SILVER KANE
LOS JUSTICIEROS, SOCIEDAD ANONIMA
El hombre que estaba agazapado bajo la mesa ordenó:
—¡FUEGO!
El cigarro que descansaba en la boca de otro de los hombres
dibujó un leve círculo. Prendió fuego en la mecha e inmediatamente
su dueño echó a correr para cobijarse. Tenía que darse prisa o
saltaría hecho pedazos.
La mecha estaba calculada para diez segundos.
Tardó en consumirse sólo nueve.
¡BLAAAAAAM!
La explosión se oyó en todo Wichita. La gente saltó de sus
camas. El sheriff, que estaba dormitando en su oficina, dio tal
brinco que cayó debajo de la mesa.
—¿Dónde ha sido eso?
Su ayudante barbotó:
—¡En el Banco Donovan!
En efecto, era en el Banco Donovan, a bastante distancia de allí.
También los asaltantes habían calculado eso: el sheriff tardaría aún
cinco minutos en llegar.
Por entre los cascotes y las nubes de humo se movieron como
fantasmas. El que mandaba el grupo ordenó:
—¡Pronto¡¡La caja!
En efecto, la caja fuerte había saltado, cayendo a tierra. La
puerta vacilaba entre sus goznes y sólo hacía falta un par de golpes
de palanqueta para hacerla saltar definitivamente.
—¡Riley!
Riley tenía precisamente una palanqueta.
Todo estaba previsto.
La movió con habilidad y la puerta saltó.
Los fajos de los billetes estaban intactos. Varias manos ansiosas
se tendieron hacia ellos.
—¡Aprisa! ¡Aprisa!
Habían pasado ya dos minutos.
Dentro de tres como máximo llegaría el sheriff, y para entonces
ellos ya tenían que estar lejos.
La moneda pasó a los sacos ya preparados, y los cinco hombres
salieron. Aunque sólo se distinguían algunas sombras en la calle, a
la luz incierta de las lámparas, tuvieron miedo de ser reconocidos.
Por eso se llevaron las manos a los pañuelos negros que había en
torno a sus cuellos y cubrieron con ellos el rostro.
—¡Los caballos!
El que estaba al cuidado de las monturas apareció. Los
asaltantes, cinco en total, se movieron como fantasmas.
Tuvieron que pasar por encima de los cuerpos de los dos
guardianes muertos. Los habían apuñalado en silencio antes de
iniciar el robo. Uno de los asaltantes tropezó.
El jefe se volvió, hacia él.
—¿Pero qué te pasa, Mac?
—Teníamos que haber apartado a esos muertos...
—¡Ahora ya no importa! ¡Vamos! ¡A caballo! ¡Pronto!
Todos montaron febrilmente.
Las bolsas con el dinero fueron sólidamente sujetadas a las sillas.
Medio minuto después los cinco hombres ya estaban galopando en
dirección a la llanura.
El sheriff llegó justo en el momento calculado por los asaltantes,
es decir, cuando ellos ya estaban lejos. Lanzó una imprecación al
ver a los dos guardianes muertos.
—¡Los han apuñalado! ¡Esos malditos hijos de perra los han
matado por la espalda!
Los ayudantes del sheriff de Wichita rodearon el lugar. Su
actividad era febril, aunque se daban cuenta de que el golpe había
estado perfectamente calculado y ellos llegaban tarde. Con sus
lámparas fueron iluminando las calles adyacentes.
—¡Sheriff! ¡Aquí!
—¿Qué pasa?
—¡Han huido en esa dirección! ¡Veo las huellas de al menos
cinco caballos!
¡Pues seguidlas Jim y tú! ¡Id marcando en todos los ranchos del
camino la dirección que lleváis! No entabléis pelea porque lo único
que quiero es que no se pierda el rastro. Yo reuniré mientras tanto
unos cuantos voluntarios.
Dos jinetes salieron inmediatamente en la dirección indicada.
Los otros hombres del sheriff, junto con los vecinos que se les
habían venido uniendo, penetraron en el local para darse cuenta de
que en el Banco Donovan ya no quedaba ni un dólar.
Por la noche todo se guardaba en la caja fuerte, y la caja fuerte
había sido convenientemente limpiada. Donovan, el dueño del
Banco, que fue uno de los primeros en llegar, estuvo a punto se
sufrir un desmayo.
El sheriff tuvo que sujetarle.
—Vaya a beber un whisky a mi oficina, señor Donovan —dijo—.
Es lo mejor que puede hacer ahora. Yo me reuniré con usted dentro
de un rato.
—Pero...¡me han arruinado! ¡Me han dejado sin un maldito
dólar!
—Cazaremos a esos hombres, no le quepa duda. Pero ahora
cálmese, señor Donovan. Haga lo que le digo.
El banquero se largó medio a rastras mientras la gente lo
revolvía todo. El sheriff hubo de echar a los vecinos de allí. Al
parecer, todos habían despertado con la explosión y no habían visto
nada, aparte de las siluetas de cinco hombres que huían a caballo
con los rostros cubiertos por pañuelos negros.
—¿Alguna particularidad? —masculló el sheriff—. ¿Habéis
notado en esos tipos algo que los distinguiera? Por ejemplo, ¿había
algún jorobado, o cojo, o demasiado flaco o demasiado gordo?
—No. Todos eran normales. Además, apenas hemos podido
verlos. Daba la sensación de que lo tenían todo previsto y habían
calculado cada movimiento.
—Está bien...¡Nada conseguiremos hablando! ¡Lo que necesito es
una docena de voluntarios para perseguir a esos condenados! ¡Ya
conocéis la costumbre! ¡El Banco repartirá entre ellos el diez por
ciento de lo que se recupere!
Varios hombres jóvenes fueron en busca de sus caballos. Otros
no tan jóvenes dudaron un momento y al fin optaron por seguirlos.
Quince minutos después el grupo de voluntarios emprendía la
persecución, fiándose de los dos jinetes que habían salido primero y
que les irían marcando el camino.
Pero por poco tiempo.
Jim y Mac, los dos jinetes que habían partido en primer lugar,
siguieron las huellas durante media hora. Pronto se dieron cuenta
de que los fugitivos llevaban buenos caballos y de que no iba a ser
fácil atraparlos.
Pero eso fue lo de menos.
No se dieron cuenta hasta el último momento de hasta qué
punto estaba bien preparado todo. No pensaron que alguien podría
estar cubriendo la huida de los salteadores.
Fue Mac el que distinguió confusamente a los dos tiradores
sitúados tras unas rocas.
Masculló:
—¡Allí!
Y fue a saltar de su caballo.
Pero ya no tuvo tiempo para nada.
Lo que le hizo saltar fue la bala.
Tampoco Jim tuvo tiempo de evitar lo inevitable. Los
emboscados disponían de excelentes rifles y supieron usarlos bien.
Un instante después los dos jinetes yacían en tierra mientras sus
caballos seguían galopando.
Cuando llegó el grueso de los perseguidores, de los hombres
parapetados tras las rocas no quedaba nada. Sólo unos cuantos
casquillos de bala.
Ah... Y los restos de una botella. Pero ésta estaba vacía, de modo
que ninguno de los beneméritos ciudadanos de Wichita pudo
aprovecharla.
***
El sheriff miró las facciones desencajadas de Donovan. Se daba
cuenta de lo que aquel hombre debía estar pasando. Bebió también
un trago y de una forma maquinal, deseando tranquilizarle, dijo:
—No se preocupe: los cazaremos.
—No lo conseguirá, sheriff.
—¿Y por qué no? ¿Qué le hace pensar eso?
—Me estoy acordando del atraco de hace quince días. Fue en
San Antonio de Texas. Los salteadores, que también eran cinco y
también se cubrían la cara con pañuelos negros, se llevaron cien mil
dólares como quien dice ante las narices de toda la ciudad. Nadie
ha podido echarles el guante.
—¿Y por qué cree que han sido los mismos? Cinco hombres con
pañuelos negros pueden encontrarse en todas partes. No debe dar
importancia a ese detalle.
—Yo creo que son más listos que nosotros, sheriff, y que lo
tenían todo muy bien preparado. No les capturaremos.
El representante de la ley fue a decir algo, aunque él tampoco
estaba seguro del éxito ni mucho menos. Pero en ese momento la
puerta de la oficina se abrió y uno de los ayudantes entró con las
facciones crispadas.
—Sheriff...
—¿Qué pasa, muchacho?
—Mac y Jim han muerto.
Hubo una lividez repentina en los dos hombres que acababan de
recibir la noticia. El sheriff balbució:
—No es posible... Eran dos buenos rastreadores. ¿Es que han
caído en una trampa?
—Alguien cubría la retirada de esos bandidos —dijo el ayudante
—, Debimos haber pensado en eso. Mac y Jim no han tenido tiempo
ni de chillar.
—¿Por tanto... se ha perdido el rastro?
—Resulta imposible seguirlo de noche. Esos dos hombres
estaban a poca distancia de los fugitivos, de modo que podían
marcarnos la ruta, pero ahora es inútil. Y me temo que mañana, a la
luz del sol, sea demasiado tarde.
Donovan se cubrió un momento el rostro con las manos.
Balbució:
—¿Lo ve? Son los mismos hombres que se llevaron cien mil
dólares en San Antonio de Texas. Ya sabía yo que no daríamos con
ellos jamás.
—Pero eso no significa la ruina total para usted, Donovan —dijo
el sheriff tímidamente, intentando alentarle—. Usted tiene otros
negocios...
—Se han llevado trescientos mil. Nada menos que trescientos
mil había en la caja fuerte. Estaban perfectamente informados y han
obrado sobre seguro. Tengo otros negocios, por supuesto, pero si no
recupero ese dinero me hundiré para siempre.
—Contrate un grupo de detectives... O hable con los de la
Agencia Pinkerton, de Chicago. Los de la Pinkerton han aclarado
robos más difíciles que ése.
—No, no conseguiré nada —musitó Donovan temblorosamente
—. Sé que no puedo confiar en nadie. Sólo en los Justicieros, pero
los Justicieros están demasiado lejos...
Pareció como si aquellas palabras hubieran sido una
premonición.
De repente tuvieron la sensación de que era el viento lo que
había empujado los batientes de la oficina del sheriff. Sintieron
como un escalofrío, como un extraño y lejano soplo de la nada.
Miraron extrañados hacia allí.
Y entonces vieron al hombre.
Se había colado en la oficina como un fantasma.
Vestía muy bien, pese a llevar ropas de viaje. Se notaba que era
un caballero. Su cinto canana estaba adornado con monedas de oro
que valían una pequeña fortuna.
Eso indicaba dos cosas:
Primera, que aquel hombre era rico.
Segunda, que sabía defender el cinturón —una tentación muy
fuerte para los ladrones— con la velocidad de su revólver.
Saludó:
—Hola, sheriff. Hola, señor Donovan.
El banquero alzó los ojos, mirándole asombrado. Hizo una
mueca de incredulidad y musitó:
—Barton...
—He pasado casualmente por aquí, amigo Donovan, porque me
dirijo al norte, y acabo de enterarme de lo que ha sucedido. Toda la
ciudad está conmocionada.
—Me han arruinado —dijo el banquero con voz plañidera—.
Nada menos que trescientos mil dólares han volado de mi caja
fuerte.
—Eso se comenta. Celebro no ser ahora cliente suyo, Donovan,
aunque lo haya sido en otro tiempo.
—Los clientes del Banco cobrarán su dinero —dijo el sheriff
rápidamente—. El señor Donovan no está arruinado ni mucho
menos.
Pero le extrañó, mientras pronunciaba estas palabras, el cambio
que se estaba produciendo en la expresión de Donovan. El banquero
miraba al recién venido como un iluminado. Sus manos temblaban
sobre la mesa. Al fin balbució:
—Oiga, Barton. Usted es... es...
—¿Qué es lo que soy? ¿A qué se refiere?
—Usted forma parte del grupo, no trate de negarlo.
—¿Qué grupo?
—Desde que ustedes ahorcaron a Samuels y a Climent, los
famosos asesinos, se han dado a conocer en todo el país, les
llamaron los Justicieros.
Barton hizo un gesto de modestia, como si le molestara hablar
de aquel tema.
—La gente exagera —susurró.
—En Abilene descubrieron a los ladrones de un Banco que se
habían llevado cuarenta mil dólares —insistió Donovan.
—Fue un golpe de suerte. En cambio no pudimos descubrir a los
culpables y por tanto no pudimos castigarlos.
—Barton... Le suplico que me oiga.
—¿Qué quiere, Donovan? Le estoy escuchando.
—Es el destino el que le ha traído aquí. Nunca creí tener tanta
suerte.
—Pues yo no veo la suerte por ninguna parte...
—Usted y su grupo pueden dar con esos hijos de perra. Son
cinco asesinos. Estoy seguro de que se trata de los mismos que
también asaltaron un Banco en San Antonio de Texas. No confío ni
en los sheriffs, ni en los federales, ni en los voluntarios ni en nadie.
Sólo ustedes pueden tener éxito en una misión así. Se lo suplico,
Barton: no me deje abandonado en una situación como ésta. Hable
con sus compañeros y persigan a esos forajidos.
Barton se pellizcó levemente el labio inferior. Estaba sumido en
una serie de reflexiones que, al parecer, no le hacían nada feliz,
porque un par de veces movió la cabeza negativamente.
Era el clásico ejemplar del hombre fuerte, decidido, rico, que
conoce la vida y que sabe luchar por ella. No llegaba a los treinta
años. Sus sólidos puños y su rostro curtido por el sol indicaban una
constante vida al aire libre, a pesar de todo el dinero que tenía.
Se hablaba de que sus compañeros eran como él.
Hombres jóvenes, fuertes, que tenían medios propios de fortuna
y que podían dedicarse por tanto a la a veces imposible tarea de
administrar justicia.
Donovan lo miraba con creciente ansiedad.
Bisbiseó:
—No me diga que... que no puede hacerlo.
—No sé si mis amigos querrán. En todo caso hay que reconocer
que tiene usted algo a su favor, Donovan.
—Ya le he dicho que le ha traído aquí el destino. ¿Qué es?
—Todos están cerca. El grupo entero ha pasado por la ciudad
por una sola razón: queremos comprar aquí cerca un rancho que
nos sirva de cuartel general. Hemos de ver varias propiedades.
—Entonces podrá convencerlos...
—No lo sé. Venga conmigo.
Los dos hombres salieron tras saludar al sheriff. Donovan se
sentía ansioso. Atravesaron un par de calles y entraron en el mejor
hotel de Wichita.
Cinco hombres habían alquilado todo un piso para ellos. Se
notaba que nadaban en oro. Hasta el propio banquero Donovan,
cuando los vio, se sintió instintivamente inferior.
Todos eran clientes de los mejores Bancos del país. Todos eran
jóvenes y fuertes. Todos respiraban ese aire de los que nadan en la
salud y en la abundancia.
Pero no se dedicaban a la vida de los placeres que tan fácil les
hubiera sido.
En sus rostros enérgicos y firmes se notaba que estaban
destinados a una misión superior. Tenían los ojos duros y grises.
Parecían cortados por el mismo patrón.
Barton los fue presentando.
—Estos son los hombres de mi grupo, señor Donovan. No crea
que nos dejamos conocer por todo el mundo, pero usted es un caso
aparte dada la amistad que nos une. Le presento a Mike, a Brent, a
Kendall y a Tower.
Le tendieron las manos. Donovan se la estrechó calurosamente
puesto que sabía que sólo aquellos hombres podían salvarle.
—Quizá ustedes sepan lo que ocurre —dijo a continuación—.
Acaban de robarme trescientos mil dólares.
—Cierto. En esta ciudad no se habla de otra cosa. ¿Y qué piensa
hacer, señor Donovan?
El banquero suplicó sin rodeos:
—Por favor... Ayúdenme.
—Pretende que nos ocupemos de su caso —explicó Barton—. Yo
ya le he dicho que si estamos aquí es para comprar un rancho que
pueda servirnos de cuartel general. Por mi parte, puesto que
conozco a Donovan hace tiempo, aceptaría; pero no puedo
envolveros a vosotros en el asunto de un hombre que os resulta
desconocido.
Kendall alzó la cabeza.
—Si tú intervienes, intervendremos todos. Una de las reglas
fundacionales del grupo fue prohibir las acciones aisladas. O todos o
ninguno. Pero esta vez lamento aconsejarte que no aceptes.
—¿Por qué?
—Dimos una fianza de treinta mil. Vamos a perderla si no
decimos algo acerca de la opción de compra.
—Treinta mil es sólo el diez por ciento de lo que he perdido —
dijo rápidamente el banquero—. Cuenten con ellos. No quiero que
sufran ningún perjuicio.
Brent dio una larga chupada a su largo cigarro habano y musitó:
—No queremos engañarle, señor Donovan. El grupo ha tenido
unos ciertos éxitos, pero usted sabe que no somos profesionales. El
único estímulo que nos une es el de hacer justicia mientras
corremos aventuras. De lo contrario, nuestra vida de hombres
mimados por la fortuna sería un aburrimiento inmenso, un bostezo
interminable. Ese afán de aventuras, sin embargo, no significa que
vayamos a aceptar. ¿Qué pasará sí esos hombres se nos escapan?
—Les doy los treinta mil por adelantado —dijo Donovan—. No
discutamos más.
—No se trata de dinero. Sabe perfectamente que tenemos más
que usted. Se trata de que no queremos dejarle en la estacada, ¿Qué
pasará si fracasamos?
—Correré es riesgo. Es el mismo que correría si contratara a la
mejor agencia de detectives del país.
—En ese caso —dijo el propio Barton—, creo que aceptamos
todos, amigo Donovan. Y voy a decirle algo más: esos buitres no
escaparán. Cuente con sus cabezas...
«Los buitres», como les habían llamado en aquella reunión de
Wichita, podían mirar el porvenir con optimismo. No sólo habían
desorientado a sus perseguidores, sino que tenían vía libre para salir
del Estado, Y nada se interponía entre ellos y la libertad y la
riqueza.
Uno de ellos señaló la colina que estaba al norte.
—Por allí va el camino principal. Lo bordearemos y ya no habrá
quien dé con nosotros. Todo ha salido maravillosamente,
muchachos. ¡Trescientos mil dólares!
Los forajidos lanzaron al unísono una carcajada.
Eso significaba sesenta mil pavos para cada uno.
Podrían evitar peligros disolviendo la banda y viviendo como
sultanes durante dos años. Luego, cuando se acabara el dinero, ya
se vería. El Oeste era grande y había docenas de Bancos en él...
—¡Adelante!
—¡Los apuros han terminado!
—¡Yupiiiíiii!
Parecían chiquillos a los que ha sido entregado un juguete. Ni
por un momento pensaron en los muertos que habían dejado atrás.
Bordearon la colina.
La verdad fue que ni por un momento pensaron tampoco que
alguien pudiera estar sobre su pista.
Sonó una armónica.
Uno de los pistoleros entonó una alegre canción vaquera.
Desde lo alto de la colina, los cinco hombres que estaban
apostados allí oyeron ambas cosas: la armónica y la canción. Barton
miró a sus compañeros y dijo:
—¿Qué os parece?
—Encima están alegres...
—Les hemos cortado el camino estupendamente. Dentro de
cinco minutos estarán debajo de nosotros.
Los hombres prepararon sus rifles.
Eran «Winchester» último modelo, aptos para disparar balas de
punta blindada.
—Son demasiado peligrosos esos tipos —dijo Kendall
sombríamente—. No podemos fallar.
—¿Y quién ha dicho que fallaremos?
—Cuidado... Ya están ahí.
Los cinco hombres apostados se pegaron materialmente al suelo.
Hicieron demasiado ruido, pero a causa de la canción de los que
llegaban no se oyó.
—Preparados...
Era Barton quien dirigía la operación. Sus labios se tensaron y
de pronto gritó.
—¡Fuego!
Cinco rifles dispararon a un tiempo.
Los fugitivos que estaban al pie de la colina recibieron la
avalancha de plomo sin saber de dónde venía.
Cuatro de ellos cayeron fulminados instantáneamente. El último
sacó el «Colt» con un zarpazo mientras hacía girar el caballo para
huir.
No le sirvió de nada.
Si sus compañeros habían recibido un plomo cada uno, él recibió
cinco a la vez.
Cayó convertido en una auténtica criba. Los cadáveres rodaron
lenta y silenciosamente colina abajo.
Todo aquello había durado apenas un cuarto de minuto. Los
cinco justicieros soltaron sus rifles y se levantaron sin prisas para
ver a los muertos.
—Perfectos... —dijo Barton—. ¿A qué esperamos? Hay que
llevarlos a Wichita. ¿O es que queréis que nadie se entere de que los
Justicieros han tenido un nuevo éxito?
—Claro que no —dijo Mike con una mueca—. Nunca viene mal
un poco de propaganda...
***
Aquel hombre que estaba tranquilamente sentado en una butaca
del casino de Dallas tomó el periódico y lo hojeó de una manera
maquinal y distraída.
Era un hombre alto, de hombros cuadrados, facciones rígidas y
puños que se adivinaban de acero. Llevaba un sombrero tejano
blanco y un equipo vaquero azul, pero se adivinaba que aquellas
prendas no eran de trabajo. Resultaban tan elegantes que su dueño
podía estar sin llamar la atención en aquel casino donde se
concentraba lo mejor de la aristocracia de Texas.
Ninguna de las noticias del periódico le llamó la atención.
Hasta que llegó a aquella página.
En la tercera página los grandes titulares anunciaban:
MUERTOS LOS ATRACADORES DE WICHITA.
LOS HOMBRES QUE SE LLEVARON
LOS TRESCIENTOS MIL DOLARES DEL
BANCO DONOVAN HAN SIDO ACRIBILLADOS
A BALAZOS POR EL GRUPO DE
LOS JUSTICIEROS.
POR DESGRACIA NO LLEVABAN YA ENCIMA
EL PRODUCTO DEL ROBO NI SE SABE DONDE
LO HAN OCULTADO.
TODOS LOS SHERIFFS DE LA COMARCA
REALIZAN INVESTIGACIONES
La información que venía a continuación detallaba los
pormenores del asalto al Banco Donovan, la forma como el dueño
de éste se había encontrado con los Justicieros por pura casualidad.
Y la vista que habían tenido éstos para encontrar a unos hombres
cuyo rastro nadie había sabido hallar hasta entonces.
El periodista demostraba estar bien informado y haber vivido los
hechos sobre el terreno.
En lo único que había fracasado era al intentar hacer un interviú
a los Justicieros. Ninguno de éstos había demostrado deseos de
hablar. Y después de llevar los cadáveres a Wichita se habían
marchado de la ciudad porque tenían cosas más importantes que
hacer en otros lugares del Oeste.
El hombre dobló el periódico.
Fantásticos tipos aquellos Justicieros.
Le hubiera gustado conocerlos.
Milton, uno de los directivos del casino, se acercó a él. Señaló el
periódico, el Texas Star, que acababa de dejar sobre la mesa.
—Fantásticos esos Justicieros, ¿eh?
—Lo mismo estaba pensando yo, señor Milton. Y hasta me
gustaría conocerlos.
—No es fácil. Viajan continuamente. Yo creo que cuando
adquieran más fama les llamarán desde todos los pueblos de los
Estados Unidos. Son insuperables.
El joven ofreció un cigarro a Milton y preguntó:
—¿De dónde proceden?
—Oh, no crea que son unos pistoleros... Al contrario, todos son
millonarios. Tienen tanto dinero que son amigos de casi todos los
banqueros y grandes terratenientes del país. Pero en lugar de
estarse en sus posesiones pasándose la gran vida, han decidido
correr aventuras. Forman un grupo entrañablemente unido y que se
dedica a perseguir a todos los delincuentes que los sheriffs no
alcanzan.
—Por eso mismo ya me parecen admirables. Realmente acabar
con esos atracadores no era tan fácil.
Milton encendió el cigarro que acababan de ofrecerle y miró
pensativamente al joven.
—Lo fastidioso —dijo— es que no haya aparecido el dinero.
Seguro que los atracadores lo escondieron en algún sitio, pero el
hallarlo es cuestión de paciencia. Ya verá cómo aparece. Y a
propósito. Lane...
—¿Qué?
—¿Desde cuándo el fiscal del distrito va vestido de vaquero?
—Siempre fui un vaquero, Milton.
—Y un cuerno. Usted, en Dallas, es el fiscal.
—Pero he renunciado a mi cargo —dijo Lane con suavidad—.
Vuelvo a mi rancho y a la vida natural de antes. No sirvo para
acusar a la gente, ¿comprende?
—Si... Todas las personas responsables de Dallas decíamos que
es usted un fiscal demasiado blando. Que incluso a veces parece el
defensor.
—Un fiscal no debe estar acusando siempre. Debe mirar el delito
con una cierta imparcialidad. Al fin y al cabo él representa al
Estado.
—Pues siento que nos deje. Lane. Le echaremos en falta.
—Seguramente yo a ustedes también. Pero le prometo que me
gusta más la vida de los ranchos, que siempre ha sido la mía.
Y se puso en pie haciendo un gesto de despedida. En aquel
momento uno de los ayudantes del sheriff de Dallas entraba por la
puerta principal del edificio.
—Señor Lane —llamó.
—¿Qué hay?
—Gordon va a salir.
—Pues vamos...
Los dos hombres se dirigieron hacia la cárcel del condado, que
no estaba lejos. Cuando llegaron ante ella, las puertas se abrían para
dar paso a un joven de unos veinte años, llevando en las manos un
hatillo de ropa.
Lane dijo al ayudante del sheriff:
—Déjeme a solas con él.
—Como quiera.
El ayudante se alejó, apartándose de la vista de Gordon. Era
lógico que no le gustasen las estrellas a un hombre que acababa de
salir de la cárcel. Pero en cambio sonrió al ver a Lane.
—Es la primera vez que un presidiario sonríe a un fiscal —dijo
éste—. Aunque, bien mirado, Gordon, ni yo soy un fiscal ni tú eres
un presidiario.
—Empiezo ahora mi libertad condicional. Y usted, ¿ha dimitido?
—Vuelvo al rancho, Gordon. Esta vida no era para mí...
—Lo siento, señor Lane. De verdad que lo siento. Y quiero darle
las gracias porque sé que estoy en la calle a causa de usted.
—Bah, olvídalo.
—Creo que nunca se ha dado el caso de que un fiscal interceda
por un hombre a quien ha metido entre rejas.
—Tuve que meterte entre rejas porque las pruebas eran
demasiado concluyentes, Gordon, y porque tú habías cometido de
verdad aquel delito. Pero siempre he tenido fe en ti. Un hombre no
puede estar podrido a los veinte años.
Yo no lo estoy, señor Lane. Le juro que de ahora en adelante
llevaré buena vida. Aquellos devaneos quedaron atrás.
Lane movió la cabeza dubitativamente.
—Mira, muchacho —dijo—, tú tienes un gran problema...
—¿Cuál?
—Pese a tu juvenil edad, eres el mejor dinamitero que existe en
Texas. Manejas la nitro como los mismísimos ángeles, y unas manos
como las tuyas son muy buscadas por los que viven de reventar
cajas de caudales. Me apuesto a que no llegas a la esquina sin que te
hagan una oferta de las que le marean a uno.
—¿La esquina? ¿Qué esquina?
—No sé; cualquiera de ellas. Siempre hay gente que está
preparando grandes golpes en Texas.
Y le tendió la mano.
—Todo consiste en que sepas resistir esas ofertas, Gordon —
añadió—. Tú eres muy joven y puedes rehacer tu vida, pero si
vuelves a rodar pendiente abajo ya no te levantarás. Un nuevo
atraco y quizá te metieran en la jaula para todo el tiempo que te
quede de tener la piel sobre los huesos.
—Cuerno, Lane...¡Dice usted las cosas de una manera...!
—Todo depende ahora de ti, Gordon. Y recuérdalo: El peligro
puede estar en cualquier esquina. Suerte.
Lane se alejó hacia el sitio donde había dejado su caballo,
respirando de nuevo aquella maravillosa sensación de libertad.
Volvía a ser un hombre libre, un vaquero más de los que galopaban
sobre las tierras eternas de Texas. Al diablo los juicios, al diablo las
acusaciones, al diablo las condenas. No hay una sola palabra que
suene como la palabra «libertad» para un hombre que aún no ha
cumplido los veinticinco años.
En cuanto a Gordon, tomó de nuevo su hatillo de ropa, tragó
aire ansiosamente y fue con paso alegre hasta la próxima esquina.
No había hecho más que poner los pies en ella cuando una mano se
posó sobre su espalda.
—Gordon... ¡Encantado de verte otra vez, muchacho! ¡Tengo
para ti el golpe del siglo!
Gordon balbució:
—¡Diablos! ¡En la primera esquina! ¡Lane tenía razón! ¿Cómo lo
habrá adivinado?
Para no llamar la atención, los seis hombres salieron de seis
sitios distintos de la ciudad. Habían llegado separados, se habían
alojado en distintos hoteles y, durante dos días que llevaban ya allí,
habían fingido en todo momento no conocerse. Sin embargo
formaban el grupo más unido que jamás había actuado en todo
Texas.
Gordon, a quien se podía conocer fácilmente por sus cabellos
rubios, se los había teñido de negro para despistar. También se
había dejado bigote, lo cual le daba un aspecto mucho más maduro
del que en realidad tenía.
En la esquina del saloon Eldorado se encontró con Patrick, un
irlandés que fingía estar reparando las cinchas de su caballo.
Gordon le ayudó.
Dio la sensación de que lo hacía por casualidad, como se ayuda
a veces a un desconocido.
Patrick susurró:
—Todo preparado.
—¿Los otros están en su sitio?
—Sí. La cosa marcha al minuto.
—¿Y está hecho el agujero?
—Claro que sí. Fred lleva dos noches trabajando debajo del
porche. Nos ha dado la señal de que todo está listo.
Gordon se pasó una mano por la frente que estaba perlada de
gotitas de sudor.
Patrick le miró inquisitivamente.
—¿Qué te pasa, muchacho?
—Tengo miedo... Ahora comprendo que nunca debí aceptar.
—Pero, ¿por qué? ¿A qué vienen esas idioteces ahora? ¿No estás
convencido de que es el mejor golpe que se ha dado jamás en
Texas?
—Tal como me los explicasteis, sí.
—Y tal como es en realidad, también. Medio millón en esa caja
fuerte, muchacho... ¡Medio millón que va a ser nuestro dentro de
veinte minutos! Después de esto no tendrás necesidad de volver a
delinquir nunca más. Podrás retirarte y ser un hombre honrado.
—Por eso lo he hecho. Este ha de ser el golpe que termine con
todos los golpes.
—No te arrepentirás. Hala, vamos.
—Es que...
—He dicho que vamos.
La mirada glacial de Patrick no dejó opción a Gordon. Este
caminó llevando entre los dos el caballo.
—¡Le quedaré muy agradecido si me índica un guarnicionero de
confianza! —dijo Patrick en voz alta cuanto echaron a andar, para
que les oyese todo el mundo—.¡Estas malditas cinchas se rompen en
cuanto las toco!
Así llegaron a las cercanías del Banco Russell, que era el que se
disponían a asaltar.
Dejaron los arreos en manos de un guarnicionero, luego
aposentaron el caballo en una cuadra pública. A partir de aquel
momento ya fueron juntos. En silencio pasaron revista a los
preparativos del golpe.
Loman tenía seis caballos preparados dentro de un almacén sin
que nadie lo sospechara. Le bastaba derribar la puerta y salir al
galope con ellos.
Fred ya había hecho el agujero bajo el porche, en el mismísimo
suelo del Banco. Había terminado con su trabajo y ahora se limitaba
a montar guardia en un tejado por si su intervención era necesaria.
Clarckson, el asesino profesional del grupo, entretendría al
guardián del Banco y le asestaría una puñalada trapera en una zona
oscura. En ese momento, al pasar ya lo vieron hablando con él.
Burke estaba bajo el porche, vigilando el agujero. El ayudaría a
Gordon a colocar los explosivos.
En cuanto a Patrick, dirigía la operación y era el cerebro de la
banda. Se colocaría con ellos bajo el porche y ayudaría a sacar el
dinero, ya que para eso serían necesarios al menos tres hombres.
Gordon seguía disimulando el temblor espasmódico de sus
labios.
Pero pensaba que era el último golpe, la última ocasión que le
deparaba el destino.
Después de eso ya no volvería a delinquir nunca más.
Patrick consultó su reloj.
Las diez en punto.
Era la hora exacta para empezar a trabajar.
—¡Abajo!
El mismo le tapó mientras Gordon se colaba como una rata
debajo del porche. En aquellos momentos el guardián ya debía estar
muerto, porque todo se produjo sin ninguna dificultad. El joven
llegó gateando hasta el hueco.
Burke aguardaba allí.
—Todo listo —bisbeó—. No hay más que empujar las tablas.
—¿No queda nadie dentro?
—Nadie.
—¿Lo tienes todo?
—Todo, incluso las cerillas.
—¡Pues arriba!
Los dos empujaron e hicieron saltar las tablas del suelo del
Banco. Un momento después estaban en el interior sin haber hecho
apenas ruido. Vieron la caja fuerte donde tenía que trabajar
Gordon.
Este la palpó. La examinó con los ojos de entendido.
—Sí... Es una «Harper» último modelo como me habían dicho —
murmuró—. Una buena caja pero que tiene los goznes algo flojos.
Sé que ahora están repasando todas las que han salido de fábrica en
el último año, pero ésta no la han repasado aún.
Colocó la nitro con paciencia y con habilidad. Su trabajo duró
más de media hora. Imaginó que los demás estaban reventando de
impaciencia en el exterior, pero aquella clase de trabajos no podían
improvisarse.
Al fin lo tuvo todo listo.
Oyeron desde la penumbra la voz de Patrick:
—¿Pero qué infiernos pasa?
—Nada... Sólo que si fracasamos en la primera explosión ya no
podrá haber otra —dijo Gordon—. Por eso me he esmerado.
—¿Entonces todo a punto?
—Todo a punto... ¡Atención!
Se pusieron a cubierto. Todos esperaron ansiosamente el
momento del estallido.
Cuatro segundos... Tres... Dos... Uno...
¡BLAAAAAAAAM!
La explosión sacudió el Banco entero. Se oyó en toda la ciudad y
puso en conmoción al sheriff y a sus hombres, pero ése era el riesgo
que tenían que correr. A partir de ahora cada décima de segundo
contaba.
Con los ojos entornados, Gordon miró ansiosamente a través del
humo que se había desprendido de la caja.
Le pareció que había fracasado. La enorme puerta daba no sólo
la sensación de estar intacta, sino de no haberse enterado siquiera
de que el asunto iba con ella.
El joven lanzó un grito de rabia.
¡No podía fracasar! ¡Lo había calculado todo perfectamente! ¡El
suyo era un trabajo de artista!
Tiró de la manivela.
¡Y la puerta se abrió! ¡Los billetes recién impresos empezaron a
volar y a caer sobre ellos como una lluvia maravillosa!
No pudieron evitar un grito de triunfo. A partir de aquel
momento eran ricos. Lo más difícil ya estaba hecho.
—¡Aprisa! ¡Aprisa!
Para obrar con más rapidez metieron los billetes en tres sacos y
luego se deslizaron hacia fuera por el hueco. Los hombres que
aguardaban en el exterior estaban ya abriendo fuego contra los
curiosos que llegaban atraídos por la explosión.
Mantenían a raya a todo el mundo. Un par de ciudadanos
demasiado curiosos habían sido heridos, uno de ellos mortalmente.
Patrick aulló:
—¡Los caballos! ¡Aprisa!
Sonó una especie de trueno a su espalda.
La puerta del almacén había sido derribada. Los corceles
salieron al galope.
Sonó al otro lado de la calle un griterío de decepción y de
angustia.
Todos los que aguantaban allí, cortando el paso a los pistoleros,
pensaban que éstos no podrían escapar porque no tenían caballos a
la vista. Ahora se dieron cuenta de que todo estaba preparado hasta
en sus menores detalles. La brusca irrupción de los seis corceles en
la calle les pareció a muchos una alucinación.
Patrick fue el primero en saltar.
Luego Burke y Gordon.
Los que llevaban el dinero tenían preferencia.
Los demás les envolvieron como una cortina protectora. Fred
saltó sobre la silla desde uno de los tejados sin dejar de disparar.
Inmediatamente la calle se llenó de polvo.
Los caballos tenían ganas de pelea después de su largo encierro.
Obedecieron a las espuelas con una especie de furor salvaje.
Medio minuto después no quedaba ni rastro de los asaltantes en
las calles de Clarkville. Cuando llegó el sheriff, incluso el polvo se
había pasado.
De todos modos no se desalentó.
—¡Pronto! ¡Hay que organizar un cuerpo de voluntarios! —gritó
—.¡Nos llevan poca ventaja!
Alguien gruñó:
—¿Hay pasta?
—¡La habrá, maldita sea!
Al menos veinte hombres corrieron hacia sus caballos. No
estaban lejos. La mayoría de ellos los tenían amarrados ante los
locales de diversiones de la calle principal.
—¡Arriba!
—¡Vamos!
Sonaron gritos de aliento.
—¡Los alcanzaremos!
—¡No irán más allá del barranco de Lambert!
Pero de pronto empezaron a sonar gritos que no eran
precisamente de aliento, sino todo lo contrario.
—¡Malditos puercos!
—¡Hijos de hiena!
—¡Cabritos!
Los caballos saltaban en todas direcciones al ser montados por
sus jinetes.
Estos bailaban. Unos cuantos rodaron por el suelo mientras
lanzaban estentóreas maldiciones.
—¿Pero qué pasa?
Nadie lo entendía.
Hasta que, al final, alguien barbotó.
—Muchachos, nos la han dado con queso.
—¿Qué quieres decir?
—Mirad.
Debajo de la silla de cada caballo había un buen trozo de
alambre de espino. Mientras no montara nadie el animal se sentía
molesto, pero nada más. Ahora bien, cuando un cuerpo humano
pesaba sobre la silla, las púas se clavaban y el animal no había
quien lo dominase.
Ni siquiera cuando el alambre de espino fue retirado se dejaron
montar los caballos, puesto que sus lomos ya estaban heridos.
Hasta al cabo de veinte minutos no empezaron a salir de
Clarkville los primeros perseguidores.
Pero ya era inútil.
Nadie podía cazar a los fugitivos con tan gran desventaja y
además entre las sombras de la noche.
El sheriff barbotó por entre sus dientes apretados:
—Lo han preparado bien esos malditos... Nadie dará con ellos.
Estamos ante el atraco más hábil de los últimos diez años...
Para Russell, el presidente del consejo de administración del
Banco asaltado, aquello representaba casi la ruina total. Se
encontraba en una situación muy parecida a la de Donovan, con la
diferencia de que éste, al menos había podido ver los cadáveres de
sus enemigos, mientras que a él se le escapaban entre las manos.
Porque estaba seguro de que nunca darían con los fugitivos
empleando los sistemas normales. Sólo se les podría atrapar si
actuaban los hombres más listos, los hombres con más vista de todo
el Oeste.
Por eso, a la mañana siguiente del atraco, Russell se dirigió al
hotel de Clarkville, que era uno de los más lujosos de la comarca.
Llamó directamente a la suite Presidente, que era la mejor
habitación.
—Adelante —dijo una voz.
Russell entró y se encontró con Brent.
Como todos los lectores recuerdan sin duda, Brent era uno de los
Justicieros.
Estaba con un hombre alto, joven, y que llevaba un revólver del
45 al cinto.
—Ya lo sabe, Truman —dijo—. Tendrá cinco mil para usted si
descubre el paradero de los billetes.
—Claro que sí, señor Brent. Acepto.
—¿Quieres un anticipo?
—Oh, no... Son ustedes lo bastante conocidos en todo el país
para que me fie de su palabra.
—Entonces, gracias, Truman. Espero que pronto me pueda dar
noticias satisfactorias.
El hombre del 45 salió.
Russell, el banquero, se le quedó mirando con curiosidad un
momento. Cuando estuvo a solas con Brent musitó:
—Oiga, yo conozco a ese hombre...
—No me extraña que lo conozca. Hasta diría que es natural.
—Se trata de un detective privado —dijo Russell—. Se ha
movido bastante por estas tierras del Oeste.
—En efecto.
—No me dirá usted, Brent, que los Justicieros contratan
detectives para que les saquen las castañas del fuego.
—En cierto modo, sí.
—¿Qué quiere decir?
—Reconozco humildemente —susurró Brent— que no acertamos
de lleno en el trabajo encomendado por el señor Donovan, el
banquero de Wichita.
—¿Cómo que no?¡Fue un éxito!
—¿Un éxito?¡No me diga! Matamos a los salteadores, pero eso es
bien poca cosa. El dinero no fue hallado.
Russell carraspeó.
—¿Y qué piensa de eso, señor Brent?
—¿Qué voy a pensar? La cosa está clara. Esos tipos tenían un
escondite para el dinero, y ya lo habían depositado allí cuando
nosotros les cortamos el paso. Lo que no sé de ningún modo es de
qué sitio se trata. Por eso hemos contratado a Truman, que es un
hábil rastreador a fin de que dé con el dinero. Estamos seguros de
que no puede encontrarse lejos del lugar donde cazamos a aquellos
forajidos.
—Oiga... ¿Y los gastos de Truman los pagarán ustedes?
—Claro que sí.
—Debiera pagarlos Donovan.
—Donovan nos confió un asunto que hemos resuelto a medias.
Nos dio también una buena cantidad por el trabajo. No podemos
conformarnos con la muerte de aquellos tipos; hay que encontrar el
dinero también, y eso sin que el señor Donovan tenga que
desembolsar ni un dólar más.
Russell contempló con admiración a aquel hombre.
Estaba seguro de no haberse equivocado al venir en su busca.
—Señor Brent... —dijo—, usted es un millonario, al igual que
sus amigos, y por eso comprenderá mi situación. Estoy al borde de
la ruina después del asalto de que fui víctima anoche.
—Ya me han contado lo que ocurrió, Russell. En la ciudad no se
habla de otra cosa.
—Ha sido una feliz casualidad el que usted haya llegado, Brent.
—Tenía que resolver unos asuntos. ¿Pero qué quiere decir?
Russell unió las manos ansiosamente, como si suplicara.
—Usted y sus amigos son mi última esperanza, Brent. Si no
capturan a esos hombres quedaré arruinado.
—No tanto. Usted tiene otros negocios.
—El Banco era el soporte de todos ellos, y si tengo que cerrar
ventanillas los demás negocios se hundirán.
Brent entrecerró los ojos.
—¿Qué pretende que hagamos, señor Russell?
—Por favor, ayúdeme.
—¿De qué modo?
—Busquen a esos esbirros como buscaron a los del atraco de
Wichita. Acaben con ellos.
—Mis amigos y yo tenemos otros trabajos, señor Russell. No
queremos ganar dinero. Estamos ocupados en otras cosas.
—Usted ha sido cliente de mi Banco. ¿No puede ayudar a un
amigo? —imploró Russell.
—Hay muchos inconvenientes. Soy el único de los Justicieros
que está en la ciudad, y tardaría un par de días en reunir a los otros.
En ese tiempo los asaltantes ya habrán huido muy lejos.
—Pero ustedes pueden dar con ellos a pesar de todo. Se lo
ruego, Brent. Mire...
Y le puso delante de los ojos un cheque. El cheque era de
cincuenta mil dólares.
—Aún conservo este dinero —dijo—. Ahora es suyo.
—¿Y si fracasamos? Nadie ha dicho que los Justicieros vayan a
acertar siempre.
—Es ese caso me resignaré, pero sé que ustedes no fracasarán.
Estoy seguro.
Brent no dirigió ni una mirada al cheque, pero al fin hizo un
gesto afirmativo.
—Veré lo que puedo conseguir. De todos modos esta vez, amigo
mío, nos ha pescado en fuera de juego. No le doy demasiadas
esperanzas...
Fue el mismo Brent el que señaló la llanura que se extendía
delante de sus ojos.
Era una de las llanuras peladas, infinitas, interminables, de la
infinita e interminable Texas.
El único accidente en el terreno era una hondonada cubierta de
vegetación, y esa hondonada era la que ocupaban precisamente
ellos.
—Ahí vienen.
En efecto, seis puntos se distinguían en la llanura. Eran seis
jinetes que avanzaban hacia la hondonada en línea recta.
Barton rió mientras musitaba:
—Los Justicieros no se equivocan nunca...
—Vienen hacia nosotros.
—Y no sospechan nada...
—Pues hay que estar preparados. Ellos son seis y nosotros cinco,
de modo que la ventaja está en la sorpresa.
—No fallaremos.
—¿Los rifles están a punto?
—Aquí...
Fueron distribuidos los rifles que disparaban balas blindadas, y
que ellos sólo empleaban en trabajos muy especiales. Con las armas
a punto. Los Justicieros esperaron a que sus enemigos se acercaran
más.
Cien yardas... Ochenta... Sesenta...
Y se hallaban a una distancia soberbia para el tiro con rifle.
—¡Ahora!
Las armas crepitaron al unísono. Fue una descarga cerrada que
hizo caer a tres de los hombres.
Los otros se dieron cuenta de que habían caído en una trampa
mortal. Intentaron volver grupas.
—¡Nos están acribillando!
—¡Atrás!
Ya era demasiado tarde.
Ni siquiera podían ver a sus enemigos.
Dos descargas más se abatieron sobre los atracadores.
Los otros tres cayeron también. Se oyeron gemidos angustiosos.
—¡No tiréis! ¡No tiréis más! ¡Me rindo!...
El que chillaba era un joven que había sido el último en caer de
su caballo.
Tres balas más fueron hacia él.
Le atravesaron de lleno.
Las puntas blindadas dejaron su cuerpo convertido en un
amasijo sangrante.
Los cinco hombres que acababan de disparar salieron poco a
poco de su escondite. Uno de ellos alzó un poco el rifle y susurró:
—Los Justicieros no perdonan nunca...
El juez se caló las antiparras, sin las cuales no veía apenas a dos
pasos, y susurró:
—¿Por qué ha vuelto usted. Lane? Creí que estaba en su rancho
y que no quería asistir a un juicio nunca más.
Lane sonrió tristemente.
Ahora sus ropas vaqueras estaban bastante usadas, lo cual
indicaba que trabajaba en las tareas del rancho.
—He venido sólo para un entierro —dijo—. Hoy dan sepultura a
un amigo mío.
—¿Un amigo suyo? ¿Cuál?
—Se llama Gordon.
El juez bizqueó.
—¿Gordon? ¿El dinamitero? —preguntó con tono de
incredulidad.
—Sí, el que salió de la cárcel hace poco.
—Salió porque usted le ayudó. Lane. Y quiero decirle que hizo
muy mal al confiar en él. Ese tipo era basura, carne de presidio.
Salió de la cárcel, llegó a la primera esquina y ya se metió en otro
lío.
—Lo sé, pero eso no evita que sienta su muerte. Gordon no era
malo, sino un hombre carente de voluntad.
—Un fiscal no debe ir al entierro de un delincuente.
—Ya no soy fiscal, no lo olvide. Vuelvo a ser dueño de uno de
los ranchos más pobres de la comarca.
—Hum...
El juez no estaba demasiado convencido.
Lane volvió la espalda y se alejó. Momentos después llegaba a la
pequeña Morgue de Dallas.
El cuerpo de Gordon había sido trasladado allí porque el joven
siempre vivió cerca de la ciudad. Los otros pistoleros muertos
habían sido llevados a distintos lugares. Lo que quedaba de Gordon
estaba cubierto con una sábana sobre una fría losa de mármol.
Lane alzó la sábana.
Sus ojos se entrecerraron.
Había visto muchos muertos a lo largo de su existencia, pero los
efectos de aquellas balas de punta blindada le llegaron a cortar la
respiración. Abrían unos boquetes por donde penetraba un puño.
Del pecho del pobre Gordon no quedaba apenas nada.
El joven dejó caer la sábana.
Respiró.
Y de pronto quedó sin respiración.
El guantazo había sido tan solemne, tan sonoro que por poco le
deja K.O. Parecía mentira que aquel golpe se lo hubiera atizado una
mujer.
Porque en efecto, había sido una mujer la que le dedicó aquel
saludo. Y por poco le dedica otro.
Lane pudo apartarse a tiempo.
Susurró:
—¿Por qué?...
Ella se echó a llorar de pronto. Toda la fuerza que había tenido
para golpear a Lane se derrumbó. Hundió la cabeza y tuvo que
apoyarse en otra de las lúgubres mesas, que por suerte estaba vacía.
Lane la examinó con asombro.
Menuda mujer...
Nunca había visto una hembra igual en Texas, y es que allí
abundaban las señoras con gancho.
Iba vestida muy sencillamente, pero eso no le quitaba un ápice
de belleza. Los sencillos vestidos que llevaba se amoldaban a sus
curvas potentes, poderosas, plenas. La belleza de sus ojos negros no
se veía empañada a pesar de sus lágrimas.
Ahora bien. Debía de ser una chica de armas tomar.
No sólo por el guantazo propinado a Lane, sino porque al
rehacerse un poco miró a éste con ojos llameantes y barbotó:
—Hijo de perra.
Lane se aguantó un momento.
—¿Está segura de que no me confunde? —musitó—. No
recuerdo haberla visto nunca.
—¿A qué ha venido aquí? —preguntó la muchacha con furia—,
¿A contemplar su obra?
—Le juro que no sé a qué se refiere.
—Usted es Lane.
—En efecto, soy Lane. Al menos en ese sentido no hay error.
—Fue usted el que metió a mi hermano en la cárcel. Fue usted el
que le arrastró por ese camino de perdición... que ha terminado
aquí.
Lane negó suavemente con la cabeza.
—Me temo que haya en un error —dijo—. Yo metí a su hermano
en la cárcel, pero también lo saqué de ella al darme cuenta de que
podía regenerarse.
—¿Regenerarse? ¿No sabía acaso que ya le esperaban para que
tomara parte en un golpe? ¿Acaso no sabía que mi hermano era un
ser sin voluntad?
—Yo creí en él.
—Usted —dijo la muchacha bruscamente, mirándole con
renovado desprecio— está de acuerdo con los que le mataron.
—¿De acuerdo yo? ¿Por qué?
—Mire.
Le mostró un ejemplar del Texas Star. Al venir directamente
desde su rancho, Lane no lo había leído aquella mañana. Le bastó
mirar el primer titular para darse cuenta de lo que la chica quería
decir: «LAS AUTORIDADES DE DALLAS TRIBUTARAN UN
HOMENAJE A LOS JUSTICIEROS».
Lane dejó caer el periódico sobre la mesa. Sus dedos se crisparon
un momento en el aire.
—Yo ya no soy una autoridad en Dallas —dijo—. Lo siento.
Y salió de allí. Comprendía muy bien el dolor de la muchacha y
sabía que era mejor dejarla sola. De todos modos esperó fuera para
la ceremonia del entierro.
Fue una de las cosas más patéticas que había visto.
Al entierro sólo fueron la chica y él, y encima él a bastante
distancia, para no molestarla.
El cuerpo de Gordon fue sepultado en un ataúd sin barnizar.
El oficial de libertad vigilada tomó nota de la defunción porque
así quedaba cerrado el expediente. Ya no había que volver a
preocuparse más por el dinamitero Gordon.
Sólo cuando el entierro hubo terminado la chica se volvió hacia
él. Las líneas esculturales de su cuerpo se recortaron a la luz
incierta del atardecer. Sus ojos llamearon por última vez, como si
también se despidieran de la vida.
—Váyase, Lane... —balbució—. Váyase, miserable. Espero no
volver a verle jamás.
Lane la escuchó en silencio y con la cabeza baja.
Se puso poco a poco su sombrero tejano.
Sobre el cementerio planeaba un vientecillo del norte, un
vientecillo frio que arañaba las lápidas.
—Seguro que no me verá más —dijo—. Nunca salgo de mi
rancho.
Y dio media vuelta para dirigirse al ayuntamiento de Dallas. Era
allí donde se celebraba la reunión en honor a los Justicieros.
***
Los cinco se encontraban allí. Vestían con cierto descuido, pero
se notaba a distancia que eran gente rica. Se movían con
desenvoltura en aquella reunión mientras bebían champaña de
California y hablaban animadamente con unos y con otros.
Barton distinguió a Lane.
Se conocían vagamente.
Se acercó a él y susurró:
—¿No era usted el fiscal del distrito?
—Sí, pero dimití.
—¿Por qué? ¿No le gustaba el cargo?
—Tengo un rancho muy pobre y prefiero hacerlo subir. Más que
las oficinas, me gustan el aire libre y la tierra.
—Eso lo comprendo muy bien. Vea nuestro caso, por ejemplo.
Todos tenemos propiedades en las que podríamos vivir
tranquilamente y, sin embargo, preferimos la emoción y la
aventura. Ya debe saber que dimos con los pistoleros que habían
atracado el Banco Russell, en la ciudad de Clarkville.
—Sí. Y he visto uno de los cadáveres —susurró Lane mientras
desviaba la mirada.
—Imagino que el espectáculo no le ha gustado —dijo Barton.
—Confieso que no.
—Y eso que usted es un hombre con experiencia. ¿Qué cree?
¿Que debimos intentar hacerlos prisioneros?
—¿No resultó eso posible?
—Nosotros éramos cinco y ellos seis. Se trataba de pistoleros que
se las sabían todas. ¿Cree que podríamos arriesgarnos?
—Pero había un muchacho que... En fin, sólo tenía veinte años.
—A los veinte años es cuando se dispara mejor, señor Lane.
Usted debería saberlo.
—Tiene razón. Sin embargo, este asunto me ha dejado un mal
sabor de boca terrible, ¿sabe? No puedo evitarlo.
—Lo comprendo muy bien.
—Tengo la sensación de que ustedes son demasiado duros, señor
Barton.
Barton negó con la cabeza.
—No se puede andar con remilgos. ¿O cree que es la justicia del
Oeste?
—Me hago cargo, pero...
—Beba un poco de champaña. Mire, ahí traen copas.
—Gracias, no tengo sed. ¿Y qué ha sido del dinero de Barton?
¿Lo recuperaron?
Las facciones del millonario se ensombrecieron. Dijo con un
soplo de voz:
—Eso es lo que no entendemos. Ni los atracadores de Wichita ni
los de Clarkville llevaban encima el botín.
—Extraño, ¿verdad?
—Sólo es extraño en cierto modo, porque el asunto tiene una
explicación muy clara: esos tipos dieron con un escondite seguro
que no hemos podido localizar todavía Pero trabajamos en eso,
porque si no se descubre el dinero nuestra misión habrá fracasado
en parte.
—¿Son ustedes los que buscan?
—No. Nosotros directamente no. Pero hemos encargado a un
detective privado llamado Truman que se ocupe de eso.
—Truman es un detective hábil —reconoció Lañe—, Puede que
tenga éxito, aunque si esos forajidos eligieron un buen escondite
será difícil dar con él. No se puede registrar todo Texas.
Hizo una seña a Barton y se despidió.
No quiso darle la mano.
No era por nada. Él sabía bien lo que era la ley en el Oeste y
sabía que si Gordon se equivocó era justo que pagase. Pero le
costaba estrechar la mano de los que habían disparado balas
blindadas contra él, sin darle ninguna oportunidad.
Lane anduvo por las calles hacia el amarradero donde había
dejado su caballo.
No podía decirse que se sintiera feliz.
Al contrario: lo veía todo de color negro. En estos momentos no
le hubiera importado emborracharse con tal de olvidar.
Mientras desamarraba su caballo oyó la conversación de dos
hombres que estaban amarrando sus monturas en aquel momento.
Lane los conocía vagamente. Creía recordar que se dedicaban a
la trata de blancas a través de la frontera. Mientras él fue fiscal
nunca pudo acusarles de nada, pero no le gustaba la presencia de
aquellos tipos allí. De modo que se echó el sombrero sobre los ojos
para que no le reconocieran y simuló estar muy ocupado con un
nudo que se había hecho en las riendas.
Además la conversación le interesaba extraordinariamente.
Uno de los hombres decía:
—¿Te has fijado en el entierro de Gordon?
—Bueno, yo me he fijado sólo en la chica...
—Monumental, ¿eh?
—La chica más «cañón» de Dallas.
—Pues ahora debe andar muy mal de dinero. Creo que es el
momento de tantear el asunto.
—¿Cuánto podríamos ofrecerle?
—Hasta mil dólares.
—No aceptará. Es una chica decente.
—¿Mil doscientos?
—No es cuestión de dinero. Hada jamás ha hecho caso a ningún
hombre.
—Tú inténtalo. Todo es cuestión de empezar a ofrecer. Dile que
una vez al otro lado de la frontera podrá ganar hasta quinientos a la
semana. Y no lo olvides. ¡Mujeres honradas no las hay! ¡Sólo las hay
más caras y más baratas!...
El que acababa de hablar lanzó una carcajada mientras se
alejaba poco a poco.
Quedó el otro, que aún no se había fijado en la presencia de
Lane. Este sintió por un momento la casi irrefrenable tentación de
partirle la boca de un puñetazo.
Pero se aguantó porque no quería armar escándalos en Dallas. Y
además estaba tan abatido que no tenía ganas ni de pegar
puñetazos.
Reconocía que la situación de Hada era difícil. Una mujer
demasiado bonita y sin dinero sería presa codiciada por toda clase
de tipos como los que acababan de hablar. Y además se daba otra
circunstancia lamentable con ella: no podría encontrar trabajo.
Todo el mundo le cerraría las puertas al saber que se trataba de
la hermana de un atracador muerto.
Lane hizo un gesto de impotencia.
¿Emplearla él en su rancho? Hada no aceptaría porque él era la
persona que más odiaba en el mundo. Además la situación sería
equívoca: Hada tendría derecho a pensar que él la buscaba también
para corromperla. Y en ese momento recordó algo. Recordó una
cosa que lo cambió todo. Porque vino a su memoria lo del dinero
del muerto.
Hay que reconocer que Lane estaba lleno de buena voluntad. No
pensaba violentar a nadie.
Pero sin embargo, inició así la aventura más dramática de su
vida. Empezó entonces para él algo en lo que no hubiera querido ni
soñar.
Mientras dejaba descansar a su caballo, Lane leyó por cuarta o
quinta vez el papel que le habían enviado desde la prisión de
Dallas. Era un papel sellado y con la firma del alcaide, o sea que
tenía valor oficial. Decía:
«Correspondiendo a su consulta, le notifico que, en efecto, el recluso
Robert Gordon, estuvo empleado en el taller de carpintería del penal
mientras duró su condena.
»Era el mejor operario de que se disponía, y eso hizo que se le
pagara un extra por su trabajo. Por otra parte, algunos guardianes de la
prisión le encargaron muebles que realizó a la perfección y que le fueron
pagados religiosamente.
»En total reunió mil quinientos dólares que pidió le fueran
depositados en la Banca Russell de la ciudad de Clarkville. La razón que
dio fue que pensaba establecerse en aquella ciudad.
»Le saluda muy cordialmente,
»V. Bentham.»
Con Gordon se estaba dando una situación muy poco normal,
una situación casi cómica: en parte podía decirse que Gordon había
robado su propio dinero. Seguro que cuando le propusieron el robo
de Clarkville él dijo que aquello era el colmo, porque mil quinientos
dólares de los que pensaba obtener ya eran suyos. Pero la seguridad
de obtener cien mil o más, debió ceder pensando que mil quinientos
machacantes poco importaba al fin y al cabo.
Si el dinero robado a Russell pertenecía a los clientes de éste,
Gordon tenía derecho a mil quinientos pavos contantes y sonantes.
Es decir, tenía derecho su hermana, que era la única heredera.
El hecho del robo no anulaba la legitimidad con que Gordon
poseía aquel dinero.
Por lo tanto Lane había tomado una decisión que además rimaba
muy bien con su carácter aventurero.
Buscaría el producto del robo y, una vez lo obtuviese, separaría
mil quinientos dólares para entregárselos a Hada. Ella no podría
negarse. Y con mil quinientos dólares en la mano no tendría por qué
escuchar las proposiciones que sin duda le harían un sinnúmero de
granujas.
Lane reemprendió su marcha.
Estaba decidido a llegar hasta el fin.
Llevaba ya dos días buscando huellas y haciendo cálculos, dos
días durante los cuales trató de imaginar todas las vueltas y
revueltas que habían dado los fugitivos antes de caer bajo las balas
de los Justicieros. Porque en una de esas vueltas y revueltas habían
ocultado el botín.
Lane llegó al fin a la conclusión de que podían haberlo
depositado en una pequeña comarca minera que se extendía hacia
la frontera de Oklahoma. Era una zona abandonada, desértica,
porque las minas estaban improductivas y por eso mismo
terriblemente difícil de vigilar.
El joven oteó el horizonte.
Se estaba poniendo el sol.
La sensación de soledad que todo aquello daba llegaba a
sobrecoger el ánimo.
¿Soledad...?
¿Entonces qué era aquel ruido metálico? ¿Por qué Lane tuvo la
sensación de que acababan de montar un rifle a su espalda?
No se volvió. Con las manos levemente alzadas murmuró:
—No sé quién es, pero seguro que está usted metiendo la pata,
amigo. Baje su petardo.
Una voz tensa dijo tras él:
—Vuélvase.
Lane hizo girar su caballo, pero manteniendo las manos bien
visibles para que el otro no tuviera malos pensamientos.
Y entonces se encontró cara a cara con un hombre al que creía
recordar. Era un tipo relativamente bien vestido, que llevaba un
sombrero casi nuevo, un caballo magnífico y una escopeta de dos
cañones.
El hombre susurró:
—Su nombre. Quiero su nombre.
—Me llamo Lane. Pero oiga...
—¿Qué pasa?
A usted le conozco de algo. Le he visto por Dallas, estoy seguro.
Usted no es un vaquero ni es un forajido.
—Claro que no soy ninguna de las dos cosas. Soy un detective y
me llamo Truman.
—Diablos, ya decía yo... Usted es el hombre el cual los
Justicieros han encargado que encontrase el botín de los
atracadores muertos.
—Sí.
A pesar del tono seco del otro. Lane siguió sonriendo
amablemente.
—Yo soy el ex fiscal de Dallas —dijo—. Creo que no tenemos
nada que temer el uno del otro. ¿Por qué no baja esa escoba?
—Porque no estoy seguro de nada. ¿Qué hace aquí?
—Lo mismo que usted.
—¿Lo mismo que yo?...
—Cierto. Vea este papel.
Y se lo tendió al detective. Este lo leyó pero sin dejar de
apuntarle ni un momento.
Al fin arqueó una ceja.
—No entiendo qué tiene esto que ver conmigo —dijo.
Pues está claro. Mil quinientos dólares pertenecían a uno de los
muertos, y yo quiero recuperarlos. Por lo tanto busco también el
botín. Esa es la razón de que le haya dicho que los dos buscamos lo
mismo. Truman.
—Olvídese de eso.
—¿Por qué razón?
—El encargo me lo hicieron a mí.
—Nadie trata de quitarle un cliente, amigo —dijo Lane con
desenvoltura—. Sólo pretendo hacerme con mil quinientos dólares,
y ni siquiera tocaré el resto con mis dedos. Todo para los
Justicieros. Pero si llegamos a un acuerdo para repartirnos la zona a
vigilar, mi ayuda le servirá de mucho, aunque sólo sea por aquello
de que cuatro ojos ven más que dos.
Realmente no podía decirse que la postura de Lane no fuese
colaboradora.
¿Pero qué fue lo que le hizo pensar que se había equivocado?
¿Qué fue lo que le hizo leer su propia sentencia de muerte en los
ojos inflexibles de Truman?
Todo dependió de una décima de segundo.
Más tarde Lane comprendió que si llega a vacilar no lo hubiese
contado. La escopeta de dos cañones ya le apuntaba a la cabeza. Y
en los ojos helados de Truman había un extraña, una condenada
intención de disparar.
La única ventaja de Lane fue que ahora había podido bajar las
manos. Tenía la derecha tan cerca de la funda que le bastó un solo y
seco movimiento para tirar a través de ella. Todo ocurrió en un
parpadeo, con la velocidad del pensamiento.
Un botón rojo se marcó en la frente de Truman.
Este emitió apenas un gorgoteo.
Disparó maquinalmente, pero ya había desviado la línea de los
cañones. Las dos balas fueron hacia el aire.
Lane barbotó:
—¿Por qué diablos?...
Desgraciadamente ya nadie podía darle la respuesta.
Se inclinó, bajando del caballo, y recogió la nota del penal de
Dallas, guardándola otra vez. Luego puso a Truman doblado sobre
la silla, lo sujetó bien y se dirigió hacia la ciudad más cercana, que
era Curzon. Tenía idea de que Truman había vivido allí.
No podía abandonar el cadáver. Si Truman tenía parientes debía
hacerles entrega de su cuerpo.
Su entrada en Curzon despertó en general curiosidad. Todo el
mundo se acercaba a ver el muerto.
Y todo el mundo le reconocía, claro.
—¡Infiernos! ¡Es Truman!
—¿Pero cómo lo han liquidado?
—¡El tío tiraba muy bien!
Lane murmuró:
—Menos hablar, amigos, y decidme dónde vivía este hombre.
—¿Lo ha apiolado usted?
—Sí, pero ha sido un accidente. ¿Hay alguacil en Curzon?
—Está fuera.
—Entonces le daré el parte mañana. Ahora decidme en qué sitio
vivía Truman para depositar allí el cadáver.
—En aquella casa.
Le señalaron una que no se hallaba lejos. Tenía una gran entrada
lateral que sin duda daba a la cuadra.
No había ninguna placa que indicara el nombre de Truman ni la
profesión de éste. No dejaba de ser anormal, puesto que los
médicos, los abogados y los detectives solían anunciarse.
—Era su residencia de descanso —explicó uno de los que
rodeaban a Lane—. Su despacho lo tenía en Clarkville.
—Gracias.
El grupo de curiosos se disolvió. Después de todo, ver un
cadáver doblado sobre una silla resultaba un espectáculo la mar de
normal. Lane entró con el caballo por la puerta de la cuadra, que
estaba limpia y donde no había ningún otro animal en aquellos
momentos.
Dejando el muerto allí, pasó por una puertecilla a la vivienda
propiamente dicha.
Sabía que le aguardaba un mal trago.
Quizá Truman había vivido con su madre. O con alguna
hermana. ¿Quién les explicaba a unas personas así que no había
tenido más remedio que matarle?
Lane se encontró en una gran sala.
Y de pronto pestañeó.
Abrió la boca.
¿Qué era aquello?
¿De dónde habían salido tantas curvas?
¿Y una cara tan preciosa?
¿Y unos labios tan palpitantes y rojos?
La chica dijo:
—Alárgueme esa liga, ¿quiere? Se me ha caído.
Lane se inclinó y se la dio.
La verdad fue que hasta le tembló un momento la mano derecha.
Pocas mujeres había visto tan tentadoras como aquélla, tan
sensuales, tan llenas de un encanto vital.
Y encima se estaba poniendo unas medias negras con el mayor
descaro.
Ante él, que era un desconocido.
Mostrándole un panorama ante el que un coronel de caballería
hubiese ordenado a su regimiento:
«¡ALTOOOOO!»
Ella musitó:
—¿Pero qué le pasa? Deme la otra liga, ¿quiere?
—Aquí... la tiene.
—¿A qué ha venido?
—Pues verá... Yo... En fin, creo que me he equivocado. He
metido la pata.
—¿Pues a quién busca?
—La casa del detective Truman.
—Esta es. No se ha equivocado.
Lane sintió que se le secaba la boca a pesar de toda su
experiencia. Con voz helada confesó:
—Verá... Traigo su cadáver.
—Ya lo he visto por la ventana —dijo la mujer con la mayor
tranquilidad del mundo.
—¿Usted lo... lo ha visto?
—Debió haberlo adivinado antes.
—¿Adivinarlo? ¿Por qué?
—Muy sencillo: ¿No ve que me estoy poniendo de luto?
Se acabó de encajar la otra liga sobre la media negra y se bajó la
falda con toda tranquilidad.
Lane estaba extasiado y aterrorizado a la vez.
Nunca había visto una mujer con unas piernas tan bonitas y con
una cara tan dura.
—Usted... ¿era la hermanita del difunto? —musitó.
—No. Era su esposa.
—¿Su esposa?
—Bueno, no exactamente. Pero como si lo fuera.
—Ah... Su amiguita.
—Truman tenía buen gusto, ¿no?
—Y mala suerte —dijo Lane cabeceando—. Y mala suerte.
—Yo siempre le dije que acabaría mal —susurró la hermosa
pantera devoradora de hombres—.¡Se metía en cada lío!
¡Uuuuuffff!... Pero últimamente me aseguró que me cubriría de oro.
Me contó que tenía el trabajo más importante de su vida.
—¿Algo relacionado con los Justicieros?
—¿Cómo lo sabe?
—Cosas que uno oye por ahí, nena.
—Pues sí, algo relacionado con los Justicieros. Dijo que había
mucho dinero de por medio.
—Nada menos que dos atracos con cerca de un millón de dólares
entre los dos —musitó Lane.
La pantera puso los ojos como platos.
—¿Todo eso iba a ganar Truman?¡Pobrecito Truman! ¡Con lo
que yo le quería! ¡Uuuuuuhhhh!...
—No hace falta que hagas pucheros, preciosa. Ya no te oye. Y
además no iba a ganar un millón de dólares.
—¿No?¡Asqueroso Truman! ¡No le podía ni ver, se lo juro!
¡Siempre me engañaba! ¡Bien muerto está! ¡Que lo zurzan!
Lane movió la cabeza negativamente.
—Como mujercita fiel y desinteresada eres lo que se dice un
modelo, chata.
Ella puso los brazos en jarras.
—Entendámonos. Yo no puedo perder tiempo porque la
juventud se va en dos días. ¿Cuánto iba a ganar Truman? Hala,
contesta, macho.
—No lo sé, pero a él le habían encargado buscar casi un millón.
Aun dándole sólo un cinco por ciento era una bonita suma.
—¿Pero ya no se la van a dar?
—Claro que no. Está muerto.
—Pues entonces descanse en paz. Y tú, guapo, ¿cómo te llamas?
—Lane.
—Yo Kitty, pero mis amigos me llaman Kit.
—No sabes el asco que me da conocerte, Kit.
—Lo mismo digo.
—Así te mueras.
—Así te entierren.
—Eres una golfa.
—Y tú un truhán.
—Claro que, bien mirado, estás... estás...
Ella frunció pensativamente los labios mientras decía:
—Claro que tú, bien mirado, estás... estás...
—Para untar pan —dijo él.
Y ella enseñó los dientes regulares, sanos y brillantes en una
sonrisa que era a la vez ingenua y pérfida.
—Oye —dijo—, ¿tú vas a buscar ahora ese dinero?
—Sí —confesó Lane.
—¿Y puede que a ti te den un cinco por ciento?
—Pues... no creo.
—De todos modos sacarás algo, ¿no?
—Pues verás... Yo...
Ella no le dejó terminar.
Se lanzó a sus brazos mientras decía:
—¡Eres el hombre de mi vida! ¡El príncipe azul que estaba
esperando! ¡Aunque sólo sea un dos por ciento! ¡Smack! ¡Smack!
¡Pero qué boca tan bonita tienes!
A Lane nunca le habían besado así.
Y menos una pantera como aquélla.
Sintió que se mareaba y susurró:
—Bueno... Yo no puedo quedarme atrás... Vamos a sacar lo que
se pueda a cuenta del dos por ciento...
Fue a la mañana siguiente, mientras ella se componía ante el
tocador, cuando susurró:
—¿Has descansado bien, querido?
—Mujer... Descansar, lo que se dice descansar...
—¿Tú te encargarás de Truman?
—La verdad es que me da vergüenza salir a la calle.
—No te preocupes. La gente pensaba tan mal de mí que ya no
importa un poco más.
Y se quedó tan tranquila.
Era una mujer bien digna de estudio aquella tal Kitty (Kit para
los amigos).
Una mezcla de ingenuidad y perversidad, una rara combinación
de generosidad y de avaricia, una falta de escrúpulos tan exagerada
que hasta se le podía perdonar, porque hacía pensar en la falta de
escrúpulos de una niña.
Mientras Lane se lavaba la cara preguntó:
—¿Tú sabes dónde buscaba Truman?
—Ni idea.
Yo tropecé con él en un sitio desierto donde antiguamente hubo
minas. ¿Te había dicho alguna vez si él creía que el dinero podía
estar oculto en ese sitio?
—Era hombre de pocas palabras. Le costaba tanto hablar como
escupir cien dólares para los caprichos de una.
—¿Pero te habló de lo que buscaba?
—Sólo mencionó a los Justicieros y dijo que era el asunto de su
vida, pero nada más.
Lane se secó mientras decidía seguir haciendo preguntas. Al fin
y al cabo Kitty (Kit para los amigos) era la única fuente de
información que tenía a mano.
—En Clarkville estaba su despacho, ¿no?
—Sí, en Clarkville.
—¿Sabrán algo allí?
Kitty se tapó las narices haciendo una exagerada mueca de asco.
—¡Qué van a saber! Lo que tenía él allí era una pájara.
—¿Una amiguita?
—Bueno, no sé si lo era. Pero en todo caso era su secretaria. Yo
le dije un día: «Como me entere de que vas con una mala mujer te
mato». Y es que a mí las lagartonas me dan mucho miedo. Hay cada
una suelta por ahí que...¡vaya!
Y tú que lo digas, nena.
—No todas las chicas son honradas como yo y fieles hasta la
muerte.
A Lane por poco le entra hipo.
Ella le miró con los brazos en jarras.
—No me negarás que Truman está muerto, ¿verdad?
—No...
—¡Pues entonces! Le he sido fiel hasta la muerte. ¿Qué más
quería el tío bestia?
—No, si él no se queja de nada...
—Habrá que saber qué ha hecho la secretaria, la tierra esa.
—¿Cómo se llama?
—Evelyn.
Lane anotó mentalmente el nombre. De pronto la hermosa
muchacha se volvió y dijo con expresión de recordar algo:
—Creo que Evelyn le acompañaba por la zona de las minas
últimamente. Era posible que buscasen algo, como tú dices. Quizá
eso no signifique nada, pero tenlo en cuenta.
Lane le dio las gracias.
La besó en una mejilla.
Ella quería una cosa más efusiva.
¡Pero cualquiera volvía a meterse en líos, con el trabajo que a
Lane le quedaba por delante!
De modo que Lane acabó de arreglarse, fue a la cuadra y sacó de
allí al caballo con el cuerpo de Truman aún doblado sobre la silla.
Un tipo que esperaba en la puerta, fumando una pipa, murmuró: —
Ya era hora, ¿no?¡Que el cadáver se le va a pasar, so bestia!
¡Y no se confunda de dirección! ¡Al cementerio se va por el otro
lado!
Lane se había equivocado de dirección al ver otra chica
sensacional cruzar la calle.
—Perdone —dijo—. Creí que el camino era el que seguía aquella
muchacha.
Y se largó hacia el otro lado. La chica que acababa de ver estaba
aún mejor que Kitty. El que su camino no coincidiese con el que
llevaba al cementerio era una verdadera lástima.
***
Un día más tarde. Lane se presentó en Clarkville, la ciudad
donde había sido atracado el Banco de Russell. Un simple paseo por
la calle principal le bastó para encontrar la casa que buscaba.
En efecto, un edificio bajo, de ladrillo, con la puerta pintada de
gris, ostentaba un pequeño letrero que decía: «Truman.
Investigaciones».
El joven golpeó con los nudillos en la puerta.
Pero observó después de hacerlo que, junto al pomo, había un
pequeño cartelito que decía: «Entre sin llamar». De modo que Lane
empujó la puerta y pasó al interior.
Vio una sala de espera con unas cuantas sillas y unos periódicos
atrasados sobre una mesa. Todo aquello tenía aspecto de no haber
recibido a un cliente desde el año del nacimiento de George
Washington. El ambiente era destartalado y hasta sórdido. No
parecía que Truman hubiera tenido demasiada suerte en los
negocios.
Al fondo de aquella sala había otra puerta pintada de gris. Lane
la empujó.
Y entonces vio a la chica. Tenía que ser ella. La «pájara».
Pero el nombre era lo de menos.
En cambio sus líneas eran lo de más.
Lane había visto tres mujeres sensacionales últimamente: la
hermana de Gordon, la amiguita de Truman y la secretaria que
ahora tenía delante de los ojos. Puestos a elegir, quizá la hermana
de Gordon era la más suculenta, pero las otras dos no le iban a la
zaga. Lane quedó unos momentos boquiabierto mientras pensaba
que era una lástima no tener una máquina fotográfica de las que ya
empezaban a usarse en todas las poblaciones del Oeste.
La mesa en que estaba sentada Evelyn no tenía nada delante, o
sea que las piernas cruzadas de la secretaria se mostraban en toda
su resplandeciente línea. Ella, al parecer, no tenía manías en
aquello. Las mostraba con tanta generosidad y eran tan bonitas que
Lane tuvo miedo de quedarse sin respiración hasta el siglo
veintiuno.
Al fin se pellizcó él mismo una oreja, despertó de su éxtasis y
trató de sofreír.
—¿Es usted la señorita Evelyn? —susurró.
—Sí. ¿Y usted?
—Me llamo Lane.
—Bien venido, señor Lane. ¿Es usted un cliente?
—¿Y si no lo fuera?
—Me temo que el señor Truman no podría atenderle. Tiene un
trabajo en exclusiva que le ocupa todas las horas.
—¿Por cuenta de los Justicieros?
—¿Cómo lo sabe?
—No se comenta otra cosa por ahí —dijo Lane mientras tomaba
posiciones para seguir teniendo una buena perspectiva de las
piernas de la chica—. Por eso lo sé. Y a propósito. Oiga, Evelyn...
—¿Qué, señor Lane?
—Me temo que el señor Truman tenga que dejar su trabajo por
una temporada.
Ella no se alteró.
Tenía las piernas de diosa, pero la cara era de esfinge. No movía
ni un sólo músculo.
—¿Por qué, señor Lane?
—Pues verá... Ha... ha... ha... ha decidido cambiar de residencia.
—¿Y dónde se ha instalado?
—En un cementerio precioso no lejos de aquí.
Tampoco ella se alteró. La noticia debió haberla afectado
profundamente, pero sin embargo, en su rostro siguió sin moverse
ni un sólo músculo.
—¿Quiere decir que lo han matado? —preguntó al cabo de unos
instantes, como si hablara de la cosa más natural del mundo.
—Me temo que sí, Evelyn.
—No sabe cuánto lo siento. Tendré que tomar algunas medidas
con relación a este despacho, ya que no hay razón para que yo lo
siga ocupando. ¿Quiere darme aquel libro que tiene a su derecha,
señor Lane?
Le señaló un tomo encuadernado en rojo donde se leía «Libro de
caja». El joven se volvió para tomarlo en su mano derecha.
Pensó que ya se estaba metiendo en demasiados líos por culpa
de los mil quinientos dólares que en teoría pertenecían a Gordon.
Más le hubiera valido ponerlos en su bolsillo y quedarse
tranquilamente en el rancho cerca de Dallas.
Pero en eso de los líos aún no estaba enterado ni de la mitad.
No vio como Evelyn sacaba silenciosamente un «Colt» del cajón
mientras él estaba de espaldas.
Evelyn seguía teniendo los ojos quietos e inexpresivos como los
de una esfinge.
Le apuntó a la nuca tras haber alzado el martillo en el más
absoluto silencio. E hizo fuego.
A todos nos llega la hora del destino, y esta vez el reloj de la
fatalidad parecía haber sonado para Lane.
No veía que tenía la muerte a su espalda. La chica acababa de
apretar el gatillo. La bala brotó del cañón.
Pero de repente el reloj del destino se paró. Se le estropearon las
ruedecillas...
Lane había querido hacer un gesto desenvuelto. Tomó el libro de
caja y lo lanzó sobre la mesa por encima de su hombro mientras
murmuraba:
—No puedo soportar los libros de contabilidad. Empápese de
este mamotreto, hermana.
El robusto tomo volaba por los aires cuando se produjo el
disparo.
La bala lo atravesó de lleno, convirtiéndose en cien fragmentos
de plomo que atravesaron la pared sin herir a Lane.
Este quedó boquiabierto.
Durante unas décimas de segundo fatales, interminables, no
supo reaccionar. Si en aquel momento la hermosa muchacha llega a
disparar de nuevo, lo deja seco.
Pero ella estaba tan asombrada como Lane por haber fallado
aquel tiro seguro. Cuando apretó el gatillo de nuevo, el joven ya
había salido de su mortal inacción. Saltó hacia la pared y el
segundo plomo le rozó la pierna.
Comprendió que ya no tenía tiempo ni de sacar.
Evelyn podía ejercitar con él una especie de mortífero tiro al
blanco. De modo que todas las energías de Lane se concentraron en
el salto que dio a continuación, tratando de llegar hasta la ventana.
La tercera bala también rozó, llevándose parte del cuello de la
camisa. Inmediatamente después Lane no sintió nada más, excepto
un dolor terrible en su cabeza. Acababa de romper la ventana con
ella y se precipitaba al vacío.
Menos mal que estaba en una planta baja porque de lo contrario,
el saltar como saltó, quizá se hubiera desnucado.
Rodó por el porche y sacó el «Colt» en una violenta contorsión.
En una fracción infinitesimal de tiempo logró apuntar hacia la
ventana rota.
Pero Evelyn ya no asomó por allí. Después de haber fallado tres
disparos no quería repetir. Lane fue a correr hacia la ventana con el
«Colt» en la derecha no para matarla, sino para impedir su huida y
hacerla hablar.
Una de sus piernas falló de pronto. Con un gesto de dolor, Lane
se dio cuenta de que la sangre corría por ella.
Quedó apoyado en la pared mientras respiraba afanosamente.
Aún le parecía mentira seguir con vida.
Un alguacil se acercó a él. Puso cara de extrañeza al verle,
puesto que conocía a Lane.
—¿Pero qué le pasa, amigo? ¿En qué lio se ha metido?
—Todo por mil quinientos dólares que encima no son míos —
barbotó Lane.
—Míos tampoco —dijo el alguacil—. ¿Qué le pasa?
—La secretaria de Truman ha intentado acabar conmigo,
maldita sea, no se quede ahí parado y trate de detenerla... No
quiero hacerle daño, pero necesito que me explique lo que sabe.
El alguacil sacó el revólver y penetró en el edificio por la
ventana rota mientras Lane se apretaba la pierna para contener la
hemorragia. Pero un instante después el agente de la ley volvió a
salir.
—Ha huido —dijo—. Esa casa tiene una puerta trasera y ella, al
parecer, dispone de un buen caballo. Ya no he podido ver más que
una nube de polvo en la esquina.
—Persígala, por favor. Tiene que evitar que escape.
El alguacil hizo un gesto afirmativo y echó a correr. Lane
mientras tanto, cojeando, se dirigió a la cercana casa del médico.
Entró en el consultorio sin llamar. La hemorragia iba en
aumento y no podía perder tiempo.
El médico estaba tomando medidas a las piernas de una de sus
enfermeras.
Debería ser para enterarse si tenía alguna enfermedad en la piel.
Al ver a Lane dejó su instructiva tarea y murmuró:
—¿No puede volver dentro de media hora?
—Me temo que no, matasanos. Dentro de media hora más valdrá
que vaya directamente a casa del sepulturero.
—Está bien... ¡Pero qué sacrificada es esta profesión, maldita
sea! ¡Ni estudiar puede uno! A ver, tiéndase en esa mesa.
Hizo un rápido examen de la herida de Lane llegó a la
conclusión de que no era grave, puesto que la hemorragia había
sido contenida a tiempo. Mientras le vendaba preguntó:
—¿En qué sitio se hospeda? Porque va a tener que quedarse aquí
al menos veinticuatro horas, amigo.
—¿Es necesario?
—No hay otro remedio. Hasta mañana no podrá andar un poco
bien.
Lane hizo un gesto de contrariedad, pero al fin asintió con la
cabeza.
—Su enfermera podría ir a encargarme una habitación al hotel
más cercano —dijo—. Así ya lo tendría todo preparado.
—Naturalmente qué sí. Vaya, Rossy.
La chica salió contoneándose.
Por la mirada que dirigió a Lane, se adivinó que le hubiera
gustado mucho más que el que le tomara las medidas fuera éste, en
lugar de tomárselas el médico.
Volvió poco después, cuando el joven ya estaba vendado.
Mientras le guiñaba discretamente el ojo musitó:
—Tiene la habitación número cinco. ¿Le acompaño?
—No, gracias —dijo Lane—, Puedo ir solo.
Mientras tanto pensó: «¡Cualquiera se mete en más líos de
faldas, chata!»...
Pagó por la cura, atravesó la calle dificultosamente y entró en el
hotel. El dueño ya le esperaba en la puerta, teniendo en la mano la
llave de la habitación número cinco.
—Tome, señor Lane. Veo que le han atizado, ¿eh?
—Lo que no entiendo es cómo puedo contarlo.
—Más le hubiera valido quedarse en Dallas. En fin, vaya a su
habitación y esté tranquilo. Descanse en paz.
Lane volvió la cabeza.
—Oiga, ¿es una indirecta?
—No se lo tome así, hombre. Es una frase de cumplido.
Lane lanzó un gruñido.
Pero no sabía hasta qué punto había tenido razón aquel tipo. En
efecto, iba a descansar en paz.
Abrió la puerta.
Su silueta se recortó apenas un momento en el umbral. Todo el
interior de la habitación estaba sumido en penumbra.
Fue el sexto sentido de Lane lo que le salvó. Vio aquel reflejo
metálico en el interior. Instantáneamente dejó que la pierna que ya
le estaba fallando le fallara del todo.
Cayó de bruces al suelo mientras veía el fogonazo como si
brotara del interior mismo de sus ojos. La bala le rozó los cabellos y
atravesó el centro de la puerta.
Lane rodó por la habitación en penumbra.
Otra vez se sintió indefenso. Otra vez sintió que las alas del
misterio rozaban su rostro. No entendía absolutamente nada
excepto una cosa: que iba a morir.
No podía ver a su enemigo, y en cambio éste podía verle
confusamente a él. Lane patinó materialmente bajo una mesa cuyas
formas entreveía un poco.
Una pata de aquella mesa evitó que la nueva bala le alcanzara.
El plomo la convirtió en astillas y la mesa bailó grotescamente a
punto de volcarse.
Lane aprovechó aquellos segundos para tomar impulso en su
pierna sana y saltar hacia la ventana que veía medio tapada por la
persianilla de cuero. Sabía que por la puerta la huida iba a ser
imposible.
Otra vez le pareció que le hendían en la cabeza con un hacha.
Tenía la sensación de haber roto a cabezazos todas la ventanas
de la ciudad.
Y de nuevo tuvo que dar las gracias al cielo por haber estado en
la planta baja, porque de lo contrario se rompe la crisma. No había
podido preocuparse de la caída, ni de la postura ni de nada: sólo de
saltar a tiempo.
Dos balas le persiguieron.
El que estaba en la habitación (sólo había podido notar
confusamente que se trataba de un hombre) no perdía tanto tiempo
como había perdido la secretaria de Truman. Estaba rociando con
plomo la ventana, pero aun así se vio desbordado por la rapidez de
movimientos de Lane.
Este rodó por el porche.
Pensó que desgraciadamente ya estaba listo.
No había podido alejarse lo suficiente de la ventana rota. A su
misterioso enemigo le bastaría asomar por ella para liquidarle a
placer.
Pero no lo hizo. Debía ser alguien conocido, porque no se
arriesgó a aparecer a la luz. Quizá era demasiado lo que se jugaba si
por casualidad volvía a fallar.
Lane tropezó con alguien.
Por poco se lo carga y lo echa fuera del porche.
El alguacil gruñó:
—¿Pero otra vez usted?...
—Ya ve, amigo —dijo modestamente Lañe—, Llevo una mañana
muy movida.
—¿Es que piensa cargarse todas las ventanas de la ciudad?
—Quizá lo haga. Le estoy tomando afición al asunto, ¿sabe?
—¿Qué cuerno ha pasado ahí dentro?
Lane no contestó. Sólo preguntó mientras se sujetaba de nuevo
la pierna herida:
—¿No ha podido encontrar a Evelyn?
—Me ha despistado. Tengo la sensación de que ha vuelto a la
ciudad y está escondida en algún sitio que ignoro. No puedo
registrar casa por casa.
—Tengo la sensación de que ella es más lista que usted, alguacil,
pero se le puede perdonar. Estoy seguro de que usted me acaba de
salvar la vida sin saberlo.
—¿Yo?¡Pero si lo que quiero es que se muera de una vez, Lane!
¿Puede saberse qué he hecho para salvarle?
—Al hombre que me ha tiroteado ahí dentro debe conocerlo
usted. Por eso no se ha atrevido a asomarse y dar la cara cuando tan
fácil le hubiera sido volarme la cabeza.
El otro carraspeó:
—¿Y quién ha querido matarle ahora, Lane? ¿En qué clase de lío
está metido?
—El que ha querido matarme es alguien que ha oído cómo una
enfermera me encargaba una habitación en el hotel. Le ha bastado
oír el número para colarse de rondón y esperarme allí. Por lo tanto
el dueño del hotel puede saber qué personas había en el vestíbulo
en aquel momento. Acompáñeme.
Se apoyó un poco en el alguacil y entró en el edificio por la
puerta principal. Sabía que era inútil perseguir a su frustrado
asesino porque éste ya habría previsto su retirada para el caso de
fallar. Pero si Lane podía averiguar quién era, sería como si lo
tuviera ya en sus manos.
El dueño del hotel escuchó la historia con expresión incrédula.
—Le juro que no había nadie en el vestíbulo —dijo—. La
enfermera y yo estábamos solos.
—¿Entonces ha podido oírlo algún huésped desde lo alto de las
escaleras?
—Es posible.
—¿Qué huéspedes tiene? Enséñeme el libro registro.
—Aquí está, señor Lane. Y llevado al día.
El joven lo miró. Ningún nombre de los allí registrados le dijo
nada. Se trataba de personas completamente desconocidas con las
que jamás tuvo la menor relación.
Parpadeó confusamente.
—¿Alguien ha podido oírlo desde la puerta?
—Tal vez sí. Hemos hablado cerca.
—¿Y el hotel tiene alguna otra entrada?
—Sí. Por la parte posterior.
—Pues ésa es la respuesta: El que quería matarme ha entrado y
salido por ahí. ¿Pero quién es? Y todo esto, ¿por qué?
El alguacil barbotó:
—Ahora, bien pensado, tengo una magnífica oportunidad.
—¿Para qué?
—Como primera sospechosa podría tener a mi mujer. Con un
poco de suerte, a lo mejor me libraba de ella.
—Déjese de mandangas. Lo que ahora necesito es sitio para
descansar porque me parece como si la pierna herida me fuera a
salir por el cogote. ¿Tiene usted otra habitación libre en este
condenado hotel? ¿Una que no sea la cinco?
—Tengo la ocho.
—Pues a ver si hay suerte. Y convénzase de que no queda nadie
dentro.
El hotelero fue y volvió al cabo de unos momentos. Entregó la
llave a Lane.
—Tranquilidad garantizada, señor —dijo—. La habitación está
vacía. Puede dormir a pierna suelta todas las horas que quiera.
—Vaya, menos mal...
—¿Le acompaño?
—No, no hace falta.
El alguacil se rascó la nuca mientras Lane se dirigía hacia el
fondo del pasillo.
—Oiga, amigo —dijo.
—¿Qué? —susurró Lane, volviéndose un poco.
—Voy a emigrar de la ciudad.
—¿A causa de su mujer?
—No. A causa de usted. Quiero estar lejos la próxima vez que
salte por una ventana.
—No se preocupe, no volverá a suceder.
Y Lane entró en el cuarto que le habían asignado.
También estaba sumido en penumbra.
Pero no se advertía ningún peligro. La atmósfera era quieta,
tranquila, tonificante.
Se tendió en la cama.
¡Como le dolía la pierna!
Y de pronto quedó helado, con todos los músculos tensos.
¿Qué era aquello?
¿Quién le había rodeado el cuello con los brazos?
¿Quién buscaba sus labios?
¿Quién era aquella mujer que también quería matarle, aunque
fuese de otra manera distinta?
Lane bisbiseó aterrado:
—Seas quien seas, no estoy para trotes, preciosa. ¡Socorro!... La
voz pastosa de Kitty (Kit para los amigos) susurró:
—Lo que es ahora no te escapas, pichón.
Lane se lo jugó el todo por el todo.
Intentó también saltar hacia la ventana.
Y eso que oía al alguacil silbar más allá de las cortinas.
Esta vez se lo cargaba sin remedio.
Pobre tío.
Pero Kitty no le dejó.
Kitty le sujetó por las solapas mientras barbotaba:
—Estaba escrito que esta mañana tenías que morir, macho.
Total, diñarla de una manera u otra, ¿qué te importa?...
No podía decirse, ni mucho menos, que un par de horas más
tarde Lane estuviera en plena forma. Pero al menos seguía vivo y
tenía una persona con quien hablar.
Mientras Kitty se arreglaba su hermosa melena ante el espejo, él
preguntó:
—¿Puedo saber cómo has entrado, nena? ¿O quizá es demasiado
atrevimiento preguntarte eso?
—No es difícil. Todas las habitaciones están abiertas cuando no
las ocupa nadie.
—¿Pero cómo sabías la que me iban a dar?
—Lo he oído desde la puerta posterior y he entrado rápidamente
mientras el hotelero iba a decirte que la tenías lista y a entregarte la
llave.
Lane se incorporó de pronto.
—Kit... —susurró.
—¿Qué, pichón?
—¿Tú estabas allí cerca?
—Claro que sí...
—Entonces quizá hayas visto salir a alguien. Quizá hayas visto
salir a un hombre que debía tener mucha prisa.
Ella sonrió enigmáticamente.
—Sí, querido, lo he visto.
—¿Quién era? —preguntó Lane sintiendo que se le secaba la
boca—. ¿Quién diablos era?
La muchacha se encogió de hombros.
—No estoy segura. Lane.
—¿Pero lo conocías?...
—Yo diría que lo había visto alguna vez.
—¿Dónde?
—No estoy segura; eso es lo malo. Pero es cierto que lo he visto
antes en algún sitio.
Lane se acercó a aquella hermosa y desvergonzada muñeca. Le
puso las manos en el óvalo perfecto de su rostro. No podía evitar
que sus dedos temblaran un poco; estaba realmente emocionado
aquella vez.
—Kit —musitó—, trata de definirme cómo era ese tipo. Quizá yo
lo conozco también. Dime cómo era y habrás resuelto el misterio de
muchas muertes.
—Hay muchos hombres como ése en la ciudad —dijo ella
suavemente—. Si te lo describiera no ganarías nada. En cambio, si
es el que me imagino, sabré dónde encontrarle. Lane... ¿tú tienes
confianza en mí?
El joven tragó saliva.
—En cuestión de hombres eres la cara dura más impresionante
que he conocido —susurró—, pero en lo demás pareces una chica
bastante decente. Claro que confío en ti.
—Pues déjame suelta media hora. Quiero hacer una
comprobación, una cosa de rutina que no significa ningún peligro.
Cuando vuelva podré decirte con seguridad si el hombre que he
visto es el mismo que yo imagino.
—¿De veras no corres ningún peligro, Kit?
—Absolutamente ninguno, te lo aseguro. Se trata de entrar en
un sitio y preguntar una cosa.
—Entonces, de acuerdo. Kit. Pero no cometas ninguna
imprudencia porque tendría la sensación de que el responsable soy
yo.
—Puedes estar tranquilo; te aseguro que no corro ningún
peligro.
Se ajustó la falda y salió.
Había que ver cómo se contoneaba.
Había que ver lo sinvergüenza que era.
Y había que ver las líneas fabulosas que tenía.
El hotelero se quedó boquiabierto al verla.
—Oiga, nena..., ¿de dónde sale usted?
—Vine ayer desde otra ciudad en la diligencia. Y salgo de la
habitación número ocho.
—En ese caso supongo que el pobre Lane ha muerto.
—Casi, casi.
—Vamos a velarlo juntos, chata.
Kitty sonrió mientras movía un poco la sombrilla que tenía en la
mano derecha.
El hotelero iba entusiasmándose.
—¡Qué curvas! ¡Qué boquita de piñón! ¡Qué orejitas! ¡Qué caída
de ojos!
Kitty susurró:
—¡Qué caída de sombrilla!
Y le atizó con el artefacto en toda la calva. El hotelero escondió
la cabeza debajo del libro de registro y ya no dijo nada más.
Kitty (Kit para los amigos) se dirigió a una cierta oficina de la
ciudad.
Era una comprobación muy sencilla la que quería hacer. Sólo si
trataba de entrar en un determinado despacho y ver a un
determinado hombre. Como éste recibía bastantes visitas al cabo del
día, no le extrañaba recibir una visita más.
Pero cuando pasaba por delante de una casa, alguien la llamó:
—¡Kitty!
Kitty miró sorprendida hacia allí.
Pero no había peligro.
Era una mujer quien la llamaba.
Y además ella la conocía.
Se trataba de la «pájara».
La secretaria de Truman.
La hermosa mujer la miraba desde la puerta abierta de aquella
casa. Su sonrisa era suave y amable. Le hizo una seña para que
entrase.
—Kitty —dijo—, quiero hablarte un momento.
—Tú eras la amiguita de Truman, ¿eh, sinvergüenza?
—¿Y tú qué eras?
—Bueno, dejemos eso. Truman ya está muerto. ¿Qué buscas?
—Ya te lo he dicho. Sólo hablar un momento contigo —susurró
Evelyn.
—Está bien. Pero no puedo entretenerme porque tengo cosas
importantes que hacer. Yo no pierdo el tiempo con pelanduscas
como tú.
Evelyn no contestó.
Le abrió la puerta para que pasara.
La hermosa y desvergonzada Kitty pasó al interior. La puerta se
cerró a su espalda.
En los ojos de Kitty hubo un parpadeo.
No lo entendía.
¡Evelyn no había podido cerrar la puerta porque estaba junto a
ella! ¡Y además no había podido cerrarse con un golpe de viento
porque el aire estaba en calma!
La muchacha se volvió sorprendida.
No acababa de entenderlo.
Fue entonces cuando lo vio. Fue entonces cuando aquel
incomprensible horror entró por sus ojos.
Kitty quiso chillar.
Quiso lanzar al aire toda su angustia, todo su pánico, todo su
miedo a morir.
Pero ya no pudo.
Aquella manaza cayó sobre su boca.
La fuerza irresistible torció su cuello como si fuera una caña.
Evelyn, con los ojos brillantes de odio, contempló el espectáculo
mientras susurraba:
—¡Dale, Sam! ¡Dale, Sam!
Los ojos de Kitty se salían de las órbitas.
No podía chillar porque la manaza apretada contra su boca. Pero
jamás había sentido tanto pánico. Jamás el horror había entrado tan
hasta el fondo de su sangre, dejándola indefensa, dejándola transida
por su propio miedo.
Oyó el chasquido de sus propios huesos.
Le estaban... ¡le estaban rompiendo las piernas!
Un leve murmullo partió de su garganta. Era lo único que podía
hacer. El dolor resultó tan espantoso, tan insufrible que perdió el
sentido.
No dejó de ser una suerte para ella.
Porque un momento después se oía un gruñido de alegría
salvaje.
La columna vertebral de la hermosa, alegre y desvergonzada
Kitty (Kit para los amigos) se partió en pedazos.
Jamás Lane había visto nada semejante. Hasta los más viejos de
la ciudad, hasta los hombres más endurecidos por las peleas y las
muertes, se sentían impresionados y no recordaban ni de lejos nada
parecido.
Apoyado en un bastón a causa de su pierna herida, el ex fiscal
de Dallas asistió con los ojos desencajados a aquel espantoso
espectáculo.
Sencillamente, los dos operarios de la funeraria estaban
reuniendo sobre una manta los miembros dispersos de Kitty.
Era espantoso.
Parecía como si hubiera sido descuartizada por cuatro caballos.
Nunca los ojos de aquellos hombres del Oeste habían visto un
espectáculo tan inhumano. No entendían, además, quién podía
haber hecho aquello. Se necesitaba no sólo una fuerza
inconmensurable, sino además un salvajismo que ningún hombre de
los que ellos conocían hubiera podido tener.
El aguacil barbotó:
—Le he avisado porque el hotelero me ha dicho que esa chica
estaba con usted. Lane. No entiendo lo que ha sucedido. Cuando
alguien me ha avisado de que se oían gritos como de lucha en esa
casa, he entrado y me he encontrado ante el espectáculo. Le juro
que estoy mareado... Nunca había visto nada igual.
Lane apenas pudo barbotar:
—La han descuartizado...
—Así es, amigo. Y ahora dígame usted qué salvaje ha podido ser
capaz de una cosa así. Y qué fuerza hace falta para un «trabajo» de
esa clase.
Lane también sentía como una especie de vértigo.
Apoyándose en el bastón, salió de allí.
Menos mal que el viento fresco le dio en la cara, porque estaba
aturdido. Maquinalmente preguntó:
—¿De quién es esa casa?
—De nadie. Ya ha visto que está desamueblada.
—Pues Kitty no debió entrar allí por casualidad. Seguro que
alguien la llamó.
—¿Quién?
—Eso es lo que me gustaría saber. Eso es lo que me gustaría
saber aunque para ello tuviera que bajar a los infiernos...
Y atravesó la calle, donde se había congregado un pequeño
grupo de curiosos.
La atravesó para encontrarse con unos ojos helados, pero sin
embargo, infinitamente tentadores y bonitos. Unos ojos que ya
conocía.
Lane se detuvo ante la hermana de Gordon, la chica de formas
opulentas que le había largado uno de los guantazos más
impresionantes de su vida.
—¿Por qué me has seguido? —musitó él—. ¿Qué quieres?
¿Atizarme otra vez porque aún me crees responsable de la muerte
de tu hermano?
Ella entornó un momento los párpados. Lane pensó que quizá
nunca había visto una mujer como ella. Pensaba que era la chica
más «cañón» de Dallas. Pero enseguida aquel pensamiento fue
oscurecido por el recuerdo de la otra, de la que a pocos pasos estaba
muerta.
—No, no he venido por eso —dijo ella—. Te he seguido porque
en cierto modo quería pedirte perdón.
—¿Perdón a mí?...
—Me he enterado de la verdad. Tú no fuiste responsable de la
muerte de mi hermano.
—Ya te dije que no lo era, pero no por eso me debe pedir perdón
nadie. Aquel guantazo ya está olvidado.
—Te lo agradezco. Pero quisiera que al menos contases con mi
amistad y supieras mi nombre. Me llamo Lorena Gordon.
Lane no le estrechó la mano.
Tenía la mirada perdida y encima ya estaba harto de líos de
mujeres. Susurró:
—¿Por qué has venido aquí, Lorena?
Ya te lo he dicho: quería ayudarte a ser posible porque tu
empeño es noble. Y quería pedirte perdón.
—Olvídalo. Las cosas se han complicado demasiado para que se
meta en ellas una chica tan bonita como tú.
—También de eso quería hablarte, Lane. Antes, mientras
paseaba por esta calle buscándote, he visto algo.
—¿Qué?
—A esa pobre chica de ahí dentro la ha llamado una mujer.
—¿Quién? Descríbemela, por favor. No puedes imaginar hasta
qué punto eso tiene importancia, Lorena.
—No sólo te la puedo describir, sino que te enseñaré su retrato.
—¿Queeeeé?
Lane estaba asombrado.
Ella dijo:
—Mira.
Extrajo de su bolso un cartel partido por la mitad. Era un cartel
roto. Un anuncio impreso en bellos colores en el que se veía a una
mujer con faldita muy corta, alzando los hombros en un gesto
triunfal.
El joven la reconoció enseguida.
Era Evelyn, la secretaria de Truman.
Sin duda se trataba del anuncio de algún espectáculo, porque el
vestido que Evelyn llevaba era evidentemente un vestido de artista.
Desgraciadamente, al estar el cartel roto por la mitad, sólo podía
leerse parte de las frases.
MADAME EVELYN
LA UNICA MUJER DEL MUNDO QUE...
FASCINANTE ESPEC...
USTED SE ESTREMECERA EN...
¡NO SE LO PIER...
Las frases, pues, estaban sin terminar porque continuaban en el
otro lado del cartel que Lane no tenía. Tampoco se veía lo que
estaba dibujado en aquel otro lado desaparecido del cartel, porque
Evelyn estaba en la parte izquierda, ¿qué había en la derecha?
Aunque algunas frases podían reconstruirse, otras no. Por
ejemplo «La única mujer del mundo que...» ¿Qué era lo que hacía
Evelyn? O esta otra: «Usted se estremecerá viéndola en...» ¿Dónde
había que ver a Evelyn?
Lane comprendió que ninguna de aquellas preguntas tendrían
respuesta por el momento.
Susurró:
—¿Dónde has encontrado esto, Lorena?
Estaba entre los papeles de mi hermano. Desgraciadamente sólo
he podido conseguir la mitad. El, por lo visto, admiraba a Evelyn,
pero como artista, ya que personalmente no creo que llegara a
conocerla. Debió recortar la parte del cartel en que estaba ella
porque le gustaría verla así, con la falda tan cortita. Lo malo es que
no se vea lo que había en el otro lado del cartel, aunque en realidad
quizá no tenía ninguna importancia.
Lane pensó que, en efecto, quizá no tenía ninguna importancia.
Lo curioso y significativo era que Evelyn hubiese metido a Kitty en
aquella trampa mortal.
—Gracias —dijo—. Creo que esto me servirá de gran ayuda.
Imagino que Evelyn se metió en esa casa desocupada e hizo entrar a
Kitty con cualquier pretexto, puesto que ambas se conocían. En
cierto modo trabajaban para el mismo hombre, un detective privado
llamado Truman y que ya está muerto. Eso fue lo que sucedió sin
duda, pero en cambio Evelyn no pudo tener fuerza para
descuartizar prácticamente a Kitty. Eso es algo tan espantoso que no
puedo concebirlo siquiera.
Devolvió a la muchacha el resto del cartel.
Y ahora vete, Lorena —bisbeó—. Gracias por haberme seguido
hasta aquí, pero no corras ya más peligros. Yo seguiré sólo en este
maldito asunto.
Ella le tendió la mano trémula.
La muchacha estaba nerviosa. Quizá tenía miedo, pero le
dominaba también una secreta ansia.
—Espero que volvamos a vernos —susurró.
Y volvió la espalda.
Lane se la quedó mirando fijamente.
Sí. Estaba seguro de que volverían a verse. ¿O quizá no? ¿Quizá
aquella preciosa muñeca se metería en un lío mortal como se había
metido Kitty?
Porque estaba seguro de que ella no cejaría. De que trataría de
llegar hasta el fondo de aquel asunto.
La vio alejarse con pena porque por un momento la imaginó
descuartizada también.
Pero hizo un esfuerzo para borrar aquellos pensamientos. Cerró
los ojos.
Lane volvió al hotel caminando con ayuda de su bastón. Sus
facciones sombrías presagiaban tormenta. Había algo en todo
aquello que entendía cada vez menos, y eso hacía que estuviera
dispuesto a llegar hasta el fin costase lo que costase.
Había empezado aquella condenada aventura para entregar a la
hermana de Gordon los mil quinientos dólares que pertenecían a
éste.
Pero ahora ya no lo hacía por eso. Ahora ya había una serie de
muertes que vengar.
El alguacil le acompañó hasta su habitación.
—Nosotros nos encargaremos de enterrar a esa chica —dijo—.
Bueno, lo que queda de ella... Usted aún debe descansar. Lane. No
tiene la pierna demasiado bien.
—De acuerdo... No puedo correr los cien metros lisos, pero
montado a caballo soy un hombre como otro cualquiera.
—¿Por qué no espera hasta mañana para demostrarlo? Estoy
seguro de que ahora tiene algo de fiebre.
Lane sabía que era cierto. Las sienes le zumbaban. Cerró los ojos
y dijo por entre sus dientes apretados.
—No dejaré ni un palmo cuadrado de la comarca por correr.
Estoy seguro de que tiene que haber una pista en alguna parte y yo
he de encontrarla.
—De acuerdo, pero ahora descanse. Sería un suicidio lanzarse a
la llanura de la forma que ahora está. Yo trataré de encontrar algún
rastro de esa mujer por la ciudad. Se ha reído de mí, ¿sabe? Y eso
no lo perdono.
—No es que se haya reído de usted, alguacil. Lo único que ha
hecho ha sido despistarle. Después de intentar matarme, ella ha
vuelto a la ciudad mientras usted la perseguía por otro sitio.
El alguacil no contestó.
Cerró la puerta mientras Lane sentía que le acometía la fiebre.
Por si acaso, se puso el revólver bajo la almohada y cerró la
puerta con llave. Cualquiera que tratase de matarle otra vez sería
bien recibido.
Pero ya no ocurrió nada hasta la mañana siguiente. Nadie trató
ya de acabar con él. La muerte había encontrado, por el momento,
otras víctimas más productivas.
***
El alguacil acabó de cargar la pipa y contempló la oficina con un
gesto de aburrimiento. Todo su trabajo durante el día había
resultado inútil. Ni el menor rastro de Evelyn, ni una huella, ni un
indicio. Nada.
Mientras tanto la ciudad ya había ido quedando a oscuras.
El alguacil rascó un fósforo, prendió fuego al tabaco y entonces
vio que alguien empujaba los batientes.
Sus ojos se cerraron al contemplar a aquel desconocido.
Tenía pinta de comerciante.
Llevaba en la mano una cartera negra.
Pero como el alguacil no podía fiarse de nadie, arrojó el fósforo
al suelo y ordenó:
—Quédese quieto ahí.
—¿Qué... qué pasa?
—Usted no es de la ciudad. ¿A qué ha venido?
—Verá... Me ha citado una determinada persona y quiero estar
seguro de que la encontraré. Supongo que tiene despacho en la
ciudad y por eso quisiera que usted me diese unos informes.
—¿De quién se trata?
El hombre abrió la cartera y sacó una carta.
—Mire —dijo—. Supongo que usted reconoce esta firma.
El alguacil le echó una ojeada. De pronto arqueó una ceja y
murmuró:
—Claro que conozco esa firma y ese nombre. Pero aquí dice que
le pagarán veinte mil dólares.
—Así es, alguacil.
—¿Y tiene que venir hasta aquí para cobrarlos?
—Naturalmente. No quiero perder la ocasión de liquidar la
deuda.
—Oiga... ¿es que esa persona que firma la carta no le pagaba?
—No.
—Supongo que debía tener dificultades económicas. Me dijo que
tuviera paciencia porque andaba un poco corto de fondos. Yo
esperé, naturalmente, porque se trata de una persona de toda
solvencia, pero al final empecé a ponerme nervioso y le amenacé
con denunciarle.
Entonces me escribió diciendo que podía pasar a cobrar por
aquí.
El alguacil había escuchado con toda atención el pequeño
discurso. Al fin bizqueó sorprendido.
—Oiga —dijo—, esa persona que le escribió es riquísima. Me
parece imposible que anduviera corta de fondos.
—Pues eso no fue lo que me dijo. Y la carta constituye una
prueba: me pide disculpas por no haberme pagado antes.
El alguacil volvió a bizquear.
No era un hombre demasiado inteligente, pero tampoco se le
escapaban las cosas. Si una persona a la que él consideraba
riquísima no podía pagar una cuenta de veinte mil dólares, allí
había algo que no acababa de encajar.
—Puede alojarse en el hotel —dijo—. Esté tranquilo porque esa
persona se encuentra en la ciudad. Buenas noches.
—Es todo lo que quería saber, alguacil. Gracias.
Apenas aquel hombre había desaparecido cuando brillaron los
ojos del representante de la ley.
En ausencia del sheriff, tomaría una decisión.
Encajó bien el revólver en la funda y se dispuso a interrogar a la
persona cuya firma había visto al pie de la carta. Efectivamente, las
cosas no cuadraban. Quizá aquel hombre tendría muchas historias
interesantes que contarle.
Se dirigió hacia la calle principal.
Y de pronto se detuvo estupefacto.
¿Había visto bien?
¿No era la propia Evelyn la que acababa de meterse en aquel
callejón? ¿No era la extraña mujer la que trataba de huir?
El alguacil apretó los labios.
Cuerno, aquél era su día de buena suerte.
Iba a desentrañar un misterio contra el que muchos se habrían
estrellado. ¡Para que luego dijeran que no tenía vista!
Entró en el callejón.
Distinguió confusamente la silueta de la muchacha que trataba
de salir por el otro lado. Sin duda ella huía, pero le iba a servir de
bien poco. No llegaría demasiado lejos. Apretó el paso.
Y de repente tropezó con «aquello».
La manaza apretó su boca. Un brazo inhumano rodeó su cuello.
Un aliento caliente le vino a la cara.
El alguacil giró la cabeza como pudo. Intentó chillar.
Todos sus huesos crujieron.
Y vio aquella cara encima de la suya. Vio aquellos ojos. De su
boca escapó un chillido de terror que no llegó a brotar.
Le pareció una escena de ultratumba.
Como si estuviera soñando.
Pero el suyo era uno de esos sueños de los que se despierta en el
Más Allá. El crujido de sus propios huesos le pareció como si llegara
desde el otro mundo.
También perdió el sentido y también fue una suerte para él.
Porque su cintura se partió bruscamente en dos pedazos.
Un espectáculo que hubiese mareado a cualquiera esperaba a
Lane cuando, a la mañana siguiente le despertaron en su habitación
del hotel. Aunque ya no era fiscal de Dallas seguían considerándole
allí una autoridad y por esos le llamaron. Cuando ya bastante mejor
de su pierna herida, se dirigió hacia el callejón.
También a él le pareció una pesadilla.
Los restos descuartizados del alguacil yacían aquí y allá como si
los hubiera triturado una máquina.
Era la misma espantosa muerte de Kitty. Pero ahora el
misterioso asesino aún se había ensañado más. Se trataba de una
auténtica carnicería.
Un tipo que apenas podía sostenerse en pie a causa del susto
balbució:.
—Lo he descubierto esta mañana. Yo vivo aquí cerca, ¿sabe?
Anoche me pareció oír unos ruidos extraños, pero no le hice caso. Y
hoy al salir...
Se estremeció de nuevo. Alguien tuvo que largarle una botella
de ginebra porque de lo contrario el tío se cae.
Lane dio media vuelta. Se encontró entonces con los ojos del
dueño del hotel.
Este susurró:
—Señor Lane...
—¿Qué pasa?
—Han asesinado a un hombre en mi establecimiento. A mí me
hubiera gustado que se lo cargaran a usted, pero ya ve: la lotería le
ha tocado a otro.
—¿De quién se trata?
—No sé. De un forastero. Tenía pinta de comerciante y llevaba
una cartera negra que ha sido meticulosamente registrada, porque
no queda en ella ni un documento.
Lane se encogió de hombros.
Bastantes preocupaciones tenía para preocuparse encima de los
forasteros a los que asesinaban en Clarkville.
—¿Por qué piensa que eso tiene relación conmigo? —musitó.
—No lo sé, señor Lane, pero desde hace un par de días, todos los
muertos de la ciudad tienen alguna relación con usted. Por eso he
venido a decírselo.
—Está bien, veré de quién se trata.
En cierto modo era un alivio. Así podía dejar de ver el cuerpo
destrozado del alguacil.
El forastero había recibido una puñalada mientras dormía.
Seguro que ni se enteró de que la estaba palmando. En cuanto a sus
ropas y su cartera negra habían sido registradas y, en efecto, no
quedaba en ellas ningún documento.
—Es extraño —susurró—. ¿Qué cuerno podía saber este
hombre?
—Hay algo más, señor Lane —dijo el hotelero—. Alguien le vio
entrar anoche en la oficina del alguacil.
—Por lo tanto puede haber alguna relación entre las dos
muertes... ¡Maldita sea! ¡Y pensar que todo esto lo hago por mil
quinientos dólares que encima no son míos...!
Dio un inútil puñetazo al aire y luego se puso a registrar
meticulosamente las ropas del muerto. Sabía que era inútil porque
habían sido registradas ya por la persona que lo asesinó. En efecto,
no había nada, excepto unos billetes, lo cual indicaba que a aquel
pobre tipo no le habían matado por robarle.
Lane revisó a continuación la cartera.
Tampoco había nada.
Nada... excepto un par de tarjetas de visita que habían quedado
prendidas entre el forro. No era extraño que el asesino no hubiera
dado con ellas a causa de su precipitación.
Lane las examinó. Dos de ellas le parecieron indiferentes, pero la
tercera le hizo lanzar un silbido.
Conocía a aquel hombre.
¡Claro que lo conocía!
¡Y encima aquel individuo podía encontrarle en la ciudad!
—Amigo —le dijo al hotelero—, voy a pagarle lo que le debo.
—¿Por qué?
—Porque quizá luego será demasiado tarde.
—Oiga, ¿es que piensa palmarla?
—¿No ha dicho que le haría ilusión? —susurró el joven.
—No puede imaginárselo. En cuanto usted la diñe, Lane,
organizaré una fiesta por todo lo alto.
—Pues vaya repartiendo las invitaciones. Me voy a meter en el
peor barullo de mi vida entera. ¡Y todo por mil quinientos dólares!
***
Brent arqueó una ceja y preguntó con una sonrisa displicente:
—¿Para qué quería verme, señor Lane? Ya ve que le he recibido
enseguida, pero no tengo demasiado tiempo que perder. Le ruego
sea breve.
—Verá... Es algo muy curioso.
—¿Muy curioso? ¿El qué?
—Uno de los amigos de usted acaba de morir en esta ciudad.
—¿Uno de mis amigos? Eso es absurdo. ¿Y cómo no me he
enterado tan siquiera?
—A mí también me parece curioso que no lo sepa. Ese hombre
vino a la ciudad a verle a usted. Llevaba en la cartera esta tarjeta de
visita suya. Mírela.
Se la tendió a través de la mesa.
Brent, uno de los Justicieros, arqueó una ceja.
—Docenas de personas tienen mis tarjetas de visita puesto que
soy un hombre importante —dijo—. Eso no tiene nada que ver.
Seguro que yo ni conocía a ese tipo.
—Yo pienso que sí. Vuelva la tarjeta, por favor.
Brent lo hizo y sus dedos temblaron un momento. En el reverso
de la pequeña cartulina había escrito una línea que decía: «Le
escribiré pronto y quedará usted satisfecho».
—¿Es su letra, señor Brent?
—No sé. Puede que lo sea.
Las facciones de Lane se habían vuelto rígidas. No había en ellas
la menor expresión. Con un soplo de voz afirmó:
—Claro que lo es. Yo he recordado a ese hombre al que
asesinaron anoche en el hotel, señor Brent. Se trataba de un tipo
que hacía préstamos. No era un usurero, pero estaba a mitad de
camino. Sí, según usted, había de «quedar satisfecho» y él se
molestó en venir hasta Clarkville fue porque usted, en efecto, le
escribió. Le escribió sin duda para decirle que podía pasar a cobrar
su deuda.
Brent hizo un gesto de desprecio mientras con su mano derecha
parecía espantar una mosca.
—Yo no tengo deudas, amigo —masculló—. Soy millonario. En
todo caso las deudas las tendrá usted, piojoso.
Lane no se inmutó ante el insulto. Con las facciones impasibles
de antes dijo:
—Conozco a mucha gente en Texas, señor Brent, y a usted
siempre le he considerado un hombre rico. Pero quizá no lo sea
tanto. Quizá esté arruinado y comido de deudas a causa del juego y
de sus vicios incontrolados. Quizá todas las propiedades están
hipotecadas. Y hasta quién sabe si su padre le ha desheredado.
A Brent le acometió una especie de lividez. Sus manos temblaron
un momento mientras susurraba:
—Me está usted insultando, Lane. Voy a hacer que le echen de
aquí como a un perro.
—Pues todavía no sabe usted la mitad —dijo tranquilamente el
joven.
—¿Ah, no? ¿Cuál es la otra mitad?
—Sus amigos también deben encontrarse en la misma situación.
Los cinco Justicieros no son en realidad más que cinco asesinos que
han decidido hacer dinero seguro y por la vía rápida.
Ahora sí que las facciones de Brent se volvieron lívidas. Sus
manos asieron con tanta fuerza el borde de la mesa que por un
momento quedaron sin sangre.
—Está loco, muchacho —dijo con voz ronca—. De tanto romper
ventanas con la cabeza se ha vuelto loco.
—¿Cómo sabe que rompo ventanas con la cabeza, señor Brent?
—preguntó fríamente Lane.
—Pues... todo el mundo lo dice.
—¿No será que lo sabe porque usted mismo me vio saltar
cuando intentó matarme en la habitación número cinco del hotel?
—¿Es que... es que se atreve a acusarme?
—Le acuso a usted y a los cinco Justicieros, Brent. He ligados
cabos y he llegado a unas conclusiones de las que ya no pienso
moverme.
—¿Cuáles son?
—Primera conclusión: Ustedes cinco están arruinados, pero
como se han acostumbrado a vivir como millonarios necesitan
dinero rápido y largo.
—Esa sandez ya la ha dicho. Siga.
—Segunda conclusión: Conocen perfectamente la situación
monetaria de todos los Bancos de la comarca y son capaces de decir
con los ojos cerrados dónde habrá dólares frescos la semana que
viene.
El ser personas «respetables» y con algún dinero depositado aquí
y allá, tiene esas ventajas.
Brent seguía estando lívido, pero se contuvo.
—Segunda sandez —musitó—. Continúe.
—Teniendo esos conocimientos es muy fácil engatusar a bandas
de forajidos para que asalten los Bancos que ustedes mismos
señalan. Precisamente esos informes sobre el dinero que van a
encontrar suelen ser muy apreciados por los atracadores. Incluso no
era necesario que ustedes mismos entraran en contacto con los
asaltantes, puesto que eso hubiera sido sospechoso. ¿Me equivoco si
le digo que emplearon a una mujer bonita? ¿Meto la pata si digo
que utilizaron a Evelyn?
Brent ya no se molestó en contestar.
Sus labios ya ni siquiera eran rojos. Estaban tan apretados que
formaban en su rostro una línea blanca.
—Después de efectuado el atraco con arreglo a las instrucciones
dadas por ustedes mismos —siguió tranquilamente Lane—, ustedes
se presentaban al banquero afectado. Mejor dicho, no se
presentaban. Se hacían los encontradizos o estaban allí «por
casualidad». Ya tenían fama de que una vez liquidaron una banda y
devolvieron el dinero al banquero robado. En esas condiciones les
pedían a ustedes, casi de rodillas que se encargaran de perseguir a
la banda. Y ustedes aceptaban, claro.
—Muy divertido. Siga.
—Puesto que habían marcado a los atracadores una ruta segura
para que huyeran, nada tan fácil como interceptarles, como
tenderles una encerrona en un sitio fijado de antemano. Los
liquidaban sin dejar ni uno, es decir, los asesinaban a mansalva y
luego se quedaban el dinero. La explicación oficial era que, en el
momento de ser interceptados, los atracadores no llevaban el botín
encima.
—Cada vez está más loco. Lane, No sé por qué tengo paciencia y
le escucho.
—Me escucha porque sabe que digo la verdad. Y al mismo
tiempo está buscando un sistema cómodo para matarme, pero va a
ser inútil, Brent. Seguramente se ha dado ya cuenta de que le estoy
apuntando por debajo de la mesa.
En efecto, así era.
Lane tenía la derecha puesta sobre la culata del revólver. Y le
bastaba girar un poco la funda y apretar el gatillo para enviar
contra el vientre de su antagonista un par de moscardones de
plomo.
Con las facciones tan tranquilas como si aquélla fuera la
conversación de una mesa de juego, continuó:
—Ese dinero se lo repartían entre los Justicieros, Brent. Y
encima cobraban de los banqueros por hacer su sucio trabajo.
¿Cuántos dólares se han repartido en pocos días? ¿Qué fortuna
tienen escondida en estos momentos, maldito?
—Desvaría —dijo Brent con una calma glacial—. Encargamos al
detective Truman que buscara ese dinero pagándole sus honorarios
nosotros. Fue una prueba concluyente de nuestra buena voluntad.
¿No se da cuenta?
—Me doy cuenta de que fue una maniobra hábil solamente. Una
coartada para demostrar eso: la buena fe que tenían. Truman era en
realidad uno de sus colaboradores y trató de matarme a mí al ver
que husmeaba cerca del sitio donde el dinero está oculto. Porque yo
estoy completamente seguro de que esos dólares se encuentran en la
vieja zona de las minas.
Brent ya no podía palidecer más.
Estaba totalmente blanco.
Con voz helada, el joven añadió:
—He sido fiscal de Dallas y entiendo un poco de esas cosas,
Brent. Más vale que se entregue. Será juzgado legalmente.
Brent no se movió.
Era extraña la seguridad que tenía de sí mismo.
Y entonces comprendió Lane que quizá había confiado
demasiado en sus propias fuerzas. Que quizá había pensado que con
amenazar a Brent se resolvía todo, como si éste no tuviera gente a
sueldo para protegerle.
Oyó entonces el chirrido de la puerta a su espalda. Lane se
movió con la velocidad del rayo.
Si Lane tenía confianza era porque en el despacho de Brent en la
ciudad de Clarkville no había más que un empleado, un tipo medio
ciego y que le pareció inofensivo desde el primer momento. Pero
ahora se dio cuenta de que se había equivocado por completo.
El tipo de ciego no tenía nada.
Al quitarse las gafas oscuras que llevaba se advertía que tenía
unos ojos de halcón. Como si hubiera estado oyendo la
conversación desde detrás de la puerta apareció en el instante
preciso, apuntando con un «Winchester» a la cabeza de Lane.
Este se había vuelto con la velocidad del rayo.
Pero aun así no tuvo tiempo.
La distancia a la que se hallaba el rifle, a dos palmos de su
frente, era demasiado irrisoria para tratar de probar suerte. Y
además Brent, al ver que no le encañonaba, estaba abriendo el
cajón central de su mesa donde sin duda tenía un revólver.
Lane susurró:
—Yo creía que ese tipo era inofensivo...
—No hay nadie inofensivo a mi lado —dijo Brent con voz ronca
—. Y los Justicieros mucho menos. Suelta tu petardo, piojoso fiscal
de Dallas. Mañana te harán un entierro al que van a asistir hasta los
niños de las escuelas...
Lane no tenía miedo. Prácticamente no sabía lo que era eso.
Pero se llamó estúpido a si mismo por haber confiado demasiado
en sus propias fuerzas. Por creer que Brent se encontraría tan
sorprendido que no se atrevería contraatacar.
Ahora estaba perdido.
Todo había terminado realmente antes de empezar.
Los Justicieros tendrían en su lista una nueva víctima.
Brent dijo fríamente:
—Quiero ver el color de su sangre. Charles. Dale de una vez.
Vuélale la cabeza.
El llamado Charles fue a apretar el gatillo. En sus ojos flotaba
una lucecita de placer.
Pero la lucecita se apagó de pronto.
El tío se quedó sin luz cuando aquel revólver se apoyó en su
nuca y una voz dijo con todo cariño:
—¿Qué? ¿Hacemos papillas con tu cabecita, macho?
***
Al hombre se le cayó el rifle de las manos. Estaba tan asustado
que ni siquiera trató de luchar. Lanzó un grito mientras Brent
quedaba con las manos alzadas, sin haber tocado aún el revólver.
—No sabía que tuviera un ayudante, Lane —dijo con voz que
destilaba odio.
Lane susurró:
—Ni yo tampoco...
Realmente estaba asombrado. La aparición allí de Lorena
Gordon le parecía tan sorprendente como si de pronto hubiera visto
aparecer al General Custer al frente de sus exploradores.
—Es... es la primera vez que veo dos cañones juntos —dijo.
—¿Dos cañones? —musitó Lorena.
—Tú y el petardo que llevas.
—Déjate de piropos ahora. Es lo único que me faltaba.
—¿Cómo has venido aquí, muñeca?
—No creerás que me iba a marchar de la ciudad, ¿verdad?
Y empujó con el cañón del revólver a Charles al interior de la
habitación. Charles lanzó un gemido.
Pero de pronto se revolvió tratando de sacar el pequeño
«Derringer» que llevaba en su funda sobaquera. La muchacha no
gastó contemplaciones con él.
Estaba ya demasiado acostumbrada a la muerte.
De modo que apretó el gatillo.
La cabeza de Charles se abrió en dos pedazos.
Brent se revolvió como una fiera acosada. La derecha, que hasta
entonces había estado como suspendida en el aire, voló hacia el
cajón central de la mesa.
Lane tuvo el tiempo justo para evitar el balazo. Giró con la
rapidez del rayo mientras sacaba el «Colt».
Disparó unas décimas de segundo antes que Brent, quien ya
tenía el revólver en la mano. La bala del Justiciero se perdió en el
borde de la mesa mientras la de Lane le atravesaba el corazón.
Todo el cuerpo de Brent giró en la silla rotatoria. Acabó
estrellándose contra la pared mientras en ésta se dibujaba una larga
mancha de sangre.
Lane susurró:
—Si no llega a ser por ti ahora estaría listo, Lorena. Nunca podré
pagártelo.
—Ya me lo has pagado por anticipado.
—¿Cómo?
—Sé que haces todo esto para conseguir mil quinientos dólares
que son míos.
Lane musitó:
—Cuando los consiga tendrás que gastártelos en coronas,
muñeca. Y en una hermosa lápida de mármol.
—¿Es que piensas morir?
—No lo sé —dijo él—, pero la cosa no está demasiado bien. Si la
bala de ese tipo me llega a alcanzar en la otra pierna, me tienes que
llevar en brazos...
Lane, en efecto, no se hacía demasiadas ilusiones. Sabía que él
estaba solo y que tenía en cambio a cuatro enemigos delante, cuatro
asesinos profesionales que no le perdonarían jamás.
Porque, en efecto, aún quedaban cuatro Justicieros. Aún
quedaban Barton, Mike, Kendall y Tower. Sin contar con la extraña
Evelyn, la mujer que tenía una muerte secreta en sus manos.
Mientras abandonaban el despacho tras dejar allí los dos
cuerpos, Lorena musitó:
—¿Cómo has averiguado quién era? ¿Qué te ha movido a
sospechar de él?
Lane se lo explicó todo brevemente mientras se alejaban de allí.
Aunque sin duda las detonaciones hablan sido oídas desde la calle,
nadie sabía exactamente dónde se habían producido. Por lo tanto
pudieron llegar tranquilamente hasta las afueras de la ciudad.
Lane fue explicando por el camino todo lo que sabía. La
muchacha le escuchaba en silencio, pero haciendo de vez en cuando
leves gestos de incredulidad.
—¿Pero cómo adquirieron fama? —preguntó al cabo de unos
instantes—, ¿Cómo lograron que los banqueros confiaran en ellos y
les pagasen la recuperación de su oro?
—Muy sencillo: en todas las estafas hay que empezar poniendo
un cebo, y ellos lo pusieron. Organizaron un golpe en Abilene a
cargo de dos bandidos llamados Samuels y Climent. Después los
capturaron, cosa que en realidad era muy difícil para ellos, y los
ahorcaron en público sin darles tiempo para hablar. Es decir,
hicieron un escarmiento sonado. Los dólares fueron devueltos a su
dueño y éste se deshizo en elogios para los Justicieros. Su fama
llegó a todas partes. Así no es extraño que, en Wichita, el banquero
Donovan les encargara recuperar su oro. Y que en Clarkville el
banquero Russell hiciera lo mismo.
—Comprendo, Lane.
—Ahora quedan cuatro más. Y lo peor es que no sé de qué modo
voy a luchar contra ellos.
—¿Por qué no los denuncias? —sugirió Lorena.
—Eso pensaba hacer al principio, cuando he visitado a Brent.
Pero tratándose de personas que en apariencia son tan respetables,
necesito pruebas muy concluyentes o nadie me hará caso. Mi idea
era conseguir que Brent «cantase», pero ahora es inútil soñar en eso.
Tendré que empezar otra vez.
—¿Por dónde?
—No lo sé —reconoció él—. Cualquiera sabe dónde se
encuentran esos tipos ahora. Lo único que puedo asegurar es que
son cuatro hombres dispuestos a todo.
Y miró a la muchacha. Hubo, de pronto, una suave ternura en
sus ojos. Hubo algo distinto, algo que los ojos de Lane quizá no
habían tenido jamás.
Todo él rezumaba cariño.
Y con la misma voz cariñosa, dijo:
—Y ahora lárgate de aquí, golfa. Vete al otro lado de Texas,
mujer cañón. Deja que me trinquen a mí solo.
Ella no sé movió.
Más de una cara había roto por menos motivo. Y Lane era
testigo de lo bien que ella pegaba. Pero esta vez se limitó a hacer, al
cabo de unos instantes, un gesto negativo con la cabeza.
—Tienes miedo por mí. ¿Verdad?
—¡Qué cuerno! Tengo miedo por mí solito. ¿Te parece poco?
—No te librarás fácilmente de mí, Lane. Ahora ya estoy metida
en esto y no quiero salir. Déjame hacer una parte del trabajo.
—¿De qué parte hablas?
—No olvides que tú nunca sabrás seguir el rastro de Evelyn.
Evelyn es una mujer y hace falta que otra mujer dé con sus huellas.
Hay mil detalles que a mí no me escaparán inadvertidos y a ti sí.
Puedo encontrarla con mucha más facilidad que tú.
Las facciones de Lane se ensombrecieron.
—¿Has olvidado una cosa? —musitó—. ¿Has olvidado cómo
murió la pobre Kitty?
—No tengo miedo. Y además yo seré más lista que ella, Lane,
puesto que Kitty no desconfiaba. En cambio yo, cuando vea a
Evelyn, sabré que acabo de ver al mismísimo demonio.
Y añadió:
—Ya me pondré en contacto contigo. Tendrás noticias de mí.
¿Dónde piensas alojarte?
Lane musitó:
—Pues verás: según todos los síntomas, en el cementerio
municipal, entrando a mano derecha...
***
Lane no sabía dónde estaban los otros cuatro Justicieros. En la
inmensa Texas las posibilidades de dar con ellos eran
verdaderamente muy remotas, y sin embargo, necesitaba cazarlos
antes de que supieran lo ocurrido a Brent y se pusieran en guardia.
Durante dos días enteros patrulló por la comarca buscando un
rastro. Pero no lo hizo al azar, sino eligiendo una zona concreta: la
de las minas abandonadas en cuyas cercanías trató de clavarle una
bala el detective Truman.
Estaba seguro de que los Justicieros habían escondido el botín
en un sitio seguro, y ese sitio seguro podía ser una de las minas. Si
uno no conocía el sitio de antemano, podía buscar durante años sin
encontrar nada.
Fue al nacer el tercer día cuando el joven se convenció de que
había vuelto a confiar demasiado en sus fuerzas.
Vio aparecer a los diez jinetes por encima de la loma cuando el
sol apenas empezaba a disipar las sombras. Los diez jinetes llevaban
rifles y venían abiertos en abanico. Pero si eso fuera poco, tres más
venían por el lado opuesto, cortándole la retirada.
Trece hombres contra él solo.
Allí estaba la respuesta de los Justicieros. Venían a por él, pero
no solos. No les bastaba la ventaja de ser cuatro contra uno, sino
que además habían alquilado a nueve asesinos profesionales. Las
posibilidades que tenía Lane de presentar batalla eran nulas.
Además le atraparon en el momento teóricamente peor: cuando,
después de pasar la noche, estaba ensillando todavía su caballo.
Eso significaba que no podía usarlo. Lo tenían acorralado y sin
más defensa que el tronco de un árbol.
Lane apretó los labios.
Sus facciones no se alteraron. Descolgó tranquilamente el rifle
que llevaba en la silla.
El momento no era tan malo, después de todo. Y él sabía por
qué. Cinco minutos más tarde hubiera sido mucho peor. En el
momento en que los jinetes decidieron atacarle, él no había retirado
aún la alambrada.
Hay que hacer constar que Lane había vivido muchos años en la
pradera y conocía todo lo que un hombre le puede ocurrir en ella.
Para dormir algo tranquilo, había tendido en torno a su vivac, a la
altura de los cascos de los caballos, finos cables de acero que
quedaban sujetos a unas estacas y que materialmente cubría la
hierba. Cualquiera que tropezase en ellos durante la noche producía
un sonido vibrante capaz de despertar a Lane.
Un caballo que avanzase hacia él, tropezaría indefectiblemente y
saldría revolcado en cuanto uno sólo de sus cascos entrara en
contacto con el cable.
Y eso iba a suceder ahora. Los atacantes no sabían que les estaba
reservada una sorpresa.
Se lanzaron hacia adelante disparando como demonios.
Lane se agazapó tras el tronco. Hizo fuego sin poder apuntar
apenas.
No obstante sus atacantes venían tan al descubierto que
resultaba casi imposible no alcanzar a alguno de ellos. El que iba en
el centro cayó. Los otros lanzaron una serie de maldiciones mientras
arreciaban en sus disparos.
Lane tuvo que agazaparse por completo bajo el tronco,
renunciando a disparar. Las balas llegaban por todas partes y
levantaban nubes de cortezas.
Todo iba viento en popa para los atacantes, a pesar de haber
sufrido una baja, y todo siguió yendo viento en popa hasta que los
cascos de los caballos tropezaron con el cable.
Se oyeron una serie de relinchos.
A ellos se unieron los gritos salvajes de los jinetes.
Ocho hombres nada menos habían salido disparados de sus sillas
y estaban dando vueltas de campana en el aire. Sólo uno quedó
montado el haber podido frenar a tiempo.
Ese fue el que murió.
Era el que ofrecía más blanco.
Lane aprovechó aquella magnífica ocasión —una ocasión que no
volvería a repetirse— para incorporarse y disparar con su
«Winchester». El jinete giró extrañadamente sobre la silla mientras
lanzaba un alarido.
Los otros ocho se estaban incorporando, pero al caer habían
soltado sus rifles. Para actuar con más rapidez echaron mano a sus
revólveres inmediatamente.
Lane no perdió el tiempo. Su rifle cargaba nueve balas y por lo
tanto aún le quedaban siete. Con una serenidad glacial empezó a
disparar contra los enemigos que tenía apenas veinte pasos.
Cuando acabó las siete balas, cinco hombres yacían para siempre
en la hierba. Tres más tuvieron tiempo de mover sus revólveres y
enviar plomo contra él.
Lane se pegó al suelo. Las balas arañaron materialmente su cara.
Como ya no tenía tiempo de recargar el rifle, sacó el «Colt».
Pero otra vez las cosas se ponían feas para él. Tenía tres
enemigos delante y tres detrás. Porque los que habían quedado en
reserva, a distancia, pensando sólo en cortarle la huida, se dieron
cuenta de que las cosas iban mal e iniciaron también el ataque.
En esas condiciones, el tronco tumbado le servía de bien poco a
Lane. Podía protegerle de los que atacaban por delante, pero no de
los que venían por su espalda.
Durante unos angustiosos minutos no supo qué hacer.
Se sintió perdido.
Los tres jinetes que atacaban por detrás eran los más peligrosos,
puesto que venían con rifles y él sólo tenía un revólver. Para
hacerles frente no le quedaba más solución que iniciar una
maniobra desesperada.
Una bala había alcanzado a su caballo que yacía en tierra y con
las patas casi sobre el tronco. Lane saltó en fracciones de segundo
hacia el vientre del animal, quedando entre el árbol y el caballo, en
una especie de hueco que, por el momento, le protegía contra los
disparos de los dos bandos.
En ese momento sus enemigos hubieran podido acabar con él
caso de tener un poco más de serenidad. Les habría bastado
detenerse y apuntar para hacer blanco.
Pero corrían alocadamente hacia él, buscando el cuerpo a
cuerpo porque sabían que así podrían acribillarle.
Lane apoyó el cañón del revólver en el codo izquierdo y disparó
contra los jinetes. El saber que estaba perdido le daba una mortal
serenidad. No tenía nervios, no tenía incluso ninguna prisa por
acabar. Apuntó cuidadosamente y derribó a los dos hombres que
estaban más cerca. El tercero volvió grupas. En aquel momento le
acometió el terror al pensar que jamás llegaría hasta su enemigo.
Lane se volvió con la rapidez del rayo.
Sólo le quedaban dos balas en el «Colt».
¡Y sus enemigos eran tres! ¡Estaban ya encima!
Pudo disparar casi a quemarropa, mientras dos balas se
empotraban en el cuerpo del caballo y junto a la cara de Lane. Uno
de sus enemigos estaba tan cerca que cayó materialmente sobre el
joven.
Este arrojó su revólver a la cara del último que llegaba.
Lo vio vacilar sólo unas décimas de segundo. Las suficientes para
que él se arrojara a su cintura y lo derribara tratando de sujetar su
mano armada.
Lanzó un rugido al reconocerlo.
¡Era Kendall!
Los dos se unieron en un abrazo mortal mientras rodaban por
tierra. Lane intentaba por todos los medios neutralizar el revólver
de su enemigo, que éste quería poner en línea de tiro.
Kendall casi lo consiguió.
Sonó un disparo.
La bala tropezó en la hebilla del cinto de Lane, se desvió y le
produjo en la cadera derecha una dolorosa rozadura. Pero
inmediatamente pudo sujetar el cañón y hacer una especie de
torniquete con el revólver para obligar a su enemigo a soltarlo.
El arma cayó al suelo.
Los dos hombres quedaron frente a frente, semiarrodillados,
mientras hacían un terrible esfuerzo para ponerse en pie. Se habían
dado tal cantidad de golpes durante la breve pelea que ambos
estaban al borde del K.O. Pero Kendall fue más rápido porque tenía
las dos piernas sanas, mientras que Lane le fallaba una.
Clavó un terrible puntapié en la mandíbula del joven.
Este abrió los brazos y cayó hacia atrás. Kendall lanzó un grito
de triunfo mientras se disponía a recuperar el «Colt».
Lane tendió ambas piernas a la vez, haciendo un supremo
esfuerzo. Trabó un tobillo de su enemigo cuando éste avanzaba
hacia el arma.
Nuevamente Kendall cayó y nuevamente trató de levantarse,
pero ahora la ventaja la tuvo Lane. Pudo ponerse en pie antes y
lanzar un cruzado que se llevó por delante una ceja de su enemigo.
Este se tambaleó.
Los dos saltaron hacia el «Colt» y los dos llegaron a sujetarlo en
parte. El duelo febril, ansioso, se decidió a favor de aquel que tenía
los dedos más fuertes.
El cañón fue girando poco a poco, implacablemente, hacia la
frente de Kendall.
Los ojos de éste se desorbitaron.
Gruñía como una fiera acosada.
Y al fin lanzó un chillido de horror. El cañón ya estaba encarado
hacia sus ojos. Se oyó una detonación, aunque él no llegó a
captarla.
La bala le había penetrado entre las dos cejas.
Kendall quedó espantosamente quieto, con los ojos muy a
abiertos, clavados en el vacío.
Lane soltó el arma.
Le dolía todo el cuerpo como si se lo hubieran machacado a
martillazos.
Como un sonámbulo anduvo unos instantes por la llanura,
mirando los cadáveres. Pudo comprobar entonces que los
Justicieros acababan de correr su última aventura.
Todos estaban allí.
Todos presentaban balazos mortales y tenían los ojos
espantosamente abiertos.
Lane susurró:
—No deja de tener gracia. Todo el mundo seguirá pensando que
erais unas personas respetables, casi unos héroes de Texas... ¿Quién
me va a creer si digo la verdad?...
Y miró hacia la colina. Acababa de oír el trote de un caballo que
se acercaba al escenario de la pelea.
Le pareció que era Lorena la que venía hacia allí, jinete en un
corcel negro.
Lane se encogió de hombros mientras murmuraba para sí
mismo:
—A buena hora... Un poco más y llega para mi entierro...
La muchacha hizo un gesto de asombro al ver el panorama que
se extendía ante sus ojos. Detuvo el caballo y farfulló:
—Pero, Lane... ¿Qué es esto?
—Ya ves. Estos amigos han venido a saludarme y hemos
celebrado una fiesta.
—Están todos los Justicieros... Se ve que resultabas demasiado
peligroso para ellos y querían asestarte el golpe final.
—Pues puede que el golpe final no me lo hayan dado, pero
golpes de otra clase me han atizado bastantes. Lo único del cuerpo
que no me duele son las uñas. Si en este momento soplas un poco
fuerte me tumbas.
Ella descendió del caballo.
Hizo un gesto de preocupación mirando a los muertos. Aquel
gesto de preocupación no se había borrado cuando clavó los ojos en
Lane.
—Se ve que estaban dispuestos a todo —musitó—. Habían
alquilado incluso una cuadrilla de asesinos.
—Sí, pero no conocían bien el terreno y han obrado con exceso
de confianza. Esa ha sido mi suerte.
—¿Qué vas a hacer ahora. Lane? ¿Vas a explicar lo que sabes?
—No me creerían.
—¿Entonces dejarás esos muertos ahí? ¿Qué harás? ¿Que la
gente piense que se han matado entre ellos?
—Sí, eso será lo que la gente piense. Que los Justicieros han
tenido un encuentro con unos bandidos y han podido liquidarlos a
todos, aun a costa de perder ellos también la vida. En fin, que han
caído como unos héroes. No deja de tener gracia.
—Pero de un modo u otro han pagado sus culpas, Lane. El
asunto que ha conmovido a todo Texas está resuelto.
—No, no estará resuelto hasta que consigamos el dinero. Eso es
lo más importante que nos queda por hacer y me temo que ahora no
sabremos nunca dónde está. Hasta este momento podía confiar en
que hablara alguno de esos asesinos, pero...
Lorena sonrió.
—Quizás yo te pueda ayudar. Lane.
—¿Tú?...
—Te dije que una mujer podía encontrar más fácilmente la pista
de otra. Pues bien, creo que he dado con el escondite de Evelyn.
—¿Has podido seguirla?
—Al menos tengo un rastro.
—¿Y adónde lleva?
—No te habías equivocado al suponer que la guarida secreta la
tenían en la zona de las minas —dijo Lorena pensativamente—. La
pista que he seguido lleva en efecto, hasta allí. Creo que ése es el
sitio donde ocultaban el dinero para que nadie pudiese dar con él.
El hizo un gesto de decisión mientras señalaba los caballos sin
jinete que ahora merodeaban por la llanura.
—Entonces vamos allá —dijo—. Tú me servirás de guía, pero
cuando lleguemos al sitio donde supones que está Evelyn no te
metas ya en más peligros.
—De acuerdo, Lane, pero me temo que no puedas resistir
mucho. Te vuelve a fallar la pierna y tienes una rozadura en la
cadera.
—Ya pensaré en eso más adelante. Vamos. No se puede perder
un minuto.
Andando como pudo se dirigió a uno de los caballos y montó de
un salto en él. Pensó: «Estoy hecho polvo. Si ahora un par de viejas
solteronas me persiguieran no podría escapar...»
Sólo cuando ya se había alejado a caballo un par de centenares
de yardas recordó que iba desarmado y que no se había acordado
de recoger ninguno de los muchos revólveres que yacían
abandonados en el escenario de la pelea.
«Bueno —pensó encogiéndose de hombros—. Para capturar a
una mujer y meter las manos en un millón de dólares tampoco
necesito disparar demasiados tiros...»
Y siguió galopando tan tranquilo. No quiso pensar que quizá
Evelyn no estaba sola en la vieja zona de las minas.
Y, en efecto, no lo estaba.
***
Lorena señaló la colina de tierra caliza, que estaba perforada por
numerosas galerías, y dijo:
—Es allí.
—¿Cómo has podido seguir el rastro?
—No ha sido tan difícil. Me ha bastado preguntar en todas las
tiendas de la ciudad para saber qué mujer había comprado
últimamente una serie de artículos como si pensara estar largo
tiempo fuera. Yo sé perfectamente todas las cosas que una chica
necesita. Eso me ha llevado a encontrar el rastro de Evelyn, que
estaba oculta de momento en un almacén vacío. Luego ella ha
salido de la ciudad y yo la he podido seguir hasta aquí.
Lane observó el aspecto de desolación que ofrecían aquellas
galerías abandonadas. Todo estaba silencioso y hosco como si
fueran tumbas. Para que no faltara detalle, en el cielo gris plomizo
planeaban unos cuantos buitres.
Lane susurró:
—Me recuerda el día en que enterramos a tu hermano, Lorena.
Y le estrechó la mano suavemente, puesto que sus caballos
estaban juntos. Luego, le hizo una seña para que permaneciese
quieta allí, y él avanzó solo hacia la boca de la mina que Lorena le
había indicado.
Un silencio agorero le envolvía.
Sólo se oía el susurro del viento y el monótono «tac tac» de los
cascos de su caballo.
Lane se apeó a la entrada de la mina. Esta era en realidad una
galería que descendía suavemente hacia las entrañas de la colina.
Todo su interior estaba sumido en la más absoluta oscuridad.
Buen sitio para una trampa.
Pero no podía elegir, de modo que siguió adelante. Al menos
tenía la seguridad de que Lorena guardaba las otras salidas e
impediría cualquier intento de huida.
Casi contuvo la respiración.
El silencio era tan espeso que sobrecogía.
Andaba a tientas sin ver nada. Y de pronto sus dedos rozaron los
perfiles de un hachón sujeto a la pared.
Puesto que el aire olía normalmente y no parecía haber peligro
de explosiones. Lane tomó el hachón y rascó un fósforo para
encenderlo. Una luz rosácea e inquietante se extendió por la galería.
La luz llegó hasta el primer recodo.
Y entonces los ojos desencajados del joven lo vieron.
Entonces comprendió lo que debían haber sentido los seres
despedazados y cuyos restos hubo que reunir sobre una manta.
Entonces entendió lo que significaba aquel cartel del que sólo
había visto la mitad.
Y entonces lanzó —a pesar de sus nervios de acero— un sordo
gemido de muerte.
Lo que Lane tenía ante sus ojos era un enorme gorila, una
inmensa fiera que casi le doblaba en altura y cuyas manos se
tendían ansiosamente hacia él. Eran las mismas manos que habían
matado y despedazado, las que le triturarían los huesos en cuanto
pudieran sujetarle.
Como en una serie de chispazos, los pensamientos llegaron al
cerebro de Lane. El cartel cuya mitad había visto debía presentar a
Evelyn como una gran artista de circo... ¡Como la domadora de la
fiera que ahora tenía delante!
¡La fiera la seguía adonde ella ordenaba! ¡Y podía esconderse
con la misma facilidad que un hombre!
Lane recordó entonces que no llevaba revólver. No podía
defenderse con nada excepto con la antorcha. La tendió hacia la
cara del gorila mientras éste alzaba un rugido que se oyó en la mina
entera.
Pero Lorena, que estaba fuera, no lo oyó. Lane se dio cuenta de
que sólo podría confiar en sus propias fuerzas que apenas eran nada
ante la energía arrolladora de aquel monstruo.
Logró frenarlo un momento con la antorcha, pero eso duró poco.
De pronto los ojos de Lane se desencajaron. Casi no podía creer en
lo que estaba sucediendo.
¡Las enormes manos del gorila sujetaban la llama! ¡Tiraba de la
antorcha para arrancársela de las manos!
Lane pensó otra vez: «Y todo por mil quinientos cochinos dólares
que encima no son míos».
Supo que ya no iba a tener tiempo de pensarlo nunca más.
Sus dedos no podían sostener la antorcha.
Resbaló lentamente entre ellos hasta quedar en las zarpas del
gorila. Este la arrojó al suelo con un gesto de desprecio que casi
parecía humano y clavó sus ojillos en Lane.
Desde el suelo, el hachón encendido seguía iluminando
tétricamente la escena. Las sombras fantasmales se proyectaban en
la pared como las imágenes de una pesadilla.
Lane comprendió que no podía retroceder. La pierna le fallaba.
Lo que le hubiera resultado fácil en otras circunstancias —pues un
hombre, corriendo, es más rápido que un gorila— le resultaba
imposible ahora.
Se apoyó en la pared con todos los músculos en tensión y
rechinando los dientes.
Con toda su fuerza propinó un puntapié en el bajo vientre del
gorila. La reacción de éste fue la misma que hubiera tenido un
hombre. Se encogió, transido de dolor, mientras lanzaba un nuevo
rugido que atravesó las galerías.
Lane no perdió ni un segundo.
Sólo una ventaja tenía: su mayor rapidez de reflejos y su mayor
inteligencia.
Disparó al mentón de la fiera dos terribles ganchos que hubieran
acabado con un hombre, pero que al mastodonte no le produjeron
más efecto que las picaduras de un mosquito. Lanzó un gruñido y,
con los ojos inyectados en sangre, se abalanzó de nuevo hacia Lane.
Este pudo esquivarle haciendo una finta rápida que hasta su
columna vertebral crujió. La cara del gorila se estrelló contra la
pared y pareció quedar empotrado en ella.
También un hombre se hubiera derrumbado con la frente
partida en dos, pero la fiera ni lo notó. Sólo sus ojos se enturbiaron
un poco.
Lane decidió atacar. Hay una cosa que las fieras no perdonan: el
miedo. Si era él quien atacaba, quizá lograría desconcertar a su
gigantesco enemigo, aunque no por eso confiaba en cambiar el
resultado de la lucha.
Lanzó otro puntapié al bajo vientre. Y un nuevo gancho a la
mandíbula cuando el gorila se inclinaba maquinalmente.
¡CHASK!
El golpe había sido tan terrible que hasta el puño de Lane se
acababa de partir. Pero el gorila tampoco vaciló, a pesar de que sus
ojos se enturbiaron un poco más.
Volvió a la carga.
Lane pensó angustiosamente: «¡Si me atrapa estoy perdido! ¡Mi
única esperanza consiste en que no me abrace!»...
Giró sobre sí mismo.
Ya ni siquiera sentía dolor en la pierna. El dolor que le ahogaba
—tan intenso estaba resultando— era el de su mano derecha
completamente rota.
El gorila se estrelló de nuevo contra la pared. En efecto, la
movilidad de Lane, que en ningún momento se había acobardado, le
estaba desconcertando.
Ahora sí que el monstruo vaciló después del terrible trompazo.
Aquella especie de estado sonambúlico duraría unos segundos, y
Lane lo sabía, por lo que decidió aprovecharlo. Dio con todas sus
fuerzas un empujón al gorila para derribarlo.
Tal vez así él tendría tiempo para huir. Era su única esperanza.
Pero las cosas cambiaron en cinco segundos tan sólo. El gorila
cayó al lado de la antorcha que quemaba en el suelo. Las llamas
prendieron en su pelaje.
Lanzó un chillido terrible, escalofriante, que incluso hizo
despedir pequeños fragmentos del techo de la galería.
Desde el fondo oyó entonces Lane la voz de Evelyn. Una voz
ronca, ansiosa, que ordenaba:
—¡Abrázale, «Satán»! ¡Abrázale!
Lane sintió en los huesos el frío de la muerte, a pesar de que el
fin de sus días amenazaba con ser bastante «cálido».
Si el gorila se pegaba a él, los dos morirían abrasados vivos.
Vio los ojos sanguinolientos que giraban. La escena era
alucinante ahora. Todo el pelaje de la bestia ardía como una
antorcha.
Avanzó hacia él.
Lane comprendió que no podría retroceder con la suficiente
rapidez. Tuvo como un espasmo. Se convulsionó y arrojó tierra a los
ojos del monstruo.
Este giró sobre sí mismo.
Las llamas ya llegaban hasta su cara.
Frenéticamente, furiosamente, con una rabia que estaba más allá
de este mundo, empezó a lanzarse contra las viejas paredes con la
intención de apagar las llamas que le envolvían. Pero sus golpes
eran tan fuertes, tan brutales, que los andamiajes medio podridos
cedieron. Un par de vigas se hundieron entre una nube de polvo. Se
oyó un sonido subterráneo, brutal, profundo, alucinante, que
parecía el preludio de un terremoto.
Lane comprendió lo que iba a suceder. Retrocedió arrastrando la
pierna. Vio que ante sus ojos las galerías se hundían, se convertían
en polvo, se desintegraban, se deshacían... El propio gorila quedó
aplastado por el derrumbamiento. Lanzó un chillido ululante que
llevó hasta aquel rincón de Texas los últimos ecos de la selva.
Pero Lane oyó algo más alucinante aún. Oyó el último, el
desesperado, el inútil grito de Evelyn:
—¡NOOOOOO!...
El estrépito del derrumbamiento lo ahogó todo.
El propio Lane, que había corrido a toda la velocidad posible,
quedó con medio cuerpo atrapado en el interior. De no ser por la
ayuda de Lorena, que acudió a toda prisa a rescatarle, no hubiera
podido salir nunca de allí.
Cuando pudo librarse del polvo y recuperarse un poco. Lane
contó en pocas palabras lo sucedido. Muy pocas palabras, desde
luego, porque tenía la boca pegada al paladar y apenas podía
moverla.
Lorena le escuchaba en silencio, mientras daba de beber a Lane
un poco de licor. Cuando los dos estuvieron algo más tranquilos,
musitó:
—De modo que Evelyn ha quedado enterrada ahí dentro...
—Sí. Y sólo una suerte ha tenido: su muerte ha tenido que ser
forzosamente muy rápida.
—Pero el dinero que guardaban los Justicieros también ha
debido quedar enterrado...
—¿Por qué las mujeres siempre pensáis en el dinero? —
murmuró Lane, mientras se echaba un chorro de whisky sobre su
tullida mano derecha.
—Porque algo tendrás que hacer para sacarlo de ahí, ¿no?
—No te preocupes. Cuando diga dónde está, los banqueros que
lo perdieron cambiarán la colina de sitio si hace falta. Me apuesto
doble contra sencillo a que lo sacan antes de un mes.
Y añadió:
—Buen provecho les haga.
—¿Tú no vas a quedarte nada? —musitó Lorena mientras se
acercaba mimosamente a él.
Lane susurró:
—Pues... No sé... Tal vez me den algo...
—Tienen que darte al menos mil ochocientos dólares.
—¿Por qué?
—Porque me los debes.
Lane sintió que se derrumbaba.
Musitó:
—Mil ochocientos dólares... Tienes razón. Maldita sea, por ese
dinero ha empezado todo. Pero yo creí que al menos ibas a
perdonármelos...
Y al mirar con más atención a Lorena se dio cuenta de que ella
no le perdonaría nada.
Ni el beso con el que la muy condenada pensaba atacarle de un
momento a otro.
Lane pidió:
—¡Socorro! ¡Me voy a ir a la asociación de inválidos! ¡Tengo
hechos polvo la pierna izquierda y la mano derecha!
Pero ella bisbeó roncamente:
—Mucho cuento, macho.
Y se lanzó al ataque. Poco después Lane ya no se acordaba, el
pobre, ni que debía mil ochocientos dólares.
FIN