0% encontró este documento útil (0 votos)
6 vistas5 páginas

Resumen

Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
6 vistas5 páginas

Resumen

Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 5

¿POR QUÉ JORGE NO PUEDE IR AL MISMO COLEGIO QUE SU HERMANO?

UN ANÁLISIS DE ALGUNAS BARRERAS QUE DIFICULTAN EL AVANCE

HACIA UNA ESCUELA PARA TODOS Y CON TODOS

“Jorge”, es un niño de 8 años y medio de edad y tiene un hermano de 10, buen


estudiante al que le encanta el baloncesto y el deporte en general. Este acude a
un colegio concertado laico con una acreditada reputación de ser, desde hace
tiempo, un centro innovador en lo educativo, participativo y con fama de hacer de
la educación en valores una de sus señas de identidad.

Jorge, por su parte, es un niño muy sociable, que no se pierde ninguna de las
excursiones a las que acuden regularmente sus padres, al tiempo que me pareció
un niño inteligente que disfrutaba aprendiendo cosas nuevas. No faltaron
oportunidades para dejarnos constancia de que podía ser testarudo como el que
más y agotador cuando quería ver satisfechas sus necesidades o deseos pero,
terminada la salida, no creo engañar a nadie si afirmo que había sido uno más del
grupo y había participado y convivido con sus iguales y con el resto de los adultos
sin mayores diferencias. Reconozco que de no ser porque Jorge es un niño con
síndrome de Down, seguramente no me hubiera interesado especialmente por sus
circunstancias.

Jorge no iba al mismo colegio que su hermano que, primera reflexión, no parecía
ser tan “innovador” como para conseguir que ambos hermanos pudieran acudir
cada mañana del curso escolar al mismo centro.

La segunda información que me ofreció su padre no fue menos triste para mí (¡y
qué decir para ellos!); después de llevar a su hijo a un centro ordinario “de
integración” durante cuatro años, habían tomado la decisión de cambiarlo a uno de
educación especial:

“Mi mujer y yo apoyamos y optamos por “la integración” de todo corazón para
nuestro hijo, pero para nosotros ha sido un fraude en términos del apoyo que le
han brindado y de cómo han llevado su escolarización; aunque el centro hacía
todo lo que razonablemente podía, lo cierto es que no nos sentíamos satisfechos,
así que después de cuatro años de ansiedad y preocupación tomamos la decisión
de cambiarlo y este año es la primera vez que estamos tranquilos y felices porque
vemos bien a nuestro hijo. No sabemos qué pasará dentro de unos años pero, hoy
por hoy, nos basta con verle contento y progresar”

Si Jorge no puede ir al mismo colegio que su hermano no es por lo que él es y


hace o puede dejar de hacer, sino porque el contexto escolar en el que de forma
“natural” debiera desenvolverse –la escuela de su barrio, como en el caso de
Moly–, el sistema educativo en la que aquella se enmarca y la sociedad en la que
vive, está llena de “barreras” de muy distinto tipo que impiden su aprendizaje y
participación en condiciones de igualdad (Booth y Ainscow, 2000):

A este respecto me parece importante resaltar que superar esta visión o


perspectiva individual que tanto ha condicionado la acción educativa en todos los
centros escolares es, a mi juicio, la primera y principal barrera que debemos
reconocer para albergar la esperanza de que un día Jorge pueda ir a la escuela
con su hermano.

Ahora bien, aquí tenemos otro obstáculo claro relativo, en este caso, a la distancia
entre el conocimiento disponible a partir de la gran cantidad de investigación que
hoy se realiza y lo que luego somos capaces de trasladar a la práctica más
cotidiana, así como del desigual esfuerzo que ponemos en una empresa y en otra.
Esta una barrera que especialmente nos debería hacer pensar a quienes, en
mayor o menor grado, hacemos de la investigación y de la formación una parte de
nuestra labor profesional.

Yo me pregunto, parafraseando las palabras del doctor Fuster, ¿qué estamos


haciendo mal en el sistema educativo, que no somos capaces de hacer que Jorge
pueda ir con naturalidad al mismo colegio que su hermano, aprender, participar en
la vida escolar y ser considerado parte de un “nosotros”, de su comunidad y su
cohorte de iguales? (Booth y Ainscow, 1998).

Los problemas educativos son complejos, inciertos, sometidos frecuentemente a


situaciones de “conflicto de valor”, imprevisibles en muchas ocasiones y
simultáneos con otros problemas y, a la hora de la verdad, “casos únicos” y poco
generalizables. Por lo tanto, necesitamos, como nos recuerda Gimeno Sacristan
(2000), haciéndose eco de los análisis de Lotan (Cohen y Lotan, 1997), una
“pedagogía de la complejidad”, refiriéndose con este término a;

“Una estructura educativa capaz de enseñar con un alto nivel intelectual en clases
que son heterogéneas desde el punto de vista académico, lingüístico, racial, étnico
y social, de forma que las tareas académicas puedan ser atractivas y retadoras”
(Gimeno, 2002, pág. 34)

¿Por qué unos profesionales están dispuestos a asumir dificultades y riesgos en


los que, incluso, está en juego la vida y otros más bien los evitan aún cuando sus
repercusiones puedan no ser de menor trascendencia? Como todos sabemos, en
buena parte de nuestros centros escolares “el privilegio” de la antigüedad se usa
con frecuencia para elegir los cursos fáciles y no es extraño que sean los noveles,
interinos o recién llegados a quienes les correspondan los cursos más complejos y
difíciles. Es cierto que no todos los médicos quieren ser cirujanos, ni estoy
queriendo decir que sea “mejor” ser cardiólogo que médico de familia.

Pero lo que si tengo claro es que los docentes no son menos profesionales que
aquellos, ni su labor menos comprometida ni difícil ni trascendente, máxime si la
vemos desde la perspectiva de la atención a la diversidad del alumnado y de la
influencia de la educación escolar en la cohesión social. Lo que me pregunto es
¿cómo se estimula esa actitud y se arropa adecuadamente?, puesto que, en el
ámbito docente, la misma resulta crucial para cambiar la actual “gramática escolar”
y avanzar hacia ese horizonte de una escuela que atiende a la diversidad del
alumnado, sin exclusiones. Mientras no sepamos resolver adecuadamente esta
cuestión, estaremos frente a otra de las singulares barreras en ese camino.

A este respecto lo que se tiene cada vez más claro es, precisamente, que para
facilitar el cambio y crear y mantener una actitud positiva ante la incertidumbre y la
dificultad que supone, en nuestro caso, una educación inclusiva (Ainscow, 1999b),
es necesario crear alrededor del profesorado y de los centros escolares una “red
de apoyo, confianza y seguridad” de forma que, si hay fallos, problemas o
conflictos, estos no traigan de la mano reproches, descalificaciones, o involución
de los proyectos en marcha. Los conceptos de “red”, “interdependencia positiva” y
“comunidad” son, estos momentos, conceptos clave en la mayoría de los procesos
y experiencias de cambio escolar (AA. VV. 2002b).

Desgraciadamente la lista de barreras que hay que remover en el camino hacia


una educación inclusiva es larga y prolija en interacciones, de forma que no es
razonable pensar que se puedan analizar todas ellas en el contexto de esta
intervención, tarea que, por otra parte, no me he propuesto en ningún momento. Sí
he querido llamar la atención sobre algunas de las que, en estos momentos, me
parecen especialmente significativas y a las cuales quisiera añadir, para terminar,
una última.

¿Llegaremos a vencer nuestros prejuicios hacia determinado alumnos o


alumnas?; ¿seremos capaces de llegar a reconocer que todos los alumnos
pueden aportarnos algo?; ¿será posible que no veamos a determinados alumnos
como “problemas” y que no caben en el sistema educativo porque son difíciles de
enseñar? Pienso que es posible, pero ello no podrá hacerse sin el respaldo de una
sociedad que, mayoritariamente, quiera avanzar en esa misma dirección.
Difícilmente puede haber una escuela inclusiva, en una sociedad excluyente, de
ahí que, tal vez, esa sea la primera de las cuestiones que debamos plantearnos
para terminar de dilucidar la pregunta que ha estado en el origen de esta
ponencia; ¿queremos realmente vivir en sociedades más justas, acogedoras,
abiertas y respetuosas con la diversidad humana, o preferimos seguir en la que
estamos, mirando mientras tanto hacia otro lado cuando Jorge emprende cada
mañana un camino distinto al de su hermano?.

De nuestra disposición para hacernos esa pregunta dependerá, en último término,


el que sigamos avanzando, o no, hacia una escuela para todos y con todos. Sin
lugar a dudas hemos progresado mucho en esa dirección y una mirada hacía
atrás nos permitiría reconocer sin dificultad el largo camino recorrido desde que,
no hace tanto, se reconocía como “ineducables” a tocayos de nuestro Jorge. Pero
ya hemos visto que quedan muchas barreras por remover y, sin lugar a dudas, los
trechos más difíciles y comprometidos de este empinado camino, aquellos en los
que realmente se va a poner en juego la profundidad de nuestras convicciones y el
grado de nuestra determinación y voluntad para tratar de alcanzar la meta
propuesta.

También podría gustarte