CLASE 1 - Balandier Georges - CAP1 - Antropologia Politica
CLASE 1 - Balandier Georges - CAP1 - Antropologia Politica
Georges Balandier
Antropología política
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lítica de la teoría del Estado. Muestra que las so-
ciedades humanas producen todas lo político y que
todas ellas están expuestas y abiertas a las vicisi-
tudes de la Historia. Por eso mismo, las preocupa-
ciones de la filosofía política vuelven a ser encon-
tradas y en cierto modo renovadas.
Esta presentación de la antropología política no
ha excluido las posturas de índole teorica, sino que,
por el contrario, es una oportunidad para elaborar
una antropología dinámica y crítica en uno de los
campos que parecen ser los más propicios a su edifi-
cación. En este sentido, este libro viene a reasumir,
en un más alto nivel de generalidad, las preocupa-
ciones definidas a lo largo de las investigaciones que
hemos llevado a cabo en el dominio africanista. En-
juicia a las sociedades políticas no sólo bajo el as-
pecto de los principios que rigen su organización, si-
no también en función de las prácticas, las estrate-
gias y las manipulaciones que aquéllas provocan. Tie-
ne en cuenta la distancia existente entre las teorías
que las sociedades producen y la realidad social,
muy aproximativa y vulnerable, resultante de la
acción de los hombres, de su política. Dada la propia
naturaleza del objeto al cual se refiere, de los pro-
blemas que enjuicia, la antropología política ha ad-
quírido una innegable eficiencia crítica. Recordé-
moslo a modo de conclusión: esta disciplina tiene
ahora una virtud corrosiva cuyos efectos empiezan
a sufrir algunas de las teorías ya asentadas; contri-
buyendo de esta manera a una renovación del pen-
samiento sociológico, el cual se precisa tanto por la
fuerza de las cosas como por el devenir de las cien-
cias sociales.'
G. B.
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Capítulo 1
Construcción de la antropología política
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vierte. Las investigaciones sobre el lugar se multi-
plican, particularmente en el África Negra, donde
más de una centena de «casos» han sido analizados y
pueden ser sometidos a un tratamiento científico. Las
elaboraciones teóricas empiezan a expresar los resul-
tados conseguidos a través de estas nuevas investi-
gaciones. Este repentino progreso se explica tanto
por la actualidad —el hecho de contemplar a las so-
ciedades en mutación salidas de la descolonización—,
como por el devenir interno de la propia ciencia an-
tropológica. Los politicólogos reconocen, ya desde
ahora, la necesidad de una antropología política. Así
tenemos que G, Almond hace de la misma la condi-
ción de toda ciencia política comparativa; R..Aron
observa que las sociedades llamadas subdesarrolla-
das «están empezando a fascinar a los politicólogos
deseosos de substraerse al provincialismo occidental
o industrial». Y C. N. Parkinson «se inclina a pensar
que el estudio de las teorías políticas debiera con-
fiarse a los antropólogos sociales».
Este éxito tardío no se verifica sin impugnaciones
ni ambigiiedades. Para algunos filósofos —y entre
ellos P. Ricoeur— la filosofía política es la znica jus-
tificada; en la medida en que lo político es funda-
mentalmente lo mismo en una sociedad que en otra,
en que la política es una «intención» (telos) y tiene
por finalidad la naturaleza de la ciudad. Es una recu-
sación total de las ciencias del fenómeno político; no
puede ser refutada a su vez más que mediante un
examen profundo de éste, Las incertidumbres mani-
festadas durante largo tiempo por esas disciplinas
en cuanto a sus dominios, sus métodos y sus objeti-
vos respectivos no son muy propicias para una tal
empresa. Sin embargo, hay que intentar superarlas.
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cas que aseguran el gobierno de los hombres, así
como de los sistemas de pensamiento y de los símbo-
1os que los fundan. Montesquieu, cuando elabora la
noción de despotismo oriental (sugiriendo un tipo
ideal en el sentido que le imparte Max Weber), cuan-
do clasifica aparte a las sociedades que dicha noción
define y pone en evidencia unas tradiciones políticas
diferentes de las de Europa, se sitúa entre los prime-
ros fundadores de la antropología política. El lugar
concedido a ese modelo de sociedad política en el
pensamiento marxista y neomarxista atestigua, por lo
demás, la trascendencia de esta aportación.
De hecho, Montesquieu es el iniciador de una ta-
rea científica que durante un período ha definido las
funciones de la antropología cultural y social. Él hace
un inventario manifestando la diversidad de las so-
ciedades humanas; para ello recurre a los datos de
la historía antigua, a las «descripciones» de los via-
jeros, a las observaciones relativas a los países ex-
tranjeros y extraños. Esboza un método de compara-
ción y de clasificación, una tipología; y esto lo lleva
a valorar el dominio politico y a identificar, en cierto
modo, a los tipos de sociedades según los modos de
gobierno. Dentro de una misma perspectiva, la an-
tropología intentó primero determinar las «áreas» de
las culturas y las secuencias culturales considerando
los criterios técnico-económicos, los elementos de ci-
vilización y las formas de las estructuras politicas.’
Es hacer de lo «político» un carácter pertinente pa-
ra la diferenciación de las sociedades globales y de
las civilizaciones; a veces, representa concederle un
estatuto científico privilegiado. La antropología polí-
tica aparece con el aspecto de una disciplina que
contempla a las sociedades «arcaicas», en las cuales el
Estado no está claramente constituido, y a las socie-
dades en las que el Estado existe y presenta las más
diversas configuraciones. Contempla necesariamente
el problema del Estado, de su génesis y de sus ex-
presiones primeras: R. Lowie, al consagrar una de
sus principales obras a este problema (The Origin of
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paro de una investigacién paralela a la del histaria-
dor; si se evita generalmente la confusión de lo «pri-
mitivo» y de lo «primero», el examen de los testimo-
nios que nos remontan a la época de los comienzos
(de «la verdadera juventud del mundo», según la
fórmula de Rousseau), o que dan cuenta de las tran-
siciones, sigue siendo privilegio de unos pocos.
c) Un estudio comparativo, aprehendiendo las di-
ferentes expresiones de la realidad política, no ya
dentro de los límites de una historia particular —la
de Europa—, sino en toda su extensión histórica y
geográfica. En este sentido, la antropología política
quiere ser una antropología en todo el sentido del tér-
mino, De este modo contribuye a reducir el «provin-
cionalismo» de los politicólogos denunciado por
R. Aron, y a construir «la historia mundial del pensa-
miento político» deseada por C. N. Parkinson.
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2. Elaboración de la antropología politica
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oriental». Montesquieu, según la fórmula de L. Althus-
ser, provoca «una revolución en el métodor; él arran-
ca de los hechos: «Las leyes, las costumbres y los di-
versos usos de los pueblos de la Tierra»; elabora las
nociones de los tipos y de las leyes; propone una
clasificación morfológica e histórica de las sociedades
—enfocadas sobre todo, importa recordarlo, como so-
ciedades politicas.
Rousseau ha sido a menudo calificado como filó-
sofo político, por referencia al Discurso sobre la
desigualdad y al Contrato social. Su contribución no
ha sido siempre valorada correctamente por los espe-
cialistas de la sociología y de la antropología política.
No se reduce empero al contrato hipotético gracias
al cual el género humano sale del estado «primiti-
voO» y cambia su manera de ser, no se reduce a esa
argumentación que C. N. Parkinson trata de «retórica
del siglo xvIII» y de «senilidad». A la par que va
prosiguiendo la imposible búsqueda de los orígenes,
Rousseau contempla cientificamente los usos de los
«pueblos salvajes» e intuye sus dimensiones históri-
cas y culturales. Reasume por su cuenta el relativis-
mo del Espiritu de las Leyes y admite que el estudio
comparativo de las sociedades permite comprender
mejor a cada una de las mismas; elabora una inter-
pretación en términos de génesis: la desigualdad y
las relaciones de producción son los motores de la
historia; reconoce, a la vez, el carácter específico y
el desequilibrio de todo sistema social, el debate per-
manente entre «la fuerza de las cosas» y la «fuerza
de la legislación». Los temas del «discurso» prefigu-
ran a veces el análisis de F. Engels desentrañando «el
origen de la familia, de la propiedad privada y del
Estado».
Por otra parte, no deja de ser cierto que ciertas
corrientes del pensamiento político del siglo XvIrI
vuelven a resurgir con Marx y Engels. Su obra impli-
ca el esbozo de una antropología económica con la
evidencia de un «modo de producción asiático» y de
una antropología política —entre otras cosas al vol-
ver a tomar en consideración el «despotismo orien-
tal» y sus manifestaciones históricas. Y se organiza
esa reflexión a partir de una documentación exótica:
relatos de viajeros y «descripciones», escritos con-
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templando las comunidades pueblerinas y los Esta-
dos de la India a lo largo del siglo XIx, trabajos de
los historiadores y los etnógrafos. Su empresa (más
bien acometida que terminada) se sujeta a una doble
exigencia: la búsqueda del proceso de formación de
las clases sociales y del Estado a través de la disolu-
ción de las comunidades primitivas; la determinación
de las características de una «sociedad asiática» que
parece singular. El paso lleva consigo cierta contra-
dicción interna, sobre todo si se toma en cuenta la
contribución de F. Engels. Pues éste trata la histo-
ria occidental como la representación de desarrollo
de la humanidad, introduciendo de esta manera una
visión unitaria del devenir de las sociedades y las ci-
vilizaciones. Por otra parte, en la misma medida en
que la sociedad «asidtica» y el Estado que es capaz de
regirla se hallan considerados aparte, aquélla se en-
cuentra en cierto modo algo así como sacada fuera
de la historia, condenada al estancamiento relativo,
a Ja inmutabilidad, Esta dificultad sigue subsistiendo
en el seno de las primeras investigaciones antropo-
lógicas: por una parte, tienden al estudio de las gé-
nesis, de los procesos de formación y de transforma-
ción, aun admitiendo que es casi imposible «descu-
brir el origen de las instituciones primitivass (Fortes
y Evans-Pritchard); por otra parte, se sujetan a las
formas más especificas de las sociedades y de las ci-
vilizaciones, en detrimento, a menudo, gel examen
de los caracteres comunes y de los procesos genera-
les que contribuyeron a su formación.
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cia a los pioneros, como Sir Henry Maine, a quien
acabamos de evocar y que tantas veces fue subesti-
mado, el cual es autor de la famosa obra Ancient
Law (1861. Este estudio compartivo de las insti-
tuciones indoeuropeas apunta dos «revoluciones» en
el devenir de las sociedades: la transición de las so-
ciedades basadas en el status a las sociedades asenta-
das sobre el contrato; el paso de las organizaciones
sociales centradas en el parentesco a las organiza-
ciones que están sujetas a otro principio, pongamos
por caso al de la «contigiiidad local» que define «el
asiento de la acción política mancomunada». Esta
doble distinción es la fuente de un debate que siem-
pre sigue abierto. La referencia citada con más fre-
cuencia no deja de ser sin embargo la Ancient Society
(1877) de L. H. Morgan, inspirador de F. Engels y pa-
dre venerado de la mayoría de los antropólogos mo-
dernos. Morgan reconoce dos tipos de gobierno «fun-
damentalmente distintos» y significativos de la an-
tigua evolución de las sociedades: «El primer tipo, en
el orden cronolégico, está fundado sobre las personas
y sobre las relaciones puramente personales; puede
considerársele como una sociedad (societas)... El se-
gundo se asienta sobre el territorio y sobre la pro-
piedad; puede considerarse como un Estado (civi-
tas)... La sociedad política está organizada sobre
unas estructuras territoriales, tiene en cuenta las
relaciones de propiedad así como las relaciones que
el territorio establece entre las personas.» Este mo-
do de interpretación lleva prácticamente a la antro-
pología a privar del rasgo política a un vasto con
junto de sociedades. Morgan ha sido víctima de su
propio sistema teórico, tomado en este caso en par-
te de los trabajos de Henry Maine, Dedicó muchos
capítulos de su gran obra a la «idea del gobiernos,
pero no dejó de negar con ello la compatibilidad del
- sistema de los clanes (sociedad primitiva) con ciertas
* formas de organización que son esencialmente polfti-
cas (aristocracia, monarquía). De esta manera susci-
tó una controversia constantemente renaciente en el
seno de la teoría antropológica. En 1956, T. Schapera
vuelve a reasumirla nuevamente en su libro Gavern-
ment and Politics in Tribal Societies,
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c) Los antropólogos politistas. Después de 1920
es cuando se elabora una antropología política dife-
renciada, explicita y no ya implícita. Arranca de la
problemática antigua, pero explota unos materiales
nuevos resultantes de la investigación etnográfica.
Vuelve a discutir acerca del Estado, de su origen y de
sus expresiones primitivas, cuestión ésta ya resumi-
da por Franz Oppenheimer a comienzos de siglo (Der
Staat, 1907.- — -
En un intervalo de unos años se publican dos
estudios importantes que responden a una misma
preocupación. El de W. C. MacLeod, que utiliza la do-
cumentación acumulada por los etnógrafos america-
nistas: The Origin of the State Reconsidered in the
Light of the Data of Aboriginal North America (1924)
y el de R. H. Lowie, The Origin of the Srate (1927),
que determina el papel respectivo de los factores in-
ternos (los que provocan la diferenciación social) y
de los factores externos (los resultantes de la con-
quista) en la formación de los Estados. Se trata en
este caso de los productos de unos pasos que se quie-
ren a sí mismos científicos, asentados sobre los he-
chos y claramente distintos de las empresas de la
filosoffa política. El problema de los origenes es asi-
mismo el que contempla Sir James G. Frazer; él con-
sidera las relaciones entre la magia, la religión y la
realeza; así se convierte en el iniciador de los traba-
jos esclarecedores de la relación del poder y de lo
sagrado. Se abren nuevos dominios para la investi-
gación; algunos desembocan en el reconocimiento y
la interpretación de las teorías exóticas del gobierno:
Beni Prasad publica su Theory of Government in In-
dig en 1927 Las obras generales de los politicólogos
empiezan a efectuar breves incursiones antropológi-
cas; así, por ejemplo, la History of Political Theories
(1924) de A. A. Goldenweiser se refiere especialmen-
te al sistema político de los Iroqueses de la América
del Norte.
Los primeros tratados de antropología confieren
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un Jugar muy limitado a los hechos políticos; el de
F. Boas (General Anthropology) reserva un capítulo
a la problemática del gobierno; el de R. Lowie (Pri-
mitive Society) sistematiza las tesis de este autor y
aporta un inventario limitado de los principales resul-
tados. Pero la revolución antropológica determinante
es la de los años 30, época durante la cual se multi-
plican los estudios sobre el terreno y las elaboracio-
nes teóricas o metodológicas que resultan de los mis-
mos. Las investigaciones consagradas a las sociedades
segmentarias —llamadas «sin Estado»—, a las es-
tructuras del parentesco y a los modelos de relacio-
nes que rigen estas últimas, conducen a una mejor
delimitación del campo político y a una mejor apre-
hensión de la diversidad de sus rasgos.
Es en el domimio africanista donde acontecen los
progresos más rápidos; las sociedades sometidas a
investigación están organizadas en mayor escala; la
diferenciación de las relaciones de parentesco y de
las relaciones propiamente políticas se manifiesta en
él más nítidamente que en el seno de las microsocie-
dades «arcaicas». En 1940, se publican tres obras hoy
día clásicas. Dos de ellas, escritas por E. E. Evans-
Pritchard, expresan los resultados de encuestas di-
rectas y comportan unas nuevas implicaciones teó-
ricas. The Nuer, libro que presenta los rasgos genera-
les de una sociedad nilótica, muestra al mismo tiem-
po las relaciones y las instituciones políticas de un
pueblo aparentemente desprovisto de Gobierno; de-
muestra la posibilidad de existencia de una «anar-
quía ordenada». The Political System of the Anuak
es exclusivamente un estudio de antropología política
relativo a un pueblo sudanés, vecino de los Nuer, que
ha elaborado dos formas contrastadas y competidoras
de gobierno de los hombres. El tercer libro es una
compilación colectiva dirigida por E. E. Evans-Prit-
chard y M. Fortes: African Political Systems. Este
libro se sujeta a una exigencia comparatista al pre-
sentar unos «casos» claramente diferenciados, está
precedido de una introducción teórica y plantea el
esbozo de una tipología; M. Bluckman lo considera
como la primera contribución encaminada a dar un
estatuto científico a la antropología política. Cierto
que los responsables de la obra marcan sus distan-
NCI 2.2 17
cias respecto a los «filósofos de lo político», los cua-
les se preocupan menos de adescribir» que de «de-
cir cuál es el Gobierno que los hombres debieran
darse». Esta afirmación no deja, claro está, de sus-
citar reservas, pero son pocos los especialistas que
no expresan su gratitud hacia esos dos grandes an-
tropólogos.
Después de 1943, el número de los africanistas po-
litistas se incrementa rápidamente. En primer lugar,
sus estudios no dejan de ser el producto de una in-
tensa labor efectuada sobre el mismo terreno. En
cllas se contempla a la vez las sociedades segmenta-
rias (Fortes, Middleton y Tait, Southall, Balandier) y
las sociedades estatales (Nadel, Smith, Maquet, Mer-
cier, Apter, Beattie). Inducen a unas búsquedas teó-
Ticas y a unas síntesis regionales al confrontar siste-
mas relacionados entre si; así, para las sociedades li-
najeras tenemos Tribes without Rulers, obra publi-
cada en 1958 bajo la direcetónde Middleton y Tait;
y, para los Estados de la región oriental interlacus-
tre, cabe citar Primitive Government, publicado en
1962 por L. Mair. El libro de I. Schapera, Govern-
ment and Politics in Tribal Societies (1956), tiene un
alcance general, tal como su título lo sugiere, pese
a estar fundado exclusivamente sobre unos ejemplos
extraídos del África meridional. Esta obra analiza los
mecanismos que garantizan el funcionamiento de los
Gobiernos primitivos y desentraña ciertos problemas
de índole terminológica. En cuanto a las investiga-
ciones más recientes, orientadas por las situaciones
resultantes de la independencia, establecen un nexo
entre la antropología política y la ciencia política
(Apter, Coleman, Hodgkin, Potekhin, Ziegler). Estas
investigaciones muestran la necesidad de una coope-
ración interdisciplinaria.
Fuera del campo africanista, una obra domina la
literatura especializada, se trata de la que E. R. Leach
ha dedicado a las estructuras y a las organizaciones
políticas de los Kachin de Birmania: Political Sys-
tems of Highland Burma (1954). Este estudio trata de
valorizar el aspecto político de los fenómenos socia-
les. Siguiendo los pasos de Nadel, y de sus predece-
sores, la sociedad global y la «unidad política» son
identificadas, mientras que las estructuras sociales se
hallan consideradas a su vez por referencia a las
«ideas concernientes a la distribución del poder entre
las personas y los grupos de personas». E. R. Leach
elabora —y ésta es su mayor aportación— un estruc-
turalismo dinámico, repleto de sugerencias provecho-
sas para la antropología política. Manifiesta la ines-
tabilidad relativa de los equilibrios sociopolíticos (trá-
tase de unos «equilibrios movedizos», según la fórmu-
la de Pareto), la incidencia de las «contradicciones»,
la separación entre el sistema de las relaciones socia-
les y políticas y el sistema de ideas asociado con
aquéllas. Importa examinar con un rigor más cons-
tante las cuestiones de método.
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lorar su eficiencia científica en el reconocimiento
del campo político.
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criterio diferenciador: éste es el que prevalece en
African Political Systems. Esta interpretación dico-
tómica se halla impugnada actualmente. De hecho, es
factible edificar una serie de tipos que se extiendan
desde los sistemas con gobierno mínimo hasta los
sistemas con un Estado claramente constituido; al
progresar de un tipo hacia los demás, el poder politi-
co se diferencia más aún, se organiza de un modo
más complejo y se centraliza. La mera oposición de
las «sociedades segmentarias» y de las «sociedades
estatales centralizadas» parece tanto más impugna-
ble en cuanto que el africanista A. Southall ha sub-
rayado la necesidad de introducir por lo menos una
tercera categoría, o sea la de los «estados segmen-
tarios».
Más allá de esta crítica, el método mismo se ha-
lla en discusión; hasta tal extremo que, a veces, la ti-
pología se ve asimilada a una vana «tautología» (E.
R. Leach). Convendría al menos no confundir y mez-
clar las tipologías «descriptivas» y las tipologías «de-
ductivas» (D. Easton). Importaría no eludir la difi-
cultad mayor: los tipos definidos están «cuajados»;
y, según la recia fórmula de Leach, «no podemos
conformarnos por más tiempo con las tentativas de
establecer una tipología de unos sistemas ya fijados».
21
cuanto contempla la «acción política» de un modo
analítico y con el fin de localizar la parte que todos
los sistemas tienen de común. El léxico de los con-
ceptosclave sigue siendo no obstante más fácil de
sentar que de cargarle de contenido.
La elaboración de estos conceptos debe comple-
tarse con un estudio sistemático de las categorías y
las teorías políticas indígenas, bien sean explicitas o
implícitas y cualesquiera que fueren las dificultades
planteadas por su traducción. La lingiiistica es así
uno de los instrumentos indispensables para la an-
tropología y la sociología políticas. Uno no puede ig-
norar el hecho de que las sociedades pertenecientes
a la primera de esas dos disciplinas imponen el es-
clarecimiento de las teorías que las explican y de las
ideologías que las justifican. A. Southall, J. Beattie y
G. Balandier han sugerido los medios que han de
utilizarse para construir esos sistemas expresivos del
pensamiento político indígena.
22
la presencia de elementos comunes y la diferencia-
ción en la ordenación de los mismos, es necesaria
en esta orientación; pues dicha condición permite
elaborar, en dos grados, unos «sistemas» que corres-
ponden al conjunto de las modalidades de organi-
zación sociopolítica y a un asistema de los siste-
mas» —o sea el que supuestamente ha de definir el
poder Hadjerai. De ahí, los dos momentos del es-
tudio: en un primer tiempo se procede a la locali-
zación de las «relaciones estructurales internas de
cada organización considerada como un sistema»; en
un segundo tiempo se procede a la interpretación
del conjunto de las organizaciones analizadas como
«si fuese el producto de una combinatoria». En el
caso considerado, el método pone sobre todo en evi-
dencia las combinaciones diferentes (equivalencia, di-
ferenciación parcial, acentuación variable) de los po-
deres religioso y político, el juego de una lógica que
se realiza de formas diversas en el seno de una
misma estructura global. De esta manera, las va-
riantes pueden mostrar los «estados» de una misma
estructura.
La orientación estructuralista, aplicada al estudio
de los sistemas políticos, suscita unas dificultades
que son consubstanciales en un nivel más general.
Y muy particularmente, aquellas que contempla E. R.
Leach, estructuralista precavido, en su estudio de
la sociedad política Kachin; así, parte del hecho evi-
dente según el cual las estructuras elaboradas por
el antropólogo son unos modelos que sólo existen
en tanto que «construcciones lógicas». Y esto no
deja de acarrear una primera pregunta: ¿Cómo ase-
gurarse de que el modelo formal es el más adecua-
do? Por otra parte, Leach analiza una dificultad más
esencial. «Los sistemas estructurales tal como los
describen los antropólogos son siempre unos siste-
mas estáticos»; se trata de unos modelos de la rea-
lidad social que presentan un estado de coherencia
y de equilibrio acentuado, mientras que esa reali-
dad no tiene el carácter de un todo coherente; en-
cierra unas contradicciones, manifiesta unas varia-
ciones y unas modificaciones de las estructuras. En
el caso singular de la organización política Kachin,
Leach localiza el fenómeno de una oscilación entre
23
dos polos —el tipo «democrático» gumlao* y el tipo
«aristocrático» shan—, la inestabilidad del sistema
y los ajustamientos variables de la cultura, de la
estructura sociopolítica y del medio ecológico. El ri-
gor de varios análisis estructuralistas no deja dc
ser aparente y engafioso. Ello se explica por una con-
dición necesaria pero a menudo encubierta: «La des-
cripción de ciertos tipos de situación irreales, a sa-
ber, la estructura de los sistemas de equilibrios.»
(E. R. Leach.)
24
ta a tomar en consideración lo contradictorio, lo
conflictivo, lo aproximativo y lo relacional externo.
Esta orientación no deja de ser necesaria al progre-
so de la antropología política, pues lo político se
define en primer lugar por el enfrentamiento de
los intereses y la competición.
Los antropólogos de la escuela de Manchester,
bajo el impulso de Max Bluckman, orientan sus bús-
quedas en el sentido de una interpretación dinámi-
ca de las sociedades. Bluckman ha examinado la na-
turaleza de las relaciones existentes entre la «cos-
tumbre» y el <conflicto» (Custom and Conflict in
Africa, 1955), entre el «orden» y la erebelión» (Or-
der and Rebelion in Tribal Africa, 1963). Su aporta-
ción interesa a un tiempo a la teoría general de
las sociedades tradicionales y arcaicas y al método
de la antropología politica. Esta última encuentra
unas sugerencias en su teoría de la rebelión y en
sus estudios consagrados a ciertos Estados africa-
nos. La rebelión se concibe como un proceso per-
manente que afecta de un modo constante a las re-
laciones políticas mientras que lo ritual, por una par-
te, se contempla como un medio para expresar los
conflictos y superarlos afirmando la unidad de la
sociedad. El Estado africano tradicional nos apare-
ce inestable y portador de una impugnación organi-
zada —ritualizada— que contribuye mucho más al
mantenimiento del sistema que a su modificación;
la inestabilidad relativa y la rebelión controlada se-
rían pues las manifestaciones normales de los pro-
cesos políticos propios de este tipo de Estado. Como
vemos, la innovación teórica no deja de ser real;
ahora bien, no es llevada hasta su fin. Max Bluck-
man reconoce ciertamente la dinámica interna como
aconstitutiva» de toda sociedad, pero reduce su al-
cance modificador. Es tenida en cuenta —al igual
que los efectos resultantes de las «condiciones ex-
ternas»—, pero se inscribe en una concepción de la
historia que liga las sociedades pertenecientes a la
antropología a una historia considerada repetitiva.
Tal interpretación provoca un debate que no pue-
de esquivarse, y cuya importancia se manifiesta por
lo demás a través del interés creciente suscitado por
los análisis antropológicos de sello histórico y por
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la multiplicación de los ensayos teóricos que la va-
loran. Tras un largo perfodo de descrédito, el cual
se explica por las desmedidas ambiciones de la es-
cuela evolucionista, las ingenuidades de la escuela di-
fusionista y la parcialidad negativa de la escuela
funcionalista, esas cuestiones vuelven a situarse en
un primer plano en el campo de la investigación
antropológica. Una pequeña obra de E. E. Evans-
Pritchard (Anthropology and History, 1961) contri-
buye a esa rehabilitación de la historia. El debate
no encontrará su salida más que si se empieza por
distinguir sin riesgo alguno de confusión los me-
dios del conocimiento histórico, las formas asumi-
das por el devenir histórico y las expresiones ideo-
Jógicas que recubren la historia verdadera. Para la
antropología política, el esclarecimiento de las re-
Jaciones existentes entre esos tres registros es una
condición necesaria.
En un dominio que durante largo tiempo se con-
sideró fuera de la historia —el de las sociedades
y las civilizaciones negro-africanas—, los trabajos re-
cientes empiezan a demostrar la falsedad de las in-
terpretaciones demasiado estáticas. La realidad de la
historia africana, que se manifiesta a través de sus in-
cidencias sobre la vida y la muerte de las socieda-
des políticas y de las civilizaciones negras no
puede ignorarse por más tiempo. Las investigacio-
nes, al tener en cuenta esas dimensiones, revelan
que la conciencia histórica no apareció por acciden-
te, como consecuencia de los sufrimientos de la
colonización y de las transformaciones modernas;
dichas investigaciones muestran -—confirmando el
punto de vista de J.-P. Sartre— que no se trata sólo
de una historia extranjera la cual fue «interioriza-
da». S. F. Nadel, en su estudio del Nupe (Nigeria),
distingue entre dos niveles de expresión de la his-
toria: el de Ja historia ideológica y el de la historia
objetiva, v observa que los Nupe tienen una concien-
cia histórica (los califica de historically minded)
que opera con cada uno de esos dos registros.’ Las
nuevas investigaciones han confirmado esa dualidad
de la expresión histórica y del conocimiento que
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rige: una historia «pública» (fijada en sus rasgos
generales y relativa a una entidad étnica conjunta)
coexiste con una historia «privadas (definida en sus
detalles, sometida a unas distorsiones, que se refie-
re a unos grupos particulares y a sus intereses es-
pecíficos). A este respecto, un estudio de Tan Cun-
nison realizado entre las gentes de Luapula, en Afri-
ca Central, ofrece una ilustración concreta. Define
la situación respectiva de esas dos modalidades de
Ja historia africana: los tiempos y el cambio quedan
asociados al plano de la historia llamada imperso-
nal; en el plano de la historia llamada personal, el
tiempo es abolido y las modificaciones consideradas
como nulas y las posiciones y los intereses de los
grupos se hallan por así decirlo fijados. Este análi-
sis demuestra, por otra parte, hasta qué punto los
«Luapula» han tomado conciencia del papel del
acontecimiento en el devenir de su sociedad y han
cobrado el sentido de la causalidad histórica; para
ellos esta última no se sujeta al orden sobrenatural,
puesto que los acontecimientos están sometidos,
principalmente, a la voluntad de los hombres.
La ligazón entre la historia y la política no deja
de ser aparente, incluso en el caso de las sociedades
abandonadas a las disciplinas antropológicas. Desde
el momento en que las sociedades no se consideran
como unos sistemas estancados, el parentesco esen-
cial de su dinámica social y de su historia ya no
puede desconocerse. Otra razón se impone con más
fuerza todavía: los grados de la conciencia histórica
son correlativos a las formas y al grado de centra-
lización del poder político. En las sociedades seg-
mentarias, los únicos guardianes del saber relativo
al pasado suelen ser, por lo general, los que os-
tentan el poder. En las socicdades estatales, la con-
ciencia histórica parece ser más viva y más exten-
sa. Por otra parte, es precisamente en el seno de
estas últimas donde se capta con nitidez la utiliza-
ción de Ja historia ideológica para unas finalida-
des de estrategia política; J. Vansina lo ha revelado
perfectamente a propósito del Ruanda antiguo. Aún
queda por recordar que el encarrilamiento de los
países colonizados hacia la independencia ha puesto
al servicio de los nacionalismos una verdadera his-
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toria militante. De modo que gracias al juego de una
necesidad, la cual se volvió manifiesta, la teoría di-
námica de las sociedades, la antropología y la so-
ciologia política y la historia han sido movidas a co-
ligar sus esfuerzos. Y este encuentro le imparte un
nuevo vigor al vaticinio de Durkheim: «Estamos con-
vencidos... de que llegará el día en que el espíritu his-
tórico y el espíritu sociológico ya no diferirán sino
por unos matices.»
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