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Fernando de Rojas

La Celestina
Adaptación de Francisco Alejo Fernández

Ilustraciones de Puño
Contenido

Introducción
La Celestina
Primer acto
Segundo acto
Tercer acto
Cuarto acto
Quinto acto
Sexto acto
Séptimo acto
Octavo acto
Noveno acto
Décimo acto
Undécimo acto
Duodécimo acto
Decimotercer acto
Decimocuarto acto
Decimoquinto acto
Decimosexto acto
Decimoséptimo acto
Decimoctavo acto
Decimonoveno acto
Vigésimo acto
Vigesimoprimer acto
Apéndice
Créditos
La Celestina hoy
Hace ya más de quinientos años, Fernando de Rojas, con la ayuda
previa de un segundo autor cuyo nombre desconocemos, escribió
esta obra. A pesar del tiempo transcurrido, como ocurre con los
grandes clásicos de la literatura, La Celestina sigue teniendo
actualidad. ¿No nos quejamos de la excesiva importancia que
nuestra sociedad concede al dinero? En La Celestina se habla
continuamente de dinero. El brillo del oro lleva a la perdición a
sus protagonistas. Todos los personajes se mueven con loco afán
por conseguir provecho. Dinero, oro, provecho, ¿cuántas veces
aparecen en el texto de Rojas estas palabras?
El egoísmo es protagonista de la obra. Todos los personajes
que la pueblan buscan únicamente el interés personal. Los apartes
—espacios de libertad en que expresan sus verdaderos pensamientos
— lo demuestran. Celestina pone en marcha toda una trama para que
Calisto consiga a Melibea, y en ella invita a participar a los
criados de Calisto, a los que envuelve y engaña con promesas de
riquezas y con la atracción erótica de las muchachas que trabajan
para ella.
Por otra parte, tienen todos los personajes de La Celestina
una clara conciencia del paso del tiempo, una clara percepción de
la proximidad de la muerte y saben de lo cambiante de la fortuna.
Gozar es el único remedio para aprovechar la brevedad de los
días: «No hay cosa tan ligera huyendo como la vida. La muerte nos
sigue y rodea, de ella somos vecinos», dice Pleberio. Celestina
insiste una y otra vez en el tópico del carpe diem (‘aprovecha tu
juventud mientras dura’), mostrando su arrepentimiento por haber
dejado pasar algunas oportunidades de goce que en su juventud se
le presentaron. La vejez, según Celestina, solo nos depara males.
Los personajes se mueven a instancias de sus temores, de sus
terrores. Tendríamos que valorar si son los mismos que atenazan a
los hombres y mujeres de hoy, a los jóvenes y a los viejos.
En la obra se nos ofrece un extraordinario retrato de unos
padres que ignoran lo que su hija siente, piensa y hace. La
distancia generacional parece que está aquí apuntada y es
indudablemente uno de los motivos de la tragedia final. La
ignorancia raya en la irresponsabilidad. Pero es parte
fundamental de la tragedia: no saber lo que se debería saber. Lo
advertimos desde la primera visita de Celestina a casa de
Melibea. Y sin embargo, Pleberio y Alisa son padres
cariñosísimos, atentos a los deseos de su hija, dispuestos
incluso a pedirle su opinión para la elección de esposo, y que
lloran con desconsuelo infinito la muerte de su hija. ¿Duda
alguien de que no hay nada nuevo bajo el sol?

El amor, motor de La Celestina


Pero La Celestina también es una historia de amor, o sobre el
amor, o de cómo el amor transforma a los hombres y a las mujeres.
Todos están afectados por esta enfermedad —como tal se trata en
el libro, como tal se describen sus síntomas—. Calisto, el
primero. Sin embargo no están menos heridos por las saetas de
Cupido sus criados, Sempronio y Pármeno. Para conseguir el amor
deseado, este rompe las barreras de sus propias creencias,
traiciona no solo a su señor, sino también a sí mismo. La vieja
Celestina dirige, con su portentosa batuta —hecha de experiencia,
de conocimiento del ser humano, de palabras—, este gran
concierto… o desconcierto. ¿No es el amor una fuerza poderosa que
protagoniza las historias que tú conoces, las películas que ves
en el cine? ¿No viven y mueren los personajes de ellas por amor?
¿Quién puede negar su poder, el placer que produce, la amargura
que muchas veces acarrea? ¿Qué gran historia no es, en fin, una
historia de amor?

Una historia compleja


¿A quién podemos salvar, si todos actúan empujados por el
egoísmo, si todos terminan traicionando a su prójimo: Calisto, a
sus criados; los criados, a Calisto; Celestina, a los que la han
ayudado; Melibea, a sus padres? Más que condenar, Fernando de
Rojas presenta con dolor y resignación, con sabiduría, la
realidad humana en su complejidad. Todos los personajes son,
pues, salvables, porque todos son humanos, están hechos de la
misma materia que nosotros y tienen nuestras debilidades.
Por eso, Rojas les da la oportunidad de expresarse. Aunque
cada uno de ellos fracasa en su intento de conseguir la felicidad
—¿no es eso lo que andan buscando?—, han tenido la ocasión de
explicarse. Para ello, el autor los dota de una capacidad
lingüística envidiable. Celestina es, desde luego, la que posee
este don en su más alto grado. Su poder de «envolver» a los que
la rodean estriba especialmente en su portentosa habilidad
verbal. Diríamos —sin exagerar— que es capaz de enredar al
mismísimo diablo... en los hilos que lleva a casa de Melibea.
Presta atención a las palabras con las que, para conseguir
apresarlo entre los hilos de la tela, conjura al demonio. No
importa que nosotros no creamos en los hechizos; ella sí cree en
ellos o, por lo menos, afianzan su seguridad en sí misma cuando
su valor flaquea. Ni siquiera en estas creencias estamos tan
alejados del mundo de La Celestina. Asistimos hoy al
resurgimiento de supersticiones ancestrales, que son explotadas —
por cierto que con mucho éxito— por el cine y la televisión.
Azorín imaginó una vez un final diferente para la historia de
Calisto y Melibea: «Calisto y Melibea se casaron —como sabrá el
lector si ha leído La Celestina— a pocos días de ser descubiertas
las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró
Calisto de la que después había de ser su mujer un día que entró
en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto
dieciocho años. Veintitrés tenía entonces Calisto. Viven ahora
marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les
nació, que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Desde la
ancha solana que está a la puerta trasera de la casa se abarca
toda la huerta en que Melibea y Calisto pasaban sus dulces
coloquios de amor». Al leer esta prodigiosa obra de Fernando de
Rojas, reflexiona sobre las palabras de Azorín. ¿Pudo ser este el
destino de Calisto y Melibea? Otro hubiera sido el libro o, más
seguramente, el libro no habría existido. Porque ni Calisto ni
Melibea, ni Celestina, ni Sempronio ni Pármeno, pudieron tener
otra oportunidad que la de vivir sus vidas en una libertad
suicida.

Esta edición
La presente adaptación de La Celestina mantiene la fidelidad al
sentido de la obra original y a sus principales rasgos
literarios. Para ajustarse a las características de la colección,
se ha reducido el texto y se han añadido breves resúmenes
narrativos que permiten seguir íntegramente el argumento de la
obra.
Por otra parte, mantenemos un espacio de separación entre
líneas para indicar los cambios de escena, como sucede en la
mayor parte de las numerosas ediciones que de la obra hay en el
mercado.
PRIMER ACTO

Calisto ha entrado en busca de un halcón en la huerta que hay en casa de


Melibea y allí se encuentran. Rendido de amor por ella, comienza a
hablarle. Melibea lo rechaza con gran dureza y Calisto se marcha a su casa
muy angustiado. Le cuenta su pena de amor a Sempronio, su criado, quien,
después de escucharlo, le recomienda que le pida ayuda a la vieja
alcahueta Celestina, en cuya casa vive Elicia, de la que el criado está
enamorado. Calisto acepta y cuando Sempronio llega a casa de Celestina
para tratar del asunto con ella, Elicia está con un cliente, al que
esconde. Sempronio le explica a la vieja el asunto que allí lo trae y
juntos se dirigen a la casa de Calisto. Cuando llegan, Pármeno, otro
criado de Calisto, reconoce a Celestina, y antes de abrir la puerta le
cuenta a su amo los oficios a los que la alcahueta se dedica y le advierte
del peligro que corre tratando con esa mujer. Celestina entra finalmente
en la casa y es saludada con gran alegría por Calisto. Celestina y Pármeno
se quedan solos un momento y, en una intensa conversación, la alcahueta
trata de convencer al criado para que se una a ella y a Sempronio y
aprovecharse así de los amores de su amo. Le promete conseguirle a Areúsa,
prostituta de la que está enamorado Pármeno, y le recuerda con entusiasmo
la amistad que mantuvo con su madre cuando él era pequeño.

PÁRMENO, CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, CELESTINA

Calisto y Melibea se encuentran en la huerta y él, prendado de ella, comienza a


hablarle.

CALISTO.—En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.


MELIBEA.—¿En qué, Calisto?
CALISTO.—En que le dio poder a la naturaleza para que de tan perfecta
hermosura te dotase y en que me haya concedido, sin merecerlo, el regalo
de llegar a verte y en un lugar tan apropiado para declararte mi secreto
dolor.
MELIBEA.—¿Por gran regalo tienes verme, Calisto?
CALISTO.—Le doy verdaderamente tanto valor que, si Dios me concediese en
el cielo un lugar superior al que ocupan los santos, no lo consideraría una
felicidad más grande.
MELIBEA.—Pues mayor galardón te daré yo si sigues así.
CALISTO.—¡Oh bienaventuradas orejas mías, que no sois dignas de las
hermosas palabras que habéis oído!
MELIBEA.—Pero serán desventuradas cuando acabes de oírme porque el pago
será tan fiero como merecen tu loco atrevimiento y la mala intención de
tus palabras. ¿Cómo es posible que de la cabeza de un hombre como tú
haya salido tal despropósito dirigido a una mujer virtuosa como yo? ¡Vete,
vete de aquí, grosero, que no puede mi paciencia tolerar que te haya
entrado la idea de conversar conmigo sobre los placeres de un amor
deshonesto!
CALISTO.—Me iré como se va aquel contra quien la desfavorable fortuna
pone todo su empeño.
Calisto, desesperado por el rechazo de Melibea, llega a su casa, donde mantiene
una larga conversación con su criado Sempronio. Calisto, totalmente exaltado,
llega a considerar a Melibea como su único Dios y se declara, antes que cristiano,
«melibeo». Sempronio le advierte contra las maldades de las mujeres.

SEMPRONIO.—Lee a los historiadores, estudia a los filósofos, atiende a los


poetas: las mujeres y el vino hacen a los hombres abandonar su religión.
Paganos, judíos, cristianos y moros, todos están de acuerdo en esto. Pero
no cometas el error de aplicar a todas todo lo que he dicho y lo que diga
de ellas, pues muchas ha habido y hay santas y virtuosas y notables, cuyo
resplandor salva a las mujeres de la deshonra general. Sin embargo, de las
otras, ¿quién te podría contar todas sus mentiras, sus enredos, sus
cambios, su poca prudencia, sus lágrimas fingidas, sus alteraciones, su
audacia, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su
inconstancia, su calumniar, su negar, su enredar, su presunción, su
vanidad, su bajeza, su necedad, su desprecio, su soberbia, su preguntarse y
responderse ellas mismas, sus burlas, su charlatanería, su glotonería, su
lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus
embustes, sus menosprecios, su lengua desbocada, su desvergüenza, su
alcahuetería?
CALISTO.—¿Ves? Mientras más cosas me dices y más inconvenientes me
pones, más la quiero. No sé qué es esto.
SEMPRONIO.—No es este un asunto para mozos, según veo, pues no obedecen
a la razón ni se saben controlar. Penosa cosa es que crea que es maestro el
que nunca fue discípulo.
CALISTO.—¿Y tú qué sabes? ¿Quién te ha enseñado estas cosas?
SEMPRONIO.—¿Quién? Ellas, que cuando se destapan pierden de tal forma la
vergüenza que todo esto y más a los hombres descubren. Ponte pues en el
lugar que te corresponde; piensa que eres más digno de lo que te
consideras.

Pero Calisto se siente indigno de Melibea. Sempronio le señala que no tiene


motivos para ello porque, además de ser hombre, la naturaleza lo ha dotado de
hermosura y del aprecio de todos. Calisto se queja, sin embargo, de que le falta el
amor de Melibea, a la que considera inalcanzable a causa de sus extraordinarias
virtudes y su gran belleza, que describe y alaba con pasión.

CALISTO.—Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas de oro fino que
hilan en Arabia? Más lindos son y no brillan menos; son tan largos que le
llegan a los pies; además, peinados y recogidos con una delicada cinta,
como ella se los pone, no necesita más para convertir a los hombres en
piedras.
SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡Más bien en asnos!)
CALISTO.—Los ojos verdes, rasgados; las pestañas, largas; las cejas, finas y
elevadas; la nariz, mediana; la boca, pequeña; los dientes, menudos y
blancos; los labios, rojos y sensuales; el contorno del rostro, un poco más
largo que redondo; el pecho, alto. La redondez y forma de las pequeñas
tetas, ¿quién te la podría pintar? El cutis limpio, lustroso; su piel hace
parecer oscura a la nieve.
SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡En sus trece sigue este necio!)
CALISTO.—Las manos medianamente pequeñas, de dulce carne acompañadas;
los dedos largos, las uñas largas y coloradas, que parecen rubíes entre
perlas.
Con el fin de evitar la desesperación de Calisto, Sempronio le promete que le
conseguirá a Melibea. Agradecido, Calisto le hace un buen regalo y le pregunta
cómo piensa cumplir su promesa.

SEMPRONIO.—Yo te lo diré. Hace mucho tiempo que conozco en esta


población a una vieja barbuda que se llama Celestina, hechicera, astuta,
experta en cuantas maldades existen. Sé que son más de cinco mil virgos 1
los que se han hecho y deshecho bajo su autoridad en esta ciudad. En las
duras piedras es capaz de provocar lujuria si quiere.
CALISTO.—¿Podría yo hablar con ella?
SEMPRONIO.—Yo te la traeré aquí. Prepárate, hazle regalos, sé generoso con
ella.
CALISTO.—¿Y vas a tardar?
SEMPRONIO.—Ya voy. Quede Dios contigo.
Sempronio llega a casa de Celestina, donde es recibido con grandes muestras de
alegría por la alcahueta. Pregunta por Elicia, prostituta de la que está
enamorado, que en ese momento se encuentra con un cliente, al que esconde para
que Sempronio no lo vea. Finalmente, Sempronio pide a Celestina que lo
acompañe a casa de Calisto.

SEMPRONIO.—Madre mía, coge tu manto y vámonos, que por el camino


sabrás lo que, si aquí me entretuviese en contarte, impediría tu provecho y
el mío.
CELESTINA.—Nos vamos. Elicia, queda con Dios; cierra la puerta.

SEMPRONIO.—¡Oh madre mía! Deja todas las cosas de lado y solo presta
atención y piensa en lo que te voy a decir. Y quiero que sepas por mí lo
que todavía no has oído, y es que jamás he podido, desde que tengo
confianza contigo, desear un bien del que no te correspondiese una parte.
CELESTINA.—Habla, no te detengas, pues la amistad que tú y yo mantenemos
no necesita de rodeos, ni de preámbulos, ni adornos de ningún tipo para
que aumente nuestro afecto. Abrevia y ve a los hechos, pues es inútil decir
con muchas palabras lo que con pocas se puede expresar.
SEMPRONIO.—Así es. Calisto arde en amores por Melibea. De ti y de mí tiene
necesidad. Si los dos juntos le hacemos falta, juntos nos beneficiaremos.
CELESTINA.—Bien has hablado; enterada estoy. De una ojeada me doy cuenta
de todo. Digo que me alegro de estas noticias como los cirujanos de los
descalabrados; e igual que aquellos al principio empeoran las heridas para
que la promesa de curación tenga más mérito, así me propongo actuar con
Calisto. ¡Tú me entiendes!
SEMPRONIO.—Callemos, que a la puerta estamos y, como se suele decir, las
paredes oyen.
CELESTINA.—Llama.
SEMPRONIO.—Ta, ta, ta.

PÁRMENO.—¿Quién es?
SEMPRONIO.—Ábreme a mí y a esta señora.
PÁRMENO.—Señor, Sempronio y una puta vieja teñida daban esos golpes.
CALISTO.—Calla, malvado, que es mi tía. Corre, corre, abre.
PÁRMENO.—¿Por qué, señor, te afliges? ¿Por qué, señor, te entristeces? ¿Es
que piensas que para las orejas de esta vieja es una palabra ofensiva la que
le he dicho? No lo creas, que ella se alegra de oírla como tú cuando
alguien dice: «Hábil caballero es Calisto». Y además, así es como la
llaman y por tal título es conocida. Si entre cien mujeres va y alguien dice:
«¡Puta vieja!», sin ninguna vergüenza vuelve inmediatamente la cabeza y
responde con cara alegre. Si pasa al lado de los perros, a eso suena su
ladrido; si está cerca de las aves, otra cosa no cantan; si cerca del ganado,
balando lo publican; si cerca de las bestias, rebuznando dicen: «¡Puta
vieja!»; las ranas de los charcos otra cosa no suelen croar. Si se encuentra
entre los herreros, eso dicen sus martillos; todo oficio que usa
herramientas forma en el aire su nombre. Qué quieres que te diga más sino
que si una piedra choca con otra, inmediatamente suena: ¡«Puta vieja»!
CALISTO.—Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?
PÁRMENO.—Te lo voy a contar. Hace mucho tiempo que mi madre, mujer
pobre, vivía en su vecindario y, a petición de esta Celestina, me entregó a
ella como sirviente, aunque ella ahora no me reconoce, por el poco tiempo
que la serví y por los cambios que la edad ha hecho en mí.
CALISTO.—¿En qué la servías?
PÁRMENO.—Señor, le iba a la plaza y le traía de comer y la acompañaba; la
ayudaba en aquellos trabajos que mis tiernas fuerzas me permitían. Tenía
esta buena señora al final de la ciudad, allá en las tenerías 2 , en la cuesta
del río, una casa apartada, medio caída, poco arreglada y no muy
preparada. Ella tenía seis oficios, que eran: costurera, perfumera, maestra
en hacer cosméticos y en rehacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera.
Era el primer oficio la tapadera de los otros, con cuyo pretexto muchas
mozas sirvientes entraban en su casa a coserse y coser camisas y cuellos y
otras muchas cosas. Ninguna venía sin algo de tocino, trigo, harina o jarro
de vino y otros alimentos que podían a sus amas robar. Era muy amiga de
estudiantes y de encargados de la despensa y de sirvientes de curas.
CALISTO.—Ya está, Pármeno; déjalo para otro momento más oportuno. No
nos detengamos, que la obligación es enemiga de la tardanza. Óyeme, yo
mismo le he rogado que venga y ya espera más de lo que debe. Venga, no
se vaya a impacientar. Pero te ruego, Pármeno, que tu envidia hacia
Sempronio, que en este asunto está a mi servicio y sigue mi gusto, no vaya
a ser un impedimento para que yo consiga la solución de mi vida. Que si
para él hubo un regalo, a ti no te faltará otro. No pienses que tengo en
menos estima tus consejos y advertencias que sus trabajos y esfuerzos.
Sempronio y Celestina, que están subiendo las escaleras, oyen algunas de las
advertencias que Pármeno hace contra la vieja alcahueta, que aun así le asegura
a Sempronio que logrará que Pármeno se una a ellos para aprovecharse del
negocio de los amores de Calisto. Pármeno, por fin, abre la puerta a Celestina.
CALISTO.—¡Oh Pármeno, ya la veo; sano estoy, vivo estoy! ¡Mira qué
persona tan venerable, qué apariencia tan respetable! La mayoría de las
veces, por el aspecto exterior se reconoce la virtud interior. ¡Oh vejez
virtuosa, oh virtud envejecida! ¡Oh gloriosa esperanza de mi deseado fin!
Desde ahora adoro la tierra que pisas y, para mostrar mi respeto hacia ti, la
beso.
CELESTINA.—(Aparte, a Sempronio. Sempronio, ¡de las palabras vivo yo!
Dile a tu amo que cierre la boca y comience a abrir la bolsa, que de las
obras dudo, cuanto más de las palabras.)
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Ay de las orejas que tales cosas
oyen! Perdido está quien tras un perdido anda. ¡Oh Calisto desgraciado,
ciego! ¡Y echado en tierra está adorando a la más antigua y puta vieja de
los burdeles!)
CALISTO.—¿Qué decía la madre? Me parece que estaba pensando que le
ofrecía palabras para no hacerle regalos.
SEMPRONIO.—Eso es lo que yo he oído.
CALISTO.—Pues ven conmigo; trae las llaves, que yo la sacaré de dudas.
SEMPRONIO.—Harás bien, vamos inmediatamente, que no se debe dejar crecer
la hierba entre el trigo ni la desconfianza en los corazones de los amigos,
sino limpiarla pronto con la azada de las buenas obras.
CALISTO.—Astutamente hablas. Vamos, no tardemos.

CELESTINA.—Me alegro, Pármeno, de que tengamos oportunidad de que


conozcas el amor que te tengo, y lo partidaria de ti que soy, aunque no te
lo mereces. Te he oído bien, y no creas que el oído, ni ningún otro sentido
corporal, he perdido con la vejez. Tienes que saber, Pármeno, que Calisto
anda con penas de amor; y no lo consideres por eso débil, porque el amor
imposible todo lo vence. ¿Qué dices a esto, Pármeno? ¡Tontuelo, loquito,
angelico, perlica, simplicico! Acércate aquí, putico, que no sabes nada del
mundo ni de sus placeres. ¡Mala rabia me mate si no te arrimo a mí,
aunque sea vieja! La voz tienes ronca, la barba te está saliendo; intranquila
debes tener la punta de la barriga.
PÁRMENO.—¡Como cola de alacrán!
CELESTINA.—E incluso peor, porque la otra muerde sin hinchar y la tuya
hincha por nueve meses.
PÁRMENO.—¡Ji, ji, ji!
CELESTINA.—¿Te has reído, mal bicho, hijo mío?
PÁRMENO.—Calla, madre, no me culpes ni me consideres, aunque soy
muchacho, un ignorante. Amo a Calisto, le debo fidelidad, porque me he
criado en su casa, por haber recibido beneficios, por haber sido por él bien
tratado. Lo veo perdido pues no hay cosa peor que ir tras un deseo sin
esperanza de llegar a buen fin, y especialmente cuando cree que va a
remediar un asunto tan complicado y difícil con los vanos consejos y las
necias razones de ese bruto de Sempronio. No lo puedo sufrir. ¡Lo digo y
lloro!
En la misma conversación, Pármeno confiesa a Celestina que la conoció cuando
era pequeño. Celestina finge sorpresa.

CELESTINA.—¿Quién eres tú?


PÁRMENO.—¿Quién? Pármeno, hijo de Alberto, tu compadre. Estuve contigo
un mes porque mi madre me llevó contigo cuando vivías en la cuesta del
río, cerca de las tenerías.
CELESTINA.—¡Jesús, Jesús, Jesús! ¿Y tú eres Pármeno, el hijo de la Claudina?
PÁRMENO.—¡A fe, soy yo!
CELESTINA.—¡Pues que un fuego malo te queme, porque tan puta vieja era tu
madre como yo! ¿Por qué me persigues, Parmenico? ¿Te acuerdas cuando
dormías a mis pies, loquito?
PÁRMENO.—Sí, desde luego. Y algunas veces, aunque era un niño, me subías
a la cabecera y me apretabas contra ti y, como olías a vieja, yo huía de ti.
CELESTINA.—¡Mala enfermedad te mate! ¡Y cómo habla el desvergonzado!
Dejando de lado las bromas y pasatiempos, oye ahora, hijo mío, y
escucha, porque aunque he sido llamada aquí con un propósito, a otra cosa
he venido, y aunque haya hecho como que no te conocía, tú eres la causa
de mi venida. Hijo, sabes muy bien que tu madre, que Dios tenga en su
gloria, te entregó a mí viviendo todavía tu padre, quien murió con una sola
pena: con la preocupación por tu vida y persona; además, por tu ausencia
durante algunos años de su vejez, sufrió una vida llena de angustia e
inquietud. Y cuando estaba a punto de morir, envió a buscarme y
secretamente me pidió que me encargase de ti y me dijo, sin otro testigo
que Dios, que te buscase y te trajese y te protegiese y, cuando tuvieses la
edad suficiente como para ser dueño de tu vida, te descubriese dónde dejó
escondida tal cantidad de oro y plata que supera la renta de tu amo Calisto.
Por tanto, hijo mío, abandona los impulsos de la juventud y recobra la
razón haciendo caso de lo que te enseñan tus mayores. Y yo, así como
verdadera madre tuya, te digo que por ahora aguantes y sirvas a este amo
hasta que yo te aconseje otra cosa. Pero no con necia lealtad: no hagas
casos de las vacías promesas de los señores, los cuales desprecian las
buenas cualidades de sus sirvientes con huecas y vacías promesas. Los
señores de estos tiempos se aman más a sí mismos que a los suyos, y no se
equivocan. Los suyos deben hacer lo mismo. Se nos ha presentado la
ocasión, como sabes, de que todos prosperemos, y tú de momento
consigas algún remedio.

PÁRMENO.—Celestina, tiemblo oyéndote. No sé qué hacer, confuso estoy. Por


una parte, te considero como mi madre; y por otra, a Calisto como amo.
La riqueza deseo, pero quien deshonestamente sube a lo alto, más
rápidamente cae de lo que subió. No quisiera bienes mal ganados.
CELESTINA.—Yo sí. De modo torcido o derecho, nuestra casa hasta el techo.
PÁRMENO.—Pues yo con ellos no viviría contento, y considero una cosa
honesta la pobreza alegre. Y te digo aún más, que no los que poco tienen
son pobres, sino los que muchas cosas desean. Y por esto, digas lo que
digas, no te creo en esta parte.
Celestina va añadiendo argumentos para que Pármeno se ponga de su parte. Para
terminar de destruir su integridad moral, saca a relucir en la conversación el
nombre de Areúsa, una prostituta de la que Pármeno está enamorado. Ante la
promesa de entregársela, la fidelidad de Pármeno a su amo empieza a
resquebrajarse. Pero todavía duda...

PÁRMENO.—Tengo miedo, madre, de estar recibiendo dudoso consejo.


CELESTINA.—¿No quieres? Pues te voy a decir lo que dice el sabio: «Al
hombre que de forma inflexible al que le da consejos menosprecia,
repentina desgracia le vendrá y ninguna salud obtendrá». Y así, Pármeno,
me despido de ti.
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. Enojada está mi madre; dudas tengo
sobre sus consejos. Equivocación es no creer y pecado creerlo todo. He
oído decir que las personas deben a sus mayores creer. Esta ¿qué me
aconseja? Paz con Sempronio. Pues la quiero complacer y oír.) Madre, no
se debe enojar el maestro con la ignorancia del discípulo. Por eso
perdóname, háblame, pues no solo quiero oírte y creerte, sino como un
regalo recibir tu consejo. Por eso ordena, que a tu orden mi voluntad se
humilla.
CELESTINA.—Propio de los hombres es equivocarse y de las bestias es la
terquedad. Por eso me alegro, Pármeno, de que tus ojos ya no estén
nublados. Pero callemos, que se acerca Calisto y tu nuevo amigo
Sempronio. Dejo para momento más oportuno que te pongas de acuerdo
con él.

CALISTO.—Miedo traigo, madre, de que, con mi mala fortuna, no te encuentre


viva. Recibe, madre, el pobre regalo de aquel que con él la vida te ofrece.
CELESTINA.—De la misma manera que en el oro muy fino, tratado por la
mano del delicado artesano, es más importante el trabajo que el material,
así mejora a tu magnífico regalo la gracia y la forma de tu dulce
generosidad.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. ¿Qué le ha dado, Sempronio?)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Cien monedas de oro.)
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Ji, ji, ji!)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¿Ha hablado contigo la madre?)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Calla, que sí.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Pues ¿cómo estamos?)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Como tú quieras. Aunque estoy
espantando.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Pues calla, que yo te haré espantar el
doble.)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. ¡Oh Dios, no hay enfermedad más eficaz
que el enemigo de casa para causar daño.)
CALISTO.—Ve ahora, madre, y consuela tu casa, y después ven y consuela la
mía, y hazlo pronto.
CELESTINA.—Quede Dios contigo.
CALISTO.—Y él te proteja.

1. Virgo: Celestina, entre otros oficios, tiene el de restituir la virginidad de las mujeres.

2. Tenerías: lugar o taller donde se arreglan y trabajan las pieles.


SEGUNDO ACTO

Cuando Celestina sale de la casa de Calisto, este se queda hablando con


Sempronio, su criado. A Calisto, como aquel que está pendiente de una
esperanza, hasta la rapidez le parece lenta y, así, envía de su parte a
Sempronio para que le meta prisa a Celestina en el planeado negocio.
Quedan mientras tanto Calisto y Pármeno hablando juntos.

CALISTO, SEMPRONIO, PÁRMENO

CALISTO.—Hermanos míos, cien monedas le di. ¿Hice bien?


SEMPRONIO.—¡Ay, que si hiciste bien! Aparte de poner remedio a tu vida, has
ganado mucha honra. Y ¿para qué es la fortuna favorable y próspera sino
para aumentar la honra, que es el mayor de los bienes terrenales? Sin duda
te digo que es mejor emplear las riquezas que poseerlas. ¡Oh, qué glorioso
es el dar! ¡Oh, qué miserable es el recibir! Por tanto, disfruta de haber sido
así de generoso, y sigue mi consejo y vuélvete a tu habitación y descansa,
puesto que tu negocio está en buenas manos depositado. Y vamos ya,
porque sobre este negocio quiero hablar contigo con más detenimiento.
CALISTO.—Sempronio, no me parece buena decisión que yo me quede
acompañado y que se vaya sola aquella que busca el remedio de mi mal.
Mejor será que te vayas con ella y le metas prisa, pues sabes que de su
rapidez depende mi salud, de su tardanza mi pena, de su olvido mi
desesperanza.
Sale Sempronio a encontrarse con Celestina. Calisto se queda conversando con
Pármeno, al que trata de convencer para que apruebe la intervención de
Celestina en el asunto de sus amores. Pármeno le advierte de nuevo contra la
maldad de Celestina hasta el punto de provocar el enojo de su amo.
CALISTO.—¡Palos querrá este bellaco! Di, mal criado, ¿por qué hablas mal de
quien yo adoro? Y tú, ¿qué sabes de honra? Dime, ¿qué es amor? Si tú
sintieses el dolor que yo siento, con otra agua rociarías la ardiente llaga
que la cruel flecha de Cupido me ha causado. Sempronio tuvo miedo de
irse y de que tú te quedaras. Yo lo quise todo y así sufro por su ausencia y
por tu presencia. Vale más estar solo que mal acompañado.
PÁRMENO.—Señor, débil es la fidelidad que se convierte en alabanza por
miedo al castigo, y más con un señor a quien el dolor o la pasión lo dejan
sin sentido y lo apartan de su natural sensatez. Desaparecerá el velo que te
ciega; pasarán estos momentáneos ardores; te darás cuenta de que mis
agrias palabras son mejores para matar este fuerte cáncer que las blandas
de Sempronio, que lo alimentan, atizan tu fuego, avivan tu amor,
encienden tu llama, añaden leña para que arda hasta llevarte a la sepultura.
CALISTO.—¡Calla, calla, perdido! Estoy yo penando y tú filosofando. No te
soporto más. Saquen un caballo. Límpienlo bien. Aprieten fuertemente las
cinchas, por si acaso paso por delante de la casa de mi señora y mi dios.

PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Ojalá nunca vuelvas! ¡Vete al


diablo! A estos locos así, si se les dice lo que les conviene, no os podrán
ver. ¡Oh desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. El mundo es así.
Quiero seguir la corriente que sigue todo el mundo, porque a los traidores
los llaman prudentes, a los fieles, necios. Si yo hubiera creído a Celestina
con sus seis docenas de años a cuestas, no me habría maltratado Calisto.
Pero esto me servirá de escarmiento de aquí en adelante con él, porque si
dice «Comamos», yo también; si quiere derribar su casa, lo aprobaré; si
queman su hacienda, iré por fuego. Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a
las alcahuetas sus bienes, pues mi parte me corresponderá. Porque se dice:
«A río revuelto, ganancia de pescadores».)
TERCER ACTO

Sempronio se dirige a casa de Celestina, a la cual riñe por su tardanza.


Se ponen a buscar la manera de tratar el negocio de Calisto con Melibea y
de conseguir la colaboración de Pármeno, a quien Celestina entregará a
Areúsa. Finalmente, llega Elicia. Se va Celestina a casa de Pleberio,
padre de Melibea.

SEMPRONIO, CELESTINA

SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡Qué calma lleva la barbuda!


¡Menos tranquilidad traían sus pies cuando venía! A dineros pagados,
brazos caídos.) ¡Chis, señora Celestina, poca prisa te has dado!
CELESTINA.—¿A qué vienes, hijo?
SEMPRONIO.—Nuestro enfermo no sabe qué pedir. No tiene paciencia. Tiene
miedo de que te descuides. Maldice su avaricia y su poca generosidad
porque te ha dado poco dinero.
CELESTINA.—No hay cosa más propia del que ama que la impaciencia. Toda
tardanza les produce tormento. Sobre todo estos amantes primerizos, que
vuelan sin reflexión hacia cualquier cosa que los atrae, sin pensar en el
daño que la fuerza de su pasión provoca en ellos y en sus sirvientes.
Sempronio advierte a Celestina de los peligros del asunto que traen entre manos y
la anima a aprovecharse mientras duren los amores. Celestina le cuenta la
conversación con Pármeno y le asegura que, entregándole a Areúsa, conseguirá
su colaboración. A continuación, la alcahueta habla de la estrategia que va a
seguir para vencer la resistencia de Melibea.

SEMPRONIO.—¿Crees que podrás conseguir algo de Melibea? ¿Hay alguna


buena señal?
CELESTINA.—No hay cirujano que sea capaz de valorar la herida a la primera.
Lo que yo, en estos momentos veo te diré: Melibea es hermosa, Calisto
loco y generoso; ni a él le pesará gastar, ni a mí andar. Que se mueva el
dinero y que dure el asunto lo que dure. Todo lo puede el dinero. Su
locura y su pasión son suficientes para que él se pierda a sí mismo y a
nosotros nos haga ganar. A casa de Pleberio, el padre de Melibea, voy.
Quédate con Dios. Porque aunque esté brava Melibea, no es esta, así lo ha
querido Dios, la primera a quien yo he hecho bajar los humos. Muy
quisquillosas son todas, pero después de que consienten por vez primera,
nunca quieren descansar. Quedan cautivas del primer abrazo, ruegan a
quien rogó, se convierten en siervas de quienes eran señoras, dejan el
mando y son mandadas, rompen paredes, abren ventanas, fingen
enfermedades.
SEMPRONIO.—No entiendo esos términos, madre.
CELESTINA.—Digo que la mujer o ama mucho a aquel que la pretende o le
tiene gran odio. Y con esto, que sé con toda seguridad, voy más tranquila
a casa de Melibea. Porque sé que aunque ahora le ruegue, al final me tiene
que rogar ella; aunque al principio me amenace, terminará por halagarme.
Aquí llevo un poco de encaje en este bolsillo, además de otras mercancías
que traigo siempre conmigo, para tener una excusa al entrar la primera vez
en casas donde no soy muy conocida.
SEMPRONIO.—Madre, mira bien lo que vas a hacer. Porque, si al principio se
comete un error, nada puede terminar bien.
CELESTINA.—Por Dios que en mala hora tengo necesidad de ti como
compañero. Todavía querrás dar consejos a Celestina en su oficio. Pues
cuando tú naciste ya tenía yo dientes. ¡Bueno eres tú para jefe, cargado de
malos presentimientos y desconfianza!
SEMPRONIO.—No te asombres, madre, de mi miedo, pues es general
condición humana que lo que mucho se desea crea uno que no va a
concluir jamás. Y por esto veo más inconvenientes con mi poca
experiencia que tú siendo maestra vieja.
Llegan a la casa de la alcahueta, donde está Elicia. Celestina, sirviéndose de sus
conocimientos de hechicera, prepara un aceite con el que impregna el hilo que
pretende vender a Melibea. Antes de salir, conjura a Plutón, dios romano de los
infiernos, para que la ayude a tener éxito en el peligroso negocio que va a
emprender.
CELESTINA.—Te conjuro, triste Plutón, señor de las profundidades infernales,
emperador de los condenados, capitán de los rebeldes ángeles, señor de
los fuegos de azufre que el volcán Etna arroja, gobernador e inspector de
los tormentos y de los atormentadores de las pecadoras almas. Yo,
Celestina, tu más conocida clienta, te conjuro por la fuerza de estas rojizas
letras, por la sangre de aquella nocturna ave con la que están escritas, por
el áspero veneno de las víboras del que está hecho este aceite, con el cual
unto estos hilos. Te conjuro a que vengas sin tardanza a obedecer mi
voluntad y en los hilos te metas y en ellos permanezcas hasta que Melibea
los compre, y en ellos quede tan enredada que, mientras más los mire, más
se ablande su corazón para concederme mi petición, y se lo abras y lo
dañes con el cruel y fuerte amor de Calisto. Si no lo haces rápido, me
tendrás como gran enemiga. Así, confiando en mi gran poder, me voy para
allá con mis hilos, donde creo que te llevo ya envuelto.
CUARTO ACTO

Celestina va andando por la calle y hablando consigo misma. Al llegar a


la puerta de Pleberio, encuentra a Lucrecia, criada de la casa. Empieza a
hablar con ella. Las oye Alisa, madre de Melibea, que, enterada de que es
Celestina, la hace entrar. Alisa sale. Se queda Celestina en casa con
Melibea y le comunica la razón de su visita.

LUCRECIA, CELESTINA, ALISA, MELIBEA

CELESTINA.—Ahora que voy sola, quiero calcular bien los temores de


Sempronio, porque aquellas cosas que no se piensan bien, aunque algunas
veces tengan un buen fin, generalmente producen disparatados efectos.
Porque, aunque yo he disimulado con él, podría ocurrir que, si los
parientes de Melibea se diesen cuenta de los pasos en que ando, lo pagase
yo con una pena equivalente a la misma vida; o, si no me quisiesen matar,
podría ser que muy deshonrada quedase, manteándome o azotándome
cruelmente. ¡Pues amargas cien monedas serían estas! ¡Ay desgraciada de
mí, en qué trampa me he metido! ¿Voy o me vuelvo? ¡Oh dudosa y dura
confusión! No sé qué decisión puede ser mejor. ¡Veo en el atrevimiento
claro peligro y en la cobardía, deshonrosa pérdida! Si descubren el delito,
no me escaparé de la muerte o de la vergüenza pública, y eso si salgo bien
librada. Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? ¿Que estas eran todas mis
fuerzas, saber y esfuerzo, valor y buena disposición? Y su amo Calisto,
¿qué dirá, qué hará, qué pensará sino que hay un nuevo engaño en mis
pasos y que he contado el asunto para conseguir más provecho de la parte
contraria? ¡Pues triste de mí, mal por aquí, mal por allá, pena en ambas
partes! Prefiero ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Ir quiero, pues
mayor es la vergüenza de quedar como cobarde que el castigo por cumplir
con valentía lo que he prometido. Ya veo su puerta. En mayores aprietos
me he visto. ¡Ánimo, Celestina! Todos los presagios se presentan
favorables. Y lo mejor de todo es que veo a Lucrecia a la puerta de
Melibea. Prima es de Elicia; no se comportará como enemiga.
Celestina llega a casa de Melibea, se encuentra con la criada Lucrecia, que está a
la puerta, y le dice que viene a vender unos hilos. Alisa, madre de Melibea, la
hace entrar y entabla conversación con ella.

CELESTINA.—Buena señora, la gracia de Dios esté contigo y con tu noble hija.


Mis padecimientos y enfermedades me han impedido visitar tu casa, como
hubiera sido mi obligación, pero Dios conoce mis buenas entrañas, mi
verdadero amor, pues la distancia entre las casas no aparta el cariño de los
corazones. Además de otras desgracias, me encuentro sin dinero. No se
me ha ocurrido mejor remedio que vender unos hilos que para unas
toquillas había juntado. Supe por tu criada que tenías necesidad de ello.
Aquí está.
ALISA.—Vecina honrada, tus palabras y tu ofrecimiento me mueven a
compasión. Si el hilo es bueno, te será bien pagado.
CELESTINA.—Míralo aquí en madejitas. Tres monedas me daban ayer por la
onza 3 .
ALISA.—Melibea, hija, que se quede esta mujer honrada contigo, pues ya me
parece que se me hace tarde para ir a visitar a mi hermana enferma.
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. Por aquí anda el diablo preparando
una oportunidad. Ahora es mi ocasión o nunca.)
ALISA.—Anda, Melibea, contenta a la vecina dándole lo que sea razonable
por el hilo. Y tú, madre, perdóname, que otro día vendrá en que nos
veamos con más tiempo.
Celestina se queda hablando a solas con Melibea, con la que mantiene una
conversación sobre los males de la vejez. En el transcurso de la conversación,
Melibea la reconoce.

MELIBEA.—Espantada me tienes con tus palabras. Señales me dan de que yo


te conozco desde hace tiempo. Dime, madre, ¿no eres tú Celestina, la que
solía vivir en las tenerías?
CELESTINA.—Sí, hasta que Dios quiera.
MELIBEA.—Vieja te has vuelto. Bien dicen que el tiempo no pasa en balde.
Por Dios que no te habría reconocido sino por esa señal de la cara. Creo
que eras hermosa. Pareces otra, estás muy cambiada.
CELESTINA.—Señora, detén tú el tiempo para que no ande, y yo conservaré mi
aspecto sin que cambie. ¿No has leído lo que dicen de que llegará el día en
que en el espejo no te reconozcas? Pero también es verdad que yo
encanecí muy pronto y parezco de más edad.
MELIBEA.—Celestina, amiga, me he alegrado mucho de verte y conocerte.
También me has dado satisfacción con tus palabras. Toma tu dinero y ve
con Dios.
CELESTINA.—¡Oh angelical imagen! Alegría me da verte hablar. ¿Y no sabes
que Jesucristo dijo al diablo cuando lo tentó que no solo de pan vivimos?
Así es, pues el solo comer no mantiene. Sobre todo a mí, que suelo estar
uno o dos días en ayunas negociando encargos ajenos. Esto tuve siempre,
preferir trabajar sirviendo a los demás a descansar contentándome a mí
misma. Pues si tú me das permiso, te diré la causa de mi venida, que es
otra distinta a la que hasta ahora has oído y de tal naturaleza que todos
perderíamos si me vuelvo sin que la sepas.
MELIBEA.—Dime, madre, todas tus necesidades, que si yo las puedo remedir
con mucho gusto lo haré en honor de nuestra antigua relación y vecindad.
CELESTINA.—¿Necesidades mías, señora? Más bien ajenas, como ya he dicho,
porque las mías las meto dentro de mi casa, sin que nadie las sienta,
comiendo cuando puedo, bebiendo cuando tengo qué beber, pues en mi
pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una moneda para pan y otra para
vino.
MELIBEA.—Pide lo que quieras, sea para quien sea.
CELESTINA.—¡Doncella graciosa y de alto linaje! Tu agradable conversación
y alegre rostro, junto con las muestras de generosidad que ofreces, me dan
valor para decírtelo. Dejo a las puertas de la muerte a un enfermo que con
una sola palabra de tu noble boca, llevándola metida en mi seno, tiene por
seguro que se curará por la mucha devoción que tiene a tu cortesía.
Celestina va alargando la conversación con palabras imprecisas que acaban con
la paciencia de Melibea. Por fin, le declara el verdadero motivo de su visita.

CELESTINA.—Seguro que tienes noticia en esta ciudad, señora, de un


caballero joven, gentilhombre 4 ilustre, al que llaman Calisto.
MELIBEA.—¡Ya, ya, ya, buena vieja, no me digas más, no sigas adelante!
¿Ese es el enfermo por el que has dado tantos rodeos en tu petición?
Desvergonzada barbuda, ¿qué siente ese perdido para que con tanta fuerza
vengas? De locura será su mal. Ojalá te quemen, alcahueta, falsa,
hechicera, enemiga de la honestidad. ¡Jesús, Jesús, quítamela de delante,
que me muero!
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. En mala hora he venido aquí si me
falla el conjuro.)
MELIBEA.—¿Pero te atreves a hablar entre dientes delante de mí para
aumentar mi enojo y hacer doble tu castigo? ¿Serías capaz de dañar mi
honestidad para dar vida a un loco, dejarme a mí triste para darle a él
alegría y llevarte tú el provecho de mi perdición y él el premio de mi
error? ¿Crees que no me he dado cuenta de tus pasos y entendido tu
dañino mensaje? Respóndeme, traidora, ¿cómo te has atrevido a tanto?
CELESTINA.—Señora, el temor que te tengo impide que me disculpe. Por
Dios, señora, déjame concluir mi razonamiento, pues así ni él quedará
como culpable ni yo seré condenada. Si hubiera pensado, señora, que tan
precipitadamente ibas a engendrar tan malas sospechas de lo que he dicho,
no habría bastado tu permiso para atreverme a hablar nada que tuviese que
ver con Calisto o cualquier otro hombre.
MELIBEA.—¡Jesús, que no oiga yo mencionar más a ese loco, si no aquí me
caeré muerta. Este es el que el otro día me vio y comenzó a decirme
locuras haciéndose el galán. Pues adviértele que abandone su propósito y
le irá mejor. Si no, puede ser que no haya comprado en su vida una
conversación tan cara. Otra respuesta de mí no tendrás ni la esperes. Bien
me habían dicho quién eras y me habían advertido de tus cualidades.
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. ¡Otras más bravas he amansado yo;
ninguna tempestad dura mucho!)
MELIBEA.—¿Qué dices, enemiga? Habla para que te pueda oír. ¿Tienes
alguna disculpa para excusarte de tu atrevimiento?
CELESTINA.—Mientras dure tu ira, peor será para mí intentar disculparme, te
estás comportando con mucha severidad, y no me extraña, ya que la
sangre joven poco calor necesita para hervir.
MELIBEA.—¿Poco calor? Poco lo puedes llamar, pues tú sigues con vida y yo
con quejas sobre tu gran atrevimiento. ¿Qué palabras podías querer para
ese hombre que sean dignas de mí?
CELESTINA.—Una oración, señora, que le dijeron que tú sabías contra el dolor
de muelas. Y también tu cordón, que tiene fama de haber tocado todas las
reliquias 5 que hay en Roma y Jerusalén. El caballero del que hablo muere
por ellas. Esta ha sido la causa de mi venida. Pero si en mi destino estaba
recibir tan enojada respuesta, que siga padeciendo él su dolor como
castigo por haber buscado tan desafortunada mensajera.
MELIBEA.—Si eso querías, ¿por qué no me lo has manifestado de inmediato?
¿Por qué me lo has dicho con tales palabras?
CELESTINA.—Señora, porque mi honrado motivo me hizo creer que aunque lo
hubiera propuesto con otras palabras no se sospecharía ninguna maldad.
La compasión por su dolor, la confianza en tu generosidad ahogaron en mi
boca la causa. Y puesto que sabes, señora, que el dolor confunde, la
confusión altera la lengua, la cual siempre debería estar unida al buen
sentido, te ruego por Dios que no me culpes. Y si él ha cometido otro
error, no me acarree daño a mí, pues no tengo otra culpa sino ser
mensajera del culpado. No paguen justos por pecadores. Nunca fue mi
deseo enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced 6
otra cosa cuando yo estaba ausente. La mejor soy en este honrado trato; en
toda la ciudad pocos están descontentos de mí, cumplo con todos los que
me encargan algo, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.
MELIBEA.—No me maravillo, pues dicen que un solo maestro de vicios basta
para corromper a un gran pueblo. Por cierto, tantas y tales alabanzas me
han hecho de tus malas mañas que no sé si debo creerme que pedías una
oración.
CELESTINA.—Nunca yo la rece y si la llego a rezar no sea escuchada, si
alguien es capaz de sacarme otra cosa, aunque me sometiesen a mil
torturas.
MELIBEA.—Tanto insistes en tu inocencia que estoy por creer que es verdad.
Puesto que la intención es buena, perdonemos lo pasado, pues algo se ha
aliviado mi corazón viendo que es obra piadosa y santa sanar a los que
sufren y a los enfermos.
CELESTINA.—¡Y qué enfermo, señora! Por Dios, que si lo conocieses bien, no
lo juzgarías como lo has hecho. Por Dios y por mi alma, te digo que no
tiene nada de desagradable; encantos, dos mil; el rostro, de un rey;
gracioso, alegre, jamás reina en él la tristeza. De noble sangre, como
sabes. Ahora, señora, lo tiene derribado una sola muela que ni un solo
momento deja de dolerle.
MELIBEA.—¿Y qué tiempo tiene?
CELESTINA.—Podrá tener, señora, unos veintitrés años, pues aquí está
Celestina, que lo vio nacer y lo cogió a los pies de su madre.
MELIBEA.—Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad, sino que
cuánto tiempo hace que tiene ese mal.
CELESTINA.—Señora, ocho días, pero por su estado de debilidad parece que
hace un año. Y el mejor consuelo que tiene es coger una vihuela y tocar
canciones.
MELIBEA.—¡Oh cuánto me duele mi falta de paciencia! Porque sin saber él
nada y siendo tú inocente habéis padecido las alteraciones de mi enojada
lengua. Para pagar lo que te he hecho sufrir, quiero cumplir tu petición y
darte mi cordón. Y puesto que no hay tiempo de escribir la oración antes
de que venga mi madre, ven mañana por ella muy en secreto.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. ¡Ya, ya: perdida está! ¿En secreto
quiere que venga Celestina? ¡Engaño hay! ¡Más de lo que ha dicho le
querrá dar!)
MELIBEA.—¿Qué dices, Lucrecia?
LUCRECIA.—Señora, que baste con lo dicho, que es tarde.
MELIBEA.—Madre, no le cuentes lo que ha pasado a ese caballero para que no
me tenga por cruel, precipitada o deshonesta.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. No me engaño yo: ¡mal va este
asunto!)
CELESTINA.—Me extrañan, señora Melibea, las dudas que tienes sobre mi
silencio. No temas, pues todo lo sé sufrir y encubrir.
MELIBEA.—Ve con Dios, pues ni tu mensaje me ha beneficiado ni tu ida me
puede producir daño.

3. Onza: unidad antigua de peso.

4. Gentilhombre: buen mozo.

5. Reliquias: parte del cuerpo de un santo, o restos de algo que ha tocado ese cuerpo, dignos de
veneración.

6. Merced: forma de tratamiento de respeto.


QUINTO ACTO

Tras despedirse de Melibea, Celestina va por la calle hablando consigo


misma entre dientes. Cuando llega a su casa, se encuentra con Sempronio,
que la está esperando. Ambos van hablando hasta llegar a casa de Calisto y
cuando Pármeno los ve se lo dice a su amo, Calisto, el cual le manda que
abra la puerta.

SEMPRONIO, CELESTINA

Mientras se dirige a casa de Calisto, Celestina reflexiona sobre el peligro que ha


corrido, mostrándose muy satisfecha por su habilidad en haber salido con éxito de
la situación. Desde la puerta de la casa, Sempronio la está observando.

SEMPRONIO.—O yo no veo bien o aquella es Celestina. ¡El diablo la ayude,


qué movimiento de faldas trae! Hablando entre dientes viene.
CELESTINA.—¿De qué te admiras, Sempronio? Creo que de verme.
SEMPRONIO.—Yo te lo diré. ¿Quién te ha visto jamás por la calle con la
cabeza baja, puestos los ojos en el suelo y sin mirar a nadie como ahora?
Pero dime, por Dios, qué ha pasado.
CELESTINA.—Amigo Sempronio, ni yo me puedo detener aquí ni el lugar es el
adecuado. Ven conmigo. Delante de Calisto oirás maravillas, pues
estropearía mi mensaje compartiéndolo con muchos. Por mi boca quiero
que sepas lo que se ha hecho, porque aunque debas obtener alguna
partecilla del provecho, yo quiero todos los agradecimientos por el trabajo.
SEMPRONIO.—¿Partecilla, Celestina? Mal me parece eso que dices.
CELESTINA.—Calla, loquillo, pues parte o partecilla, cuanto tú quieras te daré.
Todo lo mío es tuyo. Disfrutemos y aprovechémonos, pues sobre el
reparto nunca reñiremos. Y tú también sabes que los viejos tienen más
necesidades que los mozos, sobre todo tú, que comes sin que nada te
cueste.
SEMPRONIO.—Otras cosas necesito además de comer.
CELESTINA.—¿Qué, hijo? ¿Un arco para andar de casa en casa disparando a
los pájaros y ojeando pájaras en las ventanas? Muchachas, quiero decir, de
las que no saben volar; tú me entiendes. Pero ¡ay, Sempronio, de quien
tiene que mantener su honra y se va haciendo vieja como yo!
SEMPRONIO.—(Hablando consigo mismo. ¡Oh vieja hipócrita! ¡Oh vieja llena
de mal! ¡Oh codiciosa y avarienta garganta! También quiere engañarme a
mí como a mi amo para ser rica. Pues mal le irá, no le arriendo la
ganancia, pues quien de forma deshonesta sube a lo alto, con más rapidez
cae que sube. Mala y falsa vieja es esta. El diablo ha hecho que me mezcle
con ella. Más seguro sería para mí huir de esta venenosa víbora que
cogerla. Mía fue la culpa. Pero ya he ganado bastante, pues para bien o
para mal no me negará lo que me ha prometido.)
Sempronio le pide a Celestina que le cuente el resultado de su conversación con
Melibea. Celestina le recuerda que su amo está esperando su llegada con
impaciencia. Ambos entran en la casa.
SEXTO ACTO

Cuando, llena de interés, Celestina llega a casa de Calisto, este le


pregunta sobre lo que le ha sucedido con Melibea. Mientras ellos están
hablando, Pármeno, por su parte, oyendo hablar a Celestina, le hace
comentarios maliciosos a Sempronio sobre cada palabra, y Sempronio le
riñe. La vieja Celestina le revela todo el asunto y le muestra el cordón
de Melibea. Y cuando Calisto la despide, Pármeno la acompaña hasta su
casa.

CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO

CALISTO.—¿Qué dices, señora y madre mía?


CELESTINA.—¡Oh mi señor Calisto! ¿Estabas aquí? ¡Oh el nuevo amador de
la muy hermosa Melibea! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto
su vida en riesgo por servirte? ¿Qué mujer se ha visto jamás en tan duro
aprieto como yo, que solo en volver a pensarlo se me hiela la sangre en las
venas? Mi vida habría dado entonces por un precio menor que el que daría
ahora por este manto raído y viejo.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Tú vas a lo tuyo: entre col y col, lechuga.
Has subido un escalón; más adelante te espero pidiendo que te regale una
saya 7 . Todo para ti y nada que puedas repartir. Tú terminarás demostrando
que yo decía la verdad y que mi amo está loco. No te pierdas ninguna
palabra, Sempronio, y verás como no quiere pedir dinero porque es
divisible.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Calla, suicida, que te matará Calisto si te
oye.)
CALISTO.—Madre mía, abrevia tus palabras o toma esta espada y mátame.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. No se puede estar quieto; su lengua le
querría prestar para que hablase pronto. Poco va a vivir. El luto es el
beneficio que vamos a sacar de estos amores.)
CELESTINA.—¿Qué dices de espadas, señor? Espada mala mate a tus
enemigos y a quien mal te quiere, pues yo la vida te quiero dar con la
buena esperanza que traigo de la que tú más amas.
CALISTO.—¿Buena esperanza, señora?
CELESTINA.—Buena se puede llamar, pues queda abierta la puerta para que yo
pueda volver y antes me recibirá a mí con esta saya rota que a otro con
sedas.
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Sempronio, cóseme la boca, pues no
puedo soportar esto; ya ha metido la saya.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¿Vas a callarte, por Dios, o te mando al
diablo? Que si anda dando rodeos para conseguir su vestido, hace bien,
pues lo necesita.)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Y esta puta vieja querría en un día por tres
pasos que ha dado salir de la pobreza y conseguir lo que en cincuenta años
no ha podido.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¿Esos son todos los consejos que te ha
dado y la confianza que teníais el uno con el otro y todo lo demás?)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Yo tendré que aguantar que pida y que
saque lo que pueda, pero no todo para su provecho.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. No tiene otro defecto sino ser codiciosa;
pero déjala que asegure sus ganancias, que después deberá asegurar las
nuestras o en mala hora nos habrá conocido.)
CALISTO.—Dime, por Dios, señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste? ¿Cómo
estaba vestida? ¿En qué parte de la casa estaba? ¿Qué cara te puso al
principio?
CELESTINA.—Aquella cara, señor, que suelen los bravos toros poner a los que
les lanzan agudas flechas en el coso 8 .
CALISTO.—¿Y llamas a eso señales de salud? Entonces, ¿cómo serían las
mortales? Serían peores que la misma muerte, pues esta supondría en tal
caso un alivio para mi tormento, que es más grave y duele más. Si no
quieres, reina y señora mía, que me quite la vida y mi alma se condene
oyendo esas cosas, asegúrame en breves palabras si tuvo buen final tu
petición y si es verdad que aquel rostro angélico y matador se mostró cruel
y severo, pues todo eso es más señal de odio que de amor.
CELESTINA.—El mayor mérito que tiene el misterioso oficio de la abeja es que
las cosas que toca las hace mejor de lo que son. De este modo me he
enfrentado con las ásperas y desagradables palabras de Melibea. Toda su
severidad la traigo convertida en miel, su ira en mansedumbre. Así que
para que tú descanses y tengas reposo, mientras te cuento con detalle
cómo fue la conversación y la excusa que inventé para entrar, debes saber
que el resultado del encuentro fue muy bueno.
CALISTO.—Ya reposa mi corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben y
recobran las venas la sangre perdida, ya se me ha ido el miedo, ya tengo
alegría. Subamos si quieres. En mi habitación me contarás con detalle lo
que aquí he sabido resumidamente.
CELESTINA.—Subamos, señor.
Celestina cuenta a Calisto la entrevista con Melibea. Calisto está en vilo,
pendiente de sus palabras, preguntando por todos los detalles. La vieja alcahueta
le trae una sorpresa…

CALISTO.—¿Qué respondió a la petición de la oración?


CELESTINA.—Que la daría con gusto.
CALISTO.—¿Con gusto? ¡Oh Dios mío, qué regalo tan grande!
CELESTINA.—Pues le pedí todavía más.
CALISTO.—¿Qué, mi vieja honrada?
CELESTINA.—Un cordón que ella lleva siempre ceñido, diciéndole que era
provechoso para tu mal porque había tocado muchas reliquias.
CALISTO.—¿Y qué dijo?
CELESTINA.—Dame una recompensa, y te lo diré.
CALISTO.—¡Oh por Dios!, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo
o pídeme lo que quieras.
CELESTINA.—Por un manto que tú des a esta vieja, te entregará algo personal
que en su cuerpo ella se ponía.
CALISTO.—¿Qué dices de manto? Y una saya, y cuanto yo tengo.
CELESTINA.—Un manto necesito y con él será suficiente. No seas tan
generoso, pues dicen que ofrecer mucho al que poco pide es una forma de
negar.
CALISTO.—Corre, Pármeno, llama a mi sastre y que corte de inmediato un
manto y una saya.
PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Así, así, a la vieja todo para que
venga cargada de mentiras, y a mí que me arrastren.)
CALISTO.—Tú, señora, muéstrame ese santo cordón que semejante cuerpo fue
digno de ceñir. Gozarán mis ojos y todos los demás sentidos, pues juntos
han padecido.
CELESTINA.—Toma el cordón y, si no me muero, yo te entregaré a su dueña.
CALISTO.—¡Oh bienaventurado cordón, que tantos méritos habéis tenido para
ceñir aquel cuerpo al que no soy digno de servir! Todo lo que digas,
señora, te quiero creer, pues una joya como esta me has traído. ¡Oh mi
gloria y ceñidor de esa angélica cintura, yo te veo y no lo creo! ¡Oh
cordón, cordón!
CELESTINA.—Termina ya, señor, de decir disparates, pues me tienes cansada
de escucharte y el cordón roto de tanto manosearlo.
CALISTO.—¿Te estoy enojando, madre, con mis pesadas palabras?
CELESTINA.—Debes, señor, acabar tu razonamiento, dar fin a tus quejas, tratar
al cordón como cordón para que sepas hablar de modo diferente a Melibea
cuando te veas con ella; no haga tu lengua iguales a la persona y al
vestido.
CALISTO.—¿Y la oración?
CELESTINA.—No me la ha dado todavía.
CALISTO.—¿Cuál fue la causa?
CELESTINA.—La escasez de tiempo; pero quedamos en que si tu pena no
encontraba alivio volviese mañana por ella.
CALISTO.—¿Alivio? Mi pena se aliviará cuando se alivie su crueldad.
CELESTINA.—Es suficiente, señor, con lo dicho y lo hecho. Se ha
comprometido a todo lo que yo quisiera pedir para tu enfermedad. Piensa,
señor, si esto es bastante para el primer encuentro. Por eso, dame permiso
para irme, pues es muy tarde.
Celestina sale de casa de Calisto con la promesa de volver con la respuesta de
Melibea. La acompaña Pármeno.

7. Saya: falda.

8. Coso: plaza o lugar cercado, donde se lidian toros y se celebran otras fiestas públicas.
SÉPTIMO ACTO

Celestina habla con Pármeno, recomendándole que se lleve bien con


Sempronio y que sean amigos. Le recuerda Pármeno la promesa que le había
hecho de conseguir a Areúsa, a la que él amaba. Se van a casa de Areúsa
donde Pármeno pasa la noche. Celestina se va a su casa.

PÁRMENO, CELESTINA, AREÚSA

CELESTINA.—Pármeno, hijo, después de la anterior conversación no ha


habido tiempo oportuno para decirte y mostrarte el mucho amor que te
tengo, y asimismo cómo estando tú ausente todo el mundo ha oído de mi
boca cosas buenas de ti. La razón no es necesario repetirla porque yo te
consideraba por lo menos como hijo casi adoptivo, de modo que creía que
te comportarías como tal, y tú me pagas pareciéndote mal todo lo que
digo, cuchicheando y murmurando contra mí en presencia de Calisto. Creo
que de tu error solo tiene la culpa la edad. Por Dios, tengo esperanzas de
que te comportarás mejor conmigo de aquí en adelante. Sé perfectamente
que estás confuso por lo que hoy has hablado. Mira a Sempronio: yo lo he
hecho un hombre, aparte de lo que Dios hizo. Querría que fueseis como
hermanos, porque estando bien con él, con tu amo y con todo el mundo lo
estarías. Quiere tu amistad; aumentaría vuestro provecho dándoos el uno
al otro la mano. Simpleza es no querer amar y esperar ser amado; locura es
pagar la amistad con el odio.
PÁRMENO.—Madre, mi segundo error te confieso y, perdonándome lo pasado,
quiero que organices mi futuro. Pero me parece que con Sempronio es
imposible que mantenga la amistad. Él es una persona que desvaría, yo
aguanto poco.
CELESTINA.—Goza de tu juventud, el buen día, la buena noche, el buen comer
y beber. Acepta mi consejo, pues te lo doy con el limpio deseo de verte
conseguir alguna honra. ¡Oh cuán dichosa me encontraría con que tú y
Sempronio estuvieseis de acuerdo, muy amigos, hermanos en todo,
viéndoos llegar a mi pobre casa a descansar, a verme e incluso a divertiros
con sendas muchachas!
PÁRMENO.—¿Muchachas, madre mía?
CELESTINA.—¡Sí, muchachas digo, que para viejas, aquí estoy yo! Como la
tiene Sempronio, y esto sin que haya tantos motivos ni tenerle tanto cariño
como a ti. Porque del corazón me sale cuanto te digo.
PÁRMENO.—Ahora doy por bien empleado el tiempo que estuve a tu servicio
de niño, pues tanto fruto trae siendo mayor. Y rogaré a Dios por el alma
de mi padre, que tal tutora me dejó, y por la de mi madre, que a tal mujer
me encomendó.
Celestina recuerda de nuevo a Pármeno la amistad con su madre, y le cuenta las
habilidades que como bruja tenía. Pármeno cambia de conversación y le pide que
cumpla su promesa de entregarle a Areúsa. Llegan a casa de esta.

AREÚSA.—¿Quién anda ahí? ¿Quién sube a estas horas?


CELESTINA.—Quien no te quiere mal; quien nunca da un paso sin pensar en tu
provecho, que se acuerda más de ti que de sí misma. Una enamorada tuya,
aunque vieja.
AREÚSA.—(Hablando consigo misma. ¡Que el diablo ayude a esta vieja, a qué
viene como un fantasma a estas horas!) Señora tía, ¿qué buena visita es
esta tan tarde? Ya me estaba desnudando para acostarme.
CELESTINA.—¿Con las gallinas, hija? Así va a ir el negocio. Qué le vamos a
hacer. Esta vida tan buena que tú llevas, cualquiera la querría.
AREÚSA.—¡Jesús, me quiero volver a vestir, que tengo frío!
CELESTINA.—No harás eso, por mi vida, sino métete en la cama que desde allí
hablaremos.
AREÚSA.—Por mi gloria, que lo necesito mucho, pues todo el día me he
sentido enferma. Así que la necesidad, más que la comodidad, me hizo
colocarme tan pronto en las sábanas.
CELESTINA.—Pues no estés sentada; acuéstate y métete debajo de la ropa, que
pareces una sirena.
AREÚSA.—Bien hablas, señora tía.
CELESTINA.—¡Ay cómo huele toda la ropa cuando te remueves! ¡A fe mía,
todo está a punto! ¡Siempre me he alegrado de tus cosas y de tus hechos,
de tu limpieza y tu forma de arreglarte. ¡Qué lozana estás! ¡Que Dios te
bendiga, qué sábanas y qué colcha, qué almohadas y qué blancura! Perla
de oro, cuánto te quiere quien te visita a tales horas. Déjame mirarte entera
todo lo que quiera.
AREÚSA.—Detente, madre, no te acerques a mí, que me haces cosquillas y me
provocas la risa, y la risa me aumenta el dolor.
CELESTINA.—¿Qué dolor, mis amores? ¿Te burlas, por mi vida, de mí?
AREÚSA.—Que me maten si me burlo, es que hace cuatro horas que me estoy
muriendo de la matriz. No soy tan comodona como piensas.
CELESTINA.—Pues déjame y te palparé. Algo sé yo de este mal para mi
desgracia porque quien más y quien menos ha tenido su matriz y sus
preocupaciones con ella.
AREÚSA.—Más arriba la siento, sobre el estómago.
CELESTINA.—¡Dios te bendiga y el señor arcángel San Miguel! ¡Y qué gorda
y lozana estás! ¡Qué pechos y qué gracia! Por hermosa te he tenido hasta
ahora viendo lo que todos podían ver, pero ahora te digo que no hay en la
ciudad tres cuerpos como el tuyo por lo que yo conozco. Parece que tienes
quince años. ¡Oh quién fuera hombre y pudiera alcanzar tales partes para
gozar de su vista! Por Dios, cometes un pecado al no entregar parte de
estas gracias a todos los que bien te quieren. Porque Dios no te las ha dado
para que pasen en balde por el frescor de tu juventud tapadas con tus
ropas. Y puesto que tú no puedes gozar de ti misma, goce quien pueda.
Date cuenta de que es pecado cansar y apenar a los hombres pudiéndoles
dar remedio.
AREÚSA.—Dame algún remedio para mi mal y no te burles de mí.
Celestina, con muchos rodeos, le aconseja como remedio de su mal que se
entregue a Pármeno. Areúsa alega que tiene un amigo ausente a quien debe
fidelidad. Celestina le aconseja que imite la forma de vivir de su prima Elicia.
CELESTINA.—¿Cómo, y de esas eres? ¿De esa manera te tratas? Ausente le
tienes miedo; ¿qué harías si estuviese en la ciudad? ¡Ay, ay, hija, si vieses
el saber de tu prima y cuánto le ha aprovechado mi crianza y consejos, y
en qué gran maestra se ha convertido! Y aún más, no se halla ella mal con
mis consejos, pues presume de tener uno en la cama y otro en la puerta y
otro que suspira por ella en su casa. Y con todos cumple, y a todos
muestra buena cara, y todos piensan que son muy queridos. Y cada uno
piensa que no hay otro y que él es el único, y él solo el que le da lo que
necesita. ¿Y tú temes que con dos que tengas las tablas de la cama lo van a
descubrir? Nunca uno solo me agradó; nunca en uno solo puse todo mi
afecto. Más pueden dos, y más cuatro, y más dan y más tienen, y más hay
entre qué escoger. No hay cosa más perdida, hija, que el ratón que no
conoce más que un agujero. Si ese lo tapan, no tendrá donde esconderse
del gato. Quien no tiene más que un solo ojo, mira en cuánto peligro se ve.
Un alma sola ni canta ni llora. Un fraile solo pocas veces lo encontrarás
por la calle. Una perdiz sola raramente vuela. Siempre un solo manjar
produce cansancio. Una golondrina no hace verano. ¿Qué quieres, hija, del
número uno? Más inconvenientes te diré de él que años tengo a cuestas.
Ten siquiera dos, que es compañía digna de alabanza, como tienes dos
orejas, dos pies y dos manos, dos sábanas en la cama, como dos camisas
para mudarte. Sube, Pármeno, hijo.
AREÚSA.—¡Que no suba, mala enfermedad me mate, que me muero de
turbación, pues no lo conozco! Siempre he tenido vergüenza de él.
CELESTINA.—Aquí estoy yo que te la quitaré y cubriré y hablaré por ambos,
pues otro que tiene vergüenza es él.
PÁRMENO.—Señora, Dios salve tu graciosa presencia.
AREÚSA.—Gentilhombre, bienvenido seas.
CELESTINA.—Acércate aquí, asno. ¿Cómo te vas allí a sentarte en el rincón?
No seas corto. Oídme ambos lo que digo. Ya sabes tú, Pármeno amigo, lo
que te prometí, y tú, hija mía, lo que te he rogado. Pocas palabras son
necesarias. Él siempre ha vivido penado por ti. Así pues, viendo su pena
sé que no lo querrás matar e incluso noto que él te parece tan a propósito
que no será malo para quedarse aquí esta noche en casa.
AREÚSA.—Por mi vida, madre, que tal cosa no se haga. ¡Jesús, no me lo
mandes!
PÁRMENO.—(Aparte, a Celestina. Madre mía, por amor de Dios, que no salga
yo de aquí sin un buen acuerdo, pues me ha matado de amor su vista.
Ofrécele todo lo que mi padre te dejó para mí. Dile que le daré cuanto
tengo. ¡Ea, díselo, que me parece que no me quiere mirar!)
AREÚSA.—¿Qué te dice ese señor a la oreja?
CELESTINA.—No dice, hija, sino que se alegra mucho de tu amistad, por ser tú
una persona tan honrada y a la que cualquier beneficio vendrá bien.
Acércate aquí, descuidado, vergonzoso, pues quiero ver de qué eres capaz
antes de que me vaya. Retoza con ella en esta cama.
AREÚSA.—No será él tan descortés que entre en lo prohibido sin licencia.
CELESTINA.—¿Con cortesías y licencias estás? Lo que espero aquí yo es que
tú amanezcas sin dolor y él sin color. De estos me mandaban a mí comer
en mis tiempos los médicos de mi tierra, cuando tenía mejores dientes.
AREÚSA.—Ay, señor mío, no me trates de esa manera; ten cuidado, por
cortesía; mira las canas de esta vieja honrada que están presentes; apártate
de aquí, que no soy de esas que piensas, no soy de las que públicamente se
dedican a vender sus cuerpos por dinero. Por mi gloria, que me saldré de
casa si antes de que Celestina, mi tía, se haya ido, tocas mi ropa.
CELESTINA.—¿Qué es eso, Areúsa? ¿Qué son estas cosas extrañas y este
desdén, estas novedades y este esconderse? Parece, hija, como si yo no
supiera qué cosa es esta, como si nunca hubiera visto a un hombre estar
con una mujer y que jamás hubiera pasado por ello ni hubiera gozado de
lo que gozas y no supiera lo que ocurre entre ellos y lo que dicen y hacen.
AREÚSA.—Madre, si me he equivocado, tenga yo perdón y acércate más aquí
y él haga lo que quiera, pues más quiero tenerte a ti contenta que no a mí.
CELESTINA.—No tengo ya enojo, pero te lo digo para aquí en adelante.
Quedaos con Dios, que me voy solo porque me ponéis los dientes largos
con vuestro besar y retozar, pues el sabor en las encías me ha quedado; no
lo perdí con las muelas.
AREÚSA.—Dios vaya contigo.
PÁRMENO.—Madre, ¿mandas que te acompañe?
CELESTINA.—Sería desnudar a un santo para vestir a otro. Que Dios os
acompañe, pues yo vieja soy y no tengo temor de que me fuercen en la
calle.
OCTAVO ACTO

La mañana llega. Despierta Pármeno. Cuando se despide de Areúsa, va a


casa de Calisto, su señor. Halla en la puerta a Sempronio y acuerdan ser
amigos. Van juntos a la habitación de Calisto. Lo hallan hablando consigo
mismo. Cuando se levanta, va a la iglesia.

SEMPRONIO, PÁRMENO, AREÚSA

PÁRMENO.—¿Amanece o qué es esto de que haya tanta claridad?


AREÚSA.—¡Qué va a amanecer! Duerme, señor, pues hace un momento que
nos acostamos. No he pegado yo todavía un ojo, ¿ya va a ser de día? Abre,
por Dios, esa ventana de tu cabecera y lo verás.
PÁRMENO.—En mis cabales estoy yo, señora, al ver entrar la luz, pues es de
día claro. ¡Oh traidor de mí, en qué gran falta he caído con mi amo! De un
gran castigo soy digno. ¡Oh qué tarde es!
AREÚSA.—¿Tarde?
PÁRMENO.—Y muy tarde.
AREÚSA.—Pues por mi gloria, no se me ha quitado el mal de la matriz. No sé
cómo puede ser esto.
PÁRMENO.—¿Pues qué quieres, mi vida?
AREÚSA.—Que hablemos de mi mal.
PÁRMENO.—Señora mía, si lo hablado no basta, no hay más que hablar,
perdóname, me voy pues es ya mediodía. Yo vendré mañana y cuantas
veces me mandes. E incluso para que nos veamos más, quiero recibir de ti
un favor, y es que vayas hoy a las doce del día a comer con nosotros a
casa de Celestina.
AREÚSA.—Pues me agrada mucho. Ve con Dios, cierra la puerta.
PÁRMENO.—Con Dios te quedes.

PÁRMENO.—(Hablando consigo mismo. ¡Oh placer extraordinario, oh


extraordinaria alegría! ¿Qué hombre es ni ha sido más bienaventurado que
yo? ¿Cuál más afortunado? ¡Que un regalo tan excelente haya sido por mí
poseído y que haya sido tan pronto pedido como pronto alcanzado! ¿Con
qué pagaré yo esto! ¡Oh elevado Dios! ¿A quién podría contar yo este
gozo? Bien me decía la vieja que ningún beneficio se disfruta bien sin
compañía. ¿Quién podría sentir esta dicha mía como yo la siento? A
Sempronio veo en la puerta de casa. Mucho ha madrugado.)

SEMPRONIO.—Pármeno, hermano, si yo conociera aquella tierra donde se


gana el sueldo durmiendo, me esforzaría mucho por ir allí, pues no me
dejaría adelantar por nadie. ¿Y cómo, holgazán, descuidado, te fuiste para
no volver?
PÁRMENO.—¡Oh Sempronio, amigo y más que hermano! Por Dios, no
estropees mi placer, no mezcles tu ira con mi sufrimiento, no enturbies
con tus envidiosos consejos y odiosas reprimendas mi placer. Recíbeme
con alegría y te contaré maravillas de la buena fortuna que he tenido.
SEMPRONIO.—Dime, dime. ¿Es algo de Melibea? ¿La has visto?
PÁRMENO.—¡Qué de Melibea! Es de otra que yo quiero más e incluso es tal
que, si no estoy engañado, puede competir con ella en gracia y hermosura.
SEMPRONIO.—¿Qué es esto, loco? Reírme querría, pero no puedo. ¿Ya todos
amamos? El mundo se va a perder. Calisto a Melibea, yo a Elicia, tú por
envidia has buscado con quien perder ese poco seso que tienes.
PÁRMENO.—¿Luego locura es amar y yo estoy loco y sin seso?
SEMPRONIO.—Según tu opinión, sí lo es, pues yo te he oído dar consejos
inútiles a Calisto y contradecir a Celestina en todo lo que habla y, para
impedir mi provecho y el suyo, te alegras de no gozar de tu parte. Puesto
que me has puesto en las manos algo con lo que te puedo hacer daño, lo
haré.
PÁRMENO.—No es, Sempronio, verdadera fuerza ni poder hacer daño y causar
perjuicio, sino proteger y amparar. Yo siempre te tuve por hermano. No se
cumpla, por Dios, en ti lo que se dice de que una pequeña causa separa a
los buenos amigos. Muy mal me tratas. No sé de dónde nace este rencor.
SEMPRONIO.—Más maltratas tú a Calisto, aconsejándole a él lo que para ti no
quieres, diciéndole que se aparte de amar a Melibea. Ahora podrás ver qué
cosa más fácil es censurar las vidas ajenas y qué duro cumplir cada uno
con la suya. De aquí en adelante veremos cómo te comportas. Si tú
hubieras sido mi amigo cuando de ti tuve necesidad, me habrías debido
favorecer y ayudar a Celestina en mi provecho.
PÁRMENO.—Lo había oído decir y por experiencia lo veo, que nunca viene el
placer sin su contraria congoja en esta triste vida. A los alegres, serenos y
claros soles, nublados oscuros y lluvias vemos que suceden; a mucho
descanso y tranquilidad, mucho pesar y tristeza. ¿Quién pudiera tan alegre
venir como yo ahora? ¿Quién tan triste recibimiento padecer? ¿Quién
verse, como yo me he visto, con tanta gloria alcanzada con mi querida
Areúsa? ¿Quién caer de esa gloria siendo tan pronto maltratado por ti?
Pues no me has dado lugar para decirte hasta qué punto estoy contigo,
cuánto te voy a favorecer en todo, cuán arrepentido estoy de lo pasado,
cuántos consejos y reprensiones he recibido de Celestina en tu favor y
provecho y en el de todos.
SEMPRONIO.—Mucho me agradan tus palabras, si iguales fuesen las obras, a
las cuales voy a esperar antes de poder creerte. Pero, por Dios, dime qué
es eso que has dicho de Areúsa. Parece como si conocieras tú a Areúsa, la
prima de Elicia.
PÁRMENO.—¿Pues cuál es todo el placer que traigo sino el haberla alcanzado?
SEMPRONIO.—¡Y cómo lo dice el bobo! De risa no puede hablar. ¿A qué
llamas haberla alcanzado? ¿Estaba en alguna ventana?
PÁRMENO.—A dejarla en duda de si queda preñada o no.
SEMPRONIO.—¡La vieja anda por ahí!
PÁRMENO.—¿En qué lo ves?
SEMPRONIO.—En que ella me había dicho que te quería mucho y que te la
haría conseguir. Dichoso has sido; no has hecho sino llegar y cobrar. Por
eso dicen: más vale a quien Dios ayuda que quien mucho madruga. Pero
tal padrino has tenido…
PÁRMENO.—Di madrina, que es más correcto. Así que, quien a buen árbol se
arrima… Tarde fui, pero temprano cobré. ¡Oh hermano, qué te podría
contar de las gracias de esa mujer, de su conversación y de la hermosura
de su cuerpo!
SEMPRONIO.—¿Puede ser sino prima de Elicia? No me dirás nada que esta
otra no tenga más. Todo te lo creo. Pero ¿qué te cuesta? ¿Le has dado
algo?
PÁRMENO.—No, por cierto, pero aunque fuera así, sería bien empleado.
Nunca mucho costó poco, excepto a mí esta señora. A comer la convidé
en casa de Celestina y, si te apetece, vamos allá.
SEMPRONIO.—¿Quiénes, hermano?
PÁRMENO.—Tú y ella, y allí está la vieja y Elicia.
SEMPRONIO.—¡Oh Dios, y cómo me has alegrado! No dudo ya de que la
alianza con nosotros es la que debe ser. Abrazarte quiero. Seamos como
hermanos, ¡y váyase el diablo con los malos!, pues los enfados entre los
amigos suelen servir para recuperar el amor. Comamos y disfrutemos, que
nuestro amo ayunará por todos.
Mientras Sempronio y Pármeno hablan, Calisto canta entre sueños tristes
canciones. Llegan sus dos criados y lo avisan de que es de día. Calisto se viste y
se dirige a la iglesia para rogar a Dios por el éxito de Celestina.
NOVENO ACTO

Sempronio y Pármeno van a casa de Celestina hablando entre ellos. Cuando


llegan allí, son recibidos con gran alegría por la vieja y se encuentran
con Elicia y Areúsa. Mientras comen, riñe Elicia con Sempronio. Se levanta
de la mesa. Cuando ya la han calmado y están todos hablando, llega
Lucrecia, criada de Melibea, a llamar a Celestina para que vaya a ver a
Melibea.

SEMPRONIO, PÁRMENO, ELICIA, CELESTINA, AREÚSA

CELESTINA.—¡Oh mis enamorados, mis perlas de oro! ¡Ojalá el año me vaya


tan bien como bien me parece vuestra visita!
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. ¡Qué palabras tiene la noble!
Perfectamente ves, hermano, estos halagos fingidos.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Déjala, que de eso vive. Pues no sé quién
diablos le enseñó tanta maldad.)
PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. La necesidad y la pobreza, el hambre,
pues no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y
avivadora del ingenio.)
CELESTINA.—¡Muchachas! ¡Bobas, venid acá abajo, rápido!
ELICIA.—¡Ojalá nunca aquí hubieran venido! El perezoso de Sempronio
habrá sido el culpable de la tardanza, pues no tiene ojos para verme.
SEMPRONIO.—Calla, mi señora, mi vida, mis amores, que quien a otro sirve
no es libre. Así que esta obligación me disculpa. No nos enojemos,
sentémonos a comer.
ELICIA.—¡Así; para sentarse a comer, muy rápido! ¡Con la mesa puesta, con
tus manos lavadas y poca vergüenza!
SEMPRONIO.—Después reñiremos; comamos ahora. Siéntate, madre Celestina,
tú primero.
CELESTINA.—Sentaos vosotros, hijos míos, que suficiente lugar hay para
todos, a Dios gracias. Poneos en orden, cada uno junto a la suya; yo, que
estoy sola, me pondré junto a este jarro y esta taza. Desde que me fui
haciendo vieja no tengo otro oficio en la mesa que servir el vino. De
noche en invierno no hay mejor calentador de cama, pues con dos jarrillos
de estos que beba cuando me quiero acostar no siento frío en toda la
noche. De esto me forro yo mis vestidos cuando viene la Navidad, esto me
calienta la sangre, esto me mantiene continuamente en mi ser. Esto me
hace andar siempre alegre, esto me mantiene fresca. Ojalá vea yo que esto
sobra en casa, que así nunca temeré un mal año, pues un trozo de pan
roído por los ratones me basta para tres días, esto quita la tristeza del
corazón más que el oro o el coral, esto da valor al mozo y al viejo fuerza,
pone color al descolorido, coraje al cobarde, al flojo rapidez. Más
propiedades te diría de él que cabellos tenéis todos. Así que no sé quién no
se alegra mencionándolo.

SEMPRONIO.—Vayamos comiendo y hablando, porque después no tendremos


tiempo para discurrir sobre los amores de este perdido de nuestro amo y
de esa graciosa y gentil Melibea.
ELICIA.—¡Apártate de mí, desagradable, enojoso! ¡Por mi alma, vomitar
quiero cuanto tengo en el cuerpo por el asco de oírte llamar a esa «gentil»!
Estoy sorprendida de tu necedad y poco conocimiento. ¡Oh quién tuviese
ganas de discutir contigo sobre su hermosura y gentileza! ¿Gentil es
Melibea? Por cierto, que conozco yo en la calle donde ella vive a cuatro
doncellas en quienes Dios repartió más gracias que en Melibea. Pues si
algo tiene de hermosura es por las buenas ropas que trae. Ponédselas a un
palo, también diréis que es gentil. Por mi vida, que no lo digo por
alabarme, pero creo que soy tan hermosa como vuestra Melibea.
AREÚSA.—Pues tú no la has visto como yo, hermana mía. Dios me castigue,
pero si en ayunas te topases con ella, ese día no podrías comer de asco.
Todo el año está encerrada con cosméticos hechos con mil suciedades. Las
riquezas hacen a estas mujeres hermosas y que sean alabadas, no las
gracias de su cuerpo. Por mi gloria, unas tetas tiene, para ser doncella,
como si tres veces hubiese parido: no parecen sino dos grandes calabazas.
El vientre no se lo he visto, pero, a juzgar por lo otro, creo que lo tiene tan
flojo como una vieja de cincuenta años.
SEMPRONIO.—Hermana, lo contrario de eso se dice por la ciudad.
AREÚSA.—Ninguna cosa está más lejos de la verdad que la vulgar opinión.
Nunca alegre vivirás si por la voluntad de muchos te guías. Porque estas
son conclusiones verdaderas: que cualquier cosa que el vulgo piensa es
vanidad; lo que habla, falsedad; lo que desaprueba es bondad; lo que
aprueba, maldad.
SEMPRONIO.—Señora, el vulgo chismoso no perdona las faltas de sus señores
y por eso yo creo que, si alguna tuviese Melibea, ya habría sido
descubierta por los que con ella más que con nosotros tratan. Y aunque lo
que dices fuese verdad, Calisto es caballero, Melibea hidalga 9 ; así que los
que nacen de linaje escogido se buscan unos a otros.
AREÚSA.—Bajo será quien por bajo se tiene. Las obras hacen el linaje, pues al
fin y al cabo todos somos hijos de Adán y Eva. Procure cada uno ser
bueno por sí mismo y no vaya a buscar en la nobleza de sus antepasados la
virtud.
CELESTINA.—Hijos, por mi vida, que cesen esas palabras de enojo. Y tú,
Elicia, que te vuelvas a la mesa y dejes esos enojos.
ELICIA.—¿Tengo que comer con ese malvado que en mi cara me ha discutido
que es más gentil su andrajosa Melibea que yo?
SEMPRONIO.—Calla, mi vida, que tú la has comparado. Toda comparación es
odiosa. Tú tienes la culpa, y no yo.
AREÚSA.—Ven, hermana, a comer. No les des ahora ese gusto a estos locos
obstinados, si no me voy yo a levantar de la mesa.
ELICIA.—La obligación de complacerte me hace contentar a este enemigo
mío y emplear la bondad con todos.
CELESTINA.—Hablemos sobre lo que afecta a nuestro caso. Decidme, ¿cómo
ha quedado Calisto? ¿Cómo lo habéis dejado? ¿Cómo os habéis podido
ambos escabullir de él?
PÁRMENO.—Por ahí se fue maldiciendo, desesperado, medio loco, a misa a la
Magdalena, a rogar a Dios para que te dé ayuda y asegurando que no
volverá a casa hasta oír que has venido con Melibea. Tu saya y tu manto, e
incluso mi sayo, seguros están; lo otro, que vaya y que venga. Cuándo lo
dará, no lo sé.
CELESTINA.—Que sea cuando sea. Alegra todo aquello que con poco trabajo
se gana, sobre todo viniendo de un hombre tan rico que con las sobras de
su casa podría yo salir de la pobreza. No les duele a estos lo que gastan.
No se dan cuenta con el embelesamiento del amor, no les produce pena,
no ven, no oyen. No comen ni beben, ni ríen ni lloran, ni duermen ni están
en vela, ni hablan ni callan, ni penan ni descansan, ni están contentos, ni
se quejan, de acuerdo con la confusión de esa dulce llaga de sus
corazones. Mucha fuerza tiene el amor. La misma autoridad tiene en todo
género de hombres. Todas las dificultades vence. Así que, si vosotros
buenos enamorados habéis sido, consideraréis que yo digo la verdad.
SEMPRONIO.—Señora, en todo te concedo la razón, pues aquí está quien me
causó durante algún tiempo andar hecho otro Calisto, perdido el sentido,
cansado el cuerpo, la cabeza vacía, los días malamente durmiendo, las
noches completas velando, dando serenatas, saltando paredes, cansando a
los amigos, quebrando espadas, escalando, vistiendo armas y otros mil
actos de enamorado, haciendo coplas, buscando diversiones. Pero todo lo
doy por bien empleado, pues tal joya gané.
ELICIA.—¡Muy convencido estás de que me tienes ganada! Pues te hago saber
que no has vuelto tú la cabeza cuando ya está en casa otro que más quiero,
más gracioso que tú e incluso que no anda buscando cómo enojarme.

CELESTINA.—Hijo, déjala hablar, que disparata. Mientras más cosas de ese


tipo le oigas, más confirma su amor. Todo es porque aquí habéis alabado a
Melibea. Gozad vuestra fresca juventud, pues quien ocasión tiene y mejor
la espera, ocasión vendrá en que se arrepienta, como yo hago ahora a
causa de algunas horas que dejé perder cuando moza, cuando me
apreciaban, cuando me querían. Porque ya, por mi mal pecado, he
caducado, nadie me quiere. Besaos y abrazaos, que a mí no me queda otra
cosa sino gozar viéndolo. Cuando estéis solos, no quiero poner límites,
puesto que el rey no los pone. Dios os bendiga, ¡cómo os reís y os divertís,
putillos, loquillos, traviesos! ¿En esto tenía que terminar el enfado?
¡Cuidado no derribéis la mesa!
ELICIA.—Madre, a la puerta llaman. ¡La diversión se ha estropeado!
CELESTINA.—Mira, hija, quién es: quizás sea alguien que la aumente.
ELICIA.—O mi oído me engaña o es mi prima Lucrecia.
CELESTINA.—Ábrele y que entre y que sea para bien, pues incluso algo le
incumbe esto de lo que aquí estamos hablando, porque el mucho encierro
le impide el gozo de su mocedad.
AREÚSA.—Por mi gloria, que es verdad que estas que sirven a señoras ni
gozan de los placeres ni conocen los dulces premios del amor. Nunca
tratan con parientas, con iguales a quienes puedan hablar de tú a tú, a las
que digan: «¿Qué has cenado», «¿Estás preñada?», «¿Cuántas gallinas
estás criando?», «Llévame a merendar a tu casa», «Muéstrame a tu
enamorado», «¿Cuánto hace que no te ve?», «¿Cómo te va con él»?,
«¿Quiénes son tus vecinas?», y otras cosas semejantes entre iguales. ¡Oh
tía, qué dura palabra es y qué molesta y excesiva es «Señora»
continuamente en la boca! Por esto vivo por mi cuenta desde que me
conozco. Pues jamás me gustó llamarme de otra sino mía, sobre todo de
estas señoras que ahora se usan. Se gasta con ellas lo mejor del tiempo, y
con una saya rota de las que ellas desechan pagan el servicio de diez años.
Y cuando ven cerca el momento en que tienen obligación de casarlas, le
montan embustes: que se acuestan con el mozo o con el hijo, o las acusan
de tener relación con el marido, o que meten hombres en casa, o que han
hurtado una taza o han perdido el anillo. Les dan cien azotes y las echan
puertas afuera, diciendo: «¡Vete, ladrona, puta; no destruirás mi casa y
honra!». Así que esperan regalos, reciben injurias; esperan salir casadas,
salen humilladas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas e
insultadas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas, sino «Puta»
acá, «Puta» allá. «¿Adónde vas, miserable?», «¿Qué has hecho, canalla?»,
«¿Por qué te has comido esto, golosa»?, «¿Cómo has fregado la sartén,
puerca»?, «¿Por qué no has limpiado el manto, sucia?», «¿Cómo has dicho
esto, necia»?, «¿Quién ha perdido el plato, desaliñada?, «¿Cómo falta la
toalla, ladrona? A tu rufián 10 se la habrás dado». Y tras esto, mil
zapatazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no
hay quien pueda soportarlas. Por esto, madre, he preferido vivir en mi
pequeña casa, independiente y señora que no en sus ricos palacios,
avasallada y cautiva.
CELESTINA.—Juiciosa has estado, perfectamente sabes lo que haces, pues los
sabios dicen que vale más una migaja de pan con paz, que toda la casa
llena de comida con rencillas. Pero ahora cese este razonamiento, pues
entra Lucrecia.
Entra Lucrecia, criada de Melibea. Conversa con Celestina, que le cuenta la vida
que llevaba en sus tiempos de prosperidad. Lucrecia le comunica que Melibea
desea verla.

9. Hidalga: persona de ilustre y noble origen.

10. Rufián: el que trafica con prostitutas. También, hombre despreciable y sin honor.
DÉCIMO ACTO

Mientras Celestina y Lucrecia van de camino, Melibea, en su casa,


reflexiona sobre los sentimientos que le inspira Calisto y habla consigo
misma. Llegan a la puerta. Entra Lucrecia primero. Hace entrar a
Celestina. Melibea, después de muchos razonamientos, descubre a Celestina
que arde en amor por Calisto. Ven venir a Alisa, madre de Melibea, y se
despiden. Alisa pregunta a Melibea sobre los negocios de Celestina, y le
prohíbe que converse mucho rato con ella.

MELIBEA, CELESTINA, LUCRECIA

Melibea espera impaciente a Celestina. Se sabe perdidamente enamorada de


Calisto, pero todavía no quiere reconocerlo ante nadie, apenas ante ella misma.
Entra en la casa Celestina, que viene acompañada de Lucrecia, y le pregunta por
su mal.

CELESTINA.—¿Cuál es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su


tormento en los colores de tu rostro?
MELIBEA.—Madre mía, que me comen este corazón serpientes que están
dentro de mi cuerpo.
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. Bien está. Así lo quería yo. Tú me
pagarás, doña loca, el exceso de tu ira.)
MELIBEA.—¿Qué dices? ¿Has reconocido al verme alguna causa de donde mi
mal pueda proceder?
CELESTINA.—No me has declarado, señora, la calidad del mal. ¿Quieres que
adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu
graciosa figura.
MELIBEA.—Vieja honrada, alégramela tú, pues grandes noticias me han dado
de tu saber.
CELESTINA.—Señora, el sabio solo es Dios; pero como para salud y remedio
de las enfermedades fue repartido entre algunas gentes el don de hallar las
medicinas, alguna partecica alcanzó a esta pobre vieja, de la cual ahora
podrás servirte.
MELIBEA.—¡Oh qué hermoso y agradable me es oírte! Me parece que veo mi
corazón hecho pedazos, los cuales, si tú quisieses, con muy poco trabajo
pegarías con la virtud de tu lengua.
CELESTINA.—Gran parte de la salud es desearla. Pero para que yo te dé, Dios
mediante, la medicina conveniente, es necesario saber de ti tres cosas. La
primera, a qué parte de tu cuerpo le afecta más y aflige el dolor. Otra, si ha
sido recientemente por ti sentido, porque más pronto se curan las
enfermedades en sus principios que cuando se han desarrollado. La
tercera, si procede de algún cruel pensamiento. Y sabiendo esto, verás
actuar mi curación. Por tanto, es conveniente que al médico, como al
confesor, se le diga toda la verdad abiertamente.
MELIBEA.—Amiga Celestina, mi mal es del corazón, la teta izquierda es su
aposento, extiende su influencia a todas partes. Lo segundo, ha nacido
recientemente en mi cuerpo. Me altera la cara, me quita el comer, no
puedo dormir, ningún tipo de risa querría ver. La causa, que es la última
cosa que me has preguntado sobre mi mal, no sabría decírtela, porque ni la
muerte de algún familiar, ni la pérdida de bienes terrenales ni otra cosa
puedo creer que haya sido, salvo la alteración que tú me causaste con la
solicitud, de la que desconfié, de ese caballero Calisto cuando me pediste
la oración.
CELESTINA.—¿Cómo, señora, tan mal hombre es ese? ¿Tan mal nombre es el
suyo que solo nombrándolo trae veneno su sonido? No creas que es esa la
causa de tu dolor, más bien otra que yo adivino. Y si tú licencia me das,
yo, señora, te la diré.
MELIBEA.—¿Cómo, Celestina? ¿Necesitas licencia para darme la salud? ¿Qué
médico pidió nunca autorización para curar al paciente? Dime, dime, que
la tienes, con tal de que mi honra no dañes con tus palabras.
CELESTINA.—Te veo, señora, por una parte, quejarte del dolor; por otra, temer
la medicina. Así que esto será la causa de que ni tu dolor cese ni mi venida
aproveche.
MELIBEA.—Cuanto más retrasas la curación, tanto más me aumentas y
multiplicas la pena y la pasión.
CELESTINA.—Señora, no consideres una novedad que sea para el herido más
duro sufrir los dolorosos puntos, que lastiman la herida y duplican el
dolor, que la lesión inicial. Pues si tú quieres estar sana y que te descubra
la punta de mi fina aguja sin temor, haz para tus manos y pies una atadura
de tranquilidad, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un
freno de silencio, para tus oídos unos algodones de paciencia, y verás
actuar a la antigua maestra en estas heridas.
MELIBEA.—¡Oh cómo me muero con tu tardanza! Di, por Dios, lo que
quieras, haz lo que sepas, que no podrá ser tu remedio tan duro que se
iguale con mi pena y tormento. Ahora toque mi honra, ahora dañe mi
fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar
mi dolorido corazón, te garantizo que estarás segura y, si siento alivio,
bien premiada.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. El seso tiene perdido mi señora.
Gran mal es este. La ha cautivado esta hechicera.)
CELESTINA.—(Hablando consigo misma. Nunca me ha de faltar un diablo acá
y allá. Me libró Dios de Pármeno, me topo con Lucrecia.)
MELIBEA.—¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te decía esa moza?
CELESTINA.—No le he oído nada. Pero diga lo que diga, debes saber que, para
los cirujanos, no hay cosa más contraria en las grandes curaciones que las
personas de corazón débil, quienes con sus doloridas palabras, con sus
aspavientos de dolor, producen temor en el enfermo, hacen que desconfíe
de la curación y al médico enojan y turban; finalmente, la turbación altera
la mano y guía sin orden la aguja. Por lo cual se puede entender
claramente que es muy necesario para tu salud que no esté nadie delante;
así que la debes mandar salir.
MELIBEA.—Salte fuera al instante.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. ¡Ya, ya! ¡Todo está perdido!) Ya me
salgo, señora.
CELESTINA.—Tanta valentía me produce tu gran pena como ver que ya has
tragado parte de mi cura; pero todavía es necesario traer más medicina de
casa de ese caballero Calisto.
MELIBEA.—Calla, por Dios, madre, que no me traigan de su casa nada ni lo
nombres aquí.
CELESTINA.—Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal.
Tu herida es grande, tiene necesidad de dolorosa cura. Ten paciencia. No
tengas odio ni desamor ni consientas a tu lengua decir cosas malas de una
persona tan virtuosa como Calisto, que si fuese conocido…
MELIBEA.—¡Oh por Dios, que me matas! ¿Y no te tengo dicho que no me
alabes a ese hombre ni me lo nombres ni para lo bueno ni para lo malo?
CELESTINA.—Señora, este es otro y segundo punto, el cual, si tú con tu poco
aguante no consientes, poco aprovechará mi venida, y si, como me has
prometido, lo aguantas, tú quedarás sana y sin deuda y Calisto sin queja y
pagado. Desde el primer momento te avisé de mi cura y de esta invisible
aguja que, sin llegar a ti, te duele con solo mentarla mi boca.
MELIBEA.—Tantas veces me nombrarás a ese caballero tuyo que no bastará ni
mi promesa ni la garantía que te he dado para aguantar tus palabras. ¿De
qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué ha hecho por mí?
¿Qué necesidad hay de él aquí para lo de mi mal? Más agradable me sería
que rasgases mi carnes y sacasen mi corazón que no traer esas palabras
aquí.
CELESTINA.—Sin romperte las vestiduras se lanzó a tu pecho el amor; no
rasgaré yo tus carnes para curarlo.
MELIBEA.—¿Cómo dices que llaman a este dolor mío que así se ha apoderado
de lo mejor de mi cuerpo?
CELESTINA.—Amor dulce.
MELIBEA.—Eso explícame qué es, pues de solo oírlo me alegro.
CELESTINA.—Es un fuego escondido, una agradable llaga, una dulce
amargura, una placentera dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera
herida, una blanda muerte.
MELIBEA.—¡Ay desgraciada de mí! Pues si es verdad tu lista de palabras,
poco segura estará mi salud.
CELESTINA.—No desconfíes, joven señora, de tu salud, pues si Dios da la
herida, tras ella envía el remedio. Sobre todo porque conozco yo en el
mundo una flor que de todo esto te liberará.
MELIBEA.—¿Cómo se llama?
CELESTINA.—No me atrevo a decírtelo.
MELIBEA.—Di, no temas.
CELESTINA.—Calisto. ¡Oh por Dios, señora Melibea! ¡Oh miserable de mí!
¡Alza la cabeza! ¡Oh desgraciada vieja, en esto van a terminar mis pasos!
Si muere, me matarán; aunque viva, seré oída, de modo que ya no se
podrá evitar que se publique su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel
mío, ¿qué te ha pasado? ¿Qué es de tu conversación graciosa? ¿Qué es de
tu color alegre? ¡Abre tus claros ojos! ¡Lucrecia, Lucrecia! ¡Entra
inmediatamente aquí! Verás desmayada a tu señora. ¡Baja inmediatamente
por un jarro de agua!
MELIBEA.—En silencio, en silencio, que yo sacaré fuerzas. No escandalices la
casa.
CELESTINA.—¡Oh desventurada de mí! No te desmayes, señora; háblame
como sueles.
MELIBEA.—Y mucho mejor. Calla, no me fatigues.
CELESTINA.—Pues ¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido
este dolor?
MELIBEA.—Se quebró mi honestidad, se rompió mi pudor. Oh, mi nueva
maestra, mi fiel consejera secreta, lo que tú tan claramente sabes en vano
me esfuerzo ya por ocultártelo. Muchos días han pasado desde que ese
noble caballero me habló de amor. Tan enojosa me fue entonces su
conversación como, después de que tú me lo volviste a nombrar, alegre.
Tus puntos han cerrado mi herida, entregada estoy a lo que tú quieras. En
mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de
muelas era mi mayor tormento, su pena era la mía. Mucho te debe ese
señor y más yo, pues jamás pudieron mis reproches debilitar tu esfuerzo.
Dejado todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro
pensé descubrir.
CELESTINA.—Amiga y señora mía, verdad es que antes de que me decidiese,
tanto por el camino como en tu casa, tuve grandes dudas sobre si te
revelaría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando la
gentileza de Calisto, me atrevía; vista tu sensatez, desconfiaba; mirando tu
virtud y tu benevolencia, me esforzaba. Estaba entre el miedo y la
seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir tus sentimientos,
declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo. Yo encontraré la
forma de que tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.
MELIBEA.—¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegría! Si tu
corazón siente lo que el mío, maravillada estoy de cómo la ausencia te
permite vivir. ¡Oh mi madre y mi señora, haz que lo pueda ver
inmediatamente, si mi vida quieres!
Finalmente, Melibea acepta verse con Calisto esa misma noche. Entra Alisa,
madre de Melibea y, cuando sale la vieja alcahueta, aconseja a su hija que no
vuelva a recibirla. Como advierte Lucrecia para sí, ya es tarde para este consejo.
UNDÉCIMO ACTO

Después de despedirse de Melibea, Celestina va por la calle hablando


sola. Ve a Sempronio y a Pármeno que se dirigen a la Iglesia de la
Magdalena a buscar a su señor. Todos, Pármeno, Sempronio, Celestina y
Calisto, se encaminan a casa de este último. Le expone Celestina su
mensaje y el negocio conseguido con Melibea. Mientras ellos en estos
razonamientos están, Pármeno y Sempronio hablan entre sí. Se despide
Celestina de Calisto y se va para su casa.

CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO

PÁRMENO.—(Aparte, a Sempronio. Buena viene la vieja, hermano; algo debe


de haber obtenido.)
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. Escucha.)
CELESTINA.—Todo este día, señor, he trabajado en tu negocio y he dejado
perder otros en los que bastante me iba. Pero todo sea en buena hora, ya
que tan buena recaudación traigo, porque te traigo muchas buenas
palabras de Melibea y la dejo a tu servicio.
CALISTO.—¿Qué es esto que oigo?
CELESTINA.—Que es más tuya que de sí misma; más quiere cumplir tus
órdenes y tu voluntad que las de su padre Pleberio.
CALISTO.—Habla con cortesía, madre, no digas tal cosa, que dirán estos
mozos que estás loca. Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea
es mi vida; yo su cautivo, yo su esclavo.
SEMPRONIO.—Con tu desconfianza, señor, con tu poco apreciarte, con tenerte
en tan poco, dices esas cosas con las que cortas su razonamiento. A todo el
mundo alteras diciendo disparates. ¿De qué te sorprendes? Dale algo por
su trabajo; harás lo correcto, pues eso es lo que espera según sus palabras.
CALISTO.—Bien has hablado. Madre mía, yo sé perfectamente que jamás se
igualará tu trabajo con mi pequeño premio. En lugar del manto y la saya,
toma esta cadenilla, póntela al cuello y continúa con tu relato y mi alegría.
PÁRMENO.—(Aparte a Sempronio. ¡Cadenilla la llama! ¿No lo oyes,
Sempronio?)
SEMPRONIO.—(Aparte a Pármeno. Te va a oír nuestro amo. Por mi amor,
hermano, que oigas y calles, que para eso te dio Dios dos oídos y una
lengua sola.)
CELESTINA.—Señor Calisto, para tan débil vieja como yo, de mucha
generosidad has usado. En pago de la cual, te devuelvo tu salud, que
estaba perdida; tu corazón, que te faltaba; tu cordura, que alterada estaba.
Melibea pena por ti más que tú por ella; Melibea te ama y desea ver;
Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya.
CALISTO.—Mozos, ¿estoy yo aquí? Mozos, ¿oigo yo esto? Mozos, mirad si
estoy despierto. ¿Es de día o de noche? ¡Oh señor Dios, Padre celestial, te
ruego que esto no sea un sueño! Si te burlas, señora, de mí para
contentarme con palabras, no temas, di la verdad.
CELESTINA.—Nunca el corazón lastimado por el deseo toma la buena noticia
por cierta ni la mala por dudosa; pero, si me burlo o no, lo verás yendo
esta noche, según el acuerdo al que he llegado con ella, a su casa, cuando
dé el reloj las doce, para hablarle a través de las puertas.
CALISTO.—¿Tal cosa es posible que me pase a mí? Muerto estoy de aquí a esa
hora, no soy capaz de tanta gloria, no soy merecedor de tan gran regalo.
CELESTINA.—Siempre oí decir que es más difícil sufrir la próspera fortuna
que la desfavorable, pues la una no tiene paz y la otra tiene consuelo.
¿Cómo, señor Calisto, y no consideras quién eres tú? ¿No consideras el
tiempo que has gastado en su servicio? ¿No consideras a quién has
utilizado de medianera? ¿Y también que hasta ahora siempre has tenido
dudas de poder alcanzarla y sufrías por eso? Ahora que te aseguro el fin de
tu penar, ¿quieres poner fin a tu vida? Mira, mira, que está Celestina de tu
parte y que, aunque te faltase todo lo que en un enamorado se requiere, te
vendería por el más perfecto galán del mundo. Mal conoces a quien das tu
dinero.
CALISTO.—Mira bien, señora, lo que me dices: ¿que vendrá por su propia
voluntad?
CELESTINA.—E incluso de rodillas.
SEMPRONIO.—No vaya a ser que quieran tendernos una emboscada.
PÁRMENO.—Mucha sospecha me provoca el rápido consentir de esa señora y
que haya accedido tan pronto en todo a la voluntad de Celestina.
CALISTO.—¡Callad, locos, bellacos, desconfiados! Parece como si dierais a
entender que los ángeles saben hacer el mal. Sí, porque Melibea es un
ángel disimulado que vive entre nosotros.
SEMPRONIO.—(Aparte, a Pármeno. ¡Otra vez vuelves a tus herejías!)
(Hablando consigo misma.Escúchalo, Pármeno, que no te dé ninguna
pena, pues si fuera un engaño, él lo pagará, que nosotros buenos pies
tenemos.)
CELESTINA.—Señor, tú estás en lo cierto; vosotros, cargados de sospechas
injustificadas. Yo he hecho todo lo que era mi obligación. Alegre te dejo.
Dios te salve y te guíe. Me voy muy contenta. Si fuera necesaria para esto
o para alguna cosa más, allí estoy muy dispuesta para tu servicio.
Celestina se despide de Calisto. Pármeno y Sempronio se dan cuenta de la prisa
que lleva Celestina por irse a su casa con la cadena de oro que le ha regalado su
amo.
DUODÉCIMO ACTO

Cuando llega la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, se


dirigen a casa de Melibea. Allí están esperando Melibea y Lucrecia. Cuando
Calisto llama a Melibea, Lucrecia se aparta y Pármeno y Sempronio
cuchichean mientras los enamorados se hablan a través de las puertas. Al
oír gente por la calle, Calisto se prepara para huir y se despide de su
amada, dejando acordada la vuelta para la noche siguiente. Pleberio, al
oír el ruido que había en la calle, se despierta, llama a su mujer, Alisa.
Preguntan a Melibea quién da patadas en su habitación. Responde Melibea
fingiendo que tenía sed. Calisto y sus criados van para su casa hablando.
Se echa a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina. Piden su
parte de las ganancias. Disimula Celestina. Terminan riñendo. Atacan a
Celestina y la matan. Da voces Elicia. Viene la justicia y los prende a
ambos.

CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, PÁRMENO, CELESTINA, ELICIA

MELIBEA.—Vete, Lucrecia, a dormir un poco. ¡Chis, señor! ¿Cuál es tu


nombre? ¿Quién es el que te ha mandado venir aquí?
CALISTO.—Es la que tiene méritos para mandar a todo el mundo, la que
dignamente yo no merezco servir. No tema tu merced descubrirse ante
este cautivo de tu gentileza, pues el dulce sonido de tus palabras, que
jamás de mis oídos se cae, me confirma que tú eres mi señora Melibea. Yo
soy tu siervo Calisto.
MELIBEA.—El audaz atrevimiento de tus mensajes me ha obligado a tenerte
que hablar, señor Calisto, pues habiendo conseguido de mí una respuesta a
tus palabras, no sé qué piensas sacar más de mi amor. Aparta estos vanos
y locos pensamientos de ti, para que mi honra y mi persona estén seguras,
a salvo de malas sospechas. A esto se debe mi venida aquí, para acordar tu
despedida y mi tranquilidad.
CALISTO.—¡Oh desventurado Calisto! ¡Oh cuán burlado has sido de tus
sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina, ojalá me hubieras dejado que
acabara de morir y no hubieras vuelto a levantar mi esperanza! ¿Por qué
falseaste las palabras de mi señora? ¿Para qué me mandaste venir aquí?
¡Oh enemiga!, ¿y tú no me dijiste que esta señora mía me era favorable?
¿En quién podré yo confiar? ¿Dónde está la verdad? ¿Quién carece de
engaño? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde
no se fabrican traiciones? ¿Quién se atrevió a darme tan cruel esperanza
de perdición?
MELIBEA.—Cesen, señor mío, tus sinceras quejas, pues ni mi corazón es
capaz de soportarlo ni mis ojos de disimularlo. Tú lloras de tristeza,
juzgándome cruel; yo lloro de placer viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi
bien todo! ¡Cuánto más alegre sería para mí poder ver tu rostro que oír tu
voz! Pero, puesto que no se puede por ahora hacer más, te firmo y sello las
palabras que te envié escritas en la lengua de esa servicial mensajera.
Limpia, señor, tus ojos; dispón de mí a tu voluntad.
CALISTO.—¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi
pena, alegría de mi corazón! ¿Qué lengua será suficiente para darte
igualmente las gracias por el extraordinario e incomparable favor que en
este instante, de tanto dolor para mí, me has querido hacer queriendo que
un débil e indigno hombre pueda gozar de tu agradabilísimo amor? ¡Oh
cuántos días antes de hoy me vino este pensamiento al corazón y por
imposible lo apartaba de mi cabeza, hasta que los rayos luminosos de tu
muy claro rostro dieron luz a mis ojos, encendieron mi corazón,
despertaron mi lengua, aumentaron mis méritos, duplicaron mis fuerzas,
despertaron mis pies y mis manos; finalmente, me dieron tal osadía que
me han traído a este elevado estado en que ahora me veo, oyendo con
gusto tu agradable voz.
MELIBEA.—Señor Calisto, tus muchos méritos, tus extraordinarias gracias, tu
elevado nacimiento han hecho que, desde que de ti tuve completa noticia,
en ningún momento de mi corazón te hayas salido. Las puertas impiden
nuestro gozo, a las cuales yo maldigo y a sus fuertes cerrojos y a mis
débiles fuerzas, pues, si no, ni tú estarías quejoso ni yo descontenta.
CALISTO.—¿Cómo, señora mía, y mandas que consienta a un trozo de madera
que impida nuestro gozo? ¡Oh molestas y enojosas puertas! Pues, por
Dios, señora mía, permite que llame a mis criados para que las rompan.
PÁRMENO.—(Aparte a Sempronio. ¿No oyes, Sempronio? A buscarnos quiere
venir para que nos den un disgusto; no me gusta nada. Yo no espero más
aquí.)
SEMPRONIO.—(Aparte a Pármeno. Calla, calla, escucha, que ella no consiente
que vayamos allí.)
MELIBEA.—¿Quieres, amor mío, perderme a mí y dañar mi fama? No des
riendas suelta a tu deseo. Conténtate con venir mañana a esta hora por las
paredes de mi huerto, pues si ahora rompiese las crueles puertas, aunque
en estos momentos no fuésemos oídos, amanecería la casa de mi padre
con la terrible sospecha de mi pecado.
CALISTO.—¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro aquello que
por los santos de Dios me ha sido concedido?
Mientras Calisto y Melibea conversan, Pármeno y Sempronio oyen ruido en la
calle y, llenos de miedo, huyen. Al darse cuenta de que es el alguacil con su
ronda, vuelven al lado de Calisto, al que avisan de que puede ser visto. Calisto se
despide de Melibea hasta la noche siguiente. Alisa y Pleberio también han oído
ruido en la habitación de Melibea. Esta inventa una disculpa y los padres se
tranquilizan. Calisto y sus dos criados llegan a casa. Mientras el primero se
queda descansando, Sempronio y Pármeno van a casa de Celestina para
reclamarle su parte de los beneficios del negocio.

PÁRMENO.—¿Adónde vamos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina


a desayunar?
SEMPRONIO.—Ve tú donde quieras, que, antes de que amanezca, quiero yo ir a
casa de Celestina a cobrar mi parte de la cadena, pues es una puta vieja: no
le quiero dar tiempo para que fabrique alguna maldad que nos excluya.
PÁRMENO.—Bien dices. Lo había olvidado. Vamos ambos y, si en esa actitud
se pone, causémosle tal espanto que le pese, pues con el dinero no hay
amistad.

SEMPRONIO.—(Aparte a Pármeno. ¡Chis, chis! Calla, que duerme junto a esta


ventana.) Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.
CELESTINA.—¿Quién llama?
SEMPRONIO.—Abre, que son tus hijos.
CELESTINA.—No tengo yo hijos que anden a tal hora.
SEMPRONIO.—Ábrenos a Pármeno y Sempronio, que venimos aquí a
desayunar contigo.
CELESTINA.—¡Oh locos traviesos, entrad, entrad! ¿Cómo venís a tal hora, que
ya amanece? ¿Qué os ha pasado? ¿Ha desaparecido la esperanza de
Calisto o vive todavía con ella?
SEMPRONIO.—¿Cómo, madre? Si por nosotros no fuera, ya andaría su alma
buscando el descanso eterno.
CELESTINA.—¡Jesús! ¿Pues en tanto peligro os habéis visto?
SEMPRONIO.—Ha sido tanto que, por mi vida, la sangre me hierve en el
cuerpo cuando lo vuelvo a pensar.
CELESTINA.—Reposa, por Dios, y dímelo.
PÁRMENO.—Cosa larga le pides. Harías mejor en prepararnos el desayuno:
quizá nos amanse algo la alteración que traemos. Me gustaría hallar
alguien en quien vengar la ira, pues por su rápida huida no pude hacerlo
con quienes nos la provocaron.
CELESTINA.—¡Mala enfermedad me mate, me espanto de verte tan fiero! Creo
que te burlas. Dímelo ahora, Sempronio, tú, por mi vida: ¿qué os ha
pasado?
SEMPRONIO.—Traigo, señora, todas las armas rotas, de modo que no tengo
con qué acompañar a mi amo cuando tenga necesidad de que vaya con él,
y ha acordado ir esta noche para verse con Melibea en el huerto. Pues ¿las
compraré de nuevo?
CELESTINA.—Pídeselo, hijo, a tu amo, pues en su servicio se gastaron y
rompieron, pues sabes que es una persona que lo resolverá. Él es tan
generoso que te dará para eso y para más.
SEMPRONIO.—¡Ja! Trae también Pármeno perdidas las suyas. ¡De este modo
se irá toda su hacienda! Nos dio las cien monedas, después la cadena.
Caro le costaría este negocio. Contentémonos con lo razonable, no lo
perdamos todo por querer más de lo justo, pues quien mucho abarca, poco
suele apretar.
CELESTINA.—¿Estás en tus cabales, Sempronio? ¿Qué tiene que ver tu
recompensa con mi salario, tu sueldo con mis premios? ¿Estoy yo
obligada a arreglar vuestras armas, a remediar vuestras faltas? En verdad,
que me maten si no te has agarrado a unas palabrillas que te dije el otro
día sobre que todo lo que yo tenía era tuyo y que, en todo lo que pudiese
con mis pocas fuerzas, jamás te faltaría nada, y que, si Dios me diese
buena fortuna con tu amo, tú saldrías ganando. Pues ya sabes, Sempronio,
que estos ofrecimientos, estas palabras corteses, no obligan a nada. Tengo,
hijo, a decir verdad, un pesar tan grande que se me quiere salir esta alma
de enojo. Di a esta loca de Elicia, en cuanto llegué de tu casa, la cadenilla
que traje para que se alegrara con ella, y no se puede acordar de dónde la
ha puesto, y en toda esta noche ni ella ni yo hemos dormido de pesar. No
por el valor de la cadena, que no era mucho, sino por el descuido de ella y
mi mala suerte. Así que, hijos, si vuestro amo algo a mí me dio, debéis
considerar que es mío, pues del regalo que te hizo no te he pedido yo una
parte ni la quiero. Porque si me ha dado algo, dos veces he puesto mi vida
en riesgo. Y tenéis que pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, incluso
mi saber, que no lo he alcanzado descansando. Esto tengo yo por oficio y
trabajo; vosotros, por diversión y por gusto. Por tanto, no tenéis que
recibir vosotros igual recompensa por disfrutar que yo por sufrir. Pero no
os despidáis, si mi cadena aparece, de sendos pares de calzas de color
grana, que es la vestimenta que a los mancebos como vosotros mejor
sienta. Y si no os quedáis contentos, peor para vosotros.
SEMPRONIO.—No es esta la primera vez que yo he dicho cuánto reina en los
viejos este vicio de la codicia. Cuando pobre, generosa; cuando rica,
avarienta.
PÁRMENO.—Que te dé lo que prometió o apoderémonos de todo. Muy bien te
habría dicho yo quién era esta vieja si tú me hubieras creído.
CELESTINA.—Si mucho enojo traéis con vosotros o con vuestro amo, o armas,
no lo paguéis conmigo. Pues bien sé de dónde nace esto. Ciertamente no
nace de la necesidad que tenéis de lo que pedís, ni tampoco lo deseáis
mucho; sino que pensáis que os voy a tener toda vuestra vida atados y
cautivos de Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras, y por eso me
lanzáis estas amenazas sobre el reparto. Pues callad, que quien estas
muchachas os supo traer os dará otras diez ahora.
SEMPRONIO.—No ando buscando lo que piensas. No mezcles burlas con
nuestra petición. Déjate de palabras conmigo. Danos dos partes a cuenta
de todo lo que de Calisto has recibido, no quieras que se descubra quién
eres tú. ¡A otros con esos halagos, vieja!
CELESTINA.—¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Me has retirado tú de la putería?
Calla tu lengua, no deshonres mis canas, que soy una vieja tal y como
Dios me hizo, no peor que las demás. Vivo de mi oficio, como cada
trabajador del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco.
A mi casa me vienen a buscar, en mi casa me ruegan que les haga
encargos. Y no pienses con tu ira maltratarme, pues justicia hay para
todos: para todos es igual. Tan bien seré oída, aunque sea mujer, como
vosotros. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses
que soy tu cautiva porque sabes mis secretos y mi pasada vida y los casos
que nos sucedieron a mí y a la desdichada de tu madre.
PÁRMENO.—No me hinches las narices con esos recuerdos, si no, te enviaré
con noticias a ella, a donde mejor te puedas quejar.
CELESTINA.—¡Elicia, Elicia! Levántate de esa cama, tráeme mi manto de
inmediato, pues por los santos de Dios para la justicia me voy bramando
como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi
casa? ¿Con una vieja de sesenta años? Señal es de gran cobardía atacar a
los pequeños y a los que poco pueden. Si esa que está allí en esa cama me
hubiese creído, jamás se quedaría esta casa de noche sin varón; pero por
serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y
pedís cosas excesivas, lo cual, si oyerais a un hombre en la casa, no
haríais.
SEMPRONIO.—¡Oh vieja avarienta, garganta muerta de sed por dinero! ¿No
estarás contenta con la tercera parte de lo ganado?
CELESTINA.—¿Qué tercera parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y ese otro que
no dé voces, no se vaya a juntar la vecindad. No queráis que salgan a la
luz las cosas de Calisto y las vuestras.
SEMPRONIO.—Da voces o gritos, pero tú cumplirás lo que prometiste o se
cumplirán hoy tus días.
ELICIA.—Guarda, por Dios, la espada. Sujétalo, Pármeno, detenlo, no la vaya
a matar ese loco.
CELESTINA.—¡Justicia, justicia! ¡Señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en
mi casa estos rufianes!
SEMPRONIO.—¿Qué dices de rufianes? Esperad, doña hechicera, que yo te
haré ir al infierno con cartas de presentación.
CELESTINA.—¡Ay, que me ha matado! ¡Ay, confesión, confesión!
PÁRMENO.—Dale, dale, acaba con ella, pues has comenzado, que nos van a
oír! ¡Muera, muera! ¡Cuantos menos enemigos, mejor!
CELESTINA.—¡Confesión!
ELICIA.—¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! Muerta es mi madre
y mi bien.
SEMPRONIO.—¡Huye, huye, Pármeno, que se reúne mucha gente! ¡Cuidado,
cuidado, que viene el alguacil!
PÁRMENO.—¡Oh pecador de mí, que no hay por dónde nos podamos ir, pues
está tomada la puerta!
SEMPRONIO.—Saltemos desde estas ventanas. No muramos en poder de la
justicia.
PÁRMENO.—Salta, que tras ti voy.
DECIMOTERCER ACTO

Cuando despierta Calisto se pone a hablar consigo mismo. Después de un


rato, llama a Tristán y a sus otros criados. Se vuelve a dormir Calisto.
Tristán, que está en la puerta, ve venir a Sosia llorando. Cuando le
pregunta, Sosia le cuenta la muerte de Sempronio y Pármeno. Van a
comunicar la noticia a Calisto, quien cuando conoce la verdad se lamenta
fuertemente.

CALISTO, SOSIA

SOSIA.—¡Señor, señor!
CALISTO.—¿Qué es eso, locos? ¿No os mandé que no me despertaseis?
SOSIA.—Despierta y levanta, pues si tú no defiendes a los tuyos, a la ruina
vamos. Sempronio y Pármeno quedan descabezados en la plaza como
públicos malhechores con pregones que declaran su delito.
CALISTO.—¡Oh, Dios me ayude! ¿Y qué es esto que me dices? No sé si
creerte tan repentina y triste noticia. ¿Los has visto tú?
SOSIA.—Yo los he visto.
CALISTO.—Espera, mira qué estás diciendo, pues esta noche han estado
conmigo.
SOSIA.—Pues madrugaron para morir.
CALISTO.—¡Oh mis leales criados, oh mis grandes servidores! ¿Puede ser tal
cosa verdad? ¡Oh humillado Calisto, deshonrado quedas para toda tu vida!
Dime, por Dios, Sosia, ¿cuál fue la causa? ¿Qué decía el pregón? ¿Dónde
los prendieron? ¿Qué justicia lo hizo?
SOSIA.—Señor, la causa de su muerte publicaba el verdugo a voces diciendo:
«Manda la justicia que mueran los violentos asesinos».
CALISTO.—¿A quién mataron en tan poco tiempo? ¿Cómo puede ser esto? No
hace cuatro horas que de mí se despidieron. ¿Cómo se llamaba el muerto?
SOSIA.—Señor, una mujer que se llamaba Celestina.
CALISTO.—¿Qué me dices?
SOSIA.—Lo que oyes.
CALISTO.—Pues si eso es verdad, mátame tú a mí, yo te perdono, pues más
mal hay del que hayas visto ni puedas pensar si Celestina es la muerta.
SOSIA.—Ella misma es. De más de treinta estocadas la vi herida, tendida en
su casa, llorándola una criada suya.
CALISTO.—¡Oh tristes mozos! ¿Cómo iban? ¿Te vieron? ¿Te hablaron?
SOSIA.—¡Oh señor, si los hubieras visto, se te habría partido el corazón de
dolor! Uno llevaba todos los sesos de la cabeza fuera; el otro, rotos ambos
brazos, y la cara magullada. Todos llenos de sangre, pues saltaron desde
unas ventanas que estaban muy altas para huir del alguacil. Y así, casi
muertos, les cortaron las cabezas, aunque creo yo que ya no sintieron
nada.
CALISTO.—Pues yo lo siento mucho por mi honra. Ojalá hubiera querido Dios
que yo fuera ellos y que hubiera perdido la vida y no la honra, y no la
esperanza de conseguir mi comenzado propósito, que es lo que más siento
en este caso desgraciado. ¡Oh mi triste nombre y fama, cómo andas de
boca en boca! ¿Qué será de mí? ¿Adónde iré? Si salgo allí, a los muertos
no puedo ya remediar. Si me quedo aquí, parecerá cobardía. ¿Qué decisión
tomaré? Dime, Sosia, ¿cuál fue la causa de que la mataran?
SOSIA.—Señor, su criada, dando voces, la publicaba a cuantos la querían oír
diciendo que porque no quiso repartir con ellos una cadena de oro que tú
le diste.
CALISTO.—¡Oh día de dolor, oh fuerte tormento! Será público todo cuanto
con ella y con ellos hablaba, cuanto de mí sabían, el negocio en que
andaban. No me atreveré a salir entre las gentes. ¡Oh mi gozo, cómo vas
disminuyendo! Mucho había alcanzado anoche; mucho tengo hoy perdido.
¡Oh fortuna, cuánto y por cuántas partes me has combatido! Pero, por más
que persigas mi casa y seas contraria a mi persona, las adversidades con
recto ánimo se tienen que soportar y en ellas se prueba el corazón fuerte o
débil. Pues por más mal o daño que me venga, no dejaré de cumplir la
orden de aquella por quien todo esto se ha causado. Porque más me
importa a mí conseguir la ganancia de la gloria que espero que la pérdida
de los que murieron. Ellos eran atrevidos y valientes, ahora o en otra
ocasión tenían que pagar. La vieja era mala y falsa, pues según parece
hacía tratos con ellos. Voy a hacer que se preparen Sosia y Tristanico.
Harán conmigo este tan esperado camino. Llevarán escaleras, pues son
muy altas las paredes. Mañana haré como si viniera de fuera, acaso pueda
vengar estas muertes; si no, justificaré mi ignorancia con mi fingida
ausencia o me fingiré loco para mejor gozar de este sabroso placer de mis
amores.
DECIMOCUARTO ACTO

Está Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de


Calisto, quien le había hecho la promesa de venir aquella noche a
visitarla. Llega, acompañado por Sosia y Tristán. Después de estar con su
amada vuelven todos a la casa, Calisto se retira a una sala y se queja por
haber estado tan poco tiempo con Melibea y ruega a Febo, el Sol, que
oculte sus rayos para tener la ocasión de repetir su deseo.

MELIBEA, LUCRECIA, SOSIA, TRISTÁN, CALISTO

Melibea acompañada de su criada, Lucrecia, espera impaciente a Calisto. Este


llega al fin y abraza a su amada. Quedan vigilando Sosia y Tristán.

CALISTO.—¡Oh angélica imagen, oh preciosa perla, ante quien el mundo es


feo! ¡Oh mi señora y mi gloria, en mis brazos te tengo y no lo creo!
MELIBEA.—Señor mío, puesto que me he puesto en tus manos, no quieras
perderme por tan breve placer y en tan poco tiempo. Goza de lo que yo
gozo, que es ver y acercarme a tu persona; no pidas ni tomes aquello que,
una vez tomado, no estará en tu mano devolver. Cuidado, señor, con dañar
lo que con todos los tesoros del mundo no se restaura.
CALISTO.—Señora, puesto que por conseguir este premio toda mi vida he
gastado, ¿cómo podría ser que, cuando me lo diesen, lo desechara? Ni tú,
señora, me lo mandarías ni yo podría cumplirlo. No me pidas tal cobardía,
hacer tal cosa no es propio de ninguno que sea hombre, sobre todo
amando como yo.
MELIBEA.—Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quiera, no actúen
las manos cuanto pueden. Estate quieto, señor mío. Que te baste, puesto
que ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que es el propio fruto de los
amadores; no me quieras robar el mayor regalo que la naturaleza me ha
dado.
CALISTO.—¿Para qué, señora? ¿Para que no esté tranquila mi pasión? ¿Para
penar de nuevo? ¿Para volver al juego del comienzo? Perdona, señora, a
mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron en tocar tu ropa; ahora
gozan llegando a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.
MELIBEA.—Apártate hacia allá, Lucrecia.
CALISTO.—¿Por qué, mi señora? Mucho me alegro de que estén semejantes
testigos de mi gloria.
MELIBEA.—Yo no los quiero de mi yerro. Si hubiera pensado que tan
desmesuradamente te habías de comportar conmigo, no habría confiado
mi persona a tu cruel trato.

SOSIA.—Tristán, bien oyes lo que pasa. ¡En qué punto anda el negocio!
TRISTÁN.—Oigo tanto que considero a mi amo el más bienaventurado hombre
que ha nacido. Y, por mi vida que, aunque soy muchacho, daría tan buena
cuenta como mi amo.
SOSIA.—Con tal joya cualquiera tendría manos; pero bien caro le cuesta: dos
mozos entraron en la salsa de estos amores.
TRISTÁN.—Ya los tiene olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a malvados, haced
locura confiando en que os defienda! Miradlos a ellos alegres y abrazados,
y a sus servidores degollados.
MELIBEA.—¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre
y la corona de virgen por tan breve placer? ¡Oh madre, si tal cosa supieses,
cómo te darías muerte por propia voluntad y me la darías a mí por la
fuerza! ¡Oh mi padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado causa y
lugar de arruinar tu casa! ¡Oh traidora de mí! ¿Cómo no miré primero el
gran yerro que seguía a tu entrada?
CALISTO.—Está a punto de amanecer. ¿Qué es esto? No me parece que haga
ni una hora que estamos aquí, y da el reloj las tres.
MELIBEA.—Señor, por Dios, puesto que ya todo lo has ganado, puesto que ya
soy tu dueña, puesto que ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu
vista de día, pasando por mi puerta; de noche, donde tú ordenes. Sea tu
venida por este lugar a la misma hora. Y ahora vete con Dios, que no serás
visto, pues está muy oscuro, ni yo en casa oída, pues aún no amanece.
CALISTO.—Mozos, poned la escalera.
SOSIA.—Señor, aquí está. Baja.
MELIBEA.—Lucrecia, vente aquí, que estoy sola. Ese señor mío se ha ido.
Conmigo deja su corazón, consigo lleva el mío. ¿Nos has oído?
LUCRECIA.—No, señora, durmiendo he estado.
Calisto, acompañado de sus criados, regresa a casa, donde reflexiona sobre todo
lo que ha pasado.

CALISTO.—¡Oh desdichado de mí, cuánto me complace por naturaleza la


soledad y silencio y oscuridad! No sé si lo causa el que me haya venido a
la memoria la traición que hice al despedirme de aquella señora que tanto
amo antes de que fuera de día, o el dolor de mi deshonra. ¡Ay, que esto es,
esta herida es la que siento, ahora que se ha enfriado, ahora que veo la
deshonra de mi casa, el descrédito de mi persona que a la muerte de mis
criados ha seguido! ¿Cómo me pude aguantar y no presentarme
inmediatamente como un hombre injuriado, vengador soberbio y rápido de
la evidente injusticia que me fue hecha? ¡Oh breve placer terrenal, qué
poco duran y cuánto cuestan tus dulzores! ¡Oh triste de mí! ¿Cuándo se
recuperará tan gran pérdida? ¿Qué haré? ¿Qué decisión tomaré? Salir
quiero, pero si salgo para decir que he estado presente, es tarde; si ausente,
es pronto. Y para reunir a amigos y criados antiguos, parientes y
allegados, hace falta tiempo, y para buscar armas y otros instrumentos de
venganza. ¡Oh cruel juez, y qué mal pago me has dado por el pan que de
mi padre comiste! ¡Oh cuán peligroso es tener un pleito justo ante un
injusto juez! ¿Por qué pagó uno por lo que hizo el otro, pues solo por ser
su compañero los mataste a ambos? Pero ¿qué digo? ¿Estoy en mis
cabales? ¿Qué es esto, Calisto? ¿No ves que el ofensor no está presente?
Vuelve en ti. ¡Oh mi señora y mi vida! Jamás pensé, estando ausente,
ofenderte, pues parece que tengo en poca estima el premio que me has
dado. ¿Por qué no estoy contento? Pues no es razonable ser ingrato con
quien tanto bien me ha dado. No quiero otra honra, otra gloria, no otras
riquezas, no otro padre ni madre, no otros familiares ni parientes. De día
estaré en mi habitación, de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre
jardín entre aquellas agradables plantas y fresco verdor. ¡Oh noche de mi
descanso, ojalá ya hubieras vuelto! Pero ¿qué es lo que estoy rogando?
¿Qué pido, loco impaciente? Lo que jamás fue ni puede ser. Pero tú, dulce
imaginación, tú que puedes, socórreme. Trae a mi fantasía la figura
angélica de aquella imagen luminosa; devuelve a mis oídos el agradable
sonido de sus palabras.
Al día siguiente, mientras Calisto sigue durmiendo, Sosia y Tristán observan cómo
Elicia entra en la casa de Areúsa para comunicarle las muertes de Celestina,
Sempronio y Pármeno.
DECIMOQUINTO ACTO

Areúsa dice palabras injuriosas a un rufián llamado Centurio, el cual se


despide de ella por la llegada de Elicia, que cuenta a Areúsa las muertes
que a causa de los amores de Calisto y Melibea se habían producido. Areúsa
y Elicia acuerdan que Centurio vengue las muertes de los tres en los dos
enamorados. Se despide Elicia de Areúsa, sin aceptar lo que le propone.

AREÚSA, ELICIA

Elicia oye desde la puerta una riña entre Areúsa y el rufián Centurio. Sale
Centurio y entra Elicia.

ELICIA.—Voy a entrar, pues no hay buen ruido donde hay amenazas e


insultos.
AREÚSA.—¡Ay triste de mí! ¿Eres tú, mi Elicia? ¡Jesús, Jesús, no lo puedo
creer! ¿Qué es esto? ¿Quién te me ha cubierto de dolor? Dime al instante
qué pasa.
ELICIA.—¡Gran dolor, gran pérdida! ¡Ay hermana, que no puedo hablar!
AREÚSA.—¡Ay triste, que me tienes en ascuas! ¿Es común a ambas este mal?
¿Me afecta a mí?
ELICIA.—¡Ay prima mía y mi amor! Sempronio y Pármeno ya no viven, ya
no están en el mundo.
AREÚSA.—¿Qué me cuentas? No me lo digas. Calla, por Dios, que me caeré
muerta.
ELICIA.—Pues más mal hay del que parece. Celestina ya está dando cuenta de
sus obras. Mil cuchilladas vi que le dieron delante de mis ojos: en mi
regazo me la mataron.
AREÚSA.—¡Oh gran adversidad! ¡Oh dolorosas noticias! ¿Quién los mató?
¿Cómo murieron? No hace ni ocho días que los vi vivos. Cuéntame, amiga
mía, cómo ha sucedido tan cruel y desgraciado caso.
Elicia cuenta a Areúsa cómo ocurrieron las muertes de Celestina, Sempronio y
Pármeno.
AREÚSA.—¡Oh mi Pármeno y mi amor, cuánto dolor me produce su muerte!
ELICIA.—¡Ay, que rabio!¡No hay quien pierda lo que yo pierdo! ¿Adónde iré,
pues pierdo madre, manto y abrigo, pierdo amigo, tal que nunca eché en
falta un marido? ¡Oh Calisto y Melibea, causantes de tantas muertes! Que
se vuelva llanto vuestra gloria, trabajo vuestro descanso.
AREÚSA.—Calla, por Dios, hermana, pon silencio a tus quejas, calma tus
lágrimas, pues cuando una puerta se cierra, otra suele abrir la fortuna. Y
muchas cosas que es imposible remediar se pueden vengar.
ELICIA.—De lo que más dolor siento es ver que ese canalla de poco
sentimiento no deja de ver y visitar festejando cada noche a su estiércol de
Melibea; y ella muy satisfecha de ver sangre vertida por su servicio.
AREÚSA.—Déjame tú, porque si yo doy con la pista de cuándo se ven y cómo,
por dónde y a qué hora, no seré digna hija de mi madre si no hago que les
amarguen los amores. Y acaso ponga en ello a ese con quien me viste que
reñía cuando entrabas. Por tanto, hermana, dime tú de quién puedo yo
saber cómo anda el negocio, pues yo le haré tender una trampa con que
Melibea llore cuanto ahora goza.
ELICIA.—Yo conozco, amiga, a otro compañero de Pármeno, mozo de
caballos, que se llama Sosia, que acompaña a Calisto cada noche. Voy a
procurar sacarle el secreto y este será buen camino para lo que dices.
AREÚSA.—Pero dame este gusto, envíame aquí a ese Sosia. Yo lo halagaré y
le diré mil alabanzas y promesas hasta que le saque del cuerpo todo lo
hecho y por hacer. Y tú, Elicia, alma mía, no tengas pena. Trae a mi casa
tu ropa y tus bienes y vente en mi compañía, pues estarás muy sola y la
tristeza es amiga de la soledad. Con un nuevo amor olvidarás los viejos. Y
como se suele decir: mueran y vivamos.
ELICIA.—Mira que creo que, aunque llame al que me dices, no tendrá efecto
lo que quieres porque la pena de los que murieron por descubrir el secreto
pondrá silencio al vivo para guardarlo. Lo que me dices de mi venida a tu
casa, te lo agradezco mucho. Pero, aunque lo quisiera hacer por gozar de
tu dulce compañía, no podrá ser por el perjuicio que me produciría. La
causa no es necesario decirla, pues allí, hermana, soy conocida, allí estoy
establecida. Jamás perderá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios
tenga en su gloria. Siempre acuden allí mozas conocidas, medio parientas
de las que ella crio. Allí organizan sus acuerdos, de donde me vendrá
algún provecho. Ya me parece que es hora de irme. Dios quede contigo,
que me voy.
DECIMOSEXTO ACTO

Pensando Pleberio y Alisa que su hija Melibea sigue siendo virgen, lo


cual, según se ha visto, es falso, están hablando sobre el casamiento de
Melibea; y tanta pena le dan a la joven las palabras que oye de su padre
que, sin que lo sepan, envía a Lucrecia para que dejen de hablar de ello.

PLEBERIO, ALISA, LUCRECIA, MELIBEA

PLEBERIO.—Alisa, amiga, el tiempo, según me parece, se nos va, como se


suele decir, de entre las manos. Corren los días como agua de río. No hay
cosa tan ligera huyendo como la vida. La muerte nos sigue y rodea, de ella
somos vecinos. Y puesto que estamos inseguros de cuándo seremos
llamados, debemos preparar nuestro equipaje para andar este forzoso
camino; que no nos coja de improviso esa cruel voz de la muerte. Demos
nuestra hacienda a un agradable sucesor, acompañemos a nuestra única
hija con un marido, tal y como nuestro estado exige, para que nos
vayamos descansados y sin dolor de este mundo. No quede por nuestro
descuido nuestra hija en manos de tutores. La hemos de librar de las
lenguas del vulgo, porque ninguna virtud hay tan perfecta que no tenga
maldicientes. ¿Quién rechazaría nuestro parentesco en toda la ciudad?
¿Quién no se hallará gozoso de tomar tal joya en su compañía? ¿En quién
se reúnen las cuatro cosas principales que en los casamientos se exigen, a
saber: lo primero, prudencia, honestidad y virginidad; segundo,
hermosura; lo tercero, el elevado origen y parientes; lo último, riqueza?
De todo esto la dotó la naturaleza.
ALISA.—Puesto que esto es una ocupación de los padres y muy ajena a las
mujeres, con lo que tú dispongas estaré yo alegre, y nuestra hija
obedecerá, según su casto vivir y honesta vida y humildad.
LUCRECIA.—¡Ya, ya, perdido está lo mejor! ¡Mal año se os prepara a la vejez!
Lo mejor Calisto se lo lleva. No hay quien reponga virgos, pues ya está
muerta Celestina. Tarde os despertáis y más debíais haber madrugado.
¡Escucha, escucha, señora Melibea!
MELIBEA.—¿Qué haces ahí escondida, loca?
LUCRECIA.—Acércate aquí, señora, oirás a tus padres la prisa que tienen por
casarte.
MELIBEA.—Calla, por Dios, que te oirán. Déjalos hablar. Un mes llevan que
otra cosa no hacen. Pues yo aseguro que trabajan en vano. ¿Quién es el
que me va a quitar mi gloria? ¿Quién apartarme de mis placeres? Calisto
es mi alma, mi vida, mi señor. Puesto que él me ama, ¿con qué otra cosa le
puedo pagar? El amor no admite sino solo amor por pago. Pensando en él
me alegro, en verlo gozo, en oírlo me glorifico. Déjenme mis padres gozar
de él si ellos quieren gozar de mí. No piensen en estas vanidades ni en
estos casamientos, pues más vale ser buena amiga que mala casada.
Déjenme gozar de mi mocedad alegre si quieren gozar su vejez cansada; si
no, pronto podrán preparar mi perdición y su sepultura. No tengo otra
pena sino por el tiempo que perdí sin gozarlo, sin conocerlo. Mi amor fue
con justa causa: solicitada y rogada, cautivada de sus méritos. Y desde
hace un mes, como has visto, jamás ha faltado una noche sin ser nuestro
huerto escalado. Muertos por mí sus servidores, perdiéndose su hacienda,
fingiendo con todos su ausencia de la ciudad, todos los días encerrado en
casa con esperanza de verme por la noche. ¡Afuera, afuera la ingratitud,
que no quiero marido ni quiero padre ni parientes! Si me falta Calisto, que
me falte la vida, la cual me gusta para que él de mí goce.
Siguen hablando Pleberio y Alisa, ajenos totalmente a lo que está ocurriendo en
su propia casa. Melibea ordena a Lucrecia, su criada, que interrumpa con alguna
excusa esa conversación tan dolorosa.
DECIMOSÉPTIMO ACTO

Elicia, que carece por completo de la virtud de la castidad, decide dejar


el pesar y el luto que por causa de los muertos lleva y alaba el consejo
de Areúsa a este respecto. Va a casa de Areúsa, adonde llega Sosia, al que
Areúsa con falsas palabras saca todo lo que quiere saber sobre lo que hay
entre Calisto y Melibea.

AREÚSA, SOSIA

Elicia llega a casa de Areúsa. Pretende sonsacarle información a Sosia sobre las
andanzas de su amo con el fin de tramar la venganza. Cuando este llega a casa de
Areúsa, Elicia se esconde y escucha la conversación.

AREÚSA.—¿Es mi Sosia, mi secreto amigo? ¿El fiel a su amo? ¿El buen


amigo de sus compañeros? Abrazarte quiero, amor, pues ahora que te veo
creo que hay más virtudes en ti de las que todos me decían. Ven acá,
entremos y sentémonos, que me alegro de mirarte, pues me recuerdas la
figura del desdichado de Pármeno. Dime, señor, ¿me conocías antes de
ahora?
SOSIA.—Señora, nadie alaba a las mujeres hermosas, sin que primero no se
acuerde de ti.
AREÚSA.—Yo me avergonzaría con tus palabras, si hubiese alguien delante,
pero te aseguro, Sosia, que no tienes de ellas necesidad. He enviado a
rogarte que vinieras a verme, por dos cosas, las cuales, si la más falsa
alabanza o engaño noto en ti, dejaré de decirte, aunque sean para tu
provecho.
SOSIA.—Señora mía, no quiera Dios que yo te engañe. Guía tú mi lengua.
AREÚSA.—Tienes que saber que me vino una persona y me dijo que le habías
tú descubierto los amores de Calisto y Melibea y cómo ibas cada noche a
acompañarlo y otras muchas cosas. Mira que no debes confiar que tu
amigo te vaya a guardar el secreto de lo que le digas, pues tú a ti mismo
no te lo sabes guardar. Cuando tengas que ir con tu amo Calisto a casa de
esa señora, no hagas ruido, que no te sienta ni la tierra, pues otros me han
dicho que ibas cada noche dando voces de placer como un loco.
SOSIA.—Quien te dijo que de mi boca lo había oído, no dice verdad. Los
otros, de verme ir a dar agua a mis caballos, cantando, y esto antes de las
diez, sospechan mal. Sí, pues no iba a estar Calisto tan loco que a tal hora
iba a ir a un negocio de tanto peligro sin esperar que descansen todos en el
dulzor del primer sueño. Ni menos iba a ir cada noche, pues esa ocupación
no aguanta diaria visita. En un mes no hemos ido ni ocho veces y dicen los
mentirosos enredadores que cada noche.
AREÚSA.—Pues por mi vida, amor mío, para que yo los acuse y los coja en la
trampa del falso testimonio, déjame en la memoria los días que habéis
acordado salir y, si se equivocan, estaré segura de tu secreto. Porque no
siendo su mensaje verdadero, estará tu persona libre de peligros y yo sin
sobresaltos por tu vida. Pues tengo esperanza de gozar contigo largo
tiempo.
SOSIA.—Para esta noche, cuando dé el reloj las doce, está acordada su visita
por el huerto.
AREÚSA.—¿Y por qué parte, alma mía, para que mejor los pueda contradecir?
SOSIA.—Por la calle del Vicario gordo, a la espalda de su casa.
AREÚSA.—Hermano Sosia, una vez hablado esto, es suficiente para que me
haga cargo de tu inocencia y de la maldad de tus adversarios. Vete con
Dios, que estoy ocupada en otro negocio y me he detenido mucho contigo.
SOSIA.—Graciosa y agradable señora, perdóname si te he enojado con mi
tardanza. Queden los ángeles contigo.
AREÚSA.—Dios te guíe. Hermana, sal acá. ¿Qué te parece? Así sé yo tratar a
estos, así salen de mis manos los asnos, apaleados como este; y los locos,
confundidos; y los prudentes, espantados; y los devotos, alterados; y los
castos, encendidos. Y puesto que ya sobre este asunto hemos averiguado
cuanto deseábamos, debemos ir a casa de ese cara de ahorcado que el
jueves eché, delante de ti, de mi casa injuriado. Y haz tú como que nos
quieres volver a hacer amigos y que me has rogado que fuese a verlo.
DECIMOCTAVO ACTO

Elicia decide mediar para que vuelvan a ser amigos Centurio y Areúsa a
petición de esta; se van a casa de Centurio, donde ellas le ruegan que
vengue las muertes de sus amigos en Calisto y Melibea; él lo promete
delante de ellas. Y, como es natural entre gente de su ralea, no cumple lo
que promete y se excusa por ello, como se verá.

CENTURIO, ELICIA, AREÚSA

Elicia y Areúsa llegan a casa de Centurio. Con la fingida mediación de Elicia,


Centurio vuelve a estar en paz con Areúsa.

AREÚSA.—Pues aquí te tengo, a tiempo estamos. Yo te perdono con la


condición de que me vengues de un caballero que se llama Calisto que nos
ha enojado a mí y a mi prima.
CENTURIO.—No me digas más, estoy enterado. Pero, dime, ¿cuántos son los
que lo acompañan?
AREÚSA.—Dos mozos.
CENTURIO.—Pequeña presa es esa.
AREÚSA.—Aquí quiero ver si decir y hacer comen juntos a tu mesa.
CENTURIO.—Si mi espada dijese lo que hace, tiempo le faltaría para hablar.
Por ella soy temido por los hombres y querido por las mujeres, menos de
ti.
AREÚSA.—Si vas a hacer lo que te digo, sin tardanza decídelo, porque nos
queremos ir.
CENTURIO.—Más deseo ya la noche por tenerte contenta que tú por verte
vengada. Y porque todo se haga más a tu voluntad, escoge qué muerte
quieres que le dé.
ELICIA.—Que le dé palos para que quede castigado y no muerto.
AREÚSA.—Hermana, que haga lo que quiera, que lo mate como se le antoje.
Que llore Melibea como tú has hecho. Dejémoslo. De cualquier muerte
nos alegraremos.
CENTURIO.—Muy alegre quedo, señora mía, de que se me haya ofrecido la
oportunidad, aunque pequeña, de que conozcas lo que yo sé hacer por tu
amor.
AREÚSA.—Pues Dios te dé buena fortuna y a él te encomiendo, que nos
vamos.
CENTURIO.—¡Que se vayan por ahí estas putas cargadas de palabras! Ahora
quiero pensar cómo me voy a excusar de lo prometido, de manera que
piensen que me puse en acción con ánimo de ejecutar lo dicho y que no
me descuidé para no correr peligro. Pues ¿qué decisión tomaré que
convenga a mi seguridad y a su petición? Voy a enviar a llamar a Traso el
Cojo y a sus dos compañeros y decirles que, como yo estoy ocupado esta
noche en otro negocio, vayan a espantar a unos muchachos, y que todo
esto es un asunto sin riesgo y del que no recibirán ningún daño, aparte de
hacerlos huir y volverse a dormir.
DECIMONOVENO ACTO

Camino de la casa de Melibea, Sosia cuenta a Tristán su conversación con


Areúsa. Mientras Calisto está en el huerto con Melibea, viene Traso y
otros por mandato de Centurio a cumplir lo que había prometido a Areúsa y
a Elicia. Sosia sale a su encuentro. Y al oír Calisto, desde donde estaba,
el ruido que se traían, quiere salir a la calle y eso es la causa de que
sus días acaben. Los que son así este don reciben como recompensa y por
esto han de saber dejar de amar los amadores.

SOSIA, TRISTÁN, CALISTO, MELIBEA, LUCRECIA

Cuando Tristán oye lo que le cuenta Sosia de su conversación con Areúsa, intenta
desengañar a su compañero y le advierte de que seguramente todo ha sido una
trampa para sonsacarle información sobre la hora del encuentro de Calisto y
Melibea. Esta está entonando dulces cantos cuando llega su amado, que
permanece callado un rato mientras la escucha.

CALISTO.—Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más


soportar tu triste esperar. ¡Oh mi señora y bien todo! ¡Oh sorprendente
melodía, oh gozoso rato, oh corazón mío!
MELIBEA.—¡Oh sabrosa traición, oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi
alma? ¿Es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde
me tenías tu claridad escondida? ¿Hacía rato que escuchabas? Se alegra
todo este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra,
mira las nubes cómo huyen. Oye cómo corre el agua de esta fuentecica.
Escucha los altos cipreses. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y
dispuestas para ocultar nuestro placer.
CALISTO.—Pues, señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave
canto.
MELIBEA.—¿Cómo cantaré, pues el deseo de verte era el que guiaba mi son y
hacía sonar mi canto? Pues conseguida tu venida, ha desaparecido el
deseo, se ha destemplado el tono de mi voz. Y puesto que tú, señor, eres
un ejemplo de cortesía y buenas maneras, ¿cómo mandas a mi lengua
hablar y no a tus manos que estén quietas? Deja estar mis ropas en su
lugar y, si quieres ver si es la ropa de encima de seda o de paño, ¿para qué
me tocas en la camisa? Descansemos y divirtámonos de otros mil modos
que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué
provecho te trae dañar mis vestiduras?
CALISTO.—Señora, el que quiere comerse el ave, quita primero las plumas.
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. Mala enfermedad me mate, ¿vida es
esto? ¡Que me esté yo deshaciendo de envidia y ella haciéndose la esquiva
para que le rueguen!)
MELIBEA.—Señor mío, ¿quieres que mande a Lucrecia a traer algún
refrigerio?
CALISTO.—No hay otro refrigerio para mí que tener tu cuerpo y belleza en mi
poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en todo tiempo se
puede tener y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en
toda la tierra no existe igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me
pase un solo momento que no lo goce?
LUCRECIA.—(Hablando consigo misma. Ya me duele a mí la cabeza de
escuchar y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de
besar. ¡Anda, ya callan! A la tercera me parece que va la vencida.)
CALISTO.—Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso
que mis sentidos reciben de la noble conversación de tus delicados
miembros.
MELIBEA.—Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me
haces con tu visita incomparable regalo.

SOSIA.—¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asustar a los que no os temen?


¡Pues yo juro que si hubierais esperado yo os habría hecho ir como
merecíais!

CALISTO.—Señora, Sosia es el que da voces. Déjame ir a ayudarle, no sea que


lo maten, pues no está con él más que un pajecico. Dame inmediatamente
mi capa, que está debajo de ti.
MELIBEA.—¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; vuélvete a
armar.
CALISTO.—Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen
corazas y casco y cobardía.
SOSIA.—¿Otra vez volvéis? Esperadme. Quizás venís por lana…

CALISTO.—Déjame, por Dios, señora, que puesta está ya la escalera.


MELIBEA.—¡Oh desdichada de mí! ¿Y cómo vas con tanta fuerza y tanta prisa
y desarmado a meterte entre quienes no conoces?
TRISTÁN.—Detente, señor, no bajes, que se ha ido, que no era sino Traso el
Cojo y otros bellacos que pasan dando voces, pues ya se vuelve Sosia.
Sujétate, sujétate, señor, a la escalera.
CALISTO.—¡Oh válgame Santa María, muerto estoy! ¡Confesión!
TRISTÁN.—Acércate pronto, Sosia, que el triste de nuestro amo se ha caído de
la escalera y no habla ni se mueve.
SOSIA.—¡Señor, señor! ¡Tan muerto está como mi abuelo! ¡Oh gran
desventura!

LUCRECIA.—¡Escucha, escucha, gran mal es este!


MELIBEA.—¿Qué es esto que oigo, amarga de mí?
TRISTÁN.—¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh triste muerte sin confesión!
Coge, Sosia, esos sesos de esas piedras, júntalos con la cabeza del
desdichado amo nuestro. ¡Oh día desgraciado! ¡Oh repentino fin!
MELIBEA.—¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué acontecimiento
puede ser tan duro como este? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas
paredes. Veré mi dolor; si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre.
¡Mi bien y placer todo se ha ido en humo, mi alegría se ha perdido, se
consumió mi gloria! ¡Oh la más triste de las tristes! ¡Tan tarde alcanzado
el placer, tan pronto venido el dolor!
LUCRECIA.—Señora, no rasgues tu cara ni arranques tus cabellos. Levanta,
por Dios, no seas hallada por tu padre en tan sospechoso lugar. Señora,
señora, ¿no me oyes? No te desmayes, por Dios. Ten entereza para
soportar la pena, pues tuviste valentía para el placer.
MELIBEA.—¿Oyes lo que esos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes
cantares? ¡Muerta llevan mi alegría! ¡No es tiempo de que yo viva!
¿Cómo no gocé más del gozo? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis
vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!
LUCRECIA.—Aprisa, aprisa. Entremos en la habitación, acuéstate. Llamaré a
tu padre y fingiremos otro mal, pues este no se puede ocultar.
VIGÉSIMO ACTO

Lucrecia llama a la puerta de la habitación de Pleberio y le pide que


vaya urgentemente a ver a su hija Melibea. Cuando se levanta Pleberio y va
a la habitación de su hija, la consuela preguntándole qué mal tiene. Finge
Melibea dolor de corazón. Consigue, además, despistar a su padre y suben
ella y Lucrecia a una torre. Hace salir a Lucrecia y cierra tras ella la
puerta. Al acercarse su padre al pie de la torre, le descubre Melibea todo
lo que había pasado. Finalmente, se deja caer desde la torre.

PLEBERIO, MELIBEA

Melibea se deshace con excusas, primero de su padre y después, ya en la torre, de


Lucrecia.

MELIBEA.—Ya estoy sola. Algún alivio siento viendo que pronto estaremos
juntos yo y mi querido amado Calisto. Tiempo tendré para contar a
Pleberio, mi señor, la causa de mi decidido fin. Gran injusticia hago a sus
canas, gran ofensa a su vejez. Gran fatiga le acarreo con mi falta. En gran
soledad lo dejo. Y en caso de que con mi muerte los días de mis queridos
padres se acortasen, ¿quién duda de que ha habido otros más crueles
contra sus padres? Tú, Señor, que de mis palabras eres testigo, ve mi poco
poder, ve cuán cautiva tengo mi libertad, cuán prisioneros mis sentidos de
tan fuerte amor por el muerto caballero, que anula el que tengo a los vivos
padres.

PLEBERIO.—Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué deseas decirme?


¿Quieres que suba allí?
MELIBEA.—Padre mío, no luches ni te esfuerces por venir a donde yo estoy,
pues estorbarás las palabras que te quiero dirigir. Lastimado serás en breve
con la muerte de tu única hija. Mi fin ha llegado, ha llegado mi descanso y
tu sufrimiento, ha llegado mi alivio y tu pena, ha llegado mi acompañada
hora y tu tiempo de soledad. No tendrás, honrado padre, necesidad de
instrumentos para aplacar mi dolor, sino de campanas para sepultar mi
cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas, oirás la causa desesperada de mi
forzosa y alegre partida. Oye, padre mío, mis últimas palabras, y si como
yo espero las recibes, no me culparás por mi yerro. Perfectamente ves y
oyes este triste y doloroso sufrimiento que toda la ciudad muestra.
Perfectamente ves este clamor de campanas, este alarido de gentes, este
aullido de perros, este gran ruido de armas. De todo esto fui yo la causa.
Yo fui el motivo de que los muertos tuviesen la compañía del más
perfecto hombre que en gracia haya nacido, yo quité a los vivos el ejemplo
de gentileza, yo fui la causa de que la tierra goce antes de tiempo del más
noble cuerpo y más lozana juventud que haya nacido al mundo en nuestro
tiempo. Y porque estarás espantado con el sonido de mis no
acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días hace,
padre mío, que penaba de amor un caballero que se llamaba Calisto, al
cual tú conociste. Conociste también a sus padres y su claro linaje; sus
virtudes y bondad para todos eran evidentes. Era tanta su pena de amor y
tan pocas las ocasiones para hablarme que descubrió su pasión a una
astuta mujer a la que llamaban Celestina. La cual, viniendo a mí de su
parte, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi
querida madre encubría. Vencida de amor, le di entrada en tu casa.
Quebrantó con escaleras las paredes de tu huerto, quebrantó mi ánimo.
Perdí mi virginidad. Gozamos casi un mes de este placentero error. Y esta
pasada noche como la fortuna, que es cambiante, así lo habría organizado,
al ser las paredes altas, la noche oscura y él bajaba con prisa para acudir a
un alboroto que se produjo con sus criados en la calle, con la gran prisa
que llevaba, no calculó bien los pasos, puso el pie en falso y cayó.
Cortaron las hadas sus hilos, le cortaron sin confesión su vida, cortaron mi
esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues ¿qué crueldad
sería, padre mío, muriendo él, que viviese yo? Su muerte invita a la mía,
me invita y me fuerza a que sea pronto, sin tardanza, me muestra que debe
ser despeñándome por seguirlo en todo. ¡Oh mi amor y señor Calisto,
espérame, ya voy! ¡Oh padre mío muy amado, te ruego que, si amor en
esta pasada y penosa vida me has tenido, que estén juntas nuestras
sepulturas! Saluda a mi querida y amada madre, que sepa de ti por extenso
la triste razón por la que muero; gran placer llevo por no verla presente.
Gran dolor llevo por mí, mayor por ti, mucho mayor por mi vieja madre.
Dios quede contigo y con ella. A él le ofrezco mi alma. Recibe este cuerpo
que allá baja.
VIGESIMOPRIMER ACTO

Cuando Pleberio vuelve a su habitación con grandísimo llanto, le pregunta


Alisa, su mujer, la causa de tan repentino mal. Le cuenta la muerte de su
hija Melibea, mostrándole el cuerpo de ella hecho pedazos y, entonando un
planto 11 , concluye la obra.

PLEBERIO, ALISA

ALISA.—¿Qué es esto, señor Pleberio? Dime la causa de tus quejas. ¿Por qué
maldices tu honrada vejez? ¿Por qué pides la muerte? ¿Por qué arrancas
tus blancos cabellos? ¿Por qué hieres tu honrada cara? ¿Es algún mal de
Melibea? Por Dios, dímelo, porque si ella pena, no quiero yo vivir.
PLEBERIO.—¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en el pozo. Todo nuestro
bien está perdido. ¡No queramos vivir más! Ve allí a la que tú pariste y yo
engendré, hecha pedazos. La causa he sabido por ella; la he sabido más
por extenso por su triste sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra herida final.
¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo después de ti. Más
merecedores eran mis sesenta años de la sepultura que tus veinte. ¡Oh mis
canas, salidas para sufrir dolor, mejor gozaría de vosotras la tierra que de
esos rubios cabellos que presentes veo! Terribles días me quedan por
vivir; me quejaré contra la muerte, le reprocharé su tardanza todo el
tiempo que me deje solo después de ti. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo
no te rompes de dolor, pues ya te quedas sin tu amada heredera? ¿Para
quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté
árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura! ¿Cómo me
sostienes? ¿Dónde encontrará refugio mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna
variable! ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi
casa? ¡Oh vida de desgracias llenas, de miserias acompañada! ¡Oh mundo,
mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos de tus cualidades se
ocuparon, con diversas cosas de oídas te compararon. Yo pensaba en mi
más tierna edad que eras y eran tus hechos guiados por algún orden; ahora
me pareces un laberinto de errores, un desierto espantoso, una morada de
fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región
llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes,
huerto florido y sin fruto, fuente de preocupaciones, río de lágrimas, mar
de miserias, trabajo sin provecho, dulce veneno, vana esperanza, falsa
alegría, verdadero dolor. Prometes mucho, nada cumples. Nos echas de ti
para que no te podamos pedir que mantengas tus vanas promesas.
Corremos por los prados de tus viciosos vicios, muy descuidados, a rienda
suelta; nos descubres la emboscada cuando ya no hay tiempo de volver.
Pues desconsolado viejo, ¡qué solo estoy! Yo he sido lastimado sin que
tenga un compañero igual de semejante dolor. Ahora perderé contigo, mi
desdichada hija, los miedos y temores que cada día me causaban pavor.
Solo tu muerte es la que me libra de temores. ¿Qué haré cuando entre en
tu habitación y la encuentre sola? ¿Qué haré cuando no me respondas si te
llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces? Pues,
mundo halagador, ¿qué remedios das a mi cansada vejez? ¿Cómo me
mandas que me quede en ti, conociendo tus engaños, tus trampas, tus
cadenas y redes con las que pescas nuestras débiles voluntades? ¡Oh amor,
amor, que no pensé que tenías fuerza ni poder para matar a los a ti sujetos!
Herida fue de ti mi juventud; por medio de tus brasas pasé. ¿Cómo me
soltaste para darme en mi vejez el castigo por la huida? Creí del todo que
de tus trampas me había librado cuando a los cuarenta años llegué, cuando
fui contentado con mi conyugal compañera, cuando me vi con el fruto que
me has cortado el día de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la
venganza de los padres. ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso un
nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a los que te sirven; si
los amases, no les causarías pena. Si alegres viviesen, no se matarían,
como ahora mi amada hija. ¿En qué han terminado los que te sirven y sus
representantes? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más
fieles compañeros que ella para su servicio envenenado jamás encontró.
Ellos murieron degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso darse
la misma muerte por seguirlo. Todo esto causas. Dulce nombre te dieron,
amargos hechos cometes. No das equitativas recompensas. Injusta es la
ley que para todos no es igual. Bienaventurados los que no conociste o
aquellos de los que no te preocupaste. Dios te llamaron otros, no sé por
qué error de entendimiento llevados. Pero, mira, ¿Dios mata a los que
creó? Tú matas a los que te siguen. Enemigo de toda razón, a los que
menos te sirven das mayores dones, hasta tenerlos metidos en tu dolorosa
danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te conduces sin
orden ni concierto? Amor, ciego te pintan, pobre y mozo. Te ponen un
arco en la mano con el que tiras a ciegas; más ciegos son los que te siguen,
que jamás sienten ni ven la áspera recompensa que sacan de tu servicio.
Tu fuego es de ardiente rayo que jamás hace una señal a donde llega. La
leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas. Del
mundo me quejo porque en sí me crio, porque si no me hubiera dado vida,
no habría engendrado a Melibea; si no hubiera nacido no habría amado; si
no hubiera amado, habría cesado mi quejoso y desconsolado final. ¡Oh mi
compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no has querido que
estorbara tu muerte? ¿Por qué no has tenido lástima de tu querida y amada
madre? ¿Por qué te has mostrado tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué
me has dejado cuando yo te debería haber dejado? ¿Por qué me has dejado
penado? ¿Por qué me has dejado triste y solo in hac lachrymarum valle 12 ?
11. Planto: composición literaria en que se llora por la muerte de un ser querido.

12. In hac lachrymarum valle: expresión latina que significa ‘en este valle de lágrimas’, es decir, en
este mundo.
Tres personajes de la literatura española
Celestina, don Quijote y don Juan son las tres figuras literarias
más importantes que España ha dado al mundo. Si solo hubiera
producido estas grandes creaciones, las letras de nuestro país
seguirían ocupando un lugar destacado dentro de la literatura
universal.

Datos biográficos de Fernando de Rojas


Fernando de Rojas nació en la década de 1470 en La Puebla de
Montalbán (Toledo). Hacia 1500 había obtenido el grado de
bachiller. En 1507 se traslada a Talavera de la Reina, donde
ejercerá su profesión de abogado. Se casó con Leonor Álvarez y
tuvo cuatro hijos y dos hijas. Su suegro, Álvaro de Montalbán,
acusado en un proceso inquisitorial, solicitó ser representado
por Rojas, pero este fue recusado (rechazado por el tribunal) por
su condición de converso (era descendiente de judíos). Parece que
fue alcalde de Talavera durante algún tiempo. Murió en 1541.

Las dos versiones de La Celestina


Rojas declara en el prólogo de su obra que halló en Salamanca un
manuscrito y lo continuó y terminó en «quince días de unas
vacaciones». El manuscrito contendría lo que hoy es el primer
acto. Publicó dos versiones de La Celestina. La primera, a
finales del siglo XV, se titula Comedia de Calisto y Melibea, y
tenía dieciséis actos. En la segunda, de principios del siglo
XVI, añade cinco actos. Se titula Tragicomedia de Calisto y
Melibea. Fernando de Rojas, siguiendo —según él mismo dice— las
sugerencias de algunos lectores, complica en ella algo más la
trama argumental original. Así, los amores de los protagonistas
se amplían, pues en la primera versión Calisto moría
inmediatamente después de la primera noche de amor. Además, ahora
participan en la acción algunos personajes del mundo del hampa,
como Centurio. El éxito de público de La Celestina fue
extraordinario durante el siglo XVI y los primeros veinte años
del siglo XVII.

El género literario de La Celestina


Existía en la época en que se redactó la obra un género escrito
en latín denominado comedia humanística, una variedad de la
comedia latina propia del humanismo de la época, destinada no a
representarse sino a ser recitada en lecturas públicas. La
Celestina es básicamente una comedia humanística escrita en
castellano. Y aunque está pensada para su lectura en voz alta, es
una obra dramática: está escrita entera en forma dialogada, está
dividida en actos, y estos en escenas, utiliza técnicas teatrales
como los apartes, los distintos tipos de diálogo y la forma de
presentar el tiempo y el espacio. Pero desde una perspectiva
actual bien puede leerse como una novela, porque posee también
rasgos de este género, y porque, sin duda, ha contribuido
decisivamente a su desarrollo por la extraordinaria
profundización en los personajes y por la existencia en ella de
discursos muy variados —cómico, irónico, paródico, etc.—, algo
característico del género.

Los personajes
Calisto pertenece a la nobleza, pero incumple reiteradamente sus
deberes para con los criados y falta a su dignidad cuando elogia
hipócritamente a la vieja Celestina. Es muy posible que este
personaje no sea sino una parodia de los amantes de las novelas
sentimentales y, en particular, de Leriano, el protagonista de la
más importante de este género, Cárcel de amor, publicada unos
cuantos años antes de La Celestina y que tuvo un gran éxito.
Calisto no es precisamente un amante ideal. El ambiente
realista de la obra provoca que todas las actitudes de Calisto
nos parezcan ridículas, inapropiadas; sobre todo cuando
descubrimos que sus intenciones son simple y llanamente conseguir
a Melibea.
Algo más de complejidad tiene este último personaje. Ante
nuestros ojos, y a espaldas de sus padres, Melibea pasa de ser
una recatada muchacha, una adolescente que despacha con enojo el
atrevimiento inicial de Calisto, a convertirse en una mujer
apasionada que es capaz de negar a sus padres para defender el
placer recién conquistado. Y se transforma verdaderamente en una
figura trágica cuando opta por el suicidio como medio para
reunirse con su amado y como único remedio para escapar de una
pasión que no tiene ya vuelta atrás.
Sempronio es el más corrupto de los criados de Calisto. Rojas
nos lo presenta ya hecho, sin que se explique su carácter por su
pasado. La crítica literaria ha puesto de manifiesto su cinismo y
su superficialidad. Es un misógino convencido que, aunque conoce
los peligros del amor, no trata de disuadir a su amo. Es el que
propone a su amo que se dirija a Celestina para que le solucione
el problema, y el que se da cuenta de las ganancias que esto
puede generarle. Sus amores con Elicia parecen una parodia de los
de Calisto con Melibea, que, a su vez, son otra parodia del amor
cortés.
Si Sempronio representa al criado infiel, Pármeno es la
personificación de la fidelidad. Rojas concede mucha atención a
esta figura a lo largo de varios actos. Representa el escollo más
importante de Sempronio y Celestina para conseguir sus fines. El
proceso de corrupción de este personaje sirve para mostrarnos el
poder de la palabra de Celestina. Es la ejemplificación perfecta
de que la perversión de la vieja alcahueta no conoce límites.
Ataca a Pármeno, al fin y al cabo un adolescente sin apenas armas
morales con que defenderse, acudiendo a diversas tretas. Una de
ellas es el continuo recuerdo de su madre, compañera en otros
tiempos de la vieja en las labores de prostituta y hechicera;
pero el ataque definitivo consiste en aprovecharse de la
inexperiencia sexual del joven. La atracción que siente por
Areúsa mina completamente su voluntad de mantenerse fiel a
Calisto.
La protagonista absoluta de la obra es, sin lugar a dudas,
Celestina. Es tal la fuerza del personaje que ha logrado
desplazar del título de la obra a Calisto y Melibea, figuras que,
evidentemente, palidecen ante una creación literaria de tal
magnitud. Es admirable su don de la palabra. Con él, logra salvar
todos los obstáculos, todas las reticencias y dudas de los que
carecen de su brío y sus mañas. Es, en cierto modo, el personaje
más solitario de la obra: vieja, pobre, sospechosa siempre, sin
poder refugiarse en el amor, encuentra en el vino el único
sustituto de una sexualidad apagada.
Su aplastante seguridad apabulla a los que la rodean. Su
capacidad de respuesta admira a todos. Pero Fernando de Rojas
nunca deja de ofrecernos nuevos matices del personaje a lo largo
de la obra. Así, cuando Celestina se dirige por primera vez a
casa de Melibea, la vemos dudar. Es consciente de los peligros de
la empresa que quiere acometer y muestra su temor por el castigo
y la vergüenza pública que le puede acarrear.
Su deseo de enriquecimiento solo es comparable con su astucia
—Sempronio, así se lo dice a Pármeno, reconoce que es su único
defecto—. Y es así, porque será esa flaqueza la que, finalmente,
le nublará el sentido hasta el punto de no darse cuenta de que en
los criados de Calisto tiene a sus asesinos.
Sorprende el orgullo profesional del que hace gala Celestina.
Justifica su modo de vida con gran elocuencia, y lo hace tan bien
que los lectores la comprendemos. ¿No es esta la máxima
aspiración del artista, conseguir que los lectores contemplen la
realidad desde la perspectiva de los personajes?
Elicia y Areúsa son dos figuras muy bien perfiladas en la
obra. Elicia vive en la casa de Celestina y depende de ella.
Cuando muere la vieja, sigue en ella para mantener el «negocio»,
pero la vemos desorientada sin su maestra y ahora se apoya en
Areúsa. Esta es la que trama la venganza contra Calisto y
Melibea. En este punto de la obra la vemos resuelta y decidida.
Una vez leída la obra, habrás comprobado lo que decíamos en la
introducción. Alisa se conduce con una evidente estupidez a lo
largo de toda la obra. A pesar de que conoce a Celestina, la deja
sola con su hija. Después de la segunda visita de la alcahueta,
advierte a Melibea del peligro. A partir de aquí, Alisa ya no se
entera de nada. Después de un mes en el que su casa ha sido el
escenario de los encuentros furtivos de los dos amantes, asegura
neciamente que su hija no sabe «qué cosa son los hombres», ante
el estupor y el terror de Melibea, que la está escuchando a
escondidas.
Pleberio, que podría haber sido retratado como un padre
autoritario, se presenta como un dechado de tolerancia y
humanidad, al menos desde nuestra perspectiva actual. Pero, lo
que en nosotros suscita admiración, es posible que fuera mirado
con desprecio por los lectores de la época. En su monólogo final,
Pleberio parece rechazar —el dolor lo empuja a ello— toda
responsabilidad de lo sucedido y achaca su desgracia a la
fortuna, al mundo y al amor.

Estilo
La obra conserva muchos elementos medievales, como el propósito
moralizante, pero la construcción del diálogo la convierten en un
producto moderno.
El empleo de los recursos de la retórica, es decir, el arte de
componer discursos, es abundantísimo en La Celestina. En la obra
se funden armónicamente esta tendencia culta y la tendencia
popular, esto es, la tradición retórica y la espontaneidad del
lenguaje de la calle, las graves sentencias filosóficas y los
refranes.
Rojas se muestra además como un auténtico maestro en la
construcción del diálogo. Emplea tres tipos bien diferentes: de
réplicas cortas y rápidas entre los interlocutores, con el que se
pretende un acercamiento a la lengua hablada y dar más vivacidad
a la acción; diálogos de réplica breve a un parlamento de otro
personaje, que sirve para comentar lo dicho por este o para
indicar que el diálogo va a tomar un rumbo nuevo; y el diálogo de
réplicas largas, el más importante y cuidado de La Celestina.
Edición en formato digital: 2014

Para la explotación en el aula de esta adaptación de La Celestina, existe un


material con sugerencias didácticas y actividades que está a disposición del
profesorado en cualquiera de las delegaciones de Grupo Anaya y en
www.anayainfantilyjuvenil.com

© De la adaptación, introducción, apéndice y notas: Francisco Alejo


Fernández, 2006
© De la ilustración: Puño, 2006
Coordinador de la colección: Emilio Fontanilla Debesa
Diseño de la colección: Javier Serrano y Miguel Ángel Pacheco
© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., 2014
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
[email protected]

ISBN ebook: 978-84-678-6225-6

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