intentado arrojarse por la ventana, y lo hu
biese logrado de no haberlo detenido unos cortesanos. Pero
luego preguntó quiénes eran los que lo detuvieron, y, sabidos,
los mandó degollar. Admirándose otros cortesanos de tal pago
a tal servicio, dio por razón Luis X I que a un rey, aun cuando
está fuera de sí por algún accidente, nadie se le ha de oponer.
“Paradojo dictamen, aunque tan vivo'', comenta Gracián. Este
comentario es tan particular como el hecho a que se refiere.
Pero examinando muchas instancias de paradojas, cada una
interesante por sí misma, viene a decir Gracián en su con
clusión general: "Las paradojas han de ser como la sal, raras y
plausibles, que como son opiniones escrupulosas, y así des
216 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
acreditadas, no puedan dar reputación, y muchas arguyen
destemplanza en el ingenio, y si en el juicio, peor". Los hechos
son los hechos; la conclusión es lo que aporta el ensayista, y
ésta es siempre alguna suerte de idea general.
Huxley (a quien no se puede llamar filósofo sin dilatar de
masiado el término y sin reducir a la vez el mérito específico
de ese autor como ensayista) es un verdadero maestro en el
artificio de poner lo particular, lo anecdótico, en relación con
lo significativo y lo general. Le interesa, por ejemplo, Maine
de Biran. Le interesa, claro está, porque escribió un Journal
Intime. El propio Journal es ya un ensayo autobiog^ fico, de
biografía de ideas, y a Huxley le atrae la persona de un filóso
fo que escribe tal biografía, más que las ideas mismas. Pero,
examinando la persona, tampoco puede él, Huxley, prescindir
de las ideas y limitarse a las anécdotas. Las anécdotas - l o s
cargos públicos que ejerció Maine de Biran bajo Luis X V III,
las reacciones personales que habían provocado en él las úl
timas guerras de Napoleón— le sirven a Huxley como de fi
guras para su escenario ideológico. Como ensayista, no es un
relator de sucesos. Su problema es éste:
Cada mdividuo vive aquí y ahora, y está más o menos profunda -
mente afectado por el hecho de que ahoia no es entonces, y de que
aquí no es otro lugar cualquiera. ¿Cuáles son y cuáles debieran ser
[el subrayado es nuestro: verá después el lector a qué responde] las
re^^ciones entre lo personal y lo histórico, entre lo existencial y lo
social?
Al fondo de este problema no podrá llegar Huxley en un en
sayo, ni podrá ningún otro ensayista. El género no lo permite.
Éste es nada menos que uno de los problemas básicos en la
filosofía de la historia. Si la historia es un sistema, es decir, un
proceso con una estructura, y no un devenir caótico, ¿qué fun
ción cumple en el proceso la existencia humana? Dicho de
otra manera: si la estructura histórica implica un factor deter
minante, ¿cómo. se aviene la necesidad histórica con la liber
tad inherente al ser histórico mismo que es el hombre? Nada
más planteando escuetamente el problema se advierte que sus
términos son disonantes con los del contexto, en el presente
ensayo, y Jo fueran igualmente en el ensayo de Huxley.
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 217
Quiere decirse que, por su misma índole, de ciertos proble
mas se puede hablar con sentido desde muy dispares puntos
de vista, cosa que no ocurre exactamente con los problemas de
Ja filosofía. Por ejemplo, pueden ser a la vez legítimas algunas
opiniones divergentes sobre si el término "barroco” ha de apli
carse o no, como cualificativo estético y con una significación
unívoca, al arte plástico de Bernini y a la música de Montever-
di o de Palestrina. De hecho, esta cuestión sólo puede ser tra
tada en forma de ensayo: n,o es tema de episteme. Los proble
mas de la filosofía no ofrecen esta latitud. Por esto, cuanto
pueda decir Huxley sobre el problema que le sugiere Maine de
Biran no logrará alcanzar el fondo. Tal vez le falte personal
mente el aire para bucearlo; pero esto no es lo que ahora
importa: la razón principal es que se lo impiden las reglas del
juego o del arte.
Y ahora, después de los ejemplos, podemos ver por qué. El
ensayo permite y hasta obliga a presentar lo particular sobre
el fondo de lo universal, Pero no permite poner lo universal en
relación con lo universal. Esto es lo que hace la teoría científi
ca. La teoría tuvo que basarse primitivamente en lo particular;
pero partió de ahí, dejándolo atrás, y lo que en verdad aspira a
presentar es lo universal ya desbrozado y pulido. Lo universal
está situado aquí en el centro de la escena, y no como telón de
fondo; es el protagonista, y los hechos con que se pueda ame
nizar la escena sirven solamente como puntos de referencia.
La capacidad del filósofo es justamente la de transitar, con
gran dominio de las reglas del artificio que en este oficio se
llaman método, de lo universal a lo universal. Ésta es la ca
pacidad teorética, y el resultado de su aplicación es un sis
tema. El intelectual que sabe poner lo particular en relación
con lo universal, aquel a quien el hecho levanta en su en
tendimiento la chispa de la idea, éste es un ensayista. El filó
sofo es el que piensa sistemáticamente, aquel que percibe y
sabe reseguir el hilo que va de un problema a otro, y no se que
da prendido por el hilo que va deJ hecho al problema aislado y
a Ja idea suelta.
El ensayo es monográfico; la filosofía es teorética. El prime
ro es una perspectiva que presenta en primer tótérmino al he
cho, y en el horizonte la idea; la segunda es una superación
218 ENSA-YO SOBRE EL ENSAYO
sistemática de la perspectiva, pues la idea se ve a simple vista,
con la luz del entendimiento; pero la trabazón interna de los
problemas, y de las ideas unas con otras, ésta tiene que rese
guirse metódicamente; y aunque también es objetiva, como
los hechos mismos, no aparece a simple vista, no depende del
punto de vista. Por esto, como el ensayo puede llegar casi al
fondo de un problema, pero no al fondo del todo, la relación
entre un problema y otro ha de escaparle necesariamente, en
tanto que esta relación está en el fondo. La libertad de movi
miento intelectual que el ensayo permite, y que es tan agra
dable ejercitar, implica, por tanto, una limitación: el ensayista
no ha de preocuparse mucho por el compromiso que adquiera
al emitir opiniones personales sobre un tema determinado,
porque éste lo considera aisladamente, y el poner en concor
dancia esas opiniones con los problemas que plantean otros
temas es cosa que puede dejarse al cuidado del filósofo. Al
ensayista no debe, pues, reclamársele una severa congruencia
sistemática, cosa que es propia del género episteme. Lo único
que pudiera acaso reclamársele es que no juegue con el equí
voco, que no pretenda atribuir a su a^ f i cio literario de ideas
el significado y valor que corresponden formalmente a otro
género distinto de artificio.
Aquí tomamos, en este contexto, el término "filósofo" en su
más riguroso y estricto sentido. Ya hemos advertido en otro
lugar de esta obra que la palabra puede significar varias cosas,
y que no siempre la filosofía toma la foim a de una ciencia teo
rética y sistemática. Por consiguiente, en algún sentido puede
llamarse también filósofos a ciertos ensayistas, sin que la de
signación infrinja ninguna regla capital. Solamente es nece
sario recordar en cada caso que las reglas del arte delimitan
muy estrictamente la índole de los tenias que se pueden tratar
en un ensayo y la manera de tratarlos. La doble restricción del
casi - es operante siempre, con formal severidad, por elevado
que sea el genio personal del ensayista. De igual modo son
operantes las reglas preceptivas para el poeta: si éste elige la
forma del soneto para expresar una idea poética, sabe de ante
mano que no podrá ser difuso, pues sólo dispone de 14 versos;
sabe además que la limitación cuantitativa de espacio deter
mina una selección del contenido. Cualitativamente no caben
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 219
en el soneto las andanzas de Odiseo. El vuelo épico le está
vedado al poeta lírico, como le están vedados al ensayista la
teoría y el sistema.
Es evidente que una sonata no es lo mismo que una sonatina,
una sinfonía lo mismo que eine kleine Nachtmusik. Por más
exquisitamente mozartiana que sea esta últim a, sabemos que
el compositor no puede incluir en ella todo el registro de va
lores musicales que caben en una pieza mayor. El género lim i
ta formalmente el contenido de la expresión. También condi
ciona el estilo. Las piezas menores acogen más propiciamente
las cualidades exquisitas, refinadas, afiligranadas. Esto no sig
nifica que las piezas mayores hayan de ser toscas necesaria
mente; significa que las menores no pueden tener tono heroi
co, y las mayores no pueden ser sólo "bonitas".
El preciosismo es una cualidad femenina propia de obras
menores. No aparece en todas, pero sería disonante en una
obra mayor. Y es cun‘oso que Jos rasgos del carácter femenino
puedan ser utilizados como conceptos de un juicio estético,
como términos estilísticos. Desde Dante hasta Bernal Metge,
pasando por el Arcipreste de Hita y tutti quanti, se han atri
buido al carácter de la mujer —con intención de sátira o de
halago, según el caso del autor y el caso del rasgo— ciertos
rasgos que serían distintivos de su modo de ser. En el catálo
go, que es largo, entrarían Ja vanidad y la coquetería; la in
estabilidad o imposibilidad de permanecer mucho tiempo con
la atención centrada en un mismo punto; la intuición, que es
un poder casi adivinatorio de la inteligencia. una forma de
intelección que hoy llamaríamos cuántica, la cual procede por
destellos discontinuos, más que por razones argumentadas; el
narcisismo y el afán de prominencia; la seducción y el precio
sismo; la afectación y la teatralidad.
Y a sabemos que la concentración en un solo individuo de
todos los rasgos que se consideran típicos de su especie pro
duciría un monstruo. Pero el concepto de lo típico es un re
curso cómodo, sí mas no porque cada individuo se siente libre
de invocar la relatividad del concepto para negar qiie el rasgo
típico aparezca precisamente en su carácter individual. EsU)
permite además al detractor de la mujer atribuir a la especie
220 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
en general las cualidades más espeluznantes, y a la vez quedar
bien con el caso aislado de cada mujer en particular.
Cabe decir aún, para satisfacción del sexo opuesto, que to
dos los rasgos antes indicados pueden encontrarse igualmente
en el comportamiento de los hombres. Lo cual no es el mero
recurso de un argumento ad hominem, por el que suele mos
trar predilección el sexo femenino, sino una verdad de hecho,
aunque esta verdad pueda tener a veces la contundencia de un
argumentum baculinum. (También, a veces, aparecen extra
viados en el sexo femenino caracteres psicológicos propios del
sexo opuesto, como el afán de poder, para consternación de
los hombres y trastorno del orden natural.) La verdad es que
un hombre, por hombría, rechazarla más enérgicamente aun
que una mujer esos cualificativos de su carácter, que no le
habrán de parecer impropios por peyorativos, sino por inade
cuados a su condición específica. Y así la cortesía, tanto como
la verdad, impone cambiar el nombre de esas cualidades
cuando aparecen en el sexo velludo y forzudo. Pero ni la virili
dad específica disminuye cuando el carácter del hombre ma
nifiesta alguno de los susodichos rasgos, ni éstos dejan de ser
por ello psicológicamente femeninos.
Todos ellos, aunque no todos en un solo hombre, suelen
darse más a menudo entre quienes actúan públicamente. No
sólo actúa el actor; también es actor el político, el escritor, el
conferenciante. Parece que el público espere inconsciente
mente y casi reclame de esos hombres una actuación: la m a
nera de hablar es para el público tan importante o más que
los pensamientos expresados. La gente se aburre: es aburrida
la monotonía del trabajo y es aburrido el descanso cuando el
trabajo terminó. Éste es el hecho que raramente toman en
cuenta los historiadores y los sociólogos cuando tratan de ex
plicarse la conducta de los hombres, y sólo algunas veces los
políticos avisados. En cuanto aparece entre la gente un hom
bre aislado que hace algo insólito, algo distinto de lo usual
mente común, o algo usual pero que ya no tiene cariz privado,
la gente experimenta esa curiosa transformación que la con
vierte en un público, y reclama diversión. Si la consigue, su
premio es tan halagador que el hombre público puede sentir
muy honda tentación de halagar a su vez al público, divirtién
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 221
dolo para obtener el tributo de su halago. La ruda sabiduría
del vulgo estima que las cosas están bien así, que no hay ma
licia ni perjuicio en ese halago mutuo. El vulgo tiene necesi
dad de divertirse y otorga popularidad a quien lo consigue;
que al fin y al cabo la vida acaba con la muerte, y, mientras
ella dura, presenta ya demasiadas penalidades y zozobras
para que pueda tener sentido rehusar la atención de un hala
go inofensivo. Sólo faltaría que, en el momento público de la
diversión, el hombre público regañase a su público y le recor
dase que tiene todavía otras obligaciones, además de las mu
chas que acumula el quehacer cotidiano. A Sócrates lo senten
ciaron a muerte los atenienses porque no los divirtió, a pesar
de su sentido del humor. E l carácter de Sócrates sólo tenía
cualidades viriles.
Sócrates es el ejemplo casi santiñcable de la virilidad de la
discreción, de la omisión de ese yo actuante que es tan diver
tido para el público. También hay, claro está, una filosofía ju
glaresca. Pero la buena filosofía es mester de clerecía. Y no cabe
duda de que existe una buena y una mala filosofía, como hay
un buen amor y un mal amor. Antes que el Arcipreste, Platón
lo habla dicho. Así como la Afrodita Celeste o Urania está jun
to a la Afrodita Popular, Pública o Pandémica, pero se con
trapone a ella por su advocación, así cabe decir que la filosofía
auténtica, Celeste si se quiere, en fin socrát ca y viril, se opone
a la filosofía popular, publicitaria y femenina.
La filosofía, como la guerra, es nombre femenino de una ac
tividad esencialmente masculina. Puede una mujer dar prue
bas de su capacidad filosófica. También puede dar guerra.
Y en fin, puede también el filósofo dar prueba de que su oficio
no es incompatible con la femenina vanidad, con el narcisis
mo y el afán de prominencia, con la seducción y la afectación.
Pero pienso que me equivoqué si d je alguna vez que la filo
sofía, como capacidad de una experiencia límite, era una nota
constitutiva del ser humano. Ésta es una idea griega, una ca
racterística convicción socrática de la cual no estoy ahora muy
seguro. Sería esencia o propiedad del hombre, en tanto que
especie viril. La mujer dispondría de otras sendas para llegar
al ápice de su específico ser.
222 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Ortega y Gasset es un maestra del ensayo. Y como está muy
próximo a nosotros, por ser español y porque pertenece muy re
presentativamente a nuestro tiempo, podemos tomarlo a él
como instancia particular, come ese hecho concreto que re
quiere siempre el ensayo para estimular unas reflexiones; las
cuales versan en este caso sobre el ensayo general y sobre el
ensayismo español en relación con la filosofía.
El carácter magistral de los ensayos de Ortega no debe
nadie reconocerlo como a regañadientes —como si este méri
to compensara de otras deficiencias—^, sino que debe pro
clamarse más bien con acentos de reivindicación. Aunque pa
rezca extraño, quienes están mejor dispuestos a ensalzar a
Ortega propenden más bien a señalar el valor literario de su
obra y su valor filosófico. Del primero, que es unánimemente
considerado notabilísimo, hablaremos en seguida; del segun
do ya hemos hablado en otra parte. Pero séanos ahora permi
tido, sine ira et studio, aventurar la opinión de que Ortega,
cuya mente era ciertamente muy compleja, se inclinaba voca-
cionalmente hacia el ensayo, más que hacia la filosofía teo
rética, y encontraba en este género la forma adecuada, la
primitivamente preferida por su genio personal, para pensar y
expresar su pensamiento. Incluso cuando trató de hacer filo
sofía sistemática, las incidencias de cada desarrollo tomaban
involuntariamente el carácter, la tonalidad, el estilo, el itine
rario y hasta la fraseología propias del ensayo; de suerte que
el desarrollo entero de cada obra aparece como una sucesión
de breves, confinados, brillantes ensayos, más que como el ca
mino uniforme, regular, proseguido, de una investigación
metódica. Y debe anotarse bien que esta impresión se refiere
principalmente a los aspectos foc ales de su obra (aunque és
tos impliquen los vocacionales), y no afecta de momento para
n^da, en un sentido u otro, la cuestión del valor de las ideas
mismas.
Con éstas se puede estar o no de acuerdo. Por ejemplo, es
difícil que nadie estuviera más de acuerdo con ciertas obser
vaciones que hace Ortega sobre la Metafísica de Aristóteles en
el capitulo xix de su obra, publicada póstu mamente en 1958:
La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deduc
tiva. Dice Ortega que es “inconcebible" que no se haya cum-
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 223
plido basta la fecha una labor de minucioso comentario del
Libro iv de la Metafísica (yo añadirla el xi), porque ese libro es
lo principal de la filosofía, ya que se ocupa de los principios
axiomáticos. Observemos, incidentalmente, el planteamiento
de la situación, típico en Ortega cuando se dispone a comu
nicar un hallazgo: es "inconcebible", es "vergonzoso” que el
hallazgo no se hubiese efectuado antes; de suerte que todos
los lectores, profesionales o no, han de quedar no sólo des
lumbrados por la idea nueva, sino además un poco sorprendi
dos y apesadumbrados de haber podido existir en la misma
situación ofuscada en que había estado, sin duda, el propio
Ortega antes de su ocurrencia, pero de la cual éste logró eva
dirse a tiempo.
En este caso, sin embargo, tuve la fortuna de no haber in
currido por omisión en "lo inconcebible”. Tal vez por simple
resultado de una constancia en el estudio de la filosofía griega
(la cual invita, irresistiblemente, más que ninguna otra, a una
reflexión sobre el problema de los principios), creí advertir
hace bastantes años que era endeble la institución fo ^ al de
la ciencia primera en Aristóteles sobre el fundamento del axio
ma de no contradicción. Este axioma, aparte de que da al ser
por descontado sin explicación —y esto es enorme—, y de que
no expresa nada positivo sobre él, descansa en tres supuestos:
la mis.midad o identidad del ser, la mismidad o univocidad del
logas y la mismidad del tiempo o intemporalidad. No voy a
insistir más en este punto, que es bastante técnico. Quien
tuviere afición a él podría recurrir a la Metafísica de la expre
sión (1957). En esta obra quedaron incorporadas buena parte
de las reflexiones que suscita la cuestión de aquel axioma; en
verdad, esas reflexiones son como el punto focal de la crítica
que en esa obra se intenta de la metafísica tradicional, como
tarea previa, indispensable, para una renovación de la ciencia
primera.
Así, pues, y aunque la mencionada obra de Ortega —acaso
la más técnica de cuantas se han publicado de él— sólo pro
porciona algunos aperfus de teoría metafísica, el reconoci
miento que se hace en ella de la necesidad de examinar a fondo
esos pasajes principales de Aristóteles es para mí una experien
cia de ésas que se llaman agridulces, compleja, pero con pre
224 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
dom inancia de lo dulce. A nadie le amarga la justificación aje
na, si es autorizada, de una tarea propia que ya es añeja.
Para ilustrar mejor la moraleja de tal experiencia puedo
indicar que una semejante me la deparó la publicación de la
última obra de Sartre, en la cual, bajo el título un poco intim i
dante de Crítica de la razón dial éctica, se aglomera el matojo de
unas divagaciones políticas, literarias y de otra índole, excesi
vas para que el título resulte fidedigno. Pero el caso es que, en
esta obra, Sartre alude a la formulación por Henri Lefebvre de
un nuevo método de análisis histórico. Para no complicar las
cosas diré tan sólo que este método de Lefebvre, expuesto por
él en un artículo de revista publicado en 1953, establece una
doble “complejidad" o estructura que hay que combinar: la
“vertical” y la "horizontal". La una presenta la organización e
interrelación de todos los fenómenos humanos en una situa
ción deterniinada; la otra revela el orden de evolución tempo
ral o de transformación histórica de cada uno de ellos y de su
conjunto. A Sartre este método le parece genial; y no solamen
te lo colma de elogios, pues lo considera simple, irreprocha
ble, claro y rico, sino que, además, lamenta que no haya
tenido imitadores, y se declara por su parte dispuesto a adop
tarlo. Lo adopta, en efecto, para conducir la investigación de
su propia obra, y nada tiene de extraño que la aplicación de tal
método lo ponga frente a ciertos problemas radicales de la
filosofía que, sin ese recurso técnico, es difícil que puedan ser
reconocidos o planteados con el debido rigor.
Comoquiera que este mismo método, y con esos mismos
términos de "horizontal“ y “vertical", hube de exponerlo en La
idea del hombre (1946), lo mismo que en otras obras subsi
guientes, y de aplicarlo en ellas con muy extensa amplitud, el
reconocimiento de su utilidad por parte de los colegas france
ses no deja de ser reconfortante, aunque sea involuntario o in
directo. Se trata, en efecto, de u.n reconocimiento sin previo
conocimiento. Reclamar la prelación en el descubrimiento tie
ne escaso sentido, aunque en las ciencias positivas esta cues
tión plantea deberes formales y severos. Pero en filosofía las
cosas van de otra manera, y sería pueril rebelarse si no pare
cen equitativas. La fortuna de que se beneficiará desde ahora
probablemente ese método de la doble estmctura, adscrito a
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 225
la originalidad de Lefebvre y de Sartre, es algo que puede con
templarse con ecuanimidad, con placidez un tanto irónica,
como todo lo que distribuye esa diosa inconstante.
En este contexto, tal ignorancia de la originalidad, o sea del
origen, no merece ser comentada como hecho aislado, sino
porque es indicio de una situación general, y esta comproba
ción es la que da a la experiencia el sabor mezclado de agrio y
dulce. Veamos: si ese método hubiera sido formulado y apli
cado primeramente en Alemania, por ejemplo, el adoptarlo en
otro lugar, sin citar la=procedencia, hubiera sido un caso de
escándalo; no por mala fe, pero sí por ignorancia injustifica
da. La ignorancia, en cam bio, parece de antemano justificada
si la teoría se formuló en una tierra hispánica. No sé de quién
es la culpa. Seguramente nuestra. Si los demás no están acos
tumbrados a esperar con atención las novedades que puedan
producirse entre nosotros, en el campo de la ciencia filosófica,
ello es debido se^ r a mente a que nosotros mismos no acos
tumbramos ofrecer tales productos. Incluso parece, a veces,
que queremos disuadir a los extraños que sintieran curiosi
dad, pues no sólo desdeñamos lo que se produce en nuestro
mundo, sino que además predicamos entre nosotros, y ante
esos extraños, la peregrina idea de que nuestro pensamiento
sólo es atendible, como auténticamente expresivo de nuestro
ser, cuando constituye mera ideología, sobre todo si está ma
tizada de couleur lócale. Unas veces esto se dice por sincera
convicción, o se repite como un lugar común; alguna otra vez,
excepcionalmente, se ha dicho con manifiesta falta de pro
bidad. No podemos entonces lamentar demasiado las conse
cuencias, si los demás se guían por nuestras propias indica
ciones y consideran que la filosofía teórica que surja de la
mente hispánica será desdeñable desde luego, y que los pro
ductos valiosos de esa mente serán puros ensayos de literatu
ra de ideas.
Pero, volviendo a Ortega, no se trata de precisar aquí unas
coincidencias y unas discrepancias, o de señalar, indepen
dientemente de estas últimas, los defectos en la conformación
sistemática de sus ideas. ^ que importa es advertir que esos
defectos aparecen cuando Ortega pretende elaborar justa
mente un pensamiento sistemático, porque entonces su genio
226 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
natural queda forzado a desviarse de su tendencia espontá
nea. Característicamente, el capítulo de su obra al que aludi
mos antes lo titula Ortega ”Ensayo sobre lo que le pasó a
Aristóteles con los principios”. Puede ver el lector lo que le
pasó a Ortega con Aristóteles, y al verlo comprobará tal vez
que es cierto lo que dijimos, a saber: que la forma del ensayo
es tan genuina para él, que ha de producir ensayos incluso
cuando piensa técnicamente. Si ese lector no supiera quién
escribió el texto en cuestión, o fuese un extranjero que tuviese
del autor solamente noticia vaga, quedaría sin duda sorpren
dido aJ reparar en que Ortega, discurriendo sobre las cuestio
nes más abstrusas, y con abundante y feUz acopio de citas
eruditas, dice de repente cosas como éstas: que los razonado
res son animales de sangre fría y aviesos; que las Islas Británi
cas son islas subjuntivas; que Aristóteles "se hizo un poco de
lío'' entre la metafísica y la teología (lo cual es cierto, pero
asombra verlo expresado en esta forma); que no tiene él, Orte
ga, a la mano, un buen diccionario griego; que el humorista
Lichtenberg no leía las odas de Klopstock; que en la cultura
zuki los sacerdotes no se pueden enfadar, porque esto com
prometería el orden del universo, etcétera.
Los ejemplos pueden multiplicarse revisando otros capítu
los. Así, cuando examina el concepto tomista de virtus intellec-
tualis, dice Ortega que el papel del intelecto en la fe es el del
compañero del capitán Centellas en el acto penúltimo de Don
Juan Tenorio, que dice sólo esta frase: ”Soy de la misma opi
nión". Y hablando de su juvenil crítica de la fenomenología
(muy atinada, por cierto) dice, mezclando las metáforas, que
”los jóvenes de Montmartre que hoy tocan de oídas la guitarra
del existencialismo ignoran aún de raíz esto, sin lo cual no
hay salida a la alta mar de la m etafísica”. Y hablando de la
distinción entre lo óntico y lo ontológico dice que ha servido
”para que con ella se gargaricen y cobren gran fe en sí mismos
los personajillos pululantes en los barrios bajos intelectuales”.
Hay que puntualizar esto muy bien: que ni las opiniones
que Ortega elige exponer de esta manera son siempre desati
nadas —muy lejos de esto—, ni deja de ser graciosa y estimu
lante la expresión, aunque discrepásemos de ellas. Lo único
que ahora debe tomarse en cuenta es el hecho de que tales
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 227
formas de expresión son adecuadas en el género ensayístico,
pero no en el género distinto que es la filosofía científica. La
corroboración es tan abundante, que la distinción de los gé
neros no se ha de prestar ya a confusiones . Así, al afirmar que
Heidegger representa un retroceso de estilo filosófico, después
de Husserl y Dilthey (también esto es cierto, por lo menos res
pecto de Husserl), dice Ortega que "se nos viene ahora otra
vez con patetismos, con gesticulaciones, con palabras de es
panto, con encogemos el corazón, con soltar de sus jaulas to
das las palabras de presa que hay en el diccionario: angustia,
desazón, decisión, abismo, Nada"; el existencialista es un "se
ñorito satisfecho" que necesita, "como el morfinómano, su
droga, oscuridad, muerte y Nada". Y a este propósito recuerda
—y cita in extenso— los versos regocijantes de La desespe
ración de Espronceda, "que venden en la Puerta del Sol por
una perra gorda". Y haciendo una sátira aguda y jocosa de
Kierkegaard, que toca a Unamuno de refilón, incluye la obser
vación de que "Madrid ha perdido el poco de alerta en la idea
que logró despertarse en él: ha vuelto a ser del todo el eterno
aldeón manchego que siempre en el fondo fue y le ha salido a
la cara su infuso e indeleble Madridejos". Y hablando otra vez
de Heidegger, para aludir a Sartre sin mencionarlo, encuentra
ocasión de afirmar que París ha dejado de ser la capital del
mundo, y no volverá a serlo si no elimina "la féteforaine del in
dino Picasso, la pedeiastia y el existencialismo". Y así sucesi
vamente.
El lector preguntará qué tiene esto que ver con La idea de
principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva. No es
necesario, ni sería propio de esta ocasión, entrar en un co
mentario a fondo de esa obra para confirmar que su autor no
evita la tentación de deslizar su pensamiento hacia temas y
asuntos que tienen su lugar propio en el ensayo, inclusive cuan
do aborda problemas tan abstractos como los de ese título.
A Ortega, por ejemplo, no le gusta el existencialismo. Muchos
podrán acompañarle en este sentimiento de desagrado. Pero
es innegable que, desde Kierkegaard a Sartre, el existencialis
mo ha venido tomando unas posiciones que tienen su sentido
histórico y filosófico, y ha planteado unos problemas que no
puede pasar por alto el filósofo que trabaja científicamente. Ni
228 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
siquiera cabe admitir que el sentido histórico, por lo menos,
de esas doctrinas existencialistas, pueda quedar definido con
el tratamiento más subjetivo y psicológico —más existencial—
que histórico.
Dice Ortega, en efecto, que una filosofía tiene, bajo el estra
to de sus principios patentes e ideomáticos, otros latentes que
no son ideomas manifiestos a la mente del autor, justamente
porque son el autor mismo, como su realidad viviente: son las
creencias en que está, y las creencias no son ideo^ mas, sino drao-
mmas, o sea acciones vivientes. En su raíz misma, una filosofía
no sería, pues, un sistema de pensamientos o ideo^ mas, sino un
sistema de draomas o posiciones vitales. Aplicando semejante
criterio existencialista a Kierkegaard, la filosofía de este autor
queda caracterizada draomáticamente como un "tosco aguar
diente de romanticismo provinciano", y su autor como un
"histr ón superlativo" que adopta en su provincia “la dramatis
persona de ser el enemigo titular del respetable Don Fulano de
Tal"; que "se las arregla para convertir la cuestión de Dios y el
Diablo en cosa de semejante jaez a la cuestión de si es el león
o el tigre el rey del desierto, cuestión que todas las tardes dis
cuten en el casino las fuerzas vivas del villorrio".
Aunque esta caracterización no entrase en dominio de la
sátira, tampoco bastaría para situar históricamente a Kierke--
gaard, porque el carácter personal y los draomas de un pen
sador no abarcan siquiera todos los componentes situacio-
nales de su pensamiento (y queda siempre abierta la cuestión
de la verdad contenida en ese pensamiento). El lector queda
muy complacido y divertido, pero se ha quedado también sin
saber qué fue lo que dijo Kierkegaard y por qué merece la
pena ocuparse de él. Porque la pena es evidente, cuando Orte
ga se ocupa de él con enfado y desenfado: aquila non capit
muscas.
Independientemente de Ortega, Huxley se planteó, según vi
mos, frente al caso de Maine de Biran, la misma cuestión de
las relaciones entre el pensamiento y la situación vital, entre
Jo existencial y lo histórico. Pero Huxley no pasa de plantear
el problema, y no creo que pretendiera resolverlo en un en
sayo. Éste es un problema de envergadura, y necesita un espa
cio de trabajo mucho más amplio. El ensayo le sirve a Huxley,
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 229
pues, para llamar la atención sobre un prob lema. En verdad,
el ensayo sirve sobre todo para esto; pero Ortega, en el suyo,
da el problema por resuelto, lo mismo en su aspecto teórico
que en su aplicación personal al caso de Kierkegaard.
Dejemos de lado la =aplicación al caso, la cual origina un
juicio demasiado perentorio. Dejemos también de lado que el
método o criterio empleado sea existencialista, cuando el con
texto formula tan serias reservas sobre esta filosofía. Atenda
mos, por un momento, a la cuestión de fondo: si el contenido
expreso de una doctrina filosófica tiene que explicarse radical
mente en función de esos supuestos vitales o existenciales que
son los draomas, entonces desaparece. toda posibilidad de
someter la doctrina a una verificación objetiva, comprobando
si es o no adecuada a los hechos reales de que se trata. Es de
cir, que tal verificación resulta superflua: una filosofía es una
expresión personal.
Lo más grave del caso es que esto es cierto: es ese insidioso
error en que consiste la verdad a medias. La filosofía es, en
efecto, expresión. Todo Jo que el hombre hace es expresión.
Pero la filosofía es algo más que una simple manifestación de
los fondos existenciales del filósofo. A esto lo llamamos ver
dad. Naturalmente, no es posible en un ensayo acometer en
todos sus frentes el problema de la verdad y analizar técnica
mente los aspectos de distinción entre la expresión científica y
la expresión no científica, lo cual no es tarea liviana. Si eludi
mos esta tarea, si observamos, como otros han observado, que
la existencia del pensador tiene algo que ver con su pensa
miento; y si de ahí pasamos, expeditivamente, con el estilo
apresurado que es propio de un ensayo, a sostener que la ver
dad depende de la situación, el compromiso que hemos ad
quirido es muy grave, y rebasa la frontera de los compromisos
intelectuales que es usual adquirir en un ensayo. La respon
sabilidad es teórica, pues resulta de todo esto que el pensa
miento filosófico es verdadero mientras exprese fiel, aunque
inconscientemente, los draomas o supuestos existenciales de
quien lo formula. La relación de conocimiento se contrae así a
una relación inmanente al sujeto mismo, entre lo que éste pien
sa ideomáticamente y las creencias que determinan su pensar
subconscientemente.
230 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Lo cual no significa que el análisis de esa relación interna
no pueda ser justificado e interesante. Significa solamente que
este análisis ha de ser, en todo caso, derivado o marginal; no
es tarea principal de la filosofía. Ésta no se ocupa, no se ha
ocupado nunca, ni se ocupará directamente de la persona del
filósofo, sino de la adecuación o no adecuación entre lo que
éste diga y la realidad. La cuestión es siempre la realidad; es la
necesidad de ofrecer respecto de ella, lo más sistemáticamen
te que se pueda, un cuerpo de proposiciones que provengan
de la observación y del análisis, y que sean comunicables o
verificables. El fondo existencial de un pensador es algo que le
concierne a él exclusivamente, y no puede constituir base co
mún para el entendimiento de otro pensador cualquiera. Por
lo demás, el psicoanálisis del pensador no precisa su situación
históiica (otro aspecto de los condicionantes de la filosofía
que ha de ser examinado sistemáticamente). El psicoanálisis,
por seguir llamándolo así, tan sólo explicaría con finalidad un
pensamiento si éste no guardase con la realidad ningún gé
nero de relación; si no tuviese ningún valor representativo; si
fuese, en suma, pura literatura, mera declaración arbitraria o
confesión personal.
La verdad también es un acto, un draoma; pero un acto de
relación intersubjetiva. No es una relación del sujeto consigo
mismo, que consista en permanecer fiel a su propio funda
mento vital, ni es una relación solitaria del sujeto con lo real.
Es una relación del sujeto con el otro sujeto, sobre la base de
la niisma realidad que les es común a ambos.
En el siglo pasado se inventó la donosa teoría de una moral
"sin obligación ni sanción". ¿Podrá inventarse ahora y circu
lar una forma de pensamiento filosófico que pueda cultivarse
sin obligación ni sanción? La obligacón es siempre la de ate
nerse a los hechos, a la realidad; la sanción es inherente al
proceder mismo de la filosofía. En efecto: siendo toda verdad
comunicable y verificable, la falta de verdad, sea error u opi
nión arbitraria, se corrige en la marcha natural del trabajo o
la ^ iTigen los demás. Sólo que, cuando se trata de errores, los
correctivos se llaman discrepancias, porque todos los errores
merecen respeto, incluso los propios. Las faltas ^cometidas
contra las reglas del juego son otra cosa: en este juego, todos
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 231
los contendientes han de creer en la verdad. De hecho, todos los
escépticos creen en ella, que si no, permanecerían callados.
Y ésta es la manera como discurre la ciencia en su historia,
aparte de todas las cuestiones de curiosidad psicoanalítica so
bre el fondo, o el bajo fondo, personal del pensador, y las anéc
dotas de su existencia.
Lo malo (quiero decir, hasta cierto punto) es que resulta más
divertido leer la sátira que hace Ortega de Kierkegaard que
leer al propio Kierkegaard. Porque la sátira puede seivir, cuan
do es certera y tiene gracejo como en el caso, para limpiar un
poco la atmósfera; y es evidente que la atmósfera de la filoso
fía ha estado sobrecargada por la patética moda de los temas
turbios. Lo malo, pues, es que siempre el que trata de poner
las cosas en su sitio tiene mala prensa. Y se comprende, por
que parece que toma a gusto el papel del aguafiestas; o bien el
otro papel, igualmente y merecidamente impopular, del pom
poso que prodiga a los demás esas burbujas de moralidad que
los ingleses llaman hi gh minded platitudes. Lo serio es una de
las cosas que pueden resultar más cómicas, y de Sócrates de
bimos aprender que la verdad tiene que suministrarse con un
granito de sal.
Pero, justamente, aunque el ensayo es un género salado, es
también apropiado para el moralísmo. No sólo muestran de
hecho su predilección por él quienes desean dar al prójimo
consejos e instrucciones más o menos sentenciosos. Es que el
género facilita, y hasta requiere, la aproximación de cualquier
tema tratado a los intereses humanos. Los temas no se tratan
en abstracto, por sus méritos propios o por su puro interés
intelectual, sino por el interés vital que presentan. (Otra cosa
es la ciencia de lo moral, llamada ética. É sta va por derr:oteros
teóricos, y no se detiene en incidentes.)
Adviértase de qué manera tan sintomática Huxley, cuando
plantea su problema de las relaciones entre lo personal y lo
histórico, entre lo existencial y lo social, no pregunta sola
mente cómo son estas relaciones, sino además cómo debieran
ser. Y no puede decirse de Huxley que sea uno de esos autores
fatuos y pagados de sí mismos, quienes gustan de abantarse,
sino todo lo contrario: es más bien conocido como un experto
232 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
picador de burbujas. Y, sin embargo, es moralizante. No di
gamos Gracián, a quien Huxley admira tanto y quien no hace
otra cosa que moralizar. Pero vean de qué manera tan deco
rosa, o tan precavida, recatan su yo los moralistas. Pues hay
que moralizar en nombre de la cosa, no en nombre de la per
sona. De otro modo, ésta aparece ^inflada, ostentosa y sufi
ciente.
Y aún así: no basta el recato del yo, cosa que pudiera ser
meramente un artificio estilístico. No es el empleo del pro
nombre personal lo que da un matiz egotista al discurso, ni es
su astuta eliminación lo que puede limpiar este matiz. Dijera
que es la simpatía humana, el interés por el prójimo, incluso
el amor del orden, lo que produce sin artificio ni designio la
efectiva proscripción del yo. Este yo, tan querido de cada cual,
y ttan enojoso a veces para los otros, no ocupa el primer plano
en las consideraciones de los moralistas; lo ocupan esos "otros",
aunque, para intimar con ellos y acercarlos más a su pensa
miento, se use la fóimula directa del pronombre personal.
Más aún, pues ni siquiera la simpatía humana, unida a la
sapiencia, puede impedir que algunos digan que el m oralis
ta es un pesado y un desabrido. "No se contenta el ingenio
con la sola verdad, sino que aspira a la hermosura”, dice Gra
cián. La hermosura está bien en todas partes, incluso en la
ciencia. Einstein sostiene que una de las tres condiciones que
debe cumplir una buena teoría científica es la elegancia (las
otras dos son metodológicas); y es evidente que no hay nece
sidad ninguna, para que una teoría sea profunda y verdadera,
de que se ofenda con ella el buen gusto de los lectores, dán
dole una formulación que sea zafia, y más esquinada que un
hastial. Démosla por descontada, pues, la hermosura en el
ingenio. Si la verdad es una verdad moral, el ingenio tiene que
ser además ingenioso. Porque eso de las verdades morales
está muy cerca de lo sublime, y como a todos nos divierten los
contrastes, la seriedad de las intenciones no basta para evitar
el peligro de la risa ajena. Las buenas intenciones han remon
tado al autor moralizante hasta una arista por la cual discurre
a veces muy serenamente, sin advertir que del otro lado está
el abismo del ridículo. Lo sublime no es una ceguera, no con
siste en desatender la inminencia del ridículo; es saber que
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 233
está ahí, y seguir confiado sin sentir el vértigo. Para esto se
necesita un temple heroico. En cuyo defecto, la oportuna son
risa propia puede prevenir la risa ajena.
El odium hacia el moralista lo causa su seriedad. El hombre
serio es limitado: tiene pocas cuerdas en la lira de sus senti
mientos, pues lo contrario de lo serio no es lo frívolo. La se
riedad misma puede ser frívola, sobre todo cuando el hombre
serio se toma a sí mismo demasiado en serio. Si además es
moralizante, resulta entonces insoportable. El hombre serio
es incapaz, por ejemplo, de esa pasión magnánima que es la
indignación. La indignación no es seria. Tampoco es serio el
sentido del humor, la capacidad de esa sonrisa redentora que
asoma su hocico travieso, como el de un conejo entre los ma
torrales. No creo que haya ningún hombre que, por mogrollo
que sea, sea capaz de matar a un conejo de bosque, si se le
acercó tanto que pudiera verle el hocico. El hocico del conejo,
aunque hace gestos de burla, desarma por su malicia cándida,
por su cóm ica incapacidad de mal. El hombre serio puede ser
incapaz de maldad, pero no desarma si no sonríe, y al sonreír
se le fue la preciada seriedad.
La sonrisa, sin embargo, tampoco es contraria a la pasión.
Según de qué pasión se trate, claro está, y de qué estilo de
sonrisa. Porque hay pasiones frías y pasiones cálidas. Va mal
la cosa cuando el moralista es frío. Y va mal igualmente cuan
do se combate al moralista con la ironía de especie fría, o con
el cinismo que es frío siempre. Hay qt1e desconfiar de una
cierta ironía que es como el marchamo de la mediocridad. El
que no sabe hacer nada sonríe irónicamente del que hace; el
incapaz de apasionarse sonríe de quien se apasiona. Todos los
ineptos se muerden el labio para disimular ostentosamente la
ironía con que pretenden redimir su inferioridad. El cínico,
siquiera, es superior, porque se siente seguro de sí mismo: tan
seguro como el cero, que es el único valor aritmético que no
se puede quebrar. La firmeza inquebrantable del cínico de
pende de que no pretende ser lo que no es, y no tiene nada
que encubrir. Para el uno y para el otro, para el irónico frío y
para el cínico, la santa capacidad de indignación por cuenta
ajena, o causa com ún, sen^a prueba de candor. Tal vez ella sea
realmente candorosa, y esto es Jo que la hace más vulnerable.
234 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Seamos francos: a la gente le molesta el Quijote, y si lo tolera
es porque es inefectivo; si el Quijote tuviera mal genio, nadie
le perdonaría su genio. Pero mientras hay indignación hay es
peranza. Las causas y las cosas son para los engañados, por
que todos los desengañados son estériles.
Claro que el intemperante, el desaforado Mysanthrope de
Moliere, nos hace sonreír si no llega a ofendernos. Pero la san
ta indignación no es incompatible con el buen humor, que la
tempera y que empieza en casa propia, como la caridad, cuan
do es bien entendida. El humor viene de adentro, es uno de
los simples ^y recios jugos vitales, y por esto sale caliente. La
ironía es un filtro más elaborado, de sabores más sutilmente
mezclados. Y como la filtración es intelectual, y es por ello me
nos fácil que sea cálida, hay que emplearla para estimular el
sabor de las ideas, reservando para las personas ese calor que
se pierde si la ironía se aplica a ellas.
Lo más serio de .todo es la burocracia. Para la administración
pública, el principio inquebrantable es el principio formal de
"cada cosa en su sitio y a su tiempo, y un tiempo y un sitio
para cada cosa". Por esto la administración no tiene alegría ni
tristeza intrínsecas; no sufre aiTebatos de humor o de indig
nación; tiene y ha de tener la frialdad de indiferencia impasi
ble qtie es propia del orden natural, al que debe acercarse
cuanto pueda para ser eficiente. La administración pública es
cosa seria, y muy seria. No puede admitir la frivolidad. Tam
poco pueden admitirla los hombres cuando llega la ocasión de
formalizarse o de ponerse serios. Porque todo depende de la
ocasión, y muy fti volo sería quien no supiese alguna vez "po
ner las cosas en su sitio".
E l ensayo es un “sitio" de éstos, en el que caben ciertas co
sas y otras no caben. La ciencia filosófica ^ otro sitio, que im
pone también algunas limitaciones infranqueables. Estas li
mitaciones son tan claras, tan naturales y genéricas, o propias
del género, que su violación se delata a sí misma como una li
teral extravagancia. Si un sainete acaba en tragedia, la sensi
bilidad más tosca advierte la incongruencia. Si a los autores
del Boris Godunof se les ocurre insertar un duetto cursi al cla
ro de luna en la tragedia, la discordancia del tono es m^ ^ es
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 235
ta, aunque el injerto pudiera tener un alto valor lírico. Y así,
de parecido modo, las anécdotas autobiográficas y los recuer
dos personales de un autor podrán ser muy fascinantes, pero,
insertas en un texto de filosofía científica, son tan incon
gruentes como las clásicas pistolas del crucifijo.
É sta parece ser, pues, una cuestión de sensibilidad. Pero la
palabra sensibilidad significa demasiadas cosas. No cabe duda
de que la sensibilidad del autor debiera prevenirle, antes de
incurrir en una confusión de' estilos o de géneros que apare
cerá como algo disonante a la sensibilidad del lector. También
es cierto que, ^ materia de arte, la sensibilidad se invoca
como fundamento de un ciiterio selectivo puramente perso
nal, y por tanto irreductible al juicio ajeno. Y, en fin, siempre
es posible eliminar de la obra de arte el detalle discordante, y
tal vez sólo la llamada galería deplorase la omisión del famoso
duetto en una representación del Boris. Pero cuando se trata
de una obra de pensamiento, la interferencia de la anécdota
personal en el curso de las ideas no es cosa de mera sensibili
dad, ni es incidente fácilmente eliminable. La incongruencia
afecta la concepción misma de la filosofía: revela la idea que
de ella se ha formado el autor como pura expresión de opinio
nes personales. Sea cual sea la doctrina que se exponga (y la
doctrina .misma no dejará de manifestar aquella idea básica),
se piensa que esta doctrina, y cualquier otra posible, tienen por
protagonista al sujeto que la expone, y no al problema de que
él mismo trata. Si esto fuera así, ya no habría incongruencia,
y por tanto hemos de ver si es así efectivamente. De momento,
quede claro que la cuestión no es de mera sensibilidad o de
preferencia personal. Todas las preferencias han de inclinar
se ante la norma objetiva; pero el determinar la norma es ya
una operación filosófica: la sensibilidad del sujeto no es pre
ceptiva.
Cuando estudiamos una teoría filosófica, ¿qué es lo que nos
importa: el hecho de que sea verdadera o el hecho de que su
autor sea un determinado individuo? Si lo importante fuera la
personalidad del autor, entonces éste no sólo podría, sino que
debiera presentarse en primer plano. Pero, en este caso, la
doctrina no tendría valor científico, si por ciencia hay que
entender lo mismo que han entendido siempre los científicos
236 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
desde Grecia. Si hemos de cambiar ahora este concepto, en
tonces la última ciencia será ... la biografía.
Pero no confundamos el valor científico de una proposición
con la autoridad de quien la formula. Pues autoridad puede
tenerla una opinión personal, aunque no sea científica, si ver
sa sobre cuestiones de las cuales la ciencia no se ocupa (cues
tiones que, incidentalmente, son más abundantes de lo que
suele creer el científico). En este caso, la autoridad es como
un crédito moral, y no sólo intelectual, que no disminuye aun
que la opinión expresada no logre nuestro asentimiento. Por
el contrario, en el dominio de la ciencia el asentimiento lo ha
de lograr la proposición formulada por sí sola, independiente
mente del grado de autoridad que hayamos reconocido a su
autor. Si la ciencia es posible en general, entonces la persona
lidad del autor es asunto privado que no cumple función nin
guna respecto del asunto público que es la verdad de su doc
trina. En el primer caso, todo pensamiento se reduce a la
expresión de una mera idea personal incontrastable. Por este
viaducto retrocedemos derechos hasta Protágoras. En el se
gundo caso, la filosofía tiene que replantear desde los cimien
tos el problema de la verdad: la cuestión general de la validez
del conocimiento humano.
Que hay ciencia es un hecho —no vayamos a engañamos
con palabras—, como lo es que esta ciencia no es una fanta
sía, sino que hace presa en la realidad. También es un hecho,
sin embargo, que la ciencia positiva y la filosofía no surgen
del aire fino, por generación espontánea, sino que son produc
tos del obrar humano. Es necesario que se analicen, por con
siguiente, los factores existenciales (y los históricos: mucho
cuidado) que intervienen en la formación y evolución de las
teorías, pues el hecho de esas influencias no puede quedar ahí
suelto, ni resuelto por las propensiones particulares de cada
autor. Quiero decir que si tales propensiones llevaron a un
pensador determinado a descubrir la importancia de aquellas
influencias existenciales, el hecho descubierto no constituye
por sí solo teoría. Ha de ser, también él, examinado científica
mente, porque su relevancia ha determinado nada menos que
la crisis del concepto de verdad en que se había fundado la
ciencia tradicionalmente.
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 237
La cuestión está planteada así en filosofía: esa crisis ¿invali
da un determinado concepto de la verdad y nos impone la
tarea de formular otro, o bien nos tonduce a una liter al deses
peración de la verdad? Los pensadores que se inclinan por
esta segunda alternativa no recuerdan que, fuera de la filoso
fía, las ciencias positivas siguen avanzando com o si la verdad
fuera posible; en realidad, no se percibe cómo pudieran ellas
progresar tan estupendamente, y abarcar todos los días nue
vas porciones del mundo, si la verdad, de una manera u otra,
fiera inalcanzable. Sospechamos que algunos pensadores son
escépticos de la verdad filosófica, bien porque olviden el he
cho de la verdad científica, bien porque ignoren el hecho de
que la verdad es solidaria, y no puede surgir con validez en el
dominio de las ciencias particulares y al mismo tiempo ser
una presunción inválida en el dominio de la ciencia funda
mental. Lo que ocurre, en suma, es que algunos filósofos se
han olvidado, cediendo a propensiones personales o existencia-
les, de que la filosofía es, en efecto, la ciencia de los principios.
Se trata ahora, por consiguiente, no de oponerse a una doctri
na de la cual discrepemos, sino de salvar o reivindicar a la
filosofía misma. Como esto ha de hacerse teoréticamente, éste
no es el lugar indicado; pero sí son indicados este lugar y esta
ocasión para enterar al lector de cómo están las cosas, en sus
términos generales, y para ayudarlo a que comprenda qué
peligros acechan cuando se habla a la ligera de esas influen
cias personales en la filosofea, y qué finalidades persigue quien
introduce las necesarias distinciones y cautelas.
Es manifiesto que la verdad se desvanece, y con ella la reali
dad misma que creíamos apresar, si el pensamiento científico
en general no tiene valor representativo, no es una represen
tación de las cosas tal como ellas son, sino un puro resultado
de estos tres factores: los antecedentes históricos, las situacio
nes sociales y la conformación ^ ^ cterológica del pensador
individual. Del problema, en sus términos técnicos, he tenido
que o c u p e n otras obras. Presento ahora este rápido esque
ma porque importa verificar que no puede resolverse tan sólo
espolvoreando el discurso filosófico con variedad de anécdo
tas e incidencias autobiográficas. Quiero repetir que el proble
ma es científico, y mientras no lo hayamos resuelto negativa
238 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
mente en este terreno, negando la posibilidad de la ciencia
como tal, no puede contar para nada el gusto subjetivo de un
autor determinado: queda sin justificar, mientras tanto, lo
mismo en el orden científico que en el de' la sensibilidad, esa
intromisión autobiográfica del autor en el desarrollo de su
teoría. En todo caso, con la simple intromisión no recibe prue
ba ninguna esa particular doctrina del condicionamiento sub
jetivo de toda doctrina.
El sentido de la filosofía como expresión puramente subjetiva
más bien parece, cuando se eleva a doctrina, la justificación
a posteriori de una imposibilidad temperamental de deshacer
se del yo durante el trabajo de pensamiento. De suerte que la
do^^m a es acertada en el caso concreto de quien la formula
para justificarse, pero este caso es anómalo en el seno de la fi
losofía. Y, con todo, es por ello mismo el homenaje final que
el egocentrismo rinde a la realidad objetiva, que el subjetivis
mo tributa a la verdad, proponiendo como verdad general e
imperscnal la 'doctrina misma de la verdad personal. En suma,
el yo no se puede presentar personalmente en la teoría sin acu
sar síntomas de mala conciencia, y sin sentir que debe justi
ficar de alguna manera su intrusión.
Así resulta, como habíamos previsto, que la aparición de la
anécdota no es en filosofía un mero detalle anecdótico, des-
glosable del cuerpo de la teoría. Si a unos filósofos como Hus-
serl o Bergson no se les ha ocurrido introducir anécdotas en
la ^ m a de sus ideas, ello no es debido a una decisión privada
de la sensibilidad o el buen gusto, sino a una incompatibili
dad radical, filosófica, entre la teoría y la exhibición del yo.
Digamos que se me ocurre analizar con la minucia requeri
da el método de la inducción en las ciencias de Ja naturaleza,
y llego a la conclusión de que “el valor de la ley inductiva es
independiente del número de los casos observados", con lo
cual echo por tierra las presunciones de los empiristas. Des
cubro en seguida que no hay manera decente de introducir mi
yo personal en la sustancia de esta proposición científica.
Digo sustancia porque yo puedo relatar cómo llegué a tal con
clusión, pero entonces el relato no es científico, sino autobio
gráfico. Si no lo hago es por recato, y sobre todo porque al
otro probablemente no le importa un comino enterarse de las
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 239
circunstancias en que efectué tal estudio. Inclusive añadiré
que resultaría muy aventurado referir esa proposición a un
rasgo de carácter personal que la^ hubiera promovido miste
riosamente y que con ella se expresara. Esa tesis, u otra cual
quiera de tal jaez, no es como una sublimación química o
psíquica de unos jugos endocrinos o unas proclividades ins
tintivas. Personales y autobiográficas serían acaso la predilec
ción por el tema o la ocasión de investigarlo, pero no el con
tenido de la proposición misma. Ésta es verdadera o no lo es,
independientemente de que la piense yo u otro colega, o de las
circunstancias en las que la hayamos pensado él o yo.
Detrás de toda obra está el hombre. Si la obra es grande,
sentimos naturalmente curiosidad por conocer al hombre gran
de que la creó. Este conocimiento ni realza ni desdora el va
lor de la obra. La biografía describe el drama de la producción,
presentando la vida real del productor; pero la obra misma ahí
está, y la "Sonata del emperador" no nos parece más hermosa
porque asociemos a ella el nombre de Napoleón, o porque
hayamos hurgado en la vida privada de Beethoven. Tampoco
deviene más verdadera la teoría de un filósofo cuando nos en
teramos de que el pobre tuvo que penar, acaso, para producir
la, con dificultades excepcionales, además de las corrientes.
Estas penalidades son la vida del autor, tan dramáticas como
se quiera, pero resultan extrínsecas en la vida de la obra, Ex
plican la producción de la obra en términos humanos, pero
no cuentan en la apreciación de lo que la obra misma explica.
Una obra de filosofía no es un libro de miseria de homne: es un
intento de aproximación a la verdad.
La ostentación del yo personal, como protagonista del pen
samiento, fue en Ortega y en Unamuno cosa sobre todo de
carácter y de estilo. Aparte de esto, en Unamuno el yo era el
protagonista de las ideas porque sencillamente las ideas no
valían sino como reveladoras de un drama personal: él no qui
so nunca ser hombre de ciencia. En Ortega, por el contrario,
el yo no es el tema elegido, y el drama personal que interfiere
en la expresión de las ideas depende sobre todo del drama de
éstas, es decir, de que alcancen el destino que su autor proyec
tó para ellas (y para sí mismo, en función de ellas). É ste ya no
es el drama de una aventura de las ideas entre las cosas reales,
240 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
sino el de su aventura entre los hombres, Congmente con este
drama es, por tanto, la teoría de los draomas, según la cual las
ideas se fundan en las acciones y las creencias. Precavido, sin
embargo, Ortega no llegó a afirmar que las ideas no surgen de
una contemplación de las cosas y que no las representan (dijo
sólo que éstas dependen de quién y cómo las contempla). Era
inevitable, de todos modos, que alguien intentase forzar la po
sición de Ortega y llevarla al límite de su posibilidad implícita.
Así ha surgido una peculiar doctrina "personalista", según la
cual habríamos de considerar que la filosofía no es repre
sentación de la realidad, sino "confesión personal".
Este personalismo ya no es una teoría de la persona huma
na; es una teoría de la filosofía en general, o una "filosofía de
la filosofía", en la cual se ^ ^ ^ a que toda teoría es, de hecho,
subjetiva y relativa, aunque el autor recate su yo personal
cuando la formula e intente hacer con ella ciencia verdadera.
Semejante recato se interpreta entonces como un hecho anec
dótico más, como un mero pudor estilístico; o bien se inter
preta como la ignorancia de aquellos factores subjetivos que
acusaría todo el que tiene la vana pretensión de hacer teoría
objetiva. Lo cual ya no es solamente grave porque con ello se
niega la posibilidad de la ciencia en general, y no sólo de la
filosofía; resulta además un poco fastidioso, porque siquiera
el yo personal de un Ortega o un Unamuno (por no decir de
un Nietzsche, de un Kierkegaard o un Maine de Biran, que es
de donde viene la cosa) es interesante siempre. Si la filosofía
es confesión personal, el interés de una filosofía dependerá de
la riqueza vital de la persona que la formula. El lector estará
autorizado, por consiguiente, a reclamar una confesión fran
ca, sustanciosa y completa, y habrá de sentirse defraudado
ante el producto anodino de un yo que se exhibe a sí mismo y
a la vez se encubre con la teoría impersonal de la filosofía per
sonalista. En todo caso, un solo gesto le estará vedado al yo en
esta filosofía: el gesto de reclamar la primacía en la originali
dad de una idea; porque, si todas las ideas son confesiones
personales, todas son igualmente originales. Esta doctrina, si
fuera cierta y se adoptara con una convicción consecuente, de
biera, por lo menos, traer la ventaja de una modestia extrema.
Y con ello volvemos otra vez al punto de partida. La omni-
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 241
presencia del yo, aunque resulte embarazosa para el gusto, no
es en filosofía una mera cuestión de gusto. El profano podrá
decir que le gusta o no le gusta, anecdóticamente, la preemi
nencia del autor en la obra. El filósofo, por su cuenta, no po
drá por menos de tomar ante el hecho decisiones intelectuales
comprometedoras, por razón de las consecuencias que puede
traer, cuando sirve de base para una falsa noción de la filo
sofía. Si se aceptara en esos términos la implicación de la per
sona en la idea, resultarían de ello consecuencias insoslaya
bles respecto del concepto de verdad.
El yo es un manantial inagotable de reflexiones, pero en los
límites de este ensayo, queda solamente un punto por fijar. Se
ha dicho que el genio español es personalista: que en toda
clase de obras el español se identifica con su creación; y si
ésta es obra de palabras, el autor siempre habla de sí mismo.
Esto no sería, pues, ni defecto ni virtud, sino radical forma de
ser, y la obra resultaría, por tanto, más auténticamente es
pañola cuanto mejor reflejase esa conform ación. No voy a dis
cutir ahora esta idea de los caracteres constitutivos del genio
español. Sólo puedo indicar que si el genio español es lo que
es, también la filosofía es lo que es, y ésta no puede ser de otro
modo: antes podiá transfo^ arse el genio español, y hacerse
apto para la filosofía, que cambiar ésta su esencia y sus nor
mas. Si fuera cierto —cosa dudosa, realmente— que el espa
ñol no puede domeñar su yo para hablar de las cosas sin po
nerse a sf mismo entre ellas, y sin pretender que lo importante
no son ellas, sino lo que él diga, entonces habrfa de proclamar
su renuncia a la filosofía, franca y lealmente, y buscar la glo
ria donde el yo puede explayarse sin confines: en la literatura,
en las artes o en el riego de los campos secos. Cuando se tiene
un yo que es tan imperativo y absorbente, hay que reconocer
que no se puede servir a dos amos. Porque la ciencia es servi
cio, en el cual ingresa el yo libremente, o libremente queda
exento del servicio. La alternativa es clara: o se sirve al yo o se
sirve a la filosofía. Demostrar que no se permiten las ambi
güedades equivale a desbrozar el camino de las vocaciones
filosóficas. Que lo sigan quienes tengan la muñeca firme para
\
em br dar su yo encabritado.
242 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Le moi est haissable, ha dicho Pascal. Tal vez no, tal vez no
tanto. No odioso, pero ciertamente puede hacerse tedioso. Un
pintor que no pintase más que autorretratos resultaría a la
postre aburrido, aunque sus autorretratos fuesen tan maravi
llosos como los de Rembrandt. Pero unas memorias de Rem-
brandt, si las hubiera escrito, serían apasionantes. El yo es el
gran tema, el tema de interés inagotable para cada uno; y el yo
ajeno también, en tanto que el ajeno es un símbolo del propio,
es su complemento, su "cara mitad". El prójimo nunca nos es
extraño por completo. Por esto lo llamamos prójimo: su vida,
aunque sea muy distinta de la nuestra, realiza posibilidades
que en germen se encuentran en nosotros mismos. Su vida
podemos, pues, compartirla siempre. Lo cual explica que un
libro de memorias se lea con más voracidad que una novela.
Aquí no hay que fingir la relación simbólica: los personajes
son todos reales, son parte de nosotros mismos, así el autor
que cuantos han entrado en relación con él. Y la curiosidad que
sentimos por el yo ajeno aumenta en la medida ^ que los per
sonajes son conocidos, han alcanzado por sus obras o sus ac
tos, los que sean, algún género de excelencia que los sitúa,
como objetos predilectos de la atención, por encima del nivel
medio de los hombres.
Ortega hubiera podido escribir unas memorias que fuesen
una obra maestra, realmente memorable. Reunía para ello to
das las buenas condiciones, lo mismo las positivas que las ne
gativas. Entre estas últimas se cuenta la de no tener un carác
ter y un estilo de blandura fofa; de suerte que hubiera podido
evitar con naturalidad ese peligro de los melindres y el senti
mentalismo que edulcoran tantas memorias. Había acumulado
además vastas lecturas y, sin haberlo conocido, puede afir
marse que había leído el libro del mundo en variadas expe
riencias de relación humana. La propensión espontánea de su
pensamiento a buscar formas de expresión personales hubiese
encontrado en las memorias un género más apropiado aún
que el ensayo. Porque sus memorias no hubieran sido simple
mente un relato de anécdotas o de sentimientos, sino una es
pecie de biografía de ideas: una historia de sus reacciones per
sonales ante los pensamientos ajenos y las personas de los
pensadores, enriquecida por una vena satírica muy fresca, aun
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 243
que un poco sarcástica: una crónica de las ideas propias, y de
cómo habían ido apareciendo ^ su mente, y en relación con
qué propósitos vitales; de cómo se habían ido desarrollando y
evolucionando, y qué incidencias subjetivas y sociales se ha
bían presentado en su itinerario. Las memorias sí permiten la
implicación del hombre en la idea, porque en ellas no se trata
de la verdad de la idea, sino de la vida misma del hombre, y la
verdad está bien cumplida ^ el puro relato de esa vida. Y todo
esto lo hubiera escrito Ortega con una amenidad, con una
sagacidad y un ingenio para sacarle brillo a cada situación,
que hubieran sido tanto más estupendas cuanto que el primor
de su estilo hubiera podido desplegarse ahí con gran desen
voltura. Las trabas que impone siempre en filosofía la necesi
dad de exponer un pensamiento abstracto, en los escritos de
Ortega se- puede notar que le incomodan, que retraen o emba
razan la fluidez de su estilo y lo resecan a veces; por esto pa
rece dispuesto a evadirse de la sujeción, pasando cuan pronto
puede de la idea hacia la imagen y hacia la persona.
Con las memorias hubiese podido quedar satisfecha la cu
riosidad de los profanos que se interesan más por Ja persona
que por la idea, o a quienes parece que la idea está bien esta
blecida si está bien expresada. También a los profanos en la
vida política o en la vida teatral nos apasionan las memorias
del estadista o del autor dramático. Estos dos tipos de esce
nas, tan parecidas en muchos aspectos, las contemplamos
como espectadores. Las representaciones se desenvuelven se
gún las reglas del arte, y el público es el señor supremo, en el
sentido de que aprueba o desaprueba la representación; pero
su señorío no trasciende los linderos de la escena. Todos sabe
mos que detrás de ella hay unos bastidores y una tramoya,
una gran actividad que escapa a nuestra observación, y hasta
personas y pasiones que no asoman al escenar o, que consti
tuyen un ^ ^ m a aparte, aunque contribuyen al desarrollo del
drama representado. Todos sentimos, más que curiosidad,
anhelo de saber "Jo que hay detrás", de conocer las intimida
des ocultas. Y como nos consta que esa necesidad nuestra de
saber lo que pasa a escondidas, y el juicio que podamos hacer
de ello, no alteran casi para nada la marcha del drama que se
da en público, por esto nos satisface que uno de los protago
244 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
nistas del drama velado nos peimita atisbarlo. Los autores,
los directores de escena y los actores, los comparsas y los em
presarios los encon^^m os así, vistos desde el otro lado, el lado
de adentro, y nos conforta relacionar entonces las dos imá
genes que tenemos de ellos, la pública y la privada. El actor,
por ejemplo, se convierte al fin en una persona humana por
derecho propio, independiente de las diversas personas o per
sonajes dramáticos representados por él, y con los cuales he
mos tenido que identificarlo hasta entonces. Y el autor se cons
tituye también en un ser de carne y hueso, y deja de ser esa
entidad un poco abstracta que era el progenitor de unos seres
ficticios.
Sin embargo, el autor estaba ya en su obra, más íntegra
mente presente que si hubiere aparecido en ella como actor,
porque la obra es de su carne y de su hueso y de todo lo de
más que forma su ser. La obra es el hombre; lo es más aún
que la simple humanidad anecdótica que descubrimos al me
temos en su vida privada. Por esto, si nos gusta leer memoiias
es porque, siendo éstas también un género literario, consti
tuyen una mediación, y las personas se presentan en ellas to
davía como personajes. Pero cuando logramos conocer per
sonalmente al individuo que es el autor, la curiosidad parece
que queda defraudada. Queríamos encontrar el personaje que
fuese a J a vez persona de carne y hueso como nosotros, y nos
decepciona descubrir que el hombre es precisamente como
nosotros, de carne y hueso. La aureola de prestigio se desva
nece al contacto inmediato. Hay que volver a la obra para re
cuperar la persona auténtica del autor.
Si la obra es teatral, para seguir con el ejemplo, su drama
puede muy bien ser autobiográfico, y no por ello disminuirá
su valor literario. Pero si la obra es filosófica, no se percibe
cómo la inserción de lo autobiográfico pueda realzar su valor
científico. Y cuando se afirma además que este valor se reduce
exclusivamente a la expresión personal, entonces, ¿no resulta
mejor escribir para ^ teatro? La literatura es expresión per
sonal, y no tiene otros- compromisos. Las memorias, aunque
sean filosóficas, son obra de literatura, y pueden ser muy bue
na literatura. Claro está que el mérito de unas memorias y el
interés que ellas despiertan son función del mérito y del in
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 245
terés que suscita Ja persona de su autor. Quiere esto decir que
es necesario que el autor de una autobiografía haya alcanzado
notoriedad —eventualmente, como autor de otro género i de
obras— para que sus memorias sean bien interesantes, para
que el público sienta ese cosquilleo previo de curiosidad por
"lo que está detrás", por la intimidad no patente en esas obras.
Aparte de que son buenas pinturas, los autorretratos de Rem-
brandt nos apasionan porque son patéticos, porque nos per
miten atisbar la vida patética de un pintor al que considera
mos genial porque ha pintado obras grandes no patéticas, no
autobiográficas, lo mismo que van Gogh. Nadie puede ser ge
nial escribiendo solamente unas memorias. Las memorias son
un by-product, el producto residual de un genio ya probado en
otros menesteres.
Por esto digo que las memorias de Ortega hubieran sido una
obra maestra, porque del genio de Ortega no es posible dudar.
No tenía él que probarlo, pues, con una obra que no llegó a
escribir. Quienes se lo negasen expresamente, o rehusaran dar
testimonio público de su reconocimiento, se pondrían de es
paldas a la evidencia. Pero como eso que llamamos genio es
una virtud o cualidad humana elusiva e indefinible en abstrac
to, y que se demuestra sólo en lo concreto de unas obras, no
hay que imaginar que el genio se desvanece cuando las obras
son criticables. A la vez no es sensato pretender que éstas sean
íntegramente excelentes, sin desfallecimientos de la perfec
ción, por el hecho de que su autor sea genial.
El genio es una propiedad del carácter que magnifica las
potencias creadoras. Siendo, por tanto, algo tan individual, su
posesión no determina en las obras creadas la presencia uni
forme de unos ciertos rasgos o cualidades. Cada genio tiene
su propio genio y su carácter. De suerte que lo que debe hacer
quien se para a examinar ese estupendo fenómeno que es el
genio no es otra cosa que analizar su carácter, es decir, ver
qué cosas hizo efectivamente y cómo se las an^egló con su ge
nio ingénito. Entonces la guía del estudio ha de ser la voca
ción, porque en ésta se encuentran, como componentes esen
ciales, a la vez las condiciones ingénitas o naturales y las
decisiones voluntarias.
246 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Ortega tenía el genio de la palabra, el genio de la expresión
verbal (las capacidades intelectuales en alto grado se dan aquí
por descontadas, naturalmente, porque la palabra de mera pa
labrería no puede ser nunca genial). Se nota que Ortega goza
siempre con la expresión, que se regodea incluso en ese mar
infinito de las palabras que es su habitat, su elemento natural.
El hallazgo de una fórmula feliz le da felicidad y la comunica a
sus lectores. Es una lástima que los críticos literarios no se
hayan abocado al estudio de su estilo. Porque todo el mundo
reconoce y proclama la excelencia de ese estilo, pero no suele
precisarse en qué consiste la excelencia, cuáles sean sus for
mas y sus fallas, que también las tiene. Éste es un destino muy
curioso: en tanto que filósofo, sus colegas ensalzan su habili
dad de escritor sin entrar en detalles, mientras que los escri
tores y los críticos literarios, aunque no le niegan el mérito, se
sienten dispensados de estudiarlo porque fue un filósofo.
Como siempre parece escribir calamo currante, sus oracio
nes resultan a veces barrocas, o demasiado abruptas, como si
no hubiese tenido tiempo de alisarlas. Siempre víctima de la
insidiosa facilidad, da la impresión de olvidar que la sim plici
dad es la última complicación del arte. No se hizo para él este
canon clásico:
Cent fo is sur le métier—remettez votre ouvrage,
Polissez-le sans cesse...
Su estilo propende también a la sequedad, tal vez porque es
más intelectual que lírico, que cordial, si así cabe expresar un
rasgo que no deja de tener relación con el hecho de que fuera
también más gráfico que musical, más visual que auditivo.
Las cualidades puramente musicales de melodía y ritmo, de
consonancia y armonía, le fueron negadas. Sus frases bien
cortadas y sus imágenes saltan a la vista más que al oído. Las
imágenes mismas abundan tanto, que revelan como un cu
rioso temor de que el texto resultara aburrido para los lecto
res si el tema fuera demasiado abstracto y las imágenes no
procuraran mantener alerta la atención. Característicamente,
abundan más en los escritos de filosofía que en otros textos
literarios. Cuando se trata de ideas, la imagen no la emplea
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 247
sólo como analogía, para ilustración del pensamiento, sino
como ornamento estilístico, como fioritura. La insistencia en
este recurso no puede siempre evadir la afectación; por esto
su estilo es contagioso, y los imitadores que no tienen su ge
nio afectan sus maneras y resultan amanerados.
Yo no sé si hay muchos lectores, entre la totalidad de los
cautivados por su brillantez, que hayan advertido en su estilo
la frialdad, o que la hayan interpretado como" ausencia de lo
que pudiéramos llamar fervor. Es el suyo un estilo intelectual,
como dijimos, que arrastra al lector en una línea seguida;
pero no lo mece, porque no tiene los contrastes, los altos y
bajos de una graduada escala emotiva. Si le falta la autocrítica
no es por defecto de su entendimiento, que fue preclaro, sino
unas veces por esa prisa que afecta a las ideas, y no solamente
a su expresión (recuérdese: "La vida es prisa [ y es preciso
hacer de la prisa el método de la "verdad [...]. Verdad es lo que
ahora es verdad"), y más fundamentalmente por una reserva,
por una especie de incapacidad de entrega. No quisiera que la
inhabilidad me hiciese ahora parecer injusto con las fórmulas
que empleo para expresar, bien que mal, una impresión que
su estilo me produce. Ya se comprende que cada cual es como
es, y por consiguiente la caracterización estilística no puede
tomarse como ciítica de un error, o como la puntualización
de una discrepancia. Pero, en fin, esa reserva de Ortega la
pondría en relación con su tono tan señaladamente asertóri-
co. Lo que escribe nunca parece que haya surgido de un diálo
go, ni que lo admita. Seguramente porque no surgió de una
lenta investigación, sino de una iluminación súbita, tampoco
parece que haya superado unas dudas previas, ni que las du
das puedan sobrevenirle. Las dudas no deja de crearlas el diá
logo interior, cuando no hay diálogo con los demás. El otro yo
que todos llevamos dentro es el que abre la puerta de nuestro
interior a las razones de los demás, el que los representa,
porque es el que critica lo que el yo mismo hace. La supresión
de ese “otro yo" es la que nos deja encerrados en nosotros
mismos, conclusos, o sea terminantes.
Esto es lo que he querido decir aludiendo a la capacidad de
entrega. Acaso su incapacidad no fue sino la de expresar esa
capacidad en sus escritos, Pero entonces sería un defecto esti-
248 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Ifstico; y si esto no parece verosímil en un gran escritor como
él, ¿a qué se debe la decisión voluntaria de eliminar siempre
todo lo que fueran salvedades, reservas o distingos, y de dar a
cada palabra el tono resonante de “la última palabra"? No lo
sé bien; pero el hecho es que esos escritos no ofrecen brecha.
Se imponen, pero no dan entrada, como si el autor aspirase a
mejorar a los demás (esta aspiración educadora es constante
en Ortega), pero no quisiera ni necesitara compartir con ellos
las penalidades de la vida que implica siempre el deseo de me
joramiento, y prefiriese guardar las distancias. Esta distancia
no es buena para la autocrítica, porque impide advertir otras
capacidades vi tales, o intelectuales, distintas de las nuestras;
nos priva de esa facultad de literal simpatía y amortigua el eco
de otras vidas en la nuestra. Ortega siempre da la impresión de
que viaja solo.
No le falta, esto no, el sentido del humor. Pero este humor
propende con demasiada facilidad al desdén y al sarcasmo, y
no está suavizado por Ja sonrisa, que es cordial y conciliadora.
La paradoja de la sonrisa es que ella permite estimar incluso
aquello que se rechazaría y que, a la postre, queda también
salvado. La sonrisa es la más sana fuente de la caridad. Es la
caridad final con que, después de haber puesto las cosas en su
sitio con todo el tesón intelectual, se reconoce que ni el crítico
ni el criticado son otra cosa que hombres, es decir, muy poca
cosa. En el último extremo de nuestra humanidad, lo que res
ta es lasim patía mutua, el compadecimiento.
No hay que eximir, pues, a Ortega del análisis literario por
que sea un filósofo; ni eximirlo del análisis filosófico porque
sea un escr tor, ni eximirlo, en fin, de crítica alguna porque sea
un genio. Genial es, desde luego, como poeta o poietés, como
productor o artífice de la palabra. Pueden entrar, en la prefe
rencia que diré, razones personales también de vocación; pero
es dudoso que ellas solas determinen la primacía de la ad
miración que nos produce el artífice, el buen operario, y en
particular el que opera con palabras. Porque hay en el hacer
productivo una nobleza intrínseca que no depende de la esti
mación ajena y que sitúa al que hace cosas por encima del que
meramente las manipula, las vende o las traspasa. El carpin
tero, el labrador, el joyero, el albañil, el escultor, el poeta, pue
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 249
den sentir ese realce de la condición humana, esa insustituible
nobleza ética que da la conciencia de la obra bien hecha, del
trabajo bien acabado. El artesano nunca es un parásito: gana
con su obra su lugar en el mundo y deja en él una huella. La
secuencia de estas huellas forma el camino de tradición de
una cultura. Y aunque en la variedad de una cultura cada cual
ocupa un sitio alto, no según la índole de su obra sino según
el mérito de la ejecución, no cabe duda de que al artesano de
la palabra se reserve el más alto lugar; porque no veo que haya
podido el hombre crear un arte de más hidalga condición que
el arte de la expresión verbal.
Por su obra misma, pues, y no por debates de los demás, tiene
asegurado Ortega su lugar de eminencia como aitesano de la
palabra. Pero, ¿a qué formas, géneros o estilos específicos se
encaminaba naturalmente el genio de la palabra en Ortega?
Porque la palabra, claro está, sirve para decir, y lo que se va a
decir requiere la previa elección del género y el estilo. No se
puede decir cualquier cosa de cualquier manera, ni alojar cual
quier pensamiento en cualquier forma. La forma y la idea se
gestan y producen conjuntamente. Por tanto, la pregunta abor
da el tema de la vocación de Ortega. Y esto es tan claro, que
basta advertirlo para convencerse de que muchas críticas y
defensas de Ortega perderían su razón de ser si Ortega fuese
solamente un escritor. Su mérito sería tan indiscutible que no
podría suscitar polémicas. Pero Ortega es un escritor de filo
sofía —como él se llamó a sí mismo—, o sea un filósofo; y el
hecho de que empiece por ser un gran artífice de la expresión
no implica desde luego que sea igualmente un gran artífice de
pensamientos. De sus pensamientos no hemos de ocuparnos
aquí, en cuanto a su valor filosófico, porque ya lo hemos he
cho en otra parte. Este ensayo sobre el ensayo nos ofrece la
ocasión y el medio para ir anotando algunas observaciones
sobre el ensayo como forma vocacional específica del pensa
miento y de la expresión en Ortega. En el curso de estas ob
servaciones no podemos por menos de reparar en el hecho de
una deslealtad interior de Ortega ante su vocación; o si se quie
re, de una ambigüedad de sus decisiones vocacionales ante
sus propias impulsiones genuinas.
250 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
Dijo Nisard, comentando el gran clásico del ensayo: '"Ouvrez,
Montaigne, nimporte a quel feuillet; des les premiers mots vouz
serez au courant. Ce sont de ces livres qui commencent et finis-
sent 4 toutes les pages”. Esta apreciación vale para cualquier
libro de ensayos. De todos, si son buenos, puede decirse que
comienzan y acaban en cada página. Los temas son varios y
permiten, casi obligan, a una lectura guiada sólo por el azar
de la ocasión. El ensayo es filosofía da camera. Un libro que
agrupe varios ensayos dispersos, o que trate de un solo tema
en estilo ensayístico, es como esas obras musicales que se lla
man suites, en las que verdaderamente no hay suite o conti
nuidad, y cuya gracia consiste en disponer como una serie
discontinua un cierto número de composiciones breves, dis
pares en cuanto al tempo y la modalidad expresiva, y a las que
presta unidad solamente el estilo del autor. El orden mismo
de los números sueltos dentro de la suite o secuencia es con
vencional; ninguno perdería su valor si cambiara su lugar, o si
se ejecutara solo; ninguno depende por enteio del anterior o
del siguiente para integrar un orden de continuidad. No es
como el apoteósico Amen del Credo en la “Misa del papa Mar
celo” de Palestrina; el cual podría darse como pieza separada
en un concierto, y de hecho creo que ha llegado a darse, por su
gran duración y por la suficiencia de su forma fugada; pero,
en rigor, la gloria polifónica del Amen depende musicalmente,
y no sólo por el texto, del previo, escalofriante et incarnatus
est. La obra es de gran aliento, y de un aliento único: fue con
cebida y ha de ser ejecutada "de un solo soplo".
Este gran aliento es el que le falta a Ortega. Y es menguado
servicio, creo yo, el que se presta a su renombre cuando se
pretende que su genio como compositor de palabras era como
el de un músico sinfónico, y no el de un músico da camera.
Porque esto es pedirle lo que no podía dar su vocación natu
ral, y a la vez disminuir el mérito intrínseco del género en que
sí podía dar y daba todo lo que tenía. Bien es verdad que fue
el mismo Ortega quien originó el equívoco. Pero el lector y el
crítico pueden desatender esas indicaciones que hace el autor
sobre sí mismo, inclusive cuando es él quien sale perjudicado
con ellas; y tal vez más en este caso, pues de otro modo las
confusiones se eternizan y originan discusiones bizantinas.
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 251
Un discípulo suyo predilecto afirma que Ortega es “uno de
los pensadores más sistemáticos que han existido”. Otro dis
cípulo predilecto reconoce, en cambio, “la derrota de su pro
pia voluntad de sistema [la de Ortega] por su propia incapa
cidad caracterológica, existencia!, para él"; y observa cómo
Ortega “o rehuía entrar en los empeños y penas sistemáticos y
metódicos previsiblemente prolongados o, si se engañaba en
sus previsiones, se cansaba de ellos antes o después, pero
siempre antes de llevarlos al cabo debido". En suma, pensaba
escribiendo y se asustaba o aburría de los problemas, con sus
complicaciones infinitas, por no tener “la constancia pacata
del pensar metódico y sistemático, ni de la investigación his
tórica". Yo recomendaría que se adoptase esta segunda clave
de interpretación; y no me inclino a proponerla por una predi
lección particular, aunque proviene de un convencido tardío y
tiene por ello especial autoridad, sino porque los hechos mis
mos la imponen. En verdad, creo haber sido el primero en
fundarla y razonarla para explicarme a Ortega. De suerte que
la opinión antes citada no hace sino confirmar la misma que yo
había considerado conveniente proponer, incluso a veces con
los mismos términos, sobre el estilo “circunstancial" del pen-
sanUento en Ortega.
Es evidente que el "circunstancialismo", entendido aquí o Dmo
la discontinuidad de) pensamiento de Ortega, no es un defec
to, sino una cualidad positiva, y sólo aparece como un defecto
cuando se pretende, para decirlo en términos bergsonianos,
que con una serie de elementos discontinuos pueda recompo
nerse una continuidad; o sea que una serie de ideaciones oca
sionales pueda, por recomposición posterior, resultar equiva
lente a la esencial secuencia de una teoría. Esa discontinuidad
es o puede ser cualidad positiva porque es condición intrínse
ca de un determinado género (aunque inapropiada, y hasta
nefasta, en un género distinto). Es la cualidad del ensayista
nato. Y dentro del género, será tanto más alto el mérito de. un
autor cuanto más deslumbrante sea, como en el caso de Orte
ga, la luz de esa idea que surge ante el hecho ocasional, o ante
la idea ajena. Si la luz es como la de un faro intermitente, esto
no disminuye su brillo ni le resta utilidad. Ahora, si el mismo
Ortega pretendió ser como un faro de luz fija, o sea, para aban
252 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
donar la imagen, si no le bastó ser un ensayista genial, y aspiró
a ser además un filósofo científico, esto es asunto aparte, del
cual hacemos ahora mención sólo porque confirma la inde
cisión vocacional de Ortega, 1a ambigüedad de sus decisiones
frente a sus ingénitas capacidades o inclinaciones. No cumplió
lo prometido, y esto no es grave, porque en definitiva mucho
cumplió. Sólo podría resultar grave si algunos creyeran que lo
que dio es efectivamente lo mismo que había prometido; y no
sería grave porque hicieran un juicio equivocado de su obra,
sino porque en este juicio va implícita una idea muy equivoca
da de lo que es la filosofía. Los profanos de la filosofía han de
recordar siempre que el camino de la ciencia es muy arduo, y
no hay expediente ninguno, fórmula mágica que pueda procu
rarles une philosophi e sans la ^ rmes.
Probablemente fue Gorgias el primer hombre que tuvo “con
ciencia de estilo“. Otros, antes, habían tenido estilo. Pero la
conciencia de estilo despierta con el descubrimiento de que
'1a palabra es un gran poder": logos dynastes megas estín. La
ironía de la situación es que fuera precisamente el sofista quien
viniese a descubrir ese gran poder, pues el descubrimiento
realza la virtud de la palabra, entendiendo por virtud, a la
griega y a la romana, la propiedad esencial y la fuerza operati
va de una cosa. En su virtuoso poder posee la palabra una
nobleza intrínseca que la sitúa muy por encima de todos los
demás poderes. Aparentemente. Sí, aparentemente, porque
los poderes se miden sólo cuantitativamente, por la magnitud
e intensidad. En rigor, toda forma posible de poder es indife
rente, neutral y descualificada, y la nobleza depende sólo del
fin para el cual se ejercita cada poder. De suerte que esa virtud
de la palabra, que es su fuerza operativa, puede no ser vir
tuosa, si ^ lo es el fin. En el orden de lo humano, los poderes
son los medios, no los fines.
Por esto es peligrosa la retórica, la estupenda y equívoca
invención sofística, la cual no atiende a los fines y sólo da las
reglas para conjugar los medios poderosos de la palabra. Pero
el que posee las reglas del juego no siempre soslaya la ten
tación de jugar sucio y de hacer juegos de palabras; los cuales
pueden ser inocentes, si son puramente verbales; o ser más
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 253
graves, si son los juegos de conceptos llamados sofismas; o
más graves todavía, cuando implican la convicción de que
todo pensamiento es juego, de qué la filosofía es un puro ejer
cicio lúdico, y de que la belleza retórica es un buen sustituto
de la verdad. Entonces la palabra es tanto más viciosa cuanto
más eficaz es su intrínseco poderío. De ahí que los filósofos
—'Platón y Aristóteles en este caso— no intentasen rebatir el
aserto de que la palabra es un poder, sino que se esforzaran
en salvar a la verdad y en impedir en lo posible que los hom
bres, sobre todo quienes hablan públicamente, se olvidaran de
este fin de la palabra y la empleasen para cualquier fin, indi
ferente o neutralmente, o sea amoralmente. La belleza no acep
ta como tributo el sacrificio de la verdad, lo cual significa que
el buen arte de la palabra es un arte moral, y no meramente
un arte retórico.
Observe el lector que nuestra civilización, toda ella, entera,
está montada ^ el aire: depende de esos sistemas de significa
ciones que flotan en el aire, por así decirlo, que salen con el
flatus vocis, y a las que llamamos palabras. Esta es una civi
lización verbal. Lo es inclusive hoy, cuando el poder no sólo
se mecaniza, sino que parece desdeñar cualquier otra forma
de ejercicio que no sea mecánica. En la medida en que pros
pera esta mecanización del poder, y en que “la última pala
bra" la tiene el que no habla, el que posee la máquina, en la
misma medida se está barbarizando, o “desverbalizando", la ci
vilización. Éste, y no otro, sería el indicio de lo que se ha lla
mado “el genio sombrío de los tiempos modernos". Pero la pa
labra no es eliminable, y hasta la civilización mecanicista ha
tenido que transigir con ella, ideando maneras de mecanizar
también el verbo. Unos conciben al logos como un puro me
canismo, y entronizan a la soberana de las formas lógicas que
es la matemática; otros conciben el mecanismo que triunfal
mente habrá de sustituir al lagos humano, o sea la máquina
que piensa sin hablar. El residuo desdeñable que arrojaría esta
limpia operación sería puramente el hombre enmudecido.
Esta deshumanización del verbo, esta sofística mecanizada,
menos inteligente que la griega, tiende sin darse cuenta de ello,
sin “conciencia de estilo", a .neutralizar cada vez más a la pa
labra y hacerla indiferente, impersonal, irresponsable.
254 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
La filosofía tiene que recuperar hoy la desvanecida concien
cia de estilo, y a la vez salvar a la verdad, como antaño y como
siempre que aparecen síntomas sofísticos, pues ya se ve que el
estilo no es cosa puramente estilística: la dignidad de la pa
labra no se restaura con la belleza sola, como pretendía la
retórica del sofista Gorgias. La belleza no estorba, pero la dig
nidad depende del fin. Un encomio entusiasta al poder y a la
belleza de la palabra puede ser muy lindo y muy bien inten
cionado, como el encomio del amor que hace Agatón en el
Banquete; pero es muy hondamente falso y puede resultar
muy peligroso si el encomiasta no repara en que la palabra
puede ser también lo más abyecto, lo más deleznable, y que
el hombre es incapaz de hacer con sus manos nada que se
acerque siquiera al grado de malignidad que puede alcanzar
la palabra.
Éste es el trágico destino —la dialéctica moral del logas—,
el riesgo siempre inminente en una civilización montada so
bre palabras. Por esto nuestra civilización, que a la postre es
la más sabia, inventó la literatura —la poesía, el teatro, la no
vela—, donde se sublima estéticamente, con arte de belleza re
tórica, la capacidad humana de hacer el mal verbalmente, y
con la cual podemos todos hacer la curación catártica, la ne
cesaria purificación de la palabra. Fuera del arte, no liay más
camino que el de la verdad.
Aristóteles se daba cuenta muy bien de que el estilo de Gor
gias era efectivo, y así lo reconoce en su Retórica. La regla de
Gorgias, según la cual cada tema requiere un estilo apropiado,
y el gran tema ha de tratarse con gran estilo, "a la gran mane
ra", es una regla válida para siempre. Gorgias era un maestro
de este gran estilo retórico, del discurso ceremonial, declama
torio, llamado en griego epidíctico, que en latín significa os-
tentatio, y que es en efecto una forma como otra cualquiera de
ostentación. Lo que se ostenta o exhibe en el discurso epidícti
co es, sobre todo, el orador, no tanto el asunto de que él se ocu
pa. Su discurso se embaraza entonces con profusión de imá
genes, antítesis, asonancias, analogías, apóstrofes, alegorías,
hipalages o intercambios, lepeticiones deliberadas, hipérboles
y metáforas. Las metáforas incomodaban particularmente a
Aristóteles. Su profusión, por lo menos. De ellas dice que de
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 255
leitan solamente a la masa de los ineducados: oi poUoi ton apai-
deuton.
Tal vez Aristóteles es demasiado severo. La verborrea es
inocua, y si toma como una diversión —así la tomaban los
griegos— es en definitiva un espectáculo artístico, como el
teatro, y hasta puede producir los mismos saludables efectos
catárticos que la tragedia. Nadie pensaría, esto no, que la os-
tentatio fuese buena en metafísica, pues quedamos en que
cada género requiere su propio estilo. Y a este respecto es
conveniente indicar el distinto oficio que la metáfora, la ima
gen y el ejemplo tienen en una obra de carácter científico y en
una de otro género o estilo. En el ensayo, por ejemplo, hay
mayor latitud en la regla de comedimiento que es constante
en todo género. El caso particular, la im agen viva, son casi
siempre el estímulo de la ideación y ocupan el primer plano.
Incluso puede ser que la imagen y la metáfora no sean pura
mente auxiliares de la expresión, sino un remate, aquello que
se busca; porque, si el propósito es comunicar luminosamente
una idea, el lector puede captarla con rápida intuición en el
chispazo de la metáfora, y retenerla con más seguridad que si
hubiese llegado a ella a través de una secuencia opaca de fór
mulas de raciocinio. La imagen y la metáfora dan la conclu
sión ya hecha, y eximen al lector del trabajo que costó llegar a
la idea envuelta en ellas.
Se supone, por tanto, que hay un trabajo previo, y que éste
lo llevó a cabo en silencio el autor, aunque luego omita dar
cuenta de él. Pero no siempre es así. Hay autores que piensan
por imágenes , o en quienes el proceso de conceptuación im
plica simultáneamente el de imaginación, o producción de imá
genes. Pero en ciencia, en ciencia filosófica, esta capacidad
imaginativa puede ser perturbadora, si no se regula canónica
mente. Porque el oficio de la imagen en el discurso científico
no es el de sustituir al concepto, sino el de ilustrarlo. ¿Cuántas
veces hemos visto que el hallazgo de una fórmula feliz nos
tienta insidiosamente a prescindir de un rincón de problema
que no cupo en ella? El trabajo previo de la búsqueda no pue
de omitirse, porque la ciencia no es, precisamente, sino bús
queda. No es una mera exhibición de resultados y conclusio
nes, sino una exposición ordenada de la investigación, y un
256 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
intento de justificar los resultados conclusivos, si la investi
gación los produjo. Por esto, la pregunta sistemática también
es ciencia, aunque no vaya seguida de una respuesta. Aquí sí,
la imagen no es más que un recurso, un auxiliar subalterno
de la expresión, porque la expresión es netamente conceptual:
el protagonista, el señor de la escena es el concepto, y la ima
gen no es más que su sirvienta, su comparsa.
Tanto mejor si el científico posee, además de las capaci
dades que su trabajo requiere, la capacidad imaginativa ver
bal de expresar o comunicar su pensamiento con un estilo que
no sea ni zafio, ni abstruso, ni laborioso, ni árido. Pero entién
dase que la belleza eventual de su estilo habrá de ser un valor
de complemento. La verdad filosófica no es una obra de arte.
Si es errónea, la tesis no será menos repudiable por estar be
llamente expuesta; al contrario, habrá que rechazarla con más
tenacidad, precisamente porque ese elemento extrínseco, de
orden retórico, le dio una apariencia más plausible o incitan
te. La verdad no siempre es fea, pero el error parece menos vi
cioso cuando va bien disfrazado, que la fealdad siempre ayu
da a la virtud.
Estos pequeños juegos dialécticos de la verdad, la virtud y la
belleza no hay que juzgarlos desusados porque sean platóni
cos. Conociendo este juego podremos salir de algunos embro
llos que tampoco pierden actualidad por ser casi tan viejos
como la filosofía misma. Un discípulo y crítico de Ortega se
muestra severamente justo con él cuando señala la última y
decisiva influencia que tuvieron en su modo de pensar los
motivos estéticos. Y para compensarlo de esa "derrota de su
propia voluntad de sistema por su propia incapacidad carac-
terológica”, o sea vocacional, propone el crítico la distinción
entre dos estilos de pensar representados por dos tipos de filó
sofos. Tendríamos así los sistemáticos, que en una buena
parte "componen elementos aportados por otros”; y los pro
blemáticos, los que disuelven lo anteriormente compuesto, los
ideadores u ocurrentes. Estos últimos serían los inventivos,
los filósofos de la creación espontánea, desbordante, incauza-
ble. Los primeros, en cambio, pertenecerían a un tipo más
profesoral que genial, Y aunque pudiera haber genios también
en la filosofía metódica y sistemática (¿cómo podría negarse
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 257
esto?), cabría pensar que método y sistema son justamente
“los andadores de que se valen los privados de genio para
compensar su pobreza de ingenio".
Esta caracterización responde a un criterio muy viejo. Es el
criterio que aplicaban los antiguos cínicos, megár cos y cire-
naicos. Aplastados bajo el peso sistem ático de las grandes es
cuelas, la platónica, la aristotélica y luego la estoica, ellos se
propusieron efectivamente disolver con ocurrencias lo ante-
rioxmente compuesto; renegaban de la ciencia, pues no eran
capaces de sustituir la que denigraban otra de parecida
complejidad y finura, y apelaban a la acción directa, es decir,
a la persuasión retórica y a la impresión personal. Pero, aun
que viejo, este criterio tiene la virtud renovada de desarmar de
antemano toda réplica posible; pues cualquiera que se intente,
si no llega a ser genial, será clasificada automáticamente entre
las muestras de la pobreza de ingenio. Según esto, los pensa
dores sistemáticos no pueden ser auténticos filósofos si no son
gen ios: la vocación y el ethos no cuentan para nada. Acaso el
pobre filósofo que sólo trata de pensar con método planteara
la cuestión en estos términos: “Debe examinarse, en primer
lugar, si la caracterización de los dos tipos es adecuada; y, en
segundo lugar, si el caso Ortega entra correctamente en el se
gundo tipo". Pero tin planteamiento tan pedante (pedante sig
nifica etimológicamente pedagógico o profesora!) resultaría in
dudablemente soporífero. Sólo queda el recurso de invocar el
auxilio de los genios.
Los genios acuden en legión. Puede entonces el filósofo sol
tar jubilosamente los andadores del método, de que siempre
se ha valido, porque los genios le deparan, a él también, esa
forma de prueba personal, de acción directa, que parece más
convincente, ligera e ingeniosa que las arduas pniebas del
análisis y el raciocinio. Profesores fueron Aristóteles y Berg-
son, Platón y Dilthey, Santo Tomás y Husserl, Hegel y tantos
otros, sin contar a Ortega, cuya lista bastaría para convencer
nos a los ingenuos de lo que ya todo el mundo sabía, es decir,
que el ejercicio del profesorado no parece incompatible con la
genialidad, aunque requiera el método. Si es o no incompati
ble con el ingenio, ya es cosa aparte. Pero ninguna gran filoso
fía ha sido jamás calificada de ingeniosa. Lo cual permite sos
258 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
pechar que tal vez el ingenio sea el andador de que se valen
los que no tienen capacidad de sistema. En cuanto a los que
no tienen ni ingenio ni sistema, de éstos no se ocupa la histo
ria en ningún caso.
Si se clasifican los filósofos por el estilo de su pensamiento,
y no por la verdad de lo que digan —cosa en principio legíti
ma— no se puede caracterizar un tipo por los rasgos de los
mediocres, y al otro tipo por los rasgos de los geniales. Y no se
crea que esta melodramática contraposición es injusta porque
concede todas las ventajas a un bando. Se puede ser genial y
estar en el más craso de los errores; y entre una verdad pe
dante y una ocurrencia ingeniosa, el filósofo se quedará con la
verdad, aunque a regañadientes, por más que ella sea pedestre
y que la ocurrencia estimule su mente con unos cosquilleos
estéticos. Pero éstos son casos límites. En la realidad, ningún
sistema grande de filosofía puede llamarse pedestre, como no
se puede llamar ingenioso. Hay también innumerables pen
sadores sistemáticos que son filósofos de verdad, y hasta inge
niosos, aunque no lleguen a producir sistemas grandes. Son
cualificaciones éstas que no entran en el orden del trabajo.
Las que sí entran son las referentes a la inventiva.
Porque también es falso, como pura cuestión de hecho, que
los filósofos sistemáticos sean meros componedores de inven
ciones ajenas. Como la línea central, en la historia de la filo
sofía, la forman los sistemáticos, resultaría de eso que, o bien
la filosofía misma no sería otra cosa que componenda, o
bien los grandes creadores se encontrarían en las líneas mar
ginales de ese recorrido histórico, lo cual es a todas luces ab
surdo. Lo que ocurre es que el filósofo sistemático no piensa
nunca a solas frente a la realidad. Y no porque así lo decida él,
sino porque no se puede: tiene que absorber la tradición de
que él mismo procede y en la cual su pensamiento viene a in
sertarse, prolongándola. No puede permitirse el lujo que se
permite el ensayista de prescindir (hasta cierto punto sola
mente) de la comunidad y la tradición, de cuanto han pensado
los demás, y de las limitaciones dialécticas que estos pensa
mientos ajenos imponen sobre el campo de los posibles pen
samientos propios. Ésta es una cuestión un poco técnica, en la
cual no hemos de entrar a fondo ahora. Sobre todo en nues-
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 259
tros días, la necesidad de incorporar críticamente la tradición
se ha hecho consciente y es parte elaborada del método de
rabajo. Pero esta incorporación no es una literal composición
de elementos ya dados, sino justamente la elaboración o ges
tación de elementos nuevos. Los grandes ideadores, los inven
tores, los renovadores, han sido siempre los sistemáticos. Nin
gún paso grande en la filosofía —entiéndase bien, ni uno
solo— ha sido promovido por esos pensadores ensayistas que
figuran en su historia justamente como figuras menores.
Elijamos el más ilustre de todos ellos, el gran maestro que
fue Montaigne. Floreció Montaigne en una época fecunda en
ensayistas; pero no resta ningún mérito a su obra, ni mengua
su prestigio, ni niega la estimulación intelectual y vital de sus
Essays reconocer que en ellos no aparece ni una sola idea que
renueve y prolongue la tradición científica de la filosofía, A mi
entender, las obras de Montaigne y de los otros ensayistas del
siglo xvi —igual que las de Diderot y de los enciclopedistas
del xviii — valen por sí mismas y han de ser consideradas en sí
mismas. Dudo que sea muy correcto, y que puedan hacerles a
ellas gran favor, valorarlas comparativamente, en relación con
obras de un estilo de pensar tan diferente como es el de la
ciencia. Pero, si se quiere establecer la comparación, entonces
resulta inevitable advertir que el ensayo filosófico florece con
más abundancia, sintomáticamente, en épocas de fatiga del
pensamiento sistemático. Frente a los creadores de sistemas,
los ensayistas no son renovadores, sino más bien difusores;
suelen más bien descomponer lo que otros inventaron, apro
vechándolo sólo parcialmente. La parcialidad es aquí la nota
característica, porque pensar sistemáticamente no significa
otra cosa que pensar con conciencia de la integridad e inter
dependencia de los problemas.
Cuando decae la escolástica, el renovador es Descartes, no
es Montaigne. Sin embaigo, Descartes incorpora muchas ideas
de la escolástica, pues nada nuevo puede hacerse en filosofía
—ni en ninguna otra actividad del espíritu— que no retenga
esa parte viva de lo superado que mantiene la continuidad.
Entre tanto, Montaigne rechaza la escolástica, porque siente
que su savia medieval se ha resecado; pero no propone ideas
nuevas para un nuevo sistema, y en cambio adopta para su
260 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
postura vital ideas que provienen de los viejos sistemas mora
les de los griegos, Y en Grecia no son Gorgias y Protágoras
quienes renuevan la filosofía en 1a segunda mitad del siglo v,
sino los grandes sistemas que surgen después de Sócrates;
porque esos eminentes sofistas no hacen sino descomponer
los sistemas anteriores, los de Heráclito y Parménides, apro
vechándose de ellos parcialmente. Y en los fines del siglo xvm
y comienzos del xix no son los '"ilustrados^ los renovadores,
sino qtie es Hegel, y Hegel incorpora, claro está, ideas capi
tales de Leibniz y de Kant. Y si de estas observaciones hay
que exprimir las conclusiones finales, resultará que en la his
toria de la filosofía aparecen periódicamente, o han apareci
do, ciertos pensadores menores que, como grupo, son indicio
de una literal descomposición y decadencia y no de una re
novación. La renovación sólo puede producirla otro pensa
miento sistemático que logre recomponer en unidad los ele
mentos de aquellos sistemas descompuestos por los ideólogos
(o de cuya descomposición los ideólogos dieron noticia al
gran público).
Lo dicho no afecta, naturalmente, a todo ensayista de filoso
fía, en todo tiempo. Aparte de esto, no cabe duda de que la obra
de ideología que producen estos pensadores es más vivaz, más
fluida, más incitante que los manuales sistemáticos. Pero es
que también aquí nos encontramos ante un error de hecho que
no es irritante como tal eiTor, sino por su trivialidad, de 1a
cual ha de participar igualmente el correctivo. (El Quijote se
hace siempre la ilusión de que los entuertos que deba desfacer
tendrán un volumen heroico.) Pues bien, osemos decir, aunque
disimulando el sonrojo, qu e no se llama filosofía sistemática
solamente a la que se presenta de una vez como una construc
ción completa y finita. Salvo algún caso muy excepcional,
como el de Santo Tomás, la filosofía sistemática es tan itine
rante como la ideología circunstancial, Los manuales didácti
cos sí presentan una filosofía conclu sa, dogmatizada, parali
zada en el rígido ordenamiento de unas verdades adquiridas;
una filosofía privada, en suma, de ese dinamismo que contras
ta la inquieta búsqueda de la verdad con la plácida exhibición
de la verdad lograda. Pero el sistema es precisamente lo que
se persigue, no lo que ya se tiene, y en los pocos casos en que el
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 261
sistema se ofrece concluso, la conclusión implica también la
búsqueda previa.
El sistema se requiere en filosofía, no por un prurito per
son al, por una conformación especialmente ordenada de Ja
mente del filósofo, sino porque éste descubre pronto, como lo
descubrió el mismo Ortega, que la realidad es un orden, y que
el sistema está ya constituido por la trama de conexiones
reales que lleva indefectiblemente de un problema a otro. El
sistema es objetivo. La realidad misma es sistema, y lo que
busca el pensador, buscando siempre, sin paralizarse nunca,
es la manera adecuada de representarlo. El que se paraliza es
más bien el que piensa por ocurrencias su eltas, porque éste
toma de la realidad una sola parte aislada, y se detiene frente
a ella, diciendo lo que se le ocurre sin explorar más allá, sin
reparar en las consecuencias o implicaciones; es decir, sin pro
pósito de correlacionar dinámica o sistemáticamente la idea
que sugiere ese pedazo de realidad con la otra idea que habrá
de sugerir otro pedazo suelto. La ordenación de los pedazos
sueltos es justamente lo que se entiende por teoría en el cam
po de la ciencia. De suerte que si la teoría sistemática ha de
considerarse como una literal composición, lo compuesto len
ella no son fragmentos de pensamiento ajeno, sino sectores de
una realidad unitaria que conocemos primero fiagmentaria-
mente. Sistema es continuidad y d:^namismo.
Es ella, la filosofía sistemática, la que se ofrece siempre in
statu nascendi. El ensayo filosófico es como una pausa en esa
actividad generadora de pensamiento, como una ocupación
marginal, respecto de la teoría, aunque sea central respecto de
la vocación del ensayista. En verdad, la filosofía es un renova
do nacimiento, y solamente los man uales que organizan los
sistemas ajenos en esquemas didácticos ofrecen una filosofía
formalizada e inerte. Estos epígonos son como los testamen
tos de la filosofía, como unas actas notariales que establecie
sen constancia y rememorasen una vida que ya fuera pasada.
Pero el pasado de la filosofía no es su muerte. Sólo mueren
históricamente los manuales, no los sistemas en que ellos se
fundaron. Filosofar en el presente es revivir —no recompo
ner— los pensamientos pasados. Los grandes sistemáticos son
siempre los progonos. Así, la dogmatización o formalización
262 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
esquemática de un sistema no es más que un artificio didáctico
(o un instrumento de propaganda). El sistema mismo, cuando
se produjo, nació sin esclerosis, sin rigidez; nació, pero tuvo
que irse formando con los titubeos, las incertidumbres, los pa
sos en falso que ha de dar todo organismo viviente en su lento
crecimiento. Véanse los Diálogos de Platón. No se confunda,
pues, el sistematismo con el dogmatismo. El afán de poder de
que se ha acusado al sistematismo se descubre más bien en
ciertos casos de ciicunstancialismo: tiene ambición de poder
el que utiliza las ideas como escalones para alcanzar una emi
nencia y para ser jefe de grupo; no la tiene el que se pasa la
vida tan concentrado en la tarea de resolver el tremebundo
rompecabezas de la realidad, que a veces no sabe incluso cómo
resolver los problemas de esa vida suya.
No dejará de advertirse, después de lo dicho, que en rigor
toda filosofía es sistemática, sea cual sea su estilo. Llamare
mos sistemáticos a los pensadores guiados por la previa in
tuición de que la realidad misma es un orden, y de que todos
los problemas son interdependientes. Y llamaremos no siste
máticos, o como se quiera, a los que ignoran esta advertencia,
a los que no poseen las facultades requeridas para proceder ad
augusta per angusta; para mantener su genio inventivo en ten
sión permanente, a pesar de las sujeciones de una disciplina
metódica.
Pero miren: no se puede ser bohemio y académico a la vez,
diga lo que diga Jean Cocteau. En este caso, por lo menos, los
primeros admiran a los segundos. Porque ningún pensador
libre —libre de trabas sistemáticas— aceptaría ser tildado de
inconsecuente o arbitrario. La repulsa de la contradicción es
unánime, y en ella está implícito el reconocimiento de que la
verdad es una concordancia, es decir, no es una perla suelta,
sino parte de ese collar que es el sistema. Naturalmente, nadie
tiene que aceptar en su obra personal los compromisos inhe
rentes a ese reconocimiento, porque esto es cosa de vocación,
pero sí tiene que aceptar la clasificación que corresponde a su
vocación elegida.
Por consiguiente, no habremos de negar los atractivos de un
pensamiento primesautier, espontáneo, incatizable o desbor
dante, ni las estimulaciones que suele producir. Ya discutiría-
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 263
mos \sn poco la afirmación de que este pensamiento consti
tuya en sí una aventura más apasionante que la del verdadero
pensamiento sistemático. Pero la adscripción a éste de cuali
dades prosaicas, pedestres y anodinas, en contraposición a
una lírica, desenvuelta, alada cualidad del pensar no sistemá
tico, es un puro romanticismo folletinesco.
El genio es proteico, y en 1a morfología de sus variedades se
descubren no sólo diferentes tipos vocacionales, sino además
dVersos niveles específicos. Los genios también tienen medidas,
a pesar de que representan una potenciación desmedida de las
facultades comunes, medias o mediocres. Hay genios sin gran
deza, sin esa majestad que no es artificial como la arrogancia,
sino natural, y no depende del estilo cultivado ni de las ame
nidades de la retórica epidíctica. Esa grandeza en la que estoy
pensando tampoco depende, sin embargo, tan sólo de las do
tes personales, que pueden ser insuperables, sino de la índole
misma del quehacer en que se demuestra la genialidad. Un
ensayista puede ser genial, como Montaigne, como Gracián o
Quevedo, como Ortega. Pero, cuando se trata del ensayo filo
sófico, el género mismo es un género menor, respecto del gé
nero grande que es el sistemático, y esto no hay nadie que lo
cambie: todos los prodigios de ingenio y de genio que se ela
boren al cultivarlo no podrán des^^virtuar la objetiva jerarquía
de los géneros. No dejó de advertirlo el propio Ortega, y por
esto pronunció repetidamente la superioridad de la filosofía
como ciencia rigurosa y sistemática, a la vez que defendía el
ensayo como un simple ardid de la seducción filosófica.
La Madonna della Pace del Angélico es una sorpresa. Si con
templamos una reproducción, veremos una figuia juvenil, con
un halo dorado y un manto azul; veremos sobre todo una cari
ta sonrosada, con esos párpados un poco abultados (que ve
mos también en las Vírgenes de ojos llorosos de Bellini), ex
presivos en parte de una ternura somnolente, y en parte de un
arrobo místico. La reproducción no indica el tamaño de la fi
gura y la sorpresa la depara la primera visita a San Marco de
Florencia, cuando se descubre que esa figiara es diminuta y
está perdida en el espacio inmenso de las estrellas y en la mu
chedumbre de la corte celestial. Es una miniatura que ha de
264 BNSAYO SOBRE EL ENSAYO
buscarse primero y luego examinarse con una lupa. Pero la
eficacia estética, por así decirlo, de esa Virgen de la Paz no
parece disminuida por la reducción, como no disminuye al pa
recer la eficacia mecánica de esos artefactos "miniaturizados"
que produce la técnica moderna. Lo cual plantea Ja cuestión
de la función y el valor de la magnitud espacial en relación
con la jerarquía de la obra de arte.
Ese estilo en miniatura del beato Angélico, ¿ha de ser con
siderado como un género m enor, fíente al género mayor que
sería la gigantoinaquia de la Capilla Sixtina? En este caso - e l
del arte pictóriro— la respuesta es fácil, porque se funda en la
fácil distinción entre el espacio métrico y el espacio pictórico.
Hay relación entre estos dos espacios, pero no es una relación
directa, unívoca, puramente cuantitativa. En verdad, y a pesar
del tamaño real de las figuras, no hay más espacio en la Sixti
na de Miguel Ángel que en la pequeña tabla del Angélico. Di
ría incluso que liay menos: las figuras de Miguel Ángel están
abarrotadas, y aunque están representadas dinámicamente,
parece que el gesto iniciado por cada figura haya de quedar
cortado por el gesto del vecino. Si el té^ ino "dantesco' se
acepta como categoría estética, es por lo menos tan dantesca
como la Sixtina esa pequeña tabla de San Marco de Florencia.
(Y lo sabe muy bien el ordenanza que la tiene bajo su cuidado
y que no deja de ofrecer al visitante, además de Ja lupa, un
pequeño recital del Canto m del infierno.)
Aunque no hubiese pintado más que miniaturas, el genio
de fray Angélico no sería por ello un genio chico, sino grande,
porque habría pintado en grande; y siendo la reducción de
los tamaños proporcional, lo que pudo concentrar en un pe
queño espacio tiene la misma grandeza estética, y sin duda
más grandeza espiritual, que, por ejemplo, los grandes fres
cos de Rafael en el Vaticano. El tamaño de la obra no influye
aquí en la grandeza. Pero a veces sí influye. A veces lo que se
llama "el medio” rebaja los niveles posibles de la obra en el
orden estético y espiritual; limita la densidad y el alcance de
su mensaje. La orfebrería de Benvenuto Cellini, aunque sea
una cima de su arte, no puede llegar tan alto como las figuras
de Donatello u otras obras cimeras de la escultura. El esmalte
es un arte menor. Y en la poesía, por ejemplo, aunque sean
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 265
exquisitas las piezas menores de Dante, como esa que co
mienza:
Donne, ch *avete intelletto damore,
lo vo con voi della mía donna dire;
Non perch io creda sua latida finire^
Ma ragionar per isfogar la mente.
Sin embargo, ninguna de ellas puede equiparaise a la obia
mayor; lo cual no depende de que ésta sea más voluminosa,
sino de que cubre mayor espacio poético. Un terceto solo,
como éste:
Noi seni venuti al loco ov io t‘ho detto,
Che tu vedrai le genti dolorose
Ch'anno perduto il ben deli'intelletto
o como el otro que empieza:
Questi non hanno speranza di morté
son suficientes para revelar la amplitud de horizonte de la obra.
Es decir, el horizonte está ya anunciado, con toda su vaste
dad, en el incidente de unos pocos versos sueltos, y no es ne
cesario el despliegue de centenares y centenares de ellos para
percibir que la obra es de género mayor. La majestad le viene
de lo que dice y no de su extensión; pero este contenido no
cupiera, físicamente, en una forma menor.
Lo mismo ocurre con la filosofía. Como el ensayo es una
forma menor, no cabe desarrollar en él ningún proyecto m a
jestuoso. Las grandes ideas, con su corte sistemática de ideas
subordinadas, requieren mayor espacio. Por tanto, la tarea de
llenar este espacio, que es en verdad la tarea de crearlo, em
plea unas técnicas completamente distintas que las del ensa
yo, desde Ja concepción misma del proyecto. Y así también,
como en la obia de aite, cada incidente o detalle es revelador
de su interdependencia con todos los demás, y de la amplitud
de horizonte del conjunto, lo cual no impide, en filosofía, que
este horizonte permanezca indefinido, porque el pensamiento
266 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
sistemático es un itinerarium mentís, y ninguna obra aislada
logra alcanzar los bordes del perímetro propuesto. En reali
dad, cada obra no es, por sí misma, sino uno de esos detalles o
incidentes del conjunto, un paso más que se ha dado, siguien
do el itinerario.
En el ensayo, los pensamientos aparecen como radiantes y
aislantes. En la teoría son conductores y aglutinantes. La filo
sofía sistemática es un cosmos, y de él cabe decir lo que Ana-
xágoras decía del macroscosmos: que hay una parte de cada
cosa en cada cosa. Pero antes de producir esta integración, el
trabajador científico de la filosofía va guiado en su búsqueda
por alguna idea ge^ m al. La vocación se manifiesta al princi
pio como una fuerza poderosa, pero ciega, como un impulso
sin regla directriz, como un afán de pensar ideas que está va-
cfo de ideas por completo. Luego, más o menos temprana
mente, empiezan a surgir, no las ideas, pero sí unas predilec
ciones temáticas, unas afinidades todavía nebulosas. Y digo
que estas afinidades y predilecciones temáticas, cuando cris
talizan y se definen, constituyen algo así como una vocación
personal de pensamiento, dentro de la vocación genérica de la
filosofía. Tomemos, por ejemplo, el tema de la expresión. El
tema puede haber acusado su presencia precozmente, más
que como tema definido, que como proyecto de investigación,
como una vaga pero inquietante presunción de que en él se
encierra un problema de fundamento. No vienen a la mente
todavía los conceptos con los cuales se podría justificar ese ca
rácter fundamental del problema; pues, claro está, la posesión
de tales conceptos implica la solución del problema mismo.
Por consiguiente, la titUlatio, la incitación que el tema des
pierta tiene que satisfacerse al principio rascando nada más
los bordes; es decir, aventurándose sin guía desde la periferia
de esa masa infinitamente variada de los fenómenos expre-
SIVOS.
m
El tema va adquiriendo así paulatinamente madurez; y como
tal maduración coincide con la del liombre que lo ^ pensan
do, éste llega a sospechar que no ha sido una decisión suya la
que ha elegido el Lema, sino que el tema lo ha elegido a él, si
así cabe decirlo, y se ha posesionado de su pensamiento por
obediencia a una predestinación misteriosa. La conexión del
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 267
tema de 1a expresión con el problema del hombre se advierte
muy pronto. Y como el arte es una forma de expresión privile
giada en el hombre, se examina qué cosas hay del hombre
presentes en su creación artística; cómo tiene que estar cons
tituido su ser para que tenga la capacidad de esta creación;
cuáles son las relaciones que pueda haber entre ella y las otras
creaciones humanas. Tercia en este punto el estudio de las
filosofías historicistas, y de ahí surge la necesidad de meditar
sobre los hechos que ellas ponen de manifiesto y sobre las
consecuencias teóricas que derivan de tales hechos. Las con
secuencias no parecen satisfactorias. La filosofía y la ciencia
en general son históricas, y como tales han de ser conside
radas expresiones del ser humano, igual que el arte. Éstos son
los hechos; pero la amenaza de sus consecuencias se cierne
sobre la verdad. Si el pensamiento es expresión, y nada más
que expresión, ¿qué grado de validez conserva como represen
tación de la realidad? ¿Qué clase de ser es el ser de la verdad,
y cómo se organiza de hecho su existencia con los otros tipos
de ser que no son pensantes ni expresivos? ¿Cuál es la condi
ción ontológica de la expresión? ¿Cómo se funda la ciencia,
para que sea verdadera como siempre, además de expresiva y
de histórica? ¿Cómo se fundaría la ética, si las morales n.o
fueran sino expresiones de la situación vital?
Entre las primeras presunciones y la publicación de la Me
tafísica de la expresión transcurrieron casi 30 años de tarea in
interrumpida. Los datos técnicos de esta tarea no es necesario
exponerlos aquí, ni siquiera reducidamente. Lo que aquí im
porta mostrar con este ejemplo es que la filosofía sistemática
no se produce por la súbita iluminación de una fórmula deci
siva; no comienza con la posesión de una idea que mágica
mente vaya a solucionar todos los problemas, y no termina
con la exposición de esta idea en estilo de esquema totalitario.
El itinerario de la filosofía sistemática tiene muchos vericue
tos, y cuando se empieza a salir de ellos y se atisban perspec
tivas más despejadas la marcha no se hace desde luego más
fácil. Tan sólo en las etapas finales — éstas pueden durar
años— se llega a una posición desde la cual puede delimitarse
el ^ m po, fijarse los objetivos y preparar las hipótesis de tra
bajo. Pero ni esto basta para eliminar las dudas, las aporías
268 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
que obligan a desandar lo andado. Entre tanto hay que seguir
analizando críticamente la tradición entera del problema, o
sea rehacer la experiencia que otros hicieron de él en el pasa
do, y a la vez advertir las limitaciones de esas experiencias
previniendo las limitaciones de la experiencia propia, hasta
donde se pueda. La realidad es un sistema, pero también es
un sistema la historia, y ésta-forma parte de la realidad misma
que hay que pensar. Es decir, el filósofo no puede ponerse fue
ra de la historia. Como se ve, esto complica enormemente las
cosas: no basta atender bien a los hechos que están delante,
como hacen el físico y el biólogo, hay que explicar cómo pue
den ellos hacer esto, y hay que mirar también a los hechos
que están detrás. Un hecho sólo puede desvirtuar una hipóte
sis que parecía prometedora, y a la cual se llegó después de
mucho esfuerzo. Y cuando por fin se cree tener ya una hipóte
sis bien fundada —acaso fragmentaria, acaso provisional—
comienza la otra tarea, la de expresión: la de acotar previa
mente el campo de la obra que se va a escribir, y distribuir sus
temas, para darle buena arquitectura.
Parecería que después de estas previas tareas formales o
estructurales la escritura fuese ya una mera operación estética
que consistiese en decir, lo más clara, simple y bellamente que
se pudiera, aquello que se ha encontrado, manteniendo el ri
gor y la precisión. Pero no es así; porque la expresión y el pen
samiento no son dos funciones disociadas. Mientras estamos
hablando o escribiendo, la expresión no se limita a reproducir
lo que el pensamiento ya hubiera establecido por su lado. Por
el contrario, el pensamiento desarrolla una actividad más
enérgica aún y concentrada que cuando vaga en la medita
ción. Las meditaciones que no quedaron cuajadas buscan y
encuentran en el curso de la exposición la manera de fijarse
en fórmulas definidas y despiertas, después de haber dormita
do en la penumbra de la mente. La expresión es la luz que
alerta el pensamiento, y no es creadora sólo porque produzca
lo expresado, sino porque promueve pensamientos nuevos que
solicitan incorporación en el tejido de los pensamientos ya
formados. La tarea es fecunda, pero arriesgada, porque estos
pensamientos entrometidos que parecen fluir tan suavemente
y lograr una acomodación verbal en el discurso pueden resul
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 269
tar de una acomodación lógica y teórica nada fácil. Así es que
la corrección de un texto escrito que se consideraba definitivo
no puede ser nunca meramente estilística o literaria. Se pue
den haber infiltrado en él, durante la redacción, incongruen
cias y contradicciones, afirmaciones que tal vez sean verda
deras, pero que no están justificadas como las tesis centrales
de la obra. Toda corrección tiene que ser, pues, una correc
ción a fondo, y no sólo de la forma. Y o . mo los pensamientos,
una vez consignados por escrito, asumen una cierta autori
dad, inclusive para quien los escribió, éste puede ser víctima
de una peligrosa renuencia a eliminarlos. La obra escrita es la
más íntima propiedad del que escribe; la operación de cortar
y suprimir es inevitable entonces que le parezca una mutila
ción, más dolorosa que la del propio cuerpo. La crítica ajena,
o una reflexión más detenida, pueden hacemos desechar una
idea, antes de haberla escrito; una vez publicada, es difícil que
no nos sintamos personalmente comprometidos por ella, em
peñados en ella, y no sólo por amor propio mundano —que es
una forma de la vanidad—, sino por esa otra forma más geni
tiva del amor propio que es el amor que nos vincula a todos
los seres que nos circundan y que deben algo de su ser a nues
tro esfuerzo.
No habría mayor dislate que imaginar la tarea del pensador
sistemático, o del investigador científico en general (me refie
ro al investigador de teoría, no al mero especialista manipu
lador de aparatos) como una tarea insípida y monótona. La
teoría no se compone con piezas sueltas, ya dadas, como se
compone un tablero de rompecabezas. Los quebraderos de ca
beza del teórico son de otra índole, como hemos entrevisto; y
si los acepta y tolera, como tolera las imposiciones del méto
do, de la disciplina, y el compromiso de rigor, es porque el iti
nerario que puede seguir con estas restricciones, y sólo con
éstas, le ofrece panoramas gloriosos. La potencia o el poder de
ataque ante lo desconocido no es menor en el sistemático.
Se dice que el investigador sistemático es un hombre pa
ciente. Este cualilicativo es natural que se le ocurra a un pro
fano, o bien a un hombre del oficio que, incapaz de entretejer
un pensamiento con otro, y acaso desengañado por ello de la
270 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
filosofía, si no de sí mismo, tiene que porfiar para mantenerse
en ella, y que vencer paciente, cotidianamente, la tentación de
abandonarla. _De hecho, la palabra paciencia no es elogiosa.
De modo inconsciente se propende a compensar con la virtud
menor de la paciencia a los pacatos, a los que exhiben una
mediocre mansedumbre por privación de otras virtudes más
impacientes, como la vivacidad, la^energía, la fantasía. Pero la
perseverancia del filósofo sistemático no requiere la pacien
cia, porque ésta es un freno de la iniciativa, o denota falta de
iniciativa mientras que la perseverancia es cualidad vocacio-
nal: es una hormé, o sea un impulso; en su ejercicio encuentra
quien la posee plena y renovada satisfacción. Paciencia es me
nester para lo que causa impaciencia. También la disciplina
monástica puede parecer severísima a quien carece de voca
ción religiosa; pero el que tiene esta vocación considera desde
luego las disciplinas de la regla, no como impuestas desde fue
ra y aceptadas con obediencia forzada, sino con alegría e ínti
ma satisfacción, como los medios propios de realizar su vida,
y hasta como una liberación .de las indudables, innumerables
sumisiones que impone la vida en el mundo. Al científico,
cuando persevera en un plan o proyecto de trabajo, cada día
le trae novedades estimulantes, cada idea lo conduce a nuevas
perspectivas; y así se desenvuelve la tarea siempre en la inmi
nencia de lo imprevisto, de lo sorprendente.
El ensayista puede tener tam bién experiencias ricas como
éstas (las tiene todo hombre de vocación auténtica, en cual
quier camino de vida); y cuando tiene encima de eso el genio
de la expresión, como lo tuvo Ortega, su obra regala a los lec
tores una porción muy grande de esa riqueza que para él re
presenta el hecho solo de trabajar. Pero no se piense que es
necesariamente mayor o más intensa la joie de creer en el en
sayista que en el filósofo sistemático (aunque la obra de éste,
por su naturaleza misma, haya de tener inevitablemente me
nos beneficiarios de su riqueza). Al contrario, creo que el goce
de la creación debió de ser en Ortega más verbal que concep
tual. Me atengo a los resultados para conjeturar que su expe
riencia era más deleitosa en el súbito hallazgo de la idea y en
su pronta, feliz expresión, que en la aventura un poco intimi
dante, pero fascinadora, de explorar paso a paso las regiones
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 271
de penumbra que se encuentran más allá del sector iluminado
por la idea solitaria. Ortega era un pensador apresurado, como
él mismo confesó una vez, y por esto la dispersión del trabajo,
que es adjetivo favorable en el ensayo, obliga en él, cuando se
estudian sus textos, a restirar un poco las ideas si se pretende
conectarlas unas con otras y soldarlas en una continuidad de
teon'a.
No Je faltó, sin embargo, una idea vocacional, un tema di
rectivo de esos que se amparan de Ja mente desde muy tem
prano, y en tomo al cual va formándose con el tiempo toda
una constelación de ideas subordinadas. La idea de la vida fue
en su pensamiento la idea solar. Pero quien estudie la obra de
Ortega en conjunto, y no solamente lea de vez en cuando al
gún trabajo suelto, advertirá probablemente que la persisten
cia del tema de la vida revela, por así decirlo, una especie de
perseverancia en la discontinuidad. Y esto no se debe tanto a
una vigencia intermitente de la idea misma en el pensamiento
del autor, cuanto a la actitud interior que éste adopta frente a
ella. Esta actitud no es interrogativa, sino más bien afirmati
va. Como consecuencia de ello, los trabajos dedicados especí
ficamente al tema ofrecen siempre soluciones definitivas, en
vez de penetrar en los problemas; como si el mayor provecho
filosófico que pudiera obtenerse de esos trabajos consistiera
en definir posiciones, y no en promover Ja conciencia de esos
problemas y su análisis metódico.
Ortega fue —ya lo hemos dicho— un pensador positivo,
asertórico y no dubitativo; en el conjunto de sus afirmaciones
se nota la falta de unas negaciones acaso posibles, acaso com
pensadoras de una seguridad excesiva. Esto quiere decir que
Ortega no ha sido un filósofo dialéctico; quiere decir, además,
que esta opacidad de su mente ante los juegos estructurales de
la dialéctica real y de la dialéctica lógica le impidieron gozar
de lo más apasionante que hay en la aventura del pensamien
to, Cada etapa de su evolución se caracteriza o define por un
ismo, acuñado por el propio Ortega. Aunque el ismo hubiera
sido coino la señal de un nuevo nivel alcanzado en el estudio
del tema, le falta el eco de esa duda que es promotora infalible
de la reflexión; ofrece del problema una versión siempre exter
na: la que se divisa desde la solución. La nueva fórmula dog
272 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
mática circula entonces con mayor fortuna, porque a los hom
bres nos resulta más fácil y confortante asim os del nombre
con que se bautiza una solución que penetrar en el intríngulis
de los problemas. Para vivir pragmáticamente necesitamos
fórmulas, porque sin ellas toda situación nos parece nueva, y
nada nos paraliza y atolondra tanto como la novedad; una vez
adoptadas, incluso requiere menos esfuerzo defenderlas, y has
ta batirse por ellas, si son fórmulas políticas, que examinar su
fundamento. A esto se debe el velado encono, la inconsciente
animosidad que sentimos contra el filósofo, porque éste es un
destructor de fórmulas y un revelador de problemas, y con
este hacer y deshacer quebranta nuestra seguridad interior,
o demuestra que era precaria, que es lo mismo. En todo caso,
el ánimo de Ortega desfallece ante la perspectiva de permane
cer silencioso largo tiempo, absorto en el estudio de una difi
cultad. Su mente necesita el renovado estímulo de la variedad
y reacciona —esto sí, muy vivazmente— ante cualquiera de
los innumerables hechos nuevos o nuevas ideas que solicitan
ocasionalmente su atención. Espero que esto pueda aclarar
por qué, siendo filósofo, pudo ser Ortega popular.
A nadie se puede pedir que sea distinto de como es, ni se le
puede juzgar por lo que no fue; pues bien limitadas son las ca
pacidades de cada cual, y ya es sobrada ventaja que estas
capacidades hayan logrado producir obras valiosas. En la
cuenta del autor sólo puede entrar negativamente lo que él no
fue ni dio cuando el autor mismo declaró formalmente su in
tención de ser y de dar eso mismo que los demás pueden en
tonces reclamarle. El querer ser, ¿no es también una parte del
ser? No sufre mengua el ser de un hombre si éste no logra ha
cerlo todo: la vocación misma es ya una limitación. Pero hay
mengua del ser cuando no consigue lo que se propuso y era
humanamente posible, cuando pretende haber logrado lo que
su misma vocación personal le impedía logra^. La gran voca
ción no es la del que todo lo quiere, sino la del que sabe lo que
quiere. Aparte de Ortega, es cierto en general que el hombre
que todo lo quiere no quiere nada en verdad, porque se quiere
a sí mismo demasiado. Y en el caso de Ortega, ese “querer ser"
que rebasó el límite de su vocación auténtica obliga a quienes
a^^^^^n su obra no sólo a juzgarla por el valor de lo que en
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 273
ella está efectivamente cumplido, sino a efectuar con ella una
especie de reacomodo, y a establecer unas distinciones que
permitan situarla correctamente. Con ello se podrá corregir
tal vez ese desplazamiento producido por el "querer ser".
Juzgo que esto es necesario por varias razones. Podremos
apreciar mejor la obra de Ortega si la mantenemos dentro de
su género y estilo propios. Si nos guiamos por sus declara
ciones, quedará desnaturalizada la índole de su obra, lo mis
mo cuando nos esforcemos por encontrar en ella el rigor sis
temático, que cuando la critiquemos porque en ella el sistema
no acaba de cuajar. Quiero decir simplemente que la seve
ridad en la clasificación podría conducirnos a considerarlo
como un simple teórico manqué, lo cual sería injusto, porque
pondría fuera de consideración sus méritos reales. La injus
ticia se evita o se repara alterando simplemente el criterio de
clasificación. En efecto, en cuanto advertimos que el estilo
personal de Ortega no es el de! pensamiento en su más alto
ejercicio, reaparecen en su obra de inmediato, sin restricción,
todas las cualidades positivas. Se desvanece la sensación de
fracaso, de ambición no lograda, de promesa incumplida. Se
desvanece también el equívoco que resultaría para el lector
común, quien, por no estar avezado a tales distingos, pudiera
creer honradamente que si una promesa quedó incumplida, la
obra entera carece de mérito; o bien pudiera creer que la pro
mesa sí quedó cumplida y que Ortega, siendo eminente en
tantos aspectos, fuera también ejemplo de eminencia y mo
delo en la filosofía científica. Am.bas conUsiones son perni
ciosas.
Debemos insistir aún en que estas puntualizacion es no tie
nen el propósito de intervenir en la polémica que esa obra ha
originado, irremediablemente, por su misma ambigüedad,
sino el de resolver esta ambigüedad. Sobre todó, nadie podrá
imaginar siquiera que participan de ese insano placer de re
ducir el valor de los grandes, que es tan común y suele ser la
cauda plebeya de la grandeza. Justamente son esos méritos
grandes de la obra, y la gran influencia que ella ha ejercido,
los que exigen, diría que merecen, puntualización. Porque sin
ésta coiTeríamos el riesgo de fomentar la confusión de géne
ros y de niveles que es indicio de una sociedad intelectual mal
274 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
policée. En fin, ni siquiera es apropiado interpretar en este
caso las reservas críticas, que son más bien precisiones de he
cho que apreciaciones de valor, como una defensa legítima
ante el innegable bourmge de crünes, o como la espontánea re
nuencia a compartir una beatería, a desfi^ ^ r la propia ad
miración contribuyendo con ella a una especie de leyenda que
no se basa en conceptos claros y distintos.
No, ni siquiera este residuo personal queda ya, a medida
que Jos años van pasando. Por el contrario, aquellas actitudes
desmedidas, en pro o en contra, que solían producir justilica-
da irritación, parece ahora que más bien incitaran, reactiva
mente, a una defensa del Ortega auténtico, quien al fin tenía
su jerarquía propia. Su fortuna intelectual queda realzada por
la penuria de la vox populi. Ortega pertenecía a la aristocra
cia. Entiéndase que el rango aristocrático no se adquiere, qué
sé yo, por unas ideas más o menos despectivas, o unas acti
tudes displicentes frente al vulgo, frente a Ja masa; tampoco se
adquiere plebiscitariamente, sino que se llega a él por Jo que
uno mismo es, o alcanza a ser, cuando produce una excelen
cia. Este rango no pueden arrebatárselo a nadie ni la medio-
ciidad de algunas críticas ni la mediocridad de algunos elo
gios. Sólo puede quedar disminuido por lo que uno mismo
haga: cuando uno m ismo confunde la aristocracia con Ja ce
lebridad, y pretende cultivar ésta para mantener aquélla. Orte
ga tomó sus decisiones; no podemos nosotros enmendarlas.
Cada cual ofrece, él mismo, la medida con la que ha de ser
juzgado.
Una comunidad es inerte en todos sentidos, y no sólo en el
intelectual, sin el potencial de energía de unos cuantos patri
cios. Pero la función propia de una aristocracia de esta índole
no es meramente la producción de la aristeia o excelencia de
la obra, sino la ejemplaridad del aristós, del excelente. Si la
obra genial produce confusiones, el genio deja de ser ejem
plar. Ha de ser conservado y respetado en una sociedad fuer
te, pero hay que considerarlo como caso único, inimitable. La
excelencia de su obra es una cosa; otra es que sirva de guía de
las vocaciones y contribuya a dar cohesión a la comunidad.
No hemos de olvidar, por amargo que sea el recuerdo, que
un país con vieja historia no entra en decadencia por Ja dis
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 275
minución de su poder. Si prolonga su atraso, al lado de otras
comunidades florecientes, esto se debe y sólo puede deberse a
defectos de carácter en sus habitantes. La pobreza es un efec
to, cuya causa ha de buscarse más allá de las acciones prácti
cas, en el espíritu que las anima. Ortega fue un animador. Así
lo había él decidido, y creo que puede reposar tranquilo en la
certidumbre de que su empeño se realizó. Otra cosa es la ejem-
plaridad.
A España no le ha faltado en general la aristocracia. Contra
la opinión corriente, fomentada por un cierto romanticismo
patriótico, es el pueblo, como masa, incluyendo en él a mu
chos intelectuales, el que devora a sus patricios: nunca logran
éstos aniquilarse unos a otros. La masa suele enorgullecerse
de las glorias pasadas, que en su tiempo fueron excepciones,
pero brinda al futuro la gloria de sus contemporáneos. La
época pasada siempre fue grande, puesto que produjo tales
hombres grandes; en el porvenir se dirá que también fue gran
de la época presente, pues produjo una cuota de eminencias
cuya sabiduría todo el mundo desdeñó. Cervantes es una gloria
nacional. Buena falta le hacían en vida, al pobre Cervantes,
algunos beneficios de esta glo1ia que se le prodigó póstuma-
mente. La gloria que debió ser suya la convertimos en vana
gloria nuestra, de la misma manera que convertimos en imagen
ideal de nuestro ser esa figura del Quijote que fue concebida
por su autor como la crítica más severa de nuestro modo de
ser. ¿Puede alguien preguntarse si a Luis Vives no le hubiera
gustado ser profesor en Valencia, en vez de recluirse en aque
lla deliciosa, pero lejana, plazoleta de Brujas? ¿Qué pensaría
Vitoria, donde se encuentre, durante los cuatro siglos que tar
daron en traducirse y publicarse sus Relecciones? ¿Y Francis
co Suárez, qué caso hicieron de él en vida, y de qué le=su-vió
entonces que la posteridad hubiera de reconocer su eminen
cia, singularísima a principios de Ja época moderna?
Si por alguna razón Ja cnYica de los grandes ha de ser severa,
ha de salvar también y hasta realzar su grandeza. Por egoís
mo, más aún que por deber moral, ha de cuidar de los gran
des la comunidad que los posee, mientras ellos viven, para
beneficiarse de sus grandes obras. Grandes o chicos, los hom
bres son sólo hombres: tienen que vivir y no disponen sino de
276 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
una sola vida. El que presume de pertenecer a una comun idad
que ha producido muchos grandes hombres, olvidándose de
lo mal que esta comunidad los trató mientras vivían, no sólo
defrauda a los grandes, sino que se defrauda a sí mismo: se
forma de este modo un hosco resentimiento que niega la gran
deza cuando está presente, y sólo la tolera cuando ya es pasa
da. Así, cuando se empleen criterios objetivos para investigar
cuál fue la medida de la grandeza en Ortega, no debemos olvi
dar, sean cuales sean nuestras conclusiones, que no permane
cemos en el nivel de las trivialidades personalistas o partidis
tas. Los grandes son siempre un bien común.
¿Por qué todos los grandes de España en el orden del espí
ritu han tenido que mostrarse quejosos de su tiempo? Han
tenido razones muy particulares, sin contar con que la expre
sión de un descontento es parte de su misión. Pero esa queja
es pmeba de amor fiel y de salud. Es lo contrario de la deja
dez, de la resignada impasibilidad que algunos disfrazan pre
sentándola como señorío moral, de la falsa benevolencia que
se acomoda y transige con todas las incompetencias y desi
dias. Tal parece que fuera caballeresca superioridad ante las
miserias y las adversidades lo que no es muchas veces sino in
capacidad de salir de ellas con la iniciativa y el trabajo. Es
más fácil hacer gestos señoriales, y hasta arrogantes, que pro
bar el señorío en la cotidiana atención al quehacer. Esa masa
mantiene siempre su capacidad de fermentación, no hay duda
de ello; pero no siempre muestra capacidad de norma. Por
esto, la buena obra de cada hombre con misión de responsa
bilidad pública, y del filósofo muy especialmente, habría de
consistir en una manera peculiar de hacer su propio trabajo
de tal suerte que la norma no fuese solamente predicada sino
que fuese inspirada, por aparecer en la obra misma realizada
y cumplida; con la esperanza de que la ejemplaridad de la
norma fuese propagándose de esta m anera casi inadvertida
mente, a partir siquiera de unos pocos; llegase a reformar el
temple de la gente y estableciese un estilo común de vida au
ténticamente civilizado: sin arrebatos, con puntualidad, per
severancia y eficiencia en el quehacer de todos los días; con el
aseo del cuerpo físico en el hombre, en la urbe y en el campo;
con dignidad natural y serena; sin la retórica del gesto ni la
ENSAYO SOBRE EL ENSAYO 277
intolerancia; sin la estolidez que presume de estoicismoi ni el
frenesí que sustituye a la acción bien planeada; sin el trágico
ciclo de la turbulencia y la apatía.
A una sociedad la representan lo mismo quienes exhiben
sus defectos que quienes los denu ncian. Ortega es representa
tivo de España y del mundo hispánico de ambas maneras. Al
gunos de sus defectos son típicos, y es necesario hablar de
ellos, desde la filosofía, porque atañen a su praxis filosófica. De
los defectos, sin embargo, nadie se libra, y exhibiríamos nos
otros mismos un defecto que también es típico si nos atuvié
semos solamente a los defectos y olvidásemos por ellos las vir
tudes. Aparte de las discrepancias técnicas de filosofía, las
cuales no conciernen sino a unos pocos, las aclaraciones que
deben hacerse respecto del sentido general de esa obra de
Ortega conciernen a todos; son relativas al carácter y al ethos,
no a las ideas de teoría. Pero hablar de él es una forma de ho
menaje, porque puede merecer algunas críticas, pero no me
rece el silencio. Incluso diría que la íntima familiaridad con el
personaje “autor'' que se ha venido formando después de con
vivir con sus escritos y de meditar sobre ellos largamente, lle
ga a disponer el ánimo para un sentimiento que llamaríamos
de indulgencia, si la palabra no fuese tan petulante. No es una
indulgencia por los defectos, porque esto implica debilidad en
los principios, pero sí una forma de vinculación afectiva con
la persona que se hace acreedora de tan asidua atención.
El genio todo lo salva y lo sublima. Pero el caso singular del
genio, del ejemplo único, no siempre contiene virtud de ejem-
plaridad, y hay el riesgo de que lo inimitable puedan conver
tirlo en norma implícita la multitud de quienes no tienen un
genio que los disculpe. El genio pertenece al orden, se inte
gra en él. Muy endeble es el orden que no resiste la presencia
—siempre inesperada y un poco trepidante— del genio. Pero
hay que ver cuándo y cómo pueda el genio inspirar el orden o
promoverlo. La crítica que Ortega reclama ha de tener, pues,
uii sentido de esperanza. No puede tener otro sentido, aunque
debamos reconocer que la esperanza —si es razonada— es el
más preciado de los bienes, porque es el más difícil de retener.
Por esto la esperanza desespera, es impaciente mientras es ur
gente la reforma. Aquí se trata, en efecto, de una reforma en
278 ENSAYO SOBRE EL ENSAYO
la cura o "cuidado de las almas" de que hablaba Sócrates, a
quien siempre hemos de invocar.
Quisiera, pues, que el lector reflexionase sobre Jo que digo,
no pensando en Ortega, sino pensando en lo que digo. No hay
que extirpar a Ortega, como se extirpa del cuerpo algo maligno
en una operación de cirugía de urgencia. Lo que se ha de hacer
—y para esto su obra ha de servirnos sólo de motivo, de inci
tación— es Jo que una vez alguien llamó, ingeniosa y sabia
mente, una operación de jerarquía de urgencia .
ÍN D IC E
Prefacio . * . 7
Prólogo . , , 21
P rimera Parte
El problema de la filosofía hispánica
1 29
1. La pequeña historia de la filosofía 29
2. ¿Por qué el problema?................... 33
3. Varios tipos de filosofía............... 36
II 45
4. La situación de Hispanoamérica................... 45
5. La ideología de la Revolución: i. El positivismo y la bur
guesía .................................................................................................... 56
6. La ideología de la Revolución: u. Meditación del propio ser 61
7. La ideología de la Revolución: m. Indigenismo y paname
ricanismo ............................................................................................ 82
8. La hispanidad..................................................................................... 96
9. La filosofía como cien cia............................................................. 110
i n ....................................................................................................................... 120
1O. La situación de España................................................................. 120
11. La etapa orteguiana...................................* .................................. 126
12. El fin de la etapa orteguiana.......................................................... 144
156
13. Porvenir de la filosofía hispánica.............................................. 156
S ecunda Parte
JA escuela de Barcelona
[169)
T ercera Partu
Ensayo sobre el ensayo
[209]
279
Este libro se te^ inó de imprimir y encua
dernar en octubre de 1998 en los talleres de
Impresora y Encuadernadora Progreso, S. A.
de C. V. (lEPSA), Calz. Lorenzo, 244; 09830
México, D. F. En su composición, parada en
el Taller de Composición del fce, se utiliza
ron tipos New Aster de 1O:12, 9: 11 y 8:9
tos. La edición, que consta de 2 000 ejem
plares, estuvo al cuidado de Julio Gallardo
Sánchez.
F I L O S O F I A
EDUARDO N IC O L
EL PROBLEM A
DE IA FILO SO FÍA H ISPÁ N ICA
El problema a que alude el título no es teórico. Concierne
más bien al caiácter y al sentido de la contemporánea
en IlSpanoamérica y en España, o sea, a su etbos. Así, las
cuestiones de orden interno del quehacer ^ ^ ^ co, y que
parecieran ser sólo del mterés de los especialistas, atañen de
manera vital y di e recta a la sociedad y, dada la situación de cr-
sís de eíite fin de siglo en el mundo, tienen alcance universal.
Parece como si no pudiéramos hacer filosofía en nuestro
mundo hispánico —señala Edua rdo Nícol en et prefacio--
sin deba tir previamente la cuestión del carácter y el estilo de
lo que vamos a hacer, y de la manera como esto pueda ave
nirse con el genio autóctono y con los destinos de nuestra
comunidad. Tal preocupación o seifcomcio^ ^ ^ ha rebasa
do, a veces, el límite de la discreción. Esto quiere decir que
no ha favorecido la ejecución de una obra sobre cuyos carac
teres eventuales no hayamos meditado anticipa^ m enie. Éste
ha venido a ser, ju« amente, uno de los rasgos característicos
de nuestra fil^ ^ fta.
Eduardo Nicol nació en Barcelona (1907). llegó a México en
1939 y se nacionalizó mexicano al año siguiente. Se doctoró
en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México
y fue profesor de dicha institución desde 1^940. Fue fundador
del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Duran
te su vida recibió diversos premios y como
la Beca de la Fundación Rockefeller y la Gian Cmz de Alfon
so el Sabio. Del mismo autor, el Fondo de Cul^ ^ Económica
ha publicado Crf/íca da la razó^i sim^ lica, El porvenir de ui
filosofía, Historicismo y lA idea del hombre,
los pñncipics de la ciencia, La r^efo rma de la filoso>fia y
Metafísica de la ^expresión.
FONDO DE CUL ECONÓ^ MICA 9 V8968ró55266