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El Resplandor Del Hacha - Silver Kane

Casi en seguida, unos pasos se alejaron rápidamente de allí. Alguien corría con agilidad. La niebla, la fina lluvia, la soledad se llevaron aquel sonido. Todo quedó tranquilo. En la calma augusta de Hyde Park, nadie veía aquel cadáver con la cabeza separada del tronco. Nadie veía la sangre. Nadie había oído los pasos ágiles que se alejaban con rapidez. Hasta que, de pronto, se oyeron unos pasos muy distintos. Debes Iniciar sesión para escribir un comentario.

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El Resplandor Del Hacha - Silver Kane

Casi en seguida, unos pasos se alejaron rápidamente de allí. Alguien corría con agilidad. La niebla, la fina lluvia, la soledad se llevaron aquel sonido. Todo quedó tranquilo. En la calma augusta de Hyde Park, nadie veía aquel cadáver con la cabeza separada del tronco. Nadie veía la sangre. Nadie había oído los pasos ágiles que se alejaban con rapidez. Hasta que, de pronto, se oyeron unos pasos muy distintos. Debes Iniciar sesión para escribir un comentario.

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Casi en seguida, unos pasos se alejaron rápidamente de allí.

Alguien
corría con agilidad. La niebla, la fina lluvia, la soledad se llevaron
aquel sonido.
Todo quedó tranquilo.
En la calma augusta de Hyde Park, nadie veía aquel cadáver con la
cabeza separada del tronco. Nadie veía la sangre. Nadie había oído
los pasos ágiles que se alejaban con rapidez.
Hasta que, de pronto, se oyeron unos pasos muy distintos.
Silver Kane

El resplandor del hacha


Bolsilibros: Selección Terror - 58

ePub r1.0
Titivillus 11.03.15
Título original: El resplandor del hacha
Silver Kane, 1974
Diseño de cubierta: Salvador Fabá

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
CAPÍTULO PRIMERO
El hombre atravesaba Hyde Park en dirección a Notting Hill Gate
con el paso apresurado del que siente cierta prisa por llegar. No eran
todavía las diez, pero todo aquello estaba ya absolutamente solitario.
Hasta dos horas antes, mucha gente que se dirigía al barrio de
Kensington había pasado por allí, pero ahora no pasaba nadie. Hyde
Park tenía ese aspecto que ofrecen muchos lugares de Londres
cuando cierra la noche: el aspecto de lugares absolutamente
desiertos, absolutamente muertos; como avenidas de un cementerio
situado en el otro extremo del mundo.
El hombre se llamaba Temple y era médico. Había acudido a una
visita domiciliaria de urgencia con su coche, pero un pinchazo en una
rueda delantera le había obligado a detenerse cuando estaba frente
a Hyde Park. Había pensado, entonces, que le resultaría mejor llegar
a una cercana estación de servicio que cambiar él mismo la rueda,
perdiendo más tiempo y dejándose hecho polvo el traje. De modo
que había dejado su automóvil allí, haciendo a pie el resto del camino
y atravesando Hyde Park para ganar tiempo. Ahora regresaba.
Estaba intranquilo y no sabía por qué.
Claro que era una tontería tener aquel sentimiento.
Londres no es una ciudad donde se produzcan demasiados
asaltos por la noche. Hay alguna calle peligrosa, claro, pero son muy
pocas. Y últimamente no se había dado ningún caso de que a alguien
le robaran, en una alameda solitaria de Hyde Park.
Sin embargo, tenía la sensación de que alguien le seguía.
Le parecía oír pasos; le parecía ver furtivas sombras…
Temple, como casi todos los médicos, tenía los nervios bien
equilibrados para cuanto se relacionara con la muerte. No le
impresionaban los cadáveres. Sin embargo, últimamente se había
equivocado en un par de diagnósticos y había sido causa directa de
la muerte de un paciente, un viejo mulato que parecía vivir de renta y
que luego resultó ser un hechicero del rito vudú. Ya se sabe que en
Londres hay gentes de todas las razas y todas las religiones, y ya se
sabe, también, que los sacerdotes del vudú tienen la pretensión de
que resucitan pasado un tiempo. Pues bien, el viejo le había dicho a
Temple, le había dicho en su cara antes de morir, que volvería para
vengarse.
El médico veía a través de los árboles las luces de Notting Hill.
Suspiró más tranquilo. La noche era desapacible, fría, y no causaba
ninguna ilusión pasear por uno de los parques más solitarios del
mundo.
Meneó la cabeza.
¿Por qué llevaba varios días pensando en el viejo hechicero que
le había jurado que volvería para vengarse?
Al infierno con él.
Nadie regresaba del otro mundo.
Y sin embargo, no podía evitar la aprensión de que alguien le
estaba siguiendo. Cuando las ráfagas de viento cambiaban de
dirección, había llegado a oír perfectamente los pasos.
Notó que empezaba a lloviznar.
¡Lo que faltaba para tener una noche completa!
Borrando de su mente los siniestros pensamientos que la
embargaban, se imaginó a sí mismo llegando a su confortable casa
de Baker Street, cerca del lugar donde imaginariamente vivió el
mismísimo Sherlock Holmes. Las casas tenían un aspecto severo,
pero al mismo tiempo acogedor, confortable y digno. Temple se
imaginó a sí mismo preparándose una taza de té caliente y bien
cargado, y sorbiéndolo poco a poco mientras se concedía unos
minutos de descanso para contemplar el agua de la lluvia resbalar
por los cristales. Sí; aquélla era la vida reposada, tranquila, que a él
le gustaba llevar. Aquél era el Londres que él amaba.
Pero no lo amaba tanto cuando tenía que aguantar una
inesperada lluvia a un lado de Hyde Park, ¡qué diablos!
Fue a tomar la última recta que llevaba a la salida cuando, de
pronto, se detuvo. Ahora estaba seguro de haber oído pasos, otra
vez. Ahora estaba completamente convencido de que alguien le
acechaba.
De una forma mecánica llevó la derecha al maletín y lo abrió.
Allí, siempre tenía un bisturí bien afilado.
Si alguien quería darle una sorpresa en aquel lugar solitario, la
sorpresa iba a llevársela el otro.
¿Pero por qué pensó de nuevo en el muerto que le había
prometido volver? ¿Por qué recordó el rito vudú, en el cual no había
creído nunca?
Los pasos se acercaban.
Le pareció ver una sombra a través de la niebla y de las finas
gotas de lluvia.
Pero era una sombra…, ¿cómo explicarlo…? No era una sombra
normal.
Temple gruñó:
—¿Quién está ahí? ¿Qué quiere?
Nadie le contestó.
Los pasos se deslizaron hacia su derecha y luego se alejaron,
como si todo hubiera sido una pesadilla.
Temple se sintió ridículo.
¿Qué hacía allí, parado en medio del parque, como un niño que
tiene miedo?
Echó a andar de nuevo hacia la zona iluminada, pero, de pronto,
notó que unas gotitas de sudor helado aparecían en su frente.
Estaba seguro… Los pasos se habían oído otra vez, ahora hacia la
izquierda.
Le estaban rodeando…
Mientras trataba de empuñar el bisturí, gruñó de nuevo:
—¿Quién está ahí?
Le pareció oír una risita.
Una risita queda, lenta, amarga…
Y entonces lo vio.
Vio los ojos brillantes.
Vio la boca plegada en una mueca…
Vio el hacha.
Tuvo apenas tiempo de lanzar un grito. Se llevó
desesperadamente las manos a la cara, pero ya fue inútil.
Prácticamente, le partió la cabeza en dos.
La sangre se mezcló a la lluvia, sobre la hierba fresca de Hyde
Park. Los dedos de Temple la arañaron con un último estertor. Luego
el hacha volvió a caer, separándole materialmente la cabeza del
tronco.
Casi en seguida, unos pasos se alejaron rápidamente de allí.
Alguien corría con agilidad. La niebla, la fina lluvia, la soledad se
llevaron aquel sonido.
Todo quedó tranquilo.
En la calma augusta de Hyde Park, nadie veía aquel cadáver con
la cabeza separada del tronco. Nadie veía la sangre. Nadie había
oído los pasos ágiles que se alejaban con rapidez.
Hasta que, de pronto, se oyeron unos pasos muy distintos.
Se acercaban al muerto.
Pero eran vacilantes.
Dudosos.
Los pasos de alguien que utilizaba un bastón para andar.
Hasta que aquellos pasos se detuvieron bajo la fina lluvia. Una
lejana luz iluminó el bastón. Iluminó las preciosas piernas de la chica.
Iluminó al muerto.
Y los ojos aterrados de la muchacha.
Y su boca que chillaba…
Dos largos, casi ululantes gritos de horror, rompieron la
tranquilidad, la casi hogareña calma de la noche.
CAPÍTULO II
La casa estaba situada en el barrio parisino de Passy, y tenía un
pequeño jardín en la parte delantera y un gran jardín en la posterior.
Le Monde y Le Figaro habían estado anunciándola durante tres días:

Señorial casa de las que ya no se encuentran en París. Mil metros


cuadrados de jardines. Dos pisos, ocho habitaciones, tres baños. Disfrute
de la soledad y el aire puro, teniendo a su alcance todas las comodidades
de la capital. Se alquila por años. Precio y condiciones a convenir.

Eso de «precio a convenir», había asustado a la gente.


Mal asunto cuando en el anuncio de un alquiler no se indica la
suma a que asciende.
Eso quiere decir, generalmente, una cosa: «Pobretones
abstenerse».
Y ningún pobretón había acudido allí.
En cambio, habían acudido:
Primero:
Una millonaria americana, a la que la casa le pareció demasiado
sombría y demasiado grande.
Segundo:
Dos amiguitos cogidos de la mano, y a los que el administrador
no quiso alquilársela.
Tercero:
Dos amiguitas cogidas de la mano, y a las que el administrador
no quiso alquilársela.
Cuarto:
Un amiguito y una amiguita cogidos de la mano, y a los que el
administrador sí se la quiso alquilar. Pero en eso llegó la esposa del
amiguito, y éste y la amiguita fueron a parar al hospital más cercano:
Total: de negocio nada.
Quinto:
Un pintor de fama, al que le gustó todo —precio incluido— menos
el hecho de que las habitaciones tuvieran poca luz. Total, no se la
quedó.
El administrador ya empezaba a desesperar de que aquello
resultara.
Y estaba pensando en reanudar los anuncios en Le Fígaro y Le
Monde —además de hacerlo en algunos otros periódicos más
populares—, cuando se detuvo aquel coche ante la verja.
El administrador, rápidamente, lo calibró.
No resultaba tan difícil, tratándose de un Rolls.
Matrícula inglesa.
Buenas rentas, buenos impuestos, buen todo.
Buenas piernas.
Eso lo pensó, al abrirse la portezuela y bajar la chica.
Sí, señor. ¡Qué piernas!
¡Y qué princesita!
Pero el administrador parpadeó, al darse cuenta de que ella
necesitaba de un bastón para caminar. No lo notó, hasta que la
muchacha hubo bajado del todo del coche. Se dio cuenta, también,
de que llevaba una falda muy cortita, unas medias muy finas y un
vestido oscuro con el cuello blanco como el de una colegiala. Se dio
cuenta, también, de que la chica tenía, en todo, aspecto de colegiala
suculenta, aunque ya debía rondar los veinte años.
Con ella descendió un hombre, dejando el Rolls estacionado en el
vado particular de la casa.
El hombre debía tener unos treinta años.
Su aspecto era entre enérgico y señorial, entre deportivo y
mundano.
En suma, esa mezcla de cualidades que no posee todo el mundo,
sino sólo un verdadero gentleman.
El administrador les saludó, y les abrió la cancela, al ver que se
dirigían a la casa.
—Buenos días, señores. ¿En qué puedo servirles?
El hombre mostró un ejemplar doblado de Le Monde.
—Leímos ayer su anuncio —musitó, en perfecto francés, aunque
con un leve acento británico.
—Sí, señor. Lo hemos puesto durante tres días.
—¿Está ya alquilada la casa?
—Tengo muchos compromisos —dijo el administrador, mintiendo
como un bellaco, claro—. La casa es una joya, hay que reconocerlo,
y esto ha sido un continuo desfile de personas que se interesaban
por ella. Pero, precio por precio, el dueño me ha pedido que valore la
calidad de los inquilinos. Entiéndalo. Ésta no es una casa para que
viva cualquiera, aunque ese cualquiera pague.
Y miró significativamente al Rolls mientras trataba de
convencerse de que no era de los de alquiler sin chófer.
Pero el reloj del hombre acabó de convencerlo.
Era un Rolex de oro macizo. El de ella era un Patek Philipe, de
brillantes y platino.
Un par de bagatelas, sí, señor.
—¿Quieren ver la casa?
—Con mucho gusto —dijo la muchacha, sonriendo—. Pero no
quiero causarle molestias innecesarias. Primero, quisiera saber el
precio.
—Oh, eso no tiene importancia —dijo el administrador—. Primero
vean la casa y, si les gusta, hablaremos del precio.
—No, no… Ése es un detalle fundamental —murmuró la
muchacha—. No quiero darle ningún trabajo, si el precio no me
interesa.
—Bueno, pues… En fin, el asunto se puede tratar. El acuerdo es
pagar un año anticipado, pero también se puede fraccionar en tres,
cuatro partes… ¡Ejem! El precio son cuarenta mil francos. Mobiliario
completo incluido, por supuesto. Un mobiliario de primera clase.
—El precio me interesa —dijo, rápidamente, el hombre—. Es
alto, pero hay que reconocer que ya no se encuentran casas
tranquilas y amplias en París. Veámosla, si no le importa.
—Con…, con mucho gusto. ¡Claro que sí! ¡Con mucho gusto,
caramba!
Les enseñó la casa.
No cabía duda de que ésta era señorial.
Una verdadera joya, construida por un burgués del siglo XIX,
cuando casi no había impuestos y cuando el servicio era barato. El
mobiliario era casi todo estilo Imperio. Sin embargo, no faltaban
detalles ultramodernos, como un gran aparato de televisión, una
lavadora automática, triturador de basuras y cuartos de baño con
cerámica italiana.
También había un gran piano de cola.
Fue eso lo que pareció decidir a la muchacha.
Un soberbio piano de cola de Chassaigne Frères, perfectamente
afinado.
También había otras cosas.
Cosas inquietantes, según como se las mirase.
O inexplicables.
Por ejemplo, una gran colección de pelucas, puestas sobre sus
soportes de mimbre, como en el escaparate de una peluquería de
señoras. Pero aquí causaban un efecto casi siniestro, igual que
cabelleras que hubieran sido arrancadas por la fuerza, a personas
vivas.
Había también una espantosa colección de cabezas reducidas de
tamaño, como las que a veces se han encontrado en Nueva Guinea.
Pero éstas no correspondían a indígenas, sino a hombres y mujeres
blancos.
Por fin, había también, en la buhardilla, una auténtica guillotina,
aunque sin cuchilla. Es decir, una guillotina inofensiva, si bien de un
considerable valor histórico.
El administrador sabía que todos aquellos objetos eran elementos
negativos, de primera clase.
A nadie le gustaban.
¡Estúpida manía la del dueño, de querer conservarlo todo tal y
como estaba!
—Habrán observado que todos los objetos se conservan en su
lugar de origen —murmuró—. Los primitivos dueños, los padres del
actual propietario, eran unos riquísimos coleccionistas, que habían
viajado por todo el mundo. Pero si se quedan la casa y todo esto no
les gusta, lo haré retirar. También pueden cambiar el ambiente de las
habitaciones si lo desean, y me llevaré los muebles sobrantes, sin
cargo alguno para ustedes.
La muchacha miraba al piano.
Bisbiseó:
—Reconozco que algunas cosas son muy extrañas, pero a
diferencia de otras personas, a mí eso no me disgusta.
—Hum… Resulta usted una…, una mujer sorprendente.
—Mi prometida, la señorita Ingrid, tiene una profesión que no es
del todo normal —dijo sonriendo el hombre.
—Ah, pero ¿trabaja?
—Sí. Es escritora de novelas policíacas.
El administrador parpadeó.
Y lo primero que pensó, fue:
«Miseria. Seguro que el coche no ha salido de las novelas.
Ejem… Habrá que ir con cuidado».
—Naturalmente, no sólo vive de eso —dijo el hombre—, aunque
podría hacerlo, porque sus novelas tienen mucho éxito en nuestro
país de origen: Inglaterra. Pero, al mismo tiempo, posee la cuantiosa
fortuna de los Newcombe. Por mi parte, y aunque me esté mal
decirlo, tampoco me muero de hambre. Soy Robin Stafford, el
heredero de los Stafford. Mi profesión es la de ingeniero naval, pero
actualmente diseño yates de recreo para los millonarios.
El administrador quedó convencido plenamente.
Y hasta casi se conmovió ante tanta riqueza junta y al alcance de
su mano.
—¿Puedo confiar en que les interese la casa? —murmuró.
Robin hizo un gesto dubitativo.
—El precio es conveniente, pero…
—¿Pero qué, señor?
—La señorita Ingrid tuvo un accidente de automóvil hace tiempo,
y aún está convaleciente. He observado que todos los dormitorios
están arriba, lo cual significa subir y bajar muchas escaleras.
—Podríamos instalar un dormitorio abajo, señor. Yo mismo
cuidaría de la ambientación y traslado.
—También hay que reconocer que el ambiente es…, es un poco
sombrío.
—Todos estos objetos que ustedes han visto, pueden ser
retirados fácilmente.
—No, no me refiero a eso, sólo. Quizá sea la luz… No sé, es algo
que no acierto a explicar. O el jardín posterior… Está algo
descuidado. Hay momentos en que produce la sensación de ser una
selva.
—Creí que era ésa una de las virtudes de la casa, señor. La
sensación de libertad que da su jardín, viviendo en pleno París. De
todos modos, los árboles pueden podarse y las hierbas ser quitadas.
Todo cambiaría en un par de días de trabajo.
Ingrid no había hablado.
Seguía mirando el piano.
—¿Quién tocaba en él? —murmuró.
—La antigua dueña, la madre del actual propietario. Aún recuerdo
las piezas que solía tocar. Y me parece ver sus manos sobre el
teclado. El Concierto de Varsovia era una de sus melodías favoritas.
Y rozó las partituras que había sobre el piano. Casi todas ellas,
arreglo de El Concierto de Varsovia. También había un par de
partituras originales de cómo el concierto se concibió.
—Pocas veces tocaba otra cosa —dijo.
Y al levantar las partituras, éstas produjeron sobre el piano una
leve nubecilla de polvo.
Fue en aquel momento cuando lo oyeron.
Fue en aquel momento cuando captaron el sonido que parecía
llegar de todas partes, de las ventanas, de las paredes, de las
entrañas de la casa. Era un sonido lento, suave. Un sonido casi
amargo. Un sonido que parecía resucitar después de haber muerto,
como si la música también muriese.
Porque aquello era música.
Lejana, difusa.
Inexplicable.
Robin palideció.
Musitó:
—¿Qué es eso?
—Pues…, pues… —el administrador había palidecido,
mortalmente, también—. Quizá alguien pasa cerca llevando un
transistor a todo volumen, señor.
—Eso no es un transistor. Es un equipo de alta fidelidad. Y no
suena en un lado, sino en todos los lados de la casa. Dígame, ¿hay
en ella algún equipo de Hi-Fi?
—Pues…, pues justamente no, señor. Nunca lo ha habido.
Y quedó alelado, mirando, como atónito, todos los rincones de la
casa, oyendo aquella música que unas veces se iba, otras avanzaba,
pero que lo llenaba todo como una obsesión.
Robin bisbiseó:
—Es El Concierto de Varsovia… Vámonos. Vámonos de aquí,
Ingrid.
Pero Ingrid movió la cabeza negativamente, con los ojos
cerrados, como si quisiera captar mejor cada inflexión de aquella
música.
—Al contrario —musitó—. Es ahora cuando me interesa, de
verdad, la casa.
CAPÍTULO III
Dos semanas antes, hacia las once de la noche, en la comisaría
de South Kensington se había presentado una muchacha que
necesitaba un bastón para caminar y que llevaba el terror impreso en
sus ojos. En aquella noche confortable, cuando uno estaba sentado
dentro del hogar, en aquella hora tranquila para los policías de un
barrio distinguido donde nunca pasaba nada, la irrupción de aquella
chica fue una sorpresa que tardarían en olvidar. Sobre todo, por la
absoluta sensación de terror, de desconcierto, que había en aquellos
ojos.
La muchacha apenas fue capaz de pronunciar su nombre:
«Ingrid». Y de presentar su documentación.
Pero no hizo falta consultarla, porque dos de los agentes la
conocían. Habían leído sus novelas de misterio. Pese a su juventud y
pese a tener sólo tres novelas publicadas, aquella autora era de las
que más empezaban a leerse en toda Gran Bretaña.
Uno de aquellos agentes había susurrado:
—Señorita Loreley…, ¿qué pasa?
Ingrid Loreley había tardado en reaccionar.
Una cosa es un crimen descrito en el papel. Otra cosa es un
crimen descubierto realmente y, en especial, de la forma dramática
en que lo había descubierto ella.
Con gestos lentos, fatigados, la muchacha señaló un punto del
inmenso mapa de la zona que ocupaba toda la pared de la
habitación.
—Aquí —dijo.
—Aquí, ¿qué?
—Lo encontrarán todavía… Nadie más ha pasado por allí, estoy
segura. Tiene la cabeza separada del tronco.
—¿Pero…, pero quién?
—¿Y cómo voy a saberlo? —Ingrid Loreley se había derrumbado
en una silla—. No le había visto nunca. Además no he podido mirarle
bien… Pero debe ser un médico, a juzgar por su maletín… ¡Tienen
que sacarle de allí! ¡Por Dios! ¡Por Dios, vayan en seguida…!
Sí. De esa manera, dos semanas antes de la llegada de Ingrid
Loreley a París había sido descubierto el primer crimen. Nadie sabía
entonces que seguirían otros. Nadie sospechaba entonces que la
muerte del doctor Temple, tan inexplicable en apariencia, era
solamente el principio de una dramática cadena.
Los expertos descubrieron dos clases de huellas, marcadas en la
tierra blanda: por un lado, las de Ingrid Loreley, lo cual era lo más
natural del mundo. Por otro, las de unos zapatos planos que hubieran
podido ser de hombre, pero que por el poco peso que revelaban
podían pertenecer también a una mujer.
Claro que ésa era una simple deducción que los hechos podían
rebatir en cualquier momento. Pero Scotland Yard tomó en
consideración la posibilidad de que la asesina fuese una mujer.
¿O podía ser un hombre de poco peso?
Nadie se preocupó de averiguar, porque no parecía existir
ninguna relación entre una cosa y otra, el peso del viejo hechicero a
quien Temple mató poco antes a causa de un diagnóstico
equivocado. Nadie supo que aquel hombre había pesado apenas
cincuenta kilos cuando estaba vivo. ¿Qué podía pesar después de
muerto?
También fue hallada el hacha, no lejos del cadáver. El hallazgo del
hacha, por descontado, también resultaba elemental, pues nadie
puede salir de Hyde Park llevando una pieza de acero que chorrea
sangre, aunque las calles de Londres estuvieran muy poco
transitadas a aquella hora y en aquella zona. Lo que no hallaron, en
cambio, fue el palo del hacha, pero eso también resultaba elemental.
El hallazgo de la pieza superior, es decir de la pieza de acero que
mata, no comprometía al asesino. Hay miles de piezas iguales. En
cambio, al mango sí que podía comprometerle, puesto que quizá en
él había huellas. Por lo tanto la policía dedujo que lo había escondido
en un sitio mucho más seguro. Quizá lo había enterrado y no
aparecería jamás.
Todo aquello era normal, dentro de lo espantoso del crimen. No
había motivo para que la policía se extrañase ante ningún detalle.
Ingrid Loreley fue interrogada, pero todo aquello le había causado
una tan terrible depresión, que los agentes no pudieron insistir
demasiado. Ingrid, por otra parte, era una muchacha que tenía el
sistema nervioso deshecho, y no le faltaban motivos para ello. Su
padre, dueño de una gran fortuna, había muerto en accidente poco
tiempo antes. De su madre nadie sabía nada.
Podía decirse que Ingrid tenía dinero, juventud y belleza, pero le
faltaba todo lo demás. El dinero, la juventud y la belleza no lo son
todo en esta vida cuando falta la salud, pues aquella preciosa
muchacha necesitaba andar apoyada en un bastón; cuando falta la
alegría porque no se cree en nada; cuando falta un hogar y un sitio
donde uno pueda encontrar una sonrisa sin tener que pagarla.
Poco más tarde, la muchacha, puesto que ya no necesitaban
interrogarla más, había salido hacia París. Y había terminado
alquilando una casa solitaria en el barrio de Passy.
Los policías de Londres ignoraban eso.
Pero caso de saberlo, conociendo el desastroso estado de los
nervios de la chica, hubieran exclamado, sin duda: «Mal asunto…».
Y, al parecer, no les faltaba razón.
CAPÍTULO IV
Robin detuvo el coche suavemente ante el vado y cortó el
contacto. Una penumbra grata, pero tal vez un poco siniestra, se hizo
en torno a los dos. La cancela blanca, recién pintada, destacaba
entre las sombras, quietamente. Al fondo, detrás de los árboles, la
casa no era más que una gran mancha gris.
El hombre encendió un cigarrillo, tras haber ofrecido otro a Ingrid,
que lo rehusó.
—Has hecho una verdadera tontería, querida —bisbiseó—. Creo
que empezó a ser una verdadera tontería tu traslado a París.
—Londres me entristecía mucho en esta época del año, Robin.
Además, ¿qué puedo explicarte que tú no sepas? El accidente, la
muerte de mi padre, quedando yo sola… Malos recuerdos por todas
partes. No había escrito ni una sola línea, en seis meses. Por eso
decidí cambiar de aires y venir a París. Aquí se me borrará de la
cabeza todo aquello.
—Y yo te acompañaré, Ingrid. He buscado un trabajo en los
astilleros de Cherburgo, lo que me permitirá vivir en París casi
continuamente. El dinero no es obstáculo, ni para ti ni para mí. Pero
lo que me inquieta es…, es esta casa.
Avivó un poco la brasita del cigarrillo, haciendo que de entre las
sombras emergiera su rostro.
—Vimos unos áticos estupendos —dijo—. Y hasta apartamentos
con mucho carácter, en pleno Barrio Latino. ¿Por qué aquí? ¿Por
qué alquilar precisamente esto?
—Yo siempre he vivido en casas solariegas, con muchas
habitaciones, Robin. Me ahogaría en esos apartamentos en que
hasta los movimientos de los inquilinos están calculados.
Paseó su mirada a través del parabrisas, por los grandes
bloques, por las casas-colmena que empezaban a levantarse al otro
lado del paseo.
—Pronto ya no quedarán casas como ésta —dijo—. Todo el
mundo vivirá en nichos numerados. Hemos alquilado una especie de
reliquia que me gusta, Robin.
—Di mejor he alquilado. No hemos. Yo viviré parte de la semana
en Cherburgo, diseñando yates de recreo y el resto en París. Pero
estaré hospedado en el hotel Crillón aunque sólo sea por el qué
dirán. No quiero que nos alojemos en la misma casa, Ingrid.
—Tú siempre tan británico.
—¿Y tú no?
Ingrid sonrió, mientras aceptaba, al fin, un cigarrillo y usaba el
encendedor eléctrico.
—Yo también soy muy británica Robin, lo confieso —murmuró—.
Me gusta, por decirlo así, vivir en un medio rodeado de un clima
respetable. Pero no hace falta que exageremos, caramba. Si
quisiéramos acostarnos juntos, igualmente encontraríamos el modo.
Por el hecho de que vivamos bajo el mismo techo algún día, no va a
pasar nada.
—Cierto —musitó Robin—, no va a pasar nada. Por eso mismo,
¿para qué dar motivo a murmuraciones?
—No te falta razón, en parte.
—Claro que no me falta. Pero no es de eso de lo que quería
hablarte, Ingrid. Todo el rato, mientras estábamos en la Ópera, he
estado pensando lo mismo. No te alojes sola, ahí. Deberías esperar
a contratar una sirvienta o un ama de llaves.
—Una mujer vendrá todas las mañanas a hacer la limpieza y
prepararme la comida.
—Sí, pero ¿y las noches?
—¿Es que tienes miedo, Robin?
Él se estremeció.
Por sus ojos pasó como una especie de neblina.
—No me gusta la casa, Ingrid. Ni…, ni la música.
—También yo he estado pensando en eso, Robin. Y tiene una
explicación.
—Yo no encuentro ninguna.
—La música debía proceder de alguna casa vecina.
—¿Por qué dices eso? El jardín nos aísla completamente.
Además, la música llegaba de todas partes: de la derecha, de la
izquierda, del suelo… Lo llenaba todo. Y era…, y era El Concierto de
Varsovia.
Los dedos de Ingrid, que descansaban sobre el tablier, temblaron
un momento.
—¿Qué piensas, Robin?
—Nada especial… Mejor dicho, no me atrevo a pensar en nada.
—Hay cosas que parecen no tener explicación, y luego resulta
que tienen una explicación sencilla.
—Como en las novelas, ¿no?
—No lo digas en ese tono. Las cosas de las novelas, pasan en la
vida. Y a veces pasan, en la vida, cosas que en las novelas nadie se
atreve a poner, porque los lectores no lo creerían. Pero la música ha
sido como un desafío para mí. No sé si lo entiendes. Sin embargo,
desde el momento en que la he oído, he pensado: «Eso ha de tener
alguna explicación. Yo he de encontrarla».
—¿Y estás dispuesta a hacerlo?
—Sí.
—¿No tienes miedo, Ingrid?
Ella lanzó una carcajada alegre, llena de ecos argentinos.
—¿Miedo? ¿Por qué? Me he hartado de escribir novelas en que
puertas misteriosas se abren sin sentido; en que personajes que ya
llevaban muertos veinte años, vuelven a pasearse por los pasillos o a
sentarse en las mesas; he escrito novelas de hombres que hablan a
las mujeres desde la oscuridad. ¿Y quieres que tenga miedo? No, no
me importa. Estaré ahí todo el tiempo que haga falta, empezando
por esta noche.
—Ingrid…, no lo hagas.
—¿Pretendes que me vaya contigo al hotel Crillón?
—Sí, hazlo. Y espera a tener una mujer contratada día y noche.
Sólo entonces podrás estar tranquila en esta casa.
Ingrid lanzó una carcajada.
—¡Qué situación! ¿Te imaginas a la dueña, a la que murió?
—Sí. ¿Y qué?
—¿Te imaginas que viniera a contratarse como ama de llaves, yo
la aceptara y nos quedáramos solas?
Robin apretó los puños.
—¡Eres imposible, Ingrid! ¡Imposible! ¡A veces me pregunto qué
cuerno he visto en ti! ¡Resultará imposible vivir con una novelista que
tenga esa imaginación! ¡Imposible…!
Ingrid rió otra vez.
—No te pongas así, Robin. Es para demostrarte que no tengo
miedo.
—Te telefonearé a medianoche.
—Bueno, como quieras. No me cuesta volverme a dormir. Aunque
me despiertes, es igual.
Y fue a salir del coche.
Al abrir la puerta, las luces interiores del vehículo se encendieron.
Y mostraron las piernas de Ingrid.
Sus medias oscuras.
El nacimiento de sus muslos, tersos y blancos.
Robin tenía la boca seca.
Musitó:
—¡Ingrid…!
Y la atrajo hacia sí con fuerza, casi con brutalidad, mientras la
besaba en la boca.
Cuando pudo respirar, ella bisbiseó:
—¡Qué poco británico te has vuelto, caramba…!
CAPÍTULO V
Ingrid entró en la casa.
Oía el quedo golpear de su bastón sobre las baldosas de
mármol, cuando salía de la zona cubierta por las alfombras. Lo oía
como si sonara muy lejos, al otro lado de las paredes.
Toc… Toc… Toc.
Ingrid apretó los labios.
¡Qué tontería!
Ella había escrito en los lugares más extraños del mundo. Y, a
veces, los más siniestros también. En casas abandonadas del norte
de Escocia. En refugios de pescadores, en invierno, cuando no había
nadie. Y hasta en un castillo del Rhin, cuyos dueños habían muerto
poco antes, y que lo alquilaron por una semana.
¿Por qué sentía esa cosa tan extraña, ahora?
¿Era esto el miedo?
Toc… Toc… Toc…
Llegó hasta las escaleras.
Había caminado a oscuras hasta entonces, porque no sabía bien
dónde estaban los conmutadores de la luz. Pero recordaba que al pie
de las escaleras existía uno.
Lo hizo girar.
Y la luz no se encendió.
Ingrid sintió frío en la espina dorsal, un frío levísimo, que duró un
solo instante.
¿Una avería?
No, no podía ser eso.
A través de las ventanas, ella veía encendidas las luces de la
calle.
Y entonces chascó los dedos. Claro, esto tenía que ser. Como la
casa estaba deshabitada, el administrador cortaba el paso de la luz
por el conmutador general al retirarse. Aquel día debía haberlo
hecho maquinalmente también, sin recordar que la casa ya estaba
alquilada.
¿Pero, dónde estaba el conmutador general de la luz?
¿En la cocina? ¿En el vestíbulo? ¿En el garaje?
No podía ponerse, ahora, a buscarlo a tientas, y sin conocer
apenas la casa.
«Bueno —pensó—, tendré que resignarme… Pero de todos
modos supongo que habrá alguna vela…».
La había.
Sobre la chimenea de mármol, en un candelabro de plata,
descansaba un alto cirio, que sólo servía para adornar. Pero ahora
iba a servir para cosas más prácticas.
Empleando su encendedor de oro, Ingrid prendió fuego a la
mecha. Una lucecita cárdena iluminó medio metro en torno al sitio
donde ella estaba. Las sombras retrocedieron un poco, pero más
allá de la zona de luz, siguieron siendo tan misteriosas y tan hostiles
como siempre.
Ingrid tragó saliva.
Fue avanzando.
Toc… Toc… Toc…
Las escaleras.
Los grandes cuadros que la adornaban, hasta llegar al primer
piso.
Rostros de hombres y mujeres que ya estaban muertos desde
cien años atrás. Lujosas levitas que parecían hechas para ser lucidas
en el Parlamento y ricas vestimentas confeccionadas para los
estrenos de la Ópera. Collares que el pintor había conservado con
toda su magnificencia. Dinero, dinero, dinero a raudales.
Y el paso del tiempo.
El paso misterioso del tiempo, que da un carácter distinto a todo.
La muchacha empezó a ascender.
Cada peldaño la obligaba a apoyarse en el bastón, porque su
pierna izquierda aún no respondía bien. El dormitorio que ella había
elegido era el segundo de la planta superior. La casa se alquilaba,
incluso con ropas, de modo que no había sido necesario traer nada.
Entró en él.
Y entonces, se dio cuenta de un detalle.
La cama había sido probada.
Se notaba la huella de un cuerpo sobre el cobertor de seda.
¿Quizá lo había hecho la asistenta que el administrador contrató
para que adecentase un poco aquello? Pero ¿tan imprudente o tan
estúpida era? Si tenía mucho interés en probar la cama, ¿no podía
haberse dado el capricho, antes de hacerla, sin necesidad de dejar
su huella?
Quieta en el umbral, Ingrid sentía en torno suyo los mil ruidos
misteriosos de la casa.
El cric, cric de la carcoma de algún mueble ignorado, aquí y allá.
El gotear del agua de un grifo mal cerrado. El rumor de las hojas en
el jardín, al ser mecidas por el viento.
Todos aquéllos eran sonidos naturales. Incluso lógicos.
Pero hacían estremecer a Ingrid y no sabía por qué.
Se acercó a la cama y se dio cuenta, entonces, de un segundo
detalle. Ella había escogido, sin darse cuenta, la habitación en la que
en uno de los estantes estaba la colección de pelucas. Caso de
haber recordado aquel detalle, hubiese elegido otra habitación. Pero
no era eso sólo.
No bastaba dormir con ellas, con aquel detalle estremecedor, con
las pelucas de una mujer muerta.
Es que, además… ¡faltaba una!
¡La recordaba perfectamente! ¡Una larga peluca negra, color ala
de cuervo!
Los ojos de la muchacha, entre asombrados y curiosos, miraron
la colección.
Habían sido siete pelucas. Ahora sólo había seis. Sus colores y
tamaños eran de todas las características, e iban del pelirrojo al
blanco.
Faltaba la negra.
La muchacha fue, silenciosamente, hacia el tocador, donde
depositó la bujía. Y fue allí, pegado al cristal, donde distinguió el
pequeño papel con unos signos escritos.
La tinta estaba ya casi borrosa.
Aquello debía haber sido escrito muchos años atrás.
Sin embargo, acercando la luz, aún se distinguían las letras
perfectamente. Era una lista en francés. Una lista de los días de la
semana, y de la peluca que correspondía, según la distribución que
de su tiempo hacía la dueña:

Domingo. — Campo. — Rubia corta.


Lunes. — Recepciones. — Blanca corta.
Martes. — Compras. — Rubia larga.
Miércoles. — Cócteles. — Pelirroja.
Jueves. — Teatro. — Negra larga.
Viernes. — Masaje y deporte. — Negra garçón.
Sábado. — Recepciones. — Blanca larga.

Los labios de Ingrid temblaron.


Por lo visto, la mujer que llevaba aquel tren de vida no dedicaba ni
un solo minuto al trabajo. Debía haber sido un parásito como tantos y
tantos nobles ingleses lo eran, también. Por eso Ingrid no había
querido ser nunca como ellos. Por eso había ido con sus originales
bajo el brazo, de editor en editor, desde los catorce años. Por eso
trabajaba.
Pero los pensamientos que la ocupaban ahora, eran otros.
Hoy era jueves. Aún era jueves, porque no habían dado todavía
las doce de la noche.
Correspondía la peluca larga negra.
¡Y era ésta la que faltaba! ¡La peluca larga negra!
La muchacha sintió que se le helaba la sangre. A pesar de toda
su serenidad, a pesar de toda su experiencia en situaciones que
parecían inexplicables, ahora los nervios le fallaron. Corrió a ciegas
hacia el vestíbulo, a toda la velocidad que pudo, porque supo que en
el vestíbulo había un teléfono.
No llegó a la puerta.
Ésta, entonces, antes de que ella la alcanzara, se abrió con un
chirrido, lentamente.
CAPÍTULO VI
Ingrid se detuvo en seco, ahogando un grito de terror.
No había sido el viento.
No había sido, tampoco, un movimiento espontáneo de la vieja
puerta.
Alguien estaba allí.
¡Alguien que la había estado observando!
Ingrid sintió que le zumbaban las sienes.
—¿Quién está ahí? —musitó—. ¿Quién? ¡Por Dios, hable!
Nadie respondió.
Pero Ingrid oyó el siseo de unos pasos que se alejaban, poco a
poco.
Ella salió entonces al vestíbulo, también.
Ladrones, tenían que ser ladrones.
Resultaba estúpido pensar otra cosa.
En las escaleras le pareció ver una sombra que se esfumaba
entre las tinieblas. La sombra fugitiva de una mujer vestida de negro.
Pero esa mujer —le pareció apreciarlo—, no llevaba los cabellos
largos, sino los cabellos cortos.
Ingrid, chilló:
—¡Oiga!
La sombra desapareció.
Y otra vez imperó el silencio, otra vez imperaron las tinieblas.
La soledad.
Y aquella oscura, extraña sensación de muerte.
—¡Oiga!
Ingrid se apoyó en la pared. No llevaba ni su bastón. Tanteando
las sombras, fue descendiendo poco a poco.
—¡Oiga…!
Pero las paredes repitieron el eco de su voz. Nada más. Y los
ojos de la muchacha se desencajaron casi al ver el teléfono rebrillar
quedamente en la planta baja.
Casi cayó de rodillas ante él. Levantó el auricular con un gesto
ansioso.
Conocía muy bien el número del hotel Crillón, pues ella había
vivido allí mientras buscaban alquilar una casa. Lo marcó a toda
velocidad, como si de ello dependiera su vida.
—Oiga… ¡Oiga! ¿Hotel Crillón? ¿Ha visto si ha llegado ya el
señor Stafford…? ¿Que no…? ¿Que todavía no ha retirado su
llave…? ¡Por Dios! ¡Dígale que ha llamado Ingrid! ¡Apenas entre,
dígaselo! ¡Que venga enseguida! ¡Que venga! ¡Que venga…!
Y colgó, mientras una corriente de frío le recorría la espalda.
De pronto, se volvió porque había tenido la sensación de que
unos ojos la espiaban. De que la silueta de la mujer que antes había
entrevisto, se encontraba ahora a su espalda.
Pero no había nadie.
Sólo el silencio y el relieve de los muebles.
El silencio…
Cuando Robin Stafford volvió a la casa, veinte minutos después,
la encontró aún de rodillas ante el teléfono, muy quieta, con la mirada
perdida, como si estuviese muerta.
CAPÍTULO VII
El superintendente Mulford, uno de los expertos más notables con
que contaba la Sección de Homicidios de Scotland Yard, había
examinado por centésima vez la lengua de acero del hacha con la
que había sido decapitado el doctor Temple. Conocía cada
particularidad de aquel instrumento de acero, cada reborde, cada
línea como si lo hubiese fabricado con sus manos él mismo. Conocía
también la historia de aquel instrumento desde el momento en que se
aceró y salió de los altos hornos. Hubiera podido escribirla, punto por
punto.
El hacha había sido fabricada por Johnson Brothers, que se
dedicaban a herramientas agrícolas. Estaban establecidos en
Sheffield desde hacía cien años y eran unos comerciantes
perfectamente honestos. Y quizá fuera casual, pero jamás una de
sus hachas había sido utilizada para un crimen… hasta ahora.
Según sabía Mulford, los Johnson fabricaban sólo la parte
metálica del hacha, a la que daban tres calibres. Luego esas partes
metálicas eran enviadas a diversos artesanos que fabricaban el
hacha completa, acoplándole un mango. Los mangos podían ser más
gruesos o más delgados, según el calibre del ojo del hacha. Ésta
correspondía al calibre más delgado. También podían ser más largos
o más cortos, según el uso a que se quisiera destinar la herramienta.
Mulford había seguido la pista artesano por artesano, hasta llegar
al sitio donde tenía miedo de llegar: es decir a ninguna parte. Las
hachas las compraban desde leñadores hasta carniceros, pasando
por excursionistas y montañeros. Nadie llevaba un registro de ventas.
Nadie se acordaba de nada especial. El instrumento del crimen,
pues, no le iba a servir a Mulford para gran cosa, y Mulford lo sabía.
No era de esos hombres que se hacen ilusiones tontas.
Por eso había investigado entre las relaciones del doctor Temple.
Y se había encontrado con que el doctor Temple era soltero y tenía
algún lío, pero llevado dentro de los límites de la más elemental
discreción. Con sus amiguitas, era un perfecto caballero. Las trataba
con la mayor cortesía, las pagaba bien y no había motivo para que
ninguna de ellas deseara matarle, sino al contrario. Más de una
hubiera querido resucitarlo para que siguiese pagando.
Temple tampoco tenía deudas. Y no tenía enemigos.
Quedaba el confuso mundo de sus pacientes. ¿Se había
equivocado alguna vez? ¿Le odiaba alguien, por ese motivo? ¿Podía
llegar hasta el extremo de desear su muerte?
Éste había sido el nuevo campo de investigación para Mulford.
Y como Mulford era listo, paciente y llevaba más de cuarenta
años trabajando en Scotland Yard, no dejó de lado ningún dato, sin
pasarlo antes por la criba. Sabía muy bien que los éxitos de un
policía dependen en un veinte por ciento de la inspiración y en un diez
por ciento de la suerte, pero el otro setenta por ciento depende del
método y solamente del método. Así repasó la lista de los clientes
de Temple en los últimos dos años y descubrió que era cierta aquella
máxima: «El abogado vive de sus errores, el médico los entierra y el
periodista los publica». Temple había enterrado, probablemente, a
dos enfermos que hubieran podido salvarse, caso de caer en manos
más sabias. Pero los parientes no habían tenido motivos de queja
contra él, porque gracias al error de Temple pudieron heredar. O sea
que, de matarle, nada.
Un tercer individuo había muerto por un error de Temple, como
millones de enfermos mueren cada año en todo el mundo por errores
de los médicos, sin que nadie diga una palabra. Pero este último era
un tipejo extraño, una especie de sacerdote del rito vudú que se
reunía con los emigrantes de color de Whitechapel, y celebraba
ceremonias más o menos secretas. El tipejo estaba enterrado y
nadie más se había acordado de él. No tenía parientes. De modo
que como no hubiera salido de su tumba para vengarse…
A estas desconsoladoras conclusiones había llegado Mulford
cuando aquella mañana entró en el despacho del ministro del Interior,
para hablarle de aquel inexplicable crimen. Y no es que el ministro
del Interior se ocupara de todos los crímenes que se cometían en
Gran Bretaña, porque hubiese andado listo, el pobre. Como para
acabar en un manicomio antes de las próximas elecciones. Pero sí
que le interesaban los crímenes cometidos en Hyde Park, porque
Hyde Park es uno de los sitios sagrados de Londres. Cualquier cosa
que ocurra allí afecta a la ciudad y conmueve los viejos cimientos del
extinto Imperio británico. Por otra parte, el ministro tenía una razón
personal para interesarse en el caso: había sido muy amigo del
difunto padre del doctor Temple.
—¿Qué noticias me trae? —preguntó al cansado Mulford,
después de invitarle a fumar—. ¿Ha podido llegar a alguna
conclusión, después de tres semanas?
—Desgraciadamente a ninguna, señor.
—¿Lo del arma, no nos lleva a ninguna parte?
—No, señor, por desgracia, no. Soy un viejo funcionario de la
policía y conozco bien todos los recovecos. Por ahí no
conseguiremos nada. Es un arma normal, no demasiado grande,
pero sí muy eficaz, y que pudo venderse en cualquier parte del país.
O incluso del extranjero, porque esas hachas se exportan.
—¿Y el mango qué? Ahí podían existir huellas…
Mulford menó la cabeza, con un gesto de pesimismo.
—Tampoco le encontraremos nunca, señor. Puede estar en
cualquier sitio. Por el mango, aunque no tuviera huellas,
identificaríamos al fabricante que terminó la herramienta, pero me
temo que eso también será inútil.
—¿Las relaciones de Temple…? ¿Se ha podido conseguir algo
por ese camino?
—También lo he cribado convenientemente, señor. No hay nada
que hacer. Ni enemigos, ni acreedores, ni mujeres que le odiasen. En
cuanto a los pacientes, tuvo algunos errores, pero sólo un viejo
hechicero que practicaba el vudú, entre los emigrantes de
Whitechapel, pudo tener algún motivo para desear vengarse de él.
Sin embargo, el viejo no tenía parientes, y cuando Temple fue
asesinado ya llevaba algún tiempo en la tumba. Como no haya salido
de ella…
El ministro rió silenciosamente.
Pero sin ganas.
En sus facciones había un gesto de cansancio, cuando preguntó:
—¿Entonces no hay ninguna pista? ¿Nadie ha comprendido aún
en el Yard, que las cosas que ocurren en Hyde Park conmueven a
todo Londres? Los periódicos han callado de momento, ¿pero qué
les diré cuando sus perros de presa vuelvan a remover la noticia?
Mulford depositó el cigarrillo sobre el cenicero, silenciosamente.
Y entonces decidió decirlo.
Le sabía mal.
Cuando la primera idea le quitó el sueño, había jurado que era
absurda y que no se la comunicaría a nadie, pero, sin embargo, he
aquí que se la estaba comunicando al propio ministro del Interior. Y
lo más extraño era que Mulford sentía un gran alivio al hacer
partícipe de sus inquietudes a alguien, al sacarse aquel peso de
encima.
—La chica —musitó.
—¿Qué chica?
—La que descubrió el cadáver.
—¿Ingrid Loreley? ¿La escritora?
—Sí… La escritora millonaria. La que sufre una afección nerviosa
que la obliga a andar con un bastón.
—La conozco perfectamente. Y conocí a su padre muy bien…
Militaba en el partido conservador desde 1940. Bueno, ¿qué pasa
con ella? ¿Va a soltarme que Ingrid mató a hachazos al doctor
Temple?
Mulford se puso a reír.
Jamás había oído una suposición tan absurda.
—Por favor, señor ministro, estamos hablando en serio.
—Pues hable en serio. No me mezcle a esa chica si la chica nada
tiene que ver.
—Es que da la casualidad de que conocía a Temple —dijo
Mulford.
—¿Ella…?
—No, ella no… Es decir, ya me doy cuenta de que no acabo de
expresarme bien. Ella podía conocer a Temple, pero no estoy
seguro. En las declaraciones no lo dijo, y que yo sepa, nadie se lo
preguntó. En cambio, su familia sí que le conocía.
—¿Se refiere al padre de Ingrid?
—Sí. Se da la casualidad de que jugaban juntos al golf. Y cuando
el coche de mister Loreley sufrió rotura de dirección y se precipitó
por los acantilados de Dover, Temple había estado jugando con él,
media hora antes. Fue, incluso, la primera persona que bajó al fondo
para atenderle pero ya nada se podía hacer. Mister Loreley estaba
convertido en pedazos.
—Lo sé, lo sé… Pero eso no significa que Ingrid tenga nada
contra Temple.
—Nadie ha dicho eso.
—¿Pues qué quiere indicar?
—Pensaba en su madre.
—¿Su madre? ¿La de Ingrid?
—Sí.
—¿Qué pasa con ella?
—Usted sabe que desapareció. Mister Loreley no hablaba jamás
de su paradero.
—Claro que lo sé… Mister Loreley llevaba con enorme dignidad
su infortunio. Era un auténtico caballero británico de la vieja escuela,
de eso no cabe duda. Muchos hombres, por desgracia, sufren el
abandono de su mujer, sobre todo si ésta es joven y guapa como lo
era la madre de Ingrid. Pero se quejan, hacen denuncias, piden el
divorcio y arman el gran escándalo en los tribunales. Mister Loreley
no. Se limitó a no volver a hablar de su esposa, aunque jamás retiró
su retrato de entre los cuadros de la familia. Como si no hubiera
pasado nada, ¿sabe? A su esposa se la tragó el tiempo.
—No se la tragó el tiempo, señor ministro.
La voz de Mulford había sonado seca y lejana.
El ministro arqueó una ceja.
—¿No? —musitó.
No había podido evitar algo estúpido. No había podido evitar que
un leve estremecimiento le recorriera la espalda.
—Está en un sitio muy concreto —dijo Mulford, al cabo de unos
segundos de silencio—. Mejor dicho, estaba.
—¿Dónde?
—En el manicomio de Sandrighan, señor ministro. En el
manicomio de Sandrighan, en la sección de locos peligrosos, pero ya
no está allí. He sabido que desapareció, hará cosa de cinco
semanas…
CAPÍTULO VIII
El bosque de Bolonia, en París, no es, por supuesto, como el
Hyde Park de Londres. Mientras que este último es, dentro de su
magnitud, un lugar agradable y tranquilo, una especie de oasis en el
bullicio de la ciudad, el bosque de Bolonia tiene a la ciudad dentro de
sus entrañas. Las vías rápidas que lo atraviesan están atiborradas
de coches que hacen competiciones de velocidad, los ruidos llegan a
todos sus rincones y el hipódromo de Longchamps o el estadio del
Parque de los Príncipes atraen a él ingentes cantidades de público.
El bosque de Bolonia es un sitio demasiado animado, donde ya no
está tranquilo nadie.
Sin embargo, todo cambia cuando caen sobre su enorme
extensión las sombras de la noche. Las avenidas se vacían, los
caminillos quedan desiertos. Sombras furtivas se mueven, a veces,
rasgando la luz, pero desaparecen en seguida. Pocos se arriesgan
por aquella soledad, porque están expuestos a cualquier cosa. Sólo
las lamparitas azules, de las que basta romper el cristal para que la
policía acuda, son la defensa de los paseantes. Pero representan
una defensa bastante ilusoria, porque más de uno ha roto el cristal,
con sus últimas fuerzas, justo antes de morir.
Pocos son, pues, los que se arriesgan por el bosque de Bolonia
de noche, a menos que vayan en su automóvil. Pero Lucrecia Mills lo
hizo, porque tenía una razón importante. Lucrecia Mills no tenía
miedo tampoco a las soledades del bosque de Bolonia, que conocía
como la palma de su mano.
Y la razón era importante.
Vivía de esas soledades.
Ganaba dinero gracias, precisamente, a que el bosque de
Bolonia, es, por la noche, un lugar tan peligroso.
Enfundadas las piernas en sus altas y modernas botas, luciendo
su cuerpo elástico, pero quizá excesivamente delgado, balanceando
las mangas muy anchas de su chaquetón de cuero comprado en la
última tienda pop, Lucrecia Mills avanzó hacia la zona en que tenía
que encontrarse con Gerald. Porque Lucrecia dirigía un grupo de
asaltantes nocturnos, un auténtico gang al que ella traía víctimas, por
lo general, hombres, que creían ir a vivir una aventura. Los tres
hombres que formaban el gang solían traer, por el contrario,
muchachas aficionadas a la droga y que resultaban
extraordinariamente fáciles de engañar. Por lo general, si eran
bonitas, las ultrajaban después de despojarlas de todo. La misma
Lucrecia había participado, a veces, en alguno de aquellos macabros
festines, pues ella no era lo que se dice una apasionada admiradora
del sexo opuesto, sino más bien todo lo contrario.
Ahora iba a encontrarse con Gerald para discutir las posiciones
en que debían situarse todos, aquella noche. Podía ser una gran
jornada, puesto que los hoteles de París estaban llenos a rebosar de
comerciantes estúpidos llegados de todo el mundo para una
convención internacional de supermercados. Al menos un par de ellos
quedarían deslumbrados, cuando una chica de largas piernas y altas
botas les insinuase que podían pasar de verdad la gran noche
francesa que ellos habían soñado cuando compraron el billete para
una convención que, en el fondo, les importaba un rábano. El éxito
era seguro.
Llegó al sitio en que tenía que esperarla Gerald.
Pero Gerald no estaba allí, aunque tampoco era de extrañar eso,
porque no solía ser puntual. Si encontraba unas faldas que le
gustasen, se iba detrás de ellas. Y a Lucrecia Mills, por razones muy
personales, no se le había ocurrido reprochárselo nunca:
Decidió esperar un poco.
Ella no corría ningún peligro, allí.
El bosque de Bolonia era su feudo, su pequeño imperio de la
noche.
Aguardó unos minutos y, al fin, se impacientó. Gerald llevaba más
de un cuarto de hora de retraso. Ella no podía quedarse allí toda la
noche, expuesta a que un policía le echase el ojo encima.
Al fin decidió ir a buscarlo.
Tenía que estar en el bar de Montier, al otro lado de la carretera
que llevaba a la Porte Maillot. Seguro. El muy imbécil se habría
olvidado de la hora.
Anduvo unos pasos.
Sus dientes rechinaban de rabia.
Ella tenía carácter de hombre y gustos de hombre. Ya vería
Gerald lo que le esperaba por hacer el idiota de aquel modo. Sus
altas botas marcaban el paso rabiosamente, como si Lucrecia Mills
fuese a una posición militar.
Y, de pronto, tropezó con algo.
Se detuvo.
Y supo entonces que había encontrado a Gerald.
Por los ojos de Lucrecia Mills pasaron mil chispitas negras, mil
chispitas de horror. De pronto, sus piernas largas y elásticas
vacilaron. Sintió que se clavaba las uñas en las palmas de las manos
desesperadamente.
La cabeza de Gerald… había sido separada del tronco…
Los ojos de Lucrecia Mills dieron vueltas en sus órbitas.
Aquella visión pareció repercutir una y mil veces en su cerebro.
Algo le dijo que aquello no era posible, que no estaban en la Edad
Media, sino en el bullicioso París de 1974. Creyendo vivir un sueño
macabro, se inclinó, incluso, para tocar la cabeza de Gerald.
Y de ella, aún manaba la sangre…
Con los ojos terriblemente dilatados, enmudecida por su propio
horror, Lucrecia Mills miró en torno.
Y entonces la vio.
El hacha…
¿Pero qué había de particular en ella? ¿Por qué le pareció que
nada de aquello era lógico? ¿Por qué pensó: «No puede ser»?
¿Qué vieron sus ojos?
Pero no distinguió sólo el hacha.
Distinguió también aquella mirada quieta.
Y aquella boca.
Y oyó el susurro de los zapatos planos, al avanzar…
Sintiendo que todo vacilaba, sintiendo que la abandonaba su
audacia, Lucrecia Mills alzó sus manos en una especie de muda
súplica.
La lengua de acero vino hacia ella.
Ninguna súplica sirvió.
El primer golpe le hendió la cabeza.
El segundo casi la separó del tronco.
Lucrecia Mills cayó junto a Gerald. La sangre de ambos avanzó,
milímetro a milímetro, por el suelo del bosque de Bolonia.
Luego los pasos se alejaron.
Dejó de oírse, también, el sonido de aquella respiración jadeante.
Dejó de verse el brillo del hacha.
CAPÍTULO IX
El inspector Renaudot, de la Sûreté Nationale, miró las fotos que
tenía encima de la mesa. A pesar de toda su experiencia en los
affaires sangrientos que proporcionaba una capital tan agitada como
París, no pudo evitar una cierta sensación de escalofrío. Aquellos
dos muertos juntos, caídos uno junto al otro, le hacían pensar en una
oscura matanza de la lejana Edad Media. En un oscuro asunto de
brujería, de encantamiento, de aquelarre. En todas esas cosas que
un policía consciente y de cabeza ordenada, no quiere pensar.
Su mano retiró las fichas de los dos muertos. Gerald Batrou era
un maleante de la peor estofa: salteador nocturno, atracador y
sospechoso de haber violado a alguna mujer. En cuanto a Lucrecia
Mills, no le iba a la zaga. Estafadora, ladrona de grandes almacenes,
atracadora nocturna y participante también, al parecer, en algunos
asaltos sexuales a mujeres, ya que los hombres no eran
precisamente su punto débil.
Desde cierto punto de vista, bien muertos estaban. Pero toda
aquella macabra orgía de sangre… ¿por qué?
Descolgó el teléfono y pidió:
—Que me traigan los antecedentes del caso Temple.
Había leído las noticias acerca del asesinato, poco tiempo antes,
de un médico en Hyde Park, y hasta había recibido una petición de la
Interpol, para que fueran vigiladas un par de personas
sospechosas… Como los dos casos eran muy similares, decidió
investigar a fondo todo aquello.
Resultado de sus investigaciones, fue que al medio día tomaba un
avión para Londres. A las cinco de la tarde estaba tomando el té con
el superintendente Mulford en un confortable despacho donde
parecía no haber nada que hacer, como si los barrios bajos de
Londres se hubieran convertido, de pronto, en el paraíso terrenal.
Como si allí nadie robara un cortaplumas.
Mulford transmitió a su colega francés el resultado de las
investigaciones y los dos llegaron a la conclusión de que se trataba
del mismo asesino. El que había matado a Temple en el Hyde Park
de Londres, había matado también a los dos maleantes en el bosque
de Bolonia de París. Muchos datos esenciales encajaban.
—Por ejemplo, el hacha —dijo Renaudot—. Hemos encontrado la
pieza de acero, cuyo calibre es exactamente el mismo que el del
hacha que usted encontró. Es decir, tuvo que ser utilizado el mismo
mango, pero el mango también ha desaparecido. Usted no lo
encontró y yo tampoco.
—El asesino de Londres pudo llevárselo a París, —dijo Mulford,
con una frase cargada de lógica—. Y muy posiblemente le tenga aún
en su poder para cometer otro asesinato similar. En cualquier sitio.
¿Quién sabe si en Roma o en Varsovia?
—Cierto —musitó Renaudot—. Y no podemos detener a
cualquiera que posea un mango de hacha que, además, se ocultará
en cualquier sitio.
—Sin embargo —opinó Mulford—, tenemos el dato de las hojas
de acero empapadas en sangre. La de Londres y la de París eran
exactamente iguales. Y fabricadas por la misma marca. Creo que
hemos de ejercer un riguroso control en los puntos de venta.
—Me temo que sea inútil. Esos instrumentos —cinco o seis por
ejemplo, ¿quién sabe?—, pueden haber sido comprados hace meses
y estar esperando turno para su utilización.
Mulford se estremeció.
Cinco o seis…
Prefería no pensarlo.
Pero un policía consciente y con experiencia, un hombre que lleva
más de cuarenta años al servicio de Scotland Yard siempre está
esperando, y por eso susurró, al cabo de unos instantes:
—¿Quién descubrió los dos cadáveres en el bosque de Bolonia?
—Nadie… Bueno, es decir… Fueron los servicios de vigilancia de
una ronda rutinaria.
Mulford pensó que en Hyde Park el cadáver lo había descubierto
Ingrid Loreley.
—Ingrid Loreley está ahora en París, ¿verdad…? —musitó.
—¿Quién…?
—Ingrid Loreley —dijo, tendiendo a Renaudot al teléfono—.
Llame al Departamento de Inmigración de su país y lo sabrá. Si los
servicios administrativos son de verdad eficientes, puede tener la
respuesta en cinco minutos.
Renaudot tuvo la respuesta en diez. Ingrid Loreley, en efecto,
estaba en París y había vivido en el hotel Crillón. En aquel momento
se ignoraba su dirección exacta.
—¿Es que esa mujer puede tener algo que ver…? —preguntó
Renaudot, confuso, al colgar el teléfono.
—¡Oh, no…! Se trata de una simple casualidad. Pero vuelva a
París tranquilo, querido colega, ahora que ya sabe que nos
enfrentamos al mismo criminal los dos. Esta misma noche pienso
hacer una investigación personal en el condado de Kent. El resultado,
lo puede tener mañana…
CAPÍTULO X
Mulford, hombre meticuloso, consiguió aquella misma tarde una
orden judicial y cuando ya en Londres estaban encendidas todas las
luces de todos sus locales nocturnos tomó su coche privado y se
dirigió a la costa. El condado de Kent, que parece un dedo de
Inglaterra apuntando hacia Europa, se extiende al sureste de
Londres y es uno de los más apacibles del país. En él se encontraba
la mansión tradicional de los Loreley.
En la actualidad, aquella mansión estaba deshabitada.
Y no era para menos.
Muerto el dueño en accidente, recluida la dueña en un sanatorio
mental, instalada la hija en París, ¿quién infiernos iba a vivir allí? ¿A
quién iba a encontrar Mulford, mientras hacía una investigación
puramente privada?
Dejó el coche estacionado ante la puerta y entró en el solemne
edificio, tras emplear las llaves que le habían dado en el mismo
juzgado, y que estaban depositadas allí desde la muerte de mister
Loreley. Sin ninguna prevención, encendió las luces, puesto que
estaba realizando un acto absolutamente legal. Y miró en torno suyo.
Nunca había estado allí.
Era una casa solemne, señorial, pero un poco siniestra; con ese
extraño sabor a cosa pasada y a muerte que tienen las casas
señoriales no modificadas desde hace más de cien años.
Una cosa le llamó la atención en seguida: la magnífica galería de
retratos, que estaba colocada en la pared de la escalera principal.
Allí estaban los antepasados de Loreley y de su mujer. Allí había,
también, una fotografía enmarcada, casi junto a las puertas del piso
superior.
Los ojos expertos de Mulford fueron recorriendo todos aquellos
retratos.
Los Loreley no eran una familia muy antigua; se conservaban
recuerdos de ella sólo desde unos años antes de la Revolución
francesa. Por lo tanto, había sólo unos dieciséis cuadros, contando
los de las mujeres que habían emparentado con ellos. Por lo que el
policía pudo observar en algunas caras, los Loreley se casaban casi
siempre con sus primas. Por lo tanto, la actual esposa fugitiva de un
manicomio y el difunto Loreley, tenían bastantes antepasados
comunes.
Pero no fue eso sólo lo que observó Mulford.
Sus ojos expertos habían recorrido miles de fichas policíacas.
Habían mirado a miles de hombres y mujeres.
Unos normales. Otros medio trastornados. Y otros,
rematadamente locos.
Él conocía ya la chispita de la locura en muchos rasgos, en
muchos detalles. Y quedó helado viendo aquellos cuadros, mientras
sentía que una especie de corriente eléctrica pasaba por su espalda.
Allí podía estar la clave.
Allí, en aquellos cuadros que le miraban desde más allá del
tiempo.
Porque él había conocido ya las líneas de la locura en aquellos
rasgos. Bastantes de los antepasados de Ingrid Loreley debieron ser
anormales, aunque en aquella época, y por considerarse la locura
una vergüenza familiar, los anormales no eran cuidados ni
denunciados y permanecían en el seno de sus familias, si éstas eran
ricas. Y en oscuras mazmorras si las familias eran pobres. Durante
casi dos siglos, los Loreley habían pasado por el mundo arrastrando
una serie de fuertes taras mentales sin que eso hubiera transcendido
al exterior. Sólo los pintores, con el agudo sentido de observación de
los artistas, habían ido dejando plasmado el secreto en sus cuadros.
La madre de Ingrid parecía normal.
¿Y por qué había huido de él?
Mulford apretó los puños, mientras sentía un sabor espeso en la
boca.
Allí podía estar el secreto de todo. Y en el fondo…, ¡era tan
sencillo! ¿Cómo no lo había comprendido antes? ¿Cómo no se había
dado cuenta de que todos los crímenes, por enrevesados que
parezcan, tienen una explicación elemental?
La solución era ésta: buscar a la fugitiva. Una sencilla orden:
«Buscad a la mujer que ha huido del manicomio de Sandrighan».
Decidió llamar, desde allí mismo, a la Sección de Homicidios del
Yard. Tenía que haber un teléfono en el piso superior. Siguió
ascendiendo hasta llegar junto a la fotografía situada en último lugar.
Allí había dos niñas gemelas.
Eran muy pequeñas. En una graciosa foto, el hombre de la
cámara había sabido situarlas muy bien, una junto a la otra.
Pero Mulford sintió un nuevo estremecimiento. El frío llegó de
nuevo hasta el fondo de sus huesos.
Reconoció la cara, puesto que el tiempo no la había hecho
cambiar demasiado. Era la de Ingrid. ¿Pero cuál de las dos era
Ingrid? Porque él era el primero en no saber que la muchacha tenía,
o había tenido, una hermana gemela.
Los Loreley siempre habían hablado de una descendiente.
No de dos.
Pero entonces, ¿quién era la otra? ¿Dónde estaba? Y, sobre
todo: ¿cuál de las dos era la Ingrid que él conocía?
¿LA LOCA O LA OTRA?
Porque una de las dos niñas era normal, pero la otra tenía en sus
rasgos todas las huellas de la anormalidad mental que habían
recogido los cuadros situados un poco más abajo. No cabía duda,
viendo aquello, de que de las dos niñas una había nacido sana, pero
la otra no. Y la que no había nacido sana, ¿era tal vez la que luego
llegó a convertirse en Ingrid, una escritora de cierto renombre?
Mulford volvió a sentir un estremecimiento.
Sí, eso era posible. La cara de Ingrid no reflejaba ninguna
anormalidad, pero podía haber cambiado. Podía ser, también, una
loca peligrosa, y sin embargo, haber superado brillantemente sus
estudios y lograr incluso escribir muy bien. Muchas veces las
anormalidades mentales tienen poco que ver con el índice de
inteligencia.
Mulford notó que sudaba.
No sabía por qué, pero sentía miedo. Y eso era ridículo. ¡Él, un
veterano del Yard, asustándose como si fuera un chiquillo…!
Pero tenía que telefonear cuanto antes. Tenía que resolver aquel
asunto cuando aún no se había producido ninguna víctima más.
Abrió la puerta.
Y, de pronto, sus ojos se dilataron.
Una corriente fría volvió a pasar por su espalda.
Las manos temblaron en el aire.
Porque había visto el hacha.
El hacha…
¡EL HACHA!
Y había visto lo que existía de anormal en ella.
De pronto, lo había comprendido.
Todas las horribles respuestas estaban allí.
Ante sus ojos asombrados.
Ante su boca abierta…
Ante su sensación de muerte.
Porque unos ojos muy abiertos le miraban, también.
Unas manos se movían.
Alzaban el hacha…
La abatieron…
Y luego se produjo el silencio.
Un silencio atroz.
Un silencio sólo roto por un gotear siniestro.
Mulford, o lo que quedaba de él, rodó escaleras abajo.
Al cabo de unos instantes, alguien le miró desde arriba. Alguien
que llevaba unos zapatos planos con una hebilla roja.
CAPÍTULO XI
El vuelo de Air France Londres-París terminó feliz y
rutinariamente en el aeropuerto de Orly, mientras en la torre de
control dejaban de prestar atención al aparato, para dedicarse a
otros de los muchos aviones que sobrevolaban por aquel cielo
congestionado de tráfico. Los pasajeros descendieron y pasaron con
rapidez los trámites policiales y de aduana, dirigiéndose cada uno a
su trabajo o a su alojamiento. Los aviones Londres-París son un
poco como tranvías, de modo que muchos hombres de negocios los
toman por la mañana y los vuelven a tomar de regreso por la noche.
Y el hombre que tomó un taxi y dio una determinada dirección del
barrio de Passy, parecía, efectivamente, un hombre de negocios que
tuviera mucho que hacer en la capital francesa.
Al bajar del taxi, contempló admirativamente la casa alquilada por
Ingrid.
Él tenía gusto. Apreciaba las cosas de calidad y que tenían
«sello». Casas como aquélla ya no se encontraban en muchos sitios
del sobrecargado París. Y eso que esta ciudad es una capital donde
se procura respetarlo todo.
Llamó a la puerta.
Una mujer, joven, bonita, de líneas suaves y, al mismo tiempo,
penetrantes, le abrió al cabo de unos instantes. Lástima que una
mujer como aquélla, tan seductora, tuviese que utilizar un bastón
para andar.
Claro que el hombre que acababa de llegar a París no pensaba,
precisamente, en la seducción al ver a Ingrid Loreley.
Ella le echó los brazos al cuello, mientras gritaba llena de alegría:
—¡Tío James!
James Loreley, el único hermano del padre de Ingrid, entró. Era
bastante más joven que el difunto, de modo que hubiera podido
pasar dignamente por un marido o un novio, ya un poco maduro, de
la muchacha. La levantó en brazos, con alegría, haciéndole soltar
casi el bastón, y la llevó hasta una de las butacas de la bien
iluminada sala.
Los ojos de Ingrid irradiaban alegría.
Se notaba que, para ella, era importantísimo que una persona
amiga rompiera su soledad.
—Tío James… —rió—. ¿Cómo es que has venido?
—Quería verte. Soy tu único pariente, ¿no?
—Es cierto, pero llevabas meses sin acordarte de mí.
—No digas que no me he acordado de ti. ¿Sigues mi tratamiento?
—Al pie de la letra. Por cierto, leí tu discurso de ingreso en la
Academia de Medicina. Fue muy brillante.
—A mí me pareció un tostón —dijo él.
—Bueno —rió nuevamente, ella—, había bastantes palabras que
no logré entender. Pero eso es normal, ¿no te parece?
James Loreley cruzó las piernas.
Como médico que hubiera podido ganar mucho dinero, pero que
se dedica a la investigación y, en consecuencia, tiene pocos clientes,
no andaba lo que se dice muy boyante de fondos. Para otro
ciudadano cualquiera, hubiese podido parecer muy rico, mas para el
nivel de los Loreley, estaba algo bajo. Ingrid dijo, con la mayor
delicadeza:
—Por cierto, estaba a punto de enviarte el cheque de quinientas
libras por los volúmenes que me remitiste.
Él negó con la cabeza.
Había una suave tristeza en su voz, cuando dijo:
—Los libros que te envié no valían esa suma, Ingrid. Valían diez
veces menos. Ya he notado que con regularidad me pides que te
envíe ciertos libros de investigación y luego me los pagas
espléndidamente, con el propósito de ayudarme de una forma
delicada. Pero eso se terminó, Ingrid. Me gano bien la vida. He
venido precisamente a decirte que voy a abrir un consultorio en
Chelsea.
—¡Tío James, eso es magnífico!
—La investigación no da dinero. Triste es tener que reconocerlo
así.
—Pues conmigo siempre has acertado. Me encuentro muy bien.
—Es que no soy un mal médico —dijo él, riendo—. Y pienso
forrarme en poco tiempo, claro. ¿Tienes un cigarrillo?
Ella le tendió un paquete que tenía a su alcance, sobre la mesa.
—Toma —ofreció—. Oye… Tú sigues haciéndote los zapatos a
medida, ¿eh? Siempre con hebillas rojas.
—Es mi manía. Unas hebillas rojas de madera fina. Dan un tono
de calidad.
—Naturalmente —susurró Ingrid—. A mí me gustan.
Por cierto…, ¿qué sabes de mamá? Yo no la he visto desde
antes de venir a París.
—Tampoco yo la he visto. Ya sabes que está bien. Bueno, lo
supongo. Desde Sandrighan, no escribe casi nunca.
Los ojos de Ingrid se nublaron un momento. No cabía duda de
que aquélla era una de sus pesadillas; una de las dos obsesiones
que amargaban su existencia. Con voz que quería ser animosa, dijo:
—Ella no quiere que vaya, pero yo pienso ir a verla.
—Por supuesto que sí… Incluso me gustaría acompañarte.
¿Tienes fósforos?
—Caramba, ni eso llevas…
—Los he olvidado. Menos mal que no me dedico a la cirugía,
porque si no sería de esos tíos que se olvidan las tijeras en el vientre
del operado. Mira, allí tienes.
Él mismo se levantó para recogerlos. Estaban junto a un paquete
sin abrir. Ese paquete se hallaba envuelto en un papel impreso un
tanto curioso, porque en él no había más que la cara de un mismo
hombre, repetida cien veces.
James Loreley, murmuró:
—Caramba, la cara del doctor Temple…
—Lo acabo de recibir —dijo ella.
—¿No lo has abierto?
—No.
Y volvió la cabeza. Parecía molestarle aquel tema de
conversación. Se tenía, al mirarla, la confusa sensación de que aquel
paquete le daba una especie de miedo.
James Loreley desvió la conversación.
—La casa es magnífica, pero estás demasiado sola aquí —dijo.
—¿Sola…? Bueno, no del todo.
—¿Quién viene a verte?
—Hay una asistenta por las mañanas. Por cierto, ahora acaba de
irse. Luego viene Robin Stafford, mi prometido. Y, últimamente, he
contratado a una joven encantadora para que me haga compañía por
las tardes. Se llama Wanda.
—¿Una doncella distinguida?
—Bueno, algo parecido a eso. Se trata de una estudiante que
buscaba un trabajo en París. Ella también es inglesa.
James Loreley dio una lenta chupada a su cigarrillo, antes de
musitar:
—No sabía que estuvieras prometida a Robin Stafford.
—¿No te lo dije?
—No.
La voz del hombre había sido seca. Ingrid se sonrojó levemente.
—En fin… —dijo—, se trataba de un pequeño secreto. Como aún
me siento muy afectada por la horrible muerte de papá, no he
querido hablar de amoríos. Pero pronto lo conocerás, si quieres.
—No hace falta. El simple nombre de Robin Stafford es garantía
suficiente. No viviréis juntos, supongo.
—Oh, no… Yo soy una chica que aún conserva la moral y él es un
hombre muy discreto.
—¿Dónde está ahora?
—En Cherburgo. Tiene trabajo en unos astilleros y todos los fines
de semana viene a París.
—¡Ah…!
—Es un trabajo distinguido, puedo asegurártelo.
—Nadie lo duda. ¿Pero quién se ocupa, mientras tanto, de sus
negocios en Londres?
—Supongo que envía cartas y telefonea… Además, tiene allí
varios gerentes que cuidan de todo. Ya sé que para él es un
sacrificio estar aquí junto a mí, perdiendo en cierto modo el tiempo,
pero no quiere dejarme. No sabes lo que eso significa para una chica
como yo.
—Lo comprendo. Precisamente eso tiene mucho valor, en una
época en que los hombres ya no hacemos sacrificios por las
mujeres. Por cierto, yo voy a pasar, de regreso, por Normandía y le
saludaré, si a ti no te sabe mal. ¿En qué astilleros trabaja?
—Los Tixier-Granville.
—Y cuando viene a París, ¿dónde se aloja? Porque supongo que
no dormirá en esta casa…
Había hablado con voz escandalizada. Tanto, que su sobrina lanzó
una carcajada de ecos argentinos.
—¡Qué chapado a la antigua eres, tío James! Si quisiéramos
hacer algo malo no haría falta encerramos aquí. Pero no te
preocupes, porque Robin es también un hombre de costumbres
británicas. Cuando viene, se hospeda en el hotel Crillón.
—Ése es un detalle que me gusta —dijo Loreley, dando una
nueva chupada a su cigarrillo—. ¿Ves? Ése es un detalle digno de un
caballero.
Estuvieron hablando de algunas otras cosas indiferentes y luego
él llevó a comer a su sobrina a un restaurante de la rue Montmartre.
Cuando terminaron, la acompañó a casa ya que a la muchacha le
costaba andar, como bien sabía él. Luego, James Loreley se
despidió prometiendo volver.
Una línea de preocupación cruzó, entonces, su rostro.
Ya no trataba de disimular.
Lo primero que hizo, fue dirigirse a una sucursal de la compañía
telefónica. Pidió una conferencia con Cherburgo, con los astilleros
Tixier-Granville.
Lo primero que le dijeron fue que los astilleros Tixier-Granville no
existían.
La línea de preocupación se acentuó aún más, en la frente de
James Loreley, el único pariente que tenía la muchacha.
Llamó, entonces, al hotel Crillón, y preguntó por el señor Robin
Stafford.
Le contestaron que en aquel momento no estaba, pero que
seguramente no tardaría en volver.
—¿Por lo tanto, no ha dejado su habitación? —preguntó James.
—Oh, no, señor…
—¿Vive ahí habitualmente?
—Claro…
—¿Toda la semana?
—Toda la semana, señor. ¿Hay algo de extraño en ello?
—Nada… Perdone que le haya molestado. No le deje ningún
recado, porque llamaré más tarde. Gracias.
Cuando colgó el teléfono, la derecha de James Loreley temblaba
ligeramente.
Ahora ya sabía que lo de Cherburgo era un cuento chino. Robin
Stafford no se movía de París. ¿Por qué engañaba a Ingrid?
Volvió a pedir una conferencia, ahora con el despacho de Robin
Stafford en Londres. Conocía el sitio muy bien, puesto que había
estado en él varias veces por asuntos de negocios. Cuando le
contestaron, preguntó:
—¿El señor Robin Stafford?
—Sí. ¿Desea hablar con él?
—¿Es que está ahí?
—Claro. ¿Por qué no había de estar?
—Perdone, pero yo creí que…, que se encontraba de viaje en
París, últimamente.
—No, señor, no se ha movido de aquí. Precisamente el señor
Stafford tuvo una caída de caballo jugando al polo y no anda bien.
¿Quiere que le dé algún recado? ¿De parte de quién…?
La amable telefonista esperó en vano la respuesta James Loreley
había colgado.
Una palidez cerúlea cubría sus facciones.
Quedaba bien claro que Ingrid estaba siendo miserablemente
engañada.
Ingrid no conocía personalmente a Robin Stafford, y alguien se le
había presentado asegurando ser él.
¿Pero quién? En nombre de todos los infiernos… ¿Quién…?
CAPÍTULO XII
El hombre atravesó la calle y llamó con la sonrisa en los labios a
la puerta de la elegante casa de Passy. Instantes después, le
abrieron la puerta.
La que le franqueó el paso no fue Ingrid, sino una esbelta, maciza
y tentadora muchacha inglesa de unos veinte años. Ya se sabe lo
que todo el mundo dice por ahí: las inglesas no suelen ser guapas,
pero la que lo es, lo es a rabiar. Y ésta lo era, por todos los
demonios. Ésta lo era.
Lástima que tuviera en su boca aquella sonrisa en cierto modo
desdeñosa. Lástima que mirara al recién venido con el desinterés
con que se mira a un tipo que ha llamado para pedir limosna.
—Buenas noches, señor Stafford —dijo.
El joven entró. Vestía impecablemente, como siempre. Hizo
exhibición del ramo de flores que llevaba en la mano izquierda y
preguntó, con una sonrisa:
—¿Dónde está Ingrid?
—En la sala. Le he estado haciendo compañía desde las seis.
—Parece que lo diga usted con desgana. Ésa es su obligación,
¿no?
La hermosa muchacha se encogió de hombros.
—No sé qué decirle. Yo acepté este empleo para poder estudiar,
y ella no me deja. Toca al piano continuamente. Parece obsesionada
por el Concierto de Varsovia.
—Si toca el piano, no creo que sea demasiada molestia para
usted —dijo él, con cierta sequedad—. Dudo que encontrara en
París un empleo más tranquilo y mejor pagado que éste, para que,
encima, parezca usted la reina e Ingrid la sirvienta:
La situación entre los dos se había vuelto tensa. Ella hizo un
mohín de desdén que ya no trataba de disimular. Fue en aquel
momento cuando oyeron el sonido del bastón.
Ingrid apareció en el umbral del vestíbulo.
Intentó aliviar aquella tensión, con una sonrisa.
Y lo consiguió, porque Ingrid era simpática, de eso no cabía
duda. Con la voz de una perfecta señorita inglesa, dijo:
—¿Por qué te has de enfadar con Wanda? Tú la trajiste, al fin y
al cabo, querido…
—La traje porque me la recomendaron en una agencia, pero me
estoy dando cuenta de que eso no es ninguna garantía. Tengo miedo
de que no te atienda como tú mereces.
—¿Pero qué ideas son ésas? ¡Claro que me atiende! ¡Y a la
perfección! Wanda es una de las mejores acompañantes que he
tenido. Lo que ocurre, es que tú no encuentras nada perfecto.
—Quizá no me perdona el que sea inglesa —dijo Wanda, con
marcada impertinencia—. Quizá una francesita le hubiera gustado
más.
Él apretó los labios.
Dijo, secamente:
—¡Váyase!
Estaba claro que no congeniaban, a pesar de que él la trajo,
como un gran hallazgo, unos días antes. Y era culpa de Wanda, no
cabía duda. Pero Ingrid no estaba dispuesta a perder sus escasos
minutos de dicha, por una cuestión así.
Cuando la otra muchacha hubo desaparecido, susurró:
—Lo siento… No debes preocuparte por Wanda. ¿Pero cómo
has venido tan pronto de Cherburgo, esta vez? ¿No hay trabajo?
—Un proyecto ha quedado paralizado —dijo él—. Por eso he
aprovechado el paréntesis para venir a verte.
—Estaba impaciente. Iba a telefonearte, ¿sabes?
—Ya te dije que era inútil. Están tendiendo líneas telefónicas
nuevas en toda la zona y aún no se puede comunicar. Por eso no te
llamo yo tampoco… ¿Quieres que te invite a cenar, Ingrid?
—Oh, me gustaría más quedarme en casa. Precisamente he
comido demasiado tarde.
—¿Sola?
—No. Ha venido a verme, inesperadamente, tío James, el único
hermano de mi padre. Tú no le conoces, pero he de presentártelo un
día.
—No corre prisa —dijo él para añadir, rápidamente—: ¿Te ha
llevado a comer?
—Sí, a Montmartre. De todos modos, si quieres que tomemos
sólo algo ligero, me encantaría salir contigo, Robin.
—Pues eso está hecho.
—Que venga también Wanda —sugirió Ingrid.
—¿Esa estúpida?
—Ya sé que perdemos un poco de intimidad, pero no vamos a
dejarla sola en esta casa…, en esta casa tan siniestra.
—De acuerdo, que venga —admitió él—. ¿Qué te pones?
—No sé… Lo podría elegir en el guardarropa.
—Pero el guardarropa está arriba… No te preocupes, iré yo.
¿Qué te parece aquel conjunto negro de falda larga y chaqueta?
—Si a ti te gusta, también me gusta a mí —dijo, sumisamente,
Ingrid.
El joven subió al piso superior. También a él le impresionaron
aquellos cuadros, aquel silencio, aquella quietud. No supo por qué.
También a él le impresionaban, a pesar de todo, aquellas
habitaciones vacías, desde las que siempre parecía estar acechando
alguien.
Todo estaba en silencio.
Pero el silencio fue roto en seguida.
Un taconeo suave, elegante, vino hacia él.
Una figura de mujer se deslizó en las sombras.
Una piel tan fina como sólo la puede tener una inglesa de alta
clase, acarició la piel del hombre.
Unos labios besaron los suyos.
Y él besó también apasionadamente los labios de Wanda.
CAPÍTULO XIII
¿Cuánto duró aquel beso? ¿Un par de segundos? ¿Un minuto?
¿Un siglo?
Ninguno de los dos hubiera sido capaz de decirlo, cuando se
separaron sus bocas. Pero tenían el aliento entrecortado, las
facciones ligeramente enrojecidas, las manos trémulas. La pasión les
sacudía, y esa pasión era tanto más fuerte, cuanto más la tenían que
disimular.
Wanda susurró:
—¿Cuánto va a durar esto, John?
—No lo sé, Wanda. No lo sé…
—Te dije que prefería no conocerla. ¿No te das cuenta de que
esto es un sufrimiento insoportable para mí? Sé que te comportas
como un novio. Sé que, a veces, la acaricias… La besas…
—Con sinceridad, sólo te acaricio y te beso a ti, Wanda.
—Pamplinas. Lo hagas con sinceridad o no, lo cierto es que con
ella también lo haces. Y tiene buenas curvas, la muy condenada.
Seguro que, con sinceridad o sin ella, las has calibrado bien.
—El único sistema para que una chica millonaria como Ingrid te
admita en su intimidad, es ser su novio —dijo tranquilamente John—.
Y el único sistema para ser su novio es decir que uno se llama Robin
Stafford.
—Siempre la manía de grandezas en esa gente…
—El mundo en que la han criado, es así. Ella no tiene la culpa.
—Lo sé, pero me duele toda esta comedia, todo este fingir que
nos peleamos… Y encima verla. Saber quién es. Saber que tiene un
cuerpo…
—Debo hacerlo, Wanda.
—Lo sé, y por eso te ayudo. Pero este juego es muy peligroso,
John. Te juro que me asusta.
—No te preocupes. Nada va a ocurrir.
—¿Y si ella se entera de que no eres Robin Stafford?
—¿Cómo se va a enterar? Mis documentos están perfectamente
falsificados. Y al auténtico Robin, no le conoce.
—Puede llamar a la casa de Londres…
—¿Por qué va a llamar allí, si sabe que estoy en Cherburgo?
—Puede llamar a Cherburgo…
—Las líneas están estropeadas. Casualmente las arreglan ahora.
Ella rió quedamente.
—Piensas en todo, John. Eres un demonio.
—Por eso sé que las cosas saldrán bien.
Y volvieron a besarse. Volvieron a unir sus labios
apasionadamente, hasta que ella susurró:
—Basta. Va a sospechar…
—No sabe que estás aquí, Wanda.
—¿Pero y tú? ¿Por qué has subido?
—Debo elegir un vestido para ella. Ya sabes que subir las
escaleras, le cuesta. Y el único guardarropa donde pueden
guardarse las cosas bien, está aquí arriba.
—Pues búscalo. No tardes demasiado.
—Vamos a hacerlo juntos —sugirió John.
Caminaron hacia el guardarropa. Éste era inmenso. Y estaba
bastante lleno, porque Ingrid tenía abundante ropa.
Wanda preguntó:
—¿Cuál quieres?
—El de la falda larga con chaqueta negra.
—Aquí está.
Wanda apartó dos vestidos para hacer sitio.
Y, de pronto, palideció.
—No lo entiendo… —dijo—. No está.
—Lo habrás cambiado de sitio.
—Imposible. Yo misma lo he puesto aquí, esta misma tarde…
John palideció, también. Preguntó con voz tensa:
—¿Es el único que falta?
—Sí… El único que yo sepa.
—No puede ser. Revísalos todos. Es completamente seguro que
lo has cambiado de sitio.
Con gestos impacientes los fueron examinando uno por uno. Pero
el vestido que buscaban no estaba allí. Definitivamente, había que
dar paso a la casi increíble idea de que había desaparecido.
Al fin, John produjo un chasquido con dos dedos.
—Ella lo habrá recogido —musitó—. Seguro que Ingrid se lo ha
llevado y no ha vuelto a acordarse más.
Desde el borde de la baranda del piso superior, llamó:
—Ingrid…
—¿Qué, querido?
—El vestido que has dicho que ibas a llevar, no está aquí. ¿No lo
habrás cogido tú, antes de ahora?
La voz de Ingrid resonó, con un leve deje de extrañeza.
—No, yo no… ¿Pero cómo es posible que no esté? Si la propia
Wanda me ha hablado de él esta misma tarde…
John tragó saliva bruscamente.
No hubiese querido hacer por nada del mundo aquella pregunta,
pero las circunstancias le obligaron a hacerla.
—Ingrid —musitó—, es posible que alguien se lo haya llevado,
por extraño que parezca. ¿Hay alguna persona que tenga tus
medidas exactas?
—Wanda no —dijo ella—. No le serviría.
—Deja al margen a Wanda. ¿Alguien más?
—Pues…
—Por favor, haz memoria, Ingrid. Alguien a quien ese vestido le
pudiera sentar bien, sin ningún retoque.
—Pues… puede haber muchas personas en el mundo. No sé qué
decirte, Robin.
—Me refiero a personas que tengan alguna relación contigo.
La voz de Ingrid, abajo, vaciló.
—Pues… —dijo.
—¿Quién?
—Sólo una persona muy allegada a mí. Mi propia madre…

***

John sintió que la habitación daba vueltas en torno suyo. Por un


instante le acometió un brusco, un instintivo casi irracional temor. Se
sujetó con fuerza a los barrotes de la baranda, bajando las manos.
—Tu madre… —bisbiseó—. Eso es absurdo, ¿no?
—Yo sólo te digo que ella tiene, exactamente, las mismas
medidas que yo.
—Pero, Ingrid, tu madre está en…, en…
—No hace falta que me lo recuerdes, Robin.
Palpitaba por primera vez, el miedo en la voz de Ingrid. Un miedo
lejano, irracional, que empezaba a aullar en el fondo de su cráneo
como una espiral de viento.
John, en su falso papel de Robin Stafford, no dijo una palabra
más. Tenía que conservar la serenidad, pero era absolutamente
necesario resolver la situación aquella misma noche. De modo que
descolgó el teléfono y marcó el número destinado a las conferencias
internacionales. Pidió que le pusieran en comunicación con el
sanatorio mental de Sandrighan, en Essex.
Le contestaron, a pesar de lo avanzado de la hora. John dijo,
autoritariamente, que era Robin Stafford, nombre muy conocido en
Gran Bretaña y que por sí solo significaba una garantía. Pidió hablar
con Susan Loreley.
—Me temo que será difícil, señor —dijo la voz del médico de
guardia.
—Se trata de un asunto relacionado con su hija Ingrid,
¿comprende? No le importe lo avanzado de la hora, por favor. Crea
que no le llamaría desde París, si no fuese importante. Despiértela si
es necesario y dígale que se ponga.
—Ya le he dicho que…, que va a ser difícil, señor.
—¿Pero por qué?
—La señora Susan Loreley marchó hace unos días de este lugar.
No hemos vuelto a verla, ni hemos encontrado ninguna pista.
John sintió que se le secaba la garganta.
Dijo, apenas con un soplo de voz:
—Gracias…
Y colgó.
Oyó, entonces, otro chasquido.
Ingrid había estado escuchando por el aparato supletorio.
Acababa de colgar también, casi con él.
Pero no fue eso sólo.
De pronto, Ingrid rodó sobre la alfombra.
Silenciosamente.
Con los ojos en blanco.
Como una muerta.
CAPÍTULO XIV
La muchacha se tendió en la cama. Le parecía que habían
transcurrido ya días enteros desde que aquello ocurrió, pero sólo
habían transcurrido seis horas. Eran las dos de la madrugada. Un
silencio macizo pesaba sobre aquel barrio de París, y parecía pesar,
también, sobre la ciudad entera.
La muchacha había tomado un calmante.
Tal vez eso hacía que Ingrid se sintiera un poco mejor. Pero, de
todos modos, la obsesión la dominaba aún, y se sentía cada vez
más insegura.
Utilizó el teléfono interior que tenía sobre la mesita.
Se produjo un chasquido al otro lado del hilo, y se oyó la voz de
Wanda:
—Ingrid…
—¿Estás ahí, Wanda?
—Sí, en la habitación de al lado.
—Por favor, si oyeras algún ruido…, ya sabes.
—Más intranquila tendría que estar yo, que tú.
—Te equivocas. Los muertos dan más miedo cuando aman, que
cuando odian.
—Por favor, no hablemos de eso. Me entra dolor de cabeza…
—Perdona. Sólo quería saber si estabas ahí.
—Sí, y no te preocupes, porque estaré atenta. No puedo dormir.
Ingrid colgó.
Y volvió a descolgar el auricular, marcando otro número.
Le respondió la voz de Robin.
—¿Qué hay?
Ingrid quiso mostrarse festiva:
—Hola, Robin Hood. ¿Estás ahí?
—Sí. En la habitación del fondo del pasillo. Aunque mejor estaría
contigo, claro.
—No seas aprovechado.
—¿Aprovechado? ¡Si yo sólo trato de protegerte…!
La voz que ella creía de Robin, había sido casi cómica. Ingrid
consiguió reír.
—Ya sé que todo eso es absurdo, y que no va a ocurrir nada —
murmuró—, pero ¿estarás atento?
—Más que atento, Ingrid. ¿Sabes la pistola que siempre llevaba
en la guantera del coche?
—¡Por Dios, Robin! Nada de pistolas.
—No es que trate de matar a nadie, pero me siento más tranquilo
con ella. La tengo bajo mi almohada. Si alguien te molesta, y si ese
alguien siente las balas, te aseguro que se divertirá.
Y colgó.
Ingrid se sentía más confortada.
Una profunda fatiga iba venciéndola.
Al sentirse más relajada, la dominaba la pesadez de las
anteriores horas de agitación.
Poco a poco, se fue quedando dormida.
Y soñó mil cosas. Soñó en el rostro del doctor Temple, el hombre
muerto a hachazos. Soñó en un largo paseo, al final del cual se
encontraba él. Llevaba una máquina fotográfica en la mano. Soñó,
también, que ambos hablaban de pintura, mientras paseaban por una
alameda que parecía arrancada del bosque de Bolonia.
De pronto, él se separó.
Su figura quedó difuminada entre las sombras, pero, al poco rato,
reapareció. Y entonces Ingrid sintió que se le contraía la garganta,
sintió también que sus piernas se doblaban. Porque el hombre que
volvía lentamente junto a ella… ¡no tenía cabeza!
Fue esa sensación brutal la que la despertó.
Con los ojos desencajados, se sentó en la cama, sin ver nada
aún, mientras sus dedos aferraban las ropas del embozo.
Y durante treinta largos segundos, quizá un minuto entero, no vio
nada.
Pero sintió.
Sintió que había alguien junto a ella.
Alguien, que no hacía ruido, que respiraba con mucha fuerza.
Ingrid volvió la cabeza.
Y entonces la pudo distinguir. Pero la vio muy confusamente,
porque aún se encontraba en este estado febril de duermevela en
que las cosas son inconcretas y no se distinguen bien. Se trataba de
una mujer. Una mujer de pelo corto, que le recordó a alguien,
inmediatamente.
Porque la había visto la primera noche que estuvo allí.
¡La mujer que huyó escaleras abajo!
Ingrid tendió una mano y no pudo tocarla.
¿La mujer había retrocedido a tiempo? ¿O quizá era, solamente,
una sombra?
Tal vez Ingrid hubiera podido saltar de la cama a tiempo, si llega a
tener las dos piernas totalmente sanas. Pero no podía tomar impulso
con la izquierda. Y eso retrasó sus movimientos. Cuando trató de
lanzarse, lo único que consiguió fue caer materialmente de la cama
sobre la alfombra. Le pareció oír unos pasos que huían.
Su garganta se crispó.
—¡Wanda! ¡Wanda! ¡Robin! ¡Robin, por Dios…!
Oyó confusamente los pasos de Robin Stafford al extremo del
pasillo. El joven caminaba descalzo, por lo cual sus pisadas
resultaban muy suaves. Pero, en cambio, resultaron casi
ensordecedoras las dos detonaciones.
Ingrid pareció brincar por los aires.
—¡Cuidado…!
No se dio cuenta de cómo había llegado hasta allí, pero, de
pronto, se encontró en el pasillo. Gateaba confusamente. Vio a Robin
en pijama y en lo alto de las escaleras, llevando aún la pistola
humeante en la derecha.
Wanda también había aparecido.
Llevaba una camisita muy corta, y parecía una estampa sacada
de una revista frívola. Estaba lo que se dice tentadora, pero en
aquellas circunstancias cualquiera se fijaba en eso.
El joven se volvió.
—Era una mujer. Una mujer vestida de negro —dijo, sordamente,
Wanda.
—Sí. Estaba en mi habitación —balbució sin fuerzas Ingrid.
—Pues no tenía nada de sobrenatural. Puedo asegurártelo. Huía
como una liebre.
—¿Le has dado?
—Creo que no. Tenía la obsesión de no tirar a matar, ¿sabes?
De apuntarle sólo a las piernas. Y eso ha hecho que fallara mi
puntería.
Encendió las luces del vestíbulo, cosa que podía lograrse también
desde lo alto de la escalera. Vieron dos cosas desacostumbradas:
una butaca volcada por alguien que había huido muy rápidamente, y
la puerta de la calle, abierta. La puerta de la calle oscilaba, movida
por el viento de la noche.
—Ha huido —musitó John—. Te aseguro que no era nada
sobrenatural.
Ingrid se había apoyado en la baranda.
Miraba, obsesionada, hacia abajo.
Con los ojos desencajados.
Con la boca entreabierta.
Wanda musitó:
—Pero ¿qué te ocurre?
Ingrid señaló hacia abajo.
—Es…, es eso.
Y entonces la vieron. Estaba en el suelo. Era una peluca de
mujer, como las que se hallaban expuestas en el dormitorio. Una
peluca rubia…
CAPÍTULO XV
Fue Wanda la que recogió aquella peluca. Sus dedos temblaban
ostensiblemente al hacerlo. Avanzó con ella en la mano, como si
llevase la pieza, aún sensible, de una mujer a la que acababa de
matar. Sin fuerzas, sin aliento, como si acabara de hacer una larga
carrera con ella, la depositó en una de las mesas.
Ingrid había hecho un gesto que parecía de niña. Se había
sentado en los peldaños de la escalera. Pero su rostro no era de
niña. No, desgraciadamente, ya no lo era. Su rostro reflejaba un
terror, una angustia, que nadie hubiera sabido describir con palabras.
Dos profundas arrugas que la envejecían, surcaban su ancha frente.
Tardó largos minutos, unos minutos que se hicieron angustiosos e
interminables, en poder musitar:
—Robin…
Él se acercó.
Le pasó la derecha, acariciante, por los sedosos cabellos rubios.
Notaba, más allá de la distancia, la mirada vidriosa de Wanda.
—No te debes inquietar —musitó—. Después de llamar al
manicomio hemos resuelto quedarnos aquí, para protegerte, si
ocurría algo. Pero no ha ocurrido nada, ¿te das cuenta? Esa mujer
no te ha hecho nada malo. Ni creo que intentara hacerlo.
Simplemente, ha huido… Debes olvidarla. Es como si se la hubiera
tragado el viento.
Intentaba animar a Ingrid, pero él sabía bien que no iba a
conseguirlo. La muchacha guardaba un hermético, un obstinado
silencio. Los dedos habían tapado sus ojos, como si no quisiera ver.
Él continuó:
—Vivimos en una casa que no debiste haber alquilado, jamás.
Hay aquí demasiados detalles siniestros, como las pelucas de la
antigua dueña de la casa, que debía ser una maniática. Pero, por lo
demás, no pasa nada, ¿comprendes? Nada… Y esa mujer que ha
huido ni siquiera la conocías.
Ingrid rompió entonces el silencio por primera vez, para musitar:
—Claro que la conocía.
—¿Qué…?
—La conocía —repitió.
—Entonces, ¿quién es?
—Mi madre.
Las palabras quedaron vibrando en el aire quieto de la habitación.
Parecieron enroscarse como serpientes, en los viejos muebles.
Parecieron tomar, misteriosamente, cuerpo.
Él musitó:
—¿Has dicho que es… tu madre?
—Sí.
—¿La que ha huido de… Sandrighan?
—¡Sí, sí, sí! ¡Mil veces, sí! —Los dedos de Ingrid se habían
crispado hasta clavarse las uñas en las palmas de sus manos—. ¡Y
también la vi la primera vez! ¡También supe que era ella! ¡Lo que
ocurre, es que si se pone alguna de esas pelucas, lo hace porque
cree que así no la reconoceré tan pronto! ¡Porque está segura de
que la impresión será menor! ¡Pero se equivoca! ¡Todo es peor,
desde el momento en que se limita a observarme! ¡Desde el
momento en que no me habla!
Y volvió a ocultar, otra vez la cabeza, entre los apretados
hombros mientras la recorría un sollozo. Estaba al borde de la crisis
nerviosa. John, en su falso papel de Robin Stafford, fue a buscar
algo de beber y vio un par de frasquitos en la repisa de las botellas.
Murmuró:
—¿Qué es esto?
—Medicinas —dijo Ingrid, con un soplo de voz.
—Pero medicinas, ¿para qué?
—Para los nervios. Me sientan bien.
—No digo lo contrario, pero esas cosas deben tomarse con
cuidado. ¿Quién te las receta?
—Mi tío James. Tú le has oído nombrar. Es un gran médico.
El falso Stafford apretó los labios, con un estremecimiento que
sólo él notó.
—¿Ha estado aquí? —dijo.
—Sí, pero esas medicinas ya me las había recetado antes. No
tienen ninguna relación con su estancia en París.
—Quizá haya preguntado por mí, ¿no? Quizá querrá
conocerme…
—Es posible —bisbiseó Ingrid—, pero no es eso lo que me
preocupa, ahora.
Él le trajo un vaso con coñac francés de alta graduación. Le
recomendó que lo bebiera poco a poco.
Sólo cuando los colores hubieron vuelto un poco a la cara de
Ingrid, preguntó:
—¿Qué temes? ¿Crees que tu madre puede querer algo contra
ti?
Ingrid no contestó.
Parecía completamente aturdida.
John la tomó en sus potentes brazos y la llevó al dormitorio, otra
vez. Sabía que le iba a ser imposible dormir, pero, al menos, allí se
relajarían un poco sus nervios. Le dejó a su alcance la botella de
coñac, por si quería beber más.
No sabía de qué otro modo obrar en aquel momento. Y en la
casa volvió a hacerse el silencio. Volvió a imperar la oscuridad. Otra
vez las habitaciones vacías, los muebles añejos, los cuadros que
representaban a los muertos volvieron a llenarse de presagios.
CAPÍTULO XVI
El comisario Renaudot había hecho un nuevo y rápido viaje a
Londres para asistir al entierro de su colega, el superintendente
Mulford.
Si efectuó aquel desplazamiento fue en parte por sincero
sentimiento, ya que Mulford le había causado la sensación de ser un
hombre muy equilibrado, aun cuando sólo lo había visto una vez.
Pero fue, también, por ver el escenario del sitio en que había sido
casi decapitado por un hacha…, de la misma forma en que murió el
doctor Temple y de la misma forma en que habían muerto,
salvajemente, otras dos personas, en el bosque de Bolonia.
Las deducciones que hizo le llevaron por los mismos caminos a
que le habían conducido los otros casos: la pieza metálica del hacha,
había sido hallada, pero el mango, no. Las huellas visibles eran las
de unos zapatos planos, seguramente de mujer, y su posición
demostraba que su dueña se movía ágilmente. Por lo demás, no
había ningún rastro, ningún indicio. Todo se perdía en la niebla, el
vacío, y la nada.
Pero Renaudot era un hombre paciente, como lo había sido
Mulford.
Supuso que si Mulford había venido allí, provisto de una orden
judicial, era para ver algo, y por lo tanto él trató de ver, también, lo
que los ojos del muerto ya no distinguirían nunca.
Se fijó en los cuadros de la familia de los Loreley.
Y sus rostros magníficamente pintados le dijeron, también, lo que
las palabras no le dirían. Se dio cuenta —como antes Mulford—, de
que los Loreley eran un clan en el que abundaban los tarados
mentales; acaso los asesinos en potencia. Y uno de esos tarados
mentales era, sin duda, la madre de Ingrid, que estaba recluida.
Renaudot anotó en su agenda el primer nombre: «Viuda de
Loreley».
Para él, era la primera sospechosa. Una loca que se había
fugado del manicomio y que mataba por el simple placer de matar. El
camino que abría aquel nombre, podía llevarle a la solución final del
misterio.
Pero anotó a continuación otro: «John Lane».
Él se había enterado, en París, de que Ingrid Loreley vivía en el
barrio de Passy, pero se había enterado también, de que estaba con
su prometido, Robin Stafford. Una rápida investigación le había
llevado a saber que Robin Stafford no estaba en París, sino en su
despacho de Londres y, por lo tanto, el de París tenía que ser un
falsario. Ahora bien, ¿de quién se trataba?
Un par de fotografías discretas, hechas por unos agentes
especiales en el elegante hotel Crillón, le habían bastado para tener
una imagen perfecta del joven que se hacía pasar por Stafford. Una
rápida ojeada a los archivos franceses e ingleses, le había
demostrado que John Lane había estado en la prisión de Broadmoor
por robo, saliendo, al fin, bajo una fuerte fianza, aunque no pudo
averiguar quién la había depositado.
Y para el veterano comisario Renaudot, la cosa estaba clara:
John Lane podía estar intentando hacerse, por cualquier medio, con
la magnífica fortuna de Ingrid Loreley. Y al pensar en cualquier
medio, pensaba en una cadena de crímenes.
Pero no era éste su único sospechoso.
Anotó en la agenda, un tercer nombre: «Wanda Jackson».
Wanda trabajaba en la casa de Passy, según había podido él
averiguar. La había traído el falso Stafford. Fingía ser una estudiante
contratada como señorita de compañía, pero, en realidad, tenía
relaciones íntimas con John Lane. O poco le faltaba para tenerlas. El
caso era que estaba de acuerdo con él para despojar a Ingrid de su
fortuna.
Por lo tanto, también tenía que estar en la lista de sospechosos.
Sobre todo, cuando las huellas de zapatos encontradas
correspondían a las medidas de unos pies de mujer.
Con estos elementos en sus manos, Renaudot ya podía haber
dictado unas cuantas órdenes de detención antes de volar a Londres,
pero no quería precipitarse. Prefería dejar que las cosas se cocieran
un poco más.
Su ayudante, que había venido con él y le seguía
silenciosamente, musitó:
—¿Ha visto esa fotografía de las dos niñas, comisario?
Le señalaba la que estaba al final de la escalera, la que tanto
había llamado la atención de Mulford antes de morir. Renaudot
asintió pesadamente.
—Sí —dijo—. Una de ellas es Ingrid. Pero puede ser cualquiera
de las dos, puesto que son gemelas.
—¿Se da cuenta de que una de ellas parece… es decir… parece
anormal?
Renaudot no se había fijado en aquello. Quizá le molestaba fijarse
en aquellos detalles, tratándose de una niña. Pero, en efecto, una de
las dos caras no era como la otra. Una de las dos caras tenía algo
misterioso, indefinible, que los retratos situados un poco más abajo
tenían también.
Musitó:
—Dios mío… ¿Es posible que…?
Hasta entonces no se le había ocurrido aquel pensamiento. Hasta
entonces, no había pensado en Ingrid.
—Haga una cosa —dijo, rápidamente—. Investigue dónde y
cuándo nació Ingrid Loreley.
—Lo tengo apuntado —dijo su ayudante—. Lo anoté con los
datos rutinarios que siempre se anotan en estos casos: Ingrid
Loreley, 18 de junio de 1953. Nació aquí, en Londres, en una
elegante casa de Pimlico. ¿Qué más quiere saber?
—El nombre de la otra niña. La gemela. Quiero saber qué fue de
ella.
—Naturalmente que sí. Eso me ocupará un par de horas como
mínimo, pero usted puede esperar aquí mientras sigue investigando.
Le telefonearé.
Y el ayudante salió de allí para dirigirse a la Town Hall del distrito
de Pimlico. Mientras tanto, Renaudot avanzó hacia las otras salas.
Pero le costaba andar.
Sentía un pinchazo en el fondo del cráneo, como si una lucecita
roja se encendiese una y otra vez, en él.
Al fin, tuvo que cerrar los ojos.
—Dios santo… —musitó—. ¿Es posible?
¿Era posible que… que Ingrid Loreley no estuviera representada
por una mujer, sino por dos?
¿Era posible que una Ingrid fuese totalmente inofensiva, mientras
que la otra era una monstruosa asesina?
¿Era posible que, por ejemplo, a las once, estuviera en la casa
de Passy la hermana inofensiva, y a la una estuviese la otra?
¿Podría distinguirlas alguien?
Y el que besase a la que creía Ingrid, ¿no estaría besando a la
muerte?
CAPÍTULO XVII
John musitó:
—Ingrid…
Habían pasado casi veinticuatro horas, desde que en la casa
apareció la madre de la muchacha. Veinticuatro horas de tensión, de
silencio. Veinticuatro horas, durante las cuales ninguno de ellos se
atrevió a expresar sus pensamientos en voz alta.
Pero, ahora, la calma parecía haber vuelto. Ahora, estaban los
tres envueltos en aquel silencio, como si el mundo exterior no
existiese y como si, desde él, no les pudiera llegar ninguna amenaza.
—Ingrid…
Ella se volvió.
—¿Qué, Robin?
—Parece que te sientes más tranquila, ¿verdad?
—Sí, estoy mucho mejor. Las medicinas de tío James, me
calman.
—Yo diría que son demasiado fuertes —musitó el falso Robin
Stafford—, pero tendría que ser médico para poder opinar. Lo
importante es que te encuentres bien, ¿sabes? Eso es lo único que
cuenta.
Y la atrajo hacia sí.
El silencio los envolvía.
La besó.
Besó aquellos labios quietos, fríos, que no parecían los de
siempre.
Apartó un poco la cabeza, sorprendido. No sabía lo que era. Pero
hubiese jurado que los labios que acababa de besar, no eran los que
besó otras veces. Que había en ellos algo indefinible, misterioso,
distinto…
Ella musitó:
—¿Qué te pasa?
—Nada. Es…, es una tontería.
—Pues parece como si me encontrases extraña.
—No… Un poco distante, tal vez. Un poco envarada. No sé cómo
explicártelo, ¿comprendes? Como si estuvieses tensa.
—Tengo motivos para estarlo. Han pasado demasiadas cosas
últimamente, ¿no crees?
—Nadie lo duda, pero tienes mi compañía. A partir de este
momento, nada volverá a ocurrir, ya lo verás. Aunque pienso que
deberíamos irnos de esta condenada casa.
—¿Por qué? No se ha vuelto a oír más aquella música.
—No es eso sólo. La casa tiene otros detalles que perjudican tu
salud. Pero ya trataremos de eso mientras bebemos una copa, ¿no
te parece? Estaremos mejor abajo, ¿no crees?
—Tienes razón. He pasado sola, en mi habitación, demasiadas
horas.
Y descendieron por las magníficas escaleras hacia el vestíbulo,
donde se encontraba Wanda. Un tocadiscos desgranaba una música
suave y tranquilizadora. Todo en la casa era paz. Tenían la sensación
de estar solos, absolutamente.
Pero no era así. Ni John Lane, ni la muchacha se dieron cuenta
de que unos ojos les seguían, mientras ellos descendían por la
escalera.
Unos ojos profundos, quietos…
Wanda sonrió, al verles bajar, mientras musitaba:
—Ya era hora de que estuviésemos un rato juntos… Os
prepararé una copa.
Y fue al mueble-bar, donde estaban las botellas. Pasó junto a una
de las ventanas, más allá de las cuales sólo se veía la noche.
No supo adivinarlo, en aquel momento. No supo darse cuenta de
que detrás de ella, a pocos pasos, estaba la muerte.
CAPÍTULO XVIII
Lo vio por el cristal que tenía enfrente. Si llega a estarse quieta,
no lo cuenta. Tampoco hubiera podido salvarse, caso de ser menos
joven y, por lo tanto, menos ágil.
De pie como estaba, Wanda tenía detrás un gran mueble
aparador, donde había unos valiosos cristales de Bohemia y unas
costosas porcelanas. El mueble, construido con esa honradez con
que se construían las cosas cien años atrás, debía de pesar sus
buenos cuatrocientos kilos, puesto que parte de él, era de bronce.
Desplomándose encima de una persona, podía, materialmente,
aplastarla.
Y eso fue lo que ocurrió.
¡El mueble se desplomó, de pronto!
¡Pareció brincar materialmente sobre el cuerpo de Wanda!
Ésta se lanzó de frente, cruzando al aire con la agilidad de una
saltarina de trampolín. Sus reflejos y su agilidad fueron admirables.
Todo ocurrió tan rápidamente, que Ingrid y Robin apenas pudieron
seguirlo con la vista.
El mueble se desplomó contra el suelo.
Wanda dio dos vueltas más sobre sí misma, y quedó rendida en
la alfombra, sin sufrir el menor daño. Sus preciosas piernas, al
descubierto, hubieran hecho abrir la boca a cualquier hombre; pero
ahora, ¿quién diablos pensaba en eso?
El falso Robin se inclinó sobre ella.
Ingrid también fue a hacerlo, pero su pierna izquierda falló, y
quedó de rodillas en el suelo, sin poder acercarse.
Robin alzó, dramáticamente, la cabeza de la muchacha.
—¿Qué ha sucedido? ¿Te sientes bien? ¿Te ha ocurrido algo,
Wanda?
Ella contestó, con un soplo de voz:
—Me… me siento bien.
Pero el hecho de que hubiera podido salvarse, parecía un
milagro.
No hacía falta más que ver las gruesas baldosas de mármol, dos
de las cuales estaban partidas, para comprender el terrible impacto
que la caída del mueble hubiera causado a un ser humano. Ninguna
caja craneana hubiera resistido aquello. Resultaba estremecedor y
desagradable pensarlo, pero, en aquel mismo momento, los sesos
de Wanda estarían esparcidos por el suelo, si la muchacha no
hubiera sido tan intuitiva y tan ágil.
El hombre alzó la cabeza, poco a poco.
Estaba tan pálido, y temblaban tanto sus labios, que su rostro
daba una sensación casi grotesca.
Miró la pared, que hasta entonces había ocupado el pesado
mueble.
Nada.
Era una pared normal y corriente, detrás de la cual no había
ninguna puerta y ningún orificio.
Ingrid, balbució:
—Nadie ha podido empujar ese mueble, desde atrás.
—No —dijo Robin.
Su voz ronca indicaba que tenía la boca espantosamente seca.
Fue él quien ayudó a Wanda a levantarse, y la hizo sentarse en un
diván bien alejado del lugar donde estaba antes. La muchacha
respiraba desacompasadamente. Bebió casi de un trago el vaso de
ron que el hombre acabó poniendo entre sus labios temblorosos.
—¿Te sientes mejor?
—Sí. Ya todo… ha pasado.
Él se irguió.
Seguía mirando la pared reconcentradamente.
—Absurdo —dijo—. Si nadie ha podido empujar ese mueble, ¿por
qué ha caído?
Nadie contestó.
¿Qué respuesta hubieran podido darle?
Las únicas personas que estaban con él, eran las dos mujeres y
las dos se habían llevado las manos a la cara, y tenían sus miradas
perdidas.
Fue Wanda la que movió los labios, al fin.
Parecía haber transcurrido un tiempo interminable.
Como si ya hiciera años que el mueble se desplomó.
—Hace tiempo, yo estuve en una reunión espiritista, en Londres
—murmuró—. Fue por simple curiosidad. Me llevó una amiga. Pero
observé algo que no he olvidado nunca: los muebles se movían.
Robin dijo, ásperamente:
—El fenómeno de la levitación. Simple truco.
—El fenómeno de la levitación, ¿no se ha dado con algunos
santos? —musitó Wanda, con voz temblorosa y ahogada.
—No mezcles una cosa con otra.
—Está bien. Yo sólo digo lo que vi.
—Te repito que era simple truco. Esas cosas siempre ocurren en
la oscuridad. Dime, ¿verdad que estabais a oscuras?
—Sí, pero aquí… ¡Pero aquí hay luz! ¡Fíjate! ¡Todas las lámparas
están encendidas!
Sus últimas palabras habían sido un grito nervioso. El hombre se
estremeció, crispando las manos.
—¡Está bien! —gritó—. ¡Hay luz! ¡De acuerdo en que todo esto
está lleno de luz! Pero ¿por qué demonios te has puesto a hablar de
espíritus? ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
—Simplemente, trato de decirte que a mí me pareció ver que los
espíritus llegaban a mover los muebles.
—¿Y qué?
—Saca la deducción tú mismo.
Fue Ingrid la que la sacó. Fue ella la que dijo, con voz
sorprendentemente suave:
—Trata de decir que Temple ha intentado matarla. Su fuerza
espiritual ha bastado para mover eso.
Robin —John Lane—, estuvo a punto de saltar.
—¡Me niego a creer eso! —dijo, con los ojos saliéndosele de las
órbitas—. ¡Me niego! ¡Es grotesco!
—Pues trata de creer, al menos, en lo que has visto.
Y señaló el mueble.
Robin tenía las facciones desencajadas.
Se puede luchar contra un vivo y se puede llegar a acorralarlo.
Pero ¿cómo luchar contra un muerto?
Wanda, que hasta entonces no había hablado apenas, dijo, con
un soplo de voz:
—Lo siento.
—¿Qué es lo que sientes, Wanda?
—No puedo soportarlo más. He de irme.
Ingrid cerró, un momento, los ojos.
—Yo misma pensaba pedírtelo. Tienes toda la razón del mundo.
—Vosotros haced lo que os plazca, pero yo ya no puedo más. He
tratado de pensar que me gustaría resolver este misterio. He
intentado decirme que esto era emocionante, después de todo. Pero
ya resulta inútil seguir engañándome a mí misma. No quiero morir de
ese modo y, además, sin saber por qué. Me marcho.
Robin musitó:
—Debemos irnos los tres.
—Yo, no —musitó Ingrid.
—¡Qué locura! ¿Cuántas veces hemos de insistir en lo mismo?
¿O es que realmente te interesa el recuerdo de ese hombre? ¿Es
que su fuerza espiritual también puede… puede llegar a destrozarte?
Ingrid hizo un gesto de hastío.
Ella sabía muy bien lo que significaba Temple, pero no estaba
dispuesta a decirlo. Se preparó, también, un combinado fuerte y lo
bebió de un trago. Luego miró al hombre a quien ella creía Robin
Stafford.
—Me quedaré aquí —insistió—, aunque comprendo que vosotros
debáis iros. Yo no corro ningún peligro.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Simplemente, sé que no corro ningún peligro. Eso es todo.
Ella no podía ver lo que, en aquel momento, pasaba a cierta
distancia de allí, en una de las habitaciones contiguas que estaban
vacías. No podía ver que unos ojos se habían clavado
insistentemente en su rostro.
En aquellos ojos había algo de maligno. De algo que estaba más
allá de la vida y de la muerte.
Unas manos hábiles retiraron, en silencio, el fino y resistente
cable de acero. El cable había pasado por detrás del mueble que se
derrumbó tan de pronto, quedando sujeto por el otro lado a uno de
los barrotes de hierro de la baranda de la escalera. Es decir, un lado
del cable terminaba allí, mientras el otro se introducía en la
habitación vacía.
Como el cable era muy resistente y estaba muy tenso, bastaba
tirar de él hacia un lado, hacia la parte exterior del mueble, para que
éste, que ya había sido previamente desequilibrado, vacilase y
cayera. Eligiendo bien el momento, podía aplastar muy bien a la
persona que estuviera junto a él.
Como había calculado la persona que se hallaba dentro de la
habitación, el nudo del cable de acero que lo sujetaba a la baranda
se había deshecho a causa de la tensión, cuando ya el mueble
estaba cayendo. Ahora ya no había más que retirar el cable, poco a
poco, y en silencio. Ninguna investigación comprendería jamás el
porqué de la inverosímil caída de aquel pesado mueble. Quizá un
observador muy atento notase rozaduras en uno de los barrotes de
la baranda, causadas por un cable de acero, pero eso le serviría
solamente para montar una hipótesis sin pruebas…, cuando Wanda
ya estuviese muerta.
Claro que el golpe había fallado.
Pero no importaba.
Sobraban medios para intentarlo otra vez.
Los ojos brillaron, cuando el cable hubo sido retirado por
completo. Luego, una mano palpó en un bolsillo los cuatro diminutos
micros, milagro de la electrónica japonesa, que podían difundir por
toda la casa una pieza tocada en un tocadiscos que podía estar
situado tanto en el interior como el exterior.
Aquellos pequeños micros habían retransmitido el Concierto de
Varsovia, el día en que la muchacha alquiló la casa.
Los ojos seguían brillando quietamente.
Luego desaparecieron.
Si algún leve rumor había producido aquella persona, mientras
estaba en la habitación, hasta eso se esfumó por completo.
Instantes después, una mujer salía por una de las puertas
secundarias a la calle de Mayerling, una de las laterales de la casa.
Fue una casualidad que la viera aquel matrimonio que regresaba
en su coche de la última función de la ópera.
Fue una casualidad, también, que aquel matrimonio conociera
casi perfectamente a la buena sociedad de Londres.
La mujer susurró:
—Oye… quizá he visto mal. ¿Pero no es ésa la viuda de Loreley?
—Sí… La que desapareció hace tiempo. Yo diría que lo es.
—Pues ya sabemos dónde está —dijo la mujer—. Acabo de
averiguar lo que no sabe nadie en Londres.
¡Cuando vuelva allí, lo voy a explicar tantas veces en el Club de
los Derechos de la Mujer, que me voy a poner morada…!
El coche pasó.
Ninguno de sus dos ocupantes se dio cuenta de que la mujer, al
cabo de unos instantes, volvía a entrar en la casa.
CAPÍTULO XIX
El comisario Renaudot no tuvo la respuesta en dos horas, como
le había dicho su ayudante, sino que hubo de esperar bastante más.
Tanto, que si seguía aguardando, corría peligro de perder el vuelo a
París que tenía programado para aquella noche. Y como no había
otro vuelo, hasta el día siguiente, tendría que dejar las obligaciones
inexcusables que le aguardaban en su despacho del Quai des
Orfèvres.
Lanzando maldiciones, Renaudot se dirigió al aeropuerto de
Heatrow. Nadie le había llamado a la casa donde fue asesinado
Mulford, ni en ella había averiguado nada más. Por lo tanto, su
estancia allí era inútil hasta que le informara su ayudante.
Pero en el aeropuerto le esperaba un mensaje. Cuando le
entregaban el londig-car, para pasar al avión, le entregaron, también,
un pequeño sobre.
—Es un mensaje telefónico para usted, comisario. Acabamos de
recogerlo.
Renaudot leyó el papel que el sobre contenía. Era su ayudante:

Dificultades de última hora me han impedido telefonearle, pero tengo


datos de gran interés. Llegaré a Le Bourget, una hora después de llegar
usted a Orly, pues puedo hacer el viaje en el avión privado de un
comerciante. Le informaré en su despacho, antes de las diez.

Con aquella esperanza, Renaudot, tomó el avión y después de su


llegada a París se dirigió al Quai des Orfèvres, donde tenía su
despacho. Bastantes asuntos y bastantes sobres se habían
acumulado en su mesa durante las últimas horas, pero sólo abrió
algunos. Estaba trabajando en lo que le parecía más esencial,
cuando su ayudante entró:
—Tengo noticias —dijo—. Me costó mucho hacer investigaciones
en el registro civil y luego en el negociado de cementerios, pero
ahora sé algo que centra bastante bien las cosas. Efectivamente,
Ingrid nació en la fecha que le indiqué. Con ella nació, también, su
hermana gemela Patricia. Parece que ésta era anormal. La foto que
usted vio, y en la que ambas tenían cinco años, más o menos, lo
demuestra.
—Sí, en efecto. ¿Y qué? ¿Es Patricia una loca capaz de matar?
¿Sustituye a Ingrid en determinados momentos, sin que nadie se dé
cuenta?
Renaudot estaba seguro de que así era. Estaba convencido de
que allí radicaba la clave de todo.
Pero su ayudante, musitó:
—No.
—¿Cómo qué no? ¿Qué dice?
—No puede ser, puesto que Patricia murió poco después de serle
hecha aquella foto.
—¿Patricia o… Ingrid?
Los labios del ayudante temblaron un momento.
No había pensado en aquello.
Con voz velada, musitó:
—Las fichas de cementerios, dicen que fue Patricia…
—Pero pudo ser Ingrid, ¿no? A una de las hermana; se la había
anotado como deficiente mental. A la otra, no. Quizá los Loreley
quisieron librar de esa tara a la única hija que les quedaba viva. Tal
vez quisieron, al menos, conseguirlo en los papeles oficiales, lo que
ya es algo. Y dijeron que la muerta era Patricia. ¿Quién las
distinguiría?
Otra vez los labios del ayudante temblaron.
Otra vez comprendió que su jefe tenía más imaginación que él.
No había pensado en aquella posibilidad cuando recogió los datos.
—Entonces… —susurró—, no existe la posibilidad de que estén
las dos hermanas vivas y la loca peligrosa haya sustituido, en
determinados momentos, a la que está sana. No, esa posibilidad no
existe, porque una de las dos está muerta. Pero la otra, ¿quién es
realmente? ¿Podría tener la mente trastornada? ¿Podría ser capaz
de matar?
Renaudot, masculló:
—Eso mismo estoy pensando yo, hace rato. Por lo tanto conviene
que nos movamos aprisa, antes de que vuelva a correr la sangre.
Y se puso en pie. Había tenido un día muy agitado, pero no
parecía cansado en absoluto. Pidió, por el dictáfono, que le
prepararan un coche, con sólo dos hombres de confianza, para
dirigirse al barrio de Passy.
Cuando ya estaba en la puerta, su ayudante susurró:
—¿Le acompaño?
—Claro que sí. Naturalmente. ¿O cree que voy a pedir dos
hombres de confianza, y echarle a usted?
—Es que aún no le he dicho todo lo que he podido averiguar,
comisario.
—¿No? ¿Qué es lo que falta?
—El nombre del médico que firmó el certificado de defunción de
Patricia, después de tenerla recluida bastante tiempo en la sección
del sanatorio mental de Sandrighan dedicada a niños anormales.
—¿Quién… firmó eso?
El ayudante dijo, con un soplo de voz:
—Un médico joven, pero que merecía la confianza de la familia. El
doctor Temple…
CAPÍTULO XX
Mientras todo esto sucedía en el Quai des Orfèvres, sede de las
secciones más importantes de la policía de París, el hombre que
fingía ser Robin Stafford cortaba la música del tocadiscos preparaba
un nuevo combinado para las dos mujeres y miraba en torno suyo,
con expresión de hombre que está desconcertado por primera vez en
su vida. Guardó la botella en una sección del mueble-bar, abrió otra,
en busca de un vaso más alto, y entonces vio aquel pequeño paquete
muy bien envuelto.
Lo que le llamó la atención, fue una cosa.
Incluso, antes de tocar el paquete.
Lo que le llamó la atención, fue que éste apareciera envuelto en
un curioso papel donde se repetía, una y cien veces, muy bien
impresa, la cara del doctor Temple.
Musitó:
—Ingrid…
Ella se volvió.
—¿Me llamabas?
—Sí. ¿Qué es esto?
—Nada. Algo que he recibido.
—No parece enviado por correo. ¿Te lo entregaron en mano?
—Sí.
—Es que ocurre algo muy curioso. Se trata de un papel increíble.
¡Un papel donde sólo está reproducida la cara del doctor Temple!
—Sí, en efecto, es un papel muy curioso. Pero deja eso.
—¿De qué se trata?
—¡He dicho que lo dejes!
La voz de la muchacha se había alterado. Sus facciones
cambiaron, de pronto; en cuestión de segundos se hicieron
exageradamente tensas.
Y eso fue, precisamente, lo que más excitó la curiosidad del
joven. Con gesto decidido, fue a llevar la mano hacia aquel paquete
para tocarlo.
Pero no pudo.
En aquel momento llamaron a la puerta.
Una cosa tan sencilla como el timbre, produjo en aquellos tres
seres una especie de conmoción. Igual que si acabara de llamar un
ser de ultratumba, tuvieron un sobresalto, mientras se miraban,
desorientados, a los ojos. No comprendían quién podía venir a
aquella hora.
Pero la llamada se repitió.
Wanda musitó, rompiendo aquel angustioso silencio:
—Bueno… Creo que conviene ir a abrir, ¿no?
Mientras John Lane —Robin Stafford—, cerraba el mueble-bar,
ella abrió la puerta principal de la casa. Un hombre elegante, ya de
cierta edad, pero con el aspecto de un auténtico caballero inglés,
entró en el elegante vestíbulo.
—Buenas noches —dijo, cortésmente—. Perdonen lo avanzado
de la hora, pero ¿puedo pasar?
—Naturalmente —dijo Wanda, con cierta timidez—, ¿pero quién
es usted?
No necesitó obtener la respuesta. Ingrid avanzó desde el otro
lado de la habitación, mientras decía alegremente:
—Tío James…
No cabía duda de que se sentía aliviada al verle. Nadie podía
discutir que el único hermano de su padre, era, para la muchacha,
una persona en quien confiar. Avanzó hacia él y le dio un beso en la
mejilla izquierda.
—¿Cómo has venido a verme? Creía que habías vuelto a
Londres…
—Necesitaba ver qué tal seguías. Pero siéntate, siéntate… Por
cierto, veo que estás acompañada.
—Oh, sí, claro. Perdona. Éste es Robin Stafford, mi prometido.
Ésta es Wanda, una señorita que me acompaña. Os presento a mi
tío James.
Los tres se estrecharon las manos. James sabía ya,
perfectamente, que el joven que tenía enfrente no era Robin Stafford,
sino John Lane, y que había salido de la cárcel poco tiempo antes.
Sabía, también, que la mujer que le acompañaba era su auténtica
novia, si no era algo más. Una profundísima llamita de desprecio,
brilló en el fondo de sus ojos, pero supo disimularla muy bien. Les
saludó con la exquisita cortesía de un hombre para quien todo el
mundo es correcto y para quien todo el mundo es bueno.
Ingrid ya se había sentado.
Notaba que las piernas le pesaban menos, esta noche. Hasta en
ciertos momentos se sentía capaz de andar normalmente, como si
nada pasara, Pero el cansancio estaba en todo su cuerpo, no sólo en
sus piernas. Por eso se dejó caer en la butaca, junto al mueble bar,
depositando el bastón a un lado de su asiento.
James musitó, después de aceptar el combinado que le ofrecía
John Lane:
—Regreso a Londres mañana, pero quería verte antes, como es
natural. He estado en Burdeos para un asunto de negocios y al volver
en el avión, me he encontrado con una situación estúpida. Por un
error del director del hotel, me han dejado sin la habitación que yo
había pedido que me reservasen todavía hoy. He estado, luego, en
dos hoteles más, pero todos los buenos están ocupados. Hay un
congreso científico de no sé qué. Total, dos mil personas, muchas de
ellas de países africanos. Los africanos se pirran por hospedarse en
los hoteles de lujo de París. Vienen, aunque sea andando. Y, en fin,
para resolver esa situación ridícula, por una sola noche, he pensado
que…
Ingrid sonrió.
—Por supuesto —dijo—. No necesitas explicarme nada más. Lo
que sobra en esta casa son habitaciones. ¿Has cenado?
—Sí, pero pensaba invitaros a todos, si te parece…
—No, tío James. Ya es tarde y además nosotros hemos cenado,
también. Como debes estar cansado si has venido desde Burdeos y
has estado recorriendo hoteles, te llevaré a tu habitación. Además,
nos gustará que otra persona nos acompañe, ¿comprendes? Esta
casa es tan grande, tan…
—¿Tan qué…?
James la miraba con curiosidad.
Ingrid palideció un momento, antes de susurrar:
—Nada… No tiene importancia. Ven. Te acompañaré.
Tomó su bastón y se apoyó en él, pero, sorprendentemente, ya
casi no lo necesitaba. Se sentía tan bien, que hasta le parecía
maravilloso. Como en sueños, le parecía que habían existido otros
momentos de su vida así; otros momentos, en que ella podía
moverse libremente, correr, casi saltar…
Pero eso estaba como envuelto en las brumas del pasado.
Lo recordaba a ráfagas. Y, al recordarlo, sentía miedo. No sabía
por qué. Pero tenía miedo…
Toc… Toc… Toc…
El ruido de su propio bastón, al resonar en los pasillos desiertos,
le parecía tan extraño como si llegase de otro planeta. Abrió la
puerta.
La luz de la luna entraba, casi de una forma irreal, en aquella
habitación donde durante algunos años no había dormido nadie.
Todo estaba limpio, porque las asistentas lo habían dejado
perfecto al alquilarse la casa, pero la sensación de soledad se
mascaba. Resultaba casi aprensiva, como si el aire contuviera una
oculta amenaza.
—Estarás bien aquí —dijo Ingrid—. Esto es mejor que cualquier
hotel.
—Cierto… No hay ninguno que tenga este lujo.
—Hay un teléfono interior, en la mesita. Si ocurre algo por la
noche, puedes llamarme.
—¿Qué va a ocurrir?
Ingrid se mordió el labio inferior.
Y musitó:
—No, nada…
Salió de allí, cerrando la puerta.
Seguía oyendo el sonido del bastón al caminar, como si llegase
de otro planeta.
Como un sonido de ultratumba. Como si no lo moviese ella
misma.
CAPÍTULO XXI
James no se quitó la americana, al quedar solo. Depositó sobre
la cama el pequeño maletín donde llevaba los objetos personales
más indispensables, pues el equipaje propiamente dicho, había
quedado depositado en el hotel, y miró en torno suyo. El dormitorio le
produjo una indefinible sensación de peligro, pero no hizo demasiado
caso de ella. Era un hombre que estaba por encima de todas
aquellas cosas.
Corrió las cortinas de la ventana.
No se dio cuenta de que, desde algún sitio de la habitación, le
miraban unos ojos.
Eran unos ojos quietos, profundos.
No se dio cuenta de que una puerta se había entreabierto tras él.
Como todas las casas señoriales antiguas, aquélla tenía
demasiados pasillos interiores y puertas laterales. Por una de ellas,
se había deslizado aquella sombra.
James no la vio.
No adivinó que la tenía a su espalda.
No llegó a oír nada.
La sombra se movió hacia él.
En el más absoluto silencio.
Como un espectro.
Entre sus manos latía un relampagueo metálico.
CAPÍTULO XXII
Cuando Ingrid volvió al vestíbulo, notó que su prometido y Wanda,
ya no estaban allí. Quizá pensaban que ella se entretendría más con
su tío, y se habían retirado a descansar, dado lo avanzado de la
hora. Ingrid suspiró con desaliento, porque la soledad la deprimía, se
sirvió un combinado más y miró, con detención, el mueble-bar.
Fue hacia una mesa lejana, para depositar el vaso.
No oyó ningún sonido.
Nada…
Se dio entonces cuenta de algo que parecía estarle ocurriendo a
otra persona. Se dio entonces cuenta de que si el sonido del bastón
no llegaba hasta ella, era sencillamente porque ella no usaba el
bastón. Porque lo había dejado junto al mueble-bar. PORQUE YA
NO LO NECESITABA.
Nuevamente, aquella sensación de bruma volvió a ella, pero, al
contrario que en las ocasiones anteriores, no sintió miedo. Por el
contrario, la dominaba una gran seguridad en sí misma. Llegó hasta
el mueble-bar y tomó otra dosis de la medicina que le había recetado
tío James.
Levantó, con cuidado, la pierna que siempre le fallaba.
No le falló esta vez.
Ingrid sonrió. Hubo en su sonrisa algo helado, extraño, casi
siniestro.
Sus dedos deshicieron el paquete que tanto había llamado la
atención de Robin. Tomó el papel, lo arrugó, fue al cuarto de baño
más cercano, lo arrojó por el sanitario y tiró de la cadena. De ese
modo no quedó ningún rastro del envoltorio.
Luego, regresó al mueble bar.
Y tomó el objeto metálico que había estado envuelto en aquel
papel. Era un hacha a la que le faltaba un mango. Un hacha con la
que, de momento, poco daño podía hacer.
Pero Ingrid tenía el mango.
Aquélla era la cosa extraña que algunas personas habían visto,
antes de morir con el cráneo hendido.
Aquello era lo que no llegaron a comprender.
Lo que tampoco comprendieron Renaudot ni Mulford,
sorprendidos ante el insistente hecho de que jamás apareciera el
mango.
Porque el mango lo tenía Ingrid.
Lo llevaba siempre consigo…
La parte metálica del hacha, siempre del mismo fabricante y
siempre del mismo calibre, encajaba perfectamente en la terminación
del bastón de Ingrid. Ésta encajó las dos piezas.
Y avanzó, poco a poco.
Ya no necesitaba apoyarse para nada.
Una lucecita irreal palpitaba en sus ojos.
CAPÍTULO XXIII
La mujer que estaba detrás de James, seguía avanzando poco a
poco. Sus movimientos eran tan silenciosos como los de una sombra.
Parecía no existir.
Parecía flotar en el aire…
Pero las puntiagudas tijeras que llevaba en la mano derecha, no
eran de aire precisamente. Podían acabar con un hombre, más
eficazmente que una cimitarra.
Las tijeras se alzaron.
Brillaron quedamente a la luz…
James no se había dado cuenta.
Pero la mujer que estaba tras él, cometió el único error de
aquellos últimos minutos. Cometió el error de avanzar un paso más,
para asegurar el golpe, rozando la alfombra que tenía a sus pies.
Eso la hizo vacilar.
Y se produjo un leve crujido.
Un crujido que hizo volverse, instantáneamente, a James.
Vio, entonces, el brillo de las tijeras.
Vio el resplandor de la muerte.
Vio…, ¡vio la cara de la madre de Ingrid! ¡La mujer que había
escapado del manicomio de Sandrighan!
FINAL
La mujer lanzó un débil gemido, que no llegó a atravesar las
paredes. El hecho de verse sorprendida en el último instante, la
desorientó tanto, que quedó inmovilizada durante unos segundos
decisivos, preciosos. Las tijeras quedaron como suspendidas en el
aire mientras James tendía la mano hacia ellas.
Sujetó por la muñeca a la mujer, con la habilidad y la fuerza de un
catcher. James se conservaba muy bien y estaba en pleno vigor y
potencia física. La volteó y la hizo caer junto al alto biombo que
estaba al lado de la cama.
Ella volvió a gemir ahogadamente.
Tuvo que soltar las tijeras.
Y entonces se las encontró casi clavadas en la garganta. James
no tenía más que apretar un poco para matarla. Las tornas habían
cambiado por completo.
El médico, susurró:
—Maldita…
—Tú…, tú has sido el causante de todo… —bisbiseó ella, sin que
en sus ojos brillase ni una chispita de miedo—. Tú…
James rió suavemente.
Una mueca burlona apareció en sus gruesos y sensuales labios,
que ya no parecían los de un gentleman.
—¿Tanto te extraña que quiera apoderarme de vuestra fortuna?
—susurró—. Yo necesito muchísimo más dinero del que tengo… Y el
dinero está ahí, a mi alcance… Lo tiene Ingrid.
Caída en el suelo, ella bisbiseó:
—Tú…, tú has sido el causante de que…
A pesar de que no sentía miedo, un espasmo la recorrió, y la hizo
callar. Las tijeras, al avanzar un poco, se habían hundido en su cuello
levemente.
—Sí, yo he sido el qué lo ha combinado todo —dijo James
suavemente—. ¿Y qué? Yo fui el que estropeó la dirección del coche
de mi hermano, es decir tu marido, para que se despeñase cerca de
Dover. Así la fortuna pasó a Ingrid, y entonces fue a Ingrid a la que
tuve que trabajar…
Mientras que una gotita de sangre resbalaba casi hasta sus
dedos, añadió:
—La historia de vuestra familia era, al fin y al cabo, una sucia
historia. Demasiados anormales, demasiada gente peligrosa en ella.
Y de un modo especial, tu hija Patricia…
—¡No te consiento que nombres a Patricia en ese tono! ¡Era una
niña cuando murió!
—Sí, claro… Una niña. Pero en Sandrighan las tenían recluidas a
las dos, ¿no? A Ingrid y a ella. Ingrid era normal, pero querían
estudiarla… La estudió, concienzudamente, un hombre en el que
teníais la máxima confianza: el doctor Temple.
—Temple era un buen hombre. Jamás faltó a su deber.
—No, claro que no…, ¿quién dice lo contrario, querida? Pero eso
no puede evitar que Ingrid llegase a odiarlo con toda su alma. Que
Ingrid lo hiciera responsable de la muerte de su hermana gemela.
Las sensaciones de la niñez, no se borran jamás. Ni un milagro
hubiese podido evitar que Ingrid odiase a Temple con todas las
fuerzas de su alma.
—Te equivocas. Con los años… todo se borra.
—No, no se borra, si alguien cuida de ir recordándolo
metódicamente. Ya te he dicho que «trabajé» a Ingrid. Le dije que
habíais dado el cambiazo para disimular que ella era una tarada
mental. Le confié, como un gran secreto que Patricia era ella. Es
decir, que podía esperar cualquier grave trastorno mental en el
transcurso de su vida.
—Eso es canallesco. Eso es… es…
—No importa lo que sea. Una fortuna como la vuestra, bien vale
un poco de trabajo. Ingrid me creyó, porque, al fin y al cabo, yo era
su tío y era médico. Me preguntó qué podía hacer. Casi resultaba
conmovedora, ¿sabes? Había lágrimas en sus ojos… Yo le prometí
que cuidaría de ella y que jamás notaría nada.
—Y…, y la has estado drogando…
—Sí. La he estado drogando de tal modo, que incluso en ciertos
períodos recobra temporalmente el perfecto movimiento de sus
piernas. En esos momentos, que duran poco, es como una sombra.
Está completamente sometida a mi voluntad. Sólo necesitaba
proporcionarle un hacha y…, y enfrentarla, en un lugar solitario, al
doctor Temple. Un papel impreso con la cara de éste, y que yo hice
preparar también, bastaba para llenarla de un frío odio. Ella sabía lo
que envolvía aquel papel.
No podía apenas respirar.
Para ella significó un esfuerzo terrible, decir, con un hilo de voz:
—Pero tú, con eso, no ganabas nada…
—¿Cómo qué no? Fotografié el momento del crimen con un flash
y puedo enviarlo, en cualquier momento, a la policía. Ingrid será
recluida en un manicomio para toda la vida, y el heredero seré yo.
Tendría gracia que la llevaran a Sandrighan…
—Yo fui a Sandrighan —dijo la mujer, temblorosamente— porque
era mi deber. Porque había visto sufrir y morir allí a mi hija Patricia, y
no quería que otras niñas sufriesen y muriesen como ella. Por esa
razón me quedé en Sandrighan. Mi marido se opuso de tal modo,
que llegamos a romper. Me dijo que estaba rematadamente loca… Y
quizá lo haya estado al cabo de los años, pero he sido la mejor
enfermera, la mujer más paciente, la más comprensiva… He huido
del mundo, para que otras niñas no sufrieran lo que yo vi sufrir. Si
Ingrid va a Sandrighan, yo iré con ella.
—Hum… No sé si irás, querida. Ya sé que te has comportado
como una santa y que has soportado, incluso, el desprecio de la
sociedad a que pertenecías, pero no sé si volverás allí… Hay otras
muertes. Ingrid estaba completamente hundida por mis drogas,
cuando la puse en situación de matar a dos maleantes en el bosque
de Bolonia, diciéndole que querían detenerla para llevarla al
manicomio. Aquello también lo fotografié. En cambio, Mulford no
murió a manos de tu hija, ¿sabes? A Mulford lo liquidé yo, en vuestra
vieja casa señorial. Por suerte tengo los pies pequeños y pude calzar
los zapatos que había hecho poner a Ingrid en las otras dos
ocasiones. ¿Que por qué maté a Mulford? Pues porque me di cuenta
de que había llegado a la auténtica raíz del asunto. No hubiera
detenido a Ingrid. La hubiese hecho hablar antes, con paciencia, con
método… Ella no recuerda apenas lo que ha sucedido, cuando pasan
los efectos de la droga, pero podía hablar de mis medicamentos, de
nuestro pacto de silencio… Mulford era un hombre demasiado listo,
que hubiese podido trabajar en contra mía, antes de la detención de
Ingrid. Eso no me interesaba. Por eso acabé con él, aunque la
verdad es que igualmente quería acabar con ese falso Robin Stafford
y la mujer que lo acompañaba.
—¿Falso? —balbució la mujer, con la poca voz que le quedaba—.
¿No es Robin Stafford?
—No. Es un expresidiario llamado John Lane.
—Entonces, ¿también quiere hundir a Ingrid?
—No. Curiosamente, no. Lo que quiere, es ayudarla.
—No…, no lo entiendo…
—Ese tal John Lane es un buen muchacho, aunque parezca
mentira. Y su novia Wanda mejor muchacha aún, porque, por amor a
él, ha consentido que John cortejara a otra, es decir a Ingrid. John
Lane ingresó en la cárcel por tapar a un hermano suyo, aunque él no
había cometido delito alguno. Sólo hubo un hombre que creyó en él;
un hombre que logró sacarle de la cárcel y lo convirtió, de nuevo, en
un ser digno: ese hombre fue tu marido, mi maravilloso y estúpido
hermano… ¿Te extraña que John le esté agradecido? ¿Te extraña
que quiera sobre todo, salvar a su hija a costa de lo que sea? ¿Te
extraña que haya usado una mentira para poder entrar en su
ambiente?
Con voz más tensa, mientras la sangre volvía a resbalar por las
puntas de la tijera, añadió:
—Tú también has querido salvar a tu hija… Tú también te has
metido en esta casa y has rondado en torno a ella, incluso, queriendo
que no te reconociese. Pero nada de eso va a servir, querida… Si no
te has atrevido a intervenir antes, era porque no sabías lo que
realmente pasaba, pero ahora ya lo sabes… Los que jamás llegarán
a imaginarlo serán esos dos, John y Wanda… He intentado matar
antes a Wanda, provocando la caída de un mueble, pero he fallado.
La próxima vez no fallaré. Haré que sea la propia Ingrid quien los
mate…
Y fue a hundir las tijeras en el cuello de la mujer.
Ella ni siquiera gimió.
En sus ojos desorbitados no palpitaba el miedo.
Sólo el dolor.
Sabía que, luego, acusarían también de aquello a Ingrid…
Las tijeras se movieron hacia adelante. Los dientes de James
chirriaron lúgubremente.
Y también chirriaron sus huesos.
Su cráneo.
Pareció chirriar su sangre…
Su cabeza quedó totalmente partida en dos, por el hacha,
mientras Ingrid caía jadeante, mientras lanzaba un grito angustioso,
mientras sus dedos arañaban el suelo.
El comisario Renaudot, desde la otra puerta, bajó el revólver con
el que había estado a punto de disparar, mientras susurraba:
—Hum… Esa chica ha sido más rápida con el hacha, que yo con
una bala. Ni siquiera la he visto llegar, tan absorto como estaba por
ese relato…
Y ayudó a ponerse en pie a Ingrid, mientras musitaba:
—Nadie te librará de unos años de sanatorio mental, desde
luego, para acabar de limpiar tu cerebro de las ideas que metieron
en él, pero no creo que las cosas vayan más lejos… Vamos, apóyate
en mí. Hay que sacarte de esta maldita casa. ¿Y usted, señora?
¿Nos acompaña?
La madre de Ingrid se había puesto en pie.
Se limpió la sangre del cuello con un gesto maquinal, con un gesto
lleno de pesadumbre, pero que al mismo tiempo estaba también lleno
de esperanza.
—Claro que les acompaño. ¿Mi hija irá a Sandrighan, comisario?
—Es muy probable que sí.
—No le faltará mi compañía —dijo dulcemente la mujer—. Si
tantos años he cuidado de otras, ¿cómo no voy a cuidar de ella,
ahora…?
Y descendieron todos.
Para encontrarse con John Lane y Wanda, en la planta baja.
Ellos también estaban dispuestos a ayudar a Ingrid en el doloroso
camino que la volvería a la vida.
Y ellos habían unido sus manos, delante de todos, por primera
vez.
Para siempre…

FIN
FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA (Barcelona, 1927) es abogado,
periodista y escritor.
El primer reconocimiento le llega en 1948 cuando gana, con
Somerset Maugham y Walter Starkie en el jurado, el Premio
Internacional de Novela gracias a Sombras viejas. Pero la obra
premiada es censurada por el régimen franquista y se frustra el
prometedor futuro del autor.
Coartado por la dictadura, González Ledesma empieza a escribir,
bajo el seudónimo de Silver Kane, novelas populares para Editorial
Bruguera. Desencantado de la abogacía, estudia periodismo e inicia
una nueva etapa profesional en El Correo Catalán y, más tarde, en
La Vanguardia, alcanzando en ambos periódicos la categoría de
redactor jefe.
En 1966 fue uno de los doce fundadores del Grupo Democrático de
Periodistas, asociación clandestina durante la dictadura en defensa
de la libertad de prensa.
En 1977, con la consolidación de la democracia en España, publica
Los Napoleones y en 1983 El expediente Barcelona, novela con la
que queda finalista del Premio Blasco Ibáñez y en la que aparece por
vez primera su personaje emblema, el inspector Méndez. En 1984
obtiene el Premio Planeta con Crónica sentimental en rojo y la
consagración definitiva.
Como abogado ha recibido el premio Roda Ventura y como
periodista el premio El Ciervo. En 2010 se le otorgó la Creu de Sant
Jordi por su trayectoria informativa y por la calidad de su obra, de
proyección internacional.

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