Jeff Sutton quiso esconderse, pero antes de que pudiera hacerlo fue
visto por Rose, una de las beldades del Abilene Saloon.
—¡Eh, tú, grandísimo bribón…!
Jeff se estremeció como si lo hubiesen azotado por la espalda.
Levantó la mirada al cielo rogando una pronta inspiración, y luego
giró sobre sus talones, distendiendo los labios en una forzada
sonrisa.
—Caramba, tú por aquí, Rose…
La mujer, de rostro aún bello, lanzaba llamaradas por los ojos.
Keith Luger
La muerte toca la armónica
Bolsilibros - Héroes de la pradera - 002
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Titivillus 20-06-2019
Keith Luger, 1970
Editor digital: Titivillus
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CAPÍTULO PRIMERO
Jeff Sutton quiso esconderse, pero antes de que pudiera hacerlo fue
visto por Rose, una de las beldades del Abilene Saloon.
—¡Eh, tú, grandísimo bribón…!
Jeff se estremeció como si lo hubiesen azotado por la espalda.
Levantó la mirada al cielo rogando una pronta inspiración, y luego
giró sobre sus talones, distendiendo los labios en una forzada
sonrisa.
—Caramba, tú por aquí, Rose…
La mujer, de rostro aún bello, lanzaba llamaradas por los ojos.
—¡Conque tú eres el tipo de más palabra al sur del Missouri…! —
exclamó, con voz rabiosa, al llegar junto a Sutton.
Jeff pretendió establecer una barrera ante su cuerpo con las palmas
de las manos.
—Yo te explicaré, querida Rose…
—Más embustes, ¿eh…? ¿Crees que me chupo el dedo…? ¡Eres peor
que la más traidora de las culebras…!
—Cállate, cállate… ya verás como todo se aclara.
—¡Ya no hay más aclaraciones…! ¡Dos años creyendo tus
monsergas, tus súplicas, tus juramentos…! ¡Ahora todo se acabó!
—Eres injusta, adorada Rose…
—¡No empieces con tus halagos…! «Tu querida Rose, tu adorada
Rose, tu pequeña Rose…». ¡Tengo agotada la paciencia…! ¡Y ahora
mismo me vas a dar el dinero que te entregué para invertirlo en
esos negocios de ganado que me iban a producir un doscientos por
cien al año…!
—¡Pero sí el negocio va viento en popa!
—Sí, ¿eh…? ¿Dónde está el dinero? ¡No he visto una sola res en
veinticuatro meses…! ¿Dónde están los dólares…? ¡Seguro que en
tu bolsillo no están!
—Claro que no, pequeña. Es mucho dinero para llevarlo en el
bolsillo… está… está… ¡en el Banco…! Eso es, en el Banco.
Rose puso los brazos en jarras.
—Conque en el Banco, ¿eh…? ¿En cuál, grandísimo sinvergüenza?
—En el de Kansas City. Un soberbio edificio. Ya te llevaré algún día
para que lo veas. Allí no hay peligro. Jesse James y su banda
intentaron asaltarlo, y después de tener a todos los empleados
contra la pared, tuvieron que largarse porque no pudieron abrir la
caja… Es a prueba de robos.
—Está allí, ¿eh?
—¡Claro que lo está! —Jeff sonrió más abiertamente. Pensó que con
un pequeño esfuerzo más la convencería. Alargó las manos y cogió
los desnudos brazos de ella—. ¿Qué creías, querida…? ¿No sabes
que Jeff es un hombre…? Sí, señor, un hombre que mantiene sus
promesas… Anda, pregunta por ahí quién es Jeff Sutton, y te
contestarán…
Rose apretó los labios, y se desasió de un tirón.
—¡Ya lo pregunté, embaucador…! ¿Y sabes cuál fue la respuesta…?
¡Qué Jeff Sutton es conocido en toda la frontera del Oeste como el
más fullero, tramposo y juerguista de los mortales…!
—¡No es posible! —repuso Jeff.
—¡Desde luego que lo es…! ¡Y ojalá lo hubiera preguntado antes…!
Sutton tragaba saliva. Veía la partida perdida.
Rose echó adelante la barbilla enérgica, y dijo, arrastrando las
palabras:
—Y ahora me vas a devolver los cinco mil dólares, o te juro…
De pronto, antes de que la mujer pudiera terminar la frase, se oyó
un estampido, y una bala levantó tierra a unos centímetros de las
botas de Sutton.
Éste se volvió como un rayo en la dirección de donde procedía el
disparo, y Rose lanzó un grito.
Un hombre de uno ochenta de estatura, de rostro curtido, ojos
azabaches y brillantes, se hallaba a unos cinco metros con un «Colt»
en la mano. Vestía de negro, y cubría la cabeza con un sombrero
tejano. Todo él estaba cubierto de polvo, y en las altas botas
aparecían manchas de barro.
—Quiero mi dinero, Sutton, o te envío antes de una hora al infierno
—dijo con voz fría.
Jeff detuvo el movimiento de sus dedos antes de que rozasen la
culata de su revólver.
Rose dio un paso atrás, llevándose una mano a la garganta.
El de luto avanzó lentamente, hasta hallarse al lado de su víctima.
Lo midió con la mirada, y después dirigió ésta hacia Rose.
—He oído parte de la conversación, señorita. Ya veo que este
canalla gasta los mismos trucos en todas partes… Pero ahora le voy
a arreglar yo las cuentas. No los volverá a repetir…
—¿Qué… qué le va a hacer? —preguntó Rose, con voz temblorosa.
—Lo voy a matar.
Jeff pegó un respingo.
—¿Matarme…? ¿Por qué…? No le conozco a usted… ¡En mí vida lo
he visto…! ¡Dile quién soy, Rose…! ¡Este hombre se confunde…!
¡Seguro que se confunde…!
—Se llama Jeff Sutton —repuso ella, moviendo afirmativamente la
cabeza como si quisiera imprimir más verosimilitud a sus palabras.
—Y es a Jeff Sutton a quien he buscado durante dos meses —
declaró el del «Colt»—. Y ahora no escaparás…
Del rostro de la mujer se había borrado el odio, la rabia, el deseo de
venganza. En su lugar había un gesto de sorpresa, de preocupación.
—¿Qué le ha hecho Sutton, señor? —preguntó.
—Engañó a mi hermana como a usted. Le dijo que se dedicaba a la
compra de ganado en grandes manadas, y que luego lo vendía a los
comerciantes del Este con un beneficio líquido de un doscientos por
cien. Por este procedimiento le sacó todos sus ahorros. Tres mil
dólares. Eso fue hace un año. Desde entonces, este tipo no ha vuelto
por el rancho de mi hermana a entregarle un solo centavo…
—¿Y… y lo va a matar a sangre fría? —balbució Rose.
—Es un reptil. No merece otro trato.
—Quizá con unos años de cárcel…
—No. Volvería a las andadas. Conozco bien a estos sujetos. Más
vale que su cuerpo abone la tierra, muchas mujeres me maldecirían
si lo dejase vivo… ¡Adelante, Sutton!
—¡No! —chilló Jeff—. ¡No me puede obligar…!
—¡Empieza a andar delante de mí, o te descerrajo un tiro aquí
mismo…!
Sutton dirigió una mirada suplicante a Rose, y por fin se decidió a
caminar.
La beldad del Abilene Saloon se movió de derecha a izquierda,
nerviosa, y luego echó a correr hacia la calle principal, en la que
desembocaba la que había sido escenario del encuentro.
Los dos hombres, uno tras otro, siguieron andando. Doblaron por
una esquina, y entonces Jeff se volvió rápidamente, lanzando una
carcajada.
—¡John Fleming…! ¡Si eres el viejo Johnny…! ¡No lo creían mis
ojos!
El aludido enfundó el revólver, y acogió en sus brazos a Jeff con
una ancha sonrisa.
—¿Adonde fue? —preguntó John, separándose.
—¿Quién? ¿Rose…? ¡En busca del alguacil…! ¿Te la imaginas
presentándose en la oficina y diciendo que me están asesinando? —
Sutton repitió sus carcajadas.
Fleming se frotó el mentón, quedó repentinamente serio, y
preguntó:
—¿Qué le has hecho? Otra estafa, ¿eh…?
—Una tontería de nada. Es un pequeño préstamo. Se lo devolveré
un día de éstos, con sus legítimos intereses…
—Cinco mil dólares. ¿De dónde los vas a sacar? ¿Engañando a otra
mujer?
—¡Johnny! —exclamó Sutton, en tono ofendido.
—Quítate la careta, viejo zorro —indicó Fleming, con voz no
carente de afectuosidad—. La última vez que te vi, hace cosa de tres
años, tuve que salvarte de otro compromiso… ¿Cuándo vas a sentar
la cabeza? Has cumplido ya los cincuenta, y te comportas como un
chiquillo.
—¡Cuarenta y siete…!
—Cincuenta, y no rebajo ni uno. Me llevas quince años, y hace seis
meses que cumplí los treinta y cinco.
—Está bien, cincuenta —admitió Jeff, con pesar.
—Ahora supongo que te largarás de Abilene, Cuando esa mujer se
entere de que todo ha sido una comedia, es capaz de clavarte un
cuchillo en la espalda…
—El caso es que no sé dónde ir. He intentado trabajar…
—¿Intentado tú eso?
Fleming miró a Jeff con reconvención, y los dos acabaron riendo.
—Hablemos de ti, Johnny. Tenemos que celebrar tus éxitos. Aún me
quedan unos dólares para invitarte a cenar esta noche. Eres casi un
héroe nacional…
—Tonterías.
—No seas modesto. La gente se vuelve loca leyendo o comentando
tus aventuras. John Fleming, el famoso detective de la Agencia
Pinkerton… Cada vez que oigo eso, me hincho de orgullo, sí,
señor… y a todos les digo que soy tu amigo… Bueno, casi nadie lo
cree. Ya sabes, tengo esa fama de embustero… ¡Y por ello me
gustaría que te viesen conmigo en todas partes…!
—Eso puede ser fácil ahora.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Vas a trabajar en Abilene?
—Voy a recobrar mi libertad. Cuando te he visto discutiendo con
esa mujer me dirigía a la sucursal que tiene aquí establecida la
agencia, para presentar la dimisión…
—¿Dimisión? ¿Qué mosca te ha picado?
—Estoy un poco agotado. Llevo unos cuantos años tragando
millas… Creo que me he ganado un buen descanso. Tengo ahorrado
algún dinero, y he pensado comprar un rancho y pasar el resto de
mi vida viendo corretear a los animales…
—¿Quién es ella?
—¿Ella?
—Naturalmente. A Johnny Fleming sólo puede hacerle cambiar una
mujer. ¡Y por cien mil búfalos que estoy deseando conocerla…!
¡Debe ser algo que sólo se ve en sueños…!
—No hay ninguna mujer.
—¿No?
—Tienes mi palabra de que no existe. Ni la necesito para constituir
un rancho.
Sutton se rascó el cogote, y dijo:
—¡Que me emplumen si te comprendo!
—Anda, acompáñame a la agencia y te convencerás…
En ese instante, procedente del lugar donde habían representado el
drama, oyeron la voz alterada de Rose que parecía dar
explicaciones. Luego siguieron voces varoniles.
Los dos amigos echaron a correr, doblaron por una calle transversal
y salieron a la principal.
Pocos minutos más tarde entraron en una casa de ladrillo rojo, en
cuya puerta había una placa en la que se leía: «Agencia de
detectives Pinkerton».
Un hombre que había ante una mesa, en una habitación llena de
fotografías, se levantó al ver a John.
—¡Fleming…! El jefe lo está esperando… ¿Qué tal el viaje?
—Bien, sin contratiempos… Espérame aquí, Jeff.
El detective abrió la puerta de cristales situada en la pared de la
derecha, y penetró en un amplio despacho bien decorado. Un
individuo de unos cuarenta años, de cabeza calva y gafas de miope,
levantó los ojos de los papeles que consultaba en aquel instante, y al
ver a su visitante se incorporó como impulsado por un resorte.
—¿Cómo está, Fleming? —Tendió una mano huesuda que el aludido
estrechó, y dijo—: Lo esperaba desde la semana pasada… Siéntese,
póngase cómodo… ¿un cigarro…?
Johnny se dejó caer en un sillón, y se meció al comprobar su
blandura. Sonrió diciendo:
—No está mal esto. ¿Tiene muchos muelles…?
—Son comodidades de la civilización, amigo Fleming. Cada día se
nos ofrece un avance… Bueno, ¿qué me dice de su trabajo?
Pinkerton está impaciente… Diariamente me envía una carta… Yo
ya no sabía qué hacer…
John, mientras el otro hablaba, sacó una cartera y extrajo un
abultado sobre, que tiró sobre la mesa.
—Ahí lo tiene, Hudson…
—Hoy mismo le enviaré este informe a Pinkerton por correo
especial. Le felicito; una vez más ha dado en el clavo. Lástima que
el asesino se suicidase cuando usted lo tenía acorralado… Pero ese
final demuestra que si se mató fue porque sabía que se enfrentaba
con John Fleming, y que no tenía una sola probabilidad de
escapar… El certificado de defunción del médico de Álamo Chico, y
el dibujo que usted hizo del rostro del criminal, son pruebas
suficientes para nuestro cliente…
Fleming arrojó sobre la mesa una pequeña bolsa de cuero.
—¿Qué es esto? —inquirió Hudson.
—Por si el cliente no considerase bastante probada la muerte de
James Nolan, ahí tiene unos cuantos objetos que le pertenecían.
—Está usted en todo…
Johnny se levantó, y declaró:
—Supongo que no habrá inconveniente en que me abone los dos
mil dólares de recompensa…
—Claro que no. ¿Los quiere ahora?
—Sí.
Hudson dio la vuelta a la mesa, y abrió un cajón, de donde después
de manipular un rato sacó un paquete de billetes que alargó a su
interlocutor.
—Ahí lo tiene. Cuéntelos.
—No es necesario —repuso Fleming, guardándoselos en el bolsillo.
A continuación hizo un recibo por la cantidad.
—Bien, amigo. Tiene usted suerte —comentó Hudson, frotándose
las manos.
—¿Sí?
—¡Seguro! Ya le he dicho que lo esperaba desde la semana pasada,
y no crea que era por este asunto de James Nolan, no… Se trata de
otra cosa… ¡Del caso más formidable que se le ha presentado a la
Agencia Pinkerton! —habló como el director de un circo en el
momento de presentar su número sensacional.
John no dijo nada.
—Ya le escribí a Pinkerton de lo que se trata —prosiguió el miope
—. El está entusiasmado. Me contestó a vuelta de correo… por aquí
tengo la carta —husmeó en una carpeta, y sacó una hoja de papel
manuscrita—, escuche… «Si hay un hombre en toda América capaz
de descubrir el crimen de que me habla, ese hombre es John
Fleming…». ¿Qué le parece? Pinkerton sabe perfectamente…
—No siga, Hudson —atajó Johnny.
—¿Eh?
—No me haré cargo de ese caso ni de ninguno más.
—¿Qué… qué dice?
—Que con el caso Nolan doy por terminada mi carrera de detective.
Le presento la dimisión. No tengo tiempo de ir a la central para
hacerlo personalmente, así es que haga traslado de ella al jefe…
Hudson estaba boquiabierto; los ojos se le agrandaban por
segundos.
—No… no… —decía balbuciente.
John se dirigió hacia la puerta para salir.
El calvo pegó un bote, y se lanzó disparado.
—¿Está loco, Fleming? —exclamó, cogiendo al ex detective por un
brazo.
—Dígale a Pinkerton que un día u otro nos veremos, y que le deseo
suerte.
—¡Pero usted no nos puede hacer eso! ¡Usted no sabe que el cliente
ha ofrecido una fortuna como recompensa…!
—Adiós, Hudson.
Johnny tomó la mano lacia del asombrado director, la apretó, y
salió del despacho.
—Vamos, Jeff… —dijo, al pasar por la otra habitación.
Una vez en la calle, Fleming preguntó a su amigo:
—¿Qué hotel me recomiendas?
—Yo me alojo en el Ganadero. No es muy lujoso, pero está de
acuerdo con mi bolsillo. Si quieres otro…
—Será bueno también para mí. Un baño es lo que necesito. Pero
antes he de comprar ropa nueva…
Una hora más tarde, Johnny se hallaba instalado en un cuarto, un
dólar por día, del hotel Ganadero. Se dio varios remojones metido
en una cuba, y después se vistió con las prendas recién compradas.
Cenaron en el restaurante de Elías Brady, y como el ex empleado de
Pinkerton manifestase tener una respetable dosis de sueño atrasado,
regresaron al hotel, y cada cual se introdujo en su habitación, ya
que tampoco Sutton quiso exhibirse por los locales nocturnos por
temor a Rose.
Cuando Johnny despertó a la mañana siguiente, comprobó que el
sol estaba ya alto.
Se lavó y cubrióse con sus galas pleno de optimismo, acompañando
los movimientos con las notas silbadas de una canción vaquera.
Limpiaba sus botas con la camisa sucia, en el instante en que la
puerta fue abierta de golpe. Alzó la cabeza, y vio a dos hombres en
el umbral.
—El cuarto está ocupado, muchachos —advirtió—. Pero debe haber
otros vacíos por ahí…
—Es éste el que buscamos.
John arqueó las cejas y murmuró:
—¿Qué os pasa? ¿Estáis borrachos?
El cinturón de los «Colt» colgaba de las patas de la cama y, al
tiempo que preguntaba, dio un paso hacia él.
—No te muevas, zanquilargo —conminó el que estaba más cerca,
pecho atlético y brazos largos.
Fleming se quedó inmóvil, maldiciéndose por no haber puesto a
buen recaudo los dos mil dólares recibidos de Hudson. Aquellos
tipos se debían de haber enterado de su opulencia, y lo iban a
limpiar. No pudiendo ofrecer resistencia al atraco, escrutó los
rostros de los dos hombres para grabarlos a fuego en su memoria.
Un día u otro les echaría el guante, aun cuando tuviese que
seguirlos hasta el infierno.
—Anda ya, empieza a andar delante de nosotros…
Johnny frunció el ceño. Lo obligaban a salir. ¿Qué significaba todo
aquello?
Al dirigirse hacia la puerta tenía que pasar junto al cinturón. Movió
las piernas y de súbito se agachó, pero se mantuvo quieto porque
dos cañones le apuntaban ya al corazón.
—Te crees listo, ¿eh, zanquilargo?
John se enderezó, y entonces el del pecho atlético disparó su puño
derecho. Aquél recibió el golpe en el mentón y cayó hacia atrás,
rebotando en la cama.
—Esto es para que aprendas. —Y cuando Fleming se incorporaba,
con un hilillo de sangre bajándole de la boca, prosiguió—: Si haces
otra barrabasada, vas a estar mil años sin moverte… Escucha ahora.
Vamos a salir a la calle. Tú irás un paso delante de nosotros. Te
señalaremos el camino, y si se te ocurre detenerte a hablar con
alguien o hacer alguna señal, ya puedes rezar una oración por tu
alma… ¡Ale, andando!
Johnny se tragó la rabia que le invadía y obedeció.
Caminaron por la acera, desplazándose en el sentido que los dos
tipos querían.
Se apartaron de la arteria principal de Abilene, y dejaron otras
secundarias.
El del puñetazo, al llegar a una casa rodeada de una empalizada,
dijo:
—Hemos llegado. Entra por esa puerta. Pisaron un estrecho sendero
de tierra roja, y se introdujeron en la vivienda.
Otro hombre esperaba en el vestíbulo, y se unió a la pareja.
Cruzaron un pasillo, al final del cual había una habitación.
Una mujer, que estaba de espaldas junto a una ventana, se volvió al
oír los pasos.
Fleming contempló una esplendida belleza morena. El cabello
azabache, los ojos negros, la piel tostada, el busto prieto y mórbido.
Los labios eran rojos como la grana, frescos y sensuales.
—Podéis marcharos. Ya os avisaré —dijo la hembra.
Los tres sujetos abandonaron la estancia, cerrando tras ellos.
Johnny no salía de su asombro. Antes de que pudiera hacer la
primera pregunta, la hermosa distendió su boca en una amable
sonrisa e invitó, señalando un sillón.
—¿Quiere usted sentarse, señor Fleming?
CAPÍTULO II
John se sentó, y ella lo hizo en otro sillón frente a él.
—Mi nombre es Teresa Jurado, señor Fleming, y antes que nada he
de decirle que lamento que nuestro conocimiento tenga este
carácter forzoso… Usted no me ha dejado elegir…
—¿Quiere ser más concreta?
—Yo soy el cliente de la agencia Pinkerton de que ayer le habló el
señor Hudson.
Un rayo de luz penetró en la mente de Johnny.
—Esta mañana —prosiguió la mujer—, me ha comunicado el señor
Hudson la decisión de usted de abandonar la agencia.
—Es cierto —ahora que la tenía más cerca le calculó unos
veinticinco años de edad.
—He querido que viniese a verme para que supiese de qué se trata.
—Emplea usted unos métodos muy convincentes —adujo,
acariciándose la mandíbula dolorida.
—Le repito mis excusas.
—Y yo he de decirle, señorita Jurado, que cuando tomo una
decisión la mantengo a todo trance.
—No obstante le ruego me escuche.
—He de recordarle que en la agencia Pinkerton no soy yo solo,
señorita. Hay otros agentes, bastantes, que están tan capacitados
como lo pueda estar yo para ayudarla a usted a resolver sus
problemas.
—Me he informado bien. Yo quiero el mejor detective para que se
ocupe de mi asunto, y el mejor es usted, señor Fleming.
—Lo siento, pero creo que ambos estamos perdiendo un tiempo
precioso.
—¿Puede dedicarme solamente unos minutos del suyo? Cuando me
haya escuchado, sea cual fuere su determinación, comprenderá por
qué insisto tanto…
—Está bien —convino John—. Puede empezar cuando guste. La
escucharé…
Teresa Jurado se humedeció los rojos labios y dijo:
—Mi familia es oriunda de México, como ya habrá supuesto. Mi
padre fue uno de los primeros hombres que se dio cuenta de las
enormes perspectivas ganaderas de Texas, e instaló un rancho que
en poco tiempo se convirtió en un buen negocio. Se casó y tuvo dos
hijos. Un varón, Francisco Jurado y yo. Mi hermano, en cuanto
cumplió los quince años, mostró lo que llevaba dentro. Era
completamente distinto a mi padre. Estaba poseído por un espíritu
de aventura que le hacía escapar de casa y permanecer fuera de ella
durante semanas, hasta que regresaba muerto de hambre y de
cansancio. Todos los esfuerzos de mi padre para domarlo eran
inútiles. Apenas se había recobrado, volvía a marchar. La última vez
lo hizo en compañía de uno de nuestros peones, Robert Steele. Esto
sucedió hará cosa de unos trece meses. Creímos que, al ir
acompañado, su ausencia sería más larga que las veces anteriores,
pero no podíamos suponer que ya no lo veríamos jamás…
La joven hizo una pausa, y entrelazó los dedos sobre su regazo.
Después prosiguió:
—Hace cuatro meses apareció Robert Steele en el rancho, y nos
comunicó la fatal noticia. Mi hermano había sido asesinado aquí, en
Abilene. Él y Robert consiguieron ser contratados por un ranchero
que traía su ganado a esta ciudad. Cuando llegaron, hicieron lo que
hacen todos los vaqueros en idénticas circunstancias. Con los
salarios cobrados, se dedicaron a pasarlo bien, a su manera. Al cabo
de unos días mi hermano le dijo a Robert que se volvía a casa, y que
compraría unos cuantos regalos con el dinero que le quedaba. Steele
prefería quedarse en Abilene, porque, después de las lluvias,
pensaba seguir hacia el Norte. Se despidieron, y Francisco se dirigió
a un almacén para efectuar sus compras. Eligió una hora en que los
establecimientos estaban semivacíos. Eran las tres de la tarde. En el
almacén que entró se hallaban su dueño y un ciego de unos sesenta
y cinco años de edad. Francisco empezó a ver baratijas, y estando
en ello, un hombre se introdujo silenciosamente por la puerta y
encañonó a los presentes. Pidió el dinero del tendero y el que
tuvieran todos en sus bolsillos. Aquél abrió un cajón, y puso sobre
el mostrador las ventas del día. Cuando el bandido se disponía a
coger los billetes, el tendero pretendió sacar una pistola ele la caja,
pero el otro fue más rápido y le descerrajó un tiro. Mi hermano
saltó sobre el asesino, y forcejearon. De pronto, sonó otro
estampido, y Francisco cayó al suelo herido de muerte. Su matador
no se entretuvo más; echó a correr, saltó sobre su caballo y salió de
estampida. Francisco sólo vivió unos segundos…
—¿El ladrón iba enmascarado? —preguntó John.
—No lo sabemos. El único hombre que asistió al doble crimen fue el
ciego.
—En ese caso, el asesino debía saber lo de la ceguera. De lo
contrario también lo hubiese matado.
—Es posible.
—Y usted, señorita Jurado, pretende que yo dé con él…
—Para ello he venido a Abilene. Tenía referencias de la agencia
Pinkerton, y concretamente de usted. Estoy dispuesta…
—No siga —la interrumpió Fleming—. ¿Se da cuenta de que lo que
persigue es algo imposible? No ha habido testigos de los asesinatos,
puesto que el ciego no puede ser considerado como tal… Ese
hombre, el criminal, a estas horas puede estar en Nueva York o en
San Francisco de California… ¡y no sabemos quién es! ¡Ignoramos
su nombre, los rasgos de su cara, su estatura! ¡Lo ignoramos todo…!
—Todo no —arguyo Teresa introduciendo la mano en un bolsillo
del vestido.
Johnny esperó. La joven sacó una armónica, que le alargó al tiempo
que decía:
—Tenemos esto. Pertenece al asesino. Se le cayó cuando peleaba
con mi hermano.
Fleming cogió el instrumento, y lo examinó atentamente. En una de
sus bandas había una plaquita metálica con las siguientes palabras
grabadas: «A E. Sumter de H. Taibot, Shefield».
—Sólo tiene que echar una mano a E. Sumter —dijo Teresa—. Sé
que no será tarea fácil y por ello le pagaré…
John se incorporó y devolvió la armónica.
—Lo siento, señorita Jurado. Comprendo que quiera castigar al
hombre que mató a su hermano, y le deseo suerte, pero no puedo
aceptar su trabajo. He tenido mucho gusto, señorita…
Fleming inclinó la cabeza y giró sobre sus talones dirigiéndose hacia
la puerta.
—Le daré diez mil dólares si encuentra a ese hombre —anunció la
joven arrastrando las palabras.
Johnny se detuvo como si hubiera encontrado de improviso una
barrera. Tragó saliva… y volvióse lentamente.
—¿Diez mil dólares? —inquirió.
—Eso he dicho. Naturalmente, tal cantidad tendrá el carácter de
recompensa. Por tanto abonaré los gastos y demás honorarios que
señale usted…
—Es con la agencia con quien debe entenderse respecto a esos
detalles…
Teresa dibujó en sus labios una suave sonrisa.
—¿Acepta, pues?
—No estoy en disposición de perder esos diez mil. Deme la
armónica.
Johnny volvió a coger el instrumento musical, observando
nuevamente la plaquita grabada.
—Shefield —murmuró—. Eso queda muy lejos de aquí. Es un
pueblo de la frontera, entre Texas y Luisiana, cerca de la
desembocadura del río Sabine. ¿Ha hecho usted alguna gestión
antes de decidirse a solicitar los servicios de la agencia?
—No, ninguna. Creí más conveniente esperar y confiarlo todo a
ustedes.
—De acuerdo. ¿Qué fue del amigo de su hermano, de ese Robert
Steele?
—Está ahí fuera.
—¿Quiere hacerlo entrar? Ha de contestarme a unas preguntas.
Bob Steele era de estatura regular, moreno, de unos veinticinco
años. Teresa hizo las presentaciones, y enseguida Fleming fue al
grano.
—¿Por cuenta de qué rancho hicieron el traslado del ganado a
Abilene, usted y el hermano de la señorita?
—El dueño de las reses se llama William Sheridan. Tiene el rancho
un poco más arriba de Matagorda.
—¿Ocurrió algo anormal durante el viaje?
—Lo corriente. Un par de estampidas y algunas dificultades con los
indios o los cuatreros.
—Me refiero a incidentes entre ustedes.
—Surgió una pelea el mismo día que emprendimos la ruta.
—¿Intervino en ella Francisco?
—No. Fue entre mestizos y el capataz de Sheridan. Éste acabó con
la riña despidiendo a los dos.
—¿Se había llevado bien Francisco con esos hombres?
—Apenas los conocíamos. Ya le he dicho que eso ocurrió cuando
estábamos a pocas millas del rancho Sheridan.
—Está bien. ¿Y en Abilene? ¿Qué ocurrió?
—Nada extraordinario. Cobramos los salarios y la prima por haber
llegado con un porcentaje insignificante de pérdidas, y cada cual se
puso a divertirse.
—¿Se divirtieron juntos usted y Francisco?
—Eso no era posible. —Steele tosió, mirando de soslayo a Teresa—.
Ya me entiende.
—¿Dónde se encontraba usted cuando se cometió el asesinato?
—Francisco me despertó en la habitación que tenía alquilada en el
hotel Ganadero, para decirme que se volvía a casa. Me preguntó
que si me iba con él y yo le dije que estaba cansado de arrear
ganado y que seguramente me iría al Norte.
—¿Por qué ha vuelto entonces al rancho de los Jurado?
—Porque quise darles la noticia personalmente, y pensé que, al fin
y al cabo, podía enrolarme con otro convoy.
—¿No recuerda usted nada de lo que vio por aquellos días, que
pueda servir de algo?
Steele arrugó la frente como si pensase en la pregunta, y luego
repuso:
—No. Creo que no puedo ayudarle en su trabajo, y créame que lo
siento.
El cowboy salió de la habitación y John dijo a Teresa:
—Vaya a la agencia a ultimar los detalles. Yo pasaré por allí más
tarde. ¿Sabe dónde encontrar a ese ciego?
—Lo hallará en la última casa de la calle principal, pero no le
sacará nada. Ya le he hablado yo y resultaron infructuosos todos los
intentos.
—De todas formas le haré una visita. ¿Quiere hacer el favor de
avisar a los dos hombres que me han acompañado desde el hotel?
Teresa fue a la puerta, la abrió y llamó a Brian y a Abbot.
Los dos cowboys penetraron en la habitación.
Fleming miró contemplativamente al más alto, mientras se le
acercaba con lentitud. De repente, disparó el puño derecho y su
víctima se desplomó fulminada. Ni se movió cuando sus anchas
espaldas se estrellaron en el piso de madera.
La morena lanzó un grito.
El detective pasó al lado del caído, y dijo a la nueva cliente de la
agencia Pinkerton:
—Enseñe mejores modales a sus hombres, señorita Jurado. La
incorrección no trae nada bueno.
Y salió de la estancia, dejando a la mujer con los grandes ojos
negros abiertos de par en par.
Cruzó la calle en dirección al lugar que ella había señalado. La
persona que buscaba se encontraba fumando una pipa recostado en
una vieja mecedora.
—Oiga, buen hombre —le saludó, deteniéndose a su lado—.
¿Conoce a un tipo que se llamó Slim Carpentier?
El ciego echó adelante el busto y repuso, con la mirada perdida en
el vacío:
—¿Slim Carpentier? No me suena. Seguro que no he oído tal
nombre.
—Me dijeron que andaba a la gresca por estos andurriales. Es
inconfundible. Se lo describiré. Mide cerca de dos metros, moreno,
poblado de cejas, con una cicatriz… —De pronto John hizo una
pausa como si se diese cuenta en aquel instante de que hablaba con
un hombre privado de la vista—. Oh, perdone, no me he fijado. Soy
un perfecto idiota…
—No se excuse, amigo. No tiene importancia…
—Ha de perdonarme…
—Claro que sí, muchacho.
—¿Es de nacimiento? —preguntó el detective, con voz en la que
había verdadero afecto.
—No. La perdí en «los siete días de Richmond» [1]. Estalló un obús a
dos metros de mí y me recogieron casi en pedazos, pero pudieron
pegarlos… La vista no es tan importante como algunos creen. Para
como está el mundo, es preferible no ver muchas cosas…
—Sí, hay algunas que, ciertamente, repelen a los ojos… En Fort Hall
vi hace unos meses a un hombre en el instante de pasarle un carro
por encima del vientre. Fue espeluznante. Y la semana pasada
contemplé la muerte de un joven que me erizó el cabello… Lo
cogieron entre tres, y lo arrojaron por un precipicio. Eran unos
bandidos que asaltaron la diligencia de Ferguson, y aquel infeliz
cometió el pecado de no llevar encima más que una moneda de
cincuenta centavos. Los ladrones se enfurecieron por tal hecho y
encañonaron a los pasajeros, entre los que yo me encontraba,
mientras cometían su fechoría.
John observaba el rostro apergaminado del ciego. Éste movió la
cabeza asintiendo, y dijo:
—También en Abilene ocurren cosas de ésas. Hace unos meses
asesinaron a dos hombres en mi presencia… Fue en el almacén de
Higgins. Estaba charlando con él cuando entró un comprador y
pidió ver collares y pulseras. A los cinco minutos aproximadamente,
una voz me dejó helado. Era un individuo que nos invitó a levantar
los brazos y a darle el dinero que hubiese entre las cuatro paredes
de la tienda, incluido el de nuestros bolsillos. Higgins hizo una
tontería. Cuando puso sus dólares sobre el mostrador, quiso
aprovechar el instante en que el salteador fuese a cogerlos. Echó
mano a un revólver que tenía cerca, pero el otro fue más rápido, y
lo dejó seco de un balazo. El de los collares se abalanzó sobre el
asesino, pelearon, y también él recibió lo suyo.
—Lo cogerían, ¿eh?
—No. Logró escapar Sólo dejó un recuerdo suyo, una armónica…
—Le gustaba la música.
—Su pieza favorita era un vals.
John frunció el ceño e inquirió sorprendido:
—¿Un vals?
—Sí. Usted lo conocerá también. Ese que se titula Hay una chica
guapa en el Mississippi.
—¿Es que conoce usted al criminal?
El ciego soltó una risita.
—Sí.
—¿Y no lo ha denunciado al alguacil?
—Es que no sé cómo se llama. Le explicaré en qué consiste mi
conocimiento. —El viejo se movió en la mecedora buscando una
posición, cómoda, y prosiguió—: Usted sabrá seguramente o habrá
oído decir que cuando uno pierde la vista, se desarrollan sus otros
sentidos, como si la naturaleza le concediese una compensación. Eso
me ha ocurrido a mí. Mi oído se ha ido perfeccionando de día el
día, hasta el punto de que conozco a muchas personas por su forma
de andar, o sea por el ruido producido por sus botas. No hay una
sola persona que ande igual que otra. Eso parece imposible de
percibir para ustedes, porque tienen los ojos para diferenciarlas por
su físico. Pero yo, desde que salí del hospital de campaña, me he
esforzado por sustituirlos por los oídos. Dos días antes de los hechos
que le he relatado, estaba yo en el Amigo del Cowboy, uno de los
saloons a donde acude la gente que viene de Texas, cuando escuché
ese vals del Mississippi, interpretado por una armónica. Me gusta
también porque me trae recuerdos de la guerra anteriores a mi
percance. El que lo tocaba, al terminar se movió hacia el mostrador,
y pude distinguir perfectamente sus pasos porque en aquel instante
el local se hallaba casi vacío. Eran pausados, lentos. Se puso a mi
lado, pidió un whisky, lo tomó, pagó y salió del establecimiento. No
volví a escuchar el taconeo de sus botas hasta el momento en que
entró en el almacén de Higgins. Lo reconocí inmediatamente…
—¿Y por qué no contó eso al alguacil?
—¿A James? Porque es un bruto. Se hubiese reído de mí o no me
hubiera hecho caso. Aparte de que, para conseguir algo, habría
tenido que hacer desfilar ante mí uno a uno a todos los hombres de
Abilene. ¿Cree que los cowboys se hubieran prestado a tal prueba?
Y aun en el caso de que yo hubiera identificado por sus pasos al
asesino, usted debe suponer que esa prueba no hubiera sido tenida
en cuenta por ningún jurado. Lo habrían dejado en libertad.
—Tiene razón —asintió Johnny—. Y naturalmente, desde entonces
no habrá vuelto a «oír» a ese hombre…
—No debe encontrarse en Abilene porque desde aquel día he
prestado atención a aquellos sonidos que tan bien mantengo en mi
cerebro y jamás se han repetido.
Fleming dio por terminada su entrevista.
—¿Así pues, no conoce a Slim Carpentier?
—No, le aseguro que no.
—Tendré que seguir su busca. He pasado un rato agradable con
usted. Ya vendré otro día para empalmar la charla.
—Cuando quiera, muchacho. Suerte.
Se encontró de nuevo con Teresa Jurado en el despacho de Hudson.
Éste sonreía de oreja a oreja al tiempo que se deshacía en lisonjas.
La joven no apartaba su mirada del rostro atezado de Fleming.
—¿Puede decirme cómo iniciará su investigación? —inquirió la
hembra.
—Ya la he iniciado —repuso John. Y luego se dirigió a Hudson—:
Necesito que esté todo preparado para el atardecer. Salgo para
Luisiana.
—¡Magnífico, Johnny! —exclamó el calvito, frotándose las manos
—. Ya lo ve, señorita Jurado, apenas ha aceptado el asunto y ya está
en acción…
—¿Cuándo cree que podrá coger al asesino, señor Fleming? —
preguntó Teresa.
—Yo no he dicho que lo vaya a detener, señorita. Voy a intentarlo.
De todas formas, es posible que tarde cinco meses, o seis u ocho… o
más de un año. Usted puede suspender la investigación cuando
quiera, pero seguirán devengándose los gastos y los honorarios
diarios hasta que se me comunique formalmente la suspensión.
La morena enrojeció, y en sus ojos fulguraron chispas de rabia.
Contestó con voz enérgica:
—¡No pienso suspender la investigación hasta que usted entregue al
asesino o se dé por vencido!
—De acuerdo —dijo él, mirándola fijamente.
—¡Quiero que me envíen los informes a Laredo!
—No se preocupe —intervino, meloso, Hudson—. Podrá seguir el
curso del trabajo del señor Fleming a través de los boletines que
periódicamente le enviaremos a su rancho.
—No pienso dar ningún informe mientras trabaje en este caso —
declaró John, resueltamente.
Hudson emitió un gruñido y la señorita Jurado se levantó de la silla
como si ésta quemase.
—¿Qué dice? —exclamó, más hermosa que nunca—. ¿No sabe que
soy yo quien paga y por tanto tengo derecho a conocer sus
investigaciones?
—Las conocerá cuando las haya concluido. Y ahora es el momento
de decidir si he de continuar adelante o ha cambiado de idea.
Durante unos segundos Teresa se mordió el labio inferior
manteniendo consigo misma una lucha, mas al fin, habló reflejando
en sus palabras la furia que la poseía:
—¡Está bien! ¡Usted gana, señor Fleming! Esperaré en Laredo el día
que se le ocurra informarme…
—Hasta la vista, señorita Jurado —despidióse el detective, yendo
hacia la puerta—. Abur, Hudson…
Un poco más arriba de la sucursal de la agencia Pinkerton, encontró
John a Jeff, quien lo palmeó alegremente.
—¿A qué se debe tu felicidad? —inquirió Fleming.
—He visto a Rose. No te puedes imaginar lo contenta que se ha
puesto al verme vivo. Casi se desmayó. Le dije que te liquidé de un
balazo. Ha sido tanta su emoción, que ha prometido invertir
quinientos dólares más en el negocio de las reses.
—No tienes remedio, Jeff.
—Esta vez te juro que es en serio. Con esos quinientos compraré
ganado a unas cincuenta millas de Abilene. Como los cowboys
vienen cansados, es fácil hacerse con unas cuantas cabezas
pagándolas medio dólar o un dólar más baratas. Luego las venderé
aquí, y repetiré unas cuantas veces la operación.
—¿Y qué va a pasar cuando Rose me vea y compruebe tu nueva
mentira?
—¡No! —exclamó Jeff llevándose la mano a la mejilla.
—¿Cómo lo arreglarás?
—No había pensado en ello.
Johnny esperó a que su amigo sudase preocupado por la inminente
catástrofe, y luego dijo:
—Bueno, viejo zorro. No es necesario que lo tomes tan en serio. Te
voy a dejar el campo libre. Me marcho de Abilene esta misma tarde.
—Así pues, sigues con la idea de montar un rancho.
—La he aplazado unos meses. Primero he de realizar un trabajo.
—Por cuenta de la agencia Pinkerton, ¿eh?
Fleming se acarició la barbilla y repuso:
—Sí, por cuenta de la agencia Pinkerton.
Sutton lanzó una carcajada.
—Ya te lo dije, muchacho —contestó temblándole los hombros
mientras reía—. Sólo podrás convertir tu sueño en realidad, el día
que encuentres en tu camino a una mujer que te produzca
cosquillas en la garganta como el champaña.
Los dos amigos se despidieron, y cuando poco después, John se
dirigía al hotel Ganadero, iba pensando en las últimas palabras de
Jeff y en la hembra morena y excitante que era Teresa Jurado.
CAPÍTULO III
A los cincuenta y dos días de haber abandonado Abilene, John
Fleming llegó a Shefield. Era éste un poblado de triste aspecto
compuesto por unas cinco docenas de casas de madera. La calle
central aparecía desierta, circunstancia extraña, ya que en el
momento en que el detective cabalgaba por ella eran las once de la
mañana.
Un perro, al que se le podían contar fácilmente las costillas, empezó
a ladrar girando alrededor de la montura. Johnny se echó el
sombrero hacia atrás, y observó las puertas y ventanas vacías. Al fin
distinguió una de aquéllas abierta, la que exhibía en su parte
superior un cartel en el que se leía: La Alegría de Shefield. Las letras
hacía mucho tiempo que habían sido pintadas.
El detective descabalgó, y el enflaquecido can salió disparado,
aullando como si le hubiese pisado el rabo.
La Alegría de Shefield debía haber conocido tiempos mejores. Ahora
no era más que un salón con un mostrador y varias mesas y sillas
vacías. En el mostrador, acodados, había dos hombres y tras él, un
viejo de barba descuidada que masticaba concienzudamente su
ración de tabaco. Los dos clientes parecían contar con avanzada
edad y se limitaban a dar cuenta, en silencio, del contenido de los
vasos que tenían delante.
Al oír pisadas, todos doblaron la cabeza hacia la puerta.
—Buenos días, señores —saludó John.
La respuesta fueron tres gruñidos ininteligibles.
El detective se sacudió el polvo de las caderas, mientras el dueño
del establecimiento lo observaba con el ceño fruncido.
—¿Qué va a tomar? —preguntó éste.
—Me dijeron que en Shefield bebería el mejor whisky del Sur —
contestó Fleming.
El viejo cogió una botella de cuello estrecho, y escanció en un vaso.
—No está mal —declaró John, bebiendo—. Ponga otro.
Transcurrieron varios minutos de silencio.
—¿Dónde está la gente joven? —inquirió John, tratando de entablar
conversación.
—En Texas —repuso, con sequedad, el dueño.
—¿No hay trabajo por aquí?
—Poco y mal pagado. Luchamos con la Confederación y estamos
sufriendo el castigo.
—¿Y los campos? Viniendo hacia aquí he visto que tienen la mejor
tierra para algodón.
—Si usted nos dice quién lo compra, mañana mismo empezaremos a
labrar.
—¿De qué viven, entonces?
—Nos hemos quedado unos pocos. Los que no estamos para
aventuras y nos pilló con un poco de dinero yanqui. ¿Acabó las
preguntas?
—No quiero que se moleste.
—Estamos cansados de contestar a los hombres que nos envían de
Washington. Siempre desean saber lo mismo, y llevamos varios años
sin ver ningún resultado. Dígale a quien le mande que sólo pedimos
que nos dejen en paz. Ya nos arreglaremos nosotros como lo
venimos haciendo desde que se acabó la lucha.
—No he venido a Shefield con ninguna misión del Gobierno —dijo,
con voz afectuosa.
—¿No?
—Puede asegurarlo.
—Nos escaman los forasteros que se preocupan de nosotros.
—Me dirijo a Texas, y he pasado por este pueblo porque tenía que
ver a un hombre que vivía aquí.
—¿Quién es?
—Se llama Sumter.
—¿Elmer Sumter?
—Ése debe ser. Su nombre empieza por E.
Los dos clientes y el dueño se miraron. Éste preguntó:
—¿Para qué lo necesita?
—Para transmitirle un mensaje de mi hermano. Él y Sumter se
conocieron hace años.
—¿Dónde fue eso?
—No lo sé ciertamente. Mi hermano era un tipo aventurero. Debió
recorrer medio país. Pudo ser aquí o en cualquier parte.
El viejo entrecerró los ojos, como si pensase su respuesta.
—Bueno —dijo al fin—, quizá sea verdad. Encontrará a Sumter en
una casa que hay saliendo del pueblo. Está sola. No se confundirá.
Vaya calle abajo.
—¿Qué le debo de su whisky?
—Medio dólar.
Johnny dejó un dólar sobre el mostrador, diciendo:
—Gracias por su información.
Se iba en dirección a la salida, cuando el dueño indicó:
—Le sobra la mitad de su dinero.
—En cualquier sitio me hubiera costado un dólar. Acéptelo.
Ya en la calle, cogió al bayo por las bridas y echó a andar.
La casa de Elmer Sumter aparecía hecha una lástima. Las hojas de
las ventanas chirriaban a merced del viento, y la puerta se había
combado y estaba llena de parches los cuales dejaban pasar el aire
por sus numerosos resquicios.
Johnny se aseguró de que sus armas salían sin dificultad de las
fundas. Ató el caballo a un poste, y llamó fuerte a la desvencijada
puerta.
No oyó nada durante un minuto, y volvió a golpear con el puño.
Del interior partió el gemido de un somier, y después unos pies se
arrastraron.
La puerta se abrió unos centímetros, y John vio un par de ojos
verdes de mirada apagada en un rostro arrugado.
—¿Qué pasa?
—¿Es usted Elmer Sumter?
—Sí, ¿y qué?
—He de hablarle.
—Otro día. Ahora no tengo ganas de darle a la lengua.
Sumter fue a cerrar, pero el detective lo impidió metiendo la bota
derecha dentro.
—Ha de ser ahora, Sumter. Las pupilas verdes se avivaron. —Quiere
jaleo, ¿eh?— gruñó apretando los labios. —No, si usted se porta
bien. He cabalgado durante siete semanas para verle, Sumter.
Elmer miró a su visitante con más atención y se decidió a abrir.
—Está bien. Pase.
Johnny se encontró en una habitación desordenada, en donde había
una silla con el asiento roto, una mesa coja por la irregular
superficie del piso de tierra, una cama hundida del lado izquierdo, y
varias prendas de ropa sucia en un rincón. Al fondo había otra
puerta, que conducía al interior. De un clavo de herradura que
sobresalía de la pared, colgaba un cinturón, pero su funda estaba
vacía. El arma que debía contener la tenía Sumter en la mano,
apuntando con ella a Fleming.
—Conque quería hablarme y ha estado siete semanas sobre la silla
para llegar hasta aquí…
—Así es —repuso John, con voz fría.
—¿Qué diablos quiere?
—Echar una parrafada con usted.
—¿Sobre qué?
—Podemos charlar, si le parece, sobre armónicas.
Elmer enarcó las cejas.
—¿Armónicas? ¿Qué dice? ¿Se le ha metido el sol en los sesos?
—Quizá no me haya explicado bien. Quiero que hablemos sobre
una armónica especial. Una que le perteneció a usted hasta hace
unos meses.
—No he tenido una de ellas desde hace años. Pero sigo sin entender
una palabra.
John movió una mano hacia el bolsillo de su camisa.
—¡Quieto o será lo último que haga…! —conminó Sumter.
—De acuerdo. Cójala usted mismo. Está aquí arriba.
Elmer se movió, y sacó la armónica que había entregado al
detective Teresa Jurado.
Cuando sus dedos rozaron la placa grabada, los ojos se le abrieron,
denotando estupefacción.
—Ya le dije que le había pertenecido —le recordó John.
—¡Mi armónica! —Elmer levantó el instrumento, y dirigióle una
mirada rápida. Después preguntó—: ¿Dónde la encontró?
—¿En dónde la perdió usted?
—¡Soy yo quien pregunta!
Fleming clavó su acerada mirada en los ojos de Sumter, y
manifestó:
—La hallé junto a dos cadáveres.
Hubo un profundo silencio. Luego habló Elmer.
—¿En qué sitio fue eso?
—Usted lo sabe tan bien como yo.
—¡No sé nada!
—La armónica es suya.
—Fue mía. Hace años que dejó de serlo.
—¿Quiere colocarme una historia?
Elmer miró con rabia a su interlocutor bajando la cabeza.
—Se lo voy a preguntar por última vez. ¿En qué lugar encontró la
armónica?
John creyó llegado el momento de contestar. Aquel hombre se
comportaba como si realmente no tuviese nada que ver con el doble
asesinato.
A continuación le relató los sucesos de Abilene. Elmer escuchó con
atención, y luego masculló:
—Ha sido el puerco de Mortimer. No me cabe duda.
—¿Mortimer?
—Butch Mortimer, un bandido a quien le vendí la armónica hace un
par de años.
—¿Qué garantía me ofrece de que lo que dice es verdad? En esa
placa está grabado su nombre…
—Si yo fuese ese asesino que busca, ahora le metería una bala entre
ceja y ceja y me marcharía de Shefield silbando.
—Está bien. Hábleme de la armónica y de Butch.
—Me la regaló Heriberto Talbot. Eso fue hace siete años u ocho.
Heriberto tenía un hijo de seis meses y un día que vino a comprar a
Shefield se lo dejó en el carro a la puerta del almacén de Mac
Millan. El tronco de caballos se espantó y echaron a correr como
almas perseguidas por el diablo. Yo monté sobre mi rucio y después
de un gran esfuerzo conseguí saltar al carro y someter a los
animales. Talbot compró la armónica, hizo ponerle la placa y me la
regaló. Hace dos años me encontraba mal de dinero, como todos y
como sigo encontrándome, y Butch Mortimer me ofreció cinco
dólares por ella. Ya sabe lo que pasa cuando uno está a dos velas. Se
la vendí.
—¿Dónde se encuentra actualmente Butch Mortimer?
—A unos cuantos centenares de millas de aquí. Al menos, ésas son
las últimas noticias que tengo. Se trata de un pueblo muy metido en
Texas, llamado Siempreviva.
—¿A qué se dedica Mortimer?
—A todo lo que esté fuera de la ley. Pero su especialidad parece ser
el robo de ganado. Forma parte de una de las bandas que se han
constituido por allá después de la guerra.
—¿Quién le ha contado eso?
—Hace diez o doce meses vino por aquí un tipo enviado por Butch,
reclutando gente. Se llevó a cinco jóvenes que estaban sin trabajo.
Algunos de ellos han escrito y la mayoría de las cartas tienen el
matasellos de Siempreviva. No hace falta pensar mucho. Butch
Mortimer es su hombre.
Johnny movió la cabeza y dijo:
—Lo creeré, Sumter. Pero si me engaña, será mejor que me pegue
ese balazo ahora que tiene oportunidad. Volvería por usted, y
entonces no le daría tiempo a sacar la pistola.
—Vea mi respuesta.
Elmer sonrió, y arrojó el arma sobre el colchón.
—Tenga cuidado con Butch —advirtió Sumter—. No sé qué tal anda
usted con el revólver, pero él es muy bueno. Si se huele que usted lo
busca, hará bien en disparar primero y preguntar después.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
Sumter devolvió la armónica, y los dos hombres se estrecharon la
mano. Cuando las separaron, en la palma de la de Elmer había un
billete de diez dólares.
—No lo puedo permitir —protestó.
—No sale de mi bolsillo, Sumter. Es otro quien lo paga. Y su
información lo vale.
Johnny salió de la casa, subió a la silla de su bayo y éste emprendió
un trote corto en dirección al Oeste.
CAPÍTULO IV
Johnny dejó su caballo en un establo, y tras recomendar que le
diesen un buen pienso, se dirigió al lugar donde le habían dicho se
reunían los hombres de Siempreviva cuando querían matar el
tiempo. Era un establecimiento de bebidas bautizado con el
pomposo nombre de la Estrella Solitaria, en recuerdo de los días en
que Texas fue una república independiente.
El local era similar a los que de su clase había visitado en sus
correrías. Pero se diferenciaba, por ejemplo, del de Shefield en que
la clientela era más numerosa y más amiga de hacerse entender
dando gritos y soltando maldiciones.
El detective se acercó al mostrador y pidió whisky a un individuo
bizco, quien con gran maestría llenó de licor un pequeño vaso.
Johnny lo bebió, y después lió un cigarrillo que fumó con lentas
chupadas.
El salón se veía más concurrido por minutos. Los hombres entraban
en grupos, riendo, gastándose bromas, a medida que trasegaban el
whisky, el ron y la ginebra.
Junto a Fleming se colocó un joven imberbe que luego de
cerciorarse de las monedas que llevaba en el bolsillo, solicitó un
vaso de ron.
—¿Es día de fiesta, muchacho? —le preguntó John, mirándole
amistosamente.
El aludido parpadeó y dijo:
—Casi.
—Habrá baile entonces.
—Seguro.
—¿Buenas chicas?
—De todo un poco.
Fleming comprendió que por aquel camino no llegaría a ninguna
parte. Aquel joven tenía un vocabulario muy reducido y él
necesitaba desatar su lengua. Así pues, decidió ir de lleno al asunto.
—Me han dicho que se cometen muchos robos de ganado por este
lugar. ¿Es cierto, muchacho?
—No está mal informado.
—¿Importantes?
—Según qué banda sea.
—¿Qué tal se porta la de Butch Mortimer?
La mano que sostenía el vaso de ron tembló ostensiblemente.
—¿La de Mortimer? —dijo con voz vacilante, el barbilampiño—. Es
la más audaz.
—¿Por dónde opera?
—Por la región, pero preferiblemente por los ranchos más cercanos
a las montañas del Oeste… Ahora me tendrá que perdonar. He de
marcharme. —El joven bebió de un trago lo que quedaba en su
recipiente, dejó unos cuantos centavos sobre el mostrador, y echó a
andar con ligereza hacia la salida.
Johnny analizó la situación.
No tenía más remedio que dejar Siempreviva e internarse en
aquellas montañas para encontrar a Mortimer. Al instante pensó en
enrolarse en la banda de cuatreros como única posibilidad de llevar
a buen fin la misión que le había confiado Teresa Jurado. Deseaba
entregar a Butch con vida en Abilene. Le repugnaba matar a los
hombres que perseguía ya que el cliente podía pensar, no obstante
las pruebas que en su caso acostumbraba presentar, que él había
falseado su informe por cobrar una recompensa.
De pronto, sus cavilaciones fueron interrumpidas por la presión de
algo duro en su espalda.
—No se mueva, forastero —dijo una voz, e inmediatamente unas
manos le despojaron de su «Colt».
Entonces giró lentamente, y vio a un tipo de complexión hercúlea y
grandes bigotes. A su lado se hallaba el joven con quien había
hablado minutos antes.
—¿Es éste, Larry? —preguntó el de los mostachos.
—Él es, señor Connolly —asintió el muchacho.
En la sala se hizo un silencio, y un gran número de clientes dejaron
las mesas para acercarse al mostrador.
—¿Qué pasa, Connolly? —inquirió un pelirrojo de rostro salpicado
de pecas.
—Es de la banda de Mortimer. Ya os dije que vendrían a rescatarlo.
—Conque de la banda de Mortimer… ¡Muy bien! Le haremos el
recibimiento que se merece. —El pelirrojo se adelantó, y disparó su
puño izquierdo.
Johnny ladeó la cabeza rápidamente unos centímetros, y el golpe se
perdió en el vacío lo cual provocó que el agresor perdiese el
equilibrio y cayese al suelo.
—¡Quieto, forastero! —ordenó nuevamente Connolly.
Pero tal advertencia no fue necesaria porque no estaba en el ánimo
de Fleming el aprovecharse de la inferioridad en que había quedado
su antagonista. Éste se levantó apretando los labios con rabia, y fue
a reanudar su intento de pegar.
—Ya está bien, Walter —habló Connolly—. Lo entregaremos al
alguacil, y lo ahorcaremos con Butch. Si es que podemos probar que
perteneces a su banda. ¿Alguno de vosotros lo ha visto antes? —
preguntó, levantando la voz.
Todas las miradas convergieron en el rostro atezado del prisionero.
Un hombre carraspeó, y dijo:
—Juraría haberlo visto entre los tipos que se nos llevaron
quinientas cabezas del Doble T hace un mes… Pero no estoy
seguro…, la verdad…
—Toma un whisky a ver si se te aclara la memoria —propuso
Connolly.
—¿Puedo decir algo? —interrogó Johnny.
—Ya lo dirás en el juicio. Ahora vas a portarte como un buen chico,
y te moverás en la dirección que te señale.
El detective salió de la Estrella Solitaria fuertemente custodiado.
La gente se detenía en la calle para ver pasar la extraña comitiva, y
se preguntaba lo que ocurría. Cuando oían que el detenido
pertenecía a la banda de Mortimer y que éste pretendía rescatar a
su jefe, se apresuraban cautamente a desaparecer de la circulación
en previsión de que las armas empezasen a cantar sus salmodias de
muerte.
El alguacil de Siempreviva, un hombre de rostro simpático,
esperaba a la puerta de la casa utilizada como cárcel.
—¿Qué ocurre, Connolly…? —preguntó, al llegar el grupo.
—Pescamos a uno de la pandilla de Butch —contestó el interrogado.
El alguacil miró atentamente al detenido.
—¿Cómo te llamas?
—Fleming.
—¿Fleming?… No hay entre los hombres de Mortimer ninguno que
se llame así.
—¡Estás mintiendo! —intervino Connolly—. ¡Eso es lo que estás
haciendo!
—¿Cómo sabéis que se halla relacionado con Mortimer?
—Dunn lo ha reconocido como uno de los tipos que limpiaron el
Doble T, el mes pasado. ¿Quiere más pruebas, alguacil?
—No. Si eso es cierto, bastará para ponerle un nudo de cáñamo
alrededor del cuello. ¿Dónde está Dunn? —En la Estrella Solitaria,
reponiéndose.
Unas cuantas carcajadas acompañaron la respuesta de Connolly.
—Bebiendo, ¿eh? Os he dicho que no quiero testigos borrachos.
—Prohíba la venta de licores —sugirió el pelirrojo Walter, y levantó
otra oleada de risas.
—¿Tiene miedo de encerrarlo? —gritó uno de las filas de atrás—.
Nosotros podemos evitarle trabajo. Déjelo de nuestra cuenta, y le
haremos un juicio legal.
El alguacil se decidió ante estas palabras. Cogió a Fleming por un
brazo y tiró de él hacia arriba.
—De acuerdo —dijo—. Lo encerraré.
—¡Nada de dilaciones, Peter! —exigió Connolly—. Queremos un
juicio rápido. Ha de ser ahorcado mañana con su jefe.
Peter no contestó y empujó a Johnny al interior, mientras sostenía
la puerta abierta.
Pasaron de largo por una pequeña oficina en donde había una mesa
y un par de sillas, y se detuvieron ante la única celda de la prisión.
Peter abrió las rejas con la mano derecha. En la izquierda esgrimía
un «Colt» para repeler cualquier agresión.
El detective de la agencia Pinkerton se introdujo en la celda y el
alguacil cerró al tiempo que preguntaba:
—¿Tiene algo que alegar en su favor, Fleming?
Johnny miró al individuo que se hallaba tumbado en un camastro, y
que había levantado la cabeza para no perderse detalle desde que
oyó el ruido de las llaves.
—Luego hablaremos, alguacil —respondió al fin—. Vaya entretanto
a charlar con ese Dunn, antes de que el whisky le haga jurar que
asesiné a Lincoln.
Peter emitió un gruñido y desapareció. Desde la oficina llegó su voz
dando órdenes para que sus ayudantes extremasen la vigilancia.
Johnny metió los pulgares debajo del cinturón, contemplando con
las piernas ligeramente abiertas al hombre por el que había viajado
hasta Siempreviva y por quien se había dejado encerrar.
Butch Mortimer era de estatura regular, de rostro caballuno, nariz
ancha y boca grande, de maxilar inferior pronunciado. Sonrió
enseñando unos dientes sucios y separados.
—Sólo hay un jergón —dijo—. Tendrás que sentarte en el suelo.
—Aún no estoy cansado. Cuando lo esté, te tocará levantarte.
Mortimer borró de los labios la sonrisa.
—Me gustará ver la forma en que lo consigues —replicó
amenazadoramente.
—Es lo menos que puedes hacer por mí, Butch Mortimer.
—Me conoces, ¿eh?
—Se han empeñado en que pertenezco a tu banda y me quieren
ahorcar contigo.
El cuatrero frunció el ceño unos segundos y luego se echó atrás,
chocando su espalda contra el muro mientras todo su cuerpo se
bamboleaba al impulso de una soberbia carcajada.
—¡Ésa sí que es buena! —exclamó sin cesar de reír—. Tú ahorcado
por ser uno de mis hombres…, ja, ja, ja, es lo más gracioso que he
oído en mi vida.
—Yo no le encuentro la gracia. En algunos lugares tienen motivos
para colgarme bajo una encina, pero por estos contornos no he
hecho nada que sea ilegal.
—¿De dónde eres?
—De Missouri.
—¿Y qué demonios has venido a hacer tan lejos?
—Busco a un hombre que asesinó a un amigo.
—¿Y él está aquí en Siempreviva?
—Sí.
—¿Lo has visto ya?
Johnny movió la cabeza afirmativamente.
—Pues tendrás que vengarte en el otro mundo.
—¿No vendrán los tuyos a rescatarte?
—Eso es lo que esperan esos idiotas. Pero no ocurrirá nada de eso.
—¿Por qué?
—Porque hay unos cuantos a quienes no les interesa que yo vuelva.
Ya sabes lo que pasa cuando uno es el jefe. Tiene que tener mano
dura y forzosamente ha de ser odiado por los que obedecen.
A Fleming le extrañó que el cuatrero se mostrase tan tranquilo. Más
por otra parte ese estoicismo ya era una particularidad más de
acuerdo con la idea que se había forjado del autor del doble crimen
de Abilene. Ahora no tuvo duda de que se encontraba frente a «su
hombre», y se dio cuenta de que la escena no había sido montada
por él. Si Butch Mortimer era ahorcado al día siguiente, ¿qué
prueba exhibiría de su muerte ante el cliente de la agencia? ¿Y
cómo demostraría que era el asesino de Francisco Jurado?
Fue el propio Butch quien pareció facilitar su tarea al decir:
—¿Cómo se llama ese hombre que buscas? Puede que yo lo
conozca.
—Eso es seguro.
—¿Trabaja conmigo?
Johnny dio unos pasos hasta colocarse junto a la pared, en cuya
parte superior había una pequeña ventana defendida también por
barrotes. Giró la cabeza, y miró fijamente a su interlocutor.
—Se llama Butch Mortimer —declaró.
El cuatrero hizo una mueca, arrugando la nariz.
—¿Yo? ¿Yo soy ese tipo que mató a tu amigo?
—El mismo.
—Bueno, por ser el último día de mi vida, creo que me están
ocurriendo cosas buenas. Oye, ¿cómo se llamaba ese amigo tuyo?
—Francisco Jurado.
—Francisco… Jurado —repitió Butch, dirigiendo la mirada al techo
—. Jurado… Francisco Jurado… Oye si no me das más detalles,
creo que no podré recordar ese fiambre. He matado a bastante
gente, y tengo mala memoria…
—Esto ocurrió en Abilene.
—¿En Abilene? ¿Qué me dices? ¡Jamás he estado allí!
—Fue hace unos meses. Entraste en un almacén donde había tres
personas, y les pediste el dinero. El dueño intentó…
—¡Que me ahorquen si sé una palabra de todo ese cuento! —le
interrumpió Butch incorporándose del jergón.
—Te ahorcarán mañana.
—¡Pero yo no tengo nada que ver con ese crimen de Abilene! ¡Te
digo que nunca he estado allí!
Johnny sacó la armónica y la tiró sobre el camastro, quedando
visible la placa grabada. Butch la contempló asombrado.
—¡La armónica de Elmer! —exclamó, cogiéndola.
—Y que el asesino se dejó olvidada en el almacén.
—¿Quieres decir que esta armónica perteneció al hombre que
buscas?
—¡Te pertenece a ti, Butch!
—¡Claro que sí! Se la compré a Elmer en Shefield hace un par de
años, pero apenas la tuve conmigo unos meses. Tengo muy mal oído
y me cansé de estar siempre soplando.
—¿Y qué más?
—Por aquel tiempo yo formaba parte de la pandilla de Tex Maine.
Quizá hayas oído hablar de él.
—He conocido a algunos de los hombres que él capitaneaba.
Continúa.
—Entablé buena amistad con un compañero llamado Kurt Palmer.
Éramos los mejores tiradores de Tex, y ambos comprendimos que lo
mejor era llevarnos bien, ya que, de enfrentarnos, ninguno podía
asegurar que fuese a salir con vida. A él le gustó la armónica desde
el principio, y, como a mí no me servía de nada, un buen día se la
regalé.
—¿Qué ha sido de ese Palmer?
—Nos independizamos los dos cuando mataron a Tex. Fue lo mejor
que pudimos hacer, porque, al no tener por encima de nosotros una
autoridad superior, tarde o temprano nos hubiésemos liado a tiros.
Así, cada cual tiró por su lado y creó su banda. Antes de separarnos,
quedamos de acuerdo en que ninguno de los dos cruzaría la Sierra
Perdida. Él operaría al Oeste y yo al Este.
—¿No lo has visto desde entonces?
—He tenido mucho trabajo para dedicarme a hacerle una visita.
Según mis noticias, él tampoco ha estado cruzado de brazos.
El alguacil volvió haciendo tintinear el manojo de llaves.
—Vamos, Fleming —dijo—. Tienes que salir. Abrió la reja y se
separó de ella esgrimiendo el revólver. Cuando salió Johnny, cerró
y murmuró: —Echa a andar.
El detective obedeció. En la pequeña oficina había cuatro hombres.
Entre ellos se encontraba Dunn, el presunto testigo.
—¿Es él? —preguntó Connolly a Dunn, pegándole con el codo.
El interrogado, con unas copas de más, parpadeó varias veces,
intentando fijar la mirada en el rostro del hombre que se pretendía
juzgar.
—No sé… —declaró vacilando.
—¡Idiota! —farfulló Connolly—. ¡Dijiste que era él! ¡Es el mismo de
antes!
—Señor Connolly —intervino el alguacil—, le ruego no trate de
coaccionar al testigo. Y usted, Dunn, tómese todo el tiempo que
desee para contestar. ¿Fue o no ése uno de los hombres que se
llevaron quinientas cabezas de ganado pertenecientes al rancho
Doble T?
Dunn miró nuevamente a Fleming, y luego sus ojos se desviaron
hacia Connolly, quien le estaba asaeteando. Tragó saliva, y repuso:
—Sí, es uno de los cuatreros.
—¿Está seguro?
—¡Ya lo ha oído, Peter! —exclamó Connolly.
El alguacil fue a replicar, pero apretó los labios y se dirigió a
Fleming.
—¿Qué dice usted?
—Que cuando ocurrió eso, yo estaba a muchos centenares de millas
de esta región.
—¿Puede probarlo?
—Creo que sí. Coja usted mismo la cartera que llevo en el bolsillo
trasero del pantalón, y saque lo que hay en el segundo
departamento.
Peter hizo lo que le indicaba, y leyó el contenido mirando
admirativamente al que acusaban de cuatrero.
—He oído algunas cosas de usted, Fleming. Tenía el presentimiento
de que no era lo que me decían…
—¿De qué está hablando? —intervino Connolly.
—Este hombre es John Fleming, detective de la agencia Pinkerton.
—¿Quién lo garantiza?
—Lo que acabo de leer son sus credenciales. Puede verlo usted
mismo.
El de los mostachos cogió el papel que le alargaban, y pasó
rápidamente los ojos por encima. Al devolverlo, preguntó:
—¿Y quién nos asegura que es auténtico? Pudo robarlo, pudo
asesinar a ese Fleming y tomar su identidad. Para nosotros no hay
más prueba que la declaración de Dunn…
—Estoy seguro de que Dunn ha obrado en este caso algo
precipitadamente.
—¡Y un cuerno! Todos los presentes hemos oído decir que reconoce
a este hombre como uno de los cuatreros.
Peter, al lado de Johnny, echó el busto adelante, señalando a Dunn,
el cual sudaba copiosamente.
—Oiga, me va a repetir su declaración —dijo el alguacil—, pero he
de advertirle que el perjurio está condenado en este Estado…
—¡No lo amenace! —chilló Connolly.
—¡Me limito a ponerle al corriente de nuestras leyes! —gritó
también Peter.
Dunn se humedecía los labios una y otra vez.
—No sé. Estaba oscuro. Se parece mucho a uno de los ladrones.
Quizá sea él…
—¡Diga si es él o no! —soltó Connolly.
—Pues, sí… sí, debe ser.
En el rostro del que llevaba la voz cantante de la acusación apareció
una sonrisa triunfal.
—Ya lo oyó, alguacil. Con credenciales o sin ellas tendrá que
ahorcar a este tipo con Mortimer.
De súbito, Johnny tiró del revólver que rozaba la cadera derecha de
Peter, y retrocedió dos pasos al tiempo que hacía un movimiento
semicircular con el cañón.
—No me conceden otra alternativa que ésta —declaró—. Si tienen
apego a la vida, no intenten estorbar mi plan. Lamentaría darles
motivos para ahorcarme, porque quiero salir de este pueblo tan
limpio como entré… ¡Dense prisa en levantar los brazos! —Y
cuando los cinco hombres obedecieron, prosiguió—: ¿Dónde está mi
cinturón?
—En el cajón derecho de la mesa —dijo Peter, quien
evidentemente, había querido dar una oportunidad a Fleming para
que huyese.
—¿Y mi caballo? —inquirió el detective cuando, hábilmente, se
hubo colocado el cinto.
—Lo dejamos en la puerta de la calle —contestó de nuevo el
alguacil.
—¡No irá muy lejos! —vaticinó Connolly, con voz rabiosa.
—Escuche esto —le dijo Johnny—. Es usted más peligroso para la
sociedad que cualquiera de esos cuatreros a los que pretende colgar
uno a uno. Y le diré por qué. Es preferible dejar en libertad a cinco
criminales, que enviar a la horca a un posible inocente. Aquéllos,
tarde o temprano, recibirán su castigo, pero al inocente jamás se le
podrá reparar el daño, porque nunca recobrará la vida.
Poco a poco se fue retirando hacia la puerta.
—Usted, alguacil, venga a mi lado —indicó—. Me servirá de
parapeto.
Peter cumplimentó la orden.
—Y ahora arrojen las armas al rincón que hay tras la mesa. Uno a
uno, de izquierda a derecha, y sacando el revólver con los dedos
índice y pulgar. Él que toque el gatillo no tendrá posibilidad de
arrepentirse.
Todos se desarmaron sin hacer un movimiento de más.
Johnny abrió la puerta, e invitó a Peter a que lo precediese.
Salieron ambos hombres, y el detective dijo:
—Gracias por su ayuda. Encontrará su revólver a la salida del
pueblo.
—No hay de qué —repuso el alguacil, sonriendo. Había algunas
personas por la calle, pero se encontraban alejadas de la casa.
Johnny tomó carrera y subió de un salto al bayo que ya tenía las
orejas levantadas.
El propio alguacil le ayudó a soltar las bridas del poste. E
inmediatamente, Fleming levantó el brazo a manera de saludo, rozó
con las espuelas los flancos del caballo, y éste salió disparado.
Cuando Connolly y los otros tres hombres salieron de la oficina, el
jinete había desaparecido.
—¿No va a salir tras él? —preguntó Connolly, con rabia.
El alguacil echóse el sombrero hacia adelante y se dispuso a volver
a su despacho, pero desde el umbral de la puerta giró la cabeza y
replicó:
—¿Por qué no piensa detenidamente en las últimas palabras que le
dirigió ese hombre, Connolly? Yo, en su lugar, no perdería más
tiempo.
Y cerró la puerta tras sí…
CAPÍTULO V
Hacía cuatro días que Fleming había huido de Siempreviva, cuando
se encontró en la llanura con Barry Norton. Era éste un hombre que
procedía del Norte del país y se dirigía a México, desde donde un
hermano suyo le había comunicado el hallazgo de oro en las
estribaciones de Sierra Madre.
Como ambos llevaban en principio la misma dirección, decidieron
continuar juntos, llegando a establecerse entre ellos una mutua
corriente de simpatía. John justificó su presencia en aquella
apartada región diciendo que buscaba a un tío suyo que, impulsado
por su carácter insociable, había elegido la vida solitaria, y al que
ahora necesitaba encontrar por haber heredado en común un
rancho.
El detective preguntó a su nuevo amigo sobre los hombres con
quienes se había tropezado últimamente, y recibió la respuesta de
que los únicos seres que había visto habían sido varios indios o
mestizos y un blanco que hacía el servicio de correo entre el valle
del Sabine y las primeras ciudades del sur de Kansas.
Se sucedieron las jornadas sin que se rompiese la monotonía del
paisaje. Arena polvorienta, piedras, cactus, algunos matorrales de
mesquite, lagartos de todos los tamaños, osamentas resecas de
animales, y los cuervos con sus ominosos vuelos y graznidos.
Un atardecer, al sexto día de su encuentro, distinguieron en el
horizonte los contornos esbeltos de las primeras «mesas».
Imprimieron mayor velocidad a su avance y esa noche durmieron,
turnándose, junto a las paredes verticales de uno de aquellos
monumentos naturales que dan carácter épico a la tierra roja de
Texas.
Al día siguiente, cuando los primeros rayos del sol se extendieron
desde Oriente, reanudaron la marcha. No haría de ello dos horas
cuando por un lado de una «mesa» vieron aparecer un remolino de
polvo que fue acercándose a ellos lentamente.
Detuvieron el trote corto de sus caballos, contemplando la nube en
movimiento.
—Es un grupo de jinetes —dijo Norton—. Y vienen hacia nosotros…
Johnny se limitó a mover la cabeza asintiendo.
—No me gusta —siguió manifestando su compañero—. Dicen que
por ahí hay mucho bandido suelto. ¿Qué te parece si picamos
espuelas y nos largamos?
—Sería peor. Ellos conocen el terreno y nos darían alcance echando
por cualquier atajo. Algunas de las «mesas» son grandes, y no
sabríamos elegir el camino más recto. Después de todo quizá nos
dejen en paz, y hasta puede que entre ellos se encuentre mi
pariente.
—Dios te oiga.
Aún tardaron quince minutos en llegar cerca de los dos viajeros, los
desconocidos jinetes.
Johnny quedó estupefacto al distinguir entre ellos el cuerpo grácil
de una joven. Su cabello despedía reflejos de oro, el cutis era
sonrosado y sus ojos claros fulguraban plenos de vitalidad. Vestía
un pantalón masculino ajustado que contorneaba las curvas
perfectas de sus caderas, y una blusa blanca que se henchía por
encima del seno juvenil. No tendría más de veinte años de edad.
A cada lado de la joven había dos hombres de aspecto soez. Era un
contraste violento.
—¿Adonde vais? —preguntó un individuo mal encarado.
—De paso para Río Grande —repuso Johnny.
—Ésta no es la ruta más a propósito.
—Desconocemos el terreno. ¿Podéis darnos información?
—Desviaros hacia el sur sin meteros por entre las «mesas» —replicó
el otro.
Fleming creyó observar una mirada extraña en los ojos de la
muchacha.
—Eso haremos. Gracias.
El grupo hostigó los caballos, y se separaron de los dos amigos
volviendo grupas hacia el Oeste.
Norton y el detective siguieron la dirección que se les había
señalado.
Cuando la nube de polvo hubo desaparecido, Johnny detuvo su
montura.
—¿Qué te pasa? —inquirió el buscador de oro.
—¿No te parece extraño que una mujer como esa rubia fuese en
compañía de esos tipos?
—He visto cosas peores en las mujeres. Nada de ellas me extraña
ya…
—Ésta no es de la clase a que tú te refieres. Había algo en sus ojos…
Si yo pudiera descifrar lo que es…
—Déjate de adivinaciones. Mi abuelo me dio un consejo antes de
largarse al otro mundo. Me dijo que cuando no entendiese a una
hembra, no tratase de comprenderla, porque sería peor. Siempre lo
he seguido y me ha dado excelentes resultados. Olvida a la rubia y
continuemos el camino.
Durante quince minutos siguieron cabalgando al paso. De pronto,
John se detuvo nuevamente.
—¡Ya sé lo que quería decirme!
—¿Qué te ocurre ahora, amigo?
—¡Quería indicarme que estaba a la fuerza con aquellos hombres!
¡Me suplicaba que la arrancase de su poder!
—Tonterías —murmuró Norton, escéptico—. ¡No hay duda, Barry!
—Tienes demasiada imaginación. Este sol es malo para los cerebros.
Los recalienta y uno suelta muchas fantasías. Una vez vi a un tipo…
—¡Te digo que me pedía que no la abandonase!
—Bien. Supongamos que sea así. Supongamos que la rubia está
entre ellos porque no ha podido evitarlo. ¿Qué posibilidad tienes tú
de hacer algo en su favor?
—Mientras seguimos su pista, quizá se nos ocurra algo…
—¿Seguimos? ¿Es que crees que te voy a acompañar?
—Eso había pensado.
—Pues quítatelo de la cabeza. Yo continuaré hacia México. No
pienso jugarme la vida por una mujer…
—Bueno, en ese caso nos despediremos aquí mismo.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿Qué vas a hacer tú contra todos
ellos? Te barrerán en cuanto asomes una oreja por su campamento.
—Intentaré que me vean la cara. Ésta es mi mano, Barry.
El aventurero cambió el apretón de mala gana.
—Allá tú, John —dijo, con un rictus de amargura en los labios.
—Has sido un buen compañero, Barry. Deseo que encuentres
toneladas de oro en Sierra Madre.
—Y yo deseo que salves a esa joven… ¡pero que ya esté casada!
Fleming rió la ocurrencia de Barry, palmoteo el cuello de su caballo,
y éste salió como una bala en pos de los que pretendía hallar.
Empezó a devorar millas, y durante dos horas sólo se concedió unos
minutos de descanso.
Por fin las huellas desaparecieron al llegar a un terreno duro,
formado en su mayor parte por rocas calcáreas. Estaba junto a una
de las gigantescas «mesas». Desmontó y dejó libre a su animal.
El examen concienzudo de los alrededores no le aclaró nada. Se
diría que, al llegar a aquel punto, jinetes y cabalgaduras habían sido
tragados por la tierra.
Se puso en cuclillas observando el suelo, yarda a yarda, y su
tenacidad se vio recompensada al distinguir que las pequeñas
hierbas que crecían entre los intersticios de las rocas habían sido
pisadas recientemente. Ya sólo tuvo que seguir, poco a poco, el
camino que ellas le brindaban. Éste le condujo, alrededor de la
«mesa», a un lugar en donde se iniciaba lo que parecía una escalera
natural. Era necesario fijarse mucho en ella para diferenciarla del
resto de la superficie lisa.
Cuidadosamente inició la ascensión asegurando bien el pie antes de
impulsar cada vez su cuerpo hacia arriba. En una ocasión se le
ocurrió mirar al vacío y estuvo a punto de caer; tal fue el vértigo
que la impresión le produjo. Iba ganando altura, y no sabía cuándo
llegaría a la parte superior. Sí, lo supo cuando oyó una voz que
decía:
—¿Y si ahora le pegase un puntapié en la cabeza?
Levantó la mirada, y vio al hombre que le había indicado el mejor
camino para dirigirse a Río Grande. Junto a él estaban otros dos de
los que acompañaban a la muchacha.
Los tres sonreían sarcásticamente, y en sus ojos había un brillo de
crueldad.
Johnny se aferró a los agujeros, clavando las uñas, sabiendo que
con ello no evitaría ser lanzado al abismo, Pero el instinto se
sobreponía a la razón.
—¿Qué te parece a ti, Smike? —preguntó el mismo sujeto ladeando
la cabeza.
El llamado Smike, el más alto del trío, de ojos saltones y labio
inferior colgante, hizo una mueca de impaciencia, y dijo:
—Déjame hacerlo a mí, Kurt. He pasado horas enteras junto a este
precipicio, imaginando el efecto de un hombre desplomándose…
¡Ahora puedo verlo!… ¡Yo lo empujaré, Kurt…! —Las últimas
palabras las pronunció con vehemencia, acentuando el ritmo de su
respiración, acompañando la petición con movimientos nerviosos de
sus sarmentosos dedos.
—¿Y tú, Clark? ¿Qué dices tú? —inquirió Kurt Palmer, el otro
personaje, de brazos largos y cara chupada.
—Será mejor que nos diga primero lo que venía a hacer por aquí, y
dónde ha dejado a su compañero. Recordad que iban dos. Si el otro
se escapa, tendremos que marcharnos, y no me gustaría. Éste es un
buen campamento, y no encontraremos otro mejor…
—Eso es pensar con la cabeza —convino Palmer—. Ya tendrás
tiempo de divertirte luego, ¿eh, Smike? —Miró a John, y agregó—:
¡Ya lo has oído, héroe…! ¡Arriba y rápido, antes de que cambie de
idea!
Fleming subió tan velozmente como pudo.
—¿Qué buscas? —le preguntó, mientras Clark lo desarmaba.
—Me dijeron que hace años vivieron por aquí algunas tribus indias,
y que al huir dejaron abandonados sus tesoros…
—Sí, ¿eh? —dijo Smike, enseñando los colmillos de un perro de
presa, al tiempo que sacaba uno de sus «Colt».
—Compré un mapa a un anciano de Siempreviva. Lo perdí viniendo
hacia acá, pero el lugar del tesoro coincidía con esta «mesa».
Smike descargó un alevoso culatazo en la mandíbula de Johnny.
Éste no esperaba el golpe, y se desplomó hacia adelante, lanzando
un quejido de dolor.
—¿Crees que nos chupamos el dedo, idiota? —masculló Kurt—.
Conque te ibas a México, conque lo que buscabas es un tesoro…
¡Vas a decir ahora la verdad, o darás tantas vueltas en el aire que
apuesto a que llegas abajo borracho!
Johnny sintió en su boca el sabor acre de la sangre. Se puso en pie,
zumbándole todavía los oídos.
De repente, Kurt clavó la mirada en el suelo, y exclamó:
—¿Qué es eso? —Se agachó, y recogió el objeto que había caído del
bolsillo de Fleming—. ¡La armónica de Mortimer!…
Frunció el ceño, examinando pulgada a pulgada el instrumento,
como si aún dudase de su autenticidad.
—¡Es la misma! —Miró al que ahora era su propietario, y preguntó
—: ¿Cómo ha llegado a tu poder?
—La compré en Abilene.
—¿A quién?
—A un tipo que necesitaba dinero.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo recuerdo.
—¿No?
Smike fue a repetir su embestida, pero Palmer lo contuvo
sujetándole el brazo armado.
—Espera, Smike… Esto me interesa. Quiero que se aclare. ¿Cómo te
llamas?
—Fleming.
—Bien, Fleming. Tengo especial interés en saber dónde se halla el
fulano que te vendió esta armónica.
—Ya le he dicho que fue en Abilene. ¿No ha estado nunca allí?
—Eso queda algo lejos de mi jurisdicción. Pero oye esto: ¿Se llama
Spencer Look?
Johnny tardó varios segundos en contestar. Su mente estaba
confusa. Acababa de saber que tampoco era Kurt Palmer el autor
del doble asesinato.
—Spencer Look —oyó que le repetía.
—Look, eso es —afirmó—. Ahora recuerdo que alguien lo llamó así.
—¡Ese puerco está en Abilene…! —dijo Palmer, con el más rabioso
de los gestos—. Daría cualquier cosa por tenerlo un minuto cerca de
mí… ¡Le retorcería el pescuezo como a una gallina…!
—Le pagué siete dólares por la armónica —le animó Johnny a que
hablase—. Me dijo que había pertenecido a un hombre importante,
y que él lo había matado y guardado el instrumento como trofeo…
—Dijo eso, ¿eh…? ¡El muy canalla…! Me robó la armónica y cinco
mil dólares… ¡Si lo cogiese…! —Hizo un movimiento significativo
con las dos manos.
Clark carraspeó, y dijo:
—Creo que nos olvidamos de lo que es más importante ahora, Kurt.
El compañero de Fleming debe de estar abajo, esperándole…
—Él siguió hacia México —manifestó el detective—. Tiene mi
palabra de que es así.
—De todas formas lo comprobaremos —murmuró Smike—. Y ya
puedes prepararte si nos has mentido…
Clark se alejó unos pasos, y volvió con una escalera de cuerda que
aseguró por uno de sus extremos en unos garfios clavados en la roca
desenrollándola luego sobre el abismo.
—¡Eh, muchachos! —gritó Smike, poniéndose las manos junto a la
boca.
Johnny vio que tres hombres salían por una abertura de la piedra.
Cuando estuvieron próximos, Clark y Smike bajaron por la escalera.
—Luego continuaremos hablando, Fleming —advirtió Palmer,
pensativo—. Lleváoslo junto a la chica… —¿Me da mi armónica?—
pidió John, extendiendo el brazo.
El jefe de la pandilla dudó unos instantes, pero optó por entregar lo
que le pedían.
La habitación en que John fue recluido era de estrechas
dimensiones. Tenía una ventana por la que se filtraban los
suficientes rayos de luz para distinguir lo que hubiese dentro. Y lo
que había dentro cuando el detective fue empujado desde el pasillo,
era la joven de los cabellos de oro.
CAPÍTULO VI
La muchacha se mostró sorprendida al reconocer al nuevo huésped.
—¡Usted! —Y el estupor se trocó bien pronto en decepción. Johnny
comprendió que la muchacha había puesto en él sus últimas
esperanzas.
—Lo siento, pero reconozco que he fracasado —declaró.
—Yo creí que iría en busca de socorro antes de seguirnos…
—No conozco el país, y pensé que usted corría un peligro
inmediato.
—¿Y su amigo, el hombre que iba con usted?
—No piense en él. A estas horas está a muchas millas de aquí.
—Entonces está todo perdido… —En la voz de la joven había rabia
y desesperación.
—Ni nombre es Fleming. ¿Le importaría decirme por qué se
encuentra en esta coyuntura?
La rubia lo miró comprensiva, y dijo:
—Me llamo Lyn Appleton. Mi padre tiene un rancho, a unas
cincuenta millas al oeste. Ya sabe lo que ocurrió con el ganado en
Texas durante la guerra. Las reses corrían libremente, y nadie se
preocupaba de someterlas, ya que los mercados estaban cerrados y
no había posibilidad de llevarlas al Norte. Después, fue todo lo
contrario. Al firmarse la paz la mayoría de los rancheros vieron el
negocio que se abría ante ellos. Todo consistía en recoger las reses
sueltas y transportarlas. Este último problema, que al principio fue
esencial, quedó zanjado cuando los más audaces señalaron el
sendero de Cherlshon como la mejor ruta a seguir. Entonces surgió
un enemigo de los rancheros. El cuatrero. Estos hombres, carentes
de escrúpulos, criminales natos casi todos, vislumbraron la
oportunidad que se les presentaba. Podían recoger ellos también las
reses que andaban sueltas, y venderlas a los propios dueños o a
cualquiera que las quisiese comprar, si aquéllos fallaban, ganando
en la operación el cien por cien, puesto que no tenían invertido
nada. Era un plan magistral. No corrían los riesgos del ranchero que
se aventuraba a llevar el ganado a través de miles de millas y por
otra parte, con la fuerza que se proporcionaban con pistoleros a
sueldo, aseguraban su rapiña. Pero más tarde ocurrió lo que ya
estaba previsto. Las reses nómadas se extinguieron. Cada rancho
tenía las suyas bajo custodia, a las que se alimentaba, intensificando
su reproducción. Con tal estado de cosas los bandidos no
transigieron. No querían dar por terminado su negocio, y entonces
se dedicaron abiertamente al robo y al saqueo. Claro que ahora no
podían vender el género a los propios asaltados, pero entonces
aparecieron profesionales que buscaban el lucro con el tráfico de las
reses robadas. Ellos las compran a bajo precio, remunerador de
todas formas para los cuatreros, y las revenden un poco más al
Norte o las pasan a México para volverlas a introducir por
California. —Lyn hizo una pausa, y añadió sonriendo—: Creo que le
estoy armando un lío…
—La comprendo perfectamente —protestó Johnny—. Puede ir todo
lo de prisa que quiera.
—Kurt Palmer es el cuatrero que tiene el monopolio de esta parte
de Texas, porque también habrá de saber que entre ellos se reparten
las zonas de operaciones, respetándose mutuamente. En las últimas
semanas, y viendo que los robos iban en aumento, le dije a mi
padre que reuniría todo nuestro ganado y llevaría el ochenta por
ciento de él a Kansas.
—¿Usted?
—Mi padre cayó enfermo hace dos meses, y apenas puede moverse.
En un caso de parálisis. Se negó a darme su autorización
considerando la idea como una locura, pero poco a poco conseguí
convencerlo. Palmer se enteró de mi propósito y, ¿cuál cree que ha
sido su idea? Me ha raptado enviando un mensaje a mi padre, en el
que le dice que si quiere volverme a ver le entregue todas las reses.
¿Se da cuenta? Ha estado esperando a que las hayamos reunido
para dar el golpe…
La joven paseó por la habitación, apretándose las manos.
—¿No hay ninguna posibilidad de que alguno de sus cowboys dé
con este escondite? —preguntó John.
—Es tan remota que no cabe hablar de ella.
—¿Cuántos hombres obedecen a Palmer?
—Una docena o quizá más.
El detective reconoció que la situación era realmente grave. Palmer
habría adoptado las medidas oportunas para que su plan no fuese
interferido mientras se estuviera desarrollando. Y cuando Lyn
recobrase la libertad, los cuatreros se hallarían con el ganado muy
lejos para poder evitar la expoliación.
¿De qué forma podría escapar de aquella celda? Por más vueltas
que daba a su magín no conseguía dar con la solución del problema,
porque éste ofrecía aspectos muy complicados. Porque aun saliendo
al exterior, ¿cómo salvaría el terrible abismo? La escala de cuerda
debería estar custodiada, y no había que pensar en descender por
sus propios medios, tal como había subido.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la voz de Lyn.
—¿En qué piensa, señor Fleming?
—En un par de cosas sin importancia.
La joven se cruzó de brazos y dijo, frunciendo el ceño:
—Yo le he contado mi parte, ¿cuál es la suya?
Johnny se humedeció los labios, dándose tiempo para contestar. La
muchacha lo miraba fijamente.
—Busco a un individuo que ha heredado una cuantiosa fortuna. Él
no lo sabe.
—¿Y está por aquí?
—Eso me dijeron. Se llama Spencer Look.
Lyn se llevó un dedo a los labios en actitud pensativa.
—¿Spencer Look…? Hace cosa de dos años trabajó en el rancho un
cowboy que se llamaba Look. No recuerdo el nombre ahora, pero a
él sí. No tenía un aspecto muy agradable y sus modales eran los de
un bruto.
Fleming sintió renacer la esperanza.
—¿Qué fue de él? —preguntó.
—Empezó a sentir por mí algo más de cariño del que un cowboy
pone en su patrón. A Nathan no le gustó.
—¿Nathan?
—Es nuestro capataz. El hombre más rudo que jamás habrá visto en
su vida, pero leal como un perro. Se dio cuenta de que Look me
miraba de una forma sospechosa, y lo despidió a la primera ocasión
que se le presentó.
—¿Y no sabe adónde se fue?
—Quizá Nathan lo sepa. A mí, desde luego, me tenía sin cuidado.
Cuando esto termine, tendrá oportunidad de preguntárselo.
Era una mujer animosa. Decía: «cuando esto termine» sin ningún
pesar, siendo así que llegado ese instante se encontraría
completamente arruinada.
Se oyó un ruido en la puerta, y ésta se abrió unas pulgadas, las
suficientes para que una mano dejase en el suelo dos platos con
comida. Después se cerró de nuevo.
—Nuestro banquete —comentó Lyn.
Johnny se acercó a los platos y se puso en cuclillas. Contenían
judías mezcladas con harina de trigo. Todo había sido cocido, y era
una masa capaz de quitar el apetito a quien lo tuviese.
—Será mejor que nos privemos de este manjar —opinó el detective.
—Mientras podamos —sentenció la muchacha.
—¿Cree acaso que Palmer no resolverá su asunto por todo lo que le
queda de día?
—Es posible, pero se las arreglará para que mis hombres no nos
encuentren en las cuarenta y ocho horas siguientes a su partida con
el ganado. Necesita tener seguras las espaldas por un tiempo
mínimo.
En la reducida estancia empezó a hacer frío. El sol estaría cerca de
su ocaso. Johnny cogió la manta del camastro y se la puso a Lyn
sobre los hombros.
—¿Y usted? —dijo ella.
—Estoy acostumbrado a estas temperaturas.
La puerta chirrió de nuevo y Kurt Palmer entró en la celda seguido
de Smike.
—Tenías razón, Fleming —asintió Palmer, poniendo sus dedos
pulgares bajo el cinturón—. No hemos encontrado rastro de tu
amigo.
—¿Y de mi caballo?
—Donde tú lo has dejado. Ahora quiero hacerte una pregunta. ¿Es
cierto que viste a Look en Abilene?
—Tan cierto como que tú te llevarás el ganado de la señorita.
Los ojos de Palmer despidieron fulgores.
—¿Recibió ya respuesta al mensaje? —preguntó Lyn.
—Hace un momento —contestó el cuatrero—. Todo está en orden.
Nos haremos cargo de las reses esta noche.
—Supongo que a cambio de ellas, nos dejarán en libertad.
—Eso es delicado, preciosa.
—¿Quiere decir que no va a cumplir su palabra? —inquirió,
rabiosa, la joven.
—¡Claro que sí, pequeña; claro que sí! He venido precisamente a
hablaros de eso. Os dejaremos encerrados aquí con alimentos
suficientes para una semana…
—¿Una semana? —le interrumpió Johnny, dando un paso hacia él.
Smike sacó el revólver.
—¡Échate atrás! —continuó torciendo la boca.
Fleming obedeció, diciendo:
—¡No podremos resistir en esta pocilga una semana!
—Bueno, quizá no sea exactamente siete días —repuso Palmer—.
Puede que sean cuatro o cinco. Depende de lo listos que sean sus
cowboys, señorita Appleton…
—¿Qué quiere decir?
—Lo comprenderá enseguida. Dejaré el plano de la mesa en una
lata vacía y arrojaré ésta a unas cuantas millas de aquí.
—¿Sí? —barbotó Fleming, apretando los dientes—. Y pueden
transcurrir meses antes de que alguien sienta curiosidad por ver la
lata.
Palmer sonrió provocativamente.
—Eso te está bien empleado por meterte en donde no te llaman.
—¡Es usted un sucio canalla, Kurt! —apostrofó la joven—. Si mi
padre le da el ganado, ya tiene lo que quería. ¿Por qué ha de
dejarnos morir?
—Tengo una solución —intervino nuevamente John—. Puede
aceptarla, Palmer, ya que con ella no corre ningún riesgo. Cuando
se vayan a marchar, déjenos en libertad y llévese la escala. No
podemos descender de la mesa sin rompernos la crisma.
—Pero podéis hacer señales desde arriba. ¿Crees que acabo de
nacer? Entra eso, Smike.
El aludido salió de la habitación, y poco después volvió con un
saco.
—Vuestro alimento —indicó Palmer.
Fleming examinó el contenido.
—Judías. ¿Y el agua para cocerlas? ¿Y la leña? ¿Y la olla?
Palmer dio unos pasos hacia la puerta, diciendo:
—Una vez un amigo mío se pasó tres semanas en el desierto. No
comió más que raíces crudas, y se salvó. Lo que está en ese saco
tiene más vitaminas que las raíces.
John sintió que la sangre le hervía en las venas, pero antes de que
tuviera tiempo para abalanzarse sobre el cuatrero, la puerta se
cerró.
—Creo que éste es el final —murmuró Lyn, apesadumbrada.
—Eso está por ver —objetó el detective, examinando la cerradura.
—¿Pretende descerrajarla?
—No tengo con qué.
Se acordó de la armónica y la sacó, pero era muy frágil y antes la
destrozaría que conseguir su propósito.
Oyeron gritos fuera, y dedujeron que Palmer y sus hombres
abandonaban la mesa.
Luego, el tiempo transcurrió lenta y silenciosamente. Johnny invitó
a Lyn a que durmiera, pero ella, aun cuando estaba cansada y se
echó sobre el camastro, no pudo conciliar el sueño.
Las tinieblas invadieron la celda, y por el ventanuco vieron las
estrellas que parpadeaban en el firmamento. A lo lejos aulló un
coyote.
Haría cuatro o cinco horas que la pandilla de Kurt se había
marchado, cuando los dos prisioneros oyeron ruido procedente del
exterior.
La joven saltó del jergón y John se aproximó a la puerta pegando la
oreja a ella.
Sintió que Lyn le tiraba de una manga.
—¿Qué ha sido eso?
—No lo sé.
De pronto una voz gritó afuera:
—¿Están ahí?
—¡Sí! —respondió, fuerte, Johnny.
—¡Pues apártense de la puerta!
El detective cogió a la joven por la cintura, y la llevó al rincón más
alejado.
—¡Cuando quiera! —gritó nuevamente Fleming.
Retumbaron dos disparos y la cerradura saltó haciendo crujir la
hoja.
A continuación, el que había apretado el gatillo dio una patada y la
puerta se abrió de golpe.
—¡Buen trabajo, Barry! —exclamó John, gozosamente, yendo al
encuentro de su amigo.
CAPÍTULO VII
John presentó a Lyn Appleton a Barry, y después éste contó su
historia. Al separarse de Fleming, continuó hacia México, pero
pronto empezó a remorderle la conciencia. Pensaba que había
dejado solo a su amigo, y que poco podría hacer él contra la
pandilla que, según su teoría, tenía consigo por la fuerza a la joven
rubia. Al fin, decidió retroceder, y al llegar a la mesa y ver el
caballo solitario de Johnny, supuso que algo anormal ocurría. Oyó
ruido, y tras refugiarse en el montículo más cercano vio, a distancia,
a dos hombres explorar el terreno. Esperó con el revólver
amartillado, creyendo que terminarían por descubrirlo, mas no fue
así, y la pareja de cuervos tornó a subir sin molestar al bayo de su
amigo. Se armó de paciencia, y dejó transcurrir las horas, ya que no
podía hacer otra cosa sino confiar en que se presentaría una
oportunidad para actuar. No erró en el cálculo, pues, avanzada la
noche, ruido de cascos, gritos y carreras, le anunció que el baluarte
era abandonado o, al menos, quedaría sin tanta vigilancia. Se
acercó, comprobando que el caballo continuaba en el mismo lugar,
y unió las cuerdas de su montura y la de Johnny, y emprendió la
ascensión. No encontró dificultad en ella, pues, había combatido
durante la guerra civil en el grupo montañero del coronel Sanders,
y tampoco halló enemigos en la terraza. Fue sencillo después llegar
hasta la celda donde estaban los cautivos y ponerlos en libertad.
Sobre una mesa de la habitación contigua, John encontró sus armas.
Bajaron rápidamente y Lyn subió al caballo con Johnny. La joven
les señaló el Norte, y emprendieron una rápida galopada.
Haría poco más de una hora que dejaron la mesa, cuando se
encontraron con veintidós hombres del rancho Appleton,
capitaneados por Nathan Goldstein. Éste había entregado, en
nombre del padre de Lyn, las reses a Palmer, y el cuatrero les había
indicado el lugar en donde hallarían a la joven, una cabaña del
Valle Seco. Descubierta la farsa, Goldstein se dirigía con los
muchachos a la Llanura Amarilla, pensando que Palmer la
atravesaría para llegar a Big Falls, ciudad favorita de los cuatreros y
ventajistas para realizar sus transacciones.
El capataz y el propio Fleming trataron de convencer a Lyn para
que se volviese al rancho, pero ella se mostró dispuesta a perseguir
a los bandidos, y, tras conseguir un caballo en la posta de repuesto
de la diligencia, El Paso-Nueva Orleans, continuaron la fulgurante
carrera hacia la Llanura Amarilla.
Al claroscuro del amanecer dieron vista en el lejano horizonte a la
nube polvorienta que levantaba el ganado. Hicieron un alto, y la
tropa se dividió para atacar por los flancos a fin de que, si llegaba el
caso, las reses siguiesen una sola dirección.
Los cuatreros se encontraban en minoría, pues no pasaban de
dieciséis, pero a pesar de ello se aprestaron a defender lo que ya
consideraban como suyo.
Lyn se quedó en retaguardia, mientras los hombres enviaban las
primeras ráfagas de plomo a los forajidos. Éstos cometieron un
error. En lugar de abandonar su botín, para reunirlo más tarde si
vencían, conservaron sus puestos, en grupos de tres, y de esta forma
se convirtieron en presa fácil para los atacantes.
A los primeros disparos, el ganado se soliviantó, y tras media milla
de variaciones hacia la derecha o izquierda, surgió la terrible
estampida. Miles de cabezas se lanzaron a una carrera frenética,
siguiendo a las reses guía. Daba la impresión de que habían estado
encerradas hasta entonces y de que súbitamente habían hallado un
agujero por donde escapar.
Los cuatreros, mermadas sus fuerzas por las continuas bajas que los
«Colt» rivales les producían, y ante la perspectiva de que si
continuaban luchando ninguno de ellos viviría para contar su
aventura, optaron por la huida. Pero ni aun en ésta encontraron
respiro, pues los cowboys picaron espuelas en su persecución, y sólo
ocho de ellos pudieron salvarse, merced a que Goldstein consideró
más urgente dedicarse a recuperar las reses que cada minuto se
alejaban más de la llanura. Tarea que no fue simple pero que pudo
llevarse a cabo tras dos horas de denodados esfuerzos, en los que
brilló la destreza de aquellos centauros tejanos.
Lyn Appleton acogió a Fleming y Norton con una afectuosa sonrisa.
Los había visto participar en la recogida del ganado.
—¿También ustedes son cowboys? —les preguntó.
—Algo he hecho de eso —repuso Johnny.
—Y yo me he pasado media vida en un rancho —manifestó Barry.
—No sé cómo agradecerles el favor tan grande que me han
prestado.
—No hable de ello —murmuró Fleming.
—Al menos vendrán a pasar un par de días en el rancho.
—Yo no puedo aceptar —declaró el detective—, pero sí quisiera que
interrogase a sus hombres sobre el paradero de Spencer Look.
Puede que alguno lo conozca.
—Cuente con ello, ¿y usted, Norton?
El futuro buscador de oro se rascó la nuca, y dijo:
—Bueno, yo aceptaré la invitación. La verdad, no he dormido en un
lecho desde hace más de una semana.
Nathan Goldstein se aproximó al paso. El capataz tendría unos
cuarenta años, y era de frente estrecha, ojos muy separados y barba
cerrada.
—Seguimos hacia el rancho, Lyn —anunció. A Johnny no le pasó
inadvertida la familiaridad del trato.
—El señor Fleming nos deja —indicó ella—, pero vendrá con
nosotros su amigo Norton. He contraído una deuda con ellos…
—No era necesaria su colaboración —replicó Goldstein—.
Hubiésemos acabado con los cuatreros de la misma forma…
Un silencio embarazoso siguió al ex abrupto del capataz. Lyn trató
de paliar la desastrosa respuesta.
—Nathan no entiende de modales —dijo tratando de sonreír.
Fleming miró fijamente a los ojos de Goldstein, y comentó:
—Eso es mala cosa cuando se tiene a un par de docenas de hombres
bajo su mano…
La joven vio el gesto de su capataz y adivinando que iba a contestar
con otra grosería, intervino rápidamente.
—Nathan, el señor Fleming desea conocer el paradero de un tal
Spencer Look. ¿No se llamaba así el hombre que despediste el año
pasado?
—Sí, creo que sí. ¿Qué quiere de él?
—¡Basta ya de impertinencias! —ordenó Lyn.
—Déjelo, señorita Appleton —dijo Fleming. Y luego prosiguió
mirando al capataz—: He de echar una parrafada con Look. Algo
personal, si es que usted quiere entenderme…
Nathan tardó aún medio minuto en responder, con la consiguiente
exasperación de la muchacha.
—Está muy lejos de aquí.
—¿Dónde? —inquirió Johnny, sin poder ocultar su emoción.
—En San Ángelo.
—¿Cómo sabe que está allí?
—Uno de los muchachos lo vio el mes pasado. Hacía unos días que
Look se había instalado en el pueblo.
—¿Instalado?
—Ha abierto un saloon.
Johnny asintió con la cabeza, y preguntó:
—¿Cuál es el camino más corto para llegar a San Ángelo?
Fue Lyn quien respondió:
—Cabalgue unas diez millas al noroeste, y encontrará el Cañón de
Big Spring. Sólo tiene que seguir el curso ascendente, y a los tres o
cuatro días atravesará un pequeño desierto. Un poco más allá de él
está San Ángelo.
El detective dio las gracias por los informes, estrechó la mano de
Norton y después de tocarse el ala del sombrero mirando a Lyn, a
guisa de saludo, se separó del grupo, siguiendo el punto cardinal
que le había sido indicado.
Cuarenta y ocho horas más tarde tuvo que soportar un diluvio. El y
su caballo quedaron empapados, y la tierra se convirtió en un
lodazal. Bajó del noble animal, y continuó a pie llevándolo de las
bridas, con el barro más arriba de los tobillos, y oteando en todas
direcciones esperando encontrar un rancho o una cabaña donde
reponer las energías.
No halló ese refugio hasta que ya el sol secaba la superficie
encharcada. Pero al menos comió caliente, y su bayo pudo
descansar.
Un día después del tiempo previsto hizo su entrada en San Ángelo.
Fue en un atardecer sombrío. El viento soplaba fuerte, arrastrando a
ras de tierra las espinas del cercano desierto.
El Look Saloon estaba muy concurrido. Johnny se acodó en el
mostrador, y observó a los dos hombres que atendían a la clientela.
Uno de ellos poseía una calva sudorosa y un cuerpo achaparrado, y
el otro era de cara redonda y mofletuda. Este último fue quien le
preguntó qué deseaba. Pidió ginebra, y cuando iba a coger el vaso,
preguntó:
—¿Quién es Look?
El mofletudo le miró sin interés, y repuso:
—El que está sentado en el rincón. Chaleco floreado y bigote gris.
John dobló la cabeza, y distinguió a su hombre que se hallaba de
charla con dos sujetos.
—¿Quiere avisarle? —indicó.
—¿No tiene piernas? Acérquese a él. No se come a nadie.
Aceptó la sugerencia, y después de poner una moneda de medio
dólar ante las narices del carirredondo, se dirigió a la mesa ocupada
por Look.
—¿Spencer Look? —inquirió al llegar.
El del chaleco floreado giró lentamente. Vio a quien preguntaba por
él, y enarcó las cejas.
—¿Y bien?
—Necesito hablar con usted.
—Bueno, ya lo está haciendo.
—Es personal.
—Está bien. Luego nos veremos. Ahora no tengo tiempo de
ocuparme de usted.
—El caso es que no puedo esperar.
Look hizo una mueca arrugando la nariz, y contestó:
—Pues tendrá que conformarse. Ni siquiera le conozco a usted. Sea
lo que fuere no creo que requiera su negocio tanta urgencia.
Los dos hombres que acompañaban al dueño del establecimiento no
habían perdido palabra de la conversación, y tenían los brazos
colgando a ambos lados del cuerpo. Sus ojos no se apartaban de las
manos del forastero vigilando sus movimientos.
—¿Cuándo será, entonces? —dijo Johnny, batiéndose en retirada.
—Quizá más tarde o mañana… o pasado, ¿quién sabe?
—No soy vendedor.
—Ni yo compro. Oiga, no crea que me disgusta hablar con usted de
lo que quiera. Se trata de que en estos momentos estoy interesado
en otro asunto, ¿me entiende?
—Corriente. Esperaré.
Johnny volvió con paso lento al mostrador.
Un hombre había a su lado que miraba constantemente el reloj,
contando los minutos y los segundos. Tenía el rostro pecoso, y un
mechón blanco cruzaba de parte a parte su cabello.
—Oye, Nick —llamó al achaparrado—. Échame otro vaso, antes de
que esto empiece.
Fleming creyó que se refería a un número musical que presentaba la
empresa del saloon, pero al propio tiempo se dio cuenta de que los
ojos de la mayoría de los parroquianos tenían como objetivo el
rincón en donde estaba situado Look.
De pronto, los batientes de la puerta se abrieron con violencia,
dando paso a cuatro hombres que entraron resueltos.
Instantáneamente acabaron las conversaciones. El que mandaba el
grupo, un sujeto corpulento de tez morena, desparramó su mirada
por el local hasta detenerla en la mesa del dueño. Al verle, sonrió
dirigiéndose a él. Los otros tres le siguieron, observando en su
camino a los que quedaban a derecha e izquierda.
—¿Qué tal, Look? —saludó el recién llegado plantando sus piernas,
calzadas con grandes botas altas, muy cerca de la silla en que se
sentaba Spencer.
Éste no pareció emocionado. Dio una larga chupada al cigarrillo
que sostenía entre los dedos, y al arrojar el humo murmuró:
—Ya lo ves. De primera.
—Eso es lo que vas a tener…, un entierro de primera.
—Tonterías tuyas, Carpenter. Siempre has sido un buen chico, pero
algo tonto.
Carpenter soltó un rugido.
—Te dije que San Ángelo era demasiado pequeño para que tú y yo
cupiésemos en él, Look…
—Eso he pensado yo también. Es tu única idea buena, Carpenter.
—¡Pues ya te estás preparando! ¡Te doy quince minutos para que
salgas de tu madriguera! —exclamó, furioso, el gigantón—. ¡Te
estaré esperando a la otra parte de la calle…! ¡Quince minutos…!
¡Recuérdalo…! ¡Si no sales, entraré yo a por ti…!
Pronunciada la amenaza, Carpenter dio media vuelta y salió del
establecimiento como un torbellino, seguido por sus secuaces.
Entonces fue cuando todos reanudaron la conversación en voz alta,
y los encargados del bar sirvieron más licor que nunca.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Johnny a su vecino.
—Ya lo vio, compadre —contestó el pecoso, temblándole el pulso y
derramando el whisky que pretendía acercarse a la boca.
El otro bebió con apuros, y después de secarse la barbilla y la boca
con el dorso de la mano, dijo:
—Un desafío. El más formidable desafío que se ha visto en San
Ángelo.
—¿Por qué?
—Carpenter era el dueño de la ciudad hasta que llegó Look. Éste es
más listo, y ha conseguido que elijan como alguacil a uno de sus
hombres. El alcalde ya era amigo suyo, antiguo camarada. El
Ayuntamiento ha votado un acuerdo por el que se cierran los
establecimientos que puedan hacer peligrar la salud pública, ¿y
sabe cuál ha sido la faena…? ¡Ordenar que echen el candado al
saloon de Carpenter! —El pecoso lanzó una explosiva carcajada.
Spencer Look ya se había incorporado, y examinaba sus armas.
Johnny corrió hacia él.
—¡Look, he de hablarle ahora…!
Spencer le miró con hastío.
—Déjeme en paz.
—¡Se trata de algo que usted puede ayudar a esclarecer…!
—Después.
—¡Tiene que ser ahora! ¡Luego puede ser demasiado tarde…!
Los dos guardias de corps de Look sacaron sus pistolas.
—¡Basta ya de monsergas, pelagatos! —chilló uno de ellos, dando
un codazo a Fleming.
El detective se llevó instintivamente las manos a las caderas, pero
cuatro cañones le hicieron comprender a tiempo la inutilidad de su
pretensión.
—¡Apártate de nuestra vista! —ordenó el otro sicario.
Johnny reculó hasta confundirse con el resto de los hombres.
Spencer Look irguió la cabeza, y dio una última chupada al
cigarrillo, tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón. Después
echó a andar serenamente hacia la salida.
La gente se alejó de la puerta y ventanas cuando desapareció tras
las hojas oscilantes.
El pecoso, de nuevo al lado de Fleming, tenía el reloj a la vista, y
contemplaba estático la manecilla del segundero. Se oía el golpeteo
del devenir del tiempo.
Dos estampidos casi simultáneos fueron el contrapunto de aquella
escena silenciosa. A continuación siguió un quejido de dolor.
Johnny fue el primero en salir a la calle. Había tenido un
presentimiento, y éste no le falló.
Carpenter estaba en pie en medio de la calzada, con el revólver aún
humeante.
Y más arriba se hallaba Look. Tendido en el suelo, boca abajo,
exánime.
Johnny corrió hacia el caído, le pasó la mano por la espalda y le dio
la vuelta. La sangre fluía de un agujero en el pecho, muy cerca del
corazón. Pero éste aún latía, y el moribundo tenía los ojos abiertos.
—¡Óigame, Look…! Soy John Fleming de la agencia de detectives
Pinkerton —habló rápidamente, porque sabía que el herido tenía
pocos instantes de vida—. Se cometió un crimen hace cosa de un
año en Abilene. ¡Un doble asesinato…! ¿Fue usted…? ¡Tiene que
contestarme…! ¡Sólo ha de mover la cabeza!
Look miró a Fleming. Eran los mismos ojos de la muerte.
—¡Conteste, Look…! ¡En Abilene…! Fue usted, ¿verdad…? Intentó
robar, se resistieron, y usted los mató en legítima defensa…
Johnny oyó los pasos de los hombres que se acercaban.
—¿Fue usted…? ¡Sólo tiene…!
Spencer movía la cabeza. ¡En sentido negativo!
—¿No fue usted? —Con la mano, libre Johnny extrajo del bolsillo la
armónica—. ¿Y esto…? ¡Era suyo…! ¡Se le cayó mientras luchaba
en el almacén!
Nuevo signo negativo.
—¡No es posible…! ¡Era suya! ¡Me lo dijo Kurt Palmer…!
Look abrió la boca para hablar y el detective bajó la cabeza para
escucharle.
—Me… la… quitaron…
—¿Quién? ¿Quién se la robó…?
—Rancho… Appleton…
Y ya no dijo más Spencer Look. Fueron sus últimas palabras. Porque
después, la sangre tiñó de rojo sus labios, y murió.
CAPÍTULO VIII
Bruce Appleton contempló a su visitante desde el sillón que
ocupaba a causa de su parálisis parcial. Una manta cubría sus
piernas.
—Mi hija me habló mucho de usted, señor Fleming… Y celebro
tener esta oportunidad para darle las gracias…
—No tuvo importancia —contestó Johnny—. ¿Está ella en casa?
—Oh, no… Lyn se marchó ya hace cinco días.
—¿Se marchó?
—Sí, se empeñó en llevar las reses a Abilene. No se lo he podido
quitar de la cabeza. Es una muchacha con mucho genio. Dicen que
ha salido a mí, pero yo, la verdad, no sé de dónde saca ese valor
para atreverse a seguir la ruta de Kansas. Confieso que soy el primer
asombrado. Le pido a Dios que la guíe…
—¿Seguirán el sendero de Cherlshon?
—Sí, naturalmente. ¿Acaso piensa ir en su busca?
—Eso es lo que tendré que hacer, si usted no me ayuda a esclarecer
lo que me ha traído por estas tierras.
—Cuénteme, muchacho —murmuró Appleton, interesado.
Johnny hizo el relato de la misión que le había sido confiada,
dejando perplejo al padre de Lyn.
—¿Ya dice usted, Fleming, que Look le declaró que la armónica le
había sido sustraída aquí?
—Dijo exactamente, rancho Appleton. ¿Hay algún otro por esta
región?
—No, ninguno. Y además Look trabajó con nosotros el año pasado.
—¿Han quedado muchos hombres con usted?
—Los imprescindibles. Pero no siga. Ya sé por dónde va usted. No,
muchacho. Su hombre no se encuentra actualmente en el rancho.
Tengo media docena de hombres conmigo y le aseguro que son de
absoluta confianza. El que menos, lleva diez años trabajando para
mí. Y lo más importante es que a ninguno de ellos lo he visto tocar
una armónica.
—¿Hizo usted algún envío de ganado a Abilene el año pasado?
—Pues verá, sí lo hice. Pero no fue tan importante como éste. Como
el sendero aún era poco conocido, nos comprometimos cuatro
rancheros a aportar cada uno un par de miles de cabezas, con el
equipo de hombres correspondientes, y correr el albur de llegar a
Abilene o quedar por el camino.
—¿Cuántos hombres envió usted?
—Doce.
—De esos doce, ¿tiene alguno de ellos aquí?
—No. Ninguno. Y solamente nueve de aquel equipo acompañan
ahora a mi hija.
—¿Qué le ocurrió al resto?
—Uno de ellos murió en la ruta durante un ataque de los indios y
los otros dos se quedaron en Abilene cuando llegó la hora de
regresar a Texas.
—Así pues, tengo nueve sospechosos —comentó Johnny,
pensativamente.
—Si entre mis hombres hay un asesino, deseo ardientemente que lo
descubra.
—Gracias. Pondré todo mi afán en conseguirlo.
Fleming hizo ademán de despedirse, y Appleton lo atajó:
—¿No se queda a comer conmigo?
—Perdone que no lo haga. Quiero incorporarme al convoy cuanto
antes.
—¿Sabe mi hija realmente quién es usted? No recuerdo que me
dijese nada al respecto.
—No —negó Johnny, sonriendo—. Le conté una pequeña mentira.
Los dos hombres cambiaron un apretón de manos, y el detective
abandonó el rancho.
Debido a la marcha lenta del ganado encontró a la caravana setenta
y dos horas más tarde.
Nathan Goldstein, que se hallaba inspeccionando la retaguardia, fue
el primero en reconocerlo. Como esperaba Fleming, no puso una
cara muy alegre cuando se le acercó.
—¿No encontró a Look? —preguntó el capataz.
—Llegué a San Ángelo demasiado tarde —mintió el detective—.
Hacía dos días que le habían matado…
John tenía previsto su plan. Si el asesino de Jurado se encontraba
entre aquel equipo del rancho Appleton, debía silenciar todo
aquello que pudiese relacionarlo con el doble crimen de Abilene.
—Mala suerte la suya —rezongó Nathan—. Y ahora se vuelve a
casa.
—Me venía de paso el rancho y eché un rato de conversación con su
patrón. Por él me enteré de que estaban ustedes en camino y he
pensado que, puesto que también es el mío, podría haber una plaza
vacante…
—Ya se cuenta con suficientes hombres.
—Uno más siempre viene bien. Hay que contar con las bajas.
—Las reemplazaré cuando se produzcan.
Los dos hombres cambiaron una mirada glacial. Nathan fustigó su
caballo, y dijo:
—Le deseo un buen viaje de retorno.
E inmediatamente se alejó para incorporarse a la expedición.
Johnny vio que Lyn Appleton volvía la cabeza hacia atrás, y poco
después se separó de los hombres que la acompañaban. Él acudió a
su encuentro.
—¿Qué tal, señor Fleming? ¡Menuda sorpresa!
El detective replicó en la misma forma que lo había hecho a
Goldstein, pero silenció su ofrecimiento para trabajar en el equipo
como cowboy.
—¿Hacia dónde se dirige ahora? —le preguntó ella.
—Quiero llegarme a Abilene. He de resolver un par de asuntos allí.
—¡Estupendo! Puede venir con nosotros, si es que, naturalmente, no
entorpece ello sus planes…
—No los entorpece en absoluto.
—Entonces, ¿quiere trabajar para el rancho Appleton?
—Cuente conmigo.
La joven le tendió la mano irguiéndose por encima de la cabeza de
su alazán, y él la estrechó.
Goldstein acogió la noticia con el ceño fruncido.
—De acuerdo, Fleming —dijo con voz ruda, el capataz—. Vaya a
ocupar su puesto en el flanco derecho.
Johnny se despidió con un hasta luego de Lyn, y fue al lugar que le
señalaron.
Las reses caminaban cansinamente, levantando nubes de polvo al
pisar con sus pezuñas la tierra reseca.
Los mugidos, el entrechocar de los cuernos y el olor que flotaba en
la atmósfera, marcaba el paso de la carne movediza hacia el
Noroeste.
Un joven de unos veinticinco años, de rostro simpático y ojos de
mirada viva, se acercó a Johnny.
—Nuevo, ¿eh? —comentó en voz alta.
Había que gritar para que las palabras no se perdiesen entre los
ruidos producidos por el gran rebaño.
—Mi nombre es Frank Winters —siguió diciendo el cowboy—. Ya sé
que eres Fleming. La señorita Appleton nos habló de ti después del
jaleo con la banda de Palmer…
—Celebro conocerte, Frank…
—Hermoso, ¿verdad? —Ponderó el joven, abarcando con su mano
las reses que se extendían por la llanura.
—Es algo impresionante —convino John.
—En las ciudades no saben lo que es esto. No comprenden que un
hombre pueda dedicar su vida a cuidar ganado. Pero yo no me
cambio por ninguno de esos lechuguinos que se perfuman antes de
salir a la calle. ¿Sabes qué me ocurrió una vez?
—¿Qué?
—Liquidamos un rebaño en Wichita. Nos pagaron el sueldo y la
prima, y a mí se me ocurrió comprar un traje nuevo, y un frasco de
esos que dicen que vienen de París. Me volqué media botella
encima del cuerpo, y entré en uno de los locales de diversión. Fue
grande la que se armó. Las mujeres se creyeron que yo venía de
Boston, y que estaba forrado de billetes. Abandonaron a sus parejas
y acudieron a mi lado, como si ellas fueran moscas y yo un panal.
Todo hubiese ido bien si los muchachos se hubieran conformado.
Pero no fue así. Acordaron darme un escarmiento. Me cogieron en
volandas entre cuatro y me llevaron a un establo. ¿Y sabes lo que
hicieron? Me arrojaron al lugar más sucio y me dieron vueltas sobre
él como si fuera un rodillo. Cuando salí de allí no había quien
resistiese mi proximidad, y todos corrían como si yo tuviera la
escarlatina…
Johnny reía con ganas.
—Desde aquel día —terminó Winters— juré no volver a probar
suerte entre las damas con un perfume.
Otro cowboy se aproximó a ellos. Aparentaba tener unos cincuenta
años de edad y bizqueaba del ojo izquierdo.
—Éste es Hamon —lo presentó Frank—. Ha corrido una buena serie
de aventuras. Ya se encargará él de ir soltándotelas una a una, y
luego te las repetirá hasta que te den ganas de mandarlo al diablo…
Hamon enseñó unos dientes separados, riendo cavernosamente.
Uno de los vaqueros gritaba unas docenas de yardas más allá.
—Aquel que trata de volver a la fila la res desmandada —continuó
Winters, señalándolo— es George Pecos, un buen muchacho, pero
hay que temerlo cuando tiene delante una botella de whisky. Se la
bebe en un abrir y cerrar de ojos, y luego se pega con su sombra.
Tiene una izquierda capaz de desencuadernar un buey…
Durante el resto del día, Johnny tuvo oportunidad de conocer a Bill
el Largo, Joe Perdonavidas, Ruskin Cuatro Dedos, y así hasta el
último de sus nuevos compañeros. Era raro el vaquero que no tenía
un apodo. El propio Winters era conocido por el Apolo, por su éxito
con las mujeres; y en voz baja le dijo Hamon que a Nathan
Goldstein lo llamaban, entre ellos, el sargento Heins, en recuerdo de
un nordista que durante la guerra civil se distinguió por su
ferocidad en todo el Estado.
La luna se escondía tras las nubes, dejando a las tinieblas el señorito
de la tierra.
El ganado dormía sumergido en el silencio.
Johnny, después de cenar, ocupó el lugar que le correspondió en el
primer turno de guardia.
Lió un cigarrillo y mientras fumaba se entretuvo en recordar los
acontecimientos sobrevenidos, desde que Teresa Jurado se había
atravesado en su vida. Hasta entonces, la suerte estaba de su parte.
La pista de la armónica lo había conducido inexorablemente tras los
hombres que, de una forma u otra, la poseyeron. Aquella cadena
tenía un fin, y se preguntaba si se hallaría ante el último eslabón o,
por el contrario, habría de continuar buscándolo. El se inclinaba por
la primera hipótesis, ya que el factor tiempo debía ser tenido en
cuenta, y partiendo de la base de que los asesinatos se cometieron
un año antes, era muy improbable que la armónica hubiera salido
de las manos del hombre que la robó a Spencer Look.
El ruido de unos pasos interrumpió sus cavilaciones.
—¿Quién va…? —preguntó, llevando una mano al «Colt».
—Soy yo, señor Fleming.
Era la voz de Lyn Appleton. Ésta siguió andando hasta que su rostro
fue visible a la pálida luz de la luna que por un momento dejó
entrever una nube.
—La creí acostada —dijo John—. Hemos cabalgado mucho hoy…
—Y mañana será también una jornada dura. El terreno empezará a
ser accidentado. Pero no tengo sueño…
—Pues habrá de acostumbrarse a dormir cuando puede hacerlo.
Aún no ha llegado lo peor.
—Parece un auténtico cowboy —rió ella.
—Solamente hablo por referencias.
Lyn lo miró a la faz y después desvió sus ojos hacia el oscuro
horizonte. Una ligera brisa agitó sus cabellos.
—¡Qué maravilloso es esto! —murmuro.
—Sí lo es.
—Usted quizá no lo comprenda. No ha nacido en esta tierra.
—Pero entra en mis cálculos que algún día pueda vivir aquí.
—Y sus hijos pertenecerán a la llanura.
Johnny carraspeó, diciendo:
—En eso ya no había pensado.
Ella lo miró nuevamente, y repuso:
—Estoy segura de que hará un buen marido.
El detective bendijo que la oscuridad de la noche impidiese ver su
sonrojo.
—Entonces, ¿piensa regresar con nosotros? —preguntó Lyn.
—No es precisamente eso. Tengo algún dinero ahorrado, y creo que
lo invertiré en la adquisición de un rancho.
—¡Oh, un competidor!
—Hay sitio para todos. Texas es grande.
—¿Le ha hablado acaso mi padre de vender su rancho?
—Ni una sola vez. ¿Es que piensa venderlo?
—Dice que ahora que él ha caído enfermo, no será buen negocio
para nosotros continuar la cría de ganado. Cree que para ello es
precisa la mano fuerte de un hombre.
—Es posible que tenga razón. Usted no puede estar siempre
correteando de un lado a otro vigilando el trabajo de los cowboys.
—¿Que no? ¿Por qué?
—¿Que por qué…? Pues porque, al fin y al cabo, es usted una
mujer.
—Y usted opina, como mi padre, que la mujer debe dedicarse a
barrer la casa, hacer la comida, coser la ropa…
—Yo no digo tanto, pero hay cosas que son más propias de
hombres.
La voz de Lyn había subido de tono. Era fácil percibir en ella cierta
hostilidad.
—Muy bien, señor Fleming. Aconséjeme, pues, lo que debo hacer.
Mi padre fundó el rancho pensando en que algún día yo sería su
heredera. Ahora, al caer enfermo, sus sueños se han venido abajo.
Debemos vender, ¿no es eso? ¿O es más sensato que me case con
Nathan Goldstein?
—¿Goldstein? —repitió Johnny.
—Sí, nuestro capataz. Me ha pedido varias veces que le acepte por
marido. Así se arreglaría todo. Ya habría un hombre fuerte al
mando del rancho, y la frágil mujercita podría dedicarse a las
labores propias de su sexo…
Las palabras de la joven rezumaban sarcasmo.
El detective permaneció silencioso.
—¿Qué me contesta, señor Fleming?
—Lo siento. No puedo decirle nada al respecto, señorita Appleton.
—No, ¿verdad?
—Es la primera vez que una mujer me solicita como consejero
sentimental.
Johnny se arrepintió al instante de haber proferido esa frase.
—¿Conque ésa es su respuesta?
—Perdóneme —quiso rectificar él—, no ha sido mi intención…
—No tiene por qué disculparse. La culpa ha sido mía por confiarme
a usted. ¡Buenas noches, señor Fleming…!
—No se marche enfadada, señorita Appleton… —John quiso
atajarle el camino, pero Lyn hizo un quiebro y, separándose, se
internó en la oscuridad inmediata.
El detective quedóse solo, lamentando para sus adentros su falta de
tacto.
Al día siguiente, cuando reanudaron la marcha, se acercó varias
veces a la joven, procurando interceptar su mirada para dirigirle la
palabra, pero ella ignoró su presencia en todo instante, y espoleó su
caballo huyéndole.
El paisaje sufrió un brusco cambio en relación con el que habían
contemplado durante los días anteriores. Colinas pobladas de pinos
achaparrados; lechos secos de arroyos, cubiertos de guijarros;
montes formados por rocas gigantescas y algún que otro pequeño
manantial que no era suficiente para originar una corriente de un
par de millas, y se agostaba en la tierra sedienta.
Así siguieron durante dieciocho días. Al mediodía del vigésimo
sexto de la salida del rancho, Johnny estaba liando un cigarrillo
sobre su montura, cuando se le aproximó Frank Winters.
—¡Eh, Fleming…! ¿Has visto a Cuatro Dedos?
—Lo vi dirigirse hacia adelante hará cosa de media hora. ¿Pasa
algo?
—Estamos en territorio apache. Ruskin conoce esto, y el sargento
Heins lo necesita para que eche un vistazo por donde hemos de
cruzar. Voy a buscarlo. Hasta luego.
Winters lanzó su ruano a un rápido galope.
Más tarde, Nathan Goldstein envió a Ruskin en misión exploradora,
y dio orden a los cowboys que disminuyesen el ritmo del avance
hasta que el vigía volviese.
Llegó la noche, y Ruskin no se había incorporado al convoy.
El capataz dio orden de acampar. No se encendió fuego, haciéndose
una cena en frío, y todos los hombres aguardaron la llegada de su
compañero manteniendo sus sentidos al acecho.
Al amanecer, ni una sola mente dudaba que Ruskin debía haber
sufrido un contratiempo.
El sol difundió sus rayos, y Nathan no supo qué hacer en principio.
Los vaqueros vigilaban en todas direcciones, esperando todavía lo
que les parecía ya un milagro: el retorno de Cuatro Dedos.
Fue la voz de Frank Winters la que rompió el mutismo en que se
desenvolvía la espera.
—¡Eh, mirad allá…! ¡Al Este!
Todos los ojos convergieron en el punto que señalaba Apolo.
En lo alto de una lejana colina se levantaban a intervalos nubes de
humo.
—¡Apaches! —exclamó Goldstein.
CAPÍTULO IX
Durante unos minutos las miradas se mantuvieron observando el
ominoso mensaje ancestral. Después, éste cesó. Pero al poco rato, de
otro monte situado al Oeste, frente por frente de aquel de donde
había partido el humo, se elevaron al cielo otras nubes.
Contemplaban inmóviles las señales, cuando llegó a sus oídos el
ruido producido por los cascos de un caballo.
Por una cercana cañada hizo su aparición Ruskin Cuatro Dedos. De
algunas gargantas se escaparon gritos de triunfo, pero pronto éstos
se cortaron en flor. El jinete se desplomó de su montura al hallarse
a pocas yardas del campamento. Quedó boca abajo mostrando una
flecha en la espalda bañada en sangre.
Todos corrieron a su lado y Nathan lo volvió cara al cielo.
—¡Ruskin…! ¡Ruskin…!
El explorador movió los labios resecos.
—Agua…, agua… —pidió con voz apenas audible.
Goldstein hizo ademán de quitarle la flecha.
—¡No! —dijo el herido—. No la toque. Es asunto perdido. El final…
Quiero agua…
Alguien trajo una cantimplora, y Nathan la aplicó a la boca de
Ruskin, quien bebió con avidez. El mismo la apartó de un
manotazo.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Goldstein, bajo la expectación
general.
El interrogado hizo una mueca de dolor, estremeciéndose. Respiró
lanzando roncos estertores, y murmuró:
—Los apaches… A seis millas detrás de las primeras colinas… Ya
habíamos sido descubiertos… Me acerqué lo posible… Les
atacarán…, Hay sequía, una gran sequía… La hierba no crece… Los
búfalos han emigrado al Norte… Nosotros tenemos carne…
Retrocedan… Es imposible…, imposible pasar…
Ruskin dobló la cabeza, y entregó su alma a Dios.
Sucedió un largo minuto de silencio. Nathan depositó la cabeza del
muerto en el suelo, y se incorporó frotando las palmas de las manos
en sus muslos.
—¡Ya no hacen señales! —exclamó Hamon—. ¡No tardarán en
atacarnos…!
El capataz miró a Lyn, que había asistido a la escena, dando una
prueba de su entereza.
—Usted tiene la palabra —le dijo.
La joven se humedeció los labios, e instintivamente sus pupilas
fueron al rostro de John Fleming. Éste comprendió lo que se debatía
en su interior.
—¿Qué haría usted, Nathan? —preguntó al fin ella, volviendo la
mirada al jefe del equipo.
—Es difícil de contestar. Esos condenados indios deben ser varios
centenares. Nos jugamos la vida si pretendemos seguir adelante…
—¿No hay otro camino?
—Perderíamos tres semanas atravesando el desierto de Eliot, y
quizá esta prueba sea peor que la de los apaches. Hay una tercera
solución, la que ha sugerido Ruskin antes de morir: volver a casa.
—¡Eso nunca! —replicó Lyn con decisión.
—Si ustedes me permiten… —empezó a decir Fleming.
Goldstein se opuso inmediatamente a la pretensión del detective de
ser oído.
—¡Cállese, Fleming…! ¡Esto lo tenemos que resolver entre la
señorita Appleton y yo!
John apretó los dientes, conteniendo a duras penas su rabia.
—Creo que no es momento para tener en cuenta las jerarquías,
Nathan —advirtió Lyn—. Y yo escucharé gustosa cuantas
sugerencias puedan hacerme mis cowboys.
El capataz encajó el golpe alargando la cabeza y frunciendo el ceño.
Pero ya la joven interrogaba a Fleming.
—¿Qué es lo que tiene que decir?
—Se trata de que si usted decide seguir adelante, yo creo que se nos
ofrece una solución para salvar el obstáculo de los apaches.
—¿Cuál?
—Provocar una estampida y conducir las reses por la cañada.
Los expedicionarios parecieron vislumbrar el alcance de la idea
expuesta. Tan sólo Goldstein conservó su irritada actitud. Fleming
continuó hablando:
—Podemos apretar el ganado cuanto nos sea posible y esperar el
ataque de los indios. Cuando éste se produzca, tiraremos sobre el
ganado bolas de hierba encendidas. Sólo tenemos que poner de
nuestra parte la máxima diligencia para que las reses sigan un solo
camino. Nosotros pasaremos entre ellas vaciando nuestros
revólveres sobre los apaches. En primer lugar lo harán los dos
carros. Esto nos ocasionará algunas bajas, pero no hay donde elegir,
a menos que se decida por la ruta del desierto. Pero tengo
entendido que jamás ha llegado por ella una expedición a Abilene…
—¡De acuerdo! —convino Lyn—. Me parece factible la idea. ¿Y a
vosotros, muchachos?
Los cowboys dieron su conformidad.
—Ya lo oíste, Nathan —dijo la muchacha—. ¡Manos a la obra!
El capataz asintió, tragándose la ira que le invadía.
En pocos minutos algunos hombres recogieron hierba seca, mientras
los otros reunían estrechamente al ganado.
Cuando todo estuvo preparado, esperaron con la vista puesta en la
cañada, por donde se debía producir la embestida apache.
Fleming puso su caballo junto al de Lyn.
—Un ruego, señorita Appleton.
—Dígame.
—No se detenga por nada cuando empiece a correr. Continúe
siempre adelante, sin volver la cabeza.
—De acuerdo.
—Prométamelo que lo hará así.
—Prometido.
—Y otra cosa. Olvide la impertinencia de anoche.
—Está olvidada —sonrió, animosa, la muchacha—. ¿Me da usted
también su palabra?
—¿De qué?
—De que también se cuidará.
—Eso debiera pedírselo a los apaches.
Las últimas palabras de Fleming apenas fueron audibles, porque un
clamor multitudinario se levantó de la cañada. Un enjambre de
indios montados sobre veloces potros hizo su aparición
simultáneamente al otro extremo de ella.
—¡Prended fuego a las bolas y arrojadlas sobre el ganado! —gritó
Nathan.
La orden fue obedecida. Una lluvia ardiente cayó encima de los
animales, los cuales se movieron tratando de huir, no consiguiendo
otra cosa que chocar entre sí. Los mugidos de terror se mezclaron a
unas trescientas yardas. Los cowboys disparaban al aire corriendo
por los flancos del rebaño a fin de obligar a éste a que siguiese el
camino de la cañada. Fueron unos minutos de angustia. Las vidas de
aquellos intrépidos seres dependían del éxito de la estratagema. De
pronto, las cabezas guías, se lanzaron hacia el ejército indio. Las
demás reses, enloquecidas, sintiendo muchas de ellas el fuego en su
carne, hicieron temblar la tierra en una fiera carrera. Los apaches
acudían a la batalla a galope tendido y los que se hallaban en el
centro de la formación no pudieron desviar a tiempo sus monturas.
Se produjo un choque siniestro. La ola formada por los bovinos
hendió con fuerza irresistible el grueso de los indios y lo partió en
dos mitades, pisoteando, destrozando y pulverizando los que cogió
a su paso. Los alaridos de muerte se elevaron por encima del caos.
Los cowboys descargaron sus armas sobre los sorprendidos apaches
que aún cabalgaban sin saber la causa de aquella imprevista
catástrofe.
Johnny seguía con la mirada a Lyn, quien, conforme a lo prometido,
agachaba la cabeza hasta rozar con su cabello de oro la crin del
potro, mientras éste galopaba como una centella.
Los indios se repusieron, dieron la vuelta, y volvieron a la carga
lanzando con más ferocidad sus alaridos de guerra.
Los dos carros y las tres cuartas partes del ganado habían salido por
el ancho valle.
Media docena de hombres, entre los que se hallaban Johnny y
Winters se detuvieron para pasar cuando la última res lo hubiese
hecho.
Los indios se aproximaron velozmente disparando rifles y arcos. Los
cowboys replicaron con una descarga cerrada que produjo claros en
las filas enemigas. Pero como contrapartida, dos de ellos cayeron de
sus monturas para no levantarse jamás.
—¡Ya han pasado! —gritó Fleming—. ¡Vamos! ¿Qué esperáis?
Los cuatro supervivientes siguieron a las últimas cabezas de ganado.
Pero, simultáneamente, el caballo de Winters fue alcanzado por una
bala y se desplomó como herido por un rayo. El jinete salió
despedido, rebotando en tierra.
Fleming se dio cuenta del percance, frenó a su bayo, y lo condujo
rápidamente al lugar donde Frank se encontraba de rodillas
disparando contra los indios, que ya estaban a escasas yardas de él.
—¡Sube, Frank! —chilló Johnny, sin dejar de hacer fuego.
Apolo miró a su compañero y dijo:
—Es lo más emocionante que he visto en mi vida. ¡Ahora que esto
se ponía bueno!
Un apache bajó de su corcel a la carrera y se lanzó sobre el joven
esgrimiendo su tomahawk. Winters apretó el gatillo, pero del cañón
no salió ningún proyectil. En el instante en que el brazo armado
caía sobre el indefenso cowboy, Fleming acertó a colocar una bala
entre ceja y ceja del agresor.
Frank lanzó una carcajada nerviosa y saltó detrás del hombre a
quien debía la vida.
—¡Arrea, Johnny! —exclamó—. ¡Ya está bien por hoy…!
El detective no necesitaba consejos. Era cuestión de segundos el
morir o lograr escapar. Picó espuelas, y el buen alazán salió
disparado.
Proyectiles y flechas siluetearon sus contornos con silbidos
siniestros. Al llegar al otro lado de la montaña, diez cowboys
esperaban con los «Colt» preparados y les defendieron las espaldas
con una cortina de plomo. Después, todos juntos, siguieron
corriendo en pos del rebaño y los que les antecedían, que ya les
habían sacado un par de millas de ventaja.
CAPÍTULO X
—Tienes que tener cuidado, Johnny —advirtió Frank Winters, que
cabalgaba al lado del detective en un caballo comprado a un
mestizo dos días antes.
—¿Con qué?
—Con el sargento Heins. Te odia a muerte. Es un buen tirador, y al
menor motivo querrá probar su puntería contigo.
—Yo tampoco lo hago mal.
—No lo dudo. Te vi actuar frente a los apaches, ¡y de qué forma…!
Pero, la verdad, Goldstein es zorro viejo y sólo se atreverá cuando
vea las de ganar. No caigas en la trampa y no intentes nada que no
puedas acabar felizmente.
—Gracias por el consejo —sonrió Johnny.
—Me lo dio mi abuelita.
—Y te ha servido, ¿eh?
—Un hombre prudente «puede» en este país llegar a morir en la
cama.
—Te has despertado hoy filósofo, Frank.
—Y muy optimista. Cada vez que pienso que de aquí a una semana
estaremos en Abilene, siento deseos de hacer el resto del viaje
volando.
—¿Qué te espera allí?
Winters arqueó las cejas en un gesto cómico.
—¿Y lo preguntas, Johnny? ¿Qué clase de tipo eres? ¿Cuántos
meses hace que no vemos a una mujer? ¿Son meses o años? ¿O
quizá siglos?
—Esta mañana has visto una —siguió riendo Fleming.
—¿La señorita Appleton…? ¿Cómo puede pensar un hombre «cosas»
así de su patrona…?
—Pues no está nada mal la patrona.
—¡Claro que no…! Pero no es de mi clase. Bueno, tú ya me
entiendes. —Winters levantó las manos trazando curvas en el aire y
diciendo—: A mí me gustan así… de esta forma… con un poco de
esto… y otro poco de aquí… y lo demás, ya sabes, bien surtido…
—Comprendido, comprendido.
La voz de Lyn Appleton, a sus espaldas, les hizo dar un respingo.
—¿Y de qué color prefieren ustedes el cabello?
Los dos hombres giraron la cabeza y contemplaron el rostro serio de
la joven. Ésta siguió preguntando:
—¿Negro…? ¿Rubio? ¿Rojizo…? ¿Castaño?
Winters tragó saliva un par de veces y balbució algo sin pronunciar
una sola palabra inteligible. Johnny tampoco pudo hilvanar la más
simple respuesta.
—Bueno —dijo ella—, deben decidirlo antes de llegar a Abilene. Si
esperan a estar allí, pueden armarse un lío…
Y a continuación se separó de los sorprendidos cowboys.
Frank se rascó el cogote y comentó:
—Siempre le pasan a uno cosas por hablar demasiado.
—La patrona es buena chica —le consoló John—. Quizá no tenga en
cuenta eso de que ella no es tu tipo…
—Después de todo terminará casándose con Goldstein.
Fleming sintió la sensación de que algo frío y puntiagudo le arañaba
el corazón.
—¿Tú crees? —inquirió.
—Seguro. A menos que haya alguien con agallas y se cruce en el
camino del capataz.
El detective guardó silencio, y durante media hora se dedicó a
prestar atención a la conducción del ganado, atrayendo a la manada
los novillos jóvenes que se salían de ella.
Después, se encerró en sus pensamientos. El viaje estaba tocando a
su fin. Siete días más, y todo habría terminado. ¿De qué forma?
Continuaba sin saber quién era el hombre por el que se había
enrolado en la expedición. Tampoco había tenido mucho tiempo
para desarrollar la investigación. A los diez días de haber burlado a
los apaches, fueron atacados por una banda de cuatreros. Éstos les
prepararon una encerrona en un desfiladero, pero salieron de él a
tiro limpio, después de dejar entre las piedras los cadáveres de otros
dos cowboys. Soportaron jornadas de calor asfixiante, días de
interminable lluvia; vadearon ríos crecidos, y sofocaron tres
estampidas. El camino del norte se convirtió en una pesadilla. Los
hombres apenas tenían tiempo para descansar unas horas, y muchos
de ellos se dormían sobre las monturas. Era realmente una labor de
titanes transportar aquellas miles de reses desde lo más hondo de
Texas. Y ni uno solo de los vaqueros se arredró, ni pasó por mente
alguna la idea de abandonar la misión que libremente habían
aceptado.
Lyn Appleton no quiso gozar de cualquiera de los privilegios que
por razón clara le asistían. Convivió con sus muchachos, participó
en gran parte de sus tareas, y cuando hubo que velar, ella fue la
primera en hacerlo animando a los hombres con su palabra sencilla
y cordial.
Una noche, faltando cuatro jornadas para llegar a Abilene, Johnny
dio un paseo antes de acostarse. El campamento estaba tranquilo,
no se había señalado peligro inminente alguno, y su guardia no
empezaba hasta las dos de la madrugada. Pero se hallaba nervioso
ante la proximidad del término de la aventura. Fumó un par de
cigarrillos, tratando de concebir un plan que le acercase al asesino.
Mas sus esfuerzos resultaban baldíos porque en su mente aparecía,
con rara frecuencia, la imagen de Lyn, echando a perder la
concatenación de las ideas. ¿Qué le pasaba con la rubia? Mujeres
bonitas las había conocido a docenas, y hasta con alguna de ellas
había tenido cierta intimidad temporal. Todas habían pasado por su
vida sin dejar la menor huella. ¿Era Lyn distinta a las demás?
Rechazó tal posibilidad porque en sus relaciones femeninas siempre
había obrado colocándose en un plano superior. Ese lugar que le
permitía considerar a la mujer como una joya de la Creación y que,
como tal alhaja, había que contemplar a distancia para evitar el
deseo de poseerla y, por ende, las complicaciones posteriores.
Terminó por arrojar al suelo la colilla del segundo cigarrillo y dejar
su raciocinio para otro momento. Cuando se hallaba a unas treinta
yardas de la fogata alrededor de la cual estaban los cowboys, oyó el
silbido de unas notas y se detuvo sobrecogido. Eran los primeros
compases del vals «Hay una chica guapa en el Mississippi». ¡La
pieza favorita del asesino de Abilene! Reanudó su camino con pasos
rápidos, pero de pronto los silbidos cesaron. Se incorporó al grupo
de los hombres que descansaban cerca del fuego y esperó
pacientemente que unos labios prosiguiese la canción. Pasaron los
minutos y tal hecho no se produjo. Entonces observó con atención a
sus compañeros. Eran demasiados para sacar algo en claro. Allí
estaban Hamon, Kasketa, Lañe, Goldstein, Winters, Auterfield, Mac
Cronin, Gómez y Appel. Estudió uno a uno los rostros que las llamas
hacían destacar entre sombras danzantes. Rostros de piel atezada de
músculos duros como el acero, de ojos fríos. No, no podía señalar al
criminal con aquel simple examen.
A esa noche sucedieron otras dos, y llegó el gran día.
Al amanecer, entre gritos y disparos de pistola, levantaron el
penúltimo campamento. Harían el alto a media tarde, a seis millas
de Abilene, donde quedaría el rebaño hasta su posterior venta.
Después de cinco horas de marcha, Lyn esperó a que Johnny se
pusiese a su altura.
—¿Qué le pasa, señor Fleming?
—No sé a qué se refiere.
—He observado que me huye.
Era cierto pero John no quiso reconocerlo a fin de no dar la
explicación que ello llevaría consigo.
—Suposiciones suyas, señorita Appleton.
La rubia sonrió mostrando unos dientes nacarados, y dijo:
—Más vale así. Desearía que nos separásemos amigos.
—No hay motivo para hacerlo de otra forma.
—Al fin y al cabo, si persiste usted en la idea de ser granjero, es
posible que nos veamos.
—¿Persiste usted en la suya?
—¿Cuál?
—La de casarse con Goldstein.
—Anoche acepté su propuesta matrimonial.
A Johnny le anonadó la respuesta. No por lo que significaba, sino
por el tono desenfadado, casi alegre, que la joven empleaba para
referirse a lo que en otra ocasión había considerado como un
sacrificio o un mal menor.
La pregunta le vino a la punta de la lengua, y dejó que saliese a flor
de labios.
—¿Cuándo se casarán?
—Después que haya vendido el ganado.
—¿En Abilene?
La joven pareció distraerse un minuto, como si la conversación
careciese de trascendencia.
—¿Decía usted, señor Fleming? —inquirió al fin, parpadeando.
—Que si se casaban en Abilene.
—¡Oh, sí! Da lo mismo en un sitio que en otro. Cuanto antes mejor.
Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales cabalgaron en
silencio. Al fin dijo él:
—Bueno, no me queda más que desearle mucha felicidad.
—¡Oh, qué amable es usted, señor Fleming!
—Con su permiso —murmuró el detective, tocándose el ala de su
sombrero. Y se alejó hacia el este de la manada.
Llegaron al lugar elegido para establecerse, e inmediatamente se
formó el primer turno de hombres que podían ir a la ciudad.
Johnny fue uno de ellos. Pero en cuanto los cascos de su bayo
trotaron por la calle principal, se separó de sus compañeros
dirigiéndose a la casa del ciego.
Le encontró, como la otra vez, sentado en la mecedora.
—Buenas tardes —saludó el detective.
El viejo levantó la cabeza, como si pudiera mirar con sus ojos, y
pasados unos segundos preguntó:
—¿Qué hay, muchacho? ¿Encontró a Slim Carpentier?
Johnny quedóse perplejo.
—Entonces, usted… —pudo balbucir.
—Le he reconocido por sus pasos. ¿No me creyó aquel día?
—Oh, sí. Lo creí pero de todas formas resulta sorprendente. ¡Y hasta
recuerda el nombre de la persona por quien le pregunté!
—Ya le dije que cuando faltan los ojos, otros sentidos se encargan
de superarlos.
—Precisamente yo quería pedirle a usted un favor.
—Diga, muchacho.
—El asesino de Higgins se halla en Abilene o está a punto de llegar.
El ciego adelantó el torso.
—¿Qué me dice?
—Puede estar seguro de ello.
—¿Cómo lo sabe? Yo era la única persona que estaba presente en el
almacén cuando ocurrió aquello.
Johnny relató al anciano las vicisitudes por las que había pasado
desde que Teresa Jurado le había confiado la armónica y el caso a
que estaba unida. Cuando terminó, el ciego dijo:
—Realmente le admiro a usted. Parece increíble eso que me cuenta,
pero ¡que me maten si dejo de ayudarle! Dicen que soy renegón y
tengo mal genio, pero no debió dar crédito a ésa superchería.
Igualmente le hubiera informado sin el subterfugio de la busca de
Carpentier. Porque no me negará que esa historia era falsa.
—Lo era —confesó Fleming.
—Bien, ¿qué quiere que haga?
—Que me señale al criminal cuando lo reconozca por sus pasos.
—¿En dónde desea que me coloque?
—En el Saloon Ganadero. Quisiera que fuese ahora.
—¿Cuándo calcula usted que estará allí el asesino?
—Entre este momento y las doce de la noche.
—De acuerdo.
Cuando Johnny se dirigía hacia la agencia Pinkerton, una voz le
llamó por detrás.
—¡Señor Fleming…!
Al volverse vio en la acera a Teresa Jurado.
—¿Usted aquí, señorita? —dijo él, acercándosele—. La creía en
Laredo.
—Como no tenía noticias suyas, me impacienté, y, bueno, aquí me
tiene —repuso ella, sonriendo.
Estaba terriblemente hermosa, y él la comparó con la hermosa rubia
Lyn Appleton.
—¿Qué me dice de su trabajo? —le interrumpió la joven.
—Esta noche le entregaré al culpable.
Los grandes ojos negros se abrieron atónitos.
—¿Ha descubierto…?
—No, aún no —la interrumpió Fleming—, pero espero que eso
ocurra antes de que termine el día…
—¿No será peligroso para usted? —insistió ella, como en una
súplica.
—Su dinero lo vale.
Teresa esperaba una respuesta distinta, y no habló hasta que de su
rostro desapareció el rubor que ella le había producido.
—Me alojo donde usted ya sabe, señor Fleming.
—No dejaré de verla esta noche.
—Vaya a cualquier hora. Permaneceré despierta hasta que usted
llegue.
—Hasta luego, pues, señorita.
Después de separarse de su cliente siguió hacia la agencia. Llegó a
ella en el instante en que Hudson se disponía a cerrar la puerta.
—¿Es cierto lo que ven mis ojos…? ¡Fleming…! ¡El gran Johnny
Fleming…! ¡Pase, muchacho!
Los dos hombres cambiaron un apretón de manos dentro del local, y
Hudson dijo:
—¿Cómo le fue lo de Jurado? ¡Otro éxito…! ¿Es así?
—Hoy lo sabremos.
—¿Tiene al asesino?
—Es posible que lo tenga. He venido a fin de que lo prepare todo.
Quiero cobrar la recompensa y marcharme.
—¿Marcharse? ¿Qué dice? ¿Sabe que Pinkerton viene la semana
próxima? Quiere abrir otra sucursal en San Francisco y,
naturalmente, ha pensado en usted…
—Yo estaré muy lejos de Abilene cuando llegue Pinkerton.
—¡Tonterías! Usted se quedará aquí. No va a desperdiciar la gran
ocasión de su vida. ¡Un sueldo y un tanto por ciento sobre los
beneficios…! ¿Qué le parece?
—Que no aceptaré.
—¿Se ha vuelto loco, muchacho?
Fleming hizo un saludo con la mano y se dirigió hacia la puerta.
—No lo olvide, Hudson. Tenga a mano el importe de la recompensa.
—Pero…
John salió sin oír la respuesta del nervioso calvito.
En el Saloon Ganadero había más de cincuenta alegres clientes. El
ciego se hallaba arrimado a la esquina del mostrador más cercana a
los batientes de la puerta.
—¿Hay novedad? —inquirió el detective en voz baja.
—Su hombre no está aquí.
—No se preocupe. Ya vendrá.
John volvió a la calle, y como sentía apetito, incrementado éste por
la posibilidad de comer algo distinto a los monótonos alimentos de
los vaqueros, se metió en el restaurante Chino, que estaba un poco
más arriba del saloon.
A las nueve debía regresar al campamento, pero dejó pasar esa hora
fumando un cigarrillo, después de haber dado cuenta de tres platos
escrupulosamente condimentados y un buen trozo de tarta de
manzana.
A las diez regresó al Ganadero y recibió del anciano una segunda
respuesta negativa.
Hamon y Jasket se encontraban entre los parroquianos y abandonó
el local para que no lo viesen.
Paseó por las calles oscuras, consultando de vez en cuando el reloj.
A las once y cuarto pisó nuevamente el suelo del establecimiento.
—¡Está aquí! —le dijo el ciego en cuanto traspuso el umbral.
Johnny tragó saliva tratando de serenar sus nervios.
—¿Hace mucho? —preguntó.
—Cosa de media hora.
Deslizó su mirada lentamente, escrutando las caras a través de la
espesa neblina formada por el humo de los cigarrillos.
Ninguna de ellas le era conocida. Ninguno de los hombres
pertenecía al equipo del rancho Appleton. ¡No era posible!
¿Es que se había equivocado? ¿Quién de los dos? ¿El ciego o él?
Y de pronto, un hombre que había de espaldas hablando con una
rubia, al otro extremo del mostrador, se volvió riendo para coger un
vaso.
Aquel hombre era Nathan Goldstein.
CAPÍTULO XI
—Buenas noches, Goldstein —saludó Johnny. El capataz volvió la
cabeza y frunció el ceño.
—¿Es usted, Fleming? ¿Qué hace en Abilene? Hace unas cuantas
horas que debiera estar en el campamento.
—Tenía aquí un asunto pendiente.
—Conque sí, ¿eh? —Goldstein había bebido. Se le notaba en el
brillo de los ojos y en la torpeza de la lengua—. ¿Sabe que todavía
continúa bajo mis órdenes?
—Me enrolé hasta llegar a Abilene. Ya hemos llegado, y ahora me
dedico a solventar mi negocio.
—¡Pues se quedará sin cobrar! Si no vuelve inmediatamente al
campamento, dese por despedido.
—Usted es el que ha hecho su último viaje desde Texas, Goldstein.
—¿Yo? ¿De qué está hablando?
—De crímenes.
Nathan entrecerró los ojos.
—Oiga, Fleming, ¿no habrá bebido más de la cuenta?
—Menos que usted.
—Pero le sienta peor. Acuéstese un rato y se le pasará.
El capataz fue a girar para reanudar la conversación con la rubia,
pero Johnny interrumpió su movimiento reteniéndolo por un
hombro.
—¿Qué demonios le pasa, Fleming?
—Quiero que me acompañe.
—¿Con usted yo?
—Haremos una visita de cortesía al alguacil.
Goldstein se puso furibundo.
—¡Escuche esto! Siento ganas de darle gusto al gatillo y tumbarle
patas arriba… ¡No soportaré más una sola de sus bromas! ¡Así que
lárguese antes de que cambie de idea!
—Tendrá que venir conmigo le guste o no le guste.
—¿Cómo lo va a conseguir? —Goldstein esbozó una ominosa
sonrisa.
—Así —repuso Fleming, sacando con velocidad meteórica un
revólver.
El capataz llegó a rozar la culata de una de sus armas, pero al ver el
cañón que le apuntaba apretó los dientes y murmuró:
—¿Cuál es su juego, Fleming?
—Quítese la máscara. No le valdrá ninguna treta. Está cogido como
un novillo.
—¿Va a asesinarme a sangre fría?
—Voy a entregarle a la justicia. Sus representantes se encargarán de
darle su merecido.
—¿A mí?
Los hombres que estaban próximos a la escena habían callado y el
silencio se extendía poco a poco por la sala. Algunos curiosos se
acercaban para no perderse detalle del suceso.
—Creo que no está usted bien de la cabeza, Fleming —decía el
capataz.
—¡Vamos, diríjase hacia la puerta! —ordenó el detective.
Nathan soltó un gruñido, pero obedeció y echó a andar pasando por
delante de Johnny. Éste lo siguió sin dejar de apuntarle con el
«Colt».
En aquel instante, una armónica emitió las notas alegres del vals
«Hay una chica guapa en el Mississippi».
Johnny se detuvo arqueando las cejas. Cuando se volvía para mirar
al interior de la sala, una mano le tiró de la manga. Era el ciego.
—Eh; oiga —le dijo—. Ese hombre que ha detenido no es el asesino.
Se ha equivocado. Tiene que creerme. Sus pasos no coinciden.
El detective giró la cabeza y allá, ante una mesa, a unas tres yardas
de él, vio a Frank Winters tocando la armónica. Había un hombre y
una mujer haciéndole compañía ante una botella de whisky y tres
vasos. Frank sonreía, y sus ojos se movían con una viveza
extraordinaria. La hembra lo miraba encandilada.
Johnny empezó a andar paso a paso hacia el cowboy. Sentía una
sensación extraña en el pecho. No podía admitir aún que aquel
joven que había conseguido su afecto a través de las semanas de
viaje fuese el asesino que buscaba desde hacía meses.
Frank lo vio, y le guiñó un ojo sin dejar de soplar el instrumento.
Llevaba el ritmo del vals golpeando el piso de madera con el pie
izquierdo.
Ahora fue cuando Johnny deseó en lo más profundo de su corazón
equivocarse de nuevo.
Súbitamente, Frank apartó la armónica de sus labios y se arrojó
sobre Fleming, al tiempo que gritaba:
—¡Cuidado, Johnny!
Sonó un disparo detrás del detective, y éste giró y apretó el gatillo.
Nathan Goldstein recibió el proyectil en la mano y soltó el arma
mientras lanzaba una maldición. Winters perdió el equilibrio, pero
Fleming lo sostuvo abarcando su cintura con el brazo izquierdo.
—¡El otro revólver, Goldstein! —gritó Johnny—. Tíralo al suelo y
acerca los dos con la bota.
El capataz cumplió el mandato. Su rostro se contraía en una mueca
de dolor.
El alguacil de Abilene entró en el saloon y miró a un lado y a otro
extrañado.
Johnny atendió a Winters. Éste sonreía, pero sabía que estaba
herido de muerte. Había recibido en el estómago la bala destinada a
su amigo.
—Déjame en el suelo… Johnny…, por favor…, pero sujétame la
cabeza.
Y después, cuando estuvo como él quería, dijo:
—Ya te lo advertí, Johnny. No tenías que descuidarte. Goldstein es
peligroso.
Al detective se le hizo un nudo en la garganta y no pudo articular
palabra.
Winters exhaló un gemido y se contrajo. En su frente empezaron a
formarse gotas de sudor.
—Johnny, quiero contarte algo.
—Ya tendrás tiempo —dijo al fin Fleming—. Ahora lo importante es
que te vea un médico.
El herido sonrió nuevamente.
—No hay remedio… Me muero… Esto se acabó… Por eso quiero
tranquilizar mi conciencia…
—Cállate, Frank.
—No podría. Hace poco más… de un año… maté a dos hombres…
aquí, en Abilene… Me ganaron el dinero… al póquer… y me
desesperé y…, ¡oh, cómo duele esto, Johnny…! Quise recuperarlo
pronto… robando…, no era mi intención… matar, pero se pusieron
las cosas feas y tuve que… hacerlo…
¡Y él había cabalgado miles de millas para llegar a aquello! Allí
tenía a su hombre, al hombre que valía para él diez mil dólares de
recompensa.
Frank Winters no lo sabía, pero él se lo podía decir. ¿No era
honrado? Confesión por confesión.
—Oye, Frank…
Pero a Frank lo llamó el Señor, y cerró los ojos marchándose de la
tierra sin conocer el secreto de su amigo.
El detective dejó reposar la cabeza en el suelo y se incorporó.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? —le preguntó el alguacil.
—Una muerte casual —repuso Johnny con voz ronca—. Aquel
hombre disparó sobre mí, y éste se interpuso. Tiene testigos que lo
acreditarán, si no le basta mi declaración…
—Entonces, ese cowboy que está herido.
—Usó su arma justificadamente. No tengo nada contra él.
El alguacil miró el rostro del detective, aún emocionado, y dijo:
—Está bien, Fleming. Le creo, pero pásese mañana por mi despacho
para firmar la declaración. Si no hay ningún cargo contra ese
hombre, no tengo más remedio que dejarlo en libertad.
—Es lo que procede, Thuncan. Gracias.
Johnny pasó junto a Goldstein, que había oído toda la conversación,
y salió a la calle.
CAPÍTULO XII
—Usted ha hecho su trabajo —decía Teresa Jurado—. Tiene
derecho a los diez mil dólares.
—Le repito que no he intervenido en la muerte de ese hombre —
repuso Fleming—. Renuncio por tanto a la recompensa.
El diálogo se desarrollaba en la misma habitación en que se
conocieron, al día siguiente del tiroteo en el saloon Ganadero. El
detective había iniciado la entrevista excusándose por no haber
acudido la noche anterior.
—No lo comprendo, señor Fleming.
—Es cuestión de principios, señorita. Limítese a abonar la factura
corriente que le presente al cobro la agencia Pinkerton.
—Si usted insiste…
—Es una decisión irrevocable.
—Bien, no me da oportunidad más que para manifestarle mi
agradecimiento. Y déjeme que lo haga porque estoy segura de que,
pese a lo que usted dice, nadie en su lugar hubiese hecho más en un
caso como el que le confié.
—He tenido mucho gusto en conocerla, señorita Jurado.
La joven se le acercó, diciendo:
—Y para mí ha sido un placer, aun cuando hubiera deseado que el
motivo inicial fuese distinto.
John apretó la cálida mano que ella le tendía.
Teresa entreabrió los labios y miró profundamente las pupilas del
detective. Éste se mantuvo unos segundos inmóvil, y al fin dirigióse
hacia la puerta y salió de la habitación.
Ya en la calle, echó a andar, sumido en hondas reflexiones.
—¡Señor Fleming!
Rodó la mirada y vio a Lyn Appleton subida en el pescante de uno
de sus carros.
—Buenos días, Lyn…
Se dio cuenta tarde de que la había llamado por su nombre. Pero
ella no pareció darle importancia.
—¿Sube conmigo?
Johnny subió, sentándose a su lado.
—Ya me he enterado de lo que sucedió anoche —dijo la muchacha,
fustigando los caballos—. He hablado con el señor Hudson y he
quedado enterada de que es usted un personaje…
Fleming no contestó.
Lyn lo miró por el rabillo del ojo, y prosiguió:
—También me han dicho que ha presentado la dimisión. ¿Es cierto?
—Sí.
—¿Y no habrá nada que le haga cambiar de parecer?
—Nada.
La joven empezó a silbar por lo bajo. De pronto preguntó:
—¿Sigue pensando en ser ranchero?
—No.
—¿No?
—Creo que no sirvo para ese género de vida.
—Bueno, es curioso.
—¿Qué es curioso?
—Que los dos hayamos cambiado de idea. Yo también he desechado
la mía.
—¿Quiere decir que ya no se casa con Goldstein?
—Ajá.
Siguieron otros dos minutos de silencio. El carro pasó a la altura del
Ganadero. Lyn continuaba silbando.
De improviso la muchacha detuvo otra vez los caballos. Johnny
preguntó:
—¿Pasa algo?
—Estaba pensando… —murmuró ella, mordiéndose el labio
inferior.
—¿Qué?
—Después de todo, no es nada de importancia… ¡Adelante,
caballitos!
El carro se puso en movimiento. John quitó las bridas de las manos
de Lyn, y una vez más las ruedas dejaron de chirriar.
—¿Quiere decir de una vez lo que pensaba?
Ella hizo un mohín parpadeando, y balbució:
—Pues era… era que… en fin, se me había ocurrido que los dos
podíamos realizar nuestra idea… o sea que usted podría ser
ranchero… y yo podría casarme…
Fleming atrajo hacia sí violentamente a la muchacha y la besó en la
boca durante medio minuto. Al separarse, sonrió, y dijo:
—Pero habrás de quedarte en casa.
—Cuenta con ello, Johnny…, salvo en circunstancias excepcionales.
Los dos rieron.
El vehículo se puso en marcha. Súbitamente se oyeron dos disparos.
Johnny miró hacia el lugar de donde procedían. De una casa
situada al lado del Ganadero salió un hombre pidiendo socorro. Al
ver a Fleming en el carro corrió a grandes zancadas gritando:
—¡Eh, Johnny, espérame…! ¡Espérame!
De la casa emergió ahora una mujer, Rose, empuñando un grueso
revólver. Vio a Jeff correr y le disparó un tiro que levantó tierra
junto a las botas del fugitivo. Éste dio un salto tirándose de cabeza,
por la parte trasera, en el interior del carro.
Al poco rato estaba a salvo de la furia de Rose.
—¡De buena me he escapado! —jadeó Jeff, asomando la cabeza por
entre los dos jóvenes.
—¿Le devolviste el dinero? —inquirió Johnny.
—¡Claro que sí! Tuve dos días de racha buena con el faro y me hice
con diez de los grandes. Pero las mujeres ya sabes cómo son. Está
empeñada en que me case con ella.
Lyn miró de soslayo a su futuro marido y sonrió.
—Pues es raro que no lo haya conseguido —dijo el ex detective—.
Por regla general, cuando una mujer se empeña en una cosa así…
—¡Johnny! —exclamó la muchacha.
—¿Quién es? —preguntó Jeff, mirando a Lyn.
—Mi inminente esposa —presentó Fleming—. Lyn, éste es Jeff
Sutton, el trapisondista número uno de los seis Estados del Oeste.
—Entonces, ¿vamos a un rancho? —gimió Sutton.
—Puedes apostar a que así es.
—¿Y no hay mujeres?
—Verdaderas bellezas, amigo Jeff.
—Menos mal… Bueno, si me permitís, voy a echar una cabezadita.
Se metió dentro y entonces Lyn dijo a Johnny en voz baja:
—¿Qué dirá cuando vea que las únicas mujeres del rancho son
indias y viejas?
—Es una de las cosas que no me perderé por nada del mundo —rió
Johnny—. ¡Adelante, caballitos!…
FIN
Notas
[1]«Los siete días de Richmond» fue una de las batallas de la guerra
de Secesión, entre el Norte y el Sur. (N. del A.). <<