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Un Crítico Francés de Nuestra Literatura Española

cRITICO
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«Un crítico francés de nuestra literatura española, dijo, que en España, apenas

hay escritores, sino oradores por escrito. Acaso es cierto. Por mi parte, nada me
molesta más, que oír decir de alguien que habla como un libro, prefiero los libros
que hablan como hombres. Y lo que es menester, es que la gente aprenda a leer
con los oídos, no con los ojos. La palabra es lo vivo. La palabra es en el principio.
En el principio fue el verbo, y acaso en el fin será el verbo también. Cristo, el
Cristo, no carpintero sino armador de casas, no dejó nada escrito: toda su obra fue
de palabra. Yo recuerdo haber dicho esto:
El armador aquel de casas rústicas habló desde la barca, ellos sobre la grava de
la orilla, y él flotando en las aguas. Y la brisa del lago recogía de su boca
parábolas, ojos que ven, oídos que oyen gozan de bienaventuranza. Recién
nacían por el aire claro las semillas aladas, el sol las revestía con sus rayos, la
brisa las cunaba. Hasta que al fin cayeron en un libro ¡ay, tragedia del alma! ellos
tumbados en la grava seca y él flotando en las aguas. Yo temo por mi parte, que
mueran mis palabras en los libros y que no sean palabras vivas, porque he vivido
siempre, de hacer, de vivir de la lengua. Niño viejo, a mi juguete al romance
castellano me di a sacarle las tripas por mejor matar el año. Mas de pronto,
estremecióse y se me arredró la mano pues temblorosas entrañas vertían sonoro
llanto. Con el hueso de la lengua, de la tradición, badajo, Miserere, Ave María,
tañían en bronce sacro. Martirio del pensamiento, tirar palabras a garfio, juguete
de niño viejo lenguaje de hueso trágico. Y toda la tragedia íntima, que lo es, ha
sido luchar con la palabra, para sacarle toda la filosofía, toda la religión que lleva
implícita. Porque una palabra es la esencia de la cosa. Cuando Adán dio nombre a
las cosas, las hizo humanas y las humanizó. De tal modo las palabras llevan la
esencia humana de las cosas, que, los que no son nombres propios, los
geográficos, los toponímicos, llevan un paisaje, y a las veces, basta sólo, con oír la
palabra para adivinar lo que pueda ser la tierra que recibió aquel nombre. Oíd una
especie de pintura, del Duero, desde España hasta que entra en Portugal:
Arlanzón, Carrión, Pisuerga, Tormes, Águeda, mi Duero. Lígrimos, lánguidos,
íntimos, Espejando claros cielos, Abrevando pardos campos, susurrando
romanceros. Nombres hay, por ejemplo, como el de Madrigal, que él solo, pinta
casi. Madrigal de las Altas Torres, allí donde murió Fray Luis de León, donde fue
enterrado el príncipe don Juan, donde había nacido Isabel la Católica Ruinas
perdidas en campo que lecho de mar fue antes de hombres, tus cubos mordieron
el polvo, Madrigal de las Altas Torres. Tú la cuna de Isabel, tumba de don Juan,
fatídico brote, cayó en Salamanca dorada y en Ávila fúnebre corte. Medina la del
Campo sueña – cigüeñas, cornejas al borde – el de César Borja, ¡qué salto!; San
Juan de la Cruz que se esconde. Cielo del águila bicéfala, nubarrones llegan del
norte; Maldonado, Bravo, Padilla; Lutero a lo lejos responde. Don Sebastián el
Encubierto, el rey del misterio, Quijote de Portugal, ¡ay pastelero!, venías quién
sabe de dónde… Fray Luis de León, ojos, mano se doblan a la última noche;
quebrada la cárcel de carne su mente al sereno se acoge. ¡Castilla! ¡Castilla!
¡Castilla! Madriguera de recios hombres; tus castillos muerden el polvo, Madrigal
de las Altas Torres; Ruinas» {perdidas en lecho ya seco de ciénaga enorme}

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