Sucesos-Antología
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Sucesos-Antología
SUCESOS
ANTOLOGÍA
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Sucesos-Antología
Título original de la obra: ANTOLOGÍA “SUCESOS”.
Primera edición: 2023
Casa Editorial Grammáta.
Tels.: 3158508784 – 3112842996
Santiago de Cali. Colombia, Sur América
Dirección Editorial: Makhabith Ross
Dirección de Edición, maquetación y caratula: Giovanni Delgado
Coordinadora de la Antología: Mirza Mendoza
Corrector de textos: Edwin Hesse
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@Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser
reproducida, ni parcial ni totalmente, ni registrada, en ninguna
forma.
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ÍNDICE
Prólogo………………………………………………7
La visita del diablo………………………………12
Mayoría de edad………………………………….19
Bestias bogotanas………………………………..25
Desde mis entrañas hasta las tinieblas………30
Los cuervos………………………………………..35
Pertenecemos al monstruo……………………..41
Cambio de dueño………………………………...47
Momento Mori……………………………………51
La carretera de la cordura……………………..57
Galeote…………………………………………….62
Revelación en el puente………………………...70
Los juegos del tío Marco………………………...75
Cadenas perpetuas………………………………80
¡Feliz cumpleaños, David!................................85
Irene y yo………………………………………….88
Verdadera genealogía…………………………...93
Dos mujeres un camino…………………………98
El visitante………………………………………104
Siempre de luto…………………………………107
Agradecimientos………………………………..112
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EPÍGRAFE
“Un libro es el mejor legado que le puedes dejar a la
Humanidad”
Gio Sevahc
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PRÓLOGO
Desde que nacemos, no paramos de movernos. Ya sea
para ir al trabajo, estudiar o para escapar de una sofo-
cante vida rutinaria. A continuación, estimado lector,
recorrerás junto a nosotros por estas historias nacidas
desde lo profundo de nuestra tierra.
Iniciamos el recorrido en Puerto Rico gracias a Evelyn
Morales con un cuento efectivo que nos recuerda que
no debemos jugar con fuego, pues nos podemos que-
mar. Pasamos por Perú, desde ahí Oswaldo Castro nos
recuerda la importancia de los rituales de iniciación,
sobre todo cuando uno llega a la mayoría de edad; cui-
dado con la salpicada de sangre.
Nos adentramos en Colombia para descubrir sus bes-
tias escondidas en la ciudad, a merced de la noche que
es testigo de la gran historia de Erik Mendez. Al llegar
a Cuba, nos sumiremos en un sueño pesado, ahí sere-
mos espectadores de un rezo que se convirtió en un
pacto, de la mano de J Stephen. C.
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Krizia Tovar, de México, nos narra una historia que
revive el imaginario de Poe, un viaje angustiante. Es-
tamos a un tercio del recorrido de estas historias car-
gadas de suspenso. Nuevamente, aterrizamos en Co-
lombia, donde el monstruo, este infaltable e inefable
ser, desciende a nuestro mundo para horrorizar a todo
el orbe en un cuento de ciencia ficción de Anayibe Pai-
pilla.
Nicaragua es el siguiente destino de este viaje entre el
terror, horror y suspenso; Aura Guerra nos presenta
un relato vigoroso donde el espasmo y la inmovilidad
están presentes; el viaje de esta protagonista está a
otro nivel. Gio Sevahc desde la capital de Colombia, se
luce con un escalofriante giro de tuerca: no todo es lo
que parece. No leas esta historia de noche sin abro-
charte el cinturón de seguridad.
Continuamos en Colombia, en Manizales, tierra del
autor David Kolkrabe. En este relato, el protagonista
podría ser tú o yo; solo te diré que en la carretera en-
contrarás lo impensable y no queremos eso. Toma tus
precauciones para que no te quedes atónito. Ahora
desde Popayán, Colombia, el escritor Makhabith Ross
a través de su protagonista clarividente nos expone un
caso familiar. ¿Tú te quedarías en esa casa cuando te
enteres que está pasando allí?
Ya estamos a mitad del camino. Si aún no has perdido
el aliento, te recomiendo prender las velas y proseguir
bajo tu responsabilidad. Adriana Rodríguez, desde Mé-
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xico, nos guía por la extraña y contundente revelación
que tiene su protagonista. ¿Es un sueño, es real? Des-
cúbrelo. Ahora, aceleraremos para recorrer Guatemala
de la mano de la escritora María Magdalena Herrera
Reyes; los juegos macabros no acaban si el jugador no
lo desea así. Que el final no te deje pasmado.
Los viajes introspectivos se pueden dar cuando nues-
tras mentes están en paz; en cambio cuando el prota-
gonista está desequilibrado, es fácil confundir la reali-
dad con la invención. Edwin Hesse, de Colombia, nos
mostrará la verdad en su relato «Cadenas Perpetuas».
Tomamos un viaje sin escalas a México, lugar de naci-
miento de Tifanny F. Cárdenas, quien nos hará estre-
mecer con pocas palabras. Se pide discreción a los que
sufren de claustrofobia.
Cruzamos los andes para llegar a Bolivia, donde la ex-
perimentada escritora Eliana Soza demuestra una vez
más su excelente pluma. En su relato, nos habla de
tradición y fatalidad; virtuosos ingredientes para un
cuento excepcional. Transitamos por la cordillera has-
ta llegar a Arequipa, Perú, desde la tierra del Misti,
donde el escritor Antonio Casas nos presenta un relato
detectivesco en el que no todo es lo que parece.
Regresamos a Bolivia, desde allí, Jorge Barriga desen-
traña los motivos y hazañas de su protagonista y su
nueva amiga. Un viaje de sangre y revelación.
Ya estamos finalizando nuestro desplazamiento, Yan-
zey Morales de México nos trae un thriller lleno de te-
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rror psicológico que además es una voz de protesta an-
te la impunidad de los agresores.
Finalizamos nuestro trayecto con un cuento de su ser-
vidora que, como destino final, dejo a vuestra conside-
ración. Desde Perú, con terror.
Hago una parada final para agradecer y felicitar a
Grammáta Escritores por llevar a cabo esta antología
de textos exquisitos y bien logrados. No hay explica-
ciones forzadas, solo hechos macabros que suceden
porque el mal es así, no necesita motivos para su ac-
cionar. Los protagonistas están en movimiento; atesti-
guaremos a héroes anónimos y antihéroes que transi-
tan por la ciudad y el campo, por sus mentes y sus con-
ciencias; también desde el espacio exterior o incluso
habrá aquellos que transmutarán en otros cuerpos u
objetos. Presentes también están los espejos como por-
tales para trasladarse.
Te invitamos a adentrarte en estas páginas y descubrir
los escalofriantes mundos que hemos creado. Prepára-
te para una travesía literaria llena de misterio, horror
y suspenso que te mantendrá en vilo desde la primera
página hasta la última. Permítenos llevarte a lugares
oscuros y desconocidos, donde lo inesperado aguarda a
cada vuelta de la esquina. Disfrutemos del viaje.
Mirza Mendoza
Perú.
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Evelyn J. Morales
Puerto Rico.
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"Tal vez todo está en mi mente", me decía mientras
miraba con atención aquella horrible camisa de fuerza
que me habían puesto.
"¡Sé que no lo imaginé, no estoy loca!", gritaba a través
del pequeño cuadro de cristal de la puerta de mi habi-
tación.
Los enfermeros pasaban por el pasillo sin prestarme
atención. Todos pensaban que deliraba cada vez que
les contaba que él venía a visitarme en las noches.
Mis padres me habían internado en esa institución pa-
ra enfermos mentales el mismo día que comenzó mi
locura. Creían que la verdad que les contaba sólo exis-
tía en mi cabeza, pero estaban equivocados.
Todo comenzó una noche de Halloween, cuando unos
amigos y yo decidimos jugar a la ouija en un mausoleo
de un antiguo cementerio abandonado.
Habíamos bebido unas cuantas cervezas y éramos es-
cépticos para creer en cosas paranormales.
Niñatos estúpidos, malditos ingenuos.
Llegamos al panteón y buscamos el mausoleo antiguo
del cementerio. Abrimos sus enormes puertas. Arriba
tenía una inscripción grabada con símbolos muy ex-
traños, los cuales pasamos por alto.
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Un ruido terrorífico provenía del oscuro cielo. Un esca-
lofrío recorrió toda mi columna vertebral haciendo que
los pelos de mi cuerpo se erizaran por completo, pero
eso no me detuvo. Entramos y, de inmediato, un olor
fétido me inundó la nariz; no podía respirar. Un ven-
daval gélido golpeó mi rostro con tal fuerza que mis
lentes cayeron al suelo.
"¡Vámonos de aquí, chicos!" "¡Algo no está bien!" Les
supliqué a mis amigos.
"¿Te asustan los muertos?" Me decía Carlos sarcásti-
camente apuntándome con el dedo.
"¡Nooo!", le grité dándole un manotazo, "pero, algo no
está bien. Si llega a pasar cualquier cosa, tú serás el
responsable", le dije enojada a la vez que apresuraba el
paso.
Nos adentramos un poco más y en esos instantes se
escuchó un fuerte golpe; las puertas se habían cerrado.
El sonido hueco retumbó por cada rincón de la tumba.
Apresada por el miedo, me dirigí hacia la entrada, pero
no pude abrir las enormes y pesadas puertas.
"¡Chicos, salgamos de aquí, por favor!" "¡Ayúdenme a
abrirlas!", les gritaba a la vez que empujaba para po-
der salir, pero de pronto los metales de esas malditas
se habían congelado.
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"¡No puede ser!, ¿qué demonios está pasando?", me dije
con asombro. Les gritaba a mis amigos, pero ellos no
me escuchaban. En esos instantes oí a Olga gritar:
"¡Ahh!".
Al voltearme, Carlos estaba flotando en el aire y sobre
su cabeza un enorme agujero negro se abría paso. Ya
habían comenzado el juego con esa maldita tabla si-
niestra. Habían abierto las puertas del infierno, eso
fue lo que pensé en esos instantes. Corrí hacia él suje-
tándolo de las piernas, pero la fuerza de ese enorme
portal nos arrastró hacia sus entrañas cerrándose por
completo.
Carlos estaba en trance, unas manos esqueléticas ha-
cían que su cuerpo golpeara las paredes de esa maldita
entrada. La sangre salía a borbotones de su flacucho
cuerpo. En esos instantes me sentí desfallecer. Mi
energía era consumida poco a poco por esos malditos
espectros. No sé cuánto tiempo pasó. Cuando desperté
estaba en un tronco en llamas junto a mi amigo. Un
fuego enorme consumía nuestra carne. Vi a Carlos ar-
der. Grité hasta quedarme sin voz, pero el olor a carne
quemada me asfixiaba. No sabía dónde me encontraba.
Escuché una malévola carcajada que salía de lo pro-
fundo de ese espacio en llamas y ahí lo vi. Su enorme
cuerpo, sus garras afiladas, sus gigantescos cuernos y
su rostro mal formado, era él. El diablo. Abrí mis ojos
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horrorizada. No podía gritar. Aterrorizada, veía cómo
junto a él aparecían legiones de negros demonios. Ha-
bíamos viajado al mismísimo infierno.
Un vasto pasillo de un color rojizo encendido en llamas
rodeaba las paredes de aquel averno.
Perturbada por aquella cruda imagen que estaba fren-
te a mí, cerré mis ojos fuertemente.
"¿Me tienes miedo?", me preguntó con su voz aguda.
Mis ojos permanecían cerrados, no quería mirarlo, no a
él.
"Irene, abre los ojos, estoy aquí". En esos momentos
escuché la voz de Carlos.
"¿Carlos, eres tú?, pero estás muerto, vi cómo te que-
mabas. Le contesté con voz entrecortada sin abrir mis
ojos.
Una carcajada infernal se escuchó muy cerca de mi
oído, mi corazón latía rápidamente, sabía que estába-
mos condenados a morir.
"Malditos bastardos". "¿Creían que no tendrían conse-
cuencias sus malditos juegos?" Olía lo apestoso del
azufre que emanaba de su hocico putrefacto. La peste
era más fuerte según se acercaba.
"Tú y tus amigos pagarán las consecuencias por abrir
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las puertas del infierno." Soltó una satánica carcajada
mientras desaparecía ante mis ojos.
Las llamas de todo ese infierno empezaron a cerrarse a
mi alrededor. Carlos estaba muerto, el abrasador fuego
consumía su cuerpo. Las cuencas encendidas de sus
ojos fue lo último que vi, pues el vórtice dentro de ellas
me arrastraba hacia la realidad. Desperté en el suelo
de mi habitación. Mi mirada se fijaba en un solo punto,
todo a mi alrededor se tornaba negruzco. Ese maldito
portal seguía ahí. Sabía que de un momento a otro
vendría a visitarme.
Esa noche se escuchó un bullicio en los pasillos de la
institución. Escuchaba la voz de mis padres que grita-
ban mi nombre.
Miré hacia la puerta al escuchar el chillido de las bisa-
gras. Un hombre alto de uniforme se aproximó a mí.
Su voz me hizo palidecer. Entonces ahí lo supe.
"Encontraron a tus amigos muertos de forma extraña
en el mausoleo del viejo cementerio, niñata estúpida".
"Sus almas me pertenecen". Decía ese endemoniado
engendro, mientras se acercaba lentamente a mi ros-
tro. Mi cuerpo estaba paralizado.
"¡Nooo!", grité con todas mis fuerzas. Su diabólica car-
cajada retumbaba en mis oídos haciéndolos sangrar.
"Te quedarás encerrada en este lugar para siempre.
Cada noche vendré a visitarte y tu tortura no tendrá
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fin". "¡Feliz Halloween!". Mis ojos se salieron de sus
órbitas y ahí me quedé, asustada, sumergida en mi
más profundo miedo.
Desde ese día, todas las noches espero la visita del
diablo.
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Oswaldo Castro
Piura-Perú.
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Cumplí la mayoría de edad y el documento legal que lo
atestigua, por recomendación paterna, prohíbe la do-
nación de mis órganos. Esta noche me estrenaré como
portero en el club nocturno donde celebrarán Ha-
lloween. Soy un ciudadano con deberes y derechos.
Mi linaje se pierde en la noche de los tiempos y mi fa-
milia huyó de la ignorancia y del oscurantismo. Batalló
contra la superchería y forjó las leyendas que inspira-
ron la imaginación desbocada de escritores y cineastas.
Los mitos que nos rodean son pura maldad. Reconozco
que mantenemos la palidez proverbial de nuestra piel,
pero no deberían etiquetarnos como seres malvados.
Somos de estatura alta, fornidos y de estructura corpo-
ral armónica. Nuestra fortaleza mental nos hizo resis-
tentes a las supersticiones y la genética nos adaptó
para sobrevivir pestes y excomuniones.
Algo similar puedo decir de otros que nos acompañan
en el largo peregrinaje de la historia mal contada.
Ellos son menos inteligentes, más emocionales y pro-
clives, debido a su mal carácter, a la intemperancia,
impaciencia y reacciones violentas. Nosotros privile-
giamos el buen gusto, educación y placeres mundanos.
En contraposición, ellos son más explosivos por el sal-
vajismo primitivo que los domina. Aunque no les guste,
siempre fueron acusados de ser criaturas mal nacidas.
Esta raigambre de su estirpe los estigmatizó con el
tiempo. Nosotros también fuimos violentados pero
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nuestro coeficiente intelectual predominó sobre las pa-
siones.
En el club me disfrazo para dar la bienvenida. Mi
atuendo negro contrasta con la capa roja y los colmillos
postizos no encajan bien en mis dientes. Los ajusto y
parezco un vampiro extraterrestre.
Los bar tenders, azafatas y personal de seguridad lu-
cen brillantes trajes espaciales. El dj está maquillado
como un decapitado e inicia la música electrónica. El
amplio salón se llena con dráculas, frankesteines,
hombres lobos, orcos, brujas y satanes. Las comparsas
de espantapájaros, momias, arlequines, máscaras ve-
necianas, héroes de Marvel y zombies abarrotan las
pistas de baile. Los alienígenas ridiculizan la coreogra-
fía con pasos extravagantes y movimientos inclasifica-
bles.
El juego de haces tipo láser, humo artificial, fluidos
que semejan sangre, amasijos malolientes de espuma-
rajos verdosos y bengalas inundan la noche. Los dis-
frazados se desbocan con el licor, cocaína, hongos alu-
cinógenos y píldoras de éxtasis. El desenfreno es total
y, en medio del caos controlado, los boxes privados es-
conden lo mejor de la lujuria humana.
A la medianoche las luces se apagan, cesa la música y
los clientes se sorprenden con el extraño olor que
inunda el local. A los menos alcoholizados les parece
como si hubieran abierto una fosa común con cadáve-
res en descomposición. Es tan intenso que algunas si-
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Sucesos-Antología
renitas vomitan las aceitunas de los martinis. A la pes-
tilencia ambiental sigue el sonido desconcertante de
aullidos de dolor y gritos de clemencia. Súbitamente, el
desconcierto es silenciado por la voz gregoriana del dj:
─ ¡Hemos transitado hacia el mundo de los muertos!
Las luces multicolores se mezclan con la neblina artifi-
cial y deja ver a las gárgolas colgadas de las esquinas.
Los reflectores se dirigen hacia el dj, quien, lentamen-
te, se despoja de la vestimenta y anuncia:
— ¡Bienvenidos los nuevos mayores de edad!
El griterío es ensordecedor y veo que un par de joroba-
dos cierran las puertas principales. Me miran y se dis-
persan en el gentío que acaba de ser encerrado. Me
ubico detrás de una columna y asisto a lo que durante
años escuché: la celebración de la mayoría de edad de
mis congéneres empieza, ante la incredulidad de mis
ojos.
En pleno frenesí nadie escucha que las motosierras se
encienden para decapitar a varios zombies. Las cabe-
zas ruedan y son pateadas de la pista de baile. Los de-
capitados convulsionan y chisguetean sangre a los bai-
larines cercanos.
Los asistentes, drogados y alcoholizados, vibran con el
espectáculo y alcanzan el delirio cuando los Freddy
Krueger incrustan sus dedos en el tórax de inocentes
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arlequines para extirpar los corazones. Los orcos
aplauden y se abalanzan para comerlos. El personal de
limpieza retira los cadáveres.
Las gárgolas descienden por las paredes para destro-
zar a los desprevenidos juglares medievales. Los hom-
bres lobo aparecen como sombras venidas del infra-
mundo y se abren paso a dentelladas. Desmiembran a
los inocentes espantapájaros y disfrutan hasta el or-
gasmo la carnicería.
Tampoco se escucha el aleteo pausado de los vampiros.
Besan el cuello estilizado de gatúbelas y caperucitas
rojas, quienes mueren desangradas en una orgía abe-
rrante.
La consola de música se maneja sola porque el jinete
sin cabeza ya está en la pista de baile cazando a las
vampiresas.
Una hora más tarde, el micrófono del dj es tomado por
una mano invisible y la voz gruesa de un ignoto demo-
nio ordena el cese de actividades. La horda de asesi-
nos es conducida hacia la zona VIP y obligada a con-
sumir bebidas que los aletargan y finalmente duer-
men. Afuera, las cuadrillas de limpieza retiran los res-
tos de los disfrazados y asean el piso y paredes. La ma-
sacre para dar la bienvenida a los que alcanzaron la
mayoría de edad después de una centuria, no deja ras-
tros.
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Sucesos-Antología
A las cuatro con cincuenta minutos de la madrugada,
los nuevos miembros de la cofradía desalojan la disco-
teca. Silenciosos, agradecen que a partir de ese instan-
te ya no cazarán para alimentarse. Son seres humanos
normales, integrados a la sociedad del siglo XXI.
Desfilan delante de mí y observo sus rostros alegres.
Salen por grupos y se pierden en el bullicio de la gran
ciudad que aún sigue festejando. Parecen una tropa de
parroquianos rumbo a casa, disfrazados, sucios y malo-
lientes.
El club cierra las puertas y quedo parado en la vereda.
Tal vez tome unas horas para que los familiares de-
nuncien la desaparición de sus seres queridos. La poli-
cía investigará y tendrá un caso increíble después de
cien años. Me falta mucho para llegar a ese nivel y
tengo hambre. Camino a casa y en la oscuridad que
empieza a desaparecer, coqueteo con una chica que
espera el taxi en una esquina. El impulso es irresisti-
ble.
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Sucesos-Antología
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Erik Méndez
Bogotá - Colombia.
Sucesos-Antología
Las oscuras calles bogotanas están plagadas de una
belleza inusual, solo comparada con los horrores cerni-
dos sobre su frío asfalto. He deambulado por ellas las
últimas dos décadas, intentando proteger a los buenos
ciudadanos de todo aquello a lo que sus frágiles mentes
les es imposible digerir. Cuando cae el sol, místicas
criaturas emergen de las alcantarillas, sanguijuelas
sedientas de sangre brotan como una peste sin cura, y
allí, en medio del bullicio habitual, se mimetizan con
quienes buscan divertirse, o salir de sus absurdas ru-
tinas. Los más elevados de la especie se mueven entre
los bares de caché, absorbiendo jóvenes incautos, los
cuales son incapaces de resistirse al encanto de estos
engendros, quienes logran obnubilar sus sentidos ape-
nas cruzando un par de tibias miradas. Para no levan-
tar sospechas, juegan un rato con las víctimas, fin-
giendo sonrisas, caricias discretas, y luego de un par
de horas, salen por su voluntad con ellos. Algunas ve-
ces el hambre hace que pierdan el control, por lo que,
en cualquier pútrido callejón desangran la vida de
quienes tengan la mala fortuna de caer en sus garras.
No hay gritos de dolor, su saliva contaminada inhibe
todos los receptores, sus largas uñas destrozan la car-
ne sin contemplación, no beben sangre, como lo harían
los vampiros de Bram Stoker, ni mucho menos los sa-
tisfarían suplementos alimenticios, como en las pelícu-
las modernas. No, estos seres grotescos necesitan atra-
gantarse, su apetito voraz les hace olvidar toda norma
de etiqueta. Con la carne hecha girones y el líquido
rojo emanando caliente, absorben la esencia del cuer-
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Sucesos-Antología
po, beben del alma, aumentando su fuerza y prolon-
gando su mísero existir.
Su gula los obliga a cazar dos o tres veces, lo que im-
plica recorrer largas distancias para no levantar sos-
pechas. Algunos terminan en Soacha, el municipio co-
lindante con la zona sur de Bogotá. Ahí entro yo en la
historia. Soy un cazador designado bajo el nombre de
Torrance, rolo de pura cepa y entrenado desde mi ni-
ñez para exterminar a todo lo que amenace a la ciu-
dad. Como yo, hay miles; yo me encargo de la capital.
No sé quién da las órdenes, es mejor así. cuando sale
camello, llega un mensaje discreto al teléfono con la
ubicación y características del monstruo. Mi olfato
desarrollado huele su pútrida esencia a kilómetros,
pero ellos, ensimismados en su comilona, por lo gene-
ral no me divisan hasta que los tengo al frente. No
acostumbro a atacarlos por la espalda, mis habilidades
son más que suficientes para hacerle frente a cualquier
cosa; el rosario de plata va amarrado a mi mano dere-
cha, y el cuchillo de hoja asimétrica lo guardo entre el
jean.
Estoy de suerte, una calle cerrada, con un poste de luz
inservible, es el escenario escogido por el chupavidas
de esta noche. Los mendigos y expendedores de drogas
se han alejado, saben muy bien el peligro que repre-
senta un sujeto encorbatado que lleva a rastras a una
tontuela de escasos veintidós años. Nadie hablará, la
historia de estas monstruosidades sobrevive a través
de los relatos fantasiosos que de vez en cuando se
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Sucesos-Antología
murmuran en los labios de los cuenteros y en las nove-
las de escritores osados. Aunque el silencio es atrona-
dor, escucho los gemidos adoloridos de su alma cla-
mando por que cese el suplicio. Grita sin misericordia,
anhela escapar, mientras sus ojos se van apagando
ante la mirada indiferente de la pálida luna. Avanzo
despacio, la víctima, aunque se la arrancara del hocico
de inmediato, no sobreviviría, los cientos de bacterias
provenientes de la saliva del ser son desconocidos para
la humanidad, por tanto, no hay cura desarrollada. El
chasquido de sus fauces se escucha como un león devo-
rando a un siervo, su olor corporal se intensifica. En mi
mente no hay dudas, cierro mis puños con fuerza, las
cuentas del rosario se clavan en mis manos, y cuando
lo tengo a escasos dos metros de distancia, carraspeo
para llamar su atención. La bestia gira, ese montón de
colmillos amontonados, unos sobre otros, espantarían a
cualquiera, y las extensas garras ensangrentadas se-
guro que paralizarían de miedo al más valiente, pero
no a mí, él es el cervatillo, yo, la hiena.
El cuerpo inerte de la chiquilla cae con brusquedad,
desparramando las vísceras contra el sucio concreto.
La monstruosidad no siente temor de mí, se transfor-
ma, aumenta su tamaño un par de centímetros más,
en un fútil intento por amedrentarme, y yo, lanzo el
primer ataque. Ahora el silencio le da paso a guturales
sonidos de dolor, la bestia manotea, quiere partirme a
la mitad, o dejarme sin cabeza si es preciso, mis agu-
dos reflejos me permiten esquivar las dentadas, los
arañazos y hasta las patadas que lanza sin temor.
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Sucesos-Antología
Cuando el cuchillo entra por entre sus costillas, el háli-
to de vida de mi oponente se esfuma. De rodillas se ve
vulnerable, tanto o más que la chica que yace a su la-
do, mientras yo, sediento de ego, le sonrío al tiempo
que golpeó su rostro con el rosario envuelto en mi
mano. No dejo de hacerlo hasta que el cráneo queda
convertido en una mezcla pastosa incapaz de recons-
truirse. El cuerpo regresa a su tamaño original, y yo,
me marcho raudo de allí.
Una noche más ha terminado con éxito para mí. Al si-
guiente día, los noticieros anuncian el macabro hallaz-
go de una pareja en una de las calles más peligrosas de
Bogotá. El hecho se lo atribuirán a rencillas por dro-
gas, o vendettas entre pandillas. Nunca conocerán las
verdaderas razones.
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José Luis Betancourt Carbonell. (Seudónimo: J Stephen. C.)
Holguín-Cuba.
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Sucesos-Antología
Comenzaron los gritos, estoy en medio de la sala, con-
fundida. Esto de tener una familia numerosa tiene sus
desventajas. Unos rezan, otros, por la rabia, convulsio-
nan, eso parece. Salgo corriendo, esta situación es un
tormento que me hace enloquecer. Abro la puerta que
da para la calle. Observo un largo corredor, hay otras
puertas. ¿Cincuenta? No, son más. Recorro los pasillos,
sigo deprisa, necesito salir de este lugar. El sudor, el
pánico, sigue la orquesta fúnebre de mi familia en la
cabeza, no pienso en otra cosa. Junto mis manos, las
levanto y miro. No dejan de temblar. Mi alrededor, es
todo diferente, no sé dónde estoy. Cada puerta me lleva
a un nuevo pasillo, no son iguales, puedo reconocer la
diferencia. Unos están relucientes y otros llenos de
mugre. La fragancia o la peste, las dos cosas son en
extremo repugnantes. Me detengo. Mis rodillas en el
suelo: «Padre Nuestro que estás…». No, esa no, mejor,
«Demonio de la venganza, devuélveme la paz. Ya ju-
gamos demasiado; si es un sueño, despiértame».
Sigo recorriendo los pasillos. Al principio todo estaba
iluminado, pero ahora se vuelve más oscuro. Veo una
puerta, es idéntica a la de mi habitación. Al abrirla
solo encuentro un cuarto pequeño y un frigorífico. Mis
manos se han calmado, ahora son mis piernas las que
no quieren responder. Me acerco lentamente, lo estoy
abriendo. ¿Qué es esto? Son frascos transparentes. Me
da un poco de hambre, miro más al fondo y hay una
etiqueta que dice: “Proteína”, solo puedo ver las letras.
Lo tomo, ¡Oh, Dios mío! Suelto el frasco, salgo de la
habitación. Tengo que correr y lo hago hasta agotarme.
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Sucesos-Antología
Estoy desesperada. No me quito esa imagen, la cabeza
que estaba en el frasco era la cara de mi niño, sonrien-
te. Tengo que calmarme. «¡Reacciona, reacciona!». Lo
digo dándome cachetadas. Mis uñas lastiman mis meji-
llas y sangran, pero puedo continuar.
Siento que alguien sigue mis pasos, o los controla. A
veces solo actuó sintiéndome manejada por una fuerza
sobrenatural. No sé si han pasado horas, minutos,
días. Recuerdo que antes de esto –sí, no estoy equivo-
cada– me alistaba para salir con mi esposo; mi peque-
ño jugaba tranquilo, y acomodaba la mesa para dejarle
la cena servida a mi familia. Era mi noche. Después de
tanto tiempo podía, por fin, salir de la monotonía. No
es que me sienta arrepentida por ser madre tan joven,
pero merezco tiempo para mí. Por eso dejaba todo listo
para ir a divertirme y no tener que pensar en respon-
sabilidades. Un vestido rojo, ajustado al cuerpo, hace
tanto que no sentía unos impulsos de poder. Y cuando
ya me dispuse a irme, comenzó todo esto. ¿Será que de
tanto rezarle al diablo para molestar a mi familia, es-
toy siendo castigada?
Sigo por los pasillos, al probar unas once o doce puer-
tas percibo el acecho de aquella bestia. Es una pantera
negra de extremidades robustas, su mirada, esa inten-
sidad que fija en mí, sólo me hace huir de su presencia.
Entro en otra habitación. No puede ser. Estoy en el
mismo lugar, un pequeño cuarto y el frigorífico. Me
siento un poco más atrevida, no puedo seguir de esta
manera. Abro su puerta, llena de ira destrozo los fras-
31
Sucesos-Antología
cos. Quito las parrillas que marcan las divisiones de la
nevera. Tengo que agacharme un poco, pero mi cuerpo
se acomoda. Una vez dentro cierro la puerta. Pasan los
minutos y puedo sentir cómo me invade el ambiente
gélido. Prefiero morir de esta manera que seguir en el
vacío, en una nada de pasillos y puertas que no tienen
final. En estos últimos… qué sé yo cuánto tiempo me
queda. Pienso en mi hijo, solo espero que mi niño sea
feliz y recuerde mi amor, creo que, de alguna manera,
pude brindarle el calor de una madre, una inexperta.
(Bostezo... bostezo; otra vez). Sigo bostezando, han pa-
sado horas y no acabo de morirme.
—No puedes, no quiero que mueras. —escucho la voz.
La puerta se abre y...¡Pa- Panteraaa!
—Soy Hag-serę, protector de las tinieblas. Has jugado
con las oraciones. Intenté no prestarles atención a tus
reclamos, pero tus tripas, sí, ellas suenan y se mezclan
con lo biológico. Te tengo que felicitar, es cierto que
eres la primera que me reta, por lo menos de esa forma
tan, quizás, ansiosa… O no, mejor digamos... maternal.
—No puedo responderle porque lo que dice me gusta.
Saboreo mis labios. ¡Tengo hambre!
Ahora estoy sentada en una mesa extensa. Es el come-
dor de mi casa. Sigue el lloriqueo de mi familia, pero la
cena está servida. Postres, jugos, es un olor que incre-
menta mi apetito. Madre siempre me enseñó modales.
32
Sucesos-Antología
Recemos... y amén. Tomo el plato del centro, el de la
carne. Solo hay algo que nunca he podido evitar y es
que mi gato tiene que estar a mi lado. Le acaricio. Di-
cen que se parece a una pantera. Respiro profundo y
vuelvo a sentir el delicioso aroma que se mezcla a mi
alrededor. ¡Por fin! Se callaron, es el silencio que nece-
sitaba. Me miran de una forma extraña, como si me
estuvieran juzgando. Lo reitero, una familia numerosa
tiene sus desventajas. Chasquido de dedos y: «A ver,
dejen de mirarme y siéntense a la mesa. ¡Siéntense
ya!». Obedientes a mis reclamos se sientan en sus lu-
gares habituales. Les indico con un gesto de manos que
comiencen a rezar y después, el momento tan espera-
do. Agarro cuchillo y tenedor, comienzo a cortar la car-
ne despacio, quiero observar su jugosidad, la grasa; esa
textura que me quedó al cocinarla merece ser disfruta-
da. Pico un trozo, comienzo a masticarlo. Siento que
debo volver. Pacté un viaje infinito de nuevo a los pasi-
llos y a través de las sombras podré recuperar la liber-
tad, pero me iré cuando termine de comer esta carne
nacida desde mis entrañas. Ahora entiendo sus llantos,
mi decorado vestido rojo era hecho de su sangre; son
tan dramáticos.
33
Sucesos-Antología
34
Krizia Tovar
Estado de México.
.
Sucesos-Antología
A José Luis Cordero, mi mejor amigo
por creer en mí para seguir escribiendo.
Los cuervos no paraban de rondar la casa de mi vecina;
se posaban sobre el tejado o las ventanas, su lugar
predilecto solía ser cerca de la puerta donde colgaba un
moño negro, señal de luto.
Llegaron cuando la vecina comenzó a vestirse de ne-
gro, nadie aseguraba a quien le dedicaba rosarios y
visitas a la iglesia, pero todos estaban impresionados
por su juventud. Tenía veintitrés años.
Esporádicamente, me asomaba para saber si necesita-
ba ayuda, volviéndose poco a poco parte de mi rutina.
Por las mañanas limpiaba su casa, y en las tardes, el
jardín. Parecía no molestarle la presencia de los cuer-
vos, incluso un día observé cómo acariciaba a uno
mientras le alimentaba.
Un día me dio tanta pena su soledad que sin más deci-
dí prepararle un postre para brindarle mi completo
apoyo. Los cuervos me ignoraron en un principio.
Cuando abrió la puerta vi el progresivo descuido en su
aspecto, había sido siempre considerada hermosa, pero
en ese segundo tenía unas marcadas ojeras y un cabe-
llo visiblemente sucio. Se sobresaltó al verme.
Expliqué mis motivos y me invitó a pasar, de alguna
forma sentí cálida su voz; le expresé mis condolencias
por su pérdida; al parecer, le proyecté suficiente con-
fianza para comentarme que su prometido se suicidó
35
Sucesos-Antología
un par de semanas atrás. Lloró desconsoladamente y
no supe qué hacer.
—Realmente, nadie entiende sus razones, uno se vuel-
ve loca adivinando el por qué…
—Es un tema muy difícil…—contesté.
Mostró una fotografía de ellos juntos; el hombre, de
semblante atractivo y melancólico, me hizo aguantar
un suspiro.
—Me gustaría a veces regresar a ese día y congelar el
momento, quedarme ahí para siempre…—. Sus lágri-
mas me provocaron escalofríos.
Sólo pude dar unas palmadas en la espalda, me retiré.
Afuera, los cuervos me miraban despectivamente, por
un momento recordé la película de Alfred Hitchcock,
corrí a mi casa del otro lado de calle.
Luego de aquella confesión fue inevitable para mí que-
rer saber más sobre ella. ¿Por qué no le ponía más
atención antes? No más allá de los saludos cordiales y
cotidianos.
¿Por qué su prometido tomó tan radical decisión?
¿Qué situaciones atravesaba? Lo recordaba vagamen-
te, antes la vida de los vecinos no me parecía en abso-
luto interesante. Hasta que llegaron esos cuervos…
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Sucesos-Antología
Una madrugada desperté por el ruido del motor de una
camioneta vieja, el graznido de los cuervos y unos gol-
pes, como si alguien arrastrara algo.
Desde la ventana de mi habitación me empiné, a la
redonda parecía que a nadie más despertó. ¡Qué extra-
ño!
La vecina trataba de cargar una caja de forma oblonga
y visiblemente de mayor tamaño comparado con ella;
la arrastraba cada dos segundos. Debido a la escasa
iluminación daba la impresión de una maleta, aunque
no tenía certeza. ¿Por fin la acompañaría algún fami-
liar con su dolor? ¿O ella se marcharía? Al cruzar el
umbral de su puerta, tras largos minutos, los cuervos,
inquietos, viraban sin apartarse de la casa.
Los días siguientes a dicha noche, el comportamiento
de la vecina, se tornó más errático, compulsivo, per-
turbador.
Tenía una mayor cercanía a los cuervos, ahora les
permitía entrar a su casa, hablaba sola, dormía menos
que antes. En una ocasión, la vi arrancarse con sus
propios dientes las uñas de su mano izquierda. Miró
hacia mi dirección y cerró sus cortinas.
A partir de entonces fue más difícil saber qué hacía.
Cuando estaba en su patio me percaté de un rasguño
en su mejilla, no supe si alguno de los cuervos le lasti-
mó. Me obsesioné más desde que había cerrado las cor-
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Sucesos-Antología
tinas, así que yo tampoco dormía. Un extraño hedor
me llegaba desde su casa.
Una noche escuché cómo los cuervos revoloteaban, ella
volvió a sacar esa maleta extraña y vi que se prepara-
ba para viajar. Quise seguirla; preparé mi coche. Con-
dujo hacia la carretera; sin pensarlo, di la vuelta tam-
bién. Pasaron cuatro horas o más, nos perdimos entre
algunos bosques; la carretera dirigía hacia las monta-
ñas. Se detuvo en un pequeño hostal, no dejó que nadie
cargara su equipaje. Esperé un tiempo razonable para
reservarme una habitación. No dormí pensando en que
en cualquier momento ella continuaría con el viaje, y
no me permitiría perderle la pista. Sabía que estaba
un piso arriba de mí, estuve al pendiente cada segun-
do. Lo más extraño fueron algunos avistamientos de
cuervos, nos seguían, la seguían.
Afortunadamente, la vi salir a mediodía; reanudamos
el viaje y no nos detuvimos hasta la noche.
Ella se estacionó en un paraje abandonado de la carre-
tera, sacó su extraña maleta, de donde cayó el moño
negro que antes colgaba de su puerta. La imité, de
pronto alguien golpeó mi ventanilla, di un grito. Una
mujer de ojos blancos vestida de luto igual que mi ve-
cina. Otras mujeres enlutadas se aproximaron a mí.
¡¿Cómo saldría de ahí?!
Un ruido las distrajo, los cuervos volaban por el campo;
al salir del coche una vez que la mujer se marchó me di
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Sucesos-Antología
cuenta que había lápidas rotas, mi conclusión rápida
fue una especie de panteón abandonado.
Perdí de vista a la vecina por un momento hasta que la
vi entrar a un mausoleo en ruinas, mujeres enlutadas
con ojos blancos lloraban y cada una repetía un nom-
bre diferente, no me cuestioné la extraña situación, mi
obsesión por la vecina era más fuerte. Acto seguido
una parvada de cuervos entró al mausoleo, corrí hasta
el lugar.
Lo que vi me heló el cuerpo, la maleta era una caja fu-
neraria apartada en un rincón. En medio, la vecina
mantenía relaciones sexuales con un muerto viviente
excitado, no había otra forma de describirlo, los cuer-
vos crearon un remolino y otros comenzaron a perse-
guirme; salí de ahí. Cuando llegué a mi coche el mau-
soleo terminó por derrumbarse. Abandoné todo ahí ex-
cepto el moño negro que a la vecina se le cayó al bajar
su caja oblonga.
Decidí olvidar la situación, no comentarlo con nadie
más, no volverme a obsesionar de esa manera. Cuando
creí respirar paz, alguien tocó a mi puerta… un cuervo.
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Sucesos-Antología
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Anayibe Paipilla
Cali-Colombia.
.
Sucesos-Antología
Dedicado a MATHYAS RHYS AGUDELO PAIPILLA,
mi bombón.
Por unir su imaginación con la mía.
Se extendía por las paredes fuera de mi habitación. Se
metía en un libro diferente cada día. Era molesto, solo
yo podía verlo. Tan solo tenía ocho años, decían que mi
imaginación era muy amplia; no sabían que los mons-
truos y los muertos que veía no vivían en mi cabeza
sino en el mundo.
Recuerdo cuando lo vi por primera vez. Era un mons-
truo con ojos grandes, redondos, piel babosa, tan pega-
da a sus huesos que se podía ver su espina dorsal. Un
demonio con color rojo en sus retinas, tenía dos piernas
y seis brazos. Una vez vi cómo atrapaba al señor Is-
mael, de la esquina donde quedaba el “bar de Joy”. Se
lo llevó por el edificio arriba. Lo tomó con dos brazos
apretándolo sin dejarlo respirar y con las otras dos
manos libres le iba arrancando la piel. Los trozos que-
daban esparcidos por la calle o adheridos a las pare-
des.
Leí sobre él en un libro que me regaló mi abuelo. Mi
mamá lo quemó; decía que era dañino para mí. Que yo
me había vuelto así por culpa de los libros que me re-
galaba él. Ella no lo quería, nunca fue un padre pre-
sente para ella. Un día desapareció por completo de
nuestras vidas, nadie supo más de mi abuelo.
41
Sucesos-Antología
En el libro, leí que a los monstruos se les llamaba IN-
MAH que tenían su propio planeta, BEZ3Y donde lle-
vaban sus presas. Allá, en una especie de laboratorio,
las envolvían con saliva de ellos almacenada en gran-
des tanques, hechos de un material parecido al plásti-
co. Esa saliva les generaba a los humanos una nueva
piel, un nuevo aspecto. Los hacían a su imagen y seme-
janza. Esa era la manera de reproducirse.
Al hombre que sacaron del bar, no se le volvió a ver
nunca, culparon al trago y dijeron que probablemente
se había caído al río, cuando pasaba el puente para ir a
su casa. Yo, era tan solo un niño, nadie me creía. Aún
deben estar buscando sus restos.
El señor Fernando, el dueño de la carnicería, era un
tipo rudo, podía cargar una vaca él solo para meterla
al matadero. Uno de esos monstruos lo atrapó, lo lle-
vaba a mitad de camino, pero se logró salvar por su
fuerza. Sin embargo, al caer se rompió las piernas, la
gente salió en su auxilio y lo llevaron al hospital. Al
despertar contó su historia, lo internaron en el mani-
comio dictaminando que había perdido la razón al caer.
Era un buen tipo. Pude ver su mirada cuando era
transportado del hospital al manicomio, reflejaba mu-
cho miedo.
─No, por favor. El monstruo volverá por mí, ya no
puedo defenderme, mis piernas no me funcionan.
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Sucesos-Antología
Nadie lo escuchó. Sin embargo, el Centro de Investiga-
ción de Salud Mental SIMS, se apropió del caso, ya que
no era el único. Ellos venían estudiando esta clase de
hechos similares en cuatro sectores del norte del país,
investigaciones con clasificación ultra secreta. Salieron
a la luz debido al reconocimiento de la veracidad de
estas historias por parte de los centros de salud men-
tal.
Para contrarrestar y evitar que ingresaran a los sitios
donde los humanos se hacían más vulnerables, inclu-
yendo las cárceles, tomaron como arma, luego de mu-
chos experimentos, recubrir los marcos de las puertas
y las ventanas con penicilina mezclada con la orina de
los gatos, sustancias que al parecer eran potentes para
el cometido, por su potente olor, pero no fue una total
solución. Si un libro se dejaba a la vista, los monstruos
más chicos lograban filtrarse y luego salir por la azotea
llevándose a su presa.
Por otro lado, ahora que la veracidad de mis historias
de niño estaba en su ciclo final de comprobación, el
Centro de Investigaciones Identificadas para la Proli-
feración de Otras Vidas CICPVID, creía que el medio
para ingresar a estos sitios era los libros. No importa-
ba de qué género, si era un libro didáctico, o de medi-
cina. Era la puerta para ingresar.
La humanidad se volvió loca por salvarse. Las leyes
estaban siendo aprobadas para quemar todos los libros
y sellar las bibliotecas. Algunas, se han vuelto sitios de
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Sucesos-Antología
atención a la ciudadanía para recibir cualquier indicio
sobre la existencia de estos extraterrestres.
¡Mi abuelo, extraño mucho a mi abuelo! Alguna vez, al
volver de uno de los viajes hechos por la Nasa para
descubrir el planeta BEZ3Y, hablaron en las noticias
de un viejo sabio, no dudo que se tratara de mi abuelo.
Él amaba los libros, me decía que mi escape sería a
través de ellos.
Lo cierto es que, en los sectores donde se presentaban
más casos de desapariciones humanas, denominados
ZONA INFECTADA X, solo quedaban personas de la
tercera edad. A ellos no se los llevaban. Los más apete-
cidos para su reproducción eran los niños y varones
entres los 14 y 36 años. A las mujeres, desde su entra-
da a la edad fértil.
La inmortalidad fue un tema que tocaron Milán Kun-
dera, Lao -Tzu, Schopenhauer y otros filósofos del
mundo. Se trataba de escribir un libro, de llegar a una
vida correcta, plena o considerarla un error. El planeta
se estaba haciendo inmortal, pero no el nuestro.
Todo aquel que muriera era cremado, orden que ni el
mismo Papa pudo cambiar. Ya que, si eran enterrados,
profanaban los cuerpos en sus tumbas y bóvedas. Se
estaban robando hasta nuestros muertos.
Un pacto de tregua es la solución, anunció el gobierno.
De lo contrario, entraríamos en guerra contra todo un
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Sucesos-Antología
planeta de seres extraños y seguramente sería la ex-
tinción de la raza humana.
Ellos siguen en su planeta, un reposo que da ventaja
de vida para nosotros. Los que nos hemos salvado, es-
tamos sometidos a vacunas obligatorias cada mes. Los
recién nacidos, se espera que se vuelvan inmunes.
45
Sucesos-Antología
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Aura Guerra
Managua-Nicaragua.
.
.
Sucesos-Antología
Recién salía de una complicada operación de amígda-
las cuando me llevaron por un angustioso trayecto por
todos los pasillos del hospital; sentí que recorrí kilóme-
tros, los camilleros no encontraban una habitación dis-
ponible para mí en este viejo edificio. Los escuchaba
discutir, pero, cuando el dolor se tornó insoportable, no
tuvieron más opción que cederme el cuarto de una re-
cién fallecida. Así funcionan los sanatorios: algunos
pacientes fallecen y otros ocupan su lugar.
Cuando llegué, una enfermera aún estaba arreglando
la habitación. Parecía al borde de las lágrimas mien-
tras me ayudaba a colocarme en la cama y, sin decir
una sola palabra, trancaba la ventana con cerrojo justo
antes de dejarme sola. En la mesa de noche, había una
marioneta, la llamaban "Amigos de tela", eran muñe-
cos de trapo disfrazados de médicos, destinados a
acompañar a los enfermos y ayudarles a expresar su
nivel de dolor o estado de ánimo. Mi marioneta se lla-
maba Simón y tenía su nombre pintado en su pie dere-
cho. Aunque parecía inofensivo, algo en él me inquie-
taba desde el principio.
Simón era diferente. Lo coloqué en la cama, a las pocas
horas, parecía cobrar vida propia. Sus piernas se mo-
vían sin que yo lo tocara, y su expresión cambiaba de
triste a alegre de forma inquietante. Sin embargo, no
le presté mucha atención hasta mi segunda noche en
esa sala.
47
Sucesos-Antología
Una ráfaga de viento entró de pronto y me despertó.
La ventana estaba completamente abierta. Traté de
ignorar este detalle y volver a dormir, pero algo no es-
taba bien. Sentí una mirada fija sobre mí, una mirada
intensa y perturbadora. El miedo recorrió mi cuerpo
cuando percibí un aliento cálido y rancio; alguien esta-
ba susurrando inquietantemente a mi oído, no lograba
entenderle. Pude sentir el vaho húmedo acercándose a
mi cabeza y bajando por mi cuello mientras manos di-
minutas trepaban por mi torso, apretándome con fuer-
za. Sin atreverme a abrir los ojos, intenté llamar a la
enfermera de turno, pero ella parecía estar dormida y
mi voz se negaba a salir a causa de mi garganta infla-
mada. Me atreví a ver y, entre mis pestañas, se aso-
maba una niña con dientes manchados de sangre. Una
cicatriz en su frente se extendía hasta sus ojos cuaja-
dos en venas; parecía mirarme con furia en tanto
murmuraba: "Simón dice que le perteneces". Miré ha-
cia Simón, quien yacía junto a mi brazo izquierdo. La
niña rozó mi boca con su frente putrefacta antes de
tomar al muñeco en sus manos. "Simón dice que no
saldrás de aquí", añadió antes de cambiar su expresión
de enojo por una sonrisa macabra. Ella colocó a Simón
sobre mi almohada antes de deslizarse en la oscuridad.
A la mañana siguiente, me negué a tocar el endemo-
niado juguete, pero, ante el hecho de que aún seguía
muda, la enfermera insistió en que lo utilizara para
expresar dolencias. Nadie parecía prestar atención a
mi angustia, todos atribuyeron mis ojos de llanto a la
recuperación. El día transcurrió entre el dolor y la
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Sucesos-Antología
somnolencia, los visitantes entraban y salían, deján-
dome sola con el creciente temor que se apoderaba de
mí. Mis párpados ardían mientras observaba el reloj
marcando las horas que pasaban. La luz de la ciudad
se filtraba por la claraboya, permitiéndome ver cómo la
sonrisa de Simón se ensanchaba lentamente con cada
minuto. Parecía estarla esperando.
Traté de mantenerme despierta para ver su llegada,
pero el dolor me venció. En un sueño agitado, vi su ros-
tro descompuesto, volando desde la ventana de este
cuarto piso, caía sobre mí. Me desperté con un sobre-
salto y abrí los ojos entre jadeos. La ventana estaba
abierta de nuevo.
Ella anunció su visita con un lento rasguño en mi cue-
llo. "Simón dice que hoy te irás conmigo", murmuró.
Apretaba mi garganta con la fuerza de una bestia, ha-
ciendo que las suturas frescas se rompieran una a una,
provocándome lágrimas silenciosas. Sacudió mi cama
hasta forzarme a salir de ella y, sin soltar mi cuello,
me condujo hacia el borde de la ventana mientras sos-
tenía a Simón con su otro brazo, como si fuera un bebé.
"Simón dice que te tires". Repitió insistente mientras
me ahorcaba, causando que coágulos de sangre atibo-
rraran mi boca y nariz; me cortaban el aire. Volvió a
repetir su orden y yo, paralizada y sin escapatoria, sa-
bía que mañana alguien más ocuparía mi cama. Ahora
estoy aquí, a un paso de mi muerte, observando la si-
lueta delgada de esta niña aún marcada sobre el pavi-
mento.
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Sucesos-Antología
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Gio Sevahc
Bogotá - Colombia.
.
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Sucesos-Antología
Carlos había llegado al pueblo hace un mes. El viaje
fue muy largo, pero, por razones económicas tuvo que
mudarse de nuevo al lugar que lo vio nacer y que juró
no volver a pisar. Llevaba trabajando en el negocio de
la familia desde hace unos días, la verdad no era lo que
le gustaba, pero no tenía más opción.
Una noche Carlos salió tarde después de cumplir con
todos sus pendientes, deambulaba a la luz de la luna
llena y pensó en la ciudad que tanto amaba y que tuvo
que dejar, maldecía una y otra vez, el cagadero de pue-
blo al que había tenido que regresar. Estaba deseoso
de llegar a su casa y tirarse en su cama, cuando de re-
pente, tropezó al atravesar el puente, razón que lo hizo
detener el paso, para escuchar con suavidad, unos llo-
riqueos que llamaron su atención.
Se acercó a la barda, apoyó sus manos sobre el baran-
dal, miró de un lado, luego del otro, pero no vio nada.
Así que, con cierta inquietud, prosiguió su camino. No
alcanzó a caminar un metro, cuando los chillidos ini-
ciaron de nuevo, está vez más intensos. La preocupa-
ción fue tal, que decidió bajar a echar un vistazo,
siempre ha sido un hombre muy valiente. Cuál fue su
impresión, que, al descender por el barranco, vio a dos
niños acurrucados, abrazados y llorando. De inmediato
y sin dudarlo por un momento, corrió hacia ellos.
—¿Pero quienes son ustedes niños, que hacen aquí a
esta hora? —Estamos perdidos —respondió una niña
entre llantos.
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Sucesos-Antología
—¿Perdidos?, seguro no viven en este pueblo. ¿Y cómo
se llaman?
—Yo me llamo Daniel y mi hermanita es Ana —replicó
uno de los niños tiritando y con ojos de angustia.
—¿Y su apellido? –interrogó Carlos intentando saber
de dónde venían. En un pueblo pequeño, como lo era
este, por los apellidos se suele identificar la proceden-
cia de las personas; todos se conocen.
—¡Guevara! —contestó Anita con un tono de voz eufó-
rico.
—¿Como así, ustedes son familiares de don José, el de
la Funeraria?
—¡Sí!, ese mismo, ¿lo conoces?, es nuestro padre.
—Pues conocerlo no mucho, pero mis padres si, son
buenos amigos.
Carlos, tomó a los niños de la mano y los condujo hacia
su casa, la funeraria no estaba tan lejos de allí. El tra-
yecto se hizo un poco lento, parecía que por más pasos
que dieran, no avanzaban. Al encontrarse en la misma
puerta de la residencia, los niños se soltaron y se ubi-
caron tras él.
Todo estaba oscuro en ese momento. Carlos, tomó la
aldaba, y la resonó dos veces en la puerta. Después de
algunos minutos, la luz del salón principal se encendió
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Sucesos-Antología
y el señor José Guevara abrió, lucía un traje elegante.
—Los Estaba esperando, mis hijos tardaron en encon-
trarte, ¿cómo estás Carlos? —dijo el señor, exten-
diendo su mano y dándoles la bienvenida.
—Buenasss nochesssss. Perdón, ¿me conoce? ¿y cómo
es eso que me estaba esperando?, encontré a sus niños
en el puente, estaban muy asustados —articuló el mu-
chacho un tanto confundido.
—Yo diría que estaban en el momento indicado, y eje-
cutando instrucciones precisas —mencionó el hombre,
con una sonrisa entre dientes—. Pero sigue, no te
quedes ahí parado, esto apenas empieza…,
Carlos finalmente ingresó, con mucho temor, si es de
decirlo. Al terminar de cruzar el umbral de la puerta,
esta se cerró, como empujada por el viento. El olor a
formol fastidió a Carlos, quien era guiado hasta el final
del paisillo.
—Entra muchacho, hay algo acá que quiero mostrarte.
Carlos ingresó a la pequeña habitación, en la que pudo
ver en una de las paredes, no pocos portarretratos que
colgaban de las mismas, con fotografías de personas
que le fueron familiares. Pero lo que más lo extrañó,
fue ver en una de esas fotografías, la imagen de los
niños que lo habían llevado hasta allí. Las fotografías
lucían antiguas, casi desgastadas por el tiempo, y los
niños en ellas llevaban las mismas ropas con las que
los había visto horas atrás. Al girar su cabeza hacia
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Sucesos-Antología
otra de las paredes, encontró otros portarretratos con
siluetas borrosas de personas, a las que no se podía
distinguir, pero lo más curioso es que en una de ellas,
estaba inscrito su nombre, eso lo desconcertó.
—Peroooo, ¿y ellos? —indagó el joven que no salía de
su asombro.
—Sii, sé lo que estás pensando. Son Anita y Daniel,
murieron hace diez años, esa foto fue tomada horas
antes de su muerte.
—Pero cómo, acabo de verlos hace un rato, yo los traje
hasta aquí —discrepó Carlos asustado, y mirando ha-
cia la sala de la casa intentando buscarlos con la mira-
da.
—Claro que tenías que verlos, ellos siempre guían a
las almas que aún creen estar vivas.
El señor salió de la habitación lentamente, de manera
que Carlos se sintió casi obligado a seguirlo, tenía que
descubrir lo que estaba pasando.
El chico caminó tímidamente, y al entrar a ese nuevo
cuarto, se dirigió hasta el fondo, en dónde estaba ubi-
cado aquel hombre, que se perdía en medio de la oscu-
ridad.
Cuando Carlos dio unos pasos más, se tropezó con algo
que, al palparlo, pudo reconocer como un ataúd. El te-
rror se apoderó de él, quien al ver que una tenue luz se
dibujaba sobre el vidrio que daba al cabezal del cajón,
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Sucesos-Antología
se fue acercando para descubrirse así mismo, tendido y
ya sin vida sobre la caja mortuoria.
—¿Ahora ya entiendes por qué estás aquí?, ¿acaso no
recuerdas lo que pasó anoche en el puente?
La imagen del joven se fue difuminando, y un fuerte
dolor que salía de su estómago lo redujo hasta el suelo,
mientras recordaba que esa misma noche, resbaló del
puente de un pueblo que una vez lo vio nacer y que
hoy, se lo devoraba por completo.
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Sucesos-Antología
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David Kolkrabe
Manizales-Colombia.
.
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Sucesos-Antología
Le juro, señor agente, que no fue mi culpa. Es cierto
que llevaba quince horas seguidas conduciendo y que
estaba cansado, pero usted debe conocer la emoción de
regresar pronto a casa luego de un largo viaje. A pesar
de eso, conocía mis limitaciones y me detuve a descan-
sar un rato, allí mismo, en el paraje desolado en el que
se produjo el accidente. Sentí mis manos pesadas y,
por más que deseara continuar, mi vista se nubló. El
sitio no me daba buena espina. Quise salir lo más
pronto de ahí, pero me fue imposible retomar el ca-
mino.
Estacioné el carro junto a la avenida, tal como pudo
determinarlo el perito, y me postré sobre el volante a
dormir. Eran las tres de la mañana. A esa hora ningu-
na persona, ni ningún coche, pasaba por ese lugar, frío
y sin vida. Si no hubiera estado tan cansado, no me
hubiera detenido allí. Cinco kilómetros atrás vi la úl-
tima casa y a la carretera sólo la iluminaba las luces
de mi vehículo. Apagué el motor y la calefacción. Me
puse la chaqueta de lana que mantenía en el asiento
trasero y me dispuse a descansar. Mi sueño duró al
menos treinta minutos. Lo sé porque quería sorpren-
der a mi esposa antes de que se fuera a trabajar, de
modo que estuve muy pendiente del reloj.
Todo se tornó oscuridad total. Un sueño profundo me
invadió de inmediato y, como si el influjo de un fuerte
narcótico me hubiera atrapado, no tuve consciencia
hasta que sentí un suave golpeteo contra el cristal. Era
lento y cansado, como si el que tocaba estuviera harto
57
Sucesos-Antología
de la vida. No reaccioné mal, como podría imaginar,
señor agente. Al contrario. Desperté del letargo medio
embobado, confundido, y apunté con la linterna para
conocer quién estaba en la carretera. «Quizá un con-
ductor», pensé, «al que se le ha averiado una llanta y
necesita ayuda. Pobre, pobre. Con el frío que hace…».
Iluminé la ventana y una figura pequeña, borrosa por
la niebla y los cristales empañados, apareció ante mí.
Bajé el vidrio para ver con claridad y una anciana de
mirar triste, con grandes ojeras y una sonrisa melancó-
lica, me pidió que le comprara una empanada.
—Señora… —respondí medio dormido con un gran
bostezo. Quise rechazar su oferta, pero el olor a masa y
grasa me despertó el apetito—. Deme dos.
Pese a la neblina intensa, noté que la anciana vestía
ropa ajada y antigua, como de una época pasada, y que
traía un cesto con las dos empanadas que le pedí. Me
las entregó y desapareció con paso de hormiguita entre
la neblina. Miré el reloj. 3:30 a.m. Me sentía mucho
mejor, señor agente, tanto como para conducir los cien
kilómetros que faltaban para llegar a casa. Encendí de
nuevo el coche y lo puse en marcha.
La calefacción se encendió con el motor y me quité mi
chaqueta. Un frío agudo me penetró hasta los huesos
de repente. Pensé que debía helar lo suficiente como
para hacerle contra al aire caliente de mi carro. La ne-
blina se espesó y agudicé la vista. Pensé en mi esposa,
que ya se estaría despertando para ir a trabajar y en la
58
Sucesos-Antología
sorpresa que quería darle cuando me viera llegar antes
de lo esperado. Estaría feliz de verme, sin duda. Le di
un mordisco a una empanada. Recordé a la anciana y
me pregunté qué hacía una viejecita en medio de la
noche y de la nada vendiendo empanadas. ¿Se había
extraviado como un perro? ¿Se había escapado del an-
cianato tal vez? Estuve pensando en eso por un rato
hasta que me la acabé. Quise comerme la otra. Abrí el
compartimiento donde las había guardado, pero estaba
vacío. La dejé ahí, señor agente, se lo juro.
Un suave punzón me golpeó el pecho, como cuando uno
sabe que la tragedia se avecina, pero no la quiere acep-
tar. Aunque la calefacción estaba al máximo, mis ma-
nos estaban entumidas por el frío. Luego escuché un
sonido seco que venía del asiento trasero del auto. Era
una tos dañada, grave, que se eyectaba desde pulmo-
nes podridos; una tos cansada. Sin frenar ni desacele-
rar, miré por el retrovisor. La vi. La anciana estaba
sentada en medio, tranquila, con la mirada perdida.
Tenía un agujero del tamaño de una moneda en su me-
jilla por el que se asomaban los dientes; de su nariz
salía pus y la piel de su cara se desprendía a pedazos.
Un hedor amargo, como de carne podrida y tierra, me
dieron ganas de vomitar. Me paralicé. Mis pies no se
movieron cuando intenté frenar y mis manos congela-
das se quedaron quietas. Pensé en mi esposa y en que
tendría que reconocer mi cadáver. La vi llorando des-
consolada y la vi en mi funeral mientras le daban las
condolencias. La anciana levantó su mano roñosa y
59
Sucesos-Antología
uñas largas. Estiró su índice, despacio, para señalar al
frente.
Sólo sentí el golpe, señor agente. No recuerdo más.
Cuando desperté, la anciana ya no estaba y, como us-
ted y sus peritos se dieron cuenta, no dejó ninguna se-
ñal.
60
Sucesos-Antología
61
Makhabith Ross
Makhabith Ross
Popayán-Colombia.
Popayán-Colombia.
.
. .
Sucesos-Antología
Viajar a la casa de los tíos de mi esposo era un plan
que veníamos postergando por mucho rato, pero final-
mente pudimos concretarlo. El camino resultó placen-
tero hasta cierto punto. Aire fresco rodeado de monta-
ñas que poco a poco nos iban cubriendo, la casa queda-
ba en medio de la sierra, así que el frío y la neblina
fueron cubriendo el camino. A medida que nos acercá-
bamos más y más a nuestro lugar de destino, el sol se
vencía.
Samuel estaba ansioso, no sabría cómo podrían reac-
cionar sus familiares al verme por primera vez, ellos
ya conocían la situación, pero ya estando todos frente a
frente, otra sería la historia. Desde hacía mucho rato
no se veían, además, querían conocerme, ya llevába-
mos viviendo juntos casi un año, y ni siquiera sabían
mi nombre.
Atravesábamos el camino que da a la puerta principal
de la casa, cuando observé entre los matorrales, una
sombra pequeña que se movía. Imaginé que se trataba
de algún animal, y le resté importancia al asunto. El
recibimiento fue muy agradable, sus tíos me abrazaron
entrañablemente, como si me conocieran de toda la
vida. Estaba concentrado en sus demostraciones de
cariño, cuando vi que de la nada se fue formando una
figura en la pared, era una sombra que medía aproxi-
madamente 1 metro con 20 centímetros. Traté de di-
simular, no quería que notasen que algo me incomoda-
ba, no iba a dañar ese momento.
62
Sucesos-Antología
—¡Me ves cierto! —corrió la figura de un niño por en
medio del zaguán de la casa, mientras se reía a carca-
jadas.
Lo ignoré por completo, sabía que, si lo hacía, dejaría
de molestarme. Me he topado con muchos fantasmas
de ese estilo, van pasando por el lugar y buscan que les
preste atención, ya los conozco.
Me hicieron sentar en el sofá de la sala, mientras ellos
conversaban en la cocina que quedaba al fondo de la
vivienda, por cierto, bastante grande y oscura. A pesar
de que la casa era bonita, sabía que algo maligno la
habitaba, lo había notado desde antes de entrar.
—¿Cómo te llamas? Yo soy Anselmo, vivo aquí desde
hace mucho tiempo —susurró con voz ronca, de niño,
pero gruesa, y un olor pútrido contaminaba la sala.
Lo miré fijamente intentando saber qué era lo que bus-
caba, lo analicé de pies a cabeza, cuando se paró junto
a mí. Se le veía malpuesto, a pesar de que llevaba ro-
pas de niño coloridas; estaban maltratadas y ya viejas,
daba la apariencia de ser una presencia bastante anti-
gua.
–¡Qué cómo te llamas malnacido!, ¿me vas a seguir ig-
norando?
El grito fue tan fuerte que me mandó de una hacia la
ventana, quería huir de ese lugar. Había visto fantas-
63
Sucesos-Antología
mas que se apoderan de casas, pero uno como este, tan
agresivo y con una carga tan maligna, jamás.
En ese instante llegó mi compañero para preguntarme
lo que me sucedía, hasta la cocina habían escuchado el
estruendo.
—Hay algo aquí amor, algo muy malo.
—¿Algo?, ¿a qué te refieres con eso?
—La presencia de un niño está apoderada de esta casa.
La ronda y, por lo que siento, no está del todo tranqui-
lo.
—La verdad me preocupa, aquí solo viven mis tíos, mi
prima Antonella está muy lejos de aquí.
Me tomó del brazo e hizo que lo acompañara hasta la
cocina, acababan de servirnos agua de panela caliente,
quizá si me concentraba en la visita, esa presencia me
olvidaría y por fin me dejaría en paz.
Al terminar de cenar, Samuel consideró que debía en-
señarme toda la casa, yo estaba aterrado, pero traté de
normalizar la situación, sabía cuánto lo mortificaban
mis experiencias. Caminamos hasta el segundo piso de
la casa, había varias habitaciones, y en el fondo, desde
lejos se notaba un collage de retratos. Nos fuimos acer-
cando, mientras él me llevaba del brazo y con gran
emoción pretendía mostrarme toda su familia. Hice un
barrido lentamente por cada una de las fotografías, se
veían todos muy alegres, además de bien parecidos.
64
Sucesos-Antología
Cuando de pronto, el corazón se me aceleró y casi caigo
desplomado de la impresión:
—¡Es él! —señalé la fotografía de un niño que aparecía
posando detrás de un inmenso lago, con un pez y una
vara en su mano derecha.
—¿Qué pasa con él, amor?, es mi primito Anselmo,
¿qué pasa con él?
—Está en la casa, Samuel, está buscando algo malo.
—¿Malo?, ¿a qué te refieres con eso?
—Hace un momento me gritó, está furioso.
Samuel se quedó meditabundo en todo lo que le conta-
ba, estaba aterrado, nunca lo había visto tan impresio-
nado.
—Amor, ven, tengo algo que contarte —me dijo Samuel
mientras se dirigía al cuarto que nos habían asignado.
Yo lo seguí, ya para ese momento estaba más intrigado
que nunca—. Verás, hace casi 22 años, estábamos de
visita en esta misma casa, toda la familia solía fre-
cuentarla muy a menudo, cada domingo se llenaba de
visitantes.
—¿Qué pasó?, ¿ahora ya no viene nadie verdad?, ¿por
qué no me lo dijiste?
65
Sucesos-Antología
–Amor, no es una historia agradable para contar. Los
adultos habían bebido mucho, los niños nos quedamos
prácticamente solos, ya la mayoría estaban dormidos,
pero mi primo Anselmo José siempre se dormía tarde y
lo hacía con la presencia de mi tía, que le cantaba. Esa
noche se levantó, y al no ver a nadie salió de la casa y
sin saber por qué, se dirigió al lago que está a unos
metros de la casa.
—¿Cómo así, hay un lago?
—Sí amor, está cerca. Pero bueno, te contaba, empezó
a caminar a la orilla del lago, era como si alguien lo
llamara.
—¿Pero tú cómo sabes eso?
—Porque yo lo estaba viendo desde la ventana. Al
principio no pensé nada malo, pero al ver que se acer-
caba más y más a la orilla me preocupé. Cuando ya vi
que estaba en peligro, corrí hasta él, pero nada, no es-
taba. Empecé a gritar y gritar, trataba de aletear con
mis brazos el agua para ver si lo veía, pero era imposi-
ble, yo apenas era un niño para ese entonces, ¿qué hu-
biera podido hacer?
—O sea que se ahogó.
—Sí, al día siguiente lo encontraron al otro lado de la
orilla, comido ya por muchos animales y sin vida. Des-
de ese momento mis tíos se trastornaron, necesitaron
66
Sucesos-Antología
mucho tiempo y terapias para reponerse. Ahora están
un poco más recuperados, pero hacen cosas que no me
gusta.
—¿Cosas?, ¿qué cosas?, cuéntame.
—A veces hablan de él como si aún existiera. Le cele-
bran sus cumpleaños, lo nombran todo el tiempo, es
más, a dos cuartos de este, está el suyo, tal cual como
él lo dejó.
—Claro, por eso sigue acá, por eso no se va, ellos lo
tienen atado de alguna manera.
—¿Ellos?
–Sí, tus tíos, cabezón. Todo lo que hacen impide que tu
primo descanse, lo mantienen vivo, eso ha hecho que se
quede vagando en este lugar, que no pueda trascender.
Después de tanto platicar me quedé dormido, pero al
sentir ruidos en la madrugada me sobresalté. Sentí
ganas de ir al baño, intenté despertar a Samuel, pero
era imposible, así que decidí salir solo, igual, era bajar
las escaleras y ya, ahí estaba el baño, debajo de las
mismas. Al bajar las escaleras empecé a sentir susu-
rros que me helaron por completo. Me fui acercando
lentamente para no ser visto, y al concentrar mi mira-
da en el fondo de la cocina, una imagen casi me dejó
sin fuerzas. Un ser que no sabría cómo describir, ha-
blaba al oído de los tíos de Samuel: era grande, tenía
67
Sucesos-Antología
patas como si fueran tenedores y su figura era la de un
demonio, eso lo puedo asegurar. Pero lo más aterrador
es que el niño estaba en un rincón, gritaba y lloraba
que por favor lo liberaran, y su madre solo golpeaba
con unas ramas la fotografía del niño mientras le hacía
unos rezos que no logré entender.
Cuando esa presencia notó que los miraba, se echó a
correr hacía mí, así que de inmediato salí corriendo de
ese lugar.
—¡Noo, no lo hagas!, ¡no me dejes aquiií!
Como pude me monté a mi carro y me alejé lo que más
pude. Sabía que el problema no era el niño, algo peor
estaba detrás de todo, debía huir, no me podían encon-
trar. Desde ese día no veo a Samuel, siento que estar
cerca de él y su familia, puede ser mi fin, y todavía no
estoy dispuesto a morir.
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Sucesos-Antología
69
AJRR Adriana Rodríguez
H. Matamoros, Tamaulipas – México.
Sucesos-Antología
Todas las mañanas debía cruzar cien metros de baldío
a pie, para poder llegar al trabajo. Hacía casi seis me-
ses que entré a trabajar al puente vehicular fronterizo.
Debido a la ubicación, se recorría una distancia en au-
to y el otro tanto debías atravesarlo caminando o a
bordo de un automóvil que fuese a cruzar al otro lado
del puente. Al inicio un compañero de una agencia
aduanal me acercaba al área de las casetas, pero al
cambiarnos las jornadas, empecé a caminar por ese
tramo en completa oscuridad. Algunos decían que, por
el lugar, espantaban, que se oían ruidos y se veían
sombras. Lo cierto es que, hace tiempo que yo podía
ver y escuchar todo aquello, aunque a nadie le dije.
La primera vez atravesé aquel trecho junto con Rodri-
go, mi compañero. Conducía por el trayecto cerca de
las seis de la mañana, era usual que las luces de los
faroles, no funcionaran, así que la penumbra envolvía
todo a nuestro rededor. Se le notaban los nervios al
hablar, la voz se le entrecortaba y por más incoheren-
cias que dijera, no podía renunciar al parloteo. No que-
ría dejar un espacio en el que el silencio abriera la
oportunidad a oír lo que fuera que pudiese escuchar.
Yo, observaba por la ventana del copiloto, miraba como
entre los postes. Figuras humanoides iban tomando
forma para quedar de pie al lado de la carretera; entre
la negrura de las sombras unos luminosos ojos amari-
llos, iban dando vida a aquellas siluetas. No he de
mentir, sentía erizar a la vez cada uno de los vellos que
me cubrían la nuca, causando unos escalofríos que re-
70
Sucesos-Antología
corrían todo el cuerpo, pero lo cierto, es que poco podía
hacer, más que atravesar lo más pronto posible aquella
autopista. Los días venideros debían hacerse caminan-
do. Esa mañana bajé del auto a la entrada del camino.
Continúe andando, cuando vi una pequeña forma entre
unos magueyes que servían de decoración a la orilla.
Me acerqué intentando averiguar qué era aquello, de
pronto el trazo se puso en pie y corrió entre los mato-
rrales hacia el lago. Quise alcanzarlo, pero solo corrí
detrás de una sombra que se perdió entre la oscuridad.
Del tamaño de un hombre chiquito, pero no una perso-
na con enanismo, se miraba la silueta desnuda de un
ser pequeño, sus patas o piernas eran largas, pero las
mantenía dobladas, como los insectos. Al estirarlas
alcanzó un poco más del metro de estatura. Aunque se
mantenía entre las sombras, se podía percibir la inten-
sidad en la mirada, al tiempo que parpadeaba al ob-
servarme. El canto de un ave extraña sonó, seguido del
ruido de unos cascos sobre el pavimento. Venían en mi
dirección, los escuchaba acercarse, pero no se lograba
ver nada ni nadie aproximándose. Me hice a un lado,
apartándome de la calle, se elevó una polvareda, rastro
de que algo o alguien paso. Era invisible, pero existen-
te. Me quedé mirando la señal de esa presencia, hasta
que sus pasos se escucharon lejanos. Seguí avanzando,
llegué a un área verde, ahí estaban los edificios donde
se realiza el pago de servicios tributarios por cruce.
Había un estacionamiento exclusivo en el cual, a partir
de las nueve de la mañana, comenzaba la atención a
clientes. Por aquello de las seis con veinte, aun vis-
71
Sucesos-Antología
lumbraba el abandono de la mañana. Entonces como
un sueño, una serpiente de color amarillo con blanco
brillante se posó frente a mí. Intenté alejarme lento,
esperando que aquel animal no se sintiera amenazado
por mi presencia, y atacara, pero comenzó a erguir su
cuerpo, hasta alcanzar altura y quedar frente a mi ros-
tro.
Comenzó a hablarme, era un lenguaje extraño, pero
por alguna razón sabía lo que decía, aunque no logro
recordar qué fue lo que dijo. Entré en un trance en el
que no podía dejar de ver cómo meneaba su cabeza
elevada por encima de mis hombros. De la nada cayó al
suelo y se arrastró de prisa, huyendo. A lo lejos pude
ver a un hombre parado a mitad de la calle, caminan-
do, pausado. Vestía una gabardina larga, que cubría la
mitad del cuerpo hasta las pantorrillas, portaba un
sombrero de ala ancha.
Conforme se fue acercando, fui bajando la vista hasta
llegar al área del pantalón. Dos patas de bestia aso-
maban sus pezuñas no hendidas, y al chocarlas contra
el asfalto, ocasionaban que se enchinara la piel,
abriendo los poros y poniendo los pelos de punta. En
un instante su rostro estaba junto al mío. Abrió sus
fauces y exhaló un bufido venial. Su aliento frío y ca-
liente recorría detrás mi oído. Quería correr, gritar,
pero permanecí inmóvil. Acercó su nariz, olfateándo-
me, después lamió mi mejilla y sonrió, susurrando –
Aradia–. Sentí una sacudida violenta, el suelo se abrió
y lento me fui hundiendo en lo negro de un profundo
72
Sucesos-Antología
hoyo. Caía, pero no temía. Un fuerte golpe me impactó.
Un parpadeo. Al abrir los ojos me hallaba en la caseta
cobrando el peaje de los autos, mientras, accionando el
claxon, esperaban a que despertara del trance en el
que me encontraba.
73
Sucesos-Antología
74
María Magdalena Herrera Reyes
Guatemala/Estados Unidos.
Sucesos-Antología
Su cuerpo se lo ha llevado la muerte, pero su espíritu
vivirá por siempre entre nosotros.
Mildred era una pequeña a la que le gustaba quedarse
despierta a escuchar el ruido de los gatos; el maullido
de estos animales nocturnos le hacían pensar que te-
nían una conversación a veces no muy amenas porque
se volvían peleas entre las láminas. Con el tiempo
aprendió a escuchar a los “otros” seres nocturnos, voces
que no provenían de ningún lado, pero que tomaban
forma en las horas oscuras, esas sombras que se veían
pasar en los pasillos de la casa.
La abuela le contó sobre La Llorona y otras historias,
pero hay algo que la dejó inquieta. Ella le dijo: que
cuando se escuchaba lejos el ruido de los fantasmas era
porque estaban cerca y cuando se escuchaba cerca es
porque estaban lejos, aunque yo confieso que ambas
situaciones son para ponerse los pelos de punta. El es-
cuchar para Mildred se volvió un entretenimiento por
las noches, pero ya no le parecía agradable el no poder
dormir, ya que se levantaba muy cansada. Una noche
escuchó gritos y a una mujer llorando, y se despertó.
Era la abuela, quien buscaba ropa de su hijo, el tío de
Mildred. Ella no entendía qué estaba pasando hasta
que escuchó.
⎯¡Lo mataron! ¡Mi hijo! Dios mío ¿por qué? ⎯ gritaba
la abuela despertando a todo el vecindario.
El día del funeral, Mildred jugaba con una muñeca,
ella se sentía como si todo fuese un sueño, quizá para
75
Sucesos-Antología
evitar la realidad; veía entrar y salir personas, mien-
tras observaba que su familia lloraba. Se preguntó a sí
misma «¿por qué tanto drama?» si su tío Marco no era
una buena persona; recordó esas veces que la empuja-
ba y le hacía bromas pesadas, sin poder olvidar que un
día le cortó el pelo mientras dormía. Además, que en el
vecindario no había sido tan querido, fueron tantos
problemas, incluso, aquellos de faldas. Alguien comen-
taba por ahí que era a varios a quien Marco se “las de-
bía”.
«Mi más sentido pésame, él vivirá en nuestros corazo-
nes», palabras de los presentes.
Lo despidieron de casa. Al momento de abrir el ataúd,
Mildred vio su rostro pálido, logró observar los rellenos
que le hicieron sobre las perforaciones de balas, había
uno en su frente, otra en la mejilla. Esa noche ella no
podía dejar de pensar en la apariencia del muerto,
tampoco ¿sí estuvo bien ese pensamiento que tuvo so-
bre juzgarlo? No escuchó conversaciones de gatos, se
quedó despierta hasta la madrugada. Los perros em-
pezaron a aullar uno tras otro, varias cadenas se escu-
chaban arrastrar por la calle, se iba alejando el sonido,
recordó las palabras de la abuela y sintió un frío ate-
rrador. Desde ese día ya no solo escucho a los “otros” si
no que empezó a sentir su presencia.
La novia del tío llegó al rezo de los nueve días y dijo
que se quedaría en casa. Mildred estaba contenta por-
que Lilian era muy buena; esa noche ambas se queda-
76
Sucesos-Antología
ron a dormir juntas. Por la noche Mildred sintió que
alguien le estaba acariciando el pelo, pensó que sería
Lilian, pero los ronquidos de ella no le confirmaban eso
que pensó para evadir lo inexplicable, tomó valor y
quiso gritar, pero su esfuerzo fue en vano, su cuerpo se
hizo pesado cuando sintió un brazo frío y gordo ro-
deándola, Mildred estaba segura que era su tío Marco,
queriendo dormir entre ellas.
«Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu
nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad
acá en la tierra como en el cielo…», rezaba la pobre
Mildred hasta que alumbró el sol sus labios secos de
tanto invocar a Dios.
El tío Marco siguió viviendo en casa como si estuviera
vivo, la pobre Mildred temblaba cada vez que le pasa-
ban cosas extrañas, como el abrir y cerrar puertas, en-
cender el televisor y la radio, escuchar pasos, tirar co-
sas. Lo que a ella la hacía más vulnerable y escuchaba
la risa sádica del espíritu cuando le jalaba el pelo
mientras se peinaba.
Una noche Mildred lo vio tal cual como lo recordaba en
aquel ataúd y tuvo la oportunidad de reclamarle de
frente y decirle que él ya estaba muerto. Él lo negó, la
niña insistió y lo llevó a un espejo para que viera su
rostro y notara los huecos en donde habían entrado las
balas, al momento de llegar al espejo, él no logró ver su
reflejo. Del susto ella se desmayó.
77
Sucesos-Antología
Los problemas en la familia se hicieron más graves a
raíz de la búsqueda de justicia por el tío Marco, era
tanto que llegaron unas cartas a la casa donde amena-
zaban de muerte a todos. La familia completa tomó la
decisión de salvaguardar sus vidas y tuvieron que mu-
darse de la ciudad capital de Guatemala hacia el de-
partamento de Escuintla.
Lo último que recordaba Mildred de aquella noche que
abandonaron su casa fue cuando se apagaron las luces,
sus amigos con quienes jugaba al fútbol en el barrio le
decían adiós con las manos, las lágrimas rodaron por
sus mejillas mientras se alejaban.
Dicen que no hay que voltear a ver un lugar si lo dejas,
pero Mildred no lo sabía y dio un último adiós a su ca-
sa y vio como la luz del cuarto del tío Marco se encen-
dió.
Los vecinos cuentan que por las noches se escuchaba a
un hombre gritar y llorar adentro de esa casa.
Mildred llegó a una edad adolescente en su nuevo ho-
gar, frente al espejo de su cuarto empezó a peinar su
larga cabellera. Justo alguien le jaló el pelo de forma
violenta que la aventó hasta el otro extremo de la habi-
tación, en el espejo no se reflejaba nadie, a lo lejos un
eco de la risa del tío Marco se escuchó.
⎯ ¡Nos encontró, mi tío nos encontró! ⎯ salió gritando
Mildred.
78
Sucesos-Antología
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Edwin Hesse
Manizales-Colombia.
Sucesos-Antología
Al llegar a su casa, Jonás sintió como si aquél largo
viaje que había hecho sólo habitara en su mente. Tenía
los recuerdos intactos: unas horas antes había recorri-
do toda la ciudad, visitado los lugares que más le pare-
cían entrañables, asistido a las casas de sus amigos y
familiares. Sin embargo, cuando cruzó la puerta de su
casa luego de aquel recorrido, su mente parecía nu-
blarse, con el extraño sentimiento de que aquel viaje
no había sido real.
Subió a la habitación y se sentó sobre la cama, espe-
rando que fuera el momento de acostarse. Al día si-
guiente, su rutina sería exactamente igual que los úl-
timos días: haría un viaje que le permitiera conectarse
con su pasado; un viaje que lo mantuviera en el pre-
sente; un viaje que le diera esperanzas para el futuro.
De repente, escuchó el sonido de unas cadenas arras-
tradas por el suelo. Era un sonido apagado, algo dis-
tante, pero él estaba convencido de que se trataba de
eso, unas cadenas metálicas.
Aunque era persistente, no podía identificar de dónde
provenía aquel ruido, que le estaba pareciendo moles-
to. Jonás vivía en una antigua casa en el campo, pero
nunca antes se había percatado de algo: el aspecto ex-
terior era siniestro, como las casas que se describen en
los cuentos de terror. ¿El sonido se producía en el inte-
rior de la casa? Tenía que ser así; no había casas veci-
nas en sus inmediaciones.
80
Sucesos-Antología
Estaba en estas cavilaciones, pero el sueño lo venció.
No se sabe cuánto tiempo había pasado desde que ce-
rró los ojos, hasta que el mismo ruido de las cadenas
arrastradas por el suelo lo interrumpió en su descanso,
y dicho sonido le formó una imagen, una idea, en su
subconsciente: nada de lo vivido el día anterior fue
real. Despertó, pero decidió esperar a que el día acla-
rara para levantarse de la cama. Sin embargo, pasaron
algunos minutos, muchos, y luego una hora y otra más,
y aún no amanecía.
Quiso levantarse de la cama, pero no pudo hacerlo; al-
go superior a su voluntad y su fuerza se lo impedía.
Desde el lecho, sentía como si su realidad se alterara;
como si nubes mentales lo hicieran viajar entre la
realidad y la ficción. Jonás comenzó a notar cosas ex-
trañas en su casa, como sombras que se movían en las
esquinas de su habitación y ruidos extraños en medio
de la noche. Y más allá, voces, gritos, lamentos. Pisa-
das fuertes por todos lados, puertas cerrándose con
fuerza, sonidos de azotes y macanas.
A medida que los días pasaban, los fenómenos para-
normales se volvían cada vez más intensos y aterrado-
res en medio de las noches de desvelo y los desvaríos.
Esta situación le había impedido que volviera a salir
de su casa, una casa de la cual ya no tenía mayores
recuerdos de su aspecto exterior.
81
Sucesos-Antología
Y una noche, cualquier noche –Jonás había perdido la
noción del tiempo hacía unos cuantos días–, comenzó a
ver fantasmas que lo seguían por todas partes, incluso
en sus sueños. Él estaba seguro de que su casa estaba
embrujada.
Desesperado y aterrorizado, Jonás buscó ayuda de un
parapsicólogo. No recordaba bien su nombre; incluso,
cuando se despedían, le costaba luego recordar el as-
pecto de aquél sujeto. Pero era un asunto que no in-
quietaba, por el momento, a Jonás.
Juntos investigaron la casa. Sin embargo, no encontra-
ron ninguna evidencia de actividad paranormal, y el
parapsicólogo sugirió que todo podría ser producto de
la imaginación de Jonás, quien se negó a creerlo y de-
cidió investigar por su cuenta.
Una noche, mientras caminaba por el sótano de su ca-
sa, descubrió una puerta secreta en el piso. Con curio-
sidad, la abrió y se encontró con una escalera que lo
llevaba a una prisión subterránea. Un olor ferroso lo
llevó por instinto a revisar sus manos y sus ropas:
manchas de sangre, sus padres y su hermana muertos.
Después de atar todos los cabos: los viajes inconclusos,
las lagunas mentales, los ruidos extraños, las sombras
y las voces, Jonás descifró la verdad espeluznante: él
había sido condenado a cadena perpetua por un crimen
atroz que había cometido en el pasado, y ahora se en-
contraba encerrado, de por vida, en una prisión subte-
82
Sucesos-Antología
rránea. Todos los fenómenos paranormales eran pro-
ducto de su mente enferma y suculenta, queriendo es-
capar de su prisión interior.
Jonás se enfrentó a la realidad de su situación y se
sumió en la locura, sabiendo que pasaría el resto de su
vida encerrado en ese lugar oscuro y solitario. Los gri-
tos desesperados de Jonás se escuchaban en las pro-
fundidades de la prisión subterránea, donde arrastra-
ba sus propias cadenas, con los fantasmas que él mis-
mo había creado en su mente, acompañándolo para
siempre. El siquiatra que lo atendía jamás pudo ayu-
darlo a encontrar su camino.
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Sucesos-Antología
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Tifanny F. Cárdenas
México.
Sucesos-Antología
Viajé a Cuernavaca tal como lo habíamos acordado.
Encontré la casa familiar vacía, pero supuse que los
invitados no tardarían en llegar. Todo estaba calmo y
silencioso. Detrás de la ventana principal se asomaba
un árbol de buganvilia que se mecía suavemente con el
viento. Entré al baño y refresqué mi rostro con un poco
de agua. Nunca les había tomado tanta importancia,
pero ese día me parecieron particularmente molestas
las canas en mi cabello y las arrugas que se formaban
debajo de mis ojos.
—¡Qué horror y pensar que hoy cumplo un año más!
¡Desearía dejar de envejecer!
Pasó más de media hora y no llegaba mi familia ni mi
prometida. Me recosté en el sillón e intenté enviarles
un mensaje por WhatsApp, pero ni siquiera salió.
—¡Lo que me faltaba: no hay señal aquí!
De pronto, sonó el timbre. Me acomodé un poco mi pla-
yera con estampado de Lovecraft y fui a abrir la puer-
ta, pero no había nadie detrás de ella. Bromeé un poco
conmigo mismo, diciéndome que la edad me hacía es-
cuchar cosas. Volví a recostarme y el timbre volvió a
sonar, esta vez de una manera bastante insistente.
Molesto, me levanté y me dirigí rápido hacia la entra-
da, pero un peculiar ruido me hizo dar media vuelta.
Por un momento, pensé que todo se trataba de una
fiesta sorpresa, pero me sorprendí al estar parado
frente al gran espejo que adornaba el comedor. Sentí
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Sucesos-Antología
como si mis tripas estuvieran a punto de salir por mi
boca. El reflejo me mostraba una celebración: mis pa-
dres reían con la esposa de mi hermano, la cual soste-
nía a mi pequeño sobrino entre sus brazos; mi her-
mano platicaba conmigo mientras yo abrazaba a mi
novia, Clara. Con las piernas temblorosas, corrí al ba-
ño y me recargué sobre el lavabo con unas tremendas
ganas de vomitar. Cuando levanté la vista, él ya esta-
ba ahí: «mi» reflejo macabro me observaba desde el
otro lado de un pequeño espejo, al cual comencé a gol-
pear hasta romperlo. Sin embargo, eso no fue impedi-
mento para que una voz burlona emanara desde den-
tro de él.
—Deseaste no volver a envejecer, ¿recuerdas? Ahora yo
he tomado tu vida y tú te has convertido en un simple
reflejo, patético autómata. Ten más cuidado con lo que
deseas. Adiós y feliz cumpleaños… David.
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Sucesos-Antología
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Eliana Soza Martínez
Potosí-Bolivia.
Sucesos-Antología
La recibí como herencia de tía Luchita, soltera y sin
hijos, pero devota hasta el tuétano de las Ñatitas. En
sus ochenta años de vida tuvo como diez. Me contaba
que cada calavera también tenía su propio destino y
por eso a veces, de acuerdo a sus deseos, iba de mano
en mano. En ese momento, le pregunté cómo era posi-
ble saber qué querían si solo eran cráneos de gente fa-
llecida. Entonces, Luchi me reveló el primer secreto: se
comunicaban con sus dueños a través de sueños. Algu-
nas aspiraban viajar a otras ciudades o simplemente
cambiar de casa. Había nostálgicas, que después de
años rodando por la ciudad, buscaban volver con sus
familias o lo que quedaba de ellas.
La Ñatita que heredé fue bautizada por mi tía como
Irene. No se sabía casi nada sobre su vida. Cuando pa-
saba algo así, el nuevo dueño podía inventarse una
historia. Lástima que a Luchita no le alcanzó el tiempo
para contármela. Sus manos apenas pudieron escribir
su nombre y las instrucciones para cuidarla: mante-
nerla en su urna de vidrio, llevarla a bendecir al ce-
menterio cada 8 de noviembre, no hacerle faltar ora-
ciones, agua bendita, cigarrillos, coca, comida, flores,
velas, alcohol, música y adornarla con sus gorros y ga-
fas de sol favoritos para que se encontrara con otras
Ñatitas en su fiesta, después de Todos Santos. En
agradecimiento, ella me daría protección, salud, pros-
peridad, ayuda en los problemas familiares, asistencia
en el trabajo e incluso poderes adivinatorios.
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Sucesos-Antología
Debo admitir que el día que me la entregaron, la recibí
con poca fe. La puse sobre una mesita al fondo de mi
escritorio. Una noche, llegando de una juerga muy bo-
rracho, un no sé qué me llevó frente a ella, abrí la urna
y al tocarla algo sucedió. Una corriente eléctrica reco-
rrió mis huesos, pero no era miedo; fue como si hubiera
tocado unos cables pelados y casi la hago caer. En ese
momento, la guardé y me fui a dormir. Por la noche, la
soñé por primera vez. Al principio, era solo una som-
bra, una figura de niebla. La vi caminar en lugares
extraños, llorar y lamentarse. Desperté agobiado y
triste. Como la sensación no se fue, le compré cigarri-
llos y la adorné, pensando que así se iría.
Los siguientes sueños fueron parecidos, pero su ima-
gen se iba aclarando. Se convirtió en una hermosa jo-
ven que fue víctima de las más viles injusticias, des-
pués de ser abandonada por sus padres, tratada como
una esclava por las personas que la adoptaron e inclu-
so violada por el cerdo de su padrastro. Cada sueño se
iba convirtiendo en una pesadilla. Allí Irene sufría,
lloraba y rogaba por venganza. En sus ojos, antes dul-
ces, vi odio y sentí miedo. Fue el momento en que me
comunicó su deseo de volver a la casa donde creció;
quería ser enterrada en ese sitio.
Me presté el auto de un primo. El viaje sería largo; Po-
tosí estaba a doce horas. Podía haber tomado un bus,
pero quería que nuestra última vez juntos fuera espe-
cial. Preparé a Irene con su gorro rosado y sus lentes.
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Sucesos-Antología
Yo solo llevé una mochila, agua, galletas, cigarrillos y
singani para el frío de la noche.
Salimos después de medio día porque en mi trabajo no
quisieron darme permiso antes. El camino estaba
tranquilo, solo algunas flotas que iban a Oruro y ca-
miones llevando cerveza, verduras, frutas, materiales
de construcción…, todos a una lentitud que me deses-
peraba. No pude manejar a alta velocidad, así que
apuré el singani que me quemaba la garganta y me
daba tranquilidad. Era mejor ir despacio, tenía miedo
de que se cayera la urna de Irene. Subí el volumen,
sonaba Black Dog de los Zeppelin y escucharlos al má-
ximo me encantaba.
El sol se escondió y el frío arreciaba en la carretera, me
terminé la media botella del singani. Paré para tomar
un “Té con té” en un pueblito. Luego, pensé en buscar
un lugar para dormir, pero no había ninguno. Decidí
hacerlo en el auto y allí empezó la peor pesadilla. Pri-
mero, Irene se mostró igual que antes, pero esta vez su
mirada era diferente, como cuando me asustó. En me-
dio del mal sueño, se fue transformando, en un asque-
roso hombre, que me amenazó. Quise despertar y mo-
ver el cuerpo, pero parecía muerto, ni los brazos ni las
piernas respondían.
El desgraciado, frente a mis narices, se fue convirtien-
do en un demonio. Sus manos se llenaron de garras, su
cara se deformó, los cabellos dieron paso a dos enormes
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Sucesos-Antología
cuernos llameantes de fuego y unas alas de murciélago
le nacieron en la espalda, con piel de serpiente.
Después de un rugido espantoso, habló con una voz
demoniaca: “Caíste en mi trampa, muchacho, desde
que llegué a manos de tu tía, planeé esto. Su cuerpo
decrépito no me servía, pero te conocí cuando la fuiste
a visitar y supe que eras perfecto. Sembré en la cabeza
de Luchita dejarte mi cráneo y, luego, convencerte fue
tan fácil…” y se carcajeó en mi cara. Para ese momen-
to, ya me había orinado, sentí la calidez del líquido mo-
jando mis pantalones y ni eso logró que saliera de esa
maligna pesadilla. “¿Qué quieres de mí, maldito demo-
nio?”, pensé, y como seguía en mi cabeza respondió:
“Casi nada, solo tu joven cuerpo, me reencarnaré en
ti”.
Todo se hizo negro. Desde entonces, veo la vida a tra-
vés de las cuencas huecas de este cráneo. El demonio
me pasó a una familia que me pide prosperidad, me
festeja el 8 de noviembre, me llena de flores y tiene fe
en que le voy a proteger la casa. Yo me siento un pri-
sionero en esta urna de vidrio y tampoco logro comuni-
carme con nadie, porque el engendro del infierno me
maldijo y ni siquiera puedo ser una buena Ñatita.
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Antonio Casas
Perú.
Sucesos-Antología
Algo que hago últimamente, es averiguar sobre mis
antepasados; en especial esto tuvo mayor relevancia
para mí desde que mi abuela me comentó sobre algu-
nos que fueron personajes prominentes y muy relevan-
tes para la historia, como Juan Pablo Vizcardo y Guz-
mán, Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, o más re-
ciente, uno de los héroes de la Guerra con Chile, que
falleció en la batalla del Morro de Arica, al lado de
Francisco Bolognesi.
Para tal efecto, busqué datos en muchos lugares; no
escaparon a mis pesquisas, recuerdos y buhardillas
familiares, documentos antiguos de la familia, y hasta
incursiones por camposantos de la ciudad, donde pude
encontrar algunas referencias que me permitieron ir
armando un árbol familiar muy consistente, y que iba
creciendo cada vez más para mi satisfacción; en reali-
dad el afán genealógico era una prioridad para mí; los
demás pensaban que llegaba a extremos, pero yo sen-
tía una necesidad casi fisiológica en estas exploracio-
nes; soñaba con ellas, escuchaba voces que me guia-
ban, me pedían que los encontrara en el limbo donde
se hallaban perdidos y atrapados; sabía que ellos me
necesitaban, querían salir de una cárcel en la cual es-
taban olvidados hace muchos lustros, y que yo era un
rescatador y un liberador de almas, en medio de un
mundo que conspiraba para olvidarlos y ocultar sus
recuerdos.
Las oportunidades perfectas se daban en los velorios y
entierros de la familia; era, como alguna vez dijo, uno
de mis tíos:
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Sucesos-Antología
— Sólo nos vemos en estos momentos; aquí nos damos
cuenta de cuánto ha crecido o disminuido la familia, es
un acontecimiento familiar muy importante estar
aquí”.
Entonces falleció mi tía Margarita, y no pude ir al en-
tierro; ella era muy importante en nuestro núcleo fa-
miliar; nunca se casó, y era la matriarca de todo el
clan, y durante toda su vida, acogió y preservó a la fa-
milia, porque tenía un sentimiento muy fuerte de uni-
dad, que en este tiempo ya no existe; siempre que yo
podía verla, me conversaba de mil y una historias; de-
talles de la familia; historias de mis abuelos, mi padre
y mis tíos; en general de acontecimientos y secretos
que ella preservaba en su corazón, sin olvidarlos en lo
más mínimo; era nuestra biblioteca de recuerdos y
nuestro tesoro familiar, y ahora se había ido, y yo no
pude despedirme de ella.
Conversamos antes de ese momento; de cuando ella se
iría, lo que quería que yo hiciera cuando sucediera lo
inevitable; cómo quería que la vistieran, que la velasen
en su cuarto; de su entierro, las flores que quería en su
tumba, y hasta de la foto que había que poner en su
lápida, junto a un texto a manera de epitafio que ella
misma había escrito, para ser recordada como ella
quería, y no como el azar o el capricho dijeran a otras
personas en ese momento.
También conversamos de sus documentos; tenía todo
en orden claro, había escrito un testamento detallado,
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Sucesos-Antología
que se leería posteriormente al día del entierro; dejó
indicado que había que hacer con sus cosas, sus mue-
bles, sus libros, su ropa; pero había algo que solo ella y
yo sabíamos, un secreto sobre un sobre que contenía
dinero y algunos documentos adicionales que eran im-
portantes para ella y para mí, y que estaba guardado
en un tabique secreto de sus muebles; ella me instruyó
para que el día de su entierro, al regresar del cemente-
rio, buscara el sobre, lo abriera, y que con el dinero
pagara sus gastos de sepelio, y algún otro adicional,
que los documentos que allí había los guardara des-
pués de leerlos, y actuara tomando en cuenta las indi-
caciones que figuraban en las instrucciones del mismo
sobre.
Yo no sabía de qué se trataba todo ello, ella siempre
pidió que guardara el secreto de forma muy estricta,
me dijo que me enteraría de todo el asunto, el día que
todo lo esperado ocurriera; fue por ello que me afectó
muchísimo su muerte súbita, y además no estar para
su entierro; no poder cumplir esos últimos deseos, que-
braron totalmente lo que habíamos planeado antes,
pero aún quedaba algo que no había hecho; ella ya es-
taba descansando en el mausoleo de la familia, junto a
todos los demás que la antecedieron; pero los documen-
tos secretos aún esperaban, debía cumplir su última
voluntad, respetar su memoria, por todo ese cariño que
siempre ella me había profesado, no podía fallar en
ello.
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Sucesos-Antología
Pude viajar a la ciudad de mis abuelos un mes des-
pués; desde que llegué, me golpeó directamente el re-
cuerdo de mi tía; las calles que recorríamos, la iglesia
donde la acompañaba para sus abluciones dominicales,
las flores de su jardín, el trino de los pájaros que ella
tanto amó; me dirigí primero al cementerio, para pre-
sentarle mis respetos, y observar cómo se había proce-
dido con la foto y el epitafio de su tumba, luego fui a la
casa donde ella vivió sus últimos días, donde me en-
contré con algunos familiares que también moraban
allí, y a los cuales, pregunté por los últimos días de la
tía, y por el destino de sus enseres y pertenencias, que
seguramente ellos habían guardado en algún lugar
para disponerlos con posterioridad.
Me llevaron a un depósito; allí pude reconocer los
muebles y cosas tan queridos de mi tía, me dijeron que
dispusiera o me llevara lo que quisiera; para ellos sig-
nificaría más espacio para otras cosas que necesitaban
guardar allí, y que tenían arrumadas en otras áreas de
la casa; entonces pedí que me dejaran un momento pa-
ra pensar y escoger algo para llevar: cuando se fueron,
me dirigí directamente al mueble donde sabía que es-
taba guardado el sobre, no tuve que forzar nada, el
mecanismo era simple, se abrió con unos toque en pun-
tos predeterminados, que ella y yo conocíamos; allí es-
taba el sobre y procedí a abrirlo; entonces descubrí el
secreto, pude saber sobre cuál era el origen de mi es-
tirpe, cuál era mi verdadera genealogía; guardé todo
ello, y me dirigí de nuevo al cementerio, para obedecer
las últimas instrucciones de mi verdadera madre.
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Jorge Barriga
Potosí-Bolivia.
Sucesos-Antología
Pasada la medianoche, el bus hacía una parada, en un
pequeño pueblo, un restaurante abría a esa hora para
ofrecer a los viajeros bebidas calientes y comida.
Zulema viajaba sola, necesitaba aire puro y pensó que
sería buena idea tomar un té caliente. El lugar estaba
lleno, las mesas en las que había una silla vacía eran
ocupadas por hombres o parejas, ella no quería dar
una impresión equivocada. Finalmente, encontró una
mesa pequeña donde estaba sentada otra joven. Se
acercó y preguntó si podía acompañarla, la chica tardó
en reaccionar, parecía que había llorado recientemen-
te; accedió con la cabeza.
Zulema era buena para conversar, pronto entablaron
una charla, su compañera de mesa se llamaba Emilia y
también estaba viajando sola, ambas tenían muchas
cosas en común. Le pidió que por favor le acompañara
al baño, pues le daba miedo ir sola.
Al regresar, el restaurante estaba casi vacío. Se acer-
caron a pagar a la barra, Zulema presintió algo malo,
se apresuró a salir y un escalofrío le recorrió la espal-
da al no ver a su bus en ningún lado, las habían aban-
donado en ese recóndito lugar en medio de la no-
che. Emilia no podía creerlo, enseguida se puso a llo-
rar.
Decidieron volver a entrar en el restaurante, Zulema
verificó su celular tenía una señal muy débil, de todas
formas, no había a quien llamar. Se acercaron a la ba-
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Sucesos-Antología
rra, las empleadas empezaban a barrer y recoger las
sillas, apagando las luces. Cuando preguntaron si po-
dían esperar allí al siguiente bus, la señora les dijo,
con pena, que su bus era el último en pasar. Ya esta-
ban cerrando, solo esperaban a un grupo de ocho hom-
bres que estaban bebiendo al fondo.
Pasando dos puertas había un pequeño hostal de mala
muerte si querían quedarse a dormir, pero la señora no
lo recomendaba. Lo mejor que podían hacer era seguir
por la carretera hasta la gasolinera, que estaba en un
cruce de caminos, donde tal vez podían conseguir otro
vehículo que las llevara a su destino.
Zulema agradeció por la información a la señora. Un
hombre mayor del grupo de ebrios las invitó a unirse a
su mesa, mientras los demás las veían con lujuria y
hasta les decían algún piropo ofensivo. Salieron del
restaurante, los vendedores ambulantes ya se habían
ido, Emilia no dejaba de llorar. Zulema trataba de con-
trolar su nerviosismo y consolar a su nueva amiga.
Un anciano se acercó a ellas saludándolas muy aten-
tamente y les ofreció su casa para que pasaran la no-
che. Zulema lo rechazó con amabilidad; ella quería lle-
gar a la gasolinera lo antes posible. A Emilia no le gus-
taba la idea, pero no les quedaba otra alternativa más
que caminar en la dirección que les habían indicado.
La carretera estaba apenas iluminada por la luna,
ninguna se lo dijo a la otra, pero ambas se sentían ob-
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Sucesos-Antología
servadas. Momentos después, divisaron las luces de la
gasolinera y apresuraron el paso. Una vez allí se sin-
tieron a salvo, aunque la sensación de que alguien más
las acompañaba no se disipó. Parado al otro lado del
camino estaba el mismo anciano que les había ofrecido
hospedaje. Emilia se asustó sobremanera pidiéndole a
Zulema que se marcharan de ahí.
Escucharon a lo lejos que un vehículo se aproximaba,
resultó ser una camioneta, al verlas redujo la velocidad
para, finalmente, detenerse cerca de ellas, el conductor
las saludó y les preguntó qué hacían, si deseaban que
las llevaran. Zulema vio que dentro de la camioneta
solo iban hombres, así que se negó, mientras que Emi-
lia Aceptó y ya se dirigía hacia ellos cuando su amiga
la sujetó del brazo.
El conductor sonrió de forma maliciosa y apagó el mo-
tor, se bajó del vehículo y el resto de sus amigos, lo si-
guieron, rodearon a las chicas mirándolas de arriba
abajo, tocándoles el cabello y queriendo abrazarlas. El
anciano les pidió en tono firme que las dejaran, los jó-
venes se revolvieron a verlo y se rieron; con altanería
se acercaron a él para confrontarlo. El anciano no re-
trocedió, miró fijamente al que parecía el líder. La
temperatura empezó a descender y los fluorescentes
del techo de la gasolinera titilaban. Los ojos del an-
ciano se tornaron por completo negros.
El grupo de jóvenes volvió de repente a la sobriedad y
sin decir palabra alguna corrieron despavoridos, su-
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Sucesos-Antología
biendo como fuera a la camioneta y arrancando a toda
velocidad. Emilia y Zulema, sin saber bien por qué,
también huyeron hacia el camino por el que habían
venido. Ellas escucharon una voz profunda y fuerte
que provenía de todos lados: “Emilia tienes una deuda
conmigo, y deberás pagarla con tu alma o con cual-
quier otra, pero de esta noche no pasa.”
Las dos muchachas corrieron hasta perder el aliento,
Zulema le reclamó a Emilia por lo sucedido, no quería
tener nada que ver con ella y le pidió que por favor se
alejara. Le daba miedo de que su ocasional amiga pa-
gara con su alma la deuda contraída.
Emilia llorando le dijo que no quería hacerle mal. Tres
años atrás hizo un pacto con el diablo, pidió que casti-
gara a los hombres, que una fatídica tarde abusaron de
ella, la venganza fue cruel, sangrienta y lenta, además
tuvo el dudoso placer de verla consumarse. Sin embar-
go, el demonio canjeó sangre por sangre.
Zulema se compadeció, ella conocía muy bien ese dolor.
Enseguida vinieron a su mente el nombre y rostro de
quien sería un excelente candidato para pagar con su
alma la deuda de Emilia, pero ahora estaba lejos toda-
vía.
Uno de los borrachos del pueblo serviría para cubrir el
interés de su trance, al menos por un tiempo. Una de
las cláusulas del contrato era la impunidad de los crí-
menes cometidos, esto dio más confianza a Zulema.
101
Sucesos-Antología
De regreso en el pueblo encontraron al grupo de bebe-
dores, simulando necesitar ayuda, apartaron a uno de
los pocos que quedaba semiconsciente, y en medio de la
oscuridad del campo, Zulema lo golpeó en la cabeza.
Emilia debía darle el golpe final, sacó de su bolso un
puñal. Lo tomó sin saber por qué, como si alguien más
fuera dueño de su cuerpo, cuando visitó la tumba del
último de sus agresores.
Emilia, haciendo un esfuerzo, lo clavó en el corazón del
hombre inconsciente. Corrieron por el oscuro camino
hasta vislumbrar la luz de la gasolinera y su llegada
coincidió con la de un bus que las llevaría cerca a su
destino. Emilia cayó en un profundo sueño casi de in-
mediato, mientras Zulema hacía una lista mental de
sus siguientes víctimas.
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Sucesos-Antología
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Yanzey Morales Marín
México.
Sucesos-Antología
Rebasaba la mayoría de edad y casi siempre pasaba el
tiempo solitario. Desde pequeño había sido muy calla-
do, quizás por eso había muchas cosas que no recorda-
ba de su niñez; siempre era un tema del que evitaba
hablar. No recordaba con claridad, pero, por alguna
razón, no soportaba mirarse al espejo.
Todo parecía normal en su vida, sin embargo, al llegar
las noches sufría desesperadamente de insomnio.
A la misma hora, escuchaba golpes leves en la puerta,
muy suaves; el roce de los nudillos del visitante le par-
tía los nervios; la delicadeza con que recorrían la ma-
dera era tal, que parecía que, en lugar de la puerta,
rozaba sus orejas, sus nervios, su tranquilidad.
Eso que lo visitaba lo conocía muy bien, sabía el mo-
mento exacto en que su cansancio estaba a punto de
ayudarlo a dormir, justo entonces aumentaba la tortu-
ra de sonidos en la puerta. Le parecía ver salir al visi-
tante del armario, cualquier sombra o viento era él
acosándolo por su propia habitación. Le hacía girar la
vista a su alrededor, lo veía en cualquier prenda o bri-
llo casual de la noche, en algún cristal de lámpara o
espejo. La tortura iba escalando. El terror se hacía
presente cuando escuchaba en susurros su nombre.
Una voz amable y cariñosa lo llamaba. Él no podía, no
quería contestar, esta invitación excedía su tolerancia.
Era en estas ocasiones, atrapado en su habitación, que
lo que más deseaba era desaparecer, de manera fulmi-
nante.
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Sucesos-Antología
Estaba cansado de luchar contra este enemigo sin ros-
tro. Cuando sintió que del miedo se moría un poco, sin
pensarlo más, hizo a un lado la frazada, caminó lenta-
mente para no hacer ruido, sus dedos tocaban el piso
igual que si tocara un teclado de piano, dedo por dedo.
Sin despegar la mirada del mueble siguió la voz y se
encaminó a la puerta del armario. Colocó su temor en
los puños y se adentró en el sitio que fuera su refugio
de infancia, ahora, era el portal de llegada a su más
grande miedo. Mientras avanza entre cajas y abrigos,
sus recuerdos le llenaron la cabeza de intriga, se dis-
trajo por un momento, pero sus pasos no retrocedieron.
Sigue atento a la voz que lo llama, se ve a sí mismo
años atrás. Ubicó a quien susurra su nombre mientras
logra distinguirse a sí mismo en la doble sombra. En el
espejo que se encuentra de frente pueden verse un par
de ojos infantiles mirando con terror lo que le ocurre,
mientras una mano cubre su boca y le impide pedir
auxilio. Observa atento y la dolorosa comprensión le
llenó el cuerpo de una energía colosal. Sus puños teme-
rosos se llenaron de decisión.
Al volver, pudo conciliar el sueño tan deseado que no
había logrado hace tanto tiempo. Una daga de un espe-
jo roto fue el arma con la que logró deshacerse de su
visitante; se trataba de su padre, quien, por varios
años, cuando él era un niño, acudía cada noche a bus-
carlo en su habitación. La tibia humedad y el olor a
sangre en sus ropas, en sus manos y en su rostro, no
impidieron su descanso, todo lo contrario.
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Sucesos-Antología
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Mirza Mendoza
Lima-Perú.
.
Sucesos-Antología
Atardece mientras rememoro ese día. Siempre lo hago,
aunque me lastime recordar. En la mente, detallo lo
que hice y lo que no. En mi imaginario modifico mis
acciones. Me lamento no haber actuado de otra mane-
ra. Tocan. Recibo la visita, es la esposa de mi hermano.
Luego de muchos meses de no comentarlo dejo escapar
el tema. Sé que ya no debo repetir lo que todos a mi
alrededor saben, pero me es inevitable desenredar la
madeja una y otra vez, a lo largo de los años, en un
afán masoquista sin sentido para los demás.
—Mariana, ¡olvídate de eso! ¡Pasó hace tanto tiempo!
—Me consuela regañándome mi cuñada. Posa sus bra-
zos sobre mí envolviéndome en un frío abrazo.
—No importa si fue ayer o hace veinte años. —
Contesto cabizbaja, pensando que la culpa no se borra;
la tengo tatuada en el alma. Mi mente viaja al pasado
irremediablemente.
Mi cuñada me recalca que ella hubiera hecho lo mismo
que yo: “somos humanas, le pudo pasar a cualquiera,
además ellos no eran tus hijos”. Quién sabe. Una parte
de mí no quiere dar lástima ni victimizarse. Me repito,
en voz baja, a modo de mantra, que lo que pasó fue
inevitable. “Fue inevitable”. Dejo de hablar sobre ese
día. Trato de ser una persona común y comento sobre
los temas de farándula mientras saco cuentas de la
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Sucesos-Antología
edad que hubieran cumplido mis vecinitos este año.
Cae la noche. Mi cuñada se despide. Promete, una vez
más, que me invitará a comer a un bonito restaurante.
Nunca cumple. Se va. Me dejará sola con mis demo-
nios. Abro la Biblia y leo unos versículos. Pido perdón
entre dientes. Inicio la costura. La máquina de coser es
mi única compañía; su traqueteo es como un lamento
acorde a mi sentir. No puedo hacer más que sobrevivir.
Es el tercer lugar que rento en seis meses tratando de
escapar del suplicio que me envuelve desde aquel te-
rrible día. Mudarme no ha servido de nada.
Me acuesto, demoro en conciliar el sueño. En la ma-
drugada un temblor mueve mi cama. Lanzo un alarido.
Salgo de mi cuarto descalza, camino hacia la calle
mientras escucho sus vocecitas pidiendo ayuda. No
puedo auxiliarlos. Están muertos. Fue su destino pere-
cer y el mío sufrir la pérdida. El frío y la ausencia de
gente en la calle me hace recapacitar y me transporta
al presente. Regreso a mi habitación. Llamo a mi her-
mano, aun llorando, y me dice que tome la pastilla pa-
ra dormir. Cuelga. ¡No puedo, no debo! Escucho en mi
cabeza sus llantos, sus gritos, cómo llamaban a sus
papás. Los dejé solos. Sus chillidos están calcados en
mi memoria. Golpeo la pared con mis puños hasta que
siento que mi piel se abre. Debí morir ese día, sería
mejor que vivir con el tormento de la culpa. Caigo de
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Sucesos-Antología
rodillas y poso mi frente contra el suelo pidiéndoles
perdón. Al rato, voy al baño a lavar mis heridas, veo la
sangre correr y siento un leve alivio. El dolor no se
compara al que llevo en mi pecho. El resto de la noche
la paso en vela. Mis ojeras son dos sacos de boxeo dete-
riorados.
En las noticias mañaneras informan que hubo un des-
lizamiento a causa del reciente movimiento telúrico.
Saldo: una víctima fatal. Llama mi clienta para saber
si está listo su vestido. Me pregunto, ¿cómo puede es-
tar preocupada por una prenda mientras hay una per-
sona muerta por el temblor? —Está listo puede pasar
durante el día—le respondo. Plancho el encargo en
tanto pienso, una vez más, que debí salvarlos; o por lo
menos intentarlo, sin embargo, corrí. Estarían aquí
viviendo sus vidas, pero no: por mi culpa, por mi culpa,
por mi gran culpa. Enloqueceré si sigo encerrada en
cuatro paredes. Voy a la iglesia a confesarme. El padre
me da la absolución, así como hizo hace mucho tiempo,
no una, sino varias veces. El par de sicólogos que he
visitado me han referido largas terapias que siento no
han obrado en mí. Estoy maldita…
En casa mato el tiempo dando vueltas. Veo las tijeras
como una solución a mi inestabilidad. Mis pensamien-
tos son interrumpidos por la llamada de mi cuñada
109
Sucesos-Antología
preguntándome cómo estoy. Le miento con un tímido
“bien” y le pregunto cuándo me llevará a almorzar a
ese lugar tan bonito del que siempre me habla. —Ya
hice la reserva—me responde, —Iremos en tres días,
por eso te llamaba—. Confirmo la cita y regreso a mi
pequeño mundo. El temblor de anoche ha avivado mi
desequilibrio. El cuchillo debe ser mejor que las tijeras
para cortar venas; de seguro. Trato de calmarme. To-
can a mi puerta, es la clienta del vestido. Le entrego la
prenda, mira de reojo las heridas en mis nudillos, se
va. Pienso que podría coser uno para mí. Para que mi
cuñada lo envidie. Para estar presentable en el restau-
rante. Para que la gente no sepa que soy una persona
destruida como los cuerpecitos de mis vecinitos. Morí
el día en que ellos murieron, solo que sigo respirando.
Salgo a comprar tela para materializar mi idea. El bus
avanza lento mientras yo me siento como un alma en
pena. ¿Cómo pude olvidar que ese día sus padres me
pidieron que los cuidara? ¿Por qué los dejé solos mien-
tras salí de aquella casa a toda prisa? Los hermanitos
habrán sufrido mucho por la pared que les cayó enci-
ma. Yo los escuché y los ignoré, corrí por mi vida, por
esta mierda de vida. ¿Debí quedarme cerca para ayu-
dar en el rescate? Aquel día debí retirar los escombros
con mis manos para encontrarlos con vida. Simple-
mente no debí dejarlos solos cuando empezó el terre-
moto. Nunca me pongo de acuerdo. Bajo del bus, el bu-
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Sucesos-Antología
llicio de la ciudad y la aparente tranquilidad me inco-
moda. Recorro las tiendas, me muevo con desgano.
Ninguna tela llama mi atención. Las demás personas
escogen alegres, pagan y se van. Yo iré a lo seguro;
compraré tela negra, como siempre.
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Sucesos-Antología
AGRADECIMIENTOS
Hace más de un par de años y en la cotidianidad que la
vida nos ofrecía, se dibujó en nuestra mente un anhelo
que no creímos, pudiera llegar a materializarse. Hoy,
al observar el camino trasegado, las vivencias que no
se hicieron esperar, las personas que un día decidieron
subir a este barco y que con voz fuerte y con ahínco
dijeron: “nosotros también queremos soñar con uste-
des”, nos atrevemos a afirmar, que lo estamos logran-
do. No queremos decir que ya todo esté hecho, de an-
temano sabemos que es apenas el principio, pero el
sabor de disfrutar de una leve pausa, poder mirar des-
de una parte del camino todo lo que se ha avanzado, es
un gozo que no podemos desconocer.
Al lanzar esta primera antología, y más, haciéndolo
bajo el sello de nuestra propia casa editorial, no resta
más que agradecer. A Dios, porque vuelve a darme la
gran satisfacción de construir algo, y hacerlo de la
mano de los grandes. Al equipo de Grammáta Escrito-
res que día con día hacen que todo esto valga la pena.
A quienes de una u otra forma ven con agrado el traba-
jo que hacemos y deciden extendernos la mano, para
decirnos que, si se puede, que ánimo, que nada es fácil.
A todos los que poco a poco se van uniendo a este gran
sueño, y que van dejando en cada labor, algo de sí
mismos, a todos, mil y mil gracias. Como siempre de-
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cimos, y aunque suene a frase de cajón o cliché, nada
de esto sería posible, sin el equipo de trabajo.
A los diecinueve antologadores que simpatizaron con
esta idea, que crearon grandes historias que hoy enga-
lanan este texto, queremos decirles que ha sido un ho-
nor contar con ustedes. A nuestra coordinadora y ami-
ga Mirza Mendoza más que agradecimientos por todo
el apoyo brindado, el gran trabajo realizado en este
bello proyecto. A Edwin Hesse, nuestro corrector, mi
más sincera admiración, como siempre, un trabajo de-
sinteresado e impecable, de verdad que nos enorgullece
contar con él. Y finalmente, a nuestro editor, Gio Se-
vahc, que es el artista que al final, es quien da ese to-
que especial y que hace que nuestros textos brillen co-
mo una moneda nueva, gracias Gio por comandar este
gran barco conmigo.
Un inmenso abrazo para toda la familia Grammatána,
a la que quiero, admiro y respeto con el alma.
Makhabith Ross
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