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Bolaño, Roberto. "Discurso de Caracas". A La Intemperie. Barcelona, Alfaguara, 2019.

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Discurso de Caracas

Este proemio o prólogo o palabras iniciales de mi Discurso de Caracas están


dedicadas a Domingo Miliani, que para mí encarna la figura canónica del
intelectual latinoamericano, que lo ha leído todo y que lo ha vivido todo y que
encima de todo es bueno. En él se cumple sobradamente la frase hecha que
dice «conocerlo es quererlo». Pero yo iría aún más lejos: verlo es quererlo.
¿Qué veo cuando veo a Domingo Miliani? Veo a un hombre valiente e
inteligente, veo a un hombre bueno. No necesito hablar con él. Miliani
pertenece a una generación que es patrimonio de todos nosotros. Para los
latinoamericanos es un lujo, y digo lujo sabiendo muy bien lo que digo, tener
hombres así. Hace algunos años escribí una novela sobre un piloto que
encarnaba el mal casi absoluto y que personificaba de alguna manera el
destino terrible de nuestro continente. Domingo Miliani, que también ha
pilotado aviones, encarna la parte buena. Es de los hombres que intentaron
vanamente educarnos. Nosotros, mi generación turbulenta, no le hicimos el
menor de los casos. Entre otras razones porque no le hicimos caso a nadie,
salvo a Rimbaud y Lautréamont. Pero los quisimos y cada vez que
desaparecía uno de ellos era como si desapareciera un tío lejano, el hermano
loco de nuestra madre, el abuelo olvidado que nos deja una herencia
incalculable, inasible. Para mí ha sido una alegría y un privilegio conocerlo. Y
aquí se acaba el proemio.

Siempre tuve un problema con Venezuela. Un problema infantil, fruto de


mi educación desordenada, problema mínimo pero problema al fin y al cabo. El
centro de este problema es de índole verbal y geográfica. También es probable
que se deba a una especie de dislexia no diagnosticada. No quiero decir con
esto que mi madre no me llevara nunca al médico, al contrario, hasta los diez
años fui visitante asiduo de consultas y hasta de hospitales, pero a partir de
entonces mi madre creyó que ya era suficientemente fuerte como para
aguantarlo todo. Pero volvamos al problema. Cuando era pequeño jugaba al
fútbol. Mi número era el 11, el número de Pepe y de Zagalo en el Mundial de
Suecia, y fui un jugador entusiasta, pero bastante malo, aunque mi pierna
buena era la izquierda y se supone que los zurdos no desentonan en un
partido. En mi caso no era cierto, yo desentonaba casi siempre, aunque de vez
en cuando, una vez cada seis meses, por ejemplo, hacía un partido bueno y
recobraba una parte al menos del enorme crédito perdido. Por las noches,
como es natural, antes de dormirme, pensaba y le daba vueltas a mi
lamentable condición de futbolista. Y fue entonces cuando tuve el primer atisbo
consciente de mi dislexia. Yo chutaba con la izquierda pero escribía con la
derecha. Eso era un hecho. Me hubiera gustado escribir con la izquierda, pero
lo hacía con la derecha. Y ahí estaba el problema. Por ejemplo, cuando el
entrenador decía: pásale al de tu derecha, Bolaño, yo no sabía a qué lado tenía
que pasar la pelota. E incluso a veces, jugando por la banda izquierda, ante la
voz desgañitada de mi entrenador yo me paraba y tenía que pensar: izquierda-
derecha. Derecha era el campo de fútbol, izquierda era sacarla fuera, hacia los
pocos espectadores, niños como yo, o hacia los potreros miserables que
rodeaban los campos de fútbol de Quilpué, o de Cauquenes, o de la provincia
de Bío-Bío. Con el tiempo, por supuesto, aprendí a tener una referencia cada
vez que me preguntaban o me informaban de una calle que estaba a la
derecha o a la izquierda, y esa referencia no fue la mano con la que escribo
sino el pie con el que le pego a la pelota. Y con Venezuela tuve, más o menos
por las mismas fechas, es decir hasta ayer mismo, un problema similar. El
problema era su capital. Para mí lo más lógico era que la capital de Venezuela
fuera Bogotá. Y la capital de Colombia, Caracas. ¿Por qué? Pues por una
lógica verbal o una lógica de las letras. La uve del nombre Venezuela es
similar, por no decir familiar, a la be de Bogotá. Y la ce de Colombia es prima
hermana de la ce de Caracas. Esto parece intrascendente, y probablemente lo
sea, pero para mí se constituyó en un problema de primer orden, llegando en
cierta ocasión, en México, durante una conferencia sobre poetas urbanos de
Colombia, a hablar de la potencia de los poetas de Caracas, y la gente, gente
tan amable y educada como ustedes, se quedó callada a la espera de que tras
la digresión sobre los poetas caraqueños pasara a hablar de los poetas
bogotanos, pero lo que yo hice fue seguir hablando de los poetas caraqueños,
de su estética de la destrucción, e incluso los comparé con los futuristas
italianos, salvando las distancias, claro, y con los primeros letristas, el grupo de
Isidore Isou y Maurice Lemaître, el grupo del que saldría el germen del
situacionismo de Guy Debord, y la gente a esas alturas empezó a hacer
cábalas, yo creo que pensaban que los bogotanos se habían trasladado en
masa a Caracas, o que los caraqueños habían tenido un papel determinante en
este grupo de nuevos poetas bogotanos, y cuando di por terminada la
conferencia, con un final abrupto, tal como entonces me gustaba acabar
cualquier conferencia, la gente se levantó, aplaudió tímidamente y se marchó
corriendo a consultar el afiche de la entrada, y cuando yo salí, acompañado por
el poeta mexicano Mario Santiago, que siempre iba conmigo y que
seguramente se había dado cuenta de mi error aunque no me lo dijo porque
para Mario los errores y los gazapos y los equívocos eran como las nubes de
Baudelaire que pasan por el cielo, es decir que hay que mirar pero no corregir,
al salir, decía, nos encontramos con un viejo poeta venezolano, y cuando digo
viejo recuerdo ese momento y el poeta venezolano probablemente era más
joven de lo que yo soy ahora, que nos dijo con lágrimas en los ojos que tenía
que haber un error, que él jamás había oído ni una palabra sobre esos poetas
misteriosos de Caracas. A estas alturas del discurso presiento que don Rómulo
Gallegos debe de estar revolviéndose en su tumba. Pero a quién le han dado
mi premio, estará pensando. Perdone, don Rómulo. Pero es que incluso doña
Bárbara, con be, suena a Venezuela y a Bogotá, y también Bolívar suena a
Venezuela y a doña Bárbara, Bolívar y Bárbara, qué buena pareja hubieran
hecho, aunque las otras dos grandes novelas de don Rómulo, Cantaclaro y
Canaima, podrían perfectamente ser colombianas, lo que me lleva a pensar
que tal vez lo sean, y que bajo mi dislexia acaso se esconda un método, un
método semiótico bastardo o grafológico o metasintáctico o fonemático o
simplemente un método poético, y que la verdad de la verdad es que Caracas
es la capital de Colombia así como Bogotá es la capital de Venezuela, de la
misma manera que Bolívar, que es venezolano, muere en Colombia, que
también es Venezuela y México y Chile. No sé si entienden adónde quiero
llegar. Pobre negro, por ejemplo, de don Rómulo, es una novela
eminentemente peruana. La casa verde, de Vargas Llosa, es una novela
colombiano-venezolana. Terra nostra, de Fuentes, es una novela argentina y
advierto que mejor no me pregunten en qué baso esta afirmación porque la
respuesta sería prolija y aburridora. La academia patafísica enseña, de forma
por demás misteriosa, la ciencia de las soluciones imaginarias que es, como
saben, aquella que estudia las leyes que regulan las excepciones. Y este
sobresalto de letras, de alguna manera, es una solución imaginaria que exige
una solución imaginaria. Pero volvamos a don Rómulo antes de meternos con
Jarry y notemos, de paso, algunas señales extrañas. Yo me acabo de ganar el
decimoprimer Premio Rómulo Gallegos. El 11. Yo jugaba con el 11 en la
camiseta. Esto, a ustedes, les parecerá una casualidad, pero a mí me deja
temblando. El 11 que no sabía distinguir la izquierda de la derecha y que por lo
tanto confundía Caracas con Bogotá acaba de ganar (y aprovecho este
paréntesis para agradecerle una vez más al jurado esta distinción,
especialmente a Ángeles Mastretta) el decimoprimer Premio Rómulo Gallegos.
¿Qué pensaría don Rómulo de esto? El otro día, hablando por teléfono, Pere
Gimferrer, que es un gran poeta y que además lo sabe todo y lo ha leído todo,
me dijo que hay dos placas conmemorativas en Barcelona, en sendas casas
donde vivió don Rómulo. Según Gimferrer, aunque sobre el particular no ponía
las manos en el fuego, en una de estas casas comenzó el gran escritor
venezolano a escribir Canaima. La verdad es que el 99,9 por ciento de las
cosas que dice Gimferrer me las creo a pie juntillas, y entonces, mientras
Gimferrer hablaba (una de las casas donde había una placa no era una casa
sino un banco, lo que planteaba una serie de dudas, por ejemplo si don Rómulo
en su estancia en Barcelona —y digo estancia y no exilio porque un
latinoamericano jamás está exiliado en España— había trabajado en un banco
o si el banco vino después a instalarse en la casa en donde vivió el novelista),
como decía, mientras el poeta catalán hablaba, yo me puse a pensar en mis ya
lejanos pero no por ello menos agotadores, sobre todo en la memoria, paseos
por el Ensanche, y me vi otra vez allí, dando tumbos en 1977, 1978, tal vez
1982, y de repente creí ver una calle al atardecer, cerca de Muntaner, y vi un
número, vi el número 11, y luego caminé un poco más, unos pasos más, y allí
estaba la placa. Eso es lo que vi mentalmente. Pero también es probable que
en los años que viví en Barcelona pasara por esa calle, y viera la placa, una
placa que posiblemente pone «Aquí vivió Rómulo Gallegos, novelista y político,
nacido en Caracas en 1884 y muerto en Caracas en 1969» y después, en
letras más chiquitas, otras cosas, los libros, los blasones, etcétera, y es posible
que yo pensara, sin detenerme, en otro escritor colombiano famoso, y eso sólo
es posible que lo pensara sin detenerme, insisto, pues la verdad es que
entonces ya había leído a don Rómulo como lectura obligatoria no sé si en un
liceo chileno o en una prepa mexicana y me gustaba Doña Bárbara, aunque
según Gimferrer es mejor Canaima, y por supuesto sabía que don Rómulo era
venezolano y no colombiano. Lo que realmente significa poco, ser colombiano
o ser venezolano, y en este punto volvemos como rebotados por un rayo a la
be de Bolívar, que no era disléxico y al que no le hubiera disgustado una
América Latina unida, un gusto que comparto con el Libertador, pues a mí lo
mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos
prefieran verme como mexicano, o que digan que soy mexicano, aunque
algunos colegas mexicanos prefieran considerarme español, o, ya de plano,
desaparecido en combate, e incluso lo mismo me da que me consideren
español, aunque algunos colegas españoles pongan el grito en el cielo y a
partir de ahora digan que soy venezolano, nacido en Caracas o Bogotá, cosa
que tampoco me disgusta, más bien todo lo contrario. Lo cierto es que soy
chileno y también soy muchas otras cosas.

Y llegado a este punto tengo que abandonar a Jarry y a Bolívar e


intentar recordar a aquel escritor que dijo que la patria de un escritor es su
lengua. No recuerdo su nombre. Tal vez fue un escritor que escribía en
español. Tal vez fue un escritor que escribía en inglés o francés. La patria de
un escritor, dijo, es su lengua. Suena más bien demagógico, pero coincido
plenamente con él, y sé que a veces no nos queda más remedio que ponernos
demagógicos, así como a veces no nos queda más remedio que bailar un
bolero a la luz de unos faroles o de una luna roja. Aunque también es verdad
que la patria de un escritor no es su lengua o no es sólo su lengua sino la gente
que quiere. Y a veces la patria de un escritor no es la gente que quiere sino su
memoria. Y otras veces la única patria de un escritor es su lealtad y su valor.
En realidad muchas pueden ser las patrias de un escritor, a veces la identidad
de esta patria depende en grado sumo de aquello que en ese momento está
escribiendo. Muchas pueden ser las patrias, se me ocurre ahora, pero uno solo
el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura.
Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino
escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir
maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es
una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza
en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un
oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo
y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y
los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces
nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos.
La literatura, como diría una folklórica andaluza, es un peligro.

Y ahora que he vuelto, por fin, sobre el número 11, que es el número de
los que corren por la banda, y que he mencionado el peligro, recuerdo aquella
página del Quijote en donde se discute sobre los méritos de la milicia y de la
poesía, y supongo que en el fondo lo que se está discutiendo es sobre el grado
de peligro, que también es hablar sobre la virtud que entraña la naturaleza de
ambos oficios. Y Cervantes, que fue soldado, hace ganar a la milicia, hace
ganar al soldado ante el honroso oficio de poeta, y si leemos bien esas páginas
(algo que ahora, cuando escribo este discurso, yo no hago, aunque desde la
mesa donde escribo estoy viendo mis dos ediciones del Quijote) percibiremos
en ellas un fuerte aroma de melancolía, porque Cervantes hace ganar a su
propia juventud, al fantasma de su juventud perdida, ante la realidad de su
ejercicio de la prosa y de la poesía, hasta entonces tan adverso. Y esto me
viene a la cabeza porque en gran medida todo lo que he escrito es una carta de
amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del
cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia,
en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que
teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que
creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era,
pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo
partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de
propaganda que era peor que una leprosería; luchamos por partidos que de
haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos
forzados; luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía
más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no
lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo
hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo
lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda
nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en Perú, y los
que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron
allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda
Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados. Y es
ése el resorte que mueve a Cervantes a elegir la milicia en descrédito de la
poesía. Sus compañeros también estaban muertos. O viejos y abandonados,
en la miseria y en la dejadez. Escoger era escoger la juventud y escoger a los
derrotados y escoger a los que ya nada tenían. Y eso hace Cervantes, escoge
la juventud. Y hasta en esta debilidad melancólica, en este hueco del alma,
Cervantes es el más lúcido, pues él sabe que los escritores no necesitan que
nadie les ensalce el oficio. Nos lo ensalzamos nosotros mismos. A menudo
nuestra forma de ensalzarlo es maldecir la mala hora en que decidimos ser
escritores, pero por regla general más bien aplaudimos y bailamos cuando
estamos solos, pues éste es un oficio solitario, y recitamos para nosotros
mismos nuestras páginas y ésa es la forma de ensalzarnos, y no necesitamos
que nadie nos diga lo que tenemos que hacer y mucho menos que tras una
encuesta nuestro oficio sea elegido el oficio más honroso de todos los oficios.
Cervantes, que no era disléxico pero al que el ejercicio de la milicia dejó
manco, sabía perfectamente bien lo que se decía. La literatura es un oficio
peligroso. Lo que nos lleva directamente a Alfred Jarry, que tenía una pistola y
le gustaba disparar, y al número 11, el extremo izquierdo que mira de reojo,
mientras pasa como una bala, la placa y la casa donde vivió don Rómulo, que a
estas alturas del discurso espero que ya no esté tan enojado conmigo, ni se le
vaya a aparecer en sueños a Domingo Miliani para preguntarle por qué me
dieron el premio que lleva su nombre, un premio para mí importantísimo, soy el
primer chileno que lo obtiene, un premio que dobla el desafío, si eso fuera
posible, si el desafío por su propia naturaleza, en aras de su propia virtud, ya
no estuviera previamente doblado o triplicado. Un premio, según lo anterior,
sería un acto gratuito, y ahora que lo pienso, pues es verdad, algo tiene de acto
gratuito. Es un acto gratuito que no habla de mi novela ni de sus méritos sino
de la generosidad de un jurado. (Entre paréntesis: hasta ayer no conocía a
ninguno de sus miembros.) Esto que quede claro, pues como los veteranos de
Lepanto de Cervantes y como los veteranos de las guerras floridas de
Latinoamérica, mi única riqueza es mi honra. Lo leo y no lo creo. Yo hablando
de honra. Puede que el espíritu de don Rómulo no se le aparezca en sueños a
Domingo Miliani sino a mí. Estas palabras están escritas ya en Caracas
(Venezuela) y una cosa está clara: don Rómulo no se me puede aparecer en
sueños por la simple razón de que no puedo dormir. Afuera cantan los grillos.
Calculo, a ojo de buen cubero, que serán unos diez mil o veinte mil. En el canto
de uno de esos grillos tal vez esté la voz de don Rómulo, confundida,
dichosamente confundida, en la noche venezolana, en la noche americana, en
la noche de todos nosotros, los que duermen y los que no podemos dormir. Me
siento como Pinocho.

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