CAPÍTULO PRIMERO
Jackie Blake apuntó cuidadosamente con el «Colt» a la primera de
las seis latas que había colocado sobre una roca, y apretó el gatillo.
Sonó un estampido y el proyectil rasgó el aire ululante.
Jackie guiñó un ojo, luego el otro y a continuación soltó una
maldición porque los seis blancos continuaban en su sitio.
Prometió para sus adentros que no fallaría a la segunda y se
preparó nuevamente, abriendo ahora las piernas al compás para
asentar mejor las plantas de los pies.
Disparó e instantáneamente un rugido de triunfo le brotó del
pecho porque la lata salió lanzada, yendo a caer unas cuantas
yardas más allá.
Pero entonces, ocurrió lo inaudito. Sonó un estampido a sus
espaldas, después otro, más tarde un tercero y así hasta cinco.
Conforme éstos se iban sucediendo, las latas volaban por el aire
como si súbitamente les hubieran brotado alas.
Cuando la roca quedó limpia de blancos, con los ojos
desorbitados, tragó saliva y giró sobre sus talones.
El poseedor de aquella fabulosa puntería era un desconocido
jinete que frisaba en los treinta años, de tez morena y ojos azules.
Esgrimía en la mano derecha el revólver de cuyo cañón salía una
espiral de humo gris.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntóle, con voz afectuosa.
Jackie titubeó, no repuesto de la sorpresa.
—Blake… Jackie Blake.
—Bueno, Jackie; puedo darte mi palabra de que la primera lata
la tumbaste tú.
—¿Está seguro?
—Quise embromarte.
—Fue una gran lección… —comentó Jackie, sintiéndose
emocionado porque aquel formidable tirador de pistola le dirigiese
la palabra—. Pero yo nunca llegaré a ser como usted.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumpliré quince dentro de once meses.
El forastero sonrió comprensivo y dijo:
—Pues debes estar orgulloso, Jackie. A tu edad yo agotaba la
munición del cilindro sin lograr dar en un solo blanco.
—¿De veras? —inquirió el muchacho, con gesto de duda.
Entonces se percató de que el potro que montaba el desconocido era
un ruano de maravillosa estampa y exclamó, admirado—: ¡Vaya un
caballo! ¿Cómo se llama?
—Él, «Tony», y yo, Bill Harrow. Puedes contarnos a los dos entre
tus amigos.
La cara de Jackie resplandeció de orgullo. En aquel instante, una
voz femenina chilló desde lejos:
—¡Eh, Jackie! ¿Qué estás haciendo?
Bill Harrow movió la cabeza, dirigiendo la mirada hacia una
colina cercana, en cuya cumbre había una joven con los brazos en
jarras.
El muchacho hizo un gesto de hastío y no se molestó en
contestar a la pregunta que le había hecho, sino que dijo al jinete:
—Es mi hermana Peggy. No le haga caso… Ella no entiende las
cosas de los hombres.
—¿Tú crees? —retrucó Bill, viendo que la aludida descendía de
la colina dando saltos como una gacela.
Peggy Blake tenía veinte años, el cabello rubio y los ojos
increíblemente verdes. Esbelta, de curvas pronunciadas, fino talle y
largas piernas, cubría el hermoso cuerpo con un desaliñado y viejo
vestido. Entre sus cejas aparecía un fruncimiento cuando se detuvo
mirando observadoramente al forastero.
—¿Quién es éste? —preguntó por la comisura de los labios a su
hermano.
—Mi amigo Bill Harrow —respondió Jackie.
—¿Tú amigo? —dijo ella, con cierto desprecio—. Tendrás que
dejarme que te los elija.
—Es un mal consejo, señorita Blake —intervino Harrow—. El
sentimiento de la amistad nace entre las personas y no puede nunca
someterse al capricho de un tercero.
Jackie emitió una risita, provocando la indignación de Peggy,
quien exclamó desabridamente:
—¡Qué sabe usted!… ¡Apuesto a que es un pistolero! Basta verle
con esa arma en la mano dando lecciones de puntería a un
chiquillo. ¡Debiera darle vergüenza!
—Creo que va muy lejos en sus suposiciones, señorita Blake.
—¡No me gustan los tipos que dan los buenos días con el
revólver en la mano!
Bill enfundó el «Colt», y dijo complaciente:
—Quizá deba disculparme.
—Será mejor que siga su camino —le interrumpió la joven, con
cara hosca—. Mi hermano y yo tenemos trabajo.
—Sólo deseaba preguntarles a qué distancia me encuentro de
Jaysenberg.
Jackie contestó:
—Está en el buen camino. Sólo tiene que seguir el sendero y
ocho millas más allá distinguirá el pueblo desde un altozano.
Bill miró al muchacho y luego a Peggy, tocándose el ala del
polvoriento sombrero.
—Gracias. Hasta la vista, señorita Blake… Adiós, Jackie.
Rozó suavemente con las espuelas los ijares del ruano, y éste
emprendió un trote corto.
—¡Adiós, Bill! —gritó el chiquillo.
Peggy rezongó cuando el jinete se hubo alejado:
—Te he dicho muchas veces que no hables con desconocidos,
Jackie.
—No es un desconocido. Se llama Bill Harrow y es mi amigo. Ya
lo oíste a él.
—Un día de éstos te arrancaré una oreja, hermanito —repuso
Peggy—. ¡Y basta ahora de discusiones! ¡A trabajar!
Jackie dio un suspiro y siguió a Peggy hacia la colina.
Bill Harrow entró en Jaysenberg por la calle de la
Independencia, deteniendo su cabalgadura cerca de una acera en
cuyo bordillo, sentados, tomaban el sol un par de viejos.
—¿Me pueden indicar la casa del difunto doctor Dugan?
—La tercera después del saloon de Jonás. Verá una ballena
pintada en la pared un poco más abajo.
La indicación resultó exacta, y poco después golpeaba con los
nudillos en la puerta de una casa pintada de gris. Una mujer, de
cincuenta años de edad, de rostro mofletudo, le abrió y luego de
observarlo unos instantes, preguntó:
—¿En qué puedo servirle, joven?
Bill sonrió, contestando:
—Supongo que es usted la señora Dugan —y al asentir ella,
agregó—: Soy el doctor Harrow.
La buena mujer abrió los ojos sorprendida, titubeó y terminó por
exclamar:
—¡Doctor Harrow! Pero ¿qué hace ahí en la puerta? ¡Pase usted!
Bill entró, quitándose el sombrero, y a invitación de la señora,
tomó asiento en una silla de la salita de recibir.
—Siento presentarme así, de improviso, pero el caso es que
decidí de pronto no esperar más.
—No se disculpe, doctor Harrow —dijo la mujer, sentándose
frente a él—. ¿Trae su equipaje?
—Llegará mañana en la diligencia de Harbach. Les he sacado
una delantera de veinticuatro horas.
—¿Por qué esa ansiedad?
—Pensé que podría cabalgar por mi cuenta y conocer algo la
región en que he de permanecer durante los próximos dos años.
Helen Dugan frunció el ceño mirando al rostro de su
interlocutor.
—Perdóneme que le haga esta pregunta, señor Harrow…
¿Cuántos años tiene?
—Veintinueve.
La mujer meneó la cabeza de arriba abajo.
—Mi Jim tendría ahora la edad de usted —su voz adquirió un
punto de emoción—. Y también sería médico, como su padre…
Cuando tenía trece años, murió.
—Sería un rudo golpe para ustedes, lo comprendo.
—Pero por nada del mundo hubiera permitido que Jim ejerciese
su profesión en el Valle de las Víboras.
—¿El Valle de las Víboras? —inquirió Bill, perplejo—. No la
comprendo.
—Quizá no lo sepa. Usted viene a Jaysenberg. Es un nombre
bonito. El que figura en los mapas. Pero la región es más conocida
aquí por el Valle de las Víboras.
—¿Por qué?
—Cuando el Concejo municipal recibió su carta solicitando el
cargo de doctor, me figuré que no le informarían exactamente.
—Yo residía a mil millas de Jaysenberg. Leí la demanda de
médico en una revista profesional de Kansas y me apresuré a
ofrecer mis servicios.
—Pero aún no ha firmado el contrato con el pueblo.
—No; pienso hacerlo en cuanto me quite el polvo del viaje.
—No lo haga, señor Harrow. Márchese.
En la voz de Helen Dugan había una súplica.
Bill se mordió el labio inferior y luego intentó sonreír.
—No la entiendo, señora Dugan. El Concejo contestó
aceptándome. En la carta se referían a su difunto marido como un
hombre que había sacrificado treinta años de su vida por el distrito.
Si esto fue bueno para su marido, ¿por qué ahora esa actitud suya
respecto a mí?
—Gregory, mi esposo, era prisionero de sus sentimientos. Quería
a Jaysenberg, al valle, a las gentes que viven en él… Ello constituía
su existencia, sobre todo después de la muerte de Jim… —La
mirada de Helen se remontó hacia la ventana por la que se filtraba
la luz—. El valle ha sido bueno, y las personas también, pero hace
cinco años surgieron las Víboras y Jaysenberg se convirtió en un
infierno.
—¿A qué se refiere cuando habla de las Víboras, señora Dugan?
Confieso que ha despertado mi curiosidad.
—A los Winter.
—¿Los Winter? ¿Quiénes son?
—Cuatro hermanos. Se llaman Glen, Edmund, Oscar y Rex. Los
tres mayores son verdaderos demonios. Asesinos y ladrones. Sólo
Rex se ha comportado como una persona honrada.
—Bueno; es corriente que en toda población existan gentes que
pretenden vivir al margen de la ley… Y para meterlos en cintura
están el sheriff, el fiscal y el juez.
—Las tres Víboras han logrado escapar siempre a la acción de la
justicia. Ahora están muy lejos de aquí.
—¡Magnífico! Eso quiere decir que el valle se ha librado de ellos.
—Pero existe algo que hace peligrar constantemente las vidas de
cuantos vivimos en Jaysenberg.
—¿Qué es ello, señora Dugan?
—Una promesa, un juramento de los tres Winter… Prometieron
quemar el pueblo, arrasarlo.
—Eso no se puede tomar como una amenaza cierta.
—Las Víboras cumplirán su palabra, tarde o temprano, y lo
harán cuando dispongan de fuerzas suficientes para no fallar el
golpe. Minuto a minuto, ese día se acerca cada vez más. Los Winter
están reuniendo una pandilla de diablos como ellos. Actualmente
roban y saquean muy lejos, a unas quinientas millas al Sur.
—Pero aun cuando así fuese, señora Dugan —sonrió Bill—.
Jaysenberg cuenta, si el informe del Concejo es exacto, con
cuatrocientos habitantes. Eso quiere decir que se podrá reunir más
de un centenar de hombres para hacer frente a los forajidos, cuando
éstos se atrevan a llevar a cabo su promesa.
—Usted es demasiado optimista, doctor Harrow. Cuando llegue
a Jaysenberg la noticia de que los Winter cabalgan hacia el valle…
todos los vecinos levantaremos nuestras casas y huiremos. Y serán
los propios sheriff, fiscal y juez quienes den la orden de
evacuación…
—¿Y los pueblos cercanos? ¿No pueden aportar sus hombres
para defender el valle?
—El pueblo más cercano se halla a más de doscientas millas y
nadie quiere saber nada de Jaysenberg porque están al corriente de
la vida de los Winter. Lo único que se ha recibido de fuera es un
consejo: que huyamos cuanto antes —tras una pausa, Helen
continuó—: Usted no es de aquí, doctor Harrow. ¿Por qué ha de
exponerse por nosotros? Debieron haberle informado de lo que
ocurre y se hubiera evitado el viaje. Pero aún no es tarde y puede
rectificar.
—Agradezco su buena intención, señora Dugan —contestó Bill
—. He venido a Jaysenberg a cumplir una misión. Desde que me
gradué soñé con esta oportunidad y ahora que se me ha presentado,
no la debo dejar escapar…
—¡Pero un médico tiene mil lugares donde ejercer, señor
Harrow!
—Es en este valle donde únicamente me será posible lograr lo
que yo quiero. Excúseme de ser más concreto.
Hubo un silencio. La señora Dugan miró a Bill unos instantes
con ternura y se levantó diciendo:
—Mañana le dejaré desocupada la casa. Si hubiese sabido que
usted llegaba hoy…
—No hará nada de eso —la interrumpió el doctor, levantándose
también—. Al menos, si usted prefiere quedarse. Yo soy un
verdadero desastre para organizar mi propia vida y necesito una
mujer que se ocupe de todos los quehaceres. ¿Quiere usted aceptar
el cargo?
Helen sonrió, asintiendo.
—Lo acepto, doctor Harrow.
—¡Estupendo! Pero le ruego se dirija a mí por mi nombre.
Llámeme Bill a secas.
La mujer no pudo contestar, visiblemente emocionada.
—¡Ah, señora Dugan! ¿Conoce a una joven rubia, de unos
dieciocho años, de ojos verdes y mal carácter, que se llama Peggy
Blake?
—Es la leñadora del pueblo. Se quedó huérfana siendo muy
niña. Tiene un hermano.
—Me los tropecé viniendo hacia acá.
—Es buena chica, aunque muy mal educada. Su novio es Rex
Winter.
—¡Oh! El único honrado de la familia.
Helen observó pensativamente al doctor y le dijo:
—Hay muchas chicas guapas en el pueblo. Peggy es sólo buena
para un Winter.
Bill se volvió, contestando:
—Sí, sí, claro… Lo he preguntado únicamente porque es la
primera mujer del valle que he visto…
CAPÍTULO II
Bill firmó y rubricó al pie del documento en virtud del cual se
comprometía a prestar sus servicios profesionales a Jaysenberg y los
vecinos del valle.
Al acto, que se celebraba en el despacho del alcalde, asistía éste,
Aaron Miller, regordete y bajo, el sheriff, Louis Benny, zanquilargo,
de cara pecosa, y el juez Peter Russell, poseedor del más grande
bigote de la región.
Aaron Miller firmó después e inmediatamente fue estrechada la
mano de Harrow por todos.
—Le felicito, doctor Harrow —dijo con efusión el juez—. Y estoy
seguro de que nosotros también debemos ser felicitados, ya que no
dudo de su competencia y buena disposición.
Bill sonrió, replicando:
—Bien; y ahora que ha quedado formalizado el contrato,
¿pueden hablarme de los Winter?
Una sombra de estupor apareció en los rostros de las autoridades
locales.
—¿Qué dice? —inquirió el sheriff.
—Estoy enterado de la amenaza que pesa sobre ustedes, pero
deseo saber a qué se debe el odio de las Víboras… ¿No es así como
los llaman?
Miller miró a Russell, éste a Benny, quien se confió, a su vez, al
alcalde.
—¿Y ha firmado usted sabiéndolo?
El doctor sonrió sin contestar, lo cual aumentó el nerviosismo de
los otros. Finalmente, el sheriff carraspeó, diciendo:
—La familia de los Winter está firmemente arraigada en el valle.
Sam Winter llegó a él hace cincuenta años…
—Entonces, sería uno de los primeros vecinos…
—Así fue, doctor. Con él vino su esposa, Ruth Winter. Sam no
era mala persona, pero Ruth…
El sheriff se detuvo, mirando de nuevo a sus compañeros.
—Ruth es la mujer de peores sentimientos que hemos conocido
—dijo el juez en su ayuda—. Egoísta, interesada, salvaje… Una
auténtica fiera, doctor. Puede creerlo. Ella fue quien inculcó en Sam
la idea de que el valle le pertenecía.
—Sam carecía de voluntad para resistirse a la de Ruth —
intervino el alcalde—. Por ello se lanzó a una lucha absurda en la
que encontró la muerte a manos de los hermanos Perkins. Ruth
quedó con cuatro hijos. Cesó la pelea, conformándose la viuda con
los primitivos límites de su hacienda. Pero desde entonces educó a
sus hijos para la venganza. Día a día les hizo recordar que su padre
había sido robado y asesinado. De los cuatro Winter, sólo el más
pequeño, Rex, cuando fue capaz de discurrir por sus propios
medios, comprendió que la culpable de la muerte de su padre era
Ruth y que tarde o temprano también labraría la ruina de ellos. Al
fin la fiera dio la señal y los tres hermanos mayores se lanzaron por
el sendero de la guerra. Mataron a todos aquéllos por cuyas venas
corría la sangre de los Perkins, los dos que habían dado muerte a
Sam y tres hijos, uno de los cuales sólo contaba quince años.
En la estancia se hizo un silencio, que rompió al cabo de un rato
el sheriff.
—Eso ocurrió hace cinco años. Yo me encargué de la captura.
Nunca olvidaré el momento en que entramos en la casa de los
Winter. Sólo estaban en ella Ruth y Rex. Ella me miró con ojos
relampagueantes de ira y de pronto soltó una horrible carcajada.
Parecía una loca. No podía ser de otro modo. Gritó que había
llegado su hora y que cada uno de nosotros sentiríamos en nuestra
carne las balas de los hijos de Sam Winter. Fui a llevarme a Rex,
pero su madre rompió a reír de nuevo diciendo que Rex era el único
cobarde de la familia, que lo podíamos colgar porque valía más
muerto que vivo… Rex estaba de espaldas a nosotros, con las manos
abiertas apoyadas en la pared y sus hombros se estremecían…
Bueno, nos marchamos de allí en la seguridad de que él no tenía
nada que ver con los crímenes.
—¿Huyeron los tres culpables? —preguntó el doctor.
—Los sorprendimos en un monte, al oeste del valle, y como no
quisieron rendirse se entabló un tiroteo. Los Víboras poseen una
puntería certera; no en vano han estado años y años ensayando con
las pistolas siguiendo las órdenes de su madre. Cuatro de los
nuestros cayeron para no levantarse más, pero conseguimos
capturar a Oscar Winter. Los otros dos lograron romper el cerco.
Trajimos a Oscar a Jaysenberg y le hicimos un juicio legal. A él
asistió su madre, que no cesaba de gritar y amenazarnos. Tuvimos
que impedirle el acceso a la sala del tribunal. Oscar fue condenado
a ser colgado, pero la víspera de su ejecución, sus dos hermanos,
acompañados por media docena de forajidos que habían logrado
reunir, entraron en la ciudad escupiendo plomo y lo libertaron,
después de matar a cinco ciudadanos, entre ellos una mujer. Yo
resulté herido gravemente.
Ahora intervino el alcalde para decir:
—A los pocos días enviaron una carta en la que decían que se
marchaban de la región, pero jurando que volverían algún día y
arrasarían el pueblo.
Un nuevo silencio se hizo en el despacho. Bill se acercó a la
ventana desde la que se veía la calle.
—¿No han vuelto nunca al pueblo? —preguntó.
—No —contestó el sheriff—. Pero volverán. De eso estamos
seguros.
—¿Qué ha sido de Ruth Winter?
—Continúa viviendo en su rancho. Ella no viene nunca por la
ciudad. Rex es el que se acerca de vez en cuando para comprar los
alimentos.
—Entonces, ¿continúan juntos?
—Sí, y según lo que el tendero ha podido sacarle a Rex, su
madre se encuentra enferma desde hace algún tiempo.
—¿No la ha visitado el doctor Dugan?
—Ruth preferiría morirse antes que consentir le atendiese un
médico de Jaysenberg.
Bill se volvió de la ventana, preguntando:
—¿En dónde se halla el rancho de los Winter?
El sheriff arrugó los ojos, retrucando:
—¿Es que piensa ir allá?
—Quizá me anime algún día. Ustedes me han contratado para
que asista a todos los enfermos del valle. Eso no excluye a la señora
Winter.
—Naturalmente, pero he de prevenirle algo, doctor. Ruth
maneja la pistola con más eficiencia que el mejor de sus hijos. No
olvide que fue su maestra.
—No pienso entablar un duelo con esa mujer. Yo creo que toda
persona, por mala que sea, siempre tiene oportunidad de
arrepentirse. Y si Ruth Winter se arrepiente, ordenará a sus hijos
abandonen la idea de arrasar Jaysenberg.
Los tres hombres que escuchaban a Harrow sonrieron
irónicamente.
—Usted no conoce a la viuda, doctor —declaró el alcalde—.
Ruth morirá maldiciéndonos. De todas formas, le diré que el rancho
de los Winter se halla diez millas al nordeste del pueblo. Si algún
día se le ocurre acercarse por allí, bastará que se dirija por la
carretera que parte del abrevadero…
—Gracias —repuso Bill—. La señora Dugan me ha dicho que
Rex tiene novia.
El juez lanzó una risotada.
—¡Bah! —dijo—. Cosa de chiquillos. No se casarán nunca.
—¿Por qué?
—Ella es una leñadora, una mocosa sin educación y Rex está
arruinado. ¡Qué pareja!
Siguió riendo, interrumpiéndolo Harrow:
—¿Dónde vive la muchacha?
—En las afueras del pueblo. Tomó posesión de una cabaña
abandonada y se le permitió vivir en ella con su hermano. Rex la
visita una o dos veces al mes, cuando viene por las vituallas.
Cuando usted conozca a Peggy reconocerá que no ha visto chica
igual en su vida.
Bill se ruborizó un instante y prefirió cambiar de tema.
—¿Cuál es el índice de mortalidad en Jaysenberg, señor alcalde?
Aaron Miller se acarició la barbilla y contestó:
—Durante los dos últimos años no nos ha ido del todo mal,
doctor. El pasado tuvimos nueve entierros y en lo que va de éste,
tres.
—Estamos en marzo y ya llevan tres —dijo Bill, con voz ausente.
—¿Le parecen muchos? ¡Si desde que se fueron los Winter se
acabaron las muertes violentas!
—Precisamente por ello. ¿De qué fallecieron esas tres personas?
—Uno fue Isaías Peabody. Acababa de cumplir noventa años.
Una buena edad para morirse, ¿no le parece, doctor?
Los otros rieron, a excepción de Bill, quien preguntó:
—¿Y los otros?
—Las malditas fiebres se los llevaron.
—Supongo que uno de ellos sería mi predecesor, el doctor
Dugan.
—Sí; lo contagió Mac Kinley.
—¿Qué edad tenía Mac Kinley y cuál era su profesión?
—Veintiséis o veintisiete años y se dedicaba a cuidar sus tierras
y sus ganados.
—¿Esas tierras comprenden alguna extensión de bosque?
—Sí.
—Y en los bosques habrá ardillas, conejos y tejones.
Los hombres prominentes de Jaysenberg cada vez se mostraban
más perplejos.
—Así es —dijo el alcalde—. ¿Adónde quiere ir a parar, doctor?
Bill fue quien sonrió ahora, diciendo:
—Me gustaría hacer una inspección en los bosques de Mac
Kinley. ¿Puede enviarme un guía a mi casa pasado mañana al
amanecer? Le quedaré muy agradecido.
No esperó respuesta, sino que estrechó las manos de sus
boquiabiertos interlocutores y salió del despacho.
CAPÍTULO III
Hacía cuatro días que Bill Harrow había llegado a Jaysenberg. La
nave de la parte trasera de la casa, que antes era cochera, habíala
transformado en laboratorio. Cuatro jaulas colocadas cerca de una
ventana contenían otros tantos representantes de la fauna de los
bosques que pertenecieron a Mac Kinley; dos ardillas, un conejo y
un tejón. Sobre una mesa había probetas, retortas y otros aparatos
de investigación.
Bill, que llevaba aquella mañana cuatro horas examinando
muestras al microscopio, consultó el reloj, y decidió tomarse un
descanso. Quitóse la bata blanca, que colgó en una percha y salió de
la nave utilizando la puerta que lo ponía en comunicación directa
con la calle. Dio un paseo que duró treinta minutos y al sentir
apetito regresó a su casa, entrando por el jardín. Estuvo a punto de
tropezar y caer al chocar con un cuerpo que estaba agachado en
medio del sendero.
—¡Eh, usted! —oyó gritar a Peggy Blake.
La joven había estado atándose los cordones de un zapato y al
sentirse empujada se enderezó como un rayo, protestando.
—Perdóneme —se excusó Bill, sonriendo—. No la había visto.
—¿Es que no tiene ojos en la cara? —De pronto lo reconoció,
acentuándose el gesto hostil de su rostro—. Conque es usted, ¿eh?
—El mismo, señorita.
—¿Todavía no ha matado a nadie?
—¿He de matar a alguno?
—Usted no me engaña a mí. Ha venido a Jaysenberg a hacer un
«trabajito».
—Sí, es posible.
—¿Y lo dice con ese cinismo? ¿No tiene miedo de que vaya con
el soplo al sheriff?
Bill se quedó pensativo unos segundos mirándola y luego meneó
la cabeza en sentido negativo.
—Usted no me hará traición, Peggy.
—No estoy tan segura yo de eso. Los tipos de su calaña no caben
en Jaysenberg.
—Sin embargo, usted es novia de un Winter.
Peggy apretó los dientes:
—Conque me ha espiado, ¿eh? Además de pistolero, es un sucio
pisaverde.
—Oiga, ¿de dónde saca tantos insultos?
—¡Sepa que Rex Winter no es como sus hermanos! ¡Sepa que yo
soy novia de quien me parece! ¡Y métase en la olla que no soporto
las habladurías de las malas lenguas!
—Está bien, está bien —asintió Bill, conciliador— Admito que
he dicho una inconveniencia.
—¡Usted siempre está admitiendo cosas! Es la segunda vez que
me lo encuentro en mi camino.
—Soy yo quien la he encontrado a usted, recuérdelo.
—¡Da lo mismo! ¡Déjeme en paz!
La joven dio media vuelta y siguió por el sendero hacia la casa.
Bill sonrió divertido y la siguió. Ella, al sentir sus pasos detrás, se
detuvo antes de llamar a la puerta y giró, poniendo los brazos en
jarras.
—¿Qué quiere ahora?
—Nada.
—Pues lárguese. Yo voy a entrar ahí dentro.
—Yo también —contestó Bill.
—¡Qué gracioso! Haré que el doctor lo eche antes de que
contamine la casa.
Llamó a la puerta y poco después abrió la señora Dugan.
La joven dio los buenos días y se coló dentro sin esperar una
invitación. Bill cogió a Helen por el brazo y le susurró:
—No diga nada. Déjenos solos.
Ya dentro y cuando Helen se iba a retirar, la leñadora, dijo:
—Avise al doctor, señora Dugan…
La viuda se quedó sorprendida, miró a Bill y como éste no le
hiciese ninguna señal, se encogió de hombros y desapareció por la
puerta interior.
La joven llevaba el mismo vestido con que la conoció Bill el día
de su llegada.
—¿Qué es lo que tiene, Peggy? —preguntó él.
—¡No le importa a usted! ¡Cuídese de sus asuntos y ya tendrá
bastante!…
Bill dio un suspiro, se acercó a un perchero, cogió una bata
blanca y se la puso, abrochando lentamente los botones.
Peggy, que lo observaba, exclamó:
—¿Qué diablos hace?… ¡Quítese eso antes de que lo vea el
doctor!… ¡Parece usted un payaso que vi en un teatro hace dos
veranos!
Bill terminó de abrocharse y se acercó a la muchacha,
preguntando:
—¿Cuál es el motivo de su visita, señorita Blake?
—¡Ya le he dicho que…! —De pronto se cortó en seco, fue
abriendo poco a poco, cada vez más, los ojos y preguntó haciendo
un gallo—: ¿Cómo dijo que se llama usted?
—William Harrow…
Peggy tragó saliva y señaló el pecho de Bill con el dedo.
—Entonces, usted…
—Yo soy el doctor Harrow, señorita Blake… Y ahora, sin más
preámbulos, dígame en qué puedo servirla…
—Pero… pero… yo estoy avergonzada… Usted debió decirme
que…
—Permítame que admita por última vez algo, y es que la he
dejado continuar en su confusión…
La ira rebrotó en el pecho agitado de la joven.
—¿Eso ha hecho?… ¿Ha sido capaz…?
—¡Déjese de suposiciones tontas!… Usted se ha divertido y yo
también…
Peggy dio media vuelta para dirigirse hacia la puerta. Pero él la
sujetó de la muñeca y tiró, haciéndola girar violentamente.
—¡Basta ya de niñerías, Peggy!… ¡Soy el médico de Jaysenberg
y me paga el Municipio para que atienda a todos los vecinos en sus
enfermedades!… ¡Quiera o no, estoy dispuesto a atenderla a usted
también…!
Los dos cuerpos habían quedado unidos, rozándose. La cara de
ella sólo distaba unos centímetros de la de él. Sus ojos se miraban
desafiantes.
—¿Y si yo no quiero? —dijo Peggy, arrastrando las palabras.
—¡La reconoceré de la cabeza a los pies hasta dar con su
enfermedad!
—¿Quiere decir que…?
La muchacha dejó sin acabar la frase y él la terminó.
—¡Que la desnudaré si es preciso para observar centímetro a
centímetro su piel!…
—¡Es usted odioso!
—Aténgase a las consecuencias. ¿Qué decide?
Peggy, jadeando al respirar por la furia que la invadía, dijo:
—No necesito quitarme ninguna ropa. Sólo me he hecho daño
en una pierna.
—¿En cuál?
—En la derecha.
—¿En qué parte?
—En la rodilla.
Bill se separó de la joven y señaló un taburete, diciendo:
—Apoye el pie ahí encima.
Peggy cumplió la orden, pero su falda quedó a la altura de la
pantorrilla.
—Súbase el vestido.
Ella se mojó el labio inferior con la lengua, obedeciendo, pero
sin llegar a mostrar la rodilla lesionada.
—¡Súbaselo más! —chilló Bill—. ¡Y tenga en cuenta, para su
tranquilidad, señorita Blake, que yo soy un doctor, no un
empresario de muchachas de saloon…!
Peggy acabó por enseñar la herida. Se la había hecho, contó, al
caer de una roca cuando trataba de correr detrás de su hermano,
que se había escapado porque no quería trabajar.
Bill layó la herida, aplicó una pomada, y la vendó. Cuando
terminaba su labor, dijo:
—Habrá de tomarse las cosas con calma durante unos días,
Peggy. Nada de saltar ni de correr. Procure andar lo menos posible.
La herida carece de importancia, pero tardará en cicatrizar si fuerza
mucho la pierna.
La joven, muy seria, preguntó:
—¿Qué le debo, doctor?
—Nada; ya le dije que estoy contratado por el Municipio.
—Pero yo no pago ningún impuesto. Por tanto, debo abonarle
sus honorarios…
—¡Le repito que no tiene que pagar nada!
—¡Y yo digo que sí! —exclamó la joven, dirigiéndose a la puerta
—. ¡Le traeré tres cargas de leña!
Bill fue a replicar, pero se quedó con la boca abierta porque la
muchacha salió en aquel instante dando un gran portazo.
CAPÍTULO IV
Marzo tocaba a su fin. Una tarde se hallaba Harrow en su
laboratorio fumando un cigarrillo, mientras sus ojos se mantenían
fijos en los cristales de la ventana, a cuyo través veía caer una
cortina de agua.
Su último experimento, en el que había puesto muchas
esperanzas, acababa de fracasar. Se sentía descorazonado,
derrotado.
Helen Dugan entró en la antigua cochera sin apenas hacer ruido
y al ver al doctor en aquella actitud, exclamó:
—¡No sé para qué ha mandado hacer construir esa chimenea!…
¿Sabe que hace un frío horrible, Bill?… Peggy ha traído leña para
hacer frente al más duro invierno…
El médico la miró, esbozando una sonrisa. Sí; la joven Blake
había cumplido su palabra. Tres cargas de leña. Y no había
consentido tomar un dólar de los que Helen le ofreció.
Durante un rato, la señora Dugan estuvo manipulando en la
chimenea y, finalmente, brotó una gran llama y un tronco comenzó
a chisporrotear.
—¿Quiere una taza de café, Bill?
Harrow dijo que sí y poco más tarde le servían el brebaje.
—Es curioso —dijo Helen, mientras él bebía a pequeños sorbos.
—¿Qué es curioso?
—Los médicos están tan acostumbrados a recetar para los
demás, que a veces se olvidan de aplicarse la medicina que
necesitan ellos mismos.
—Si se refiere a mi salud, señora Dugan, he de comunicarle que
me siento perfectamente…
—No diga bobadas. Usted está más grave de lo que cree.
Bill frunció el ceño, sonriendo.
—Sepamos de qué se trata.
—Usted necesita casarse, Bill.
El doctor estuvo a punto de dejar caer la taza de café.
—Sí, sí —machacó la señora Dugan—. Es ya hora de que piense
en ello. Tiene veintinueve años. ¿A qué espera para crearse una
familia?
—Creo que veintinueve años es una buena edad para hacer una
cosa así —repuso el médico.
—¡Magnífico! Tiene intención de contraer matrimonio. Eso ya es
un gran paso. Y ahora, ¿ha pensado con quién? ¿No dejó ningún
amor por esos mundos?
—No.
—¡Estupendo! Lo cual quiere decir que usted podría casarse
perfectamente en Jaysenberg.
—Exacto. No hay nada que lo impida.
—¡Todo va viento en popa! Ahora sólo falta elegir la esposa.
—Nada más.
—¿Ha pensado en alguien?
—No. Hasta el momento presente he estado demasiado ocupado
en establecer contacto con mi nueva clientela…
—¿Y entre las mujeres que ha conocido no le ha llamado la
atención alguna?
—He podido apreciar que hay chicas bonitas en edad de
merecer.
—El otro día visitó al juez Rusell.
—Sí; sufría un ataque de reuma.
—¿Sólo recuerda eso de su estancia en la casa del juez?
Bill sonrió.
—Sé por dónde va, Helen. Y estoy de acuerdo con usted. Lidya
Rusell es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida.
—Usted también le ha gustado a ella.
—¿Cómo lo sabe?
—Llevo viviendo muchos años en este pueblo, Bill Harrow.
Tengo mi servicio de información. Estoy segura que si usted le
hablase a ella… En fin, ya me entiende…
—Merece una buena reprimenda, Helen —dijo Bill, sin perder el
humor—. Me ha estado sonsacando para llegar a la conclusión de
que Lidya es la mujer que ha de curar mis males…
En aquel instante se oyeron unos golpes lejanos, procedentes de
la puerta principal.
—¡Caramba, ese trae prisa! —dijo la señora Dugan, separándose
de Bill y saliendo de la nave.
Al poco rato reapareció en el umbral.
—Es Peggy, doctor. Quiere hablar urgentemente con usted… No
sé qué le pasa a esta chiquilla. Siempre tiene prisa.
Bill se apresuró a abandonar el laboratorio y, segundos más
tarde, penetraba en la salita donde se hallaba la joven, la cual
chorreaba agua de la cabeza a los pies.
—¿Qué le pasa, Peggy…? ¿Cómo se le ha ocurrido venir con esta
lluvia? ¿Está su hermano enfermo?
Bill se dio cuenta de que eran demasiadas preguntas, y esperó
que ella contestase alguna.
—No se trata de mi hermano, doctor.
—¿De quién, pues?
—Es la madre de mi novio.
—¿Ruth Winter?
—Sí. Está muy enferma.
—¿Cómo lo sabe? ¿La ha visto usted?
—No. Rex ha venido a verme hace un rato y me lo ha dicho.
Llevaba algún tiempo con fiebre y durante los últimos días se ha
agravado.
—¿Ha pedido ella un doctor?
—No.
—Entonces, es cosa de Rex, ¿eh?
—Tampoco. Se me ha ocurrido a mí.
Bill se quedó perplejo, mirando a la leñadora.
—¿Sabe usted, Peggy, que Ruth Winter no quiere ver a nadie de
Jaysenberg y sus contornos?
—Lo sé, doctor. Y también sé que juró pegar un tiro en el
corazón a quien se atreviese a traspasar la puerta de su casa. Si
tiene miedo, puede quedarse.
El médico clavó sus pupilas en los bellos ojos de ella y contestó:
—Me acaba de decir que Rex ignora el paso que usted ha dado.
¿Cómo reaccionará si me presento en el rancho?
—No lo sé; pero supongo que lo tratará bien. Yo iré con usted,
por si acaso.
Bill cogió un abrigo que había sobre una silla y se lo puso, tomó
el maletín que descansaba sobre la mesa y se aproximó a Peggy.
—Voy a ir allá —declaró—. Pero usted se queda…
—¡Le acompañaré…! ¡No admito órdenes suyas, no siendo
paciente de usted…!
—¡Si insiste en acompañarme, me quedaré en mi casa…! ¡Y
usted será la culpable de que esa mujer muera sin asistencia
médica…!
Peggy se mordió el labio interior, asintiendo con rabia:
—¡De acuerdo, doctor…! ¡Usted gana…!
—¡Helen! —llamó con voz fuerte Bill, y cuando al cabo de unos
instantes la señora Dugan compareció le dijo—: Preparé un baño
bien caliente para la señorita Blake, un gran vaso de leche y ropa
seca.
—¡No me bañaré! —chilló la joven, echando fuego por sus ojos
verdes.
—Usted se bañará por la misma razón que se queda.
—Doctor Harrow… —Silabeó ella con voz ominosa—. Me obliga
a hacer lo que usted quiere, ¡pero me las pagará…!
Bill sonrió, abrió la puerta y se sumergió en el mar de agua que
caía de las nubes. Dirigióse al establo, que se hallaba a la derecha,
en la parte más profunda del jardín y, minutos después, cabalgaba
sobre su ruano en dirección al Rancho de las Víboras.
La noche fue cayendo lentamente sobre una tierra inundada. El
temporal arreció entre un vértigo de rayos y crujir de truenos.
Luego de varias horas de camino, Bill, al brillo de un relámpago,
descubrió, a lo lejos, recortada en el horizonte, la casa de los
Winter. No podía ser otra a juzgar por las informaciones que había
recogido respecto a ella durante su corta estancia en Jaysenberg. La
vivienda estaba blanqueada por una doble hilera de cipreses y él los
acababa de ver azotados por el viento y la lluvia.
Animó a su caballo con la proximidad de un descanso bajo
cubierto y no tardó en llegar ante la casa. Con la iluminación
fantasmagórica que prestaba la Naturaleza desatada, Bill quedó
estupefacto al ver el estado en que se encontraba aquello. La puerta
de entrada estaba intacta, pero algunas ventanas aparecían abiertas,
sin cristales, rotos los goznes, con las hojas desencajadas, gimiendo
a los embates del huracán. A través de una de las pocas que se
conservaban en buen estado se filtraba una luz.
Bill dedujo que nadie había advertido su presencia. Vio un
cobertizo en ruinas cerca de la casa y allí descabalgó, palmoteando
al ruano afectuosamente antes de separarse de él. Luego corrió
hacia la puerta y llamó, golpeando una aldaba. Esperó que le
abriesen conteniendo la respiración mientras la lluvia caía sobre él
despiadadamente.
Oyó unos pasos que se acercaban y una voz varonil llegó desde
dentro:
—¿Quién es?
—¡Gente de paz! —contestó Bill.
—¡Siga su camino!
—Por favor, caballero. Necesito su ayuda… Estoy solo…
Transcurrió un minuto y cuando ya el doctor había perdido toda
esperanza, chirrió una llave al dar la vuelta a una cerradura y se
abrió la puerta.
Bill vio por primera vez a Rex Winter, a la luz de una lámpara
de aceite que éste sostenía en la mano.
Frisaba en los veinticinco años y era alto, moreno, de ojos
castaños y mentón puntiagudo.
—¿Qué quiere? —preguntó Rex, examinándolo a su vez.
—He hecho un largo viaje y me encuentro cansado. Sólo deseo
esperar a que cese la tormenta.
—¿No tiene otro sitio donde hacerlo? Tengo a mi madre
enferma.
—Lo siento. Pero le prometo que no molestaré lo más mínimo.
Rex vaciló todavía unos minutos, pero, al fin, se echó a un lado
y dijo:
—Está bien, pase.
Bill penetró en la casa, sintiendo un escalofrío en la espina
dorsal. Sabía que él era el primer mortal ajeno al clan de los Winter,
que pisaba aquella deshilachada y rota alfombra del vestíbulo desde
hacía muchos años.
—Sígame —le dijo Rex, echando a andar.
Cruzaron un corredor que desembocaba en una amplia
habitación, la cual, contenía una mesa, varias sillas y un sillón junto
a la ventana. En la chimenea crepitaban varios leños.
Rex puso la lámpara de aceite sobre la mesa e invitó a su
huésped a sentarse, haciéndolo él en el sillón.
Bill mantuvo en vilo su maletín, como si dudase dónde
colocarlo, para llamar la atención de Rex sobre él, pensando que
hasta entonces le había pasado casi desapercibido.
Pero el menor de los Winter se puso una mano en la frente,
masajeándose con los dedos las sienes, y el doctor tuvo que
renunciar a su estratagema. Dejó el maletín en el suelo y acercó una
silla a la chimenea.
—Mal tiempo para los de mi profesión —comentó, después de
sentarse.
Rex Winter pareció no oír.
—Soy el nuevo médico del valle —dijo Bill, en voz más alta.
El otro salió de su ensimismamiento y volvió la cabeza.
—¿Qué decía?
—Que me llamo Bill Harrow. Soy el médico de Jaysenberg.
—¡Ah, ya…!
Pronunció las dos palabras con una completa ausencia de
emoción.
—¿Qué doctor asiste a su madre, señor Winter?
—¿Me conoce?
—Por este lado no existe otra hacienda que la de ustedes.
—¿Y puede decirme qué hacía por estos lugares, doctor Harrow?
¿Ha venido a visitar a algún paciente?
Bill trató de no caer en la trampa.
—No; me avisaron que un carro que se dirigía al nordeste había
sufrido un accidente. Los caballos se desbocaron y el conductor
cayó del pescante, rompiéndose una pierna.
—¿Por qué no se fue usted en el carro una vez curó a ese
hombre?
—Se trata de una familia de emigrantes. Seguían la dirección
contraria a la de Jaysenberg. No tuve más remedio que regresar
solo.
Se hizo un silencio en la estancia. Bill dio gracias al cielo por
concederle aquella maravillosa capacidad que le permitía ligar una
cadena de mentiras sobre la marcha.
—¿Qué doctor asiste a su madre, señor Winter?
—Ninguno.
Ahora simuló una gran sorpresa.
—No le comprendo.
—¿Es que no le han puesto al corriente en Jaysenberg, doctor?
—Hace poco que he llegado al valle y dedico el tiempo que me
sobra a cierta investigación profesional.
—En ese caso, más vale que continúe ignorando lo que pasa en
esta casa…
Tras otra pausa, el médico propuso:
—Si usted me lo permite, desearía examinar a su madre…
—Abandone esa idea.
—Es lo menos que puedo hacer como correspondencia a su
hospitalidad.
—Le agradezco su buena disposición, pero no es necesario.
—Perdóneme que insista en ello…
Rex dio un palmetazo nervioso en el brazo del sillón, gritando:
—¡Le repito que no puede ser!
Bill se levantó de un salto. Tenía que enfocar la cuestión como
algo personal de Rex. Era un recurso desesperado, pero no existía
otra alternativa.
—¿Es que la quiere dejar morir? ¿Para qué…? ¿Acaso para
heredarla?
—¡Cállese!
—¡No puedo callarme…! Soy médico y mi deber es asistir a
cuantas personas se encuentran sin ayuda de la ciencia…
Rex se incorporó con los músculos faciales tirantes. Su mano
tropezó con la lámpara de aceite y la volcó, apagándose
automáticamente la mecha.
La habitación sólo quedó iluminada por el débil resplandor
procedente de la chimenea y por los de los relámpagos que, de
cuando en cuando, brotaban en el cielo negro.
—¡Márchese, doctor Harrow! —ordenó con voz cortante, Rex.
—Le ruego que me deje ver a su madre, Winter.
—¡Saldrá de aquí por su propio pie o lo mataré, doctor…! ¡No
me obligue a lo peor!
Bill dejó de porfiar. Había hecho lo imposible para ver a la
madre de las Víboras. Pero no quería disparar sobre Rex, sabiendo
que éste se limitaba a cumplir un mandato de ella.
—Está bien, Winter —declaró—. Ya me voy. Gracias por
haberme acogido bajo su techo.
Fue a girar sobre sus talones, pero de repente se abrió una
puerta que había al fondo de la habitación.
Una figura fantasmal apareció enmarcada.
Era una mujer que vestía de negro.
La luz de los relámpagos le daba un aspecto esotérico. El largo
cabello le caía en desorden por los hombros y sus ojos, hundidos en
las órbitas, brillaban febrilmente.
Apoyaba un brazo en la puerta y en la otra mano sostenía un
revólver, cuyo cañón apuntaba al pecho de Bill Harrow.
Aquélla era Ruth Winter, la madre de las Víboras, la mujer que
había jurado matar a la persona de Jaysenberg que se atreviese a
cruzar el umbral de su casa.
CAPÍTULO V
—¡No dispares, madre! —gritó Rex.
Ruth respiró fatigosamente con los ojos clavados en el cuerpo de
Bill Harrow.
—Se han atrevido a venir… —dijo con voz débil, pero cargada
de odio—. Han creído que yo estaría muerta…
—¡Es un médico, madre…! ¡Ha venido a verte…! ¡Él puede
curarte…! ¿No es cierto, doctor Harrow?
Bill se limitó a mover la cabeza en sentido afirmativo.
Permanecía inmóvil. Al menor movimiento que hiciese, Ruth
dispararía. No podía esperar sino que Rex lograse convencerla de
que desistiese de apretar el gatillo.
—No me engañarás, Rex… Tú eres un cobarde… Te has pasado
al bando de ellos…
—¡Te juro que no es así…! ¿Por qué iba a hacer eso ahora,
habiendo estado contigo tantos años…?
—Porque te has cansado de cuidarme, hijo… He notado en ti
algo raro últimamente… Tus ojos miraban de otra forma… Es
posible que te hayas enamorado… Eso debe haber sido… Y por eso
has pensado que yo he vivido ya bastante… Así podrás quedar solo
y hacer tu voluntad… Eres un renegado…
—Su hijo dice la verdad —intervino Bill, sintiendo que su
columna vertebral se helaba por momentos—. Soy médico… Si se
confía a mí, la curaré…
—¿Confiarme a usted…? —Ruth sonrió, acentuando el aspecto
cadavérico de su apergaminada cara—. Ahora lo comprendo… Es
un asesino pagado por Rex… Pretende matarme…
—¡Madre! —gritó, horrorizado, Rex—. ¿Cómo puedes pensar
semejante monstruosidad?
—Está loca —dijo Bill—. No tenga en cuenta sus palabras…
Conozco bien a los que tienen desequilibrada la mente, y su madre,
desgraciadamente, es víctima de esa dolencia.
Ruth dejó de sonreír y dio un paso hacia el doctor, separándose
de la puerta.
—Conque estoy loca, ¿eh…? ¡Soy una desequilibrada…! Eso es
lo que dirán en Jaysenberg, ¿verdad…? Eso es lo que propagarán
por todo el valle los canallas de Miller, Benny y Russell… —Se
detuvo, echando el cuerpo hacia adelante al tiempo que lanzaba
una histérica carcajada—. ¡Estoy loca…! ¡He perdido la razón…! ¡Es
posible que acierte…! ¡Pero sea cual sea mi estado, va a morir,
doctor…! ¿Y sabe por qué…? Porque es su destino, porque ha
entrado en mi casa… y ella me pertenece a mí y a mis hijos… ¡a
Glen, a Edmund, a Oscar…! ¡Pero no a Rex…! ¿Lo entiende? ¡A
Rex, no!
Rompió a reír nuevamente, estremeciéndose, y, de súbito, cortó
la risa y su cintura se quebró, desplomándose en el suelo.
Bill fue el primero en acudir rápidamente a su lado. Le quitó el
revólver y lo arrojó lejos, comprobando inmediatamente que había
sufrido un desvanecimiento.
—¿Qué le ocurre? —inquirió Rex, a su lado.
—Tendré que examinarla en la cama —contestó el doctor
cogiéndola en brazos.
Rex le precedió hasta el dormitorio, sobre cuyo lecho, dejó
suavemente el cuerpo de la enferma. Pasó a la otra habitación y
regresó con el maletín, mientras Rex encendía la lámpara de aceite
y la dejaba sobre una mesilla de noche.
Auscultó a Ruth y tomó su temperatura, diciendo luego al menor
de los Winter:
—Su madre está bastante grave, Rex. Puedo asegurarle que se
conserva viva gracias a su maravillosa vitalidad…
—¿Qué es lo que tiene…?
—Desde luego, su mente no está sana; pero ése no es el mal que
hay que combatir ahora. Es víctima de la fiebre de las Montañas
Rocosas.
—¿Qué es eso? Sé que han muerto muchas personas de fiebres
por aquí…
—Todos han fallecido por la misma causa. Es una enfermedad
típica del Oregón…
—Pero habrá algún remedio contra ella.
—Ninguno, Rex. Varios médicos, entre los cuales me encuentro
yo, tratamos de luchar contra estas fiebres malignas. Pero lo
primero que hemos de descubrir es a qué se debe tal enfermedad.
Cuando hayamos aislado el virus, podremos empezar a buscar el
antídoto…
Rex dio unos pasos por la habitación, cogiéndose la cabeza con
las manos.
—Yo aplico una inyección, señor Winter…
Rex giró, esperanzado.
—¡Hágalo!
—Pero no cura la enfermedad. Por ello he esperado a hablarle
de este remedio hasta después de exponerle la verdadera situación.
Es una solución de mercurocromo y no produce más efectos que los
de retrasar el inevitable desenlace En el caso de su madre… —Bill
hizo una pausa, añadiendo—: Me temo que el final llegará muy
pronto…
Rex meneó la cabeza, replicando:
—Póngale esa inyección, doctor.
—De acuerdo. Desde que estoy en el valle siempre llevo en el
maletín una dosis de la solución.
Bill hizo los preparativos, y, poco después, introducía la aguja en
una vena del brazo de la enferma, inyectándole cinco centímetros
cúbicos de mercurocromo.
—¿No cree que tarda mucho en recuperar el sentido, doctor? —
preguntóle Rex cuando hubo terminado.
—Ahora está durmiendo. Su agotamiento ha llegado a un punto
crítico y el esfuerzo que ha hecho al levantarse de la cama la ha
fulminado. Lo que me preocupa ahora, Winter, es de qué forma nos
vamos a valer para volverla a inyectar…
—Eso no es obstáculo. Yo me atrevo a hacerlo.
—Muy bien. En ese caso, le dejaré el instrumental. No tengo más
solución en el maletín, pero se la tendré preparada mañana en mi
casa. Venga por ella. Mi dirección es la misma que la del doctor
Dugan.
—Pasaré a mediodía.
—Inyéctele otros cinco centímetros cúbicos dentro de
veinticuatro horas.
—¿Qué le digo a ella cuando despierte?
—Dígale que usted me mató y me enterró en el jardín. Es una
mentira macabra, pero la ayudará a sosegarse…
Rex acompañó a Bill hasta la puerta de la casa.
—Continúa lloviendo. ¿No quiere quedarse a pasar la noche,
doctor?
—No; gracias. Me esperan en Jaysenberg. Hasta mañana,
Winter.
Echó a correr hacia el cobertizo y, entonces, oyó gritar a Rex:
—¡No me ha dicho lo que le debo!
Pero él no contestó, sonriendo al recordar que si se enteraba
Peggy le llevaría otras tres cargas de leña.
En el viaje de regreso continuó remojándose, y a medianoche
logró llegar a la ciudad.
Después de dejar bien acondicionado al ruano en el establo,
entró en su casa, abriendo la puerta principal con la llave,
deteniéndose en el vestíbulo, asombrado al ver a Peggy dormida
sobre un sofá y envuelta en una manta. Sobre la mesa ardía la llama
de una lámpara.
Contempló a la joven largo rato, admirándose de su belleza, que
en aquella actitud era serena y dulce.
Ella se movió en aquel momento y una de las puntas de la manta
que tenía sobre el pecho resbaló y cayó al suelo.
Bill se agachó, cogió la manta y colocóla como había estado
anteriormente. Sus dedos rozaron sin querer la mejilla de Peggy,
sintiendo la caricia de la suave y tibia piel.
Se quedó así, inclinado, extasiado en la contemplación, y
súbitamente ella abrió los párpados, los cerró y volviólos a abrir. Al
descubrir el rostro de él, dio un respingo y se despertó totalmente…
—¿Ha visto a la madre de Rex…?
—Sí.
—No lo creo. Tuvo al fin miedo y se volvió.
—Su novio la convencerá mañana. Entretanto, puede irse a
dormir a su casa…
—¿Cree que pensaba pasar la noche aquí? ¡Ni aunque me
regalase la cama!
Incorporáronse ambos y ella le puso a él la manta entre las
manos.
—¿Ha bebido el vaso de leche? —inquirió Bill.
—Se lo había prometido, ¿no? Yo cumplo siempre lo que digo.
—¡Qué buena chica! —ironizó el doctor—. Vuelva otro día y
Helen la obsequiará con otro vaso.
Peggy abrió la puerta, exclamando:
—¡Sólo pisaré su casa en casos desesperados, doctor…!
—Está bien; pero no dé un portazo al marcharse.
—Claro que no —convino la joven—. Por nada del mundo haría
una cosa que le molestase a usted…
—Adiós, Peggy —sonrió él, gratamente impresionado por las
últimas palabras de la joven.
—Hasta la vista, doctor Harrow —replicó ella, con meliflua
sonrisa.
E inmediatamente, Peggy salió de la casa, dando tan terrible
portazo que conmovió las paredes.
Bill se tapó los oídos para evitar las vibraciones, al tiempo que
emitía un prolongado gemido.
CAPÍTULO VI
Bill había enviado sendas notas al alcalde, juez y sheriff, diciéndoles
que necesitaba hablar con ellos conjuntamente. Como el magistrado
se encontraba bajo los efectos de su ataque reumático decidióse
celebrar la reunión en su casa. A la hora fijada, las siete de la tarde,
los cuatro hombres se hallaban en el despacho del juez y Bill pasó,
inmediatamente, a contarles el motivo de su requerimiento; la
enfermedad de Ruth Winter y la visita que le había hecho la noche
anterior. Cuando terminó el relato, sus oyentes guardaron silencio
durante algunos minutos.
—Entonces —dijo, al fin, el alcalde tras un fuerte carraspeo—.
Ruth va a morir…
—Irremisiblemente —sentenció Bill—. La ciencia no puede
hacer ya nada por ella.
—Esto puede precipitar los acontecimientos —apuntó el sheriff
—. Si los Winter se enteraran de la muerte de su madre…
—¡Tonterías! —le interrumpió el juez Russell, que se sentaba en
un gran sillón de cuero—. Las Víboras están muy lejos. Yo nunca he
creído que llevasen a cabo su juramento. Son cosas que se hacen
cuando el ánimo está excitado. Actualmente, se hallan demasiado
ocupados en sus robos y saqueos para venir a Jaysenberg. ¿Qué
iban a ganar con ello? Se exponen a un fracaso. Atacar a una ciudad
entera no es lo mismo que asaltar un Banco o un rancho solitario…
El sheriff replicó:
—Usted olvida el pánico que produce entre nuestros ciudadanos
sólo oír el nombre de los Winter.
—¡Y yo le repito que cuando el peligro se cierna sobre nuestro
pueblo, si es que los Winter se deciden a atacar, todos apretarán
filas y se defenderán como un solo hombre!
—El tiempo se encargará de sacarle de su error, juez.
Harrow intervino, diciendo:
—Creo que ya es hora de que se den cuenta de que puede existir
un riesgo mayor para Jaysenberg que el de los Winter, caballeros…
—¿Un riesgo mayor? —inquirió el alcalde—. ¿Está de broma,
doctor?
—Desgraciadamente, el asunto es bastante serio. Ustedes se
preguntaban el día que firmé nuestro contrato por qué lo hacía,
siendo así que conocía la historia de los Winter. Pues, bien, en este
instante puedo informarles al respecto. Vine aquí para investigar la
fiebre de las Montañas Rocosas.
En el despacho se hizo un silencio, que rompió el sheriff al cabo
de un rato.
—¿Se refiere a las calenturas que mataron a Mac Kinley?
—Y que ahora matarán a Ruth Winter. Es una enfermedad
desconocida que empezó a elegir sus primeras víctimas cuando los
emigrantes llegaron a las Montañas Rocosas. Por eso se la ha
denominado así.
—Pero no pretenderá asustarnos con eso —declaró el juez—. Es
posible que en los últimos diez años hayan muerto en Jaysenberg y
el valle, veinte o treinta personas de esas malditas fiebres. El
número de víctimas que abarca una década no es como para
inquietarse…
—Mas llegaría a constituir un problema de sanidad pública si los
casos aislados degenerasen en una epidemia.
—¿Qué razón alega para temer tal cosa? Insisto en que jamás
hemos tenido epidemia de clase alguna. El valle está bien situado,
el clima es benigno y, en general, se disfruta de magnífica salud. Yo
soy una de las pocas excepciones, con este reuma que no me deja en
paz…
Bill dio unos pasos por la habitación en actitud pensativa.
—Caballeros —dijo, deteniéndose y paseando la mirada por los
rostros de sus interlocutores—, llevo cinco años, desde que me
gradué, dedicado al estudio de esta enfermedad. Las conclusiones
que he sacado al correr ese tiempo son las siguientes: La fiebre de
las Montañas Rocosas sólo se presenta en lugares donde existen
grandes extensiones de bosques. Se transmite al hombre por una
garrapata a través de los roedores silvestres que habitan esos
bosques. Es una infección puramente estacional. Para propagarse
necesita un clima tibio, francamente primaveral. El único antídoto
que se conoce contra esa garrapata es el frío —Bill hizo una pausa,
prosiguiendo después—: Cuando leí el anuncio de ustedes, no dudé
en ofrecerles mis servicios, ya que esta región la tenía clasificada
como una de las más propensas a ser víctima de una epidemia.
—¿Por qué? —inquirió el alcalde—. Seguimos sin saber los
motivos de esa conclusión…
—Es sencillo. El valle podría convertirse en un auténtico
cementerio cuando el invierno no fuese extremadamente frío, que
es la estación en que las garrapatas yacen aletargadas debajo de
troncos y piedras, y están expuestas a morir. ¿Nevó el año pasado
en Jaysenberg?
—Nos pasamos casi dos meses con todo el valle cubierto de
nieve —contestó el sheriff.
—¿Y el anterior?
—No recuerdo un invierno más frío —repuso ahora el juez—. Lo
pasé sentado en este sillón sin apenas salir a la calle. Tuve que
suspender tres veces un juicio.
—¿Y hace tres años, o cuatro, o cinco…? Ahórrense los esfuerzos
de memoria. En los últimos veinticinco años, fecha a la que
alcanzan mis estudios médicos de la región, ni uno solo dejó de
nevar. ¡Tan sólo durante éste no ha caído un copo de nieve…!
—Es cierto —convino el alcalde—, pero ha llovido.
—La lluvia no mata a los artrópodos, transmisores de la
enfermedad, caballeros.
Los tres representantes de la autoridad se miraron sorprendidos.
Lo que decía el doctor había llegado a despertar su interés.
—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó, con voz un poco
velada el sheriff.
—Permítanme hablarles antes del síntoma más alarmante. La
infección en el hombre aparece casi siempre cuando la primavera
está muy avanzada, en abril, mayo y junio. Esto es lógico, teniendo
en cuenta lo que anteriormente les he explicado.
—Así es, doctor —convino el alcalde—. Todos los que han
muerto de fiebres han muerto por esa época…
Bill dijo con gravedad:
—Todos menos Mac Kinley, el doctor Dugan y ahora Ruth
Winter…
En la habitación se hubiera podido oír el aleteo de una mosca.
—De estos tres últimos casos —prosiguió Harrow—, los dos
primeros se han presentado en pleno invierno y el de la señora
Winter cuando faltan algunos días para que llegue la primavera…
—¿Entonces…? —empezó a preguntar el sheriff y tuvo que
detenerse para tragar saliva.
Bill, no obstante, contestó:
—Es muy probable que durante la primavera la fiebre haga
estragos en el valle. Todos los síntomas favorecen una epidemia en
gran escala. El artrópodo transmisor se desarrollará en condiciones
óptimas y los habrá a millares. Las personas contaminadas
contagiarán a las sanas…
—¡Pero ha de existir algún medio de luchar contra la
enfermedad! —rugió el alcalde.
El médico meneó la cabeza en sentido negativo.
—Ninguno. Pero ahora podremos dedicarnos a conseguirlo…
—¿Quiere decir —inquirió el juez—, que usted ha sido quien ha
descubierto esa garrapata?
—He tenido más suerte que mis colegas. Yo había construido
una hipótesis y al llegar he comprobado su certeza.
—Por eso quería ir a los bosques de MacKinley… —dijo el
sheriff.
—Exactamente. Una ardilla, un conejo y un tejón me han
servido para la investigación. En todos ellos he encontrado
artrópodos en estado letárgico. Pero, en cambio, he fracasado por
ahora en mis intentos por conseguir un antídoto… Hubiese sido
todo demasiado fácil…
—¿Y qué aconseja que hagamos? —inquirió el alcalde.
Bill se humedeció los labios con la lengua, y titubeó unos
segundos antes de contestar:
—Que abandonen el valle…
El juez dio un salto en el sillón.
—¿Qué dice…? ¿Evacuar el valle? ¿Es que se ha vuelto loco?
—No se me ocurre una idea mejor.
—¡Eso no puede hacerse…! ¡Aquí tenemos nuestros hogares,
nuestras tierras…! ¿Cree que es fácil desligar a ciento cincuenta
familias del suelo en que viven desde hace largos años?
—Pero será que queden enterrados bajo él.
—¡Pero todo cuanto usted ha dicho son suposiciones…! Usted ha
investigado, ha estudiado esa enfermedad, pero jamás ha tenido
oportunidad de comprobar si sus conclusiones respecto a la
epidemia son ciertas… ¿No es así?
—Ciertamente. Lo relativo a la epidemia es una hipótesis, aun
cuando opino que se debe considerar como segura…
—¡Usted opina…! ¡Lo cual quiere decir que puede equivocarse!
—También cabe esa posibilidad.
—Entonces, ¿por qué demonios nos mete el miedo en el cuerpo?
—Como médico de Jaysenberg he creído que era mi deber
ponerles al corriente…
—¡Y nosotros le agradecemos su diligencia, señor doctor…!
¡Pero no podemos seguir sus instrucciones, porque equivaldría a
nuestra ruina…!
El sheriff carraspeó, interviniendo:
—¿No cabría un término medio, doctor Harrow…? Por ejemplo,
establecer un lugar para los enfermos, si el valle llegase a estar en
peligro…
—Lo haríamos, pero las probabilidades de contagio apenas
disminuirían. Tenga en cuenta que el agente transmisor es una
garrapata de insignificante tamaño que se arrastra por todas partes
cuando el ambiente le es favorable.
—¡Repito que no debemos preocuparnos! —exclamó iracundo el
juez—. Apuesto a que ocurrirá lo de todos los años. Morirán cinco o
seis y será toda la epidemia que suframos…
—Celebraría que acertase, señor Russell —dijo Bill—. Y ahora,
caballeros, he de retirarme. Buenas tardes.
Hizo una inclinación de cabeza y salió del despacho, cerrando la
puerta tras sí.
Cuando se dirigía hacia la salida de la casa, una voz femenina lo
detuvo.
—¿Qué tal, doctor?
Se volvió, encontrándose con Lidya Russell.
La joven, que no había cumplido aún los veintidós años, era
esbelta, grácil, de suaves curvas y largas piernas. Poseía una
hermosa cabellera negra y unos ojos azules de mirada brillante. Sus
facciones eran perfectas.
—¿Qué le pasa, Bill? —preguntó la bella al no recibir respuesta
del médico—. Le veo con el ceño fruncido. ¿Ha peleado con papá?
—De ninguna manera —sonrió él—. Es que estoy un poco
preocupado.
—¿Algún enfermo?
—Sí; pero pronto pasará.
Siguieron andando hacia la puerta y ella inquirió:
—¿Tiene usted ya pareja para el baile del domingo, Bill?
—¿Un baile? Es la primera noticia que me dan.
—Es costumbre celebrar una fiesta al comienzo de la primavera.
En el transcurso de ella se recaudan fondos para las familias pobres.
¿Irá usted?
—Supongo que si no asisto, seré la comidilla de las señoras.
¿Está usted comprometida?
—¡Claro que no! —contestó rápidamente la muchacha—. Venga
a buscarme a las nueve y media…
Bill asintió, despidiéndose a continuación.
Cuando cabalgaba sobre su corcel en dirección a su casa vio a
Peggy, que trataba de subir a un carro un cajón de provisiones a la
puerta de un almacén.
—Buenas tardes, señorita Blake —la saludó, tocándose el ala del
sombrero—. ¿Puedo ayudarla?
La leñadora apoyó la carga en la rueda del vehículo y dobló la
cabeza, mirando rencorosamente a Bill.
—Gracias; no necesito su ayuda…
Aún no había terminado de pronunciar la última palabra cuando
la caja resbaló, cayendo al suelo y saliéndose la mercancía. Varias
latas de conservas vegetales rodaron por la acera.
Bill cruzó los brazos tranquilamente, preguntando:
—¿Decía usted…?
Peggy se mordió el labio inferior mientras asaeteaba al doctor
con sus grandes ojos verdes.
—¿Es que no ve lo que ha pasado, señor Harrow…? ¿Va a
estarse ahí quieto?
—¿Quiere pedírmelo por favor?
Peggy inspiró profundamente y después hizo una cómica
reverencia, diciendo:
—Se lo ruego, doctor. ¿Puede ayudarme a recoger mis
provisiones?
Bill sonrió, desmontando. Cuando las mercancías estuvieron
dentro del cajón y este encima del carro, Peggy dijo, con tono
desabrido:
—¿Debo darle las gracias?
—¿Qué cree haría una señorita educada en su lugar?
Ella volvió a sentir un arrebato de ira:
—Así que no tengo educación, ¿eh, señor Harrow? Está muy
acostumbrado a codearse con la crema de Jaysenberg… La señorita
Lidya Russell seguramente se dirige a usted con la boca llena de
jalea para que sus palabras resulten más dulces…
—Una señorita no habla nunca con la boca llena, Peggy… Y en
cuanto a lo de la hija del juez, veo que está muy enterada de mis
relaciones sociales…
—¡Es lo que se habla por ahí!
—¿Por dónde?
—¿Por dónde va a ser…? ¡Por ahí…! ¡Por todo el pueblo…! ¡Y
ya dicen que usted se casará con ella…!
—¿Es que no le gusta?
—¿A mí? —Peggy apretó el dedo pulgar en su escote—. ¿Qué
me importa a mí que se case usted con Lidya, Elisa o Cándida…?
La joven dio un salto, subió al pescante y terminó diciendo:
—¡Valiente tontería! —fustigó al animal que tiraba del vehículo,
gritándole—: ¡Arre, «Veloz»! ¡Y ya sabes que tienes que codearte
con las caballerías del juez, si quieres llegar a ser un caballo con
educación…!
Bill quedó en la acera, rascándose la nuca, mientras
contemplaba a la joven que se alejaba.
CAPÍTULO VII
La orquesta, formada por un piano y dos violines, atacó un vals y
Lidya Russell ofreció su cintura a Bill Harrow diciéndole:
—¿Me promete poner más entusiasmo que en la última polka?
Bill sonrió, contestando:
—Cuente con ello.
Era cierto que hasta entonces no había prestado mucho interés a
la fiesta. Estaba preocupado. Hacía cuarenta y ocho horas que no
tenía noticias de Rex Winter. Durante dos tardes consecutivas, Rex
había acudido a su despacho para hacerse cargo de la dosis de
mercurocromo que debía inyectar a su madre, y de pronto había
interrumpido sus visitas. ¿Por qué? ¿Quería decir ello que Ruth
Winter había muerto? En ese caso, ¿por qué no le había avisado? Él
dejó pasar el primer día de ausencia y cuando transcurrieron otras
veinticuatro horas sin que Rex apareciese, pensó ir otra vez al
rancho maldito. Mas en el instante en que se iba a poner en camino,
le llegó un recado urgente. Uno de los ciudadanos de Jaysenberg
había recibido en la frente la coz de un caballo. Tuvo que hacer una
delicada cura y cuando terminó, era casi la hora de ir a recoger a
Lidya, como había prometido. Sólo tuvo el tiempo justo para
cambiarse de ropa.
—¿En qué piensa, doctor?
Bill enrojeció. De nuevo había perdido el compás, pensando en
lo que podría haber ocurrido.
—Perdóneme, Lidya…
—¿Acaso marcha algo mal?
—No es nada que pueda inquietarle a usted.
—¿Por qué no olvida, pues, aunque sólo sea por una noche, sus
enfermos y trata de divertirse, Bill?
—Lo procuraré a partir de este instante.
Pero entonces vio entrar en el salón a Peggy Blake y volvió a dar
un traspié.
Lidya siguió su mirada, descubriendo la causa del estropicio.
—¿Conoce a nuestra leñadora?
—Sí; la asistí de una caída.
—¿Muy grave?
—No; ya ve que no le impide acudir al baile.
—Es raro que una chica venga aquí sin compañía. Parece que ha
entrado sola.
Bill miró a Peggy, comprobando que la observación de Lidya
estaba bien hecha. Había pensado por un momento que Rex Winter
se habría quedado atrás.
—Si quiere comprobar su estado, podemos acercarnos a Peggy
—dijo irónica la hija del juez Russell.
—No es necesario. Desde aquí puedo observar que se encuentra
bien.
—Demasiado bien, a juzgar por las miradas varoniles que
convergen en ella. Es muy bonita nuestra leñadora, ¿no le parece,
doctor?
Bill no respondió a la sugerencia. Sus ojos se encontraron con los
de Peggy y quedáronse ambos mirándose fijamente. Luego, Bill
inclinó levemente la cabeza y ella le replicó, muy seria, con el
mismo saludo.
La orquesta terminó la interpretación del vals y los músicos
dejaron sus instrumentos para remojar la garganta.
El sheriff se acercó donde se hallaba Lidya y Bill, entablándose
entre ellos un diálogo. Pasados unos minutos, el médico se disculpó,
dirigiéndose hacia el lugar en que Peggy se encontraba.
—¡Por fin ha venido, doctor…! Empezaba a impacientarme…
Bill frunció el ceño y preguntó:
—¿Sucede algo?
—En la calle le aguardan. Ha de salir ahora mismo. Es urgente.
—¿Rex Winter?
—Sí. Pero, por favor, dese prisa, no se quede parado.
—Está bien; venga conmigo.
Los dos jóvenes cruzaron el salón, y después de recoger Bill en el
vestíbulo su sombrero, salieron a la calle.
—¿Dónde está su novio? —inquirió Bill, viendo que por las
inmediaciones no había nadie.
—Está a la vuelta de la esquina.
Echaron a andar, preguntando Harrow:
—¿Le ha dicho algo de su madre?
—Él se lo contará todo.
De súbito, al doblar la calle transversal que estaba envuelta en la
oscuridad, Bill sintió que le aplicaban el cañón de un revólver en los
riñones y se detuvo.
—¡No grite ni resuelle, matasanos! —le amenazó una voz
desconocida.
Unas manos le desarmaron hábilmente en menos de dos
segundos.
—¿Qué es esto? —dijo roncamente—. ¿Un atraco?
—No se haga esas ilusiones, compadre, y tire para su casa.
Bill miró a Peggy, que continuaba a su lado sin abrir la boca.
—De modo que la han utilizado de gancho…
El hombre que le tenía prisionero dejó oír de nuevo su voz:
—Si le oigo hablar otra vez, tendrá motivos para arrepentirse,
doctor. Vaya derechito a casa sin hacer preguntas, y seguirá
gozando de una salud de hierro…
Bill decidió que nada podía hacer por el momento y obedeció.
Minutos más tarde llegaban a la meta señalada por el de la pistola,
quien, entonces, dijo:
—¿Donde tiene su maletín, doctor?
—En la primera habitación a la entrada.
—Vamos a pasar al interior. Usted cogerá el maletín y
volveremos a salir…
—¿Qué padece el enfermo que he de reconocer? Necesito
saberlo por si requiere cualquier cosa especial.
—Va a ver a la señora Winter. Está muriéndose.
Bill sacó la llave, abrió la puerta, entró seguido del otro y cogió
el maletín. Al volverse, vio por primera vez al pistolero. Tendría
unos veinticinco años y era de estatura regular, con ojos pequeños y
barba cerrada. La camisa y el pantalón necesitaban un buen lavado
y planchado. En cuanto al pañuelo que le rodeaba el cuello, su
mejor destino hubiese sido el estercólelo. Estaba deshilachado y
sucio.
—Para que su curiosidad quede totalmente satisfecha, doctor, le
diré que me llamo Barry Curtis y que estoy considerado como un
buen tirador de pistola. ¡Y ahora, en marcha!
—He de recoger mi caballo.
—Se lo tengo ensillado en las afueras. Ya sabe el camino.
Salieron al exterior y Peggy se les unió, encaminándose hacia la
carretera por la que se llegaba al rancho de los Winter.
La leñadora también tenía preparada su cabalgadura y poco
después los tres jinetes emprendían un galope rápido.
Cuando llegaron al cobertizo que Bill conocía, era medianoche.
Desmontaron y, acercáronse a la gran puerta de la hacienda. Curtis
llamó, y al instante, alguien que había oído el ruido producido por
su llegada, les franqueó la entrada. Era otro hombre que Harrow no
había visto nunca. Tenía en la mano la lámpara de aceite. Era
rechoncho, carirredondo, de brazos muy cortos. No había aprendido
a reír y sus labios dibujaban una mueca.
El cuarteto dejó atrás el corredor, pasando a la habitación en
que Bill había estado con Rex. Éste se hallaba también allí, sentado
en el sillón próximo a la ventana.
El de la lámpara, luego de dejar esta sobre la mesa, se volvió
hacia el médico, que se había quedado inmóvil en el centro de la
habitación, y díjole:
—Soy Oscar Winter, doctor. Mis dos hermanos y yo hemos
tenido noticias de que usted no ha visitado a mi madre durante su
enfermedad…
—¡Te he dicho que estuvo aquí! —gritó Rex—. ¡Y vino por su
propia voluntad!
—Será mejor que tú te calles, hermanito. —Oscar miró
fieramente a Rex y éste resopló vencido.
Bill dijo entonces:
—¿Sabe que su madre se ha negado a aceptar toda clase de
ayuda…?
Oscar apretó los dientes, replicando:
—No me importan esas monsergas, doctor. Lo trascendental es
que usted va a evitar que ella se muera si no quiere acompañarla en
su último viaje.
—No existe remedio que la pueda salvar, señor Winter.
—¡Pues tampoco lo habrá para usted!
Peggy saltó de pronto:
—¡Esto no es lo que me dijiste, Oscar Winter!
El aludido hizo otra mueca, mirando a la joven.
—¿Que quieres? ¿Que le regale bombones después que no ha
hecho nada por mi madre?
—¡Pero ya has oído a Rex…! El doctor vino y ella se negó a que
la viese…
—Veo que el doctor tiene muchos defensores. ¿Tan simpático es
usted a esta pobre gente, señor Harrow?
—No puedo apreciarlo. Será mejor que reconozca a su madre.
—¡Estupendo, muchacho! Eso se llama tener ganas de trabajar.
Bill pasó al dormitorio y Oscar lo siguió revólver en mano.
Peggy entró con la lámpara.
Ruth Winter se hallaba postrada en la cama. Hubiese parecido
muerta a no ser por la débil respiración que agitaba su pecho.
Harrow la auscultó, tomó el pulso y la temperatura. Luego dijo a
Oscar:
—Le queda muy poco que vivir. Pueden ser minutos.
—¡Bien, ahí la tiene…! ¿Qué va a hacer por ella? ¿O es que
piensa dejarla morir como un animal?
—Le repito que no puedo hacer nada. Ha vivido tres o cuatro
días gracias a unas inyecciones de mercurocromo.
—¡Póngale una!
—La inyección sólo hizo demorar su muerte. Pero ahora todo es
inútil.
Oscar Winter taladró con la mirada los ojos del doctor. Su frente
se arrugó mientras sus labios se entreabrían en una mueca feroz.
—¡Si usted no es capaz de curar, está de sobra en el mundo,
matasanos!
Peggy se puso delante de Harrow.
—¡Eres un bruto, Oscar…! ¡Eso es lo que eres…! Yo me
encargué de sacar al doctor del baile y yo seré quien lo devuelva a
la fiesta…
El forajido emitió una risita.
—Sudarías mucho si él se muriese, ¿verdad, idiota? ¡Métete en
tus cosas, Peggy…! ¡Esto es sólo para hombres…!
De pronto, Ruth Winter abrió los ojos, murmurando palabras
ininteligibles. Oscar se inclinó ansioso sobre su cabeza.
—Soy yo, madre… Oscar…
La mujer lo miró como si tratase de reconocerlo, pero su cara no
indicó que lo consiguiese.
—Madre… pronto te curarás… Te llevaremos con nosotros y
podrás ver a Glen y a Edmund… Somos poderosos, tenemos una
fortuna, nos conocen en todas partes… Es lo que tú querías, ¿te
acuerdas…? No hay nadie que se ría de los Winter…
Ruth cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—¿Me oyes, madre? —seguía diciendo Oscar, zarandeándola
suavemente de un hombro—. ¡Estarás orgullosa de nosotros! ¡Somos
invencibles…! ¡Tenemos bajo nuestro mando a docenas de
hombres…! ¡Y les damos órdenes y ellos obedecen…! ¡Es nuestro
ejército…! ¡Si quisiéramos, llegaríamos a tomar Kansas City…!
Hizo una pausa, y entonces dijo Bill:
—Su madre no le puede oír.
Oscar levantó la cabeza con un movimiento brusco.
—¿Qué dice?
—Está muerta.
—¿Muerta? —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Eso
es imposible…! ¡Ella no puede morir!
Bill se dio cuenta de que la mente desequilibrada de Ruth había
dejado huella en la de sus hijos, a través de la ley de herencia. Tan
sólo Rex parecía haberse librado de aquella maldición atávica. Pero
no era momento para sacar conclusiones científicas. Los ojos de
Oscar brillaban como carbunclos. Su labio inferior colgaba en Una
expresión infrahumana.
Rex entró lentamente en el dormitorio y al ver el cadáver de su
madre dio un sollozo, ocultando el rostro entre las manos.
Peggy se acercó a la cama, cogió la punta de la sábana y cubrió
la cabeza de Ruth.
Bill fue metiendo su instrumental en el maletín, y luego lo cerró,
produciendo un chasquido que en aquel lúgubre silencio equivalió
al disparo de un rifle.
Oscar apuntó nuevamente al doctor con su arma, ordenándole:
—¡Sal fuera…!
Él obedeció, pero la joven no se apartó de su lado.
Barry Curtis estaba sentado en el sillón con la cabeza apoyada
en el respaldo como si dormitase.
Bill, al trasponer la puerta, se ladeó unos centímetros, y cuando
Oscar pasó tras Peggy, le lanzó un terrible puñetazo en el estómago.
El forajido lanzo un aullido y se dobló. El doctor lo cogió por la
cintura y desarmóle.
Todo sucedió tan rápidamente que Curtis, cuando dio un salto,
echando mano a un revólver, se encontró encañonado por Bill.
—Estese quieto, celebridad —dijo el médico, con voz cortante—.
¡Entregue la artillería a Peggy…!
La joven se hizo cargo de los «Colt» y apartóse del bandido. Bill
empujó a Oscar, mandándolo con su compañero.
—Bien —declaró—. Ahora me van a escuchar a mí.
Oscar lanzó un salivazo, que cayó junto a una bota de Harrow.
—Si vuelve a repetir esa grosería le descerrajo un tiro en la boca
para que no pueda hacerlo más —le advirtió.
—¿Qué va a hacer con ellos? —preguntó Rex a sus espaldas.
—Debiera entregarlos al sheriff, pero no lo haré porque me
repugna la idea. Su hermano ha venido a ver morir a su madre.
¡Márchense!
Oscar sonrió glacialmente, preguntando:
—¿Espera que le tenga en cuenta su gesto, doctor?
—No espero nada de usted.
Curtis tocó el brazo de su jefe.
—Vámonos… Aquí ya no hacemos nada. ¿Nos da nuestras
armas, doctor?
—Se quedan aquí como garantía de que se largan. No estarían
mucho tiempo desarmados por estos contornos sin caer en manos de
la justicia…
Los dos forajidos echaron a andar y Bill fue tras ellos, hasta que
montaron en los caballos.
—No tendrá tanta suerte la próxima vez —dijo Oscar y lanzó su
animal al galope, emprendiendo también la carrera Curtis.
Bill los vio perderse envueltos en las sombras de la noche y
luego regresó junto a Peggy y Rex.
Ella dijo:
—Tendrá que irse del valle, señor Harrow.
—Estoy bien en él.
—Esos dos tratarán de tomarse el desquite. Los ha puesto en
ridículo y jamás se lo perdonarán…
—Quizá sea peor para ellos…
Rex contó que diez días antes había mandado una carta a sus
hermanos, comunicándoles el grave estado en que se encontraba su
madre. Al anochecer habían llegado Oscar y Curtis, y el primero se
empeñó en ir a buscarlo a él, Harrow, para que atendiese a Ruth, a
cuyo objeto se valió de Peggy para sacarlo de la fiesta.
Luego, el menor de los Winter manifestó el deseo de enterrar a
la muerta y Bill se ofreció a ayudarle.
Cavaron la fosa cerca de un ciprés y dieron descanso al cuerpo
de Ruth. Rex dio las gracias a Bill y éste se despidió.
Peggy propuso a su novio:
—¿Por qué no te vas a vivir a Jaysenberg? Esto será un infierno
de recuerdos para ti a partir de ahora…
—Me quedaré, Peggy… No te preocupes por mí. Vete con el
doctor.
Bill y la joven montaron en sus respectivas sillas y se alejaron de
Rex. Ninguno de los dos rompió el silencio hasta llegar ante la casa
del doctor. Entonces, dijo éste:
—Entre conmigo, Peggy.
—¿Para qué…? Debo volver junto a mi hermano.
—Necesito hablar con usted.
La leñadora lo miró un rato y, finalmente, asintió con un
movimiento de cabeza.
Al entrar en la casa, Helen Dugan, que se encontraba sentada en
una silla, se incorporó, exclamando:
—¡Al fin, es usted, Bill…! ¡Creí que le había ocurrido algo!
—¿No sabía que había baile?
—El baile terminó hace dos horas —contestó la buena mujer
dirigiendo una mirada escrutadora a Peggy, que no había
despegado los labios.
Bill masculló unas palabras, recordando que había dejado a
Lidya Russell excusándose por un instante… ¡y no había vuelto a su
lado…!
—Helen —dijo—. Prepare un baño bien caliente para la señorita
Blake…
—¿A estas horas…?
—¡No! —gritó Peggy, y dio un tirón de Harrow para enfrentarlo
con ella—. ¿Es otra de sus bromas?
—Nada de bromas. Usted se bañará porque Ruth Winter ha
muerto de una enfermedad contagiosa.
—¡Es cuenta mía, entonces!
—Se equivoca. Soy el médico del valle y no puedo consentir una
epidemia —Bill bajó la voz al añadir—: en lo que dependa de mí…
—¿Y si no le hago caso? —inquirió Peggy, con fiereza.
—¡La bañaré yo, si me obliga a ello!
La hembra puso de pronto una cara compungida, y dijo a Helen:
—Prepare el baño, señora Dugan… ¡pero jamás volveré a poner
un pie en esta casa…!
CAPÍTULO VIII
Lo peor llegó dos semanas más tarde. Bill paseaba al lado de Lidya
Russell en una mañana primaveral por las afueras del pueblo. La
joven había aceptado sus excusas al día siguiente del baile y ahora
ambos charlaban afablemente. El cielo estaba limpio de nubes.
De pronto se detuvieron, contemplando la extraña procesión que
se aproximaba a Jaysenberg. Estaba formada por cuatro jinetes y un
caballo, sobre cuya silla venía un hombre atravesado. Sus brazos y
piernas colgaban inertes y había sido atado con una cuerda para
evitar su caída.
—Es Frank Martin —murmuró Lidya, cuando los otros
estuvieron cerca de ellos.
Bill se puso en medio de la carretera, interceptando el paso a la
comitiva. El grupo se detuvo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, mirando de hito en hito a los
jinetes.
—Es mi hijo, doctor —contestó un hombre de nariz aguileña y
ojos pequeños—. Ha querido evitarle trabajo y se ha muerto.
—Lo siento. ¿Ha sido un accidente?
—No. Estaba trabajando la tierra y se derrumbó. Cuando
acudimos a su lado, sólo tuvo tiempo de despedirse.
—¿Padecía alguna enfermedad?
—¿Y qué importa eso? ¿O es que me lo va a resucitar?
—Si quiere, Martin, puede callarse, pero haría un gran bien a la
comunidad diciéndome lo que sepa respecto a la causa de su
muerte…
Tras una vacilación, el padre del difunto contestó:
—Tenía fiebre desde unos días antes y de noche deliraba.
—Comenzó de repente, ¿verdad?
—Sí; nunca había padecido de nada. Era más fuerte que yo.
Siempre se jactaba de que viviría más que su abuelo, que está en los
ochenta.
Bill frunció el ceño, diciendo:
—Primero sintió dolores de cabeza, escalofríos y la fiebre le
empezó a subir.
Martin dio la callada por respuesta.
—Luego —continuó el médico—, todos esos síntomas fueron
acompañados de dolores en la espalda y en las extremidades. A los
tres o cuatro días de estar así, le brotó una especie de sarampión
por los tobillos, las muñecas, la frente, se corrió a la espalda y le fue
subiendo por el tronco.
Los cuatro de a caballo escuchaban al doctor con creciente
estupor.
—El color rojizo de las manchas se tornó, poco a poco, en
azulado, y es probable que tuviese algunas hemorragias entre las
junturas de los dedos de las manos y pies y en el lóbulo de la
oreja…
Martin susurró una afirmación.
—¿Por qué no me lo trajo a mi consulta? —inquirió Bill.
El interrogado continuó sin habla.
—Estos hombres son supersticiosos —contestó por él Lidya—.
Hay una mujer en el pueblo que todo lo cura con hierbas del
monte… ¿Lo puso en manos de Jane, Douglas?
Douglas Martin respondió:
—Sí… ella lo ha cuidado… Dijo que no tenía importancia y le
recetó un líquido extraído de no sé qué plantas.
Tras un largo silencio, Bill se acercó al cadáver, cogió uno de los
brazos y lo levantó observando la muñeca.
—Me lo llevaré a mi casa, Douglas —dijo, al cabo de un rato.
El padre de Frank preguntó, con voz ronca:
—¿Para qué lo quiere? Está muerto.
—Necesito comprobar la enfermedad.
Douglas miró fijamente al doctor y sacó su revólver diciendo:
—No se lo llevará, doctor.
—Le repito que lo necesito. Quizá la muerte de Frank sirva para
evitar las de otros muchos.
—Sé para qué lo quiere. Me pertenece a mí. Es mi hijo y usted
no tiene ningún derecho sobre él. Yo lo enterraré esta tarde. Quítese
de en medio, doctor…
Bill no se movió del lugar que pisaba.
—¡Apártese, doctor, o serán dos los entierros!
Lidya empujó a Harrow, sacándolo de la carretera, y el grupo
continuó hacia Jaysenberg.
Bill murmuró quedamente:
—Es posible que sea la última oportunidad.
—¿A qué se refiere? —preguntó la muchacha—. Desde que lo
conozco he observado algo raro en usted. ¿Qué es lo que ha venido
a buscar al valle, Bill?…
Él sonrió, contestando:
—Será mejor que no se lo diga ahora. Deje las preocupaciones
para mí…
Regresaron al pueblo y cuando Bill caminaba por la acera en
dirección a su casa, después de haber dejado a Lidya en la puerta de
la suya, oyó una voz que le llamaba:
—¡Eh, doctor…! ¡Espere!
Era Louis Benny, el sheriff, quien cruzaba la calle, acercándosele.
—¿Qué ocurre? —preguntó, cuando el otro llegó a su lado.
—¿No sabe la última noticia, Harrow?
—Si se refiere a la muerte de Frank Martin, estoy al corriente de
todo.
—No; es respecto a las Víboras. Han asaltado el Banco de Cicero.
—Bueno, un robo más de los Winter…
El sheriff se echó el sombrero hacia atrás y metió los pulgares en
el cinturón, declarando después:
—Cicero está a doscientas millas al este de Jaysenberg.
Harrow enarcó las cejas.
—Entonces, ¿cree usted…?
—Yo no creo nada. Sólo sé que esos forajidos han reducido a la
mitad la distancia que les separaba del valle.
Bill se frotó la barbilla.
—¿Lo saben el alcalde y el juez?
—Vengo ahora de comunicárselo. Me han ordenado que cree un
comité de vigilancia con todos los hombres comprendidos entre los
dieciocho y sesenta años de edad.
—Así, que van a defenderse.
—Ha sido cosa del juez y él no conoce a las gentes. Puede que
accedan a formar parte del comité porque en su interior mantengan
la esperanza de que los Winter no vendrán… Pero si se dejan caer
por aquí, casi todos los vecinos serán partidarios de abandonar el
pueblo.
—Le deseo suerte en su cometido, Benny. Quisiera pedirle un
favor.
—¿De qué se trata?
—Quizá aumente un poco su trabajo, pero valdrá la pena.
Necesito un informe de las personas que puedan estar atacadas de
fiebre y de las que en lo sucesivo enfermen de ellas.
Benny se quedó perplejo y el doctor explicó:
—Ya sé que es asunto mío, pero me he enterado de que hay una
mujer que me hace la competencia. Frank Martin fue asistido por
ella. Padecía la fiebre de las Montañas Rocosas. Será mejor para el
valle que yo controle el estado sanitario de sus habitantes.
—¿Sugiere que ha empezado ya la epidemia que anunció?
—Con los datos que usted me traiga sacaré conclusiones. Hasta
entonces es prematuro dar una opinión al respecto.
—Cuente con ello, doctor. Pondré un par de hombres a trabajar
en esa estadística.
Bill le dio las gracias y se alejó, reanudando el camino hacia su
casa. En ésta se encontró con la sorpresa de que lo esperaba Rex
Winter.
—¿Cómo le va, Rex? —saludóle—. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Sí, doctor… —Winter dio vueltas al sombrero entre las manos,
titubeando—. Quisiera que hablase usted con Peggy…
Una arruga apareció entre las cejas de Harrow.
—¿Que hable yo con Peggy? ¿Sobre qué?
—Para que la disuada de quedarse en Jaysenberg. Quiero que
salga de la ciudad con su hermano.
Bill se acercó a la ventana, preguntando:
—¿Le ha pedido a ella que se case con usted?
—No.
El médico giró como un rayo, gritando:
—¿Cómo quiere, entonces, que se marche en su compañía?
—Yo no he dicho que me vaya a ir con ella, señor Harrow.
—No le entiendo.
—Ella se irá con Jackie y yo me quedaré —Rex sacó entonces un
sobre, que alargó a Bill, diciendo—: Puede leerla, es una carta de
Glen, mi hermano mayor.
Bill extrajo la hoja manuscrita y leyó su contenido, que decía
así:
«Rex: Ha llegado nuestra hora y la de Jaysenberg.
Cumpliremos nuestro juramento. Sal del valle, ahora
que puedes hacerlo. Glen Winter».
—¿Se la ha enseñado a alguien? —inquirió Harrow,
devolviéndosela.
—No; sólo la hemos leído usted y yo. Estoy sumido en un mar de
confusiones. ¿Hasta qué punto puedo llegar, siendo así que ellos,
pese o todo, son mis hermanos?
—Lo comprendo, Rex. Pero si se queda, desoyendo el consejo de
Glen, es porque no está conforme con sus actos, Peligran las vidas
de muchas personas honradas, hasta de mujeres y niños.
—Pero sería una traición por mi parte dar a la publicidad esta
carta…
—El sheriff ha recibido noticias de que los hermanos de usted
han asaltado el Banco de Cicero. La proximidad relativa de esta
ciudad ha impulsado a las autoridades a crear un comité de
vigilancia. Es decir, que, sin su carta, ya están preparados… Por
ello, sugiero que no la muestre a las autoridades por ahora.
—¿Acaso está usted en contra de la evacuación del valle?
—Exactamente; hay que evitarla a toda costa.
—Pero sería una locura resistir. Eso aumentará la ferocidad de
los atacantes. Yo pensaba que, más adelante, usted podría conseguir
el abandono del pueblo. Entonces, saldría al encuentro de mis
hermanos y trataría de hacerlos retroceder…
—Amigo Rex, sólo conozco a Oscar de los tres juramentados, y
si los otros dos tienen la mitad de su fanatismo, ni usted ni nadie
podrá disuadirles de la ejecución de su promesa.
—Glen y Edmund son más duros que Oscar. Sobre todo, Glen,
siempre se ha distinguido por una voluntad de acero. Pero usted se
contradice. Si las probabilidades de derrotarles son tan remotas,
¿por qué es partidario de que se les haga frente?
—Tengo razones especiales para suponer que una huida en masa
de los habitantes de Jaysenberg daría lugar a una catástrofe de
incalculables consecuencias.
—No sé a qué se refiere, doctor…
—El comunicarle esas razones me haría aparecer ante sus ojos y
los de los demás como un alarmista. Por ello prefiero guardar
silencio.
—Como quiera. Zanjado el asunto de la carta, ¿hablará con
Peggy?…
—De acuerdo; trataré de convencerla para que se marche.
—A estas horas acostumbra a regresar a su cabaña.
—¿Viene conmigo?
—No, esperaré el resultado de su entrevista en el bar de Joe
Kramer.
Salieron a la calle juntos y un poco más allá se separaron, tras
indicar Rex al doctor el lugar donde vivía Peggy.
La cabaña de los leñadores se levantaba en el último confín del
pueblo, en dirección sur.
Jackie Blake, que jugaba con un perro en el jardín, le dio la
bienvenida entusiasmado a Bill.
—¿Cuándo me va a dar otra lección con la pistola, señor
Harrow?
—Cualquier día de éstos —respondió el doctor, alborotándole el
cabello con la mano—. ¿Está tu hermana dentro?
—Sí; cocinando. ¿Quiere que la avise?
—No es necesario. Continúa jugando.
La puerta estaba abierta y Bill se coló en el interior,
encontrándose en una habitación modestamente amueblada, pero
en la que todo brillaba por su limpieza. Había un corredor al fondo
y por él siguió, dejando atrás dos puertas que debían corresponder a
los dormitorios. El pasillo desembocaba en un recinto donde se
encontraba Peggy, tratando de encender un pequeño fogón. El
humo se escapaba por una ventana.
—Buenas tardes, señorita Blake.
Peggy, que no lo había oído llegar, dio un respingo asustada, y
volvióse con la cara sucia de carbón. Al ver al doctor sus pupilas
relampaguearon de furia.
—¿Es que la crema con la que usted se codea acostumbra a
meterse en las casas sin pedir permiso…? ¡Y le ruego no admita esta
vez nada…! Prefiero que vaya al grano y me explique el motivo de
su visita…
—Está bien; iré directamente a la cuestión. Vengó a pedirle que
se marche con su hermano de Jaysenberg…
El asombro de Peggy fue mayúsculo.
—¿Qué… qué dice? —titubeó como si no quisiera dar crédito a
las palabras del doctor.
—El valle va a atravesar una mala época, señorita Blake. Y sería
conveniente para usted que se tomase unas vacaciones por algún
tiempo.
—¡Eso de las vacaciones se queda para los que están cansados de
no hacer nada, doctor Harrow…! ¡Yo tengo mi trabajo!
—¿Por qué no manda al diablo su mal genio, Peggy? Usted tiene
una responsabilidad con Jack. ¿Qué pasaría si le ocurriese algo a
él…? Su conciencia no la dejaría vivir…
—¡No trate de sermonearme! Yo sé bien lo que hago. Si los
Winter se acercan a Jaysenberg, me pondré a disparar al lado de los
hombres… ¡Y no crea que es usted el único que tiene puntería…!
¡Me quedaré en el valle, señor Harrow! No se me ha perdido nada
en ningún sitio. Aquí vivieron nuestros padres y este lugar me
gusta… ¿Me he explicado bien?
—Perfectamente. —Bill hizo ademán de retirarse, pero ella le
detuvo.
—¿De qué cacerola ha salido esa idea, doctor?
—¿Importa eso?
—Si se hubiese cocido en la suya, yo podría interpretarlo como
que usted se interesa por mí.
—¡Es demasiada presunción por su parte, Peggy!
La joven hizo un gesto cómico, parodiándole.
—Demasiada presunción, señorita Blake —y de pronto levantó
la voz para agregar—: ¿Qué tienen esas señoritas de tres al cuarto
que no tenga yo?
—No he querido decir eso…
Peggy se acercó tanto al doctor que sus cuerpos se rozaron.
—¿No soy bonita…? —inquirió con una melosa sonrisa.
—Sí —murmuró él.
—¿Atractiva?
—Mucho.
Los labios varoniles se aproximaron a los de la hembra.
—¿Hermosa?
—Maravillosamente hermosa…
Fue a enlazarla por la cintura para besarla y, de súbito, ella se
deslizó de sus manos.
—¡Lárguese, señor Harrow…! —exclamó, borrando la sonrisa de
su boca—. ¡Ahora ya sé que no era presunción mía…!
Bill apretó los dientes con rabia, dio un paso hacia ella, cogióla
fuertemente de la muñeca, la atrajo hacia sí y la besó en los labios.
Peggy trató de resistirse un instante y luego se entregó. Al cabo de
un minuto él le dio otro empellón, gritando:
—¡Sepa que este beso es el primero y el último, señorita
Blake…! ¡Recuerde que tiene novio!
Antes de que Peggy pudiera salir de la sorpresa, Bill dio media
vuelta y se marchó.
CAPÍTULO IX
El jinete entró en Jaysenberg galopando como un demonio, recorrió
parte de la calle principal y se arrojó de la silla junto a la oficina del
sheriff. Penetró en ésta y se detuvo, resoplando, ante la mesa tras la
que se sentaba Louis Benny.
—¿Qué pasa, Kent? —inquirió el representante de la ley,
adelantando el busto.
—¡Los Winter, sheriff…! ¡Vienen hacia acá…!
Benny se levantó como si quemase el asiento.
—¡No es posible!
—Los vi con mis propios ojos. Reconocí a Glen, a Oscar y a
Edmund… Iban en vanguardia… Lo menos son cincuenta
hombres…
—¿Dónde los has visto?
—En el barranco del Lobo.
—¡A treinta millas de aquí!
—Ni una más, sheriff. Fui a ver cómo iba el maíz de las tierras
que tengo por allí y los descubrí. Menos mal que ellos no me vieron.
Esto se pone feo. ¿Qué haremos ahora?
Benny dio unos pasos por la habitación.
—¡Avisa a Paul! —declaró, volviéndose hacia Kent—. ¡A
Lotimer, a Dukas! ¡Que reúnan a los vigilantes para dentro de
media hora en el Club de Agricultores…! ¡Vamos, date prisa…!
El mensajero abandonó el despacho y, poco después, lo hizo el
sheriff, dirigiéndose éste a la casa del médico. Lo halló terminando
de vendar el brazo de un hombre, y esperó a que el paciente se
retirase.
—Esta pálido, sheriff —comentó Bill, cuando se quedaron solos y
al tiempo que escrutaba el rostro de Benny.
—Las Víboras se hallan a las puertas de Jaysenberg…
El médico encanutó los labios y lanzó un silbido.
—Acuda al Club de Agricultores dentro de treinta minutos,
doctor. Voy a avisar al juez…
El local del club, a la hora fijada para la reunión, era un mare
mágnum de voces, gritos e imprecaciones.
El juez Russell, que, repentinamente, había olvidado su ataque
reumático, gesticulaba y chillaba desde una tarima, tratando de
imponer silencio, cosa que consiguió el sheriff disparando dos veces
al techo.
—¡Silencio, muchachos…! ¡Es cuestión de que hable uno solo…!
¡El juez Russell tiene la palabra…!
El magistrado se aclaró la voz y dijo:
—Ciudadanos: el peligro que ha gravitado durante cinco años
sobre Jaysenberg se ha convertido en realidad. Los Winter están
acercándose por momentos a nuestro querido valle. Ya sabéis a qué
vienen. Para ellos no existe más que una palabra: destrucción. Un
día prometieron quemar el pueblo, matar a sus vecinos, arrasar sus
cosechas, y van a cumplir sus juramentos. Nuestro deber es
impedirlo. Caería sobre nosotros la maldición de nuestros hijos si
ahora volviésemos la espalda y abandonásemos nuestros hogares y
nuestras tierras. Estoy seguro de que ninguno de vosotros querrá
vivir el resto de su vida con el sello de la cobardía grabado en su
frente. ¡Todos a una por Jaysenberg…!
Un ferviente clamor acogió la arenga del juez. Benny volvió a
apretar el gatillo para hacerse escuchar.
—¡Amigos! El juez tiene razón. Vamos a plantarles cara a esos
forajidos. Somos más que ellos y entre nosotros los hay que
manejan el revólver tan bien como los Winter. Pero no debemos ni
podemos permanecer en Jaysenberg aguardándolos porque
expondríamos la vida de las mujeres y de los niños. ¡Saldremos a su
encuentro…! Yo, como sheriff vuestro que soy, he pensado muchas
veces en este momento, por si algún día llegaba. Y resolví hace
mucho tiempo que la peña del Águila es el mejor lugar para recibir
a esa pandilla de asesinos. Llegaremos antes que ellos y podremos
escoger el lado oriental. Desde allí estaremos en condiciones de
darles un escarmiento y obligarles a batirse en retirada.
Nuevos gritos entusiastas replicaron a las atinadas palabras de
Benny, quien, cuando decreció la algarabía, señaló con el brazo la
puerta, exclamando:
—¿Qué esperamos? ¡En marcha, muchachos…!
Antes de que bajase de la tarima, Bill llegó a su lado,
preguntándole:
—¿Y la estadística que le encargué anteayer, sheriff?
—Uno de mis hombres la tiene.
—Dígale que me la entregue.
Benny frunció el ceño.
—¿Es eso lo que se le ocurre en estos instantes, doctor?
—Puede ser más importante de lo que usted cree.
—Lo siento, pero no veo al que se la encargué. Déjenos terminar
con los Winter y ya tendrá tiempo para echar un vistazo a esos
números.
Benny se alejó de Harrow, dejando a este perplejo. La voz del
juez surgió a su lado.
—Desearía que visitase a mi hija, doctor. Le sentó mal la cena
anoche y apenas ha podido dormir.
—No puedo ir ahora, señor Russell.
El juez miró, extrañado, a Bill.
—¿Por qué? ¿Tiene algún enfermo grave?
—Sí, juez. Muy grave, y se llama Jaysenberg.
El médico hizo un saludo y se marchó tras los últimos rezagados.
Minutos más tarde, cabalgando sobre su ruano se unía a las fuerzas
de la ley que se dirigían a la peña del Águila.
Era ésta una escarpadura, rodeada de una gran extensión de
bosques. La carretera que conducía al valle hacía un semicírculo
para luego continuar recta sin apenas desviación. Desde las rocas de
aquella rugosidad se dominaba perfectamente el camino y tres
hombres bien parapetados hubiesen bastado para interceptar el
paso de una docena de jinetes que intentaran dirigirse a Jaysenberg.
La tropa que mandaba Benny se componía de setenta y dos
hombres, por lo que el optimismo del sheriff se reflejaba
pomposamente cuando hacía la distribución, señalando el puesto a
cada uno. Cuando el montaje de la escena hubo concluido, revistó
sus huestes, ordenando un absoluto silencio como medio más
seguro de que su estrategia rindiese los frutos deseados.
A Bill le había correspondido en suerte el ala izquierda del
ataque, en cuyo extremo precisamente montaba su guardia tras una
roca.
El tiempo fue transcurriendo lentamente, sin que apareciese
señal alguna de los Winter y su cuadrilla.
Una, dos, tres…
Bill pensaba si el que había traído la noticia al pueblo estaría en
su sano juicio. Quizá fuese un visionario, en el mejor de los casos.
Los hombres que estaban cerca de él, cansados de la espera,
habían dejado los rifles y adoptado la posición más cómoda para
descansar sin sentir en el cuerpo la dureza de los numerosos
guijarros que cubrían el suelo.
—¡Eh, doctor! —le llamó un pelirrojo de unos treinta años—.
¿Tiene tabaco? Se nos ha acabado la ración…
Bill le alargó la bolsa de cuero. El otro lió un cigarrillo y pasó
aquélla a su compañero. Al cabo de quince minutos el médico la
recuperó casi vacía. En el instante que la guardaba en el bolsillo,
sonó un disparo y el pelirrojo lanzó un grito, cayendo de bruces.
Enseguida sonaron tres estampidos casi simultáneos. ¡Y todos
procedían de la parte derecha de la escarpadura!
Bill dio un salto felino y rectificó su posición, parapetándose al
otro lado del que le sorprendió el principio de la batalla.
El sheriff había subestimado la astucia de los Winter. Éstos, por
alguna razón, se habían imaginado la trampa tendida y estaban
dispuestos a que se transformase en algo de positivo valor para
ellos.
Bien pronto, el montículo se convirtió en un infierno de fuego.
Pero Bill se dio cuenta de que las balas de sus amigos poco daño
podrían causar en las filas de los contrarios, por cuanto salían de los
cañones sin un objetivo preciso. Era el resultado del pánico que
sufrían al creerse cazadores y verse cazados.
Descubrió unas volutas de humo grisáceo que salían de entre dos
piedras, a unas veinte yardas más arriba de donde él se encontraba,
y esperó con el punto de mira de su «Colt» fijo en el insignificante
hueco. Al cabo de unos segundos apareció un trozo del ala negra de
un sombrero y luego unos centímetros cuadrados de frente. Apretó
el gatillo e instantáneamente el dueño de la cabeza se encontró con
un agujero por el que no pudo evitar se le escapase la vida.
Como réplica, otro de los más próximos compañeros de Bill
recibió un balazo en una pierna, se levantó de su escondite a
impulsos de la súbita emoción y entonces fue acribillado del
estómago a los ojos como si fuese un muñeco de feria.
Uno de los que vieron esta macabra escena lanzó un grito de
horror y también se incorporó, echando a correr hacia la carretera.
Empero, no había andado cinco pasos cuando le cosieron con plomo
la espalda.
—¡No deis la vuelta! —exclamó Bill, ante el temor de que se
iniciase una loca desbandada—. ¡Os matarán sin piedad…!
Dos proyectiles quisieron cerrarle la boca, pero rebotaron en la
piedra sin lograrlo, e inmediatamente hizo acuse de recibo
mandando un segundo forajido a las calderas de Lucifer.
Luego apoyó la espalda en el parapeto tratando de imaginar
hasta dónde se extenderían las huestes de los Winter. Teniendo en
cuenta que el monte era estrecho y que ellos ocupaban un setenta
por ciento de la faja hipotética, quedaba para los otros un espacio
muy reducido, por lo que deberían estar bastante apretados al
objeto de eludir el fuego. Si todo era así, los ciudadanos de
Jaysenberg, que en las circunstancias presentes no escaparían sin
una grave derrota, podrían retirarse hacia la retaguardia donde
habían quedado las cabalgaduras y regresar al pueblo para hacer
una defensa más efectiva.
Para ello, lo primero que tenía que hacer era dirigirse a la
posición donde se hallaba el sheriff, que era la central, y convencer
a éste de que continuar allí equivalía a un suicidio colectivo.
Empezó a arrastrarse sobre los codos y, poco a poco,
deteniéndose, reemprendiendo la marcha, disparando cuando
convenía, fue aproximándose al lugar que deseaba.
—¿Qué hace aquí? —le dijo Benny, apenas llegó a su lado—.
¿No sabe que abandonar el puesto equivale a una cobardía?
—¡Déjese de monsergas y escúcheme, sheriff! —contestó el
doctor desabridamente—. Esto es una ratonera para sus muchachos.
—¿Quién lo dice? ¡Somos más que ellos…! ¡Los tenemos
acorralados!
—¡No exija de sus hombres más de lo que pueden hacer…! Los
que están ahí enfrente son pistoleros profesionales. Usted lo sabe.
Conocen esta clase de lucha y dominan el revólver. Por cada uno de
ellos que muere, caen tres nuestros. Calcule la proporción y dará
con el espacio de tiempo que necesitarán para liquidar hasta al
último ciudadano de Jaysenberg…
Benny miraba perplejo a Bill, como si éste le acabase de
descubrir algo insospechado.
—¿Y qué quiere que hagamos, doctor?
—Tal como están las cosas, habremos de defendernos en la
ciudad. Tengo una idea al respecto.
El sheriff secó con un pañuelo el sudor que bañaba su cara.
Mientras tanto, el fuego de los forajidos arreciaba en intensidad.
—¿Cómo vamos a poder huir, señor Harrow?
—Deme una docena de hombres valientes y decididos y
cubriremos la retirada al resto.
Benny observó con respeto al médico. La nuez le bailó en la
garganta al objetar:
—Pero usted debe regresar al valle, doctor. Lo necesitaremos.
—No se preocupe por mí. Nos veremos en Jaysenberg. Aún no
ha llegado mi hora. Obre rápidamente antes de que diezmen más
nuestras fuerzas. Vaya diciendo a los hombres que elija que
aguantaremos la embestida desde nuestra actual ala derecha y que
no interrumpan el fuego mientras ustedes se retiran.
—Les dejaremos abundante munición —repuso el sheriff antes de
retirarse.
Bill echó un vistazo al frente enemigo. Los hombres de Winter
estaban tan seguros de su victoria que ahora mezclaban gritos y
carcajadas con el estampido de sus armas. Uno fue demasiado
optimista y asomó la cabeza para contemplar mejor el panorama.
Entonces, Harrow le hizo tragar por la boca una píldora de plomo.
El pistolero no debió encontrar buen sabor a la medicina, porque
puso una cara de sorpresa inaudita y empezó a derrumbarse, con los
ojos vidriosos.
Bill se fue desplazando lentamente hacia la derecha. No
encontraba a nadie en su camino, pero el fuego se hacía cada vez
más intenso en el área por él fijada. Invirtió diez minutos en llegar a
ella. Con quien primero se tropezó fue con un joven que no tendría
veinte años, de rostro broncíneo y mirada despierta. Se llamaba Pat
y lo había curado una semana antes de una herida que se había
producido en un pie.
—¿También le pega usted a esto, doctor? —le preguntó.
—Hay que saber de todo, Pat. ¿Está completa la docena?
—Justa y cabal.
El sheriff se acercó quejándose de una pierna. Se había torcido
un tobillo.
—Ya está todo listo, doctor. Nos vamos.
—De acuerdo. Pero antes, escúcheme. Prepáreme la estadística
que le pedí para cuando llegue a la ciudad.
—Eso no podrá ser.
—¿Qué ocurre ahora?
—Ha caído el hombre que la tenía.
—¡Por todos los infiernos! ¿Dónde está?
—Es Leslie Burmank. Le han atravesado el corazón de un balazo.
Su compañero me ha dicho que estaba por ahí arriba.
—¿Cómo lo reconoceré?
El sheriff arrugó los ojos.
—¿Va a cometer la locura de ir a buscarlo, doctor?
—Indíqueme su indumentaria y olvídese de todo lo demás.
—Está bien, como quiera. Llevaba una camisa a cuadros verdes
y un pañuelo gris al cuello. Tenía la edad de usted
aproximadamente.
—Márchese ya.
Benny vaciló unos segundos. Varios pares de ojos estaban fijos
en su cara. Sabía que le censuraban el retirarse, siendo así que el
puesto del médico le correspondía a él. Pero al fin tragó saliva, y
dijo con voz apagada:
—Buena suerte, muchachos.
—¡Hay que protegerlos! —ordenó Bill a los que se quedaban—.
Debemos disparar sin un segundo de repuso…
Al instante los cañones que se mantenían en liza frente a los de
la pandilla de Winter comenzaron a entonar una sinfonía de muerte.
Pudieron oír los cascos de los caballos que partían y Bill
transmitió la señal de cese el fuego y de que guardasen silencio.
Inmediatamente les llegó una voz enemiga:
—¡Están huyendo, Glen…!
Alguien lanzó una risotada, comentando:
—¡Apuesto a que no dejan de correr hasta llegar a la costa!
Unas cuantas cabezas emergieron de las rocas superiores, en la
creencia de que los últimos ciudadanos de Jaysenberg que habían
disparado se retiraban en busca de sus caballos.
Bill contuvo a Pat para que no apretase el gatillo, y todos
esperaron a que aumentase el número de confiados entre los
bandidos.
—¡Fuego! —gritó el médico.
Una descarga cerrada fue la respuesta a la orden.
Cuatro pistoleros resultaron alcanzados por las balas y se
abatieron para no levantarse más.
Bill dijo a Pat:
—Encárgate del mando. Voy a buscar a Leslie. Protegerme con
una barrera de fuego.
Salió de su escondite y corrió dando saltos, mientras sus amigos
disparaban una cortina de proyectiles por encima de su cabeza.
Un abejorro de plomo zumbó cerca de su oreja derecha, pero
siguió avanzando, arrojándose ante una gran piedra.
—¿Cómo está, doctor? —preguntó, unas yardas a la izquierda, la
voz de Oscar Winter.
Bill rectificó su posición, replicando:
—¡Perfectamente!
—¡No lo será por mucho tiempo! ¿Cree que va a salir de ésta?
—¡Lo voy a intentar!
Oscar soltó una carcajada.
Bill vio dos cadáveres a su izquierda. El primero era el de un
hombre de unos cuarenta años. El segundo estaba boca abajo y
llevaba una camisa a cuadros verdes.
—¿Sigue ahí, doctor? —inquirió de nuevo Oscar—. He de
hacerle una proposición…
Bill decidió darle cuerda con el fin de acercarse al cuerpo de
Leslie Burmank.
—¡Estoy dispuesto a oírle, señor Winter…! —contestó,
arrastrándose.
—¡Es usted un tipo listo y sabe lo que le conviene! Le acabo de
decir a mi hermano Glen que esta idea de la retirada debe ser cosa
suya… El sheriff tiene encima de los hombros una calabaza y no es
capaz de madurarla… Nosotros necesitamos un médico… ¿Qué le
parece si entra a nuestro servicio? Ganará en un mes más dinero del
que pueda ganar en toda su vida curando a esos labriegos…
Bill llegó junto al cadáver de Leslie y le dio la vuelta,
registrándole los bolsillos.
—¿Qué contesta, doctor?
—¡Que son ustedes muy generosos!
Encontró por fin lo que buscaba, una hoja de papel manuscrita,
y guardóla en su pantalón.
—¡Si está de acuerdo, levántese con la manos en alto…!
—¡Muy bien! —repuso Bill cogiendo una rama seca y poniendo
encima de ella su sombrero—. ¡Estoy preparado…! ¡Dé la señal y
me pondré en pie…!
—¡Magnífico, doctor! ¡Ya decía que era usted de los míos…!
¡Contaré hasta tres…! ¡Uno…! ¡Dos…! ¡Tres…!
Bill levantó el sombrero y apenas lo hizo visible a los otros por
encima de las rocas, una lluvia de balas lo atravesaron,
convirtiéndolo en un colador. Dejólo caer al tiempo que lanzaba un
aullido. Luego se movió en cuclillas, resguardándose para no ser
visto. Oscar gritó:
—¿Recibió lo suyo, doctor…? Se tragó lo de que era un tipo
listo, ¿verdad…?
Bill sonrió alejándose del lugar y poco después regresaba junto a
los doce valientes.
—Menudo susto nos ha hecho pasar —díjole Pat dando un
bufido.
—Están celebrando mi funeral. Sería divertido ver sus caras
cuando no me encuentren.
—¿Qué haremos ahora, doctor?
—Retirarnos. Los nuestros llevan una buena delantera y los
Winter no se lanzarán a un ataque alegre sobre Jaysenberg.
Tendremos tiempo de organizar una buena defensa… ¡Ya podéis
dirigiros a los caballos, muchachos…! ¡Se suspende el festival hasta
nuevo aviso…!
Los forajidos habían dejado de disparar e indudablemente se
hallaban ideando una maniobra para reducir a los atrevidos vecinos
del valle que osaban enfrentárseles. Peto no imaginaban que
entretanto éstos se retiraban ordenadamente.
Bill y Pat fueron los últimos en abandonar el campo. Cuando
escapaban, los pistoleros hicieron fuego y uno de los jinetes cayó de
su montura. Fue la única baja de aquella operación que había
evitado una prematura derrota de las fuerzas del valle.
CAPÍTULO X
En Jaysenberg reinaba el mayor desconcierto. Mujeres y niños
salían de las casas dejando en las aceras enseres, que los hombres
cargaban inmediatamente en carros.
Bill contempló desde su silla, con el ceño fruncido, la febril
actividad de los ciudadanos.
—¡Hay que detenerlos! —exclamó dirigiéndose al grupo de
voluntarios que capitaneaba.
—No será fácil, señor Harrow —repuso Pat—. Se ha apoderado
de ellos el pánico.
—No les digan que nos oponemos a la huida y limítense a
convocarlos en el Club de Agricultores para recibir instrucciones…
¡Dense prisa…!
Minutos después, Bill irrumpía en el despacho del alcalde, donde
se hallaba éste en compañía del juez y del sheriff.
—Sí, soy yo, sheriff —dijo—. ¿De quién ha partido la idea de la
desbandada?
—¡Benny es partidario de dejar el pueblo en manos de esos
bandidos! —exclamó el juez—. ¡Pero yo me opongo!
—He dado orden de que se reúnan los hombres en el club —dijo
Bill.
—¿Para qué perder el tiempo? —inquirió el sheriff—. ¡Los
Winter están al llegar…!
—He de poner en su conocimiento algo muy importante.
—¿De qué se trata? —inquirió el alcalde.
—Lo oirán todos a la vez en el club. Hasta entonces les ruego
pospongamos cualquier discusión.
El local del club aparecía abarrotado de un público chillón,
excitado; muchas mujeres se habían intercalado entre los hombres y
eran ellas quienes provocaban mayor escándalo.
Bill se dirigió a la tribuna seguido por las autoridades locales. En
el camino Pat lo detuvo un instante para decirle:
—He situado a los chicos estratégicamente por si necesita ayuda,
señor Harrow.
—Gracias, Pat; pero será mala señal si tenéis que intervenir.
Una vez arriba, Benny no necesitó de sus revólveres para
imponer silencio. Los vecinos de Jaysenberg querían conocer cuanto
antes, acuciados por el peligro, el camino que habían de emprender
en la huida.
—El doctor Harrow tiene que darnos una noticia —anunció—.
Espero que sea breve.
Bill dio un paso apoyando las manos sobre la mesa, dirigió una
mirada larga, observadora, al gentío que se apiñaba abajo y empezó
a hablar con voz serena y firme.
—Amigos míos; comprendo perfectamente la sensación que os
embarga a todos. Pero es mi deber deciros que es imposible salgáis
del valle…
Alguien gritó:
—¡No es imposible, doctor, y se lo demostraremos!
Varios más apoyaron las palabras del que había interrumpido a
Bill. Éste, no obstante, continuó:
—La imposibilidad radica en que, queriendo evitar una
catástrofe en Jaysenberg, provocaréis otra de mayores
consecuencias allá donde quiera que vayáis.
—¡Déjese de monsergas…! —exclamó el de antes—. ¿Para eso
nos ha hecho llamar?
El alboroto cundió entre los oyentes. Harrow sacó la hoja que
había extraído del bolsillo de Leslie Burmank y preguntó, tras leer
para sí:
—¿Se encuentra entre los presentes Karl Holden?
Un hombre que se hallaba en la tercera fila levantó el brazo,
contestando:
—¡Yo soy!
—¿Norman Crawford?
—¡Presente! —respondió otra voz.
—¿Ted Allen?
—¡Aquí estoy!
—Bueno —asintió Bill—. Hay seis hombres más en la lista, pero
con ustedes tres es bastante.
Karl Holden, delgado, de pómulos salientes, se abrió paso hasta
ponerse en primer lugar, inquiriendo:
—¿Qué ocurre? ¿Hemos hecho algo malo? ¡Queremos
marcharnos y usted no nos lo puede impedir…!
—Será mejor que me escuche primero. Usted, Holden, igual que
sus dos compañeros que he nombrado, se encuentra enfermo.
Holden se quedó un poco sorprendido, ya que el médico no lo
había visitado.
—Es una cosa pasajera —declaró—. Por eso no quise molestarle,
doctor…
—Desgraciadamente se equivoca, Holden… Lo suyo no es
pasajero. Padece la fiebre de las Montañas Rocosas…
—Es cierto que tengo fiebre, pero me encuentro con fuerzas para
largarme de este maldito lugar.
—¿Desde cuándo observó usted que le aumentaba la
temperatura?
Holden se mojó los labios con la lengua.
—Desde hace tres días…
—Entonces ayer u hoy habrá descubierto una especie de
erupción en los tobillos y en las muñecas. Muéstreme éstas.
Holden miró fijamente al doctor sin mover un músculo.
Una atmósfera de tensión invadió súbitamente el local.
—Es verdad —admitió Holden entre un balbuceo.
—Amigos —repitió el doctor—, por una serie de circunstancias
fortuitas, en Jaysenberg existen nueve casos de fiebre y estoy seguro
de que habrá muchos más en los próximos días. No quiero
alarmarlos, pero me veo en la necesidad de comunicaros que se
trata de una enfermedad contagiosa…
Los hombres que se hallaban cerca de Holden, Crawford y Allen
se retiraron unos pasos, dejándolos solos.
—Algunos de los que se separan de los enfermos pueden estar ya
contagiados —prosiguió el doctor—. Ninguno de nosotros puede
decir que esté inmune. Hasta yo mismo quizá sea víctima mañana
de la enfermedad…
De repente una nueva voz se alzó:
—¡No lo creáis…! ¡Nos mete miedo para que nos quedemos…!
¡Está de parte del juez…! ¡Otros antes que Holden han tenido esa
fiebre y murieron sin que hubiese epidemia…!
—¡Las circunstancias, insisto, no son las mismas que las de otras
veces…! ¡Nunca ha podido haber en Jaysenberg y su valle nueve
casos simultáneos de fiebre de las Montañas Rocosas…! No es
momento para explicaros el porqué de esa diferencia. Lo cierto es
que no podéis disponer de la vida de los demás marchándoos a
otros lugares… Lo que constituye ahora un problema local se
transformaría en otro de alcances muy superiores…
—¡Pero usted pide algo que no podemos aprobar, doctor! —
intervino excitadamente el sheriff—. Si usted asegura que esa
enfermedad es contagiosa, nadie podrá escapar a la muerte…
—De ninguna manera. Estableceremos un hospital donde serán
recluidos cuantos atacados haya de las fiebres. Así evitaremos en lo
posible los contagios…
—¿Quiere decir, doctor, que no hay salvación para nosotros? —
preguntó Holden cogiéndose la garganta como si tuviese las fauces
secas.
—Vine a Jaysenberg para tratar de conseguir un antídoto.
—Pero ¿lo ha conseguido? —preguntó Ted Allen ansiosamente.
Un impresionante silencio se hizo en la estancia.
Bill observó los rostros de los enfermos. En sus pupilas
enfebrecidas había un débil rayo de esperanza. Eran muertos vivos.
—Sí —dijo, pidiendo al cielo le fuese perdonada su mentira—.
Lo he conseguido, pero este virus exige una preparación de cuarenta
y ocho horas y que el paciente guarde cama antes y después de la
inoculación.
Era su única baza. Él, como doctor, no podía permitir que
aquellos enfermos llevasen el contagio a otros pueblos, a otras
regiones. ¿Cuántos morirían, si ello ocurriese? El número de
víctimas alcanzaría cifras aterradoras. Pero la mentira le dolía más
en el alma porque ellos habrían de quedarse en Jaysenberg y sobre
la ciudad cabalgaba en aquellos instantes la venganza representada
por las Víboras del valle.
—¡De acuerdo, doctor…! ¡Yo estoy con usted! —gritó Crawford.
—¡Y yo! —exclamó un hombre de hocico de oso—.
¡Compañeros, el doctor tiene razón…! Estoy más sano que un
pellejo de vino, pero comprendo que los enfermos se deben quedar
y si ellos no pueden marcharse, no los vamos a dejar morir a manos
de esos cochinos pistoleros…
Fueron muchos los que aprobaron la última proposición, pero
también hubo un sector que guardó silencio y algunos que
menearon la cabeza en un gesto ambiguo. Mas como aquéllos eran
los más, el resto, integrado por la oposición y los tibios sin
voluntad, se adhirieron a la defensa de Jaysenberg, renunciando a
la huida.
Benny, que al parecer era el más afectado por la votación del
acuerdo, se dirigió a Harrow diciéndole:
—Yo no me hago responsable de esta decisión, doctor. Usted es
el que la ha patrocinado y quien, por tanto, debe correr el riesgo.
El alcalde dio un respingo, exclamando:
—¿Qué es eso, Benny…? ¡Usted es el sheriff, y como tal,
representa a las fuerzas de la ciudad…!
—Era sheriff, señor Miller —dijo Benny quitando la metálica
estrella de su camisa y poniéndola sobre la mesa—. Le presento mi
dimisión irrevocable…
—¡Pero, Benny…!
El aludido giró sobre sus talones, bajó de la tarima y se
encaminó hacia la salida del local, abriéndose paso entre la
multitud.
Miller se rascó el cogote, apesadumbrado.
—¿Qué les parece esto…? Cuando más falta nos hace se le
ocurre marcharse…
—Es mejor para la comunidad que haya sido así —dijo el juez—.
Benny es un incapacitado. Yo propongo para el cargo vacante al
señor Harrow.
—Señores, yo soy doctor… —protestó Bill.
—Pero usted es la persona que nos tiene que salvar de los
peligros —arguyó Russell—. De la enfermedad y de los Winter.
El médico tragó saliva. La situación era cada vez más
comprometida para él. Se le exigían dos milagros.
—Yo también le ruego que acepte, doctor —se adhirió el alcalde
—. Ha demostrado ser tan buen estratega como médico.
Bill se preguntó por qué se le había ocurrido cambiar el pueblo
de Kansas en que se hallaba dos meses antes por el valle de
Jaysenberg. El nuevo cargo sólo le había traído complicaciones y
ahora éstas llegaban a su punto álgido. Pero ¿tenía alguna
alternativa? No. En consecuencia dijo:
—Acepto el cargo, señor alcalde. Procuraré merecer la confianza
que depositan en mí —cogió la estrella y se la puso sobre la camisa,
añadiendo—: Supongo que tengo facultad para elegir mi
ayudante…
—Naturalmente —repuso Miller.
—¡Pat! —gritó Bill y al instante el interesado se personó en la
tarima—. Quedas nombrado mi ayudante. Los hombres que nos
acompañaron en la peña del Águila serán los enlaces con el resto de
las fuerzas. Este local será destinado a los atacados por la fiebre.
Para ellos deberán traerse aquí treinta camas y a las personas que
figuran en esta lista…
El nuevo sheriff continuó dando órdenes durante quince minutos
a cuantos hombres útiles se hallaban presentes.
Finalmente Pat se encargó de la organización de la defensa, de
acuerdo con las instrucciones recibidas, citándole Bill en su casa
para que le expusiese su ejecución una vez la hubiera terminado.
El doctor necesitaba un descanso. Los últimos sucesos se habían
desarrollado tan vertiginosamente que su cerebro estaba embotado.
Se había jugado su prestigio, su palabra, y tenía muy pocas
probabilidades de salir triunfante.
Helen Dugan lo recibió, haciéndole una reconvención.
—Ya me he enterado de que ha estado compitiendo con esos
forajidos. Creí que mi difunto esposo era el mayor entrometido del
mundo, pero veo que usted lo supera. ¿Quién le ha dado vela en ese
entierro?
Bill sonrió, dejándose caer en un sillón de la salita.
—¿Quiere traerme una taza de café, Helen?
—Yo le daría otra cosa por meterse en donde no le llaman —de
pronto descubrió la estrella de sheriff y soltó una exclamación—:
¿Se ha vuelto loco, Bill?
—Me gustaría que contestase usted a esa pregunta. Yo lo ignoro
por completo.
La señora Dugan se puso en jarras con cara hosca, pero una
llamada en la puerta le impidió hablar. Abrió y preguntó:
—¿Qué quieres, Jackie?
—Hablar con el doctor.
—¿Estás enfermo?
—No; ni mi hermana tampoco.
—Entonces, lárgate. El doctor ya tiene suficiente con sus
problemas.
Bill intervino:
—Déjelo pasar, Helen.
La buena mujer refunfuñó por lo bajo, mientras Jackie entraba
en la casa.
—¿Qué te trae por aquí, Jackie? —preguntóle el médico.
El muchacho se quedó pasmado viendo la insignia prendida en
el pecho de su ídolo.
—¡Es cierto! —pudo exclamar—. ¡Lo han nombrado sheriff!
—¿Tienes algo que oponer a ello?
—¡Por las barbas del profeta que soy el que más se alegra, señor
Harrow…!
—¿De quién has aprendido esa imprecación?
Jackie se ruborizó contestando:
—Tengo en mi casa un libro que se llama Las mil y una noches.
Lo compró mi hermana. Ella me lo prohibió leer hasta que cumpla
los dieciocho años, pero yo le echo un vistazo de vez en cuando.
Opino que un hombre debe saber de todo.
—¡Oh, de modo que te consideras ya un hombre!
—Claro que sí y por eso vengo a pedirle que me deje luchar a su
lado, doctor. He progresado mucho desde el día que nos conocimos.
Ayer conseguí derribar tres latas de seis disparos…
—Es un récord que no lo habría mejorado ni el propio Búfalo
Bill…
—¡Bah…! Búfalo es un personaje de leyenda. Quisiera
parecerme a Hickock o a usted, doctor…
En aquel instante aporrearon la puerta con violencia y el propio
Bill fue a abrir, encontrándose con Peggy que parecía haberse dado
a todos los demonios.
—¿Dónde está mi hermano?
No esperó una respuesta sino que apartó al médico de un
manotazo y pasó al interior.
—¡Ya estás saliendo disparado para casa, joven pistolero…!
—¡Déjame en paz! —contestó su hermano irritado—. El doctor
me necesita.
—Claro —se burló Peggy—, tus dos pistolas son decisivas en la
lucha planteada. ¡Que se maten ellos si quieren porque tú vas a
venir conmigo…! La crema nos defenderá…
—Señorita Blake —terció Bill—, creo que está llevando
demasiado lejos su ironía…
—¿De veras? ¿Y qué piensa hacer?
En ese instante, Pat irrumpió como una centella en la
habitación, exclamando:
—¡Señor Harrow, los Winter están a cinco millas de la ciudad…!
¡Uno de los vigías acaba de llegar con la noticia…! ¡Parece que van
a atacarnos…!
Bill se volvió hacia Jackie, diciendo tras un silencio:
—Compañero, tienes una importante misión que cumplir. Cuidar
de Peggy…
—¡Ella sabe cuidarse sola!
—Las mujeres son muy presuntuosas en ese aspecto, pero tarde
o temprano terminan reconociendo que necesitan la protección de
un hombre. Te hago responsable de ella, Jackie.
Al chiquillo le gustó ahora la idea porque su rostro se inundó de
una sonrisa de satisfacción.
—¡Vamos, Pat! —dijo Bill, echando a andar.
Cuando caminaban por la acera, el ayudante declaró:
—La ejecución de sus órdenes ha sido más fácil de lo que yo
creía. Las gentes están impresionadas por lo que les dijo del
antídoto de esa fiebre.
El doctor chasqueó la lengua murmurando:
—Lo malo es que perderé su confianza muy pronto.
—¿Por qué dice eso?
—Porque no poseo, ni nunca he poseído, ese antídoto, Pat. Fue
una estratagema para que se quedasen y evitar el contagio a otras
comunidades.
Pat miró a Bill y se echó hacia la nuca el sombrero lanzando un
silbido.
CAPÍTULO XI
Harrow había ordenado el bloqueo de los seis accesos o entradas
con que contaba Jaysenberg. Para ello se emplearon carros, mesas,
sillas, arneses y los más variados enseres representativos del rústico
mobiliario de los vecinos. Tras las barreras y ante los huecos que en
ellas existían, aguardaban los defensores con las armas preparadas.
Los Winter subestimaron la resistencia que encontrarían para
arrasar la ciudad, conclusión del primer combate, y atacaron
frontalmente la entrada principal, desplazándose como si tratasen
de dar una carga de caballería sobre una tribu india, siguiendo con
ella la táctica antiquísima de los Ejércitos de la Unión.
Bill, buen psicólogo como médico que era, previendo tal
contingencia, había dispuesto su mayor potencia de luego en tal
lugar, colocándose él mismo al frente del grupo. Viendo el alocado
avance de los forajidos, dio orden de no disparar hasta que lo
indicase.
Los gritos de los centauros que se acercaban y sus disparos
atronaban ominosamente la atmósfera.
La distancia que separaba a ambos contendientes fue
acortándose segundo a segundo.
—¿Por qué no tiramos ya? —gritó nerviosamente uno de los
defensores.
—¡Han de estar más cerca! —respondió Bill con las aletas de la
nariz palpitantes.
Los cascos de los caballos herían la tierra, haciéndola retumbar.
El doctor pudo contemplar los rostros de los pistoleros, cruzados
por muecas feroces, crueles.
¿Cuál de ellos pertenecía a Glen o a Edmund Winter?
Sólo conocía a Oscar, pero éste no se hallaba entre los que iban
a la vanguardia.
Esperó a que estuviesen encima de la barricada y entonces gritó
con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Fuego!
Instantáneamente docenas de estampidos, se mezclaron con
aullidos de muerte, de dolor, y relinchos de animales heridos o
moribundos. El aire se llenó de polvo, de humo. Las voces se
confundieron en una orgía de entusiasmo, de rabia. Fue una escena
digna de un apocalipsis, en que los hombres eran fieras porque sus
corazones estaban sedientos de sangre, de destrucción.
Los atacantes, diezmadas sus filas de choque, se apresuraron a
retroceder antes de que la mortandad fuese mayor.
En pocos segundos, en el espacio que existía ante la trinchera,
sólo quedaron los cadáveres. Hombres y animales, agujereados,
rotos, soltando ríos de sangre que se confundían en un espectáculo
macabro.
—¡Se han largado…! —gritó uno de los agricultores—. ¡Los
hemos derrotado…!
—No sea tan optimista —declaró Bill secándose el sudor de la
cara—. Volverán y cuando lo hagan, asegure que no será tan fácil
para nosotros. ¿Cuántas bajas tenemos, Pat?
—Dos muertos y tres heridos leves.
—Hay tendidos nueve de ellos. No es un mal balance.
—¿Cree que repetirán el ataque pronto?
—En absoluto. Se tomarán tiempo para desarrollar algún plan.
La bienvenida que les hemos dado les dará bastante que pensar. Yo
me marcho a casa, Pat. Estaré trabajando en el laboratorio. Si algo
ocurre, envíame recado inmediatamente.
—Descuide, doctor.
—Di a los heridos, que se vengan conmigo y sustitúyelos
mientras tanto. Recuerda que es muy importante mantengas el
contacto con las otras entradas de la ciudad. No dejes que se
acerquen las mujeres y niños. Respecto a las comidas, atente a los
rigurosos turnos establecidos. Nada de permisos especiales.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, Bill había curado a los
heridos y se encontraba solo en su laboratorio contemplando los
tres roedores del bosque que tenía enjaulados. Aquellos animales
llevaban consigo el secreto del antídoto contra la fiebre de las
Montañas Rocosas; pero ¿cómo arrancárselo?
Ahora luchaba contra un enemigo peor que la suerte: el tiempo.
Se había impuesto un plazo de cuarenta y ocho horas para hacer el
hipotético preparado que salvaría a los que sufrían la enfermedad e
inmunizaría a los demás.
Sí, todos sus esfuerzos serían inútiles. Si había fracasado durante
los tres años que pasó investigando en su pueblo de Kansas, y las
semanas que llevaba en Jaysenberg, ¿qué razón existía para esperar
el éxito en dos días? Ninguna. Ésa era la respuesta; deprimente,
pero no por ello menos real.
Se repitió a sí mismo una y otra vez que debía intentarlo de
nuevo. Valía la pena hacerlo, aun cuando no fuera más que para dar
una oportunidad a aquellas pobres gentes condenadas, si se
salvaban del odio de los Winter, de no morir irremisiblemente. Y
entre ellas estaba Peggy Blake… ¿Por qué pensaba en Peggy antes
que en nadie? El descubrimiento lo dejó confuso. Tras permanecer
unos instantes pensativo, soltó una maldición in mente y se puso a
trabajar. Despojóse de la camisa, se lavó los brazos, y cubrióse con
el batín. Luego, con ayuda de una lupa y unas pinzas extrajo varios
artrópodos de la piel del tejón, colocándolos uno a uno en el fondo
de una probeta, en la que más tarde echó una solución salina
fenicada.
Las horas se fueron desgranando mientras él no se cansaba de
hacer ensayos y observaciones de pruebas al microscopio.
Una vez entró Helen a decirle que la cena estaba preparada y le
respondió que comería más tarde.
A medianoche, Pat penetró en la estancia y hubo de suspender el
experimento que se disponía a realizar.
—¿Algo nuevo? —preguntó a su ayudante.
—Están acampados a dos millas de la ciudad. Me he dado una
vuelta…
—¡Te dije que no abandonasen tu puesto…!
—Lo siento. No pude evitarlo. Me ponía nervioso estar allí
esperando sin saber lo que esa chusma se propone.
—Está bien; ¿y qué has averiguado?
—Preparan algo. Se hallaban todos en círculos rodeando una
gran hoguera. Parecían cheyennes. Pensé en la gran oportunidad
que se nos presentaba si hubiese ido con veinte hombres.
—Si hubieses ido con veinte hombres los habrían descubierto y
probablemente no estarías aquí contándome tus impresiones… De
todas formas, soy de la misma opinión respecto a sus intenciones. Si
estaban en pie es indudable que atacarán esta noche. Será mejor
que nos reintegremos a nuestros puestos.
Bill se quitó la bata, en tanto Pat le preguntó:
—¿Cómo va ese antídoto, doctor?
—Me encuentro en el mismo sitio que ayer. No he adelantado un
paso.
—¿Tiene esperanzas de dar con él?
—Es lo último que se pierde, aun cuando en este caso son muy
remotas.
Helen le tenía preparado un bocadillo y un vaso de leche en el
comedor, pero se marchó sin ingerir nada.
Revistó, en compañía de Pat, todas las barricadas, terminando la
inspección en la que habían sostenido el primer embate.
Todo estaba en silencio. Parecía increíble que pudiera sobrevenir
algo que turbase la paz de la noche primaveral, cargada de efluvios
silvestres.
Bill se apoyó en uno de los muebles que integraban la trinchera,
manteniéndose inmóvil durante largo rato.
De pronto la voz de Rex Winter lo sacó de sus reflexiones.
—Buenas noches, doctor…
—¡Ah, hola, Rex! —dijo él volviéndose—. ¿Qué tal van las
cosas?
—He querido despedirme de usted.
—¿Se va?
—Sí; durante mucho tiempo he pensado que este día jamás
llegaría. Incluso cuando recibí la carta de Glen, en el fondo creí que
se trataba de una treta para mantener en la ciudad el miedo a su
nombre. En fin, ¿para qué hablar más de ello? Lo cierto es que ellos
están ahí enfrente dispuestos a cumplir su juramento…
—Comprendo su problema, Rex, pero no creo que en su lugar
abandonaría Jaysenberg… Es frecuente que en una familia existan
hermanos con diferentes ideas. Usted no tiene la culpa de que ellos
hayan elegido una senda prohibida…
—El pasado me pesa como una losa, doctor. Es más fuerte que
yo. Hay muchos sitios donde ir y cualquiera será mejor que
Jaysenberg para mí. Tendré al menos la oportunidad de rehacer mi
vida.
Bill carraspeó antes de preguntar:
—¿Y Peggy?
—Despídame de ella.
—¿Por qué no lo hace usted?
—Es mejor así…
—Pero… ella lo va a sentir mucho.
—¿Usted cree, doctor?
Harrow sintió más rápidos los latidos de su corazón.
—¿Qué quiere insinuar, Rex?
—Me sella los labios una promesa, Harrow. Y ya sabe que los
Winter la mantenemos para bien o para mal. Buena suerte, doctor.
Rex se separó de Bill, marchando en compañía del hombre
armado que lo había llevado a presencia del jefe.
El médico lo vio alejarse hasta desaparecer en las sombras. ¿Qué
había querido decir Rex? ¿A qué promesa se refería? ¿Qué personas
estaban relacionadas con ella?
¡Santo cielo, como si él no tuviese ya bastantes problemas en su
mente…! Pero ¿no le atañía ésta directamente? ¿Qué clase de
pueblo era aquél? ¿Había alguna persona en su sano juicio?
—¡Doctor…!
La llamada le volvió otra vez a la realidad. Quien se dirigía a él
era un hombre de unos cincuenta años, de bigote y cejas blancas.
—Dígame, ¿quién es usted y qué ocurre? —preguntó y al
instante se arrepintió del tono agresivo de su voz.
—Soy Grant Taylor, el enlace de la tercera posición.
—¿Hay alguna novedad allí?
—Sí, señor. Un hombre ha caído enfermo de fiebres.
Bill sintió que un ramalazo gélido le recorría la espina dorsal.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Hace tan sólo unos minutos, pero él se venía quejando hace
unas horas de fuerte dolor de cabeza. No le hemos dado
importancia hasta que se ha puesto a delirar…
—¿Lo han transportado al club?
—Sí, doctor. Para allá se lo llevaban cuando yo salí.
—Gracias, vuelva a su puesto. No podemos enviarle un sustituto.
Traten de suplir el hueco con su valor.
Taylor dio media vuelta y se marchó.
Una nueva pregunta martilleó el cerebro del médico.
¿Significaba aquella baja el comienzo de la epidemia o se trataba de
otro caso aislado?
—¡Está ardiendo una casa…!
El grito fue como una flecha, que rasgase la barrera del silencio.
Bill volvió la cabeza comprobando que, efectivamente, una casa
situada en la parte oriental de la ciudad comenzaba a ser pasto de
las llamas.
—¡Allí otra! —exclamó una segunda voz.
Ésta se hallaba en el extremo opuesto a la primera.
Harrow ya no tuvo duda. Los Winter estaban prendiendo fuego a
la ciudad.
—¿Qué hacemos, doctor? —inquirió con ansiedad Pat.
—Forma un grupo de evacuación con cuatro hombres en cada
acceso. Hay que llevar a las mujeres y los niños donde se halla mi
casa. Es el lugar más resguardado y el viento lo tiene a favor.
—¡Mire, doctor! —rugió un hombre.
Lo que pedían que Harrow mirase era un carro de fuego que,
tirado por un tronco de caballos despavoridos, se acercaba por la
calle a la barricada a una velocidad vertiginosa.
En escasos segundos sobrevino el choque. Los cuadrúpedos
saltaron por encima cayendo a tierra, revolcándose al sentir
quemadas sus carnes, meneando las patas en el aire.
Los defensores tuvieron tiempo de apartarse, pero no se habían
repuesto de la sorpresa cuando cayó sobre ellos una granizada de
balas.
Diez forajidos galopaban, repitiendo la carga.
Bill reaccionó gritando:
—¡Cada uno a su sitio, muchachos…!
Apretó el gatillo rabiosamente y desmontó un jinete.
Las llamas prendieron en la barricada ofreciendo una fantástica
iluminación de la escena.
Los bandidos cruzaron la muralla y los disparos se hicieron
ahora a bocajarro.
Uno de aquéllos pasó tan cerca de Bill que a éste le bastó tirarle
de una muñeca para desalojarlo de la silla, fulminándolo después
con un terrible culatazo en la nuca.
Pat se portaba como un valiente. Recibió un balazo en el muslo,
pero antes de caer a tierra metió dos proyectiles entre ceja y ceja al
que lo había herido.
Bill vio la muerte de cerca cuando tuvo el ojo de un cañón a
escasos centímetros de su cabeza, pero supo dar un salto en el aire
en el instante que se producía el disparo y el insecto del plomo le
acarició el cabello. El asesino, antes de que pudiera hacer fuego de
nuevo, dio un quejido al producírsele un orificio en el pecho y se
derrumbó.
Los restantes jinetes debieron asombrarse de la facilidad con que
se moría en aquel lugar y se retiraron por los huecos producidos en
la barricada.
Bill acudió al lado de Pat, quien intentaba taponarse la herida de
la pierna.
—¡Los vencimos de nuevo, doctor! —exclamó jubiloso el joven.
—Esta vez lo hemos pagado caro —contestó Bill examinando la
herida—. Cuatro muertos y tú fuera de combate.
—¡Eso sí que no…! ¡Puedo disparar perfectamente sentado…!
¡Así yerraré menos!
—Eres un bravo, Pat… Me preocupa lo que haya podido ocurrir
en los otros accesos…
—Al menos continúan luchando…
Los estampidos se sucedían uno tras otro. Gran número de casas
ardían iluminando completamente la ciudad. Mujeres, ancianos y
niños se dirigían rápidamente al lugar que se les había asignado.
Contra lo que podía suponerse, la evacuación se desarrollaba sin
tremendismos, como si sus protagonistas se diesen cuenta del valor
que presentaba para los que luchaban el que ellos guardasen
silencio, conformándose con su suerte.
Uno de los que heroicamente habían luchado junto a Bill,
exclamó:
—¡Eh, doctor, vea esto!
Harrow terminó de vendar provisionalmente la pierna de Pat y
se enderezó, acercándose al que lo había llamado.
—¿Qué ocurre? —inquirió.
El otro le indicó el cadáver cara al cielo de uno de los forajidos.
—¡Es Edmund Winter, doctor!
El cuerpo era el de un hombre que representaba unos veintisiete
o veintiocho años de edad, moreno, de facciones angulosas.
—¿Está seguro?
Un segundo defensor acudió a identificar el cadáver.
—Sí —afirmó—, yo lo conocía mejor que ninguno. Fuimos muy
amigos de niños… Parece mentira que las personas puedan cambiar
hasta el punto de desear la muerte de los que fueron sus
compañeros.
—¿Cómo se llama usted?
—Sergio Appleton, doctor.
—Queda usted al mando del grupo, Appleton. Es casi seguro que
no intentarán repetir fortuna por este sector, pero vigile por si
acaso. Yo voy a ver qué tal lo han pasado en los demás accesos…
En la segunda encontró al equipo casi intacto. Le comunicaron
que sólo habían sido objeto de un amago de ataque.
En la tercera quedaban pocos supervivientes, pero había muchos
heridos, de los cuales tan sólo uno era grave.
En la siguiente continuaba la lucha cuando él llegó y contribuyó
a la conclusión de la batalla, matando a uno de los sitiadores.
En la que venía a continuación no encontró más que ruinas,
cadáveres y los esqueletos de varias casas que habían ardido hasta
los cimientos. Cuando se retiraba, un gemido le hizo retroceder. Era
un moribundo que mostraba varias heridas en la cabeza y el pecho.
Ayudóle a levantar el torso y pudo emitir algunas palabras.
—Ha sido… la mayor de las Víboras… Glen… Winter… Él lo
buscaba… a usted…
Exhaló el último suspiro y Bill le cerró los párpados,
depositándole suavemente la cabeza en el suelo.
La última puerta no había sido atacada.
Como fue dando orden de que los heridos los trasportasen a su
casa, se dirigió a ésta, encontrando por el camino escasas viviendas
que se hallaran intactas.
El juez Russell y su hija Lidya se hallaban en la puerta
acompañados por Helen.
En las aceras, sobre jergones, cojines o simples mantas, se
sentaban los evacuados de las casas incendiadas.
El juez tenía los ojos envueltos en una pátina húmeda, lo cual
extrañó en gran manera a Bill, ya que el magistrado se había
conducido desde que lo conocía como un hombre duro.
—¡Yo soy el culpable, doctor! —gimoteó Russell.
—¿De qué, juez? —inquirió Bill cada vez más asombrado—. No
le comprendo.
—De esta matanza. Ellos querían marcharse y yo no los dejé…
—Es absurdo creer eso por su parte. Se quedaron porque mis
declaraciones les hicieron comprender que era la mejor decisión…
—Pero inventó lo de la enfermedad porque quería congraciarse
conmigo…
El médico llegó al paroxismo de la estupefacción.
Verdaderamente, por las muestras, en aquel pueblo la dolencia más
frecuente era la esquizofrenia.
—¿Cómo puede pensar en semejante idea, juez? —preguntó—.
¿Por qué había de desear congraciarme con usted…?
—Porque usted quiere a mi hija…
—¡Papá! —exclamó Lidya con voz condolida—. ¡Por favor…!
Bill aprovechó la llegada del primer herido para meterse en la
casa.
Durante las curas que realizó no tuvo tiempo de pensar en lo
que le acababa de suceder con Russell, pero cuando hubo puesto el
último vendaje, se preguntó qué clase de ovillo había enredado en
Jaysenberg, y de qué punta tendría que tirar para sacar el hilo sin
un nudo.
CAPÍTULO XII
Estaba cansado, enormemente cansado. Le parecía que habían
transcurrido años desde la última vez que estuvo acostado en una
cama. Pero tuvo que pasar la hora siguiente dando instrucciones
para que los hombres colocados bajo su mando mantuviesen íntegra
la defensa de la ciudad y al propio tiempo durmiesen. Cuando
acabó de dictarlas dijo a Helen que acondicionase la casa al objeto
de albergar en ella a los niños que habían quedado sin techo.
—¿Y usted, Bill? —le preguntó de mal talante la mujer—. ¿No se
da cuenta de que se está destrozando?
—Estaré en el laboratorio. Procure que nadie me moleste a no
ser para una cosa urgente.
—¿Va a seguir trabajando en eso? ¿Por qué no se acuesta unas
horas?
Pero el doctor, desoyendo el consejo, se refugió en la antigua
cochera, reanudando la investigación. A pesar de que no lo quería,
sus ojos se fueron cerrando y terminó por apoyar la cabeza sobre la
mesa ante la que se sentaba.
Le despertó un ruido de voces, dándose cuenta de que Helen le
había colocado una manta por encima de los hombros.
La puerta se abrió desde fuera, dando paso a Sergio Appleton, su
nuevo ayudante.
—¡Doctor…!
—¿Una nueva ofensiva?
—No, doctor. Son tres nuevos enfermos de fiebre.
—¡Tres!
—Sí, señor. Los han transportado al club. Yo vengo de allí. La
gente está intranquila. Dice que es la epidemia que usted indicó.
Ellos confiaban en el antídoto de que les habló ayer, pero alguien se
ha puesto a decir que ningún antídoto tarda en prepararse cuarenta
y ocho horas…
—La gente no entiende estas cosas, Appleton…
—Entonces, ¿lo tendrá…?
No podía negarlo. Los Winter estarían preparando el último
ataque. Si aquellos enfermos, aquellos defensores que esperaban
caer víctimas de la fiebre, se enteraban ahora de que habían sido
engañados, cundiría la anarquía y serían presa fácil de las Víboras.
¿De qué habría valido el sacrificio de tantos muertos?
—Sí, Appleton, tendré el antídoto…
Bill contestaba así con una sola aspiración; la de evitar la
victoria de los Winter. Después, si conseguían rechazarlos
definitivamente, diría a los ciudadanos de Jaysenberg que les había
mentido. Lo matarían por ello, pero él no podía hacer más de lo que
había hecho.
Estaba amaneciendo. Reunió una gran dosis de mercurocromo
en varios tubos de cristal y salió a la calle con su maletín,
dirigiéndose al pequeño hospital, en donde inoculó a todos los
enfermos. Varios de éstos, se hallaban graves, encontrándose en el
último período de la dolencia.
Al pisar de nuevo la acera encontró a Peggy Blake.
Tenía la cara tiznada como siempre.
—¿Se encuentra bien su hermano? —le preguntó.
—Sí, doctor; nuestra casa ha ardido, pero nosotros pudimos
escapar…
—Lo siento, Peggy…
—Bueno, nunca me había gustado la cabaña —los ojos de la
joven se humedecieron—. Era muy vieja y cuando llovía tenía
grietas…
Bill tuvo que carraspear y mirar para otro sitio.
Tras un largo silencio ella se despidió para marcharse, pero él la
detuvo diciendo:
—Tengo algo que comunicarle, Peggy…
La hembra lo miró a los ojos.
—¿Qué es, doctor?
—Rex Winter… me encargó que la despidiera de él.
—¿Se ha marchado?
—Sí. Anoche.
—Pero ¿adónde?
—No lo dijo. Sólo me habló de que iría a cualquier sitio para
rehacer su vida…
Peggy se cubrió el rostro sollozando y echó a correr dejando al
médico con el corazón destrozado.
De pronto sonaron unos disparos a lo lejos. Bill tragó el nudo
que tenía en la garganta, apretó los dientes y se dirigió con toda la
velocidad que pudo sacar de sus piernas al lugar de donde
procedían los estampidos.
Era el acceso donde la noche anterior murieron todos los
defensores.
La última carga de los Winter.
Los jinetes habían conseguido nuevamente cruzar la barricada y
se luchaba cuerpo a cuerpo, utilizándose más el cuchillo que el
revólver.
Bill se lanzó a la pelea con la furia desatada de mil diablos.
Quizá fuese mejor para él morir allí. Con tal pensamiento, no tuvo
en cuenta el más elemental principio de prudencia. Cogió por el
cuello de la camisa al primer pistolero que encontró a mano y le
hizo cascajo la mandíbula de un formidable gancho. Cuando lo tuvo
en el suelo le quitó el largo cuchillo de monte que esgrimía y buscó
con ansiedad su próximo contendiente. Un hombre a caballo estaba
causando gran mortandad entre los defensores. Esgrimía en una
mano un revólver y en la otra un machete del ejército. Bill
emprendió una corta carrera, subió con agilidad felina por la
barricada y cuando llegó a lo alto saltó sobre el jinete, chocando y
rodando ambos por tierra. El doctor fue más habilidoso que su rival
y sin darle tiempo a que se rehiciera le hundió el cuchillo en el
pecho, matándole en el acto. De pronto una hoja de acero le cortó
un trozo de la camisa a la altura del brazo, penetrándole en la
carne. Se volvió y en una décima de segundo pudo saber que allí
acababa su vida porque la mano armada de un bandido se dirigía
hacia su cuerpo. Empero, sonó un estampido y el agresor se abatió
con la cabeza reventada de un pistoletazo.
Sergio Appleton le había salvado.
—¿Le gustó, doctor?
En aquel instante, un jinete fue a disparar sobre Sergio para
vengar a su compañero. Bill subió el hocico de su revólver y apretó
el gatillo sin desenfundar. El caballista abrió los brazos en un gesto
trágico y cayó hacia atrás.
—¡Claro que me ha gustado! —respondió a su ayudante.
Éste, al ver del peligro que acababa de escapar, dio un suspiro
de alivio y sonrió.
Los hombres de los demás sectores de acceso a la ciudad acudían
a aquel lugar a librar la última batalla. Oleadas de refuerzos de una
y otra parte se sucedían constantemente.
Durante quince minutos continuó la cruenta lucha, sin que nadie
pudiese saber hacia qué bando se inclinaría la victoria.
Alguien gritó:
—¡He matado a otro Winter!
De súbito, los forajidos supervivientes parecieron electrizados.
La impresión duró el tiempo que invierte un relámpago en cruzar el
firmamento.
—¡Vámonos…! —exclamó uno de los bandidos—. ¡Ya os dije
que esto sería nuestra ruina!
La retirada fue general y rápida. Bill contempló con satisfacción
que las fuerzas que huían habían quedado reducidas a poco más de
una docena de hombres.
—¿Qué Winter es? —preguntó en voz alta.
—Oscar —le respondieron.
—¿No estaba Glen entre los que atacaban?
Sergio contestó, acercándosele:
—No, doctor. Glen es demasiado listo para exponerse en una
batalla de esta envergadura. Probablemente se habrá quedado en
las afueras, esperando le comuniquen el resultado de sus brillantes
planes. ¡Está herido, señor Harrow!
—Es sólo superficialmente.
—Pues sangra mucho.
—No se preocupe, Appleton. Felicite a los muchachos de mi
parte. Se han portado valerosamente. Me parece increíble que
Benny haya podido dudar de ustedes…
—Benny es en el fondo un cobarde. Eso entre nosotros, doctor.
Los hombres de Jaysenberg se dejaban caer en el suelo y lo
miraban todo como si estuvieran hipnotizados. Había cadáveres por
doquier y el escenario no era el más adecuado para prorrumpir en
gritos de victoria. El valle había pagado un precio demasiado
elevado por su triunfo.
—Esto se acabó, Appleton… —comentó Bill.
—¿Cree que volverán?
—No; esos hombres matarían ahora a Glen Winter antes que
obedecerle. Lo siguieron porque era su jefe, pero en realidad no
estarían conformes con arrasar un pueblo… Glen es un loco…
—¡Mire aquello, doctor! —exclamó un hombre.
Bill desvió sus ojos en la dirección que el otro señalaba. Un
jinete se acercaba por la calle a la barricada. Delante de él,
cubriéndole hasta la barbilla, llevaba una niña de unos trece años.
—¡Por mi abuelo Jonás! —Barruntó Appleton—. ¡Es Glen
Winter!
Entonces pudieron percatarse de que el jefe de los forajidos
apoyaba el cañón de un revólver en la sien de la chiquilla.
Cuando se halló a distancia que pudiera ser oído gritó:
—¡Que todo el mundo arroje al suelo las pistolas! ¡Si veo brillar
una de ellas en vuestras manos o cinturones os juro que esta niña
no lo contará! —Siguió avanzando, sonriendo sarcásticamente—.
¡Las armas fuera, labriegos!
No hubo un solo hombre que dejara de obedecer.
Glen detuvo su cabalgadura cerca del grupo. Frisaba en los
treinta y cinco años, moreno, de ojos negros y dientes muy blancos.
El bigote era espeso y casi le cubría el labio superior.
Su mirada recorrió los rostros de los vecinos del valle en medio
de un impresionante silencio. Al posarla sobre Bill sus pupilas
brillaron más intensamente.
—A ti no te conozco —dijo muy serio—. Apuesto a que eres ese
famoso doctor Harrow…
—Ganarías la apuesta, Glen Winter.
—No lo has hecho mal, palabra. Aquello de la peña del Águila
estuvo francamente bien y la defensa del pueblo no la mejoraría
cierto tipo de que me hablaron una vez, un tal Napoleón, que fue
casi tan grande como yo.
—¿Qué te propones, Glen? —preguntó Bill—. La lucha fue noble
y nosotros vencimos…
—¡Todavía no, Harrow!
—Tus hombres te han abandonado.
—¿Quién dice eso?
—Se marcharon cansados de pelear. Es el final de tu carrera.
Entrégate. Si te vas, tus propios compañeros te colgarán de un árbol
por haberles conducido al desastre…
El cuerpo del bandido se estremeció sobre la silla.
—¡Sucio puerco! —exclamó—. ¡Glen Winter vence siempre…!
¡Dije que esta ciudad quedaría tan lisa como la palma de mi mano y
así será…! ¡Ni tú ni cien más podrán impedirlo!
—Estás enfermo, Glen. Debías haber sido internado en un
sanatorio hace mucho tiempo. Tu cerebro no está sano.
—¡Cállate…!
—De vez en cuando sientes pinchazos en la cabeza, te zumban
los oídos y en esos momentos te gustaría que el mundo fuese un
limón para estrujarlo rabiosamente. Desearías arrasar, no sólo
Jaysenberg, sino todo Oregón, hasta el más pequeño pueblo de la
tierra…
—¡Maldito charlatán…! ¡Voy a cerrar tu boca para siempre…!
¿Qué dices a eso…? —Lanzó una carcajada histérica y la niña que
le servía de escudo rompió a llorar asustada—. ¡Pero voy a hacerlo
sin ventajas…! ¡Quiero que tus hombres se diviertan un poco…! ¡Se
merecen un buen espectáculo!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bill.
—Te estoy proponiendo un duelo. Nada de intervenir otra
persona. ¡Tú y yo! —soltó otra risotada, añadiendo—: ¡Qué lástima
que seas doctor…! Si hubieses sabido esto, te habrías entrenado más
con la pistola que con el bisturí… ¿verdad, Harrow?
—De acuerdo, Winter —asintió Bill con voz ronca—. Deja la
niña…
Glen, sonriendo jactanciosamente, bajó a la chiquilla del caballo
y a continuación lo hizo él, sin perder de vista a su rival. Éste
preguntó:
—¿Puedo coger mis armas?
—Sí, pero con los cañones hacia ti. Enfúndalas sin titubear.
Después lo haré yo.
Los hombres de la barricada asistían mudos a la escena con la
emoción reflejada en sus rostros. ¿Qué probabilidad tenía el doctor
Harrow de salir airoso del duelo si se enfrentaba con el mejor
pistolero de cuatro Estados? Indudablemente, la única consistía en
que disparase por sorpresa al coger del suelo las armas. Quizá fuese
una sucia faena, pero… ¡santo cielo…! ¡El doctor había enfundado
las pistolas sin apelar a la marrullería…! Iba a dilucidar la cuestión
de hombre a hombre, tal como había propuesto la Víbora… ¡Sólo
un loco se atrevería a ello!
Glen, con los ojos clavados en los de su antagonista, enfundó
también sus pistolas.
Instantáneamente, uno de los defensores de Jaysenberg se movió
hacia los «Colt» que había arrojado al suelo.
—¡Quieto, muchacho! —gritó Bill—. ¡Es asunto personal…!
Glen esbozó una sonrisa.
—Magnífico, doctor, pero si lo haces para que me apiade de ti,
te has equivocado. Debiste dejarlo disparar.
—¡No perdamos más tiempo, Winter…! ¡Elije las condiciones!
—Corriente, Harrow. Yo también tengo prisa por acabar.
Quédate donde estás. Retrocederé seis pasos. Cuando dé el sexto…
¡aprieta el gatillo, si puedes…!
—¡Empieza a andar! —convino Bill, dejando los brazos inertes
junto a sus escurridas caderas.
Glen retrocedió un paso, dos, tres, cuatro…
El tiempo pareció detenerse sobre Jaysenberg. Pero la muerte
seguía acechando.
¡Cinco…! ¡Seis pasos…! Glen lanzó otra carcajada y tiró del
revólver. Sonó un estampido. Sólo uno. El mayor de los hermanos
Winter quedó un rato inmóvil, mientras sus labios cambiaban la
sonrisa que los distendía por una mueca. En el pecho, a la altura del
corazón, le manaba sangre de un agujero. Se desplomó sin llegar a
sacar el «Colt».
Un silencio como no se había conocido nunca en el valle, quedó
latente en la atmósfera. De pronto, una voz lo rasgó:
—¡Cuidado, doctor…!
Un nuevo estampido. Pero éste no lo produjo Harrow. Uno de
los forajidos que había salido de una calle transversal soltó el arma
con que apuntaba al médico, al ser alcanzado en un brazo.
Jackie Blake surgió de una casa carbonizada. Él era quien, en
última instancia, había salvado a su ídolo. Poniéndose detrás del
forajido lo condujo cerca del grupo.
—¡Te debo la vida! —exclamó Bill, abrazando al muchacho.
—Pero nunca llegaré a ser un buen tirador, doctor.
—Lo eres ya, muchacho. Un estupendo tirador. ¡Te lo aseguro!
CAPÍTULO XIII
Bill se hallaba trabajando una vez más en la consecución del
antídoto. Hacía tres horas que Glen había muerto. La población se
ocupaba en enterrar a los seres queridos perdidos en la lucha. Todos
creían que en el valle empezaba una nueva era. Se construirían
mejores casas y Jaysenberg sería un pueblo moderno y próspero.
Pero él, William Harrow, sabía que una plaga peor que los
Winter se cernía sobre los supervivientes. Tres hombres, cinco
mujeres y dos niños acababan de ser instalados en el hospital. Ya
éste era insuficiente para contener más pacientes y en el plazo de
pocas horas otros enfermos requerirían ser cuidados.
Se apretaba duramente las sienes desesperado cuando la puerta
del laboratorio se abrió.
Giró la cabeza asombrándose de ver a Rex Winter en compañía
de Lidya Russell. Ésta dijo sonriente:
—Conseguí alcanzarlo, doctor.
—No le comprendo, Lidya —murmuró Bill—. ¿Qué significa
todo esto y lo que me dijo su padre anoche?
—Es sencillo, doctor, pero requiere una explicación. Rex y yo
nos queremos hace muchos años, desde que éramos chiquillos…
Bill señaló a Winter con el dedo, exclamando:
—¡Pero usted y Peggy…!
—No, doctor —contestó Rex—. Entre ella y yo no hay nada. El
padre de Lidya se opuso siempre a nuestras relaciones y Peggy se
brindó a ser mi novia ficticia. Lidya y yo nos hemos estado viendo
en la casa de nuestra protectora y ésta también nos ha servido de
mensajera. No le pude decir a usted nada sobre ello porque Lidya y
Peggy me hicieron prometer que lo silenciaría todo hasta que
pudiésemos dar a la publicidad nuestras relaciones, si este día
llegaba alguna vez…
—Perdone mis coqueteos con usted, doctor —se excusó Lidya—.
Lo hice siguiendo los deseos de mi padre… No tuve más remedio
que disimular…
—Pero ¿qué le ha ocurrido al juez?
—De ayer a hoy ha cambiado de forma de pensar. Por sus ojos
han desfilado escenas que jamás pudo imaginar. Él era partidario de
resistir a los Winter, pero lo hacía por un sentimiento egoísta. Tenía
muchos intereses en el valle. Luego ha visto que pobres gentes, sin
bienes apenas ni fortuna, exponían sus vidas simplemente porque
no consentían que su ciudad fuera saqueada por los pistoleros… Mi
padre está dispuesto a reconstruir de su bolsillo todas las casas
incendiadas… y en cuanto a nosotros, me ha dicho que yo nunca he
logrado engañarle, pues me sabía enamorada de Rex…
—No le molestaremos más, doctor —dijo Winter—. Le hemos
interrumpido en su trabajo. Sólo queríamos aclararle la situación.
Yo pude despedirme de Lidya esta madrugada después que hablé
con usted…
—Cuando se marchó —le interrumpió la joven—, yo me quedé
llorando y fui sorprendida por mi padre. Entonces sobrevino la
reconciliación y yo corrí a avisar a Rex. Me había dicho que se
dirigía hacia el oeste, y en pocas horas pude alcanzarlo.
Bill estrechó las manos de la pareja, diciendo:
—Gracias; me han hecho mucho bien.
Los prometidos se retiraron y el doctor volvió a quedar solo,
entregado a sus cavilaciones.
Peggy se había estado burlando de él. Hubiera deseado salir en
su busca para darle una buena paliza, pero su investigación se lo
impedía. ¡La investigación! ¿Qué significado tenía ahora esa
palabra? Fracaso total. La muerte definitiva para los habitantes del
valle. ¡Y el juez Russell prometió reconstruir la ciudad! No,
Jaysenberg no volvería a ser lo que había sido. Se transformaría en
un pueblo fantasma. El viento barrería las calles, entraría por
puertas y ventanas, y no habría una sola persona que las pudiese
cerrar. Ése y no otro era su futuro.
Alguien llamó suavemente a la puerta. Era Helen con una
bandeja sobre la que había un plato de sopa, otro con un bistec y
una taza de humeante café.
—¡Y no me diga que me lo lleve porque se lo tiraré a la cabeza,
Bill! Lleva veinticuatro horas sin probar bocado…
El médico convino en que los problemas aumentaban el apetito.
Decidió suspender su trabajo para hacer honor a la cocina de la
señora Dugan. Ésta se quedó en pie, contemplándolo mientras
comía.
—¿Con quién se va a casar, si la señorita Russell lo va a hacer
con Rex Winter, Bill?
—¿Está usted enterada?
—He visto tantas cosas en esta vida que nada me extraña.
—Será mejor que olvidemos nuestra boda. Veo difícil su
realización.
—Ahora su popularidad se extenderá a mil millas a la redonda,
Bill. Yo le aconsejaría que se diese una vuelta por la capital del
Estado. Estoy segura de que terminaría casándose con la hija de un
senador.
—Quizá no fuese mala idea —suspiró el médico.
—¿Por qué no se va ahora mismo, Bill…? ¡Hasta puede hacer el
viaje de incógnito…! No diga a nadie que es William Harrow…
Él frunció la frente.
—¿Pero no acaba de decir que la popularidad…? —De pronto se
detuvo, aclarándosele las ideas—. ¡Ya comprendo…! Usted conoce
también el asunto del antídoto…
Helen se puso muy compungida.
—Y también sé que lo matarían a usted si no se marcha ahora
mismo del valle…
Bill pasó un brazo por los hombros de la mujer.
—No padezca por mí, Helen. Después de todo, me lo tengo
merecido por haberles engañado… Nunca debí hacerlo.
—¡Pero usted lo hizo por su bien…! ¡Pensando en el contagio
que pudieran producir adonde quiera que se dirigiesen…!
—No vale como razón para ellos. Estaban condenados a muerte
y yo les di una esperanza. Más que eso: les prometí que vivirían.
—¡Márchese, Bill! ¡Aún tiene tiempo!
—No, Helen. Ha sido usted muy buena conmigo…
La señora Dugan prorrumpió en llanto y se retiró rápidamente
del laboratorio.
Bill bebió el café y lió con parsimonia un cigarrillo. Cuando
acababa de encenderlo, la puerta se abrió de golpe, dando paso a
Peggy, que se acercó a Bill echando chispas por los ojos.
—Tengo la impresión de que estoy en la calle —comentó el
doctor—. Aquí todo el mundo entra y sale cuando le parece…
La muchacha, que por lo visto no había tenido tiempo de
cambiar su tiznado vestido, se puso en jarras, adoptando una
actitud desafiante.
—¿Se ratifica en lo que le ha dicho a Lidya Russell?
—¿Ratificar…? Habla como un abogado, Peggy…
—¡Déjese de palabrería…!
—Está bien. ¿De qué se trata?
—¡No conteste con preguntas a mis preguntas…!
—Peggy, te la estás ganando…
—¿Quién le ha dado permiso para tutearme?
—Supuse que podía tratarte así. Al fin y al cabo, somos viejos
amigos.
—¡Yo elijo los míos, señor Harrow!
—¡Oh, conque esas tenemos…!
—¡Sí…! ¡Y no puede ser mi amigo quien dice que no se casaría
conmigo aunque yo fuese la única mujer que quedase sobre la
tierra…!
Bill se dio cuenta de la treta de Lidya Russell. Conocía bien el
carácter de Peggy y la había excitado con sus palabras a fin de que
acudiese al laboratorio. Hubiese reído de buena gana la broma, si
las circunstancias no fuesen trágicas. No podía decir a la joven que
la amaba, que la quería con todas sus fuerzas, y que su mayor deseo
era hacerla su mujer. De un momento a otro habría de enfrentarse
con los habitantes del valle y entonces su vida no valdría una
moneda de cinco centavos. Por todo ello contestó:
—¡Es cierto…! ¡Todo eso le he dicho a Lidya refiriéndome a
ti…!
—¿Es posible que sea usted tan falso, tan hipócrita?
—¿Qué es eso de falso e hipócrita…? Nunca te he dicho nada
que pudiera ser interpretado como reflejo de un sentimiento de
amor hacia ti…
—No, ¿eh? ¿Y aquel beso…? ¿Es que me va a decir que fue
fraternal…? No diga que lo fue porque le rompo la crisma…
—Pues, sí —carraspeó Bill—. Creo que te lo di como si viese en
ti a una persona de la familia…
—¡Traidor…! ¡Embustero…!
Peggy buscó con los ojos algo en la mesa para utilizarlo como
proyectil y vio un libro. Extendió la mano y, al cogerlo, sus dedos
tropezaron con una probeta, volcándola. Ésta rodó y cayó,
estrellándose en el suelo. La joven dio un grito asustada y
retrocedió pisando los vidrios y el contenido del recipiente.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿Qué has hecho, Peggy?
La joven, que se había quedado con el brazo levantado,
disponiéndose a arrojar el libro, dio un gemido y mordióse el labio
inferior.
—¿Es… es algo importante, Bill?
—No te preocupes. Después de todo, el resultado hubiese sido el
de siempre.
—¿Qué era, Bill…? ¡Dímelo!
El doctor, con la tristeza reflejada en el rostro, señaló el lugar
donde había caído la probeta.
—El antídoto… —De repente se quedó inmóvil, contemplando la
pasta marrón en que se había convertido la parte de la mezcla
pisada por la muchacha—. ¡Peggy!
—¡Te juro que ha sido sin querer, Bill!
El doctor se puso en cuclillas, examinando lo que había en el
suelo. Había estado buscando desde que llegó a Jaysenberg aquel
color marrón y he aquí que ahora, fortuitamente, conseguíalo [1].
—¡Peggy…! —exclamó enderezándose—. ¡El virus de la fiebre
de las Montañas Rocosas…! ¡Tú lo has descubierto…!
—Pe… pero… no sé de qué me hablas…
Bill la enlazó por la cintura besándola en los labios.
—¡Ahora tengo que trabajar, querida…! He de repetir lo que tú
acabas de hacer con tu zapato… Antes de dos horas habré inyectado
todos los enfermos del valle…
—Bésame otra vez, Bill…
Él volvió a unir su boca con la de ella.
En aquel instante apareció Helen Dugan.
—¡Qué ha pasado aquí! ¿Se están peleando…?
El doctor se separó de Peggy contestando:
—Nos entrenábamos, señora Dugan —empujó a la joven
añadiendo—: ¡Prepare un baño para Peggy, Helen…!
—¿Otro baño? —protestó la muchacha, pero al ver la mirada
resuelta de él asintió—: Está bien…
Antes de salir volvió la cabeza y tiró un beso al aire.
Bill sonrió, diciendo:
—Hasta luego, querida.
FIN
[1] El elemento casual juega un papel importante en los
descubrimientos científicos. Sirva de ejemplo, además del que es
objeto esta novela, el de la penicilina. (N. del E.). <<