EL CAMINO DE LA MUERTE
Entre la conmemoración y la devoción en torno a difuntos cordobeses
Marcos Ariel Faletti (UBA-CONICET)(*)
“Si vis vitam, para mortem”
Si quieres vivir la vida, prepárate para la muerte
Sigmund Freud
INTRODUCCIÓN
En Argentina, la religiosidad popular ha sido un campo abordado desde diversas
disciplinas. La producción científica ha estado a cargo de antropólogos, sociólogos,
folklorólogos, psicólogos, teólogos, etnógrafos e historiadores. Incluso los múltiples
atravesamientos ideológicos y perspectivas científicas en relación a ésta misma temática
han suscitado acuerdos y desacuerdos conceptuales que aún hoy son desafío científico
(Forni, 1986; Semán, 2000a). De hecho, este trabajo se sitúa en el cruce y articulación
de discursos a fin de producir reflexiones desde perspectivas plurales que permitan
observar diversos ángulos de cada fenómeno y de sus distintos componentes así como
las articulaciones que el dinamismo cultural produce entre ellos y que son razones de
sus variables y de su funcional pervivencia (Latour de Botas, 2005).
A su vez, la diversidad de enfoques metodológicos y encuadres analíticos determinó una
producción heterogénea (Martín, 2003a, 2003b) que contempló cultos oficiales como así
también difuntos milagrosos que la devoción popular canonizo. Buena parte de los
trabajos producidos durante el siglo XX establecieron una división artificiosa entre la
religiosidad popular y la Iglesia basándose en la separación durkheimiana entre lo
sagrado y lo profano. Otras perspectivas (Parker, 1993a, 1993b), en cambio,
propusieron romper tal división entendiendo que la misma no se corresponde con las
representaciones y experiencias religiosas de los actores, quienes recurren a un
horizonte simbólico marcado por la articulación de creencias y no por la separación
arbitraria entre instituciones religiosas.
Desde nuestro perspectiva la religiosidad popular constituye un campo de prácticas
socialmente significativas que, lejos de operar por contraposición a los sectores
religiosos, es un campo simbólico de múltiples convergencias (Ameigeiras, 2001;
(*)
Licenciado en Folklore (IUNA-ATF) – Licenciado en Psicología (UBA)
1
Semán, 2000a, 2000b; Martín, 2003a, 2003b). Si bien se erige de manera paralela con
respecto a las formas estrictamente teológicas y litúrgicas oficiales (García, 1984), las
atraviesa y se encuentra atravesada por ellas compartiendo la experiencia religiosa
(Fromm, 1984) con la que el hombre a ellas se entrega.
I. EL TEMA
La bibliografía referida al estudio, descripción y análisis del Catolicismo Popular (Pi
Hugarte, 1993) como de la diversidad de expresiones devocionales en torno a difuntos
milagrosos es extensa. Quizás un clásico en esta última temática sea el trabajo
publicado por Chertudi & Newbery sobre el culto a Deolinda Correa (1978) por
focalizar su estudio en un fenómeno desde sus diferentes dimensiones. Incluso sentó las
bases de un modelo para el estudio y descripción de otras canonizaciones populares
(Gentile, 2006). A su vez los trabajos de cuño etnográfico publicados por Félix
Coluccio ([1986]1995; 2002) condensan las hagiografías populares elaboradas en torno
a diferentes devociones entre las que incluye, además, los gauchos milagrosos, el culto a
iluminados y seres espirituales y a un santoral sospechoso, que según el autor, está
conformado por imágenes del panteón católico o del relato bíblico transfiguradas, como
otras de tradicional arraigo regional y origen desconocido (Coluccio, 1995). Allí
encontramos una breve descripción del culto a las ermitas en los caminos que se
encuentra vinculado con cierta condición trágica, accidental o violenta en que hallaron
muerte una o mas personas.
Si uno considera lo que ocurre en cualquier ruta interna de la Argentina, las cruces junto
a los caminos de muertos accidentales, con mayor o menor cantidad de ofrendas y
agradecimientos se multiplican de modo mas o menos constante. Algunas de estas
cruces, también de manera mas o menos constante, alcanzan cierta notoriedad local: los
muertos a los que corresponden son conocidos por sus favores; las cruces se
multiplican; se les construyen pequeños altares en que las ofrendas, las flores, las velas
y las imágenes de la Difunta Correa, o mas recientemente, del Gauchito Gil se suman a
la foto del difunto. Entre estos difuntos solo conocidos por quienes viven o transitan
junto a los lugares donde murieron y los difuntos de fama nacional de la década del ´90
hay cientos de muertos cuya fama milagrosa se limita a una provincia, a un área
geográfica o una ocupación determinada (Carozzi, 1990).
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La costumbre de rendir culto fúnebre bajo esta modalidad en territorio argentino ya fue
advertida por Draghi Lucero (1966) quien las consideraba como una manifestación
folklórica material que se emplaza en el sitio preciso donde cayó muerto alguien
marcando el lugar de la caída postrera y cuyos antecedentes históricos nos remiten al
terremoto acaecido en Mendoza en 1861. Hasta 20 años después del mismo podían
verse a estas ruinas llenas de velas. Con la reedificación de la ciudad caída y la
vigorización de las profilácticas medidas municipales se logró sanear esa zona urbana,
pero quedó la costumbre fuertemente arraigada, de levantar nichos en el margen de los
caminos de campaña (Draghi Lucero, 1966:123). De modo similar otros estudios
describen la veneración de cruces que recuerdan el lugar donde alguien murió la cual,
en muchos casos, promueve el surgimiento de santitos populares a partir de la inicial
devoción de sus cruces recordatorias (García, 1984). Así es como la devoción produjo
otros íconos no necesariamente relacionados con la historia de la Iglesia Católica,
vinculados no solo por su capacidad de sanar en vida sino por su muerte trágica y
violenta quedando como víctimas inocentes de tales sucesos (Fora, 2006).
La costumbre de erigir nichos se asoció al culto de las canonizaciones populares
posibilitando, en muchos casos, la proyección de la creencia mas allá de sus originarios
entornos regionales. Así fue como a mediados del siglo XX comenzaron a dispersarse
las ermitas ofrecidas al alma milagrosa de la Difunta Correa por acción de los
camioneros y conductores de transporte interurbano que oficiaron como los arrieros y
troperos decimonónicos (Chertudi & Newbery, 1978). Se descentralizó así su culto en
el peñón de Vallecito bajo la emergencia de santuarios secundarios. Teniendo un altar
secundario cerca, los pobladores pueden “pagar” las ofrendas cuando no pueden viajar
hasta el santuario principal, o cumplirlas provisoriamente. A dichos altares se los llama
también nichos o monumentos (García, 1984). El culto a través de ellos aun pervive
mas allá de la destrucción masiva que sufrieron en 1976 (Gentile, 2006).
Datos como estos sirvieron como punto inicial para indagar sobre dichos monumentos
erigidos en torno a difuntos fallecidos trágicamente, la pervivencia de dicha praxis y sus
significaciones en base a un contexto específico.
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II. LA DELIMITACIÓN ESPACIAL
A fin de lograr un análisis focal circunscribimos nuestro trabajo de campo al cinturón
vial que enmarca a la ciudad de Río Cuarto, en el departamento del mismo nombre, al
sur de la provincia Argentina de Córdoba. El tejido urbano de esa ciudad se encuentra
delimitado por un sistema vial constituido por la Ruta Nacional N° 8, N° 36, Ruta A005
y por los accesos a la Ruta Nacional N° 158 y Ruta Provincial N° 1 y 35. Este sistema
conforma un cinturón vial que demarca el perímetro urbano separándolo del área
suburbana y rural. Así es como Río Cuarto se encuentra emplazada en un nudo vial que
le confiere una posición estratégica debido al tránsito interprovincial e internacional que
opera a través del mismo. Este dato no es menor en el marco de nuestro trabajo si
consideramos que la frecuencia y densidad del tráfico que se produce a través de estos
corredores constituyen variables a considerar en relación con la frecuencia de
accidentes que allí se producen.
Fig. 1. Área Regional Centro-Sur de Córdoba Fig. 2. Cinturón Vial de Río Cuarto
III. LA CLASIFICACIÓN DEL MATERIAL
Para quienes hemos recorrido con atención el cinturón vial no han pasado
desapercibidos pequeños cruces y monumentos ubicados a la vera del camino.
Sucesivas observaciones y registros llevados a cabo entre el 2005 y el 2007
posibilitaron cuantificarlos y clasificarlos como así también observar sus dinámicas
condiciones de surgimiento y desaparición. Así fue como, siguiendo un criterio
operativo, fueron ordenados teniendo en cuenta el culto al que estaban dedicados.
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Mientras resultaron de mayor importancia numérica aquellas que rinde tributo a
canonizaciones populares (Chertudi & Newbery, 1978) o devociones populares no
ortodoxas (Coluccio, 1995) no sucedió lo mismo con aquellas dedicados a cultos
marianos o a difuntos fallecidos trágicamente in situ. Sobre este tercer tipo centramos
nuestra atención complementando el material recogido in situ con relatos orales e
información periodística hallada en el archivo histórico local. La confrontación de los
datos provenientes de fuentes primarias y secundarias, escritas y orales, posibilitó trazar
convergencias y divergencias entre los relatos y con ello dilucidar los componentes
imaginarios en juego.
Fig. 3. Cinturón Vial de Río Cuarto con monumentos relevados
Referencias
Gauchito Gil María Desatanudos Fallecidos trágicamente
Difunta Correa f María de los Cautivos
San La Muerte
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IV. SELECCIÓN DEL CASO
La diversidad de los casos merece un análisis que excede las intenciones de éste trabajo.
Por cuanto hemos seleccionado uno de ellos que, por sus características, nos permite
presentar el tema y reflexionar sobre los limites difusos entre conmemoración y
devoción.
Sobre uno de los lados de la Ruta N° 36 en el Km. 612 hallamos un pequeño
monumento que responde a la prototípica forma de casita, construido con ladrillos,
revestido en revoque fino y cubierto de algunas placas. En el interior hallamos flores,
imágenes de santos hechas en yeso, algunos juguetes y la cera derretida que da el
testimonio de la frecuencia con que el mismo es iluminado con velas. Sobre el techo se
eleva una cruz y en ella se encuentran fotos de quienes en vida fueran las víctimas del
trágico accidente acaecido en ese lugar. De acuerdo a las crónicas y relatos se trata de
tres niños, Hernán Daniel Budín (6), Sergio Kablonsky (8) y Marcela María Woler (8)
quienes fallecieron quemados tras incendiarse el colectivo de larga distancia que los
trasladaba desde Río Tercero (Cba.) hacia Buenos Aires. El monumento a los
quemaditos fue erigido por los padres de las víctimas del trágico accidente del 10 de
febrero de 1986. Sin embargo el uso del monumento no se agotó en los actos
conmemorativos llevados allí sino que el tiempo dio lugar al surgimiento de una
creencia. Las placas de agradecimiento dan testimonio de ello. Se les agradece por su
intervención en la realización de viajes. Y aunque el culto creemos es incipiente, dio
lugar a una devoción que como tal trasciende la mera conmemoración erigiéndolos
como una emergente canonización que forma parte de la extensa lista de canonizaciones
populares regionales de nuestro país que solo conocen los lugareños.
Mientras otros monumentos operan como espacios conmemorativos a través de los
cuales los allegados al difunto elevan una plegaria en memoria de su ser querido éste
muestra cabalmente el pasaje desde ese ritual fúnebre donde la memoria se pone en acto
hacia otro tipo de ritual, el devocional. En este ya no es solo la puesta en memoria lo
que moviliza al visitante sino la proyección de su necesidad religiosa mediante la cual el
difunto es dotado de ciertos poderes activos y benéficos. Se les solicita gracias, se les
rinde tributo agradeciéndoles por su intervención en beneficio de la vida cotidiana de
sus devotos. El recuerdo entonces ha creado condiciones que se amalgamaron con
tradiciones religiosas derivando en la emergencia de un nuevo intermediario entre el
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nosotros y esa otra alteridad sagrada. Allí donde lo memorable es acompañado de
plegarias, pedidos, mandas y promesas que deben cumplirse, se produce el pasaje hacia
otra actitud hacia el difunto que excede el campo del recuerdo y la memoria
insertándose en el terreno de la fe. Es habitual que esto ocurra en el seno familiar como
parte del culto a los difuntos, pero su persistencia y su proyección social hace de ese
transitorio culto individual-familiar un incipiente culto popular. Trayectorias como
éstas han sido observadas en torno a la devoción por Florencia Matilde Ordóñez
Caballero –La Florencita- en la misma ciudad de Río Cuarto (Faletti, 2005). Otros
casos similares (Gentile-Muñiz-Cioce, 2006) nos confirman que es una trayectoria
típica que se presenta en varias canonizaciones populares argentinas.
IV. CRUCE DE DISCURSOS EN TORNO A SU VALORACIÓN
Desde nuestra perspectiva este tipo de construcciones fúnebres constituyen verdaderos
monumentos en tanto movilizan la puesta en memoria de personas o sucesos, poseen un
valor arqueológico, histórico, antropológico, social, ritual e incluso estético y son objeto
de utilidad para la averiguación de acontecimientos históricos. Su emplazamiento
responde a la intención específica de mantener viva en la memoria cierto destino
individual proyectándolo temporalmente y poniéndolo en conocimiento de futuras
generaciones (Riegl, 1987). Si aplicamos la usual denominación de ermita atendemos a
su carácter aislado conforme a la etimología griega original del vocablo, cuando
construcciones de éste tipo y funcionalidad no se circunscriben a espacios rurales o
despoblados sino que pueden hallarse integradas al tejido urbano. La aplicación de la
categoría de monumento hace hincapié en su carácter conmemorativo (Carozzi, 2005) o
rememorativo (Eliade, 1973), reafirmando además su funcionalidad y valoración por
parte de ciertos grupos. Constituyen espacios sagrados que cumplen una importante
función religiosa, social y hasta médica (García, 1984). De hecho la religiosidad
popular constituye un campo en el que se inscriben prácticas médico-curativas que
buscan la salud integral del cuerpo y el alma mas que bienes de salvación (Parker,
1993b).
En este caso los monumentos sobre los cuales centramos nuestra atención son de
carácter fúnebre en tanto nos remiten a un acontecimiento funesto que ocurrió en su
lugar de emplazamiento. Son soporte material de inscripciones, leyendas y objetos de
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los cuales es posible extraer información de vital importancia para la reconstrucción de
sus acontecimientos históricos fundantes y de su funcional pervivencia.
Desde una perspectiva antropológica no podemos soslayar los múltiples sentidos
identitarios, creencias y pertenencias que el monumento como dispositivo espacial
expresa (Augé, 1992). Su localización es una inscripción precisa en el vacío marginal
suburbano, una marca social que dota al espacio de un sentido simbólico referencial
donde se manifiesta la continuidad de una tradición cultural: la de sacralizar espacios
que son significativos por haber ocurrido en ellos sucesos de tales características. La
apropiación simbólica del espacio se logra mediante ritos consagratorios que determinan
un uso diferencial del mismo (Fora, 2006). El lugar, el monumento y los objetos
constitutivos se revisten así de un carácter especial, diferenciado, y evocan experiencias
e imágenes que provocan emoción (Carozzi, 2005).
Bajo tales condiciones se erigen como lugares antropológicos por antonomasia (Augé,
1992). Su historicidad se verifica no solo por el conocimiento de los acontecimientos al
que se accede a través de ellos sino por la resignificación que expresan con respecto a
las dimensiones tiempo y espacio. Esto no es casual, en tanto la muerte como
acontecimiento fundante de ellos es un hecho biológico que desde el punto de vista
antropológico tiene relevancia simbólica y desencadena un sistema de hábitos que se
proyectan en el espacio y en el tiempo (Gil García, 2002). Su emplazamiento
conmemora un momento preciso en la continuidad –linealidad- del tiempo que se torna
como un punto de retorno –circularidad- recuperable a través del rito. Dicha
circularidad hace del tiempo una sucesión de infinitos presentes que niegan la muerte,
suspendiendo la linealidad del tiempo profano por tornar insoportable la historia que en
ella se ha inscripto. La repetición es un intento de mitigar el efecto devastador de
descubrir la muerte y adecuarnos a una realidad penosa (Torregiani, 2005:138)
La reiteración in situ de prácticas rituales en fechas tales como la de ocurrido el hecho
funesto, reactualiza los trágicos acontecimientos otorgándoles permanencia en la
memoria. El pasado, para decirlo de algún modo, se hace presente. Y el recuerdo
necesita del presente porque, como señalo Deleuze a propósito de Bergson, el tiempo
propio del recuerdo es el presente: es decir, el único tiempo apropiado para recordar y,
también, el tiempo del cual el recuerdo se apodera, haciéndolo propio (Sarlo, 2005:10).
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El correlato de esta resignificación del tiempo donde la alusión al pasado complejiza al
presente, lo ofrece el lugar donde se emplaza el monumento y se llevan a cabo
ceremonias recordatorias, ritos y cultos. En estos casos son las rutas los espacios
geométricos simbolizados, al menos en puntos específicos de sus trazos, donde se
produce la articulación clara entre el “no lugar”, constituido en relación a fines
concretos –transporte, comercio-, y la relación que los individuos establecen con ciertos
puntos de ese espacio, la cual va mas allá de tales fines. De este modo el espacio queda
sujeto a condiciones particulares de tiempo y lugar: allí se conmemoran y evocan
periódicamente personas aludiendo de modo retrospectivo a situaciones históricas
precisas y en un espacio que deja de ser indiferente para constituir un lugar simbólico
preferencial para prácticas conmemorativas y devocionales por haber operado como un
lugar de pasaje.
La intimidad de la vida penetra de ese modo en los espacios de tránsito y
contractualidad solitaria otorgándoles un sentido social y un sello histórico particular.
Como lo expresa Augé el lugar antropológico se reinscribe fugazmente en el espacio.
Desde el psicoanálisis nos interesa aquí retomar el concepto del duelo como reacción
frente a la pérdida de una persona amada (Freud, 1917a) por estar implicada en los
casos analizados. A su vez es imprescindible comprender este como un proceso
intrapsíquico inconciente que responde a un mandato de la realidad, por medio del cual,
los sujetos logran desprenderse progresivamente de los lazos libidinales que los
vinculan con el objeto amado a fin de asumir su pérdida, subsanar el talante doliente y
reestablecer el estado de bienestar emocional.
Lo particular de estos casos se debe a la condición de fallecimiento, trágica e inesperada
e incluso si se presenta durante la juventud por cuanto desafía las expectativas que crean
unas vidas que se proyectan al futuro: la conmoción que produce una muerte en estas
circunstancias de vida, cuando alguien se va de repente, según el decir popular, parece
dar lugar a una memoria detallada de las circunstancias en que se produjo o se supo de
ella (Carozzi, 1990). La muerte trágica en circunstancias inesperadas produce un
sentido de discontinuidad en la experiencia haciendo del duelo un proceso particular en
tanto no hubo preanuncio de muerte, no hubo despedidas ni posibilidad de reparación
vincular, las defensas del yo, sobrepasadas, no han podido implementar ninguna
advertencia emocional, como para paliar el enorme desconcierto inicial. Mas penoso es
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por la corta edad de quien fallece en tanto aceptamos con mayor resignación la muerte a
edades avanzadas ya que, mal o bien, han podido llevar a cabo su proyecto de vida.
Estos casos corresponden a un tipo de fallecimiento denominado intempestivo en tanto
prematuro –niño, adolescente o joven-, inesperado –con preparación corta- o bien
calamitoso –por homicidio, suicidio o accidente inesperado-. Durante la elaboración del
duelo es propicia la emergencia de conductas que aspiren a la perpetuación en la
memoria del objeto perdido. Es el momento de los ritos fúnebres que facilitan la
resolución del impacto inicial. El proceso de intensificación de los recuerdos crea
condiciones que, apoyadas sobre un cuerpo de creencias y principios religiosos
subsidiarios, favorecen al surgimiento de monumentos y la reiteración de ritos de
diversa naturaleza. La repetición se convierte en un sitio de seguridad, ilusoria certeza
acerca de que hoy es igual que ayer y que mañana. Se repite para ignorar lo
imprevisible y garantizar lo imposible. Empero, inevitablemente, la muerte sobreviene
sin aviso y lo que muere no vuelve a renacer (Torregiani, 2005:139).
Incluso se instala una sobrevaloración del difunto que vela o atenua las representaciones
negativas o desfavorables hacia él por el mecanismo mismo de la censura. Mantenemos
una conducta casi de admiración frente al muerto, como si hubiera llevado a cabo algo
difícil, suspendiendo toda crítica hacia él y honrándole con lo mas favorable (Freud,
1917a). Esta actitud hacia la muerte tiene un fuerte efecto sobre nuestra vida en tanto
sostiene diferentes ritos y cultos. Basta con revisar las historias del bandolerismo
criollo (Chumbita, 1999), o los cultos mediáticamente popularizados en torno a figuras
como Rodrigo Bueno y Gilda, para comprender el alcance de este proceso de
resignificación biográfica que a veces hasta torna a los difuntos en verdaderos íconos
sagrados. Y es allí, siguiendo a Freud, donde uno se reconcilia con la muerte tan negada
en nuestro propio inconciente, mediante el rito que imaginariamente sostiene la ilusión
de una presencia inmanente y de un mas allá de la finitud que esta supone –desmentida
cultural-convencional de la muerte-. El perdurable recuerdo del difunto fue la base para
que se supusieran otras formas de existencia; le dio la idea de una pervivencia después
de la muerte aparente (Freud, 1917a).
La señalización del espacio de muerte, la concreción de ritos entre los que se incluye el
encendido de velas, entrega de flores y de objetos, cumplimiento de mandas y rezo de
plegarias, la visita periódica al lugar y demás actos rituales cumplen indirectamente una
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función terapéutica en tanto vehiculizan las ansiedades, temores y angustias propiciando
la elaboración del duelo. El emplazamiento de este tipo de monumentos sustenta una
ritualización que inicialmente marcó la transición del sujeto fallecido hacia otro status
(Türner, 1999) propiciando para los vivos el encuentro con la muerte del otro y
favoreciendo la elaboración del duelo por la pérdida del ser querido, por lo que forman
parte del necesario proceso de tramitación de la pérdida cumpliendo una función de
sostén y apuntalamiento psíquico. El carácter repetitivo de la conducta ritual promoverá
transformaciones que derivarán en la aceptación del hecho histórico. Salir de la
repetición, entrar en la dimensión de la temporalidad, hacer el viraje desde un tiempo
concebido como circular a otro pensado como una flecha que se dispara desde un punto
de partida y que apunta hacia un final, obligó a transitar otros caminos, para tolerar la
inmanencia del destino (Torregiani, 2005:137).
En ese sentido el símbolo es una estrategia adaptativa que posibilita captar situaciones y
definirlas. Por tal motivo el análisis de las creencias y valores no implica divorciarlas
de sus contextos psicobiológicos y sociales (Geertz, 1996).
V. CONSIDERACIONES FINALES
La muerte produce una articulación entre la continuidad y la discontinuidad de la vida.
Si desde el punto de vista biológico se manifiestan claros signos que evidencian la
finitud del cuerpo, no sucede lo mismo con ese otro cuerpo imaginario, fruto de la
construcción colectiva. Donde la naturaleza pone limitaciones y establece
discontinuidades operan las producciones culturales proyectando cierta continuidad
imaginaria bajo la fachada de “un mas allá de la vida terrenal”. Y es en este punto
donde el cruce de discursos disciplinarios promueve lazos sumamente enriquecedores
para dar cuenta de ello.
El discurso antropológico remite a la búsqueda de estructuras ideológicas, imaginarias y
revelaciones míticas, tratando de comprender la función y el sentido que todo esto
despliega. Pero su saber no ha sido construido sino a partir de una discusión con otros
saberes y el psicoanálisis, cabe señalar, ha constituido en el último siglo un interlocutor
no menos relevante de esa alteridad (De la Iglesia-Ciabattoni, 2003).
La muerte como hecho adquiere una triple dimensión que el análisis antropológico no
puede soslayar (Thomas, 1993). Desde la dimensión paradigmática los casos adquieren
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notoriedad por tratarse de un tipo de muerte que conmociona por su carácter trágico,
repentino, inesperado o bien calamitoso. A ello se anuda la dimensión sintagmática que
condensa una serie de creencias populares donde la tragedia es concebida como un
martirio que redime al difunto censurando cualquier juicio desfavorable hacia su
memoria y expiando aquellas faltas que en vida le valieron algún tipo de condena. Este
cuerpo de creencias de raigambre cristiana justifica la realización de ritos que exceden
el campo de los rituales sociales habitualmente dedicados a los difuntos. Producto
probablemente de la apropiación y reelaboración popular de una evangelización basada
en santos y santos patronos y del culto a mártires que llevaron vidas ejemplares y fueron
objeto de muertes dolorosas inesperadas, es que amplios sectores de la población se
organizan en torno a personas reales a quienes se les asigna un valor extraordinario o un
papel intermediario (Carozzi, 1990; Lozano, 2003). Podemos adivinar en este
sufrimiento físico relacionado tan a menudo con la capacidad de obrar milagros una
reelaboración moderna y popular de una evangelización basada en imágenes de santos
barrocos cuya característica visible eran la herida y el sufrimiento (Jáuregui, 1999) pese
a que no es necesario recurrir a la tradición católica para explicar esta centralidad de la
muerte joven y violenta en el recuerdo, se trata de un fenómeno mas general: una
anomalía douglasiana (Douglas, 1966), acontecimiento fuera de lugar que resulta
notorio, memorable y, por lo tanto, sacralizable (Carozzi, 1990). Indefectiblemente los
modos de sacralizar estarán influenciados de los sistemas y tradiciones religiosas que le
sirven de background.
Así es como se resignifican espacios adquiriendo sentidos antropológicos y
comunitarios diferenciales, se evocan allí personas y se reactualizan en la memoria,
indefectiblemente, los acontecimientos que dieron lugar a ese pasaje real a la
imaginaria, pero no menos efectiva, inmortalidad. Desde lo simbólico el rito
conmemora al difunto y, particularmente en este caso, le otorga atributos activos, ya sea
como guardián de sus seres queridos o como alma milagrosa. Se construyen símbolos
devocionales que en el marco del ritual posibilitan cumplir mandas, acompañar
plegarias y estar en comunión con el alma piadosa mediante un contacto directo que es
considerado como numinoso.
El análisis psicológico da respuestas estructurales acerca de las raíces emocionales que
fundamenta aquello que Mircea Eliade llamó comportamiento mítico ([1953]1973) y
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que desde esta perspectiva constituye una necesidad transcultural. El estudio del
hombre nos permite reconocer que la necesidad de un sistema común de orientación y
de un objeto de devoción está profundamente arraigado en las condiciones de la
existencia humana (Fromm, 1987:40). A esta necesidad psicológica Fromm la llama
necesidad religiosa la cual es inherente al hombre, siendo este punto destacado y
elaborado por teólogos, psicólogos y antropólogos. Al tener conciencia de sí, se da
cuenta de su impotencia, y de las limitaciones de su existencia. Ve su propio fin: la
muerte. Nunca se ve libre de la dicotomía de su existencia; no puede librarse de su
mente, incluso aunque quisiera; no puede librarse de su cuerpo, mientras viva, y su
cuerpo le hace querer vivir (Fromm, 1987:40). La confrontación con la muerte de otros
es una experiencia que angustia en tanto deja entrever la finitud del linaje de
pertenencia. Constituye una afrenta biológica mas que debe superar el narcisismo del
hombre con respecto a las ya conocidas (Freud, 1917b), promoviendo mecanismos
defensivos que compensen y diluyan ese malestar. La elaboración de una trama de
creencias sustentada por contenidos míticos y rituales fundamenta la concepción de la
cultura como un sistema estandarizado de defensas y, por lo tanto, solidario de los
sistemas defensivos de los individuos (De la Iglesia-Ciabattoni, 2003). Allí es donde
una psicología individual es una psicología social en sentido legítimo, en tanto se
evidencia el trabajo anímico realizado simultáneamente de uno con los demás, dando
lugar a geniales creaciones espirituales (Freud, 1921). De hecho, el Folklore ha sido
uno de los principales campos de la Antropología que se ha ocupado de los modos de
representación simbólica de los problemas psicológicos individuales que encuentran
expresión bajo modos culturalmente aceptados como lo son las prácticas médico-
religiosas y la mitología (Boyer, 1976).
Así como la muerte biológica genera un punto de discontinuidad en la linealidad del
tiempo cronológico, las construcciones del imaginario colectivo proyectan cíclicamente
la existencia sobre otro plano, dotándola de una continuidad metafísica. Ritos,
monumentos y elementos simbólicos provenientes de experiencias místicas y
tradiciones culturales diversas proveen el soporte que posibilita conciliar el plano de lo
profano-finito con lo sagrado-trascendente. En este sentido religan dos esferas o
mundos, el natural y el sobrenatural, tendiendo un puente que reestablece aquella
alianza o unidad primitiva, que de acuerdo al relato bíblico habría sido distorsionada por
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la desobediencia y el pecado original (Giraudo, 1997). La actualización efectiva de
esta alianza por medio de la esmerada praxis sustenta la religiosidad misma que,
apoyada en contenidos dinámicos y heteróclitos que trascienden los marcos
Institucionales, caracterizamos como popular.
La esencia de la experiencia religiosa es la sumisión a poderes superiores a nosotros
(Fromm, 1987:31), provenientes de esa alteridad sagrada, ambivalente y poderosa, que
por estar ubicada en ese lugar sostiene nuestra ilusión de un mas allá de lo meramente
aparente.-
Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que
vuelvas a la tierra de la que has sido tomado; ya que
polvo eres tú y al polvo volverás. (Gen. 3:19)
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