007 - Libro de Homilias
007 - Libro de Homilias
Autor desconocido.
1. No hay nada en toda la vida del hombre, bien amado en nuestro Salvador
Cristo, tan necesario de ser dicho y diariamente de ser llamado, como la oración
sincera, celosa y devota; la necesidad de la cual es tan grande que sin ella nada
puede ser bien obtenido de la mano de Dios. Porque, como dice el apóstol Santiago:
"Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las
luces1", de quien también se dice que es "rico y generoso para con todos los que le
invocan2", no porque no quiera o no pueda dar sin pedir, sino porque ha establecido
la oración como medio ordinario entre Él y nosotros.
Por lo tanto, la opinión y la razón de aquellos hombres que piensan que toda
oración es superflua y vana, porque Dios "que escudriño la mente, que pruebo el
corazón, para dar a cada uno según su camino9", y sabe cuál es la intención del
Espíritu antes de que pidamos10, no hacen más que presentar un argumento torpe
y necio. Porque si esta razón carnal e impía fuera suficiente para desaconsejar la
oración, entonces ¿por qué nuestro Salvador Cristo exhortó tan a menudo a sus
discípulos diciéndoles: Velad y orad11? ¿Por qué les prescribió una forma de oración,
diciendo: "Cuando oréis, orad así: "Padre nuestro que estás en los cielos, etc. 12"?
¿Por qué oró Él mismo tan a menudo y tan fervorosamente antes de su pasión13?
Finalmente, ¿por qué los apóstoles, inmediatamente después de su ascensión, se
reunieron en un mismo lugar y allí continuaron largo tiempo en oración 14? O bien
deben condenar a Cristo y a sus apóstoles por extrema insensatez, o bien deben
admitir necesariamente que la oración es algo sumamente necesario para todos los
hombres en todo tiempo y lugar.
8
Santiago 5:16.
9
Salmos 7:9.
10
Romanos 8:27; Mateo 6:8.
11
Mateo 26:41; Marcos 13:33; Lucas 21:36.
12
Mateo 6:9; Lucas 11:2.
13
Lucas 22:41–44.
14
Hechos 1:13–14.
15
Efesios 6:18.
16
1 Tes. 5:17.
17
Juan 16:23–27.
Conocida suficientemente la gran necesidad de la oración, para que nuestras
mentes y corazones se sientan más provocados y estimulados a orar, consideremos
brevemente qué maravillosa fuerza y poder tiene para hacer que sucedan cosas
extrañas y poderosas. Leemos en el libro del Éxodo que Josué, luchando contra los
amalecitas, los conquistó y venció no tanto en virtud de su propia fuerza como por
la ferviente y continua oración de Moisés, quien mientras mantuvo sus manos
levantadas hacia Dios, más prevalecía Israel, pero cuando desfallecía y bajaba las
manos, entonces Amalec y su pueblo prevalecían, hasta el punto de que Aarón y
Hur, que estaban en el monte con él, se apresuraron a mantener en alto sus manos
hasta la puesta del sol, pues de lo contrario el pueblo de Dios habría sido aquel día
totalmente derrotado y puesto en fuga18. También leemos en otro lugar del mismo
Josué, cómo en el asedio de Gabaón, haciendo su humilde petición al Dios
Todopoderoso, hizo que el sol y la luna detuvieran su curso y se estacionaran en
medio del cielo por el espacio de un día entero, hasta el momento en que el pueblo
fue suficientemente vengado de sus enemigos 19. ¿Y no fue la oración de Josafat de
gran fuerza y fortaleza cuando Dios, a petición suya, hizo que sus enemigos se
pelearan entre sí y voluntariamente se destruyeran unos a otros20? ¿Quién puede
maravillarse bastante del efecto y la virtud de la oración de Elías? Siendo un hombre
sujeto a pasiones como nosotros, rogó al Señor que no lloviera y no llovió sobre la
tierra por espacio de tres años y seis meses. Volvió a rogar para que lloviera y hubo
gran abundancia, de modo que la tierra produjo sus frutos en abundancia 21. Sería
demasiado largo hablar de Judit22, Ester23, Susana24 y de muchos otros hombres y
mujeres piadosos, de lo mucho que prevalecieron en todas sus acciones al dedicar
sus mentes seria y devotamente a la oración. Baste por ahora concluir con los dichos
de Agustín y Crisóstomo, de los cuales el uno llama a la oración "la llave del cielo 25";
el otro afirma claramente que "no hay nada en todo el mundo más fuerte que un
hombre que se entrega a la oración ferviente26".
Ahora pues, amados míos, siendo la oración cosa tan necesaria y de tanta fuerza
delante de Dios, seamos, como nos enseña el ejemplo de Cristo y de sus apóstoles,
fervorosos y diligentes en invocar el nombre del Señor. No desfallezcamos nunca,
no aflojemos nunca, no nos rindamos nunca, sino que cada día y cada hora,
temprano y tarde, a tiempo y fuera de tiempo, ocupémonos en meditaciones y
oraciones piadosas. ¿Y si acaso no obtenemos nuestra petición a la primera?
Entonces, no nos desanimemos, sino clamemos e invoquemos continuamente a
Dios; seguro que al fin nos oirá, si no por otra causa, sí por la misma importunidad.
18
Éx. 17:10–13.
19
Stg. 10:12–13.
20
2 Cr. 20:1–24.
21
Santiago 5:17–18; 1 Reyes 17:1; 18:42–45; Lucas 4:25.
22
Jue. 9, 12:8; 13:4–9.
23
Ester 4:16, 17.
24
Susana 1:42–44 (apócrifo).
25
Agustín, Sermones, 47 (De tempore, 226).
26
Crisóstomo, Hom., en Mateo., 57 (58).
Acuérdate de la parábola del juez injusto y de la pobre viuda, cómo ella con sus
importunos ruegos hizo que Él hiciese justicia contra su adversario, aunque por lo
demás no temía ni a Dios ni a los hombres. ¿No vengará mucho más Dios a sus
escogidos, que claman a Él día y noche?27 Así, también enseñó a sus discípulos, y
en ellos a todos los verdaderos cristianos, a orar siempre y a no desfallecer ni
desanimarse jamás. Recordad también el ejemplo de la mujer de Canaán, cómo fue
rechazada por Cristo y llamada perra, como indigna de cualquier beneficio de sus
manos; sin embargo, no se rindió, sino que continúo siguiéndole sin desfallecer,
clamando y pidiéndole que fuera bueno y misericordioso con su hija, y al final, con
mucha importunidad, obtuvo su petición28. Aprendamos con estos ejemplos a ser
fervorosos en la oración, asegurándonos de que todo lo que pidamos a Dios Padre
en el nombre de su Hijo Cristo y según su voluntad, sin duda lo concederá 29. Él es
la verdad misma y tan cierto como lo ha prometido, así de cierto es que lo cumplirá.
Dios, por su gran misericordia, obre así en nuestros corazones por su Espíritu Santo,
para que siempre le hagamos nuestras humildes oraciones como es debido, y
obtengamos siempre lo que pedimos, por Jesucristo nuestro Señor. A quien con el
Padre y el Espíritu Santo sea todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos.
Amén.
27
Lucas 18:1–7.
28
Mateo 15:22–28.
29
Juan 16:23; 1 Juan 5:14–15.
30
Santiago 1:17.
31
Romanos 1:7; 5:1–5; 1 Corintios 12:8; Efesios 1:17; 2:8; 1 Tesalonicenses 3:12.
32
1 Corintios 4:7.
nombre, diciendo: 'De cierto, de cierto os digo, que todo lo que pidiereis al Padre en
mi nombre, os lo dará33'. Y en otro lugar: 'Cuando oréis, orad así: Padre nuestro que
estás en los cielos, etc.34' ¿Y no es Dios mismo, por boca de su profeta David, quien
nos quiere y nos manda que le invoquemos?35 El apóstol desea gracia y paz a todos
los que invocan el nombre del Señor y de su Hijo Jesucristo 36; como también lo hace
el profeta Joel, diciendo: 'Y sucederá que todo el que invoque el nombre del Señor
será salvo'37.
Así, pues, queda claro por la infalible Palabra de verdad y vida que en todas
nuestras necesidades debemos acudir a Dios, dirigirle nuestras oraciones, invocar
su santo nombre, desear la ayuda de sus manos y no de otras. Y si queréis tener
una razón más, fijaos en lo que sigue. Hay ciertas condiciones muy necesarias que
deben encontrarse en todo aquel a quien debemos invocar, que si no se encuentran
en aquel a quien oramos, entonces nuestra oración no nos sirve de nada, sino que
es completamente en vano. La primera es que aquel a quien oramos pueda
ayudarnos. La segunda es que nos ayude. La tercera es que sea alguien que pueda
escuchar nuestras oraciones. La cuarta es que Él comprende mejor que nosotros
mismos de qué carecemos y hasta qué punto tenemos necesidad de ayuda. Si estas
cosas se hallan en otro que no sea Dios, entonces podemos legítimamente invocar
a otro fuera de Él. Pero ¿qué hombre es tan grosero, sino aquel que no comprende
bien que estas cosas sólo son propias de aquel que es Omnipotente y conoce todas
las cosas, incluso los mismos secretos del corazón, es decir, sólo y únicamente de
Dios?38 De donde se sigue que no debemos invocar ni a un ángel ni a un santo, sino
sólo y únicamente a Dios. Como escribe San Pablo: ¿Cómo invocarán los hombres a
aquel en quien no han creído?39 De modo que la invocación o la oración no pueden
hacerse sin fe en aquel a quien invocamos, sino que primero debemos creer en Él
antes de poder dirigirle nuestras oraciones, después de lo cual debemos orar sólo y
únicamente a Dios. Porque decir que debemos creer ya sea en un ángel o en un
santo o en cualquier otra criatura viviente sería la más horrible blasfemia contra Dios
y su santa Palabra, ni esta fantasía debería entrar en el corazón de ningún hombre
cristiano, porque se nos enseña expresamente en la Palabra del Señor sólo a
descansar nuestra fe en la bendita Trinidad, en cuyo único nombre también somos
bautizados de acuerdo con el mandamiento expreso de nuestro Salvador Jesucristo
en el último capítulo de Mateo40.
Pero, para que la verdad de esto se evidencie mejor, incluso para los más simples e
ignorantes, consideremos qué es la oración. San Agustín la llama "una elevación de
33
Juan 16:23.
34
Mateo 6:9; Lucas 11:2.
35
Salmos 50:15.
36
1 Corintios 1:2–3.
37
Joel 2:32; Hechos 2:21.
38
1 Juan 3:20; Salmos 44:21.
39
Rom. 10:14.
40
Mateo. 28:19.
la mente a Dios, es decir, un humilde y modesto derramamiento del corazón hacia
Dios41". Isidoro dice que "es un afecto del corazón y no un trabajo de los labios 42".
De modo que, según estos pasajes, la verdadera oración consiste no tanto en el
sonido exterior y la voz de las palabras, sino en el gemido y el clamor interior del
corazón hacia Dios. Ahora bien, ¿hay algún ángel, alguna virgen, algún patriarca o
profeta entre los muertos que pueda entender o conocer el significado del corazón?
La Escritura dice: "Es Dios quien escudriña el corazón y las entrañas", y que "sólo él
conoce los corazones de los hijos de los hombres43". En cuanto a los santos, tienen
tan poco conocimiento de los secretos del corazón que muchos de los padres
antiguos dudan mucho de si saben algo de lo que se hace comúnmente en la tierra.
Y aunque algunos piensan que sí, San Agustín, doctor de gran autoridad y también
de la antigüedad, opina de ellos que estos no saben más de lo que nosotros hacemos
en la tierra que lo que nosotros sabemos de lo que ellos hacen en el cielo. Para
probarlo, cita al profeta Isaías, donde se dice: «Abraham nos ignora e Israel no nos
conoce»44. Por lo tanto, su intención no es que les rindamos culto o les oremos, sino
que los honremos siguiendo su vida virtuosa y piadosa45. Porque, como él mismo
atestigua en otro lugar, los mártires y los hombres santos en tiempos pasados solían
ser recordados y nombrados por el sacerdote en el servicio divino después de su
muerte, pero nunca eran invocados o implorados. ¿Por qué? Porque el sacerdote,
dice, "es sacerdote de Dios y no de ellos 46", por lo que está obligado a invocar a
Dios y no a ellos.
Así ves que la autoridad tanto de la Escritura como de Agustín no permite que
les oremos. Oh, si todos los hombres leyeran y escudriñaran con estudio diligente
las Escrituras47, entonces no se ahogarían en la ignorancia, sino que fácilmente
percibirían la verdad, tanto de este punto de doctrina como de todos los demás.
Porque allí el Espíritu Santo nos enseña claramente que Cristo es nuestro único
mediador e intercesor ante Dios, y que no debemos buscar ni acudir a ningún otro.
Si alguno peca, dice San Juan, "abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo el
justo, que es la propiciación por nuestros pecados48". También dice San Pablo: "Hay
un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre49". A
lo cual concuerda el testimonio de nuestro Salvador mismo, que dice que nadie viene
al Padre sino por Él, que es el camino, la verdad, la vida y la única puerta por la que
debemos entrar en el reino de los cielos, porque Dios no se complace en ningún otro
sino en Él50. Por lo cual también clama y nos llama para que vayamos a Él, diciendo:
41
Anónimo, De Spiritu et anima, 50. Tradicionalmente atribuido a San Agustín.
42
Isidoro de Sevilla, Sententiae, 3.7.
43
Sal. 7:9; Apocalipsis 2:23; Juan 17:10; 2 Cr. 6:30.
44
Isaías. 63:16, citado en Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 16.
45
Agustín, De vera religione, 108. 46. Agustín, De civitate Dei, 22.10.
46
Augustine, De civitate Dei, 22.10.
47
Juan 5:39.
48
1 Juan 2:1–2.
49
1 Tim. 2:5.
50
Juan 14:6, 10:9; Mateo 17:5.
'Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar51'.
¿Querría Cristo que fuéramos tan necesariamente a Él? ¿Y lo abandonaríamos con
la mayor ingratitud y correríamos a otro? Esto es precisamente lo que tanto lamenta
Dios por medio de su profeta Jeremías, cuando dice: “Mi pueblo ha cometido dos
grandes pecados: me han abandonado a mí, fuente de aguas de vida, y han cavado
para sí pozos agrietados que no retienen agua52”. ¿No es, pensáis, que es un
insensato aquel que corre a buscar agua a un pequeño arroyo cuando bien podría ir
a la fuente principal? Del mismo modo, se puede sospechar con justicia de su
sabiduría el que huye a los santos en tiempos de necesidad, cuando puede declarar
con valentía y sin temor su dolor y dirigir su oración al Señor mismo.
Si Dios fuera extraño o peligroso para hablar con Él, entonces podríamos con
justicia dar marcha atrás y buscar a otro. Pero “el Señor está cerca de los que lo
invocan con fe y verdad53” y “la oración de los humildes y mansos siempre le ha
agradado54”. ¿Y si somos pecadores? ¿No oraremos entonces a Dios? ¿O
desesperaremos de obtener algo de sus manos? ¿Por qué entonces Cristo nos
enseñó a pedir perdón por nuestros pecados, diciendo: “Y perdónanos nuestras
ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden 55”? ¿Pensaremos
que los santos son más misericordiosos que Dios al escuchar a los pecadores? David
dice que «el Señor es muy misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en
misericordia56». San Pablo dice que «es rico en misericordia para con todos los que
lo invocan57». Y Él mismo, por boca de su profeta Isaías, dice: «Por un poco de
tiempo te abandoné, pero con gran compasión te recogeré; por un momento en mi
ira escondí mi rostro de ti, pero con misericordia eterna tuve compasión de ti58». Por
tanto, los pecados de cualquier hombre no deben impedirle orar al Señor su Dios,
pero si es verdaderamente penitente y firme en la fe, puede tener la seguridad de
que el Señor será misericordioso con él y escuchará sus oraciones.
Pero yo no me atrevo (dirá alguien) a molestar a Dios en todo momento con mis
oraciones; vemos que en las casas de los reyes y en las cortes de los príncipes no
se puede admitir a los hombres a menos que primero utilicen la ayuda y los medios
de algún noble especial para llegar a la palabra del rey y obtener lo que desean. A
esta razón responde muy bien San Ambrosio, escribiendo sobre el primer capítulo
de la Carta a los Romanos: “Por lo tanto”, dice, “solemos acudir al rey por medio de
oficiales y nobles, porque el rey es un hombre mortal y no sabe a quién puede
encomendar el gobierno de la república. Pero para tener a Dios como amigo, a quien
nada se le oculta, no necesitamos ningún ayudador que nos ayude con su buena
51
Mateo 11:28.
52
Jeremías 2:13.
53
Salmo 145:18.
54
Jueces 9:16.
55
Mateo 6:12.
56
Salmo 103:8.
57
Efesios 2:4; Romanos 10:12.
58
Isaías 54:7–8.
palabra, sino sólo un espíritu devoto y piadoso59. Y si es así, que necesitamos a
alguien que interceda por nosotros, ¿por qué no podemos contentarnos con ese
“único mediador, que está a la diestra de Dios” Padre, y que “vive allí para siempre
para interceder por nosotros60”? Así como la sangre de Cristo nos redimió en la cruz
y nos limpió de nuestros pecados, también ahora es capaz de salvar a todos los que
se acercan a Dios por ella. Porque Cristo, sentado en el cielo, tiene un sacerdocio
eterno, y siempre ora a su Padre por los que se arrepienten, obteniendo en virtud
de sus llagas, que están siempre a la vista de Dios, no sólo la remisión perfecta de
nuestros pecados, sino también todas las demás necesidades que nos faltan en este
mundo, de modo que su única mediación es suficiente en el cielo y no necesita de
ningún otro que lo ayude61.
¿Por qué, pues, oramos unos por otros en esta vida? Quizá alguien nos lo
pregunte. En verdad, así lo queremos hacer por el mandamiento expreso tanto de
Cristo como de sus discípulos, de manifestar en nuestras plegarias por nuestro
hermano tanto la fe que tenemos en Cristo hacia Dios como también la caridad
mutua que tenemos unos hacia otros, compadeciéndonos de la situación de nuestro
hermano y haciendo humildes peticiones a Dios por él62. Pero que oremos a los
santos no tenemos ningún mandamiento en toda la Escritura ni tampoco ejemplo
que podamos seguir con seguridad. De modo que, al hacerse sin la autoridad de la
Palabra de Dios, carece de la base de la fe y, por lo tanto, no puede ser aceptable
ante Dios63. “Porque todo lo que no es de fe es pecado64”, y el Apóstol dice que “la
fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios65”.
Pero tú objetarás además que los santos en el cielo sí oran por nosotros y que
su oración procede de una sincera caridad que tienen hacia sus hermanos en la
tierra. A lo que se puede responder, en primer lugar, que nadie sabe si oran por
nosotros o no. Y si alguien trata de probarlo argumentando que esto es debido la
naturaleza de la caridad, concluyendo que por cuanto oraron por los hombres en la
tierra, por lo tanto, hacen con mucha más razón lo mismo ahora en el cielo, entonces
se puede decir por la misma razón que tan a menudo como lloramos en la tierra
ellos también lloran en el cielo, porque mientras vivían en este mundo es muy cierto
y seguro que lo hicieron. En cuanto a ese pasaje que está escrito en el Apocalipsis,
a saber, que el ángel ofreció las oraciones de los santos sobre el altar de oro, se
entiende propiamente y debe entenderse correctamente de los santos que aún viven
en la tierra, y no de los que están muertos66; de otra manera, ¿qué necesidad habría
de que el ángel ofreciera sus oraciones, estando ahora en el cielo ante la faz de Dios
59
Hilario el diácono, Comentario en Romanos., 1.22. Tradicionalmente atribuido a Ambrosio.
60
1 Tim. 2:5; Rom. 8:34; Heb. 7:25.
61
Heb. 7:24; 9:12, 24; 10:12.
62
Mt. 5:44; 6:9–13; Stg. 5:16; Col. 3:3; 1 Tim. 2:1–2.
63
Heb. 11:6.
64
Rom. 14:23.
65
Romanos 10:17.
66
Apocalipsis 8:3–4.
Todopoderoso? Pero admitamos que los santos oran por nosotros, pero no sabemos
cómo, si especialmente por aquellos que los invocan o en general por todos los
hombres, deseando el bien a todos por igual. Si oran especialmente por aquellos
que los invocan, entonces es como si escucharan nuestras oraciones y también
conocieran el deseo de nuestro corazón. Lo cual es falso, y esto ya está demostrado,
tanto por las Escrituras como por la autoridad de Agustín.
No pongamos, pues, nuestra confianza en los santos o mártires que han muerto.
No los invoquemos ni deseemos ayuda de sus manos; más bien, elevemos siempre
nuestros corazones a Dios en el nombre de su amado Hijo Cristo, por cuya causa,
así como Dios ha prometido escuchar nuestras oraciones, así también lo hará
verdaderamente. La invocación es algo que sólo debemos dirigir a Dios, y que si se
lo atribuimos a los santos, ellos lo han de recibir como una ofensa, lo cual tampoco
pueden soportarlo de nuestras manos. Cuando Pablo sanó a un hombre cojo que
estaba impotente de los pies en Listra, el pueblo quería ofrecerle sacrificios a él y a
Bernabé, pero ellos, rasgando sus vestiduras, se negaron a hacerlo y los exhortaron
a adorar al verdadero Dios67. Del mismo modo, en el Apocalipsis, cuando San Juan
se postró a los pies del ángel para adorarlo, el ángel no le permitió hacerlo, sino que
le ordenó que adorara a Dios68. Estos ejemplos nos declaran que los santos y los
ángeles en el cielo no quieren que les rindamos ningún honor que sea debido y
apropiado a Dios. Sólo Él es nuestro Padre, sólo Él es omnipotente, sólo Él sabe y
entiende todas las cosas, sólo Él puede ayudarnos en todo tiempo y en todo lugar,
"permite que el sol brille sobre los buenos y los malos; alimenta a los cuervos jóvenes
que claman a Él; salva tanto al hombre como a la bestia 69; Él no quiere que perezca
ni un solo cabello de nuestra cabeza, sino que siempre está dispuesto a ayudar y
preservar a todos los que ponen su confianza en Él, según lo ha prometido, diciendo:
“Antes de que llamen, responderé, y mientras hablen, escucharé 70”. No
desconfiemos, pues, de su bondad, no temamos acercarnos al trono de su
misericordia, no busquemos la ayuda y el auxilio de los santos, sino acerquémonos
nosotros mismos con valentía71, sin dudar nada, sino que Dios, por amor a Cristo,
en quien se complace72, nos escuchará sin un portavoz y cumplirá nuestro deseo en
todas las cosas que sean agradables a su santísima voluntad. Así lo dice Crisóstomo,
antiguo doctor de la Iglesia73, y así debemos creer firmemente, no porque él lo diga,
sino mucho más porque es la doctrina de nuestro Salvador Cristo mismo, quien ha
prometido que si oramos al Padre en su nombre, ciertamente seremos escuchados,
tanto para el alivio de nuestras necesidades como también para la salvación de
67
Hechos 14:8–18.
68
Apocalipsis 19:10; 22:8–9.
69
Mateo 5. :45; Sal. 147:9; 36:6; Luc. 12:7; 21:18.
70
Isa. 65:24.
71
Heb. 4:16, 10:19–23.
72
Mat. 17: 5.
73
Juan Crisóstomo, Hom. de prof. evang. (Opera, 3, 309A).
nuestras almas74, que él nos ha comprado, no con oro ni plata, sino con su preciosa
sangre, derramada una vez por todas en la cruz75.
A Él, pues, con el Padre y el Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios, sea
todo honor, alabanza y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Sí, «si reconocemos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados y limpiarnos de toda maldad79», como nos enseñan claramente los ejemplos
de David80, Pedro81, María Magdalena82, el publicano83, y varios otros. Y puesto que
es necesario que nos ayude algún mediador e intercesor, contentémonos con aquel
que es el verdadero y único mediador del Nuevo Testamento, es decir, el Señor y
Salvador Jesucristo84. Porque, como dice San Juan: «Si alguno peca, abogado
tenemos ante el Padre, a Jesucristo el justo, que es la propiciación por nuestros
pecados85». Y San Pablo en su primera epístola a Timoteo dice: «Porque hay un solo
Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio
a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo86».
74
Juan 14:13–14; 15:16; 16:23–7.
75
1 Pedro 1:18–19.
76
Sal. 50, 15.
77
Sal. 103:8; 107:1.
78
1 Tim. 1:16; Juan 3:17.
79
1 Juan 1:9.
80
2 Sam. 12:13.
81
Juan 21:15–19.
82
Marcos 16:7, 9.
83
Lucas 18:14.
84
Hebreos 12:24.
85
1 Juan 2:1–2.
86
1 Timoteo 2:5–6.
Ahora bien, una vez establecida esta doctrina, se os instruirá sobre qué clase de
cosas y ante qué clase de personas debéis hacer vuestras oraciones a Dios. Es muy
conveniente que todos los hombres, cuando oren, consideren bien y diligentemente
en sí mismos lo que piden y requieren de las manos de Dios, no sea que, si desean
lo que no deben, sus peticiones queden como vanas y sin efectos. En cierta ocasión,
un pretendiente importuno se presentó ante el rey Agesilao y le pidió con insistencia
algo: «Señor, si a vuestra merced le place, me lo prometisteis una vez». «Es
verdad», respondió el rey, «si es justo lo que pides, entonces te lo prometí; El
hombre no quiso que el rey le respondiera de esa manera, sino que, insistiéndole
cada vez más, dijo: «Es propio de un rey cumplir la más mínima palabra que ha
dicho, aunque sólo le haga un gesto con la cabeza». «Nada más», dijo el rey, «de
lo que conviene a quien se acerca a un rey hablar y pedirle cosas que son justas y
honestas». Así, el rey desechó a este pretendiente irrazonable e importuno87. Ahora
bien, si se debe tener tanta consideración cuando nos arrodillamos ante un rey
terrenal, ¡cuánto más se debe tener cuando nos arrodillamos ante el rey celestial,
que sólo se deleita en la justicia y la equidad, y no admitirá ninguna petición vana,
tonta o injusta! Por lo tanto, será bueno y provechoso que consideremos y
determinemos con detenimiento qué cosas podemos pedir legítimamente a Dios sin
temor a ser rechazados, y también a qué clase de personas estamos obligados a
encomendar a Dios en nuestras oraciones diarias.
87
Plutarco, Apophthegmata Laconica, Agesilai Magni, 4., pág. 208 C.
88
Gálatas 5:22–3; Romanos 15:13.
89
Mateo 5:16.
90
Mateo 6:33.
91
Hebreos 13:14.
Ahora bien, cuando hayamos orado suficientemente por las cosas que
pertenecen al alma, entonces podremos legítimamente y con conciencia tranquila,
orar también por nuestras necesidades corporales, como la comida, la bebida, el
vestido, la salud del cuerpo, la liberación de la cárcel, la prosperidad en nuestros
asuntos cotidianos y así sucesivamente, según tengamos necesidad. ¿Qué mejor
ejemplo podemos tener, que aquel que nos dio Cristo nuestro Señor, quien enseñó
a sus discípulos y a todos los demás hombres cristianos a orar primero por las cosas
celestiales, y después por las terrenales, como se ve en la oración que dejó a su
Iglesia, llamada comúnmente oración del Señor92? En el libro primero93 de los Reyes,
capítulo tercero, está escrito que "Dios se apareció de noche en sueños al rey
Salomón, diciendo: Pídeme lo que quieras y yo te lo daré". Salomón hizo su humilde
oración y pidió un corazón sabio y prudente que pudiera juzgar y comprender lo que
era bueno y lo que era malo, lo que era piadoso y lo que era impío, lo que era justo
y lo que era injusto a los ojos del Señor. A Dios le agradó maravillosamente que le
pidiera esto. Y Dios le dijo: Por cuanto pediste esta palabra, y no pediste muchos
días y largos años sobre la tierra, ni abundancia de riquezas y bienes, ni la vida de
tus enemigos que te aborrecen, sino que pediste sabiduría para sentarte en juicio,
he aquí que yo te he hecho conforme a tu palabra, te he dado un corazón sabio,
lleno de ciencia y de inteligencia, como nunca antes hubo otro como tú, ni lo habrá
en el futuro. Además de esto te he dado lo que no pediste, es decir, riquezas y
bienes mundanos, honor y gloria principescos, de modo que también en esto
superarás a todos los reyes que han existido jamás 94. Nótese en este ejemplo cómo
Salomón, al recibir de parte de Dios la invitación de elegir cualquier cosa que
deseara, no pidió cosas vanas y transitorias, sino los altos y celestiales tesoros de la
sabiduría, y que al actuar de esta manera obtuvo, por así decirlo, en recompensa,
riquezas y honor. De lo cual podemos aprender que en nuestras oraciones diarias
debemos pedir principalmente y de modo prioritario aquellas cosas que conciernen
al reino de Dios y a la salvación de nuestras propias almas, sin dudar en nada de
que todas las demás cosas, según la promesa de Cristo, nos serán concedidas.
92
Mateo 6:9–13; Lucas 11:2–4.
93
El texto original dice aquí «tercero», en consonancia con el título tradicional griego y latino del libro.
94
1 Reyes 3:5–13.
95
Mateo 20:20–23.
De la misma manera leemos en los Hechos de un tal Simón el Mago, un hechicero,
cómo “él, percibiendo que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba
el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo: “Dadme también a mí este poder, para
que cualquiera a quien yo imponga mis manos reciba el Espíritu Santo 96”. Al hacer
esta petición, no buscaba el honor y la gloria de Dios, sino su propia ganancia y
lucro privado, pensando obtener una gran cantidad de dinero con esta hazaña, y por
eso se le dijo con justicia: “Tu dinero perezca contigo, porque piensas que el don de
Dios se puede obtener con dinero”. Estos y otros ejemplos nos enseñan, cuando
hacemos nuestras oraciones a Dios, a respetar principalmente el honor y la gloria
de su nombre. De lo cual tenemos este precepto general del apóstol Pablo: “Ya sea
que comáis o bebáis, o cualquier otra cosa que hagáis, mirad que lo hagáis para la
gloria de Dios97”. Lo cual haremos mejor si seguimos el ejemplo de nuestro Salvador
Cristo, quien, orando para que pasara de sí la amarga copa de la muerte, no quiso
que se cumpliera en ello su propia voluntad, sino que encomendó todo el asunto a
la buena voluntad y agrado de su Padre98.
Y hasta aquí sobre las cosas que podemos pedir a Dios legítima y valientemente.
Ahora se sigue que declaramos por qué clase de personas estamos obligados en
conciencia a orar. San Pablo, escribiendo a Timoteo, lo exhorta a hacer oraciones y
súplicas por todos los hombres, sin exceptuar a ninguno, de cualquier grado o estado
que sea. En este lugar menciona por su nombre a reyes y gobernantes que están
en autoridad, haciéndonos saber con ello cuán grandemente concierne al beneficio
de la mancomunidad el orar diligentemente por los poderes superiores 99. Y no es sin
razón que tan a menudo en todas sus epístolas pide las oraciones del pueblo de Dios
por él100. Porque al hacerlo así declara al mundo cuán conveniente y necesario es
invocar diariamente a Dios por los ministros de su santa Palabra y sacramentos, para
que se les abra puertas para exponer el evangelio, para que puedan entender
verdaderamente las Escrituras, para que puedan predicarlas eficazmente al pueblo
y producir los genuinos frutos de ellas para ejemplo de todos los demás. De esta
manera oraba continuamente la congregación por Pedro en Jerusalén y por Pablo
entre los gentiles, para el gran aumento y avance del evangelio de Cristo 101. Y si
nosotros, siguiendo su buen ejemplo en esto, aplicamos lo aprendido haciendo lo
mismo, sin duda no se puede expresar cuánto nos ayudaremos y también el gran
agrado que obtendremos de Dios.
Discutir y repasar todos los grados de personas sería demasiado largo; por lo
tanto, tomaremos brevemente esta única conclusión para todos. A quienes estamos
96
Hechos 8:18–20.
97
1 Corintios 10:31; Colosenses 3:17.
98
Mateo 26:39; Marcos 14:36; Lucas 22:42.
99
1 Timoteo 2:1–2.
100
Colosenses 4:3–4; Romanos 15:30–32; 2 Tesalonicenses 3:1–2; Efesios 6:19–20.
101
Hechos 12:5; 2 Corintios 1:11; Filipenses 1:19; Filemón 1:22.
obligados por mandamiento expreso a amar, también estamos obligados en
conciencia a orar por ellos, pero estamos obligados por mandamiento expreso a
amar a todos los hombres como a nosotros mismos; por eso también estamos
obligados a orar por todos los hombres, así como si fuera por nosotros mismos, a
pesar de que sepamos que algunos de ellos son nuestros enemigos extremos y
mortales, porque así nos enseña claramente nuestro Salvador Cristo en su santo
evangelio, diciendo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen,
haced el bien a los que os odian, orad por los que os persiguen, para que seáis hijos
de vuestro Padre que está en los cielos 102”. Y como enseñó a sus discípulos, así lo
practicó Él mismo en su vida, orando por sus enemigos en la cruz y deseando que
su Padre los perdonara, porque no sabían lo que hacían103, como lo hizo también
aquel santo y bendito mártir Esteban cuando fue cruelmente apedreado hasta la
muerte por los judíos obstinados y contumaces, para ejemplo de todos los que
verdadera y sinceramente seguirán a su Señor y maestro Cristo en esta miserable y
mortal vida104.
Ahora bien, al preguntarnos si debemos orar por los que han partido de este
mundo, o no, veamos lo siguiente. Si sólo nos atenemos a la Palabra de Dios,
debemos admitir que no tenemos ningún mandamiento al respecto. Porque la
Escritura no reconoce sino dos lugares después de esta vida, el uno propio de los
elegidos y bienaventurados de Dios, el otro de las almas reprobadas y condenadas,
como bien puede deducirse de la parábola de Lázaro y el hombre rico105. San Agustín
nos explica en este lugar: "Lo que Abraham dice al hombre rico en el Evangelio de
Lucas, a saber, que los justos no pueden entrar en los lugares donde son
atormentados los impíos, ¿qué otra cosa significa, sino que los justos, por razón del
juicio de Dios, que no puede ser revocado, no pueden mostrar ninguna obra de
misericordia ayudando a los que después de esta vida son arrojados a la cárcel hasta
que paguen el último centavo106? Estas palabras, así como rebaten la opinión de que
podemos ayudar a los muertos con la oración, así también refutan y eliminan
completamente el vano error del purgatorio que se basa en esta sentencia del
Evangelio: "No saldrás de aquí hasta que hayas pagado el último céntimo107". Ahora
bien, San Agustín dice que aquellos hombres que son arrojados a la cárcel después
de esta vida con esa condición de ninguna manera pueden ser ayudados, aunque
nosotros deseemos ayudarlos mucho. ¿Y por qué? Porque la sentencia de Dios es
inmutable y no puede revocarse nuevamente. Por lo tanto, no nos engañemos,
pensando que podemos ayudar a otros, o que otros pueden ayudarnos a nosotros
con sus buenas y caritativas oraciones en el futuro. En efecto, como dice el
Predicador: «Cuando el árbol cae, ya sea hacia el sur o hacia el norte, dondequiera
102
Mateo 5:44–45.
103
Lucas 23:34.
104
Hechos 7:60.
105
Lucas 16:19–26.
106
Agustín, Quaestiones evangelicae, 2.38.3.
107
Mateo. 5:26.
que caiga, allí queda108», dando a entender con esto que todo mortal muere ya sea
en estado de salvación o de condenación, según también claramente nos enseñan
las palabras del Evangelista Juan, cuando dice: «El que cree en el Hijo de Dios tiene
vida eterna, pero el que no cree en el Hijo no verá nunca la vida, sino que la ira de
Dios permanece sobre él109». ¿Dónde está entonces el tercer lugar que llaman
purgatorio? ¿O en dónde serán de ayuda y aprovecharán nuestras oraciones a los
muertos? San Agustín sólo reconoce dos lugares después de esta vida, el cielo y el
infierno. En cuanto al tercer lugar, niega claramente que se encuentre tal en toda la
Escritura110. Crisóstomo también piensa que, a menos que lavemos nuestros
pecados en este mundo presente, no encontraremos consuelo en el porvenir111. Y
San Cipriano dice que después de la muerte «el arrepentimiento y el dolor serán sin
fruto; el llanto también será en vano y la oración será en vano». Por eso aconseja a
todos los hombres que se provean a sí mismos mientras puedan, porque «una vez
que hayan partido de esta vida, no hay lugar para el arrepentimiento, ni tampoco
para la satisfacción112». Que estos y otros lugares similares sean suficientes para
quitarnos de la cabeza el craso error del purgatorio, ni soñemos más que las almas
de los muertos sean ayudadas en algo por nuestras oraciones, sino que, como nos
enseña la Escritura, pensemos que el alma del hombre, al salir del cuerpo, va
directamente al cielo o al infierno, del cual el uno no necesita oración y el otro no
tiene redención.
108
Ecl. 11:3.
109
Juan 3:36.
110
Anónimo, Hypognost., 5.5. Atribuido tradicionalmente a Agustín.
111
Juan Crisóstomo, Hom. en Genesim, 5. 112.
112
Cipriano, Ad Demetrianum, 23-24.
113
1 Juan 1:7; Apocalipsis 1:5.
114
Heb. 9:14.
115
Heb. 10:10 (Vulgata).
116
Heb. 10:14.
El que no puede ser salvo por la fe en la sangre de Cristo, ¿cómo podrá ser librado
por la intercesión de los hombres? ¿Tiene Dios más respeto por el hombre en la
tierra que por Cristo en el cielo? “Si alguno peca”, dice San Juan, “abogado tenemos
ante el Padre, a Jesucristo el justo, y Él es la propiciación por nuestros pecados117”.
Pero debemos tener cuidado de invocar a este abogado mientras tengamos tiempo
en esta vida, no sea que, una vez muertos, no nos quede ninguna esperanza de
salvación. Porque así como cada uno ha de dormir con su propia causa, así cada
uno resucitará con su propia causa 118. Y tenga presente esto, que en el estado en
que muera, en el mismo estado también será juzgado, ya sea para salvación o para
condenación119.
No soñemos, pues, con el purgatorio ni con la oración por las almas de los
muertos, sino oremos con fervor y diligencia por los que están expresamente
mandados en la Sagrada Escritura, es decir, por los reyes y gobernantes, por los
ministros de la santa Palabra de Dios y de los sacramentos, por los santos de este
mundo, llamados de otro modo los fieles, para abreviar, por todos los hombres
vivientes, por muy grandes enemigos de Dios y de su pueblo que sean, como los
judíos, los turcos, los paganos, los infieles, los herejes, etc. Entonces cumpliremos
verdaderamente el mandamiento de Dios en ese sentido y declararemos claramente
que somos los verdaderos “hijos de nuestro Padre celestial, que permite que el sol
brille sobre buenos y malos y que la lluvia caiga sobre justos e injustos120”. Por estos
y todos los demás beneficios concedidos con gran abundancia a la humanidad desde
el principio, démosle gracias de corazón, como estamos obligados, y alabemos su
nombre por los siglos de los siglos.
Amén.
117
1 Juan 2:1–2.
118
Agustín, Tractatus in Iohannem, 49, 9.
119
San Agustín, Ep. ad Hesychium, 199.2.
120
Mateo. 5:45.