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CAPÍTULO 14

GUERRA SANTA, YIHAD, CRUZADA


LA CRUZADA, ¿UN YIHAD CRISTIANO?

POLITEÍSMO, MONOTEÍSMO Y TOLERANCIA

Algunos pensadores han esbozado recientemente en Oc-


cidente una apología del politeismo y una crítica del mono-
teísmo fundamentada en una base moral. Contando con la
ayuda de la moda de la «novedad», esta tesis ha encontrado,
en algunos medios llamado «intelectuales», tanto en Francia
como en otros países occidentales, un éxito notable. En algu-
nos aspectos, dicha tesis puede conectarse a la tendencia
constante, manifestada desde hace más de medio siglo, a la
autocrítica sistemática de Occidente por parte de sus propios
pensadores, prestos a hacer, contra toda razén, al Occidente
calificado de «judeo-cristiano» el responsable de todas las
_ desgracias del mundo. Conviene, por tanto, prestar un mo-
- mento de atención a ello.
Según esta tesis, el politeísmo, gracias a su apertura,
sería más «tolerante» por naturaleza, menos inclinado a la
violencia que el monoteismo que afirma como un absoluto y

—251—
como la única xverdad» la existencia de un único Dios. Al
rechazar esos dioses, los fieles del monoteísmo estarían incli-
nados de manera innata a-la intolerancia, a la demonización
de los «infieles», a la legitimación de la violencia hacia ellos,
por consiguiente, a la guerra santa. En cierto modo, ésta sería
inherente al monoteísmo, pero impensable en el marco del
politeísmo que, por eso mismo, sería más respetuoso hacia
los valores actualmente considerados universales, los «dere-
chos del hombre».
_ La tesis puede parecer seductora para el historiador, pues
se basa en el andlisis «filosófico» de los hechos históricos
que parecen probados. Sin embargo, no resiste totalmente el
examen, y ello por varias razones.
— La primera tiene que ver con la definición misma de la
tolerancia en materia de religión. Se tiende a Veces a confun-
dir «tolerancia» con (<ind¡f=rencia»: <<acepla'€íon>í_<<'¡'r¡'tcgm-
ción» o «ecumenismo». Ahora bien, sólo un ser totalmente
indiferente al hecho religioso pued nmar, en cto, que
todos los dioses (o todas las religiones) «vienen a ser lo
mismo», sín manifestár la menor preferencia por una u otra
de sus manifestaciones. No ocurre lo m¡smo con el ateo que,
en cambio, las rechaz”ñailís o -con el agnóstico, que no
adopta ningúña, pero deja” abierla la cuestión, así como la
posibilidad de descubrir o adoptar una, si ella le satisface
intelectualmente un día. Todas estas actitudes puramente in-
telectuales son recientes, escasas,
y apenas se han manifesta-
doen la historia humana. Eran del todo inexistentes en la
época considerada e libro.
“Laint
mlegracwn, a lacion o adopción, en cambio, es
antigua.
Ésa era precisamente la actitud más difundida en el
politeíismo antiguo. Al aceptar la existencia de una divinidad
detrás de cada manifestación de la naturaleza, los «paganos»
no veian, en efecto, ninguna dificultad para adoptar nuevos
“dioses en número indefinido,te: endo por el contrario, in-
disponerse con aquellos que, por descuido, hubieran podido
ser olvidados. Esta concepción condujo a la vez al formalis-
mo y a una tal inflación del panteón que su complejidad
— 252 —
pronto entrañó una desafección y la ausencia"de cualquier
relación personal basada en el amor. Esa actitud «inflacionis-
a» fue señalada y explotada por el discurso de San Pablo en
el areópago de Atenas: con humor, «alaba» a los atenienses
por ser piadosos y religiosos hasta el punto de haber erigido
un altar «al dios desconocido». Luego, jugando con las pala-
bras, afirma que el dios cristiano que predica es precisamente
¢ése. Es el Dios creador y único, que ama a los hombres que
ha creado hasta el extremo de salvarlos de la muerte y pro-
curarles la vida eterna.
Esa afirmación de un Dios único que prometía la vida
eterna chocó a los paganos y suscitó su hostilidad. Con algu-
na reticencia, habían podido hasta entonces «integrar» o «adoptan»
“a mayor parte de las religiones, incluida la religión judía
que, sin embargo, predicaba también un Dios único y creador.
Habían podido hacerlo en la medida que dicha religión les
parecía que estaba circunscrita a un pueblo particular: Yahvé
era para ellos el dios de los judíos, como Mercurio era el dios
de los ladrones, de los viajeros y-de los mercaderes. El
panteón greco-romano se había enriquecido hasta entonces
con numerosos dioses locales adorados por las poblaciones de
las regiones incorporadas al Imperio, y adoptados como tales.
Desde entoncesel pueblo judió conservó su particularismo
étnico, su religión particular no presentaba ningún riesgo para
el paganismo romano. _
El cristianismo fue percibido al principio de la misma
manera, pero la dispersión del pueblo judío, de una parte, la
vocación al universalismo del cristianismo, de la otra, en
'consecuencia, su aspecto misionero, no tardaron en revelar el
caracler inconciliable del paganismo y del monoteismo judeo-
cnslmno La afirmación de un Dios único creador de todo el
universo y que llama a todos los hombres a la salvación
_mediante la fe equivalía a la negación del poder o incluso de
la existencia de otros dioses. Los paganos identificaron, pues,
“el cristianismo con el ateísmo,y sus adeptos fueron persegui-
dos como irreligiosos, ateos, negadores de los dioses protec-
tores del Imperio romano y, por ello mismo, enemigos inte-

— 253—
e dicho Imperio, culpables del crimen capital de inci-

La nueva religion fue percibida asi como inasimilable


por el paganismo romano, del mismo modo que éste resultaba
inasimilable por el cristianismo. Sólo podría serlo mediante
un fenómeno de asimilación de los dioses paganos a poderes
celestiales subordinados a Dios, ángeles o santos. Pero el
culto de los ángeles y, sobre todo, el de los santos no nacería
en el seno del cristianismo sino mucho más tarde. En aquella
fecha, el fenómeno integrador no podía tener lugar.
El Imperio romano pagano no manifestó ninguna toleran-
cia real hacia el cristianismo: puesto que resultaba inasimilable—
a la religión de Roma, la nueva fe no obtuvo el estatuto de _
religión lícita; por consiguiente, podía prohibirse en todo
momento y sus adeptos perseguidos y entregados a la muerte.
Es, pues, de todo punto falso sostener que el paganismo se
mostró por naturaleza y en la historia más tolerante que el
monoteísmo. Ello significa confundir tolerancia y capacidad
de asimilación o de absorción.
Por lo demás, los diversos monoteísmos han practicado
la misma actitud. De ese modo el cristianismo pudo, relativa-
mente, «tolerar» o «incorporar». a su propia concepción de la
fe lá existencia del judaísmo. En efecto, procedente de aquél,
podía considerarlo como pertengciente a la misma verdadera
religión a la cual sólo venía aportar, mediante el Evangelio y
el mensaje de Cristo, el complemento de una anterior Reve-
lación bíblica, que no repudiaba. El mensaje de Cristo era
“tenido como el cumplimiento del mensaje bíblico. Un perfec-
cionamiento. Pero, a la inversa, el judaismo no podia ni
asimilar ni aceptar el mensaje bíblico sin adoptar al mismo
tiempo el cristianismo y fusionarse con él.
Por la misma razón, el islam pudo admitir en su seno los
cultos judíos y cristianos en la medida que esas dos religiones
se consideraban procedentes de una única y misma religión
revelada antaño a Abraham, a los profetas, luego a Jesús,
revelación a la cual Mahoma, a través del Corán que lefue
transmitido, vino a poner el sello de la perfección, endcrezan—

— 254 —
do así las «corrupciones» que le habían hecho sufrir sus
“predecesores.
En cambio, el islam, menos aún que el cristia-
nismo, no aceptabaen nada el paganismo, fotalmente inasimilable
“al mensaje central del islam, a saber, la afirmación de Alá
como Dios único, sin ningún «asociado».
— A a inversa, los cristianos no podían admitir esa condi-
ción de profeta de Mahoma, y la primacía del Corán como
revelación, sin convertirse por eso mismo en musulmanes. La
asimilación-integración era posible en un sentido, imposible
en el otro: habría significado una desaparición, una disolu-
ción pura y simple. Cristianos y musulmanes podían, pues,
como hemos visto, sin negarse a sí mismos, «tolerar» el
judaismo, del mismo modo que los musulmanes podían «to-
lerar» a judíos y cristianos, sin que ello, sin embargo, fuera
posible a la inversa.
Pero, como puede apreciarse, no hay motivo alguno para
hablar de «tolerancia» a este respecto. En efecto, la tolerancia
no significa ni indiferencia, ni confusionismo, ni asimilación
ni absorción. Es el reconocimiento intelectual del «derecho»
de un ser humanoa profesar una opinión religiosa no compar-
tida, y que incluso puede ser rechazada por múltiples y a
veces oscuras razones (ignorancia, tradiciones, incompren-
sión, etc.): Significa reconocerle no sólo el derecho a existir,
sino también el derecho a profesar su fe, a practicarla libre-
mente, a publicarla y a hacerla compartir con otro. Esta
actitud, pues, implica la libertad de conciencia, el derecho al
proselitismo, el derecho de todos a cambiar de religión sin
coacción. De ningún modo implica la adhesión, por mínima
que sea, a las doctrinas y a las prácticas de esa religión que
puede ser criticada y refutada, pero sólo mediante los argu-
— mentos
de la razón, sin utilizar la intimidación, la presión, la
coacción o la fuerza, y menos aún a través de la persecución
o la guerra. Significa, en el fondo, el reconocimiento de la
dignidad de la persona humana y su derecho a errar; que
acepta el riesgo de intentar iluminar, de forma pacífica y sin
coacción, su juicio para hacer que perciba ese error y condu-
cirlo a la luz de una mejor verdad.

— 255—
La tolerancia así definida casi nunca ha sido prachcada
en la historia, no más, en todo caso, por el politeismo que por
las diversas formas de monoteísmo 'que se han sucedido en a
tierra. No ocurre lo mismo en la actualidad, aunque sólo sea,
precisamente, en los países que han llevado a cabo la «revo-
Tución cultural» del laicismo. Ahora bien, debemos reconocer
que Este fenómeno sólo ha tenido lugar en Occidente, de
tradición judeo-cristiana, lo que contradice firmemente la te-
sis Según la cual el monoteísmo sería intolerante por natura-
leza.
El problema de la guerra, y en particular el de la guerra
santa, se acerca al de la tolerancia, aunque sin confund
con él - En este punto también, no se mostró menos violento
que el má eismo. San Agustin se apoyó incluso con fuerza
‘en este argumento histórico para establecer la superioridad
del cristianismo sobre el paganismo romano: ningún pueblo,
escribe en su La Ciudad de Dios, ha sido más guerrero, más
conquistador, más belicoso que el del Imperio romano paga-
no, a imitación de los dioses que asimisme se combatieron y
despedazaron entre sí. Por otra parte, al hacer protectores del
Imperio a muchos dioses, y más aún al divinizar Roma y al
establecer el culto imperial, los romanos asimilaron religión _
y civismo, convirtiendo al mismo tiempo toda _guerra librada
—por el Imperio en un acto sagrado. De este modo, el Imperio
romano pagano fue, pues, intolerante hacia toda religión que
no pudiera ser asimilada por su propia religión, guerrero y
perseguidor. El cristianismo y el islam, es cierto, le pisaron
“los talones en ese terreno.
El monoteísmo, sin embargo, no implica necesariamente
intolerancia, violencia y recurso a la guerra. Lo demuestra el —
“ejemplo de los primeros cristianos, aunque puede plantearse -
legítimamente la cuestión de saber si su actitud habría sido la
misma si hubieran alcanzado el poder. La cuestión, por lo
demás, quedó pronto resuelta: su rechazo de la violencia y de
la guerra sólo era, en efecto, más que una de las formas de su
esperanza que, renunciando al poder terrenal, se dirigía hacia
el reino de Dios del que esperaba una manifestación inminen-

— 256—
te. Su creencia en un solo Dios creador los llevaba, cierta-
mente, a rechazar las otras divinidades, pero también les
hacía considerar a cada hombre, ya fuese pagano o enemigo,
como una criatura de Dios, su «prójimo», un ser humano
respetable en tanto que creado, como ellos, a imagen del Dios
único. Sentían la obligación de convertirlo mediante el ejem-
plo, la predicación, la lógica, la argumentación, pero en nin-
gln caso por la fuerza o por cualquier otro medio de presión.
Era este respeto a la vida humana, al ser humano como tal, lo
que les impulsaba de manera natural a rechazar el uso de las
armás. Es decir, que, en esa perspectiva de no-violencia como
era la del cristianismo originario, la guerra era rechazada, y
Ta guerra santa impensable, literalmente no asimilable por el
cristianismo tal como fue predicado por Jesús y practicado
por los cristianos de los primeros siglos.
- El principal objetivo este libro ha sido mostrar el
proceso histórico medla el cual la Iglesia de Occidente se
fue alejando poco a poco de esa actitud resueltamente no
violenta para terminar aceptando primero la idea de la guerra,
para sacralizarla después hasta el punto de elaborar en su
seno el concepto de guerra santa, aproximándose así al yihad
musulmán, que, por su parte, la había aceptado desde su
origen. La alianza de la Iglesia y el poder, la fusión de lo
político y lo religioso, fi os factores principales del
mismo. Efectivamente, dicha alianza, como hemos visto, se
“dió tanto en el cristianismo como en el islam. Desde su
origen era constitutiva del islam, al ser Mahoma a la vez
profeta, jefe de Estado y jefe guerrero. No lo era en el
cristianismo, y sólo se realizó plenamente al término de una
revolución doctrinal casi milenaria. -

LA CRUZADA, RESULTADO DE LA GUERRA SANTA

Las páginas precedentes han mostrado cómo, sobre todo


en Occidente, se fue transformado lentamente la actitud
tal de los cristianos hacia la guerra y el uso de la violencia —

—257—
armada. En esa transformación, muy próxima a la metamor-
fosis, intervinieron numerosos factores, los cuales fueron
modificando poco a poco la percepción, al principio muy
negativa, de dicho uso. Se trató, en casi todos los casos, de
una evolución ligada a la necesidad constatada de una protec-
“ción, de una defensa, en el sentido amplio del término. Pode-
“mos reagruparlos en dos categorías principales, según que el
peligro provenga del interior o del exterior de la cristiandad.
En el interior de la cristiandad, los peligros que amena-
zaron la Iglesia fueron, en el plano ético y doctrinal, la
herejía, el cisma, la desviación, la corrupción moral, por
“ejemplo, la simonía (tráfico de las cosas sagradas y venalidad
"de las funciones eclesiásticas) y el nicolaismo (término que
designa en su conjunto la inmoralidad de los clérigos, en
particular la fornicación y, más aún, el concubinato). Contra
estos peligros, la Iglesia consideró muy pronto como legítima
la intervención de los poderes seculares para reprimir a los
«culpables» o entregarlos a la justicia. A veces apeló incluso
a las fuerzas armadas del Estado (consideradas como fuerzas
de policía) para que ejercieran su poder de coerción contra
tales «herejes»: disponemos ejemplos de ello desde la época
de San Agustín.
Esa actitud derivó de la concepción según la cual las
leyes morales predicadas por la Iglesia en el seno del Imperio
cristiano debían imponerse también a los ciudadanos de dicho
Imperio. En este punto, la actitud del cristianismo no difirió —
apenas de la del islam, que elaboró también leyes morales y
cívicas muy rigurosas que el Estado se vio obligado a hacer
respetar, y que castigó mediante la fuerza a los «herejes». En
este ámbito, sin embargo, podemos scnalar una mayor «tole-
rancia» del islam, si no hacia sus propios «hercjes», sí al
menos hacia los adeptos de otras religiones monoteístas, ju-
díos y-cristianos, con los matices anteriormente recordados
Un peligro de otro tipo, material en este caso, amena:
también la Iglesia, o, más exactamente, las iglesias, los est
blecimientos eclesiásticos. En una época en la que la lglesm
llegó a ser, como consecuencia de las donaciones de que

— 258—
disfrutó, el primer propietario terrateniente de Occidente, su
rigueza suscitó codicias evidentemente. En una sociedad ru-
ral, terrateniente, que más tarde se llamaria feudal, las igle-
sias, los obispados y los monasterios poseían tierras y bos-
ques, viñas, molinos y puentes. Eran señoríos
a la vez territoriales
y jurisdiccionales (banales), del mismo modo que los seño-
ríos laicos, que a veces incluso se situaban al nivel de los
condados. La protección de sus bienes (así como el de sus
personas) condujo a la Iglesia a fustigar, condenar, anatema-
tizar y demonizar a todos los que, de una u otra forma,
atentaron contra su patrimonio o, más generalmente, contra
sus intereses. Ello se aprecia, por ejemplo, en las prescripcio-
nes de las instituciones de paz, en los relatos de los Violentos”
castigos infligidos por los santos á quienes lesionaban sus
intereses, o en los textos relativos a los procuradores o defen-
sores de iglesias. Estos últimos, encargados de su protección,
se vieron al mismo tiempo revalorados y sacralizados en el
ejercicio de su función armada, como así lo muestran los
“rituales de investidura de los procuradores o las fórmulas de
bendición de sus armas y banderas.
La Iglesia de Roma no quedó libre de tales amenazas,
tanto más cuanto que se constituyó, por medios discutibles,
como un señorío particular que tendió a tomar el estatuto de
una monarquía, el «patrimonio de San Pedro». Debió defen-
derse también mediante la fuerza de las armas, bien de mane-
ra directa, a través de los guerreros que reclutó, remuneró y
revalorizo en el plano ideológico, bien de manera indirecta, al
confiar esa protección a un poder laico reconocido, que, tra-
dicionalmente, dominó y protegió Italia: el Imperio germáni-
co, heredero del Imperio romano en Occidente.
En el siglo XI, el proceso de «liberación» de la Iglesia
pasó por el reforzamiento de la tendencia monárquica del
Papado. El conflicto ideológico y armado que de ello se
derivó con el emperador tuvo, por lo que concierne a nuestro
tema, dos consecuencias capitales.
El primero fue una creciente sacralización de todos los
qué5é comprometieron en dicho conflicto al lado del papa, y
— 259—
una demonización concomitante de sus adversarios, cuales-
“quiera que fuesen. Ese nivel de sacralizacion fue tal que el
papa pudo desde entonces hablar de guerra santa a propósito
de algunos de aquellos conflictos, particularmente cuando
quienes los emprendian combatían directamente por la causa
pontificia en ltalia. El caso de los mártires de la pataria
constituye la prueba manifiesta de ello.
El segundo fue el aplazamiento, al menos provisional, de
los proyectos de «cruzada» que Gregorio VII había acariciado
por un momento. Sin embargo, es muy probable qué la
sacralización de la guerra empreñdida en el exferior contra
“los «paganos» alcanzara, desde comienzos del siglo XI y más
aún en la segunda mitad de dicho siglo, un nivel comparable
al del yihad en el mundo islámico. El hecho de que la expe- —
dición proyectada por Gregorio VII no llegara a realizarse en
modo alguno disminuyó el alcance ideológico de su iniciati-
va, que atestigua un acabamiento casi completo de la idea de
guerra santa, e incluso de cruzada.
Los peligros exteriores, en efecto, acentuaron muy pron-
to la marcha, al principio lenta y dubitativa, hacia la idea de
guerra santa. Sus primeras huellas se encúentran en Oriente,
y luego en Occidente, sobre todo cuando los peligros amena-
zadores provenian de los musulmanes, asimilados a los paga-
nos por múltiples razones ya mencionadas. Las invasiones,
que a veces fueron recibidas como un castigo temporal de
Dios, fueron percibidas asimismo como un paréntesis que
Dios cerró enseguida. La lucha contra aquellos invasores de
tierras amano cristianas se vio revalorizado y sacralizado,
más aún cuando se trataba de defender ante ellos el corazón
de la cristiandad, Roma, a veces amenazada _Fue apropósito
a]
de esos guerreros como apareció, por vez primera, en el siglo -
TX, la promesa de recompensas espirituales concedidas a quienes
llegaran a morir combatiendo a esos adversarios asimilados a
los enemigos de la Iglesia de Cristo. He aquí un elemento
capital, característico de la guerra santa. Esa evolución hacia
la noción de guerra santa se reforzó aún gracias tanto a |
demomzauén dc los musulmanes como a la imagen muy -

— 260 —
desfavorable, rayana en la caricatura, que de ellos se formó
en Occidente.
A partir de entonces, en ese estadio, la guerra santa
estuvo muy cercana al yihad, del cual difiere, sin embargo, en
muchos rasgos sobre los cuales volveremos después. Pode-
mos entonces preguntarnos por qué la cruzada, resultado de la
guerra santa en tanto que reconquista de la cuna del cristia-
nismo, no apareció antes. La mayor parte de los elementos de
una semejante guerra santa estaban reunidos mucho antes de
1095 y, en esas condiciones, debemos sorprendernos tanto del
carácter «nuevo» de dicha empresa como de su «retraso»
relativo.

¿POR QUÉ TAL RETRASO?

Desde el comienzo de las invasiones árabes, como hemos


visto, algunos medios cristianos tuvieron la esperanza de que
la dominación musulmana duraría poco tiempo y contaron
con el emperador romano (el de Bizancio) para vencer a los
“árabes y restablecer la autoridad romana y cristiana en los
“territorios invadidos. Si la idea de guerra santa no consiguió
implantarse en Oriente, fue ante todo como consecuencia de
la gran vigilancia doctrinal de las autoridades eclesiásticas
Orientales, que Tlamamos «ortodoxas». Pues el combate em-
“prendido en esé'sentido por los emperadores presentaba ya
varios rasgos de sacralidad, materializados, por ejemplo, en
las banderas y la protección de los santos militares.
Sin embargo, la reconquista de los territorios orientales
sólo podía ser contemplada por los ejércitos bizantinos, y
bajo la dirección imperial. Aquella reconquista adquirió ante
todo, cuando triunfó en ocasiones, rasgos de guerra entre
vecinos. En algunos periodos, se estableció un equilibrio político
y la tensión se aplacó entre las dos entidades, el Imperio
“bizantino cristiano y el imperio árabe musulmán. Así ocurrió
particularmente en el siglo XI cuando otros peligros amena-
zaron Constantinopla.
— 261 —
En la parte occidental, en cambio, la noción de guerra
santa se elaboró poco a poco, como este libro ha demostrado,
“y alcanzó a partir del siglo XI su nivel de madurez. Pero la
ruptura con Oriente, o al menos su alejamiento, a la vez
geográfico e ideológico, no permitió su desarrollo y su apli-
cación hacia Jerusalén, su polo natural de atracción. La gue-
ra santa, pues, se manifestó primero en Occidente, sobre
todo en las zonas que estaban a su vez en contacto con los_
antiguos invasores musulmanes «paganizados» y ligados ideo-
lógicamente a Roma, factor principal de sacralización ideoló-
gica. Ése fue el caso de España, del sur de Italia y de Sicilia.
Para expresarse plenamente, la idea de guerra santa tenía
necesidad, del lado cristiano, de la conjunción de estos dos
factores: un nivel suficiente de revalorización y de sacralización
de la guerra y un estado de tensión politico-militar que llega-
ra crear un choque emocional que permitiera exacerbarse a \
esa sacralización, expresarse a la vez en los actos y en los
escritos.
Lo mismo sucedió, por otra parte, con el yihad, eso sí
con la diferencia de que, en los países musulmanes, esa
sacralización de la guerra hacía tiempo que se había adquiri-
do, por así decir desde el origen. Aquí no era necesaria para -
su adopción ninguna revolución profunda, y menos aún una
revolución doctrinal. Por lo demas_,_en…el transcurso del perio-
do contemplado, sólo sufrió modificaciones mínimas referi-
das a su definición, a su expresión y a su codificación doc-
trinal y jurídica. Ésta es la razon por la que este libro se ha
dedicado principalmente a describir la evolución de la noción
de guerra santa en el cristianismo, hasta el momento en que
ambas nociones llegaron a aproximarse en la mayor parte de
sus aspectos.
En cambio, esa noción de vihad, ya admitida y elaborada
desde hacía tiempo, tampoco se desarrolló de manera cons-
tante. Al igual que la guerra santa, tenía necesidad, para ello,
de la dimensión emocional y psicológica, elemento coyuntu-~
ral que a veces crearon las circunstancias históricas durante
los periodos de tensión.

— 262 — .
En ambas partes, esas circunstancias se dieron mucho
antes de finales del siglo XI y habrían podido dar lugar a una
exaeperacmn de la guerra santa. Por ejemplo, en España, en
Tas proximidades del año mil, cuando la reconquista española
“fue bruscamente frenada por Almanzor, que invirtió el movi-
miento y emprendió, en nombre del yihad, una reconquista de
la península que pudo hacer temer un retorno ofensivo a las
antiguas situaciones de dominación musulmana: se apoderó
incluso de Barcelona en 985, obligando al conde Borrell a
llamar al rey carolingio Luis V, y luego a Hugo, el nuevo rey
capeto. Éste proyectó una expedición, con acuerdo del futuro
papa Silvestre II (Gerberto de Aurillac), y se aprovechó de
ello para consagrar aún en vida a su hijo Roberto, consolidan-
do así su dinastia. Pero el conflicto que:lo opuso a Carlos de
Lorena le proporcionó un pretexto para no seguir con aquel
proyecto. Las victorias de Almanzor se multiplicaron: en 997
se apoderó de Santiago de Compostela y saqueó la ciudad,
llevándose simbólicamente las campanas de sus iglesias a
Córdoba. Es a ese periodo al que, como hemos visto, se
vincula la más antigua expresión de la doctrina del martirio
conseguido por los monjes muertos en combate: para luchar
contra los sarracenos, y a pesar de su estado, empuñaron las
armas para defender «la patria y la fe cristiana». Algunos
años más tarde, en 1044, el rey Sancho de Navarra se procla-
mó campeón de la cristiandad y emprendió la reconquista,
favorecido en ello por el declive del califato de Córdoba. En
1031, dicho califato «explotó» y fue reemplazado por los
reyes de taifas', los cuales, por sus debilidades y sus rivali-
dades, permitieron a los reyes cristianos recuperar la inicia!
va en el terreno militar y diplomático: incursiones, botines,
tributos y alianzas les fueron favorables, y la «Realpolitil»
triunfó entonces sobre la proclamación de la ideología. La
guerra santa fue aplazada en ambas partes, provisionalmente
al menos.

1. N. del T: sic en el original.

— 263 —
Otra circunstancia habría podido crear el choque emocio-
nal capaz de iniciar la guerra santa todavía embriol
Occidente cristiano: la destrucción de la 1gles¡a del Santo
Sepulcro por al-Hakim en 1009. Este principe, al principio —
musulmán celoso, comenzó por querer «depurar» la religión
practicada por sus contemporáneos, y persiguió las tendencias
disidentes del islam, antes de extender dichas persecuciones
a los judíos y a los cristianos, después de hundirse en una
megalomanía herética que lo condujo a creerse de esencia
divina. Algunos historiadores, tanto cristianos como musul-
manes, ven en él un hombre que había perdido la razón. Fue
durante una de esas crisis cuando dio la orden, desde 1004, de
demoler las sinagogas y las iglesias de su imperio, orden que
desembocó en 1009 en la destrucción de la iglesia constantiniana
del Santo Sepulero.
Antes se p(csmba una gran atencióna ese acontecimiento
«inaudito», en el cual se quería ver el origen lejano del
“movimiénto que terminó en la cruza .
“hecho había sorprend¡do escandahzado a Occldeme, hasta
el punto de que Ademaro de Chabannes y Raúl Glaber, para
explicarlo, habían imaginado una conspiración urdida por los
judíos de Occidente. Ambos, en efecto, enfatizan la responsa-
bilidad de los judíos y aluden a una expedición que Occidente
habría preparado contra los musulmanes, expedición que ten-
dría como objetivo derrocar el poder de al-Hakim. Los judíos
le habrían informado de ello, aconsejándole que destruyera el
Sepulcro para prevenirse.
No se ve por qué esa destrucción habrá podido conseguir
dicho fin, jantes al contrario! La explicación es a todas luces
falaz. En esa doble versión de los hechos, lo que sobresale de
manera manifiesta es el antijudaísmo: para justificar los
pogromos, que realmente tuvieron lugar en sus respectivas
regiones hacia 1010, los dos autores que los relatan (con una
cierta complacencia antisemita, por lo demás) los atribuyen a
la indignada cólera de los cristianos ante la noticia de las
persecuciones de al-Hakim y su destrucción del Santo Sepul-
cro. Trasladan sobre los judíos la responsabilidad de dicha

— 264—
destrucción al imaginar una verdadera confabulación de los
judíos de Francia que fueron a denunciar a un califa musul-
mán un peligro que amenazaba su trono: se estaba preparando
una expedición occidental contra él. Hay en ello, de manera
muy evidente, una doble inversión de la cronología y de la
lógica. Ésta querria, por el contrario, que la supuesta expedi-
ción fuese más la consecuencia que la causa de la destrucción
del Sepulcro y de la persecución de los cristianos.
Estas deformaciones ideológicas, que acercan dichos tex-
tos al cotilleo, unidas a algunas inexactitudes cronológicas de
sus autores, han llevado a la mayor parte de los historiadores
a minimizar, incluso a.reducir a la nada, el alcance de los
mismos. En la actualidad se tiende a ignorarlos y a concluir
que la destrucción del Santo Sepulcro no tuvo el menor im-
Pacto en Occidente. Esto me parece que significa ir demasia-
do lejos y ser demasiado expeditivos. A pesar de esas eviden-
tes deformaciones, no podemos eliminar totalmente de dichos
textos la parte emocional de que dan testimonio ante la noti-
cia de aquella destrucción, aunque la desnaturalicen y cam-
bien su significado. La idea de una expedición armada a
Oriente (que habría sido denunciada por los judíos) no deja
de ser evocada por ellos. Real o no (y lo más probable es que
fuera imaginaria), la evocación de una tal expedición basta
para probar que la idea estaba, de alguna manera, «en el
ambiente» (veáse texto núm. 26, págs. 327-328). -
Otro documento, más controvertido aún —no sólo por su
significado, como Tos dos anteriores, sino también por su
misma autenticidad—, debe aportarse al dossier. Es conocido
con el nombre de («falsa) encíclica de Sergio IV». En este
texto, el papa (su presunto autor) recuerda la Pasión de Cris-
to, que procuró la salvación a los cristianos abriéndoles la
Vida eterna. Quienes han pecado, en efecto, pueden acudir
como penitentes al Santo Sepulcro de Señor, «llevando su
cruz» a imitación de Cristo, para obtener así el perdón de sus
pecados. Eso es lo que muchos cristianos han hecho hasta
_Ehora, subraya el texto. Ahora bien, añade el papa, esa vía de
salvacion ha quedado cerrada en lo sucesivo. En efecto, una

— 265 —
noticia estupefaciente acaba de llegar a Roma: El Santo Se-
pulcro ha sido recientemeñte destruido por las maño
de los sarracenos.
El papa se confiesa turbado, estupefacto por esa noticia
que parece escapar a su entendimiento. Explica por qué:
nada, en verdad, ni en los textos sagrados ni en los escritos
de los Padres de la Iglesia, sugiere que una tal desfrucción
háya sido anunciada, profetizada, de alguna forma «prevista»
por Dios. Constituye, por tanto, una «anomalía», un acto
impío que conviene castigar. El papa anuncia claramente su
intención de embarcarse, al frente de los cristianos que qui-
sieran seguirle, para ir a combatir e incluso matar a los árabes
(agarenos) que cometen un sacrilegio semejante, «vengar a
“Dios» como antaño hicieron los emperadores romanos Tito y
Vespasiano, y restaurar el Sarito Sepulcro. No duda de la
victoria, ni de las recompensas espirituales que serán conce-
didas por Dios a quiéñes llegaran a moriren el aquel combate
sagrado: obtendrán la vida cterna (veáse texto núm. 27,
págs. 329-331).
He aquí un texto de la mayor importancia, cualesquiera
que sean su fecha y su autenticidad.
Si es auténllco, estamos ante un documento muy prccm-
idad de la noción de guerrasanla
emprend¡da por el Santo Sepulcro asociada a promesas espi-
rituales, salpicada de numerosas expresiones anunciadoras de
la cruzada, la de Gregorio VIl y más aún la de Urbano II. La
gran precocidad de este texto, así como el estrecho parecido
de sus temas con los que Urbano II desarrollaría casi un siglo
más tarde, llevaron a los eruditos de finales del siglo XIX a-
rechazarlo como- apócrifo. Según se dice, habria sido com-
puesto en Moissac, durante el viaje de propaganda de Urbano
II a favor de la cruzada que predicó en el sur de Francia en
la primavera del año 1096.
Esta tesis, hasta ahora ampliamente admitida, ha sido
discutida en fechas recientes con muy buenos argumentos.
Podría ser muy bien que el documento en cuestión sea sustan-
cialmente auténtico. Si así fuera, tendríamos en este texto la

— 266 —
más antigua expresión de una guerra santa organizada por un
papa que, antes de Gregorio VII (1074), decidió tomar él
mismo la cabeza de una expedición armada destinada a com-
batir los musulmanes (aquí designados, observémoslo, por la
palabra agarenos, es decir, árabes descendientes de Agar, y
no turcos, como más tarde diría Urbano II, tras la aparición
de los turcos seljúcidas en el Próximo Oriente) y a restaurar
el Santo Sepulcro, para abrir de nuevo aquella verdadera vía
de salvación indispensable para los cristianos de Occidente.
Pero si, por el contrario, se trata de un falsificación
forjada en 1096, debemos admitir al menos que sus autores *
todavía guardaban mémoria, en aquella fecha, de lá antigua
destrucción del Sepulcro por al-Hakim, y que estimaban que
“dicha destrucción merecia ser replicada mediante una expedi-
ción vengadora y meritoria. En ambos casos se llega a la
conclusión de que la destrucción del Santo Sepulcro fue teni-
da como una ofensa muy grave hecha a Dios, que justificaba.
una guerra santa predicada y organizada por el papa y acom-
pañada de recompensas espirituales: el acceso al reino de

hoy en día, que Jerusalén, en general, y el Santo Sepulcro, en


particular, tenían antes de la cruzada un impacto relativamen-
te débil sobre el ánimo de los cristianos de Occidente.
— Desgraciadamente, no hay ninguna huella, aparte de esta
carta, de una expedición semejante proyectada por el papa a
comienzos del siglo XI. ¿Significa ello que, aunque llegara a
ser contemplado, el proyecto fue rápidamente abandonado?
Es posible. Se observa la misma oscuridad, señalémoslo, por
lo que respecta a la expedición proyectada en 1074 por Gregorio
VIL. Aquel proyecto no dejó de ser verdaderamente concebi-
do por Gregorio, como lo prueban varias de sus cartas de todo
punto auténticas. El hecho de que no se realizara y la ausen-
cia de otros testimonios sobre el particular de ningún modo
prueban, por consiguiente, que la idea no estuviera entonces
presente en algunos espíritus, desde 1011, y esto es lo que
únicamente nos importa aquí. Si, por el contrario, fue una
falsificación, la referencia a la destrucción de la iglesia del

— 267
Santo Sepulcro como tema incitador revela al menos que
había marcado profundamente los ánimos y las memorias
como para que 85 años más tarde volviera aludirse a ella en
un documento ficticiamente asociado a dicho acontecimiento.
Tanto en un caso como en el otro, las «desgrácias» infligidas
al Santo Sepulcro se consideraron que justificaban perfecta-
mente una expedición militar destinada a conseguir su libera-
ción, y asimilada a una guerra santa.
Otro documento puede confirmar este análisis. Antes se
tenía a- veces por apócrifo,pero hoy es reconocido como
perfectamente auténtico. Se trata de Ta carta núm. 28 de
Gerberto de Aurillac, que llegó a ser papa con el nombrede -
Silvestre II (veáse texto núm. 28, págs. 331-333). Se trata sin
ninguna duda de un ejercicio de estilo en el que Gerberto
hace hablar a la iglesia de Jerusalén, que describe entonces
devastada, abafida, a pesar de su antiguo prestigio: fue en
ella, ciertamente, donde hablaron los profetas, donde Cristo -
nació, vivió, murió y resucitó. De ella partieron los Apóstoles —
para evangelizar el mundo. Mediante la pluma de su redactor,
se apela a la Iglesia universal para que se conmueva de su
triste estado, en particular el de los Santos Lugares, y lanza
un vibrante llamamiento a los «soldados de Cristo»: no pue»
den, en verdad, ir a socorrer Jerusalén
menos apoyan su iglesia gracias a su ayudafifnanc¡era
el Sepulcro debe subsistir eternamente, hasta el Fmal de lo:
Tiempos. El texto subraya esa anomalía:

Y, sin embargo, a pesar de que el profeta dijo «su sepul-


cro será glorioso», el Diablo trata de privarla de esa gloria
valiéndose de los paganos que devastan los Santos Luga-
res. Levántate, pues, soldado de Cristo [miles Christi].
Enarbola tus estandartes y combate conmigo; y, dado que
no puedes venir a socorrerme con las armas, hazle con tus
consejos y la ayuda de tus riquezas.

No se sabe en qué fecha precisa fue redactado este texto


(en todo caso antes de 1003), significativo de la mentali d
y de la sensibilidad religiosa en las cercanias del año

— 268—
Jerusalén y el Sepulcro ocupan en él un lugar que se minimi-
za sin razón. Y se tiene conciencia a la vez de la unidad de
la Iglesia en torno a ese Santo Lugar, de las amenazas que
pesaban sobre él y de la precariedad de su situación, de su
«abatimiento» a manos de los infieles. La hipótesis de una
intervención armada en Oriente es evocada en él para-ser
descartada enseguida: Jerusalén queda muy lejos.
La idea de una tal intervención, ligada al Santo Sepulcro
y, en todo caso, a Jerusalén, nació, no obstante, en los espí-
ritus en aquel comienzo del siglo XI. Pudo parecer difícil de
realizar, pero‘ fue recibida como admisible y, lo que es más
“importante, como deseable y benéfica, meritoria. Lo fue por-
que la noción de guerra santa llegó a alcanzar entonces un
grado de madurez que la hacía concebible. Dicha noción se -
aproximó casi, en este punto, a la noción del yihad: al igual
que ella, sólo fue preciso, para que se realizara, la unión de
una emoción (en este caso con la destrucción del Santo Se-
pulcro) y de una coyuntura favorable. Era este último punto
el que, hacia el año mil, no Se había cumplido; Occidente; en
aquella fecha, no estaba en condiciones de intervenir en
Oriente; numerosos conflictos dividían la cristiandad, y el
Papado no tardó en entrar en un periodo en el que estuvo
dominado por los emperadores. Fue preciso esperar a la
reforma gregoriana para que se liberara de su influencia. La
idea, desde entonces, se diluyó o al menos quedó aplazada,
sin llegar a realizarse.
El mismo fenómeno puede constatarse en el lado musul-
mán, en España, por ejemplo. Después de las victoriasde
Almanzor, la iniciativa pasó al lado cristiano y los reyes de
taifas tuvieron poca consistencia ante los reyes cristianos del
Norte. A pesar de sus divisiones, a pesar de los temores que
alimentaron respecto del soberano almorávide del Mágreb, de
quien temían lo que, en efecto, llegó a producirse (a saber, la
pérdida de su independencia, su deposición a manos del mis-
mo, incluso su cautividad),se vieron en la obligación de
decidirse a apelar a él para emprender el combate contra los
cristianos.

— 269 —
La noción de yihad, hasta entonces adormecida, fue en-
tonces apreciada. Su codificación no fue nueva: se encontraba
ya muy claramente expresada en el siglo X (veáse texto núm.
29, págs. 333-334). El tema renació en el Al-Andalus almorávide.
Aparecé con una particular frecuencia en las Memorias de
Abd-Allah, último rey zirí de Granada, el cual relata la
legada del emir Yusuf ben Tasufin a Algeciras, respondiendo
al llamamiento del rey de Sevilla. En efecto, Al-Mutamid
envió al emir almorávide «embajadores [...] para informarle
que debería aprestarse a hacer la guerra santa y para prome-
terle que se evacuaría en favor suyo Algeciras». Aquél le
tranquilizó en los siguientes términos: «Nos prometisteis
Algeciras. Nosotros no hemos venido para apoderarnos del
territorio de nadie ni para hacer daño a ningún príncipe, sino
para hacer la guerra santa». Así tranquilizados, los reyes de
Sevilla y de Granada obtuvieron de Yusuf, mediante tratado,
seguridades relativas a su independencia, y se situaron enton-
ces detrás de Yusuf para emprender la guerra santa (veáse
texto núm. 30, pág. 335).
Las circunstancias jugaron aquí a favor del yihad: ante la
amenaza de Alfonso VI, los príncipes musulmanes se adhirie-
Ton a Yusuf y se sumaron a él en nombre del yihad. Yusuf
obtuvo sobre los ejércitos cristianos la victoria decisiva de
Sagrajas (1086), recobró para el islam la mayor parte de los
territorios reconquistados por los cristianos, pero se aprove-
chó de éllo para poner fín a los Estados musulmanes indepen-
dientes; Abd Allah fue depuesto y acabó sus días en cau-
tividad.
La victoria de Yusuf, a su vez, inquietó a Alfonso VI, e
hizo renacer la noción de guerra santa en el lado cristiano.
El mismo fenómeno puede constatarse también por lo
que respecta a Oriente. Después del empuje musulmán conse-
cutivo. a la victoria de Manzikert, Álejo apeló a Occidente
para obtener de él una ayuda militar. La primera cruzada
derivó de ello, con la amplitud que es conocida, debido prin-
cipalmente a la difusión y al valor que le dio el Papado,
recientemente vigorizado. Dicha «cruzada» fue considerada

—270 —
al principio por los Estados musulmanes como un epifenómeno
sin gran importancia. Su éxito, sin embargo, despertó pronto
la noción de yihad, algo adormecida, como lo atestigua la_
“composición, desde 1105, de un tratado damasceno (veáse
texto núm. 31, págs. 335-341).

CAUSAS DEL ÉXITO POPULAR DE LA CRUZADA

La predicación de la «cruzada» encontró, desde 1096, un


grandísimo éxito en los cristianos de Occidente, sobre todo
entre los laicos. ¿Por qué un éxito semejante? Las razones
son múltiples, así como los motivos de los caballeros que
participaron en aquella aventura.
Hubo, claro está, una parte de motivos materiales. Hace
una treintena de años se los exageraba de buen grado, bajo la
“influencia tal véz del marxismo, que privilegia las causas
económicas de los fenómenos. Fue real, aunque probablemen-
—te mínima: el viaje-costaba muy caro, el armamento también,
y muchas familias de cruzados debicron vender o hipotecar
“sus bienes para proporcionar los subsidios necesarios a uno
Ssolo de sus miembros. Los riesgos de morir en el camino eran
‘considcrab]es, y los que sobrevivieron regresaron por lo ge-
neral más pobres que cuando partieron, salvo en reliquias,
costosamente adquiridas en Oriente. Algunos, sin embargo,
muy escasos, hicieron fortuna allá, en tierras si permanecie-
ron en Ultramar, o en botín (amonedado) si regresaron a sus
casas. Por ilusorias o utópicas que fueran no han de descar-
tarse con demasiada rapidez de los motivos, al menos secun-
“darios, de algunos cruzados. El éxito actual de los juegos y
loterías demuestra de manera suficiente que no es necesario
tener lógicamente muchas oportunidades de ganar para espe-
rar los favores de la fortuna.
Para la mayor parte, sin embargo, los motivos religiosos
- fueron de largo los determinantes. Ahora bien, las esperanzas
espirituales, capitales, se reunieron en la cruzada, que acumu-
1ó las ventajas de una peregrinación y de una guerra santa:

— 271 —
perdón de los pecados confesados, equivalencia de penitencia
plenaria, promesa de protección y de remuneración divinas,
asimilación a los mártires de los guerreros que morían en el
camino o bajo los golpes de los musulmanes demonizados y
asimilados a los paganos de la Antigiicdad, etc. (véanse tex-
tos núm-22, págs. 317-320). En Oriente, los cruzados no sólo
combatieron por una igle: por un santo patrono de monas-
terio, por el papa o por San Pedro, sino por el mismo Cristo,
para liberar su herencia y su tumba. Esperaban de él bendi-
ciones en esta tierra y recompensas espirituales en el reino de
Dios.
Algunos de ellos (y no sólo entre los adeptos de Emicho),
sobre la base de interpretaciones discutibles de las profecías,
esperaron probablemente que el mismo Cristo regresara a
Jerusalén para poner fin a la dominación del Anticristo, cuya
revelación creían inminente. Participarían así, detrás de Cris-
to y con él, en el último combate de la historia, encontrando
enseguida de ese modo su recompensa en el reino instaurado
por Dios, la Nueva Jerusalén.
Por todas estas razones —cuya importancia relativa re-
sulta difícif evaluar, pero que, en este caso, se combinaron y
añadieron—, la cruzada fue percibida como una guerra santa
de reconquista Gristiana, en una concepción global que, en la
meñtálidad común del Occidente de finales del siglo XI,
asemejó la guerra santa cristiana al yihad musulmán. En -
aquélla fecha, ciertamente, al término de una evolución de
más de mil años, la guerra santa cristiana, cuyo nacimiento y
desarrollo hemos intentado describir aquí, se aproximó y quizás
superó al yihad. — —
No obstante, la cruzada fue más que una guerra santa.
Fue mucho más sacralizada y meritoria que todas aquéllas de
las que hasta aquí hemos hablado y que la prepararon, en
España o en Sicilia. En este caso es preciso emplear el super-
Tativo: para los cristianos de aquella época fue una guerra
«santisima», por muchas razones relacionadas con el pasado
de Jerusalén y con la cultura bíblica que impregna la religión -
ana. Jerusalén evoca no sólo el pasado lejano del Anti-

—27—
guo Testamento, los precursores de la fe, los Profetas y los
Patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, David y Salomón, sino
también el Salvador, el mismo Jesús, revelación encarnada,
que allí predicó, murió y resucitó para abrir a sus fieles las
puertas del reino de los cielos, la «Nueva Jerusalén», preci- *
samente. Jerusalén, en efecto, también evoca el futuro, el
Final de los Tiempos, que se acabarán cuando Cristo, asimis-
mo en Jerusalén, descienda- de los cielos para triunfar allí
sobre el Anticristo y los suyos, los infieles en el sentido
propio del término. Esos elementos escatológicos ligados al
combate final de la historia aumentaron también la dimensión
de guerra santa de la cruzada.
La cruzada no fue,-pues, una guerra santa ordinaria.
Tampoco un yihad, por múltiples razones. Para los cnsnancs
de aquel tiempo se presentó como una guerra de liberación -
querida y emprendida por Dios, que reunía todos los caractc-_
res de sacralidad que permitieron, en el seno del cristianismo,
“esa revolución doctrinal que condujoa la religión de Cristo,
religión de amor y de no-violencia, a revalorizar la acción
guerrera hasta el punto de hacer de ella una acción meritoria.
Una acción piadosa que permitía expiar pecados que, en la
conciencia de los hombres de hoy, parecen mucho más benig-
nos que lá muertéde un hombre, aunque sea un «infich».

CONCLUSIÓN

_La comparación del yihad a la guerra santa cristiana se


impone de manera muy natural a la inteligencia. Hemos seña-
lado sus muchos puntos comunes. Conviene analizar también
las diferencias.
No son escasas.
La primera es de tipo doctrinal. Los musulmanes a los
que hoy se llama «moderados» tratan de reducirla, incluso de
suprimirla, afirmando que el islam es una religión de paz, que
“yihad significa «esfuerzo moral interior» y no «guerra santa»,
—y que no tiene verdadero fundamento coránico. El examen de
— 273—
los textos revelados y de la conducta del Profeta relatada por
la tradición musulmana más auténtica conduce al menos; Como-
“hemos visto, a admitir esta tesis (hoy, por lo demás, poco -
seguida por las masas) con mucha reticencia y múltiples
reservas. La actitud radicalmente opuesta de los dos fundado- —
—res de religión, Jesús y Mahoma, ante el uso de la violencia _
es significativa a este respecto. N
Casi no puede evitarse, pues, la siguiente conclusión: 1
guerra santa fue admitida, cuando no preconizada, desde los —
primeros tiempos del islam, inclusive los de su fundador. La
noción de guerra santa, en cambio, era inconcebible en la
doctrina primitiva del cristianismo. El yihad, al menos en
cierta medida, puede invocar a Mahoma. La guerra santa, por
su parte, de ningún modo puede invocar a Jesús. Esto indica
la amplitud de la metamorfosis que en este punto sufrió la
“doctrina cristiana.
De ello deriva, por lo demás, una gran coherencia del
islam en este ámbito. Ciertamente, la doctrina del yihad ha
evolucionado poco en el transcurso del tiempo; a veces tiende
a endurecerse o, por el contrario, a atenuarse, según las cir-
cunstancias históricas. Sin embargo, ha permanecido muy
similar a sí misma en sus grandes líneas, y no ha sufrido
ninguna contradicción intema. —
No sucedió lo mismo con la doctrina cristiana, la cual, al
rechazar al principio radicalmente el uso de la violencia,—
tropezó pronto con una dificultad insalvable desde el momen-
to que el cristianismo llegó a ser religión de Estado y se
mezclaron, en el seno del Imperio romano devenido cristiano,
lo espirituaby lo temporal, la Iglesia y poder. Esa colusión de
lo político y de lo religioso, más manifiesta aún en la época
llamada «feudal», condujo a la Iglesia a abandonar la posi-
ción primitiva de no-violencia predicada por Jesús. De ello se
derivó una serie de mutaciones doctrinales que, mediante
sucesivas pinceladas, revalorizaron y sacralizaron los-comba-
tes guerreros llevados a cabo por el interés de la iglesias y
principalmente_del Papado. De ahí csa paradoja a menudo
realzada y denunciada: la religión cristiana, que pretende ser

— 214 —
religión de paz y de amor, se revela en realidad tan violenta
y guerrera, incluso más, que cualquier otra religión.
A este respecto se impone una observación. En todas las
_civilizaciones monoteístas, la noción de guerra santa sólo
apzrece en el marco de una teocracia o aspirante a tal. Ése fue
el caso del pueblo de Israél, que, en la Biblia, se hace pasar
“por el «pueblo de Dios» que toma posesión, mediante las
armas, de la «tierra prometida» a Abraham y a sus descen-
dientes para fundar allí un Estado propiamente teocrático. En
esa perspectiva, la guerra se considera que está ordenada
directamente por Dios, o por boca de sus profétas, y no puede
_sino ser santa. Religión y política quedan aquí estrechamente
* fundidas. Ése fue igualmente el caso, salvo algunos matices,
" de la comunidad musulmana de los orígenes. También quiso
estar dirigida directamente por Dios, a través del Profeta,
quien recibió de Alá sus directrices expresadas mediante la
revelación coránica que le fue comunicada. Aquí también la
guerra emprendida por los creyentes por incitación del Profe-
ta guiado e inspirado por Dios no puede sino ser santa. Y
aquí también religión y política estuvieron íntimamente liga-
das, puede decirse incluso que fusionadas, puesto que los
creyentes constituyeron al principio una comunidad político-
religiosa dirigida por el Profeta, a la vez jefe religioso, jefe
de Estado y jefe guerrero, en una sociedad estrictamente
regida por las leyes religiosas.
La situación fue radicalmente diferente en el cristianis-
mo primitivo. Sin embargo, todas las condiciones parecían
estar asimismo reunidas para reproducir el mismo esquema,
dado que Jesús es para los cristianos no sólo un profeta, o el
‘mas grandede los profetas, sino la Palabra misma de Dios, el
«Hijo de Dios», definido después como una de las tres «per-
sonas» de la divinidad. Ahora bien, a pesar de esa contunden-
te afirmación de la revelación divina directa en la persona de
Jesucristo, el cristianismo no se presentó de ningún modo
- como una teocracia, precisamente porque su fundador recha-
Zó radicalmente cualquier amalgama entre la religión y la
“politica, entre el poder y la fe. Jesús no llegó a fundar un
—275—
reino en la tierra, un Estado teocrático. Esa negativa, por otra
parte, lo condenó a ser rechazado por la mayor parte de su
pueblo de origen, que esperaba justamente un profeta y un —
jefe guerrero, un liberador.
Ahora bien, Jesiis predicó un reino de Dios muy diferen-
Sus fieles no fueron «ciudada-
ico» que se instituiría y defendería
“con las armas, sino ciudadanos del «reino de los cielos», un
reino que Dios mismo fundaría al Final de los Tiempos. Por
eso mismo, condenó el uso de la violencia y excluyó al
mismo tiempo toda posibilidad de que apareciera el concepto -
de guerra santa en la doctrina cristiana original. Los mártires”
cristianos no fueron guerreros, todos fueron pacíficos, paci-
fistas, no violentos, incluso cuando se opusieron a un Estado
pagano y perseguidor.
No obstante, comó hemos visto, ese concepto de guerra
santa salió lentamente a la superficie a lo largo de una evo-
lución sobre la cual este libro ha llamado la atención. Adqui-
rió Consistencia precisamente —y ello no fue debido, en
verdad, al azar— cuando los acontecimientos imprevisibles
de la historia condujeron de nuevo a una imbricación, incluso
a una fusión, de lo político y de lo religioso. La guerra santa,
y luego la cruzada se difundieron plenamente cuando el Pa-
pado alcanzó en Occidente una estructura monárquica y una
autoridad que, con Gregorio VII, tendieron a asemejar la
Iglesia a una teocracia. Se retornó entonces al esquema pre-
cedente, y la guerra santa «cristiana» encontró para desarro-
llarse un mantillo casi tan favorable como en la teocracia de
Israel o en la Umma musulmana de los orígenes. Con Ta
diferencia, eso sí, de que nació en contradicción con sus
propios principios, y con muchos s¡g]os de retraso sobre las
dos primeras.
Otras diferencias entre yihad erra santa proceden de
la naturaleza y de los objetivode su puesta en práctica. —
La expansión musulmana siguió a las conquistas de sus
_guerreros. Se trató de una progresiva dilatación destinada 4—
conquistar territorios para el islam. El yxhad de los primeros —

— 216 —
/ siglos de la era musqlg¡ana fue una guerra de conquista, |
\ una guerra misionera. El principio coránico fue generalmente
aplicado: «No cabe coacción en religión. La buena dirección
se distingue claramente del descarrío» (Corán II, 256). Los
habitantes de las regiones conquistadas y sometidas a la ley
islamica fueron autorizadas, por tanto, a conservar su fe, bajo
ciertas condiciones, aunque se trató, no obstante, de religio-
nes monoteístas reveladasd(rehgwnes del Libro). Los paga-
nos, politeístas, no fueron tolerados: debían convertirse o
morir. Las llamadas guerras «santas» emprendidas por los
cristianos contra los paganos, “contra los sajones, por ejemplo,
o los wendos del Báltico, se acercaron al yihad en este terre-
no. Con respecto a las otras «religiones del Libro», el cristia-
nismo se_inspiró en los mismos principios de «tolerancia»
Telativa, Pcro los practicó, es cierto, con menos «generosi-
dad» o humanidad.
— Segimda diferencia capital: el yihad se orientó, casi des-
de su origen, hacia la conquista de territorios. La guerra
santa, en su origen al menos, fue, en cambio, una guerra de
Te-conquista, primero defensiva, después ofensiva. Por otra
“parte, fueron esos rasgos defensivos los que, como hemos
visto, permitieron la aparición de los caracteres sacralizadores
de dichas operaciones de protección que condujeron a la
noción de guerra santa en Occidente. Ése fue particularmente
el caso de las guerras de defensa del Papado ante los ataques
musulmanes, los de la reconquista española o de la cruzada
hacia el Próximo Oriente, territorios que en un primer mo-
mento fueron cristianos y estaban habitados todavía por po-
blaciones cristianas numerosas o en ocasiones mayoritarias.
Una tercera diferencia notable procede del papel desem-
peñado por los Santos Lugares. Puede parecer, a primera
vista, un elemento de similitud: el yihad fue legitimado al
“principio por la necesidad de defender la muy joven comuni-
“dad amenazada en Medina y de «recuperan» los Santos Luga-
“res de la Meca. Pero esos objetivos se consiguieron muy
pronto y el yihad no cesó por ello. Aumentó, por el contrario,
y sostuvo el movimiento de conquista que, procedente de

—277 —
Arabia, se extendió hacia el Índico, el Bósforo, el Sáhara, el
Atlántico, los Pirineos y más allá hasta Poitiers, El movi-
miento partió de los Santos Lugares, de La Meca y de Medina.
Ahora bien, esos Santos Lugares no fueron amenazados jamás
ysu defensa no desempeñó ningún papel, tanto en la defini-
“ción del yihad como en su puesta en marcha y en su práctica,
“antés del renacimiento del vihad que, en el Próximo Oriente,
“siguió a la primera conquista de Jerusalén por los cruzados en
1099. Jerusalén sólo es, por lo demás, el tercer lugar santo _
" del Islam, pero el primer lugar santo de la cristiandad, así
“como para el judaísmo.
La defensa y la reconquista de los Santos Lugares
cristianos jugaron, en cambio, un papel |mponante en la
formación de la idea de guerra santa en Occldeme como -
hemos visto a lo largo de este libro. Los tres lugam: santos
de la cristiandad, a saber, por este orden, Jerusalén, Roma y
Santiago de Compostela, estaban, en efecto, conquistados
o amenazados por los guerreros del islam. El papel de
Santiago de Compostela fue tal vez minimizado en la re-
conguista, como recientemente se ha sostenido. Pero no su-
cedió lo mismo con Roma, amenazada por las incursiones
musulmanas desde el siglo IX, y cuya defensa, según se ha
subrayado, dio lugar a las primeras recompensas espirituales
hechas a los guerreros que combatieran y murieran por ase-
gurar su libertad. Eso es más cierto todavía por lo que respec-
ta a Jerusalén, primero (jy de lejos!) de los Santos Lugares
del cristianismo, tierra de Cristo fundador, lugar de su tumba
y de su «herencia».
La sacralización supereminente de la cruzada resultó de
ese carácter único de Jerusalén en la mentalidad religiosa de
los cristianos del siglo XI (veánse textos núm. 22, págs. 317-
320). De ello derivó que la primera cruzada al¢anzé, para los
cristianos de aquel tiempo, el grado de sacralidad que habria
tenido para los musulmanes un yihad predicado para liberar
no Jerusalén, tercer lugar santo del islam, sino para expulsar
a los infieles de La Meca, si dichos «inficles» se hubieran
apoderado de ella.

— 2718—
La cruzada fue así el resultado directo, lógico pero de-
plorable, de la formación y de la aceptación de la idea de
guerra santa, el fruto venenoso de la mutación ideológica que,
tras un milenio de historia y de conflictos, condujo a la
Iglesia cristiana de la no-violencia a la guerra santa y a la
cruzada, acercándose así, a través de muchos puntos, a la
doctrina del yihad que durante tanto tiempo reprochó al is-
lam, y que, en cierta medida, contribuyó a formarla.
No hemos acabado de pagar, tal vez, el precio de un
concepto tan pernicioso.

—279—

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