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HP-14 Keith Luger (1970), El Heredero

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John Maxwell, de veintitrés años, uno setenta de talla, moreno de

rasgos faciales duros, frunció la frente al ver salir del dormitorio de


su padre al doctor Ready, con gesto preocupado. —¿Cómo lo
encuentra, doctor? —preguntó. El médico miró fijamente al joven y
luego movió la cabeza de un lado a otro. —Mal —contestó—. Y
creo que esta vez hay que tomarlo en serio. —¿De qué se trata?
Keith Luger

El heredero
Bolsilibros: Héroes de la pradera - 14

ePub r1.0
Titivillus 26.07.2019
Keith Luger, 1970

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
CAPÍTULO PRIMERO

John Maxwell, de veintitrés años, uno setenta de talla, moreno de


rasgos faciales duros, frunció la frente al ver salir del dormitorio de
su padre al doctor Ready, con gesto preocupado.
—¿Cómo lo encuentra, doctor? —preguntó.
El médico miró fijamente al joven y luego movió la cabeza de un
lado a otro.
—Mal —contestó—. Y creo que esta vez hay que tomarlo en serio.
—¿De qué se trata?
—El corazón, muchacho. El viejo corazón de Jeff Maxwell se ha
cansado de latir. Es algo que la medicina no puede cambiar. Existen
trastornos circulatorios complicados con una afección pulmonar.
—¿No cree que si lo llevo al Este…?
—Sería cruel por mi parte que te diese esperanzas, Johnny.
—Entonces…
—Es mejor dejarlo en manos de Dios. —Ready metió el estetoscopio
en el maletín que había sobre la mesa.
—¿Cuándo volverá, doctor?
—Le he dado un calmante. Vendré mañana a primera hora. Pero si
se agravase, avísame en seguida.
—De acuerdo.
John acompañó al médico hasta fuera de la casa.
Un sol tibio acariciaba la pradera, todavía bañada en el rocío caído
durante la madrugada.
El doctor subió al coche, cogió las riendas del caballo y tiró de éste
partió al trote corto con ruido de cascabeles.
Johnny entró en la casa y se dirigió al dormitorio de su padre.
Jeff Maxwell frisaba en los cincuenta y cinco años, pero por su
aspecto se diría que había llegado a los setenta. El cabello blanco, la
piel arrugada, los ojos carentes de brillo.
—¿Qué te ha dicho el doctor, Johnny? —preguntó al ver a su hijo a
la cabecera.
El joven sonrió.
—Que es un achuchón sin importancia. Hay varios casos como el
tuyo en la comarca. La culpa es de este invierno tan prolongado.
Jeff lanzó un suspiro.
—Eres mal embustero, muchacho. Sé mejor que el doctor cuál es mi
estado…
—Eso es lo que tú crees, padre.
—Es seguridad plena. He llegado al final del camino, Johnny. Y por
ello quiero hablarte de algo muy importante…
—Ya me lo contarás en otro momento. Ahora debes dormir un
poco. Llevas dos días sin pegar un ojo…
—Sí, tienes razón. Dos días sin poder descansar. Es el
remordimiento que no me deja.
John enarcó las cejas.
—¿El remordimiento, padre? —sonrió levemente—. Eso es absurdo.
Tú eres la persona más honrada que he conocido en mi vida. No
puedes haber hecho jamás una cosa mala que te obligue a
arrepentirte.
Jeff miró a su hijo, y rogándole:
—Siéntate, Johnny.
El joven se sentó en el borde de la cama y el enfermo prosiguió:
—Te voy a dejar bien poco. Esta tierra es mala.
—Para ti has sido bastante siempre. También lo será para mí.
—No nos engañemos los dos. Durante veinte años apenas hemos
sacado para vivir. Quizá tú te hayas preguntado alguna vez por qué
no abandonábamos este país…
—Yo quiero a este suelo, padre.
—Porque no conoces otro. Si tus ojos hubiesen contemplado una
tierra feraz, donde la hierba crece hasta ocultar un hombre con su
montura, donde pacen miles de reses…
—He oído hablar de ello un sinfín de veces, pero nunca he sentido
envidia de quién pueda poseer esa fortuna.
—Sin embargo. —Jeff Maxwell hizo una pausa y por un momento
sus ojos, inopinadamente, tuvieron un extraño destello—. ¿Y si tal
fortuna fuese tuya?
—No te comprendo padre…
—Supón que en alguna parte existiera la tierra y el ganado a que
me he referido y que fuese tuyo. ¿Te marcharías de aquí?
—Sí, en ese caso iría a tomar posesión de lo que era mío. —Johnny
creyó que su padre deliraba y fue a levantarse, pero la mano del
enfermo le aferró por la muñeca.
—Existe, Johnny Todo eso es real.
—Pero ¿a qué te refieres?
—Será preferible que te lo cuente desde el principio.
No me mires así. Ahora me encuentro mejor porque voy a descargar
mi conciencia. Es como un nudo que durante muchos años he
sentido que me oprimía el pecho.
Johnny empezó a creer que su progenitor le hablaba serenamente y
se dispuso a escucharlo con la mayor atención.
—Hace muchos años —empezó a relatar— llegamos a este país tu
madre y yo. Veníamos de muy lejos: de Texas.
—Cuándo pude darme cuenta de las cosas, me dijiste que
procedíamos de Virginia.
—Yo quería olvidar el pasado, y si hubieses conocido el verdadero
punto de partida hubieras hecho muchas preguntas, cuyas
respuestas habrían sido muy dolorosas para mí. Tu propia madre
murió de pena a los dos años de nuestra estancia en la comarca.
—¿De pena? ¿Por qué?
—Lo comprenderás en seguida. Cuando yo tenía tu edad conocí en
Kansas City a un hombre llamado James Adams. Él y yo éramos dos
de tantos aventureros que veíamos la tierra prometida en el
territorio del Oeste. Adams me habló y convenció de sus fabulosas
posibilidades de criar ganado en Texas, recién incorporada, a la
Unión. Hacía allí partimos con algunos carromatos y varias decenas
de cabezas de ganado, que habíamos adquirido, invirtiendo en ello
hasta nuestro último centavo. Después de muchas peripecias
conseguimos un trozo de tierra virgen que había cerca del río
Brazos, un poco más debajo de su confluencia con el Navasota. Allí
establecimos nuestro rancho, al que bautizamos con el nombre de
Cinco Robles. Habíamos elegido bien. A la vuelta de cinco años nos
convertimos en los rancheros más prósperos entre Austín y Houston.
Nuestros ganados aumentaban incesantemente, al propio tiempo
extendíamos la hacienda. Fue en aquellos tiempos florecientes
cuando conocí a tu madre y me casé con ella. Adams no vio con
buenos ojos mi matrimonio. Hasta entonces habíamos sido como un
solo cerebro. Lo que hacía cualquiera de los dos, lo encontraba bien
el otro. Pero desde el día en que tú madre entró en el rancho
convertida en la señora Maxwell, Admas empezó a cambiar. Tuve
esperanza de que, al cabo, de algún tiempo comprendería lo
injustificado de su actitud, pero me equivoqué. Altercados, riñas,
discusiones por la más mínima causa… Adams había decidido
hacerme la vida imposible.
—¿Acaso él estaba enamorado de mamá y lo que sentía eran celos?
—Tardé en darme cuenta de ello. Fue Doris quién me lo sugirió. Me
concedí un poco de tiempo para comprobarlo, y cuando no tuve
duda, con el consentimiento de tu madre adopté la resolución de
vender a Adams mi parte del rancho. Adams aceptó la propuesta.
Hicimos le inventario de toda nuestra pertenencia, y Adams, como
no tenía el dinero efectivo para realizar la compra, me pidió unos
días de plazo a fin de conseguir un crédito al Banco Ganadero de
Houston. Al cabo de Una semana, Adams me comunicó que tenía el
dinero.
—¿Cuál era el precio de la compra?
—Ciento veinticinco mil dólares. Yo tenía ya en mi poder la mitad
de la cuenta corriente que teníamos en el Banco Ganadero de
Houston; unos treinta mil dólares. Cuando me reuní con Adams
contó los ciento veinticinco mil, los metió en una gran cartera y me
entregó ésta. Nos estrechamos las manos, deseándonos suerte. A día
siguiente, tu madre y yo abandonamos el Cinco Robles,
dirigiéndonos hacia el Norte, con el propósito de comprar otro
rancho en las inmediaciones de Dallas. Después de unas semanas de
viaje encontramos uno que nos gustó y por el que nos pedían ciento
cincuenta mil. No era muy grande, pero suficiente para nosotros. Ya
lo iríamos levantando poco a poco. Hice el pago con el precio con
parte de lo que había sacado del Banco.
Doris y yo tomamos posesión de nuestro nuevo hogar. La felicidad
que nos embargaba sólo nos duró unas horas. Al día siguiente se
presentó en el rancho en vendedor, acompañado por el sheriff de la
localidad y un hombre que resultó ser el fiscal del condado. Traían
una orden de arresto contra mí. Se me acusaba de haber pagado con
dinero falso, al propio tiempo que de estafador y falsificador. No me
valieron las explicaciones que les di. Me llevaron a la cárcel y Doris
fue obligada a salir de la propiedad. Me confiscaron el dinero que
llevaba encima y sólo me dejaron cien dólares, que entregué a tu
madre para que se alojase en un hotel de Dallas. Solicité su
comprobase la compra que me había hecho Adams. Tardaron dos
meses en darme una respuesta. Mi antiguo socio había negado la
existencia de tal compra, alegando que yo había sido sólo su
capataz y que había abusado de su confianza huyendo con treinta
mil dólares que había sacado del Banco de Houston. El sheriff me
mostró la declaración de Adams, avaladas con las firmas de Stanley
Colbert y Bruce Kindell, dos vaqueros del Cinco Robles que nunca
habían sentido simpatía por mí. Todo estaba amañado y yo no
podía hacer nada porque los muros de la cárcel me lo impidieron.
Tu madre cayó enferma de gravedad, porque aquellos días y tuvo
que ser internada en el hospital de Dallas.
Se celebró mi juicio y fui condenado a una pena no superior a diez
años ni inferior a dos. Salí a los tres años por mi buena conducta.
Doris me esperaba en Dallas. Durante mi permanencia en la cárcel
se había tenido que ganar la vida trabajando de lavandera. Le dije
que me volvía a la región del Brazos para saldar cuentas con
Adams. Trató de disuadirme, pero al no conseguirlo decidió ir
conmigo.
Jeff Maxwell hizo una nueva pausa, en tanto se humedecía los
labios con la lengua. El rostro de su hijo parecía esculpido en
granito.
—Dejé a tú madre en Hempstead —prosiguió el enfermo— a unas
diez millas del Cinco Robles, y me fui sólo a ver a Adams. Doris me
rogó con lágrimas en los ojos que no llevase armas a la entrevista y
le tuve que entregar mi cinturón. Mí antiguo socio me recibió en su
casa, que continuaba siendo al propio tiempo la mía. Al verle, tuve
que frenar mi primer impulso de abalanzarme sobre él. Me
preguntó cínicamente a qué había ido. Le contesté que a por lo que
era mío. Entonces estalló en una carcajada y me contestó que lo
tendría que coger por la fuerza y que él estaba dispuesto a todo
para impedirlo. Salí de allí loco de furia. Aquel hombre, en otro
tiempo, amigo, al que había tratado como a un hermano, era causa
de mi ruina, de mi desgracia. Me había engañado. Por él había
permanecido durante tres años en la cárcel pagando un delito que
no había cometido; por él mi mujer se había visto obligada el pan
trabajando servilmente. Entré en la habitación del hotel de
Hempstead, donde me esperaba Doris, No me preguntó por el
resultado de la entrevista; en mi cara podía hallar la mejor
respuesta. Cogí el cinturón con las armas y me dispuse a salir.
Entonces se me abrazó llorando, suplicándome.
Yo estaba ciego, no quería escucharla. Deseaba ver muerto cuanto
antes a Adams; y debía ser una de mis balas la que cortasen su vida
ignominia, Pero entonces me fijo algo…
Jeff Maxwell hizo una nueva pausa. Respiraba agitadamente. Al
cansancio de su enfermedad se unía ahora las sensaciones dolorosas
que revivían su tragedia.
—Me dijo que íbamos a tener un hijo —declaró con voz ronca,
mientras sus ojos se velaban por una pátina húmeda—. Que lo
hiciese por él. Que abandonase todo, ya que si mataba a Adams me
ahorcarían convirtiendo al que había de venir en el hijo de un
asesino.
Me dijo que podríamos empezar una nueva vida en otra parte,
puesto que éramos jóvenes. En fin, me hizo prometer que
saldríamos de la comarca sin que yo sacase el revólver contra
Adams.
Un gemido escapó de la garganta del enfermo.
—¡Padre! —dijo John—. Lo comprendo todo. No tienes que
afligirte.
—Hubo más, Johnny. Accedí a los deseos de tu madre y
abandonamos el hotel para salir de la ciudad. En la calle nos
esperaba Adams con una docena de sus hombres. Se puso delante
de nosotros interrumpiendo el camino y diciéndome que lo nuestro
lo habíamos de dilucidar a tiros, en un duelo. Era lo que yo más
deseaba en aquel instante. Hacerle pagar su villanía, pero… Doris se
interpuso entre los dos y me dirigió tal mirada suplicante que me
obligó a permanecer mudo frente al desafío de Adams. Cogí a tu
madre del brazo, pasamos junto a mi enemigo y nos dirigimos entre
las risas y exclamaciones hacia donde se hallaba la diligencia.
Adams se permitió gritarme que era un cobarde y que me escondía
tras las faldas de una mujer. Así abandonamos el pueblo:
humillados los dos. Me corroía el pesar. Estaba arrepentido de
haberme dejado llevar por Doris. Yo era un cobarde.
—No lo fuiste, padre —le interrumpió su hijo.
—¿Piensas así, Johnny?
—Cualquier hombre de bien en tu lugar, hubiese procedido en la
misma forma que tú. Aunque confieso, que cuando Adams te retó
tuviste que armarte de una gran entereza para no quebrantar tu
promesa.
—Así, fue como llegamos aquí, emprendimos una nueva vida. Tú
naciste, pasados, unos meses. Doris y yo acordamos tácitamente no
referirnos nunca más al pasado. Pero a veces, cuando la cosecha era
mala y pasábamos nuestros apuros, no podía por menos que
acordarme del Cinco Robles, cuya mitad me pertenecía. Entonces
renacía en mí el deseo de volver allá y había de hacer verdaderos
esfuerzos para vencerlo. Tu madre se daba cuenta de la lucha sorda
que sostenía conmigo mismo y sufría también. Ella murió cuando tú
tenías cinco años; no pudo sobrevivir largo tiempo a nuestra
tragedia. Más Doris daba por bien empleado nuestro sacrificio,
puesto que al llegarle la hora yo quedaba para cuidar de ti.
Entonces cuando iba a cerrar los ojos para siempre, me hizo repetir
la promesa: no buscaría a Adams, no te contaría nada hasta que yo
también fuese a iniciar el último viaje. ¿Cómo no iba a
prometérselo en aquel momento? Sin embargo, muchas veces, en el
trascurso de los años, mientras tú te hacías un hombre, me decía a
mí mismo que tenías derecho a saber lo ocurrido, que debías
conocer ese misterio de nuestra vida para que tú decidieses lo que
había que hacer al respecto. Por ello te he hablado, al principio, de
remordimiento. Te veía trabajar esta ingrata tierra, siendo así que
en otro lugar existe otra mejor que te hacía de pertenecer desde que
yo muriese…
—No tienes que arrepentirte de nada, padre —dijo Johnny
abrazándolo.
—¿Qué vas a hacer, Johnny?
—Iremos los dos a visitar a Adams.
—Ya te he dicho que conozco cuál es mi estado. Es inútil que
pretendas engañarme. Habrás de ir… pues, solo. Quiero hacerte una
advertencia, Johnny…
—¿A qué te refieres?
—¿Te das cuenta de que te será muy difícil recuperar lo que mi
socio me robó? Por las buenas no lo conseguirás. Podrías hablar con
Adams, pero no creo que el tiempo haya ablandado su corazón. Y si
es por la fuerza, matándolo, no tendrás oportunidad de ver
reconocidos tus derechos porque te ahorcarán. No existe título
alguno en que puedas basarte, Johnny. Las cosas se hacen hoy de
otra manera, con redacción de escrituras e intervención de
abogados. Pero entonces cabía la buena fe entre los hombres.
—Me hago cargo de esas dificultades.
—Ya sé que se dejases la decisión a tus pistolas, saldrías vencedor.
No hay nadie como tú con un arma en la mano. Pero ¿de qué te
valdrá eso para resolver el problema? Si supiese que ello te iba a
traer más desgracia, me maldeciría por haberte confiado lo que
hace unos momentos ha sido el secreto de mi vida.
—Obraré con cautela, padre. Sólo echaré mano al revólver en caso
necesario.
Jeff Maxwell esbozó una sonrisa.
—Confió en ti, hijo. Anda, déjame ya. Estoy seguro de que ahora
podré dormir.
John cerró las ventanas y salió de la habitación.
Fue la última vez que vio vivo a su padre. Cuando horas más tarde
entró en el dormitorio, Jeff había expirado. En sus labios persistía la
misma suave sonrisa con que le había despedido. Por fin, gozaba del
descanso que durante tantos años le había negado.
CAPÍTULO II

Noticia aparecida en la primera página del Clarín de Hempstead,


correspondiente al 3 de marzo de18… bajo el título: «De nuevo los
cuatreros».

«Hemos de comunicar a nuestros lectores otro hecho


lamentable. Hace tres días nuestro querido amigo el
prestigioso ganadero James Adams, envió hacia el
Norte un rebaño formado por mil cabezas de ganado.
Al frente de esta expedición iba el capataz William
Keats, a quien acompañaban un puñado de
cow-boys
del equipo de Cinco Robles. Pues bien, a la altura de la
Pradera Gris, un poco más allá de los límites de
nuestro condado, fueron atacados por una banda de
cuatreros, al parecer muy numerosa. Se habla de
treinta y cinco hombres. Éstos, para no ser reconocidos
o identificados se cubrían la cara con un pañuelo
negro, mostrando tiznada la parte del rostro que era
visible. El ataque se produjo por sorpresa cuando Keats
y sus hombres preparaban el campamento, para pasar
la noche, por lo no pudieron repelerlo, sino sólo
obedecieron las órdenes que quisieron darles, las
cuales se concretaron a emprender el regreso a
Hempstead a pie. Una vez fueron desarmados. Los
cuatreros, con el ganado y las cabalgaduras robadas, se
dirigieron hacia el Oeste, mientras Keats y sus
muchachos retrocedían. Al día siguiente, éstos, con los
pies llenos de ampollas, pudieron llegar al rancho de
Elías Cook, quien les facilitó monturas para que
pudiesen volver al rancho Cinco Robles en el menor
tiempo posible».
«Este acto delictivo hace el número cuatro de los
perpetrados en el término de dos meses y el
perjudicado ha sido siempre el señor Adams. La
opinión se pregunta, con fundamento, hasta cuándo va
a ser consentidos estos actos de bandidaje que, de
continuar, tendrán un efecto importante en la
economía de nuestra región. El sheriff Hale tiene la
palabra».

Noticia aparecida en la primera página del Clarín de Hempstead,


correspondiente al 5 de Abril de 18…bajo el título: «Seguimos lo
mismo».

«Al parecer, los esfuerzos de Joe Hale, nuestro sheriff,


por combatir a los cuatreros, son infructuosos. Y para
sentar la anterior conclusión nos atenemos a los
resultados. Hasta el momento presente y a pesar de
que ha recorrido muchas veces, con numerosas fuerzas
reclutadas, la comarca en que se suponía tenían
establecido su cuartel general, los cuatreros, no ha
podido echar mano a uno solo de éstos. Y lo que es
peor, momentos antes de cerrar esta edición hemos
recibido noticias —lo que nos ha obligado, dicho sea
de paso, a modificar la página ya confeccionada—
según las cuales, un nuevo hato de ganado —
ochocientas cabezas— pertenecientes, como viene
siendo obligado, a nuestro mayor contribuyente, James
Adams, ha pasado a poder de los cuatreros por
procedimientos muy similares a los que han sido
puestos en práctica en anteriores ocasiones. Los
cow-boys
que cuidaban las reses fueron sorprendidos en el
momento que las abrevaban en la cañada de Águila.
Éste es el sucinto relato. La falta de tiempo nos impide
extendernos en pormenores que en el número de
mañana prometemos insertar para conocimiento de
nuestros lectores. En el ínterin sirvan estas palabras
para llamar la atención de nuestras autoridades sobre
una situación crítica…».

Extracto de la sección «Vida Social» del Clarín de Hempstead


correspondiente al 9 de abril de 18…

«Esta mañana, en la diligencia de Houston, llegó a


nuestra ciudad el conocido hombre de negocios Frank
Gilbert. Horas después de su llegada, uno de nuestros
redactores visitó a señor Gilbert en su departamento
del Hotel de la Estrella Solitaria, ese magnífico hotel,
orgullo de Hempstead y su propietario, nuestro
particular amigo Sam Wolter. El señor Gilbert, a quien
acompañaba en la entrevista su secretario, el señor
William Donney, tuvo la gentileza de comunicar a
nuestro redactor que su visita a Hempstead obedece al
deseo de descansar durante una temporada
manteniéndose apartado de sus múltiples negocios».

Noticia aparecida en la primera página del Clarín de Hempstead


correspondiente al 18 de abril de 18…bajo el epígrafe: «Al tal
señor…».

«Días pasados comunicábamos a nuestros lectores la


llegada a nuestra ciudad el eminente financiero Frank
Gilbert. Hoy hemos de informar que del maravilloso
gesto que ha tenido este prohombre al ofrecerse a
nuestro alcalde para la construcción de un hospital
público. Repetidas veces nos hemos ocupado en este
diario de la necesidad de un establecimiento de esa
índole. Era una exigencia consubstancial al Hempstead
que todos hemos soñado. ¿Qué papel hacíamos frente a
Houston, a Austin y a otras ciudades del Estado, si se
carecíamos hasta de un hospital público? El señor
Gilbert, con esa certeza de visión que le ha
encumbrado al lugar en que por derecho propio se
halla, ha notado ese fallo lamentable de nuestra
municipalidad y se ha puesto a la disposición de
Hempstead para levantar dicho hospital a expensas de
su bolsillo. Faltan palabras, amigo lector,
conciudadano, para demostrar nuestro agradecimiento
a esta personalidad que nos honra con su visita y su
generosidad. No obstante, nuestras autoridades
queriendo corresponder de algún modo a su nobleza,
han dispuesto se celebre esta noche una fiesta en el
Club Ganadero. Dado el carácter de este acto, no hay
duda de que asistirá a él lo más representativo de
nuestra selecta sociedad».
«Como contrapartida a tan fausta noticia hemos de
consignar el robo de otras cuatrocientas reses con la
marca del Cinco Robles, hecho acaecido hace dos días,
cuya noticia se conoció en la ciudad ayer, poco
después de la salida de nuestro diario, por lo que no
nos adelantaremos en detalles que son de sobra
conocidos por todos. ¿Hasta cuándo se va a seguir
concediendo libertad de acción a esa pandilla de
cuatreros?».
CAPÍTULO III

El recadero de Hotel de la Estrella Solitaria llamó con los nudillos a


la puerta que tenía frente a sí y una voz desde dentro le autorizó la
entrada.
Un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, pelo castaño,
ojos verdosos, bajo de talla, que se hallaba sentado en una silla
leyendo un libro, levantó la mirada y preguntó al empleado:
—¿Qué ocurre?
—El diario, señor Donney.
William Donney se levantó, cogió el periódico que el otro le
alargaba y dio a cambio una propina.
La puerta se volvió a cerrar y el huésped regresó a la silla.
A la habitación llegaba el ruido de un chapoteo lejano.
Donney empezó a reír a mandíbula batiente.
—¿Cuál es el chiste, Bill? —preguntó la voz del que se bañaba en la
habitación interior.
—Son varios —contestó el interrogado—. Será mejor que los leas
tú.
Pasados unos minutos, John Maxwell apareció secándose envuelto
en una gran toalla.
—Bueno —dijo— llegó mi turno. ¿Qué es lo que debo leer?
—Todo lo que hay debajo de ese título «A tal señor…» —soltó otra
carcajada.
Johnny recorrió con la mirada las líneas indicadas y bien pronto sus
labios se distendieron en una sonrisa.
—Es una sorpresa —declaró—. El alcalde no me dijo nada al
respecto…
—Puede que hasta te levanten una estatua, señor Gilbert.
Maxwell le arrojó le Clarín de Hempstead sobre las piernas,
reconviniéndole:
—Será mejor que no emplees ese tono, Bill. Estuviste a punto de
echarlo a perder cuando terminé de hacer mi oferta del hospital.
—¿Sí? ¿A qué te refieres?
—Al momento en que interviniste para decir: «El señor Gilbert se
puede permitir esos lujos». Sonó a farsa a diez millas.
—¡Bah! Estos tipos no tienen seso. ¿Te das cuenta? Bastó que me
adelantase a ti en el viaje y que me dejase caer por este periódico
diciendo que el famoso Frank Gilbert iba a pasar aquí sus
vacaciones, para que abriesen los ojos como platos. Creyeron a pies
juntillas lo de famoso hombre de negocios, y hubiesen creído que
eras esposo de la reina de Inglaterra si me lo hubiese propuesto. Son
lugareños. Johnny.
—¿Otra vez?
—¡Está bien…! ¡Señor Gilbert!
Maxwell sonrió frotándose la cabeza con la toalla y diciendo:
—Ahora suena mejor.
—De acuerdo, suena mejor. ¿Y para cuándo dejas las emociones que
me prometiste? Recuerda que decidí ayudarte sobre la base de que
habría un poco de movimiento.
—¿Te parece poco? Ya lo has leído. Esta noche tenemos un baile.
—¡Al infierno con tus ironías! —Bill Donney se incorporó—. ¡Me
ahogo entre éstas paredes! En los últimos cinco años no he estado
tanto tiempo seguido bajo techado como durante las últimas dos
semanas.
—Podías haber aprovechado el tiempo para darte un remojón.
—¿Yo dentro de una de esas cubas? Antes preferiría que me
colgasen de los pulgares.
John se metió en la habitación para vestirse, dejando a solas a
Donney.
Al cabo de unos diez minutos compareció embutido en un traje
príncipe Alberto que le sentaba como un guante.
Donney le miró sorprendido y lanzó un silbido:
—¡Que me maten…! Ese periódico no dice que sea un baile de
máscaras.
—Querido secretario: Frank Gilbert debe vestir de acuerdo con su
posición. Y tú harías bien en comprarte otro del mismo corte.
—¡Por los hermanos James! Ya me hiciste cambiar mi camisa y
pantalón por este otro disfraz con perneras de tubo y chaqueta de
solapa. ¡Es lo más que te concedí! Y ni pienso hacerte el juego hasta
convertirme en un lechuguino del Este. ¡Palabra de Bill Donney!
—Cómo quieras, viejo cascarrabias. No te obligaré, naturalmente —
respondió John dirigiéndose a la puerta.
—¿A dónde vas?
—A dar una vuelta. Quiero recoger el afecto de los ciudadanos de
Hempstead. Tú puedes echar, entretanto, una cabezadita.
Salió del departamento oyendo el gemido que emitía su amigo.
Bajó las escaleras, cruzó el pequeño vestíbulo del hotel,
correspondiendo al amable saludo del gerente, y se encontró en la
calle.
Estuvo unos instantes, indeciso, sobre la dirección a seguir y
finalmente echó a andar por la izquierda.
El día anterior había llovido y las calles estaban embarradas, aun
cuando ahora el sol lucía en todo su esplendor sobre un cielo azul
profundo.
A aquella hora, las doce y media de la mañana, había pocos
peatones por la acera.
Un viejo tomaba el sol sentado en un banco ante una barbería. John
pasó a su lado, se detuvo unos minutos para liar un cigarrillo, lo
encendió y reanudó su paseo.
De pronto, sonó un estruendo y un chorro de agua y barro cayó
sobre el flamante pantalón de Johnny, quien se paró en seco
lanzando una exclamación de contrariedad, y cayéndosele el
cigarrillo de sus labios.
Al borde de la acera había un carro sobre el que alguien a la otra
parte, apilaba bultos. Uno de éstos había caído del vehículo a la
calzada ocasionando la catástrofe. El autor de ella permanecía
oculto tras el montón de mercancías.
Johnny se contemplaba el pantalón cuando oyó una voz femenina:
—¡Eh, zanquilargo…!
Miró a un lado y otro. No, allí no había nadie más que él.
—¡Sí, usted! —repitió la voz—. ¿Me echa una mano?
Las palabras procedían de la parte baja del carro.
Con la ira mal contenida, John se agachó, viendo entonces a una
mujer que se hallaba al otro lado, también flexionada de cintura. No
podía apreciar, en la actitud en que ambos se encontraban, sus
rasgos con exactitud, pero le pareció lo más auténtico de la
femineidad, Se cubría la cabeza con un sobrero de paja muy
deteriorado y vestía camisa y pantalón de hombre.
—Bueno —dijo la hembra—. No soy un bicho tan raro. Y puede
hasta acercarse. Sólo muerdo cuando se me provoca.
Johnny acertó a emitir un par de sonidos de imposible traducción.
—No lo tome tan a pecho, muchacho —siguió diciendo ella—.
Bastará que lo deje secar y lo sacuda luego con el cepillo.
Maxwell se incorporó y dio la vuelta al carruaje, marchándose las
botas de barro.
Como su interlocutora ya se había incorporado, la pudo observar
con más atención. Estaría entre los veinte y veinticinco años. Su
cabello era negro, los ojos azules y la boca pequeña. Pensó que, si
algún día se decidía a ponerse frente a un espejo y a cuidar sus
encantos, podría parecer bonita. Poseía una anatomía atractiva.
Grácil cuello, senos firmes, caderas altas, largas piernas.
—¿Acabó ya, compadre? —preguntó la joven poniéndose en jarras,
disgustada por el examen a que era sometida.
—Oh, perdone —contestó él con un poco de sarcasmo—. ¿La he
molestado?
—No me gusta que me miren como usted lo ha hecho.
—Sincera, ¿eh?
—Pruebe usted a tocar y le pongo una medalla de plomo en el
pecho.
Johnny se dio cuenta entonces de que la muchacha llevaba un «Colt
45» pendiente del cinturón que sujetaba los pantalones. Y también
se percató de que ella era distinta a la que él se había imaginado a
juzgar por las apariencias.
—Creo que ha interpretado mal mis palabras, señorita —se excusó
de nuevo.
Como el bulto pesaba lo suyo y se había hundido en el barro,
después de colocarlo en el lugar que la joven le indicó, las mangas y
la parte delantera de la chaqueta recién estrenada quedaron hechas
una lástima, chorreando agua y barro.
—¿Está satisfecha? —preguntó y dirigiéndole una mirada divertida.
—Es usted un buen tipo después de todo. —Volvió la cabeza
adelante y gritó: ¡Arre, «Malacara»!
El vehículo partió rápido, quedando Johnny inmóvil siguiéndolo
con los ojos, hasta que desapareció por una curva.
—¿Qué le ha pasado, señor Gilbert?
Maxwell giró, reconociendo en quien preguntaba el sheriff de la
localidad, Joe Hale.
—Gracias, sheriff —contestó sonriendo—. Nada que pueda
preocuparle…
Hale miró por donde le carro había desaparecido y dijo:
—Fue ella, ¿verdad? Déjelo de mi cuenta, señor Gilbert. Daré un
escarmiento a esa fierecilla.
Johnny subió a la acera al tiempo que preguntaba:
—¿Quién es la fierecilla, sheriff?
—Jean Ritter. Ahora aprovecharé la oportunidad para echarlos de
aquí. Estoy harto de ellos.
—¿Hay alguien con Jean? ¿Acaso su esposo?
El sheriff rió.
—¿Su esposo, señor Glibert? Usted no la conoce. En caso contrario
sabría que ningún hombre se casaría con una mujer como Jean
Ritter.
Johnny empezó a mover las piernas de vuelta al hotel y hale
caminó a su lado.
—Entonces —murmuró— las otras personas…
—Sólo hay una: RodneyRitter. Es el tío de ella, un viejo buscador de
oro.
—No sabía que hubiese oro en Texas.
—Y no lo hay. Rodney vio aquí de California a recoger una herencia
de un socio suyo. Tuvo gracia. Se presentó enseñándonos un
testamento en el que el difunto le dejaba todos sus bienes. ¿Y sabe
en qué consistía el legado? ¡En una destartalada cabaña! —Hale rió
estremeciéndose de arriba abajo, y luego prosiguió—. No se puede
imaginar su decepción. El socio le había jugado una mala pasada.
Figúrese, él y su sobrina habían venido de California montados en
un par de asnos. ¡Ja, ja!
—Comprendo. Ella ha adquirido ahora las provisiones para el
regreso a California…
—Deseche esa idea, señor Gilbert. Esto que le acabo de contar
ocurrió hace tres años. Desde entonces Rodney repite un y otra vez
que se va a ir, pero nunca ocurre. Él está viejo y acabará sus días en
la cabaña.
—¿De qué viven? ¿Trajo oro Rodney?
—Ni una pepita. Es jean quien se preocupa de seguir adelante.
Rodney no sabe lo que es trabajar.
Maxwell pensó ahora que no se había equivocado respecto a la
primera impresión que le había producido la muchacha.
—Lo siento por ella —murmuró como se hablase consigo mismo.
—No lo sienta —contestó Hale interpretando en otro sentido las
palabras—. Tengo ganas de echarlos de Hempstead.
Johnny de se detuvo frunciendo el ceño.
—¿Echarlos, dice? Le prohíbo que lo haga, sheriff.
Hale se quedó boquiabierto mirándole.
—Pero ¿su traje? ¿No ve cómo se lo ha puesto?
—Para un Gilbert eso no tiene importancia —retrucó severamente.
—Está bien… Pero… esa Jean —el sheriff tartamudeaba—. Arma
escándalos con sus manejos… de casa en casa… ofreciendo…
—¿De casa en casa? —exclamó John, estupefacto y tragando saliva
—. ¿Quiere decir a que va… ofreciendo…?
—Sí, unos condenados canastos, cinturones y otras cosas que
aprendió a confeccionar con los indios navajos. ¡Y siempre quiere el
precio que ella dice! Grita, se enfurece, insulta… ¡Es un verdadero
diablo!
Maxwell empezó a sonreír y terminó soltando una estruendosa
carcajada.
—¿Le hace gracia, señor Glibert?
—Muchísima, sheriff. Pero lo de antes: no moleste a los Ritter.
—Cómo quiera, señor Gilbert.
John dejó a Hale rascándose el cogote y penetró en el hotel.
Entró en el departamento y Donney, que no se había acostado y
hallábase leyendo, dio un respingo en la silla al verlo aparecer de
aquella forma.
—¿Qué te ha pasado, compañero?
—Recibí una muestra de afecto de un ciudadano de Hempstead —
contestó John con jovialidad.
CAPÍTULO IV

El acalde de Hampstead, Richard Owen, un cincuentón de vientre


barril y cabeza como una bola de billar, se frotaba las manos en
presencia de Joe Hale, contemplando el aspecto que ofrecía el Club
Ganadero con las mejores familias de la ciudad dispuestas a
agasajar al eminente y generoso Frank Gilbert.
—Ha sido un éxito, ¿eh, Joe? —decía Owen—. Apuesto que el señor
Gilbert se siente satisfecho. Ni siquiera ha faltado Adams.
—Para desgracia mía —contestó el sheriff compungido—. Y ahí
viene.
James Adams, robusto, de frente ancha, ojos vivos de un color
pizarroso y boca de labios gruesos, se acercó a los dos hombres y
dijo acremente:
—Buenas noches, Owen. ¿Usted por aquí, Hale? Creí que estaría
ocupado con lo de los cuatreros…
—Mañana al amanecer saldré con veinticinco hombres de
Hempstead. Y esta vez le aseguro…
—Evite hacer promesas, sheriff. Sé que volverá como las veces
anteriores: con las manos vacías.
Joe Hale carraspeó inquieto, replicando:
—Ha habido un poco de mala suerte hasta ahora.
Adams torció el gesto.
—¿Mala suerte? Supongamos que continúe usted con la racha.
Llegaría un día en que me encontrase sin una sola res.
—Lo siento. Usted mismo sabe lo difícil dar con esos hombres. Al
principio creíamos que llevarían el ganado a la quebrada del Asno
Chico, pero no fue así. Luego al valle que hay entre los Dos
Soldados. Tampoco encontramos una sola huella.
—¿No se da cuenta todavía de que esos bandidos se adentran en el
sudoeste? Allí hay un centenar de escondites y tardaríamos años
quizá en dar con ellos. Lo importante es combatirlos con sus propias
armas.
—¿A qué se refiere?
La pregunta había sido hecha por el alcalde, pero en aquel instante,
por encima de las notas del violín y piano, se oyó un fuerte
murmullo.
Frank Gilbert y su secretario William Donney acababan de entrar en
el salón, conscientes de que las miradas de todos los asistentes en
ellos.
Dirigiéndose a donde se hallaban las autoridades, con las que
cambiaron un saludo.
—¿No conoce al señor Adams, señor Gilbert? —dijo el alcalde.
John Maxwell tuvo que hacer un esfuerzo para no traicionarse.
Miró a Adams, encontrándose con sus ojos.
—Es una satisfacción —murmuró el ganadero tendiendo una mano.
Johnny cambió un apretón, respondiendo:
—Tenía deseos de conocerle hace algún tiempo, señor Adams —y
tras una pausa añadió—. Desde que llegué a Hempstead no he oído
más que hablar de usted.
—Desgraciadamente comparto con usted, señor Gilbert, la primera
página diaria del Clarín. Yo rehusaría gustoso tal honor.
—Al parecer, en lo que a usted se refiere va a seguir atrayendo la
atención de los lectores… Si mal no recuerdo, continúan sin saber
nada de los cuatreros.
—Le aseguro que muy pronto le cederé toda la primera página,
Gilbert.
—Le felicitaré en ese caso, Adams. Ello querrá decir que sus
ganados están a salvo.
Ambos hombres sonrieron tras el chisporroteo aguado de su primera
conversación.
El alcalde levantó la mano e instantáneamente la orquesta
enmudeció. Se oyeron algunos siseos y bien pronto cayó sobre la
sala un silencio espectacular. Richard Owen se aclaró la garganta y
soltó un discurso, previamente aprendido de memoria, en el que se
refería a la magnificencia de Frank Gilbert, al porvenir de
Hempstead y a la gratitud eterna de todos sus ciudadanos. Una
salva de aplausos rubricó el final. Luego el propio alcalde invitó a
Gilbert a pronunciar unas palabras. El joven accedió gustoso,
haciendo resaltar que tal homenaje era inmerecido. Tras la ovación
de rigor le fue presentada de flor y nata de la cuidad, y cumplido
este aspecto de protocolo, se reanudó el baile.
Flanqueado por Adams, Hale y Owen, Johnny se acercó a una mesa
sobre la que habían dispuesto con bandejas con dulce y licor.
Mientras bebían, el homenajeado se dirigió a Adams.
—¿Tan difícil es poner la mano encima de los cuatreros?
—Están bien organizados y ejecutan cada robo como si se tratase de
una batalla en toda regla —contestó Adams.
—¿Una batalla? Tengo entendido que hasta el presente no ha
muerto un solo hombre.
—Me refería a la estrategia. Se las arreglan para impedir que mis
muchachos usen sus pistolas. Los desarman, les quitan las monturas
y después desaparecen como si se los tragase la tierra.
Johnny rió.
—Mi querido, señor Adams, tenga en cuenta que he nacido en el
Este. Allí no creemos en fantasmas…
—Sin embargo, es eso lo que parecen.
—En tal caso —sugirió Maxwell enarcando las cejas— ¿cómo se las
va a componer para no seguir apareciendo en la primera página del
Clarín? No se puede luchar con los fantasmas…
Adams clavó sus pupilas en las del que le interrogaba, quien se
apresuró a decir:
—No le extrañe la pregunta, Adams. Soy también un entusiasta de
la estrategia. Los hombres de negocios como yo hemos de recurrir
frecuentemente a ella para desarrollar nuestros planes. Ya sabe: un
rodeo, un ataque de flanco que coja al enemigo desprevenido…
Adams esbozó una sonrisa.
—Es lo que voy a hacer, Gilbert. Un ataque de flanco.
—Dígame, dígame… Apuesto a que es lo más interesante que voy a
oír en esta fiesta.
El ganadero, halagado en su vanidad, repuso, no sin antes
cerciorarse de que Owen y Hale se hallaban conversando a unos
pasos con otros invitados:
—Mañana saldrá de mi rancho una expedición de novecientas
cincuenta cabezas. Irá conduciéndolas el equipo de
cow-boys
que se acostumbra para estos casos.
—Será presa fácil de los cuatreros —contestó John.
—Eso es lo que se pretende. Las reses serán llevadas por el
desfiladero del Corzo. Usted no lo conoce.
—No.
—Es un lugar ideal para un asalto. Se encuentra a dos días de mi
hacienda. Con toda seguridad, los cuatreros caerán sobre el
convoy… Mis muchachos se mostrarán sorprendidos y levantarán
los brazos en señal de rendición. Los bandidos darán las órdenes:
«Fuera armas y regreso al Cinco Robles a pie. Pero entonces surgirá
la verdadera sorpresa. ¡Veinte hombres brotarán de las rocas
cercanas escupiendo plomo por las pistolas…!».
—Veinte de sus
cow-boys…
—No, señor Glibert. Veinte profesionales del revólver que he
contratado, para este trabajo. Al frente de ellos se halla Gordon
Corday.
—¿Pistoleros?
—Eso mismo. No he tenido más remedio que recurrir a este
procedimiento. Mi dinero lo vale. Se hacen cotizar caro. Estoy
cansado de las inútiles correrías del sheriff Hale.
—Es un magnifico plan, Adams —sonrió Maxwell—. Realmente es
usted un buen estratega. Pero tal como está la situación he de hacer
un reparo.
—¿Un reparo? ¡Sí es una trampa sin un solo fallo…!
—Esa trampa traerá como consecuencia el derramamiento de
sangre.
—¿Y qué importa que esos hombres mueran en la horca o de un
balazo? Cuando antes desaparezcan, menos riesgos correré.
Johnny se mantuvo en actitud pensativa durante unos minutos.
—Me he dado cuenta de otra cosa, Adams.
El ganadero runruneó inquisitivo y el joven repuso:
—El Clarín de Hempstead sólo ha citado casos de robos de ganado
en que usted ha sido la única víctima… ¿Y los otros ganaderos? ¿Es
que no se da publicidad a los daños que les ocasionan?
—No existen más perjudicados, señor Glibert.
—¿Es posible? ¿Cómo se explica usted eso?
—Hay una razón lógica. Yo soy el más poderoso ganadero de la
comarca. Constantemente estoy enviando rebaños fuera. Por cada
res de mis rivales que sale del país yo exporto quince.
—Sin embargo, esa razón debía ser más concluyente para que no
fuese usted atacado, ya que como el más poderoso que es, tendrá
mejores medios a su alcance para combatir a los cuatreros.
Los ojos del ranchero parpadearon un instante y después contestó:
—Su argumento sería válido si en el sudoeste de la región no
existiese una extensa comarca, de varios centenares de millas
cuadradas, desértica y agreste, de altas montañas y desfiladeros
rocosos. En cualquiera de sus pequeños valles, cinco hombres
podrían resistir a un ejército de cien soldados, con grandes
posibilidades de éxito. Nuestro sheriff no se ha atrevido a internarse
por ella porque, de hacerlo sería tanto como suicidarse. ¿Se da
cuenta ahora de que mi plan es el único viable dada las
circunstancias?
Maxwell tuvo la impresión de que el ranchero no le exponía todo su
pensamiento en lo que se refería a ser la única víctima de los
cuatreros.
—Lamento perderme el resultado de su hábil estratagema —
contestó—. He de marchar mañana a Houston para resolver unos
asuntos…
—¿A qué se dedica preferentemente, señor Gilbert?
—Algodón, maquinaria agrícola, fabricación de diversos productos.
Y ahora puede que me dedique también a lo suyo.
—¿A criar reses? Le advierto que es una especialización, Gilbert.
¿Está usted preparado para ello?
—Quizá empiece por comprarlas para su explotación.
—Comprendo —sonrió Adams—. Quiere ser un intermediario entre
los ganaderos y los grandes mercados del Este.
—Algo así.
—Tendrá pocas oportunidades de lograrlo. Acostumbrado a vender
directamente. Es más provechoso para nosotros y para los grandes
mataderos.
Johnny de devolvió la sonrisa, replicando:
—No olvide que yo soy un hombre de negocios, señor Adams. Sé
cuándo suena mi hora.
Un hombre de cabello blanco, ojos defendidos por gafas de miope y
traje reluciente por el uso, se acercó al grupo.
—¿Cómo le va, juez Mason? —lo saludó Adams—. ¿Conoce al señor
Gilbert?
El juez observó al joven detenidamente y meneó la cabeza.
—No, no lo conozco. Es un honor, señor Gilbert. No sabe cuándo
bien hará usted a Hampstead, con la construcción de su hospital…
Estos pueblerinos tratan de codearse con la gente del Este
careciendo de lo más elemental.
A Maxwell la fue simpático Mason por su sinceridad.
—¿Acaso usted es de los Gilbert de Alabama?
—No —contestó John—. Mi familia es oriunda de Pensilvania.
—¿Dice de Pensilvania? —inquirió el juez.
Adams intervino para decir:
—No le extrañe la curiosidad de nuestro magistrado, señor Gilbert.
Es un técnico en cuestiones genealogía. Hasta sabe quiénes pueden
exhibir legítimamente una ascendencia con los emigrantes del
Myflower.
Johnny tuvo un sobresalto, pero de inmediato desechó sus temores,
porque el juez al parecer, había dado por conclusa la conversación y
ahora se ocupaba en la tarea de limpiar las vituallas que quedaban
en la bandeja, cosa que hacía evidente apetito.
Al cabo de un rato, y aprovechando que Donney había abandonado
por unos instantes la botella de la que trasegaba desde media hora
antes, Johnny le hizo una señal e inmediatamente se despidieron de
sus anfitriones, regresando al hotel.
CAPÍTULO V

El rebaño enfiló el cañón del Corzo, marcado el paso de las reses


guía.
Era media tarde y el sol calentaba fuerte. Una nube de polvo rojo,
elevándose al cielo, marcaba la ruta del ganado, visible a muchas
millas de distancia.
William Keats detuvo su cabalgadura a la entrada del desfiladero
observando la marcha de las reses en tanto se secaba el sudor de la
frente con un pañuelo de hierbas.
Un jinete llegó a su lado y dijo:
—Estoy deseando que empiece la fiesta.
El capataz, del Cinco Robles observó las estribaciones cercanas.
—Ya quisiera que todo hubiese terminado —declaró
dubitativamente.
—¿Estás preocupado, Reats?
—Más de lo que te puedes figurar, muchacho.
—Todo saldrá bien —rió el
cow-boy
—. Esta vez los cazadores serán cazados. El señor Adams ha puesto
un bueno cebo. Novecientas cincuenta reses no es un bocado
despreciable…
—Supongo que Corday no habrá faltado a la cita. Recibe un buen
precio por su colaboración.
De pronto, cuando sólo habían empezado a cruzar el desfiladero
unas cien reses, por entre unas rocas salieron tres jinetes que
cubrían el rostro con un pañuelo, mostrando la parte visible
pintarrajeada de negro carbón. Todos ellos esgrimían un «Colt».
—¡Ahí están! —exclamó Keats—. ¡Y no han esperado a terrenos
encajonados!
El vaquero que le acompañaba miró hacia atrás, viendo que media
docena de sus compañeros levantaban los brazos frente a otros tres
enmascarados. Entonces desenfundó el revólver y fue a disparar
contra los que bajaban por la ladera, pero sonó un estampido y su
arma voló por el aire. Keats, que había iniciado también un
movimiento hacia sus fundas, se quedó instantáneamente inmóvil.
—¡No hagan diabluras! —gritó el cuatrero que había disparado con
tanta puntería—. ¡Pórtense como buenos chicos y alcen los brazos
tanto como su longitud les permita!
El capataz y el
cow-boy
obedecieron sin pestañear y los otros se aproximaron.
—¿Cómo va eso? —preguntó el que había dado la orden a uno de
sus compañeros.
El cuatrero observó la retaguardia.
—Están todos en el saco —contestó—. Ahí hay seis y al final otros
siete que quieren llegar a viejos.
—¡De acuerdo! ¡Cortad el rebaño!
Los dos enmascarados se acercaron al rebaño que continuaba
entrando en el desfiladero y dispararon al aire sus armas, en tanto,
lanzaban estridentes gritos. Las reses más cercanas comenzaron a
doblarse y los jinetes se metieron por el pasillo que fue formándose
hasta lograr que aquéllas cambiasen de dirección.
El que vigilaba a los prisioneros inquirió a éstos:
—¿Cuántas han pasado, amigos?
Keats decidió aprovechar la oportunidad. Debía ganar tiempo.
Corday y sus pistoleros habrían oído los disparos y aun cuando
esperaban el asalto en medio del cañón, rehechos de la sorpresa,
sería inminente su aparición en el desfiladero.
—Pues es difícil contestarle con exactitud —repuso—. Quizá hayan
cruzado doscientas o trescientas…
—No está mal. Se las dejaré a Adams como recuerdo, por algún
tiempo… Tiren las armas cuan lejos puedan, hacia las rocas de
donde hemos salido.
Siguieron la orden sin la menor vacilación.
Súbitamente se oyó un tropel de caballos y en lo alto de la sierra de
la derecha surgieron hasta dos docenas de jinetes.
—¡Eh, mirad aquello! —gritó uno de los cuatreros que habían
dividido el rebaño.
—¡Es una trampa! —exclamó el que los dirigía—. ¡Vámonos antes!
Los pistoleros de Corday descendían por la ladera cuando los
cuatreros lanzaban sus cabalgaduras por la pradera.
Keats lanzó una carcajada.
—¡Cómo corren, muchachos! Ahora recibirán los suyo. ¡Ánimo
Corday!
Sin embargo, los cuatreros habían sacado tres minutos de delantera
en el instante en que los forajidos contratados por Adams
empezaron a galopar sobre el llano.
Los
cow-boys
se reunieron alrededor de Keats, contemplando entre exclamaciones
de triunfo y risas la persecución de los ladrones de ganado. Poco a
poco los últimos jinetes se fueron alejando hasta convertirse en
diminutos puntos sobre el mar de verde.
Keats dio por terminado el espectáculo, diciendo a los suyos:
—Ellos serán los que no lo cuenten. Bien, muchachos. Hay que dar
la vuelta al ganado.
Cuatro vaqueros espolearon sus monturas, y con la habilidad
adquirida en largos años de oficio, volvieron a enderezar en rebaño
hacia el cañón. Cuando las cabezas llegaron al comienzo de éste los,
hombres de Corday habían desaparecido en el horizonte, pero el
capataz y el resto del equipo continuaban comentando la sagacidad
de su patrón puesta de manifiesto en la magnífica celada tendida a
los cuatreros.
De pronto uno de los caballistas exclamó:
—¿Qué es eso…? Las reses que habían pasado están volviendo.
Todas las miradas convergieron en el desfiladero. Efectivamente, las
cabezas retrocedían y en unos instantes llegaron a coincidir en un
punto con las que seguían la dirección contraria.
—¡Por todos los infiernos! —Barruntó Keats maravillado mientras
se rascaba el cogote—. Es el instinto, amigos… Se han dado cuenta
de que sus hermanos no los seguían y han vuelto a por ellos.
—¡Que me maten! —repuso un viejo vaquero—. Llevó treinta años
en este condenado trabajo y no he visto nada igual.
Estaban tan exaltados en la contemplación de aquello insólito que
cuando oyeron una voz ronca a sus espaldas dieron, todos a una, un
respingo de sobresalto.
—¿Les emociona? —Fue lo que alguien preguntó.
Al volver la mirada la estupefacción general llegó a su punto álgido.
Los cuatreros estaban allí y Keats hubiese jurando que eran los
mismos, si no los había visto correr delante de Corday.
Lo cierto era que habían aprovechado de la confusión que siguió a
la presencia de los pistoleros, deslizándose por la ladera opuesta a
la que utilizaba por éstos.
—No es necesario que los desarmemos porque ya nuestros
compañeros se encargaron de esto —dijo el de la voz ronca—.
Ahora ya saben el resto. Bajen de la silla y echen a andar todos
juntos hacia Hempstead.
—Queda un poco lejos la ciudad —opuso el capataz a quién la idea
de recorrer a pie el camino le hacía temblar—. ¿Por qué no nos
dejan el carro de las provisiones?
—¿Y qué pasaría si tuviésemos esa debilidad? Cambiarían la ruta e
irían a avisar a Corday. Lo siento, amigos. Tendrán que mover los
remos. Ya encontrarán a treinta millas de aquí la ayuda que
necesiten.
Para cuando hubiesen caminado las treinta millas, pensó Keats, ni él
ni cualquiera se sus hombres estarían para avisar a Corday, sino
para pasarse un par de días tendidos en la cama.
Fallaba la cuestión, los vaqueros descabalgaron en inmediatamente
los cuatreros se hicieron cargo de las monturas. Cinco enmascarados
se ocuparon del rebaño deteniéndolo a media milla del cañón.
Keats y los suyos empezaron a caminar en la dirección de
Hempstead. Cuando estuvieron a una distancia considerable del
lugar en que se había producido el asalto, John Maxwell se bajó el
pañuelo de la cara y habló al jinete que tenía más cerca.
—Asunto concluido, Bell. Vete a Houston y realiza las cosas tal
como te he dicho.
El aludido hizo un movimiento aprobatorio con la cabeza, rozó con
las espuelas los flancos de su cabalgadura y ésta partió como una
centella.
—¡Calloway! —llamó Johnny.
Uno de los que estaban detrás adelantó su montura.
—¿Qué quiere, señor Harris?
El joven sonrió. Para ejecutar la maquinación pensaba muchos
meses antes que había tenido que hacer uso de dos nombres que no
eran los suyos. Para Hempstead era el eminente hombre de negocios
Frank Gilbert y para los que le ayudaban a atacar el enemigo, Lube
Harris.
—Conduce el ganado al punto «F» del mapa.
—De acuerdo. ¿Cuándo vendrá usted?
—Mañana al anochecer. Si llega antes el comprador dile que espere.
Marchaos ya.
Maxwell contempló desde la silla, durante media hora, la marcha
del rebaño hacia el sudoeste. Luego palmeó el cuello de su caballo y
éste inició el ascenso de la montaña por la que habían descendido.
En la cumbre se alzaba un pequeño bosque de pinos. Desmontó,
atando las bridas a un tronco, y él se acostó en el suelo.
Estaba muy cansado. En los últimos dos días apenas había dormido
seis horas. Se puso en sombrero sobre la cara y pocos minutos
después dormía a pierna suelta.
Le despertó el estampido de un disparo.
La bala se había hundido muy cerca de sus botas.
Se enderezó de un salto y una voz agria le amenazó:
—¡Está bien, cuatrero! ¡Ya ha acabado de robar ganado!
CAPÍTULO VI

Era Jean Ritter quien se hallaba a unas cinco yardas de él con el


revólver todavía humeante. En su rostro se dibujaba una mueca de
sarcasmo.
—Conque usted es el gran financiero, ¿eh, señor Gilbert? ¡El
hombre generoso que va a regalarnos un hospital…!
Johnny esbozó una sonrisa.
—Creí que el carbón impediría que fuese reconocido.
—Las caras no cambian, aunque estén manchadas señor Gilbert. Es
el alma la que tiene usted tiznada.
—Me subestima usted, señorita Ritter.
—No soy ninguna señorita, cuatrero.
Maxwell la observó. Tenía los dientes apretados como si acabase de
recibir una ofensa. Estaba hermosa con aquel gesto de rabia, las
piernas abiertas en compás, la indumentaria varonil y el sombrero
ligeramente ladeado, la cinta bajo la barbilla.
—¿Me ha espiado, Jean?
—La indómita arqueó las cejas.
—¿Yo espiarle a usted? ¿Se cree tan importante? Hizo un mohín
despectivo y explicó. —Estaba recogiendo hierbajos que sólo crecen
por estos montes. Mi tío lo necesita para su asma. Vi todo lo que
ocurrió. Fue usted muy listo. Primero mandó a unos cuantos de sus
hombres que se atrajeran a los pocos
cow-boys
y luego se dejó caer con su pandilla sobre los pocos que habían
quedado guardando el rebaño…
—Lo que vio usted correr detrás de mis hombres, no eran
cow-boys,
sino pistoleros. Quizá haya oído hablar de Brandon Corday y es
posible que sepa que él tiene el alma más tiznada que la mía.
—Dudo que Corday ande por ahí, pero, aunque así fuese, no
apostaría un centavo sobre la diferencia que pueda existir entre
usted y él.
Hubo una pausa. Johnny movió la cabeza y dijo:
—Está bien. ¿Qué piensa hacer?
—¿Y lo pregunta? Para ser un bandido es usted bastante ingenuo.
¡Póngase de espaldas y levante las manos! ¡Y hágalo rápido, antes
de que me ponga nerviosa!
Johnny obedeció y la joven se acercó a él y lo desarmó, arrojando
las pistolas a unas yardas de donde se encontraban.
—Ahora —prosiguió Jean—. Suba en la silla y cabalgará delante
mí.
—¿Piensa entregarme en Hempstead? —inquirió él sin volverse.
—¡Que clarividente se muestra ahora, señor Gilbert! Es exactamente
lo que he pensado hacer.
—Y hasta puedo decirle el motivo de su proceder. Es la recompensa
que ofrece Adams lo que persigue.
—¡Si vuelve a soltar otra como ésa, le prometo que se la gana! Ni
siquiera sé que hay una recompensa. Hago esto porque me sublevan
los que pretenden hacerse ricos a costa del trabajo de los demás.
—¿Y si estuviera equivocada?
—Eso lo decidirá el juez. Pierde el tiempo si cree que me va a
enternecer con un cuento de nueve hermanos y una madre enferma
para los que usted tiene que robar.
—No es ésa exactamente la historia.
—¡Suba al caballo! Hemos de llegar a Hempstead antes de que sea
de noche. Por nada del mundo me quisiera ver con usted sin la luz
del sol.
—Soy un sujeto peligroso, ¿verdad?
—A los hechos me remito. No parece usted un angelito que
digamos. ¡Vamos, suba!
Johnny dio media vuelta y se encaminó hacia su montura. Pasó de
lado junto a la joven y de pronto bajó el brazo derecho y asestó un
golpe en la mano armada.
Sonó un disparo y el proyectil se perdió entre los pinos.
Johnny cogió la muñeca femenina y la retorció. Jean lanzó un
aullido y dejó caer el «Colt». Pero inmediatamente empezó a pegar
a su rival. Lo hacía con las manos con los pies y hasta pretendía
morderle en un formidable arrebato de furia.
Maxwell, para librarse de aquel torbellino, la sujetó fuertemente,
por la espalda, pero los movimientos de ella hicieron perder el
equilibrio y ambos rodaron por el suelo.
La muchacha se debatía como una fiera. Tan pronto estaba encima
de John como era éste el que la atenazaba contra la suave alfombra
formada por las agujas de los pinos.
—¡Sucio cuatrero! —gritaba Jean—. ¡Me las vas a pagar!
John logró cogerla de los hombros, pero entonces la joven dio un
salto apoyándose en los pies y aquél salió lanzado de cabeza.
Jean se levantó en un segundo y echó a correr hacia donde caído su
revólver, pero antes de que pudiera alcanzarlo, Maxwell la atenazó
de un tobillo y tiró de ella.
La muchacha soltó otro grito al sentirse atraída al suelo.
Volvieron a abrazarse y ahora ella intentó valerse de sus uñas,
jadeando, chillando, insultando.
John respiraba también entrecortadamente, Jamás podía haber
supuesto que aquel grácil cuerpo fuese capaz de poseer tal
flexibilidad, para escapar una y otra vez de entre sus manos.
No quería hacerle daño y ello era lo que alargaba aquella lucha en
que la hembra no concedía cuartel.
Al fin, aunando sus esfuerzos y su habilidad, pudo inmovilizarla,
contra el suelo sujetándola férreamente de los brazos, al propio
tiempo que le impedía cualquier movimiento peligroso de sus
extremidades inferiores con una pierna puesta encima de ellas.
—¿Quiere dejar de hacer chiquilladas, Jean? —dijo resoplando.
—¿Chiquilladas? ¡Ya le daré, cuatrero tramposo! ¡Fullero ladrón de
vacas!
—¿Y si hiciésemos las paces?
—¿Yo con usted? ¡Tengo que meterle antes una onza de plomo en el
cuerpo! Entonces haré la paz… ¡con su cadáver!
—Es bastante mal educada.
—¿Y lo dice usted? ¿Dónde se educó? ¿En la universidad de
Harward?
—¿Sabe también de eso?
—¡Me está haciendo daño, cuatrero! ¿Es que se ha olvidado de que
está encima de mí?
—La creí de acero. Por lo visto es de carne y hueso como las demás.
Johnny la dejó libre y se puso en pie, sacudiéndose los pantalones.
Ella, que en la lucha había perdido el sombrero, se quedó sentada
soplando sobre un mechón de cabello que le había caído delante de
un ojo.
Maxwell cogió el revólver de la joven y ésta frunció el ceño.
—No quiere testigos de sus fechorías y me va a liquidar, ¿eh?
¡Además de cuatrero, asesino!
John la miró a la joven durante un rato en actitud grave y
finalmente, le arrojó el revólver a los pies.
Ella, instintivamente, echó mano al arma, pero se quedó observando
la cara del hombre que tenía enfrente, por una de cuyas mejillas
corría un hilillo de sangre procedente de un arañazo.
—¿Por qué hace esto, señor Gilbert?
—Quizá para que se el gustazo de meterme esa onza de plomo de
que habló antes.
—Se cree un tipo con agallas, ¿eh?
—Es usted bastante terca, Jean. Empezó por confundirme el primer
día de que nos conocimos.
—¿Sí? ¿Y que qué es usted? ¿El inminente financiero que hace
obras de caridad o el enmascarado que se dedica a robar ganado?
—Es posible que no sea ni uno ni otro.
Jean se incorporó, enfundando en «Colt».
—Bueno —dijo moviendo la cabeza— después de todo, me gustaría
conocer esa historia.
—Al punto que han llegado nuestras relaciones será mejor que se la
cuente.
—Soy toda oídos, señor Gilbert.
—Hace mucho tiempo James Adams tuvo un socio llamado Jeff
Maxwell. A cada uno de ellos le correspondía la mitad del Cinco
Robles. Lucharon por convertirlo en el rancho más floreciente de la
región. Cuando ya lo habían conseguido, se enamoraron de la
misma mujer: Doris Hart. Ésta prefirió a Maxwell y se casaron.
Entonces, Adams decidió hacerles la vida imposible. Su socio, para
resolver la situación le propuso que le comprase su parte en el
rancho. Adamas aceptó. Realizada la venta, el matrimonio se
marchó de país dirigiéndose a Dallas para comprar otro rancho.
Cuando encontraron uno a su gusto lo adquirieron, pero entonces
Maxwell fue detenido bajo acusación de pagar con dinero falso.
—¿El dinero con el que Adamas le había comprado la mitad del
Cinco Robles?
—Exactamente.
—Pero Maxwell podía probar el origen de los billetes.
—Maxwell estaba en la cárcel y su esposa cayó enferma de
gravedad. De todas formas, él hizo una declaración en regla y las
autoridades, que ya debían estar en su contra, la comprobaron. Pero
entonces, Adams se inventó algo bonito. Dijo que Maxwell había
sido su capataz y que se había largado con un montón de dinero.
—Pero ¿y el título de la propiedad?
—En aquellos tiempos la mayoría de las propiedades no la tenían.
El título estaba representando por unas cuantas señales en la
pradera. La sociedad entre Adams y Maxwell no pudo evitar una
condena. Se pasó tres años en la cárcel.
—¿Y su esposa?
—Trabajó para poder subsistir. Al fin salió Maxwell en libertad y su
primera idea fue ir en busca de Adams. Doris Hart le acompañó, y
al llegar a Hempstead hizo que su marido dejase las armas en el
hotel, Adams recibió a su socio diciéndole que no le debía nada.
Maxwell regresó a la ciudad en busca de los revólveres, pero
entonces su mujer le anunció que iba a tener un hijo, logrando que
renunciase a la venganza. Cuando salían de Hempstead, Adams, que
lo esperaba en la calle, le desafió, pero Doris intervino nuevamente
para evitar el duelo.
Johnny guardó silencio después de las últimas palabras.
La muchacha le observaba atentamente.
—Y usted es aquel hijo que anunció Doris a Jeff Maxwell.
—Sí, John Maxwell. Mi madre murió siendo yo un niño, y Jeff
falleció hace unos meses. Él no me dijo nada hasta momentos antes
de morir.
—Es una historia bien triste. Pero ¿no le parece que lleva muy lejos
su venganza?
—No pretendo vengarme, sino llevarme lo que me pertenece.
—Utiliza unos medios un poco raros.
—Son los únicos que están a mi alcancen. ¿Qué podía hacer? La ley
protege a Adams. ¿Interponer una demanda reivindicando la mitad
del Cinco Robles? ¿En qué iba a apoyarla? El juez me hubiera dicho
que, de la misma forma, habría podido pedir todo el Estado de
Kansas.
—¿Hasta cuándo va a seguir llevándose el ganado de Adams?
—Éste ha sido el último robo, si es que le gusta la expresión.
—¿Ya ha liquidado la vieja deuda?
—Falta más de la mitad.
—Entonces no lo entiendo: ¿Acaso tiene miedo de Corday y sus
pistoleros?
—Eso no me inquieta. Lo único que pasa es que voy a dar el último
golpe de otra forma. Le compraré, varias miles de reses a Adams,
con dinero contante y sonante, y luego me quedaré con el ganado y
los billetes. Será fácil. Cuando yo haga pagado, surgirán unos
cuantos bandidos se llevarán el dinero. Legalmente no podrá hacer
nada porque con anterioridad le habré hecho firmar un documento
de transferencia.
—He de confesar que su plan es bueno. ¿Y después?
—¿A qué se refiere?
—Ya tiene la parte que le hubiese correspondido al morir su padre.
¿Qué hará?
—Me marcharé naturalmente.
—¿Sin matarlo?
—No me faltan ganas. Pero Doris no quiso que lo matase mi padre,
y yo quiero respetar su voluntad.
Hubo otro silencio entre los dos jóvenes.
—¿Y usted, Jean? —inquirió de pronto él.
—¿Qué?
—¿Qué va a hacer?
La muchacha se encogió de hombros dubitativa.
—Es cosa de mi tío —declaró.
—Sé que no buscaba usted esas hierbas para su asma, sino algún
material raro para los objetos que hace y luego vende.
Jane irguió la barbilla hacia delante.
—¿Quién le dio el soplo? ¡Le voy a…!
—Eso no importa —sonrió Maxwell.
—¿No?… En esta comarca hay demasiados tipos que creen con
derecho a criticar a los demás.
—Quien me lo dijo no la criticó a usted.
—Pero pondría de vuelta a media a mi tío.
—¿Por qué no trabaja él? ¿Es que está impedido?
—Será mejor que me deje en paz, señor Maxwell.
—Supongo que no me llamará por mi verdadero nombre delante de
gente, y que lo que le he contado quedará entre nosotros…
—Descuide, señor Gilbert. Y le deseo suerte en su último golpe. —
La joven giró sobre sus talones y comenzó a alejarse.
—¡Eh, señorita Ritter! Se olvida su sombrero.
La joven se detuvo y retrocedió. Ya él había cogido el sombrero y se
lo alargaba.
—Gracias —dijo cuándo lo tuvo en sus manos, y se marchó
definitivamente.
CAPÍTULO VII

James Adams se paseaba furioso de un lado a otro de la habitación,


Joe Hale, el sheriff de Hempstead y William Keats, el capataz del
Cinco Robles, seguían con la mirada al ranchero en sus idas y
venidas.
—¡Otro robo en nuestras propias narices! ¿Qué clase de país es este
que consiente las fechorías de una pandilla de cuatreros?
Keats daba vueltas al sombrero, deseando que aquella reunión
terminase cuanto antes.
Hale se pellizcaba le lóbulo de una oreja, adoptando una actitud,
filosófica.
—¡Al diablo con todos ustedes! —exclamó Adams deteniéndose y
mirando alternativamente a Keats y a Hale—. ¡Son la gente más
incompetente que he conocido en mi vida! Tú, Keats, todavía
estarías desbravando potros si no te hubiera nombrado capataz. Y
en cuanto usted, Hale, sabe que sin mis votos jamás se habría
podido poner esa estrella en la camisa. ¿Y qué hacen los dos por mí
a cambio? No se molesten; yo les contestaré. Están dejando que
unos cuantos delincuentes se me lleven el ganado.
—Lo siento, señor Adams —dijo Hale.
—¿Es lo único que se le ocurre? ¿Cree que porque lo sienta van a
mejorar las cosas? El único camino es acabar de una vez con esos
aventureros. ¡Tráigame, al menos, al jefe vivo o muerto, y entonces
empezaré a creer que es usted un sheriff eficiente!
Hale carraspeó para decir:
—He oído que Corday está aquí.
—Ahórrese la ironía; lo contraté yo. ¿Tiene algo que alegar en
contra?
—No, por supuesto. Aunque el medio no es muy legal, se me ha
ocurrido que podría poner a Corday y a los suyos bajo mi mando.
Con unos cuantos hombres más de los nuestros, podríamos
aventurarnos en el sudoeste.
—¿Se cree con bastante coraje como para buscar a los cuatreros en
su guarida?
—Con Corday estoy seguro de traerle a su jefe vivo o muerto.
En aquél instante llamarón a la puerta y tras autorizar Adams la
estrada, apareció un vaquero de nariz chata y orejas enrojecidas. Su
cara estaba bañada en sudor.
—¿Qué pasa, Mark? —inquirió el ganadero con el ceño fruncido—.
No te esperaba de Houston hasta la semana próxima.
El recién llegado respiró fatigosamente.
—Tenía que venir, señor Adams. Nadie quiere su ganado.
—¿Qué dices? —exclamó en un estallido el ganadero.
—Esta mañana tenía que haber formalizado dos operaciones en
firme —contestó el interrogado—. Stevens se quedaba con
ochocientas reses e Higgins con mil trecientas. Nos habíamos citado
en el despacho de nuestro agente, pero llegó la hora y ninguno de
los que esperábamos se presentó. Cuando pasó el tiempo, sospeché
que algo anormal ocurría, de modo que me fui a ver a Higgins.
—¡Y se había largado de la ciudad!
—No; estaba tras la mesa de su despacho fumándose un gran
cigarro. Le pregunté si se había olvidado de acudir a la cita
concertada. Dijo que lo recordaba perfectamente, pero que no le
convenía la operación.
—¿Qué no le convenía? —gritó Adams—. ¡Por todos los infiernos!
¡Es cliente del Cinco Robles desde hace quince años y nadie le ha
servido ganado como el mío! ¿Qué es lo que pretextó?
—Que tenía noticias de que había cuatreros por aquí y de que todos
los golpes que habían asestado los había recibido usted. En tales
circunstancias, él no se podía arriesgar a realizar una compra de un
género que no estaba seguro de recibir.
—¡Pero si él no pierde nada si lo roban!
—Ésa es la argumentación que le opuse y me contestó que él a su
vez, dependía de unos clientes a quien tenía que servir.
—¡Al infierno con Higgins! ¿Y Stevens?
—Me contestó lo mismo.
—¿Quién es el que ha difundido de los cuatreros en Houston?
—No lo sé, pero lo cierto es que todo el mundo está al corriente. No
he podido vender una res con su marca.
Las últimas palabras de Mark produjeron en Adams la mayor
impresión. Su rostro se tornó pálido.
—¿Ni una sola res? ¿Estás loco?
El interlocutor, tragó saliva.
—Así es, señor Adams. Lamento traerle estas noticias, pero quise
que conociese cuanto antes la realidad de la situación. Ya sabe
cómo es el mercado ganadero. Los compradores han visto la
posibilidad de producir una baja en la cotización de las reses.
—¿Y creen que lo van a conseguir? —dijo Adams con los ojos
relampagueantes.
—Todos saben que usted es el principal ganadero de la comarca y
piensan que, si baja el precio, todos los demás criadores tendrán de
seguir el ejemplo.
—¿Y si yo mantengo el precio?
—Es un riesgo que van a correr. Para sus necesidades más
perentorias tienen a los pequeños rancheros que les suministraran a
los precios de ahora. De esta forma provocarán al propio tiempo
una crisis en los centros de abastecimientos. Será una gran jugada,
si les sale bien. Comprarán barato y venderán caro.
—Las últimas reses que colocamos a diecinueve dólares. ¿A qué
precio pretenden comprar a esos especuladores?
—A doce dólares la res.
—¡Doce dólares! ¡Eso es absurdo!
—¡No venderé, aunque tenga que conservar las reses hasta el año
próximo!
—Y ellos están dispuestos a esperar, porque saben que usted ganó el
año pasado mucho dinero en la renovación de su rancho y suponen
que necesitará numerario…
El furor de Adams fue en aumento. Había de reconocer que sus
enemigos tenían razón, porque el tiempo estaba a favor de ellos.
Necesita vender muchos rebaños para realizar los pagos que la
temporada anterior había demorado, con el consentimiento de sus
acreedores. La modernización del rancho le había obligado a gastar
casi todos sus ahorros, y lo que era peor, a la adquisición a crédito
de muchos materiales.
Entrelazó las manos apretándolas hasta que los nudillos adquirieron
un matiz blanco. Con el rostro endurecido, los ojos brillantes,
clavado allí en el centro de la habitación, parecía rebelarse a su
destino.
—¡Todo esto le he construido yo! —dijo agresivo, roncamente—.
¡Con mi sudor, con mi sangre, con mi esfuerzo! El Cinco Robles es
mi único hijo… ¡Es parte de mí mismo! Jamás he consentido que
nadie se interponga entre él y yo…
Keats, Hale y Mark le escuchaban como hipnotizados.
—¡Destrozaré a quién intente hacer daño al Cinco Robles! ¿Lo
entendéis todos?
Las venillas de las sienes se le hincharon adquiriendo un color
violeta.
Ninguno de los tres hombres se atrevía a abrir los labios.
—¡Puede que hasta esos tipos de Houston hayan pensado en
quitármelo, en robarme el rancho! —Adams soltó una carcajada.
Mark intervino al fin para objetar:
—Creo que se equivoca a ese respecto, señor Adams. Ellos sólo
quieren comprar a bajo precio. Es el negocio que entienden. La
mayoría de esos especuladores no aceptaría un rancho ni regalado.
El ganadero reanudó sus paseos en silencio. De pronto se detuvo y
señaló al sheriff con el índice.
—¡De acuerdo, Joe! ¡Tendrá a Corday y a sus hombres! ¡Y si es
preciso traeré aquí a todos los pistoleros de tres Estados! ¡Pero se ha
de acabar con los cuatreros! ¡Quítemelos de en medio y entonces
sabrán Higgins, Stevens y sus compinches de Houston quién es
James Adams!
Volvieron a llamar en la puerta y el ranchero, movió la cabeza
iracundo, al verse interrumpido.
—¡Está bien! —chilló.
Una sirviente negra apareció en el umbral de la gran puerta.
—Una visita, señor Adams.
—¡Mándala a…!
Adams se detuvo contemplando por encima de la cabeza de la
sirvienta el hombre que conocía con el nombre de Frank Gilbert.
—¿No le parece que debe saber primero el motivo de mi visita,
señor Adams, antes de decidir si me recibe o no?
Gilbert ya había pasado sin esperar una respuesta.
Adams le miró con aire hostil y preguntó:
—¿Cuál es el motivo?
—Comprar un buen rebaño de sus reses.
El ganadero tardó un minuto en reaccionar, pero cuando lo hizo
dirigió una significativa mirada a los tres hombres que habían sido
sus testigos de sus arrebatos y dijo:
—¿Quieren dejarme a solas un rato con el señor Gilbert?
Los otros salieron tras cambiar un saludo con el visitante.
Adams fijó sus pupilas en el joven.
—¿Le interesa también el ganado Gilbert?
—Es algo que no me había llamado la atención hasta hace algún
tiempo, se lo aseguro.
—¿Y qué es lo que le ha hecho cambiar…? Si es que pude decirlo,
naturalmente.
—Pongamos que han sido las circunstancias.
El ex socio de Jeff Maxwell señaló una silla.
—Siéntese, Gilbert. Los negocios se hacen mejor cuando el cuerpo
está en reposo. Es el cerebro el que tiene que trabajar, ¿no le
parece?
Johnny aceptó la invitación y esperó para hablar a que su
interlocutor también se sentase.
—¿Tiene muchas reses dispuestas para la venta?
Adams sonrió extendiendo las palmas de las manos.
—¿Ve usted? Su inexperiencia en esta materia la hace plantear mal
la cuestión. Primero se acuerda el precio y luego se concierta el
número.
—Soy un hombre de negocios, señor Adams. Para mí, no existe
diferencia entre guisantes y reses. Le daré un precio cuando me diga
cuántas reses puede ofrecerme.
—Pero el precio del ganado no admite más fluctuaciones que las del
mercado de la carne. Lo mismo le costará por una unidad sin son
cien que si son mil.
—¿Y sí con cuatro mil?
Los ojos de Adams se agrandaron.
—¿Quiere sugerir que está dispuesto a comprar cuatro mil reses?
—Depende del precio por unidad —retrucó Maxwell.
Adams se mojó los labios con la lengua.
—Es a diecinueve dólares por cabeza —dijo.
—Le recuerdo que vengo de Houston.
El ganadero dio un respingo en su asiento.
—¿Y qué? —preguntó desafiador.
—Parece ser que se encuentra usted en una situación un poco
delicada…
Adams se incorporó de un salto.
—¡Así que también usted es un especulador! Cree que el árbol se ha
caído y viene a hacer leña antes de que otros le tomen la delantera.
—Le pagaré a diecisiete dólares por res —declaró Johnny haciendo
caso omiso del ex abrupto.
La renaciente furia de Adams se disolvió al momento.
—¿Sobre la base de cuatro mil? —inquirió.
—Eso es lo que he dicho antes. A menos que no las tenga…
—¡Las tengo!
—Bien, ¿qué contesta, pues?
—Que acepto, Gilbert —se apresuró a contestar Adams—. Pero he
de hacerle una advertencia. No se trata de que dude de su
solvencia…
—Déjeme que termine. Me haré cargo del ganado en su propio
distrito. En otras palabras, que ultimaremos la operación sin
necesidad de que usted traslade el ganado. Yo traeré conmigo el
dinero y a tres docenas de hombres. Le pagaré con billetes, y mis
vaqueros se harán cargo inmediatamente del rebaño. Acostumbro a
rodear mis actos con la mayor efectividad legal, por lo que no le
extrañe le exija la firma de un documento que refleje el
cumplimiento de nuestras respectivas obligaciones.
—No hay inconveniente. ¿Cuándo quiere realizar la operación?
—¿Le parece mañana por la tarde, a las cuatro?
—Perfectamente. Ahora mismo daré las órdenes oportunas para que
mis muchachos tengan el ganado a punto.
John se levantó y Adams le tendió la mano. Cambiaron un apretón
y se dirigieron hacia la puerta.
Cuando el joven hubo salido penetraron, Keats, Hale y Mark,
extrañándose de la sonrisa de satisfacción que iluminaba el rostro
de Adams.
—¡Y se cree un eminente financiero! —Le oyeron decir—. Mañana
venderé al señor Gilbert cuatro mil cabezas ¡a diecisiete dólares!
Mark hizo una mueca.
—¿Cómo lo consiguió usted?
—Fue él quien me hizo la oferta. Yo me limité a dar la aprobación.
Pero las más inaudito es que correrá de su parte el riego de traslado
de las reses.
El de la placa dijo:
—Entonces ahora es cuando más peligro habrá para el rebaño. Los
cuatreros no querrán dejar escapar esa fortuna… Será mejor que
mande aviso a Corday para que se ponga a mis órdenes.
Adams rió fuerte.
—Pierde usted facultades, Joe. ¿Qué demonios me importa a mí el
rebaño una vez que Gilbert me haya pagado su importe? ¡Si hasta
me gustaría que se lo robasen! Quisiera ver su cara entonces…
Y siguió riendo durante un buen rato.
CAPÍTULO VIII

La sirvienta negra movió la cabeza de arriba abajo.


Sí, señor Adams. Dice que su nombre es Rodney Ritter.
—¿Qué quiere ese vagabundo en mi casa a estas horas? —murmuró
Adams como si hablase para sí.
—Me encargó que le dijese a usted que le trae un asunto muy
importante, señor amo…
—Está bien. Hazlo pasar.
RodneyRitter frisaba en los sesenta años y tenía el cabello canoso,
los ojos pequeños y la boca muy grande. Se cubría con un traje
lleno de manchas y un sombrero extremadamente sudado. Entró
vacilante en la habitación, mirando de un lado a otro.
—¿Es que no sabes descubrirte? —le increpó serio Adams—. Esto
no es un saloon.
Ritter se quitó el sombrero nerviosamente y saludó.
—Buenas noches, señor Adams.
—¿Qué te trae por aquí?
—Pues verá —intentó sonreír el buscador de oro— estaba yo hace
un momento en lo de Norton…
—Bebiendo como siempre.
—Nunca está de más beber un trago para despejar las telarañas del
cerebro, digo yo. —Hizo una pausa y prosiguió—. Como le iba
diciendo, me encontraba yo allí, acodado en el mostrador, cuando
me dije que no está nada bien lo que hacen con usted…
—¿Qué es lo que hacen conmigo?
—Eso de quitarle el ganado una y otra vez.
Adams enrojeció.
—¿Qué sabes tú de eso, Ritter?
—No se enfade. Lo que todo el mundo. Sólo que un poco más…
—¿Un poco más? ¿Qué quieres decir?
—Pues verá. Las cosas no son como las ve uno a veces, sino como
son en realidad, digo yo.
—¿Quieres dejar esos galimatías e ir al grano de una vez?
—Se lo contaré todo, señor Adams. No pierda la paciencia. El caso
es que mi sobrina Jean… Usted la conoce, ¿verdad?
—¡Sí!; me la he encontrado por ahí algunas veces.
—Buena chica; no hay otra como ella. —Ante otro gesto de
impaciencia del ganadero, prosiguió con rapidez—. Jean habló el
otro día con el jefe de esa pandilla de cuatreros.
Adams escrutó el rostro de su informador.
—¿Cuántos vasos de whisky has bebido, Rodney?
—Dos… Bueno, es posible que hayan sido tres.
—O puede que hay sido una botella. ¡Lárgate de aquí!
Ritter no se movió de dónde estaba. Por el contrario, ahora se
mostró más seguro de sí mismo y sonrió diciendo:
—No cree que ella hablase con ese tipo, ¿verdad? ¿Qué le parece,
entonces si le digo que el jefe de la banda es ese fulano que va a
regalar el hospital a Hempstead?
—¿Frank Gilbert? —murmuró Adams como en un sueño.
—Eso mismo.
—¡Estás borracho, Rodney!
—Lo dijo ya antes, señor Adams. Pero estoy dispuesto a demostrarle
que mi historia es cierta. ¿Le ha propuesto el señor Gilbert que le
venda usted un gran rebaño de reses?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—¡Cómo sé lo demás! ¡Pues porque me lo ha dicho Jean! Y Gilbert
se lo contó con pelos y señales a ella. Es un negocio bonito. Gilbert
le pagará a usted en efectivo, ¿no es así?
Adams sólo acertó a mover la cabeza en sentido afirmativo y el otro
continuó:
—Y le hará firmar un documento. Pero en cuanto usted tenga el
dinero en su poder aparecerán enmascarados y se llevarán el
efectivo. Los ladrones están pagados por Gilbert. Así él se quedará
con el ganado y el dinero.
El ranchero se dejó caer en una silla cercana. La sorpresa le había
anonadado. Ritter saboreó el instante mirándolo con ironía. Un
golpe, ¿verdad, señor Adams? No parece tonto el muchacho.
Adams se pasó una mano por la frente. Poco a poco su rostro fue
cambiando de expresión. Apretó los labios rabiosamente y
preguntó:
—Si es cierto, ¿por qué no vino tu propia sobrina a enunciármelo?
—Ella está de parte de él.
—¿En favor de Gilbert? ¿Por qué?
—Él le contó un cuento triste y la convenció para que no lo
descubriese. Jean tiene buen corazón y lo creyó a pies juntillas.
Creo que hasta se ha enamorado de él. Por eso me relató a mí lo
ocurrido. Los enamorados son malos para guardar secretos. Figúrese
que le dijo a mi sobrina que no robaba, sino que tomaba lo que le
pertenecía.
—¿Qué es lo que le pertenece? —inquirió Adams levantándose de la
silla.
—La mitad del rancho de usted. Gilbert dijo a Jean que él es hijo de
un antiguo socio a quien usted engañó.
Una sacudida estremeció a James Adams de pies a cabeza. Su cara
se ensombreció súbitamente. El pasado volvió a su cerebro.
—¿Cómo dice que se llama? —inquirió con voz débil, trémula, al
cabo de unos segundos.
—John Maxwell.
Un mazazo en la nuca hubiera producido igual efecto en Adams que
oír aquel nombre: Maxwell.
Dio unos pasos por la habitación como si fuera un sonámbulo.
—¿Le ocurre algo?, señor Adams —oyó que le preguntaba Ritter—.
¿No se encuentra bien?
—No es nada —contestó—. Me ha impresionado que le señor
Gilbert, a quien yo creía un hombre intachable, pretenda
engañarme. En cambio, a ese absurdo relato de un socio mío, no es
verdad, Gilbert sólo trató de impresionar a tu sobrina.
—Ya lo suponía.
—No obstante, será mejor que no hables con nadie sobre este
particular.
—Descuide. Seré una tumba.
Adams sacó de la cartera del bolsillo de la chaqueta y extrajo unos
billetes.
—Quiero recompensarte por tu trabajo, Rodney.
—Cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo, señor Adams.
—Toma, es solo, una pequeña muestra de mi agradecimiento por la
molestia que te has tomado.
Ritter cogió los billetes y, sin contarlos, los guardó en el pantalón.
—Hay otra cosa de que quiero hablarle, señor Adams.
—¿Más sobre Gilbert?
—No; ésta no tiene nada que ver con él, y para mí es mucho más
importante.
Adams le pasó un brazo por los hombros, replicando:
—¿Qué te parece si me lo cuentas en otro momento?
—¡Pero ahora viene lo mejor, señor Adams!
A pesar de la respuesta de Ritter, el ranchero lo llevó hasta la
puerta, diciéndole:
—No te preocupes que te atenderé bien, Rodney. Yo ahora he de
ocuparme del señor Gilbert. No quiero que se salga con la suya de
ninguna manera. Tú comprendes esto, naturalmente.
Antes de que Ritter pudiera abrir la boca, Adams ya había abierto la
puerta y le empujaba suavemente sin dejar de sonreírle.
—Hasta cuando quieras, Rodney. Ya sabes que me tienes a tu
disposición. ¡Lucinda…! —La sirvienta surgió como por encanto
tras la otra puerta—. Acompañe al señor Ritter hasta afuera. ¡Y
llévate una vela! Debe de estar muy oscuro. Buenas noches, querido
Rodney.
—Buenas noches —contestó Ritter decepcionado y dio media vuelta
lentamente, echando a andar tras la fámula.
Adams esperó en el umbral del despacho a que Lucinda regresase de
cumplimentar su orden.
—Ve a llamar a Gordon Corday, Se aloja en el pabellón del centro.
—Sí, mi amo —dijo la negra y se marchó de nuevo.
CAPÍTULO IX

Maxwell, Donney, el alcalde Owen y el juez Manson jugaban una


partida de póker en una mesa del Blue Saloon.
Johnny era el mejor jugador de los cuatro y, hallado con la suerte,
había conseguido reunir ante sí hasta ciento cincuenta dólares de
ganancias. Los restos eran flojos, de aquí que aquéllas no fueran
cuantiosas.
Owen que no participaba en la mano que se jugaba, pegó un bote
en la silla con la mirada fija en la entrada del local.
—¿Qué le ocurre? —inquirió Johnny en tanto pintaba sus naipes.
—Acaba de aparecer Gordon Corday.
El juez miró de soslayo al pistolero.
—Y viene hacia aquí —murmuró—. No me gusta. Me voy a jugar
un par de dólares, señor Gilbert.
—Habrán de ser seis —sonrió Johnny.
Mason estudió de nuevo y terminó por abatir sus cartas sobre el
tapete verde, diciendo:
—No tengo suerte con el farol. Siempre me los coge. Yo tenía un
par de reinas.
—Mi pareja era de sietes, Juez.
Mason miró a Maxwell estupefacto.
—¡Ésta sí que es buena! ¡Fue un recontrafarol!
En ese instante una vos dijo tras John:
—¿Se me permite entrar en el juego?
—Nadie contestó. Las miradas de los jugadores, excepto la de
Maxwell, que se hallaba de espaldas, se detuvieron en la figura
alargada, huesuda, del que hablaba: Gordon Corday, el temible
pistolero.
—Le tocaba dar a Johnny y éste reunió los naipes y empezó a
barajar.
—¿Se han quedado mudos de repente? —volvió a decir Corday—.
¿O es que no admiten hombres en la partida?
Maxwell detuvo el movimiento de sus manos y descansó los codos
sobre la mesa. Lenta, muy lentamente, fue ladeando la cabeza, hasta
que sus ojos se encontraron con los de Gordon.
—¿Le gusta jugar? —preguntó al pistolero.
—¿Por qué cree que quiero un sitio?
—No me refería al póquer.
Hubo un silencio. Todos los clientes del local habían enmudecido y
seguían atentamente con la mirada lo que ocurría en la mesa del
alcalde.
Gordon y John continuaron mirándose fijamente durante un
momento. Finalmente, el segundo dijo con voz fría:
—Puede sentarse.
El otro ocupó la silla libre. Luego inquirió:
—¿Resto?
—Puedes empezar con veinticinco dólares —contestó John reanudó
el barajeo.
Corday preguntó de nuevo:
—¿Cuánto tiene usted delante, Gilbert?
—Cerca de doscientos.
—Sacaré entonces doscientos dólares.
—Como quiera. El dinero es suyo.
Johnny tenía a su derecha a Bill Donney y a continuación se
sentaban Owens, Gordon y por último Mason.
Era mano, pues Bill, quien colocó dos dólares en el centro diciendo:
—Ha de ser cuatro.
Maxwell dio a cortar al juez el mazo y empezó a repartir los naipes
de uno en uno.
Owens, después de examinar sus cinco cartas puso los cuatro
dólares para entrar en el juego. Corday estudió las suyas, vaciló un
instante y dijo:
—Yo me voy a jugar veinte dólares.
El juez movió la cabeza, no aceptando el enviste.
John pintó un quinto naipe y sonrió, diciendo mientras ponía los
veinte dólares:
—Bien, acudo a la cita.
—Yo pierdo los dos que puse —dijo Bill Donney.
Owens chasqueó la lengua y agregó los dieciséis dólares que le
hacían falta para completar el tope.
—¿Cartas? —inquirió John.
Owens pidió una, Gordon dos y él se sirvió otras dos.
Le tocaba hablar al pistolero por haber subido la postura.
—Me jugaré otros veinte —dijo.
Maxwell se frotó el mentón y repuso:
—Yo, todo.
Empujó el dinero que tenía hasta el centro.
Owens tragó saliva y arrojó sus naipes boca abajo, al tiempo que
daba un resoplido.
Corday escrutó el rostro de su único rival.
—Tengo la corazonada de que es un farol, Gilbert. Estoy seguro de
que no tiene el trio. Yo me apoyé con dos ases en un rey y he hecho
las dobles mayores.
—¿Ve o no ve, Corday? Haga los cometarios después.
El pistolero esbozó una sonrisa.
—Está temblando. Naturalmente que lo veo…
—Pues pierde si sólo enseña esos dobles que dice. Yo tengo figuras.
Corday miró los naipes que John le mostraba. Dos reyes, dos reinas
y un as. Owens se estrujó la cabeza.
—¿Cómo ha tenido valor para hacer eso, señor Gilbert? ¡Corday
pidió dos cartas!
—Me figuré que él se apoyaba como yo —repuso el joven—.
Ninguno de los dos llevábamos trio.
Empezó a coger todo el dinero que había ganado en su arriesgada
jugada.
—Deje eso, Gilbert —murmuró, Gordon con voz áspera.
John levantó la mirada.
—¿A qué se refiere, Corday?
—A mi dinero. No lo toque.
—Se lo he ganado. Nos lo hemos jugado todo. Es posible que yo
tuviera ciento noventa y ocho dólares, en cuyo caso le devolveré
dos. Bastará que cuente mi resto.
—No se trata de la diferencia que pueda haber entre su resto y el
mío. No quiero que toque un solo billete de mi parte…
—Para guardarlos en mi bolsillo tendré que tocarlos, ¿no le parece,
Corday?
El aludido se echó hacia atrás corriendo las manos hasta apoyarlas
en el borde de la mesa.
—Ese dinero sigue siendo mío. Gilbert. Jamás he pagado a quien
hace trampas.
Un silencio se desplomó sobre la sala. Un silencio sobrecogedor que
hería los tímpanos.
Johnny se había quedado inmóvil y su cara parecía una máscara sin
vida. Ni siquiera un aleteo de nariz, ni un parpadeo.
—¿Intenta decir que le he ganado con trampas, Corday? —preguntó
fríamente.
Johnny se dio cuenta de la treta. Le insultaba, incitándole a sacar el
«Colt». Pero se encontraba en franca inferioridad frente al asesino.
Éste tenía sus dedos listos para tocar las culatas en una décima de
segundo, en tanto él había sido sorprendido con las manos en el
centro de la mesa y se encontraba en una posición forzada para
valerse de ellas. Antes de que pudiera alcanzar sus pistolas, Gordon
le introduciría dos proyectiles en el estómago.
Los otros tres jugadores miraban alternativamente a los que se
enfrentaban. A Bill la bailaba la nuez en la garganta.
Todas las cabezas se habían vuelto hacia aquella mesa y los
hombres que se encontraron en una hipotética línea de tiro
abandonaron sus puestos.
Cualquiera que hubiese pasado por la calle, junto al saloon, hubiese
jurado que en el local no había nadie.
El tiempo pareció detenerse.
Johnny decidió que había que arriesgarse en el trance que se
encontraba. Tenía que buscar una postura en que sus músculos se
relajasen para luego hacerlos saltar como muelles. Era su única
probabilidad de sobrevivir. Sabía de oídas quién era Gordon
Corday, Un hombre cruel, célebre por sus fechorías y, sobre todo,
por su maravillosa puntería. Una puntería que le permitía seguir
respirando después de una larga carrera por los senderos de la
delincuencia.
—¿A qué clase de trampa se refiere, Corday? —preguntó retrasando
los pies para buscar un mejor punto de apoyo.
Gordon arrugó la nariz.
—No es necesario que se la concrete. Ha jugado sucio. ¡Eso es todo!
Maxwell empezó a descansar el cuerpo sobre las puntas de las
botas. Sus brazos dejaron de estar tirantes.
—Podría hacerlo —repuso—. Es una acusación un poco aventurada.
Estoy seguro de que estos caballeros les interesará conocer el truco
que, según usted, empleo. Al fin al cabo, ellos pierden también.
El pistolero sonrió aviesamente.
—¿Sabe lo que creo, Gilbert?
—¿Qué?
—Que es usted un cobarde.
Transcurrió un minuto.
—Muy bien, Gordon —contestó John con voz carente de emoción
—. Saque el revólver tan rápido como pueda.
El forajido no vaciló en aceptar el consejo. Con una velocidad
meteórica sus manos fueron a las fundas. Pero algo inverosímil
ocurrió entonces. ¿Qué había pasado con la mano derecha de
Maxwell? ¿Había corrido hacia el «Colt» o era éste el que había
volado hasta ser aprisionado por la culata?
Los testigos no tuvieron tiempo de dar una respuesta al problema.
Sonó un estampido. Uno solo.
Gordon Corday quedó con las armas a medio camino. Inmóvil,
como si súbitamente hubiese sido alcanzado por un rayo. Pero no
era un rayo el que se había abatido sobre él, sino la muerte, fría,
implacable.
Apareció en su pecho, a la altura del corazón y comenzó a
derrumbarse muy despacio, como si estuviera cansado.
Las batientes hojas de la entrada se movieron dando paso a James
Adams y al sheriff Joe Hale. Al ver a Corday en el suelo se
acercaron rápidamente a la mesa de juego.
—¿Qué ha sido esto? —preguntó el sheriff.
—Me provocó y tuve que matarlo —repuso Johnny enfundando el
arma.
—Nadie se puede tomar la justicia por su mano —repuso
gravemente Hale—. Para eso está la ley.
El juez Manson terció en el dialogo.
—Creo que puedo decir algo al respecto, sheriff. El señor Gilbert se
vio obligado a disparar en legítima defensa.
Hale miró dubitativamente al magistrado y terminó por admitir:
—Está bien. Vale su palabra, juez.
Adams dijo a Maxwell:
—Celebro que lo haya resuelto a su favor.
—Gracias. Tengo un interés grande en la venta de mañana y por
nada del mundo hubiera consentido que me la echasen a perder.
El ganadero se quedó largo rato mirando al joven y luego dijo:
—Su cara me recuerda a alguien, Gilbert.
—¿Es una apreciación momentánea?
—No; a poco de que salió usted de mi casa hoy, me empezó a venir
a la memoria cierta fisonomía…
John sonrió.
—Bueno, quizá para mañana haya logrado saber a quién le
recuerdo.
—Sí; a lo mejor mañana se resuelve todo.
Maxwell recogió el dinero que había ganado, se despidió de todos y
acompañado por Donney se retiró al hotel.
Ya en la habitación, y mientras se desvestía, Bill dijo:
—Me has hecho pasar un mal momento. Creí que tratarías de sacar
el revólver al primer insulto —como no respondía su amigo,
preguntó—. ¿Qué te pasa?
—Estoy pensando.
—¿En qué?
—Me parece que empieza a fallar algo.
—Suposiciones tuyas. Todo, marcha de primera. Mañana daremos el
último golpe y tú tendrás la parte que te corresponde en el rancho.
Nos largaremos de aquí a toda prisa y entonces podremos vivir
como príncipes.
—¿Por qué me desafió Corday?
—No le gustó que descubrieses su juego y que le costase de buenas
a primeras doscientos dólares. Apuesto a que no llevaba más. Por
eso no podía permitir que lo dejases limpio.
—Es una explicación aceptable, pero encuentro otra cosa más rara
aún.
—Todo se te antoja extraño ahora. Estás nervioso; eso es lo que te
pasa.
—No; Corday tiene una banda y, sin embargo, se presentó sólo en el
saloon. Esos tipos siempre acostumbran a llevar detrás dos guardias
de corps como mínimo.
—¿Quién se iba a atrever a meterse con él? Todo el mundo sabe
que Adams lo trajo aquí.
—Y el propio Adams estaba cerca del saloon cuando sobrevino el
desenlace. Su rancho queda bastante alejado de aquí.
—Debe estar muy atareado con la venta de mañana. Vendría a la
ciudad a arreglar alguna cosa. Será mejor que nos acostemos,
compañero. Mañana nos espera un día ajetreado.
Maxwell resolvió no calentarse más la cabeza. Después de todo lo
lógico era que Donney acertase en sus objeciones. Se tendió en la
cama con el solo pensamiento de que, transcurridas unas horas,
entraría en posesión de la herencia de su padre. Y poco después
dormía.
CAPÍTULO X

—Cuéntelos —dijo John a Adams poniendo una gran cartera


encima de la mesa del despacho—. Dentro están los sesenta y cinco
mil dólares, importe del precio que acordamos.
Se hallaban presentes en el acto, además del comprador y vendedor,
Bill Donney y William Keats en calidad de testigos.
El ganadero abrió la cartera y sacó los fajos de billetes haciendo una
hilera con ellos. Había seis de la misma altura, equivalente a diez
mil dólares, y otro casi imperceptible más pequeño que sumaban
cinco mil.
—No es necesario que los cuente uno por uno —declaró—. Basta
verlos para darse cuenta de que están los sesenta y cinco. ¿Ha visto
usted el rebaño?
—Sí, pero hay un cambio al respecto de su entrega. Supongo que no
tendrá inconveniente.
Adams arrugó el entrecejo y preguntó alarmado:
—¿Un cambio? No le comprendo.
—Sus vaqueros acompañaran el rebaño hasta la confluencia del
Brazos con el Navasota.
—¿Y eso por qué?
—Modifiqué la ruta. Llevaré las reses al Norte.
Tras una vacilación el ranchero asintió.
—Bien, Keats dará luego las órdenes oportunas.
Maxwell sacó un documento del bolsillo de la chaqueta y lo
extendió sobre la mesa, diciendo:
—¿Querrá firmar el contrato?
Adams cogió la escritura y la leyó integra. Luego la firmó con una
pluma y entregó ésta a Maxwell para que hiciera lo propio.
Bill Donney se había acercado, a una ventana desde la que
observaba el exterior, un jardín que rodeaba la casa, como si la
ceremonia que se celebraba le importase lo más mínimo.
—Ahora los testigos —dijo Johnny.
Primero firmó Reats y a continuación Donney.
—Magnífico —exclamó Adams—. Según esto usted es el dueño del
ganado y yo del dinero.
En ese instante se oyó un grito emitido por la garganta de Lucinda,
la sirvienta negra.
Keats se dirigió rápidamente a la puerta, pero antes de que pudiese
tocar el pomo, ésta se abrió dando paso a un
cow-boy
y a Lucinda. El primero tenía las manos en alto, y Lucinda los ojos
empavorecidos. A continuación, penetraron en la estancia dos
hombres con el rostro cubierto por un pañuelo. Ambos esgrimían un
arma en la mano derecha.
—¿Qué es esto? —preguntó Adams dando un paso atrás.
—Un atraco, amigo —contestó el más alto de los embozados—.
Pórtense según mis órdenes y dormirán esta noche en la cama.
¡Todos con las manos arriba y cara a la pared!
—¡Se arrepentirá de esto! —protestó el ganadero.
Los forajidos miraron los paquetes de billetes que había sobre la
mesa y el que había hablado antes dijo:
—No está mal el botín. Obedezca, señor Adams, o se buscará usted
mismo complicaciones.
Maxwell, Donney, Keats y el
cow-boy
se habían puesto ya mirando al empapelado con los brazos en alto.
Lucinda gemía sin saber si alzar también sus extremidades
superiores o desmayarse. Adams optó finalmente por seguir la
perentoria orden y se colocó junto al capataz.
El pistolero que no había despegado los labios llevaba una gran
bolsa en su diestra. Acercándose a la mesa y empezó a meter en
aquélla los paquetes de dinero. Cuando sólo le quedaban por
guardar dos la voz del sheriff Hale dijo con fiereza:
—Hay media docena de «Colt» apuntándoles al cuerpo, salteadores.
Y por añadidura, la casa está rodeada. ¡Entréguense!
Los forajidos dieron un salto, pero al volverse y ver los seis cañones
que gravitaban en otras tantas manos, tuvieron la suficiente
serenidad para no apretar el gatillo.
Joe Hale avanzó con un hombre a cada lado. En unos instantes los
prisioneros fueron desarmados y el propio sheriff les arrancó el
pañuelo de la cara. Al primero no lo conocía, pero al ver el rostro
del otro, el que había soltado el saco del dinero al ser interrumpido
en su trabajo, dijo:
—Peter Snike… Hace tiempo que no te veía. Antes te contentabas
con robar la caja de tu patrón…
—¡No es cierto! —gritó Snike—. ¡No fui yo!
—Y por eso huiste.
—Me hubieran condenado sin escuchar mis razones.
—Todos decís lo mismo. Sois inocentes. Apuesto a que ahora
también asegurarás que tú no has estado aquí, en esta habitación,
intentando largarte con sesenta y cinco mil dólares…
Adams cogió la bolsa y la vació sobre la mesa. Entonces miró a Hale
diciéndole:
—Será mejor que corte el diálogo y complete su trabajo.
Johnny y Bill presenciaban la escena sin un parpadeo.
El sheriff tosió dirigiéndose a ellos.
—Ustedes quedan igualmente detenidos.
Donney torció el gesto.
—Repítalo. Soy duro de oído.
—Quiero decir que tendrán que responder de esto.
—¿Esto? —interrogó ahora Johnny—. Explíquese, sheriff.
—Es sencillo. Usted, señor Gilbert, es el jefe de estos salteadores,
como lo es de la pandilla de cuatreros que ha asolado nuestra
comarca…
—¿Está en su sano juicio, sheriff? —repuso Maxwell.
—Me encuentro mejor de lo que usted se figura, Gilbert. Se
presentó en Hempstead simulando ser un hombre de negocios. Eso
corrió a cargo de su secretario.
—¡Le haré tragar sus palabras, Joe Hale! —chilló Bill ofendido.
—Déjalo —le atajó Johnny—. Es preferible que oigamos todos sus
cargos. ¿Qué más, sheriff?
—Se rodeó de una aureola de generosidad, engañándonos a todos
con el proyecto del hospital.
—Jamás he pensado en tal fraude. Pero puede continuar. Dígame,
¿de dónde se ha sacado esa historia de cuatreros y salteadores?
Adams intervino con voz irritada:
—Le contestaré yo a esa pregunta. Fui informado a tiempo de sus
propósitos. Sabía que trataría de apoderarse del importe del rebaño,
valiéndose de sus secuaces. Por ello avisé al sheriff y juntos
preparamos esta trampa.
—Ninguno de ustedes podrá probar nada de lo que dicen —contestó
Maxwell.
—Eso es lo que usted cree —le retrucó el ganadero—. Aún en el
supuesto de que estos ladrones del tres al cuarto no quieran
identificarle, tenemos un testigo que echará por tierra todos sus
planes.
—¿Qué testigo?
—Adams titubeó unos segundos.
—Lo conocerá en el momento preciso.
Hale había hecho una señal a uno de sus hombres, quien se colocó
detrás de Johnny y lo desarmó, haciendo lo mismo después con
Donney.
—Vamos —dijo Hale a los cuatro detenidos—. Pasen delante de
nosotros.
—Se olvida de algo, sheriff —sugirió John— ese dinero que hay en
la mesa es mío.
Adams soltó una risita y repuso:
—Lo billetes me pertenecen. Es producto de sus robos de ganado.
—¡Primero tendrá que probarlo! —exclamó el joven iracundo.
—Supongamos que me equivoque a ese respecto. Los sesenta y
cinco mil dólares son también míos por la sencilla razón de que
constituye el precio de la operación realizada hace unos instantes.
¿Olvida, acaso, la escritura que firmamos? ¡El ganado es lo que le
pertenece! ¡Cójalo si puede!
Maxwell sintió que la rabia le corroía el pecho. Su enemigo había
vuelto contra él las armas que había pensado arrancarle lo que le
robó con tan malas artes a su padre.
Él sheriff le indicó que siguiese a los prisioneros que ya habían
salido de la habitación, y obedeció en silencio.
Horas más tarde, John y Bill tomaban posesión de una celda no
muy espaciosa en la cárcel de Hempstead. Los otros dos detenidos
ocuparon una celda contigua.
Apenas quedaron solos, Bill se sentó en uno de los jergones
lamentándose:
—Ya me figuraba que el asunto no podría salir como nosotros nos
figurábamos.
Johnny empezó a pasear por el estrecho recinto pasándose la mano
por la cabeza.
—Me he portado como un estúpido; eso ha sido todo. El desafío de
Gordon Corday significaba que Adams estaba al corriente de mi
personalidad.
—¿Quieres decir que lo mandó para que te matase?
—Así fue. ¡Y yo, torpe de mí, no supe ver más allá de mis narices!
—¡Pero eso es absurdo! ¿Cómo lo iba a saber?
—Confié en alguien y le conté mi historia.
Bill se puso de pie de un salto.
—¿Eso hiciste? ¿En quién confiaste?
—En una mujer.
Donney lanzó un gemido dejándose caer de nuevo en el camastro.
—Una mujer —murmuró—. ¿Cómo se te pudo ocurrir semejante
cosa?
—Es agua pasada y no me gusta lamentarme.
—Lo peor es que lo vas a lamentar mientras vivas. No debías haber
licenciado a los muchachos que nos ayudaron en lo del ganado.
Ahora quizá hubiesen podido liberarnos.
—Me alegro de haberles pagado y dejado marchar. Hubiesen
terminado por caer también. Lo que más siento es que por mi culpa
hayan cogido a Snike y a Gardiner.
—Bueno, esto se acabó. No escaparemos de la horca. Es la pena que
se impone a los cuatreros. Si al menos no pudiesen probar que
fuimos nosotros…
Johnny no escuchaba a su amigo. Algo había aparecido en su mente
que lo tenía perplejo.
—¡Claro! —exclamó chasqueando los dedos.
—Lo que está claro es que bailaremos de la rama de una encina.
—Me refería a Adams. Siguió llamándome Gilbert.
—¿Y qué tiene de particular?
—Él sabe que soy hijo de Jeff Maxwell, pero no ha hecho participe
al sheriff de su secreto.
—¿Con qué objeto?
—Para que seamos juzgados única y exclusivamente como
cuatreros.
—¡Qué emocionante! ¿Y eso es lo que te alegra?
Johnny dio un suspiro decepcionado.
—Tienes razón, Bill. Sigo sin encontrar un punto de apoyo. Me
identificación no variará el veredicto.
A la celda llegaron voces destempladas de una mujer discutiendo
con el ayudante del sheriff, que se había quedado guardando los
presos.
—¡Quiero ver a ese farsante! —decía ella—. ¡Decir que iba a
construir un hospital!
—Lo siento, pero no puedo dejarla pasar —contestó el carcelero.
—¿Quién lo va a impedir? ¡He de escupirle en la cara! ¡Ha de oírme
unas cuantas cosas!
Los dos amigos se pegaron a los barrotes de la puerta.
—¿Quién es ésa? —inquirió Bill—. ¿Una loca que se ha escapado
del manicomio?
—Jean Ritter, la mujer en quien confié —contestó John.
—¿Qué? —exclamó Donney estupefacto—. ¿Y todavía quiere
escupirte?
CAPÍTULO XI

Jean Ritter apareció por el corredor con los ojos furibundos y


seguida del ayudante del sheriff.
Se detuvo frente a la puerta barrada tras la que se hallaban John y
Bill y gritó, poniendo los brazos en jarras:
—¡Así que usted es el gran hombre! ¡El famoso financiero, Frank
Gilbert! ¡ÉL que iba hacernos un bonito regalo! ¡Menudo farsante!
Donney aprovechó la pausa de la joven para decir:
—¿Por qué no se marcha a su casa y nos deja en paz? Hace feo que
venga aquí pegando voces y mascullando tonterías.
—¿Tonterías? ¡Cómo se ve que usted es otro igual que su jefe! ¡Un
par de forajidos tratando de tomar el pelo a toda una ciudad!
Donney se taponó los oídos y se separó de la puerta yendo a
acostarse en el jergón.
—Está bien —murmuró suavemente Johnny—. Al fin y al cabo, nos
han cogido, señorita Ritter. Recibiremos el castigo, y la vida se
Hempstead seguirá su curso. Ya tendrán tiempo alguna vez su
hospital.
En aquel instante alguien debió de entrar después del sheriff porque
se oyó ruido de pasos. El ayudante vaciló entre llevarse consigo a la
chica o dejarla allí pero como vio que la discusión entablada entre
ella y el preso no era lo grave que esperaba, fue a recibir al recién
llegado.
Al quedarse sola en el corredor, Jean sacó un revólver del interior
de su camisa y se lo alargó a Johnny por entre los barrotes,
diciendo apuradamente:
—¿No habrá creído ninguno de mis insultos?
Maxwell sonrió cogiendo el arma.
—No han sido mayores que los que yo le he dedicado a usted
últimamente.
—¿Ha pensado que yo…?
—Usted es la única persona que podía traicionarme.
—Se lo conté a mi tío. ¡El muy…! Fue con el soplo a Adams. Pero
ahora me ha ayudado. Él es quién está hablando ahí fuera con el
carcelero.
—Estupendo. Lo importante es que podamos salir de aquí.
La conversación entre el carcelero y RodneyRitter había concluido.
Se oyó el ruido de la puerta de la calle al cerrarse.
—¡Escuche, señor Maxwell! —dijo rápidamente la joven—. Escapen
cuando les traigan la cena esta noche. Yo estaré dos casas más
arriba, en la parte trasera con los caballos.
—Tendrán que ser cuatro —repuso Johnny—. Vendrán con nosotros
dos muchachos más.
—Está bien, trataré de arreglarlo. ¡Cuidado, ahí viene!
John se acercó a su camastro y guardó el revólver bajo la almohada.
—¡Un par de cínicos! —Volvió a levantar la voz Jean—. ¡Eso son
ustedes! No merecen ni el pan de esta cárcel. Y si me dejasen, yo…
Hizo ademán de sacar la pistola, pero el carcelero la detuvo
sujetándola del brazo.
—Ya está bien, muchacha. La justicia les arreglará las cuantas.
Jean hizo una mueca de asco clavando sus pupilas en Maxwell y
luego dio media vuelta y se alejó por el corredor.
El carcelero miró a sus presos y dijo:
—Menos mal que no estáis en manos de esa chica. Os pegaría un
balazo a cada uno sin previo juicio.
—Yo siempre he dicho que la cárcel es el lugar donde está uno más
seguro —repuso John en actitud filosófica.
El otro se fue al despacho y Maxwell giró sobre sus talones y vio a
Donney esgrimiendo el revólver.
—¡Te lo ha dado Jean Ritter! —le dijo a su compañero.
—Te advertí que había confiado en ella.
—No me expliques el motivo porque empezaré a llorar. Apuesto a
que ni siquiera te has dado cuenta de que estás enamorado de ella.
—¿Lo dices porque tengo otra cara? Es la vista de ese «Colt»
muchacho, lo que me ha alegrado.
—A mí no me engañas tú, John Maxwell.
—Será mejor que durmamos un rato. Está noche nos espera un
montón de emociones.
—¿Qué harás después de salir? ¿Vas a mar a Adams?
John se volvió a guardar el revólver y se tendió en el jergón,
contestando:
—Es una cosa que he de pensar despacio. Te contestaré después que
haya echado una cabezadita.
—¡Al diablo! ¿Quién piensa en dormir en estas circunstancias?
—Yo —repuso Maxwell, y poco más tarde dormía como un bendito.
Bill estuvo soltando imprecaciones durante media hora, al cabo de
la cual se acercó al camastro de John porque había oído varias
voces en el despacho del sheriff.
—¡Eh, Johnny! ¡Despierta!
El joven abrió los párpados.
—¿Es que no puede un hombre reposar tranquilo?
—Se acerca el momento. Hemos de estar preparados.
Oyeron pasos que se acercaban por el corredor, Johnny se sentó en
el borde del colchón.
Apareció el carcelero con un plato en cada mano. No cabían por
entre los barrotes y los dejó en el suelo para abrir la puerta. Metió
la llave en la cerradura, la hizo girar y abrió. No se preocupó en
mirar a los prisioneros. Se agachó, cogió los platos y al enderezarse
para entrar en la celda, se quedó quieto como una estatua. Un
revólver le apuntaba.
Johnny, con la mano libre, le hizo una señal de que guardarse
silencio y entrase. Sumisamente cumplimentó la orden y de
inmediato Bill se apoderó de sus armas, guardando una de éstas en
el interior de camisa.
Maxwell procedió rápida y eficazmente. Cortó una tira de tela de la
sábana y amordazó al ayudante del sheriff, y luego, con nuevos
trozos de aquéllos, lo inmovilizó de piernas y manos en el suelo. En
toda la operación no invirtió más de tres minutos.
—¡Eh, Rufus! —gritó una voz de pronto por el corredor—. ¿Vienes
ya?
Bill dio un respingo, asustado, y miró con ojos de desesperación a
Johnny. Éste le quitó el llavero al cautivo y le hizo tintinear,
indicando a Donney con la cabeza que saliese detrás de él.
Abandonaron la celda, Maxwell, después de cerciorarse de que al
fondo del pasillo no había nadie, cerró la puerta y abrió la marcha
hacia el despacho de la entrada, haciendo sonar siempre el llavero.
Sentado en una silla y con los pies en la mesa que tenía delante, el
sheriff Hale, mordisqueaba un trozo de tabaco. De pie, ante el
candelario que colgaba de la pared, otro hombre consultaba sus
fechas.
El sheriff vio a los dos compañeros armados y abrió la boca
asombrado, sin que lograse emitir sonido alguno.
El del candelario, que no se había dado cuenta de anda dijo:
—Parece que tendremos tormenta la semana próxima.
—La tenemos ya encima —repuso el sheriff.
—Eso es cuenta de ustedes —sentenció Johnny.
El que estaba de espaldas se volvió como un rayo llevando la mano
al revólver.
—No haga tal cosa, muchacho —le advirtió Donney.
El sheriff bajó las piernas de la mesa y se puso en pie, separando las
manos de sus costados.
—Ahora soy yo quien debe preguntarle si está en su sano juicio,
Gilbert. ¿Cree que va a conseguir escapar?
—Lo estoy intentado.
—Les buscaré hasta el infierno. Y si había alguna probabilidad en
favor de su inocencia, ahora la echará por tierra.
—Me figuro que James Adams hubiese pulverizado esa probabilidad
de todas formas. —Mientras Maxwell hablaba Bill los desarmó—. Y
ahora echen a andar por el corredor.
Les encerró con el otro prisionero y, cerrada la puerta dijo:
—Será mejor que no griten por el ventanuco, Hale. Sentiría
empezar a dejar un reguero de sangre tras de mí.
—Descuide —replicó el sheriff—. Pueden irse tranquilos… por
ahora.
Johnny libertó a Snike y Gardiner, quienes le acogieron con las
correspondientes muestras de júbilo y juntos regresaron al
despacho, en dónde había quedado Donney vigilando la entrada.
Salieron al exterior. La noche era oscura y la calle sólo estaba
iluminada a trechos por las luces procedentes de las casas.
Caminaron rápidamente y poco después llegaban al lugar en que
habían quedado con Jean. Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron
a la joven sosteniendo la brida de dos caballos.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Johnny—. ¿Y las otras monturas?
—No pude traerlas todas al mismo tiempo. Dejé las otras en un
cobertizo de la ciudad.
—¿Está muy lejos de aquí?
—Hay una buena tirada.
Bill soltó una maldición y Johnny le hizo callar pisándole
fuertemente el pie.
En ese instante hasta el grupo llegó un ruido de voces. Su fuga
había sido descubierta.
Maxwell se dirigió a Snike y Gardiner.
—¡Montad vosotros! ¡Rápido!
—Pero usted no se puede quedar —dijo Snike.
—No me pensaba marchar de la región. Vosotros debéis huir. Ya
hicisteis bastante por mí. Y si no obedecéis —hizo un movimiento
con el revólver que esgrimía.
Snike y Gardiner subieron a las sillas.
—¡Buena suerte! —exclamó Gardiner—. Si quiere algo de nosotros
nos encontrará en Matagorda.
Johhny sacó unos billetes del bolsillo y los entregó a Snike.
—Aún me dejaron un poco de dinero —declaró—. Yo no lo
necesitaré. ¡Vamos! ¿Qué estáis esperando?
Los dos jinetes se alejaron a toda velocidad del grupo y en un
momento fueron tragados por las tinieblas.
—Síganme —dijo Jean—. No podemos perder un segundo.
Se dirigieron hacia el sur de la ciudad y después de unos seis
minutos de carrera, Jean se detuvo ante una puerta.
Dentro continuaba reinando la oscuridad.
—¿Es aquí? —preguntó Donney.
—Hay una escalera ahora. Tengan cuidado.
Subieron seis escalones y Jean abrió otra puerta. Al otro lado se
veía una luz por bajo de unas cortinas.
—¿Adónde demonios nos han traído? —dijo Johnny.
La muchacha descorrió las cortinas de una habitación en la que
había una mesa, varias sillas, dos sillones y una biblioteca adosada
a la pared.
En uno de los sillones se hallaba sentado el juez Patrick Mason
fumando una pipa.
CAPÍTULO XII

Johnny y Bill, permanecían perplejos mirando al magistrado, el


cual, después de dar una larga chupada a la pipa, dijo:
—La señorita me ha contado una extraña historia respecto a usted,
señor Gilbert… ¿O debo llamarle Maxwell?
—Éste es mi verdadero nombre. Usted supo aquel día que el
apellido Gilbert no era oriundo de Pensilvania.
—Así fue. Entonces empecé a sospechar de usted. Pero no sabía lo
que se traía entre manos. —Mason hizo una pausa, prosiguiendo
después—. Sí todo su relato es cierto, he de confesar que ha
buscado un camino demasiado tortuoso para recuperar la parte que
correspondía a su padre en el Cinco Robles. Robos de ganado
cabalgadas de hombres enmascarados, asalto a la casa da Adams,
intentó de apoderarse por la fuerza de las armas de un montón de
dinero y falseamiento de personalidad. Existen como puede ver,
suficientes cargos para que se sienta usted seriamente preocupado.
Y hay que agregar la fuga de la cárcel, de la que supongo que no
habrán salido con el consentimiento de nuestro sheriff.
—Tiene usted razón, juez —contestó Johnny— pero no tuve dónde
elegir. Antes de emprender la aventura me trasladé a Houston,
desde donde, por medio de unos agentes que contraté, pude
enterarme de que quedaba muy poca gente en la región que
hubiesen conocido a mi padre. Ordené a esos agentes que sondeasen
los ánimos respecto a la cuestión habida entre Adams y él., pero los
dos o tres hombres que podían haber hecho algo a mi favor,
testificando que el Cinco Robles había pertenecido, según sus
recuerdos a Adams y Maxwell, se negaron a cooperar por temor a
posibles represalias. Sólo entonces, cuando los recursos legales se
esfumaron ante mí, me decidí a apoderarme de lo mío por la fuerza.
De todas formas, nunca pensé llevarme más de lo que
aproximadamente me correspondía.
—Comprendo su punto de vista, pero desde el que más impone mi
cargo no tengo más remedio que repudiar sus actos. La ley es la ley.
Nadie puede tomarse la justicia por su mano, sean cuales fueren las
circunstancias. Y tarde o temprano, el que pretende burlarla cae
triturado por la máquina que la civilización ha montado para
autodefenderse. ¿Qué es lo que ha adelantado usted? Ha hecho lo
que quería, pero no ha conseguido nada de lo que se propuso. ¿Por
qué? Porque ha creído que se bastaba para castigar y recuperar lo
que a su juicio era suyo. No, señor Maxwell. Todo ha sido una suma
de errores.
Johnny movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Sé que me he equivocado, pero ya no puedo hacer marcha atrás.
Soy un fugitivo. Ahora me perseguirán como a un perro rabioso.
¿Qué quiere que haga?
—¡No me haga esa pregunta! —exclamó Mason—. Y métase en la
cabeza que usted no ha venido aquí a hacer consulta alguna. Y
respecto a lo de, marcha atrás.
El juez se detuvo para golpear la pipa en un cenicero que había en
el borde de la mesa.
Jean permanecía muy quieta junto a las cortinas.
Bill Donney la miraba de vez en cuando, increpándola para sus
adentros por haberles llevado engañados a aquella casa. En cuento a
Maxwell, esperaba que el juez reanudase su perorata en donde la
había interrumpido.
—Quizá pueda usted ganar el tiempo perdido, Maxwell.
—Eso es imposible.
—No hay nada imposible y menos cuando la ley es la que está en
juego. Alguien ha dicho que la ley es como una serpiente que se
retuerce de una forma insospechada. Pero no quiero hablarle en
plan de acertijo. Vayamos al grano. ¿Qué hay de los dos hombres
que testificaron la declaración de Adams cuando ocurrió aquello?
—¿BuceKindell y Stanley Colbert?
—Supongo que los agentes que contrató en Houston le darían
noticias de ellos.
—Aunque de nada me servía porque eran incondicionales de
Adams, encargué los informes. Kindell regenta un saloon en
Sommerville y Colbert cultiva campos de maíz a orillas del Brazos,
cerca de Richmond.
Hubo un silencio en tanto, el juez cargaba de nuevo la cazoleta de
picadura. Cuando levantó la cabeza sus ojos brillaban
regocijadamente.
—Ahí tiene la probabilidad que usted no vio, señor Maxwell.
—¿En Kindell y Colbert?
—Pero, no lo entiendo… Ellos fueron quienes avalaron la acusación
de Adams.
—Precisamente por ello. El único precedente que existe del caso es
un juicio celebrado en Dallas, ¿no es eso?
—Así es.
—Haga que se retuerza la serpiente. Es un procedimiento lícito. Los
testigos en un juicio pueden ser llamados por ambas partes, señor
Maxwell. Su padre no puede repreguntar a esos Kindell y Colbert.
¡Y no le puedo decir más, vive Dios! Utilice la cabeza.
Johnny sonrió.
—La utilizaré, señor juez.
Mason se levantó, diciendo:
—¡Y ahora largo de aquí! Si supiese oficialmente que eran fugitivos
de la Justicia, los entregaba al sheriff.
Los tres visitantes salieron al exterior por el mismo camino que
habían llegado.
En la parte trasera de la casa, Jean preguntó:
—¿Qué vas hacer ahora, John?
—El juez me ha sugerido un plan.
—¿Otro? —rezongó Donney—. Me parece que el único plan que
debemos poner en práctica, y cuando antes, es de largarnos de este
condenado país.
—Tú irás a Richmond, Bill.
—Me parece demasiado cerca. Hasta que no me vea en Los Angeles
no dormiré tranquilo.
—Y traerás aquí a Stanley Coolbert.
—¿Qué? —chilló Donney—. ¡Eso sí que no, compañero! ¿Volver yo
a este avispero? Le tengo demasiado apego a la vida.
—Yo me dejaré caer por Sommerville, para hacer una visita a
Kindell. Hemos de sincronizar nuestros movimientos. Sé que es
difícil, pero no hay más remedio que hacerlo así. Dentro de cinco
días, al anochecer, nos veremos en casa del juez. Yo entraré a las
nueve, y tú, con Colbert, un poco más tarde.
—¡Pero si no querrá venir conmigo, Johnny!
—¿Es esto lo que te preocupa? Tienes medios para persuadirle para
que haga el viaje, ¿no? Y en cuanto a usted, Jean, ha sido nuestro
ángel.
—Ya salió aquello —murmuró Bill hoscamente— es nuestro ángel,
¿tú crees?
—Me hará un último favor —siguió diciendo John a la muchacha,
sin hacer caso de la interrupción—. ¿Querrá preocuparse de que
Adams asista a la reunión?
—Cuente con ello —respondió Jean.
—No sé cómo agradecerle todo lo que hace por nosotros.
—Bueno —terció Bill—. Ya se lo dirás otro día. ¿No es hora de que
nos vayamos?
—Los caballos están ahí al lado —murmuró Jean.
Un minuto más tarde los dos amigos saltaban sobre las sillas y se
despedían de la joven.
Cabalgaron juntos hasta la salida del pueblo y llegado el momento
de separarse, se detuvieron, diciendo Johnny:
—Quizá te haya pedido demasiado, Bill. ¿Te parece dejar lo de
Colbert y esperarme con los otros en Matagorda?
—Repítelo y soy capaz de agujerearte la piel. No puedo vivir sin el
olor a pólvora; ésa es la verdad. Adiós, hasta dentro de cinco días
en casa del juez.
Donney espoleó su caballo y salió lanzado vertiginosamente en
dirección sur.
Johnny esperó hasta verle desaparecer y entonces él tomó el camino
del noroeste.
Deteniéndose sólo lo necesario llegó a Sommerville dos días más
tarde. El sol se estaba poniendo y, al parecer, los locales de
diversión empezaban a llenarse de público. El saloon de Bruce
Kindell se llamaba El Cuerno del Buey, y estaba situado a un
extremo de la calle principal, que Maxwell tuvo que recorrer en
toda su extensión por haber entrado por el lado opuesto. Al llegar
ante la fachada del establecimiento detuvo su cabalgadura,
percatándose de que el negocio de Kindell no debía marchar como
el de sus competidores, mejor situados en el centro. A la puerta no
había nadie y por el hueco de los batientes no salía ninguna voz.
El joven se quedó pensativo largo rato sobre la montura y
finalmente sus ojos adquirieron un nuevo brillo. Entonces descendió
a tierra y ató las bridas al poste transversal.
Entró en El Cuerno del Buey. Sólo había dos clientes, junto al
mostrador bebiendo sendos vasos de alcohol. Al fondo, alrededor de
una mesa, varios hombres jugaban una partida de póquer. Eso era
todo. Ni siquiera una mujer.
El que se hallaba tras el mostrador, frisaba los cincuenta años, y
tenía un pelo crespo, negro, surcado por hebras blancas, el hocico
echado hacia adelante y los ojos pequeños y tan separados entre sí
que le daba cierto aspecto oriental.
Se había fijado en el forastero al verle entrar y siguiéndole con la
mirada hasta que lo tuvo frente a él.
—¿Qué lo pongo? —preguntó.
—Un whisky doble, Kindell.
Al oírse llamar por su nombre, Bruce parpadeó, entrecerrando los
ojillos y escrutando la cara del parroquiano.
—Usted no me conoce —murmuró Maxwell enigmáticamente.
Kindell observó todavía a su interlocutor durante un rato y al fin
sirvió el vaso de whisky con movimientos lentos.
Johnny bebió un trago. Bruce se había quedado estudiándolo con
los brazos sobre el mostrador.
—No es malo —comentó Maxwell y bebió otro trago.
Luego lió un cigarrillo sin prisa. Entretanto uno de los clientes de la
barra se fue. El otro quedaba muy lejos de donde se encontraba.
—Es una lástima que el negocio no rinda, ¿eh, Kindell?
El otro encogió un hombro.
Johnny encendió y cuando lanzó la primera bocanada de humo
dijo:
—Muchas veces buscamos el dinero sin que venga a nosotros y, de
pronto, aparece cuando menos lo esperamos y del lugar más
insospechado.
—¿Qué es lo que ha descubierto? —dijo el otro—. ¿Una mina? Ese
truco está ya muy gastado.
—El mío es nuevo. Se trata de una herencia.
—¿Murió su abuelita?
—En mi relato hay un heredero que se llama Bruce Kindell.
El dueño del saloon se quedó de pronto un poco confuso, pero luego
sonrió, replicando:
—Tampoco se saldrá con la suya. No tengo parientes. Camino solito
por el mundo.
—Sin embargo, es usted el dueño de más de ciento cincuenta mil
dólares —dijo con pereza Johnny y bebió nuevamente del vaso
hasta apurarlo.
Cuando depositó la mirada en el rostro de Kindell le vio demudado.
No obstante, lo que éste le preguntó:
—¿Qué broma es ésta?
—No hay broma, Kindell. Es el destino implacable. Cada uno de
nosotros estamos marcados por él y de nada nos sirve tratar de
eludirlo.
—Supongamos que lo creyese, supongamos que fuese tan tonto
como para preguntarle quién es el que me deja a mí, después de
morir, ciento cincuenta mil dólares.
—Mi respuesta a tal pregunta sería ésta: hablemos antes, Kindell.
No he recorrido más de doscientas millas en la última semana
gratuitamente.
Se hizo de nuevo un silencio entre los dos hombres.
Kindell cogió la botella y llenó otra vez el vaso de Maxwell.
—¿Cuál es su precio? —inquirió el primero.
—Treinta mil para mí.
Bruce rió.
—¿Todo eso? ¿No ha dicho que es una herencia? Si dejo pasar su
soplo, alguien vendrá después que usted a comunicarme la noticia y
no tendré que hacer desembolso alguno.
—Se pasaría de listo, compadre. Deberá recoger el legado antes de
tres días o se lo limpiarán.
—¿Así están las cosas? —murmuró Kindell, cada vez más
interesado.
—Treinta mil por la historia, con todos sus episodios y por
acompañarle a Jauja.
—Está bien, suéltela.
—Antes de empezar le advierto que ha de pagarme lo prometido.
Soy ligero de manos y…
—Descuide. Ciento veinte mil dólares es un buen bocado. ¿Quién es
el chiflado que me lo lega?
Johnny le hubiera roto la dentadura de un puñetazo, pero optó por
seguir la comedia que con tan buenos auspicios había iniciado…
—Jeff Maxwell —contestó.
La cara de Bruce no pareció demostrar emoción, pero de pronto,
transcurridos unos segundos, sus ojos se agrandaron.
—El mismo.
—Pero… pero ¡no es posible!
—Conozco todo lo que ocurrió hace tres décadas, más debajo de
Navasota, Maxwell lo relata en el testamento que envió al juez
Parrick Mason, de Hempstead.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Soy amigo del juez, y estando en su despacho, en ocasión que él
se hallaba ausente, huroneando por entre los papeles cayó en mis
manos ese testamento. Lo leí.
—¿Qué es lo que leyó?
—Todos los detalles de la jugada que Adams hizo a Maxwell. Los de
los billetes falsos, la declaración de que Jeff era su capataz y que
usted y Stanley Colbert firmaron.
Kindell pareció asustarse.
—¡Es cierto…! Maxwell sólo era capataz de Adams. Se fugó con el
dinero.
—Si usted mantiene eso, se queda sin legado.
El otro vaciló.
—¿Qué quiere decir? ¿Es que condicionó Maxwell el legado a
reconocer que lo que firmamos era falso?
—No. Maxwell murió sin un centavo. Lo que ha dejado a usted y a
Stanley Colbert es la parte que le corresponde en el Cinco Robles.
¿Se da cuenta? El fallecido no condiciona nada, pero trata de
conseguir indirectamente que resplandezca la verdad. Lo único que
desea es que ustedes exijan a Adams la mitad del legado.
Pequeñas gotas de sudor perlaban la frente de Bruce Kindell.
—Pero —murmuró—. ¿Y lo de la declaración que firmamos?
—En el testamento hay una cláusula a tenor de la cual Maxwell
perdona a usted y a Colbert el daño que le hicieron, ya que,
cumplimentando su deseo ahora, colaborarán con la justicia para
que Adams le sea respetada la parte del Cinco Robles que no le
pertenece.
Bruce sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara.
—Entonces, si nos ha perdonado…
—Nadie puede hacer daño alguno a ustedes.
Hubo otra pausa. Kindell sonrió. Johnny sintió asco, apartó la
mirada de la faz de aquél y bebió un trago de whisky.
—¿Por qué dijo usted que me limpiarían el legado si tardaba más de
tres días en ir a Hempstead? —dijo Bruce.
—Stanley Colbert fue informado por Mason, ya que éste conocía su
paradero, pero no el de usted. Colbert le dijo que usted había
fallecido y que el día siete presentará un certificado médico que le
asistió en su última enfermedad.
—¿Cómo lo sabe usted?
—¿No le he dicho que soy amigo del juez? Me interesé por el caso y
con un poco de habilidad me enteré de lo que se proponía hacer
Colbert.
—¡El muy canalla!
—Por eso es necesario que nos pongamos en camino
inmediatamente.
—Saliendo ahora mismo, llegaremos pasado mañana.
—No es necesario darse tanta prisa. Hemos de estar allí para
cuando se vaya a celebrar la reunión entre el juez y Colbert, a las
nueve de la noche.
—¿Cuándo quiere que salguemos?
—He recorrido mucho con el objeto de darle la noticia. Si durmiese
un poco no me vendría mal y podríamos ponernos en camino esta
noche.
—De acuerdo. Pero no es necesario que se marche a un hotel.
Arriba tengo una cama.
Maxwell sopesó la propuesta mirando los ojillos que tenía enfrente
y decidió que no valía la pena correr un riesgo tonto. Kindell sería
capaz de matarle creyendo ahorrarse treinta mil dólares de su
comisión.
—No quiero molestarle, iré a un hotel. Esté preparado a las diez de
la noche en que vendré a la puerta de este local.
—Antes de las diez le estaré esperando.
Johnny dio media vuelta para marcharse y el otro le dijo:
—Todavía no sé su nombre.
—John Smith.
—Me queda por hacerle otra pregunta, Smith.
—Bueno, ¿a qué espera?
—¿Cómo dio conmigo?
El joven esbozó una sonrisa.
—No fue tan difícil, como supone. Hablé con el propio Adams.
Naturalmente, sin referirme al asunto.
—Es usted listo, Smith.
—Lo seré si cada uno de nosotros recibe lo nuestro.
Kindell abrió los labios riendo y Maxwell levantó la mano a guisa
de despedida y salió del saloon.
CAPÍTULO XIII

James Adams recibió con gesto hosco la visita del sheriff Hale,
quien, por el contrario, entró sonriente en el despacho de aquél.
—¿Debo colegir por su rostro que ha logrado capturarlos, sheriff?
—dijo el ganadero.
—No es eso exactamente, pero para usted surte los mismos efectos,
Gilbert y su presunto secretario se han marchado del país.
—¿Cómo le consta que es así?
—Porque lo he recorrido palmo a palmo en los últimos cinco días. Y
esta vez he llegado hasta los escondites del sudoeste. No he
encontrado rastro alguno de ellos, así como tampoco de la banda de
cuatreros.
—Se llevó con usted a los hombres de Corday y al fin se atrevió a
cumplir con su deber.
Joe, enrojeció, pero inmediatamente dijo:
—Me han llegado noticias de Snike y otros tipos fueron vistos por el
camino de Matagorda. Eso significa que no volverán. Ahora
sabemos quién es el enemigo y los desharíamos en un parpadeo.
—Estaría más seguro si no hubiese dejado escapar tan
estúpidamente a Glibert.
—Sí regresa sabe que le espera la horca. Sería tanto como meter la
cabeza dentro del lazo de cáñamo. Pero los hombres de Corday lo
matarán antes. Han jurado vengar a su jefe y rellenar de plomo el
cuerpo de Gilbert.
Adams tenía sus dudas respecto a la huida de John Maxwell.
Cuando se separaron en aquel mismo despacho, había leído en sus
ojos la fría determinación de llegar a un fin. Por alcanzar éste había
recorrido los mayores riesgos. No, no podía admitir que el joven,
una vez libre, desistiese de sus de sus propósitos. En algún sitio se
hallaría madurando un nuevo plan de batalla. Pero no podía hacer
partícipe a Joe Hale de sus sospechas, por cuanto había silenciado
la verdadera identidad de Maxwell y el motivo de sus actos.
El nerviosismo que produce el ignorar cuándo y dónde se va a
recibir el próximo golpe le había mantenido despierto largas horas
durante las últimas noches. Un nerviosismo que crecía y se
convertía en agotador a medida que avanzaban los días, los
segundos sin recibir noticias de Maxwell.
—¿Cómo diablos pudo utilizar un revólver para huir, si había sido
desarmado? —estalló mirando agresivamente al de la placa.
—El hombre que le llevó la comida asegura que ya tenía el arma
cuando entró. Recordó que esa joven, Jean Ritter, le visitó horas
antes.
—¿Para qué?
—Quería soltarle cuatro frescas. Naturalmente, he hablado con
Jean, pero me dice que el carcelero debe estar loco y que ella tiene
que odiar a un tipo que engañó a todo Hempstead.
—Debió ser el carcelero. Tuvo un descuido y Maxwell lo desarmó…
—Yo así lo creo, ya que cuando él y su amigo salieron de la celda,
cada uno llevaba únicamente un revólver de los de mi ayudante.
Por eso le he destituido.
Adams se apretó las sienes y Hale aprovechó la pausa para
despedirse.
El primero paseó de pared a pared por el espacio de varios minutos
hasta que Lucinda le anunció la visita de RodneyRitter.
Cuando el visitante entró y como no se decidiese a hablar, el
ganadero le invitó a que expusiese lo que quería.
El buscador de oro sonrió y repuso halagador:
—Ya sabe que estoy siempre a sus órdenes…
—¡Oh, sí! El otro día me hiciste un gran servicio —el ganadero se
acercó a la mesa del despacho y abrió un cajón y extrajo un fajo de
billetes—. ¿Cuánto necesitas?
—Pues… verá… No se trata de dinero ahora.
Adams levantó, la cabeza, extrañado.
—¿No? ¿De qué, pues?
Ritter observó a derecha e izquierda de la habitación como si se
tratase de cerciorarse de que no le escuchaba otra persona que su
interlocutor.
—Es algo delicado, señor Adams…
—¿Quizá un tropiezo con la ley?
—No. Yo siempre he estado en paz con los alguaciles.
—Bien, dime lo que te ocurre.
Ritter se humedeció los labios y tras un titubeó dijo:
—Hace bastantes años vivió en Hempstead una mujer. Era la más
hermosa, la más bella de cuantas había en la comarca. Trabaja en
un saloon. Los vaqueros se amontonaban en el local cuando cantaba
sus números. Todos querían agasajarla y muchos le pidieron en
matrimonio. Pero ella los rechazaba porque estaba enamorada de
un hombre…
Adams se sentó en la silla que había tras la mesa, interesado en el
relato.
Después de un silencio Ritter prosiguió:
—Lo natural habría sido que se hubiesen casado, porque el hombre
le correspondía, pero él no quiso hacerla su esposa por el simple
motivo de que ella era una cantante de saloon.
Las manos de Adams temblaron ligeramente sobre la mesa.
—Es una historia triste —dijo con voz fría—. A menos que al final
ese hombre se volviera de su decisión.
—No volvió. Es más, se cansó de la mujer y ella tuvo que
marcharse, porque se resistía a continuar viéndole sin que él se
dignase mirarla.
El ganadero de incorporó de la silla, diciendo:
—A veces no sabemos lo que nos conviene. En fin, si no te importa,
otro día nos veremos, Ritter. Estoy muy cansado y…
—Es que aún no he terminado, señor Adams —repuso el buscador
de oro.
—Está bien —dijo—. ¿Qué pasó después?
—Ella tuvo una hija.
—¿De él?
—Naturalmente.
—¿Por qué naturalmente? —inquirió James con voz un poco
excitada.
—El hombre lo hubiese dudado. Por eso la mujer no le dijo nunca a
él lo de la niña.
—¿Por qué naturalmente? —repitió Adams—. ¿Es que no habían,
otros hombres en su vida?
—Eso es lo que él no comprendió nunca; que le quería solamente a
él. Que no podría existir otro en su corazón.
—¿Cómo se llamaba esa mujer?
—Gloria… Gloria Seymour.
James pareció quedar anonado. Durante un largo rato sólo se oyó
en la estancia su respiración entrecortada.
—¿Dónde está ella ahora? —preguntó.
—Murió hace muchos años.
—¿Y la niña?
—Vive. Está en Hempstead.
—¿En Hempstead?
—Sí; es la joven que usted conoce como mi sobrina. Y es su hija,
señor Adamas.
El ganadero se estremeció dando un paso hacia Ritter.
—Mi… mi hija… —repitió en un balbuceo.
Rodney giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
—¡Espere, Ritter! —dijo de pronto Adams—. ¿Informo ya a Jean?
—Sólo lo sé yo. La conocí en El Paso y nos hicimos buenos amigos.
Gloria tenía miedo de que usted no creyese lo de Jean. Por ello
prefirió decirle a la pequeña desde que tuvo uso de razón, que su
padre había muerto. Momentos antes de fallecer, Gloria me encargó
que cuidara de su hija. Le pregunté sí deseaba que le comunicase a
usted la verdad y lo dejo a mi juicio. Por eso me vine acá, hace unos
años. Al conocerle a usted me faltó valor para decirle lo ocurrido.
Lo he ido dejando una y otra vez, a así hasta hoy en que he venido
decidido a soltar todo el trapo. Usted se ofreció a mí en otro día y
ésta es la oportunidad.
Una sensación nueva embargó el corazón de James Adams.
—¿Dónde está Jean? —preguntó ansiosamente.
—En este momento se halla camino de Hempstead.
—¿A estas horas? ¿Y qué tiene que hacer allí?
—Va a casarse.
Adams dio un respingo.
—¿A casarse? ¿Con quién?
—Con Frank Gilbert.
—¡No! —bramó el ganadero.
—Están citados en el despacho del Juez Mason.
James se encaminó hacia la puerta y la abrió de un tirón, al tiempo
que exclamaba:
—¡Impediré esa boda, aunque sea lo último que haga en esta vida!
CAPÍTULO XIV

El juez Mason, fumando una pipa observaba con ojos risueños la


idas y venidas de Jean Ritter por la habitación.
—¿Qué hora es, señor Mason? —preguntó nerviosamente la
muchacha.
—Teniendo en cuenta que hace tres minutos me hiciste la misma
pregunta, y te dije que eran las nueve y dos minutos, deben ser la
nueve y cinco.
—¿Se burla de mí?, ¿eh?
—Nada de eso, pero no te vendrá mal que te serenes un poco.
—¿Cree que John vendrá?
—Lo considero un muchacho decidido, quizá demasiado decidido.
Estoy seguro de que vendrá y que traerá consigo compañía.
—Dios le oiga, juez.
Tras una chupada el administrador de justicia murmuró:
—Le quieres, ¿verdad?
—¿Importa eso a alguien? —contestó con fiereza.
—A mí no. ¿Y a él?
—No sabe nada. Ha estado muy ocupado con sus asuntos para
fijarse en mí.
—Eso es lo que tú piensas. Al fin y al cabo, él tiene ojos.
—¿Y qué? Estará cansado de ver mujeres bonitas por ahí.
—Tú también lo eres y apuesto a que serán pocas las que te
superen.
—¡Bah! Eso lo dice usted porque es viejo. —Jean se mordió el labio
inferior y trató de rectificar—. Bueno, no es tan viejo…
Mason soltó una carcajada y se palmeó la rodilla divertido.
De súbito llamaron a la puerta de entrada y la joven dio un grito,
asustada.
—Ahí lo tienes —dijo Mason—. Ve tú misma a abrirle.
Jean corrió hacia la puerta. Era, efectivamente John Maxwell y
tampoco se había equivocado el juez respecto a la compañía. Venía
con él un hombre de ojos oblicuos.
Los dos jóvenes se saludaron.
Mason se levantó del sillón.
—¿Ha venido ya Colbert? —Fue lo primero que preguntó
ferozmente Kindell antes de decir buenas noches.
El magistrado interrogó con la mirada a Maxwell, quien dijo:
—Éste es Bruce Kindell. Está dispuesto a reconocer que el Cinco
Robles perteneció por mitad a Jeff Maxwell y a James Adams y, por
tanto, a admitir que la declaración que firmó negándolo fue
falseada.
Kindell sonrió, diciendo a Mason:
—Ya ve que estoy vivo, juez. ¡Menuda faena me quería hacer ese
sucio de Stanley! ¡Limpiarme los ciento cincuenta mil dólares!
Mason tragó saliva. No entendía una palabra de lo que decía aquel
hombre, pero supuso que Johnny le había atraído a su despacho
mediante alguna carnada.
—En este caso —declaró—. ¿Tendrá la bondad, señor Kindell, de
hace una confesión en regla? Puede sentarse ante esa mesa. Ahí
tiene papel y pluma.
Bruce se sentó y escribió la confesión solicitada, firmando y
rubricando al pie. Johnny la cogió y leyó para sí, entregándola
luego a Mason.
Llamaron de nuevo a la puerta y John fue ahora quien abrió. La voz
de Bill Donney dijo:
—¡Vamos, entra ahí, Colbert, si no quieres que te caliente una
oreja!
Stanley Colbert rondaba los cuarenta y cinco y era alto, fornido, de
mejillas flácidas y labios delgados.
—¡Al fin has llegado, zorro asqueroso! —exclamó Kindell al verle
aparecer—. Conque te querías quedar con todo, ¿eh? ¡Si no fuera
porque viviré como un rey con los ciento cincuenta mil dólares, te
cosía a tiros!
Colbert fruncía los ojos en actitud perpleja.
—¿Qué infiernos te pasa, Bruce? —dijo.
—¡Ahora te harás el tonto, serpiente venenosa! Anda enséñale al
juez el certificado de mi defunción.
—¿Qué es esto? —retrucó Stanley—. ¿Una casa de locos? Primero
se presenta un tipo en mi granja y me saca de allí poniéndome un
revólver en los riñones. Le pregunto qué quiere y sólo me contesta
que me necesitan en Hempstead. Llego aquí y empiezo a recibir
insultos. ¿Me pude explicar alguno de ustedes qué es lo que se
cuece en esta olla?
Poco a poco a medida que Colbert avanzaba en la relación de sus
cultas, el rostro de Kindell se iba ensombreciendo.
—¿No te han dicho lo de los ciento cincuenta mil dólares? —
preguntó el primero.
—¿Qué ciento cincuenta mil?
—El legado de que nos ha hecho Jeff Maxwell a nosotros.
Stanley movió estupefacto la cabeza en sentido negativo.
Kindell clavó sus pupilas en el inescrutable rostro del hombre que le
había acompañado desde Sommerville.
—De modo que todo, ha sido una trampa, ¿verdad, señor Smith? Y
hasta puede que el Smith sea de pega.
—En efecto, me llamo John Maxwell.
—¿Maxwell?
—Exacto. Soy el hijo de Jeff.
Kindell retrocedió como si le hubiesen descargado un golpe en la
cabeza.
Por tercera vez en escasos minutos llamaron a la puerta y se oyó la
voz fuerte de James Adams.
—¡Abra inmediatamente, juez Mason!
El juez miró una vez a Johnny como pidiéndole consejo y el joven
asintió.
Bill Donney, con la mano en la culata de su revólver, mantenía a
raya los malos deseos de Bruce Kindell, que echaba chispas por los
ojos.
James Adams irrumpió como una fiera en la habitación, pero se
quedó inmóvil como si fuera de piedra, al ver a sus dos antiguos
vaqueros reunidos con John Maxwell.
—¿Qué pasa en esta casa? —preguntó con voz iracunda.
—Yo contestaré a su pregunta —repuso John—. Kindell ha firmado
una confesión reconociendo que una mitad del Cinco Robles
pertenecía a mi padre.
—¡Perro traidor! —gritó ebrio de rabia Adams, sacando un
revólver.
Johnny que se hallaba un poco alejado del ganadero, se abalanzó
sobre él, pero no pudo evitar que apretase el gatillo.
Sonó un terrible estampido, al que siguió un aullido de dolor.
Kindell de derrumbó sobre la alfombra, llevándose las manos al
pecho.
Johnny retorció la muñeca de Adams hasta obligarle a soltar el
arma.
Jean acudió en socorro del herido, a quien cogió la cabeza,
poniéndole debajo un cojín.
—¡Vive aún! —declaró corriendo a la salida—. Iré a por un médico.
Adams la dejó salir sin pronunciar palabra alguna.
Fue Mason quien rompió el pasado silencio.
—Usted ha calificado de traidor a Kindell, señor Adams. ¿Ha
querido decir con ello que lo que él explicó en su confesión es
cierto?
James miró al juez, luego a Maxwell.
Pareció que pasaba una eternidad.
—No sé quién dijo que siempre terminamos por perder lo que más
queremos —murmuró con voz grave. —Para mí, Cinco Robles lo ha
sido todo. Estuve conforme con su padre hasta que se casó…
Entonces empecé a pensar que él tendría hijos, que el rancho se
dividiría. Puede que también jugasen los celos un papel importante
—. No hablaba seguido, sino a retazos, como si le costase elegir las
palabras que habían de expresar sus pensamientos—. Tiene gracia,
¿verdad? Todos ustedes creen que al matar a un hombre me he
asustado… y ahora me doy por vencido. Se equivocan. La he visto a
ella acudir en auxilio de Kindell… y luego se ha ido… Es eso…
Un segundo estampido atronó en la habitación.
—¡Ahí tienes mi… respuesta! —exclamó Kindell, que había logrado
incorporarse sin que nadie lo advirtiese.
Había tenido que disparar con la zurda, pero lo hizo con puntería
certera. El proyectil penetró en el estómago de Adams.
Luego hizo girar el revólver hacia John, pero éste se lo voló de un
balazo sin tocarle la piel.
El despacho del juez Mason se llenó de humo de pólvora.
Adams se desplomó emitiendo un quejido.
Luego le siguió Kindell quien antes de tocar de nuevo el suelo había
expirado.
El juez estaba tan asombrado por lo que estaba ocurriendo que la
pipa le resbaló de los labios y cayó en la alfombra. El tabaco
encendido se esparció por ésta y el propio Mason tuvo que
pisotearlo.
Por la puerta que Jean había dejado abierta en su precipitada salida
entró RodneyRitter.
Adams había doblado la cabeza creyendo que era Jean de regreso, y
debido al esfuerzo su rostro se contrajo en un rictus de dolor.
Stanley Colbert estaba tan asustado que se había refugiado en un
rincón. Maxwell, con el «Colt» en la mano, lo buscó con la mirada y
cuando el granjero sintió ésta sobre sus ojos, creyó que le había
llegado el turno y chilló empavorecido.
—¡Es cierto, señor Maxwell! ¡El Cinco Robles pertenecía por igual a
su padre y a Adams! ¡Firmaré todas las confesiones que quiera!
La voz débil de Adams dijo:
—No será necesario… Y lo reconozco, Mason. Y además…
El juez se acercó al moribundo para oír mejor sus palabras.
—¿Qué Adams? Le escucho.
—Respecto a los robos de ganado… dígale al sheriff que retiro…
todas las denuncias… No quiero que se haga nada… ¡Diablos!
¡Cómo duele esto…!
Su epidermis empezó a traspirar sudor. Mientras hablaba, sus ojos
no se apartaban de la puerta.
—El médico no debe tardar —dijo el juez.
—¿El médico? —Los labios del herido dibujaron una amarga sonrisa
—. No tengo remedio, Mason. Éste es el final.
Se oyó a lo lejos procedente de un extremo de la calle, el ruido de
un tropel de caballos.
—¡Santo Dios! —suspiró dolorosamente Adams—. ¿Es que voy a
morir sin verla?
Pero en ese instante entró Jean seguida por un hombre de baja
estatura y cabeza en forma de huevo, que llevaba un maletín negro
en la mano.
La joven, al ver el cuerpo de Kindell exánime y a Adams
moribundo, se llevó las manos a la mejilla.
—¿Qué ha pasado? —murmuró.
El médico se agachó ante el ganadero y echó un vistazo a la herida.
—No haga ningún esfuerzo, señor Adams.
James sonrió suavemente, deteniendo su mirada en la joven.
—Jean —murmuró.
Ella se acercó a él con paso lento.
—Yo… quería decirte —pero en ese instante James dobló la cabeza,
entregando su alma a Dios.
El médico dejó tendido el cadáver en la alfombra y se levantó.
La muchacha lanzó un gemido, yendo a refugiarse en los brazos de
RodneyRitter.
Coincidiendo con ello sonaron simultáneamente varios disparos en
la calle y un alud de plomo picoteó en la pared y ventana del
despacho. Los cristales saltaron hechos añicos y un proyectil entró
en la habitación, alcanzando a Colbert en un brazo.
—¡Todos a tierra! —gritó Maxwell.
La orden fue obedecida, más por instinto que por si fuerza
persuasiva.
—¡Me han matado! —exclamó Colbert, al ver que una gota de
sangre caía de su brazo, y se desmayó.
Johnny y Donney se arrastraron rápidamente hasta la ventana y
subieron poco a poco la cabeza hasta mirar a la calle.
Vieron unos dieciséis jinetes detenidos enfrente.
Sus revólveres brillaban al claro de la luna. Aquellos hombres que
disparaban contra una casa sin previo aviso sólo podían pertenecer
a la banda del fallecido Gordon Corday. Pero, de todas formas,
Johnny preguntó:
—¿Quiénes son y qué es lo que quieren?
—Adams nos avisó que aquí estaría un tal Gilbert —contestó una
voz—. ¿Es por casualidad usted?
—Sí.
Alguien lanzó una carcajada de júbilo.
—Ya le hemos dado nuestra tarjeta de presentación, señor Gilbert.
—Pues ahí está la mía —contestó Johnny apretando una y otra vez
el gatillo.
Dos, tres, cuatro jinetes, cayeron de sus monturas para no volver a
montar en ellas.
El grupo se disolvió en unos segundos, Donney también hizo fuego,
provocando nuevas bajas en las filas de los forajidos. Pero en
seguida éstos se parapetaron en los rincones de la otra parte de la
calle y comenzaron a hacer nutridos disparos contra la casa del
juez.
Éste se puso en cuclillas y se dirigió a la puerta.
—¿A dónde va? —le preguntó Johnny.
—Ellos no saben que Adams ha muerto. Les convenceré para que se
vayan.
Como sí de fuera lo hubiesen oído, el mismo que había hablado
antes, chilló:
—¡Eh, Gilbert!
—¿Qué ocurre?
—¡Les dejaremos en paz con una condición!
—¡Suéltela!
—Que salga usted solo. Queremos echar un rato de cháchara.
—¿Y si no aceptase la conversación?
—¡Pegaremos fuego a la casa! ¡Se lo prometo! ¡Le doy tres minutos
para que aparezca por la puerta de la calle! ¿Me ha oído?
—Sí.
Johnny se incorporó y Bill lo hizo al propio tiempo, preguntando:
—¿Qué vas a hacer?
—Salir, naturalmente.
—¿Has perdido la cabeza? Te agujerearan.
—Bueno, quizá deseen verdaderamente que nos contemos chistes
unos a otros.
—¡A mí no me hace gracia y no te dejaré ir!
—¿Vas a dar un escándalo a estas alturas? La vida es así, Bill. Hay
que pagar las facturas cuando llegan.
Donney agachó la cabeza.
—¡Esos puercos!
Johnny le palmeó el brazo, diciendo:
—No lo tomes así, muchacho. —Luego se dirigió a Mason—. Quiero
dictarle mi testamento.
—Estoy dispuesto a escucharte —dijo el juez.
—Quiero que el Cinco Robles pase a poder de Jean Ritter y de mi
amigo Bill Donney.
—¡No! —exclamó Jean acercándose a Maxwell con los ojos
empañados de lágrimas.
El joven la estrechó entre sus brazos y durante unos momentos sólo
se oyó en la estancia los sollozos de ella.
Johnny la separó de sí, diciendo con una sonrisa:
—Recuerda que eres una mujer fuerte.
—He creído que lo era hasta hoy. ¡No salgas, Johnny, por favor!
—Es mi deber, tú lo sabes —la besó dulcemente en los labios y echó
a andar hacia la puerta.
Jean se cubrió la cara con ambas manos llorando
desconsoladamente.
CAPÍTULO XV

Johnny llenó de plomo los compartimentos vacíos de los cilindros y


enfundó luego los revólveres. Se había detenido en el vestíbulo de
la casa y ahora respiró profundamente antes de poner la mano en el
pomo de la puerta.
Abrió y salió a la calle.
Los rayos de la luna creciente eran los únicos que iluminaban un
poco la noche. El tiroteo había acabado con los trasnochadores que
en su casa leían o pasaban el rato. Todas las ventanas estaban
apagadas, a excepción de la del juez, que desparramaba un haz de
luz sobre un trozo de calzada.
Una voz salió detrás de unos barriles que había a la puerta de un
almacén.
—¿Lo habéis visto? ¡Ha salido…!
Otro dijo:
—¡Ahí lo tenemos, muchachos! ¡El tipo que mató a Gordon!
Un hombre salió de un rincón diciendo:
—Quiero echarle un vistazo a la cara.
Era el que había llevado la voz cantante dando el ultimátum a
Johnny.
—¡Cuidado, Stewart! —le advirtieron—. Debe ser rápido.
Stewart soltó una risita y al ver a su enemigo inmóvil en la acera,
con las manos caídas, sin que esgrimiese arma alguna enfundó su
«Colt» y se le acercó andando calmosamente.
Cuando estaba a tres yardas de Maxwell, se detuvo y dijo:
—Así que tú eres Gilbert…
—Mi verdadero nombre es John Maxwell.
—No me importan los nombres. Yo también cambio el mío con
frecuencia. Pero me da en la nariz que tú no vas a tener
oportunidad de cambiar más.
—Ésa es mi idea…
—Un muchacho muy juicioso. Hay algo que me tiene preocupado
desde hace unos días, Maxwell. ¿Cómo te las arreglaste para
liquidar a Corday? Él era un estupendo tirador…
—Fue cuestión de suerte. Una bruja me dio una pata de cabra. Ésa
es la explicación.
—Gracioso, además, ¿eh?
—Es la cháchara. Me gusta contar siempre algo divertido.
Hubo una pausa. Stewart apretó los dientes con rabia.
—¿No vas a suplicar por tu vida, Maxwell? —inquirió.
Johnny negó con la cabeza y el otro sonrió aviesamente.
—¡Lástima! —dijo—. Quizá me hubieses convencido.
—A la roca no las deshace la lluvia.
—Bien terminemos, Maxwell. Esto también será divertido.
Stewart empezó a retroceder, dando la cara a su contrincante.
John sabía que los ojos de una docena de cañones estarían
convergiendo en su cuerpo y que al disparar Stewart aquéllos
vomitarían plomo. Era el juramento de los forajidos: agujerearlo.
Bien, aquello significaba el epílogo. Podía morir tranquilamente.
Había rehabilitado a su padre. Mason se encargaría de solicitar la
revisión del juicio de Dallas aportando las nuevas confesiones. ¿Y la
indómita, dulce y bella, Jean? Viviría con Bill en el Cinco Robles.
Algún día conocería ella a un joven que mereciese y se casarían.
Sería feliz al fin y a la postre. Tenía derecho a serlo. ¡Qué lejos
quedaba todo ahora! Pero valía la pena haberlo vivido.
Stewart se había detenido. Dejaría que fuese él quien primero
moviese las manos. Le bastaba con llevárselo por delante. No serían
las balas de Stewart las que le mataran, sino las de sus secuaces
parapetados.
Una nube cubrió la luna y la oscuridad se hizo más densa.
Stewart tiró del revólver.
Johnny hizo dos movimientos simultáneos. Hincó una rodilla en la
acera y desenfundó. Después vino el disparo.
El sucesor de Corday giró como una peonza y se desplomó en tierra.
Instantáneamente rugieron las armas agazapadas.
Diez, veinte, treinta fogonazos iluminaron la calle.
Las balas ululaban buscando vidas que segar.
Maxwell sintió un picotazo en un hombro. Otro le mordisqueó el
brazo izquierdo.
Furiosamente, hizo bailar sus pistolas en las manos.
Aullidos de dolor, gritos de agonía, cruzaban el aire
desparramándose por el infinito.
Entonces, Johnny se dio cuenta de algo.
Estaban disparando desde lugares en que no había sospechado se
escondiesen forajidos. ¡Pero las balas iban dirigidas contra éstos!
De pronto se oyó una voz:
—¡Estamos con usted, Harris!
¡Snike! ¡Era Snike!
Los revólveres continuaron su sinfonía de muerte, durante unos
segundos. Hasta que un pistolero exclamó:
—¡No disparen! ¡Nos rendimos!
Callaron las armas y seis supervivientes salieron de sus escondites
con las manos en alto.
Johnny se levantó, sintiendo que la sangre corría por el hombro y
brazo.
Snike llegó a su lado, resoplando.
—¿Cómo está, señor Harris?
Para ellos había sido siempre el señor Harris y sonrió recordando
las vicisitudes pasadas.
—Una herida sin importancia. ¿Cómo se te ocurrió volver?
—Me encontré con algunos en Canyon City y pensamos que no
estaba bien dejarle a usted en la estacada. Al entrar en Hempstead
oímos una descarga. Entonces dejamos los caballos y vinimos
acercándonos gracias a que todo estaba muy oscuro. Sólo hemos
tenido que esperar bien escondidos a que empezase la fiesta.
Jean salió de la casa corriendo, seguida por Bill, que había estado
disparando desde la ventana.
—¡Johnny…! ¡Johnny…!
El joven la abrazó olvidándose de las heridas y sus bocas se
juntaron en un beso interminable.
En el despacho del juez, RodneyRitter mordía un pedazo de tabaco,
en tanto Mason se secaba la transpiración de la frente con un
pañuelo.
—Oiga, Ritter…
—Dígame señor juez.
—¿Qué es lo que le dijo usted a Adams para que se presentase de
esta forma?
—Pues verá, dije que Jean era su hija.
—¡Santo cielo! —exclamó el magistrado—. Ahora comprendo por
qué le dirigió aquella mirada antes de morir. ¿Y ella no sabe que
Adams era su padre?
—No.
—¿Se lo va a decir?
—De ninguna forma.
—¿Por qué? En realidad, ahora…
—Porque Jean no es hija de Adams. Todo fue un cuento.
—¿Qué?
—Como lo oye, juez. Vi a mi sobrina preocupada porque tenía que
traer aquí a Adams esta noche y no sabía la forma de conseguirlo.
Le dije que yo me encargaba de ese trabajo, sin enterarla,
naturalmente, de la mentira que iba a soltar. En cierto modo, fui el
causante de que empezasen los tiros cuando identifiqué a Maxwell
ante Adams creyendo que servía a la justicia. Yo sabía que hace
unos veinte años Adams tuvo amores con una tal Gloria Seymour,
mujer de saloon. Se querían, pero Adams no se casó con ella por la
profesión a que la chica se dedicaba. Conocí a Gloria poco después
de irse de aquí.
—¿Y tuvo realmente una hija de Adams?
—No. Gloria se casó con un amigo mío y hoy día debe vivir feliz
con sus hijos y sin acordarse de Adams.
Mason se dejó caer en un sillón, exclamando:
—¡Señor Ritter!
—Mire, juez, ¿qué ha ocurrido al tragarse Adams la bola? Pues que
se arrepentido de sus villanías y hasta le ha encargado que retirase
las denuncias por el robo de ganado. Y, sobre todo, ha muerto
feliz… mirando con amor a la mujer que él creía su hija, sintiendo
la muerte de una mujer llamada Gloria a quien él, hizo mucho
daño.
El juez lanzó un suspiro y empezó a llenar de tabaco la cazoleta de
la pipa. Después de encender, se acercó a la ventana y miró a la
calle.
—Para ellos empieza la vida —dijo viendo a Johnny y Jean
besándose.
Ritter se puso al lado de Mason y al descubrir a los jóvenes en tal
actitud, soltó una carcajada.
—¿De qué se ríe? —preguntó Mason.
—Se burlaba de mí porque vine para hacerme cargo de una
herencia inexistente. ¡Y mire la que mi sobrina ha pescado!
El juez miró nuevamente a los dos enamorados y se unió a Ritter en
el regocijo.

FIN

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