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SIOUX - 4 Sam Fletcher (1967) Quitapenas

Oeste, del gran escritor Sam Fletcher.

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I

Andy Keystone levantó su vaso de whisky y lo miró a trasluz.


Se disponía a beber su contenido de un trago, según costumbre,
cuando recordó lo que había sido aquella pequeña tienda, su tienda,
hacía un año poco más o menos.
Entonces él se consideraba feliz. Tenía unos cuarenta años y
acababa de conocer a una mujer bastante más joven que él, que
estaba dispuesta a compartir su vida.
Todo estaba dispuesto para la boda, pero en una algarada
producida por forajidos ebrios que disparaban sus revólveres a
ciegas, una bala perdida le había partido el corazón a la novia de
Andy Keystone.
A partir de entonces, la vida de éste apenas había tenido
aliciente. Anduvo errante algún tiempo, sin rumbo, trabajando en los
más diversos oficios.
Su hermano Ray era mucho más joven que él y le ayudó a
soportar tremendas crisis, consiguiendo que volviera a abrir la
tienda.
Parecía ser, sin embargo, que Andy Keystone jamás sería el
mismo de antaño.
Ray Keystone, a pesar de todo, confiaba en la recuperación moral
de su hermano. El tiempo suaviza todas las heridas, aunque en el
caso de Andy éstas eran profundas, ya que estaba muy enamorado
de la mujer con la que quiso fundar un hogar.
Entretanto, en todas las ciudades del Oeste reinaba la más
completa anarquía y Ray comenzó a sentir en su interior la llamada
del deber.
Los pistoleros campaban a sus anchas, sin temer el castigo, ya
que no había fuerzas de la ley suficientes para contrarrestar sus
delitos; aquellos profesionales del revólver ejercían su violento
cometido a cambio de crujientes billetes del Banco Federal. Ni un
escrúpulo, siquiera, los detenía en su carrera de crímenes.
De tan caótica situación surgían hombres más avisados y listos
que los propios pistoleros que se aprovechaban de éstos,
consiguiendo para sí la parte del león.
Ray y Andy Keystone vivían en Shiprock, al norte de Nuevo
Méjico, una de las pequeñas ciudades más castigadas por los fuera
de la ley.
Fue entonces cuando, en el momento de mayor peligro, el joven
Ray ingresó en los federales.
Andy continuó en su tienda de baratijas: muñecos hechos de
corcho y madera, caramelos, sombreros...
Los chiquillos eran su mejor clientela.
Andy se había hecho su amigo y no se preocupaba demasiado de
las ganancias. Además de vender, les hacía muchos regalos.
Naturalmente, los muchachos estaban encantados con él.
El tiempo iba transcurriendo. Andy, haciendo felices a los
chavales, parecía ir recobrando interés por la vida. Los recuerdos
negros que empañaban su mente se estaban borrando.
Mientras tanto, Ray actuaba bravamente en los federales, cuyo
campamento, situado no lejos de Shiprock City, era una amenaza
latente para los forajidos que actuaban en la ciudad.
Pareció que la actividad de los forajidos decrecía; de pronto, en
una ofensiva como no se recordaba otra, cometieron toda clase de
desmanes. Salían de todas partes, como ratas que huyen de un
naufragio.
Debido a tan gran número, nada pudieron hacer los federales
contra ellos y sufrieron muchas pérdidas.
Ray Keystone, después de una dura lucha en la que había abatido
a tres pistoleros, halló, asimismo, la muerte.
Andy apenas pudo resistir el terrible golpe; su espíritu se
derrumbó una vez más.
Se quedaba solo en el mundo, sin ninguna ilusión.
Comenzó a beber. Ni los niños acudían a su tienda.
Se quedó completamente solo, con sus penas a cuestas.
El único fuego que le consumía era su afán de justicia, pero él ya
no se veía capaz de hacerla cumplir. Se hallaba vencido.
Las únicas visitas que recibía eran la de algunos federales,
amigos de su hermano fallecido.
Cuando Andy Keystone había terminado su whisky, oyó la
campanilla de la puerta y levantó sus turbios ojos.
Entraron dos hombres jóvenes.
Eran federales.
Uno de ellos se llamaba Murphy y era delgado, de ojos vivos.
El otro, llamado Woodman, fornido, tenía un aspecto decidido.
—Hola, Andy.
—Hola..., muchachos... ¿Qué os trae por aquí?
—Siempre lo mismo, charlar un rato.
—Voy a daros un trago. Os irá bien, ¿no?
—Seguro que sí.
—¿Siguen andando mal las cosas?
—¿Mal? Peor. Los federales comenzamos a sentirnos importantes
ante los duros ataques de esas ratas... Pues parecen ratas surgiendo
del seno de la tierra.
—A veces pienso si no nos devorarán... —dijo Andy Keystone,
desmoralizado.
—¡Hemos de impedirlo! —reaccionó rápidamente Murphy.
—Quiero vivir lo suficiente para exterminarlos —dijo
calmosamente el fornido Woodman—. El teniente Thorme está
decidido a terminar con esta vergonzosa situación... Y nosotros
también.
—Estamos dispuestos —hizo un gesto expresivo Murphy—. El
teniente Thorme ha ido a Wilson City a reunirse con agentes
gubernamentales, pero no tardará en regresar. Entretanto, he estado
hablando con varia gente sospechosa de esa que se va de la lengua a
la primera convidada.
—Sí —continuó Woodman—, yo, en principio, creía que todo
eran fantasías, pero puede que valga la pena investigar... Existen
unas cuevas a la salida de la población en las que parecen cobijarse
peligrosos forajidos.
—Me gustaría ser más joven y saber disparar como vosotros —
dijo Andy Keystone.
—No es usted tan viejo.
—Estoy hundido.
—Pues debe volver a levantar la cabeza, ¡rayos!
—Vuestros pensamientos están muy alejados de los míos. Y
aparte de eso, reconozco que no soy un gran tirador.
—Nosotros pensamos ir a esas cuevas. El teniente ignora ese
detalle, pero no queremos perder tiempo. Iremos preparados. Un
camarada se ha llegado hasta allí, de observación, y ha visto a algún
que otro caballista sospechoso.
—Espero que tengáis mucha suerte —les deseó Keystone
llenando los vasos.
Sonó la campanilla de la puerta y una voz;
—¿Queda algo para mí?
Todos volvieron la cabeza.
En el dintel de la puerta se hallaba Halloway.
Halloway era uno de los hombres más populares de Shiprock
City. Su edad era indefinible. Representaba, no obstante, unos
sesenta años, y su vitalidad era extraordinaria. Era un vagabundo
que jamás se había adaptado a ningún estilo de vida. Y, sin embargo,
vivía, seguía viviendo. Algunas veces se quedaba en algún rancho y
entonces trabajaba bien; y el patrón no quería dejarlo marchar, pero
él se zafaba cuando creía que había terminado sus obligaciones y
volvía a emprender su ruta, a cazar, sin olvidar pasarse largas
temporadas en Shiprock, pueblo del que, al parecer, guardaba varios
recuerdos.
A Keystone le gustaba la compañía de Halloway.
—¡Claro que queda algo, viejo zorro!
Entró el vagabundo, sonrientes sus ojos grises, oblicuos. También
su pelo y su tupida barba eran grises.
Al llegar Halloway junto a los dos federales y Keystone, éste ya le
tenía preparada la bebida.
El vagabundo saludó antes de beber. Lo hizo a pequeños sorbos,
saboreando el whisky, hasta terminarlo. Después miró a los tres
hombres.
—Hablando de vuestras cosas, ¿eh? —dijo con su voz cascada—.
Me apostaría cualquier cosa a que soy capaz de adivinarlo...
Forajidos, luchas, y... reveses. Demasiado sé cómo anda todo. Tengo
los sentidos muy despiertos, sobre todo cuando el amigo Keystone
me da un poco de este líquido medicinal... ¿Verdad que no me
equivoco?
—Estás en lo cierto, Halloway.
—¿Y vosotros, jovencitos? —se dirigió el vagabundo a los dos
federales—. ¿Verdad que todo anda mal...? He oído cada noticia por
ahí...
—En efecto, va mal —contestó Murphy.
—Yo creo que va peor —remachó Woodman—. Nadie diría que
en un pueblo como éste pueden cebarse tantas pasiones, tantas
intrigas... Estamos dispuestos a terminar con toda esa ponzoña.
—Esas balas no respetan nada —dijo el vagabundo —. He oído
decir que son varios los federales caídos. Id con mucho cuidado,
muchachos. Ya sabéis que os aprecio. Os aprecio a todos. Siempre
me habéis tratado con verdadero espíritu amistoso en vuestro
campamento.
—¡Y los buenos ratos que te has pasado con nosotros!
—No han sido solamente buenos ratos, sino que algunas veces he
sacado el vientre de penas. Tenéis un cocinero que, para ser federal,
no está mal del todo.
—¿También eres poeta? Y un poco loco.
—Lo importante es vivir.
—Si nos dejan...
—Sois jóvenes, cuidad mucho de vuestra piel.
Luchad, pero mucho ojo, Creo que sois dos de mis mejores
amigos.
—Amigos tuyos lo son cuantos te conocen.
—Gracias. Un poco de incienso nunca viene mal. Y a vosotros
tampoco os iría mal algo de prudencia.
—¿Por qué?
El vagabundo achicó sus ojos, ya pequeños de por sí.
—Sé que vais a emprender algo. Tengo una pequeña experiencia
de la vida. Y además ojos y buenos oídos... Y leo en vuestros rostros.
Mucho cuidado, amiguitos.
—Lo tendremos, Halloway. Aún hemos de reunimos aquí
durante muchos años —dijo Woodman.
—Eso espero, amigos.
Fumaron unos cigarros.
Poco después salían a la calle los dos federales, camino de una
incierta aventura.
No tardó en despedirse el vagabundo.
Andy Keystone volvió a quedarse solo. ¡Si pudiera volver a
empezar! Pero se sentía como una mosca en una tela de araña.
II

Cuando ya era noche cerrada, los dos federales cruzaron la


callejuela, donde Andy Keystone tenía su vieja y pequeña tienda
abandonada.
Se disponían a dar un vistazo a las cuevas sospechosas que se
hallaban a la salida del pueblo, en las estribaciones de una sierra.
Procederían con la energía que les caracterizaba si tenían ocasión
de ello, pero antes querían cerciorarse de que sus sospechas eran
fundadas.
El vagabundo Halloway seguía a los dos federales,
manteniéndose a distancia.
Halloway tenía mucho que agradecer a los federales. En
momentos de apuro, siempre había sido auxiliado por ellos. Si era
popular en el pueblo, más lo era en el campamento de los federales.
Había pasado muy buenos ratos con ellos, en momentos en que la
despreocupación causa felicidad, ayudada por buena comida y
copiosa bebida.
El vagabundo conocía cuál era la real situación de la ciudad.
¿Qué no sabría él? Y tenía malos presentimientos respecto a Murphy
y Woodman.
Éstos, silenciosamente, llegaron a la cueva. Reinaba la mayor
oscuridad. Sólo la luna esparcía su débil luz.
Era necesario jugarse el todo por el todo.
Se acercaron, penetraron hacia el interior, pero pronto surgió un
centinela dispuesto a dar la alarma y a actuar.
Woodman era el menos ágil, pero se lanzó contra él en el
momento decisivo, cuando el centinela llevaba su índice al gatillo.
El centinela no pudo actuar ni gritar. Woodman le clavó un puñal
en el corazón.
Los dos federales, sin perder un minuto, siguieron avanzando,
con los revólveres desenfundados.
El peligro era como algo material que flotara en el aire.
Dos tipos bestiales atacaron a los federales por la espalda.
—¡Malditos bastardos! —rugió Murphy antes de ser atenazado.
Fueron reducidos a la impotencia, desarmados.
Los llevaron a rastras hasta la interioridad de la cueva.
Todo había sucedido rápidamente.
En un departamento socavado en la tierra en el que no faltaba la
iluminación y el necesario mobiliario, se hallaba un hombre sentado
ante una mesa.
Allí fueron conducidos los federales.
El hombre era un tipo curioso que llamaba poderosamente la
atención. Llevaba la cabeza completamente afeitada, ésa era la
primera impresión, pero tampoco tenía cejas, y en su cara no
aparecía ni un pelo.
Sobre la mesa había whisky y cigarros.
El extraño tipo bebió lentamente mientras observaba a los dos
federales, dominados por completo por los forajidos.
Después dijo, con una voz ronca, extraña:
—Federales... Nunca os creí tan estúpidos, tan ingenuos... Habéis
caído en el cepo... Peor para vosotros. Éste es un sitio para morir...
Un par de balazos en el silencio, y ¡zás!
—¡Todos sois unos asesinos! —rugió Woodman.
—Bah... Gritos inútiles.
—¡Nos defenderemos, aunque sea con los dientes! —se exaltó
Murphy.
Los dos mastodontes que se hallaban a las espaldas de los dos
rurales presionaron con fuerza. Y éstos no gritaron de dolor porque
querían mantenerse enteros hasta el final. Sabían que les aguardaba
la muerte.
—Calma, federales —deletreó el hombre sin pelo—, mucha
calma, ¿de qué puede serviros ya el poneros nerviosos? Habéis
perdido y tenéis que pagar. Los federales presumís de valor; ahora
tendréis ocasión de luciros —terminó sarcásticamente.
—¡Lo demostraremos! —se escurrió Murphy de la presión del
pistolero forzudo, que hasta aquel momento apenas le había dejado
respirar.
Y al gritar así, Murphy se dispuso al ataque; pero, segundos
después, dos balazos habían puesto fin a su vida. Una tragedia
rápida que heló la sangre en las venas de Woodman, quien,
asimismo, se revolvió, y con una rabia que centuplicó sus fuerzas, le
pegó tal patada al hombre del que acababa de librarse después de
feroz impulso, que lo dejó clavado en tierra.
Pero volvieron a ladrar las armas traicioneras y Woodman se
desplomó, desangrándose hasta morir, con el cuerpo cosido a
balazos.
El vagabundo Halloway se había adelantado con un cuchillo en
su mano derecha para ayudar a sus amigos cuando oyó las
detonaciones. Confió en que los balazos hubieran partido de sus
revólveres, pero no habría de pasar mucho tiempo antes de sufrir
una cruel decepción.
Las terribles palabras llegaron claramente a sus oídos:
—Estos dos cochinos federales ya no nos molestarán más. Han
caído en su propia trampa. Están bien muertos.
Un estremecimiento recorrió el espinazo del vagabundo. Peor
que un latigazo. «Ha sucedido lo que me temía», pensó.
Se sintió más impotente que nunca, esperó un momento. Pero los
bandidos se habían metido en el interior de la cueva. Su sacrificio
sería estéril ahora y Halloway, tomando precauciones, regresó a la
ciudad, hacia la tienda de Andy Keystone.

***
El teniente federal Thorme regresó. Lo primero que hizo fue
hablar con uno de los centinelas que guardaban el campamento.
—¿Alguna novedad, muchacho? —preguntó, con impaciencia.
El federal bajó la cabeza.
—Sí...
—Creo que nada bueno ocurre.
—Así es.
Thorme no pudo dominar su nerviosismo.
—¡Habla de una vez!
—Ha estado aquí Halloway, el vagabundo, y nos ha dicho...
—¿No le hacéis demasiado caso a ese tipo?
—Déjeme terminar, teniente. Es algo muy grave. Esa noticia nos
ha afectado mucho.
—Pero ¿qué noticia, rayos?
—Todo hace suponer que Murphy y Woodman han sido muertos
a balazos, sin darles lugar a defenderse. Hemos estado en esa
maldita cueva y no había nadie. Había sido abandonada. Por lo que
hemos visto, estaban muy bien instalados.
El teniente se exasperó.
—¡Esta matanza de federales no puede continuar por más
tiempo!
Parecía disgustado. A grandes zancadas se dirigió a una pequeña
construcción de troncos que le servía de despacho y dormitorio. Se
sentó. Lio y encendió un cigarrillo. Echó varias bocanadas,
pensativo. Se sirvió whisky de una botella que guardaba en un
pequeño aparador.
Después de beber se encogió de hombros. Continuaba pensativo.
Seguidamente se dispuso a salir. Tenía una entrevista muy
importante.
—Mucho cuidado —recomendó al centinela—. Es muy posible
que tarde en volver. La situación es cada vez más complicada y
quiero resolverla.
A continuación, el teniente tomó el camino del «Bikny Saloon».
El teniente federal no iba al «Bikny Saloon» por capricho. Tenía
que entrevistarse con un hombre para requerirle un servicio especial.
En su último viaje había tratado de este asunto con autoridades
gubernamentales, habiendo llegado a una conclusión: nadie como
Dandy Okey para resolver una situación difícil.
El teniente federal Thorme apartó los bamboleantes batientes y
entró en el «Bikny Saloon».
El «Bikny» no era un local como otro cualquiera. Era inmenso,
con un gran escenario, un larguísimo mostrador, rojos cortinajes,
espejos en todas partes, sala de juego... En fin, era el «saloon» más
popular de Shiprock, se llevaba la palma, acudía la gente como
moscas y su dueño se enriquecía a una velocidad envidiable.
Pero el «Bikny» tenía otros atractivos de superior categoría y eran
las mujeres que lo frecuentaban. El dueño sólo admitía a guapas. Era
inflexible en eso. Rubias, morenas, chatitas, esbeltas, metiditas en
carnes... Variación, sí, pero buena, magnífica variación.
De verdad que en el «Bikny» había un mariposeo que quitaba el
hipo.
Y algunos hombres, después del hipo, se quedaban sin cartera.
El dueño se llamaba Ryman. Era un tipo a quien los franceses
hubieran llamado «bon vivant». Gordo, reluciente, con unos ojos que
recordaban a los del cerdo, doble papada... Le gustaba la buena vida.
Hubo una época en que había tenido muy mala suerte. Ahora las
cosas le iban bien. Le gustaba el dinero. En un tiempo no le había
dado importancia; ahora comprendía que sin dinero no hay nada
que hacer...
El local era un ascua de luz. Había lámparas de petróleo por
todas partes. Era la hora en que, paulatinamente, iba aumentando la
animación.
Era un espectáculo multicolor. Y el principal atractivo eran las
mujeres. Llevaban unos vestidos escotados que quitaban la
respiración, vestidos de todos colores, desde el rosa y el azul a los
más rabiosos rojos, verdes y amarillos.
La clientela estaba asegurada.
El teniente federal Thorme se acercó al mostrador y pidió
whisky.
Le sirvieron. Thorme bebió a pequeños sorbos. Faltaban pocos
minutos para las diez. El teniente federal esperaba a Dandy, un
aventurero que era una maravilla con un revólver en la mano.
A las diez en punto se presentó Dandy Okey. Era la hora
convenida.
Era un tipo más bien alto. Vestía impecablemente, aunque con
descuidada elegancia. Llevaba camisa blanca, de pechera plisada.
Lucía una costosa corbata de plastrón y, en el centro, una perla. Su
rostro era moreno; sus ojos grises, audaces. Daba la apariencia de ser
un hombre simpático, valeroso, burlón y algo duro en ocasiones. No
aparentaba más de veinticinco años.
Dandy Okey echó un vistazo, no tardando en localizar al teniente
federal Thorme.
Se acercó al lugar donde se hallaba.
—Buenas noches, teniente Thorme.
—Es usted puntual, Dandy. Supongo que quiere beber algo.
—Sí, tengo algo seco el gaznate... —Momentos después
saboreaba el whisky. Se sonrió —. En efecto, creo que me va a sentar
bien la estancia en esta ciudad. No está mal este local... ¿Se ha fijado
en que abundan las mujeres estupendas? Va a ser difícil trabajar con
tantas palomitas locas... En fin, dígame lo que tendré que hacer,
teniente.
—Se trata de algo serio, Dandy.
—Lo supongo.
—Me han explicado cosas sorprendentes de usted.
—¡Bah...! Siempre se exagera...
—Tengo noticias de que es usted un torbellino con las armas. La
situación es muy difícil aquí. Han caído muchos hombres. Uno de
ellos se había distinguido entre todos por sus méritos. Se llamaba
Ray Keystone. Un verdadero héroe que cayó animando a sus
compañeros. Después se arriesgaron Murphy y Woodman... Fue
inútil. Ni el vagabundo, con toda su buena intención, pudo lograr
algo. El vagabundo Halloway no tuvo tiempo de intervenir... Usted
puede ser el hombre que, en la sombra, trabaje a favor de la ley.
Usted debe de saber que no lo he llamado porque sí. En una palabra,
sabemos que dispara como un rayo.
—¡Hombre! Tanto como un rayo... Pero ha habido tipos que me
han apuntado, para matarme... ¿Qué iba a hacer yo? Pues tumbarlos
para seguir viviendo. Creo que ello es razonable, ¿verdad?
—Naturalmente. Conozco sus aventuras, sus lances, su vida en
particular... Confío enteramente en usted.
—¡Caramba, yo creí que mi vida era un misterio!
—Pues no tanto, Dandy. Ha terminado usted con varios
peligrosos pistoleros y estas cosas acaban siempre por saberse.
—Y ¿qué iba yo a hacer? Se metían conmigo...
—También es usted famoso por sus triunfos en el juego.
—Sé jugar y tengo suerte. Eso es todo.
—No le ha ido mal.
—No.
—Hemos tenido en cuenta muchos aspectos de su vida.
—Muy interesante.
—Usted se encargará de este «saloon» en el aspecto juego. Creo
que tiene bastante experiencia.
—Sí. Pero supongo que no voy a limitarme a darle vueltas a la
ruleta.
—Claro que no. Su misión es descubrir quién ataca
sistemáticamente a los federales. La situación es insostenible. Hemos
sufrido muchas bajas. Usted debe retener en su memoria cuanto
oiga.
Dandy escuchaba con toda atención.
—Creo que es una misión difícil —opinó.
—Ciertamente. Por eso ha sido usted llamado.
—Espero que el pago a mis servicios corresponda a la eficiencia
mía.
—Sí, claro...
—Lo digo porque algunas veces las cosas no salen tan bien como
uno cree. Te prometen el oro y el moro; después, cuando ya has
sacado las castañas del fuego, te vienen con la rebaja. La gente en eso
del dinero es terrible. Pero yo quiero cobrar lo mío.
—No se preocupe. Cobrará.
—Un anticipo no vendría mal.
—Tendrá ese anticipo. Confiamos mucho en usted.
—Eso está bien. Ya es algo.
—Yo me he informado bien sobre usted. Es usted conocido como
Quitapenas. Jamás ha dejado de vencer a los más consumados
pistoleros. ¿No es así?
—Así es. Alguien, que debió de sentirse de buen humor, me
llamó así en una ocasión.
—¿Está dispuesto a obedecer mis órdenes? Tiene usted fama de
indisciplinado.
—Si no quisiera obedecer, no estaría aquí. Siempre que haya
buena paga, claro... Un hombre como yo no puede vivir en la
miseria. Se hace cargo, ¿verdad, teniente?
—Yo me hago cargo de todo. Compórtese usted como quiera. Lo
que interesa es que consiga terminar con el azote que pesa sobre
nosotros, los federales.
—Haré lo que pueda y algo más.
—Estoy seguro de ello. Nos iremos viendo. Ryman, el dueño, es
un buen elemento. Colaborará con nosotros hasta el máximo. Creo
que lo mejor será ir a su despacho.
—De acuerdo, teniente.
Ryman estaba en su despacho. Recibió sonriente al federal y a
Dandy. Pronto llegaron a un acuerdo, porque hablado ya estaba
todo. Ryman invitó. Gastaba unos cigarros puros sensacionales.
¡Vaya humo echaban! El aroma de los pinos estaba más que bien,
pero Dandy, fumando aquel cigarro, se creía transportado a un
paraíso. Un, pequeño paraíso, eso sí, pero paraíso al fin. Y Dandy
necesitaba de momentos de grato esparcimiento, porque, de tener
que anotar sus horas duras, hubiese tenido que disponer de cien
libretas por lo menos.
Los planes quedaron fijados. A Dandy no le disgustó, antes al
contrario, la forma de actuar de Ryman. Ello era interesante. A
Dandy no le agradaba aceptar imposiciones si creía que éstas no eran
justas. Después de la conversación estaba dispuesto a comenzar su
misión, con todas sus consecuencias.
El teniente se despidió de Ryman y de Dandy.
—Mi presencia es necesaria en el campamento. Debo marcharme
—dijo.
—Me presentaré la próxima noche. Creo que estaré en mi papel.
Lo que importa es cazar a esa pandilla de asesinos. ¿De acuerdo,
señor Ryman?
—De acuerdo, Dandy, yo daré toda clase de facilidades. Bien lo
sabe el teniente federal.
—De momento me quedaré a pasar un rato en el «saloon». Tengo
muchas ganas de divertirme. Hace mucho tiempo que no lo hago, y
lo necesito. Estoy cansado de esa reputación de pistolero que me
persigue... ¡«Quitapenas»! ¿Qué demonios? ¿Por qué se le ocurrió a
ese tipo...?
—Eso debe de ser porque como en la vida hay muchas penas y
usted las quitaba de un balazo.
—No estoy muy seguro. A veces dudo que estos pistoleros
tengan penas... Son como animales. Es raro encontrar a uno con
capacidad de arrepentimiento. En fin, no me meto en honduras, voy
a tomar un whisky.
Dandy se acodó en el mostrador. El ambiente estaba animado. La
música era alegre.
De pronto vio a la mujer que respondía a sus preferencias. Pelo y
ojos negros, cimbreante figura, y en toda ella algo electrizante.
«¡Allá voy!», pensó Dandy, embalado. No se entretuvo ni un
segundo. Se acercó a la mujer.
—Hola, preciosa.
Ella le miró.
—¿Quién es usted?
—Caí aquí por casualidad y me gustaría que bailásemos. Usted
me agrada.
—¿Ah, sí?
—Como se lo digo.
—Parece usted muy seguro de sí mismo.
—De lo que estoy completamente seguro es que me encuentro
ante una mujer muy bella.
—¿No exagera?
—En modo alguno.
—¿Está usted convencido? —Los ojos negros de la mujer no
dejaban de observar a Dandy?
—Por completo. Es usted mi tipo. ¿Cómo se llama?
—Y usted es demasiado vehemente y curioso —repuso ella,
coqueta, sin responder a la pregunta.
Dandy la miró y sus labios se curvaron en una sonrisa burlona.
—Si cree que no lo va a pasar bien conmigo, puede escoger otra
pareja...
—No arme tanto lío, joven.
—¿Bailamos o no?
La morena se quedó un rato pensativa. Al fin sonrió.
—Está bien, bailemos.
Dandy enlazó a la joven por la cintura.
Tocaban un vals.
Comenzaron a dar vueltas, suavemente.
—Podríamos tutearnos, ¿no?
—Como quieras.
Dandy la oprimió un poco más.
—¿Te llamas?
—Bárbara.
—Vaya, así estás tú... Yo me llamo Dandy.
—¿Dandy?
—¿No te gusta?
—Me gusta... ¿es eso un nombre?
—Sí, es un nombre especial. Me conocen por varios, pero éste es
el que más me complace.
Terminó el baile.
Dandy continuó.
—Descansaremos un rato. Beberemos algo. ¿Te gusta el
champaña?
—¡Oh, sí! Produce cosquillas en la garganta.
—Espero que no nos den una de esas raras mezclas espumosas.
Iremos a un palco. A mí me gustan los brindis en la intimidad.
—Tengo la impresión de que eres el más redomado pillo con
quien he tropezado en esta vida.
—¿Ah, sí? —sonrió Dandy—. En el fondo soy un buen
muchacho. Vamos, pediré el palco.
Dejaron la pista. Dandy llamó a un camarero y le dio
instrucciones.
Dandy consiguió un buen palco.
Quería divertirse.
Sabía que a partir del día siguiente su vida tendría menos
importancia que un papel de fumar.
Probablemente, moriría.
Y estaba dispuesto a despedirse bien, con todos los honores.
Deseaba besar a Bárbara.
Bárbara era muy hermosa y a Dandy le pareció incluso,
inteligente.
Dandy y Bárbara se hallaban sentados frente a frente.
El camarero había servido el champaña.
Fue divertido cuando el tapón salió como un proyectil, con un
fuerte chasquido.
Dandy llenó las copas.
—Esta puede ser nuestra gran noche, Bárbara.
—¿Qué motivos tienes para suponerlo, Dandy?
—Es muy sencillo.
—¿Sencillo?
—Me pareces la más adorable de las mujeres.
—Algo exagerado, ¿no?
—Va en serio. ¿Te he caído simpático?
—Un poco impetuoso, la verdad...
—Creí que las chicas que estáis aquí no se andaban con muchos
remilgos.
—Oye, amigo, que no todas somos iguales.
—Eso de amigo me ha impresionado.
—No creo que te impresiones por tan poca cosa.
—Bebamos. Se nos aclararán las ideas. Y voy a brindar por ti —
levantó la copa Dandy.
Ella hizo lo mismo.
—Pareces estar muy acostumbrado a tratar con mujeres.
—Las mujeres siempre han sido mi debilidad, especialmente si
son guapas y bien formadas como tú.
—Parece que te has fijado bien...
—Desde tu hermoso cabello hasta las puntas de tus pies... No son
pies, son piececitos, como los de una reina.
—No sabía que las reinas tuviesen los pies pequeños.
—Es un decir... Pero, bebe.
Saborearon el champaña.
—Me gusta —dijo Bárbara —. No creas que todos los clientes son
tan rumbosos como tú. Seguro que eres muy rico.
Dandy se echó a reír.
—¿Qué te ocurre? —añadió Bárbara.
—Cuando pague esto apenas me quedarán unos centavos.
—¿Por qué has pedido este vino tan caro?
—No tengo a nadie en el mundo. El dinero nunca me ha
importado... En realidad, sólo me preocupa cuando lo necesito.
—¿Cómo te las arreglas?
—Siempre he sabido conseguirlo en los momentos de apuro.
—¿Estás ahora en un momento de apuro?
—He pasado momentos peores que el actual... Mañana trabajaré
aquí.
—¿Aquí?
—El señor Ryman me ha contratado.
—¿Para qué? —inquirió Bárbara sin disimular su interés.
—Me encargaré de la sala de juego.
—No es tarea fácil... Me han dicho que los fulleros han matado a
unos cuantos.
—Ésa es la clase de trabajo que yo acostumbro a hacer —dijo
Dandy con gran tranquilidad.
—¿No temes la muerte?
—Sí, pero lo disimulo. Procuro olvidarme de ella cuando me
encuentro ante una mujer hermosa, como en este momento. ¿Sabes
qué? Pues voy a darte un beso.
—Pero... ¡Te decides en un momento...!
—Puede que mis minutos estén contados, Bárbara. Sé cariñosa
conmigo.
Bárbara estaba escuchando a Dandy con mucho interés. Él se
inclinó para besarla. Ella accedió.
III

Dandy se retiró muy tarde y no tardó en quedarse dormido como


un leño.
Por la mañana, al despertar, se encontró bien, de excelente
humor.
Desayunó fuerte: Huevos fritos, jamón, pan moreno, un buen
pedazo de carne a la parrilla, una botella de vino viejo y café.
Dandy, en apariencia, parecía un hombre feliz, pero se hallaba
pensando en sus responsabilidades, en el duro trabajo que le
aguardaba.
Poco después hablaba con el teniente federal.
—Me gustaría hacerle una visita al tendero.
—Keystone le recibirá bien —asintió Thorme—. Es buen amigo
de los federales. Y usted, hasta cierto punto, es un federal.
—Aunque mi corazón es voluble le aseguro, teniente, que me
siento un federal más. He tomado buena nota de las barbaridades
cometidas por esos forajidos.
—Tienen que ser castigados. El vagabundo Halloway está
desconsolado por no haber podido intervenir a tiempo. Mataron a
Murphy y Woodman en pocos minutos. Eran unos valientes,
temerarios hasta la médula... Yo le recomiendo prudencia, Dandy, y
mucha astucia.
Dandy visitó al tendero.
Andy Keystone estaba medio borracho.
—¿Qué diablos quiere usted?
—Me llamo Dandy Okey.
—Será mejor que me deje en paz...
—Estoy ayudando al teniente federal Thorme, quiero despistar a
esos facinerosos. Concédame su confianza. Conozco su tragedia.
—Ya no es sólo mi tragedia. Es la de todos. Están cayendo los
mejores.
—Estoy aquí para impedir que esta situación continúe.
—Dudo que usted solo pueda solucionarlo.
—Lo intentaré.
—Murphy y Woodman quisieron jugarse el todo por el todo, se
arriesgaron demasiado, y pagaron con sus vidas. El vagabundo
Halloway oyó los disparos... Él nada pudo hacer... Más tarde
hallaron la cueva vacía...
—Muy difícil. Hay alguien muy listo detrás de todo esto.
—Es una guerra declarada a los federales, para desmoralizarlos.
Mientras tanto, se han cometido varios delitos.
—Supongo que no habrá un traidor entre los federales.
—Algunas veces se lo he insinuado al teniente Thorme, y él se
pone furioso. Confía mucho en sus federales y no acepta la idea de
que pueda haber un traidor.
—Y, sin embargo, traidores los hay en todas partes. Espero que el
teniente tenga razón. Yo haré lo que pueda para desenmascarar a esa
banda.
—Tengo mucho interés en su éxito. Y ya no pienso en la
venganza, sino en la justicia.
—Ojalá pueda ver esta ciudad libre de forajidos. Yo haré todo lo
posible por conseguirlo.
—Creo que es usted un muchacho valiente.
—Hay días que se me dan mejor que otros, pero procuraré estar
en forma hasta el fin.
—Para mí los federales son como mi familia. Sé guardar los
secretos.
—Eso me consta; de lo contrario, no estaría aquí hablándole tan
claramente.
—Le considero ya un amigo, Dandy. Usted es de la casa, como
todos los federales. Ellos son mi única familia.
***

Dandy se presentó a Ryman, el dueño del «saloon».


—¿Puedo empezar a trabajar, patrón?
—Bien, muchacho. Creo que desde aquí podrás conocer mejor la
situación. Vienen gentes de todas clases. Yo estoy siempre dispuesto
a colaborar con los federales, y usted me hará un favor porque la
sala de juego siempre anda muy revuelta.
—¿Hay muchos fulleros?
—Bastantes. Y no sólo hacen trampas, sino que también tiran de
revólver. Son gente pendenciera que bebe mucho y que parece
empeñada en morir o matar.
—Espero evitar todos los líos que se produzcan.
—Deseo que lo consiga. El teniente me ha hablado muy
favorablemente de usted. Yo no debo engañarle.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Me refiero a que algunos de los encargados de la sala de juego
cayeron acribillados...
—Lo sé. Cuando he de hacer alguna cosa me gusta estar enterado
de todos los detalles.
—¿Está enterado de todo lo que le aguarda aquí?
—Sí.
—Desafía usted el peligro.
—Es mi oficio.
—Lo que importa es que tenga suerte.
—En eso confío.
Y con esa confianza —Dandy Okey era optimista por necesidad
—se dispuso a bajar a la sala de juego, después de haber recibido
instrucciones.
Era sábado por la noche y el «saloon» bullía de animación. La
bebida corría a mares. Eran muchos los que estaban eufóricos antes
de tiempo y no terminarían la velada de pie.
En la sala de juego reinaba mucha más tranquilidad. Los
hombres que se hallaban en ella, dominados por la pasión del juego,
ponían todo su interés en que la suerte les fuera favorable. Los
jugadores de póquer procuraban ligar las mejores jugadas y
mantener el rostro completamente impasible para no orientar a los
adversarios.
El elegante Dandy Okey, con su habitual serenidad, hizo su
presentación en la sala.
Ryman lo presentó a los diferentes empleados, los cuales le
saludaron con deferencia, a la que correspondió Dandy
cordialmente.
Dandy se fijó en todo el recinto, buscando a Bárbara con la
mirada, sin conseguir verla.
Le preguntó por ella a Ryman.
—No tiene usted mal gusto, Dandy. Bárbara es una mujer
extraordinariamente bella. No la ve usted porque ha partido hacia
Wilsonville.
—Podía haberse despedido, por lo menos —dijo Dandy.
—Sólo estará ausente un par de días. Dice tener familiares allá.
Supongo que es cierto... A las mujeres que vienen aquí nunca les
pregunto sobre su pasado. Y ésta es de las que saben hacer gastar
dinero a los hombres. Algunas veces sube al escenario. No tiene una
gran voz, ni falta que le hace. Le vi a usted muy entusiasmado.
—Quise pasar un buen rato, porque creo que a partir de ahora no
podré permitirme esos lujos.
He de estar atento y ver de descubrir quién mueve los resortes de
esa banda, que hasta ahora está consiguiendo mantenerse en la
sombra.
—Será necesario tener mucha suerte. Hasta hoy nada se ha
conseguido pese a que el teniente Thorme está trabajando mucho y
el comportamiento de los federales llega a los bordes del heroísmo.
Yo tengo interés en que haya paz y mi negocio prospere. Quiero
ganar mucho dinero para poder retirarme cuando llegue a cierta
edad, sin preocupaciones.
—Mi destino no es la tranquilidad y a veces creo que no voy a
llegar a viejo... Pero comprendo su punto de vista.
—Y yo el suyo; cuando yo era joven me gustaba la vida
aventurera, pero los años no pasan en balde. Después me metí en
esto. Le aseguro que siempre he procurado ofrecer diversión, pero
jamás me he metido en líos. El teniente federal lo sabe; de ahí
nuestra amistad.
—En principio, me extrañó un poco el plan del teniente Thorme.
—Yo creo que usted conseguirá el éxito.
—Eso espero.
Ryman se fue a su despacho y Dandy siguió atento a cuanto
ocurría. Reinaba la armonía cuando el joven oyó a sus espaldas.
—¡No toque ese dinero! ¡Ha hecho usted trampas!
Dandy dio media vuelta rápidamente.
El tiempo justo para ver cómo el hombre acusado de tramposo se
echaba hacia atrás, levantándose, y acercaba su mano a la revolverá.
Aquel hombre hubiera disparado a matar de no haber mediado
la intervención de Dandy, quien sacando con celeridad disparó con
tal limpieza, que lo desarmó.
La sorpresa paralizó al jugador desarmado.
Los que habían sido espectadores de la rápida escena
contemplaban, fascinados, a Dandy.
Éste, de un vistazo, abarcó el conjunto y se acercó a la mesa sin
enfundar.
El jugador tachado de tramposo, cuyo revólver estaba convertido
en chatarra, había pasado del estupor a una calculada impasibilidad.
Dandy le preguntó al acusador, quien mirábalo con admiración y
agradecimiento:
—Que este hombre quería matarle es indudable; ahora bien,
¿puede demostrar que había hecho trampas antes de sacar el
revólver?
—Sí. Lo he visto claramente. ¡Se ha sacado un as de corazones de
la manga!
Dandy miró las cartas. En el juego, había un as de corazones. Y
descubrió un siete entre el dinero que había ganado el fullero.
El dueño hizo acto de presencia y tuvo ocasión de oír las palabras
de Dandy, apoyadas en el movimiento de su revólver.
—No queremos tramposos. No vuelvas más por aquí. Te
acompañaré hasta la oficina del sheriff.
Y Dandy se disponía a hacerlo así, cuando, precisamente, entró el
sheriff, un hombre de mediana edad.
—Ahora iba a entregarle este pájaro —le dijo al de la placa, quien
no pareció aceptar el recado con mucha alegría.
—¿Qué ha hecho?
Dandy se lo explicó, confirmándolo el dueño y los demás
jugadores, que se habían acercado.
El sheriff, disimulando su desgana, se dispuso a cumplir con su
deber. No podía hacer otra cosa. Las personas que acusaban eran
gente importante y el acusado no despegaba siquiera los labios.
Sheriff y prisionero salieron del local.
El que había salvado la vida se acercó a Dandy.
—Soy el ranchero Adams. Quiero agradecerle lo que ha hecho
usted por mí.
—He cumplido con mi deber, señor Adams.
—Eso es lo que se dice, pero no es tan fácil. Lo que yo tengo en
cuenta es que me ha salvado la vida y ha hecho algo inigualable. Y le
repito las gracias. Sinceramente, no deseo morir, le tengo mucho
apego a la vida y quisiera que ésta se prolongase durante muchos
años, pues tengo muchas responsabilidades que atender.
—Me satisface haber podido evitarle dificultades, y quedo a sus
órdenes...
—Y yo a las suyas, muchacho. Siempre que me necesite le
atenderé con gusto, si está en mi mano. Y ahora, voy a pedirle un
favor.
—Usted dirá.
—Espero que me conteste afirmativamente.
—Lo haré...
—Quiero que venga usted a pasar un día en mi rancho. Le
gustará verlo. No lo digo porque sea mío, pero es el mejor de toda la
comarca. Quiero invitarle, en una palabra.
—Pues, acepto.
—¿Le parece bien mañana? Es domingo.
—De acuerdo, señor Adams. Creo que lo pasaré bien. Siempre
me han interesado los ranchos y he trabajado en algunos. Pero, a
veces, la vida le hace tomar a uno rumbos distintos.
—Pues no se hable más.
—¿Dónde está el rancho?
—No tiene pérdida. Le haré un pequeño plano.
Y el ranchero Adams dibujó sobre una hoja de papel el itinerario
a seguir.
—Gracias —se la puso en el bolsillo Dandy después de haberla
estudiado durante unos instantes.
—Hasta mañana. Yo ya debo retirarme.
—Buenas noches.
El ranchero abandonó el local.
Ryman, el dueño, le dijo a Dandy:
—Ha hecho usted una buena amistad. El ranchero Adams es uno
de los hombres más ricos e influyentes de la comarca. Y una
excelente persona. Le gusta el juego, pero no se deja dominar por él.
Acostumbra a venir todos los sábados. Esta noche ha tenido la gran
suerte de que usted estuviera aquí.
—Le confieso que yo no las tenía todas conmigo. En realidad, se
trataba de un tiro verdaderamente difícil. Y yo sólo quería desarmar
al tipo. Ahora ya está a buen recaudo... ¿Qué tal es ese sheriff?
—Se limita a cumplir, pero yo creo que le está entrando miedo...
Se comporta con excesiva prudencia.
—Ya ese tipo, ¿lo conocía usted?
—Sí, de verlo aquí algunas veces. Se llama Murders.
—Tiene cara de zorro.
—Hasta ahora no había sido descubierto en sus trampas, pues
supongo no era ésta la primera.
—Creo que habrá que desenmascarar a muchos fulleros.
—Es inevitable que los haya en un lugar como éste. Lo
desagradable es que salgan a relucir las armas. Creo que usted va a
inspirar respeto a muchos tipos.
—Eso espero. Y que las balas me respeten a mi...
IV

Dandy madrugó.
Se había acostado tarde, pero ahora, después de unas horas de
profundo descanso, se hallaba despejado, sin el menor asomo de
cansancio.
Ensilló su caballo y se dispuso a tomar el camino hacia el rancho
Adams.
La ciudad estaba silenciosa. En el cielo, ni una nube. Había salido
ya el sol. Un día espléndido, en suma.
Dandy se sentía optimista. El ranchero Adams le había causado
una gran impresión por su sencillez y simpatía. Le gustaría pasar el
día en el rancho.
En el fondo de su corazón, Dandy deseaba vivir en un rancho,
trabajar en las rudas faenas, recibir de frente el sol y el aire. Era un
anhelo que había sentido siempre; y, sin embargo, aquella noble
aspiración parecía estarle vedada.
De ello hacía ya algunos años.
En su primera juventud se había visto obligado a luchar con Bill
Hunters, el famoso pistolero. Una discusión tonta. El veloz pistolero
estaba algo bebido y provocó a Dandy. Éste se vio forzado a la pelea;
además, su padre le había adiestrado bien en el manejo del revólver.
Nadie hubiese apostado por Dandy, pero éste (el primer
sorprendido) consiguió vencer a Bill Hunters.
A partir de entonces no hubo pistolero que no desease matar a
Dandy. Una carrera loca, vertiginosa y fatal. Y Dandy, al que
comenzaron a llamar Quitapenas, tenía que luchar siempre a brazo
partido con la Muerte.
Esto sucedía en Tejas, y pasó a Oklahoma, sin conseguir
resultado alguno. Los rancheros acabaron por no aceptarle.
Y cuando se dirigía a Colorado, el teniente Thorme, por
mediación de un sheriff amigo suyo, lo localizó.
Dandy confiaba no ser conocido en Nuevo Méjico. Shiprock
estaba en la parte norte, en la línea fronteriza con el Estado de
Colorado.
El joven llevaba a su caballo a un trote ligero, mientras dejaba
desgranar sus pensamientos.
Se acordó de Bárbara. Tenía un encanto especial. No había que
pensar más en ella... Había sido una corta y agradable aventura. Ella
se haría cargo, pues seguramente estaba acostumbrada a esa clase de
aventuras.
«Yo tengo que ocuparme de mi trabajo —siguió pensando Dandy
—y tener los sentidos bien despiertos para conseguir resultados
prácticos. Me gustaría triunfar. El teniente parece hombre
comprensivo. Un triunfo me proporcionaría bastante dinero.
Después me iré al Canadá...»
El terreno era montañoso y había extensiones de verdor.
Dandy no se desvió del camino trazado y no tardó en divisar el
rancho Adams.
El tiempo le había pasado volando.
Avanzó, atravesó el trayecto que dejaba libre el portalón. La
vivienda era extraordinaria.
Un hombre se acercó, con rapidez. Era alto, enjuto, de rostro
cetrino.
—¿Qué desea?
—Ver al señor Adams.
—¿Quién es usted?
—Dandy Okey.
—Dandy... ¿qué?
—Okey. Dandy Okey. El señor Adams me espera.
—Ah... —puso gesto adusto el hombre—. Voy a avisarle.
—Está bien. Esperaré.
Poco después salía de la casa el ranchero Adams y levantaba la
mano.
—¡Pase usted!
Dandy se adelantó.
—Buenos días.
—Buenos días, muchacho. No le dije a Narrow que le esperaba a
usted. Narrow es el capataz.
—Se ha extrañado de mi nombre.
—Por cierto, que no me lo dijo usted.
—Dandy Okey. Ya sabe que en Tejas es costumbre redondear
algo los nombres...
—Lo comprendo. Bien, Dandy, pase usted. Atenderán su caballo.
Ha llegado a tiempo de tomar algo. ¿Tiene apetito?
—Francamente, sí. Sólo tomé un sorbo de café, para no
entretenerme.
Entraron en la casa.
Dandy la alabó.
El ranchero estaba satisfecho. Era un hombre de unos cuarenta y
cinco años, de rostro saludable, curtido por el sol.
Pasaron al comedor.
—Esperemos a mi mujer y a mi hija —dijo el ranchero Adams.
—Vaya, es una sorpresa. Creí que era usted soltero.
—Pues no. Estoy casado desde muy joven y muy contento de
haberlo hecho. Mi mujer me ha ayudado mucho. Los dos pasamos
juntos la época de los pioneros... En cuanto a mi hija, ha nacido ya en
otro ambiente. Es distinta. Ahora las conocerá.
Casi coincidiendo con la frase aparecieron las dos mujeres. La
madre no representaba más de cuarenta años y conservaba gran
parte de lo que seguramente fue una gran belleza. La belleza de la
hija, a la que se parecía mucho. La joven era esbelta, rubia, y tenía los
ojos azules; se desprendía de ella una gran distinción.
—Mi esposa, Claire —presentó el ranchero —y mi hija Shirley.
—Mucho gusto en conocerlas.
—Supongo que habréis adivinado que éste es mi salvador.
La señora Adams sonrió abiertamente.
—Nunca le olvidaremos, joven.
Dandy sonrió modestamente.
—Celebro haber estado allí, señora.
—Yo también le estoy muy agradecida —dijo Shirley con voz
suave.
—Yo estoy contento de que todo sucediera como sucedió; ello me
ha permitido conocerles a ustedes.
—Muy amable.
—Bien, sentémonos a la mesa y dejémonos de etiquetas —dijo
jovialmente él ranchero.
Poco después se hallaban acomodados.
—Tenemos pastel relleno de fruta y «hot cakes» —dijo la señora
Adams.
—Tal vez Dandy prefiera huevos revueltos y jamón ahumado,
con algunas papas fritas, al estilo casero.
—Me encantará.
La señora Adams hizo sonar una campanilla, seguidamente entró
una mujer rolliza y sonriente con una gran bandeja.
—Nos serviremos nosotros mismos, Katherine.
—Bien, señora. —salió contoneándose.
Comieron con envidiable apetito. Shirley se comportó más
delicadamente que los demás. Bebieron café. El ranchero sacó
whisky y tabaco.
Dandy lo estaba pasando estupendamente entre aquella familia.
Shirley era simpática, pero reservada. Los modales de los esposos
eran más sueltos. Dandy se comportaba con correcta confianza. El
joven no era de los que se cohíben, pero sabía ser educado cuando
convenía.
Después del desayuno dejaron a las mujeres con sus cosas y
salieron a recorrer el rancho.
Dandy estaba por completo admirado, lo cual halagaba al
ranchero Adams que se sentía muy orgulloso de su propiedad.
Había pocos vaqueros en el rancho, únicamente los
indispensables, ya que por ser día de fiesta la mayoría estaba en la
ciudad.
—Dios sabe los esfuerzos que me ha costado conseguir esto. He
tenido que luchar con frecuencia y tal como le he dicho antes,
contando siempre con la ayuda de mi esposa.
—Una señora muy simpática.
—Sí, lo es. Y mi hija, ¿qué le ha parecido?
—Una chica muy bella y agradable.
—Shirley se lo ha encontrado todo hecho. Todo será para ella
algún día. Yo sólo deseo su felicidad. Es una joven muy instruida, ha
estado en Santa Fe varias temporadas estudiando. No sé si se
avendrá a esta vida ruda cuando faltemos nosotros... Y sentiría que
vendiera mi rancho...
—¿Quién habla de morirse, señor Adams? Son ustedes jóvenes
aún y tienen muchos años por delante.
—Eso no puede decirse.
—¿Por qué no?
—No ignora usted la situación de esta parte del país.
—Sí, desde luego, es catastrófica. ¿Han sufrido ataques de los
cuatreros?
—Sí. Por fortuna tengo a unos cuantos hombres preparados. Por
cierto —sonrió Adams—, usted haría un buen papel aquí.
—Desde luego, esto es más saludable que el humo de tabaco en
el «saloon».
—¿Por qué está allí? Vaya..., quizá le he hecho una pregunta
indiscreta...
—De ningún modo, señor Adams. Estoy en el «Bikny» encargado
de la sala de juego. Hay muchos fulleros y el señor Ryman me
sugirió que pasara una temporada, caso de convenirme. Acepté,
pues no tenía ocupación ni dinero.
—Es usted hombre de aventura.
—He llevado una vida bastante agitada.
—Para mi suerte, se puso usted de acuerdo con Ryman.
—Lo curioso del caso es que acababa de entrar en funciones
cuando usted acusó al fullero.
—La vida está llena de curiosidades.
Siguieron andando y viendo todas las dependencias. En las
cuadras había soberbios caballos.
La mañana pasó rápidamente.
En la vivienda hallaron a la esposa e hija del ranchero.
—¿Le ha gustado? —le preguntó a Dandy la señora Adams.
—Muchísimo.
—Y ahora, otra vez a la mesa. La comida es en honor de usted.
—Estoy abrumado con tantas atenciones. Es un día
verdaderamente grande para mí.
—Y para nosotros... Imagínese lo que sería de haber sucedido lo
peor.
—Bien —se frotó las manos el ranchero—, creo que se impone
hablar de cosas divertidas.
La comida resultó extraordinaria. Dandy, durante su vida
errante, igualmente había tenido que frecuentar los tugurios más
infectos que los ambientes de refinamiento superior. Pero lo de aquel
rancho no parecía propio de la vida real en aquel espléndido
domingo. La familia Adams era perfecta, la casa resplandeciente, el
próspero y grandioso rancho era algo así como una obra de arte...
Dandy jamás había sentido tanta tranquilidad, tanta paz...
Habían acabado de comer. La conversación había sido ingeniosa y
divertida. El cigarro que fumaba era excelente.
El ranchero se levantó.
—Yo tengo la costumbre de dormir la siesta —dijo —. Aquí en
Nuevo Méjico es una costumbre que nos dejaron los españoles. A mí
me sienta estupendamente bien.
—Yo no tengo costumbre de dormir la siesta.
Pero hoy creo que la necesito —sonrió la señora Adams que no se
había quedado atrás bebiendo buen vino y despachando a gusto casi
medio pollo frito a la sureña y una buena ración de ensalada de
frutas.
Shirley había sido parca en la comida y en la bebida.
Dandy había procurado ser discreto, mas no por ello dejó de
solazarse con una pata de cabrito al homo, y no dejó los huesos
mondos y lirondos por disimular.
No tardaron en dejar el comedor los esposos Adams.
Dandy estaba tomando su segunda taza de café.
—¿Quiere más café, señorita Shirley?
—Media taza nada más. Gracias.
Dandy le sirvió el café.
—Tengo la impresión de que se halla a gusto en nuestra casa —
dijo ella.
—Así es, en efecto. Son ustedes personas excelentes. Tiene usted
motivo para hallarse satisfecha.
—Sí... Lo estoy, claro... Quiero mucho a mis padres. Quizás a
veces echo de menos mis tiempos de colegiala. Además, me gustaría
viajar. Me gustaría principalmente visitar Europa. En el colegio
había muchas amigas que pensaban hacerlo con sus padres. Madrid,
Roma, París...
—Es usted muy soñadora.
—Si no sueño ahora que tengo veinte años, ¿cuándo podré
hacerlo?
—Tiene usted razón. Yo no he podido soñar ni de muchacho...
—Me da la impresión de que toda su vida ha sido peligro
constante.
—Y no se equivoca, señorita Adams.
—Puede llamarme Shirley, si quiere.
—Con mucho gusto, Shirley.
—¿Por qué no me cuenta alguna de sus aventuras?
—No vale la pena...
—Bien, en realidad, la más importante ha sido la de ayer noche.
No hubiese podido resistir la muerte de papá. Supongo que ya se
habrá dado cuenta de su carácter.
—Un carácter formidable. Perdone la confianza, pero me
encuentro aquí como en mi propia casa... Si tuviera casa, se entiende.
—¿Vive en ese «saloon»?
—Sí.
—¿Es usted un pistolero?
—No... No soy un pistolero, exactamente.
—No me gusta la gente que todo lo fía a sus armas. Hay que
tener otras cualidades, además de ser rápido.
—Eso creo yo, se lo aseguro, pero...
—A veces preferiría vivir en el Este. Cualquiera le dice a papá
eso, con lo apegado que está a su rancho, a sus cosas... Ni lo
intentaré, pero creo que la vida en el Este debe ser mucho mejor en
varios aspectos.
La amable sonrisa de Dandy se convirtió en escéptica.
—¿Está usted convencida de eso, señorita?
—Claro que sí.
—¿Ha estado alguna vez en Nueva York, Filadelfia, por no citar
más ciudades?
—No, papá nunca ha tenido gran interés en viajar. Su mundo es
éste.
—Pues le diré, Shirley que, en dichas ciudades, y en otras, puede
que el diálogo no esté salpicado como el de aquí a base de
pistoletazos, pero los hombres luchan, se engañan, roban y pululan
como en una selva...
—Me pinta un cuadro muy negro.
—Claro que hay salones, fiestas, hipocresía, y muchas cosas más.
Pero con todo nuestro caos, no le quepa la menor duda de que aquí
somos más sinceros, y aunque las fuerzas del mal bullen en todas
partes, aquí se está creando algo...
—¿Usted cree? —sonrió la muchacha, con un deje de ironía.
—No le quepa la menor duda.
—Tengo veinte años y no he pensado aún en ciertos problemas.
—Espero pueda despreocuparse siempre de ellos, señorita
Shirley; porque, es usted una muchacha encantadora.
—Gracias. Le aseguro que lo que hizo ayer noche por mi padre
no lo olvidaré jamás. Cuando él me dijo que vendría usted a casa,
creí encontrarme con un hombre rudo, quizás engreído...
—¿Y...? —Los ojos grises de Dandy Okey se fijaron en las pupilas
azules de Shirley Adams.
—Pues que me ha causado usted sorpresa. Podrá aparecer rudo
en ocasiones, eso no se nota, pero no ha fingido, al adoptar los
modales de un caballero, aquí, en nuestra casa.
—Puede que su opinión sobre mí sea excesivamente favorable.
De todos modos, me agrada que haya hablado así. Recordaré este
día.
—Mi padre no le ha invitado para un solo día.
—Pero yo no podré acudir siempre... Tengo mi trabajo. Y después
tendré que partir.
—Se ha entristecido usted. ¿De veras no es usted un pistolero?
—Creo que no he cometido, a sabiendas ninguna injusticia...
Nada más puedo decir.
—Odio a los hombres que se sirven de sus armas para conseguir
lo que desean. A mí me gusta la armonía...
—Sí, a usted le gustaría un mundo perfecto. A mí también. Y a
muchos. Pero ese mundo no existe por ahora, y ni tal vez exista más
adelante...
V

Cuando Dandy regresaba hacia el «Bikny Saloon», después de


despedirse de los Adams, no pudo por menos que hacer balance de
aquel día.
El ranchero, en realidad, no le había causado ninguna sorpresa.
Al conocerlo, la noche anterior, había perfilado su carácter.
La señora Adams le parecía una mujer sencilla y aparentemente
despreocupada, pero adivinó su inteligencia y bondad.
La más complicada era la muchacha.
Shirley se hallaba en una edad en que todo son dudas. En
realidad, había vivido dos vidas y no sabía por cuál decidirse. Y si lo
sabía, no quería disgustar a sus padres.
Dandy, en principio, la creyó altiva, distante; después, al hablar a
solas con ella le descubrió facetas insospechadas en su carácter.
En cuanto a lo físico, no había más que mirarla. Era una
muchacha sana, bien formada, y con un rostro muy atractivo.
A Dandy le gustaban las mujeres sin distingos. Rubias, morenas,
de ojos verdes o negros, estilizadas, de acusadas formas...
Ahora se daba cuenta de que Shirley había causado en él una
honda impresión.
«Pero también me gusta Bárbara, y tantas otras... Además, yo no
puedo poner los ojos en una muchacha como Shirley. Muy amable, y
muy fina, me mandaría a paseo con cajas destempladas. Pero ¿qué
diablos estás pensando, Dandy Okey? Tú, a lo tuyo. Repartir plomo
y cobrar, que así parece que está escrito...»
—¡Oiga, amigo!
Aquella voz cascada distrajo de sus pensamientos a Dandy. Se
hallaba remontando una cima. El sol iba desapareciendo por
occidente.
Dandy colocó su mano derecha sobre los ojos pues el resplandor
rojizo le impedía la visión.
Vio a un hombre de largos cabellos grises que sustentaba también
una barba más que regular.
—¿Qué quiere?
—Soy hombre de paz —sonrió—. Soy el vagabundo oficial del
pueblo. Me llamo Halloway. He estado cazando y ahora regresaba
cuando le he visto a usted.
Que Halloway había estado cazando era indudable. En su zurrón
semiabierto podían verse varios conejos.
El cazador escrutó detenidamente a Dandy. Éste comenzaba a
hallarse algo molesto.
Halloway se dio cuenta de ello, y dijo:
—Perdone, amigo. Estaba cerciorándome de algo...
—¿Qué?
—¿Acaso es usted Dandy Okey, el hombre que trabaja para
Ryman
—¿Cómo sabe usted...?
—Le he dicho que soy el vagabundo oficial, y un vagabundo
oficial debe saberlo todo. ¿No le parece?
—Hable en serio. No están las cosas para bromear.
—De acuerdo —cambió el tono Halloway—. Iré al grano. Lo que
hizo usted anoche en el «saloon» ha armado mucho ruido y está
siendo muy comentado. Hay gente que está enterada de muchos
detalles; pero yo, aun no habiéndolo presenciado, sé más que todos.
—Posee usted una rara habilidad.
—Y que lo diga. Pues bien, resulta ser que tengo una vista muy
buena, y me fijo en las cosas, y en los hombres... Sí, he estado
cazando, ya lo ve, pero no todo es eso...
—Siga, acabará por excitar mi curiosidad.
—Andaba merodeando por ahí cuando vi a dos tipos. Me
parecieron sospechosos...
—Eso es algo corriente, digo yo.
—Sí, tiene razón. Pero los hay más que otros. Me aparté, con
ánimo de esperar la oscuridad. Yo no soy hombre de revólveres, esa
es la verdad, y tengo que tomar algunas precauciones.
—¿Y por qué se preocupa de que esos dos hombres, por más
sospechosos que sean, anden por ahí?
—Por el aspecto de usted, por su rostro, y por todo, sé que es
usted Dandy Okey, aunque no me lo haya dicho claramente. Ryman
es un buen amigo, y también el tendero Andy Keystone, y todos los
federales. Creo que en usted se puede confiar. ¿Quiere ayudarme?
—Sí, en efecto soy Dandy Okey, y debo regresar al «saloon». No
tengo mucho tiempo. Me llama la atención que tenga usted tanto
interés. Tenía otra idea de los vagabundos. Y no vuelva a repetirme
que es usted el vagabundo oficial.
—Tengo interés, sí —se petrificaron las sonrientes facciones del
vagabundo—, porque Murphy y Woodman eran dos buenos amigos
míos.
—Los dos federales que murieron... —dijo lentamente Dandy.
—Sí... Los seguí cuando fueron a la cueva. Oí los disparos.
Comprendí que ya todo estaba terminado. Me di cuenta de que en la
cueva había muchos forajidos. Me hubieran descuartizado. ¿Qué
podía yo hacer? Ya no soy joven. Pero no quiero que llegue el día de
mi muerte sin ver castigados a los asesinos.
Había un gran acento de verdad en la voz del vagabundo.
—Yo también haré lo que pueda, Halloway. Echemos un vistazo.
El vagabundo volvió a sonreír.
—Ea, usted ya forma parte de mis muchos amigos. Espero me
ayudará mañana a despachar un par de estos conejos.
—De acuerdo. Ahora, guíeme.
Rodearon la colina. Oscurecía por momentos. Dandy y Halloway
guardaban absoluto silencio. El vagabundo señaló con la mano.
Dandy vio dos sombras en las que se podía reconocer las siluetas
de seres humanos.
Igual el joven que el vagabundo abrieron mucho los ojos,
estupefactos. No había esperado aquel espectáculo el vagabundo. En
cuanto a Dandy se había mostrado escéptico; ahora, admiraba a
Halloway.
Sobre el terreno, blando en aquel lugar, había dos cadáveres.
Los dos sospechosos (que ya eran mucho más que eso) se
disponían a enterrarlos.
Llevaban herramientas.
Comenzaban a cavar.
Dandy había dejado bastante atrás, bien trabado, a su caballo.
El vagabundo le hizo una seña a Dandy, una seña que quería
decir:
«Debemos actuar».
Dandy asintió.
Se adelantaron cautelosamente.
Era necesario desentrañar el macabro secreto.
Caminaban sobre una alfombra de agujas de pino.
De pronto, el vagabundo Halloway tuvo la mala suerte de
resbalar a pesar del gran cuidado que estaba poniendo.
No pudo evitar la caída. Rodó varios metros.
Ni un quejido se escapó de su garganta, aunque se había
lastimado.
Pero la caída resultó aparatosa y los dos desconocidos
enterradores dejaron pala y azadón y se pusieron en guardia.
Uno de ellos divisó claramente a Dandy, quien acudía en auxilio
de Halloway, y disparó contra él.
El plomo zumbó muy cerca de la cabeza de Dandy.
El joven no se entretuvo ni un segundo; desenfundó rápidamente
y apuntó.
El disparo fue fulminante.
La tranquilidad de la Naturaleza pareció quebrarse en mil
pedazos.
Los dos enterradores ya no eran más que uno.
El hombre a quien había apuntado Dandy recibió un tiro en
plena cabeza, derrumbándose, sin vida, junto a los otros cadáveres.
El otro (un pistolero, en realidad, igual que su compinche ya
muerto) se aprovechó de la confusión, y con rabia incontenible quiso
matar a Dandy. Tenía el dedo en el gatillo mientras Dandy estaba
amartillando.
Esta vez Dandy, a pesar de su rapidez, no saldría vencedor.
Pero Dandy no disparó, ni su enemigo tampoco.
Fue el vagabundo Halloway quien, sacando fuerzas de flaqueza,
pudo desenvainar su cuchillo de caza y lanzarlo con tanta exactitud
que se clavó en el pecho del forajido dejándolo muerto.
Dandy y Halloway se adelantaron inmediatamente hasta donde
se hallaban los cadáveres.
—¡Murphy y Woodman! —exclamó el vagabundo.
En efecto, los cadáveres que se disponían a enterrar los pistoleros
eran los de los federales.
—Los dos cadáveres se han convertido en cuatro —dijo el
vagabundo —. Hemos empezado ya a vengar a Murphy y
Woodman.
Dandy entornó los ojos.
—¿Sabe que estoy encantado de haberlo conocido? No hubiese
querido perderme esto por nada del mundo.
—A veces la suerte obra más milagros que un proyecto estudiado
a fondo. Me refería a la buena suerte, ¿eh?
—Ciertamente, hay muchas coincidencias en la vida, a veces
inexplicables.
—Y también hay realidades que tumban de espaldas.
—Por ejemplo, esos cuatro cadáveres.
—Ni más, ni menos.
—Creo que lo mejor que podemos hacer es ir a la oficina del
sheriff y pasarle aviso. ¿No le parece?
—Hombre, lo natural es que el sheriff trabaje un poco.
Últimamente se está arrugando.
—Vamos allá, se está haciendo tarde.
—Yo comunicaré a los federales lo ocurrido. Con decírselo al
tendero Keystone será suficiente, pues él repartirá la noticia.
—No está mal el procedimiento.
En los bolsillos de los dos forajidos muertos no hallaron nada que
pudiera identificarlos. Halloway no los conocía.
No tardaron Dandy y Halloway en ponerse en camino.
Ya era de noche cuando entraron en Shiprock City.
Lo primero que hicieron fue dirigirse a la oficina del sheriff.
Hallaron la puerta abierta. Entraron.
El sheriff se hallaba tumbado en el suelo, inmóvil, y entre rejas ya
no estaba el fullero Murders.
VI

—¡Los forajidos no descansan ni un momento! —intentó dominar


su cólera Dandy —. Auxiliemos a este hombre... —se agachó—: No,
no está muerto.
—Tiene un buen corte en la cabeza.
—Un culatazo.
—Habrá que darle un sorbo de whisky. Seguro que tiene una
botella en el armario.
La tenía. Cuando el vagabundo decía alguna cosa era por algo.
Le hicieron beber whisky y el sheriff hizo unas muecas. Después,
con gestos desmayados, pidió más, y echó un buen trago.
—¿Qué ha ocurrido, sheriff? —le preguntó Dandy al ver que
volvía en sí.
—No sé... No sé. Lo ignoro. Estoy como si me hubiesen dado una
paliza.
—¿Cuántos eran los agresores?
—Se arrojaron... contra mí. —Se pasó el sheriff la lengua por los
labios—. Eran... varios.
—¿Los reconocería?
—Me golpearon en seguida. No me dieron tiempo a reaccionar.
—Bien, lo único bueno de este asunto es que no le descerrajaron
un tiro. ¿Cree que es necesario llamar al doctor, sheriff?
—Yo mismo me curaré la herida.
—No podrá hacerlo. Es bastante profunda.
—En este caso, que venga el... doctor. Echaré otro trago. Me...
reanima. Beban ustedes, si quieren.
—No vendrá mal —dijo el vagabundo—. Yo le curaré la herida,
sheriff, de primera intención.
Antes de disponerse a hacerlo, tomó un trago.
—Yo tengo que ir al «saloon» —dijo Dandy—. ¿Podrá
arreglárselas solo?
—No le quepa la menor duda, amigo. Y no olvide que para
mañana tenemos la reconfortante perspectiva de un par de conejos
hechos a la brasa.
—Espero que nos los podamos comer a gusto.
Dandy salió de la oficina.
La fuga de Murders, precedida de un ataque tan aparatoso, daba
mucho que pensar.
Y Dandy le daba vueltas a su cerebro.
Llegó al «saloon».
Lo primero que hizo fue ir a ver al dueño.
—Buenas noches, señor Ryman.
—Hola, muchacho, ¿qué tal ha ido el día?
—Ha sido un día sensacional. Al regresar han ocurrido varias
cosas.
—¿Graves?
—Significativas. Dos hombres estaban intentando enterrar los
cuerpos de Murphy y Woodman...
—¡Han aparecido! Sin duda no pudieron enterrarlos antes, en
terreno rocoso.
—Sí... Esos hombres nos agredieron. Yo había encontrado
momentos antes a Halloway, el vagabundo...
—¡Vaya pieza!
—Se portó valientemente. Matamos a los dos forajidos. Al llegar
a Shiprock fuimos a la oficina del sheriff para darle cuenta de lo
sucedido.
—¿Y qué dijo el sheriff?
—El sheriff estaba callado como un muerto, porque le habían
atizado un buen culatazo. Acabo de dejar la oficina. Halloway se ha
quedado allí. El sheriff ya tiene media botella de whisky dentro del
cuerpo.
—¿Y la herida?
—Parecía importante, más creo que no es nada realmente serio...
—Dandy dejó el tema—. ¿Algo importante por aquí?
—Ya lo ha visto. La noche está empezando. Ojalá haya
tranquilidad.
Y los deseos de Ryman, el dueño, se cumplieron plenamente,
pues si había alguien con ganas de jaleo seguro que se le quitaron al
ver a Dandy de quien todo el mundo decía que era el hombre más
rápido que había disparado un revólver en Shiprock City.
Algo más tarde se presentó el vagabundo Halloway a quien
preguntó Dandy:
—¿Qué tal el sheriff?
—Lo he dejado medio borracho. Tengo la seguridad de que está
dominado por el miedo.
—Sí, y además ese hombre no me inspira confianza. Procuraré
vigilar sus pasos...
—Le ayudaré en lo que pueda, Dandy —dijo Halloway—; ahora,
me voy a dormir.
—Yo no tardaré en hacerlo.
—Buenas noches. Y no se olvide de que mañana almorzaremos
suculentamente.
—Tengo buena memoria, Halloway, y estoy deseando conocer
otra de sus habilidades. Además, necesito estar unas horas
respirando aire puro. Le advierto que, en el fondo, mi vocación es
trabajar en un rancho y vivir en paz. Pero la paz hay que ganarla.
—Así es, y cada cual escoge su camino. Bien, ¿a qué hora le
parece bien mañana?
—A las diez, aproximadamente. Yo quiero ir antes al
campamento y hablar con el teniente federal, cambiar impresiones.
—De acuerdo, Dandy, hasta mañana.
El «saloon» comenzó a vaciarse de gente.
Poco después, Dandy se retiraba a descansar. Quería pensar en
varias cosas, pero se quedó dormido como un niño.
Dandy tenía en cuenta la proposición del vagabundo, pero antes
subió a caballo, haciéndolo galopar hasta el campamento de los
federales.
Pidió una entrevista con el teniente Thorme.
—¡Hola, Dandy! —le recibió éste—. Parece que nos movemos,
¿eh?
—Sí, empiezan a ocurrir cosas estando yo presente.
—Me he enterado de lo del «saloon».
—¿De nada más?
—No. ¿Qué otra cosa ha ocurrido?
—Los federales no están bien informados, bien lo veo.
—Para eso está usted aquí.
—He madrugado.
—¿Qué novedades hay?
Dandy se lo refirió todo.
—Vaya... Lo que me fastidia es que esa gente se mueva en la
sombra.
—Halloway no reconoció a los dos forajidos que intentaban
enterrar a Murphy y él presume de saberlo todo.
—Esos forajidos hallan los más ocultos escondites. Y cometen sus
delitos impunemente... ¡Y yo estoy hasta las narices! —estalló el
teniente.
—No creo que puedan ocultarse mucho tiempo. Lo ocurrido con
Murders tiene más importancia de la que le atribuí en un principio.
No se moviliza a la gente para sacar a un tahúr de la prisión.
El teniente se mordió el labio inferior, pensativo.
—Eso es cierto. Puede que Murders sea alguien importante en
esa pandilla de malhechores...
—Opino que mi vigilancia en el «saloon» puede ser fructífera.
Pero habrá que esperar el momento oportuno. Siempre que sean
interesantes recibirá usted mis noticias.
—Esos canallas tienen que pagar sus crímenes.
—Estoy dispuesto a que así sea, teniente.
—Estoy deseando entrar en acción, y lo mismo les ocurre a todos
los muchachos. Es preferible hallarse ante algo amenazador, pero
palpable, que estar esperando un tiro en la espalda, surgido de quién
sabe dónde. Jamás había pasado por una situación semejante.
—Ni yo. Siempre he peleado cara a cara. A veces me pregunto
por qué he aceptado esta misión. No estoy arrepentido, no crea,
antes al contrario... Pero eso de andar con tanto misterio, no me va...
—Habremos de tener reservas de plomo para cuando esos
chacales salgan de su madriguera.
—¿Por qué no dan una batida?
—Ya lo hemos intentado, pero no resulta nada fácil. En las
Shiprock Mountains o en las Aztec Ruins puede ocultarse un ejército.
—Partiremos de la base de Murders. Siempre es algo. Lo malo es
que después de lo ocurrido en el «saloon» la gente se ha pacificado.
Todos los parroquianos parecen no haber roto nunca un plato.
El teniente se encogió de hombros, filosóficamente.
Esperaremos —dijo.

***

Cuando Dandy llegó al centro de Shiprock oyó gritos, repicar de


cascos de caballos, y el restallar de un látigo en el aire.
Se acercaba la diligencia.
Dandy había convenido encontrarse con Halloway a la entrada
del «Bikny Saloon», pero como era aún muy temprano, se dispuso a
curiosear, igual que otros tantos, ante la parada de la diligencia.
En aquel momento no pensaba en Bárbara. Y la vio.
Estaba bajando, ligera, de la diligencia. Su aspecto era tan
sugestivo como siempre. No llevaba equipaje, pues tal nombre no lo
merecía el diminuto maletín, que sostenía con una mano.
Al ver a Dandy sonrió mostrando su blanca dentadura y
brillantes sus ojos.
Él se acercó.
Ella llegó a su altura.
—¡Vaya, esperándome! La verdad es que no lo suponía.
Dandy la miró.
—No te estaba esperando. Ha sido una casualidad.
Ella lo miró también, entre burlona y ofendida.
—Tendrías que ser más galante.
—¿Galante y embustero?
—¿Por qué no? A las mujeres nos gustan las mentiras si se saben
decir.
—Yo prefiero decir la verdad de vez en cuando. Y, referente a ti,
creo que te he dicho ya unas cuantas verdades que no te han sentado
mal.
—Pues no.
—Te acompaño hasta el «saloon».
—Eso que te he dicho de que no eras galante era broma.
—No te llevo el maletín porque no vale la pena. Si fuera pesado
sería distinto. Parece que tu familia te hace pocos regalos.
—¿Mi familia?
—¿No has ido a ver a tus parientes?
—He ido a verlos, claro. Pero... ¿es que una chica como yo no
puede tener parientes? ¿Y cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho ese pajarito que dice las cosas a todos aquellos
que le dan migas de pan.
—Muy gracioso... ¿Qué tal te ha ido en el «saloon»?
—Ya te enterarás, preciosa.
—Lo dices en un tono...
—Prefiero que te lo cuenten.
—Como quieras. Y esta noche, ¿qué?
—Esta noche tengo que trabajar.
—La noche es muy larga.
—Hay muchas noches, siempre que siga uno, vivo. —Dandy hizo
una mueca irónica—: Bien, tortolita, ya hemos llegado.
—Pero ¿no entras?
—Tengo un compromiso.
—Acabas de llegar y ya tienes mucho éxito...
—No es lo que tú te figuras. He de entendérmelas con un conejo
asado, o algo por el estilo.
—¡Qué original eres!
—¿Tú crees? Tipos como yo los hay montones por aquí.
—Pero no tan bien vestidos.
—Cada uno tiene su estilo. Además, en el «Bikny» hay que
guardar las apariencias... Y ahora, hasta la noche.
Bárbara hizo un mohín travieso.
—Cuidado con el conejo. A veces resulta indigesto.
VII

A pesar de ser vagabundo, Halloway era puntual.


Dandy lo halló en seguida.
—Hola, Halloway.
—Hola, Dandy. Vamos a relamemos los dedos. Los conejos van a
estar sabrosísimos, se lo aseguro. Tengo vocación de cocinero; sí,
creo que hubiera sido un cocinero excelente. Pero las cosas son como
son...
—Yo me encargo del vino y otras cosas, ¿estamos?
—Hombre, pues no está mal. Es usted un gran muchacho. Ya
verá lo bien que lo pasamos, echados debajo de un árbol...
—Y los pajaritos cantando... —se echó a reír Dandy.
—Es la mejor música, no lo dude.
—Pues bien, vamos allá. Tomaré mi primera lección de
vagabundo.
—Se criaría usted fuerte y sano.
—De salud no tengo queja.
—No, usted no, evidentemente. Pero a veces le digo a Andy
Keystone que cierre su tienda vacía y que se venga conmigo. Allí se
consume con sus recuerdos negros siempre metidos en la cabeza.
—¿Verdad que los conejos son rápidos y, sin embargo, usted los
caza?
—Y a lazo, que tiene más mérito.
—Pues así caerán esos desalmados. Yo espero que llegue el día en
que la justicia deje satisfechos a todos. Menos a los conejos.
—A los conejos les haremos justicia nosotros.
Siguieron hablando más y más.
Y más tarde, todo ocurrió como había predicho el vagabundo.
Dandy consideró que en tres días escasos había pasado por
muchos peligros, pero también había hallado horas de
compensación, horas placenteras.

***

A la hora precisa Dandy se hallaba en el «saloon».


Después de vestirse como solía se presentó en el despacho de
Ryman.
—Buenas noches, jefe.
Ryman sonrió, socarrón.
—Sabe usted combinar el trabajo con la diversión.
—Honestas diversiones, señor Ryman, se lo aseguro.
—Se nota, porque está usted en plena forma.
Dandy le refirió cómo había pasado el día.
—¡Estupendo! Algo tendré que hacer yo, algo parecido. No me
conviene estar siempre metido aquí. Quiero retirarme algún día,
próspero, pero no quiero que me retiren. Hay que respirar aire puro.
Cuando llegue la ocasión prepararemos algo con ese bribón de
Halloway.
—Es un gran tipo, y muy divertido. Todo un filósofo.
—Yo no sé cómo se las apaña, lo cierto es que se lo pasa en
grande. Y nosotros tenemos que bregar como mulos. Parece que esta
noche se presenta agitada.
—No sabía que el lunes fuera propicio a la juerga.
—Aquí no sabe uno nunca lo que va a ocurrir. Aquí hay gente
para todo. De todos modos, esta noche es algo especial. Los lunes
acostumbra a actuar Bárbara. Y ella atrae a la gente. Es una
caprichosa, pues podría actuar todos los días y ganaría más, pero no
hay modo de convencerla. Tendrá ocasión de admirarla usted, que
ya empieza a conocerla un poco.
—La miraré con un ojo y con el otro vigilaré a cualquier pandilla
de fulleros que pudiera armar jaleo.
—Su revólver ha impresionado a todos. He oído muchos
comentarios sobre usted.
—Que sea para bien —sonrió Dandy.

***

El hombre sin pelo en la cabeza, ni en la cara, ni en las cejas, entró


en el «saloon».
Lo de la cabeza no era tan visible, pues llevaba un ancho
sombrero negro.
Su cabeza calva la habían visto antes de morir los federales
Murphy y Woodman.
Se había decidido a ir al «saloon», a salir a la luz, a dejar las
cuevas y las casas ocultas. Porque los hombres que dependían de él
ya no parecían los mismos, en pocas horas habían perdido su
insolente seguridad, su brutalidad e, incluso, su codicia.
Se llamaba Wilfried Pickering. Conocía todo lo sucedido. Tenía
mucha gente a su servicio. En aquel momento varios de sus
pistoleros se hallaban en el «saloon».
A Pickering lo acompañaba un hombre enjuto y tieso, de largos
bigotes y ojos penetrantes.
Al cruzarse Pickering con un camarero, le dijo:
—Queremos un palco.
—Me parece, señor, que...
Pickering le entregó un billete del Banco Federal.
—¡A sus órdenes, señor! ¿Le gusta cerca del escenario?
—Sí.
El palco era bastante amplio y se acomodaron bien.
—Traiga una botella del mejor whisky.
—En seguida, señores.
El camarero parecía tener alas en los pies. No tardó en regresar
con todo el servicio. Descorchó la botella.
—¿Quieren algo más los señores? —inclinó el espinazo después
de descorchar la botella.
—No queremos ser molestados bajo ningún concepto. Llamaré si
preciso de sus servicios.
—Siempre a sus órdenes, señores.
Lo primero que hizo Pickering fue beber. Se había quitado el
sombrero. Su cráneo estaba más pelado que un desierto.
Representaba unos cuarenta años. Su rostro movible daba la
impresión de que igualmente podía expresar crueldad que blandura,
dureza que amabilidad.
Pickering sacó una tabaquera y extrajo un cigarro negro con
boquilla de paja.
—Supongo que quieres uno de éstos. Green.
El de los bigotes asintió, complacido.
—Es un buen tabaco, jefe. Después de este whisky, fumar un
cigarro así es algo formidable. Por eso podemos soportar la vida en
las cuevas, porque no nos falta el whisky ni el tabaco.
—Ni el dinero. Creo que no os podéis quejar.
—Hemos dado buenos golpes, con mucha astucia.
—Nuestra astucia ha podido más que el valor temerario de los
federales —una sonrisa sinuosa curvó los finos labios de Pickering
—. Pero ellos no son tontos, precisamente, y algo están tramando.
—Lo demuestran los últimos acontecimientos. Desde luego,
Murders no tenía que haberse metido en trampas.
—Él estaba confiado, como siempre.
—No hay que estar confiado. Llamó la atención. Él creía que todo
le resultaría fácil y divertido. A eso estaba acostumbrado. Pero
surgió ese peligroso gunman.
—Demasiado peligroso. Yo diría que ese hombre no está aquí por
casualidad... Esa coincidencia de que mataran a Smith y Jones
cuando iban a enterrar a los dos federales... Por eso he querido venir
y conocerlo. Cuando un tipo de esa clase me molesta, prefiero que
descanse en el cementerio. Y puede que no tarde mucho. Lo estamos
acorralando.
—Creo que tiene razón, jefe. Además, Murders la pifió y...
Pickering interrumpió a su lugarteniente.
—Hemos hecho un esfuerzo sacando de la cárcel a Murders
porque yo temía que hablase. Se hubieran hecho cargo de él los
federales. Porque al sheriff ya lo conoces.
—Demasiado.
—A Murders lo he mandado a tomar el aire por ahí.
—Estaba rabioso, deseaba vengarse.
—Espero que no tenga ocasión y ese tipo caiga antes.
—No va a ser fácil con la reputación que tiene. Murders lo
reconoció y prefirió no decir ni una palabra. En aquel momento hizo
bien. Quería darme la noticia antes de que se enterase nadie. Es lo
único bueno que ha hecho Murders.
—Mejor que Murders se haya largado por una temporada.
—Lo malo sería que estuviera borracho todo el día y se fuera de
la lengua.
—No me extrañaría que se fuera de la lengua.
—En tal caso se la cortaría. Ya me conoces.
—Y yo le ayudaría.
—Demasiado lo sé... —Pickering tomó un sorbo de whisky y
aspiró después el humo de su cigarro medio consumido ya. Sus ojos
no dejaban de fijarse en todo el recinto, que dominaba bien. Volvió la
cabeza y miró a Green —. ¡Fíjate, ése es el hombre!
En efecto, Dandy Okey, que había estado en la sala de juego,
queriendo echar un vistazo general, estaba ahora junto al escenario.
—Se le reconocería entre mil.
—Murders lo describió bien.
—Además él parece querer llamar la atención con ese elegante
vestuario que exhibe.
—Hace bien. Por el tiempo que le queda.
—Ojalá quedemos tranquilos esta noche.
—Yo estoy tranquilo, como siempre, pero acostumbro a eliminar
cuantos obstáculos se ponen en mi camino. Ya sabes que tengo
planes. Hemos conseguido mucho. El dinero no nos ha faltado, pero
deseo más, mucho más. Y para ello es necesario que los federales
desaparezcan y no vuelvan otros por aquí
—Si los aniquilamos, no creo que vengan relevos. Tienen muy
pocos voluntarios. La gente prefiere el dinero fácil. Como no existe la
ley, nosotros impondremos la nuestra. Aún has de verme convertido
en el hombre más importante de la ciudad.
Los dos forajidos, mientras hablaban, no dejaban de observar a
Dandy. Éste tenía fija la mirada en el telón del pequeño escenario.
Sabía que no tardaría en descorrerse.
Los músicos tocaban una polea vaquera.
Se abrió el telón y apareció la belleza refulgente de Bárbara.
Su presencia fue coreada con aplausos y algún que otro rugido
de los más excitados.
Ella cantó. Voz débil, pero llena de gracia. Ninguno de los
parroquianos se fijó en la voz.
Pickering la miraba, sonriente.
Los bigotes de Green parecían más enhiestos.
De todos modos, se fijaban mucho más en Dandy.
Y éste en Bárbara.
Pero, sin poder evitarlo, acudía a su memoria la belleza serena de
Shirley Adams.
Era un lío estupendo pensar en dos mujeres a la vez.
Lo malo era tener que dejar de pensar en las dos, porque el
gusanillo de la responsabilidad lo roía por dentro. Era necesario
obtener resultados de su investigación. Y la cosa se presentaba
difícil.
No podía suponer que en el local se hallaban varios elementos
que hubiesen podido descubrirle la incógnita.
Cuando Bárbara terminó de actuar se repitieron los aplausos.
Al retirarse la artista se cruzó con el dueño.
—Oiga, Bárbara, a ver si se decide a actuar cada noche dos veces.
Le doblaría el sueldo.
Ella se encogió de hombros.
—El dinero no da la felicidad, patrón.
—Está usted de guasa, preciosa.
Ella siguió el camino de su habitación para cambiarse de ropa,
contoneándose. La extraña chica era explosiva. Los hombres se
volvieron para mirarla.
Dandy iba a hablar con Ryman cuando alguien le dio un
empujón. No era casual, sino hecho adrede.
Dandy se percató de ello inmediatamente y se volvió.
Ante él se hallaba un tipo con chaqueta de piel y pantalones
ajustados, mirada insolente y provocadora y una mueca siniestra en
la boca.
—Podría ser más amable con los clientes. Porque sea buen tirador
no tiene derecho a tratarnos a patadas.
Dandy miró al individuo.
—Creo que no le he faltado en nada. Recibí un empujón y aún no
he protestado.
—¿Un empujón? ¡Yo lo he recibido! —se engalló el tipo achulado
de la chaqueta de cuero.
Dandy se puso serio.
—Vamos a dejarnos de palabrería. Lo que quiere usted es pelea.
No sé por qué, pero la quiere.
—Oyéndole a usted, parece que es al revés. Y no me importa. No
crea que soy un cobarde. Peleo cuando es necesario. Y me cargan los
tipos como usted que se Green los amos.
—En este caso puede ahorrarse la molestia. Con largarse, basta.
—Me gusta estar aquí. Además, no quiero suponer que usted
quiera librarse de mí para sentirse cómodo.
—Pues ha acertado. Por lo tanto, puede marcharse.
—Nunca me han sacado de ningún sitio.
—Puede que sea ésta la primera vez.
—Aún no ha nacido el hombre con agallas para hacerlo. Y no
quiero suponer que sea usted un cobarde...
Dandy soltó una risita sarcástica.
—Total, que no sabe usted como armar el lío.
El tipo fingió indignarse y gritó.
—¡Pero si es usted quien me está provocando, cobarde!
—Es ahora cuando voy a cogerlo y a lanzarlo entre los batientes.
—Porque no se atreve conmigo.
—Ya estoy harto.
—¡Pues, saque!
El individuo accionó con una rapidez escalofriante, comparable a
la que exhibió inmediatamente después Dandy, que ya esperaba la
agresión.
Se elevó un clamor entre los parroquianos, pues los dos hombres
se estaban comportando como verdaderos prestidigitadores con el
revólver.
Sonaron las detonaciones. Dandy se había echado a un lado y
vio, a su izquierda, cómo un individuo sacaba su revólver y le
apuntaba. Había disparado ya, y su adversario se derrumbaba con
un orificio rojo en la frente; pero, al darse cuenta del inminente y
traicionero peligro que le amenazaba, se arrojó al suelo.
Rodó sobre el entarimado. La bala que iba dirigida a él estrió un
espejo imponente.
Dandy sacó el revólver que llevaba en la izquierda y apuntó
cuidadosamente. No mató al cobarde, era necesario interrogarle,
pero lo hirió seriamente en el hombro derecho.
En el local se produjo gran algarabía. Había comentarios para
todos los gustos.
Pickering, en su palco, tenía los labios apretados.
El rostro de Green permanecía impasible.
Ambos se sirvieron whisky.
—Esto no me gusta, Green. Ese hombre es un malabarista..., ¡por
todos los diablos!... Creí que se resolvería esta noche. Me ha causado
más perjuicios él en dos días que otros en varios meses. ¡De buena
gana lo mataría desde aquí mismo! No sé si podré mantener mi
cautela. ¿Qué dices tú?
—A ese hombre lo tendré clavado siempre en las retinas...
Siempre, hasta que lo mate. Pero reconozca, jefe, que jamás
habíamos visto moverse como él a ningún tipo...
—Su reputación no es un camelo... Tres hombres estaban
dispuestos a matarlo y dos de ellos están fuera de combate. No creo
que Taw intervenga ya...
Pero Taw intervino. En seguida. Era uno de los pistoleros que
formaban el trío. Dos de sus compinches se hallaban tumbados. Uno,
muerto; herido el otro.
Taw no sacó ni siquiera el revólver. Quería distinguirse ante los
ojos de Pickering para ser algo más en la banda.
Taw, haciendo acopio de valor, sin desenfundar, se dirigió a
Dandy.
—¡Has matado a mi amigo y a otro lo has herido! —fingió gran
dolor, aunque no lo sentía.
Él no tenía amigos. Le importaban menos que un grupo de
perros sarnosos.
—¿Quién eres tú? —preguntó Dandy.
El pistolero Taw, que además de hombre de revólver era un actor
nato, hizo su comedia.
—¿Qué importa mi nombre? Soy amigo de ese hombre que yace
ya cadáver, de ese compañero que se está desangrando.
—Y ¿qué?
—Creo que tengo derecho a hablarte, a decirte que estás matando
hombres como si fueran reses.
—¡Oye! —se enfureció Dandy, sin poder contenerse—. ¿Acaso no
has visto que, si no me hubiera defendido, estaría ahora muerto?
—¿Defenderte tú? ¡Siempre atacas! Te conozco muy bien. Te he
visto muchas veces en Tejas. ¡Allí te conocían por Quitapenas!
Dandy se quedó de una pieza. Otra vez había sido descubierta su
identidad. De nada tenía que avergonzarse, pero no quería que
saliese a relucir su pasado. Había murmullos en la sala.
Habían acudido a socorrer al herido. Éste no tardó en morir.
Dandy se contuvo. Pero no estaba dispuesto a dejarse intimidar.
No quería saber nada de la leyenda que se había tejido en tomo a él.
Lo que le importaba era hacer un buen trabajo.
—Bien, ¿qué pretendes?
—¡Matarte! —amenazó, al tiempo que sacaba con furia.
Y el pistolero Taw, en vez de matar, fue muerto. Se cayó redondo
como cuando apuntillan a un toro certeramente. El balazo que le
dirigió Dandy le atravesó el corazón.
Reinaba un silencio impresionante.
Dandy, por un momento, cerró los ojos. Estaba actuando en
forma trepidante, siempre empujado por las circunstancias.
Pero, una vez más, había salvado su vida.
Pickering estaba lívido. Estaba acostumbrado a ganar y a que le
sacaran las castañas del fuego. Y el único que sacaba las castañas era
Dandy. Apenas reprimía su furor.
—Lléname el vaso, Green.
Green obedeció, silenciosamente. Se daba perfecta cuenta de que
habían hallado un enemigo de verdad. Con hombres como Dandy
era muy difícil entenderse y muy fácil morir de un certero balazo.
En el «saloon» los ánimos estaban excitados. Las riñas eran
bastante frecuentes, pero los más viejos de la localidad no
recordaban nada parecido.
Al oír como llamaban Quitapenas a Dandy se había armado un
revuelo. Todo el mundo conocía la leyenda del veloz gunman.
Como siempre, Dandy no había podido librarse de su reputación.
Ésta no tardaría en ser de dominio público.
Dandy enfundó.
Prefirió marcharse a su habitación y estar solo unos momentos.
Lio y encendió un cigarrillo y estuvo pensando.
Tenía la seguridad de que todo lo que estaba ocurriendo tenía
relación con la actuación aviesa de los malhechores que últimamente
habían cometido toda clase de desmanes.
De quien mandaba a los forajidos no tenía la menor idea y
consideraba que sería muy difícil dar con él.
Lo único práctico que había conseguido era haber aniquilado a
varios pistoleros en lucha abierta.
VIII

Lo sucedido en el «Bikny Saloon» causó verdadera conmoción y,


al día siguiente, los comentarios echaban humo.
Dandy madrugó y salió pronto a la calle.
Tenía necesidad de respirar aire puro, de evadirse un poco.
Andaba lentamente, pensativo y alerta al mismo tiempo, cuando
vio al tendero Andy Keystone que se acercaba.
Andy Keystone se había dado cuenta de la presencia de Dandy
en la calle.
Cuando ambos hombres se encontraron, Andy Keystone, cuyo
rostro mostraba una expresión desconocida para Dandy, le alargó la
mano a éste, para estrechársela.
Dandy correspondió al saludo.
—Buenos días, señor Keystone; tengo la impresión de que ha
tenido mí misma idea. Un paseo por las mañanas suele sentar a las
mil maravillas.
—No lo dudo, pero yo he salido de casa con la única intención de
verle a usted.
—¿Qué desea?
—Creo que está usted actuando con valor y librando a la ciudad
de elementos peligrosos. Como usted sabe, mi hermano fue víctima
de ellos.
—Sí. Me ha contado el teniente federal que era un gran
muchacho.
—Ciertamente. Y yo a usted también le considero un gran
muchacho.
—Gracias... Hago lo que puedo.
—Y un poco más. Bajo su apariencia despreocupada se esconde
un hombre entero. Y usted me ha hecho reaccionar. Hasta hace poco
mi desánimo era grande, me deseaba la muerte continuamente, me
invadía una tristeza que no podía dominar.
—Sí, todos nos hemos dado cuenta de eso.
—Yo era un ser vacío, sin ninguna ilusión; pensaba en los demás,
pues no soy egoísta, pero no podía hacer nada... Usted me ha
estimulado y he despertado de mi letargo... No quiero estar ya más
metido en la tienda, bebiendo... Mi tienda es para mí, ahora, como
una tumba. Quiero hacer algo, ayudar... Con el revólver no me veo
capaz de hacer gran cosa, pero... —adelantó la barbilla—, ¡qué
diablos, lo intentaré! No me importa la vida y lucharé hasta el fin.
Dandy miró a Keystone, detenidamente, y le dijo:
—Estoy seguro de que habla usted con absoluta sinceridad. Bien
venida sea su ayuda.
Volvieron a estrecharse las manos, cordialmente, fuertemente; y
en aquel momento apareció el vagabundo Halloway.
—Hola —saludó—. Cualquiera diría que acaban de firmar
ustedes un pacto.
—Así es —repuso Dandy—; debido a la situación, Andy
Keystone está dispuesto a ayudarnos.
—¡Vaya! —exclamó Halloway —. Es la mejor noticia que he oído
en mi vida. Enhorabuena, Andy. En cuanto a usted, Dandy, óigame
bien.
—Le oigo.
—Mi cuchillo y mi lazo están a su disposición. ¡Cuando pienso en
los federales asesinados...!
¡Hubiese querido entrar en la cueva con dos revólveres y matar a
aquella pandilla...!
—No debe ya preocuparse por eso, Halloway. Lo cierto es que no
puedo quejarme por falta de colaboración. Igual sus palabras,
Halloway, que las de Keystone, me reconfortan. Este mundo nuestro
es de trampas y traiciones y siempre es un bálsamo saber que uno
cuenta con amigos de verdad.
—¿No ha aparecido el sheriff por el «saloon»? —preguntó el
vagabundo Halloway.
—El sheriff me da mala espina. Mi patrón Ryman lo ve todo muy
oscuro. A decir verdad, no le falta razón. Me dijo que la noche del
jaleo había en el palco dos hombres sospechosos. Uno de ellos era un
tipo repulsivo y el otro se distinguía por sus enhiestos bigotes.
Ryman había visto a Pickering y a Green la noche en que Dandy
se había impuesto con su revólver.
Pickering se había exaltado, levantando la voz:
—¡Yo mismo mataré a ese maldito! Él es el estorbo más
importante que se nos opone. Claro que podremos ganar
sirviéndonos de la astucia.
—Colaboradores no nos faltan en todas partes.
—No. Y tú sabes que tenemos una carta muy importante que
jugar. Pero no te olvides que ése es nuestro secreto. De todos modos,
lo que yo querría es acribillarlo...
Ésas habían sido las significativas frases cruzadas entre los dos
pistoleros.
Dandy, Keystone y Halloway continuaban juntos, hablando,
cuando dos caballistas, que llegaron al galope, se detuvieron ante
ellos.
Uno de ellos descabalgó rápidamente, y se acercó a los tres
hombres. Miró fijamente a Dandy.
—¿Es usted Dandy Okey?
—El mismo, ¿qué quiere?
—Soy del rancho de Adams. No traigo buenas noticias. La señora
Adams está herida, la señorita Shirley ha desaparecido. Y también el
capataz Narrow.
—¿Qué ha ocurrido?
El vaquero estaba pálido.
—Fue un ataque en masa de los cuatreros. Algo imposible de
explicar. Han conseguido robarnos la mayor parte de las reses. El
patrón está desesperado. Quiere que vaya usted, si puede hacerlo.
Dandy no lo dudó.
—Está bien, muchacho, iré.
Minutos después Dandy y los dos vaqueros hacían galopar a sus
caballos a un ritmo frenético.

***

Dandy llegó al rancho.


Inmediatamente habló con el ranchero.
—Me han dado muy malas noticias, señor Adams.
Adams estaba consternado. No parecía el mismo hombre que
había conocido Dandy. Representaba tener diez años más.
—Sí, malas noticias. Mi mujer está herida, cerca de la clavícula. Y
no sé dónde está mi hija. Fue un ataque brutal. De no ser por unos
cuantos vaqueros duchos en el revólver no sé lo que hubiese
ocurrido. Nunca me había visto tan hundido como ahora. Por eso le
he llamado a usted... Luché contra un atacante y me derrumbó de un
culatazo. Pensé en usted, Dandy; no quiero que crea que abuso de la
confianza que tenemos mutuamente.
—No mencione eso.
—Me encuentro en una situación difícil y le considero a usted un
amigo. Estoy completamente trastornado...
—Estoy dispuesto a ayudarle, señor Adams.
—Sí, lo sé, pero no quiero que usted exponga su vida.
—¿Cómo está su esposa?
—Su herida no tiene importancia. Se le ha efectuado la primera
cura. Nunca había sabido lo que era el miedo hasta ahora. Se lo
aseguro, Dandy...
—Me hago cargo de su situación, señor Adams. Estoy dispuesto a
ayudarle.
—Si sigo pensando en que mi hija está en poder de esos
bandidos, creo que acabaré por volverme loco.
—Cálmese. Hay que estudiar la situación.
—¡Lo veo todo tan negro, Dandy!
—Todo se presenta difícil, pero haremos algo. He de encontrar a
esos forajidos y le aseguro que no les daré cuartel. Creo que hay un
cerebro que lo dirige todo. Al fin daremos con él. Lo que importa es
destruir a esos malos tipos.
—Le estoy muy agradecido, Dandy. Su comportamiento es
excepcional. No dudé en llamarle. No tengo palabras para
expresarme, comprenda mi situación. Me atreví a llamarle.
—No siga, señor Adams. Me apresuré a venir. Esto forma parte
de mi trabajo. Es necesario hallar a Shirley. Dejemos las palabras
para momentos más favorables.
IX

Dandy se fue a las Shiprock Mountains y no se equivocó. El


camino era largo y pesado. El día era caluroso y el sol quemaba.
Dandy, hasta cierto punto, estuvo de suerte.
Porque localizó a una partida de bandidos. Y creyó que ello tenía
relación con el drama ocurrido en el rancho Adams.
No tardó en darse cuenta de ello, pues de pronto recibió una
ráfaga de balas.
Dandy respondió. Llevaba un rifle de repetición. Disparó y vio
como caían tres.
Siguió avanzando.
Llegó junto a una grieta.
Y entonces vio salir a una mujer, una joven con las ropas
desgarradas.
Reconoció inmediatamente a Shirley.
Seguidamente vio al capataz Narrow, que iba tras ella.
Dandy comprendió en seguida la situación.
—¡Alto!
El capataz Narrow había oído antes disparos, pero él sólo
ambicionaba una cosa. Era una obsesión que llegaba casi a torturarle.
Deseaba a Shirley. Por dinero se había aliado con Pickering y ahora
creía que lo había conseguido todo.
Pero no era así y tuvo que echar mano a su revólver.
Dandy se hizo cargo de las circunstancias tan exactamente que,
sacando su revólver, disparó.
El capataz dio una voltereta y se quedó en el suelo, tieso.
Dandy corrió hacia la muchacha.
—¡Creí que estaba perdida!
—No, Shirley, parece que Dios me haya guiado. No debe temer
ya nada.
Sin saber cómo, se hallaron abrazados.
La respiración de Shirley era agitada.
Dandy estaba perdiendo el dominio de sí mismo cuando una
bala le arrancó el sombrero.
Se revolvió, con rabia, y disparó su revólver. Eran dos pistoleros
supervivientes que atacaban.
Dandy movió su revólver en abanico.
Los dos pistoleros se derrumbaron atravesados por el plomo.
—¡Vámonos, Shirley!
Momentos después cabalgaban. Shirley, en la grupa.

***

Se hallaban en el rancho.
Shirley aún estaba pálida.
El ranchero Adams parecía estar soñando. Todo había sucedido
con rapidez. Estaba sorprendido de ver a su hija. La había perdido y
hallado pronto, pero aquel paréntesis significó para él un tormento
infernal.
—No sé qué decirle, Dandy... ¡Ha hecho usted tanto por nosotros!
—Y yo estoy muy contento de haberlo hecho. Les aprecio a
ustedes, ésa es la verdad. He tenido mucha suerte pudiendo salvar a
Shirley con relativa facilidad...
—No diga eso, Dandy —terció Shirley—; demasiado sé lo que ha
luchado. Ese capataz era un ser indigno, pero muy astuto. Se
mostraba bastante correcto...
—A mí no me recibió muy bien —dijo Dandy—. Quiero decir
que no estuvo muy amable, pero no le di mucha importancia.
—Algunas veces sorprendí su mirada —habló Shirley—, pero no
quise hacer comentarios.
—Desmoraliza a cualquiera el que le falle una persona con la que
tenía confianza. En pocas horas han ocurrido cosas que me han
deprimido. Menos mal que mi mujer se va recuperando. ¡De no
haber sido por usted, Dandy!
—Olvídese de todo, señor Adams.
—No soy tan desagradecido. Yo le considero a usted como de
casa, Dandy.
—Yo soy amigo de ustedes, y, por lo tanto, debo decir la verdad.
No me avergüenzo de esa verdad...
—La verdad son sus hechos, Dandy.
—Mi pasado no está claro, debido a las circunstancias. Tengo
fama de pistolero en varios estados. Estoy intentando huir de ese
pasado.
—Creo que no debe torturarse.
—En el «saloon» hubo jaleo. Muertos y heridos. Alguien me
identificó. En algunos pueblos de Tejas me llamaban Quitapenas.
Ahora todo el pueblo conoce mi identidad. Yo quiero vivir en paz,
pero no me dejan. A veces me entra un desaliento que no puedo
dominar.
—Aquí tiene su casa, Dandy.
—Le estoy muy agradecido. Pero yo debo seguir mi rumbo.
—Déjese de historias. Yo no creo en el destino.
—Yo tampoco, pero...
Shirley estaba pensativa, con los ojos bajos, sin decir nada.

***

—¡Hay que matar a ese hombre! —rugió Pickering.


—Estoy dispuesto —asintió Green—, pero no me negará que la
papeleta es difícil. Su revólver parece salido del mismo infierno.
—Lo sé. El capataz Narrow nos falló. Era un tipo enigmático. Le
interesaba la chica sobre todas las cosas. Y el rancho de Adams era
un punto importante para nosotros.
—Pero siempre ha intervenido ese Dandy... Y no hay quien
pueda con él. Es natural, porque es un pistolero famoso. Murders lo
reconoció y se calló porque le convenía. Dandy ha armado mucho
estropicio, y nuestros hombres no las tienen todas consigo... Lo del
rancho Adams nos ha salido mal, aparte de unos centenares de
cabezas robadas... Yo no puedo aceptar esta situación... Quiero
mandar. ¡Mandar! Pero los federales acechan..., ¡quisiera poder
eliminar a todos los federales! ¿Para qué quiero tantos hombres? Al
fin tendré que salir yo, revólver en mano. Menos mal que ese
estúpido sheriff nos sirve de algo.
—El sheriff es una especie de asno, sólo le falta rebuznar. Menos
mal que recibió los golpes en la sesera para justificar la huida de
Murders.
Pickering se mordió el labio inferior.
—Todo iba bien hasta que llegó Dandy. Creí que a estas horas ya
estaría muerto. Pero no. Todo quedará resuelto en el «Bikny Saloon»
—dijo Pickering enigmáticamente—; pero, entretanto...
X

En el «saloon» la gente se estaba divirtiendo. Aquella noche no


actuaba Bárbara.
Bárbara llevaba un vestido muy liviano y se acercó a Dandy.
—Hola.
Dandy enarcó las cejas.
—¿Qué quieres?
—Supongo que puedo hablar un rato contigo...
—Sí, pero tengo trabajo.
—¿A cuántos piensas matar hoy?
—No me gustan esas bromas.
—Pero hay otras bromas que sí que te gustan. Lo sé... por
experiencia.
—¿Qué bromas?
—¿Has olvidado que yo soy una bromista?
—No te he olvidado, guapa. Te dije que me gustabas y me sigues
gustando.
—Hablas de una manera que voy a enternecerme sin remedio...
—Pues espera un poco. Sería una verdadera lástima.
—¡Ay, Dandy!... —suspiró Bárbara.
—Bueno, nena, ¿qué pretendes? Pareces una gata ante un tarro
de leche.
—¿Así lo que me dijiste la otra noche era mentira?
—No. No me gusta mentir.
—Y esta noche ¿qué?
—Pues a dormir...
—Dices muchas tonterías.
—Estoy trabajando. El señor Ryman me paga para algo.
—Pero después del trabajo...

***

Después de su trabajo, Dandy fue a la habitación de Bárbara.


Cuando llegó la madrugada se halló atado de pies y manos.
Bárbara lo estaba contemplando, con mirada perversa.
Dandy se daba cuenta de su situación. Había sido engañado.
Bárbara se había valido de su seducción, para dejarlo más indefenso
que un cordero cuando van a matarlo. Miró a Bárbara.
—Es cosa de risa. Has abusado de mi confianza en ti.
—Ya estás indefenso, Dandy.
—No te conocía... Ahora sé que eres peor que una serpiente de
cascabel.
Bárbara soltó una risita.
—Siento que seas tan simpático, pero ello no te ha de valer de
nada. Estás completamente impotente, Dandy. No te ha de servir tu
rapidez con el revólver. Ya no lo tienes. Es como si estuvieras
desnudo.
—Eres una bruja.
—Me gustaría serlo.
—Jamás creí que fueses una harpía. ¿Qué pretendes?
—Estás vencido y puedo contártelo todo. Estoy casada con un
hombre que se llama Wilfried Pickering... Interesante, ¿no?
—Nada veo de interesante en eso.
—Te equivocas, Dandy.
—¿Por qué? Creo que sólo me he equivocado fiándome de ti.
Bárbara se echó a reír.
—¿Por qué? Vamos... Te he atado de pies y manos como un
corderito. Hace poco tiempo que estás aquí, pero ya has matado a
mucha gente nuestra. A mi esposo esto no le gusta.
—Tu esposo podría salir en los rodeos.
—¡Cállate!
—Quisiera estar libre para darte un par de tortazos.
—Pues tendrás que aguantarte.
En este momento, tal como estaba convenido, apareció Green
empuñando un afilado puñal.
Green miró con indiferencia a su alrededor, apenas saludó a
Bárbara. Ésta se lo quedó mirando. Green levantó la mano armada,
dispuesto a hundir el puñal en el pecho de Dandy.
—¡No, Green! —gritó Bárbara.
Green detuvo su movimiento.
—¿Qué demonios te pasa?
—¿Por qué matarlo?
—Tengo instrucciones muy precisas.
—No lo mates, Green.
—No me meta en compromisos, señora.
Dandy Okey, atado de pies y manos, sin defensa posible,
escuchaba aquel diálogo en el que su vida era algo así como
jugársela a cara o cruz.
—No lo mates, Green.
—El jefe me ha dicho que lo zurza a cuchillazos.
—Espera... ¿Hay hombres fuera?
—Claro que sí. Cualquiera se fía de este tipo. Lo veo atado y aun
así...
—Está en nuestras manos. He sabido dominarlo, creo yo. Y he
dejado abierta la puerta del «saloon» para que pudieras venir. Nada
ha fallado.
—Y el dueño ¿qué?
—Le hice beber mucho ayer noche.
—Todo lo hace bien, pero no comprendo cómo me ha detenido...
Con una buena cuchillada estaba listo...
—Mi marido se ha precipitado, supongo que preferirá matarlo él.
Además, ahora está completamente indefenso.
—Sí, podremos hacer de él lo que nos plazca. Pero de nada nos
sirve tenerlo aquí. Lo mejor será llevárnoslo a una cueva y que
decida el jefe. Usted se está metiendo en esto, señora, y no me
agrada ni pizca. Con un cuchillazo todo quedaría resuelto. Si no se
tratase de usted...
—Haga lo que yo le digo. Green. No le pesará.
—Está bien. Pero, si no me da una solución, yo no sé qué diablos
hacer.
—Mi marido decidirá después.
—Usted tiene que justificarme.
—Justificaré todo lo que sea necesario. Green —sonrió Bárbara.
Green, como tantos otros, no tenía voluntad ante una sonrisa
como la de Bárbara.
—Está bien. Sacaremos a Dandy de aquí. Lo meteremos en una
cueva. Cerraremos bien el «saloon». Todo irá como sobre ruedas. Y,
si conviene, el sheriff nos echará una mano.
—Bastante hizo recibiendo un culatazo para justificar la huida de
Murders.
—Es un borrego, pero se ha portado bien en tal ocasión. Y
además recibió su dinerito.
—Eso es lo que él quiere. Y se lo gasta todo en whisky. Tipos así
nos convienen.
—Y, si no se porta bien, un balazo en la cabeza y a otra cosa...
Pero, señora, ¿por qué no le doy un cuchillazo a Dandy?
—¡Creo que me he explicado bien! Lo sacamos fuera y a la cueva.
Lo matáis allí o lo echáis por un barranco.
—No comprendo por qué quiere alargarle la vida.
—Puede que tenga muchas cosas que decirnos.
—Usted manda, señora.
—No te arrepentirás de que yo mande, Green.
—Yo estoy a sus órdenes, ya lo sabe... ¿Voy en busca de los
demás?
—Sí.
A pesar de que Bárbara había impedido que Green lo acuchillara,
Dandy se encontraba perdido.
No se le ocultaba que su situación era tremendamente difícil.
Lo que más sentía era haberse fiado de Bárbara.
Dandy se reprochaba a sí mismo su conducta. Hubiera tenido
que limitarse a cumplir con su obligación y dejarse de mujeres.
Ahora conocería al cerebro que guiaba a los forajidos. Pero ya
sería demasiado tarde...
XI

Y Dandy fue zarandeado como un bulto hasta que lo dejaron,


indefenso, sobre un lecho de piedra, en el interior de una cueva.
Se presentó inmediatamente Wilfried Pickering.
—¿Por qué no lo habéis matado? —protestó airadamente.
—La señora cree que nos conviene interrogarle —intervino Green
con voz meliflua.
El cerebro de Dandy no dejaba de trabajar.
«Estoy perdido. Estos tipos pretenden hacerme hablar. Después
me matarán. Es una lástima, pues ya sé quién es el responsable. O los
responsables. Cualquiera se fía de las mujeres. Bárbara me ha salido
una asesina de primera fila. Menos mal que impidió que Green me
clavara el cuchillo. Él parecía entusiasmado con la idea. Bárbara debe
de acordarse de ciertas cosas y no quiere verme muerto. No hay
quien entienda a las mujeres. De Bárbara podía suponerlo todo,
menos esto. Y casada con ese tipo que no tiene ni un pelo. Vaya cosas
raras. En fin, aquí voy a terminar mis días. Es mejor que no me
acuerde del rancho Adams, ni de Shirley... ¿Por Qué diablos tengo
que estar metido siempre en semejantes líos?»
Dandy tenía hambre, sed, cansancio. Le dolían las muñecas y las
espinillas, aprisionadas por cuerdas. Todo su valor y su ánimo no le
servía para nada. Se hallaba completamente indefenso. Su situación
era la más peligrosa que había sufrido en su vida.
Se hallaba en las montañas Shiprock, intrincados laberintos de
granito.
Su salvación era imposible.
Era necesario resignarse y morir con dignidad, como un hombre.
Esperaría. Sufriría hasta el fin. No hablaría. No le importaban las
torturas.
Se estaba dando ánimos para resistir cuando apareció Wilfried
Pickering.
No llevaba sombrero. Su calva relucía.
Miró a Dandy con altanería.
—La vida es divertida —empezó—. Dandy Okey, Quitapenas, el
gunman famoso en varios estados y ahora aquí, sin salvación
posible...
—Porque estoy atado de pies y manos —replicó Dandy.
—Sí, claro. Atado de pies y manos es como quería verte. Aunque
me hubiese gustado más que el enterrador fuese por ti... Pero ya
sabes lo que son las mujeres... Caprichos de Bárbara. Pero ella sabe lo
que quiere, no creas. Seguro que tienes muchas cosas que decirme.
—Soy un completo ignorante.
—Dispongo de profesores capaces de enseñarte lo más difícil en
un cuarto de hora.
—¿Gratis?
—¿Conservas el humor? Pronto lo perderás.
—Es posible, pero no tengo ganas de hablar.
—Es una lástima, pues te considero hombre con facilidad de
palabra... Sí, es una lástima... Puede que hables más que un loro... Si
eres tozudo, vas a pasarlo mal.
—Sé que tengo que morir, y me aguantaré —dijo Dandy,
reciamente.
—¿Morir? Eso es fácil... Muy fácil. Cerca de aquí hay un
precipicio, te arrojamos de cabeza y ya está.
—Muy fácil. Faena de cobardes.
—No te quejes. Estás vivo de milagro. Green tenía orden de
apuñalarte. Mi mujer te salvó. Claro que ella es muy lista. Y, a su
modo, me es fiel, no creas... La saqué de un prostíbulo, ¿sabes? Y
ahora me obedece en todo. Ella dice que tienes muchas cosas que
decir.
—He perdido la memoria.
—Tengo la impresión de que te quitaremos las penas, poco a
poco.
—No tengo penas. Lo único que siento es no poder verme ante ti,
repugnante sapo, con un revólver en la mano.
El rostro de Pickering no se inmutó.
Se acercó a Dandy y le soltó un revés que le marcó los dedos en la
cara.
—Empieza a hablar, di lo que sepas si no quieres pasarlo mal.
—Estás muy amenazador, sapo. Ahora ya sé quién dirige todo el
mal que padece Shiprock City. Quisiera que los papeles estuvieran
invertidos, pero ¡qué le vamos a hacer! Tu esposa ha hecho un buen
trabajo. Supongo que eso de los parientes era un cuento. Eres
bastante complaciente, sapo.
A Dandy le cayó otro revés.
Pero se sonrió.
—Me sonrío de asco. Me revuelve el estómago contemplar a un
tipo tan cobarde.
—¡Creo que voy a matarte ahora mismo!
—Puedes apretar el gatillo, sapo. No le temo a la muerte. Quizá
la desee teniendo en cuenta que hay bastantes tipos como tú.
—La muerte sería muy cómoda para ti. Un balazo en el corazón y
ya está. Pero no va a ser eso. Te haré dar un salto. A ver si te salen
alas y puedes volar.
—Moriré como un hombre. Y no hablo más.

***

Dandy no habló más.


Todos los interrogatorios fueron inútiles.
Dandy resistió varias torturas sin pestañear. Pickering decidió
echarlo precipicio abajo. Cuando Bárbara llegó a las cuevas ya estaba
sentenciado Dandy. Ella no se atrevió a intervenir. No quería la
muerte de Dandy porque era el hombre que más le había gustado de
todos cuantos había conocido. Se calló. Estaba unida a Pickering y
ello le convenía por encima de todo.
El sol se elevaba, el día era luminoso, pero los preparativos para
matar a Dandy no podían ser más tétricos.
Le dejaron los pies sueltos. Lo hicieron andar a latigazos. Dandy
andaba erguido. Y tenía miedo, porque era humano, pero sabía
dominarlo, igual que a un potro salvaje.
Y no perdería las esperanzas hasta el último momento.
Faltaban algunos metros hasta el precipicio.
Estaba siendo maltratado por todos. Aparte, se hallaba Pickering,
gozando con el espectáculo. También Bárbara, indecisa, nerviosa.
Pickering se acercó a Dandy, a grandes zancadas.
—¿Te decides a hablar, Dandy?
—Por supuesto que no.
—Prefieres dar el salto...
—Pensando en que no he de verte más, lo prefiero.
—Eres todo un tipo... Pero vas a quedar, muy pronto, convertido
en tortilla.
—Prefiero ser tortilla a ser sapo asqueroso como tú.
Los ojos de Pickering relucieron de cólera.
—¡Abajo con él! —gritó.
XII

Los pistoleros se abalanzaron sobre Dandy.


Eran como fieras satánicas que quisieran destrozarlo.
El pistolero Green quiso destacarse para justificar su posición de
lugarteniente. En sus ojos brillaba el odio, la crueldad más desatada.
Salían a relucir sus peores instintos.
Bárbara se estaba mordiendo su labio inferior. Era una mujer
frívola y vacía de corazón, pero algo quedaba en ella de humano.
Dandy la había impresionado. Lo comparaba con Wilfried Pickering,
un hombre tarado, autor de varios asesinatos e instigador de muchos
más. La comparación no ofrecía dudas. Ni el ser más degenerado
podía dejar de reconocer la nobleza y la valentía que latían
constantemente en Dandy. Bárbara se había creído insensible, pero
ahora sufría lo indecible, y sus
dudas la atormentaban. Pero no sabía qué hacer.
Y, aunque hubiese tomado una decisión, le sería imposible
realizarla.
Dandy se consideraba perdido.
Había perdido toda esperanza. Casi era lógico que tuviera un mal
fin. Se había expuesto demasiado. Quizá sus continuos éxitos lo
habían inmunizado contra el temor.
Ahora se daba cuenta de que había llegado ese momento fatal en
la vida de todo luchador.
Burlarse de la muerte era un negocio que siempre terminaba mal.
La muerte sabía esperar pacientemente, cruelmente, cuando se le
presentaba un caso difícil, preparada siempre su guadaña.
Pero no era Dandy de los hombres que se arredran, ni siquiera en
los momentos difíciles como aquél.
En las páginas del libro del destino parecía estar escrito su fin,
pero Dandy quería luchar antes de morir.
Había fingido que aún llevaba las manos atadas, pero mucho
antes había conseguido librarse de las cuerdas que las aprisionaban,
frotándolas duramente contra un saliente rocoso.
Estaba completamente decidido a vender cara su vida y pensaba:
«Me tirarán al barranco, de eso no tengo la menor duda, pero, al
menos, me llevaré dos esbirros conmigo.»
Estaban a considerable altura.
Mirar al fondo del barranco impresionaba al hombre más
templado.
Mientras se acercaban al punto culminante, los pistoleros no
dejaban de maltratar a Dandy.
Éste deseaba entrar en acción. ¡Qué repugnancia le inspiraban
aquellos cobardes!
¡Si pudiera apoderarse de un arma!
De tener un revólver, sabiendo su muerte segura, haría lo
indecible para que cada bala se alojara en el cuerpo de un enemigo.
Habían llegado casi al borde del abismo.
Incluso los pistoleros vociferantes se callaron.
A pesar de su crueldad, como aquél era un momento
estremecedor, los asesinos pensaron, momentáneamente, en lo que
supondría para ellos ser lanzados al abismo.
Eso no suponía, sin embargo, que la menor compasión anidara
en sus corazones emponzoñados.
Dandy afectaba impasibilidad en el momento en que se decidía a
lanzarse a un ciego ataque, del que no podía prever sus resultados.
Sólo confiaba en morir luchando.
En los pistoleros renació la excitación.
—¡Abajo con él!
—¡Vas a volar como un pájaro!
—¡Quedarás la mar de elegante allá abajo!
Entretanto, empujaban a Dandy.
Ahora los pistoleros eran como bestias sanguinarias y agresivas.
No parecían seres humanos.
Dandy se disponía a atacar.
Sabía que pocos segundos después sería lanzado a aquel vacío
mortal.
Los pistoleros formaban una masa compacta.
Entonces sucedió lo inesperado.
Se oyó en el aire algo parecido al vuelo de una paloma.
Pero no se trataba de una pacífica paloma. Nada de eso, muy al
contrario. Un cartucho de dinamita cayó entre los pistoleros,
estallando ruidosamente.
Varios pistoleros murieron triturados. Era un espectáculo
dantesco observar a aquellos hombres despedazados, cubiertos de
sangre, convertidos en piltrafas.
Cundió un pánico indescriptible en el momento en que estallaba
un nuevo cartucho, que causaron la misma mortandad que el
anterior.
Dandy se había acercado al precipicio y estaba pegado a la tierra.
Cundió un pánico indescriptible.
Wilfried Pickering, fiel a su estilo, se había mantenido apartado
de la brutal escena. Se había echado al suelo, como los pocos
supervivientes que se habían librado de la dinamita, pero no sentía
temor sino odio, rabia, impotencia y ansias diabólicas de venganza.
Pickering sacó su revólver y empezó a disparar como un loco. No
obstante, su instinto estaba bien definido: quería matar a Dandy.
Dandy sintió como los abejorros de plomo zumbaban
siniestramente sobre su cabeza. El muchacho reptaba sobre la tierra
igual que una lagartija; quería apoderarse de un revólver.
Bárbara estaba luchando consigo misma. Su mente era un caos.
Se había tirado al suelo, presa de pánico. No se atrevía a hablarle a
Wilfried, el hombre a quien se había encadenado para saciar su
hambre de bienes materiales. En aquel momento se dio cuenta de
que no era más que una cobarde.
Dandy consiguió un revólver, que se hallaba a pocos pasos de un
muerto desfigurado.
«Al menos que tenga balas», pensó, con alguna inquietud,
mientras se estaba salvando, milagrosamente, de un alud de plomo.
Dandy sabía ahora que no caería muerto como un conejo, sino
que podría luchar en igualdad de condiciones, por lo que se encaró
con Wilfried Pickering.
Éste se había parapetado, pues necesitaba cargar su arma de
nuevo.
Comenzó un intercambio de proyectiles cuando los pocos
supervivientes que había, los cuales hacía breves instantes que
habían emprendido una vergonzosa huida espoleados por el miedo,
cayeron sin vida de resultas de dos bien dirigidos cartuchos de
dinamita. Bárbara, presa del pánico y aturdida por una gran
vergüenza, había seguido a los cobardes. Y con ellos halló la muerte.
Seguía el duelo entre Pickering y Dandy. Crepitaban las balas
que una tras otra iban a estrellarse en las rocas que guarecían a
ambos.
Después de lo ocurrido los ímpetus de Wilfried Pickering iban
aflojándose cada vez más y apenas sacaba la cabeza.
Dandy se decidió valientemente.
Abandonó su parapeto, lo que hizo que Pickering se decidiera a
disparar creyendo que aquélla era su gran ocasión para terminar con
el temerario joven.
Precisamente lo que éste quería.
Haciendo gala una vez más de su prodigiosa puntería, Dandy
disparó. Y el plomo atravesó la cabeza del siniestro Wilfried
Pickering.
Sin saber lo que se hacía dio un salto de alegría, al pensar que
poco antes estaba seguro de rodar hacia un abismo mortal.
De pronto se preguntó quién o quiénes habían lanzado la
dinamita. Suponía que se trataba de gente amiga.
No tardó en descubrir la incógnita.
Dandy vio cómo se acercaban los federales, mandados por el
teniente federal Thorme.
Y, entre ellos, el vagabundo Halloway, el tendero Andy Keystone
y Ryman, el dueño del «saloon».
Un noble orgullo brillaba en las facciones de todos.
Abrazaron efusivamente a Dandy.
—He sido yo quien ha lanzado el primer cartucho de dinamita —
afirmó el tendero sin poder disimular que estaba pasando uno de los
momentos más agradables de su vida—. Y a partir de este momento,
me pongo a las órdenes del teniente federal.
Éste afirmó, plenamente satisfecho:
—Queda usted aceptado, amigo Keystone. La vida es lucha, y
usted, estoy seguro, reemplazará dignamente a su hermano Ray.
Pensando en él, la dureza del servicio se le hará más llevadera.
—Gracias, teniente. Ahora sé que, si se produce mi muerte, será
en beneficio de gente honrada que espera mucho de nosotros. De
haber persistido en mi depresión, mi final hubiese sido trágico y
estéril. Quiero recordar a todos, una vez más, que mí nueva
conducta la inspiró Dandy con su comportamiento.
—Hará usted que me vuelva colorado —se rió Dandy, satisfecho
en el fondo por las palabras del tendero.
—Bien —intervino el vagabundo Halloway—, supongo que se
me concede la palabra.
—Hable, Halloway —dijo Thorme.
—Pues yo quiero seguir siendo vagabundo, porque ya no me
queda tiempo para ser otra cosa... Pero quiero hacer algo para que
resurjan la ley y la justicia. Usted no tiene más que mandar, teniente.
—Gracias, Halloway, siempre he confiado en ti. Eres un honrado
vagabundo.
La cara de Halloway se amplió con una sonrisa.
—Me creo obligado a decir algo —intervino Ryman, el dueño del
«saloon»—. No quiero ser menos.
—Diga lo que quiera, amigo mío —repuso el teniente federal.
—Sabe que mi local no ha sido madriguera de ladrones como
otros tantos y siempre he evitado los escándalos. He querido estar a
bien con los federales. Quizás ello fue con miras egoístas por mi
parte. Ahora estoy dispuesto a darlo todo, olvidarme de mi negocio,
si es preciso, con tal de que nuestra ciudad no tenga que
avergonzarse por la presencia de asesinos incontrolados.
Formaremos entre todos un grupo, cuanto más nutrido mejor, para
luchar contra los forajidos que intenten conseguir un mando
siniestro.
El teniente federal se puso solemne.
—Las palabras que acabo de oír me han emocionado... No, no
intento comenzar un discurso. Sólo diré que todos se han
comportado como valientes y que el día de hoy será inolvidable en la
historia de los federales.
Dandy sonrió.
—Creo que el que más me acordaré seré yo. Tengo la sensación
de ser un muerto resucitado.
Todos se abrazaron.
La victoria había sido completa.
XIII

Dandy y Ryman se hallaban en el despacho de éste.


—¿Está satisfecho, Dandy?
—En efecto, lo estoy. He terminado mi servicio a gusto de todos
y no he perdido el pellejo, como era de presumir. Ha llegado la hora
de mi partida.
—¿Marcharse usted? —El dueño del «saloon» hizo un
aspaviento.
—Eso he dicho.
—¡Pues no diga tonterías, Dandy!
—Creo que estoy hablando cuerdamente.
—Si se va, cometerá el disparate más grande de su vida.
—¿Usted cree?
—Lo creo, y muy sinceramente. Hace mucha falta aquí,
muchacho. Puede quedarse conmigo. Estoy dispuesto a darle
beneficios. Además, todos los ciudadanos le quieren, confían en
usted. ¿Sabe quién me ha visitado? Pues nada menos que el ranchero
Adams, desbordante de agradecimiento hacia usted. Tiene el
porvenir resuelto, muchacho.
—Llevo un lastre difícil de soltar. ¿A quién se le ocurriría eso de
apodarme «Quitapenas»? Algo absurdo, pero que pesa. Mi
reputación es de pistolero. Jamás podré librarme de ella.
—Es usted demasiado escrupuloso. Lo que vale es su
comportamiento.
—De momento, sí, pero después... En fin, mis proyectos son
marcharme al Canadá o a Méjico.
—Su puesto está aquí, con la ventaja de escoger la profesión que
más le guste. Supongo que sabe que el sheriff huyó y...
—Estoy enterado de eso. El sheriff murió debido al pánico que
sentía, pues se despeñó en el mismo lugar donde querían arrojarme
a mí los pistoleros de Pickering.
—Era un traidor. Estaba vendido a Wilfried Pickering.
—La escapatoria de Murders resultó ser una comedia.
—Los federales han dado con el paradero de Murders. Si se
escapa de la cuerda, se pasará media vida en una prisión del Estado.
—Todo está resuelto y yo me marcho. Agradezco sus buenas
intenciones, así como los consejos de los demás amigos.
—¿Y si yo le dijera que Shirley Adams...?
—Shirley es una gran muchacha. Y yo sólo soy un aventurero...
—Si yo fuera usted me quedaría, Dandy, pero bien veo que no es
hombre al que haya que decirle lo que tiene que hacer. Siga su
camino, pero no olvide que tiene en mí a un verdadero amigo.
—Muchas gracias, señor Ryman. Quizás algún día vuelva por
aquí... No olvidaré los días pasados en Shiprock City, ni a los buenos
amigos dejados en esta ciudad. Si echo raíces en algún sitio, le
prometo enviarle mi dirección.
Ambos hombres se estrecharon las manos con fuerza.
Dandy Okey, vestido con su acostumbrada elegancia, esperaba
pacientemente la diligencia. Llevaba poco equipaje.
Se había despedido del teniente federal, del vagabundo
Halloway, del tendero Keystone. Todos habían querido que se
quedara, sin resultado.
No había querido ir al rancho Adams... ¿Para qué? Dandy estaba
enamorado de Shirley, pero prefería marcharse y olvidar. Se creía
marcado por el signo de la aventura y no se atrevía a confesar a
Shirley sus sentimientos por si surgía, algún día, su pasado
turbulento. Se creía condenado a enfrentarse con temibles pistoleros
y no quería que la vida de Shirley transcurriese en continua zozobra.
Además, jamás había hablado de amor a la joven.
Resonaron en el aire gritos, chasquidos de látigo, cascos de
caballo repicando sobre el polvo.
Llegaba la diligencia tirada por cuatro fuertes caballos.
De ella bajaron dos chicas que dejaron una estela de perfume
barato. No era difícil adivinar que se dirigirían a cualquier «saloon».
Dandy pensó en Bárbara, en su perversidad, en el triste fin que
había tenido. Todo ello le causó una gran tristeza.
En Shirley no quería pensar; de hacerlo, no subiría al carruaje.
Éste se quedó vacío. Dandy encendió un cigarrillo y aspiró el
humo profundamente. Ya estaba instalado. Momentos después
Shiprock City sólo sería un recuerdo.
A la diligencia subieron dos vaqueros que parecían haberse
despedido de la ciudad con sendos y largos tragos de whisky a
juzgar por su euforia, y una señora gorda que no necesitaba beber
para charlar hasta por los codos. Dandy no se prometió un viaje
demasiado feliz.
Se sonrió para consolarse a sí mismo.
Pero, cuando el mayoral comenzó a arrear al tiro de caballos,
sintió un gran abatimiento.
Estaba luchando contra la tentación de bajar y quedarse en
Shiprock City cuando oyó que le llamaban a gritos.
En principio creyó que era una ilusión de sus sentidos excitados.
—¡Dandy! ¡!Dandy!
Era la voz de Shirley.
Dandy la hubiera reconocido entre mil.
La diligencia partía.
—¡No te vayas, Dandy!
Dandy saltó de su asiento.
—¡Deténgase, mayoral! ¡Deténgase!
La diligencia dejó de avanzar.
Dandy salió de ella, precipitadamente. Echó a correr.
No lejos estaba Shirley, la que, a su vez, avanzaba hacia él.
Cuando se encontraron se fundieron en un fuerte abrazo.
Cuando se despegaron, Shirley dijo:
—Estoy muy enfadada contigo, Dandy. Te estaba esperando y tú
huías... Por fortuna, tanto tú como yo, tenemos buenos amigos.
—No huía, Shirley. Dios sabe el esfuerzo que tuve que hacer para
marcharme. Te quiero, pero tú mereces algo mejor que yo.
—¿Mejor que tú? —protestó la joven impulsivamente —. ¿Has
perdido el juicio? Yo también te quiero. Te lo estoy demostrando.
Mientras que tú...
—Déjame decirte que...
—No digas nada. Tú te vienes a casa. Te queremos y te
necesitamos. Y también la ciudad se beneficiará con tu presencia.
Desde ahora en adelante, Dandy, habrás de tener muy en cuenta mi
opinión —sonrió maliciosamente la muchacha.
—¿Así no te importa mi pasado, mi reputación algo inventada
por algunos, y ese mal aplicado apodo de «Quitapenas» que
recuerda a la gente mis aventuras de pistolero?
—¡Eres un chiquillo! ¿Cómo va a importarme si tú nunca has
faltado a la ley? «Quitapenas»... Pues no creas que está tan mal. Tú
me quitarás a mi todas las penas.
Dandy volvió a abrazar a Shirley y la besó en los labios
fervorosamente.
EPÍLOGO

El día de la boda de Shirley y Dandy fue extraordinario. Brillaba


el sol en lo alto como si quisiera asociarse a la alegría y felicidad que
sentían todos.
El ranchero Adams estaba muy emocionado y ya se imaginaba,
anticipadamente, rodeado de robustos nietos.
La fiesta resultó completa. Había infinidad de invitados. Fueron
colocadas largas mesas al aire libre. Todos disfrutaron de viandas de
todas clases, bebidas variadas, pasteles y dulces.
Y más tarde hubo música interpretada por varios muchachos
jóvenes que tocaban la guitarra maravillosamente.
Entre los innumerables invitados, se destacaban el teniente
federal, el vagabundo Halloway, envarado en un traje nuevo, el
renacido tendero Andy Keystone y el dueño del «saloon» Ryman.
Todos estaban contentos al saber que Dandy Okey se quedaría en
Shiprock para siempre, que su vagar sin rumbo se había terminado,
y que sería pieza principal para evitar que la ciudad volviese a caer
en la vergüenza de verse dominada por los bandidos.
En todo momento reinó el buen humor. Y se animaron a bailar
jóvenes y viejos.
Dandy y Shirley fueron, naturalmente, los protagonistas de aquel
día inolvidable. Ya era tarde cuando desaparecieron. Comenzaba su
luna de miel, esa luna en la que sólo caben dos.

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